SHAKESPEARE Y COMPAÑÍA · de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas...

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- 1 - “SHAKESPEARE Y COMPAÑÍA” ***** Una velada hecha del mismo material que los sueños. Con VEINTICINCO ESCENAS y UN SONETO, traducidos por aquél que esto escribió, cumpleañero de dicha velada, caballero sideral de cabello y barba a ras, conocido por el nombre de… Víctor Manuel Solís Baptista. EN EL DÍA 19 DEL MES 12, DEL AÑO 13 DEL SIGLO XXI * * Con una diminuta enmienda hecha el 19/12/2014. Y una no tan diminuta enmienda hecha el 19/12/ 2015

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“SHAKESPEARE

Y

COMPAÑÍA”

***** Una velada hecha del mismo material

que los sueños.

Con VEINTICINCO ESCENAS y UN SONETO,

traducidos por aquél que esto escribió,

cumpleañero de dicha velada, caballero

sideral de cabello y barba a ras,

conocido por el nombre de…

Víctor Manuel Solís Baptista.

EN EL DÍA 19 DEL MES 12, DEL AÑO 13 DEL SIGLO XXI *

* Con una diminuta enmienda hecha el 19/12/2014. Y una no tan diminuta enmienda hecha el 19/12/ 2015

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“Lo he traducido con devoción para que las palabras de Shakespeare

puedan comunicar a todos, en nuestro idioma, el fuego transparente que

arde en ellas sin consumirse, desde hace siglos”.

Pablo Neruda,

Respecto a su traducción de

“ROMEO Y JULIETA”

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"Everything and nothing"

Por JORGE LUIS BORGES

Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la

época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas,

fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por

alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza

de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló

su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la

especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así

aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un contemporáneo;

después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad, bien

podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga

siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había

adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su

condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba

predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso

de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le

enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el

último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la

irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie.

Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el

cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma

que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que

aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que

también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a

semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces,

dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían;

Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con

curiosas palabras "no soy lo que soy". La identidad fundamental de existir, soñar y

representar le inspiró pasajes famosos. Veinte años persistió en esa alucinación

dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos

reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen,

divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su

teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los

árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado

su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien;

fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los

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préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido

testamento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético

o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el

papel de poeta. La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a

Dios y le dijo: "Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo". La

voz de Dios le contestó desde un torbellino: "Yo tampoco soy; yo soñé el mundo

como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas

tú, que como yo eres muchos y nadie".

(Jorge Luis Borges

De su libro "El Hacedor")

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SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO (A Midnight Summer’s Dream)

ACTO II

ESCENA UNO

Tras amor no correspondido, y tretas gestándose de parte de dioses y hadas,

Demetrius, quien ama a Hermia (al igual que Lysander), la busca a ella mientras

es perseguido por Helena, enamorada de Demetrius, hasta el confín de un

bosque, donde seres mágicos y mitológicos como Oberón, residen.

Entra DEMETRIUS; HELENA siguiéndole. OBERÓN se halla oculto.

DEMETRIUS: No os amo, por lo tanto, no me persigáis. ¿Dónde estarán Lysander

y la hermosa Hermia? Uno, al que le daré caza; la otra, con quien quiero casarme.

Vos me dijisteis que se habían perdido por estos bosques, y aquí me hallo en un

bosque de búsquedas porque no puedo encontrar a mi Hermia.

Así que marchaos, idos, y no seguidme más.

HELENA: Vos sois mi atracción, vos corazón acorazado adamantino; y vos no

atraéis del mío hierro, sino acero, pues mi corazón es certero. Dejad de atraer con

vuestro poder, y yo no habré de seguiros más.

DEMETRIUS: ¿Acaso os doy coraje? ¿Os hablo tiernamente? O, mejor dicho, ¿no

os digo en medio de la planicie más verídica que no os amo, y no puedo amaros?

HELENA (Pausa): Y aún por eso os amo más. Soy vuestra canina. Y, Demetrius,

entre más me acertéis, más moveré la cola. Usadme: Acariciadme con vuestros

pies y vuestras duras manos, negadme y perdedme. Pero dadme permiso para

seguiros. Cuál otra atrocidad os pudiera rogar en vuestro amor, y sin embargo

siendo una atrocidad de gran respeto para mí, que ser tratada como vuestra…

Como vos usáis vuestro perro…

DEMETRIUS: Tentáis en exceso el odio de mi espíritu, pues enfermo de solo

verte.

HELENA (Gimiendo): Y yo enfermo al dejar de verte.

DEMETRIUS: Imputáis vuestra modestia en exceso, al dejar la ciudad y dejaros

llevar por alguien que no os ama; y al confiarle al azar nocturno y al mal consejo

de un lugar desierto con el rico valor de vuestra virginidad.

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HELENA: Vuestra virtud es mi privilegio, pues no es noche cuando vuestro rostro

veo, por eso no pienso nocturnamente, y ni a este bosque pienso que le faltan

mundos de compañía, pues vos tenéis todo el respeto de mi mundo. Entonces,

¿cómo decir que estoy desierta, cuando todo mi mundo está mirándote?

DEMETRIUS (Pausa): Huiré de vos, y he de esconderme en algún matorral de

vuestra enredadera, y os voy a dejar a la merced de bestias salvajes.

HELENA: Nada ni nadie tiene a vuestro corazón salvaje. Huid a vuestra merced,

la historia desenredaré: Así como Apolo vuela, Daphne en su persecución se

cuela. Como el monstruo necesitado de paloma pareja que le traiga paz. Como

gacela taimada que acelera para al tigre alcanzar. Velocidad desnuda, cobardía

que da miedo al valor más rico.

DEMETRIUS (Pensándolo dos veces): No soportaré vuestro cuestionario.

Dejadme ir. Porque, si me seguís, no creáis que no os haré fechorías boscosas.

HELENA (En paroxismo): ¡Oh! En el templo, en la ciudad, en el campo,

fechorízame. Hazlo, Demetrius. Que vuestro crimen escandalice a mi sexo: No

podemos pelear por amor igual que los hombres. Hemos de ser asombradas antes

que primero asombrar.

(Huye desesperado DEMETRIUS)

Pero aun así os seguiré hasta hacer un cielo de este infierno, y morir para

ascender con vuestra mano que tanto amo.

(Sale).

OBERÓN (Revelándose): Que bien os vaya, ninfa. Y que antes que ese deje esta

gruta, vos volaréis y lo alzaréis mientras el amor en ambos hace ruta.

***

ACTO V

ESCENA UNO

Habiendo presenciado los enredos de las parejas en querella, e igualmente ellos

teniendo a veces querellas de amor…

Entran THESEUS, HIPPOLYTA, PHILOSTRATE, Lords e Invitados.

HIPPOLYTA: Extraño es, Theseus mío, aquello de lo que hablan los amantes.

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THESEUS: Más extraño que cierto es. Nunca he de creer en antiguas fábulas o en

juguetes de hadas. Los locos y los amantes tienen cerebros tan agitados, con

fantasías tan bien formadas, que contienen mucho más de lo que la razón fresca

es capaz de comprender. El Lunático, el Enamorado y el Poeta están todos llenos

de una imaginación hirviente y creadora. Uno ve más diablos de los que puede

contener el vasto infierno: es el Loco. El Enamorado, igual de frenético, ve la

belleza de Helena en un rostro egipcio. Por otro lado… los ojos del Poeta, dando

vueltas en alto frenesí, miran desde el cielo a la tierra y desde la tierra al cielo,

constantemente. Y conforme la imaginación da cuerpo a las formas de cosas

desconocidas, la pluma del Poeta las convierte en figuras, y da, a la aérea nada,

una residencia en el espacio, y un nombre para ser recordada. Y tales trucos

tienen tan fuerte imaginación, que de contener algo de alegría, entonces

comprendería la existencia de un hacedor de esa alegría. Como en la noche,

imaginando algo tenebroso y vetusto, cuán fácil es que un arbusto parezca un

temible oso robusto.

HIPPOLYTA: Pero una vez ha sido contada la historia de todas las noches, y

todas las mentes transformadas así juntas, muchos presenciarán más que

imágenes caprichosas. Y crecerá entonces algo de gran consistencia, siendo aún,

sin embargo, tanto extraño como admirable.

THESEUS: Aquí llegan los amantes, llenos de mirra y alegría.

Entran LYSANDER, DEMETRIUS, HERMIA y HELENA.

¡Alegría, gentil-amigos! ¡Alegría y frescos días de amor acompañen a vuestros

corazones!

***

ACTO V

ESCENA UNO

Habiendo presenciado los desenredos de las parejas, mágicos y casuales, otros

ciertos y causales…

Entran OBERÓN y TITANIA con sus cortes respectivas.

OBERÓN: A esta casa dad luz brillante / Junto al dormido fuego ardiente / Cada

elfo y hada andante / Vuele cual ave o luz latente / Y esta tonada, tras de mí /

Cantad y bailad, haced así…

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TITANIA: Ensayad vuestra canción completa / Y haced de cada nota un planeta /

Juntad las manos, Cantad la vida / Gracia y magia, Fortuna eterna…

OBERÓN: Y ahora, hasta el romper del alba, desde esta casa cada hada irá al

mejor lecho de novia, que por nosotros será bendito, y lo que allí llegue a crearse,

siempre será afortunado. Y así las tres parejas de esta historia, felices han de ser.

Y consagrado este terreno, cada hada volverá, dejando dicha y paz en este

palacio. Y el dueño de él, con tales bendiciones, a salvo siempre descansará.

Ahora, idos, ya no quedaos, y al romper el alba volved conmigo.

Salen OBERÓN y TITANIA y sus cortes respectivas.

Queda PUCK.

PUCK: "Si las sombras os hemos ofendido

Pensad solamente, para un buen remedio,

Que habéis estado un poco adormecidos

Mientras estas visiones acudían,

Y este asunto, tan débil y tan pobre

Que solo da lugar a un pobre sueño

No lo toméis a mal, señores míos...

Con el perdón, podremos enmendar los vacíos.

Y, como soy el propio duende Puck,

Si no hemos merecido aprobación

Para eludir las fauces de la fiera,

Hemos de remediarlo en un instante:

Sino, decid que en mí yace la mentira:

Así que buenas noches para todos

Y si hemos de ser amigos, dadme aplausos

Y os dará recompensa este duende que soy…"

Y se va.

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EL MERCADER DE VENECIA (The Merchant of Venice)

ACTO I

ESCENA DOS

Portia, una heredera, y Nerissa, su dama de compañía, debaten sobre la vida, la

humanidad y las leyes, injustas o no, de las costumbres y las pasiones.

Entran PORTIA y NERISSA.

PORTIA: A fe mía, Nerissa, que mi pequeño cuerpo se ha cansado de este gran

mundo.

NERISSA: Lo estaríais, dulce Madam, si vuestras miserias fuesen las mismas en

abundancia que vuestras buenas fortunas. Y sin embargo, por lo que veo, están

tan enfermos los hartos del exceso como los que se mueren de hambre sin nada.

Así, no es mediana felicidad quedarse en la medianía. La superfluidad trae antes

las canas, mientras que la modestia vive más años.

PORTIA: Buenas sentencias, y bien pronunciadas.

NERISSA: Serían mejor, si a bien fueran tomadas y puestas en escena.

PORTIA: Si el hacer fuese tan fácil como el saber, qué bondades quedarían.

Capillas serían iglesias y pobres cabañas serían palacios de príncipes. Es un ser

divino aquél que sigue sus propias instrucciones: Fácilmente enseñaría a veinte

sobre lo bueno que se podría hacer, que ser uno de los veinte que siguiera mi

propia enseñanza. El cerebro podrá trazar leyes para la sangre, pero un temple

ardiente pasa por encima de un decreto frío. Tal liebre es la locura de la juventud,

saltando sobre las trampas del inválido buen sentido. Pero este razonar no es uno

que vaya a elegirme un marido. Oh, qué digo, la palabra “elegir…” Puede que

nunca llegue a escoger a quien me guste, ni rechazar a quien me disguste. Así

queda la voluntad de una hija con vida doblegada por la voluntad de un padre que

ya no está. ¿Acaso no es difícil, Nerissa, que no pueda elegir una cosa y rechazar

la otra?

NERISSA: Vuestro padre fue siempre virtuoso, y buenos hombres tienen buenas

inspiraciones en su lecho de muerte: Así que la lotería que ha inventado en estos

tres cofres de oro, plata y plomo, en que quien elija lo que él pretendía os elija a

vos, sin duda, jamás será acertada sino por alguien que ame de verdad. Pero

¿qué calor hay en vuestros sentimientos hacia alguno de esos principescos

pretendientes que ya han venido?

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PORTIA: Os ruego, re-nombradlos, y mientras lo hacéis, los iré describiendo y, de

acuerdo a mi descripción, comparad mis sentimientos.

NERISSA: Primero, está el príncipe napolitano.

PORTIA: Oh, he allí un caballo más no un caballero, pues lo único que hace es

hablar de su caballería, y considerar una gran adición a sus cualidades el saberlas

herrar por sí mismo. Mucho me temo que su señora madre erró en algún momento

con algún herrero.

NERISSA: Luego está el conde Palatino.

PORTIA: No hace sino fruncir el ceño, como quien dice: “Si no me escogéis, allá

vos”. Y cuando oye contar chistes no sonríe. Me temo que envejecerá hasta ser un

pensador llorón, estando tan lleno de tristes modales desde joven. Preferiría

casarme con una calavera con un solo hueso en la boca que con uno de estos

dos. Que Dios me defienda de ellos.

NERISSA: ¿Qué decís del señor francés, Monsieur Le Bon?

PORTIA: Dios le hizo, y por ello dejadlo pasar por hombre. De verdad sé que es

pecado burlarse: éste, tiene caballos mejores que el Napolitano, mejor mala

costumbre al fruncir el ceño que el Conde Palatino. Es todos ellos, en ninguno. Si

algún ave canta, salta ante ella. Pelea esgrima hasta con su sombra. Y de yo

casarme con él, me casaría con veinte esposos. Y si llegase a odiarme, lo

perdonaría, porque si llegase a amarme con locura, jamás podría corresponderle.

NERISSA: ¿Qué decís entonces, de Falconbridge, el joven barón inglés?

PORTIA: Sabéis ya que no le digo nada a él, pues no me entiende, ni yo a él. Ni

habla Latín, ni Francés, ni Italiano, y podéis jurar en corte que yo no sé casi Inglés.

Es la imagen misma de un buen hombre, pero ¿Quién puede conversar con un

mimo? Qué extraña su manera de vestirse, comprando una prenda en Italia, los

zapatos en Francia, un sombrero en Alemania y su comportamiento en todas

partes.

NERISSA: ¿Qué pensáis del señor escocés, su vecino?

PORTIA: Que tiene caridad de buen vecino, pues ha recibido en préstamo una

cachetada del inglés, y juró pagarle de vuelta cuando pudiera: Creo que el francés

se hizo su fiador y terminó firmando por una cachetada más.

NERISSA: ¿Os gusta el joven alemán, el sobrino del duque de Sajonia?

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PORTIA: Me parece muy mal por la mañana, cuando está sobrio, y muy mal por la

tarde, cuando está borracho. Y cuando mejor está, es poco peor que un hombre. Y

cuando peor está, es poco mejor que una bestia. Si acaeciese que este hombre

llegara a caerse para no levantarse más, espero arreglármelas para salir adelante

sin él.

NERISSA: Si llegara a ofertar su elección, y al hacerlo escogiera el cofre correcto,

habrías entonces de rechazar la voluntad de vuestro padre, al rechazar a aquél.

PORTIA: Entonces, por miedo a lo peor, os ruego, poned un vaso profundo de

vino en el cofre contrario, por si el diablo estese dentro y la tentación fuera, sabré

que ha de escogerla. Haré lo que fuese, Nerissa, para no casarme con una

esponja.

NERISSA: No habéis de tener miedo, señorita, de quedaros con ninguno de estos

señores: me han dado a conocer sus decisiones, que son, en efecto, volverse a

sus casas sin molestaros más con otras pretensiones, al menos que os ganen de

alguna otra manera que aquélla impuesta por vuestro padre y sus cofres.

PORTIA: Y si llego a vivir para ser tan vieja como Sibylla, moriré tan casta como

Diana, al menos que sea obtenida del modo que mi padre dispuso. Me alegra que

esta parcela de galanes sea tan razonable. Pues no hay ninguno de ellos por cuya

ausencia suspire. Y ruego a Dios que al menos les conceda buena marcha.

NERISSA: ¿No recordáis, señorita, en tiempos de vuestro padre, a un Veneciano,

académico y soldado, que vino aquí en compañía del Marqués de Montferrat?

PORTIA: Sí, claro que sí. Era Bassanio. Creo que así era llamado.

NERISSA: Es cierto, madam. Él, de todos los hombres que alguna vez miraron

mis ojos, era el más merecedor de una bella y justa dama.

PORTIA: Lo recuerdo bien. Y lo recuerdo merecedor de vuestros elogios.

Entra un Criado servidor.

¿Qué hay ahora? ¿Qué noticias cuentas?

SERVIDOR: Los cuatro extraños os buscan, madam, antes de partir. Y ha llegado

un mensajero de un quinto, el príncipe de Marruecos, que trae un recado de que

su señor el Príncipe estará aquí esta noche.

PORTIA: Si pudiese dar la bienvenida al quinto de tan buen corazón como

despido a los otros cuatro, estaría agradecida de su llegada: Pero si ha de tener la

condición de un santo y los complejos de un diablo, prefiero tenerlo por confesor

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que por cónyuge. Vamos, Nerissa. Criado, id delante. Mientras cerramos la verja

despidiendo a un pretendiente, nunca tarda otro en llamar a la puerta.

Se van.

***

ACTO I

ESCENA TRES

Venecia. Una plaza.

Antonio, un mercader de Venecia, está a punto de hacer un provechoso y

peligroso trato con Shylock, un judío. Bassanio, un amigo de Antonio, y

pretendiente de Portia, escucha la negociación.

ANTONIO: Bueno, Shylock, ¿os he de agradecer?

SHYLOCK: Signior Antonio, más de una vez me habéis censurado por mis dineros

y mis usuras. Y aun así, lo he tolerado con hombros pacientes, pues el sufrimiento

es la insignia de nuestra tribu. Me llamáis incrédulo, verdugo, y escupís sobre mi

gabardina judía, y todo por el uso que hago de aquello que es mío. Bien, pues, al

parecer ahora estáis necesitado de mi ayuda. Vamos allá, pues. Venís a mí y

decís: “Shylock, quisiéramos dineros”, decís. Después de haber vaciado vuestras

flemas en mis barbas, y patearme como a un perro desgraciado que acude a

vuestro umbral. Dineros, es lo que queréis. Lo que os viste. Vuestro ropaje. ¿Qué

os debería decir? ¿No os habría de decir: “Acaso tiene dinero un perro? ¿Es

posible que un perro desgraciado tenga tres mil ducados para vos?”. O debería

inclinarme, con acento servil, y aliento húmedo, y en suspiros humildes, decir,

decir algo como: “Noble señor, me escupisteis el miércoles pasado, aquel otro día

me pateasteis, y por todas esas cortesías ¿He de daros tales cantidades de

dineros?

ANTONIO: Sigo dispuesto a llamaros otra vez todo eso, a escupiros de nuevo, a

daros patadas también. Si vos vais a prestar ese dinero, no lo prestéis a amigos

vuestros, pues ¿Cuándo de la amistad se recibió frutos de estéril metal? Más bien,

prestádselo a vuestro enemigo, a quien, de no cumplir, podéis exigirle castigo con

mejor cara.

SHYLOCK: Oh, pues mirad cómo os enojáis. Yo quisiera ser vuestro amigo y

conseguir vuestro afecto, olvidar las vergüenzas con que me habéis manchado,

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proveer a vuestras necesidades presentes, y no cobraros usuras de mis dineros, y

aun así no me queréis oír: Es amabilidad la que os ofrezco.

ANTONIO: Así sí sería amabilidad.

SHYLOCK: Y esa amabilidad la mostraré. Venid conmigo a un notario, poned

vuestra sola firma, y, como deporte alegre, si no me pagáis el día determinado, en

tal lugar, la suma o sumas que se expresan en el documento, la indemnización se

fijará en una libra exacta de vuestra hermosa carne, para ser cortada y quitada de

la parte de vuestro cuerpo que me plazca.

ANTONIO (Tras una pausa): Satisfecho, a fe: sellaré tal compromiso y diré que

hay mucha amabilidad en el judío.

BASSANIO: No firmarás por mí semejante contrato. Prefiero seguir vagando en

mis necesidades.

ANTONIO: Por qué, hombre, yo no fallaré ni faltaré a él. Dentro de dos meses,

que es un mes antes de que expire el plazo, espero la ganancia de tres por tres

veces el valor de este acuerdo.

SHYLOCK: ¡Oh, padre Abraham, lo que son estos cristianos, cuyas durezas al

pactar les enseña a sospechar de los pensamientos de otros. Os ruego, decidme

esto: Si él no cumple, llegado el día, ¿Qué sacaría yo con cobrar esa

indemnización? Una libra de carne de humano no es tan valiosa o estimable como

si fuera carne de ovejo, buey o de cabra. Yo digo que os ofrezco este acto de

amistad para adquirir vuestro favor. Si lo queréis tomar, bien. Si no, adiós. Eso sí,

y por mi afecto, os ruego que… No me jodáis.

***

ACTO III

ESCENA UNO

Salarino, amigo (o tal vez no) de Antonio, reitera los términos de la cruel (o tal vez

no) negociación.

Entran SALARINO y SHYLOCK.

SALARINO: Bueno, estoy seguro que, de Antonio no cumplir, vos no arrancaréis

un pedazo de su carne. ¿Cuál bien traería eso?

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SHYLOCK: Como cebo de pesca: Si no ha de alimentar nada, alimentará mi

venganza. Me ha difamado, y me ha estorbado ganar medio millón: Se ha reído de

mis pérdidas, burlado de mis ganancias, ha insultado a mi nación, saboteado mis

regateos, enfriado a mis amistades, acalorado a mis enemigos, ¿Y por cuál razón?

Soy judío. ¿Y no tiene un judío ojos? ¿No tiene un judío manos, órganos,

dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimenta igual, no es herido

igual con las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, aliviado por los

mismos remedios, enfriado o acalorado por los mismos inviernos y veranos, igual

que un cristiano? ¿Si nos herís, acaso no sangramos? ¿Si nos hacéis cosquillas,

no reímos? ¿Si nos envenenáis, acaso no morimos? ¿Y si nos hacéis mal, o nos

ofendéis, si nos jodéis, acaso no nos vengamos? Porque si somos como vos en

todas las cosas, eso es lo que hemos de ser. Si un judío maltrata a un cristiano

¿cuál es la humildad de este? Venganza. ¿Si un cristiano hace un mal a un judío,

cuál habrá de ser su paciencia según el modelo cristiano? Pues la venganza. La

villanía y maldad que enseñáis, yo la voy a ejecutar, y difícil será esta enseñanza,

y por eso mismo yo voy a mejorarla en su instrucción.

***

LA PRIMERA PARTE DEL REY ENRIQUE IV (The First Part of: King Henry IV)

ACTO I

ESCENA DOS

Una sala de una taberna en el pueblo de Londres.

Donde se refugia la más magna y magnífica banda de ladrones honrados, actores

a tiempo y destiempo, y otras cosas que la lengua sobria no alcanza a pronunciar.

Entra el PRÍNCIPE DE GALES. FALSTAFF se haya dormitando a medias y en

medias.

FALSTAFF: Upa, Hal. ¿Qué hora es, muchacho?

PRÍNCIPE: Sois tan gordamente ingenioso, bebiendo jerez añejo, desabrochado

después de la cena y durmiendo siestas en banquillos, que os habéis olvidado

preguntar aquello que en realidad deberíais saber. ¿Qué diablos tenéis que ver

con la hora del día? A menos que las horas sean copas de Jerez y los minutos

cabezazos y los relojes lenguas de prostitutas, y las esferas siderales señales de

burdeles y el benéfico sol una hermosa y excitante doncella vestida de brillantes

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telas… No veo, Fal, razón para que seas tan superfluo como para siquiera exigir la

hora del día.

FALSTAFF: Oh, Hal mío, ya empiezas a quererme. Nosotros, los que robamos

carteras malvadas nos regimos por la Luna y las siete estrellas, mas no por Febo

Apolo, ese “errante caballero tan bello como luminoso”. Y así, os ruego, simpático

burlón, que cuando seáis rey, conserven los dioses vuestra gracia. O majestad,

debería decir, pues gracia ya no os queda.

PRINCIPE: ¿Ah, sí?

FALSTAFF: Nadita ninguna. Ni siquiera la necesaria para servir de prólogo a un

par de huevos fritos.

PRINCIPE: Entonces ¿cómo ha de ser? Y ve redondamente al grano.

FALSTAFF: Como dije, dulce burlón, cuando sea vuestra coronación, no permitáis

que nosotros, los guardias corpulentos de la noche, seamos llamados ladrones de

la belleza diurna; antes bien, somos guardas campestres de Diana, hidalgos de la

sombra, predilectos de la luna. Y dejad que los hombres digan que somos gente

de buen gobierno, puesto que, como el mar, somos regidos por nuestra noble y

casta señora la luna, bajo cuya protección nos dedicamos al hurto.

PRINCIPE: Habláis bien y decís la verdad. Pues es nuestra la fortuna de ser seres

de la luna, que fluyen y refulgen como el mar, siendo gobernados, tal cual, por

ella. Y como prueba de ello, tenéis una cartera de oro muy astutamente tomada la

noche del Lunes, y muy disueltamente malgastada la mañana del Martes.

Conseguida exclamando “¡Alto ahí!” y despilfarrada gritando “¡Más vino!”.

FALSTAFF: Por los dioses que tenéis razón, muchacho. Pero os vuelvo a rogar

preguntando, jovial burlón, ¿seguirán existiendo en Inglaterra las horcas y los

patíbulos cuando vos seáis Rey? ¿Será resuelta al fin la resolución engañosa de

vuestro freno arcaico llamado ley? Porque oídme bien, al ser rey, ni se os ocurra

colgar a algún ladrón.

PRINCIPE: No. Vos lo haréis.

FALSTAFF: ¿Lo haré? Oh, magnífico. Por los dioses que seré un valiente juez.

PRINCIPE: Y ya estáis sojuzgando al revés. Quiero decir que tú serás el que

cuelgue a los ladrones, y de ese modo te convertirás en un magnífico verdugo.

FALSTAFF: Oh, muy lindo, Hal. El oficio de verdugo es tan adecuado a mi

carácter como hacer de cortesano, segurísimo.

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PRINCIPE: ¿Cortando sanos trajes con vuestra gordura?

FALSTAFF: Si, o insanamente vistiendo ropa de verdugo, que nada holgada es. Y

es que en el fondo temo ser tan melancólico como un gato viejo, o un oso

encadenado.

PRINCIPE: O como un león viejo, o como el laúd de un enamorado. Como una

liebre triste o como un pantano maloliente.

FALSTAFF: Hal, os servís de las más desagradables comparaciones y en realidad

eres un bribón incomparable… Y aunque simpático y jovial, os ruego, no me

molestéis más con vanidades. Ruego sí, a los dioses, que vos y yo lleguemos a

encontrar lugar alguno donde comprar una buena reputación. Un viejo lord del

consejo me detuvo el otro día en la calle para hablarme acerca de vos, señor, pero

no le presté atención. Y sin embargo, habló con sapiencia, pero nada que le

atendía. Y aun, habló más sabiamente, y en la calle, tal cual.

PRÍNCIPE: Hicisteis bien, pues el dicho va que de que “la sabiduría reside en las

calles, y nadie les presta atención”.

FALSTAFF: Oh, vos sois cruel encarnación y hasta incluso capaz de corromper a

un santo. Vos me habéis hecho tanto daño, Hal. Los dioses os perdonen. Antes de

conoceros, Hal, nada sabía; y ahora soy, si hombre ha de hablar con certeza,

poco mejor que uno de los chiflados. Debo renunciar a esta vida, y la he de dejar.

Por los dioses, que si no, soy un villano. Que no se diga nunca que mi

condenación se deba a un hijo cristiano.

PRINCIPE: ¿Dónde hemos de tomar carteras mañana, Jack?

FALSTAFF: Donde quieras, hijo mío. Yo me haré con una, y si no robo bien o

tomo prestado, os consentiré me tratéis de bribón y os burléis de mí.

PRINCIPE: Cómo te enmiendas pasando de la oración al robo.

FALSTAFF: Es mi vocación bendita, Enrique. Y no es pecado para un hombre

trabajar, según su vocación…

***

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EL REY HENRY V (King Henry V)

ACTO III

ESCENA UNO

Francia. Delante de Harfleur. Una guerra en las trincheras que no parece querer

cesar.

Toques de trompeta ante la entrada del REY ENRIQUE.

REY: Un vez más hacia las brechas, queridos amigos, una vez más. O sino hemos

de cegarla con nuestros cadáveres ingleses. En tiempos de paz, conviene al

hombre una humilde quietud y modestia. Pero cuando el huracán de la guerra

impacta nuestros oídos, se ha de imitad las acciones de un tigre: Tensando los

nervios, excitando la sangre, vistiendo su naturaleza de feroz rabia, que prestan a

los ojos un terrible aspecto. Dejemos que así se asomen por las puertas de

nuestro rostro, como el cañón que retumbe desde nuestras colinas. Que el

entrecejo se arrugue con la temeridad de una roca y se mantenga por encima del

cuerpo sacudido por las olas profundas y salvajes del océano.

Apretad los dientes y dilatad las narices. Retened duramente el aliento y alzad

vuestro espíritu a la mayor de las alturas.

Marchad, marchad adelante, mis caballeros ingleses, por cuyas venas corre la

sangre de vuestros padres, que, cual otros Alejandros, combatieron de sol a sol en

estos mismos campos, sin envainar la espada hasta conseguir la victoria.

No deshonréis a vuestras madres. Y servid de ejemplo a los que, siendo menos

nobles que vosotros, tengan que aprender de vosotros a combatir. ¡Mis valerosos

hijos de Inglaterra, milicia de los condados formada en nuestro suelo, seguro estoy

de que os mostraréis dignos de vuestro origen, pues hasta los ojos de los más

humildes brillan con noble y poderoso entusiasmo!

Os veo ya como feroces pastores impacientes ante el primer zarpazo. ¡Se ha

levantado la caza!

A vuestro espíritu, ¡seguid! Y con valeroso impulso gritad: “¡Dios por Henry,

Inglaterra y San Jorge!”

Salen todos a batallas, entre música de guerra y descargas de artillería.

***

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ACTO IV

ESCENA TRES

Frente al Ejército Inglés. La ola está en contra de los abatidos ingleses. La muerte

es ahora la aliada más cercana, insistiendo en señalar la derrota.

Están presentes Glocester, Bedford, Exeter, Salisbury y Westmoreland; Luego el

Rey Enrique, Montjoy y el Duque de York.

GLOCESTER: ¿Dónde está el rey?

BEDFORD: Ha montado a caballo, para ver y calcular las fuerzas contrarias.

WESTMORELAND: ¡Son sesenta mil combatientes los que ellos tienen!

EXETER: Cinco contra uno en proporción, y lo peor es que son tropas frescas.

SALISBURY: ¡Que el brazo de Dios combata con nosotros! Es una partida

peligrosa. Son temibles proporciones. Dios os guarde, príncipes. Me voy a mi

puesto; y si hemos de encontrarnos en otra vida, que sea dignamente. Adiós a

todos, noble lord de Bedford, querido Lord Gloucester; y a vos, lord Exeter, mi

amado pariente. Adiós… a todos los combatientes. ¡Adieu!

BEDFORD: Adiós, bravo Salisbury, y que la suerte os sea propicia.

EXETER: Adiós, querido lord. Pelead con toda valentía hoy. Y sin embargo, os

agravio exhortándote a ello, pues siempre habéis sido modelo de la más firme y

verdadera valentía.

Salisbury suspira y mira a todos. Y sale.

BEDFORD: Su valor es tan grande como su bondad.

Entonces entra el REY ENRIQUE.

WESTOMORELAND: ¡Oh, si tuviéramos tan solo diez mil hombres de los que se

hallan inmovilizados en Inglaterra!

REY: ¿Qué es aquél que dice semejante cosa? ¿Vos, primo Westmoreland? No,

primo querido. Si estamos marcados para morir, somos tantos que nuestra patria

perderá al perdernos. Y si hemos de vivir, entre menos seamos, mayor será el

honor compartido. Y por la voluntad de Dios, os pido, no recéis ni por un hombre

más. Por Zeus, Júpiter, que no codicio el oro, no me preocupa saber quién vive a

mi costa, me es indiferente que otro use mis vestidos, pues todos los bienes

exteriores nada importan en absoluto; pero si es pecado el anhelar honor…

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entonces soy el alma más ofensiva de este mundo. Por fe, primo mío, un inglés no

ha de desear nada más. ¡Sino la paz de dios! ¡Juro por cuanto espero que no

quisiera compartir con un hombre más el honor que por esta lucha de hoy pueda

corresponder. ¡No deseéis un hombre más! Mejor será proclamar y hacer saber al

ejército, que el que sienta desfallecer su valor bien puede irse: se le firmará un

pasaporte, Westmoreland, y se le pagará regiamente el viaje. Pero no vamos a

morir en la compañía de un hombre que tenga miedo de morir en compañía

nuestra.

(Pausa)

A este día se le conoce como el día de la invitación de San Crispian.

El que sobreviva a este día y vuelva salvo a su casa experimentará una digna y

honrada satisfacción al hablar de esa invitación, de esa fiesta y de ese santo, con

orgullo.

Quien sobreviva a este día podrá en su vejez celebrar su aniversario, y anunciad

la víspera a sus amigos: “Mañana es día de San Crispián”. Y mostrando sus

heridas, añadirá: “Estas cicatrices fueron de esa batalla, durante el día de San

Crispián”. Y de viejos podremos olvidar, pero nunca olvidaremos del todo, y por

eso recordaremos siempre las proezas de esta jornada. Nuestros nombres serán

familiares, y tendrán el sabor del hogar: El Rey Henry, Bedford, Exeter, Warwick,

Talbot, Salisbury, Gloucester, serán evocados al choque de las copas

desbordantes, infinitos siempre en la memoria.

El buen padre contará estos hechos a sus hijos, y a partir de hoy y hasta el fin del

mundo, el nombre de Crispián no se pronunciará nunca sin renovar a la vez

nuestra memoria.

Nosotros, tan pocos. Tan pocos, pero tan afortunados. Somos ahora todos

hermanos.

¡Pues el que hoy vierta su sangre conmigo lo declaro mi hermano! ¡Sea cuál sea

su condición!

Y aquellos ricos nobles que se quedaron en Inglaterra, y que a estas horas

duermen tranquilos, se maldecirán a sí mismos, por no haber estado aquí. Y bien

poco apreciarán esa nobleza, al oír las historias de los que con nosotros

combatieron, aquí y hoy, en el día de San Crispián!

Un silencio.

Re-entra y se encamina SALISBURY.

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SALISBURY: Mi hermano… y rey soberano, aprestaos y acudid a toda prisa: El

ejército francés ha adoptado un orden de batalla y se disponen con experiencia y

bravura, a cargar contra nosotros sin más demora.

REY: Hermanos… Todas las cosas están listas. Si así nuestras mentes lo están.

***

COMO GUSTÉIS (As You Like it)

ACTO II

ESCENA SIETE

Una mesa en un bosque. El Duque Mayor, confinado en el destierro por su

hermano y usurpador de dominios, Frederick; y Jaques, asistente melancólico de

un tal señor Roland de Boys; se hallan respirando entre dilemas y revelaciones.

Discuten JAQUES y el DUQUE MAYOR.

DUQUE: Ya veis, no todos estamos solos e infelices. Este vasto y universal teatro

presenta actos llenos de mayor aflicción que la escena en la que nos

encontramos.

JAQUES: Todo el mundo un escenario es, y todos los hombres y mujeres: sus

pobres y afligidos actores. Cada uno con sus entradas y salidas, en vida

interpretando muchos papeles, donde cada etapa vivida es un acto distinto. Y

tales… son siete.

Primero, el infante, chillando y babeándose en los brazos de la partera. Y luego el

colegial quejumbroso, con su morral y su matutina y reluciente cara, lento cual

caracol se arrastra a duras penas por la senda escolar. Luego viene el amante,

que gime como un horno, con un soneto o balada melancólica dedicada a las

cejas de su amada. Luego, es un soldado, lleno de extraños juramentos y

consignas, barbudo y mamífero, celoso en su honor, buscador de pleitos,

buscando la burbuja de aire de la reputación hasta en la boca de un cañón. Y

luego es el juez, con su hermoso vientre redondo, forrado a punta de golpes, con

mirada severa y barba de corte muy cuidado, lleno de sabios proverbios y juicios

recientes, y así representa su sesudo papel.

Ya la sexta edad, nos lo transforma en el enjuto viejo típico de la comedia italiana,

de pantuflas, con anteojos sobre la nariz y bolsa al lado; sus juveniles medias bien

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ocultas, le quedan un mundo de anchas a sus flacas pantorrillas, y su viril voz,

volviendo al son-son del niño, se queja y silba en son discorde.

El fin del postrer acto, la última escena de todas, que finaliza su extraña y

memorable historia, es la segunda infancia y puro olvido. Sin dientes, sin ojos, sin

gusto… Y sin nada.

ACTO III

ESCENA DOS

En el bosque.

Entran Orlando, otro hijo del señor Roland de Boys, y Jaques, entre otras cosas,

saboteador de estados de ánimo amorosos; mientras tanto, una doncella

íntimamente relacionada con uno de ellos, se esconde.

JAQUES: Os agradezco por vuestra compañía, pero la verdad, hubiera preferido

estar solo.

ORLANDO: Lo mismo digo yo, pero aun, por pura costumbre, os agradezco

también por vuestra compañía.

JAQUES: Andad y ved con Dios. ¡Y que nos veamos lo menos posible!

ORLANDO: Yo también deseo que seamos mejores extraños.

JAQUES: Oh, y os ruego, no echéis a perder más árboles escribiendo en sus

cortezas canciones para doncellas.

ORLANDO: Y yo os ruego que no echéis a perder más versos míos leyéndolos

con mala voluntad.

JAQUES (tras larga pausa): ¿Conque Rosa-Linda es el nombre de vuestra

amada?

ORLANDO (Tras una pausa): Sí, precisamente.

JAQUES: No me gusta su nombre.

ORLANDO: Pues todo el mundo os ignoró a vosotros cuando la bautizaron a ella.

JAQUES: ¿Y qué estatura tiene?

ORLANDO: Me llega exactamente al corazón.

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JAQUES: Estáis lleno de bellas respuestas. ¿No será que habéis frecuentado a

mujeres de orfebres y las habéis sacado de sus anillos?

ORLANDO: No ha sido tal cosa. Solamente contesto con el lenguaje humilde de

los tapices baratos en cuyas inscripciones habéis estudiado vuestras preguntas.

JAQUES: Tenéis un ingenio vivo. Pienso que brotó de los talones de Atalanta.

¿Queréis sentaros conmigo a denigrar juntos a nuestra señora, a la redondez del

mundo y toda su miseria?

ORLANDO: No he de criticar a nadie en el mundo sino a mí mismo, en quien

reconozco muchísimos defectos.

JAQUES: El peor defecto que tenéis vosotros es estar enamorado.

ORLANDO: Y es un defecto que no cambiaré por la mejor de vuestras virtudes. Y

ya me cansé de vosotros.

JAQUES: En verdad andaba yo buscando un necio cuando os encontré a vos.

ORLANDO: Y se ahogó en un arroyo. Asomaos y lo veréis.

JAQUES: Veré ahí mi propia figura.

ORLANDO: Que juzgo ser la de un estúpido o la de un enigma con un cero a la

izquierda.

JAQUES (Tras un silencio): Ya no me demoraré con vos. Adiós, buen signior

Amor.

ORLANDO: Me alegro de vuestra partida. Adiós, buen monsieur Melancolía.

Sale JAQUES. Luego habrá de entrar la doncella Rosalinda, con distinto temple al

de Orlando.

***

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JULIUS CAESAR

ACTO I

ESCENA DOS

Una plaza pública de Roma. Cassius aconseja al noble Brutus sobre lo que era, es

y podría ser Julio César; y sobre si tal cosa debería ser permitida.

CASSIUS: César… Se pasea como un coloso por el mundo, el cual le parece

estrecho. Y nosotros, que somos vulgares hombres, caminamos bajo sus enormes

piernas. Volviendo en torno nuestras tímidas miradas para ver si divisamos alguna

tumba deshonrada. Hay momentos en que los hombres son dueños de sus

destinos. La culpa, querido Brutus, no está en nuestras estrellas más sino en

nosotros mismos, que somos esclavos. Brutus y César, ¿Qué es lo que hay en

este César? ¿Por qué ese nombre ha de resonar más que el vuestro? Si los

escribís juntos, vuestro nombre es igual de justo. Pronunciadlos, y la boca se

ajusta también. Sopesadlos, y son lo mismo. Entonces, en el nombre de todos los

dioses al mismo tiempo, ¿De cuál carne se alimenta este, nuestro César, para

haber llegado a ser tan grande? Oh, época nuestra. Estás avergonzada. Habéis

desechado la crianza de las nobles sangres. ¿Cuándo ha pasado una época,

desde el gran Diluvio, que no tuviera fama más que por un hombre? ¿Cuándo, se

ha podido decir hasta ahora, que al nombrar a Roma, sus anchas y vastas

murallas solo reflejen a un solo hombre? Ahora hay Roma suficiente, y en ella solo

se halla un hombre. Y eso que a nuestros padres ya hemos oído relatar historias

de un Brutus que alguna vez existió, y que prefirió ver en Roma entronizado al

eterno demonio, antes que sufrir el yugo de un rey.

BRUTUS: Que me estimas no puedo dudarlo. A qué me incitas, tengo alguna

sospecha: después contaré cómo he pensado en eso y en estos tiempos. Por

ahora… Os suplico en nombre de la amistad que no me habléis más de esto. Lo

que hayáis dicho lo consideraré, lo que tengáis que decir yo tendré la paciencia de

escuchar, así como encontrar un momento para que ambos nos escuchemos y

respondamos ante asuntos de tanta importancia. Hasta entonces, mi noble amigo,

tened esto bien presente: Brutus prefiere no ser más que un campesino, a titularse

hijo de Roma con las duras condiciones que los sucesos se preparan a

imponernos.

CASSIUS: Cuánto me alegro de que mis pobres palabras hayan hecho brotar de

vuestra alma una noble chispa de fuego.

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ACTO II

ESCENA DOS

Roma. En el palacio de César, graves pesares en forma de profecías

inconscientes, plagan el futuro incierto. Y sin embargo…

Truenos y Relámpagos. Entra Julio César, con vestimentas nocturnas. Y tras él,

Calpurnia, su esposa romana.

CALPURNIA: ¿Cuál es vuestro intento, César? ¿Pretendéis caminar afuera? Vos

no has de salir de vuestros aposentos hoy.

CESAR: César ha de caminar donde sea: Las cosas que me amenazan lo hacen

solamente a mis espaldas. Y cuando hayan de ver de frente el rostro de César,

habrán de ser disueltas.

CALPURNIA: Jamás hice caso de los presagios ceremoniosos, César. Pero hoy

me espantan. Además de las cosas que hemos oído y visto, hay alguien ahí

dentro que cuenta las más terribles visiones que han aterrado a los vigilantes. Una

leona, ha parido con dolor en las calles, y algunas tumbas se han abierto

entregando a sus muertos; feroces guerreros en llamas combatiendo sobre las

nubes, en filas y escuadrones, bajo orden de guerra, lloviendo sangre sobre el

Capitolio: El retumbar de la batalla resonando en el aire, relinchaban los caballos

entre agonizantes gemidos de moribundo, y fantasmas gritaban y aullaban por las

calles. Ah, César, estas cosas se salen de todo lo acostumbrado, y les temo.

CESAR: ¿Puede evitarse algo cuyo fin se propongan los dioses poderosos? Y sin

embargo, César ha de seguir adelante. Porque estas predicciones son tan válidas

para el resto del mundo como para mí.

CALIPURNIA: Al morir los mendigos, no hay cometas a la vista. Pero la muerte de

los soberanos, los cielos en llamas las proclaman.

CESAR: Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte, y los valientes

jamás prueban la muerte sino una sola vez: Y de todos los prodigios que he oído

hasta ahora, lo más sorprendente me parece que los hombres tengan miedo, dado

que la muerte, fin necesario, ha de venir cuando haya de venir.

***

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ACTO III

ESCENA DOS

Roma. El foro. Tras la muerte de Julio César.

Marco Antonio, recién ascendido al mando, sube al púlpito.

MARCO ANTONIO: Amigos, romanos, compatriotas, prestadme vuestros oídos:

He venido a enterrar a César, no a elogiarlo. El mal que hacen los hombres, vivirá

después de ellos. El bien, muchas veces, queda enterrado con sus huesos. Sea

así con César. El ilustre Brutus os ha dicho que César era ambicioso. Si así fue,

fue una grave falta. Y gravemente César la ha expiado. Y aquí, con permiso de

Brutus y de los demás, siendo Brutus un hombre honorable, y todos también,

todos hombres honrados… Os vengo a hablar en este funeral del César. Él fue mi

amigo. Y fiel y justo. Pero Brutus dice que él era ambicioso, y Brutus es hombre

honrado. Él había traído muchos prisioneros cautivos a su hogar, a Roma, y cuyos

rescates llenaron las arcas públicas. ¿Pareció César ambicioso en esto? Cuando

los pobres clamaban, César lloraba también con ellos.

La ambición tiene un carácter mucho menos afectuoso. Y sin embargo Brutus dice

que él era ambicioso. Y Brutus es un hombre honorable. Vosotros… visteis todos

que en el Lupercal le ofrecí tres veces una corona real que rechazó tres veces

consecutivas. ¿Fue eso ambición? Sin embargo, Brutus dice que era ambicioso y,

por supuesto, él es un hombre honrado. No hablo para desmentir lo que dijo

Brutus, sino que aquí estoy para hablar de lo que se: Hubo un tiempo en que

todos vosotros queríais a César, y no sin causa. ¿Entonces qué causa os impide

llorarle?

¡Oh, juicio y sentido común! ¡Os habéis hecho patrimonio de los irracionales y los

hombres han perdido la razón!

Perdonadme. Mi corazón está aquí en este ataúd con César. Y hasta que me sea

devuelto, preciso es que me detenga…

Más tarde, en el mismo escenario, y en defensa de la virtud de los muertos.

MARCO ANTONIO: Si tenéis lágrimas, preparaos ahora a derramarlas.

(Levantando el manto que cubre el cadáver de César).

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Todos vosotros conocéis este manto: recuerdo la primera vez que se lo puso

César. Fue durante un atardecer de verano, en su carpa de estrategias, el día en

que triunfó sobre los Nervii.

Mirad, cómo por aquí se clavó el puñal de Cassius. Mirad qué tajo rencoroso hizo

Casca: A través de este desgarrón, el bienamado Brutus le apuñaló. Y mientras

retiraba su acero maldito, ved el rastro de sangre que ha dejado, fijaos cómo lo

siguió la sangre de César, como si se hubiera precipitado en salir para asegurarse

de que era Brutus el que había dado este golpe inhumano. Pues Brutus, como

sabéis, era el ángel de César. Juzgad, oh dioses, qué profundamente le quiso

César: Y ése fue el corte desgarrador más cruel de todos. Pues cuando el noble

César lo vio apuñalándole, le venció la ingratitud, mucho más fuerte que brazos

traidores. Y entonces estalló su poderoso corazón, y envolviendo el rostro en el

manto al pie de la estatua de Pompeyo (que durante todo este tiempo manó

sangre) el gran César cayó.

¡Oh, y qué caída fue esa, mis compatriotas! Allí caísteis vosotros y yo, mientras

que la sangrienta traición discurría triunfante por encima de nosotros. Oh, y ahora

lloráis, y percibo que sentís la dentellada de la compasión: esas son gotas de

gracia. Almas bondadosas, ¿cómo? ¿Lloráis solo de ver herida la toga de César?

Mirad aquí: Aquí está él mismo, despezado y ultrajado, como veis, ¡por traidores!

ACTO V

ESCENA CINCO

Entierro de BRUTUS en un campo, frente a un ejército, y tras guerra civil y

tragedia anunciada, se halla MARCO ANTONIO, buscando algo de paz, una vez

más, en honor a la memoria de los muertos.

MARCO ANTONIO: Este fue uno de los Romanos más nobles de todos: Todos los

conspiradores, salvo él, hicieron lo que hicieron por envidia del gran César. Él fue

uno de ellos tan sólo pensando honradamente en el pueblo, y en el bien común de

todos. Y su vida fue mesurada, gentil, y los elementos de la madre Naturaleza tan

poderosamente mezclados en él, que ella misma se pondría de pie, como para

decirle al mundo: Este de aquí sí fue un hombre.

***

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HAMLET

ACTO II

ESCENA DOS

Una habitación del castillo del nuevo Rey de Dinamarca. La acción ocurre tras ser

los cortesanos Rosencratz y Guildenstern enviados en pos de Hamlet, más

existencialista que de costumbre.

HAMLET: Os diré por qué, y así mi anticipación saldrá al paso de vuestra

revelación y ni una pluma habrá de verse perturbada por vuestra lealtad hacia el

Rey y la Reina. Últimamente, aunque sin saber por qué, he perdido mis alegrías, y

pasado por alto toda costumbre de entretenimiento. Y así, mi ánimo tan cargado

se halla que la tierra, esta hermosa construcción, paréceme un estéril

promontorio. Este magnífico estrado, el aire, mirad, ese admirable firmamento en

lo alto, ese techo majestuoso, incrustado de fuego de oro, pues todo eso, no me

parece otra cosa sino una turbia y pestilente reunión de vapores. ¡Qué pieza de

arte es el ser! ¡Cuán noble en razonamientos! ¡Cuán infinito en facultades! En

forma y movimiento, cuán expresivo y admirable. ¡Semejante a un ángel, en la

acción! ¡Qué parecido a un dios, en su comprensión! La belleza del mundo, el

ideal de los animales; y sin embargo, para mí, ¿Qué es esta quintaescencia de

puro polvo? No, ningún hombre me deleita. No. Mujer alguna, tampoco. Aunque

parezcáis decirlo con vuestras sonrisas.

***

ACTO III

ESCENA UNO

Tras reunión para lidiar con las progresistas locuras de Hamlet.

Se van todos, queda HAMLET.

HAMLET: Ser… O no ser. He allí la cuestión. ¿Será más noble sufrir en ánimos

los tiros y flechazos de la insultante fortuna, o rebelarse en armas contra un mar

de agitaciones, y, al enfrentarse con ellas, acabarlas? Morir… Dormir… Nada

más. Y con un sueño decir que acabamos el sufrimiento del corazón, y los miles

de golpes naturales que son herencia de la carne. Es una consumación fervorosa

y deseable. Morir, dormir. Dormir, quizá soñar. Sí, ahí es donde está el problema.

Pues ¿Cuáles sueños han de venir cuando el sueño de la muerte nos despoje de

este caparazón mortal? Pausémonos ante esa preocupación que da tan larga vida

a la calamidad. ¿Quién ha de soportar los latigazos e insultos del tiempo, y el

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agravio del opresor, la burla del orgulloso, los espasmos del amor despreciado, la

tardanza de la justicia, la insolencia de los que mandan, y las patadas que el

mérito que es paciente recibe de los indignos, si tan solo él mismo pudiese escribir

su liberación con un puñal? ¿Quién aguantaría cargas, gruñendo y sudando bajo

una fatigosa vida, si no temiera algo después de la muerte? Ese país sin

descubrir, de cuyos confines no vuelve ningún viajero, y que desconcierta a la

voluntad, y nos hace soportar los males que tenemos mejor que volar a otros de

que no sabemos. Y así la conciencia contribuye también a hacernos cobardes, y el

colorido natural de la resolución queda debilitado por la pálida cobertura de la

preocupación, y los gestos y acciones de gran profundidad y empuje así se

desvían de sus corrientes, y pierden el nombre de acción… ¡Pero silencio! La

hermosa Ophelia. Ninfa, que en vuestras oraciones sean recordados todos mis

pecados.

OPHELIA: Buenas, mi señor. ¿Cómo se halla vuestra alteza, en este, de todos los

días?

HAMLET: Os doy humildes gracias: Bien, bien, bien.

OPHELIA: Señor mío, tengo tantos recuerdos de vos que quisiera compartir de

nuevo. O devolveros. Y os ruego que los recibáis ahora.

HAMLET: ¿Cómo? Si no os he dado nada.

OPHELIA: Mi honorable señor, sí lo hicisteis. Palabras trazadas con tan dulce

aliento, que enriquecían aún más las cosas. Y ahora habiendo perdido su

perfume, tomadlas de nuevo, pues para el ánimo noble los dones ricos se vuelven

pobres cuando los dadores terminan lastimando.

HAMLET: Ah… ¿Y sois honesta?

OPHELIA: ¿Mi lord?

HAMLET: ¿Sois justa?

OPHELIA: ¿Qué quiere decir vuestra alteza?

HAMLET: Que si eres honesta y justa, vuestra belleza debería arreglárselas.

OPHELIA: ¿Podría la belleza, señor, tener mejor trato que con la honestidad?

HAMLET: Ah, ciertamente: Pues el poder de la belleza transforma la honradez, de

lo que es, en una alcahueta, antes que la fuerza de la honestidad pueda convertir

a la belleza en su semejanza. Hubo tiempo en que esto era una paradoja, pero el

tiempo ha dado la prueba. Y yo… os amé en otro tiempo.

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OPHELIA: En efecto, señor, así me lo hicisteis creer.

HAMLET: No debisteis hacerlo, pues la virtud no puede incrustarse en nuestro

antiguo árbol falto de deleites. Por lo tanto, no os amé.

OPHELIA: Tanto más engañada fui.

HAMLET: Métete en un convento. ¿Por qué has de querer engendrar pecadores?

Yo, que me siento medianamente honrado, y sin embargo, me podría acusar de

tales cosas… que preferible hubiera sido que mi madre no me diera a luz. Soy

muy orgulloso, y vengativo, ambicioso, con más ofensas a cuestas que

pensamientos en donde ponerlas, imaginación con cual darles forma, o tiempo

para actuarlas. ¿Qué hacen arquetipos como yo, arrastrándose entre el cielo y la

tierra? Somos unos truhanes arrogantes: no nos creas a ninguno de nosotros.

Métete en un convento. Ahora, ¿Dónde está tu padre?

OPHELIA: En casa, señor.

HAMLET: Haced que les cierren las puertas encima, para que no pueda hacer el

tonto más que en su casa. Adiós.

OPHELIA: Oh, ayudadle, dulces cielos.

HAMLET: Si os casáis, os daré esta maldición como corona: Aunque seáis tan

casta como el hielo, tan pura como la nieve, no escaparás a la calumnia. Métete

en un convento.

Vete. Adiós. O, si más remedio no tienes que casarte, casaos con un tonto, pues

los hombres sabios saben suficientemente bien qué monstruos hace vuestra

ingenuidad de ellos. A un convento, vete. Y además, de prisa. Adiós.

OPHELIA: Oh, poderes celestiales, restauradlo.

HAMLET: Ya he oído de sobra sobre vuestras pinturas: Dios os ha dado una cara,

y vos os hacéis otra: Andáis a brincos, os perfiláis, os pronunciáis, ponéis

denominaciones a las criaturas de Dios, y hacéis de vuestra ignorancia vuestra

voluptuosidad. Pero ya, no quiero hablar más de ello. Me he vuelto loco. Digo, que

no haya más bodas. Los que ya están casados, vivirán todos, menos uno: los

demás, que se queden como están.

Vete a un convento.

Se va Hamlet.

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OPHELIA: Oh, que noble mente ha sido destronada aquí. Del cortesano, el

soldado y el sabio: el ojo, la espada y la lengua. La dulce espera, y la rosa del

buen gobierno. El espejo de la moda, el modelo de las formas. El observado de

todos los observantes: caído, completamente caído. Y yo, de todas las damas, la

más miserable y desgraciada, que saboreaba la miel de sus musicales

juramentos, ahora veo esa noble razón soberana, y sus dulces campanas

desafinadas, ásperas, agrietadas.

Y esa forma sin par… Ese modelo de la juventud florecida… Agotada por la

locura.

¡Pobre de mí, ay, el haber visto lo que había visto… Y el ahora ver lo que ahora

veo!

***

ACTO III

ESCENA DOS

Un salón del castillo.

Está Hamlet preparando a su tropa de actores, para representar una obra ante el

rey ilegítimo, sobre la vida misma que allí se vive.

HAMLET: Decid el discurso, os ruego, como os lo he pronunciado, con ritmo

aplicado a la lengua: Pero si os desbocáis con él, como muchos de vuestros

compañeros hacen, preferiría que algún dador de noticias lo hiciera. Tampoco

cortéis el aire demasiado con vuestra mano, sino que, sed gentil, seguro, pues

incluso en medio del torrente mismo de la tempestad y hasta, digo yo, el torbellino

de la pasión, se debe adquirir y cultivar la templanza, y la suavidad.

Oh, y es que me ofende en el alma el escuchar a algún robusto y empelucado

actor hacer trizas y andrajos una pasión, partiendo los oídos a los del patio, que en

su mayor parte, no entienden nada sino inexplicables pantomimas y ruido. Yo

haría azotar por algo así a un individuo, uno que exagerase falsamente,

herodeando más que el mismo Herodes.

Por favor, evitadlo.

ACTOR PRIMERO: Se lo garantizo a vuestra alteza.

HAMLET: Tampoco seáis demasiado manso, sino que tu propia discreción sea tu

guía. Acomoda la acción a la palabra, la palabra a la acción, con esta observación

en especial: que no rebaséis la Modestia de la Naturaleza. Cualquier cosa falsa y

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sobreactuada, desde el punto de vista de la actuación, se aparta del propósito del

teatro, cuyo fin, al principio y ahora, era y es, sostener el espejo de la Naturaleza,

mostrando a la Virtud su propia figura, al Vicio su propia imagen, y a la época y

conjunto del tiempo, su forma y huella.

Ahora, si esto se falsea en escena, o sale apenas o a duras penas, aunque haga

reír a los inexpertos, no puede dejar de molestar a los sensatos, cuyo juicio válido

o censura, en vuestra estimación, debe contrapesar a todo un teatro de los otros.

Oh, y es que hay actores que he visto y oído alabando a otros, y altamente, para

no decirlo de modo profano; los cuales, no teniendo acento de cristianos ni

andares de cristianos, ni de paganos, ni de hombres, se han paseado y regodeado

de tal modo que pensé que algunos labradores de la Naturaleza, habían hecho

hombres de mala gana. Así, de inhumanamente, imitaban a la humanidad.

***

MACBETH

ACTO I

ESCENA SIETE

Inverness, Escocia. La acción transcurre en una sala del castillo de Macbeth.

Oboes y antorchas. Entran y pasan por la escena un Oficial y varios criados con

platos y servicios. Entra luego Macbeth, dispuesto en cruel medida a trágicos

crímenes para al fin hacerse con la corona. Y sin embargo....

MACBETH: Si estuviera hecho, una vez hecho, entonces estaría bien que se

hubiera hecho rápidamente. Si el asesinato pudiera echar la red sobre las

consecuencias y, con su cesación, asegurar el éxito, de tal modo que sólo ese

golpe fuera el total y el fin; aquí, justo aquí, en esta escalinata multitudinaria del

tiempo, ascenderíamos. Pero en estos casos seguimos siempre sometidos a

juicio, y no hacemos sino enseñar lecciones de sangre que, una vez enseñadas,

regresan para arruinar al responsable. Esta Justicia igualitaria, acerca los

ingredientes de nuestro cáliz envenenado a nuestros propios labios.

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Duncan está aquí con doble confianza: primero, por ser yo su pariente y su

súbdito, cosas fuertes ambas, contra la acción tramada. Además, heme como

anfitrión, y debería de cerrar la puerta contra el asesino, y no usar el puñal yo

mismo.

Además, este Duncan ha usado sus poderes con tal bondad, ha sido tan claro en

su gran dignidad, que sus virtudes han de rogar como ángeles, con lenguas

melódicas que luchen contra la profunda maldición de su eliminación. Y la piedad,

la compasión, son como un bebé recién nacido que cabalga un huracán; y los

querubines del cielo, montados en los invisibles corceles del aire, han de soplar a

todos los ojos el horrible hecho, de tal modo que las lágrimas inundarán el viento.

Y heme aquí, sin espuelas para impulsar las disposiciones de mis deseos. Tan

solo teniendo la elevada ambición, que salta demasiado alto y que me arroja hacia

el lado oscuro…

Entra la SEÑORA MACBETH, esposa y mujer de crueles disposiciones.

¿Qué hay? ¿Qué noticias traes?

SRA. MACBETH: Casi ha terminado de cenar Duncan. ¿Por qué te has marchado

de la sala?

MACBETH: ¿Ha preguntado por mí?

SRA. MACBETH: ¿Acaso no sabes que sí?

MACBETH: No seguiremos adelante con este asunto. Él me acaba de conceder

honores, y he adquirido dorada fama ante toda clase de personas, y ahora habría

que lucirla con todo su brillo renovado, sin dejarla tan pronto a un lado.

SRA. MACBETH: ¿Estaba la esperanza embriagada o borracha cuando te

vestisteis con ella? ¿Ha dormido desde entonces, y apenas se despierta ahora,

para mirar, verde y pálida, a aquello que se hizo con tal libertad? Desde este

momento, así considero tu amor. ¿Acaso temes ser el mismo en tus actos y valor,

así como lo sois en deseos? ¿Quieres obtener lo que estimas como el ornamento

de la vida, la corona, para vivir como un cobarde en vuestra propia estimación,

dejando que el “no me atrevo” esté al servicio del “yo quiero”, así como el pobre

gato del proverbio, que pretende comer sin ensuciarse?

MACBETH: Por favor, callad.

Me atrevo a hacer todo lo que es propio de un hombre: pero dejaría de serlo el

que se atreviera a hacer más.

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SRA. MACBETH: ¿Qué bestia fue entonces la que te hizo revelarme esa

intención? Cuando te atrevíais a hacerlo, eras entonces un hombre, y, cuanto más

fueras lo que eras, más serías un hombre. Ni el tiempo ni el lugar se prestaban

entonces, y sin embargo quisisteis que lo hicieran: bueno, ahora se prestan, y el

que se presten… te deshace.

Yo he dado de amamantar. Y sé cuán tierno es querer al niño que se amamanta

de mí: pero, mientras me sonreía a la cara, le habría sacado el pezón de sus

encías sin dientes y le habría reventado los sesos, si antes lo hubiera jurado

hacer, como tú habéis jurado hacer esto.

MACBETH: ¿¡Y si fallamos!?

SRA. MACBETH: ¡Pues fallamos! Basta que tenses tu valor hasta el punto donde

quede firme, y no fallaremos.

Cuando Duncan esté dormido, a lo que lo invitarán sonoramente las duras

jornadas de hoy, a sus dos guardaespaldas deseosos yo he de convencer con

vino y embriaguez, de tal modo que la memoria, la guardiana del cerebro, se hará

humo, y el recipiente de la razón, será solo una ola de calor húmedo. Y cuando

sus naturalezas entumecidas de placer caigan en un sueño de cerdos, así como

en la muerte, ¿Qué no podemos hacer tú y yo contra el indefenso Duncan? ¿Qué

no podemos atribuir a esas esponjas alcohólicas de sus oficiales? Ellos cargarán

con la culpa de nuestra gran matanza.

MACBETH: Dad a luz a sólo hijos varones, pues vuestro indómito y feroz temple

no debería producir más que varones.

Cuando manchemos de sangre a esos dos adormilados en su propio cuarto, y

usemos sus propios puñales y dagas, ¿no se ha de creer que lo han hecho ellos?

SRA. MACBETH: ¿Quién se atreverá a entenderlo de otro modo, si nosotros

hacemos rugir nuestro dolor y clamor por su muerte?

MACBETH: Entonces estoy decidido. Y ya he preparado cada agente de mi

cuerpo para ese hecho terrible.

Vamos allá. Y engañemos al tiempo con la más hermosa apariencia: el rostro falso

debe ocultar lo que el corazón falso sabe.

Se van.

***

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ACTO II

ESCENA UNO

Macbeth, en disponiéndose a su mortal cometida.

MACBETH: ¿Es una daga la que tengo ante mí, con el mango hacia mi mano?

Vamos. Dejadme empuñaros. Y aunque no os tuviera, aún os veo. ¿No sois, fatal

visión, tan sensible al tacto como a la vista? ¿O simplemente sois acaso una daga

de la mente, una creación falsa, que surge de las entrañas del oprimido cerebro?

Aún os sigo viendo, en una forma tan palpable a aquella que estoy a punto de

esgrimir. Me guías en el camino por el que ya iba, y en el que tal instrumento me

disponía a usar.

Mis ojos se han tornado el hazmerreír de mis otros sentidos, o si no, valen más

que el resto.

Os sigo viendo, y en vuestra hoja y empuñadura hay gotas de sangre que no

había antes. O no hay tal cosa, es solo este intercambio sangriento a ser cometido

lo que os forma ante mis ojos.

Ahora, sobre una mitad del mundo, la Naturaleza parece muerta, y perversos

sueños engañan al que duerme entre cortinas: la brujería celebra pálidos

ofrecimientos a Hécate, y el asesinato vil y podrido, alarmado por su centinela, el

lobo, cuyo aullido es su vigilia, así con sus pisadas furtivas hacia su designio

fantasmal da zancadas.

Tú, Tierra segura y firme, no oigas mis pasos, ni por donde caminan, pues hay

temor de que vuestras piedras anuncien mi postura, y quiten al momento el horror

presente que ahora le corresponde. Mientras yo avanzo y amenazo, él vive, y las

palabras dan soplo demasiado frío al calor de los hechos.

Suena campana a lo lejos.

Voy, y ya está hecho: la campanada me invita.

No la oigas, Duncan, porque es un toque fúnebre que os llama, sea al Cielo, o sea

a los Infiernos.

***

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ACTO V

ESCENA CINCO

Dentro de las murallas asediadas del castillo. La tormenta de la muerte lo ha

engullido.

Se escuchan los gritos de mujeres siendo ultrajadas y asesinadas, y más tarde, el

grito lejano de la Señora Macbeth.

MACBETH: ¿Qué es ese ruido?

SEYTON [Oficial de Macbeth]: Son gritos de mujeres, mi buen señor.

MACBETH: Casi he olvidado el sabor de los miedos. Hubo un tiempo… en que

mis sentidos se hubieran enfriado de escuchar un aullido nocturno y terrible; y mi

pelo se hubiera erizado ante un relato tenebroso, moviéndose como si tuviera

vida.

Ya me he hartado de horrores; lo terrible, familiar ahora para mis pensamientos de

matanza, ya no puede sobresaltarme ni por una vez.

Entonces, decidme, ¿Por qué han sido esos gritos?

SEYTON: Señor… La Reina ha muerto.

MACBETH: Ella debió haber muerto más adelante, habría llegado el momento

para tal palabra: Mañana, mañana y mañana, cómo se arrastra a corto paso, día a

día, hasta la última sílaba del tiempo prescrito: ¡Apágate, apágate, breve llama o

candela! La vida es solo una sombra caminante, un pobre actor que, durante su

tiempo, se agita y regodea y consume sus horas en escena, y luego no se le oye

más. Es… un cuento contado por un idiota, repleto de sonido y furia, que significan

nada.

***

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CORIOLANUS

ACTO III

ESCENA TRES

Foro Romano. La muchedumbre ansiosa. El pueblo es la ciudad.

Sicinius y Brutus, congresistas, están en el foro preparando al pueblo para que

actúen de eco suyo cuando Coriolano sea condenado. Cuando llegue Coriolano,

tras haber realizado hazañas y sacrificios propios de un dragón militar, los tribunos

le acusarán de querer abolir las libertades, traicionando a Roma.

BRUTUS: Con este cargo, imputadle: que tiene afecto al poder tiránico.

Si se nos escapa por este extremo, apoyaos en su odio contra el pueblo.

SICINIUS: ¿Tenéis la lista de todos los votos de que nos hemos asegurado?

EDIL: La tengo. Está dispuesta.

SICINIUS: Asemblad a nuestro gentío por acá. Y cuando me oigan decir: "Así ha

de ser por el derecho y la fuerza del pueblo”, ya pronuncie yo la muerte, la multa o

el destierro: deberán responder "multa", si digo "multa".

Si digo "muerte", respondan "muerte".

EDIL: Voy a informarles.

BRUTUS (Continúa): Y cuando así comiencen a clamar, no dejéis que cesen.

Sino que, con manto leve de confusión, reforzad la presente ejecución, de aquello

que hayamos de sentenciar.

EDIL: Muy bien. ¡Salud!

Sale Edil.

BRUTUS: Así es. Hazlo. Es hora de corregirlo. Tanto se ha acostumbrado a

conquistar, y ahora se verá en plena contradicción, pues habiendo sido desatado

como perro de guerra, ya no ha de recobrar temperamento. Y entonces hablará

desde su corazón, y esa será su señal para nosotros… de romperle el cuello.

SICINIUS: Bien. Y aquí viene.

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Entran Coriolano y Menenius, amigo suyo; y Cominius, un general, junto a

senadores y obispos.

MENENIUS (A Coriolano): Calma, os suplico. No confiéis en vuestra cólera.

CORIOLANO: Como quien ha de soportar en pobreza y resistir a una multitud de

truhanes. (Suspiro largo; A todos los presentes). Que los dioses honrados… Que

los dioses honrados mantengan la seguridad de Roma y llenen de hombres dignos

los sitiales de la justicia. Que siembren la concordia entre nosotros. Que llenen

nuestros vastos templos con imágenes de paz y no nuestras calles con guerra.

SENADORES: Amén. Amén.

MENENIUS: Un noble deseo.

SICINIUS (Al Público): Acercaos, gente.

EDIL: Ateneos al tribunal. Y pueblo y audiencia: Paz, os digo.

CORIOLANO: ¿No tendré que sostener otras acusaciones que la presente?

¿Todo se determinará aquí?

SICINIUS: Demando saber si os sometéis a los votos del pueblo.

CORIOLANO: Sí. Consiento en ello.

MENENIUS (Al Público): Ved, ciudadanos, dice que consiente. ¡Considerad los

servicios militares que ha prestado! Pensad en las heridas que lleva su cuerpo,

que son como tumbas en un cementerio sagrado.

CORIOLANO (Para sí): Arañazos hechos con zarzas, cicatrices que producirán

sólo risa.

MENENIUS: Considerad, además, que cuando no habla como ciudadano, es que

el soldado se muestra ante vosotros. No toméis esos rudos acentos en tono de

antipatía. Sino, como os lo digo, pensad que es el lenguaje de un soldado.

COMINIUS: Bueno, bueno. Ya. No más disculpas por haber realizado su deber.

CORIOLANO (A Público y Senadores): ¿Qué ha pasado para que, tras haber sido

nombrado cónsul por unanimidad me impongáis el deshonor de retirarme del

consulado acto seguido?

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SICINIUS: Os acusamos de haber tratado de abolir en Roma todos los poderes

establecidos y de marchar por caminos tortuosos hacia una tiranía......hecho que

os constituye en traidor al pueblo.

CORIOLANO: ¿Cómo? ¿Traidor?

PÚBLICO: ¡Traidor!

MENENIUS (A Coriolano): Moderación. Recordad vuestra promesa.

CORIOLANO: Que las llamas de lo más profundo del infierno envuelvan al pueblo.

(A la Tribuna) ¿Llamarme traidor, tribunal infame?

SICINIUS: ¿Os dais cuenta, pueblo?

PÚBLICO: ¡Traidor!

BRUTUS: Puesto que ha servido bien a Roma--

CORIOLANO (Interrumpiendo a Brutus): ¿Qué murmuráis de servicio?

BRUTUS: Hablo de lo que sé.

CORIOLANO: ¿Vos?

MENENIUS (A Coriolano): ¿Es ésa la promesa que habéis hecho a vuestra

madre?

CORIOLANO (Tras un silencio entre la gritería): No oiré más. Que me condenen a

muerte. Al destierro. O que me despellejen vivo. No compraré su clemencia al

precio de una buena palabra.

SICINIUS: En vista de cómo poco a poco pretendía restarle, con mentiras, poder

al pueblo que envidiaba, y ahora que ha resuelto a ataques hostiles, en la

presencia de la justicia, y contra los ministros que la administran… En nombre del

pueblo y en virtud de nuestros poderes, los tribunos, nosotros… ¡Le desterramos,

a partir de este momento, de nuestra ciudad! Y que a la Roca Tarpeya, adonde se

arrojan los traidores exiliados, vayáis y no volváis a tocar ni una puerta del pueblo

de Roma. En nombre de este pueblo, digo que... ¡así ha de ser!

PÚBLICO: ¡Ha de ser asaí!

SICINIUS: ¡Des-te-rra-do!

PÚBLICO (Haciendo estruendo): ¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser!

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COMINIUS: Escuchadme, maeses y amigos míos de este pueblo--

SICINIUS: Ya está condenado. No hay más que oír.

COMINIUS: Dejadme hablar. He sido cónsul y puedo enseñar las marcas de sus

heridas recibidas por Roma. Y he de decir que amo a Roma más que a mi vida

misma, que a mi señora y que a mi hijo que lleva en su vientre, tesoro de mis

entrañas… Pero veo que algo aquí debo decir y…

BRUTUS: No hay nada más que decir ¡A no ser que esté desterrado como

enemigo, del pueblo y de su país!

PÚBLICO: ¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser!

¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser! ¡Así ha de ser!

Y continúan por largo rato, ensordeciendo… Hasta que…

CORIOLANO: ¡Ustedes, jauría de ladrones y perros populares!

Cuyos alientos aborrezco como las emanaciones de las ciénagas pestilentes y

cuyo afecto estimo como los esqueletos de los muertos insepultos que corrompen

mi aire.

¡Yo... los destierro… a ustedes!

Quedaos aquí, en las garras de vuestra indecisión.

Que todo débil rumor quebrante vuestros corazones.

Que vuestros enemigos, con sólo agitar sus gorros, os devuelvan el viento de la

desesperación.

Seguid ejerciendo el poder de desterrar a vuestros defensores hasta que al fin de

vuestra ignorancia... que no descubre las cosas más que cuando las siente,

después de que haya hecho excepción de vosotros solos... que sois siempre

vuestros propios enemigos... Os entregue como esclavos abatidos a alguna

nación que os haya vencido sin combate. Despreciando, por causa vuestra, a esta

ciudad, así... vuelvo la espalda.

Hay un mundo... en cualquier otra parte.

Sale Coriolano.

EDIL: Y el enemigo del pueblo, se ha ido. Nuestro enemigo desterrado, se ha ido.

PUBLICO (Haciendo estruendo): ¡Se ha ido! ¡Se ha ido! ¡Se ha ido!

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MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES (Much Ado About Nothing)

ACTO I

ESCENA PRIMERA

Ante la casa de LEONATO.

Entran LEONATO, señor de Messina; HERO, su hija y BEATRICE, prima y

confidente de Hero; con un Mensajero.

LEONATO: Me he enterado en esta carta que Don Pedro de Aragón viene esta

noche a Messina.

MENSAJERO: Su cercanía es esta: No estaba a más de tres kilómetros cuando lo

dejé.

LEONATO: ¿Y cuántos caballeros habéis perdido en esta acción?

MENSAJERO: Muy pocos, o ninguno de renombre.

LEONATO: Una victoria se duplica cuando el victorioso trae a casa a todo su

ejército. Me entero aquí que Don Pedro ha encumbrado de honores a un joven

Florentino llamado Claudio.

MENSAJERO: Muy merecido de su parte, y así recordado por Don Pedro:

Habiéndose nutrido más allá de lo que su edad prometía, hizo, en la figura de un

cordero, las hazañas de un león: y así mejorando las mejores expectativas que

expresar yo podría.

BEATRICE: Os imploro, ¿Ha regresado el Señor Muitonto de las guerras, o no?

MENSAJERO: No conozco a nadie así llamado, señorita: Nadie así armado, en la

armada de nadie.

LEONATO: ¿Quién es aquél por el que preguntas, sobrina mía?

HERO: Mi prima se refiere al Signior Benedick de Padua.

MENSAJERO: ¡Oh, pero si él ha regresado!; tan placentero como siempre.

BEATRICE: Dejó cuentas pendientes aquí en Messina y retó a Cupido al vuelo;

Os imploro, decidme, ¿a cuántos ha matado él y devorado en estas guerras? ¿A

quiénes ha vencido? Pues prometí comerme todas sus victorias.

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LEONATO: Ten fe, sobrina mía, impones demasiado sobre el Signior Benedick;

pero él se ha de encontrar contigo, no lo dudo.

MENSAJERO: Él ha hecho buen servicio en estas guerras, señorita.

BEATRICE: Tú aprecias sus victorias mientras él se las come: pues es muy

valiente en las trincheras. Tiene excelente estómago para ello.

MENSAJERO: También es un buen soldado, señorita.

BEATRICE: Un buen soldado para una señorita: ¿Pero qué es él para un señor?

MENSAJERO: Un señor para un señor, un hombre para un hombre, y cargado

con toda virtud honorable.

BEATRICE: Así es, ciertamente; siendo no más que un hombre cargado: pero en

cuanto al cargamento… bueno, todos somos mortales.

LEONATO: No malinterprete, señor, a mi sobrina. Jocosa guerra hay entre el

Signior Benedick y ella: tanto que, aún sin encontrarse, prevalecen los roces de

ingenio entre ellos.

BEATRICE: Y al final, no le queda nada de eso al pobre. En nuestro último

encuentro, cuatro de sus cinco ingenios se las ingeniaron para desaparecer, y

ahora su totalidad masculina está gobernada por uno solo: tal vez le sirva de algo

y lo mantenga abrigado, haciendo de ello la única diferencia entre él y su caballo,

pues es la única riqueza que le queda: la de saberse un animal racional. ¿Quién

ahora es su compañero? Cada mes tiene uno nuevo que además juramenta como

hermano.

MENSAJERO: ¿Será eso posible?

BEATRICE: Muy fácilmente posible: cultiva su fe como un sombrero a la moda,

que cambia con el cruzar de una esquina.

MENSAJERO: Ya veo, señorita, que el hombre no está entre su biblioteca de

gustos.

BEATRICE: No; y si lo estuviera, quemaría mis estudios. Pero, le ruego, ¿quién es

su compañero? ¿O ya no hay jóvenes valientes que se cuadren con a él en un

viaje infernal?

MENSAJERO: Se halla en la compañía del justo y noble Claudio.

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BEATRICE: Oh, Dios, se le va a pegar como una gripe: Uno lo agarra a él antes

que a una pestilencia, y el enfermo enloquece. Dios ayude al pobre noble Claudio.

Si le pegan “La Benedicta”, le va a costar una fortuna antes de poder curarse.

MENSAJERO: Aun así, yo mantendré mi amistad con usted, señorita.

BEATRICE: Hágalo, buen amigo.

LEONATO: Tú nunca enloquecerás, sobrina mía.

BEATRICE: No hasta que comience a calentar el nuevo año.

MENSAJERO: ¡Se acerca Don Pedro!

Entran DON PEDRO, DON JOHN, CLAUDIO, BENEDICK y BALTHASAR.

DON PEDRO: Buen Signior Leonato, sales a recibir nuevos oficios: La costumbre

en el mundo es la de evitar costos y aquí le sales al encuentro.

LEONATO: Con las gracias de vuestra vestimenta nunca llegó problema a mi

casa: y al no hallarse problemas, queda alegre consuelo; pues cuando usted parte

de este sitio surgen tristezas, se marchan felicidades.

DON PEDRO: Recibes esta carga muy gustosamente. Presiento que esta es

vuestra hija.

LEONATO: Así me ha dicho su madre tantas veces.

BENEDICK: ¿Dudabais vosotros, señor, que le habéis preguntado?

LEONATO: No, Signior Benedick, pues un niño erais entonces.

DON PEDRO: Ahí tienes, Benedick: podemos suponer de esto lo que sois, siendo

un hombre. Ciertamente la señorita es padre de sí misma. Sed feliz, doncella,

pues sois como un padre honorable.

BENEDICK: De no ser el Signior Leonato su padre, ella no se pondría la cabeza

de él en sus hombros ni por toda Messina, así de tanto se parecen.

Nadie le presta atención a su comentario.

BEATRICE: Me pregunto si aún seguiréis hablando, Signior Benedick: nadie os

presta atención.

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BENEDICK: ¿Qué, mi queridísima Dama Desdén? ¿Aún seguís viva?

BEATRICE: ¿Será posible que se acabe el Desdén conociendo tal carne de

carroña para alimentarle, como la del Signior Benedick? Si hasta la cortesía se

convierte en desdén teniéndote de frente.

BENEDICK: Entonces la cortesía es una ambigüedad de parte y parte. Pero lo

más cierto es que soy amado por todas las mujeres, sólo tú como excepción: y de

poder, podría hallar en mi corazón la ausencia de una coraza, pero no; porque la

verdad es que no amo a ninguna.

BEATRICE: Queridísima felicidad para las mujeres: Sino, hubieran tenido por

molestia a un pretendiente molesto. Oh, agradezco a Dios y a mi sangre fría, que

estoy de humor para vos: Prefiero escuchar a mi perro ladrando a un cuervo que a

un hombre jurando que me ama.

BENEDICK: ¡Dios, mantén a esta dama señorial así decidida! Para que algún que

otro caballero por allá escape del destino de un rostro arañado.

BEATRICE: Arañarlo no lo empeoraría, si fuera un rostro como el vuestro.

BENEDICK: Oh, lo dice la profesora con cara de lora.

BEATRICE: Un ave con mi lengua es mejor que una bestia con la vuestra.

BENEDICK: Eso permitiera, si mi caballo no tuviera la velocidad de vuestra

lengua, pasándote de largo. Pero seguid vuestra marcha; porque en el nombre de

Dios, yo ya acabé.

BEATRICE: Siempre acabas y huyes con trucos… Cómo te conozco...

DON PEDRO: A eso se resume todo, Leonato. Signior Claudio y Signior Benedick,

mi querido amigo Leonato os invita a todos. Le he dicho que al menos un mes nos

quedaremos; y él ruega a pleno corazón que algo más nos haga quedar por más

tiempo. Me atrevo a decir que no hay un trazo de falsedad en su corazonada

plegaria.

LEONATO: Si lo juráis así, mi Lord, no perjurareis.

(A Don John)

Dejadme bienveniros, Lord John: Habiéndoos reconciliado con vuestro hermano

príncipe, os debo entonces todo deber.

DON JOHN: Le agradezco: No soy de mucho hablar, pero… le agradezco.

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LEONATO: ¡Pedro! ¿Le place a su gracia liderar el camino?

PEDRO: Vuestra mano, Leonato; iremos juntos.

Todos salen, menos BENEDICK y CLAUDIO.

CLAUDIO: Benedick, ¿Habéis notado a la hija del Signior Leonato?

BENEDICK: ¿Me lo preguntáis a mí como cualquier hombre honesto haría, dado

mi sano y cierto juicio; o quisieras que hable como de costumbre, siendo un tirano

profeso ante su sexo?

CLAUDIO: No; os ruego habléis en sano y cierto juicio.

BENEDICK: Porque en fe, yo pienso que ella es muy baja para enaltecer, muy

morena para sonrojar y muy pequeña para agrandar: Solo esta encomienda me

permito darle, si fuera lo opuesto que es, sería anti-fea, pero siendo no otra cosa a

lo que es, no me gusta.

CLAUDIO: Vos pensáis que juego: os ruego me digáis lo que de verdad creéis

que os gusta de ella.

BENEDICK: ¿Y acaso vos queréis comprarla, que preguntáis así por ella?

CLAUDIO: ¿Puede el mundo comprar semejante joya?

BENEDICK: Sí, y hasta un cofrecito donde ponerla. ¿Pero así y todo habláis, con

un arco en cada ceja? ¿En cuál clave o tonada me estáis cantando, Claudio?

CLAUDIO: Ante mis ojos, ella es la doncella más dulce que haya visto jamás.

BENEDICK: Puedo ver sin lentes y no veo tal cosa: Está su prima, Beatrice,

Beatriceando al mundo con una furia que, de no ser por eso único, excedería en

belleza a la otra, como la primavera al invierno. Pero espero que no intentes

tornaros en esposo, ¿o sí?

CLAUDIO: En mí confiase eso, aunque haya jurado lo contrario, si Hero fuese mi

esposa.

BENEDICK: ¿A esto hemos llegado? ¿Será que no llegaré a ver a un soltero de

60 años? Oh, mirad: Don Pedro regresa en vuestra búsqueda.

DON PEDRO: ¿Qué secreto os retiene aquí, que a Leonato no habéis seguido?

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BENEDICK: Si ojalá vuestra gracia me impidiera decirlo.

DON PEDRO: Me encomiendo a vuestra confianza y fidelidad fraternal.

BENEDICK: ¿Estáis escuchando, Conde Claudio? Yo puedo ser tan discreto

como un bobo; tal cosa os haría creer: pero, encomendado a mi confianza y

fidelidad fraternal, fijaos que… Él está enamorado. ¿Con quién? Ahora es vuestro

turno. Y fijaos en su corta respuesta: Con Hero, la corta hija de Leonato.

DON PEDRO: Amén si la amáis, Claudio; porque la dama bien lo vale.

CLAUDIO: Eso decís para hacer broma, mi Lord.

DON PEDRO: Mi honestidad habla en mi pensamiento.

CLAUDIO: Y mi fe habla en el mío, mi Lord.

BENEDICK: Y por mi doble fe y honestidad, que yo también hablé.

CLADUIO: Que la amo, es lo que siento.

DON PEDRO: Que ella lo vale, es lo que sé.

BENEDICK: Que yo no siento cómo ella debería ser amada ni sé cómo ella

debería ser evaluada, es la opinión que ni el fuego podrá derretir en mí: Moriré con

ella en la hoguera.

DON PEDRO: Vos siempre habéis sido un obstinado hereje a pesar de lo que es

bello.

CLAUDIO: Y nunca mantenéis vuestras razones sino con obstinada fuerza de

voluntad.

BENEDICK: Que una mujer me haya concebido, le agradezco; que me halla

criado, igualmente le doy mis humildes gracias; pero que yo llegue a tener un

letrero en mi cabeza o cuelgue mi trompeta en cinturón invisible, todas las mujeres

me habrán de perdonar. Porque no les haré el mal de desconfiar en alguna, y me

haré a mí el bien de confiar en ninguna; y la multa es, por la cual salgo molto-

bene, que he de morir soltero.

DON PEDRO: Os he de ver, antes de morir, pálido de amor.

BENEDICK: Con odio, con enfermedad, o con hambre, mi Lord, no con amor: De

llegar a ver que yo pierdo más sangre amando que la que recupero bebiendo,

sacad mis ojos con pluma de romancero y colgadme en la puerta de un burdel

como la señal de un Cupido Ciego.

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DON PEDRO: Bueno, si alguna vez llegáis a caeros de tal creencia, haréis fe y

prueba de un notable argumento.

BENEDICK: Si lo hago, colgadme en una botella como un gato y disparadme; y el

que me acierte, dejad que le aplaudan y palmeen el hombro, y le llamen Adán.

DON PEDRO: Bueno, el tiempo lo intentará, pues: “A su momento, hasta el toro

salvaje también se somete al yugo”.

BENEDICK: El toro salvaje, tal vez; pero si alguna vez el sensato Benedick lo

hace, quitadles los cuernos al toro y ponedlos en mi frente: Y dejadme vilmente

pintado, con letras grandes “He aquí toro para montar”, y que eso signifique bajo

mi señal “Aquí podéis ver a Benedick, el que se casó”.

CLAUDIO: Si esto llegase a ocurrir, quedaréis felizmente cornudo.

DON PEDRO: Oh, sí Cupido no ha estado sacudiéndose a todo dar en Viena,

vuestra tierra se ha de mover dentro de muy poco.

BENEDICK: Ya buscaré yo un terremoto también.

DON PEDRO: Bueno, aplacaréis las horas hasta entonces. Mientras tanto, buen

Signior Benedick, dirigíos hacia Leonato: encomiéndame a él y decidle que no le

fallaré en la cena, pues ciertamente ha hecho grandes arreglos.

BENEDICK: Casi tengo suficiente cuerpo para tal embajada; y así os

comprometeré… Pero antes de que desatéis viejos cabos aún más, examinad

vuestras conciencias: y así os dejo.

BENEDICK sale.

CLAUDIO: ¿Tiene Leonato algún hijo, mi Lord?

DON PEDRO: Ningún otro salvo Hero, su única heredera. ¿Vos sentís afecto por

ella, Claudio?

CLAUDIO: Oh, mi Lord… Cuando salisteis al paso de la guerra ya acabada, la

miraba yo a ella con ojos de soldado, que gustaba de ella, pero que tenía labores

más imperiosas que llevar de la mano al gusto hacia el nombre mismo del amor:

Pero ahora he regresado y los pensamientos de guerra han dejado sus espacios

vacíos, y en estos espacios vienen ahora sucediéndose suaves deseos delicados,

todos impulsándome hacia la hermosa joven Hero, en diciendo, “me gustaba ella

antes incluso de partir a otras guerras”.

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DON PEDRO: Te estáis tornando en amante justo ahora y cansaréis al oyente con

un libro de versos. Si vos amáis a la hermosa Hero, valoradlo. Y yo he de

alejarme de ella y de su padre para que vos la tengáis. ¿No es con este fin que

habéis comenzado a girar la trama de vuestro relato?

(Pausa)

Fijaos: Ha de haber gran regocijo esta noche, entre festines y máscaras: Yo

asumiré vuestro papel de tal manera disfrazado que le diré a la hermosa Hero que

soy Claudio, y en su pecho desataré mi corazón y tomaré sus oídos prisioneros

con la fuerza y el fuerte encuentro de mi amorosa declamación: Luego de ello he

de romper con su padre: Y la conclusión será, que ella será vuestra. Así que,

vayamos ya a poner esto en práctica.

Tras pensarlo largo rato, Claudio sale junto a Don Pedro.

ACTO III

ESCENA TRES

En medio de una calle cercana a la mansión de Leonato, se reúne una guardia

vigilante desigualmente guarecida.

Entran DOGBERRY, y VERGES, con el resto de la Vigilancia.

DOGBERRY: ¿Sois hombres buenos, y honestos?

La vigilancia hace poses de lucha.

VERGES: Pues sí, porque pues no, y lástima sería que tuvieran que sufrir una

salvación eterna, en cuerpo y mente.

DOGBERRY: Néi, ese sería castigo demasiado bonachón para ellos, si es que les

quedase algo de fidelidad alérgica, habiendo sido escogidos para la guardia del

príncipe.

VERGES: Pues bueno, dadles sus cargos, vecino Pepa de Perro, que digo,

Dogberry.

DOGBERRY: Primero, ¿quién creáis que sea el más in-capacitado para ser jefe

de la ronda vigilantesca?

PRIMER VIGILANTE: Hugo Pandeavena, señor, o tal vez Jorge Minaecarbón,

pues ambos pueden leer y escribir.

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DOGBERRY: Venid para el más allá de aquí, Minaercabón. Dios os ha bendecido

con un buen nombre, y el ser un hombre favorecido es una senda de fortuna. Pero

el escribir y leer, eso sí es una mina de oro.

SEGUNDO VIGILANTE: Habilidades, las cuales, jefe, yo no…

DOGBERRY: ¡Sí las tenéis! Sabía que esa iba a ser vuestra respuesta. Y bueno,

por vuestro favor, señorito, pues dadle a Dios gracias, y no te jactéis porque no. Y

en cuanto a vuestra lecto-escritura, dejad que salga a flote cuando tal vanidad no

sea necesiva. Se os piensa de vos que sois el más insensato y apropiado de todos

los vigilantes de la vigilia: por lo tanto… Obtendréis la linterna. Y estas son sus

instrucciones: Habréis de comprehender a todo vagabundo. Y habréis de parar a

todo hombre en el nombre del príncipe.

SEGUNDO VIGILANTE: ¿Y quiay si no se le para a uno?

DOGBERRY: Bueno, pues… No lo notéis, y dejadle ir: Y presentaos llamando al

resto de la vigilancia juntamente y agradeced a Dios que os habéis librado de un

truhán que no os paró.

VERGES: Pues sí, porque si no se le para a uno es porque no es de los súbditos

del príncipe.

DOGBERRY: Cierto. Y no habéis de meteos sino que solamente con los súbditos

del príncipe.

Tampoco haréis sonido alguno en las calles, pues el que una guardia hable y

bable es de lo más tolerable, y no será aguantado, ¿entienden?.

PRIMER VIGILANTE: Preferimos dormir que hablar, pues sabemos lo que hay

que vigilar.

DOGBERRY: Dioses, habláis como… anticuados y callados vigilante. Y es que no

veo como el dormir pueda ofender. Solo atended a que vuestras monedas no se

hayan de perder. Y bueno, habéis de ir a todos los bares sin putestad y decirle a

los borrachos que a dormir se vayan.

SEGUNDO VIGILANTE: ¿Y si no se vayan?

DOGBERRY: Pues… Dejadlos hasta que sobren con sobriedad. Y si por ello no

os responden mejor, entonces podréis decirles que no son los hombres que

creíais que ellos son.

VIGILANTES (Al mismo tiempo): Está bien.

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DOGBERRY: Si os encontráis con un ladrón, sospechad, por virtud de vuestro en-

cargo, que no es hombre verdadero; y, para tal talidad de hombres, entre menos

os entrometáis o extro-metáis con ellos, pues mejor pa’ vuestra honestidad.

TERCER VIGILANTE: Si sabemos que es un ladrón, ¿no le ponemos encima

nuestras manos?

DOGBERRY: Ciertamente, por vuestro oficio, que sí. Pero pienso que el que toca

la mancha, acaba manchado. El procedimiento más pacífico, si detienen a un

ladrón, es dejarlo que se muestre como es, y que no les robe de su compañía.

VERGES: Siempre os han considerado misericordioso, mi compañero.

DOGBERRY: En efecto, si jamás ahorcaría a un perro por voluntad propia, mucho

más a un hombre con algo de honestidad.

VERGES (A los vigilantes): Si oyen llorar a un niño en la noche, deben llamar a la

nodriza y pedirle que lo calle bien callado.

TERCER VIGILANTE: ¿Y si la nodriza está durmiendo y no nos escucha?

DOGBERRY y VERGES discuten en rápidos susurros inaudibles.

DOGBERRY: Pues en tal caso, íos en paz, y dejad que el niño la despierte con su

llanto, pues la oveja que no escucha llorar a su cordero nunca atenderá al ternero

cuando este haga “muuú”.

VERGES: Eso sí que es cierto.

DOGBERRY: Hemos llegado a la culminación instruccionativa: Usted, Verges, ha

de presentarse ante la persona del príncipe mismo. Y que si os lo encontráis en la

noche, quedaos con él, o apresadlo.

VERGES: Pues bueno, por mi virginidad santa, que no creo que eso pienso que

pueda.

DOGBERRY: Cinco chelines contra uno con cualquiera que conozca los estatutos

a que puede detenerle. En efecto, no a menos que el príncipe esté dispuesto…

Pues en verdad, la vigilancia no debería ofender a hombre alguno, y es como una

ofensa el quedarse junto a un hombre, o apresadlo, en contra de su voluntad.

VERGES: Pues si, por su virginidad santa, que eso sí creo que pienso que pueda.

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DOGBERRY: ¡Ha, ha, ha! Bueno, señores, buena noche. Y sí aparecen materias

de peso, llamadme. Manteneos aconsejándoos mutuamente y… Buena noche.

Vamos, vecino.

SEGUNDO VIGILANTE: Bueno, señores, ya escuchamos nuestra sentencia. Y

ahora… Hemos de sentarnos aquí, ante la banca de esta iglesia, mas no en ella. Y

luego, a dormir se ha dicho.

DOGBERRY: Ah, y algo más, honestos vecinos. Os ruego reviséis el portal del

Signior Leonato: Pues mañana habrá una boda, y hoy hay mucha arenga jolgórica

alborotada. Ahora… Adieu. Estad vi-agitantes, os requisito.

Salen Dogberry y Verges.

***

ACTO IV

ESCENA DOS

En la iglesia donde Hero había de casarse con Claudio, y un grave y mortal

malentendido ha ultrajado el honor femenino.

Todos ya se han ido, excepto por Benedick y Beatrice.

BENEDICK: Lady Beatrice, ¿habéis estado llorando todo este tiempo?

BEATRICE: Sí. Y voy a llorar un tiempo más.

BENEDICK: No lo desearía.

BEATRICE: No tenéis razón para ello; lo hago por mí cuenta.

BENEDICK: De verdad creo que a vuestra prima la han calumniado.

BEATRICE: Ah… ¿Cuánto poder le daría yo al hombre merecedor de mí, para

que la redimiese?

BENEDICK: ¿Hay alguna manera de demostrar semejante amistad?

BEATRICE: Hay una forma muy justa, pero no tal amigo.

BENEDICK: ¿Puede un hombre hacerlo?

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BEATRICE: Es un oficio masculino. Pero no para ti.

BENEDICK: No ama nada más en este mundo tanto como a vos: ¿No es… eso…

extraño?

BEATRICE: Tan extraño como algo que desconozco. Yo también… podría decir

que no amo nada en el mundo como a ti, pero no me creas. ¡Y sin embargo, no

miento! Nada confieso… y nada niego.

Estoy tan desconsolada por mi prima.

BENEDICK: Por mi espada, Beatrice, que tú me amas.

BEATRICE: Trágatela… No jures por ellas.

BENEDICK: Juraré que me amas, y se la haré tragar a quien diga que no os amo.

BEATRICE: ¿No te tragarás esas palabras?

BENEDICK: Con ninguna salsa con que pudieran prepararse. Y protesto que os

amo.

BEATRICE: Entonces que Dios me perdone…

BENEDICK: ¿Qué ofensa, Beatrice?

BEATRICE: …Me has interrumpido en un momento feliz. Estaba a punto de

protestar… que te amo.

BENEDICK: Pues hacedlo con todo vuestro corazón.

BEATRICE: Os amo con tanto de mi corazón que no me queda nada para

protestar.

BENEDICK: Anda, pedidme que haga lo que fuera por ti.

BEATRICE (Tras una pausa): Matad a Claudio.

BENEDICK (Tras una pausa): Oh, no. Ni por el mundo entero.

BEATRICE: Entonces me matáis al negármelo. Adiós.

BENEDICK: Detente, querida Beatriz.

BEATRICE: ¡Me he ido, aunque sigo aquí! No hay amor en ti… No, te ruego,

déjame ir.

BENEDICK: Seamos amigos primero.

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BEATRICE: Te atreves más fácilmente ser mi amigo que a luchar contra mi

enemigo.

BENEDICK: ¿De verdad creéis que Claudio es vuestro enemigo?

BEATRICE: ¿Acaso no está probado que es el colmo de la maldad? ¿No ha

calumniado, despreciado y deshonrado a mi pariente? ¡Ah, y es que si yo fuera

hombre! ¡Qué! Adelantarle esperanzas falsas hasta que están a punto de unir las

manos en el altar, y luego con una acusación pública, y calumnia desembozada,

rencor absoluto… ¡Ah, Dios, si yo fuera un hombre! ¡Me comería su corazón en el

mercado!

BENEDICK: Escuchadme, Beatrice.

BEATRICE: Hablar con un hombre como ante una ventana, qué apropiado dicho.

BENEDICK: Pero, Beatrice…

BEATRICE: Mi dulce prima… Tan dulce Hero: la han calumniado, difamado,

destruido.

BENEDICK: Beat…

BEATRICE: ¡Príncipes y Condes! Vaya testimonio principesco, conde escarchado,

sin duda un dulce galán. ¡Ah, sí por su bien yo fuera un hombre! ¡O si tuviera un

amigo que fuera hombre por el bien mío! Pero la hombría se ha vuelto cortesía, el

valor en cumplidos, y los hombres son pura lengua, y fina, por si fuera poco. Hoy

uno es valiente como Hércules con solo decir una mentira y defenderla con

juramentos. Y como no puedo ser un hombre con solo desearlo, moriré de pena

como una mujer.

BENEDICK: Querida y mi dulce Beatriz, por esta mano mío, que te amo.

BEATRICE: Úsala si me amas para otra cosa que jurar.

BENEDICK: ¿Piensas de corazón que el Conde Claudio ha calumniado a Hero?

BEATRICE: Así es. Tan segura estoy como que tengo pensamiento y alma.

BENEDICK: Suficiente, entonces. Me comprometo a retarlo. Beso tu mano,

doncella, y os dejo. Y por esta mano, Claudio ha de rendirme muy sentidas

cuentas. Y así como escuchéis de mí, poned en mí vuestro pensar. Ahora, ve a

consolar a vuestra prima. Yo debo de ir a decir que ha muerto.

Y así… Y con esto, adiós.

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***

ROMEO Y JULIETA (Romeo and Juliet)

De la traducción del maestro PABLO NERUDA.

ACTO II / ESCENA SEGUNDA

Jardín de los Capuleto.

Entra Romeo.

ROMEO: De un caballero amante se burlan los que nunca han sido herido de

nuestras cicatrices.

Julieta aparece en una ventana, arriba, sin darse cuenta de la presencia de

Romeo.

¡Silencio! ¿Qué ilumina desde aquélla ventana las tinieblas?

¡Es Julieta, es el sol en el oriente!

Surge, espléndido sol, y con tus rayos mata a la luna enferma y envidiosa, porque

tú, su doncella, eres más clara.

No sirvas a la luna que te envidia. ¡Su manto de vestal es verde y triste, ninguna

virgen ya lo lleva, arrojadlo!

¡Es ella en la ventana! ¡Es la que amo! ¡Oh, cuánto diera porque lo supiese! Habla,

aunque nada dice, no me importa. Me hablan sus ojos, les respondo a ellos.

¡Qué idea loca! ¡No es a mí a quién hablan! Dos estrellas magníficas del cielo

ocupadas en algo allá en la altura le piden a sus ojos que relumbren.

¿No estarán en su rostro las estrellas y sus ojos girando por el cielo? El fulgor de

su rostro empañaría la luz de las estrellas, como el sol apaga las antorchas. Si sus

ojos viajaran por el cielo, brillarían haciendo que los pájaros cantaran como si

fuera el día y no la noche.

¡Ved cómo su mejilla está en su mano! ¡Oh, si yo fuera el guante de esa mano y

pudiera tocar esa mejilla!

JULIETA: ¡Ay de mí!

ROMEO: ¡Ha hablado ahora! ¡Hablad otra vez, oh, ángel luminoso! En la altura

esta noche te apareces como un celeste mensajero alado que, en éxtasis,

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echando atrás la frente, contemplan hacia arriba los mortales cuando pasa entre

nubes perezosas y navega en el ámbito del aire.

JULIETA: Oh, Romeo, ¿por qué eres tú Romeo? ¡Reniega de tu padre y de tu

nombre! Si no quieres hacerlo, pero en cambio, tú me juras tu amor, eso me basta,

dejaré de llamarme Capuleto.

ROMEO (Aparte): ¿Debo seguir oyendo o le respondo?

JULIETA: ¡Solamente tu nombre es mi enemigo! Seas Montesco o no, tú eres el

mismo. ¿Qué es Montesco? No es un pie, ni una mano, no es un rostro, ni un

brazo, no es ninguna parte del hombre. ¡Cambiad de apellido! Porque, ¿qué

puede haber dentro de un nombre? Si otro título damos a la rosa, con otro nombre

nos dará su aroma.

Romeo, aunque Romeo no se llame, su perfección amada mantendría sin ese

nombre. Quítate ese nombre y por tu nombre que no es parte tuya tómame a mí,

Romeo, toda entera.

ROMEO: Te tomo la palabra. Desde llámame sólo Amor. Que me bauticen otra

vez, dejo de ser Romeo.

JULIETA: ¿Quién eres tú que, oculto por la noche, entras en mis secretos

pensamientos?

ROMEO: Quien soy no te lo digo con un nombre: santa mía, mi nombre me es

odioso porque es un enemigo para ti. De haberlo escrito, yo lo rompería.

JULIETA: Aún no han bebido cien palabras tuyas mis oídos y ya te reconozco.

¿No eres Romeo? ¿No eres un Montesco?

ROMEO: No seré ni lo uno ni lo otro, bella, si las dos cosas te disgustan.

JULIETA: ¿Cómo llegaste aquí? ¿De dónde vienes? Altas son las murallas y

difíciles, y sabiendo quien eres si te encuentran en este sitio, te darán la muerte.

ROMEO: Con alas del amor pasé estos muros, al amor no hay obstáculo de

piedra, y lo que puede amor, amor lo intenta: no pueden detenerme tus parientes.

JULIETA: Si ellos te ven aquí te matarían.

ROMEO: Oh, en vuestros ojos veo más peligro que en veinte espadas de ellos. Si

me miras con dulzura, podré vencer el odio.

JULIETA: No quisiera por nada en este mundo, que te vieran aquí.

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ROMEO: Llevo el coraje de la noche, que esconde mi figura, pero, si no me amas,

que me encuentren. Que acaben con mi vida los que me odian antes que sin tu

amor tarde la muerte.

JULIETA: ¿Quién dirigió tus pasos a este sitio?

ROMEO: El amor, que me hizo averiguarlo, me dio consejos, yo le di mis ojos.

Aunque no soy piloto, si estuvieras tan lejana de mí como las playas del más

lejano mar, te encontraría, navegando hasta hallar ese tesoro.

JULIETA: Me cubre con su máscara la noche, de otro modo verías mis mejillas

sonrojar por lo que me has oído. Cuánto hubiera querido contenerme, cuánto me

gustaría desmentirme, pero le digo adiós al disimulo.

Dulce Romeo, si me quieres, dímelo sinceramente, pero si tú piensas que me

ganaste demasiado pronto, frunciré el ceño y te diré que no, y seré cruel para que

tú me ruegues, aunque de otra manera el mundo entero no podría obligarme a

rechazarte.

Bello Montesco, te amo demasiado, tal vez por ello me hallarás ligera, pero te daré

pruebas, caballero, de ser más verdadera que otras muchas, que por astucia se

demuestran tímidas.

Más reservada hubiera sido, es cierto, pero yo no sabía que escuchabas mi pasión

verdadera. Ahora perdóname, y no atribuyas a liviano amor lo que te descubrió la

oscura noche.

ROMEO: Señora, por la luna que de plata corona esta arboleda, yo te juro…

JULIETA: No jures por la luna, la inconstante, que al girar cada mes cambia en su

órbita, no sea que tu amor cambie como ella.

ROMEO: ¿Por quién voy a jurar?

JULIETA: No jures y, si lo haces, jura por ti, por tu gentil persona, que yo te

creeré. Eres un dios dentro de mi secreta idolatría.

ROMEO: Si el amor me abrasa…

JULIETA: No jures, aunque tú eres mi alegría.

Este pacto de amor en esta noche no me contenta, es demasiado rápido,

demasiado imprevisto y temerario.

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Este botón de amor con el aliento de las respiraciones del verano tal vez dará una

flor maravillosa cuando otra vez tú y yo nos encontremos.

¡Adiós! ¡Adiós! Que el dulce sueño caiga tanto en tu corazón como en el mío.

ROMEO: ¿Y así me dejas lleno de deseos?

JULIETA: ¿Qué deseos quisieras ver cumplidos?

ROMEO: Cambiar tu juramento por el mío.

JULIETA: Te di mi amor sin que me lo pidieras y aún quisiera dártelo de nuevo.

ROMEO: ¿Y me lo quitarás, amor mío?

JULIETA: Sólo para entregártelo otra vez. Deseo lo que tengo, sin embargo, tengo

tanto que darte como el mar y como el mar mi amor es de profundo: uno y otro

parecen infinitos, pues, mientras más te doy yo tengo más.

Escucho un ruido adentro. ¡Adiós, amor mío!

El Ama llama desde adentro.

¡Ama, ya voy! Y tú, Montesco, amado, sé fiel. Espérame. ¡En seguida vuelvo.

Se retira.

ROMEO: ¡Oh, dulce, oh dulce noche! Pero temo que todo sea un sueño de la

noche sin otra realidad que su dulzura.

Vuelve a entrar Julieta, arriba.

JULIETA: Dos palabras, mi amor, y buenas noches.

Si tu amor es honesto y me deseas como esposa, respóndeme mañana, con

alguien que en tu busca mandaré, la hora y el lugar de nuestra boda.

Así pondré a tus plantas mi destino y serás mi señor en este mundo.

El Ama, desde adentro.

AMA: ¡Señora!

JULIETA: ¡Ya voy!

Pero si tienes malas intenciones, te suplico.

El Ama, desde adentro.

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AMA: ¡Señora!

JULIETA: ¡En seguida! ¡En seguida!

…Te suplico que no me sigas cortejando más y me abandones a mi desconsuelo.

Oído, os van a ver…

ROMEO: Es mi alma la que espera.

JULIETA: ¡Buenas noches, mil veces!

ROMEO: ¡Mil veces tristes noches sin tu luz!

El amor va al amor como los niños arrancan de sus libros en la escuela, pero el

amor se aleja del amor, como el niño forzado va al colegio.

JULIETA: Oh, Romeo… Romeo… Oh, quien tuviera la voz del halconero que

obligase a volver al halcón a nuestras manos.

ROMEO: Es mi alma que me llama por mi nombre. ¡Qué tañido de plata a

medianoche, arrobadora música se siente cuando se oye la voz de los amantes!

JULIETA: ¡Romeo!

ROMEO: ¡Amada mía!

JULIETA: ¿Dime a qué horas te enviaré el mensajero?

ROMEO: Hacia las nueve.

JULIETA: Allí estará. ¡Hay un siglo hasta esa hora! ¿Para qué te llamaba? Lo

olvidé.

ROMEO: Aquí estaré hasta que lo recuerdes.

JULIETA: Lo olvidaré para que aquí te quedes y mi recuerdo te haga compañía.

ROMEO: ¡Me quedo aún para que aún lo olvides, nada recordaré sino este sitio!

Ya llega el día. Yo hubiera querido decirte que te fueras, no tan lejos, como lo

hace la niña que libera por un minuto un pájaro cautivo, un pobre prisionero

encadenado, y luego lo recobra con un hilo celosa de su nueva libertad. Quiero ser

ese pájaro.

JULIETA: También yo lo quisiera, amado mío, pero tendría miedo de matarte con

mis caricias.

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¡Buenas, buenas noches!

Decirte adiós es un dolor tan dulce que diré buenas noches hasta el alba.

ROMEO: ¡Baje el sueño a tus ojos, y la paz baje tu corazón!

Julieta Sale.

¡Me gustaría ser el sueño y la paz que te acaricien!

***

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LA TEMPESTAD

ACTO IV

ESCENA UNO

Delante de la gruta de Próspero, un mago, alquimista y verdadero Duque de Milán,

quien tras años de haber sido exiliado, es redimido al fin, gracias al ingenio

misterioso de su alma.

Ninfas y Diosas y Segadores en traje de fiesta, los cuales, juntándose con las

Ninfas, bailan una graciosa danza. Y hacia el final de la misma, Próspero se

levanta de repente y habla, después de lo cual se desvanecen aquéllos

lentamente en medio de un extraño, hueco y confuso rumor.

PRÓSPERO: Ya había olvidado las infames conspiraciones que urdía la bestia

Calibán y sus cómplices en contra de mi vida. La hora final de su trama se acerca

ya.

Hacia los espíritus.

Muy bien hecho. Ahora cesad. Ya basta.

FERNANDO [Hijo del Rey de Nápoles]: Esto es extraño. A vuestro padre agita

una singular pasión que no sé si es nostalgia o cólera.

MIRANDA [Hija de Próspero]: Nunca antes, hasta hoy, le había visto arrebatado

por temple tan vehemente.

PRÓSPERO: Miráis, hijos míos, como si el asombro y el deleite os asustara.

Alegráos, y manteneos así. Pues…

Nuestras fiestas han terminado.

Estos actores nuestros, como te avisé, eran todos espíritus, y se han juntado en el

aire sutil, y, como la construcción sin cimiento de esta visión, las torres coronadas

de nubes, los espléndidos palacios, los solemnes templos, y la misma gran esfera,

con todo lo que le pertenece, se disolverá, y, como este espectáculo sin sustancia,

no dejarán rastro alguno.

Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve y

pequeña vida se encierra también… En un sueño…

Adiós.

***

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Y, ahora, almas infinitas…

Un regalo más.

De sus 48 sonetos conservados,

El que más resuena en mi alma…

“Soneto XXIX”

"Cuando hombres y Fortuna me abandonan,

suspiro en la soledad de mi destierro,

y al cielo sordo con mis quejas canso

y maldigo al mirar mi desventura,

soñando ser más rico de esperanza,

bello como éste, como aquél rodeado,

deseando el arte de uno, el poder de otro,

insatisfecho con lo que me queda;

Y a pesar de que casi me desprecio,

pienso en ti y soy feliz… y mi alma entonces,

como al amanecer la alondra, se alza

de la tierra sombría y canta al cielo:

pues recordar tu amor es tan infinita fortuna

que no cambio mi estado por el de los reyes."

***

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Agradecimientos, desde aquí hasta la galaxia de andrómeda…

A LOS MAESTROS Y TRADUCTORES QUE ME INSPIRARON A ESTO, Y QUE, DE

CUANDO EN VEZ, Y DE VEZ EN CUANDO, FUERON CONSULTADOS PARA MAYOR

INSPIRACIÓN Y RECOGIJO:

José María Valverde por sus traducciones de hamlet, julio césar,

Macbeth, sueño de una noche de verano y el mercader de Venecia;

para la Editorial RBA.

Martínez Lafuente por sus traducciones de Henry iv y Henry v, así

como de julio césar; para las Obras Completas editadas por la

editorial “el ateneo”.

También el deleite es grande para las traducciones de Agustín

García calvo y su sueño de una noche de verano; para vicente molina

foix y su mercader de Venecia; para Edmundo paz soldán y su mucho

ruido y pocas nueces; y para maría Enriqueta Gonzáles padilla y su

como les guste. Todas estas traducciones están presentes en la

maravillosa edición “william shakespeare – comedias” de la

editorial debolsillo de la random house mondadori, año 2012.

Y, por último, a mis cuatro grandes inspiraciones para esto:

Ezequiel martínez estrada y sus traducciones para “como gustéis” y

“la tempestad”.

Jorge Luis Borges y julio Cortázar por sus múltiples pensamientos y

anécdotas sobre la literatura inglesa y el acto de traducir.

Y al maestro pablo Neruda, por el fuego impecable de su traducción

de “romeo y julieta”.

A todos ellos, mis humildes esfuerzos por sumar mi voz a las

traducciones que ellos han hecho, y que invito a todos a que lean y

disfruten y compartan.

***

¡Hasta pronto, almas infinitas!