Tan mala la luna (2012)

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Narraciones cortas y surrealistas.

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EL JUGADOR

Alguien está jugando. No quiero creer que algo que empezó tan

inocente pudiese llegar a transformar tanto. Miraba el cielo para reconocer en

alguna nube algo que me distrajera; algo que me mostrara aquello que

parecía venir más allá del horizonte, atrás de esa línea que me estorbaba. Sin

ella podría ver los sitios lejanos de tonalidades perfectas, los cielos

translúcidos, las estepas solitarias pero seductoras, las costas embravecidas

que empujan al mar con sus pies rocosos y puntiagudos.

Era inútil. La ciudad cercana y su realidad me atraían

irremediablemente. Cada minuto mi alrededor se vaciaba implacable como un

desaguadero. Ya no quedaba nadie. Sería infructuoso intentar revertir lo que

estaba pasando porque aquella suerte había sido determinada desde hacía

mucho tiempo.

Por lo tanto, la desaparición de la ciudad era inevitable. Sonreí, casi

disfrutando la escena, lo hice escondido para que nadie me viese,

escapándome también de la mirada inquisidora del Jugador.

¿Conocen de alguien que le haya pasado algo similar? No lo creo. Y si así

fuera no quisiera saberlo, suficiente tenía yo con ver desaparecer calle a calle,

minuto a minuto, todo lo que me había rodeado. Las avenidas tardaban más,

pero igual se borraban como si despertaran de un sueño y quisieran, sin

ninguna explicación posible, entrar a una pesadilla. Las grandes construcciones

insistían en rebelarse y aún se podían percibir las siluetas de las cúpulas o de

las altas azoteas parpadeando desde el fondo de la penumbra.

María, risueña y dulce; tonta y crédula si lo viéramos desde otro ángulo.

¿Dónde estará? Acaso borrada ya a causa de ese implacable juego de

claroscuro con el que se deleitaba el que asumía ser Dios. Tendría que

buscarla para calmar la conciencia y evitar la posterior culpa con la que

tendría que acudir a la terapia aunque era probable que el psicoanalista ya

estuviera borrado por esos actos fallidos o acertados del Paciente-Jugador.

Tenía ganas de soltar una carcajada, pero el natural recato me lo impidió.

No busco a María. Tampoco María debe buscar a nadie porque eso

podría disgustarlo. ¿Habrá volado María hacia ese otro cielo? Es posible que

alguien la haya salvado. La ingenuidad es su arma poderosa, yo no tengo esa

opción, por eso nada me salvará, pero no importa. Soy libre, pensé, y me sentí

mejor; podría actuar con rapidez.

De pronto, el Jugador se detuvo. Hubo un silencio respetuoso para

que la no-creación continuara: seguramente seis días para borrarlo todo y en

el último Aquel descansaría. El silencio es enorme y no puedo hacer ruido al

reír, sería terrible si me escuchara.

La página en blanco me recuerda que queda algo. ¿Alguna tecla

específica para terminar con algo perfecto? ¿Algo que conjurase lo que estaba

sucediendo? Como si yo pudiese ser antagonista en este extraño tablero.

La ansiedad me invade porque lo que acontece escapa a mi débil poder.

Solo queda la magia y mi inutilidad dando cuenta de lo vano que es ya todo

acto. Me amargo y quiero intentar decir las cosas de otra manera. Quizás si las

desencajara totalmente. Acaso así sería posible escapar porque siempre habrá

algo que desentrañar y al Dios-Jugador eso lo distraería. Ahora si me río

abiertamente, he descubierto la solución.

Ya no tengo miedo. Lo mejor es abandonarse y seguir el proceso. Quizás

al final el vencedor no sea el que pensamos. Empiezo ha sentirme invadido

por las tonalidades de una paleta inexplicable. Llegaba el frío y atería mi boca

que quería continuar sonriendo pero ya no podía. Lo único que logré fue un

gesto inacabado a causa del gris profundo que me cubrió.

DOBLE LUNA

Una mañana contempló con asombro el desierto que la rodeaba. ¿Sería

un espejismo? Pero los espejismos te muestran lo que tú deseas ver, pensó, y

en este caso el espectáculo no era agradable. Sólo la arena que espantaba

cualquier proyecto de vida. No habría nada que venciera esa inmensidad y el

silencio.

Caminó por el suelo caliente y acolchado. Sus pies se hundían tragados

por la huella profunda de su propio peso. ¿Sería ese su fin? ¿Desaparecer sin

sentido? Intentó recordar. Pero no había recuerdos.

Algo pequeño corrió por entre las rocas. Algún animalejo, pensó. Más allá, algo

más grande se movió, espantado por su presencia. Unos ojos oblicuos la

miraron largamente. Por un momento pensó que estaba muerto y calcinado

por el sol. Solo el brillo en el fondo de su pupila demostraba que la vida

estaba ahí, sostenida por algún milagro. Una cierta displicencia en el giro

nervioso de su cuerpo para mirarla hizo que admirara la solemne resignación

de vivir de esa manera.

Pero no recordaba su pasado. Su mente, como el mismo desierto, parecía

vaciada de toda certeza. Había la sensación de un lugar diferente de donde

venía. Recordaba los ruidos extraños que pertenecían a ese sitio. Los olores de

otras formas de vida. Los murmullos de quienes pasaban a su alrededor. Todo

eso se le venía a la mente como flashes, en un torbellino de luces nocturnas y

sonidos.

¿Quién era? Buscó alguna superficie que pudiera reflejar su apariencia. Quizás

eso la ayudaría a recordar. Buscó en vano. Los desiertos no te ayudan a

descubrir lo que tú crees ser.

Yo, que nunca había lastimado a nadie, pensé, que siempre aceptaba

las condiciones de los demás, que había sido tibiamente feliz sin reclamar nada

extra, no sabía cómo reaccionar ahora ante lo que parecía ser una condena.

Quizás su mundo siempre había sido el de las arenas eternas y aquellas

sensaciones que la perturbaban solo eran juegos de su imaginación. Miró al

firmamento, las lunas estaban saliendo a la hora acostumbrada. En pocos

minutos la temperatura bajaría peligrosamente.

En una ciudad, dos personas conversaban apasionadamente. Existe un

planeta con doble luna, decía una de ellas. Yo lo soñé y los sueños siempre

guardan una relación directa con lo posible. Si lo soñé es porque existe,

argumentaba.

La otra persona la miró con detenimiento. Sus ojos oblicuos no

reflejaron la sonrisa que resplandecía en su interior.

Puede ser, dijo lentamente. Si sueñas algo es porque en algún lugar está

sucediendo

LAS MOSCAS

Una orden superior había convocado a las moscas. Delante de Luis y

Julia solo los corredores oscuros y al final seguramente lo que ellos buscaban.

Las moscas se volvían más numerosas. Se posaban sobre ellos creando

un desasosiego que terminaba agolpándose en los ojos, haciendo que las

lágrimas inundaran la cara. La desesperación aumentaba porque los insectos

continuaban posándose sobre sus labios, intentaran introducirse en la boca,

buscaran una entrada por los orificios de la nariz sin que ellos pudieran

encontrar una solución.

Cuando llegaron al final del corredor no se detuvieron, cruzaron el

umbral sin considerar la presencia de los guardias que custodiaban el paso,

seguidos de la nube de insectos que no se despegaba de ellos. Se detuvieron

ante la pequeña figura que tenían delante y que intentaba vanamente alzarse

sobre las puntas de los pies para aparentar una altura mayor, porque el

personaje no medía más de metro y medio. Sentado en ese gran trono parecía

perderse entre sus ropajes espesos, que en lugar de darle un aire de dignidad

lo convertían en una especie de gusano de seda en pleno proceso de

transformación.

La abrupta llegada sorprendió tanto a los presentes que por un

momento hubo un silencio terrible.

- Tienen que acercase, extranjeros- les dijo con voz chillona el

gusano.

- Inclínense ante él- dijeron los servidores más cercanos con voz

amenazadora

- Póstrense- dijeron al unísono todos los presentes.

- Hemos sido invitados- dijeron tímidamente Luis y Julia y se tomaron

de la mano buscando seguridad en el contacto, pero sus dedos

tropezaron con los cuerpecillos blandos y acuosos que parecían

formar parte de la piel de ambos. Era algo nuevo para ellos. Se

repelieron por un instante, pero pudo más la necesidad que el temor

y venciendo los escrúpulos se aferraron uno al otro.

Los seres que estaban cerca los miraron con desdén. ¿Quiénes eran

estos extraños llenos de moscas que habían invadido el espacio sagrado? En

ese mundo la asepsia era un bien moral del cual nadie podía despojarse. Las

moscas eran signo de putrefacción. Algo malo estaba pasando. Debían

investigar de inmediato.

- Nadie estará en contacto con ustedes- dijo un personaje con aire

arrogante. Permanezcan en el sitio que se les va a dar, hasta nueva

orden.

- ¿Alguien sabe quién los ha invitado?- dijo una voz femenina que se

escabulló para no dejarse ver.

Julia y Luis obedecieron. Finalmente estaban ahí para eso, para ganarse

la aceptación de ellos. La sumisión los salvó. Estaban cansados y se sentían

inseguros. Los limpiaron con cuidado y los encerraron en una habitación.

Seguramente las moscas no podrían entrar. Aliviados decidieron descansar.

La sequía. El desierto caliente. Su compañera siempre a su lado. En

aquel momento el deseo sexual se apoderó de él, la desnudó y se acomodó

sobre ella, penetró su miembro suavemente y empezó a dar cortos embates

buscando que calzara en la horma perfecta, emitió un bufido. El desierto le

devoraba las fuerzas. La volteó y empezó a embestirla profundamente, a lo

lejos, las planicies doradas, el viento salobre sobre su cara, la arenisca fina

entre sus dientes, el galope enfurecido por ganar kilómetros y acercarse al

filo del abismo. Siempre buscando el riesgo, la muerte. Ella le había dicho que

no vayan, que era peligroso. Él los había colocado en una situación terrible. El

abismo cerca. La distancia se acortaba, el corazón palpita con fuerza

bombeaba incansablemente sangre a todas sus arterias. Cuando el viento

aumentó, la arenisca se hizo más burda y cortaba su piel con breves y

puntiagudos contactos. Llegó al borde. No podía volver atrás. Dio el paso

final. Era su única opción: la caída libre en un rizo perfecto. Todos los ruidos se

apagaron y solo se escuchó el ulular del viento que rasguñaba todo a su paso.

La mujer no entendió el mensaje del sueño. No pudo seguir pensando

en nada más porque una nube de moscas la cubrió. No había sido perdonada.

Era una extraña, una mujer llegada desde lejos a un mundo donde no había

salvación posible. Un mundo donde las moscas habían vencido.

INOCENCIA

Esa mañana, como de costumbre, se contempló largamente en el

espejo. Los años habían dejado marcas sobre su cuerpo. Ya no tenía aquel

resplandor de una edad donde las cosas más inverosímiles se vuelven

realizables.

El había aceptado sus limitaciones físicas con algo de consuelo al

saberse capaz de manejarlas. Algunas veces las consideró mediocres porque a

pesar de que la mayoría de las personas las tenemos, solo aquellas que

vuelven intocables los cuerpos son las que más seducen.

Matías, fotógrafo y cojo, podría jurar hasta el día de su muerte que su

minusvalía había sido el motivo del éxito con las mujeres. Pero, últimamente,

cada deficiencia que percibía en aumento le resultaba intolerable.

Las relaciones intrascendentes que entablaba lo tenían aburrido, sobre

todo con aquellas mujeres que creían hacerlo todo bien y que se sentían

tentadas a mostrarle sus secretos, para luego culparlo a él y continuar

endulzadas en la oportunidad de guiarlo nuevamente hacia los cuerpos recién

lavados y venidos al mundo.

Esa semana estaba más deprimido que de costumbre y por eso

necesitaba cerca el mar y luchar contra la tentación de llegar y lanzarse

violentamente de cabeza hasta topar fondo y continuar hasta el otro, aquel de

color violeta, total y estéril.

La playa y el mar. Ahora otras tentaciones estaban demasiado a la

mano: eran dos forasteras que le sonreían. La primera: sus labios finos le

habían llamado la atención. Calmados, no demostraban lo voluntariosos e

intensos que eran. Los tatuajes en su cintura no habían podido sacar todo lo

que no decía la boca aún llena de sal.

Con la segunda, no había postergación posible. Era de una belleza alucinante.

Ojos casi violetas, casi azules. La belleza siempre había enternecido a Matías

hasta anular su campo de visión y desear fundirla en el fondo de su retina.

Los cuerpos marcados por tatuajes inverosímiles, buscaban eternizarse en una

fotografía, perennizar los detalles de algo que luego sería cubierto. Como si la

existencia pudiese marcarse en capas que luego se lograran clasificar y armar

un patrón. Pero la piel es un papel extraño e ingrato y los dibujos no logran

vencer su resistencia. La piel olvida.

Mejor no pensar en tantas cosas y buscar la foto que debería ser

inolvidable. Pero los cuerpos no podían mostrarse más. Matías había

descubierto su inutilidad. Él que les hubiera podido enseñarles muchas cosas,

se encontraba condenado sólo a mostrar lo que hubiese querido compartir

con esos cuerpos que se alejaban.

Matías decidió entrar en la foto. Que otro se las tomara y así podría

verse él creando su nueva historia. Se haría un tatuaje de un sol rubicundo con

un colibrí acercándose peligrosamente a la luz.

El mar. Alguna toma anterior. Algo parecía filtrarse desde el fondo de la

foto. En un principio, era azul y tranquilo. De pronto parecía derramarse

desenfocado. No podía distinguir la profundidad. No parecía fría. Tampoco

cálida. La quietud impedía que la luz llegase a los cuerpos. Hay trazos de

color que se deslizan en el fondo. La toma necesitaría más luminosidad para

desentrañar esa carne rosada e inocente que no puede sangrar más.

El pico azul

El sendero que penetraba la espesura parecía garantizarles mayor

seguridad en el desempeño de la misión. Habían sido muy cautelosos en este

último tramo. A pesar de esto, muchos sentían que seguían vigilados. Al

entrar al recodo solo los sonidos de las alimañas acompañaban el paso furtivo

de los soldados.

Luego de un breve trecho, los esperaba un claro. A pesar de sentirse

más tranquilos por la selva cómplice, descansaron solo un momento, el

suficiente para calentar sus ateridos huesos frente a un pequeña fogata.

Comieron algo enlatado y bebieron de sus cantimploras El tiempo apremiaba,

tenían que continuar inmediatamente.

Luego de la pérdida de los mapas, anduvieron confundidos tanto tiempo

que algunos decidieron quedarse en el camino. Nadie sabía si la misión

continuaba siendo importante o si se había reducido a darle sentido a la

existencia de cada uno de ellos. Ese sentido del honor tan insulso y que a

veces nos conduce a decisiones irreparables.

Ante tanta pérdida de hombres, el sargento Odalio Jarrín asumió que

era el predestinado para cumplir la consigna. Tenía miedo, pero en el fondo de

su alma, por decirlo de alguna manera, saltaba con brusquedad un sentimiento

de satisfacción que no quería profundizar ¿por qué él y no otro habría de

cumplir una misión que había confundido a tantos?

Había sido soldado mucho tiempo y era un hombre curtido en los

ejercicios militares. A pesar de eso, Odalio guardaba un espacio intocado en el

fondo de su ser. Ese espacio neutro donde todo cabe, donde todo lo imposible

se vuelve posible y el cual había cuidado de no llenarlo de crueldad.

De alguna manera, esa contradicción en la vida del soldado era producto

de una tragedia vivida cuando era pequeño. Él no recordaba con claridad, pero

la versión que interiorizó y recreó muchas veces era que jugando había

causado la muerte de su hermano menor.

Durante años reflexionó sobre lo que lo impulsó a empujarlo. Lo hizo

muchas horas ensimismado mirando hacia el cielo, blasfemando sin palabras,

pidiendo perdón sin estremecerse durante el día e insomne y en estado febril

durante las noches. Ya en el ejército y mientras otros soldados buscaban otras

formas de consuelo, este aprendió a entenderse con Aquel.

Era un buen soldado, técnicamente hablando, pero no era capaz de

gozar del dolor ajeno, en eso no era el hombre duro que esperaban. Cada vez

que iba a cometer un acto irracional, Odalio se llevaba la mano a una imagen

religiosa que colgaba de su pecho. Este gesto lo protegía. La maldad pasaba a

través de él y terminaba desmayada e inútil, tirada en cualquier rincón.

Ahora tenía que llegar a lo alto de la montaña sin perder la vida de más

hombres. Se preparó a subir y tomó las debidas precauciones. A unos

doscientos pasos del Pico Azul, meta nacarada y gélida, el cuerpo de Odalio

estaba en el centro de una mira.

A cincuenta pasos, el francotirador oculto aguantó la respiración para no

errar. En ese momento los acontecimientos tomaron otro giro. Los dioses

cubrieron con un velo helado la escena. Mientras se medían las fuerzas

celestes, Odalio, rezaba y se encomendaba a lo alto. Si cumplía la misión

podría regresar con honores y darle a su familia una nueva oportunidad. El

francotirador también rezaba en lengua extraña. Un velo gris ocultaba a los

dioses enemigos que se agazapaban detrás de sus hijos.

A pocos pasos de la meta, Odalio escuchó el disparo que cortó la

escarcha, encendió las velas de un rezo lejano y mordió el horizonte hasta

apagarse en un eco interminable. Odalio, herido, se detuvo y empezó a

retroceder con dolorosa cautela. .

El tirador observó como iniciaba el descenso, protegiéndose con las

rocas y los desniveles del suelo. Sonrió, porque sabía que no tendría

escapatoria. Había errado a propósito para hacer más larga la agonía. Odalio

tendría que cruzar un claro y en ese momento sería el blanco perfecto.

Enfocó largamente a su oponente herido y por un instante pudo ver su

amuleto. Él también llevaba uno. No eran parecidos pero encerraban la misma

necesidad. No alcanzó a tocárselo para conjurar su destino porque un tiro le

reventó el pecho.

Odalio escuchó el tiro a mansalva que él mismo había ordenado.

Palideció. Ya no quería cumplir la misión, porque a pesar de que sus dioses le

daban otra oportunidad, él tenía que empezar por reconstruir la fe que

acababa de perder.

EL GOLFO

Después de nueve horas de navegación se llegaba al pueblo fronterizo.

Eran las cinco de la madrugada y la mayoría de los pasajeros esperarían una

hora más para desembarcar. En la penumbra la motonave parecía más frágil;

la tambaleante silueta recordaba la de una similar que había desaparecido

hacía unos meses.

Al bajar los viajeros y los marineros querían desprenderse del recuerdo

de la larga travesía. Además querían huir del olor a combustible que les

provocaba la desazón en el estómago. Un café caliente lejos de este sito,

urgente, pensó.

Los pasos apurados de sus compañeros de viaje lo guiaron

mecánicamente fuera de los muelles y luego del puerto hasta vislumbrar el

hotelito. Allí suspiró aliviado. Tenía una sensación acre. De pronto un graznido

lejano, luego un golpe de tos a pocos metros. Luces que se apagaban al azar.

Llegaba el día.

Desde los muelles llegaba el olor de de marisma caliente. Era tan

intenso e íntimo como si el sopor de los sentidos se materializara junto al agua

y así todo lo orgánico pudiese brotar sin control.

Incluso lejos, aún se escuchaban los motores ronroneando y los gritos

de los estibadores; las labores no se detenían, un pequeño hormiguero

humano se deslizaba por entre puentes artesanales, se colgaba de las poleas,

se perdía entre maquinarias y camiones.

Se descargaba y se cargaba a toda hora, no importaba nada más; el

puerto como un cíclope imprimía el ritmo a todo: iban y venían los problemas y

las prontas soluciones, se ahogaban las penas íntimas y los amores lejanos. El

ritmo del agua aumentaba o disminuía la energía de cada momento, traía y

llevaba vida sin parar.

En el pequeño restaurante la conversación giraba sobre el supuesto

naufragio. Era el tema obligado desde que la nave desapareció en el laberinto

de canales. Solo encontraron a una pequeña sobreviviente flotando sobre una

tabla. Silenciosa, jugaba con unos pequeños peces muertos que sostenía en su

mano.

Alguien aseguraba que había sido producto de un ataque de la patrulla

fronteriza y que nunca se sabría lo que realmente pasó. Fue el sobrepeso,

aseguró otro hombre de pelo cano y con acento del interior. Para navidad

siempre pasan cosas así. La gente viene cargada de compras desde la frontera

y no hay control. Las naves viajan abarrotadas de paquetes. Hace unos años

se incendió una de estas. Yo era pequeño. Dicen que la noche era tan oscura

que a pesar del resplandor se escuchaban los gritos de auxilio pero no se

podía ver nada. Pobre gente, yo preferiría morir ahogado que quemado. Unas

monjas viajaban aquella vez y se quedaron atrapadas. Ah! y no olvidemos los

tiburones. Dependiendo donde sea el naufragio, no dejan rastro. Si es en el

golfo no hay posibilidad de salvación. Todos asistieron a la sentencia del

marinero. Su opinión siempre era respetada y él lo sabía. A veces exageraba

un poco para mantener la atención de sus oyentes. Pero lo hacía de buena fe.

No había malicia en su interior.

De la pequeña se sabía poco. Decían que no había pronunciado palabra

alguna, que estaba en un extraño estado de ensimismamiento. Además,

exploraba su cuerpo como si se hubiese perdido en él. La fiebre no disminuía y

la posible infección podría producirle la muerte en poco tiempo.

El viajero escuchaba silencioso mientras terminaba el desayuno. Él

venía a solucionar el misterio. Necesitaba conocer la zona y contaba con la

ayuda del padre de la niña para conseguir algunas muestras. Más que el pago

ofrecido, le atraía el caso. Su madre también le había contado sobre el

naufragio del “Faraón”. El incendio había sorprendido a los pasajeros a

medianoche. Ella regresaba en otra nave de un paseo por las islas. También

ella aseguraba que a pesar del resplandor no se distinguían a los náufragos y

que solo los gritos alertaban sobre el desastre. Era una historia que siempre le

había atraído y que ahora que era un científico buscaría esclarecer.

Por versiones del viejo marinero, se conocía la existencia de un insecto

dorado que antiguamente abundaba en los canales y que casi había

desaparecido. Se aseguraba que cerca del golfo se los podía encontrar. Decían

que te llevaba a un estado intermedio de la conciencia, que luego de la fiebre

aparecía una mancha rosada sobre el pubis que se iría tornando liliácea, como

si naciese de un golpe, pero que en lugar de oscurecerse se ponía dorada,

luego traslúcida, de tal manera que inicialmente los genitales se

transparentaban como en un radiografía, luego seguía el resto del cuerpo,

hasta que la persona infectada enloquecía. Finalmente venía la muerte.

El padre y el viajero contrataron al marinero que decía conocer mejor el

lugar. Era el mismo que hablaba sobre el naufragio la mañana en la que el

viajero había desembarcado. Luego de llegar a un arreglo económico, se

aprovisionaron de comida y agua para el día. No pensaban pasar la noche

entre los manglares, expuestos a tantos peligros.

Luego de varias horas de viaje el sol había hecho estragos en los

forasteros. Sentían que las picaduras de los mosquitos les estaban provocando

fiebre y embotamiento. Tenían que volver antes que oscureciera. De pronto,

vieron lo que parecía un enjambre de insectos dorados que se desplazaba

hacia un gran estuario.

Lo siguieron alucinados. El color dorado de los insectos aumentaba de

intensidad a medida que la luz del día daba paso a la del crepúsculo. De

pronto, parecieron apagarse. El marinero, en estado febril. dudó en seguir a

pesar de la insistencia de los otros. Si pasaban cierto punto, el regreso sería

imposible.

La oscuridad caía suavemente y ellos creyeron detenerse, pero ya

no estaban seguros de nada. Ya no había curiosidad ni suspicacia, solo ellos

sobre ese mundo líquido. La escena era compleja y perfecta.

– Ojalá nos encuentren a tiempo, alcanzaron a pensar. Ninguno sabía

si habían cruzado la línea.

GIGANTE

En contadas ocasiones lo había visto de blanco. Alto como un molino.

Describirlo resultaba fácil. También destruirlo, pensé más de una vez. Cómo

podía ser tan desmesurado. Había algo que no estaba bien.

Cuando nos enteramos que él se quería morir, se armó una gran

confusión. De alguna manera sentíamos que nos estaba arrebatando algo muy

importante. Él lo había decidido en los últimos meses. Nadie sabía cuándo, ni

por qué, porque su vanidad (¿defecto?) no permitía que se evidenciaran sus

debilidades. Ahora, qué hacíamos con un gigante que ya no quería vivir.

Las mujeres decidieron que podrían mejorar su ánimo agotándole

dulcemente la pasión. Pero el cavernícola ni siquiera había cambiado de

postura cuando terminó el desfile. Más de una, agotada por los excesos a que

se había prestado, se lamentaba que el tiempo había sido corto. Las más

recatadas insistían, algo sonrojadas, en volver a intentarlo.

Los hombres no sabían si la decisión había sido la correcta. Pero ¿de

qué corrección hablamos?, dijo alguien.

Luego, el gigante no quiso recibir a nadie. Pasaba solo, vagando por las

afueras y no toleraba una presencia ajena. Aún así, muchas mujeres

merodeaban el lugar donde decían haberlo visto por última vez.

Llegó un momento que la ciudad no dormía, las mujeres suspiraban a la

luna y los hombres, desesperados, habían perdido la sensación de paz que

tenían hasta hacía poco, y que los había tenido convencidos que vivían en el

pueblo más feliz de la tierra.

Nunca se supo quién inició el rumor. -Hay algo oscuro en sus ancestros-

, repetían a media voz en las esquinas. -Nadie puede matarlo, porque no

tiene las mismas debilidades humanas, ni las mismas restricciones- decía los

hombres maduros, celosos de la desmesura viril de su oponente. -Si te

descuidas, te devorará – escuchó alguien, saliendo del cine-. Nadie quiso saber

de dónde provenían los comentarios, parecían llegar de todos lados.

El pueblo indeciso no sabía si debía terminar con el problema, o si el

gigante era un tesoro que debían conservar. Habían vivido tanto tiempo junto

a él, sintiendo que era lo más preciado, que no entendían la posibilidad de un

futuro sin su presencia.

Finalmente, los excesos de su extrema vanidad hicieron que el pueblo

llegara a una decisión impostergable: que era necesario que el gigante

desapareciera para recuperar su vida anterior.

Los más vehementes, preocupados porque no querían correr riesgos,

convencieron al resto para dormirlo y ahogarlo en el enorme río que cruzaba la

ciudad. Así la multitud frenética se lanzó al agua junto al enorme cuerpo.

Algunos querían garantizar su exterminio empujándolo hacia el mar; otros,

acongojados, buscaban estar junto a él hasta el momento final.

Fue necesario desatracarlo como si fuese una nave a punto de arrancar

por primera vez. Aunque ausente de vítores y demás muestras de júbilo. No

había banderitas, gorritas y demás abalorios propios de un evento significativo.

Pocos querían que este recuerdo se perennizara. Muchos querían olvidar.

En el último momento hubo muchos que pidieron inútilmente revisar la

decisión, atemorizados por las consecuencias que podría traer. Al final se

rindieron. Así la multitud, convencida que no le quedaba otra opción, se

hundió junto al enorme estorbo.

Un forastero que se había atrevido a entrar a ese pueblo, nunca

entendió lo que hicieron. Él no sabía qué tan irremediable era ese momento.

El no vio los reflejos del sol apagarse lentamente sobre los cuerpos de

contornos desvanecientes. El no entendía por qué ese pueblo pudo finalmente

olvidar a tan alto precio.

El cielo de Billy Holliday

Un blues, ligero y meloso que adormece. Billy Holiday desde la caja

oscura de la sony portátil. Deberé comprarme una con c.d. Obsoleta me dice

el sistema de crédito a 18 meses plazo + el impuesto + los intereses. Hago

números, no me alcanza la vida para pagar tan poco a tan largo plazo. ¿El

infierno será diferido o será al contado?

Busco el nombre de la canción. La no. 5. “Pennies from heaven”. Me

siento con derecho al cielo. Escucharla es como estar ahí, uno de los barato

por cierto. No quiero enterarme que existen otros. Seguramente hay de esos

exclusivos; la membresía la tendríamos que pagar mientras vivimos para

garantizarnos un espacio privilegiado para disfrutar por siempre.

El sepelio sería de lo más especial. Incluiría música para el momento,

hasta plañideras virtuales. El efecto sería fantástico. Todos lloraríamos por

algo, algunos por el muerto otros por otros motivos, todos compartiríamos el

fantástico dolor de existir.

Por ahora escucho a Billy y también lloro por algún dolor que ya he

olvidado, a veces lloro por uno inventado. Es necesaria una coreografía

sentimental para que funcione, pero lo logro. El escenario está completo, es

hora de iniciar la función.

Selecciono nuevamente la no. 5. Debo regodearme en mi desamparo.

Este es mi ritual alucinante de shamán/a urbana. Y lo de alucinante lo he

puesto yo para darle algo místico a mi pendeja existencia. No hay nada

diferente. Es un día como cualquier otro y temo que igual a los que vendrán.

De pronto el teléfono, sonido cotidiano con variaciones sentimentales.

Un silencio prolongado del otro lado, de pronto un bip como de conexión

internacional. Cierro con rapidez no vaya a ser una collect disfrazada para

endilgármela en la cuenta del mes. Vuelve a sonar. Una voz dice algo que no

entiendo. Será que alguien ha recibido mi mensaje energético/telepático a

través de una atmósfera contaminada y responde desde el fin del mundo. Hay

estática. Cierro. Vuelve a sonar el teléfono y me provoca pegar una puteada.

¡Marque bien!!

Billy sigue berreando. El teléfono bendito suena insistentemente.

Interrumpe mi dúo con la cantante. Cómo lo odio, sea quién sea el que esté al

otro lado. No me interesa su insistencia.

Ha pasado una hora. El teléfono está descolgado. He intentado volverlo

a su sitio pero cada vez que lo coloco suena. ¡Por favor! Esta persona no se

cansa de llamar. Decido usar mi celular para pedir que rastreen la llamada.

Marco. Nadie contesta, para variar. Una operadora me deja colgada. Alguien

promete solucionarlo. Billy me ofrece el cielo por unos centavos. El teléfono ha

terminado destruido en un rincón del cuarto. El celular no tiene batería. Batería

tiene un hiato. A quién le importa que lo tenga.

De pronto suena el timbre de la puerta pero yo he decidido hacer un

café y abro la llave de la hornilla. El gas inunda la cocina. Pienso en todos los

estúpidos de este mundo que se suicidan con gas o que se dejan morir de frío.

Es tan sencillo, casi dulce e inocente. El timbre sigue sonando. Caramba, han

decidido no dejarme tranquila. No encuentro los fósforos. ¿Dónde los he

dejado? Este gas adormece como el blues.

Corro por la calle. Se me hace tarde. En unos minutos cerrarán la

oficina. Tengo meses esperando este momento. A pesar de mis temores y

resistencias, esta decidido. Estoy mareada. Quizás el medicamento o los

nervios me producen este efecto. No lo sé. Las personas pasan a mi lado y no

me ven. Las saludo y no me contestan, como si yo no existiera. Pero sí existo.

¡Por dios, mírenme! ¡Estoy aquí!

Es cuestión de paciencia. No digas dónde estás. Deberás esconderte los

primeros días. Luego, trabajar a escondidas y pasar inadvertida. Es sencillo,

después todo será fácil. Buscar un alojamiento barato, claro que no se puede

exigir mucho. Tienen desperfectos en la calefacción. A veces hace mucho frío.

Debes tomar las debidas precauciones. Lleva ropa gruesa. Anda a buscarla

donde los otavaleños o al mercado artesanal. La más gruesa que encuentres.

Llamaré cuando esté instalada. Será una sorpresa. Las deudas pueden

esperar, las podré cancelar en poco tiempo, con intereses y todo. Luego

enviaré dinero para comprar una casa o de pronto conozco a alguien y me

caso.

El tráfico desordenado, los pitos de los buses, el calor, un ladrón baja al

andar del transporte y corre con un bolso bajo el brazo. Alguien grita. Nadie lo

detiene. Para qué. Igual saldrá inmediatamente.

Ah! sueño con el viaje. Allá será diferente. No me alcanzará la muerte.

El pasaporte está listo. Utilizo mis últimos ahorros. La esperanza estalla como

un globo multicolor.

El disco ha terminado. Billy tiene frío, cierra los ojos como yo.

“Cuando llegué, ya había vuelto…”

Cuando Tomás inició la huida, lo hizo pensando en la tierra prometida;

ese lugar que su madre calificaba como fantástico, cálido, lleno de

expectativas.

En la sofisticada máquina dónde había iniciado el viaje ni siquiera tenía

que moverse de su sitio. Simplemente sus moléculas serían las aceleradas

hasta su descomposición, para luego retomar el camino invertido y reunirse en

un proceso complejo.

Su madre debería recibir su mensaje en unos minutos. Lo increíble sería

que este habría sido enviado en un tiempo anterior, cuando aún no había

nacido. ¿Cómo lo tomaría? Ella, que comprendía todo, ¿podría entender qué

estaba haciendo Tomás?

Lo había planeado desde hacía un año, luego de comprobar que la época

que le había tocado vivir era sin duda la más despiadada. La implacable

decisión de esta nueva sociedad de borrar el pasado, de hacerlo desparecer de

la memoria colectiva le resultaba insoportable.

Nada de lo que experimentaba en su tiempo le complacía. Estaba harto

de ese viento verde que lo agrisaba todo, ese viento soso sin mácula,

demasiado aséptico, sin ningún nivel de contaminación, sin energía, pues no

tenía vientos con quiénes competir. Viento estéril que le impedía pensar en las

urgencias humanas. El sabía que antes hubo otras cosas. El quería otras cosas.

De pronto la máquina se detuvo. Tomás dudaba de haberlo calculado

todo. Quizás el tiempo lo había atrapado en una de sus finas extremidades, y

por un momento, sintió que colgaba de ese instante como un racimo de

posibilidades, suspendido sin saber por quién.

Finalmente no hubo ni una vibración más. Tomás entendió que de

alguna manera se estaba acomodando a una realidad que se creaba en aquel

momento.

Cuando era pequeño y recibía las enseñanzas para comunicarse con

eficiencia, soñó que estaba atrapado en un libro de verbos, en la parte de las

conjugaciones, y que por desgracia le había tocado ser la conjugación más

onomatopéyica de todas. El era un pluscuamperfecto idiota por el amor de

Sofía. Tendría 14 años y vivía una fantasía amorosa con la hija de una familia

amiga. Se despertó cuando ella en el sueño quería conjugarlo y no podía, pues

no sabía cómo hacerlo.

El recuerdo de Sofía distrajo su concentración y por pocos instantes

añoró su vida real y temió por lo que estaba por venir. La sonrisa de Sofía aún

se mantenía en su recuerdo, cuando un ruido en la puerta lo puso en alerta.

El ruido cesó. Luego escuchó golpes breves y confiados como si sus

vecinos llamaran para pedir un pequeño favor doméstico.

Fue cuando impulsó hacia arriba el mecanismo de la puerta.

Suavemente esta replegó sobre sus goznes superiores y dejó ver unos pies

pequeños en unos zapatos abiertos con tacones altos. El diseño dejaba ver la

piel y las uñas cuidadas. Los pies resplandecían vanidosos ante el espectáculo

que estaban por mostrar, pues sobre los pies se erguían los piernas perfectas

de una mujer joven. La mirada de Tomás recorría esa delicada silueta con

admiración y ansiedad pues no sabía qué vería al terminar de elevarse la

pesada puerta.

Una falta corta, blanca y el talle y el cuello, y de pronto tenía ante si el

rostro de una Sofía adulta. Claro que había variado, pero en esencia tenía la

misma sonrisa y expresión cándida que le habían gustado tanto.

Tomás se había preparado para cualquier cosa pero no para algo así.

Tenía ante él una Sofía del siglo XX, para ser más exacta de los años 50´. Era

como si se hubiera formado una realidad por encargo. Como si hubiera sido

atrapado por el capricho de algún dios juguetón.

Sofía lo abrazó amorosamente y lo besó repetidas veces en el rostro

mientras le decía cuánto lo había extrañado durante ese viaje. Tomás trató de

ponerse a la altura de la extraña situación. Tomás era él. ¿O no?, ¿quién era

ese otro que viajaba? ¿Acaso había alguien que se parecía a él que viajaba,

llegaba y volvía a partir?

Sofía lo abrumó con su amor cada día que estuvo en 1957. Adivinaba

cada deseo o capricho. Lo complacía cada segundo, de tal suerte que Tomás

no podía ni siquiera inquietarse por algo porque ya estaba Sofía solucionando

las cosas, comprando el capricho. Hasta que el 30 de julio Tomás decidió

partir. Sofia juró con lágrimas en sus ojos que seguiría esperando por siempre

sus regresos.

Tomás estaba aterrado. Los excesos amorosos de Sofía parecían ser

más una trampa perversa que la realización del más caro amor. Algo había

salido mal. Esto lo empujaba a un nuevo intento. Tendría que revisar los

tiempos verbales en los parámetros de programación del viaje. No sería raro

que un verbo mal conjugado lo pudiese condenar a ese amor para siempre.

CUANDO LOS ANGELES ERAN GUERREROS

Eran las 6 a.m. cuando inició el descenso. No lo hizo con rapidez pues

quería tomarse el tiempo necesario para reflexionar. Esta misión le

preocupaba, pero no estaba autorizado para cuestionar nada, solo debía seguir

órdenes.

Iba distraído analizando algunos detalles logísticos cuando la turbina de

un avión comercial casi lo succiona; perdió una de sus alas pero logró salvar

el resto. Maltrecho por el accidente lo vio alejarse, mientras la estela

humeante iba indicando el descenso hacia el océano. Seguramente caería en

unos minutos.

Con algo de remordimiento por su error empezó a preocuparse por sí

mismo. Estaba un poco desorientado. Con todos los documentos, planos y

anotaciones que llevaba encima y con el accidente de su ala, la misión se

volvía más complicada. Esperó un poco y ni bien pasó otro avión, lo abordó.

Utilizó la transmutación para no alarmar a nadie.

El destino de este avión lo alejaba del sitio de su misión. Intentó

comunicarse con sus superiores pero era inútil desde el interior de la nave.

Estaba aturdido y cansado y decidió dormir mientras reponía fuerzas. Buscó

un buen escondite. Será cuestión de unos minutos, pensó. Cerró los ojos y se

olvidó del tiempo.

Despertó porque soñaba que le arrancaban las alas y la impotencia le

resultaba insoportable. Abrió sus ojos y vio a varios hombres apertrechados,

apuntándole con sus armas. En un primer momento pensó que lo castigaban

por el error y que había sido condenado a algún lugar terrible. Pero cuando lo

levantaron a la fuerza y lo revisaron a él y a su equipaje, supo que no era lo

que había temido. Qué tipo de avión es este, parece el de alguien muy

poderoso, pensó.

Luego vinieron las preguntas. Pero él no podía contestar. Era parte de la

disciplina. Así que no movía ni una sola pluma de su única ala adulta, pues en

el otro lado apenas sobresalían unas incipientes plumas. Alguien dijo –medio

en broma, medio en serio- que era un ángel. Los presentes pusieron cara de

escepticismo. Decididamente no cumplía los requisitos para ser un ángel. Eso

de las alas podía ser una malformación genética o un truco de los enemigos.

Además, no era bello, ni rosado, ni tenía la candidez sacramental de los seres

celestiales. Y si no hubiera sido por un detalle, nadie hubiera creído que

pertenecía a esas etéreas legiones: su cuerpo no tocaba el suelo, se mantenía

sobre este a unos cinco centímetros de altura.

Llegó otro que parecía ser el jefe, a cerciorarse de lo que tenían delante. No

estaba interesado en el origen del intruso, sólo quería deshacerse de él lo

antes posible, pues tenían una carga importante que entregar y no querían

perder el tiempo en una discusión sin importancia. Luego de amordazarlo,

lo lanzaron a él y a su equipaje sobre un barrio bajo de la ciudad.

En un oscuro callejón alguien comentó también que parecía un ángel, y

todos rieron. No faltó otro que decidiera investigar por sí mismo la androginia

celestial. El ángel con las alas inservibles no atinaba qué hacer. Por mucho

que suplicó que le creyesen sobre su condición, no contó con la ayuda de

nadie. A pesar de su mal estado, fue detenido por sospecha de prostitución y

travestismo.

Lastimado profundamente. Con las alas sucias y magulladas y

despidiendo un olor inaguantable fue confinado en un rincón de un hospital. El

ángel esperó inútilmente la visita del médico. Se sentía realmente perdido.

Sollozaba descorazonado cuando apareció otro ángel para decirle que lo

requerían en lo alto (esto lo vamos a considerar dudoso pues, aunque fue lo

que argumentó antes de irse, pudo haber sido resultado de la fiebre).

El ángel estaba radiante. Sus heridas sanarían con rapidez y además

había llegado el momento de regresar. Todo era muy simple, cumpliría su

misión y sería perdonado. Seguramente recibiría algún incentivo, hasta un

homenaje, si lo hacía bien.

Vistió su equipo de camuflaje mientras oraba. Había reencontrado la fe y

la energía necesaria para el ascenso. Iba desplazándose hacia lo alto con

mayor cuidado cuando vio venir al avión correcto. El enorme aparato no lo

asustó. Ni tampoco lo amedrentaron los signos y las banderas que lo

distinguían de los otros que lo escoltaban.

Ahora cumpliría la misión sin ningún remordimiento. Se preparó para

abordarlo y hacer estallar la carga explosiva que llevaba consigo.

Lo único que esperaba era no regresar a un cielo equivocado.

REALIDADES

Esa tarde, cuando miró por la ventana, tuvo que cerrar y abrir varias

veces sus ojos antes de aceptarlo. Aquello que había sido un parque lleno de

grandes árboles había quedado reducido a un simple esbozo renegrido. El

resultado era un paisaje cortado, con grandes pausas, como si le hubiesen

vaciado el sentido de un momento a otro.

Al terminar el día los grises cayeron con fuerza y la envolvieron en una

tonalidad neutra. Pensó en su familia. Su esposo e hijo llegarían en dos días.

Durmió profundamente pero soñó sin colores.

A la mañana siguiente terminó de asegurar las puertas y las ventanas. El

técnico, con una sonrisa indefinible, le cobro un dineral, pero valía la pena. No

entendía por qué los instaladores la miraban con insistencia. Pero, en fin, los

cambios le dieron la sensación que ella esperaba.

Lo que falló fue el asunto de la renovación del seguro. El broker no

atendía sus continuas llamadas. Si pasaba un día más le cobrarían un recargo

que ella no aceptaría.

Compró las cerraduras más sofisticadas, que incluían un sensor parlante

que le avisaba las características del exterior: clima, temperatura, las

frecuencias aéreas dos millas a la redonda, la programación del cable; además,

el sistema hacía llamadas, cancelaba cuentas y hacia los pedidos, etc. Respiró

aliviada por haber solucionado tantos problemas.

El interior de su casa era confortable y se había preparado para poder

disfrutar con su familia de muchas cosas, por ejemplo las películas de la

televisión: encendió el aparato y buscó las mejores opciones, las escenas eran

similares, los rostros también, los temas igual; se empezó a desesperar hasta

que encontró un programas sobre los animales en extinción, le pareció

interesante y se acomodó.

El dolor a la cervical la estaba molestando por la mala posición, cambió

de lado, nada. Intentó nuevamente; le pareció que estaba mejor, continuó con

la serie. Los animales en peligro de extinción eran numerosos y algunos ya

habían desaparecido para siempre, justamente cuando buscaban resguardarlos

del peligro. Ella también intentaba proteger a su familia. Gracias a Dios podía

hacerlo. Los de afuera no tenían garantías, estaban solos en la selva.

¿Se habría vuelto egoísta?, o quizás siempre lo había sido, pero ahora le

importaba únicamente la seguridad de los suyos. Buscó un programa sobre

pinturas y disfrutó ampliamente al adivinar de quién era cada cuadro. Se

equivocó cuatro veces. Durmió profundamente.

Al día siguiente buscó una receta de algo exquisito. Acomodó los

ingredientes en uno de los mesones y se dispuso a seleccionar el vino. Cocinó

escuchando música, como siempre lo hacía. Pronto estuvo lista para sentarse a

la mesa con un programa de realidad virtual que aún no había utilizado. Ese

programa la colocaría en un restaurante exclusivo en París (había sido su

sueño), con enormes candelabros con velas encendidas y ella bailando con un

hombre en traje de gala, ¡ah!, ella también vestiría un traje negro de noche y

tomarían campaña. La noche sería perfecta. Pero el programa no funcionó.

A la mañana siguiente llamó a la empresa. No contestaban. Usó el

celular, fue inútil, únicamente contestaba el buzón de llamadas. Tuvo que

desistir.

Quiso comprobar si era su programa o el sistema el que fallaba, así que

buscó entre los programas de su hijo. Encontró uno sobre un desastre aéreo,

no quería emociones tan fuertes, había uno sobre la vida en el futuro, pero la

máquina se negó a instalarlo (decía que le faltaba memoria, cosa rara, si no se

necesita memoria para el futuro, o ¿sí?)

Probó y el sistema no “leía” los programas. Quedaba por probar solo

uno. Estaba ambientado en un planeta lejano y era un encuentro con máquinas

inteligentes a las que había que vencer. Se colocó el visor y lo encendió.

Definitivamente fallaba el adaptador y eso se estaba convirtiendo en un

problema, era imposible solucionarlo. Se empezó a desesperar, de pronto

llegaron unas imágenes algo borrosas: que programa más malo, pensó cuando

vio en la pantalla la destrucción de las ciudades y a los sobrevivientes

corriendo desorientados, buscando el lugar más seguro. Siempre lo mismo. Por

qué no pasaban algo menos aterrador. Siempre el sensacionalismo, la

exageración. Hasta el arte se había rebajado. De pronto la imagen

desapareció, no había corriente.

Una completa calma envolvía el departamento pero la energía no se

restablecía. Ella necesitaba hablar con su esposo. Probablemente a esta hora

salían del aeropuerto camino a casa. También quería pedirle unas pastillas

para el dolor de espalda y unas colas dietéticas. No podía salir a buscarlas

porque las puertas eran electrónicas.

Algo le estaba molestando pero no sabía qué; podría ser como un

murmullo que iba en aumento. De pronto, golpes a la puerta y las voces de

Carlos y su hijo. No podía abrirles. Ella gritaba que esperaran, que buscaría la

forma, pero no sabía cómo hacerlo.

Los golpes se volvieron más insistentes, y ¿ si no eran ellos?. Tenía que

cerciorarse. Cuando se atrevió a entornar ligeramente las cortinas, constató

que no había árboles, ni parque, ni autos. Se llevó la mano a la cabeza para

apagar los controles, ¿sería eso?; pero ya era tarde.

LA MUJER QUE MIRO EL SOL

Zoila tenía 15 años, caminó por la avenida principal, giró a la izquierda,

avanzó dos cuadras y la vio. La pared blanca estaba ahí, resplandeciente y

solitaria.

Bajo los antiguos restos de pinturas de las casas vecinas y n los

sombríos zaguanes se podía entrever las antiguas proezas de ebanistería;

ahora el ácido olor a aceite quemado con que protegían la madera, combinado

con otros de anónima procedencia, le produjeron un choque de sensaciones.

Años después sería un desafío intentar definir esa mezcla de desagrado

y atracción. Tendría que recurrir a ella a diario para enfrentar su propia

existencia, pero en ese momento no pasaría de ser una sensación intensa e

indefinible.

La pared seguía blanca, blanquísima, y era una afrenta cromática en un

lugar en que los colores puros no parecían corresponder. Sin entender qué la

impulsaba a hacer ciertas cosas, se detuvo frente a la pared. Luego se sentó

sobre los restos de un tronco y permaneció en esa posición largo tiempo.

Eran escasos los transeúntes. El fuerte calor la aturdía. Su ansiedad

aumentaba. Buscó con la mirada un lugar para protegerse del sol, pero no

había árboles y algunas de las casas parecían abandonadas, además una vieja

carrocería inservible permanecía en el extremo de un lote vacío.

Pasó un camión. El chofer bajó, comprobó el estado de una de las

llantas, desde el interior dos mujeres la miraron con suspicacia.

A Zoila el lugar le resultaba familiar. Ella no estaba segura. Las altas

construcciones simétricas eran diferentes a las de antaño y en lugar del muro

blanco, un gran supermercado. El ambiente era dinámico y ensordecedor.

Recorre el lugar sin llamar la atención. Intenta recordar. Un altavoz del

supermercado invita a ser feliz consumiendo tal o cual producto. La mujer no

habla con nadie. No dice ni una palabra. No le interesa.

Zoila se sienta en un lugar que cree recordar. La gente empieza a

tropezar con ella. Alguien la insulta. A pesar de todo eso, quiere seguir

sentada. Intenta recordar cada detalle. Busca el sol, pero es inútil.

Llegan los guardias y piden que se retire o llamarían a la policía. ¡Pobre!

dice alguien, está loca.

Ella recuerda. Cuando llegó a su casa encontró a todos desesperados por

su tardanza. Ella explicó que se había perdido, que se había sentido mal y que

se había detenido a descansar.

Luego, sola en su cuarto, intentaría revivir esos momentos, el calor que

la humedecía, la mirada lasciva del chofer, el desafío a su propio miedo

mientras entraba a la sombras del camión.

DEL DOLOR Y OTRas pequeñeces

Fue en el apagón de las 7 p.m. cuando una nueva idea lo sobresaltó. Había

pasado todo el día, y los anteriores, analizando las pistas. La respuesta sobre

quién era el muerto, le resultaba cercana. No podía entender cómo, pero

sentía que la solución era previsible.

Tanteando terminó con el último cigarrillo de la, quizás, tercera cajetilla del

día. Lo encendió y, calculando no tropezar, estiró sus piernas. Abrió la ventana

y la noche negrísima se enfrentó a él. La oscuridad no le permitía ver; así,

aprovechando una necesidad interna imaginó ser otro.

Qué haría en este momento. ¿Sería una sombra más, una de las tantas

que deambulan indefensas por la ciudad?

Todos podemos ser víctimas en el momento preciso, pensó. Quién podía

asegurar que esa sombra no estaría tan perdida como él mismo. Sintió

compasión, pero no tenía claro de quién.

Su computadora se había fundido hacía unas semanas. Todo el material,

seguramente borrado y él, con los brazos cruzados, imaginando. A lo lejos,

luces en el cerro, las de miles de viviendas. Estarían viendo t.v., haciendo el

amor, o talvez...

...muriendo. Ese era el grito que escuchaba: un llamado de auxilio. En la

oscuridad era difícil hallar la salida. Tropezando, dando traspiés logró llegar a

la escalera. Empezó a subirla. Ese dolor venía de arriba.

Algo en esa voz lo hacía estremecer. Se cubrió las orejas; era en vano.

Sintió como el miedo le atenazaba la garganta, impidiéndole respirar.

Continuó subiendo, ahora sin tropezarse, como si adivinara cada ángulo,

cada esquina, cada recoveco hasta alcanzar la habitación.

Abrió la puerta. Una luz débil, como si proviniese de una puerta entornada,

le permitió percibir dos sombras. El alarido provenía de una de ellas, la otra,

era un bulto que colgaba de una viga. La escena le resultaba muy familiar,

como si la hubiese imaginado infinidad de veces, hasta lograr concretarla.

No quería ver lo que se balanceaba. Retrocedió.

La mujer, emergiendo de las sombras, lo miró a los ojos, espantada. Pero,

él no quería ni escuchar ni ver, así que cerró sus párpados. Pero el grito

aumentaba su nitidez. No entendía por qué ella lo sacudía con vehemencia

como si quisiera despertarlo. Pero, él estaba despierto, es más, quería decirle

que había descubierto la verdad.

LA VIEJA CASA

Cuarenta años después de la muerte de su abuela, soñó con la vieja

casa. Lo había hecho antes pero ahora la sensación era tan intensa que

despertó y corrió hacia la mesa donde los otros desayunaban. No se había

aseado por el miedo a perder la sensación de premonición que todavía lo

acompañaba y quería narrar los detalles antes de que se deslizaran hacia

esos espacios inciertos del subconsciente.

Entre sorbos de café y los sonidos crujientes del pan tostado, sus

compañeros de viaje lo escuchaban con poca atención.

- Los sueños tienen algún significado – le comentaba con cara

adormitada Julián –. Por lo que escucho, algo te está atemorizando y buscar

volver a la niñez.

Lo que dijo Julián antes de levantarse y desaparecer en el baño del

hotel, caló profundamente en el ánimo de Enrique Tornero.

La mañana brillante podría ser, aún en la playa, el preámbulo para un

día sombrío y lluvioso. El incipiente sopor se empezaba a sentir y la piel lucía

cubierta por una película brillante.

Esas lluvias podían ser una maldición cuando la temperatura subía. Era

invierno en la mitad del mundo, donde el clima se invertía, el agua no giraba ni

para la izquierda ni para la derecha y simplemente se empozaba para ahogar

de una vez por todas la esperanza.

¿Habrá sido una maldición donde le tocó vivir? Siempre pensaba en eso

y se atormentaba al imaginarse otros paisajes y otras aventuras en lugares

recónditos, en playas lejanas. La ficción lo había ayudado en ciertos momentos

a soportar la fatiga de la rutina pero lo había empequeñecido ante ciertas

situaciones que evitaba por no poder manejarlas.

Eran tres en un viaje de tres días. La ruta serpenteaba la costa y ofrecía

experiencias variadas.

Mientras tanto el sueño seguía su curso en el inconsciente de Enrique y

también en el de los otros, porque a causa de algún misterio, todos se habían

encadenado a la secuencia de imágenes que poblaban las profundidades del

alma del soñador.

En el sueño, Enrique intentaba bajar unas escaleras, que de tan viejas

amenazaban hundirse, y lo lograba gracias a unas tablas que aparecían

cruzadas en sentido contrario a los escalones. Luego, otro intentaba bajar,

pero al no usar las tablas se hundía peligrosamente hasta las caderas. En el

sueño de Enrique, él se veía a sí mismo pero no el rostro del otro. En el de

Julián, él veía a Enrique pero no lo veía usar las tablas; por lo tanto, pensaba

que la culpa del peligro la tenía Enrique y su endiablado egoísmo. El otro

compañero era el comodín del sueño. Aparecía y desaparecía.

Por lo tanto, de la noche a la mañana Julián odió a Enrique pero se

compadeció del otro. Enrique, a su vez, despreció a Julián y lo consideró torpe

y demasiado amanerado con el tercero.

Habían continuado el viaje y ahora se encontraban cruzando un brazo de

mar para llegar a la playa. Buscaron alojamiento para descansar antes de

comer.

En el sueño habían logrado bajar los tres. Uno a uno. Dos, algo

golpeados a causa de la vieja escalera. Pero ya estaban abajo. La casa lucía

elegante y señorial, pero realmente no había sido así. Había sido grande pero

modesta. Algo no está bien, se decía quedamente Enrique, pero se paseaba

con cierta altanería por las galerías ostentosas para no levantar sospechas. Se

sentí algo traicionado pero al mismo tiempo lo halagaba un sueño así.

En el sueño, el tercer compañero aparecía como su padre. Le ordenaba

cosas, lo amonestaba. Enrique estaba muy disgustado porque el sueño

empezaba a dejar de pertenecerle. El quería dirigirlo hacia lo que deseaba pero

había una fuerza extraña que se lo impedía. Varias veces quiso despertar pero

no pudo.

La situación, minuto a minuto, se volvía insostenible. La relación de

Julián se hacía cada vez más íntima con el tercero. Enrique se envalentonaba a

medida que el ambiente del sueño empezaba a difuminarse.

Cuando se inició la pelea, los tres adivinaron que estaban atrapados y

que podrían salir solo si se rompía uno de los eslabones. Esto tendría que

definirse de una vez por todas. De pronto en el sueño aparecieron espadas que

se fueron reduciendo hasta convertirse en vulgares navajas. Iniciaron la lucha

que sería a muerte.

Se enfrascaron en el fragor de la batalla. Sudorosos y heridos. Luchaban

por ellos. Para no vivir más en el país de las pesadillas.

CAFÉ PARA DOS O PARA TRES

Siempre había querido morir rápido, sin dolor, con la simpleza del que se

acepta ya vencido. Desde pequeña comprendió que la existencia era un largo

camino hacia la inutilidad. Lo que nunca esperaría es que su muerte

aconteciera de la forma más adversa a lo imaginado. Era una muerte fuera de

contexto.

Para ser más precisos, diríamos que algo ridícula. Cómo imaginar que en

la foto su cabeza no apareciera en su lugar. El lector podía imaginar que

aquella se encontraba sola, hacia la izquierda. Ladeada y algo lánguida en su

actitud final. Sintió compasión. Imaginar que fuese su propia cabeza le

provocaba emociones encontradas.

Le provocaba repulsión los desmembramientos. Nunca le había gustado

la sangre, le parecía llena de demasiados misterios. La atemorizaba. Esos

miedos habían limitado su libertad. Sobre todo porque los había incluido en

una especie de “alter ego” masculino.

Nunca entendió por qué se le desprogramaron los conceptos, pero le

resultaba divertido jugar con la ambigüedad. Era probable que siendo niño le

resultara menos doloroso enfrentarse a lo desconocido.

Esto derivó de una confusión mayor. Cuando acudió a una psicoanalista

se dio cuenta de que su cabeza estaba limitada, pero su voz no. Su voz poseía

una ambivalencia muy confusa. Hubiera sido mejor que la doctora le saltara al

cuello con la frase “la mujer no existe”, muy acertada para llevar a la

desesperación todas las ambigüedades. Desesperación o locura, que más da.

De todas maneras, el psicoanálisis no podría corregir lo que había nacido

malogrado. Pensándolo bien, le quedaba la opción de llevar esa cabeza al

análisis: seguramente de su versión podrían sacar conclusiones. El riesgo que

corría era que de pronto lo que oiría fuese otra historia.

Si sucediese así, tendría que aceptar que esa era una situación

imprevista. Cerró el periódico para olvidar la foto y calmar a su asustado

“alter ego”.

Esa tarde saldría con una nueva amiga a tomar un café, pero en algún

momento tendría que abordar el asunto y preguntarle si le gustaban las

ambigüedades y si sería prudente pedir café para dos o para tres.

F

F cerró el libro. Sería aterrador transformarse en un insecto de la noche

a la mañana, pensó acercándose al velador. Llevó el vaso a la boca. Dio un

trago corto y analizó el placer de beber mientras el agua corría por su

organismo. Se imaginó ser un insecto que bebía por su gigantesca garganta.

Eso la hizo dar un trago más largo, luego dio otro y otro más. Sentía que su

sed era inagotable, incluso que aumentaba. Dejó el vaso y pensó que era la

soledad la que convertía esa necesitad vital en una especie de compulsión.

Ese sería el diagnóstico de su psicoanalista con solo verla beber. Estaba

claro que imprimirle drama a cada acto había sido uno de sus pasatiempos

preferidos, por supuesto que inconsciente. Eso se traducía en alguna manía o

en la sobredimensión de cualquier cosa cuando la vida se le volvía insoportable

y decidía que cualquier salida era válida. En ese momento se sentía el enorme

insecto de su libro, bebiendo inagotablemente.

Afuera, el toque de queda se imponía sobre la ciudad. Las calles

desiertas, las patrullas oficiales y uno que otro rezagado eran los únicos

elementos que brotaban esporádicos de esa semioscuridad. No se escuchaba

sonidos de radio o t.v., solo algún lejano ruido doméstico., amortiguado por la

prisa de callarlo. Eran todos cómplices: ciudadanos, elementos del orden,

objetos, todos apagando la vida, matándola.

Esa mañana, como todos los días, hubo brotes de violencia, intentos de

saqueo, robos a mano armada, la ciudad estaba atrapada en su propias redes

de corrupción y de caos. Nadie podía salir ni entrar, pues como si fuera poco

estaba sitiada por las fuerzas de la Capital. Se escuchaban rumores sobre la

gran amenaza que se cernía sobre la población rebelde. No quedaba comida y

el agua empezaba a escasear.

En un ambiente así F se sintió demasiado vulnerable. Sus hijos habían

ido a una reunión clandestina, pero aún no recibía noticias de ellos. Las señales

de radio y t.v. habían desaparecido, cumpliéndose de esta manera el rumor de

que iban a ser clausuradas por el Gobierno. Ahora la soledad era total.

Se desplazó hacia el teléfono, quería comunicarse con alguien, conversar

sobre alguna trivialidad: una película, la última moda, cómo estuvo la playa,

cualquier cosa que la hiciera olvidar lo que la había inquietado tanto. Pero las

líneas seguían muertas.

Pasaron alrededor de dos horas cuando escuchó un ruido apagado, como

un susurro, como pasos leves, algo con vida que pugnaba por seguir viviendo.

Ella no se movió. Esperó pero no escuchó nada más. Sería el ruido hecho por

algún transeúnte que cruzaba la ciudad arriesgando su vida. A lo lejos escuchó

tiros y algo como una avalancha de motores, gritos. Pensó en sus hijos.

Universitarios, inteligentes pero sobre todo soñadores. Sintió terror. Ella sola

sin poder pedirle a nadie ayuda. Ella y su silla de ruedas moviéndose por ese

estrecho escenario que era su habitación.

Era cuestión de vida o muerte comunicarse con alguien. Ella sentía que

minuto a minuto su necesidad de ayuda se acrecentaría. En ese momento los

ruidos aumentaron. No eran susurros o pasos suaves, tenían ya las

características del asalto. Su casa iba a ser invadida, quizás saqueada y ella

asesinada.

El corazón de F aceleraba su ritmo. Tenía que encontrar una salida y en

un momento de inspiración recordó el gas que guardaban para una amenaza

así. Eso les serviría para hacerlos desistir. Pobres tontos, pensó, creen que

soy una inútil y que no sé defenderme, pero les haré pagar cara mi vida.

Cuando estuvo lista, se colocó frente a la puerta de entrada con la

manguera y el pistón del gas, que insertó en la parte baja de la puerta.

Cuando disparó el contenido, se escucharon ruidos de una aturdida huida. En

desorden los pasos se fueron alejando hasta dejar todo en silencio.

Durante dos días nadie la molestó, ni tuvo noticias de sus hijos.

Sobrevivía gracias a su despensa bien provista, pero los alimentos empezaban

a escasear. Al tercer día se atrevió a abrir la puerta. En el primer momento no

vio nada, salvo la oscuridad que invadía las escaleras. Más allá, por lo menos

una decena de insectos amontonados, muertos, casi desintegrados. Un fuerte

olor a químicos se mantenía, seguramente por el encierro.

Bajó con mucha dificultad. Se sentía atontada. A lo lejos los primeros

carros oficiales ingresaban a la ciudad. El estado de sitio había terminado,

porque ya no quedaba nadie. Las calles completamente vacías, húmedas por la

lluvia reciente. Si no fuera por algunas débiles señales nunca estaría segura de

lo que realmente pasó. Pero no podía probarlo, además nadie le creería. Mejor

sería trepar las paredes, buscar un lugar seguro antes de que la confusión le

invadiera completamente los sentidos

LA RAÍZ DE SU MAL

Creía haber descubierto la raíz de su mal. Además, estaba convencida de

que era incurable y que solo le restaba esperar. En sus libros encontraría la

vida que necesitaba mientras llegara el fin.

Se acercó a su biblioteca. Empezaría por la derecha donde se encontraba la

narrativa. Eran muchos, necesitaré disciplina, pensó. Justamente lo que

siempre le había faltado.

Al voltear hacia la izquierda alcanzó a ver en sus libros la poesía, pero

cuando detuvo su mirada en la estantería del centro, la vio completamente

vacía. No se inmutó, pensó con cuidado: qué malabares intelectuales habían

dejado sin nada ese lugar.

Bueno, eso se veía venir, siempre temió que la biblioteca terminara

adoleciendo de un indeterminismo crónico. Los libros de los extremos lo que

hacían eran remarcar la forma del vacío.

Eligió uno cualquiera. Le dolió la cabeza. Tenía que tomar las medicinas

antes de continuar.

Lo que ingiere le sienta bien y aliviada vuelve a su biblioteca. Quiere

retomar su lectura pero el sitio está ocupado por alguien o algo que no

distingue con precisión. Siente que está triste y que le trasmite todo su

pesimismo. No sabe si debe entrar. Acaso le moleste la irrupción y me grite

cualquier cosa que yo no alcance a entender y me sienta más estúpida que

antes. Mejor me escondo. La tristeza sigue llenando la habitación y le están

dando ganas de llorar.

Le preocupa que la persona continúe en la biblioteca. No sabe qué hacer

para evitar sentirse agotada de tanto esperar. Hasta qué hora pensará invadir

su espacio. Se siente tiritar en la oscuridad.

Quiere alcanzar el libro y continuar su lectura. Intenta acercarse

sigilosamente, pero esa especie de guardián, está vigilando. Ahora es su

enemigo. Está atrapada entre la habitación y el pasillo que conduce a la salida.

Detrás de ella, la escalera le ofrece la posibilidad de irse, pero opta por

esperar. Intenta acercarse nuevamente, el libro está abandonado sobre un

mueble a pocos centímetros de ella. Piensa: lo tomo y corro hacia la calle.

Estira el brazo, tantea en la oscuridad hasta dar con él. Se arrepiente.

Demasiado fácil, y ¿si es una trampa?

Tiene nuevamente fiebre. Los síntomas empeoran a cada momento. Los

médicos, perplejos, creen que tiene poco tiempo de vida. No entienden qué

pasa con ella. En este momento no hay ningún diagnóstico preciso.

Ahora son dos seres los que se encuentran en la biblioteca, ¿si llegan

más? Ya no habría espacio para ella. Entonces no tendría otro lugar para ir.

Realmente se sentiría perdida.

Le inyectan. Ella entra a la biblioteca que ahora se encuentra solitaria. Sus

libros han desaparecido. En el centro, llenando el anterior vacío, aparece un

bloque compacto y brillante. Es la parte sólida de la biblioteca. Se sorprende

no haberla visto antes.

No la toca, ni intenta abrirla. Se aleja, la mira a distancia. Mejor ni tomarla

en cuenta, se dice. A fin de cuentas podré llenar nuevamente mis espacios con

nuevos libros. Para qué curiosear más.

No lo va a tocar. Está segura que dentro están todas las fieras esperándola.

Necesito una Laptop

Durante toda la semana “Nicole” había pedido que no le escribieran

barbaridades en el chat, le daba miedo la fantasía y trataba de evitar ese tipo

de acercamiento, al que decía no saber responder.

“Yo”, que era mi nickname, la intentaba convencer argumentando que solo

sería un juego.

- Juguemos a que yo te digo cosas y tú también.

-No- contestó - tengo miedo de que esto se convierte en algo violento.

- El sexo es violento en algún momento, más bien diría intenso- lancé la

frase abruptamente, para ver la reacción.

- Esa intensidad puede ser una especie de locura y no me gusta.

En la pantalla se multiplicaban las letras enviadas desde cualquier lugar del

mundo.

“Yo” insistía, quería sentirla más cerca y así embaucarla con las palabras.

“Yo” buscó algún libro de Sade, pero el único que le quedaba lo había

prestado, ya ni recordaba a quién. Trató de pensar en otro, de esos que

pudieran remover el erotismo dormido de Nicole. Insistió en el juego sexual

hasta que, finalmente y con mucho esfuerzo, se inició un romance algo

forzado, como si tuviesen que cumplir ese rol sin escapatoria.

Iban y venían susurros y besos cada vez más íntimos, el ambiente se volvía

más cálido y el amor parecía llegar al clímax.

De pronto la pantalla se iluminó con otro personaje: "Fantasma".

“Yo” le preguntó: ¿Quién eres, por qué no te vas a otro room? ¡Nos estás

interrumpiendo! Escribí eso y pensé en lo avergonzada que estaría Nicole por

la intromisión.

Desde el otro lado de la pantalla, apareció la respuesta: Yo soy yo, me

contestó. El tono molestó a “Yo”. No, le respondió, “Yo” soy yo, ese es mi

nickname y no puedes robármelo.

- Puedo hacerlo todo, recuerda que estamos navegando- contestó la

pantalla.

“Yo” miró su biblioteca. ¿Existiría algún texto que pudiera ayudarlo a

contestar como se merecía ese canalla? “Yo” pensó en el Quijote y su Dulcinea,

¡eso es! Sería maravilloso retarlo a duelo y verse cubierto de gloria en los

brazos de su amada. Pero eso era imposible en el mundo cibernético. Lo único

reluciente que tenía, en lugar de su armadura o de su espada, era la pantalla

del P.C.

“Nicole” y “Fantasma” habían desaparecido. Seguramente estarían

juntos. Buscó el libro de Otelo, no recordaba bien el desenlace. Debería

volverlo a leer. Por estar en el “chat” había dejado de hacer las cosas que

antes le resultaban interesantes. Tampoco lo encontró. Decidió buscarlo luego,

y volvió al chat. El privado continuaba vacío. Se estaban demorando

demasiado. ¡Ya vería es “Nicole” lo que le esperaba! A “Yo” no lo engañaba

nadie. Añoró esa época donde el honor era defendido cuerpo a cuerpo hasta la

muerte. Ahora solamente podía teclear y buscar con el “mousse” hasta

encontrarlos infraganti.

De pronto, varios golpes en la calle me sobresaltaron. Eso me sacó de la

concentración y al teclear mal me salí de la red. Traté de volver rápidamente.

Yo era “Yo” buscando a su amante perdida. Varios martillazos me volvieron a

desconcentrar. Cerré todas las ventanas, el ventilador no sería suficiente para

evitar el calor. No quería escuchar más ruidos. Quería volver al room perdido

pero encontraba el acceso.

Antes salía con sus amigos y tenía novia, pero ahora no. Solo creaba a

sus personajes, eran ellos los que buscaban la felicidad en el chat. ¡Él, que

había sido un gran amante! ¡Ahora esto! Solo un teclado y una caja iluminada

y todas esas voces infernales que surgían para acabarlo, como ahora que le

habían arrebatado a Nicole.

Pero podía crear otro personaje, ponerle otro nombre, eliminaría el de “Yo”

que había sido un fracaso. Mentiría un poco como siempre, a nadie en el chat

le interesaba saber cómo era realmente. Buscaría un nombre y una

personalidad más ambigua, estaba de moda, o quizás alguno con sabor

intelectual le viniera bien. Qué tal “Zeus”, nombre de dios griego; se imaginó

altivo, poderoso, seductor.

Empezó a buscar otra novia en el chat. Su nombre estaba resultando un

éxito cuando apareció Nicole, ¿sería la misma? Ella preguntó por “Yo”. Le

contesté que ése había sido mi nickname anterior y que era la persona que

buscaba.

“Yo” volvió a amar a Nicole y lo hizo durante varios días hasta que el calor

de la habitación afectó al clon. Ya le habían advertido que podría dañarlo. Pero

el amor había sido más fuerte que todas las advertencias. ¡Ah! Nicole, cada

vez se comprendían más.

El último día que logró mantener el P.C. encendido, Nicole le hizo una

pregunta casual: ¿Qué harías si mi nombre verdadero fuese Nicolás? En ese

momento la pantalla se apagó para siempre.

“Yo” se quedó pensando. Tendría que contestar esa pregunta.

“Yo” me tiró el muerto. Mi personaje se me ha escapado de las manos,

insiste en convencerme de que no importa el sexo si el amor es puro y toda

esa perorata. Ahora resulta que tengo que leer a Wilde para entenderlo, pero

ese libro tampoco aparece.

Lo pensaré después, ellos tendrán que esperar. Primero debo deshacerme

de este clon que no vale para nada y comprarme una Laptop mañana mismo.

RITA

Rita, tan confundida como si fuese la propia Ana, ambas habían

considerado que a su edad estarían preparadas para cualquier cosa. Pero

estaban equivocadas, al igual que Esther. Ahora, a todas les estaba costando

aceptarlo.

Fue cuando compró el vino, había decidido sumar el alcohol a sus

dependencias, una más o una menos no la condenarían ni la salvarían. Así

podría olvidarse de los temores que no la dejaban dormir.

Ana sintió la intensidad del calor. A pesar del sol, la lluvia no tardaría

en presentarse. “Es sol de lluvia”. Esta frase, que la había escuchado desde

siempre, le había enseñado a reconocer los síntomas de una tempestad solo

con percibir la humedad. Se estaba atrasando, si no se apuraba se

encontraría con la aglomeración del medio día. Llegó al sitio de la reunión. Era

un gran espacio al aire libre. Había mucha actividad.

Evitó los saludos efusivos, se limitó a inclinar la cabeza en varias

oportunidades. Le resultaban embarazosos los abrazos. El contacto con otro

cuerpo está lleno de variaciones extrañas. Temía un ataque de pánico. Recordó

la afición de Rita por hablar cómo soñaba su propia muerte.

Esther, a lo lejos, fingió no verla. No entendía que les estaba

sucediendo. Desde el año anterior muchas cosas habían cambiado. El evento

continuaba. Las charlas sobre los nuevos productos para el insomnio

interesaban al público. A pesar de que nadie la miraba, Ana se sintió asediada.

Era esa sensación la que le producía continuas crisis de ansiedad. Trató de no

pensar. Tomó un par de copas de vino y, a causa del calor y los

medicamentos, se sintió alegre. Algo más desinhibida se dirigió hacia una

pequeña elevación que remataba en una pérgola blanca.

Al llegar pudo ver una pareja oculta entre unos setos No se percataron

de su presencia; indolentes y recostados sobre la hierba; era un maravilloso

espectáculo verlos en esa intimidad, pensó. Se analizó a sí misma, la flacidez

incipiente de sus grandes senos, que aunque no era grave, desmejoraba su

perfil. No se sentía muy complacida con su cuerpo. Intentaría una cirugía

estética, apenas pudiese pagarla. Esther lo había hecho varias veces y los

resultados eran fabulosos.

En ese momento el hombre parecía dormir, algo inquieto como si soñara

que alguien lo espiaba. Ana imaginó que la soñaba. El apoyaba su cabeza

sobre sus senos flácidos. Ella acariciaba sus sienes. El despertó y cambió de

posición y continuó durmiendo. La joven a su lado lo miraba.

Era Esther la que bajó caminando de prisa. Llovía, eso le resultaba

extraño en el mes de octubre. No sabía por qué recordaba con insistencia la

premonición de Rita que dijo que moriría mientras soñaba con una lluvia

imparable de cuarenta días y cuarenta noches.

Pensó que cuando alguien sueña que se está muriendo, simplemente está

soñando. La muerte no puede ser soñada. Tendría que decírselo a Rita,

esperaba hacerlo antes que tome demasiados calmantes para dormir.