Tema 3. La Libertad

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ANTROPOLOGÍA T 3 – LA LIBERTAD Y EL AMOR

TEMA 3

LA LIBERTAD Y EL AMOR1

1. Los usos de la voluntad

La libertad, como hemos visto al hablar de la persona, tiene su raíz en lo más profundo del ser humano, que se puede definir como un ser libre. En consecuencia, se puede decir que la libertad "permea" todos los actos de la persona, incluso aparece reflejada en el carácter específico de la corporeidad humana. A su vez, la libertad se asienta sobre todo en el ejercicio de la voluntad: a menudo "ser libre" se identifica con "hacer lo que quiero", o al menos "poder hacer" lo que quiero.

La actuación de la voluntad, como hemos visto, tiene tres momentos: el deseo, la deliberación y la elección. A partir de esta distinción, podemos hablar de 5 modos de querer:

1) El deseo, que consiste en la inclinación hacia un bien racionalmente captado que aparece como bueno. El deseo consiste en la búsqueda de la unión o posesión de lo deseado. Una vez conseguido, se transforma en gozo. Desde el punto de vista de la tendencia, la voluntad es querer.

2) La elección voluntaria es una segunda manera de querer. Puede orientarse al pasado o al futuro. Cuando se orienta al pasado, adopta la forma de "aprobar o rechazar". Este uso de la voluntad se aplica a lo que uno ya es y al modo en que convive con la propia realidad.

3) La elección que se orienta a futuro puede llamarse dominio, porque supone la facultad de decidir sobre el propio futuro, estar por encima de las cosas que "me pasan", siendo el yo quien decide qué es lo que va a pertenecer a las propias circunstancias. Tener dominio es ser señor de la propia vida, de la propia biografía, decidir acerca de aquello que el sujeto puede hacer de sí mismo, porque depende de él.

1 En esta exposición seguiremos a R. YEPES-J. ARANGUREN, Fundamentos de Antropología, Pamplona 2001, pp. 140-151 y a T. MELENDO, Querer el bien para el otro, apuntes para uso del IESF.

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4) La voluntad creadora es la que se aplica a todas las acciones técnicas y artísticas, en las cuales se da forma a la materia. La capacidad creadora del hombre trasciende a ámbito puramente técnico y artístico, su inventiva es mucho más amplia, pues de la intimidad personal brotan novedades inéditas ya que es creativa de por sí.

5) El último uso de la libertad, y el más elevado, es el amor, y consiste en el reconocimiento y afirmación de una realidad por lo que en sí misma es y vale. Amar es deleitarse, alegrarse en el otro como bien y en el bien del otro.

Ninguno de estos cinco usos de la voluntad puede dejar de considerarse, pues de lo contrario aparecería un ser humano incompleto, irreal o deforme. Cuando se exagera uno de esos usos o no se tienen en cuenta otros, se falsea la visión de la persona humana: el hombre no es sólo deseo (Freud), ni sólo voluntad de poder (Nietzsche), ni voluntad creadora (Hegel), ni amor benevolente, sino todo a la vez y armónicamente.

2. Planos de la libertad

La libertad permite a la persona humana alcanzar su máxima grandeza, pero es también condición de posibilidad de su mayor degradación. Es quizá su don más valioso y el medio a través del cual puede alcanzar su plenitud en cuanto persona.

La libertad tiene cuatro grades planos, que se superponen e implican mutuamente. Considerarlos de manera atenta permite contemplar la libertad humana en toda su riqueza y evitar reduccionismos y confusiones. Estos cuatro planos son: la libertad interior o constitutiva, la libertad de elección, la realización de la libertad y la libertad social. En los siguientes epígrafes trataremos de los dos primeros planos, pues son los que más nos interesan en este contexto. El tercer plano (la realización de la libertad) se refiere al proyecto vital, del que hablaremos en el próximo tema, al tratar sobre la felicidad y la vida lograda. Por último, la libertad social se refiere al uso de la libertad en sociedad2.

2.1 La libertad interior o constitutiva

La libertad constitutiva también se llama en ocasiones libertad fundamental o trascendental. Es el nivel más profundo de la libertad e indica que la persona humana es constitutivamente un ser libre. Esta libertad no viene considerada como una mera propiedad de los actos de la persona, sino como una dimensión de su mismo ser (tal como hemos visto en el tema 2). El hombre es una intimidad libre, que posee un espacio interior que nadie puede poseer si uno no quiere, y en el cual la persona se encuentra a disposición de sí misma.

2 Este aspecto no lo trataremos en estas líneas, pero puede consultarse en: R. YEPES-J. ARANGUREN, Fundamentos de antrpología, cit., p. 130-136.

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Cada persona es independiente y autónoma, con un campo interior de novedad inaccesible para los demás. Esta libertad puede definirse como un poseerse en el origen, ser dueño de uno mismo y, en consecuencia, de sus propias manifestaciones y acciones.

Ningún cautiverio, prisión o castigo puede suprimir este nivel de libertad: se puede mantener una creencia, un deseo, un amor en el interior del alma, aunque externamente se decrete su abolición absoluta. El hombre tiene un interior que es inviolable, en la misma medida en que el ser del hombre se puede caracterizar como libertad: la persona no tiene libertad, sino que es libre. En este sentido, el único modo de eliminar la libertad fundamental es haciendo desaparecer al mismo hombre. Todas las formas de perseguir la libertad de pensamiento o de religión se saldan con un fracaso, porque jamás llegan al interior de la conciencia. La tortura es la violencia dirigida a lograr ese quebranto: lograr, por medio de la destrucción de la libertad, la de la persona misma. El torturador no cambia el modo de pensar de alguien, sino que se dirige a la destrucción de su núcleo más sagrado. La perversidad de este tipo de acciones es tan grave precisamente por atacar al mismo ser del hombre en su intimidad.

Esta libertad interior, que nos permite hablar de dignidad de la persona, es la base de los derechos humanos y del ordenamiento jurídico. De ella brotan los derechos a la libertad de expresión, a la libre discusión en la búsqueda de la verdad, el derecho de libertad de conciencia y de libertad religiosa, que incluye no sólo creer, sino practicar la propia fe; el derecho a vivir según las propias convicciones, etc.

La libertad constitutiva es a la vez apertura a todo lo real; la persona no está centralizada en un campo de intereses predeterminado, sino que ella misma elige lo que le interesa. A la vez, el espíritu de apertura es actividad. La libertad pide realizarse, diseñar libremente la propia conducta. Por eso la libertad es también inclinación a autorrealizarse, a alcanzar el fin de la naturaleza humana del modo que uno decida hacerlo. La libertad hace que el hombre sea causa de sí mismo en orden a las operaciones: se mueve uno a sí mismo, hacia donde uno quiere, para alcanzar la propia plenitud. La libertad fundamental hace posible forjar un proyecto de vida.

A la vez, es importante advertir que el hombre no es sólo libertad: hay muchos elementos de su ser y de sus circunstancias que le vienen dados y que debe aceptar; a este "herencia" le llamamos síntesis pasiva: el propio cuerpo, los elementos genéticos y temperamentales, cognitivos, afectivos y educacionales que se reciben en el nacimiento y en la tradición propia, etc. El hombre cuenta con una libertad situada. Imaginarse la libertad como ausencia total de límites, es una fantasía: una libertad genérica, indeterminada, que no es nada y que puede serlo todo, es una abstracción irreal. Si al principio se pone una libertad que carente de cualquier límite o determinación, el resultado es la arbitrariedad y el capricho. La persona humana nunca parte de cero: vivimos en una situación determinada y concreta y somos libres desde ella. Esos elementos que nos vienen dados no podemos asumirlos como una carga negativa, sino como una riqueza que pone en condiciones de formular libremente un

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determinado proyecto vital. Lo que somos no es un inconveniente, sino aquello que posibilita en la práctica el ejercicio de la libertad.

2.2 La libertad de elección

Todos tenemos experiencia de que podemos elegir y de que podemos elegir esto o aquello. Estas dos capacidades (de ejercicio y de especificación) integran la capacidad de autodeterminación de la voluntad que se conoce como libertad de arbitrio, según la cual se efectúa la elección. En la historia del pensamiento, la reflexión sobre la libertad humana ha tenido un lugar privilegiado. Pero muchas veces, se han hecho interpretaciones reductivas de ella.

El determinismo reduce la libertad a capacidad de elección. El defecto de esta acepción de la libertad consiste en decir que la libertad de arbitrio no es real, sino aparente. Según esta doctrina, nuestras elecciones y decisiones están previamente determinadas por motivaciones que ignoramos y que son las auténticas causas de nuestro comportamiento. Estas motivaciones determinantes procederían de la síntesis pasiva: el código genético, los sistemas de condicionamientos debidos al aprendizaje infantil, las frustraciones psicológicas, el subconsciente, la clase social, el sistema económico, etc. Así, la libertad sería sólo apariencia. Este planteamiento es muy frecuente en las ciencias sociales y responden a una explicación materialista del hombre.

En cambio, la experiencia espontánea nos asegura de modo rotundo e innegable el hecho de la libertad, que muchas cosas las hacemos "porque nos da la gana". La filosofía de la sospecha, que ve motivaciones ocultas detrás de la actuación humana está ya desacreditada para entender al hombre: la síntesis pasiva condiciona el obrar humano, pero no suprime la libertad.

Otra interpretación reductiva de la libertad, la reduce a pura capacidad de elección; según esta visión, la elección agota los proyectos de quien es libre. El representante más destacado de esta corriente de pensamiento es J.S. Mill, según el cual "la única libertad que merece ese nombre es la de perseguir nuestro propio bien a nuestra propia manera (our own good in our own way), mientras no intentemos privar a los demás del suyo".

Esta mentalidad (radicalmente individualista), viene a sostener que cada uno es libre de elegir lo que quiera, siempre que los demás no se vean perjudicados. A la vez, va acompañada de la idea de que todo es igualmente bueno con tal de que sea lo que uno elija. Lo importante no sería hacer el bien o el mal, sino ser honrado con uno mismo, actuar según los propios deseos. Esta opinión contiene verdades indudables: sin libertad de elección no hay libertad; no se puede imponer a nadie el bien y la verdad a costa de su libertad; la autenticidad es un ideal irrenunciable, etc.

En esta interpretación aparecen con claridad algunas deficiencias: por una parte, los fines de las acciones pasan a ser indiferentes, por lo que la libertad se reduce a probarlo todo y eso es en definitiva algo sin contenido; por otra parte, no hay unos valores o bienes mejores que otros. Tampoco se ve

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claramente qué pasa cuando hay un conflicto entre la libertad de elección de los individuos: qué bien debe prevalecer, pues si lo esencial de la libertad es la posibilidad de elegir, ambos están igualmente legitimados a defender su elección. Tiene que haber un criterio de valoración de los bienes en sí y no sólo de la elección y de su autenticidad. Por otra parte, se confunde libertad con espontaneidad, lo que acarrea no pocas dificultades3.

El problema de fondo de esta opinión, tan extendida en nuestros días, es que desliga el ejercicio de la libertad de la idea de verdad y de bien, y de cualquier valoración de la finalidad del actuar libre. La bondad de la libertad se encuentra en el hecho de poder elegir, independientemente de la bondad o maldad de lo que se elija. Alguien intentó tergiversar la máxima evangélica: "la verdad os hará libres", diciendo "la libertad os hará verdaderos". Una libertad desligada de la verdad y de valores objetivos, se convierte en puro arbitrio, en irracionalidad, y es una actitud sumamente manipulable en función de intereses de parte: pensemos en hechos históricos no muy lejanos, en totalitarismos como el nazismo o el comunismo.

En el dintel de entrada a la Universidad de Uppsala (Suecia), la más antigua del Norte de Europa, hay una célebre frase que muestra una noción más equilibrada y completa de libertad: "Obrar libremente es bueno; pero obrar rectamente es mejor"4.

Independientemente de la elección, lo elegido tiene en sí mismo un determinado valor, que lleva o no al perfeccionamiento de la persona y de los que le rodean: las cosas y las acciones tienen un valor y una naturaleza objetivos, más allá de intereses subjetivos5. Las elecciones pueden ser acertadas o desacertadas. Podemos elegir bien, y mejorar nuestra condición humana, o mal y equivocarnos en cuanto a lo que nos conviene. La espontaneidad no garantiza que acertemos al elegir. Para obrar de acuerdo a nuestro perfeccionamiento en cuanto personas necesitamos atenernos a unos criterios y actuar de acuerdo a unos fines que se corresponden con nuestro proyecto vital, que se concreta en base a unos principios y valores objetivos. Estos valores se aprenden a través del proceso educativo, sobre todo en la familia y también, secundariamente, en la escuela.

Se requiere un criterio ético para juzgar las decisiones, pues éstas producen un enriquecimiento o un empobrecimiento personal. Se puede elegir libremente una conducta que arruine la propia vida (por ejemplo, metiéndose en el laberinto de la droga) o bien uno que puede maximizar la libertad, haciendo de su vida una vida bella, digna de ser vivida (aunque no sin sufrimientos).

3 La libertad es la adecuada gestión de las ganas, y unas veces habrá que seguirlas y otras no. El deseo espontáneo es un simple motivo para actuar, pero sólo el deseo inteligente es una razón para actuar (Marina).4 Bien entendido que la rectitud en el obrar incluye el hacerlo en uso de la libertad. Es decir, "libertad" y "rectitud" no se oponen, sino que se complementan, se han de dar juntamente para un obrar verdaderamente humano.5 Agradar al cónyuge es un acto objetivamente reprobable, más allá del interés del agresor en un momento determinado.

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3. El rendimiento de la libertad: la virtud

Nuestras acciones tienen consecuencias, también en el sujeto que actúa, pues cuando son repetidas crean ciertos hábitos operativos, y éstos dan lugar a una segunda naturaleza, a un nuevo modo de ser. Los hábitos intervienen decisivamente en la libertad de elección. En efecto, la persona encuentra múltiples obstáculos (externos, como el mal e internos como el cansancio, la enfermedad, la debilidad, etc.) que le hacen arduo el actuar recto. Por eso necesita el fortalecimiento de su actuar a través de los hábitos.

Los clásicos llamaron virtudes a los hábitos que predisponen a la persona a un obrar recto, virtuoso. "Virtud" viene del latín "vis", que significa fuerza: el que tiene virtud es el que tiene fortaleza para mantener como objetivo de su vida la excelencia. La virtud es un fortalecimiento de la voluntad, que lleva al rendimiento positivo de la libertad. Gracias a ella, el sujeto adquiere una fuerza que antes no tenía6. La adquisición de las virtudes permite aspirar a los bienes arduos, más allá de la satisfacción presente, y cuya consecución exige tiempo y esfuerzo.

Sin las virtudes morales el hombre está debilitado para la búsqueda y la conquista de los bienes arduos. Ni la investigación, ni la búsqueda de la verdad, ni la fidelidad a la palabra dada podrían entenderse sin la virtud de la fortaleza. A la vez, para poder saber lo que es conveniente necesitamos de la virtud de la prudencia, y también querer ser justos (virtud de la justicia), y no dejarse llevar de las pasiones, y para ello hace falta la virtud de la templanza. Estas cuatro virtudes cardinales son los quicios en torno a los cuales gira la vida moral.

Si el hombre elige mal y opta por comportamientos que no le convienen, sobreviene un debilitamiento de la naturaleza humana que los clásicos llamaron vicio, hábito negativo que vuelve a la persona incapaz de aspirar y perseguir los bienes convenientes. Si una persona se habitúa a mentir, acaba siendo mentiroso y le resultará difícil salir de ese modo de ser y buscar la verdad.

Así pues, la libertad ejercida fortalecida con las virtudes (libertad moral) es una ganancia de libertad, en la mediad que la persona se vuelve capaz de hacer cosas que antes no podía. La virtud supone una "expansión" de la capacidad operativa y es un enriquecimiento de la libertad.

4. Libertad y amor

Decíamos al principio de este tema que el uso más elevado de la libertad es el amor. Amar es un acto de la persona y se dirige ante todo a las demás personas. El amor en sentido estricto no es un sentimiento, sino un acto de la voluntad, acompañado por un sentimiento, que a veces puede desaparecer sin

6 Aunque en un plano distinto, es lo que sucede con el entrenamiento para el deporte: quien adquiere fortaleza a base de entrenamiento físico, alcanza metas que serían antes imposibles.

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que por ello se deje de querer. Se ama porque se quiere, es decir, porque nuestra voluntad quiere querer. El sentimiento es algo que nos pasa, es agradable si está, pero no es necesario para querer humanamente. Puede haber amor sin sentimiento y sentimiento sin amor, porque sentir no es querer. El amor sin sentimiento es más puro y más elevado, porque se centra más en el amado, y por eso acaba resultando más gozoso.

Los clásicos han distinguido distintas clases o más bien niveles del amor humano:

a) El amor-necesidad, es el que nos inclina hacia nuestra propia perfección y desarrollo. El amor de deseo se coloca también en la línea de la búsqueda de bienes y objetivos personales. Llamar amor al amor-necesidad es posible sólo si no se separa del amor de benevolencia, del que hablaremos a continuación. La razón de lo que acabamos de decir es que las personas deben ser amadas por sí mismas, como un fin, y no como un medio. Cuando la persona se convierte en un medio para satisfacer los propios deseos, entonces queda despojada de su dignidad y reducida a objeto. A la personas hay que amarlas como fin, afirmando su propio bien. El amor de benevolencia refuerza y transforma el amor-necesidad.

b) El amor de benevolencia, consiste en el reconocimiento y afirmación de una realidad por lo que en sí misma es y vale. Amar es deleitarse, alegrarse en el otro como bien y en el bien del otro. El amor se da sólo de manera propia entre seres personales: el amor es la forma más rica de relación entre las personas.

Amar consiste en afirmar al otro en cuanto otro, amar es querer el bien para el otro en cuanto otro (Aristóteles), alegrarse en el bien del otro, afirmar el bien que supone su existencia y desear mejorarle, que crezca. Esta forma de amor no refiere al ser amado a las propias necesidades o deseos, sino que lo afirma en sí mismo. Lo relevante no es lo que el amado me aporta, sino lo que él es y lo que podría llegar a ser. El amor de benevolencia se llama también amor-dádiva, porque el otro se descubre como regalo y la relación hacia él es la de darle, regalarle lo más posible. Es un amor que no calcula, porque se da. Por eso se llama también amor de donación. Como veremos en su momento, éste es el amor propio del matrimonio y de las demás relaciones familiares.

Ahora, siguiendo a Tomás Melendo, vamos a desglosar la escueta definición aristotélica del amor personal que acabamos de mencionar, y que contiene tres elementos:

1. Querer.2. El bien.3. Para otro (en cuanto otro).

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4.1 Querer

Cuando Aristóteles describe el amor como «querer» está intentando dejar claro que el nervio o columna vertebral de la actividad amorosa se asienta en la voluntad.

Nosotros sabemos que el amor no se agota ahí. Que, en sentido fuerte y hondo, se ama con toda nuestra persona:

desde los actos más trascendentales, como la oración y el sacrificio por el ser querido o el diseño conjunto y progresivo de lo que va a ser un proyecto de vida conyugal y familiar, y, en fin de cuentas, la entrega mutua e irreversible,

pasando por los sentimientos, afectos y emociones en los que resuena y se exterioriza nuestro cariño,

hasta las acciones más menudas y en apariencia intrascendentes.

Amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, podemos, hacemos y tenemos. Absolutamente con todo. En semejante sentido, amar consiste en volcar nuestro entero ser en apoyo y elevación o promoción del ser querido.

Pero, siendo tal y tan inabarcable la amplitud del amor, no es menos cierto que ese repertorio casi infinito de actividades —la palabra o el silencio comprensivos, el trabajo arriscado o la generosa disponibilidad hacia los hijos, amigos o compañeros de trabajo cuando andamos muy escasos de tiempo, la puesta a punto de la propia imagen o la de la casa, con minucias a menudo casi desapercibidas pero siempre indispensables…— sólo se transforma en amor cabal, sincero y probado en la medida en que todas ellas se encuentran pilotadas y como sumergidas en una operación de la voluntad (el querer) que, como veremos con detenimiento, busca de manera noble, franca y resuelta el bien de la persona a quien se estima.

Amar, querer. Se trata de palabras y realidades clave. Pues el amor no se identifica con esos «me gusta», «me atrae», «me apetece», «me interesa», «me apasiona»… con los que tantos de nuestros contemporáneos, jóvenes y no tan jóvenes, pretenden justificar su comportamiento, y que en fin de cuentas, si se los considera aislados y se los absolutiza, resultan más propios de los animales que del hombre.

Los animales se mueven, efectivamente, por atracción-repulsión, por instintos; buscan su bien, angosto, puntiforme y exclusivo, de una manera cuasi automática, que refleja mediante el gusto o el rechazo el hecho de que aquello de que se trata les es por naturaleza (a ellos o a su especie en cuanto suya) beneficioso o dañino.

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Magis aguntur quam agunt, explicaba el viejo Tomás de Aquino: más que moverse, son movidos; más que hacer, son hechos hacer.

El hombre no. El hombre trasciende las simples necesidades biológicas, y es capaz de realizar acciones que no resultan en absoluto explicables desde el punto de vista de su propia conservación física.

El hombre, por expresarlo de algún modo, puede poner entre paréntesis sus instintos (mejor sería decir sus tendencias), y querer y realizar una acción en sí misma buena, por más que a él no le atraiga, le apetezca ni le interese… e incluso le desagrade y repugne y reporte un cierto daño.

O, al contrario, no quererla ni llevarla a cabo aunque se esté muriendo de ganas por realizarla, si advierte que ese acto no contribuye al bien de los otros.

Uno de los hechos que mejor pone de manifiesto la superioridad de la persona humana sobre los animales —distancia infinitamente infinita, según Pascal— es que, dejando aparte sus gustos y apetencias cuando las circunstancias lo exijan, puede conjugar en primera persona el yo quiero o, en su caso, el no quiero, dotado a veces de mucha mayor enjundia antropológica y ética.

Así lo expone Marías, en contraposición al modo actualmente más habitual de concebir el amor:

«Cuando niego que el amor sea un sentimiento, lo que me parece un grave error, quizá el más difundido, no niego la importancia enorme de los sentimientos, incluso de los amorosos, que acompañan al amor y son algo así como el séquito de su realidad misma, que acontece en niveles más hondos»: los de la voluntad.

También lo ha explicado ampliamente, con matices que ahora no puedo recoger, San José María Escrivá. Me limito a citar uno de sus textos más significativos:

En él, tras dejar claro que «no se confunde con una postura sentimental», se pregunta directamente en qué consiste el amor humano. Y responde: «La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer…».

Podría hablarse, comentando sucintamente lo expuesto, de un escalonamiento en tres pasos que delimitan la sustancia más pura —¡no el «todo»!— del amor:

1. El primero, negar que se trate de un simple sentimiento, de un afecto sensible o de un racimo de ellos, aunque en ningún caso tenga por qué excluirlos… sino más bien al contrario: el amor humano nunca es pleno cuando al acto de voluntad no lo acompañan y completan los sentimientos adecuados.

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2. A continuación, resaltar su carácter propia y eminentemente activo, calificándolo como firme determinación de la voluntad (e incluso, enseguida lo veremos, como firme auto-determinación).

3. Por fin, potenciar esa índole activa mediante la que en ocasiones he llamado la mayor prerrogativa del ser humano desde el punto de vista operativo: la reflexividad de la voluntad, el «querer querer», capaz de liberar energías volitivas prácticamente infinitas.

(Un comentario somero, que resume lo que he expuesto otras veces, puede ayudar a hacernos cargo mínimamente del significado y alcance de ese querer querer.

o En el lenguaje filosófico y en este contexto concreto, el término reflexividad indica la capacidad que tienen ciertas facultades de «volver sobre sí», sobre el acto y operación que ellas mismas ejercen.

o Esto no es posible, por ejemplo, a ninguno de los sentidos. El ojo, por poner un caso muy claro, posee la capacidad de ver, pero no puede «volver» sobre su propio acto y «ver que está viendo». Ciertamente, nosotros lo sabemos, pero no a través de la vista, dirigida de manera exclusiva hacia los colores, e incapaz, como he apuntado, de «ver» el acto con que está viendo.

o No sucede así con la inteligencia, precisamente porque es una facultad de mucho mayor rango, situada en los dominios del espíritu. Los seres humanos, cuando conocemos algo mediante el entendimiento, no solo lo comprendemos, sino que «sabemos», de manera simultánea y gracias al propio entendimiento, que lo estamos comprendiendo (o, en su caso, que lo vislumbramos más o menos… o que no lo entendemos en absoluto).

o La reflexividad propia del entendimiento, cuyo acto propio es conocer, podría caracterizarse, por tanto, como un saber que sabe. La de la voluntad es análoga: semejante y diferente al mismo tiempo… porque semejantes y diferentes son el saber y el querer. No consiste, entonces, en saber que quiero, pues eso es obra del entendimiento, sino justo en querer querer.

o Pero el querer es una operación con unas características muy peculiares, como también la facultad de la que el querer surge, conocida como voluntad.

Ésta, entre todas las facultades del ser humano, es la única que se moviliza a sí misma (de ahí que antes hablara de auto-determinación) y es capaz de mover a buena parte de las restantes.

Por eso, al volver sobre su acto cuando este es insuficiente para el fin que pretende —amar, pongo por caso, al propio cónyuge en un cierto momento de crisis—, lo refuerza e incrementa y, normalmente poniendo en juego también otros resortes —la recreación de los buenos ratos pasados en común, la atención a los aspectos más agradables de la

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persona que en otro tiempo quisimos locamente y hoy solo de una manera relativa…—, acaba por obtener el objetivo propuesto, engrandeciendo la fuerza y calidad de su amor.

o Más no todo acaba ahí. La posibilidad de reduplicación del querer no es solo una: cabe también querer querer querer, y querer querer querer querer… y así hasta alcanzar la meta deseada.

De ahí que la «reflexividad» de la voluntad, cuyo significado confío haber esclarecido al menos mínimamente, puede concebirse como el «arma» de mayor alcance, el gran privilegio de que goza la persona humana.

(En el texto, que se ha transcrito, no puede pasarse por alto que el querer querer resulte calificado como el modo de amar en cristiano. Entre las muchas interpretaciones, y con clara conciencia de quedarme corto, aventuro dos, en absoluto incompatibles:

1. ese «querer querer» —el autor ha hablado en otras ocasiones, con lenguaje más figurado y a la par más plástico y expresivo, de «deseos de tener deseos»— manifiesta por un lado la absoluta imposibilidad de la criatura de amar como es debido, sobre todo tras el pecado original, y llama por eso en su auxilio al Dios que todo lo puede.

2. Simultáneamente, en relación al ámbito natural, la elevación al orden de la gracia multiplica el vigor y la capacidad de obrar de la voluntad… en el modo que a esta le es propio: incrementando o poniendo en juego su capacidad de reflexión: el querer-querer.)

Amar: querer, querer querer…, por tanto. Y es que el hombre rebasa infinitamente al animal justo mediante el querer con que, suscitándolos, reforzándolos o contrariándolos, según convenga, supera y excede los meros deseos, pasiones y afectos.

Querer es, pues, un acto exquisitamente humano, tal vez el más humano que quepa llevar a término.

Es un acto libre y, por tanto, inteligente: sapientísimo; decidido, rompedor y vibrante, fuente de iniciativas creadoras y por eso liberador y sorprendente y en ocasiones apabullante, muchas veces esforzado, y siempre desprendido, generoso, altruista, liberal…: una auténtica «locura» para quienes no saben ver más que en dos dimensiones y se encuentran como pegados irremediablemente al suelo, con las alas inutilizadas por el fango de la falta de deales.

4.2 Querer el bien

Así expresado, parecería que este segundo momento es el más evidente y el que menos problemas teóricos, e incluso prácticos, plantea: nadie dudaría en principio de que una madre o un padre de familia normales quieren lo mejor

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para sus hijos. No obstante, en concreto, cuando tales padres intentan determinar lo que conviene a ese chico en unas circunstancia particulares, la solución se torna ya más complicada. ¿Qué es realmente lo bueno, en este caso, para él? Muy pronto estudiaremos con detenimiento la cuestión. Apunto por ahora dos requisitos concatenados en la búsqueda y oferta del auténtico bien.

1. En primer término, que semejante bien lo sea para la persona a quien se le brinda: y no, a través de un autoengaño más o menos consciente y hoy bastante difundido, para el padre o la madre de nuestro ejemplo, que, más que favorecer al muchacho, persiguen en realidad que los deje en paz, evitar un enfrentamiento, ahorrarse un disgusto, proyectar su propia vida sobre el chico y así «lograr lo que ellos no lograron», o beneficios por el estilo.

2. En segundo lugar, y casi como corolario del anterior, lo que se exige a la hora de querer a alguien es que el bien que se le ofrece resulte un bien real, objetivo: es decir, algo que lo mejore, que haga del ser amado una persona más cabal, más cumplida, más plena y enteriza; algo que lo acerque, de una u otra manera, a su destino terminal de amor en los demás y en Dios.

Por tanto, en última y definitiva instancia, lo que debe procurarse para aquel a quien se ama es que:

a través y por medio de nuestras intervenciones y dádivas —entre las que ocupa un puesto principal el ejercicio del propio entendimiento para conocerlo a fondo y descubrir lo que más le conviene—,

aprenda a querer de manera más sincera, profunda, intensa y eficaz.

Se establece así una suerte de «círculo virtuoso», merced al cual, cuando alguien quiere de verdad a otra persona, lo que tiene que procurar por todos los medios es que ésta, a su vez, vaya queriendo más y mejor.

De entrada, podría resultar extraño o incluso contradictorio; pero curiosamente y en fin de cuentas, amar equivale a enseñar a amar y —añado ahora— a facilitar el amor.

Por eso, el mejor modo de querer al propio marido o a la propia esposa es ser uno muy amable, en el sentido más certero y penetrante de esta palabra: o, lo que es lo mismo, eliminar cuanto obstaculice el amor del otro cónyuge. Hacer sencillo y agradable el que me ame. Dejarse ayudar y querer. Recibir sin trabas su cariño, no poner barreras que impidan que su entrega, sus definitivos deseos de unirse a mí, alcancen su meta.

Por ejemplo, a la hora de la reconciliación después de una pequeña trifulca, no enquistarse en la propia posición, sino salir abiertamente al encuentro del otro, tornarse accesible y dispuesto a que deposite en uno

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su afecto, y corresponder con la misma delicadeza… o, mejor, adelantarse, pidiendo perdón

E igual en las condiciones más normales del trato cotidiano con el cónyuge y entre los restantes componentes de la familia y demás amigos y conocidos.

En todas esas circunstancias, facilitamos el amor cuando nos mostramos francos, disponibles y cercanos: lo cual suele equivaler a no resultar hoscos, esquivos, distantes… por encontrarnos encerrados en los propios problemas y ocupaciones o enrocados en los presuntos y orgullosos derechos del yo: en «lo mío… en cuanto mío».

De manera un tanto negativa, y con el dramatismo y el leve toque de cursilería tan de su estilo, lo afirmó Bécquer:

«Asomaba a sus ojos una lágrima / y a mi labio una frase de perdón; / habló el orgullo y enjugó su llanto, / y la frase en mis labios expiró. // Yo voy por un camino, ella por otro; / pero al pensar en nuestro mutuo amor, / yo digo aún: “¿Por qué callé aquel día?”, / y ella dirá: “¿Por qué no lloré yo?”».

Y de forma más positiva, con palabras a primera vista algo complicadas, pero muy sugerentes en cuanto se las lea con detenimiento, lo expone Jean Guitton:

«Lo que el amor tiene de admirable es que el servicio que nos hacemos nosotros mismos al amar, se lo hacemos también al otro amándolo; más aún, se lo hacemos por segunda vez dejándonos amar».

Facilitar el amor como modo sublime y supremo de amar: he aquí una conclusión verdaderamente reveladora.

A la que cabe añadir otra, de no menos relieve, afirmando sin peligro y sin temor a ser declarados ingenuos que el fin de toda educación consiste:

En enseñar a querer a la persona a la que se forma.

En hacer de ella alguien más enérgica y decididamente interesado por el bien de los demás que por el suyo propio (aun cuando sean muchos los que hoy califiquen esta actitud de cándida, bobalicona, irresponsable o incluso como necesariamente abocada al fracaso).

Por eso, en cada circunstancia educativa o de orientación, a la hora de tomar o insinuar una decisión más o menos complicada, la pregunta que debe hacerse el educador será siempre: «esto que le sugiero o prohíbo, el modo como lo hago, el grado de libertad que le concedo para oponerse a mi opinión o, al menos, manifestar la suya…, ¿propiciará que esa persona quiera más y mejor a los otros, o, por el contrario, la incitará a encerrarse en sí misma, en su bien abreviado y egoísta?».

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La respuesta a estos interrogantes —que nunca podrá alcanzarse sin una intervención perspicaz y comprometida de todos los recursos de nuestro conocimiento teórico y nuestra experiencia de vida— indicará, la práctica totalidad de las veces, cuál ha de ser el tenor de nuestras intervenciones.

Unos padres, pongamos por caso, pueden albergar serias dudas sobre la conveniencia de enviar o no a la hija adolescente a Inglaterra o a Estados Unidos para que perfeccione sus conocimientos de inglés. Los anima, por un lado, la imperiosa necesidad, hoy día, de conocer este idioma. Pero temen los peligros de soledad, de desadaptación y desorientación incluso notables que una estancia fuera de casa podría provocar, y más a esas edades.

Más, aunque lo que acabo de mencionar pueda también tener sus efectos positivos de maduración, la cuestión decisiva es otra.

Por un lado, superando ciertos prejuicios impuestos subrepticiamente en nuestros tiempos, deben tener muy claro que casi cualquier idioma extranjero puede hoy aprenderse en el propio territorio, sin necesidad de trasladarse a alguno de los que hablan esa lengua; y que el hecho de visitar el país nativo, moda casi irresistible, no asegura sin más ese aprendizaje, sobre todo a determinadas edades y en determinados ambientes, en los que el chico o la chica acaba rodeándose justamente… de amigos de su propia tierra.

Por otro y más esencial, han de formularse el interrogante clave: en la situación anímica y de madurez en que se encuentran mi hijo o mi hija, la estancia por un cierto tiempo en el extranjero ¿los ayudará a sazonar, a crecer en su capacidad de amar, o, por el contrario, puede introducir en su desarrollo una contrahechura que retrase en muchos años su adelantamiento como persona?

Es esa la pregunta del millón, y la que los padres, acudiendo a todos los resortes de su propia inteligencia acrecentados por el cariño, y pidiendo consejo a quienes sepan sensatos y expertos en el asunto, deben resolver antes de tomar una decisión al respecto.

(He elegido este ejemplo precisamente porque la respuesta no se encuentra en absoluto dada de antemano y las opiniones se dividirán con toda probabilidad, defendiendo cada cual la suya con ahínco y convicción. Así queda más claro que, en situaciones de este estilo, lo decisivo no es tanto lo que se hace, sino el motivo de fondo que lleva a obrar así y las repercusiones que semejante conducta lleva consigo).

4.3 Querer el bien para otro… en cuanto otro

En esta reduplicación, «en cuanto otro», reposa la clave del genuino amor.

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En efecto, amar, en su concepción más preclara y certera, es perseguir el bien del otro no por mí, sino por él.

Esto es:

No por el beneficio más o menos material que esa amistad pudiera proporcionarme: desde una subida en el escalafón hasta el introducirme en un ámbito social que favorece mi propio progreso o la oportunidad de conseguir para un hijo o un conocido un buen puesto de trabajo….

Ni tampoco por la satisfacción, de armónicos sabrosísimos y hoy poco experimentados, que el trato con los auténticos amigos reporta.

Ni siquiera porque así y sólo así, aquilatando la calidad de mis amores, me torno yo mejor persona, acrisolo mi propia calidad humana y me acerco a la perfección y dicha…

(ni siquiera por eso, aunque no deba rechazarse, pues resultaría inhumano, pero tampoco proponerlo como fin expreso y primordial, como en ocasiones hacen ciertos adolescentes llenos de la mejor voluntad —«voy a tratar mejor a mis amigos para así ser yo mejor»— y también algunas personas adultas con un concepto bastante equivocada del propio perfeccionamiento o incluso de la santidad).

Sino únicamente por él, por aquel a quien se quiere, y por una razón muy clara: porque es persona y, sólo por tal motivo, merecedora de amor.

Bibliografía complementaria

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YEPES, R.-ARANGUREN, J., Fundamentos de Antropología. Un ideal de la

excelencia humana, Eunsa, Pamplona 2005,.

ARANGUREN, J., El lugar del hombre en el universo. «Anima forma corporis» en

Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1997.

LAHEY, B., Introducción a la psicología, McGraw-Hill, Madrid 1999.

LEWIS, C.S., La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 1992.

MALO, A. Antropología de la afectividad, Eunsa, Pamplona 2004.

MARÍAS, J., Antropología metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1973

MILLÁN PUELLES, A., Fundamentos de Filosofía, Rialp, Madrid, 1990

PINILLOS, J. L., Psicología básica, Alianza, Madrid 1979.

POLO, L., Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1991.

SPAEMANN, R., Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989.

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