Virtud de la pobreza

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JAVIER FERNÁNDEZ AGUADO LA VIRTUD DE LA POBREZA

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Muy actual, en consonancia con las enseñanzas del Papa Francisco

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JAVIER FERNÁNDEZ AGUADO

LA VIRTUDDE LA

POBREZA

Pedidos a MUNDO CRISTIANO:Pº de la Castellana, 210. 28046 Madrid

Marzo 1990

Cubierta: José Luis Saura

© by Javier Fernández Aguado y Ediciones PalabraPº de la Castellana, 210. 28046 MADRID

I.S.B.N.: 84-7118-676-4

Depósito legal: M. 6.306-1990

Con Licencia eclesiástica

Impreso en Anzos, S. A. - Fuenlabrada (Madrid)

ÍNDICE

Págs.

Introducción ................................................................................................................... 4

Las reglas del juego de la vida ..................................................................................... 5

La bondad de los bienes de la tierra ............................................................................. 7

El orden perdido ............................................................................................................ 8

Una lección necesaria ................................................................................................... 11

Algunas aplicaciones prácticas .................................................................................... 12

El deber de la limosna ................................................................................................... 14

Ayudar a la Iglesia ......................................................................................................... 15

Formar en la virtud de la pobreza ................................................................................. 16

Consejos para los padres ............................................................................................. 17

Siempre con alegría ...................................................................................................... 20

Introducción

Al llegar al uso de razón, la persona humana comienza paulatinamente a plantearse preguntas sobre el sentido de su existencia. Esas cuestiones --¿por qué existo? ¿para qué?, ¿qué sentido tienen los otros hombres?, ¿qué explicación tiene el dolor?, ¿por qué he de sufrir?...--, al principio, se acontentan --o al menos se acallan-- con respuestas superficiales, pero en la medida en que la inteligencia se desarrolla, el hombre --la mujer-- se auto-exige explicaciones más satisfactorias. La criatura humana clama en busca de respuestas convincentes, que den una razón al quehacer personal y al propio vivir.

Las siguientes líneas se proponen indicar una de las reglas de actuación que permiten encontrar verdadero sentido a ese laberinto que es la vida del hombre sobre la tierra: el correcto uso de los bienes materiales.

Las reglas del juego de la vida

La existencia humana --la de cada hombre y la de la humanidad entera-- no es sino un juego humano y divino al mismo tiempo, juego al que el Creador ha impuesto unas leyes.

La Escritura Santa que nos revela esos designios lúdicos de Dios: ludens in orbe terrarum1, dice, El Señor juega con su criatura en toda la redondez del orbe. Dios no nos abandona, porque son deliciae meae esse cum filiis hominum2: «son mis delicias estar con los hijos de los hombres.» ¡Dios se ha puesto a la altura del hombre y juega con él como un hijo muy amado!

Si cada persona --y, como consecuencia, la sociedad en general-- acepta ese juego, con las reglas que tiene, será posible divertirse. Por el contrario, si se rechazan, llega la desesperación en forma de callejones sin salida --la ambición, la envidia, la tristeza, la angustia...-- que alejan de la felicidad porque no responden a las exigencias de la naturaleza humana.

Antes o después, la persona, por mucho que se empeñe en apagar el clamor de su conciencia, siente, de una manera u otra, algo que San Agustín expresó de modo bellísimo «nos ha creado, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»3. Un médico me confiaba cómo él había sentido esa llamada divina ante el cuerpo agonizante de un conocido. Hasta entonces --afirmaba-- las palabras de San Agustín le habían sonado siempre a monserga.

Las reglas de la existencia humana no son aplicables únicamente a los creyentes, sino a todos los hombres. La diferencia fundamental es que mientras el creyente puede tener certeza absoluta de la bondad --o maldad-- de su actuación, el agnóstico avanzará con el paso lento y tantas veces incierto de quien desconoce con certeza la senda que deba recorrer. No porque la naturaleza suya sea diversa, sino porque carece de la luz de la fe, y el pecado original y los pecados personales han enturbiado las aguas de la naturaleza . «Si obedeces los preceptos de Yawhéw tu Dios que hoy te ordeno --se lee en el Deuteronomio-- para amar a Yawhéw tu Dios te bendecirá (...). Entonces vivirás, tu descendencia se multiplicará y Yahwéh tu Dios te bendecirá. Pero si endureces tu corazón y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros Dioses y les rindes culto, hoy te lo declaro: ciertamente perecerás»4.

Afirmar la superioridad del creyente a la hora de conocer las leyes que regulan la naturaleza humana no significa que el católico adopte una actitud pretenciosa. Simplemente hace patente la realidad de que sabe más, porque tiene un medio de conocimiento --la fe-- del que el agnóstico carece. La fe da una seguridad tal, que hace mucho más llevadero el esfuerzo de recorrer las trochas de la existencia humana.

En ese saber más hay que incluir también la formación religiosa. La virtud de la fe ha de ser ilustrada con la doctrina. A las inteligencias ayunas de formación de muchos católicos habrá que cargar la responsabilidad de ciertas actuaciones incompatibles con sus creencias. Por desgracia, ayunos de ese tipo son mucho más frecuentes de lo que pudiera parecer:

--¿A quién se le ha ocurrido redactar así lo que hay que creer, con preguntas y respuestas? ¡Es formidable!, me comentaba un ingeniero amigo, católico de siempre, ante un ejemplar del catecismo.

Una precisión todavía: las reglas de la existencia humana hay que buscarlas correctamente.

Una noche de hace pocas semanas hablaba con un abogado sobre la importancia de explorar bien. En la noche romana, el Tíber se deslizaba majestuoso bajo los puentes que unen las dos orillas. El ejemplo surgió como sin pretenderlo: qué absurdo sería tratar de encontrar el Tíber en Verona, o en Milán, o en Moscú... Si alguien desea encontrar ese río --y precisamente ése-- debe buscarlo en Roma. Más aún, si desea llegar con rapidez, una vez en la Ciudad Eterna, preguntará por el camino más corto. Tan absurdo sería, en efecto, dirigirse a otra urbe como alargar innecesariamente su búsqueda una vez llegados a Roma.

Encontrar las reglas de la vida no es excesivamente difícil (tampoco puede afirmarse que sea facilísimo): «las leyes que hoy te prescribo no son ni demasiado difíciles ni demasiado distantes. No están en el cielo para que tú digas: ‘¿quién subirá por nosotros al cielo, las tomará y nos las hará escuchar para que podamos practicarlas?’ No se encuentran tampoco al otro lado del mar para que pueda decir: ‘¿quién pasará por nosotros a la otra ribera del mar, las tomará y nos las enseñará para que las podamos poner por obra?’ La palabra (la ley del Señor), en efecto, se encuentra muy cercana a ti: está en tu boca y en tu corazón para que tú la cumplas»5.

No basta, sin embargo, afirmar que la propia conciencia no reconoce las leyes de Dios como tales. La conciencia no es ontológicamente un refugio del propio interés, sino un juicio práctico que debe aplicarse teniendo en cuenta ciertas leyes. Escudarse en un falso juicio de la conciencia para evitar el cumplimiento de los deberes impuestos por el Creador implicaría alejarse de la posibilidad de encontrar la verdad. Es una realidad incontrovertible que «en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer y cuya voz resuena cuando es necesario en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien, y que debe evitar el mal (...). El hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente»6. La conciencia es ciertamente una ley, una norma de conducta. Pero no es una ley a se. No se la ha dado el hombre a sí mismo, y

no se encuentra subordinada a la criatura. Es --ha de ser-- un eco de la autoridad de Dios7.

Sería infantil considerar que basta con la buena voluntad para ir adelante por los tantas veces complicados vericuetos de la existencia humana. Es precisa la lucha, el esfuerzo, la correspondencia a la gracia del Cielo. Las tristes consecuencias de la actitud ingenua del dejarse llevar han sido descritas crudamente por el Magisterio de la Iglesia. «Son muchísimos --ha proclamado-- quienes, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Muchos piensan hallar su puesta de múltiples maneras. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo»8.

Muchas de las leyes que Dios ha impuesto al hombre --también la virtud de la pobreza, al menos en su proyección escatológica-- admiten una doble manera de cumplirse: forzada o libremente. Si las vivimos voluntariamente, recibiremos un premio; si no lo hacemos, el resultado será la desesperación. «No porque no muramos por Cristo vamos a ser inmortales, ni porque no nos desprendamos del dinero por amor a Cristo nos lo vamos a llevar con nosotros de este mundo. El Señor no te pide sino lo que, aunque no te lo pida, tendrás que darlo, porque eres mortal. Sólo quiere que hagas voluntariamente lo mismo que tendrás que hacer a la fuerza. Sólo te pide que añadas el hacerlo por su amor. Porque que la cosa haya de suceder y pasar, lo lleva la necesidad misma de la naturaleza (...). ¿Por qué encomiendas a la tierra tu tesoro? Dalo a mi mano, te dice Dios. ¿No te parece que más de fiar que la tierra es el dueño mismo de la tierra? La tierra devuelve lo que depositas en ella, y, a veces, ni eso. Dios te paga por dárselo para que te lo guarde»9.

La bondad de los bienes de la tierra

La persona humana se compone de cuerpo y espíritu. Y para llevar adelante su existencia precisa de bienes materiales, de un hábitat en el cual pueda desarrollar su vida. Por eso, «no sólo hemos recibido de Dios los bienes espirituales y celestiales, sino que también nos han venido de su generosidad las riquezas terrenas y corporales»10.

Los bienes de la tierra son buenos y queridos por Dios. En sí mismos son instrumentos para la glorificación de la Trinidad Santísima, en cuanto que son medios con los que el hombre cuenta para responder a los planes de Dios. La Escritura lo afirma con rotundidad: Yawhéw miró la obra de la creación y vio que

todo era bueno11. Y Cristo, el Verbo Encarnado, utilizó esos bienes, sin desoír a la invitación a las bodas de Caná (¡y de qué calidad debió de ser el vino de aquellas bodas!)12. Vivió la amistad con publicanos y pecadores, y comió con ellos13, y la túnica que vestía era de primera calidad14.

Las cosas de la tierra nos hablan de la grandeza y de la omnipotencia de Dios y, si cumplimos las reglas del juego al utilizarlas, nos acercan al Creador. Despreciar las cosas del mundo sería tanto como contradecir la obra creadora y redentora15. «El hombre , redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor, y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en la posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo (2 Cor 6, 10: ‘Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios’ (1 Cor 3, 22-23)»16.

Esos bienes son incluso necesarios para cumplir los mandamientos (parte de las reglas del juego) de Dios: «¿cómo dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al desamparado --cosas por las que, de no hacerse, amenaza el Señor con el fuego eterno y las tinieblas exteriores--, si cada uno empezara por carecer de todo eso? (...) No deben, por consiguiente, rechazarse las riquezas, que pueden ser de provecho a nuestro prójimo. Se llaman efectivamente ‘posesiones’ porque se poseen, y ‘bienes’ o utilidades porque con ellas puede hacerse el bien han sido ordenadas por Dios para utilidad de los hombres.17 En efecto, los bienes entre nosotros son instrumentos útiles que han de ser bien empleados»18.

«Ni las riquezas, ni el oro, ni la plata proceden del diablo»19. Es más, «las riquezas son buenas en cuanto son útiles al ejercicio de la virtud»20, entre otras cosas, porque «los ricos si son rectos y probos, son los dispensadores y administradores de los bienes terrenales de Dios»21. «A la manera que tú has dado tus bienes para que tu esclavo te los administre, así Dios te los ha dado a ti para que los emplees en lo que debes. Él te los podía haber quitado, si te los ha dejado, es porque ha querido darte ocasión de mostrar tu virtud. Así, haciendo que los unos necesitemos de los otros, logra también que sea más ardiente la caridad de los unos para con los otros»22.

«Dios recibió al pobre, pero no rechazó al rico»23, comenta un Padre de la Iglesia. En efecto, Abrahán, Job24 y David --por poner algunos ejemplos-- tuvieron una muy acomodada posición social25. Su ciencia consistió en no dejarse atrapar por las mallas de la avaricia.

«La riqueza, si nos determinamos a usar debidamente de ella, no es mala»26, pero si el hombre se apega a los bienes de tal modo que le impiden «el ejercicio de la virtud, éstos no han de computarse entre las cosas buenas, sino entre las malas. De aquí que para algunos que usan de ellas para virtud sea

bueno poseer riquezas, mientras que para otros, que por ellas se apartan de la virtud, ya por demasiada solicitud, ya por demasiado apego a las mismas o por distracción de la mente que de ellas proviene, es malo poseerlas»27.

De la actitud que la criatura ha de adoptar ante los bienes materiales, afirmaba San Agustín: «aprended a ser pobre y necesitados, lo mismo si poseéis algo en este mundo como si nada poseéis. Porque se encuentran mendigos repletos de orgullo y ricos que confiesan sus pecados. Dios resiste a los orgullosos, lo mismo si están cubiertos de sedas que de harapos, pero concede su gracia a los humildes, posean o no bienes de este mundo»28.

La cuestión, por tanto, no es tanto la mayor o menor posesión de riquezas29

como su correcto empleo: es precio utilizarlos tal como Dios tiene previsto, sin perder el norte de la humana existencia por el brillo --a veces notablemente atractivo-- de esos bienes, que no son sino instrumentos.

Poseer y gozar no es algo malo en sí mismo, pero sí tiene riesgos: «el oro no es avaricia, pero no conocí la avaricia sino por el oro. El vino no es embriaguez, pero y o no conocí la embriaguez sino por el vino. La hermosura del cuerpo no es la concupiscencia, pero la belleza de las formas me excitó la concupiscencia y me hizo caer en pecado. Por tanto, todas esas cosas no son malas en sí mismas. Han sido creadas por Dios para utilidad, salud y gracia, pero ellas nos son de pecar»30.

Entre otras cosas, los bienes materiales pueden recluir al hombre en una especie de prisión: desde el momento en que los objetos materiales se convierten en un bien supremo, dificultan o impiden mirar más allá. Los corazones pueden llegar a endurecerse. La amistad humana puede ser sustituida por el mero interés, que pronto desemboca en desunión y oposición mutua. La búsqueda exclusiva del poseer, en fin, puede llegar a convertirse «en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; tanto para las naciones como para las personas: la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral»31.

La falta de la virtud humana y cristiana de la pobreza tiene siempre consecuencias nefastas. Más aún en una sociedad --al menos la Occidental32-- que parece entregada a una desenfrenada carrera hacia la posesión, en aras de un progreso ilimitado.

El orden perdido

El pecado original implicó la ruptura del orden previsto por Dios para sus criaturas. Esta ruptura --y, como consecuencia suya, las tendencias torcidas de la persona humana-- provoca directa o indirectamente que en muchas ocasiones el hombre pierda el sentido de su vida, que no profundice en los porqués de su existencia, y dé soluciones banales o incluso radicalmente equivocadas. Puede

llegarse --y de hecho sucede así con frecuencia-- a la situación ridícula de intentar transformar los bienes de la tierra en término y fin del personal, como si en este planeta se encontrase nuestra morada permanente33. Es fundamental que el hombre esté prevenido frente a este posible engaño, que desvirtúa de raíz la naturaleza humana y el sentido de su existencia hasta el punto de cegar a la persona. «A la manera que quien está a oscuras, aun cuando tenga delante un objeto de oro, o una piedra preciosa, o un vestido de púrpura, cree que no es nada, pues no ve su belleza, así tampoco el avaro ve, como es debido, la belleza de las cosas de verdad importantes»34.

En este sentido ha escrito Pieper que «la templanza35 no sólo conserva, sino que además defiende, o mejor, guarda al ser defendiéndolo contra sí mismo, dado que a partir del pecado original anida en el hombre no sólo la capacidad, sino también una fuerte tendencia a ir contra la propia naturaleza, amándose a sí mismo más que a Dios, su Creador».

Despegarse de los bienes de la tierra es algo preciso para entablar una relación duradera con Dios, que cuida de quienes en Él confían36. La pobreza es, en efecto, condición necesaria para poder saborear los bienes del Cielo. Cuando se vive verdaderamente por encima de los bienes que se utilizan, la existencia del hombre tiene matices que el apegamiento difumina; se está en condiciones de ocuparse desinteresadamente de los otros, de compartir lo propio con los demás, de dedicarse con magnanimidad a tareas grandes. La pobreza de espíritu hace al alma comprensiva. La codicia, por el contrario, perjudica de dos forma: hace esclavos de aquello que deberíamos ser señores y aparta del servicio de Dios. Trae consigo una reata de pecados, especialmente por lo que se refiere a los demás: ira, intemperancia, envidia, odio...

Nada es más absurdo que convertirse en esclavos de la riqueza. En efecto, quien se deja dominar por esa enfermedad: «cree dominar y es dominado; cree ser amo y es esclavo. Se echa cadenas a sí mismo, y se alegra; hace cada vez más feroz a una bestia, y se regocija; se ha hecho prisionero, y salta de júbilo; ve a un perro rabioso que se arroja sobre su comida abundante para que se le arroje con más fuerza y sea más temible. Considerando, pues, todo esto, rompamos las cadenas, matemos a la fiera, arrojemos esta peste, desechemos esa locura, a fin de gozar de tranquilidad y de pura salud y, tras abordar con mucho placer el puerto de bonanza, alcancemos los bienes eternos»37. Por eso, es justa la recomendación de San Juan Crisóstomo: «Cuando veas a un rico inicuo en toda su prosperidad, llora y gime por él, pues toda esa riqueza no le servirá sino de acrecentamiento a su castigo. Porque así como los que mucho pecan y no quieren hacer penitencia atesoran para sí mismos tesoros de ira, los que aquí no han sido castigados y han gozado de prosperidad sufrirán luego más grave castigo»38.

El amor a la pobreza es uno de los distintivos de los discípulos de Cristo, que, «siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros fueseis ricos por

su pobreza»39. El esfuerzo por vivir con soltura el uso de los bienes materiales, por el contrario, reafirma la confianza en Dios e impulsa a poner los ojos en los verdaderos bienes. Se cumplen así --ya durante la vida en esta tierra-- las palabras de Cristo: «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos»40. Y es que, en cierto modo, los pobres de espíritu conocen ya desde su vida terrena el reino de los cielos pues han aprendido a saborear los bienes del espíritu: quae sursum sunt quaerite, animaba San Pablo a los colosenses. «Buscad las cosas de arriba --les decía--, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya (a lo que es meramente terreno), y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios»41

Sin embargo --es una verdad que es bueno repetir, para que nadie considere que su caso es diferente del de los otros--, mientras permanecemos en la morada mortal del cuerpo, mantener el corazón desprendido requiere esfuerzo continuado. Es una vigilancia, que, por sí misma, muestra la sinceridad del amor a Dios: cuando de verdad se ama a Cristo, se quiere también ese desprendimiento.

Liberar al corazón del apegamiento indebido no es un ejercicio negativo, sino un medio para preservar la naturaleza misma de los bienes creado y para defender la dignidad del hombre, dueño y señor de la creación42. Hay que convencerse de esta realidad para luego estar en condiciones de vivir las consecuencias --que son bastantes y exigentes-- que la pobreza cristiana lleva consigo.

Vivir la pobreza supone, en realidad, aceptar el nuevo orden que el Señor ha traído al mundo: «el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para evangelizar a los pobres, para predicar a los cautivos la redención y devolver la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y promulgar un año de gracia del Señor»43.

El orden divino deseado por Dios para el mundo sigue trastocado en nuestros días, y seguirá así hasta el final de los tiempos. Actualmente, sin embargo, tiene una modificación frente al pasado: el hombre está --gracias a la revolución tecnológica-- capacitado para tener más. Pero --y esto no todos parecen entenderlo-- el progreso científico y técnico no ha resuelto ni puede resolver todos los problemas del ser humano. De hecho, las grandes transformaciones sucedidas en los últimos lustros «han traído consigo no pocas dificultades. Así, mientras el hombre ha ampliado extraordinariamente su poder, no siempre ha conseguido someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo. Jamás el género humano tuvo a disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entre tanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica (...).

Persisten aún, en efecto, agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales, ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo (...). Se busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus»44.

Aunque agudizada, la cuestión es tan antigua como el hombre. Se remontan al siglo V las siguientes frases: «El dinero impera en las naciones, manda en los reinos, origina las guerras, compra a los guerreros, derrama sangre, ocasiona muertes, traiciona a las patrias, destruye las urbes, somete a los pueblos, asalta las fortalezas, maltrata a los ciudadanos, domina las puertas, corrompe el derecho, confunde lo lícito e ilícito y, luchando hasta la muerte, tienta la fe, viola la verdad, consume la fama, disipa la honestidad, disuelve el afecto, roba la inocencia, sepulta la piedad, separa a los parientes, socava la amistad»45. Por eso, cuando la Iglesia recuerda una y otra vez la importancia de restablecer el orden en el corazón humano no lo hace como voz agorera, sino con el anhelo de que esos enérgicos llamamientos recuerden a la criatura las cuestiones más imperiosas, a las que debe dar respuesta por encima de cualesquiera otras. De ese modo, la humanidad en general y cada persona en particular, además de tener más y de poder más, estará en condiciones de ser más.

Una lección necesaria

El Señor, «siendo rico, se ha hecho pobre por vosotros, a fin de que su pobreza os enriquezca»46, escribió San Pablo. El cristiano debe profundizar en su fe hasta el punto de poder exclamar con convencimiento, delante de un Dios que se deja envolver con pobres pañales en una gruta miserable y sucia: «mi patrimonio es aquella pobreza, y la debilidad del Señor es mi fortaleza. Prefirió para si la indigencia, a fin de ser pródigo con todos»47.

Pero la naturaleza humana tiende a lo más fácil, y ser pobre es incómodo. No es suficiente un buen deseo genérico de vivir la pobreza, sino que hay que aplicarse seriamente a su consecución, manteniendo un entrenamiento ininterrumpido. Todos los discípulos del Maestro han de seguir esos pasos: «he aprendido a vivir en pobreza --escribió San Pablo--; he aprendido a vivir en abundancia; estoy acostumbrado a todo y en todo, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquel que me conforta»48.

Vivir la virtud cristiana de la pobreza exige, de entrada, desasimiento interior: en el deseo, en el pensamiento, en la imaginación... Lo importante no es poseer esto o carecer de lo otro, sino comportarse de acuerdo con la verdad de que los bienes creados --todos sin excepción-- son sólo medios. Cuando se equivocan los planos y se pone en ellos el corazón y la cabeza, como si fueran fines, se produce un daño profundo a la dignidad humana, porque el verdadero fin --la gloria de Dios y la salvación del hombre-- pierde su sentido en la bruma de un

corazón lleno de barro: «cuanta es nuestra preocupación por lo temporal, tanta es, si no mayor, nuestra negligencia por lo espiritual»49.

Aún más, es imposible que los nuevos fines satisfagan las ansias de felicidad del hombre. Santa Catalina pone en boca del Señor estas duras palabras: «¡Oh cuántos son los males que suceden por este maldito pecado (la avaricia)! ¡Cuántos homicidios y hurtos y rapiñas con muchas ilícitas ganancias! ¡Cuánta dureza de corazón e injusticia contra el prójimo y daños injustos! Da muerte al alma y la hace esclava de las riquezas, y así no cuida de observar mis mandamientos. Ese tal no ama a nadie, sino por utilidad propia»50.

No sería propia de un hombre --menos aún de un cristiano vivir de cara al mundo, con la ambición de acumular cuantos más bienes mejor. Lo advierte el Salmo, cuando pone en labios del justo estas palabras: «estaban ya deslizándose mis pies, casi había resbalado. Porque miré con envidia a los impíos viendo la prosperidad de los malos»51. La virtud de la pobreza, por lo demás, es incompatible no sólo con la ambición de bienes superfluos, sino con la excesiva solicitud por los necesarios, pues «lo poco que tiene el justo vale más que la inmensa fortuna de los impíos»52.

Lo mejor, desde un cierto punto de vista, para quienes desean llevar adelante una vida virtuosa es evitar tanto la sobreabundancia de riquezas como la mendicidad. La primera porque es ocasión de orgullo; la segunda porque puede poner en ocasión de robar53.

Es importante y costoso aprender la lección porque el ambiente en que nos movemos es contrario a ese desasimiento. Y los cristianos, ahora, como al principio y siempre, vivimos inmersos en una corriente social que podría arrastrarnos si faltara la capacidad de reacción. Es preciso nadar contra corriente, si aspiramos a llegar a nuestro verdadero destino.

Un ejemplo tomado de la zoología puede ayudar a la reflexión, pues representa bien la ridícula situación de muchos. Cuentan que algunas tribus africanas emplean un ingenioso sistema para la caza del mono. Basta, dicen, con dejar una bolsa de arroz suspendida de la rama de un árbol. El artilugio presenta una diminuta apertura por la que el animal introduce su mano. Una vez agarrado el alimento, resulta imposible extraer de nuevo la extremidad si no desprende el apetecido manjar. Narran, en fin, que el animal será capaz de dejarse agarrar en tan ridícula situación con tal de no soltar presa54.

Si el cristiano cala en la importancia fundamental de despegarse de los bienes de la tierra, será más fácil (es el único camino) instaurar el reinado de Cristo sobre la tierra, resolviendo tantos problemas que laceran en la actualidad a la humanidad, y no es el menor de ello el injusto reparto de las riquezas55.

Algunas aplicaciones prácticas

Parte esencial de la pobreza es el desapego interior de los bienes de esta tierra. Pero es preciso mostrar esas disposiciones con actos exteriores. De otro modo, cabría dudar de la sinceridad de nuestros propósitos.

Asumir plenamente la doctrina cristiana de la pobreza comporta, pues, actos exteriores ineludibles. Entre otras cosas, porque «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. por tanto, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la égida de la justicia y la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. De ahí que el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente sino también a los demás»56.

Existen criterios sencillos y prácticos con los que el cristiano puede medir la autenticidad de su desprendimiento: no considerarse dueño sino administrador de las cosas que posee; evitar la acumulación de objetos innecesarios; la limosna y la ayuda a las necesidades de la Iglesia. No son éstos, evidentemente, los únicos raseros, pero sí pueden ser significativos para ver el tono del personal desprendimiento.

Con una exigencia que viene de Dios, el cristiano ha de procurar no considerarse dueño --en el sentido de posesión excluyente y egoísta-- de los instrumentos que emplea. Esta actitud requiere un sacrificio constante, una vigilia permanente, para que el corazón no se apegue, moderándose, en primer lugar, en el uso y consumo de lo necesario.

Es preciso evitar la compra de objetos inútiles o excesivamente lujosos: «para la agricultura necesitamos de azada y arado; a nadie, sin embargo, se le ocurre fabricar un legón de plata ni una hoz de oro. Para el laboreo de la tierra usamos de materia que se presta al trabajo, no de materia rica.» En todo lo demás, igualmente, «la medida ha de ser la utilidad, no el lujo (...). ¿No querrá la lámpara servirnos su luz, por ser obra del alfarero y no del orfebre? (...).

»Mirad cómo el Señor comió en plato de poco precio e hizo sentar a sus discípulos en el suelo sobre la hierba, y les lavó los pies ceñido de un lienzo. Dios humilde, no obstante ser señor del universo, no se trajo del cielo una jofaina de plata. Y a la samaritana le pidió de beber del cántaro de barro con que la sacaba del pozo, y no buscaba el de oro regio (...).

»En suma: en lo que atañe a la comida, vestidos y utensilios y, para comprenderlo todo en una palabra, en lo que atañe a cuanto hay en la casa, todo ha de ser conforme al instinto de cristiano, según diga con la persona, con la edad, las ocupaciones y el tiempo»57.

Prescindir de objetos que no son estrictamente necesarios evita crearse falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término «proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentos que dificulten la marcha»58. Este punto resulta particularmente interesante en nuestros días, cuando --en tantas naciones-- el afán de consumo presenta como de primera necesidad aquello que --aunque pueda ser útil-- es sólo superfluo. Hay lujos que desdicen de un cristiano; hay objetos, comodidades, caprichos, que no entran en los gastos ni en el uso de quien desea seguir al Señor. Y no hay que extrañarse si, prescindiendo de esas cosas, la conducta choca con el ambiente. Viendo el desprendimiento cristiano, los otros pueden removerse y comenzar así a caminar su senda hacia Dios.

Hablamos para cristianos, pero al tratarse también de una virtud humana encontramos ejemplos también en los paganos. Cuentan de Sócrates que en cierta ocasión recorría el mercado de Atenas, vestido de manera muy pobre. El filósofo no ocultaba su admiración ante la abundancia de objetos presentes aquí y allá. Al cabo, exclamó:

--¡Cuántas cosas no necesito!

Buena lección para cuando caemos en la fácil tentación del pequeño (a veces no tanto) e inútil despilfarro.

El gasto caprichoso se opone al seguimiento del Maestro, porque sus huellas son de pobreza y de amor a la Cruz. Es preciso examinarse para que no suceda lo que Santa Teresa afirmaba con palabras fuertes: «parécenos que lo damos todo: y es que ofrecemos a Dios la renta o los frutos y nos quedamos con la raíz y posesión»59. El apegamiento a las riquezas arroja siempre el corazón en una celda sin ventanucos, desde la que es imposible ver a Dios. Por el contrario, el desasimiento de los bienes materiales facilita la agilidad de espíritu para entender al Señor, y también a los otros hombres. «A los ricos de este mundo --escribió San Pablo a Timoteo-- mándales que no sean altivos, ni pongan su confianza en las riquezas, tan inseguras, sino en Dios, que nos provee de todas las cosas con abundancia para que las disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que repartan generosamente y comuniquen sus bienes; de este modo atesorarán para el futuro un buen fondo con el que podrán alcanzar la vida eterna»60.

El deber de la limosna

La caridad cristiana exige suplir las deficiencias del necesitado, que los poderosos presten su ayuda a los pobres, y que cuantos gozan de bienes superfluos no los malgasten o dilapiden, sino que los empleen en socorrer a quienes carecen de lo necesario incluso para la subsistencia61. «Que cada cual ponga al servicio de los demás los dones recibidos»62, amonestaba el primer Papa.

En el indigente, el cristiano ve a Jesús que suplica: «Las manos del pobre son el cepillo de Cristo; lo que el pobre recibe, Cristo lo acepta. Da, pues, la tierra al pobre y te darán a ti el Cielo; da una moneda y recibirás un reino; dale un poco y lo recibirás todo. Da al pobre para darte a ti mismo; porque lo que des al pobre, lo tendrás tú; lo que no des al pobre, lo tendrán otros»63. «No podemos permanecer ociosos disfrutando de nuestras riquezas y libertad --afirmaba Juan Pablo II hace algunos años--, si en algún lugar el Lázaro del siglo XX está a nuestra puerta (...). Las riquezas y la libertad entrañan responsabilidades especiales. Las riquezas y la libertad crean una obligación especial. Y por ello, en nombre de la solidaridad que nos vincula a todos en una única humanidad, proclamo de nuevo la dignidad de toda persona humana; el rico y Lázaro, los dos son seres humanos, creados los dos a imagen y semejanza de Dios, redimidos los dos por Cristo a gran precio, al precio de la 'preciosa Sangre de Cristo' (1 Pet 1, 19)64.

Los bienes no los poseemos para disfrutarlos egoístamente, sino para ser administradores fieles y emplearlos en beneficio de los demás hombres. «¿Por qué nadas tú en la abundancia, mientras otros tienen que mendigar? ¿No es para que tú tengas el mérito del buen administrador y él la recompensa de la paciencia? El pan que tú conservas pertenece al hambriento; el manto que guardas en tu ropero, al desnudo; al que va con los pies descalzos, el calzado que se estropea en tu casa; al necesitado, el dinero que escondes en tus cofres. Cometes de esta forma tantas injusticias cuantos son los donativos que pudieras haber hecho»65.

No debe el cristiano refugiarse en la fácil excusa de que en tantas sociedades actuales el Estado procura cubrir las necesidades básicas de todos los ciudadanos. Por muchos esfuerzos que realicen las instituciones estatales o privadas, no podrán alcanzar capilarmente hasta el último necesitado. La caridad cristiana sí puede y debe llegar hasta allí, siguiendo el ejemplo de Cristo que «jamás preguntó si, y hasta dónde, la miseria que tenia delante obedecía a defecto o a falta del ordenamiento político y económico de su tiempo»66.

Es Cristo mismo quien sigue pidiendo nuestra ayuda, quien clama en los suburbios --o en las grandes avenidas-- de nuestras ciudades: «el que da limosna a un pobre, le presta a interés a Dios»67. A Veces con pobreza vergonzante, otras con esa pobreza más frecuente hoy y menos aparente de la soledad y el

abandono. Porque limosna no es sólo distribuir dones, sino --según el origen etimológico del término «limosna»: misericordia--, sobre todo, las obras por medio de las cuales se socorre la miseria de otro hombre68.

No es suficiente --insisto-- el sentimiento ni los buenos deseos, la fe nos lleva a actuar: «como el amor al prójimo obliga bajo precepto estricto, por necesidad ha de obligar también aquello sin lo cual no se conserva dicho amor. De otra parte, no puede quedar ese amor sólo en su acto interno, sino que es preciso que mostremos a nuestro prójimo con obras que le queremos realmente, según las palabras de San Juan: 'No amemos sólo de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad' (1 Ioh 3, 18).

De ahí que el amor al prójimo lo demostramos externamente socorriéndole en sus necesidades mediante las obras de misericordia, tanto espirituales como corporales. Y por eso el ejercicio de esas obras es un precepto y no un simple consejo»69.

«¿Os dais cuenta de que andamos entre muchas imágenes de Cristo?»70, preguntaba un Padre de la Iglesia refiriéndose a los necesitados. Y es que el corazón del cristiano descubre en aquella mirada furtiva, y a veces desconfiada, a Cristo paciente que espera comprensión y ayuda. No se trata de comparaciones más o menos acertadas para mover a un sentimentalismo superficial. Como afirmaba San Juan Crisóstomo, «si no fuera Él. a quien das, no te prometería el reino de los cielos. Si no fuera Él a quien rechazas, si fuera un cualquiera a quien desatiendes, no te mandaría por ello al infierno. Mas como es a Él a quien se desprecia,. de ahí la gravedad de la culpa (...). Cuando demos, pues, hagámoslo con la misma disposición de ánimo con que daríamos a Cristo en persona. En realidad, más dignas de fe son sus palabras que nuestros ojos. Cuando veas un pobre, acuérdate de las palabras de Cristo, por las que te manifestó ser Él quien en el pobre es alimentado»71.

Se trata, en fin, de colaborar a la solución de esos problemas cada uno según pueda: «practica con tus bienes la limosna --amonesta la Escritura-- y no apartes tu rostro de ningún pobre, porque así no apartará de ti su rostro el Señor. Da limosna según tus posibilidades: si tienes mucho, da mucho; si tienes poco, da largueza de ese poco. Así acumularás un tesoro para el día de la necesidad, pues la limosna libra de la muerte e impide andar en tinieblas. La limosna, para todos los que la dan, es un precioso depósito ante el Altísimo»72.

En qué casos concretos convenga o no ayudar, depende de la situación particular y de las circunstancias que confluyen. Lo que es claro es que el hombre no puede desentenderse de las necesidades de los otros, ni tener excesiva manga ancha al respecto. Recuerda Santo Tomás que «en determinadas circunstancias se peca mortalmente si se omite dar limosna (...). Por parte del que la da, cuando tiene de sobra y no le es necesario en su actual situación, y en lo que prudentemente puede prever. Pero no es necesario que prevea todos los

reveses futuros que le pueden sobrevenir (...). Debe reputar lo superfluo o necesario conforme a lo que ordinariamente y la mayor parte de las veces ocurre»73.

Ayudar a la Iglesia

Demostración importante del verdadero seguidor de Cristo es la generosidad en la ayuda de las necesidades de la Iglesia. Las instituciones de la Esposa de Cristo no están formadas por ángeles, sino por hombres que necesitan medios de subsistencia para llevar adelante su labor. No basta limitarse a echar unas monedas en la Misa dominical. Es preciso, en cambio, estudiar con calma y generosidad qué medios puede uno poner en manos de aquellas entidades que procuran --con esfuerzos a veces ímprobos-- llevar el espíritu de Dios a otras almas.

La legislación de algunos países, por ejemplo, deja a la libre elección de los ciudadanos el destino que desean dar de un porcentaje de los impuestos que pagan. El cristiano tiene la obligación de ayudar a la Iglesia, sin ceder a la incomprensible ligereza de que sea el gestor de la declaración de renta quien decida por su cuenta y riesgo el destino de esos fondos.

Cada persona individualmente no puede resolver individualmente los problemas acuciantes de tantos que se han entregado a Dios y en ocasiones no tienen casi con qué mantenerse. Supondría, sin embargo, una ligereza imperdonable desentenderse, como si esas situaciones no afectaran a la conciencia de cada cristiano.

Hay que cambiar la mentalidad de que basta con entregar a las instituciones de la Iglesia lo que ya no sirve en casa, como si esas personas debieran vivir con los desechos de los demás. «Mientras tú comes hasta el exceso --clamaba con palabras sinceras y punzantes San Juan Crisóstomo--, Cristo no tiene ni lo necesario; mientras tú escoges entre los platos que te placen, Cristo no tiene ni un pedazo de pan seco; tú te regalas con vino de Taso, y a Cristo no le das ni un vaso de agua fría para calmar su sed; tú duermes sobre el lecho blando y precioso, y Cristo se muere tiritando de frío (...). Si fueras tutor de un niño y, tomándole sus bienes, nada se te diera de verle a él en la miseria, a miles se levantarían los acusadores contra ti y las mismas leyes te harían pagar tu merecido. Y, alzándote con los bienes de Cristo y derrochándolos tan vanamente, ¿crees tú que no tendrás que rendir estrecha cuenta?»74.

El cristiano debe estimular su generosidad, sabiendo también que la Iglesia se ocupa a través de innumerables iniciativas de las necesidades de millones de personas en todo el mundo. A esa gran labor puede y debe colaborar cada uno, impulsando a otros --católicos o no-- a que hagan lo mismo.

El culto divino, por su parte, exige disponer de ciertos bienes, que se inmolan ante Dios --no son, en efecto, inversiones--, pero la Trinidad Beatísima lo premiará adecuadamente: «esto dice tu Señor: (...) Dame y recibe. En el momento debido te devolveré. ¿Qué devolveré? Me diste poco, recibirás mucho; me diste bienes terrenos, te los devolveré celestiales; me los diste temporales, los recibirás eternos; me diste de lo mío, recíbeme a mi mismo»75.

Luego, en determinadas situaciones, puede suceder que la Iglesia precise una ayuda especial, un esfuerzo mayor. Entrenado por la generosidad diaria, el cristiano sabrá reaccionar positivamente ante esas llamadas más urgentes.

Formar en la virtud de la pobreza

«Aun en medio de las dificultades de la acción educativa, hoy a menudo agravadas, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía en los valores esenciales de la vida humana»76, exhortaba hace algunos años el Romano Pontífice. La familia no es sólo un ámbito donde la persona es engendrada y la institución mediante la cual se introduce progresivamente en la comunidad humana. Es, sobre todo, el instrumento querido por Dios para que cada persona entre a formar parte de la familia de Dios77. De hecho, «las familias son las primeras escuelas de la educación en la fe; solamente si esa unidad cristiana se conserva será posible que la Iglesia cumpla su gran misión en la sociedad y en la misma Iglesia»78.

Es en el ámbito familiar, fundamentalmente, donde los hijos han de crecer viviendo desde pequeños «en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero»79. «Como cera blanda, sobre la que cualquier leve presión deja un trazo, el ánimo de los niños está expuesto a cualquier estímulo que solicite la capacidad de ideación, la fantasía, la afectividad, el instinto. Por otra parte, las impresiones en esta edad con las que penetran con mayor profundidad en la psicología del ser humano y condicionan, a menudo de manera duradera, las relaciones sucesivas consigo mismo, con los demás y con el ambiente»80. Precisamente por eso, sobre todo en las primeras etapas del desarrollo de los hijos, la responsabilidad de los padres es inmensa.

Ya hemos dicho --con palabras del Magisterio de la Iglesia-- que el riesgo de perder el verdadero sentido de la vida ha aumentado con ocasión del grandísimo y constante desarrollo de la técnica. Un primer ámbito en que pueden manifestarse las lamentables consecuencias de un modo de ver materialista es la familia. Así, «el gran peligro para la vida de familia, en una sociedad cuyos ídolos son el placer, las comodidades y la independencia, está en el hecho de que los hombres cierren el corazón y se vuelvan egoístas»81. Puede llegar a suceder, en efecto que se transforme «el amor mutuo entre marido y mujer en dos amores de si mismos, dos amores que existen el uno al lado del otro»82. Las graves consecuencias que implica esta situación, pues se transmite ese comportamiento

de generación en generación, están por desgracia a la vista de todos en muchas sociedades occidentales.

Ante el peligro de abusar de los bienes materiales, empleándolos al margen del verdadero fin del hombre, la Iglesia ha señalado los limites de un concepto técnico de la vida, que entendiese la existencia de la criatura humana en términos materialistas.

1 Prv 8, 312 Ibid.3 SAN AGUSTÍN, Confesiones, I, 1.4 Dt 30, 16-18.5 Ibid. 30, 11-14.6 CONCILIO VATICANO II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 16.7 Cfr BURKE, C., Autoirdad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid 1988, pp. 81 ss.8 Gaudium et spes, 10.9 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthaeum homiliae, 76, 4.10 SAN LEÓN MAGNO, Homilía, 10, 1.11 Cfr Gen 1, 7 ss.12 Cfr Ioh 2, 2-11.13 Cfr Mc 2, 16.14 Cfr Ioh 19, 23-24.15 No nos referimos aquí, por supuesto, a ese otro tipo de desprecio del mundo que deben vivir las almas consagradas a Dios para dar testimonio escatológico del Reino de Dios. Ese modo particular de entender la pobreza es bueno para esas almas, pero no para el común de los mortales.16 Gaudium et spes, n. 37.17 SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Quis dives salvetur? 13-14.18 Ibid., 25.19 SAN CIRILO DE JERSUSALÉN, Catechesis, 8, 6.20 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes III, 133.21 PÍO XII, Enc. Sertum Laetitiae, 1-XI-1939, n. 14.22 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthaeum homiliae, 77, 4.23 SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermo XXVIII.24 Dice la Escritura que Job poseía: siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas y siervos en gran número, y era varón distinguido (Iob, 1, 3).25 SAN LEÓN MAGNO, en su Tratado de la humildad, habla de los muchos ricos que poseyendo grandes fincas, magníficos patrimonios y muchas riquezas, en este siglo han sabido encontrar el camino del Cielo.26 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Actuum Apostolorum homiliae, 1, 2.27 Contra Gentes, III, 133.28 SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos 85.29 Me parece importante insistir en este aspecto, porque algunos pseudo-teólogos han puesto el acento de tal modo en la no-posesión de bienes materiales (cosa imposible para los hombres que viven en el mundo), que dificultan con sus teorías el desarrollo de la vida cristiana de aquellos que por herencia o por trabajo han llegado a alcanzar una posición social elevada.30 SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermo 116.31 PABLO VI, Enc. Populorum progressio, n. 19.32 En Occidente, afirmaba Tatiana Goricheva en Hablar de Dios resulta peligroso, el peligro es el exceso de cosas hermosas, de cosas que a una la arrastran, si no está lo bastante orientada hacia el cielo. Aquí la tierra te puede tragar para siempre.33 Cfr Heb 13, 14.

Ya Pío XII advertía que, «allí donde penetra (...) el concepto técnico de la vida, la familia pierde el vínculo personal de su unidad, pierde su calor y su estabilidad. No permanece unida sino en la medida en que lo imponen las exigencias de la producción en masa, hacia la que se avanza cada día más insistentemente. La familia no es entonces obra del amor y refugio de las almas, sino desolador depósito --según las circunstancias-- de mano de obra para esa producción o de consumidores de los bienes materiales producidos»83.

34 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthaeum homiliae, 83, 3.35 Aunque la templanza tiene un sentido más amplio que la pobreza, aquí podemos utilizar esos dos términos casi como si fueran sinónimos.36 Cfr Lc 12, 22-28.37 SAN JUAN CRISÓSTOMO, o. c., 52, 1.38 Ibid., 75, 5.39 2 Cor 9, 8.40 Mt 5, 3.41 Col 3, 1-3.42 Cfr Gen 1, 26.43 Lc 4, 18-19.44 Gaudium et spes, 4.45 SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermo CXXVI.46 2 Cor 8, 9.47 SAN AMBROSIO, Expositio Evangelii secundum Lucam II, 41.48 Phil 4, 12-13.49 SAN JUAN CRISÓSTOMO o. c., 22, 5.50 SANTA CATALINA DE SIENA, El diálogo, c. VII, 33.51 Ps 72, 2-3.52 Ps 37, 16.53 Cfr SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae III, q. 40, a. 3.54 Cfr EUGUI, J., Anécdotas y virtudes, Rialp, Madrid 1987, p. 397.55 A este respecto, que se sale del objeto de estas páginas, puede verse la Enc. Sollicitudo rei socialis de JUAN PABLO II, en el vigésimo aniversario de la promulgación de la Populorum progressio, de Pablo VI.56 Gaudium et spes, n. 69.57 SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protreptico.58 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 125.59 SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, 11, 1.60 1 Tim 6, 17-19.61 Cfr PÍO XI, Enc. Casti connubii, 31-XII-1930, n. 46.62 1 Pet 4, 10.63 SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermo, VIII.64 JUAN PABLO II, Discurso, 2-X-1979.65 SAN BASILIO, Homilía VI.66 PÍO XII, Mensaje Levate capita, 24-XII-1952, n. 46.67 Prv 19, 17.68 JUAN LUIS VIVES, Tratado del socorro a los pobres.69 Summa Theologiae, II-II, q. 32, a. 5.70 SAN AMBROSIO, Sermo, 10.71 SAN JUAN CRISÓSTOMO, o. c., 88, 3.72 Tob 4, 7-11.73 Summa Theologiae, II-II, q. 32, a. 5.74 SAN JUAN CRISÓSTOMO, o. c., 48, 6.

Para educar a los hijos, evitando que los ojos se les queden --en expresión de Mons. Escrivá de Balaguer-- «como pegados a las cosas terrenas»84, los padres han de mostrar, con su vida, esa vereda empinada pero andadera que conduce al Cielo. De ese modo, cumplirán con ese objetivo de la familia que consiste en formar a los hombres «para el amor y practicar la caridad en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella no se encierre en si misma, sino que permanezca abierta a la comunidad, inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia los otros, consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad»85.

Consejos para los padres

Gran importancia reviste, en la formación de los hijos, el ejemplo de sobriedad y la vigilancia en el uso de la televisión y de otros medios audiovisuales. El uso indiscriminado de esos instrumentos tiende a fomentar la pereza, y constituye en muchas ocasiones --por su contenido inmoral en muchas naciones--, un potencial (y a veces actual) enemigo de los valores cristianos e incluso meramente humanos. No se trata, en líneas generales, de prescindir radicalmente de ellos, pero sí de emplearlos con sentido cristiano, siempre subordinados a la propia formación y a la educación integral de los hijos.

Todo eso cuesta, pero nadie ha dicho que la vida sobre esta tierra fuera cómoda para un cristiano consecuente (es decir, para un verdadero cristiano). Sobre este aspecto ironizaba San Gregorio Magno hace algunos siglos: algunos «quieren ser humildes, sin ser despreciados; contentarse con lo que tienen, pero sin padecer necesidad; castos, sin mortificar el cuerpo; pacientes, sin soportar injurias. Cuando desean adquirir las virtudes, pero huyen del esfuerzo para conseguirlas, ¿a quién se parecen, sino a los que ambicionan entrar triunfadores en la ciudad, sin haber luchado antes en la batalla?»86.

Profundamente diverso ha de ser el comportamiento del discípulo de Cristo: «en la senda de la virtud hay caídas y enemigos, altibajos, abundancia y mediocridad, privación, dolor y alegría, lucha del alma, angustia y reposo, progreso y esfuerzo. Batallemos, pues, en el camino, hasta que alcancemos el descanso»87.

75 SAN AGUSTÍN, Sermo, 38, 8.76 JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 37.77 Ibid. n. 15.78 IDEM, Discurso, 30-I-1979.79 Familiaris consortio, n. 37.80 IDEM, Mensaje, 23-V-1979.81 IDEM, Homilía, 7-X-1979.82 Ibid.83 PÍO XII, Mensaje de Navidad, 24-XII-1953.84 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 6.85 Familiaris consortio, n. 64.86 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia 7, 28, 34.

Desde la infancia, los padres han de enseñar a los niños --del modo adecuado a su edad-- que «es milicia la vida del hombre sobre la tierra»88. La dejadez --el laissez faire-- no es compatible con la imitación de Cristo. Porque el hogar del cristiano ha de ser «escuela de virtudes»89, debe enseñar a esforzarse con alegría y a caminar contra corriente.

«A los Jóvenes exhórtalos a Ser sobrios»90, recomendaba con sabiduría San Pablo a Tito. Y, como hombre experimentado --y no sin una especial iluminación divina--, recuerda que, para que esa enseñanza sea eficaz, es preciso que cuenten con el buen ejemplo de sus mayores «que los ancianos sean sobrios, graves, discretos (...). Que las ancianas observen un porte santo (...), para que enseñen a las jóvenes a amar a sus maridos y a cuidar de sus hijos»91.

El ejemplo de templanza de los padres hace siempre mella en los hijos, porque «el don de si, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia»92. La actitud de los padres ante los bienes materiales ofrece a los hijos una pauta para la propia existencia. Y son muchos los aspectos que se incluyen: sobriedad en la comida --no consintiendo que conjuguen el es que no me gusta--, en la bebida, en el tabaco, en los viajes, en las diversiones, en el uso de instrumentos de descanso...

Una tentación frecuente en las familias que gozan de cierto desahogo económico es la de querer colmar todos los caprichos de los hijos. El origen de ese afán surge muchas veces de una falsa compasión: el ansia de que los hijos no sufran la escasez que quizá ellos mismos conocieron cuando tenían su edad. Acostumbrados a que los padres satisfagan todos sus deseos, los muchachos adquieren una actitud comodona, que no les ayuda en su trato con Dios ni con los demás, pues fomenta el egoísmo.

Es aconsejable que los hijos conozcan, según su grado de madurez, el esfuerzo que cuesta sacar adelante la familia. Se evita así que se conviertan en señoritos: siempre con la boca abierta para pedir nuevos caprichos. Y existen muchos medios al alcance para evitar ese vicio: tenerles cortos de dinero; impulsarles a trabajar algunas horas al días --al menos en épocas de vacaciones--, para que se costeen algunos gastos; no consentir que se compren todo lo que se les antoja en el momento. Es preciso analizar cada petición con criterio cristiano, pensando en el bien integral --alma y cuerpo-- del hijo. Se les explica entonces, de manera adecuada a la edad de cada uno, que los bienes

87 ISAÍAS ABBAS, Orationes, 24.88 Iob VII, 1.89 Concilio Vaticano II, Decr. Gravissimum educationis, n. 3.90 Tit 2, 6.91 Ibid., 2, 2-4.92 Familiaris consortio, n. 37.

terrenos son algo pasajero y que no vale la pena dejar que el corazón se apegue a ellos. En esos momentos se les puede sugerir que ofrezcan ese sacrificio por alguna intención concreta e incluso que destinen esa cantidad para una obra de misericordia.

Innumerables son los modos en que puede concretarse esta exigencia. Es costumbre común en muchas familias, por ejemplo, el heredar la ropa de los mayores. Realizar los pertinentes arreglos supone siempre un esfuerzo para la madre de familia, pero sirve para enseñar a los hijos que no deben despreciar las cosas sencillamente porque otro las utilizó.

Sugerir que puede prescindirse del coche para realizar una excursión, que ir a pie en vez de emplear los medios públicos, que no siempre es necesario utilizar el ascensor (y casi nunca para bajar), que las luces de las habitaciones que no se emplean en ese momento han de apagarse, que el teléfono ha de usarse con moderación, que hay que mirar bien los precios en la carta antes de pedir..., son otras formas en que puede irse formando a los hijos para que se acostumbren a no alargar el brazo más que la manga. Además, enseñarlas a hacer pequeños arreglos en la casa, a ordenar la ropa, a colaborar en la recogida de la mesa, etc.

A veces una imagen puede servir más que mil palabras. Recientemente supe de un bachiller que días después de una excursión con unos amigos vio las fotografías que habían sacado. En todas estaba con los famosos cascos, oyendo música. En una ilustración, incluso, se le observaba junto a otro que le hablaba mientras él se movía al ritmo de la melodía que estaba escuchando. Un poco avergonzado comentó que no volvería a utilizar el dichoso instrumento cuando estuviera con sus compañeros.

Una falsa excusa que puede presentarse en la conciencia de los cónyuges es el temor a perder la amistad de los hijos, si no les satisfacen en todo lo que piden. Pero, en primer término, la relación padres-hijos debe fundamentarse en algo más sólido que el mero concederles lo que piden: ha de estar basada en un amor sacrificado. Además, las rabietas de los hijos se olvidan pronto, mientras que permanecen las muestras del cariño verdadero, que es el ayudar a seguir el camino del Cielo.

Otra tentación sutil, que puede llevar a los padres a perder el sentido que tienen los bienes materiales, es el ansia de dejar una situación desahogada a sus hijos. En sí mismo, ese deseo es saludable, pero si se desorienta puede servir de excusa para desatender la atención de la propia salvación: «hijos que no heredaron de su padre se hicieron a sí mismos casas; pero tu alma, si tú la abandonas, ¿Por quién será compadecida?»93. «Si deseas ser un padre bueno, providente y eficaz, como Abrahán, debes amar más a Dios que a tus hijos, y así merecerás conservarlos íntegros, incólumes y felices. Es un proceder necio que a

93 SAN BASILIO, Homilía contra los ricos, 7.

quienes no diste el nacimiento, ni inspiraste el alma, ni concedes la salud, pretendas asegurarles bienes para toda una vida (...).

Descubre el engaño de excusas vanas. Sólo pertenece a Dios la potestad de proveer a las necesidades futuras de nuestros hijos»94.

Los hijos han de aprender a prestar ayuda a las personas necesitadas: «de la beneficencia y de la mutua asistencia no os olvidéis»95, exhorta la Sagrada Escritura. Los niños han de conocer --porque sea verdad-- que papa y mama colaboran con las necesidades del prójimo, que se ocupan con generosidad de los pobres, tal vez mediante la ayuda a instituciones dedicadas a ese fin, y también directamente. Se revela también como muy eficaz (sobre todo cuando la familia tiene un cierto nivel de comodidad material) la costumbre de llevar a los hijos --a una edad oportuna-- a realizar visitas a pobres o enfermos. No se trata de crear en ellos crisis emocionales o de suscitar sentimentalismos estériles, sino de acercarles a la realidad de la vida, al sufrimiento, para que no huyan de la peligrosa tentación de encerrarse en un mundo donde todo es sencillo.

A veces, lo que más costará no será tanto la colaboración económica con otros, como el cumplimiento de toda la ley de Dios, que también suele tener consecuencias en el ámbito de la pobreza: «las decisiones respecto al número de los hijos y a los sacrificios que de ellos se derivan, no deben ser tomadas sólo con miras a aumentar las propias comodidades y a asegurar una vida tranquila (...). Los padres se recordarán a si mismos que es mejor negar a sus hijos ciertas comodidades y ventajas materiales, que privarles de la presencia de hermanos y hermanas que podrían ayudarles a desarrollar su humanidad y a realizar la belleza de la vida en cada una de sus fases y en toda su variedad»96. En una familia cristiana los hijos no deben ser considerados como carga, sino como regalos divinos. Las incomodidades o la escasez de medios que la generosidad de unos esposos cristianos pueda traer consigo, se resuelven con optimismo y fortaleza; y con la ayuda de Dios, que no faltará.

Nadie ignora que la generosidad por lo que se refiere al aumento de la prole se refiere repercute habitualmente en el ritmo de vida que puede sostenerse. Es preciso recurrir una vez más a la visión sobrenatural de las realidades terrenas. Vale la pena sobrenaturalmente --y a la larga, y a la corta, también en lo humano-- prescindir de ciertos bienes, o de cierto tipo de vacaciones, con tal de vivir correctamente la moral matrimonial. Mil ejemplos demuestran la realidad de esta afirmación; y también las lamentables consecuencias que se producen en las sociedades donde la parejita --niño y niña, a ser posible-- se ha convertido en la costumbre generalizada.

94 SAN ZENÓN DE VERONA, Tratado III, De Iustitia, 7.95 Heb 13, 16.96 JUAN PABLO II, Homilía, 7-X-1979.

Siempre con alegría

La pobreza del cristiano ha de ser alegre. No porque la alegría sea una penitencia más que es preciso añadir al esfuerzo de la pobreza. Se trata, por el contrario, de un sentimiento profundo, que llena el alma. No es que la pobreza material (si así fuese, todos los pobres estarían siempre pimpantes) dé la felicidad: «a muchos se les podría ocurrir que (la felicidad) es consecuencia de aquella indigencia material que muchos padecen por necesidad, y que ella sola es suficiente para merecer el reino de los cielos. Pero al decir: 'Dichosos los pobres en el espíritu', el Señor manifiesta que el reino de los Cielos pertenece a aquellos que son pobres más por la humildad de su espíritu que por la carencia de fortuna»97.

Las incomodidades y carencias diarias pueden y deben llevarnos a Dios. «El alma del pobre --del pobre voluntario-- resplandece como el oro, brilla como una perla y florece como una rosa. No hay en ella polilla, no hay salteador, no hay preocupación mundana. No, la vida de estos pobres es vida de ángeles. ¿Queréis contemplar la belleza de esta alma? ¿Queréis saber la riqueza de la pobreza? No impera sobre los hombres; pero impera sobre los demonios. No asiste ante el emperador; pero asiste ante Dios. No sale a campaña con hombres; pero sale con ángeles. No tiene arca, ni dos, ni tres, ni veinte; pero tiene tal opulencia que reputa por nada al mundo entero. No tiene un tesoro; pero tiene el Cielo. No necesita de esclavos, o, por mejor decir, tiene por esclavas a sus pasiones; tiene por esclavos a los pensamientos, que esclavizan a los mismos emperadores. Estos pensamientos que mandan sobre los que visten de púrpura, tiemblan ante el pobre y no se atreven a mirarle a la cara. El pobre se ríe de la realeza y del oro y todas las cosas semejantes, como de juguetes de chiquillos, y todo eso lo tiene por despreciable como los arcos y las tabas y las bolas y las pelotas de los niños. El tiene un adorno que no son capaces ni de ver los que se entretienen en aquellos juegos. ¿Qué puede, pues, darse de mejor que un pobre de éstos? El pavimento que pisa es el Cielo. Y si tal es el pavimento, ¿qué será el techo? Pero el pobre no tiene --me dices-- ni coche ni caballos. --¡Y qué falta le hacen a quien ha de ser llevado sobre las nubes y estar con Cristo?»98.

Una vida muelle hace olvidar con más facilidad que estamos de paso sobre esta tierra, da pábulo al orgullo.

Ordinariamente, Dios nos pedirá pequeños vencimientos que, de un modo u otro, padece casi todo el mundo y que para el cristiano han de adquirir un sentido sobrenatural y positivo, que hace, entre otras cosas, que no se pierda la paz interior. Pero, si por un tiempo --o durante toda la existencia--, el Señor predispusiera otra cosa, el hombre ha de aprender a descubrir en esa indigencia la Voluntad (al menos permisiva) de Dios. «Quienes carezcan de bienes de fortuna --escribía León XIII-- aprendan de la Iglesia que la pobreza no es

97 SAN LEÓN MAGNO, Sermón sobre las bienaventuranzas, 95.98 SAN JUAN CRISÓSTOMO, o. c., 47, 4.

considerada como una deshonra ante el juicio de Dios y no han de avergonzarse de ganarse el sustento con su trabajo. Eso lo confirmó realmente, y en la práctica, Cristo, Señor Nuestro, que por la salvación de los hombres se hizo pobre siendo rico; y, siendo Hijo de Dios y Dios Él mismo, quiso, con todo, padecer y ser tenido por hijo de un artesano, y no rehusó pasar la mayor parte de su vida en el trabajo manual»99.

Por el contrario, quien acumulase para sí, ignorando voluntariamente a los otros, disfrutará de sus riquezas en esta tierra, pero pagará en la otra sus desafueros, sin ni siquiera haber encontrado en esta tierra la verdadera felicidad, porque «nada nos somete tanto al diablo como el ansia de poseer siempre más y más; nada, tanto como la pasión de la avaricia»100. De hecho, «muchos se sienten desgraciados, precisamente por tener demasiado de todo. Los cristianos, si verdaderamente se conducen como hijos de Dios, pasarán incomodidad, calor, fatiga, frío... Pero no les faltará jamás la alegría, porque eso --¡todo!-- lo dispone o lo permite Él, que es la fuente de la verdadera felicidad»101.

La Iglesia, en fin, no amenaza con el fuego del infierno para asustar a los impresionables y hacerles vivir unos mandatos desabridos. Recuerda, más bien, que la salvación o la condenación eterna del hombre dependen de él mismo, o mejor, del respeto a las leyes que el Creador le ha dado para que cumpla con su propia naturaleza.

Javier Fernández Aguado*

99 LEÓN XIII, Enc. Rerum novarum, 15-V-1891.100 SAN JUAN CRISÓSTOMO, o. c., 13, 4.101 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 82.* Javier Fernández Aguado, nació en Madrid, en 1961. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Navarra.

Colaborador en diversas revistas culturales europeas y americanas. Ha trabajado en el Diccionario de Auditoría (Enrique Fernández Peña, Semsa Distribuciones, Madrid 1988) y en Derecho de Contabilidad (ed. Praxis, Grupo Wolters Kluwer, Barcelona 1988).

Entre sus escritos más recientes pueden destacarse Ragione ed esperienza nelle «Meditazioni metafisiche» (Roma 1989); Studi critici sulla Rivoluzione francese (Roma 1989); y Considerazioni sul retroscena intellettuale di una rivoluzione (Roma 1989).

Reside actualmente en Roma, donde ha dirigido ciclos de Filosofía Moderna y Contemporánea.