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3mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

Del 22 al 29 de julio el Papa Francisco realizó su primer viaje internacional, visitando Brasil para parti-cipar en la Jornada Mundial de la Juventud realizada en Río de Janeiro. No deja de ser significativo que la primera peregrinación del Pontífice fuera de Italia lo llevase al continente americano y, además, a un multitudinario encuentro con jóvenes del mundo entero.

Las Jornadas Mundiales de la Juventud son ciertamen-te algo único en nuestro tiempo. Más allá de la can-tidad de asistentes, no existe un encuentro análogo que cada dos o tres años congregue una multitud de jóvenes en un evento de difícil comprensión según los cánones del secularismo. Nada más lejano a la experiencia de la JMJ que una vivencia de la fe restrin-gida al ámbito subjetivo y a lo estrictamente privado, lo que es ya de por sí un mensaje enérgico acerca de las esperanzas puestas en la juventud y su fuerza evangelizadora.

La finalidad de las Jornadas es la de «colocar a Jesucristo en el centro de la fe y de la vida de cada joven» y ser «una continua y apremiante invitación a fundamentar la vida y la fe sobre la roca que es

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La Iglesia y la juventud

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Cristo»1. Fue el Beato Juan Pablo II, con su carisma y espíritu apostólico, el que inició estos maravillosos encuentros de fe. Benedicto XVI los continuó y alen-tó, y ahora Francisco estuvo presente en Río para seguir dando testimonio del Señor Jesús y alentar a la santidad y al apostolado a tantos jóvenes llenos de vitalidad y compromiso.

La confianza y la esperanza en la juventud son, sin duda, un claro hilo conductor en los pontificados de los últimos Sucesores de Pedro. La cercanía de los Papas con los jóvenes señala un rico horizonte de comprensión que, en primer lugar, invita a los jóvenes a reconocer su lugar y misión como parte de la Iglesia. La JMJ, precisamente, es expresión de aquella rica eclesiología de comunión donde todos los bautizados somos el Pueblo de Dios peregrino hacia la Casa del Padre. En ella se destaca, además, la responsabilidad de cada joven por asumir su lugar en la tarea evange-lizadora, particularmente en el anuncio a los demás jóvenes. Así lo señalaba con gran claridad el Papa Francisco: «¿Saben cuál es el mejor medio para evan-gelizar a los jóvenes? Otro joven. ¡Éste es el camino que ha de ser recorrido por ustedes!»2.

Realismo de la esperanza

Es importante destacar asimismo que no han caído los últimos Pontífices, como tantas voces de nuestro

1. Juan Pablo II, Carta con motivo del seminario de estudio sobre las Jornadas Mundiales de la Juventud, 8/5/1996.

2. Francisco, Homilía en la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 28/7/2013.

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tiempo, en una desesperanzada enumeración de los problemas de la juventud de hoy. La tentación de una lectura pesimista y desalentadora acerca de muchas de las manifestaciones que distinguen a la juventud actual no es lejana ni siquiera dentro de la Iglesia. Al constatar, por ejemplo, un lamentable y creciente desinterés de los jóvenes católicos en relación a su identidad cristiana, o una juventud golpeada espe-cialmente por la secularización, no pocas veces se tiende a ver el problema únicamente en los jóvenes y en el influjo que el mundo tiene sobre ellos, y no tanto en la Iglesia toda y el influjo que el mundo tiene también en ella. No se trata de sostener una visión ingenua o ciega a los problemas reales que aquejan a los jóvenes de nuestro tiempo, ni olvidar las rupturas que el pecado introduce en tantos que viven como si Dios no existiera3, pero tampoco se puede olvidar que la juventud es esencialmente la misma en todo tiempo y lugar, con similares anhelos y búsquedas, y que las diferencias están en los matices o formas nuevas —sean buenas o equívocas— con que se expresan.

Ni a la distancia, ni con pesimismo, sino desde el realismo de la esperanza. Este mismo horizonte lo señalaba, hace unos años, el Beato Juan Pablo II: «Lo que hoy se requiere es una Iglesia que sepa res-ponder a las expectativas de los jóvenes (…) Como Jesús con los discípulos de Emaús, así la Iglesia debe hacerse hoy compañera de viaje de los jóvenes, con frecuencia marcados por incertidumbres, resistencias y contradicciones, para anunciarles la noticia siempre

3. Ver Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, 18.

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maravillosa de Cristo resucitado. He aquí, pues, lo que se necesita: una Iglesia para los jóvenes, que sepa hablar a su corazón, caldearlo, consolarlo, en-tusiasmarlo con el gozo del Evangelio y la fuerza de la Eucaristía; una Iglesia que sepa acoger y hacerse desear por quien busca un ideal que comprometa toda la existencia; una Iglesia que no tema pedir mucho, después de haber dado mucho; que no ten-ga miedo de pedir a los jóvenes el esfuerzo de una noble y auténtica aventura, cual es la del seguimiento evangélico»4.

La Iglesia mira a los jóvenes como Jesús miró con amor y compromiso al joven rico, buscando res-ponder a los anhelos legítimos de su corazón joven. Grave error sería soslayar aquellas manifestaciones —sean éstas positivas o negativas— propias de nues-tra época, pero más grave aún sería perder de vista la interioridad de la juventud y dejar de responder a aquellas inquietudes que han caracterizado a los jóvenes de todo tiempo y lugar. Desde esta perspec-tiva, un criterio clave está en la nueva evangelización —nueva en su ardor, nueva en sus métodos y nue-va en su expresión— que proclame con claridad y sin ambigüedades, como lo han hecho los mismos Pontífices, al Señor Jesús entre los jóvenes y señale con convicción y con todas sus exigencias el horizon-te de la santidad.

4. Juan Pablo II, Mensaje para la XXXII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 18/10/1994.

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Anhelo de identidad, de comunión y de un mundo mejor

La evangelización de la juventud supone, por tanto, discernir aquellos aspectos que constituyen lo más auténtico de la experiencia juvenil. La nostalgia de infinito que sella el corazón del joven se manifiesta en distintos anhelos, presentes también en las perso-nas de todo tiempo y lugar, pero que cobran en esta etapa características particulares y acentos propios. Estos reflejan, de modo especial, que el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es un ser en relación, que tiende al encuentro con Él, fundamento de su existencia, y al encuentro con sus semejantes. Entre los muchos que se podrían enumerar, destaca-mos tres anhelos que aparecen en este momento de la vida con acuciante fuerza: en el corazón del joven hay un anhelo de identidad, de comunión y de un mundo mejor.

Toda persona, con mayor o menor conciencia, quiere conocerse y ser sí misma. Se percibe llamada a vivir según su identidad, que descubre como única, y a desplegarse según esa unicidad. En un joven esta dimensión aparece con una fuerza desbordante. “¿Quién soy?” es una pregunta que late en su corazón y lo mueve casi de manera permanente a buscar esa identidad. No quiere ser repetido, ni ser uno más como parte de la masa. Paradójicamente, y precisa-mente por este anhelo tan vivo, es en muchas oca-siones presa fácil de tantos modelos deshumanizantes y vacíos de contenido. Siempre estarán presentes en la cultura los “tipos” de moda. Sea en la música, el cine, el deporte así como en otros ámbitos de lo cotidiano, o incluso en lo contracultural, aparecerán

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modelos con una fuerza cautivante para los jóvenes que tienden a buscar identificarse con un ideal de vida. Se percibe de modo patente en esta dinámica un hambre que aparece con fuerza y una respuesta del mundo que seduce y fascina, logrando que no pocos asuman modelos ajenos a su identidad, vistan máscaras asfixiantes, ejemplos supuestamente “dis-tintos” pero perfectamente asimilables a fenómenos masificantes. No pocas veces se anestesia así la apre-miante pregunta por la identidad. La interrogante, y el anhelo de respuesta, sin embargo, permanecen.

La Iglesia no puede caer ni en el fatalismo ante un mundo que avanza y pretende abarcar y agotar el “mercado juvenil”, ni en la ilusión de buscar atraer a los jóvenes con las armas del mundo, presentando espectáculos paralelos que rápidamente muestran su incapacidad de competir. La Iglesia es depositaria de la Verdad, que no es una idea abstracta ni un simple código moral, sino el mismo Señor Jesús que revela a cada joven su propia identidad y es, al fin, el único modelo que no aliena.

El joven tiene también un profundo hambre de co-munión. El uso tan generalizado de las redes sociales es una pequeña manifestación de ello. Quieren co-municarse, estar con otros, compartir, ser tenidos en cuenta. Sin duda hoy se pueden ver también formas a veces extremas de egocentrismo, individualismo y conflicto, pero la llamada a la comunión está siempre latente. No hay joven que no desee una familia que viva del amor y de la verdad (aunque la rebeldía lo golpee cada día); no hay joven que no busque una amistad auténtica (aunque no pocas veces haga todo lo posible por romper la confianza y el compromiso);

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no hay joven que no anhele una pertenencia autén-tica a un grupo o a una comunidad (aunque existan grupos que masifiquen y despersonalicen y uno cola-bore a ello).

La Iglesia es como un sacramento de la unidad con Dios y de la unidad de todo el género humano5. Es comunidad que invita a la comunión y a la participa-ción. Ella se manifiesta en la familia, Iglesia doméstica, y es también comunidad de jóvenes, no cerrada o ex-clusiva, sino abierta a acoger a otros jóvenes e invitar-los a vivir auténticamente la amistad, la comunicación y el compromiso. Las comunidades de fe, reflejo de la comunión trinitaria, son de suma importancia en el apostolado con los jóvenes.

Finalmente, los jóvenes quieren un mundo mejor. No es un rasgo siempre evidente, y quizás se hace más patente en quienes una sociedad del consumo y hedonista no ha logrado adormecer sus aspiraciones y deseos legítimos. El conformismo, las emociones fuga-ces y faltas de compromiso son parte de esa anestesia que el mundo inocula con sus ídolos de barro. Pero el corazón joven busca algo más y mejor, quiere un mun-do más humano. «Tu corazón, corazón joven —señaló Francisco— quiere construir un mundo mejor… por ustedes entra el futuro en el mundo. A ustedes les pido que sean protagonistas de este cambio»6.

5. Ver LG, 1. 6. Francisco, Discurso en la vigilia de oración en la XXVIII

Jornada Mundial de la Juventud, 27/07/2013.

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La Iglesia es comunidad que mira el horizonte de la misión, que lucha por un mundo mejor, que no permanece sentada, sino que va a las “periferias” y hace apostolado anunciando con parresía al Señor Jesús. Ella puede cuestionar y despertar en el corazón joven ese anhelo de cambio en el mundo, ayudán-dolo a comprender la misión que le ha dejado el Señor, ese llamado personal, único —anterior incluso a sus anhelos y en respuesta a ellos—, a recapitular todo en Cristo, es decir, el llamado a la santidad y al apostolado.

Suscitar las preguntas decisivas

Se cuenta una historia acerca de un grafiti que un desconocido pintó en la pared del Metro de una gran urbe. El grafiti, con vivos colores y letras grandes, de-cía: “Jesús es la respuesta”. Al día siguiente, un poco más abajo en el mismo muro, aparecía escrita la si-guiente interrogante: “¿A qué pregunta?”. La historia, más allá de lo anecdótico, puede ser ocasión para resaltar una capacidad que, en virtud de la misión a ella encomendada, posee la Iglesia. Esta es, preci-samente, poder suscitar en los jóvenes las preguntas que los lleven hacia quien es la única respuesta. La Iglesia es capaz de llegar al corazón del joven y ayudarlo a formularse las preguntas fundamentales, con el lenguaje propio de cada época y lugar. Esas preguntas remiten, en última instancia, a aquella pre-gunta decisiva que el joven rico le hizo a Jesús: ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?

Junto a aquellos cuestionamientos que elevan la mi-rada del joven, la Iglesia ofrece también a Aquel que es la respuesta última. Ella, señalaba el Beato Juan

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Pablo II, «no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)»7. Ella es capaz de ver al joven con la mirada de Jesús, trascendiendo las más-caras, egoísmos y cerrazones que tienen su raíz última en el pecado, para tocar el corazón de cada uno, señalarle a Cristo que reconcilia y sana, y llamarlo a la gran aventura de la vida cristiana.

En 1965 el último mensaje del Concilio Vaticano II se dirigió a los «jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero»8. Es significativo que las últimas palabras del Concilio estuviesen dirigidas a la juventud, expresan-do con ello la gran esperanza depositada en lo más auténtico y valioso que hay en los jóvenes, ahí donde se encuentran vivos y patentes los anhelos profundos de una humanidad que percibe con fuerza la imagen de su Creador. Los invitaba, en hermosas palabras, a mirar a la Iglesia para que descubriesen en ella aquellos dinamismos que corresponden —de modo análogo— con las disposiciones propias de la juventud y que, sobre todo, responden a tales disposiciones, encontrando así en Cristo la fuente y raíz última de la juventud eterna que la Iglesia posee.

«La Iglesia —decía el Concilio— os mira con confian-za y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la perfección humana en el

7. Juan Pablo II, Fides et ratio, 2.8. Concilio Vaticano II, Mensaje a los jóvenes.

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tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la fa-cultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas. Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo, el héroe verdadero, humilde y sabio, el Profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes»9.

9. Lug. cit.

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13mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

EntrEvista

Esperanza en la juventud

Entrevista a Mons. Orani João Tempesta

Arzobispo de San Sebastián de Río de Janeiro

Eliezer Gomes do Amaral

Del 22 al 29 de julio se realizó en Río de Janeiro la XXVIII

Jornada Mundial de la Juventud, que contó con la presencia

del Papa Francisco en su primer viaje apostólico fuera de

Italia. El encuentro congregó a jóvenes de todos los rincones

del mundo bajo el lema «Id y haced discípulos a todas las na-

ciones» (Mt 28,19). Los preparativos para la jornada se habían

iniciado en el 2011, cuando la Arquidiócesis de San Sebastián

de Río de Janeiro fue anunciada como la próxima sede de la

JMJ y del encuentro mundial con el Santo Padre, encuentro

que retornaba al continente americano después de 26 años.

La JMJ Rio2013 ha sido una gran celebración de fe y compro-

miso evangelizador para los jóvenes participantes. Al concluir

el encuentro Mons. Orani João Tempesta, Arzobispo de San

Sebastián de Río de Janeiro, nos compartió en la siguiente

entrevista sus impresiones sobre la JMJ y la gran esperanza

que significa la juventud para una auténtica transformación

del mundo según el Evangelio.

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La celebración de la Jornada Mundial de la Juventud congregó

a un número impresionante de jóvenes de todo el mundo,

provenientes de más de 180 países. Al dirigirse a ellos el Papa

Francisco hizo suyas las palabras del Beato Juan Pablo II a los

jóvenes durante la primera JMJ a nivel internacional: «Tengo

tanta esperanza en vosotros». ¿Qué razones ve, Excelencia,

para esta esperanza que se tiene en los jóvenes?

Las Jornadas nacieron del corazón del Papa Beato Juan Pablo II, con la gran preocupación de dar protagonismo a la juventud para la transformación del mundo. Esa transformación viene siendo una consecuencia, tanto de la jornada internacional, como de los días nacionales de la juventud que se realizan en cada Iglesia local.

El joven recibe, con mucho más sensibilidad que los demás, los impactos de los cambios de la sociedad. Y está muchas ve-ces intentando encontrar caminos alternativos. Por eso, cuando se encuentra con otros jóvenes que demuestran ser cristianos, católicos, preocupados por vivir su fe, aún en medio de todos los cuestionamientos actuales, de las dificultades para vivir su propia juventud, él ve que realmente es posible que el mundo sea distinto. Eso es lo que el Papa Beato Juan Pablo II dijo a los jóvenes, y que hoy vemos al Papa Francisco repetir: el mundo puede ser distinto.

Al mirar a la juventud cristiana, católica, que viene de diver-sas experiencias desde todas las partes del mundo, percibimos que ellos han visto la posibilidad de estar unidos en una misma fe, desde el momento en que toman conciencia de esa fe. Y ellos mismos ya llegaron, de una cierta forma, transformados. Porque han recibido una formación, han tenido una experien-cia de Dios, un encuentro con Cristo, con el Otro, ese encuen-tro que transforma sus vidas. Creo que la Jornada demostró eso, porque hemos visto la unidad de la juventud de diversos países. Ellos dieron ejemplo de oración, de silencio, y también de entusiasmo, tanto en Copacabana como al caminar por las

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Esperanza en la juventud

calles de la ciudad. Y aún cuando enfrentaron, algunas veces, personas adversas, respondieron con demostraciones de paz y fraternidad.

Entonces veo, realmente, que los jóvenes de Brasil, de América Latina y de todo el mundo, que han estado en la Jornada Mundial de la Juventud Rio2013, nos traen esa esperanza de que el presente y el mañana pueden ser distintos. Creo también que en el pasado, con las jornadas anteriores, muchas cosas han cambiado en el mundo, en los distintos países, gracias a estos jóvenes que se han puesto delante de Cristo y realizaron una experiencia internacional de este tipo. Estoy seguro de que, con las jornadas, la Iglesia renueva esa esperanza. Y de modo muy especial ahora, con la participación de la mayoría de los jóvenes venidos de América Latina. Necesitábamos una experiencia así para poder decir que “tenemos esperanza en esos jóvenes”. En este cambio de época, de transformaciones sociales, culturales, políticas, tenemos esperanza de que los jóvenes que participan de esta experiencia puedan ayudar a este mundo con la vida que llevan, por su forma de ver el mundo, su propia ciudad. Podemos esperar que ellos, como levadura en la masa, irán a transformar la sociedad.

Las Jornadas nacieron del corazón

del Papa Beato Juan Pablo II,

con la gran preocupación de dar

protagonismo a la juventud para

la transformación del mundo.

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El primer viaje internacional del Papa Francisco se ha realizado

al continente americano, en el marco de la celebración de la

Jornada Mundial de la Juventud, que regresaba a estas tierras

después de 26 años. ¿Qué ha significado esto para la Iglesia

en América Latina?

Bueno, es difícil hablar en nombre de toda América Latina, que es tan diferente, con tantos países y realidades distintas, tantas historias. Pero creo que, con la venida del Papa Francisco a estas tierras, estamos viviendo un momento histórico por el hecho de que es el primer Papa latinoamericano. Y regresa por primera vez a América Latina aquí, por la ciudad de Río de Janeiro.

Además, en esta ocasión de encuentro con la juventud del mundo, el Papa Francisco ha pronunciado un discurso a la CNBB y al CELAM que significó para nosotros una actua-lización, desde su mirada, del documento de Aparecida. De hecho, el Papa ha considerado las circunstancias actuales y ha retomado el entusiasmo de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y Caribeño, en el cual él mismo estuvo traba-jando en su momento como principal responsable en la redac-ción. Entonces es, para América Latina, un nuevo impulso para la misión continental, la misión permanente, y las dimensiones de discipulado y apostolado.

Asimismo, en esta Jornada Mundial de la Juventud, la Iglesia en América Latina pudo mostrar al mundo su rostro joven. De hecho, la mayoría de los jóvenes presentes eran latinoamerica-nos. Eso debido a la cuestión histórica —hace veintiséis años se realizó una JMJ en Buenos Aires—, así como a la proximidad geográfica de los países. Creo que es la primera vez que los jóvenes de América Latina se encontraron en tan gran número, y manifestaron esa diversidad, junto a jóvenes de más de 180 países diferentes.

Y el Papa también habló, con mucha claridad, sobre las dificultades: los problemas sociales, la pobreza, las drogas, etc. Y sobre cómo la Iglesia, sobre todo esa Iglesia joven, debe estar

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atenta para ser una respuesta, un signo para todos los demás jóvenes de esta América Latina que necesita testigos, personas comprometidas con un mundo nuevo. No es sólo un asunto del corazón, no es sólo ir a las “periferias existenciales” de la sociedad: es también una cuestión de transformación social. Yo creo que América Latina, que ha regalado este Papa al mundo y ahora ha recibido su primera visita, se siente renovada en su misión, en la evangelización.

Su Excelencia recordó en su saludo, durante la Misa de Envío

de la JMJ, el mensaje que, al concluirse, el Concilio Vaticano II

dirigió a los jóvenes. Es, curiosamente, el último mensaje del

Concilio, invitándolos a edificar «con entusiasmo un mundo

mejor que el de vuestros mayores». ¿Cuál es el valor de estas

palabras del Concilio dirigidas a los jóvenes?

Nosotros estamos viviendo en un tiempo en el cual muchas cosas valiosas están perdiéndose en la sociedad: el matrimo-nio, el respeto a la vida, la seriedad en las relaciones de unos con los otros, la responsabilidad… Hay todo un contagio de cosas negativas, donde los valores fundamentales, no sólo los cristianos sino también los meramente humanos, se están debilitando, llevando las personas una vida muchas veces sin sentido. Sabemos que las dificultades que existen hoy por las ideologías, por los cuestionamientos sobre la fe, son muy grandes. Pero el mundo tiene su propio ciclo, su propio ca-minar, sus idas y venidas. Y hoy creo que es importante decir a la juventud: “nosotros les entregamos esta responsabilidad, porque ustedes ya se han encontrado con Jesucristo; nosotros podemos hacer muchas cosas, pero tenemos nuestras fallas”. En ese sentido, lo que el Concilio decía a los jóvenes de su tiempo yo creo que tiene mucho que ver con la realidad de hoy: “nosotros les entregamos esta antorcha; ustedes llévenla adelante, para construir en el mañana un mundo mejor que el que hemos hecho hasta hoy”. Eso es lo que nos pide el

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Concilio, y es lo que traté de transmitir en ese discurso en la Misa de Envío con el Santo Padre.

Nuestro pedido al Papa fue que él nos enviase, que enviase a la juventud del mundo para que realmente sea el factor dife-rencial en el presente y el futuro de esta sociedad que cambia. Y hay muchos cambios. Si nosotros observamos las diversas situaciones que se están dando en el mundo, vemos que hay mucho campo en el cual la juventud está llamada a trabajar. Y lo viene haciendo. Sí, la juventud lo viene haciendo.

La palabra del Concilio es muy actual. En efecto, el entusias-mo de una Jornada Mundial de la Juventud lleva a cada uno a volver a su hogar, a su país, a su realidad, con el corazón aún más ardoroso, para llevar adelante esa transformación de la sociedad. Claro que eso no se realiza con una revolución externa, sino con una revolución interna de quien va cambiando la propia vida, cuando el joven obra la evangelización, buscando trasformar los corazones para ayudar así a que el mundo sea mejor.

El Papa Francisco destacó muchísimo a los jóvenes la

dimensión apostólica, es decir, que los jóvenes sean apóstoles

de los jóvenes. ¿Cómo ayudar a que se realice esta invitación

del Santo Padre? ¿Cómo los movimientos eclesiales pueden

aportar en esa tarea?

Creo que aquí vemos la importancia del gran momento que es la post-Jornada. Los jóvenes se entusiasmaron con la Jornada, dieron testimonio, hicieron enormes sacrificios, tanto económi-cos como físicos, y transmitieron toda una belleza de vida, un corazón abierto a Dios, durante toda su estadía aquí en Río de Janeiro. Ahora, justamente, el Santo Padre dice que el joven debe ser apóstol de otros jóvenes.

Sabemos que la mayor parte de la juventud actual es ajena al Evangelio, y los jóvenes cristianos, católicos, están llamados a ser levadura en medio de la masa. ¿Cómo hacer eso? Claro que no tenemos una receta elaborada. El eco de la Jornada

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permanecerá resonando en el corazón de los jóvenes por las experiencias vividas aquí en Río de Janeiro durante estos días, que nunca cesaremos de escuchar. Creo que se podrían escribir libros y más libros sobre esas experiencias.

Al mismo tiempo, cada uno regresa a su país y encuentra realidades completamente diversas. Entonces, ¿cómo hacer para ayudar a los jóvenes a que sigan perseverando, para que el eco de la Jornada no deje de resonar, para que ellos sean levadura en la masa para otros jóvenes y para toda la sociedad? Aquí en Río la Jornada tendrá como fruto un Instituto para la

Juventud, que ayudará a conservar la memoria de todo eso. Ahora, si bien es evidente que todo el ma-terial que intentaremos conservar (las filmaciones, las memorias, las conferencias, y otras cosas más) ayudarán a profundizar en lo vi-vido, pienso que el gran secreto es que los jóvenes se lancen a la acción, a la actividad en su parroquia, en su comunidad.

De forma especial, están los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, que han tenido la oportunidad de tra-bajar en las primeras jornadas mundiales, y maduraron mucho con eso. Ellos colaboraron muchísimo con las jornadas, y aho-ra tienen también una gran responsabilidad. Los miembros de esos movimientos, con sus comunidades y aquellas personas que reciben la influencia de todos esos grupos tienen la mi-sión de continuar “fermentando” la sociedad, compartiendo lo que han vivido. Deben ayudar a los jóvenes a encontrar los caminos adecuados para seguir con el mismo entusiasmo, y así evangelizar a otros jóvenes. El gran secreto está ahí.

En este momento, aquí en Brasil, tenemos la sección “Juventud”, que debe llevar adelante este trabajo. Tendremos

Jóvenes de 180 países

se congregaron en la JMJ Rio2013.

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aquí en Río, ese Instituto para la Juventud, para justamente hacer esa memoria. Pero todo eso supone una presencia más próxima a la juventud, supone acompañarlos, estar junto a ellos, formar pequeños grupos, acompañarlos también personalmente, para que realmente se sientan llamados a continuar esa misión. Que ellos profundicen, conozcan la fe, continúen viviendo esa expe-riencia de encuentro con Dios, puedan compartirla con los de-más hermanos y hermanas jóvenes en sus comunidades, y vivan con valentía la tarea de evangelizar, testimoniando a Jesucristo dondequiera que estén, en medio de toda la diversidad. Que sean testigos tanto en la propia Iglesia como en las calles, en los lugares públicos. Creo que ahora es el tiempo de ese trabajo en cada comunidad, en cada parroquia, en cada diócesis. Cada uno debe procurar encontrar su camino.

Usted habló de la creación de un Instituto para la Juventud.

Quizás nos pueda explicar mejor cuáles son sus objetivos y

cómo nace esa idea. Entiendo que es un legado propio de la

Jornada Mundial de la Juventud en la ciudad de Río de Janeiro.

Tenemos varios legados, más allá de la propia Jornada. Está el trabajo social, que se realizó en la atención a las personas tóxico-dependientes, además del trabajo ecológico, que fue muy bien hecho. Los jóvenes han dado un bello testimonio en ese sentido. Pero además de esas cuestiones muy puntua-les necesitábamos tener una especie de instituto, tanto para la conservación de la memoria, como también para realizar trabajos de profundización y posibles publicaciones. Es decir, estamos todavía elaborando un modelo para que, realmente, aquello que se vivió en la Jornada tenga cierta continuidad, una memoria, y al mismo tiempo dé pasos. Como es evidente las palabras del Santo Padre, que están dentro de una expe-riencia muy puntual, en un contexto propio de un momento de la historia, suponen una continuidad. Ese instituto tendría la responsabilidad de continuar favoreciendo ese trabajo, a

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Esperanza en la juventud

nivel nacional e internacional. Y después, poco a poco con el trabajo, iremos elaborando todo, y veremos si hacemos otras cosas como, por ejemplo, enviar mensajes al mundo via

digital, sacar publicaciones, promover conferencias, divulgar testimonios, etc. Con creatividad, las ideas irán haciendo que las cosas se den.

La Jornada Mundial de la Juventud ha manifestado con

mucha claridad que hay una juventud católica dispuesta al

compromiso y que se considera parte activa en la Iglesia. De

hecho, es muy importante no ver a esta juventud como un

sujeto externo a la Iglesia. ¿Qué reflexiones ha dejado la JMJ

en Río acerca de la evangelización de la juventud?

Cuando hablamos de evangelización de la juventud estamos viendo que, en realidad, ya tenemos jóvenes evangelizados, jóvenes ya en camino. Los jóvenes que han venido a Río, des-de diversos países, testimoniando su caminar en la Iglesia, a Jesucristo con entusiasmo, ya tienen esa experiencia de Dios, esa profundización en la fe. Ellos fueron capaces de renunciar a sus gustos, e incluso muchas veces tuvieron que vencer obs-táculos políticos e ideológicos en sus propios países. Aquí ellos también enfrentaron oposiciones, obstáculos, problemas para caminar, y las dificultades propias de un evento como éste. Y lo hicieron dando testimonio del Señor. Vemos que son jóvenes que tienen una cierta experiencia de Dios, que ya caminan con Cristo, que son capaces de hacer silencio en una gran multitud, para poder así dar testimonio del Evangelio, mostrar que es posible vivirlo. Ellos, evangelizados, manifestaron aquí en Río de Janeiro signos de un cristianismo vivo y presente en medio de la sociedad.

Por otro lado, junto con la oración, el silencio, la reflexión, demostraron que son también jóvenes expansivos, capaces de salir a las calles, de cantar, de alabar a Dios, y de enfrentar los obstáculos de esa sociedad. Un Arzobispo me decía que le

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había gustado ver a los jóvenes también en su “normalidad” de personas alegres, cantando en espíritu fraterno por las calles de la ciudad. Y que, al mismo tiempo, ellos tienen una gran misión: la de ser “levadura” junto a otros jóvenes.

Claro que nunca estamos totalmente evangelizados, sino que siempre estamos en camino, dando pasos, principalmente en este Año de la fe. Y sin embargo, vemos que un testimonio ha sido dado, y que está repercutiendo por el mundo. Al mismo tiempo, estamos viendo que son los jóvenes los que contagian a los demás. Constatamos que muchas personas regresan a la Iglesia, retoman su vida de fe, están entusiasmadas en su cami-nar cristiano. No sé si posteriormente tendremos consecuencias aún más concretas, pero el entusiasmo y la venida de los jóvenes demostraron que ellos, evangelizados y con una vida acorde al Evangelio, contagian a los demás, tanto a los jóvenes como también a los adultos.

Ahora bien, hemos hablado de la necesidad de que, luego de esa apertura más “universal”, haya un acompañamiento per-sonalizado. Una mayor presencia en la pequeña comunidad, en el grupo de reflexión, para que la fe se arraigue aún más. Creo que el esquema mismo de la Jornada dejó eso muy claro: junto con el movimiento de masas, de grandes grupos de per-sonas, está el grupo menor, de la catequesis, donde se daba la reflexión, donde estaba el tiempo de la oración personal, de la confesión. Y también la parte cultural, donde se pudo dar tes-timonio de la fe en medio de la cultura actual. Es decir, que el propio esquema de la Jornada conduzca al joven a que realice todos esos pasos.

El Papa Francisco alentó

a los jóvenes a transformar

el mundo según el Evangelio.

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Esperanza en la juventud

Es importante considerar que aquí en Río de Janeiro gran parte de los colaboradores que participaron preparando, coor-dinando y haciendo posible la Jornada han sido jóvenes, incluso muchos de los que eran sacerdotes, consagrados y religiosos. Lo que demuestra, justamente, que el joven tiene esa capaci-dad de organizar, de realizar un gran evento, de trabajar en la evangelización.

Creo que todavía habrá muchas reflexiones más sobre la Jornada, acerca de la juventud, que poco a poco irán siendo profundizadas.

Mons. Orani, permítame una última pregunta, a nivel más

personal. Usted ha escuchado muchos testimonios de

los peregrinos y los voluntarios, que le han compartido

innumerables experiencias vividas en la JMJ. En la Misa de

Envío, también comentó sobre la bella experiencia que ha

significado haber estado con el Santo Padre durante una

semana, y sobre cómo él nos trajo tantas alegrías en estos

días. ¿Podría contarnos qué significó esta JMJ para usted?

En primer lugar, hemos podido ver la belleza de una revolu-ción al ver las familias de la ciudad abriéndose para acoger a los demás. Teníamos tantas personas dispuestas a acoger a los peregrinos, a tal punto que había más vacantes que candidatos. Las familias vivieron la alegría de poder acoger a los jóvenes, en un mundo en el cual se desconfía mucho del otro, en el que se tiene miedo del otro. Acogieron a las personas, hacién-dolas sentirse en casa. Daban la llave de su hogar a los jóvenes para que ellos pudieran llegar más tarde, los esperaban con alimentos en la mesa, y cosas de ese tipo. Hemos podido ver, realmente, un carioca que venció cualquier miedo en el trato con el otro, para acogerlo. Y las personas que han venido se fueron maravilladas con la alegría y la belleza de los cariocas

que los han acogido. Creo que eso es una señal. Y así he vivido muchas otras experiencias. Son tantas historias que hablan del

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Mons. Orani João Tempesta

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compromiso de las personas, como aquella que salió a buscar a un peregrino que se había perdido, porque se equivocó al tomar un autobús. Cosas que se dan en una ciudad como ésta. Y así, podría contar muchos otros ejemplos, y pasaríamos un buen tiempo hablando del asunto.

Otro aspecto que me llamó la atención ha sido la cercanía del Papa Francisco. El no sólo quiso esa proximidad al optar por no utilizar un papamóvil cerrado, blindado, sino que siempre que era posible bajar, saludar, conversar, entonces así lo hacía. El Papa no pudo estar más próximo a las personas porque era uno solo para un millón de jóvenes. Y esa cercanía que tenía en medio del gran público, la tenía también en la intimidad. Le complace conversar, estar cerca a las personas, preguntar, intere-sarse por las cuestiones más prácticas, incluso de la organización de la Jornada o de las personas implicadas. El Papa nos estuvo acompañando, asumiendo junto con nosotros los problemas que iban surgiendo. Y al mismo tiempo, el Papa nos ha dado señales de ser un hombre de fe, de oración, de recogimiento, de trabajo. Pese a sus setenta y seis años, es una persona incansable. Porque no sólo era el trabajo y la misión cuando él aparecía en público, sino muchas otras cosas que él hizo a lo largo de su estadía en Río de Janeiro. No tuvo tiempo para casi nada, pero siempre estaba allí, con mucha apertura, y el buen humor de quien acoge, escucha y da tiempo para cada cosa.

Creo que es una señal muy bella para la Iglesia. Y hemos de ser capaces de descubrir esas señales en este momento de la historia. Veo cómo el Espíritu Santo va conduciendo a la Iglesia. En la sucesión de los Papas, regala a la Iglesia varios dones y carismas, importantes para cada momento. Cada Papa trae su contribución para el bien de la Iglesia, para el bien de la evangelización.

Finalmente, comenté al final de esta Jornada que, en un evento como éste, nosotros podemos ver, por la fe, la acción de Dios. Porque quienes organizan, quienes están “adentro”, en todos los ajetreos, enterados de todas las necesidades y los

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Esperanza en la juventud

problemas, vemos que es sólo por Dios que las cosas se dan. Es maravilloso cuando el Señor es quien realiza las cosas. Y la experiencia más significativa ha sido, justamente, la de ver cómo Dios ha actuado y obrado, cómo Él quiso que su mensaje llegase a las personas. Quedó muy claro que su mensaje no llega en virtud de nuestra “eficiencia”, sino por la gracia, por el don que Él nos ha dado. Y todos nosotros hemos participado de ese bello momento.

Nosotros que hemos organizado, planificado la Jornada, imaginábamos que todo iba a darse correctamente, de la mejor forma posible. Pero cuando los papeles nos eran cambiados completamente, de la noche a la mañana, entonces imaginá-bamos que las cosas no iban a salir bien. Sin embargo, hemos experimentado que, cuando nos colocamos en las manos de Dios, Él es quien actúa y obra, Él hace que las cosas se den. Nos toca a nosotros, muchas veces, sufrir los momentos difíciles y las cruces, pero sabemos que es el Señor quien nos va enseñando la Resurrección. Yo creo que la Jornada sufrió muchos cambios, desde el comienzo, con el cambio del papado, el cambio del local al comienzo y al final, el problema de la violencia en las calles en los meses previos, los cambios en los esquemas de se-guridad… ¡tantos problemas han ido surgiendo por el camino! Pero creo que nosotros, mirando todo esto, todos los cambios imprevistos y las dificultades, vemos cómo el Señor es quien nos va conduciendo. Va hablando, al corazón de cada uno, lo que Él quiere decir.

Pido a Dios ese “poder ver”. Nosotros tenemos en las ma-nos la organización material, concreta de las cosas; pero es el Señor quien hace que su presencia sea viva en el corazón de las personas. Eso es lo que pido a Dios: que la experiencia de los jóvenes, de las familias, de toda la arquidiócesis y de todo el mundo, vivida aquí en Río con el Santo Padre, lleve a que se realice el mundo que anhelamos. Que las personas continúen buscando ser “levadura en medio de la masa” en este mundo tan complejo, anunciando a Jesucristo Resucitado.

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27mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

La Iglesia y la cultura juvenil

Alfredo García Quesada

1. La Iglesia y la cultura

La atención de la Iglesia a la cultura y las culturas —es decir, a las diversas expresiones y concreciones de la acción libre del ser humano sobre la naturaleza que le ha sido dada— siempre ha estado presente desde el origen de la Iglesia. El fundamento de esta atención está en la lógica de la Encarnación del Verbo que se abajó para asumir la condición humana, y con ello, no despreció, sino que asumió y renovó diversas manifestaciones culturales de su tiempo que aparecían como vías para la com-prensión de la más grande manifestación de Dios a la huma-nidad, es decir, la plena revelación del misterio de Dios y, con ello, del misterio del ser humano1. Más recientemente, la Iglesia quiso formular esta disposición de apertura o empatía primaria hacia las culturas a través de la expresión “evangelización de la cultura”, que —acuñada en la exhortación apostólica post

1. Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22.

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sinodal Evangelii nuntiandi2— buscaba explicitar que la presen-cia del Evangelio en los dinamismos culturales no los anula sino que, discerniendo lo que tienen de verdaderamente humano, los promueve más ampliamente, desde sus más hondas raíces, como vías para la más amplia realización del ser humano.

A partir de lo anteriormente señalado, se puede observar que las culturas no son, pues, tan sólo ambientes cultivados en un espacio geográfico delimitado, sino que se refieren a todo dinamismo que intenta cultivar, de un modo particular, adecuadamente o no, alguna dimensión de la realidad. Es en ese sentido —como lo ha recordado recientemente el Papa Francisco en Río de Janeiro— que se puede hablar de la «cul-tura juvenil», así como se puede hablar de la cultura univer-sitaria, tecnológica o de la familia, o, con un matiz un poco diferente, del carácter positivo de la «cultura del encuentro»3, o —en expresión tan cara a Juan Pablo II— de la «cultura de la vida» y, en una dirección contraria, del carácter negativo de la «cultura de la muerte»4 o —en expresiones también recientes del actual Pontífice— de la «cultura de lo provisional»5 o de la «cultura del descarte»6. En todos estos usos de la palabra cultu-ra se hace patente, pues, que la cultura es —de acuerdo a la perspectiva conceptual propuesta por Gaudium et spes7— un modo de cultivar algún aspecto de la naturaleza o de la más

2. Ver Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 20. 3. Ver Francisco, Discurso a los dirigentes de la sociedad en el marco de

la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 27/7/2013. (En adelante, las jornadas son referidas abreviadamente por su sigla en español: JMJ).

4. Ver, por ejemplo, Juan Pablo II, Evangelium vitae, 6 y 12. 5. Ver Francisco, Discurso a los jóvenes voluntarios de la XXVIII JMJ,

28/7/2013.6. Ver Francisco, Homilía en la Misa con los obispos y sacerdotes partici-

pantes en la XXVIII JMJ, 26/7/2013. 7. Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 53.

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La Iglesia y la cultura juvenil

amplia realidad, que termina generando diversas concreciones y referentes, tales como los estilos de vida, las tradiciones o los ideales o, en términos de Evangelii nuntiandi, valores, líneas de pensamiento o modelos que, congregados, se ofrecen a la manera de atmósferas, ambientes o moradas para las personas que en ellas habitan.

Aproximarse a los jóvenes tomando bien en cuenta sus culturas específicas, es decir, los modos como cultivan diversos aspectos de la realidad generando con ello ambientes parti-culares, sin, por otro lado, desvincularlos de los más amplios horizontes culturales planteados contemporáneamente por sus progenitores o que han sido heredados, al modo de tradicio-nes, desde sus más lejanos antecesores, constituye uno de los desafíos que la Iglesia se recuerda constantemente a sí misma para atender mejor a la juventud y, con ello, a toda la actual y venidera humanidad.

2. La cultura juvenil en la tradición cristiana

Bien recordaba Benedicto XVI, con su magistral capacidad de síntesis conceptual, que «toda realidad cultural es, al mis-mo tiempo, memoria del pasado y proyecto para el futuro»8. Tomando como base esta fundamental constatación, se puede decir que uno de los rasgos característicos de la cultura juvenil es su acento en el sentido prospectivo de la cultura, es decir, en la «mirada hacia el futuro»9, pues, como notaba Romano Guardini, a partir de una simple pero profunda observación psi-cológica, el joven, por su edad, tiene, más que cualquiera, una intensa conciencia de que hay mucho por hacer en el futuro

8. Benedicto XVI, Discurso en el congreso Patrimonio Cultural y Valores de las Universidades Europeas organizado por la Congregación para la Educación Católica, 1/4/2006.

9. Ver Benedicto XVI, Mensaje para la XXIV JMJ, 22/2/2009.

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porque aún ha hecho poco en su breve pasado10.

En ese sentido, resulta natu-ral que los jóvenes desarrollen expresiones culturales que apuntan a lo que está por venir, a posibilidades aún no realiza-das, a proyectarse hacia adelan-te. Como es obvio, este frescor renovador de la cultura juvenil es un verdadero aporte a las culturas más amplias en donde los jóvenes se encuentran, pues evita que éstas se petrifiquen en el pasado. Y es así que la Iglesia, a lo largo de su tradición, ha sabido valorar esta disposición natural de las personas en edad juvenil, junto con sus expresiones culturales más nobles. Con ocasión del gran Jubileo de los Jóvenes del año 2000, Juan Pablo II enfatizaba el valor del simple hecho de la juventud con las siguientes palabras que dirigía a los jóvenes reunidos en Tor Vergata: «mirándoos a vosotros, a vuestros rostros jóvenes, a vuestro entusiasmo sincero, quiero expresar, desde lo hondo de mi corazón, mi agradecimiento a Dios por el don de la ju-ventud, que a través de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo»11.

Tal agradecimiento revela su actualidad cultural cuando se constata que hoy no pocas culturas regionales en el mundo envejecen con menos jóvenes entre sus habitantes y que en no pocos ámbitos de la cultura específicamente cristiana se percibe también la ausencia de jóvenes. Pero su más hondo sentido se puede descubrir en el hecho de que la mirada renovada hacia

10. Ver Romano Guardini, La aceptación de sí mismo-Las edades de la vida, Cristiandad, Madrid 1983, pp. 61-65.

11. Juan Pablo II, Homilía en la Misa de la XV JMJ, 20/8/2000.

El Beato Papa Juan Pablo II unió la JMJ al Domingo de Ramos.

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La Iglesia y la cultura juvenil

el futuro, sin atarse a los males del pasado, tan característica de una sana cultura juvenil, es, como observaba el historiador Christopher Dawson, precisamente uno de los rasgos esenciales del mensaje cristiano que, frente a las ideas precristianas del eterno retorno, apareció como un aporte esencial para la cul-tura, en general, y para las culturas occidentales, en particular. Es claro, entretanto, que el horizonte de “tensión-hacia” y de esperanza permanente que el mensaje cristiano propone no se basa en aquellas disposiciones psicológicas naturales, aún cuan-do éstas sean valoradas, asumidas y proyectadas, sino que se fundamenta, como resalta la reciente Lumen fidei, en Jesucristo Resucitado «que nos atrae más allá de la muerte» haciendo que la fe sea «luz que viene del futuro, que nos devela vastos hori-zontes y nos lleva más allá de nuestro yo»12.

En ese sentido, resulta altamente significativo que Juan Pablo II haya decidido celebrar las Jornadas Mundiales de la Juventud en el Domingo de Ramos —como continúa ocu-rriendo cuando éstas se realizan localmente en los ámbitos diocesanos—, pues esta fiesta conmemora la acogida jovial y esperanzada del Mesías en su entrada a Jerusalén y, por otro lado, prepara para el misterio de su Muerte y, sobre todo, de su Resurrección. En la II Jornada Mundial de la Juventud realizada en Buenos Aires, el Papa explicaba maravillosamente el pro-fundo significado de este vínculo: «Los cantos litúrgicos de este domingo nos recuerdan que la juventud participó, de modo particular, de aquel entusiasmo: son los “pueri Hebraeorum” —los jóvenes hebreos—, que aparecen en esos cantos como protagonistas de la aclamación popular al Hijo de David. Parece como si los jóvenes, presentes en aquella primera entrada jubi-losa de Cristo en Jerusalén, quisieran acompañarlo para siempre de manera especial, cada vez que la Iglesia celebra esta fiesta, singularmente vuestra (…) Al unir la Jornada de la Juventud al

12. Francisco, Lumen fidei, 4.

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Domingo de Ramos, señalando la presencia de los jóvenes en el Hosanna gozoso que saludó a Cristo cuando entraba a la Ciudad Santa, la Iglesia no se fija solamente en el entusiasmo de la juventud de todos los tiempos; se fija, sobre todo, en el significado que aquella entrada tuvo (…) la entrada solemne de Jesucristo en Jerusalén fue el preludio o la introducción a los sucesos de la Semana Santa. Aquellos que al ver a Jesús preguntaban: “¿Quién es éste?”, sólo hallarán una respuesta completa si siguen sus pasos durante los días decisivos de su muerte y resurrección. También vosotros, jóvenes, alcanzaréis la comprensión plena del significado de vuestra vida, de vuestra vocación, mirando a Cristo muerto y resucitado»13.

Lo que la tradición cristiana ha visto siempre en la juventud ha sido, pues, esa capacidad para una entrega generosa, vivaz, entusiasta y completa, que procede de preguntas planteadas con frescor y autenticidad, sin cálculos timoratos, y que se ex-presa paradigmáticamente en aquel joven cumplidor de la ley antigua que busca al Señor y le pide por más, preguntándole cómo alcanzar la vida eterna. El dramático desenlace que, se-gún el relato, entristece a Jesús, recuerda, sin embargo, que la entrega final e íntegra es tan sólo una posibilidad y que mucho depende de la libertad personal, pero también de la cultura ju-venil, es decir, del modo como el joven ha venido cultivando sus relaciones con la realidad y, ciertamente, del ambiente cultural juvenil que lo precede y lo condiciona. Importantes descrip-ciones del modo como la tradición cristiana ha comprendido la cultura juvenil, así como del sentido renovador del mensaje cristiano sobre esta cultura, se pueden encontrar en la Carta a los Jóvenes que Juan Pablo II redactó en el Año Internacional de la Juventud, en 1985, como antesala de la institución, a fines de ese mismo año, de las Jornadas Mundiales de la Juventud;

13. Juan Pablo II, Homilía en la Misa de Domingo de Ramos de la II JMJ, 12/4/1987.

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La Iglesia y la cultura juvenil

documento que tiene como hilo conductor justamente el relato del joven rico y que fue firmado, precisamente, en el Domingo de Ramos de ese año.

Los Mensajes para las Jornadas Mundiales de la Juventud —que los Pontífices han dirigido anualmente, de modo inin-terrumpido desde 1986, como antesala preparatoria para estos magníficos eventos— son también una preciosa fuente para ha-cer un recuento de la visión de la cultura juvenil en la tradición cristiana: desde la generosidad del joven Abel, pasando por la valentía de los jóvenes judíos descrita en el libro de Daniel, que entonaban el bello himno de las criaturas al Creador en medio de la amenaza a sus vidas; el coraje de David ante Goliat o el de los jóvenes hermanos macabeos, hasta llegar a los relatos sobre la disposición generosa de la juventud que seguía a Jesús, la dramática encrucijada del joven rico14, la conversión del joven Saulo15 y sus exhortaciones que, ya como Pablo, dirigía a los jóvenes; los mártires de temprana edad en los primeros tiempos de la Iglesia; la multitud de santos y santas que no sólo inicia-ron su recorrido cristiano cuando jóvenes sino que alcanzaron virtudes heroicas en edad juvenil, como Teresa de Lisieux y Francisco Javier; o aquellos modelos menos conocidos que cita-ba Juan Pablo II en su Mensaje a la Juventud de 2001: «Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita (…) Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la “azucena de los Mohawks”»16.

En esta tradición, la cultura juvenil cristiana presenta nítida-mente los rasgos de la prospección hacia el futuro transfigurada por la especificidad de la esperanza cristiana, que no niega sino

14. Ver Juan Pablo II, Carta a los Jóvenes, 31/3/1985 y Benedicto XVI, Mensaje para la XXV JMJ, 28/3/2010.

15. Ver Benedicto XVI, Mensaje para la XXIV JMJ, 22/2/2009. 16. Juan Pablo II, Mensaje para la XVII JMJ, 25/7/2001.

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que se fundamenta en la memoria del pasado que es, como se recordaba antes, una dimensión esencial de toda realidad cultural. Lo es, como señala Lumen Fidei, en cuanto memoria de Aquel que nos precede y nos ha llamado primero, pero lo es también como memoria de todos aquellos que nos anteceden17 y con quienes las así denominadas “culturas juveniles emer-gentes” tienen la responsabilidad de desarrollar un fecundo “diálogo intergeneracional” para el bien de toda la cultura y de todas las culturas.

3. Las culturas juveniles emergentes

Dentro del concepto general de “cultura juvenil” —y de sus rasgos principales, tal como han sido recordados desde la tra-dición cristiana—, se hace necesario no olvidar que existe una inmensa diversidad de “culturas juveniles” —y, consecuente-mente, una multiplicidad de expresiones— que pueden ser

17. «El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia» (Francisco, Lumen fidei, 38), y, antes, con referencia a la fe de Abrahán se subraya que ésta «(…) en cuanto respuesta a una Palabra que la precede (…) será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, me-moria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza» (Francisco, Lumen fidei, 9).

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distinguibles, entre otros factores, por las evidentes diferencias entre las más amplias culturas nacionales o regionales en don-de éstas se encuentran, pero también, y tal vez sobre todo, por la facilidad con que los jóvenes generan innumerables, y a veces pequeñísimos, grupos de pertenencia —que algunos denominan “tribus”— en donde se busca establecer códigos,

símbolos y referentes diver-sos para afirmar estos es-pacios muchas veces como culturas autoreferenciales que en no pocos casos terminan siendo frágiles y fugaces.

La conciencia que la Iglesia tiene de que su atención a la cultura es, en última instancia, un deseo de atender al ser humano

concreto18, permite y suscita el desafío de aproximación y comprensión de estos ámbitos culturales específicos en donde se encuentra a la persona del joven con sus anhelos e ideales, pero muchas veces también con sus confusiones, frustraciones y hasta vicios. Precisamente en febrero del presente año, el Consejo Pontificio de la Cultura realizó su Asamblea Plenaria en torno al tema “Culturas Juveniles Emergentes”, en un afán por comprender mejor algunas de estas recientes manifesta-ciones culturales, intentando identificar el modo como éstas son efectos pasivos o reactivos del impacto que sobre ella ejercen esferas culturales más amplias o, bien, en qué medida éstas son intentos de impactar o cambiar, desde propuestas o

18. Ver Juan Pablo II, Mensaje al mundo de la cultura y de la empresa, 15/5/1988.

El Papa Francisco en la Misa de Envío en la JMJ Rio2013.

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prácticas novedosas, los escenarios culturales actuales o hereda-dos de los mayores19.

Sin dejar de identificar los evidentes aspectos positivos en las culturas juveniles de nuestro tiempo, el documento con-clusivo del evento se detuvo, sin embargo, en los fenómenos ambivalentes que más desafían a la Iglesia20. Entre ellos, se men-ciona uno de los asuntos que más diálogo generó en las sesiones de la Asamblea, esto es, el fenómeno de la transformación y fragmentación acelerada del tiempo que —considerando que el tiempo, más que el espacio, es un horizonte fundamental de la cultura21— permite vislumbrar hasta qué punto nos encon-tramos tal vez ante una de las más hondas “crisis culturales” en la historia de la humanidad, que, por un lado, afecta de modo más directo a la juventud y, por otro lado, tiene uno de sus catalizadores en ciertos estilos de vida, o culturas, de la misma juventud actual.

19. Algunas de las conferencias y documentos de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, realizada en Roma del 6 al 9 de febrero de 2013, han sido puestas a disposición por el dicaste-rio en la siguiente página: http://www.cultura.va/content/cultura/sp/plenarie/2013-giovani.html

20. Ver Mons. Carlos Alberto Azevedo, Conclusiones de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 9/2/2013.

21. La encíclica Lumen fidei ofrece una luminosa reflexión sobre este asunto: «(…) la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obs-truyen el camino, que “fragmentan” el tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza» (Francisco, Lumen fidei, 57).

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Este fenómeno fue abordado en la Asamblea a partir de algunas señales inquietantes, como, por ejemplo, la cada vez mayor aceleración de los cambios en diversas dinámicas de la cultura, sobre todo aquellos suscitados por la vertiginosa mu-tabilidad de la tecnología, y más específicamente, de la tec-nología de la información y la comunicación, que, si no son discernidos y asumidos desde la interioridad inmutable de la persona humana, sino recibidos de modo externo o superficial, pueden terminar sumergiendo, sobre todo a los más jóvenes, en un torbellino atemporal que atrae, pero que marea o aliena, en donde difícilmente surge la gran pregunta por el sentido de la vida y que, en su lugar, a modo de intensos pero fugaces «fenó-menos compensatorios»22, genera nuevas y más atractivas “dis-tracciones” que —como advertía Pascal— parecen inventadas para disolver el interés y la capacidad de plantearse preguntas hondas y fundamentales sobre el sentido y el futuro de la propia existencia23.

El problema, quede claro, no parece ser la tecnología, sino la cada vez mayor dificultad de asumir la aceleración trans-formadora del tiempo o de los cambios desde una hondura existencial permanente, esto es, desde la interioridad o la “mis-midad” de la persona humana. En ese sentido, el documento conclusivo de la Asamblea menciona algunos catalizadores de esta transformación o fragmentación del tiempo que se pueden percibir en ciertas actitudes superficiales fácilmente verificables en diversas culturas juveniles emergentes como, por ejemplo, el “presentismo” —es decir la renuncia a pensar el pasado y el futuro buscando únicamente el disfrute del momento (carpe

22. Ver Philip Lersch, El hombre en la actualidad, Gredos, Madrid 1979, pp. 72-73.

23. Ver Blas Pascal, Pensamientos, XXI, 14.

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diem)24— el “emotivismo” —como renuncia a las preguntas de la razón acerca de la verdad o a las tendencias de la voluntad hacia el bien, buscando únicamente la intensidad de los va-riables y efímeros sentimientos— o el “egocentrismo” —como ruptura de las relaciones con realidades que están más allá de los deseos subjetivos, que tiene una de sus manifestaciones en el repliegue en el propio cuerpo, asumido espacio residual de identidad, en donde se busca tatuar tales deseos arbitrarios—.

Sin embargo, lo que tal vez impactó más en los diálogos de la Asamblea fue la constatación de que el tiempo mismo de la juventud, es decir, el periodo de transición de la infancia hacia la vida adulta, se ha dilatado de un modo difuso hasta casi desvanecer sus contornos específicos: la juventud se inicia más tempranamente, aunque sólo en algunos de sus aspectos, a partir de diversos estímulos externos al alcance casi inmediato de los infantes, y, por otro lado, se prolonga hasta más tarde por la tendencia de los jóvenes a salir de la casa paterna o contraer matrimonio sólo después de haber alcanzado una mayor esta-bilidad económica y profesional. Pero, más aún, se percibe la tendencia a “eternizar” la juventud, no sólo reeditando lo que algunos han llamado el “síndrome de Peter Pan”, esto es, del joven que no quiere crecer, sino que son incluso los adultos quienes aspiran a una ilusoria “regresión” hacia la juventud, transformando hasta sus apariencias corporales y externas, y de-jando, entonces, a los jóvenes sin la imprescindible referencia de la “adultidad”, es decir, de la “personalidad madura”, que

24. Ante este fenómeno Benedicto XVI exhortaba a la juventud católica: «Que no os hagan retroceder las dificultades y las pruebas que en-contréis. Sed pacientes y perseverantes, venciendo la natural tenden-cia de los jóvenes a la prisa, a querer obtener todo y de inmediato» (Mensaje para la XXIV JMJ, 22/2/2009). Ver también su Mensaje para la XXVII JMJ, 15/3/2012.

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ha sido, en todas las culturas históricas, el modelo hacia el que naturalmente tiende la juventud.

En ese sentido, el documento conclusivo de este encuentro eclesial diagnostica en la actualidad un creciente “miedo al fu-turo” que —con base a lo descrito en los puntos anteriores de las presentes reflexiones— coincidiría con la crisis del concepto mismo de juventud o al menos con la amenaza a una de las disposiciones prospectivas más propias de la tradicional cultura juvenil. Miedo al futuro que terminaría ya no sólo fragmentando sino cancelando la dinámica del tiempo y que, en ese sentido, puede comprenderse como expresión del fenómeno cultural más inquietante de nuestros días, esto es, el nihilismo, definido por el mismo Nietzsche como la «renuncia a la pregunta por los fines»25, es decir, por el sentido y por el futuro de la exis-tencia humana. De modo significativo, el Papa Benedicto XVI, anciano y visiblemente debilitado, justamente la semana previa al anuncio del término de su Pontificado, dirigía las siguientes palabras a los miembros y consultores del Consejo Pontificio de la Cultura presentes en aquella Asamblea: «(…) si los jóvenes ya no esperaran (…) si no introdujeran en las dinámicas históricas su energía, su vitalidad, su capacidad de anticipar el futuro, nos encontraríamos con una humanidad replegada en sí misma, privada de confianza y de una mirada positiva hacia el futuro». Por ello —recordando, en esa misma ocasión, el significativo Mensaje a los Jóvenes del Concilio Vaticano II—, exhortaba a toda la Iglesia a acompañar a la juventud en el reencuentro y refuerzo de su «amistad con Cristo», fuente de la verdade-ra esperanza, de donde brota «la alegría y el entusiasmo para transformar profundamente las culturas»26.

25. Ver Friedrich Nietzsche, Escritos póstumos, IX, 8. 26. Benedicto XVI, Discurso a los participantes de la Asamblea Plenaria del

Consejo Pontificio de la Cultura, 7/2/2013.

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4. El Concilio Vaticano II y el desafío cultural de la juventud

El Concilio Vaticano II, que buscó “rejuvenecer el rostro de la Iglesia” en nuestro tiempo, quiso que sus últimas palabras fue-sen dirigidas, precisamente, a los jóvenes del mundo entero, el 7 de diciembre de 1965, en la víspera de su clausura, como una señal elocuente de la atención prioritaria de la Iglesia a la juventud. Se trata de un breve, pero precioso mensaje que invita a meditar en el significado de cada una de sus palabras. Uno de los temas que acentúa es la importancia del “diálogo intergeneracional” que es, como se vienen reiterando actual-mente, uno de los dinamismos esenciales para la preservación y la proyección de la cultura.

«Sois vosotros —decía el Mensaje a los Jóvenes— los que vais a recibir la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transforma-ciones de su historia. Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y de vuestros maestros, vais a formar la sociedad de mañana», pero animaba a los jóvenes a no «ceder, como algunos de vuestros mayores, a la seducción de las filosofías del egoísmo o del placer, o a las de la desesperanza y de la nada, y que frente al ateísmo, fenómeno de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe», para luego lanzar su enérgica exhortación: «edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores»27.

La perspectiva es, pues, una analogía de aquella que animó la mirada conciliar de la Iglesia sobre sí misma, esto es, la “re-novación en continuidad”, que, en el caso del “diálogo inter-generacional” tiene, evidentemente, las contingencias propias del carácter finito de la cultura. En ese sentido, el Mensaje proponía a los jóvenes un horizonte más amplio y perenne que

27. Concilio Vaticano II, Mensaje a los Jóvenes, 7/12/1965.

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La Iglesia y la cultura juvenil

inspira y torna más consistente el diálogo cultural intergeneracio-nal, la mirada al futuro y el signi-ficado más hondo de la juventud misma, cuando afirmaba: «La Iglesia (…) es la verdadera juven-tud del mundo». Lo es porque en ella se puede ver «el rostro de Cristo (…) el compañero y amigo de los jóvenes»; porque ella es, por un lado, rica «en un largo pasado siempre vivo» y, por otro lado, marcha al futuro «hacia los objetivos últimos de la historia»; porque, finalmente, «posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas», es decir, posee, respectivamente, y a modo de ejemplo, —co-rrespondiendo y, sobre todo, respondiendo, a las disposiciones naturales de la juventud—: el gozo por el nuevo comienzo que trae consigo el acontecimiento de la Encarnación de Dios; la capacidad para entregarse sin esperar nada a cambio, es decir, del amor como donación porque está fundada en un Dios que es Amor; y, finalmente, la efectiva posibilidad de una continua conversión renovadora, gracias a las garantías sacramentales que la renuevan constantemente en su misión evangelizadora28.

28. Prolongando esta voz conciliar, Juan Pablo II decía: «La Iglesia de Cristo es una realidad atractiva y maravillosa. Es antigua, porque tiene casi dos mil años, pero al mismo tiempo, gracias al Espíritu Santo que

El último mensaje del Concilio Vaticano II

fue dirigido a la juventud.

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Así, el Concilio Vaticano II planteaba un gran desafío cultu-ral a la juventud centrado: en el rostro de Cristo, que revela el rostro de la persona artífice de cultura; en la pertenencia a la Iglesia, como juventud de las culturas; en el diálogo intergene-racional, como esencial dinamismo cultural; y en la esperanza cristiana, como horizonte de la cultura y las culturas. No por casualidad este Concilio había sido el primero en su género en introducir el tema de la cultura como un asunto central. Y lo hizo en uno de sus más importantes documentos, Gaudium et spes, que —junto con otros símbolos que los Pontífices han entregado a los jóvenes desde la creación de las Jornadas Mundiales de la Juventud— fue solemnemente encomendado a la juventud del mundo por Juan Pablo II a través de su Mensaje para la XI Jornada: «En el camino de acercamiento al gran ju-bileo os acompañe la constitución conciliar Gaudium et spes, que deseo entregaros de nuevo a todos vosotros, como ya lo hice a vuestros coetáneos del continente europeo, en Loreto, el pasado mes de septiembre: es un “documento valioso y siempre joven. Releedlo atentamente. Encontraréis en él luz para desci-frar vuestra vocación de hombres y mujeres llamados a vivir, en este tiempo maravilloso y a la vez dramático”»29.

Tal desafío cultural, con énfasis en el diálogo interge-neracional, es recalcado en otro de los documentos claves del Concilio, Apostolicam actuositatem, cuando exhorta: «Procuren los adultos entablar diálogo amigable con los jóve-nes, que permita a unos y a otros (…) conocerse mutuamente y comunicarse entre sí lo bueno que cada uno tiene. Los adultos estimulen hacia el apostolado a la juventud, sobre todo en el ejemplo (…) Los jóvenes, por su parte, llénense de respeto y de confianza para con los adultos, y aunque, naturalmente, se

la anima, es eternamente joven. La Iglesia es joven porque su mensaje de salvación es siempre actual» (Mensaje para la V JMJ, 26/11/1989).

29. Juan Pablo II, Mensaje para la XI JMJ, 26/11/1995.

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sientan inclinados hacia las novedades, aprecien sin embargo como es debido las loables tradiciones»30. Y, subrayando que la llamada a un apostolado entusiasta y entusiasmante está dirigida especialmente a la juventud31, resaltaba la importancia de comprender bien los dinamismos y los entornos culturales de la juventud, asumiendo que son los mismos jóvenes quienes —como lo ha recordado recientemente el Papa Francisco en Río de Janeiro32— «deben convertirse en los primeros e inme-diatos apóstoles de los jóvenes»33.

5. Evangelii nuntiandi: los jóvenes y la evangelización de la cultura

Como es sabido, Evangelii nuntiandi es el documento eclesial en donde se formuló por primera vez la expresión “evangelización de la cultura”. En éste la noción de evangelización es resaltada en su significación integral y, sobre todo, como un dinamismo de honda y continua renovación de todo lo humano, que el Concilio —como se recordó antes— identificaba como un dinamismo que es simbolizado, de forma análoga, por aquel anhelo de renovación que es tan característico de la juventud: «Evangelizar —dice Evangelii nuntiandi— significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la mis-ma humanidad: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5; ver 2Cor 5,17; Gál 6,15)»34. El mismo significado de cultura —en la expresión “evangelización de la cultura”— es asumido, señala el documento, en continuidad con el Concilio,

30. Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, 12. 31. Allí mismo, 33. 32. Francisco, Homilía en la Misa de la XXVIII JMJ, 28/7/2013. 33. Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, 12. 34. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 18.

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a partir de los sentidos que sobre ese concepto ofreció Gaudium et spes; sin embargo, la exhorta-ción apostólica aportó a este concepto conciliar el señalamiento de una serie de elementos que compo-nen la cultura, que, por un lado, aparecen como referentes particularmen-te importantes para los jóvenes y, por otro lado, permiten una mejor aproximación a la comprensión del origen y sentido de ciertas expresiones de las culturas juveniles: «los criterios de juicio, los valores deter-minantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida»35.

Así, se puede decir que cuando Evangelii nuntiandi pro-pone la “evangelización de la cultura” señala un sentido de la “evangelización” y un sentido de la “cultura” que admite —aun cuando lo sea de modo implícito o indirecto— que estos sentidos sean relacionados, por un lado, con la expectativa de “renovación” que es tan propia de la juventud, y, por otro lado, con la necesidad de comprender adecuadamente los “valores”, “modelos”, “ideales” y otros referentes de las culturas juveniles en orden a comunicar más encarnadamente el Evangelio, es decir, de un modo que les resulte a los jóvenes vitalmente com-prensible, atractivo e interpelante.

En un pasaje que recuerda la importancia del diálogo intergeneracional —resaltado en el Mensaje a los Jóvenes del Concilio— y que casi repite lo dicho por Apostolicam actuosi-tatem acerca de la responsabilidad protagónica de los mismos

35. Allí mismo, 19.

El Papa Benedicto XVI durante la JMJ en Madrid (2011).

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La Iglesia y la cultura juvenil

jóvenes en sus correspondientes culturas juveniles, Evangelii nuntiandi refuerza la perspectiva de la evangelización para una aproximación realista a la juventud, la necesidad de presentar la aventura de la vida cristiana como un “ideal” que apela y que se encarna en las mismas raíces de la cultura juvenil, así como la fundamentación del apostolado entre los jóvenes en la fe y en la oración: «Las circunstancias nos invitan a prestar una atención especialísima a los jóvenes. Su importancia numérica y su presencia creciente en la sociedad, los problemas que se les plantean deben despertar en nosotros el deseo de ofrecerles con celo e inteligencia el ideal que deben conocer y vivir. Pero, además, es necesario que los jóvenes bien formados en la fe y arraigados en la oración, se conviertan cada vez más en los apóstoles de la juventud»36.

La misma «ruptura entre Evangelio y cultura» —entre la fe y los estilos de vida— que es señalada por Evangelii nuntiandi como «el drama de nuestro tiempo» y que suscita la necesidad de redoblar esfuerzos para una «generosa evangelización de la cultura»37, puede ser leída, en uno de sus sentidos, como un fenómeno que es más fácilmente perceptible y denunciable desde la mirada de los jóvenes que, según el documento, tienen «sed de autenticidad» y «sufren horrores ante lo ficticio, ante la falsedad» y, por ello, exigen un verdadero ideal por el que valga la pena dar la vida, verificable, de modo real y coherente, en el modo de vivir de «testigos auténticos»38.

36. Allí mismo, 72. 37. Ver allí mismo, 20. 38. Ver allí mismo, 76.

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6. Las Conferencias del Episcopado Latinoamericano y la opción preferencial por los jóvenes

En América Latina, los obispos, reunidos en sucesivas reuniones continentales, desde Rio, en 1955, hasta Aparecida, en 2007, prestaron también una particular atención a la juventud, enfati-zando que los jóvenes han de ser comprendidos no únicamente como destinatarios, y menos aún distantes, sino, sobre todo, como próximos agentes de la evangelización: «Los jóvenes —decía el documento de Puebla— deben sentir que son Iglesia, experimentándola como lugar de comunión y participación»39. Ello expresa un fundamental sentido de pertenencia eclesial que remite a la eclesiología del Concilio Vaticano II, pero, además, evidencia la esperanza en la juventud católica latinoamericana y la conciencia del enorme impacto cultural que puede tener una juventud situada en una región geográfica cuya cultura tie-ne hondas y vivas raíces cristianas, en donde se encuentra más de la mitad de los católicos del mundo y en donde la mitad de la población está formada, precisamente, por jóvenes.

A su vez, el énfasis en la aproximación específicamen-te cultural a la realidad de la juventud y, en ese sentido, a la misma “cultura juvenil”, se explica, por un lado, debido a la atenta y reflexiva recepción que estas reuniones episcopales hicieron tanto de la centralidad de la temática de la “cultura”, planteada por Gaudium et spes, como de la perspectiva de la “evangelización de la cultura”, propuesta por Evangelii nuntian-di, y, por otro lado —como se ha señalado antes— debido a la progresiva autoconciencia eclesial latinoamericana de que la juventud, en esta parte del mundo, se encuentra dentro de una cultura de tradicional matriz católica que aún expresa muchos de sus elementos en la actual cultura juvenil, exigiéndose, por lo tanto, que los dinamismos específicamente culturales sean

39. Puebla, 1184.

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La Iglesia y la cultura juvenil

particularmente atendidos para comprender mejor a la juven-tud latinoamericana.

Por todo ello, la Iglesia en América Latina se planteó firme-mente una “opción preferencial por los jóvenes” que, aunque ni exclusiva ni excluyente, tiene sus raíces remotas en el docu-mento de Rio, cuando exhortaba a que «el apostolado (…) se intensifique en la juventud, proponiendo a consideración de los jóvenes la grandeza del ideal de vivir, trabajar y luchar por Jesucristo»40; su inspiración más próxima en Medellín, cuando retomando el Mensaje a los Jóvenes del Concilio, afirmaba que «la Iglesia ve en la juventud la constante renovación de la vida de la humanidad y descubre en ella un signo de sí misma: «La Iglesia es la verdadera juventud del mundo»41; y su plasmación definitiva en Puebla, cuando se formula explícitamente esta «opción preferencial por los jóvenes»42, explicando que «la juventud latinoamericana desea construir un mundo mejor y busca, a veces sin saberlo, los valores evangélicos (…) Su evan-gelización no sólo llenará sus generosos anhelos de realización personal, sino que garantizará la conservación de una fe vigoro-sa en nuestro continente»43.

Esta opción, así formulada a modo de compromiso eclesial, fue literalmente reafirmada en Santo Domingo y en Aparecida44. Entre los pasajes más bellos y sugerentes de Santo Domingo, está aquel en el que se presenta a Jesús como vida para los jóvenes anhelantes de vida: «Jesús (…) que quiere la vida en abundancia, devuelve la vida (…) al joven hijo de la viuda de Naim y a la joven hija de Jairo. Él sigue llamando hoy a los

40. Rio, 44. 41. Medellín, 5,12. 42. Ver Puebla, 1132-1133 y 1166-1205. 43. Puebla, 1131. 44. Ver Santo Domingo, 114 y Aparecida, 446.

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jóvenes para dar sentido a sus vidas»45. Y en Aparecida se retoma la bella expresión bíblica que Benedicto XVI aplicó a los jóvenes en el discurso inaugural del evento, llamándolos «centinelas del mañana»46, subrayando que están convocados a «la reno-vación del mundo a la luz del Plan de Dios», porque «no te-men el sacrificio ni la entrega de la propia vida, pero sí una vida sin sentido» y, así, «como

discípulos misioneros, las nuevas generaciones están llamadas a transmitir a sus hermanos jóvenes (…) la corriente de vida que viene de Cristo»47.

Este énfasis en la responsabilidad cultural de la juventud de recibir la herencia de las generaciones anteriores, discernir críticamente tal legado cultural y transmitirlo a las siguientes generaciones, con los aportes e impostaciones culturales pro-pios de la cultura juvenil, es resaltado continuamente sobre todo por el documento de Puebla —que aborda el tema de la cultura y, específicamente, de la cultura latinoamericana de un modo amplio y luminoso—: «La cultura se va formando y se transforma en base a la continua experiencia histórica y vital de los pueblos; se transmite a través del proceso de tradición generacional», por ello, «la Iglesia se siente llamada a estar

45. Santo Domingo, 111. 46. Ver Is 21,11-12. Juan Pablo II también llamó así a los jóvenes en la

significativa JMJ del 2000 (Ver el Discurso en la Vigilia de Oración, 19/8/2000 y también los Mensajes para la XVII y XVIII JMJ).

47. Aparecida, 443.

Jóvenes y la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud.

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La Iglesia y la cultura juvenil

presente con el Evangelio particularmente en los periodos en que decaen y mueren viejas formas (…) para dar lugar a nuevas síntesis» 48. De ahí la importancia de atender a la cultura juvenil como «fuerza renovadora del cuerpo social»49 y como «fuerza renovadora de la Iglesia», viendo en la juventud un «símbolo» de la misma Iglesia «por vocación y no por táctica, ya que [la Iglesia] está llamada a la constante renovación de sí misma, o sea, a un incesante rejuvenecimiento»50.

7. Las Jornadas Mundiales de la Juventud y la renovación cristiana de la cultura juvenil

Las Jornadas Mundiales de la Juventud, más conocidas por los jóvenes como JMJ, han generado —desde su institución por el Beato Juan Pablo II— una impactante corriente de renovación cristiana en las culturas juveniles, que, resaltando diversos símbolos y referentes altamente significativos para la juventud, han terminado configurándose como una de las más bellas expresiones culturales juveniles cristianas de nuestro tiempo. A lo largo de las veintiocho Jornadas que se han sucedido anualmente —12 con encuentros internacionales y 16 con

48. Puebla, 392-393. 49. Puebla, 1170. 50. Puebla, 1178. En lo que fue su último Mensaje pontificio para la re-

ciente JMJ, Benedicto XVI se dirigía así a la juventud latinoamericana: «En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una “misión continental”. Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la ma-yoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coe-táneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe» (Mensaje para la XXVIII JMJ, 18/10/2013).

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encuentros locales— es necesario fijarse bien en la inmensa riqueza de los mensajes preparatorios, meditaciones, cateque-sis, vigilias, homilías, celebraciones, íconos, símbolos, himnos, cantos y otros innumerables signos, para poder valorar adecua-damente el sentido y la relevancia de esta presencia pública de la cultura juvenil cristiana dentro de los más vastos horizontes culturales de la actualidad.

No ha de sorprender que incluso líderes culturales no cre-yentes reconozcan el valor de estas manifestaciones públicas convocadas por la única institución religiosa capaz de con-gregar a jóvenes de prácticamente todas las nacionalidades y culturas del orbe. Fue el caso del escritor peruano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, quien, aunque desde su perspectiva agnóstica y su visión moralista, un tan-to habermasiana, de la fe cristiana, preocupado ante lo que considera una tergiversación en nuestro tiempo de la noción misma de cultura, expresaba así lo que vio de la XXVI JMJ: «Bonito espectáculo el de Madrid invadido por cientos de miles de jóvenes procedentes de los cinco continentes (…) El catolicismo está hoy día más unido, activo (…) La cultura no ha podido reemplazar la religión ni podrá hacerlo (…) la religión no sólo es lícita sino indispensable en una sociedad democrática. Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos por eso de lo ocurrido en Madrid en estos días en que Dios parecía existir»51.

Las JMJ tienen un precioso origen y una significativa tra-dición cargada de símbolos que contienen un enorme valor cultural cristiano. Como se recordó antes, tuvieron su inicio en una intuición de Juan Pablo II durante el Jubileo Internacional de los Jóvenes en 1984, específicamente en el Domingo de Ramos que se celebró en el marco del Año Santo por el 1950º aniversario de la Redención. Al culminar el Año Santo, el Papa

51. Mario Vargas Llosa, La fiesta y la cruzada, en: El Pais, 28/8/2011.

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La Iglesia y la cultura juvenil

quiso entregar a los jóvenes la cruz cuya confección había encargado especialmente para que presidiese ese tiempo litúr-gico: «Queridos jóvenes, al clausurar el Año Santo, os confío el signo de este Año Jubilar: ¡la Cruz de Cristo! Llevadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención»52. Así, junto con el Domingo de Ramos —que, como se describió antes, terminó siendo el día simbólico de las JMJ— la Cruz del Año Santo se convirtió en el signo mayor que, peregrinando en hombros de los jóvenes, iría a presidir las Jornadas que se crearon el año siguiente.

El primer día del año 1985, el Papa envió su anualmente esperado Mensaje por la Jornada Mundial de la Paz que deseó tuviese como tema «Los jóvenes y la paz caminan juntos»53. Fruto del Jubileo de los Jóvenes del año anterior, el Mensaje era también una señal de cómo la Iglesia busca estar atenta a las di-námicas culturales del mundo actual, pues la ONU había decla-rado 1985 como Año Internacional de la Juventud. Atendiendo a este “signo de los tiempos” —en la perspectiva de Gaudium et spes—, el Papa decidió, entonces, convocar nuevamente a los jóvenes del mundo a una celebración multitudinaria en San Juan de Letrán el Domingo de Ramos de ese año y entregarles su interpelante Carta a los Jóvenes, firmada ese mismo día, para, finalmente, al concluir el año, comunicar oficialmente, en el

52. Juan Pablo II, Palabras a la juventud del mundo representada en los jóvenes del Centro Internacional Juvenil San Lorenzo de Roma, 22/4/1984. Un hermoso recuento de la peregrinación de la Cruz del Año Santo se puede encontrar en el documento preparado por el Consejo Pontificio para los Laicos titulado La peregrinación de la Cruz de los Jóvenes (1984-2003) de julio de 2003.

53. Ver Juan Pablo II, Mensaje por la XVIII Jornada Mundial de la Paz, 1/1/1985.

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tradicional Mensaje navideño a la Curia Romana, la institución, a partir de 1986, de las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Este significativo comienzo que evidencia la mirada ad intra y ad extra, característica de la Iglesia, es, pues, luminoso para mejor comprender el modo como la Iglesia entiende la evange-lización de la cultura juvenil. La JMJ, como resaltaría después el Papa, para la juventud cristiana «no es sólo una fiesta, también es un compromiso espiritual serio y para que produzca frutos es necesario un camino de preparación»54, pero no está destinada únicamente a los jóvenes cristianos sino a cualquier joven en cuanto joven, y, así, decía el Papa: «la invitación a participar en la JMJ es también para ustedes, queridos amigos que no están bautizados o no se identifican con la Iglesia ¿No será que tam-bién ustedes tienen sed de Absoluto y están en la búsqueda de ‘algo’ que dé significado a sus existencias?»55.

Con ese horizonte, los Pontífices han querido, pues, a lo largo de las diversas JMJ, transmitir a la juventud mundial un conjunto de signos particularmente valiosos de la tradición cul-tural cristiana para contribuir con la renovación de la cultura juvenil desde la luminosidad de la fe cristiana. Junto con los símbolos anteriormente mencionados se pueden identificar: (a) el ícono de Maria Salus Populi Romani —colocado por jóve-nes romanos al lado de la Cruz del Año Santo en la XV JMJ del 2000 en Tor Vergata y que, sensible a esa iniciativa, Juan Pablo II decidió entregar oficialmente a toda la juventud mundial al finalizar la XVIII JMJ en 2003 para que, en adelante, peregrine al

54. Juan Pablo II, Mensaje para la V JMJ, 26/11/1989. 55. Juan Pablo II, Mensaje para la XX JMJ. En sentido semejante enfatizaba

Benedicto XVI: «quisiera que todos los jóvenes, tanto los que compar-ten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta experiencia» (Mensaje para la XXVI JMJ, 6/8/2010).

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lado de la Cruz56; un ícono mariano de enorme importancia cultural cristiana, que data de los primeros tiempos del cristianismo, según una pía tradición pintado por el mismo San Lucas sobre un trozo de madera de la mesa de la Última Cena, cuyo original recorrió las diversas culturas de Jerusalén y Constantinopla para quedarse, finalmente, en Roma, acompañando momentos cruciales de la historia de la cultura y de la Iglesia—; (b) los Cirios de la Luz de Cristo —entregados en 1991 en el santuario de Jasna Góra, con oca-sión de la VI JMJ en Polonia, tan sólo dos años después del impacto cultural mundial que significó la caída del Muro de Berlín, iniciándose así la tradición del rito de envío que se celebra en las Misas de las JMJ57—; (c) la Constitución Pastoral Gaudium et Spes —documento de funda-mental importancia para el diálogo con las culturas de nuestro tiempo, entregado en 1995 a través del Mensaje para la XI JMJ58 a pocos días de la conmemoración del 30º aniversario de su firma en la víspera de la clausura del Concilio Vaticano II—;

56. Ver Juan Pablo II, Angelus durante la XVIII JMJ, 13/4/2003. Ver también su Discurso en la celebración diocesana de la XVIII JMJ a los jóvenes de las diócesis de Roma y Lacio, 10/4/2003 y el Mensaje para la XVIII JMJ en donde se resalta la condición joven del apóstol Juan y la acogida análoga que la juventud actual ha de hacer de María como Madre.

57. Ver Juan Pablo II, Homilía en la Misa de la VI JMJ, 15/8/1991, y tam-bién el recuerdo que se hizo de este acto en el Mensaje para la VII JMJ, 24/11/1991.

58. Ver Juan Pablo II, Mensaje para la XI JMJ, 26/11/1995.

La propuesta de la

“cultura del encuentro”

es uno de los legados

preciosos que,

en Río de Janeiro,

dejó el Papa Francisco

a la cultura juvenil.

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(d) el Libro de la Vida, modo como Juan Pablo II llamó al Evangelio —entregado solemnemente en el año 2000 a la juventud reunida en la Vigilia de la XV JMJ en el marco del Gran Año Jubilar de la Encarnación que buscó fortalecer la conciencia de la centralidad del acontecimiento cristiano en la historia cultural de la humanidad59—; (e) el Rosario —entrega-do en 2003 a través del Mensaje para la XVIII JMJ, en el marco del Año del Rosario y que, junto con la recomendación de la lectura del capítulo 8 de Lumen gentium, fue propuesto como una «dulce cadena que nos une a Dios» a estar presente en los espacios culturales cotidianos de la juventud60—.

Este simple recuento de algunos de los signos distintivos de las Jornadas Mundiales de la Juventud despierta, a su vez, la conciencia de la necesidad de dar continuidad a los seminarios de estudio sobre las JMJ —que tuvieron inicio en Polonia en 199661—, así como a la previa y más intensa preparación a realizarse en cada diócesis no sólo para los encuentros interna-cionales, que ocurren cada dos o tres años, sino también para los encuentros anuales que deberían tener algún acto de mayor dimensión no sólo en algunas sino en todas y cada una de las diócesis del mundo. Para ello se cuenta con la iniciativa pontifi-cia de ofrecer un Mensaje para la JMJ de cada año, siendo que el conjunto de estos mensajes —junto con las palabras que los Pontífices pronuncian durante los encuentros internacionales o diocesanos— constituyen, como se observó antes, una memoria

59. Ver Juan Pablo II, Discurso en la Vigilia de la XV JMJ, 19/8/2000, y también el Mensaje para la XV JMJ, 29/6/1999.

60. Ver Juan Pablo II, Mensaje para la XVIII JMJ y Discurso en la celebración diocesana de la XVIII JMJ a los jóvenes de las diócesis de Roma y Lacio, 10/4/2003.

61. Ver Juan Pablo II, Carta al Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos con motivo de los seminarios de estudio sobre las JMJ, 8/5/1996.

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La Iglesia y la cultura juvenil

espléndida y viva de la renovación cristiana de la cultura juvenil que estas jornadas vienen promoviendo.

8. El llamado del Papa Francisco a la cultura del encuentro

Parece significativo que el primer viaje apostólico internacio-nal del Papa Francisco haya sido precisamente para presidir la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. Y es también significativo que haya sucedido en atención al marco planteado por su predecesor para esta jornada, así como ocurrió con Benedicto XVI cuando presidió su primera JMJ en Alemania en atención a la convocatoria previa de Juan Pablo II. Son tan sólo señales —como la interpelante referencia a la temprana juventud del Beato José Anchieta cuando partió de misión a Brasil, que Francisco toma del Mensaje de Benedicto XVI para esta JMJ62; o como la visita en Roma, antes y después de su viaje a Brasil, al ícono de Maria Salus Populi Romani, entregado por Juan Pablo II a los jóvenes como signo especial—, pero son se-ñales que permiten aquilatar aquella permanente “renovación en continuidad”, tan característica de la Iglesia, que comunica el genuino dinamismo de la catolicidad a las actuales culturas juveniles.

Entre las interpelantes reflexiones y elocuentes gestos, regalados por el Papa Francisco en Río de Janeiro, conviene detenerse en su insistencia en la necesidad de impulsar hoy una «cultura del encuentro». Fue una expresión que pronunció nueve veces durante su viaje y en decenas de ocasiones se re-firió con términos semejantes a dinamismos de esta expresión. La primera vez que la propuso fue en el diálogo con los perio-distas durante el vuelo a Brasil, como respuesta a la «cultura

62. Ver Francisco, Homilía en la Misa de Envío de la XXVIII JMJ, 28/7/2013 y Benedicto XVI, Mensaje para la XVIII JMJ, 18/10/2012.

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del descarte» que afecta a los ancianos y a los mismos jóve-nes. Y, en esa línea, enfatizó que uno de los dinamismos de la «cultura del encuentro» es, precisamente, el «diálogo intergeneracional»63, pues los jóvenes no pueden ser com-prendidos aislados del tejido social, esto es, de la cultura: «Un pueblo tiene futuro si va adelante con los dos puntos: con los jóvenes, con la fuerza,

porque lo llevan adelante y con los ancianos porque ellos son los que aportan la sabiduría de la vida»64.

En el marco de la Misa con los obispos y sacerdotes que acompañaban a sus jóvenes en la Jornada, el Papa expresó más

63. Este concepto —tan importante, como se ha visto en las presentes reflexiones, dentro de la comprensión que la Iglesia tiene de la cultura juvenil— estuvo presente de diversos modos en las intervenciones del Papa Francisco en Brasil y fue explícitamente mencionado durante el rezo del Angelus: «(…) qué importante es el encuentro y el diálogo intergeneracional (…) este diálogo entre las generaciones es un teso-ro que tenemos que preservar y alimentar» (Angelus, 26/7/2013). Y ante las autoridades brasileñas expresó también este dinamismo: «La juventud es el ventanal por el que entra el futuro en el mundo (…) Nuestra generación se mostrará a la altura de la promesa que hay en cada joven cuando sepa ofrecerle espacio (…) transmitirle valores du-raderos por los que valga la pena vivir (…) despertar en él las mejores potencialidades para ser protagonista de su propio porvenir, y corres-ponsable del destino de todos» (Discurso en el Palacio de Guanabara, 22/7/2013).

64. Francisco, Encuentro con los periodistas durante el vuelo a Brasil, 22/7/2013.

Estampilla conmemorativa de la JMJ Rio2013

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La Iglesia y la cultura juvenil

formalmente estas ideas: «En muchos ambientes se ha abierto paso lamentablemente una cultura de la exclusión, una “cultura del descarte” (…) El encuentro y la acogida a todos, la soli-daridad y la fraternidad son los elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana. Ser servidores de la co-munión y de la cultura del encuentro. Permítanme decir que debemos estar casi obsesionados en este sentido»65. También en el Discurso a los dirigentes de la sociedad volvió sobre el tema: «Hacer crecer la humanización integral y la cultura del encuen-tro y de la relación es la manera cristiana de promover el bien común (…) considero fundamental para afrontar el presente: el diálogo constructivo (…) El diálogo entre las generaciones, el diálogo con el pueblo, la capacidad de dar y recibir, permane-ciendo abiertos a la verdad. Un país crece cuando sus diversas riquezas culturales dialogan de manera constructiva: la cultura popular, universitaria, juvenil, la cultura artística y tecnológica, la cultura económica, de la familia y de los medios de comuni-cación (…) El único modo de que una persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance, es la cultura del encuentro (…) Hoy, o se apuesta por la cultura del encuentro, o todos pierden; seguir la vía correcta hace el camino fecundo y seguro»66.

Es significativo que el Papa haya planteado esta “cultura del encuentro” en el marco de sus palabras a los periodistas, obispos y dirigentes de la sociedad, pues estos, desde sus altas responsabilidades, están llamados a atender de modo particular a la “cultura juvenil”. Pero a los mismos jóvenes les propuso directamente este horizonte cultural, cuando, por ejemplo, en la Misa de Envío de la JMJ les decía: «En estos días aquí en Río, han podido experimentar la belleza de encontrar a Jesús y de

65. Francisco, Homilía en la Misa con los obispos y sacerdotes participantes en la XXVIII JMJ, 26/7/2013.

66. Francisco, Discurso a los dirigentes de la sociedad, 27/7/2013.

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encontrarlo juntos (…) Pero la experiencia de este encuentro no puede quedar encerrada en su vida (…) Compartir la expe-riencia de la fe (…) es un mandato que no nace de la voluntad de dominio o de poder, sino de la fuerza del amor, del hecho que Jesús ha venido antes a nosotros y nos ha dado, no algo de sí, sino todo Él»67.

Con ello quedaba aún más claro que la “cultura del encuen-tro” que propone el Papa está cimentada en la visión de la per-sona como un “ser para el encuentro y para la comunión” que se despliega en el abierto encuentro con otras personas a partir de su fundamento en el encuentro mayor con la Persona de Dios. No es, pues, entendido como un encuentro cualquiera, así como el diálogo no es una mera conversación y menos aún una negociación, sino que, bien en la línea de la perspectiva dialogal de Benedicto XVI, el diálogo es entendido dentro de la dinámica de un encuentro de carácter hondamente personal y personalizante porque tiene su origen y su destino en un Dios que siendo Comunión salió y sale primero a nuestro encuentro para animar todos nuestros otros encuentros68.

Así, se podría decir que desde una aproximación cultural a la realidad de los jóvenes, la propuesta de la “cultura del en-cuentro” es uno de los legados preciosos que, en Río de Janeiro, dejó el Papa Francisco a la cultura juvenil. Cultura del encuentro que se expresó no sólo en palabras sino también en gestos y en

67. Francisco, Homilía en la Misa de Envío de la XXVIII JMJ, 28/7/2013.68. Ver Francisco, Discurso al Comité Coordinador del CELAM, 28/7/2013,

V,3. Ver también las referencias del Papa al «encuentro cotidiano con Jesús en la Eucaristía» y al «encuentro con los otros» en la Homilía en la Misa con los obispos y sacerdotes participantes en la XXVIII JMJ, 26/7/2013, así como sus referencias al «estupor del encuentro» con Dios; al Bautismo como «primer encuentro de amor»; o al discipulado que, como en el caso de los discípulos de Emaús, nace del «encuen-tro con el Cristo Resucitado», en el Discurso al Episcopado Brasileño, 27/7/2013.

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La Iglesia y la cultura juvenil

concretos encuentros personales. Quienes tuvimos la bendición de estar en Río acompañando de cerca esta Jornada no pode-mos dejar de testimoniar la luminosidad del rostro de tantos jóvenes al experimentar su renovado encuentro con el Señor, consigo mismos, con sus hermanos e, incluso, con la naturaleza creada. Ello se percibió, de modo particularmente intenso, en el examen de conciencia personal que, durante la Vigilia de Oración, el Papa se animó a orientar, con palabras pausadas y recogidas, en cada uno de los más de tres millones de jóvenes esparcidos en la playa de Copacabana, así como en el siguiente momento de adoración eucarística en donde el silencio profun-do y absoluto de esa multitud juvenil era testimonio elocuente de un encuentro mayor, hondamente personal, que se reflejaba nítidamente en los jóvenes hincados en la arena de rodillas; o fue también visible en las innumerables, sobrecogedoras y divertidas anécdotas de encuentro personal y solidario entre los mismos jóvenes peregrinos; o en el encuentro personalísimo que arrancó lágrimas del Papa cuando Nathan Pires, un ma-ravilloso púber brasileño, surgió de la multitud y, en medio de sollozos, se abrazó al Santo Padre para decirle que quería ser sacerdote, obteniendo como respuesta las mismas palabras de compromiso personal que el Papa ha hecho extensivas a todos los jóvenes: “Reza tú por mí que yo rezaré por ti”.

El paso de Francisco por la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro ha sido, pues, el más reciente eslabón de una preciosa cadena histórica de atención y compromiso de la Iglesia con la “cultura juvenil” de todo tiempo y lugar. Y fue, ella misma, una maravillosa muestra de la “cultura del encuentro expresada en la cultura juvenil”, tal como lo compartió el Papa en las últimas palabras que dirigió en el aeropuerto de Río antes de volver a Roma: «Tengo la certeza de que Cristo vive y está realmente presente en el quehacer de innumerables jóvenes y de tantas personas con las que me he encontrado en esta sema-na inolvidable (…) En este clima de agradecimiento y de sauda-de, pienso en los jóvenes, protagonistas de este gran encuentro:

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Dios los bendiga por este testimonio tan bello de participación viva, profunda y festiva en estos días (…) Con su testimonio de alegría y de servicio, ustedes hacen florecer la civilización del amor (…) Yo seguiré alimentando una esperanza inmensa en los jóvenes de Brasil y del mundo entero: por medio de ellos Cristo está preparando una nueva primavera en todo el mundo»69.

Alfredo García Quesada, Doctor en Filosofía y Consultor del Consejo Pontificio de la Cultura,

es Profesor Principal adscrito al «Centro de Estudios de la Persona y la Cultura» de la Universidad Católica

San Pablo y miembro del Consejo Editorial de la revista «VE», de la revista «Persona y Cultura» y del Consejo

Internacional de la revista «Humanitas». Entre sus varias publicaciones sobre la Iglesia y la cultura se puede

mencionar el libro: La fe y la cultura en el pensamiento católico latinoamericano.

69. Francisco, Palabras de despedida en el aeropuerto de Río de Janeiro, 28/7/2013.

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EntrEvista

Alentar una nueva generación de jóvenes católicos

evangelizadores

Entrevista al p. Éric JacquinetResponsable de la sección “jóvenes” del Pontificio Consejo para los Laicos

Kenneth Pierce

Desde 1986 el Pontificio Consejo para los Laicos cuenta con una sección dedicada a los jóvenes, instituida por el Beato Juan Pablo II para destacar la importancia que ellos tienen en la misión de la Iglesia. Momento fuerte de su actividad es, entre otros, la preparación de las celebraciones de la Jornada Mundial de la Juventud, instituida por el mismo Pontífice en 1985. A poco de concluir la reciente Jornada Mundial de la Juventud, realizada en Río de Janeiro, dialogamos con el p. Éric Jacquinet, responsable de la sección “jóvenes” del Pontificio Consejo para los Laicos, para reflexionar sobre la reciente JMJ y la evangelización de la juventud.

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P. Éric Jacquinet

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Su labor en el Pontificio Consejo para los Laicos le permite tener una mirada amplia a la situación de los jóvenes en el mundo de hoy. En su opinión, ¿cuáles serían los principales desafíos para la evangelización de los jóvenes?

Para la evangelización de los jóvenes se necesitan misioneros que puedan hacerse cercanos a ellos. Los que están en la mejor posición para hacerlo son los propios jóvenes. Asumir el desafío de la evangelización de los jóvenes implica pues la formación de jóvenes misioneros. Éste era el objetivo de la Jornada Mundial de la Juventud de Río. Y observamos que el Espíritu Santo susci-ta una nueva generación de jóvenes católicos penetrados por el fuego de la evangelización. Les corresponde encontrar puertas de entrada para unirse al corazón de sus contemporáneos. Podemos mencionar al menos las siguientes puertas: la amistad, la entrada en la vida y la consolación. Amistad: los jóvenes aspi-ran a tener amistades bellas y duraderas. Muchos están solos y no se sienten satisfechos con sus amigos de Facebook. La Iglesia debe proponer lugares donde se vivan estas amistades, con la dimensión de la alegría, de la solidaridad. Entrada en la vida: Tantos jóvenes permanecen al borde del camino sin trabajo, sin proyecto de vida. Esto es muy deprimente para ellos. La Iglesia debe ofrecer algún acompañamiento para ayudar a los jóvenes a construir sus vidas. Consolación: muchos jóvenes han sido heridos, por alguna frustración sentimental, el divorcio de sus padres, diferentes adicciones. La Iglesia debe inventar ámbitos de reconstrucción, de sanación y de salud. Los jóvenes mismos pueden ser protagonistas de estos ámbitos con la ayuda y la sabiduría de los mayores en la Iglesia: laicos, religiosos, sacer-dotes, obispos.

Las Jornadas Mundiales de la Juventud tienen desde hace varios años una estructura similar, pero es evidente que cada ocasión ofrece una ocasión de enfocar temáticas y aproximaciones diversas. Este año, por ejemplo, el lema es

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Alentar una nueva generación de jóvenes católicos evangelizadores

«Id y haced discípulos a todas las naciones» (Mt 28, 19) y se realiza en el contexto del Año de la fe. ¿Qué acentos se han procurado subrayar para esta particular JMJ en Río de Janeiro?

Esta Jornada Mundial de la Juventud, efectivamente, estuvo centrada en la evangelización. La semana precedente a la de la JMJ, en las diócesis de Brasil, también estuvo concebida como “una semana misionera”. En muchos lugares fue un éxito y permitió a los jóvenes brasileños y extranjeros tener una experiencia misionera de anuncio de la fe en Cristo. Otra característica de esta JMJ ha sido el contacto con los pobres, en las distintas ciudades del país. Durante la semana misionera numerosos grupos fueron a visitar a los pobres. Algunos se aloja-ron en favelas. Todo ello los cuestionó. El Papa Francisco repite con frecuencia que uno debe ir a tocar la carne de Cristo en el encuentro con los pobres. Los jóvenes tuvieron esta experiencia humana y espiritual. Sus corazones se abrieron y Dios se ha ma-nifestado a ellos a través de esa experiencia. Otra característica evidente: la venida del nuevo Papa. Ellos han encontrado en él a un hermano, un padre y un amigo. Escucharon su palabra, tan fuerte, con un corazón disponible. Y la Palabra fue sembrada en sus corazones. Además, las celebraciones fueron muy bellas y “orantes”. Los brasileños son religiosos. Les gusta rezar, cantar, alabar, adorar a Cristo. Ello dio una nota muy particular a la JMJ. El mismo Papa es un hombre de oración e invitó a los jóvenes a orar.

¿Qué frutos han percibido a partir de las Jornadas Mundiales de la Juventud?

Esta JMJ estuvo magnífica. Los frutos son enormes, en los co-razones de los participantes, los responsables así como de las personas de Río que fueron testigos asombrados. Como en cada JMJ, uno estuvo marcado por la alegría y la comunión que reinaban. En las calles, ningún problema, nada de violencia, a

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pesar de las multitudes, sino más bien los grupos de distintas nacionalidades se aclamaban los unos a los otros. Los jóvenes soportan las condiciones de vida a veces difíciles (lluvia, frío, esperas, ausencia de servicios higiénicos) con buen humor. Ellos aman encontrarse los unos con los otros. Y ello se vio fuerte-mente favorecido por la calidad de la acogida que los brasileños nos dieron. Es un pueblo que sabe acoger, con generosidad, delicadeza y bondad. La mayoría de los jóvenes pudieron ser acogidos en familias. Tan abiertas son las casas cariocas que incluso hubo 70 mil alojamientos disponibles en familias que no fueron necesarios. Las delegaciones extranjeras fueron muy bien recibidas. Cada JMJ es una experiencia de la globalización lograda, es decir, de la comunión entre las personas. Los jóve-nes lo vivieron así y esa experiencia dejará necesariamente una huella en sus corazones. Además, hay que mencionar todo lo que sucedió en los 270 lugares de catequesis en parroquias,

A Juan Pablo II le encantaba

decir que la juventud no es

una edad de transición entre

la infancia y la edad adulta,

sino un momento particular

de la vida, marcado por

las grandes aspiraciones,

los grandes ideales…

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las celebraciones con el Papa. Un clima de escucha, de reco-gimiento, de oración. ¡Una playa con más de 3 millones de personas que oran deja de todas maneras fruto! Dejará una huella indeleble en todos los corazones y en la ciudad de Río.

Les ha dicho el Papa Francisco a los jóvenes en Brasil: «Cristo les ofrece espacio, sabiendo que no puede haber energía más poderosa que esa que brota del corazón de los jóvenes cuando son seducidos por la experiencia de la amistad con Él. Cristo tiene confianza en los jóvenes y les confía el futuro de su propia misión: “Vayan y hagan discípulos”». La preocupación por los jóvenes es una de aquellas dimensiones que destaca, por ejemplo, la profunda continuidad entre los pontificados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. ¿Qué hay en el corazón del joven que la Iglesia valora tanto?

A Juan Pablo II le encantaba decir que la juventud no es una edad de transición entre la infancia y la edad adulta, sino un momento particular de la vida, marcado por las grandes aspiraciones, los grandes ideales, una gran energía, una gran capacidad de ser generosos. La juventud posee una fuerza real en su fragilidad, su inexperiencia, su idealismo, su inmadurez. Hay que dejarse arrastrar por los jóvenes. El Papa Francisco lo dijo a los jóvenes de la Argentina: “¡salgan y hagan lío!” Y en su entrevista a la televisión brasileña: “un joven que no protesta, no me gusta, porque un joven tiene un deseo de utopía y la uto-pía no siempre es mala”. Además, la Iglesia se interesa por los jóvenes, porque ellos son su presente y su futuro. Un pueblo, una Iglesia, una asociación que no se ocupa de los jóvenes se condenaría a desaparecer en corto plazo. Pero la Iglesia no lo hace solamente como una estrategia para organizar su porvenir. Ella lo hace como un acto de fe y de esperanza. Dios quiere hablar a los jóvenes de hoy y enviarlos en misión para servir al mundo, como envió al joven profeta Jeremías, y a tantos jóvenes durante los siglos.

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En las JMJ suelen participar muchos jóvenes que no son católicos, así como muchos que quizás están un poco alejados de la fe. ¿Qué los atrae?

A muchos jóvenes les encanta descubrir otros horizontes, otras personas, tener experiencias fuertes. La JMJ es una propues-ta en esa línea. Uno experimenta en ella la novedad de los encuentros, la amistad, la fuerza de la fe. Juan Pablo II estaba convencido de que los jóvenes, en su idealismo, buscan el amor y la verdad. Si son amados y lo sienten así, les atrae. Si testigos creíbles les dicen la verdad sobre la vida, quiénes son ellos, su misión, su mundo, ellos vienen y escuchan. El Papa Francisco los ama y es un testigo creíble. Los jóvenes vienen, se dejan to-car y escuchan. A un nivel más profundo, se puede pensar que los jóvenes buscan a Cristo, y que Cristo busca a los jóvenes. Es un misterio de la fe. En Río, Cristo estuvo representado por la estatua del Corcovado, que espera y acoge con los brazos abiertos. Más allá de toda consideración, a nivel más profundo, es Cristo Jesús quien atrae a los jóvenes.

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67mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

Sentido del Año de la fe

Card. Jean Daniélou, S.J.

Ofrecemos a continuación unas reflexiones del entonces padre

Jean Daniélou que aparecieron publicadas simultáneamente en

el diario «La Croix» de París y en «La Vanguardia Española» de

Barcelona en octubre de 1967, mientras se desarrollaba el Año

de la fe convocado por el Papa Pablo VI en el XIX centenario

del martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo. En el contexto del

presente Año de la fe, proponemos la lectura del texto del p.

Daniélou como un aliciente para la reflexión sobre la situación

de la fe hoy. Muchos elementos del diagnóstico hecho entonces

no sólo siguen vigentes sino que en algunos casos se han agudi-

zado. Otros, a la luz de los cambios ocurridos en nuestro tiempo,

requerirán ser afinados. Como cristianos enfrentamos múltiples

desafíos para vivir la fe y para anunciarla. La breve reflexión

del teólogo francés invoca a hacer, como punto de partida, un

examen de conciencia: ¿En qué medida estamos dispuestos a

comprometernos y asumir los desafíos que tenemos por delante?

I. Presencia de los cristianos en el mundo

Ante las grandes tareas de la Iglesia actual, los cristianos debe-mos hacer un examen de conciencia. ¿En qué medida estamos

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dispuestos a asumirlas? ¿A qué se debe que los cristianos, que representan numéricamente una fuerza considerable, sean fre-cuentemente tan poco eficaces? Parece evidente que estamos ante una grave responsabilidad histórica. Hubo un momento en que el cristianismo, asociado al desarrollo de la civilización, tuvo tal irradiación mundial que parecía que el universo entero iba a ser cristianizado. Desde el Brasil a la China, desde Australia al Canadá, el cristianismo, bajo sus diversas formas, parecía que iba a conquistar el mundo.

Ahora, de golpe, despertamos ante una trágica realidad. Los antiguos paganismos, el islam y el judaísmo están renovándose. La civilización técnica se ha inclinado al ateísmo. El cuerpo eclesial está roto por la división. Es cierto que la responsabilidad de este hecho recae, en gran parte, sobre los pecados de los cristianos. En el umbral de una nueva era, estamos todavía con-vencidos de que el mundo está llamado a ser cristiano. Lo que importa, sobre todo, es no recaer en nuestros pecados.

Hay, en primer lugar, un deber de presencia. Hay que reco-nocer lealmente que, a menudo y por razones diversas, hemos permanecido al margen de las líneas de fuerza del mundo que se construye. Después de haber estado a la vanguardia de la civilización moderna durante los siglos clásicos, en el momento en que esta civilización entró en crisis, se produjo una ruptura. Legítimamente deseosos de defender los valores tradicionales amenazados, no hemos sabido comprender la importancia que llegarían a tener ciertas líneas de progreso.

Así ha sucedido, por ejemplo, con la cultura científica; la Iglesia del siglo XIX, a pesar de la existencia de admirables pre-cursores, no supo comprender la importancia del movimiento obrero, de la civilización técnica. Así ha sucedido también con los pueblos de color, cuyas legítimas aspiraciones no siempre han sido acogidas favorablemente. Es esencial que los cristianos estén presentes hoy en los sectores vitales de la civilización: investigaciones técnicas, organizaciones internacionales, asis-tencia técnica; en primer lugar, porque esto es lo normal; y,

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Sentido del Año de la fe

también, porque sólo estando pre-sentes podrán ejercer una influencia.

Pero esta presencia crea no pocas exigencias. El mundo actual es más exigente cada día. Respeta a los hombres que aportan elemen-tos positivos. En este sentido, está mucho más dominado por la tecno-logía que no por las ideologías. La concurrencia crea una emulación; es necesario que lo que hacemos se imponga, ante todo, por su valor. Se sirve positivamente la causa de la Iglesia cuando un gran sabio, un buen político, un escritor valioso es, al mismo tiempo, un buen cristiano.

Uno de los problemas contem-poráneos es precisamente éste: que mientras la generación precedente ha conocido grandes escri-tores cristianos, cuyo influjo ha sido muy grande, los maestros de la actual generación son, en buena parte, ateos. La Iglesia ha perdido su posición en importantes sectores de la cultura. Es, pues, una cuestión esencial preparar cristianos cuyo valor profesional se imponga.

Aunque, en realidad, los problemas de hoy no son sola-mente técnicos. Son problemas humanos. Los problemas fun-damentales no están en hacer progresar las técnicas, sino en saber para qué han de servir éstas. Es aquí, ante todo, que se impone una presencia de los cristianos en el mundo de hoy. Éste es el más grave de los deberes.

Con demasiada frecuencia, las enseñanzas que la Iglesia ha dado no han sido comprendidas o no han sido seriamente practicadas. Actualmente proponen líneas de acción el Concilio y la Populorum progressio. Conviene que estas enseñanzas las conozcamos y las llevemos al campo de la acción.

Jean Daniélou (1905-1974).

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En muchos aspectos, hoy, los hombres buscan. Muchos, que no son cristianos, no encuentran ni en el viejo liberalismo ni en el colectivismo marxista las líneas de inspiración para su acción. Admiran las enseñanzas de la Iglesia; pero se maravillan de que los cristianos se preocupen tan poco de ponerlas en práctica. Si queremos evitar la subversión en muchos países, es necesario tomar la iniciativa de las reformas que son necesarias. Aquí, el cristiano está en el ámbito que le es propio.

II. Los peligros que amenazan la fe

Existe, pues, para los cristianos un deber de presencia en el mundo. Pero la crisis íntima del cristianismo, si queremos ir hasta el fondo, está más en el debilitamiento de la fe que no en una falta de adaptación al mundo moderno. Aquí está, en definitiva, el verdadero problema. Pues allí donde hay una fe viva, ésta sabe encontrar los medios necesarios para ser eficaz. Nuestro cristianismo no es suficientemente activo, porque no es suficientemente convencido. Es necesario, también en este punto, no hacernos ilusiones. Existe hoy, en el mundo cristiano, una crisis de fe. Pablo VI lo sabe muy bien, al decir que hoy los problemas esenciales son dos: la paz y la fe. En realidad, en las familias cristianas, se multiplican las crisis de fe y los abandonos.

Algunos no permanecen fieles más que a una tradición y, en este sentido, están desarmados frente a las objeciones que se les hacen. Se nota hoy entre los cristianos un complejo de dimi-sión, que es tremendo, y que el Concilio no ha podido detener. Así lo demuestran las múltiples intervenciones de Pablo VI sobre la Eucaristía, sobre el sacerdocio y sobre la Sagrada Escritura.

Es necesario analizar los motivos de esta crisis. El primero es la falta de formación doctrinal de los laicos. Es evidente que la fe necesita hoy ser más conocida y profundizada. Es imposible mantenerse en una religión puramente sentimental. Problemas muy reales se plantean continuamente. A nivel intelectual, por

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obra de una revolución cultural que nos obliga a distinguir lo que es propiamente objeto de la fe, de aquello que no es más que el residuo de pasadas formas culturales. Es esencial, tam-bién, la búsqueda de una formulación de la fe en el lenguaje de los hombres de nuestro tiempo.

Otros problemas se plantean en el campo de la moral. Problemas nuevos que nacen de los progresos de la biología, de la psicología, de la economía. Hay aquí un gran trabajo a realizar por parte de la Iglesia.

Se constata, por otro lado, un interés general por los pro-blemas religiosos. Es muy necesario que los seglares tengan hoy una formación que, si no es de especialistas, sea al menos suficientemente profunda como para que sean capaces de justi-ficarse a sí mismos los motivos de creer y de asimilar, ante todo ellos mismos, el contenido de su fe; sólo así, después, podrán justificarla y expresarla ante los demás.

Existe, en segundo lugar, la influencia de las falsas doctrinas. No hablo aquí de las corrientes ideológicas ateas que atacan la fe desde fuera. Éstas impregnan la vida intelectual contemporá-nea —universitaria, literaria, artística— y todos somos vulnera-bles a ellas. Me refiero, sobre todo, a todo lo que, en el interior mismo de la Iglesia, debilita la solidez de la fe. Me refiero a la aceptación por parte de muchos cristianos de un secularismo que ve la religión como una mitología y una magia y que reduce el cristianismo a una pura moral de amor al prójimo.

Pienso también en las dudas sobre las intervenciones divinas en la historia, que son el objeto mismo de la fe: la concepción virginal de Cristo, su resurrección de entre los muertos, su retor-no al final de los tiempos.

Hablo de un cristianismo que se dice profético y que mi-nimiza los sacramentos, el sacerdocio, la jerarquía. Hay que reconocer, desde este punto de vista, que la hora posconciliar es un momento difícil en que la necesidad de estudio e investi-gación, querida por la Iglesia, puede quedar comprometida por los abusos de algunos autores ávidos de publicidad.

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Por último —y acaso sea lo más grave—, parece que en la Iglesia se está debilitando el espíritu misionero, el impulso apos-tólico de que dieron prueba las primeras generaciones apostó-licas y que, desde el siglo XVI al XIX, no han dejado de mover a la Iglesia. En mi opinión, en este punto, es especialmente grave la obligación de luchar contra el complejo de dimisión.

En la base de esta actitud hay una falta de fe en el poder del Espíritu, que crea una actitud de desánimo ante las dificultades, sean éstas el paganismo de ayer o el ateísmo de hoy. Se da también una interpretación abusiva de los textos y del espíritu del Concilio, sobre lo que ya ha hablado Pablo VI.

El espíritu de diálogo y el respeto a las personas se trans-forman, a veces, en aceptación de los errores y en un falso liberalismo, especialmente en el caso del ateísmo. En alguna ocasión se deforma el ecumenismo convirtiéndolo en un fal-so irenismo, que desemboca en el relativismo, tal como lo ha descrito Pablo VI en la Ecclesiam suam. Se interpreta la teología del Concilio sobre la universalidad del plan salvífico de Dios, minimizando la normal necesidad de pertenecer a la Iglesia para salvarse. Es comprensible que, en estas circunstancias, el espíritu misionero desaparezca, que disminuyan las vocaciones misioneras, que se debilite el celo por la salvación de las almas.

El Cardenal francés Jean Daniélou, S.J. (1905-1974),

participó como perito en el Concilio Vaticano II.

Especialista en el estudio de los orígenes cristianos

y en patrística, entre sus principales libros se pueden

mencionar: El misterio de la historia; Teología del judeocristianismo; Mensaje evangélico y cultura helenística; Los orígenes del cristianismo latino;

Sacramentos y culto según los Santos Padres; La catequesis en los primeros siglos; Dios y nosotros.

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Santo Toribio de Mogrovejo, misionero de la fe

Alfredo Garland B.

La Iglesia católica está en estos días inmersa en el Año de la fe convocado por el Papa Benedicto XVI como un momento intenso y privilegiado para que los cristianos tomemos mayor conciencia de que «“la puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros»1. La proclamación de este Año ha sido, como destacó el Papa Francisco en clara continuidad con su predecesor, una «intuición verdaderamente inspirada» que debe impulsar «el camino de fe de todos»2.

Este tiempo constituye sin duda una ocasión apropiada para evocar a quienes han entregado generosamente sus vidas testimoniando la Buena Nueva; personas que, inflamadas por el amor del Señor, se consagraron a «revelar en el mundo el

1. Benedicto XVI, Porta fidei, 1. 2. Francisco, Discurso en el encuentro con los representantes de las Iglesias

y comunidades eclesiales, y de las diversas religiones, 20/3/2013.

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Alfredo Garland B.

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misterio de Cristo»3. Dentro de esa pléyade de testigos, un per-sonaje que merece nuestro recuerdo agradecido como apóstol y evangelizador es Santo Toribio de Mogrovejo, el segundo Arzobispo de Lima. Cada paso avanzado durante su ministerio refleja a una persona que ayudó a otras incontables a encontrar-se con el amor de Jesucristo. Su intenso y asombroso apostolado solamente fue posible «con la fuerza del Señor resucitado», que le permitió «poder superar con paciencia y amor todos los su-frimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores»4. Por ello creemos que una manera de aportar a las reflexiones a las que nos invita este Año de la fe es rememorar a Santo Toribio, un intrépido misionero colmado de aquel amor de Cristo que nos impulsa a evangelizar y a ayudar a otros a entrar por la puerta de la fe.

Primeros pasos

Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en un día otoñal, el sá-bado 16 de noviembre de 1538, en la ciudad vallisoletana de Mayorga, vástago de una familia de «hijosdalgo y de solar». Su padre, don Luis Mogrovejo, era jurista, mientras que su madre, Ana Robledo y Morán, mujer de particular virtud y carácter, educó a su hijo en los caminos del cielo antes que en las veredas de la tierra5.

Los desvelos de doña Ana rindieron fecundo fruto. Entre los testigos del proceso de canonización resalta el testimonio de Diego de Morales, secretario de Santo Toribio, quien sostuvo haber escuchado de familiares del prelado que desde niño «dio

3. Lumen gentium, 8; ver Benedicto XVI, Porta fidei, 6. 4. Benedicto XVI, Porta fidei, 6. 5. Ver Antonio de León Pinelo, Vida del Ilustrísimo y Reverendísimo

D. Toribio Alfonso Mogrovejo, Arzobispo de la Ciudad de los Reyes, Lima 1906, p. 44.

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Santo Toribio de Mogrovejo, misionero de la fe

muestras de lo que debía de ser, de su pureza y de la excelencia de su vida y santidad»6. Mientras que su cuñado y fiel confi-dente, Francisco de Quiñones, quien conoció a Toribio durante la infancia en Mayorga y más tarde se trasladó al Perú con el Arzobispo, manifestaba: «Su santidad es muy antigua, así de su niñez, como de colegial que fue de Salamanca», añadiendo que «en todas partes se hallará gran relación de santidad»7.

Toribio Alfonso realizó estudios de gramática y humanida-des en Valladolid. En la segunda mitad del siglo XVI la urbe vallisoletana alojaba al Real Consejo de Indias, constituyéndose en uno de los centros administrativos, políticos y culturales de mayor importancia en el Imperio español, aunque ya estaba siendo sobrepasada por Madrid, la nueva capital. Mientras Toribio cultivaba conocimientos humanísticos en las aulas de la acreditada Universidad de Valladolid, sin atisbar indicio alguno de un futuro en las Indias, se organizaban nuevas expediciones colonizadoras hacia tierras americanas, y el Consejo de Indias, conformado por juristas, canonistas y teólogos, configuraba la legislación que gobernaba el territorio indiano.

En 1562 Toribio de Mogrovejo se trasladó a la Universidad de Salamanca con el fin de matricularse en su prestigiosa Facultad de Derecho. Los añosos archivos salmantinos contie-nen el siguiente registro: «Toribio Alfonso de Mogrovejo, natu-ral de Mayorga, diócesis de León, matriculado en Cánones»8.

6. Testimonio de Diego de Morales, en Vicente Rodríguez Valencia, Santo Toribio de Mogrovejo. Organizador y Apóstol de Sur América, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1956, t. I, pp. 89-90.

7. Carta de Francisco de Quiñones al rey Felipe II, del 4 de abril de 1587, fechada en la Ciudad de los Reyes de Lima, en Mons. Emilio Lissón, La Iglesia de España en el Perú. Colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú, que se encuentran en varios archivos, Sevilla 1945, vol. III, n. 14, doc. 610, folio 2, p. 461.

8. Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, p. 71.

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Las enseñanzas adquiridas en las aulas salmantinas dejaron una huella perdurable en el joven alum-no. Los estudios en aquella univer-sidad constituyeron un privilegio así como una preparación remota para Mogrovejo. Su estancia en Salamanca coincide con uno de los momentos de mayor creatividad e impulso intelectual para la cultura jurídica y teológica: la “Edad de Oro” de la Escolástica española.

El precursor de los estudios jurídico-humanísticos salmantinos fue el dominico Francisco de Vitoria (1483/1486-1546), quien mejor representa la tendencia de los teólogos españoles de la época, acercando la teología tanto a la vida espiritual como a las experiencias concretas de la persona humana, para cuya realización y salvación Dios se hizo hombre. «Salamanca humaniza la teo-logía aplicándola al derecho, a la economía, a la vida, desde la consideración del hombre como imagen de Dios», expone el historiador Melquiades Andrés Martín. «Aquí basamenta la dignidad e igualdad de todos los hombres y la universalidad de la ley natural»9.

Tan sólo habían transcurrido dieciséis años desde el tránsito de Vitoria, el “gigante salmantino”, cuando el joven Mogrovejo atendió a las lecciones en Salamanca. Era posible escuchar aún los ecos de las resonantes y encendidas dis-cusiones alentadas por Vitoria sobre los problemas éticos y jurídicos generados por la conquista española de América. En el transcurso de estas oposiciones se habían analizado a fondo

9. Melquiades Andrés Martín, La teología española en el siglo XVI, BAC, Madrid 1977, t. II, p. 377.

Fachada de la Universidad de Salamanca.

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los aspectos éticos de la conquista y la colonización del Nuevo Mundo, surgiendo leyes que mandaban tutelar a los indios. De estas reflexiones nació el derecho internacional de gentes.

No menos significativa fue la presencia en Salamanca del profesor de leyes Martín Azpilcueta (1491-1586), conocido como el “Doctor Navarro”, maestro de Cánones de Toribio, dispensándole al joven estudiante amistad y orientaciones10. Entre los años 1564-66 Mogrovejo interrumpe sus estudios salmantinos para acompañar a su tío, el jurista Juan de Mogrovejo, amigo de Azpilcueta, a Coimbra, universidad portuguesa que le había honrado con el decanato de su Facultad de Derecho. Con la asistencia de Toribio Alfonso, don Juan estaba trabajando en la redacción y compilación de sus lecciones de jurisprudencia.

Tras el periplo en Coimbra retorna a Salamanca, donde adquiere distinción en ambos derechos, el civil y el canónico. Un compañero, el canónigo Lope Flores Osorio, lo recuer-da como «hombre de muy buena condición y muy buen entendimiento y muy estudioso». Mientras que su secretario en Lima, el licenciado Bartolomé de Menacho, lo describe como «hombre de muy aventajadas y grandes letras... siempre ocupado en los libros, y así estaba en todas las materias muy señor»11. Toribio de Mogrovejo accedió al título de licenciado en Derecho Canónico el año 1568.

10. Este auténtico humanista cristiano fue consejero de Papas y Reyes, publicando eminentes obras jurídicas y económicas —una novedad para la época— como el Tractado de las rentas sobre temas como el valor del dinero y la ley de oferta y demanda. Cultivó también la oración mental y el combate espiritual, al que dedicó recogidos escritos, entre los que se encuentra el Manual de confesores y peni-tentes publicado en Coimbra en 1553.

11. Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. II, p. 487.

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La dedicación a los estudios y la sobria piedad cristiana le ayudaron a obtener una importante beca en el Colegio salman-tino de San Salvador de Oviedo. Aquella subvención vino en buen momento porque, habiendo fallecido su padre, pasaba por apuros económicos.

La generosa personalidad y la sabiduría de Toribio Alfonso de Mogrovejo fueron granjeándole la amistad de maestros y condiscípulos. Uno de ellos fue Diego de Zúñiga, quien en el futuro desempeñaría cargos de la mayor relevancia en el reino hispano. Zúñiga nunca perdió de vista los pasos del auste-ro amigo, hasta que como oidor de Granada intervino en el nombramiento de Mogrovejo como miembro del Tribunal de la Inquisición en aquella provincia. Más tarde, como presidente del Consejo de Castilla, intercedió ante el rey Felipe II para de-signar a Toribio, un jurista laico, como Arzobispo de Lima. Otro amigo distinguido de Mogrovejo fue Francisco de Contreras, quien también regentó la presidencia del fundamental Consejo de Castilla, cuerpo gubernativo en el que se apoyaba de ma-nera especial el monarca. El acucioso Rey, acostumbrado a los detallados informes, fue muy bien servido por las referencias de Zúñiga y Contreras12.

En el mes de diciembre de 1573 una comunicación urgente de la Cancillería Real interrumpió repentinamente los estudios doctorales de Toribio. Se le nombraba para la corte inquisito-rial granadina, territorio complejo porque hasta el año 1492 había constituido el último baluarte musulmán en España. Las estrechas callejas de Granada mostraban vestigios de la cultura mora, heredera del reino nazarita, que guardaba en aquellas circunstancias una particular similitud con las tierras ameri-canas, pues ambos lugares constituían territorios de misión13.

12. Ver allí mismo, t. I, p. 112. 13. Ver Tomás Cólogan, S.J., De la Inquisición de Granada al Arzobispado

de Lima. Santo Toribio de Mogrovejo, Discurso inaugural del curso

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Al arribar el novel juez a su destino aún estaba fresco entre los moriscos de Albaicín el recuerdo de un notable misionero, el arzobispo Fernando de Talavera (1428-1507). Entre el futu-ro Obispo de Lima y el apóstol de Granada también existieron sorprendentes semejanzas. Talavera propuso una senda de caridad y viva predicación del Evangelio para convertir a los musulmanes, actitud que le granjeó el título de “El Alfaquí” —el sabio y bondadoso— cristiano. Entre las empresas que Talavera impulsó estuvo la traducción de la Sagrada Escritura al árabe.

Mogrovejo permanece en el exigente puesto judicial hasta el año 1580. Su actuación como juez fue firme pero a la vez magnánima. Entre las informaciones de su desempeño consta una “visita” oficial al tribunal, efectuada entre 1575 y 1576 por un inspector, tras la cual, salvo Toribio, fueron depuestos todos sus miembros. Los viajes que emprende por aquellas comarcas de Granada, recientemente ganadas para el cristia-nismo, contribuyen a que Mogrovejo adquiera experiencias valiosísimas para las futuras visitas pastorales que caracteriza-rán su ministerio episcopal indiano.

Nombramiento episcopal

En 1575 ocurre el tránsito del primer Arzobispo de Lima, el dominico fray Jerónimo de Loaysa. Para reemplazarlo el rey Felipe II había tomado una decisión fundamental: el cargo debía ir a un hombre joven y virtuoso, dispuesto a entregarse a los mayores rigores con el fin de aportar una organización de-finitiva al colosal esfuerzo evangelizador americano14. Zúñiga,

académico 1953-54 en la Facultad de Teología de la Compañía de Jesús de Granada, Imp. Francisco Román Camacho, Granada 1954, p. 8.

14. En primera instancia fue nombrado para ese cargo Diego Gómez de la Madrid, inquisidor en Cuenca. Mientras preparaba su viaje a Lima,

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ahora miembro del medular Consejo de Indias, sugirió el nom-bre de Toribio de Mogrovejo. El monarca acepta la propuesta, e invocando el derecho de patronato designa a Mogrovejo. Tras vacilar por considerarse indigno, Toribio accede, ratificándolo el Papa Gregorio XIII en el consistorio del 16 de marzo de 1579. «Si bien es un peso que supera mis fuerzas, tiemble aun para los ángeles y a pesar de verme indigno de tan alto cargo, no he diferido aceptarlo», escribe al Santo Padre15.

Su nombramiento como arzobispo limeño fue un aconteci-miento inusitado. El rey Felipe II solía acudir para dichos cargos a religiosos, pero Mogrovejo era un jurista laico, con sólo treinta y nueve años a cuestas y sin ninguna experiencia pastoral. Quizá un referente en la historia de la Iglesia sea San Ambrosio, nom-brado Obispo de Milán por aclamación, en el año 374, cuando ejercía el cargo de prefecto de aquella urbe. Al igual que San Ambrosio en Milán, le correspondió a Santo Toribio organizar la evangelización y la vida eclesiástica en el Perú y en buena parte de América —a través del III Concilio Limense—, mostrando tal dinamismo y santidad que uno de sus detractores, el puntilloso Virrey Marqués de Cañete, lo describió como «una rueda en movimiento continuo»16.

El jurista convertido en apóstol del Perú fue ordenado sacer-dote en Granada y obispo en Sevilla. Conociéndole muy bien, el arzobispo granadino Juan Méndez de Salvatierra propuso conferirle en un día todas las órdenes, pero él prefirió recibirlas en tres domingos sucesivos. Mientras aguardaba la partida de la flota hacia Panamá y las costas peruanas, aprovechó para

el obispado de Badajoz quedó vacante, recibiendo el nombramiento para aquella sede en 1578, por lo que permaneció en España.

15. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al Papa Gregorio XIII, del 15 de abril de 1580, fechada en Madrid, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, p. 134.

16. Ver Tomás Cólogan, S.J., ob. cit., p. 49.

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prepararse espiritual e intelectualmente para la empresa de «ir a trabajar y a padecer y a convertir almas». Debía confrontar los retos que planteaba a la misionología la evangelización consti-tuyente del Perú. Seguramente estaba familiarizado con los in-formes que arribaban del lejano país sudamericano. Había uno en particular, preparado por el oidor Cuenca sobre las misiones en el norte peruano, donde se referían los escasos resultados alcanzados por la evangelización, entre otras causas, por la fal-ta de doctrineros hábiles en lenguas nativas. «Ningún indio se confiesa, ni entiende lo que se les enseña en la doctrina, por no entender los sacerdotes la lengua», denunciaba Cuenca17. En completo acuerdo el novel arzobispo establece como condición a sus sacerdotes y doctrineros el aprendizaje de lenguas nativas para poder obtener una doctrina. Dando el ejemplo, emplea el tiempo de espera en Sevilla para estudiar el Arte y vocabulario quechua18, transformándose en un hábil quechuista.

Toribio Alfonso de Mogrovejo entró a Lima el 11 de mayo de 1581, haciéndose cargo de una arquidiócesis tan extensa como el territorio de la Península Ibérica. Sus fronteras se inicia-ban en Piura, y concluían en Nazca, nueve grados de longitud hacia el sur. Las diócesis sufragáneas de Lima comprendían toda la América española, salvo Nueva Granada, México, el Caribe y la Florida.

Inquieto por conocer de primera mano la realidad peruana, el pastor realizó una primera visita a las serranías del norte y centro del Perú. Mogrovejo consideraba que debían confron-tarse diversos problemas: la escasez de misioneros familiariza-dos con la pastoral entre los indígenas; el conocimiento de las culturas y de las lenguas autóctonas; la carencia de catecismos adecuados en lenguas nativas; la concentración centralista en

17. Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, pp. 348-349. 18. Obra compuesta por fray Domingo de Santo Tomás y publicada en

Valladolid en 1564.

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Lima de los clérigos, mientras que las doctrinas alejadas care-cían de atención; y la codicia de innumerables encomenderos, quienes al dejar de atender las necesidades elementales de los indios, como era su obligación, violaban los deberes adquiridos con la Corona y entorpecían la evangelización.

Santo Toribio dedicará los siguientes 21 años a establecer una organización duradera para la naciente comunidad eclesial en el Perú. Bajo su liderazgo empieza un período de evan-gelización intensiva, que tiene como principio y eje el III Concilio Limense, celebrado a partir de 1582. Este sínodo hispanoamericano sirvió para introducir la legislación del Concilio de Trento (1545-1563) en tierras in-dianas, destacando también sus estatutos misioneros, sus claras disposiciones canónicas y la redacción de un conjunto de cate-cismos en idiomas nativos.

El III Concilio Limense, estatuto fundamental de la Iglesia en América del Sur

Al inaugurarse en 1582 el III Concilio Limense, los obispos y pre-lados asistentes, procedentes de los diez territorios eclesiásticos sudamericanos, habían asimilado valiosas experiencias pastora-les. Comprendían con adecuada lucidez qué tenían que hacer para ayudar en la evangelización. El menos veterano, Mogrovejo, había dedicado casi un año a visitar su diócesis y conocer su rea-lidad. Una de las primeras decisiones de los padres conciliares fue determinar que los decretos de la asamblea fuesen concretos

Facsímil de la primera página del Libro de visitas de Santo Toribio.

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y concisos, orientados a la organización de la evangelización de los indios, de los cada vez más numerosos negros, así como del naciente sector mestizo y de los españoles, entendiendo que cada uno de estos grupos constituía un reto particular.

La brevedad, claridad y realismo del documento conciliar hizo del III Concilio Limense una legislación viable y aplicable en una geografía y en unas realidades etnográficas y culturales complejas. Así lo explicó Santo Toribio al rey Felipe II: «No debe parecer a nadie mucha prolijidad de tiempo (14 meses), ni demasiada copia de decretos, la que en este sínodo hubo. Porque como es Iglesia nueva, y que al principio no se asentó tan bien, ocurren forzosamente muchas cosas que proveer... Mayormente siendo las juntas de prelados en estas partes de Indias tan raras y tan difíciles... Con razón, en muy largo tiempo, no se puede esperar otra junta semejante»19. Para que «de una vez quedase asentado lo principal del gobierno eclesiástico e instrucción de los naturales... que con trabajo que se ha tomado en este Concilio provincial se excusa, en gran parte, para los de adelante»20.

Coincide un estudioso moderno, Enrique Bartra, que el III Concilio Limense asumió con realismo los retos de «encon-trar los medios adecuados para la conversión de los indígenas,

19. Carta del Arzobispo de Los Reyes y Obispos de las ciudades de La Imperial, La Plata, Cuzco, Santiago de Chile, Tucumán, y de Río de la Plata, a S.M., rogándole para que se cumplan los decretos del Concilio, del 30 de septiembre de 1583, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 11, doc. 534, pp. 80-94. Ver la introducción al petitorio en la p. 80.

20. Ver Los Decretos del Santo Concilio Provincial celebrado en la Ciudad de los Reyes del Perú en el año de 1583. Introducción de Don Toribio Alfonso de Mogrovejo, Arzobispo de Los Reyes, fechados el 15 de di-ciembre de 1583, en Emilio Lissón, ob. cit., vol III, n 12, doc. s/n, pp. 109-110.

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pero al mismo tiempo salieron en su defensa contra los abusos y atropellos de que eran víctimas, y trataron de que la población española, clérigos y laicos, cumpliesen sus obligaciones como cristianos»21. Ideal, por cierto, nada sencillo.

Los dos anteriores Concilios limeños habían abundado en decretos que permanecían sin cumplir. El III Limense, «más que multiplicar disposiciones legales, sus decretos servían de examen de trabajo cumplido y para trazar nuevos planes. Sus decretos se leían públicamente en la iglesia delante de los in-dios, y especialmente todo lo que a éstos podía interesar se les comunicaba en su propio idioma»22. Bartra destaca que en un sínodo celebrado en Yungay, en el año 1585, como consecu-ción del Limense de 1582, Santo Toribio dispuso que «los niños aprendiesen a leer en el catecismo del Concilio provincial, y que cada alumno tuviese su ejemplar impreso... A los pobres se les daba gratis de las cajas de comunidad»23. Se trataba de que los naturales entendiesen y participasen del esfuerzo evangelizador.

A pesar de la claridad y consenso con que se acometió la obra misionera, el III Concilio Limense se distinguió por sus dificultades. En su programa se acometían las cuestiones complejas que había suscitado la evangelización americana: los sacramentos a los indios, el otorgamiento de las órdenes sagradas a los mestizos, el Patronato Real, por mencionar algu-nos temas. Santo Toribio explica que se sopesó todo luego de examinar los memoriales «de todas las Iglesias y ciudades de estos reinos»; «consultándose con personas idóneas de letras

21. Enrique Bartra, S.J., Introducción a Tercer Concilio Limense, 1582-1583, edición conmemorativa del IV centenario de su celebración, Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, Lima 1982, pp. 20-21.

22. Enrique Bartra, S.J., Sto. Toribio de Mogrovejo, Biblioteca Visión Peruana, Lima s/f, p. 39.

23. Lug. cit.

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y experiencia, teólogos y juristas... se procedió con mucho miramiento»24.

Para su ejecución era fundamental el apoyo del Rey, con el fin de echar a andar la maquinaria virreinal a favor de la empresa evangelizadora. Santo Toribio solicitó a Felipe II que «ampare y defienda el bien espiritual y temporal de sus vasallos, especialmente a los naturales de esta tierra»25. Para enterarlo mejor el arzobispo limeño procedió a enviar una copia en versión castellana, conservada en el palacio de El Escorial. Su

valor está en que constituye la versión que salió del Concilio, antes de su aprobación final y su traducción latina. «Me he atrevido a enviar a V.M. este librillo», escribe Santo Toribio. «Aunque no parezca materia tan propia de las ocupaciones de V.M., todavía me doy a entender se dignarán vues-tras reales manos de revolver algún rato este pequeño volu-

men, y le tendrán por bien ocupado de enterarse del gobierno eclesiástico de estas partes». Con la gracia de la aprobación, el Arzobispo solicitaba al Rey el apoyo de las autoridades civiles, «porque con este favor, serán de efecto nuestras juntas y traba-jos; y sin él, quedará todo puesto en el olvido»26.

24. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al rey Felipe II dándole cuenta de la conclusión del Concilio provincial, del 23 de abril de 1584, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 13, doc. 550, p. 314.

25. Lug. cit. 26. Dedicatoria al Rey, firmada por el Arzobispo de Lima, fechada el 25

de abril de 1584, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, p. 245.

Fragmento de una de las cartas de Santo Toribio al Rey.

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De las palabras de Santo Toribio se entiende que el abne-gado prelado contaba con el rey Felipe II como un inapreciable “aliado”. En medios eclesiales tenía otro, en este caso el General de la Compañía de Jesús, el p. Claudio Aquaviva. En una carta dirigida al superior jesuita le explica los alcances misioneros del III Limense, cuyo reto principal fue adaptar el sentido pastoral tridentino a América. Mogrovejo solicitaba también a Aquaviva que interese al Papa en todo lo que se refiere a la doctrina y sacramentos de los indios, «porque será de mucho efecto y redundará en gran bien de tantas almas como el Señor va lla-mando cada día a la gracia evangélica»27.

Las misiones de Santo Toribio

Completado el Concilio, retorna a los accidentados caminos andinos para proseguir con sus visitas pastorales, escribiendo durante estas travesías algunas de las páginas de mayor heroi-cidad en la historia de la evangelización constituyente. Para Santo Toribio la arquidiócesis no se circunscribía a la cuidad de Lima. Las andanzas del prelado misionero fueron un “milagro continuado”, forjando sus incontables virtudes. El investigador “toribiano” José Antonio Benito ha calculado que el Arzobispo caminó unos 40,000 kilómetros28.

Apremiado por las ansias apostólicas, quiso conocer de primera mano la realidad pastoral en que habitaban sus “ove-jas”. Santo Toribio recorrió casi palmo a palmo la extensa ar-quidiócesis de 3,300 kilómetros de circunferencia. En el Perú ello significaba adentrarse por calcinantes desiertos, transmon-tar las abruptas cordilleras, sortear las impenetrables selvas y

27. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al p. Claudio Aquaviva, del 23 de abril de 1584, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, p. 237.

28. Ver José Antonio Benito, Introducción al Libro de visitas de Santo Toribio Mogrovejo (1593-1605), PUCP, Lima 2006, p. XV.

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cruzar caudalosos ríos amazónicos. El historiador John H. Elliott describe gráficamente esta realidad: «Sudamérica era un sub-continente de violentos extremos, y ninguna parte más que el Perú»29.

«Estas visitas —explica Benito— eran el medio que tenían los obispos para examinar los problemas de las diócesis, la pre-paración y calificación de su clero, así como para contactar con los fieles y comprobar su grado de catequización». Conociendo la realidad el arzobispo podía corregir y erradicar «los defectos y abusos detectados». Los viajes le servían «para mantener un contacto directo con los sacerdotes y sus fieles»30.

Sus prolongadas ausencias de la capital limeña, acostum-brada al fausto de su pequeña corte virreinal, habían causado extrañeza a las autoridades, particularmente al Virrey, que escri-bió a Felipe II, quejándose del Arzobispo. En el año 1591 el Rey amonestó a Santo Toribio: «He sido informado que anduviste en la visita de ese arzobispado más de seis años sin que en todo el dicho tiempo entrase en vuestra Iglesia... Y aunque es bien hacer las dichas visitas y administrar el sacramento de la Confirmación a vuestras ovejas, no es justo ni conviene hacer tan largas ausencias de vuestra Iglesia»31.

Las “ausencias” del prelado estaban más que justificadas. Para 1583, tras dos años de viajes misioneros e inspecciones, tenía una idea clara de qué hacer pastoralmente para confron-tar las dificultades de la catequesis. En aquel año dirige al rey Felipe II un extenso memorial, donde le explica que ha reco-rrido una amplia porción del territorio peruano y que ha visto las cosas «con sus propios ojos», requiriendo primeramente

29. John H. Elliott, Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830), Taurus, México 2009, p. 64.

30. José Antonio Benito, ob. cit., pp. XIV y XV. 31. Carta de Felipe II a Santo Toribio de Mogrovejo, del 2 de noviembre

de 1591, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 16, doc. 683, p. 636.

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proveer de misioneros a las doctrinas de indios. También era necesario distribuir mejor a los sacerdotes, porque mien-tras en Lima residían en gran número, faltaban en las pro-vincias, teniendo cada clérigo «en muchas partes y muchos lugares de indios a su cargo y mucha distancia de camino que es causa que mueran muy de ordinario los indios sin confesión y bautismo y demás sacramentos». Santo Toribio insistía en que la Corona asumiese los salarios de dichos clérigos, pues era imposible que los in-dios, «cargados de tributos... pobres y miserables», costeen los gastos32.

También solicitaba al Rey que se vigile mejor los bienes que se recolectaban para el mantenimiento de las iglesias y los hospitales para los indios, pues las audiencias eran renuentes a aceptar que los jueces eclesiásticos las fiscalicen. La realidad era que los funcionarios españoles tomaban para otros fines aque-llos tributos recolectados en las «cajas de las comunidades», mientras que las iglesias carecían de ornamentos y los hospitales estaban abandonados y faltos de medicinas. «He andado visi-tando y he visto la falta que hay en lo que tengo dicho... que es lástima», denuncia el Arzobispo33.

Santo Toribio realizó hasta cuatro visitas prolongadas y varias “salidas” más cortas. La primera la inicia en 1581, con anterioridad al Concilio Limense, como para tomarle el pulso a

32. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al rey Felipe II, del 25 de febrero de 1583, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 11, doc. 522, p. 36.

33. Allí mismo, p. 38.

Mapa del Perú elaborado en 1597.

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las realidades del Perú, visitando entre otros lugares Huánuco, donde nunca había entrado prelado alguno.

La segunda visita la emprende en 1584, demorando casi siete años. Recorre las provincias de Ancash, Chachapoyas y Cajatambo. La tercera, en 1592, retorna al norte, visitando Lambayeque, Trujillo, Cajamarca, Chachapoyas y Moyobamba. En la cuarta parte en 1601 hacia el sur. Alcanza Ica, regre-sando a Lima por un corto tiempo. Sale hacia el norte, hasta Lambayeque, donde enferma gravemente, ocurriendo su trán-sito a la Casa del Padre en el año 1606.

Santo Toribio solía viajar acompañado de una modesta co-mitiva. Su secretario Diego de Morales recoge el procedimiento que aplicaba en las visitas: «Apenas llegado a un pueblo se dirigía a la iglesia donde permanecía largo tiempo, a veces ho-ras enteras, en oración. Si era antes de mediodía, celebraba la Santa Misa. Iba en seguida a su alojamiento —ordinariamente la casa cural— al cual prevenía que su alimentación y la de sus familiares fuera moderada y frugal. Sin perder un minuto visitaba las iglesias, monasterios, cofradías, hospitales, obrajes de indios... Todos los lugares donde pudiese encontrar a sus fieles. Durante la visita no recibía jamás obsequio de nadie y para no ser gravoso a los párrocos rurales no permanecía en una población más del tiempo necesario. Confirmaba y predicaba con celo admirable, sin parar mientes en su cansancio y en la lengua de los indios, el quechua»34.

Nunca montaba a caballo; solamente empleaba una mula. Y cuando el andar se hacía demasiado agreste, solía desmontar y continuar a pie. Calzaba unas pesadas alpargatas y se ayudaba de un bastón. En algunas oportunidades debía pasar gatean-do por las estrechas y peligrosas pendientes. Si estaba en sus posibilidades, nunca dejaba a nadie sin recibir los sacramentos.

34. Testimonio de Diego de Morales, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. II, pp. 494ss.

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Relatan sus acompañantes que acudieron a un pueblo indígena atravesando el caudaloso río Santa. Como no había otro medio se ató el cuerpo con cuerdas sujetas, a su vez, a una más gruesa que cruzaba de lado a lado el río, haciéndose trasladar a la otra margen.

Sus compañeros atestiguaban que había «visitado personal-mente y consolado a sus ovejas, no dejando cosa por ver... No dejando huaicos, cerros ni valles que él mismo por su persona no los visitase con grandísimo trabajo y riesgo de su vida... No contentándose con andar y visitar los pueblos grandes, sino los cortijos, pueblos y chácaras, aunque en ellos no hubiese más de tres o cuatro viejos... Muchas veces a pie»35.

En sus andanzas alcanzó el pueblito de Quives, en las se-rranías limeñas, donde vivía la familia Flores de Oliva, aprove-chando para confirmar a una niña de doce años, a la que llamó Rosa, quien más tarde alcanzaría veneración como la primera santa peruana.

Durante una entrada en las selvas de Moyobamba se des-plomó agotado. Había recorrido treinta leguas (más de 100 km), escalando montañas y atravesando pantanos. En la senda fue abandonando sus vestidos y alpargatas, empapadas por la llu-via, porque pesaban demasiado. Al verlo tendido en el suelo, sus guías creyeron que había muerto, por lo que improvisaron una parihuela con mantas y troncos, costando gran esfuerzo reanimarlo. Ellos mismos habían perdido todas sus vituallas en la tormenta y solamente alcanzaron a ofrecerle una cobija sobre el suelo regado por el aguacero36.

35. Testimonio de Bartolomé de Menacho, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. II, p. 483.

36. Ver Carlos García Irigoyen, Santo Toribio. Obra escrita con motivo del tercer centenario de la muerte del santo Arzobispo de Lima, Imprenta y Librería de San Pedro, Lima 1906, t. I, pp. 318-319.

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En una carta al Papa Clemente VIII, Santo Toribio relata sus afanes y aventuras, ya que había «caminado más de cinco mil doscientas leguas, muchas veces a pie, por caminos muy fan-gosos y ríos, rompiendo por todas las dificultades y careciendo algunas veces yo y mi séquito de cama y comida; entrando en partes remotas de indios cristianos que, de ordinario traían gue-rra, a donde ningún prelado había llegado»37. Otra de estas épi-cas entradas es narrada con detalle en el año 1602 a Felipe III: «Salí hará 8 meses en prosecución de la visita de la provincia de los Yauyos, que hacía 14 años que no habían ido a confirmar aquella gente, en razón de tener otras partes remotas a que acudir y en especial al valle asiento de Huancabamba, que hará un año fui a él... Y habiéndome determinado de entrar dentro, por no haberlo podido hacer antes, me vi en grandes peligros y trabajos y en ocasión que pensé se me quebraba una pierna de una caída, si no fuera Dios servido de que yéndose a despeñar una mula en una cuesta, adonde estaba un río, se atravesara la mula en un palo de una vara de medir de largo y delgado como un brazo de una silla, donde me cogió la pierna entre ella y el palo, habiéndome echado la mula hacia abajo y socorriéndome mis criados y hecho mucha fuerza para sacar la pierna, apartan-do la mula del palo, fue rodando por la cuesta abajo hacia el río y si aquel palo no estuviera allí, entiendo me hiciera veinte pedazos la mula. Y anduve aquella jornada mucho tiempo a pie con la familia y lo di todo por bien empleado, por haber llegado a aquella tierra y consolado a los indios y confirmándolos y el sacerdote que iba conmigo casándolos y bautizándolos, que con 5 ó 6 pueblos de ellos están a cargo de un sacerdote que, por tener otra doctrina, no puede acudir allí si no es muy de tar-de en tarde y a pie, por caminos que parece suben a las nubes

37. Relación de Santo Toribio de Mogrovejo al Papa Clemente VIII, en Carlos García Irigoyen, ob. cit., t. I, pp. 289-290.

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y bajan al profundo, de muchas losas, ciénagas y montañas»38. En la misma carta refiere a Felipe III que había entrado «donde ningún pastor, ni visitador, ni corregidor jamás había entrado, por los ásperos caminos que hay»39.

El Catecismo conciliar, medio fundamental para la evangelización

Una de las decisiones que iba a tener particular trascendencia para la evangelización constituyente fue la preparación de un “catecismo” en tres lenguas: quechua, aimara y castellano. Este texto único debía responder al desorden y a la falta de unifor-midad existente hasta ese momento en la pastoral misionera. La primera evangelización de los naturales fue improvisada. Las guerras civiles entre los conquistadores y las rebeliones indígenas paralizaron el quehacer misionero de los sacerdotes y agentes pastorales. Existían varios urgentes apremios a ese res-pecto: «Son muy raros los indios que están bien catequizados», describía un informe; «de los indios... que la mayor parte se están como los moros de Granada», se quejaba otro. En aque-llas circunstancias era imposible normar la catequesis. «Mientras lo permitieron las efímeras treguas del chasquido de las armas, misionaba el religioso, misionaba el cura y misionaba hasta el soldado»40. En su momento el arzobispo Loaysa había denun-ciado la anárquica enseñanza de la doctrina, «o por mejor decir, no había doctrina, sino barbaridad y confusión»41.

En el tercer capítulo el III Concilio Limense manda que estando los indios «aún muy faltos de doctrina cristiana sean

38. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al rey Felipe III, del 18 de abril de 1603, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. IV, n. 21, doc. s/n, p. 489.

39. Lug. cit 40. Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, p. 329. 41. Lug. cit.

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en ella mejor instruidos y haya una misma forma de doctrinar-los». Para ello se toma como ejemplo al Concilio de Trento y se encarga «hacer un catecismo para toda la provincia, por el cual sean enseñados todos los indios... Manda que todos los curas de indios, en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión, que tengan y usen este catecismo que con su au-toridad se publica, dejados todos los demás»42.

La edición del “Catecismo de Santo Toribio” estuvo a la par de otro acontecimiento trascen-dental para la evangelización de la cultura: la introducción de la imprenta en América del Sur. La composición de la “doctrina cris-tiana” fue encargada a los jesuitas del Colegio San Pablo. El Concilio obtuvo, tras prolongadas y difíciles gestiones, el permiso de la autori-dad local, representada entonces por la Audiencia, para imprimir el catecismo, aun antes de que arri-be el permiso real solicitado. El padre José de Acosta fue uno de los grandes impulsores de esta edición.

Acosta, nacido en Medina del Campo en el año 1540, forma-do en la Universidad de Alcalá, había arribado al Perú en el año 1571. Este polifacético religioso jesuita fue uno de los primeros “misionólogos”, “antropólogos” y “naturalistas” en aplicarse al estudio de la realidad integral del virreinato peruano, redac-tando la Historia natural y moral de las Indias y De procuranda indorum salute o Salvación y liberación del indio, guiado por

42. Enrique Bartra, S.J., Introducción a Tercer Concilio Limense, 1582-1583, ob. cit., Los Decretos de la Segunda Acción, cap. 3, p. 61.

Santo Toribio era un hombre de profunda oración.

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el ideal ignaciano de “salvar el alma” de los nuevos cristianos americanos. Con aquel ánimo aceptó la propuesta de Santo Toribio de liderar el proyecto del catecismo conciliar, dotando «a la enseñanza religiosa de los que vivían en aquellas diócesis de catecismos y confesionarios compuestos en las tres lenguas castellana, quichua y aymará», como explica su biógrafo José Carracido. «Era el objeto del delicadísimo encargo, a cuyo éxito habían de cooperar el conocimiento de la Teología dogmática y de la moral, el arte de exponerlas precisa y sumariamente, y el enorme trabajo lingüístico de verterlas a idiomas faltos de las voces correspondientes á importantísimos conceptos. Pero, aun satisfechas estas exigencias de índole intelectual, otra material —la falta de imprenta— oponíase a ultimar la misión conferida por el Concilio al que, como intérprete y ejecutor de sus acuer-dos, estimó adornado del triple carácter de teólogo, moralista y filólogo, (y también de) doctrinador»43.

Con buen criterio pastoral se dividió el catecismo conciliar en dos partes, uno breve para los «rudos y ocupados», y otro de mayor extensión para los más capaces y los colegiales. Al concluir su redacción, se les entregó a tres hábiles lingüistas, los padres Bartolomé de Santiago, Alonso de Barzana y Blas Valera, quienes lo tradujeron a la lengua de los “quichuas” y al aimara. Cuando se intentó imprimir el catecismo, los jesuitas dieron con la solución. Desde 1581 había sentado sus reales en Lima el impresor piamontés Antonio Ricardo o Ricardi. Atraído por las riquezas del Perú, Ricardo intentó establecer un taller de impresiones en Lima. A pesar del apoyo recibido por la Compañía de Jesús y la Universidad de San Marcos, le había sido imposible conseguir que la Corona levante la prohibición de imprimir libros en tierras peruanas. El ansiado permiso arribó

43. José R. Carracido, El padre José de Acosta y su importancia en la lite-ratura científica española, Est. Tipográfico Sucesores de Rivadeneira, Madrid 1899, p. 44.

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finalmente y la Doctrina Cristiana y Catecismo para Instrucción de los Indios salió a la luz en el taller de Ricardo en 1584. Fue el primer libro impreso en América del Sur.

La formación del clero misionero

Otro de los proyectos cruciales para la evangelización en el Perú era la creación de un seminario, como lo ordenaba el Concilio de Trento. Con la experiencia acumulada, Santo Toribio com-prendía la urgente necesidad de un centro de estudios apto para la «reformación del clero». Los obispos reunidos en el Concilio Limense acogieron con beneplácito aquella idea porque «nin-guna Iglesia ni provincia tiene tanta necesidad de este saludable remedio como esta nueva Iglesia de las Indias»44.

Recién en el año 1591 el arzobispo Mogrovejo pudo con-cretar tan ansiado proyecto. Adquirió de su propio peculio una casona, alojando un primer grupo de 28 jóvenes aspirantes. El seminario adoptó todas las normas dispuestas por Trento y modeló sus costumbres bajo el modelo de su venerado Colegio San Salvador de Oviedo. Con el apoyo del Rey el seminario inició sus clases, preparando «tantas y tan buenas plantas para la doctrina de los naturales y españoles y demás personas»45.

El rey Felipe II confirmó la fundación haciendo uso de las prerrogativas del Regio Patronato. En una Real cédula escribe al virrey Mendoza, Marqués de Cañete, indicándole que la dirección y administración del seminario debía recaer en el Arzobispo, dejándole hacer «la nominación de los colegiales

44. Ver Enrique Bartra, S.J., Introducción a Tercer Concilio Limense, 1582-1583, ob. cit., Los Decretos de la Segunda Acción, cap. 44: Del colegio seminario, p. 81.

45. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al Papa Clemente VIII, del 28 de abril de 1599, en Rubén Vargas Ugarte, S.J., Vida de Santo Toribio, Lima 1971, p. 53 y Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. I, p. 104.

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conforme a lo dispuesto en el Concilio de Trento y en el Limense de 1583»46.

Testimonio de caridad

Durante su vida Santo Toribio manifestó un amor de predi-lección por los pobres. Consumía sus rentas en caridades. Cuando le faltaba dinero, tomaba lo que tenía cerca: un mue-ble de su residencia, su servicio de cubiertos, o sus propios vestidos. Debía enfrentar las pacientes quejas de su hermana Grimanesa, a cargo de la casa episcopal. Cuando echaba de menos algún adorno, su hermano le respondía invariablemen-te: «No lo busques que no está perdido; ahí lo dimos a un pobre de Cristo». Su secretario Diego de Morales manifestaba: «Renunció a las riquezas... Como varón prudentísimo guardó perfectamente hasta el último cuadrante el ser limosnero y dar todo lo que tenía hasta desnudarse sus propios vestidos y darles de limosna; y este testigo vio que llegó un sacerdo-te pobre y le pidió limosna para una sotana; el Arzobispo se quitó la que traía puesta y se la dio... Ninguno llegó a pedirle limosna que no llevase y como no tenía ni poseía dineros ni plata, daba la ropa de su vestir y camisas, porque era pobrísi-mo y no tenía otra cosa en su aposento... Alegrábase cuando venía algún pobre a horas de comer a su casa y especialmente siendo indios a los cuales daba de comer del mismo plato»47.

El santo obispo tomó contacto con la realidad de los más pobres en sus largas visitas. Compartía sus chozas y sus alimen-tos, alcanzando a conocer muy bien sus costumbres. De su propio peculio costeó la construcción de templos, hospitales,

46. Real cédula al virrey Mendoza sobre el seminario de la Ciudad de los Reyes, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 16, doc. 697, p. 670.

47. Testimonio de Diego de Morales, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. II, p. 494.

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escuelas y nuevas doctrinas y reducciones o «pueblos para los indios», como en Moyobamba y Lambayeque. Cuando una

violenta peste de viruela acechó Lima, no dudó en actuar de enfer-mero, visitando las viviendas de los apestados.

Su secretario Diego de Morales relata en el memorial para su pro-ceso de canonización que cuando se encontraba con indios pobres, los abrazaba y les preguntaba si estaban confirmados o carecían de alguna cosa; también les daba «muy largas limosnas». Morales lo acom-pañó a una misión en la región del río Marañón, «el más caudaloso que se conoce en el mundo», una remota provincia amazónica a la que nunca había acudido «prelado ni sacerdote», poblada de «indios

de guerra». Al acudir a Moyobamba Santo Toribio estaba preparado para «padecer martirio por la fe de Jesucristo y predicar su (santo Evangelio)»48.

Defensa de los naturales

Santo Toribio no permaneció indiferente ante los atropellos a la dignidad y derechos de los indígenas. Fiel al lema impreso en su escudo episcopal, «Pauperes evangelizantur», da el ejemplo protegiendo a los indios. Su gran amor lo condujo a denunciar incansablemente la situación miserable en que frecuentemente se encontraban los más humildes y nativos de los Andes perua-

48. Allí mismo, pp. 490-491.

En la preocupación por los naturales plasmó Santo Toribio

su intensa caridad.

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nos así como los esclavos negros. El Arzobispo debió enfrentar la codicia de encomenderos cuyo principal interés era servirse de los indígenas como “mano de obra” obligada, sin retribuirles pago alguno o prestarles servicios como la educación, la salud o los auxilios espirituales.

Los encomenderos habían propuesto agrupar los caseríos dispersos en poblaciones de mayor envergadura. Las leyes a favor de los indígenas eran claras y justas. Hacerlas cumplir significó para el Arzobispo continuas y dramáticas disputas con las autoridades hispanas y, en particular, con los encomenderos. Su copiosa correspondencia con los reyes Felipe II y Felipe III abunda en denuncias y sugerencias para confrontar las injusti-cias y mejorar la vida de los indígenas. Mientras visitaba Jauja, en las serranías centrales de los Andes, relata al rey Felipe III que le trajeron «mucha cantidad de indios enfermos que habían venido de las minas de Huancavelica, representándome mu-chos daños corporales y mucho número de indios que habían muerto... Los frailes me han pedido muy encarecidamente que diese de ello noticia a V.M.»49.

En aquella misma provincia monta en santa cólera al ente-rarse cómo el Corregidor Martín de Mendoza tomaba para sí lo que Santo Toribio llamaba el «sudor de los indios», el tributo que se reunía para sostener hospitales y la catequesis. Estaba es-tipulado por el Regio Patronato que los encomenderos debían administrar a favor de los indígenas las llamadas “cajas comu-nales”, donde se depositaba la contribución de los indios. Pero la realidad solía ser distinta. Con el rostro bañado en lágrimas de dolor e indignación escuchó el testimonio de un doctrinero: «El cáliz con que celebro tengo quebrado, como vuestra señoría ha visto... Sólo un ornamento viejo que esta mi doctrina tiene, aunque Pascuas, domingos y todos los días del año se dice Misa,

49. Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al rey Felipe III, del 29 de abril de 1602, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. IV, n. 11, doc. 987, p. 433.

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es de color negro, que declara y significa tristeza cristiana con que todo esto se debe sentir»50.

Al percatarse de que no se atendían las necesidades de los enfermos a pesar del tributo de «un tomín» pagado por los in-dios para sostener los hospitales, el valeroso Arzobispo solicitó a Felipe II la conversión en hospicios de las casas que abandona-ban los corregidores.

Otra grave fuente de abusos eran los obrajes. El trabajo en estos talleres textiles estaba cuidadosamente normado por la legislación de Indias. No obstante, los obrajes dieron pie a interminables injusticias y corrupciones. La vida en estas fábri-cas era muy aciaga para los indígenas. La labor empezaba al alba. Se hilaba y tejían en lugares estrechos e insalubres, con escasa ventilación. La interrupción para el descanso era corta, cuando ingresaban las mujeres al recinto repartiendo pobre alimento. El penoso trabajo continuaba hasta el anochecer. Aquellos que se quedaban cortos en sus cuotas eran objeto de castigos. Acompañando al Arzobispo en una visita a la provincia de Huaylas, su cuñado Francisco de Quiñones fue testigo de aquellos maltratos. Escribe al rey Felipe II el 4 de abril de 1587, remecido por haber visto a «gran cantidad de indios e indias cargados con lana, (trasladando estos pesados fardos) de donde se trasquilaba el ganado hasta los obrajes». Cuando alcanzaron la fábrica se acercó un indio. Su hijo de doce años había sido obligado a trabajar allí. Entre lamentos le ofreció al niño «para la Iglesia» con tal de rescatarlo de aquel lugar. Indignado, «porque era negocio de mucha compasión», Santo Toribio determinó que todos los obreros se marchen a su casa51. Concluyendo Quiñones que «en lo que toca a los indios son tan pobres y

50. Sobre este caso ver Rubén Vargas Ugarte, S.J., Historia de la Iglesia en el Perú, Burgos 1959, t. III, pp. 101-102.

51. Carta de Francisco de Quiñones al rey Felipe II, del 4 de abril de 1587, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 14, doc. 610, p. 461.

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miserables que es justo que sean muy favorecidos por V.M.»52.

El Arzobispo comprendía muy bien que la denuncia era insuficiente. Había que proponer formas viables de promoción hu-mana y evangelización. Más bien formula una osada “reforma em-presarial”. La manera más concre-ta de promover socialmente a los indios era capacitarlos para otor-garles las riendas de las empresas. Se harían cargo de su administra-ción y explotación, «sustituyendo el régimen de asalariados por una

forma de acceso a la propiedad y a la dirección de la empresa, bien en sistema de cooperativismo o simplemente de reparto de beneficios». Incluso alcanza a exponer el proyecto al Rey, solicitándole el retiro de los administradores de las haciendas y obrajes, para entregarlos a los indígenas a fin de que gocen «de lo que fuese suyo cada uno a como le cupiese»53.

Final de la jornada

Toribio Alfonso de Mogrovejo era una persona de Dios, sin lugar a dudas. Los testimonios reunidos sobre su meritoria vida sugieren la práctica constante de la oración metódica. Aunque desplegó una gran actividad, entregaba la mejor parte de la jornada a la oración. Infaltablemente se levantaba al amanecer

52. Lug. cit. 53. Ver Carta de Santo Toribio de Mogrovejo al rey Felipe III, del 17 de

mayo de 1602, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. IV, n. 20, doc. 1001, pp. 459-460.

El Arzobispo comprendía

muy bien que la denuncia

era insuficiente. Había que

proponer formas viables

de promoción humana y

evangelización.

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para orar en la soledad de sus aposentos, o en alguna llanura desértica o risco escarpado pero sereno, cuando andaba de visi-ta pastoral. Podía estar «de rodillas dos horas sin que le inquiete cosa alguna»54.

Entre los rasgos recogidos por su biógrafo García Irigoyen están sus hábitos de vida, «que eran muy regulares y sistemáti-cos»: «Consciente de que la primera reforma era la suya propia, se somete a un estricto régimen de vida, de obediencia fiel a su horario. Se levantaba a las seis de la mañana sin ninguna ayu-da de mozo para vestirle o calzarle. A continuación dedicaba tiempo para rezar sus devociones y las Horas canónicas que preparaban su espíritu para la celebración de la Misa. Como ac-ción de gracias, discurría por el templo y sacristía haciendo ora-ción de rodillas en cada uno de sus altares. Iba a continuación para el palacio y, entrando en su oratorio, de rodillas, dedicaba dos horas a la oración mental. Después concedía audiencia a cuantos lo solicitaban; si no había visita, pasaba a la biblioteca a estudiar el Derecho Canónico o a embeberse de la lectura espiritual»55.

Aquellos rasgos de santidad y de amor privilegiado a Dios y a sus feligreses los vivió de manera especial durante su dilatado ministerio en el Perú.

La prueba postrera la enfrentó en la población de Saña. Hacía más de un año que había abandonado Lima para visitar las provincias del norte. Alcanzó aquel pueblo gravemente enfermo. Presagiando el final, fue más pródigo con sus limosnas para con los pobres. Cuando las fuerzas le abandonaron se recluyó en la vivienda del párroco. Su capellán, Juan de Robles, le explicó la gravedad de su estado, diagnosticado por un médico del lugar. Recogido ante lo inevitable, le respondió con las palabras del

54. Carta de Francisco de Quiñones al rey Felipe II, del 4 de abril de 1587, en Emilio Lissón, ob. cit., vol. III, n. 14, doc. 610, p. 461.

55. Carlos García Irigoyen, ob. cit., t. I, pp. 20-21.

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Salmo 121: «Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor». Solicitó el viático. Ya en agonía, quiso acudir a la morada de su Señor, porque se sentía indigno de que sea Dios quien lo visite. Sus sirvientes improvisaron una angarilla, cargándolo a la iglesia. Solamente quedaba aguardar. «Empezó a hacer actos de contrición y a hablar cosas de Dios». Los religiosos y las personas que lo acompañaban «cantaron el Credo con mucha devoción». Repite con voz apenas perceptible las palabras de San Pablo a los Filipenses: «Deseo ser desatado y estar contigo».

Manda llamar a un fraile agustino, hábil con el arpa. ¿Acaso este ansiado encuentro con el Salvador, tras tantas fatigas, debía ser penoso? Le pide al hermano que entone, acompañado del arpa, el Salmo 115: «Preciosa a los ojos de Dios la muerte de sus justos». Y añadió: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Mientras el canto lo arrullaba se dio su tránsito hacia la Casa del Padre. Aferrándose a un crucifijo santa y píamente descansó en el Señor.

Eran las tres y cuarto de la tarde, un 23 de marzo, Jueves Santo de 1606. La gente lugareña que se había congregado «derramó muchas lágrimas por la gran pérdida que tenían de su pastor y prelado». En Lima su muerte fue también muy sentida y llorada por pequeños y grandes, «porque —al decir de Diego de Morales— era santo y amigo de Dios»56.

Alfredo Garland Barrón, periodista e investigador peruano, es miembro

del Sodalicio de Vida Cristiana. Ha publicado, entre otros escritos, el libro Con hambre de Dios.

56. Testimonio de Diego de Morales, en Vicente Rodríguez Valencia, ob. cit., t. II, p. 505.

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103mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

Reflexiones acerca de la fe

Card. Jorge Medina Estévez

Prefecto Emérito de la Congregación para el Culto Divino

y la Disciplina de los Sacramentos

La invitación del Papa Benedicto XVI a celebrar un año consa-grado a profundizar el sentido y la importancia de la fe en la vida cristiana, todo ello en conmemoración del medio siglo a contar de la inauguración del Concilio Ecuménico Vaticano II, invita a la reflexión acerca del contenido, de la relevancia así como también de las posibles deficiencias o desviaciones que pueden darse con respecto a esta actitud fundamental de los discípulos de Cristo.

¿Qué es la fe?

Tengamos presente, ante todo, que una parte muy considerable de los conocimientos que poseemos no provienen de certezas que hayamos adquirido a través de experiencias personales, sino que los hemos obtenido por medio del testimonio de otras personas. Así, y para no multiplicar los ejemplos, lo que sabemos de la historia, de la fisiología, de la astronomía o de la paleonto-logía no lo hubiéramos podido saber si no hubiéramos contado

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con el testimonio creíble de personas que nos han comunicado esas informaciones y que, en muchos casos, esas mismas per-sonas las han adquirido de otras que las antecedieron y se las proporcionaron. La confianza en la veracidad y competencia de otras personas es un elemento sin el cual se hace imposible la adquisición de muchos conocimientos, desde luego en el plano de las realidades naturales que, de suyo, se pueden obtener con el ejercicio de la razón, de la investigación y de la experiencia puramente naturales. La fe o credibilidad humanas suponen que el testigo, informante o maestro sea competente y conozca cabalmente la materia, y que no haya razón para sospechar que pueda tener la intención de ocultarnos la verdad o, peor aún, de engañarnos.

La fe cristiana

Al hablar de la fe cristiana estamos en un nivel diferente del de la fe o credibilidad con respecto a conocimientos puramen-te humanos, porque aquí no se trata solamente de adquirir conocimientos que de suyo son asequibles a la ciencia o a la experiencia, sino de obtener algunos que sólo pueden provenir de la iniciativa de Dios que nos ha hablado y nos ha comuni-cado algunas realidades que superan las capacidades humanas, aunque a veces Él nos ha revelado también realidades que no exceden las capacidades de la racionalidad humana.

Cuando hablamos de la fe cristiana, afirmamos que Dios se nos ha manifestado y nos ha hablado, revelándonos la intimi-dad de su ser divino y haciéndonos partícipes de sus designios de amor para con la humanidad, salida de su acción creadora y que tiene su razón de ser en la comunión con Él, ya aquí en esta etapa terrenal de nuestra existencia y, después de ella, en la plenitud de vida en la bienaventuranza eterna.

En el Catecismo de la Iglesia Católica hay muchos textos que explican lo que es la fe cristiana y católica, los que consti-tuyen la enseñanza autorizada de la Iglesia acerca de esta virtud

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Reflexiones acerca de la fe

teologal, esencial para todo discípulo de Cristo1. El Año de la

fe es un tiempo especialmente apropiado para profundizar lo que sabemos acerca de ella.

Es interesante comparar la fe con la luz. Hay muchas for-mas e intensidades de luz y es muy diferente ver un objeto a la luz del sol o percibirlo ilumina-do solamente por la débil llama de una vela. La ciencia moderna se sirve de técnicas, como son, entre otras, las radiografías o las tomografías computarizadas, para explorar el estado de los organismos y sus eventuales pa-

tologías, comprobando así la existencia de elementos que no son perceptibles a la simple vista y que ayudan a hacer un diag-nóstico acertado. La fe nos descubre la realidad de lo que no es visible, pero que ciertamente no es menos importante que lo que podemos percibir con nuestros sentidos: la Carta a los

Hebreos nos enseña que lo invisible es más importante que lo visible, y que las cosas visibles tienen precisamente su origen en lo invisible (ver Heb 11,3). Cuando Jesús sanó de su dolencia a diversos ciegos (ver, p.ej., Mt 12,22; Mc 10,46; Jn 9,2; etc.), esa acción suya, llena de compasión, era el símbolo de una miseri-cordia mucho mayor aún, que es la de iluminar nuestras mentes con la poderosa luz de la fe, que nos hace capaces de percibir la realidad de Dios, la verdadera y necesaria relación de nosotros con Él, la correcta relación con nuestros semejantes, la relación

1. Ver, entre otros, los nn. 142-197; 1253s; 1814-1816; 2087-2089; y 2110-2140.

La fe nos hace capaces de percibir la realidad

desde la verdadera luz que es Cristo.

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apropiada con el mundo material en el que vivimos y el sentido de nuestra existencia y actividad en esta vida, así como su desti-no final y definitivo más allá de nuestra peregrinación temporal. Aunque parezca duro decirlo, la falta de fe es comparable y aún peor que la ceguera orgánica. Quien no tiene fe camina en tinieblas y en sombras de muerte (ver Job 3,5; Mt 4,16; Lc 1,79; Jn 1,5; Ef 5,8; etc.).

Por ese motivo, el anuncio del Evangelio y la evangelización son expresión de la más auténtica caridad, ya que, al conducir a la fe a quienes la acogen, los liberan de la esclavitud del error y los conducen a la luz de la verdad, fuente de la paz y de la única verdadera alegría. ¡Qué grande es, pues, la misión de todos los ministros de la palabra de Dios, de los obispos, presbíteros y diáconos, de los padres de familia, de los catequistas y de todos los cristianos que, en cualquier forma, se dedican a com-partir con los hermanos la sabiduría de Dios, tan diversa y tan distante de la engañosa sabiduría humana (ver 1Cor 1,18-25)! ¡Qué gran caridad es arrancar a los hombres de las tinieblas del error y ayudarlos a incorporarse a la verdadera luz que es Cristo, fuente inagotable de alegría, de concordia y de paz!

La fe en las Sagradas Escrituras

En los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Tes-tamento, se contiene el relato de múltiples ocasiones en que Dios habló al hombre, sea en la forma de apariciones o visiones, sea a través de hombres que hablaron en su nombre, luego de recibir el carisma profético, o de quienes, bajo la influencia de una gracia muy especial, que se llama la inspiración, escri-bieron el mensaje divino de salvación y dieron origen, así, a los libros sagrados cuyo conjunto llamamos la Biblia, palabra griega que significa literalmente los Libros. Todos los que se confiesan cristianos reconocen los escritos bíblicos como ver-dadera y auténtica palabra de Dios que nos ha sido comuni-cada con vistas a nuestra salvación y no para instruirnos en las

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ciencias humanas que son el objeto de las diversas disciplinas científicas. Los católicos creemos que esa palabra de Dios ha sido confiada a la Iglesia a fin de que ella la transmita a los fieles de todos los tiempos, culturas y lugares, velando, con la asistencia del Espíritu Santo, para que su sentido y contenido sea comunicado en forma fidelísima y sin error a todos los dis-cípulos de Cristo.

La respuesta del hombre a la misericordia de Dios que se ha dignado hablarnos no puede ser otra que la de una adhesión fir-me y sin reservas a su palabra de verdad que nos salva del error y nos conduce a la auténtica libertad (ver Jn 8,32). Esa adhesión, que es un don de la gracia de Dios, es precisamente la fe.

En las Sagradas Escrituras hay muchísimos textos que seña-lan la importancia de la fe. Uno de los más antiguos se encuen-tra en la afirmación de que «Abrán creyó al Señor y (eso) se le contó como justicia» (Gén 15,6), justicia que es colocarse ante Dios en la posición verdadera de quien se reconoce como su creatura, y, por lo tanto, radical y necesariamente referida a Él. Esa radical y total referencia a Dios se traduce en la aceptación amorosa de sus designios y en la obediencia a su voluntad, todo ello tan patente en la azarosa vida de Abraham: en la invitación de Dios a que abandonara su patria (ver Gén 12,1-4); en su confianza en la palabra de Dios que le anunciaba la paternidad cuando ya naturalmente no era posible (ver Gén 15,1-6); en la prueba a que Dios lo sometió pidiéndole el sacrificio de su úni-co hijo, Isaac, el depositario de las promesas (ver Gén 22,1-18). Es por esto que el Patriarca es considerado como el padre de

los creyentes y ésa es la razón por la cual el Canon Romano de la Misa se refiere a él como a «nuestro padre, Abraham». En la Carta a los Hebreos se lee un amplio elogio de la fe de Abraham (ver Heb 11,8-19).

En el Nuevo Testamento, la Virgen María aparece como un acabado ejemplo de fe, cuando, al recibir el anuncio de la Encarnación del Verbo en sus purísimas entrañas, expre-sa su obediencia al designio divino con su respuesta al ángel

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Gabriel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Su parienta, Isabel, movida por el Espíritu Santo, reconoce la fe de María cuando la saluda diciéndole: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Aunque en los textos referentes a San Juan Bautista no se habla explícitamente de la fe, es muy sugerente el hecho de que él dé a Jesús el nombre de «Cordero de Dios», indicando que es Él quien quita el pecado del mundo (ver Jn 1,29). Ningún profeta de Israel había sido caracterizado así, de modo que bien podemos suponer que el Bautista, durante los largos años de su permanencia en el desierto, haya recibido una revelación que le hiciera com-prender cómo cumpliría Jesús su misión salvadora, precisamente a través de un acto sacrificial y cul-tual, es decir de la ofrenda de Sí mismo al Padre, como homenaje de suprema obediencia y adora-ción (ver Flp 2,5-14).

Jesús, a lo largo de su ministe-rio público, hizo muy numerosas referencias a la fe, y es convenien-te recordar siquiera algunas de ellas. Desde luego, alabó la gran fe de la mujer cananea, quien, no obstante un aparente rechazo, insistió en suplicarle que le concediera la curación de su hija (ver Mt 15,21-28), y destacó asimismo la profunda fe del oficial romano que no consideró necesario que Jesús fuera personalmente a sanar a su empleado, sino que pensaba, con toda razón, que bastaría para ello una palabra suya; el Señor aseguró que no había encontrado tanta fe en Israel (ver Mt 8,5-13). Pero Jesús también hizo reproches a

Por su fe y obediencia Abraham

es considerado como

el padre de los creyentes.

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Reflexiones acerca de la fe

la falta o a la debilidad de la fe de algunos, como, por ejemplo, cuando sus discípulos estaban atemorizados por la tempestad, y les dijo: «¿Dónde está vuestra fe?» (Lc 8,25), o bien: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?» (Mt 8,26). Un texto muy significativo se lee en el episodio de la visita de Jesús a Nazaret. En esa ocasión se dice que Jesús «no pudo hacer allí ningún milagro... Y se admiraba de su falta de fe» (Mc 6,5s). Como si el poder divino de Jesús se viera obstaculizado por un muro im-penetrable que era la falta de fe, y, en ese caso, por mirarlo a Él desde una perspectiva puramente humana y no ser capaces de reconocerlo como el Ungido de Dios. Al revés, en el episodio de Cesarea de Filipo, Pedro, ante la pregunta de Jesús acerca de qué se dice de Él, apartándose de las diversas opiniones que corrían entre la gente, le dice: «¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!» (Mt 16,16). Jesús lo declara bienaventurado y feliz por esa confesión de fe, porque «eso no te lo ha revelado ni la carne, ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (Mt 16,17), con cuyas palabras afirma que la fe es un don de Dios que trasciende los conocimientos y capacidades puramen-te humanos.

En la Carta de San Pablo a los Romanos hay una enseñanza muy rica acerca de cómo la justificación, es decir la posición verdadera y correcta ante Dios, proviene de la fe y se basa en la salvación que Jesucristo nos ha alcanzado, y no en el mero cumplimiento de las observancias prescritas en la ley mosaica (ver Rom 3,21-31). Nuestra confianza radica, pues, en la adhe-sión, por la fe, a la obra salvadora de Jesús.

Siempre en los escritos paulinos, la Carta a los Hebreos con-tiene un detallado elenco de personajes de la Antigua Alianza que son considerados como ejemplos de fe (ver cap. 11). De ese escrito es importante destacar algunas afirmaciones: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve... Por la fe sabemos que el universo fue configurado por la palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo in-visible» (Heb 11,1.3). Allí se contiene una afirmación capital

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para la vida cristiana: «Mi justo vivirá por la fe» (Heb 10,38; ver Rom 1,17; Gál 3,11), es decir que la situación correcta del hombre frente a Dios, o, dicho con otras palabras, su Verdad y su Vida, son posibles solamente sobre la base de la fe. Ya que «sin la fe es imposible agradarlo (a Dios)» (Heb 11,6).

La fe católica acoge sin reservas la enseñanza de la Carta de

Santiago, donde se lee: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: “id en paz, abrigaos y saciaos” pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá “tú tienes fe y yo tengo obras”, mués-trame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe. Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen, y tiemblan» y, luego de aducir el ejemplo de la obediencia de Abraham, agrega: «Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no sólo por la fe... Pues lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (Stgo 2,14-19.24.26).

En el corazón de todo cristiano tiene cabida, y necesaria-mente, la petición de los Apóstoles a Jesús: «¡Auméntanos la fe!» (Lc 17,5); o la del padre del muchacho endemoniado: «Creo, Señor, pero ¡ayuda mi incredulidad!» (Mc 9,24). ¿Quién podría decir que tiene suficiente fe? ¿Quién no descubre en su fe rasgos de debilidad o flaqueza? ¡Danos, Señor, una gran fe, para poder ver como Tú ves!

Fe y acción

En el análisis de la fe pueden descubrirse algunas etapas. La primera es la adhesión intelectual a una verdad, pero sin que esa adhesión implique algún compromiso vital. Muchos de los conocimientos científicos que hemos adquirido a través del testimonio de personas competentes no implican la necesi-

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Reflexiones acerca de la fe

dad de un cambio de conducta o de valores. Son conocimien-tos que pudieran calificarse de “inertes” o “fríos”. Constituyen un acervo de verdades, cuya influencia, que pudiera ser real, no se percibe en forma concreta y práctica.

Una segunda etapa co-rresponde a la comunicación con alguien que nos habla y nos manifiesta una verdad que constituye una relación interper-sonal. En esta etapa la adhesión implica un compromiso, ya que la finalidad misma de quien nos habla es crear un vínculo vital. Cuando es Dios quien nos ha-bla, su palabra de verdad nos interpela no sólo para que nos adhiramos a ella como expresión de la realidad, sino para que le atribuyamos un valor definitivo en nuestro pensamiento, juicio de valor que no puede dejar de tener, en forma mediata o inmediata, una influencia en nuestras acciones.

Una tercera etapa, la más profunda e importante, acaece cuando quien se adhiere a la Verdad comprende que toda su vida y su acción carecen de sentido si no se sitúan en una re-lación englobante con ella. Esta etapa es la que corresponde a nuestra relación con Dios, que es para nosotros la Verdad y la Vida. En este sentido la fe forma parte de la estructura misma de nuestro ser y constituye un elemento tan basilar que sin él todo lo demás carece de relevancia y de sentido. Tres textos bíblicos ilustran esta etapa. El primero es la afirmación de que «en Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28); el segundo es que «vivimos para Dios y morimos para Dios; tanto en la vida, como en la muerte, somos del Señor» (Rom 14,8); y el tercero es que «yo vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo

La fe forma parte

de la estructura misma

de nuestro ser y constituye

un elemento tan basilar

que sin él todo lo demás

carece de relevancia

y de sentido.

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quien vive en mí» (Gál 2,20). Son expresiones muy densas que apuntan con realismo a lo que es la exigencia radical de la fe para todo aquel que desea ser un verdadero discípulo de Cristo. Exigencia que es fuente de alegría, ya ahora, y, en plenitud, en la bienaventuranza eterna.

Es muy peligroso vivir en forma incoherente con lo que se cree, y por eso un escritor católico escribió que «cuando alguien no vive conforme a lo que piensa, acaba pensando en confor-midad a cómo vive».

Desnaturalizaciones de la fe

La fragilidad humana suele mezclar elementos espurios en ac-tividades de suyo nobles y por lo mismo positivas. Eso puede suceder también con la fe. Cuando se desnaturaliza, es decir cuando pierde su verdadera esencia, se obtiene, como resul-tado, una caricatura deforme que ya no puede cumplir con su función en la vida humana orientada hacia Dios.

Anotemos algunas de esas distorsiones, unas más graves que otras, pero todas nocivas, y en ciertos casos bastante radicales.

La incredulidad y el agnosticismo son actitudes que cierran el paso al acto de fe, juzgándolo imposible y haciendo de la duda permanente e insoluble una especie de muro incompa-tible con la fe. No llegan hasta el límite de rechazar positiva-mente la fe en Dios y en el mundo sobrenatural, como es el caso del ateísmo, pero no ven la posibilidad de afirmar con certeza lo que trasciende la experiencia sensorial.

La parcialización de la fe consiste en establecer divisiones en el objeto de la fe, admitiendo partes de él y negando o desinteresándose de otras. La fe católica, como lo indica esta palabra que significa totalidad e integridad, constituye una unidad indivisible, como es uno e indivisible el designio sal-vador de Dios. No es posible, católicamente hablando, creer en la Santísima Trinidad y rechazar los sacramentos o aceptar

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Reflexiones acerca de la fe

sólo algunos de ellos; creer en la humanidad de Cristo, pero rechazar su divinidad; creer en el Evangelio, pero rechazar a la Iglesia como instrumento de la salvación.

La utilitarización de la fe mira a Dios y a sus dones sola-mente como un recurso en situaciones angustiosas o difíciles, como algo de lo que se puede o debe echar mano sólo en ciertos momentos, pero de lo que se puede prescindir en otros en los cuales otras soluciones parecen suficientes, y cuando se acude a Él, no se lo ve como el centro y punto de referencia para toda la vida, hasta en sus detalles cotidianos, sino como una solución a un determinado problema, pero sin mayor compromiso de la vida en su globalidad. Mirar a Dios solamente como un recurso es rebajarlo al pobre nivel de un instrumento y olvidar que nuestra relación con Él es, ante todo, una relación de vida y de amor.

Una fe temblorosa mira a Dios como quien puede infli-girnos duros castigos por nuestros pecados y sitúa la propia existencia en un ambiente de temor. Tal actitud desconoce la fundamental afirmación cristiana de que «Dios es amor» (1Jn 4,16), y que nuestra respuesta a su amor no puede ser sino la de amarlo. Si el temor tiene alguna cabida en el horizonte cristiano, es en la medida en que lo único realmente temible es no amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas nuestras capacidades (ver Dt 6,5; Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27), porque amar es Su verdad y también la nuestra.

La superstición viene a ser un sucedáneo de la verdadera fe, atribuyendo a cosas, objetos o situaciones un poder que no poseen y que sólo pertenece a Dios. En el fondo la supers-tición tiene alguna semejanza con la idolatría y es vecina a las prácticas mágicas. En las actitudes supersticiosas existe una errónea tentativa de sustituir la confianza en Dios y en su amor misericordioso con el uso de símbolos o amuletos que serían más eficaces que la bondad omnipotente de Dios, lo que sig-nifica tener de Él una idea muy mezquina. Las expresiones de la religiosidad popular no son de suyo manifestaciones

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supersticiosas, sino la consecuencia de la Encarnación del Verbo de Dios, que quiso asumir las realidades materiales para hacerlas instrumentos de sus designios de salvación, los que conciernen al hombre en la integralidad de su ser, compuesto de espíritu y cuerpo.

Las prácticas adivinatorias son también expresión de flaque-za y debilidad de la fe, ya que se orientan a conocer ansiosa-mente el porvenir, desconfiando de la providencia de Dios y de su amorosa sabiduría que hace que «todo coopere al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28), e imaginando que los seres humanos podríamos estar en mejores condiciones para enfrentar los avatares del futuro si supiéramos anticipadamente lo que nos depara. Naturalmente, nada tiene que ver con las prácticas adivinatorias o con el ocultismo el legítimo recurso a los procedimientos técnicos y científicos que nos permiten prever los cambios atmosféricos o el desarrollo de las patolo-gías: son valiosos progresos de la humanidad, realizados con las capacidades que Dios dio al hombre y que se inscriben en su designio de llamarnos a colaborar con sus obras.

Queda aún por examinar un hecho que quizás no cabe exactamente bajo la denominación de “desnaturalización” y que podría calificarse como fe frágil o fe superficial o fe mal

fundada y es el caso de personas que, ante escándalos o con-ductas reprobables de cristianos y aun de pastores de la Iglesia, dicen “perder la fe”. ¿Acaso esos cristianos fundan su fe en la conducta de seres humanos y falibles? No puede ser así: nues-tra fe cristiana y católica tiene como cimiento sólido y seguro la palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras y en la Tradición apostólica, y fielmente transmitida por el Magisterio auténtico confiado por Jesús a los legítimos pastores de la Iglesia, el Obispo de Roma, el Papa, cabeza visible del cuerpo celestial, y los obispos en comunión jerárquica con él. Nuestra fe es adhesión firme y total a la palabra de Dios y no puede depender de las lamentables falencias de los miembros de la Iglesia, las que ciertamente empañan la santidad del Cuerpo de

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Reflexiones acerca de la fe

Cristo, pero no pueden cuestionar la abso-luta verdad de la fe ni poner en duda la misión de la Iglesia de anunciar el Evangelio, de comunicarnos la gracia a través de los santos sacramentos y de conducir pastoral-mente a los discípulos de Cristo en la vida eclesial y hacia la vida eterna. No podemos

sino lamentar los pecados que hacen presa de los miembros de la Iglesia, pero el legítimo dolor que causan, así como el daño que ocasionan, no pueden hacer vacilar nuestra fe en Dios, en su palabra de Verdad, y en la Esposa de Cristo, que es la Iglesia, y que, por la acción del Espíritu Santo, es instrumento y lugar visible de la obra salvadora de Jesús. Ante la realidad del pecado es preciso orar por la conversión de los que los cometen, sin excluirnos por cierto a nosotros mismos, y reparar su daño con más amor a Dios y al prójimo.

Antes de terminar estas reflexiones conviene agregar algo sobre lo que podría llamar el indiferentismo religioso que se caracteriza por considerar que todas las religiones son igualmen-te aceptables y respetables y que lo único que importa es que las personas que se adhieren a ellas sean honestas y coherentes con los postulados de su propia confesión religiosa. Quienes sos-tienen esta posición prescinden, o al menos parecen prescindir, de considerar que en materia religiosa existe una sola verdad y que no todas las afirmaciones confesionales son compatibles entre sí, habiendo incluso algunas que son claramente contra-dictorias con las de otras confesiones. Hay algunas afirmaciones que son compartidas por diversas confesiones religiosas y para

El Papa Benedicto XVI

durante la Misa inaugural del Año de la fe.

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un cristiano es grato reconocer que en otros credos hay convicciones que coinciden con las de nuestra fe cristiana y católica, tanto en cuanto al reconocimiento de la existencia de un solo Dios, origen de todo lo existente, como en la aceptación de algunas normas morales fundamen-tales. Por eso es justo reconocer que en las diversas confesiones religiosas hay elementos de verdad, aunque nosotros creemos firmemente que sólo en la fe católica se encuentra la plenitud de la verdad que Dios ha querido comunicarnos. Esa verdad no sólo se refiere a Dios en sí mismo,

sino también a sus acciones a favor de los hombres y a todos los medios que Él nos ofrece para alcanzar nuestra plenitud: su Hijo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestro Salvador; el don del Espíritu Santo; su palabra en las Sagradas Escrituras; su Iglesia, una, santa, católica y apostólica; los santos sacramentos, canales de gracia; el ministerio pastoral de los Apóstoles y de sus sucesores, instrumentos de Cristo y servi-dores del pueblo cristiano; los ejemplos y la intercesión de la Santísima Virgen María y de todos los santos; el apoyo fraterno de nuestros hermanos en la fe, etc. Ciertamente no da lo mismo conocer las maravillas de Dios y de sus designios, o ignorarlos y no poder gozar de tantas riquezas que nos colman de alegría, ya en esta tierra, y que serán nuestra herencia eterna en la Casa del Padre, luego de haber terminado nuestra peregrinación.

Imposible no hacerse en este momento una pregunta lace-rante: ¿Y qué pasa con los que sin culpa suya no han llegado al conocimiento pleno de la fe cristiana? Sabemos que «Dios quie-re que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4), y por eso la Iglesia es misionera, es

Un cristiano, que ha

recibido el don precioso

de la fe, no puede

quedarse indiferente

ante el hecho de que

hay otros hombres que

no gozan de ella.

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Reflexiones acerca de la fe

decir enviada para anunciar a todos los hombres la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3,8), y hacerlos participantes de ella. Un cristiano, que ha recibido el don precioso de la fe, no puede quedarse indiferente ante el hecho de que hay otros hombres que no gozan de ella. Pero es un hecho que el anuncio del Evangelio no ha llegado aún a todos los hombres. ¿Por qué? Es un misterio que no está a nuestro alcance develar. El Concilio Vaticano II nos ofrece, sin embargo, una luz al respecto: el des-tino de todo hombre, y no sólo de los cristianos, a asociarse al misterio pascual, configurándose con Cristo, vale «también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre es, en realidad, una sola, es decir, la divi-na. En consecuencia debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma que sólo Dios conoce, se asocien al misterio pascual»2. Esos caminos misteriosos de la gracia no nos dispensan de acoger y de realizar celosamente el explícito mandato de Jesús de anunciar el Evangelio a todos los hombres, de hacer de ellos sus discípulos, de consagrarlos por medio del Bautismo a la gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de enseñarles a acoger y a poner por obra todas sus enseñanzas (ver Mt 28,18-20). La acción misionera y apostó-lica corresponde a todo discípulo de Cristo, a cada uno en la situación concreta en que se encuentra, pero ninguno puede considerarse ajeno a la responsabilidad de compartir el don precioso de la fe con los que no la poseen.

Conclusión

El camino de la fe implica una progresiva purificación. Nuestra fe, por la gracia de Dios, debe ir creciendo en profundidad y necesita ir despojándose de no pocas imperfecciones que son

2. Gaudium et spes, 22.

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como las manchas de la superficie de un cristal que impiden percibir a través de él una imagen nítida, sin deformaciones ni oscuridades.

Con inmensa confianza en Dios, autor de todo don perfecto (ver Stgo 1,17), le suplicamos que nos conceda una fe segura y sin incertidumbres; una fe confiada en sus caminos, que no son como los nuestros (ver Is 55,8); una fe pura y transparente, que nos permita ver su mano paternal y amorosa en todo lo que acaece, incluso en los hechos ingratos y dolorosos; una fe sóli-da y potente, capaz de mover montañas (ver Mt 17,19); y una fe amorosa que reposa en la certeza de que Él nos ha amado antes de que nosotros lo amáramos a Él, que nos sigue amando cuando lo ofendemos o nos olvidamos de Él, y que nos prepara un lugar (ver Jn 14,2) en la Jerusalén celestial (ver Ap 21,2) y en las bodas del Cordero (ver Ap 21,9), símbolo de la caridad consumada, cuando a la fe y a la esperanza, que son propias de la peregrinación, suceda la caridad (ver 1Cor 13,8-13) y Dios sea todo en todas las cosas (ver 1Cor 15,28).

El Cardenal chileno Jorge Arturo Medina Estévez es

Prefecto Emérito de la Congregación para el Culto

Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Ha sido

miembro de la Comisión Teológica Internacional, de la

Comisión que preparó el nuevo Código de Derecho Canónico y del Comité redactor del Catecismo de la Iglesia Católica. Es autor de numerosas obras de

carácter teológico, espiritual y catequético, entre las que

se encuentran: El camino de la salvación; A la luz de la fe; Señor, ¿quién eres Tú?; «Y los creó varón y mujer»;

Reflexiones sobre la castidad en el siglo XXI.

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119mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

La regla de la fe

San Ireneo de Lyón

San Ireneo nació hacia el año 135 en la ciudad de Esmirna, en la actual Turquía. Aunque la información respecto a su vida es exigua, se sabe que en su juventud conoció a San Policarpo, obispo de aquella ciudad, quien a su vez había sido discípulo del Apóstol San Juan. Se traslada de Asia Menor a la Galia, donde lo encontramos el año 177 como parte del colegio de los presbíteros de Lyón, la ciudad más populosa y comercial de la Galia en aquel entonces. Luego de cumplir con una misión de su comunidad ante el Papa San Eleuterio, ocupó la sede episcopal de dicha ciudad, ejerciendo su ministerio con ejem-plar dedicación hasta su probable martirio alrededor del año 202, durante la persecución de Septimio Severo.

Considerado como el primer gran teólogo de la Iglesia, sus escritos estuvieron orientados a dos objetivos: defender la doc-trina de la Iglesia frente a los errores del gnosticismo y exponer el auténtico depósito de la fe transmitido por los Apóstoles. Ello se ve reflejado en sus dos obras que han llegado hasta nosotros: la famosa Adversus haereses (Contra las herejías) y La Demostración

de la predicación apostólica. De ésta última presentamos a continuación unos breves fragmentos sobre la fe, en el marco,

precisamente, del Año de la fe que la Iglesia viene celebrando.

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San Ireneo de Lyón

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Como enseña el Papa Benedicto XVI, «en el centro de su doctrina está la cuestión de la “regla de la fe” y de su transmisión. Para San Ireneo la “regla de la fe” coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo»1.

* * *

[Necesidad de mantenernos en la regla de la fe]

3. Para no experimentar la perdi-

ción, debemos mantener sin desvia-

ción la regla de la fe y cumplir los

mandamientos de Dios creyendo

en Él, temiéndole en cuanto Señor

y amándolo como a Padre. Ahora

bien, las obras provienen de la fe,

pues como dice Isaías: «Si no creéis,

no comprenderéis» (Is 7,9); la ver-

dad nos lleva a adquirir la fe, ya que

la fe está fundada sobre lo que ver-

daderamente es el ser de las cosas.

De hecho nosotros creemos lo que

realmente es y como es; y creyendo

lo que realmente es y como siem-

pre es, mantendremos firme nuestra

adhesión.

Ahora bien, puesto que de la fe depende nuestra salvación,

es necesario prestarle mucha atención para lograr una auténtica

1. Benedicto XVI, Catequesis durante la audiencia general, 28/3/2007.

San Ireneo de Lyón (c. 135 – c. 202).

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121

La regla de la fe

inteligencia de cuanto existe. La fe, precisamente, es la que nos

procura todo esto, como nos lo han transmitido los presbíteros,

discípulos de los Apóstoles. En primer lugar, la fe nos invita insis-

tentemente a rememorar que hemos recibido el Bautismo para

el perdón de los pecados en el nombre de Dios Padre y en el

nombre de Jesucristo —Hijo de Dios encarnado, muerto y re-

sucitado—, y en el [nombre del] Espíritu Santo de Dios; siendo

este Bautismo el sello de la vida eterna, el nuevo nacimiento

en Dios, de tal modo que no somos ya hijos de los hombres

mortales, sino de Dios eterno e indefectible; que el Eterno e

Indefectible es Dios, por encima de todas las creaturas, y que

cada cosa, sea de la especie que sea, está sometida a Él, ya que

cuanto fue por Él creado a Él está sometido. Dios, por lo tanto,

no ejerce su poder y soberanía sobre lo que pertenece a otros,

sino sobre lo que le es propio. Y todo es de Dios. En efecto,

Dios es omnipotente y todo proviene de Él.

[Dios es único y ha creado todas las cosas]

4. Porque es necesario que las cosas creadas tengan por prin-

cipio alguna causa grande, y el principio de todo es Dios. Él no

tiene origen en otro, antes por el contrario, todo fue creado

por Él. Es, pues, necesario creer primeramente que hay un

Dios, el Padre, el cual creó y organizó el conjunto de los seres

e hizo existir cuanto antes no existía, y sosteniendo al conjunto

de los seres es el único que no tiene otro sostén. Ahora bien,

en tal conjunto se halla igualmente este mundo nuestro, y en

el mundo, el hombre. También, pues, este mundo fue creado

por Dios.

[El Padre ha creado por medio del Hijo y del Espíritu]

5. He aquí la demostración [de esta doctrina]: hay un solo Dios,

Padre, increado, invisible, creador de todo cuanto es; ni por

encima de Él ni debajo de Él existe otro dios. Y puesto que Dios

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San Ireneo de Lyón

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es racional, todos los seres fueron creados por medio del Logos; y lo dispuso todo mediante el Espíritu, pues Dios es Espíritu.

Como dice el profeta: «Por la palabra del Señor fueron estable-

cidos los cielos, y por obra de su Espíritu todas sus potencias»

(Sal 32,6). Ahora bien, ya que el Verbo establece, es decir, crea

y otorga la consistencia a cuanto es, allí donde el Espíritu pone

en orden y en forma la múltiple variedad de las potencias, justa

y convenientemente el Verbo es denominado Hijo, y el Espíritu,

Sabiduría de Dios. Con razón el Apóstol Pablo dice: «Uno es

Dios Padre, que está por encima de todo, con todo y en to-

dos nosotros» (Ef 4,6). Porque sobre todos está el Padre, pero

con todos está el Logos, puesto que por medio de Él el Padre

hizo todo; y en todos nosotros está el Espíritu que grita: ¡Abbá,

Padre!, haciendo al hombre a semejanza de Dios. [...]

6. Ésta es, pues, la regla de nuestra fe, el fundamento del edifi-

cio y la base de nuestra conducta: Dios Padre, increado, ilimi-

tado, invisible, un solo Dios, creador de todo. Éste es el primer

artículo de nuestra fe. El segundo es: el Logos de Dios, Hijo

de Dios, nuestro Señor Jesucristo, manifestado a los profetas

según el designio de su profecía y según la economía dispuesta

por el Padre; por medio de Él ha sido creado todo. Al fin de

los tiempos, para recapitular todo se hizo Hombre entre los

hombres, visible y tangible, para destruir la muerte y manifestar

la vida, restableciendo la comunión entre Dios y el hombre.

Y como tercer artículo: el Espíritu Santo, por medio del cual

profetizaron los profetas, fueron instruidos los padres en lo que

concierne a Dios, y los justos fueron guiados por el camino de

la justicia, y que al fin de los tiempos ha sido difundido de un

modo nuevo sobre la humanidad y por toda la tierra, renovan-

do al hombre para Dios.

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123mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

A 45 años del Credo del Pueblo de Dios

La idea de realizar una profesión de fe, que propusiese re-novadamente aquello en lo que cree la Iglesia, había estado ya presente en los últimos momentos del Concilio Vaticano II. Se constataban en ese entonces los diversos desafíos que enfrentaban los creyentes, así como la necesidad de que el aggiornamento impulsado por el Concilio estuviese firmemente asentado en la fe que la Iglesia ha profesado y custodiado a lo largo de los siglos. No hubiera sido, por cierto, el primer concilio ecuménico en terminar con una profesión de fe. Así sucedió, por ejemplo, en el Concilio de Nicea (325), en el Concilio IV de Letrán (1251) y en el Concilio de Trento (1564). La idea, sin embargo, no se concretó antes de la conclusión del Vaticano II, pero la inquietud permaneció y se fue decantando hasta alcanzar poco después su madurez.

El Papa Pablo VI vio con mucha claridad y agudeza la ne-cesidad de que la Iglesia reafirmase los puntos capitales de la fe. Los tiempos entonces no eran fáciles. De un lado arreciaban desde el pensamiento secular los cuestionamientos a la fe. De otra parte, en los años inmediatos al Concilio, varios intentos

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de aplicación terminaron siendo experimentos doctrinales y pastorales que, en muchos casos, solo sembraron dudas e in-certidumbre en el Pueblo de Dios. Sensible a los signos de los tiempos, el Papa decidió llevar adelante la iniciativa de hacer una profesión de fe que, por lo demás, le había sido ya sugerida en distintas oportunidades.

En febrero de 1967, al convocar el Año de la fe conme-morativo del XIX centenario del martirio de San Pedro y San Pablo, el Pontífice tenía ya una idea clara de su propuesta. Preguntándose acerca del mejor modo de celebrar la memoria de los dos apóstoles, respondió que además de la costumbre de dar en similares ocasiones beneficios espirituales, deseaba en esta oportunidad «pedir algo. Y nuestro pedido es simple y grande: pedimos a todos y cada uno, hermanos e hijos nuestros, celebrar la memoria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo […] con una auténtica y sincera profesión»1. «Queremos ofrecer a Dios una profesión de fe […] individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca. Queremos que esta profesión salga de lo íntimo del corazón de todos los fieles y resuene idéntica y amorosa en toda la Iglesia»2.

Luego de un interesante recorrido de preparación, en el que tuvieron una destacada participación el cardenal Charles Journet y el filósofo Jacques Maritain, la proclamación llegó un Domingo 30 de junio de 1968, cuando al concluir el Año de la fe el Papa Pablo VI pronunció la solemne profesión de fe que pasaría a conocerse como el Credo del Pueblo de Dios. El mismo Pontífice, en su homilía previa a la profesión de fe, dio un indicio de la intención que lo había animado a realizar este importante acto: «Como en otro tiempo, en Cesarea de Filipo,

1. Pablo VI, Exhortación apostólica Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, 22/2/1967.

2. Lug. cit.

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Simón Pedro, fuera de las opiniones de los hombres, confesó verdaderamente, en nombre de los doce apóstoles, a Cristo, Hijo del Dios vivo, así hoy su humilde Sucesor y Pastor de la Iglesia universal, en nombre de todo el Pueblo de Dios, alza su voz para dar un tes-timonio firmísimo a la Verdad divina, que ha sido confiada a la Iglesia para que la anuncie a todas las gentes».

El carácter testimonial en nada disminuye la firmeza y consistencia del contenido teológico de la profesión de fe de Pablo VI. En su desarrollo se remite a las definiciones de al menos nueve Concilios ecuménicos así como a las enseñanzas y pronunciamientos dogmáticos de cuatro Pontífices. Aunque no es un pronunciamiento dogmático en sentido estricto, el Credo del Pueblo de Dios reúne el peso doctrinal de las proposiciones de fe definidas previamente con el hecho de ser una confesión de la fe de la Iglesia formulada por el Sucesor de Pedro.

45 años después la Iglesia está por concluir un nuevo Año de la fe, en esta ocasión convocado por el Papa Benedicto XVI. Cabe resaltar la sintonía de los sucesores de Pedro que, fieles al mandato del Señor, han buscado confirmar en la fe al Pueblo de Dios a ellos encomendado. Con realismo, Benedicto XVI invitó a reconocer que hoy se vive «una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas» y alentó a «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo»3.

3. Benedicto XVI, Porta fidei, 2.

En el empeño por

redescubrir el camino

de la fe el Credo

del Pueblo de Dios

constituye una perla

preciosa que no

puede ser olvidada.

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En el empeño por redescubrir el camino de la fe el Credo del Pueblo de Dios constituye una perla preciosa que no pue-de ser olvidada. Este acto profético de Pablo VI procura hacer inteligible hoy la fe de siempre, y nos recuerda que la fe que profesamos no es un vago sentimiento religioso ni tampoco una creencia reductible a los linderos de la propia subjetividad o arbitrariedad. La fe que la Iglesia profesa es una sola y «debe ser confesada en toda su pureza e integridad»4. De ello es un elocuente testimonio la profesión de fe del Papa Montini.

Ofrecemos la Homilía y el texto integral del Credo del Pueblo de Dios con la esperanza de que su lectura y medi-tación ayudarán a mejor realizar el programa que el Papa Benedicto XVI presentó para este Año de la fe y que el Papa Francisco ha querido continuar: «Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año»5.

4. Francisco, Lumen fidei, 48. 5. Benedicto XVI, Porta fidei, 9.

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Credo del Pueblo de Dios

S.S. Pablo VI

Venerables hermanos y queridos hijos:1. Clausuramos con esta liturgia solemne tanto la conme-

moración del XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo como el año que hemos llamado de la fe. Pues hemos dedicado este año a conmemorar a los santos apóstoles, no sólo con la intención de testimoniar nuestra inquebranta-ble voluntad de conservar íntegramente el depósito de la fe (ver 1Tim 6,20), que ellos nos transmitieron, sino también con la de robustecer nuestro propósito de llevar la misma fe a la vida en este tiempo en que la Iglesia tiene que peregrinar en este mundo.

2. Pensamos que es ahora nuestro deber manifestar públi-camente nuestra gratitud a aquellos fieles cristianos que, res-pondiendo a nuestras invitaciones, hicieron que el año llamado de la fe obtuviera suma abundancia de frutos, sea dando una adhesión más profunda a la palabra de Dios, sea renovando en muchas comunidades la profesión de fe, sea confirmando la fe misma con claros testimonios de vida cristiana. Por ello, a la vez que expresamos nuestro reconocimiento, sobre todo a nuestros hermanos en el episcopado y a todos los hijos de la Iglesia católica, les otorgamos nuestra bendición apostólica.

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3. Juzgamos además que debemos cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro, de quien, aunque muy inferior en méritos, somos sucesor; a saber: que confirmemos en la fe a los hermanos (ver Lc 22,32). Por lo cual, aunque somos conscientes de nuestra pequeñez, con aquella inmensa fuerza de ánimo que tomamos del mandato que nos ha sido entregado, vamos a hacer una profesión de fe y a pronunciar una fórmula que comienza con la palabra creo, la cual, aunque no haya que llamarla verdadera y propiamente definición dogmática, sin embargo repite sustancialmente, con algunas explicaciones pos-tuladas por las condiciones espirituales de esta nuestra época, la fórmula nicena: es decir, la fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios.

4. Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como cautivos de cierto de-seo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de sal-vación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera —y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos.

5. A este propósito, es de suma importancia advertir que, además de lo que es observable y de lo descubierto por medio de las ciencias, la inteligencia, que nos ha sido dada por Dios, puede llegar a lo que es, no sólo a significaciones subjetivas de lo que llaman estructuras, o de la evolución de la conciencia humana. Por lo demás, hay que recordar que pertenece a la

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interpretación o hermenéutica el que, atendiendo a la palabra que ha sido pronunciada, nos esforcemos por entender y discer-nir el sentido contenido en tal texto, pero no innovar, en cierto modo, este sentido, según la arbitrariedad de una conjetura.

6. Sin embargo, ante todo, confiarnos firmísimamente en el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, y en la fe teologal, en la que se apoya la vida del Cuerpo místico. No ignorando, ciertamente, que los hombres esperan las palabras del Vicario de Cristo, satisfacemos por ello esa su expectación con discur-sos y homilías, que nos agrada tener muy frecuentemente. Pero hoy se nos ofrece la oportunidad de proferir una palabra más solemne.

7. Así, pues, este día, elegido por Nos para clausurar el año llamado de la fe, y en esta celebración de los santos apóstoles Pedro y Pablo, queremos prestar a Dios, sumo y vivo, el obse-quio de la profesión de fe. Y como en otro tiempo, en Cesarea de Filipo, Simón Pedro, fuera de las opiniones de los hombres, confesó verdaderamente, en nombre de los doce apóstoles, a Cristo, Hijo del Dios vivo, así hoy su humilde Sucesor y Pastor de la Iglesia universal, en nombre de todo el pueblo de Dios, alza su voz para dar un testimonio firmísimo a la Verdad divina, que ha sido confiada a la Iglesia para que la anuncie a todas las gentes.

Queremos que esta nuestra profesión de fe sea lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo apto, a la necesi-dad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que en el mundo —sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenez-can— buscan la Verdad.

Por tanto, para gloria de Dios omnipotente y de nuestro Señor Jesucristo, poniendo la confianza en el auxilio de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, para utilidad espiritual y progreso de la Iglesia, en nombre de todos los sagrados pastores y fieles cristianos, y en plena comunión con vosotros, hermanos e hijos queridísi-mos, pronunciamos ahora esta profesión de fe.

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Profesión de fe Credo del Pueblo de Dios

8. Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles —como es este mundo en que pa-samos nuestra breve vida— y de las cosas invisibles —como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles1— y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal2.

9. Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como Él mismo reveló a Moisés (ver Ex 3,14), Él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan (ver 1Jn 4,8) de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de Aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible (ver 1Tim 6,16), está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a participar, aquí en la tierra, en la oscuridad de la fe, y después de la muer-te, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano3. Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los hombres la unidad de

1. Ver Concilio Vaticano I, Dei Filius: DS, 3002. 2. Ver S.S. Pío XII, Humani generis: AAS 42 (1950) 575; Concilio V de

Letrán: DS, 1440-1441. 3. Ver Concilio Vaticano I, Dei Filius: DS, 3016.

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Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima Trinidad.

10. Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engen-dra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendra-do desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona in-creada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí4, la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se

consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad5.

11. Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. El es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la huma-nidad6, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona7.

12. Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el Reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos

4. Símbolo Quicumque: DS, 75. 5. Lug.cit. 6. Allí mismo, n. 76. 7. Lug.cit.

Papa Pablo VI

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amáramos los unos a los otros como Él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la san-gre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la parti-cipación de la vida divina, que es la gracia. Subió al Cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará.

Y su Reino no tendrá fin.13. Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que,

con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de su Resurrección y Ascensión al Padre; ilumina, vivifica, pro-tege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (ver Mt 5,48).

14. Creemos que la Bienaventurada María, que permane-ció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo8 y que ella, por su singular elec-ción, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime9, fue preservada inmune de toda mancha de culpa

8. Ver Concilio de Éfeso: DS, 251-252. 9. Ver Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 53.

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original10 y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas11.

15. Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al miste-rio de la encarnación y de la redención12, la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste13, y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia14, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos15.

16. Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban cons-tituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza hu-mana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos

10. Ver S.S. Pío IX, Ineffabilis Deus: Acta pars I vol. 1, p. 616 [DS, 2803].11. Ver Lumen gentium, 53. 12. Ver allí mismo, 53,58,61. 13. Ver S.S. Pío XII, Munificentissimus Deus: AAS 42 (1950) p. 770

[DS, 3903].14. Lumen gentium, 53,56,61,63; Ver S.S. Pablo Vl, Discurso de clausu-

ra de la III sesión del Concilio Vaticano II: AAS 56 (1964), p. 1016; Signum magnum: AAS 59 (1967) pp. 465 y 467.

15. Lumen gentium, 62; Ver S.S. Pablo Vl, Signum magnum: AAS 59 (1967) p. 468.

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los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se trans-mite, juntamente con la natura-leza humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno16.

17. Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la Cruz, del pecado original y de todos los

pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (ver Rom 5,20).

18. Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el bautismo hay que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, del agua y del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús17.

19. Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriqueci-da por bienes celestes, germen y comienzo del Reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos de la Redención se continúan a

16. Ver Concilio de Trento, Sesión 5, Decreto De peccato originali: DS, 1513.

17. Ver Concilio de Trento, allí mismo: DS, 1514.

Fra Angelico, San Pedro predicando en presencia de San Marcos, c. 1433.

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través de la historia humana, y que con todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del fin de los tiempos en la gloria celeste18. Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sa-cramentos, que manan de su plenitud19. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve20. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difun-da radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.

20. Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos libros sagra-dos conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre viva y cuyos propios poderes de pastores trans-mite fielmente a través de los siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella ver-dad que, bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor Jesús. Nosotros creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal, para

18. Ver Lumen gentium, 8 y 50. 19. Ver allí mismo, 7,11. 20. Ver Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 5,6; Lumen gen-

tium, 7,12,50.

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ser creídas como divinamente reveladas21. Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra22 y que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio23.

21. Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, y el culto, y el vínculo de la comunión jerárquica24. La abundantísima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legítima de patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no sólo no dañan a la unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan25.

22. Nosotros también, reconociendo por una parte que fue-ra de la estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica26, y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad27, esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.

23. Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace pre-sente28. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio

21. Ver Concilio Vaticano I, Dei Filius: DS, 3011. 22. Ver allí mismo, Pastor aeternus: DS, 3074. 23. Ver Lumen gentium, 25. 24. Allí mismo, 8,18-23; Unitatis redintegratio, 2. 25. Ver Lumen gentium, 23; Orientalium Ecclesiarum, 2,3,5,6. 26. Ver Lumen gentium, 8. 27. Ver allí mismo, 15. 28. Ver allí mismo, 14.

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de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la concien-cia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce, pueden conseguir la salvación eterna29.

24. Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofreci-da por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros cree-mos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial30.

25. En este Sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su Cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su Sangre, permaneciendo solamente íntegras las propieda-des del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conve-niente y propiamente transustanciación. Cualquier interpreta-ción de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han

29. Ver allí mismo, 16. 30. Ver Concilio de Trento, Sesión 13: Decreto De Eucharistia: DS, 1651.

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dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes de-lante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino31, como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo místico32.

26. La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glo-rioso en los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el co-razón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho pre-sente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.

27. Confesamos igualmente que el Reino de Dios, que ha te-nido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (ver Jn 18,36), cuya figura pasa (ver 1Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idén-ticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien tem-poral de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a

31. Ver allí mismo: DS, 1642; Pablo Vl, Mysterium fidei: AAS 57 (1965) p. 766.

32. Ver Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, III, q.73 a.3.

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todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanen-te (ver Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus her-manos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el Reino eterno.

28. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.

29. Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celes-te, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es33 y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el go-bierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza34.

33. 1Jn 3,2; S.S. Benedicto XII, Benedictus Deus: DS, 1000. 34. Lumen gentium, 49.

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30. Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofre-cen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (ver Lc 10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.

Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.

Ciudad del Vaticano, 30 de junio de 1968.

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Confiemos en la acción de Dios. Con Él podemos hacer cosas grandes y sentiremos el gozo de ser sus discípulos, sus testigos. Apostad por los grandes ideales, por las cosas grandes. Los cristianos no hemos

sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Hemos de ir siempre más allá, hacia las cosas grandes. Jóvenes, poned en juego vuestra vida por grandes ideales.

Homilía en el V Domingo de Pascua, 28/4/2013

A vosotros, que estáis en el comienzo del camino de la vida, os pregunto: ¿Habéis pensado en los talentos que Dios os ha dado? ¿Habéis pensado en cómo podéis ponerlos al servicio de los demás? ¡No enterréis los talentos! Apostad por ideales grandes, esos ideales que ensanchan el corazón, los ideales de servicio que harán fecundos vuestros talentos. La vida no se nos da para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para que la donemos. Queridos jóvenes, ¡tened un ánimo grande! ¡No tengáis miedo de soñar cosas grandes!

Catequesis durante la audiencia general, 24/4/2013

Estos jóvenes provienen de diversos continentes, hablan idiomas diferentes, pertenecen a distintas culturas y, sin embargo, encuentran en Cristo las respuestas a sus más altas y comunes aspiraciones, y pueden saciar el hambre de una verdad clara y de un genuino amor que los una por encima de cualquier diferencia. Cristo les ofrece espacio, sabiendo que no puede haber energía más poderosa que esa que brota del corazón de los jóvenes cuando son seducidos por la experiencia de la amistad con Él. Cristo tiene confianza en los jóvenes y les confía el futuro de su propia misión: «Vayan y hagan discípulos»; vayan más allá de las fronteras de lo humanamente posible, y creen un mundo de hermanos. Pero también los jóvenes tienen confianza

Magisterio Pontificio

Los jóvenes

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en Cristo: no tienen miedo de arriesgar con él la única vida que tienen, porque saben que no serán defraudados.

Discurso en la bienvenida de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 22/7/2013

Muchos de ustedes, queridos Obispos y sacerdotes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones» (ver Mt 28,19). Nuestro compromiso de pastores es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús (…) Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. Ayudemos a los jóvenes.

Homilía en la Misa con los Obispos, religiosos y seminaristas, 27/7/2013

Queridos jóvenes, sientan la compañía de toda la Iglesia, y también la comunión de los santos, en esta misión. Cuando juntos hacemos frente a los desafíos, entonces somos fuertes, descubrimos recursos que pensábamos que no teníamos. Jesús no ha llamado a los apóstoles para que vivan aislados, los ha llamado a formar un grupo, una comunidad. Quisiera dirigirme también a ustedes, queridos sacerdotes que concelebran conmigo esta eucaristía: han venido a acompañar a sus jóvenes, y es bonito compartir esta experiencia de fe. Seguro que les ha rejuvenecido a todos. El joven contagia juventud (...) Y aquí quiero agradecer de corazón a los grupos de pastoral juvenil, a los movimientos y nuevas comunidades que acompañan a los jóvenes en su experiencia de ser Iglesia, tan creativos y tan audaces.

Homilía en la Misa de envío en la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 28/7/2013

Magisterio Pontificio

Los jóvenes

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143mayo-agosto de 2013, año 29, n. 85

S.S. Pablo VI

El 25 de julio de 1968, hace 45 años, el Papa Pablo VI firmaba la Encíclica Humanae vitae, un pilar doctrinal en la defensa y promoción de la vida hu-mana. Unos años antes, en 1960, se había inventado la píldora anticoncep-tiva, generándose debates en todo el mundo tanto acerca de su uso como sobre otros asuntos relacionados a la procreación y la sexualidad. Fruto de un interés doctrinal y pastoral, la Encíclica del Papa salió al paso de muchos interrogantes suscitados, yendo más allá del debate acerca de la píldora an-ticonceptiva para ofrecer un luminoso escrito sobre la sexualidad humana, la dignidad de la procreación y la trasmisión de la vida, y la dignidad de los hombres y mujeres en el matrimonio y en la familia.

El miércoles 31 de julio, a pocos días de publicado el documento, el Santo Padre compartió en una Audiencia general —casi como en un senci-llo diálogo de amigos— algunos de sus sentimientos interiores al elaborar el documento. Las palabras de la Audiencia permiten percibir en el Papa Pablo VI su actitud profundamente humilde y encarnada en la realidad; su libertad de espíritu para reflexionar y juzgar; y su horizonte de visión, que iba más allá de lo que era el tema mismo del debate —la procreación humana o la posibilidad de impedirla intencionalmente— para abrirse a una visión integral del hombre a partir de su ser creatura hecha a imagen y semejanza de Dios.

La cuidadosa elaboración de la respuesta, como compartió el Papa, ha-bía significado nutrir la reflexión de la escucha de todas las opiniones que le

Documentos

La premisa, los motivos, los fines de la Encíclica Humanae vitae

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llegaban, de la lectura y estudio de todas las fuentes posibles, incluidas las científicas, hasta experimentarse «casi rebasados por este cúmulo de docu-mentación». Todo ello en ambiente de oración intensa y apertura al Espíritu Santo, y motivado por la caridad, «experimentada como una sensibilidad pastoral hacia quienes están llamados a vivir la vocación matrimonial, prin-cipales destinatarios de la Encíclica».

Tras aquella Encíclica, catalogada tantas veces como “profética” y como “signo de contradicción”, y cuya publicación entrañó fortaleza y valentía, latía un corazón de padre y de pastor que sentía el peso de la responsabili-dad de pronunciarse sobre tan importante materia.

Ofrecemos a continuación el texto íntegro de las palabras del Papa Pablo VI durante aquella memorable Audiencia general.

***

Presentación positiva de la moral conyugal en orden a su vocación.

¡Queridos hijos e hijas!Nuestras palabras tienen hoy

un tema obligado a causa de la Encíclica, titulada Humanae vitae, que hemos publicado esta semana, sobre la regulación de la natalidad. Consideramos que el texto de este documento pontificio es conocido, al menos su contenido esencial, que no es solamente la declaración de una ley moral negativa, es decir, la exclusión de toda acción que se proponga hacer imposible la pro-creación (n. 14), sino que es sobre todo la presentación positiva de la moralidad conyugal en orden a su misión de amor y de fecundidad en «la visión integral del hombre y de su vocación no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna» (n.7). Es la aclaración de

un capítulo fundamental de la vida personal, conyugal, familiar y social del hombre, pero no es el tratado completo de lo que se refiere al ser humano en el campo del matrimo-nio, de la familia, de la honestidad de las costumbres, campo inmen-so sobre el que el magisterio de la Iglesia podrá y deberá volver con un tratado más amplio, orgánico y sintético. Responde esta Encíclica a cuestiones, a dudas, a tenden-cias, sobre las cuales la discusión, como todos saben, se ha hecho en estos tiempos bastante más am-plia y viva, y sobre la cual Nuestra función doctrinal y pastoral se ha interesado fuertemente. No os ha-blaré ahora de este documento, tanto por la delicadeza y la gran importancia del tema, como por el hecho de que no faltan y no falta-rán, en torno a la Encíclica, publi-caciones a disposición de cuantos se interesan por el tema que trata.

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La premisa, los motivos, los fines de la Encíclica Humanae vitae

Diremos simplemente algunas palabras no tanto sobre el docu-mento en cuestión, sino sobre algunos sentimientos que han col-mado Nuestro ánimo en el perio-do no breve de su preparación.

Un estudio completo, profundo, sufrido, para resolver el grave problema

El primer sentimiento ha sido el de una grave responsabilidad Nuestra. Ello Nos ha introducido y sostenido en la parte sensible de la cuestión durante los cuatro años de estudio y elaboración de esta Encíclica. Os confiamos que tal sentimiento también Nos ha hecho sufrir espi-ritualmente no poco. Nunca como en esta coyuntura hemos sentido el peso de Nuestro oficio. Hemos estudiado, leído, discutido, cuanto podíamos; y también hemos reza-do mucho. Algunas circunstancias relativas a ello os son conocidas: debíamos responder a la Iglesia, a la humanidad entera; debíamos evaluar, con esfuerzo y a la vez con la libertad de Nuestro deber apostólico, una tradición doctri-nal no sólo secular, sino reciente, la de Nuestros tres inmediatos Predecesores; estábamos obliga-dos a hacer Nuestra la enseñan-za del Concilio promulgado por Nosotros mismos; Nos sentíamos propensos a acoger, hasta don-de nos parecía poder hacerlo, las conclusiones, de carácter consul-

tivo, de la Comisión instituida por el Papa Juan, de venerada memo-ria, que Nosotros ampliamos, pero con la debida prudencia; sabíamos de las discusiones encendidas con tanta pasión y con tanta autoridad, sobre este importantísimo tema; sentíamos las voces bulliciosas de la opinión pública y de la pren-sa; escuchábamos las más tenues, pero muy penetrantes en Nuestro corazón de padre y de pastor, de tantas personas, especialmente de mujeres muy respetables, ator-mentadas por el difícil problema y por la todavía más difícil experien-cia de cada una de ellas; leíamos los estudios científicos sobre las alarmantes cuestiones demográ-ficas en el mundo, respaldados frecuentemente por informes de expertos y por programas de go-bierno; llegaban a Nosotros de diferentes partes publicaciones, inspiradas algunas por el examen de particulares aspectos científi-cos del problema, otras por con-sideraciones realistas de muchas y graves condiciones sociológicas, o por aquellas, hoy tan imperiosas, de las mutaciones que irrumpen en todos los sectores de la vida moderna…

¡Cuántas veces hemos tenido la impresión de ser casi rebasados por este cúmulo de documenta-ción, y cuántas veces humana- mente hablando, hemos percibido lo inadecuado de Nuestra pobre persona para el formidable deber

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apostólico de tener que pronun-ciarnos al respecto; cuantas veces hemos temblado frente al dilema de una fácil condescendencia con las opiniones corrientes, o de una sentencia mal tolerada por la so-ciedad de hoy, o que fuese arbitra-riamente demasiado gravosa para la vida conyugal!

La conciencia abierta a la voz de la verdad y de la norma divina

Nos hemos valido de muchas consultas particulares de perso-nas de alto valor moral, científico y pastoral; e, invocando las luces del Espíritu Santo, hemos puesto nuestra conciencia en la plena y libre disponibilidad a la voz de la verdad, buscando interpretar la norma divina que vemos despren-derse de la intrínseca exigencia del auténtico amor humano, de las estructuras esenciales del instituto matrimonial, de la dignidad per-sonal de los esposos, de su misión al servicio de la vida, además de la santidad del vínculo matrimo-nial cristiano; hemos reflexionado sobre los elementos estables de la doctrina tradicional y vigente de la Iglesia, especialmente sobre las enseñanzas del reciente Concilio, hemos ponderado las consecuen-cias de una u otra decisión; y no hemos tenido dudas sobre Nuestro deber de pronunciar Nuestra sen-tencia en los términos expresados por la presente Encíclica.

Exacta valoración pastoral de las lícitas sugerencias de la ciencia y de la realidad sociológica

Otro sentimiento que Nos ha guiado siempre en Nuestro traba-jo, es el de la caridad, de la sensi-bilidad pastoral hacia aquellos que son llamados a integrar la propia personalidad en la vida conyugal y en la familia. Y con agrado hemos seguido la concepción personalis-ta, propia de la doctrina conciliar, sobre la sociedad conyugal, dando así al amor —que la genera y que la alimenta— el lugar preeminen-te que le conviene en la evalua-ción subjetiva del matrimonio; hemos acogido también todas las sugerencias formuladas dentro del campo de lo lícito, para facilitar la observancia de la norma reafirma-da. Hemos querido agregar a la exposición doctrinal algunas indi-caciones prácticas de carácter pas-toral. Hemos honrado la función de los hombres de ciencia para que prosigan los estudios sobre los procesos biológicos de la na-talidad y para la recta aplicación de los remedios terapéuticos y de la norma moral inherente a ello. Hemos reconocido a los cónyuges la responsabilidad y por tanto la libertad, como ministros del plan de Dios sobre la vida humana, interpretado por el magisterio de la Iglesia, para su bien personal y para el de sus hijos. Y hemos se-ñalado la intención superior que

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inspira la doctrina y la práctica de la Iglesia: la de ayudar a los hom-bres, defender su dignidad, com-prenderlos y sostenerlos en sus dificultades, educarlos en el vigi-lante sentido de responsabilidad, en el fuerte y sereno señorío de sí, en la valerosa concepción de los grandes y comunes deberes de la vida y de los sacrificios inherentes a la práctica de la virtud y en la construcción de un hogar fecundo y feliz.

Viva confianza en los esposos cristianos y en todo el Pueblo de Dios

Y finalmente un sentimiento de esperanza ha acompañado la trabajosa redacción de este do-cumento; la esperanza en que el mismo, casi por virtud propia, por su humana verdad, será bien aco-gido, no obstante la diversidad de opiniones hoy ampliamente difun-didas, y no obstante la dificultad que la vía trazada puede presentar a quien la quiere recorrer fielmen-te, y también a quien, con la ayuda del Dios de la vida, la debe ense-ñar con pureza; la esperanza en que, los estudiosos especialmente, sabrán descubrir en el mismo do-cumento el hilo genuino, que lo une con la concepción cristiana de la vida, y que Nos autoriza a ha-cer Nuestra la palabra del Apóstol: «Nos autem sensum Christi habe-mus», nosotros tenemos la mente

de Cristo (1Cor 2,16). Y finalmente la esperanza en que serán los es-posos cristianos los que compren-derán cómo Nuestra palabra, por severa y difícil que pueda parecer, quiere ser intérprete de la autenti-cidad del amor de ellos, llamado a transfigurarse a sí mismo en la imitación del amor de Cristo por su mística esposa, la Iglesia; y que ellos sean los primeros en saber dar desarrollo a todo movimiento práctico que tenga la intención de ayudar a la familia en sus ne-cesidades, hacerla florecer en su integridad, e infundir en la familia moderna su propia espiritualidad, fuente de perfección para cada uno de sus miembros y de testi-monio moral en la sociedad (Ver Apostolicam actuositatem, n. 11; Gaudium et Spes, n. 48).

Es, como podéis ver, queridos hijos, una cuestión particular, que considera un aspecto extrema-mente delicado e importante de la humana existencia. Así como Nos hemos buscado estudiarlo y explo-rarlo, con la verdad y con la cari-dad que tal tema lo requería, por parte de Nuestro magisterio y de Nuestro ministerio, así le pedimos a todos vosotros, interesados di-rectamente o no en el asunto, que lo consideren con el respeto que amerita en el amplio y luminoso cuadro de la vida cristiana.

Con Nuestra bendición apostólica.

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Libros

Qué duda cabe que en Joseph Ratzinger – Benedicto XVI la Iglesia ha tenido a uno de los más grandes teólogos que ha asumido la Cátedra de San Pedro. El legado que ha dejado en su luminoso magisterio constituye uno de sus más valiosos aportes y seguirá guiando al pueblo de Dios en estos tiempos de confusión doctrinal.

Queriendo profundizar en su pensamiento, el Instituto Papa Benedicto XVI de Ratisbona emprendió en el 2008 la ingente tarea de recopilar sus obras completas como teólogo, tarea para la que contó con la cercana supervisión del propio Obispo —hoy Emérito— de Roma. La ambiciosa iniciativa editorial —se han previsto 16 volúmenes (algunos de ellos dobles), la mitad de los cuales ya ha sido publicada en alemán— aparece por cierto, por expreso deseo del autor, bajo su nombre de pila, pues de ese modo queda más patente que dichos escritos no forman parte de su magisterio pontificio.

El tomo que comentamos, aunque lleva el número XI de la colección, es el primero que ha visto la luz y está dedicado a la Teología de la liturgia. La elección del tema, realizada por el mismo Benedicto XVI, no ha sido ciertamente fortuita, y ha respondido sobre todo a dos razones. En pri-mer lugar, al hecho de que la liturgia ha sido para Joseph Ratzinger punto focal de su propuesta intelectual, al punto de que —como afirma en la introducción, titulada «Sobre el volumen inaugural de mis escritos»— «la liturgia de la Iglesia fue para mí, desde mi infancia, una realidad central en la vida y se convirtió también... en el centro de mi esfuerzo

Teología de la liturgia La fundamentación sacramental de la existencia cristiana

Joseph RatzingerBAC (Obras completas XI), Madrid 2012, xix + 592 pp.

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Libros

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teológico» (pp. xiii-xiv). Por otra parte, en sintonía con el Vaticano II y la aparición de la Sacrosanctum Concilium como el primer fruto conciliar, el Papa Emérito ha querido destacar la prioridad que en la vida cristiana tienen el encuentro con Dios y la oración.

Así pues, el presente volumen recopila todos los escritos de Joseph Ratzinger —se trata de libros, conferencias, artículos, homilías, prólogos a otras publicaciones, entrevistas, etc., varios de ellos revisados y alguno incluso inédito hasta hoy en castellano— en torno a la liturgia en sus más de 50 años como académico.

Para organizar su abundante producción intelectual en torno a este tema, el Santo Padre ha clasificado los textos en 5 apartados. Dicho sea de paso, la organización sistemática ofrecida por el propio autor es ya en sí una valiosísima clave de lectura de su pensamiento.

En el primero de ellos, «El espíritu de la liturgia», se recoge el largo estudio que en homenaje a la obra homónima de Romano Guardini rea-lizara Joseph Ratzinger el año 2000 y que constituye el principal texto de este volumen. Particularmente en este escrito destacan algunos elementos fundamentales de toda su concepción litúrgica, que pueden sintetizarse en tres. Se trata, en primer término, de la «correspondencia interna de Antiguo y Nuevo Testamento», pues el culto cristiano resulta incomprensi-ble si no se tiene en cuenta la tradición veterotestamentaria. A ello se aña-de su relación con «las religiones del mundo»; y, por último, «el carácter cósmico de la liturgia», dado que en ella intervienen la creación entera y toda la historia, no sólo los hombres de un determinado contexto.

Con este trasfondo se aborda en la segunda parte del libro, titulada «Typos – Mysterium – Sacramentum», el concepto mismo de sacramento y la fundamentación sacramental de la vida cristiana —como reza el subtí-tulo del volumen—, para luego centrarse, en la tercera, en «La celebración de la Eucaristía: fuente y cumbre de la vida cristiana» —tema que, como es natural, ha merecido más de diez contribuciones del autor—.

Un cuarto apartado nos brinda la combinación de la liturgia con una materia que ha constituido otra de las pasiones de Joseph Ratzinger: la «Teología de la música sagrada». Cierran el volumen, por último, unas «Perspectivas complementarias» que recogen algunas reflexiones sobre el movimiento litúrgico de comienzos del siglo XX, la liturgia en el Concilio Vaticano II y la Sacrosanctum Concilium, entre otros.

Demás está decir que todos los escritos rezuman, junto a la fidelidad creativa al depósito sagrado y la fineza teológica, esa hondura espiritual a la que Joseph Ratzinger nos tiene ya acostumbrados. En su perspectiva, además, liturgia y vida se suponen y alimentan mutuamente. Sólo nos

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queda desear, en sintonía con el propio autor, que este volumen «sirva para que la liturgia sea cada vez más profundamente comprendida y dig-namente celebrada» (p. xv).

Klaus Berckholtz

¿Qué significa creer? La fe es un acto que define la existencia del creyente, que engloba toda la persona y que se realiza en la comunidad de la Iglesia. Joseph Ratzinger ha profundizado sobre la fe y el acto de creer en muchas de sus obras. El esfuerzo del p. Daniel Cardó en la obra que ahora reseñamos ha sido, precisamente, el de intentar una síntesis acerca de un tema muy presente en el pensamiento ratzingeriano. En el momento en que la Iglesia celebra el Año de la fe y se esfuerza por una renovada reflexión sobre lo que significa “creer”, esta obra nos suscita un interés especial porque permite comprender el don y el desafío de la fe en nuestro tiempo. Más allá del contexto en el que se publica este trabajo, el tema es de suma relevancia para todo cristiano, así como para aquellos que buscan encontrar un sentido último para sus vidas.

La principal fuente utilizada por el p. Cardó en el presente estudio es la famosa obra Introducción al cristianismo, a partir de la cual se citan otros escritos del hoy Obispo Emérito de Roma. En la mencionada obra se busca explicar los principales elementos de la fe católica a los oyentes contemporáneos de un modo existencial y apelante. Antes de hacerlo, sin embargo, Ratzinger considera que «la cuestión fundamental que ha de tratar de resolver una introducción al cristianismo es qué significa la frase “yo creo”, pronunciada por un ser humano». En ese sentido, propone una reflexión sobre «la fe como acto».

Siguiendo las principales ideas sobre el tema en Introducción al cristianismo, el p. Cardó divide su estudio en tres partes. En el primer

La fe en el pensamiento de Joseph RatzingerUn estudio desde Introducción al cristianismo

P. Daniel CardóEunsa, Pamplona 2013, 105 pp.

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capítulo menciona algunos desafíos intrínsecos al acto de creer, así como los desafíos propios de la crisis contemporánea en torno a la fe, en especial el agnosticismo y el relativismo.

En el segundo capítulo el autor investiga propiamente el «acto de creer». Empieza por considerar la iniciativa divina en la fe, virtud teologal, que tiene en primer lugar un carácter de “don” gratuito, que viene “de afuera” y no de nuestra subjetividad. En seguida, nos presenta la respuesta que el ser humano está invitado a dar, en su vida cotidiana, como conver-sión y como nuevo modo de comprender y permanecer en la realidad.

En el tercer capítulo, trata más ampliamente de «la fe como acto», comprendiendo este acto en tres sentidos: personal, integral y eclesial. La fe es un acto personal en cuanto que se fundamenta y se desarrolla en el encuentro y la amistad con Jesucristo. Por eso, «en el centro del acto de fe se encuentra el sentido que da fundamento a la vida del creyente. Este sentido no es una teoría que se aprenda leyendo. No es un conoci-miento esotérico o un conjunto de verdades que hay que desvelar. No es tampoco una ley que cumplir. En fin, no es algo que se base únicamente en un libro. El cristianismo no es una religión del libro: “La fe no se refiere simplemente a un libro, que como tal sería la única y definitiva instancia para el creyente. En el centro de la fe cristiana no hay un libro, sino una persona, Jesucristo”» (p. 55-56). Por ello, la fe cristiana tiene, por su propia naturaleza, una estructura personal, es un “acto personal”, que responde auténticamente al ser humano. En este acápite, el autor trae a colación una serie de temas del pensamiento de Ratzinger relacionados a la fe como encuentro y amistad: encuentro con Cristo, desde la libertad de la persona, y encuentro con los demás, desde la relación de amor de amistad entre las personas.

Por tratarse de un “acto personal”, la fe implica al ser humano de modo integral, comprendiendo razón, sentimiento y voluntad, y se realiza a través de la experiencia. Abarca a la persona toda, y permite que el ser humano se descubra a sí mismo a la luz del Verbo Encarnado, el único capaz de revelar al hombre el misterio del propio hombre.

Finalmente, la fe es un “acto eclesial”. En este punto, el autor nos expone el pensamiento de Ratzinger acerca de la fe en su sentido comuni-tario, dado que no se puede creer sin la comunidad de la Iglesia, que nos lleva a la comunión y nos invita a compartir lo recibido. La fe cristiana «es resultado de un diálogo, expresión de la audición, de la recepción y de la respuesta que, mediante el intercambio entre el yo y el tú, lleva al hombre al nosotros de quienes creen lo mismo» (p. 88).

Ricardo Braz

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Libros

El libro del filósofo y teólogo italiano Massimo Serretti que ahora presentamos es fruto de un trabajo de gran envergadura intelectual que tiene como propósito abordar una de las cuestiones centrales del siglo pasado y del presente: ¿Quién es la persona humana? ¿Cuál es la naturaleza específica de su obrar? El autor asume desde el principio el punto de vista de la fe para responder a esta cuestión: la persona es imagen y semejanza de Dios. Este dato procedente de la Revelación no da por descontado una intelección de su contenido ni de su compleja asunción en la historia del pensamiento cristiano. Si en la tradición patrística «la meditación sobre este misterio ha-bía impulsado la exaltación de la dignidad del hombre unida a un sentido claro de la irreducible trascendencia de Dios» (p. 21), en la Escolástica ella se expresa a través de un ropaje conceptual que en algunos casos atenuó su sentido ontológico y existencial.

A finales del medioevo aparece una marcada tendencia a interpretar la imago Dei a partir de las facultades espirituales del hombre: intelecto, voluntad y el gobierno de sí (potestas sui) apoyándose en una lectura re-duccionista de la doctrina de San Agustín sobre los vestigios de la Trinidad en el hombre: memoria, intelecto, amor. Para el santo obispo de Hipona lo importante no eran las facultades en sí, sino «el hecho de que a través de ellas el hombre entraba en relación con Aquél que lo había creado» (p. 22). Comprender la imago Dei fuera de la relacionalidad es comprender a la persona en función de sus capacidades y facultades espirituales (intelecto, voluntad). El espiritualismo y el intelectualismo medievales hallan su funda-mento en esta visión antropológica que, según Serretti, están a la base del drama de Europa hasta nuestros días. El impulso que apunta a recuperar la singularidad y unicidad de la persona, representado por el humanismo renacentista y por el discurso moderno que reducía al hombre a la libertad, se confronta con aquella otra vertiente moderna que identificaba al Yo con la pura subjetividad. En el primer caso nos encontramos «con un huma-nismo fallido; en el segundo, con una comunión fallida» (p. 24). La razón

Naturaleza de la comunión Ensayo sobre la relación

Mássimo SerrettiUniversidad Católica San Pablo, Arequipa 2011, 198 pp.

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de estos fracasos, según Serretti, se encuentra en el intento de separar «la orientación a la personalidad y a la universalidad de la todavía más conna-tural inclinación del hombre hacia Dios» (p. 24).

En estas circunstancias se impone una “apología de la persona” que busca recuperar la centralidad de la relacionalidad y de la comunión en la comprensión de lo humano. No se trata de una hipótesis acerca del hombre, sino un hecho del que nos habla la Revelación: el acto de amor por el que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Un acto no sólo pasado, sino eficaz y actuante en el aquí y ahora de cada vida personal. La primera parte del libro está dedicado precisamente a hablar de la naturale-za de la creación. Su insistencia en decir que Dios crea “desde nada” y no “desde la nada” no es un asunto menor, antes bien surge de la convicción de que la sustantivación de la nada está detrás de todas las interpretaciones que ven en la creación el resultado de un proceso dialéctico por el que Dios crea por necesidad. Siguiendo al Aquinate dice el autor: «la “nada” tiene que ser atribuida únicamente a la praxis y la libertad divinas» (p. 63); dicho en otros términos, ella marca la distancia insuperable entre Dios y las creaturas. Esta distancia lejos de destacar una autonomía radical de lo creado ante lo divino habla en favor del carácter “querido” de la creación, significa que el ser es «aquello que viene asignado a las creaturas desde una Comunión de Personas» (p. 64).

A partir de estas consideraciones, Serretti pasa, en la segunda parte del libro, a reflexionar sobre la especificidad de la comunión implicada en el acto de creación. Decir que Dios crea “desde nada” es lo mismo que decir que Dios crea “desde sí mismo”, es decir, desde la acción de un sujeto comunional que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. A esta acción el autor le atribuye la modalidad de la “comunicación personal” caracterizada por el hecho de que el ser y la esencia de la creación están en relación intrínseca con «la participación e implicación personal del Creador en el acto de la creación» (p. 68). La mayor implicación de Dios en la creación se realiza al crear al hombre a imagen y semejanza suya. En la narración bíblica la creación del hombre se distingue del resto de cosas creadas porque lo que Dios le concede —el soplo (ruah)— no es mediado por ninguna palabra. «Tal “soplo” es difundido directamente» (p. 73) de modo tal que allí no sólo hay creación sino también historia. El hombre creado representa ante Dios «la altruidad de una subjetividad libre capaz de dialogar con el Creador y a la que éste dirige la palabra para obtener una respuesta» (p. 73).

La persona humana que es introducida en la comunión originaria con Dios, en la palabra que precede todo diálogo, en la libertad y en la iden-tidad singular de su rostro, «muestra todo cuanto el Creador le concedió

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de sí» (p. 74). Pero la palabra capaz de responder plenamente a la Palabra divina alcanza en el Hijo su perfección y cumplimiento. No se trata de un acontecimiento que deba comprenderse por motivos extrínsecos a Dios, ni por el hecho de que Él se compromete con su creatura al momento de crearla. La autodonación y autorrevelación de Dios en el Hijo debe com-prenderse a partir de la naturaleza de la vida divina (processiones). Cristo es ante todo Hijo del Padre y recibe de Él su identidad. Si Cristo existe «con anterioridad a todo» y «todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,16), «la creación es realizada en el Hijo para que sea acogida en la relación filial divina» (p. 77). Por ello, «es la Persona de Cristo la que legitima la conno-tación personalística en la obra de la creación» (p. 78). Serretti destaca, a partir de esta perspectiva, que la creación debe comprenderse a la luz de la eterna generación del Hijo por el Padre de manera que «el obrar creativo se llena del contenido del obrar generativo y es reconducido a éste» (p. 80). Una vez situados en esta perspectiva se comprende que la pregunta por el hombre no se responda a través de una doctrina sino a través de un acontecimiento fundado en una relación personal.

La tercera y última parte del libro recoge las consecuencias antro-pológicas de este punto de vista. Tal vez el dato más relevante de esta parte del libro se encuentra en el intento de esclarecer la naturaleza de la persona a partir de la especificidad del acto de generación. La persona jamás puede entenderse como un mero dato de la naturaleza, sino como una realidad fundada en «la participación que el Creador hace de sí mismo al hombre ya en el momento de crearlo» (p. 118). Si ello es así, resultan siempre insuficientes los intentos filosóficos que explican el surgimiento del hombre a partir de la dialéctica del hombre consigo, del hombre con el hombre, del hombre con unidades formadas por otros hombres. Si el vínculo con la generación eterna del Hijo está a la base de toda genera-ción humana, hay algo en la persona que jamás podrá ser reducido a la naturaleza creada y que estará siempre “en lo alto”, fuera del alcance de sus facultades. Es precisamente esta implicación en la vida divina aquello que hace que el Yo del otro sea un verdadero “Tú”, y que yo pueda ser un verdadero “Yo”: «el hombre es “individuo” sólo en virtud de su naturaleza comunional» (p. 118).

En esta implicación en la generación del Hijo aparece una categoría decisiva en el análisis de Serretti sobre la facultad humana de generar: la inmediatez. La generación exige la inmediatez de una decisión que acepte al otro antes incluso de que exista y, por tanto, antes de conocerle. En el amor de los padres al hijo por nacer se manifiesta claramente esta singular precedencia en la que éste es acogido como don y como misterio. Toda

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relación verdaderamente humana halla su medida en esta inmediatez. Mientras menos condiciones exista para aceptar y amar al otro, y por el contrario, mientras más apertura y disposición haya para acoger la totalidad de su ser, más auténtica la relación. La paternidad puede convertirse de este modo en un criterio para valorar las relaciones interpersonales.

En las últimas secciones del libro se pasa revista a los medios que inter-vienen en todo vínculo interpersonal y que constituyen una unidad junto con la dimensión de inmediatez considerada previamente. Dado los límites editoriales exigidos para esta reseña, son muchos los temas y muchas las reflexiones sobre este extraordinario libro del filósofo-teólogo Serretti que quedan en el tintero. Sólo nos queda augurar que los temas aquí destaca-dos cumplan con el propósito del autor de trabajar a favor de una apología de la persona cuyo fundamento es la comunión y la relacionalidad.

Ricardo Gibu

Actualmente está de moda la crítica a la religión tal como es elaborada y expresada por tres escritores de cierto impacto mediático: Richard Dawkins, autor de El espejismo de Dios (Espasa-Calpe, Madrid 2009), Sam Harris, autor de El fin de la fe: la religión, el terror y el futuro de la razón (Paradigma, Madrid 2007) y Christopher Hitchens, con su Dios no es bueno: alegato contra la religión (De Bolsillo, Barcelona 2010), por citar sólo sus obras más conocidas. Estos tres pensadores se pro-claman los impulsores de un “nuevo ateísmo” fundamentado —dicen— en la ciencia, sobre todo la ciencia natural, cosa que les permite desen-mascarar la falsía de toda religión, sobre todo la cristiana. La atención que la prensa y los medios de comunicación globales les brinda hace pensar que se trata de ideas novedosas y demoledoras ante las cuales la fe se halla inerme y condenada a la derrota.

Dios y el nuevo ateísmo Una respuesta crítica a Dawkins, Harris y Hitchens

John F. HaughtPublicaciones de la Universidad Pontificia de Comillas – Sal Terrae, Madrid – Santander 2012, 166 pp.

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El libro que comentamos se encarga de responder críticamente a estos “novedosos” ateos y a sus “contundentes” propuestas. Su autor, John F. Haught, es teólogo, laico y profesor de Ciencias Sagradas en la Universidad de Georgetown (EE.UU.) y conoce muy bien los argumentos, ideologías y puntos débiles de estos neoateos. Haught describe que la supuesta novedad de estos pensadores no es tal, que en realidad se trata de la re-edición de ideas decimonónicas trasnochadísimas y que los argu-mentos esgrimidos son tan superficiales que sorprende cómo mucha gente llamada “pensante” pueda asumirlos sin mayor problema (¡y ése sí es un problema mayor!).

La presentación de la respuesta crítica a los tres pensadores ateos ya citados es hecha a través de los ocho capítulos del libro. Los dos primeros, «¿Cuánto de nuevo hay en el nuevo ateísmo?» y «¿Cuánto de ateo hay en el nuevo ateísmo?», presentan sucintamente las tesis de los neoateos con precisión y objetividad. Se sigue de esta presentación que Dawkins, Harris y Hitchens no hacen más que repetir —y mal— las ideas que ya en el siglo XIX proponían Marx, Feuerbach y Nietzsche, pero sin la radicalidad y coherencia de estos últimos. Por otra parte, Haught acusa a los actuales ateos de incoherencia en su posición, que refleja más el espíritu burgués de la postmodernidad que una postura decidida y consecuente con lo que plantean.

En los dos capítulos siguientes, «¿Importa la teología?» y «¿Es Dios una hipótesis?», se ve la gran pobreza intelectual de estos neoateos, cuya característica más destacada parece ser la ignorancia de aque-llo que critican: «Los nuevos ateos, ninguno de los cuales demuestra conocimientos rigurosos en el campo de las ciencias de las religiones, evitan sistemáticamente a teólogos y exégetas por considerarlos irrele-vantes para la clase de instrucción que pretenden ofrecer en sus obras» (p. 67). Y es cierto, ya que Dawkins y sus “amigos” sólo discuten con los fundamentalistas protestantes y consideran que eso es la religión, postura evidentemente muy poco científica. «Las diatribas de estos autores no están basadas precisamente en conocimientos rigurosos, y todos sabemos que la ignorancia sobre aquello que uno rechaza lleva siempre a la caricatura» (p. 68). Justamente la falta de contacto de estos neoateos con una teología seria lleva sus ideas al ridículo: «Así, al eludir por completo la teología, el nuevo ateísmo ha demostrado de nuevo que es irrelevante salvo para quienes comparten su raquítica concep-ción de Dios» (p. 80).

Los siguientes capítulos, más propositivos dentro del tono apologético del libro, tratan sobre la fe (cap. 5: «¿Por qué creemos los seres humanos?»

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y cap. 6: «¿Podemos ser buenos sin Dios?») y redundan en lo ya sabido. Ni Dawkins, ni Hitchens, ni Harris saben en realidad qué es la fe, por eso elaboran teorías que no responden a la realidad de la religión, sino a la caricatura que ellos tienen. Y se ve esto cuando piensan que la religión es sobre todo moral (el vicio de la modernidad). El autor del libro explica adecuadamente lo propio de la fe y de la religión, y en los dos últimos capítulos, «¿Es Dios un ser personal?» y «La teología cristiana y el nuevo ateísmo», precisa lo que afirma un creyente y un cristiano sobre Dios y el contenido de la fe, realidades que no se oponen ni mucho menos a lo que la razón y la verdadera ciencia (no la ideología cientificista de los neoateos) afirman y sostienen.

Recomendamos vivamente esta obra, muy clarificadora y escrita en estilo ágil y directo, que no desmerece la hondura de los argumentos y que ayuda a responder a un fenómeno lamentablemente muy extendido en el presente.

Gustavo Sánchez R.

Aunque algunos autores como Charles Moeller, Ferdinando Castelli o Antonio Blanch han mostrado la fecundidad e interés de un acercamiento entre la litera-tura y la fe, no es común encontrarse en nuestro tiempo con estudios de crítica literaria que aborden esta suge-rente temática, y menos aún en el ámbito latinoamericano. Saliendo al paso de este vacío y uniendo con singular destreza dos de sus pasiones, el teólogo peruano Gustavo Sánchez Rojas nos presenta en este volumen una mirada a cinco importantes autores de la literatura universal desde la perspectiva de Dios y lo religioso en sus escritos: Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Mario Vargas Llosa.

Más allá de las letras Dios y lo religioso en la literatura

Gustavo Sánchez RojasCírculo de Encuentro, Lima 2012, 241 pp.

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A cada uno de estos literatos —un español, un inglés y tres latinoa-mericanos— le dedica un comentario. Se trata en realidad de una serie de conferencias pronunciadas por el autor en los últimos años en el marco de los “Diálogos literarios”, una iniciativa promovida por la asociación Círculo de Encuentro. Recogidas y perfiladas en esta publicación, nos ofrecen en conjunto una aproximación teológica —acompañada de la reflexión filo-sófica y de la necesaria crítica literaria— a diversos aspectos de las obras de estos cinco escritores de talla mundial.

Lo que Sánchez realiza en este volumen es, en un sentido, un autén-tico diálogo. En las páginas del libro vamos descubriendo, por un lado, qué ha dicho la literatura acerca de temas que usualmente la teología ha desarrollado casi con carácter de exclusividad. Por otro lado, se nos plantea una palabra desde la fe a lo que estos autores han propuesto en su obra literaria. No se trata de una aproximación muy frecuente hoy en día, pues muchas veces se ha hecho creer que la fe no tiene nada que decir sobre el arte. Sin embargo, como el libro muestra, en ese diálogo con la literatura, «junto a la razón la fe también tiene una palabra que ofrecer», y se trata, además, de una «palabra decisiva» (p. 14).

El resultado es un volumen de gran interés y muy iluminador, que permite comprender varios temas de fondo contenidos en los autores examinados. Cabe destacar el respeto que Sánchez muestra a la obra de cada escritor y la presentación honesta que hace de su pensamiento. Encontramos aquí una de las virtudes de la presente edición. Los literatos estudiados, dada su trascendencia, han sido tanto expresión de su época como genuinos formadores de una mentalidad determinada. En este sen-tido Más allá de las letras es también una ventana a las circunstancias de los autores, ofreciendo interesantes claves de lectura para la comprensión de la mentalidad de su época.

Si bien el marco de estos trabajos es el diálogo entre la fe y la li-teratura, cada uno de los artículos ofrece una delimitación del tema. Así, se analiza lo antropológico en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, las miserias y grandezas del ser humano en la dramática de William Shakespeare, el anhelo de trascendencia en Jorge Luis Borges, la cuestión de Dios en la novelística de Ernesto Sábato y, finalmente, el humanismo y la religión en la literatura de Mario Vargas Llosa.

Como se señala en la presentación del libro, «mirar las obras literarias y sus autores, las ideas y contenidos allí expresados, es una invitación a en-contrar los valores más importantes que éstas dan a conocer, como también esforzarse por entenderlas desde lo que nos enseña la fe en Jesucristo, en quien se da a conocer de manera definitiva el misterio del hombre» (p. 8).

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De lenguaje ágil y entretenido, este libro nos ofrece —junto a los contenidos ya señalados— un excelente ejemplo del diálogo que debe entablarse entre la fe y el mundo, con respeto y reverencia, pero al mismo tiempo plenamente conscientes de la luz que la fe ofrece para iluminar la realidad y dar las respuestas últimas de la existencia humana, acerca de las cuales se ha interrogado de manera tan sugerente la literatura.

Kenneth Pierce B.

El libro que presentamos —Rudolf Allers, psiquiatra de lo humano— escrito en lengua italiana por el p. Jorge Olaechea, nos ofrece la gran oportunidad de entrar en contacto con la interesante personalidad del médico vienés, psiquiatra, profesor universitario y filósofo católico Rudolf Allers (1883-1963). Nacido en el seno de una familia hebrea, Allers puede ser considerado «uno de los primeros protagonistas del movimiento persona-lista en psicología» (p. 14).

A través de una presentación que busca reconstruir el complejo itine-rario intelectual y existencial de este importante personaje de la psiquiatría del siglo XX —pero extrañamente olvidado por un sector de la psicología hodierna (ver pp. 11-15)—, el presente volumen nos permite descubrir y valorizar algunos de los aspectos más salientes de su propuesta clínica y antropológica. Además de su preparación y competencia científica en el campo psiquiátrico (ver pp. 20-32), de sus muchas y brillantes críticas a las principales corrientes psicológicas de su tiempo (ver pp. 43-52), llama mucho la atención la gran variedad de temas abordados por el pensador vienés, como por ejemplo: sus estudios sobre las tendencias primarias del hombre —la voluntad de poder y la voluntad de comunidad (ver pp. 59-62)—, sobre el desarrollo del carácter y de la personalidad (ver pp. 63-66), sobre el dinamismo de la acción humana (ver p. 67-71), sus muchas reflexiones en el campo de la pedagogía, de la educación afectiva

Rudolf Allers, psichiatra dell’umano

P. Jorge Olaechea CatterD’Ettoris, 2013, 196 pp.

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y sexual de la persona (ver pp. 76-80), de la filosofía del conocimiento (ver pp. 106-119), de la ética y libertad humanas (ver pp. 120-126).

Sin embargo, aún en medio de esta temática tan variada, un elemen-to aparece como decisivo en sus planteamientos: la preocupación por la persona humana. Como deja intuir el subtítulo de la obra —«Por una psicología filosófico-antropológica de la persona humana»— la psicología está llamada, en efecto, a servir al hombre, aproximándose a él tanto des-de su fundamental y ontológica unidad, cuanto desde la multiplicidad de sus experiencias existenciales (naturales y sobrenaturales). Para el médico vienés, el hombre es ante todo una persona, es decir, «es singularidad, es característica, es un valor propio, existe una sola vez, y como tal, es incomparable e insustituible» (p. 56). No puede ser reducido, por lo tanto, a los meros factores conductuales externos, ni tan poco a sus mecanismos psicológicos más internos. Precisamente por eso, además, el ser humano no puede entenderse a sí mismo aislándose de la realidad; su existencia se despliega necesariamente al interior de los así llamados “cuatro rei-nos” de lo real («unitas quadruplex»): el reino inanimado y animado de la naturaleza, el reino de las relaciones sociales, el reino de las ideas y de los valores, y el reino sobrenatural de la gracia (ver pp. 54-58). Es en el marco de esa totalidad de la realidad (natural y sobrenatural, material y espiritual, individual y comunitaria) que el ser humano —como persona que es— debe ser entendido y ayudado psicológicamente.

El presente volumen nos ofrece también la posibilidad de conocer mejor el papel decisivo que la perspectiva católica ha ocupado en la vida y en la producción intelectual del psicólogo vienés. Como bien resalta el p. Olaechea, no se habla aquí de algo marginal en su pensamiento y prácticas clínicas (ver p. 71). Expresándose, por ejemplo, sobre el carácter neurótico de algunos de sus pacientes, Allers solía decir: «la única persona que puede librarse totalmente de la neurosis es aquella que pasa la vida en una sincera entrega a los deberes naturales y sobrenaturales, y que ha constantemente aceptado su posición como creatura y su puesto en el orden de la creación; en otras palabras, más allá del neurótico existe sólo el santo» (p. 87).

Justamente porque vivimos en un contexto cultural marcadamente secularista y fragmentario, en el cual persisten todavía no pocos prejuicios y reduccionismos en la práctica de la psicología hodierna, el aporte de Rudolf Allers —como aquí viene presentado—, puede contribuir a am-pliar los horizontes, con el fin de procurar que la actual ciencia médica y psiquiátrica revise sus mismos presupuestos metodológicos de base, los principios filosóficos que los sostienen —muchas veces implícitos—, y se

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abra a la totalidad de lo real. Es decir, a la integralidad de las experiencias humanas, donde la vida espiritual y la acción de la gracia también tienen su voz, y donde no todo puede ser calculado y dominado empíricamente.

Finalmente, es digno de mención el encomiable esfuerzo de investi-gación realizado por el p. Olaechea al proporcionarnos una extensa y muy completa bibliografía de Allers, que enriquece notablemente el aporte que esta obra significa para el conocimiento y difusión del pensamiento del psiquiatra vienés.

Felipe Peligrinelli

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