Txt 4ta Parte de La Bestia Humana.txt 3ra Parte de La Bestia Humana

download Txt 4ta Parte de La Bestia Humana.txt 3ra Parte de La Bestia Humana

If you can't read please download the document

description

4TA PARTE LA BESTIA HUMANA

Transcript of Txt 4ta Parte de La Bestia Humana.txt 3ra Parte de La Bestia Humana

Pero otro pensamiento le absorba, y exclamde repente:Mire Ud. cmo limpian esos mamelucos!Parece que no han quitado el polvo este coche, desde hace ocho das.Ah!repuso Moulincuando hayan .lle-gado los trenes, despus de las once, no hay in-conveniente en que los mozos den un limpinGracias que lo miren siquiera. El otro da sedejaron un viajero dormido sobre el asiento, yno se despert hasta la maana siguiente.Luego, ahogando un bostezo, dijo que se iba dormir; pero al marcharse, se sinti aguijoneadopor una gran curiosidad, y dijo volvindose:A propsito, ha terminado Ud. ya la cues-tin con el subprefeeto?S, s, ha sido un buen viaje, estoy muycontento.Vamos, me alegro Acurdese Ud. de queel 293 no sale.Cuando Roubaud se encontr solo en el an-dn, se acerc lentamente al tren de Montivi-lliers, que estaba esperando. Abrironse laspuertas de las salas y aparecieron los viajeros:algunos cazadores con sus perros, dos tres fa-milias de tenderos que aprovechaban el domin-go, poca gente en suma. Pero puesto en marchatfaquel tren, el primero del da, Roubaud notuvo tiempo que perder y procedi formar elde las cinco y cuarenta y cinco, un tren paraRouen y Pars. Siendo el personal poco numero-so tan de maana, las funciones del subjefe deservicio se complicaban con toda clase de cuida-dos. As que hubo presenciado la maniobra delos mozos, consistente en sacar de la cochera,uno por uno, todos los vagones, colocarlos so-bre el carretn que reemplazaba all la plan-cha giratoria y empujarlos despus, llevndo-los su destino, se fu corriendo dar un vis-tazo sobre la distribucin de los billetes y elregistro de los equipajes. Surgi una cuestinentre varios soldados y un empleado, en la cualtuvo que intervenir. Durante media hora, entrelas corrientes de aire helado, en medio delaterido pblico, con los ojos hinchados toda-va por el sueo, con el mal humor resultantedel excesivo trabajo, tuvo que multiplicarse, noquedndole tiempo para consagrarse pensartranquilamente en sus cosas. Cuando la salidadel mixto hubo dejado expedita la estacin,apresurse ir al puesto del guarda-aguja conobjeto de asegurarse de que todo marchaba bienpor aquel lado, pues llegaba otro tren, el directode Pars, que vena retrasado. Volvi presen-ciar el desembarque, esper que la muchedum-bre de viajeros hubiese devuelto los billetes, co-locndose despus en los coches de los hoteles,que haban estado aguardando debajo de la te-chumbre, separados de la va por una simpleempalizada; y solamente entonces'pudo respirarlibre un momento en la estacin, ya desierta ysilenciosa.Dieron las seis. Roubaud sali del muelle cu-bierto, pasendose; y una vez fuera, al aire libre,levant la cabeza y respir viendo que comenza-ba nacer el da. El viento haba terminado debarrer la niebla, y presentbase la maana de unhermoso da. Mir en direccin Norte y vio des-tacarse la colina de Ingonville, formando unazona violcea, hasta el cementerio, bajo el plidocielo matutino; luego, volvindose hacia el Me-dioda y el Oeste, observ sobre la mar el ltimovuelo de numerosas nubecillas blancas que bo-gaban por los espacios, mientras la inmensaabertura del Sena comenzaba incendiarse conlos rayos precursores de la salida del sol. Maqui-nalmente acababa de quitarse la gorra, bordadade plata, como para refrescarse la frente con elambiente puro del amanecer. Aquel horizonteconocido, el conjunto de las dependencias de laestacin, la izquierda las de llegada, despus eldepsito de mquinas, la expedicin la dere-cha, toda una ciudad, en fin, pareca devolverle lacalma temporalmente arrebatada por el invaria-ble, montono y cuotidiano trabajo. Por cima delas tapias de la calle de Carlos Laffite, levant-banse enormes columnas de humo que salan delas chimeneas de las fbricas. A lo largo de laplanicie de Vauban veanse extendidos grandesmontones de carbn. Los silbidos de los trenesde mercancas, el olor trado por el viento, el des-I. ' 1pertar de aquellos lugares, le hicieron pensaren la festividad del da, en el navio que iba serbotado al agua en presencia de una apiada mu-chedumbre.Al entrar Roubaud en el muelle cubierto, en-contrse los mozos que comenzaban formarel exprs de las seis y cuarenta. Crey que iban enganchar el vagn 298 y toda la calma que leproporcionara la apacible maana huy de len un violento acceso de clera.Voto Dios!.... ese coche no! Dejadlo enpaz! No sale hasta la noche.El jefe de la cuadrilla le dijo que no hacanms que empujar aquel coche para sacar otroque estaba detrs; pero l no lo oa, trastornadocomo se hallaba por la vehemencia de su iras-cible carcter.-Animales!.... Cuando se os dice que notoquis una cosa!....As que hubo comprendido al fin lo que ledecan, sigui furioso, maldiciendo de las con-diciones de la estacin, donde apenas se podamaniobrar. Efectivamente, la estacin, que fuuna de las primeras construidas en la lnea, eraindigna del Havre, con su cochera de maderasviejas, su techumbre de tablas y zinc, cuajadade pequeos vidrios, y sus tristes- departamen-tos agrietados por todas partes.Es una vergenza; yo no s cmo la Com-paa no ha derribado ya todo esto.Los mozos le miraban sorprendidos oyndolehablar en tales trminos, l, habitualmente tandisciplinado. Notlo Roubaud y se detuvo depronto, vigilando en silencio la maniobra. Unaarruga de descontento surcaba su frente, mien-tras su sonrosada faz, erizada de barba rubia,adquira un aspecto resignado.Desde entonces conserv toda su sangre fra,atendiendo cuidadosamente la formacin delexprs. Habindole parecido que unos engan-ches estaban mal hechos, orden que los ejecu-tasen de nuevo en presencia suya. Una madrecon dos hijos, que sola visitar Severina, quisoque la colocara en el departamento de seorassolas. Luego, antes de dar con el silbato la sealde marcha, quiso asegurarse otra vez do la bue-na disposicin del tren; y lo mir alejarse des-pacio, con el ojo avizor de un hombre cuya msinsignificante distraccin podra costar la vida muchas personas. En seguida tuvo que atra-vesar la va para recibir un tren de Roien, queentraba en la estacin. Precisamente encontr un empleado del correo, con quien todos losdas se comunicaba las noticias. Esto constitua,en sus maanas tan ocupadas, un corto reposo,cerca de un cuarto de hora, durante el cualpoda respirar en libertad, porque ningn tra-bajo inmediato reclamaba su vigilancia. Y aque-lla maana, como de costumbre, li un cigarrilloy estuvo hablando alegremente. Ya era da claroy haban apagado las Rices de gas del muelle cu-bierto, en el cual reinaba todava cierta sombragris, causa de los pocos vidrios que tena su te-chumbre; pero el cielo se presentaba como unaascua de oro, y el horizonte se tornaba sonrosadoen medio del ambiente puro de aquella maanade invierno.}A las ocho el Sr. Dabadie, jefe de la estacin,bajaba ordinariamente. Era ste un hombremuy moreno, bien vestido, con aspecto de co-merciante consagrado los negocios, y desen-tenda gustoso la estacin de viajeros para dedi-carse sobre todo al movimiento de mercancasrelacionadas con el gran comercio del Havre ydel mundo entero, Aquella maana se retrasa-ba y dos veces ya haba empujado Roubaud lapuerta de la oficina sin lograr verlo. Sobre lamesa se hallaba el correo cerrado an. Los ojosdel subjefe se fijaron en un despacho que habaentre el montn de cartas. Despus, como si unafascinacin le retuviese all, quedse a la puerta,dirigiendo rpidas miradas la mesa.Por ultimo, las ocho y cuarto se presentoel seor Dabadie. Roubaud, que se haba senta-do permaneca silencioso, fin de que el jete pu-diese abrir el telegrama. Pero Dabadie no seapresuraba, porque quera mostrarse amable conaquel subordinado quien estimaba.-Y, naturalmente, en Pars todo ha mar-chado bien?-S, seor, muchas gracias. 'Acab por abrir el telegrama, pero no lo leapor atender Roubaud, cuya voz habase torna-do sorda, merced al violento esfuerzo que haciapara contener el temblor nervioso que agitabasus labios.Al fin tenemos el gusto de que siga Ud. connosotros.Y yo, seor, estoy muy contento por que-darme al lado de Ud.Cuando el seor Dabadie se decidi reco-rrer con la vista el despacho, Roubaud le mirintranquilo, con la faz cubierta de un ligero su-dor. Pero la emocin que l esperaba no se pro-dujo; el jefe termin tranquilamente la lecturadel telegrama y lo dej sobre la mesa: sin dudaun simple detalle del servicio. Y en seguida con-tinu abriendo el correo, mientras que, como decostumbre, daba el subjefe parte verbal de losacontecimientos de la noche y de la maana.Roubaud anduvo vacilante antes de recordar loque le haba dicho su compaero, propsito delos vagabundos que se haban introducido en lasala de consigna. Cambironse todava algunaspalabras ms y el jefe lo despeda con un gesto,cuando los dos jefes adjuntos, el de los almace-nes y el de la pequea velocidad, entraron darsu parte respectivo. Traan otro despacho que unempleado acababa de darles en el andn.Puede Ud. retirarsedijo en voz alta elseor Dabadie, viendo que Roubaud se quedabaparado la puerta.Pero ste no se fu hasta que vi al jefe dejarsobre la mesa aquel papel con el mismo ademn"indiferente que el anterior. Anduvo errante al-gunos instantes por el muelle, perplejo, aturdi-do. El reloj sealaba las ocho y treinta y cinco.No deba salir ningn tren antes del mixto delas nueve y cincuenta. Roubaud tena la costum-bre de emplear este tiempo en dar una vueltapor la estacin, y anduvo durante algunos mi-nutos, sin direccin fija. Despus, como alzase lacabeza y se fijara en el coche nmero 293, retro-cedi bruscamente con direccin al depsito demquinas, aunque nada tena que hacer all..El sol mostrbase la sazn esplendoroso en elhorizonte y una lluvia de dorado polvo atrave-saba la plida atmsfera. Roubaud ya no gozabade aquella deliciosa maana; apret el paso, tra-tando de dominar la obsesin que le produca sularga espera.Una voz lo detuvo repentinamente.Seor Roubaud, buenos das! Ha vistousted mi mujer?, Era Peequeux, el fogonero, un gran mozo decuarenta y tres aos, flaco de carnes, pero de ro-busto esqueleto, con la faz curtida por el fuego-y el humo. Sus grises ojos, bajo la aplastadafrente, y su rasgada boca de mandbula saliente,sonrean sin cesar con la sonrisa caractersticadel hombre aficionado las mujeres.Cmo! Usted por aqu!dijo Roubaud de-tenindose con extraeza.Ah! s, el accidenteocurrido la mquina, se me olvidaba Y no-sale Ud. hasta la noche? Una licencia de veinti-cuatro horas, buena ganga eh?Buena gangarepiti el otro, medio em-briagado todava por los goces de la noche ante-rior, pasada de jolgorio.Hijo de un pueblo prximo Rouen, habaentrado muy joven al servicio de la Compaaen calidad de obrero ajustador. Despus, lostreinta aos de edad, cansado del taller, quisoser fogonero para llegar maquinista; y enton-ces fu cuando se cas con Victoria, paisanasuya. Pero los aos transcurran y no sala defogonero; jams ascendera ya maquinista,borracho, sucio y mocero como era. Veinte ve-ces lo habran despedido, si no hubiese contadocon la proteccin del presidente Grandmorm, ysi no estuviesen acostumbrados ya sus defec-tos, que compensaba con el buen humor y la ex-periencia de antiguo obrero. No era de temerms que cuando estaba borracho, porque enton-ces se converta en una verdadera bestia capazde cualquiera cosa.Ha visto Ud. mi mujer?pregunt denuevo, con la insistencia del borracho y la bocahundida por su. estpida sonrisa.S, la hemos vistorespondi el subjefe-Hemos almorzado en vuestra habitacin Ah!tiene Ud. una gran mujer, Peequeux. Hace ustedmal en no serle fiel.Oh! si es ella la que quiere que yo me di-vierta!Y era verdad. Victoria, dos aos mayor quel, gruesa hasta el punto de no poder casi mo-verse, dbale dinero para que gozase fuera desu casa. Jams haba sufrido ella con las infide-lidades de Peequeux, hijas de una necesidad desu naturaleza. Al presente llevaba una vidaarreglada; tena dos mujeres, una en cada ex-tremo de la lnea, su mujer en Pars para lasnoches que dorma all y otra en el Havre paralas horas de espera que pasaba, entre dos trenes.Muy econmica Victoria, gastando poqusimoen sus necesidades y tratndole maternalmentey sabindolo todo, no quera que se pusiese enridculo con la otra. Hasta le arreglaba la ropablanca en cada viajo, porque le hubiese sido muysensible que la otra la acusara de descuidar sumarido.No importarepuso Roubaudde todosmodos no est bien. Mi mujer, que adora en sunodriza, quiere regaarle Ud.Pero se call al ver salir de un cobertizo,junto al cual se hallaban, una mujer muy seca,Filomena Sauvagnat, hermana del jefe del de-psito y mujer suplementaria de Pecqueux en elHavre, haca ya un ao. Ambos deban quedarsehablando bajo el cobertizo, mientras que l sehaba adelantado para llamar al subjefe. Filome-na, todava joven pesar de sus treinta y dosaos, alta, angulosa, con el pecho hundido y lascarnes quemadas por continuos deseos, tena lacabeza alargada, los ojos chispeantes y el as-pecto de una yegua enflaquecida por el celo querelincha llamando al macho. Motejbanla de be-bedora, y todos los hombres de la estacin ha-ban desfilado ante ella, en la casita que su her-mano ocupaba cerca del depsito de mqui-nas, siempre sucia y descuidada por Filomena,Este hermano, cabezudo auverns, seversimoen punto disciplicina y muy estimado de susjefes, haba tenido serios disgustos por causa desu hermana,, hasta el punto de haber sido ame-nazado con la cesanta; y si ahora la tolerabanen contemplacin l, Sauvagnat slo la con-servaba su lado por espritu de familia; lo queno le impeda molerla palos cuando la encon-traba con algn hombre. Filomena se haba en-tregado Pecqueux satisfecha de verse en losbrazos de este endiablado mozo; l se considera-ba feliz con aquella mujer delgada, por contra-posicin su Victoria, demasiado gruesa. Y Se-verina se haba enfadado con Filomena, procu-rando evitar su encuentro, por cierto orgullonativo.Bueno!dijo Filomena insolentementehasta luego, Pecqueux. Me voy, porque el seorRoubaud tiene que predicarte moral de parte desu mujer.Pecqueux se rea.Qudate; lo dice en broma.No, no. Tengo que ir llevar un par dehuevos de mis gallinas la seora Lebleu. Selos tengo prometidos.Filomena haba pronunciado este nombrecon intencin, porque saba la rivalidad existen-te entre la mujer del cajero y la del subjefe,afectando estar bien con la primera para hacerrabiar la segunda, Pero se qued, sin embargo,interesada de pronto, cuando oy al fogoneropreguntar por la cuestin del subprefecto.Ya est arreglado gusto de Ud., no eseso, seor Roubaud?S,mi gusto.Pecqueux gui los ojos con maligno ademn.Oh! no tena Ud. por qu inquietarse, por-que cuando se tiene un buen padrino eh?ya sabe Ud. quin me refiero. Mi mujer tam-bin le est muy agradecida.El sub jefe interrumpiesta alusin al presi-dente Grandmorin, repitiendo bruscamente:De modo que no sale Ud. hasta la noche?S, acaban de ajustar la biela Estoy es-perando mi maquinista, que tambin anda porah. Conoce Ud. Santiago Lantier? Es paisanosuyo.Roubaud permaneci un instante sin respon-der. Luego dijo con cierto sobresalto:Santiago Lantier, el maquinista? S, leconozco. Oh! sabe usted? es una de esas perso-nas quienes se da los buenos das, las buenasnoches, y nada ms. Aqu nos liemos conocido,porque l es menor que yo y nunca le haba vis-to all abajo, en Plassans El otoo ltimoprest un pequeo servicio mi mujer, un en-cargo que le hizo en casa de unos primos deDieppe Es un muchacho despejado, segndicen.Hablaba sin reflexionar, y de repente se des-pidi:Hasta otra vez, Pecqueux Voy dar unvistazo por aquel lado.Entonces se fu tambin Filomena, mientrasque Pecqueux, inmvil, con las manos en losbolsillos, sonriente por la holganza de aquellahermosa maana, asombrbase de que el subje-fe, despus de haber dado vuelta al cobertizo, semarchase tan deprisa. Qu podra haber venido fisgar all?Cuando Roubaud entr en el muelle cubiertodaban las nueve. Anduvo hasta el fondo, cercade las mensajeras, mirando, cual si no encon-trase lo que buscaba: luego se volvi con el mis-mo aspecto de impaciencia. Sucesivamente inte-rrog con la mirada las oficinas de diversos ser-vicios. En aquella hora la estacin estaba tran-quila, desierta; y l estaba all solo, atormenta-do como el hombre que se halla prximo servctima de una catstrofe, cuyo pronto estallidoacaba por desear. Acabbasele la paciencia. Die-ron las nueve, aguard unos minutos ms y l,que de ordinario no suba su casa hasta lasdiez, despus de la salida del tren de las nuevey cincuenta, hora en que almorzaba, hizo un mo-vimiento repentino y subi, pensando que Seve-rina estara tambin aguardando arriba.En el pasillo, precisamente en aquel momen-to, estaba la seora de Lebleu abriendo la puer-ta Filomena, que haba venido en traje de casa,despeinada y con un par de huevos. Preciso fuque Roubaud entrase en su casa vigilado por losojos de aquellas mujeres. Llevaba consigo lallave y se di prisa entrar. Al abrir y cerrarla puerta, se vi Severina sentada en una silladel comedor, plida inmvil. Y haciendo pa-sar Filomena, contle la seora Lebleu que yapor la maana la vi en igual situacin; sin dudaera la historia del subprefeeto que tomaba malgiro. Pero no; Filomena dijo que haba venidoporque tena noticias, y repiti lo que acababade oir al subjefe mismo. Entonces las dos muje-res se perdieron en mil conjeturas. Y cada vezque se encontraban renovbase la eterna chis-mografa.Los han molido bien, hija ma; pondra lasmanos en el fuego Seguramente estn bailan-do en la cuerda floja.Ay! seora, si nos librasen de ellos!La rivalidad, cada vez ms envenenada entrelos Lebleu y los Roubaud, haba nacido sencilla-mente de una cuestin de alojamiento. Todo elprimer piso, por encima de las salas de espera,serva de habitaciones para los empleados; y elcorredor central, pintado de amarillo y alum-brado por el techo, divida el piso en dos, ali-neando las obscuras puertas derecha izquier-da. Pero los cuartos de la derecha tenan venta-nas al patio de salida, plantado de viejos olmos,sobre los cuales se destacaba el admirable pano-rama de Ingouville; mientras que las habitacio-nes de la izquierda daban encima de la techum-bre de la estacin, cuya parte alta de zinc y vi-drio tapaba por completo el horizonte. Nadams alegre que los de la derecha con la continuaanimacin del patio, la verdura de los rbolesV la vasta campia: pero haba para morirse enlos cuartos de la izquierda, donde apenas se veaclaro, viviendo como en una prisin. En la partedelantera habitaba el jefe de estacin, el subjefeMoulin y Lebleu; en la de atrs, Roubaud y laestanquera, la seorita Guichon, sin contar trespiezas que estaban reservadas para los inspec-tores transentes. Ahora bien, era notorio quelos dos subjefes haban vivido siempre puertacon puerta. Si Lebleu estaba all, era por con-descendencias del anterior subjefe, quien Rou-baud haba reemplazado, el cual, viudo y sinhijos, quiso hacerse agradable la mujer de Le-bleu, cedindole su habitacin. Pero era justorelegar Roubaud la parte trasera, cuandotena derecho vivir en la delantera? Mientrasque las dos familias haban permanecido amigas,Ssverina prescindi de s propia ante su vecina,veinte aos mayor que ella, delicada de salud ytan gorda que se asfixiaba cada instante. Laguerra no se haba declarado en realidad hastael da en- que Filomena indispuso las dos mu-jeres con sus abominables chismes.-Tan malos son-repuso sta-que habransido capaces de aprovechar su viaje Pars parapedir que los echen ds He odo decir quehan escrito al director una larga carta en quehacan valer sus derechos.Miserables!prorrumpi la mujer de Le-bleu.Y estoy segura de que tratan de tenerde su parte la estanquera, porque hace quin-ce das que no me saluda Alguna cochi-nera! -,Y baj la voz para afirmar que la seoritaGuichon deba ir todas las noches buscar aljefe. Sus puertas se hallaban frente frente. Elseor Dabadie, viudo, padre de una muchachainterna en un colegio, era quien haba tradoall esa rubia de treinta aos, ajada ya, silen-ciosa y gentil como una culebra. Deba habersido institutriz. Era imposible sorprenderla; tanbien saba deslizarse. Por s propia nada valia;pero si se acostaba con el jefe de estacin, ad-quirira decisiva importancia, y el triunfo con-sista en tenerla por las orejas, poseyendo susecreto.Oh! acabar por saberlocontinu la Le-bleu.No quiero dejtme comer Aqu esta-mos y aqu seguiremos. Las personas honradasnos dan la razn no es eso?Toda la estacin andaba excitada, apasionadacon esta guerra de los dos cuartos. El pasillo, so-bre todo, estaba transformado; y no haba mspersona despreocupada que Moulin, el otro sub-jefe, que se hallaba satisfecho viviendo en laparte delantera con su mujer, pequeuela y t-mida, quien nunca se vea, y que le daba unhijo cada verano.En finconcluy Filomenaaunque bai-len ahora en la cuerda floja, no se estrellarnpor esta vez Desconfe Ud., porque conocen personas de mucha influencia.Segua con el par de huevos en la mano, y selos ofreci su amiga: huevos frescos que aca-baba de coger aquella maana. Y la vieja se des-haca en cumplidos.Qu amable es Ud.! Venga Ud. char-lar ms menudo. Ya sabe Ud. que mi maridoest siempre en la Caja, y yo me aburro tanto,metida aqu, por causa de las piernas! Qusera de m, si esos miserables me quitasen lasvistas que tengo?Despus, al despedirla, mientras que abrala puerta, se puso un dedo sobre los labios.Silencio! escuchemos.Ambas, de pie en el corredor, permanecieronms de cinco minutos sin moverse, conteniendola respiracin y aplicando el odo hacia el co-medor de Roubaud, donde reinaba un sepulcralsilencio. Y por miedo de que las sorprendiesense despidieron al cabo, saludndose con la cabe-za, sin hablar palabra. La una se alej en punti-llas, y la otra volvi cerrar su puerta tan que-do que no se oy el picaporte.A las nueve y veinte se hallaba otra vezRoubaud en el muelle, vigilando la formacindel mixto de las nueve y cincuenta; pero, pe-sar del esfuerzo de su voluntad, no cesaba degesticular y se volva cada instante para ins-peccionar el andn con la mirada, Nada ocurra,temblbanle las manos.Luego, bruscamente, cuando registraba otravez con sus vidos ojos la estacin, oy cerca des la voz de un empleado del telgrafo, que de-ca jadeante:Seor Roubaud, no sabe Ud. dnde estnel jefe de estacin y el comisario de vigilancia?....Tengo despachos para ellos, y hace diez minutosque ando buscndolosHabase vuelto Roubaud con tal rigidez entodo su'ser, que ni un msculo de su rostro secontraa. Sus ojos se clavaron en los dos despa-chos que llevaba el empleado. Esta vez, con laemocin del mozo, adquiri la certeza de que setrataba de la catstrofe.El sefior Dabadie ha pasado por aqu haceun momentodijo con calma.Jams se haba sentido tan tranquilo, ni conla inteligencia tan serena para defenderse. Aho-ra estaba seguro de s.Mrele Ud.!repusoaqu viene el seorDabadie.En efecto, el jefe de la estacin llegaba enaquel momento.Tom el telegrama, desgarr la cubierta ycomenz leer. As que hubo terminado la brevelectura del despacho esclam:Se ha cometido un asesinato en la lneame telegrafa el inspector de Rouen.Cmo?pregunt Roubaudun asesina-to en nuestro personal?No, un asesinato cometido en la persona deun viajero, dentro de una berlina El cuerpoha sido arrojado casi al salir del tnel de Malau-nay, junto al poste 158 Y la vctima es unode nuestros administradores, el presidenteGrandmorin.El subjefe exclam su vez:El presidente! Ah! mi pobre mujer va tener un disgusto.Esta exclamacin era tan natural, que el se-or Dabadie se fij en ella un instante.Es verdad, Ud. lo conoca, un seor muybueno, eh? . .Despus, refirindose al otro telegrama, diri-gido al comisario de vigilancia, aadi:Esto debe ser del Juez de instruccin parallenar alguna formalidad sin duda Y no sonms que las nueve y veinticinco; el seor Caucheno est todava, naturalmente Que vayanpronto al caf del Comercio, all lo encontrarncon seguridad.Cinco minutos despus llegaba el seor Cau-che, quien haba ido buscar un mozo de laestacin. Antiguo oficial, que consideraba suempleo como un retiro, no se presentaba nunca,en la estacin antes de las diez; daba por alluna vuelta y se volva al caf. Este drama, cadoentre dos partidas d epiguet, le haba sorprendidoen un principio, porque los asuntos que pasabanpor sus manos eran ordinariamente poco gra-ves. Pero el despacho vena, en efecto, del Juezde instruccin de Rouen, y si llegaba doce horasdespus de haberse descubierto el cadver, eraporque el Juez haba telegrafiado primero Pa-rs, al jefe de estacin, para saber en qu condi-ciones haba salido la vctima; luego, informadoacerca de los nmeros del tren y del coche res-pectivamente, haba enviado orden al comisa-rio de vigilancia para que examinara el estadode la berlina correspondiente al vagn 293, en elcaso de que se hallara todava en el Havre. Pron-to desapareci el mal humor que el seor Cauchemostraba por haber sido molestado intil monteI. 8sin duda, y fu reemplazado por una actitud enarmona con la gravedad excepcional que ofrecael asunto.Peroexclam inquietndose de repentecon miedo de que la informacin se le escapaseel coche ya no estar aqu, porque ha debido sa-lir esta maana.Roubaud lo tranquiliz.No, no, dispense Ud Haba una berlinadetenida para esta noche; el coche est all, en lacochera.Y ech andar, seguido del comisario y deljefe de estacin. Sin embargo, la noticia tenaque esparcii-se, porque los mozos dejaban soca-rronamente sus quehaceres iban tambin de-trs; mientras que en las puertas de los diversosservicios se presentaban empleados que acaba-ron por acercarse uno uno. Pronto se form ungran corro.