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Los Cuadernos de Liter@ura UCA El Marqués de Tamarón Santiago de Mora-Figueroa y Williams, Mar- qués de Tamarón, nació en Jerez de la Frontera en 1941. Diplomático de carrera, estuvo desti- nado en Mauritania, Francia, Dinamarca y Ca- nadá; en la actualidad es Je de Estudios de la Escuela Diplomática, en Madrid. En 1983 pu- blica un libro de cuentos titulado «Pólvora con aguardiente». En ocasiones surge el nombre de don Juan Valera a propósito de Tamarón, como él andaluz, cosmopolita, diplomático y autor de buena prosa. En «Pólvora con aguardiente» Ta- marón reúne cosmopolitismo e ironía, humor y escepticismo, historias oídas, imaginadas o te- midas, como el cuento «La mueca innoble», que es un paseo alucinante por un Madrid des- truido por una guerra nuclear. El curioso título de su libro procede de una copla andaluza. Chiquillo, no me la mientas Mira que voy a tomar Pólvora con aguardiente. Sin embargo, nada más alejado de las inten- ciones de Tamarón que caer en el costumbris- mo, al que evita, pese a que algunos de los cuentos se desarrollen en Andalucía. Prefiere, al ajetreo y al ruido de las tierras bravas inun- dadas por el sol, la «tranquila laboriosida_d de las dársenas nórdicas». En sus cuentos y en su actitud se traduce _el liberal escéptico, un tanto receloso de la Historia, que sabe que Robespie- rre y Napoleón son los precursores, salvando las distancias, de Stalin y Hitler. A partir de la publicación de «Pólvora con aguardiente», en 1983, Tamarón continuó es- cribiendo cuentos, género por el que siente una predilección especial. «Urraca», que figura en- tre sus inéditos, es la recreación de un contem- poráneo apócri de la Generación del 98, que, a la manera de tantos compatriotas de su época, en España se dedicaba a divagar, aunque era reconocido en el extranjero como prestigioso latinista. José Ignacio Gracia Noriega 17 V io por el espejo retrovisor que su hija estaba llorando y se le encogió el cora- zón. Sólo un poco, porque se trataría de algún disgusto pequeño, propio de los dieciseis años de una niña que sin ser a tam- poco era guapa, estaba un punto gorda y se re- sistía a cambiar las gas por lentillas y a cuidar- se el acné juvenil. Desechó la idea de preguntar- le qué le pasaba; eso no haría sino ensimismarla más aún. Cuando tenía un día así más valía de- jarla tranquila. Quizá no debió insistir en que vi- niese a esta excursión medio turística, medio de trabo. Miró de reo a su mujer, sentada a su derecha. No parecía haberse percatado del esta- do de ánimo de su hija. La notó ocupada sola- mente por el calor. De vez en cuando suspiraba, resoplaba y arrimaba la cabeza a la ventanilla, por donde entraba un huracán abrasador. Sin dejar de mirar la carretera de salida de Madrid, encajonada por las chillonas vallas publicitarias a través de las que se veían rastrojos quemados y vertederos de basura, le dio una palmadita afectuosa en la rodilla a su mer. -Venga, Ana, que tampoco hace tanto calor. Nunca entenderé por qué los españoles os po- néis así cuando sube el termómetro. A mí me encanta este tiempo. -Claro, como que eres alemán. Nosotros na- cemos hartos ya de calor. lPor qué crees que es- toy deseando ir en agosto a Baviera? Te aseguro que no es para oír misa a las siete con tu madre en su capilla. Es que estoy hasta el moño del sol y tengo ganas de mojarme los pies en los arroyos de montaña y de que me llueva en la ca- beza. -Bueno, Ana, bueno. No te endes que ya verás como los de Westerby's me trasladan a Londres en cuanto concluya un par de tratos buenos en España. Te vas a hartar de lluvia en Inglaterra. -Gracias, Max. Ya sé que eso y casi todo lo haces por mí y por Urraca. Perdóname el mal humor. Es que tanto calor y tanta luz me dan dolor de cabeza. Max volvió a mirar a su hija por el espejo re- trovisor y vio que la muchacha hacía a solas muecas de exasperación escéptica ante la pa de generosidades de sus padres. Pensó que por lo menos eso le había cortado las lágrimas. Y a él le hacían gracia los ramalazos rebeldes de Urraca, aunque eran una lta de respeto re- probable. La excusaba pensando que, como él, sentía claustrobia cuando los demás le impe- dían hacer lo que quería, o sencillamente estar sola. A Max, que por milia, educación y traba- jo nunca había podido hacer su voluntad, le re- sultaba dicil coartar la de su hija. Claro que si ella se dejaba llevar demasiado por su inclina- ción natural algún día se sentiría muy sola en la vida. En España, nación gregaria, los solitarios lo son más que en Inglaterra. De todas rmas en cualquier parte del mundo y a cualquier edad se vive en un perpetuo escoger. No entre un mal

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Los Cuadernos de Literatura

URRACA

El Marqués de Tamarón

Santiago de Mora-Figueroa y Williams, Mar­qués de Tamarón, nació en Jerez de la Frontera en 1941. Diplomático de carrera, estuvo desti­nado en Mauritania, Francia, Dinamarca y Ca­nadá; en la actualidad es Jefe de Estudios de la Escuela Diplomática, en Madrid. En 1983 pu­blica un libro de cuentos titulado «Pólvora con aguardiente». En ocasiones surge el nombre de don Juan Valera a propósito de Tamarón, como él andaluz, cosmopolita, diplomático y autor de buena prosa. En «Pólvora con aguardiente» Ta­marón reúne cosmopolitismo e ironía, humor y escepticismo, historias oídas, imaginadas o te­midas, como el cuento «La mueca innoble», que es un paseo alucinante por un Madrid des­truido por una guerra nuclear. El curioso título de su libro procede de una copla andaluza.

Chiquillo, no me la mientas Mira que voy a tomar Pólvora con aguardiente.

Sin embargo, nada más alejado de las inten­ciones de Tamarón que caer en el costumbris­mo, al que evita, pese a que algunos de los cuentos se desarrollen en Andalucía. Prefiere, al ajetreo y al ruido de las tierras bravas inun­dadas por el sol, la «tranquila laboriosida_d de las dársenas nórdicas». En sus cuentos y en su actitud se traduce _el liberal escéptico, un tanto receloso de la Historia, que sabe que Robespie­rre y Napoleón son los precursores, salvando las distancias, de Stalin y Hitler.

A partir de la publicación de «Pólvora con aguardiente», en 1983, Tamarón continuó es­cribiendo cuentos, género por el que siente una predilección especial. «Urraca», que figura en­tre sus inéditos, es la recreación de un contem­poráneo apócrifo de la Generación del 98, que, a la manera de tantos compatriotas de su época, en España se dedicaba a divagar, aunque fuera reconocido en el extranjero como prestigioso latinista.

José Ignacio Gracia Noriega

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V io por el espejo retrovisor que su hija estaba llorando y se le encogió el cora­zón. Sólo un poco, porque se trataría de algún disgusto pequeño, propio de los

dieciseis años de una niña que sin ser fea tam­poco era guapa, estaba un punto gorda y se re­sistía a cambiar las gafas por lentillas y a cuidar­se el acné juvenil. Desechó la idea de preguntar­le qué le pasaba; eso no haría sino ensimismarla más aún. Cuando tenía un día así más valía de­jarla tranquila. Quizá no debió insistir en que vi­niese a esta excursión medio turística, medio de trabajo. Miró de reojo a su mujer, sentada a su derecha. No parecía haberse percatado del esta­do de ánimo de su hija. La notó ocupada sola­mente por el calor. De vez en cuando suspiraba, resoplaba y arrimaba la cabeza a la ventanilla, por donde entraba un huracán abrasador. Sin dejar de mirar la carretera de salida de Madrid, encajonada por las chillonas vallas publicitarias a través de las que se veían rastrojos quemados y vertederos de basura, le dio una palmadita afectuosa en la rodilla a su mujer.

-Venga, Ana, que tampoco hace tanto calor.Nunca entenderé por qué los españoles os po­néis así cuando sube el termómetro. A mí me encanta este tiempo.

-Claro, como que eres alemán. Nosotros na­cemos hartos ya de calor. lPor qué crees que es­toy deseando ir en agosto a Baviera? Te aseguro que no es para oír misa a las siete con tu madre en su capilla. Es que estoy hasta el moño del sol y tengo ganas de mojarme los pies en los arroyos de montaña y de que me llueva en la ca­beza.

-Bueno, Ana, bueno. No te enfades que yaverás como los de W esterby's me trasladan a Londres en cuanto concluya un par de tratos buenos en España. Te vas a hartar de lluvia en Inglaterra.

-Gracias, Max. Y a sé que eso y casi todo lohaces por mí y por Urraca. Perdóname el mal humor. Es que tanto calor y tanta luz me dan dolor de cabeza.

Max volvió a mirar a su hija por el espejo re­trovisor y vio que la muchacha hacía a solas muecas de exasperación escéptica ante la puja de generosidades de sus padres. Pensó que por lo menos eso le había cortado las lágrimas. Y a él le hacían gracia los ramalazos rebeldes de Urraca, aunque fueran una falta de respeto re­probable. La excusaba pensando que, como él, sentía claustrofobia cuando los demás le impe­dían hacer lo que quería, o sencillamente estar sola. A Max, que por familia, educación y traba­jo nunca había podido hacer su voluntad, le re­sultaba difícil coartar la de su hija. Claro que si ella se dejaba llevar demasiado por su inclina­ción natural algún día se sentiría muy sola en la vida. En España, nación gregaria, los solitarios lo son más que en Inglaterra. De todas formas en cualquier parte del mundo y a cualquier edad se vive en un perpetuo escoger. No entre un mal

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y un bien, sino entre dos males, que se suponen mayor y menor. Su hija tendría que escoger en­tre el hacinamiento y la soledad. Como los eri­zos de Anatole France, que cuando se acurruca­ban se pinchaban los unos a los otros con las púas y cuando se separaban sufrían del frío. Bueno, algo le ayudaría el sentido del humor, aunque a veces tenía regusto sarcástico. En todo caso los buenos modales nunca le estorbarían. La niña tenía que participar en la conversación.

-Urraca, lqué sabes del sitio a donde vamos?-Nada.-Oye, niña lcómo puedes sacar matrículas de

honor en latín y en literatura y no saber nada del mejor latinista español del siglo veinte? Además don Jacinto Rebollo fue un personaje importan­te de la generación del noventa y ocho. Y o no soy más que un experto en pintura barroca, pero de Rebollo había oído hablar hasta en Alemania. Y ahora en Madrid me he documentado sobre él, su casa, su familia, su ...

-Sí, ya sé que en W esterby's tenéis muchoslibros de consulta.

-iNiña, no seas impertinente!-Pero papá, lqué quieres que te cuente? lLo

que ya sabes de Rebollo por los libros o lo que los libros no dicen? -preguntó Urraca en el tono conciliador de quien comprende que ha ido de­masiado lejos. Max se quedó algo desconcertado.

-No me irás a decir que don Jacinto llevó unadoble vida y sólo tú lo sabes.

-Doble vida, no. Pero era un hombre compli­cado y yo lo sé porque me lo ha contado mi pro­fesor de latín, que fue discípulo suyo -dijo Urraca y se quitó las gafas para limpiarlas de lá­grimas y sudor con el borde de la falda. Max creyó ver en sus ojos azules y miopes, bastante bonitos, un cierto brillo de triunfo. Ana en cam­bio seguía mirando por la ventana, con indife­rencia hostil, el paisaje, que a medida que se ale­jaban de Madrid iba cambiando de vertedero chamuscado a simple paramera agostada. Sólo se animó un poco al terciar:

-Sí, claro. Lo de las rarezas de Rebollo es sa­bido.

-Pero len qué demonios consistía esa rareza?¿y por qué no se habla de ellas? · -Es que sí se habla. Pero no se escribe -repli­có Ana con voz cansada, como cuando intentabaexplicar a su marido por qué en España no habíacompositores musicales pero sí intérpretes, opor qué se escribían poesías sobre jardines peronadie los cultivaba, o cualquier otro misterio na­cional- Rebollo era un extravagante y ...

-Eso sí que no, mamá. Si lo hubiera sido secelebrarían todavía en los libros sus genialida­des, como las de Unamuno o Valle-Inclán. Lo que pasa es que a los de tu quinta os comieron el coco con la generación del noventa y ocho.

-iNiña!-Perdona, mamá. Lo que quiero decir es que

Rebollo no tenía nada de exhibicionista. Al con­trario. Era un hipócrita, sobre todo de puertas

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para afuera. Participaba en la sociedad de bom­bos mutuos con los otros del Ateneo, de la Ins­titución Libre de Enseñanza o de la tertulia de la Granja del Henar, porque le convenía. Pero de puertas a dentro a veces se permitía el lujo de ser irónico y aún mordaz. Los que estaban en el secreto de los dioses conocían su verdadero fon­do escéptico. En el olimpo de la «Revista de Oc­cidente» se sabía que Rebollo no creía en la mi­tología. Se murmuraba que se había atrevido a decirle a Baroja que no sería tan vasco cuando en realidad se apellidaba Martínez de Baroja y Nessi, a Unamuno que no sabía griego y a Orte­ga que no entendía de toros. Pero esas blasfe­mias no trascendían mucho porque al escribir respetaba las formas, y sabía halagar con discre­ción a sus compinches.

-Como si el niño del cuento de Andersen hu­biera susurrado al emperador que estaba desnu­do, pero no se lo hubiese dicho a la plebe - dijo Max riéndose entre dientes. Siempre le hacían gracia las broncas españolas, tan teológicas. Y, bien mirada a la luz de lo que le explicaba su hi­ja, la, obra. ensayística de Rebollo, que había ho­jeado días atrás, podía ser una monumental mezcla de ironía y oportunismo. Aquella sarta de lugares comunes pulidamente escritos era un eco tan fiel de las sentencias de los primates in­telectuales del momento que bien podía tratarse de una parodia. Denuestos contra la Dictadura de Primo de Rivera, anhelos de república, subsi­guiente desilusión, miedo ante la revolución proletaria, alivio cuando se sublevan los milita­res, ambigüedad hacia el régimen de Franco. Eso en lo político; en lo demás, igual calcoma­nía del estereotipo colectivo. Pero junto a tanto convencionalismo trivial plasmado en pulcros ensayitos había una vasta obra de investigación filológica que pasmaba a los latinistas de todo el mundo. Casi toda publicada en Alemania y en Estados Unidos, dejando para España las banali­dades ideológicas. Como un príncipe del intelec­to que viviese de incógnito en su patria y revela­se su condición tan sólo en el extranjero. Max siempre había pensado que España valía más que los españoles, pero este caso tan anómalo no encajaba en ningún esquema. Se dio cuenta de que su mujer llevaba algún tiempo hablando.

-... Así es que lo de su familia todavía resulta más raro. Y o creo que si se dejaba mangonear por esa mujer infumable era de puro comodón. Abandonaba en sus manos todos los asuntos prácticos, que le aburrían. Pero es que su hija, la que vamos a ver ahora, la famosa doña Trinidad, debía de ser peor para un erudito porque preten­día dirigir sus asuntos profesionales. Y lo conse­guía. Entre la mujer y la hija, don Jacinto debía de vivir como una mezcla de prisionero político y vaca lechera. Supongo que por eso asistía a tantos congresos internacionales, para escapar­se. Las dos mujeres no hablaban más que espa­ñol y además, según mi tía, la que los conocía, sufrían de una especie de xenofobia culinaria.

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Decían que todo lo que no fuese callos a la ma­drileña o gazpacho hecho con agua de Lozoya hacía daño. Así es que él viajaba solo al extran­jero. Y en sus viajes era cuando compraba cua­dros. Sobre todo desde que heredó a su primo el fabricante de mantas de Palencia, que se había hecho rico con las sudaderas de los mulos para la guerra de Marruecos. Debió de ser entonces cuando se compró la finca a donde vamos.

-«Meaperritos».-Vaya nombre.-Sí. Otro burgués se lo hubiera cambiado. El

no lo hizo. Hay que descubrirse. Claro que en cuanto se murió, su hija quitó el rótulo y puso otro que decía «Los Chopos». Según ella porque fue allí donde Ortega y Gasset, después de ver esos árboles tan tiesos y elegantes, escribió aquello de «Caballero, en Castilla no hay curvas».

-Pues es mentira -rezongó Urraca-. Mi pro­fesor me dijo que Rebollo nunca invitó a nadie a ir allí más que a él. Precisamente se compró esa casa para tenerla como torre de marfil, a solas con sus libros y sus cuadros. No quería que fue­se allí ni siquiera su familia. Por eso le dejó el nombre de «Meaperritos», a ver si las dos muje­res se avergonzaban y no iban. Pero ni por esas. Lo escoltaban durante sus temporadas de cam­po. Hicieron un jardín horrible en la antigua huerta y decoraron la casa con mármoles. El só­lo pudo reservarse un desván muy grande donde apiñó libros y cuadros. Se debía de helar en in­vierno y asar en verano. Pero allí por lo menos no entraba su familia -Urraca se calló, puso cara de mártir y se enjugó la frente con un kleenex como si la tuviese ceñida con una corona de es­pinas. Su padre no se dio por aludido y apostilló:

-Y ahí es donde yo me tendré que asar estatarde examinando los cuadros que doña Trini­dad quiere vender. Por lo menos el estudio no

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estará atestado; no deben de quedar libros ni pa­peles porque creo que los ha vendido ya por un dineral.

-Por dos -puntualizó Urraca-. Dicen que elMinisterio de Cultura le dio un fortunón por la biblioteca y el archivo, y luego se descubrió que ya había vendido lo mejor a una universidad americana. Echaron tierra al asunto por tratarse de quien se trataba.

-Con tal de que no le dé un disgusto parecidoa Westerby's y me quede yo sin el traslado a Londres ...

-Y a debemos de estar cerca de Los Chopos -interrumpió Ana mirando un puente enorme que había carretera adelante y luego el mapa-. Debe de haber una represa río abajo; si no no me explico que tenga agua. iY menuda agua! -Miró con asco la charca pútrida.

-«El grande y verdegrís y grasiento Limpopo,todo él rodeado de árboles de fiebre» -citó ale­gremente Max.

-iYa estás tú con Kipling! Le encontrarías unhalo romántico hasta a la Glorieta de Cuatro Ca­minos.

-Sí, el nombre -replicó Max con placidez.-Eso es lo malo, que siempre confundes el

eco del nombre con la realidad, y la historia con lo de hoy en día ..

Ana había hablado con mal humor y su mari­do sabía muy bien por qué. Se quedó callado pensando en el viejo agravio que de vez en cuando le echaban en cara. Cuando hacía calor o se quemaba el suflé solía surgir. Como un monstruo del fondo del mar, una alusión a su crimen. Miró al pasar la orilla del río. Efectiva­mente era algo sórdida, con tantas botellas de plástico vacías flotando entre los juncos, y en la margen un neumático viejo colgado de un árbol muerto. lSería también un adefesio el nombre de su hija? Le había puesto Urraca porque esta-

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ba deslumbrado descubriendo la historia medie­val española cuando nació la niña, y no lo había podido consultar con su mujer porque estaba muy enferma, y además creyó que le daría una agradable sorpresa patriótica. Se puso como una hiena. Le dijo que Urraca sonaba a nombre de vieja arpía. Seguía diciéndoselo dieciséis años después. En cambio no había manera de saber si a su hija le gustaba o no su propio nombre. iSiempre tan inescrutable! Era difícil ser alemán en España. Aunque no tanto como ser español. En un pueblo que escribe el Quijote no puede haber sitio para los románticos. Y sin embargo los españoles tampoco son racionales como los franceses. lPor qué no lo dejarían a él ser como quisiera? Porque no era como los ingleses, ni para bien ni para mal. No le permitirían nunca ser ingenuo y erudito. Por lo mismo que a don Jacinto Rebollo tampoco su familia lo había de­jado ser cínico y erudito.

El paisaje se había hecho algo más agreste. La carretera serpenteaba entre colinas amesetadas, de cima chata y grises faldas erosionadas por la lluvia. Algunos retazos -repoblados de pinos años atrás y luego incendiados- aparecían más negros. Max no se atrevió a decir que aquellas lomas le recordaban el vestido inmensamente viejo y descolorido de las abuelas aldeanas de Castilla. Pronto la ruta los volvió al llano. De nuevo cruzaron el río, ahora menos ancho pero siempre sucio y estancado, y después olivares pobres, de árboles entecos y de un gris más de­sahuciado aún que el de las colinas.

-Esa hijuela que sale a la derecha debe de serla del Rebollo Schloss -dijo Ana. Max puso el coche más despacio y enfiló el camino que arrancaba de dos grandes pilares encalados, con mucho azulejo de color limón y color berenjena en torno a sendos vistosos letreros que repetían «Recreo Los Chopos».

-«Puerta del pleonasmo ufano/fuerte cance­la, cerrojo vano» -declamó Max.

-Si te oyera Rebollo citar aquí a una de susvíctimas se revolvería en la tumba -dijo Ana mirando la entrada con curiosidad.

El camino -alquitranado- casi parecía una avenida, con su escolta de morales muy podados que alternaban con adelfas blancas y rosadas. Unos cien metros más adelante desembocaba en una explanada junto a una casa grande y bien cuidada. Los recién llegados salieron del auto­móvil y empezaban a contemplar el edificio -un piso bajo rústico de ventanas enrejadas, piso alto con adornos mudéjares, logia florentina y alme­nas coronándolo- cuando se abrió la puerta re­cubierta de bajorrelieves en bronce y apareció una señora setentona, delgada, de bien peinado pelo azul celeste y gesto afable.

-Bienvenidos a Los Chopos, aunque no seaeste el mejor momento para venir al campo.

-Gracias. La verdad es que no hemos pasadodemasiado calor por el camino -contestó Max mirando de reojo a su mujer.

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No, si me refiero a mis jardines, a esa misma alameda que he hecho yo con mis propias ma­nos. Tenían ustedes que haberla visto en prima­vera, cuando estaban en flor los tulipanes que me envían cada año de Holanda -doña Trinidad hizo un ademán amplio con la mano, de largas y manicuradas uñas rojas, señalando las márgenes del camino de entrada, y Ana intentó imaginar el efecto de cualquiera de los colores esmaltados de los tulipanes bajo el rosa chillón de las adel­fas. Cerró un instante los ojos y luego procuró pensar en otra cosa.

Entraron en la casa, que estaba en fresca pe­numbra. Al principio no veían casi nada, des­lumbrados por el resol del camino, pero de to­das formas la dueña de la casa ya había asumido funciones de práctico de puerto y a la vez vestal de los misterios del culto.

-iCuidado con el escalón! Ahí fue donde elpobre Rebollo tropezó y ... claro, con sus noven­ta años el accidente fue mortal. Su voz aguda se tornaba grave cuando reverentemente mencio­naba a su padre, y Max pensó que a doña Trini­dad le hubiera contrariado un traspiés de sus huéspedes en ese preciso lugar, más que por sus posibles consecuencias por lo que hubiera teni­do de remedo profano de la caída del sabio. iEl facistol, atención al facistol! Mi pobre madre es­condía allí los planos de la restauración de la ca­sa y el jardín, guardados en los antifonarios para dar la sorpresa a Rebollo. Cada vez que volvía de un congreso un poco largo en el extranjero se encontraba con una sorpresa que lo dislocaba. Y como no había congreso o simposio que pudiese prescindir de él, pues nosotras siempre andába­mos concibiendo mejoras y sorpresas.

Cuando los visitantes se acostumbraron a la media luz vieron que la amplia estancia estaba toda ella chapada de mármol, rojo en el suelo y verde en las paredes. Había muebles por do­quier, de todos los tamaños y épocas. Max ob­servó que eran copias malas, y rezó para que los cuadros no lo fuesen también. Los objetos y en­seres parecían agrupados por un niño que juega a las casitas y ordena todo con criterio de acu­mulación y exhibición y no de estética o de co­modidad. Doña Trinidad notó que Ana miraba absorta la alineación de cinco bargueños, segui­dos unos junto a otros y contra la misma pared.

-Lindos, lverdad? Los compramos todos mimadre y yo en el Rastro. Pues ... isi supieran us­tedes cuántos secretos y conjuras llegaron a es­conder esos innumerables cajoncillos durante los años aciagos de la dictadura! Rebollo, dentro de su decoro de gran intelectual, siempre fue «testigo quieto, roto, inhiesta espada» bajo la re­presión.

Ana se mordió los labios para no sonreír re­cordando que uno de los mejores florones de la «Corona de sonetos» a José Antonio Primo de Rivera era precisamente de Rebollo, decano de los autores incluidos en la antología. Miró a Urraca, temiéndose alguna reacción suya imper-

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tinente, pero la muchacha seguía muda y parecía observar todo con cara de póker. Max extremaba su cortesía centroeuropea prodigando inclina­ciones de cabeza, taconazos y el «ach so!», que no comprometen a nada pero que gustan mucho en España. Aceptó de buen grado la sugerencia de subir al estudio y mirar los cuadros mientras la criada preparaba el té y doña Trinidad mostra­ba el jardín a las señoras.

Las tres mujeres se dirigieron a la puerta de salida a la terraza, atravesando una habitación abarrotada de mesitas de formica que imitaba roble, cubiertas de catavinos de plata con una moneda en el fondo. El suelo era allí de mármol negro, y de las paredes colgaba una docena de espejos -venecianos, isabelinos con dorados re­lucientes, art nouveau- de diversas hechuras y tallas.

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-El pobre Rebollo lo llamaba la Sala de losespejos. Por Versalles, lsaben ustedes? -dijo doña Trinidad al pasar. Fue la última sorpresa que le dimos antes de la muerte de mi madre. Hicimos la obra y la decoración mientras impar­tía un curso en Y ale.

Salieron a la terraza, que miraba al sur y la luz las cegó. A través de la chopera al fondo del jardín brillaba malignamente el agua verdosa del río, sugiriendo mil miasmas y efluvios deleté­reos. Agua falsa -pensó Ana-, veneno disfraza­do, puesto que un sorbo daría la muerte y no el alivio de la sed que ahogaba todo el paisaje, la casa, la comarca, todo el país. Se le pasó la leve angustia al colocarse las gafas de sol y pasar a contemplar el jardín. Ante ella, senderos de ce­mento se trenzaban en torno a arriates repletos de rosales, medio agostados y sin flores pese a los aspersores que expandían agua pestilente del río. Pero a ambos lados de la rosaleda el espec­táculo le pareció más cómico, ya que no más ri­sueño. A la izquierda, como inútil barrera ante una posible invasión de los olivos desmedrados e inermes de los alrededores, se erguía una su­cesión de ruinas a todas luces traídas de lejos. Un tramo de acueducto romano, un trozo de claustro románico y una portada barroca apare­cían primorosamente alineados, como la Gran Muralla china hecha por un arquitecto surrealis­ta. A la derecha unos arcos de hierro galvaniza­do sostenían a duras penas unos rosales trepa­dores zarandeados por el viento abrasador. Los plantones y los arcos metálicos arrancaban de una docena de brocales de pozo colocados, para mayor realce, sobre un ancho murete de hormi­gón.

Al acercarse a ese lado del jardín, Ana obser­vó que los brocales eran todos magníficos, en general de mármol o granito, y exhibían escudos muy bien labrados. En incongruente cortejo se sucedían las armas de los grandes enemigos de antaño, Medina Sidonia codeándose con Ponce de León, los Mendoza enviando guirnaldas gal­vanizadas de chalé levantino a los Enríquez. Ana se preguntaba cómo un hombre que había dedicado años de su vida a traducir y anotar las Bucólicas pudo soportar aquella pesadilla de despropósitos y cursilerías en medio del yermo. lQué pensaría al abrir la ventana de su ático y ver a doña Trinidad con su madre, doña Leon­cia, tramando horrores en el jardín? iCómo te­mería volver de Oxford o Heidelberg, con su po­so secular de belleza, para encontrarse con que habían añadido otra sala más al Museo de los Horrores! Se estremeció al oír de nuevo la voz de la anfitriona.

-Le gusta la sintonía floral de los brocales,lverdad? Los reunimos trayéndolos de toda Cas­tilla y Andalucía. A alguno lo salvamos de ir a parar a América. Como decía Rebollo, menos mal que aún quedan personas con patriotismo rectamente entendido.

Un relámpago cruzó la mente de Ana. lHa-

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bría sido masoquista Rebollo? No, no era posi­ble. Ahí estaba el eco de su combate -sutil e irónico, pero pelea al fin- contra la. e�tulticiapretenciosa de su tiempo. Entonces c,como no se rebeló contra sus carceleras? Quizás porque sus únicas armas eran la sorna y la sátira, y re­sultaban impotentes contra la ciega admiración y la crueldad inconsciente de aquellas mujeres. Ana sintió vértigo del calor y la fealdad y pidió volver al salón buscando el alivio de la pe­numbra.

Al entrar de nuevo en la casa doña Trinidad fue encendiendo tubos de neón escondidos tras las molduras de los cielos rasos. La luz fúnebre y el polvo del ático convirtieron a Max en una aparición teatral cuando bajó del estudio de Re­bollo. Pero venía muy contento.

-Los cuadros son espléndidos. Mejor aún delo que esperaba. Merece la pena que mañana vengan los fotógrafos para enviar reproduccio­nes a distintos expertos antes de ultimar la tasa­ción.

La habitual sonrisa circunspecta de doña Tri­nidad se ensanchó notablemente al oír esas pa­labras de Max, pero un momento después desa­pareció. Frunciendo el ceño, preguntó con sus­picacia:

-Oiga, lno pretenderán las autoridades impe­dirme la exportación? lNo harán eso con los bienes de un luchador por la democracia, ver­dad? Sería una avilantez.

-Procuraremos evitarla -contestó Max convoz de médico de cabecera.

La merienda era excelente, y Max probó todo con mucho apetito. Ana tan sólo tuvo ánimos para beber varias tazas de té; Urraca no quiso to­mar nada. Poco después se despidieron y doña Trinidad insistió en acompañarlos hasta el auto­móvil. Volvieron a salir por la terraza, para que Max viese siquiera de paso el jardín. Tenía prisa y no se detuvieron a contemplar la vista meri­dional pero al dar la vuelta a la casa Max obser­vó en la fachada a poniente una lápida a un par de metros del suelo. Se puso las gafas y leyó el texto lentamente en voz alta, con la peculiar pronunciación alemana del latín, que hizo a Urraca y Ana leerlo también moviendo los la­bios en silencio, mientras doña Trinidad perma­necía con la mirada perdida en la lejanía.

A. D. M C M L X I IHY ACINTHUS ROBUR

CONIUX CONCORDISSIMUS HUNC LAPIDEM PONI IUSSIT

IN MEMORIAM FIDAE AMANTISSIMAE UXORIS

LEONTIAE ADVERSO EHEU RAPTAE FATO

C. M. E. T. M.-iCuánto dolor contenido! lVerdad? -excla­

mó doña Trinidad torciendo un poco su habitual sonrisa hacia la mejilla izquierda para expresar melancólico enternecimiento- Rebollo soportó

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con entereza estoica la muerte de mi madre, pe­ro su amor conyugal estalló en esa obra maestra de la epigrafía.

-lQué quiere decir «eheu»? -preguntó Max.-iAy!-liPerdón!?-Digo que significa «arrebatada iay! por el ha-

do adverso». -lY qué representan las iniciales C.M.E.T.M.?-No lo sé. Rebollo enfermó al poco de colo-

car esa inscripción y nunca llegó a explicármelo. Debe de ser alguna de esas abreviaturas tan fre­cuentes en la epigrafía romana -doña Trinidad parecía algo apenada por su renuncio.

Se hizo un silencio respetuoso que fue roto por la voz neutra de Urraca. Ana, antes de per­catarse de lo que estaba diciendo su hija ya reco­noció el tono que empleaba cuando hacía un es­fuerzo para parecer dueña de sí.

-Dígame, señora, lsu madre murió de diarreao de estreñimiento?

-iUrraca! -exclamó Ana, pero ya era tarde.Doña Trinidad se llevó la mano al collar de per­las, la sonrisa circunspecta quedó helada seca­mente:

-Ya que parece interesarle, joven, le diré quemi pobre madre falleció a consecuencia de una gastroenterocolitis tífica. Y o misma estuve in artículo mortis por la misma causa. Pero no quiero retenerlos a ustedes más. Que tengan buen viaje.

Nada más sentarse en el coche se desató la tempestad de recriminaciones a Urraca por su grosera inoportunidad.

Page 7: URRACA V - Instituto Cervantes

Los Cuadernos de Literatura

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-lTe has vuelto loca? lHas perdido la educa­ción? lPor qué demonios no contestas?

-Te mereces que te castiguemos sin ir al fes­tival de Salzburgo con los primos.

-Y si por esa salida tuya de pata de bancopierde Westerby's el negocio y nosotros el tras­lado a Londres, lentonces qué?

Pero Urraca seguía muda, y al ir aproximán­dose a Madrid empezó a pesar más la curiosidad que la ira en el ánimo de Max. Por fin se dirigió a su hija en son casi de paz.

-Vamos, mujer, dinos al menos por qué se teocurrió hacer semejante pregunta... y cómo acertaste en el diagnóstico.

Urraca se quitó las gafas, mordisqueó una pa­tilla y contestó con una mueca de niña chica, entre llorosa y sonriente:

-«Cacatio matutina est tamquam medicina».-lQué dices, majadera?-Eso, que la regularidad en ciertos hábitos hi-

giénicos es muy recomendable, según un aforis­mo latino. Estaba claro el sentido de la abrevia­tura. La venganza de un latinista. -Urraca, de nuevo impasible, se volvió a colocar las gafas-. Y quién sabe si su venganza no empezó un poco antes.

Los tres permanecieron en silencio unos mo­mentos. De pronto Max soltó una larga y grande carcajada germánica. Pero Ana siguió callada porque estaba imaginando al viejo don Jacinto, pulcro y achacoso, con sus anteojos de borde

GRA ES TITUWS metálico, deamb�lando por el jardín de pesadi- WS ND lla, con un frasqmto en la mano para re- o coger agua de riego para el gazpacho fa­miliar.

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