Sontag, Susan - Relatos

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Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro.........................................................3Doble, triple.......................................................................................................................9Cómo vivimos ahora........................................................................................................15

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Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro

Cuéntame un cuento –dijo una de las descendientes de Noé–. Sí, cuéntame un cuento.

–¿De qué clase? Mmmm. Puedo contarte uno con final feliz.–No seas condescendiente. Puedo tolerarlo. Sólo cuéntame un cuento.–Entonces te contaré uno con final triste. Pero después de un rato ya no prestarás

atención. Estarás inquieta, con la mirada distraída. Y te preguntaré lo que ocurre y me responderás que ya has oído ese cuento antes. Me dirás que no tenía por qué haber terminado tan mal.

–¿Sólo hay dos clases de cuentos? No es cierto.–Ay, el cielo es amplio. Ay, el océano, profundo. Y todos los cuentos ya han sido

contados, ay, ay, ay...–¡Basta! Sólo quieres atemorizarme. Pero es inútil, no tiene remedio. Debo

mantener el ánimo en alto. Sé que eres un pájaro agorero. Te gusta atemorizarme.–¿Agorero yo? Te equivocas. Me encanta estar vivo. Precipitarme, lanzarme y

posarme donde me apetece. Lo que ocurre es que si observo mi entorno no puedo sentir más que desánimo.

–Escucha, se supone que eres el portador de buenas nuevas.–Sólo puedo relatar lo que veo.–Pues vuela, entonces. Y no vuelvas hasta que puedas contar algo optimista.–¿Ves? Te lo dije, no quieres oír malas noticias.–Vaya, es que no quiero escuchar malas noticias siempre. No me lo reproches.–Bien, lo intentaré de nuevo. No creas que me gustan las calamidades, claro que no.

Así que quieta aquí y déjame echar otro vistazo.–¡Espera!–¿Qué?–No te distraigas por ahí. Quiero decir, no hagas el tonto. Es decir, sólo trae las

noticias.–Primero me riñes por agorero, y ahora me reprochas que lo pase bien. Pero no

puedo evitarlo. El éxtasis es lo mío. Soy un artista, ya lo sabes.–¿El éxtasis, dónde?–Por doquier.–Vaya suerte.–Qué, ¿nunca lo has sentido?–Claro, pero...–Sí, ya sé. Pero entonces algo te desanima. Cargas con todas estas posesiones que

tanto te importan y tienes que guardar y remplazar, y todos tus ambiciosos proyectos y tu crasa parentela, y...

–No hables de mis parientes, ¿te queda claro? Se esfuerzan mucho.–Todos os esforzáis. Sobre todo en ignorar las malas noticias hasta que vienen a

posarse en tu regazo.–Y ¿por qué no habríamos de albergar esperanzas? Considera a cuánto hemos

logrado sobreponernos. Y aquí estamos, todavía. Perduraremos. Lo sé.–Eso espero. Ojalá estés en lo cierto. En todo caso, yo me voy.–Pero, ¿volverás?

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–Sin duda.–¿Me lo prometes?–Desde luego que volveré.

* * *

–Vaya, ¡te has retrasado!–Lo siento. Me lo estaba pasando bien.–¿Y qué más?–Estaba buscando buenas noticias.–¿Y?–Pues bien, siempre hay alguna buena noticia, si eso es lo que quieres saber. Te

ruego que no creas que disfruto con tu preocupación.–Vamos, preocúpame.–Nada parece estar marchando muy bien allá. Vi cosas muy perturbadoras.–Estoy segura de que te desviaste para encontrarlas.–No hizo falta ir muy lejos.–Quizás no te parezcan bien a ti. Quizás mi punto de vista es distinto.–Muy bien, prueba tú. Traigo algunas fotos.–Vaya, fotos. ¡Qué bien!–Míralas.–¡Dios mío, es la luna! Las aguas retrocedieron y recalamos en la luna. Alabado sea

el Señor.–No, es el desierto.–Ah. Mira, éstas son magníficas.–Gracias.–Me parece muy hermoso. Estos dorados, rosados y castaños. Y el cielo. Y la luz.

No veo que haya nada malo.–Bien, no se trata sólo de mirar. Tienes que saber lo que ha estado sucediendo. Hay

un cuento que acompaña las fotos. Cuando conoces el cuento, las fotos cobran otro sentido.

–Ya sé, ahora me vas a venir con lo de la maldad humana. Ya me sé la historia. Por eso hubo un diluvio.

–No, no quiero contarte algo tan general. Más bien quiero hablar de la pasividad. Y del poder. Quizás adviertas que no hay gente en las fotos. Pues esto es lo que ha hecho la gente.

–De igual modo, me parece hermoso. ¿No puedes ver el friso sutil de las ruinas a lo lejos, casi del mismo color de la arena?

–A veces, cuando las cosas son destruidas, parecen hermosas.–¿Más hermosas?–A veces.–¿Y cómo lo sabes?–Debes aprender a interpretar las señales.–No, puro graznido.–Graznido humano, te lo aseguro.–¿Hay mucha gente que conoce esta historia?–Sí. Mucha. La cuestión no está en saber sino en preocuparse.–Pero debes aceptar que preocupaciones sobran. No puedes preocuparte por todo.–Creo que esto debería preocuparte.–Pero el mundo es un lugar muy amplio, ¿no es así? Quiero decir, hay mucho

espacio. ¿Realmente importa lo que sucede en unos cuantos lugares? ¿Si unos lugares se

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estropean, arruinan o profanan? Siempre hay espacio para continuar. ¿Si se le prende fuego a unas bibliotecas llenas de libros y manuscritos viejos, si se saquean unos cuantos museos? Al mundo le sobran más cosas viejas, si eso es lo que te gusta ver.

–Debes de ser de Estados Unidos.–¿Cómo?–No importa.–Creo que le contaré esta historia a unas cuantas personas. ¿Les puedo mostrar las

fotos?–¿Por qué no?–No vueles ahora. Quédate en tu percha. ¡Volveré antes de que me eches de menos!

* * *

–¿Me echaste de menos?–¿Qué dijeron los demás?–Dijeron que las fotos eran hermosas.–¿Es todo?–Dijeron que también estaban inquietos.–¿Qué más?–Dijeron que no había nada que hacer.–¿Eso dijeron? ¿Todos?–Bueno, no todos...–Y...–Dijeron que el mundo allí fuera es cruel.–Yo diría que el mundo también es cruel aquí dentro. En tu, ¿cómo le has llamado?,

arca.–Nos las arreglamos.–Ya veo.–¡De verdad! Sólo tenemos que, mira, reducir nuestras expectativas.–A medida que todo empeora.–Exacto.–¿Y ahora quién es el pesimista?–No es pesimismo. Es realismo.–Sí, claro.–Y también me advirtieron de que me tomara con un grano de sal lo que decías.

Dijeron que eras un artista.–Yo ya te dije eso.–Creí que tu labor era traer noticias.–Los artistas también hacen eso.–Sí, malas noticias.–No siempre, te lo aseguro.–Dijeron que a los artistas les gusta centrarse en los desastres. Que se deleitan en las

malas noticias. Y que son moralistas ingenuos que no comprenden las leyes de hierro de la historia. Y (no te rías) del progreso.

–¿Cómo cuáles?–Bien. El porqué tienen que hacer eso. La gente que todo lo domina. Por qué tienen

que destruir el desierto. Y, a veces, las ciudades y los pueblos. Lo que me mostraste en las fotos.

–¿Por qué, entonces? Dímelo tú.

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–Porque tenemos enemigos. Enemigos malévolos. Hemos de estar preparados. Tenemos que defendernos. Tenemos que ir allá y detenerlos antes de que sean lo bastante fuertes para hacernos algo.

–¡Loro!–Oye, no todos somos pájaros aquí.–¿De verdad te crees lo que acabas de decir?–Mira, estoy pensando en lo que me comentas. Es una pena, en verdad. Las

marismas se convirtieron en desierto. El desierto profanado. Y lo que le sucedió a los animales. Y a la agente y a lo demás. Pero hay muchas otras consideraciones, políticas, económicas, científicas, que no comprenderías. Eres un vagabundo. Eres un artista.

–Es cierto. No tengo ataduras. Como un pájaro.–Digamos.–Veo que has conocido a muchos artistas.–Si te he ofendido, lo lamento.–¡Dios mío, dame fuerzas! ¡Estos ilusos tan...!–A mí no me graznes. Yo no fui. Yo no devasté el desierto. No maté a los animales.

Ni masacré a los conscriptos. No prendí fuego a la biblioteca ni saqueé el museo de antigüedades.

–¿Sabías que durante la primera guerra del Golfo se mostraban películas pornográficas a los pilotos justo antes de que los enviaran a sus misiones de bombardeo?

–Pilotos de Estados Unidos.–Así es.–Oye, ésa ha sido práctica en más guerras coloniales norteamericanas que las que

puedo contar. Pero los estadunidenses no inventaron el vínculo entre la testosterona y el placer de dar muerte, sobre todo de dar muerte desde lo alto de los cielos a gente indefensa en tierra, del mismo modo que es el único país que envenena su propio territorio.

–¿Qué quieres decir?–Que todos hacen lo mismo en cuanto se les presenta la oportunidad. Así pues, ¿por

qué te metes con Estados Unidos?–Supongo que porque soy un artista estadunidense.–¿Estás poniéndote sarcástico?–¿Yo?–Sí, tú.–Hasta pronto, yo me largo al desierto de la alegría.–Sabes, antes de que te marches, debes reconocer que la naturaleza es violencia.–Y la naturaleza humana.–Sí. Aunque no todos se comportan tan mal como la gente puede llegar a

comportarse.–Como si fuera perenne. Eso está sucediendo ahora mismo.–Pues yo no soy una de las perpetradoras. La gente que de hecho hace esto ni

siquiera hablaría con una criatura como tú. La gente que hace esto sólo alzaría una arma y te borraría de los cielos.

Se escucha un aletear de alas.–¡Oye! ¡No te vayas! ¡No soy una de los dirigentes del planeta! ¡Soy una pobre

criatura como tú! No te... vayas.

* * *

Aquí estoy de vuelta.

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Silencio.–¿Hola?–Creí que no ibas a volver.–Ay, soy un pájaro persistente.–¡Sin duda alguna! Pero, en serio, te admiro porque no te has dado por vencido.–Pensé que si seguía cantando, lo comprendería finalmente.–Pues sí, la tenacidad es una de las virtudes. Y las fotos son inolvidables. He de

reconocerlo. Tus paisajes de catástrofe.–Pero te gustaría olvidar lo que te he mostrado, ¿no es así?–Claro que sí. ¿Quién quiere sentirse más desamparado?–Pero no lo olvidarás.–Aunque me quedara ciega no podría olvidar esas fotos.–Es curioso que menciones la ceguera. Pues ése era el tema de la homilía que tenía

intención de pronunciar. ¿Lista para la homilía?–Dispara.–Dios mío.–Vamos, es una broma.–No hay bromas.–Tienes que tener sentido del humor. Para sobrevivir.Silencio.–Vale, pues.Silencio.–En serio, estoy escuchando.–Mi homilía. Acaso lo sepas o no, pero hay dos clases de ceguera. La retiniana, que

causa deterioro ocular, y la cortical, que resulta de una lesión en el cerebro y deja los ojos intactos.

–Qué interesante.–El punto es que la gente con ceguera cortical ve, en algún sentido, es decir, recibe

impresiones visuales en la conciencia. Pero se considera ciega porque esas impresiones no pasan a la plaza más pequeña de la conciencia. Esto ha sido demostrado en un experimento reciente.

–Me gustan los experimentos.–Sí, ya lo sé. Bien, en todo caso, imagina una persona con ceguera cortical en un

lado, por ejemplo, digamos, el derecho. La sientas a la mesa. Giras su cabeza a la izquierda. Colocas unos objetos, digamos, una taza de café y un candelabro, en la mesa, a la derecha. Si preguntas. ‘‘¿Qué ves en el lado derecho de la mesa?” La respuesta es: ‘‘Nada. Ya sabes que estoy ciego de ese lado”. Pero si replicas: ‘‘Sí, es cierto, no puedes ver de ese lado, estás ciego. Pero supongamos que pudieras ver, imagina que puedes ver. ¿Dónde crees que están los objetos en la mesa?” Y entonces, oh milagro, apenas dudándolo, la persona ciega extiende el brazo, abre la mano un poco en busca del candelabro, y la abre más para la taza.

–¡Vaya! ¿En verdad?–Sí. Pero ésta es una historia. Me pediste un cuento. Esta es una  parábola.–¿Y cuyo sentido es...?–Que lo mismo sucede con nuestras acciones. De igual modo que sabemos mucho

más de lo que nos damos cuenta, podemos hacer mucho más de lo que nos creemos capaces. Formula la pregunta directamente: ¿Qué podemos hacer para evitar la destrucción del planeta y la creciente ola de violencia humana? La respuesta tiene que ser: Nada. ¿Los seres humanos contra los animales, los hombres contra las mujeres, la historia contra la naturaleza? Nada. Pero qué sucede si decimos: De acuerdo, no puede

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evitarse. Sin embargo, si imaginamos, sólo como hipótesis, aunque desde luego es imposible...

–Ya veo –dijo la descendiente de Noé.–Sí –respondió el pájaro–. Otro marco para la voluntad. Porque está tan claro como

el día y la noche: los bosques están siendo arrasados; las aguas, envenenadas; el aire se está oscureciendo y volviendo tóxico. Y los gobiernos presuntuosos continúan proyectando su poder con éxito: para conmocionar y asombrar, masacrar, explotar y despojar. Es cierto, no se puede salvar al mundo. Pero, ¿si actuamos de todos modos como si pudiera salvarse? Pues entonces...

–Ya veo –repitió la descendiente de Noé.–Sí –dijo el pájaro agorero, algo más animado–. Casi es posible que se pueda salvar

el mundo.Traducción: Aurelio Major

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Doble, triple...

The Dummy.Puesto que mi situación es intolerable, he decidido tomar medidas para resolverla.

En vista de ello he construido un doble enteramente como un ser humano, hecho de diversas marcas de plástico japonés, imitando la carne, el pelo, las uñas y todo lo demás. Un ingeniero electrónico al que yo conocía montó el mecanismo interno del doble por un precio asequible; éste sería capaz de hablar, comer, trabajar, pasear y cohabitar. Contraté a un importante artista de la vieja escuela realista para que pintara las facciones; después de doce sesiones, el trabajo quedó concluido a mi entera satisfacción. Ni que decir tiene que el parecido del doble conmigo era perfecto. Allí estaban mi nariz ancha, mi pelo castaño, las arrugas a cada lado de la boca. Ni siquiera yo podría distinguir al doble de mí mismo, si no fuese por el hecho de que para mi especial provecho, es evidente que él es él y que yo soy yo.

Todo lo que resta es instalar al doble en el centro de mi vida. Irá a trabajar en mi lugar, y recaerán sobre él la aprobación y censura de mi jefe. Hará reverencias y será diligente. Todo lo que le pido es que me traiga el cheque un miércoles sí y otro no; yo le daré los billetes del autobús y dinero para los almuerzos, pero nada más. Haré los cheques para el alquiler y demás gastos, y me embolsaré el resto. El doble será también el que esté casado con mi mujer. Le hará el amor los martes y sábados por la noche, verá la televisión con ella todas las tardes, tomará sus bien hechas comidas y se peleará con ella por la manera de educar a los niños. (Mi mujer, que trabaja también, paga de su sueldo las facturas de la tienda de comestibles). Le asignaré también al doble la partida de bolos, los lunes por la noche, con el equipo de la oficina; la visita, los viernes por la noche, a mi madre; la lectura del periódico todas las mañanas y quizá la compra de mi ropa (por partida doble, un surtido para él y otro para mí). Le asignaré otras obligaciones, según vayan surgiendo, ya que deseo deshacerme de ellas, y quedarme solo con lo que me agrada.

Un plan fabuloso, dirá usted. Pero, ¿por qué no? Los problemas de este mundo se resuelven en realidad sólo de dos maneras: por aniquilación o por duplicación. En épocas anteriores, menos avanzadas que la nuestra, sólo existía la primera opción. Pero no veo razón alguna para no aprovechar las maravillas de la ciencia y la tecnología modernas en la liberación del hombre. Yo puedo escoger, y puesto que no soy del tipo de los que se suicidan, he decidido duplicarme.

En una espléndida mañana de un lunes, pongo al fin, a punto al doble y le dejo ir, después de haberme asegurado que sabe exactamente lo que tiene que hacer, es decir, que sabe cómo me comportaría yo en cualquier situación familiar. (Las situaciones sin precedente dejo que las resuelva por su cuenta). Suena el despertador. Se da la vuelta, da un empujón a mi mujer que se levanta de la cama doble, con aire enojado, y para el despertador. Se pone las zapatillas y la bata, y se va renqueando, con los tobillos entumecidos, al cuarto de baño. Cuando ella sale y se encamina hacia la cocina, él se levanta y coge el sitio en el cuarto de baño. Orina, se lava la boca, se afeita y saca su ropa de los cajones del ropero, vuelve al cuarto de baño, se viste y luego se reúne con mi mujer en la cocina. Los niños están ya sentados a la mesa. La niña más pequeña no terminó sus deberes la noche pasada, y mi mujer está escribiendo una nota de disculpa para el profesor. La niña mayor está sentada muy tiesa, mascando una tostada fría. «Buenos días, papá», le dicen al doble. El doble les contesta con un pellizco en la mejilla.

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Observo con alivio que el desayuno transcurre sin ningún incidente. Las niñas se van. No han notado nada. Comienzo a sentirme seguro de que mi plan va a marchar. Solamente ahora me doy cuenta, en mi excitación, que había sentido un miedo enorme que no fuera así... de que hubiera habido algún fallo mecánico por parte del doble, de forma que no reconociera sus claves. Pero no, todo va estupendamente, incluso la manera cómo hojea The New York Times es correcta; reproduce exactamente la cantidad de tiempo que yo empleo en las noticias del extranjero, y la lectura de las páginas de deporte le ocupa tanto como a mí.

El doble le da un beso a mi mujer, sale a la puerta y entra en el ascensor (¿se reconocerán las máquinas una a otra?, me pregunto). Una vez en el vestíbulo sale por la puerta echando a andar sin prisa —el doble ha salido con tiempo suficiente y no tiene que preocuparse— y se mete en el «metro». Seguro, tranquilo, limpio (lo limpié yo mismo el domingo por la noche), sin turbarse, va llevando a cabo las tareas fijadas. El estará contento mientras yo esté satisfecho con él y así estaré, haga lo que haga, siempre que los demás estén satisfechos con él. Mientras tanto, yo me tengo para mí mismo.

Nadie nota nada diferente en la oficina. La secretaria le saluda y él responde con una sonrisa, tal como yo hago siempre; luego va a mi despacho, cuelga el abrigo y se sienta ante mi mesa. La secretaria le trae el correo. Después de leerlo, llama para dictar algunas cosas. A continuación hay una pila de papeles —los asuntos que yo dejé sin terminar desde el viernes pasado— a los que tiene que atender. Llama por teléfono varias veces, y concierta una cita, para la hora de almorzar, con un cliente de fuera de la ciudad.

Solamente noto una irregularidad: el doble fuma siete cigarrillos durante la mañana, y yo, en cambio, suelo fumar de diez a quince. Pero lo atribuyo al hecho de que es nuevo en el trabajo, y aún no ha tenido tiempo de acumular las tensiones que yo siento después de haber trabajado seis años en esta oficina. Se me ocurre que tampoco tomará probablemente dos «martinis» durante el almuerzo —como hago yo siempre—, sino sólo uno; y no me equivoco. Pero estos no son más que meros detalles que redundarían en crédito del doble, si alguien los notase, lo cual dudo mucho.

Su comportamiento con el cliente de fuera de la ciudad es plenamente correcto, quizá un punto con exceso nervioso y deferente, pero también esto lo atribuyo a la inexperiencia. Gracias a Dios, ni un solo asunto le hizo dar un traspiés. Sus modales en la mesa fueron como debían ser; no picó de los platos con desgana, sino que comió con apetito. También supo que debía firmar un cheque, mejor que pagar con dinero en efectivo, ya que la firma tiene cuenta en el restaurante que él eligió.

Por la tarde hay una conferencia de ventas. El vicepresidente está explicando una nueva campaña de promoción en el Centro-Oeste. El doble hace un par de sugerencias a las que el patrón asiente. El doble da golpecitos con el lápiz sobre la larga mesa de caoba y mira pensativo. Noto que está fumando demasiado. ¿Podrá estar sintiendo la tensión tan pronto? Por un momento, me siento solícito para con él. ¡Qué vida tan dura llevaba yo! Después de menos de un día de esa vida, incluso un doble muestra cierto cansancio y desgaste. El resto de la tarde transcurre sin ningún incidente. El doble vuelve a casa junto a mi mujer y mis hijos, toma la cena apreciándola, juega al Monopol durante una hora con los niños, ve un western en la televisión con mi mujer, se baña, se hace un bocadillo de jamón en la cocina y después se retira a la cama. No sé qué sueños soñaría, pero espero que fueran tranquilos y agradables. Si mi aprobación pudiera darle un sueño sin ninguna inquietud, la tiene desde luego. Estoy totalmente satisfecho de mi creación.

El doble lleva ya en el trabajo varios meses. ¿Qué puedo contar? ¿Un grado mayor de perfeccionamiento? Pero esto es imposible: estuvo perfecto desde el primer día. No

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podía ser más como yo, que lo que fue al comienzo mismo. Así que no tiene que mejorar en su trabajo, sino únicamente persistir en él con resignación, sin rebeldía y sin ningún fallo mecánico. Mi mujer es feliz con él, o al menos no más infeliz que lo era conmigo. Mis hijos le llaman papá y le piden el dinero de la semana. Mis compañeros de trabajo y mi jefe continúan confiándole mi antiguo trabajo en la oficina.

Últimamente, sin embargo —justamente la semana pasada, en realidad—, he notado algo que me preocupa. Sólo levemente. Es el caso que le hace a la nueva secretaria, la señorita Amor. Espero que no sea su nombre lo que le exalta, en alguna parte de las profundidades de esta maquinaria complicada; me imagino que las máquinas pueden ser horriblemente literales.

Sea como sea, no es nada serio. Tan sólo una mirada prolongada hacia su mesa cuando llega ella por la mañana, una pausa de un segundo, no más, cuando ella le saluda; mientras que yo —y él hasta hace poco— solía pasar por delante de esa mesa sin interrumpir la marcha. Y también parece que está dictando más cartas últimamente. ¿Podría ser un aumento de celo respecto a la firma? Ahora recuerdo que incluso el primer día habló en la conferencia de ventas. ¿O podría ser el deseo de retener a la señorita Amor unos minutos más? ¿Son todas esas cartas realmente necesarias? Podría jurar que él lo cree así. Pero luego nunca sabe uno qué hay detrás de esa cara imperturbable de doble que tiene. Francamente, me asusta preguntarle. ¿Es porque no quiero saber lo peor? ¿O porque tengo miedo de que se enfade por la violación de su intimidad? En cualquier caso, he decidido esperar basta que él me lo cuente.

El día esperado llega; las noticias que yo había temido. A las ocho de la mañana el doble me arrincona en la ducha, donde yo estaba espiándole mientras se afeitaba —realmente maravillado de cómo se acordaba de cortarse de vez en cuando como hago yo—. Se desahoga en mí, confiesa todo. Yo estoy atónito de hasta qué punto está conmovido. Atónito y un poco envidioso. Nunca soñé que un doble pudiera tener un sentimiento tan profundo, que vería llorar a un doble. Trato de tranquilizarle, le amonesto, y por último le riño. No sirve de nada. Sus lágrimas se vuelven sollozos. El, o más bien su pasión cuyo mecanismo no puedo sondear, comienza a irritarme. Estoy también aterrorizado de que mi mujer y mis hijos le oigan, que corran al cuar-to de baño y encuentren allí esta criatura fuera de sí, que será incapaz de respuestas normales. (¿Podrían encontrarnos a ambos aquí, en el cuarto de baño? Esto también es posible). Suelto la ducha, abro los dos desagües, y lleno de agua el lavabo para sofocar los afligidos ruidos que él está haciendo. ¡Todo ello por amor! ¡Todo ello por el amor de la señorita Amor! Apenas ha hablado con ella, salvo en lo concerniente al negocio. Sin duda no ha dormido con ella, de eso estoy seguro. Y sin embargo, está locamente, desesperadamente, enamorado. Quiere abandonar a mi mujer. Le hago ver que eso es imposible. En primer lugar, tiene ciertos deberes y responsabilidades; es el marido y padre de mi mujer e hijos, respectivamente. Estos dependen de él; sus vidas quedarían destrozadas por un acto de egoísmo. Y en segundo lugar, ¿qué es lo que sabe de la señorita Amor? Ella es por lo menos diez años más joven que él, no ha dado ninguna muestra especial de haber reparado en él, y probablemente tiene un novio encantador de su propia edad, con el que proyecta casarse. El doble se niega a escuchar. Es inconsolable. Tendrá a la señorita Amor o —en este punto hace un gesto amenazador— se destruirá a sí mismo. Se golpeará la cabeza contra un muro o se arrojará desde una ventana, haciendo pedazos su delicada maquinaria. Ahora estoy realmente alarmado. Veo que se viene abajo todo el maravilloso esquema, que me ha permitido estar estos últimos meses tan a mi gusto y en paz. Me veo de nuevo en el trabajo, haciendo otra vez el amor a mi mujer, peleándome por encontrar un sitio en el metro durante las horas punta, viendo la televisión, dando una azotaina a los niños. Si esto era intolerable para

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mí antes, imagínese usted qué inconcebible me resulta ahora. Si supiera tan sólo cómo he pasado estos últimos meses mientras el doble estaba administrando mi vida. Sin una sola preocupación en el mundo, salvo en unos momentos fortuitos de curiosidad a propósito de la suerte del doble, me había escabullido al fondo del mundo. Ahora dormía en cualquier lugar, en casas ruinosas, en el metro (al que sólo me acercaba muy tarde por la noche), en avenidas y portales. No me molestaba ya en cobrar el cheque del doble, porque no había nada que quisiera comprar. Mi ropa estaba hecha pedazos y sucia. ¿Suena todo esto muy lúgubre? Pues no lo era, ni mucho menos. Por supuesto, al principio, cuando el doble me quitó de encima el peso de mi propia vida, tenía yo grandes planes de vivir las vidas de otros. Quería ser un explorador del Ártico, un pianista, una estupenda cortesana, un hombre de Estado. Intenté ser Alejandro Magno, después Mozart, Bismarck, Greta Garbo, Elvis Presley... en mi imaginación, por supuesto. Me imaginaba que no siendo ninguna de estas personas durante largo tiempo, podría obtener sólo las satisfacciones de sus vidas y ninguna de sus incomodidades; porque podría escaparme, transformarme a mí mismo siempre que lo quisiera. Pero el experimento fracasó por falta de interés, o por agotamiento, llámenlo ustedes como quieran. He descubierto que estoy cansado de ser una persona, no sólo cansado de ser la persona; no sólo cansado de ser la persona que era, sino cualquier persona. Me gusta observar a las gentes, pero no me gusta hablarlas, tratar con ellas, agradarlas u ofenderlas. Ni siquiera me gusta hablar al doble. Estoy cansado, me gustaría ser una montaña, un árbol, una piedra. Si es que tengo que continuar siendo una persona, la vida del solitario abandonado es la única que puedo soportar. Así que pueden ustedes darse cuenta de que estaba fuera de discusión el que yo permitiera al doble que se destruyera a sí mismo, para tener que ponerme en su lugar y vivir de nuevo mi antigua vida.

Continúo mis esfuerzos de persuasión. Consigo que se seque las lágrimas y salga a enfrentarse con el desayuno familiar, prometiéndole que continuaremos la conversación en la oficina, después de que él dicte a la señorita Amor el montón de cartas de la mañana. Accede a hacer ese esfuerzo y hace su aparición en la mesa, con los ojos enrojecidos como de una mala noche. «¿Un catarro, querido?», dice mi mujer, solícita. El doble se pone colorado y murmura algo. Pido a Dios se dé prisa porque tengo miedo de que rompa a llorar de nuevo. Noto alarmado que apenas puede comer, y deja llenas las dos terceras partes de la taza de café.

El doble sale con aire triste del apartamento, dejando a mi mujer algo perpleja y aprensiva. Le veo parar un taxi en vez de dirigirse al metro; las cosas están realmente en un momento crítico. En la oficina le espío, mientras dicta las cartas, suspirando entre una frase y otra. La señorita Amor también lo nota y le dice jovialmente: «¿Qué le ocurre?». Hay una larga pausa. Miro a hurtadillas desde el ropero, y ¡qué veo!: el doble y la señorita Amor en un cálido abrazo. El le está acariciando el pecho, los ojos de ella están cerrados, sus bocas se unen. El doble se apercibe de que estoy mirándole fijamente desde detrás de la puerta del armario. Le hago señas alborotado, tratando de hacer entender que tenemos que hablar, que estoy de su parte, que le ayudaré, «¿Esta noche?», dice él en un susurro, poco a poco soltando a la embelesada señorita Amor. «Te adoro», murmura ella. «Te adoro», dice el doble en una voz apenas por encima del susurro, y «tengo que verte». «Esta noche», le contesta ella en un susurro. «Mi casa. Aquí tienes las señas». Un beso más y la señorita Amor se marcha. Salgo del armario y cierro con llave la puerta del pequeño despacho. «Bien —dice el doble—, es Amor o muerte». «Muy bien —digo yo tristemente—, no trataré de disuadirte ya más. Parece una buena chica, después de todo. Y muy atractiva. Quién sabe si hubiera trabajado en la oficina cuando yo estaba aquí...». Veo que el doble frunce el ceño enfadado y no termino la frase. «Pero tendrás que darme tiempo», digo. «¿Qué vas a hacer? Por lo que veo, no

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hay nada que puedas hacer—dice él—.«Si crees que voy a volver a casa junto a tu mujer y las niñas, después de que he encontrado a Amor». Le suplico que me dé tiempo. ¿En qué estoy pensando? Simplemente esto. El doble después de todo está ahora en mi posición de origen. El arreglo actual de su vida le resulta intolerable, pero teniendo una apetencia por una vida real y singular mayor de la que yo jamás he tenido, no quiere desaparecer por completo del mundo. Tan sólo quiere remplazar a mi mujer, que es sin duda de segunda mano, y a mis dos ruidosas hijas, por la señorita Amor, deliciosa y además sin hijos. Entonces, ¿por qué no podría servir mi solución —duplicación— también para él? Cualquier cosa es mejor que el suicidio. Le necesitaba aún el tiempo que tardara en hacer otro doble, uno que se quedara con mi mujer e hijas y fuera al trabajo, mientras que este doble (el doble verdadero, debo llamarle ahora) se fugaba con la señorita Amor.

Quedamos de acuerdo en concluir nuestra conversación ese mismo día, un poco más tarde. Le pido prestado algo de dinero para ir a un baño turco y asearme, para darme un corte de pelo y afeitarme en la barbería y para comprarme un traje como el que él lleva puesto. Por sugerencia suya quedamos en encontrarnos para el almuerzo en un pequeño restaurante de Greenwich Village, donde es imposible que encuentre a alguien que pueda reconocerle. No sé con seguridad de qué se asusta. ¿De almorzar solo y ser visto hablándose a sí mismo? ¿De ser visto conmigo? Pero ahora yo estoy perfectamente presentable. Y si somos vistos como dos, ¿qué puede haber más normal que un par de gemelos adultos idénticos, vestidos igual, que están almorzando juntos y están enfrascados en una conversación muy seria?

El almuerzo tiene lugar. Los dos pedimos spaghetti al burro y almejas al horno. Después de tres copas, viene derecho a mi punto de vista. En consideración a los sentimientos de mi mujer —dice—, no de los míos —insiste varias veces en un tono de voz más bien áspero—, esperará. Pero sólo unos meses, nada más. Señalo que en este intervalo no le pediré que no duerma con la señorita Amor, sino únicamente que sea discreto en su adulterio.

El hacer el nuevo doble fue un poco más difícil que el primero. Todos mis ahorros volaron. Los precios del plástico humanoide y los demás materiales, el sueldo del ingeniero y del artista habían subido en el espacio de un año. En cambio, debo añadir que el salario del doble no había subido nada, a pesar de que era evidente que el jefe apreciaba cada vez más el valor que representaba el doble para la firma.

El doble está fastidiado de que insista en que sea él, mejor que yo, el que pose para el artista, cuando se moldean y se pintan los rasgos faciales. Pero yo le hago ver que si el segundo doble es de nuevo sacado de mí, sería una copia algo descolorida o borrosa. Sin duda hay alguna disparidad entre la apariencia del primer doble y la mía, a pesar de que no puedo apreciarla. Quiero que el segundo doble sea como él, dondequiera que haya la menor diferencia entre él y yo. Tendré únicamente que correr el riesgo de que el segundo doble pueda también reproducir la inesperada pasión humana que me privó de la utilidad que tenía para mí el primero.

Al fin el segundo doble está listo. También por insistencia mía, el primer doble, aunque con desgana, ya que quería tener todo el tiempo libre para pasarlo con la señorita Amor, se ocupó del período de adiestramiento y endoctrinamiento del segundo doble durante varias semanas. Llega el gran día. El segundo doble es instalado en la vida del primero en medio de un partido de baseball un sábado por la tarde, justamente en la pausa del séptimo turno del batman. Había quedado decidido que el primer doble saldría para comprar perritos calientes y Coca-Cola para mi mujer y mis hijos. El primer doble es el que sale, el segundo el que vuelve cargado con la comida y las bebidas. El

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primer doble se mete a toda prisa en un taxi y corre hacia los brazos de la señorita Amor, que le están esperando.

Esto ocurrió hace nueve años. El segundo doble vive con mi mujer de un modo no más exaltado o más deprimido de lo que yo solía.

La niña mayor está en la Universidad, la segunda en el colegio, y hay un nuevo niño, un chico, que ahora tiene seis años. Se han mudado a un nuevo apartamento de copropiedad en Forest-Hills, mi mujer ha dejado de trabajar, y el segundo doble es vicepresidente asistente de la firma. El primer doble asistió a las clases nocturnas de la Universidad mientras trabajaba como camarero durante todo el día; la señorita Amor también volvió a la Universidad y sacó su licenciatura de maestra. El es ahora arquitecto con una clientela cada vez mayor, y ella enseña inglés en el colegio Julia Richmond. Tienen dos niños, un chico y una chica, y son notablemente felices. De cuando en cuando, visito a mis dos dobles. Nunca sin arreglarme primero, pueden ustedes imaginarse. Me considero como un pariente, y el padrino, a veces el tío, de todos sus niños. Noto que ninguno de los dos se siente nunca demasiado contento de verme, quizá a causa de mi aspecto desaseado, pero no tienen el valor de echarme. Nunca me quedo mucho rato, pero les deseo que les vaya todo bien y me felicito a mí mismo por haber resuelto los problemas de esta vida, pobre y corta, que me ha tocado en suerte, en una forma tan equitativa y responsable.

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Cómo vivimos ahora

Al principio, sólo perdía peso, sólo se sentía un poco mal, dijo Max a Ellen; pero no pidió hora a su médico, según Greg, porque pudo seguir trabajando más o menos al mismo ritmo; pero dejó de fumar, observó Tanya, lo cual indica que tenía miedo; pero también que quería, más de lo que se daba cuenta, estar sano, o más sano, o tal vez únicamente engordar unos cuantos kilos, dijo Orson; pero él le dijo, prosiguió Tanya, que creyó que iba a subirse por las paredes (¿no es lo que dice la gente?), y descubrió, para su sorpresa, que no echaba de menos los cigarrillos en absoluto y que por primera vez en años tenía la deliciosa sensación de que sus pulmones no le dolían. Pero su médico era bueno, quiso saber Stephen, porque hubiera sido una locura no hacerse una revisión médica una vez pasados los apuros y ya de regreso del congreso en Helsinki, aunque por entonces ya se sintiera mejor. Y él le dijo a Frank que iría, aunque sentía miedo, como le confesó a Jan; pero quién no sentiría miedo ahora, aunque, por extraño que parezca, no se había preocupado hasta hacía poco, como le reveló a Quentin, porque fue sólo en los últimos seis meses cuando sintió el sabor metálico del pánico en su boca; porque estar gravemente enfermo era algo que le ocurría a los demás, un engaño normal, le dijo a Paolo, si tienes 38 años y no has estado nunca gravemente enfermo; Jan confirmó que él no era un hipocondriaco. Por supuesto que era difícil no preocuparse, todo el mundo estaba preocupado; pero no se debe caer en el pánico, porque, como señaló Max a Quentin, no se podía más que esperar sin perder la esperanza; esperar y empezar a tener cuidado, tener cuidado y esperar. Y hasta si resultaba que estabas enfermo, no tenías que darte por vencido, había nuevos tratamientos que prometían detener el inexorable curso de la enfermedad, las investigaciones avanzaban. Parecía que todos se mantenían en contacto varias veces a la semana, para estar al día; nunca he estado tantas horas hablando por teléfono, le dijo Stephen a Kate, y cuando me siento agotado después de recibir dos o tres llamadas dándome las últimas noticias, en vez de desconectar el teléfono para darme un respiro, marco el número de otro amigo y conocido para transmitirle las noticias; no estoy segura de si puedo permitirme pensar tanto en eso, dijo Ellen, y no me fío de mis motivos, hay algo morboso a lo que me estoy acostumbrando, que me excita; debe ser como se sentía la gente en Londres durante los bombardeos. Por lo que yo sé, no corro peligro, pero nunca se sabe, dijo Aileen. Esa cosa no tiene precedentes, dijo Frank. Pero ¿no crees que sería mejor que viera a un médico?, insistió Stephen. Escucha, dijo Orson, no puedes obligar a la gente a que se cuide. ¿Y por qué piensas en lo peor? Puede que no sea más que agotamiento; hay gente que tiene enfermedades normales, aunque sean muy malas. ¿Por qué supones que tiene que ser eso? Pero de lo que quiero estar seguro, dijo Stephen, es de que él comprenda las opciones; pero la mayor parte de la gente no las comprende, por eso no quieren ver a un médico ni someterse a unas pruebas, piensan que no hay nada que hacer. Pero algo se puede hacer, le dijo a Tanya (según Greg); quiero decir qué consigo con ir a un médico; si de verdad estoy enfermo, se dijo que había dicho, lo sabré bastante pronto.

Y cuando estuvo en el hospital, sus ánimos parecieron mejorar, según Donny. Parecía más alegre que nunca en los últimos meses, dijo Úrsula, y las malas noticias parecían llegar casi como un alivio, dijo Ira; como un golpe totalmente inesperado, según Quentin; pero no podía esperar que le dijera lo mismo a todos sus amigos, porque su relación con Ira era tan diferente a su relación con Quentin (eso decía Quentin, que estaba orgulloso de su amistad), y quizá pensaba que Quentin no se vendría abajo al

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verle llorar; pero Ira insistió en que ésa no podía ser la razón por la cual se había comportado de una manera tan diferente con cada uno, y que quizá él se sentía menos impresionado, reuniendo todas sus fuerzas para luchar por su vida en el momento en que vio a Ira; pero se sintió abrumado por la desesperanza cuando Quentin llegó con flores, porque, de todas maneras, las flores le ponían de mal humor, como le contó Quentin a Kate, porque su cuarto del hospital estaba atestado con ellas y ya no cabían más; pero seguro que estás exagerando, dijo Kate, sonriendo; a todo el mundo le gustan las flores. Bueno, ¿quién no va a exagerar en un momento como éste?, dijo Quentin, muy serio. No crees que esto es una exageración. Por supuesto, dijo Kate suavemente; estaba bromeando, quiero decir que no quería bromear. Ya lo sé, dijo Quentin con lágrimas en los ojos, y Kate le abrazó y dijo: bueno, cuando vaya esta tarde, me parece que no voy a llevar flores. ¿Qué otras cosas quiere? Y Quentin dijo: según Max, lo que más le gusta es el chocolate. Hay algo más, preguntó Kate; quiero decir parecido al chocolate, pero que no sea chocolate. Regaliz, dijo Quentin, frotándose la nariz. Y además de eso. ¿Y no eres tú la que exageras ahora?, dijo Quentin sonriendo. Vale, dijo Kate; así que si quiero llevarle un montón de cosas, además de chocolate y regaliz, ¿qué pasa? Gominolas, dijo Quentin.

No quería estar solo, según Paolo, y hubo mucha gente que vino la primera semana, y la enfermera jamaicana dijo que había enfermos en la misma planta que estarían encantados de tener las flores sobrantes, y la gente no sentía miedo de hacer visitas; no era como antes, como le señaló Kate a Aileen; ya ni siquiera les aislan en los hospitales, observó Hilda; ya no hay nada en la puerta de la habitación advirtiendo a las visitantes sobre las posibilidades de contagio, como ocurría hace unos años; hasta le tienen en una habitación doble, y, como contó a Orson, el viejo que está al otro lado del biombo (que evidentemente está ya para el vámonos, dijo Stephen) ni siquiera tiene la enfermedad; así que, prosiguió Kate, debes ir a verle, se sentiría feliz de verte, le encanta que la gente le visite. ¿No será que no vas porque tienes miedo? Claro que no, dijo Aileen, pero no sé qué decirle, creo que me voy a sentir incómoda; por la fuerza tiene que darse cuenta, y eso le hará sentirse aún peor, así que no creo que le haga ningún bien, no. Pero él no se va a dar cuenta, dijo Kate, dando golpecitos en la mano de Aileen; no es así, no es como tú lo imaginas; no sé dedica a juzgar a la gente ni a preguntarse cuáles son sus motivos, sencillamente se siente contento de ver a sus amigos. Pero es que yo nunca he sido realmente su amiga, dijo Aileen; tú eres su amiga, siempre le gustaba hablar contigo, me contaste que te hablaba de Nora, sé que le gusto, hasta se siente atraído por mí; pero a ti te respeta. Pero, según Wesley, la razón de que Aileen fuera tan avara en sus visitas era que nunca podía estar a solas con él, siempre había otros allí ya, y cuando ésos se marchaban llegaban otros; ella había estado enamorada de él durante años, y puedo comprender, dijo Donny, que Aileen se sintiera amargada porque si podía haber habido una amiga con la que se acostara algo más que de cuando en cuando, una mujer a la que realmente quisiera, y, Dios mío, dijo Víctor que le había conocido durante aquellos años, cuando estaba loco por Nora; qué pareja más acongojante, dos ángeles ariscos, no podía ser ella.

Y cuando algunos de los amigos, los que venían todos los días, abordaron a la médica en el pasillo, Stephen fue el que hizo las preguntas, las preguntas más informadas, porque estaba al tanto no sólo de los reportajes que aparecían varias veces a la semana en Times (los cuales, Greg confesó que había dejado de leer, porque ya no era capaz de soportarlos), sino de los artículos de las revistas médicas publicadas aquí y en Inglaterra y Francia, y que había tratado a uno de los principales médicos en París que estaba realizando una investigación de la que se hablaba mucho sobre esa enfermedad; pero su médico les dijo muy poco, que su neumonía no le amenazaba la vida, la fiebre

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bajaba; por supuesto, seguía débil, pero respondía bien a los antibióticos, que tenía que terminar su estancia en el hospital, lo que significaba un mínimo de 21 días en la vigilancia intensiva antes de que pudiera empezar con el nuevo medicamento, porque se sentía optimista acerca de la posibilidad de iniciar con él el tratamiento; y cuando Víctor dijo que si tenía tantas dificultades para comer (le decía a todo el mundo, cuando trataban de convencerle de que comiera un poco de la comida del hospital, que no sabía bien, que tenía un extraño sabor metálico en la boca) no sería bueno que todos sus amigos vinieran con chocolate, la médica se limitó a sonreír y dijo que en estos casos la moral del paciente también era un factor importante, y si el chocolate le hacía sentirse mejor, no había ningún daño en ello, lo cual preocupó a Stephen, como Stephen le diría más tarde a Donny, porque querían creer en las promesas y los tabúes de la medicina actual de alta tecnología; pero aquí aquella lacónica pero tranquilizadora especialista en la enfermedad, de cabellos plateados, una persona a la que se citaba con frecuencia en los periódicos, hablaba como una anticuada médica de cabecera rural que le dice a la familia que té con miel o sopa de pollo pueden hacer tanto por el enfermo como la penicilina, lo que podía significar, como decía Max, que estaba haciendo como que le trataba, que no estaban seguros de qué hacer o, más bien, como exclamó Xavier, no sabían qué cono hacer, que la verdad, la verdad verdadera, como dijo Hilda, poniendo las cosas aún más claras, era que los médicos no tenían ninguna esperanza.

Oh, no, dijo Lewis, no aguanto; espera un momento, no lo puedo creer. ¿Estás seguro? Quiero decir, están seguros, le han hecho todas las pruebas, ha llegado un momento en que cuando suena el teléfono me da miedo contestar, porque pienso que puede ser alguien contando que hay otro enfermo; pero es cierto que Lewis no sabía nada hasta ayer, dijo Robert, enfadado; me parece increíble, todo el mundo habla de ello, parecía imposible que nadie hubiera llamado a Lewis; y tal vez Lewis sabía, y por alguna razón fingía no haberlo sabido hasta ahora, porque, recordó Jan, no dijo Lewis algo hace meses a Greg, y no sólo a Greg, de que no tenía buen aspecto, que perdía peso y que estaba preocupado por él y que quería que fuera a ver a un médico; así que no le pudo llegar como una sorpresa total. Bueno, todos se preocupan por los demás, dijo Betsy; eso es como vivimos, como vivimos ahora. Y, después de todo, antes eran muy íntimos, ¿no? Lewis debe seguir teniendo las llaves de su apartamento; tú sabes cómo se deja a alguien las llaves después de haber roto, sólo porque esperas una visita casual, borracho o bebido, a última hora de la tarde; pero sobre todo porque no es mala idea tener unas cuantas llaves desperdigadas por la ciudad, si vives solo en la parte alta de un antiguo edificio comercial que, por muy pretencioso que sea, nunca tendrá un encargado o un conserje que viva allí, alguien a quien puedes llamar a altas horas para decirle que has perdido tus llaves o que se te ha cerrado la puerta y no puedes entrar. ¿Quién más tiene llaves?, preguntó Tanya; pensaba que alguien podría ir a su casa mañana, antes de ir al hospital, y traerles cosas de allí, porque el otro día, dijo Ira, se quejaba de lo triste que es la habitación del hospital, y que era como estar encerrado en una habitación del motel, lo que hizo que todo el mundo comenzara a contar historias graciosas de habitaciones de moteles donde habían estado, y la historia de Úrsula sobre el Luxury Budget Inn en Schenectady; hubo un estallido de risas en torno a su cama, mientras que él les miraba en silencio, con los ojos brillando de fiebre, durante todo el tiempo, como recordó Víctor, tragando aquel maldito chocolate. Pero, según Jan, al que las llaves de Lewis le permitieron hacer una visita a su elegante madriguera de soltero pensando en llevar algún consuelo artístico que alegrara la habitación del hospital, el icono bizantino no estaba en la pared sobre su cama, y eso extrañó a todos, hasta que Orson recordó que él había contado, sin mostrarse preocupado (Greg no estaba de acuerdo con eso), que el muchacho al que había echado hacía poco se lo había robado, junto con las cuatro cajas

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de laca Maki-e, como si fueran objetos tan fáciles de vender en la calle como un televisor o un equipo estereofónico. Pero siempre fue muy generoso, dijo suavemente Kate, y aunque le gustan las cosas hermosas, no se siente atado a ellas, a las cosas, como dijo Orson, lo cual no es habitual en un coleccionista, como comentó Frank, y cuando Kate se estremeció y asomaron las lágrimas a sus ojos y Orson preguntó ansiosamente si él, Orson, había dicho algo que no debía, ella señaló que habían comenzado a hablar de él de modo retrospectivo, recordando cómo era, por qué le tenían cariño, como si estuviera acabado, terminado, fuera una parte del pasado.

Quizá se estaba empezando a cansar de tener tantas visitas, dijo Robert, que, como Ellen, no pudo menos de observar que había ido sólo dos veces, y probablemente buscaba una razón para no tener que ir regularmente; pero no había ninguna duda, según Úrsula, que estaba más bajo de ánimo, no es que hubiera noticias desalentadoras por parte de los médicos, y ahora parecía preferir estar solo unas cuantas horas al día; y él le contó a Donny que había empezado a escribir un diario por primera vez en su vida, porque quería anotar el curso de sus reacciones mentales ante el asombroso giro de los acontecimientos, hacer algo paralelo a lo que hacían los médicos, que llegaban todas las mañanas y conferenciaban junto a su cama sobre su cuerpo, y que quizá no fuera importante lo que escribía, que no era más, le dijo irónicamente a Quentin, que las habituales trivialidades sobre el terror y el asombro de que eso le ocurriera a él, a él también, además de las habituales valoraciones de arrepentimiento por su vida pasada, sus disculpables superficialidades, seguidas por decisiones de vivir mejor, más intensamente, más cerca de su trabajo y de sus amigos, y no preocuparse tan apasionadamente por lo que la gente pensaba de él, entremezclado con admoniciones a sí mismo de que, en esa situación, su voluntad de seguir viviendo contaba más que cualquier otra cosa, y que si realmente quería vivir, y confiaba en la vida, y se gustaba a sí mismo lo suficiente (¡abajo demonio Thanatos!), él viviría, sería una excepción; pero tal vez todo eso, reflexionaba Quentin hablando por teléfono con Kate, no era la cuestión; la cuestión era que, al llevar el diario, acumulaba algo que podría leer algún día, asegurándose astutamente un tiempo futuro, en el cual el diario sería un objeto, una reliquia; en el cual tal vez no lo volvería a leer, porque querría olvidar aquella ordalía; pero el diario estaría allí, en el cajón de su espléndido escritorio Majorelle, y ya podía, le dijo realmente a Quentin, una tarde soleada, recostado en la cama del hospital, con la mancha de chocolate enmarcando la comisura de una sonrisa desgarradora, verse en su apartamento, con el sol de octubre entrando por los limpios ventanales, en vez de esta ventana tan sucia, y el diario, el patético diario, a salvo dentro del cajón.

No importan los efectos secundarios del tratamiento, dijo Stephen (hablando con Max); no entiendo por qué te preocupas tanto por eso, todos los tratamientos fuertes tienen algunos efectos secundarios peligrosos, es inevitable. ¿Quieres decir que de otra manera el tratamiento no sería eficaz?, intervino Hilda, y de todas formas, prosiguió Stephen obstinadamente, sólo porque haya efectos secundarios no significa que vaya a tenerlos todos, uno o algunos. Es únicamente una lista de todas las cosas posibles que podrían salir mal, porque los médicos tienen que cubrirse, de modo que presentan un panorama negro; pero lo que le ocurre a él y a tantos otros, interrumpió Tanya, un panorama negro, una catástrofe que nadie hubiera imaginado, es demasiado cruel, y no es todo un efecto secundario, ironizó Ira; hasta nosotros somos todos efectos secundarios; pero no somos malos efectos secundarios, dijo Frank; le gusta tener cerca a sus amigos y también nos ayudamos mutuamente, porque su enfermedad nos mete a todos en el mismo bote, musitó Xavier, y fueran los que fueran los celos y querellas del pasado que nos vuelven recelosos e irritables a unos con otros, cuando ocurre algo como esto (¡el cielo se viene abajo, el cielo se viene abajo!) te das cuenta de lo que de verdad

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importa. De acuerdo, Chicken Little, se dice que dijo. Pero no crees, observó Quentin a Max, que estar tan cerca como estamos de él, encontrando tiempo para visitarle todos los días, es una manera que tenemos de definirnos más firme e irrevocablemente como los sanos, los que no están enfermos, que no van a estar enfermos, como si lo que le ocurre a él no nos pudiera ocurrir a nosotros, cuando en realidad las posibilidades son de que, antes de que pase mucho tiempo, uno de nosotros terminemos donde él está, que es probablemente lo que él sentía cuando era uno más de la cohorte que visitaba a Zack en la primavera (¿tú no conociste a Zack, no?), y, según Clarice, la viuda de Zack, no iba muy a menudo, dijo que odiaba los hospitales y no creía que le hiciera ningún bien a Zack, que Zack leería en su rostro lo incómoda que se sentía. Oh, era uno de ésos, dijo Aileen. Un cobarde. Como yo.

Y después de que le enviaron a casa desde el hospital, y Quentin se ofreció a quedarse con él, y hacía las comidas, y recogía los recados telefónicos, y tenía al tanto a la madre en Misisipí, bueno, intentaba que ella no volara a Nueva York y mostrara su pena a su hijo, echando a perder la rutina casera con sus opresivas oficiosidades, él podía trabajar un par de horas en su estudio, los días en que no se empeñaba en salir para ir a comer o a ver una película, lo cual le cansaba. Parecía optimista, pensó Kate; tenía buen apetito, y lo que dijo, informó Orson, era que estaba de acuerdo cuando Stephen le aconsejó que la cosa más importante era mantenerse en forma; era un luchador; no, no sería quien es si no hubiera sido un luchador, y estaba preparado para la gran lucha, preguntó retóricamente Stephen (como le contó Max a Donny), y él dijo claro que sí, y Stephen añadió que podía haber sido mucho peor, que podías haber contraído la enfermedad hace dos años; pero ahora hay muchos científicos trabajando sobre ella, el equipo norteamericano y el equipo francés, todos compitiendo por el Premio Nobel dentro de unos años; lo que tienes que hacer es mantenerte sano un par de años más y luego habrá un buen tratamiento, un auténtico tratamiento. Sí, dijo, Stephen, el momento es bueno. Y Betsy, que había estado entrando y saliendo de dietas macrobióticas durante una década, habló con un especialista japonés que quería que le viera; pero gracias a Dios, contó Donny, él tuvo el sentido común de decir que no; pero se mostró de acuerdo en ver al terapista de visualización de Víctor, aunque qué era lo que se podía visualizar, preguntó Hilda, cuando la cuestión de visualizar una enfermedad era verla como una entidad con contornos, fronteras, aquí en lugar de allí, algo limitado, algo de lo que eres huésped, en el sentido de que tú no puedes desinvitar a la enfermedad, porque es total; o llegará a serlo, dijo Max. Pero lo más importante, dijo Greg, era que no se fuera por el camino de lo macrobiótico, lo cual podría ser inocuo para la rellenita Betsy, pero devastador para él, flaco como estaba, con todos los cigarrillos y otros productos químicos que le quitaban el apetito recibidos por su cuerpo durante años; y ahora no era el momento, como señaló Stephen, de adquirir hábitos más sanos y eliminar los aditivos químicos y otros contaminantes que tragamos todos tan alegremente o no tan alegremente, alegremente porque estamos sanos, tan sanos como se puede estar; hasta ahora, dijo Ira. Carne y patatas es lo que me gustaría que comiera, dijo Úrsula, añorante. Y espaguetis con salsa de mejillones, añadió Greg. Y tortillas enriquecidas con colesterol, con mozarella ahumada, sugirió Ivonne, que había venido de Londres para visitarle durante un fin de semana. Tarta de chocolate, dijo Frank. Quizá no tarta de chocolate, dijo Úrsula; está comiendo demasiado chocolate.

Y cuando, no en seguida, pero tres semanas después, se le aceptó para el tratamiento con el nuevo medicamento, lo que supuso tener que hacer mucho pasillo con los médicos entre bastidores, él hablaba menos de la enfermedad, según Donny, lo que parecía una buena señal, pensó Kate; una señal de que no se sentía una víctima, sintiendo que no tenía una enfermedad, sino que vivía con una enfermedad (ése era el

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cliché adecuado, ¿no?), un arreglo más hospitalario, dijo Jan, una especie de cohabitación que suponía que era algo temporal, que podía terminar; pero terminar cómo, preguntó Hilda, y cuando tú dices hospitalario, Jan, yo entiendo hospital. Y es alentador, insistió Stephen, que desde el principio, al menos desde el momento en que se le convenció de que llamara a su médico, estuviera dispuesto a decir el nombre de la enfermedad, pronunciarlo con frecuencia y sin esfuerzo, como si no fuera más que una palabra, como muchacho o galería, o cigarrillo, o dinero, o importante; como no tiene importancia, intervino Paolo, porque, continuó Stephen, pronunciar es signo de salud, señal de que uno ha aceptado ser lo que es, mortal, vulnerable, no exento, no una excepción; después de todo es una señal de que se está dispuesto, verdaderamente dispuesto, a luchar por la vida. Y debemos decir también el nombre, y con mucha frecuencia, añadió Tanya, no debemos quedarnos cortos en comparación con él en honestidad, o hacerle ver que, hecho el esfuerzo de la honestidad, ya está y puede empezar con otras cosas. Uno está mucho mejor preparado para ayudarle, replicó Wesley. Hay en una cosa en que es afortunado, dijo Yvonne, que había solucionado un problema en la tienda de Nueva York y volvía aquella tarde a Londres; sí, afortunado, dijo Wesley; nadie le ha dado la espalda, prosiguió Wesley; nadie tiene miedo de darle un abrazo o besarle ligeramente en la boca; en Londres estamos, como de costumbre, atrasados unos cuantos años con respecto a vosotros, gente que conozco, gente que sin el más mínimo riesgo está aterrorizada; pero me impresiona lo tranquilos y racionales que os mostráis todos aquí; nos encuentras tranquilos, preguntó Quentin. Pero tengo que decirte, dicen que dijo, que estoy aterrorizado; me resulta muy difícil leer (y ya sabes lo que le gusta leer, dijo Greg; si la lectura es su televisión, dijo Paolo) o pensar, pero no me siento histérico. Yo me siento muy histérico, dijo Lewis a Yvonne. Pero podéis hacer algo por él, es maravilloso, cómo me gustaría poder quedarme más tiempo, respondió Yvonne; es realmente hermoso, no puedo menos de pensar en esa utopía de la amistad que habéis formado a su alrededor (esa patética utopía, dijo Kate); así que la enfermedad, concluyó Yvonne, ya no está ahí fuera. Sí, no pienses que estamos más a gusto aquí con él, con la enfermedad, dijo Tanya, porque la enfermedad imaginada es mucho peor que la realidad de él, al que todos amamos, cada cual a nuestra manera, teniéndola. Yo sé que, para mí, el que él tenga la enfermedad la desmitifica, dijo Jan, no siento miedo, espanto, como sentía antes de que él enfermara, cuando era algo que se refería a conocidos remotos, que no volví a ver más después de que enfermaron. Pero tú sabes que no vas a contraer la enfermedad, dijo Quentin, a lo cual contestó Ellen que, en cuanto a ella, ésa no era la cuestión, y posiblemente no era cierto, mi ginecólogo dice que todos corremos ese riesgo, todos los que tenemos una vida sexual, porque la sexualidad es la cadena que liga a cada uno de nosotros con muchos otros, a otros desconocidos, y ahora es que la gran cadena del ser se ha convertido en la gran cadena de la muerte. No es lo mismo para ti, insistió Quentin, no es lo mismo para ti que para mí o para Lewis o Frank, o Paolo o Max; cada vez tengo más miedo, y tengo mis razones para ello. Yo no pienso si corro peligro o no, dijo Hilda; sé que tenía miedo de conocer a alguien que tuviera la enfermedad, miedo a lo que vería, de cómo me sentiría, y, después de mi primera visita al hospital, me sentí muy aliviada. No me sentiré nunca así, con ese miedo, otra vez; él no me parece diferente a mí. No lo es, dijo Quentin.

Según Lewis, hablaba con más frecuencia de los que le visitaban más, lo cual es natural, dijo Betsy; me da la impresión de que hasta los cuenta. Y entre los que le visitan o llaman todos los días, por así decirlo el círculo más íntimo, los que recibían más puntos, había otra competición, que ponía nerviosa a Betsy, le confesó a Jan; siempre hay esas maniobras vulgares para tener un sitio junto a la cama del gravemente enfermo, y aunque todos nos sentimos llenos de virtud por nuestra lealtad hacia él (habla por ti

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misma, dijo Jan), hasta el punto de que buscamos un momento todos los días o casi todos los días, aunque algunos de nosotros estamos empezando a fallar, como indicó Xavier, lo aprovechamos tanto como él. De verdad, dijo Jan. Rivalizamos por recibir una señal de un placer especial por su parte en cada visita, todos esperando que nos dé el anillo de bronce de su favor, queriendo sentirnos el más deseado, el más íntimo y amado, lo que es inevitable en alguien que no tiene esposa e hijos o un amante oficial con que viva con él, jerarquías a las que nadie se atrevería a desafiar, prosiguió Betsy; así que nosotros somos la familia que él ha fundado, sin querer, sin títulos ni rangos oficiales (nosotros, nosotros, gruñó Quentin); y también está claro, aunque algunos de nosotros, Lewis y Quentin, y Tanya y Paolo, entre otros, son ex amantes y todos nosotros hemos quedado más o menos amigos, ¿a cuál de nosotros prefiere?, dijo Víctor (ahora es nosotros, dijo, irritado, Quentin), porque a veces creo que tiene más ganas de ver a Aileen, que le ha visitado sólo tres veces, dos en el hospital y una desde que ha vuelto a casa, que a ti o a mí; pero, según Tanya, después de estar muy desilusionado de que no viniera Aileen, ahora está enfadado, mientras que, según Xavier, no estaba herido, sino conmovedoramente pasivo, aceptando la ausencia de Aileen como algo que de una forma u otra merecía. Pero está contento de tener gente cerca, dijo Lewis; dice que, cuando no tiene compañía, le entra el sueño, se duerme (según Quentin), y luego se espabila cuando llega alguien, es importante que nunca se sienta solo. Pero, dijo Víctor, hay una persona de la que no ha tenido noticias, de la que probablemente le gustaría saber más que de nosotros; pero no se trata de que ella haya simplemente desaparecido, ni siquiera después de romper con él, y él sabe exactamente dónde vive, dijo Kate; me dijo que la había llamado en la última Nochebuena, y ella le dijo: me alegro mucho de saber algo de ti y felices Pascuas, y eso le dejó destrozado, según Orson, y furioso y desdeñoso, según Ellen (¿qué esperabais de ella?, dijo Wesley, estaba harta); pero Kate se preguntó si a lo mejor él había llamado a Nora en medio de una noche de insomnio, cuál es la diferencia de horas, y Quentin dijo que no, no lo creo, creo que él no quiere que lo sepa.

Y cuando comenzó a sentirse mejor y engordó los kilos que había perdido en seguida en el hospital, aunque la nevera comenzó a llenarse de germen de trigo orgánico y pomelo y leche descremada (le preocupaba su colesterol, se lamentó Stephen), y le dijo a Quentin que podía arreglárselas ya por sí mismo, y así lo hizo, comenzó a preguntarle a todos los que le visitaban qué aspecto tenía, y todos le decían que lo encontraban muy bien, mucho mejor que hacía unas semanas, lo cual no concordaba con lo que le habían dicho entonces; pero, en realidad, resultaba cada vez más difícil saber cuál era su verdadero aspecto, contestar a una pregunta así honradamente cuando entre ellos trataban de mostrarse francos, tanto por pura honradez como (pensaba Donny) para prepararse para lo peor, porque había tenido ese aspecto durante mucho tiempo, al menos parecía que mucho tiempo; era como si siempre hubiera estado así, como era antes, pero sólo habían pasado unos cuantos meses, y aquellas palabras, pálido, macilento y frágil, ¿no se las habían aplicado siempre? Y un jueves, Ellen, que se encontró con Lewis en la puerta del edificio, dijo, mientras subían juntos en el ascensor, ¿cómo está de verdad? Pero ya ves cómo está, le dijo Lewis con aspereza, está bien, está perfectamente de salud, y Ellen comprendió que, por supuesto, Lewis no creía que estuviera perfectamente de salud, sino que no estaba peor, y eso sí era verdad, bueno, pero no era casi despiadado hablar así. Me parece inofensivo, dijo Quentin, pero entiendo lo que quieres decir, me acuerdo de una vez hablando con Frank, alguien que, después de todo, se ofreció a dedicar cinco horas de trabajo de oficina a la semana en el Centro de Crisis (ya lo sé, dijo Ellen) y Frank estaba hablando de ese tipo, diagnosticado hace casi un año, y que está bastante peor, que se había estado quejando

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por teléfono a Frank sobre la indiferencia de un médico, y que insultó al médico, y Frank le dijo que no tenía por qué ponerse así, sugiriendo que él no se hubiera comportado tan irracionalmente, y yo, que apenas podía controlar mi desprecio, dije, pero Frank, Frank, tiene toda la razón del mundo para ponerse así, se está muriendo, y Frank dijo, dijo según Quentin, oh, no me gusta pensar en eso de esa manera.

Yfue mientras estaba todavía en la casa, recuperándose, recibiendo su tratamiento semanal, sin poder todavía trabajar mucho, se lamentaba, pero, según Quentin, saliendo mucho y yendo a la oficina varias veces a la semana, cuando llegaron las malas noticias sobre dos conocidos, uno en Houston y otro en París, noticias que fueron interceptadas por Quentin, que sostenía que lo único que iban a hacer era deprimirle, pero Stephen sostenía que no estaba bien mentirle, que era importante para él vivir con la verdad; que ésa había sido una de sus primeras victorias, que había sido sincero, que hasta bromeaba sobre la enfermedad, pero Ellen dijo que no era bueno que tuviera ese sentimiento del mundo se acaba, había ya demasiada gente enferma, se estaba convirtiendo en un destino tan frecuente, que tal vez le abandonaría una parte de su voluntad de luchar por la vida si resultaba ser tan natural, bueno, pues, la muerte. Oh, dijo Hilda, que no conocía personalmente ni al de Houston ni al de París, pero que sabía algo del de París, un pianista especializado en música checa y polaca del siglo XX, tengo sus discos, es una persona con talento, y cuando Kate la miró ceñuda continuó a la defensiva, ya sé que todas las vidas son sagradas por igual, pero eso es un pensamiento, otro pensamiento quiero decir, toda esa gente de talento que no va a vivir sus normales 80 años como ahora, esa gente es insustituible, y qué pérdida va a ser para la cultura. Pero eso no va a seguir siempre, dijo Wesley, no puede ser, a la fuerza ellos tienen que descubrir algo (ellos, ellos, masculló Stephen), pero, ¿habéis pensado alguna vez, dijo Greg, que si algunas de esas personas no mueren, quiero decir si hasta les pueden mantener vivos (ellos, ellos, masculló Kate), siguen siendo portadores?, y eso quiere decir, si tú tienes conciencia, que nunca podrás hacer el amor, hacer el amor plenamente, como estabas acostumbrado a hacerlo, desenfrenadamente, dijo Ira. Pero es mejor que morir, dijo Frank. Y cada vez que hablaba del futuro, cuando se permitía tener esperanzas, según Quentin, nunca mencionó la posibilidad de que si no muriera, si tenía la suerte de contarse entre la primera generación de supervivientes de la enfermedad, nunca mencionó, confirmó Kate, fuera lo que fuera lo que pasara, que había terminado el modo de vivir que había llevado hasta ahora, pero, según Ira, pensaba en ello, el final de los alardes, el final de las locuras, el final del fiarse de la vida, el final de dar la vida por hecha, y de tratar a la vida como si fuera algo que, a lo samurai, se pudiera dejar a un lado alegremente, imprudentemente; y Kate recordó, suspirando, una breve conversación que ella quiso tener hacía ya un par de años, acurrucada en un asiento tapizado de alfombra de color gris acero en la planta alta de The Prophet y fumando un porro para animarse a salir a la pista de baile: lo dijo vacilante, porque parecía una tontería decirle al príncipe del libertinaje, bueno, tómalo con calma, y a ella no le gustaba nada hacer el papel de hermana mayor, un papel, confirmó Hilda, que inspiraba a muchas mujeres, tendrás cuidado; no, cariño, ya sabes lo que quiero decir. Y él contestó, prosiguió Kate, no, en absoluto, escucha, no puedo, simplemente no puedo, el sexo es demasiado importante para mí, lo ha sido siempre (comenzó a hablar así, según Víctor, después de que Nora le hubiera abandonado), y si lo cojo, bueno, pues lo cojo. Pero ahora no hablaría así, no, dijo Greg; debe sentirse muy tonto ahora, dijo Betsy, como alguien que sigue fumando diciendo no puedo dejar los cigarrillos, pero cuando llega la mala radiografía hasta el más empedernido adicto a la nicotina puede dejarlo de golpe. Pero el sexo no es como los cigarrillos, dijo Frank, y además, qué vale recordar que fue un temerario, dijo Lewis irritado; lo espantoso es que

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basta con tener una vez mala suerte, y no se sentiría todavía peor si lo hubiera dejado hace tres años y de todas maneras lo hubiera cogido. ya que una de las características más terroríficas de la enfermedad es que no sabes cuándo la contraes, pudo ser hace 10 años, porque seguramente esa enfermedad tiene ya muchos años, es de mucho antes de que se la reconociera; es decir, que le dieran un nombre. Quién sabe desde hace cuánto tiempo (pienso mucho en eso, dijo Max) y quién sabe (sé lo que vas a decir, le interrumpió Stephen) cuántos más la van a coger.

Me siento bien, se dice que decía cuando alguien le preguntaba cómo estaba, la cual era casi la primera pregunta que le hacían. O: me siento mejor, ¿tú cómo estás? Pero también decía otras cosas. Juego a la pídola conmigo mismo, se dice que dijo, según Víctor. Y: debe de haber una manera de sacar algo positivo de esta situación, se dice que dijo a Kate. Qué norteamericano es eso, dijo Paolo. Bueno, dijo Betsy, tú sabes el antiguo refrán: cuando tienes limón, haz limonada. Lo que yo estoy seguro de que no podría aguantar, le dijo Jan a ella, es quedar desfigurada, pero Stephen se apresuró a señalar que la enfermedad casi nunca asume esa forma ahora, su perfil es cambiante y, en conversación con Ellen, usando palabras como barrera de sangre del cerebro; no había pensado nunca que hubiera ahí una barrera, dijo Jan. Pero no debe enterarse de lo de Max, dijo Ellen, eso le deprimiría de verdad, por favor, no se lo digas; tendrá que enterarse, dijo Quentin sombríamente, y se pondrá furioso si no se lo hemos contado. Pero habrá tiempo para eso, cuando saquen a Max del respirador, dijo Ellen; pero, ¿no es increíble?, dijo Frank; Max estaba bien, no se sentía mal en absoluto, y luego se despertó con una fiebre de 40, no podía respirar, pero ésa es la forma con que suele empezar, sin aviso previo, dijo Stephen; la enfermedad toma muchas formas. Y cuando, después de que hubiera pasado una semana, le preguntó a Quentin dónde estaba Max, no cuestionó la respuesta de Quentin de que estaba de vacaciones en las Bahamas, pero por entonces el número de personas que le visitaban regularmente había disminuido, en parte porque las viejas querellas que se habían dejado de lado al principio de la hospitalización y el regreso a casa habían vuelto a aflorar, y la fluctuante enemistad entre Lewis y Frank explotó, aunque Kate hizo todo lo que pudo por mediar entre ellos, y también porque él mismo había hecho algo para aflojar los lazos de amor que unían a sus amigos en torno a él, dando por hecho que debía ser así, como si fuera de lo más normal que mucha gente le dedicara tanto tiempo y atención, visitándole cada poco tiempo, hablando de él incesantemente por teléfono unos con otros; pero, según Paolo, no es que se mostrara menos agradecido, sino que era algo a lo que se había acostumbrado, a las visitas. Con el tiempo se había convertido en una situación de lo más corriente, una especie de fiesta interminable, primero en el hospital y, ahora que estaba allí, en casa, apenas levantado de la cama, es claro, dijo Roberta, que yo estoy en la lista B; pero Kate dijo, eso es absurdo, no hay ninguna lista; y Víctor dijo, claro que la hay, sólo que no es él, es Quentin quien la hace. Él quiere vernos, le estamos ayudando, tenemos que hacerlo como él quiere, ayer se cayó cuando iba al cuarto de baño, no debe enterarse de lo de Max (pero ya lo sabe, según Donny), está empeorando.

Cuando estaba en casa, se dice que dijo, tenía miedo de dormirme; cuando me iba adormilando cada noche me parecía que estaba cayendo por un agujero negro, dormir parecía como ceder ante la muerte, todas las noches me dormía con la luz encendida; pero aquí, en el hospital, tengo menos miedo. Y una mañana le dijo a Quentin, el miedo me desgarra, es como si me abrieran con un cuchillo; y, a Ira, me aprieta, me exprime para dentro. El miedo da a todas las cosas su matiz, su importancia. Me siento tan, no sé cómo decirlo, exaltado, le dijo a Quentin. La calamidad es enormemente importante también. A veces me siento tan estupendamente, con tanta fuerza, que es como si pudiera salir de mi piel. ¿Me estoy volviendo loco o qué pasa? ¿Es por esas atenciones y

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mimos que me da todo el mundo, como el sueño de un niño de que le quieran? ¿Son los medicamentos? Sé que es una locura, pero a veces parece una experiencia fantástica, dijo tímidamente; pero también había un mal sabor en la boca, la presión en la cabeza y en la nuca, las encías rojizas y sangrantes, la penosa respiración, su palidez marfileña, el color de chocolate blanco. Entre los que lloraron cuando les dijeron por teléfono que ya había vuelto al hospital estaban Kate y Stephen (que recibieron la noticia por Quentin), y Ellen, Víctor, Aileen y Lewis (a los que llamó Kate), y Xavier y Úrsula (a quienes llamó Stephen). Entre los que no lloraron se contó Hilda, que acababa de enterarse que su anciana tía de 75 años había muerto de la enfermedad, que había contraído con una transfusión que la habían hecho durante una operación en el aparato circulatorio, que había salido bien, hacía cinco años, y Frank y Donny y Betsy, pero eso no quería decir, según Tanya, que no se sintieran conmovidos y horrorizados, y Quentin pensó que quizá no fueran de visita en seguida al hospital, pero que enviarían regalos; la habitación, esta vez estaba en una habitación individual, se iba llenando de flores, plantas, libros y cintas. La marea alta de la apenas reprimida acrimonia de las últimas semanas en casa se atenuó con la rutina de las visitas al hospital, aunque a más de uno le fastidió que Quentin llevara el libro de visitas (pero fue Quentin quien tuvo la idea, señaló Lewis); ahora, para garantizar la continuidad de las visitas, mejor no más que dos a la vez (ésta, una norma en todos los hospitales, no se cumplía aquí, al menos en su planta; ya fuera por amabilidad o por ineficacia, nadie lo sabía), primero había que llamar a Quentin para pedir hora, ya no se podía ir por allí cuando a uno le apetecía. Y ya no fue posible evitar que la madre tomara un avión y se instalara en un hotel cerca del hospital; pero a él parecía molestarle menos la presencia de ella de lo que se esperaba, dijo Quentin; Ellen dijo, es a nosotros a quien molesta, ¿crees que se quedará mucho tiempo? Resultaba más fácil ser más generoso con los otros visitantes aquí en el hospital, como señaló Donny, que en casa, donde a todos les molestaba no poder estar nunca a solas con él; al venir aquí, por parejas, no hay dudas de cuál es nuestro papel, de cómo debemos mostrarnos, gregarios, graciosos, entretenidos, poco exigentes, ligeros, es importante mostrarse ligeros, porque en todos estos temores también hay alegría, como dijo el poeta, dijo Kate. (Sus ojos, sus resplandecientes ojos, dijo Lewis.) Sus ojos parecían apagados, extinguidos, le dijo Wesley a Xavier, pero Betsy dijo su cara, no sólo los ojos, tiene un aspecto espiritual, cálido; sea lo que sea lo que hay en ellos, nunca me he sentido tan consciente de sus ojos; y Stephen dijo, me da miedo de lo que revelen mis ojos, la manera en que le miro, con demasiada intensidad, o con una falsa indiferencia, dijo Víctor. Y, al contrario de cuando estaba en casa, se le veía bien afeitado todas las mañanas, fuera cual fuera la hora en que se le visitaba; sus cabellos rizados, siempre peinados; pero se quejaba de que las enfermeras hubieran cambiado desde que estuvo allí la última vez, y no le gustaba el cambio, quería que todo fuera lo mismo. La habitación estaba ahora amueblada con algunos de sus objetos personales (qué palabras más extrañas para las cosas de una, dijo Ellen), y Tanya trajo dibujos y una carta de su hijo disléxico de nueve años, que ahora podía escribir porque le había comprado un ordenador; y Donny trajo champaña y unos globos de helio, anclados al pie de la cama; contadme las cosas que ocurren, dijo al despertarse de una siesta y encontrarse a Donny y Kate muy sonrientes junto a la cama; contadme una historia, dijo melancólicamente, dijo Donny que no sabía qué decir; tú eres la historia, dijo Kate. Y Xavier trajo una imagen guatemalteca del siglo XVIII de san Sebastián con los ojos en blanco y la boca abierta, y cuando Tanya preguntó qué es eso, un homenaje al eros del pasado, dijo Xavier: de donde yo soy, a san Sebastián le veneran como protector contra la peste. ¿La peste simbolizada por flechas? Simbolizada por flechas. Lo que le evoca la gente es el cuerpo de un hermoso joven atado a un árbol, acribillado a flechazos (de los cuales no

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parece darse cuenta, interpoló Tanya), la gente se olvida que la historia continúa, prosiguió Xavier, pero cuando las mujeres cristianas llegaron para enterrar al mártir se dieron cuenta de que estaba aún vivo y le cuidaron hasta que se recuperó. Y él dijo, según Stephen, no sabía que san Sebastián no se hubiera muerto. Es innegable, no, dijo Kate por teléfono a Stephen, la fascinación de los moribundos. Me da vergüenza. Estamos aprendiendo cómo morir, dijo Hilda, no estoy aún para aprender, dijo Aileen; y Lewis, que venía directamente del otro hospital, el hospital donde Max estaba en la UVI, se encontró con Tanya saliendo del ascensor en la décima planta, y mientras bajaban juntos por el resplandeciente corredor pasando por delante de las puertas abiertas, evitando mirar a los otros enfermos hundidos en sus camas, con tubos en las narices, iluminadas por la luz azulina de los aparatos de televisión, en lo que no soy capaz de pensar, dijo Tanya a Lewis, es en alguien que se muere con la televisión puesta.

Tiene ese extraño, angustioso, desinterés, dijo Ellen, eso es lo que me inquieta, aunque resulta más fácil para estar con él. A veces se muestra quejoso. No me gusta nada que vengan todas las mañanas a sacarme la sangre, qué harán con toda esa sangre, dicen que dijo; pero dónde estaba su irritación, se preguntó Jan. Casi siempre se mostraba de lo más agradable, siempre decía cómo estás tú, cómo te sientes. Es tan dulce ahora, dijo Aileen. Tan simpático, dijo Tanya. (Simpático, simpático, gruñó Paolo.) Al principio estaba muy enfermo, pero se iba poniendo mejor, según las informaciones fiables que tenía Stephen, no había por qué temer que no se recuperase, y el médico habló de que le podrían dar de alta dentro de 10 días si todo iba bien, y convencieron a la madre de que volviera a Misisipí, y Quentin preparó el apartamento para su regreso. Y él seguía escribiendo su diario, sin enseñárselo a nadie, aunque Tanya, la primera en llegar una mañana de finales de invierno, y al encontrarle dormitando, se puso a fisgar y se quedó horrorizada, según Greg, no por nada de lo que leyera, sino por el cambio progresivo de su letra: en las páginas más recientes se iba haciendo cada vez más fina, menos legible, y algunas de las líneas de su escritura erraban y se ladeaban a lo largo de toda la página. Estaba pensando, dijo Úrsula a Quentin, que la diferencia entre una historia y un cuadro o fotografía es que en una historia puedes escribir, aún vivo. Pero en un cuadro o en una foto no puedes mostrar ese "aún". Simplemente puedes mostrarle vivo. Aún vive, dijo Stephen.