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1 Tres condiciones éticas, tres tipos electivos Puntualizaciones sobre el problema de la elección de la muerte en psicoanálisis 1 Martín Alomo Si vis vitam, para mortem. S. Freud, “De guerra y muerte” Introducción La muerte no es un problema para la vida. Por definición, un problema se distribuye en planteo, desarrollo y solución, y si tenemos en cuenta que la muerte no tiene solución, entonces no es un problema sino una necesidad, un destino fatal, inexorable. Aunque en realidad, éste es sólo un modo de ver las cosas. Sin embargo, también podríamos ponerlo del siguiente modo: la muerte es un problema. Como tal, plantea desde el inicio una vida que se define en contra, en oposición a ella; luego, desarrolla sus formas más o menos larvadas e insidiosas, a veces más ostensibles, otras menos, de intrusión en la vida - tristeza, melancolía, pulsiones desenfrenadamente destructivas, enfermedad-; y finalmente, da la solución a la vida, entendiendo aquí “solución” en el sentido etimológico que la anima: desanudamiento, solucionar es desanudar 2 . Si desde el nacimiento la muerte nos acompaña, o dicho de un modo más crudo aún en los términos de Gabriel Marcel, cada día que pasa nos parecemos más al cadáver que seremos, ello significa que la muerte está presente en cada momento de nuestras vidas. En este sentido, en el de la muerte que precursa en la vida misma -el término es heideggeriano- se enmarca el comentario freudiano sobre el deslucimiento de lo bello frente al precursar disolutorio e inexorable de la muerte: La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos - Freud se refiere aquí al joven poeta y al amigo taciturno incluidos en el relato- un pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta 1 Trabajo presentado el Lunes 16 de Abril de 2012 en el Foro Analítico del Río de la Plata. 2 “Solucionar”, derivado del latín absolvêre, y este de solvêre, “desatar, soltar” (Cf. Corominas y Pascual (1991). Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico , op. cit.).

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Tres condiciones éticas, tres tipos electivos

Puntualizaciones sobre el problema de la elección de la muerte en psicoanálisis1

Martín Alomo

Si vis vitam, para mortem.

S. Freud, “De guerra y muerte”

Introducción

La muerte no es un problema para la vida. Por definición, un problema

se distribuye en planteo, desarrollo y solución, y si tenemos en cuenta que la

muerte no tiene solución, entonces no es un problema sino una necesidad, un

destino fatal, inexorable. Aunque en realidad, éste es sólo un modo de ver las

cosas.

Sin embargo, también podríamos ponerlo del siguiente modo: la muerte

es un problema. Como tal, plantea desde el inicio una vida que se define en

contra, en oposición a ella; luego, desarrolla sus formas más o menos larvadas

e insidiosas, a veces más ostensibles, otras menos, de intrusión en la vida -

tristeza, melancolía, pulsiones desenfrenadamente destructivas, enfermedad-;

y finalmente, da la solución a la vida, entendiendo aquí “solución” en el sentido

etimológico que la anima: desanudamiento, solucionar es desanudar2.

Si desde el nacimiento la muerte nos acompaña, o dicho de un modo

más crudo aún en los términos de Gabriel Marcel, cada día que pasa nos

parecemos más al cadáver que seremos, ello significa que la muerte está

presente en cada momento de nuestras vidas. En este sentido, en el de la

muerte que precursa en la vida misma -el término es heideggeriano- se

enmarca el comentario freudiano sobre el deslucimiento de lo bello frente al

precursar disolutorio e inexorable de la muerte:

La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos -

Freud se refiere aquí al joven poeta y al amigo taciturno incluidos en el relato- un

pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta

1 Trabajo presentado el Lunes 16 de Abril de 2012 en el Foro Analítico del Río de la Plata. 2 “Solucionar”, derivado del latín absolvêre, y este de solvêre, “desatar, soltar” (Cf. Corominas y Pascual (1991). Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico , op. cit.).

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instintivamente de todo lo doloroso, sintieron menoscabado su goce de lo bello por la

idea de su transitoriedad (Freud, 1916, p. 310).

Sin embargo, nuestro deber es elegir la vida, y dejar para la muerte la

ineludible sorpresa que no podemos prever ni anular por ningún medio: ella nos

tomará por la espalda, o a la vuelta de una esquina, de un modo inesperado3.

“¿Qué se elige? La vida, claro. Ya que uno siempre puede suicidarse y optar

por la muerte en acto” (Soler, 2009, p. 13), dice Colette Soler. Pero no

suicidarse, es decir no optar por el suicidio, por todo lo señalado anteriormente,

no excluye a la muerte. Y en este sentido, la cuestión es problemática: no elegir

la muerte no la excluye de las alternativas en juego. Precisamente por ésto, y

en consonancia con el epígrafe freudiano que hemos elegido -si quieres vivir,

prepárate para la muerte- excluirla de los cálculos resulta aún más complicado:

“La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por

consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones” (Freud, 1915, p. 292). Y

en oposición a la decepción sufrida por el joven poeta y el amigo taciturno del

relato freudiano, a raíz de lo perecedero que opacaría la belleza de la vida, más

bien el cómputo de la muerte importa una revalorización de tal belleza. Freud

se opone tajantemente a las posiciones decepcionadas de sus compañeros:

“¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la

escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más

apreciable” (Freud, 1916, p. 309).

Es difícil cantar loas a la muerte, y además no es nuestra intención

hacerlo. Sin embargo, resaltamos el valor que la finitud otorga a aquello que

afecta, introduciendo, por qué no decirlo, el empuje a concluir, a realizar

finalmente el acto capaz de satisfacer nuestro deseo. De lo contrario, como los

inmortales del cuento de Borges, yaceríamos apáticos contemplando a las aves

anidar en nuestro vientre.

Por otra parte, si bien nuestro deber es elegir la vida, como ha escrito

Freud, el precursar de la muerte en algún momento hace notar su presencia

con suficiente fuerza como para que el desconocimiento de aquella se torne

más ineficaz y complicado. Incluso, hacia el final de los años de un hombre

anciano, conciliarse con la idea de que se está próximo al final sería deseable.

3 Luego, a propósito de las elaboraciones lacanianas que desdoblan la muerte, consideraciones sobre Antígona y Edipo nos permitirán problematizar este punto.

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En este punto, elegir la muerte, claramente no resulta ya un acto

autodestructivo o una minusvaloración de la vida, tampoco un sustraerse a los

deberes a los que nos convoca la existencia. En este caso, la aceptación de la

muerte deviene una posición ética valiente y realista, y a juzgar por los efectos

que el rechazo de la finitud puede ocasionar, aquella posición ética no es sino

la correcta. Al escribir esto, tengo en mente los infortunados avatares del rey

Lear, y no hago sino comentar las conclusiones a las que arriba Freud en “El

motivo de la elección del cofre”4, texto que comentaré a continuación.

En el desarrollo de mi comentario sobre el texto freudiano, intentaré ir

más allá de él, apoyado en las elaboraciones lacanianas que desdoblan la

muerte en primera y segunda. Seguir este camino me servirá para remarcar la

importancia del desarrollo freudiano, y cómo a la luz de la teorización

lacaniana, alcanza una potencia insoslayable en relación al problema de lo

electivo en psicoanálisis. Consideramos lo electivo como insustancial, por lo

tanto se trata de una condición ética. Justamente este es el planteo de Jacques

Lacan en el seminario La ética del psicoanálisis, en el que produce el

desdoblamiento de la muerte, para localizar “la topología” propia en la que se

desarrolla el análisis, dice. Se trata de una topología en la que la demanda de

felicidad que recibe el analista se topa con la ética del deseo, que como lo sitúa

Lacan en dicho seminario, encuentra su lugar en algún franqueamiento del

límite de lo benéfico5. Recorrer este camino, partiendo de “El motivo de la

elección del cofre”, y siguiendo por el desdoblamiento lacaniano de la muerte,

permite situar momentos electivos de relevancia en relación al final del análisis

y al deseo del analista.

Pero aún antes de adentrarme en el desarrollo, para dejar la cuestión

planteada de antemano con mayor detalle, estoy en condiciones de adelantar

el siguiente ordenamiento: a) ubicaremos lo que Lacan denomina “libertad

irrisoria”; dicho ejercicio de la libertad caracteriza un tipo de elección que no

está dispuesta a pagar el precio de habitar el deseo, de arriesgar la vida por él,

y en definitiva termina configurando una situación de locura; b) luego,

situaremos la realidad del hombre común, orientada por el odio a las fuerzas

que lo sojuzgan y el temor ligado al primum vivere; c) por último, situaré el

4 Freud, S. (1913). “El motivo de la elección del cofre”, OC, Amorrortu, op. cit., tomo XII, pp. 303-317. 5 Lacan, J. (1959). La Ética. El seminario. Libro 7. Paidós, Bs. As., 2006, p. 368.

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coraje y la valentía de perpetrar el franqueamiento de lo benéfico, orientados a

la realización del deseo; a esta configuración Lacan la denomina “libertad

trágica”. Para resumir, diré que este desarrollo me permitirá situar tres tipos

electivos: una elección ingenua que desemboca en la locura; otra cobarde, que

caracteriza la vida del hombre medio, en la línea ideológico-política del

“ensueño burgués”, respecto del cual Lacan nos advierte que no hay razones

para que nos volvamos sus garantes6; y por último, una elección responsable,

que en trato mano a mano con la propia muerte -se trata aquí del verdadero

ser-para-la-muerte, la muerte simbólica- es capaz de elegir en la trascendencia

por sobre los objetos de bien.

Lo que no deja de resultar asombroso es la profundidad con que el

original y potente planteo lacaniano hunde sus raíces en el texto freudiano cuyo

análisis propongo a continuación. Dicho artículo, de una complejidad y una

erudición formidables, deviene -considerado desde la reflexión sobre lo

electivo- un manifiesto fundamental de la ética psicoanalítica.

I. Un manifiesto ético del psicoanálisis: “El motivo de la elección

del cofre”

“Dos escenas de Shakespeare, una divertida y la otra trágica, me han

dado hace poco tiempo ocasión para plantearme un pequeño problema y

resolverlo” (Freud, 1913, p. 307). Así comienza el texto al que le dedicaremos

las próximas páginas. Las escenas a las que Freud se refiere, están extraídas

de El mercader de Venecia y de El Rey Lear, respectivamente.

En el primer caso, la escena “alegre”, Porcia es obligada por su padre a

escoger un candidato de entre tres pretendientes. La elección se llevará a cabo

sometiéndolos a estos a escoger uno de entre tres pequeños cofres, siendo la

elección correcta la del cofre que contiene el retrato de la bella princesa. Los

cofres están hechos cada uno de un material distinto: oro, plata y plomo. Un

componente de la escena es el elogio al metal del cofre, que debe ser

enunciado por el elector, resultando de esta situación una dificultad mayor para

quien debiera defender las bondades del plomo. Habiendo elegido oro y plata

los dos primeros, el tercer pretendiente se ve obligado a improvisar su discurso

sobre el plomo, resultando forzado y escaso lo que puede decir. “Si en la

6 Ibíd., p. 362.

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práctica psicoanalítica nos surgiera un discurso así, sospecharíamos unos

motivos secretos tras la argumentación insuficiente” (Id.), comenta Freud.

Consideramos a esta oración, que cierra el primer párrafo del escrito, como

anuncio de lo que constituirá el foco de gran parte de su interpretación

venidera, alrededor de las cualidades del plomo.

A continuación, Freud encuentra que “Shakespeare no inventó el oráculo

de la elección de los cofrecillos”, sino que ya lo encontramos en la Gesta

Romanorum. Luego, sigue los caminos de un estudio de Eduard Stucken sobre

El mercader de Venecia, que relaciona el tema de la elección entre los cofres

con el Kalewipoeg, mito épico estonio, en el que “los tres pretendientes

aparecen sin disfraz como los donceles del Sol, de la Luna y de la Estrella”

(Ibíd., p. 308). En este caso, comenta Freud, la novia también le corresponde al

tercer elector.

En este punto, Freud remarca el hecho de encontrar en los orígenes del

misterio de los cofres, un mito astral. Apoyado en este hallazgo, subraya una

vez más la importancia de los mitos -una vez más, ya que conocemos la alta

estima de Freud para con ellos, expresada en múltiples lugares de su obra-

considerados como sede de verdades fundamentales inherentes al género

humano. Si bien creados en la tierra, “proyectados luego a los cielos”, e

interpretados en su retorno como provenientes de los dioses o de algún más

allá providencial.

Luego, prosiguiendo con su interpretación del motivo, Freud se detiene

en la inversión de los electores: la mujer es quien escoge pretendiente, pero el

motivo en cuestión nos presenta a un hombre escogiendo uno de entre tres

cofres. A continuación, apoyado en esta inversión y en la simbología de los

cofres, que evocan lo típicamente femenino, la concavidad, la continencia, se

resuelve por interpretarlos como mujeres. Por lo tanto, ahora ya no se trata de

una mujer que elige al futuro marido, sino de un hombre que escoge una de

entre tres mujeres.

Aún no hemos llegado a la escena trágica, también extraída de una obra

de Shakespeare. En este caso también se tratará de la elección que debe

hacer un hombre entre tres mujeres -evidentemente, parte Freud en el análisis

de esta segunda escena del punto establecido anteriormente: los cofres figuran

mujeres- aunque no se trata de elegir una novia, sino de un padre que debe

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elegir entre sus tres hijas. Se trata del rey Lear, quien decide deshacerse de

sus bienes y de sus responsabilidades reales, repartiendo su fortuna y su reino

entre sus tres hijas. La elección, narra la obra, recaerá sobre aquella que se

muestre dueña del mayor amor filial dirigido al viejo rey. Las dos hijas mayores,

Goneril y Regan, adulan y lisonjean al padre para mostrarse como las más

amorosas y dedicadas, aunque en realidad abrigan otros intereses no tan

nobles. Embriagado por las demostraciones de estas dos y de sus respectivos

maridos -los duques de Albany y de Cornwal-, el viejo rey desestima el amor

recatado y para nada ostentoso de Cordelia, la menor. “¿No es también esta

una elección entre tres mujeres, de las cuales la más joven es la mejor, la

excelente?” (Ibíd., p. 309), pregunta Freud, retóricamente, y no lo hace para

dejar la pregunta en suspenso, sino que encuentra en otros relatos míticos,

como los de Paris, Psique y Cenicienta la misma estructura: se trataba allí de la

elección de un hombre entre tres mujeres, y siempre la tercera era la más joven

y excelente. Y añade:

¡Contentémonos con Cordelia, Afrodita, Cenicienta y Psique! Las tres

mujeres, de quienes la excelente es la tercera, han de concebirse de algún modo como

de la misma índole, puesto que son presentadas como hermanas. No debe

despistarnos que en El rey Lear las tres sean hijas del que elige; acaso sólo signifique

que Lear tiene que ser figurado como un hombre viejo: al viejo no es fácil hacerle elegir

de otro modo entre tres mujeres; por esa razón estas se convierten en sus hijas (Id.).

A continuación, la elucidación de Freud procede orientada por el

interrogante respecto de la tercera mujer, quién es, de quién se trata. Su

comentario es que si se resolviera este enigma, la interpretación buscada por

su trabajo estaría cumplida.

Siguiendo adelante con su búsqueda, Freud encuentra un punto en

común a algunas de las terceras mujeres, las mejores opciones de los

ejemplos mencionados: ellas son las más discretas, las más calladas, las que

menos se hacen notar. “Cordelia no se hace notar, es modesta como el plomo,

permanece muda, ella ‘ama y calla’” (Ibíd., p. 310), señala. Al repecto, cita

Freud una línea atribuida por Shakespeare a Bassanio -el pretendiente

triunfante en la elección de Cordelia-, en su discurso de elogio del plomo: “Tu

palidez me mueve más que la elocuencia”7. “Vale decir: tu llaneza me llega

7 Id. En cuanto a “palidez”, paleness, hay algunas controversias, ya que en alguna versión se puede leer plainess, “llaneza”.

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más que la naturaleza estridente de las otras dos. Oro y plata son ‘sonoros’; el

plomo es mudo, realmente como Cordelia, quien ‘ama y calla’” (Id.), interpreta

Freud.

La pregunta que se nos impone aquí es la siguiente: ¿qué gana Freud

con llevar su interpretación hasta este punto? Dejémosle responder al propio

Freud: “Si nos decidimos a ver concentradas las peculiaridades de nuestra

tercera en la ‘mudez’, el psicoanálisis nos dice: mudez es en el sueño una

figuración usual de la muerte” (Id.). Acto seguido, como nos tiene

acostumbrado, abona el punto con varios ejemplos de la mitología, del folklore,

de la literatura, e incluso de un sueño que le ha sido narrado. Luego, afirma:

Sin duda que de los cuentos tradicionales podríamos obtener otras pruebas de

que la mudez debe entenderse como una figuración de la muerte. Si estuviéramos

autorizados a seguir estas indicaciones, la tercera de nuestras hermanas, entre

quienes se realiza la elección, sería una muerta. Pero también puede ser otra cosa, a

saber: la muerte misma, la diosa de la muerte (Ibíd., p. 312).

De este modo, extrayendo la palidez y la llaneza del plomo, y la mudez

de la caracterización shakespeareana de Cordelia, Freud sitúa en el lugar de

tercera opción, la mejor, la correcta, a la muerte misma. Ahora el motivo de la

elección del cofre se trata, entonces, de un hombre puesto a elegir entre tres

mujeres, la última de las cuales es la muerte. “Ahora bien, si la tercera de las

hermanas es la diosa de la muerte, nosotros las conocemos. Son las tres

hermanas del destino, las Moiras, o Parcas, o Nornas, de las cuales la tercera

se llama Atropos, la inexorable” (Id.).

Llegado a este punto, Freud emprende un interesante recorrido por la

mitología griega, caracterizando a las diosas de la muerte. No seguiremos de

cerca dicho tramo; antes preferimos volver a la elección entre las tres

hermanas, hijas del infortunado rey Lear. Pero antes aún de hacerlo en detalle,

una observación: Freud opera en la interpretación del motivo en cuestión con

las herramientas analíticas por él acuñadas, como si lo hiciera con el relato de

un sueño. Verbigracia, la desfiguración y sustitución por lo contrario: el hombre,

que no puede elegir la muerte ya que es sorprendido y subyugado por ella,

ahora sí puede elegir. Se trata, como observamos, de una realización de

deseo, es decir la presentación de un deseo figurado como cumplido. Pero

además, no se trata ahora de elegir a la muerte, sino a la más bella y mejor, a

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la representante del amor más puro. La realización de deseo y la sustitución

por lo contrario explican, entonces, el procedimiento interpretativo llevado a

cabo por Freud.

Volviendo ahora sí a Lear, llegamos a un punto que reviste nuestro

mayor interés. Si bien la elección, como señala Freud “recae siempre sobre la

tercera”, se nos vuelve evidente que el viejo rey se presenta como excepción a

dicha regla. Freud plantea este problema con la estructura del contrapunto,

distribuido entre libertad electiva y necesidad: “La libre elección entre las tres

hermanas no es en verdad libre, pues necesariamente tiene que recaer sobre

la tercera, so pena de engendrar, como en El rey Lear, toda clase de

infortunios” (Ibíd., p. 315).

Poco antes del desenlace de su argumentación, encontramos una

coincidencia notable en la capacidad de penetración de las investigaciones

freudiana y lacaniana. Freud aclara:

Para prevenir malentendidos, diré que no es mi propósito contradecir que el

drama del rey Lear quiera realzar dos sabias enseñanzas: uno no debe renunciar en

vida a sus bienes y derechos, y debe guardarse de confundir lisonja con buena

moneda. Esta y parejas advertencias brotan realmente de la pieza, pero me parece de

todo punto imposible explicar el enorme efecto de ella por ese contenido de

pensamiento, o suponer que los motivos personales del poeta se agotarían en el

propósito de exponer esas enseñanzas (Ibíd., p. 316).

Esta lupa freudiana, que ve más allá de lo obvio, se parece en todo a la

utilizada por Lacan para leer las tragedias de Sófocles, en particular Antígona,

Edipo Rey y Edipo en Colona8. En ellas, Lacan sitúa el efecto específicamente

trágico con laborioso esfuerzo, a lo largo de una compleja operación de lectura.

Al producir el desdoblamiento de la muerte, al que nos referiremos luego, logra

situar un lugar al que para acceder se debe pagar la cuota más alta: la soledad

y la aceptación del borramiento del propio ser, en función de una ley superior,

introducida únicamente por el significante. Ese punto está marcado, como

señalábamos en la introducción de este capítulo, por el franqueamiento

transgresor de la moral de los bienes, y la apertura de un campo Otro, diverso,

en el que el no-ser mismo del sujeto es puesto como opción. El entre dos

muertes elaborado por Lacan, en modo alguno se obtiene por medio de una

8 Nos referimos a las clases XIX a XXII del seminario sobre la ética.

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lectura ingenua ni es posible encontrarlo en los manuales escolares o en las

críticas especializadas.

Volviendo a Lear, Freud señala una vez más que al tratarse de un

hombre viejo, ello explica el hecho de que deba elegir entre tres hijas. Por otra

parte, no sólo es viejo sino también un moribundo, por lo cual “la premisa de la

distribución de la herencia pierde toda extrañeza”, escribe Freud. “Pero este

condenado a muerte no quiere renunciar al amor de la mujer, quiere oír que le

digan cuánto es amado” (Freud, 1913, p. 316), así consigna Freud el punto que

Lacan más coloquialmente, en su seminario, comenta con otras palabras: “El

rey Lear también renuncia al servicio de los bienes [como Edipo] -cree que está

hecho para ser amado, ese viejo cretino, y le entrega entonces el servicio de

los bienes a sus hijas” (Lacan, 1959, p. 364). Señalamos este punto como un

punto de inflexión para la ética del psicoanálisis: punto al que llega Freud,

señalando suficientemente un rasgo electivo; y punto al que llega también

Lacan, aunque por otras vías, para revisar y resignificar este rasgo electivo

hallado por Freud en Lear, incluyéndolo en un esquema conceptual mayor,

junto a otros dos tipos electivos diversos, y produciendo de este modo un

reordenamiento de la cuestión electiva articulada a la ética del psicoanálisis.

Pero al decir esto nos adelantamos, ya que aún no acompañamos a Freud

hasta el final de su desarrollo.

“Considérese ahora la sobrecogedora escena final, una de las cumbres

de lo trágico dentro del drama moderno: Lear lleva el cadáver de Cordelia

sobre el escenario. Cordelia es la muerte” (Freud, 1913, p. 316). Aquí

encuentra Freud la consumación del deseo de vencer a la muerte cumplido en

Lear, quien al contrario de lo que ocurre de acuerdo a los fines de la existencia,

en los que la diosa de la muerte es quien retira a los caídos, el hombre ahora

ha triunfado sobre ella. La pluma de Freud es inmejorable: “Si la invertimos, la

situación se nos vuelve inteligible y familiar. Es la diosa de la muerte quien se

lleva al héroe muerto fuera del campo de batalla, como las Valquirias en la

mitología alemana” (Id.). Y ahora sí, con la oración que elige Freud para cerrar

el párrafo que observamos, casi llegamos al final del comentario de su texto:

“Una sabiduría eterna, con el ropaje del mito primordial, aconseja al hombre

anciano renunciar al amor, escoger la muerte, reconciliarse con la necesidad

del fenecer” (Ibíd., p. 317, cursivas nuestras).

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De este modo Freud ha llegado a lo esencial de la pieza, que le permite

ubicar a aquellas enseñanzas alegóricas (no renunciar a los bienes, no dejarse

embaucar por alabanzas, etcétera) como significaciones que el poeta habilita

para el enriquecimiento de la obra, mientras que lo verdaderamente importante

es el problema de la elección de la muerte. Por último, consideramos el cierre

de su texto como una coda -esa parte final de una sinfonía o de una ópera, que

reúne los motivos principales que han sido desarrollados a lo largo de la obra-.

Esta coda es conclusiva y tajante:

Se podría decir que se figuran aquí los tres vínculos con la mujer, para el

hombre inevitables: la paridora, la compañera y la corrompedora. O las tres formas en

que se muda la imagen de la madre en el curso de la vida: la madre misma, la amada,

que él elige a imagen y semejanza de aquella, y por último la Madre Tierra, que vuelve

a recogerlo en su seno. El hombre viejo en vano se afana por el amor de la mujer,

como lo recibiera primero de la madre; sólo la tercera de las mujeres del destino, la

callada diosa de la muerte, lo acogerá en sus brazos (Id.).

La conclusión freudiana reúne lo ético y lo bello en un decir que evoca

otros límites que los del texto, que los del comentario de la obra de

Shakespeare, que los de la aplicación de la interpretación psicoanalítica al

análisis de un mito ancestral. La conclusión freudiana llega al punto mismo de

la elección de la muerte concebida como más allá, escrita con diez años de

anticipación respecto de su “Más allá del principio del placer”. Como decíamos

anteriormente, Lacan llegará hasta este punto electivo, e incluso lo hará a

través de Lear. Creemos que se apoyará en él y reordenará -como

señalábamos- el campo electivo en lo que atañe a la ética psicoanalítica,

produciendo una “topología” -así lo dice- específica del análisis, de lo que en él

se desarrolla y de lo que de él se puede obtener. Esto atañe, por supuesto, al

problema del final del análisis.

En lo que sigue, para aprovechar estos desarrollos freudianos que

consideramos éticos, que señalan un punto central de la ética psicoanalítica,

nos referiremos a los desarrollos lacanianos de la noción de entre dos muertes.

Decimos “para aprovechar” los desarrollos freudianos, ya que creemos que

producir aquí esta articulación nos servirá para resignificar y obtener todo el

peso que el trabajo de Freud sobre la elección del cofre nos puede aportar para

lo electivo, para lo ético.

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Como decíamos en la introducción, revisar los desarrollos lacanianos

nos llevará a situar lo electivo distribuido en tres tipos: una elección trágica, otra

irrisoria y otra mediocre. La particularidad del desarrollo lacaniano nos permitirá

situar el deseo de otro modo: como la percepción de una nada que puede ser

vehiculizada únicamente en la cadena significante, la nada misma del sujeto,

que puede percibirse en los significantes que articula, como no siendo. Allí, en

ese punto, se le presentificará la opción de dar el paso transgresor que le

permita dar estatuto de existencia a ese deseo que la cadena recorta, aun al

precio de pagar con la muerte biológica.

Una primera articulación, a modo de adelanto de las próximas líneas,

nos permite situar la elección de Lear delimitada por Freud, como un tipo de

elección sintomática, ya que se produce bajo las nubes del repudio de la

elección de la muerte, entendiendo esta muerte como la muerte simbólica, la

verdadera muerte. Y por otra parte, la muerte biológica tampoco es aceptada,

ya que si bien Lear renuncia a sus bienes y a su poder, lo hace con la intención

de seguir gozando de los placeres de la vida y del amor de los otros. Pero no

sólo del amor, sino de la aprobación de los otros. Este punto queda resaltado

en su búsqueda de acuerdo para el reparto de su herencia, y la “venta al mejor

postor” que propone, resultando ganadoras de esa subasta cuyo precio es la

demostración de amor filial, Regan y Goneril, sus hijas mayores. Aquellas

nubes del repudio de la muerte, se suman a lo neblinoso del querer seguir

gozando livianamente de la vida, sin preocupaciones, para enturbiar la realidad

de Lear. Pero todo esto se complica aún más, con la búsqueda de la

aprobación de los otros, detalle que transforma la decisión aparente -

sintomática, habíamos dicho- en una no-decisión, en un repudio de la muerte y,

en este sentido, en una opción sintomática que malogra el acto que se

configuraba como posible. Si acordamos con la definición de lo contingente

como lo que puede ser y lo que puede no ser (Vg. Aristóteles y Tomás de

Aquino)9, en el caso de Lear la preferencia se inclina por lo segundo, ya que la

misma renuncia está en tela de juicio:

El rey Lear también [como Edipo] renuncia al servicio de los bienes, a los

deberes reales, cree que está hecho pare ser amado, ese viejo cretino, y le entrega

9 Cf. del estagirita, la Ética Nicomaquea, Libro VI, capítulo II; y de Tomás de Aquino, la Summa Teológica, I, q. LXXXVI, 3 c. Más adelante, en el parágrafo II. 4. “Tratamiento de lo contingente en cada uno de los tres tipos electivos”, retomaremos el punto.

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entonces el servicio de los bienes a sus hijas. Pero no hay que creer que renuncia

empero a nada, comienza la libertad, la vida de fiesta con cincuenta caballeros, la

broma… (Lacan, 1959, p. 364).

La consideración de la elaboración lacaniana nos permitirá, como decía

en el avance de lo que encontraremos, situar esta elección malograda de Lear

como una elección sintomática y también ingenua, ya que el sujeto no paga el

precio de aquello que prefiere, e intenta burlar el destino, ingresando en una

zona de máximo riesgo como sin pagar la entrada. Pero también esta elección

fallida de Lear nos permitirá delimitar justamente esa zona de riesgo, ese lugar

que se encuentra más allá del servicio de los bienes, y que sitúa el lugar del

entre dos muertes. Veremos, con Lacan, como Lear logra acceder al espacio

entre dos muertes, aunque lo hace de un modo irrisorio.

Ese espacio preciso entre dos muertes que intentaremos dejar señalado

siguiendo de cerca los desarrollos de Lacan, lo encontramos prefigurado en el

artículo de Freud “El motivo de la elección del cofre”. En él, Freud logra

mostrarnos el acceso de Lear a ese lugar que luego será elaborado

conceptualmente por Lacan, aunque caracterizado como un espacio de repudio

de la muerte. Lear, según Freud, no escoge la muerte, creemos haber dejado

suficientemente señalado el punto. Y también debemos a la lectura freudiana el

señalamiento respecto de que -como dirá luego Lacan- Lear no está dispuesto

a renunciar. Este Lear que se presenta como renunciando pero que finalmente

no quiere hacerlo, es también un punto situado por Freud: “Pero este

condenado a muerte no quiere renunciar al amor de la mujer, quiere oír que le

digan cuánto es amado” (Freud, 1913, p. 316).

Para comprender el reordenamiento del campo electivo que produce

Lacan en relación a la ética del psicoanálisis, debemos seguir sus

elaboraciones a propósito de Antígona, de Edipo Rey, de Edipo en Colona y de

Lear.

II. Reordenamiento lacaniano del campo electivo en relación a la

ética del psicoanálisis

Propongo leer este desarrollo lacaniano como una continuación del

planteo freudiano que acabamos de revisar. Es cierto que no se trata de una

mera continuación de lo mismo, sino más bien de una nueva propuesta, que

produce una reorganización del problema, y de este modo, permite situar el

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desarrollo freudiano en un campo más amplio. Por lo tanto, continuación del

trabajo freudiano, y a la vez, ampliación del campo problemático. Y debemos

agregar algo más: en lo que respecta a la consideración de estos hallazgos

éticos como un factor clínico relevante, claramente debemos a Jacques Lacan

dicho aporte.

Comenzaré por referirme a Antígona. En el seminario La ética del

psicoanálisis, Lacan se propone situar una topología específica del deseo,

articulada en una oposición: la ética de los bienes, por un lado, y la ética del

deseo, por otro; ésta última implica una renuncia respecto del servicio de

aquellos. Para abordar dicha problemática, que delimita un espacio específico

en un entre-dos, Lacan explora los límites de la muerte y más allá. Con Sade

logra situar la perduración del objeto más allá de los límites, objeto que deviene

representante de un sufrimiento eterno, soportado en un lugar inexistente, a no

ser como significante de dicha pasión. Este rasgo leído en los textos de Sade

será retomado luego en su escrito “Kant con Sade” y en los seminarios catorce

a diecisiete. Pero el desarrollo que más nos interesa revisar aquí del seminario

sobre la ética, es el que emprende luego de su revisión de los textos sadianos,

a propósito de lo bello en la tragedia. Encontramos en dicho recorrido los

fundamentos de la delimitación clara del espacio que Lacan llamará entre dos

muertes, hallazgo que nos permitirá delimitar a nuestra vez distintos tipos

electivos. El desarrollo principal comienza por una iluminadora revisión de la

Antígona de Sófocles, camino que recorreremos aquí para adentrarnos en

materia. Pero aún antes, casi a modo de epígrafe del recorrido que

emprenderemos de la mano de Lacan, una cita que es una definición lacaniana

de la ética, y que proponemos leerla en clave electiva, situando la elección allí

donde escribe “juicio”:

La ética consiste esencialmente -siempre hay que volver a partir de las

definiciones- en un juicio sobre nuestra acción, haciendo la salvedad de que sólo tiene

alcance en la medida en que la acción implicada en ella también entrañe o

supuestamente entrañe un juicio, incluso implícito. La presencia del juicio de los dos

lados es esencial a la estructura (Lacan, 1959, p. 370).

De la definición, me interesa que quede particularmente señalada la

cualidad de insustancial de la elección, considerada aquí como la operación

realizada por un juicio. Freud, en “Die Verneinung” también considera al juicio

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como una elección: los juicios de atribución y de existencia están claramente

planteados en clave electiva. Freud escribe: “La función del juicio tiene, en lo

esencial, dos decisiones que adoptar. Debe atribuir o desatribuir una propiedad

a una cosa, y debe admitir o impugnar la existencia de una representación en

la realidad” (Freud, 1925, 254, cursivas nuestras). Me ocupo de este tema en

otro lugar10.

II. 1. Antígona entre dos muertes

Antígona – Sálvate tú. No te envidio que consigas escapar. Ismene – ¡Lo que tengo que soportar yo! ¿Hasta tengo que verme privada del destino que te

espera a ti? Antígona – Claro que sí, pues tú optaste por vivir, y, en cambio, yo por morir.

(Sófocles, 441 a. C.)11.

Ahora sí, luego de haber caracterizado a la ética como lo electivo

insustancial, situemos la experiencia trágica de Antígona en los términos en

que nos la enseñó a leer Lacan. Podemos ubicar el primero de esos términos

en el interrogante sobre por qué interesarnos en esta pieza. Y la respuesta a tal

pregunta es que ni más ni menos, en la experiencia analítica “la tragedia está

presente en el primer plano” (Lacan, 1959, p. 294).

Establecido este primer punto de interés, Lacan despeja la noción de

catarsis, palabra “pivote” del efecto trágico, dice. Revisa de este término las

nociones de descarga -que vincula con la noción freudiana de abreacción-; de

purificación -al modo de la purificación de humores corruputos hipocrática-; y,

por último, pasando por las reflexiones aristotélicas sobre la música, recala en

la noción de catarsis como entusiasmo. Esta última es la vertiente que más le

interesa retener, en los términos en que Aristóteles la sitúa en la Política. Sin

embargo, comenta, la que se ha impuesto hasta nuestros días es la vertiente

médica, e incluso sitúa por medio de una referencia erudita el momento

histórico en que este cambio está documentado12.

Luego caracteriza lo específico de Antígona en su relación privilegiada

con el deseo: “Antígona, en efecto, permite ver el punto de mira que define el

deseo”13 (Ibíd., p. 298), dice. Eso mismo es lo que nos fascina y a la vez nos

10 Me refiero a mi tesis sobre lo electivo en las psicosis, actualmente en etapa final de elaboración. 11 Nos servimos de la traducción de José Vara Dorado, de Editorial Cátedra, Madrid, 1996. 12 Se trata de una obra de 1857 firmada por Jacobo Bernays, casualmente perteneciente a la familia política de Freud. (Vg. Lacan, op. cit., pp. 296-297). 13 Ibíd., p. 298.

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horroriza de Antígona, “esa víctima tan terriblemente voluntaria”. Y si de algo

somos “purgados” por su trato -dicho en alusión a la vertiente médica de la

catarsis- es de “la serie imaginaria” (Id.). Este punto será retomado más

adelante, y lo resaltaremos convenientemente, a propósito de la automutilación

de Edipo, quien “se arranca al mundo por el acto que consiste en

enceguecerse” (Ibíd., p. 369), comenta. Lo específico de la tragedia, y aquello

en lo que reside la potencia de su efecto horroroso y conmovedor, se produce

más allá de lo que se ve, en un punto situado más allá de lo imaginario pero

que sin embargo, determina las escenas que concurren a su alrededor, en

torno de dicho punto de exceso14.

Pero ¿cuál es la particularidad de ese lugar situado más allá, tan

potente, como para disipar las consistencias imaginarias?, se pregunta Lacan,

y la respuesta que da es: la belleza, la belleza de Antígona es lo que conmueve

la estructura de la escena. ¿Por qué, en razón de cuál condición? Justamente

por su situación más allá, ese más allá es bien específico, se trata de un más

allá “entre-dos campos simbólicamente diferenciados. No cabe duda de que

extrae su brillo de ese lugar” (Ibíd., p. 299).

Y ese lugar es el que Lacan intenta delimitar: “la muerte en la medida en

que es convocada como punto en el que se aniquila el ciclo mismo de las

transformaciones naturales” (Id.). Punto horrorosamente escenificado en la

condena de Creonte disparada sobre Antígona: ser encerrada viva en una

tumba. Alrededor de dicho tormento los lamentos del coro, las prolongadas

quejas y los gemidos desesperados de Antígona; el aura misma de la obra

teñida del espanto que produce el sostenimiento de dicha situación.

Esta zona intermedia es la que genera el efecto específico de la

tragedia, comenta Lacan, apoyando sus elucidaciones, críticas y comentarios

en Goethe y en Hegel. Por otra parte, en cuanto a Antígona, se trata de una

muerte anunciada, una pasión anticipada desde el comienzo mismo de la obra,

cuya protagonista se considera como muerta de antemano, y firme e

irreductible en cuanto a su deseo de pertenencia respecto del mundo de los

muertos antes que al de los vivos. “En el atravesamiento de esa zona el rayo

14 Lacan incluso ejemplifica este punto en el seminario con un cilindro por medio del cual es posible producir una anamorfosis, a partir de la refracción óptica de los rayos lumínicos y, por supuesto, cierta acomodación conveniente del ojo a la captación de la imagen.

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del deseo a la vez se refleja y se refracta, culminando al brindarnos ese efecto

tan singular, que es el más profundo, el efecto de lo bello sobre el deseo” (Id.).

Este es el punto en que el deseo se desdobla, comenta Lacan, entre su

refracción a través de la manifestación de lo bello, y lo real, más angustiante y

sin objeto. Y en este punto estamos ya inmersos en las condiciones del

desdoblamiento de la muerte: la muerte biológica, y la muerte que suspende

toda determinación natural; y ese punto de refracción del brillo de Antígona, la

refracción de su deseo que nos encandila, se produce en el entre-dos, ese

espacio tan específico que Lacan define como una topología, y que denomina

entre dos muertes.

Algunas páginas más adelante, encontramos en el seminario que

revisamos, el de la ética, otro ejemplo que ilustra el punto, el de Hamlet. Lacan

nos recuerda que si Hamlet no mata a Claudio cuando lo encuentra solo e

inerme, es porque está rezando. Y lo que Hamlet no quiere es que muera en

estado de gracia, como se dice, no quiere que vaya al cielo; lo que él quiere es

que sufra en el infierno eternamente: he aquí un equivalente al encierro en vida

en una tumba, caso de Antígona. A Hamlet no le alcanzaba la muerte biológica

de Claudio para vengar a su padre, él deseaba otro tipo de muerte, de mayor

alcance, una muerte que excediera las condiciones de la disolución de la carne.

Este punto shakespeareano evoca ese espacio del entre dos muertes al que

Antígona, la “terriblemente voluntaria”, accede por sus propios medios, víctima

de su propio deseo, diríamos.

Luego, en las relaciones del coro con la estructura de la tragedia, pero

también con la letra, Lacan sitúa una vez más lo específico de la tragedia no en

la imagen, no en la escena que se da a ver, sino en el texto. Por esto mismo,

señala que del coro podría decirse que es el espectador privilegiado de los

avatares de los protagonistas, pero “a nivel de lo que sucede en lo real, es más

bien el oyente” (Ibíd., p. 304).

Podemos situar todavía un segundo ejemplo, tomado también de

Antígona, respecto de la segunda muerte. Pero antes de introducirlo, para que

sea más comprensible, resumiremos en pocas líneas el argumento de la obra.

Básicamente, ella consta de los siguientes hitos: Polinice, hermano de

Antígona, ataca a Tebas con su ejército; Creonte, Rey de Tebas, vence a los

“traidores a la patria”, y la condena que decreta para Polinice es la de la muerte

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insepulta, que su cadáver quede expuesto a la intemperie para que sea presa

de perros y aves carroñeras. Antígona se manifiesta en contra de la disposición

del Rey primero, y luego la desobedece abiertamente, cubriendo de polvo el

cadáver de su hermano; ella está determinada a que su hermano reciba la

sepultura que toda dignidad humana exige, y encuentra en el hecho de que

Polinice sea su hermano, en ese parentesco de sangre, la causa de su cruzada

inconmovible: ella no se someterá a la ley de Creonte, al precio que sea. Y así

será: desobedece la ley de la ciudad hasta las últimas consecuencias, aun a

sabiendas de que su destino será horroroso. Finalmente, termina encerrada

viva en una tumba, en la que se suicida, colgándose. El segundo ejemplo al

que nos referíamos, era el de Creonte contra Polinice:

Creonte, impulsado por su deseo, se sale manifiestamente de su camino y

busca romper la barrera apuntando a su enemigo Polinice más allá de los límites dentro

de los que le está permitido alcanzarlo -quiere asestarle precisamente esa segunda

muerte que no tiene ningún derecho a infligirle (Ibíd., p. 306).

La segunda muerte en cuestión es la siguiente: como a Hamlet no le era

suficiente la muerte física de Claudio, lo mismo a Creonte no le bastaba matar

a Polinice. Su deseo apuntaba más allá: que su cadáver sea presa de los

animales, y que esa putrefacción sea expuesta a los ojos de la ciudad, para

vergüenza de toda memoria de Creonte, y para expulsar su nombre de la polis,

del ámbito humano, cuya cultura encuentra sus límites dentro del régimen

denominado “ritos funerarios”. Aclaramos aquí que podemos aprovechar este

breve comentario lacaniano como ejemplo de segunda muerte, no del espacio

entre dos muertes. Este se configura justamente como un entre que en los

textos sadianos era ficción, y que en Creonte respecto de Polinice es la

proyección de un odio ad aeternum fantasmatizado, en definitiva, un fantasma.

Ese espacio entre dos muertes no existe como tal salvo a título de un

significante que lo represente, o que represente al objeto de la pasión, más

precisamente. Sin embargo, lo horroroso y conmovedor de Antígona, es que

ella lo encarna, viva -aunque, como lo dice desde el principio, perteneciendo

más al mundo de los muertos que al de los vivos-.

A propósito de la pasión, un tercer ejemplo. La pasión por antonomasia

para nuestra cultura occidental y cristiana es sin dudas la pasión de Cristo. En

los comentarios de Lacan, también encontramos referencias a dicha pasión a

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propósito -esta vez sí- del entre dos muertes. Incluso ubica Lacan la conocida

exclamación crística “¡Padre, ¿por qué me has abandonado?!” como habiendo

sido dicho también por Antígona.

“Antígona también es arrastrada por una pasión”, comenta Lacan. Y esta

no es sino la pasión por su hermano. “Distinto sería si se tratara de un marido o

de un hijo, pero nunca podré tener otro hermano”, es el alegato de Antígona

remarcado por Lacan para señalar la pasión de ella (Ibíd., pp. 306-307).

Leamos un pequeño fragmento de este pasaje de sus lamentaciones, en la

aceptable traducción al español de José Vara Dorado:

Pero ahora, Polinices, por recubrir tu cadáver, mira lo que me gano. Y sin

embargo, a juicio de los bien pensados, no hice otra cosa que tributarte las honras

debidas. Pues ni aunque se hubiera tratado de unos hijos nacidos de mí, ni de un

marido, que, muertos, se estuvieran descomponiendo, jamás habría arrostrado esta

prueba llevando la contra a mis conciudadanos. Pues bien, ¿en gracia de qué ley me

expreso así? Simplemente porque marido, muerto uno, otro habría, y un hijo de otro

hombre si hubiera perdido al primero. Pero, ocultos en el Hades madre y padre, no hay

hermano alguno que pueda retoñar jamás. Sin embargo, pese a haberte dedicado los

más altos honores de acuerdo con tal ley, Creonte entendió que ese mi

comportamiento constituía un delito y una osadía tremenda, ¡oh hermano!... (Sófocles,

441 a. C., p. 162).

Y continúan las lamentaciones, extensamente. Esa extensión de los

lamentos de Antígona, son enunciados precisamente desde ese lugar situado

por Lacan como el espacio entre dos muertes: quien habla allí es una muerta

en vida, alguien que arrancada ya a las determinaciones mundanas, a los

avatares sociales, a los ritos compartidos -amor, matrimonio, maternidad,

etcétera- sin embargo aún no ha perdido la capacidad de hacer oír en sus

lamentos su enunciación ominosa.

Prosiguiendo su comentario de la pieza, Lacan señala un rasgo

compartido por los dos protagonistas principales, Antígona y Creonte: “ambos

parecen desconocer la compasión y el temor” (Lacan, 1959, 309). Pero el

héroe trágico de la obra indudablemente es ella, ya que hasta el final se

mantiene en esa posición. Creonte, al contrario, ejemplifica lo que se sale del

campo de la ética trágica, “que es la del psicoanálisis”, señala Lacan. ¿Por

qué? Porque quiere el bien, quiere el bien para la ciudad que gobierna, y en un

momento de la obra parece dispuesto a retroceder en sus determinaciones

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más crueles, al constatar que el pueblo está en desacuerdo con la condena

contra Antígona, a la que califica de injusta.

Creonte, Rey de Tebas, quiere el bien para todos, pero en su actuar se

equivoca, y acaba por invadir un terreno que va más allá de las leyes ctónicas,

de las leyes de la tierra, sobre las que él como gobernante podía tener

facultades administrativas. “Creonte, como un inocente, invade otro campo”,

comenta Lacan, y a continuación extrae la siguiente enseñanza de las

coordenadas de la posición del Rey: “El bien no podría reinar sobre todo sin

que apareciese un exceso real sobre cuyas consecuencias fatales nos advierte

la tragedia” (Ibíd., p. 310). ¿Y de qué límite se trata, cuál es la transgresión de

Creonte? Una primera aproximación para situar la cuestión es, por oposición a

las leyes ctónicas, las leyes providenciales; el campo correspondiente a los

dioses. Y más allá de ese campo trascendental, que excede a las leyes de la

ciudad, se ubica la ley a la que Antígona se aferra desesperadamente,

inclaudicable. Sí, más allá incluso de las leyes divinas, ya que Antígona no se

autoriza en los dioses, sino exclusivamente en su deseo decidido. Y es

necesario recortar ese campo, ese más allá, porque allí es donde se produce el

fenómeno de lo bello, comenta Lacan, que “es lo que comencé a definir como

el límite de la segunda muerte” (Ibíd., p. 312).

En este punto, Lacan vuelve a evocar el crimen fantaseado de Sade,

que también se produce en un más allá de los límites de la vida biológica, y en

cierto modo, transgrede las fuerzas telúricas. “El crimen sería lo que no respeta

el orden natural”, aclara. ¿Y cómo se produce este crimen?

El análisis muestra claramente que el sujeto desprende un doble de sí mismo al

que vuelve inaccesible al anonadamiento, para hacerle soportar lo que en esta ocasión

debemos denominar, con un término tomado del dominio de la estética, los juegos del

dolor (Ibíd., p. 313).

Y para abonar aún más el punto, Lacan se apoya en Kant, en el

siguiente comentario: “las formas que operan en el conocimiento están

involucradas en el fenómeno de lo bello, pero sin que conciernan al objeto”

(Id.). Como en el fantasma sádico, en el que el objeto está sólo a título de lo

que soporta el dolor excesivo, en este sentido “no es más que el significante

del límite”.

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Otro modo de caracterizar el límite que Antígona quiere transgredir, y

que efectivamente logra hacerlo, es a través de las referencias a la Átè,

desgracia, calamidad, fatalidad. Y allí quiere ingresar Antígona, en ese más allá

insoportable para la vida humana, que representa la transgresión de los límites

del mundo. Ella vive en la ciudad, sometida a la ley de Creonte, pero no

soporta mantenerse dentro de esos límites, que está dispuesta a traspasar

decididamente para ingresar al terreno de la fatalidad, soportando sobre su

espalda todo el peso de las desgracias familiares, de las maldiciones

ancestrales, el incesto de sus padres, los crímenes de su hermano. “Que

Antígona salga así de los límites humanos, ¿qué quiere decir para nosotros? -

sino que su deseo apunta muy precisamente a lo siguiente- al más allá de la

Átè” (Ibíd., p. 316).

Como es el caso de Antígona, en la tragedia “el héroe y lo que lo rodea

se sitúan en relación al punto de mira del deseo”, comenta Lacan. En cambio

Creonte, “una vez que papá Tiresias lo regañó suficientemente, comienza a

asustarse” (Ibíd., p. 318). Este punto es bien claro para separar las distintas

condiciones: la del héroe trágico, y la de aquel que retrocede frente al deseo,

inhibido por la presencia de un Otro eminente, “papá Tiresias”. Antígona, por el

contrario, no se autoriza en otra cosa que en la ley que reconoce como superior

a las de Creonte, y en ninguna garantía externa encarnada en algún personaje

de autoridad; en este sentido, Antígona va más allá del padre, y produce su

acto sin garantías, salta verdaderamente al riesgo y se entrega al vértigo de la

muerte verdadera.

Y en este mismo sentido, Antígona es un mártir. “Sólo los mártires

pueden no tener ni compasión ni temor. Créanme, el día del triunfo de los

mártires será el del incendio universal. La pieza está bien hecha para

demostrárnoslo” (Ibíd., p. 320), comenta Lacan cuarenta años antes del

atentado al World Trade Center, perpetrado por un grupo organizado de

mártires decididos.

Hímeros enargés es el próximo término que Lacan destaca de la obra,

“el deseo vuelto visible”. Y ese deseo no es cualquier deseo, sino el deseo

mismo de los dioses. Lacan encuentra apoyo para esta consideración en las

relaciones de Júpiter con Ganímedes, tomadas del Fedro, de Platón. Y a este

deseo mismo es al que responde Antígona, encadenándose a él

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inclaudicablemente. Antígona, mártir del deseo de los dioses, que hace propio;

aunque más bien el único dios de Antígona es su propio deseo. Mientras tanto,

Creonte es un político, y como tal, se orienta por la propiciación del bien

general, el bienestar para todos. De ahí su temor frente a la reprobación de

Tiresias y los reclamos del pueblo.

Antígona, por su parte, “dice que su alma está muerta desde hace

mucho tiempo, y que está destinada a acudir en ayuda de los muertos” (Ibíd., p.

324). Este punto de exclusión de la vida, propio del héroe trágico, queda

señalado repetidamente por Lacan: “el héroe de la tragedia participa siempre

del aislamiento, está siempre fuera de los límites, siempre a la vanguardia y, en

consecuencia, arrancado a la estructura en algún punto” (Ibíd., p. 325). Y ese

punto de exterioridad es condición de posibilidad de que se dé a ver la imagen

del deseo como visible (aquí Lacan vuelve una vez más sobre el ejemplo

anamórfico del cilindro y la refracción lumínica). Nos interesa dejar aclarado el

punto con la cita de un párrafo completo, de interesante relevancia clínica:

Se trata un poco de esto. ¿Cuál es la superficie que permite la imagen de

Antígona en tanto que imagen de la pasión? Evoqué el otro día en relación a ella el

¿Padre mío, por qué me abandonaste?, que es literalmente dicho en un verso. La

tragedia es lo que se expande hacia delante para producir esa imagen. En el

analizante, seguimos un proceso inverso, estudiamos cómo hubo de construir esa

imagen para producir ese efecto (Ibíd., p. 327).

Antígona se aferra a únicamente a su deseo, y sólo en él se autoriza a

defender a capa y espada -o más bien únicamente con su ser, su cuerpo y su

palabra, es decir con su acto- la dignidad humana de su hermano, quien debe

recibir las dignidades funerarias. Más aún, esta es la pasión que la mueve, la

de honrar la memoria de su hermano; esto es así para ella. “Lo que es es, y es

a esto, a esta superficie, a lo que se fija la posición imposible de quebrar,

infranqueable de Antígona” (Ibíd., p. 334-335), concluye Lacan. De esta

superficie entonces -y esto responde a la pregunta formulada en la cita- emana

la imagen del deseo, la imagen que nos da a ver a Antígona, bella e

inquebrantable, heroína del deseo trágico más allá de los límites.

Y ese valor al que Antígona se aferra, esa dignidad humana que reclama

para su hermano muerto, ley divina que ella erige en la propia, “es un valor

esencialmente de lenguaje; fuera del lenguaje ni siquiera podría ser concebido”

(Ibíd., p. 335), comenta Lacan. Y agrega:

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Esa pureza, esa separación del ser de todas las características del drama

histórico que atravesó, éste es justamente el límite, el ex nihilo alrededor del cual se

sostiene Antígona. No es otra cosa más que el corte que instaura en la vida del hombre

la presencia misma del lenguaje (Id.).

Y en este campo organizado por el lenguaje, en el que Antígona hace

suya la ley que trasciende los límites ctónicos, Creonte le plantea un juego: la

desafía a que pruebe a los dioses durante la condena, encerrada en la tumba,

a ver si acuden en su ayuda. Y allí, en ese punto, señala Lacan una inflexión en

la obra. Allí comienza el kommós, la queja, el lamento de Antígona. “¿Cuándo

comienza esa queja? A partir del momento en que franquea la entrada de la

zona entre la vida y la muerte, cuando adquiere forma aquello donde ella dijo

que estaba” (Ibíd., p. 336). Este punto es fundamental, ya que luego de la

laboriosa lectura de la pieza, Lacan ha llegado al punto de máximo interés para

sus elaboraciones. Antígona decía que su alma estaba muerta, que ella

pertenecía antes al mundo de los muertos que al de los vivos, que estaba

dispuesta a morir para sostener su deseo, el de honrar a su hermano aun en

contra de las leyes de Creonte. Pues bien, ahora ya no se trata de decirlo,

ahora se trata de habitar ese espacio que ha sido delimitado por sus palabras,

por sus significantes. La particular realidad que sus significantes recortaron

para ella, ahora le demanda un esfuerzo más, un paso más para que realmente

exista. Para entrar allí, se debe transgredir un límite, el límite de lo humano,

regido por las leyes de la naturaleza y por las leyes de la ciudad, representadas

por Creonte. Ahora se trata de habitar su deseo.

Antígona se presenta como autónomos, pura y simple relación del ser humano

con aquello de lo que resulta ser milagrosamente el portador, a saber, el corte

significante, que le confiere el poder infranqueable de ser, frente a todo, lo que él es -y

agrega Lacan-: Antígona lleva hasta el límite la realización de lo que se puede llamar el

deseo puro, el puro y simple deseo de muerte como tal. Ella encarna ese deseo (Ibíd.,

p. 339).

II. 2. La ética trágica es la ética del psicoanálisis

En el inicio de la clase XXII del seminario que comentamos, Lacan sitúa

el por qué de revisar estas cuestiones: se trata de -por medio de estos rodeos

por la estética de la tragedia- acercarnos a la ética del analista. Y se pregunta

si como analistas, lo que se nos demanda es el final del análisis, para

responderse que no, lo que se nos demanda es más bien la felicidad.

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Luego, habiendo situado el deseo como la propiedad cambiante del

lugar del objeto de la pulsión, y la condición de siempre inadecuada de la

demanda, que “está siempre más acá y más allá de ella misma”, Lacan sitúa en

el horizonte de la realización del deseo, la noción de “Juicio Final”. Y aclara el

punto:

Intenten preguntarse qué puede querer decir haber realizado su deseo -si no es

el haberlo realizado, si se puede decir, al final. Esta intrusión de la muerte sobre la vida

da su dinamismo a toda pregunta cuando ella intenta formularse sobre el sujeto de la

realización del deseo (Ibíd., p. 351).

Este punto, así como la noción de juicio final, que evoca un acto

decisorio final que sancione al deseo como realizado, introduce la cuestión de

la muerte en la vida, la finitud dinamizando la vida, a partir de la estimulación

que produce sobre las determinaciones desiderativas. Pero una aclaración, no

se trata de esta muerte, la muerte común, natural, se trata de la segunda

muerte, “aquella a la cual se puede aún apuntar cuando la muerte ya ha sido

lograda” (Id.). Y aquí llegamos a un punto nodal, la articulación entre deseo y

muerte:

¿Cómo el hombre, es decir, un ser vivo, puede llegar a acceder, a conocer ese

instinto de muerte, su propia relación con la muerte? Respuesta: por la virtud del

significante y bajo su forma más radical. En el significante, y en la medida en que el

sujeto articula una cadena significante, palpa que él puede faltar en la cadena de lo que

él es (Ibíd., p. 352).

En este punto resuena en nosotros la decisión de Antígona de habitar

ese espacio que había delimitado con sus significantes, pero ahora claramente

a partir de haber palpado -para tomar el término de Lacan- que allí podía llegar

a faltar el sujeto que ella misma había hecho consistir con su enunciación. El

deseo de muerte de Antígona, entonces, adviene al lugar recortado como

posible, pero mediatizado por la negación de una falta. La decisión de nuestra

heroína se abre en un campo en el que la falta se hace tangible, por lo tanto su

decisión la negará, o no. O lo que es lo mismo, si la falta misma es una

negación, la negación mortal del sujeto, ella entonces se encuentra en posición

de negar la negación de la falta. Negación de la negación15 para la decisión

trágica entonces.

15 Jean Hyppolite, en su “Comenrtario sobre la Verneinung de Freud”, sitúa la negación de la negación como ese punto especificado por Freud del siguiente modo: el paciente puede tomar un conocimiento

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Recordemos que estábamos en la cuestión de la demanda de felicidad

que se le plantea al analista. ¿Qué articulación encontramos entre una

demanda de felicidad y la decisión trágica que, si bien la ubicamos aquí como

la de Antígona, recordamos también que el análisis mismo es una experiencia

trágica, según nos ha dicho Lacan? Para seguir guiándonos con los términos

de la pieza de Sófocles, el pueblo, a través de las voces del coro, hace oír sus

demandas de justicia, “la condena de Antígona es injusta, es demasiado”.

Frente a esta demanda, a la que se suma la amonestación de Tiresias, Creonte

piensa en disminuir su severidad en pos del bienestar común. Esta inclinación

débil del gobernante, débil en relación a su posición más cruel, es una

inclinación política, en el sentido que Aristóteles le da a la política: la

procuración de la eudaimonía, de la felicidad. Sin embargo la decisión trágica,

la de Antígona, es inconmovible; no hay allí eudaimonía que valga más que la

determinación de morir por la realización del deseo en juego. Sin embargo,

volviendo al analizante, él acude al analista para demandarle no un final

trágico, un juicio final, es decir una decisión final que zanje su deseo. No, el

acude al analista para demandar felicidad. Conviene aquí reparar en el

siguiente párrafo del seminario:

La cuestión del Soberano Bien se plantea ancestralmente para el hombre, pero

él, el analista, sabe que esta cuestión es una cuestión cerrada. No solamente lo que se

le demanda, el Soberano Bien, él no lo tiene, sin duda, sino que además sabe que no

existe. Haber llevado a su término un análisis no es más que haber encontrado ese

límite en el que se plantea toda la problemática del deseo (Ibíd., p. 357).

En este punto, Lacan ubica a toda demanda de bien, y más aún, a toda

demanda, como regresiva. De allí que toda realización del deseo implique ir

más allá de ella.

Y frente a tal demanda, ¿con qué responde el analista, qué es lo que él

tiene para dar? Lo único que él tiene para dar es lo que no tiene, es decir su

deseo, “haciendo la salvedad de que es un deseo advertido” (Ibíd., p. 358),

comenta Lacan.

meramente intelectual de la representación reprimida, pero sosteniéndose en la no-aceptación de la misma. Evidentemente, la negación de la negación que situamos para el héroe trágico difiere de aquella situada por Hyppolite, pero no por eso escapa a dicha condición dialéctica. Podríamos decir que toda aceptación intelectual del contenido reprimido correlativa a una no-aceptación del mismo, constituye una negación de la negación; aunque no toda negación de la negación constituye aquel tipo de denegación freudiana.

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De esto se sigue que “promover la normalización psicologizante” como

ordenadora del análisis va absolutamente en contra de la ética propiamente

analítica que, si la definimos como trágica, es porque se plantea como

apuntando más allá del servicio de los bienes. Por otra parte, aunque en el

mismo sentido, nos recuerda Lacan que el establecimiento freudiano de la

instancia moral como dependiente del superyó, demuestra que cuanto más

tributos se le rindan a sus demandas, más exigente se vuelve.

No conviene, entonces, olvidar “ese desgarro del ser moral del hombre”,

como habitualmente suele suceder. Analistas engañados por los espejismos de

poder dar respuesta, o de poder curar, capturados en la trama del analizante

como artefacto funcional al servicio de los bienes. “Hacerse el garante de que

el sujeto puede de algún modo encontrar su bien mismo en el análisis es una

suerte de estafa” (Ibíd., p. 361), sanciona Lacan, inequívoco e irreductible en

este punto.

Sobre todo en el final de análisis de aquellos que luego se probarán

sosteniendo la posición de analista, es deseable que tomen un contacto más

veraz con la condición humana. En este sentido, Lacan arguye: “la función del

deseo debe permanecer en una relación fundamental con la muerte” (Ibíd., p.

362).

Y aquí Lacan plantea otro ejemplo de “libertad trágica” además de

Antígona. Se trata de Edipo, pero considerado a partir de Edipo en Colona, la

última de las tragedias de Sófocles que conocemos. Y para nosotros es

necesario continuar acompañando de cerca estos pasajes de la elaboración

lacaniana, ya que para llegar al punto que nos interesa dejar señalado, tres

tipos distintos del uso de la libertad electiva, son fundamentales. Más aún,

podemos decir que esos tipos electivos diversos surgen únicamente de la

lectura de estos desarrollos lacanianos, e incluso son consecuencia de una

lectura que podremos hacer luego de establecer el reordenamiento del campo

ético-electivo que adelantáramos en el título, nuevo esquema en el cual lo que

hemos obtenido de las elaboraciones freudianas a propósito del motivo de la

elección del cofre, adquiere todo su valor.

Una vez más los volveré a llevar hoy al atravesamiento de esa región

intermedia, recordándoles que no hay que olvidar en la historia de Edipo el tiempo que

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transcurre entre el momento en que éste es ciego y el momento en que muere -muerte

privilegiada, única (Ibíd., pp. 362-363).

De Edipo, en cuanto a lo que interesa para ilustrar el punto, Lacan hace

el siguiente recorte: Edipo goza de felicidad plena, es Rey de Tebas, tiene una

mujer, tiene hijos. Sin embargo, descubre que algo anda mal, y al parecer, las

desgracias que se ciernen sobre la ciudad -esta lógica sería inexplicable si no

fuera por el contexto epocal helénico- lo incluyen en el lugar de la causa de

dichos males. La podredumbre que se deja oler en Tebas le atañen, no sólo

como gobernante de la ciudad, sino como aquel que ha perpetrado lo

horroroso, y que por eso mismo las nubes del infortunio lo persiguen. En este

punto, Edipo quiere saber. La información se le da en pequeñas dosis, pero él

pide más. El oráculo ha hablado, y él exige se le diga todo al respecto. Edipo

se compromete verdaderamente en una escalada de saber, que al final del

recorrido ha delimitado para él un lugar. Así como los significantes que

Antígona urdió la pusieron ante la opción de ingresar viva a la tumba, del

mismo modo el deseo de saber de Edipo lo introduce en la región del

desconcierto, de lo ominoso, frente a la que no cede ni un ápice. En este punto,

conviene establecer una diferenciación entre renuncia y entrega:

Edipo, habiendo renunciado al servicio de los bienes, no ha abandonado para

nada sin embargo la preeminencia de su dignidad sobre esos mismos bienes y donde,

en esa libertad trágica, tiene que enfrentar la consecuencia de ese deseo que lo llevó a

franquear ese término y que es el deseo de saber. Supo, quiere saber más todavía

(Ibíd., p. 363, cursivas nuestras).

Edipo ha renunciado al servicio de los bienes, esto es: ha entregado sus

riquezas y su poder a sus hijos. Sin embargo, no ha renunciado a su dignidad.

Entrega de los bienes, sí, y en este sentido renuncia al servicio de ellos;

renuncia de su dignidad, no, y en este sentido podemos decir que hay entrega

pero no renuncia. Nos preguntamos aquí, ¿por qué puede ser importante esta

diferencia? Justamente para delimitar el punto que hemos resaltado en

cursivas en la cita reciente: la libertad trágica de Edipo. Y para resaltar más aún

dicha libertad, expresada por la posición decidida de Edipo como consecuente

de un deseo de saber a toda prueba, evocaremos con Lacan la figura del rey

Lear. En éste, como en Edipo, tenemos también el franqueamiento que implica

la renuncia al servicio de los bienes, pero -diferencia Lacan- “bajo una forma

irrisoria”.

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Lear, como señaláramos anteriormente a propósito de “El motivo de la

elección del cofre”, también renuncia a sus bienes, pero -como dice Lacan- no

renuncia a nada, en realidad comienza allí su vida de fiesta, sus vacaciones. Y

como señala Freud y también Lacan, quería ser amado. “Ese viejo cretino cree

que está hecho para ser amado y entrega entonces sus bienes”, dice Lacan. Si

recordamos el punto señalado por Freud, justamente por esto, por

deslumbrarse por las promesas de amor de Regan y de Goneril, es que no

elige a Cordelia, quien lo amaba verdaderamente.

De acuerdo a la distinción que trazamos hace un momento, entre

renuncia y entrega, Lear entrega sus bienes, pero también renuncia a la

dignidad que su posición eminente supo tener. Proponemos leer ese “no

renuncia a nada” dicho por Lacan, como un no-renunciar a los servicios de los

bienes, a eso se refiere Lacan. Entrega sus bienes pero se reserva un séquito

de cien caballeros a su servicio. Edipo, en cambio, renuncia al poder y entrega

todos sus bienes, y se marcha al exilio en la pobreza. Por otra parte, notemos

la diferencia entre renuncia y entrega que, como vemos, es móvil, debemos ir

situándola para cada caso, no se trata en modo alguno de una referencia fija,

ya que hay que acomodar la lectura cada vez. Edipo entrega los bienes y

renuncia al servicio de éstos, mas no renuncia a su dignidad de hombre

decidido, de héroe trágico sostenido incólume en su deseo sólido de saber.

Lear, en cambio, entrega sus bienes, pero no renuncia al servicio de éstos, y

además, demanda el amor de los otros y pide permiso, busca acuerdo para su

decisión. Vemos en la obra, como lo comentáramos en el apartado sobre la

elección del cofre, a un Lear lastimoso e indigno, deambulando de casa en

casa en busca de algunas migajas de reconocimiento. Edipo, en cambio, ciego,

pobre y exiliado, conserva la dignidad de quien ha sabido sostenerse hasta el

final habitando su destino trágico, con entereza, aun al precio de “arrancarse a

este mundo”, como señala Lacan. La diferencia entre renuncia y entrega,

entonces, se hace palpable al considerar a qué se renuncia cuando se entrega,

y qué se entrega cuando se renuncia. Edipo entrega poder y bienes, pero no

renuncia a su dignidad; Lear entrega poder y bienes aunque guardándose algo

de estos últimos, pero renuncia a su dignidad. Aquel, héroe trágico; éste, anti-

héroe irrisorio, más bien víctima de su actuar irreflexivo y, finalmente, loco.

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De este modo, con Lacan, hemos podido situar dos tipos de uso de la

libertad electiva: la libertad trágica de Antígona y de Edipo, y la libertad irrisoria

de Lear; aunque tal vez convenga más hablar de un ejercicio trágico de la

libertad, y un ejercicio irrisorio de la misma. En todo caso, dejamos planteada la

posibilidad.

Pero hay un punto en el que tanto Lear como Edipo, ambos traicionados,

coinciden en un rasgo que ya hemos comentado a propósito de Antígona: la

soledad y el aislamiento de quien se aventura en la transgresión de los límites

de la moral de los bienes. En el caso de aquellos, además de solos, avanzan

por ese desierto traicionados. En Antígona, la soledad es escalofriante; sus

quejas y sus lamentos de ultratumba, aun cuando comenzaran a ser proferidos

desde antes de su encierro en la cripta, no hacen sino elevar en su derredor

muros de silencio, en los que el eco infernal del aislamiento, de la separación

respecto del mundo, repite ad infinitum cuán sola está en su acto.

En este punto, debemos seguir un pequeño trecho antes de establecer

los tres tipos electivos anticipados, ya que hemos señalado la elección

correspondiente a la libertad trágica, la correspondiente a la libertad irrisoria,

pero aún nos falta el tercer tipo electivo. Para llegar a su encuentro,

continuaremos nuestra consideración acerca de Edipo enceguecido.

Edipo ilustra, según Lacan, “la preferencia con la que debe terminar una

existencia humana, tan perfectamente lograda que no muere de la muerte de

todos, a saber de una muerte accidental, sino de la verdadera muerte, en la

que él mismo tacha su ser” (Ibíd., pp. 364-365, cursivas nuestras).

Se sustrae él mismo al orden del mundo. En este sentido, comenta

Lacan, Edipo ilustra un punto fundamental. En el hombre común, esa muerte, la

inherente a la vivacidad del deseo, siempre es arrojada más allá. Testimonio de

esto son las doctrinas religiosas o las teorías espiritualistas que conocemos,

que prometen una realización más plena luego de la muerte natural. En esta

vía, el hombre no acostumbra transgredir los límites de la comodidad y de la

conveniencia, para no arriesgar la muerte biológica, postergando al plano de

las fantasías, el delirio o la religión cualquier realización más promisoria, más

en consonancia con el deseo. Sin embargo, Edipo transgrede ese límite y

acepta las consecuencias. “Primum vivere -sentencia Lacan-, las cuestiones

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del ser son siempre dejadas para más tarde, lo cual no quiere decir que no

estén ahí en el horizonte” (Ibíd., p. 365).

El punto que dejamos señalado, entonces, enuncia que la realización del

deseo implica, incluso exige, el franqueamiento del límite de lo benéfico.

Antígona y Edipo son ejemplos claros de esta elección trágica. “El límite

exterior que es el que retiene al hombre en el servicio del bien, es el primum

vivere” (Ibíd., p. 368). Y aquí hemos llegado al punto que necesitábamos

encontrar para delimitar nuestro tercer tipo electivo. Entre el sujeto decidido en

su deseo como ser-para-la-muerte, el héroe trágico, y ese “límite exterior”

delineado por el primum vivere tributario del bienestar, se configura la realidad

del hombre común: “Entre ambos, yace para el hombre común el ejercicio de

su culpa, reflejo de su odio por el creador cualquiera sea éste -pues el hombre

es creacionista- que lo hizo una criatura tan débil y tan insuficiente” (Id.).

Para el hombre común, entonces, culpa irreductible y reproches dirigidos

al padre, posición que lo exime de dar el salto que lo arranque de la

mediocridad cómoda del ensueño burgués. Esto muestra hasta qué punto la

vertiente del análisis del “padre malo” puede resultar una coartada para el

analizante y un atolladero para el análisis; y si lo consideramos políticamente

del lado del analista, se trata de un analista sometido a la moral de los bienes,

degradando la experiencia trágica que propone el análisis bien entendido a una

adaptación social convenientemente prolija. Sin embargo estas cuestiones son

“pamplinas” para Edipo, quien decididamente ha avanzado en la zona de riesgo

enfrentando su ser-para-la-muerte hasta las últimas consecuencias. Lear, en

cambio, “no entiende nada”. No entiende nada de la “topología trágica”, ya que

pretende ingresar en la zona más allá del límite con el acuerdo de todos, “de

manera benéfica”.

Hasta aquí hemos seguido a pie juntillas la elaboración lacaniana, y

hemos dejado señalados los puntos necesarios para hilvanar nuestra

argumentación. En adelante, debemos aprovechar estos puntos para delimitar

esos tres momentos electivos prometidos.

II. 3. Tres condiciones éticas, tres tipos electivos

Los tres tipos electivos a los que nos referimos se corresponden con tres

ejercicios distintos del margen de libertad electiva. En primer lugar,

distinguimos el ejercicio trágico de la libertad, una elección trágica que se

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aferra a su deseo, y que configura una posición subjetiva dispuesta a pagar el

precio, a transgredir el límite de la moral de los bienes, de la moral de la

ciudad, de lo políticamente correcto y del bien soberano para todos. Se trata de

una decisión valiente que, una vez recortada su posibilidad, al percibir la nada

en que puede caer su deseo si no es sostenido con el cuerpo, con la carne, y

con todo el ser, avanza en ese más allá, aun al precio de la soledad y de la

muerte. No hay aquí padre que permita o prohíba, ni ningún tipo de excusas; la

coartada consistente en “la culpa la tienen mis padres por lo que me hicieron

cuando era chiquito” aquí no juega. Ejemplo de ello es Antígona, quien no deja

de reconocer el peso del incesto cometido por sus padres, pero eso no la

exime de cargar su cruz hasta el final, decididamente.

En segundo lugar, identificamos un uso irrisorio de la libertad, y el

ejemplo es Lear. Él decide transgredir ciertos límites, renuncia a su reino y a su

fortuna, y los reparte entre sus hijas, pero lo hace entre aquellas que aparentan

quererlo más y mejor. Excluye del reparto a Cordelia, la menor, porque no le

satisface su amor callado. Pero en realidad a lo único que renuncia es a su

dignidad, y lo que perpetra es una mera entrega, un regalo al mejor postor,

como oferta desesperada a cambio de un poco -o tal vez mucho, de acuerdo a

sus expectativas- de amor. Lear busca el acuerdo de su familia para el reparto,

y finalmente obtiene lo que estaba planteado de antemano en su propuesta: la

traición de los otros y la indignidad propia. Lo irrisorio de Lear es su inocencia,

su candidez, la de pretenderse como dando el salto arriesgado, valiente,

cuando en realidad lo que hace es pedir: Lear demanda amor, permiso,

acuerdo, dignidad. En su irrisión candorosa, no consigue lo deseado y en

cambio pierde lo que tenía, incluso su razón.

El tercer tipo electivo es el que hemos podido detectar por oposición a

Edipo enceguecido. Edipo, héroe trágico, ha avanzado decididamente hacia su

borramiento, más allá de los límites del bienestar, aferrado consecuentemente

a su deseo de saber, en la soledad de quien se atreve a la transgresión, incluso

cuando los límites que transgrede lo alejan de su felicidad. En cambio, del lado

del primum vivere, incapaz de dar el paso decidido, encontramos al hombre

común. Tanto el ser-para-la-muerte como el primum vivere se le presentan al

hombre común bajo un velo. El primero, bajo el velo del odio; el segundo, bajo

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el velo del temor16. El hombre común, entonces, nuestro tercer tipo electivo, no

llega hasta el fondo de su deseo relativo a la muerte verdadera, inhibido o

sintomatizado por el odio, el temor, y finalmente por la culpa. Allí donde Edipo

avanza decidido, sin padre que lo retenga, el hombre común se retuerce de

odio contra su padre malo, que no lo ha comprendido ni querido lo suficiente.

Allí donde el héroe trágico renuncia al servicio de los bienes, el hombre común

tiembla, pero no de un temblor digno, preámbulo del salto kierkegaardiano, sino

de un temblor cobarde, temeroso de perder lo que posee. Finalmente, lo que le

queda es “el ejercicio de su culpa”, comenta Lacan. Y seguramente, todo ello

envuelto en un halo de angustia, mas no angustia como pre-anuncio del acto,

al modo en que la sitúa Lacan, sino angustia como renuncia, como menoscabo

de la libertad. Kierkegaard nos permite situar este punto, en su definición de la

angustia como la relación de la libertad socavada por la culpa17.

Sin embargo debemos marcar una diferencia entre los dos primeros

tipos y el tercero. Para el caso de la libertad trágica (Antígona, Edipo) y para el

caso de la libertad irrisoria (Lear), debemos suponer un trato con la nada del

ser, y la percepción de que esa nada puede dejar caer en la inexistencia el

deseo, y con él, el propio ser. De allí el paso, la opción del riesgo transgresor,

para sostener ese deseo y ese ser deseante. En cambio, en el caso del hombre

mediocre no hay nada que nos permita suponer eso. No decimos que no se

configuren para él también las coordenadas de su deseo, sólo que no nos

queda claro que la percepción de su propia nada participe en el asunto de un

modo directo. Más bien, si nos atenemos al planteo lacaniano, para este tercer

tipo la realidad del deseo aparece velada, bien por el odio, bien por el temor,

bien por la culpa.

Volviendo ahora al texto de Freud “El motivo de la elección del cofre”,

recordamos que en él Cordelia deviene un subgrogado de la muerte primero, y

después la muerte misma. De este modo, el rechazo de Lear sobre su hija

menor, deviene un rechazo de la elección de la muerte, die Wahl des Todes en

alemán. Wahl, tal el apellido que Kierkegaard le dio a la enamorada de Juan, el

célebre seductor:

16 Ibíd., cf. pp. 367-369. 17 Kierkegaard, El concepto de la angustia, op. cit., p. 129. “La relación de la culpa con la libertad es la angustia”.

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¡Cordelia! Nombre verdaderamente maravilloso. Así se llamaba también la

tercera hija del rey Lear, esa virgen lindísima cuyo corazón no estaba sólo en los labios

porque los labios permanecían mudos por más ardientemente que el corazón palpitase.

Así debe ser también mi Cordelia; estoy segurísimo de que se parece a ella, a pesar de

que su corazón habita en sus labios, y más que en las palabras, en los besos

(Kierkegaard, 1843, pp. 54-55).

Es notable la similitud entre la Cordelia de Kierkegaard y la de

Shakespeare, y al considerar la cita anterior, es imposible creer que se trate de

una coincidencia casual. Evidentemente el danés adelantaba a sus lectores el

desenlace de la historia: Juan, el seductor, rechazaría a Cordelia; en este

punto, tanto una Cordelia como otra representan la elección denegada.

Por medios distintos que los de Lear y los del hombre mediocre, el

seductor kierkegaardiano rechaza a Cordelia utilizando la ironía como

herramienta preponderante18. Y si bien Kierkeegard no escribe en ningún lugar

que elegir a aquella Cordelia implique elegir a la muerte, queda expresado a lo

largo de todo el texto que para el seductor especializado, dejarse capturar por

el amor de una mujer implicaría abismarse a la muerte por aburrimiento; de allí

la prescripción de una fase última de desacople luego de la seducción exitosa.

A esta altura -como decíamos- sirviéndonos del genial escrito de Freud

“El motivo de la elección del cofre”, podemos considerar a la elección de

Cordelia -o a Cordelia Wahl, como escribe Kierkegaard- como a la elección de

la muerte, die Wahl des Todes. Antígona, manifiestamente, como dice en

diálogo con Ismene en el epígrafe que elegimos para un apartado de este

trabajo, claramente optó por la muerte; de Edipo podemos decir lo mismo. Lear,

en cambio, rechaza a Cordelia, rechaza a la muerte. Esta consideración nos

permite ver más claramente la renuncia a medias de Lear: renuncia a los

bienes pero no tanto, entrega su reino a cambio de amor, y busca la

aprobación de todos; todos ellos indicios de que no elige la muerte, sino

descanso de las fatigas de la vida, reconocimiento y amor. ¿Y el hombre

común? Éste tampoco elige a la muerte, más bien se define por todo lo

contrario: posterga la realización del deseo al plano de las fantasías, del más

18 Allí, el seductor en cuestión, nos explica claramente que no hay nada mejor que un ápice de ironía para refrenar las ambiciones amorosas de la joven, una vez que aquel ha logrado la conquista. Cf. Diario de un seductor, op. cit., pp. 61, 108 y 136.

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allá siempre asintótico, con tal de no arriesgar la muerte en el mundo, aferrado

a la lógica del primum vivere.

Habiendo establecido -con Freud y Kierkegaard- a Cordelia Wahl como a

la elección de la muerte, podemos obtener un aporte para la consideración de

los tres tipos electivos localizados en las elaboraciones lacanianas. Nos

referimos a lo siguiente: Juan, el seductor kierkegaardiano, es explícito

acerca del instrumento de rechazo que utilizó para alejar a su Cordelia.

Apoyados en su explicación, que le otorga una herramienta a la negación de su

elección, podemos indagar el punto, tratando de averiguar cuál es la

herramienta, ya sea de rechazo o de aceptación, que cada elector ha puesto en

juego. El seductor de Kierkegaard, está claro, aleja a Cordelia Wahl por medio

de la ironía. Lear rechaza a la suya por medio de la antipatía, a la que si

ponemos a cuenta de la ambivalencia amor-odio, tal vez debamos inferir que la

rechaza por medio del odio, un rechazo pasional, diríamos. El hombre común,

en cambio, rechaza a la muerte por medio del auto-engaño socialmente

consensuado de la promesa de un futuro mejor, condenado a la espera

indefinida en el horizonte tendido por la fantasía, la religión, las creencias en un

más allá promisorio; en definitiva, podríamos decir que la herramienta utilizada

por el hombre mediocre para rechazar la elección de la muerte, es la

esperanza19.

Los que sí eligen decididamente a la muerte, Antígona y Edipo, lo hacen

movidos por un deseo al que se aferran, prestando su ser para hacerlo existir.

En el caso de Antígona, se trata de un deseo de honrar a su hermano muerto;

en el de Edipo, de un deseo de saber.

Para aquellos que han rechazado la elección de Cordelia -que con Freud

no es sino la elección de la muerte-, no situamos un deseo sino un motivo para

el repudio. En el caso del seductor, se trata de un rechazo del aburrimiento20;

19 Resuenan aquí las consideraciones de Jacques Lacan a propósito del final de análisis, respecto de la creencia en un Otro. Al referirse a aquellos pasantes cuyo testimonio no ha sido avalado por la nominación de Analista de la Escuela por parte del cartel del pase, con tono crístico digno del sermón de la montaña, ironiza: “Felices los casos en que pase ficticio por formación incompleta: autorizan la esperanza”. 20 No incluimos el caso del seductor como un tipo electivo diferenciado, ya que no nos hemos ocupado de él en ese sentido. Sin embargo, podría realizarse esa diferenciación, pero para ello habría que situarlo en

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en el caso de Lear, de un rechazo de lo que interpreta como frialdad, como

des-amor; en el caso del hombre mediocre, se trata lisa y llanamente de un

rechazo de la muerte natural, de la muerte biológica, esa que en términos de

Lacan “consiste simplemente en hincar el pico” (Lacan, 1959, p. 365).

Ahora sí quedan definidos nuestros tres tipos electivos: el trágico, el

irrisorio y el mediocre. Como vemos, en este reordenamiento del campo

electivo propiciado por las elaboraciones lacanianas, el punto al que se había

aproximado Freud en su texto sobre la elección del cofre, queda ahora

reubicado como un particular tipo electivo, el irrisorio.

II. 4. Tratamiento de lo contingente para cada uno de los tres tipos

electivos

Por último, luego de haber dejado suficientemente señaladas las

características diferenciales de cada uno de los tres tipos electivos, o dicho de

otro modo, luego de haber situado tres modos distintos de la proairesis21, nos

interesa ahora considerar la relación de la preferencia con to endexómenon22,

lo contingente, para cada tipo electivo.

Definimos a lo contingente, con Aristóteles y Tomás de Aquino, como lo

que puede ser y lo que puede no ser. Al respecto, se le ha planteado al

estagirita la objeción de confundir dicha noción con lo posible. El aquinate

responde a dicha objeción, articulando el actus proprius electivo con la

conjunción entre necesidad y contingencia, ubicando claramente a la elección

como preferencia en la última categoría.

En este punto nos interesa particularmente, a propósito de los tres tipos

electivos recortados, caracterizar el modo específico en que cada uno trata con

la contingencia. ¿En qué punto podemos localizar lo que puede ser y lo que

el contexto de las elaboraciones kierkegaardianas, distribuidas en tres estadios: el estético, el ético y el religioso. Al respecto, se puede observar la diferencia planteada por Kierkegaard entre el seductor y el Don Juan en relación a los estadios ético y estético, en Los estadios eróticos inmediatos o lo erótico musical, Aguilar, Bs. As., 1967, p. 114. Allí, en su análisis de Don Giovanni, de Mozart, escribe: “Esta conciencia [la del seductor] le falta a Don Juan. Por eso no seduce. El desea y este deseo se muestra seductor, y en esa medida seduce…” 21 Cf. Etica Nicomaquea 1139a 33-40. 22 Aristóteles, Analíticos Primeros A 13 y sig. Cf. también Sobre la Interpretación 13 y 21.

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puede no ser para ellos? Comenzaremos por analizar la cuestión en los casos

de libertad trágica, ejemplificados por Antígona y Edipo.

Lo primero que advertimos, es que el trato con la contingencia que nos

interesa no se remite a contingencias vanas, a accidentes cotidianos, sino a la

contingencia en la que el sujeto percibe que su ser está en juego. Se trata,

entonces, de la contingencia hamletiana de ser o no ser, claramente percibida

como posibilidad de modo patente, con consecuencias subjetivas serias;

entonces, ante tal configuración, la elección se impone. Antígona, como hemos

dicho, recorta en primer lugar, con sus significantes, el lugar en el que luego

habitará, del mismo modo que el antiguo testamento, los profetas, el Bautista y

toda la predicación del mismo mesías señalan indudable el lugar del cordero de

Dios en el holocausto, considerado el asunto desde una perspectiva cristiana,

por supuesto. Por esto, antes de la exclamación desesperada ¡Padre, ¿por qué

me has abandonado?!, la elección de Cristo ha sido perpetrada, mas no como

preferencia explícita en un discurso, sino ahora con el acto electivo que

incumbe al cuerpo de significantes pero también al de la carne, el ser todo ha

cruzado la línea más allá de la muerte, hacia su realización en esa segunda

muerte tan bien delimitada por Lacan, y ejemplificada por la pasión de Cristo.

Antígona, decíamos, y esto es claro en el diálogo con Ismene que

citáramos a modo de epígrafe, sabe que morir o salvarse son las opciones en

juego, y sabe también que ella ya ha optado por la primera. Es cierto que luego

debe habitar ese lugar en el que dijo que estaba, en el mundo de los muertos, y

esa es la realización final del deseo, dar el paso que él demanda, aun cuando

dicha demanda sea excesiva desde el punto de vista del bienestar.

Allí, en ese punto, el sujeto se ve confrontado a su nada, y elige hacerlo

sin subterfugios, toma contacto con la realidad de que eso que dijo que él es,

podría llegar a no ser, ya que para que ese ser que él ha recortado realmente

advenga es condición sine que non un paso más: el que franquea el acceso de

entrada al espacio entre dos muertes. Aquí, en este punto situamos to

endexómenon, lo contingente que nos interesa resaltar en relación a la

proairesis, la preferencia. Así como la elección no es una facultad intelectual

abstracta como sí lo es, en cambio, el libre albedrío, lo contingente para el

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sujeto puesto en situación de elegir -cuando se trata de una elección no vana-

tampoco es una condición abstracta, sino una realidad tangible, que deberá

zanjar en un sentido o en otro, ser o no ser; acto, por un lado, o inhibición o

síntoma, por el otro. Acto electivo para Antígona y para Edipo; inhibición o

síntoma para el hombre común; síntoma para Lear en su decisión irrisoria.

Excluimos la inhibición para este último, ya que da un paso: renuncia a su

reino, pero anula ese acto malográndolo, al volverlo infortunado. El infortunio

del acto de Lear está condicionado por la contradicción inherente a sus

decisiones: demanda amor, demanda reconocimiento, busca acuerdo y

aprobación para su renuncia. Esta situación excluye al acto del viejo rey de la

condición de absoluto, de producirse separado del Otro, y por eso mismo, lo

anula como acto y lo determina como síntoma: Lear quiere y a la vez no quiere.

En cuanto a la elección del hombre común, como apuntáramos en el

apartado anterior, para él el ser-para-la-muerte aparece velado por dos

pantallas que lo mantienen a una distancia políticamente correcta y protectora

de la percepción de su propia nada: el odio y el temor. El primero referido al

padre, y el segundo al primum vivere. Por lo tanto, el acceso a las realidades

que ofrece la contingencia -ser o no ser- está alejada de la libertad electiva de

este hombre mediocre, que mantiene su existencia en el radio menor

delimitado por su instinto de auto-conservación, como hijo -bueno o malo, pero

siempre sosteniendo al padre imaginario que lo ha privado en situación

eminente, como Otro malvado- y buen ciudadano. Mientras tanto, en ese

espacio que no es entre dos muertes, sino entre la vida y la negación de la

muerte biológica, al hombre común lo único que le queda es “el ejercicio de su

culpa” y la esperanza.

Al haber delimitado con cierta precisión la elección del hombre común,

se hace más clara la diferencia que presenta con la particular elección de Lear,

que nos parece posible situar únicamente en contraste con sus similitudes.

Analizar en detalle esta comparación tal vez nos aporte lo específico de la

elección irrisoria del rey de Bretaña. Lear decide repartir su reino entre sus

hijas y renunciar a sus bienes. Al respecto, la obra no se extiende mucho, por

lo tanto el lugar que Lear debe habitar al traspasar el acto de la renuncia, si

bien está anunciado, prácticamente constituye el inicio de la pieza. De todos

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modos Lear hace lo que promete, y en ese sentido da un paso importante,

renuncia a su reino. Sin embargo, como comentábamos anteriormente, se

guarda para sí un séquito de cien hombres -que luego se verá reducido a

cincuenta- y pretende iniciar una vida ligera, sin las preocupaciones del

gobierno. Además, no sólo pretende y demanda que lo quieran, sino que

expresa esta posición demandante en la búsqueda de acuerdos conciliatorios

para su renuncia. Como decíamos, este rasgo disminuye la potencia de su

acto, que queda empañado como tal por la dependencia de la voluntad de los

otros. En cuanto a las condiciones que impone a su reparto, como ya sabemos,

la moneda de cambio será el amor filial demostrado por sus hijas. En este

punto, Cordelia es rechazada y desheredada, por su estilo sobrio y callado. Al

respecto, en el apartado anterior, cuando analizamos las herramientas que

cada elector utilizó para perpetrar su elección, para Lear habíamos situado el

odio, expresado por la antipatía con que rechaza a su hija menor. Nos parece

que justamente este rasgo nos da una clave importante para situar un punto en

el que la elección de Lear es semejante a la del hombre común: la demanda de

amor y el odio. Dicha demanda no es la demanda que se espera de un padre,

sino la demanda de un hijo: “quiéranme”, una demanda de amor que sitúa al

rey en posición de hijo demandante.

En cuanto al odio, situado por Lacan como uno de los límites dentro de

los que se mueve el hombre común, lo situamos en relación a la posición de un

hijo que sostiene con reproches al padre imaginario que lo priva, dejándolo en

una situación de inferioridad y de debilidad. Esta es la posición de Lear, la de

aquel que se excusa tras la coartada del hijo maltratado, no suficientemente

amado por su padre, que lo ha privado de lo que él merecía tener. Sin

embargo, Lear no es similar en todo al hombre común, ya que al dar el paso

que constituye su renuncia, demuestra su desprendimiento de los lazos del

primum vivere, el otro límite que demarca el campo para el hombre común. Es

cierto que habría que matizar este comentario con el hecho de que continuara

con una corte a su servicio, y sus pretensiones de vida holgada. En cuanto al

ejercicio de la culpa que caracteriza la existencia del hombre mediocre, Lear

sólo se encuentra con ella en el final de la obra; ella se impone irreductible e

inconmensurable. El hombre arrastra sobre el escenario el cadáver de su hija, y

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podríamos decir que la culpa acaba con él, literalmente lo mata. Sólo allí, en

ese punto, en el desenlace del último acto, tal vez podamos encontrar la

elección de la muerte en Lear: cuando culpable, junto al cadáver de Cordelia,

se entrega en sus brazos.

En cuanto al héroe trágico, como decíamos, su decisión trasciende la

moral de los bienes y las prescripciones del mundo, constituyendo en ley

únicamente su deseo. Al respecto, en el apartado anterior habíamos

caracterizado su elección como negación de la negación. Debemos entender

esto en relación a la contingencia: si la contingencia es lo que puede ser y lo

que puede no ser, el héroe trágico tacha la opción que reza “puede no ser” con

un decidido “es, y por lo tanto así será”, y lo hace en acto, inapelable.

Para concluir

Recapitalundo ahora lo desarrollado en este trabajo, hemos

caracterizado el particular modo de tratar con lo contingente para cada tipo

electivo, en los siguientes términos:

a) La elección trágica: frente a la opción de que lo que él ha dicho que es

también podría llegar a no ser, el sujeto tacha decididamente con su acto esta

última posibilidad, optando por un “es” inclaudicable. En su acto, trasciende la

moral de los bienes, la pantalla del temor y los lazos del primum vivere no son

una excusa para él; tampoco la posición llorosa de haber sido dañado por un

padre imaginario privador. Para el sujeto que perpetra la elección trágica su

deseo es ley.

b) La elección irrisoria: frente a la posibilidad de que lo que él dijo que es

también pueda no ser, el sujeto da un primer paso, pero también da un paso

segundo que anula al primero, malogrando su acto electivo al pretender

conciliar con los otros las condiciones de su acto, produciendo una especie de

mixtura que adultera el actus proprius con pretensiones de bienestar general

para todos -posición demagógica, y en última instancia cobarde- declinándolo

en síntoma. En su acto malogrado devenido síntoma elude las trampas del

primum vivere y el temor concomitante, pero este desprendimiento se vuelve

mera prodigalidad; en cambio, al modo del hombre común, sostiene con su

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odio la preeminencia del padre imaginario privador, ilustrado por el odio dirigido

a Cordelia, “demanda de hijo”, habíamos dicho.

c) La elección mediocre: en este caso, el sujeto no gusta de tratar con

las contingencias del ser directamente, sino que se escuda tras diversas

pantallas representantes del instinto de auto-conservación. Sus coartadas son

el temor, que le indica preservarse de la muerte natural, y el odio, que lo ubican

como a un pobre perjudicado (primum vivere y padre imaginario privador en

este caso dominan la escena, delimitándola). Dentro de su vida empobrecida,

lo que puede ser o no ser no se le presenta sino desfigurado y brumoso, casi

como en los sueños. Pero la realización de su deseo es demasiado onerosa

para su economía, y sus aptitudes están dañadas por un Otro malvado. El

ejercicio de la culpa y la esperanza idiotizante caracterizan su talante.

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