Stoger, Alois - El Evangelio Segun San Lucas 02

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EL NUEVO TESTAMENTO Y SU MENSAJE

Comentario para la lectura espiritual

Serie dirigida por

WOLFGANG TRILLING

en colaboración con

KARL HRMANN SCHELKLE y HEINZ SCHÜRMANN

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EL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS

ALOIS STÓGER

EL EVANGELIO

SEGÚN SAN LUCAS TOMO SEGUNDO

BARCELONA

EDITORIAL HERDER 1979

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Versión castellana de ALEJANDRO ESTEBAN LATOR ROS, de la obra de ALOIS STÓGER, Das Evangelium nach Lukas, 2. Tei!,

dentro de la serie «Geistliche Schriftlesung» Patmos-Verlag, Dusseldorf

Primera edición 1970

Tercera edición 1979

IMPRÍMASE: Barcelona, 25 de febrero de 1975

t RAMÓN DAUMAL SERRA, obispo auxiliar

© Palmos- Verlag, Dusseldorf

© Editorial Herder S.A., Proyema 388, Barcelona (España) 1970

ISBN 84-254-0610-2

Es PROPIEDAD DEPÓSITO LEGAL: B. 20015-1979 (III PRINTED IN SPAIN

GRAFESA - Ñapóles, 249 - Barcelona

SUMARIO

PARTE TERCERA: CAMINO DE JERUSALÉN (continuación).

II. En el camino (13,22-17,10). 1. Hacia Jerusalén (13,22-35).

a) La ciudad de la glorificación (13,22-30). b) La ciudad de la muerte (13,31-35).

2. Comida en casa de un fariseo (14,1-24). a) Curación en sábado (14,1-6). b) No ambicionar los primeros puestos (14,7-11). c) La elección de invitados (14,12-14). d) El gran banquete (14,15-24).

3. Abnegación cristiana (14,25-35). a) Renuncia del discípulo de Cristo (14,25-27). b) Decisión deliberada (14,28-32). c) El verdadero discípulo (14,33-35).

4. Acogida a los pecadores (15,l!-32). a) El escándalo (15,1-2). b) Gozo por hallar al extraviado (15,3-10). c) El hijo pródigo (15,11-32).

5. Hijos de este mundo (16,1-17,10). a) El administrador infiel (16,1-13). b) Los fariseos avarientos (16,14-18). c) El rico epulón (16,19-17,4). d) Bienaventurado el pobre (17,5-10).

III. Ultimas etapas del viaje (17,11-19,27). 1. Perspectiva de la glorificación (17,11-18,8).

a) El samaritano agradecido (17,11-19). b) Venida del reino de Dios y del Hijo del hombre (17,20-37). c) Orar incesantemente (18,1-8).

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2. Condiciones para entrar en el reino (18,9-30). a) El fariseo y el publicano (18,9-14). b) Actitud del niño (18,15-17). c) El hombre rico (18,18-30).

3. Al encuentro del reino de Dios (18,31-19,27). a) Tercer anuncio de la pasión (18,31-34). b) Curación de un ciego (18,35-43). c) Zaqueo (19,1-10). d) Parábola de las diez minas (19,11-27).

PARTE CUARTA: E N JERUSALÉN (19,28-21,38).

I. Últimas actividades de Jesús en público (19,28-48). 1. Entrada triunfal (19,28-40). 2. Lamentación sobre Jerusalén (19,41-44). 3. Purificación del templo (19,45-48). II. El Señor de la Iglesia naciente (20,1-26). 1. Autoridad de Jesús (20,1-8).

2. Fin del poder del sanedrín (20,9-19). 3. El poder del César (20,20-26). III. Verdades fundamentales de la vida cristiana (20,27-21,4). 1. Resurrección de los muertos (20,27-40). 2. El Mesías, hijo de David (20,41-44). 3. La viuda pobre (20,45-21,4). IV. Discurso escatológico (21,5-38). 1. Predicciones cumplidas (21,5-24).

a) Preguntas acuciantes (21,5-9). b) Señales precursoras (21,10-11). c) La persecución de la Iglesia (21,12-19). d) La destrucción de Jerusalén (21,20-24).

2. La venida del Hijo del hombre (21,25-28). a) Señales en el universo (21,25-26). b) Aparece el Hijo del hombre (21,27-28).

3. Actitudes escatológicas (21,29-36). a) No dejarse desorientar (21,29-33). b) Vigilancia y sobriedad (21,34-36).

V. Ultimas actividades de Jesús (21,37-38).

PARTE QUINTA: POR LA PASIÓN A LA GLORIA (22,1-24,53).

I. Cena pascual (22,1-38). 1. La gran hora se acerca (22,1-13).

a) Traición de Judas (22,1-6).

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b) Preparación de la cena (22,7-13). 2. La cena (22,14-20).

a) Antigua cena pascual (22,14-18). b) Cena eucarística (22,19-20).

3. Palabras de despedida (22,21-38). a) El traidor (22.21-23). h) Discusión por la primacía (22,24-30). <•) Simón Pedro (22,31-34). d) Exhortación a los discípulos (22,35-38).

II. Entregado a los judíos (22,39-71). 1. Oración en el huerto de los Olivos (22,39-46). 2. La captura (22,47-53). 3. Negado y escarnecido (22,54-65).

a) Negado por Pedro (22,54-62). />) Escarnecido por la guardia (22,63-65).

4. Ante el sanedrín (22,66-71). III. Entregado a los gentiles (23,1-25). 1. Ante Pilato (23,1-5). 2. Ante Heredes (23,6-12). 3. Condenado (23,13-25). IV. La muerte de Jesús (23,26-56). 1. Via dolorosa (23,26-32). 2. En el Calvario (23,33-43).

a) Crucificado (23,33-34). b) Escarnecido (23,35-38). c) El ladrón arrepentido (23,39-43).

3. Muere Jesús (23,44-49). a) Señales divinas (23,44-45). b) La muerte (23,46). c) Manifestación de la gloria (23,47-49).

4. Sepultura (24,1-53). V. Glorificación de Jesús (24,1-53). 1. El mensaje pascual (24,1-12). 2. El Resucitado, reconocido (24,13-35). 3. Encargo y despedida del Resucitado (24,36-53).

a) El cuerpo de Jesús resucitado (24,36-43). b) Testamento del Señor a su partida (24,44-49). c) Ascensión de Jesús (24,50-53).

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TEXTO Y COMENTARIO

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Parte tercera

CAMINO DE JERUSALÉN (Continuación)

La vida itinerante de Jesús es renuncia. Así debe ser por disposición divina. Como tal, ha de ser modelo para los que le sigan, y muy en particular para sus discípulos. La primera sección del relato del viaje comenzó con el llamamiento a seguir a Jesús en su marcha hacia Jerusalén (9,51-62), la segunda muestra claramente adonde se va: a Jerusalén, a la ciudad de la glorificación de Jesús, pero también a la ciudad de su muerte. Quien quiera ser glori­ficado con él, debe estar también resuelto a tomar en serio su seguimiento como discípulo y a elegir. La tercera sec­ción del relato del viaje conducirá cerca de Jerusalén: el reino de Dios está ya presente, el Hijo del hombre ha de venir. ¿Cuáles son las condiciones para que la venida no acabe en condenación, sino en salvación (17,11-19,27)? Lo que tiene lugar durante la marcha de Jesús hacia Je­rusalén servirá de enseñanza a la Iglesia, que entra en la gloria mediante una labor itinerante de misión y pasando por persecuciones y sufrimientos. Se ponen en claro cues­tiones actuales de la realidad de la Iglesia contemporánea de Lucas, y esto en función de Cristo. No son tratadas sistemáticamente, sino resueltas en escenas gráficas, para cuya composición posee Lucas un arte especial.

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II. EN EL CAMINO (13,22-17,10).

1. HACIA JERUSALÉN (13,22-35).

a) La ciudad de la glorificación (13,22-30).

22Y atravesaba ciudades y aldeas, enseñando y siguiendo su camino a Jerusalén.

Jesús está en camino. Su viaje es viaje de misión, su caminar es acción, su acción es enseñar \ Enseña que las promesas divinas de salvación, contenidas en la Escritura, se están cumpliendo ahora por medio de él (4,21); enseña el camino de Dios (20,21), la forma de vida que aguarda Dios de los hombres; enseña los caminos de salvación (Act 16,17), lo que es necesario para alcanzar la salvación eterna (cf. 13,23).

Expone su doctrina en ciudades y aldeas; a todos se ofrece la salvación que él anuncia. Todos son llamados a tomar una decisión, a optar por la voluntad de Dios o contra ella en este tiempo de salvación, que se inaugura. Los dos escritos de Lucas están llenos de una dinámica apostólica sin reposo, impuesta por la necesidad de la mi­sión divina (13,33), la voluntad salvadora de Dios. Jesús, que camina de un lugar a otro, es modelo de los apóstoles itinerantes, su camino prepara el testimonio apostólico. De los apóstoles se dice: «Después de dar pleno testimonio y de predicar la palabra del Señor... iban evangelizando muchas aldeas de samaritanos» (Act 8,25). «Felipe se en­contró en Azoto y de paso iba evangelizando todas las ciu-

1. Cf. 4,15.31; 5,3.17; 6,6; 13,10; 19,47; 20,1.21; 21,37; 23,5.

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dades hasta llegar a Cesárea» (Act 8,40). Sobre todo Pablo es, según los Hechos de los apóstoles, el viajero infatigable. La aparición de Jesús en Israel indica la futura misión de la Iglesia y es su presupuesto histórico. La meta de la marcha de Jesús es Jerusalén (9,51). Allí le aguarda la «ele­vación» : pasión y glorificación, muerte y ascensión al cielo. El término de su peregrinación es el cielo; los apóstoles le miraban mientras «se iba» al cielo (Act 1,10). Lo que Jesús experimenta y enseña en su marcha indica a los discípulos el camino de la resurrección personal y de la salvación. Los apóstoles son «siervos del Dios Altísimo, que anuncian el camino de salvación» (Act 16,17). «Confir­man los ánimos de los discípulos, exhortándolos a perma­necer en la fe y diciéndoles que por muchas tribulaciones tenemos que pasar para entrar en el reino de Dios» (Act 14,22).

2iUno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan?

¿Quién se salva? ¿Quién va al cielo? ¿Quién entra en el reino de Dios? Éstas son preguntas candentes que se pre­sentan en el camino de la vida. ¿A quién no le escuece en el alma la cuestión de la salvación y de la salud? Uno le pregunta por el número de los que se salvan. ¿Son pocos? Aquel hombre se dirige a Jesús como al Señor. Para él es Jesús una autoridad destacada en cuestiones de la salvación al final de los tiempos. Le hacían estas pre­guntas: «¿Qué haría yo para heredar la vida eterna?» (18,18), «¿Cuándo vendrá el reino de Dios?» (17,20), «Se­ñor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?» (Act 1,6). Como Señor que es, dispone del reino, porque el Padre se lo ha confiado (22,28).

La doctrina de los fariseos dominante en la época de Jesús decía: «Todo Israel tiene participación en el mundo

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venidero» 2. En otros círculos se pensaba en forma más pesimista: «Sólo a pocos traerá alivio el mundo venidero, a muchísimos, en cambio, fatiga» (4Esd 5,47). ¿Qué decir? Jesús no zanja la cuestión, no quiere zanjarla. ¿Por qué pregunta el hombre por el número? ¿No busca ocultamente seguridad en el número? Si todo Israel se ha de salvar, entonces está uno seguro. Si el número es pequeño, ¿para qué, pues, molestarse? Los números son un impedimento para lo que quiere Jesús con su predicación. Jesús llama a tomar partido por el actual ofrecimiento de Dios. Esto es lo que importa, no saber el número...

22kÉl les contestó. ^Esforzaos por entrar por la puerta estrecha; que muchos — os lo digo yo — intentarán entrar, pero no lo conseguirán.

La salvación al final de los tiempos se asemeja a un banquete que se celebra en una sala cuya puerta es estrecha. Hay que imaginársela muy estrecha. Con una imagen un tanto atrevida dice Jesús en una ocasión que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios (18,25). Delante de la puerta se produce gran aglomeración. Todos quieren entrar y par­ticipar en el banquete. Sólo el que emplea la fuerza puede abrirse paso entre la multitud apiñada. Sólo el que se impone las fatigas de una competición puede lograr entrar.

El deportista pone en juego en los últimos minutos todas las fuerzas que han de decidir la victoria. Para salvarse es necesario emplear todas las fuerzas. Jesús invita: Esforzaos. Los escritos apocalípticos, que por los días de Jesús hablaban mucho del tiempo final y de la gloria, con­taban entre las mayores satisfaciones de los que iban por

Mislina, Sanhedrín 10,1.

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los caminos del Altísimo, «el haber combatido en dura pelea para sofocar la malicia ingénita, de modo que ésta no los lleve de la vida a la muerte» (4Esd 7,92). Jesús mismo combatió de esta manera en el huerto de los Olivos y poniendo en tensión todas sus fuerzas tomó en su mano el cáliz de la pasión y la muerte que le estaba reservada (22,44). Para llegar a su elevación al cielo tiene que pasar por esta tensión y por este forcejeo. El camino de la sal­vación es el seguimiento de Jesús por el camino de Getse-maní y del Calvario, por la aceptación de la muerte y por la muerte misma (9,57-62). De estos esfuerzos y de este combate escribe Pablo: «Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, para la que fuiste llamado y cuya profesión hiciste en una hermosa confesión ante muchos testigos» (ITim 6,12). Y otra vez: «He combatido el buen combate, he realizado plenamente la carrera, he guardado la fe. Y ahora está ya preparada para mí la corona de justicia, con la que me retribuirá en aquel día el Señor, el juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan mirado con amor su aparición» (2Tim 4,7s).

La puerta estrecha sólo está abierta por cierto tiempo. Desde que Jesús anunció el tiempo de salvación, está abier­ta la puerta (4,21). El plazo vencerá cuando venga el Señor a juzgar. ¿Cuándo será esta hora? ¿Cuándo se cerrará la puerta? Nadie lo sabe. Aun cuando el tiempo se «ex­tienda» hasta el fin, permanece incierto el momento en que se ha de cerrar la puerta. Se ha inaugurado el tiempo de salvación, ahora es el tiempo final. El llamamiento de Jesús impele a tomar una decisión, que no se puede diferir.

Muchos... no lo conseguirán. Los discípulos, a quienes el Padre ha tenido a bien dar el reino, son sólo un pequeño rebaño (12,32). «Es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella» (Mt 7,14). Así pues, Jesús, con estas palabras, ¿indica,

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con todo, un número y resuelve la cuestión de aquel hom­bre innominado con el pesimismo del libro cuarto de Es-dras? Jesús no quiere indicar ningún número; lo que sí quiere es poner en guardia, urgir, estimular a emplear todas las fuerzas, llamar a una decisión.

25Después que el amo de casa se haya levantado a cerrar la puerta, vosotros os quedaréis juera y comenzaréis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Pero él os responderá: No sé de dónde sois vosotros.

La situación ha cambiado. El amo de casa se ha levan­tado, el banquete comienza, se cierra la puerta. El que no haya entrado todavía tendrá que quedarse fuera. Los que están fuera llaman. Por un agujero de la puerta hablan con el amo de casa. Él había enseñado por sus calles. Ellos eran sus contemporáneos. El amo de casa es Jesús. Todo llamar y todo rogar (11,9s) resulta inútil. No se utilizó la puerta que estaba abierta. Se ha perdido definitivamente el «ahora» para entrar. La llamada de Jesús no consiente dilaciones; es la llamada del profeta que prepara para el tiempo final, es la llamada de última hora. Una vez que ha pasado el tiempo de salvación, sólo queda el juicio. El que no aceptó la salvación ofrecida, queda excluido y no es reconocido por Jesús, amo de la casa (cf. 12,9).

lbEntonces os pondréis a decir: Hemos comido y bebido en tu presencia, y en nuestras plazas enseñaste. 21Pero él os repetirá: No sé de dónde sois; alejaos de mí todos los ejecutores de injusticia.

Los que quedan excluidos recuerdan al amo de la casa sus pasadas relaciones con él. Le recuerdan la comunidad de mesa: Hemos comido y bebido en tu presencia; le re-

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cuerdan la comunidad de maestro y discípulos: en nuestras plazas enseñaste. El Señor había entrado con ellos en la comunión del dar y recibir. Había vivido en su pueblo, ha­bía ejercido su actividad en medio de ellos. Todas las in­vocaciones de esta comunidad son ahora en vano. Su pa­labra no fue tomada en serio, no se procedió según la vo­luntad de Dios por él anunciada. Son ejecutores de injusticia.

Es voluntad de Dios que se oiga y se ponga en práctica el llamamiento de Jesús, que se siga su doctrina, que se acepte el ofrecimiento hecho por Dios por medio de él. No aprovecha el haber sido del mismo pueblo que Jesús, y ni siquiera el haber sido discípulo suyo, si no se pone en práctica lo que él proclama. «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).

No salva la comunidad de mesa con Jesús y el bautis­mo, ni el haber oído su palabra como discípulo, si todo esto no va unido con la obediencia de obra a las palabras de Jesús, con la decisión personal en su favor. Aunque nos­otros, cristianos, tengamos comunidad de mesa con Jesús que mora entre nosotros, aunque oigamos su palabra en la liturgia y aunque comamos su carne y bebamos su sangre, todo esto no nos salva si no le obedecemos, si no cumplimos la voluntad de Dios anunciada por él, si no nos decidimos por él (cf. ICor 10,1-11).

2HAllí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios y vosotros echados fuera. 29En cambio, habrá quienes vengan de oriente y de occidente, del norte y del sur, a ponerse a la mesa en el reino de Dios. 30Porque mirad que hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos.

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Allí, delante de la puerta cerrada, habrá llanto y rechinar de dientes. Es el conocido dolor de la desesperación, tantas veces expresado3. Los que se han quedado fuera, los que han sido excluidos, descubren que rechazaron a la ligera la gracia de Dios y que ahora están irremisiblemente perdidos. Lloran. El remordimiento desesperado sacude todo su ser, su alma y su cuerpo, les rechinan los dientes. Ellos mismos se atormentan pensando que no aprovecha­ron el momento oportuno ni pusieron en juego todas sus fuerzas para alcanzar la salvación ofrecida.

Su dolor y los reproches que se hacen son tanto ma­yores, por cuanto ven en los patriarcas y projetas la esplén­dida salvación que también para ellos estaba preparada, que les estaba destinada especialmente, porque Abraham, Isaac y Jacob eran sus patriarcas e intercesores, porque ellos tenían la enseñanza de los profetas, que conduce a la salvación. «Lanzan gritos los pecadores cuando ven cómo resplandecen aquéllos (los justos)» (Henoc 108,15). Les es especialmente doloroso ver la recompensa que está reservada a los que creyeron en los testimonios del Altísimo (4Esd 7,83). Jesús habla de las suertes eseatológicas en el estilo de la apoca­líptica de la época, pero lo nuevo de su predicación está en que la decisión sobre salvación o perdición se pronun­cia en razón del cumplimiento de su palabra, del seguimiento de Jesús, de la decisión personal en su favor.

Nadie puede culpar a Dios si no logra salvarse, pues hasta los gentiles pueden entrar en el reino de Dios. Ahora se cumple la predicción profética de la peregrinación esca-tológica a la montaña de Dios: «Yahveh Sebaot preparará a todos los pueblos, sobre este monte, un festín de vinos generosos, de manjares grasos y tiernos, de vinos selectos y clarificados... Y destruirá a la muerte para siempre, y

3. Mt 8,12; 13,42.50; 22,13; 24,51; 25,30.

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enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros, y ale­jará el oprobio de su pueblo, lejos de toda la tierra» (Is 25,6-8). Los que se hayan salvado cantarán el cántico de acción de gracias a que aluden las palabras del texto: De oriente y de occidente, del norte y del sur: «Alabad a Yahveh, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Digan así los rescatados de Yahveh, los que él redimió de mano del enemigo, y los que reunió de entre las tierras de oriente y de occidente, del aquilón y del austro» (Sal 106,1-3).

Los últimos tiempos invierten las condiciones presentes: Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos. Hay paganos que entrarán en el reino de Dios, y judíos que serán excluidos de él. Los judíos habían sido privilegiados en la historia de la salvación. Por sus ante­pasados habían recibido las promesas llenas de bendiciones de Dios, y por los profetas la palabra y la guía de Dios; pero esta posición privilegiada no basta para salvarlos. Los gentiles estaban privados de los privilegios del pueblo de Dios, pero son admitidos en la celebración del banquete que es imagen del reino de Dios. Se salva el que acepta el mensaje de Jesús, se decide por él y le sigue.

En el tiempo de salvación, que se ha inaugurado con Jesús, ofrece Dios a los judíos como a los gentiles la sal­vación, de la que se decide según la posición adoptada frente a Jesús. Su palabra exige esfuerzo y lucha, segui­miento en el camino de Jerusalén, donde le aguarda la muerte y la ascensión al cielo. ¿Serán sólo pocos los que se salven? Nadie puede hacer valer derecho alguno a la salvación, pero en Jesús ha ofrecido Dios la salvación a todos.

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b) La ciudad de la muerte (13,31-35).

31 En aquel momento se le acercaron unos fariseos para decirle: Sal y vete de aquí, que Herodes quiere matarte.

Jesús pasaba por el territorio de Herodes Antipas (4 a.C. — 39 d.C), que comprendía Galilea y Perea (al este del Jordán). Los fariseos que se dirigen a Jesús pa­recen actuar por encargo de Herodes. Al tetrarca le inquieta la actividad de Jesús (9,7ss). Teme a él y teme el alboroto que puede suscitar en el pueblo. Por eso quiere verlo lejos de su tierra. Si proyectaba efectivamente matarlo, es cosa de que se puede dudar; en efecto, la ejecución del Bautista hubo que obtenerla de él con astucia (Me 6,24-26) y todavía no pudo olvidarlo durante largo tiempo (9,9). Ni siquiera aprovechó la oportunidad legal de matar a Jesús (23,15). El mensaje llevado a Jesús parece haber sido solamente una «falsa alarma», un tiro al aire con el fin de echar del país al hombre molesto e inquietante. Que se tomara en consideración y se expresara la idea de matar a Jesús, pro­yecta luz sobre la situación en que él se halla. Jesús se encamina a Jerusalén, donde le aguarda la muerte.

32Pero él les contestó: Id y decid a ese zorro: Yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día tendré terminada mi obra. nSin embargo, hoy, mañana y pasado tengo que seguir mi camino, porque no cabe que un profeta pierda la vida fuera de Jerusalén.

El camino de Jesús no lo determinan los poderes de este mundo. Herodes interpreta la actividad de Jesús como peligro político y causa de desorden, por lo cual quiere alejarlo de su territorio sin hacer uso de la fuerza. Es un

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zorro, astuto y cobarde. Los zorros sólo salen de noche y secretamente para sus rapiñas; cuando la luz crea peligro, se esconden en sus madrigueras (Ez 43,4s). Quiere desen­tenderse de Jesús con ardides, sin tomar partido por él o contra él. Algunos fariseos están identificados con él. Jesús exige decisión.

Herodes presume de poder disponer de la vida de Jesús. Pero no son hombres los que determinan su acción, sino Dios. Con poder divino expulsa Jesús demonios y realiza curaciones. «Dios ungió a Jesús con Espíritu Santo y po­der; Jesús pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Act 10,38). Quien es señor que domina a los malos espíritus y libra de las enfermedades no sucumbe a la malicia de un zorro, de un homúnculo como era Herodes. La vida y la acción de Jesús sólo dependen de la voluntad de Dios.

Hoy y mañana realiza Jesús curaciones y al tercer día habrá terminado. Poco tiempo le queda ya para obrar. Su palabra es una advertencia para los que le advierten a él, pues también los fariseos contribuirán a su muerte (6,11; 11,53). Jesús sabe que le aguarda la muerte. No esquiva su muerte, pues ésta es voluntad de Dios que debe cum­plirse. Ni su muerte destruye su trabajo, sino que lo corona y lleva a término su obra (12,50; Jn 19,30). La Iglesia se propaga, pese a todas las resistencias; Pablo llega a Roma, meta de su misión, pese a la conspiración de todos los pode­res (2Cor 11,23-33).

Con misteriosas palabras dice Jesús: hoy, mañana y al tercer día. En el profeta Oseas se hallan estas palabras: «Él nos dará vida a los dos días, y al tercero nos levantará y viviremos ante él» (Os 6,2). Proviene de un cántico de pe­nitencia, que el profeta pone en boca de los dos pueblos hermanos, Efraím y Judá. En el infortunio nacional que ha pesado sobre ellos ve el profeta la mano de Dios que cas-

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tiga, pero tiene también la firme seguridad de que Dios volverá a reanimar a los dos pueblos. Con sus misteriosas palabras parece Jesús aludir a este dicho del profeta y anunciar su resurrección4. Su muerte, a la que sale al encuentro en Jerusalén, no es su fin; seguirá su revivifica­ción y su glorificación. La palabra del profeta y la historia del pueblo de Dios aguardan este «tercer día» como día de la salvación. La marcha de Jesús hacia Jerusalén, donde le aguardan muerte y resurrección, cumple todas las pro­mesas de la historia de nuestra salvación.

Dado que Jesús se reconoce como profeta, sabe también que le ha de tocar la suerte de los profetas5. El profeta no puede perder la vida fuera de Jerusalén. Los judíos no son sólo «hijos de los profetas» (Act 3,25), sino también hijos de los asesinos de los profetas (6,23; ll,47s). «¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Hasta dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (Act 7,52). Una antigua queja se encierra en estas palabras de san Esteban. El profeta Jeremías formula contra su pueblo la queja: «La espada ha devorado a vues­tros profetas como devora el león» (Jer 2,30). Nehemías reprocha a su pueblo: «Mataron a tus profetas, que los reprendían para convertirlos a ti» (Neh 9,26)e. En Jerusalén se tocan las gracias de la proximidad de Dios y la obstinada rebelión contra la voluntad de Dios. El curso de la historia de la salud llega también a su término en el hecho de mar­char Jesús hacia Jerusalén: la máxima gracia de la proxi­midad de Dios, la recusación hasta la ejecución de aquel en quien Dios visita a su pueblo (7,16).

4. El tercer día es muy significativo en la historia de Israel: Éx 19,10-11; Jos 1,11; Gen 22,4; Est 4,15-5,3; 13,8-15,15.

5. Especialmente en Lucas aparece Jesús frecuentemente como profeta: 7,16-39; 24,19; Act 3,22s; 7,37; cf. Jn 4,19; 6,14; 7,40; 9,17.

6. Cf. también Jer 26,20-23; 2'Cró 24,21; lRe 19,10.14.

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34 ¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que fueron enviados a ella! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas! Pero vosotros no quisisteis. 35 Mirad que vuestra casa se quedará para vosotros. Pero yo os digo: Ya no me veréis hasta que llegue el momento en que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!

El profeta, Jesús mismo, ejecuta la lamentación sobre Jerusalén. Los enviados de Dios en los tiempos pretéritos ofrecieron de parte de Dios la salvación a esta ciudad, pero Jerusalén los mató y los apedreó como a blasfemos. La historia del repudio de Dios alcanza ahora su punto culmi­nante. La palabra de Jesús es la última palabra de Dios, llamamiento a la decisión de los últimos tiempos.

Todo el amor de la acción salvadora de Dios en la histo­ria está recogida en la misión y predicación de Jesús. En todo tiempo se había dejado oír ya en el Antiguo Testamen­to la palabra relativa al ave que cuida de sus polluelos y los protege, pero nunca con tanta ternura como en las palabras de Jesús. Dios «halló a su pueblo en tierra desier­ta, en región inculta, entre aullidos de soledad; lo rodeó y le enseñó, lo guardó como a la niña de sus ojos. Como el águila que incita a su nidada, revolotea sobre sus po­lluelos, así él extendió sus alas y los cogió, y los llevó sobre sus plumas» (Dt 32,10s). «Como las aves que revo­lotean, así protegerá Yahveh Sebaot a Jerusalén, protegien­do, librando, preservando, salvando» (Is 31,5). «¡Cuan magnífica es, oh Yahveh, tu misericordia; ampáranse los hombres a la sombra de tus alas!» (Sal 3,8)7.

Jesús quería recoger a los hijos de Jerusalén, a todo Israel, ponerlos bajo la protección de Dios, cobijarlos en

7. Cf. también Sal 17(16),8; 57(58),-'; 61(60),5; 63(62),8; 91(90),4.

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su amor, conducirlos a la salvación. Pero la oferta de sal­vación de Dios hecha por Jesús fue desechada. Vosotros no quisisteis. Esta ciudad, confiando soberbiamente en lo que es y tiene, repudia al que quiere traerle una nueva palabra de Dios. Se siente segura. Dios no tiene ya más que pedirle. La historia del amor de Dios y la historia del pecado, en el que el hombre se afirma contra Dios, halla su término, que acaba en catástrofe, en la marcha de Jesús hacia Jerusalén (Mt 21,33-39).

Jerusalén sucumbirá por haberse sustraído al llama­miento y a la guía de los mensajeros de Dios. La ciudad es grande y espléndida porque Dios la había elegido para su morada. Esto se ha consumado con Jesús, pues con Jesús ha aparecido la gloria de Dios en el templo (2,21-37). Pero cuando Jesús sea entregado a muerte en esta ciudad, descargará sobre ella la catástrofe. Se le retirará la protec­ción y el cuidado de Dios, quedará entregada a sus propias gentes, y su fin será la destrucción. Se cumplen las pala­bras del profeta Jeremías: «He desamparado mi casa, he abandonado mi heredad, he entregado lo que más amaba en manos de enemigos» (Jer 12,7). Las amenazas de ruina fulminadas por los profetas son asumidas y llevadas a cum­plimiento por Jesús: «Yo exterminaré a Israel de la tierra que le he dado y echaré lejos de delante de mí esta casa, que he consagrado a mi nombre, e Israel será el sarcasmo y la burla de todos los pueblos. Y esta casa será una ruina, y cuantos pasen cerca de ella se quedarán pasmados y sil­barán» (IRe 9,7s). El fin de Jesús en Jerusalén es también el fin de Jerusalén.

La muerte que aguarda a Jesús en Jerusalén no es su fin. Viene un tiempo en que será saludado con la bendición con que se saluda a los peregrinos al final de su peregri­nación en la montaña del templo: Bendito el que viene en el nombre del Señor (Sal 118,[117],26). Jesús es el que

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viene, que viene por encargo de Dios que otorga la salva­ción, el Mesías. Jerusalén, la ciudad de la muerte, es tam­bién la ciudad de su glorificación. La muerte que allí se le prepara terminará en su exaltación, en su venida como Hijo del hombre con poder y gloria (cf. 22,69)8.

El misterio de esta ciudad es el hecho de morar Dios en ella. Jerusalén ha sido condenada a la ruina, pero aún brilla un rayo de esperanza. Los habitantes de su ciudad dirán: Bendito el que viene en el nombre del Señor. Antes de que Jesús venga en gloria, Israel se convertirá y luego prestará homenaje a Jesús en su venida. «El encanecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente, hasta que la totalidad de los gentiles haya entrado. Y entonces todo Israel será salvo» (Rom ll,25s). La Iglesia perseguida no es una Igle­sia amargada; no se retira al ghetto abandonando el mundo a sí mismo y a los poderes demoníacos, sino que «murien­do» actúa todavía, porque cree en la promesa de triunfo y de gloria hecha por Dios y en su voluntad salvadora.

2. COMIDA EN CASA DE UN FARISEO (14,1-24).

El tema «comer» sirve de nexo para reunir cuatro escenas en una unidad de composición: la historia de una curación en sábado (v. 1-6), dos sentencias relativas a la mesa (vv. 7-11, 12-14) y la parábola de la gran cena. Lucas entretejió con arte conforme a un plan literario estos diferentes fragmentos de tradición. Las dos piezas narrativas en que se enmarca el relato se mantienen en cohesión mediante el tema mismo de comer. Los dos fragmentos centrales tienen la misma estructura: introducción, formulación negativa y positiva de las reglas de la mesa, perspectiva escatológica

8. El v. 35¡> es obscuro; algunos quieren referir la aclamación a la entrada de Jesús en Jerusalén antes de su pasión (19,38); pero parece que las palabras «Ya no me veréis hasta que llegue el momento en que digáis...» se deben referir a la muerte; en este caso la aclamación habrá de referirse a la segunda venida.

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(logia antitéticos con versículo escatológico de conclusión). El último fragmento está ligado con las reglas que preceden, me­diante la enumeración de los mismos comensales (v. 13,21). Aun­que sólo se da la palabra a uno de los comensales y, por lo demás, sólo Jesús dirige la conversación, se tiene la impresión de que todos intervienen en ella, la cual da animación a la escena. En efecto, en las parábolas hablan el amo de casa, los criados y los invitados. Se interesa a todos los que toman parte en la comida: invitados, anfitrión, un comensal. Como Platón y otros pensadores de la antigüedad dejaron consignados en un banquete los más profundos pensamientos en forma de conversación, así también Lucas reunió en este symposion diferentes palabras del Señor. Situó en el mundo helenístico el Evangelio transmitido por tradición, con lo cual, adaptándolo sin falsificarlo, le prestó un importante servicio. Jesús da impronta y brillo a la comida del sábado; de­vuelve la salud a un enfermo, para todos tiene una palabra. La comida hace referencia a la comida de los últimos tiempos, en la que se representa el reino de Dios. Cuando los cristianos se reúnen el domingo para celebrar la «cena del Señor», hacen me­moria de estas comidas en común con él, de su presencia salvífica y del futuro tiempo de salvación.

a) Curación en sábado (14,1-6).

1 Un sábado entró él a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y éstos lo estaban acechando. 2 Pre-' cisamente había un hidrópico delante de él.

Jesús va a las ciudades y aldeas, a las sinagogas y a las casas para proclamar su doctrina. Ni siquiera esquiva las in­vitaciones de sus contrarios, pues ha venido para ofrecer a todos la salvación. El anfitrión que lo invita a la mesa, es jefe de los fariseos, un jefe de la sinagoga del partido de los fariseos (8,41) o quizá incluso miembro del sanedrín en Jerusalén (23,13.35; Jn 3,1). La casa en que entra Jesús rebosa devoción a la ley y un estilo de tradición ri­gurosamente observado.

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Era sábado. En este día suelen los judíos comer de fiesta. Los días de la semana se comía dos veces; los sábados, tres. La comida principal — al mediodía — seguía al culto de la sinagoga. «Los días de fiesta se debe comer o beber o reti­rarse a estudiar.» Para celebrar la fiesta con alegría se tenían invitados, a los que se obsequiaba abundantemente. A pobres, huérfanos y forasteros se les debía hacer bien y saciar su hambre.

El sábado era un día en que se conmemoraban los grandes favores de Dios: la creación (Éx 20,8-11) y la libe­ración de la servidumbre de Egipto (Dt 5,12-15). Sobre el sábado flotaba una atmósfera de fiesta que nacía de la fe en la elección de Israel por Dios: «El Señor bendijo el sábado; pero no consagró a ningún pueblo ni a ninguna nación para la celebración del sábado, sino a Israel; sólo a él le permitió comer y beber y celebrar el sábado en la tierra. Y el Altísimo bendijo este día, que creó para ben­dición, consagración y gloria con preferencia a todos los demás días» (Jubileos 2,3 ls). El sábado era signo de la fidelidad de Dios a la alianza. En él debía reconocerse que Dios es su Señor, que lo santifica (Éx 31,13). La gloria eterna se concebía como un sábado sin fin (Heb 4,9). En la comida del sábado había un ambiente de recuerdo de las grandes gestas de Dios, de esperanza del mundo venidero y de la participación en el reposo sabático de Dios. A tal comida fue invitado Jesús en casa de un fariseo. Jesús quiere llevar a término las grandes gestas de Dios en la historia de la salvación.

El invitado de honor en la comida era Jesús. Es invi­tado como doctor de la ley. Era costumbre hacer que en el culto de la sinagoga hablasen doctores renombrados de la ley e invitarlos a continuación a comer. La noticia de Je­sús se había extendido por todo el país (7,17). El pueblo lo tenía por un gran profeta (7,16). También los fariseos

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se planteaban la cuestión de quién podía ser Jesús (7,39). Lo observaban. Cada vez que Jesús era huésped de un fariseo, se le observaba y se le examinaba y calibraba con­forme a la norma de la religiosidad farisaica. El fariseo Simón se forma un juicio de él conforme a su trato con la pecadora; el fariseo innominado (11,37-53), conforme a su descuido de las prescripciones de pureza legal. Ahora va a ser enjuiciado conforme a su concepto de la santifica­ción del sábado. El resultado es éste: No puede ser un profeta de Dios. No habla la palabra de Dios. Los fariseos constituyen su propia exposición de la ley en norma y medida de la voluntad y palabra de Dios. No creen que Jesús obre y hable por encargo de Dios, porque no res­ponde a sus expectativas y a su doctrina.

Estaban invitados doctores de la ley, fariseos, hombres del mismo espíritu que el anfitrión. Jesús también se inte­resa por ellos. No se ha consumado la ruptura. Las pala­bras conminatorias dirigidas contra ellos son en Mateo (cap. 23) una sentencia condenatoria; en Lucas (11,42-52), son invitación a la penitencia y a la conversión. Al excluir a los pecadores de la comunidad del pueblo, al observar meticulosamente las prescripciones de pureza legal y al preocuparse por la santificación del sábado, querían pre­sentar a Dios un pueblo santo. Consideraban su camino, su exposición de la ley, sus tradiciones, como el camino que­rido por Dios. Estaban tan seguros de ello, que ni siquiera se les ocurría pensar que Dios pudiera seguir un nuevo camino para santificar a su pueblo. Con ello se cierran el acceso a Jesús, que anuncia y trae un nuevo orden de salvación.

Había todavía un huésped, que no había sido invitado, un «mirón», que sólo había ido para ver al huésped de honor (cf. 7,37; 19,3). Sorprende verlo allí. Mira: es un hidrópico. Los fariseos y los doctores de la ley creen ade-

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más saber que toda enfermedad es castigo de una vida inmoral; más aún, creen poder señalar qué vicio se oculta en cada enfermedad. La hidropesía es señal de lascivia. Todos los ojos están fijos en Jesús y en el hidrópico.

3 Y tomando Jesús la palabra, dijo a los doctores de la ley y a los fariseos: ¿Es lícito curar en sábado? 4 Ellos per­manecieron callados. Tomó entonces al hidrópico de la mano, lo curó y lo despidió.

Jesús procede como quien tiene autoridad, y toma la palabra. Su pregunta es una pregunta de escuela de los doc­tores de la ley. Hacía tiempo que ellos habían contestado ya a aquella pregunta: Si alguien está enfermo y en peligro de muerte, se le puede socorrer aunque haya que infringir la ley del sábado. Pero si no hay grave peligro de muerte, hay que dejar que pase el sábado antes de hacer nada por el enfermo. El peligro de muerte del hidrópico no era grave. La pregunta de Jesús no puede menos de ser una provocación. Jesús fuerza a repensar en nueva forma la ley, a no contentarse con la «tradición de los antepasados» (Me 7,5).

Jesús reivindica el derecho de interpretar y reno­var la ley en su calidad de profeta, en nombre de Dios (Mt 5,17-48). Los fariseos se callaron; no querían disputar con Jesús, puesto que la doctrina de ellos era intangible. ¿Quién podía con ellos?

Jesús toma al hidrópico de la mano, lo atrae a su co­munión, lo cura y lo despide. La curación es un signo; en efecto, testimonia que Dios está con él y que él obra con la virtud y autoridad de Dios (Act 10,38), que él explica también con autoridad divina la ley del sábado, que se ha inaugurado el tiempo de salvación y el tiempo final, que comienza a surtir sus efectos el reposo sabático de Dios y

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que el renovado mundo venidero, «la restauración de todas las cosas» (Act 3,21), comienza ya a anunciarse.

El reposo sabático cobra el sentido que tiene por vo­luntad de Dios. Los doctores de la ley dan la mayor impor­tancia a la discusión sobre el reposo del sábado, pero olvidan la voluntad divina de salvación y de amor, que da la tónica a este día. Jesús, en cambio, vuelve a penetrarlo de la misericordia y del amor de Dios. El hidrópico es atraído a Jesús, es curado por él y despedido por él. Jesús ss presenta con autoridad, domina la situación. Se halla en el centro del sábado y le da su impronta. El sábado se convierte en «día del Señor» (Ap 1,10). Por él es Dios el Dios de la misericordia y de la bondad para todos los po­bres, el sábado es día de auxilio salvador, día de la consu­mación del universo.

5 Luego les dijo: ¿Quién de vosotros, si se le cae a un pozo un hijo o un buey, no lo saca en seguida, aunque sea sábado? 6 Y nada pudieron responderle a esto.

El documento de Damasco de las gentes de Qumrán prescribía: «Si un animal cae en una cisterna o en un foso, no se lo ha de sacar en día de sábado.» Según la opinión más severa de los doctores de la ley, a tal animal sólo se lo podía alimentar en sábado, de modo que pudiera subsistir hasta el día siguiente; según la otra opinión más benigna, aunque no se podía sacar al animal, se le podía dar la posibilidad de salir por sí mismo echándole mantas y co­jines. Jesús no condena esta interpretación más benigna, sino que la apoya y, basándose en ella, va todavía más lejos. Al animal —al buey — se lo debe salvar. ¡Cuánto más al hijo! ¿Se ha de rehusar la salvación a la persona enferma?

Los fariseos interpretan la ley humanamente cuando está

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en juego su propio interés. Al hijo, y también al buey, hay que salvarlo, ¡sin el menor escrúpulo! La exposición fari­saica de la ley no otorga al prójimo lo que se otorga a sí misma. Jesús exige: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (10,27). Lo que Jesús hubo de reprochar a Simón el fariseo, hay que reprocharlo también a los fariseos que fueron testigos de la curación del hidrópico en sábado: Aman poco (7,47). La ley no quiere poner límites al amor, pues tampoco el amor de Dios conoce límites. El reino de Dios que anuncia Jesús, es el reinado de la misericordia divina.

Jesús pone el reposo sabático al servicio del hombre (13,15s). Las obras maravillosas que lleva Jesús a cabo en sábado son señales de que se ha inaugurado el tiempo de la salud y que ha comenzado el reposo sabático' del tiempo final. Dios se glorifica ahora a sí mismo con su misericordia. El reposo del sábado significa para Jesús la revelación de la benevolencia divina con sus criaturas: paz y salvación. Ahora se glorifica Dios a sí mismo en Jesús, que de palabra y obra lo anuncia como Dios de gracia y de amor, como Dios que da y perdona, como Dios de los pobres y de los afligidos, para los que se proclama un año de gracia (4,18s). El gozo de que está penetrado el sábado del tiempo final es el júbilo por las grandes gestas de la misericordia divina. La curación del hidrópico introduce la comida de sábado en casa del fariseo en la atmósfera gozosa del tiempo de salvación. En el centro del sábado cristiano se halla de pa­labra y de obra la acción redentora de Jesucristo, el gran hecho de la misericordia divina, que por Jesús es perpetuado en el día del Señor: el sagrado banquete de la eucaristía. Ésta debe darnos una nueva impronta para que represente­mos el amor de Dios entre los hombres.

Con una reflexión muy llana razona Jesús su proceder en día de sábado: la ley de Dios no puede exigir que en día

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de sábado se deje perecer al propio hijo o al propio buey, si tienen necesidad de salvación. La ley piensa humani­tariamente. El reposo sabático fue establecido por la ley con miras humanitarias y sociales, en consideración de la familia, de la servidumbre y hasta del ganado del amo (Éx 23,12; Dt 5,14s). Reglas sencillas de vida se convierten en reglas fundamentales para la entrada en el reino de Dios (14,7-14). Jesús proclama la voluntad del Dios creador y legislador sin la menor desfiguración humana. Los doc­tores de la ley no sabían qué oponer a las consideraciones de Jesús, que concuerdan con la prudencia y sabiduría humanas. La sabiduría de la enseñanza de Jesús sobrepasa la sabiduría de los doctores de la ley. Jesús es el maestro de los hombres enviado por Dios, y habla como alguien que tiene autoridad, no como los doctores de la ley (Mt 7,29). Dos veces se ha hablado ya de curaciones en sábado9, y además del conflicto sabático, cuando se refirió cómo los discípulos cogían y desgranaban las espigas (6,1-5). Lucas no gusta de tratar dos veces la misma materia, nc- le gustan los duplicados. ¿Por qué, pues, no temió aquí la repeti­ción? La cuestión del sábado había dejado ya de ser ac­tual en las comunidades cristianas a las que se dirigía. La comunidad primitiva había comenzado ya a celebrar el domingo como día del Señor (Act 20,7) con el banquete del Señor y la fracción del pan. ¿Cómo entendía Jesús el descanso sabático y la celebración del sábado? Importaba saber esto, pues con aquel nuevo espíritu había que celebrar el día del Señor. La comida del sábado en casa del fariseo dirigente hace referencia a la comida de los últimos tiem­pos en el «reposo sabático... de Dios» (Heb 4,9ss). La comida, en cambio, que celebran los cristianos el día del Señor se halla en el medio entre la comida de sábado de

9. 6,6-11; 13,15s.

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los judíos y la comida de los últimos tiempos en el reino de Dios. El Señor está siempre presente y reparte sus dones salvadores.

b) No ambicionar los primeros puestos (14,7-11).

7 Al notar cómo los invitados escogían los primeros puestos, les proponía una parábola: 8 Cuando seas invitado por alguien a un banquete de bodas, no te pongas en el primer puesto, no sea que otro más importante que tú haya sido invitado por él, 9 y cuando llegue el que te invitó a ti y al otro, te tenga que decir: Déjale el sitio a éste; y entonces, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. 10 Al contrario, cuando estés invitado, ve a ponerte en el último lugar, de suerte que, cuando llegue el que te invitó, te tenga que decir: Amigo, sube más arriba. Entonces que­darás muy honrado delante de todos los comensales. J1 Por­que todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.

La comida de fiesta de los fariseos doctores de la ley está condimentada con discursos que conducen al debido conocimiento de Dios. Jesús habla como uno de ellos, no en el estilo de una amonestación profética. Sus palabras son discursos figurados, con moraleja, son parábolas. En ellos late su objetivo, su mensaje y su doctrina, el reino de Dios. Lo que él observa le sirve de imagen para exponer su doctrina de salvación.

Los invitados llegan y se sientan a la mesa. En ello hay que observar rigurosamente las precedencias. Según antigua usanza, se eligen los puestos no por razón de la edad, sino conforme a la dignidad y categoría de los invitados. Cada cual elige su puesto conforme a su rango, que él mismo

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ST. Le II. 3

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se asigna. Jesús ve cómo los invitados se precipitan a los primeros puestos. Los fariseos cuidaban mucho de su honra, gustaban de ocupar los primeros puestos en las sinagogas y procuraban que se les saludase en las plazas públicas 10. Reivindicaban su precedencia, pues estaban convencidos de tener derecho a los primeros puestos. Con la misma segu­ridad con que ocupaban los primeros puestos en la mesa juzgando que les correspondían como propios, creían tam­bién saber cuál es su puesto en la mesa de Dios. Estaban seguros del reino de Dios. ¿Con derecho?

Lo que en esta circunstancia observa Jesús le da pie para el diálogo. Comienza con una regla de urbanidad. En ella late un viejo aforismo: «No te alabes en presencia del rey y no te sientes en la silla de los grandes. Pues mejor es que te digan: Sube acá, que tener que ceder tu puesto a otro más grande» (Prov 25,6s). También los doc­tores de la ley conocen esta regla de prudencia: «Mantente alejado dos o tres asientos del puesto (que te corresponde), hasta que te digan: ¡Ven más arriba!, en lugar de decirte: ¡Más abajo, más abajo!» Para los doctores de la ley eran estas palabras no sólo reglas de prudencia con que librarse del bochorno; describen además una actitud que es fruto de sentimientos morales.

La regla dada por Jesús no es de pura cortesía y de prudencia mundana, no es una exhortación moral general a ser modestos, sino una parábola sugerida por la búsqueda ansiosa de los primeros puestos y que expresa una verdad concerniente al reino de Dios: quien quiera entrar en el reino de Dios, ha de ser pequeño, ha de hacerse pequeño, no debe formular falsas pretensiones teniéndose por justo. La sentencia final da la clave: Dios humillará al que se ensalce. Al que se tiene por justo, que quiere hacer valer

10. 11,43; 20,46; Mt 23,6; Me 12,38.

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sus derechos delante de Dios, Dios mismo lo excluye de su reino; al pequeño, que no se tiene por digno de los dones de Dios, le hace Dios entrar en su reino. «Dios revela su secreto a los pequeños» (Eclo 3,20). Ser pequeño es la primera condición para ser uno admitido en el reino de Dios (6,20). Con la misma sentencia se cierra también el re­lato del fariseo y del publicano en el templo. Allí reivindica el fariseo el primer puesto delante de Dios, como aquí en la comida; el publicano, en cambio, que no se estima digno del primer puesto, queda justificado delante de Dios.

El comportamiento en la comida descubre también quién puede participar en el banquete del reino de Dios. Para los cristianos no hay sólo reglas de pura urbanidad o de conveniencias cortesanas; para ellos, incluso el comporta­miento en una comida corriente está significativamente en­vuelto en la sombra del misterio del reino de Dios. El reino de Dios lo abarca todo: el hombre, su comida, su comportamiento en la mesa, todas las esferas de su vida y de su ser. Dios lo es todo en todo. Nada se le puede sustraer; el Evangelio del reino reclama conversión.

Durante la última cena surge una disputa entre los dis­cípulos acerca de las precedencias. «Surgió entre ellos una discusión sobre cuál de ellos debía ser tenido por mayor» (22,24). Jesús exige que uno se haga pequeño: «El mayor entre vosotros pórtese como el menor; y el que manda, como quien sirve» (22,26). Jesús mismo se convierte en servidor: «¿Quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve» (22,27). La celebración de la eucaristía se efectúa en el marco de servir y ser pequeño. De nuevo se tiende un arco que va del banquete terreno al banquete de los últimos tiempos, y entre ambos está el banquete sagrado de la comunidad. El arco que reúne a los tres es la actitud de ser pequeño: el Se-

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ñor que se ha hecho servidor, Jesús en camino hacia Jerusalén, donde él, sirviendo, dará su vida como rescate por los muchos, esperando la exaltación. El camino de la salvación es el de hacerse pequeños.

c) La elección de invitados (14,12-14).

12 Decía también al que lo había invitado: Cuando des una comida o una cena, no convides a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que también ellos a su vez te inviten, y ello te sirva de recompensa. n Al contrario, cuando des un banquete, invi­ta a pobres, tullidos, cojos, ciegos. u Dichoso tú entonces, pues ellos no tienen con qué recompensarte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos.

También el anfitrión, el que había invitado a la comida es implicado en el diálogo. Las palabras que se le dirigen no pueden considerarse una parábola. Jesús formula una verdad de vigencia perpetua mediante un imperativo apli­cable a un determinado caso de la vida. La alocución diri­gida al anfitrión quiere ser obligatoria. Jesús quiere que se cumpla lo que él dice, pero no sólo esto, sino algo más, como apunta él mismo.

La palabra dirigida al anfitrión está adaptada a él. In­vitar es cuidado del anfitrión. Jesús no habla de esta comida presente, sino de una comida o de una cena, que éstas eran las dos refecciones del día. A la comida durante Ja cual está hablando Jesús, están invitados no sólo amigos, her­manos, parientes y vecinos ricos, sino también Jesús y quizá sus discípulos. La exhortación profética se expresa con consideraciones y afabilidad.

¿Por qué son invitados amigos, hermanos, parientes,

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vecinos ricos? Jesús, con sus palabras, quiere hacer reflexio­nar. Con amigos se está a gusto; los hermanos y los pa­rientes pertenecen a la gran familia, y con su invitación «todo queda en casa». De los vecinos ricos se espera abun­dante compensación. La invitación está regida por el amor al propio yo. «Si amáis a los que os aman, ¿Qué gracia te­néis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo» (6,32s). El distintivo del amor de los discípulos es: sin esperar nada a cambio (6,35). Su amor no debe ser sólo un amor que espera ser corres­pondido. Jesús no se contenta con un comportamiento ba­sado en conveniencias o en esperanza de compensación.

Hay que invitar a los más pobres entre los pobres: los tullidos, los cojos, los ciegos. De ellos no hay nada que es­perar. No pueden invitar por su parte, no acarrean acre­centamiento del honor o de la influencia. Tampoco es un placer comer con ellos. Nadie los ve a gusto. En la comu­nidad de Qumrán no se admitían tullidos de pies o manos, cojos, sordos o mudos. El sordomudo, el ciego y el idiota no podían, en determinados sacrificios en el templo, poner sus manos sobre la cabeza de la víctima; a estas gentes se las excluía del culto oficial del templo. Precisamente a éstos es a los que hay que invitar, a fin de que se borre toda idea de compensación. En el sermón de la Montaña se pide todavía más a los discípulos: el amor de los ene­migos. El amor a los enemigos no supone la menor esperan­za de contracambio y compensación. «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada» (6,35).

Quien está penetrado de tal desinterés y altruismo, ten­drá participación en el reino de Dios. Dios le dará la compensación. El que en sus obras sólo busca a Dios, re­cibirá de él gracia, agradecimiento y recompensa. «Tened cuidado de no hacer vuestras buenas obras delante de la

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gente para que os vean; de lo contrario, no tendréis recom­pensa ante vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 6,1).

En la comida que se celebró en casa del fariseo se hizo manifiesta la bondad munífica de Dios cuando el hidró­pico obtuvo la curación en sábado. Dios se glorificó a sí mismo haciendo bien al más pobre. «Es bueno aun con los desagradecidos y malvados» (6,35). En la parábola del gran banquete dirige Dios mismo su invitación a los tulli­dos, a los ciegos y a los cojos (14,21). El discípulo represen­ta la imagen de Dios. «Sed misericordiosos, como (y porque) vuestro Padre es misericordioso» (6,36); el discípulo da sin esperar compensación, su pensamiento está puesto en Dios. Dios se le revela (cf. Mt 5,16).

Las reglas del convite se convierten en reglas del ban­quete celestial del reino de Dios. La Iglesia primitiva puso empeño en que la regla de la invitación se viviera también en el banquete del Señor. ¿Lo logró? Pablo se queja de la comunidad de Corinto que se reúne para el banquete del Señor, de que cada uno toma anticipadamente su comida, que uno no tiene hambre y otro está ebrio: «¿Tenéis en tan poco las asambleas de Dios, que avergon­záis a los que no tienen?» (ICor 11.20-22). En la carta de Santiago se lee: «Suponed que en vuestra asamblea entra un hombre con anillo de oro y con vestido elegante, y que entra también un pobre con vestido sucio. Si atendéis al que lleva el vestido elegante y le decís: Tú siéntate aquí en lugar preferente; y al pobre le decís: Tú quédate allí de pie, o siéntate bajo mi escabel, ¿no juzgáis con parcialidad en vuestro interior y os hacéis jueces de pensamientos ini­cuos?» (Sant 2,2-4). ¿Dónde es más grande la gracia que se da, que en la mesa de la eucaristía? ¿Dónde es el hom­bre más mendigo que en esta mesa, en la que se le da comida y bebida «para perdón de los pecados» (Mt 26,28)?

Como la parábola, también el imperativo termina con

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una mirada sobre los acontecimientos del fin de los tiempos, En aquella se prometía la exaltación, aquí la resurrección de los justos. Allí el camino pasaba por el abajamiento, aquí por el desinterés. Servir con amor desinteresado, dándolo todo, sin esperar nada: esto constituye al verdadero dis­cípulo, que sigue a Jesús en el camino hacia Jerusalén, donde le aguarda la «elevación».

Jesús habla de retribución y recompensa. La idea de la recompensa no es la que determina la acción del discípulo, sino el Padre que está en los cielos. Quien así proceda, será recompensado misericordiosamente con la comunión con Dios en el reino de Dios. La recompensa se dará en la resurrección de los justos. No sólo los justos, sino tam­bién los pecadores han de resucitar (Act 24,15). La suerte de Tiro y de Sidón en el juicio será más llevadera que la de las ciudades galileas, que rehusaron la fe a Jesús (10,14; 11,31). Resucitarán para el juicio. «Los que hicieron el bien saldrán para resurrección de vida; los que hicie­ron el mal, para resurrección de condena» (Jn 5,29). La resurrección quiere ser promesa de felicidad, quiere cimentar bienaventuranzas.

d) La gran cena (14,15-24).

15 Cuando oyó esto uno de los comensales, le dijo: Di­choso el que participe en el banquete del reino de Dios.

Uno de los comensales toma la palabra y formula lo que se cierne tácitamente sobre estas conversaciones: el banquete del reino de Dios. El banquete en la tierra es imagen del banquete futuro, con el que se representa la consumación final, el reino de Dios (13,28). El comensal llama dichoso al que pueda participar en aquel banquete.

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La esperanza y el anhelo de Israel gira en torno a este banquete. Es el banquete de la redención, que no ha de tener fin. Los escritos apocalípticos lo describieron con los colores más vivos: «En la última venida sacará (Dios) a Adán y a los patriarcas y los conducirá aquí (al paraíso del Edén), para que se regocijen, como una persona trae a los que ama para que se sienten a la mesa con él, y esos que han venido, hablan ante el palacio de ese hombre, esperando con gozo su banquete, el disfrute del bien y de la riqueza inconmensurable, y gozo y alegría en la luz y en la vida eterna» (Henoc eslavo 42,5). La antigua Iglesia repite la felicitación del comensal, cuando piensa en la vida futura: «Bienaventurados los invitados al banquete de las bodas del Cordero» (Ap 19,9). Confluyen las imágenes del banquete escatológico y de las bodas escatológicas. Dejan entrever el gozo que aporta el tiempo final. Cuando la co­munidad primitiva de Jerusalén se reunía para «partir el pan», se sentía penetrada de gozo por lo que iba a venir y de júbilo por la salvación (Act 2,46). El banquete que se celebraba orientaba la mirada hacia la salvación consu­mada. El «partir el pan» del banquete eucarístico hacía esperar confiadamente el banquete del fin de los tiempos. Jesús mismo, en la última cena, hizo mención del banquete futuro en el reino de Dios (22,16.18.29). «Bienaventurado el que coma el pan en el reino de Dios.» La mirada pasa de la comida del sábado al banquete eucarístico, y de éste al banquete en el reino de Dios.

Al fariseo que pronunció las palabras de parabién no le cabía duda de que él participaría en el banquete de la bienaventuranza. Para tener parte en la vida futura que libra de toda angustia, lleva él con gusto el peso de la ley y se preocupa ansiosamente por cumplir con todas sus le­tras, y edifica con artificio una valla alrededor de la ley para impedir que sufra la menor violación. Si la obediencia

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no era fácil y sólo se podía observar con gran renuncia, el hombre religioso se sentía fortalecer con la mirada a la bienaventuranza con que Dios recompensaría su servicio. ¡Qué bien les irá a los que estén invitados al banquete que Dios prepara para los justos, cuando sea revelado su reino! El fariseo está convencido de que él estará presente, pues se reconoce por «hijo del reino» (Mt 8,12).

16 Entonces él le contestó: Un hombre preparaba un gran banquete e invitó a mucha gente; 17 y envió a su criado a la hora del banquete para decir a [os invitados: Venid, que ya está preparado.

Jesús no se detiene en la felicitación del comensal, sino que habla del comportamiento de los invitados. Siempre evitó describir la magnificencia del banquete de los últimos tiempos; el reino de Dios sobrepuja toda representación humana. Jesús pasa de la felicitación a la decisión personal que se requiere para tomar parte en el banquete (cf. 13,23s). Era necesario hacer vacilar la falsa seguridad en sí mismo y debía aceptarse su llamamiento a la conversión.

Los grandes banquetes tienen lugar por la noche. Aquí se trata de un gran banquete, pues son muchos los invitados. Primero se hace una invitación previa, con la que se anun­cia el banquete. Todavía no se indica la hora exacta. Poco antes de comenzar envía el anfitrión a un criado para que los invitados que habían aceptado la invitación se acuerden de que ya es hora, que todo está preparado. Con esta forma de invitación observa el anfitrión una práctica de cortesía que se había hecho corriente en los ambientes distinguidos de Jerusalén. «En Jerusalén no acudía nadie a un banquete si no había sido invitado dos veces.» Cuando tenía lugar la segunda invitación, la cortesía exigía que se cumplimentase.

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18 Pero todos, sin excepción, comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado un campo y necesariamente tengo que ir a verlo; te ruego que me dispenses. 19 Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a ir a pro­barlas; te ruego que me dispenses. 20 Y otro contestó: Me acabo de casar, y por eso no puedo ir. 21a Se presentó, pues, el criado y refirió estas cosas a su señor.

Ser invitado a un banquete es un honor y una alegría. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos los invi­tados se excusan, aunque ya habían aceptado la invitación. Todos sin excepción: el hecho es grave. Rechazar la invita­ción, sobre todo en el último momento, se tiene por una ofensa. La manera como fue rechazada hubo de disgustar al anfitrión". El primero habla todavía de necesidad, de fuerza mayor, y se excusa. El segundo se contenta ya con decir: Voy..., y también se excusa. El tercero ni siquiera se excusa ya. La propiedad, las ocupaciones, la esposa son los impedimentos para cumplimentar la invitación, para decidirse a responder al llamamiento: son cosas que hacen perder todo el interés por la invitación.

21b Entonces el amo de casa se enfureció y dijo a su criado: Sal inmediatamente por las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí los pobres, los tullidos, los ciegos y los cojos. 21 Luego le dijo el criado: Señor, se ha hecho lo que has mandado, pero todavía queda sitio. 23 Entonces el señor dijo al criado: Pues sal a los caminos y cercados, y obliga a la gente a entrar, hasta que mi casa se llene.

11. La forma actual de la parábola ve en las palabras de los invitados una negativa total, no sólo una excusa por acudir más tarde (cf. E. LINNE-MANN, Gieichnisse Jesu, -1962, p. 95.159-161).

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El banquete está preparado. El amo de casa no tiene la menor idea de suspenderlo. Quiere brindar la alegría del banquete. Así pues, hay que buscar a otros que sustituyan a los primeros invitados. A la primera invitación no halla suficientes comensales como para llenar la sala. Se envía por segunda vez al criado que hace las invitaciones. El anfitrión es generoso y magnánimo. La magnanimidad del anfitrión contrasta con la mezquindad de los primeros invitados. Aquí se diseña la imagen de Dios. Dios es amor que da, que se da, que se muestra condescendiente.

Primeramente se invita a los pobres que se hallan por las calles y plazas. No tienen casa, pero por lo menos viven resguardados por los muros de la ciudad. Los tullidos, los cegos y los cojos son excluidos de la comunidad cultual por los judíos (14,13). Los nuevos comensales no han de ser sencillamente invitados: hay que traerlos. No les cabe en la cabeza que puedan ser invitados a un banquete, ni siquiera se atreven a ir cuando oyen la invitación; es pre­ciso llevarlos. Hay que darse prisa, pues el tiempo apremia, el banquete está preparado.

La segunda invitación va dirigida a los que vagan por los caminos en los alrededores de la ciudad. Los caminos del campo están limitados por cercas. Los extraños que acampan por allá, que no tienen derecho de ciudadanía en la ciudad, tienen que ser traídos a la fuerza. Según la corte­sía oriental, hasta los más pobres deben resistirse a toda invitación hasta que tomados de la mano y con suave violencia (24,29) se los introduzca en la casa. Esas gentes, que andan vagando fuera de la ciudad, ¿podrán ahora ir a la ciudad, a un «gran banquete»? Les parece increíble. No se creen dignos.

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24 Porque os digo que ninguno de aquellos que estaban invitados ha de probar mi banquete.

Estas últimas palabras de la parábola no las dice ya el amo de casa, sino Jesús. Es como si saliera al proscenio y hablara al público12. La parábola va avanzando cada vez más hacia Jesús. Primero se habla de «un hombre» (v. 16), luego se dice «el amo de casa» (v. 2\b), y final­mente se lo llama «señor» (v. 23). Jesús mismo pronuncia las palabras conminatorias de la exclusión de los primeros invitados que habían despreciado su invitación.

El fariseo que durante la comida había pronunciado su «bienaventuranza», estaba persuadido de que tomaría parte en el banquete del fin de los tiempos. ¿Puede estar tan seguro? Desde luego, todo Israel fue invitado por Dios a lo largo de la historia de la salvación. Ahora tiene lugar el llamamiento último y decisivo, la invitación defi­nitiva : por Jesús. Se ha iniciado la hora más decisiva de la historia de la salud. «Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de salvación» (2Cor 6,2; Is 49,8; Le 4,21). Ahora hay que dirigirse a Jesús y hay que escuchar su invitación (13,24.25s). ¿Qué es lo que sucede? Se rechaza su invita­ción. El desenlace: «Ninguno de aquellos que estaban in­vitados ha de probar mi banquete.» ¿Qué decir ahora de la seguridad del fariseo?

Las razones que dan los invitados para excusarse están desarrolladas tan ampliamente por Lucas 13 que merecen ser examinadas. La propiedad (un campo), los negocios y las faenas (los bueyes), la mujer (contraer matrimonio) son los impedimentos para cumplimentar la invitación. Tres motivos parecidos impiden que se desarrolle y dé fruto la

12. Análogamente también 11,8; 15,7; 16,9; 18,8.14; 19,26. 13. Mateo, en la parábola paralela, aduce sólo dos razones: el campo

el negocio (Mt 22,5); esta forma más sucinta parece ser la más original.

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palabra de Dios: «Lo que cayó entre zarzas son los que oyeron; pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van ahogando y no llegan a madurar» (8,14). A la propiedad y al amor de la mujer se opone en san Mateo el llamamiento a la pobreza y a la virginidad (Mt 19,21.1 ls), llamamiento que no va dirigido a todos.

La parábola es una invitación a entrar dentro de sí, a convertirse. Se pone en contingencia la entrada al ban­quete del reino de Dios, si no se oye y se pone en práctica la palabra de Jesús. Los tres invitados rechazan la invi­tación porque los negocios de la tierra, los asuntos de la vida, los placeres y su satisfacción tienen para ellos más importancia que el llamamiento de Jesús y la predicación de la Iglesia, que lleva a los hombres esta invitación de Jesús. Se animan quizá por un momento —como los in­vitados a la primera invitación—, pero no toman una decisión seria y definitiva que se traduce en obras; quieren alcanzar bienestar y disfrutarlo.

Dos clases de hombres son llevados al banquete y ocu­pan los puestos de los primeros invitados. También sobre esto conviene reflexionar. Son precisamente los mismos que son excluidos del reino de Dios por los fariseos: los pobres (tullidos, cojos, ciegos) y los gentiles. No pertenecen a la sagrada comunidad de Israel y no pueden esperar gozar de la comunidad de mesa en el reino de Dios. Jesús juzga diferentemente. Precisamente a los pobres y a los paganos despeja Jesús el camino del banquete en el reino. En ellos halla eso que él mismo anuncia como condición fundamental para entrar en el reino. Los pobres y los pa­ganos que aceptan la invitación no se atreven a creer que se les ha invitado a ellos; tienen que ser llevados y forzados a entrar. Se reconocen pobres delante de Dios y se tienen por indignos, como la pecadora en casa del fariseo (7,36), el jefe de publícanos, Zaqueo (19,1), el publicano en el

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templo (18,8), el hijo pródigo (15,11), el ladrón crucificado juntamente con Jesús (23,41).

La parábola del gran banquete cierra el symposion lucano. De ella se proyecta luz sobre el banquete que cele­bran las comunidades cristianas el domingo. ¿Quiénes son, pues, los que allí se congregan? Pablo hace la presenta­ción ás la comunidad de Corinto: «Fijaos, hermanos, quié­nes habéis sido llamados: no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de noble cuna; todo lo contrario: lo que para el mundo es necio, lo escogió Dios para avergonzar a los sabios, y lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para aver­gonzar a lo fuerte, y lo plebeyo del mundo y lo despreciable, lo que no cuenta, lo escogió Dios» (ICor 1,26-28). ¿Por qué así? En la comida de un príncipe de los fariseos — en una comida festiva de sábado— sólo uno halló la salud y salvación: el pobre hidrópico despreciado...

Sobre el symposion se extiende la luz, el resplandor del amor generoso, misericordioso, de Dios, que se goza de darlo todo a los que no tienen nada: al hidrópico, a los tullidos, cojos y ciegos — y a los gentiles que viven fuera del abrigo de la ciudad de Dios —; todos éstos son saciados porque tienen hambre y no poseen nada. Los que se jactan de poseer, salen con las manos vacías (1,53). Esta fe, esta convicción de que lo más grande que puede esperar el hombre es don y gracia, es lo que crea la verdadera comu­nidad, que congrega a las gentes en el banquete del Señor. El saber que la adhesión al Señor es lo decisivo en el ca­mino de la salud, esto es lo que proporciona el verdadero fruto de la eucaristía: participación en la muerte del Señor hasta que él venga (22,20; ICor 11,23-25). El symposion se celebra camino de Jerusalén.

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3. ABNEGACIÓN CRISTIANA (14,25-35).

Para entrar en el reino de Dios es necesario seguir el llama­miento de Jesús. Ya en la parábola del gran banquete ha aparecido claro que hay impedimentos para aceptar este llamamiento. En una nueva unidad literaria, en la que se combinan dichos de Jesús transmitidos por tradición, se muestran las condiciones del segui­miento más radical de Jesús: renuncia al abrigo y seguridad en la familia y prontitud para dar la vida (v. 25-27), serena pondera­ción y consideración de si se ha de tomar la decisión de seguir a Jesús de esta forma tan radical (v. 28-32), desapego de toda propiedad (v. 33). Sólo así se logra vivir el verdadero sentido del seguimiento de Jesús en calidad de discípulo y de la entrega total a Jesús, y estar a la altura de la responsabilidad que esto implica (v. 34). En la comunidad hay personas que viven voluntariamente en virginidad y pobreza (ICor 7,8; Act 4,37). ¿Qué hay que decir sobre esto?

a) Renuncia del disápulo de Cristo (14,25-27).

25 Grandes multitudes iban caminando con él, y volvién­dose hacia ellas, les dijo:...

La gran muchedumbre del pueblo quieren ser discípulos de Jesús. Van tras él. ¿Sabe la multitud lo que esto significa y lo que exige? Jesús camina hacia Jerusalén, donde le aguarda la glorificación, pero también la pasión y la muer­te...» ya se han dejado oír algunas exigencias formuladas a los discípulos, ya se han mencionado algunas condiciones de la glorificación: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha» (13,24). Quien quiera entrar al gran banquete, debe seguir inmediatamente el llamamiento y la invitación y diferir la visita de su campo, la prueba de las yuntas de bueyes, el tomar esposa (14,18-20). ¿Qué quiere decir caminar con él? ¿Llegar a la «elevación»?

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La multitud del pueblo camina tras Jesús; él tenía que volverse cuando quería dirigirle la palabra. Se ha dado el primer paso en el seguimiento de Jesús. El pueblo ha tomado conocimiento de Jesús, se le ha adherido no obs­tante la contradicción de muchos, le sigue y oye su palabra. Lo que salva es sólo la adhesión a Jesús. ¿Pero basta con ir tras él? ¿Qué significa seguir a Jesús?

26 SI alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y herma­nas, y más aún, incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo.

El que viene a Jesús para ser su discípulo tiene que poner a Jesús por encima de todo, poner todo lo demás en segundo lugar. Lo que esto significa, lo formuló Jesús con una palabra tremendamente dura, extremada, imposible de pasar inadvertida, provocativa: odiar. Odiar todo lo que amamos y tenemos el deber de amar: las personas que es­tán unidas con nosotros con los vínculos más fuertes, la familia, que asegura protección y abrigo —la expresión presupone la gran familia—, la propia vida... Sólo Jesús se propone como el único objeto de amor, como el único refugio, como dispensador de vida.

Jesús ha predicado el amor, no el odio. Ni tampoco pensó en dejar sin vigor el cuarto mandamiento (18,19s). Según la manera de hablar semítica, odiar significa poner en segundo lugar, posponer 14. Mateo explica lo que quiere decir Lucas, con estas palabras: «El que ama a su padre ó a su madre más que a mí» (Mt 10,37). «Odiarse» a si mismo significa lo mismo que negarse a sí mismo (9,23). Padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas, la propia

14. Cí. Gen 29,30.31.33; Dt 21.15ss; Jue 14,16.

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vida deben pasar a segundo término delante de Jesús. La adhesión a Jesús (en algún sentido) es condición ineludible para alcanzar el reino de Dios, el más alto de todos los valores. Por lo menos en caso de conflicto hay que poner a Jesús por encima de todo lo demás y desligarse de cualquier otro vínculo.

De Leví, padre y patriarca de los levitas que sirven en el templo se dice que dijo así acerca del padre y de la madre: «No los conozco», que no consideró a sus her­manos y desconoció a sus hijos (Dt 33,9), Leví se siente ligado incondicionalmente al templo, a la ley, y a la alianza de Dios; por razón de este vínculo deja en segundo lugar todas las obligaciones con su familia. Para Leví, consagrado a Dios, la ley de Dios y la alianza son las realidades incon­dicionales que hay que anteponer a todo lo demás. Para los discípulos de Jesús es Jesús la realidad incondicional, exclusiva, que no admite comparación. Él es la ley, el nuevo orden salvífico, la revelación de Dios, la verdad (Jn 14,6) y la realidad, en cuya comparación todo lo demás no es sino sombra. Sólo en él está la salvación (Act 4,12).

27 Quien no lleva su cruz y viene tras mí, no puede ser mi discípulo.

Estas palabras se pronuncian en camino hacia Jerusalén, donde aguarda a Jesús la muerte de cruz. Quien quiera seguirle, tiene que estar dispuesto a llevar su cruz. Jesús va delante en el camino del Calvario. En la antigüedad, el que era crucificado debía arrastrar hasta el lugar de la ejecución la viga transversal. La palabra de Jesús es una palabra figurada, una imagen15. La muerte en cruz es

15. No está resuelto si al hablar Jesús de llevar la cruz hace una pre­dicción de su muerte o bien emplea un giro popular. ¿De dónde provendría éste? ¿De Ez 9,4-6: Se salvará el que lleve marcada la T (+1? ¿De Gen 22.6, donde Isaac lleva su haz de leña para el sacrificio?

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NT, Le I I , 4

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castigo de los infames, de los desertores y de los esclavos. El que lleva la cruz pierde la vida, la honra, y está con­denado a la destrucción total; se dioe: «Maldito el que está colgado de un madero» (cf. Gal 3,13). El que se re­suelve a seguir a Jesús, debe estar pronto a tomar sobre sí todo lo que está incluido en esta gama, pero que repugna al hombre hasta lo más hondo de su ser. Jesús, Maestro y Señor, lleva la cruz y es un crucificado; éste es su camino hacia la «elevación».

¿Qué significa seguir a Jesús? Los muchos que caminan con Jesús hacia Jerusalén ¿están dispuestos a ponerlo por encima de todo, a tomar sobre sí su suerte, a cargar con la cruz, a exponer su vida si Dios lo exige en el seguimiento de Jesús? Tales exigencias se fundan en la palabra y lla­mamiento de Jesús.

b) Decisión deliberada (14,28-32).

28Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta antes a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? 29 No vaya a ser que, si después de poner los cimientos no puede acabarla, todos los que la vean empiecen a burlarse de él 30 diciendo: Este hombre comenzó a edificar, pero no pudo terminar.

La parábola empieza en estilo semítico. El que la oye, puede y debe juzgar por sí mismo. Se pone el caso de uno que quiere edificar una torre. ¿Un edifiicio de varias plan­tas? ¿Una fortaleza? ¿Un gran edificio mercantil? Ahora bien, los oyentes de Jesús son por lo regular gentes sencillas, labradores, viñadores. A ellos se dirige Jesús: ¿Quién de vosotros...? En la parábola de los viñadores homicidas se dice: «Un hombre plantó una viña y la rodeó de una cerca.

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cavó un lagar y construyó una torre» (Me 12,1). Esta torre en una viña tenía una doble finalidad. En temporadas de mucho trabajo servía de habitación; en todos los casos servía para vigilar, pues desde el terrado plano se divisaba todo sin dificultad y se podía observar si se acercaban la­drones o animales. Todo viñador soñaría con poseer, en lugar de una cabana de follaje, una verdadera torre en me­dio de su viña. Aquí comienza la parábola de Jesús. Si uno de vosotros, que posee una viña, quiere edificar en ella una torre de vigía, no llamará sin más a los albañiles y apron­tará el material de construcción, sino que primero reflexio­nará para ver si los medios de que dispone le permiten llevar a cabo la construcción. Se sienta, hace cálculos con la pluma en la mano, se toma tiempo para reflexionar. Se com­paran los gastos de construcción y el capital disponible. Sólo cuando consta que es suficiente el capital se comienzan las obras. El que se ahorra estas reflexiones y, un día, cuando le viene la idea, manda comenzar las obras, se expone a graves riesgos. Podría suceder que viniera a gastarse todo el capital cuando apenas se hubieran echado los cimientos. ¿Qué hacer entonces? Habrá que suspender las obras, él habrá despilfarrado su dinero y todos los que vean la obra sin acabar se le reirán tratándole de charlatán y fanfarrón, de hombre irreflexivo. Jesús quiere decir, y en ello todos le dan la razón: nadie de vosotros querrá ha­cer semejante tentativa, sino que reflexionará y calculará diligentemente y sólo dará la orden de edificar cuando esté seguro de que tiene medios suficientes para llevar a tér­mino su proyecto. De lo contrario, vale más dejar el asunto.

31 ¿O qué rey, teniendo que salir a campaña contra otro rey, no se sienta antes a reflexionar si será capaz de en­frentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? 32 De lo contrario, mientras el otro está todavía

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lejos, le envía una embajada para pedirle condiciones de paz.

La segunda imagen no está ya tomada de la vida de las gentes sencillas, sino de la alta política. Por eso no se co­mienza aquí, como antes, con las palabras «¿Quién de vosotros?», sino que se dice: «¿Qué rey?» Se pone el caso de un rey que quiere guerrear contra otro rey. Este otro rey ha emprendido ya la marcha. ¿Qué hará el rey que se ve agredido? ¿Salir precipitadamente al encuentro del enemigo, con su ejército reclutado de prisa con trompetas y tambores, sin considerar antes cuál es la proporción de las fuerzas? Sabe que el rey enemigo avanza contra él con veinte mil hombres y que él mismo sólo dispone de diez mil hombres en condiciones de combatir. ¿Vale verdade­ramente la pena oponer resistencia? Por lo regular es imposible derrotar a un enemigo que cuenta con doble con­tingente de fuerzas. Cuando las circunstancias ayudan, no todo depende del número. Por ejemplo, Judas Macabeo, el año 165 a.C, derrotó al general sirio Lisias sólo con diez mil hombres, mientras que el ejército sirio contaba sesen­ta mil hombres, más 5000 de a caballo (IMac 4,28-35). Hay que considerar y estimar no sólo el número de los soldados, sino también su armamento, su moral de guerra, la pericia de los oficiales, las cualidades del general en jefe. El rey se sienta y se pone a considerar. Sólo se lanza al combate si el resultado de sus reflexiones le permite esperar un desenlace favorable. De lo contrario, pide condiciones de paz y se rinde sin más.

La doble parábola expresa la misma idea con dos ejemplos diametralmente opuestos: condiciones grandes y pequeñas, un pequeño labrador, un gran rey. ¿Qué idea se trataba de representar gráficamente? Evidentemente ésta: el que emprende algo grande examina antes cuidadosamente si tiene medios y fuerzas suficientes para tal empresa. En

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el centro de ambas parábolas se dice: «no se sienta antes», «a calcular», «a reflexionar». ¿Pero esto es todo? ¿No se trata en las parábolas de una elección: construir la torre o no construirla; emprender la guerra o someterse? Si resulta que los medios son insuficientes, vale más renunciar senci­llamente a la empresa. En la parábola del rey que trata de guerrear, se dice esto expresamente. En la otra parábola se hace referencia a los perjuicios que acarrea un proceder inconsiderado: en lugar de ventajas, sobrevienen inconve­nientes. Las parábolas dobles ilustran la misma idea, pero no de la misma forma. Con la idea principal se asocian las dos ideas secundarias mencionadas. La doble parábola quiere decir: primero pensar, luego osar; mejor no co­menzar en absoluto una cosa, que lanzarse a ella con medios insuficientes para acabar en un fracaso. Con estas ideas no quiere Jesús dar reglas de prudencia para la vida coti­diana; Lucas encuadra las dos parábolas en la doctrina de las graves exigencias que implica el seguir a Jesús. La gran empresa es seguir a Jesús, hacerse su discípulo. Quien se sienta inclinado a seguir a Jesús y a ser su discípulo debe comenzar por reflexionar y considerar bien si tiene también la voluntad seria y resuelta y las fuerzas que se requieren, no sólo para hacerse discípulo de Jesús, sino para serlo de veras y perseverar como tal. Quien no se sienta a la altura de este quehacer, vale más que lo deje. En efecto, el fracaso pone en peligro la salvación.

Así interpretadas, las dos parábolas plantean una difí­cil cuestión: ¿Dejó, pues, Jesús al arbitrio de cada uno el asunto de que habla? Seguir a Cristo ¿no es necesario a todos para la salvación? ¿Quiere Jesús que los que tratan de seguirle se pregunten si quieren seguirle de veras y, si no, que lo dejen? Su llamamiento a seguirle ha decidido ya acerca de este «si». Pues si ello es así, ¿qué quieren decir todavía las parábolas?

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El seguimiento de Cristo puede efectuarse de diferentes maneras. Sigue a Jesús quien oye y pone en práctica su llamamiento a la conversión y a la fe en su mensaje. Pero los Evangelios conocen también un seguimiento que consiste en la adhesión permanente a Jesús, abandonando por con­siguiente casa, profesión y familia. De esta manera siguieron a Jesús los apóstoles. No a todos los que le siguen exige Jesús que renuncien al matrimonio, sino únicamente a aque­llos a quienes es dado por Dios comprender esta palabra (Mt 19,12). Ni tampoco exige a todos que renuncien total­mente al dinero y a los bienes. El publicano Zaqueo no renunció a todos sus bienes después de su conversión (19,1-10). Las mujeres galileas que seguían a Jesús no se privaron de todo lo que poseían (8,3). Cuando Jesús habla de las graves exigencias de su seguimiento, se refiere, según este pasaje de san Lucas, al seguimiento más estricto. Para esto no basta mero entusiasmo, un fervor momentáneo. Lleva consigo una renuncia radical, incluso a lo que parece ser imprescindible para la vida. Esto es lo que requiere reflexión madura antes de emprender tal seguimiento de Cristo (cf. 9,57s). Jesús quería impedir que se le unieran entusiastas que comienzan con ardor, pero que luego se hastían de la vida fatigosa y acaban incluso por perder la fe (Jn 6,60-71).

Es posible que la elección de las imágenes de las pará­bolas se refiera al seguimiento de Jesús tal como lo practican los apóstoles: edificación de una torre y guerra. Edificación y combate están encomendados a los apóstoles (Rom 15,20; Flp 2,25). Uno y otro exigen decisión, reflexión, entrega total. Gloria y paz coronarán estas obras; se verá domi­nada la ignominia y la cruel servidumbre. La salvación me-siánica es gloria y paz.

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c) El verdadero discípulo (14,33-35).

33 Igualmente, pues, ninguno de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, puede ser mi discípulo.

Al discípulo se le exige optar «incondicionalmente» por Jesús; las personas queridas, la propia vida, el honor deben posponerse a Jesús. También la propiedad. Una sen­tencia particular exige el abandono de la propiedad por parte de los compañeros y colaboradores estables de Jesús. Todos sus pensamientos e intenciones deben estar orienta­dos a lo que concierne al reino de Dios. La propiedad domina al hombre, tiene absorbido su pensar y su vida, lo somete a su hechizo. «No podéis servir a Dios y a Ma­món» (16,13). El llamamiento de Pedro y de los dos hijos del Zebedeo se cierra con estas palabras: «Dejándola todo, lo siguieron» (5,11). Del publicano Leví se refiere: «De­jándolo todo, lo seguía» (5,28). Pero, como portavoz de los doce, puede decir que lo han dejado todo (18,28). Sin embargo, no a todos los que en alguna manera quieren seguir a Jesús se les exige que renuncien a todo lo que poseen. En la primitiva Iglesia de Jerusalén muchos se despojaron de sus bienes (Act 4,36-5,11), pero se podía pertenecer a la Iglesia sin renunciar a todas las posesiones (Act 5,4).

34 Buena es ciertamente la sal; pero, si también la sal pierde su sabor, ¿con qué se le devolverá? 35 Ya no sirve ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran juera. El que tenga oídos para oír, que oiga.

La sal es buena y provechosa: para condimentar los alimentos, para conservar pescados y pieles de animales,

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hasta para el culto sagrado del sacrificio (Lev 2,13). El mundo no puede subsistir sin sal. Pero la sal puede perder su virtud de salar. En Palestina se obtiene del mar Muerto; está mezclada con otras muchas materias, por lo cual puede «echarse a perder». Entonces pierde su sabor y se vuelve sosa e insípida. ¿Para qué sirve entonces? Ni siquiera sirve para el campo ni para el estercolero, al que se echa todo lo que no sirve para nada. La sal quita la fertilidad al suelo. Lo convierte en una tierra desierta y árida, suelo salino e inhabitable (Jer 17,16). «Todo lugar en que se en­cuentra sal es estéril y no produce nada», es una convicción de la antigüedad. La sal es buena mientras conserva la virtud de salar. El discípulo de Jesús es bueno si tiene el espíritu de verdadero discípulo, si Jesús es todo para él, si hace pasar a segundo término todo lo que estorba en su camino hacia Jesús, si se desprende radicalmente de todo para poder entregarse entera y radicalmente al seguimiento de Jesús, siguiéndole «a dondequiera que vaya» (9,57). Si el discípulo de Jesús, que se ha decidido a seguirle muy de cerca, no realiza radicalmente este propósito, entonces se asemeja a la sal que ha perdido su sabor. No es apto para servir al mundo y se grava con culpa (Mt 5,13). Las pala­bras relativas a la suerte de la sal que se ha hecho inservible son tan detalladas, que invitan a recapacitar; son un aviso y una amenaza.

Lo que dice Jesús sobre la sal tiene un sentido oculto. Para comprenderlo hay que tener oídos abiertos, hay que reflexionar y estar dispuestos a aceptarlo. El que verdadera­mente oye la palabra y le obedece, recibe fuerza de Dios para salvarse. La palabra es también invitación. «El que sea capaz de entenderlo, que lo entienda» (Mt 19,12). No todos son capaces de practicar el seguimiento radical de Jesús. En la Iglesia hay siempre necesidad de personas que renuncien radicalmente a todo, a fin de que los discípulos

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de Cristo se hagan cargo de que por encima de toda posesión de la tierra están el reino de Dios y sus bienes, y de que todos deben estar de tal manera desapegados de la propiedad y de todo lo demás, que practiquen el despren­dimiento incluso materialmente, exteriormente cuando la decisión lo exija, que ellos mismos entreguen la vida por la causa, cuando tengan que perder la vida con el martirio por confesar a Jesús. En estos discípulos de Jesús se echa de ver lo que significa seguir a Jesús en su sesudo más profundo. El discurso de Jesús acerca de las serias exigencias de su seguimiento como discípulos va dirigido a las multi­tudes. Éstas deben saber lo que en definitiva significa se­guir a Jesús. Estas palabras no incluyen una exigencia in­condicional para todos. «No todos son capaces de aceptar esta doctrina» (Mt 19,11). Sin embargo, a todos muestra este discurso cuan serio es ser discípulo de Jesús.

4. ACOGIDA A LOS PECADORES (15,1-32).

Para ser discípulo de Cristo se requiere fundamentalmente la conversión, la fe en la palabra de Jesús (Me 1,15) y la adhesión a él. La vida anterior de quien quiere seguir a Jesús no es impe­dimento para seguirle y salvarse, con tal que se efectúe la con­versión. Esto se muestra por medio de las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida (v. 3-10) y del hijo pródigo (v. 11-32). El amor de Dios a los pecadores proclamado en esta página evan­gélica tiene la mayor importancia para la predicación misionera entre los paganos. La tradición que utilizó Lucas refiere que Jesús, en su proclamación del amor misericordioso de Dios a los peca­dores, tuvo que defenderse contra las objeciones de los fariseos. Es posible que en las comunidades cristianas primitivas afloraran ideas parecidas a las de los fariseos cuando se acercaban pecadores al bautismo y asistían juntamente con los «santos» al banquete común.

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a) El escándalo (15,1-2).

1 íbanse acercando a él. para escucharlo, todos los pu­blícanos y pecadores. 2 Y tanto los fariseos como los escribas murmuraban, diciendo: ¡Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos!

Grandes multitudes del pueblo acompañan a Jesús, pero también se le acercan todos los publícanos y pecadores. Los publícanos se cuentan entre la gente más despreciable. Se enumeran juntos: el publicano y el ladrón; el publicano y el bandido; el publicano y el gentil; cambistas y publí­canos; publícanos y meretrices; bandidos, engañadores, adúl­teros y publícanos; asesinos, bandidos y publícanos. Son designados como pecadores todos aquellos cuya vida inmo­ral es notoria y los que ejercen una profesión nada honora­ble o que induce a faltar a la honradez, como los jugadores de dados, los usureros, los pastores, arrieros, buhoneros, curtidores. También pasa por pecador el que no conoce la interpretación farisea de la ley, pues si no conoce la inter­pretación de la ley, tampoco la observa.

Jesús es profeta, poderoso en obras y palabras (24,19). Los publícanos y los pecadores han visto sus obras y le han visto a él. Vienen a él para escucharlo. Lo que han visto se hace comprensible por la palabra. Jesús ofrece la salud y exige conversión, reforma de las costumbres. Escu­char es el comienzo de la fe, y la fe es el comienzo de la conversión y del perdón. La coronación del hecho de escu­char es la obediencia que se cifra en la fe, y la fe que se cifra en obedecer. Los pecadores se acercan a Jesús y por él, el profeta, a Dios. El profeta es portador del oráculo de Dios. Se acercan para oir a Dios. De ellos se puede decir: «Buscadme y me hallaréis. Sí, cuando me busquéis

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de todo corazón, yo me mostraré a vosotros... y trocaré vuestra suerte, y os reuniré de entre todos los pueblos y de todos los lugares a que os arrojé... y os haré volver a este lugar del que os eché» (Jer 29,12ss).

Los fariseos y los escribas hablan despectivamente de Jesús: Este hombre. Lo observan en toda ocasión, pues se sienten responsables de la santidad del pueblo. Descon­tentos, murmuran: Tolera que se le acerquen los pecadores, los acoge y se sienta con ellos a la mesa (5,29). Con tal manera de proceder hace vano el empeño que tienen por la santidad del pueblo escogido.

Su lema es: «El hombre no debe mezclarse con los impíos.» Hay que aislar a los transgresores de la ley y a los pecadores. Hay que expulsarlos de la comunidad del pueblo santo de Dios. Así es como se ha de castigar el pecado, estigmatizar el vicio, proscribir al pecador, restaurar el orden y conservar la santidad. Lo que hace Jesús debe parecer necesariamente escandaloso. Además él se presenta como profeta que pretende obrar y hablar en nombre de Dios.

Jesús responde a los fariseos con una trilogía de pará­bolas. Las dos primeras responden al reproche de que acoge a los pecadores; la tercera, que culmina en el banquete festivo, responde al reproche de que Jesús come con ellos. Jesús tiene conciencia de proclamar el mensaje de Dios y no tiene nada de qué retractarse. Los pobres reciben la buena nueva, el Evangelio, y entre los pobres se cuentan también los pecadores que están dispuestos a convertirse.

b) Gozo por hallar al extraviado (15,3-10).

3 Entonces les propuso esta parábola: 4 ¿Quién de vos­otros, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas,

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no abandona las noventa y nueve en el desierto, y va en busca de la que se le ha perdido, hasta encontrarla? 5 Y cuando la encuentra, se la pone sobre los hombros, lleno de alegría, 6 y apenas llega a casa, reúne a los amigos y ve­cinos, y les dice: Alegraos conmigo, que ya encontré la oveja que se me había perdido. 7 Os digo que igualmente habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión.

Palestina es una tierra en que abundan los rebaños de ovejas y de cabras. Todo el mundo conoce al pastor y su género de vida. Lo que Jesús enfoca e ilustra en el ejemplo del pastor es su solicitud por el rebaño y su amor a los animales. Desde antiguo, en el pueblo de Israel, es presen­tado Dios bajo la imagen del pastor por profetas, poetas y sabios " .

La parábola comienza con una pregunta (cf. 14,28.31). El que la oye juzgará por su propia experiencia. El pastor obra como dice Jesús. Toma sobre sí toda solicitud y fatiga por cada animal descarriado de su rebaño, como si no tuviera otro, como si no contaran los otros noventa y nueve. Ninguno le es indiferente, no quiere perder ni uno solo. Que le queden noventa y nueve no le resarce de la pérdida de uno. El pastor pone sobre sus hombros la oveja hallada. Esto está observado de la vida misma. Cuando la oveja se extravía del rebaño, va corriendo sin meta de una parte a otra, se echa al suelo sin fuerzas y es preciso cargar con ella. El pastor la trata con más delicadeza que a las otras. Sin embargo, la búsqueda por un terreno montañoso y pedregoso le impone esfuerzos y fatigas. Pero todo lo olvida cuando recobra la oveja perdida.

16. Is 40,11; 40,10; Zac 10,8; Sal 13,1-4; 78,52; Eclo 18,13.

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Su alegría es tan grande que no puede guardarla para sí. La anuncia a los amigos y vecinos. Una y otra vez tiene que repetir: Ya encontré la oveja que se me había perdido.

Como se alegra el pastor por una única oveja que se había perdido y se ha vuelto a encontrar, así se alegra Dios por uno solo que era pecador y se convierte. Así es Dios. Ni un solo pecador le es indiferente. No se consuela con los muchos justos. Busca al pecador; también éste es suyo; nunca lo abandona. Le causa preocupación y dolor, aun cuando va por caminos extraviados.

Cuando el pecador extraviado se convierte y se deja encontrar, no le aguardan reproches, recelos ni duras pres­cripciones. Dios salva, perdona, recibe en casa con alegría y con toda clase de demostraciones de amor. «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que el que cree en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Habrá alegría en el cielo, cerca de Dios. La ale­gría se pone en futuro. Dios se alegrará en el juicio final cuando a uno de los más pequeños notifique su sentencia de absolución. Dios se goza en perdonar, no en condenar. La historia de la salvación hasta el juicio final está pe­netrada de la misericordia de Dios.

Más alegría habrá por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión. También los doctores judíos contraponen a los «hombres de la conversión» (que hacen penitencia y se convierten) los «justos perfectos». Unos y otros pueden decir: «Bien haya el que no ha pecado y aquel a quien se ha perdonado el pecado.» Jesús dice más. También el Antiguo Testamento sabe que Dios no se complace en la muerte del pecador, sino más bien en que se convierta y viva (Ez 18,23). Jesús se esfuerza por hallar palabras cuando quiere des­cribir el amor de Dios que perdona y que salva. Los hom­bres hablamos de mayor alegría cuando ésta viene de donde

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no se esperaba. El pecador se había perdido y ha sido encontrado. Grande, serio, incomprensible es el amor de Dios, su voluntad de perdonar. La mayor alegría celebra la omnipotencia creadora del amor cuando éste pone un nuevo comienzo.

Dado que a Dios causa alegría perdonar a los pecado­res y volverlos al hogar, también Jesús debe cuidarse de los pecadores y sentarse a la mesa con ellos. El tiempo de salvación que él anuncia es tiempo de misericordia y de alegría. Dios se alegra cuando perdona, los pecadores se alegran cuando son perdonados; ¿habrán de murmurar los «buenos»? ¿Repudiarán ellos cuando Dios busca? ¿Se amargarán cuando alborea el tiempo de júbilo? Jesús justi­fica su amor a los pecadores al justificar el amor que les tiene Dios. Defensa paradójica: tener que defender al Dios santo contra los reproches de los hombres... Sólo el que cree que se ha inaugurado el reino de Dios y que Dios reina por su misericordia, puede creer que el amor a los peca­dores puede santificar al pueblo. Los fariseos no compren­den que ha llegado la gran mutación de los tiempos, porque no aceptan el mensaje de Jesús.

s ¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa, y la busca cuidadosamente hasta encontrarla? 9 Y cuando la encuen­tra, reúne a las amigas y vecinas y les dice: Alegraos con­migo, que ya encontré la dracma que se me había perdido. 10 Igualmente —os digo— hay gran alegría entre los án­geles del cielo por un solo pecador que se convierte.

Hay un cambio de escena. Al lado del hombre aparece la mujer, al lado del que posee bienes, la pobre. Así piensa y obra el ser humano, ya sea hombre o mujer, rico o pobre. Dos testigos confirman la verdad cuando concuerda su tes-

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timonio (Dt 19,15). El inaudito amor de Dios a los peca­dores es verdad, no es exageración, no es un error. Lo que se ha dicho se ve ahora confirmado. El que recita dos veces los mismos versos los graba más hondamente en el oyente, induce a recapacitar. Las canciones repiten el tema en diferentes estrofas. Dios es con toda seguridad tal como Jesús lo pinta. No como creen saberlo y lo dicen los piadosos, los doctores de la ley, los sabios de Israel. Una dracma tiene el valor de un denario de plata, que es el jornal de un trabajador (Mt 20,2). Diez dracmas no re­presentan un capital, pero para la pobre mujer eran mucho. La mujer no dispone de dinero para los gastos de la casa, pues el que compra es el hombre. Quizá tenía cariño a aquella moneda porque formaba parte de las arras de su boda, que durante largos años llevaba cosidas en una especie de turbante para no perderlas. Ahora se le ha perdido una dracma.

La mujír busca con gran diligencia. Faena difícil en una casa de Palestina. En una habitación estaba reunido todo. Había poca luz. La mujer enciende una lámpara, alumbra todos los rincones, barre la casa, busca por todas partes hasta que aparece la moneda. La alegría es grande y no se puede contener: tiene que comunicarse. Los que han participado de su aflicción tienen también que conocer su alegría. Una y otra vez repite la mujer lo que en aquel momento la emociona: «Ya encontré la dracma que se me había perdido.»

Así se alegra Dios por un pecador que se convierte. La alegría de Dios se hace visible en la alegría de los ángeles, en el gozo de la corte celestial. Su alegría es el reflejo de la alegría de Dios. En la primera parábola se decía: Habrá alegría en el cielo; ahora se dice: Hay alegría entre los ángeles. No se pronuncia el nombre de Dios. Las palabras de Jesús sobre la alegría de Dios por

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los pecadores que se convierten, son atrevidas y al mismo tiempo reservadas, revelan y velan a la vez. El amor mise­ricordioso de Dios no ha de borrar la soberana santidad de Dios...

En las dos parábolas se dice que Dios se alegra por el pecador que se convierte. No se suprime la distinción entre pecador y justo, no se pasa expresamente por alto, y menos aún se trata irónicamente, Jesús no habló nunca como si el pecado no fuera pecado. Él también, como los profetas, reclama conversión y penitencia. La exige más radicalmente que cualquier profeta de los que le prece­dieron. Llamar a la conversión lo considera como la razón de su misión: «El reino de Dios está cerca, haced peniten­cia» (Me 1,15). Todos deben hacer penitencia, porque todos son pecadores delante de Dios. Al llamar a penitencia y conversión amenaza con el juicio y la perdición. También la predicación del amor de Dios a los pecadores es pre­dicación de conversión, predicación de salud y predica­ción de penitencia.

Jesús anuncia el alborear del tiempo de salvación: «El reino de Dios está cerca.» De este reino de Dios que se inicia forma parte la gozosa misericordia de Dios con todos los que se vuelven a su gracia salvadora. El rasgo más original e incomparable del anuncio del reino de Dios por Jesús es la revelación del amor que Dios tiene a los pecadores.

Los doctores de la ley pretenden saber que el pecador no era amado por Dios antes de su conversión. Sólo cuando ha abandonado las malas obras y las ha reparado, le otorga Dios su amor. «Convertios, y os acogeré... Si una persona se convierte perfectamente, entonces le perdona Dios.» Jesús habla de otra manera: La iniciativa parte de Dios. El pastor va en busca de la oveja perdida, la mujer busca la moneda. La alegría se expresa así: «Encontré lo que se me

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había perdido.» «En esto consiste el amor: no en que nos­otros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como sacrificio de purificación por nuestros pecados... Nosotros amamos porque él fue el primero en amarnos» (Un 4,10.19). El pecador no puede volver por sí mismo, sino que Dios debe volverlo al hogar (Jer 24,7).

c) El hijo pródigo (15,11-32).

11 Añadió luego: Un hombre tenía dos hijos. 12 Y el más joven de ellos dijo al padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Entonces el padre les repartió los bienes. n No muchos días después, el hijo más joven lo reunió todo, se fue a un país lejano y allí despil­farró su hacienda, viviendo licenciosamente.

Las dos parábolas relativas a la búsqueda de lo que se había perdido han puesto de manifiesto el proceder de Dios con los pecadores; la parábola del hijo pródigo mos­trará también lo que pasa en el que se ha perdido. Antes se habían perdido una oveja y una moneda, aquí se ha perdido el hijo... Anteriormente se ha hablado de retorno1, de conversión, pero sin decir lo que ésta significa. Ahora se descubre el sentido de esta palabra. En ambos casos se trata de defender Jesús el proceder misericordioso de Dios con los pecadores.

El hombre que tiene dos hijos es un labrador hacen­dado: tiene muchos jornaleros, a los que no les falta nada (v. 17) y criados (v. 22); tiene inmediatamente a su dispo­sición un becerro cebado (v. 23). Los dos hijos son sol­teros, aún no han cumplido veinte años. El padre mismo explota su granja. El hijo menor ruega —así habrá que entender el imperativo después de la cordial interpelación

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\ T . Le II, 5

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como «padre» — que le sea entregada la parte de la heren­cia que le corresponde por la ley. La granja misma, siendo bien inmueble, era inalienable y debía recaer en el hijo ma­yor (Lev 25,23ss). De los bienes muebles recibe el pri­mogénito dos terceras partes, el resto, por partes iguales, los demás (Dt 21,17). En esta narración el hijo menor pidió la tercera parte de los bienes muebles. Aunque la parte de los bienes que correspondía a cada uno se transmitía ya en vida del padre, esto no implica, sin embargo — además del derecho de propiedad —, derecho de disposición y de usufructo. El padre otorga la petición. Reparte el capital entre los hijos. El mayor es designado como propietario futuro absoluto (v. 31), pero el padre ejerce el usufructo (v. 22s.29). El hijo menor pide la propiedad y el derecho de disponer, pues quiere ser independiente. Ambos derechos le son otorgados. El padre no lo trata ya como menor de edad. Es un riesgo que se afronta.

La vida en la casa paterna, con sus reglamentos y obli­gaciones, ha venido a ser una carga para el hijo, que aspira a la autonomía y quiere vivir a su arbitrio. Pocos días des­pués el hijo menor lo reúne todo, lo liquida y se va al extranjero, a la tierra al este del Jordán. Palestina no podía alimentar a sus habitantes. Quien quisiera prosperar, tenía que abandonar el país. En la diáspora vivían cuatro millones de judíos, en la patria, en Palestina, medio millón. La patria es una atadura, el extranjero promete una liber­tad e independencia que seduce. En el extranjero acaba pronto por gastarse el capital en una vida de libertinaje y despilfarro. «El que ama la sabiduría alegra a su padre, el que frecuenta rameras pierde su hacienda» (Prov 29,3).

14 Después de haberlo malgastado todo, sobrevino un hambre muy grande por toda aquella región, y él comenzó a sufrir privaciones. 1S Y fue a ponerse al servicio de uno

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de los ciudadanos de aquella región, que lo mandó a sus campos para apacentar puercos. 16 Y ansiaba llenar su estó­mago siquiera de algunas algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba.

En períodos de hambre y de carestía lo pasa mal incluso quien posee capital. ¿Qué decir del que no tiene nada? ¿Qué haría el hijo que se lo había gastado todo y no le quedaba ya nada? Los doctores judíos de la ley dirían que debía andar hasta destrozarse los pies para llegar a la próxima comunidad judía e implorar allí ayuda y trabajo. ¿Qué hace, en cambio, el «hijo pródigo». Lo más insopor­table para un judío piadoso. Se presenta a un ciudadano de aquel país pagano y se agarra a él como un pordiosero importuno. Quiere trabajar para poder vivir, quiere hacer todo lo posible para no perecer, quiere sacrificarlo todo para poder siquiera «ir tirando», y nada más. Se halla en una tierra pagana, en la que no existe el reposo sabático, no hay comidas rituales, no se observan leyes de pureza. Vive en medio de pecadores y de gentes sin ley. El trabajo que asume es intolerable para un judío piadoso: «Maldito el hombre que cría puercos.» Tiene que tratar constante­mente con animales impuros (Lev 11,7), con lo cual reniega de su religión. El hijo pródigo se vuelve pecador, apóstata, impío. ¿Qué le queda ya?

En el hijo pródigo se demuestra la verdad del proverbio: «El bebedor y el comilón empobrecerán» (Prov 23,21). Se ve privado de todo lo que necesita el hombre para poder vivir como hombre. Pasa hambre. La comida que se le da es tan escasa, que suspira por el pienso de los puercos. Ansiaba llenarse el estómago con las algarrobas a medio madurar que se daban a los puercos. Él vale menos que los animales; nadie le da de ese pienso; es un forastero. Tiene que vivir como bajo la maldición de Dios... «El Altísimo

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aborrece a los pecadores y les hará experimentar su ven­ganza» (Eclo 12,6). ¿Los odia Dios siempre y para siempre?

17 Entrando entonces dentro de sí mismo, se dijo.- ¡Cuán­tos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo estoy aquí muñéndome de hambre! 18 Ahora mismo iré a casa de mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ,9 ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trá­tame como a uno de tus jornaleros.

Los judíos tienen un refrán que dice: «Cuando los is­raelitas tienen necesidad de algarrobas, entonces se vuelven (a Dios).» En el hijo pródigo se verifica el refrán. Entra dentro de sí mismo, recapacita. Todo lo que se arremolinaba en torno a él, se le ha escapado. Su miseria le trae a la memoria la casa paterna con su abundancia. Las algarro­bas de los puercos le hacen pensar en el pan de los jorna­leros, el extranjero tan poco acogedor le traslada a la casa de su padre. No quiere consumirse, sino vivir. Ni Dios ni su padre ocupan el centro de sus reflexiones, sino en primer lugar salir con vida del hambre que padece en país extran­jero. «Si el impío entra dentro de sí» — hacen decir a Dios los doctores judíos de la ley— «le ceñiré una corona a la hora de la muerte (la corona de la vida eterna)... Si el impío entra dentro de sí, podrá entrar cada vez más (en la proximidad del Santo).» El camino de' que entra dentro de sí conduce a Dios...

El hijo pródigo entra dentro de sí, se vuelve a su padre y va a acabar en Dios. Las palabras de su conversión están inspiradas en la Sagrada Escritura: «El faraón llamó en seguida a Moisés y Aarón, y dijo: He pecado contra Yah-veh, vuestro Dios, y contra vosotros» (Éx 10,16). Y en los Salmos se hallan estas palabras: «Contra ti, sólo contra ti he pecado, he hecho lo malo a tus ojos para que sea

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reconocida la justicia de tus palabras y seas vencedor en el juicio» (Sal 51,6). El recuerdo de la casa paterna, de su abundancia, de su vida religiosa —y el recuerdo del que está por encima de todo, el padre — le hace acordarse de Dios, despierta en él la conciencia del pecado y le mueve a volverse a Dios.

La imagen del padre amoroso hace nacer en él la segu­ridad del perdón. De lo contrario, ¿cómo se resolvería a em­prender la marcha hacia su padre? A través de la imagen de su padre se le ofrece la imagen de Dios. «Vuelve, após­tata Israel, palabra de Yahveh, que quiero dejar de mos­trarte rostro airado, porque soy misericordioso..., que no es eterna mi cólera, siempre que reconozcas tu maldad al pecar contra Yahveh» (Jer 3,12s). El hijo pródigo se da cuenta de su culpa y reconoce que con su modo de vivir ha perdido sus derechos de hijo. Sólo quiere ser tratado como uno de los jornaleros.

20 Partió, pues, y volvió a la casa de su padre. Todavía estaba lejos, cuando su padre lo vio venir y, hondamente conmovido, corrió a abrazarse a su cuello y lo besó repeti­damente. 21 El hija le dijo entonces: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo.

La reflexión se traduce en acción. La conversión inte­rior reclama «frutos de penitencia», ruptura con la vida pasada, retorno a Dios. El padre sale al encuentro a su hijo. El amor y la nostalgia del hijo aguza su vista. Se siente hondamente conmovido cuando ve su miseria. Corre a su encuentro, cosa nada corriente e indigna para los an­tiguos orientales. El padre olvida su dignidad y le prodiga todas las muestras de su amor paterno. Besándolo en la mejilla lo acoge como hijo antes de que él haya podido pro­nunciar sus palabras de arrepentimiento. Comienza la «fra-

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secita» de confesión, pero no la termina. El padre no aguarda para perdonar a que se cumplan todos los requi­sitos de la penitencia. A través de la imagen de este padre se nos presenta la imagen del Padre celestial, que nos ama anticipadamente.

22 Pero el padre ordenó a sus criados: Inmediatamente, traed el vestido más rico y ponédselo; ponedle también un anillo en su mano y sandalias en sus pies. 23 Luego traed el becerro cebado, motadlo, y vamos a comer y a celebrar alegremente la fiesta. 24 Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y co­menzaron a celebrar la fiesta con alegría.

Hasta aquí había guardado silencio el padre. Ahora comienza él a hablar. Antes había estado lleno de solicitud vigilante y amorosa, ahora estallan sus palabras rebosantes de alegría. No pide cuentas, no pone condiciones, no fija período alguno de prueba. No se pronuncian palabras de perdón, pero más significativas que estas palabras son las obras de perdón. El padre restituye al hijo pródigo sus derechos de hijo. El vestido más rico lo constituye en hués­ped de honor, el anillo lo capacita de nuevo para proceder como hijo. Las sandalias lo declaran hombre libre; es otra vez hijo libre de un labrador libre, no uno de los jorna­leros que van con los pies descalzos. Sacrificando el becerro cebado se inicia una fiesta de alegría; el hijo es admitido de nuevo en la comunidad de mesa de la casa paterna. La alegría festiva en el corazón del padre no puede con­tenerse y llena toda la casa.

La alegría de la fiesta desborda de las palabras: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.» Este júbilo festivo es el júbilo del tiempo de salvación. El Evangelio de la misericordia es el

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Evangelio de la alegría. Jesús salva de la perdición y de la muerte, puesto que vino para «iluminar a los que yacen en tinieblas y sombra de muerte» (1,79). Las palabras cierran como un estribillo la primera y la segunda parte de la parábola, a saber: la narración de la magnanimidad amo­rosa del padre y la narración de la severidad sin piedad y de la estrechez de espíritu del hijo mayor. Dios es como el primero, el fariseo como el segundo. «Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre» (6,36).

25 Pero el hijo mayor estaba en el campo. Y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó música y danzas, 26y lla­mando a uno de los criados le preguntó qué significaba aquello. 21 El criado le respondió: Es que ha vuelto tu hermana, y tu padre, como lo ha recobrado sano y salvo, ha mandado matar el becerro cebado. 28a Entonces él se enfadó y no quería entrar.

El hijo mayor es fiel en el servicio, día tras día. Ahora vuelve a casa del trabajo del campo. El banquete ha ter­minado, y ha comenzado la alegre danza. Desde fuera se oye la música y el zapateo de la danza. El hijo que se dedica al cumplimiento escrupuloso del deber se ve envuelto en el júbilo festivo y en la algazara. El criado que le explica la razón del júbilo, ve sólo lo exterior: el regreso del hermano, el sacrificio del becerro cebado, la salud del que ha vuelto a casa. Pero ¿cómo podía ver también lo que ha­bía sucedido en el interior del padre y del hijo vuelto al hogar? Este drama del retorno, de la conversión, la trans­formación que había tenido lugar, la resurrección del muer­to... ¡cuántas cosas habían sucedido! La penitencia es un comienzo de los acontecimientos escatológicos. Lo que allí sucede entre el hombre y Dios es imagen del acontecimien­to que abarca al mundo entero, que se había aguardado

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y que ahora se produce. El tiempo de salvación es tiempo de alegría.

Lo que siente el hijo mayor tiene también lugar en los fariseos. Su imagen es la imagen de los piadosos de Israel. Enfadado se revela contra el proceder de su padre, protesta contra el peligro en que se pone el orden moral, murmura contra esta increíble misericordia. El día de Dios, en el que se erigirá el reino de Dios, es sin embargo «día de ira», en el que los transgresores de la ley recibirán su castigo. ¿Entrar en la sala del festín? Esto sería entrar en comunión con un pecador, sentarse a la mesa con uno que se ha contaminado con meretrices, con paganos y con puercos... El hijo mayor se comporta como los «justos», los piadosos, los fariseos... «Este hombre acoge a los peca­dores y come con ellos» (15,2).

28b Pero su padre salió para llamarlo. 29 Él contestó a su padre: De modo que hace ya tantos años que te vengo sirviendo, sin haber quebrantado jamás ninguna ardan tuya, y nunca me diste un cabrito para que yo celebrara ale­gremente una fiesta con mis amigos; 30 pero, cuando llega ese hijo tuyo que ha devorado tus bienes con meretrices, has mandado matar para él el becerro cebado.

El padre sale a ver a su hijo mayor; éste no le es indi­ferente. Le habla con ruegos y exhortaciones. Sin embargo, del alma del hijo mayor irrumpe como una corriente impe­tuosa que ha roto la presa que la contenía. Lo que está sucediendo en casa le parece provocador: el justo es pre­terido, el pecador desencadena la alegría. A sus ojos se contraponen «tantos años» de servicio fiel y «devorar tus bienes»; «no haber quebrantado jamás ninguna orden» y despilfarrar «con meretrices»; «nunca me diste un cabrito para celebrar alegremente una fiesta con mis amigos»

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y «matar para él el becerro cebado». También la miseri­cordia de Dios y su amor son misterios que no se pueden apreciar con criterios humanos. Jesús anuncia el reino de Dios que se acerca, que trae perdón y salvación, y lo anuncia revelando a Dios como Padre misericordioso.

31 Pero el padre le contestó: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas; 32 pero había que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado.

El padre se justifica. ¿Ha considerado el mayor lo que tiene recibido de su padre? Es para él un hijo querido — «hijito» se dice en el texto original—, ha gozado siem­pre del amor del padre, ha vivido en comunión con él. Él no pierde nada de la parte que le corresponde, se le ratifica la propiedad de lo que era de su padre. ¿Se le hace acaso injusticia porque el padre sea bondadoso con el otro hijo? (Mt 20,15) ¿Pierde él acaso algo con esta bondad?

Por los tres bienes que enumera el padre se deja entre­ver la alianza de Dios con su pueblo: hijo mío, pueblo mío; yo contigo, tú conmigo; comunidad de bienes. La nueva economía de la salud que trae Jesús vuelve a restaurar la primera, ahondándola y perfeccionándola. Su sangre esta­blece la nueva alianza (22,20) que confiere el perdón de los pecados: «Les perdonaré sus maldades, de las que no me acordaré más» (Jer 31,34).

La voluntad de Dios exige que se celebre la fiesta con júbilo. Se trata del hermano. El mayor sólo se preocupa por la ley, pero carece de amor fraterno. Ahora bien, según el mensaje de Jesús, este amor es el núcleo de la ley y de la voluntad de Dios. Una vez más vuelve a emer­ger lo que habían descubierto ya los conflictos sabáticos

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(14,5). Los fariseos guardan el reposo sabático, pero des­cuidan el amor fraterno. Dios, en cambio se glorifica con las obras de misericordia y de amor.

Si se perdona demasiado fácilmente el pecado, ¿no se impondrá éste como una oleada que todo lo inunda? El anuncio del gozo del Señor por la conversión del pecador ¿no será una catástrofe para la moralidad? ¿No es cierto que la predicación de Jesús que proclama la misericordia de Dios con los pecadores representa una amenaza para el orden moral? En las palabras de Jesús se muestran dos poderes de orden: la conversión y el amor fraterno. El hijo pródigo efectúa la conversión, el retorno al pa­dre; el hijo mayor es conducido al amor fraterno. En la conversión y en el amor fraterno se revela el comienzo del reino de Dios y del tiempo de la salud. La predicación de los apóstoles, bajo el impulso del Espíritu Santo, lleva a la conversión e incorpora a la comunidad de los que están congregados en el nombre de Jesús y forman un solo co­razón y una sola alma (cf. Act 2,37-47). La conversión a Dios y el amor fraterno son las fuerzas fundamentales del orden moral.

También la antigua Iglesia hubo de preocuparse por esta cuestión: ¿Cómo hay que tratar a los pecadores en el santo pueblo de Dios? En el Evangelio de Mateo hay un orden de este procedimiento, que es de naturaleza jurídica: corrección fraterna en privado, presentación de testigos, juicio ante la comunidad reunida, exclusión de la comu­nidad (Mt 18,15-17). Lucas muestra el camino de la mi­sericordia y de la bondad con amor. Ambos caminos tienen en común que se remontan a Jesús, ambos están arraiga­dos en la proclamación del alborear del reino de Dios. La realeza de Dios es juicio y misericordia.

En la parábola del hijo pródigo se menciona tres veces el banquete festivo. Cuando la comunidad se congrega

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para celebrar el banquete eucarístico hace memoria de la acción salvadora y perdonadora de Dios por Jesús (22,10; ICor 11,26) en el júbilo de la salvación (Act 2,46). La comunidad era una vez «no pueblo», ahora en cambio es pueblo de Dios; una vez estaba sin gracia, ahora en cambio está agraciada (IPe 2,10). En el banquete del Señor se da la sangre del Señor «para el perdón de los pecados» (Mt 26,28) y con gozosa acción de gracias se celebra la nueva economía salvadora y la reintegración en la filiación divina.

La narración de la parábola se interrumpe sin decir lo que piensa hacer el padre con el hijo mayor. Jesús no celebra juicio, sino que ofrece la salvación. Quiere también salvar a los fariseos. Todos tienen necesidad de conver­sión, los pecadores y también los que se tienen por justos (18,9-14). «Todos estamos bajo pecado» (Rom 3,9).

5. HIJOS DE ESTE MUNDO (16,1-17-10).

El pecado no impide salvarse, supuesto que se efectúe la con­versión. ¿Cuáles son, pues, los obstáculos para salvarse? Esta sec­ción parece dar la respuesta a esta pregunta. Se divide en dos subsecciones de análoga estructura: 16,1-18 y 16,19-17,10. Cada subsección comienza con un relato seguido de aplicaciones. La pri­mera subsección se cierra con palabras dirigidas a los fariseos, que exigen un cumplimiento radical de la ley (16,14-18); la segun­da termina con palabras dirigidas a los apóstoles relativas a la fe (17,5-10). El primero de los dos relatos muestra cómo puede el hombre servirse de sus bienes para la salvación, la segunda mues­tra cómo con los mismos puede acarrearse la ruina. En cada uno de los dos aparecen tres figuras. En la primera el terrateniente, el administrador y los deudores; en la segunda el rico, el pobre y Abraham. En la primera, el administrador da, y de esta manera se prepara un porvenir; en la segunda, el rico no da, y así se acarrea la ruina.

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La propiedad y el hecho de tomar esposa impidieron a los invitados acudir al gran banquete a la hora señalada. El segui­miento radical de Jesús es renuncia a la propiedad y a la familia (14,25-34). Sin embargo, no a todos se exige este seguimiento radical. De todos modos, sin renunciar a algo es imposible ser verdadero discípulo de Cristo. Esta nueva sección doctrinal puede llevar por título: Hijos de este mundo (16,8), ya que se trata de la cuestión: ¿Cómo puede el discípulo de Jesús — cuyos pensamientos deben estar en lo alto, donde reina Cristo (Col 3,1)— defenderse contra los asaltos del mundo, que quiere apararlo totalmente? «Todo lo que hay en el mundo — los deseos de la carne, los deseos de los ojos y el alarde de la opulencia (la ilusión de creer que toda salvación depende solamente del hombre) — no proviene del Padre, sino que procede del mundo» (Un 2,16). A estas tres cosas se opone el orden en la administración de los propios bienes (los dos relatos con sus aplicaciones), la nueva ordenación de la ley del matrimonio (16,18), la humildad (17,10). Una composición análoga se halla también en Mateo (19,2-20). Allí tenemos el mismo pro­blema, la misma manera de tratarlo y la misma conclusión: La salvación es don de Dios, al que el hombre no tiene derecho alguno, aun cuando haya cumplido con lo exterior; en ambos casos se emplea diferente material de tradición.

a) El administrador infiel (16,1-13).

la Decía también a los discípulos:...

En presencia de los fariseos y de los escribas (15,2) se habla del gozo de Dios por el retorno y conversión de los pecadores. Los publícanos y los pecadores oyen esta buena nueva. Están presentes también muchos que marchan con Jesús. Ahora se dirige Jesús a los discípulos, a los que están resueltos a aceptar su palabra y a seguirla. También éstos tienen necesidad de instrucción que les penga en claro lo que es necesario para alcanzar la gloria que se halla al final de la marcha.

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lb Había un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue denunciado ante su dueño como malversador de sus bienes. 2 Lo llamó, pues, y le dijo: ¿Qué es lo que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu gestión, porque ya no podrás seguir administrando mis bienes.

El rico es terrateniente, probablemente extranjero. Ex­plota sus bienes por medio de un administrador nativo, que está autorizado a obrar con gran margen de autono­mía, pero que tiene que rendir cuentas al dueño. A este administrador lo han denunciado — con razón o sin ella — ante su señor como malversador de sus bienes. Para el señor es esta denuncia más que razón suficiente para pedirle cuentas al administrador. Hay que entregar documentos, recibos, facturas, pues entonces no se conocía una conta­bilidad en regla. Al mismo tiempo se notifica su cese al administrador. La pregunta que le dirige el dueño da claramente a entender que está muy disgustado y que ha decidido despedirlo. Al administrador se le presenta una situación nada halagüeña.

3 El administrador dijo entonces para sí: ¿Qué voy a hacer, ahora que mi señor me quita la administración? Para cavar, ya no tengo fuerzas; pedir limosna, me da ver­güenza. 4 Ya sé lo que tengo que hacer, para que, cuando quede destituido de la administración, las gentes me reciban en sus casas.

El diálogo que entabla el administrador consigo mismo revela el apuro en que se halla. Ha perdido el buen nom­bre. No puede ni pensar en «una buena colocación». Para trabajos pesados le faltan ya las fuerzas, el decoro no le permite mendigar. Se pone a considerar como el que quería construir la torre y como el rey amenazado por una guerra.

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Decide «perdonar», y así le darán buen trato a él. ¿Qué hay que hacer para asegurarse el porvenir? La gran cues­tión en la peregrinación de la vida.

Al administrador no le atormentan escrúpulos de con­ciencia. Todavía tiene en la mano la posibilidad de crearse amigos que le queden obligados, que le ofrezcan albergue. Todavía es administrador, que puede negociar con lo que se le había confiado. Sólo le preocupa salvar su existencia futura.

No pierde un minuto; el momento crítico impone una acción rápida. La proclamación del tiempo final pone el sello a la parábola.

5 Y llamando uno por uno a los deudores de su señor, preguntó al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? 6 Éste contestó: Cien medidas de aceite. Entonces le dijo él: Pues toma tu recibo, siéntate ahí y escribe en seguida que son cincuenta. 7 Después preguntó a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Éste contestó: Cien medidas de trigo. Él le dice: Toma tu recibo y escribe que son ochenta.

Los deudores son mayoristas, que tienen facturas atra­sadas. En la parábola sólo se presenta a dos deudores. El trigo y el aceite eran los principales productos de la tierra en Palestina. Cien medidas (bat, en el texto original) de aceite eran la cosecha de 140-160 olivos, una cantidad de unos 365 litros. Cien medidas (cor) de trigo se pueden cosechar poco más o menos en 42 hectáreas de tierra, es decir, unos 360 hectolitros. Al primero le rebaja el admi­nistrador el 50 % de la deuda, al segundo el 20 %. En cuanto al valor, la suma es bastante parecida, unos 500 denarios. El denario de plata era el jornal ordinario de un trabajador del campo (Mt 20,2-13). El estilo narrativo oriental tiene preferencia por los grandes números. Dado

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que el administrador quiere asegurarse un largo porvenir, no puede contentarse con poco, tiene que atreverse a mucho.

8 Y alabó al señor administrador infiel, por haber obrado con tanta sensatez. Pues los hijos de este mundo son más sensatos en el trato con los suyos que los hijos de la luz.

¿Quién es el señor que alaba al administrador? ¿El te­rrateniente? ¿Será éste tan poco egoísta, será capaz de tanto humorismo que se permita alabar la sagacidad del administrador infiel? El señor es Jesús (7,6; 11,39). Ahora bien, ¿cómo puede Jesús alabar por su sagacidad a este estafador tan redomado y tan ladino? La narración no es una historia, sino una parábola, ¿Dónde está su quid, su moraleja?

El objeto de la alabanza no es la taimada pillería y la desvergüenza del estafador, sino la audacia y la resolución con que se saca partido del presente con vistas al futuro; no lo es el fraude en cuanto "tal, sino la ponderada previ­sión para el futuro, mientras todavía hay tiempo. Al admi­nistrador se le llama administrador «infiel», administrador fraudulento, injusto, sin conciencia. Las parábolas tratan de despertar la atención, de forzar a plantearse problemas.

Es sensato el discípulo que cuenta con que el Señor ha de venir y ha de pedir cuentas (12,42-46), el que no vive sencillamente al día, sino que conoce el imperativo del momento, el que procede con valor y decisión a fin de poder triunfar al fin, el que perdona a fin de poderse asegurar el porvenir. La parábola es un llamamiento escatológico: sé prevenido, y en esta última hora piensa en tu futuro del tiempo final.

Como una acusación suenan las palabras de Jesús cuan­do declara: Los hijos de este mundo son más sensatos que los hijos de la luz. «Este mundo» está bajo la influencia y el

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dominio de Satán, príncipe (Jn 12,31) y dios de este mundo (2Cor 4,4). Los hijos de este mundo sólo se dejan guiar por los principios y los intereses de los hombres distancia­dos de Dios. No se preocupan de Dios y de su voluntad, ni de sus promesas y amenazas para el futuro. Para ellos la vida no tiene más objeto que este mundo. Se ponen bajo el influjo de Satán y constituyen su séquito y su reino. En cambio, los hijos de la luz se dejan guiar por la luz en su modo de pensar y de obrar. «Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz» (Jn 12,36). Luz es Dios (Un 1,5), luz es Cristo (Jn 8,12), luz es la gloria de Dios (Mt 17,2). Los cristianos son hijos de la luz. «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas» (lTes 5,5). «En otro tiempo erais tinieblas; mas ahora, luz en el Señor» (Ef 5,8). El administrador infiel es un hijo de este mundo. Se deja guiar por el cuidado de su existencia terrena. Con valor, con resolución y sin escrúpulos aprovecha lo que le puede proporcionar ventaja para su vida de la tierra. Los hijos de la luz tienen ojos que ven lo que es la vida, el hombre, el mundo delante de Dios. En la fe en la palabra de Dios reconocen el mundo futuro que se descubre tras el presente, el reino de Dios con todas sus promesas, la vida eterna. En cambio, los hijos de la luz, comparados con los hijos de este mundo, son irresolutos y flojos en su acción cuando se trata de cuidar de su espléndido futuro. Jesús tiene razón de quejarse.

No en todos los sentidos son los hijos de este mundo más sensatos que los hijos de la luz. Son más sensatos... en el trato con los suyos, con la generación que es la suya, en la esfera de los asuntos de la tierra, en la vida económi­ca y de los negocios, dondequiera que se trate de procu­rarse una vida vivible. En una cosa no son sagaces: su mirada no se extiende más allá de lo de la tierra, no

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reconocen el mundo futuro. Sagaz, tal como lo entiende Cristo, sólo es aquel que no se sumerge de tal modo en la existencia terrena que olvide que se acerca el reino de Dios. Es sagaz «el criado a quien su señor, al volver, lo encuentra haciendo así» (es decir, dedicado fielmente a su servicio) (12,42ss).

9 Y yo os digo: mediante el Mamón injusto procuraos amigos, para que, cuando éste deje de existir, os reciban en las tiendas eternas.

El administrador infiel se aprovecha de los bienes que administra para hacerse amigos que se interesen por él cuando ya no pueda ser administrador. El discípulo de Cristo debe también, como el administrador, procurar, con sus bienes, ganar amigos que intervengan en su favor a la hora de la muerte, en la cual los bienes de la tierra pierden su valor (12,20). Gana amigos, con sus bienes, el que los emplea para hacer limosnas. «Vended vuestros bienes para darlos en limosna. Haceos de bolsas que no se desgastan, de un tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrón que se acerque ni polilla que corroa» (12,33). Las limosnas y las obras de caridad son intercesores cerca de Dios, ha­cen al hombre digno de ver la faz de Dios y dan partici­pación en el mundo futuro. Así se pensaba en el pueblo de Jesús.

La riqueza se llama Mamón («lo que es seguro y da seguridad») *. Los hombres creen que con el dinero y los bienes pueden asegurar su existencia (12,15s). Pero la riqueza no cumple lo que promete. Jesús la llama «Ma­món injusto» también (16,11). Con frecuencia su adqui­sición y su empleo van acompañados de injusticia. «Entre

* Cf. H. HAAG - A. VAN DEV BORW - S. DE AUSRJO, Diccionario de ¡a Biblia,

Herder, Barcelona *1967, col. l lS l s . Nota del traductor.

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NT, Le II , 6

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el comprar y el vender se hinca el pecado» (Eclo 27,2). Para adquirir las posesiones y para aumentarlas se perju­dica al otro. El que confía en las posesiones se hace su esclavo y no puede ya servir a Dios (Mt 6,24), incurre en «injusticia», en pecado.

Dios recibe en las tiendas o tabernáculos eternos a los que practican el bien. «En casa del Padre celestial hay muchas moradas» (Jn 14,2). Cuando habla Jesús de la vida del más allá se expresa con frecuencia en el lenguaje de su ambiente, en el que también se decía: «Vi otra visión: las moradas de los justos y los lugares de reposo de los santos. Aquí vi yo con mis propios ojos sus moradas con sus ángeles justos y sus lugares de reposo con los santos, y éstos imploraban, intercedían y oraban por los hombres» (Henoc 39,4s).

10 El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y el que es infiel en lo poco, también lo es en lo mu­cho. n Si, pues, no habéis sido fieles en el Mamón injusto, ¿quién os confiará el verdadero bien? 12 Y si no habéis sido fieles en lo ajeno, ¿quién os dará lo nuestro?

Al administrador se le exige que sea fiel (12,42; ICor 4,2). El administrador de la parábola no era fiel, sino injusto. Despilfarró los bienes que le había confiado su señor y los utilizó para sus propios fines con perjuicio de su dueño. El Señor no alaba la infidelidad del administra­dor, como si tal proceder rufianesco fuera sensato. El que tiene posesiones no es en todo caso más que administrador, puesto que el propietario de nuestros bienes es Dios. Los bienes que nos han sido encomendados deben administrarse fielmente, conforme a la voluntad de Dios.

Los bienes de la tierra no son el don supremo que Dios nos confía. Es solamente lo poco, no mucho. Mucho es lo

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auténtico, en lo que podemos basarnos y apoyarnos, lo ve­nidero, la participación en el reino de Dios, la vida nueva, eterna. Los bienes de la tierra son sólo poco; no pueden asegurar verdaderamente la vida. No pueden impedir la muerte (12,22-31), ni siquiera añadir lo más insignificante a la duración de la vida y a la estatura (12,25). Sólo al que sabe administrar debidamente lo poco, se le confía lo mucho. Si no sois fieles en lo pequeño, ¿quién os dará lo grande? (cf. Mt 25,21). Dios da los futuros bienes celes­tiales sólo al que administra fielmente los bienes de la tierra conforme a su voluntad.

El Mamón es lo ajeno; el reino de Dios, la nueva vida, es lo nuestro17. Nosotros los hombres, que sólo existimos una vez, no confiamos lo nuestro, a lo que está apegado nuestro corazón, y lo que nos es'caro y precioso, a un hombre que ni siquiera sabe administrar lo extraño, que no tiene profunda relación con nosotros. Si Dios nos da su reino y participación en su vida, nos da de lo suyo, en lo que él mismo, para hablar de Dios en términos humanos, está interesado. El Mamón le es ajeno, no tiene con él ninguna relación personal. Si nosotros no administramos fielmente lo ajeno, ¿cómo nos confiará Dios lo nuestro, como él lo llama? Mediante la fidelidad en la administración de los bienes terrenos se prueba al discípulo, para ver si es apto para recibir los bienes del mundo futuro.

13 Ningún criado puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No podéis servir a Dios y a Mamón.

17. Hay manuscritos en que se lee «lo mío», otros «lo vuestro»; lo mío es lo que pertenece a Jesús y lo que él da, el reino de Dios (22,28s); lo vuestro es también el reino de Dios, la vida eterna, que verdaderamente nos pertenece a nosotros, cuando Dios nos lo da; estos dones son, en efecto, inamisibles (vida «eterna»).

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El discurso sobre el reino y el capital se cierra con una palabra de amonestación. El servicio de Dios y el culto a la riqueza son dos cosas incompatibles. Dios y las riquezas reclaman al hombre entero, cada uno por su lado. Dios quiere ser amado «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (10,27). Como muestra la experiencia, también la riqueza absorbe al hombre entero. Dinero, propiedad, ganancia encadenan al hombre, absorben sus fuerzas, lo dominan. ¿Cómo se puede conciliar tal servicio a dos señores, cada uno de los cuales exige entrega completa? ¿Puede un esclavo servir como esclavo a dos amos? Cada uno de los dos amos puede a cada momento exigir un servicio total. Nadie es capaz de prestar tal servicio simultáneo a dos señores. Las pa­labras de Jesús tienen por imposible un compromiso doble: servir a Dios y servir a Mamón; exigen una decisión; servir a Dios o servir a Mamón.

¿Qué elección se ha de hacer, qué decisión se ha de tomar? Dios es una realidad que no admite concurrencia. El que se halla ante la alternativa de decidirse por Dios o por el Mamón, debe decidir entre estas dos cosas: amar a Dios u odiarlo, despreciarlo o adherirse a él. Ahora bien, ¿quién querrá postergar a Dios, despreciarlo, odiarlo? Las palabras de Jesús invitan a reflexionar, causan inquietud, quitan la «bienaventuranza» de poseer. En el poseer hay peligro de que esto quite al hombre la libertad de seguir la llamada y la palabra de Dios: «Lo que cayó en zarzas son los que oyeron; pero con las preocupaciones y las ri­quezas y los placeres de la vida, se van ahogando y no llegan a madurar» (8,14).

Lo que Jesús dijo sobre la administración de los bienes y de las posesiones halla eco y explicación en las palabras de la primera carta a Timoteo: «A los ricos de este mundo, recomiéndales que no sean altivos, ni pongan su esperanza

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en cosa tan insegura como la riqueza, sino en Dios, que nos provee de todo espléndidamente para nuestra satisfac­ción; que practiquen el bien, que se hagan ricos en buenas obras, que sean generosos, dadivosos, atesorando así para sí mismos un buen capital para el futuro, hasta lograr la auténtica vida» (ITim 6,17ss).

b) Los fariseos aficionados al dinero (16,14-18).

14 Estaban oyendo todo esto los fariseos, qué son afi­cionados al dinero, y se burlaban de él. 15 Pero él les dijo: Vosotros os presentáis como justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestro corazón; porque aquello que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios.

Los fariseos pasaban por aficionados al dinero. Jesús les echa en cara que devoran las casas de las viudas (20,47). En la secta de Qumrán se los llama «gente embustera, que tiene puesta la mira en pasarlo bien y vivir en la abundancia». Del doctor de la ley Jokcanán (t 287) se ha transmitido esta sentencia: «Los miembros dependen del corazón, el corazón depende de la bolsa.» Entre los fariseos, la pobreza es mirada como una maldición. La riqueza es premio de la religiosidad, la pobreza es castigo1 por el pecado. «Riquezas, honra y (larga) vida son premio de la humildad y del temor de Yahveh» (Prov 22,4). Quien impugna la riqueza de los fariseos, pone también en duda su fidelidad a la ley y su moralidad. Jesús osa hacerlo y trastorna su doctrina. Él va de una parte a otra como pobre (8,1), predica la renuncia a las posesiones y declara bien­aventurados a los pobres, mientras que lanza conminaciones — «¡ay de vosotros!» — contra los ricos. En favor de ellos hay una larga tradición. Se burlan de él y lo desprecian.

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Los fariseos, aficionados al dinero, aseguran su vida mediante las riquezas, y su existencia delante de Dios me­diante «obras de justicia»: no olvidan la ley y hacen buenas obras. Se tienen por justos y están convencidos de que también Dios aprueba este dictamen. Por sus riquezas reconocen que Dios confirma su parecer. Jesús, en cambio, desbarata este juicio y este modo de pensar, destruye su seguridad, reduce a escombros su construcción religiosa, tras la que se atrincheran. Dios mira al corazón, a las inten­ciones de que proceden las obras. No buscan a Dios, sino su honra, se buscan a sí mismos (Mt 16,1-18). Al que Dios hace justo, ese es justo en verdad. Ahora bien, Dios sólo hace justo al que es pequeño ante Dios. Lo que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios, impuro y repug­nante como un ídolo. «El hombre será humillado, abatidos los varones, y bajados los ojos altivos» (Is 15,5). Por Jesús invierte Dios el juicio de los fariseos: «Gloríese el hermano humilde en su exaltación, y el rico en su humillación, porque pasará como flor de heno» (Sant l,9s). La primera bien­aventuranza del sermón de la montaña resuena en estas palabras: «Bienaventurados los pobres» (6,20), «Bienaven­turados los pobres en el espíritu» (Mt 5,3).

16 La ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia el Evangelio del reino de Dios, y cada uno entra en él a viva fuerza. 17 Pero es más fácil que pasen el cielo y la tierra, que una tilde de la ley caiga.

Los fariseos se mofan de la novedad de la predicación de Jesús. No reconocen la hora de la historia de la salva­ción que ha sonado con él. El primer período de esta historia, el tiempo de la ley y de los profetas, el tiempo de la promesa, terminó con Juan Bautista. Ahora se pro­clama el reino de Dios como buena nueva y victoria. Ha

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llegado el tiempo de la realización; con Jesús está presente la salvación prometida. Jesús saca a la luz la nueva época (4,16ss).

Todos se esfuerzan por entrar en el reino de Dios y cada cual emplea todas sus fuerzas para salvarse. Aquí asoma de nuevo la imagen del combate (13,24). En el espí­ritu de su obra histórica ve Lucas cómo una gran muche­dumbre de gentes aceptan la buena nueva y se esfuerzan por alcanzar la salvación pese a las angustias y a las persecu­ciones. Su evangelio muestra cómo el pueblo, los publícanos y los pecadores se lanzan por este camino que está abierto a todos, en oposición contra los dirigentes del pueblo. Los Hechos de los apóstoles estarán precisamente penetrados de la idea de que la hora de salvación ha sido comprendida y aprovechada por los gentiles, por todos y cada uno. El entusiasmo y el júbilo que resuena en este «cada uno» muestra que no hay barreras que cierren el camino de la salvación. Pero, con todo, no se debe silenciar que es necesario esforzarse por entrar, que sólo a viva fuerza se puede entrar en el reino de Dios. El radicalismo de Jesús tiene sentido porque se ha iniciado el tiempo decisivo. Nadie puede hurtar el cuerpo a la decisión por la doctrina de Jesús. Cada uno se ve en la necesidad de imponerse es­fuerzos con resolución. También el fariseo, pese a que éi se tiene por justo, debe obedecer al imperativo de esta sentencia.

Los fariseos se tienen por justos. Están convencidos de que conocen y observan exactamente la ley. ¿Está justifi­cada esta idea que se forman de sí mismos? Su celo por la ley ¿no los autoriza a burlarse del radicalismo de Jesús? ¿Qué sé les puede reprochar? El mundo del reino de Dios y su presencia por Jesús no abroga la ley. El cielo y la tierra, lo más permanente que conoce el hombre, pasarán antes de que cese la ley de Dios y pierda su vigor la volun-

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tad de Dios contenida en ella. Era necesario repetir esto contra aquellos que, llenos de entusiasmo por el alborear de los tiempos nuevos, querían deshacerse de todas las ataduras.

Por el hecho de tomar Dios posesión de su reino, se cumple la voluntad de Dios contenida y expresada en la ley. Ésta se realiza ahora tan radicalmente, que no se des­cuida el menor detalle (la tilde es el adorno más pequeño que acompaña a diferentes letras hebreas). En el reino de Dios se impone plenamente la voluntad de Dios, pero también se exigen los mayores esfuerzos para que se cumpla completamente. La mutación, el paso decisivo del tiempo de las promesas al tiempo de la realidad es también la mu­tación decisiva en la entrega a la voluntad de Dios. El hombre no puede conservar ni reservarse para sí la más pequeña parte de su ser: todo, hasta las profundidades de su personalidad (corazón) debe estar disponible para la voluntad de Dios.

La ley bien entendida se mantiene en vigor, es superada por Jesús y se incorpora a la gracia del reino de Dios, que actúa omnipotentemente. Por eso puede también decir Je­sús: «Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20).

18 Todo el que despide a su mujer y se casa con otra, comete adulterio, y el que se casa con la despedida por su marido, comete adulterio.

La ley veterotestamentaria no se suprime, sino que la apremia el alborear del tiempo de la salud. La voluntad de Dios contenida en ella se hace valer sin concesiones a la flaqueza humana.

El Antiguo Testamento conoce la posibilidad del di­vorcio: «Si un hombre toma una mujer y llega a ser su

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marido, y ésta luego no le agrada, porque ha notado en ella algo de torpe, le escribirá el libelo de repudio, y ponién­doselo en la mano, la mandará a su casa» (Dt 24,1). Cuan­do existía el motivo de divorcio — algo torpe — y se había entregado el libelo de repudio, quedaban libres ambos, el hombre y la mujer, y ambos podían casarse de nuevo. Una escuela de doctores de la ley en tiempos de Jesús había interpretado tan ampliamente el motivo de divorcio, que por aquellos días todo matrimonio podía ser disuelto. En efecto, «un motivo cualquiera» era suficiente para el divorcio (cf. Mt 19,3).

Jesús, en cambio, proclama la indisolubilidad del ma­trimonio. Aunque se entregue el libelo de repudio, éste ha perdido su fuerza jurídica, y el matrimonio sigue exis­tiendo. Por consiguiente, el nuevo matrimonio de los di­vorciados se equipara al adulterio. Ambos hombres incurren en culpa: el que toma una nueva esposa, y el que toma por esposa a la mujer divorciada. Ambos obran contra la san­tidad del matrimonio.

Los fariseos se tienen por justos porque observan la ley de Dios. Dios, sin embargo, exige una justicia que es mayor que la de los escribas y fariseos (Mt 5,20). Jesús les echa en cara que abandonan el precepto de Dios para conservar tradiciones de los hombres (Me 7,8). Además, la ley del Antiguo Testamento no es la expresión acabada de la voluntad de Dios. Jesús es quien, al anunciar el reino de Dios, pone también de manifiesto la voluntad de la ley. Dado que ha sonado la hora escatológica, interviene Jesús, sin cuidarse de las condiciones y dificultades de este mun­do, sin consideraciones con la flaqueza humana en relación con la voluntad de Dios, y presenta las exigencias de Dios en toda su integridad, exentas de todo compromiso.

El mensaje de Jesús va hasta la raíz de las exigencias de la ley. Él eliminó las concesiones a la flaqueza humana,

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como en el caso del juramento (Mt 5,33-37), y con más consecuencias en el caso del divorcio (Mt 5, 31s), y en la forma más tajante cuando se trata de no tomar represalias (Mt 5, 38-42) y del amor a los enemigos (Mt 5,43-48). De entre todos estos imperativos destaca Lucas únicamente la indisolubilidad del matrimonio. ¿Qué es lo que le mueve a ello? Los hombres que habían sido invitados al banquete no acudieron por causa de los bienes y de la mujer (14,20). Debido a la dureza de corazón de los judíos había tolerado Dios la disolución del matrimonio en el Antiguo Testamento (Mt 19,8). El apego a los bienes y el apego a la mujer son un obstáculo para la docilidad del corazón humano frente a la llamada de Dios. Esta docilidad se ha de lograr radicalmente gracias a la pobreza y a la virginidad (Mt 19,12.21). El estadio que precede al desprendimiento total de la propiedad y del matrimonio por razón del reino de Dios es la fiel administración de los bienes por medio de limosnas y la observancia de la indisolubilidad del matri­monio. Ambas cosas, el hacer el bien y el matrimonio indi­soluble son distintivos de los discípulos de Jesús. Así entra el discípulo a viva fuerza en el reino de Dios. De esta manera debe cada día dar de nuevo prueba de sí mismo y optar por el llamamiento de Dios, nunca puede decir que lo ha hecho ya todo.

c) El rico epulón (16,19-17,4).

19 Había un hombre rico^ que se vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. 20 A su puerta yacía un pobre, llamado Lázaro, lleno de llagas, 21 el cual deseaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico, y hasta los perros se acercaban para lamerle las llagas. 22 Sucedió, pues, que el pobre murió, y ¡os án-

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geles lo llevaron al sena de Abraham. Pero murió también el rico, y fue sepultado. 23 Y en el abismo, estando en me­dio de tormentos, levantó los ojos y vio desde lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. 24 Entonces gritó: Pa­dre Abraham, ten compasión de mí, y envía a Lázaro para que, mojando en agua la punta del dedo, venga a refres­carme la lengua; que estoy sufriendo horrores en estas llamas. 2S Pero Abraham le contestó: Hijo, acuérdate de que ya recibiste tus bienes en tu vida, mientras Lázaro, en cambio, los mates; ahora, pues, él tiene aquí el consuelo, mientras tú el tormento. 26 Y además de todo esto, entre nosotros y vosotros ha quedado establecido un inmenso vacío, de suerte que los que quieren pasar de aquí a vos­otros, no puedan; ni tampoco atravesar de ahí a nosotros.

Se ha alcanzado ya la primera cima de la narración. Con una imagen de gran dramatismo se representa lo que significan las conminaciones lanzadas a los ricos que están hartos y que ríen, así como las bienaventuranzas de los desheredados, de los que tienen hambre y de los que lloran (6,20ss). Lo que aquí se relata es una amonestación a los ricos y un consuelo para los pobres. Para el rico cada día es una fiesta regocijada, un espléndido banquete. Todos los días se viste de fiesta: la indumentaria exterior es de lana adornada de púrpura fenicia, la interior, de lino finísimo importado de Egipto a Palestina. Las comidas son de fiesta. Este rico puede permitirse aquello con que soñaba para el futuro el rico labrador: «Descansa, come, bebe, y pásalo bien» (12,19).

El reverso de la medalla, la contrapartida, es el pobre. Cubierto de llagas está echado a la puerta que lleva al palacio del rico; allá es llevado todos los días. El hambre lo atormenta. En las casas acomodadas se utilizan en la comida las migajas para limpiarse las manos y luego se tiran

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debajo de la mesa. El pobre suspira por ellas con avidez, pero nadie se las da. Los perros medio salvajes que vagan por las calles le lamen las llagas, sin que el pobre hombre pueda impedirlo. El nombre del pobre es Lázaro, el-azar, que quiere decir: Dios ayuda. Es uno de esos pobres que llevan su miseria con paciencia y confianza en Dios, que sólo pueden soportar su existencia porque se fían de Dios; es uno de esos que en los salmos y en las palabras de los profetas son consolados con las promesas de Dios, de esos a quienes van dirigidas las bienaventuranzas del sermón de la montaña.

El rico vive como si no existiera Dios. Lo tiene todo. ¿Qué falta le hace Dios? No ve a Dios, no ve al pobre. Vive a sus anchas, nadando en el placer y en la abundancia. No está contra Dios, ni tampoco oprime al pobre. Única­mente está ciego para no ver a Dios, al pobre, «a Moisés y a los profetas».

El relato hace hincapié en lo que viene después de la muerte. Ambos mueren, el rico y el pobre. Del pobre y del rico se dice la misma palabra; «murió»; esto es común a los dos. En la muerte son los dos iguales. Sigue el entierro. Todavía una última diferencia. El rico es sepultado con pompa y fasto. El entierro del pobre no se cuenta, ni se menciona, porque ni siquiera era digno de mención. Sin embargo, ha comenzado ya la gran mutación. Los ángeles se lo llevan. «Cuando un justo pasa de este mundo al otro, le salen al encuentro tres coros de ángeles puestos a su servi­cio.» Llevan al pobre al banquete celestial. Allí recibe un puesto honorífico a la derecha del padre de familia, Abra-ham (Mt 8,11). El rico va después de su muerte al mundo inferior (el hades), que aquí se entiende como lugar de castigo y de tormento. Los muertos se hallan en lugares diferentes, según que en su vida terrena cumplieran o no la voluntad de Dios. La existencia del hombre no se res-

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tringe a la vida de la tierra, sino que perdura todavía después de la muerte. La historia narrada traza las líneas que van del ahora al entonces, indicando lo que significa lo presente para el futuro. Hay todavía algo más que el bienestar de la vida de la tierra.

El rico se halla en el lugar del tormento, Lázaro sentado a la mesa del banquete celestial, en el seno de Abraham (se comía recostado), en el lugar de la felicidad y bienaven­turanza. «Tras el juicio aparece el foso de los tormentos, y enfrente el lugar de refrigerio, se hace visible el horno del infierno, y enfrente la dicha del Edén (del Paraíso)», así se expresa el cuarto libro de Esdras (7,36). De un lugar al otro se pueden ver y hablar los unos con los otros. En el mundo inferior puede el rico levantar los ojos y ver a Abraham desde lejos. Según el libro mencionado, las almas de los reprobos se ven atormentadas porque observan cómo hay ángeles que en profundo silencio guardan las moradas de las otras almas (4Esd 7,85). Lo que dice Jesús en esta narración acerca de la vida de ultratumba se ins­pira en las ideas de su ambiente. No quiere decir que el otro mundo sea así en realidad. La historia del rico epulón no es una «guía de viaje» del más allá. Jesús utiliza las imágenes tradicionales para anunciar su doctrina de forma más gráfica y penetrante.

El pobre está sentado a la mesa del banquete; el rico, lejos, está atormentado; el pobre goza del puesto de honor, el rico sufre una sed terrible; el pobre está harto, el rico ansia poder humedecer su lengua seca con un poco de agua. A los impíos les aguardan «sed y tormentos» (4Esd 8,59). El que sufrió en su vida terrena es consolado; el que gozó es atormentado. Esto suena como si en el más allá todo se,redujera a un reajuste de las suertes de la tierra. Ahora bien, ¿por qué es atormentado el rico? ¿Sólo porque fue rico? ¿Por qué es dichoso el pobre? ¿Sólo porque fue po-

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bre? La primera parte de la narración necesita ser com­pletada. La primera cima reclama la segunda.

La suerte del rico en el más allá es desesperada. Los judíos estaban convencidos de que su padre Abraham podía con su intercesión librarlos incluso del infierno. «Los que caminan por el valle de lágrimas son los que en esa hora son juzgados en el Gehinnon (el infierno); luego viene nues­tro padre Abraham, los hace subir y los acoge.» El rico avariento clama en su tormento a su padre Abraham. ¡En vano! Entre el lugar del tormento y el lugar de la bien­aventuranza hay un foso infranqueable: no hay intercesión que salve, no se puede esperar cambio de morada. Está desbaratada toda esperanza.

27 El rico respondió: Ruégoíe siquiera, padre, que lo envíes a casa de mi padre — 28 porque tengo cinco herma­nos —, con el fin de prevenirlos, para que ellos no vengan también a este lugar de tormento. 29 Pero Abraham le re­plica: Ya tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen. 30 Éi insistió: No, padre Abraham; si, en cambio, se presen­ta a ellos alguno de entre los muertos, se convertirán. 31 Pero Abraham le dijo: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de entre los muertos se dejarán persuadir.

Ahora aparece claro por qué es atormentado el rico. Disfrutó de la riqueza, se sentía seguro, no tenía órgano para percibir la constancia y el consuelo que se nos da por la Escritura (Rom 15,4), era sordo a la palabra de Dios y a su llamamiento. La riqueza y la vida en la abundancia habían vuelto ciego al rico, ciego para no ver a Dios, ciego para no ver al pobre, ciego para la otra vida; lo hicieron refractario al otro mundo. A las bienaventuranzas de los que por su aflicción ponen su esperanza en Dios y por ello

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tienen el corazón abierto a Dios, siguen las bienaventuran­zas de los que son accesibles a los hombres y a su miseria (cf. Mt 5,3-6; 5,7-10). Lázaro, que en su aflicción pone su esperanza en Dios, es admitido en el banquete del reino. La riqueza encierra peligros...

En Moisés y en los profetas, en la Sagrada Escritura, Dios nos dejó consignada su palabra, que quiere amones­tarnos, apercibirnos, iluminarnos y guiarnos para que no vayamos a dar en el lugar de los tormentos. «Y tenemos así más confirmada la palabra profética, a la que hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en vuestro corazón» (2Pe 1,19). Esta palabra lleva a reformar los pensamientos conforme a los pensa­mientos de Dios, es el comienzo del retorno a Dios y a la penitencia. El contenido de la Escritura es Jesucristo, su muerte y su resurrección (24,27.46). El que oye la palabra de Jesús y la sigue es preservado de la suerte del rico, ya que el fruto del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús es la penitencia y la conversión (Act 2,37s).

El que no escucha la Sagrada Escritura, tampoco se deja convencer aunque venga un mensajero del otro mundo. Incluso el mayor milagro, la resurrección de un muerto, sería en vano. Lázaro de Betania fue resucitado, y con ello se consumó el endurecimiento de los judíos hostiles a Cristo (Jn ll,46ss). Dios satisfizo el deseo del rico resu­citando a Jesús de entre los muertos. En él dio a los doc­tores de la ley y a los fariseos la señal que exigían al igual que el rico: «Esta generación perversa y adúltera reclama una señal, pero no se le dará más señal que la del profeta Jonás. Porque así como estuvo Jonás en el vientre del monstruo marino tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12,39s).

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El rico, que está en peligro de apoyarse en su riqueza y de fiarse de ella, tiene que cambiar de dirección y buscar la voluntad de Dios. Fruto genuino de tal cambio de direc­ción y de tal retorno a Dios es el amor al prójimo con obras (3,10s): «¿Sabéis qué ayuno quiero yo?, dice el Señor, Yahveh: Romper las ataduras de iniquidad, des­hacer los haces opresores, dejar ir libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo; partir tu pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu hermano» (Is 58,6s). La comunidad en la que pensaba ante todo Lucas tenía necesidad de la amo­nestación, como la consignó Santiago en una situación se­mejante: «Escuchad, hermanos míos queridos: ¿No escogió Dios a los pobres según el mundo, pero ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman? ¡Y vos­otros habéis afrentado al pobre!... Hablad y actuad como quienes han de ser juzgados por una ley de libertad. Pues habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia» (Sant 2,5.6.12s).

17 •' Luego dijo a sus discípulos: Es imposible que no haya escándalos. Pero ¡ay de aquel por quien vienen! 2 Más le convendría que le ataran alrededor del cuello una rueda de molino y lo arrojaran al mar, que escandalizar a uno solo de estos pequeñuelos. 3a ¡Tened, pues, cuidado de vosotros mismos!

En el Antiguo Testamento se sintió vivamente el pro­blema de que al rico que no se cuida de la ley de Dios le va bien, mientras que el pobre que pone su esperanza en Dios lleva una existencia miserable. «Estaban ya desli­zándose mis pies, casi me había resbalado. Porque miré con envidia a los impíos, viendo la prosperidad de los malos. Pues no hay para ellos dolores; su vientre está

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sano y pingüe... En vano, pues, he conservado limpio mi corazón y he lavado mis manos en la inocencia... Púseme a pensar para poder entender esto, pues era ciertamente cosa ardua a mis ojos; hasta que penetré en el secreto de Dios y puse atención a las postrimerías de éstos» (Sal 73). Tampoco en la antigua Iglesia fueron siempre tratados los pobres como los elegidos de Dios, como los alabados en la predicación del Evangelio (cf. Sant 2,5.12s). Pablo tuvo que escribir a la comunidad de Corinto: «Así pues, cuando os congregáis en común, eso no es comer la cena del Señor; pues cada cual se adelanta a comer su propia cena, y hay quien pasa hambre, y hay quien se embriaga... ¿Tenéis en tan poco las asambleas del Señor, que avergon­záis a los que no tienen?» (ICor 11,20-22). El rico sin piedad es un escándalo para los pobres. El discípulo de Jesús, el cristiano, debe ponerse en guardia para no dar escándalo.

El escándalo se siente como un poder personal, que pone obstáculos a la fe e induce a la apostasía. Los escán­dalos son hijos del demonio (Mt 13,38.41). El que se atiene firmemente a la fe en Cristo y cumple la voluntad de Dios proclamada por él, debe para ello resistir a los escándalos (Mt 7,23). Es imposible que no vengan los escándalos, pues forman parte del plan de Dios, por lo cual son necesarios (Mt 18,7). La predicación del Evangelio acarrea también escándalos. Sólo el tiempo de la consumación los des­arraigará (Mt 13,41).

Los escándalos se sirven del hombre para lograr su fin. Vienen por él cuando él se les ofrece como instrumento. Sobre tal hombre se pronuncia el ¡ay! de conminaciones proféticas. Su fin es la perdición eterna. El delito de que se hace reo el que se constituye en instrumento del escán­dalo, es enormemente grande. Su gravedad se muestra en el castigo excogitado para el seductor: Debe ser arrojado

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\'T. Ir II. 7

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al mar con una rueda de molino al cuello. La profundidad tenebrosa y sin fondo es una imagen del infierno. Hay que impedir que el escándalo se insinúe entre los hombres, hay que cortarle el camino.

Más conviene eliminar al escandaloso, que permitir que se escandalice a uno solo de los pequeñuelos. La salvación de estos pequeños está en peligro. Estos pequeños no son los niños, sino los pobres, los desheredados, los despre­ciados, tal como se los representa en la figura del pobre Lázaro. Precisamente a éstos ha elegido Dios y les ha preparado su reino (6,20ss). Ante Dios, cada uno de estos pequeños en particular tiene un valor supremo, puesto que su voluntad es que no se pierda ninguno de estos peque­ños (Mt 18,14).

3b Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente perdónalo. 4 Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces vuelve hacia ti para decirte: Me arrepiento, lo has de perdonar.

¿Cómo se ha de restablecer y mantener la paz? Los discípulos son una comunidad de hermanos. Si tu hermano peca... Hermanos se llamaban los compatriotas y correligio­narios judíos; este título pasó a los cristianos. Deben proceder como hermanos que tienen solicitud por la santi­ficación de los hermanos. La comunidad fraterna de los discípulos no es una comunidad de santos exenta de faltas. Cuando peca el hermano, cuando peca contra el hermano, éste no debe permanecer impasible; se trata, en efecto, de la salvación del hermano. Lo primero que hay que hacer es reprenderlo. El que lo deja obrar a su talante sin preo­cuparse de su pecado, se hace culpable: «No odies en tu corazón a tu hermano, pero repréndelo para no cargarte tú por él con un pecado» (Lev 19,17). La palabra de amo-

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nestación inducirá al hermano a corregirse. Si éste reconoce su culpa y se convierte, entonces debe el hermano perdonar al hermano.

La comunidad de los discípulos se santifica cuando un hermano perdona al otro, le perdona una y otra vez a pesar de las recaídas, siete veces al día, siempre que haga falta, sin límite alguno. Si el discípulo perdona a su hermano, también Dios le perdonará a él su propia culpa (11,4). Con la solicitud de todos por la salvación del hermano y con el perdón de todas las ofensas personales y de todos los agravios experimentados viene a ser el pueblo de Dios un pueblo santo. También aquí, como en el caso del perdón de Dios, el arrepentimiento y conversión es la base de todo.

d) Bienaventurado el pobre (17,5-10).

5 Los apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la je. 6 Respondió el Señor: Si tenéis una je del tamaño de un granito de mostaza, podéis decir a este sicómoro: Des­arraígate y plántate en el mar, y os obedecerá.

¿Quién puede cumplir las exigencias radicales de Jesús? ¿Su exposición y superación de la ley? ¿La decisión radical en favor de Dios contra el asalto del Mamón? Una vez que Jesús, en otra ocasión, expuso sus exigencias radicales, dijeron sus oyentes: «¿y quién podrá salvarse?» Pero él explicó que lo que es imposible al hombre es posible a Dios (18,26). Ahora hablan los apóstoles. Han comprendido que a su fe hay que añadirle fe si han de cumplir lo que exige Jesús. Aguardan de Jesús la fuerza de cumplir lo que él les pide. Jesús anuncia la salvación y también sus condiciones, y da la fuerza para cumplirlas. Él es poderoso en obras y en palabras.

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El don salvífico fundamental es la fe. Con la fe se do­mina lo más difícil; a la fe se ha prometido la salvación. El grano de mostaza es la más pequeña de todas las semi­llas (Me 4,31),' apenas tan grande como una cabeza de alfiler.

La fuerza de las raíces del sicómoro negro es tan grande que este árbol puede estar en pie en la tierra 600 años, pese a todas las inclemencias del tiempo. Sin embargo, una sola palabra proferida con el mínimo de verdadera confianza en Dios podría hacer que tal árbol se arrancara y se transplantara al mar. Por mar se entiende aquí el lago de Genesaret. Dios da fuerza divina para cumplir los im­perativos de Jesús, si el que sigue a Jesús cree que con él se ha inaugurado el tiempo de salvación y si pone toda su confianza en lo que él anuncia. Jesús anuncia el reino mi­sericordioso de Dios.

Quien reconoce su propia pobreza e incapacidad me­diante una confianza sin límites en la obra salvífica de Dios por Jesús, alcanza algo sobrehumano, la nueva vida. En él se glorifica Dios. Lázaro, el pobre mendigo que, con su nombre, anuncia la misericordia de Dios, descansa en el seno de Abraham. La fe da participación en la poderosa vida de Dios, la cual no tiene límites. Si el discípulo ha de perdonar siete veces al días, esto es efecto de la infinita misericordia de su amor que perdona, representado por las parábolas relativas al amor de Dios, a los pecadores.

7 ¿Quién de vosotros que tenga un criado arando o guardando el ganado, le dirá al llegar éste del campo: Anda, ponte en seguida a la mesa, 8 y no le dirá más bien: Pre­párame de cenar, y disponte a servirme hasta que yo coma y beba; que luego comerás y beberás tú? 9 ¿Acaso tiene que dar las gracias al criado, por haber hecho éste lo que se le mandó?

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Al igual que este labrador procederían todos aquellos de los que habla Jesús. El criado trabaja en el campo, con­tratado por un año. Por ello tiene el labrador derecho a toda su capacidad de trabajo. El criado tiene que arar, cuidar del ganado y desempeñar en la casa todos los servi­cios, ocuparse de la cocina y de la mesa. Las exigencias del labrador, que por cierto es de los pequeños —sólo tiene un criado para todas las labores—, son irritantes. El criado ha trabajado en el campo, mientras el labrador se estaba en casa; el criado vuelve a casa fatigado, y el la­brador está a la mesa y se deja servir por él; el criado tiene hambre tras una jornada de trabajo, pero tiene que aguardar hasta que haya comido su amo. El labrador no le da las gracias; hace sencillamente valer sus derechos. En efecto, el criado es eso, criado, y tiene que hacer lo que se le mande. Jesús no se pronuncia sobre esta situación social, irritante para nuestro modo de sentir; la toma sencilla­mente como imagen para una parábola.

10 Pues igualmente vosotros, cuando hayáis hecho tedo lo que se os ha mandado, decid: Siervos inútiles somos; he­mos hecho lo que teníamos que hacer.

La parábola no trata de ofrecer un retrato de Dios, sino únicamente hablar de la actitud del hombre ante Dios. El servicio de Dios es un servicio de criados. Dios da el encargo, el hombre tiene que cumplirlo. El deber pesa sobre el hombre como la responsabilidad civil sobre el deudor. Dios no le debe nada, él lo debe todo a Dios. Él no tiene exigencias que formular a Dios; Dios no le debe la menor recompensa, ni siquiera gratitud. Incluso si el cria­do ha hecho todo lo que se le había encargado, no ha hecho sino cumplir su deber. El criado es, en efecto, eso, criado, pobre criado, que no sirve para otra cosa sino

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para ser su criado, simple criado y nada más. El discurso profético de Jesús sostiene sin miramientos los derechos de Dios, aunque se ve rebajado casi hasta la nada aquel a quien afectan estos derechos. Así, el hombre viene a ser precisamente libre, vaciándose y dilatándose, para que Dios le otorgue los bienes del reino. Bienaventurados los pobres, pues de ellos es el reino de Dios.

Los doctores de la ley entre los fariseos conciben la relación entre Dios y el hombre como una relación con­tractual: yo doy para que tú des, prestación por presta­ción. Si se cumple la ley, si se hace lo que Dios tiene encar­gado, entonces debe Dios recompensa. La parábola de Jesús descarta tal mentalidad. Dios no debe nada, ni si­quiera las gracias. El hombre no es sino un simple criado. En Lucas va dirigida la parábola a los apóstoles. Lo han dejado todo y han seguido a Jesús (5,11), han cumplido con sus exigencias radicales. ¿Pueden hacer valer su pres­tación? ¿Pueden invocar derechos ante Dios? Según san Mateo, san Pedro dirige a Jesús la pregunta: «Mira: nos­otros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué habrá, pues, para nosotros?» (Mt 19,27). Pedro aguarda su recompensa. Este pensar en la recompensa se descarta mediante la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16). La recompensa de Dios no corresponde a la prestación del hombre. Lo que nosotros llamamos recom­pensa es don de la bondad divina. Lucas cierra su compo­sición relativa a las exigencias radicales de Jesús con esta parábola del pobre criado. Los apóstoles que lo han dejado todo sólo pueden decir: Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Son criados de Dios que erige su reino, otorga su misericordia proclamándola, hace visible por ellos su magnificencia. En este servicio no pasan ellos nunca de ser simples criados, que sólo hacen aquello a que están obligados. Pablo escribe: «Anunciar el Evangelio no es

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para mí motivo de gloria; es necesidad que pesa sobre mí. ¡Y ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (ICor 9,16). El cristiano que cree haberlo hecho todo, no tiene derecho a formular exigencias a Dios. La actitud que pinta Jesús conserva la paz en la comunidad, pese a todas las diferen­cias entre las personas (Rom 15,1-2).

III. ÚLTIMAS ETAPAS DEL VIAJE (17,11-19,27).

1. PERSPECTIVA DE LA GLORIFICACIÓN (17,11-18,8).

a) El samaritano agradecido (17,11-19).

11 Y mientras él iba de camino a Jerusalén, atravesaba por Samaría y Galilea.

Jesús va de camino; una vez más vuelve a recordarse la marcha (9,51; 13,22). La meta de la marcha es Jerusalén. El camino va por Samaría y Galilea. Jesús venía de Galilea, pasaba por Samaría y continuaba hacia Jerusalén. Sólo quien, como Lucas, mira hacia atrás al camino, puede escribir así: Por Samaría y Galilea. La marcha y la acción están tan dominadas por Jerusalén, que sólo desde aquí se puede ver el camino. Sólo en función de Jerusalén, donde aguarda la elevación de Jesús, puede comprenderse su ca­mino, su marcha y su acción18.

18. Las palabras «por Samaría y Galilea» crean desde antiguo dificul­tades para su explicación, como lo muestran l j tradición manuscrita y las tentativas de explicación. «Por Samaría y Galijea» se explica con frecuencia: «entre Samaría y Galilea», por la zona limítrofe de estas dos fajas de tierra (cf. Me 10,1; Mt 19,1). Hay quien, haciendo historia, lo explica así: «Jesús,

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El relato había comenzado con un hecho acontecido en Samaría; otro hecho que trae a la memoria a Samaría inicia la última parte de la marcha. Samaría es el puente por el que la palabra de Dios va de Galilea a Jerusalén, y por el que va de Jerusalén a los gentiles. El encargo del Resucitado era de este tenor: «Seréis testigos míos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaría, y hasta en los con­fines de la tierra» (Act 1,8). En el camino de Jesús está diseñado el camino de su Iglesia; su camino es fruto de los caminos de Jesús.

12 Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia, n y levantaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nos­otros! 14 Cuando él los vio, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.

También ahora va el camino de ciudad en ciudad y de aldea en aldea (13,22). La enfermedad y la miseria reúnen a los hombres y hacen olvidar los odios nacionales entre judíos y samaritanos (9,53; Jn 4,4-9). A los leprosos les estaba permitido entrar en aldeas, pero no en ciudades amuralladas, no digamos en la santa ciudad de Jerusalén. «El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus vesti­duras, desnuda la cabeza, y cubrirá su barba, e irá cla­mando: ¡Inmundo, inmundo! Todo el tiempo que le dure la lepra será inmundo. Es inmundo y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev 13,45s).

Jesús es llamado Maestro. Hasta ahora sólo le habían hablado así los apóstoles, subyugados por su poder (5,5; 9,49), llenos de asombro por su gloria (9,33), o cuando

viniendo del oeste, caminaría algún tiempo siguiendo la línea divisoria entre Galilea y Samaría, para llegar al Jordán; río abajo iba el camino directo hacia Jerusalén» (F. ZEHRER, Synoptischer Kommentar m , 1964, 305).

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esperaban ayuda en su desamparo (8,24). A esta interpe­lación añaden los leprosos una invocación implorando mi­sericordia.

Jesús es maestro de la ley, lleno de poder y de misericordia. En él ha amanecido el reino de Dios, que se revela en poder y misericordia a todos los hombres.

A los leprosos dirige Jesús la instrucción de cumplir la ley relativa a la purificación de la lepra, todavía antes de que hayan quedado limpios. «Esta será la ley del le­proso para el día de su purificación» (Lev 14,2). En la obediencia a la ley, que les indica Jesús, hallarán salvación los leprosos. El que oye a Moisés y a los profetas, se salva (16,29). También el samaritano, que es un extraño para los judíos, halla la salvación por este camino. Por Jesús viene de los judíos al samaritano la salud (Jn 4,22).

15 Entonces uno de ellos, al verse curado, volvió atrás, glorificando a Dios a grandes voces, 16 y se postró ante los pies de Jesús, para darle las gracias. Precisamente éste era samaritano.

Probablemente se efectúa la curación mientras los le­prosos estaban todavía en camino hacia el sacerdote. Uno de los curados regresa de inmediato. Glorifica a Dios alabándolo y dándole gracias. Dios actúa por Jesús. El curado pronuncia su alabanza de Dios delante de Jesús, postrándose a sus pies. Dios causa la salvación por Jesús. La gracia de Dios apareció en él. Esto se reconoce mediante la acción de gracias.

La proximidad de Dios causa profunda emoción. Quien experimenta la proximidad de Dios clama a grandes veces: los demonios (4,33; 8,28), el pueblo a la entrada de Jesús en Jerusalén (19,37), Jesús mismo al morir (23,23; cf. Act 7,60). Igualmente se postra de hinojos ante Jesús quien

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rinde homenaje a Dios presente en él: el padre de la hija moribunda (8,41); el leproso que implora su curación (5,12). En Jesús se hace visible el poder y la misericordia de Dios. Jesús es la epifanía de Dios. En él está presente el reino de Dios.

El curado que vuelve a Jesús es un samaritano. Como el samaritano compasivo estaba en el camino del Evange­lio y del reino de Dios con sus buenos servicios llenos de compasión, así también lo está este samaritano por medio de su gratitud. La sencillez y los nobles sentimientos huma­nos son un camino hacia la salvación si van unidos a la fe en la palabra de Jesús, en la que se encierran la ley y los profetas. La palabra da fruto si se acoge en un «corazón noble y generoso» (8,15). En el samaritano se diseña el camino del Evangelio hacia los paganos.

17 Y Jesús replicó: ¿Pues no han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? 19 Luego le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado.

Jesús había esperado que volvieran todos y dieran gloria a Dios, por él. Por él vienen las gracias de Dios, por él se da gloria a Dios. «No hay salvación en otro hom­bre» (Act 4,12). Sólo el extranjero regresa. El samaritano, que, como extranjero, no cuenta entre los hijos de Israel, no osa formular exigencias a Dios. Lo que recibe lo toma como presente de la gracia de Dios y da gracias. Los judíos no dan gracias porque son judíos y consideran como debidos los dones de Dios. Reciben del enviado de Dios lo que, según ellos, les corresponde. Les falta la actitud funda­mental necesaria para recibir la salvación. En el extran­jero se hallan actitudes que facilitan el acceso a ella: gra­titud, alabanza, confesión de la propia pobreza delante de

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Dios. El camino de la salvación está abkrto a todos, in­cluso a los extranjeros, a los pecadores, a los gentiles. Lo que salva es la fe, la decisión y entrega a la palabra de Jesús y a la acción salvífica de Dios a través de él.

b) La venida del reino de Dios y del Hijo del hombre (17,20-37).

Cuestiones relativas al tiempo final sirven de introducción a ia segunda parte del relato del viaje (13,22ss). También las hallamos al comienzo de la tercera parte. En el camino hacia la meta asedian el corazón las preguntas relativas al fin. A los fariseos se les habla de la venida del reino de Dios (17,20-21), a los discípulos, de la venida del Hijo del hombre. El reino de Dios está ya presente, el Hijo del hombre tiene todavía que venir. Este discurso combina una serie de frases de la tradición especial del tercer evangelio con otras que se hallan también en Mt 24s. El discurso tiene una estructura fácil de reconocer: Introducción (v. 22), la venida del Hijo dsl hombre como acontecimiento que no puede pasar inadver­tido (v. 23s), necesidad de que antes padezca el Hijo del hombre (v. 25), la manifestación del Hijo del hombre, que sorprenderá a la generación sumida en los asuntos terrenos (v. 26-30), exhor­tación a estar preparados (v. 31-33), división de los hombres en el momento del retorno (v. 34ss), conclusión (v. 37).

20 Preguntado por los fariseos cuándo había de llegar el reino de Dics, él contestó: El reino de Dios no ha de venir aparatosamente; 2i ni se dirá: Míralo aquí, o allí. Porque mirad: el reino de Dios ya está en medio de vosotros.

En el reino de Dios está reunido en una sola palabra todo lo que Israel aguarda para el futuro. Cuando Dios tome posesión de su reino, todo estará en regla. La pregunta de cuándo se verá satisfecha esta gran esperanza y expec­tación preocupaba a todos los ambientes: a los fariseos, a los apocalípticos y a los discípulos de Jesús (19,11; 21,7;

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Act 1,6). Desde los tiempos del profeta Daniel se habían es­tablecido cómputos para escudriñar este misterioso cuándo. Setenta años hubo de vivir Israel en la cautividad de Ba­bilonia (Jer 25,11; 29,10) antes de verse libre de ella; setenta semanas de años había ahora que aguardar la aparición del reino de Dios (Dan 9,2ss). Insurrecciones, guerras, pes­tes, hambres, carestías, trastornos del orden moral, ca­tástrofes de la naturaleza se consideraban como señales del tiempo mesiánico; en efecto, el tiempo de salvación irá precedido de grandes tribulaciones (Dan 12,1); el nuevo tiempo nacerá del antiguo bajo «dolores de parto» (Me 13,8). Jesús anuncia el reino de Dios; tiene que responder a la pregunta de cuándo vendrá. Su respuesta les deja des­concertados. La aproximación del reino de Dios no puede observarse. Viene de tal forma que nadie puede decir: «Míralo aquí» o «Míralo allí». Los vaticinios y los cálcu­los salen fallidos. El reino de Dios ya está en medio de vosotros, ya está presente 19.

Que el reino de Dios ha aparecido ya, se muestra en la acción de Jesús. Jesús expulsa los demonios con el dedo de Dios (11,20). Satán ha quedado sin fuerza (10,18), por­que ya se ha inaugurado la soberanía de Dios. La ley y los profetas llegaban hasta Juan, desde entonoes se anuncia el reino de Dios como buena nueva de victoria (16,16; 4,21). Jesús satisface las esperanzas de Israel tocante al

19. De Le 17,21 s3 dan principalmente dos traducciones y explicaciones: 1) El reino de L.lios está en vosotros, en vuestro interior (en el corazón); 2) el reino de Dios está entre vosotros, en medio de vosotros. La mayoría de loj aurores modernos optan con razón por esta segunda explicación, por ser la única conciliable con las demás aserciones de Jesús relativas al reino de Dios. Esta traducción se interpreta de des maneras: a) Cuando aparezca el reino d^ Dios, vendrá de repente (de golpe), sin que anteriormente se note nada de su venida; b) el reino de Dios está ahora ya entre vosotros. Esta interpreta­ción parece preferible, pues no se habla de la venida repentina y de golpe; la respuesta de Jesús a las preguntas trata de mostrar que no tiene razón de ser observar el momento de la aparición del reino de Dios, o calcularlo, y buscar el lugar en que ha de aparecer.

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reino de Dios. Con Jesús se ha iniciado ya el tiempo de salvación prometido. ¿Qué se veía de él? ¿Cuáles de los grandes acontecimientos que se esperaban se han producido ya? ¿No son también éstas nuestras preguntas? Nosotros vivimos en el tiempo de salvación. El reino de Dios pre­sente es «misterio» (Me 4,11; Le 8,10) que sólo se puede captar con la fe en la palabra de Jesús. Para el creyente está «visible» la presencia del reino de Dios en la acción del Espíritu Santo (24,49), al que Cristo exaltado envió a su Iglesia (Act 1,4).

La palabra de Jesús habla sólo de la presencia del reino de Dios en medio de sus contemporáneos, pero no de que él mismo lo trae, de que está presente en él. Jesús desem­peña la función de profeta de la salvación de los últimos tiempos, de pregonero de la misma, que conoce el misterio del reino de Dios. Sin embargo, él es más que esto. Él expulsa los demonios con el dedo de Dios (11,20). Dios le ha dado su poder; por él reina Dios. Los fariseos debían quedarse pensativos al oir las palabras de Jesús...

22 Luego dijo a los discípulos: Tiempo llegará en que desearéis ver siquiera uno de los días del Hijo del hom­bre, y no lo veréis.

A los fariseos ha hablado Jesús del reino de Dios que ya está presente; a los discípulos les habla del Hijo del hombre, que ha de venir. Los discípulos son iniciados en el misterio que rodea al Hijo del hombre. Los días del Hijo del hombre se iniciarán cuando él aparezca en su esplendor regio (cf. 23,43), cuando se revele el poder divino que ha sido transmitido al Hijo del hombre (Dan 7,13), cuando se revele Cristo en su gloria como el elegido de Dios, cuando se acerque la redención (21,28). El Hijo del hombre es Jesús mismo (12,8s). Con su acción se ha

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inaugurado el reino de Dios, pero todavía se aguardan los «días del Hijo del hombre».

Tiempo llegará... Así hablan los profetas que anuncian ruina 20. Jesús anuncia días de terror. La tribulación será tan grande que los discípulos mirarán con gran ansia hacia los días del Hijo del hombre y aguardarán ardientemente la venida del Mesías. Vivir uno solo de estos días les daría fuerza y consuelo; pero tienen que aguardar y perseverar con paciencia. El tiempo de la tribulación se extiende de la ascensión de Jesús a los cielos hasta su segunda manifes­tación. Los discípulos de Jesús andan desalentados con la cabeza baja (21,28); son perseguidos y duramente probados. Lo que en este tiempo de la Iglesia levanta los ánimos es la esperanza de la manifestación del Hijo del hombre.

La historia sagrada de Israel desemboca en el tiempo final. Este tiempo ha comenzado con Jesús; por él se ha cumplido el pasado, el fin ha comenzado ya a alborear. Sin embargo, todavía se aguarda la consumación defini­tiva. El reino de Dios ha llegado ya, pero al Hijo del hombre hay todavía que aguardarlo. El discípulo de Jesús vive en tensión entre lo que ya está presente y lo que todavía no se ha manifestado. Así pues, la vida de la Igle­sia se desenvuelve entre realización y expectativa, entre posesión y esperanza, entre gozo y temor, «gozosos en la esperanza» (Rom 12,12).

23 Entonces os dirán: Míralo allí, míralo aquí; pero no vayáis ni corráis detrás. 24 Porque, como el relámpago fulgurante brilla de un extremo a otro del horizonte, así sucederá con el Hijo del hombre en su día.

En un tiempo tan atribulado es fácil prestar oído a todas las voces que anuncian redención. Surgen profetas

20. Jer 32; «,24; 16,14; 19,6; 23,5.7; Am 4,2 y passim.

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e intérpretes de los signos. Anuncian que el Hijo del hom­bre y Salvador ya está aquí. Desde la Iglesia primitiva hasta nuestros tiempos no han faltado tales profetas, que anun­cian ya como presente el final victorioso y beatificante que se acerca. Pero el discípulo de Jesús no debe dejarse engañar. Cuando venga el Hijo del hombre, el hecho no pasará inadvertido ni dejará lugar a duda. Este imponente acon­tecimiento es en sí mismo luz, que no podrá menos de verse. Cuando venga el Señor en su gloria, no hará falta que nadie se lo haga notar al otro. Todos verán y sabrán: Está aquí.

25 Sin embargo, primero es necesario que él padezca mucho y sea reprobado por esta generación.

Jesús camina hacia Jerusalén. Cuando llegue al término de su camino ¿establecerá poderosamente el reino de Dios y se revelará en gloria como el Hijo del hombre? Así habían creído los discípulos. «Cuando estaba ya cerca de Jerusalén, pensaban ellos que el reino de Dios iba a ma­nifestarse inmediatamente» (19,11). Es designio y voluntad de Dios que Jesús llegue a la gloria pasando por la re­probación y la muerte. Tiene que sufrir mucho de parte de sus contemporáneos y ser condenado en juicio. El Hijo del hombre experimenta la suerte del siervo de Dios, que fue despreciado y abandonado por los hombres, varón de dolores y familiarizado con la enfermedad, como uno ante quien hay que cubrirse el rostro (Is 53,3ss). En el camino de Jesús se diseña también el camino de sus discípulos, el camino de la Iglesia. La Iglesia experimenta el sufri­miento y la tribulación, necesarios por designio divino, antes de alcanzar su gloria.

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26 Y como ocurrió en los tiempos de Noé, así sucederá también en los días del Hijo del hombre: 21 comían y be­bían, se casaban ellos y daban a ellas en matrimonio, hasta el día en que Noé entró en el arca, y llegó el diluvio, y acabó con todos. 28 Igualmente sucedió en los tiempos de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; 29 pero, el día en que salió Lot de Sodorna, llovió del cielo juego y azufre y acabó con todos.30 Lo mis­mo sucederá el día en que el Hijo del hombre se manifieste.

Los días del Hijo del hombre comenzarán cuando el Hijo del hombre salga de su ocultamiento en el cielo (Col 3,3), se descubra y se manifieste 21. Entonces tendrá lugar la redención y la condenación, pues el Hijo del hom­bre es juez22.

La venida del Hijo del hombre es una promesa con­fortante (17,22) y una amenaza inquietante. Todavía no se ve y se hace esperar. Así pues, no se cuenta todavía con ella en la vida, no hay por qué preocuparse ni moles­tarse. La vida sigue su curso normal, se satisfacen las necesidades suscitadas por el hambre, la sed y el instinto sexual, se practica lo que asegura la existencia: negocios, trabajo, construcción de viviendas. No se concibe lo serio de la situación que supone la repentina venida del Hijo del hombre; no se toma en consideración que viene a juzgar; que la vida futura depende de su decisión es cosa que no entra en los cálculos.

Dos acontecimientos de la historia sagrada descubren

21. Cf. lCor 1,7; 2Tes 1,7; IPe 1,7.13. 22. Mt 25,31-46. «La verdadera función escatológica del Hijo del hom­

bre en su segunda venida es, como en los textos judíos tardíos, sobre todo en el Henoc etiópico, la de juzgar... La función de juez, que en el Nuevo Testamento se atribuye también con frecuencia a Dios, está directamente rela­cionada con la representación del Hijo del hombre» (O. CULLMANN, Die Christo-logie des Neiten Testaments, Tubinga 1957, 160).

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lo grave de esta situación: lo que sucedió a los contem­poráneos de Noé y de Lot (Gen 6,11-13; 18,20ss). La gene­ración del diluvio y los habitantes de Sodorna quedaron excluidos del mundo futuro 23. No se dejaron mover a creer en el juicio venidero y a convertirse, por el testimonio de Noé, «predicador de justicia» (2Pe 2,7), y por «el justo Lot, que vivía entre ellos y día tras día se afligía en su alma justa por las malas obras que veía y oía». La sentencia cayó repentinamente sobre ellos. Un estribillo preñado de amenazas cierra la exhortación bíblica: «Y aca­bó con todos.»

La catástrofe sobreviene por medio de fuego y agua. Estos dos elementos enseñan al hombre cuan poca consis­tencia tiene todo aquello en que se apoyan, cuan repen­tinamente se disipa lo que poseen. En ambos elementos se representa el juicio de Dios. «Al afirmar esto se les escapa que en otro tiempo hubo cielos y hubo tierra, salida del agua, que en medio del agua tomó consistencia por la palabra de Dios. Por ella, el mundo de entonces pereció en el diluvio. Pero los cielos y la tierra de ahora están guardados por la misma palabra, reservados para el fuego en el día del juicio y de la destrucción de los impíos» (2Pe 3,5-7).

31 En aquel día, el que esté en la terraza y tenga en la cusa sus cesas, no baje a recogerlas; e igualmente, el que esté en el campo, no vuelva hacia atrás. 32 Acordaos de la mujer de Lot. 33 El que pretenda conservar su vida, lu perderá; y el que la pierda, la conservará.

¿Qué tendrá consistencia y valor aquel día, el día en que el Hijo del hombre aparezca en la gloria de su reino,

J3. l>t 32,32; Is 1,10; Jer 23,14; Ez 16,45-59; 2Pe 2,6s; Jd 7: tipos de los pecadores.

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NT. Le II . 8

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en el que se ejecute el juicio sobre los hombres? Aun las cosas más imprescindibles habrán de abandonarse: los utensilios de la casa, los aperos e instrumentos para el cultivo del campo. Lo único importante y decisivo será en aquel día la venida del Señor. Todo se desvaloriza cuando se hace visible el verdadero valor, que consiste en poder salir airoso del juicio del Señor (21,36). Tal actitud esca-tológica debe marcar la vida entera del discípulo de Cristo. Sólo así se puede alcanzar la vida propiamente dicha, la vida en el reino de Dios, la salvación. Aquel cuyo cora­zón esté tan apegado a lo terreno, que no logre despren­derse resueltamente de ello, incurrirá en la perdición.

La mujer de Lot puede servir de escarmiento. Cierto que salió de la ciudad de Sodoma cuando sobrevino el castigo de Dios, pero, como seguía aficionada a lo que dejaba detrás, miró atrás y quedó petrificada, convertida en estatua de sal, como monumento «de un alma incrédula» (Sab 10,7). Sólo logra la verdadera vida quien está pronto a perder la vida terrena y el disfrute de esta vida cuando no hay otro medio de cumplir la palabra de Dios. La muerte engendra la vida. El Hijo del hombre tiene que padeoer y ser reprobado antes de entrar en su gloria.

Aquel para quien la venida del Hijo del hombre haya de ser para su bien, para su salvación, debe estar ani­mado de los mismos sentimientos que el discípulo que quiere seguir a Jesús. De éste se dice: «El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo» (9,23s). Y luego: «Ninguno que ha echado la mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.» Seguir a Jesús en el tiempo de la Iglesia es tener puesta la mira en el Hijo del hombre que ha de venir. Esta manera de mirar al Hijo del hombre y de aguardarlo

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se inspira en el modo cómo los discípulos siguieron al Jesús histórico.

34 Yo os lo digo? en aquella noche, dos estarán a la misma mesa: el uno será tomado y el otro dejado; 35dos mujeres estarán moliendo juntas: la una será tomada y la otra dejada.

Según la creencia judía, el Mesías vendrá en la noche pascual. Esta noche en que ha de venir aportará el juicio. Éste comenzará con la separación de los justos y de los injustos (Mt 25,32). Los justos serán conducidos al Señor (ITes 4,16s), los otros serán entregados a la perdición (Mt 13,48). La sentencia se pronuncia sobre todos, sobre hombres y mujeres; los sorprende en medio de su trabajo cotidiano. Dos hombres estarán sentados a la misma mesa, dos mujeres estarán moliendo juntas. La sentencia será muy diferente para ambos. ¿Qué es lo que determinará la sentencia? La vida del uno se pasa en comidas y cenas, la del otro en la espera de la venida del Hijo del hombre. Los unos están dormidos en su interior, los otros están en vela aguardando la gran promesa. Para unos la vida no va más allá del tiempo presente, otros tienen puesta la mira en una vida que comienza con la venida de Cristo. La decisión versa sobre la confesión de Jesús, sobre la obe­diencia a su palabra (13,26ss).

37 Entonces le preguntan: ¿Dónde, Señor? Él les con­testó: Donde esté el cadáver, allí también se reunirán los buitres.

La pregunta por el cuándo abre el discurso sobre el tiempo final, la pregunta por el dónde, lo cierra. Preguntas curiosas, superficiales, distraen de lo esencial. El reino de

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Dios está presente. Viene el Hijo del hombre. La promesa está ya cumplida, pero todavía no en forma acabada. ¿Qué se desprende de esto?

Los cadáveres atraen a los buitres. Esto lo saben todos. Como los buitres son atraídos por los cadáveres, así será atraído por los hombres pecadores el juicio que condena. Lo importante no es la pregunta por el lugar del juicio, sino la cuestión de la liberación del pecado, la cuestión de la conversión. Cuando Jesús anuncia el tiempo final, exhorta a la conversión y a la penitencia. Proclama el reino de Dios de la misericordia, a fin de que la venida del Hijo del hombre no redunde en perdición.

c) Orar incesantemente (18,1-8).

1 Luego les propuso una parábola sobre la necesidad que tenían de orar siempre y no cansarse nunca.

La venida del Hijo del hombre se hace esperar. Los aprietos son grandes (17,22), las persecuciones atormentan, amenaza la tentación de apostasía. En los labios está la pregunta acuciante: «¿Hasta cuándo, Señor?» (Ap 6,10). Sólo la venida del Hijo del hombre proporciona la sal­vación.

Para que Dios cumpla esta, que es la más grande de to­das las promesas, hay que forzarle con una oración infa­tigable y perseverante. La venida del día de Dios se acelera mediante una vida moral (2Pe 3,12), mediante penitencia (Act 3,19) y mediante la oración perseverante. Jesús en­señó a sus discípulos a orar, a implorar que venga el reino de Dios (11,2). Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria, alboreará la tan suspirada liberación (21,28). En todo tiempo, sin cejar, hay que rogar que venga el Hijo del

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hombre, incluso cuando parece que la oración no es escu­chada y cuando la fatiga y el hastío pueden inducir a suspenderla.

2 En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni tenía consideración alguna con los hombres. 3 Había también en aquella ciudad una viuda, que acudía a él para decirle: Hazme justicia contra mi adversario. 4 Pero él no quiso durante mucho tiempo. Sin embargo, luego pensó para sus adentros: Aunque no temo a Dios ni tengo consi­deración alguna con los hombres, 5 por estar esta viuda molestándome le haré justicia, para que no me fastidie más con tanto venir.

El juez es impío, proverbialmente malo, «no temía a Dios ni tenía consideración alguna con los hombres». Dss-empeñaba su función judicial a su arbitrio, como si no hubiera Dios a quien tuviera que rendir cuentas, y se com­porta exactamente como no debe. El encargo de Dios al juez reza así: «Haced justicia al pobre y al huérfano, tratad justamente al desvalido y al menesteroso. Librad al pobre y al necesitado, sacadle de las garras del impío» (Sal 82,3s). La viuda es el tipo de la pobre mujer, sin pro­tección de marido, oprimida e inerme. La Escritura exhorta con frecuencia a cuidar de las viudas: «Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda» (Is 1,17). «La religión pura y sin mancha delante de Dios y Padre, es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación, y conservarse limpio del contagio del mundo» (Sant 1,27).

Cuando se trata de un pleito por una deuda o por una herencia, puede intervenir un perito judicial, reconocido como tal, y juzgar como único juez. El juez no quiere salir por el derecho de la viuda; es un hombre indiferente, caprichoso, maligno, sordo a la voz de Dios y de los hom-

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bres. La viuda está convencida de que se dará sentencia en su favor, con tal que se celebre el proceso. Pero ¿cómo inducir a ello al juez? Ella no tiene para dar regalos. ¿Qué otra solución le queda, sino volver una y otra vez, presentar su solicitud insistentemente y con perseverancia? Así lo hace, hasta que el juez acaba por hastiarse.

El monólogo del juez descubre sus pensamientos. No le importan lo que se dice de él: así es él y así quiere ser. Lo que le mueve a hacer justicia a la viuda es de lo más bajo que se puede imaginar: quiere que lo deje en paz, estar tranquilo. Comprende que la mujer no tiene intención de ceder y al fin se harta de verse molestado continuamente. Al fin me va a hacer una de las suyas, «me echará los perros a la cara», se dice irónicamente. Lo que le mueve a obrar no es el temor, sino el deseo de acabar con tanta importunidad y con tanta molestia.

6 Entonces dijo el Señor: Considerad bien lo que decía este juez inicua. 7 Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, aunque les haga esperar? 8a Yo os digo: les hará justicia prontamente.

La explicación empalma con las palabras del juez inicuo, no con los ruegos perseverantes de la viuda. El quid, la moraleja de la parábola, no es la perseverancia de la viuda, sino la certeza de ser escuchados. Si un hombre tan impío y tan sin consideraciones como este juez, por puro egoísmo, para que lo dejen en paz, se deja mover a hacer justicia por los ruegos de la viuda, ¿cuánto más escuchará el Señor los gritos de socorro de sus elegidos? Al fin y al cabo Dios es muy distinto del juez impío.

El evangelista desplaza el acento; se fija ante todo en los ruegos insistentes de la viuda. Ya en la introducción de la parábola se dejaba oir este motivo: Hay que orar

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siempre sin cansarse nunca. Dios hace justicia a sus elegi­dos que día y noche claman a él. «El que sirve al Señor devotamente halla acogida, y su oración subirá hasta las nubes. La oración del pobre traspasa las nubes y no des­cansa hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada, y el justo juez le hace justicia» (Eclo 35,20s).

La Iglesia oprimida puede esperar con toda seguridad que su oración será escuchada. Ella es, en efecto, la comu­nidad de los elegidos de Dios. Acerca de ellos ha demostra­do ya Dios su misericordia, pues precisamente eligió a los que menos títulos podían invocar para ello (14,16-24). En ellos ama la imagen de su Hijo, el elegido (9,35), el ungido de Dios, elegido (23,35). Aunque la oración de los elegidos no sea escuchada inmediatamente y ellos tengan que perse­verar soportando la opresión y el sufrimiento, pueden cobrar nuevos ánimos pensando en la suerte del elegido, del Hijo y ungido de Dios. Jesús no recibe sin la cruz el título de elegido. Es manifestado como elegido, cuando en la transfiguración se proclama su camino de la gloria a través de la cruz; con este título es motejado Cristo en la cruz, porque a los judíos les parece imposible que el elegido sea un crucificado (23,35). Jesús es el elegido por­que por la pasión va a la gloria. El camino del elegido deben seguirlo también los elegidos.

La oración perseverante de los elegidos oprimidos no deja de ser escuchada. Dios les hace justicia prontamente, sin dilación; por los elegidos abrevia Dios los días difíciles (Me 13,20-23). No se demora en prestar ayuda a sus ele­gidos 2*. Llega la acción salvadora de Dios, la cual con-

24. Los v. 7b y 8 ofrecen dificultades de explicación. ¿Se ha de leer el v. 7b como respuesta a la pregunta de 7a? En este caso, el párrafo se cerraría con una afirmación («y hasta será magnánimo con ellos», es decir, con los elegidos, difiriendo el juicio sólo por compasión con su flaqueza). Si 7b se inserta todavía en la pregunta, ¿e podrá traducir: ¿Es que Dios no hará

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siste en la nueva presencia de Jesús. No carece de sentido el que la Iglesia ore infinitas veces y sin desfallecer: «Venga a nosotros tu reino», el que cada año celebre el Adviento, el que se mantenga en vela en la celebración de la eucaristía, hasta qu Él venga (ICor 11,26).

8b Sin embargo, cuando venga el Hijo del hombre, ¿en­contrará acaso la fe sobre la tierra?

La Iglesia, en sus aprietos, invoca la venida del Hijo del hombre. Él vendrá; la oración es escuchada. Con la venida del Hijo del hombre se aguarda la redención. Que esta venida sea para salvación o para perdición, dependerá de la fe que el Hijo del hombre halle en los hombres cuando venga. La gran tentación en el tiempo de la tribu­lación es la de apostatar de la fe; esta tentación amenaza también a los elegidos. La elección no comunica una se­guridad perezosa, sino que exige constantemente que se vuelva a tomar partido por el Dios que elige. Pablo aguarda con segura confianza la muerte y el juicio porque sabe que ha conservado la fe (2Tim 4,7). La palabra con que se cierra la exposición de la parábola es una pregunta seria dirigida a nosotros: Por Dios no queda, pero ¿y vosotros? Viene la salvación, pero no se otorga sin dura lucha (13,24), sin el mayor esfuerzo, sin perseverante fidelidad.

2. CONDICIONES PARA ENTRAR EN EL REINO (18,9-30).

¿En qué casos será saludable la venida del Hijo del hombre? ¿Quién saldrá triunfante en el juicio? ¿Quién entrará en el reino

justicia... y mostrará longanimidad con ellos (los elegidos)? O bien, como arrib* «¿...aunque les haga esperar?» En el v. 8a «prontamente» puede inter­pretarse también «de improviso» (los acontecimientos finales se harán esperar todavía largo tiempo).

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definitivo de Dios? La respuesta a estas preguntas se da en tres relatos: la parábola del fariseo y el publicano (18,9-14), el relato de la amable acogida dispensada a los niños (18,15-17), y el en­cuentro con un hombre rico que no tuvo valor para seguir a Jesús (18,18-30). En el trasfondo de los tres relatos se halla la pobreza como condición para entrar en el reino de Dios. El publicano se siente pobre en lo religioso y moral, el rico tiene que hacerse pobre en sentido económico, el niño es pobre en todos los sentidos, tiene que contar absolutamente con los mayores. Vuelven otra vez las bienaventuranzas y las condiciones formuladas al comienzo del sermón de la Montaña. Mateo, que habla de los pobres «en el espíritu», se fija principalmente en la actitud moral y religiosa. Lucas habla de la pobreza material. «Es posible que Jesús dirigiera su llamamiento a la salvación a determinados sectores del pueblo, pero no por razón de su situación inferior, sino por la apertura religiosa y la buena disposición moral que halló en ellos. Para Mateo, estos sectores encarnan la actitud moral y religiosa que se exige a todos, también a los futuros creyentes en Cristo; para Lucas, en cambio, son en gran parte el recuerdo vivo del mensa­je salvífico de Jesús dirigido a los pobres, y de las amenazas diri­gidas a los ricos que no quieren convertirse» 25.

a) El fariseo y el publicano (18,9-14).

9 Dijo también, para algunos que presumían de ser justos y menospreciaban a los demás, esta parábola:

Los rasgos con que se caracteriza a «algunos» que confían en sí mismos, están tomados del retrato de los fariseos. Los fariseos han pasado ya a la historia; no se los menciona; sin embargo, también en la Iglesia existe la propensión velada a presentar a Dios los propios méritos en el cumplimiento de la ley, a invocar las propias obras y a afirmar los propios derechos frente a Dios.

La seguridad con que los fariseos pretenden ser justos,

25. R. SCHNACKENBURG.

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agradar a Dios y dar por descontada su entrada en el reino de Dios, se basa en el propio rendimiento, en la confianza en sí mismos. Quien así piensa, menosprecia a los que no pueden invocar tales méritos. El fariseo desprecia al pueblo ordinario, porque no cumple la ley, dado que no conoce la ley y no tiene idea de su interpretación (Jn 7,49). La propia justicia se constituye en medida y criterio para examinar a los otros, para exhortarlos, alabarlos, despre­ciarlos y reprobarlos. La condena de los otros se convierte en condena de uno mismo (6,37).

10 Dos hombres subieron al templo para orar: el uno era fariseo y el otro publicana. n El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios! Gracias te doy, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. n Ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todas las cosas que poseo.

Hay un craso contraste entre estos dos hombres que suben al templo. Los dos tienen una misma meta: el tem­plo; una misma voluntad: la de orar; un mismo deseo profundo: ser justificados en el juicio de Dios, poder salir airosos del juicio de Dios. Y sin embargo, ¡qué contraste tan grande!

Los dos oran. Oran en su interior, a media voz (cf. ISam 1,13). Lo que expresan en la oración, lo dicen con plena convicción. El orante está delante de Dios, que todo lo sabe (Mt 6,8). El fariseo está erguido; en el judaismo se ora de pie (Me 11,25). Ora en su interior, para sí, como cuchicheando, no a grandes voces delante de los hombres, con alguna exageración. Lo que dice revela su estado de ánimo interior. La oración judia es ante todo acción de gra­cias y alabanza; su oración es tal como lo exige su doc­trina. El fariseo es «justo».

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En su acción de gracias se hace patente la confianza, en su propia justicia y su desprecio de los otros. Yo no soy como los demás hombres. El fariseo no es ladrón, injusto, adúltero, observa la ley. Va más allá de la ley y hace buenas obras, obras de supererogación. La ley impone el ayuno sólo el día de la expiación (Lev 16,29); el fariseo ayuna dos veces por semana, el lunes y el jueves, a fin de expiar por las transgresiones de la ley por el pueblo. Ni siquiera viola la «cerca de la ley»; por eso da el diezmo de todo lo que posee (Mt 23,23), aunque no está obligado a pagar diezmo por la compra de trigo, mosto y aceite; los que estaban obligados eran los cultivadores (Dt 12,17). Quiere estar seguro de no hacer nada que le exponga a traspasar los límites de la ley. Hubo también salmistas devotos que enumeraron en la oración sus buenas obras (Sal 17[16],2-5); pero en la oración del fariseo pasa pronto Dios a segundo término: el fariseo lo olvida; lo que im­porta es el yo: Yo no soy como los demás hombres, yo ayuno, yo pago el diezmo... Los demás hombres son el fondo oscuro del espléndido autorretrato. En esta oración se revela uno que se tiene por justo y menosprecia a los otros.

13 En cambio, el publicano, quedándose a distancia, no quería levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios! Ten misericordia de mí, que soy pecador.

Quien se llama fariseo se constituye orgullosamente en un ser aparte: «Yo te doy gracias, Señor, Dios mío, por­que me has dado participación entre los que se sientan en la casa de la doctrina (en la sinagoga), y no con los que andan por los rincones de las calles... Yo corro, y ellos corren; yo corro con vistas a la obra del mundo futu-

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ro, y ellos corren con vistas al pozo del foso.» También el publicano es un ser aparte, es un segregado, esquivado y repudiado como pecador por los buenos. Se queda lejos, pues no merece presentarse entre las personas religiosas. No osa levantar los ojos a Dios, pues el que no es santo no soporta la mirada del Dios santo. Se golpea el pecho, donde tiene la sede su conciencia, pues se lamenta de su propia culpa. Su oración consta de muy pocas palabras, de la invocación «¡Oh Dios!», de la súplica «Ten miseri­cordia de mí» — que recuerda el salmo miserere (Sal 51 -[50],3) — y de la confesión de que es pecador. La situación del publicano era desesperada. Según las enseñanzas de los fariseos, debía restituir lo que había adquirido injus­tamente, y además dar un quinto de la propiedad, si quería esperar perdón. El publicano sólo podía esperar que Dios aceptara su «corazón contrito» (Sal 51,19) y por su mise­ricordia le perdonara su pecado.

14 Yo os digo que éste descendió a su casa justificado, y aquél no; porque todo el que se ensalza será humillado, pero el que se humilla será ensalzado.

¿Quién es justo en el juicio de Dios? El fariseo es de una exactitud escrupulosa en el cumplimiento de los mu­chos y difíciles preceptos de la ley, el publicano es colabo­rador con los enemigos del pueblo y engañadores. Jesús conoce el juicio de sus oyentes y le contrapone su juicio sorprendente, desconcertante e inaudito: Yo os digo. Él es profeta de Dios. Su juicio es juicio de Dios. El publi­cano es declarado justo delante de Dios, y así, justificado, se va a su casa.

¿Y el fariseo? El publicano se va a casa, justificado, no como aquél. ¿Es que con esto se compara la justicia del fariseo y la del publicano y se antepone la justicia del

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publicano a la del fariseo? ¿O es que Jesús va más hondo ? ¿Rehusa acaso absolutamente ai fariseo la justicia que atri­buye al publicano? Ya el primer juicio seria bastante escan­daloso, pues esto querría decir que Dios se complace más en el pecador arrepentido que en el justo con sus muchos méritos y su seguridad de sí mismo. Pero si rehusa la justicia al fariseo, este juicio sólo puede aterrorizar. ¿De qué sirven entonces los méritos adquiridos? Cristo entendió así sus palabras. «Aquello que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios» (16,15). El hombre alcanza la justicia no por su propio esfuerzo, sino por un don de Dios. El hambre y sed de justicia es saciado por el don del reino de Dios (Mt 5,3). ¡Qué frágil es, pues, toda jus­ticia y santidad humana (Mt 5,20) si no interviene Dios y cicrga su justicia! Quien se hace cargo de esto deja de despreciar a los demás.

La parábola del fariseo y del publicano se cierra con una sentencia que aparece en el Evangelio una vez aquí, otra vez allá (14,11; Mt 23,12). El hombre que pone su confianza en sí mismo, se ensalza; el juicio de Cristo, que anticipa el juicio definitivo de Dios, lo humilla. El que se humilla, reconoce su insuficiencia y se pone por debajo de los demás, es ensalzado por el juicio de Jesús. Dios mismo lo justifica cuando sobreviene el juicio.

b) Actitud del niño (18,15-17).

15 Le presentaron también unos niños para que los tocara; pero los discípulos, al verlos, los reprendían.

Se acercan a Jesús madres, o hermanas mayores, tra-yéndole niños, niños pequeños. Los pequeñuelos son seres desvalidos; no pueden hacer nada y dependen de los ma-

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yores, les están entregados sin remisión. Los traen para que los toque Jesús, no superficialmente, sino para que les imponga las manos, para que les comunique su fuerza y su bendición.. Los niños piden la bendición a los padres, los discípulos piden la bendición al maestro. El padre de familia bendice el sábado a los niños antes de la cena, para lo cual les impone las manos. El que pide la bendición, confiesa su insuficiencia, se pone bajo el poder de uno más fuerte, no se basta él mismo.

Los doctores de la ley no tratan con niños: «El sueño por la mañana, el vino al mediodía, charlar con niños y acudir a lugares de reunión de gentes del pueblo bajo son cosas que rebajan.» Los discípulos quieren impedir que se lleven niños a Jesús. Los reprendían, es decir, estaban ten­tados de reprenderlos, pero no lo hicieron (no como en Me 10,13: «los reprendieron»). Los «santos» apóstoles no reprenden a los niños. La Iglesia de después de pascua comprendió a Jesús.

16 Entonces Jesús los llamó junto a sí diciendo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; pues el reino de Dios es de los que son como ellos. ll Os aseguro que quien no recibe como un niño el reino de Dios-no entrará en él.

Jesús, sin disgustarse por el proceder de los discípulos (Me 10,14), llama a los niños junto a sí. Los aprecia y estima sin idealizarlos, sin exaltar la inocencia infantil, pues también conoce sus travesuras (Mt 11,16). Su ojo, que está atento para descubrir todo lo que puede recordar el reino de Dios, ve en los niños rasgos que son condición para que entre el hombre en el reino de Dios: el ser pequeño y la necesidad de ayuda. El niño es un símil. No puede hacer valer sus méritos; sólo puede mostrar su in-

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digencia con súplicas. En el niño se muestra como estado de naturaleza lo que se exige en sentido moral a los que quieren entrar en el reino de Dios. Quien no lo acepte a la manera de un niño indefenso, no podrá entrar en él. El que se cree justo, el que invoca sus propios méritos, queda excluido.

El reino de Dios es, en efecto, gracia y don. Dios quiere darlo a los pobres que todo lo esperan de él y que reconocen su insuficiencia.

c) El hombre rico (18,18-30).

18 Uno de los jefes le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 19 Jesús le con­testó: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno: Dios.

Este «jefe» sería, sin duda, miembro principal de un con­sejo, de un sanedrín, o de una sinagoga. En todo caso, es un hombre destacado, que encarna el espíritu del judaismo. Hace la pregunta típica del judío piadoso: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo hay que traducir la ley en la práctica? Quizá pensaba en alguna prestación especial. Quería alcanzar la vida eterna y asegurarse, incluso con esfuerzo (13,24), aun­que tuviera que hacerse violencia (16,16). El personaje tiene hambre de salvación y muestra buenas disposiciones.

La pregunta por la vida eterna es acuciante (10,25). Quien recibe la vida eterna posee la plenitud de lo que tiene prometido Dios. La posesión de la vida eterna es herencia. Dios prometió la tierra de Canaán como herencia a los padres del pueblo israelita; había de poseerla perpe­tuamente, como don de Dios. La tierra prometida de Pales­tina hace referencia a una posesión más espléndida: «Los

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malvados serán exterminados, pero los que esperan en Yahveh poseerán la tierra. Los humillados poseerán la tierra y gozarán de gran paz... Conoce Yahveh los días del justo, y su posesión será eterna» (Sal 36,9-18). La tierra prometida es imagen de la salvación. La herencia es el reino de Dios (Mt 5,5), la vida eterna (10,25).

La vida en sentido pleno es vida indispensable. Tal vida es propia de Dios. Él es el Dios viviente (Mt 16,16). Una vida que está sujeta a la muerte no merece llamarse vida. La verdadera vida es otorgada por Dios como bien del tiempo final. Esta vida es vida eterna. El que entra en el reino de Dios recibe vida eterna. Cuando Dios tome plenamente posesión de su reino, quedará vencida la muerte y alboreará la vida eterna.

Jesús se deja llamar maestro, doctor de la ley, pero re­chaza la calificación de «bueno». Los doctores judíos de la ley cuidaban ávidamente de su honor. «El respeto a los doctores ha de frisar con el temor de Dios», ha de superar el respeto a los padres, puesto que los padres traen al hombre solamente al mundo, pero el doctor lleva al cielo. Jesús no busca su honor, sino la gloria de Dios (Jn 8,50). Al negarse Jesús a ser celebrado como bueno, ensalza la bondad divina. Uno solo es bueno: Dios. Los fariseos se tienen por buenos, porque observan la ley y practican obras de supererogación. Ahora bien, el hombre sólo es bueno si Dios lo hace bueno. La nueva alianza prometida con­tiene la garantía de que Dios mismo quiere otorgar a su pueblo todo bien (Jer 32,39ss). Sólo el que reconoce que no es bueno se vuelve bueno y se salva.

20 Ya conoces los mandamientos: No cometerás adulte­rio, no matarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre. 21 Él contestó: Todas esas cosas las he cumplido desde la juventud.

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Quien quiera entrar en el reino de Dios y poseer la vida eterna, debe observar la ley (16,17.29). La ley básica del Antiguo Testamento son los diez mandamientos (Éx 20,13-16; Dt 5,17-20). Conforme a la idea del Antiguo Testa­mento, los diez mandamientos se reparten en dos grandes grupos iguales, cada uno de cinco mandamientos. Los cinco primeros se refieren a Dios, los otros cinco al prójimo. Jesús cita cuatro mandamientos del segundo grupo, del primero el respeto a los padres. Este mandamiento' se cuenta en el primer grupo, porque el honor testimoniado a los padres es un honor tributado a Dios: Dios es quien da la vida, los padres sirven a Dios transmitiéndola. El comportamiento con el prójimo se antepone aquí al com­portamiento con Dios, porque con el amor al prójimo se muestra que se ama verdaderamente a Dios. Jesús se remite a los profetas y pone estas palabras en boca de Dios: «Misericordia quiero, y no sacrificio» (Os 6,6; Mt 9,13).

El personaje asegura haber cumplido la ley desde la juventud. Está convencido de que se puede cumplir la ley con todos sus imperativos. Los doctores de la ley lo confir­man en su convicción: «Señor del mundo, he recorrido los 248 miembros que tú formaste en mí y no he hallado haberte irritado con uno solo de ellos.» Dado que el judío sabe por la ley lo que tiene que hacer, y puede hacer lo que ha reconocido como justo, por eso sabe también que ha cumplido la voluntad de Dios y que es justo. El jefe habló por convicción, por lo cual también Jesús tomó en serio su palabra.

¿No podía el jefe hablar con tanta seguridad sólo por el hecho de haber hallado la voluntad de Dios fijada en la letra de la ley? Conforme a la exigencia de la letra de la ley quizá puede el hombre decir todavía: «He hecho todo lo que está mandado.» ¿Puede también decirlo conforme a la exigencia del Dios viviente, del Dios- que es bueno,

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NT, Le II, 9

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que es el único bueno, que toma posesión del reino, que quiere serlo todo en todo? ¿Quién ha cumplido lo que Je­sús anuncia como imperativo de Dios: «Sed misericor­diosos, como misericordioso es vuestro Padre» (6,36)?

22 Cuando Jesús lo oyó, le dijo: Todavía te queda una cosa: vende todo cuanto tienes y distribuyelo a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos; ven luego y sigúeme. 23 Pero cuando oyó esto, se puso muy triste, pues era extremadamente rico.

Las palabras de Jesús no quieren añadir una nueva prescripción a las ya existentes en la ley; van mucho más hondo. Dios anuncia al jefe la voluntad del Dios viviente, para aquí y para ahora, para él personalmente, la exigencia que Dios le formula a él en particular. Debe separarse de todo lo que posee. El precio de las posesiones vendidas debe emplearlo en limosnas y en obras de caridad. Y lo que es decisivo: debe ser discípulo de Jesús, seguirle a él; él revela lo que quiere Dios y lo que conduce a la vida.

Las limosnas y las obras de caridad proporcionan un tesoro en el cielo, cuyos intereses disfruta el hombre en este mundo, mientras que el capital le queda reservado para el mundo futuro. Jesús no exige sólo que el jefe dé limos­nas, sino que le exige también que renuncie a todo lo que posee, y con ello, para el futuro, que renuncie incluso a la posibilidad de dar limosnas y de granjearse un tesoro en el cielo. No es la limosna la razón por la cual el rico ha de renunciar a lo que posee, sino que Jesús se limita a indicar, para el hombre, una buena manera de desprenderse de lo que posee.

Jesús exige a su interlocutor el desprendimiento de los bienes, porque se trata de seguirle a él a dondequiera que vaya. Tal seguimiento radical, al que es llamado el rico,

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no se concilla ya con la propiedad, con el Mamón, que reclama el servicio del hombre y hace imposible la entrega total al servicio de Dios (16,13). La renuncia a los bienes lo deja libre para seguir a Jesús. Ante todo quiere Dios que se adhiera a Jesús, que le siga. Así se cumple la ley y los profetas, así se cumple la voluntad de Dios. Con esto queda dada la respuesta decisiva a la pregunta por la posesión de la vida. La renuncia total a la propiedad no es una ley valedera para todos (10,38ss). Sin embargo, a todos y a cada uno se exige tanta renuncia interior y exterior cuanta sea necesaria para que se anteponga Dios a todas las cosas (12,31)2e. En el caso de este hombre rico, lo que le afecta es quizá otra exigencia que la de separarse de la propiedad. La tristeza le invade. Quedó profunda­mente desilusionado, pues era extremadamente rico. La ri­queza lo ata, el Mamón no lo deja libre. No es capaz de renunciar a la seguridad terrena y de optar únicamente por Dios en el seguimiento de Jesús. La invitación a renunciar a todo le pone de manifiesto su situación interior. Había creído cumplir totalmente la voluntad de Dios porque desde su juventud había observado la ley. Ahora en cambio descubre que rechaza la voluntad de Dios y se le niega. Había acudido a Jesús para asegurarse la vida y ahora comprende que sólo estará seguro si se entrega plena--mente a Dios: «Si alguno viene a mí y no aborrece... a sí mismo, no puede ser mi discípulo» (14,26). Sólo el en­cuentro con Jesús revela la voluntad de Dios.

24 Al verlo Jesús, dijo: ¡Qué difícilmente entran en el reino de Dios los que tienen riquezas! 25 Porque es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios.

26. Cf. p. 355 del primer tomo de este comentario a Le.

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Jesús no habla ya a su interlocutor, sino que anuncia a todos su mensaje. El que tiene posesiones entra difícilmente en el reino de Dios. Se habla del reino en términos de viaje, y precisamente en el relato del viaje a Jerusalén. La vida es una marcha, un viaje, una peregrinación, cuyo término es el reino de Dios. Jesús, en su viaje hacia Jeru­salén, es maestro, que enseña el camino de la vida.

Una imagen hiperbólica encarece todavía la dificultad. Todo un camello, con su alta giba, no puede en modo alguno pasar por el diminuto ojo de una aguja. El rico no puede entrar en el reino de Dios. Con la imagen no se quiere convertir la dificultad en imposibilidad, pero sí se quiere subrayar la dificultad. Se trata de despertar a los oyentes, de forzarlos a reflexionar, de inquietarlos. La riqueza en cuanto tal no es una cosa anodina, sino una fuerza que pone en peligro la salvación, porque absorbe al hombre y no lo deja libre para dedicarse a Dios (16,13).

26 Los que lo estaban oyendo dijeron: ¿Y quién podrá salvarse? 21 Él contestó: Lo que es imposible para los hom­bres, es posible para Dios.

La salvación, la entrada en el reino de Dios, la vida: he aquí cuestiones candentes que se plantean en el camino de la vida. El personaje ha fallado ante la exigencia de Jesús. Entonces, ¿quién podrá todavía esperar salvarse? También los oyentes se ven asaltados por la desilusión y la tristeza. Jesús no trata de tranquilizarlos, como hacen los hombres cuando notan que han asustado con sus pala­bras. Para los hombres es imposible. No se debería pasarse rápidamente de largo esta palabra, para consolarse y tran­quilizarse con la que sigue. Hay que comenzar por sen­tirse tambalear, por perder pie, antes de pasar a esta segunda palabra. Primero tiene el hombre que confesar

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que por sí mismo no tiene la menor esperanza de salvarse, tiene que percatarse de que no hay escapatoria posible, antes de ponerse en el camino que Dios todavía le muestra. Sólo al borde del abismo podemos echar mano de esta se­gunda palabra.

Para Dios es posible que el hombre se salve. No se trata de una manera fácil y barata de levantar los ánimos, no se trata de una referencia explícita a la gracia, que lo arreglará todo. Jesús ha dejado sentado bien claro que exige los mayores esfuerzos (13,24; 16,16; 14,25ss). No retira nada de lo dicho anteriormente. Ahora bien, cuando el hombre reconoce y comprende atemorizado que por sí mismo no puede en modo alguno alcanzar la salvación, ha alcanzado la convicción fundamental en su camino: se ha hecho pobre. Para Dios es posible. La palabra lo libra del temor y lo levanta a una seguridad confiada. El reino de Dios es misericordia para quien pone toda su esperanza en Dios.

28 Pedro dijo entonces: Pues mira: nosotros hemos de­jado nuestras cosas y te hemos seguido.

Aquello a que no se resolvió aquel personaje, los após­toles lo hicieron. Dejaron lo que poseían: las redes y la barca (5,11), el puesto de cobrador de impuestos (5,28), todo lo que tenían (5,11.28). Según Marcos, dijo Pedro que lo habían dejado «todo»; según Lucas, sus «cosas», la prcp'cdad, aquello a que tenían derecho, de que disponían, lo que podían considerar como suyo, incluso sus realiza­ciones, su actividad. Nada consideraban ya como propio de ellos, de nada podían ya jactarse.

¿Qué quiere decir Pedro? Según Mateo presenta su acción como un título, como un derecho a la recompensa: «Nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué

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habrá, pues, para nosotros?» (Mt 19,27). Vuelve a levan­tarse una nueva defensa, una nueva seguridad que no es Dios. En la redacción de Mateo sigue la parábola de los obreros de la viña (19,30-20,16). Lo que hace entrar en el reino de los cielos no es el derecho que pueda hacer valer el hombre, sino la bondad divina operante en Jesús. Lucas no escribió la pregunta de Pedro: «¿Qué habrá, pues, para nosotros?» Jesús añade más bien a la palabra de Pedro la promesa de vida eterna. Pedro y los apóstoles han realizado la palabra dirigida por Jesús al personaje rico. Están de­lante de la Iglesia como los grandes indicadores en el camino de la salvación.

29 Él les contestó: Os lo aseguro: nadie que haya dejado por el reino de Dios casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos, 30 dejará de recibir mucho más en este mundo, y en el mundo venidero, vida eterna.

Los apóstoles habían dejado la propiedad: dinero, cam­pos, bienes. No sólo esto. Dejaron también aquello a que está apegado el corazón: el hogar, la familia. ¿Cuándo puede el hombre decir que lo ha dejado todo? Vuelven aquí de nuevo las exigencias que había formulado Jesús a los que querían ser sus discípulos, cuando comenzó su marcha hacia Jerusalén (9,57-62). La tradición textual en Marcos (10,29) no habla de dejar la mujer. En la parábola de la invitación al gran banquete es también la mujer un impedimento para que el invitado acuda al banquete (14,20). La pobreza y la vida de celibato de los apóstoles son constantemente para la Iglesia la llamada de Jesús a des­prenderse de todo para poder responder libremente al llama­miento y a las exigencias de Dios. La propiedad se aban­dona por causa del reino de Dios (18,29), por el Evangelio (Me 10,29) y por el nombre de Jesús (Mt 19,29). El reino

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de Dios que está viniendo, Jesús que lo proclama y lo trae, la predicación del Evangelio, todo esto está en estrecha conexión. Quien se pone al servicio de la proclamación de la palabra, forma parte de los que siguen a Jesús y se hace accesible al reino de Dios, debe estar bien convencido de que ya no está apegado a la propiedad; Jesús camina hacia Jerusalén, donde le aguarda la muerte, pero tam­bién la elevación.

El curso del mundo está dividido en época presente y mundo futuro, tiempo de salvación. El mundo futuro está penetrando ya en el presente. El reino de Dios está en medio de vosotros (17,20). En el mundo presente recibe el discípulo mucho más de lo que ha dejado: en la comunidad de los hermanos y hermanas creyentes (Act 11,1; Rom 16,1), por razón de la comunidad de bienes (Act 2,14), de la hospitalidad (ITim 5,10; IPe 4,9) y del amor le están abiertas todas las casas. En el mundo venidero recibirá vida eterna.

3. A L ENCUENTRO DEL REINO DE DIOS (18,31-19,27).

Comienza la última etapa del camino hacia Jerusalén. ¿Qué significa esta marcha en la historia de la salvación? ¿Qué no sig­nifica? El camino de Jerusalén es marcha hacia la muerte, pero también hacia la resurrección y ascensión a los cielos (9,50), como lo indica el tercer anuncio de la pasión (18,31-34). Jesús se dirige a Jerusalén como Hijo de David y como salvador, con la curación del ciego y la salvación de Zaqueo se hace visible al comienzo de la última etapa del camino lo que significa para la historia de la.salud lo que sucederá en Jerusalén (18,35-43; 19,1-10). La marcha hacia Jerusalén no aporta todavía la espléndida manifes­tación de la soberanía regia, la erección del reino; la gloria y es­plendor del reino le aguardan a Jesús para después de su partida; luego vendrá de nuevo en poder y gloria. El tiempo que va de la ascensión al cielo a su venida con poder es para los discípulos

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tiempo de prueba en la labor misionera y en la persecución (19,11-27). Su entrada, que para Lucas es entrada en el templo, sienta los fundamentos de la Iglesia, que se desenvuelve entre el tiempo de salvación, de Jesús, y su segunda venida en gloria.

a) Tercer anuncio de la pasión (18,31-34).

31 Tomando luego consigo a los doce, les dijo: Mirad que subimos a Jerusalén, y se van a cumplir en el Hijo del hombre todas las cosas que fueron escritas por los pro­jetas.

La muerte de cruz, que aguarda a Jesús en Jerusalén, fue incluso para los creyentes desilusión y pesada carga, para muchos fue una sentencia de destrucción válida y de­finitiva. Sólo a los doce que le habían acompañado en todos sus caminos les impone Jesús esta carga, a ellos que ha­bían renunciado a todo les confía lo que significa para él la entrada en Jerusalén, a ellos quiere mostrarles qué rum­bo sigue el camino hacia la gloria. Este camino lo han de seguir y anunciar ellos como camino de la vida.

Jerusalén pasa ahora por su gran hora de la historia de la salvación. El Hijo del hombre hace su entrada en la ciudad. Allí sufre los dolores del Siervo de Dios, como lo había profetizado Isaías, allí será elevado al poder de Dios, como lo había anunciado Daniel acerca del Hijo del hom­bre 27. En Jerusalén va el siervo de Yahveh, por la pasión y la muerte, a la gloria. «¿No era necesario que el Mesías

27. Acerca del Hijo del hombre se hacen tres grupos de aserciones: 1) Es un ser supramundano, que ha venido a la tierra y está dotado de los mayores poderes: 5,24; 6,5; 7,34; 9,56; 12,53; 19,10. 2) Está sujeto al sufrimiento y a la muerte: 9,22ss; 9,44; 9,58; 18,31; 22,22; 22,48; 24,7; lleva los rasgos del siervo de Yahveh (Is 53). S) Como Hijo del hombre que ha de venir, es soberano, salvador y juez en los últimos tiempos: 11,30; 12,8.40; 17,22-30; 18,8; 21,27.36; 22,69; Act 7,56; en esto se asemeja al Hijo del hombre de Daniel (Dan 7).

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padeciera esas cosas para entrar en su gloria?» (24,26). El sufrimiento es la entrada en la gloria y el fundamento para congregar la Iglesia.

Ahora se cumple lo que habían escrito los profetas. En la transfiguración hablaban Moisés y Elias de la muerte que había de sufrir Jesús en Jerusalén (9,31). A lo largo de todas las Escrituras se presenta el camino de Cristo como camino que por la pasión conduce a la gloria (24,25-27; 24,44). Este acontecimiento de la muerte y glorificación de Cristo es el sentido de la historia de la salud (IPe l,10s). En Jerusalén se cumple, se lleva a término el desig­nio salvínco de Dios, se satisface el ansia de Jesús de ver este cumplimiento (12,50), de ver realizado lo que se le había encargado (13,32; 22,37). Allí puede pronunciar la palabra registrada por san Juan: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30).

32 Porque será entregado a los gentiles, y se verá bur­lado, insultado y escupido, 33 y después de azotarlo, lo ma­tarán; pero al tercer día resucitará.

Este anuncio lleva el sello de la historia lucana de la pasión. No se habla de una vista de la causa ante el tri­bunal judío. Los judíos entregarán el Hijo del hombre a los gentiles. Pedro les echa más tarde en cara: «Vosotros lo entregasteis y negasteis en presencia de Pilato» (Act 3,13s). «Vosotros lo entregasteis según el plan definido y el previo designio de Dios, crucificándolo por manos de in­fieles» (Act 2,23). En él son culpables judíos e infieles (Act 4,27-29).

Los gentiles se burlarán de Jesús y le escupirán. Con él se divertirán insolentemente. Con sentimientos impíos se desmandan con el santo Hijo de Dios, al que Dios mismo había ungido como rey Mesías (Act 4,27; Is 53; Sal 2;

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Act 10,38). Esta humillación llega a su límite en la ejecu­ción en la cruz. Según el derecho penal romano, van asociadas la flagelación y la pena de muerte en cruz. Jesús es condenado a la muerte más ignominiosa que conoce el mundo pagano. Es sencillamente aniquilado.

Este aniquilamiento no es el fin, sino el comienzo de su glorificación. Jesús está, sí, en una misma línea con los mensajeros de Dios del Antiguo Testamento y con su suerte, pero, como Hijo del hombre que es, marcha a través de la muerte. No «será» meramente «resucitado» (así Mt 20,19, traducido literalmente), sino que resucitará él mismo. En el hecho pascual no sólo Dios obra en Jesús, sino que el Hijo del hombre tiene el poder de levantarse, de resurgir por sí mismo de la muerte. Al hecho de ser entregado y a la ejecución en la cruz se contrapone la ac­ción soberana del Resucitado.

34 Sin embargo, ellos nada de esto comprendieron; pues estas cosas les resultaban ininteligibles, y no captaban el sentido de lo que les había dicho.

El camino de Jesús es para los apóstoles desde el prin­cipio hasta el fin un misterio incomprensible. No compren­dieron ni captaron que fuera posible lo que expresan estas palabras. El camino que tiene que seguir Judas es para el pensar humano incomprensible, inescrutable, «ininteli­gible», oculto. Ni siquiera la Sagrada Escritura, en cuyo centro está este misterio, es capaz de esclarecerlo; sólo cuando el Resucitado descubre a los discípulos el sentido de las Escrituras, cuando él mismo levanta el velo, se hace comprensible este misterio. La misma fe, el mismo hecho de creer que Jesús entra en la gloria a través de la muerte, es también fruto de este camino (cf. 24,25-35).

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b) Curación de un ciego (18,35-43).

35 Al acercarse él a Jericó, había un ciego sentado junto al camino, que estaba pidiendo limosna. 36 Cuando oyó el ruido de la multitud que pasaba, preguntó qué era aquello. 37 Le contestaren que estaba pasando por allí Jesús de Na-zaret. 38 Entonces el ciego se puso a gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! 39 Los que iban delante le reprendían para que callara; pero él gritaba todavía más fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!

En tiempos de Jesús estaba situada Jericó al sur de los antiguos límites de Israel. Herodes el Grande y Ar-quelao la adornaron con lujosos edificios de estilo romano helenístico. Jesús se acerca a la ciudad 2S. El pueblo le rodea; a lo que parece, camina en una caravana de peregrinos que se dirigen a Jerusalén para la fiesta de pascua. De nuevo vemos a Jesús caminando. En Jericó comienza la subida a la ciudad, que es la meta de su viaje.

Junto a la puerta de la ciudad se hallan los mendigos. Entre ellos hay un ciego. Oye cómo pasa la gente. ¿Por qué tal alboroto? La respuesta es muy sencilla: Jesús de Nazaret. Nada más. Sin embargo, este ciego confiesa: Jesús es el Hijo de David, el Mesías rey, que procede de la estirpe de David y que viene a restablecer el reino de David (l,32s). El Mesías fue anunciado por los profetas como salvador de los ciegos: «Los ciegos ven» (Is 35,5s); es en­viado y ha sido ungido para restituir la vista a los ciegos (4,18; cf. Is 61,1), para anunciar a los pordioseros la buena

28. Cf. Me 10,4f.: «A! salir él de jericó...» (también Mt ¿0,¿'J). No hay necesidad de sutiles y rebuscadas tentativas de armonización; Lucas, per razo­ne.; lilerarias, modificó s.i modelo Marco : la historis de Zaqueo había que incluirla todavía en Jericó; cierto que aún no acaba de explicarse poi­qué procedió así.

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nueva (4,18). Jesús es el salvador prometido. El ciego grita su confesión de fe y pide socorro a los oídos de todos.

El grito del ciego turba el silencio en que marcha el pueblo, en santa peregrinación. Aunque reprenden al ciego, él grita todavía más fuerte. Su clamor se parece al clamor de los profetas, que son impulsados por la fuerza del espí­ritu de Dios (Am 3,8). La fe en la filiación davídica de Jesús es debida a iluminación de Dios (cf. Mt 16,17), que no puede quedar oculta. ¡El ciego ve! Muchos vieron las obras de Jesús y, sin embargo, permanecieron ciegos para no ver lo que es Jesús. Dios dispone esta confesión de Jesús cuando él se dispone a marchar a la muerte. El ciego, que ha recobrado la vista interior, introduce y caracteriza la última etapa del camino y la entrada en Jerusalén.

40 Jesús se paró y mandó que se lo trajeran delante. Cuando el ciego se acercó, le preguntó Jesús: 41 ¿Qué quie­res que te haga? Él contestó: ¡Señor, que yo vea!

El título de «Hijo de David» es el que más cargado está de esperanzas políticas nacionales. Ahora lo soporta Jesús y lo reconoce, aunque antes lo había prohibido (cf. Mt 9,30). Su camino hacia Jerusalén destruye estas esperan­zas y manifiesta otra imagen del Mesías, una imagen que responde al plan salvífico de Dios. El ciego interpela ahora a Jesús como Señor (Marcos: Rabbuni, Maestro). Señor es el título augusto de Jesús en las comunidades he­lenísticas; él es soberano, al que se ha dado poder divino. Jesús de Nazaret es Hijo de David (Mesías, Cristo) y Señor (Kyrios). Lo que ve el ciego en el camino de Jerusalén, lo anunciaron los ángeles acerca de Jesús recién nacido: un salvador (Jesús), que es el Mesías (el Hijo de David), el Señor (2,11). La Iglesia de los creyentes expresará en un himno esta confesión como fruto del camino hacia Jerusa-

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lén: «Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual, Dios a su vez lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que... toda lengua confiese que Jesucristo es Se­ñor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,8-11).

42 Y Jesús le respondió: Pues recobra la vista; tu je te ha salvado. 43 E inmediatamente recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el puebla, al ver esto, prorrumpió en alabanzas a Dios.

La curación maravillosa confirma la confesión mesiá-nica del ciego. Lo que había hecho Dios en él interiormente, se muestra al exterior. La fe en él salva. Sigue a Jesús. Para seguir a Jesús como discípulo hay que empezar por la profesión de fe, confesar que Cristo es el Señor. El camino hacia Jerusalén debe ser recorrido por causa del pueblo ciego. «Vamos palpando como el ciego a lo largo del muro, y andamos a tientas, como quien no tiene ojos. Tropezamos en pleno día como si fuera de noche; estamos a oscuras, como muertos» (Is 59,10). «Vendrá a vernos la aurora de lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y som­bra de muerte» (1,79).

El ciego cree, aunque no ve a Jesús, la multitud le amenaza: con sus gritos se trastorna el orden sagrado de la procesión. En el camino hacia Jerusalén, donde se consu­mará la historia de la salud con la muerte y resurrección de Cristo, recibe el ciego la luz de los ojos; el ciego, que por los judíos era tenido por muerto, es resucitado a la vida; el que era excluido de la comunidad cultual se con­vierte en discípulo de Jesús. También Jesús, que en su camino ha predicho su pasión, en el mismo camino de la pasión halla discípulos.

Las obras de Jesús suscitan las alabanzas de Dios.

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El ciego sigue a Jesús, glorificando a Dios. Gracias a él, el pueblo entero da gloria a Dios. El ciego, con su fe, reúne una nueva comunidad cultual. La imagen de la Iglesia se hace visible. A la elevación de Jesús sigue la alabanza de Dios por la Iglesia naciente (24,53).

c) Zaqueo (19,1-10).

1 Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. 2 Y había allí un hombre, llamado Zaqueo, que era jefe de publicónos y muy rico, 3 el cual trataba de ver quién era Jesús, pero no podía por causa de la multitud, ya que él era pequeño de estatura. 4 Y echó a correr hacia delante y se subió a un sicómoro para ver a Jesús, pues tenía que pasar por allí.

Jesús va por la ciudad. Hay gran aglomeración. Un hombre de estatura pequeña, al que nadie hace sitio, se abre paso por entre la multitud. Echa a correr delante de la gente. Trepa a un sicómoro que se halla junto al camino. El hombrecillo se llama Zaqueo («Dios se ha acor­dado» = Zacarías). El hombre era jefe de publicónos. Tiene arrendados los impuestos de la aduana y del mercado y los recauda por medio de ayudantes. Jericó era ciudad aduanera lindante con la provincia de Arabia, era ciu­dad exportadora de bálsamo. En su calidad de publica-no, era Zaqueo, para los judíos, pecador; como rico que era, presentaba también un «caso difícil» para el mensaje de Jesús (18,24).

En este hombre, que aparentemente sólo vive para el dinero, que ha prostituido su fidelidad al pueblo de Dios y su honor de pertenecerle, arde el deseo de ver a Jesús. El ciego quiere oír, el publicano quiere ver. Por la vista y por el oído llega la salvación al hombre. Los mensajeros

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del Bautista recibieron de Jesús el encargo: «Id a contar a Juan lo que habéis visto y oído» (7,22). Como el ciego tiene que superar el obstáculo de la multitud que acom­paña a Jesús, así también el jefe de publícanos. El cie­go grita, el publicano trepa al árbol, que tiene sus ramas extendidas. Zaqueo no se cuida de su dignidad, no teme el ridículo de su parapeto ni las miradas sarcásticas y hos­tiles de los que lo conocen. Entrar en contacto con Jesús le importa ante todo.

5 Cuando llegó Jesús a aquel sitio, miró hacia arriba y le dijo: Zaqueo, baja de prisa; porque conviene que hoy me quede en tu casa. 6 Bajó de prisa, y lo recibió en su casa muy contento.

Jesús, como profeta que es, conoce los corazones. Co­noce también el deseo de Zaqueo. Mientras Jesús le mira hacia arriba, alborea para él el gran hoy de historia de la salvación. Hoy se cumple para él la Escritura que promete la buena nueva a los pobres y a los indigentes (4,18), hoy se le ha acercado el Salvador (2,11), hoy se encuentra en Jesús con la acción paradójica de Dios, que obtiene resul­tado allí donde humanamente no se esperaba (5,26).

El publicano es llamado por su nombre. Ahora se cum­ple en él lo que este nombre significa; Dios se acuerda de él y se compadece. Ha tomado bajo su amparo a su siervo, acordándose de su misericordia (1,55). En él se realiza lo que conviene, lo que ha sido decretado por la voluntad salvífica de Dios, que Jesús tiene que cumplir. Todo acon­tece con rapidez; la visita de Dios tiene que realizarse a su tiempo (1,39). La prisa, Jesús como huésped, la buena hospitalidad dispensada en casa del pecador, la alegría, la inesperada elección de Dios, el hacerse pequeño el grande... todo esto es indicio de lo que ha de aportar la subida

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a Jerusalén. Cuando Jesús sea «elevado», exaltado, se multiplicará lo que ahora tiene lugar en Jericó. Los após­toles lo experimentarán constantemente en sus marchas apostólicas.

7 Al ver esto, todos murmuraban, comentando que había ido a hospedarse en casa de un pecador. 8 Pero Za­queo se levantó y dijo al Señor: Mira, Señor; voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defrau­dado a alguien, le devolveré cuatro veces más.

El judío piadoso no se sienta a la mesa con publíca­nos y pecadores públicos (15,2). Todos se escandalizan y murmuran (5,30; 15,2). Israel murmura en el desierto cuando Dios no responde a sus exigencias. La voluntad salvífica de Dios tropieza con incomprensión y murmura­ción. Jesús cumple la voluntad de Dios y pasa por encima de las murmuraciones de los hombres. «Bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo» (7,23); conviene recordarlo, cuando él no procede como se había esperado.

El publicano captó el «hoy» del tiempo de la salvación, con su oferta divina (Dt 30,15-20), y se convirtió. Su sin­ceridad se manifiesta en su voluntad de cumplir radical­mente las prescripciones de la ley. No sólo restituyó el 120 % del valor que ha adquirido injustamente (Lev 5,20-26), sino que además piensa dar una compensación del cua­druplo (cf. Éx 21,37). Los doctores de la ley exigen que se dé también una cierta suma de dinero a los pobres si el arrepentimiento ha de mostrarse sincero. Ellos proponían un quinto del capital como primera prestación y la misma proporción de los ingresos anuales como prestación suce­siva (cf. Núm 5,6s). También esto tiene intención de cumplir el publicano. Esto ante todo, pues no consta si ha perju-

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dicado a alguien con extorsión, que era el pecado^ de los publícanos. Como él ha oído interiormente el mensaje de la salvación, pone en práctica lo que exige la ley y todavía más. Como el amor de Dios le ha alcanzado en Jesús, re­basa él lo que exige la ley y lo que quiere la exposición de la ley. Dios santifica a su pueblo cuando Jesús se inte-íesa por los pecadores.

9 Entonces le dije Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa; pues tumbién éste es hijo de Abraham. 10 Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que esta­ba perdido.

Hoy ha llegado la salvación a la casa de Zaqueo. Lo que en el nacimiento de Jesús fue anunciado a los pastores, que entre la gente piadosa eran tenidos por pecadores, se realiza en el jefe de los publícanos por la palabra de Jesús. En efecto; allí se dijo: «Hoy os ha nacido un Sal­vador» (2,11). En el camino hacia Jerusalén se lleva a cabo lo que se había anunciado en el comienzo del tiempo de salvación. Al publicano no se le reconocía ya que era hijo de Abraham, pero su fe y su acogida por Jesús lo ha acreditado como verdadero hijo de Abraham. Él «espera contra teda esperanza» cuando le alcanza la oferta salvadora de Dios (Rom 4,18ss). La descendencia de Abraham es ampliada, de modo que tengan participación en las pro* mesas de Abraham incluso los que no son de su sangre.

La misión de Jesús se cumple mediante la acogida de los pecadores. Dios lo envió para que aportara salvación, no perdición; salud, no condenación; vida, no muerte. «Cris­to vino al mundo para salvar a los pecadores» (ITim 1,15). Por él se cumple lo que el profeta había anunciado acerca del tiempo de salvación: «Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enfer-

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NT, Le II, 10

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ma; guardaré y apacentaré con justicia las justas y robustas» (Ez 34,16). En Jesús sale Dios al encuentro a su pueblo como buen pastor: «Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré» (Ez 34,11). Lo que se significó en las pará­bolas relativas al amor a los pecadores, se efectúa en la realidad de la vida. Jesús es el salvador de los que estaban perdidos.

En el relato de la conversión de Zaqueo están reunidas todas las palabras y conceptos preferidos del Evangelio de los pobres: hoy, salvación; para salvar lo que estaba perdido; pequeño, pecador, publicano; él «convenía» de la voluntad salvadora de Dios, la prisa, la acogida en la casa, la alegría. Gracia rebosante de Dios y buena voluntad re­bosante del hombre se manifiestan en Jericó, ciudad sobre la que pesaba una antigua maldición (Jos 6,26), en casa del jefe de los publícanos y pecador, que es rico. Jericó es la ciudad de donde Jesús emprende la subida a Jerusalén, es como la puerta para la ciudad en la que aguarda la consumación de la historia de la salud, de la que proviene la salvación.

d) Parábola de las diez minas (19,11-27).

11 Mientras ellos escuchaban estas cosas, Jesús añadió una parábola, porque estaba ya cerca de Jerusalén y por­que ellos pensaban que el reino de Dios iba a manifestarse inmediatamente.

Jesús sube a Jerusalén en el tiempo de la fiesta de pas­cua. Grandes caravanas de peregrinos afluyen para celebrar juntos en la ciudad santa la salvación de Israel de la escla­vitud de Egipto. Están despiertas todas las grandes espe­ranzas de restauración del reino davídico. El ciego ha

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confesado a Jesús por Hijo de David y Jesús no ha recha­zado el título; ante Zaqueo se ha dado a conocer como el Pastor mesiánico prometido. Después de la muerte de Jesús , confiesan los discípulos que habían esperado que había de redimir a Israel (24,21) y establecer el reino (cf. Act 1,6). En esta situación resulta comprensible la pregunta: ¿Va a manifestarse inmediatamente el reino de Dios? Esta pre­gunta está viva también en los primeros tiempos de la Iglesia. En algunos ambientes se espera la pronta venida del Señor29. Sin embargo, el Señor se hizo esperar. No faltan burlones que dicen: «¿Dónde está la promesa de su parusía? Desde que murieron los padres, todo sigue como desde le principio de la creación» (2Pe 3,4). La parábola de las minas pone freno a la entusiástica espera de la pronta venida del Señor, y a la vez alimenta la esperanza esca-tológica.

12 Dijo, pues: Un hombre de familia noble se fue a un país lejano, para recibir la investidura del reino y volver luego. n Llamó a diez criados suyos, les dio diez minas y les dijo: Negociad hasta que yo vuelva. 14 Pero sus compa­triotas lo aborrecían, y enviaron tras él una embajada que dijera: No queremos que sea éste nuestro rey.

Jericó, donde se cuenta la parábola, es ciudad de Ar-quelao. Conforme al testamento de Herodes, se habían de repartir su territorio sus tres hijos, Herodes Antipas, Filipo y Arquelao. Arquelao había de recibir la región de Judea con el título de rey. Sin embargo, tuvo que negociar para obtener este título del emperador romano Augusto. A este

29. ITes 4,15ss; ICor 7,29ss; 10,11; Ro.n 13,l is; Flp 4,5; Ap 1,3; 3, 11, etc. Cf. Lexicón für Theologit und Kirche vil , Herder, Friburgo de Bris-govia :1962, 777s, art. Naherwartitnt/ (R. SCHNACKENBURG) ; cf. también X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona *1967, p. 582ss, art. Pan.

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fin se dirigió a Roma. Una embajada de cincuenta judíos logró que no se cumpliera el deseo del soberano. Augusto le otorgó sólo el título de etnarca en espera de que hiciera méritos. La parábola parece inspirarse en la historia de la época. El hombre de familia noble que va a un país lejano, es Arquelao. En la parábola, el hombre de familia noble que pretende la corona hace referencia a Jesús, que está subiendo a Jerusalén. No va a recibir inmediatamente el reino, sino que primero tiene que ir a un país lejano, al cielo a través de la muerte; de allí volverá con poder y dig­nidad regia.

Para el tiempo de la ausencia, el pretendiente a la corona confía dinero a sus «criados», para que lo empleen en negocios. El número de diez de estos funcionarios parece que no tiene otra finalidad sino encarecer la dignidad del aristócrata. La mina que recibs cada uno, no es una can­tidad extraordinaria; un jornalero podía ganarla en un trimestre. Los «criados» han de demostrar su fidelidad en lo poco (16,10). Mientras Jesús está ausente de los suyos, confía a sus discípulos la administración de sus bienes. «¿Quién es, pues, el administrador fiel y sensato, a quien el señor pondrá al frente de sus criados, para darles la ración de trigo a su debido tiempo?» (12,42). El tiempo que va de la ascensión de Jesús al cielo a su segunda ma­nifestación en gloria, es tiempo de trabajo, tiempo de misión.

Al pretendiente a la corona le odian sus conciudadanos; no quieren que sea su rey. En el tiempo de la ausencia de Cristo no descansan sus enemigos. Hacen todo lo posible para que no sea reconocida la realeza de Cristo. El tiempo de la Iglesia es tiempo de persecución, en la que se prueba la fidelidad y la perseverancia (17,22; 21,12ss). Jesús viene en el esplendor de la realeza, pero no viene «inmediata­mente».

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15 Cuando volvió, investido ya de la dignidad real, man­dó llamar a aquellos criados a quienes había entregado el dinero, pura saber cuánto había ganado cada uno.

El pretendiente tiene éxito en su viaje. Vuelve con el título de rey. Los criados son llamados para rendir cuentas. Hay que ver quiénes y cómo han negociado. Sólo se le puede confiar mucho al que ha dado buena prueba en lo peco (16,11). Jesús, a su retorno, exigirá cuentas de la ad­ministración (12,41ss).

16 Se presentó, pues, el primero, diciendo: Señor, tu mina ha producido diez minas. ll Muy bien, criado bueno, le dijo. Puesto que has sido fiel en lo poco, tendrás autoridad sobre diez ciudades. 18 Llegó el segundo, que dijo: Tu mina, señor, me ha producido cinco minas. 19 Díjole también a éste: También tú estarás al frente de cinco ciudades.

Sólo se presenta a tres de los diez criados. El arte de la narración no consiente que aparezcan los diez. Las pará­bolas quieren hacer impacto, no aburrir. Los dos primeros criados han negociado con éxito. Con modestia no hablan de su propio esfuerzo. Las minas han proporcionado la ga­nancia. «Dios es el que produce el crecimiento» (ICor 3,6s). La aprobación se refiere a la fidelidad en lo poco. Los criados reciben un encargo mayor, son puestos como go­bernadores al frente de algunas ciudades, proporcional-mente a la ganancia que han reportado. Los discípulos que sean fieles en servir al Señor reinarán juntamente con Cristo (12,43; 22,30).

20 Llegó luego el otro, que dijo: Señor, aquí está tu mina, que tenía guardada en un pañuelo: 21 pues tenía miedo de ti, porque eres hombre severo: te llevas lo que no

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depositaste y cosechas lo que no sembraste. 22Él le con­testa: Criado malo, por tus propias palabras te juzgo. Sa­bías que yo soy hombre severo: que me llevo lo que no deposité y cosecho lo que no sembré. 23 ¿Por qué, entonces, no pusiste mi dinero en el banco? Así yo, a mi vuelta, lo habría retirado con sus intereses.

El tercer criado no había emprendido nada con su di­nero, lo había guardado y custodiado en un pañuelo como los que se llevan al cuello para protegerse contra el ardor del sol. Los amargos reproches contra su señor vienen de su mala conciencia. Se acusa al señor: se le trata de déspota cruel, de negociante avaro y rapaz, de egoísta sin consi­deraciones. Él tiene la culpa de que le faltaran ánimos al criado y de que el miedo lo paralizara. El criado quiere estar seguro y por eso no se arriesga. Quizá se trasluce aquí el sentido originario de la parábola, que quería al­canzar a los fariseos. Éstos sólo conciben a Dios como alguien que exige sin misericordia. Observan con ansiedad la letra de la ley, levantan una cerca alrededor de la ley, a fin de que no pueda ser violada; observan, pero no se arriesgan. Jesús, en cambio, concibe a Dios como el que da y el que ama. Exige más de lo que exige la ley, pero enseña que la justicia es don de Dios; que su reino lo exige todo, porque lo da todo.

El pretendiente a la corona no se contenta con que le sea simplemente restituido el dinero confiado. Mantiene su encargo: Negociad. El criado perezoso no lo ha cumpli­do. Ha impedido incluso que el dinero mismo, sin trabajo por su parte, reportara ganancia en el banco. Lo que exige el Señor es fidelidad en la administración, valor para obrar, trabajo discreto. La auténtica actitud escatológica no es una espera inactiva, llena de temor. La espera del Señor que ha de venir, que ha de pedir cuentas, no paraliza,

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sino que estimula a la acción. Si paraliza, es que se ha entendido mal.

24 Y mandó a los que estaban presentes: Quitadle la mina y dádsela al que ya tiene diez. 25 Ellos le dijeron: Señor, que ya tiene diez minas. 26 Yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará.

Cuando viene el rey, celebra juicio. La mina que toda­vía tiene en la mano el mal criado, se le quita. En cambio se da al emprendedor, al animoso que más ha ganado. Esto sorprende, anima. La seguridad no está en guardar, sino en osar y en ganar. Tampoco en la vida de los dis­cípulos hay capital en reposo, haberes inactivos. El que quiere conservar tranquilamente lo poseído, pierde incluso lo que posee.

27 En cuanto a aquellos enemigos míos que no querían que yo fuera su rey, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia.

El rey procede con sus enemigos como un soberano oriental, sin gracia ni misericordia. Cuando regresó Arque-lao —aunque sin la dignidad que había esperado— se vengó sangrientamente de sus adversarios. Cristo obra a su retorno como juez. Al criado malo se le quita lo que tiene; los enemigos son aniquilados. El juicio responde al grado de la culpa (12,46-48). Una sentencia mucho más dura que la de los criados indolentes se pronuncia contra los enemigos. La venida de Cristo está por encima de la vida, la acción, la persecución y las suertes de la Iglesia.

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Parte cuarta

EN JERUSALÉN 19,28-21,38

I. ÚLTIMAS ACTIVIDADES DE JESÚS EN PÚBLICO (19,28-48).

Jesús entra en Jerusalén como rey Mesías (19,28-40); pero como la ciudad rechaza la oferta salvífica de Dios, le predice su ruina (19,41-44). En la ciudad toma Jesús posesión del templo y lo constituye en centro de su actividad y del nuevo pueblo de Dios (19,45-48). Se echan los cimientos para la Iglesia primitiva en Jerusalén (cf. Act 2,41-47; 4,32-37).

1. ENTRADA TRIUNFAL (19,28-40).

28 Cuando acabó de decir estas cosas, caminaba delante, subiendo a Jerusalén.

Se disipa el equívoco acerca de lo que iba a suceder: La entrada en Jerusalén no erige todavía el esplendoroso reinado del Mesías. La marcha continúa. El profeta, «po­deroso en obras y en palabras», camina en medio de sus discípulos, el Hijo de David se dirige a la fiesta de la redención de Israel. Muchos de los que caminan con él eran testigos de sus obras y de sus palabras. Todos están convencidos de que se acerca la hora en que se cumpla lo que se había prometido a Israel. Pero no se comprende cómo ha de suceder esto (18,34).

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29 Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte lla­mado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, 30 di­ciendo: Id a esa aldea que está enfrente, y, al entrar en ella, encontraréis atado un pollino, en el cual no se ha montado nunca nadie; desatadlo y traedlo. nY si alguien os preguntara: ¿Por qué lo desatáis?, responderéis: Porque el Señor lo necesita. n Fueron, pues, los enviados y en­contraron conforme Jesús les había indicado. 33 Mientras ellos estaban desatando el pollino, les preguntaron los dueños: ¿Por qué lo desatáis? H Ellos respondieron: Por­que el Señor lo necesita.

Betfagé («casa de la higuera») estaba situada en la ver­tiente occidental del monte de los Olivos; Betania («casa de la tribulación») está sobre la vertiente sudoeste del mismo. Quien viaja de Jericó a Jerusalén llega primero a Betania, luego a Betfagé. Una vez más se mira el camino desde Jerusalén (17,11), el viaje se enjuicia en función de la meta; sólo así se puede comprender debidamente la marcha.

En Betfagé se someten los peregrinos a los ritos de la purificación, antes de hacer su entrada en la ciudad santa. Se preparan. También Jesús se prepara para su en­trada en Jerusalén. Envía una pareja de discípulos, como había enviado por parejas a sus precursores (10,1). Esta vez no habían de preparar su llegada con la palabra, sino trayendo lo que era necesario para su entrada triunfal como rey. El oficio de aquellos consiste siempre en pre­parar para la venida del Mesías.

Jesús tiene necesidad de una cabalgadura; ésta tiene que ser el pollino de una asna.. Los guerreros montan a caballo; el asno es la cabalgadura de los pobres y de las gentes de paz. Aquí se cumple lo que había predicho el profeta Zacarías: «Alégrate con alegría grande, hija de

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Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, justo y salvador, montado en un asno, en un pollino hijo de asna. Extirpará los carros de guerra de Efraím, y los caballos de Jerusalén, y será roto el arco de guerra, y promulgará a las gentes la paz, y se extenderá de mar a mar su señorío y desde el río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9s)30. Se elige un pollino porque todavía no ha servido a nadie. Como el animal sacrificado no debe usarse para ningún trabajo corriente, pues está reservado a Dios, así también la cabalgadura de Jesús, el rey Me­sías, ha de ser un pollino en que todavía no haya montado nadie 31.

Jesús sabe a ciencia cierta dónde se ha de hallar este pollino y dispone que le sea entregado por sus dueños. Tiene ciencia sobrehumana y señorío sobre los señores. En él se manifiestan santidad divina, saber divino y poder di­vino, y le acompañan en su camino incomprensible para los hombres.

35 Lo llevaron, pues, ante Jesús y echando encima del pollino sus mantos, hicieron que Jesús se montara en él. 36 Mientras él caminaba, las gentes extendían sus mantos por el camino.

Hicieron que se montara. Estas palabras usadas esta vez, y sólo esta, en el Nuevo Testamento, evocan un hecho memorable del Antiguo Testamento, en el que se usan las mismas palabras: «Cuando estuvieron en presencia del rey (el sacerdote Sadoc, el profeta Natán y Banayas, hijo de Jcyada), el rey les dijo: Tomad con vosotros a los servido­res de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi muía y bajadle a Gihón. Allí el sacerdote Sadoc y Natán,

30. Cf. Mt 21,5; Zac 9,9; Jn 12,15; Zac 9,9 e Is 40,9. 31. Dt 21,3; Núm 19,2.

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profeta, le ungirán rey de Israel, y tocaréis las trompetas, gritando: ¡Viva el rey Salomón! Después volveréis a subir tras él y se sentará en mi trono para que reine en mi lugar, pues a él k instituyo jefe de Israel y de Judá» (IRe 1,33-35). El ciego de Jericó proclamó a Jesús Hijo de David; como hijo real de David, como príncipe de la paz, entra Jesús en Jerusalén. También el hecho de extender los vestidos como una alfombra al paso de Jesús forma parte del ceremonial de la coronación de los reyes. Cuando Jehú fue aclamado rey «tomaron todos sus mantos y los pusieron debajo de él en las gradas, y, haciendo sonar las trom­petas, gritaron: ¡Jehú, rey!» (2Re 9,13). Lo que hacen los discípulos responde al plan salvífico de Dios; tributan homenaje a Jesús como a rey Mesías.

37 Acercándose ya a la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, co­menzaron a alabar a Dios a grandes voces por todos los prodigios que habían visto,38 y exclamaban: ¡Bendito el que viene, el rey, en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!

Quien desde Betania va acercándose a la pendiente del monte de los Olivos ve a Jerusalén delante de sí. A la vista de la magnificencia del templo y de la ciudad se llena de fe entusiástica la multitud que acompaña a Jesús. Del lado del monte de los Olivos es esperada la entrada del Me­sías (Zac 14,4). El pueblo se acuerda de las obras de poder que había visto durante el tiempo de la actividad de Jesús, «cómo Dios lo ungió con Espíritu Santo y poder, y pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Act 10,38). Dios mis­mo ha visitado en Jesús a su pueblo, aportándole la sal­vación.

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En una aclamación de homenaje se condensa todo lo que llena de alegría a la multitud. A los peregrinos que se dirigen al templo les gritan los sacerdotes desde el inte­rior del santuario las palabras de bendición: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Sal 118,26). Estas palabras de bendición ss convierten en aclamación de ho­menaje a Jesús. Él es rey, al que Dios ha dado misión y poder. Dios lo ha bendecido, y el pueblo lo bendice, el pue­blo que lo recibe como rey, lo saluda y lo acompaña a la ciudad real, Jerusalén. El rey Mesías entra en Jerusalén: se cumplen las promesas de Dios.

Ha alboreado una gran hora en la historia de la salva­ción. El pueblo que acompaña a Jesús se hace cargo de lo que tal hora entraña en sí. Su grito de aclamación lo expresa: ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! Aquí resuena lo que los ángeles habían anunciado la noche de navidad (2,14). El rey Mesías, rey de paz, entra en Jerusalén y toma posesión del reino; esto es señal de que Dios procura la paz a los hombres y se glorifica como Dios. Por el momento hay paz y gloria en el cielo. Lo que sucede en el cielo tendrá efecto en la tierra. En efecto, se formula una oración que dice: «La paz reina en las alturas, quieras procurarnos paz a nosotros y a todo el pueblo de Israel.» La entrada de Jesús, rey de paz, en Jerusalén, no trae todavía el reino de la paz; primero tiene todavía que morir él y ser elevado al cielo. Cuando él vuelva a venir, vendrá la paz a la tierra (19,11). Se han reunido tres jalo­nes de la historia de la salvación: El nacimiento del rey de la paz, su entrada en Jerusalén para la pasión y la glori­ficación, y su retorno para la erección definitiva del reino de Dios.

39 Algunos de los fariseos que estaban entre la multi­tud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. 40 Pero

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él contestó: Yo os digo, que si éstos se callan, gritarán las piedras.

Entre la multitud que rinde homenaje a Jesús se hallan también fariseos. Antes habían puesto ya a Jesús en guar­dia contra Herodes (13,31), ahora vuelven a advertirlo. LG que aquí se desarrolla es acción de alta política. ¿Qué va a decir la potencia romana de ocupación? Con mucho retintín lo llaman maestro; maestro con autoridad puede llamarse si quiere, pero también rey y Mesías. Le insinúan que mande guardar silencio. ¡Cuántas veces se lo impuso también él a sus discípulos! Pero ahora ha pasado ya el tkmpo de callar. Dios quiere que se deje aclamar como rey Mesías.

Jesús aprueba la aclamación y la confesión por Mesías de sus discípulos, como en Jericó había aprobado el gri­to de socorro del ciego que lo aclamaba como Hijo de David. La confesión tiene que pronunciarse. Un probervio, que es un eco del profeta Habacuc, confirma esta nece­sidad: «Chilla en el muro la piedra y le responde en el enmaderado la viga» (Hab 2,11). La frase suena a pro­verbio: Si se hace callar a sus discípulos porque la realeza de Jesús es rechazada por su pueblo, entonces las ruinas de Jerusalén destruida gritarán testimoniando que se ha recha­zado injustamente la reivindicación mesiánica de Jesús. Jerusalén se convertirá en un montón de escombros, no perqué sea peligrosa la confesión mesiánica, sino porque Jesús es rechazado como rey, no se reconoce la hora de la historia de la salvación y no se acepta la oferta salvífica de Dios.

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2. LAMENTACIÓN SOBRE JERUSALÉN (19,41-44).

41 Cuando se acercó, al contemplar la ciudad, lloró por ella, 42 diciendo: ¡Ah, si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ¡ay! queda oculto a tus ojos.

Jerusalén se ofrece a los ojos de Jesús en todo su es­plendor. Jesús sabe que la ciudad será reprobada y des­truida. Lo que dijo Dios a Jeremías se cumple ahora en Jesús: «Diles, pues, así (a los falsos profetas): Mis ojos lágrimas derraman día y noche sin cesar, pues la virgen hija de mi pueblo ha sido quebrantada con gran quebranto, herida con gravísima plaga» (Jer 14,17). Jesús llora por la ciudad.

El castigo viene sobre ella. Jesús no lo puede ya des­viar. Ya sólo puede decir: 5/ hubieras comprendido lo que es para tu paz. Las lágrimas revelan su impotencia. Ha expulsado demonios, curado enfermos, resucitado muertos, convertido a publícanos y pecadores. En esta ciudad tro­pieza su poder con barreras y resistencias. Su llanto de impotencia encierra un profundo misterio. En la antigua Iglesia pareció a algunos tan enigmático y escandaloso para la fe en el poder de Cristo, que no querían tenerlo por verdadero. Dios oculta su poder en el amor y en la debilidad salvadora de Jesús. Toma tan en serio la libre decisión del hombre, que prefiere llorar de impotencia en Jesús antes que privar al hombre de su libertad. El llanto de Jesús es el último llamamiento a la conversión dirigido a la ciudad endurecida.

Este día de la entrada de Jesús como Mesías en Jeru­salén pone término a la larga historia de la oferta de sal­vación por Dios a la ciudad. Lo que los profetas predijeron

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para Jerusalén, la «ciudad de paz», y lo que imploraron las oraciones del pueblo de Dios, había de ser otorgado ahora: la paz, la suspirada salud mesiánica32. Pero Jeru­salén tenía únicamente que reconocer que Jesús es el príncipe de la paz de los últimos tiempos enviado por Dios, como lo expresaron los discípulos en su aclamación, como lo reconocieron en Jericó el ciego y el jefe de los publícanos, Zaqueo. Jerusalén se niega a reconocerlo; mató a los profetas y apredreó a los que Dios había enviado (13,34). El pueblo de Jerusalén se cierra a la palabra de Dios: «Es gente sin consejo, no tienen conocimiento» (Dt 32.28).

La ciudad no acepta la oferta de paz hecha por Dios. En lugar de rendir tributo a Jesús como Mesías, lo re­probará y lo llevará a la cruz. Lo que significa esta hora de la entrada en Jerusalén, está oculta a sus ojos por Dios. La incredulidad de Jerusalén y su empedernido repudio de Jesús forma parte de lo que debe suceder por designio divino, al igual que su muerte. Pero esto no impide que la lamentación de Jesús sea auténtica lamentación y que la culpa de Jerusalén sea auténtica culpa. Jesús, en su llanto por Jerusalén, por la perdición de la ciudad, reconoce a Dios como Dios y le da razón. Cuando en su actividad de predicación vio que los sabios se hacían refractarios a sus palabras y que los pequeños creían, dijo: «Yo te ben­digo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y las has reve-

32. La paz es un concepto central de la predicación profética, en particu­lar en las profecías de Jeremías y Ezequiet; es un tema de la promesa salví-rica del tiempo mesiánico (Is 57,19; 66,12; Jer 33,6; Ez 34,25; 37,26). El Mesías, con el título de Príncipe de la paz, aporta la paz perfecta y eterna (Is 9,7; 32,17s; Sal 72,7). El creyente implora la paz como don de Dios (Is 26,12; Sal 35,27; 85,9ss; 122,6ss). Lexicón fiir Theologie uncí Kirche iv, Herder, Friburgo de Brisgovia 21960, 2, 367, art. Friede (E. S C H I C K ) ; cf. tam­bién X. LÍON-DUFOUK, o.c, p. 465ss, art. Mesías, NT i (P.É. BONNARD y P. GRELOT).

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lado a la gente sencilla. Sí, Padre; así lo has querido tú» (10,21).

Jerusalén no reconoció a Jesús como Mesías, y por eso ha sido herida de ceguera espiritual, que hace irreali­zable el deseo de Jesús. La sentencia se ha fallado ya. El plazo de gracia ha vencido, el castigo está en curso. Jesús sólo puede ya decir: Si hubieras comprendido. Lo que Dios dijo en otro tiempo a Jeremías se cumple también ahora: «Tú me dejaste a mí y me volviste la espalda; y yo voy a extender contra ti mi mano y te abatiré sin duelo» (Jer 15,5).

43 Porque días llegarán sobre ti, en que tus enemigos te cercarán de empalizadas, te sitiarán y te oprimirán por todas partes; ** te arrasarán a ti y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por no haber cono­cido el tiempo en que fuiste visitada.

El profeta de infortunio tiene la palabra. Siniestramente se repite «y» hasta que la opresión se convierte en aniqui­lamiento. Los enemigos acampan delante de la ciudad, pe­netran en ella, los hombres perecen, no queda piedra sobre piedra en la ciudad. La soberbia ciudad queda extinguida. El tono profético de las palabras conminatorias es garantía de su irrevocabilidad 33.

Una vez más surge la pregunta sobre la razón de este castigo. Jerusalén no aceptó el tiempo decisivo de la visita misericordiosa de Dios, no reconoció culpablemente su des­bordante bondad en concederle este tiempo: ni la cono­ció, ni la reconoció. El tiempo de salvación, de Jesús, fue introducido con estas palabras: «Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el

33. Cf. Is 29,3; Os 14,1; Nah 3,10; Sal 137 [136)9.

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rescate... por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, por las cuales vendrá a vernos la aurora de lo alto (el Mesías), para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombras de muerte, para enderezar nuestros pasos por la senda de la paz» (1,68-79). En el punto culminante de la ac­tividad de Jesús en Galilea confiesa el pueblo que Dios lo ha visitado misericordiosamente (7,16). Jerusalén, en cambio, se hace refractaria al reconocimiento de esta visita misericordiosa de Dios, que se le otorgó con la entrada del principa de la paz. Jesús es signo y objeto de la decisión.

3. PURIFICACIÓN DEL TEMPLO (19,45-48).

45 Y entrando en el templa, comenzó a expulsar a los vendedores, 4é diciéndoles: Escrito está: Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en guarida de ladrones.

Inmediatamente va Jesús al templo, que es la meta de su entrada en Jerusalén34. Lo que es Jerusalén, lo es por el templo de Sión. El templo, a su vez, recibe su esplendor de la presencia de Dios35. Jesús, con su entrada, le da nuevo sentido. Ahora se cumple lo que dice el profeta Malaquías3": «Luego, en seguida, vendrá a su templo el Señor a quien buscáis y el ángel de la alianza que deseáis» (Mal 3,1). Este día trae la sentencia: «Y ¿quién podrá so­portar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse firme cuando aparezca? Porque será como fuego del fundidor y como lejía del batanero» (Mal 3,2). Pero el día aporta

34. Me 11,11.15 ¡yon omitidos por Lucas; así, según él, Jesús va al tem­plo, pero no a la ciudad die Jerusalén.

35. IRe 8,10s 16. 36. Cf. tomo i, 100.

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NT. Le I I . 11

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también la salvación: «Entonces agradará a Yahveh el sacrificio de Judá y de Jerusalén, como en los días pa­sados y como en los años antiguos» (Mal 3,4).

La purificación del templo se refiere con muy pocas palabras. No se describe a Jesús con fuertes sentimientos. La poderosa acción profética resuena también a través de las breves palabras: «Comenzó a expulsar a los vendedo­res.» Bastaba con el comienzo... Los negocios desdicen de la casa de Dios. El templo es casa de oración (Is 56,7); los vendedores, y tras ellos la autoridad judía, que toleraba aquel tráfico y se lucraba con él, lo han convertido en una «guarida de ladrones» (Jer 7,11). Jesús continúa la acción de los profetas, no sólo de palabra, sino todavía más de obra. Se cumple lo que se espera del tiempo mesiánico: «No habrá aquel día más mercader en la casa de Yahveh Sebaot» (Zac 14,21). El culto de Dios se restaura contra el culto de Mamón. Según Marcos, el templo es llamado «casa de oración para todas las naciones» (Me 11,17). Lucas no escribe acerca de este destino mundial. El tem­plo no será ya lugar de oración para las naciones paganas, pero la Iglesia naciente de Jerusalén se reunirá allí para la oración 37. Para ella consagra Jesús el templo con su presencia y su acción mesiánica, antes de que sea destruido. La Iglesia de Jesús está ligada con Israel, el pueblo de Dios veterotestamentario. La historia de la salvación se realiza en un proceso conducido por Dios a su término.

47a Todos los días estaba enseñando en el templo.

Jesús, que a los doce años se quedó en Jerusalén, fue hallado en el templo en medio de los doctores de la ley, oyéndolos y haciéndoles preguntas; todos los que lo oían,

37. Act -'.46; 3.1; 5,20.21.25.42; 21,16.

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se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas (2,46s). Ahora enseña él mismo en el templo. Entonces se mostró su gran seguridad de sí: «¿No sabíais que tenía que estar en la casa de mi Padre?» (2,49); ahora actúa con la auto­ridad del Mesías e Hijo de Dios (20,44). Lo que Jesús comenzó en el templo, lo continuarán los apóstoles después de su ascensión al cielo; enseñarán en el templo3S. Se tiende un arco de la ida del niño Jesús al templo a la entrada de Jesús como rey antes de su pasión y glorificación, y final­mente a la actividad docente de los apóstoles en el templo después de la venida del Espíritu Santo. Los grandes mo­mentos de la Iglesia naciente son la encarnación, la muerte y glorificación, y la venida del Espíritu Santo. La infan­cia y la venida del Espíritu Santo deben considerarse en función de la muerte y la glorificación.

Antes de ser destruido el templo, logra su plenitud y su total esplendor. El Mesías enseña en él y congrega a su pue­blo. En tanto el judaismo no había repudiado definitiva­mente el Evangelio, el antiguo lugar del culto no perdió todavía todo enlace con el nuevo culto fundado por Jesús. Este enlace debía representar el puente entre el antiguo Is­rael y la Iglesia de los gentiles. Sin embargo, san Esteban, con su intervención en favor del culto espiritual, hizo pre­sentir la desaparición del santuario construido por manos de hombres (Act 7,48ss). Pero sus palabras fueron con­sideradas como blasfemia, lo que dio lugar a su ejecución. Algunos años después, la ruina de Jerusalén selló el endu­recimiento del judaismo. Éste había excluido a los cristianos de sus filas y había roto así con la Iglesia39.

38. Act 5,12; 5,20.25.42. í'i. X. LÍONDUFOU*, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona

M967, 778.

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47b pero ¡os sumos sacerdotes, los escribas y los princi­pales del pueblo intentaban acabar con él; 48 sin embargo, no encontraban cómo hacerlo, porque todo el pueblo estaba pendiente de sus labios.

Con la purificación del templo se acarreó Jesús la hos­tilidad de las autoridades religiosas del judaismo. Los sumos sacerdotes y la aristocracia sacerdotal no estaban al mar­gen del tráfico que se practicaba en la plaza del templo. El sumo sacerdote en funciones es presidente del consejo supremo o sanedrín, suprema autoridad del judaismo. El sanedrín está constituido por la aristocracia sacerdotal, los doctores de la ley y los seglares conspicuos. Los dirigentes judíos traman la muerte de Jesús; también después de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles continuarán sus manejos para impedir que se vaya formando la Iglesia 40.

El pueblo, sin embargo, sigue adherido a Jesús, está pendiente de sus labios. La gran masa («todo el pueblo») está de su lado. Escuchan la palabra de Jesús. Cuando los apóstoles comiencen a edificar la Iglesia sucederá lo mis­mo. El pueblo acudía junto a Pedro y Juan (Act 3,11); éstos hablan al pueblo (4,1); el pueblo tenía en gran estima a la Iglesia naciente (5,13). En este pueblo se diseña el verdadero pueblo de Dios de Israel, que está pronto a aceptar ei mensaje de Dios anunciado por Jesús. De este pueblo se formará el nuevo pueblo de Dios de la Iglesia " .

40. Cf. Act 4,1; 5,17. 41. El original griego usa la palabra laos. Es característica de los escritos

lucanos. En éstos se usa con frecuencia para designar a Israel como pueblo de Dios del Antiguo Testamento (por ejemplo: Le 2,32; Act 26,17.23; 28,27.28; Le 19,47; 22,66; Act 4,8.23; Le 24,19). De ahí pasa a la Iglesia de Cristo: en los Hechos (15,14; 18,10) y en particular en los escritos paulinos y en la literatura influida por ellos. La Iglesia «es el verdadero laos, en medio del cual mora Dios, y que tiene acceso a él, porque es santo en cuanto santificado por Cristo». Aquí se expresa con toda concisión una certeza, que a la Iglesia, con su patrimonio religioso, la liga tan sólidamente con el pueblo de Dios

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Por temor al pueblo no osa el sanedrín proceder abierta­mente y con violencia contra Jesús (cf. Act 5,26). En Jesús, Señor de la Iglesia naciente, ve la Iglesia su pro­pio destino.

II. EL SEÑOR DE LA IGLESIA NACIENTE (20,1-26).

Jesús se revela en el templo como Señor de la Iglesia naciente. Tiene de Dios la autoridad (v. 1-8); la autoridad del consejo su­premo llega a su fin (v. 9-19); la autoridad de Jesús no está en contradicción con el poder del emperador romano (v. 20-26).

1. AUTORIDAD DE JESÚS (20,1-8).

1 Uno de aquellos días, mientras él estaba enseñando al pueblo en el templo y anunciándole el Evangelio, se presentaron los sumos sacerdotes y los escribas, junto con los ancianos, 2 y le preguntaron: Dinos: ¿Con qué autoridad haces tú esas cosas? o ¿quién es el que te ha dado esa autoridad?

Jesús llena con su palabra el templo, del que ha tomado posesión. Su doctrina es anuncio de la buena nueva de la salvación, que ya se ha iniciado. «Hoy ha llegado la salva­ción a esta casa» (19,9). Con el anuncio de la buena nueva se da la salvación. Jesús aventaja a los doctores en Israel, que enseñan, pero no proclaman la salvación; supera a los profetas, que prometen la salud, pero no la traen ni la dan. ¿Quién es él, que se atreve a decir que en su predi-

veterotestamentario, como la distingue de su estadio precedente dejado atrás, por razón de la acción salvadora de Dios ix>r Cristo. Cf. 'iheoloyisches IVorter-6. eh lv, 49-57 (STRATHMANN).

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cación trae el cumplimiento de las grandes promesas de Dios?

Cuando la suprema autoridad de los judíos — que está constituida por el sumo sacerdote en funciones y la aristo­cracia sacerdotal, los doctores de la ley y los ancianos del pueblo (la nobleza secular) — plantea a Jesús la pregunta sobre la autoridad, obra legítimamente. De la misma ma­nera interroga a Juan Bautista (Jn 1,19ss) e interrogará más tarde a los discípulos de Jesús (Act 4,5ss). Jesús se presenta como doctor y maestro; pero nunca ha frecuen­tado la escuela de los doctores de la ley ni ha visto con­firmada su formación y su ciencia mediante la imposición de las manos. Pasa ante el pueblo por profeta, pero formu­la reivindicaciones más altas que las de los profetas. En el fondo del problema de la autoridad late la cuestión de su mesianidad. El consejo supremo soslaya esta cuestión hasta que llega un momento en que ya no es posible sos­layarla (22,70).

3 Él les respondió: Yo también os voy a hacer una pregunta; contestadme. 4 El bautismo de Juan ¿era del cielo o era de tos hombres?

La disputa, tal como la practican los doctores judíos, está constituida por preguntas y contrapreguntas. Jesús no esquiva la pregunta del consejo supremo ni le discute el derecho de plantearle la cuestión de la autoridad. Con su contrapregunta no quiere hurtar el cuerpo ni forzar a sus adversarios a defenderse. Sólo quiere hacer recapacitar. Juan llamó a la conversión en el Jordán, bautizó y anunció la proximidad del reino de Dios. Con él se inauguró algo nuevo en Israel. Jesús reasumió la actividad del Bautista, aunque no bautizó (Jn 4,2), pero sí llamó a la conversión y proclamó la buena nueva del alborear de la salud. ¿Cómo

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enjuicia el consejo supremo la actitud de Juan, su misión y su proclamación? La respuesta a la pregunta sobre la autoridad del Bautista proyectará luz sobre la autoridad de Jesús. Al fin y al cabo, Juan preparó los caminos para Jesús.

5 Pero ellos razonaron entre sí, diciendo: Si responde­mos: Del cielo, dirá: ¿Por qué no creísteis en él? 6Pero si respondemos: De los hombres, todo el pueblo nos va a apedrear, porque está convencido de que Juan era un profeta. 7 Y respondieron que no sabían de dónde era.

Los sanedritas no buscan la verdad de Dios, sino que se buscan a sí mismos. Por eso no toman ninguna deci­sión. En cualquier decisión que tomaran, estarían perdidos. Si declaran divino el origen del bautismo de Juan, entonces tienen que creer, y consiguientemente perderse, entregán­dose a Dios; si en cambio lo declaran humano, entonces se ve amenazada su vida por el pueblo, que cree en la misión divina del Bautista y linchará a los incrédulos sa­nedritas como blasfemos. Ahora bien, si los sanedritas no están ya por la verdad de Dios ni la sostienen, ¿cómo pueden guiar al pueblo en nombre de Dios? Así pues, des­truyen su propia autoridad.

8 Entonces Jesús les contestó: Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esas cosas.

Jesús les contesta que tampoco él les dirá con qué autoridad obra. La réplica de Jesús había sido una in­vitación a la conversión y a la fe en su proclamación de que ya había alboreado el tiempo de la sajud, como lo había sido el bautismo de Juan. Se presenta a la memoria el camino desde el bautismo de Juan hasta aquí (Act 10,37-

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39). Este camino muestra que Dios está con él (Act 10,38). Los hombres del consejo supremo se niegan a reconocer que el Bautista había sido enviado para preparar el tiempo de salvación que se inaugura con Jesús; se niegan a reconocer que Dios está con Jesús; por eso no son tampoco capaces de comprender con qué autoridad enseña Jesús, anuncia la buena nueva y se presenta en el templo con autoridad. Jesús, sin embargo, da la respuesta al rehusarla. Pero el modo como la da muestra que no es aceptada por sus adversarios. El testimonio del Bautista, enviado de Dios, sobre Jesús no pierde en la Iglesia su actualidad. En él se compendia el testimonio del Antiguo Testamento. En la autoridad de Jesús se funda la convicción que tiene la Iglesia de ser el nuevo pueblo de Dios.

2. FIN DEL PODER DEL SANEDRÍN (20,9-19).

9 Comenzó luego a decir al pueblo esta parábola: Un hombre plantó una viña, la arrendó a unos viñadores y se fue lejos a su tierra por largo tiempo.

Se produce la separación entre el pueblo y sus diri­gentes, los hombres del consejo supremo. Jesús habla al pueblo; este pueblo de buena voluntad representa al pue­blo de Dios del Antiguo Testamento; en él se esboza ya también el pueblo de Dios de la nueva alianza. Jesús asume su dirección. La viña vino a ser imagen de Israel a partir del profeta Isaías *2. El hombre que planta la viña es Dios. El hombre arrienda la viña a unos viñadores. La tierra de la cuenca superior del Jordán, probablemente también la de la ribera septentrional y occidental del lago de Gene-

42. Is 5,lss; Jer 12,20; cf. Mt 20,lss; 21,28ss.

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saret y gran parte de Galilea estaba formada por lati­fundios pertenecientes a hombres extraños al país. Éstos vivían en el extranjero, lejos de sus posesiones. Sus arren­datarios eran labradores del país. El propietario se va de viaje por largo tiempo y deja que los viñadores campen por sus respetos, pues les entrega toda su confianza. Los arrendatarios representan a los dirigentes del pueblo. El relato de la parábola indica la historia de Dios con su pue­blo; ésta es una serie de rebeliones de los dirigentes res­ponsables de Israel contra las exigencias formuladas por Dios a su pueblo.

10 A su tiempo envió un criado a sus viñadores, para que le dieran el fruto de la viña que le correspondía; pero los viñadores lo apalearon y lo despidieron con las manos vacías. n Volvió luego a mandarles otro criado; pero tam­bién a éste lo apalearon, lo llenaron de ultrajes y lo des­pidieren con las manos vacías. 12 Todavía volvió a mandar un tercero; pero también a éste lo hirieron y lo arrojaron fuera.

Según la ley, la renta se cobra el quinto año (Lev 19,23-25). El fruto de la viña no es sólo vino, pues en ella se plantan también con frecuencia árboles frutales y a veces también cereales. Los arrendatarios se comportan cada vez con mayor injusticia y bajeza. Los dos primeros criados son despedidos, el tercero es arrojado. El primero es apa­leado, el segundo se ve además lleno de ultrajes, al tercero lo hirieron. En Galilea reinaban entre los arrendatarios sentimientos revolucionarios. El partido de los zelotas y los partisanos atizaban la resistencia de los labradores contra los propietarios extranjeros, tanto más que entre los lati­fundistas se contaban también algunos de los aborrecidos romanos. El propietario procede con una longanimidad sin

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límites, inconcebible. ¿Por qué se limita a enviar continua­mente criados? ¿Por qué no recurre a la fuerza? La pará­bola se aparta de la realidad de la vida para pintar en forma llamativa la longanimidad de Dios. Los hombres no son así; Dios, sí. Tan magnánimo, tan deseoso de salvar a los hombres. Los criados significan los profetas enviados por Dios a los dirigentes del pueblo, las suertes de los criados significan las suertes de los profetas.

13 El dueño de la viña dijo entonces: ¿Qué voy u hacer? Les voy a mandar a mi hijo muy querido; quizá lo res­petarán. 14 Cuando los viñadores lo vieron, deliberaron entre sí, diciéndose unos a otros: Éste es el heredero; vamos a matarlo, para que la heredad sea nuestra. 15a Y arro­jándolo juera de la viña, lo mataron.

Lo que se va a hacer ahora se prepara mediante una deliberación. Hay que enviar al propio hijo. Pero es el úni­co, el hijo querido, el heredero... Se siente preocupación y temor... Sin embargo, la esperanza de que la brutalidad tenga también sus límites vence los temores. Quizá no se atrevan... En todo caso se trata de un empeño arriesgado. Esta última tentativa pondrá notablemente al descubierto la villanía de los arrendatarios. Aquí la parábola sigue apartándose de la realidad de la vida. El propietario, que se lo tiene un hijo, ¿cómo va a exponerlo al fanatismo de los arrendatarios? Aunque hubiera alguna esperanza de que respetarían a su hijo, no asumiría tal riesgo tras las tristes experiencias anteriores. Su duda —expresada por el «quizá» — hace pensar que se trata de algo inconcebible. Dios envió a aquel que es su Hijo (3,22), su Hijo único, el elegido (9,35). Lo que Dios hace por la salud de su pueblo es algo que rebasa todo obrar humano y capacidad humana de comprensión.

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También los arrendatarios deliberan entre sí sobre lo que han de hacer cuando ven al hijo. Suponen que ha muerto el propietario y que el hijo viene para tomar pose­sión de la herencia. Si lo matan, será la viña un bien sin poseedor. Como ellos son los primeros ocupantes, podrán posesionarse de ella. Se asocian la legalidad y la bajeza, cosa que podrá sorprender, pero que también tiene lugar en la muerte de Jesús. Jesús es entregado a la muerte por los mismos que velan por el cumplimiento de la ley.

El hijo es arrojado fuera de la viña, y allí, fuera de la viña, se le da muerte. Aquí se inserta ya la interpretación en la parábola misma. A Jesús se le dio muerte fuera de la ciudad de Jerusalén43. Jesús sabe lo que le aguarda. Hasta ahora sólo había hablado de su muerte a los apóstoles (18,31), ahora la predice, aunque velada bajo la forma de parábola, también delante del pueblo. Los hombres del consejo supremo serán los homicidas del Mesías, porque no quieren entregar el fruto de la viña esperado por Dios, que en la historia de la salvación ha aprovisionado y guiado a su pueblo y espera de él que reconozca al Mesías que les envía, que es su Hijo. Ellos niegan a Jesús este reco­nocimiento porque, egoístas, quieren tener para sí la viña y no quieren someterse al señorío de Jesús (Me 15,10).

15b ¿Qué hará, por consiguiente, con ellos el dueño de la viña? 16 Volverá, acabará con aquellos viñadores y arren­dará la viña a otros. Cuando ellos oyeron esto, dijeron: ¡No lo quiera Dios!

La paciencia y la longanimidad del propietario se han agotado. Jesús mismo anuncia la sentencia de castigo. Dios acabará con los titulares de la autoridad en el pueblo judío

43. Jn 19,17; Heb 13,12ss.

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(Mt 23,30-33). El pueblo de Dios será traspasado a otros, a los nuevos pastores del pueblo de Dios renovado.

El pueblo, que oye estas palabras de Jesús, está aterro­rizado. Espantado rechaza la posibilidad de tal juicio de Dios. El consejo supremo gozaba de la estima del pueblo y era tratado por él con respeto. Todavía hubo de pasar largo tiempo antes de que el pueblo que seguía a Cristo abandonara las antiguas instituciones. La historia de la primitiva Iglesia da testimonio de ello (Act 1-15). La Iglesia naciente está todavía estrechamente ligada al orden social y religioso del judaismo. Pedro, llevado delante del tribunal, interpela al consejo supremo con estas palabras: «Jefes del pueblo y ancianos» (Act 4,9).

17 Pero él, jijando en ellos los ojos, les dijo: ¿Qué significa, pues, aquello que está escrito: La piedra que desecharon los constructores, ésa vino a ser piedra angular?

Jesús comprende el espanto del pueblo, pero la cosa es como él ha dicho. El designio de Dios se mantiene. Lo que Jesús ha dicho en la parábola se ve confirmado por la palabra de la Escritura. El Salmo 118(117),22, con cuyo saludo de bendición aclamó el pueblo a Jesús reconocién­dolo como Mesías, habla de la piedra que desecharon los constructores, pero que vino a ser la piedra angular44 de un nuevo edificio. Los miembros del consejo supremo se con­sideraban a sí mismos como los constructores de Jerusalén : «El edificador de Jerusalén es el gran sanedrín.» Jesús es

44. La interpretación oscila entre «clave de bóveda» y «piedra angular». Sol>re la primera interpretación, cf. Testamento de Salomón 22,7: «Ahora estaba Jerusalén edificada, el templo acabado. Todavía había allí una gran piedra de bóveda; yo quería, a.! terminar la construcción del templo, utilizarla como remate, como clave de bóveda. Entonces se reunieron tcdos los construc­tores y todos los demonios que habían colaborado, y querían elevar esta piedra al pináculo del templo, !>ero no pudieron moverla de su sitio.» (Cf. Theoloffisches Wórlsrbuch i, 792s (J. TEKEMIAS).

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la piedra. El consejo supremo lo reprueba y lo desecha come piedra inservible y lo entrega a la muerte. Dios lo resucita y lo exalta. Jesús es edificador y consumador de un nuevo edificio de Dios, que es la Iglesia (Me 14,58). Los edificadores del pueblo de Dios no son los sanedritas, sino Jesús, mediante su muerte y su resurrección (Act 4,11).

18 Todo el que caga sobre esta piedra se hará añicos; y aquel sobre quien ella caiga, quedará aplastado.

El profeta dice de Dios: «Él será piedra de escándalo y piedra de tropiezo para las dos casas de Israel, lazo y red para los habitantes de Jerusalén. Y muchos de ellos trope­zarán, caerán y serán quebrantados, y se enredarán en el lazo y quedarán cogidos» (Is 8,14s). Daniel habla de un reino que hará añicos a todos los demás reinos, mientras que él permanecerá eternamente (Dan 2,44s); este reino es representado por una pkdra: «Eso es lo que significa la piedra que viste desprenderse del monte sin ayuda de mano, que desmenuzó el hierro, el brones, el barro, la plata y el ero» (Dan 2,45). La piedra es Cristo. Cristo es objeto de decisión y de contradicción (2,34). De él parten la ruina y la salvación. Quien corre centra él, se desmenuza en él. Cuando vuelva como juez lo «hará añicos». Jesús reivin­dica la soberanía sobre Israel como Mesías, como Hijo del hombre, como Hijo de Dios (cf. 22,67ss).

19 Los escribas y los sumos sacerdotes intentaron echarle mano en aquel mismo momento, porque se habían dado cuenta de que por ellos había dicho esa parábola; pero tuvieron miedo al pueblo.

Los escribas y los altos dignatarios del sacerdocio — esta vez no se habla de la nobleza secular — ven en la parábola

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descubiertos sus manejos inspirados por el odio. Como se han cerrado herméticamente a la palabra de Jesús, se inten­sifica su odio. Sólo el miedo al pueblo les impide llegar al extremo.

Una fisura atraviesa el judaismo: el pueblo y sus diri­gentes están divididos. El primer tiempo de la Iglesia se hallará bajo el mismo signo (Act 5,24s). ¿Cuánto tiempo podrá todavía el pueblo impedir que estalle el odio en los sanedritas? El pueblo no se hace cargo del alcance de lo que está sucediendo. Su respuesta a la parábola lo deja entrever.

3. EL PODER DEL CÉSAR (20,20-26).

20 ¡Mego ellos se pusieron a acecharlo y le enviaron es­pías que jingieran ser hombres virtuosos, para sorprenderlo en alguna palabra, con el fin de entregarlo al poder y auto­ridad del procurador.

Los escribas y los sumos sacerdotes (20,19) están re­sueltos a acabar con Jesús. Esto debía llevarse a cabo a espaldas del pueblo. Hay que implicar a Jesús en un con­flicto con la autoridad romana, representada por el procura­dor Poncio Pilato (26-36). Los sanedritas se mantienen ocultos y actúan por medio de espías que simulan querer cumplir escrupulosamente la ley. Se prepara ya el proceso de Jesús y también las dificultades, en medio de las cuales habrá de dar prueba de sí la Iglesia naciente.

21 Hiciéronle, pues, esta pregunta: Maestro, sabemos que hablas y enseñas con rectitud, y no aceptas las apariencias de una persona, sino que enseñas realmente el camino de Dios. ¿Nos es lícito pagar el impuesta al César: sí o no?

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Los espías simulan hipócritamente un problema de con­ciencia. Se dirigen a Jesús como a doctor de la ley: «Maes­tro.» Encarecen su connanza en él: «Hablas y enseñas con rectitud.» Reconocen su objetividad insobornable: «No aceptas las apariencias de una persona», no tienes los me­nores miramientos con las autoridades políticas, no te dejas impresionar por temores o favores. Alaban su temor de Dios: Enseñas realmente el camino de Dios, la conducta moral exigida por Dios. Jesús es un maestro, tal como se describe a sí mismo el maestro de sabiduría: «Todos mis dichos son conformes a la justicia; nada hay en ellos de tortuoso y perverso. Todos son rectos para la persona inteligente y razonables para el que tiene la sabiduría» (Prov 8,8s).

En este terreno así preparado echan los espías su pre­gunta capciosa. El gobernador de Siria Quirinio llevó a cabo el año 6 d.C. un censo de la tributación y reorganizó los impuestos y aduanas en Palestina. Las contribuciones y las tarifas corresponden al emperador. La reacción en el país fue violenta. El partido ultranacionalista de los ze-lotas hizo un llamamiento, invitando a negarse a pagar los impuestos por motivos religiosos. Hay que oponer resisten­cia al dominio extranjero, porque Dios sólo está dispuesto a ayudar cuando los hombres hacen todo lo que está en su mano. Es posible que muchos se preguntaran incluso si el mero ceder pacientemente a la dominación extranjera no significa ya apostatar de Dios, si no reconoce la soberanía pagana sobre el pueblo de Dios quien paga los impuestos al emperador romano. Ahora bien, los que enviaban a los espías eran políticos realistas y no veían ningún motivo para hacer resistencia, y así pagaban los impuestos sin escrúpulos de conciencia.

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23 Pero él, dándose cuenta de su astucia, les dijo: 24 En­señadme un denario. ¿De quién es la figura y la inscripción que tiene? Ellos respondieron: Del César. 25 Él les dije: Pues, por consiguiente, pagad lo del César al César, y lo de Dios a Dios.

Los manejos de los espías proceden de astucia, hipocre­sía (Me 12,15) y malicia (Mt 22,18). Bajo las apariencias de una crisis de conciencia ponen a Jesús una trampa de la que creen que no podrá librarse. Precisamente en los días festivos — se acerca la pascua — se encendían las pasiones políticas. Las multitudes que han aclamado a Jesús, veían en el Mesías al libertador de la presión política (24,21). Los romanos vigilan lo que sucede. Comoquiera que res­ponda Jesús a la pregunta que se le plantea como decisiva, su respuesta tiene que ser para él fatal. Si reconoce que es lícito pagar los impuestos, entonces está amenazado por el terror de los zelotas y se expone a verse abandonado por el pueblo; si dice que no es lícito, entonces tomará medidas contra él el gobernador. En todo caso, los que envían a los espías saldrán ganando.

A la pregunta no se da ninguna respuesta docta. Los adversarios mismos han cooperado para que se halle una solución. Jesús pide que le enseñen un denario, con lo cual se descubre ya que los escrupulosos consultantes llevan consigo denarios. La moneda de plata lleva en el anverso el busto del emperador Tiberio (14-27 d.C), adornado con una guirnalda de laurel que indica su dignidad divina, acompañado de la siguiente inscripción: «Tiberio César Augusto, hijo del divino Augusto.» En el reverso aparece el pontifex maximus y la imagen de la madre del empe­rador sentada en un trono de dioses, llevando en la derecha el cetro olímpico y en la izquierda un ramo de olivo, que la hace aparecer como encarnación terrena de la paz ce-

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lestial. El espía, tan celoso de la ley lleva consigo esta mo­neda con todos los símbolos de la divinización del poder romano.

En el mundo antiguo grecorromano, como también en el judío, tiene vigor este principio: la zona de soberanía de un rey se extiende al área de validez de sus monedas. Quien acepta y utiliza una moneda reconoce la soberanía del que la ha mandado acuñar. Si los judíos utilizan la moneda del emperador, reconocen también su soberanía, y consiguien­temente su deber de pagar impuestos. Así pues, ellos mismos han resuelto ya de antemano la cuestión que plantean a Jesús. Jesús saca la conclusión: «Pues, por consiguiente», pagad al César lo que le corresponde y a lo que tiene de­recho, según como entonces se entendía el derecho. Se somete a la soberanía política del emperador.

Tan pronto como pronuncia Jesús estas palabras, vuel­ven a quedar en segundo término. El gran tema de su pre­dicación es la soberanía de Dios, la única preocupación de sus discípulos se formula así: «Buscad su reino» (12,31). En sus palabras y en sus obras está presente el reino de Dios. Sus adversarios preguntan con aparente preocupación por el honor de Dios y por la verdadera justicia: ¿Se puede pagar tributo al César? Pero se olvidan absoluta­mente de que Dios mismo está presente en aquel a quien interrogan y formula una exigencia mucho más importante y apremiante que aquella que de momento les preocupa. Pagad a Dos lo que es de Dios. Dios formula ahora en medio del mundo la reivindicación de su soberanía, que restringe también los derechos del Estado y los hace des­cender del primer puesto.

26 Y no pudieron sorprenderlo en palabra alguna delante del pueblo, sino que, admirados por su respuesta, se callaron.

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NT. Le II, 12

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La red se había tendido en vano. Los que habían plan­teado la cuestión enmudecen. La respuesta es objeto de admiración. Lucas tomó esta discusión de Marcos, pero elaboró notoriamente el comienzo y el fin. Para él tenía importancia la pregunta, pues la Iglesia naciente se hallaba situada ante un dilema: confesión de la soberanía de Dios en Cristo o reconocimiento del Estado romano. Los judíos incrédulos intentan hacer sospechosos políticamente a los cristianos (Act 17,5; 18,12; 24,1). Los cristianos deben estar capacitados para instruir a las autoridades romanas sobre el verdadero estado de las cosas: como Jesús, se comportan con lealtad frente al Estado; su primero y gran objetivo es religioso.

III. VERDADES FUNDAMENTALES DE LA VIDA CRISTIANA (20,27-21,4)

Jesús, después de haberse manifestado como Señor de la Iglesia naciente, inicia al pueblo, que le presta su adhesión, en las principales doctrinas que profesa el nuevo pueblo de Dios: en la verdad de la resurrección de los muertos (v. 27-40), en la con­fesión de la realeza de Jesús (v. 41-44), en la entrega a Dios (20,45-21,4).

1. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (20,27-40).

27 Acercáronse luego algunos de los saduceos —quienes niegan que haya resurrección —, y le preguntaron: 28 Maes­tro, Moisés nos dejó escrito que, si un hermano muere teniendo mujer, pero sin hijos, otro hermano suyo debe tomar esa mujer, para dar sucesión al hermano difunto.

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Los saduceos eran, más que un partido, un grupo aristo­crático, político-religioso; entre ellos se contaban las ricas familias patricias y la nobleza sacerdotal; nunca pudieron ganarse al pueblo sencillo. En teología representan la ten­dencia conservadora, que no participó en la evolución de la religión judaica iniciada en el siglo II d.C. Sólo reco­nocen la Escritura y rechazan la «tradición de los mayores». Se distinguen marcadamente de los fariseos y demás par­tidarios de una religiosidad como la de los doctores de la ley, pues niegan la resurrección45.

Jesús comparte con los fariseos y con el pueblo' la con­vicción de que hay una resurrección de los muertos. Por eso quieren ponerlo en ridículo algunos de los saduceos. Quieren demostrar con la Escritura que es absurda la creen­cia en la resurrección. La ley del levirato reza así: «Cuando dos hermanos habitan uno junto al otro y uno de los dos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará fuera con un extraño; su cuñado irá a ella y la tomará por mujer, y el primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto, para que su nombre no des­aparezca de Israel» (Dt 25,5s). ¿Qué se deduce de esta ley respecto a la resurrección de los muertos?

29 Pues bien, eran siete hermanos: el primero tomó mujer y murió sin hijos. 30 Y el segundo 31 y el tercero la tomaron, y así también los siete, que no dejaron hijos y murieron. 32 Finalmente, murió también la mujer. 33 Ahora bien, esta mujer, en la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.

La ley no cuenta con la resurrección de los muertos, pues al fin y al cabo no puede dar lugar a ese caso grotesco

45. Cf. también Act 4, ls; 23,6ss.

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de que hablan los saduceos. Según la ley, en la que habla Dios, no puede haber resurrección. Pero también se puede entender mal la ley y abusar de ella. Su clave es Jesús: él y su palabra.

34 Y Jesús les contestó: Las hijos de este mundo se cusan ellos, y ellas son dadas en matrimonio. 35 Pero los que logren ser dignos de aquel mundo y de la resurrección de los muertos, ni ellos se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio; 36 porque no pueden ya morir, pues serán semejantes a los ángeles, y san hijos de Dios, pues son hijos de la resurrección.

La creencia de los judíos en la resurrección suponía que los resucitados continuaban la vida de la tierra, aunque provista de todo en abundancia, de todo lo que uno puede desear. Un renombrado doctor de la ley decía: «Entonces (después de la resurrección) dará a luz la mujer todos los días»; el gozo de tener un niño será colmado con creces. Contra esta idea de la resurrección se dirige la argumenta­ción de los saduceos. Jesús no comparte con los judíos esta creencia acerca de la resurrección. Quien resucite de entre los muertos no se casará ni (la mujer) será tomada por esposa. La vida de los resucitados no continúa la vida de la tierra.

Los resucitados no pertenecen ya a este mundo terreno, sino al nuevo y venidero. En la concepción de la historia de los autores apocalípticos se habla de dos eones, mundos o eras del mundo: de este mundo y del otro. A este mundo de la injusticia, de las tribulaciones, de la caducidad y de la corrupción del pecado sigue el futuro, sin fin, un mundo nuevo, del que estará desterrada la corrupción, expulsado el desenfreno, borrada la incredulidad, mientras que la justicia será practicada y en él tendrá su asiento la verdad.

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También el Nuevo Testamento utiliza esta concepción de la historia. Los hijos de este mundo están sujetos al peca­do y a la caducidad; en cambio, los hombres que por elección de Dios y por su gracia pertenecen al otro mundo, reciben vida eterna y la resurrección de los muertos46.

El matrimonio pertenece al mundo presente. En el mun­do venidero no será ya necesario, puesto que en él tienen los hombres la facultad de no morir ya nunca. La procrea­ción de los hombres es la que da sentido al matrimonio (Gen 1,28). Ahora bien, cuando los hombres sean inmorta­les, no habrá ya necesidad del matrimonio. La argumen­tación de los saduceos no da en el blanco. El matrimonio se acaba con el mundo presiente.

Los hombres del mundo venidero son inmortales, porque son semejantes a los ángeles. Tienen el modo de ser de los ángeles. Éstos lo tienen porque son hijos de Dios. Los án­geles son designados en la Escritura como «hijos de Dios» (por ejemplo: Job 1,6; 2,1). Tienen participación en la gloria de Dios, en su poder y en su esplendor (Act 12,7). Los resucitados reciben la filiación divina (Un 3,2; Rom 8,21), la gloria (Rom 8,18), un «cuerpo espiritual» (ICor 15,44). «Así también será la resurrección de los muertos: se siembra en corrupción, se resucita en incorrupción; se siembra en vileza, se resucita en gloria; se siembra en de­bilidad, se resucita en fortaleza; se siembra cuerpo pura­mente humano, se resucita cuerpo espiritual» (ICor 15,42ss).

Los resucitados tienen el poder de no volver a morir. Lo que los piadosos entre los griegos paganos de entonces anhelaban y esperaban alcanzar mediante los cultos mis­téricos o mediante el conocimiento (gnosis), era una vida bienaventurada en un estado de deificación, que no estaba

46. Cí. Mt 12,32; Le 16,8; 20.34: «este mundo»; Le 20,35: «aquel mun­do»; Me 10,30; Le 18,30: «mundo venidero»; -\lt 12,32: «mundo futuro». No i>:irece h=}l>er utilizado este.-, conceptos Jesús mismo.

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amenazado por la muerte. Pero no veían lo que era deseable en la resurrección de los cuerpos; en efecto, el cuerpo era sentido como una carga, como una cárcel y un sepulcro del alma. La resurrección no es sólo inmortalidad; los muertos resucitarán en un estado de incorruptibilidad, y nosotros «seremos transformados» (ICor 15,52); no sólo vivirá el alma, sino el hombre entero en cuerpo y alma.

El que resucita ha llegado a ser digno del mundo veni­dero. La resurrección es un don divino de gracia, inmere­cido, como lo es el reino de Dios (2Tes 1,5). Pero no sólo resucitarán los elegidos y hechos dignos por Dios, sino todos, pecadores y justos. Pablo conoce esta esperanza de que habrá una resurrección de los justos y de los injustos (Act 24,15). Sólo para los justos redundará la resurrección en gloria (14,14). En la resurrección de éstos se piensa cuando se dice que son dignos del mundo venidero.

37 Y que los muertos resucitan, ya Moisés lo dio a entender en aquello de la zarza, cuando llama Señor al Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob; 38 él no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.

También Jesús recurre, como los saduceos, a un texto de la Escritura en la discusión sobre el problema de la re­surrección. En el relato de la zarza ardiente descubre Moi­sés a Dios como el que dice: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Éx 3,6). Dios se da a conocer a Moisés en primer lugar como al que habían venerado los patriarcas. Jesús comprende estas palabras de la Escritura en sentido más profundo. Al designarse Dios como el Dios de los patriarcas, quiere con ello decir que los patriarcas siguen venerándolo todavía como Dios. Viven, por tanto, pues de lo contrario no podrían venerarlo.

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Dios es Dios de los vivos, porque para él todos viven, son hijos de la resurrección. También el que ha muerto, vive; el Dios de los vivos no se rodea de muertos. El hom­bre vive para Dios; su ser se cifra en estar destinado a servir y glorificar a Dios. Dado que Dios lo ha llamado así a la vida, por eso quiere también que viva. Con estas palabras no se da luz acerca de cómo vive el hombre tras la muerte y a pesar de la muerte, de cómo vive en el período intermedio entre la muerte y la resurrección, de qué naturaleza será su inmortalidad: pervivencia, revivifi­cación del cuerpo... Sólo se dice una cosa fundamental: para él todos viven; viven porque para él existen. Vive quien vive para Dios...

39 Entonces, algunos escribas le respondieron: Maestro, has hablado bien. *° Por lo mismo, ya no se atrevían a pre­guntarle nada más.

Jesús es un Maestro que habla bien; los doctores de la ley le dan este testimonio. Los saduceos no osan ya hacer más preguntas; los doctores de la ley (fariseos) reco­nocen la sabiduría de su enseñanza. Jesús es un maestro ante el que se inclinan los maestros más consumados. Se presenta como el gran maestro ante el pueblo, ante la Igle­sia. De él tiene la Iglesia la doctrina sobre la resurrección de los muertos. Esta doctrina distingue a cristianos y fa­riseos, a cristianos y saduceos, a cristianos y gentiles. La predicación cristiana anuncia el mensaje de «Jesús y la re­surrección» (Act 17,18).

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2. E L MESÍAS, HIJO DE DAVID (20,41-44).

41 Pero Jesús les preguntó: ¿Cómo dicen que el Mesías es hijo de David? 42 Porque David mismo dice en el libro de los Salmos: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra, 43 hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. ** David, pues, lo llama Señor, y entonces ¿cómo puede ser hijo suyo?

Esta vez Jesús mismo pasa al ataque. El salmo 110, que se atribuye a David y se entiende del Mesías venidero, entraña un enigma. Las palabras de Dios referidas en el salmo («dijo el Señor») llama Señor de David al hijo de David (al Mesías). Es cosa que da qué pensar.

El Mesías es hijo de David. Así lo predice y lo promete el Antiguo Testamenta: «Brotará una vara del tronco de Jesé... Sobre él reposará el espíritu de Yahveh» (Is ll . ls). Por él ruega Israel: «Haz... que vuelva a surgir su rey, el hijo de David» (Salmos de Salomón 17,23). Como Hijo de David lo aclama el ciego de Jericó y lo confiesa por Mesías (18,38). ¿Está encerrado en este título todo lo que es el Mesías?

Las palabras enigmáticas del salmo lo llaman Señor de David. El Mesías aventaja a David. Es Señor de los señores (Ap 17,14). Dios mismo lo hace sentar a su diestra y le da participación en su dominio del mundo. Hace de sus ene­migos el escabel en que se apoyan sus pies, le da la vic­toria y desbarata la contradicción que se le hace.

Pero utiliza esta imagen del Mesías en su predicación y, al mismo tiempo, la interpreta: «Séame permitido de­ciros resueltamente acerca del patriarca David que... siendo como era profeta, y sabiendo que Dios le había asegurado con juramento que un descendiente suyo se sentaría sobre

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su trono, previendo el futuro habló de la resurrección de Cristo... A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros tomos testigos de ello. Elevado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derra­mado lo que vosotros estáis viendo y oyendo. Porque David no ascendió a los cielos, y sin embargo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,29-36; cf. 4,25ss). Al comienzo de la carta a los Romanos, Pablo confiesa, según un antiguo him­no, que él es apóstol del Evangelio «que previamente había prometido Dios por medio de sus profetas, en las Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo — nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu santificador. a partir de su resurrección de entre los muertos—, Jesucristo nuestro Señor» (Rom 1,1-4). La Iglesia se basa en esta confesión de fe: «Jesucristo (Hijo de David) es Señor» (Flp 2,11).

3. LA VIUDA POBRE (20,45-21,4).

Palabras contra los fariseos y un breve relato acerca de una viuda pobre: ambas cosas forman marcado contraste. Se quiere mostrar en forma negativa y positiva la fundamental actitud reli­giosa y moral de la Iglesia naciente.

45 Dijo luego a los discípulos, oyéndolo todo el pueblo: 46 Tened cuidado con los escribas, que se complacen en pasearse con amplias vestiduras, y les gusta acaparar ¡os saludas en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; 47 que

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devoran las casas de las viudas mientras fingen entregarse a largos rezos. Éstos tendrán condenación más severa.

Los discípulos son interpelados ante el pueblo, el pue­blo de Dios. Ellos han de ocupar el puesto de los doctores de la ley. Se ponen los fundamentos del nuevo pueblo de Dios.

Los escribas son ambiciosos y codiciosos. Todo lo que debe basarse en espíritu religioso y en temor de Dios — indumentaria de oficio, servicio sinagogal — se utiliza para satisfacer las ansias ambiciosas de reconocimiento humano. Todo lo que debía practicarse en comunión de amor — el saludo y la mesa — sirve a la aspiración a ser los primeros. La codicia emponzoña lo que se hace como servicio y acto religioso. Los escribas, que están versados en el derecho, ofrecen su asesoramiento jurídico ante el tribunal a viudas, que sin marido están desamparadas ju­rídicamente (Éx 22,21); pero para ello aceptan presentes y de esta manera devoran las casas de esas pobres mujeres. El egoísmo sin freno de los doctores los extravía, indu­ciéndolos a rechazar a Jesús, cuya existencia es la que da vida a los otros (Me 10,45).

Los escribas serán objeto de condenación más severa que los otros hombres. Por su conocimiento de la ley conocen mejor la voluntad de Dios, y como maestros de justicia que son, son responsables de los otros. Dios los reprueba. Otros maestros ocuparán su puesto cuando se edifique el nuevo pueblo de Dios.

21-1 Levantó luego la vista y vio a los ricos que iban echando s-us ofrendas en el tesoro. 2 Vio también a una pobre viuda que echó dos monedas muy pequeñas.

En el atrio del templo destinado a las mujeres, frente

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a la galería del tesoro, que era accesible a todos los que acudían al templo, había trece cepillos en forma de trom­peta. En ellos se recogían las contribuciones impuestas por la ley, y también aportaciones voluntarias. Allí está sentado también Jesús. Está sentado como maestro que es. Levanta la vista y ve cómo las gentes echan su óbolo en los cepillos. Éstos se entregan al sacerdote que desempeña el ministerio. Dicho sacerdote pregunta por el montante de la oferta y por su finalidad, comprueba el dinero y, según la finalidad, indica el lugar en que se debe depositar. Jesús observa lo que sucede. Ve a ricos que llevan sus ofrendas y tam­bién a una pobre viuda que sólo deposita dos piezas de moneda, de las más pequeñas.

' Y dijo: Os digo de verdad que esta viuda pobre echó más que todos. 4 Porque todos ellos echaron para las ofren­das de lo que les sobraba; pero ésta, de su pobreza, echó todo lo que tenía para vivir.

La viuda que llega a depositar su óbolo era pobre y por consiguiente despreciada, como aquella pobre mujer de la que se refiere que sólo pudo aportar un puñado de harina para el sacrificio, por lo cual tuvo que oír palabras de des­precio del sacerdote que desempeñaba su ministerio 47. Se­gún el juicio de Jesús, la viuda pobre dio más que los ricos. Su óbolo es pequeño, pero al mismo tiempo grande. Ha dado todo lo que tenía. Pone su vida en manos de Dios sin preocuparse ansiosamente (12,22-31). Forma parte de aquellos que son llamados bienaventurados (6,10) y que viven de las palabras de Jesús: «Buscad su reino (de Dios), y estas cosas (los medios de subsistencia) se os darán por añadidura» (12,31). En ella está representado el pueblo de

47. J. JEREMÍAS, Jernsalctn zar Zeit Jesu, Gotinga 31962, 124.

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Dios, del que se dice: «No temas, pequeño rebaño; que

ha tenido a bien vuestro Padre daros el reino.» (12,32).

El pueblo de Dios es pobre y carece de apoyo jurídico, pero

da lo poco que tiene. No se apoya en los bienes y en el

poder, sino en el Padre. Así vive la Iglesia primitiva en

Jerusalén: «Y todos los creyentes a una tenían todas las

cosas en común, y vendían sus posesiones y sus bienes,

y las repartían entre todos según las necesidades de cada

cual. Diariamente perseveraban unánimes en el templo,

partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento

con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y tenían

el favor de todo el pueblo» (Act 2,44-47).

De tres verdades fundamentales vive la Iglesia. Jesús

se las proporciona en su camino a través de los tiempos:

Hay una resurrección de los muertos, Jesús es Cristo y Se­

ñor, la Iglesia es la comunidad de los pequeños, pobres y

despreciados, pero que son grandes delante de Dios, porque

lo dan todo con humildad y ocultamente, y ponen su con­

fianza en Dios.

IV. DISCURSO ESCATOLÓGICO (21,5-38)

También Lucas concluye como Marcos (cap. 13) la última actua­ción de Jesús en Jerusalén con un discurso cscatológico (apocalip­sis). Pese a las muchas semejanzas, ambos discursos acusan con frecuencia notables diferencias. Por esto hay quienes suponen que Lucas utilizó otras fuentes además del texto de Marcos. Sin em­bargo, las diversidades se explican por la labor redaccional de Lucas. Éste pasa por alto algunas cosas, porque rehuye las repeti­ciones (comp. Me 13,21-23 y Le 21,9 y 17,21); otras, por reparos teológicos (Me 13,32); predicciones que ya se habían cumplido son modificadas a base de los acontecimientos que ya habían tenido lugar (comp. Me 13,14 y Le 21,20; Me 13,19s y Le 21,23s).

La manera como describe Lucas la destrucción de Jerusalén (19,43s; 21,20.24) se explica con dificultad si no representaba ya

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para él un hecho histórico en la fecha en que escribía el Evan­gelio. Hoy día aumenta el número de los que suponen que Lucas escribió su Evangelio después del año 70 d.C. 4S. «Marcos mira en su Evangelio al que viene, lo describe como vino porque el que estaba presente así se lo reveló.» Esta frase se puede también invertir. «Marcos describe al que ya ha venido como el que viene», y finalmente así: «Marcos da testimonio del que está presente mi­rando a su parusía, y emprende su exposición con medios que tienen su origen en el que ya ha venido» 4!).

El evangelista Marcos no conoce una verdadera sucesión en el sentido de un transcurso histórico. No así Lucas. Mira retrospec­tivamente al cumplimiento de ciertas predicciones (v. 5-24). Todavía hay que esperar la venida del Hijo del hombre (v. 25-28). En el período que va de la ascensión a esta venida, en el tiempo de la iglesia se prepara ésta para la venida de Jesús (v. 29-36). Lucas Ice su fuente de Marcos 13 con los ojos de quien está ya ilu­minado por los acontecimientos históricos, y la interpreta a base de sus experiencias de un tiempo posterior. Los hechos pasados le demuestran que Jesús había visto certeramente y que se han cumplido sus predicciones. Esto ofrece una garantía de que tam­bién se verificará lo que todavía está por venir. En esta esperanza escatológica vive también la Iglesia de hoy, y así debe vivir.

1. PREDICCIONES CUMPLIDAS (21,5-24).

a) Preguntas acuciantes (21,5-9).

5 Mientras algunos iban hablando acerca del templo,

de cómo estaba adornado con hermosas piedras y ex votos,

él dijo: De todo esto que estáis viendo, llegarán días en que

no quedará piedra sobre piedra: todo será demolido.

48. Cf., por ejemplo, A. ROBERT - A. FEUILLET, Introducción o ¡a Biblia l l , Barcelona £1967, 247 (indeciso); J. SCHMID, El Evangelio según san Lucas, Herder, Barcelona 1968, 40s. K.H. SCHELKLE, Das Neue Teslament, Kevelaer 1963, 73.

49. W. MARXSEN, Der Evangelist Marius, Gotinga 21959, 128.

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El templo, en cuya construcción se trabajaba (20/19 a.C. — 63 d.C.) todavía en la época de Jesús, contaba entre las siete maravillas de la antigüedad. Espléndidamente brillan blancos bloques de mármol; el templo está adornado con magníficos ex votos, sobre todo con la vid de oro sobre la puerta del santuario. Solía decirse: «Quien no ha visto a Jerusalén en su magnificencia, no ha experimentado gozo en sus días. Quien no ha visto el santuario con su ornato, no ha visto una ciudad bella.»

A los que expresan su admiración entre el pueblo res­ponde Jesús con predicciones de ruina: El templo será destruido (19,43). Dios no mira a las hermosas piedras y a los preciosos ex votos, sino que busca un pueblo en que se eche de ver que Dios mora en medio de él. Ahora se repite y se cumple la amenaza de los profetas: «Oid, pues, cabezas de la casa de Jacob y jefes de la casa de Israel, que aborrecéis lo justo y torcéis lo derecho... Sus jueces sentencian por cohecho; sus sacerdotes enseñan por salario; sus profetas profetizan por dinero y se apoyan sobre Yahveh diciendo: ¿No está entre nosotros Yahveh? No nos sobrevendrá la desventura. Por eso, por vosotros será Sión arada como un campo, y Jerusalén será un montón de ruinas, y el monte del templo será un breñal» 50.

7 Luego le preguntaron: Maestro, ¿cuándo, pues, suce­derá esto, y cuál será la señal de que estas cosas se van a realizar?

Sólo se pregunta por el fin del templo. En Marcos se pregunta cuándo vendrá el fin del mundo (13,4). Mateo formula más concretamente la pregunta: «¿Cuándo suce­derá esto y cuál será la señal de tu parusía y del final de

50. Miq 3,9-12, cf. Jer 7,14; 26,18; Ez 24,21.

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los tiempos?» (Mt 24,3). La destrucción de Jerusalén, la venida del Hijo del hombre y el fin de este mundo están enlazados entre sí. Lucas deshace el enlace. La destrucción de Jerusalén no forma parte de los acontecimientos del tiempo final. Se ha efectuado ya cuando Lucas escribe su Evangelio. El fin del mundo, en cambio, no ha llegado todavía. Toda predicción es oscura hasta que se cumple. Nosotros leemos el discurso escatológico como lo leía Lucas. También para nosotros se ha cumplido una parte de sus predicciones, pero todavía aguardamos el cumplimiento de la otra parte.

8 Él contestó: Mirad que no os dejéis engañar. Porque muchos vendrán amparándose en mi nombre, y dirán: Soy yo, y también: El tiempo está cerca. No vayáis tras ellos. 9 Y cuando oigáis fragores de guerras y de revoluciones, no os alarméis; porque eso tiene que suceder primero, pero no llegará tan pronto el fin.

La pregunta por el tiempo y las señales de la ruina de Jerusalén queda sin respuesta. A los cristianos que aguardan con ansia la venida de Cristo se les dirigen palabras de instrucción, pues el deseo impaciente de ver satisfecho este anhelo induce a prestar oídos a falsos rumores. También Pablo tuvo que amonestar y precaver a los cristianos de Tesalónica: «Y ahora, hermanos, a propósito de la parusía de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os hacemos un ruego: no os desconcertéis tan pronto per­diendo el buen sentido, no os alarméis, sea con motivo de una inspiración, o de una declaración, o de una carta que se nos atribuya, sobre la inminencia del día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera» (2Tes 2,lss).

Vendrán muchos que reivindiquen para sí el nombre de Mesías y digan por su cuenta la palabra con que solía

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revelarse: soy yo61. Con ello querrán decir que ellos son el salvador definitivo enviado por Dios, que prepara la consumación del mundo. En tiempo del procurador romano Cuspio Fado (44-46 d.C.) surgió Teudas y «se hizo pasar por alguien» (Act 5,36). Después apareció Judas de Galilea y arrastró a cantidad de gente detrás de sí (Act 5,37). Las palabras de Jesús desenmascaran a estos falsos redentores. Otros proclaman: El tiempo final ha llegado ya. También éstos disfrazan su mensaje con palabras de Jesús (Me 1,15). Hay que poner freno a una expectativa demasiado entu­siástica de la venida de Cristo y del fin de este mundo: «El Señor tarda en llegar» (12,45). El pretendiente al trono viaja a un país lejano para recibir la investidura del reino (19,11).

No es fácil ver claro en estos mensajes sensacionales. Son numerosos los que los anuncian; su multitud contagia y sugestiona. Se disfrazan con las palabras de Jesús. Su mensaje suena como el de él: «Soy yo»; «se acerca el tiempo». Reúnen, como él, discípulos a su alrededor. Estos discípulos los siguen. En este juego desconcertante del fraude brilla con su amonestación la palabra del Señor. Estas gentes son impostores y acaban en apostasía y perdición. Las palabras de Jesús comienzan y terminan con una gravedad que pone en guardia: No os dejéis engañar, no vayáis tras ellos.

En la literatura apocalíptica de los judíos se predicen para el tiempo final guerras, revoluciones y rumores des­concertantes a este respecto: «Vienen días, en los que yo, el Altísimo, quiero rescatar a los que están en la tierra. En­tonces serán presa de enorme excitación los habitantes de la tierra, hasta el punto de tramar guerras unos con otros, ciudad contra ciudad, lugar contra lugar, pueblo contra

51. Me 6,50; con frecuencia en Juan; cf. Éx 3,14; Is 43,10s; 52,6.

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pueblo, reino contra reino» (4Esd 11 [13] 29-32). Es posible que los profetas de la próxima venida interpretaran acon­tecimientos de la época como tales señales del fin. A la muerte de Nerón siguieron las revueltas romanas bajo Galba, Otón y Vitelio (68-69 d.C). La guerra judía comenzó el año 66. Contra los anunciadores del fin próximo está la palabra de Jesús. Las guerras y revoluciones no son mo­tivo para angustiarse por razón del fin próximo. Estos terri­bles azotes de la humanidad forman también parte del designio divino. Pasarán con el tiempo presente y han de tener en vela para el venidero e inducir a la conversión (Ap 16,11). Las guerras y revoluciones no son indicios de que va a llegar en seguida el fin. Con estas palabras se minan los fundamentos de todas las doctrinas de sectas adventistas.

b) Señales precursoras (21,10-11),

10 Entonces les añadió: Se levantará nación contra na­ción v reino contra reino; n habrá grandes terremotos, pestes y hambres en diversos lugares; se darán fenómenos ate­rradores y grandes señales en el cielo.

Se reanuda el discurso. Anuncia señales. Las palabras están envueltas en oscuridad. Lucas, a lo que parece, las in­terpreta como señales de la destrucción de Jerusalén y del templo. Mira retrospectivamente a los acontecimientos y sabe que la catástrofe estuvo precedida de señales. Se ha cumplido la palabra de Jesús que anunciaba señales.

Las señales afectan a todo lo que rodea al hombre. Todo lo que asegura su vida comienza a tambalearse. El orden pacífico entre los pueblos se ve destruido por guerras, la solidez de la tierra se ve sacudida por terremotos, la vida

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se ve amenazada por hambres y epidemias, el orden de los cuerpos celestes se ve trastornado por fenómenos terrorífi­cos. No sabemos en qué acontecimientos de la historia de la época vio Lucas cumplida esta predicción. ¿Pensaba en las guerras que llevaron consigo las revueltas de Roma? ¿O en la situación confusa en Palestina antes de que esta­llara la guerra judía? ¿En temblores de tierra que, según se narra, tuvieron lugar en Frigia en aquella época? Lucas sabe que reinó el hambre bajo el emperador Claudio (Act 11,28). Según la tradición judía, el año 66 apareció en el cielo de Jerusalén un meteoro en forma de espada; durante todo el año se vio un cometa en el cielo. Seis días después de estallar la guerra judía parece como si cruzaran el cielo carros de guerra. La noche de pentecostés del mismo año oyen los sacerdotes en el templo una voz que dice: «Mar­chémonos de aquí.» Marcos vio en estos presagios «el co­mienzo de los dolores de parto», precursores de la «rege­neración» del mundo (Mt 19,28). Aunque Lucas leyó esto en su fuente, no lo menciona; él interpretó estas señales no como comienzo de las tribulaciones del tiempo final, sino como señales precursoras de la ruina de Jerusalén, y expli­có la predicción con los hechos históricos. El curso de la historia no es determinado únicamente por causas ultra­mundanas, sino por el designio divino. Aun considerada así, encierra muchos misterios.

c) Persecución de la Iglesia (21,12-19).

12 Pero, antes de todo eso, se apoderarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las sinagogas y os meterán en las cárceles; os harán comparecer ante reyes y goberna­dores por causa de mi nombre.

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A los acontecimientos que presagian la destrucción de Jerusalén, preceden las persecuciones (le los discípulos. Los acontecimientos se ordenan históricamente: primeramente es perseguida la Iglesia, de lo cual hablan los Hechos de los apóstoles; siguen luego los acontecimientos que preceden a la destrucción de Jerusalén, los cuales son interpretados como signos precursores; finalmente viene la guerra judía y la ruina de Jerusalén y del templo.

Los discípulos de Jesús son perseguidos por las autori­dades judías y paganas. «Mientras Pedro y Juan estaban hablando al pueblo, se les presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos... Les echaron mano y los pusieron bajo custodia hasta el amanecer» (Act 4,1-3; cf. 5,18; 8,3; 12,4). Los pretores de Filipos «despojaron a Pablo y a Silas de sus vestiduras y los man­daron azotar con varas; después de darles muchos golpes, los metieron en la cárcel» (Act 16,22s). Pablo comparece ante el tribunal del rey Agripa n (Act 26,1), del procurador Galión en Corinto (Act 18,12), de Félix (Act 24, ls) y de Festo (Act 25,1) en Cesárea marítima. Las palabras de la predicción son confirmadas por los hechos de la historia. Lo que la hora histórica aporta al discípulo de Cristo no debe éste tomarlo como destino oscuro y oprimente; lo que le sucede lo sabía anticipadamente el Señor y lo inserta en el plan salvador de Dios.

Los discípulos soportan por el nombre de Jesús la per­secución, las condenas y los castigos. En el nombre del Señor Jesús recibieron el bautismo (Act 8,16) después de haber confesado que Jesús es el Señor. En aquella hora fueron reunidos con «los que invocan el nombre del Se­ñor» (Act 9,14). Invocando este nombre curó Pedro en­fermos (Act 3,6). «No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el cual hayamos de ser salvos» (Act 4,12). La predicación apostólica anuncia y enseña el nom-

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ore de Jesucristo (Act 4,17s; 5,28; 8,12). Por razón de esta predicación son vejados los apóstoles, pero «salían gozosos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús» (Act 5,41). El nombre de Jesús representa la presencia activa de Cristo glorificado.

13 Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. u Por consiguiente, fijad bien en vuestro corazón que no debéis preocuparos de cómo os podréis defender; 15 Porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría que no podrá resistir ni contradecir ninguno de vuestros adversarios.

La gran preocupación y el empeño acuciante de los discípulos de Jesús es la proclamación del nombre de Je­sús. Mediante la persecución se abren puertas para dar testimonio en favor de Cristo. Los cristianos de la co­munidad primitiva de Jerusalén, que se ven forzados a abandonar la ciudad para salvar sus vidas, llevan el Evan­gelio a las zonas de Judea y Samaría (Act 8,1-4), a Fe­nicia, Chipre y Antioquía (Act 11,19; 15,3). Pedro, Juan y Esteban comparecen ante el sanedrín, Pablo ante los pro­curadores, y llevan el mensaje de Cristo a lugares donde de otra manera se le habían mostrado refractarias las gen­tes 52. Pablo comunica a los filipenses que su prisión sirve para el progreso del Evangelio: «En todo el pretorio y entre todos los demás se ha puesto de manifiesto que mis cadenas son por Cristo» (Flp l,12s).

Los discípulos reciben una palabra que deben grabar en su mente y tener presente en el tiempo de la persecución. No deben preocuparse por lo que han de decir en su pro­pia defensa ante los tribunales, no tienen necesidad de

52. Act 4,8ss; 7,lss; 25-26.

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preparar ningún discurso para no dejar en mal lugar a Cristo ante el tribunal; Cristo mismo les dará lenguaje y sabiduría. Como Dios prometió a Moisés que estaría con él y le enseñaría lo que tenía que decir (Éx 4,12), así también Jesús pertrechará a sus discípulos para la confe­sión y el testimonio delante de sus adversarios. No están abandonados a retóricas y sabidurías humanas, sino que sus palabras estarán dotadas de virtud y sabiduría divina. El Espíritu Santo les enseñará en aquella hora lo que tie­nen que decir (12,12). La historia ha demostrado la ver­dad de esta promesa. Cuando los miembros del sanedrín observaron el franco y valeroso comportamiento de Pedro y de Juan y notaron que eran personas sin cultura, se admiraron (Act 4,13). Los judíos helenistas que disputaban con Esteban se sentían inferiores a la sabiduría y al es­píritu con que hablaba Esteban (Act 6,10). No se logra hacer callar a los discípulos de Jesús, sino que son sus adversarios los que tienen que enmudecer. Las palabras de la predicción están penetradas del optimismo que des­encadenó la carrera triunfal del Evangelio.

16 Seréis entregados incluso por padres, hermanos, pa­rientes y amigos, y darán muerte a algunos de vosotros; 17 y seréis odiados por todos a causa de mi nombre.

Familiares, parientes y amigos se convierten en trai­dores contra los discípulos de Cristo. Ni siquiera los círcu­los de amigos y la familia les ofrecen protección. Su con­fesión tiene que contar únicamente con la fe en Cristo. Lucas reproduce la predicción: «les darán muerte» Me 13,12), iluminada por su cumplimiento: «Darán muerte a algunos de vosotros.» Cuando él escribe, habían ya dado algunos la vida por su fe: Esteban (Act 7,54-60) y Santiago (Act 12,2).

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La fidelidad a Cristo pone a los discípulos en contra­dicción con judíos y gentiles, con el Estado romano, con la sociedad y las costumbres. Son odiados por todos. Los cristianos vinieron a ser objeto de «odio del género hu­mano»; así compendia el historiador romano Tácito el juicio sobre los cristianos. El odio alcanza a los cristianos por el nombre de Jesús. El cristiano cree en la predica­ción «sobre el reino de Dios y el nombre de Jesucristo» (Act 8,12). Por el hecho de ser repudiado Cristo y su palabra, es también repudiado el cristiano. «Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí» (Jn 15,18). Pero en la confesión del discípulo es glo­rificado Dios (Flp 2,11). El martirio es culto tributado a Dios (Flp 2,17s).

18 Pero ni siquiera un cabello de vuestra cabeza se perderá. 19 A fuerza de constancia poseeréis vuestras vidas.

Los discípulos perseguidos no están a merced de sus perseguidores: no están abandonados a su poder y a su arbitrio. Dios mira por la Iglesia perseguida y extiende so­bre ella su mano. También aquí se aplica lo que dice el refrán: «No se perderá ni un cabello de vuestra cabeza» (ISam 14,45). Se quita a algunos la vida, pero gracias a la providencia protectora de Dios, muchos salen ilesos de los casos más difíciles. Pedro es librado milagrosamente de la cárcel (Act 12,6ss), y Pablo, pese a múltiples hostili­dades y persecuciones, lleva adelante su imponente obra misionera (Act 13ss; 2Cor 11,23-31). Cuando Esteban fue apedreado, «comenzó una gran persecución contra la igle­sia de Jerusalén, y todos se dispersaron por los lugares de Judea y de Samaría, a excepción de los apóstoles... Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando el Evangelio» (Act 8,1-4).

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El tiempo de la Iglesia es tiempo de persecución. Este tiempo se prolonga. La redención total se inicia con la venida del Hijo del hombre; pero esto no tiene lugar inme­diatamente. Se requiere paciencia, constancia y perseveran­cia, sumisión a lo que impone la persecución y ha sido decretado por Dios. Lo que aporta la salvación y hace alcanzar la vida no es una violencia arrolladura y apasiona­da, ni tampoco la apostasía, sino la paciencia perseverante. «Quien va destinado a cautividad, a cautividad vaya. Quien mata a espada, a espada muera. Aquí está la constancia y la fe del pueblo santo» (Ap 13,10). Dios no permite que nada deje de redundar en bien de los suyos (Rom 8,28).

d) La destrucción de Jerusalén (21,20-24).

20 Cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que está cerca su devastación. 21 Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; los que estén dentro de la ciudad, aléjense de ella; los que estén en los campos, no entren en la ciudad; 21 que éstos son días de venganza, en que ha de cumplirse todo lo que está es­crito.

Lucas había leído en Marcos: «Cuando veáis la abo­minación de la desolación, que ha sido instalada donde no debe..., entonces, los que estén en Judea huyan a los mentes» (Me 13,14). Los acontecimientos finales comenza­rán a realizarse cuando se instale la abominación de la desolación. Fuerzas de choque enviadas por Antíoco Epí-fanes (175-164 a.C.) habían profanado el santuario en Jerusalén y ocupado la ciudadela, habían suprimido el sacrificio perpetuo y habían instalado la abominación de la desolación (Dan 11,31), una estatua o un altar del dios

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Zeus. También antes de que se inicie el tiempo final se instalará donde no debe una abominación de la desola­ción. Ignoramos cuál sea tal abominación: es un enigma. Quien lee, debe hacer uso de su inteligencia. Un texto paulino trata de resolver así el problema: «Que nadie os engañe de ninguna forma. Porque primero ha de venir la apostasía y aparecer el hombre de impiedad, el hijo de perdición, el que se rebela y se alza contra todo lo que lleva nombre de Dios o es objeto de culto, llegando hasta sentarse en el templo de Dios, exhibiéndose a sí mismo como si fuera Dios...» (2Tes 2,3s). El Apocalipsis diseña una análoga previsión escatológica en el símbolo de los dos monstruos. La primera bestia es un poder político que blasfema de Dios, se hace adorar y persigue a los verda­deros creyentes (Ap 13,1-10). La segunda bestia es una realidad religiosa: lucha contra el cordero (Cristo), realiza milagros capciosos y seduce a los hombres para que ado­ren a la primera bestia (Ap 13,11-18). Este poder es el «Anticristo» (cf. Un 2,22).

También Lucas, que separa la destrucción de Jerusalén y el acontecimiento del final de los tiempos, trata de escru­tar la enigmática abominación de la desolación y la inter­preta basándose en los hechos históricos. El ejército roma­no que asedia a Jerusalén es la abominación que lleva a la desolación. Es posible que esto no reproduzca de forma exhaustiva la misteriosa expresión de Marcos; el Apoca­lipsis de Juan abre otra perspectiva en sentido del poderío romano sobre el mundo entero y de sus emperadores, que se ponen en lugar de Dios. La lucha de las dos bestias contra el Cordero se refiere también con palabras veladas a la situación en que se hallaba la Iglesia de Juan, que, perseguida por el imperio romano, estaba sujeta a duro combate.

Cuando el ejército romano cerque la ciudad (19,43s)

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será esto para los cristianos la señal divina de que está inminente el juicio de Dios sobre ella. Ya no habrá sal­vación posible, la resistencia será inútil; porque la ciudad será entregada a los enemigos. Los cristianos no deben pereoer juntamente con la ciudad, sino que deben salvarse mediante la huida. El que viva en Jerusalén, que aban­done la ciudad al acercarse las huestes. Por lo regular, los que viven en el campo se refugian en la ciudad forti­ficada; esto no sirve para nada en el caso presente, pues Jerusalén ha de caer. También el campo que rodea a la ciudad está amenazado como la ciudad misma. Lo único, que aprovecha es huir a los montes; allí hay escondrijos, barrancos y grutas inaccesibles. En este derrumbamiento general del pueblo judío, la palabra de predicción de Jesús salva a los discípulos que creen en él.

El tiempo de la venganza y del castigo descargará so­bre la ciudad, el tiempo de gracia habrá pasado. Los in­fortunios con que los profetas habían amenazado a la ciudad, se cumplirán entonces53. Para la Sagrada Escri­tura, la ruina de Jerusalén no es sólo acontecimiento polí­tico, sino juicio y castigo de Dios.

23 ¡Ay de las que estén encinta y de las que estén crian­do en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre la tierra, y la ira pesará sobre este pueblo. 24 Caerán al jilo de la espada y serán llevados cautivos a todas las naciones; Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan.

Gran calamidad descarga sobre la ciudad, se ejecuta el castigo de Dios sobre el pueblo de esta tierra. Lo que por lo regular se recibe con placer, es ahora amargo infor-

53. IRe 9,6-8; Miq 3,12; cf. Dan 9,26.

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tunio. Las madres que estén embarazadas o criando, ex­perimentan aflicción y desamparo. Con la imagen de las mujeres embarazadas y lactantes pinta Jesús los apuros del juicio de Dios que va a descargar, pero también el dolor que él mismo sufre por esta ciudad (19,42ss). Ni siquiera como profeta de infortunio es Jesús un celador fanático que haya perdido todo sentimiento y compasión con los que perecen, sino hermano de las víctimas, que con obediencia se somete al designio y a la palabra de Dios.

Lo profetizado por Jesús se verifica en la guerra ju­día (66-70 d.C). La predicción es interpretada a base de los acontecimientos históricos y se reproduce completada. Confirma su cumplimiento el historiador de la guerra ju­día, Flavio Josefo. Según sus cifras, no exentas totalmente de exageración, se dio muerte a 1 100000 judíos, 97 000 fusron llevados cautivos, la ciudad fue devastada, el tem­plo incendiado, el país ocupado por los conquistadores. Cuando Lucas escribe su Evangelio, todavía dura la ocu­pación. Jerusalén es pisoteada por los pueblos gentiles.

Las palabras de la predicción enlazan con los tér­minos proféticos. Los habitantes de Jerusalén caerán al filo de la espada, palabras que son un eco de Jeremías: «Cabrán ante la espada del enemigo... entregaré a todo Judá en manos del rey de Babilonia, adonde los llevará cautivos y los hará morir a espada» (Jer 20,4). Jerusalén es pisoteada por las naciones gentiles, como había dicho Daniel: «¿Hasta cuándo va a durar esta visión de la su­presión del sacrificio perpetuo, de la asoladora prevari­cación y de la profanación del santuario?» (Dan 8,13). La palabra del profeta, la caída de Jerusalén en manos de los babilonios preparan su caída definitiva. Se ha agotado la longanimidad de Dios. Ahora se cumple lo que se había amenazado en la parábola de los viñadores. La Escritura

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nos ha sido dada para consuelo, advertencia y amones­tación (ICor 10,11).

La duración del tiempo en que Jerusalén está entregada en manos de los gentiles, es determinado y limitado por Dios. Cuando se cumplan los tiempos de los gentiles, ven­drá el juicio final y la plena soberanía de Dios. Entre la destrucción de Jerusalén y la venida del Hijo del hombre al final de los tiempos, se insertan los tiempos de las na­ciones gentiles. El curso de la historia muestra que durante este tiempo van entrando en la Iglesia las naciones gen­tiles. Los tiempos en que Jerusalén es pisoteada por las naciones gentiles son también los tiempos en que Dios ofrece a los gentiles la salvación que había prometido a Israel.

Pablo, en su calidad de elegido que tiene especial pe­netración en el proceso histórico de la salvación de Dios y en la finalidad de Dios en la historia, escribe: «No quiero, hermanos, para que no presumáis de vosotros mis­mos, que ignoréis este misterio: que el encanecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente, hasta que la totalidad de los gentiles haya entrado. Y entonces todo Israel será salvo» (Rom ll,25s). A esta esperanza parece que aluden también las palabras: Jerusalén será pisoteada hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles (cf. 13,35). La fidelidad de Dios se mantiene en vigor aun por encima de la reprobación.

2. LA VENIDA DEL HIJO DEL HOMBRE (21,25-28).

a) Señales en el universo (21,25-26).

25 Y habrá señales en el sol, en la luna y en las estre­llas. Y en la tierra, las naciones serán presa de angustia

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por los bramidos del mar y el embate de las olas, 26 y quedarán los hombres sin diento por el miedo y la ansie­dad de lo que están viendo venir sobre la tierra. Porque el mundo de los astros se desquiciará.

De las predicciones, cuyo cumplimiento se ha experi­mentado ya, pasa el discurso a los acontecimientos del tiempo final, que todavía están pendientes de realización. Se distingue claramente la ruina de Jerusalén y el tiempo final. Pero no se dice nada acerca de lo que han de durar los tiempos de los gentiles.

El tiempo final se anuncia con grandes acontecimientos cósmicos. Antes de que venga el Hijo del hombre, se pro­ducirá un trastorno en el universo. Se verán sacudidos sus tres grandes ámbitos, conforme a la idea de la época, que concebía el mundo dividido en tres pisos. En el firma­mento se producen signos en el sol, en la luna y en las estrellas. Como se ve, Lucas no tiene gran interés en des­cribir detalladamente estas señales, como lo hace Marcos: el sol se oscurecerá, la luna no dará ya luz, las estrellas caerán del cielo (Me 13,24). En la tierra se verán las gen­tes presa de angustia y de desconcierto. El mar, sujeto por el poder de Dios (Job 38,10s), quedará abandonado a sus impulsos caóticos. Según la concepción de la antigüe­dad, el universo es tenido a raya, ordenado y dirigido por potencias espirituales que tienen su morada en el espacio celeste. Las potencias del cielo se verán sacudidas, por ello irrumpirá el caos sobre el universo.

Las naciones, los paganos, los hombres serán presa de angustia, quedarán sin aliento y desconcertados por el mie­do y la ansiedad. «Cuando el pánico se apodere de los habitantes de la tierra, ss hallarán en muchos apuros, en enormes aflicciones» (ApBar 25,3). ¿En qué podrá uno todavía apoyarse cuando se tambaleen las leyes más se-

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guras? El suelo se hunde bajo los pies. Los hombres se preguntan qué significa esto, de qué es señal. El discípulo de Cristo conoce el significado de estos acontecimientos por la palabra de Cristo. Son señales del que ha de venir. El horizonte de las palabras se extiende al mundo entero. La humanidad está dividida en dos grandes campos: el uno — los «hombres» — se consume de pánico, el otro — los discípulos— afronta esta hora con gozosa expecta­tiva. Sin Cristo, ansiedad; con Cristo, esperanza inque­brantable.

Las señales se presentan en palabras que tienen una antigua tradición; en una predicción sobre la ruina de Ba­bilonia se dice: «Ved que se acerca el día de Yahveh, implacable, cólera y furor ardiente, para hacer de la tie­rra un desierto y exterminar a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus luceros no darán su luz, el sol se oscurecerá en naciendo, y la luna no hará brillar su luz» (Is 13,9s). En la sentencia pronunciada sobre Edom dice el mismo profeta: «La milicia de los cielos se disuelve, se enrollan los cielos como se enrolla un libro, y todo su ejército cae como caen las hojas de la vid, como caen las hojas de la higuera. La espada de Yahveh se embriaga en los cielos y va a caer sobre Edom, sobre el pueblo que ha destinado al exterminio» (Is 34,4s). Y en un oráculo de infortunio sobre Egipto se dice: «Al apagar tu luz velaré los cielos y oscureceré las estrellas. Cubriré de nubes el sol, y la luna no resplandecerá; todos los astros que brillan en los cie­los se vestirán de luto por ti, y se extenderán las tinieblas sobre la tierra» (Ez 32,7s). La intervención punitiva de Dios en la historia de las ciudades y de las naciones se encuadra en el marco de grandes trastornos cósmicos. És­tos parecen ser únicamente una representación figurada del poder y de la grandeza de Dios que viene a juzgar. Tiembla el universo cuando se levanta Dios y visita" la tie-

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rra. El sacudimiento del universo a la venida del Hijo del hombre sirve seguramente sólo para la representación del Hijo del hombre, al que Dios ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra. Cuando en su venida atraviese los espacios del universo, temblarán los poderes del cielo de respeto • y sobrecogimiento. Pero las predicciones son oscuras hasta que se cumplen. ¿Quién se aventurará a darles una interpretación definitiva?

b) Aparece el Hijo del hombre (21,27-28).

27 Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poderío y majestad.

El Hijo del hombre se hará visible. Se le podrá con­templar con los ojos. Nadie podrá sustraerse a este aconte­cimiento. Además, todos los que lo vean estarán seguros de que es él.

La manifestación del Hijo del hombre se pinta con imágenes procedentes de la tradición: «Vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado a éste. Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá» (Dan 7,13s). El Hijo del hombre vie­ne sobre una nube; la nube es el carro de Dios. Dios mis­mo se manifiesta con poderío y majestad. El Hijo del hombre tiene participación en el señorío de Dios. Las imágenes transmitidas por tradición tienen por objeto re­presentar la majestad divina de Cristo. Todas las imágenes son sencillamente un débil balbuceo en comparación con lo inefable de su grandeza. Jesús no viene ya en la debi-

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lidad de su manifestación terrena, sino en la grandeza y gloria de su exaltación. Pero ¿quién podrá hablar de ella en forma adecuada?

28 Cuando comience a suceder todo esto, tened ánimo y levantad la cabeza, porque vuestra liberación se acerca.

La Iglesia marcha encorvada como un hombre que tie­ne que llevar una carga pesada. Va como con la cabeza baja, como un hombre que se ve odiado, perseguido y sin honra. Cuando se inicie lo que preparará los acontecimien­tos finales, entonces podrán tener ánimo los creyentes. Lo que para los otros es amenaza de destrucción, para ellos significa exaltación. Sólo entonces, cuando aparezca el Hijo del hombre, cesará la Iglesia de ser una Iglesia opri­mida, tentada, encorvada.

La liberación se acerca cuando aparece el Hijo del hom­bre glorificado. Cesan la persecución y los peligros. Se ve cumplida la esperanza antes ridiculizada y escarnecida. La Iglesia sufriente se convierte en Iglesia exultante. Lo que cantó el padre del Bautista cuando se acercaba el tiempo de salvación, puede cantarse ahora como realizado: «Ben­dito el Señor Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el rescate» (1,68).

La venida del Hijo del hombre es el día de la recolec­ción para la Iglesia. Según Marcos, el Hijo del hombre enviará a los ángeles para que reúnan a sus escogidos des­de los cuatro vientos (Me 13,27). De ello no dice nada Lucas. El tiempo de la Iglesia entre la ascensión y la se­gunda venida era tiempo de misión, tiempo de recogida de los pueblos; ahora es el tiempo en el que la Iglesia reuni­da recibe su forma plena y su liberación definitiva.

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3. ACTITUDES ESCATOLÓGICAS (21,29-36).

a) No dejarse desorientar (21,29-33).

29 Y les propuso una parábola: Fijaos en la higuera y en los demás árboles: 30 cuando veis que ya retoñan, os dais cuenta de que ya está cerca el verano. 31 Igualmente vosotros también, cuando veáis que suceden estas cosas, daos cuenta de que el reina de Dios está cerca.

Cuando en la última crisis del mundo venga el Hijo del hombre, levantarán la cabeza los creyentes. Entonces se podrá decir con razón que el reino de Dios está cerca. El que ose decirlo antes, es un embustero (21,8) y no dios verdad. Entonces no harán ya falta mensajeros que anuncien la proximidad del reino; todos podrán reconocer­lo claramente por su mismo acercamiento. Una breve pará­bola ilustra esta idea. Cuando la higuera y los demás árboles retoñan, nota cualquiera que ha pasado eí invierno y se acerca el verano. En Palestina no hay primavera: el verano sucede al invierno. Nadie que esté en sus cabales tiene necesidad del testimonio de nadie para ver que se acerca el verano cuando retoñan los árboles.

La aparición del Hijo del hombre, la liberación y el reino de Dios están entrelazados entre sí. «Después, será el final: cuando (Cristo) entregue el reino a Dios Padre, y destruya todo principado y toda potestad y poder (con­trario a Dios). Porque él tiene que reinar, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies... En efecto: Todas las cosas las sometió bajo sus pies... Y cuando se le hayan sometido todas las cosas, entonces también se someterá el mismo Hijo al que se lo sometió todo; para que Dios lo sea todo en todos» (ICor 15,24-28).

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32 Os aseguro que no. pasará esta generación sin que todo suceda. 33 El cielo y la tierra pasarán, pero mis pa­labras jamás pasarán.

Por mucho que se extienda el período que va de la ascensión a la venida de Jesús, esta generación, el género humano experimentará todo lo que entraña la plena rea­lización del plan divino, la manifestación del Hijo del hombre, la plena liberación y redención y el perfecto rei­nado de Dios. Todo se cumplirá sin género de duda. Las palabras tan encarecidas de Jesús no pretenden fijar un tiempo, sino asegurar el cumplimiento de su predicción. Cuando se designa a todo el género humano como esta ge­neración, quiere con ello recordarse que es mala y que no puede sostener el juicio de Dios. Tiene necesidad de recapacitar sobre la venida de los acontecimientos finales. La proclamación escatológica es también en todo caso predicación de penitencia y conversión " .

A veces podría parecer que las promesas de Dios son meras palabras de consuelo. En todo tiempo se han que­jado los creyentes de que Dios hace esperar su ayuda. ¿No habrá que decir lo mismo de esta promesa, la mayor de todas? Se hace duro perseverar con paciencia cuando la espera no tiene fin. Centra toda apariencia de inseguridad, de cosa poco de fiar, está la seguridad de las palabras de promesa de Jesús. El universo, que parece imperecedero, parecerá, todo pasará; las palabras de Jesús conservan su vigencia. Vienen los acontecimientos finales. Éstos ilumi­nan nuestra vida presente. Es indiferente cuándo han de venir, pero no lo es el hecho de que han de venir.

54. «Esta generación» lleva con frecuencia atributos peyorativos: adúltera (Me 8,38), perversa (Mt 12,45; Le 11,29), perversa y adúltera (Mt 12,39; 16,4), incrédula y pervertida (Mt 17,17), incrédula (Le 9,41); «esta geno-ración... implica siempre un sentido accesorio de condenación»: Theaogisches Worterbuch I, 661 (BÜCHSEL) .

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NT, Le I I , 14

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b) Vigilancia y sobriedad (21,34-36).

34 Tened cuidado de vosotros mismos, no sea que vues­tro corazón se embote por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y caiga de improviso sobre vosotros aquel día 35 como un lazo; pues ha de llegar para todos los habitantes de la faz de la tierra.

El Hijo del hombre ha de venir, aunque su venida no sea próxima y aunque se difiera el tiempo en que ha de venir. No se puede hacer como el criado infiel que decía para sí: «Mi señor está tardando en llegar» (12,45). Ven­drá de improviso, rápida e inesperadamente, como un lazo en el que cae un pájaro desprevenido y demasiado confiado. Es necesario tener cuidado. Aquel día en que vendrá el Señor, es día de juicio (17,31). En él se decide el destino final. Ese día es a la vez día de liberación y día de condenación. Hay que estar prevenidos.

La crápula y la embriaguez embotan el corazón del hombre, distrayéndolo de los acontecimientos venideros; la excesiva preocupación por comer y beber enturbia la vista para no ver lo que nos aguarda. El corazón, del que provienen las decisiones morales y religiosas, tiene que mantenerse disponible para los acontecimientos finales. El que sólo se interesa por la vida terrena y sus placeres, no tiene espacio ni voluntad para pensar en «aquel día». «La noche está muy avanzada, el día se acerca. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, caminemos con de­cencia: no en orgías y borracheras; no en fornicaciones ni lujurias; no en discordias ni envidias» (Rom 13,12s).

El día del juicio viene para todos. Alcanza a todos los

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habitantes de la tierra. Las descripciones pormenorizadas despiertan la atención. Con tales palabras anuncia el pro­feta Jeremías la universalidad del juicio: «Si yo, al desatar el mal, he comenzado por la ciudad en que se invoca mi nombre, ¿ibais a quedar vosotros impunes? No quedaréis, no, puesto que llamaré a la espada contra todos los mora­dores de la tierra» (Jer 25,29). El cristiano no puede decir: Yo soy discípulo de Cristo, ese día no puede per­judicarme. El juicio ejecutado sobre Jerusalén nos ad­vierte del juicio final y nos pone en guardia.

36 Velad, pues, orando en todo tiempo, para que logréis escapar de todas estas cosas que han de sobrevenir, y para comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

El Hijo del hombre ha de venir con toda seguridad. Cuando venga pedirá cuentas a los criados fieles y a los infieles (12,41-48), a los que negociaron con las minas que les habían sido confiadas y las multiplicaron, y a los que, inactivos, las guardaron sin hacerlas fructificar (19,12-27). El cristiano debe velar a fin de estar preparado para la llegada del Señor. El Hijo del hombre ha de venir, pero nadie sabe el día ni la hora en que vendrá. «Velad, pues, porque no sabéis en qué día va a llegar vuestro Señor» (Mt 24,42). El discípulo que tiene presentes los decisivos acontecimientos finales, no puede adormecerse. Su vida debe estar caracterizada por la vigilancia en espera del Señor y por la prontitud para recibirlo. La exhortación a estar prontos y en vela brota de lo más original, caracte­rístico y decisivo del mensaje de Jesús.

A la vigilancia se asocia la oración. El que ora, está en vela para Dios, y el que esa en vela religiosamente, ora. «Orad en toda ocasión en el Espíritu, y velad unánime­mente con toda constancia» (Ef 6,18). En todo tiempo es

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necesario orar, pues nadie conoce el día y la hora 55 en que vendrá el Señor. La Iglesia primitiva asoció la vigilancia y la oración con la celebración del banquete eucarístico: «Perseverad en la oración, velando en ella en la acción de gracias» (Col 4,2). En esta exhortación están reunidas las tres cosas: oración, vigilancia, banquete eucarístico. En estas vigilias del culto cristiano se realiza la vigilancia cris­tiana y se imita lo que Cristo mismo hizo cuando celebró la noche pascual (22,15).

Cristo viene como juez. ¿Podremos escapar de todas estas cosas que han de sobrevenir? ¿Podremos librarnos de la existencia condenatoria? ¿Podremos comparecer se­guros ante el Hijo del hombre? ¿Lograremos hallar en él un abogado. Mediante la vigilancia y la oración podremos afrontar el inminente juicio y comparecer seguros ante el juez.

Termina el último discurso que pronunció Jesús ante el pueblo en el templo. Las últimas palabras son: el Hijo del hombre. Se dirige a su pasión, pero volverá en calidad de Hijo del hombre. En las últimas palabras que pronuncie delante del sanedrín dirá: «Pero desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del Poder de Dios» (22,69). La venida de Jesús como Hijo del hombre, al que Dios ha transmitido todo poder, es señal de que su rei­vindicación era justa, su mensaje verdadero, de que están garantizadas sus promesas y sus amenazas. El camino va del pueblo en el templo y de sus adversarios en el sanedrín a la pasión y a la muerte, pero ésta conduce a la gloria del Hijo del hombre. El hijo del hombre tiene la última pa­labra.

55. Orar en todo tiempo: 18,1; 24,53; cf. Rom l,9s; ICor 1,4; Ef 5,20; FIp l,3s; Col 1,3; 4,12; lTes l,2s; 2Tes 1,3.11; 2,13; Flm 4; Heb 7,25; orar sin interrupción; lTes 5,17; cf. ITes 2,13; 2Tim 1,3; no ceso de orar: Ef 1,16; Col 1,9; noche y día: lTes 3,10; ITim 5,5; 2Tim 1,3; cf. Le 2,37; 18,7; Ap 4,8; 7,15.

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V. ÚLTIMAS ACTIVIDADES DE JESÚS (21,37-38)

37 Así pues, durante el día enseñaba en el templo; pero salía a pasar las noches al aire libre, en el monte llamado de los Olivos. 38 Y todo el pueblo madrugaba para acudir a él y escucharlo en el templo.

La actividad de Jesús en Jerusalén está enmarcada en dos relatos parecidos (cf. 19,47s). Jesús lleva a término lo que ha comenzado. Nada podía retraerle de su activi­dad. Todos los días estaba enseñando en el templo. Su actividad consistía en enseñar. Jesús desplegaba una acti­vidad infatigable. Con su enseñanza hace del templo la sede del Dios salvador en medio de su pueblo.

Las noches las pasaba Jesús fuera de la ciudad, en el monte de los Olivos. En lugar de esto se dijo anteriormen­te: «Los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo intentaban acabar con él» (19,47). Jesús per­nocta fuera de la ciudad para escapar de sus enemigos. Su acción se lleva a cabo en contradicción con los pode­rosos y ante el apremio de las tinieblas. Todavía no ha llegado la hora en que Jesús, conforme a la voluntad de su Padre, ha de ser entregado a estos poderes.

El pueblo está de parte de Jesús. Todo el pueblo. Nuevamente aparece éste como pueblo de Dios. En él se delinea la futura Iglesia. «Todo el pueblo estaba pendien­te de sus labios» (19,48). Por la mañana temprano acudía ya a él — y lo hacía con alegría y perseverancia— para escucharlo. El nuevo pueblo de Dios tiene su centro en Jesús; pende de él, se deja guiar por su enseñanza, junto a él se reúne y escucha su palabra. Todo esto, pese a la hostilidad de los poderosos contra Jesús...

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Parte quinta

POR LA PASIÓN A LA GLORIA 22,1-24,53

La situación de la Iglesia en el mundo está marcada por la persecución. ¿Cómo es posible soportarla hasta el fin? En virtud del camino de Jesús hacia la gloria a través de la pasión y la muerte. Jesús está presente en la Iglesia en el nuevo banquete pas­cual, que él mismo lo dejó como legado, como memorial (22,1-38). Ante los tribunales delante de judíos y gentiles, en su camino doloroso y en su muerte, Jesús es para la Iglesia modelo en el martirio (cap. 23), y está junto a ella como resucitado y glorificado (cap. 24).

I. CENA PASCUAL (22,1-38).

1. LA GRAN HORA SE ACERCA (22,1-13).

a) Traición de Judas (22,1-6).

1 Acercábase la fiesta de los ázimos, llamada pascua.

La fiesta de los ázimos — panes sin levadura —, llama­da pascua r,e, era, juntamente con pentecostés y la fiesta de

56. Ei Antiguo Testamento distingue entre la pascua (celebración de la I-ascua), qre tenía lugar la noche del 14 al 15 de nisán (marz^/abril), y la fiesta de los í'zinios (Lev 23.5s; Nt'mt 28,16s), que seguía inmediatamente a la pri-

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los tabernáculos, una de las tres fiestas en que se peregri­naba a Jerusalén, un punto culminante del año. Recuerda el éxodo de Egipto, el máximo acontecimiento de la his­toria de Israel. En aquella ocasión hirió Dios a Egipto y perdonó a su pueblo (Éx 12,26s). El recuerdo de la libe­ración de Egipto mantuvo viva la esperanza de la libera­ción futura. Por ello, fue frecuente que con motivo de la celebración de la pascua estallaran movimientos políticos (13,lss) o se encendieran pasiones religiosas. Se aguardaba del Mesías la futura liberación; se creía que él vendría en una noche de pascua. En las etapas más importantes de la historia de Israel se hacía el pueblo cargo del sentido de esta fiesta, de la liberación y del éxodo, que se actua­lizaba en la celebración anual de la pascua: en el tiempo de permanencia en el Sinaí (Núm 9) y de la marcha hacia Canaán (Jos 5); en tiempos de la reforma de Ezequías, hacia el 716 (2Cró 30) y de Josías, hacia el 622 (2Re 23, 21 ss); cuando la reconstrucción después de la cautividad de Babilonia, hacia el 515 (Esd 6,19-22). El retorno de la cautividad está descrito como un nuevo éxodo en la se­gunda parte del libro de Isaías (cf. Is 63,7-64,11), y la reunión de los dispersos (Is 49,6) se considera como obra del Siervo de Yahveh (Is 53,7), que, juntamente con el cordero pascual serviría de representación anticipada del Mesías que había de venir. Ahora se encamina la historia de la salvación hacia su máximo acontecimiento.

Los acontecimientos que comienza a narrar el evange­lista dan nuevo contenido y nuevo sentido a la antigua fiesta de la pascua. Comienza un nuevo éxodo del país de la esclavitud y una nueva entrada en la tierra prometi­da. Cristo mismo es el nuevo Cordero pascual (ICor 5,7).

mera y duraba una semana; en el judaismo tardío, en el habla popular se designaron ambas fiestas juntamente como fiesta de pascua, designación predo­minante también en el Nuevo Testamento (22,1; Mt 26,2, etc.).

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Los bautizados se asemejan al pueblo de Dios redimido por la sangre del Cordero inmaculado y sin tacha y que, haldas en cinta, se dispone a emprender la marcha. Vuelve a instituirse la cena pascual bajo la forma de cena eu-carística, que apunta al banquete escatológico. Ha llegado la plenitud de los tiempos.

Desde la era apostólica celebra la Iglesia cada año una pascua cristiana. La celebración pascual de la Iglesia pri­mitiva comenzaba al mismo tiempo que la judía. El judais­mo había aguardado ya la venida del Mesías en la noche de pascua; en la pascua cristiana primitiva ocupaba com­pletamente el centro la parusía o segunda venida de Cristo. La cena pascual judía fue reemplazada por la vigilia pas­cual; se ayunaba, se leía el relato del éxodo (Éx 12) y se interpretaba el Cordero pascual en sentido de Cristo. Al canto del gallo se celebraba la sagrada Cena, que unía con el Señor. La muerte y la resurrección abarcan el en­tero misterio de la redención. La solemnidad pascual era sin duda la forma intensificada y solemne de la celebra­ción eucarística, que daba su nota al día del Señor, el domingo. El domingo es una pequeña fiesta pascual... El relato de la pasión y de la resurrección hace remontar al origen de la solemnidad cristiana del domingo y de pas­cua. La manera cómo está escrito este relato está influida por la celebración pascual de los cristianos. «Acercá­base la fiesta de los ázimos, llamada pascua»: esta frase proyecta luz sobre todo lo que se va a narrar; a esta luz debe también entenderse todo.

2 Los sumos sacerdotes andaban buscando de qué mcfr ñera podrían eliminarlo, porque tenían miedo al pueblo.

Comienza el drama de la muerte de Jesús. Las fuerzas que traman su muerte son los sumos sacerdotes y los es-

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cribas. Se ha decidido acabar con Jesús. Lo que impide eliminarlo por la fuerza es el pueblo, que desde el día de la entrada de Jesús en Jerusalén ha dado a conocer cada vez más su simpatía por él. La tentativa de introducir una cuña entre Jesús y el pueblo no ha dado resultado. Hay que deliberar para ver cómo se puede acabar con Jesús sin inquietar al pueblo.

Desde el comienzo de la actividad de Jesús el pueblo, hambriento de salvación, se adhiere a su mensaje (6,17), escucha todas sus palabras (7,1), reconoce que Jesús es un gran profeta y que por medio de él ha visitado Dios mi­sericordiosamente a su pueblo (7,16), y alaba a Dios cuan­do Jesús cura al ciego (18,43). Incluso cuando los hom­bres dirigentes de Israel se pronunciaron contra Jesús, siguió el pueblo mostrándole su adhesión y escuchándolo (19,49). El comportamiento del pueblo es tal, que los sane-dritas no pueden en modo alguno atentar abiertamente con­tra Jesús. Temen al pueblo y los espanta p;nsar que en una explosión de furia pueda apedrearlos si se permiten discutir la misión divina del Bautista (20,6). El pueblo ha comprendido la acción de Jesús. Por eso es tanto más terrible que sus pastores le quiten a su verdadero pastor y salvador (Mt 9,36).

3 Entonces Satán entró en Judas, el que se llamaba is­cariote, que era del número de los doce. 4 Éste fue a tratar con los sumos sacerdotes y los oficiales de la guardia acer­ca de cómo podría entregárselo. 5 Ellos se alegraron y convinieron en darle dinero. 6 Él aceptó, y andaba bus­cando una ocasión oportuna para entregárselo a escondi­das del pueblo.

Después de la tentación en el desierto, el demonio se retiró de Jesús durante el tiempo que había sido fijado

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por Dios (4,13). Ahora ha pasado ese tiempo en que Satán estaba atado, y de nuevo se le ha dado poder. La pasión está bajo la influencia de Satán. El instrumento de éste es Judas, el hombre de Cariot; por su procedencia se lo dis­tingue de su homónimo, el apóstol Judas, por sobrenombre Tadeo (Lebeo).

Judas era del número de los doce (6-16); uno de los íntimos de Jesús, que estaba al corriente de su vida, era utilizable para los planes de sus adversarios; uno del es­trecho círculo de Jesús, al que él había elegido (un enig­ma); uno que contaba entre los patriarcas del nuevo pue­blo de Dios, que había sido elegido después que Jesús había pasado una noche entera en oración (6,13): un es­cándalo para la fe. Lucas se explica este misterio por la intervención de Satán, seductor de los hombres y rival de Dios57.

Los que negocian con Judas son los sumos sacerdotes y los oficiales que tienen a sus órdenes la guardia del tem­plo. Desde que Jesús había entrado en el templo y lo había limpiado de traficantes indignos, se le habían enemistado los príncipes de los sacerdotes y se habían convertido en sus adversarios los que ejercían la suprema autoridad entre los judíos. Los sumos sacerdotes y los jefes de la guardia del templo serán también los que dirijan la lucha contra la Iglesia naciente en Jerusalén (Act 4,1-5,24).

¿Cómo se puede entregar a Jesús a las autoridades judías a espaldas de las masas? La solución de este proble­ma forma la materia de las negociaciones. Con la oferta de Judas queda resuelto el problema, se pone fin a la per­plejidad, se puede ejecutar la resolución de dar muerte

57. La investigación de les moíivos humanos no va más allá de conjeturas. ¿Era un zelota (kariot = sicario) que quería forzar a Jesús a obrar? ¿Lo traicionó por desilusión y exasperación al ver que no realizaba las esperanzas mesiánicas políticas? ¿Lo atrajo únicamente el dinero (Jn 12,6)?

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a Jesús sin temer ya al pueblo. Se alegraron. Cuando nació Jesús se oyeron estas palabras: «Os traigo una buena no­ticia que será de grande alegría para todo el pueblo. Hoy... os ha nacido un salvador» (2,1 Os). Cuando va a realizarse el plan de acabar con Jesús se dice: Se alegraron. La alegría de Dios no es la de los hombres.

Se concluye un pacto con Judas. Convinieron en darle dinero. Judas entrega a Jesús, a cambio recibe dinero. La avidez de dinero hace a Judas accesible a la traición (Jn 12,6) y lo lleva hasta la vileza de hacer de la traición un negocio. «La raíz de todos los males es la afición al dine­ro, y, por el afán de conseguirlo, algunos se desviaron de la fe y se vieron sumergidos en muchas preocupaciones angustiosas» (ITim 6,10).

El traidor, al servicio de los que le han dado el en­cargo, pone manos a la obra con fría deliberación. Andaba buscando una ocasión oportuna. Judas está bajo el influjo de Satán, pero obra con deliberación y autonomía. Pro­yecta el comienzo de la historia de la pasión de Jesús y de la Iglesia. Su divisa es entregarlo. Judas entrega a Je­sús a las autoridades judías (22,4.6.21s.48), el sanedrín lo entrega a Pilato (24,20; cf. 18,32), Pilato lo entrega a la masa de los judíos (23,25). Es entregado a los soldados para ser ajusticiado (Me 15,15). Como Jesús, también sus discípulos son entregados a los tribunales por sus más allegados (21,12). Pablo es entregado a los gentiles (Act 21,11; 28,17). En la palabra está registrada la historia de la pasión y su interpretación. Jesús fue entregado por nuestros pecados (Rom 4,25). La entrega no es sólo ac­ción de hombres, sino, en último término, obra del Dios, que proyecta y procura la salvación. En la pasión de Cristo, que es obra de hombres, tras la que se ocultan los manejos de Satán, se realiza el designio salvador de Dios.

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b) Preparación de la cena (22,7-13).

7 Llegó el día de tos ázimos, en que había que sacrifi­car el cordero pascual. 8 Envió a Pedro y a Juan, dicien­do: Id a prepararnos la pascua, para que la comamos. ' Ellos le preguntaron: ¿Dónde quieres que la preparemos? 10 Él les respondió: Mirad: al entrar vosotros en la ciudad, os encontraréis con un hombre que lleva un cántaro de aguu; seguidle hasta la cusa en que entre. n Y diréis al amo de la casa: El Maestro pregunta: ¿Dónde está la sala en la que voy a comer la pascua con mis discípulos? n Él os mostrará una gran sala en el piso de arriba, arregladla ya con almohadones; preparadla allí. l} Fueron, pues, y hallaron conforme les había dicho él, y prepararon la pascua.

El orden de la fiesta exigía que el primer día de la fiesta de la pascua se sacrificara el cordero pascual. Esto se llevaba a cabo en el templo después del sacrificio ves­pertino (hacia las dos y media de la tarde). Al anochecer se comía en la solemne cena pascual. La cena de que se habla aquí forma parte de la celebración de la pascua58.

58. Todavía se discute si Jesús celebró la cena pascual ritual o única­mente una cena de despedida con sus discípulos. Si sólo tuviéramos los Evan­gelios sinópticos, apenas si podríamos dudar de que la cena de despedida de Jesús fuera la cena pascual de los judíos. En efecto, la celebró el mismo día en que debía celebrarse la cena pascual. La celebración tuvo Jugar en Jerusalén, y no en Betania, donde solía pernoctar Jesús. La cena se tuvo por la neche, los comensales estaban recostados en almohadones. La cosa varía en san Juan. La mañana del viernes no quisieron los judíos entrar en el pretorio para no contaminarse y poder tedavía comer la pascua (Jn 18,28). De aquí resulta claro que el año de la muerte de Jesús se celebró .'a pascua la noche del viernes, y no la del jueves. Se han hecho numerosas tentativas de resolver esta contradicción entre los sinópticos y Juan, No faltan quienes han dado la razón a les sinópticos y han supireüto que Juan aplazó un día la cena de pascua por razones teológicas, porque Jesús debía morir como verdadero Cordero pascual a la hora mienta en que se inmolaban en e] templo los corderos pas-

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Jesús toma la iniciativa (no así en Me 14,12) y envía a dos discípulos para que preparen todo lo necesario para la cena pascual. Con autoridad mesiánica hace él posible esta cena y la organiza. También dará nuevo contenido a la pascua del Antiguo Testamento. Los dos apóstoles en­viados por Jesús son Pedro y Juan. Éstos desplegarán la más intensa actividad después de pentecostés M. Tienen un puesto especial en les comienzos de la Iglesia, de la pro­clamación de la palabra y de la celebración de la cena.

La cena pascual debía comerse dentro de los muros de la ciudad. Las casas de la ciudad de Jerusalén tenían la obligación de procurar que los peregrinos que acudieran para la fiesta tuvieran a su disposición el local necesario si querían celebrar allí la cena pascual. El amo de la casa recibía en compensación la piel del cordero sacrificado. Como el Mesías, a su entrada en Jerusalén, sabe dónde se halla la cabalgadura que ha de montar y dispone de día con autoridad, también ahora sabe dónde está dis­puesta la sala para su celebración de la pascua y la redama con su autoridad. La cena pascual que se prepara está iluminada por la autoridad de Jesús y por el conoci­miento que tiene de lo que ha de venir.

cuales (Jn 19,36). Otros han dado la razón a Juan. Según ellos, los sinóp­ticos habrían anticipado un día la fiesta de !s pascua, j.ci-que Jesús, con propia autoridad, quería celebrar ya la pascua el jueves por razón de su. muerte el viernes. Otros han tratado de medrar que la cena i ascual ritual pedía en determinados casos celebrarse el 13, 14 ó 15 de nisán. Finalmente, basándose en un calendario sacerdotal, que habría estado en uso en Qumrán, han pro­puesto algunos una solución según la cual Jesús celebraría ya la pascua el martes par la noche, mientras que la mayoría de Jos judíos lo hacían el vier­nes, siguiendo el calendario oficial. Sin embargo, también esta solución tiene sus dificultades. En todo caso, la última cena de Jesús estuvo sumergida en la atmósfera de la fiesta pascual judía. Fu? una cena solamente en memoria de la pascua, quizá sin cordero pascual. De manera análoga celebraban la cena pascual las gentes de Qumrán, los disidentes, los judíos de la diáspora que no podían viajar a Jerusalén, y más tarde los judíos después de la destrucción del templo. Cf. J. BLINZLEK, Der Prozess Jesu, Ratisbona a1960, 78-84.

59. Act 3,ls; 4,19; 8,14ss.

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El recinto destinado a la cena es una sala en el piso de arriba, que estaba destinada a los huéspedes. Está ador­nada de fiesta. Los que participaban en la cena solemne estaban recostados sobre cojines, a la manera de hombres libres, no como esclavos. En esta solemnidad se muestra la alegría por la liberación. La sala superior con ilumina­ción de fiesta era también en las comunidades cristianas de la antigua Iglesia el espacio destinado a la celebra­ción de la nueva pascua (Act 20,6s).

2. LA CENA (22,14-20).

Lucas nos legó un artístico díptico, en cuya doble imagen se contraponen la cena cristiana (v. 19-20) y la judía (v. 14-18). El cordero pascual y la copa de vino del viejo rito ceden el puesto al pan y a la copa del nuevo.

a) Antigua cena pascual (22,14-18).

14 Cuando llegó la hora, se puso a la mesa, y los após­toles con él.

La hora fijada por la ley para la cena pascual era poco después de la puesta del sol (Éx 12,8). Ha llegado esta hora. Es también la hora en que, por disposición de la voluntad divina, ha de comenzar la pasión y la glorifica­ción de Jesús00. Cristo parte del mundo cuando llega esta hora; obra por libre decisión y obedeciendo al Padre.

No se tiene ya en cuenta la antigua prescripción se­gún la cual en la cena pascual los comensales debían es­tar preparados para marchar y comer de prisa. La cena

60. 22,53; con frecuencia en Juan: así 12,23; 13,1; 17,1.

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ha adoptado la forma de un banquete helenístico solemne. Los doce apóstoles (6,13) son los comensales de Jesús. En la cena pascual no debe haber menos de diez ni más de veinte comensales. Jesús actúa en esta comunidad como el padre de familia. El señor está presente cuando se cele­bra la cena pascual y forma el centro de la comunidad de los comensales.

15 Y les dijo: Con ardiente deseo he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer; I6 porque os digo que ya no la voy a comer más hasta que se cumpla en el reino de Dios.

La antigua cena pascual se esboza solamente con unos pocos rasgos; se indica lo esencial: el cordero pascual y la copa de vino. El cuadro lleva el sello de la futura ce­lebración eucarística61.

La cena pascual según el rito de los judíos, que a juzgar por el relato, celebró también Jesús, se celebraba siguiendo un orden riguroso. El padre de familia inauguraba la ceremonia con una acción de gracias por la fiesta. A continuación tomaba una copa con vino y pronunciaba sobre ella la bendición: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que creaste el fruto de la vid.» Entonces se bebía el vino de esta primera copa. Los pre­sentes se lavaban la mano derecha y consumían el primer plato: una entrada de hierbas amargas empapada en una salsa muy tuerte y que era masticada mientras se meditaba. Se mezclaba una segunda copa y se ponía delante, aunque no se bebía inme­diatamente de ella. El hijo preguntaba al padre de familia cómo aquella noche, con las rúbricas especiales de la cena, se distinguía de las otras noches. Entonces daba el padre una instrucción sobre el sentido de la solemnidad pascual y el significado de los manjares.

di. Según ilsunos exegetas (J. SCIIMID), Lucas, en lo,; v. 15-18, utiliza únicamente materiales contenidos en Marcos; otros, en cambio (H. SCHÜRMANN), creen descubrir un antiguo relato de la institución como fuente de estos ver­sículo;.

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Era la haggada de pascua. En estas palabras de explicación debía por lo menos recordarse la pascua («porque Dios pasó de largo las casas de nuestros padres en Egipto»), el pan sin levadura («porque fueron liberados tan rápidamente, que su masa de pan no tuvo tiempo de fermentar») y las hierbas amargas («porque los egipcios habían amargado la vida a nuestros padres en Egipto»). Tras estas palabras se cantaba la primera parte del hallel (Sal 113s). Se terminaba con el himno pascual: «Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob se libró de un pueblo extraño, fue Judá su santuario; Israel, su tierra de dominio» (Sal 114-ls). Entonces se bebía la segunda copa.

Acto seguido se lavaban los comensales las manos y comen­zaba la parte principal de la cena. El padre de familia tomaba pan sin levadura y pronunciaba sobre él la acción de gracias: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que haces brotar pan de la tierra.» Luego partía el pan en pedazos y lo daba a los comensales, que lo comían con hierbas amargas y zumo de frutas. Después se comía el cordero pascual. Una vez terminada la cena, pronunciaba el padre de familia sobre la tercera copa («copa de bendición») la acción de gracias de la comida; en ella se manifiesta la esperanza mesiánica: «Señor, Dios nuestro, a ti se dirigen nuestros ojos; pues Dios eres tú, rey de misericordia y gracia. El misericordioso. Su soberanía sea sobre nosotros siem­pre y eternamente. El misericordioso. Envíenos al profeta Elias, que nos traiga el Evangelio, ayuda y consuelo. El misericordioso. Otorgúenos los días del Mesías y la vida del mundo venidero, él, que magnifica la salvación de su rey y hace gracia a su ungido, a David y a su descendencia eternamente.» Después de beber esta copa se cantaba la segunda parte del hallel (Sal 114/5-118). En él se decía: «Prendido me habían los lazos de la muerte, habían­me sorprendido las ansiedades del sepulcro, todo era angustia y afán para mí, e invoqué el nombre de Yahveh: Salva, ¡oh Yah­veh!, mi alma. Yahveh es misericordioso y justo; sí, nuestro Dios es piadoso. Protege Yahveh a los desvalidos: yo era un mísero y él me socorrió... ¿Qué podré yo dar a Yahveh por todos los beneficios que me ha hecho? Elevaré la copa del socorro invocando el nombre de Yahveh» (Sal 116,3-6.12s).

La cena pascual recibe consagración y sentido. Jesús la había deseado con ardiente deseo. Lo que durante su

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actividad estaba siempre presente a sus ojos, ha llegado ahora. «Fuego vine a echac sobre la tierra. ¡Y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo un bautismo con que he de ser bautizado. ¡Y cuánta es mi angustia hasta que esto se cumpla!» (12,49s). «Yo expulso demo­nios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día tendré terminada mi obra» (13,32). Su obra no quedará terminada hasta que él haya pasado por la muerte. Con la última cena comienza su pasión y su gloria, se sientan las bases del bautismo y del envío del Espíritu Santo. Su muerte está envuelta en la claridad de pascua, de Pen­tecostés y de los acontecimientos escatológicos; su muer­te trae la salvación a los muchos. La antigua Iglesia cele­bra el banquete eucarístico con profundos sentimientos escatológicos (Act 2,46). La cena que Jesús se dispone a celebrar con los suyos, los doce, que están con él, es cena de despedida. Sus palabras remiten a la muerte pró­xima: «...antes de padecer». El recuerdo de esta cena de despedida quedará siempre ligado a la marcha de Jesús hacia la muerte.

La mirada de Jesús se dirige, como siempre, al reino de Dios. Su muerte no es su fin. El momento presente, con la oscuridad que cae sobre él, es situado ya a la luz del futuro. El hecho de comer el cordero pascual despierta la esperanza de la venida del Mesías y de la vida en el mun­do venidero. Ahora se cumple una profecía. Primeramente se cumple en la Iglesia mediante el banquete eucarístico, definitivamente se cumplirá en la participación en el reino de Dios, que es representado como banquete (22,30).

17 Tomó luego una copa; y recitando la acción de gra­cias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros; i» pQ^ que os digo que, desde ahora, ya no beberé del producto de la vid hasta que llegue al reino de Dios.

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NT, Le II, 15

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Una vez que se ha comido el cordero pascual, se beba la «copa de la bendición». A ello va asociada la oración de acción de gracias. Jesús da la copa a los comensales y los invita a beber. Él mismo no beba; de lo contrario, habría sido superfluo invitarlos a beber. Cuando bebía el padre de familia, era señal para que bebieran también los comen­sales. Con la copa les da también gozo y bendición.

También la copa de vino remite más allá de la hora presente. Jesús la beberá de nuevo. A su muerte sigue la gloria en el reino de Dios. En la antigua Iglesia hacían los cristianos memoria de las palabras de Jesús sobre el cordero pascual y sobre la copa pascual cuando se reu­nían para la cena sin la presencia corporal del Señor. Estas palabras mantenían viva la esperanza de que había de inaugurarse el reino de Dios y de que los que esperaban participarían en el banquete de que habla el Señor.

A la luz de las palabras de Jesús, pronunciadas sobre la antigua pascua, la nueva comida y la nueva bebida que él va a dar es regalo de despedida del Señor que va a la muerte, celebración conmemorativa de nueva redención, comunidad de mesa con el Resucitado, promesa de nueva comida plena y de nueva vida en el reino de Dios.

b) Cena eucarística (22,19-20).

19 Luego tomó pan y, recitando la acción de gracias, lo partió y lo dio a ellas diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. 20 Y lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros62.

62. Importantes testigos ik la tradición manuscrita omiten el final dei

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Se instituye la nueva pascua. El puesto del cordero pascual viene a ocuparlo el cuerpo de Jssús, el puesto de la copa pascual llena de vino viene a ocuparlo la sangre de Jesús. No se borran todos los vestigios de la antigua pascua. Como bloques erráticos de tiempos pasados ha­llamos las palabras acción de gracias y después de haber cenado. Después de comer el cordero pascual utilizó Je­sús la tercera copa, la «copa de la bendición» (ICor 10,16), para su nuevo don. Las palabras sobre la acción de gracias están situadas al comienzo mismo del banquete cucarístico, aunque habrían tenido su puesto histórico an­tes de la copa. La acción de gracias es algo así como el título. La cena pascual, instituida en nueva forma por Jesús, es la gran acción de gracias de la Iglesia con Cristo, la eucaristía. De todo esto resulta también claro que el relato de la institución de la cena eucarística no pretende ser un relato escrupulosamente histórico de lo que enton­ces tuvo lugar en la última cena. El relato está más bien compuesto y configurado de tal modo que sirva de ins­trucción y de norma para la sagrada oena de los cristianos. Lo que aquí sucede tiene su origen en Jesús (cf. ICor 11.23)03.

v. 18 y el 19 entero. Durante algún tiempo estuvo de moda tener por original este texto más breve, mi-titras que hoy se admire casi unánimemente que este texto representa una mutilación. Algunos copistas no sabrían seguramente qué hacer coa la segunda copa.

63. Las palabras de la cena en Lucas tienen afinidad con las palabras de la institución transmitidas por Pablo (ICor 11,23). De las palabras intro­ductorias de Pablo y del análisis de historia de las formas resulta que estas palabras se remontan a los años 30 del siglo i y son por tanto «piedra fun­damental de la tradición». Nos muestran la forma en que pronunciaban las palabras de Jesús las comunidades de Antioquía (y de Jerusalén). Los relatos de la institución, pese a sus diferentes formas, permiten reconocer cómo hablaría Jesús, aunque el tenor de las palabras se reproduce conforme ai sen-lido, no literalmente, sino adaptado a la inteligencia de las comunidades. En ¡a tradición de estas palabras tan veneradas ha quedado también corno sedi­mento el empeño de la Iglesia por comprender este precioso legado del Señor y su solicitud por la fecundidad del mismo.

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El centro de la nueva pascua es Jesús. De él vienen don, acción y palabra. Él toma el pan en su mano después de haberse levantado del almohadón en que estaba re­costado, pronuncia la bendición, lo parte y lo distribuye entre los comensales. Análogamente procede con la copa, que contiene vino mezclado con agua. Las palabras que pronuncia Jesús y que acompañan su acción, hacen com­prensible su don, lo presentan como don salvador, que tiene su razón de ser en su muerte.

El don que entrega Jesús es su cuerpo y su sangre. El cuerpo es su cuerpo vivo, él mismo; la sangre es sede de la vida, su vida, él mismo. El cuerpo y la sangre están representados separadamente por estos dos dones. Así hacen referencia a la muerte. Jesús se da a los suyos como memorial de su muerte. «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la muerte del Se­ñor, hasta que él venga» (ICor 11,26).

Las palabras con que dio Jesús comienzo a la cena, llenan la noche con el pensamiento de su fin violento. Los dones que imparte Jesús son su cuerpo, que es entregado, su sangre, que es derramada. El cuerpo es entregado, la sangre es derramada... en la muerte. Jesús toma esta muer­te sobre sí por los discípulos, a los que imparte sus dones. El pan es partido y entregado... por vosotros. La sangre es derramada... por vosotros. La muerte de Jesús redunda en su bien, es para ellos muerte salvadora. Como el mártir con su muerte procura al pueblo gracia y purificación de los pecados, porque la providencia divina quiere por esta muerte expiatoria salvar a Israel oprimido (4Mac 6,28s; 17,22), así también Jesús, con su muerte, proporciona ex­piación y perdón. Su muerte es martirio expiatorio. Su sangre da expiación (Lev 17,11).

Por vosotros. Estas palabras van dirigidas a los discí­pulos, a los que se dan el cuerpo y la sangre de Jesús.

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Estas palabras aplican a los discípulos lo que aporta para muchos la muerte expiatoria del siervo de Yahveh. El siervo de Yahveh es un varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento (Is 53,3). Él lleva nuestro sufrimiento, cargó con nuestros dolores, fue herido por nuestros pe­cados, molido por nuestras iniquidades; para nuestra sa­lud pesa sobre él el castigo; por sus llagas nos viene la curación; el Señor carga sobre él la deuda de los pecados de todos nosotros (Is 53,4-6). Jesús es el siervo de Yahveh, que se ofrece en sacrificio en expiación por los hombres ei-Su muerte es muerte sacrificial expiatoria.

La copa que da Jesús es «la nueva alianza en mi san­gre». Contiene la sangre, con cuyo derramamiento se con­cluye la nueva alianza. La antigua alianza, que concluyó Dios con su pueblo en el Sinaí, ha caducado, porque el pueblo de Dios ha faltado a la fidelidad. El Dios fiel y misericordioso le prometió perdón y un nuevo orden di­vino : «Vienen días en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto; ellos quebrantaron mi alian­za y yo los rechacé. Ésta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días: Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y será su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Yahveh, sino que todos me conocerán, desde los peque­ños a los grandes; porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados» (Jer 31,31-34). Con su sangre otorga Jesús los bienes del nuevo orden divino,

í¡4. En la función del siervo de Yahveh, que sufre en forma vicaria por el pecado de Israel, «por muchos», vio Jesús el sentido asignado por Dios a su muerte, tanto más que la idea de la representación vicaria y del .mentido expiatorio de los sufrimientos del justo, era corriente desde la época de los Mácateos. Cf. 22,37; Me 8,31; 9,31; 10,33; 10,45; Mt 8,17; 12,18-21.

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la anticipación de la salud de los últimos tiempos: íntima comunión con Dios, reconciliación con él, perdón de la culpa.

Con la copa de salvación se da Jesús como mediador de la nueva alianza. Por él, el siervo de Yahveh, que inter­viene expiando por muchos y da su vida, se inaugura el nuevo orden divino: «Yo, Yahveh, te he llamado en la justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza para mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del fondo del calabozo a los que mo­ran en tinieblas» (Is 42,6s). «Al tiempo de la gracia te escuché, el día de la salvación vine en tu ayuda. Yo te for­mé y te puse por alianza de mi pueblo, para restablecer la tierra y repartir las heredades devastadas. Para decir a los presos: Salid; y a los que moran en tinieblas: Venid a la luz. En todos los caminos serán apacentados, habrá pastos en todas las laderas. No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los aflija. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido y los llevará a aguas ma­nantiales. Yo tornaré todos los montes en caminos y es­tarán preparadas las vías. Vienen de lejos: éstos, del norte y del poniente; aquéllos, de la tierra de Sinim. Cantad, cielos; tierra, salta de gozo; montes, que resuenen vues­tros cánticos, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Is 49,8-13). Lo que había anunciado Jesús en Nazaret al comienzo de su acti­vidad, halla realización y acabamiento en la sagrada cena (4,17-20). Lo que él anunció de palabra, se realiza en su cuerpo y sangre y se imparte en la cena.

Jesús no se limita a expresar la fuerza salvífica de su muerte, sino que la da como alimento en su cuerpo y sangre: «Partió el pan y lo dio a ellos.» De la misma ma­nera también la copa. El fruto de su muerte salvífica no se

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asimila ya únicamente en la fe, sino mediante la recepción de la comida y de la bebida en el cuerpo. Por muy grande que sea la cualidad de signo del pan y del vino, no es suficiente para reproducir el sentido contenido en la eu­caristía. «La insistencia en describir la acción de dar re­clama una comprensión realista.» Jesús efectúa esta ac­ción a la sombra de la cena pascual. Se come el cordero pascual sacrificado. Al sacrificio sigue la comida sacrifi­cial (Éx 24,11).

A la palabra relativa al pan se añade un encargo de repetir lo hecho: Haced esto en memoria mía. También se aplica al cáliz (ICor ll,24s). La entera acción de la cena, tal como la efectuó Jesús sobre el pan y el vino, de­ben hacerla los discípulos en memoria de él. Cuando-quiera que hagan esto, estará presente Jesús, que con su muerte pene en vigor el nuevo orden divino. También la antigua cena pascual es más que mero recuerdo en el mar­co de una fiesta familiar. En ella, la pasada acción salvífica del éxodo viene a ser presencia de gracia para los que par­ticipan en la cena; al mismo tiempo se funda en ella la esperanza de que también tendrán participación en la fu­tura salvación. Jesús debía sentirse interesado personal­mente en la liberación de Israel: «En cada generación está el hombre obligado a considerarse como si él mismo hu­biese salido de Egipto, por esto tenemos la obligación de dar gracias, de alabar, de bendecir... al que hizo estas maravillas a nuestros padres y a todos nosotros, al que nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la aflicción a la alegría, del luto a la fiesta, de la oscuridad a la gran luz y de la opresión a la liberación, y ante él cantaremos Aleluya.» Estos sentimientos se experimentaban cuando se celebraba la fiesta conmemorativa de la pascua. Así pien­san ios discípulos de Jesús en la cena de despedida, que el Señor pone a la luz de la cena pascual. La nueva pascua,

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dejada por Jesús como institución, no va en zaga a la antigua. Su obra salvífica está presente cuando se cele­bra el banquete conmemorativo. El encargo de repetir esta cena, dado por Jesús a los apóstoles, da a la Iglesia fuerza y vida, y la ley de su obrar. Jesús realiza la pascua, o tránsito, de la cruz a la resurrección, en su misma per­sona; en la eucaristía hace que todos los que toman el pan y el vino con fe, pasen cada vez más de la muerte del pecado a su nueva vida.

3. PALABRAS DE DESPEDIDA (22,21-38).

A la cena siguen palabras de despedida, compiladas con material de tradición. La literatura helenística, la del Antiguo Testamento y la del antiguo judaismo transmitieron las últimas palabras de grandes hombres. Platón escribió el testamento espiritual de Só­crates como palabras de despedida. El libro del Deuteronomio suena como un último legado de Moisés. En el libro de Tobías se leen exhortaciones del viejo Tobías moribundo a su hijo. A esta tradición pertenecen las palabras de despedida de Jesús en los evangelios de Lucas y de Juan.

Nos hallamos ante cuatro fragmentos cuya composición obedece a un orden riguroso: la predicción relativa al traidor (v. 21-23), exhortación y promesa a los discípulos (v. 24-30), la predicción de la caída de Pedro (v. 31-34), y una nueva exhortación y pro­mesa a los discípulos (v. 35-38). Se ha pensado en el primero y en el último de las listas de los apóstoles y también en los apóstoles mismos. En los doce que toman parte en la última cena se ve la Iglesia, que se congrega para cumplir el encargo del Señor. El pasado ideal del tiempo de Jesús ofrece también la norma para el futuro culto de la Iglesia.

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a) El traidor (22,21-23).

21 Sin embargo, aquí está conmigo sobre la mesa la mano del que me va a entregar.

Se interrumpe el discurso relativo al gran legado de Jesús («sin embargo»). Se va a proferir algo inesperado e incomprensible. Uno de los que se sientan a la mesa con Jesús va a traicionar a Jesús y entregarlo a sus enemi­gos. Pese a esta infidelidad, el Señor no se desalienta ni renuncia a confiar a la Iglesia su legado, en él está pre­sente su obra salvadora. «El Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan...» (ICor 11,23). Así comienza el antiguo relato de la institución, que Pablo trae a la memoria a la comunidad de Corinto, a fin de que no tole­ren en la comunidad nada que no sea compatible con el memorial de la muerte de Jesús.

La comunidad de mesa es comunidad de fidelidad y de amistad. David se queja de su infiel compañero de mesa: «Aun el que tenía paz conmigo, aquel a quien yo me con­fiaba y comía mi pan, alzó contra mí su calcañal» (Sal 41[40]10). En las palabras de Jesús se oye como un eco de esta queja. Lo que ocurre a Jesús forma parte del de­signio de Dios, que se expresa an las palabras de la Es­critura. La comunidad de mesa con Jesús, que se realiza también en la celebración eucarística, obliga a la fidelidad al señor de la mesa, que es Jesús. Desertar de la Iglesia es cometer infidelidad con el Señor y con su comunidad de mesa.

11 Porque el Hijo del hombre sigue su camino confor­me a lo que está determinado; pero ¡ay de ese hombre per quien va a ser entregado!

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Jesús conoce al traidor y no se ve sorprendido por la traición. Judas le va a entregar. Esta traición es sólo el primer plano de su pasión y de su muerte. Dios es quien inscribe también en la vida de Jesús esta traición perpetra­da por uno que está con él y la predetermina. Ello está conexo con la misión del Hijo del hombre, que por su pasión y muerte entra en la gloria. Porque fue obediente, por eso está sentado a la diestra del Poder de Dios (22,69).

El designio divino no suprime la responsabilidad del traidor. ¡Ay de ese hombre! Este ¡ay! amenazador anun­cia la reprobación en el juicio. El Hijo del hombre es juez. Las tentativas de disculpar a Judas no pueden sostenerse ante la palabra de Jesús. La comunidad de mesa y el per­tenecer a la comunidad de discípulos de Jesús no bastan para garantizar la salvación. Jesús exige decisión personal por su palabra y por su persona (13,26s). La conmemora­ción del Señor, la fidelidad y la salvación, la infidelidad y el juicio condenatorio son cosas que pueden hallarse jun­tas (ICor 11,23-34). La celebración eucarística nos sitúa ante decisiones personales.

23 Entonces comenzaron a preguntarse unos a otros quién podía ser de entre ellos el que había de hacer eso.

El asombro y las preguntas de los discípulos pintan lo reprobable de la traición, su incomprensibilidad y el es­panto de los leales. Los discípulos se examinan con sus preguntas. El que come de la sagrada mesa debe exami­na/ se a sí mismo. «Que cada uno se examine a sí mismo, y así coma del pan y beba de la copa; porque el que come y beba indignamente, come y bebe su propia condena, por no discernir el cuerpo del Señor (distinguiéndolo de la comida corriente)» (ICor ll,28s). Lo santo para los santos.

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b) Discusión por la primacía (22,24-30).

24 Luego surgió también una discusión sobre cuál de ellos debía ser tenido por mayor. 2S Pero él les dijo: Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen esta autoridad son llamados bienhechores. 26 Pero vosotros no habéis de ser así; al contrario, el mayor entre vos­otros pórtese como el menor; y el que manda, como el que sirve.

La discusión de los discípulos por la primacía tiene lugar en la atmósfera de la última cena, en la inminencia de la partida del Hijo del hombre, en la perspectiva de su muerte salvífica. En este marco ha de enjuiciarse. Nuestra vida está en el campo de luz y de fuerzas de la presencia de Jesús, de su muerte salvadora y de su obra expiatoria, de la última cena y de la cena venidera del tiempo final"'.

La jerarquía en la comunidad de los discípulos de Jesús tiene otro sentido que la jerarquía entre los gentiles incrédulos. El que tiene fuerza para despojar del poder, despoja, a fin de tener él solo el poder y hallarse así en condicicnes de dominar sin restricciones. Es una ironía el que estos dominadores se llamen todavía bienhechores. Les emperadores romanos desde Augusto llevaban el título de «salvador y bienhechor del orbe de la tierra». El ansia de dominar se disfraza con la máscara de amistad y bene­ficencia. La conciencia descubre lo que exige el orden social.

En el grupo de los discípulos, la categoría y la grandeza exige servicio. El mayor, el menor, el que manda, el que sirve son designaciones que hacen referencia a la organi­zación de la comunidad, a la escala de dignidad, a la

65. l'f. Me 10,41-45; I.c 12,39s; 42-46.47¿.

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«jerarquía». Jesús no proyecta una Iglesia sin distinción de grados, sin superiores e inferiores. El que tiene un puesto elevado en la comunidad, debe saber que no es señor, sino servidor. El reino de Dios está alboreando; todos los criterios que se basan en medidas humanas son invertidos, todos los valores cambian de valor.

27Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve.

Jesús sirve en la última cena. Como fiel administrador da la comida a los suyos a su debido tiempo (12,42). Él mismo se da en manjar y bebida, va por los suyos a la muerte y es «rescate por muchos» (Me 10,45). Ha prometi­do que en el banquete venidero del tiempo final se ceñirá y hará que los discípulos que aguardan vigilantes su venida, se sienten a la mesa y les servirá (12,37). Jesús, dispensador y Señor del banquete, es, en una extraña inversión de funciones, también el servidor que sirve a la mesa.

En la Iglesia de Jerusalén hay un período, en el que los doce atienden a la mesa de los pobres (Act 6,2). Des­pués asumen este servicio de las mesas siete hombres, a los que los apóstoles les imponen las manos en un rito acompañado de oración (6,6). Los jefes de la comunidad y presidentes de las mesas atienden en la comida a los pobres y necesitados. Es posible que en su servicio tengan presente la imagen de Jesús, que cuando da de comer mi­lagrosamente en el desierto, dice a los apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Me 6,37) y hace que ellos preparen y repartan la comida (Me 6,39-41); que envía a Pedro y a Juan para que preparen la última cena, y que habla incluso de su servicio a los suyos que están sentados a la mesa. El ser­vidor de Dios es servidor de los hombres.

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El orden en el servicio de Dios es orden en la comuni­dad y en la vida. La ley de servir, que afecta a cuantos disponen de poder —saber, talento, bienes, influencia — recibe de la cena eucarística vigor y obligatoriedad. Esta ley imprime su sello en la vida cristiana comunitaria: co­munidad de mesa, comunidad familiar, comunidad de tra­bajo, comunidad en el Estado, comunidad entre las nacio­nes. Pablo hace esta exhortación: «Si hay, pues, algún estímulo en Cristo, algún aliento de amor, alguna comu­nicación de Espíritu, algo de entrañable ternura y compa­sión (si todo esto significa algo entre vosotros), colmad mi alegría siendo del mismo sentir, teniendo el mismo amor, una sola alma, un solo sentir. No hagáis nada por rivalidad ni por vanagloria, sino más bien, con humildad, teniéndoos recíprocamente unos a otros por superiores; no atendiendo cada uno solamente a lo suyo, sino también a lo de los otros» (Flp 2,1-5). Luego aduce un antiguo himno de la cena, que canta cómo Jesús en la encarnación y en la muerte se despojó de sí mismo y asumió la con­dición de esclavo (Flp 2,6-11). En Cristo, el poder es servicio.

28 Vosotros sois los que constantemente habéis perma­necido conmigo en mis pruebas; 29 por eso, igual que mi Padre dispuso en favor mío de un reino, yo también dis­pongo de él en favor vuestro, 30 a fin de que, en mi reino, comáis y bebáis a mi mesa y estéis sentados sobre tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.

Jesús, en la cena de despedida, dirige un mirada retros­pectiva a su vida. Su actividad va acompañada de incom­prensión por parte de sus discípulos, de incredulidad y equívoco por parte del pueblo, de odio y persecución por parte de los grandes; ahora le aguarda la reprobación y la

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condenación a muerte. Durante toda su vida había sido una «señal... objeto de contradicción» (2,34). Moisés y Elias, las dos grandes figuras dolorosas del Antiguo Testamento y libertadores del pueblo de Dios, aparecen con él en la montaña de la transfiguración (9,30). Con ellos, como con todos los hombres de Dios, comparte él la vida de prueba en un destino de sufrimiento. ¿Por qué la causa de Dios y su misión no se acredita con poder, sino con impotencia? ¿Por qué se manifiesta el reino de Dios en el desvali­miento del que sufre, es perseguido y crucificado? Esto escandaliza a los discípulos y es causa de la deserción del pueblo. Los doce, en cambio, perseveraron y se le mantuvie­ron fieles, aunque ellos también participaron de sus pruebas. Después que muchos le abandonaron, preguntó Jesús a los doce: «¿Acaso también vosotros queréis iros? Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!» (Jn 6,67).

El camino doloroso de Jesús remata en la gloria del reino, que le da el Padre. Jesús conoce los designios del Padre y sabe por la Escritura que él ha de llegar a la gloria a través del sufrimiento (24,26), sabe que el Padre le ha destinado y prometido el reino y la soberanía. A los amargos días de la pasión sigue el banquete de alegría, que es imagen del reino de Dios (14,15ss); a la reprobación y al aniquilamiento sigue la elevación al trono, que represen­ta el poder real y judicial (Mt 25,31). Por haber perseverado los apóstoles con él en sus pruebas, también ellos reciben de él el título jurídico de participar en su gloria. El «conmigo» determina su vida en la tierra, y también caracterizará su futuro. Jesús es por su muerte mediador de la alianza (diaiheke), él transmite (diatithemai) el fruto de la perfecta y acabada alianza de Dios. Los apóstoles, por haber per­manecido adheridos fielmente al Crucificado, son comensa­les de Jesús en la gloria y jueces del pueblo de Dios.

238

Al celebrar la eucaristía ponemos la mira en la comu­nidad de mesa y en el reino venideros, pero al mismo tiempo se nes hace presente que el reino venidero sólo se otorgará a quien, pese a los asaltos contra la fe, haya seguido fiel­mente a Cristo en la vida. La celebración de la eucaristía, el seguimiento en la pasión y la participación en el reino de Cristo: estas tres cosas están íntimamente enlazadas por el «conmigo». La sagrada cena nos une con él, la perseve­rancia en su destino de sufrimiento debe unirnos con él, el acontecimiento del final de los tiempos nos hará partici­par con él en el reino de Dios. En un himno a Cristo de la Iglesia primitiva, que se cantaba quizá también en el banquete eucarístico, se dice: «Si con él morimos, tam­bién con él viviremos; si resistimos, también con él reina­remos; si de él renegamos, también él renegará de nos­otros; si le somos infieles, él sigue siendo fiel, pues no puede renegar de sí mismo» (2Tim 2,1 ls).

c) Simón Pedro (22,31-34).

31 Simón, Simón, mira que Salan os ha reclamado para zarandearos como al trigo; n pero yo he orudo por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus hermanos.

La palabra de Jesús es definitiva, es intangible e inalte­rable. La repetición del nombre de Pedro da fuerza y se­guridad a la palabra, por sorprendente y desconcertante que sea («mira») lo que con ella se expresa. La tentación de apostasía no perdona ni a los mismos apóstoles. ¿Quién podrá, pues, tenerse por seguro?

Satán se presenta ante Dios como acusador de los hom­bres. Hace, ante Dios, las funciones de «fiscal». Acerca de

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Job, al que Dios reconoce como piadoso y justo, co­mo temeroso de Dios y alejado del mal, dice el demonio a Dios: «¿Acaso teme Job a Dios en balde? ¿No le has rodeado de un vallado protector a él, a su casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos y ha crecido así su hacienda sobre la tierra. Pero, anda, extiende tu mano y tócalo en lo suyo, a ver si no te vuelve la espalda» (Job 1,9-11). Satán es el adversario del amoroso designio salvífico de Dios con Israel (Zac 3,1-5). Tampoco faltará cuando Jesús quiera realizar su designio amoroso con el nuevo pueblo de Dios. El poder de Satán está ligado. Tiene que pedir a Dios que le permita desplegar su poder.

El ataque de Satán va dirigido contra los apóstoles. Hay que hacer que se tambalee su fe en Jesús. Los discípu­los son zarandeados como trigo por el demonio. Para que el grano sea purificado de la paja, son sacudidos de una parte a otra como en un cedazo, por todas partes son aco­sados, presa de la mayor inquietud. Cuando descargue sobre Jesús la pasión y se dé a Satán poder sobre él y los suyos, se verán los discípulos expuestos por todos los la­dos a apremiantes tentaciones de apostasía. Satán aguarda a que fallen los discípulos para poder acusarlos delante de Dios. Dios no exime a los apóstoles y a la Iglesia, de las persecuciones y tentaciones. No los saca del «mundo» (Jn 17,15).

Contra las maquinaciones del demonio está la inter­cesión de Jesús. La voluntad de Satán se estrella contra el poder de su oración. Jesús es el abogado de sus discípulos. Jesús ora sólo por Pedro, no por los demás discípulos, aun­que todos se ven en el mismo peligro. Simón se ve destacado de los doce; él es jefe y portavoz de los doce y de la co­munidad primitiva (Act 1-12), y ha de ser el apoyo de su fe. Jesús ora para que no desfallezca la fe de Pedro. Como no fue «la carne y la sangre», el poder humano, lo que

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le reveló que Jesús es el Mesías (Mt 16,17), así tampoco es mantenido en la fe por poder humano, sino por el don de Dios, que Jesús implora para él. Lo que Jesús pide al Padre para Pedro no es ni más ni menos que su perseve­rancia en la fe. La fe en Jesús es lo decisivo en la obra de salvación. Sobre la fe de Pedro está edificada la fe de la Iglesia.

El privilegio que se otorga a Simón con preferencia a los otros discípulos, se le da, no para él, sino para los de­más, para los hermanos, para la fraternidad de la Iglesia (Mt 18,15-17), para los apóstoles y los fieles. Pedro ha de confirmarse mediante la palabra de la fe —que pro­cede de la fe y conduce a la fe—, cuando se vean ame­nazados en su fe, y la cruz de Jesús, causada y explotada satánicamente, pueda ser para ellos piedra de escándalo.

También Pedro se desviará del camino recto y negará al Señor. Necesita volverse, pues ha llegado hasta el borde de la apostasía. Sólo porque la oración de Jesús es escu­chada no ha perdido la fe. La fe lo induce a «volverse», a convertirse, y una vez convertido hará, amorosa y fiel­mente que los hermanos vuelvan (2Sam 15,20) a la fe. Los jefes de las comunidades tienen el deber de confirmar a los hermanos en la fe: «Mirad por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha constituido inspectores, para pastorear la Iglesia de Dios que él se adquirió con su propia sangre» (Act 20,28)oe. El lugar de estas exhortaciones sería preferentemente el culto de la Iglesia primitiva. Jesús interviene en favor de la comunidad como su sumo sacerdote y víctima, pero los rectores de la comunidades deben considerar como un deber la solicitud por la fe de los hermanos. Las palabras de despedida que siguen a la última cena, son un ritual

66. Cf. ITes 4,12; 2Tim 4,2ss; Heb 13,17; IPe 5,1-4.

241 NT, Le I I , 16

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para la celebración de la cena en la comunidad. La euca­ristía forma parte de la estructura viva de la Iglesia.

33 Díjole entonces Pedro: Señor, dispuesto estoy a ir contigo incluso a la cárcel y a la muerte. lt,Pero él con­testó: Pedro, yo te digo que hoy no cantará el gallo sin que hayas negado por tres veces haberme conocido.

Pedro no puede soportar que se ponga en tela de juicio su fidelidad: «Cuando te hayas vuelto...» Pedro protesta su veneración por Jesús: Señor, que dispone y debe disponer de mí. Declara su resolución: Dispuesto estoy... Hace hin­capié en su fuerza y su fidelidad y quiere llegar hasta lo último: cárcel y muerte. En sus palabras resuena la fidelidad del amor: contigo. Pero no prestó atención a la palabra de Jesús, según la cual sólo la oración del Señor lo retiene al borde del abismo y lo salva impidiendo que se hunda.

La predicción de Jesús hace patente lo que será de la fidelidad, tan encarecida, en las próximas horas del día que comienza. Pedro negará tres veces que conoce al Señor. ¿Dónde se quedará, pues, todo lo que ha dicho con tanto encarecimiento: Señor... contigo... a la muerte? Quien exhorta en la comunidad, sólo puede hacerlo si se hace cargo de su propia flaqueza. «Hermano, aun en el caso en que alguno fuera sorprendido en alguna falta, vosotros los espirituales, con espíritu de mansedumbre, procurad que se levante, mirándote a ti mismo, no sea que tú tam­bién seas tentado» (Gal 6,1). «El que crea estar seguro, mire no caiga» (ICor 10,12). Ni siquiera la sagrada cena nos asegura contra la infidelidad.

Pedro es el primero en el colegio apostólico. Con difi­cultad soportamos que sus valores humanos no respondan a su posición. Lucas retocó y atenuó el retrato de Pedro que halló en Marcos. Pedro, según Marcos, recalca dos

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veces su firmeza, a pesar de las palabras de Jesús; en Lucas sólo una vez. Marcos habla de renegar a Jesús, Lucas dice sólo de negar «haberme conocido». En Marcos, los otros discípulos se expresan en forma análoga a Pedro; Lu­cas silencia esto. Lucas, en cambio —no Marcos— hace decir a Pedro que está dispuesto a ir con Jesús a la cárcel y a la muerte, porque en realidad lo hizo más tarde (Act 12,3ss). Es una ventaja poseer también el texto de Marcos, por el que sabemos que también Pedro es muy accesible a la flaqueza, al pecado y a la apostasía, y que lo único que lo sostiene es la oración de Jesús. Cuando el triunfalismo co­noce esta realidad, deja de ser en serio triunfalismo.

d) Exhortación a los discípulos (22,35-38).

35 Después les dijo: Cuando os envié sin bolsa ni alfor­ja ni sandalias ¿acaso llegó a faltaros algo? Ellos respon­dieron: Nada. Él les añadió: Pues ahora, el que tenga bolsa, que la lleve consigo, y lo mismo el que tenga una alforja, y el que no tenga espada, que venda su manto y la compre.

Pobres y sin recursos envió Jesús a los apóstoles (10,4), pero nada les faltó. El «año de gracia» del Señor (4,19) les daba abrigo, protección y amor de los hombres (8,2; 10,7); alegres regresaron entonces de su misión (10,17). Ahora, en cambio, se han mudado los tiempos. Todo ha cambiado. Ha pasado ya la paz bajo la protección de Dios. La exis­tencia resguardada de los discípulos llega a su fin. Ellos mismos tienen que mirar por sí y protegerse. Ya no se abren puertas hospitalarias. Los discípulos y su palabra se ven repudiados. Ataques hostiles les aguardan. Comienza el tiempo de la Iglesia, tal como se describe en los Hechos

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de los apóstoles. Empieza con la pasión de Jesús, en cuya perspectiva se profieren estas palabras. Ahora se permite a Satán desplegar su hostilidad. El apóstol se halla en medio de tentaciones y luchas, y estas luchas perdurarán hasta que venga el Hijo del hombre (21,28).

Los pertrechos de los apóstoles cambian al desaparecer la paz de Jesús. Ahora necesitan la espada. Les es tan necesaria, que si no tienen espada, han de vender hasta lo más necesario para poder adquirirla: el manto, que de día sirve de vestido y de noche de manta. Con esto se diseña el tiempo con una imagen, aunque no se invita a combatir con las armas ni a la guerra mesiánica de los zelotas. Jesús se opone a que se le defienda con la espada (22,49ss). La Iglesia que vive en estrechez y combate, debe armarse con armas espirituales: con la perseverancia, la prontitud para morir, la oración'17. Estas armas se deben adquirir a cualquier precio.

37 Porque yo os digo que ha de cumplirse en mí esto que está escrito, a saber: Y fue contado entre los malhe­chores; pues todo lo que a mí se refiere, ya está tocando a su fin. 38 Ellos dijeron: Señor, aquí hay dos espadas. Pero él les contestó: Basta ya.

La hostilidad contra los apóstoles sigue a la reprobación de Cristo. Porque él es perseguido, también ellos son per­seguidos (Jn 15,20). Jesús es declarado criminal, y como a criminal se le condena. Sobre él pesa el destino del siervo sufriente de Dios (Is 53,10), que no combate, sino que soporta con paciencia el sufrimiento, y por el sufrimiento triunfa. La voluntad de Dios, que está revelada en la Sa­grada Escritura, debe cumplirse en él. Su pasión se debe

67. 6,22; 11,49; 12,4-12; 14,25ss; 21,12-19.

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a determinación divina, no a disposición de los hombres. Jesús la toma sobre sí obedientemente como voluntad de Dios. La predicción abre una perspectiva no sólo de sufri­mientos y de muerte, sino también de victoria, tras dura prueba. La vida de Jesús ¡lega a su fin: con ello se cumple lo que para él es voluntad y encargo de Dios. Su vida alcanza su coronamiento, está inminente su elevación al cielo (Jn 19,30).

Los discípulos no entienden las palabras de Jesús. Él habla de persecución y de martirio, mientras que ellos piensan en un combate en que se lucha con espadas. Los galileos llevan consigo puñales, pues son amigos de la li­bertad y les gusta la lucha. Sus frases cortadas suenan a resolución excitada y a belicosidad. ¿Para qué han de servir ahora las espadas?

La palabra con que Jesús corta el diálogo es enigmática. Está envuelta en la tristeza del que se siente incompren-dido y se halla solo. La palabra suena casi a ironía. Sin em­bargo, marca más la melancolía por la incomprensión y por el triste desenlace que se acerca para los discípulos. Que el camino del Mesías conduce a la gloria a través de la pasión, no deja de ser un misterio inescrutable. A ello hizo también referencia el profeta en su canto de siervo de Yahveh doliente: «Como de él se pasmaron muchos — tan desfigurado estaba su rostro, que no parecía ser de hom­bre—•, así se admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca al ver lo que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído ¿Quién creerá lo que hemos oído? ¿A quién fue revelado el brazo de Yahveh?» (Is 52,14-53,1).

Con las palabras sobre las espadas se cierran los dis­cursos de despedida y la última cena. La institución, el memorial que deja Jesús, armará para el tiempo de lucha que se inicia. Él se marcha y deja a sus discípulos, pero

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confía a su Iglesia para todo tiempo el fruto de su acción: su presencia, la nueva economía de la alianza divina, el perdón de los pecados... Todo está compendiado en esta cena. Mediante la institución que deja al despedirse queda él mismo unido a su comunidad de discípulos hasta la rea­lización final de la comunidad de mesa, y constantemente le aplica el fruto salvífico de su muerte cruenta. El camino que lleva al reino de Dios es la apropiación de este fruto de la pasión de Jesús.

El manjar eucarístico se da a la Iglesia para un tiempo que está Heno de tentaciones. Con este banquete dio Cristo a su Iglesia un orden de comunidad y de vida. Él mismo está en ella presente como el que intercede por quien es cabeza de la Iglesia, a fin de que pueda confirmar a sus her­manos. En este banquete ofrece él por medio de quienes lo presiden su palabra de exhortación y de fuerza.

En el tiempo de la Iglesia se concede a Satán desplegar su poder en la medida que lo quiere y lo permite Dios. Pero Dios contrapone a la presencia de Satán la presencia de Cristo y el fruto de su obra. Satán se estrella ante el sumo sacerdocio de Jesús. Cristo que ora y se sacrifica en el hecho de la cena eucarística, no exime de los esfuerzos y de las tentaciones, ni de la perseverancia en el seguimien­to de Jesús, pero garantiza la victoria a los que combaten perseverantemente con él.

La comunidad de mesa es el centro de la vida religiosa de la Iglesia, refuerzo para el camino, fuente de su júbilo escatológico y ley de su vida. El banquete eucarístico ofrece el fruto permanente de la acción de Jesús por los suyos, ahora que él parte y los deja. En el tiempo de las tenta­ciones no estarán solos los discípulos. Jesús está sentado como juez a la derecha del Padre, los discípulos recibirán el Espíritu y tienen la sagrada cena.

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II. ENTREGADO A LOS JUDÍOS (22,39-71).

Jesús predice a sus discípulos: «...Se apoderarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las sinagogas y os meterán en las cárceles; os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre» (21-12). Estas palabras se cumplen pri­meramente en Jesús. Él es el arquetipo de la Iglesia perseguida. En el testimonio que él da, halla la Iglesia la forma cómo ha de dar prueba de sí en el martirio. Pablo escribe a Timoteo: «En la presencia de Dios, que da vida a todos los seres, y de Cristo Jesús, que proclamó su hermosa confesión ante Poncio Pilato, te encargo solemnemente que guardes el mandamiento» (ITim 6,13).

1. ORACIÓN EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS (22,39-46).

39 Salió, pues, y fue, según su costumbre, al monte de los Olivos; también sus discípulos lo siguieron.

Desde que Jesús entró en Jerusalén, enseña todos los días en el templo, y por la noche sale de la ciudad para pernoctar en el monte de los Olivos. Esta vez ha celebrado la cena en la sala superior que le ha sido ofrecida, y ha pronunciado sus palabras de despedida. En el templo y en las casas se reúne la primera comunidad cristiana de Jeru­salén (Act 2,46). La Iglesia halla en la acción de Jesús la ley de su obrar. Jesús no cambia ni siquiera esta vez su costumbre de pasar la noche en el monte de los Olivos, aunque sabe lo que le aguarda. No esquiva la hora (22,53) que le ha fijado su Padre para el comienzo de su camino hacia la muerte, sino que está resuelto a tomar sobre sí la pasión (9,51). La muerte no viene sobre él como un hado, como una fuerza que descargan los hombres sobre él y de

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la que no puede escapar, sino como la voluntad del Padre, que él cumple obedientemente (Jn 10,18).

También los discípulos le siguen. Todavía dan prueba de ser verdaderos discípulos, que van tras su maestro a dondequiera que vaya (9,57).

40 Una vez llegado a aquel lugar, les dijo: Orad, para que no entréis en tentación.

En el huerto de los Olivos busca Jesús el lugar que ha­bía buscado siempre en las noches pasadas, y que también Judas conoce. Entregado a la voluntad de Dios, se en­frenta con el peligro. Está preocupado por sus discípulos. Ahora se inicia la hora de la tentación, pues va a ser detenido, y los enemigos van a apoderarse de él. Todo esto los desconcertará y pondrá en peligro su fe. Satán hará todo lo que esté en su mano para inducirlos a la deserción. La tentación se abre ante los discípulos como un foso, al que uno es atraído a la perdición, como un lazo en que se verá uno enredado.

Para que los discípulos no caigan en la tentación se requiere la ayuda de Dios, la cual se otorga a la oración. Ahora hay que pronunciar lo que Jesús enseñó a pedir en el padrenuestro: «No nos lleves a la tentación» (11,4).

41 Entonces él, como a la fuerza, se arrancó de su lado como a un tiro de piedra y, puesto de rodillas, oraba n así: ¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz! Sin embargo, no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Como impelido por una fuerza, Jesús se arranca de los discípulos. La fuerza es el plan de Dios, la necesidad que éste le impone. La misma palabra encontramos en el relato en que se dice que Pablo se arrancó de los presbíteros en

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Mileto para emprender el camino de Jerusalén, donde le aguardan sufrimientos y prisión (Act 21,1). Jesús es la pauta para sus discípulos que se encaminan al martirio.

El Señor ora solo delante del Padre. Se aleja como un tiro de piedra, distancia que se puede alcanzar con la vista; conviene que los discípulos puedan oírle y verle, y que él pueda llamarlos. En esta hora de extrema gravedad ora él de rodillas, mientras que por lo regular se ora de pie (18,11). Como Jesús en el huerto de los Olivos ora tam­bién Esteban durante su lapidación, puesto de rodillas (Act 7,60), Pedro antes de resucitar a Tabita (Act 9,40), Pablo, antes de despedirse de los presbíteros de Éfeso, des­pués de haberles dicho que no volverían ya a ver su rostro (Act 20,36), y de nuevo el mismo apóstol con sus compa­ñeros en la playa de Tiro, cuando los discípulos, en virtud del Espíritu, dicen a Pablo que no suba a Jerusalén (Act 21,5). Todos ellos oran de rodillas a la vista del poder de la muerte; el martirio no se puede superar sino con la oración. Jesús es modelo de los mártires.

La oración comienza con la invocación Padre. Todas las oraciones de Jesús comienzan con esta palabra filial, íntima, llena de confianza. Incluso cuando ora Jesús con palabras de los Salmos (23,46), las acompaña con la invocación del Padre, y esas palabras ajenas las incorpora a su singular relación con el Padre, que él expresa con la palabra abba (Me 14,36). El Padre amante lo sitúa ante la pasión y la muerte de martirio.

La oración de Jesús es una oración auténticamente hu­mana. Pide que se aparte de él el cáliz, símbolo de la pa­sión y del martirio "8, señal del castigo de Dios. Dios presenta a Jesús el cáliz, del que debe beber en forma vi­caria el castigo de Dios (cf. Is 51,22). Jesús es el Siervo

68. Cf. Martirio de Isaías 5,13: «Id a la región de Tiro y de Sidón; porque sólo para mí ha mezclado Dios la copa (del martirio).»

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de Yahveh, mártir que toma sobre sí la pasión y la muerte en forma vicaria y como expiación por las naciones.

La naturaleza humana tiembla ante la muerte violenta, pero Jesús se somete a la voluntad del Padre y pide que no se haga sino la voluntad de Dios. La oración está encua­drada en palabras de entrega. Comienza con palabras de entrega, de conformidad: «Si quieres». Termina con el ruego de que se cumpla la voluntad de Dios. Una vez más se oye el eco del padrenuestro, aunque Lucas no halló en su fuente de tradición la petición: «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10). Como Cristo se expresa también el cristiano en su oración: Padre, abba, hágase tu voluntad, no nos lleves a la tentación. El padrenuestro es oración de Jesús, oración de los mártires, oración de los discípulos de Jesús, ora­ción en la hora de la muerte, oración en las grandes deci­siones de la vida.

43 Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que lo confortaba. 44 Y en medio de la angustia, seguía orando más intensamente. Y su sudor era como gruesas gotas de sangre, que iban cayendo hasta la tierra69.

La oración de Jesús es escuchada, pero no de forma que le sea apartado el cáliz, sino más bien en el sentido de un refuerzo para seguir orando insistentemente y tomar en la mano el cáliz que se le presenta. Dios escucha nuestra oración en los sufrimientos; la escucha reforzándonos para que nos apropiemos su voluntad, y preparándonos para aceptar con fe sus planes salvíficos.

Tres veces en la vida de Jesús se refiere una notificación

69. Los versículos faltan en muchos testigos, por cierto muy seguros, del texto, pero el estilo es lucano y su ausencia se explica por reparos dog­máticos. Se borraron por falsa escrupulosidad en las luchas con 2as herejías, iwrque Cristo aparece aquí demasiado humano. No se puede dudar de su autenticidad.

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celestial como respuesta de Dios a su oración: en el bau­tismo, en la transfiguración y en el huerto de los Olivos. Estos tres acontecimientos marcan horas decisivas en la vida de Jesús. Están en conexión con la pasión y la glorifica­ción. Estas respuestas fortalecen a Jesús, el elegido, el amado de Dios, para que ejecute su plan salvífico, que contiene la necesidad de la pasión y de la muerte, y me­diante combate y muerte llegue a la gloria.

Los ángeles levantan los ánimos de los mártires y los confortan para el combate de la muerte, A los jóvenes en el horno de Babilonia los socorre el ángel del Señor: «El ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco» (Dan 3,49s). Cuando Daniel aprenda por revelación lo que sobrevendrá a su pueblo en los últimos días, debe ser fortalecido por un ángel: «En­tonces me tocó de nuevo la figura que tenía el aspecto de un hombre y me confortó. Entonces me dijo: No temas, varón predilecto, sea contigo la paz. ¡Ánimo, valor! Y en hablándome, recobré mis fuerzas y dije: Hable mi señor, pues me has fortalecido» (cf. Dn 10,1-19). Jesús debe realizar los designios de Dios con los hombres; pero sólo puede hacerlo con la fuerza del Padre. Dios se la da por medio del ángel; ángeles le sirven en su obra (2,19; Act l,9s).

Jesús, fortalecido, se dirige al combate decisivo. Lo que le oprime no es el temor de la muerte, sino la ansiedad por la victoria. De este combate decisivo depende la salud del mundo. El combate es duro, Después de la tentación se retiró Satán por algún tiempo (4,13). Ahora, en cambio, vuelve, a apretarle de nuevo para desviarlo de su camino, que le ha sido indicado por el Padre.

Recogiendo todas sus fuerzas, derribando todas las re-

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sistencias, da Jesús un «sí» a la voluntad del Padre. El esfuerzo hace que salga el sudor por los poros. Su sudor caía hasta la tierra como gotas de sangre 70.

45 Luego se levantó de la oración, fue hacia los discípu­los y los encontró dormidos por causa de la tristeza, ^ y les dijo: ¿Cómo es que estáis durmiendo? Levantaos y orad, para que no entréis en tentación.

Los discípulos son la primera y la última preocupación de Jesús en el huerto de los Olivos: en su decisión por el cáliz de la pasión, en la hora decisiva en que él obtiene la salvación para el mundo. Los halla dormidos. Como excusa se añaden estas palabras: por causa de la tristeza. Se entregan pasivamente a todo lo que va a sobrevenir, y se duermen. Jesús no los reprende, sino que tiene solicitud por ellos; les sirve. ¿Cómo es que estáis durmiendo?, ahora, en este momento, en que se acercan la tentación y los aprietos... Jesús repite la exhortación a la plegaria. Es necesario orar siempre sin desfallecer. La oración perpetua arma a la Iglesia contra todos los ataques a que está expuesta en el tiempo que va hasta la parusía de Jesús.

Marcos describió con las expresiones más fuertes la lucha de Jesús en el huerto de los Olivos. Lucas, en cam­bio, omite lo tremendo y terrorífico. No habla de temor y hastío, ni de sus tristezas de muerte. Según Marcos, Jesús cayó en tierra. Lucas lo suaviza: se puso de rodi­llas. Su ruego es más tranquilo; sólo pregunta si es posible

70. Como gotas de sangre; el «como» puede indicar una comparación, pero también puede significar, sin comparación, «en forma de». Si se supone que se trata de una comparación, no se ve fácilmente dónde pueda estar el punto de comparación. ¿Puede ser éste realmente la cantidad o la magnitud de las gotas? En definitiva parece, pues, deberse preferir la interpretación que excluye la comparación: El sudor caía a la tierra en forma de gotas de sangre. El sudor de sangre parece poderse explicar incluso sin milagro.

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que se le aparte el cáliz. Lucas sólo habla de una oración y de una exhortación a los discípulos. Marcos no dice que la oración fue escuchada, en Lucas se le da respuesta mediante la aparición del ángel. Aun en esta hora tan difícil conserva Jesús la grandeza humana. El gran solitario cobra fuerzas de la oración al Padre. A pesar de su angustia se cuida de los discípulos y les muestra la mayor com­prensión humana. Lucas destaca a Jesús en medio de la situación única y sin segunda del huerto de los Olivos y lo presenta como arquetipo de los mártires y de todos los que en momentos difíciles deben decidirse por la voluntad de Dios con responsabilidad por otros.

2. LA CAPTURA (22,47-53).

47 Todavía estaba él hablando, cuando llegó un tropel de gente, y al frente de ellos iba el llamado Judas, uno de los doce, que se acercó a Jesús para besarlo. 48 Jesús le dijo: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?

De repente aparece un grupo de gente, no ya una aglo­meración abigarrada sin orden ni concierto, sino un desta­camento de los órganos judiciales con encargo del sanedrín y al mando de los oficiales de la guardia del templo. Están al servicio de las autoridades judías, practican arrestos, conducen a los acusados ante el tribunal, vigilan a los pre­sos y ejecutan las sentencias pronunciadas por el tribunal judío. Mientras Jesús está todavía hablando con los dis­cípulos, cambia totalmente la escena. Los enemigos lo ro­dean y lo ponen en el mayor aprieto. Tal será la situación de la Iglesia en el mundo. La hora de las tinieblas está siempre en acecho aguardando que se le dé poder.

Al frente del grupo va Judas. ¡Uno de los doce! Está

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al corriente y conoce a Jesús. La entrega de Jesús comienza por su círculo más allegado (cf. 21,26). Judas se acerca para besarlo. Antes de que haya dado el beso, estigmatiza Jesús la ignominiosa tentativa. Con sus palabras quiere también invitar al traidor a entrar dentro de sí y a con­vertirse. Lo llama por su nombre: Judas; por este nombre lo llamó al grupo de sus apóstoles. El beso es señal del respeto y veneración del discípulo al maestro; Judas lo utili­za como señal de la traición (Me 14,44). Judas entrega al Hijo del hombre; aquel a quien traiciona es el que le ha de juzgar (22,22). Jesús, en su bondad y grandeza, es la figura dominante cuando los enemigos se echan sobre él.

49 Viendo los que estaban con Jesús lo que iba a suce­der, le preguntaron: Señor, ¿herimos con la espada? 50 Y uno de ellos hirió a un criado del sumo sacerdote y le quitó la oreja derecha. 51 Pero Jesús contestó: ¡Dejadlo! ¡Basta ya! Y tocando la oreja, lo curó.

Se oye el eco de las palabras de Jesús acerca de las espadas (22,35-38). Los discípulos no habían captado su sentido, ni tampoco comprenden lo que está sucediendo ahora. Aun para su círculo más allegado, para los que estaban con él, es el desarme de Jesús un misterio y un enigma incomprensible. Hacen profesión de su fidelidad, hacen patente su veneración y obediencia y lo llaman Señor, pero no pueden comprender que el camino del Señor lleve a la gloria pasando por la cruz. En la caricatura de su defensa se echa de ver su buena voluntad, pero también la insuficiencia de su fe. Al discípulo de Jesús se le exige algo más que fidelidad humana (14,26s).

Se prohibe utilizar las espadas. Jesús no tiene nada que ver con el movimiento de los zelotas, que quieren im­plantar con violencia el reino de Dios, ni con los guerrille-

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ros judíos, que quieren poner fin con las armas a la domi­nación extranjera; no tiene nada que ver con medios polí­ticos y guerreros. Él utiliza su poder para sanar a los abatidos, para hacer bien a los enemigos. Jesús es Señor y Salvador, Señor aun en esta hora de las tinieblas, Salva­dor también de sus adversarios.

52 Dijo luego Jesús a los sumos sacerdotes, a los oficiales de la guardia del templo y a los ancianos, que habían ve­nido contra él: ¿Cómo contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? 53 Mientras día tras día estaba yo entre vosotros en el templa, no extendisteis las manos contra mí. Pero ésta es vuestra hora: el poder de las tinieblas.

La cuadrilla que quiere arrestar a Jesús tiene encargo del consejo supremo. Los miembros de éste son enumera­dos solemnemente. Constituyen una selección representativa del pueblo, a la que están confiados los bienes más altos que éste posee: la ley. el templo, el pueblo de Dios. Todo esto tiene por meta a Cristo, y a Cristo mandan ellos arrestar. La culpa de la muerte de Jesús recae sobre los dirigentes judíos. Este judaismo se priva así de sentido y se destruye a sí mismo (20,8).

Jesús se opone a ser tratado como un ladrón común " , como un criminal que rehuye la luz, como un hombre vio­lento al que hay que arrestar con espadas y palos. El objetivo de Jesús era el mismo que tenían los sanedritas: la verdad de Dios, el cumplimiento de la ley, el servicio en el templo. Jesús era maestro en cuestiones religiosas. Sus adversarios podían convencerse en cualquier momento de que él no perseguía otra cosa, puesto que enseñaba a la

71. El término «ladrón» podría significar también «combatiente por la independencia»; desde luego, el ser combatiente por la independencia no tenía nada de deshonroso a los ojos de los contemporáneos de Jesús.

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vista de todos en el templo. Los sanedritas lo dejaban tranquilo y discutían con él sobre temas religiosos contro­vertidos. Esta declaración solemne era importante para la Iglesia, pues tampoco ella es una asociación secreta que tiene por meta la división religiosa y la subversión polí­tica; no reprueba nada de lo que Dios ha operado en la historia de la salvación, sino que le da perfección y acaba­miento, por Jesús.

Los sanedritas no tendrían poder sobre Jesús, si no se lo hubiese dado Dios. Aquí está oculta la mano de Dios. Que haya llegado esta hora — su hora —, no depende de ellos, sino de la permisión divina. Aquí intervienen ellos como instrumentos, no como instrumentos de Dios, sino como instrumentos del demonio. La hora en que ellos realizan sus planes, es hora en que puede desplegarse el poder de las tinieblas, el poder de Satán. Las tinieblas son el reino de Satán. El consejo supremo no cree en Jesús y cae bajo el dominio de Satán; no entra al servicio de Jesús, y cae en el servicio del diablo.

3. NEGADO Y ESCARNECIDO (22,54-65).

a) Negado por Pedro (22,54-62).

54 Después de prenderlo, lo llevaron e introdujeron en la casa del sumo sacerdote. Pedro lo iba siguiendo de lejos.

Ya no obra Jesús, sino que se obra con él. Lo prenden, lo llevan, lo introducen. Él ha tomado en su mano el cáliz, Dios lo ha entregado a él en manos de sus enemigos; el poder de las tinieblas y sus instrumentos llevan adelante su obra; él obedece, es entregado, abandonado.

Jesús es introducido en la casa del sumo sacerdote

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Caifas, en la que celebra su sesión el consejo supremo 72. El evangelista se contenta con esta indicación imprecisa. Más que el trasfondo histórico le importa el comportamiento de Jesús, su palabra y su silencio, lo que se dioe del Señor ante las autoridades supremas, y lo que éstas dicen de él.

Cuando Jesús fue al huerto de los Olivos, obraba to­davía por su voluntad: él salió, él fue al huerto de los Olivos, y sus discípulos le seguían. Ahora es conducido, introducido en la casa de sus enemigos, sólo Pedro lo sigue de lejos. Pedro se mantiene todavía firme en su resolución, sólo él; él sigue de lejos. La negación se está preparando, ha comenzado ya la deserción.

55 Como habían encendido juega en medio del patio y se habían sentado alrededor, Pedro se sentó entre ellos.

Las noches de primavera son frías en Palestina. Los guardias que habían llevado a Jesús se calientan al fuego. Pedro sigue a Jesús hasta el patio del palacio. Está sentado entre el grupo de gente que sólo saben de Jesús lo que les han referido sus enemigos. Pedro está entre ellos, en medio del peligro. La tentación lo rodea como la oscuridad rodea la luz del fuego.

56 Pero una criada, al verlo sentado a la lumbre, fijan­do en él la vista, dijo: También éste andaba con él. 51 Pero él lo negó: No lo conozco, mujer. 58 Poco después dijo

12. Se ha tratado de conciliar Le 22,54 y Jn 18,13: Jesús t'ue conducido a casa de Anas, que había sido el último sumo sacerdote. Sin embargo, Lucas no se sirve de una fuente especial que tenga añnidad con Juan, sino que sigue a Marcos, según el cual Jesús fue conducido a! palacio de Caifas. En la literatura rabínica no parece haber pruebas de que el sanedrín tuviera sus sesiones en el palacio del sumo sacerdote; los datos de los sinópticos no obligan a suponer que en el proceso de Jesús se hiciera una excepción y que en este caso se reuniera el consejo supremo en la casa particular de Caifas (cf. Me 14,53).

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NT. Le I I . 17

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otro al verlo: Tú también eres uno de ellos. Pero Pedro contestó: ¡No, hombre; no lo soy! 59 Transcurrida aproxi­madamente una hora, insistió otra, diciendo: En realidad, también éste andaba con él; pues también es galileo. 60a Pero Pedro contestó: Hombre, no sé lo que estás diciendo.

Del grupo que rodea a Pedro salen tres tentadores: una mujer y dos hombres. Los asaltos se suceden rápidamente. Hay una hora de tranquilidad, a la que sigue un asalto tanto más fuerte. Se refuerza la insistencia de los tentado­res: «También éste andaba con él.» «Tú también eres uno de ellos.» «En realidad también éste andaba con él.» Pri­mero se habla de él, luego se le ataca personalmente, final­mente se moviliza contra él la caterva entera. Primero se le mira, luego se le habla, finalmente se le reconoce y se le descubre como galileo. La palabra «galileo» suena como una acusación: zelota, rebelde. La red en que ha sido cogido Pedro lo envuelve cada vez más. Pedro es un escarmiento para todo discípulo de la Iglesia.

Tres veces se ve atacado lo que Pedro había protestado apasionadamente en la sala de la cena: el «contigo» (22,33). Para esto llamó Jesús a Pedro y a los apóstoles, para que estuvieran con él (Me 3,14). Este «con él» deba iluminar al apóstol. El seguimiento es una fe ostentativa, un oír demostrativo; tiene función de signo; de ello sólo es una parte el trabajo, la colaboración de los discípulos, que predican la fe y la confirman (22,28). Todo discípulo de Cristo tiene participación en este «con él», en este «uno de ellos». En esto se ve precisamente tentado el discípulo.

La negación va subiendo de tono: No lo conozco; no lo soy; no sé lo que estás diciendo. Pedro no quiere tener nada que ver con Jesús, ni con sus discípulos, ni con su causa. La separación se va acentuando. Pedro se aleja cada vez más, cada vez abandona más el «con él».

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60b E inmediatamente, mientras él estaba todavía ha­blando, cantó un gallo. 61 Y volviéndose el Señor, dirigió una mirada a Pedro. Pedro se acordó entonces de las pala­bras que el Señor le había dicho: Antes que el gallo cante hoy, tres veces me habrás negado tú. 62 Y saliendo afuera, lloró amargamente.

El día comienza a despuntar mientras Pedro niega al Señor por tercera vez. Y canta el gallo. Jesús es conducido por el patio; dirige una mirada a Pedro. Pedro «se vuelve» (cf. 22,32), se convierte. Ha sido escuchada la oración de Jesús.

El canto del gallo, que trae a la memoria la predicción de Jesús; la mirada, que da confianza y seguridad a Pedro; el recuerdo de la palabra de Jesús, que se ha visto confir­mada, mueven a la conversión. Todo lo dirige el Señor. Dos veces se le menciona. Jesús es el Señor; también en estas tinieblas. Contactos con él; en las señales del cosmos, en la palabra del Señor, en las obras que se hacen en me­moria suya (la sagrada cena, los sacramentos), todo esto conduce a la l uz" .

El tiempo de la Iglesia está amenazado por oscuros poderes. Pero la Iglesia debe saber que el Señor está por encima de todos los peligros y debilidades humanas. Hasta la segunda venida del Señor será la Iglesia una Iglesia amenazada; por tanto, será siempre también una Iglesia de pecadores; pero al mismo tiempo ella sabe que el Señor es el sumo sacerdote que ruega por ella, con tal que tenga consciencia de la presencia del Señor, de su palabra y del convertido Pedro.

73. El v. 62 parece haber pasado ya tempranamente de Mt 26,75 al texto de Lucas.

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b) Escarnecido por la guardia (22,63-65).

63 Entre tanta, los hombres que tenían preso a Jesús se

burlaban de él y lo golpeaban, M y después de taparle la

cara, le preguntaban: Haz de projeta: ¿Quién es el que

te ha pegado? 65 Y proferían contra él otros muchos insultos.

Se pone a prueba y se ridiculiza la reivindicación pro-

jética de Jesús. Vuelve la tentación del demonio: «Si eres

Hijo de Dios...» (4,3.9).

Lucas no habla de las demás humillaciones de Jesús (Me

14,6); ama la mesura y vela lo inhumano. Todo lo que allí

tucede lo estigmatiza como insultos. Jesús es más que pro­

feta (9,20s). Es manifestación de Dios (5,8); en él visita

Dios mismo a su pueblo (7,16). La experiencia de los in­

sultos forma parte del destino doloroso de la Iglesia. «Co­

nozco tu tribulación: la pobreza — sin embargo, eres rico —

y la maledicencia que proviene de los que se dicen ser

judíos y no son sino sinagoga de Satán» (Ap 2,9) 7 \

4. ANTE EL SANEDRÍN (22,66-71).

La exposición de Lucas difiere de la de Marcos, al que sigue también Mateo. Lo más sorprendente es que Lucas pone la vista de la causa por la mañana, hacia el amanecer, y que el juicio no tiene la menor apariencia de juicio, pues falta el interrogatorio de los testigos, la adjuración del sumo sacerdote y la condena. Jesús es interrogado únicamente sobre su mesianidad. No pocos erudi­tos quieren deducir de aquí que Lucas se sirvió de una fuente especial, según la cual no habría habido proceso ante el sanedrín judío ni condenación por las autoridades judías; añaden que la tradición que siguen Marcos y Mateo introdujo un proceso ante

74. Cf. ICor 4,13; IPe 4,4; Act 13,45; 18,16.

260

el sanedrín, porque por razones apologéticas quería cargar unila-teralmente con la responsabilidad de la muerte de Jesús a las autoridades judías, y en cambio descargar a las romanas, aunque de hecho el sanedrín se limitó a mandar arrestar a Jesús, a inte­rrogarlo brevemente y a remitirlo luego al procurador para que lo hiciera ejecutar como reo de alta traición 71. Esta reconstruc­ción de la historia falla ya sencillamente porque no es posible comprobar que Lucas utilizara una fuente particular divergente de la tradición de Marcos. Su exposición (22,54-71) se explica suficientemente como trabajo redaccional sobre el texto de Marcos. Lucas quiere referir la fase final del proceso ante el sanedrín, que sin duda alguna ha de situarse por la mañana, y destacar de él únicamente la cuestión del Mesías y la confesión mesiánica. Convenía representar a Jesús como modelo del cristiano, confesor del Mesías y mártir (ITim 6,12s). Para formarse una idea exacta sobre el proceso de Jesús hay que partir del texto de Marcos y tener en cuenta que tampoco éste habla de dos sesiones (una nocturna y otra matutina), sino de una, la cual se ve interrumpida por el relato de la negación de Pedro. Con este artificio literario quería Marcos poner de relieve la simultaneidad de la confesión de Jesús y de la negación de Pedro y hacer resaltar más el con­traste. Lucas, que tiene interés en dar un relato seguido, dispuso los hechos diferentemente 76.

66 Cuando se hizo de día, se reunió el consejo de ancia­

nos del pueblo: sumos sacerdotes y escribas, y lo condujeron

ante su sanedrín.

El consejo supremo o sanedrín es presentado para los

lectores griegos como «consejo de los ancianos del pueblo».

Como el consejo de los ancianos en las ciudades griegas,

el sanedrín se divide en senado y colegio judicial (sumos

sacerdotes y escribas). La guardia conduce a Jesús a la

asamblea al despuntar el día. Lo que aquí sucede fortalecerá

75. Cf. E. LOHSE, Die Geschkhie des Letdens und Sterbens Jesu Chrisa, Gütersloh 1964, 71-88.

76. Sobre esta y otras cuestiones históricas del proceso de Jesús, cf. prin­cipalmente J. BLINZLEK, Der Prozess Jesu, Ratishona "1960.

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a la Iglesia naciente y a sus mensajeros de la fe cuando comparezcan ante el consejo de los ancianos de las ciudades griegas para ser interrogados por él sobre su predicación y su profesión de fe (Act 16,20; 17,6).

67 Y le dijeron: Si tú eres el ungido, dínoslo. Él les respondió: Si os lo digo, no creeréis, 68 y si os pregunto, no responderéis. 69 Pero desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios.

El consejo de los ancianos formula a Jesús la pregunta decisiva que interesa a todo el pueblo, al pueblo de Dios: ¿Es Jesús de Nazaret el ungido, el Cristo, el Mesías enviado por Dios, al que mira la historia de la salvación, del que depende la salvación de Israel y de las naciones? Él «pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Act 10,38); habló como un profeta poderoso. ¿Cómo se ha de explicar esto? El pueblo lo aclamó como Hijo de David, lo vitoreó como salvador de los últimos tiempos. ¿Quién es, pues? ¿Qué dioe él de sí mismo? Lo que pregunta el consejo de los ancianos del pueblo es algo que no puede pasar por alto, que no puede menos de preguntarse Israel, el mundo y quienquiera que haya tenido noticia del mensaje de Jesús y de la historia de la salvación, quienquiera que crea que Dios no ha dejado al hombre abandonado a sí mismo.

Jesús no responde negativamente a la pregunta de los sanedritas, pero tampoco afirmativamente. No quiere con­testar a la pregunta porque los que la formulan no tienen intención de creer. Si os lo digo, no creeréis. El consejo de los ancianos formula la pregunta, no por ansia de salvarse, sino porque quiere obtener un motivo de acusación para un proceso político ante Pilato. El título de ungido (Mesías) tenía resonancias políticas nacionales: del Mesías se espera

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que arroje del país a la potencia romana ocupante y que restablezca la libertad política. ¿Para qué ha de profesarse Jesús ante ellos como el Mesías, si ellos no quieren creer, sino únicamente utilizar su profesión para entregarlo a las autoridades romanas? Para poder reconocer a Jesús de Nazaret por Mesías, el salvador enviado por Dios, es neoe-sario creer en él. Ahora bien, sólo llega a la fe en Cristo el que se plantea la pregunta acerca de Cristo con un deseo sincero de salvarse. Sin la buena voluntad de aceptar la palabra de Cristo y de marchar por su camino, no puede tampoco hallarse un camino para la fe. Al que plantea la cuestión de Cristo para entregarlo y acusarlo, o única­mente por mero deseo de saber, pero no para seguirlo y dejarse guiar por él, se le cierra el camino que lleva a la verdadera fe.

Jesús había intentado inducir a los sanedritas a responder a la pregunta que ellos mismos le plantean. Él había plan­teado la pregunta acerca de la autoridad del Bautista y con ello quería llevarlos a comprender su propia misión (20,1-8). Él mismo planteó la cuestión acerca del sentido de las palabras misteriosas del Salmo: «Dijo el Señor a mi Señor...» (20,41-44), y trató de introducirlos en el sentido de la filiación davídica y de su relación con Dios, pero ellos no dieron respuesta alguna. No porque no pudieran dar respuesta a la pregunta, sino porque no querían reco­nocer lo que entrañaba la respuesta a su pregunta. La cuestión de Cristo se dirige al hombre entero, no sólo a su inteligencia, sino también a su voluntad. Significa para el hombre un cambio en su vida; es una pregunta existencial. Quien quiera dar a la pregunta una respuesta como la exige Cristo, tiene que estar dispuesto a dar marcha atrás, a convertirse, a negarse a sí mismo, a seguir a Cristo.

¿Quién es Jesús, que en calidad de preso comparece

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ante el consejo supremo? A la pregunta que se le formula responde con una palabra de la revelación: Desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios. Jesús habla del Hijo del hombre de la visión de Daniel: «Seguía yo mirando en la visión nocturna, y vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre... Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio» (Dan 7,13s). Este Hijo del hombre se sentará a la diestra del poder de Dios, a la diestra de Dios, que viene designado como poder (Me 14,62). Con las palabras de Daniel sobre el Hijo del hombre se asocian las del Salmo 110 (109) 1: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra.» Desde ahora, el Hijo del hombre tendrá participación en la gloria de Dios. ¿Qué quieren significar estas palabras misteriosas, reser­vadas, sobre el Hijo del hombre? ¿Por qué habla Jesús de él en el momento en que los judíos le plantean la pre­gunta de si es él el Mesías? Él mismo se profesa Hijo del hombre. Cuando hablaba de su futura pasión y muerte, hablaba siempre del Hijo del hombre 77. Desde ahora, que está él ante el tribunal y va a ser condenado a muerte, entra en la gloria de Dios. Jesús reivindica la dignidad de Mesías, y Dios mismo legitimará esta reivindicación cuando lo eleve al rango de Hijo del hombre. Todo escándalo a que dé pie el abatimiento de Cristo y que hará imposible a los judíos reconocerlo como Mesías, sobre todo el escán­dalo que proviene de su pasión y muerte de cruz, es elimi­nado con esta palabra de la revelación. Jesús es el Mesías, pero no el Mesías como se lo imagina el sanedrín, sino el Mesías que recibirá poder y gloria divina cuando haya recorrido el camino de la condena y de la muerte.

Marcos refiere la confesión de Jesús con estas palabras: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder

77. Me 8,31; 9,31; 10,33s (Le 18,32s); Le 17,25.

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y viniendo entre las nubes del cielo» (Me 14,62). Lucas omite «veréis»; los sanedritas no lo verán; el Cristo exaltado no será visible a todos, y la venida del Exaltado no es ya tan inminente, que la hayan de ver los sanedritas. Lucas omite también «viniendo entre las nubes del cielo». La Iglesia perseguida y martirizada no sólo necesita saber que Cristo vendrá, sino sobre todo recapacitar que él, en su calidad de Exaltado, está dotado del poder de Dios y reina juntamente con Dios. A este Cristo mira Esteban, el mártir, y de él recibe fuerza para soportar la muerte de már­tir: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios» (Act 7,56).

70 Todos dijeron: Por consiguiente, ¿tú eres el Hijo de l)ic\i? Él les respondió: Pues sí, yo lo soy.71 Ellos exclama­ron: ¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio? ¡Nosotros mismos lo hemos oído de su boca!

Los judíos han comprendido que Jesús habla de sí mismo. Se llama a sí mismo Hijo del hombre y participa del poder y realeza de Dios. Sus adversarios sacan la con­clusión y preguntan: Por consiguiente, ¿tú eres el Hijo de Dios? Los judíos utilizaban el título de Hijo de Dios en el sentido de una investidura de un cargo y de una transmisión de soberanía. Lo que formuló Jesús con pala­bras de Daniel y del Salmo: «Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio» y «Siéntate a mi diestra», lo com­pendian los sanedritas en la palabra «Hijo de Dios» T8.

Antes de responder Jesús a la pregunta recuerda que la convicción de los judíos proviene de su propia palabra

78. El título de «Hijo de Dios» se emplea aquí en el sentido de investi­dura de cargo y transmisión de soberanía, no en el sentido de la naturaleza divina; cf. R. SCHNACKENBURG, en: Lexicón für Theolooie und Kirche, Fribur-K<> de Brisgovia 21%4, t. 9, 851; F. HAHN, Christologische Hohetitel, Go-tmi;a 1964, 281-287; J. BUNZLEK, o.c., 106S.

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reveladora. Lo que no habían hecho antes en la discusión con él acerca de su autoridad y de su exposición del Sal­mo 110(109), lo expresan ahora. La pregunta sobre la filiación divina sustrae la mesianidad de Jesús a la atmós­fera política y la sitúa en la religiosa. «Cristo» (Mesías o ungido) es expresión que podía tener resonancia política, puesto que los reyes eran ungidos *, mientras que el título de «Hijo de Dios» permanece, incluso para el mundo pa­gano, dentro de la esfera religiosa. Por esto da Jesús un testimonio inconcluso: Yo lo soy. La palabra que él pro­fiere era también la fórmula de la revelación de Dios en la zarza ardiente (Éx 3,13)79. Para la predicación ante judíos y gentiles tenía importancia quitar al título de Cristo las implicaciones políticas y nacionales.

Según Marcos, la pregunta del sumo sacerdote rezaba así: «¿Eres tú el ungido, el Hijo del Bendito?» (Me 14,61). Lucas deshizo en dos la pregunta única, aunque sin establecer entre los dos títulos una diferencia esencial, ungido e Hijo metafísico (esencial) de Dios. Para el sumo sacerdote y también para Lucas, los títulos «ungido» e «Hijo de Dios» son conceptos equivalentes. Pablo predica en la sinagoga de Damasco sobre Jesús: «Éste es el Hijo de Dios» (Act 9,20); hablando de esto los Hechos de los apóstoles, pueden decir también: Afirmaba que «éste era el ungido» (9,22). El título de «Hijo de Dios» explica el de Cristo, Mesías.

Cuando los hombres del consejo supremo formularon a Jesús la pregunta de si era Hijo de Dios, no podían todavía darse plena cuenta de las profundidades de este título. Pensaban que Dios da al Mesías la investidura de cosoberano y la participación en su poder y soberanía; por

* Cf. el artículo Unción en, J. DHEILLY, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970, ji. 1249. Nota dsl traductor.

79. Cf. Is 43,10; Jn 8,58s; 13,19.

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eso lo llamaban Hijo de Dios (hijo adoptivo). Antiguos textos de la Iglesia veían también en primer lugar esta participación de Jesús en la gloria de Dios cuando lo lla­maban Hijo de Dios. «Dios suscitó a Jesús, como ya esta­ba escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy» (Act 13,33). Dios hizo a Jesús, des­pués de la resurrección de los muertos, Hijo de Dios. En una confesión de Cristo, que Pablo puso al comienzo de la carta a los Romanos, se dice: Dios constituyó a Jesús «Hijo de Dios con poder... a partir de su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4). Pero esto no era todo. En la antigua Iglesia se reconoció que Jesús era Hijo de Dios también durante su existencia terrena. La palabra de Dios en el bautismo y en la transfiguración da testimonio de ello (3,22; 9,35). Jesús, desde el primer momento de su existencia terrena, desde su concepción en el seno materno por el Espíritu Santo, es Hijo de Dios: «Por eso, el que nacerá será santo, será llamado Hijo de Dios» (1,35). Dios ha introducido gradualmente a la Iglesia en el profundo misterio de la filiación divina de Jesús. Con esta penetra­ción gradual, por tanteos, en la persona de Jesús, ¿no se nos muestra con mayor claridad la grandeza de su persona y de su misión, que cuando decimos a manera de fórmula: «Creo en Jesucristo, su único Hijo»? ¡Qué profundidades se encierran en estas palabras: «Hijo único de Dios»!

Son tres los títulos que Cristo reconoce: ungido, (Cristo o Mesías), Hijo del hombre, Hijo de Dios, Jesús no ss atribuye directamente ni el título de Mesías, ni el de Hijo de Dios. Sólo se llama Hijo del hombre, y esto sólo vela-damente, como si hablara de otro. Con el título de Hijo del hombre asocia el camino de la pasión a la gloria. Esto es lo más propio y primigenio de la revelación que nos hace de sí mismo, a saber, que él, a través de la muerte, se eleva a la gloria de reinar junto a Dios.

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La confesión de Cristo ante el sanedrín es un compen­

dio de cristología. Tiene su fuente en la confesión de Jesús.

Lo que dijo Jesús a sus apóstoles en el camino de Jerusa-

lén, lo que enseñó en el templo delante del pueblo, lo

proclama ahora con toda publicidad ante la representación

oficial del pueblo. A los discípulos había dicho en presen­

cia de las multitudes: «Todo lo que dijisteis en la oscu­

ridad, será oído a plena luz, y todo lo que hablasteis al

oído, en las habitaciones más escondidas, será proclamado

desde las terrazas» (12,3). También en él se cumple esto

cuando hace su profesión delante del sanedrín. Jesús da

su testimonio ante el tribunal del consejo supremo. Para

siempre será en la Iglesia el modelo del mártir. «Se apo­

derarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las

sinagogas y os meterán en las cárceles... Esto os servirá

de ocasión para dar testimonio» (21,12s).

Los sanedritas confirman que la palabra de Jesús era

testimonio para ellos: «¿Qué necesidad tenemos ya de tes­

timonio?» En la profesión de que Jesús es Hijo de Dios

ven confirmado que él es el Mesías. La profesión de Me­

sías la toman ellos en sentido político. Se ha logrado el

fin. La entrega a las autoridades romanas está legitimada

y promete éxito. El testimonio sobre Cristo es una espada

de dos filos: «Porque aroma de Cristo somos para Dios,

tanto en los que se salvan, como en los que se pierden: en

éstos, fragancia que lleva de muerte a muerte; en aquéllos

fragancia que lleva de vida a vida» (2Cor 2,15s).

III. ENTREGADO A LOS GENTILES (23,1-25).

Los romanos dejaban a los pueblos sometidos su propia legis­lación, su jurisprudencia y su administración. Los judíos disfruta­ban de privilegios especiales. En tiempos de los procuradores (desde el año 6 d.C.) podía el sanedrín de Jerusalén celebrar pro-

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cesos capitales y fallar sentencias de muerte. Sin embargo, la eje­cución de estas sentencias de muerte era, como, según parece, en todas las provincias romanas, competencia exclusiva de la autoridad romana (según Jn 18,31, dijeron los judíos ante el tribunal de Pilato: «Nosotros no estamos autorizados para dar muerte a na­die»). Si los sanedritas querían que fuera ejecutada la sentencia de muerte que habían fallado contra Jesús, tenían que recurrir al procurador romano.

El procurador, en su calidad de juez supremo, podía o bien reconocer sencillamente la sentencia del sanedrín y ejecutarla, o bien entablar de nuevo el proceso. El sanedrín constituía un colegio judicial; en cambio, el procurador romano era juez único. Los asesores y acompañantes que se le asignaban por lo regular, no tenían prerrogativas judiciales y sólo actuaban como consejeros jurídicos. El proceso era por principio público. Se iniciaba con la acusación. La prueba testifical no estaba sometida a formalidad alguna. Las pruebas eran las deposiciones del acusado y de los testigos. Tras deliberación con los asesores promulgaba el juez la sentencia desde el tribunal, a lo cual seguía inmediatamente la ejecución,

Los Evangelios sólo reproducen fragmentos del proceso de Jesús80. Sobre todo, no dicen expresamente que Pilato pronun­ciara una sentencia formal de muerte. De aquí se ha querido concluir que su decisión no formulaba una sentencia en sentido estrictamente jurídico, sino que fue o bien una sentencia de ejecu­ción tras reconocimiento de la sentencia del sanedrín, o bien una entrega, sin forma, del acusado a los judíos. Es entender errónea­mente los Evangelios y pedirles demasiado si se busca en ellos una relación protocolar del proceso. Lo que pretenden los Evangelios es mostrar qué significa el proceso de Jesús desde el punto de vista de la historia de nuestra salvación.

El juez es Poncio Pilato, procurador de Judea y Samaría (26-36 d.C). Las fuentes judías contemporáneas (Filón y Flavio Josefo) trazan de Pilato un retrato nada halagüeño. Su carácter es presentado como inflexible y sin consideraciones. Se dice que cubrió de infamia el ejercicio de su cargo con sobornos, violen­cias, rapiñas, malos tratos, amenazas, frecuentes homicidios sin sentencia judicial y crueldades intolerables81. Los Evangelios lo

80. Ci. J. BLINZLER, O.C, 196-198. 81. FILÓN, Lega.io ad Gaiwm 38.

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pintan de manera completamente distinta: Pilato aparece pensando jurídicamente, se esfuerza porque se haga justicia frente al odio de los judíos, se muestra condescendiente, demasiado condescen­diente con los judíos. De estos pareceres contradictorios se ha querido concluir que la exposición de los Evangelios es completa­mente «ahistórica» (Klausner). Este juicio es insostenible. El cuadro trazado por el escritor judío es seguramente unilateral, hostil, está basado en hechos que presentan al procurador bajo un aspecto desfavorable. Pilato mismo hubo de evolucionar bajo la presión de los acontecimientos históricos. Cuando llegó a Palestina, el om­nipotente prefecto de la guardia de Tiberio, Seyano, le confió, como a antisemita, la administración del país. Sin embargo, cuando el año 31 cayó Seyano, y Tiberio trató con más consideraciones a los judíos, se vio Pilato forzado a seguir otra táctica. Tenía necesidad de amigos en Jerusalén, en Tiberíades (cerca de Herodes Antipas) y en Roma. Los Evangelios retocaron sin duda el retrato de Pilato, porque querían mostrar que también el procurador romano había reconocido que Jesús no era peligroso políticamente y que fueron los sanedritas los que maquinaron la muerte de Jesús. En Lucas es en quien más marcada está esta tendencia apologética, porque escribe para un ambiente en el que el Estado romano ejerce su autoridad, y redacta su Evangelio en una época en la que puede mirar ya a no pocas experiencias pasadas, y piensa con una visión de la historia que presupone que la Iglesia debe establecerse en este mundo y en sus condiciones reales, entre las cuales se cuenta, no en último término, el Estado romano. El proce­so ante Pilato levanta los ánimos de la Iglesia de dos maneras: muestra al mártir cómo da su testimonio ante las autoridades ro­manas; el proceso es una apología del cristianismo ante el Estado romano.

1. ANTE PILATO (23,1-5).

1 Se levantó, pues, toda la asamblea en pleno, y lo lle­varon ante Pilato. 2 Y comenzaron a acusarlo: Hemos en­contrado a este hombre pervirtiendo a nuestro pueblo, prohibiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es rey, el Mesías.

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Según el estilo judío de Palestina, en los asuntos ofi­ciales aparece siempre ante las autoridades romanas un contingente masivo de dignatarios. Se quiere hacer presión en Pilato. Algo análogo sucede a Pablo en Corinto: «Era entonces procónsul de Acaya, Galión. Y amotinados los judíos contra Pablo, lo condujeron al tribunal, diciendo: Este hombre anda incitando a todos a dar culto a Dios en forma contraria a la ley» (Act 18,12). La pasión de Cristo ha de levantar los ánimos de los cristianos: si son perse­guidos como Jesús, no les sucede nada extraño.

En las grandes fiestas, el procurador, que reside en Cesárea marítima, va a Jerusalén y se aloja en el palacio de Herodes, en el ángulo nordeste de la ciudad82. Allí parece haber sido conducido también Jesús. Al tribunal ro­mano no le interesan cuestiones religiosasss. Por esto, la acusación contra Jesús debe formularse políticamente, y las reivindicaciones religiosas de Jesús deben interpretarse también políticamente: su predicación ambulante se ex­plica como subversión del pueblo, su reivindicación de mesianidad (Mesías, Cristo, ungido), como alta traición con­tra el emperador romano, que en Oriente es denominado rey. Con estos manejos nacionalistas que se echan en cara a Jesús, se le hace aparecer marcado con el sello de afiliado al movimiento de los zelotas. Por esta razón debe también, por motivos religiosos, oponerse a que se pague el tributo al César, aunque de palabra hubiera respondido en otro sentido a esta cuestión. Lo que Jesús había evita­do constantemente, no se le toma en cuenta; se le echa en cara aquello a que se había opuesto. La acusación se basa en sofismas y en embustes. Como ahora «toda la asam-

82. Varían las opiniones acerca del lugar donde Jesús compareció ante el tribunal romano: en el palacio de Herodes o en la torre Antonia (donde comienza tradicionalmente ja calle de la amargura).

83. Act 18,14s; 23,29; 25,18ss.

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blea» de los sanedritas incita al procurador contra Jesús, así también más tarde los manejos calumniosos de los judíos incrédulos inducirán a las autoridades a proceder judicialmente contra los cristianos. «Los judíos instigaron a las mujeres devotas y distinguidas y a los principales de la ciudad, y levantaron una persecución contra Pablo y Ber­nabé, arrojándolos de sus confines» (Act 13,50)8*. La Igle­sia carga con la suerte de Cristo, y esto le comunica alientos.

3 Entonces Pilato le preguntó: ¿Eres tú el rey de los ju­díos? Él contestó: Tú lo dices.

El procurador instituye un interrogatorio (23,14); de las tres acusaciones elige la fundamental: Jesús es rey. Pilato formula la pregunta como corresponde al procurador romano y como se la han insinuado los acusadores: en sentido político, secularizada. Se evita la palabra Mesías (ungido, Cristo). ¿Jesús, rey de los judíos ?¿Rey en sentido político? ¿Rey en el sentido de los zelotas, que querían sacudir por la fuerza la dominación romana? Si Jesús formula la pretensión de ser rey político de los judíos, entonces, tarde o temprano, él y sus adeptos acabarán por rebelarse contra Roma y negarse a pagar los impuestos. Todos los que después de Jesús formularon pretensio­nes mesiánicas siguieron personalmente este camino o in­dujeron a seguirlo a sus adeptos. ¿Pero la pretensión me-siánica tiene sólo sentido político? Jesús esquiva dar una respuesta clara: Tú lo dices, no yo. Estas palabras quie­ren hacer reflexionar. El procurador romano piensa sólo políticamente, entiende el título de Cristo sólo en sentido político. En este sentido no es Jesús rey de ¡os judíos.

84. Cf. también Act 14,19; 17,5-8; 17,13; 18,12s; 24,1.

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«Tú lo dices» no quiere negar totalmente el título de rey. Jesús es el ungido, el Cristo, el Mesías, es el rey, pero... en otro sentido. Entró en Jerusalén como rey mesiánico, monta­do sobre un asno. Viene a Jerusalén, pero no ocupa la ciu­dad, sino el templo. Ejerce su soberanía con autoridad, pero enseñando. En Lucas está insinuado lo que la defensa áz Jesús formula explícitamente en Juan: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera yo entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí... Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido ul mundo: para ser testigo de la verdad» (Jn 18,36s).

4 Dijo luego Pilato a ¡os sumos sacerdotes y al pue-hlo: Yo no encuentro delito alguno en este hombre. 5Pero ellos insistían con más ahínco: Está amotinando al pueblo c(tn lo que enseña por toda Judea, desde que comenzó \H.T Galilea hasta llegar aquí.

Los principales acusadores de Jesús son los sumos sacerdotes, los sacerdotes influyentes del sanedrín; a ellos les siguen las gentes del pueblo, una masa que se había reunido para asistir al proceso. Pilato declara a Jesús ino­cente del delito de que se le acusa. Recela de la fidelidad (L ios judíos al emperador, y por el interrogatorio de Jesús comprende que son ajenas a él las miras políticas; se hizo sin duda cargo de la esfera religiosa, en la que lenía sus raíces la acusación (cf. Jn 18,38). No quiere mezclarse en asuntos y disputas religiosas (cf. Act 18,14s).

Se intensifica la presión sobre Pilato mediante la masa y con la tenaz repetición de las acusaciones. Con una técnica semejante se había ya una vez ablandado a Pí­lalo y se le había forzado a ceder. Ahora se pone en pri­mer término la subversión del pueblo. Se ha tocado direc-

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S I , l.t 11, 18

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tamente la esfera de poder del procurador y del Estado romano: Judea. Los intentos comenzaron en el foco de los disturbios políticos, en Galilea. Allí estalló también la revuelta de Judas el Galileo (6 d.C). Entonces desempeñó un importante papel el censo de la población ordenado con vistas al pago de los impuestos (cf. Act 5,37). Jesús no es una figura anodina. Viene del país de los rebeldes. Fascina a las gentes por toda Palestina, hasta el territorio de la jurisdicción de Pilato. El éxito religioso de Jesús se presenta, con todos los medios, como éxito político, a fin de que se acabe con él.

2. ANTE HERODES (23,6-12).

6 Al oír esto Pilato, preguntó si aquel hombre era ga­lileo, 7 y cuando se enteró de que pertenecía a la juris­dicción de Herodes, lo mandó a Herodes, que también estaba en Jerusalén por aquellos días.

Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, era príncipe va­sallo de Roma y gozaba de autoridad judicial soberana. Jesús, que procedía de Galilea y que además había inicia­do allí, por lo menos en parte, el «delito» que se le echa­ba en cara podía ser remitido al tribunal del señor de su región por el procurador de Judea. Entonces Herodes, por razón de la fiesta de pascua, se hallaba en Jerusalén. Solía alojarse en el palacio de los Asmoneos, al oeste del tem­plo. Allá es remitido el acusado. La nueva vista de la causa daría lugar por lo menos a que se pronunciase un dictamen judicial o a que se fallase una sentencia decisiva (Act 25,13ss). Pilato quería desentenderse de aquel proceso molesto. Quizá esperaba también con este gesto de reco­nocimiento de Herodes reparar algunas provocaciones con

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que había ofendido al insignificante príncipe semita, que gozaba del favor del emperador. El Evangelio no investiga las razones políticas y psicológicas de esta medida, limi­tándose a señalarla por su significado en la historia de nuestra salvación. En tiempo de persecuciones oraba así a Dios la Iglesia de Jerusalén: «Señor, tú eres el que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos hay. Tú, el que en el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre y siervo tuyo David, dijiste: ¿Por qué se amotinaron las na­ciones y los pueblos maquinaron cosas vanas? Se han jun­tado los reyes de la tierra y los príncipes se han confa­bulado contra el Señor y contra su ungido. Porque en ver­dad se confabularon en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y tribus de Israel, para hacer lo que tu mano y tu designio tenía predeterminado que sucediera. Ahora, pues, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos anunciar con toda entereza tu palabra, alargando tu mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nom­bre de tu santo siervo Jesús» (Act 4,24-30). Herodes y Pilato, judíos y gentiles son culpables respecto a Jesús, Señor del mundo. Sin embargo, no pueden eliminar a Je­sús, sino que tienen que cooperar para que Dios le dé el señorío del mundo. La Iglesia amenazada y perseguida cobra fuerzas de la pasión de Jesús. En el discurso esca-tológico se predice que los discípulos serán llevados por el nombre de Jesús ante reyes y gobernadores (21,12); Jesús pasó anteriormente por ello. La Iglesia perseguida lleva consigo la persecución de Jesús. Su martirio tiene su razón de ser en el designio de Dios por el que también se hace comprensible el martirio de Jesús. Los cristianos, los sier­vos de Dios, están asociados con el santo siervo de Dios, Jesús, el que Dios ungió; están asociados con él, en la persecución y en la gloria.

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*Al ver Heredes a Jesús, se alegró mucho; porque desde hacía bastante tiempo estaba deseando verlo por lo que habla oído acerca de él, y hasta esperaba verlo hacer algún milagro. 9 Hízole, pues, muchas preguntas; pero él nada le respondió.

El tetrarca de Galilea es caprichoso, condescendiente con jovialidad, religiosamente indiferente, hombre de mun­do, amigo de construcciones fastuosas y de banquetes opí­paros, un hombre que quiere vivir tranquilo, diplomático astuto que va en busca de sensación, algo así como son caracterizados los atenienses: «Los atenienses... no se ocupan en otra cosa que en decir u oír la última novedad» (Act 17,21).

Herodes se alegra al ver a Jesús. Espera ver algún milagro del taumaturgo. Los prestidigitadores entretie­nen al público de la corte con sus juegos de manos. Jesús proporcionará a Herodes un cosquilleo divertido... Pablo experimentará algo parecido en el Areópago por parte de los filósofos epicúreos y estoicos: «Tú traes algo que suena extraño a nuestros oídos. Nos gustaría saber lo que esto quiere decir» (Act 17,19s). Los más santos designios de Dios se rebajan al nivel de sensaciones. Tam­bién esto es persecución...

Jesús no responde con palabras ni con obras. Sus mi­lagros son signos del reino de Dios que se inicia. Su pala­bra es mensaje profético que llama a la decisión de fe y sitúa ante la alternativa de salvación o ruina, de vida o muerte. El poder de hacer milagros y la palabra no se han dado a Jesús para su propia utilidad. Contra tal oferta del tentador se decidió también Jesús al comienzo de su acti­vidad (4,1-13). Tampoco ahora cae en la tentación, ahora que se halla ante la decisión por la libertad o la condenación. Quien pide signos, por el mero gusto de ver, se marcha con

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las manos vacías (9,9; 8,19ss). Quien reclama signos no recibe otro que la predicación de conversión y penitencia (ll,29ss).

El silencio de Jesús es señal del siervo de Yahveh: «Como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores» (Is 53,7). El silencio es para los griegos signo de la divinidad: el silencio, símbolo de Dios. Bajo este silencio no se oculta la impotencia, que aguar­da el día de la venganza, sino la callada obediencia a los designios de Dios.

10 Entre tanto, los sumos sacerdotes y los escribas esta­ban allí, acusándolo con vehemencia. ll Entonces Herodes, con su escolta, después de tratarlo con desprecio y de bur­larse de él, mandó ponerle una vestidura espléndida y lo devolvió a Piloto.

Los sanedritas de JerusaLén podían temer que el prín­cipe galileo interviniera en favor del galileo Jesús y des­baratara sus planes de acabar con él. El tetrarca gustaba ya de oir en otro tiempo al Bautista (Me 6,20) y se había interesado por Jesús (9,9). Las acusaciones se hacen vio­lentas. La fuerza persuasiva que falta se suple con tena­cidad y obstinación. También la sesión ante Herodes se cierra con sentencia absolutoria. Jesús es más ridículo que peligroso, más un soñador ajeno a la realidad, que un rebelde político; candidato a la carona, pero no rey; un quijote, pero no un revolucionario. Herodes manda po­ner a Jesús una vestidura espléndida, una toga candida. Jesús lleva ahora la vestidura de pretendiente. Es declara­do candidato ridículo al trono, y como tal es ridiculizado.

La reivindicación de realeza de Jesús, que no se acredita con poder y esplendor regio (cf. Jn 18,36), como piensan los hombres, no se toma en serio, es ridiculizada,

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caricaturizada. Un pobre loco... Un idealista ajeno a la realidad... Escándalo para los judíos, locura para los gen­tiles... (ICor 1,23).

12 Y aquel mismo día, Herodes y Pílala, que antes es­taban enemistados entre sí, se hicieron amigos.

Pilato había hecho colocar escudos votivos en su pala­cio de Jerusalén. Los judíos veían en ello una provoca­dora profanación de la ciudad santa mediante signos pa­ganos. Una embajada judía se presentó en Roma ante el emperador Tiberio con quejas contra Pilato. En esta em­bajada había tomado parte también Herodes Antipas. Ésta pudo ser una razón de la enemistad. Remitiendo a Jesús al tribnal de Herodes reconoce Pilato públicamente la soberanía de Herodes y entabla así de nuevo relaciones normales con el tetrarca. El Evangelio ve en esta reconci­liación aspectos de historia de la salud. Herodes y Pilato, judíos y paganos, se reúnen en Jerusalén contra el santo siervo de Yahveh, al que Dios ha ungido como Mesías. Judíos y paganos declaran su inocencia, pero al mismo tiempo se hacen culpables contra él. Comienza ya la gran obra de la unión, que se consuma cuando Jesús es exalta­do y glorificado (cf. Is 49,7-13). Jesús «es nuestra paz» (Ef 2,14).

3. CONDENADO (23,13-25).

13 Entonces Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo, H y les dijo: Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; pero ya veis que yo, tras haber hecho la investigación delante de vosotros, no encontré en él delito alguno de esos que le acusáis. 15 Ni

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tampcco Herodes, por lo cual nos lo ha devuelto. Por con­siguiente, ya veis que no ha hecho nada que merezca la muerte. 16 Así que le daré un escarmiente y lo pondré en libertad.

La masa ante la cual celebra el proceso Pilato ha au­mentado aún más. Pilato ha convocado a los sumos sacer­dotes, a los jefes y al pueblo. En un principio estaba la entera asamblea de los sanedritas (y la guardia, 23-1), luego los sumos sacerdotes y el pueblo (2,4), ahora los su­mos sacerdotes y los jefes (los ancianos o miembros restan­tes del sanedrín, descontando sacerdotes y el pueblo — pue­blo de Dios—, que hasta ahora estaba del lado de Jesús. El entero pueblo judío tiene que habérselas con Jesús. Se halla ante su gran decisión histórica. Herodes y Pilato se confabulan con los gentiles y el pueblo de Israel para hacer lo que ha prefijado la mano de Dios y su poderoso designio.

Pilato proclama el resultado del proceso. La acusa­ción se compendia en un punto: agitación del pueblo contra el Estado romano. La investigación ha conducido a la conclusión de que la acusación no está justificada. La vista de la causa se ha efectuado ante el pueblo con plena pu­blicidad. Todos podían convencerse de que Pilato no ha­bía obrado ilegalmente. La sentencia de Pilato se ve confirmada también por la de Herodes. El veredicto reza así: Jesús no ha cometido ningún delito digno de muerte. La inculpabilidad política de Jesús indica que la causa que sostiene no va contra los intereses del Estado. La sen­tencia era de importancia fundamental para la Iglesia que se iba propagando en el imperio romano. El Estado roma­no conoce y reconoce lo inofensivo de la acción y del men­saje de Jesús. El juez conoce los sentimientos y la volun­tad de los sumos sacerdotes y de la masa que los sigue.

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Se declara pronto a hacer una concesión. Antes de dejar en libertad a Jesús, será sometido a la pena de azotes (Me 15,15). La flagelación se efectúa de una manera bárbara. Se despoja de los vestidos al reo, se lo ata a un poste o a una columna, o se lo tendía en el suelo, y luego era azo­tado por varios verdugos hasta que estos se cansaban, o colgaba la carne en jirones del cuerpo ensangrentado. Por lo regular acompañaba la flagelación a la crucifixión (Me 15,15). Pilatos quiere ordenarla como castigo separado (Jn 19,1-5). Lucas evita la palabra «azotar», tampoco ha­bla de la ejecución de este castigo. Tiene consideración con los romanos. Pilato sucumbe a la obstinación de la masa y se lanza así por un camino fatal. Se convierte en ins­trumento del sanedrín, que quiere acabar con Jesús. El sanedrín tiene mayor culpa que Pilato (Jn 19,11).

17 En cada fiesta tenía que soltarles un preso. uPero ellos comenzaron a gritar todos en masa: ¡Fuera con él! ¡Suéltanos a Barrabás! 19 A éste lo habían metido en la cárcel por un motín ocurrido en la ciudad y por un homicidio.

El procurador tenía que libertar un preso en la fiesta de la pascua. Esto se debía, sin duda, a un privilegio que los romanos habían otorgado a los judíos85. La masa lanza el nombre de Barrabás en medio del proceso. Este hom­bre había combatido por la independencia, había amoti­nado al pueblo y en una revuelta había cometido un homi­cidio. Es culpable precisamente de eso de que los sanedri-tas acusan a Jesús. Sin embargo se pide la libertad del re-

85. Se puede discutir la autenticidad del v. 17; seguramente se tomaría de Me 15,6, y se insertarla aquí para mejor inteligencia del hecho. Diversas indicaciones en el Talmud y en textos jurídicos paralelos confirman este uso transmitido en los Evangelios (cf. J. BLINZLER, o.c, 232-235).

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voltoso y homicida y se exige que se elimine violenta­mente a Jesús. Después de la resurrección dirá Pedro a los judíos: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato, mientras éste se inclinaba a dejarlo en libertad. Vosotros, pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino» (Act 3,13s). Los marcados contrastes son tremendamente trágicos. El pue­blo se decide contra el santo y justo en favor de un re­voltoso sin escrúpulos; contra el autor de la vida que guía a la vida, en favor de uno que destruye la vida.

20 Pilato, deseoso de poner en libertad a Jesús, les di­rigió de nuevo la palabra. 21 Pero ellos seguían gritando: ¡Crucifícalo, crucifícalo! 22 Insistió Pilato por tercera vez: ¿Pues qué mal ha hecho éste? Yo no he encontrado en él ningún delito de muerte; así que le daré un escarmiento y lo pondré en libertad.

Desde la acusación de alta traición está la pena de muerte en el trasfondo del proceso, se reclama luego abier­tamente (23,18), y al final se determina bajo la forma de crucifixión (23,21). En el derecho romano se conside­raba la alta traición como delito capital y se castigaba según los casos con la cruz, con la entrega a las fieras en el circo o con la deportación a una isla. Los miembros dirigentes del consejo supremo de los judíos traman para Jesús la muerte en cruz. Hay que acabar absolutamente con él. El que muere crucificado pierde la vida, la honra, la existencia delante de Dios. La Escritura dice: «Es mal­dito el que está colgado» (Dt 21,23; cf. Gal 3,13).

Por tercera vez reconoce Pilato la inocencia de Jesús (23,4.13-16.22). Las declaraciones de inculpabilidad van

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in crescendo: la primera es el resultado de la investiga­ción de Pilato, la segunda es además apoyada por Here­des, la tercera tiene lugar en presencia del rebelde y homi­cida. Así aparece un hombre que ha perpetrado eso por lo cual es acusado Jesús... ¿Pues qué mal ha hecho éste, Jesús? Ecce homo (Jn 19,5).

Cada vez que Pilato declara la inocencia e inculpa­bilidad de Jesús se endurece la actitud de la muchedumbre. Los sumos sacerdotes y el pueblo persisten en la resisten­cia (22,5), el pueblo entero grita (sin interrupción): ¡Cru­cifícalo! (22,18). Ininterrumpidamente gritan a lo que dice Pilato: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Tres veces intenta Pilato ganarlos para su sentencia. Lo remite al tribunal de He-rodes (22,7); quiere escarmentarlo (22,16); repite esta cruel solución de compromiso (22,22). No los jueces romanos, sino las multitudes de los judíos, que acusan a Jesús ante su tribunal, son las que empujan a la muerte a Jesús. Lu­cas no sitúa en el campo visual la débil condescendencia, la deficiencia e injusticia de Pilato, sino la creciente obs­tinación de los enemigos de Cristo. Ahora se colma la medida de la oposición a Dios. Dando una mirada retros­pectiva a la historia del proceder de Dios con su pueblo, saca Esteban la siguiente conclusión en su discurso ante el consejo supremo: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espí­ritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros. ¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Has­ta dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (Act 7,5ls).

23 Pero ellos insistían, pidiendo a grandes voces que juera crucificado, y su griterío se hacía cada vez más violento.

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Pilato sucumbe ante el griterío fanático de las masas. Los acusadores lo dominaban con su griterío; él sucum­bió a sus fanáticas exigencias. Su griterío se impuso. El furioso gritar aparece casi despersonalizado. En este gri­terío confuso actúa el poder de las tinieblas. Tras la masa del pueblo y sus dirigentes combate el poder de las tinie­blas contra el Señor de la gloria (22,53; cf. ICor 2,6ss).

24 Por fin, Pilato decretó que se ejecutara lo que ellos pedían. 25 Puso, pues, en libertad al que ellos reclamaban, al que había s'do encarcelado por motín y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.

Las palabras no contienen una sentencia expresa de muerte del juez Pilato. Indicios no faltan de que tal sen­tencia fue fallada de hecho. Pilato se sentó en el tribunal para dictar la sentencia (Jn 19,13). La tabla en que se noti­ficaba la culpa indica que Jesús fue condenado por alta traición (23,38). La ejecución de la condena fue llevada a cabo por soldados romanos (23,47). ¿Por qué se expresa Lucas de una manera tan velada: «Pilato lo entregó al ar­bitrio de ellos»? La voluntad de los judíos que estaban an­te el tribunal de Pilato era que Jesús fuera crucificado. Pedro declara en su primer sermón el día de pentecostés: «Hombres de Israel, oíd estas palabras: a Jesús de Na-zaret, hombre acreditado por Dios ante vosotros con mi­lagros, prodigios y señales que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis; a éste, entregado según el plan definido y el previo designio de Dios, vosotros, crucificán­dolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio» (Act 2,22s)8". La culpa más profunda de la crucifixión de Jesús recae sobre los dirigentes judíos y el pueblo de

st,. Cf. también Act 2,36; 3.15; 5,30; 7,52; 13,27=; ITes 2,14ss.

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Jerusalén, que con su griterío se prestó como instrumento al odio de aquéllos. No se puede hablar de culpa colectiva de todos los judíos. En la parábola de los viñadores mal­vados patentiza Jesús la culpa de los escribas y pontífices en su muerte (20,16.19). A los habitantes de Jerusalén se predice la destrucción de su ciudad, porque ésta no ha aceptado y reconocido la misericordiosa visita de Dios por medio de Jesús (19,43ss). La voluntad de los judíos que estaban delante de Pilato era que Jesús fuera crucificado.

El procurador romano entrega a Jesús. Había hecho todo lo imaginable por establecer la inculpabilidad políti­ca de Jesús. La masa de pueblo judía, bajo la guía de los sanedritas, lo forzó con todos los medios a condescender. Pilato queda en gran manera descargado. Al evangelista, al hacer su exposición, no le interesa precisamente investi­gar la culpa por la ejecución de Jesús y repartirla equita­tivamente. Para la misión de la Iglesia era más importante poner a plena luz el testimonio del juez romano, a saber, que Jesús y su causa no son sospechosos políticamente ni peligrosos para el Estado. El Estado romano no tiene mo­tivo alguno para perseguir a la Iglesia, puesto que por razón de su fundador no tiene veleidades ni aspiraciones de influencia política. Las autoridades romanas no deben dejarse influenciar y engañar por las calumnias judías contra los apóstoles de Cristo, propaladas por todas las ciudades del imperio romano, ni deben dar crédito a tales patrañas.

Para la Iglesia es siempre el proceso de Jesús un do­cumento que le muestra cómo debe comportarse frente al Estado. Es también un documento por el que puede ver el Estado cómo ha de entender debidamente a la Iglesia. Lo que experimentó Jesús ante el tribunal de Pilato levanta los ánimos de la Iglesia cuando ésta se ve tratada por los poderosos y jueces de la tierra como Jesús fue

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tratado por Pilato. Para no implicarse en dificultades polí­ticas se entrega a Jesús, como más tarde los procuradores romanos Félix y Festo estarán a punto de sacrificar a Pablo, entregándolo a sus fanáticos adversarios (Act 24, 25ss; 25,9). El tiempo de la Iglesia es esencialmente tiempo de pasión, cuyos aprietos y tentaciones sólo cesarán cuan­do venga el Hijo del hombre. El Señor conforta a su Iglesia, porque él fue el primero en experimentar el destino de ser condenado por alta traición y como causante de desórdenes, mientras que se dio libertad al verdadero reo de alta traición y homicida.

La resolución de condenarle a muerte, adoptada por los sanedritas, puede realizarse. La historia de cómo se realizó comenzó con la promesa de entregárselo hecha por Judas. Termina con las palabras «y a Jesús lo entregó (Pilato) al arbitrio de ellos». La palabra «entregar» caracteriza no sólo al principio y al fin del proceso de Jesús, sino a la pasión entera; según las actas judías de procesos y de martirios, se entrega al mártir en manos de los que han de atormentarlo y matarlo87. La palabra «entregar» ex­presa, juntamente con el acontecimiento histórico, también su interpretación. La entrega no es sólo obra de hombres, sino en último término obra de Dios. El Señor lo entregó por nuestros pecados (Is 53,12). En la entrega de Jesús a la voluntad de los judíos se cumplió la propia voluntad de Dios revelada en la Escritura (24,26s)88. En el mar­tirio no sólo se desencadena poder humano; se trata tam­bién de un drama salvífico divino.

87. Cí. también Act 21,11; 28,17. 88. Act 2,23; 3,18; 13,27; 26,23.

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IV. LA MUERTE DE JESÚS (23,26-56).

El camino de Jesús hacia la muerte y su muerte misma se presentan de tal modo que Jesús aparece ante la Igle­sia como mártir. En el martirio se da conocimiento a la misión y la vida de Jesús. El triunfo del martirio se mani­fiesta ya antes de que Jesús haya expirado. La Iglesia perseguida experimenta con Jesús el poder en la impotencia de la muerte en el martirio.

1. VÍA DOLOROSA (23,26-32).

26 Cuando lo conducían, echaron mano de un tal Simón de drene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús.

Por lo regular, la sentencia se ejecutaba inmediata­mente después de su promulgación. De la ejecución se en­cargaba la guardia del procurador cuando imponía Pilato un castigo militar. Lo conducían. Lucas no hace mención de los soldados romanos. Tampoco contó cómo se habían burlado de Jesús (Me 15,16s). No son los romanos los que cargan con la culpa de los tormentos y de la ejecución de Jesús, por lo menos no cargan con la culpa principal (Jn 19,11). El camino del palacio de Herodes hasta el lu­gar de la ejecución fuera de las murallas de la ciudad (Mt 28,11; Jn 19,20) era de unos 300 metros. Pasaba por ca­lles animadas, pues la pena de crucifixión debía servir de escarmiento. Jesús llevaba, como era corriente, el palo transversal de la cruz. El palo largo, el madero vertical,

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lo aguardaba, clavado en tierra, en el lugar de la ejecu­ción. El evangelista no habla de todo lo que estaba impli­cado en este sencillo «lo conducían». Sólo pone de relieve lo que sirve para animar a los mártires cristianos.

En el camino echan mano de Simón de drene para que lleve la cruz de Jesús. Lucas elige un término civil en lugar del militar empleado por Marcos (15,21): «lo obligaron». Las tropas romanas de ocupación tienen dere­cho a enrolar a cualquiera para servicios públicos. Lucas tiene consideración con los romanos; la ejecución de Je­sús no aparece como obra de los soldados romanos. Simón vuelve del campo, de su terreno que había comprado qui­zá para cavar un sepulcro. Era judío de la diáspora, que venía de Cirene —quizá para prepararse para la vida fu­tura en la proximidad del templo; se creía, en efecto, que la resurrección de los muertos comenzaría en el monte de Sión. Simón lleva la cruz detrás de Jesús; con ello cumple lo que exige Jesús a sus discípulos: «El que quiere venir en pos de mí (ser mi discípulo), niegúese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame» (9,23). «Quien no lleve su cruz y viene tras de mí, no puede ser mi discípulo» (14,27). El sentido del martirio cristiano consiste en llevar cada uno su propia cruz juntamente con Cristo que lleva la cruz. También la cruz cotidiana, impuesta por la vida cristiana con los imperativos del día —la Iglesia es Iglesia perse­guida— forma parte del llevar la cruz de Jesús.

27 Una gran muchedumbre de pueblo lo seguía, y tam­bién mujeres, las cuales iban llorando y lamentándose por él. 28 Vuelto Jesús hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras y por vuestros hijos. 29"Porque se acercan días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles! ¡Bienaventurados los senos que no engendraron y los pechos que no criaron! 30 Entonces se

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pondrán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Sepultadnos. 31 Porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué no se hará con el seco?

El «pueblo», el pueblo de Dios, vuelve a aparecer aquí, y también las mujeres que en los entierros judíos suelen encargarse de las lamentaciones por el difunto (8,52). El círculo de las plañideras y de los que se lamen­tan se amplía hasta convertirse en un duelo del pueblo, cuando se trata de la muerte de personalidades destacadas. Los judíos no permiten que se hagan lamentaciones en público por los que mueren en el patíbulo (Dt 21,22s). Je­sús, sin embargo, es objeto de tales lamentaciones — las mujeres se golpeaban el pecho y lloraban — en el camino hacia el lugar de la ejecución. A él se le hacen como a maestro, profeta y rey de su pueblo. Las mujeres que se lamentan dan un testimonio valeroso de que Jesús no era un criminal. Hombres temerosos de Dios guardaron también gran luto por el mártir Esteban (Act 8,2).

A las mujeres que se lamentan habla Jesús como pro­jeta, lleno de soberanía y de grandeza. Sus palabras están revestidas del lenguaje de los profetas de infortunio: «Hi­jas de Jerusalén» (Is 3,16), «Se acercan días» (Am 4,2), «Dirán a los montes: Caed sobre nosotros...» (Os 10,8). Jesús había actuado como profeta, y como profeta lleva a término su obra. Por parte de la ciudad que asesina a los profetas, sufre ahora el destino de muerte de todos los profetas (13,34). Jesús es fiel hasta el fin. La constancia y perseverancia es su grandeza, y también la grandeza de los cristianos, porque el tiempo de la Iglesia es tiempo de persecución (21,19).

El camino, la marcha de Jesús hacia la muerte es más que una lamentable catástrofe personal. No lloréis por mí. Su ejecución atrae sobre Jerusalén el castigo de Dios. Llo-

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rad por vosotras y por vuestros hijos. La ciudad, que en todo tiempo resistió a los profetas y les dio muerte, que con lo que ahora sucede colma la medida del empederni-miento, esta ciudad recibirá su castigo89. Le sobreven­drán cosas intolerables. Lo que regularmente es la mayor felicidad, se convertirá en infortunio. Entonces se felici­tará a las madres que no tengan hijos. La vida será tan insoportable que será preferida la muerte. El juicio y cas­tigo de Jerusalén es el remate de una historia milenaria de infidelidad y rebeldía contra Dios. Es al mismo tiempo mo­delo y símbolo del juicio universal sobre todo lo malo, sobre todos los repudios de las ofertas de gracia hechas por Dios y sobre todos los poderes hostiles a Dios.

Jesús piensa, más que en su desgracia, en la triste suerte de Jerusalén y de sus habitantes. Llorad por vos­otras y por vuestros hijos. Su palabra profética exhorta a la conversión y a la penitencia. La vista de la ciudad (19,41) y el contacto con sus habitantes, que tienen buenos sentimientos para con él, le impele a revelar el fin de esta ciudad y el amor que le tiene. Su camino a la cruz realiza todos los planes de Dios. Con la lamentación sobre Jeru­salén entra él en la ciudad de su muerte y de su repudio y reprobación; en presencia de las mujeres que se lamen­tan y que deben llorar por la ciudad, la abandona para sufrir la muerte que ella le tiene preparada. No ha reco­nocido Jerusalén lo que había de proporcionarle la paz.

Lo grave de la hora se dibuja en la marcha misma de Jesús hacia la muerte. El juicio comienza por él, el Justo. Él es el Siervo de Dios, que en forma vicaria sufre por los muchos, pero con ello no queda sin vigor la sen­tencia sobre aquellos por quienes él sufre. Lo que sucede con Jesús es advertencia y llamamiento a la conversión.

89. l l ,50s; 13,34s; 19,11-27.41-44; 20,9-19; 21,20-24.

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NT. Le I I , 19

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Si el juicio de Dios le alcanza en forma tan dura a él, el inocente, ¿qué sucederá a aquellos que no carecen de cul­pa? Jesús se sirve de un proverbio: «Si el fuego ataca al leño verde, ¿qué han de hacer los que están secos?» El mártir que expía por los otros quiere sacudir los áni­mos. De la Iglesia de los mártires dice Pedro: «Porque es ya el tiempo de que comience el juicio por la casa de Dios. Y si empieza por nosotros, ¿cuál será el final de los que se rebelan contra, el Evangelio de Dios? Y si el justo a duras penas se salva, ¿dónde podrá presentarse el impío y pecador?» (IPe 4,17s).

32 Llevaban también a oíros dos, que eran malhechores, para ejecutarlos con él.

Los romanos solían practicar a la vez diversas ejecu­ciones, cosa que no hubiera sido posible según la ley ju­día. Según Marcos, parece que los dos «malhechores» ha­bían sido combatientes por la independencia; según Lucas no son criminales políticos, sino sencillamente malhecho­res, pecadores. Jesús es computado entre los criminales y los pecadores. En él se cumple lo que él mismo había dicho a sus discípulos antes de marchar al huerto de los Olivos, y lo que la Escritura había anunciado anticipada­mente como su suerte fijada por Dios (22,37; Is 53,12). Jesús se encuadra entre los malhechores y carga con su castigo, como expiación por ellos. Los criminales es­tán «con él», son sus discípulos...

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2. EN EL CALVARIO (23,33-43).

a) Crucificado (23,33-34).

33 Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, lo crucificaron allí a él y a los malhechores: uno a la de­recha y otro a la izquierda. M Jesús decía: Padre, perdó­nalos, porque no saben lo que hacen. Luego se repartieron sus vestidos echando suertes.

El lugar del suplicio lleva el nombre de Calvario, lu­gar de la Calavera; así se traduce el nombre hebreo de Gólgota (Jn 19,17). Este nombre caracteriza el lugar, con la designación de «cabeza» (en árabe ras), frecuente en Oriente, como un altozano que sobresale ligeramente (un cabezo). Jesús lleva a término su misión en el patíbulo y allí la consuma. «Despreciado, desecho de los hombres» (Is 53,3).

Allí lo crucificaron. Sobre la colina se hallaban algunos postes que llevaban en medio una tabla que sirviera de asiento, y arriba, sobre el sitio de la cabeza, una muesca para el palo transversal. Las manos de Jesús fueron cla­vadas en este palo (24,39; Jn 20,25). Éste se elevó con su carga sobre el poste; luego se sujetaron el palo y los pies. La antigüedad sintió y calificó la muerte en cruz como «la más cruel y terrible de las penas de muerte» (Cicerón), como «la muerte más luctuosa de todas» (Flavio Josefo), como la «pena de muerte propia de esclavos» (Tácito). La cruz coloca a Jesús entre los criminales más infames. El que había entrado en Jerusalén como príncipe de la paz, termina en el patíbulo fuera de la ciudad de la paz, como perturbador del orden y de la paz. Es crucificado como el criminal más vulgar entre dos criminales. Precisamente

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por el hecho de ser Jesús computado entre los criminales en su calidad de mártir y Siervo de Dios, surge una espe­ranza luminosa: «Por eso yo le daré por parte suya mu­chedumbres, y recibirá muchedumbres por botín; por ha­berse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores» (Is 53,12). La imagen de Cristo levanta los ánimos de los cristianos cuando también ellos son ejecu­tados como criminales por el nombre de Jesús.

Jesús ruega por sus enemigos y por los que lo atormen­tan90. Los tormentos y la injusticia no pueden retraerlo del amor. En su derrota sais victorioso. Lo que enseñó, lo vive. Él mismo predicó el amor a los enemigos: ahora él también ora por sus enemigos, como lo había exigido (6,35). Se mantiene fiel a su palabra, aun en las horas tene­brosas. Trata de hacer entrar dentro de sí a Judas en el momento mismo en que lo entrega; sana la oreja del criado herido, que había acudido para participar en su captura; ora por sus enemigos mientras lo crucifican. El Crucifi­cado es la ilustración de la predicación de Jesús, arquetipo de vida cristiana, de oración y de sufrimiento. «Para esto fuisteis llamados. Porque también Cristo sufrió por vos­otros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (IPe 2,21).

Con su oración se constituye Jesús en abogado y sumo sacerdote (Heb 7,25; Un 2,1) por sus «traidores y ase­sinos» (Act 7,52). Para obtener lo que va a implorar pone Jesús en juego toda la intimidad que lo une con Dios y a Dios con él, y que se expresa con la palabra Padre (abba, más bien «papá»). Además, excusa todavía lo que están .haciendo los que lo atormentan y los que los apoyan, sus adversarios entre los judíos. «No saben lo que hacen.»

90. El v. 34 falta en toda una serie de antiguos e impor.antes manus­critos. La palabra parece haber resultado molesta para la polémica contra los judíos y su culpa en la muerte de Jesús (cf. 22,43s).

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Con esto no se niega la culpa. Si no hubiese habido culpa, habría estado de sobra la intercesión de Jesús. El proceso ha demostrado que sus adversarios no han escatimado mentiras ni odios, obstinación y presión sobre el juez, con objeto de lograr su intento.

Pero ¿tienen plena conciencia de lo que significa su suplicio? Están crucificando a Cristo, al Hijo de Dios, al Hijo del hombre (22,66ss). Conocemos las palabras de Pedro, que censuró a los judíos de Jerusalén primeramente con estas palabras: Vosotros «disteis muerte al autor de la vida», pero inmediatamente añade: «Ahora bien, herma­nos, yo sé que obrasteis por ignorancia, como asimismo vuestros jefes» (Act 3,15.17). Pablo concuerda con él en el discurso que pronunció ante los judíos en Antioquía de Pisidia: «Porque los habitantes de Jerusalén y sus jefes, al condenarlo, cumplieron, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado» (Act 13,27). Tampoco Pedro y Pablo absolvieron a los judíos de toda culpa; en efecto, la ignorancia y el no reconocer no se limitan a la esfera del conocimiento, sino que tienen también que ver con la decisión de la voluntad. «El no reconocer no es simplemente no estar uno orientado, lo cual, en cuanto tal, se puede excusar, sino que es también un delito sujeto a la ira de Dios y tiene necesidad de perdón.» Sin embargo, sólo después de la resurrección de Jesús es inexcusable el no haber creído en su mesianidad. Hasta entonces no tomó Dios en cuenta los «tiempos de la ignorancia», no los castigó como correspondía; ahora, después de la resu­rrección, se produce una mutación (Act 17,30). La oración del perdón y del amor a los enemigos ilumina los tiempos de persecución de la Iglesia. El protomártir Esteban, bajo las pedradas mortíferas, cae de rodillas y clama con fuerte voz: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Act 7,60). Se dirige al Cristo glorificado, al que Dios ha trans-

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mitido el poder de juzgar, y ora con su espíritu. Jesús es modelo y fortaleza de los mártires.

Jesús deja muy atrás a los mártires judíos. Sus figuras son veneradas. No puede uno menos de conmoverse al leer el martirio de los hermanos Macabeos y de su heroica madre (2Mac 7). ¿Cómo se comportan con sus enemigos? Amenazan al rey que los manda atormentar: «Pero tú no creas que quedarás impune por haber osado luchar contra Dios» (2Mac 7,19). Insultan a sus enemigos, los escarnecen y excitan su furor, los anatematizan y les anun­cian terribles castigos (4Mac 9,15). Jesús perdona, excusa, ora por el perdón de sus adversarios.

Los judíos aguardan de los ajusticiados una confesión de culpabilidad. El ladrón arrepentido hizo tal confesión (23,41). Jesús es el Santo y Justo, pero carga con la culpa de todos, y ora por ellos, particularmente y en primer lu­gar por los que se han desmandado contra él. Antes de morir cumple toda justicia, la justicia que él mismo exi­gía; porque es misericordioso como es misericordioso el Padre que está en los cielos (cf. 6,36).

Los vestidos y los pocos efectos de los ajusticiados, que eran crucificados desnudos, pertenecen a los verdugos. Para decidir lo que corresponde a cada uno, se echan suertes. El sorteo de las vestiduras de Jesús se refiere con las pa­labras del Salmo 22(21), 19. El designio y plan salvífico de Dios quiere que Jesús muera en la mayor pobreza y des­honra. En el camino hacia su «elevación» habló Jesús con frecuencia e insistentemente de la pobreza y del hacerse pobre; ahora se le quita todo lo que posee, y él lo da da buena gana, porque así lo quiere Dios. Cuando entró Jesús en este mundo fue envuelto en pañales por María; antes de salir de la vida, son repartidos sus vestidos.

Todo lo que tenia se le ha quitado: la libertad con la crucifixión; la honra, al ser contado entre los crimi-

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nales; los vestidos, como derecho de sus verdugos. Todo lo entregó para hacer bien a los que le odian. Sólo una cosa le ha quedado: el Padre, abba. Él quiere enriquecer a los pobres, como lo anuncia el Salmo de pasión que aca­ba de insinuarse: «De ti parten mis loores en la gran asamblea, ante los que te temen cumpliré yo mis prome­sas. Los pobres comerán hasta saciarse, los que buscan al Señor le alabarán: su corazón ha de vivir para siempre. Recordarán y volverán hacia el Señor todos los confines de la tierra: ante él se postrarán las familias todas de las gentes.

El reino es del Señor y él es el que domina en las naciones. Sólo a él han de adorar los satisfechos de la tierra, ante él se inclinarán los que bajan al polvo... Su descendencia ha de servirle, del Señor se cantará por las generaciones. A medida que vengan, dirán de su justicia, a las gentes que nazcan, lo que ha hecho» (Sal 22[21],26-31).

b) Escarnecido (23,35-38).

35 El pueblo estaba allí mirando. Y también los jefes arrugaban la nariz, diciendo: Ha salvado a otros; pues que se salve u sí mismo, si él es el ungido de Dios, el elegido.

Se hace distinción entre el pueblo (pueblo de Dios) y sus jefes. El pueblo se ha quedado allí y está mirando. El pueblo lo había escuchado en el templo, nunca aparece activo en el proceso; ahora está otra vez presente. Tam­bién el pueblo arrugaba la nariz, como los jefes. Lo que ve y experimenta bajo la cruz es superior a él. La muerte en cruz de Jesús es la gran prueba de la fe, que constan­temente se debe intentar superar. ¿Puede este crucificado

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ser el salvador, el Mesías, si él mismo no se puede sal­var? El pueblo no dice nada ni participa activamente en las burlas de Jesús, pero interiormente no acaba de vencer el escándalo que le ocasiona la muerte en cruz del Mesías. ¿No intervendrá Dios cuando se ve aniquilado su ungido, su elegido, cuando perece el mártir miserablemente?

Los jefes del pueblo «arrugan la nariz», tuercen los labios, desprecian a Jesús y se creen legitimados para ello. Las mofas compendian lo que está contenido en los títulos de Jesús: salvador, ungido de Dios y Mesías (9,35), elegido, siervo de Dios (9,35; Is 42,1) e Hijo de Dios. Si Jesús es todo eso que dicen estos títulos y tiene el poder que en ellos se expresa, ahora es cuando tiene que demostrar este poder y salvarse... Con semejante tentación comenzó su obra (4,3), la misma se le ofrece en Nazaret, su ciudad paterna (4,23); la misma concluye también su camino por la tierra y se le plantea como objeto de decisión antes de ser glorificado. Que la impotencia haya de demostrar el poder de Jesús, es cosa que no se puede comprender. Este hecho paradójico sólo se comprende por la Escritura, y resuena en las palabras de la Escritura: «arrugan la nariz». «Pero yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desprecio del pueblo. Búrlanse de mí cuantos me ven, tuercen los labios y mueven la cabeza» (Sal 22 [21],8).

36 También se burlaban de él los soldados, que se acer­caban para ofrecerle vinagre 37y le decían: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. ™ Había también sobre él" una inscripción: Éste es el rey de los judíos.

También los soldados romanos — hasta aquí no ha ha­blado nunca de ellos el evangelista — se burlan de Jesús. Ofrecen vinagre al sediento. Aquí resuena en lontananza

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el Salmo: «En mi sed me abrevaron con vinagre» (Sal 69[68],22). Jesús se ve atormentado en su angustia.

El título de rey de los judíos ocupaba el centro del proceso. Este título es la culpa de Jesús. ¿Qué clase de rey es éste? Impotente y colgado de la cruz, un auténtico rey de los judíos, sometidos a los romanos. El rey de los judíos no puede salvarse: menos podrá salvar a su pue­blo. El Mesías rey crucificado es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (ICor 1,23).

Cuando los delincuentes se dirigen al lugar del supli­cio, llevan colgada al cuello una tabla blanca o se lleva ésta delante de ellos. En la tabla va escrita la culpa con grandes letras negras o rojas. También la inscripción en la tabla que se clavará sobre la cruz servirá para ridiculi­zar la realeza de Jesús. Ahí está éste, el crucificado... el rey de los judíos... Pilato y los soldados se burlan de Jesús como el sanedrín se burla de los judíos. Judíos y gentiles se confabulan para ridiculizar la realeza de Jesús. Las mofas contra Jesús alcanzan también a su Iglesia, a su pueblo, a sus testigos y mártires.

c) El ladrón arrepentido (23,39-43).

39 Uno de ¡os malhechores crucificados lo insultaba: ¿No eres tú el ungido? Pues sálvate a ti mismo y a nos­otros. *°Pero, respondiendo el otro, lo reprendía y le decía: ¿Ni siquiera tú temes a Dios, tú que estás en el mis­mo suplicio? 41 Para nosotros, al fin y al cabo, esto es de justicia; pues estamos recibiendo lo merecido por nuestras fechorías. Pero éste nada malo ha hecho. 42 Y añadía: ¡Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino! 43 Él le contestó: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

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«En aquella noche (de la venida del Señor), dos estarán a la misma mesa: el uno será tomado, y el otro dejado» (17,34). Junto a la cruz de Jesús se diseña ya esta hora final. Los dos ladrones, que estaban crucificados con Jesús, penden de la cruz como él —junto con Jesús—, y sin embargo es muy diferente el desenlace de su vida. Ambos están con él, pero uno sólo exteriormente, el otro también interiormente, con la fe. Ni siquiera el estar con él apro­vecha, si falta la decisión personal en su favor (13,26s).

El uno toma parte en las burlas. Si Jesús fuese el Cris­to, el ungido de Dios, el Mesías, se salvaría y salvaría a sus dos compañeros de suplicio. Exige que Jesús aporte la prueba de su mesianidad mediante la salvación. Sus pala­bras son una blasfemia, puesto que hacen befa de los planes salvíficos de Dios, que se realizan en Jesús. El otro mal­hechor sigue el camino de la fe, que comienza con el temor y veneración de Dios, se somete al designio y a la sabi­duría de Dios, en la que cree, y reconoce también al Cru­cificado como al Mesías.

El que se convierte, reconoce su culpa y la justicia del castigo con que Dios lo visita. El ladrón arrepentido con­sidera su crucifixión como castigo que ha merecido con sus fechorías. Llega a reconocer su culpa gracias a la mirada de Jesús, del que está convencido de que pende de la cruz injustamente. A él se le perdonan los pecados, porque da gloria a Dios, renuncia a justificarse, muriendo reconoce por justo el juicio de Dios, y acepta la muerte con obedien­cia a la voluntad de Dios y como compañero de Jesús.

Una penitencia y conversión constructiva suponen la confianza y seguridad de que Dios está dispuesto a perdo­nar. El ladrón arrepentido cifra su esperanza en Jesús. En él ve al salvador. Cree que el Padre da el reino a Jesús91,

91. En lugar de las palabras: «Cuando llegues a tu reino», se dan tam­bién otras lecciones: «Cuando llegues (a reinar) en Ja gloria del rey» y: «El

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porque sigue este camino de la cruz (22,29s). Jesús da el reino a los que hacen suyo su camino (22,29). El ladrón pone su destino futuro en manos de Jesús. En el Antiguo Testamento, quien se halla en grave aprieto y tentación invoca a Dios para que se acuerde de su acción salvífica, de su alianza que él otorga, de los patriarcas, a los que había hecho sus promesas °2. El ladrón ora a Jesús pidién­dole que se acuerde de él.

Dios puso en manos de Jesús todo lo que él hace para la salvación. En el desamparo de la cruz tiene su origen la oración a Jesús.

Aquí comienza ya la glorificación de Jesús. La ora­ción a Jesús no enmudecerá ya. Esteban ora: «Señor Je­sús, recibe mi espíritu» (Act 7,59), y Pablo: «Aspiro a irme y estar con Cristo» (Flp 1,23; cf. ITes 4,17).

La súplica del ladrón es acogida por Jesús. El hoy con la promesa de salvación empieza en aquel mismo instante. Jesús, después de su muerte, penetra en el paraíso; el Pa­dre le otorga el reino, el poder y la gloria (el banquete de 22,30). El ladrón arrepentido está con él. Dios otorga el paraíso a Jesús, y él lo da a los suyos. La promesa hecha al ladrón creyente y convertido sienta las bases de la parti­cipación en el paraíso de Jesús. Estar con él es el paraíso mismo. Esteban exclamará: «Señor Jesús, acoge mi espí­ritu» (Act 5,59), y Pablo: «Aspiro a irme y estar con Cristo» (Flp 1,23; cf. ITes 4,17).

Jesús es hasta la muerte el libertador y salvador de los pecadores. Como en casa del fariseo salió en defensa de la pecadora, ahora, cuando se promete al ladrón la salva­ción en la última hora, halla remate y coronamiento lo

día de tu salvación». Con el pensar de Lucas concuerda mejor que ninguna otra la variante que hemos adoptado en nuestra versión, pues Lucas con­sidera el reino como realidad celestial. El paraíso o el mundo venidero es concebido en la teología rabínica como un lugar supraterrestre (4Esd 7,11).

92. Gen 9,15; Éx 2,24; Sal 104,8; 110,5, etc.

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que Jesús contó en las parábolas (oveja perdida, hijo pródigo, dracma perdida), así como la bondadosa acogida que dispensó al jefe de los publicanos, Zaqueo. Lo más hondo de la misericordia divina se revela en la cruz de Cristo, que da la vida en forma vicaria por los muchos. En los relatos de martirios del judaismo tardío se repite con frecuencia la observación de que un pagano convertido que participa en la suerte del mártir, recibe también parti­cipación en la recompensa del mártir. Jesús es Siervo de Dios y mártir.

3. MUERE JESÚS (23,44-49).

a) Señales divinas (23,44-45).

**Era ya alrededor de la hora sexta, cuando quedó en tinieblas toda aquella tierra hasta la hora nona, 45 por haberse eclipsado el sol. Y el velo del templo se rasgó por medio.

El historiador Lucas, que quiere dar cifras exactas (3,23), opina que los datos tradicionales son imprecisos. La hora sexta es al mediodía, la hora nona es a las tres de la tarde. Durante estas tres horas quedó toda la tierra en tinieblas. Lucas trata de explicar esto: por haberse eclipsado el sol9S. Dios interviene en el acontecer del mun­do. La muerte de Jesús es un acontecimiento que afecta a toda la tierra, a los hombres y al cosmos de los cuerpos celestes. Como el acontecimiento final de la venida del Hijo

93. Hay manuscritos en que se lee, como en nuestro texto: «Por haberse eclipsado el sol», en lugar de la lección más corriente: «El sol se oscureció», o «dejó de brillar»; se trataba de prevenir el reparo hecho con frecuencia de que las tinieblas no podían deberse a un eclipse natural de sol.

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del hombre irá precedido de trastornos cósmicos, así tam­bién al morir Jesús muestra su participación el cosmos, representado por el sol, con su brillo y su fuerza vivifi­cadora y ordenadora. Cuando Dios oscurezca el sol, será esto señal del juicio que se aproxima. También Jesús re­cuerda el juicio venidero a las mujeres que lloran y se lamentan (23,27s). En la muerte de Jesús quiere Dios indu­cir al mundo a la conversión9*.

El lugar santísimo, el sancta sanctorum del templo, es­taba separado y dividido del santuario, del lugar santo, por un velo. Sólo una vez al año podía entrar allí el sumo sacerdote cuando celebraba el rito propio del día de la expiación. Por intervención de Dios, el velo del templo se rasga a la muerte de Jesús; el acceso al lugar santísimo, que estaba guardado, se abre, el lugar de la manifestación de Dios en el Antiguo Testamento queda profanado y Dios lo abandona; cesan el antiguo templo y sus instituciones. El mundo antiguo y la antigua economía de salvación desaparecen con la muerte de Jesús; surge una nueva eco­nomía de la salud y un nuevo orden del mundo.

b) La muerte (23,46).

46 Entonces Jesús, clamando con voz potente, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró.

Quizá no sea completamente extraordinario el que algu­nas personas griten todavía fuerte inmediatamente antes de

<J4. Según otra explicación, la creación de Dios se cubre de luto (cf. B11.1.F.RBECK 1, 1042; J. Br.iNzi.ER, o.c, 313). Con frecuencia se tienen por legendarias aquellas tinieblas; también en este caso se da como explicación ínje se trataba de grabar la importancia salvífica de la muerte de Jesús, que la muerte de Jesús tiene dimensiones escatológicas y cósmicas.

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morir. En todo caso, los crucificados se acaban tras lento agotamiento y pérdida de la conciencia. La «voz potente» de Jesús en la cruz da qué pensar. ¿Es señal de que hasta el último momento tiene Jesús a su disposición una fuerza sobrehumana, de que entrega su vida voluntariamente? (Jn 10,17s).

Jesús concluye su vida con una oración. Jesús ora cuan­do en su vida se encuentran la muerte y la glorificación: en el bautismo (3,21), en la transfiguración (9,28), aho­ra, en el momento en que por la muerte va a entrar en la gloria. Las palabras de su oración las toma del gran libro de oraciones dado por Dios a su pueblo: los Salmos (Sal 30[31],6). Como siempre, introduce también estas pa­labras del Salmo con la invocación Padre (abba). El per­seguido sin culpa confía su vida al poder de Dios, al amor del Padre. Jesús entrega al Padre el espíritu, que es por­tador de vida; se lo entrega totalmente. Éste pasa a la esfera de poder y de propiedad del Padre. Dios es un Dios fiel, de fiar, Padre; en sus manos y en su bondad paterna está bien asegurada su alma. Él no la pierde, sino que quiere guardarla y salvarla. Jesús acaba su vida con entrega, obediencia y confianza. Al poner Jesús su vida en manos de Dios, alaba a Dios como a quien se la ha dado y de quien de nuevo la ha de recibir.

Los judíos recitan estas palabras como oración vesper­tina. A las tres de la tarde anuncian las trompetas del templo la hora de la oración vespertina. El Crucificado del Calvario la pronuncia con su pueblo. La dice con voz potente, como lo exigía la usanza piadosa. Probablemente pronunciaría Jesús esta oración vespertina desde los días de su infancia. La oración de la infancia es su oración de la muerte.

La primera palabra de la revelación de sí mismo y de la revelación de Dios fue una palabra acerca del

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Padre: «¿No sabíais que tenía que estar en la casa de mi Padre?» (2,49). La última palabra que pronuncia hace de nuevo mención del Padre, en cuyas manos encomienda su espíritu, porque él tiene que estar con el Padre.

El mártir san Esteban abandona este mundo con las palabras: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Act 7,59). La oración a Dios, al Padre, se ha convertido en él en una ora­ción a Jesús. El Padre ha dado a Jesús todo poder. En él está la salvación. El mártir Esteban muere imitando al Señor maestro del martirio. Pedro escribe a los cristianos: «Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por criminal, o por ladrón, o por malhechor, o por entrometido. Pero si es por cristiano, no se avergüence, sino dé gloria a Dios por este nombre... Así pues, también los que sufren según la voluntad de Dios, pónganse en manos del Creador fiel, practicando el bien» (IPe 4,15-19).

Después de la oración exhala Jesús el espíritu: muere. La fuerza vital abandona al cuerpo en la muerte. El yo propiamente dicho, el alma, sobrevive a la muerte. Las almas de los justos son guardadas por Dios en el paraíso para el día de la resurrección (23,43) 9 \

c) Manifestación de la gloria (23,47-49).

41 Cuando el centurión vio lo sucedido, glorificaba a Dios, diciendo: Realmente, este hombre era un justo.

El centurión o capitán de la guardia que custodiaba a Jesús fue testigo del gran drama que se desarrollaba en el Calvario. Gritos de rabia y de dolor de las desgraciadas víctimas, maldiciones y explosiones de su desesperación

95. Cf. Mt ¿7,50; Jn 19,30; cf. ThWb VI, 377,4ss (SJOBEJÍG).

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dan un aspecto horroroso a la ejecución de la pena de la crucifixión. Jesús no maldice a sus verdugos, sino que pide perdón por ellos, no se desespera, sino que se encomienda confiadamente al Dios Padre, no maldice a los que se le burlan, sino que calla. Lo que aquí sucede supera las fuerzas humanas. El centurión está convencido de que aquí está actuando Dios. En Jesús obra Dios: el centurión glorifica a Dios. Cuando nació Jesús, glorificaron a Dios los pastores (2,20). El pueblo lo glorifica cuando Jesús se muestra poderoso en obras y en palabras (13,13; 17,15; 18,43). Al final de su vida se une también a este coro de glorificación de Dios la voz del centurión pagano. Se ha cumplido lo que a la entrada de Jesús en este mundo, como también a su entrada en Jerusalén, es proclamado por án­geles y hombres: Gloria a Dios en las alturas (2,14; 19,38). Dios se glorifica en Jesús. En su vida, en su acción y en su muerte se manifiesta el «Dios de la gloria» (Act 6,2), su omnipotencia y grandeza, su santidad y sabiduría.

El drama del Calvario demuestra al centurión que Jesús es inocente. Es un justo. Así lo llamó también la mujer de Pilato (Mt 27,19); de ello estaba convencido Pilato cuando decía: «Soy inocente de la sangre de este justo» (Mt 27,24). La antigua Iglesia percibió en estas palabras del centurión más que un testimonio de inculpabilidad; para ella, «el Justo» era un título del Mesías. Pablo recibe este encargo: «El Dios de nuestros padres te ha designado de antemano para conocer su voluntad, y ver al justo, y oír la palabra de su boca, porque le serás testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído» (Act 22,14s). Los profetas anunciaron la venida del Justo (Act 7,51s). Jere­mías dice: «He aquí que vienen días en que yo suscitaré a David un vastago de justicia, que, como verdadero rey, reinará prudentemente, y hará derecho y justicia en la tie­rra» (Jer 23,5). El distintivo del tiempo mesiánico es la

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justicia. Es el Mesías quien cumple perfectamente la vo­luntad de Dios. Es el santo y justo (Act 3,13). La vista del Crucificado no retrae de la confesión del Mesías, sino que lleva a ella.

La confesión del centurión pagano es una acusación contra los judíos que no creyeron a Jesús. Esteban formu­la este reproche: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espí­ritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros. ¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Hasta dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (Act 7,5 ls).

La muerte del mártir salva al que es condenado con él y hasta a su mismo verdugo. Los Hechos de los apóstoles asociaron muy estrechamente el nombre de Esteban y el de Saulo, «que estaba de acuerdo con aquella muerte» (Act 8,1). Ante el sanedrín se presentan contra Esteban iguales testigos falsos con igual acusación (Act 6,14) que en el proceso contra el Señor (Me 14,56s). Palabras acerca de la gloria del Hijo del hombre se hallan en el relato de la pasión de los sinópticos (Me 14,62s) igualmente que en el martirio de san Esteban (Act 7,55s). Esteban es arrojado fuera de la ciudad (Act 7,58), como el Señor y con él los creyentes90. En los mártires está viva la fuerza del mar­tirio de Jesús, la gloria de Dios.

48 Y toda la multitud que se había reunido allí ante aquel espectáculo, al ver las cosas que habían pasado, regresaba golpeándose el pecho. 49 Todos sus conocidos y algunas mujeres que lo habían seguido desde Galilea esta­ban allí, mirando estas cosas desde lejos.

96. Mt 21,39; Le 20,15; Jn 19,17; Heb 13,12s.

305

NT. Le I I . 20

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El martirio es un espectáculo. El relato está influido por el estilo de los relatos de martirios: «La multitud de la ciudad afluyó al triste espectáculo» (3Mac 5,24). Las multitudes se golpean el pecho en señal de dolor y de arre­pentimiento (18,13). Las palabras del relato recuerdan a Zacarías: «Derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración, y alzarán sus ojos a mí; y a aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito, y se lamentarán por él como se lamenta por el primogénito» (Zac 12,10). Esta figura admirable, a la que se ha llamado «mártir de Dios», es el arquetipo del buen pastor (Zac 11,4-14); es herido por la espada conforme al propio designio de Dios (Zac 13,7-9). Mas ahora sucede lo maravilloso: el abatido y traspasado por el pueblo (Zac 12,10) es ahora llorado por él con la más amarga lamentación. ¿Por qué esta lamen­tación fúnebre? Es arrepentimiento por la propia culpa en la muerte del mártir, y dolor por el infortunio que esta muerte acarreará sobre el pueblo de Dios (Zac 13,7-9). Esta lamentación fúnebre tiene lugar sobre un fondo lumi­noso; es fruto de la recepción de espíritu divino y comienzo de una vida renovada: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusa­lén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zac 13,1). Jesús, el Hijo de David ajusticiado por su pue­blo conforme al designio divino, el buen pastor y rey de Israel, que al mismo tiempo es, en sentido muy particular, el único amado y el primogénito, es llorado por las mul­titudes de Jerusalén, porque se han hecho culpables de la muerte de Cristo. Para la lamentación fúnebre de las mu­jeres puso Jesús en el primer plano el juicio que amenaza a Jerusalén (23,28ss). En esta lamentación fúnebre de las multitudes de Jerusalén se anuncia ya la efusión del Espí­ritu. Con la proclamación de la muerte y de la resurrección

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después del envío del Espíritu habrá muchos que se con­vertirán (2,37s).

Todos los conocidos de Jesús se habían alejado de él cuando fue detenido y condenado... y Dios no salió en su defensa. Se cumple un dicho profético; como lo hace casi siempre, Lucas se limita a insinuarlo: «Has alejado de mí a mis conocidos, me has hecho para ellos abominable» (Sal 88[87],9). «Mis amigos y mis compañeros se alejan por mis llagas, y mis vecinos se quedan lejos» (Sal 38[37], 12). Ahora están todavía lejos, pero allí se han situado y allí permanecen. Vuelven a hallarse con el Crucificado y gracias a él. El mártir los anima y los recoge.

También las mujeres que lo habían seguido desde Ga­lilea, sus discípulos (8,2), se hallan allí para ver aquellas cosas. También ellas se sitúan allí y permanecen en pie. Los conocidos y las mujeres son testigos de su muerte, como habían sido testigos de su vida. Comienza a reunirse la Iglesia, como se lee en el cántico del Siervo doliente de Dios: «Librada su alma de los tormentos verá, y lo que verá colmará sus deseos. El Justo, mi siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos» (Is 53,1 ls). El núcleo inicial de la Iglesia lo forman los once apóstoles, las mujeres (que lo habían seguido desde Gali­lea) y María, la madre de Jesús, y sus hermanos (los «co­nocidos») (Act 1,13s).

4. LA SEPULTURA (23,50-56).

50 Un hombre llamado José, que era miembro del con­sejo, hombre bueno y recto 51—éste no había dado su voto a lo decretado y ejecutado por los demás —, natural de Arimalea, ciudad de Judea, el cual esperaba el reino de Dios, 52 se presentó ante Piloto y le pidió el cuerpo de Je-

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sus; 53 3; después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en piedra, donde m;die había sido puesto todavía.

El que es ajusticiado según el derecho romano, pierde los honores de la sepultura. Su cuerpo debe permanecer insepulto, hasta que, devorado por los animales y por las aves de rapiña, sólo queden de él los huesos. El que por su propia cuenta retira el cadáver de un ajusticiado, se hace punible. El derecho judío, en cambio, no tolera que el ajusticiado quede por la noche suspendido del leño: «Cuan­do uno que cometió un crimen digno de muerte sea muerto colgado de un madero, su cadáver no quedará en el madero durante la noche, no dejarás de enterrarle el día mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has de manchar la tierra que Yahveh, tu Dios, te da en here­dad» (Dt 21,22s). En estos casos prohiben los judíos in­cluso la lamentación fúnebre. Permiten el sepelio. Pero el ajusticiado se entierra en un terreno especial. Los pecado­res no deben reposar al lado de los justos, a fin de que éstos no se vean afectados de deshonor. Las autoridades judías se encargan de que Jesús no quede colgado en la cruz (Jn 19,32). ¿Pero había de ser Jesús enterrado como un criminal en el cementerio de los criminales?

Alguien interviene inesperadamente. Un miembro del consejo, que quizá pertenecía al grupo de los ancianos (la nobleza laica), se cuida del cadáver de Jesús. A este hom­bre erige el Evangelio un monumento egregio. El hombre se llama José. La ciudad en que vive, o de la que procede, es Arimatea, una ciudad judía en la llanura costera (Ra-matain junto a Lida). Es bueno y justo, un hombre gene­roso, en el que la palabra de Dios lleva fruto (cf. 8,15). Aguarda el advenimiento del reino de Dios; esta esperanza y este anhelo lo hace accesible y atento al mensaje de

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Jesús. No está convencido de la culpabilidad de Jesús que le achaca el sanedrín, por lo cual no da su aprobación a la resolución y el proceder del consejo.

De los dos que están crucificados con Jesús, le trae Dios un discípulo que está con él en el paraíso, de entre los soldados paganos un confesor, que glorifica su justicia como obra de Dios, del sanedrín que lo condena, un hom­bre que lo reconoce como portador del reino de Dios y que, cuando está pasando de la muerte a la gloria, le tributa reconocimiento y fe. Dios no pregunta por la pro­cedencia de los que él llama. Dondequiera que halla una persona que con hermoso y buen corazón se abre a Dios, que no se cree justa, sino que pone su confianza en la venida del reino de Dios, la acoge en la comunidad de los discípulos de Jesús, que es la comunidad de la salvación.

José tiene que procurarse de las autoridades romanas, de Pilato, el permiso para sepultar a Jesús. El derecho romano ordena que los ajusticiados por los romanos no sean sepultados sino con permiso de las autoridades com­petentes. Si José quiere obtener este permiso para dar sepultura a Jesús, tiene que superar dos dificultades: José no es pariente de Jesús, Jesús ha sido condenado por de­lito de lesa majestad. Pilato da el permiso, pues está con­vencido de la inocencia de Jesús, tanto más que un hombre del consejo supremo se presenta como su garante. El Evan­gelio piensa en sentido de historia de la salvación. No obstante las dificultades jurídicas, Jesús recibe una sepul­tura honorable, pues su glorificación comienza ya después de su muerte. Así se cumple el oráculo del profeta: «Dis­puesta estaba entre los impíos su sepultura, mas con un rico tuvo parte después de su muerte» (Is 53,9)97. El

97. Así reza el versículo ¿egún el texto hebraico y según diferentes ma­nuscritos griegos; oíros traducen: «Y fue en la muerte igualado a los mal­hechores.»

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mártir es reconocido y glorificado. También a Esteban le dan sepultura hombres temerosos de Dios (probablemente judíos que admiran a Esteban) y celebran una gran lamen­tación fúnebre por él (Act 8,2).

Se cumple todo lo que exige una digna sepultura. El cadáver es descendido de la cruz (lavado: cf. Act 9,37), envuelto en lienzos y sepultado en un sepulcro cavado en la roca. Allí yace en una cámara sepulcral sobre un banco de piedra o en una cavidad practicada en la roca. En el sepulcro de Jesús no había sido puesto todavía nadie. Jesús entra en Jerusalén en una cabalgadura en la que no había montado nunca nadie (19,30). Al santo le compete reverencia; está extraído de la esfera profana y segregado de los pecadores (Heb 7,26). En la muerte y en la sepul­tura se le reconoce como el santo y justo, cosa que le ha­bían negado los judíos al elegir a Barrabás (Act 3,14).

En la más antigua profesión de fe se halla también el artículo: Jesús fue sepultado. «Porque os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepul­tado y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras» (ICor 15,3s). «Los habitantes de Jerusalén y sus jefes, al condenarlo, cumplieron, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado; y sin encontrar causa alguna de muerte, pidieron a Pilato que lo quitara de en-medio. Cuando hubieron realizado todo lo que de él estaba escrito, bajándolo de la cruz, lo pusieron en un sepulcro» (Act 13,27ss). El sepelio confirma que estaba muerto. El sepulcro es fin y comienzo, monumento de la muerte y de la resurrección, de la humillación y de la exaltación.

54 Era el día de la parasceve y despuntaba ya el sá­bado. 55 Las mujeres que habían acompañado a Jesús des­de Galilea, siguieron de cerca y observaron el sepulcro y

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cómo quedaba colocado el cuerpo de Jesús; x luego regre­saron para preparar sustancias aromáticas y perfumes. Pero guardaron el descanso del sábado según la ley.

El viernes es preparación para el sábado. Cuando se deposita el cadáver en el sepulcro, está terminando este día de preparación. Ya se anuncia el sábado. El lucero vespertino comienza a brillar, y en las casas se encienden las antorchas que anuncian el día de reposo para glorifi­cación de Dios. Comienza a brillar luz sobre las tinieblas del viernes santo. Sobre el sepulcro de Jesús no se extiende una noche sin esperanza, sino que comienza a irradiar vida, luz y gloria. El viernes santo, al sábado del reposo en el sepulcro y el domingo de pascua forman una uni­dad en la celebración pascual cristiana.

Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea (8,2) y son junto a la cruz testigos de la muerte, son tam­bién testigos de la sepultura. Ven el sepulcro y observan cómo es depositado el cuerpo de Jesús. Serán también las primeras testigos después de la resurrección de Jesús. Aun­que su testimonio sea tenido en menos por algunos, aunque sea rebajado y calificado de «delirio», de vanas habladu­rías (24,11; cf. Jn 4,42), sin embargo, también su testimo­nio merece toda consideración. Se está preparando la labor misionera de las mujeres.

Debido al reposo sabático, no se pueden ya tributar al amado difunto los honores del embalsamamiento. Sin em­bargo, se prepara ya todo lo necesario, a fin de cumplir el domingo muy de madrugada lo que antes no ha sido po­sible. El sábado que separa la muerte y la resurrección de Jesús es el gran día de reposo. Las mujeres se reposan, Jerusalén se reposa de su trabajo. El cadáver de Jesús re­posa en el sepulcro, el alma de Jesús en las manos del Padre. «El séptimo día descansó Dios de cuanto había

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hecho» (Gen 2,2). Se ha hecho una profunda fisura en la

historia de la salvación. Todo contiene la respiración antes

de que comience lo nuevo. Todo está ya dispuesto y pre­

parado para esto nuevo: las mujeres con sus ungüentos,

las testigos del primer mensaje de la resurrección, el res­

plandor lleno de esperanza del sábado que no tendrá fin

(Heb 4,lss).

V. LA GLORIFICACIÓN DE JESÜS (24,1-53).

Los relatos lucanos de pascua tienen tres características que los distinguen de los demás. Las apariciones del Resucitado tienen lugar únicamente en Jerusalén y sus alrededores; ninguna de ellas nos vuelve a trasladar a Galilea. En Mateo aparece Jesús única­mente en Galilea; Juan refiere apariciones en Jerusalén y en Ga­lilea. Lucas se mantiene fiel al plan de su obra histórica incluso en el relato de la resurrección. El camino de Jesús conduce, según la voluntad de Dios, a Jerusalén, donde había de verificarse su partida y se había de llevar a término todo lo que está escrito de él (cf. relato del viaje, 9,51ss); en Jerusalén reciben fuerza sus apóstoles elegidos, cuando viene sobre ellos el Espíritu Santo, y desde allí partirán como testigos hasta los confines de la tierra (Act 1,8).

Todos los acontecimientos del relato lucano de pascua tienen lugar en un día: el domingo de pascua. Si no tuviéramos, además de los Evangelios, los Hechos de los apóstoles, apenas si podría­mos dudar de esto. A esta exposición parecen haber movido a Lucas intereses cultuales litúrgicos. La Iglesia primitiva celebra el culto (ICor 16,2; Act 20,7) el «primer día» de la semana, el «dia del Señor» (Ap 1,10). En este día se hace conmemoración de los acontecimientos pascuales. «Por esto celebramos el día octavo con alegría, en él resucitó Jesús de entre los muertos y, después de haberse aparecido, subió a los cielos» (carta de Bernabé 15,9). La celebración cristiana del domingo tiene sus raíces en los acontecimientos de la vida de Jesús.

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Hay tres grupos de testigos que presencian los acontecimientos pascuales: las mujeres de Galilea (v. 1-12), dos del grupo de los que rodean a los apóstoles (v. 13-35), y los once (v. 36-53). La Iglesia entera (Act 1,13s) proclama el mensaje pascual; vive y actúa en virtud del hecho pascual, es Iglesia pascual.

1. El. MENSAJE PASCUAL (24,1-12).

Es antiquísima convicción cristiana que Jesús fue resucitado por Dios de entre los muertos. Esta fe la profesó en símbolos (ICor 15,3-4), la expresó en la predicación (discursos en los Hechos de los apóstoles), la cantó en himnos (Flp 2,6-11). La seguridad en que reposa esta fe, la aporta Lucas en la narración del sepul­cro vacío, con la que todos los Evangelios comienzan los relatos pascuales, de modo que tienen que enmudecer los reparos que se oponen a este hecho. A causa de la segura posesión de la fe pas­cual se ha de narrar con una alegría nada disimulada, cómo, a pssar de todos los impedimentos internos de los hombres, se llegó efectivamente a la fe en el resucitado.

1 El primer día de la semana, muy de madrugada, fue­

ron ellas al sepulcro, llevando las sustancias aromáticas

que habían preparado. 2 Pero encontraron que la piedra

había sido retirada ya del sepulcro. 3 Entraron, pues, pero

no encentraron el cuerpo del Señor Jesús.

Las testigos de la sepultura vienen a ser testigos del

tcpulcrc vacío. Entre la sepultura de Jesús y el descubri­

miento del sepulcro vacío se halla el día de reposo. El

amoroso servicio del embalsamamiento apremia a las mu­

jeres para ir al sepulcro ya muy de madrugada. ¿Quién

habría podido precederlas? Se descubre algo sorprendente:

la gran piedra que cerraba el sepulcro había sido retirada,

el sepulcro está vacío. Ambos hechos, comprobados por

las mujeres, reclaman una explicación. ¿Qué explicación

se ofrece? A las mujeres, por de pronto ninguna. No hallan

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respuesta a esta pregunta y están desconcertadas, sin saber qué hacer. No piensan en la resurrección ni en un posible robo del cadáver, que es como en círculos judíos se que­ría impugnar la predicación pascual de los apóstoles (Mt 27,62-66; 28,11-15).

De manera sorprendente se les da la explicación de los dos hechos que han observado.

4 Y mientras ellas estaban desconcertadas por esto, se les presentaron de pronto dos hombres con vestiduras des­lumbrantes. 5 Ellas se asustaron y bajaron la vista hacia el suelo; pero ellos les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? 6 No está aquí, sino que ha re­sucitado. Acordaos de cómo os anunció, cuando estaba todavía en Galilea, 7 que el Hijo del hombre había de ser entregado en manos de hombres pecadores y había de ser crucificado, pera que al tercer día había de resucitar. 8 Entonces ellas recordaron sus palabras. 9 Regresaron, pues, del sepulcro y anunciaron todo esto a los once y a todos los demás.

Las vestiduras resplandecientes, deslumbrantes, desig­nan a las dos figuras como mensajeros de Dios. El resplan­dor de la gloria de Dios los envuelve (2,9). Lo que aquí se anuncia es mensaje de Dios. También la aparición re­pentina los acredita como enviados del cielo (2,9; Act 12,7): avanzaron hacia las mujeres desde el fondo de lo invisible (2,9; Act 12,7). Se distinguen como dos hombres; su tes­timonio es valedero (Dt 19,15). El mensaje que anuncian es el mensaje pascual de la Iglesia: Dios ha resucitado a Jesús, al que se había depositado en el sepulcro. Jesús vive. Uno que vive no mora entre los muertos; no hay que buscarlo en el sepulcro; no está aquí. Una verdad trivial, expresada en forma de proverbio. El mensaje de la resu-

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rrección de Jesús es mensaje de Dios. No se obtiene del sepulcro vacío, sino por revelación de Dios. Ahora bien, el sepulcro vacío confirma este mensaje de Dios.

Lo que han dicho los mensajeros venidos de la esfera divina, se ve asegurado por la palabra profética de Jesús. Cuando todavía moraba en Galilea, predijo su muerte de cruz y su resurrección al tercer día (9,22.44). La entrega en manos de los pecadores, la crucifixión y la resurrección radican en la necesidad impuesta por el plan salvífico de Dios. Este plan salvífico, anunciado por Jesús, el mayor y más poderoso de todos los profetas, se cumple en su resurrección. La última y más profunda garantía de la se­guridad de nuestra fe pascual, no es el sepulcro vacío, ni la aparición celestial de los mensajeros de Dios, sino la palabra profética, la palabra de Dios, proferida última­mente y de manera acabada por su Hijo (Heb 1,2). A esta palabra remite el cielo mismo: las mujeres deben recordar la predicción de Jesús durante su vida terrestre.

Las mujeres, recordando las palabras proféticas de Jesús, ven confirmado el mensaje pascual enviado del cielo, y ellas mismas se convierten en pregoneras. Según Marcos (16,7s) reciben el encargo de anunciar el mensaje pascual a los discípulos y a Pedro, pero no lo anuncian; según Lu­cas, son anunciadoras sin tener necesidad de encargo. Quien ha percibido la buena nueva, se vuelve apóstol de la misma (2,18; 2,38). El temor y el espanto causado por lo inaudito no cierra a las mujeres la boca (Me 16,8), sino que la alegría que lleva consigo el mensaje pascual, las impele a anunciarlo. Comienza el tiempo de la Iglesia mi­sionera.

10 Eran éstas María Magdalena, Juana y María la de Santiago; ellas y tas demás que las acompañaban referían estas cosas a los apóstoles. n Pero a ellos les parecieron

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csíus palabras como un delirio; por eso no les daban crédito.

Se menciona por sus nombres a tres de las mujeres. Ma­ría Magdalena y Juana, «la mujer de Cuza, administrador de Herodes» (8,3), nos hacen remontar a los tiempos de Galilea: «Con él iban los doce y algunas mujeres» (8,ls). De suyo no tienen los apóstoles la menor razón de negarse a creer el relato de estas mujeres; a pesar de ello, no las creen. Lo que cuentan las mujeres les parece como deli­rio febril, como un desvarío. La fe pascual sólo halla en los apóstoles resistencia: su origen no se debe precisamen­te a credulidad...

12 Pedro, sin embargo, salió corriendo hacia el sepul­cro; se asomó a él y no vio más que los lienzos. Entonces se volvió a casa, maravillado de lo ocurrido w.

El jefe de los apóstoles se convence de que el sepulcro está vacío. Mira atentamente dentro de la cámara sepul­cral y sólo ve los lienzos en que se había envuelto el ca­dáver. No puede explicarse lo que ha pasado allí, Se ma­ravilla, se extraña de lo que ha visto. Ahí están los lienzos, y el cadáver no está. Le parece que ha debido de haber intervención divina, y sin embargo abandona el sepulcro sin considerar el mensaje pascual. El que se maravilla y se asombra, está quizá ya en el umbral de la fe, pero todavía no cree y no está al abrigo de la duda. El sepulcro vacío y los lienzos vacíos no son un camino para llegar a la fe en la resurrección de Jesús. Sin embargo, el evangelista está convencido de que después de la resurrección ya

98. Se pone en duda la autenticidad del versículo por su afinidad con Jn 20,4s; sin embargo, tiene su peculiaridad y, por razón de 24,34, no se habría interpolado si no hubiera formado parte del material tradicional.

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no está en el sepulcro el cadáver de Jesús y que no hay que buscarlo allí. Jesús resucita con el cuerpo.

2. E L RESUCITADO, RECONOCIDO (24,13-35).

Jesús, después de la resurrección, asegura a su Iglesia: «Mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Así corona él la habitación de Dios con su pueblo de la alianza: «Donde están dos o tres congregados por razón de mi nombre, allí estoy yo entre ellos» (Mt 18,20). En la resurrección lleva Dios a su término y acabamiento el hecho de Cristo, sella la proclamación de Cristo y confirma la confesión de Cristo por los fieles. Cuando la antigua Iglesia celebra el banquete cultual, tiene la convicción de que el Resucitado está presente. El maraña tha (ICor 16,22) que fue plasmado en el culto de la primitiva comunidad de Palestina y de allí pasó, como fórmula estereoti­pada, intraducida, incluso al culto de la cristiandad de habla griega, es una profesión de fe en el Señor resucitado y que ha de venir: «Señor, ven.» En la celebración de la cena del Señor está presente Cristo resucitado y exaltado. En el Resucitado tiene la Iglesia existencia, su predicación tiene confirmación, su culto, contenido. Todos estos motivos resuenan en «la más bella y más impresionante» de las narraciones pascuales, que nos legó Lucas en el relato de los dos discípulos que se encuentran en el camino con el Resucitado. Aquí no narra solamente como historiador, no defiende la fe pascual como apologeta, no anuncia el mensaje pascual como evangelista, sino que como narrador religioso quiere abrir el camino al gozo pascual, hacer que los corazones se inlla-men por el Resucitado. Esta narración tiene un equivalente en san Juan: el encuentro del Resucitado con María Magdalena. En un caso como en el otro está presente el Resucitado, paro no es reconocido; allí su palabra, «María», abre los ojos; aquí, la frac­ción del pan que practica el Resucitado.

13 Aquel mismo día, dos de ellos iban de camina a una aldea llamada Emaús, que dista de Jerusalén sesenta esta­dios. 14 Iban comentando entre sí todos estos sucesos. 15 Y mientras ellos comentaban e investigaban juntamente,

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Jesús mismo se les acercó y caminaba con ellos. 16 Pero sus ojos estaban como imposibilitados para reconocerlo.

Los dos hombres, que el día de pascua caminan de Je­rusalén a Emaús (el-qubebe, 11 kilómetros al noroeste de Jerusalén), forman parte del grupo que rodea a los once. Su pensar, sus palabras, sus discusiones giran en torno a Jesús; en esto se muestran ser sus discípulos. Jesús, que los sigue sin hacerse notar, los alcanza. Camina con ellos. Todo el evangelio de Lucas ha pintado a Jesús como ca­minante. La Iglesia es Iglesia en marcha, Iglesia peregri­nante, y Jesús camina con ella.

Los dos discípulos no reconocen a Jesús, como tampoco lo reconoce María Magdalena cuando se le aparece (Jn 21,14). La fuerza que tiene vendados los ojos de los dis­cípulos es lo increíble del mensaje pascual: un cadáver no recobra la vida y no sale del sepulcro. Jesús resucita con la intervención y el poder de Dios. Es un presente de Dios que el Resucitado aparezca a una persona y se le haga visi­ble: «A éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públicamente visible, no a todo el pueblo, sino a los testigos señalados de antemano por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él» (Act 10,40s). La vida del Resucitado no continúa sin más su vida terrestre. Es tam­bién gracia de Dios que el aparecido y hecho visible sea reconocido como Jesús resucitado. Los hechos de la historia de la salvación son causados por Dios, y son también explicados, interpretados por Dios.

17 Él les preguntó: ¿Qué cuestiones son esas que venís discutiendo entre vosotros por el camino? Ellos se detu­vieron con semblante triste. 18 Y uno de ellos, llamado Cleojás, le respondió: ¿Pero eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo sucedido allí en estos días? 19 Él

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les contestó: ¿Qué? Lo de Jesús Nazareno —le respon­dieron ellos—, un hombre que fue profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; 20 y cómo nuestros sumos sacerdotes y jefes lo entregaron a la pena de muerte y lo crucificaron. 21 Nosotros esperábamos que él iba a ser quien libertara a Israel; pero con todo eso, ya es el tercer día desde que esto sucedió. 22 Verdad es que algunas mujeres de nuestro grupo nos han alarmado: fueron muy de madrugada al sepulcro 2i y, no habiendo encontrado su cuerpo, volvieron diciendo que incluso ha­bían visto una aparición de ángeles, los cuales aseguran que él está vivo. 24 También fueron al sepulcro algunos de los nuestros y lo encontraron todo exactamente como habían dicho las mujeres. Pero a él no le vieron.

La suerte de Jesús resulta inexplicable para los dos discípulos. Se habla por una parte y por otra. Con discusio­nes humanas no se consigue nada. En el semblante triste se pinta la esperanza decepcionada, el desconcierto ago­biante y la tristeza que paraliza. Tal era el estado de áni­mo que había causado el viernes santo en los discípulos estremecidos.

En las palabras del discípulo que lleva la conversación, Cleofás, se diseña la imagen del Jesús de Nazaret anterior a pascua. Era poderosa en obras y palabras. Su obrar pro­duce fuerza y se dirige contra los poderes demoníacos del mundo. En sus palabras habla por la boca de la omnipo­tencia y domina la esfera de influencia de los poderes del mal, que se imponen con enfermedades, pecado y muerte. Tras la curación de un poseso dice el pueblo: «¿Qué pa­labra es ésta que manda con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos, y salen? (4,36). «Y una fuerza del Señor le asistía para curar» (5,17). Dios lo ungió con Espíritu Santo y virtud; por eso pasó haciendo el bien

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y sanando a los que estaban dominados por el demonio (Act 10,38). Dios lo acreditó con obras de poder, milagros y prodigios que Dios realizaba por él (Act 2,22). Jesús es profeta como Moisés, que era «poderoso en sus palabras y obras» (Act 7,22). Como tal fue acreditado por Dios y re­conocido por los hombres (Le 7,16). Aun después del viernes santo no cabe a Cleofás la menor duda de que Jesús de Nazaret era profeta.

En Jerusalén ha sucedido algo que ha puesto en conmo­ción a toda la ciudad (cf. 24,18). Los sumos sacerdotes y dirigentes del pueblo, del pueblo a que pertenece Cleofás, hicieron entrega de Jesús a Pilato para que lo condenara a muerte; ellos fueron los que crucificaron a Jesús. Con este fin de Jesús se puso también fin a la esperanza de los dos discípulos en Jesús. Jesús les parecía ser más que un profeta dotado de poder; esperaban que él realizaría la gran esperanza de Israel y lo salvaría de las manos de todos los que lo odian (1,68.71; 2,38). Lo que se había dicho proféticamente sobre el niño Jesús, parecía cumplirse con su vida y su acción; las multitudes que habían visto las poderosas obras de Jesús lo aclamaron como rey Mesías (19,37) y aguardaban que ahora erigiera en Jerusalén el reino de Dios (19,11). Que el Mesías hubiera de acabar su vida en la cruz sufriendo miserablemente, que hubiera de morir como un criminal, arrojado fuera de la ciudad santa, era cosa que contradecía todas las expectativas me-siánicas de los judíos. ¿Cómo iba a salvar a Israel de las manos de sus enemigos, si él mismo sucumbió a sus manos?

La predicación apostólica sobre Jesús de Nazaret co­mienza con la acción de Jesús y habla de su entrega a la muerte, pero luego siguen las frases triunfales: «A éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públi­camente visible... Éste es constituido por Dios juez de vivos y muertos» (Act 10,40-42). «Sepa, por tanto, con

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absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Cristo (Mesías) a este Jesús a quien vos­otros crucificasteis» (Act 2,36). El colofón de la predica­ción sobre Cristo es el anuncio de que ha resucitado: «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados» (ICor 15,17).

Los dos discípulos conocen el mensaje de la resurrec­ción de Jesús. Saben, por su predicción, que al tercer día tiene que resucitar (24,6; 9,22). Han oído el mensaje de las mujeres. Han visto el sepulcro vacío. Todo esto no basta para convencerlos. A él no le han visto. Las aparicio­nes del Resucitado confirman el mensaje pascual. ¿Pero son suficientes las apariciones? Jesús camina con los discí­pulos, y ellos no lo reconocen. ¿Cómo se llega a la fe de que Jesús vive? ¿De que está con nosotros?

25 Entonces ¡es dijo él: ¡Oh, torpes y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! 26 ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera esas cosas para entrar en su gloria? 21 Y comenzando por Moisés, y con­tinuando por todos los projetas, les fue interpretando todos los pasajes de la Escritura referentes a él.

¿Por qué se muestran los discípulos refractarios al men­saje pascual? Su inteligencia está aherrojada, y su corazón, centro de las decisiones religiosas, está embotado y pere­zoso. Dios hizo que sus profetas anunciaran el mensaje pascual. Quien acepta sus oráculos con fe, no ve ya de­fraudada por la muerte de Jesús en cruz la esperanza que tenía depositada en él. La fe requiere también comprensión para con Dios y un corazón abierto a su mensaje. Como los ojos de los discípulos están impedidos para no ver al Resucitado que camina con ellos, así también su corazón está totalmente cerrado para que no comprendan los di-

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chos de los profetas. Para la fe pascual es preciso que se acabe con la cerrazón del corazón.

Según el designio de Dios, el camino de la glorifica­ción del Mesías pasa por la pasión y la muerte. «Dios cum­plió así lo que ya tenía anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías había de padecer» (Act 3,18). «Éste fue entregado según el plan definido y el previo de­signio de Dios, y crucificado por manos de paganos» (Act 2,23). Este camino del Mesías hacia la gloria a tra­vés del sufrimiento es una necesidad impuesta por el plan de Dios, que abarca ambas cosas: para esta vida la cruz, para la otra la gloria.

Cristo entró en su gloria a través de la pasión. La glo­ria es poder divino, esplendor divino, modo divino de ser. Lo que en la transfiguración se hizo visible por breves momentos (9,32), lo ha recibido ahora Jesús para siempre por medio de su pasión; en esta gloria se ha de manifestar visiblemente: «Verán al Hijo del hombre venir en una nube con poderío y gran majestad» (21,27). La transfigu­ración es la anticipación del tiempo final; en el tiempo in­termedio está todavía oculta la gloria del Hijo del hombre, aun cuando Jesús la posee ya. Como Jesús, después de su muerte, entra en su reino (23,42), así entra también en su gloria. El Padre le ha destinado esta gloria, porque él ha recorrido el camino de las pruebas y de los sufri­mientos (22,29). «Dios ha hecho Señor y Mesías a Jesús, a quien crucificaron los judíos» (Act 2,36).

El Resucitado interpreta a los discípulos la Sagrada Escritura. En la Escritura se habla abundantemente de él. En la ley y en los libros proféticos, en todas las Escrituras, en todos los libros de los profetas. De lo que habla la Sagrada Escritura es de Cristo, de su pasión y de su glo­rificación. El Resucitado da a los discípulos, y por ellos a la Iglesia, la más importante regla hermenéutica para

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la inteligencia de la Sagrada Escritura. La clave de la Sagrada Escritura es Cristo resucitado; de él dan testimo­nio las Escrituras (Jn 5,39-47). «Los profetas investigaban a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el espíritu de Cristo que estaba en ellos y que testificaba de antemano los padecimientos reservados a Cristo y la gloria que a estos seguiría» (IPe 1,11). Quien no conoce la Escritura, tampoco conoce a Cristo; quien no conoce a Cristo, tampoco conoce la Escritura. Sólo quien se ha «convertido al Señor», quien capta con fe que Jesús de Nazaret es el Mesías e Hijo de Dios anunciado por Dios, que es el Resucitado y glorifi­cado, capta el sentido de las Escrituras. «Hasta el día de hoy», dice Pablo, «en la lectura del Antiguo Testamento, si­gue sin descorrerse el mismo velo (de los ojos de los judíos), porque éste sólo en Cristo queda destruido. Hasta hoy, pues, cuantas veces se lee a Moisés, permanece el velo sobre sus corazones; pero cuantas veces uno se vuelve al Señor, se quita el velo» (2Cor 3,14-16).

28 Cuando se acercaren a la aldea adonde iban, él hizo ademán de continuar su camino adelante. 29 Pero ellos lo obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros; que es tarde y el día se acabó ya. Entró, pues, para que­darse con ellos. 30 Y estando con ellos a la mesa, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio. 31 Por fin se les abrieron los ojos y lo reconocieron; pero él desapa­reció de su vista. n Entonces se dijeron el uno al otro: ¿Verdad que dentro de nosotros ardía nuestro, corazón cuando nos venta hablando y nos explicaba las Escrituras?

Se ha alcanzado la meta de la marcha: la casa de uno de los dos discípulos. Jesús es invitado y rogado: quieren que se quede con ellos. El que acepta la invitación debe, conforme a la usanza oriental, hacerse de rogar y ser

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forzado amablemente (14,23). El caminante que explica a los discípulos la Escritura y les descubre el misterio del Mesías doliente y glorificado, es recibido como huésped con gran ansia y satisfacción. En los apóstoles itinerantes, que descubren la inteligencia de la Escritura por medio del Resucitado, viene el Resucitado mismo (Mt 10,40ss).

Jesús se sienta a la mesa con los dos discípulos y asu­me la función que le corresponde como a invitado, la fracción del pan, gesto propio' del padre de familia. La comida de los judíos comenzaba con la bendición y frac­ción del pan. Lo que aquella noche sucedió en Emaús pudo ser, considerado históricamente, una comida co­rriente. Lucas, sin embargo, lo sitúa en una perspectiva más alta. Lo pinta con los colores del banquete eucarís-tico. La relación" de la cena en Emaús en la tarde de Pas­cua, la percibimos, no de la boca de Cleofás, sino de las palabras de Lucas. Tal como él entendió esta comida, «partir el pan» es para él celebrar la eucaristía (Act 2,42. 46; 20,7). Las palabras de la celebración de la eucaristía dan también la impronta a las palabras de la cena en Emaús: «Tomó el pan y, recitando la acción de gracias, lo partió y se lo dio a ellos» (cf. 22,19). Al anochecer, cuando terminaba el día, comió Jesús con los discípulos la última cena, en la que instituyó la cena pascual en forma de cena eucarística; al anochecer se reunían también los cristianos para la cena eucarística (Act 20,8s)". El relato

99. El relato de los discípulos de Emaús tiene la misma estructura que el de Act 8,26-40:

Dos hombres de camino (de Jera- Un hombre de camino (de Jerusa-salén a Emaús). lén a Gaza). Van hablando de los acontecimientos El eunuco va leyendo Is 53, el can­de aquellos días: la muerte del profeta tico del Siervo doliente de Dios, poderoso. Los discípulos cuentan los hechos que El eunuco dice que no entiende el pa­los desconcertaban. saje que lee. Jesús explica los sucesos conforme Felipe, iluminado por el Espíritu,

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de los discípulos de Emaús no es sólo una anécdota edifi­cante, sino que contiene una verdad importante. La Sagra­da Escritura da testimonio del Cristo resucitado, y la euca­ristía da al Resucitado mismo vivo y presente. La eucaris­tía es el gran signo de la resurrección del Señor, el signo en que se reconoce que el Señor vive y está presente. La eucaristía no es sólo memorial de la muerte del Señor, sino también memorial de la resurrección. La muerte y la re­surrección están unidas entre sí inseparablemente. La cele­bración eucarística hace presente no sólo el sacrificio de la cruz, sino también la resurrección de aquel que vive. Es signo, por el que reconocemos que Jesús resucitó verda­deramente. Mediante ella se obtiene la, capacidad de reco­nocer al Señor.

¿Es acaso accidental, casual, el que tres veces se hable de permanecer con los discípulos? Éstos ruegan a Jesús: «Quédate con nosotros»; él entra en la casa «para que­darse con ellos»; se sienta con ellos a la mesa. Jesús, en su condición de resucitado, está con sus discípulos hasta el fin del mundo (Mt 28,20). En la eucaristía se realiza esta permanencia del Resucitado con su Iglesia. Juan, con quien Lucas coincide no raras veces, designa como fruto precioso de la eucaristía la permanencia con Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él» (Jn 6,56). Esta permanencia del Resucitado no es mera presencia, sino acción salvífica. Parte de esta acción está constituida por el don del conocimiento del Resucitado. Se les abren los ojos y reconocen a Jesús.

a la Escritura. explica la Escritura. Jesús parte el pan. Felipe confiere el bautismo. Jesús desaparece de repente. Felipe desaparece de repente. Los discípulos regresan convertidos. El eunuco regresa cristiano.

En ambos relatos, la Escritura prepara para el rito: una vez para la eucaristía, la otra para el bautismo.

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Tan pronto como los discípulos reconocen a Jesús, desaparece él de su vista. La entera narración tiene puesta la mira en el reconocimiento del Resucitado. Lo que no logró la aparición del Resucitado, lo que tampoco consi­guió la interpretación de las Escrituras y su inteligencia, sino que únicamente lo preparó, eso se realiza en la cele­bración de la eucaristía. Una vez se logró el objetivo de la aparición, se hizo Jesús invisible. Jesús no mora ya entre los hombres como en el tiempo anterior a pascua: ha entrado en la gloria de Dios (cf. 24,26), que «habita en la región inaccesible de la luz, a quien ningún hombre vio ni pudo ver» (ITim 6,16). A los que Dios designa como testigos del Resucitado, les otorga el don de serles visible (Act 10,40), aunque normalmente es invisible. A esta invi-sibilidad vuelve de nuevo Jesús una vez reconocido.

Ahora comprenden también los discípulos lo que les sucedía cuando Jesús les explicaba las Escrituras en el cami­no. Su corazón ardía. Quizá se acuerdan de las palabras del salmo de lamentación: «Hundido en el silencio, callado ante la suerte, mi dolor se exacerbaba. Me ardía el co­razón dentro del pecho; se encendía el fuego en mi medi­tación» (Sal 39[38].3s). Con este corazón abrasado lucha el orante implorando esperanza y socorro en su vida que le aparece vacía y sin sentido. Con la interpretación de la Escritura por el Resucitado despierta de nuevo la esperan­za; en la celebración de la eucaristía adquieren los discí­pulos la certeza de que Jesús vive y de que el caminante es el Resucitado. Ambas cosas son necesarias: la Escritura y la eucaristía. La Escritura inflama el corazón tardo, la eucaristía quita la falta de comprensión (cf. 24,25). Me­diante la Escritura interpretada en sentido pascual y me­diante el banquete de la eucaristía aparece en la concien­cia fiel la presencia del Resucitado, hace que el corazón se inflame y conozca.

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33 Y en aquel mismo momento se levantaron y regresa­ran a Jerusalén, donde hallaron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, 34 que decían: ¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón. 35 Enton­ces ellos refirieron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Después de la gran vivencia en que los discípulos ha­bían reconocido en el Resucitado la acción salvífica de Dios, regresan a Jerusalén, donde se hallaban reunidos los once y «los que estaban con ellos». Regresan 10°, como todos los que han experimentado la visita misericordiosa de Dios: los pastores (2,20), Jesús mismo (4,1.14), los apóstoles (9,10), los setenta discípulos (10,17), el leproso curado (17,15), el pueblo que había sido testigo de la crucifixión de Jesús (23,48). Regresan «para alabar y glo­rificar a Dios por todo lo que habían oído y visto», para referir y para proclamar lo que ha obrado Dios, para reco­nocer lo que hasta entonces no habían reconocido. Los dos discípulos regresan en el mismo momento, porque la ala­banza y proclamación de Dios es cosa que urge (1,39; 2,16; 19,5). El mensaje del Resucitado debe llevarse a Jerusalén, porque de allí ha de partir al mundo entero (24,47; Act 1,8).

Los once y los que se hallan con ellos están ya con­vencidos de que Jesús vive, pues el Resucitado se ha apa­recido a Simón Pedro. La primera aparición fue concedida a Pedro (ICor 15,4s; cf. Jn 20,2). Pedro tiene el encargo de confirmar a sus hermanos (22,32). La Iglesia se edifica mediante la fe en el Resucitado. Lo que los dos discípu­los habían vivido en el camino de Emaús y en la fracción del pan, concuerda con el mensaje pascual de la Iglesia

100. Una palabra preferida por Lucas: 37 veces en el Nuevo Testamento, de ellas, 21 en el Evangelio de Lucas, 12 en los Hechos de los apóstoles.

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primitiva; ésta edifica su fe pascual sobre la fe de los once, y ésta se confirma con la aparición del Resucitado, que fue otorgada a Simón Pedro.

Lucas se interesa por tradiciones particulares que se hallan al margen de la tradición apostólica. Habla de la misión de los setenta (10,1 ss), refiere recuerdos que le con­taron las mujeres con las que se encontró el Señor 101, y sabe también — quizá por Cleofás — de los discípulos a los que el Señor resucitado apareció en el camino. Los testigos secundarios no dejan de ser tenidos por fidedignos, pero la fe de la Iglesia no se edifica sobre su testimonio; ésta reposa sobre el fundamento de los apóstoles, cuya for­taleza es Pedro. Lo que presenciaron los testigos secunda­rios queda confirmado por el testimonio de los once.

La Sagrada Escritura, la celebración de la eucaristía y la profesión de fe de la Iglesia son los pilares sobre los que se apoya la certeza (1,4) de nuestra fe en la resurrec­ción de Jesús. La narración de los discípulos que se encon­traron con el Resucitado en el camino de Emaús, se cierra en forma significativa con estas palabras: Lo habían reco­nocido al partir el pan. En la celebración de la eucaristía se congrega la comunidad creyente para leer la Sagrada Escritura, para hacer la profesión de fe y para partir el pan. Por medio del Señor presente en la fracción del pan le comunica Dios el don de reconocer al Resucitado. Así la fe no sólo produce el efecto de descubrir a los hombres el misterio pascual, sino que ella misma es ya una irradiación de este misterio. Es un efecto de la acción de Dios en la resurrección de Cristo. Es causa y efecto a la vez, causando y presuponiendo a la vez el contacto con la resurrección.

101. 8,1; 7,llss; 3óis; 10,38ss; 23,27ss.

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3. ENCARGO Y DESPEDIDA DEL RESUCITADO (24,36-53).

El día de Pascua de Jesús se cierra con una aparición del Resucitado a todos los discípulos. En este caso se presenta la rea­lidad del cuerpo resucitado de tal manera que quede disipada toda duda (v. 36-43), se da una nueva inteligencia de la Escritura y el encargo de la misión mundial (v. 44-49), y se narra la des­pedida de Jesús de sus discípulos (v. 50-53).

a) El cuerpo de Jesús resucitado (24,36-43).

La exposición de Lucas hace patente su objetivo apologético. En ciertos círculos no se quería admitir que Jesús había resuci­tado con su cuerpo. Contra éstos se trata ahora de poner de relieve la corporeidad de la resurrección.

36 Mientras estaban cementando estas cosas, él mismo se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz esté con vosoiros. 37 Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. ,8 Pera él les dijo: ¿Por qué estáis turbados y por qué surgen dudas en vuestro corazón? 39 Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y vedme, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como estáis viendo que les tengo yo. 40 Dicho esto, mostróles las manos y los pies.

Como había desaparecido repentinamente de la vista de los discípulos de Emaús, también ahora se presenta Jesús repentinamente en medio de los once y de los que están con ellos. Jesús no está ya sometido a las leyes del espacio y del movimiento en el espacio. El modo de exis­tir del Resucitado no es ya el modo de existir del Jesús terrestre, del Jesús del viernes santo. La aparición repen­tina, inesperada e inexplicable del Resucitado causa mie­do y terror. La resurrección de Jesús y su aparición en figura corporal es cosa que sobrepasa la capacidad de

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comprensión humana y la expectativa humana. Ni siquiera viendo y oyendo su saludo de paz logran los discípulos convencerse de que es él; sin embargo, habían llegado ya a la fe en la resurrección (24,34).

Los discípulos ven la aparición, pero la interpretan como la de un espíritu sin cuerpo, como un fantasma; según otra antigua lectura, como producto de la fantasía, como artilugio del diablo. En las dudas y falsas interpre­taciones de los discípulos se anticipan ya dudas e inter­pretaciones erróneas de posteriores adversarios del mensaje de la resurrección. En la exposición de Lucas se reflejan las polémicas de la misión cristiana. Las apariciones del Resucitado no son producto de la fantasía, no son meras visiones internas.

Lo que ven los discípulos es Jesús mismo. La aparición es idéntica con él. Soy yo mismo. De ello dan testimonio las manos y los pies, que llevan las marcas de los clavos (Jn 20,25.27). Jesús aparece con verdadera corporeidad. Los discípulos pueden tocar el cuerpo del Señor. La apa­rición tiene carne y huesos, que son la armazón de la carne. Aunque pudiera engañarse la vista, el sentido del tacto no se engaña, pues es el sentido más objetivo de todos. Jesús muestra a los discípudos sus manos y sus pies. ¿Tienen ya la prueba? Tras sus palabras es ya más que suficiente.

41 No acabando ellos de creer aún de pura alegría y llenos de admiración, les preguntó: ¿Tenéis aquí algo que comer? 42 Ellos le presentaron un trozo de pescado asado. 43 Él lo tomó y comió delante de todos.

Al miedo y al terror sigue la alegría. Las palabras y la convincente oferta de Jesús no conducen todavía a la fe, sino solamente a la admiración. El evangelista los excusa;

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la alegría les impide todavía creer. El mensaje de la resu­rrección de Jesús es demsiado bello para ser verdadero. Al fin y al cabo, su resurrección y aparición ¿no es producto del ansia humana, creación de los discípulos, que habían estado con el Señor, habían puesto en él toda su espe­ranza y lo consideraban como el gran logro de su vida? Toda la esperanza de los cristianos se concentra en la verdad de la resurrección de Jesús. Debe, pues, fundamen­tarse sólidamente. La alegría de los discípulos tiene su razón de ser. Se ofrece una nueva prueba de la verdad de la resurrección y de la corporeidad del Resucitado. Jesús come delante de sus discípulos un trozo de pescado asado. Para prevenir toda volatización del cuerpo resucitado y toda transformación en algo espiritual, la predicación de la Iglesia primitiva se remitió a las comidas en común del Resucitado con los discípulos: «A éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públicamente visible... a nosotros que comimos y bebimos con él después de haber resucitado él de entre los muertos» (Act 10,40s). Jesús, en su condición de resucitado, no tiene ya necesidad de alimento, pues ha entrado ya en la vida eterna (24,26). Se demuestra como el que vive, asumiendo paradójicamente en sí las señales de quien está sujeto a la muerte. De este modo de existir del cuerpo resucitado sólo se puede hablar con imágenes menguadas e insuficientes (ICor 15,35-49).

El crucificado y sepultado, pero resucitado de entre los muertos muestra un modo característico de existir. Aparece en una corporeidad visible, audible y tangible. No es un fantasma, sino un ser humano de carne y hueso, que se declara dispuesto a dejarse tocar para disipar las dudas acerca de su corporeidad, que está delante de los ojos de los que le sirven la comida. Sin embargo, Jesús es distinto de como era antes de su muerte; se muestra libre de todo condicionamiento propio de la existencia

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corporal y dispone libremente de su forma variable de aparecerse (Me 16,12). Con todo lo que se insiste en la corporeidad del Resucitado, sin embargo, la realidad de ésta suscita dudas, causa terror y no deja creer por la alegría. El Resucitado aparece y desaparece, sin que se note su venida y su partida. Para reconocerlo se requie­ren ojos abiertos por Dios. De la pasión y de la existencia terrenal, ha pasado ya a la gloria de Dios y, sin embargo, se adapta todavía a lo terrestre, y en este sentido es im­perfecto. El modo de existencia del Resucitado no se pue­de describir plenamente; apenas si se puede insinuar en fórmulas llenas de contradicciones.

b) Testamento del Señor a su partida (24,44-49).

En las últimas palabras que el Resucitado dirige a los após­toles les da nueva inteligencia de la Escritura (v. 44s), los instruye sobre el universalismo de la voluntad salvífica de Dios (v. 46s) y les promete el Espíritu Santo (v. 48s).

44 Después les dijo: Éstas son las palabras que yo os dije cuando todavía estaba con vosotros: tiene que cum­plirse todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los projetas y en los salmos. 45 Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras.

El Señor dejó a los apóstoles y a la Iglesia sus pala­bras, que él pronunció en su vida terrena, así como la tra­dición de las acciones que realizó. Junto a su presencia personal, que para la Iglesia es invisible e inaudible, se halla la tradición de su obrar, el recuerdo del tiempo de Cristo. Este tiempo se caracteriza como el tiempo en que Jesús estaba todavía con sus apóstoles visible, exparimen-table. Se acerca el tiempo en que partirá y se alejará de

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ellos; entonces también tendrán término las apariciones del Resucitado y la Iglesia aguardará su venida (17,22). Para este tiempo se nos han dejado como precioso legado las palabras del Jesús terreno y la vista de sus acciones. La vida de Cristo se ve como hecho histórico, al que la Iglesia mira retrospectivamente y que influye en la fe y en la vida de la actualidad.

La actividad terrena de Jesús está dominada por la aserción del cumplimiento de las Escrituras. Al comienzo de su actividad pública se dice: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura escuchado por vosotros» (4,21). Antes de elevarse al cielo, recuerda que había dicho: De­be cumplirse todo lo que está escrito. La Escritura entera con todas sus partes: ley, profetas, salmos (ketubim), ha­bla de Cristo. Jesús trae el cumplimiento de la Ley (16,17s), la realización de las profecías (4,21), el culto de alabanza por las grandes obras que Dios llevó a cabo por Jesús. El tiempo de Jesús es el tiempo de la realización de las promesas.

Aunque Jesús, en su vida terrena explicó la Escritura a los discípulos, cuya inteligencia siguió cerrada a la com­prensión de la Escritura, todavía no creían que Jesús es el Mesías, todavía les estaba oculta la verdadera imagen del Mesías. La Escritura habla del Mesías, del Resucitado de entre los muertos. Esto no lo podían ellos comprender (18,31-34). El Resucitado, al que Dios, mediante la resu­rrección, acreditó como Mesías, abre la inteligencia para la comprensión de la Escritura. La fe en Jesús es obra del Resucitado, como también la nueva inteligencia de la Es­critura. Sólo si la Escritura del Antiguo Testamento se entiende a la luz de pascua, conduce al conocimiento de Jesús, salvador de Israel y del mundo. Después de la resu­rrección, la ignorancia de la Escritura se convierte en culpa (Act 3,17s). Para el judío incrédulo es la Escritura una

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acusación; para la Iglesia, que creyendo en la resurrección la entiende rectamente, es salud y salvación.

46 Y les dijo: Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer, que al tercer día había de resucitar de entre los muertos 47 y que en su nombre había de predicarse la con­versión para el perdón de los pecados a todas las nacio­nes, comenzando por Jerusalén.

La Escritura anuncia la salvación para todos los pue­blos. Ésta es su sustancia y su verdadero objetivo. La salud se basa en la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Se proclama en nombre de Jesús, por encargo suyo, bajo su acción. En este nombre hay salvación (Act 4,12). El nom­bre de Jesús es su presencia activa. Cuando los apóstoles predican en nombre de Jesús, cuentan con la promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). A todas las naciones se predica la salvación; también aquí se cumple la Escritura; la profecía universalista del segundo Isaías se cumple en la predicación del Bautista: «Todos han de ver la salvación de Dios» (3,6; Is 40,5), en el cántico de alabanza de Simeón: «Luz para iluminar a las naciones» (2,32; Is 42,6), en la predi­cación de Jesús: «Vendrán de oriente y de occidente» (13,28ss; Is 49,12). La salvación comienza a predicarse en Jerusalén. Viene de los judíos (Jn 4,22). En Abraham son benditas todas las generaciones de la tierra (Act 3,25; Gen 12,3). Se anuncia conversión y perdón de los pecados. La conversión (penitencia) es presupuesto para el perdón de los pecados; a esto sigue la vida. Cristo glorificado es el «autor de la vida» (Act 3,15), pero también de la conver­sión y del perdón: «A éste ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador, para dar a Israel arrepenti­miento y perdón de los pecados» (Act 5,31). La promesa

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profética que Jesús cumple en su acción, es hecha por los apóstoles a todos los pueblos: «...libertad a los cauti­vos y recuperación de la vista a los ciegos» (4,18; Is 61,1; 42,7). Según Mateo, el Resucitado da el encargo: Bauti­zad a todos los pueblos (28,19). El bautismo presupone penitencia y conversión y sella una y otra.

Se ha realizado la predicción del Antiguo Testamento acerca de la salud para todos los pueblos y el mensaje de salvación. Los Hechos de los apóstoles dan testimonio de ello. Los apóstoles anuncian a Jesús de Nazaret como Cristo (Mesías), su muerte salvífica — muerto por los pecados— y la resurrección; ofrecen penitencia y perdón de los pecados. En uno de los primeros sermones de san Pedro se dice: «Nosotros somos testigos de todas las co­sas que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén, al cual incluso mataron, colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públi­camente visible... Y nos ordenó predicar al pueblo y dar testimonio de que él es el constituido por Dios en juez de vivos y muertos. Todos los profetas le dan testimonio de que por su nombre obtiene la remisión de los pecados todo el que cree en él» (Act 10,39-43). La predicación comienza en Jerusalén, va a Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra (Act 1,8).

Lo que Mateo presenta como manifiesto y encargo del Resucitado (8,18-20), lo propone Lucas en forma de pre­dicción. La predicación a todas las naciones se pone, como cumplimiento de la Escritura, en una misma línea con la pasión y la resurrección. Al tiempo de las promesas sigue el tiempo de Jesús como centro y punto medio del tiem­po; después de la ascensión viene el tiempo de la Iglesia, tiempo del testimonio y de la misión.

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48 Vosotros sois testigos de esto. 49 Y mirad: Yo voy a enviar sobre vosotros lo prometido por mi Padre. Vos­otros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.

Se expresa el hecho y el encargo: los apóstoles son testigos de aquello en que se han cumplido las prediccio­nes, testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús, testigos de su encargo misionero y de la predicación de la salud extendida al mundo entero. Ellos habían estado con Jesús, desde su bautismo en el Jordán hasta su ascensión al cielo (Act 1,21). Ellos aportan lo que se exige a los testigos. El mensaje de los apóstoles no es especulación y sabiduría humana —en forma mística, si se quiere—, sino hecho histórico, y su interpretación divina sobre la base de la Escritura.

Cristo por su parte ofrece a los apóstoles el apoyo del Espíritu Santo para su mensaje salvínco. Sus palabras de promesa van encabezadas por su yo, el yo de quien tiene autoridad y derecho de libre disposición, como se lee en Mateo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Tan pronto como haya ido al Padre y haya sido glorificado (Jn 15,26) enviará la promesa del Padre, el Espíritu Santo, al que Dios había prometido para el tiempo de salvación (Jl 3,1-5; Act 2,16-21). El Espíritu Santo, con el que Jesús mismo fue ungido para su acción (Act 10,38), se da también a los apóstoles. El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo. «Ele­vado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado lo que vosotros estáis viendo y oyendo» (Act 2,33).

Primeramente tienen los apóstoles que esperar el Es­píritu Santo; tienen que establecerse en la ciudad y per­manecer en ella; en estas palabras se da quizá a entender

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también: permanecer reflexionando y meditando (10,39). Se refiere que los apóstoles, después de la ascensión de Jesús a los cielos, perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos (Act 1,14). La ciudad es Jerusalén; es el centro de la obra histórica lucana, la ciudad de la muerte de Jesús, la ciudad del Resucitado, la ciudad de la venida del Espíritu Santo, la ciudad contra la que se cumple el jui­cio de Dios porque no ha reconocido sus misericordiosas visitas.

En Jerusalén serán los apóstoles revestidos de la fuerza de lo alto. La fuerza de lo alto es el Espíritu Santo. La fuerza y el Espíritu están íntimamente ligados entre sí. En la fuerza del Espíritu regresa Jesús a Galilea después de haber vencido al tentador, para empezar allí su obra y proclamar el suspirado año de salvación (4,14). La fuerza del Espíritu se da a los apóstoles después que Jesús ha vencido al tentador en su pasión y muerte y ha sido ele­vado al cielo. En la fuerza del Espíritu continúan la obra de Jesús entre todas las naciones. «Y con gran fortaleza, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús y gozaban todos ellos de gran estimación» (Act 4,33). No hacen los milagros con su propia fuerza (Act 3, 10), sino en virtud y en nombre de Jesucristo (Act 4,7.10). El tiempo de Jesús comienza con la «aurora de lo alto» (1,78); el tiempo de la Iglesia, con la «fuerza de lo alto». Los apóstoles son revestidos de esta fuerza, como Jesús fue ungido con el Espíritu Santo y fuerza (Act 10,38). El traje de ceremonia de los apóstoles es la fuerza de lo alto; ésta les da poderes divinos, como los tenía Jesús. «Ellos (los apóstoles) fueron a predicar por todas partes, cooperando el Señor con ellos y confirmando su palabra con las señales que la acompañaban» (Me 16,20).

Al comienzo del tiempo de Cristo se halla el mensaje

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NT, Le II, 2¿

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de gracia: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te envolverá en su sombra» (1,35), Al comien­zo del tiempo de la Iglesia se halla la promesa de Cristo, de que enviará la promesa del Padre, el Espíritu Santo, a los apóstoles y a los que están con ellos, y los pertrechará con la fuerza de lo alto. El Espíritu Santo suscita desde el seno de María al Santo, al Hijo de Dios (1,35); el Espíritu Santo produce mediante la Iglesia los santos, los hijos de Dios, como se llama a los cristianos. La fecundidad de Ma­ría, como la fecundidad de la Iglesia, viene por la fuerza de lo alto. María es figura de la Iglesia.

c) Ascensión de Jesús (24,50-53).

Esta sección discrepa algo de Act 1,3-11. Según los Hechos de los apóstoles, Jesús, «con numerosas pruebas se les mostró vivo (a los discípulos) después de su pasión, dejándose ver de ellos por espac.o de cuarenta días y hablándoles del reino de Dios» (Act 1,3). Según el Evangelio, parece que todo lo que narra Lucas en el capítulo 24 tuvo lugar el día de pascua, que el testamento del Señor que partía de este mundo (v. 44-49) y su ascensión (v. 50-53) se sitúan inmediatamente después de la aparición la noche del día de pascua. A lo que parece, Lucas, en su exposición del día de pascua, se dejó guiar por intenciones litúrgicas: cada domingo de la comunidad es un día de pascua. Conforme a su concepción teológico-literaria, anticipó también el relato de la muerte del Bautista (3,8ss) sin atenerse a la sucesión histórica de los hechos; así también, el sermón de Jesús en Nazaret, lo sitúa programá­ticamente al comienzo de su actividad (4,14-30), aunque históri­camente hay que situarlo seguramente más tarde. Numerosas relaciones entre el Evangelio y los Hechos de los apóstoles mues­tran que Lucas tenía ya planeada la concepción de los Hechos cuando escribió el Evangelio; por eso no se puede suponer que quisiera corregir el Evangelio, por ejemplo, con los datos de los Hechos de los apóstoles sobre la ascensión. Lucas no se deja guiar por intenciones de biografía histórica.

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50 Después los llevó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo. 5l Y mientras los bendecía, se apar­tó de ellos y era llevado al cielo.

«Hasta cerca de Betania» quiere decir la región sobre el monte de los Olivos próxima a Jerusalén (19,28s; Act 1,12). Desde allí había avanzado como rey Mesías hacia Jerusalén (19,28-38). En ningún otro lugar podía comenzar su marcha para entrar •en la gloria después de llevada a cabo su obra. Betania está situada en el camino del desierto a Jerusalén. El comienzo del tiempo de salvación se anuncia con estas palabras: «Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor... y todos han de ver la sal­vación de Dios» (3,4ss). En este camino del desierto a Je­rusalén se despide Jesús de los discípulos, y es elevado al cielo; de allí envía el Espíritu Santo; comienza el tiempo de la Iglesia. Sobre la acción de los apóstoles se dice al final de los Hechos: «Sabed, pues, que a los gentiles ha sido ya transferida esta salvación de Dios, y ellos escucharán» (Act 28,28).

El que todavía no había bendecido nunca a sus após­toles, les da ahora solemnemente la bendición. El acto de levantar las manos muestra a Jesús como sacerdote que bendice. Quizá debe esta escena traer a la memoria las pa­labras del Eclesiástico, donde se dice del sumo sacerdote Simón: «Entonces Simón, bajando, levanta sus manos sobre la congregación de los hijos de Israel para dar con sus labios la bendición de parte de Dios y gloriarse en su nom­bre. De nuevo se postraban en tierra para recibir de él la bendición» (Eclo 50,22s). Jesús, que se despide para ir al cielo, hace patente la bendición que se da en él mismo: en él serán benditas todas las naciones de la tierra (Act 3,25). El Evangelio de Lucas comienza con un sacerdote que, después de ofrecer el sacrificio, no pudo bendecir a

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causa de su duda (1,22). El ministerio de Zacarías era una liturgia inacabada. Al final del Evangelio aparece de nuevo un sacerdote, que da remate a su obra con su ben­dición.

La liturgia ha llegado a su término. Toda la fuerza de bendición del Crucificado y glorificado viene sobre los apóstoles.

Mientras les daba la bendición se aparta Jesús de los suyos. Aunque esté lejos de ellos, su bendición queda con ellos. Se apartó de ellos. ¿Se apartó de ellos como se apar­tó de los discípulos de Emaús? ¿Se hizo invisible a los ojos? Lo que aquí se dice quiere significar otra cosa. La palabra está rodeada por el marco de la despedida. Así, con el fin de disipar toda duda, hasta en importantes ma­nuscritos se añadió: «Y era llevado al cielo» (cf. Act 1,9). En la ascensión se aparta Jesús de los suyos; lo que aquí se quiere acentuar es la despedida, no precisamente la ascensión al cielo. Los días de las apariciones del Resuci­tado han llegado a su fin. Los benéficos días de Jesús en la tierra han terminado. Se ha alcanzado la meta de todas las peregrinaciones de Jesús; ahora es elevado (9,51). El tiempo de Cristo, desde el bautismo hasta la ascensión, ha concluido. Ahora no viene ya ningún día que se iguale a estos días. El Resucitado vive ahora a una distancia ab­soluta 102 hasta que venga de nuevo.

52 Ellos, después de adorarlo, se volvieron a Jerusalén, llenos de inmenso gozo. 53 Y estaban continuamente en el templo, bendiciendo a Dios.

Como en la bendición del sumo sacerdote la comunidad se postra en adoración, así también los apóstoles se pos­tran ante el Señor que se aleja. La ascensión se efectúa

102. Cf. la palabra gritga dieste: se apartó de ellos.

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en una liturgia solemne. La Iglesia se congrega en presen­cia del sumo sacerdote que bendice. Es posible que estas palabras de adoración pasaran del libro del Sirácida al Evangelio — no todos los manuscritos contienen esta lec­tura — y que Lucas escribiera más sencillamente. Lo que sigue, lo presenta sobriamente y en forma contenida, se limita prácticamente a indicar lo que hace la comunidad apostólica después de la partida del Señor. Vuelve a Jeru­salén, con lo cual cumple obedientemente el último encar­go del Señor.

llenos de inmenso gozo. ¿Cómo pueden alegrarse los apóstoles cuando se aleja de ellos Jesús? La ascensión de Jesús al cielo pone fin a su estancia en la tierra, pero da remate y coronamiento a su resurrección. Se ha dado un paso más adelante, hasta que lleguen los tiempos del refrigerio y envíe Dios al preelegido Cristo Jesús; en efecto, «el cielo debe retenerlo hasta los tiempos de la restaura­ción de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde antiguo» (Act 3,20s). La alegría de los testigos de la ascensión es el comienzo del gran júbilo de la consumación final. Una vez más vuelven a reunirse el comienzo y el final del Evangelio. Cuando se anunció el nacimiento de Juan Bautista, se dijo al sacer­dote Zacarías: «Para ti será motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento» (1,14). El naci­miento de Jesús va acompañado de este mensaje: «Mirad: os traigo una buena noticia que será de grande alegría para todo el pueblo» (2,10). El Evangelio es buena nueva, desde el principio hasta el fin.

A su entrada en Jerusalén Jesús, con autoridad, tomó posesión del templo para sí y para su pueblo (19,45ss). Allí echó los cimientos de su Iglesia. El templo fue conti­nuamente, a las horas de oración, lugar de reunión de la comunidad de la ascensión y por mucho tiempo fue toda-

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vía lugar de reunión de la comunidad de pentecostés103. Otra vez vuelven a enlazarse el comienzo y el fin del Evangelio. Los dos puntos culminantes de la historia de la infancia están constituidos por la doble aparición del niño Jesús en el templo 104; éste es también el lugar de los que «esperan la liberación de Israel» (2,38).

En el templo resuena la alabanza de Dios por la Igle­sia. Dios bendijo a la Iglesia de la ascensión por medio del sumo sacerdote Cristo; ella bendice a Dios, le tributa ala­banza y acción de gracias en oraciones e himnos. Cuando nació el Bautista, dijo Zacarías alabando a Dios: «Bendito sea el Señor Dios de Israel» (1,64.68). Simeón toma al niño Jesús en los brazos y alaba a Dios con el himno: «Mis ojos vieron tu salvación, la que tú preparaste a la vista de todos los pueblos» (2,28.30). Ahora comienza a realizarse lo que expresó este himno de alabanza. La salvación está preparada, alabando a Dios se ofrece a los pueblos. Se inicia la liturgia de la alabanza perpetua de Dios.

103. Act 2,46; 3,lss; 5,12.20s¡ 42. 104. 2,22-38; 2,41-50.

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