Triduo Pascual

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INICIACIÓN AL TRIDUO PASCUAL El centro del año litúrgico no es la Semana Santa, sino el Triduo Pascual, por ser precisamente la celebración cumbre del Misterio Pascual: «Del mismo modo que la semana tiene su punto de partida y su momento culminante en el domingo (dada la índole pascual del día), así, el centro culminante de todo el año litúrgico esplende en el santo Triduo pascual de la pasión y resurrección del Señor, que se prepara en el tiempo de Cuaresma y se prolonga en la alegría de los 50 días sucesivos.» (Preparación de las Fiestas Pascuales, 2). Celebra, pues, el tránsito del Señor de este mundo al Padre a través de su muerte, sepultura y resurrección, que tuvieron lugar en los tres días del viernes, sábado y domingo. Se trata, en realidad, del Triduo del crucificado, sepultado y resucitado. Con su celebración se hace presente y se realiza en nosotros el Misterio de la Pascua, es decir, el tránsito de la Iglesia con su Señor de este mundo al Padre: «En esta celebración del Misterio, por medio de los signos litúrgicos y sacramentales, la Iglesia se une en íntima unión con Cristo, su Esposo...» (ibid. 38) Se trata, pues, de participar del Misterio Pascual de Jesús a través, precisamente, de signos litúrgicos. Éstos no han de ser concebidos, por tanto, ni como ceremonias emotivas, ni como simples rúbricas más o menos estéticas, sino como verdaderos signos sacramentales a través de los cuales se participa del Misterio. Hay pues que advertir que, en las celebraciones propias de estos días, los signos más importantes no son precisamente los más extraordinarios. Así, por ejemplo: el Domingo de Ramos es más importante la aclamación al Señor que los ramos en sí y su bendición, pero la lectura de la Pasión y la liturgia eucarística es todavía más importante que la procesión con los ramos; en la Vigilia Pascual, lo principal es la lectura prolongada de la Palabra y la celebración sacramental, mientras que el fuego y el lucernario es sólo la introducción a lo principal. NOCHE DE LA CENA DEL SEÑOR El santo Triduo pascual se inaugura con la misa vespertina de la cena del Señor que es como su introducción o pórtico de entrada. Como toda Eucaristía, ha de vivirse sobre todo como sacramento que recuerda y hace presente el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, que se celebrará con solemnidad especial en los días del Triduo a la que esta celebración introduce. Esta misa vespertina evoca la última cena, esto es, la noche de su entrega: * su amor hasta el extremo * su ofrenda adelantada en el pan y el vino entregados * su encargo al ministerio sacerdotal La Eucaristía y el ministerio, que el Señor dio a su Iglesia la víspera de su pasión, son los medios que permitirán a la Iglesia vivir el triunfo pascual de su Señor y la vida nueva recibida de la Pascua. La atención del espíritu debe, pues, centrarse en los misterios que se recuerdan: la institución de la Eucaristía, la institución del ministerio y el mandato de la caridad fraterna. Con todo, hay que advertir que no se trata del gran día de la Eucaristía. «Eucaristía» significa originariamente «Acción de gracias por el triunfo obtenido». El gran día de la Eucaristía no es, pues, el jueves santo, sino la noche de Pascua y, en general, el domingo cristiano. La misa vespertina del jueves santo es sólo como una profecía de lo que será el gozo exultante de la misa de Pascua, que es la única del Triduo. Su celebración ha de situarse de cara a la Pascua que anuncia y a la que introduce y no reducirla al «día de la Caridad», al «día de la Eucaristía» o al «día del sacerdocio». Las lecturas presentan la Eucaristía como sacramento del memorial (profecía) de lo que celebramos en el Triduo: la Pascua del Señor por su muerte y resurrección:

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INICIACIÓN AL TRIDUO PASCUAL

El centro del año litúrgico no es la Semana Santa, sino el Triduo Pascual, por ser precisamente

la celebración cumbre del Misterio Pascual: «Del mismo modo que la semana tiene su punto de

partida y su momento culminante en el domingo (dada la índole pascual del día), así, el centro

culminante de todo el año litúrgico esplende en el santo Triduo pascual de la pasión y

resurrección del Señor, que se prepara en el tiempo de Cuaresma y se prolonga en la alegría de los

50 días sucesivos.» (Preparación de las Fiestas Pascuales, 2). Celebra, pues, el tránsito del Señor de

este mundo al Padre a través de su muerte, sepultura y resurrección, que tuvieron lugar en los tres

días del viernes, sábado y domingo. Se trata, en realidad, del Triduo del crucificado, sepultado y

resucitado. Con su celebración se hace presente y se realiza en nosotros el Misterio de la Pascua,

es decir, el tránsito de la Iglesia con su Señor de este mundo al Padre:

«En esta celebración del Misterio, por medio de los signos litúrgicos y sacramentales, la Iglesia se

une en íntima unión con Cristo, su Esposo...» (ibid. 38)

Se trata, pues, de participar del Misterio Pascual de Jesús a través, precisamente, de signos

litúrgicos. Éstos no han de ser concebidos, por tanto, ni como ceremonias emotivas, ni como

simples rúbricas más o menos estéticas, sino como verdaderos signos sacramentales a través de los

cuales se participa del Misterio. Hay pues que advertir que, en las celebraciones propias de estos

días, los signos más importantes no son precisamente los más extraordinarios. Así, por ejemplo: el

Domingo de Ramos es más importante la aclamación al Señor que los ramos en sí y su bendición,

pero la lectura de la Pasión y la liturgia eucarística es todavía más importante que la procesión con

los ramos; en la Vigilia Pascual, lo principal es la lectura prolongada de la Palabra y la celebración

sacramental, mientras que el fuego y el lucernario es sólo la introducción a lo principal.

NOCHE DE LA CENA DEL SEÑOR

El santo Triduo pascual se inaugura con la misa vespertina de la cena del Señor que es como su

introducción o pórtico de entrada. Como toda Eucaristía, ha de vivirse sobre todo como

sacramento que recuerda y hace presente el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor,

que se celebrará con solemnidad especial en los días del Triduo a la que esta celebración introduce.

Esta misa vespertina evoca la última cena, esto es, la noche de su entrega:

* su amor hasta el extremo

* su ofrenda adelantada en el pan y el vino entregados

* su encargo al ministerio sacerdotal

La Eucaristía y el ministerio, que el Señor dio a su Iglesia la víspera de su pasión, son los

medios que permitirán a la Iglesia vivir el triunfo pascual de su Señor y la vida nueva recibida de la

Pascua. La atención del espíritu debe, pues, centrarse en los misterios que se recuerdan: la

institución de la Eucaristía, la institución del ministerio y el mandato de la caridad fraterna.

Con todo, hay que advertir que no se trata del gran día de la Eucaristía. «Eucaristía» significa

originariamente «Acción de gracias por el triunfo obtenido». El gran día de la Eucaristía no es,

pues, el jueves santo, sino la noche de Pascua y, en general, el domingo cristiano. La misa

vespertina del jueves santo es sólo como una profecía de lo que será el gozo exultante de la misa

de Pascua, que es la única del Triduo.

Su celebración ha de situarse de cara a la Pascua que anuncia y a la que introduce y no

reducirla al «día de la Caridad», al «día de la Eucaristía» o al «día del sacerdocio».

Las lecturas presentan la Eucaristía como sacramento del memorial (profecía) de lo que

celebramos en el Triduo: la Pascua del Señor por su muerte y resurrección:

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– primera Lectura: En su cena pascual, los israelitas celebraban el gran acontecimiento del

Éxodo. La celebración actualizaba la salvación que Dios les hizo experimentar, cuando los

instituyó como pueblo de la Alianza.

– segunda Lectura: Los cristianos hemos recibido del Señor el encargo de celebrar la Eucaristía

como memorial de un nuevo Éxodo: el paso de Jesucristo de la muerte a la vida nueva. La

celebración eucarística actualiza lo que significa el sacrificio pascual de Cristo en la cruz (mi

cuerpo entregado y mi sangre derramada) para que podamos participar de él (tomad y comed).

– Evangelio: Escena del lavatorio: Para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo

hagáis unos con otros. Si el sacramento que celebramos es entrega por nosotros, la comunidad

debe ser también lugar de experiencia de la actitud de caridad como entrega servicial a los

demás.

– El gesto del lavatorio: El ministro celebrante, como signo sacramental de Cristo, le imita en su

condición de Siervo. Es todo un signo de lo que comporta la Eucaristía como actitud de entrega

a los demás.

– La Reserva Eucarística: Subraya hoy lo que solemos hacer habitualmente: reservar pan

eucarístico pensando en los enfermos e impedidos y en la oración personal. Hoy se hace

pensando en todos los que comulgarán en la celebración de la Pasión del Señor y pensando

también en la meditación contemplativa ante ese Cristo que nos ha querido dejar el recuerdo

vivo de su entrega.

La oración ante el Sagrario: Ante la reserva eucarística, la comunidad cristiana suele hacer unos

momentos de oración -la clásica hora santa- para meditar, profundizar y alabar el Misterio que

se empieza a celebrar, porque toda la celebración de este día radica en iniciar la Pascua.

VIERNES DE LA MUERTE DEL SEÑOR

El viernes santo es, propiamente, el primer día del Triduo que conmemora la primera fase del

Misterio Pascual: el sacrificio redentor de Jesucristo que, como sumo sacerdote y en nombre de

toda la humanidad, se ha entregado voluntariamente a la muerte para salvar a todos.

«En este día en que ha sido inmolada nuestra víctima pascual, Cristo, (1 Cor 5,7) la Iglesia,

meditando la Pasión de su Señor y Esposo y adorando la Cruz, conmemora su nacimiento del

costado de Cristo dormido en la Cruz, e intercede por la salvación de todo el mundo.» (PFP 58)

Es el comienzo de la Pascua –y no su preparación inmediata: ¡la Cuaresma ya terminó!–.

Comenzamos así el Triduo como tres días consecutivos que celebran la Pascua, es decir, el

«tránsito» de Jesucristo de este mundo al Padre, haciendo pasar consigo, de la muerte a la vida y del

pecado a la amistad y comunión con Dios, a la humanidad entera. No se trata, pues, de que hoy

celebramos su muerte y otro día celebraremos su resurrección. Lo que propiamente celebramos es

el pasar de Jesús de este mundo al Padre a través de su muerte en la Cruz... Ya una antigua

oración lo expresaba así: «por su muerte, su alma pasó ya al Padre; con su sepultura, su carne pasó

de la fatiga y el sufrimiento al descanso; y, con su resurrección, el cuerpo glorificado pasó a la

esfera de lo divino». Así pues, todos y cada uno de los días del Triduo y todas y cada una de sus

celebraciones conmemoran la totalidad del Misterio pascual. Solo que este único Misterio se

celebra cada día con matices propios y un tanto diversos. El viernes santo contemplamos a Cristo

que con su muerte inaugura la Pascua venciendo la muerte de la humanidad. Celebramos, pues, la

muerte gloriosa del Señor que sube a la cruz para pasar al Reino de Dios. Bajo este aspecto es

significativo el canto más antiguo de este día: la antífona «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa

resurrección alabamos y glorificamos».

No se trata, pues, de un duelo, sino de una celebración centrada en la Cruz del Señor,

proclamando la Pasión y adorando la Cruz. Se trata de una memoria de la muerte del Señor,

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preñada de esperanza y contemplada como victoria. Por eso, las vestiduras litúrgicas de los

ministros no son hoy moradas como en las celebraciones penitenciales, sino de color rojo, que es el

color de la victoria. La Cruz, mirada a la luz de la fe pascual, significa en realidad el fracaso de un

mundo de valores y el nacimiento de un nuevo orden de cosas: lo que antes era miserable y

absurdo, desde la Cruz se convierte en riqueza y sabiduría. Cristo en la Cruz no es un fracasado,

sino un triunfador. Por eso, la Iglesia puede contemplar hoy la Cruz con ojos de júbilo. Para ella no

es un instrumento de escarnio que culmina con la muerte vergonzante del crucificado, porque mira

la Cruz a la luz del Resucitado.

– La postración inicial en silencio es un gesto de humildad en consonancia con el clima de la

celebración. Trata de expresar la humillación del hombre terreno antes de la Pascua liberadora

de Cristo.

– Las lecturas antes de la proclamación de la Pasión tratan de evocar los sentimientos de Cristo

Jesús para que los oyentes puedan sintonizar con ellos: la primera Lectura expresa la tensión

humillación-libertad que pasa por la muerte del Siervo; el Salmo expresa la voluntad interior de

oblación con la que Jesús se enfrenta a la muerte («Padre, a tus manos encomiendo mi

espíritu»); la segunda Lectura muestra cómo la obediencia en el sufrimiento ha convertido a

Cristo en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

– La lectura de la Pasión según S. Juan es el momento culminante y central de la celebración.

Según remotísima tradición, se ha escogido para este día el relato del IV Evangelio,

precisamente, porque es el que mejor conecta con el espíritu en el que la Iglesia contempla hoy

la pasión y muerte de su Señor: Juan lo presenta como la gran hora de la entrega de Jesús por

amor y de su glorificación. Diríamos que S.Juan presenta ya en su relato un Cristo post-pascual:

la muerte del Señor (y no simplemente la de Jesús, como hacen los sinópticos)

– La Oración universal de los fieles se expresa en esta celebración con su acento más tradicional

y solemne, porque hoy adquiere más sentido que nunca. Se trata de la participación de la Iglesia

en la ofrenda de Cristo: la Iglesia, al celebrar cómo Cristo se ha entregado por la salvación de

todos los hombres como Mediador y Sumo Sacerdote, toma conciencia del valor universal de la

muerte de Cristo y, sintiéndose ella misma vinculada a ese sacerdocio, lo ejerce intercediendo

por las grandes intenciones de la Iglesia y de la humanidad entera. Se siente así asociada

activamente a la salvación universal del viernes santo, sin detenerse en peticiones

particularistas.

– Con la adoración de la Cruz, la Iglesia-Esposa quiere expresar sus sentimientos de

reconocimiento, gratitud y amor a su Señor y Esposo que en ella sufrió para salvarla. La

comunidad cristiana venera la Cruz como principio de Pascua. Más que de venerar una imagen

se trata de un gesto expresivo de la fe que proclama la victoria pascual de Cristo en la Cruz. Es

lo que intentan expresar los cantos recomendados para acompañarlo. Se pueden indicar diversos

gestos alternativos: un beso a la cruz, tocarla y santiguarse, una genuflexión ante ella o una

inclinación profunda (cada cual puede escoger uno de estos gestos para expresar su adoración).

– La Comunión eucarística tiene en esta celebración un significado peculiar: se ha conservado

en la liturgia de este día, considerándola como una forma de unirse al Sacerdote que se entrega.

Es como una conclusión de la Eucaristía vespertina del jueves porque, de suyo, el Triduo tiene

una sola Eucaristía, la de la Vigilia Pascual. No es, pues, un momento culminante de la

celebración. De ahí que se realice sobriamente en silencio, sin canto y sin manteles.

– Austeridad y ayuno marcan el ambiente de estos días. No se trata de un ayuno penitencial,

porque la Cuaresma terminó el ayer. Tiene otro sentido que conviene precisar, porque es el que

siempre recordamos en el ayuno eucarístico de una hora, antes de comulgar. Es éste un ayuno

pascual, como signo litúrgico del tránsito de la Iglesia con su Señor: hoy y mañana se ayuna

hasta llegar a la fiesta en la noche santa y poder pasar, así, del ayuno a la comida eucarística

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(forma de encuentro con el Resucitado que presagia el banquete escatológico). Es, además, una

expresión de la actitud contemplativa de la Iglesia que sigue el camino de su Esposo y Señor, a

través de la muerte, en la espera escatológica de su triunfo: con su ayuno, la Iglesia delata, en

definitiva, la ausencia del Esposo. Por eso, el ayuno de estos días abarca otros aspectos: la

ausencia de sacramentos (la comunidad sólo puede reunirse para la meditación, la

contemplación o la alabanza de la liturgia de las horas) y el carácter sobrio de la celebración

(sin luces, sin flores, sin música ni campanas, el altar despojado y el sagrario abierto y vacío).

SÁBADO DE LA SEPULTURA DEL SEÑOR

«Durante el sábado santo de la sepultura del Señor, la Iglesia permanece junto al sepulcro del

Señor, meditando su pasión y muerte y su descenso a los infiernos; y esperando en la oración y el

ayuno su Resurrección.» (PFP 73)

Jesús en el sepulcro es el mejor símbolo del Mesías que se ha abrazado con el dolor, la muerte

y el silencio de todos los hombres de todos los tiempos. Pero es una situación esperanzada:

«dormiré y descansaré en paz; mi carne descansa serena; espero gozar de la dicha del Señor en el

país de la vida». Silencio, ayuno, austeridad… no vacíos, sino llenos de sentido: están llenos de

esperanza contenida, en espera de la fiesta...

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

La noche de Pascua es el punto culminante del Triduo pascual. Con la Vigilia pascual en la

noche santa, la mayor de las celebraciones del año litúrgico, comienza el tiempo de Pascua que se

prolongará durante toda una cincuentena hasta Pentecostés. Rompiendo el ayuno, inauguraremos

una fiesta de cincuenta días, a la manera de un gran domingo, que celebraremos con la Palabra y los

Sacramentos: se trata del paso del duelo a la fiesta, de la muerte a la vida, juntamente con el Señor.

Así, con unos signos más festivos y extraordinarios, la Iglesia manifiesta y vive este tiempo como

un anticipo de la vida futura, de aquella felicidad en la que espera compartir, ya sin velos ni

sombras, la vida del Resucitado. Por eso, se suprimen los signos propios de los días terrenos (actos

penitenciales), para gustar con más intensidad la vida definitiva en la que introduce el Resucitado a

la humanidad, pasada ya la etapa de las figuras (supresión de lecturas del A.T.).

Como nos dice la primera rúbrica del Misal, la Iglesia, recogiendo una antiquísima tradición,

conmemora la noche santa en la que el Señor resucitó velando en su honor. Fundamentalmente, se

trata de velar y la tradición a la que alude se remonta a la celebración de la Pascua entre los

Israelitas: «Noche en que veló el Señor para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será

noche de vela en honor del Señor para todos los israelitas, por todas sus generaciones.» (Éx 12,42).

Siguiendo una interpretación de S. Agustín, el Misal mismo lo explica diciendo: «Los fieles, tal

como lo recomienda el Evangelio (Lc 12,35s), deben asemejarse a los criados que, con las lámparas

encendidas en sus manos, esperan el retorno de su Señor, para que cuando llegue les encuentre en

vela y los invite a sentarse a su mesa.»

En realidad, sólo entenderemos la Vigilia de esta noche santa, si entendemos la Pascua como la

celebración más importante y la mejor ocasión para la renovación profunda de la vida cristiana (y

no como una mera ocasión cargada de admiración y de entusiasmo pasajero).

La «Vigilia» es, por definición, «espera en la noche». El paso de la noche a la aurora forma

parte del mismo significado pascual de la celebración. No se trata de una hora escogida

sentimentalmente por la emoción del recuerdo histórico (como el jueves o el viernes santo),

esperando el momento de la resurrección del Señor. En realidad, nadie sabe cuando resucitó porque

nadie fue testigo inmediato de ese momento. En este caso, la hora nocturna forma parte del mismo

significado sacramental del día: a través del paso de la noche a la aurora pascual se significa y se

hace presente el Misterio del «tránsito de la Pascua» en la que Jesús, por su muerte y resurrección,

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hace «pasar consigo» a la Iglesia de las tinieblas de la muerte y del pecado a la luz de la

resurrección y la vida. La hora nocturna ha sido escogida, así, como signo de la fe cristiana:

expresa la noche de la fe en la que vive la Iglesia. La Iglesia hace esa noche lo que debe hacer

siempre espiritualmente: «Israel, estate preparado para el encuentro con tu Señor». Esa noche, la

Iglesia se experimenta como Esposa desvelada que espera la vuelta de su Esposo y Señor. Por su

propia naturaleza, es una celebración prolongada: «Tened encendidas las lámparas. Vosotros estad

como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.

Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela (Lc 12,35ss). Y,

precisamente para la espera y el camino de la fe, la Iglesia tiene el Libro Santo que mantiene y

alimenta su esperanza en su futura resurrección, consumación del misterio de la vida cristiana. Se

trata, en definitiva, del «consuelo de las Escrituras».

La Vigilia es, asimismo, una velada de Iniciación sacramental. Con ella, la Iglesia se prepara y

dispone para la celebración o renovación del gran sacramento de la Iniciación Cristiana:

Bautismo, Confirmado por el Espíritu y alimentado con la Eucaristía más solemne del año.

La Iglesia, nuevo Israel, celebra la Pascua teniendo en cuenta los varios niveles de significado

de la Pascua judía, en la que el antiguo Israel: festejaba su nacimiento como pueblo (memorial de

las proezas de Dios); se afirmaba en su conciencia de ser el pueblo elegido (presencia de Dios en

medio de su pueblo); y renovaba su esperanza en otro nuevo Éxodo (promesa escatológica de una

intervención decisiva de Dios en favor de su Pueblo). Para Israel, pues, la experiencia religiosa no

estaba anclada en el recuerdo del pasado, sino en el futuro que aquel presagiaba. El pasado era sólo

boceto del porvenir: Dios aparecerá de nuevo para llevarse a los suyos, estableciéndolos en su

Reino, donde Israel vivirá para siempre en la luz de su Rostro. De ahí, el grito de su plegaria

nocturna: «Oh, si rasgases los cielos y descendieras». Era, pues, preciso velar porque se trataba de

la espera de la Pascua (tránsito) auténtica y definitiva.

En la Vigilia pascual, la Iglesia no monta una representación piadosa para grabar teatralmente

unos acontecimientos, sino que en ella participamos en algo muy real: esperamos el paso

sacramental del Señor entre nosotros y queremos que nos encuentre en vela, preparados. Aquel

tránsito del Señor en su Resurrección es prenda de este tránsito sacramental. Pero este encuentro

sacramental con el Resucitado entraña una expectación jubilosa ante el retorno del Señor que

vendrá para sacarnos del país de esclavitud, es decir, del mundo en que somos peregrinos que no

pueden instalarse ni descansar, porque no tenemos donde reposar la cabeza. En realidad, esa

noche, más que nunca, nos podemos experimentar como hermanos que caminan hacia su patria

definitiva, donde Él nos ha precedido como Cabeza y Primogénito para prepararnos un hogar

eterno. La Iglesia, pues, que ha con-resucitado con Cristo en la fuente bautismal, experimenta en

esta noche la tensión escatológica de su peregrinación como dimensión fundamental de su vida.

Es, precisamente, la celebración eucarística la que recuerda y actualiza la Pascua del Señor y

en donde la Iglesia participa de ella. Por eso, la celebración de esta noche santa consiste

fundamentalmente en una Eucaristía. Aunque, eso sí, se trata de la Eucaristía más importante del

año. Justamente porque se celebra en el día más densamente marcado de significado pascual, que

es la dimensión más nuclear de toda Eucaristía. Por tratarse, pues, de la Eucaristía más importante y

solemne, los elementos esenciales, constitutivos de toda celebración eucarística, cobran esta noche

una plenitud incomparable, un realce insuperable y una expresividad exclusiva:

– El rito introductorio lo constituye hoy el Lucernario: rito inicial de entrada que pretende crear

el clima de la celebración proclamando solemne y expresivamente el Misterio Pascual de Cristo,

luz de la fe salvadora y orientadora de la Iglesia que peregrina.

– La liturgia de la Palabra es hoy, más que nunca, un memorial agradecido de la obra salvadora

de Dios. Se trata, no de enterarse de unos hechos desconocidos (en todos los ritos y años son

siempre las mismas lecturas), sino de contemplar y revivir, a través de unas páginas muy

conocidas de la Escritura, las grandes maravillas de la Historia de la salvación. Es un recuerdo

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de las grandes proezas de Dios en favor de su Pueblo, que ya presagiaban y finalmente culminan

en la Pascua de Cristo, el Amén definitivo del Padre a todas sus promesas y fuente de salvación

por nuestra participación y configuración pascual en el bautismo (3 últimas lecturas). Las

lecturas se proclaman junto al Cirio que ilumina, indicando que se trata de una meditación

cristiana de la Escritura Santa: los grandes hitos de la historia salvífica son contemplados a la

luz del Cristo resucitado, que les da su sentido definitivo y constituye su clave interpretativa

para su último significado espiritual:

I. Lecturas de la Ley: Contemplación de la Historia Sagrada como acción de Dios en favor

nuestro:

– 1ª Lectura: La creación primera, culminada en la nueva creación en Cristo: La narración de la

obra de la creación señala el marco cósmico, originariamente bueno, de la obra de Dios y la

tragedia del pecado, profanador de la existencia humana y de la obra creadora. Es el inicio de un

designio divino de salvación en el que Cristo será el restaurador, la cumbre de la nueva creación,

más hermosa aún y más llena de bondad que la primera.

– 2ª Lectura: El sacrificio de Isaac, figura de la muerte y resurrección de Cristo: La vocación de

Abrahán inicia el proceso de la fe salvadora. El sacrificio de Isaac, el hijo de la promesa, es el

momento álgido de la fe obediente de Abrahán el creyente, y anuncio típico del sacrificio del Hijo

de Dios en el cordero sustituto de Isaac. Es el presagio de la acción de Dios que «para rescatar al

esclavo, entregó al Hijo» (Pregón). De una manera inesperada Abrahán, tras aceptar el sacrificio de

su hijo confiando en el Señor de la vida, pudo ver realizada la promesa de una descendencia

numerosa. El Hijo sacrificado y resucitado de entre los muertos es primicia e inicio de la

resurrección universal.

– 3ª Lectura: El «paso» del mar Rojo, profecía de nuestro camino hacia la libertad: El paso del

mar Rojo evidencia la omnipotencia y la presencia bondadosa de Yahveh, realizando la salvación

de su Pueblo tras celebrar la Pascua como punto de arranque de la liberación de Egipto. Es un

acontecimiento pascual en su contexto (tránsito o paso) y bautismal en su significado (a través del

agua). «Figura» del nacimiento del pueblo cristiano: el faraón hundido en el agua, imagen de la

sepultura de nuestros enemigos, el pecado y la muerte; el pueblo que a través del agua alcanza la

libertad, profecía de nuestro bautismo por el que somos absorbidos en la victoria de Cristo.

II. Lecturas de los Profetas: Los profetas nos invitan ahora a la conversión, como respuesta

nuestra a la salvación que Dios nos ha ofrecido.

– 4ª Lectura: La salvación es fruto de la Alianza, donde se expresa cómo el amor de Dios para

con su pueblo elegido es perenne: ante la infidelidad, Dios mantiene su iniciativa de amor y su

alianza. Por eso, llama de nuevo a su elegida, como Esposo enamorado, redimiéndola de la

degradación y manteniendo su eterno amor entrañable. La Iglesia, pues, recuerda con esta lectura

cómo el Señor está dispuesto a acogernos y a renovar su amor, a pesar de nuestra infidelidad; y

escucha hoy este poema como Esposa que espera en vela la llegada su Esposo redentor.

– 5ª Lectura: A quienes nos disponemos a renovar la gracia de nuestro bautismo, Dios va a

describirnos el camino que tenemos por delante y las riquezas de salvación que nos ofrece. Por

boca del profeta, Dios anuncia una Nueva Alianza que superará el amor salvífico expresado en la

primera. Dios quiere abrazar en ella a todos los pueblos. Derrochará su misericordia ofreciéndoles

las riquezas de su perdón gratuito y de la experiencia de su inmenso amor.

– 6ª Lectura: La conversión que exige la oferta salvífica de Dios ha de ser una vuelta sincera a la

Sabiduría, la fidelidad y la ley del Señor, que nos hace conocer lo que le agrada. No dejemos,

pues, que nos cautiven otros intereses ante la vida; no nos dejemos encantar por otros ideales

ajenos al Evangelio; no nos dejemos contagiar ya por los criterios terrenos.

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– 7ª Lectura: Respondiendo a esta conversión, Dios establecerá con los regenerados una unión

amorosa más profunda: se trata, en realidad, de una alianza de santidad, donde renovará en

fidelidad los corazones y las entrañas con un Espíritu nuevo. Es lo que Dios ha realizado ya en

nosotros con el don de su Espíritu: por el agua del Bautismo, la efusión de la Confirmación y las

lágrimas de la penitencia nos ha purificado y nos ha reunido en la comunión «eucarística» de su

nuevo pueblo, la Iglesia.

III. Lecturas del Nuevo Testamento: Inauguran el «tránsito» de las figuras y los anuncios a la

realidad salvífica, cumplida en Cristo.

Este «tránsito» viene remarcado en este momento por diversos elementos festivos: iluminación y

adorno del altar; canto del Gloria; toque de las campanas, música instrumental y el «Aleluya».

– 8ª Lectura: Este proceso salvífico culmina en la realidad pascual del Bautismo, como

sacramento de incorporación santificante a Cristo en la plenitud de los tiempos. Por boca de Pablo,

esta lectura proclama la índole pascual del Bautismo como sacramento de incorporación a la

muerte de Cristo, para incorporarnos también a la vida nueva del Resucitado.

– Evangelio: Todo este misterio pascual, presagiado, anunciado y ofrecido, tiene su base y

garantía en el hecho histórico de la Resurrección de Jesucristo.

– El canto del Aleluya, eco del clamor de los bienaventurados en torno al Cristo triunfante (Ap

19,1-9), es esta noche, en los labios de la Iglesia peregrina, profesión de su fe en Cristo vivo, himno

de serena alegría que brota del amor profundo a Cristo y respuesta a los salmos que proclaman

esta noche las razones divinas que explicitan y comentan el contenido y la motivación profunda del

Aleluya de la Iglesia. Resulta, así, una expresión de la vivencia pascual de la Iglesia: se despierta

como un grito balbuciente, eco de la gracia de Cristo en las conciencias de los creyentes; es una

exclamación que expresa la alegría de ser de Cristo para siempre.

– La liturgia sacramental celebra hoy la Eucaristía como culminación de la Iniciación Cristiana,

precedida de la liturgia Bautismal. Se trata, pues, de la Eucaristía por antonomasia. Por eso aparece

como la culminación del memorial de la Muerte y Resurrección del Señor, que la Iglesia celebra en

su memoria hasta que Él vuelva. Es, sencillamente, la iniciación a la fiesta para siempre,

simbolizada en la cincuentena que con ella comienza.

Conclusión: Histórica y sacramentalmente, toda la Iglesia fue y será siempre una comunidad de

creyentes, hecha, desarrollada y acrecentada a golpe de Pascua. La Iglesia aparece, así, como el

marco sacramental que actualiza y verifica el Misterio Pascual de Cristo para todos los hombres: en

su seno, se gesta la regeneración bautismal; se consigue la inserción en el Misterio de Cristo; y se

adquiere la filiación cristiforme por la santificación del Espíritu del Resucitado. En esta noche,

pues, la Iglesia recobra litúrgicamente la plena conciencia de su condición de ser una comunidad

cristocéntrica y cristiforme, nacida de la Pascua. Por eso en esta noche, más que el simple recuerdo

de la Resurrección del Señor, interesa a la Iglesia la autenticidad de su con-resurrección con Cristo:

«Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a

la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis

muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida

vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él.» (Col 3,1-4).