V.V.A.A. - ISAAC ASIMOV. REVISTA DE CIENCIA FICCIÓN 10

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Revista con relatos publicados en ISAAC ASIMOV'S SCIENCE FICTION MAGAZINE

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La revolución informática ha influido en la ciencia ficción de dos maneras complementarias: por una parte, el viejo tema de las máquinas pensantes ha recibido un nuevo impulso -y nuevas perspectivas- del reciente y vigoroso desarrollo de las investigaciones sobre la denominada «inteligencia artificial»; por otra parte, los vertiginosos avances de la tecnología informática han suministrado nuevos modelos y enfoques para el estudio del cerebro humano, y también, consiguientemente, para la extrapolación fantacientífica.

¿Qué sucede en el cerebro entre la muerte clínica y la aniquilación neuronal? ¿Qué visiones acechan entre la vida y la muerte?

¿Es el dolor físico una simple señal de alarma, o cumple una función psíquica profunda e irrenunciable?

¿Puede nuestra mentalidad newtoniana enfrentarse a un universo que no es ni siquiera einsteniano?

¿Permite la información contenida en el código genético detectar a priori un cerebro dotado de un potencial paranormal?

¿Qué sutiles relaciones mutuas se establecen entre el funcionamiento cerebral y el uso del lenguaje?

Éstas son algunas de las cuestiones planteadas en los siguientes relatos, testimonios de una creciente inquietud que rebasa con mucho el ámbito específico de la ciencia ficción.

Carlo Frabetti

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Edición española Planeta-De Agostini, S.A. Presidente José Manuel Lara Consejero Delegado Ricardo Rodrigo Director General José Mas Director Editorial Antonio Martín Es una publicación Forum Coordinación editorial Carmen de Celis Director de Arte Luis F. Balaguer Realización editorial Pere Olivé Director literario Carlo Frabetti Científico, narrador y ensayista, Isaac Asimov es el creador y Director editorial de la revista norteamericana Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, que publica las mejores obras breves de la literatura de ciencia ficción, ahora presentadas en selecciones mensuales por Editorial Planeta-De Agostini, S.A.

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Potencial Isaac Asimov

¿Existe -puede existir- una predisposición genética para las facultades paranormales? Y, en tal caso, ¿podría un ordenador convenientemente programado detectar los códigos genéticos indicadores de esa clase de... potencial?

Nadine Triomph comprobó la larga lista de símbolos -¿cuántas iban ya?- por

décima vez. No creía que fuera a sacar nada que Multivac no hubiera encontrado, pero era humano intentarlo.

Se la pasó a Basil Seversky y le dijo: -Es completamente diferente, Basil. -Se ve a primera vista -repuso él sombríamente. -No seas pesado. Si está bien. Hasta ahora, las únicas combinaciones de genes

que Multivac logró encontrar han sido variaciones menores sobre un mismo tema. Y ésta es diferente.

Basil metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de laboratorio y reclinó el respaldo de la silla contra la pared. Con aire ausente, se palpó las caderas y notó que comenzaban a ablandársele. Se estaba poniendo fofo, pensó, y no le gustaba ni pizca.

-Multivac no nos dice nada que no le digamos primero -comentó Basil-. En realidad, no sabemos si los requisitos básicos de la telepatía son válidos, ¿o sí?

Nadine estaba a la defensiva. Basil había elaborado los requisitos neurológicos, y ella había preparado el programa mediante el cual Multivac sondeaba las estructuras genéticas potenciales para comprobar cuál de ellas respondía a esos requisitos.

-Si tenemos dos grupos de modelos genéticos ligeramente distintos, como en el caso que nos ocupa, podemos elaborar, o intentar elaborar, los factores comunes; ello nos daría una idea sobre la validez.

-En teoría sí -repuso Basil-, pero entonces, estaremos trabajando en teoría por los siglos de los siglos. Si Multivac funcionara a la velocidad actual durante lo que le queda de vida al Sol, como estrella de una secuencia principal, no habría repasado ni siquiera la millonésima parte de todas las posibles variaciones estructurales de los genes que pueden existir, y mucho menos las posibles modificaciones introducidas por orden suyo en los cromosomas.

-Podríamos tener suerte. Había mantenido la misma conversación -pesimismo contra optimismo- una

docena de veces, con ligeras variaciones. 5

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-¿Suerte? Todavía no se ha inventado una palabra para describir el tipo de suerte imposible que necesitamos. Y si logramos detectar un millón de modelos genéticos distintos con potencial para la telepatía, entonces, tendremos que preguntarnos cuáles son las posibilidades de que alguien que esté ahora con vida tenga ese modelo genético, o uno que se le parezca.

-Podríamos modificarlo -comentó Nadine. -¿Ah, sí? ¿Has dado con un modelo genético humano que pueda ser modi-

ficado, mediante procedimientos conocidos, para que se parezca a algo que Multivac dice que producirá telepatía?

-Los procedimientos mejorarán en el futuro, y si hacemos trabajar a Multivac, y continuamos registrando todos los modelos genéticos humanos al nacer...

-...y -continuó Basil con el sonsonete-, si el Consejo Genético Planetario sigue financiando adecuadamente el programa, y si logramos que nos sigan prestando a Multivac, y si...

En ese instante, Multivac los interrumpió con otro elemento más, y lo único que el azorado Basil logró decir luego fue:

-No puedo creerlo.

* * *

Al parecer, el sondeo rutinario que Multivac había realizado con los modelos genéticos registrados de los seres humanos vivientes había logrado encontrar uno que coincidía con el nuevo modelo que, según había descubierto la misma Multivac, poseía un potencial telepático, y la copia era prácticamente exacta.

-No puedo creerlo -dijo Basil. Nadine, empujada a una fe ilógica por el contundente pesimismo de Basil, dijo,

radiante: -Pues aquí está, mal que te pese. Varón. De 15 años. Nombre: Roland Wash-

man. Hijo único. Plainview, Iowa. Una región norteamericana. Basil estudió el modelo genético de Roland, tal como lo había emitido

Multivac, y lo comparó con el modelo elaborado por la computadora a partir de consideraciones teóricas. Volvió a murmurar:

-No puedo creerlo. -Lo tienes ante ti. -¿Sabes cuán improbable es esto? -Lo tienes ante tus ojos. El Universo tiene miles de millones de años, tiempo

suficiente como para que se dieran una serie enorme de coincidencias increíbles. -No tan increíbles -contestó Basil, recuperando la ecuanimidad-. Iowa era una

de las regiones que incluimos en el sondeo para encontrar presencias telepáticas, y nunca apareció nada. Claro que el modelo sólo indica el potencial para la telepatía...

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* * *

Fue Basil quien sugirió que enfocaran el asunto de forma indirecta. Por más que el Consejo Genético Planetario estableciera la posibilidad de telepatía, como uno de los temas a investigar, junto con el talento musical, la resistencia a los cambios gravitacionales, la resistencia al cáncer, la intuición matemática y varios cientos de temas más, estaba claro que la telepatía tenía una impopularidad profundamente arraigada.

Por más emocionante que resultara en abstracto la idea de «leer las mentes», existía siempre una resistencia incómoda a la idea de que la mente leída fuera la de uno. El pensamiento era el bastión inexpugnable de la privacidad, y no se rendiría sin luchar. Toda declaración discutible de que se había descubierto la telepatía sería, por lo tanto, sometida a discusión.

Por ello, Basil hizo caso omiso del deseo de Nadine de ir al grano y entrevistar al jovencito directamente, haciéndole ver precisamente ese detalle.

-Ya -gruñó-, y dejaremos que la ansiedad nos empuje a anunciar que hemos encontrado a un ser telepático para que el CGP envíe en su busca a media docena de funcionarios, y de paso, pongan en tela de juicio nuestro descubrimiento y arruinen nuestras carreras científicas. Averigüemos todo lo que podamos primero.

La desilusionada Nadine se consoló con el hecho obvio de que en una sociedad computarizada, todo ser humano dejaba rastros de todo tipo desde el momento de la concepción, y que todo se podría recuperar sin plantear demasiados problemas, incluso rápidamente.

-Mmm -masculló Basil-, no es muy brillante en el colegio. -Podría ser un buen síntoma -repuso Nadine-. La capacidad telepática ocuparía,

sin duda, una parte importante del funcionamiento superior del cerebro, dejando muy poco para el pensamiento abstracto. Eso explicaría por qué la telepatía no ha evolucionado de un modo más notorio en la especie humana. La desventaja de una inteligencia escasa iría en contra de la supervivencia.

-No es exactamente un idiot savante. Digamos que un obtuso normal. -Justo lo que hace falta. -Más bien retraído. No hace amistades fácilmente. Más bien solitario. -Justo lo que hace falta -dijo Nadine entusiasmada-. Todo signo temprano de

capacidad telepática asustaría, molestaría y enemistaría a la gente. Un joven falto de juicio expondría inocentemente los motivos ajenos dentro de su grupo y le zurrarían por sus esfuerzos. Naturalmente, eso lo haría retraído.

A partir de ese momento, los datos se fueron recopilando durante un largo rato, y finalmente Basil dijo:

-¡Nada! Nada conocido sobre él; ni un informe que indique algo que pueda interpretarse, aunque dando mil vueltas, como síntoma de telepatía. Ni siquiera un comentario que diga que es un tipo «peculiar». Casi no se le presta atención.

-Está clarísimo. La reacción del prójimo lo obligó, hace ya tiempo, a ocultar sus capacidades telepáticas, y esas mismas capacidades guiaron su comportamiento

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para que no llamase la atención de un modo nada favorable. Es increíble cómo encaja.

Basil la miró con desagrado. -Eres capaz de darle la vuelta a todo con tal de mantener tu visión romántica

del asunto. Tiene quince años, y ya son muchos años. Supongamos que nació con unas ciertas capacidades telepáticas y que a temprana edad aprendió a no mostrarlas. Seguramente que a estas alturas su talento se ha atrofiado y desaparecido. Tiene que ser así, porque si conservara todas sus capacidades, no habría podido evitar mos-trarlas de vez en cuando, y eso habría llamado la atención.

-No, Basil. En el colegio, está solo y trabaja lo menos posible... -No lo toman como chivo expiatorio, cosa que ocurriría si fuera un listillo con

habilidades telepáticas. -¡Te lo he dicho! Sabe cuándo podría ocurrirle y lo evita. En verano trabaja

como asistente de un jardinero y, nuevamente, vuelve a evitar el contacto con el público.

-Pues está en contacto con el jardinero, y aun así mantiene el empleo. Éste es ya su tercer verano; si fuera un telépata, el jardinero se desharía de él. No, estamos cerca, pero no hemos acertado. Es demasiado tarde. Lo que necesitamos es un niño recién nacido con el mismo modelo genético. Entonces, quizá tengamos algo... quizá.

Nadine se desgreñó el cabello rubio descolorido y adoptó un aire de exasperación.

-Deliberadamente intentas evitar el problema negando su existencia. ¿Por qué no entrevistamos al jardinero? Si estás dispuesto a ir a Iowa... Te diré lo que voy a hacer, pagaré los billetes de avión, y no tendrás que cargarlos al proyecto, si es lo que tanto te molesta.

Basil levantó una mano para frenarla. -No, no, el proyecto se hará cargo de todo, pero yo te diré lo que haremos. Si

no encontramos señales de capacidades telepáticas, y no las encontraremos, me invitarás a cenar a un buen restaurante de mi elección.

-Trato hecho -repuso Nadine ansiosamente-; hasta puedes traer a tu mujer. -Perderás. -Me da igual. Todo sea por que no abandonemos el tema tan de prisa.

* * *

El jardinero no se mostró en modo alguno ni entusiasta ni colaborador. Los consideró a los dos como funcionarios del gobierno y, por esa razón, no le cayeron bien. Cuando se identificaron diciendo que eran científicos, las cosas tampoco mejo-raron. Y cuando preguntaron por Roland, el hombre llegó a mostrarse francamente hostil.

-¿Para qué quieren saber cosas de Roland? ¿Hizo algo? -No, no -contestó Nadine, lo más persuasiva que pudo-. Posiblemente pueda

optar por una educación especial, es todo. -¿Qué clase de educación? ¿Le enseñarán jardinería?

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-No estamos seguros. -Sólo sirve para la jardinería, y se le da muy bien. Es el mejor que he tenido.

No necesita que le enseñen nada de jardinería. Nadine miró admirativamente el invernadero y las prolijas filas de plantas que

había fuera. -¿El hace todo eso? El jardinero dijo: -Debo reconocerlo. Nunca habría estado así si no fuera por él. Pero es para lo

único que sirve. Basil inquirió: -¿Por qué dice que es para lo único que sirve? -No es muy listo. Pero tiene este talento. Consigue que todo crezca. -¿Es raro en algún aspecto? -¿Qué quiere decir con eso de raro? -Extraño, peculiar, fuera de lo común. -Ser tan buen jardinero es raro, pero no me quejo. -¿Nada más? -No. ¿Qué busca usted? -En realidad, no lo sé -repuso Basil.

* * *

Esa tarde, Nadine dijo: -Tenemos que estudiar al muchacho. -¿Por qué? ¿Qué has oído para abrigar alguna esperanza? -Supongamos que tengas razón. Supongamos que está atrofiado. Aun así

podríamos encontrar rastros de esas capacidades. -¿Qué haríamos con esos rastros? Los efectos mínimos no serían convincentes.

Contamos con todo un siglo de experiencias similares, desde Rhine en adelante. -Aunque no consigamos nada que pruebe algo al mundo, ¿qué? ¿Qué me dices

de nosotros? Lo importante es la satisfacción que sentiríamos al probar que, cuando Multivac dice que un determinado modelo genético tiene potencial para la telepatía, tiene razón. Y si tiene razón, significaría que nuestro análisis teórico, y mis pro-gramas, eran correctos. ¿No quieres poner a prueba tus teorías y encontrar elementos que las confirmen? ¿O acaso temes no poder hacerlo?

-No es eso lo que temó. Temo perder el tiempo. -Sólo pido una prueba. Mira, de todos modos tendríamos que ver a sus padres.

Cualquiera sabe lo que podrían contarnos. Al fin y al cabo, lo conocen desde que nació, cuando tenía los poderes telepáticos que fueran... Luego, les pediremos permiso para que el chico adivine números al azar. Si falla en eso, no seguimos adelante. No perdemos más tiempo.

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* * *

Los padres de Roland se mostraron impenetrables y nada informativos. Parecían lerdos, como se informaba que era el hijo, e igual de medidos.

De pequeño, el niño no había dado ninguna señal extraña, dijeron. Lo repitieron sin un énfasis culpable. Fuerte y saludable, dijeron, y además, era un chico trabajador que se ganaba su dinerito durante el verano, y que el resto del año iba a la escuela secundaria. Jamás había tenido problemas con la ley, ni con nada.

-¿Podemos someterlo a una prueba? -preguntó Nadine-. Se trata de una prueba sencilla.

-¿Con qué finalidad? -inquirió Washman-, No quiero que lo molesten. -Se trata de un estudio del gobierno. Estamos escogiendo chicos de quince años

de distintos sitios para poder estudiar la forma de mejorar los métodos educativos. -No quiero que se moleste a mi hijo -repuso Washman sacudiendo la cabeza. -En fin -dijo Nadine-, comprenda usted que hay doscientos cincuenta dólares

para la familia de cada chico que estudiemos. -Con mucho cuidado, evitó mirar a Basil; estaba segura de que habría apretado los labios, lleno de rabia.

-¿Doscientos cincuenta dólares? -Sí -repuso Nadine procurando ser convincente-. Al fin y al cabo, la prueba

lleva tiempo, y es justo que el gobierno pague por el tiempo invertido y las molestias, Washman miró a su mujer y ésta asintió. -Si el muchacho quiere, supongo que no habrá problema -dijo Washman.

* * *

Roland Washman era alto para su edad y bien plantado, pero sus músculos no representaban peligro alguno. Tenía un no sé qué de dócil y ojos negros, tranquilos, que miraban desde un rostro bien bronceado.

-¿Qué se supone que debo hacer? -preguntó el muchacho. -Es muy simple -repuso Basil-. Aquí tienes un dispositivo con los números del

0 al 9. Cada vez que esa luz roja se encienda, has de pulsar un número. -¿Qué número, señor? -El que quieras. Pulsas un número y la luz se apagará. Cuando vuelva a

encenderse, pulsas otro número, y así sucesivamente, hasta que la luz se apague. Esta señora hará lo mismo. Tú y yo nos sentaremos a la mesa, uno frente al otro, y ella se sentará ante esta otra mesita, y nos dará la espalda. No quiero que pienses en el número que vas a pulsar.

-¿Cómo voy a hacerlo sin pensar? Tengo que pensar. -Bueno, podrías tener un presentimiento. La luz se enciende y podrías tener el

presentimiento de que has de pulsar un 8, o un 6, o el número que quieras. Hazlo así, ¿de acuerdo? Una vez pulsas el 2, la siguiente el 3, después el 9 o quizá otro 2. Lo que tú quieras.

Roland se quedó pensándolo un poco y luego asintió:

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-De acuerdo, señor, lo intentaré, pero espero que no tardemos mucho, porque no le veo sentido.

* * *

Basil ajustó el sensor de la oreja izquierda sin ser visto y luego miró a Roland con todo el aire benigno del que fue capaz.

La vocecita le susurró al oído izquierdo: «Siete», y Basil pensó: «Siete.» La luz del dispositivo de Roland se encendió, y la del dispositivo de Nadine

hizo lo propio, y ambos pulsaron un número. Uno tras otro fueron marcando: 6, 2, 2, 0, 4, 3, 6, 8... Finalmente, Basil dijo: -Ya basta, Roland. Le dieron al padre de Roland cinco billetes de cincuenta dólares y se

marcharon.

* * *

En la habitación del motel. Basil se recostó. La decepción luchaba contra la satisfacción del «te lo advertí».

-Absolutamente nada -dijo-. Correlación cero. La computadora generó una se-rie de números al azar, igual que Roland, y no coincidieron. No captó absolutamente nada de los procesos de mi pensamiento.

-Supón -dijo Nadine, con un último hilo de esperanza-, que pudiera leer tus pensamientos y que lo ocultase de un modo deliberado.

-Sabes que no es así. Si intentaba equivocarse aposta, se equivocó exagera-damente. Pues coincidió conmigo menos de lo que dicta el azar. Además, tú también generabas una serie de números, y tampoco pudiste leerme el pensamiento, y el chico no pudo leer los tuyos. En cada ocasión, tuvo dos grupos de números distintos asaltándolo, y la correlación fue de cero, ni positiva ni negativa con ninguno de los dos. Y eso no puede fingirse. Hemos de aceptarlo, no tiene el don, y se nos acabó la suerte. Tenemos que seguir buscando, y las posibilidades de volver a encontrar algo así...

Se mostró desesperanzado.

* * *

Roland estaba en el patio del frente, mirando a Basil y a Nadine, mientras se alejaban en coche bajo el sol brillante.

Había tenido miedo. Primero, habían hablado con su jefe, luego, con sus padres; creyó que lo habrían averiguado.

¿Cómo lograrían averiguarlo? Era imposible, ¿pero por qué tanta curiosidad?

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Le preocupó sobremanera todo aquel asunto de los números, aunque no lograba ver en qué podían afectarle. Entonces, se le ocurrió que creían que él oía voces humanas. Y que intentaban pensar en los números correctos para que él los captara.

No podía hacerlo. ¿Cómo podría él saber lo que pensaban? Nunca en la vida había sido capaz de adivinar lo que la gente pensaba. Lo sabía con toda certeza. ¡Nunca en la vida!

Rio por lo bajo. La gente siempre creía que lo único que contaba era la gente. Entonces oyó la vocecita, muy fina y aguda.

-¿Cuándo..., cuándo..., cuándo? Roland giró la cabeza. Sabía que era una abeja que iba hacia él. No estaba

escuchando a la abeja, sino la mente de toda la colmena. Toda la vida había oído pensar a las abejas, y ellas podían oírlo a él. Era

maravilloso. Polinizaban sus plantas y evitaban comérselas, de modo que todo lo que él tocara crecía maravillosamente.

El problema era que querían más. Querían un líder; alguien que les indicara cómo impedir el avance de la humanidad. Roland se preguntaba cómo podría lograrse algo así. Las abejas no bastaban, pero si tuviera a todos los animales..., si aprendía cómo controlar las mentes de todos ellos, ¿podría?

Con las abejas era fácil. Y con las hormigas. Sus mentes formaban muche-dumbres. Y ya lograba oír a los cuervos. Antes no podía. Y comenzaba a entender al ganado, aunque no valía la pena escucharlo.

¿Los gatos? ¿Los perros? ¿Todos los insectos y los pájaros? ¿Qué podría hacerse? ¿Cuán lejos podría llegar? Una vez, un maestro le había dicho que no desarrollaba todo su potencial. «¿Cuándo..., cuándo..., cuándo?», pensó la abeja. «Todavía no..., todavía no..., todavía no...», pensó Roland. Antes, tendría que desarrollar su potencial.

Título original: Potential Traducción de Celia Filipetto

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Los comemadres del doctor Moreau Martin Gardner

En esta ocasión, el mayor -y más divertido- especialista mundial en pasatiempos lógicos nos presenta unos curiosos pececillos que desconocen el amor filial pero poseen notables propiedades... matemáticas.

-¿Quién hubiera imaginado -dijo el doctor Moreau III, famoso genetista del Kings College de Londres- que una alteración tan pequeña del código genético de este pez iba a producir un cambio tan grande? ¿Cómo denominaremos la nueva especie?

-¿Qué le parece «comemadre»? -sugirió Montgomery, el ayudante del doctor Moreau. Montgomery era un chimpancé cuya inteligencia había sido elevada, mediante ingeniería genética, a un nivel casi igual que el del propio doctor Moreau.

«Comemadre» era un nombre apropiado para el pequeño pez, dada su peculiar forma de reproducción. Cada hembra ponía exactamente diez huevos, que guardaba dentro de una bolsa situada bajo su vientre. Cuando las diez crías salían de la bolsa, sucedía algo singular: ¡mataban y devoraban a su madre! Como la gestación duraba sólo unos pocos días y el pez vivía años, una población de comemadres presentaba una tasa de crecimiento explosiva.

El doctor Moreau puso diez comemadres recién nacidos en un gran tanque de agua.

-Deseo que los cuente cuidadosamente todos los días -dijo Moreau a Montgomery-. Avíseme cuando el tanque contenga 5000 peces.

Montgomery se rascó el pecho y pensó unos momentos. -Exactamente 5000 -dijo- no es posible. Suponiendo que no muera ningún pez,

excepto, claro está, las hembras comidas por sus crías, lo más que pueden llegar de 5000 es 4996.

¿Está Montgomery en lo cierto o ha cometido algún error en sus cálculos? La respuesta, en la página 49.

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La bola púrpura James P. Killus

Los cuerpos celestes que se apartan de las pautas conocidas y parecen contradecir los principios astronómicos establecidos son cada vez más frecuentes: excepciones que no confirman las reglas, sino que obligan a pensar en reglas nuevas...

-¡Ja! O’Dwyer lanzó una risotada y se fue hacia el área del comedor haciendo

remolinos. Él hubiese ido corriendo -O’Dwyer siempre estaba correteando y riendo a carcajadas-, pero estábamos en caída libre y pasarían otras seis horas hasta que dejásemos de estarlo. E incluso después de la transición, ¿cuánto bien puede hacer la centésima parte de un descubrimiento?

-¡Lo tengo, amigos! -anunció O’Dwyer sin dirigirse a nadie en particular, pero resultaba obvio que lo estaba participando a toda la tripulación. Se colocó detrás del atril (también usamos la cafetería como seminario). Con una actitud que se parecía a la de una persona a punto de dictar una conferencia, excepto por los treinta grados de inclinación hacia un lado, se colocó las gafas en el medio de la nariz, miró con los ojos entornados por encima del borde y se aclaró la garganta. DeRusso frunció el entrecejo; la imitación era demasiado evidente.

-Ejem -dijo O’Dwyer-. Caballeros, un poema:

Nunca he visto un sol color púrpura y ahora lo veré. De todas formas les diré que más me gustaría ver una tía vestida de ese color...

O’Dwyer esbozó una de sus sonrisas infantiles y se lanzó fuera de la habitación

sin esperar las reacciones que ya se estaban produciendo. DeRusso mantuvo el ceño fruncido. Fredrickson resopló y el resto de nosotros se mantuvo en silencio. Por supuesto que con excepción del piloto y la tripulación, que rieron irónicamente, y algunos hasta lanzaron una discreta carcajada. O’Dwyer tenía ese sentido del humor típico de los niños en edad escolar, que, por alguna razón, atrae a todos los típicos machos. No son más que un puñado de niños grandes.

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* * *

Todo comenzó con O’Dwyer. Un día entró corriendo. -Acabamos de descubrir un gigante de color púrpura, ¿queréis verlo? -dijo. -Vete y llévate toda tu pornografía de aquí -le contesté irritado. Tenía muy

poca paciencia con él. Catalogar diagramas estelares me había llevado hasta el punto de ver estrellas que ni siquiera existían; algunas hasta formaban trigales dorados. Además, O’Dwyer era conocido por su retorcido sentido del humor.

-No bromeo, Jim. Mira esto -dijo mientras arrojaba una fotografía ante mis narices-. Directamente desde la Intergalaxia 24.

La miré rápidamente y tuve una reacción tardía. Luego, le miré fijamente. ¿Qué diablos estaba diciendo? En el medio de la foto había un punto brillante de color púrpura y no estoy diciendo azul oscuro, sino púrpura, como una uva.

-Has trucado la foto -le acusé sabiendo perfectamente que no lo había hecho. Ni siquiera O’Dwyer está tan loco como para manipular las pruebas espaciales.

-Jamás -dijo sonriendo. -Quizá la película estaba mal. -Tampoco es eso -dijo mientras su sonrisa se convertía en un gesto irónico-.

Acabo de corroborarlo. Además, aparece en dos fotografías, lo que para mí es prueba suficiente como para trazar un paralaje y la magnitud absoluta.

-¿Cómo es de grande? -pregunté. -Es un gas gigantesco -dijo riéndose de sus propias palabras, como si fueran la

culminación ingeniosa de una broma oscura. Miré nuevamente la fotografía, mientras él seguía hablando. -Lo que tenemos aquí es una estrella con el tamaño y el rendimiento de un

gigante de fuego. El noventa por ciento de su luz es de rayos ultravioleta -prosiguió; luego, volvió a reír-. Ésta hará que los astrofísicos se tiren por las ventanas.

No era la primera vez que me quedaba sin habla ante la presencia de O’Dwyer.

* * *

Supongo que nos sirve perfectamente para tratar de hacer un mapa de la galaxia. Existen algunas cosas que el hombre nunca debería saber, doctor Frankenstein.

Sin embargo, en aquel momento parecía una buena idea. La propulsión hiperlumínica es buena y barata, pero dejar un planeta es

terriblemente caro. Cuesta aproximadamente medio millón lanzar a un hombre y mantenerlo fuera de la Tierra; pero una vez allí, se puede visitar el otro lado de la galaxia por bastante menos. Si sólo existiese alguien que pudiese inventar una razón para una visita tal. Todas las actividades rentables están cerca de nuestro hogar: tecnología de manufacturación al vacío o de gravedad nula, industria minera en asteroides, energía solar; todas estas son empresas que proporcionan grandes

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beneficios a la inversión inicial. Pero no es éste el caso del turismo galáctico, y el comercio interestelar necesita que haya clientes en uno y otro extremo.

Además, resulta muy caro vivir fuera. Si pudiésemos encontrar vida, o aunque sólo fuera algún planeta habitable,

todo sería diferente. Pero la vida parece ser algo raro y los planetas habitables son tan raros como la vida. Bueno, en realidad, una cosa es consecuencia de la otra; ya que las atmósferas de oxígeno y nitrógeno son un producto de la vida. En los pocos grupos planetarios que hemos observado de cerca, hemos encontrado algunos planetas similares a Venus pero ningún gemelo de la Tierra. Hay quienes tienen la teoría de que la Luna tiene algo que ver; y ni pensar en los microorganismos endolíticos que hemos encontrado en Marte, eso está demasiado cerca y yo no soy biólogo. Tampoco sé teorizar, yo sólo sé clasificar gráficos estelares -los estudiantes y los que no han podido doctorarse resultan aún un poco más baratos que nuestras colegas las máquinas.

La única razón que se me ocurre por la cual pude haberme unido a la Búsqueda Púrpura (el nombre que O’Dwyer le puso) es que nuestro departamento fue el que descubrió esa maldita cosa. Por lo tanto, nos corresponde el honor de buscarla, ponerle nombre o lo que se nos ocurra. Y el privilegio de estudiarla le corresponde a los «poderosos» del plantel (Fredrickson y DeRusso).

Cuando volvamos, la Intergalaxia 31 nos habrá legado un montón de fotografías para que analicemos y cataloguemos. Una mujer trabaja entre hijo e hijo, pero el trabajo de un ayudante de investigador no acaba nunca.

En realidad, sólo hay cuatro naves exploradoras, pero en cada misión de investigación la cantidad aumenta. Luego, el equipo de catalogadores inspecciona los datos, los codifica y realiza la clasificación. Dentro de un siglo comenzaremos con todo otra vez y veremos si ha cambiado mucho.

La ciencia occidental es tan maravillosa... De cualquier forma, sigo maldiciendo a O’Dwyer.

* * *

La nave salió de la propulsión hiperlumínica más o menos como estaba programado. Esto era aparentemente así, ya que la corriente de iones se encendió y los instrumentos comenzaron a deslizarse por el suelo apenas alguien los dejaba caer.

Estábamos aproximadamente en el punto 25 U.A., y aunque cuatro mil millones de kilómetros parecen muchísimo, al considerar que el gas gigantesco tiene doscientos millones de kilómetros de radio, la distancia se encoge notablemente. Nos acercaríamos a unos veinte millones de kilómetros de su superficie.

La termodinámica de la situación era bastante extraña. Si la estrella fuese una aproximación de un cuerpo negro, como la mayoría (bueno, en realidad todas menos ésta), podríamos alojar campos reflexivos entre nosotros y la estrella, y concentrar la irradiación de cualquier exceso de calor que hubiésemos recogido en el espacio. Mantuvimos los escudos, pero durante la preparación de la misión, alguien había hecho la gracia de cubrirlos con un polímero especial. La cobertura era transparente

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para la luz y los rayos ultravioleta, pero irradiaba los infrarrojos como un condenado. Como la superficie de un gas gigantesco es casi un vacío, nos era teóricamente imposible dirigirnos hacia nuestro amigo púrpura quitándonos de encima todos los rayos ultravioleta y la luz que hubiéramos recogido irradiándolos como infrarrojos. Por supuesto que no lo íbamos a intentar. Por lo menos uno de los miembros del equipo aún no quería admitir la existencia de la estrella. Así que teniendo o no las posibilidades teóricas a nuestro favor, pensábamos actuar con mucha prudencia.

* * *

DeRusso se movió hacia el intercomunicador (uno no «anda» o se «dirige» hacia algún sitio cuando sólo pesa menos de un kilo) y lo cogió de un manotazo.

-Capitán. -Sí, doctor -se oía una especie de suave interferencia en la línea. -¿Cuánto nos falta para cesar la aceleración? La mayoría de nuestros instru-

mentos reciben ruidos e interferencias de los campos de transmisión. -Unas doce horas, doctor. Tenemos un vector de velocidad inicial favorable. -Muy bien, supongo que podremos mantenernos ocupados hasta entonces. -

Golpeando con fuerza nuevamente el intercomunicador, dijo-: Bien, vamos a echar un vistazo a esa maldita cosa.

Cuando llegamos a la cabina de observación, Curtis ya estaba allí, preparando su querido espectroscopio. Sólo había sitio para cinco personas dentro de la pequeña cabina esférica, y O’Dwyer fue uno de los que quedó fuera. Confieso que menciono este hecho con un regocijo perverso.

Una nave espacial con corriente de iones tiene un aspecto similar al de una rosquilla tirada con hilos por la nada. El cuerpo principal de la nave es un toroide, siendo ésta una de las formas posibles para la propulsión hiperlumínica. No sé por qué, pero nunca comprendí una palabra de la relatividad general. Después de la transición, la fuerza remolcadora de los iones se descuelga y arrastra el cuerpo principal de la nave con tres filamentos de boro. La corriente de iones se dirige a través del agujero central de la rosquilla con un campo magnético ínfimo para incrementar el efecto de contracción y evitar que la corriente se extienda. La cabina de observación estaba debajo de la rosquilla y, por lo tanto, no podíamos ver la fuerza remolcadora, sólo la débil corriente azul de su descarga, si «descarga» es la palabra adecuada.

Más tarde, cuando la pantalla solar ya estuviese encima, se bajaría la cabina de observación; se movería con un elevador hasta quedar fuera de su sombra y poder realizar así las observaciones. Sin embargo, la pantalla aún no estaba arriba y teníamos una clara visión de la estrella, con un tamaño aparente cientos de veces más grande que el de la Luna. Tenía el brillo suficiente como para que todos tuviésemos que entornar los ojos al mirarla, a pesar del cristal oscuro que cubría la cabina de observación. Pero al compararlo con nuestro sol, la verdad es que no era tan brillante. Y el cristal acentuaba el misterio de su color.

-¡Jesús! -exclamó Kinnerson-. Parece un enorme tubo de vapor de mercurio.

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-Eso es lo que es -dijo Curtís. Todos nos volvimos hacia él mirándolo con sorpresa.

-¿Te importaría explicar lo que acabas de decir? -preguntó DeRusso. Curtís sonrió irónicamente. -Me limitaré a leerlo, no lo explicaré. Un análisis espectral completo llevará un

tiempo, claro; pero las líneas de mercurio de este gráfico cantan muchísimo. También hay muchísimo potasio y, naturalmente, también tiene hidrógeno. Diría que también tiene bastante helio, más de lo que suponíamos. Pero, Jeez, me atrevería a afirmar que dos tercios de esta cosa son de mercurio y potasio.

Después de esto, la conversación se tornó muy profana dentro de la cabina.

* * *

El siguiente mes fue muy agitado, cada día aparecía algún nuevo misterio; o quizá sólo parecía que fuese así. Las extrañas descargas que por primera vez sentimos en el intercomunicador después de la transición, incrementaron su volumen hasta tal punto que se convirtieron en una verdadera molestia. Parecía como que cada circuito de audio de la nave estuviese interferido. Tampoco era una interferencia regular, sino más bien un sonido chillón: una mezcla del canto de un grillo y el de una manada de gallos.

Fredrickson resumió todo lo demás en nuestro último seminario, después de que hubiésemos acabado nuestro comentario y antes de la transición que nos llevaría a casa a través de cielos más sensibles.

-He visto las evidencias de varios fenómenos extraños desde que el Programa Intergaláctico comenzó -dijo Fredrickson-. Pero AJK 3107-65826 difiere incluso de las cosas más extravagantes.

Hizo una pausa, quizá para añadir un tono más dramático a sus palabras. -En primer lugar, la estrella no tiene ni remotamente una composición estándar

o al menos comprensible, con una fotosfera del 25% de mercurio, 20% de potasio, 30% de hidrógeno y 15% de helio. Lo demás es casi todo neón y restos de otros elementos. En segundo lugar, tenemos la masa estelar, que es bastante pequeña, mucho más que la de nuestro sol. En resumen, si esta estrella tuviese una composición normal, aún existiría la duda de si es o no una estrella, ya que su masa está en la línea límite de fusión.

»Sin embargo, AJK (por favor, transcriba usted mismo el resto, ¿vale?) tiene una energía radiante y es bastante importante. Parece increíble, pero su energía proviene nada más que de cuatro trozos de antimateria, de masas iguales, distribuidos en un tetraedro y separados por una delgada presión luminosa. De acuerdo con los cálculos realizados por el señor O’Dwyer, algunas fusiones se llevan a cabo en el núcleo estelar, inducidas por el calor generado por la antimateria; e incluso podría haber alguna fisión, depende del comportamiento del núcleo de mercurio bajo condiciones que aún desconocemos. De cualquier forma, la fisión y la fusión no contribuyen en más que un 30% a la energía de la estrella, y quizá menos; dependiendo principalmente del facto representado por la pérdida de neutrino. La

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energía radiante de AJK se debe, por lo tanto, a las radiaciones gamma de la aniquilación materia-anti-materia, que luego se atenúa gracias a los estratos estelares externos. Debido a que los estratos atenuantes son muchos más (comparados con el gigante rojo, claro), la energía primaria está en los ultravioleta, con una fuerte cobertura de azul y violeta, producida por él mercurio y el potasio ionizados de la fotosfera.

»Otros factores incluyen un fuerte campo magnético de origen desconocido, y un viento solar extinguido. Este último está probablemente provocado por la gran masa de mercurio y potasio del núcleo.

»En lo que se refiere a una posible evolución estelar, no sabemos absolutamente nada. No hay forma de que la materia y la antimateria pudieran unirse en la misma zona; aunque suponiendo que la antimateria se hubiese formado por separado y luego, de alguna forma, hubiese cogido la materia de la atmósfera, ¿cómo pudieron formarse esos cuatro cuerpos por separado?

»En lo que se refiere a la composición de la estrella, aún no estoy seguro de comprenderla, ¿por qué mercurio?, ¿por qué potasio?, ¿por qué no otros elementos pesados?

»Quién sabe; yo desde luego no lo sé. Estoy pensando seriamente en hacerme plomero.

Todos nos reímos por el chiste. Observé a O’Dwyer, parecía perdido en sus propios pensamientos.

* * *

Un poco más tarde (19.00 horas, hora solar del Pacífico, en la Tierra), estaba en mi habitación, pensando. Tendría muchísimo trabajo esperándome cuando regresara. Habría miles de nuevos gráficos para catalogar; y había un par de exámenes que antes había dejado para más tarde. Mi consejero me estaba persiguiendo para seleccionar un tópico de disertación, y ahora que yo había estado en este viaje, seguramente sería implacable. Habíamos reunido una montaña de datos, la mayoría de ellos eran originales y, por lo tanto, inéditos. Se me ocurrían cientos de tópicos de disertación en un momento; todos ellos parecían corrompidos, poco interesantes y teñidos de un gran fastidio.

Quizá «empollar» era la mejor palabra para denominar lo que yo estaba haciendo; pero se supone que el universo no es tan perverso, maldición.

Alguien llamó a la puerta; era O’Dwyer. -¿Tienes unos minutos, Jim? Necesito alardear un poco ante alguien sobre

algunas ideas que se me han ocurrido. -Todo mi tiempo y mi espacio están a tu disposición -dije señalando la

habitación con los brazos abiertos. O’Dwyer sonrió. -Me alegro de que no estés con un humor de perros. Nada como un viaje de

unos cuantos cientos de años de luz para ablandarlo a uno, ¿no?

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-En realidad, a mí me ocurre todo lo contrario. He estado pensando en mandar todo al cuerno.

Entornó un poco los ojos al oír lo que yo decía, pero no dijo ni una palabra. Quizá había logrado sorprenderlo, al menos por una vez.

-Bueno, ¿qué es lo que ronda por tu cabeza? -pregunté, en parte para romper el incómodo silencio.

-Oh, claro. Pues bien, tengo una teoría acerca de la bola púrpura y necesito que alguien me diga si tiene algún sentido.

-Vale -dije-. Estoy preparado. ¿Cuál es esa teoría? -La bola púrpura es artificial -dijo-. Alguien la construyó. -Pues vaya idea -dije con una carcajada-. ¿Es ésa toda la broma o hay más? -Estoy hablando en serio, Jim. No hay ninguna otra explicación que tenga

sentido. He estado pensando en esos cuatro cuerpos de antimateria y la pregunta que todo el tiempo me golpeaba la mente es: ¿cómo se formaron? Pero luego pensé que quizá no sea cómo la pregunta indicada, sino por qué. Así que volví a revisar los cálculos y en ellos basé mi teoría. Aproximadamente un 30% de la fuerza de la estrella proviene de la fusión, mientras que el resto procede de la conversión materia-antimateria. La mayor parte de la fusión tiene lugar en el volumen existente entre los cuatro cuerpos, donde la temperatura y la presión luminosa son mayores. Como la antimateria se agota -claro que en muchísimo tiempo, millones de años-, en realidad, ¡el núcleo se calienta!; pero también disminuye su tamaño, ya que los cuerpos del núcleo se van acercando unos a otros cada vez más. El resultado final es una energía virtualmente constante emanada por el núcleo solar. Por lo tanto, los estratos externos -la fotosfera de la bola púrpura- se mantienen en homeostasia. La bola púrpura seguirá siendo un gigante de color púrpura durante muchos más eones que si su núcleo fuese de antimateria sólida. Es perfecto, no podría hacerse mejor y por eso creo firmemente que alguien lo hizo.

-¿Pero quién haría una cosa así? -pregunté-. ¿Y por qué? -Diablos, ¿cómo voy a saber quién? Ha estado así durante millones de años y

probablemente los que la hicieron ya se hayan extinguido, o al menos mudado hacia otro sitio mejor. Y en lo que se refiere al porqué... Bueno, lo he pensado mucho. Primero creía que podía tratarse de una señal de tráfico aéreo; pero no tiene sentido, ya que está demasiado alejada y tapada por nubes de gas. ¿Por qué iban a hacerla tan evidentemente imposible? Creo que el sonido chillón que oímos en los inter-comunicadores tiene que estar relacionado con la estrella. Si la bola púrpura fuese un artefacto religioso, los chillidos podrían ser himnos o rezos. Si realmente fuesen eso, pues eso sería la bola. Se puede explicar cualquier cosa con la religión, y a su vez eso no explica nada. Los que la construyeron seguirán siendo completamente descono-cidos para nosotros, y la bola púrpura será la versión estelar de una esfinge. Pero existe otra posibilidad que me convence más que la religiosa.

-¿De verdad? -pregunté estimulándolo a seguir. No podía creer lo que estaba escuchando.

-Creo que lo hicieron como una broma -dijo; y señalando el intercomunicador, añadió-: Son carcajadas. -Mientras pronunciaba estas últimas palabras, atravesó la puerta dirigiéndose hacia el vestíbulo.

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* * *

Cuando regresamos a la Tierra, lo primero que hice fue abandonar la escuela. Después, intenté emborracharme, pero nunca fui muy bueno para eso. Además, me di cuenta de que ni siquiera estando borracho dejaba de oír los ruidos cada vez que salía de noche. Sonidos chillones, una mezcla de coro de grillos y gallos. Así que ahora estoy mucho en casa, mirando la televisión con el volumen muy alto.

O’Dwyer publicó su trabajo, aunque no incluyó muchas de sus especulaciones sobre el motivo de la construcción de la bola púrpura. Pero cuando la segunda expedición encontró el artefacto, O’Dwyer se hizo famoso. Lo que encontraron era sólo una pequeña bola de cerámica que absorbía luz (luz color púrpura) y modulaba un campo magnético. Pero hay millones y, colectivamente, chillan.

El descubrimiento fue un estallido sensacionalista, un alboroto de nueve días. O’Dwyer recorrió todos los seminarios y exposiciones, hablando sobre sus especulaciones acerca de los motivos y de la antigua civilización de extraterrestres. Luego, cesó la excitación; los suplementos de los domingos necesitaban algo más se-xi que unos extraterrestres desconocidos y extinguidos que construyeron una estrella con vaya a saber qué finalidad. El primer contacto del hombre con una raza extraterrestre se convirtió en otro grano de arena llevado por la corriente. ¿A quién le importa? Mucha gente aún piensa que la Tierra es el centro del universo; y otros aún creen que el primer aterrizaje en la Luna fue un truco.

Tengo siempre el mismo sueño, lleno de luz; tan luminoso que me hiere la vista. Seres luminosos consumiendo refrescos luminosos en un bar luminoso. Ha sido más o menos un eón luminoso de charlas de astronomía luminosa y pruebas luminosas. Una de las masas de luz se queja. El sonido de su voz suena un poco como Mickey Rooney haciendo el papel de Andy Hardy.

-Gigantes rojos, gigantes azules, enanas blancas, espectros continuos rodeados de unas pocas líneas insignificantes de emisión, todas iguales. Qué aburrido. La naturaleza no tiene imaginación en lo que se refiere a estrellas. ¿Por qué no existe ninguna verde, de color púrpura o con topos azules y anaranjados?

Todos los ángeles están de acuerdo en que es una vergüenza. -¡Eh! -dice una de las niñas (sé que es una niña porque su voz suena igual a la

de Judy Garland cuando era joven)-. ¿Por qué no hacemos una nosotros mismos? Mi tío tiene un montón de antimateria. Si se lo pido, podría darnos un poco.

-Mi padre tiene un poco de mercurio que no usa -añade uno de los otros. -¡Yo aprendí a hacer potasio en la clase de química! -dice otro excitadísimo

ante la idea. -Conozco el sitio apropiado -dice el primero-. Se trata de una zona oscura del

espacio que nunca ha servido para nada. -Pues bien, ¡no os quedéis ahí chillando! -agregó la joven Judy (que ahora me

doy cuenta de que es una bola de fuego)-. ¡Vamos a hacerla ahora mismo! Y salen volando, esparciéndose en todas direcciones. Cuando me despierto, siempre me lleva unos minutos acostumbrarme a la

oscuridad.

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Hace unos días, vi a O’Dwyer, sólo durante unos minutos. Iba dentro de un coche que salía del aparcamiento de un restaurante en el mismo instante en que yo entraba. Cuando me vio, me saludó agitando enérgicamente un brazo.

-¡Han encontrado una verde! -gritó, y luego se marchó. Su voz se parecía mucho a la de Andy Hardy.

Título original: Shaggy purple Traducción de Magdalena Martínez

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Romance del Ecuador Brian Aldiss

No, no es un cuento de Las mil y una noches, sino un malicioso relato fantástico del más destacado representante (junto con Bailará) de la ciencia ficción británica.

Amigos, hace mucho tiempo, en el antiguo y frondoso mundo tropical, vivía un muchacho cuyo nombre era Kahlin. Dos extrañas cosas le sucedieron en su vida.

La primera de ellas fue que, cuando todavía era muy joven, y sus brazos lisos como las pequeñas ramas, su casa fue destruida por una erupción volcánica. Tan grande fue la explosión que pudo ser oída por todos los hombres y animales del mundo. La tierra saltó en pedazos que, surcando los aires, fueron a caer al otro lado de los mares, a más de trescientos kilómetros de distancia, donde hoy forman una cordillera.

El volcán destruyó la casa de Kahlin y mató a sus padres y a sus hermanos pequeños.

Kahlin se asustó tanto que corrió y corrió hacia el norte, lejos de la erupción. Finalmente, sus piernas le llevaron hasta un estrecho istmo, bordeado a ambos lados por acantilados que caían perpendicularmente hasta el mar.

El muchacho oyó un grito horrible. Se acercó hasta el borde del acantilado más próximo y se asomó. Dos jóvenes gacelas habían caído y se sostenían peligrosamente sobre un saliente algunos metros más abajo. Cada esfuerzo que hacían por volver a subir ponía en peligro su asidero en el saliente. Comprendió que estaban condenadas a resbalar y caer.

Kahlin, que era un muchacho compasivo, se quitó el turbante y lo utilizó como cuerda para descender hasta las gacelas. Cogió a aquellas pobres criaturas bajo los brazos y trepó con ellas hasta ponerlas a salvo.

Los animales estaban exhaustos. Aquella noche les improvisó un refugio al otro lado del istmo, y se acostó entre ellas, contemplando con lástima sus rostros. Una de las gacelas era blanca, la otra parda. Las rodeó con sus brazos y se quedó dormido.

En el calor de la noche, creyó oír, a lo lejos, el estruendo del mar. Se despertó al amanecer y descubrió que las gacelas se habían convertido en dos jóvenes mujeres. Estaban desnudas junto a él, con los ojos cerrados, una morena, la otra blanca. Todavía las tenía abrazadas y su corazón latía con fuerza, su respiración se hacía más rápida mientras contemplaba su belleza.

Las dos muchachas se despertaron y le miraron, la blanca con ojos azules, la morena con ojos de ámbar.

Kahlin, que había oído que estas cosas sucedían en los cuentos de hadas, cubrió su desnudez y les dijo a las muchachas:

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-¡Qué hermosas sois las dos! Quizá fuerais dos princesas a las que un gran hechicero convirtió en animales. ¿Es así?

Las muchachas se incorporaron y ocultaron parte de su desnudez. Negaron que fuera cierto lo que Kahlin acababa de decir.

-Siempre fuimos animales, y vivíamos tan felices como los animales. Es el encanto de tu amor lo que hace que nos veas como muchachas. Eres tú quien está hechizado, no nosotras.

-Entonces, ¿cómo me veis a mí? -preguntó. -Como un hermoso antílope. Resopló con disgusto, pero las muchachas le dijeron dulcemente: -Te amamos tal y como te vemos, y deberías estar contento de ser amado según

nuestra interpretación. En verdad, si te viéramos como tú te ves, no podríamos amarte.

Kahlin, que era un muchacho sensato, vio la fuerza de este argumento, y puesto que el mundo era joven, con el corazón aún derretido, hizo el amor a las dos muchachas, a la morena y a la blanca, con igual pasión.

Después, las muchachas se levantaron y se fueron a bañar al mar, permaneciendo bajo una cascada mientras una lavaba el pelo a la otra, el pelo rubio y el negro. Tejieron faldas de hierbas antes de regresar junto a Kahlin.

Le miraron con sus grandes ojos de gacela y le dijeron: -Ahora ha llegado el momento en que debes elegir a una de nosotras. No está

bien que poseas a las dos. Debes elegir a mi hermana o a mí para ser tuya, para ser tu compañera en este mundo hasta el último ocaso, mientras la hermana rechazada sigue su camino.

Kahlin se enfureció y juró que no podía elegir entre ellas. Insistieron. Él se arrojó sobre la hierba en un arrebato de ira, golpeando la tierra, jurando que amaba a las dos, a aquella cuyo pelo era como el ala de un cuervo y a aquella cuyo pelo era como la miel.

-Pero tenemos que vivir en distintas partes del mundo -dijo una hermana-. La pálida en el norte, la oscura en el sur.

Aun así juró que amaba a las dos con la misma intensidad y que se moriría si una de ellas le dejaba. Cayó el crepúsculo, y aún estaban discutiendo.

La luna surgió como una concha lavada en las azules playas del cielo y, finalmente, las muchachas llegaron a un acuerdo. Le dijeron a Kahlin:

-Vemos que nos aprecias a las dos. Pues bien, ya que nos salvaste a las dos de la muerte en el acantilado, haremos un trato contigo. Podrás gozar de ambas, pero tendrás que pagar un precio, y ese precio será tu paz de espíritu. Siempre tratarás de decidir a cuál amas más, si a la morena o a la blanca.

-Os amaré a las dos igual. Las muchachas negaron con sus cabezas y desaprobaron con sus dedos, uno

blanco y otro oscuro. -Eso es imposible. Puesto que somos distintas, debes amarnos de distinta

manera. ¿No sabes que ésa es una de las grandes verdades secretas del compañerismo humano, la causa de todas sus angustias y también de su felicidad? Hay una configu-

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ración del amor que se ajusta a las necesidades de cada configuración de la persona-lidad.

Él las abrazó fuertemente, gritando: -No hay ninguna diferencia entre vosotras, excepto que una es morena y la otra

blanca. ¿Cómo puedo elegir entre los muslos de marfil y los muslos de oro? Las muchachas le sonrieron, después se sonrieron entre ellas y le dijeron: -Sólo porque nos ves como hembras, tu amor te hace ciego a nuestras diferen-

cias, que son muchas. Pero vivirás para verlas. Tu ceguera no te protegerá mucho tiempo.

-Las mujeres habláis demasiado -dijo Kahlin, dando palmadas-. Aceptaré los términos de vuestro trato y os amaré a las dos.

Así pues, las sedujo con mimos para que se acostaran con él. Kahlin no tuvo que insistir mucho.

La luna se ocultó. Surgió y se ocultó muchas veces, experimentando su peque-ña pero mágica fase de cambios, un poco como un carillón que el viento hace sonar. Y con cada luna, Kahlin enriquecía en experiencia.

Vio que era verdad lo que las muchachas le habían dicho. Diferían mucho en sus naturalezas. Apenas podía creerlo. En su primer brote de amor, había estado ciego a sus personalidades.

Pero si, en un principio, habían sido como los personajes de un sueño profun-do, ahora, lentamente, se habían vuelto humanas, con todos sus defectos y contra-dicciones.

Una de las mujeres era extremadamente apasionada y deseaba estar siempre junto a Kahlin, sin perderle de vista. La otra mujer era más fría y casual en su comportamiento, importunando a Kahlin de modo que, alternativamente, le enfurecía y le deleitaba.

Una de las mujeres era buena cocinera y se pasaba muchas horas junto al fuego, preparando, con infinita paciencia, manjares exquisitos que apenas podían aplacar el apetito. La otra mujer cocinaba desinteresadamente, aunque, de vez en cuando, se afanaba en proporcionar un gran festín, que comían hasta que les dolía el estómago.

Una de las mujeres no era muy aficionada a la limpieza, era perezosa y se pasaba la mayor parte del tiempo acostada con los dedos de los pies encogidos, charlando y riendo. La otra mujer era tan pulcra y limpia como un gato, y se pasaba los días intentando tenerlo todo increíblemente ordenado.

Una de las mujeres era muy inteligente, hacía ingeniosos y divertidos comentarios, y reprendía a Kahlin por su ignorancia. La otra mujer no era inteligente y repetía todo lo que Kahlin decía en sincera admiración por su talento.

Una de las mujeres era más activa por el día, y saltaba de la cama con los primeros rayos del sol, invitando a Kahlin y a su hermana a levantarse. La otra mujer era una criatura de la noche, y cobraba vida tras el ocaso, cuando parecía brillar con una luz especial.

Una mujer era franca con todas las cosas, la otra más bien falsa, llena de pequeños secretos asombrosos.

Una mujer se pintaba y se adornaba; la otra era una negada para esas cosas.

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Una mujer tenía un don para la música y bailaba maravillosamente; la otra era incapaz de cantar una sola nota pero diseñaba finos vestidos para los tres.

Una mujer olía a almizcle, la otra a madreselva. A una mujer le gustaba hablar de los temas prohibidos, y miraba a los hombres

con ojos ardientes, mientras la otra hacía de sí misma un secreto, y no le gustaban los amigos de Kahlin.

Una mujer cuidaba mimosamente a un mono que le tiraba a Kahlin de las orejas, mientras la otra adoraba a tres gatos.

Una mujer parecía no estar nunca contenta, mientras la otra carecía de sentido crítico.

Una mujer se dejaba el pelo largo, mientras la otra lo llevaba siempre corto. Con el paso de los años, una mujer se volvió sorprendentemente gorda,

mientras que la otra se volvió sorprendentemente delgada. Pero, del mismo modo, también Kahlin se hizo viejo, y su pelo se volvió de

color gris. Su paso ya no era tan seguro como el de antes, ni su mirada ten aguda. Cada uno de sus días trabajaba para las dos mujeres, y sentía su amor dividido

entre la mujer morena y la blanca. Por fin, se levantó y les dijo: -Aunque aún me queden fuerzas, sé que mis días están contados. Deseo volver

a mis orígenes, regresar a las montañas donde viví con mis padres antes de que el volcán hiciera erupción. Podéis venir conmigo, o podéis quedaros, lo dejo a vuestra elección.

En parte, ésta era su manera de ponerlas a prueba, pues pensaba que quizá sólo una -la mujer blanca o la morena- le seguiría en su viaje.

Así pues, viajó sin mirar atrás. Podía oír cómo alguien caminaba tras él, pero se resistió a girarse para ver quién era. Atravesó el istmo donde había salvado a las dos gacelas, la parda y la blanca, pero habían pasado ya tantos años, que cruzó el lugar antes de recordarlo.

Avanzó con paso pesado y, al final, llegó a las montañas donde había nacido. Mientras subía por las laderas de la última colina, escenas del lejano pasado surgieron ante sus ojos. Recordando a sus padres con cariño, comprendió entonces, por primera vez, lo distintos que habían sido siempre su padre y su madre, tal y como lo eran ahora sus dos mujeres. Sólo su amor infantil, con su inevitable ceguera, le había hecho ver a sus padres como dos dioses iguales.

-Así que he cosechado un grano de conocimiento -se dijo a sí mismo en voz alta-. ¿De qué me ha servido viajar todos estos años?

Pero se respondió que un grano de perspicacia era, en realidad, mejor que nada. Entonces Kahlin llegó a la cima de la colina. Ante él apareció un maravilloso

paisaje, como jamás lo había visto. Extendiéndose de horizonte a horizonte, escarpadas laderas vestidas de selva descendían hasta un vasto lago donde se reflejaba el cielo. Sintió que ese lago se ensanchaba hasta la eternidad, mecido en el fondo de las laderas circundantes. Ni una simple barca o un velero cruzaba aquella silenciosa superficie. El lago era como los mismos cielos, sin la menor ola.

Kahlin permaneció durante mucho rato contemplando ese paisaje, y sólo entonces comprendió que aquél era el enorme cráter del volcán que había destruido a

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sus padres, a sus hermanos y a muchas otras familias. Ahora, en el curso de los continuos procesos de la naturaleza, el lugar de la muerte se había vuelto fértil.

Kahlin se giró. Sus dos esposas estaban tras él, la blanca y la morena. Las abrazó con cariño.

-Mirad la isla que hay en el centro de este nuevo lago -les dijo-. Podemos construir una barca y navegar hasta la isla. Allí viviremos los tres el resto de nuestras vidas.

Pero las mujeres le dijeron: -Antes debemos hablar contigo. Hace mucho tiempo, los tres hicimos un trato.

Accediste a amarnos a costa de tu paz de espíritu. Sabíamos entonces, como lo sabemos ahora, que ningún hombre puede amar a dos mujeres y estar en paz consigo mismo. Durante cada uno de tus días, nuestras diferencias te han torturado. Pues bien, ahora te liberamos de tu pacto. A menudo has sido injusto y cruel, es cierto; una o dos veces perseguiste a otras mujeres, incluso nos pegaste, te enfadaste, e hiciste un montón de cosas horribles. Vomitaste en nuestra comida. Todas esas cosas ahora te las perdonamos, primero, porque entendemos que esos defectos están en la naturaleza del hombre, y, segundo, porque a pesar de esos defectos, intentaste amarnos sincera-mente.

Kahlin miró a una y a otra con recelo. -Entonces, estoy libre del pacto, ¿no es así? ¿De qué nuevo truco se trata

ahora? ¿Qué es lo que sigue? Las mujeres, la blanca y la morena, sonrieron entre ellas, y le dijeron: -Creemos que ya has aprendido esta lección, que, de acuerdo con nuestras

distintas naturalezas, tienes que amarnos de distinta manera. Sin embargo, considerando tu limitación como hombre, reconocemos que has actuado bien. Por ello te dejamos libre y te ofrecemos una nueva oportunidad.

Entonces las mujeres le besaron, cada una en una mejilla. -Sólo has de llevar a una de nosotras a la isla del lago -dijeron-. La elegida

permanecerá junto a ti durante el resto de tus días. En cuanto a la otra, no has de volver a pensar en ella.

Empezaron a dar vueltas a su alrededor, sonriendo misteriosamente, y mientras caminaban, se despojaban de sus ropas, pues, incluso en la vejez, sus cuerpos seguían siendo hermosos, el moreno y el blanco, con menos arrugas que en sus rostros. Y le miraban, la blanca con ojos azules, la morena con ojos de ámbar.

-¿A cuál de nosotras eliges, Kahlin? -le preguntaron. Apartó la vista de ellas, en dirección hacia el lago que se extendía a lo lejos,

hacia la isla deshabitada, hasta la azul distancia. -Realmente -dijo- hacen falta tres personas para construir una barca,

particularmente si dos de ellas son mujeres. Haríais mejor en venir las dos conmigo. Viviremos los tres juntos en la isla.

Las miró un momento, y después empezó a descender la escarpada ladera hacia la destellante agua. Las dos mujeres le siguieron, agitando sus manos y protestando.

-Pero podrías ser libre, podrías ser libre... En la orilla del agua, construyeron una pequeña barca, e hicieron una vela con

hojas de palmera entrelazadas. Aquella noche durmieron en la playa y, a la mañana

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siguiente temprano, antes de que el sol se asomara por el borde del gran cráter para dispersar el rocío, se levantaron y lanzaron la barca hacia la isla.

Las dos mujeres estaban de pie junto a él, rodeándole con sus brazos, mientras le atormentaban diciendo:

-Así que después de todos estos años, a pesar de no haber tenido paz contigo mismo, aún eres incapaz de decidir a cuál de nosotras amas más, si a la del pelo como la miel o a la del pelo como el ala de un cuervo. ¡Realmente, eres un hombre extraño! Ahora tendrás que cargar con las dos el resto de tu vida.

La misteriosa isla flotaba cerca. Kahlin no pudo evitar sonreír, aunque más que fijar su atención en las tormentosas mujeres a su lado, su vista se perdía en los lejanos árboles que se asomaban más allá de las nebulosas aguas.

Porque tenía un secreto. Mientras que, siendo joven, las había amado porque creía que eran casi idénticas, con el paso de los años había aprendido a amarlas más por sus diferencias.

Título original: Romance of the Equator Traducción de Alberto Manzano

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La reine Blanche Tanith Lee

El amor, el tiempo, la soledad, el sueño imposible... y una reina prisionera en una torre. Pero es inútil que el lector bucee en su memoria: este cuento de hadas no nos lo contaron de niños...

La reina blanca vivía en una pálida torre, en lo alto de un umbrío jardín. La habían encerrado allí al tercer día de muerto su esposo, el rey. Era el destino tradicional de ciertas viudas reales. En derredor, entre el oscuro verdor del sombreado jardín, se alzaban unas pálidas torres parecidas, en las que durante siglos, habían encarcelado a reinas blancas similares. La mayoría de las prisioneras habían muerto ya. De vez en cuando, los viandantes que utilizaban el camino inferior, sostenían haber visto -o creían haber visto- una o dos figuras mortecinas y esqueléticas, en senil desaliño, espiando ciegamente desde las altas y estrechas ventanas, las únicas que estas torres poseían, y que se abrían por encima de las copas de los árboles, hacia los chapiteles distantes de la ciudad.

Sin embargo, la última reina blanca era joven. Cumplió los veinte años el día que desposó al rey, que tenía ciento dos. Se esperaba que viviera al menos otra década más, y había demorado su boda hasta que fue absolutamente necesario. Con sólo verla se había puesto lívido. Y la noche de bodas, al tropezar con los zapatos bordados de perlas de su esposa, que yacían en el suelo del tocador -cual símbolo de las dichas futuras- el rey se sintió abrumado. Expiró una hora más tarde, ni siquiera ante los pies desnudos de su mujer, simplemente a los pies del tálamo nupcial. Virgen, esposa y viuda, a la joven reina la vistieron con un traje más blanco que la leche, y en la cabeza, cual toca de monja, le colocaron la corona de alabastro del luto. Con una rosa blanca de tallo largo en la mano, le permitieron acompañar hasta el mausoleo el catafalco de su esposo. Luego, a la luz de las antorchas, la condujeron al umbrío jardín situado fuera de la ciudad hasta una torre vacía. Había unos aposentos inequívocamente reales, pero, no obstante, desnudos. No debía hablar con nadie, y se la serviría de forma invisible. Todo aquello que necesitara -comida y vino, lumbre, ropa limpia- le sería llevado en formas ocultas, y le llegaría en cofres y cestos que un dispositivo de polea subiría y bajaría al toque de sus dedos.

En ese lugar, pues, y de aquella manera viviría hasta el momento de su muerte. Pasó un año. Podían haber sido cincuenta. La primavera, el verano y el otoño

evitaban el jardín, pincelándolo apenas con sus colores. Los árboles sombríos apenas cambiaban. Las únicas flores gélidas que daba el jardín eran las torres mismas. Al llegar el invierno, los árboles tampoco se inmutaron. Con el tiempo, llegó la nieve. Y al encontrar el jardín inmutable, la nieve lo cubrió por fin tornándolo blanco como el traje de la joven reina.

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Ella se apostaba frente a la ventana, y miraba la nieve. No lograba divisar nada más, salvo el cielo bajo, color de la malva. Entonces, del cielo cayó un copo de nieve negra. Se posó sobre el alféizar de la ventana. Un cuervo miraba a la joven reina a través del cristal de su ventana. Era más negro que la medianoche, y tan diferente que la asustó, y dio un paso atrás.

-Gentil Blanche -dijo el cuervo-, ten piedad, déjame pasar. La reina blanca cerró los ojos. -¿Cómo es que hablas? -exclamó. -¿Cómo es -repuso el cuervo- que puedes entender las cosas que digo? La reina blanca abrió los ojos. Volvió al estrecho paño de la ventana. -El invierno es mi enemigo -dijo el cuervo-. Me persigue como la muerte o la

vejez, es un asesino con una espada. Hermosa Blanche, dame refugio. Atemorizada, pero incapaz de contenerse, la reina blanca corrió el cerrojo de la

ventana y un frío terrible heló la habitación. El cuervo entró volando y la ventana se cerró.

El cuervo se sentó ante el hogar como si fuera un morillo de azabache. -Gracias -dijo. La reina blanca le sirvió una bandeja con vino y restos de la carne fría que

quedaba aferrada a un hueso. -Gracias otra vez -dijo el cuervo. Comió y bebió de un modo pulcro. La reina blanca, sentada en su silla, lo observaba admirada y en silencio. Cuando el cuervo hubo terminado de comer, se esponjó el plumaje. Sus ojos

eran negros, y su pico como una daga negra. Era tan negro, que la reina blanca imaginó que sería tan negro por dentro como por fuera, y que tenía los huesos de ébano y la sangre de tinta.

-Y ahora -dijo el cuervo-, si quieres, háblame de ti. Así, la reina blanca que no tenía con quién platicar le contó al cuervo cómo

había ido a parar a aquella torre, le habló de su boda, de su esposo que tenía ciento dos años, y de cómo había seguido su cadáver con la rosa blanca, y del viaje nocturno a la luz de las antorchas hasta la torre, y de cómo había sido todo cuando las antorchas se hubieron marchado. Había pasado tanto tiempo... Cincuenta años, o un solo año interminable, sin final.

-Tal como suponía -dijo el cuervo-, tu historia es triste, siniestra e interesante. ¿Quieres que te cuente las cosas que sé de la ciudad?

La reina blanca asintió lentamente, temblorosa. -Todavía hay un rey en palacio -le dijo el cuervo-. Hizo pintar las paredes y en

las torretas mandó esculpir dragones, grifos y cisnes. Adora la música y la danza, y todas las cosas hermosas. Es joven y apuesto. Hace meses que busca esposa. De reinos vecinos le llegaron descripciones y retratos. Pero ninguno le satisface. Las muchachas o son demasiado regordetas o demasiado delgadas, o demasiado altas, o demasiado bajas, o no son lo bastante formales, o son demasiado formales. Envía respuestas desdeñosas y rompe corazones. Entre las rechazadas ha habido suicidios. El mismo pintó la imagen de la muchacha que quiere. Delgada y pálida, con una boca hecha para sonreír y unos ojos que han albergado la pena como los cálices de dos flores frescas albergan la lluvia. He visto este retrato -dijo el cuervo-. Eres tú.

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La reina se echó a reír. Lanzó al fuego una pizca de incienso para endulzar la habitación y consolarse.

-Qué cruel eres -le dijo-; yo he sido amable contigo. -Te equivocas. Dentro de siete horas será medianoche. ¿Acaso no sabes que

soy primo de la medianoche? Hay veces en que logro que me haga favores. Y, como tú dices, has sido amable conmigo. He comido y he entrado en calor. ¿Me dejas ahora que duerma junto a tu hogar, hermosa Blanche?

La reina blanca asintió con un suspiro. Tras la ventana, la oscuridad nevada se hizo más profunda, y en el hogar, el

fuego se tornó denso y despidió un intenso calor. El cuervo pareció fundirse en las sombras. Su anfitriona no tardó en creer que

todo había sido un sueño, a pesar de que los platos vacíos continuaban reluciendo en la oscuridad.

* * *

A medianoche despertó, quizá de un sueño; ya no se encontraba en la torre. Durante años y años había contenido su persona, todo el mundo que conocía. Y ahora era libre... ¿pero cómo?

Caminó sobre la nieve pero no sintió frío a través de los finos zapatos. La luna, la condenada reina blanca y viuda de los cielos, brillaba en el oeste e iluminaba el sendero que trasponía los muros del jardín y conducía al camino que llevaba a la ciudad. Aunque los portales estaban a oscuras, Blanche pasó directamente a través de las piedras de la pared unidas con argamasa. Entonces lo supo. «Es sólo un sueño.» Volvió a reír llena de anhelo y amargura. «Todo es posible para quien sueña. Si es un regalo del cuervo, debo estar contenta.»

Al pronunciar estas palabras, logró distinguir un vehículo en el camino. Al parecer, estaba esperando... ¿a quién sino a ella? Al acercarse, notó que se trataba de un hermoso carruaje, tapizado de satén blanco, en las puertas llevaba escudos de plata que parecían lirios o quizá plumas curvadas. El carruaje era tirado por unos caballos blancos con gualdrapas doradas sembradas de campanas y borlas, pero no había ningún hombre que lo condujera ni lo escoltara.

No obstante, la reina blanca subió y se sentó. El carruaje partió inmediata-mente.

Tímidamente, al cabo de un rato, se miró. Sus prendas de luto habían desaparecido. La seda blanca de su vestido llevaba dibujos y estaba orlada de rosa y zafiro. Sus zapatos llevaban bordados de perlas. Tenía el cabello suelto de doncella, rizado y perfumado de almizcle y oleandro. Una diadema de orquídeas reemplazaba la corona de alabastro de la viudez y la muerte en vida.

-Y llevo adularias al cuello y anillos de plata en los dedos. Y cómo tañen y cantan las campanas en la fría brisa nocturna.

Llegaron a la ciudad y atravesaron los portales sin ser detenidos; recorrieron calles oscuras e insignificantes, anchos bulevares donde las antorchas brillaban, y de las ventanas y balcones con jaulas de pájaros pendían lumbres como frutos dorados.

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Era el mismo camino que había recorrido Blanche el día de su boda. Desde un principio le habían dicho que el rey era viejo, y difícil, pero ni siquiera eso había logrado apagar su orgullo o su placer. Hasta que lo vio en lo alto de las escarpadas escaleras y posó su mano en la de él, retorcida como un leño y seca como el papel. La había mirado con aterrada lujuria, llevándose la mano a la garganta procurando respirar. Pero en ese momento, ella deseaba olvidar, y olvidó. Todo era nuevo y fresco.

El carruaje se detuvo en el patio. Blanche descendió. Vio los hermosos grifos, los cisnes y los dragones recién hechos en las torretas donde los estandartes del rey flotaban cual suaves cintas. Todas las ventanas estaban iluminadas, era un huerto de ventanas, color melocotón, cereza y morado.

Los guardias apostados en la escalera pestañearon pero no la detuvieron ni la saludaron cuando pasó entre ellos. Algunos se quedaban boquiabiertos, otros miraban fijamente, otros no la veían. Algunos se santiguaban.

Las puertas se abrieron de par en par sin hacer ruido. O quizá creyó que lo habían hecho. Se encontró con varias habitaciones iluminadas al recorrer un pasillo bañado por la luna, donde sólo las fuentes y las luciérnagas titilaban, y los ruiseñores componían una música como las notas estelares. Al final del pasillo, Blanche, la reina blanca, vio un salón dorado donde las llamas de las velas estaban a punto de apagarse. Había reconocido el camino.

Al entrar, encontró al joven rey del que le había hablado el cuervo. Su piel era tan oscura como pálida la de Blanche, y el pelo, negro como la rama de un árbol contra la nieve. Era apuesto. El amor le dio una punzada y el asombro otra, aunque no sintió sorpresa.

Él la avistó enseguida, y se puso de pie. -¿Eres real? -inquirió. Su voz sonaba como música y en ella se notaba una

tensión, mezcla de alegría y rabia. -No -repuso Blanche-. Soy un sueño. Mío o tuyo. -Eres una pintura que se ha hecho realidad. Blanche sonrió. El cuervo, que sin duda sería su tormento, le había dicho la

verdad. O al menos era la verdad, de momento. -Te habría esperado toda la vida -dijo el rey-. Y como puede que no seas real,

quizá tenga que seguir esperando. Después de haberte visto, ¿qué otra cosa puedo hacer? A menos que consientas quedarte.

-Creo que se me permitirá estar aquí hasta el amanecer. Tengo la impresión de estar aliada a la oscuridad. Hasta el amanecer, pues.

-Porque eres un fantasma. Blanche atravesó la dorada oscuridad y se acercó al rey; posó su mano sobre la

que él le ofrecía. -Eres de carne y hueso -dijo el rey. Se inclinó y la besó en los labios,

suavemente-. Eres cálida y dulce y viva. Aunque seas un sueño. Platicaron durante una hora. Unos músicos fueron convocados; aunque la

vieran o sintieran temor de ella o pensaran lo que fuese, tocaron, y la joven reina y el joven rey danzaron sobre el damero del suelo. Y bebieron vino, y caminaron entre las rosas, las esculturas, los relojes y los misterios; así, llegaron a un sitio privado, unos

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hermosos aposentos. Y allí yacieron y se amaron, espléndida y fieramente, embar-gados por el éxtasis y la pena, porque se trataba de un sueño, por más dulce y cierto que fuera.

-¿Volverás a mí? -inquirió el rey. -Mi corazón lo desea. Pero no creo que vuelva. -De todos modos te esperaré. Quizá la suerte quiera que adoptes forma mortal.

Pues esto es demasiado hermoso, tanto que resulta increíble. -No esperes demasiado -le sugirió Blanche-. La espera es una prisión. Pero sabía que sus palabras eran vanas. En ese momento, desde los jardines de palacio, llegó el canto de un pájaro. No

era un ruiseñor. -Déjame marchar, amado -dijo Blanche-. Debo irme inmediatamente. Temo lo

que el sol pueda hacerme ante tus ojos. -¡Qué pena! -exclamó el rey. Pero no la detuvo. Blanche recogió rápidamente su ropa, incluso la diadema de orquídeas, que no

mostraba signos de haberse marchitado. Se colocó las joyas alrededor del cuello. Un brillo escarchado cubría las ventanas, y no era obra de las estrellas ni de la luna poniente.

-Adiós -dijo-. Vive bien. No me recuerdes. Blanche huyó de los aposentos y atravesó el palacio, las habitaciones ya a

oscuras, el pasillo de la fuente, ahora en silencio, los salones exteriores, las escaleras. En el patio la esperaban el carruaje y los caballos, pero se los veía medio transparentes. Esta vez, ninguno de los guardias la vio pasar. A medida que se alejaba, notó que se había dejado los zapatos con bordados de perlas. Bajo los pies sentía la suavidad de los adoquines... no había nieve, y entonces, se dio cuenta de que nunca la había habido, que en ningún rincón de la ciudad o del palacio había visto nieve.

El carruaje partió. Volaba como el viento o como un pájaro internándose en el rostro del amanecer. Y por fin, cuando amaneció, el carruaje se deshizo en mil cenizas plateadas. Las cuchillas del sol naciente le atravesaron el corazón. Y despertó sola, sentada en la silla, delante del fuego apagado del hogar, en la torre pálida, en el jardín umbrío. Tal como sabía que iba a ocurrir.

* * *

-Cruel cuervo -dijo la reina blanca, mientras dejaba caer migas de pan y trocitos de carne en el alféizar de su ventana. El dolor y la inmovilidad la embargaban; incluso dejar esas migas la llenaban de ansia. No creía que el cuervo regresara. El día invernal había pasado, ¿o quizá había transcurrido todo el invierno? La nieve se derritió entre los árboles sombríos. La reina blanca miraba por su estrecha ventana y respiraba con dificultad.

-Vendrá la primavera -dijo-. Sin embargo, para mí no habrá primavera.

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Se dio la vuelta y volvió a su silla. Dentro de la cofia blanca, debajo de la corona de alabastro, su rostro era como el hueso tallado, tenía los ojos, las mejillas y los labios hundidos. Sus manos eran como delgados manojos de ramitas secas. Al sentarse, las piezas crujieron haciéndole daño. Las lágrimas se agolparon en los manantiales hundidos de sus ojos. Ya no eran dos flores que albergaban la lluvia.

-Estoy vieja -dijo la reina blanca-. Envejecí en una sola noche. ¿O serían cincuenta noches, o cien noches que parecieron sólo una? -Recordó al joven rey, su pelo negro como un cuervo. Lloró un poco; en otras épocas habría llorado ante esa broma tan cruel-. Me odiaría. Ya no hay magia en mí, ya no soy la doncella del sueño. Le daría asco. Desearía que me hubiese muerto, liberarse de mí -cerró los ojos-, tal como yo deseé que mi anciano esposo muriera, porque creía que incluso esta torre pálida no podía ser peor que estar casada con semejante criatura.

Cuando la reina blanca abrió los ojos, cual mancha de tinta, vio al cuervo ante su ventana.

-Gentil Blanche -dijo el cuervo-, déjame entrar. -Ya estás dentro -repuso Blanche-, Mi corazón está lleno de ti, malvado

hechicero. Te di comida, bebida y refugio y me has hecho daño y quizá hayas dañado a otros.

-Tú también, señora mía, me has contado una historia. Ahora seré yo -dijo el cuervo-, quien te cuente otra.

»Hace mucho tiempo -dijo el cuervo-, había una doncella de alta cuna. Se llamaba Blanche. Podría haber hecho un buen matrimonio escogiendo un caballero de alguna de las grandes casas, jóvenes de su mismo nivel. Pero le dijeron que también podría casarse con el rey y gobernar el reino entero. El rey era viejo, tonto y decadente. Se lo advirtieron. Pero a Blanche no le importó. Blanche pensó que moriría pronto; razón no le faltaba. Entonces, ella sería la regente de quien le sucediera, y continuaría gobernando el país.

-Oh, ya recuerdo -comentó la reina blanca. -Sin embargo -prosiguió el cuervo, sentado sobre el hogar como una gárgola de

carbón-, cuando Blanche estuvo ante el rey y lo tocó, le faltó el valor. Pero ya era tarde. Ya estaban en los aposentos nupciales y los sacerdotes los habían bendecido. Al regresar al aposento después de desnudarse, el rey tropezó con los zapatos de Blanche que yacían en el suelo, lanzó un grito y cayó de bruces. Cuando sus siervos lo reanimaron, el anciano monarca comenzó a murmurar. Había soñado con una muchacha como Blanche hacía ya ochenta años. O tal vez había sido un espíritu que lo había visitado. La muchacha de sus sueños había sido su esposa por una noche, y desde entonces, la había adorado. Rehusó casarse y sólo esperaba que su amada volviera a él. Cuando aún era joven, en su locura, se había pasado diez años persiguiendo esa visión sobrenatural, vagando por la tierra en busca de su fantasmal esposa. Incluso había llegado a desenterrar ataúdes y exhumar cuerpos embalsa-mados, para comprobar si alguno sería el de ella. Esperó toda su vida, incluso cuando lo abandonó la locura. Al parecer, Blanche, la mujer que había desposado, era la imagen de la esposa fantasmal y, como ella, había dejado sus zapatos bordados de perlas en el suelo.

-Sí -dijo la reina blanca-, lo recuerdo.

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Reclinó la cabeza sobre una mano, sobre la muñeca dolorida, fina como una ramita.

-Sin embargo -prosiguió el cuervo-, Blanche apenas escuchó las divagaciones de su senil esposo. Permaneció bajo el refugio de las mantas de seda, llena de terror. Y pensó que su esposo era un ser decrépito, débil, que se angustiaba por cualquier cosa, y por ello resultaba vulnerable. Cuando los siervos y los sacerdotes se hubieron marchado, se arrodilló junto al lecho nupcial y se burló hasta la saciedad de su viejo esposo. La ambición y el odio le afilaron la lengua. Le destrozó el corazón. El rey murió al pie de la cama.

-Pedí ayuda inmediatamente -explicó Blanche-. Creí que no me encontrarían culpable. Pero, al parecer, alguien se había quedado allí y me escuchó. Para ciertos asesinatos, el de un rey a manos de su reina sin mediar golpe alguno, ni maquinación alguna, éste es el castigo. Me han encerrado viva en esta torre del jardín de un cementerio hasta que muera. Una reina blanca, una asesina. Me han castigado. ¿Por qué -inquirió la vieja reina blanca- es el destino tan malvado y por qué eres tú el destino? Si lo hubiera conocido tal como era aquella noche, joven y fuerte, apuesto y sabio, ¿cómo no amarlo? Y sin embargo, me enviaron ochenta años más tarde, para hacerle daño, igual que lo dañaría dentro de ochenta años. Y como él me ha dañado a mí.

-Tú eres su castigo -dijo el cuervo-. Su orgullo y su propia lengua malvada habían roto corazones, igual que se rompería el suyo propio. Soportaba sólo la perfección, un solo tipo de perfección, y era intolerante con todas las demás. Así, su perfección llegó a él, y la perdió. Podía haber renunciado a su sueño, pero no quiso. Esperó hasta que tuvo ciento dos años para pedir la mano de una muchacha de veinte; incluso entonces, su orgullo era excesivo. Le costó caro.

-Y a mí me castigaron por mi maldad, porque a sabiendas acabé con su vida, cuando podía haber sido feliz en otra parte, y dejarle a él en paz.

-Sois la condena y la caída el uno de la otra -dijo el cuervo-. Posiblemente, ambos sabíais que así ocurriría.

-Y tú -dijo la reina blanca-, eres un ángel del Dios castigador. O del diablo. -De ninguno de los dos -repuso el cuervo-. ¿Acaso el castigo no nos ha

enseñado algo? Y voló hacia el alféizar de la ventana. Más allá de la torre, los árboles estaban

oscuros como de costumbre, las cimas de las demás torres se alzaban hacia el cielo. Pero el firmamento estaba teñido de azul. Detrás del muro sería primavera.

-A pesar de todos los pecados y estupideces -dijo el cuervo-, sigo amándote, y te he esperado, gentil, hermosa, Blanche. Y tú, lo desearas o no, me esperaste en tu torre de marfil, y la primera vez, como la última, has sido amable.

La reina blanca, entonces, se echó a llorar. Sus lágrimas eran como perlas. -Unámonos -sugirió el cuervo-, un poco, en libertad e inocencia. -Oh, ¿cómo es que hablas? -gritó ella. -Oh, ¿cómo es que puedes entender lo que digo? La reina blanca abandonó su silla. Abandonó su cuerpo, sus huesos y su sangre,

pálida y vieja, porque ahora era tan blanca por dentro como por fuera. Voló hasta el alféizar de la ventana. De las prisiones de las torres, sólo podrían huir las almas de los

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soñadores o las alas de los pájaros. Como flechas volaron los dos cuervos, uno negro como la pez, el otro blanco como la nieve, y se alejaron juntos sobre los árboles, el muro, el camino, la ciudad, el mundo, internándose en el cielo primaveral.

Título original: La reine Blanche Traducción de Celia Filipetto

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Voces Octavia E. Butler

Hasta qué punto nuestra civilización depende de la capacidad de emitir sonidos articulados, es algo que a menudo olvidamos, pero ¿qué ocurriría si de pronto tuviéramos que comunicarnos exclusivamente con gestos y gruñidos?

En el autobús de Washington Boulevard había problemas. Rye había esperado que esto ocurriera en algún momento del viaje. Había postergado la partida hasta que la soledad y la desesperanza la impulsaron a salir. Tenía la ilusión de que aún quedaran vivos algunos de sus familiares: un hermano y sus dos hijos en Pasadena, a unos 10 kilómetros. Si tenía suerte, sería un viaje sólo de ida. La inesperada llegada del autobús cuando dejaba su casa en Virginia Road le había parecido un golpe de suerte... hasta que comenzaron los problemas.

Dos hombres jóvenes se habían enzarzado en una discusión o, más apropia-damente, en un malentendido. Ambos estaban en el pasillo, gruñendo y gesticulando, cada uno tratando de mantener el equilibro mientras el autobús esquivaba los baches de la calle. El conductor parecía estar haciendo esfuerzos por evitar que ambos recuperasen el equilibrio. Aun así, sus gestos se detenían al borde del contacto físico: golpes simulados, juegos de mano intimidatorios para reemplazar los insultos perdidos.

La gente miraba a la pareja, luego se miraban entre sí y proferían ansiosos sonidos. Dos niños lloriqueaban.

Rye estaba sentada a poca distancia de los hombres que discutían y frente a la puerta trasera. Observaba atentamente a los dos jóvenes, sabiendo que la pelea co-menzaría cuando uno de ellos perdiera los nervios o una mano buscara el rostro del otro o uno de ambos llegara al límite de su capacidad de comunicación. Estas cosas podían suceder en cualquier momento.

Una de ellas se produjo cuando el autobús no pudo esquivar un bache bastante grande y uno de los hombres, alto, delgado y despectivo, fue lanzado contra su opo-nente de menor estatura.

Instantáneamente, el hombre más bajo lanzó su puño izquierdo contra el rostro de su adversario. Martilló a su alto rival como si no necesitara más arma que su puño izquierdo. Golpeó con suficiente rapidez y dureza como para derribar a su adversario antes de que el hombre alto pudiera recobrar el equilibrio o devolver un solo golpe.

La gente gritaba o chillaba presa de temor. Los que estaban cerca de los con-tendientes se apartaban del lugar. Otros tres hombres jóvenes rugían excitados y gesticulaban como posesos. Entonces, de alguna manera, una segunda pelea se inició entre dos de estos tres jóvenes, probablemente porque uno de ellos, inadvertidamente, tocó o golpeó al otro.

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Cuando la segunda pelea dispersó a los atemorizados pasajeros, una mujer sacudió al conductor por un hombro y comenzó a gruñir al tiempo que gesticulaba hacia la pelea generalizada.

El conductor gruñó a su vez enseñando los dientes. Atemorizada, la mujer se alejó.

Rye, conociendo los métodos que empleaban los conductores de autobuses en aquellos días, se aferró con fuerza a la barra de hierro del asiento que había delante de ella. Cuando el conductor aplicó los frenos, ella estaba preparada pero los comba-tientes no. Cayeron sobre los asientos y encima de los gimientes pasajeros, creando aún más confusión. Se inició, al menos, otra pelea.

En el momento en que el autobús se detuvo completamente, Rye estaba de pie, empujando la puerta trasera. Al segundo intento, la puerta se abrió y Rye saltó fuera, sosteniendo su morral con un brazo. Varios pasajeros la siguieron, pero otros permanecieron en el interior del autobús. Los autobuses eran tan raros y su recorrido tan irregular que la gente viajaba sin importarles las consecuencias. Tal vez hoy no hubiese otro autobús... ni mañana. La gente comenzaba a caminar y si veían un autobús lo cogían. Esa gente que hacía viajes interurbanos como el de Rye desde Los Ángeles a Pasadena hacía planes para acampar al aire libre, o se arriesgaba a buscar refugio con habitantes locales que podían robarles o matarles.

El autobús no se movió, pero Rye se alejó de él. Pensaba aguardar hasta que el problema se hubiese solucionado y luego volver a subir, pero si se producía un tiroteo quería contar con la protección de un árbol. Por tanto, se encontraba cerca del bordillo cuando un destartalado Ford azul que pasaba por el otro extremo de la calle giró en U y se detuvo delante del autobús. Los coches eran muy raros en aquellos días, tan raros como podían serlo a causa de la escasez de combustible y de los recambios. Los coches que aún funcionaban podían servir tanto como armas que como vehículos de transporte. Por tanto, cuando el conductor del Ford hizo señas en dirección a Rye, ella se alejó cautelosamente. El conductor bajó del coche, un hombre joven, corpulento, barbudo, con pelo negro y espeso. Llevaba un abrigo largo y una mirada de cautela que se correspondía con la de Rye. Ella permaneció a varios metros de él, esperando para ver qué hacía el desconocido. El conductor del Ford miró hacia el autobús, que ahora se tambaleaba por la pelea que se desarrollaba en su interior, y luego al pequeño grupo de pasajeros que habían bajado de él. Finalmente, volvió a mirar a Rye.

Ella le devolvió la mirada, consciente del viejo Colt 45 que la chaqueta trataba de ocultar. Rye le miró las manos.

El hombre señaló hacia el autobús con la mano izquierda. Las ventanillas tiznadas de negro impedían que Rye pudiese ver lo que estaba sucediendo en el interior.

El uso de la mano izquierda le interesaba a Rye más que su pregunta obvia. La gente zurda tendía a estar menos deteriorada, a ser más razonable y comprensiva, a estar menos motivada por la frustración, la confusión y la ira.

Ella imitó su gesto, señalando hacia el autobús con su mano izquierda y luego golpeando el aire con ambos puños.

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El hombre se quitó el abrigo revelando un uniforme completo del Departamento de Policía de Los Ángeles, con porra y revólver de reglamento.

Rye se alejó, otro paso de él. Ya no había Departamento de Policía de Los Ángeles, no había ninguna organización importante, fuera gubernamental o privada. Había patrullas de vecinos e individuos armados. Eso era todo.

El hombre sacó algo del bolsillo de su abrigo, luego arrojó el abrigo en el interior del coche. Luego hizo señas a Rye para que se alejara hacia la parte trasera del autobús. En la mano llevaba un objeto de plástico. Rye no comprendía qué era lo que quería hasta que el hombre se dirigió a la puerta trasera del autobús y le hizo señas de que permaneciera en ese lugar. Ella le obedeció, fundamentalmente por curiosidad. Policía o no, tal vez el desconocido pudiera hacer algo para detener aquella estúpida pelea.

El hombre caminó alrededor del frente del autobús, hacia el lado de la calle donde se encontraba la ventanilla del conductor. La ventanilla estaba abierta. Rye continuaba tratando de ver algo a través de las sucias ventanillas cuando la gente se precipitó a través de la puerta trasera del autobús, tosiendo y llorando. Gas.

Rye sujetó a una anciana que estaba a punto de caerse y se hizo cargo de dos niños que iban a ser arrollados por la multitud que huía del autobús. Pudo ver que el hombre barbudo ayudaba a otros pasajeros a que bajaran por la puerta delantera. Cogió también a un frágil anciano que era arrojado violentamente al exterior por uno de los jóvenes que habían estado peleando. Tambaleándose bajo el peso del viejo, apenas tuvo tiempo de apartarse de la puerta trasera cuando el último de los jóvenes se abrió paso hacia la acera. Este joven, sangrando por la nariz y la boca, se precipitó sobre otro y ambos reanudaron el combate sin dejar de toser a causa del gas.

El barbudo ayudó al conductor a que bajara por la puerta delantera, aunque el conductor no pareció apreciar su ayuda. Por un momento, Rye pensó que habría otra pelea. El barbudo se alejó unos pasos y observó al conductor que le amenazaba con sus gestos, le contempló mientras le gritaba con furia muda.

El barbudo permaneció inmóvil, sin hacer ningún sonido, negándose a responder a los gestos claramente obscenos. La gente menos dañada tendía a hacer estas cosas, permanecer al margen a menos que fuesen amenazados físicamente y dejar que fuesen aquellos que tenían menos control los que gritaran y saltaran alrededor. Era como si ellos sintieran que en el fondo eran tan susceptibles como los menos comprensivos. Ésta era una actitud de superioridad y ésa era la forma en que la gente como el conductor del autobús la percibía. Esa «superioridad» era castigada con frecuencia con palizas, incluso con la muerte. La propia Rye se había salvado de milagro. Como consecuencia, jamás iba desarmada. Y en un mundo donde el único lenguaje común era el lenguaje corporal, estar armado era suficiente. Raramente había tenido que sacar su arma o incluso exhibirla.

El revólver del hombre barbudo estaba en constante exhibición. Aparen-temente, eso era suficiente para el conductor del autobús. El conductor se propinó una palmada en señal de disgusto, miró largamente al hombre barbudo y luego regresó al autobús lleno de gas lacrimógeno. Lo miró por un momento, con evidente deseo de entrar en él, pero el gas aún era demasiado denso. Sólo la pequeña ventanilla del conductor estaba abierta. La puerta delantera también permanecía abierta, pero la

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puerta trasera se cerraba sola a menos que alguien la sostuviera. El aire acondicionado, por supuesto, había dejado de funcionar hacía mucho tiempo. Llevaría algún tiempo que el autobús se viera libre de todo el gas. El autobús pertenecía al conductor, era su medio de vida. En los costados había pegado fotos de viejas revistas que seguramente había aceptado como precio del billete. Y usaría las que coleccionaba para alimentar a su familia o para intercambiarlas con otras personas. Si el autobús no funcionaba, él no comía. Por otra parte, si el interior del autobús quedaba destrozado a consecuencia de una pelea, tampoco comería muy bien. Aparentemente era incapaz de percibir este detalle. Todo lo que podía ver era que pasaría algún tiempo antes de que pudiera volver a usar su vehículo. Agitó el puño en dirección al hombre barbudo y profirió algunos gruñidos. En sus gritos parecía haber algunas palabras, pero Rye no pudo entenderlas. No sabía si la culpa era de ella o de él. Durante los últimos tres años había escuchado tan pocas conversaciones humanas coherentes que ya no estaba segura de poder reconocerlas, y tampoco estaba segura de hasta qué punto ella también estaba dañada.

El hombre barbudo suspiró. Miró en dirección a su coche y luego hizo señas a Rye. Estaba preparado para marcharse, pero antes quería algo de ella. No. No, quería que ella le acompañara. Era un verdadero riesgo meterse en su coche cuando, a pesar de su uniforme, la ley y el orden no existían... ni siquiera las palabras significaban absolutamente nada.

Ella sacudió la cabeza en un gesto de negación universalmente comprensible, pero el desconocido continuó haciéndole señas.

Ella le hizo un gesto para que se marchara. El barbudo estaba haciendo algo que los menos dañados raramente hacían: llamando la atención potencialmente negativa a otra persona de su clase. La gente del autobús había comenzado a mirarla.

Uno de los hombres que había estado peleando dio unos golpecitos en el brazo de otro, luego señaló al hombre barbudo y a Rye, y finalmente alzó los dos primeros dedos de su mano derecha como si estuviera haciendo dos tercios del saludo de los boy scouts. El gesto fue muy rápido y su significado obvio a pesar de la distancia. Ella había estado aliada al hombre barbudo. ¿Y ahora qué? El hombre que había hecho el gesto comenzó a caminar en dirección a Rye.

Ella no tenía idea de qué era lo que pretendía, pero no se movió. El hombre era bastante más alto que ella y tal vez diez años más joven. No imaginaba que pudiera correr más aprisa que él.

Tampoco esperaba que nadie la ayudara si necesitaba ayuda. La gente que la rodeaba era absolutamente extraña.

Hizo un solo gesto, una clara indicación para que el hombre se detuviera. No tenía intención de repetir el gesto. Afortunadamente, el hombre obedeció. Luego gesticuló obscenamente y los otros hombres se echaron a reír. La pérdida del lenguaje verbal había producido una nueva generación de gestos obscenos. El hombre, con llamativa simplicidad, la había acusado de mantener relaciones sexuales con el hombre barbudo y había sugerido que también incluyera a los otros hombres presentes... comenzando por él.

Rye le observó cansadamente. Era muy probable que la gente se limitara a mirar si el hombre trataba de violarla. También se limitarían a mirar si ella le volaba

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la cabeza de un disparo. ¿Acaso el hombre pensaba llevar las cosas hasta ese extremo?

No lo hizo. Después de una serie de gestos obscenos que no le acercaron a ella, se volvió desdeñosamente y se alejó.

Y el hombre barbudo aún esperaba. Se había desprendido del revólver de servicio con pistolera y todo. Volvió a hacerle señas, con ambas manos vacías. No había duda de que el arma estaba en el coche y al alcance de su mano, pero su gesto de separarse del arma impresionó a Rye. Tal vez el hombre no fuese peligroso. Tal vez estaba solo. Ella misma había estado sola durante los últimos tres años. La enfermedad la había destrozado, matando a sus hijos uno a uno, a su esposo, a su hermana, a sus padres...

La enfermedad, si realmente era una enfermedad, había aislado a los seres humanos unos de otros. Mientras se extendía por todo el país, la gente apenas tenía tiempo de culpar a los soviéticos (aunque ellos se mantenían en silencio como el resto del mundo), a un nuevo virus, a un nuevo agente contaminante, a la radiación, a la retribución divina... La enfermedad era fulminante en la forma en que abatía a la gente y terrible en muchos de sus efectos. Pero era altamente específica. El lenguaje se perdía o quedaba gravemente dañado. Jamás se recobraba la capacidad de hablar. A menudo también se producía parálisis, daños intelectuales, muerte.

Rye caminó hacia el hombre barbudo, ignorando los silbidos y los aplausos de dos de los hombres jóvenes y sus signos con los pulgares levantados en dirección al hombre barbudo. Si él les hubiese sonreído o hubiese aceptado sus exclamaciones de algún modo, ella seguramente hubiese cambiado de idea. Si ella hubiera pensado por un momento en las fatales consecuencias de meterse en el coche de un extraño, hubiese cambiado de idea. En cambio, pensó en el hombre que vivía al otro lado de la calle, frente a su casa. Raramente se lavaba desde que había sido atacado por la enfermedad. Y había adoptado la costumbre de orinar en cualquier parte. Tenía dos mujeres, cada una de ellas vigilando uno de sus dos grandes jardines. Se habían ido a vivir con él a cambio de su protección. El hombre había expresado claramente sus deseos de que Rye se convirtiera en su tercera mujer.

Subió al coche y el hombre barbudo cerró la puerta. Le observó mientras se dirigía hacia la puerta del conductor... le observó por su bien ya que la pistola estaba en el asiento, junto a ella. Y el conductor del autobús y un par de hombres jóvenes se habían acercado un par de pasos. No obstante, no hicieron nada hasta que el hombre estuvo dentro del coche. Entonces uno de ellos arrojó una piedra. Otros siguieron su ejemplo y, cuando el coche se alejó, varias piedras cayeron sobre la carrocería sin producir ningún daño.

Cuando el autobús estuvo a cierta distancia detrás de ellos, Rye se enjugó el sudor de la frente y deseó poder relajarse. El autobús la habría llevado a medio camino de Pasadena. Luego habría tenido que andar unos 15 kilómetros. Se preguntó cuánto tendría que andar ahora. Y se preguntó también si su único problema sería tener que caminar una larga distancia.

En Figueroa y Washington, donde el autobús normalmente giraba a la iz-quierda, el hombre barbudo detuvo el coche y la miró indicándole que era ella quien debía elegir la dirección a tomar. Cuando le señaló la izquierda y el desconocido hizo

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girar el coche en esa dirección, Rye comenzó a relajarse. Si él pensaba ir adonde ella le indicara, tal vez estaba a salvo.

Mientras pasaban junto a edificios quemados y abandonados, solares vacíos y coches hechos pedazos, el desconocido se quitó una cadena de oro que llevaba en el cuello y se la entregó. El colgante era una piedra lustrosa y suave. Obsidiana. Su nombre podía ser Rock o Peter o Black, pero decidió pensar en él como Obsidiana. Incluso su a veces inútil memoria sería capaz de recordar un nombre como Obsidiana.

Ella le alcanzó un símbolo de su propio nombre: un alfiler con la forma de una espiga de trigo, larga y dorada. Lo había comprado mucho antes de que comenzara la enfermedad y el silencio. La gente como Obsidiana, que no la había conocido antes, probablemente pensara en ella como Trigo. No era que le importara demasiado. Ella jamás volvería a oír su nombre.

Obsidiana le devolvió el alfiler. Cuando Rye extendió la mano, el hombre la cogió entre las suyas y frotó el pulgar sobre las zonas callosas.

Se detuvo en First Street y volvió a preguntarle qué dirección debía tomar. Luego, después de haber girado a la derecha como ella le indicara, Obsidiana aparcó cerca del Music Center. Una vez allí, cogió un papel doblado de la guantera y lo abrió. Rye reconoció el mapa de carreteras, aunque lo que había escrito en él no significaba nada para ella. Él extendió el mapa, cogió uno de los dedos de Rye y lo colocó sobre un lugar específico. Luego la tocó, se tocó a sí mismo y señaló en dirección al suelo. En efecto, «estamos aquí». Ella sabía que él quería saber adónde se dirigía. Ella quería decírselo, pero sacudió la cabeza con tristeza. Ya no recordaba cómo se leía y se escribía. Era su daño más grave y el más doloroso. Ella había sido profesora de historia en la Universidad de California, Los Ángeles. Había escrito algunas cosas.

Y ahora ni siquiera podía leer sus propios manuscritos. Tenía una casa llena de libros que no podía leer ni usar como combustible.

Y tenía una memoria que no le serviría para recordar casi nada de todo lo que había leído alguna vez.

Miró el mapa tratando de calcular. Ella había nacido en Pasadena y había vivido durante quince años en Los Ángeles. Ahora se hallaban cerca del Centro Cívico. Rye conocía las posiciones relativas de ambas ciudades, conocía calles, direcciones, incluso sabía que debía mantenerse alejada de las autopistas que pudieran estar bloqueadas con coches destrozados y abandonados y pasos elevados destruidos. Tendría que saber cómo indicar Pasadena, aun cuando no fuera capaz de reconocer la palabra.

Dudando ligeramente, colocó la mano sobre un trozo de color anaranjado en la esquina superior derecha del mapa. Pasadena.

Obsidiana levantó su mano y miró debajo de ella, luego dobló el mapa y volvió a guardarlo en la guantera. Él podía leer, comprendió Rye tardíamente. Probablemente también sabría escribir. De pronto, le odió, con un odio amargo y profundo. ¿Qué podía significar el alfabetismo para un hombre maduro que jugaba a policías y ladrones? Pero él sabía leer y escribir y ella no. Ella jamás volvería a leer o

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a escribir. Se sintió descompuesta por el odio, la frustración y los celos. Y, a pocos centímetros de su mano, estaba el arma cargada.

Se mantuvo erguida, mirándole, casi viendo su sangre. Pero su ira se disipó sin que hiciera absolutamente nada.

Obsidiana le cogió la mano con titubeante familiaridad. Ella le miró. Su rostro ya había revelado muchas cosas. Cualquier persona que permaneciera viva en lo que había quedado de la sociedad humana reconocería esa expresión, esos celos.

Rye cerró los ojos cansadamente y respiró profundamente. Había experi-mentado nostalgia por el pasado; odio por el presente, y una creciente desesperanza, pero jamás había sentido una necesidad tan imperiosa de matar a otra persona. Había abandonado su casa porque había estado a punto de matarse a sí misma. No tenía ninguna razón para seguir con vida. Tal vez ésa había sido la razón que la impulsara a subir al coche de Obsidiana. Jamás había hecho nada semejante.

Él le tocó la boca y luego movió el pulgar y el resto de los dedos en un gesto bastante claro. ¿Podía hablar?

Ella asintió y pudo ver la envidia que llegaba y se iba. Ahora los dos habían admitido lo que no era prudente ni seguro admitir, y no había habido ninguna violencia. Él se golpeó ligeramente la boca y la frente y sacudió la cabeza. Él no hablaba ni entendía el lenguaje hablado. La enfermedad había jugado con ellos, robándoles lo que cada uno más valoraba.

Ella le dio unos tirones de la manga, preguntándose por qué había decidido mantener el Departamento de Policía de Los Angeles vivo en sus condiciones. Por otra parte, era un hombre bastante cuerdo. ¿Por qué no estaba en su hogar cultivando maíz, cuidando conejos y criando hijos? Pero no sabía cómo preguntárselo. Luego él puso la mano sobre el muslo de Rye y ella tuvo otro problema con el cual enfrentarse.

Sacudió la cabeza. Enfermedad, embarazo, solitaria agonía... no. Él le masajeó el muslo y sonrió con incredulidad.

Nadie la había tocado en tres años. No había deseado que nadie la tocase. ¿Qué clase de mundo era éste para arriesgarse a traer un niño a él aun cuando el padre estuviera dispuesto a quedarse y ayudar a criarlo? No obstante, era demasiado malo. Obsidiana no podía saber cuán atractivo era para ella: joven, probablemente más joven que ella, limpio, pidiendo lo que necesitaba en lugar de exigirlo. Pero nada de eso tenía importancia. ¿Qué eran unos instantes de placer comparados con toda una vida de consecuencias nefastas?

Él la atrajo hacia su cuerpo y, por un momento, Rye se permitió disfrutar de su proximidad. Obsidiana olía bien..., a hombre y bien. Rye se apartó de mala gana.

Obsidiana suspiró y extendió la mano hacia la guantera. Rye se puso rígida, sin saber qué esperar, pero él sólo cogió una pequeña caja. Lo que estaba escrito en ella no le decía absolutamente nada. Ella no comprendió hasta que él rompió el envol-torio, abrió la caja y sacó un condón. Él la miró y, al principio, ella apartó la mirada. Luego se echó a reír. No podía recordar cuándo había sido la última vez que se había reído.

Obsidiana sonrió, hizo un gesto hacia el asiento trasero y ella volvió a reír. Aun siendo una adolescente le habían dado reparo los asientos traseros de los coches. Pero echó un vistazo a su alrededor, hacia las calles vacías y los edificios destruidos, y

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luego bajó del coche y subió al asiento trasero. Él dejó que le colocara el condón y luego pareció sorprenderse ante la avidez de Rye.

Más tarde, ambos estaban sentados juntos, cubiertos con el abrigo de él, reacios a convertirse nuevamente en extraños vestidos. Él hizo un gesto de mecer a un niño y la miró inquisitivamente. Ella tragó y sacudió la cabeza. No sabía cómo decirle que sus hijos habían muerto.

Él le cogió la mano y trazó una cruz sobre la palma con su dedo índice, luego volvió a hacer el gesto de mecer a un niño.

Ella asintió, levantó tres dedos, y luego volvió la cabeza tratando de detener una súbita invasión de recuerdos. Se había convencido a sí misma de que los niños que hubieran crecido en este mundo eran dignos de compasión. Hubiesen corrido por los desfiladeros del centro de la ciudad sin un recuerdo concreto de lo que habían sido los edificios o cómo habían llegado a ser. Los niños de hoy juntaban libros y maderas que sirvieran de combustible. Corrían por las calles persiguiéndose y gritando como chimpancés. No tenían futuro. Eran todo lo que llegarían a ser.

Él colocó su mano sobre el hombro de Rye y ella se volvió súbitamente, manipulando con torpeza la pequeña caja de preservativos, instándole a que le hiciera el amor otra vez. Él podía proporcionarle placer y olvido. Hasta hoy, nada había sido capaz de hacerlo. Hasta hoy, cada día le había acercado al momento en el que haría lo que había evitado hacer cuando se marchó de su casa: meterse el cañón de la pistola en la boca y apretar el gatillo.

Le preguntó a Obsidiana si la acompañaría a su casa y se quedaría con ella. Él pareció sorprendido y complacido una vez que comprendió lo que ella

intentaba decirle. Pero no respondió en seguida. Finalmente sacudió la cabeza como ella había temido que hiciera. Probablemente se estaba divirtiendo jugando a policías y ladrones y recogiendo mujeres.

Ella se vistió en silenciosa decepción, incapaz de sentir nada de ira hacia él. Tal vez él ya tenía un hogar y una esposa. Era probable. La enfermedad había sido más cruel con los hombres que con las mujeres. Había matado a mayor número de hombres, había dejado a los hombres supervivientes más gravemente deteriorados. Los hombres como Obsidiana eran raros. Las mujeres se conformaban con menos o permanecían solas. Si encontraban a alguien como Obsidiana hacían todo lo que podían para retenerlo. Rye sospechaba que él tenía a alguien más joven y bonita reteniéndole.

Él la tocó mientras ella sujetaba su pistola y con una complicada serie de gestos le preguntó si estaba cargada.

Ella asintió sombríamente. Él la palmeó en el brazo. Ella volvió a preguntarle si deseaba acompañarla a su casa, en esta oportunidad

empleando una serie diferente de gestos. Él había parecido dudar. Tal vez podía ser cortejado.

Él salió del coche y se sentó delante sin responder. Rye volvió a ocupar su asiento en la parte delantera y le observó

detenidamente. Obsidiana dio un tirón a su uniforme y la miró. Ella pensó que le estaba preguntando algo, pero no alcanzaba a discernir qué era.

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Él se quitó la placa, le dio unos golpecitos con un dedo y luego se golpeó ligeramente el pecho. Naturalmente.

Ella le quitó la placa y pinchó en ella su espiga de trigo. Si el juego de policías y ladrones era su única chifladura, le dejaría seguir jugando. Se lo llevaría a casa, con uniforme y todo. Se le ocurrió pensar que finalmente podría perderle con alguien a quien él conocería del mismo modo en que la había conocido a ella. Pero durante algún tiempo sería suyo.

Él volvió a coger el mapa de carreteras, le dio unos golpecitos, señaló vagamente hacia el noroeste, en dirección a Pasadena, y luego miró a Rye.

Ella se encogió de hombros, tocó el hombro de él, luego el suyo y alzó el índice y el anular juntos, sólo para asegurarse.

Él cogió los dos dedos y asintió; estaba con ella. Rye cogió el mapa y lo arrojó dentro de la guantera. Luego volvió a señalar

hacia el suroeste... hacia su casa. Ahora no tenía que viajar a Pasadena. Podía seguir teniendo un hermano y dos sobrinos... tres hombres diestros. Ahora no tenía que averiguar si estaba sola como había temido. Ahora ya no estaba sola.

Obsidiana cogió por Hill Street hacia el sur, luego por Washington hacia el oeste, y ella se reclinó en el asiento, preguntándose cómo sería volver a tener a alguien. Con lo que ella había encontrado entre los desechos, lo que había conservado y lo que había cultivado, había suficiente comida para él. Y ciertamente había espacio de sobra en una casa de cuatro habitaciones. Él podía trasladar sus cosas. Y lo que era aún mejor, el animal que vivía frente a su casa dejaría de acosarla y posiblemente no la obligaría a matarle.

Obsidiana la había estrechado contra su cuerpo y ella había apoyado la cabeza sobre su hombro cuando, súbitamente, él pisó el freno, arrojándola casi fuera del asiento. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver a alguien que cruzaba la calle delante del coche. Un coche en toda la calle y alguien tenía que cruzar delante de él.

Irguiéndose, Rye vio que se trataba de una mujer que huía de una antigua casa en dirección a una tienda. Corría en silencio, pero el hombre que se lanzó tras ella un momento después gritaba algo así como palabras mutiladas mientras corría. Llevaba algo en una mano. No era una pistola. Un cuchillo, tal vez.

La mujer probó una puerta, la encontró cerrada con llave, miró a su alrededor con desesperación y, finalmente, cogió un trozo de cristal del destrozado escaparate de la tienda. Con el cristal en la mano se volvió para hacer frente a su perseguidor. Rye pensó que con ese trozo de cristal lo más probable era que se cortara la mano antes de poder herir a nadie.

Obsidiana saltó del coche profiriendo un grito. Era la primera vez que Rye escuchaba su voz, profunda y ronca por la falta de uso. Obsidiana repetía el mismo sonido una y otra vez, como lo hacen algunas personas que no saben hablar: «¡Da, da, da!»

Rye bajó del coche mientras Obsidiana corría velozmente hacia la pareja. Había sacado la pistola. Rye, temerosa, también cogió la suya y le quitó el seguro. Echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien más se había sentido atraído por la escena. Vio que el hombre miraba a Obsidiana y luego, súbitamente, arremetía contra

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la mujer. La mujer le hirió en el rostro con el trozo de cristal, pero el hombre le aferró el brazo y logró apuñalarla dos veces antes de que Obsidiana le disparara.

El hombre se dobló, luego se desplomó aferrándose el abdomen con ambas manos. Obsidiana gritó, haciendo gestos a Rye para que ayudara a la mujer.

Rye corrió hacia la mujer herida, recordando que en su bolso tenía poco más que unas vendas y algo de antiséptico. Pero la mujer ya no necesitaba ayuda. Había sido apuñalada con un cuchillo largo, fino y de hueso.

Tocó a Obsidiana para hacerle comprender que la mujer estaba muerta. Él se había inclinado para registrar al hombre que yacía herido sobre la calzada y que también parecía estar muerto. Pero cuando Obsidiana se volvió para ver qué quería Rye, el hombre abrió los ojos. Con el rostro contraído logró coger el revólver que Obsidiana había guardado en la pistolera y disparó. La bala alcanzó a Obsidiana en la sien y éste se desplomó.

Sucedió con esa rapidez y esa facilidad. Un instante después, Rye mató al hombre herido en el momento en que apuntaba el revólver contra ella. Y Rye estaba sola... con tres cadáveres.

Se arrodilló junto a Obsidiana, con los ojos secos, frunciendo el ceño, tratando de comprender por qué todo había cambiado de un modo tan súbito. Obsidiana se había ido. Había muerto y la había dejado... como todos los demás.

Dos niños pequeños salieron de la casa de donde también habían salido el hombre y la mujer... un niño y una niña de aproximadamente tres años. Cogidos de las manos, cruzaron la calle en dirección a Rye, la miraron fijamente y luego se acercaron a la mujer muerta. La niña sacudió el brazo de la mujer como si quisiera despertarla. Eso fue demasiado. Rye se incorporó, sintiendo el estómago revuelto por la angustia y la ira. Si los niños comenzaban a llorar, estaba segura de que vomitaría.

Los dos niños estaban solos. Eran lo bastante mayores para buscar alimentos entre los desechos. Ella no necesitaba más dolor. No necesitaba a los hijos de una extraña que crecerían hasta convertirse en chimpancés lampiños. Regresó al coche. Regresaría a su casa, finalmente. Recordaba cómo se conducía un coche.

El pensamiento de que Obsidiana debía ser enterrado se le ocurrió antes de llegar al coche, y entonces vomitó.

Había encontrado y perdido al hombre tan deprisa... Era como si la hubiesen arrancado de la seguridad y la comodidad para darle un golpe inexplicable, súbito. Su cabeza estaba aturdida. No podía pensar.

De alguna manera, se obligó a volver a donde estaba Obsidiana, a mirarle. Se encontró arrodillada a su lado sin recordar haberse arrodillado. Le acarició el rostro, la barba. Uno de los niños hizo un ruido y ella les miró, y también a la mujer que probablemente era su madre. Los niños también la miraron, obviamente atemorizados. Tal vez fue ese temor el que la conmovió.

Había estado a punto de largarse de allí y de dejarles abandonados. Casi lo había hecho, casi había dejado a dos criaturas para que murieran. Ya había habido demasiadas muertes. Tendría que llevarse a los niños a su casa. No sería capaz de vivir si tomaba otra decisión. Buscó un lugar donde enterrar los tres cuerpos. O dos. Se preguntó si el asesino sería el padre de los niños. Antes de que llegara el silencio, la policía siempre había dicho que algunas de las llamadas más peligrosas a las que

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acudían estaban provocadas por peleas domésticas. Obsidiana debió haberlo sabido... aunque ese conocimiento no le hubiese retenido en el coche. Tampoco la hubiese retenido a ella. Ella habría sido incapaz de presenciar cómo mataban a la mujer sin hacer nada.

Arrastró el cuerpo de Obsidiana hacia el coche. No tenía nada con qué cavar y nadie que vigilara mientras ella cavaba. Lo mejor sería llevarse los cadáveres con ella y enterrarlos junto a los de su esposo y sus hijos. Después de todo, Obsidiana regresaría a casa con ella. Cuando lo hubo dejado en el suelo de la parte trasera, Rye regresó a buscar a la mujer. La niña, pequeña, delgada, sucia y solemne, se puso de pie y le hizo a Rye un regalo sin saberlo. Cuando Rye comenzaba a arrastrar a la mujer por los brazos, la pequeña gritó.

-¡No! Rye dejó a la mujer y miró a la niña. -¡No! -repitió la pequeña y se colocó junto al cuerpo de la mujer-, ¡Vete! -le

dijo a Rye. -No hables -le dijo el niño. Los sonidos eran claros y directos. Los dos niños

habían hablado y Rye les había entendido. El niño miró al asesino muerto y se alejó de él. Luego cogió la mano de la niña.

-No hables -le dijo en un susurro. ¡Un lenguaje fluido! ¿Acaso la mujer había muerto porque podía hablar y les

había enseñado a los niños a hacerlo? ¿Había sido asesinada por la ulcerante furia de un esposo o por la ira celosa de un desconocido? Y los niños... seguramente habían nacido después del silencio. ¿Entonces la enfermedad había remitido? ¿O acaso estos niños eran simplemente inmunes a ella? Habían tenido tiempo suficiente para enfermarse y enmudecer. La mente de Rye volaba. ¿Y si los niños de tres años o menores estaban sanos y podían aprender a hablar? ¿Y si lo único que necesitaban era una maestra? Maestros y protectores.

Rye miró al asesino muerto. Aún avergonzándose, pensó que era capaz de comprender algunas de las pasiones que le habían vuelto loco, quienquiera que fuese. Ira, frustración, desesperanza, celos enfermizos... ¿cuántos más había por allí, gente que deseaba destruir aquello que no podía tener?

Obsidiana había sido el protector, había elegido ese papel por alguna razón misteriosa. Tal vez vestir un uniforme obsoleto y patrullar las calles vacías había sido su forma de no volarse la cabeza. Y ahora que había algo que merecía la pena proteger, Obsidiana ya no estaba.

Ella había sido maestra. Una buena maestra. También había sido una protectora, aunque sólo de sí misma. Se había mantenido con vida cuando no tenía absolutamente ninguna razón para vivir. Si la enfermedad sólo había dejado a estos niños, les conservaría con vida.

De alguna manera logró coger a la mujer en brazos y la depositó en el asiento trasero del coche. Los niños comenzaron a llorar, pero Rye se arrodilló en el destrozado pavimento y les habló, temiendo asustarlos con la aspereza de una voz que hacía mucho tiempo que no usaba.

-No os preocupéis -les dijo-. Vosotros también vendréis con nosotros.

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Les alzó, uno en cada brazo. Eran muy ligeros. ¿Habrían estado comiendo lo suficiente? El niño le cubrió la boca con la mano, pero ella apartó el rostro.

-No hay problema en que hable -le dijo-. Siempre que no haya nadie cerca, no hay problema.

Colocó al niño en el asiento delantero y el pequeño se movió para dejar lugar a su hermana sin que Rye se lo dijera. Cuando ambos estuvieron dentro del coche, Rye se inclinó junto a la ventanilla, mirándoles, comprobando que ya no estaban tan asustados, que la observaban con tanta curiosidad como temor.

-Soy Valerie Rye -dijo, saboreando las palabras-. No hay peligro. Podéis hablar conmigo.

Título original: Speech sounds Traducción de Gerardo Di Masso

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Respuesta a

Los comemadres del doctor Moreau (Viene de la página 13)

Montgomery está en lo cierto. Cada nacimiento añade diez nuevos peces a la población, pero como al mismo tiempo se elimina a la madre, el aumento es sólo de nueve. Si empezamos con 10 peces en el tanque, la población pasa primero a 19, luego a 28, y continúa con la secuencia 37, 46, 55, 64... Cada término es un múltiplo de 9 más uno. Como 5000 no es un término de esta secuencia, el tanque no puede contener exactamente dicho número. Lo más cerca de 5000 que puede llegar la población es 4996.

El doctor Moreau se quedó sorprendido de la rapidez con que Montgomery obtuvo este resultado. Pero Montgomery había usado un atajo familiar a todos los contables. ¿Conoce usted el truco? En caso negativo, pase a la página 64.

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Partida reciente Pat Cadigan

¿Qué sucede en el cerebro humano entre el instante de la muerte clínica y el deterioro total de los circuitos neuronales? ¿Qué visiones acechan en la tierra de nadie que separa -y une- vida y muerte?

-Tres cosas -dije alzando la mano y mostrando tres dedos. Nelson Nelson me miró tolerantemente divertido. -Dímelas -dijo. -Una -dije curvando el dedo índice-. No hago empatías. Dos -proseguí

doblando el anular-, no quiero físicas. Tres -dije mientras señalaba con el dedo que quedaba al viejo zorro que estaba al otro lado del escritorio-, no robo tumbas.

El sillón crujió cuando NN se recostó en él y se pasó un brazo por encima de la cabeza.

-¿Eso te preocupa? Kitta Wren aún no ha sido enterrada. -No lo hago con los muertos; si Dios quisiese que hurgase el cerebro de gente

muerta, no hubiese inventado la Policía de la Mente. Una amplia sonrisa cubrió el rostro delgado de NN, mientras se estiraba para

coger un cigarro. Otra vez estaba fumando esas horribles cosas de lavanda; huelen igual que las jovencitas.

-¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo de la mente de un muerto? -Tengo miedo de algunos vivos que conozco. El miedo no es el problema; es

sólo que tengo ciertos principios y este trabajo que me pides que haga va en contra de ellos.

-¿Y cuáles son? Suspirando, cambié de posición en mi asiento y me arañé el antebrazo. El

vulgar tapizado de lamé dorado que a NN gustaba tanto me estaba raspando. Uno puede no estar de acuerdo con un gusto, pero nunca detenerlo.

-Como por ejemplo que la muerte es el fin, y el fin significa que no existe nada más. Se debe dejar que los muertos descansen en paz, en vez de robar sus mentes por un trozo de... de un tesoro, como las tumbas egipcias.

-Muy elocuente, realmente elocuente -dijo NN después de unos momentos-. Eres probablemente el intérprete de mentes más elocuente que esta agencia haya tenido jamás. Algún día podrías disuadir a alguien sobre tu trabajo, pero no en esta ocasión -dijo mirándome con los ojos entrecerrados-. En realidad, respeto tus sentimientos. Son muy buenos, especialmente en una persona que trabaja con el nombre de Allie Rostro Impasible.

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-El tener el rostro impasible no significa que no se tengan sentimientos, sólo que no se demuestran.

-Personalmente no los comparto. Creo que tiene una enorme validez ir y, por ejemplo, extraer los últimos toques de una composición de la mente de un compositor que cayó muerto en medio de su creación; o sacar de la mente de un escritor privilegiado la historia que no pudo escribir mientras vivía. El arte postmortem es muy importante y muchos artistas, entre ellos Kitta Wren, firmaron contratos postmortem. Es una especie de vida después de la muerte, la única que en realidad conocemos.

Volví a arañarme, pero no dije una palabra. -Kitta Wren deseaba un postmortem, eso no es robar una tumba. Si ella no

hubiese firmado el contrato, la cosa hubiese sido diferente. -Kitta Wren era una lunática. Tenía una licencia de psicomímica y cuando no

estaba escribiendo poesías, estaba trepando por las paredes. -Ah, pero era brillante -dijo NN con un aire soñador. Lo miré atónito, no tenía

idea de que le gustase la poesía-. Cuando comenzó a trabajar no había perdido para nada el control. De alguna forma, yo siempre pensé que el control la tiraría hacia abajo. Nunca se me hubiera ocurrido que alguien quisiera matarla.

Yo quería tirarme de los pelos y arrancarme la ropa en trozos. -NN -dije lo más calmadamente posible-, yo odio el asesinato. Yo no soy la

Policía de Mentes. Si ellos quieren averiguar quién la mató, dejemos que envíen a alguien a rondar por su mente para averiguarlo.

-Oh, claro que lo harán -dijo Nelson Nelson alegremente-. Justo después del postmorten. -Una nube de humo de lavanda volaba por sobre mi cabeza cuando NN apoyaba el cigarro en el agujero que había encima de su escritorio-. La policía no puede hacer nada hasta que esto no se haya llevado a cabo. De lo contrario, la poesía que pudiese haber quedado en su mente resultaría fragmentada o irremediablemente perdida.

-Hay muchos intérpretes de mente que lo harían para ganar un poco de dinero. -Perdona, pero el manager de Wren te contrató a ti. Venga, déjalo ya. Te

llevaré a un sitio en el que nunca has estado. -Tampoco he estado nunca en el corazón de una estrella enana y no veo que

tenga necesidad de hacerlo. NN suspiró emitiendo un sonido parecido a un gruñido. -¿Quieres trabajar para mí? -preguntó. -Me lo estoy pensando. Me dirigió otra de sus sonrisas irónicas. -Rostro Impasible, es muy importante y puedes aprender algo -dijo mientras se

levantaba apoyándose en los codos-. Pruébalo una vez; si no lo puedes hacer te quedas igual, pero pruébalo.

Me senté, rascándome el brazo arañado a través de la manga. -No conviertas en un hábito esto de comprometerme para postmortem.

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Los ojos se me saltaban. Los sostuve entre las manos hasta sentir que se quebraba la conexión con los nervios ópticos, y luego los bajé lentamente hasta el recipiente con la solución especial. El hipersistema de la agencia me los hubiese podido quitar, pero siempre prefería hacer yo mismo esa tarea.

Bajé la cabeza hasta la placa y sentí que me introducía en el sistema. Aun ciego podía sentir su inmensidad a mi alrededor, ya que me tragaba hasta el cuello. Era como un pequeño cañón, lo suficientemente grande como para pasarse el resto de la vida vagando en su interior. Todo lo que quería en ese momento era un poco de realidad que me afirmara y diera confianza. Si es que iba a correr descalzo por la mente muerta de una lunática, necesitaba toda la fuerza posible. Después de una hora de sentir cómo el sistema me comía la mente, ya me sentí preparado.

Yo no había estado tratando de engañar a Nelson Nelson con respecto a mis sentimientos acerca de los postmortem sólo para ocultar mi aversión a los cadáveres. Para mí, uno debe poder llevarse algunas cosas consigo, o al menos asegurarse de que mueran junto con uno, y si se trata de arte, pues que así sea. Diablos, hay tantos artistas vivos con cosas para ofrecer... Indagar la mente de una persona muerta para encontrar las últimas reminiscencias de su arte me parecía algo increíble.

Supongo que el atractivo del arte postmortem residía en parte en lo que Nelson Nelson dijo: la vida después de la muerte. Pero parece haber más que un poco de tanatofilia en juego. El arte después de la muerte me hace pensar en sirenas sobre las rocas, y yo no era el único que las sentía cantar. Ocasionalmente, se oía algo en las noticias sobre un extraño hológrafo o compositor -los hológrafos y los compositores parecen ser particularmente susceptibles- que había sido encontrado muerto y con una nota pidiendo que se llevase a cabo un postmortem inmediato, porque estaban convencidos de que una obra de arte que habían programado sin éxito durante toda la vida, podría ser liberada y sacada a la luz sólo después de que les hubiese llegado la hora de la muerte.

Así que se había llevado a cabo el postmortem requerido y el intérprete mental que se había sumergido en la mente, la cual estaba toda enredada y flotando como un barco de juguete en la inmensidad de un océano, había vuelto no con una obra magnífica formada por las cenizas del pobre muerto, sino con unos pocos cabos sueltos de ideas sin completar y enredadas entre sí por falta de contenido. Destellos que no habían llegado a ninguna parte y nunca lo harían. Algunas personas no se sienten felices por el solo hecho de estar vivas, también necesitan estar muertas.

Al menos Kitta Wren no había sido una de ésas. La información que Nelson Nelson había introducido en la central de datos de mi apartamento estaba adornada con pequeños detalles, pero bastante superficiales en conjunto. Introduje su imagen en la pantalla, colocándola al lado de su bío.

Había sido una mujer muy corriente, de cara bastante cuadrada, frente ancha y pelo normal, castaño y descuidado. Su único atractivo físico eran los ojos. Desde el descubrimiento de los bio-gemas, todo el mundo tenía la mirada, por lo menos, semipreciosa. El jade y el zafiro estrellado eran elecciones bastante comunes;

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mientras que las piedras de la luna proliferaron entre las personas más mediocres. Yo no había visto muchas personas que hubiesen escogido la misma tonalidad marrón cambiante de ojo de gato que yo, ya que se requería cierta tintura para poder llevar los diamantes sin problema; pero Kitta Wren había escogido algo que yo nunca antes había visto.

Sus ojos parecían de cristal azul astillado, como si alguien hubiese roto deliberadamente las gemas antes de colocárselas. Las pupilas parecían de tela de araña con manchas blancuzcas. Los amplié para poder observarlas con más detenimiento y los detuve, mirándolos fijamente. Estaba equivocado. Sus ojos no eran de tela de araña con manchas, sino de tela de araña con tela de araña, como cubiertos de nieve. «Venga a mi salón lunático», murmuré mientras me preguntaba si la tela de araña era una manifestación de su locura, algún capricho que se había concedido, o si habría alguna forma de separar sus propias ideas de su locura.

Consiguió la licencia psicomímica cuando tenía 19 años y se pasó los cinco siguientes en un estado de locura prácticamente continuo, con unos pocos meses aislados de tregua en los que se dedicaba a escribir. Más tarde, había comenzado a limitar sus períodos psicóticos a los veranos, mientras trabajaba en un ciclo de poesías. El resultado fue una extensa serie llamada Verano Loco, que fue la que le proporcionó su primer gran éxito. A partir de entonces, comenzó a enloquecerse sólo por las noches; luego, sólo durante el día y, en una ocasión, se pasó seis meses en la luna, con un grave ataque de locura.

Cuando murió, que había sido exactamente -lo busqué entre los datos- el día anterior, había permanecido una semana en un estado de esquizofrenia general que nadie parecía conocer. Causa de la muerte -volví a buscarlo en los datos-, destripamiento. Había una fotografía de su despacho, en el que se había encerrado. Había soportado con fuerza todo el camino hasta el final, atravesando toda la habitación antes de caerse. Había muerto justo una hora antes de que su manager la encontrase. No había estado mal: cinco horas es el tiempo límite para una mente sin tratamiento. Después de este período, no vale la pena ni siquiera intentar indagar en ella. Ninguna sospecha ni arma homicida; la Policía de la Mente estaba postergando la investigación de su cerebro hasta que se llevara a cabo el postmortem. Proce-dimiento habitual: su técnica solía dejar la mente completamente limpia.

En el apartado de «varios» encontré una pequeña fotografía del manager de Wren; un andrógino de piel dorada llamado Phylp, que tenía cejas con forma de abanico. También se había introducido la petición de una indagación patológica. Parecía ser que Phylp quería a alguien que no la tratase como a una muerta más. A mí me parecía que Phylp deseaba con todas sus fuerzas que Wren no hubiese dejado tan poco como él/ella sospechaba.

* * *

Una morgue es siempre una morgue. Se pueden pintar las paredes con agresivos colores primarios y llamativas manchas, pero seguirá siendo un sitio para guardar a los muertos hasta el momento de partirlos en trozos o enterrarlos. No es que

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normalmente me importase, pero mi punto de vista era claro. La apacible tranquilidad de la habitación en la que estaba sentado me resultaba grotesca.

Las otras dos personas que estaban en la habitación no lo veían de esa forma. Uno de ellos se había presentado como Matt Sabian, supervisor postmortem. El otro era sin duda Phylp. Él/ ella eclipsaba a Sabian, a pesar de que éste tenía el pelo dorado, la piel lustrada y los ojos color granate. Phylp era el andrógino más refulgente que había visto jamás; la mayoría de ellos preferían una apariencia que los distinguiese de los demás, pero Phylp tenía mucho talento. Probablemente era una ventaja tener un manager tan memorable. Si alguien era capaz de recordar el talento después de ver a semejante manager, era porque el talento era realmente importante.

-Comprendo que éste sea su primer cliente muerto -decía Sabian. La ridiculez de su afirmación me provocaba ganas de reír, pero no en vano me llaman Rostro Impasible.

-Así es. Hasta ahora, sólo he trabajado con mentes vivas -dije enviando una mirada a Phylp, que estaba más arreglado que sentado en la silla.

-No tiene por qué tener ningún problema -dijo Sabian. Su voz mostraba cierta desilusión-. Su propia mente tendrá que proporcionar un alto grado de visualización, excepto para los recuerdos y los gustos; por lo tanto, espero que no sea afecto a los simbolismos excéntricos. Todo lo que está presente en una mente viva lo está también en una muerta; excepto la vida, por supuesto. Nos vamos de este mundo tal como llegamos a él: sin pensamientos, personalidad, recuerdos, talento. Cuando la vida se extingue, deja detrás todas estas cosas, al igual que cualquier elemento material que tengamos. Tendrá que estimular activamente la mente para obtener cualquiera de ellos; la mente no podrá ofrecerle nada voluntariamente: se necesita vida para ello.

Se subió el tobillo izquierdo a la rodilla derecha y comenzó a jugar con el elástico del fondo de los pantalones.

-En realidad -prosiguió-, será como indagar en un programa computarizado sobre la identidad de Kitta Wren.

-Pero no será tan sencillo, ¿verdad? -pregunté. Sabian abrió la boca para responder, pero Phylp comenzó a hablar al mismo

tiempo. -Por eso yo prefería un especialista para ella. -¿Perdón? -dije. -Alguien que comprendiese que no se trata sólo de buscar datos. -El extraño

tono de voz que en un momento me había parecido producto de la emoción era el natural en el andrógino-. Quiero que haga lo que sea para sacar a la luz lo que todavía queda vivo; porque ella estaba viva cuando lo creó.

Sabian a propósito no miraba a Phylp, quien le devolvía el favor. Entonces me di cuenta. Sabian, supervisor de postmortem. Si Phylp no hubiese insistido en contratar a un especialista, hubiese sido Sabian el encargado de hacer el trabajo. No era ninguna ganga realizar un postmortem a alguien de la altura de Kitta Wren. Hice una lectura rápida de su ficha emocional, pero no podía decir con exactitud con quién estaba enfadado, si con Phylp o conmigo. Supongo que era comprensible lo que él sentía, pero era un motivo más de tensión que yo no necesitaba.

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-¿Conocía bien a Kitta Wren? -pregunté a Phylp. -En absoluto. Llevaba sus asuntos, pero era una verdadera extraña para mí. Ésa fue una gran ayuda. -¿Qué hay de su familia? -Sólo dos hermanos. Uno está en el Polo Sur; el otro está debajo del Océano

índico, en un rapto místico. -¿Sabe alguna cosa sobre su vida anterior? Phylp parecía avergonzado. -Sólo que sus padres entregaron a los niños al estado y se esfumaron. -Mientras

decía esto él/ella hizo un gracioso movimiento con las manos-. Eso es todo lo que se sabe. En los cinco años que trabajé con ella, nunca mostró el más mínimo indicio de confiarse a mí ni a nadie más. Su mayor revelación era decirme que estaba de acuerdo con los contratos.

-Esa especie de autoaislamiento no es el comportamiento más normal en un poeta, ¿verdad?

-Nada que tuviese que ver con su comportamiento era normal -dijo Phylp levantando las cejas-. Estaba loca. Siempre se hallaba en un estado de locura, y cuando no, lo deseaba. Dios sabrá lo que conseguía con eso; yo no tengo ni idea.

Aparentemente, su poesía. -¿Qué ocurre con una mente psicótica muerta? ¿Sigue funcionando la locura? -

pregunté a Sabian. -Mucho, aunque en una forma estrictamente mecánica. Probablemente no sepa

que está muerta. Dudé un instante y luego pregunté: -¿A quién se refiere, a la psicosis o a la mente? -Supongo que a ambas. -¿Cómo puede una mente saber que no está muerta? Sabian levantó el rostro con una expresión defensiva. -¿Cómo sabe la suya que está viva? No respondí. -Es lo mismo, en realidad -prosiguió Sabian. Yo no lo veía así, pero dejé que

siguiera hablando-. Las mentes contienen información, pero necesitan la presencia de la vida para saber cualquier cosa. ¿Qué es lo que sabe un programa de computadora? -Su piel lustrada se estiró en una sonrisa triunfante y rígida, como si acabase de proporcionarme generosamente un destello de gran sabiduría.

-¿Y dónde está el cerebro? -pregunté un poco después. -Aquí -respondió Sabian señalando con el dedo un panel que había en el suelo;

luego, presionó un botón. Un trozo de la pared que había detrás se deslizó, y allí estaba. Todo lo que había permanecido detrás de las telas de araña de Kitta Wren en vida estaba ahora allí, en una especie de caja larga llena de líquido, con hilos colgando; éstos iban desde la base de la caja hasta el receptáculo de mantenimiento, el cual conservaba una cantidad mínima de neuronas funcionando. Dos hilos más, provenientes del centro visual, se enroscaban hasta la parte superior de la caja-. Todavía estamos dentro del período óptimo para entrar. Pasado un día más, las

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neuronas comenzarán a dejar de funcionar correctamente y después el deterioro será muy rápido. Espero que pueda conseguir todo en el primer intento.

Yo esperaba lo mismo.

* * *

Me dejaron solo para que pudiese instalar mi sistema portátil; unir los tres componentes principales y los cinco pequeños era una tarea complicada. Existen sistemas similares que no necesitan ser unidos; pero no hay nada como la ceremonia ritual de preparación y la terapia de relajación. Nunca había necesitado más de lo que hice en ese momento.

Trabajé en silencio, conectando el sistema a la mente y luego ensamblando las partes hasta conseguir la estructura casi cubista, de apariencia inestable pero, en realidad, bastante sólida. No se veía ningún circuito, cables ni entrañas de ningún tipo. NN repetía siempre que era un buen equipo; según él, no había por qué andar mostrando las tripas.

Tras sacar el cajón con las conexiones y el tanque térmico para los ojos, me detuve. Si se hubiese tratado de un cliente vivo, lo hubiese sometido a un ejercicio de relajación, como por ejemplo, construir paisajes, evocar colores o recorrer laberintos; pero ¿qué podía hacer con una muerta? Era imposible que estuviese más relajada, o si no lo era... No quería ni pensarlo. Por otro lado, quería que funcionase un poco más que en el mínimo cuando lo conectase.

Al final, me decidí por algunas imágenes abstractas y móviles, ya que, de cualquier forma, conectaría con el centro visual. Me senté en una de las sillas y traté de ponerme cómodo.

A pesar de la aprensión que el trabajo me había provocado desde el principio, me invadió algo similar a un instinto profesional. No me llevó más tiempo que de costumbre conseguir entrar en un estado tranquilo y alerta de receptividad. Había colocado el tanque térmico en el receptáculo de mantenimiento cercano a la caja, donde podía alcanzarlo con facilidad. Cuando estuve absolutamente seguro de su ubicación, me quité los ojos y los introduje en la solución. Nunca dejaba de sorprenderme lo bien que podía funcionar ciego, aunque la mayoría de los intérpretes mentales tenían una memoria eidética superior.

Sólo tenía que colocarme las conexiones al sistema debajo de los párpados; se introdujeron, abriéndose camino ellos mismos hasta mis nervios ópticos. Después de unos instantes, perdí por completo la noción de mi cuerpo y, a través del sistema, llegué a la mente de Kitta Wren.

* * *

Todas las mentes son diferentes y todas son iguales. Ésas son las dos reglas básicas de cualquier intérprete mental. El reconocimiento de un espacio desconocido me resultaba siempre una sorpresa, sin importar la frecuencia con que me encontraba

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mente a mente con mis clientes. Más aún me sorprendió darme cuenta de que las sensaciones e impresiones iniciales de mi contacto con la mente de Kitta Wren no eran muy diferentes a las que me provocaban las mentes de seres vivos.

Normalmente, hacía que mi presencia se fuese notando gradualmente para no sorprender a mi cliente como si se tratase de un invasor. Pero este cliente no tendría traumas y, por lo tanto, me introduje directamente en su centro visual, en vez de ir por un camino menos abrupto hasta el nervio óptico. Después de la normal desorientación provocada por el paso a través de las barreras de personalidad e identidad, me encontré en medio de numerosas imágenes y recuerdos arbitrarios. La mente parecía tensarse a mi alrededor, como si sintiese la presencia de algo nuevo e impredecible. Pero luego se relajó, aceptándome como si sólo fuese otro pensa-miento.

El programa de visualizaciones abstractas estaba aún conectado, y yo me encontraba flotando en espirales de arcos iris y ríos alucinantes. Lo preparé para que fuese desapareciendo gradualmente. El programa se fue debilitando y descubriendo más imágenes de su mente; algunas de objetos mundanos recordados por ninguna razón en especial y algunas viñetas de la vida de Kitta Wren. Dejé que revoloteasen mientras decidía cuál era la mejor forma de empezar con el postmortem: ¿seguir algún recuerdo, coger un pensamiento cualquiera, comenzar con algunos principios falsos o callejones sin salida y reconstruirlos?

Cogí un principio falso cuando la mente trató de pensarme; prácticamente no había advertencia. El comienzo falso estaba en mi puño y recibía múltiples matices suaves y fuertes acompañados por el recuerdo de su creación y la frustración que Kitta Wren había sentido antes de dar finalmente con ellos. Una caminata bajo la lluvia, en medio de una noche del último verano. El sabor de la lluvia disolviéndose en los labios y en la lengua. ¿Bebo la lluvia o es ella la que me bebe a mí?... ¿beber?, ¿pensar? Estaba intentando recuperar algo cuando la mente cayó fuertemente sobre mí y sobre el viejo poema inconcluso de Kitta Wren.

Pensé el poema parte por parte, comenzando por los recuerdos. Recordé la noche y luego la estación (me pregunto por qué no la estación y luego la noche), y después la humedad, deteniéndome para asociarla con las diferentes intensidades de la misma. Estaba impresionado por el olor del océano, seguido por una breve imagen de un ataúd cubierto de cangrejos, que yacía en el fondo del mar. El sabor de la lluvia volvió más fuerte, desplazando la imagen del féretro (mi hermano, eso es todo) pero sin poder quitar del todo un momentáneo recuerdo de la nieve. ¿Bebo la lluvia?... Yo bebo la lluvia y ella me bebe a mí... bebiendo la lluvia me embriago y me embriago con la lluvia embriagadora... La mente se retorció y sacó a la luz cada una de las variaciones del verso original (¿qué era lo que tanto fascinaba de la lluvia a los poetas?). Cuando ya estuvo terminado, yo era el siguiente paso.

Hice una máscara de mi rostro y luego me la quité. La mente me alcanzó en una prueba puramente mecánica y yo arrojé mi rostro dentro de sus procesos. Via-jando a la velocidad del pensamiento, mi rostro estaba en todas partes, debido a que la mente intentaba asociarlo correctamente. Curiosamente, vi cómo se materializaba sobre la superficie limpia y suave de una pizarra antes de caer en un sueño semirrecordado: imágenes de frías cuevas de piedra sobre la pared de una catedral y

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la ligera impresión de que debería escribir acerca de una catedral loca, y me encontré en el talón de Aquiles de Kitta Wren.

No existe una sola mente en el mundo que no tenga un punto débil y era dificilísimo encontrar un cliente dispuesto a descubrirlo. Algunas veces, los enredos y las nociones incompletas que allí se entrelazan son capaces de crecer hasta conver-tirse en ideas completamente desarrolladas; otras veces, se convierten en falsos comienzos o desaparecen por completo. El punto débil de Kitta Wren estaba tan lleno de imágenes, que algunas de ellas oscilaban semidisueltas en el borde del olvido; como si deliberadamente ella hubiese empujado cada idea que se le ocurría al fondo de su mente, para luego tratar de olvidarlas. No es la forma más productiva de trabajar, por cierto. Me impulsé a través de ellas para ver qué podía rescatar, lo cual, creía, me conduciría a lograr mejores resultados que si me contentaba con mirar el material que ella había descartado. Estaba aprendiendo.

Era igual que un holo-collage, un ejercicio para hológrafos principiantes que aspiraban a trabajos más importantes, con su voz interior diluyéndose allí donde había encontrado las palabras que acompañasen a las imágenes. En un momento, me encontré mirando el inocente cielo azul a través de un agujero estrecho y profundo del fondo; mirando fijamente a través de la superficie de una cama a nivel de la vista, mirando a dos personas con los rostros en las sombras y escuchando el confuso murmullo de sus voces suaves y femeninas (los dos eran Wren). Fui atrapado por una tormenta en el desierto, con una lluvia extraña que golpeaba el suelo (allí estaba otra vez la lluvia, siempre estaba allí), observando una escena en una calle poblada sólo por máquinas, con mi mejilla apretada contra el pavimento, bebiendo de una taza vacía y tratando de convencerme de que había algo en ella. Volví hacia atrás para revisar esta última escena y poder ver adonde había llegado ella.

Algo por nada, decía la voz interior de la inteligencia de Kitta Wren. Algo por nada. Pude ver a un crisantemo en el fondo de una copa; se transformaba de una flor real a una pintura. El centro de la flor era un ojo. Algo por nada. Me lleno con algo por nada.

Estaba tratando de poner toda mi atención para poder dilucidar qué era lo que ella había intentado probar en la copa, cuando comencé a sentir que no estaba solo. Era totalmente absurdo, ya que ni siquiera ella estaba ya allí. Dejé de prestar atención a la copa y esperé. Posiblemente, lo que había sentido era la mente investigándome otra vez. Disminuyendo todo lo posible mi nivel de energía, me introduje en la jungla de ideas inconclusas y esperé. La lluvia dejaba pozos en la arena. La visión lateral de la calle brillando en el cielo empapado del desierto como un espejismo.

La mente se contrajo. Le había proporcionado una nueva combinación de ideas, yuxtaponiendo sus viejos fragmentos. Se fijó a mí igual que el destello de locura.

Eso era lo que yo había sentido cerca: su psicosis que se acercaba como una tormenta concentrada y localizada. Pensé que mi percepción de ella había estado teñida por mi descubrimiento de la escena del desierto, pero permanecía tormentosa, aun después de que la mente me separase de sus propios conceptos familiares; y comprendí la naturaleza de lo que Kitta Wren se había hecho a sí misma.

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Si ella hubiese estado aún viva, yo no hubiese podido presenciar un episodio psicótico concreto, una variedad de ataques que pretendían lograr no una convulsión, sino un alterado estado de consciencia. Lo que ocurría es que no había tal consciencia. El ataque rompió sus ideas y sus imágenes, que se derramaron, se expandieron, volvieron a levantarse y cayeron nuevamente para quedar así, sin que nadie las levantase y volviese a utilizarlas. El resto de la mente parecía sumirse en un descanso mientras se desarrollaba la tormenta. Ella había estado deseando una verdadera tormenta mental, una locura creativa que quebrase su mente, fragmentando sus ideas para convertirlas en modelos nuevos y mejores que le proporcionasen el estímulo que se negaba a buscar fuera de sí misma. La mente parecía brillar y su percepción de mí se tornó vaga. Me deslicé hasta un área de reflejos conocidos y comportamientos automáticos para esperar a que las cosas se calmaran solas. Apenas pasara el ataque, yo volvería, recogería sus ideas, las memorizaría y las llevaría conmigo. Phylp se había equivocado: tendría que tratar esto exactamente igual que si fuera una operación de recuperación de datos; no podía tratar la mente como si estuviese viva...

Estirándose/me para alcanzar un cigarro, con sólo una débil consciencia del acto, sintió/sentí el primer dolor. Miró/miré hacia abajo y pude ver la hoja de papel y la pluma que estaba en su/mi mano; brillaba como un cuchillo. (Los recuerdos fluyen; eso era un hecho; los humanos suelen mantener los recuerdos sumamente aferrados.) Pero no podía romper la blancura de la hoja de papel para revelar las palabras que deberían estar escritas allí, aferradas a su/mi mente.

Luego pasó el aislamiento de los recuerdos y la mente volvió a cogerme. Tropismo. Debería haberlo sabido. Las mentes están hechas para estar vivas y conscientes; pero aquí no había más consciencia que la mía. Y si la mía estaba allí, la mente debía estar viva.

Viva. Me atraía increíblemente y atravesé la psicosis como un barrilete en medio de una tormenta. La locura se agarraba a mí, buscando algún camino, como si se tratase de una inteligencia viva y aislada tan extraña como yo. Sentí el sabor de la furia y lo escupí; luego volvió distorsionado, un mar de rostros extraños registrando decepción, confusión y odio. La visión que Kitta Wren tenía del mundo, amargamente sazonada de veneno. La mente me arrastró hacia adelante y me alejé, trepando por la locura y los recuerdos, y la locura de los recuerdos a través del despliegue de fuegos artificiales de su vida emocional.

Algo por nada. Me pregunté con quién estaba hablando, pero no pude ver nada; sólo era una afirmación. Dame nada, no tomo nada. Ofréceme nada; gracias. Tus ojos pueden estar acechando, pero Wren se cuida muy bien por sí misma. Había trabajado mucho para lograr su infelicidad y su mente me mostraba los esfuerzos como si fuesen trofeos o premios. Un ataúd bajo el Océano índico, algo que ella nunca vería, una imagen inventada y ornamentada para su propia meditación. Una silueta en la tempestad, en el corazón de la Tierra. Pedestales vacíos con el nombre de Mamá y Papá y una arena llena de rostros dulces y gruesos pidiendo un espectáculo; sus rostros voraces y glotones dirigidos por un andrógino de piel dorada. Dales lo que ellos quieren. Algo por nada. Dame nada. Tú coge algo.

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En su despacho, Kitta Wren se enfrentaba a la invisible multitud hambrienta. Su mente hizo un esfuerzo por arrojarme a los recuerdos, pero yo me aferré a donde estaba para seguir mirando desde su perspectiva. El ataque se había escapado hasta su centro visual y la hoja de papel que estaba sobre el escritorio adquirió dimensiones gigantescas. Ella se alejó hacia atrás, figuras alucinantes se dibujaban en el papel. Rostros otra vez. Dales lo que ellos quieren.

El dolor la quebraba. Tomó fuerzas lentamente, con ambas manos sobre el vientre. Había una mancha oscura sobre su piel elástica, justo debajo del ombligo. Algo por nada. Dale lo que ellos piden. Sus dedos comenzaron a desgarrar la ropa. Los psicóticos frecuentemente desarrollan una fuerza física extraordinaria. Y también los hay con un toque de telequinesis que no aparece hasta algún momento de crisis. No importaba si la crisis tomaba la forma de alucinación, provocada por un ataque de ansiedad.

Sus manos cayeron. No explotó ni le dieron convulsiones, ni siquiera gritó. Simplemente se abrió, y salieron treinta años de sufrimiento.

Los recuerdos se convirtieron en una masa negra, junto con todo lo demás. Luego la mente volvió a agitarse y me cogió. Kitta Wren podía estar muerta, pero su mente deseaba vida, cualquier vida; la mía hubiese estado bien.

Oye, dijo. Los recuerdos estaban tan desgastados que sólo las palabras permanecían. Todo lo que ellos quieren es una exhibición. Dales lo que desean, pero nunca les pidas nada a cambio. Algo por nada. Wren puede cuidarse muy bien por sí misma.

Me aparté, preparándome para retirarme. Ahora la mente me encorvaba y su presencia resultaba casi penosa. Sin ninguna advertencia, me encontraba cara a cara con la imagen de Kitta Wren tal como había sido, con las telas de araña centelleando. Aún parecían a primera vista piedras rotas en mil pedazos, y siempre lo parecerían. Me concentré en esa idea, enviándola en suaves ondas hacia la imagen. Después de algunos intervalos atemporales, aparecieron nuevos hilos en las telas de araña, como fisuras. La mente luchaba, intentando mantener la solidez, pero era imposible. Las rajaduras se extendieron lentamente por todo el rostro. Tuve que tensarme para dejar que siguieran; continuaron, dividiendo su frente en cientos de pequeños territorios, fragmentando sus mejillas, resquebrajando sus labios.

La imagen se estremeció y luego se deshizo; cada uno de los trozos se separó de los demás. Cuando todos hubieron desaparecido, me retiré sin dificultad.

Lo primero que vi después de ponerme nuevamente los ojos fue el cerebro dentro de la caja. El jugo tenía ahora un aspecto blancuzco, una señal de su inminente descomposición. Sin pensarlo demasiado, me incliné y cerré el compartimento de mantenimiento.

* * *

Nelson Nelson levantaba un papel de aspecto oficial entre las manos. -Esto es una demanda -dijo.

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Hice un gesto afirmativo con la cabeza; él apoyó el papel sobre el escritorio y cogió otro.

-Y esto es otra demanda -prosiguió. Yo tenía mi propio papel y también lo levanté. -Y ésta es una contrademanda. En caso de que alguien se atreva a llevarme a

juicio -dije. NN parecía muy fatigado. -Ya se están encargando de los juicios. La agencia tomó tu parte, por supuesto.

Nadie puede decir que no respaldo a mi gente, ¿no es así? Era cierto. Pero algo me decía que él estaba pensando en hacer lo mismo contra

mí por haber cerrado el receptáculo de mantenimiento. Si el laboratorio no hubiese informado que la descomposición del jugo había indicado ya que la mente no estaba en condiciones de ser reexplorada, lo más probable hubiera sido que en aquel momento yo hubiese estado firmando una cláusula según la cual me comprometía a entregar los salarios de mis próximos treinta años a Nelson Nelson.

-¿Por qué lo hiciste, Rostro Impasible? ¿Qué fue lo que te sucedió? -Estaba muerta, y no me ocurrió nada. -Sabían afirma que el cerebro no se puede haber deteriorado tan rápidamente

entre el momento en que entraste y el momento en que saliste de su mente. ¿No es así?

Ni siquiera intenté responderle. La mente estaba completamente muerta cuando salí y ya lo estaba cuando entré. En el fondo, persistía en mí la idea de que tenía algo que hacer, a pesar de que me hubiese resultado imposible probar nada. ¿Habría también telequinesis después de la muerte, al igual que había arte? No lo sabía y tampoco quería saberlo.

-Puede que la solución no se hallara en buen estado -dije después de unos momentos-, o que no la hayan renovado con suficiente frecuencia. -En última instancia, ése era el argumento de mi defensa: que Sabían me había hecho ingresar en un cerebro en mal estado, lo que provocó que yo actuase de forma irresponsable, cerrando el receptáculo en el que se encontraba el cerebro de mi cliente, en lugar de llamarle a él para que lo hiciera. Sabían estaba terriblemente enfadado porque lo que yo había hecho significaba que él no podía entrar en la mente después de que yo me hubiese ido, para intentar extraer toda la información que yo no había sido capaz de obtener y vendérsela a Phylp. No me asustaba, nadie podía ganar un pleito de ese tipo.

-La demanda de Phylp es más seria. -Más seria, pero no logrará nada. Él/ella cogió todos los fragmentos del

postmortem que pude encontrar. Los tengo todos memorizados. Yo hice el trabajo, no es culpa mía si él/ella piensa que no merece la pena. Y, además, no pueden acusarme por la muerte de una persona ya muerta.

-No es tan sencillo, Allie. -Pero es la realidad. Él/ella me acusa de haber hecho un mal contacto... -De un contacto prematuro... -...Yo la disolví y la maté por segunda vez, agravándolo con la desconexión del

receptáculo de contacto.

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-Al menos así es como se ve en la transcripción de tu informe. -Pues así fue. Pensé que Nelson Nelson se iba a sofocar. -Entre nosotros, NN, te aseguro que así fue. Eso es exactamente lo que hice. Se agachó hacia uno de los costados del escritorio que estaba enfrente de él.

Por supuesto; había estado grabando todo. Siempre estaba grabando. -¿Has visto cómo se retuerce un cuerpo muerto cuando le conectas una

corriente eléctrica? Pues una mente muerta hace lo mismo. Se necesita algo más que una simple corriente eléctrica, pero es una buena comparación. Sus neuronas trabajan tan bien, que se olvidó de que se suponía que estaba muerta y trató de usarme para volver.

-¿Podría haberlo hecho? -No lo sé, pero no funcionó: la maté. -Pero ¿qué piensas? Suspiré. -Probablemente debería haber terminado con la incorporación de algunos

elementos de su personalidad y algunas de sus ideas y recuerdos. Entonces, hubieras tenido que limpiarme en seco para deshacerte de ella.

NN elevó sus invisibles cejas. -Bueno, ésa sí que es una situación interesante. -No para mí. No me gustaría tener nada de esa mujer dentro de mí. -Me refería en cuanto a la definición legal de la existencia. Si tal cosa hubiese

ocurrido y te hubiésemos tenido que hacer un lavado, entonces la empresa hubiese sido la responsable de su segunda muerte.

-No, ya estaba muerta -dije mirándolo fijamente. -Pero si ella hubiese vuelto a la vida a través de ti; bueno, no tiene importancia,

Allie. Ahora ya sólo se trata de un ejercicio intelectual. Pero dejando todo esto de lado, Allie, dime una cosa: ¿aprendiste algo de ella?

¿De una mujer amargada que se había apartado literalmente de la vida? -Aprendí que no debía meterme dentro de una psicosis. Ya estaba en medio de

la bruma. -Pero realmente, Allie, ¿no había absolutamente nada dentro de ella?, ¿algún

comienzo, alguna visión, alguna idea final de cualquier tipo? Encendí un cigarro como para ganar tiempo antes de responder. ¿Qué edad

tenía Nelson Nelson después de todo? ¿A qué edad quería llegar? Quería decirle que si había una respuesta, no estaría en una mente muerta porque allí no se pueden hacer las preguntas correctas. Si no lo sabes aquí, tampoco podrán saberlo allí. Pero lo único que hice fue recostarme en la silla y soplar el humo hacia el techo.

-La vida es una mierda; y luego te mueres -dije. Hubo un largo momento de silencio y luego NN se rio. -Eso sí que ha estado bien, Rostro Impasible. Casi me pillas. Sólo sonreí irónicamente para que creyese que él me había pillado a mí. Por su

propio bien, lo mejor sería que pensara siempre que se trataba de una broma. Con la única finalidad de mantenerme a salvo, me sometí a un lavado apenas estuvieron solucionados los problemas legales. Sólo para estar seguro.

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Título original: Nearly departed

Traducción de Magdalena Martínez

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Segunda respuesta a

Los comemadres del doctor Moreau (Viene de la página 49)

Montgomery utilizó el conocido criterio de divisibilidad por 9. Si sumamos todos los dígitos de un número, y luego sumamos a su vez los dígitos de dicha suma, y así sucesivamente hasta tener un solo dígito, obtenemos «raíz digital» de dicho número. Si y sólo si su raíz digital es 9, el número es múltiplo de 9. Si y sólo si la raíz digital es 1, el número da de resto 1 al dividirlo por 9.

Montgomery vio enseguida que la raíz digital de 5000 no es 1, y por lo tanto no podía ser ése el número de peces del tanque en ningún momento del proceso de reproducción. No era difícil determinar los dos números con raíz digital 1 más próximos a 5000. Son 4996 y 5005? de los que 4996 es el más próximo.

* * *

Cuando en el tanque hubo 4996 peces, el doctor Moreau le pidió a Montgomery que sacara los dos tercios de los machos. Dijo que los necesitaba para un nuevo experimento.

Los comemadres macho son fáciles de reconocer. Tienen 15 aletas cada uno, mientras que las hembras sólo tienen 5. Montgomery contó el número de machos que había en el tanque, y comprobó complacido que era múltiplo de 3. Luego sacó los dos tercios de los machos, como le habían indicado.

Ahora tenemos un problema realmente bonito. ¿Cuántas aletas suman todos los peces que quedan en el tanque?

Parece imposible determinar dicho número, puesto que no sabemos cuántos machos hay. De hecho, no sabemos siquiera si los machos y las hembras nacen en números aproximadamente iguales. Sin embargo, tenemos suficiente información para resolver el problema.

Intente resolverlo antes de pasar a la página 81.

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En los desiertos del corazón Stuart H. Stock

El título de este relato sobre el dolor y sus manifestaciones está tomado de un conocido poema de W. H. Auden: «En los desiertos del corazón deja que surja la fuente restauradora.»

El edificio era enorme, blanco, aséptico; se extendía en las afueras del desierto de Arizona, como una barrera contra el yermo que había detrás.

Pagué al taxista y subí por el sendero de grava, maleta en mano. Cuando llegué ante las dobles puertas blancas, el calor, seco como un papel, ya me había exprimido el sudor del cuerpo y fue un alivio poder detenerme para recuperar el aliento.

Junto a la puerta, una placa anunciaba que me hallaba ante el Instituto de Investigaciones Neurofisiológicas Charles Martin Lawrence -el mismo Lawrence, supuse yo, que le había dado nombre a la ciudad que me había costado cinco dólares abandonar. Si las costumbres de Lawrence se parecían a las de la gente de la ciudad que llevaba su nombre, no era ningún misterio que el hombre hubiera podido permitirse construir aquel lugar.

Por otra parte, el tal Lawrence debía estar muerto. A los Institutos sólo les ponen nombres de difuntos.

Dentro, el aire acondicionado me enjugó el sudor con su frío repentino. La recepcionista de blanco uniforme parecía tan aséptica como el edificio. Cuando le expliqué quién era, me acompañó a una oficina y me dijo que los doctores no tardarían en llegar.

Intercambiamos sonrisas de plástico antes de que ella abandonara la habitación y me senté en una silla de cuero acolchada. En la pared de paneles había un cartelito que me solicitaba que no fumara. Le dediqué una sonrisa y encendí un cigarrillo.

La carta de mi hermano había sido inesperada; hacía casi diez años que no veía a Paul, y durante ese período nos habíamos puesto en contacto exactamente tres veces. Aún ignoraba qué quería de mí. No tuve tiempo de preguntármelo. La puerta se abrió, aplasté el cigarrillo en el cenicero y me puse en pie para saludar a los dos hombres que entraron.

El primero vestía un terno gris a tono con su cabello encanecido. Su porte era militarmente rígido, tanto, que supe que no podía tener un origen militar.

El segundo hombre parecía más relajado; vestía una camisa con el cuello desabrochado y una raída chaqueta de cordero marrón. También tenía algunas canas, pero el rostro era suave y franco.

Se presentó como el doctor Abrams, y nos dimos la mano. El otro hombre me saludó con indiferencia, y se identificó como el doctor Styers.

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-Su hermano me pide que lo disculpe por no haber venido -me dijo Abrams cuando se sentó-. Lamentablemente, todavía lo están preparando para la operación.

-¿Por qué es lamentable y de qué operación me habla? Al parecer, no había oído la primera parte de mi pregunta. -¿Quiere usted decir que Paul no se lo explicó? Negué con la cabeza. Abrams miró a Styers, pero el rostro de éste no mostró expresión alguna. -Resultará difícil de explicar a alguien que carece de la formación adecuada.

Señor Faulkner, ¿sabe usted algo del sistema nervioso? -Muy poco. -Bien. No lo sé, pero... -Escuche, doctor, estoy muy cansado como para quedarme aquí sentado mien-

tras usted se decide y su amigo se comporta como si fuera el único que está en esta habitación. Le agradecería que hablara claro; de lo contrario, quizá pueda indicarme cómo conseguir un taxi para volver a la ciudad.

Supuse que Styers se enfadaría, pero el hombre se relajó un poco, y sus labios ensayaron una ligera sonrisa.

Abrams también sonrió, pero con más sinceridad. -Supongo que nos lo tenemos merecida -sentenció al tiempo que sacudía la

cabeza como para aclararse las ideas-. Pues bien, verá. Yo soy psicólogo, su hermano también y el doctor Styers es neurocirujano; pero también somos lo que la gente suele denominar humorísticamente «dolorólogos». Estudiamos el dolor.

Echó un vistazo a Styers en busca de apoyo, pero éste había vuelto a adoptar su aire indiferente.

Abrams frunció el ceño y prosiguió: -Charles Lawrence hizo fortuna en la industria de los plásticos, pero estaba...

¿cómo decirlo?... maldito. Era víctima de una artritis reumática, que con la edad se fue haciendo progresivamente más dolorosa. Lo peor de su caso era que padecía también lo que se conoce como neuralgia del nervio trigémino, o tic doloureau.

-Nunca lo había oído. -Tiene usted suerte. Poco se sabe sobre la enfermedad y no existe una cura

verdadera. La cabeza llega a sensibilizarse tanto que afeitarse o cepillarse los dientes puede ser torturante; unos dolores como de agujas surcan toda la cabeza... O bien el dolor puede presentarse sin motivo alguno. Sólo se calma tomando grandes dosis de narcóticos o cortando el nervio, cosa que hasta hace poco resultaba extremadamente peligrosa.

»Lawrence tenía demasiadas responsabilidades como para malgastar su tiempo obnubilado por las drogas, de modo que se aguantaba el dolor. Murió hace diez años, a los cincuenta y ocho.

Los ojos de Abrams se enternecieron, como si estuviera sintiendo el dolor de Lawrence.

-Lo conocí hacia el final -dijo-. Un hombre brillante como no hay dos... O muy infeliz, según se mire. En su testamento mandó construir este centro para investigar los desórdenes neurológicos, pero principalmente el mecanismo del dolor.

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»Hace poco, hemos logrado realizar ciertos avances. Hemos descubierto que es posible anular la respuesta del dolor aplicando estímulos eléctricos en la columna vertebral.

-Doctor, me parece que ya he leído algo sobre eso, pero ¿qué tiene que ver con Paul?

Abrams sonrió. -Hasta ahora, esta anulación del dolor se obtenía implantando en la médula

espinal un dispositivo parecido a un receptor de radio. Cuando el paciente siente dolor, utiliza otro dispositivo, del tamaño de un transistor de radio, para enviar unos impulsos al injerto, que a su vez anula el dolor.

»Pero el dispositivo sólo funciona en la zona específica de dolor en la que se lo ha implantado y, en su conjunto, resulta un sistema burdo y poco eficaz. Hemos logrado concebir un dispositivo que puede implantarse justo debajo de la base del cerebro, se alimenta de la leve corriente eléctrica del propio cuerpo, y puede controlar todo tipo de dolor. El objetivo que Charles Lawrence quería que alcanzásemos.

-Y Paul hará de conejillo de Indias -dije. Se sorprendió de que lo adivinase. -Efectivamente. Lo hemos probado en anímales, claro está, pero es muy

limitado lo que podemos aprender de ellos. Paul se ofreció como voluntario, aunque el doctor Styers o yo mismo hubiéramos aceptado de buen grado. Pero desde el punto de vista de la edad y de la condición física, Paul es el más indicado. Además, se rehusó a que pidiéramos otros voluntarios.

No dudaba de la sinceridad de Abrams, pero la de Styers me daba que pensar. En cuanto a Paul, era muy propio de él asumir todos los riesgos.

-Una cosa, doctor -dije-. Tengo entendido que el dolor es una parte vital del sistema de alarma del cuerpo. ¿No sería peligroso eliminarlo?

Abrams asintió. -Lo hemos tenido en cuenta. El injerto actuará como válvula de seguridad. No

se perderán las sensaciones normales y se seguirá sintiendo el dolor en cantidades pequeñas. Pero a partir de cierto punto, el injerto eliminará el dolor y Paul sólo sentirá un desagradable cosquilleo que constituirá la advertencia normal.

Me quedé callado pensando en lo que Abrams había dicho. Entonces, para nuestra sorpresa, Styers habló.

-Hay dos cosas que el doctor Abrams ha olvidado mencionar, señor Faulkner -su voz sonó firme, llena de seguridad-. Sabrá usted que el cuerpo suele compensar las incapacidades. Un ciego tiene muy buen oído, un sordo tiene la vista muy aguda. También es posible que al alterar el sentido del tacto en Paul se produzca una potenciación de sus demás sentidos. Eso sería positivo.

Hizo una pausa y, como un matiz de calculada amenaza en el tono, agregó: -Pero la operación será larga y delicada. Emplearemos nuevas técnicas. Yo

mismo la llevaré a cabo y, por supuesto, contamos con el mejor equipo y el mejor personal. Pero no puedo garantizarle que su hermano no salga del quirófano paralítico, muerto, o algo aún peor... con capacidades mentales disminuidas.

-¿Quiere usted decir que podría quedar convertido en un vegetal? -inquirí pausadamente.

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-Sí -repuso Abrams con amabilidad, antes de que lo hiciese Styers-. ¿Cómo se siente usted al respecto?

-Pues muy bien -repuse. La expresión de Abrams apenas cambió, pero se inclinó hacia adelante, como

para mirarse mejor, y me dijo: -Tiene usted una actitud poco usual, señor Faulkner. -Ya me lo han dicho otras veces. -Sí, ya me lo imagino. Bueno, iré a ver si Paul está listo para verlo. -Se puso de

pie y salió de la habitación. Styers volvió a exhibir su media sonrisa, la misma que le había visto antes. -No siente usted demasiada simpatía por su hermano, ¿eh? -¿Acaso hay quien la sienta? Se encogió de hombros y repuso: -No lo sé... en realidad me trae sin cuidado. El Instituto me paga mucho dinero

para hacer lo que quiero. Si el proyecto sale adelante, quizá pueda hacer más cosas de las que me apetece... no sé si me entiende.

-Claro que le entiendo -repuse. Miró a su alrededor, como si temiera que lo oyesen, y me comentó: -Creo que usted y yo llegaremos a entendernos. -No cuente con ello -respondí y poniéndome en pie, inquirí-: ¿Puedo ver a

Paul? Volvió a encogerse de hombros. Yo no merecía que me dedicara su tiempo, de

modo que volvió a adoptar su expresión apática y me condujo por una sucesión de interminables pasillos blancos hasta que llegamos a la habitación de Paul.

Abrió una mujer que, obviamente, no era enfermera. Tenía el pelo oscuro, ojos grises y una especie de intensidad que supuse atraería a mi hermano.

Por un momento, nuestras miradas se enfrentaron; en la suya había preocupación y un aire retador, pero me esforcé por pasarlo por alto.

Paul se encontraba sentado en el borde de la cama. Estaba pelado como una bola de billar, y aunque habían pasado diez años, no había manera de confundir esos rasgos fuertes, uniformes; más de una vez nos habían dicho que podíamos pasar por gemelos, si no hubiera sido porque Paul era rubio y yo moreno. Peculiaridades de la vida.

Paul se incorporó y me agarró de la mano antes de que lograse ofrecérsela. -Hola, Mark -dijo-. ¿Cómo estás? -Nada mal -repuse-. Y, al parecer, a ti tampoco te va nada mal -agregué,

mirando a la mujer, que se había colocado a los pies de la cama. Paul se sonrojó. -Por supuesto que no -dijo, tendiendo la mano; la chica se adelantó y la cogió-,

Mark, ésta es mi novia, Lisa Shepard -me presentó mirándola a ella y no a mí. Nos estrechamos la mano y dijimos lo normal en estas circunstancias, pero

noté por la presión de su mano que yo le inspiraba una cierta preocupación. Nos quedamos allí, tontamente, sin saber dónde colocarnos, por lo que tomé la

iniciativa y dije: -Me gustaría quedarme a solas con Paul.

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Styers, que estaba junto a la puerta, se marchó inmediatamente. Lisa se hizo la remolona, pero Abrams la instó lentamente a que saliera.

Me senté en la cama y saqué los cigarrillos. -Se supone que no debes fumar aquí dentro -me advirtió Paul. Encendí un cigarrillo y me quedé mirándolo con insistencia. Se dio la vuelta

abruptamente y fue hacia la ventana, descorrió las pesadas cortinas y ante mí se reveló una escena desértica que se parecía al interior de un terrario.

-Explícame -le dije- por qué quisiste que viniera. Su voz me llegó como a la deriva. -Eres mi único pariente vivo. Si algo ocurriera, lo correcto sería que estuvieras

aquí. -Nada ocurrirá. Entonces me miró, lleno de sospechas. -¿Qué quieres decir? -A la gente como tú no le pasan cosas -respondí, casi sonriendo-. Tú sólo

puedes tener éxito. Avanzas laboriosamente por la vida como si estuviera hecha a tu medida. Siempre sabes adónde vas y siempre consigues lo que quieres.

-¿No lo dirás en serio? -¿Por qué no? Si no es cierto, al menos lo parece, y eso hace que sea cierto,

¿no? Paul meneó la cabeza y dijo: -No has cambiado. -No mucho -de pronto, me sentí incómodo-. ¿Cuándo será la operación? Su rostro se ensombreció ante la incertidumbre de lo que podría ocurrirle y de

lo que haría conmigo. -Mañana por la mañana -repuso, recuperando la ecuanimidad-. Puedes irte

ahora mismo. No tienes por qué quedarte. No me dijo «vete de aquí» ni «al infierno contigo».

-Cielos, ahora no podría irme, no estaría bien -repliqué.

* * *

Mi hermano siempre había sido un gran tipo, de esos que se hacen la cama, hacen los deberes temprano y siempre son amables. En la escuela siempre había sido el primero, en calificaciones, en deportes, en popularidad, en todo.

Un día, cuando éramos pequeños, robamos un coche de juguete de una tienda de baratijas del barrio, y el dueño nos pescó en la puerta. Como Paul era el mayor, insistió en declararse culpable. El dueño, impresionado por el sentido de la responsabilidad de Paul, nos dejó marchar después de darnos un sermón. Por no sé qué motivos, recuerdo que me sentí vagamente defraudado.

No intenté ser lo opuesto de Paul, simplemente se había dado así. Mi padre, diácono de la iglesia local, no paraba de pedirme que fuera más como Paul, y mi madre se preguntaba constantemente (y en voz alta) por qué no la hacía yo feliz como Paul. Hubo una época en que la cosa llegó a preocuparme incluso a mí.

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En la escuela me expedientaron tres veces. En dos ocasiones, la policía me devolvió a mi avergonzada familia después de haberme recogido en uno de los sitios más deshonrosos de la ciudad. Se produjeron otros incidentes, pero con el tiempo dejé de preocuparme.

No sé si actuaba como lo hacía porque mis padres preferían a Paul, o si ellos preferían a Paul por mi forma de actuar. Pero ya no importaba. Es sorprendente lo rápido que se aprende a vivir sin amor cuando se sabe que no lo conseguirás.

Cuando por fin logré graduarme en la escuela secundaria, Paul ya había obtenido una beca para especializarse en neurofisiología en la universidad. Me pasé una noche intentando hacer que me comprendiera. Pero acabamos peleando, y al día siguiente, me marché para siempre.

La carta en la que me anunciaba la muerte de nuestra madre me pescó en Japón. En Australia recibí otra en la que me avisaba que papá se había ido. Pasaron cuatro años antes de que recibiera la tercera, en Bolivia. En ella había un tono misterioso, asustado, impropio de mi hermano. Me intrigó. Por eso decidí volver.

Esperamos cerca del quirófano, en una sala que el considerado de Charles Lawrence había dispuesto para los parientes de sus víctimas. Lisa leía a ratos y a ratos miraba por la ventana. De vez en cuando, yo levantaba la vista de la revista para mirarla, y finalmente me pescó.

-¿Qué estás mirando? -inquirió. Había llegado a un punto en que la ansiedad iba a desbordarla y necesitaba a alguien en quien descargar el exceso. Y como yo era el único disponible, tendría que conformarse.

-Una revista -contesté. -Muy gracioso. Simplemente histérico. Paul me habló de ti, ¿sabes? Trató de

justificarte, porque él es así, pero no engañas a nadie. Me sentí como un niño al que riñe la maestra. -No intento engañar a nadie -dije. Meneó la cabeza, rechazando mis palabras. -No das un rábano por nada ni nadie que no seas tú, ¿verdad? Ni siquiera te

importa que tu hermano acabe paralizado o muerto. No te asusta ni te preocupa. Ni siquiera te hace feliz.

Caminó a mi alrededor, con los puños cerrados; esperaba que su ira me afectara. No le bastaba con sus propios temores por la vida de Paul, necesitaba también los míos. Pero yo no tenía nada que darle.

-¿Qué te hace pensar que no soy feliz? -le pregunté. Levantó el brazo como para pegarme, y luego salió de la habitación hecha una

tromba. No volví a verla hasta que Abrams me llamó a la sala de recuperación. Cuando entré, ella apartó la vista, pero no me di por aludido.

Paul se veía pequeño y débil en medio de todos aquellos tubos y alambres de hospital. Estaba inconsciente, pero en el rostro tenía una sonrisa. Podría haber sido la sonrisa de un pacífico o de un idiota. Al menos estaba vivo.

Después de aquello, no lo vimos demasiado. Dormía mucho y cuando estaba despierto, decía cosas sin demasiado sentido. Styers dijo que se debía a las drogas que le administraban.

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Evitaba encontrarme con Lisa; en cuanto a Styers y Abrams tenía muy poco que decirles. Intenté hacer amistad con alguna de las enfermeras del Instituto, sin éxito, claro, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en mi cuarto o paseando por el desierto.

Por fin, le permitieron a Paul levantarse, y Styers comentó que al cabo de unos días comenzarían a efectuar las pruebas del injerto, pero Paul decidió que su último día como paciente exigía algún tipo de reunión.

-¿Cómo se encuentra? -inquirí, cuando Abrams vino a recogerme. Se mostró ligeramente sorprendido por mi preocupación. -Muy bien. Casi no se nota que ha pasado por una operación difícil. Claro que

hasta dentro de un tiempo no sabremos cómo funciona el injerto. -Claro -repuse yo. Paul estaba sentado en la cama, hablando con Styers y con Lisa. Se le veía

bien, menos tenso, más animado. Todavía llevaba vendajes en la cabeza, pero se los habían cambiado y estaban limpios. En toda la habitación había una sensación de frescura, la frescura de los nuevos comienzos.

Paul sonrió al verme. -Hola, Mark -me saludó, y extendiéndome la mano me preguntó-: ¿No vas a

felicitarme? Entonces le di un bofetón en la cara. Cuando se abofetea a alguien, la cabeza de esa persona normalmente se sacude

ligeramente, no sólo por la fuerza del golpe, sino como acto reflejo; no es otra cosa que la forma que tiene el cuerpo de apartarse del dolor.

La cabeza de Paul apenas se movió. Se quedó allí sentado, mirándome inexpresivamente. Se veían las marcas rojas de los dedos, donde le había dado el bofetón.

-Vaya -dije tranquilamente-. Funciona. Se produjo un silencio helado, lleno de asombro. Hasta Styers parecía

asombrado. -Mark, ha sido una tontería de tu parte -dijo Paul. Sin enfadarse, pero con un

tono dolido y reprobatorio. De repente, me sentí avergonzado y lleno de rabia. Iba a contestarle, pero

Abrams me puso una mano sobre el hombro y me apretó de tal manera que di un respingo.

-John -le dijo a Styers-. Será mejor que sometas a Paul a una minuciosa revisión. Mark, le agradeceré que me acompañe. Lisa, por favor, quédese con Paul.

Me sacó de allí antes de que yo pudiera hacer nada. Lo último que vi fue la cara de Paul: continuaba sin expresión alguna, pero en sus ojos había algo ardiente que no sabía cómo denominar.

Abrams me llevó hasta su oficina, como un policía que empuja al prisionero para meterlo en la cárcel; así me empujó para que me sentase en una silla. No sé por qué motivos no me resistí.

Se irguió ante mí y, aunque no era un hombre grande, en su ira me pareció un gigante. Pensé en mi padre.

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-Ya está bien, hijo de puta -me dijo-; déme una buena razón para no sacarle de aquí a patadas.

-No puedo. -Me alegro, porque sería demasiado fácil dejarle ir. Su problema es que tiene

un hermano humanitario, y con eso quiero decir que es un hombre que se preocupa por los demás como para sacrificarse. Y no sé por qué motivo, no puede soportarlo.

-Vamos, doctor, adelante, analíceme. Me encanta. -No me cabe duda. Pero no tengo ningún interés en jugar. De ahora en

adelante, se comportará como es debido. -Supone usted que pienso quedarme. -Se quedará. Ha venido para obtener algo de su hermano, y se quedará hasta

que lo consiga. Me puse en pie. -Posiblemente esté esperando ver a mi querido hermano fracasar por completo. -Si eso es lo que quiere creer... -me dijo y salió de la habitación.

* * *

Styers me dijo que Paul estaba bien. Su actitud era levemente regañona, aunque, a mi entender, su preocupación se parecía más a la del criador cuyo toro premiado ha sido incomodado.

Paul pasó por alto el incidente y, más tarde, me enteré de que le había pedido a los demás que lo olvidaran. Como de costumbre, la paciencia que manifestaba mi hermano me resultó extrañamente frustrante.

Las pruebas del injerto comenzaron con una batería de exámenes físicos de tipo estándar. Abrams llevó a cabo una serie de pruebas psicológicas que Paul pasó con una estabilidad perturbadora.

Al parecer, el injerto funcionaba a la perfección. El cuerpo de Paul se convirtió en una masa de morados, ampollas y cortes en los lugares en los que Styers y sus asistentes lo golpeaban, lo quemaban o lo cortaban. Lo sometieron a unas pruebas tan minuciosas que empecé a imaginar que yo sentía el dolor que en él no hacía mella. Pero Paul sólo notaba la sensación de cosquilleo.

El único problema que se presentaba era que no había manera de probar los límites de la inmunidad de Paul, puesto que no podían infligirle ningún daño real. Me ofrecí a romperle un brazo, si servía de algo, pero lo único que obtuve por mi esfuerzo fue una risa forzada de Paul y un par de miradas severas de Abrams y Lisa.

La única decepción de Styers era que su teoría de la compensación sensorial no resultó cierta, puesto que los demás sentidos de Paul no mejoraron en nada. Paul y Abrams estaban sorprendidos, pero Styers le restó importancia. No era el tipo de persona que hiciera resaltar el hecho de que se había equivocado.

Como era natural, Paul siguió manteniendo el entusiasmo por su trabajo de alfiletero humano y por los resultados de la prueba en general. Pero, de tanto en tanto, fruncía el entrecejo y un temblor le recorría el cuerpo. No estaba yo seguro de que

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hubiese alguien más que lo notara, pero tenía la certeza de que no le había dicho nada a nadie.

Sentí que mi hermano me estaba evitando. Siempre se mostraba agradable, pero en mi presencia se le notaba incómodo, y yo no tenía ningún deseo de imponerle mi presencia.

Lisa no se separaba de su lado, y supuse que se alegraba de que lo peor hubiese pasado. Incluso ya me hablaba, aunque nuestras conversaciones se limitaban a los «buenos días» y al «pásame la sal».

A pesar mío, me había llegado a interesar por el trabajo, incluso llegué a ayudar cuando hacía falta un par de manos extra. Y me esmeré por mantenerme alejado de todo el mundo. Procuré portarme bien.

* * *

Estaba acostado en la cama, en mi cuarto, fumando un cigarrillo sin escuchar la música de la radio, cuando alguien llamó a mi puerta. Era Paul.

-¿Puedo entrar? -inquirió. Me senté en la cama y respondí: -Claro. -Acto seguido, apagué la radio. Se sentó junto a mí. Así, tan cerca uno

del otro, el cuarto pareció de repente más pequeño, sin aire. -Hace tiempo que quiero hablarte -dijo-. Supongo que ya sabrás que

últimamente he procurado evitarte. -Ya lo sé. Me echó una rápida mirada, como esperando más, pero cuando notó que no

diría nada, prosiguió: -Quería pedirte disculpas. Lo cierto es que no has facilitado las cosas. El

proyecto significa mucho para la gente de aquí, y tu comportamiento no ha ayudado. Yo te conozco, por eso no me importa mucho. Pero los demás... a veces llegas a ser tan...

-¿Ofensivo? Sonrió apesadumbrado. -Iba a decir imprevisible. -Hizo una pausa y agregó-: Papá solía hacer eso...

quiero decir que solía adelantarse a los pensamientos ajenos. Se echó hacia atrás, y se relajó. -Siempre le admiré en ese aspecto... por la forma en que podía adivinar lo que

la gente pensaba. Además, siempre acertaba. No sólo en las palabras, sino en todo. »Recuerdo cuando murió mamá -prosiguió; su voz estaba cargada de pasado,

ya no me prestaba atención-. Se apagó una noche, mientras le sostenía la mano a papá. Recuerdo que le pregunté: «Y ahora ¿qué hacemos?», y él me dijo: «No olvidarla nunca; la enterraremos, no miraremos atrás, pero no la olvidaremos nunca.» Y también tuvo razón en eso. Era un hombre admirable.

Aplasté el cigarrillo en el cenicero de la mesita de noche. -Era un santo de yeso -le dije. -¿Cómo dices? -inquirió Paul levantando la cabeza de golpe.

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-Dije que era un santo de yeso. Eso de decir la frase justa le salía como algo natural, pero no hay nada que sea así de fácil. No siempre estaba en lo cierto. Simplemente creía que estaba en lo cierto... y tenía un extraño talento para convencer a los demás de que así era.

Paul se puso de pie meneando la cabeza. -Jamás te entenderé -dijo; su voz estaba llena de ira... y de algo más-. Es como

si sus muertes no hubieran significado nada para ti. A veces pienso que mi muerte tampoco significaría nada para ti.

-No seas tonto -repuse, buscando mis cigarrillos-. Jamás te olvidaría; te enterraría, no volvería a mirar atrás, pero jamás te olvidaría.

Cuando levanté la vista, se había ido.

* * *

Paul se mostraba cortés conmigo, pero nada más. Aún no lograba precisar por qué me quedaba, pero sospeché que Abrams tenía razón. Quería algo de Paul. Sólo me faltaba averiguar qué era.

Unos días después, mientras daba una vuelta, entré en una de las salas de pruebas. Había una consola de controles con un espejo de los que permiten ver pero no ser visto que daba a la sala contigua, en la que Paul estaba sentado en uno de esos sillones científicos de barbero que ya me había habituado a ver. Intentarían hacerse a la idea del alcance de su inmunidad, sometiéndolo a descargas eléctricas de creciente voltaje, sin llegar a producirle un daño físico.

Abrams me examinó de arriba abajo sin inmutarse. Styers sonrió débilmente y siguió conversando con su asistente, que no me prestó ninguna atención. Escogí un lugar, en el fondo, y hacia allí me fui.

Styers habló por un micrófono de la consola y preguntó: -¿Estás listo, Paul? La voz de Paul nos llegó a través del altavoz de la pared: -Adelante. -Bien -dijo Styers-. Cuando veas encenderse la luz, dinos lo que sientes. -Le

hizo una señal con la cabeza al asistente y éste giró un dial y pulsó un botón. Yo no alcanzaba a ver la luz, pero un segundo después Paul comentó: -Normal. Styers volvió a hacer una señal con la cabeza, el asistente volvió a fijar el dial y

pulsó el botón. La respuesta de Paul fue la misma. Styers murmuró algo a su asistente, y luego se me acercó sonriente para preguntarme:

-¿Le divierte la tortura? -El único que se ríe es usted -repuse-. ¿No tiene que controlar las cosas? -Abrams puede encargarse de ello. Además, todo marcha tan bien que no veo

por qué no deba sonreír. -¿Cuándo habrán terminado? -pregunté-. ¿Cuándo lo escriben, lo anuncian o lo

que haga falta?

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-Cuando esté satisfecho -me contestó-. Cuanto más tardemos en concluir el proyecto, mejor para todos.

Supuse que quería decir que mejor para él, pero me callé. El asistente se volvió y preguntó: -Doctor Styers, estamos en el límite. -Muy bien -dijo, dirigiéndose a Abrams-. Howard, ¿quieres traer a Paul?

Querrá ver los resultados. -Abrams asintió y salió. -Suponga que ocurre algo -dije yo. Styers me miró con severidad. -¿Qué insinúa? ¿Qué podría pasar? -No lo sé, por eso lo pregunto. Su buen humor se esfumó. -No sé a qué se refiere, pero si piensa interferir... Entraron Paul y Abrams. -No pienso en nada -repuse-. Era pura curiosidad. -Pasé junto a Paul y salí de la

habitación. Pero antes de que lograra alejarme, sentí que una mano me aferraba por el hombro. Esperaba ver a Styers o a Abrams, pero era Paul.

-¿Qué le has dicho a Styers? -exigió más que preguntó. -Le he hecho una pregunta -repuse, e intenté irme, pero Paul no me lo permitió. -No dejaré que molestes a mis amigos -su tono era formal, como si con eso

pudiera controlar la ira. Pensé en contarle lo de su «amigo» Styers, pero me mordía la lengua. -No me importa lo que me dejes o no me dejes hacer. Además, no estaba

molestando a nadie. Mi voz había adquirido un tono lastimero, me sentía como cuando mi padre me

reñía por haberme metido en líos. Y me puse como loco. Aparté la mano de Paul, y ese simple ademán bastó para que la rabia lo

abandonara. Se echó hacia atrás y levantó las manos para defenderse. -No quería... -comenzó a decir; entonces, se puso muy pálido y se balanceó

como si fuera a desmayarse. Di un paso al frente para sujetarlo, pero seguramente el mareo se le había

pasado porque volvió a erguirse, aunque todavía tenía los ojos muy abiertos y vidriosos.

-¿Quieres que llame a Styers? -inquirí. Negó con la cabeza. -Estoy bien -me dijo. Al pasar junto a mí me rozó y noté la tensión de su

cuerpo: igual que un alambre de acero estirado al límite máximo, la tensión iba aumentando lentamente cada instante.

Durante el desayuno, Styers nos arengó con los resultados de las pruebas. Lisa y Abrams escuchaban amablemente y yo me dediqué a la comida que tenía en el plato. Paul leía absorto el periódico de la mañana.

El estruendo de platos me hizo dar un brinco. Paul se había levantado con tanta violencia que había lanzado al suelo los platos. Arrojó el periódico plegado al extremo opuesto de la habitación, a punto estuvo de darle a Styers, y salió hecho una furia.

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Abrams fue tras él y Lisa se disponía a hacer lo mismo, pero Styers la retuvo. Me levanté y fui tras ellos; los encontré pasillo abajo.

Paul estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared, respirando rápidamente. En sus ojos había una furia que nunca había visto. Abrams intentaba calmarlo.

-¿Qué diablos ha ocurrido? -inquirí. Su ira se había apaciguado un poco. -El periódico -repuso con una mueca-. ¿Has visto qué basura? En cada página,

lo mismo, guerras, crímenes, hambre, pobreza, enfermedades. -En su rostro se produjo una fea mezcla de rabia e incredulidad-. Ha sido horrible, horrible...

-Los periódicos siempre han estado llenos de esas cosas desde que la vida salió arrastrándose de los mares -lo apaciguó Abrams-, No es nada nuevo.

Paul se lo quedó mirando como si le hubiera mentido. -Ya lo sé -asintió débilmente-. Ya lo sé, Pero habría que hacer algo -dijo, y se

cogió la cabeza con las dos manos. -Sí -dije yo, mirando a Abrams-, habría que hacer algo.

* * *

Paul se disculpó. Dijo que se debía al cansancio... pero Abrams me pidió que lo vigilase.

Yo me eché a reír. -¿No cree usted que soy la última persona que podría hacer de guardián

fraterno? ¿Por qué no se lo pide a Lisa? -A ella no tengo que pedírselo. Además, así tendrá algo de qué ocuparse. Sentí que se me trataba con condescendencia. -¿Qué es lo que va mal? -inquirí. -No lo sé. Paul se encuentra bien físicamente, y aparte de la reciente explosión,

parece calmado. Quizá se deba a la presión del trabajo, por eso le recomendaré que se lo tome con calma.

Pero Paul se resistió a la sugerencia. Finalmente cedió y consintió en tomarse la tarde libre siempre que Abrams le notificara el inicio de la evaluación de los resultados finales.

El tejado del Instituto había sido diseñado para que sirviera de solario. En las últimas horas de la tarde, cuando el sol ya no caía a plomo sobre el desierto, resultaba bastante agradable. Paul nos pidió a Lisa y a mí que subiéramos a jugar a las cartas. Arriba había un teléfono al que Abrams podía llamarlo. Accedí de mala gana.

Paul no se concentraba en el juego. Estaba nervioso, el cable de acero que llevaba en su interior parecía tensado y a punto de romperse.

Se observaba la mano. Hacía rato que una mosca andaba revoloteando por ahí, posándose en mi mano y en la mejilla. Posiblemente, la tensión de Paul fuera contagiosa, porque cuando la mosca se posó sobre la mesa, levanté la mano para aplastarla de un golpe. Paul hizo un rápido ademán y me cogió la mano.

-No lo hagas -me ordenó con voz apagada-. La matarás.

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-Ya lo sé -repuse, apartando la mano; la mosca ya se había ido. El rostro de Paul parecía agotado, los ojos comenzaban a nublársele. Al sonar el teléfono salió del trance.

-Es Styers -dijo-, me necesita, pero ya volveré. -Logró sonreír débilmente a Lisa y se fue.

-¿A qué venía todo eso? -me preguntó la chica después de un momento. De repente me di cuenta de que era la primera vez que nos quedábamos solos después de la operación.

-¿Eso, qué? -Lo de la mosca. -¿Qué mosca? Dio un respingo y volvió a formular la pregunta: -¿Crees que a Paul le pasa algo? -¿Le pasa algo? Se puso en pie y se dirigió a la barandilla que rodeaba el solario y se quedó

mirando el desierto. -No dejas que nada supere el muro que has levantado, ¿eh? -Quizá tenga mis motivos. Al parecer no me escuchó, porque se volvió para mirarme a la cara y me dijo: -Hay algo que no funciona, y sé que tú también lo ves. Me dirigí a la barandilla; evité mirar a Lisa porque sabía que sus palabras

encerraban la verdad. A lo lejos logré divisar las olas de calor que se elevaban de la ciudad de Lawrence. Entre la ciudad y el Instituto sólo estaba el desierto, y unas cuantas zonas rocosas, con maleza achaparrada, que servían de punto de conexión.

-Si crees que hay algo que no funciona, díselo a Styers o a Abrams. O pregúntaselo a Paul.

-No me dirá nada, y los otros no pueden verlo. En las pruebas no aparece, es algo que lleva en los ojos, en la forma en que habla...

Se interrumpió abruptamente. Me volví y vi a Paul; su rostro estaba descompuesto por la ira. No cesaba de mirarnos, como si intentara descifrar alguna cosa. Antes de que pudiera yo reaccionar, me golpeó literalmente levantándome en el aire. Se disponía a cargar otra vez contra mí; luché por ponerme de rodillas, dispuesto a recibir el ataque.

Se detuvo a medio camino, el rostro blanco, agónico; giró como un trompo y corrió escaleras abajo.

Lisa se arrodilló junto a mí y me preguntó: -¿Te encuentras bien? Tragué saliva. -Sí -repuse, con un hilo de voz, al tiempo que intentaba limpiarme la sangre

que me bajaba en un hilillo por la cara.

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* * *

El asistente de Styers me curó la herida. Luego di un largo paseo hasta Lawrence; quería estar a solas, beberme una copa, pensar. Cuando regresé al Instituto era tarde.

Todo estaba en silencio, comatoso... La enfermera de la recepción apenas notó mi presencia. Recorrí los pasillos vacíos, sin saber qué hacer.

Recordé que Abrams había dicho que yo quería algo de Paul. Sus palabras tenían un cierto grado de verdad que no podía borrárseme; sin embargo, no podía deshacerme de la sensación de que, desde el principio, Paul también había querido algo de mí.

Me encontraba ante su puerta. Supuse que estaría dormido, de modo que me dispuse a marcharme. Entonces oí un sonido amortiguado, como un gemido. Impulsivamente, abrí la puerta de par en par.

Paul estaba tendido en la cama, boca abajo; me llegó su llanto callado, como la endecha para un muerto. No pareció notar mi presencia.

Junto a él, en el suelo, había un libro abierto. Cuando lo recogí, advertí que se trataba de una edición cara, encuadernada en piel, de las Tragedias de Shakespeare. En la guarda figuraba una inscripción que me cuidé mucho de no leer.

Me fijé en qué página había quedado abierto y vi que Paul había estado leyendo El rey Lear, las últimas páginas estaban mojadas con sus lágrimas.

Paul sollozó varias veces. Me quedé allí unos cuantos segundos, mirándolo. Luego volví a colocar el libro en el suelo, me fui a mi habitación y procuré dormirme.

* * *

En la pesadilla se producía una explosión y una inundación de luz. Entonces me di cuenta de que la luz y el sonido eran reales. Había alguien en mi habitación.

Durante un instante no logré ver claramente, pero sabía que era Paul. Todavía llevaba el pijama, tenía los ojos rojos e hinchados, la cara le brillaba de sudor, el pecho agitado. Lanzó algo sobre la cama.

Era una pistola. Se quedó allí parado, temblando, como si una especie de fiebre terrible se

hubiera apoderado de su cuerpo. Salté de la cama y lo miré, confundido. Entonces, de repente, lo entendí.

Enmudecí por un instante, sorprendido por la locura de aquello; una ola de puro terror me cubrió entero.

-Espera -le dije-. Espera, iré a buscar a Abrams. -Maldito seas -masculló-, ¡Maldito seas! -Cogió la silla que había junto a la

puerta y vino hacia mí, maldiciendo como un loco. Intenté apartarme de su camino y caí sobre la cama. Levantó la silla y se disponía ya a lanzármela cuando a tientas busqué el revólver, al tiempo que observaba cómo me iba cayendo la silla sobre la cara...

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Le disparé dos veces. Dentro de la pequeña habitación, la explosión resultó ensordecedora.

La silla cayó a un lado y Paul se desplomó sobre mí. Me quedé allí tirado durante un momento, aprisionado por el cuerpo de mi hermano, envuelto en sus brazos. Inspiré profundamente y lo aparté; su cuerpo se deslizó hasta tocar el suelo. Noté que en el pasillo comenzaba a amontonarse la gente. En la confusión, reconocí a Abrams.

-Deshágase de toda esa gente -le dije. Me toqué el pecho y noté la humedad de la sangre; me miré la mano para verla, al tiempo que Abrams apartaba a la gente a través de la mancha roja que tenía ante mis ojos. Sólo quedaron Abrams, Styers y Lisa.

Styers se arrodilló sobre el cuerpo y dijo: -Dios mío, Faulkner, ¿sabe lo que ha hecho? Está... -¡Cállese! -grité. Me di cuenta de que aún empuñaba el arma. La deposité

cuidadosamente encima de la cama-. Paul intentó matarme. Abrams me miraba con incredulidad. -¿De dónde sacaría Paul un revólver? -Es mío -repuso Styers-. Lo guardo en mi oficina, pero cualquiera podría

haberlo encontrado. Vi sus rostros acusadores y me eché a reír. -Todavía no lo entienden, ¿verdad? Me sentía desapegado de todo, casi clínico, pero aun así, lograba oír en mi voz

el tono enloquecido. -Fue la teoría de la compensación. Si quitamos un sentido, el cuerpo busca

cómo compensarlo. Tenían ustedes razón, pero buscaban en el sitio equivocado. El cuerpo de Paul sabía que el dolor es una parte demasiado vital de cualquier ser humano, sin él no se puede vivir. Por eso compensó la pérdida con dolor emocional, con ansiedad, melancolía, preocupación... con una angustia mental paralizante, interminable, pura.

Styers parecía confundido, pero Abrams comenzaba ya a asentir con la cabeza. El rostro de Lisa estaba pálido; sabía que me comprendía.

-Todo el daño, las pequeñas desdichas que damos por sentadas, las pequeñas muertes que sufrimos cada día y con las que aprendemos a convivir, aumentaron en Paul un millón de veces. No soportaba ver que nada ni nadie fuera herido... ni siquiera una mosca. Si herían a la gente que él quería, era como si lo hirieran a él. Por eso me atacó; creyó que estaba hiriendo a Lisa. Cuando notó lo que ocurría, salió corriendo. Pero esta noche no resistió más. No sé qué tiene El rey Lear, pero golpeó a Paul con tanta fuerza que lo hizo llorar.

-Un momento -me interrumpió Styers-. Si lo que dice es verdad, ¿por qué Paul no dijo nada?

-¿Cómo hacerlo? Temía que se molestaran, y eso significaría un daño para ustedes, y si dañaba a alguien, se hacía daño a sí mismo... y ese daño era para él un millón de veces peor que para ninguna otra persona. Cuando ya no pudo soportarlo, encontró una solución... pero él no podía hacerlo. Eso le causaría dolor, un dolor tan horrible que ni siquiera se atrevía a imaginarlo. Tenía que encontrar la forma de que

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le causara menos dolor, por eso acudió a la persona que él sabía que no le importaría...

De pronto, sentí la boca reseca, la garganta me ardía, pero me obligué a seguir hablando.

-...que no le importaría lo que le ocurriera. Cuando me rehusé, me obligó a hacerlo. Y lo hice.

Permanecí inmóvil, sin aliento, mientras mi mente intentaba huir de sí misma. La voz de Styers me sacó de mis cavilaciones.

-Entonces, todo el proyecto es un fracaso -dijo-. Tendremos que decir que ha sido un accidente. Si alguien averiguara la verdad, podría significar la ruina del Instituto.

-¡Hijo de puta! -le gritó Abrams-, Querrás decir que podría significar tu ruina. ¿Quieres decir que para ti la muerte de Paul sólo significa que el proyecto es un fracaso?

Styers no dijo nada, el ataque de Abrams lo hizo retraerse, pero apenas lo noté. De repente, mi pasado me estaba buscando, pero yo no lo quería. No quería el

legado de dolor, terror y angustia que mi hermano me había dejado; luché desesperadamente por apartarlo de mi mente.

Vi a Lisa sentada en el borde de la cama, mirando a Paul; las lágrimas le surcaban silenciosamente el rostro.

En mi interior fue como si algo se rompiera, y me inundó un alivio que se parecía más a la pena. Entonces, acepté mi pasado y el legado de mi hermano, sabía que reverberarían dentro de mí hasta que encontrase la forma de ponerlos a descansar. Hay cosas que no se pueden eludir, simplemente hay que pasar por ellas.

Mirando a Styers, le dije: -No se preocupe, no falló usted. Ahora Paul no puede sentir nada. Pero estas palabras me sonaron huecas y amargas.

Título original: In the deserts of the heart Traducción de Celia Filipetto

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Tercera respuesta a

Los comemadres del doctor Moreau (Viene de la página 64)

Por increíble que parezca, el número de aletas que quedan en el tanque es independiente del número de machos.

Sea x el número de machos, con lo que el de hembras será 4996 – x Tras sacar los 2/3 de los machos, el número de aletas de machos que quedan en

el tanque será 5x; para hallar el número total de aletas en el tanque, le sumaremos las de las hembras, que son 5(4996 - x):

5x + 5(4996 - x) = 5x + 24 980 - 5x

Los términos en x desaparecen, dejando un total de 24 980 aletas en el tanque. Por cierto que este número se podría haber hallado sin recurrir al álgebra en

absoluto. ¿Cómo? Pase a la página 143, donde hallará la sorprendente respuesta.

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Tránsito Vonda N. McIntyre

En su novela Aztecas, la autora -ganadora de los premios Hugo y Nébula- definió un universo de peculiares características sociológicas, que retoma como escenario en esta sugestiva e inquietante narración.

1

Radu Dracul cerró suavemente la puerta y se alejó de Laenea Trevelyan, a quien había conocido durante muy poco tiempo pero a la que había amado durante mucho más.

No tenía sentido despertarla, y tampoco prolongar sus despedidas. Nada de lo que él y Laenea pudieran decirse supondría ninguna diferencia. La brutal experiencia les había enseñado la razón por la que los pilotos estelares jamás se mezclaban con la tripulación. El cambio al que se sometían los volvía incompatibles con los seres humanos ordinarios.

Laenea era un piloto y Radu era un ser humano normal y corriente. Él tenía en su poder documentos del comité de selección de pilotos, que le había rechazado, para demostrar que nunca sería otra cosa.

De modo que Radu Dracul cerró las puertas, colgó el bolso de su hombro y se marchó.

Entró en el ascensor. La caja ascendió suavemente hacia la superficie del mar. En el ascensor no había nadie más, una circunstancia que agradeció. Se sentía incapaz de mostrarse cortés y mucho menos de participar de los gestos de la convención social.

Se sintió más solo de lo que jamás había estado desde la epidemia que asoló su mundo natal. Después de aquella plaga, se había acostumbrado de tal modo a estar solo que la soledad ya no le preocupaba; y en Twilight había tenido sus sueños. Todo aquello había cambiado. La realidad había superado a los sueños, satisfaciéndolos para luego hacerlos pedazos.

Fuera, en la oscuridad, el viento del mar acarició el rostro marcado de cicatrices de Radu y agitó su pelo. El olor del combustible de los cohetes impregnaba la brisa, aunque no tan intensamente como para destruir su frescura. Los vientos penetrantes, y para él extraños, de la Tierra le hicieron añorar dolorosamente los profundos bosques y la atmósfera cristalina de su mundo natal.

Sintió que debía escapar de la estación de lanzamiento y de la Tierra. Un vehículo aguardaba la llegada de pasajeros en los carriles del perímetro,

pero Radu decidió caminar. Disponía de mucho tiempo para llegar a la oficina de

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control antes de que el siguiente transbordador espacial despegara hacia la Estación Tierra. Echó a andar por la senda reservada a los peatones.

Las desnudas superficies de metal brillaban bajo los poderosos haces de luz. Radu se desplazó desde áreas profusamente iluminadas hacia zonas umbrías que sólo recibían la luz de la luna. La larga caminata reconfortó su espíritu. Le ayudaba a pensar, aunque sabía perfectamente que no se le ocurriría ninguna idea mágica que permitiera que él y Laenea continuaran siendo amantes. Nada le ayudaría a hacerlo, pero el hecho de caminar a paso vivo, estirando los músculos, era mucho mejor que permanecer sentado en la puerta del transbordador, esperando y dejándose encerrar en círculos mentales. Además, necesitaba el ejercicio. Estaba acostumbrado a des-plegar una actividad física muy superior a la que desarrollaba como miembro de la tripulación de la nave.

Se pasó las manos por el pelo y sus dedos se humedecieron con el rocío o la espuma del mar. Eso le produjo una súbita imagen de Laenea, con su larga cabellera oscura brillando mientras caminaban juntos a través de la niebla, abrazados, envueltos en la capa de terciopelo de ella.

El largo paseo le ayudó. Los vehículos de pasajeros pasaron junto a él varias veces, moviéndose en silencio sobre sus carriles magnéticos. En el centro de la estación de lanzamiento, las brillantes luces se desvanecían entre las nubes de vapor que emanaban del combustible superrefrigerado.

La oficina de control se encontraba en un complejo de edificios en un extremo de la zona de aterrizaje. Radu reservó una plaza en el siguiente vuelo a la Estación Tierra y luego pidió el horario de tránsito. Numerosos vuelos incluían comodidades para miembros de la tripulación. Cuando Radu estaba a punto de subir a una nave que viajaba hasta Nueva Snoqualmie, una colonia semejante a Twilight, advirtió que la nave estaba pilotada.

Maldijo en voz baja. La última cosa que Radu deseaba en ese momento era viajar en compañía de un piloto. Pero sólo unas pocas de las naves automatizadas disponibles ofrecían puestos para la tripulación. Como las naves automatizadas aún constituían la mayoría numérica, esto suponía una coincidencia de su mala fortuna.

Ninguno de los otros destinos le atraía especialmente. Considerando que una de las excusas de Radu para abandonar Twilight era que su mundo natal necesitaba las divisas que él ganaría, eligió el vuelo automatizado que pagaba más. Le dotaría de tripulación en sus paradas de salida, y luego, si podía, se trasladaría a otro vuelo que fuese aún más deprisa. Deseaba viajar lo más cerca posible de los límites del espacio explorado. Tenía, naturalmente, formularios para misiones exploratorias, pero también las tenían prácticamente todos los demás miembros de tripulación que había conocido. Se apuntaban a esos viajes por curiosidad, por la excitación, por el dinero. Radu tenía muy poca antigüedad y pasaría mucho tiempo antes de que le asignaran una misión de esa naturaleza.

En lugar de una aprobación electrónica, la respuesta a su pregunta fue personal. -Radu, ¿cómo estás? El miembro de la tripulación cuya imagen translúcida se formaba delante de

sus ojos era la de un navegante del espacio normal con las credenciales para preparar una nave automatizada para el tránsito. Atnaterta parecía mucho más viejo que la

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última vez que Radu le había visto. Para Radu eso había sido unas pocas semanas atrás, pero la duración subjetiva podía ser mucho mayor para Atna. Las arrugas de su rostro de ébano parecían más profundamente esculpidas, y se le veía agotado de un modo que jamás podía solucionarse con el sueño del tránsito. Su pelo se estaba poniendo gris desde un color tan negro como el de su piel y sus ojos. Radu confiaba en su capacidad y en su experiencia. Estaba contento de verle.

-Estoy bien, Atna. Hubiera sido muy complicado responder a una pregunta puramente social con

la verdad desnuda. La respuesta de Atna tardó un momento en llegar a Radu desde la Estación

Tierra luego de ser retransmitida por un satélite. -¿Puedes coger el próximo transbordador? Necesitamos un tercero. -Sí, ya tengo la reserva. Nuevamente, la extraña pausa impuesta por los límites de la velocidad de la

luz. -Bien. Te pondré en el orden del día. Una nota de aprobación convirtió el aire en pequeñas letras iluminadas. -Gracias, Atna. -Es bueno tenerte con nosotros. Cortó la transmisión. La treta de la mente de Radu que siempre le permitía saber qué hora era en

cualquier lugar que estuviese, no le ayudó a descubrir cuándo saldría el sol. Dirigiendo la mirada hacia el este, buscó algún vestigio de luz, un falso amanecer. En los pocos días que había permanecido en tierra nunca había visto el sol. Nunca había estado en el exterior cuando era de día. Pero hasta ahora no se había dado cuenta ni le había preocupado en absoluto. Le hubiese gustado ver la Tierra iluminada por su sol, pero se marcharía muy pronto. Tal vez nunca regresaría.

Subió al transbordador y se preparó para el despegue. La fuerza de la aceleración le aplastó en su asiento, nuevamente hacia la Tierra.

Pero el transbordador despegó, como siempre lo había hecho, y aunque no dejaba atrás ni su herida ni sus recuerdos, le llevaba hacia un lugar donde estaría lo bastante ocupado como para olvidarse por un tiempo de ambas cosas.

* * *

Apresurándose a través de la Estación Tierra desde el transbordador hacia el muelle de tránsito, impulsándose a través de la caída libre en los corredores centrales de la antigua estación, y deteniéndose el tiempo justo para exhibir su tarjeta de iden-tificación, Radu se las ingenió para alcanzar la nave de Atna antes de que despegara. Entró en su campo de gravedad autónomo.

Se detuvo en la sala de control el tiempo suficiente para recobrar el equilibrio y para saludar. El anciano se incorporó para saludarle. Atna era casi tan alto como Radu pero mucho más delgado. Su piel había comenzado a adquirir la suavidad papirácea de la senectud.

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-Me alegra tenerte a bordo -dijo Atna. Retrocedió sin despegar las manos de los hombros de Radu y sonrió-. Pero me temo que otra vez has llegado en mal momento.

-No importa -dijo Radu. Estaba acostumbrado a no disponer casi de autoridad y a desarrollar las tareas

de mantenimiento de la nave. -Ah, Orca -dijo Atna-. Ven, quiero que conozcas a Radu. Radu se volvió. No había oído la llegada del otro miembro de la tripulación,

debido a que ella caminaba suavemente con sus zapatos rojos con suelas de goma. Como muchos miembros de tripulación, la muchacha vestía de un modo extravagante. Llevaba pantalones plateados, una blusa del mismo color y una chaqueta con lentejuelas con un dibujo que semejaba las escamas de un pez: plateado, bronce dorado y cobre rojizo. Su piel, resaltada por su pelo corto, rubio y fino, tenía un suave bronceado y sus ojos eran negros. Las manos eran grandes en proporción al resto del cuerpo.

Radu volvió a mirar sus manos sin ocultar su sorpresa. Ella era una buceadora. -Hola -dijo ella, extendiendo la mano. Chocaron sus muñecas y la membrana

transparente entre sus dedos se oscureció contra el puño negro de la camisa de Radu. -Radu Dracul, de Twilight -dijo él. -Orca, de las islas Iarmony, en la Tierra. -La muchacha sonrió-. Me temo que

mi nombre es imposible de pronunciar fuera del agua. Radu no tenía tiempo de preguntarse qué hacía una buceadora en la tripulación

de la nave. Atna les envió a ambos a terminar de acondicionar la nave para el tránsito. Mientras Orca comprobaba por última vez los motores y Radu cerraba todos los semiinteligentes, Atna se alejó suavemente de la estación espacial. Luego Radu y Orca prepararon sus cámaras de sueño y se abrazaron, como lo hacían siempre todos los miembros de la tripulación, para despedirse.

-Que duermas bien -dijo Orca, y se encerró en su cubículo. Radu subió a su caja corporal, se acostó y cerró la tapa. La nave flotaría

suavemente hacia su punto de tránsito y se detendría el tiempo suficiente para que Atna interrumpiera las funciones cerebrales del ordenador de navegación y se sumiera en un profundo sueño. Luego la nave se desvanecería, sumergiéndose en tránsito. Pero tránsito era algo que Radu sabía que nunca vería.

Percibió el aroma dulce y familiar del anestésico y se quedó instantáneamente dormido.

Cuando despertó, Radu recordó con cariño los sueños que había tenido. Había soñado con Twilight, y con su clan, y con los breves días, el tiempo que él podía contar en horas, que él y Laenea habían pasado juntos. Todo parecía tan fantástico como los propios sueños.

Luego despertó por completo y recordó que su hogar se encontraba muy lejos y que toda su familia había muerto a causa de la epidemia, una epidemia que a él sólo le había dejado el rostro lleno de cicatrices. Recordó que él y Laenea se encontraban, para siempre, más allá de toda posibilidad de encuentro.

Radu abrió la tapa de su cubículo y se levantó. Alguien le tocó el brazo. Radu se sobresaltó con violencia.

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-Lo siento. El piloto que se hallaba junto a él era pequeño y de aspecto frágil, con pelo

negro muy fino y una piel transparente. Radu recordaba haber visto su fotografía y, por supuesto, conocía la reputación de Vasili Nikolaievich. Había sido la primera persona que se había convertido en piloto sin haber servido en la tripulación. Y era un excelente piloto.

-Me... me he sobresaltado -dijo Radu. Le hubiese sorprendido encontrar a Vasili Nikolaievich en cualquier cir-

cunstancia, y mucho más en una nave que se suponía que era automatizada. General-mente, los administradores enviaban a Vasili en vuelos importantes que requerían viajes rápidos: misiones diplomáticas o emergencias.

-No esperaba encontrarme con un piloto, y siempre soy el primero en despertar. -Esta vez también lo ha sido, pero pensé que podría necesitar ayuda. A diferencia de los demás pilotos que Radu había conocido, Vasili llevaba la

camisa abotonada hasta arriba. Cubría todo el pecho del piloto salvo el extremo de la cicatriz, donde su corazón natural había sido extirpado para reemplazarlo por una máquina giratoria sin latidos.

-Se supone que ésta es una nave automatizada -dijo Radu. Inmediatamente lamentó haber utilizado un tono grosero, pero lo último que deseaba ver era a un piloto. Se frotó el rostro con ambas manos, como si tratara de borrar los últimos vestigios del sueño de tránsito-. Se supone que ésta es una nave automatizada -repitió. Era inusual que fuese asignado a un vuelo tan tarde; para que este piloto fuese enviado debían concurrir circunstancias excepcionales-. ¿Qué ha sucedido? ¿Nos han desviado? ¿Se trata de un vuelo de emergencia?

-Lo ignoro -dijo el piloto-. Nadie dijo que lo fuera. -¿No lo preguntó? -Radu echó un vistazo a su alrededor. Solamente las

cámaras que albergaban a sus compañeros estaban en funcionamiento. La nave no llevaba personal médico ni pasajeros.

-No -dijo el piloto. -¿Llevamos medicinas en la carga? ¿Equipo hospitalario? -No llevamos carga de ninguna naturaleza -dijo el piloto-. Cambiaron todo el

módulo para que fuese vacío. -Pero, ¿por qué? -Ya se lo he dicho. No lo sé. Y, para serle sincero, no me importa demasiado. -

El piloto frunció el ceño-. Mi solicitud era para un vuelo de exploración y los administradores me incluyeron en esta misión militar, y no hay ninguna otra misión del equipo X en los próximos seis meses.

-Tal vez no se trate de una misión militar -dijo Radu. -¿Con un equipo X? -La risa de Vasili fue sarcástica-. Mire, yo sólo he venido

porque pensé que podría necesitar una mano. La tripulación suele necesitar ayuda después de un viaje largo. Pero usted no, ¿verdad?

El momentáneo acceso de excitación de Radu se desvaneció rápidamente. Sintió que le debía a alguien, en alguna parte, la misma clase de riesgo que Laenea y los otros habían corrido en la misión humanitaria a Twilight durante la epidemia. Pero este viaje era igual a todos los demás, no se trataba de un rescate heroico ni

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peligroso, sólo el transporte de cinco bienes frívolos para el beneficio de los administradores de tránsito.

-No, no necesito ayuda -le dijo al piloto y, después de una larga pausa, añadió-: Gracias.

Se sentó para calzarse las botas y simuló demorarse en una zona muy gastada de su calcetín derecho. Sus manos estaban temblando, no porque se hubiese sobre-saltado o porque hubiese pensado, ni por un solo momento, que se encontrara en una misión peligrosa o importante. Estaba temblando porque el piloto estaba muy cerca de él. Su corazón latía deprisa. Trató de controlar su pulso. Sabía que su falta de control persistiría mientras Vasili Nikolaievich se quedara junto a él.

A pesar del peligro, su reacción adversa ante Laenea sólo le había producido pena, no temor. Pero si su intimidad le había sensibilizado ante cualquier piloto, él tendría que abandonar la tripulación. Y eso sí le atemorizaba.

El silencio se hizo más denso. Radu no alzó la vista. El piloto se volvió y se alejó de la habitación.

Radu dejó escapar el aliento que, inconscientemente, había estado reteniendo. Oyó al piloto que llegaba a la sala de la tripulación, pasaba al corredor y continuaba hacia la cabina del piloto. La puerta se abrió para cerrarse luego sólidamente.

Sin prestar atención a su calcetín gastado, Radu se calzó las botas y se puso de pie. Su ritmo cardíaco se normalizó lentamente. Se enjugó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Nunca había oído de ningún miembro de una tripulación que le respondiera a un piloto del modo en que él lo había hecho. Pero los pilotos tampoco hablaban de su incompatibilidad con otros seres humanos. Ellos se mantenían aparta-dos, eso era todo. Y tal vez ello impedía que la gente común reaccionara en su presencia.

Radu examinó los otros habitáculos. Atna y Orca aún no habían alcanzado un estado de inminente conciencia, de modo que les dejó solos. Se alejó en silencio a través del salón y pasó junto a la cabina del piloto para llegar a la sala de control.

Una vez allí, se quedó atónito. Un mundo color verde esmeralda y cubierto por manojos de nubes colgaba

encima de ellos. La nave había salido de tránsito con una precisión imposible para una nave automatizada e inusual para una que fuese pilotada. La mayoría de las naves retornaban al espacio normal en la región correcta, más o menos, muy próximas a otra inmersión, pero lo bastante alejadas como para que la tripulación tuviera que viajar en el tiempo real a velocidades sublumínicas, durante una semana o un mes, para escapar del aburrimiento, aun con drogas de tránsito. Eran demasiado tóxicas para cualquier uso que no fuese dormir a través del tránsito.

En ocasiones, una nave salía a la superficie en un punto tan alejado de su curso que debía sumergirse otra vez. Y, en otras ocasiones, las naves tomaban una ruta errónea y nadie de la tripulación sabía dónde se hallaban. Al menos eso era lo que todo el mundo suponía que les sucedía a las naves que se extraviaban en el espacio; no había ninguna evidencia real de que no permanecieran en tránsito para siempre, y había cierta evidencia teórica de que eso era precisamente lo que sucedía con ellas.

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Radu volvió a mirar el mundo brillante que pendía encima de ellos, im-presionado a su pesar por la pericia del piloto. La reputación de Vasili Nikolaievich era merecida.

Sintiendo curiosidad por los cambios en el vuelo, Radu solicitó el diario de navegación. No sólo habían renunciado a la carga y tomado un piloto, sino que su destino también era nuevo: Ngthummulun. Radu hubiese podido no preocuparse por echarle un vistazo. No tenía idea de cómo se pronunciaba.

La carta de navegación indicaba una breve parada aquí y una ruta directa de regreso a la Tierra. Las bonificaciones ofrecidas por un viaje rápido eran tan jugosas que ello explicaba fácilmente los cambios de último momento y la nueva misión de Vasili. Las bonificaciones de la tripulación, que eran lo bastante generosas para sorprender a Radu, serían apenas una fracción de la cantidad que la autoridad de tránsito obtendría. Sin embargo, Radu no deseaba regresar. Naturalmente, podía re-gresar sin aterrizar; podía trasladarse inmediatamente a otra nave. Pero este inespe-rado cambio en el curso de la nave convirtió en una tontería su repentina partida.

Radu maldijo en silencio. Tenía poca antigüedad incluso para quejarse, como si lamentarse le hiciera algún bien.

El beneficio potencial había causado la alteración, de eso no había ninguna duda. Pero la carta de navegación no mencionaba qué carga o qué misión merecían el coste extra del vuelo.

Regresó a la sala y preparó una jarra de café. Era una tarea que no le correspondía, pero disfrutaba haciéndola, y no comprendía por qué razón se asignaba como una especie de castigo. Preparó también un cocido que todos podían sazonar a gusto.

Al oír un ruido corrió hacia la sala donde dormían Atna y Orca. Atnaterta trataba de incorporarse.

-Atna, espera, deja que te ayude. Radu le cogió por el hombro y el brazo y le ayudó a abandonar su cámara de

sueño. El navegante estaba temblando intensamente. Radu le abrazó, le frotó la espalda y, unos momentos después, el anciano respondió con un breve abrazo. El temblor remitió lentamente.

-Gracias -dijo el anciano-, ya estoy despierto. Parecía más cansado y viejo que antes de que comenzara el viaje. Atna cogió

su grueso jersey y se enfundó en él. Siempre tenía frío cuando estaba en una nave. Radu le ayudó a llegar al salón, le sirvió un poco de café y se sentó delante de

él. -¿Qué ha pasado? ¿Por qué hay un piloto en la nave? Atna extendió los dedos sobre la superficie de la taza, disfrutando de su

calidez. -Nos enviaron a Vaska cuando estábamos a punto de llegar a tránsito. Pensaban

ordenarle a alguna nave que se hiciera cargo del alistamiento, de modo que... me ofrecí como voluntario. Espero que no te moleste.

Radu se encogió de hombros. No tenía sentido enfadarse; el mal ya estaba hecho.

-¿Por qué? -preguntó-. Atna sonrió y dijo:

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-Ngthummulun es el mundo donde nací, así que supongo que se trata de simple egoísmo. No compramos muchos artículos del mundo exterior, de modo que las naves no suelen venir aquí. No he estado en mi casa desde hace mucho tiempo.

-¿Por qué nos dirigimos hacia allí? -Radu trató de memorizar cómo se pronunciaba el nombre del planeta.

-No estoy seguro -dijo Atna-. Pero como no se trata de una emergencia, creo saberlo. Tal vez pueda mostrártelo.

Radu sentía curiosidad por saber más, pero oyó el ruido de la tapa de una cámara de sueño. Atna hizo un gesto de levantarse.

-Yo la ayudaré -dijo Radu-. Acaba tu café. -Está bien. Gracias. Radu abrió la cámara de sueño de Orca. La muchacha se movió, volviendo al

estado consciente. Radu la cogió suavemente de la mano, temiendo que pudiera herirse las delicadas membranas natatorias. Pero cuando ella cerró los dedos la delgada piel se plegó. Radu la ayudó a incorporarse. Ella sonrió y deslizó los brazos alrededor de la cintura de Radu, abrazándolo estrechamente mientras él masajeaba su espalda y sus hombros para que desaparecieran los calambres. Sus largos y delgados músculos de nadadora se tensaron y relajaron bajo sus manos.

Ella suspiró profundamente. -Gracias -dijo. Se separó de él y se frotó los ojos con los puños, luego peinó sus cabellos

cortos y pálidos con los dedos. El pelo volvió exactamente a su lugar. -Bienvenida -dijo Radu. -¿Cómo ha despertado Atna? -Bastante bien. Parece cansado, pero creo que estará bien. Le habló del cambio de rumbo de la nave, del piloto y del mundo natal de

Atna. -Cada vez que le veo, el tránsito le ha afectado un poco más. -Orca sacudió la

cabeza, desechando la preocupación, y sonrió-. Me alegro de que finalmente haya decidido tomarse unas vacaciones.

Orca toleraba el sueño del tránsito tan bien como cualquier otra persona que Radu hubiera conocido. Se desperezó sensualmente.

-¿Es comida eso que huelo? Me muero de hambre. -Muy pronto estará lista. Regresaron al salón, donde Atna terminaba de beber su taza de café. Todo lo que se refería a Orca -sus prominentes caninos, su andar elástico, sus

caderas estrechas y sus pequeños pechos y sus grandes ojos y manos-, todos sus rasgos pertenecían a un extremo u otro de la escala normal, de modo que, salvo por las membranas natatorias, Radu era incapaz de decir qué era inherente y qué deliberadamente alterado. No obstante, le fascinaba. Cualesquiera que hubiesen sido los factores que habían formado a Orca, se combinaban en un ser de gracia etérea. No era bella según las definiciones clásicas, pero era impresionante. De alguna manera, Radu se sentía incómodo al encontrarla tan atractiva, porque sentía que estaba traicionando a Laenea.

-Hola, Atna.

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Orca besó al navegante en las mejillas y le dio unos golpecitos en la mano. Radu puso otra taza sobre la mesa. Orca bebió el café con evidente placer.

Se oyó el chasquido del intercomunicador. «Una hora para la comprobación preorbital.» La voz de la computadora no revelaba la urgencia implícita en el mensaje. La tripulación tenía trabajo para más de una hora.

Radu se puso rápidamente de pie, pensando. Es bueno saber siempre qué hora es si no prestas atención.

* * *

El agua salpicaba y veteaba la superficie de Ngthummulun en miles de ríos y millones de lagos que exhibían infinitos matices de verde con azul, gris azulado y plateado. Ngthummulun disponía de primitivas instalaciones de aterrizaje, de modo que el vehículo de carga debía ser bajado de la nave manualmente. Atna le había confiado los controles a Radu, y Radu estaba nervioso. Vasili había dicho claramente que esperaba la carga de regreso a través de la primera ventana de lanzamiento. Eso significaba que no podía haber aterrizajes abortados ni segundos intentos.

Radu condujo el vehículo cerca de la superficie, sumergiéndolo en un ángulo rápido y profundo. El colorido paisaje de la tierra se encogía y se extendía ante sus ojos. Todos los matices de verde y azul, como pequeñas manchas, se convirtieron en manchas más grandes y luego, cuando el vehículo se aproximaba a la tierra, y el horizonte se aplanaba y recudía, la pequeña nave se cubrió de una película de espuma de color y los bordes se convirtieron en líneas borrosas e iguales. La pista de aterrizaje apareció súbitamente, una violenta cuchillada, un cañón oscuro.

-Eres muy bueno -dijo Atna-, Muy bien. El vehículo se deslizó entre los árboles. Radu redujo la velocidad y aterrizó con

la misma suavidad con que lo había hecho siempre en el simulacro de vuelo. Frenó el vehículo accionando los motores en posición invertida. Vaciló por un momento, inclinándose sobre los controles con el cuerpo en tensión. Luego se apoyó en su sillón y dejó escapar el aire.

-Muy bien -dijo Atna-. No podrías haberlo hecho mejor si tuviésemos gravedad.

-Gracias -dijo Radu. La postergada tensión se adueñó de él. Hasta ese momento, la conducta

despreocupada de Atna le había impedido percibir de qué forma estaba siendo puesto a prueba. No había cometido ningún error. Si la carga estaba lista, el vehículo regresaría rápidamente a la nave. Radu se sentía más feliz por haber complacido a Atna que por haberse ajustado exactamente al horario de Vasili.

Radu abrió la escotilla. El aire caliente y húmedo le envolvió inmediatamente. Las regiones tropicales siempre le habían sorprendido con la fuerza de sus climas. Saltó a la pista y miró hacia atrás, preparado para darle la mano a Atna. Pero el anciano se movió con insospechada agilidad. Echó un vistazo al bosque lluvioso y aspiró profundamente el aire de su mundo natal.

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Un gran camión terrestre se acercó hacia ellos, levantando con las ruedas sur-tidores de agua de cada charco. Atna se quitó el jersey. Radu sintió la tentación de quitarse la camisa, pero no llevaba nada debajo y tal vez no fuese apropiado.

Cuando el camión terrestre se detuvo, Atna saludó a sus ocupantes cariñosa-mente y en una lengua que Radu jamás había escuchado antes. Atna le presentó a sus amigos y todos comenzaron a hablar el lenguaje estándar.

-¿Qué traéis a bordo? -preguntó Atna. -Wyunas -dijo la jefa del grupo de carga-. La primera cosecha. Atna se echó a reír. -De modo que de eso se trataba. Enviar un mensaje de prueba, alquilar un

piloto, desviar una nave... -Volvió a reír alegremente. La jefa del grupo también rio. -Supongo que pensaron que debían comenzar con bombos y platillos. -Al principio me sorprendió, no me molesta confesarlo. -Tuvimos un buen clima de crecimiento y una cosecha temprana. En Tierra hay

mucha gente de vacaciones, y este primer cargamento es para ellos, siempre y cuando la nave pueda entregarlo en el plazo fijado.

-Lo hará, con Vaska pilotándola... Pero la entrega inmediata se comerá los beneficios -dijo Atna amargamente.

Su amiga sacudió la cabeza. -Si venden las wyunas por lo que esperan, el coste de la nave y el piloto será

comparativamente insignificante. Atna la miró con curiosidad. -No te muestres tan escéptico... espero que tengan razón -continuó-. Necesita-

mos el dinero. -Estrechó la mano del anciano-. Me alegra verte en casa, Atna. ¿Quieres que te acompañe a la ciudad?

-Gracias, sí. -Bien. Manos a la obra entonces. Ella le palmeó la mano y luego, en compañía de los demás miembros del

grupo, abrió la escotilla de carga y comenzaron a trasladar pequeñas cajas con el signo «frágil» desde el camión terrestre a la nave.

-¿Qué son las wyunas? -preguntó Radu. -Ven. Tal vez pueda enseñártelo. Atna le guio hasta la vegetación que bordeaba el campo. Un sendero atravesaba

un terreno cenagoso entre enormes helechos. Radu subió una pequeña colina en la margen de un estrecho valle. El sendero se tornaba progresivamente más seco y los árboles eran más pequeños, pero la vegetación superaba su altura. Rozó un grueso tronco y le cubrió una fina lluvia de gotas.

Atna miró hacia un claro a través de las ramas de los árboles. -Bien -dijo-. Este huerto no ha sido cosechado. Apartó las hojas de los helechos y se hizo a un lado. Fue como si hubiesen atravesado un bosque invernal después de una tormenta

de nieve. Las ramas desnudas de los árboles brillaban como si fuesen diamantes. Radu siguió a Atnaterta hacia el bosque de hielo hasta que quedaron rodeados de negro y plata. Las hojas caídas estaban cenagosas y putrefactas en el suelo, pero la

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corteza de los árboles exhibía miles de esferas transparentes, todas con intrincados dibujos internos, con recovecos y remolinos, formados por lo incierto de su crecimiento. Cada una de las esferas era ligeramente diferente, como un copo de nieve o una huella digital.

Los árboles cantaban, tan delicadamente que su murmullo de campanillas era inaudible en cualquier lugar salvo entre los brillantes cristales.

Atna cogió varios del extremo de una rama y se los entregó a Radu. Los cristales descompusieron la luz del sol en cientos de minúsculos arcos iris.

-¿Son semillas? Atna se echó a reír. -Para serte sincero son más parecidas a verrugas. Verrugas de árbol. Es algo

que no tenemos intención de mencionar prematuramente en la publicidad. No son infecciosas, naturalmente... el organismo que las aloja debe estar especialmente adaptado y sensibilizado o las wyunas no crecerán. Pero «verruga de árbol» no es un nombre estéticamente agradable.

-Tienes razón. «Wyuna» es mejor. ¿Pero qué son? -Son nuestra cosecha en metálico. Necesitábamos una, de modo que la

inventamos. Radu asintió. Twilight exportaba las maderas duras que crecían en sus

frondosos bosques. Pero Ngthummulun era un producto de la Tierra. Había nacido como un planeta muerto. Todo lo que crecía en él había sido traído de la Tierra, o había evolucionado manualmente.

-Quiero decir, ¿qué hacen? Radu imaginaba alguna complicada función electrónica que sólo podía

obtenerse mediante la manipulación enzimática de la materia hasta conseguir formas demasiado delicadas y precisas como para ser creadas por la tecnología mecánica.

-¿Hacer? No hacen nada. Son joyas, si quieres. Son decorativas. Esa es la clase de artículos que tiene éxito en el comercio terrestre.

-Oh. Radu se sentía ligeramente decepcionado. Los componentes electrónicos eran

idénticos entre sí. Debía haber pensado en eso. Cada wyuna era única: el éxito recompensaba esa cualidad en el comercio terrestre. La mayoría de los productos importados eran meramente decorativos. La madera que el mundo natal de Radu exportaba era hermosa pero podía emplearse con fines útiles. Aun así, por lo que Radu sabía, una vez que llegaba a Tierra era tallada para hacer chucherías in-significantes.

Alzó una de las joyas hacia la luz para captar un último reflejo de sus colores espectrales. Luego la bajó y extendió la mano hacia Atna, para devolverle las wyunas.

Atna le miró inexpresivamente. Radu le tocó un brazo. -¿Atna? ¿Te encuentras bien? ¿Qué sucede? -¿Qué? -Atna levantó la vista, retrocedió unos pasos, sacudió la cabeza y

volvió a mirar las joyas-. No -dijo-. Consérvalas. -Su voz sonaba distante-. Puedes darles algunas a Orca y a Vaska si lo deseas. En Tierra serán una curiosidad. Durante algunos días.

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-Está bien. Gracias. -Radu metió las joyas orgánicas en un bolsillo-. ¿Estás seguro de que todo está bien?

-Sí. Era hora de regresar al campo de aterrizaje; Radu sentía que los minutos fluían

gradualmente hacia el momento del despegue. Cuando estuvieron nuevamente en el bosque, los pálidos helechos volvieron a ocultar el huerto.

Atna caminaba en silencio, mirando el suelo y con los hombros encorvados. Incluso sus pisadas eran silenciosas. La luz del sol que se filtraba a través del follaje teñía de verde y oro su piel oscura. En el borde de la pista, entre semillas y tocones, Atna se detuvo. El vehículo de carga había sido llevado nuevamente hasta el extremo de la pista de aterrizaje, preparado para despegar.

-Adiós, Atna. Se abrazaron como lo hacían todos los miembros de una tripulación cuando

partían. Atna apoyó la cabeza en el hombro de Radu y le abrazó con fuerza, y Radu frotó la espalda del anciano, como si le estuviera ayudando a despertarse. Cuando Atna se separó, dejó las manos apoyadas en los hombros de Radu como si no deseara que se fuera.

-Algo no funciona bien -dijo Radu. -No te marches -dijo Atna-. No vuelvas a Tierra. Algo está a punto de suceder. Radu frunció el ceño, curioso, confundido. -Estás en peligro. -¿En peligro? ¿Qué...? -En el huerto. Vi... no puedo explicarte lo que pasó. Tú no creciste aquí, no lo

comprenderías. Soñé..., tuve una visión. Temo por ti. Radu le miró inexpresivamente. -Yo no... -Algo va a pasarle a la nave y tú eres parte de ella -dijo Atna con

desesperación-. Estás en medio de todo. Creo que, tal vez, eres eso. Radu sacudió la cabeza. -¡No te marches! -Pero debo regresar a la nave. -Sé que debes llevar la carga de regreso, pero Ngthummulun tiene un

transbordador. Puedo enviar por ti. Y por Orca. Dile que hay un hermoso lugar para nadar, un lago de aguas profundas en las montañas...

-Es imposible. -Radu se alejó-. La nave no puede volar sin tripulación. -Vaska puede llevar la nave desde su órbita hasta un punto de tránsito. Después

ya no importa. No creo que vuelva a salir nunca más. -Estoy de acuerdo en advertir a Orca, pero ¿abandonar al piloto? -Puedes decírselo si quieres. Pero no te prestará atención. Los pilotos nunca

piensan que pueden fracasar. No puedo salvarle. No puedo salvar la carga. Tú y Orca sois los únicos a los que puedo advertir.

-Pero sabes que es imposible. -Al menos dale a Orca la posibilidad de decidir por sí misma. ¿Le contarás lo

que te he dicho? -¡Ella tampoco tendrá otra alternativa!

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-Radu, por favor, díselo. -¡Está bien! -Presa de la confusión, su voz sonó muy dura. Se arrepintió

inmediatamente de su rudeza-. Atna, debo marcharme. Atna dudó. -¿Estás seguro? La tensión había desaparecido de su voz. -Sí. -Entonces, adiós. Se abrazaron nuevamente, brevemente y sin intensidad. Atna se comportaba

como si Radu ya estuviese muerto, como si ya se hubiese perdido en el espacio. Se volvió y se internó en el bosque sin decir una palabra.

* * *

Después de un viaje aburrido, Radu se acopló sin problemas, posando suavemente el vehículo de carga en sus amarres con un ruido seco y satisfactorio que reverberó a través del fuselaje de la nave. Relajó la presión que había mantenido sobre los controles. Los nudillos estaban blancos y sentía húmedas las palmas de las manos.

Había querido acoplarse perfectamente, pero no sabía por qué era tan importante. ¿Para demostrar que no le preocupaban las visiones de Atna? ¿Para alardear? Y si fuese así, ¿ante quién? ¿Orca? ¿Vasili?

-Apresúrese -dijo el piloto por la radio-. Quiero dejar la órbita inmediatamente. Divertido a pesar de sí mismo, Radu comprendió que el piloto apenas habría

notado algo tan trivial como un acoplamiento de manual en el espacio normal.

* * *

Radu se dirigió a regañadientes a la sala de control para hablar con Vasili. El piloto estaba en su asiento, observando la pantalla de la computadora a medida que cambiaba de colores y ondas delante de él.

-Algo no funciona bien, Vasili Nikolaievich -dijo Radu-. Atna me dijo algunas cosas muy extrañas. Estoy preocupado...

Vasili se echó a reír, interrumpiéndole. -¿Quiere decir que le leyó las líneas de la mano? -Bueno..., yo no lo diría de ese modo. -La gente de Ngthummulun siempre anda diciendo que es capaz de adivinar el

futuro. -Pero él piensa que la nave estará en peligro si regresamos a tránsito. -Olvídelo. -Me pidió que se lo dijera a usted. -He dicho que lo olvide -dijo Vasili, visiblemente molesto-. No significa nada.

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-Está bien. -Radu acarició las wyunas que llevaba en el bolsillo, extrajo una y se la ofreció al piloto-. Atna me dijo que le entregara una de estas joyas, si la quiere.

Vasili la miró con desinterés. -Gracias, pero no uso ninguna clase de joyas. ¿Puede averiguar cuánto le falta a

Orca? Nos encontramos cerca de un punto de tránsito. Sintiendo que se había estado comportando como un estúpido desde que se

había despertado, Radu dejó la wyuna en el bolsillo y se marchó. Radu subió a la sala de motores. Las notas altisonantes de los motores de

tránsito en descanso sonaban juntas a su alrededor. La luz ambarina de una pantalla de información brillaba más allá de unos bancos de datos. Se dirigió hacia allí.

-¿Orca? -Un segundo. Arrodillada junto a una de las redes de datos, examinando sus intersticios, Orca

observaba la pantalla que colgaba en el aire junto a ella. Estaba reparando una conexión rota. La información que estaba leyendo le pareció a Radu como una fila de números claveteados a lo largo de una maraña de cables de color anaranjado. Desde su punto de vista, los números eran descendentes.

Radu observó en silencio, hasta que Orca se sentó sobre sus talones con un suspiro, apartó las manos de la red y se estiró. El conjunto de datos desapareció.

-Un buen acoplamiento -dijo alegremente. -Gracias -dijo Radu, muy satisfecho de que ella lo hubiese notado. -¿Cómo está Atna? -Te envía esto. -De modo que ésta es la razón por la que estamos aquí -dijo Orca. Examinó con

interés las pequeñas gemas-. Son más hermosas de lo que Atna contaba. Gracias. Pero ¿cómo está él?

-Tenía mucho mejor aspecto después de aterrizar... Después de lo que Vasili había dicho, le pareció innecesario, incluso estúpido,

contarle a Orca los temores que alentaba Atna. Aunque se lo había prometido. -He estado preocupada por él -dijo Orca. Alzó una ceja, preguntando en

silencio por la ambigüedad en el tono de Radu. -Está preocupado por nosotros -dijo Radu. Porque él lo había prometido. -¿Por qué? -Tuvo... una premonición, supongo..., de que algo le sucederá a la nave cuando

nos encontremos en tránsito. Quiere que nos quedemos. Orca encerró las wyunas en sus manos enmarañadas, las agitó haciendo que

produjeran su peculiar sonido y las miró intensamente. -Estaba muy apesadumbrado -dijo Radu-. Me obligó a prometerle que os lo

contaría a ti y a Vasili Nikolaievich. El piloto no le dio ninguna importancia al asunto. -Orca no respondió-. Si quieres quedarte...

Ella le tocó la mano sin mirarle y Radu calló. La miró, confundido por su reacción. Dos arrugas verticales marcaron su frente y luego desaparecieron. Se escuchaban las pulsaciones de los motores y el tacto de las wyunas le recordó a Radu el bosque de Ngthummulun.

Orca inspiró hondo, expulsó el aire y cerró los puños.

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-Está bien -dijo-. Está bien. ¿Qué decías? -¿Quieres descender a Ngthummulun? -No. ¿Y tú? Radu negó con la cabeza. -Entonces ¿estás de acuerdo con Vasili en que no hay nada que deba

preocuparnos del sueño de Atna? -preguntó a la chica. -Al contrario. Los sueños de Atna son tan reales como este mundo. Son otro

nivel de la realidad. Otra forma de percibir las cosas. Creo que no lo estoy explicando correctamente. No creo que lo comprendas en este idioma. Si estuviésemos debajo del agua... -Orca se encogió de hombros en un claro gesto de impotencia.

-Te quedas en la nave. -No encuentro ninguna resonancia en su percepción. No siento ninguna

amenaza. Para mí, quiero decir. -Debí suponer que lo desecharías. -No... Y yo debí suponer que lo tomarías más seriamente. Radu tembló súbitamente. -Lo siento -dijo Orca, en respuesta a su silencio-. No pretendía insultarte. -No, yo tampoco lo he tomado como un insulto. Es sólo que no puedo... Nuevamente, ella esperó que él terminara su pensamiento; nuevamente, él no

consiguió hablar. -El marco de referencias de Atna es absolutamente diferente del mío, y

supongo que también del tuyo -dijo Orca-. Pero he aprendido a tomarle en serio. Regresaron juntos a la sala de la tripulación para informar al piloto, para

realizar los últimos preparativos para tránsito y para disponerse a dormir, porque de ello dependían sus vidas. En una de las troneras, Orca se detuvo y echó un vistazo a Ngthummulun.

-Además -dijo-, este lugar tiene un millón de lagos y ningún océano. Muy pronto tomaré mis vacaciones en una bañera.

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2

Laenea le estaba llamando, le necesitaba, como él la había necesitado a ella... Una sirena bronca penetró hasta el último resquicio del sueño de tránsito,

disolviendo el terrible sueño de Radu. Buscó a tientas el pestillo de su cubículo. La tapa se abrió. La hizo a un lado y salió torpemente, afectado todavía por los restos de los anestésicos y confuso por los recuerdos del sueño.

La tenue luminosidad se desvaneció, y en el último momento de luz la nave comenzó a inclinarse. El movimiento arrojó a Radu contra su cámara de sueño. Luchó por ponerse de pie, extendiendo las manos para orientarse en la oscuridad. Pero mientras se orientaba hacia la sala de control, la gravedad sintética se contrajo, cambió y le arrojó al suelo.

Permaneció inmóvil, aguardando a que cesaran las convulsiones de la nave. Las olas pasaban por encima de su cuerpo, lentas y secas, no de agua sino de peso e ingravidez. Su corazón golpeaba dentro del pecho y su visión se volvió roja contra el fondo de la noche. Si las olas aumentaban de tamaño le aplastarían con la misma facilidad que si fuesen olas marinas.

Pero la oscilación se hizo más lenta, más suave, y finalmente cesó. Un círculo de luz inundó la habitación: era extraño que la oscuridad anterior hubiese sido tan completa. La nave había estado girando como una peonza... ahora la luz permanecía en el mismo lugar. Radu se puso de pie. Más allá de la tronera se veía una estrella de color anaranjado rojizo.

«Debería ser amarilla -pensó con un escalofrío-. Debería ser el sol de Tierra. Pero es un gigante rojo.»

La sirena dejó de sonar. La camisa de Radu estaba empapada en los sobacos y gotas de sudor le corrían por el cuerpo. Se oyeron pasos que se acercaban velozmente por el corredor, pero se detuvieron al llegar a la puerta.

Radu esperó un momento pero no sucedió nada. Abrió la puerta y se encontró con Vasili Nikolaievich.

-¿Qué ocurre? El piloto le miró en silencio. Sus ojos negros brillaban mientras examinaba el

rostro de Radu y su piel estaba enrojecida. -¿Qué ocurre? -preguntó Radu nuevamente-. ¿Cuál es el problema? -¿Cómo se siente? -¡Cómo me siento! -Tal vez el tránsito volvía inestables a los pilotos, como se

rumoreaba-. Creo que debería estar respondiendo a la emergencia, si me dijera de qué se trata.

-La emergencia es que comenzó a despertarse mientras nos hallábamos en tránsito.

Radu le miró y todas sus reacciones formaron una pelota dura en medio de su pecho. Su corazón había enloquecido. El pulso del piloto latía irregularmente en un lado de la mandíbula.

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-Los sensores le protegieron. Nos devolvieron al espacio normal -dijo Vasili con calma-. No se preocupe. Se encuentra usted bien, de modo que, al parecer, funcionaron a tiempo.

Radu se miró las manos. No presentaban ningún cambio, pero ahora supo por qué el piloto le había mirado de aquel modo y por qué había dudado hasta que Radu abrió la puerta. Ambos sabían de qué forma moría la gente normal en tránsito.

-¿Cómo he podido despertarme? Vasili se encogió de hombros. -Un error en la anestesia. Una obstrucción en la línea de gas. No lo sé. Ya no parecía preocupado y Radu también se relajó. Después de todo, estaba

vivo y, aparentemente, la experiencia no había operado ningún cambio en él. -¿Dónde estamos? El piloto volvió a encogerse de hombros, dejó a Radu en el escotillón y fue a

examinar el panel de información del cubículo de Radu. -Entonces ¿nos hemos perdido? -Aún no lo he comprobado -dijo Vasili sin volverse-. Vine a ver qué había

sucedido tan pronto como conseguí estabilizar la nave. Nunca había abandonado tránsito tan abruptamente.

Radu jamás había abandonado el tránsito, y siempre lo había atravesado com-pletamente dormido. Se había preguntado -como lo habían hecho todos los miembros de las tripulaciones- qué vería si recuperaba el estado de conciencia antes de lo previsto. Ahora tenía la evidencia de su propia confusión y de que los sensores de emergencia le impedirían ver siquiera fugazmente, para proteger su vida, el espectáculo que los pilotos mantenían en secreto. Si un miembro de la tripulación comenzaba a despertarse, o se dormía superficialmente, los sensores siempre arrojarían a la nave fuera de tránsito y le devolverían al espacio normal. Esa certeza absoluta hizo que Radu se sintiera aliviado, pero también envidioso.

Vasili volvió a contemplar la pantalla. -Comprobaré nuestra posición. Usted hágase un análisis químico de sangre y

compruebe la alimentación anestésica. Deprisa... quiero volver cuanto antes a nuestra ruta.

Dejó a Radu solo con la máquina centelleante que se suponía debía protegerle durante el vuelo. Radu se puso a trabajar.

Después de varias horas, su frustración aumentó al buscar cualquier función anómala y no hallar ninguna. El anestésico, un gas, fluía suavemente y en el nivel máximo de concentración para una persona de la edad y el tamaño de Radu. La química de su sangre era correcta dentro de los límites normales, excepto por la lectura de altos niveles de adrenalina y sus productos desintegrados.

Había esperado eso. Después de lo que había sucedido, niveles normales o bajos hubiesen sido inusuales.

Los restos de su sueño continuaban distrayéndole. Nunca antes había tenido una pesadilla mientras dormía en tránsito. Esto le atemorizaba igual que las alucinaciones que había tenido en Twilight, justo antes de caer enfermo.

Frunció el ceño al comprobar el análisis de sangre. Sus conocimientos sobre bioquímica eran superficiales; debía aceptar la información que los programas le

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proporcionaban. El cuerpo solía rechazar una droga y debía someterse a otra. Ésa era la única sugerencia que ofrecía la computadora. A Radu no se le ocurrió ninguna otra suposición plausible.

La nave llevaba suministros de otras dos drogas de tránsito. Radu descompuso en factores la segunda posibilidad para estrés y apuntó el

límite máximo de la dosis. Dejó la información en su cubículo, preparó el equipo y regresó a la sala de

control. -Estoy preparado. -Bien -dijo Vasili-. ¿Ha encontrado el problema? -Creo que ha sido una reacción al anestésico. -Eso es inusual. -Es la única explicación que tiene sentido. -Hizo una pausa-. A menos que

Atna estuviera en lo cierto. Vasili lanzó una risotada de desprecio. -No lo estaba. Vamos. Una vez en su cubículo, Radu expuso la muñeca a la luz antiséptica y se

preparó para el viaje. -La droga está lista -dijo-. Su efecto es muy rápido, de modo que le deseo

suerte ahora. Vasili se inclinó y cogió la aguja. La mano le temblaba y parecía más pálido

que nunca. -¿Cuál es el problema? -preguntó Radu. Vasili dudó un momento. -No me gustan mucho las agujas, creía haberlo superado... Aunque Vasili no mostraba su cicatriz, Radu había podido ver la de Laenea, y

también las otras marcas de las operaciones que la habían convertido en piloto. No culpó a Vasili por su aversión a las agujas.

-¿No puede usar otra clase de droga? -Vasili trató de sonreír pero sólo consiguió mostrar el rostro ligeramente descompuesto.

-Prefiero evitarla -dijo Radu. La tercera droga, aunque se tomaba por vía oral, tenía varios efectos secundarios muy desagradables.

Vasili sacudió la cabeza rápidamente. -Por supuesto. Lo siento. Cogió la muñeca de Radu en una mano y clavó la aguja. El anestésico tópico provocó un hormigueo por dentro del brazo de Radu y le

adormeció la piel. Con cierta torpeza, Vasili guio la aguja hacia una vena, clavándola tan profundamente que le hizo daño. Radu apretó los dientes.

La oscuridad cristalina del sueño de tránsito se formó sólidamente a su alrededor.

Radu soñó, como siempre; volvió a soñar con Laenea. Podía sentirla, olería y gustarla. Su mano se deslizaba suavemente sobre los pechos de ella hacia la cicatriz. Ella murmuraba algo que él no alcanzaba a descifrar, que no comprendía, y ella se reía de ese modo tan maravilloso. Su pelo le acariciaba el hombro y Radu entrelazaba sus rizos en los dedos.

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Ella volvió a susurrar «Te amo». Él también susurró «Te amo». Ella dijo algunas palabras más. Él pensó que ella le decía «Te necesito». Laenea se inclinaba y le besaba en los labios, en el cuello, en la palma de la mano. Luego, súbitamente, ella le mordía la muñeca, destrozando arterias y tendones.

-Lo siento -le gritaba ella-. Yo no quería... Laenea estaba muy lejos. Las lágrimas bañaban su rostro antes de desvanecerse

en el infinito. Radu trataba desesperadamente de detener la hemorragia. Se despertó esperando que el sueño también se desvaneciera, pero la sangre

corría por su mano y entre sus dedos. El mundo comenzó a girar vertiginosamente, igual que lo había hecho antes. Buscó el pestillo de su cámara de sueño y abrió la tapa. Las luces centelleaban, la gravedad le oprimía en sucesivas oleadas.

Colgando de su muñeca de un trozo de cinta desgarrada, la ensangrentada aguja goteaba líquido por su extremo.

Radu tiró bruscamente de ella, la arrojó lejos y sujetó con la mano izquierda el largo corte que le había producido la aguja.

Vasili Nikolaievich abrió la puerta de un golpe. -¿Qué demonios está sucediendo? Radu se las arregló para apoyarse sobre una de sus rodillas. Se puso

trabajosamente de pie. Vasili hizo que se apoyara contra él. -¡Yo aseguré la aguja con una cinta! -exclamó Vasili. Radu dio un paso vacilante hacia adelante. -Yo me la quité; al menos, eso creo. Debo haberlo hecho. No podía permanecer

dormido. No puedo... -Tiene que hacerlo -dijo Vasili.

* * *

Vasili ayudó a Radu a vendarse la muñeca. La aguja no había herido ningún tendón, pero el sueño perturbador le obligó a asegurarse de que aún podía utilizar la mano. El sueño le había confundido. Sus sueños en tránsito siempre habían sido agradables, excepto estas dos veces en que se había despertado.

Intentó alejar la visión de Atnaterta de su memoria. No pudo. Ni Radu ni Vasili pudieron descubrir por qué se había despertado. Tal vez la

sangre se había coagulado en la aguja; si había sido así, el coágulo se había liberado cuando Radu se quitó la aguja. Tal vez el extremo abierto había oprimido el interior de la vena. La computadora hizo la misma sugerencia: rechazo a la droga. Era desalentador que hubiese sucedido por dos veces seguidas.

Radu abrió el armario y cogió un frasco de cápsulas, el tercer anestésico de tránsito.

-¿Sabe dónde nos encontramos? -le preguntó al piloto. -No he tenido oportunidad de comprobar nuestra posición -dijo Vasili con voz

tensa. Evitó la mirada de Radu, pero añadió rápidamente-: Estoy seguro de que tendré una ruta para cuando se haya dormido.

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Todo lo que Radu podía hacer era tomarse la droga. Volvió a meterse en su cubículo, se sentó, abrió el frasco y dejó caer unas cuantas cápsulas en la mano. Su dosis era de cinco píldoras. Las contó cuidadosamente, como si se tratara de una tarea muy complicada.

Tragó las píldoras en seco y se acostó. Mientras sus hombros se hundían en el lecho, sintió que la droga comenzaba a surtir efecto.

* * *

Nuevamente, se despertó de la pesadilla; nuevamente, todo salió mal. Volvió al estado de conciencia gritando y temblando. Laenea gritaba dentro de su cerebro y él supo que ella se estaba muriendo.

Como habían muerto muchos con los que había soñado. Radu vio a Vasili a través del grueso cristal que le cubría. -¡Duerma! ¡No debe despertarse! -La voz aterrorizada del piloto penetró a

través de la sólida cubierta de su cubículo-. ¡Maldita sea! ¡Permanezca dormido! El pestillo se abrió, pero Radu no podía levantar la tapa con Vasili encima.

Luchó por escapar y supo que no podría conseguirlo. Iba a desmayarse, pero el estado de inconsciencia no sería lo bastante profundo para protegerle de tránsito. Esta vez moriría.

Con un último esfuerzo consiguió abrir la tapa. Vasili, golpeado por el borde de la misma, retrocedió y cayó, chocando violentamente contra un tabique.

Apoyado en rodillas y manos junto a su cubículo, Radu tosía y jadeaba. La bilis le quemaba la garganta con su gusto amargo y lágrimas de ira y frustración y alivio corrían por sus mejillas. Temblaba violentamente.

Cuando, finalmente, consiguió controlarse, se obligó a ponerse de pie. Vasili permanecía aprisionado contra la pared, con las manos extendidas sobre la pulida superficie de metal. Sin decir nada, Radu fue a lavarse la cara y a expulsar aquel sabor amargo de la boca.

Cuando alzó la vista para mirarse al espejo, le sorprendió que su aspecto fuese el mismo de siempre. Tenía el pelo más revuelto que de costumbre. Algunos mechones mojados colgaban sobre su frente.

«¿Qué me está sucediendo?», pensó. En la sala de control, Vasili echó un vistazo al curso indicado por la

computadora. Luego levantó la vista con expresión conturbada. -La nave no puede volver a pasar por esto. -Yo tampoco -dijo Radu. Los dos se miraron sin saber qué decir. -Bien. Tal vez una vez más -dijo Vasili. -¡Una vez más! Imposible. ¿Con qué? ¡Ésa era la última droga de tránsito! -Sé que es imposible tomar dos simultáneamente..., pero ¿podría aumentar la

dosis de una de ellas? -Mi dosis ya ha sido calculada justo en el umbral de la toxicidad. Si aumentara

la dosis, despertaría convertido en un vegetal, si es que despierto.

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Vasili volvió a mirar la pantalla de la computadora. Se desintegraba y volvía a formarse en una esfera que representaba los alrededores inmediatos de la nave. Una estrella brillaba con intensidad alejada del centro y, alrededor de ella, se encontraba su familia de planetas interiores, con los tamaños exagerados y los colores realzados.

Vasili señaló un pequeño punto color zafiro, el segundo mundo a partir del sol. -Ese... -La estrella se disolvió a través del borde de la pantalla, la imagen del

planeta aumentó, y los parámetros de ese mundo se formaron sobre ella-. Ese planeta es habitable -dijo.

-No hay duda de que conseguirá una bonificación por descubrimiento -dijo Radu.

Vasili ignoró la ira y el sarcasmo de las palabras de Radu. -No estaba pensando en eso -dijo débilmente-, aunque tal vez tenga razón. -

Después de un largo silencio, prosiguió-: Con un poco de suerte -dijo-, con tanta suerte como no he tenido nunca en mi vida, podré llevar esta nave a casa. Hemos entrado y salido de tránsito tan deprisa... he observado esta estrella. Las constela-ciones no figuran en el mapa. Estamos perdidos. Tal vez cuando la nave se sumerja pueda averiguar dónde nos encontramos. ¿Hay... alguna señal? Anomalías y modelos. No puedo describirlos a alguien que nunca los ha visto. Ya es bastante complicado hablar de ellos con alguien que los ha visto. No importa. Temo intentar llevarle nuevamente allí. Temo tratar de llevarle nuevamente a casa.

Radu contempló la imagen translúcida del planeta. -Podría... dejarme en el transbordador. Yo podría esperar. Siempre están

investigando con nuevas drogas, seguramente ya tienen alguna que pueda funcionar. -Miró a Vasili-, Enviarán a alguien por mí..., ¿verdad?

-Nunca he sabido que eso ocurriera antes... pero estoy seguro de que lo harán -dijo Vasili rápidamente-. Si pueden, lo harán...

-¿Pero...? -Podría volver a casa fácilmente si tuviera las coordenadas de este sistema.

Pero no las tengo. La primera vez que salimos de tránsito el sistema fue carto-grafiado. Escasamente, pero pude encontrarlo. La segunda vez tuve que hacer una extrapolación... y crucé los dedos deseando tener éxito. Ni siquiera sé si lo conseguí; salimos de tránsito a una velocidad excesiva. Ahora... ignoro dónde nos hallamos. Hay mucho polvo interestelar y no puedo encontrar ninguna de las referencias habituales. No puedo comparar ninguno de los modelos estelares ni los pulsares ni nada. Ésta no es una nave de exploración, no está preparada para esos análisis. Incluso disponiendo de una nave X, lo más seguro es avanzar a pequeños pasos. Y nosotros hemos dado pasos muy largos. -Su voz era cada vez más tensa-. La exploración no es tan sencilla como echar a andar por un sendero y luego girar y regresar al punto de partida. No puede hacerse porque cuando uno gira las cosas ya no son las mismas. ¿Lo comprende?

-No. Vasili alzó las manos y las dejó caer mientras hundía los hombros. -Es tránsito -dijo-. No puedo explicarlo. Ni siquiera debiera intentarlo.

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-Ningún rastro parece el mismo cuando uno regresa, pero aun así puede seguirse. Es un trabajo más duro, pero se puede remontar un río después de haber bajado nadando por él.

-No si hay rápidos... ¡Eso es exactamente! -Su expresión se iluminó, luego volvió a tornarse sombría-. No, no es así. No es nada parecido a eso. Es...

Vasili extendió las manos con impotencia. -Lo que me está diciendo -dijo Radu- es que puesto que no sabe dónde nos

encontramos, aun cuando lograra regresar a Tierra tal vez no pudiera encontrar el rumbo para volver aquí.

-Volveré a consultar todos los datos espaciales normales. Debería ser posible averiguar dónde se encuentra este lugar.

-Pero no puede estar seguro. Vasili dudó. -Me temo que no -dijo a regañadientes. -Puedo quedarme en el transbordador y correr el riesgo de morir de inanición o

por asfixia, o puedo tratar de volver a casa y morir en tránsito. -Hay un planeta habitable... Radu le miró con el ceño fruncido. -¿Cree que soy tan estúpido? ¡Soy un colonizador! ¡No soy tan tonto como pa-

ra pensar que puedo sobrevivir solo en un mundo nuevo! Y aunque pudiera hacerlo... ¿por qué habría de querer hacerlo?

-¿Es tan tonto como para pensar que puede sobrevivir al tránsito? -Prefiero morir rápidamente que de forma lenta. La ira teñía sus palabras y sólo entonces comprendió que estaba hablando en

serio. -Tal como yo lo entiendo, creo que no es tan rápido. -Si me quedo, ¿qué posibilidades hay de que alguien vuelva por mí? Vasili miró hacia la cubierta. -Regresar a casa... no puedo decirlo. Tal vez diez a uno. Tal vez un centenar.

Pero las posibilidades de que yo vuelva a encontrar un camino de regreso a este lugar, en caso de que la posición pudiera ser fijada... sería una casualidad.

-¡Una casualidad! -Lo siento. Tránsito... -¡Tránsito! ¡Olvídelo! No hay ninguna posibilidad. Nada. -¡Lo siento! -gritó Vasili-. No sé qué decirle. -Se volvió y murmuró-. Tal vez

esto es lo que les sucede a todas las naves que se pierden en el espacio. Tal vez tránsito las expulsa y no les permite regresar jamás.

Vasili hablaba como un niño herido y abandonado y Radu comprendió que la posibilidad de no regresar nunca más al hogar no era lo que el piloto temía. Su terror se condensaba en el pensamiento de no volver a ver tránsito nunca más.

Radu extendió la mano pero detuvo el gesto antes de tocar el hombro de Vasili. -Usted es el mejor piloto del que he oído hablar. Incluso Atna decía que nunca

había visto uno mejor, y él estaba en la tripulación antes de que existieran los pilotos. Usted puede llevar esta nave de regreso.

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-¿Y qué pasará con usted? Regresar a este lugar no depende de mí -dijo Vasili visiblemente conmovido-. Sólo si el sistema puede ser coordenado. ¿Qué pasará con usted?

Cuando Radu se unió a la tripulación sabía que algunas naves se perdían. Sabía también que algunos morían en tránsito a pesar de las drogas, y sabía que las propias drogas podían matar. Como todos los demás, se había preparado para la posibilidad de morir. La única alternativa que tenía ahora era elegir el momento y el lugar, y dónde sería enterrado.

-He escrito mi carta -dijo-. No deseo añadir nada más. Quería regresar a casa. Quería que sus cenizas fuesen llevadas de regreso a

Twilight. Vasili asintió sin volver la cabeza. -Entonces lo intentaremos... cuando esté preparado. Radu miró a través de la tronera hacia las estrellas que les rodeaban, a la nada.

Quería que alguien estuviera con él si iba a morir. Quería que alguien cogiera su mano, que le abrazara y le confortara. Se apoyó en el frío cristal transparente.

-¿Quiere que me quede aquí? -preguntó Vasili. Conmovido por la misericordia de Vasili, y por la suya, Radu sintió que la

sangre se le subía al rostro. -Creo que sería mejor que no lo hiciera -dijo. Quería a alguien, pero no un piloto... no este piloto. -Está bien -dijo Vasili. Había esperado un tiempo prudencial y decente para mostrarse de acuerdo,

pero el alivio tiñó su voz. Radu no le culpó por sentirse contento de estar al margen de lo que iba a sucederle. A Radu tampoco le gustaría ver morir a una persona ordinaria en tránsito.

El piloto sacó una mano del bolsillo y depositó un frasco de pastillas sobre la mesa.

-Nos dan esto -dijo con renuencia-. En caso de que la nave se pierda y no haya ninguna posibilidad de regresar a casa o a cualquier otra parte. Si las cosas se ponen muy feas para usted...

Radu asintió. Un suicidio rápido y sencillo sonaba tentador en este momento. Tal vez la tentación le superara.

-¿Lo sabré? ¿Cuánto tiempo...? Vasili se echó a reír. Radu, invadido por la furia y con los puños cerrados, avanzó hacia él. Vasili

alzó las manos en un gesto defensivo. Pero Radu ya se había detenido. -Lo siento -dijo Vasili-. Lo siento terriblemente. No quise hacer eso. Es sólo

que no hay respuesta para su pregunta. No se pueden responder esa clase de pregun-tas sobre el tránsito.

Radu pensó que esa afirmación de Vasili era difícil de creer. Pensó que no era más que otra forma que tenían los pilotos de guardar sus secretos. Pero no rogaría por obtener una respuesta.

-No comenzaré hasta que usted me lo diga -dijo Vasili. -Siga adelante -dijo Radu-, ¡Deprisa! Ya es lo bastante desagradable sin tener

que esperar por ello.

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Se aferró con ambas manos al borde de la tronera. Un momento después es-cuchó que la puerta se cerraba cuando el piloto se hubo marchado a la sala de control.

En la tronera, las extrañas constelaciones se volvían borrosas y nadaban como el pez en el mar la última vez que se había apoyado contra una gruesa pared de cristal. En aquella oportunidad supo que debía marcharse con Laenea. Esta vez no sabía qué era lo que iba a suceder.

La nave vibró bajo sus dedos. Apoyó las palmas de las manos contra la pared, sintiendo la potencia de los motores. Fascinado a pesar de sí mismo, esperó cualquier cambio que se produjera. Una gota de sudor bajó por su rostro. Inclinó la cabeza para que cayera sobre la manga de la camisa. A menos que muriese instantáneamente, dispondría de algunos minutos para descubrir cuál era el misterio que encerraba tránsito. Aunque muchas veces había pensado en ello, jamás lo había preguntado. No se necesitaba demasiada intuición para saber que los pilotos jamás le dirían una sola palabra.

La vibración de los motores alcanzó su punto máximo. El corazón de Radu golpeaba furiosamente dentro de su pecho. Se cogió el rostro con ambas manos, protegiendo la tronera de la luz de la habitación. En el exterior nada había cambiado; las estrellas, naturalmente, no se movieron. Pero, lentamente, Radu detectó una alteración en el universo que se extendía fuera de la nave. La gran masa blanca de estrellas que le rodeaban cambió súbitamente, tornándose muy luminosa y haciendo que Radu retrocediera desconcertado. Parpadeó y el universo se volvió gris.

Radu tocó el cristal con la punta de los dedos. Seguía suave y frío. Pero detrás de él no había absolutamente nada. Radu trató de forzar la mirada para detectar cualquier vestigio de movimiento, alguna escena inusual, la corporización de fantasías o pesadillas, la percepción de verdades ocultas. Cerró los ojos y se concentró en sus otros sentidos, esperando alguna revelación, o incluso alguna advertencia de su inminente muerte.

Pero no había nada. Radu se sentó y esperó. Se miró las manos, esperando que la piel se arrugara y

envejeciera. Pero no cambiaron, cuadradas y bronceadas, las manos de un campesino. A pesar de su nombre, si su familia tenía sangre noble, eso había sido muchas generaciones atrás. Sus uñas eran cortas y duras, y a veces se las mordía.

La vibración de los motores continuaba de forma suave y regular; aparte de eso, Radu no percibía ninguna otra sensación de movimiento. Se permitió experimentar la sensación de su propio tiempo, que siempre se había expandido hasta incluir el lugar en el que se encontraba. Nunca había prestado mucha atención a esa capacidad suya. En parte era un truco, en el mejor de los casos una conveniencia anómala y ocasionalmente provechosa. No podía enseñársela a nadie y tampoco explicársela a sí mismo.

La relatividad exigía que el tiempo, tal como Radu lo percibía, transcurriera a diferentes niveles en diferentes lugares. Estaba acostumbrado a eso, y estaba acostumbrado a sentir que los cambios se intensificaban cuando se encontraba en una nave acelerada. Aquí, en tránsito, el orden subyacente se había disuelto en el caos. El tiempo pasaba en una frecuencia en un lugar, en otra frecuencia en otro, pero cuando él pensaba nuevamente en el primero, la jerarquía había cambiado. Cómo percibía

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que se había producido un cambio, era algo que ignoraba por completo. Era como estar en una habitación a oscuras, rodeado de esculturas móviles, capaz de mirar cada figura sólo por un instante mientras un fugaz rayo de luz iluminaba una de ellas y luego pasaba a iluminar otra, siguiendo un orden azaroso, a una velocidad verti-ginosa.

Radu dejó de intentar el análisis de sus percepciones y esperó inmóvil hasta que recobró el equilibrio. Entonces fijó su atención sólo en el tiempo subjetivo. Ante su sorpresa, percibía el comportamiento temporal exactamente del mismo modo que si se hubiese encontrado en cualquier otro lugar. Se decía que los pilotos experimentaban una perturbación en su percepción temporal en tránsito, pero tal vez eso fuera el resultado de los ritmos biológicos normales que renunciaban a liberarse de la disparidad que existía entre el tiempo relativista del espacio einsteniano y el universo no relativista de tránsito.

A pesar de lo común que el tránsito era para Radu, seguía siendo profunda-mente desconocido, y se encontraba en peligro. No podía hacer absolutamente nada; ni siquiera podía reasegurarse. Solamente podía esperar, sin saber cuánto duraría esa espera.

De modo que esperó, empapado en un sudor frío, contemplando el infinito paisaje gris y vacío a través del cristal. De vez en cuando creía ver una mancha de color, pero ello siempre ocurría en el borde de su campo visual y desaparecía antes de que pudiera mirarla directamente. Supuso que debía tratarse de su imaginación. Abrazándose las rodillas contra el pecho, bajó la cabeza. Reconfortado por la oscuridad, esperó.

* * *

El tiempo pasaba. Su mente lo contaba en horas, pero la tensión hacía que lo sintiera como si fuesen días. Cuando estaba a punto de dormirse, se despertaba sobresaltado, con temor. ¿Por qué iba a tener miedo de dormirse? Se sentía soñoliento, y los fragmentos de un sueño se arremolinaban en torno a él -alcanzaba a oír la voz de Laenea- para luego desvanecerse. Sacudió la cabeza, se puso de pie y comenzó a caminar por el salón arriba y abajo.

Se dirigió al final del corredor y abrió la puerta que comunicaba con la sala de control.

En la consola, el piloto miraba a través del escotillón frontal. El sonido de la puerta le distrajo, o vio el reflejo de Radu distorsionado por el cristal. Se volvió hacia él con un alarido. El horror de Vasili Nikolaievich se convirtió gradualmente en shock. Después de un momento exhaló el aire con fuerza, buscó su máscara de oxígeno y se la colocó sobre la boca y la nariz. Aspiró el oxígeno puro del tanque que colgaba de su hombro. Cuando retiró la mascarilla ya había recobrado la compostura.

-¿Sabe dónde nos encontramos? -preguntó Radu-. ¿Aún estamos perdidos? El piloto le miró fijamente; parpadeó una vez, volvió a exhalar el aire, inspiró

nuevamente y respondió. El ligero temblor de su voz traicionaba su aparente calma. -Sé dónde nos encontramos -contestó-. He encontrado el camino.

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-¿Cuánto tiempo debemos permanecer en tránsito? Vasili respiró profundamente de la mascarilla. -He tratado de explicarle que esa pregunta no tiene respuesta, todavía debemos

recorrer una distancia similar a la que ya hemos cubierto, pero eso no significa que el tiempo será el mismo.

Lo dijo todo sin respirar, y luego volvió a llevarse la mascarilla a la cara. La respiración era el último ritmo normal al que los pilotos renunciaban a fin de sobrevivir al tránsito; aspiraban el oxígeno puro y lo retenían hasta que el nivel de dióxido de carbono en la sangre comenzaba a interferir con el intercambio de oxígeno.

-Ya tendría que haber sucedido algo, en caso de que efectivamente fuese a suceder, ¿verdad?

-Supongo que sí -dijo el piloto-, al menos eso es lo que pienso; lamento tener que seguir repitiendo esto pero lo ignoro porque no tenemos una idea clara de cómo les suceden las cosas a las personas normales en tránsito. -Hizo una pausa para respirar-. Los que aún estaban con vida no podían describir las secuencias, y algo que parecía sólido y razonable, en tránsito se convertía en algo que ni siquiera un piloto puede explicar después, ya lo verá...

Vasili perdió el aliento y volvió a recurrir a la mascarilla. -No siento nada diferente -dijo Radu, y luego comprendió lo que Vasili había

estado tratando de evitar decirle-. Quiere decir que no hay ninguna manera de decir si algo me sucederá hasta que abandonemos tránsito.

El piloto mantuvo la mascarilla sobre su rostro mucho más tiempo del necesario. Finalmente, se la quitó. Extendió su mano libre hacia Radu, como si le suplicara.

-No soy un experto, no he estudiado lo que sucedió en los primeros tiempos. Además, a usted no le ocurrió nada cuando despertó.

Radu se desplomó en el otro asiento, resignado a una mayor incertidumbre. El piloto miró brevemente hacia los instrumentos e inmediatamente volvió a fijar su atención en el vasto espacio gris que se extendía delante de él. Aspiraba ocasio-nalmente el oxígeno de la mascarilla pero de forma tan fugaz que, obviamente, lo hacía sólo como respuesta a una verdadera necesidad.

-Ahora que lo ha visto -dijo Vasili-, ¿qué piensa? -¿Cómo? ¿Qué pienso de qué? -¡Tránsito! Radu frunció el ceño. -Creo que es muy aburrido. Pero si desea inventar misterios con respecto a él,

no seré yo quien descubra el secreto. La expresión del piloto mostró casi tanta sorpresa como cuando Radu había

aparecido en la sala de control vivo y sin haber experimentado ningún cambio. -¿Quiere decir que no lo ve..., que no lo siente? -¿Ver qué? ¿Sentir qué? El piloto extendió los brazos, señalando la tronera. -Ver eso...; sentir su presencia, alrededor de usted, palpable, es indescriptible,

es diferente para todos.

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-Pero ahí no hay nada -dijo Radu. Vasili permaneció en silencio por un momento. -¿Qué ha dicho? -Ahí no hay nada. Una niebla gris. No hay espacio ni estrellas. Nada. -¿No ve nada? -¿Está burlándose de mí? ¿Tengo que proyectar mis fantasías para que usted se

divierta? Radu estaba furioso. Sus fantasías eran demasiado dolorosas incluso para él. -¿Qué es usted? -susurró el piloto-. ¿Es usted alguna máquina disfrazada? ¿Ha

sido puesto a prueba? ¿Lo he sido yo? -¿Qué? -Radu estuvo a punto de echarse a reír, pero el piloto estaba hablando

dramáticamente en serio, y estaba asustado-. Soy un ser humano, lo mismo que usted. -Extendió el brazo y la manga de la camisa dejó al descubierto el vendaje de la muñeca-. Piloto, me ha visto sangrar.

El piloto se encogió de hombros. -No le hubiera resultado difícil simularlo. -Esto es ridículo -dijo Radu-, Las máquinas inteligentes no funcionan correc-

tamente en tránsito. Todo el mundo lo sabe. -Y tampoco los seres humanos ordinarios. -Si inventaron esa clase de máquina no hay ninguna razón para mantenerlo en

secreto. -Los pilotos serían obsoletos... Tal vez lo seamos de todos modos, debido a us-

ted, no importa lo que sea, a pesar de todos los esfuerzos realizados para volvernos... aceptables.

-Esta conversación no tiene sentido, piloto -dijo Radu. No encontraba otra manera de decirlo amablemente-. Si alguien se hubiese metido en el problema que significa fabricar una máquina humana, ésta sería una manera muy estúpida de ponerla a prueba. Y si alguien hubiera fabricado una máquina humana, hubiese elegido un rostro más agraciado que el mío para ponerle.

La tensión del piloto disminuyó gradualmente. -Eso es verdad -dijo con crueldad infantil-, eso último que ha dicho es verdad;

pero, máquina o no, es inmune al tránsito, ¡usted no lo recuerda!; y, sea lo que sea, hace que los pilotos seamos prescindibles.

-Yo no soy piloto -dijo Radu-. No tengo ni la capacidad ni la habilidad para serlo. Y tampoco tengo el deseo. No soy una amenaza para usted.

Mirando hacia la ventana vacía, el piloto inspiró profundamente. -Tal vez usted crea eso -dijo, de espaldas a Radu, de modo que su voz sonaba

remota-, o desea creerlo, pero se equivoca. Radu se cruzó de brazos. -O tal vez usted es quien se equivoca -dijo con sarcasmo-. Yo aún podría morir. -No -dijo el piloto-, pasará mucho tiempo antes de que sus bonificaciones se

conviertan en polvo; usted vivirá... a menos que yo mismo le mate. Radu, atónito, no respondió. -Márchese -dijo Vasili-, por favor, márchese.

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Radu abandonó la sala de control, aunque la súplica no se dirigía solamente a él.

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3

Tal como Vasili Nikolaievich había pronosticado, cuando la nave emergió de tránsito Radu no murió. Ni siquiera notó la transición. Estaba sentado en el salón, aburrido y cansado, pero aún no se mostraba dispuesto a permitirse dormir. Por alguna extraña razón, temía abandonar el estado de conciencia, aunque fuese de forma natural.

De vez en cuando echaba un vistazo a la tronera, pero la inmensidad gris, nada misteriosa, era aburrida. Comenzó a ignorarla; comenzó a evitar deliberadamente mirar hacia ella. Pero cuando sintió que se estaba quedando dormido y se puso de pie, sorprendido y desorientado y buscando desesperadamente los fragmentos de otro sueño que se disolvía, miró en torno de la habitación y su mirada se detuvo en la tronera. El espacio había retornado, el espacio normal y un modelo extenso de estrellas. La Tierra, muy cerca, azul y blanca y marrón, se asomaba perezosamente sobre su cabeza.

La puerta se abrió a sus espaldas. Radu miró a Vasili, quien le saludó con un movimiento de cabeza, sin sonreír. Cuando Vasili se volvió, Radu dio un paso hacia él.

-Quiero llamar a Laenea -dijo. -No puede hacerlo. -Usted no tiene derecho... -No puede hacerlo porque ella se encuentra en su primer vuelo de tránsito. Vasili Nikolaievich se encerró en la sala de control. Radu oyó que Orca intentaba levantarse. Corrió a su lado y la ayudó a salir de

su cámara de sueño. Sus dedos estaban fríos y las membranas natatorias casi incoloras. Radu la abrazó, frotándole el cuello, los costados y la espalda para que entrase en calor. Orca temblaba violentamente.

-Maldita sea -dijo. Sus dientes castañeteaban. Abrazó con fuerza a Radu, apoyando la frente en su pecho-. Me siento horriblemente.

-Está bien. Nos encontramos a sólo dos horas de Tierra. Radu la mantuvo contra su pecho hasta que los temblores menguaron. Orca rio temblorosamente. -Ya estoy bien. Gracias. -Se apartó de él con evidente perturbación-. Nunca

había reaccionado de ese modo. Radu continuó frotando ligeramente sus brazos, porque no parecía hallarse

totalmente recuperada. -¿Ha pasado algo? -preguntó ella-. ¿Sientes algo diferente a lo habitual? -No -dijo él automáticamente, y luego, tratando de retomar la mentira-, bueno,

sí. Fue desagradable despertarse esta vez. Ésa, al menos, era una afirmación que se ajustaba a la verdad. Deseaba decirle

la verdad, pero temía hacerlo. No quería ver en los ojos de Orca la misma mirada que había visto en los ojos del piloto.

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-Me alegro de que Atna se haya quedado en su mundo -dijo Orca-. Fue una inmersión muy dura. No sé cómo podría haberle afectado. Creo que tenía razón al sentirse atemorizado.

-Sí -dijo Radu lentamente y a regañadientes-. Sí. Su visión era correcta. Orca fue abajo a comprobar los motores de tránsito y a preparar la nave para

repostar combustible. Cuando dispuso de un momento en la sala de control, Radu intentó llamar a

Laenea, esperando que ya hubiese regresado de su vuelo de entrenamiento. Pero su nave aún no había regresado. Las apuestas estaban parejas en cuanto a quién de los dos se había despertado primero en tránsito.

Esperaba que a Laenea le hubiese resultado más interesante que a él. Laenea se había marchado hacía bastante tiempo. Radu se preguntó cuánto

tiempo se suponía que duraban los vuelos de entrenamiento. Trató de alejar sus preocupaciones recordándose a sí mismo que en tránsito el tiempo, a velocidades hiperlumínicas, no guardaba ninguna relación con el tiempo einsteniano en el espacio normal, donde todos los viajes eran más lentos que la velocidad de la luz. En comparación con las seis semanas que habían transcurrido en Tierra, Radu calculó qué el segmento normal de espacio del viaje a Ngthummulun había llevado menos de 48 horas, y él había estado despierto en tránsito apenas un día.

-¿Qué piensa hacer? Radu se sobresaltó ante la súbita aparición de Vasili. -No lo sé -dijo-. Había planeado encontrar otra nave automatizada y volver a

salir, pero... -No puede volver a volar en una nave automatizada. La alejaría de tránsito

continuamente. -¡Me doy cuenta de ello! -Me gustaría saber una cosa. ¿Le desagrado yo en particular, o los pilotos en

general? -Ninguna de las dos cosas -dijo Radu-. Simplemente reacciono ante los pilotos

del mismo modo en que ellos reaccionan ante la gente normal cuando están cerca. -¿Qué? Radu se encogió de hombros. -Nunca había oído que sucediera eso -dijo Vasili. Radu suspiró. Lo último que deseaba era que le dijeran otra cosa acerca de él

que fuese inusual. -Tendrá que quedarse allí -dijo el piloto. -¿En la Estación Tierra? ¿Por qué? -Puede ir a Tierra si lo desea. Pero no puede alejarse más sin contar con la

cooperación de un piloto, y ningún piloto le dejará volar hasta que hayamos decidido qué hacer con usted.

-Vasili Nikolaievich -dijo Radu, tratando de mantener un tono de voz razona-ble-, ha ocurrido algo muy extraño. Debemos hablar de ello con los administradores...

El piloto avanzó hacia él con tal furia que Radu se vio obligado a retroceder unos pasos.

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-¿Y luego qué? Si logra escapar de ellos... si ellos no le desmenuzan el cerebro célula a célula para averiguar qué es lo que lo hace funcionar...

Radu no sintió ninguna inclinación a reír ante una idea tan macabra. -...aun así tendrá que navegar con un piloto. Y si nos traiciona... Vasili dejó que sus palabras se perdieran. La amenaza era demasiado grande. -Piloto, no soy su enemigo. No soy su rival. Debiéramos averiguar si hay

alguien más como yo. Yo podría ser el culpable de que nuestra nave se extraviara... Tal vez eso fue lo que les sucedió a las otras naves que se perdieron.

-Lo que debemos hacer no es una decisión que le corresponda a usted. -Yo creo que sí. -Si le dice algo a alguien sin el consentimiento de los pilotos, lo lamentará. Radu le miró. -¿Sabe? -dijo repentinamente-, la premonición de Atna era correcta. -No sea absurdo -dijo Vasili. Se volvió y abandonó la sala. Radu maldijo entre dientes. Perder la calma era un grave error: ahora había

complicado las cosas aún más. Y había sido absolutamente innecesario recordarle a Vasili la advertencia de Atna. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho.

Orca subió desde la sala de motores y cerró la escotilla. -¿Qué pasa? Radu vaciló, preguntándose cuánto habría escuchado ella. Tuvo que ahuyentar

la tentación de retractarse de sus mentiras y decirle a Orca la verdad. Pero eso la pondría en peligro.

-Vasili Nikolaievich estaba... poniendo en claro la jerarquía de pilotos y tripulación.

Casi peor que decir una mentira era inventar otra tan débil como aquélla. Orca le miró burlonamente, pero si tenía otras preguntas se las guardó para

ella.

* * *

Tras acoplarse a la Estación Tierra, Orca y Radu trabajaron separados y en silencio para cerrar la nave después del tránsito. Cuando tenía la mitad de la tarea hecha, Radu oyó que Vasili se marchaba. El piloto no tenía obligación de quedarse, no era deber del capitán ayudar a la tripulación o entregar la nave a sus siguientes usuarios.

Cuando terminó de trabajar, Radu se sintió agotado. Abrió la escotilla de la sala de motores.

-¿Orca? ¿Puedo ayudarte? Ella subió por la escalerilla. -No, ya he terminado. -Se sentó en el borde de la escotilla, se frotó los ojos y

bostezó-. Tienes aspecto de sentirte igual que yo -dijo ella-, y me siento horrible-mente mal. Salgamos de aquí.

En el vestuario, Orca sostuvo una wyuna a la luz, la contempló durante un momento y luego la guardó en su bolso. Luego se vistió con brillantes trozos de arco

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iris metálicos y dorados, uno sobre otro. El viaje, subjetivamente, había sido tan corto que un cambio de ropa apenas había sido necesario.

Abandonaron la nave y se registraron en la Estación Tierra. Radu echó un vistazo al horario de los transbordadores espaciales. Orca llamó por teléfono. No había plazas disponibles hasta el otro día. Radu apretó el puño contra la correa de su bolso. Todo lo que quería era marcharse de la Estación Tierra, lejos de los pilotos, a un lugar donde pudiese pensar.

Orca hizo una reserva para ella; Radu reservó una plaza y apuntó su nombre en la lista de espera para cualquier lugar. Orca deseaba ir al noroeste de Norteamérica, pero a Radu ese lugar le traía demasiados recuerdos de Laenea. Prefería ir a otro sitio.

Ahora, al tener acceso a la terminal de comunicaciones, intentó llamar nueva-mente a Laenea. Aún estaba en tránsito. Desalentado, cortó la comunicación.

Él y Orca se dirigieron a la rampa móvil que llevaba a la sección de tripulación de la estación.

-¿Piensas volver a salir? -preguntó Orca. -No inmediatamente -dijo Radu-, ¿Y tú? -No. Mi familia celebra una... reunión. Les prometí que iría si me era posible. Radu y Orca dejaron la rampa y entraron en el sector de la tripulación. Seis pilotos estaban desplegados en semicírculo y esperándoles. Ignorando a la

buceadora, todos miraron a Radu. En un extremo de la fila, Vasili Nikolaievich observaba fríamente a Radu, como si nunca se hubiesen visto, como si nunca hubieran hablado civilizadamente. Orca cogió la mano de Radu. Él aferró sus dedos en un gesto de agradecimiento.

Ella continuó avanzando con cierta vacilación. Reprimiendo un impulso de echarla a un lado y huir, Radu la siguió. Los otros permanecieron en su posición... y todos eran pilotos: el único que no exhibía su cicatriz era Vasili.

-Hola, Vaska -saludó Orca. Vasili no se movió y tampoco respondió a la buceadora; simplemente siguió

mirando a Radu. -Vasili Nikolaievich, le prometo... -Radu se interrumpió cuando el piloto

endureció la expresión del rostro hasta convertirla en una máscara de furia. -Debe acompañarnos -dijo Vasili, y luego a Orca-: Tu presencia no es

necesaria. -¿Quién lo dice? -preguntó Orca. Sin soltar la mano de Radu y tirando de él Orca empujó con el hombro y

continuó su camino. -No nos crees problemas, Orca -dijo uno de los pilotos-. Esto no tiene nada que

ver contigo. -¿Y con qué tiene que ver? ¿Qué demonios pasa aquí? Orca no aminoró el paso. Los pilotos se volvieron y les acompañaron, rodeándoles estrechamente. Radu sintió que se le aceleraba el pulso. Esperó que solamente fuese miedo,

pero cuando el círculo acabó de formarse, su corazón comenzó a golpear contra sus costillas, debatiéndose dentro del pecho como si estuviese atrapado, enviando la sangre a toda velocidad por sus venas, tan deprisa que su visión se convirtió en un

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velo rojo y un viento fantasmal rugió en sus oídos. Trastabilló detrás de Orca, tratando de calmarse, pero toda su capacidad de control había desaparecido. Ya no podía disminuir el ritmo de sus pulsaciones ni reducir la presión sanguínea, del mismo modo que no podía inventarse un par de alas para huir volando desde la estación. Apresuró el paso -trató de correr pero estuvo a punto de caerse- y los pilotos le siguieron en silencio. Orca le miró. Radu no podía hablar. Estaban a corta distancia de una sala común donde podían encontrar a otros miembros de la tripulación y a personal de la estación. Radu se propuso llegar hasta ese lugar. Seguramente, en un lugar tan público los pilotos tendrían que dejarle en paz.

Volvió a trastabillar. Su rodilla golpeó el suelo de metal y sus dedos se soltaron de la mano de Orca. Se arrodilló tratando de recuperar el aliento mientras su corazón se debatía enloquecidamente dentro de su pecho. No podía oír otra cosa que no fuese su propio pulso. No había otra cosa que pudiera oír. Levantó la cabeza lentamente. Los pilotos le miraban sin pronunciar palabra, desvaneciéndose y volviendo a aparecer a través de su oscurecida visión.

Orca trató de levantarlo. Radu la oía, muy lejos, gritando. -¡Llamad a un médico! ¡Malditos seáis todos vosotros, ayudadme! Radu se desplomó, pero Orca impidió que se golpeara contra el suelo y le

recostó suavemente. Sintió el frío metal contra su espalda, contra sus manos temblorosas. Las luces encima de él se extendían en líneas infinitas. Sintió las vibraciones de los pasos a través del suelo y alzó un brazo delante de los ojos. No quería ver a los pilotos que le estaban mirando desde arriba, deseando que muriese.

Entonces, casi imperceptiblemente, los latidos del corazón volvieron a la normalidad. El dolor que le atenazaba el pecho se atenuó y pudo respirar con mayor facilidad. Dejó caer el brazo a un lado y abrió los ojos. Orca se arrodilló a su lado, inclinándose sobre él con los dedos sosteniéndole la mandíbula.

Los pilotos se habían marchado. -No te muevas -dijo Orca-, Buscaré ayuda. De alguna manera logró asirla de la muñeca antes de que se incorporara. -No, espera. Hizo una pausa para recobrar el aliento. Sólo podía llenar sus pulmones a

medias y sus dedos temblaban febrilmente. -¡Estás sufriendo un ataque al corazón! Radu sacudió la cabeza. -Era... otra cosa. Orca frunció el ceño. -Estás loco, llamaré a alguien. Acuéstate. Comenzó a incorporarse para buscar ayuda. Radu hizo un esfuerzo para incorporarse. La chaqueta de Orca se deslizó de sus

hombros, donde ella la había arrojado. Sentía los dedos entumecidos; tuvo que concentrarse para obligarlos a cogerla. Orca le oyó, se detuvo y regresó. Él le dio la chaqueta.

Mirándole con expresión consternada, Orca cogió la chaqueta y la colocó sobre sus hombros con aire ausente.

-¿Estás bien?

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-Sí. -¿Qué ha pasado? -Reacciono muy mal ante los pilotos. No entiendo por qué. Creo que cada vez

es peor. -¿Ellos lo sabían? ¿Lo hicieron deliberadamente? -Supongo que sí. -Después de todo, él se lo había dicho a Vasili Nikolaievich. -¿Qué querían? -Ellos querían... convencerme de que no les dijera a nadie lo que ellos quieren. Ella frunció el ceño. -Está bien. Olvídalo. -Pasó un brazo sobre sus hombros para ayudarle a ponerse

de pie-. Vamos. Le ayudó a llegar a una sección de la estación donde había pequeños cuartos

para la tripulación. Orca encontró un cubículo disponible, abrió la puerta y condujo a Radu hasta la estrecha cama.

-¿Quieres que te quite las botas? -Yo puedo hacerlo. Dobló la rodilla, trayendo el pie hacia sí mientras yacía sobre el colchón duro.

Tenía la sensación de que no podría volver a sentarse. -No seas estúpido -dijo Orca, cogiendo la bota y tirando de ella. -Ten cuidado con tus manos... Orca dio un fuerte tirón de la bota y la quitó del pie de Radu. La arrojó al suelo

y alzó la mano, abriendo los dedos de modo que la membrana transparente se extendiera entre ellos.

-Sé que su aspecto es frágil -dijo-; pero no lo son. Es una membrana muy fuerte. -Luego le enseñó una larga cicatriz entre el segundo y tercer dedo de su mano izquierda-, Y cicatrizan rápidamente cuando sufro una herida. -Cogió la otra bota y tiró de ella-. Además, no suponen mucha diferencia a la hora de nadar.

-¿Por qué los tienes, entonces? -preguntó Radu sorprendido. -Porque cuando la gente pensaba en el aspecto que debían tener los buceadores,

incluso antes de que alguien nos creara, siempre nos imaginaron con esta apariencia. Así que nos diseñaron de este modo. Y nosotros decidimos quedarnos así.

-¿Tus pies también son así? -Radu nunca hubiese hecho una pregunta semejante de no encontrarse tan cansado. Se sonrojó-. Lo siento...

-Tengo dedos retráctiles, como un ornitorrinco -dijo ella-. Con membranas entre ellos. -Luego sonrió-. No, mis pies son como los de cualquier otro, excepto por las uñas. ¿Quieres verlos?

Radu asintió con curiosidad y contento de que ella no se hubiese sentido ofendida por su pregunta.

-¿Sabes?, no hay nada misterioso en ser una buceadora. Se sentó en el borde de la cama, se quitó los zapatos de lona roja y exhibió sus

dedos. Eran largos, pero no excesivamente, y sus membranas no eran tan llamativas. Radu se apoyó en un codo y cogió uno de los pies entre sus manos. Las uñas

eran como garras, garras de gato, garras de tigre, retráctiles, duras y afiladas. Orca flexionó el pie y las garras se extendieron. Una de ellas le pinchó suavemente la piel de la mano.

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-Una buena protección -dijo Orca-. En el mar puedes necesitarla. No son de mucha ayuda con los tiburones, pero donde yo vivo no hay muchos tiburones peligrosos.

Retrajo las garras y se calzó nuevamente los zapatos. Cuando ella se incorporó, Radu volvió a tenderse encima de la cama. -¿Crees que volverán a buscarte? -le preguntó ella súbitamente. Radu meneó la cabeza. -No lo sé. Su razonamiento no era muy claro y, además, no quería pensar en los pilotos.

No podía hacerlo. Rodeado por el espacio-tiempo normal, sólo quería dormir. Orca permaneció mirando la puerta cerrada; su silueta se recortaba nítidamente

contra la superficie blanca y sucia. Se encogió de hombros, una acción destinada más a aventar cualquier duda que a expresarla, y colocó su mano sobre el panel para sellar la habitación contra cualquier intrusión del exterior. Luego se volvió.

-No he salido del agua ayer, de modo que creo que es una buena medida. Pero no quiero dejarte solo esta noche y, para serte sincera, yo tampoco me siento ansiosa por estar sola. ¿Te molesta si me quedo contigo?

-No -dijo Radu-. Por supuesto que no. Orca se quitó los zapatos nuevamente y dejó la chaqueta en el suelo. -¿Hay suficiente espacio? En realidad, no hay mucha diferencia entre suelos y

camas en estos sitios. -Hay suficiente lugar. Radu se hizo a un lado y Orca se acostó junto a él, entre él y la puerta. Radu

estaba contento por su compañía y agradecido por su preocupación hacia él. Orca olía como ninguna otra persona junto a la que hubiera estado nunca,

fresca y salina, como la niebla del mar por la mañana. Se preguntó si él también tendría un olor especial para ella, como el aroma del bosque o la tierra.

Cada uno deslizó un brazo alrededor del otro y se quedaron dormidos.

* * *

Radu se debatió entre los sueños, unos sueños que, en lugar de ser claros y vividos, eran oscuros y confusos, mezclando a Laenea, el tránsito, la nostalgia por el hogar y el miedo. Se sentó de golpe, mirando a la puerta a través de la oscuridad, esperando que se abriera y aparecieran los pilotos.

Apartó ese pensamiento paranoico, encendió la luz y echó un vistazo al pequeño cuarto sin ventanas. Orca se había marchado. Se sintió decepcionado, y un tanto sorprendido, pero no podía culparla.

Utilizando el terminal de comunicaciones que había en el cuarto, comprobó la situación de la nave de tránsito de Laenea. Aún no había regresado. Frunció el ceño, y volvió a intentarlo, pero la pantalla no le dio ninguna otra información adicional. Cortó la comunicación.

Alisándose el pelo con los dedos y dejando sus ropas sobre la cama se dirigió al minúsculo cuarto de baño y se demoró bajo la ducha caliente.

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Cuando salió, Orca estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama revuelta con el desayuno preparado. Radu dio un paso hacia atrás, buscando una toalla.

-He visto gente desnuda antes -dijo Orca-. Nosotros apenas usamos ropa en casa. Acércate y come un poco.

Radu se envolvió en la toalla antes de salir. -Pensé que te habías marchado -dijo. -Lo hice. Pero he regresado. -Quiero decir, permanentemente. Ella dejó de sonreír. -Lo pensé. Radu se sentó en el borde de la cama. -Probablemente hubiese sido mejor si lo hubieras hecho. Orca le alcanzó un trozo de fruta y comenzó a desenvolver unos paquetes

cuidadosamente doblados. -Estás decidido a no aceptar ninguna clase de ayuda, ¿no es así? -Lamento que te hayas visto envuelta en todo esto -dijo él-. Si supiera que

podías hacer algo para ayudarme, lo aceptaría encantado. Pero la verdad es que ignoro qué es lo que me ha sucedido, o qué puedo hacer al respecto.

-Oh, vamos. Eso es lo que estabas discutiendo con Vaska en la nave, ¿verdad? Como esa pequeña escena de anoche... Estabas muerto de miedo, y los dioses saben que yo también lo estaba, pero no estabas sorprendido.

-Te estaría haciendo daño si te lo contara todo -dijo Radu-, Te estaría poniendo en un considerable peligro.

-Mira, Radu, somos miembros de la tripulación. No dejamos de serlo cuando abandonamos la nave.

-Sería un estúpido si te hiciera correr más riesgos. Ella se encogió de hombros. -Ya estoy metida en esto hasta las cejas. Ellos suponen que yo sé todo lo que

hay que saber. Ella tenía razón. Si los pilotos le consideraban una amenaza, también creerían

que Orca era peligrosa para ellos. Radu se frotó el rostro con una mano. -No tiene sentido -dijo-. Simplemente no tiene sentido. Orca arrugó un trozo de papel y lo arrojó contra la pared.

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4

El asiento de Radu en el transbordador terrestre estaba junto al que ocupaba Orca. Hubiese sido más sencillo si hubieran podido cambiarlos, pero la nave estaba llena.

Se colocaron los cinturones sin hablar mientras la nave se disponía a partir. Radu miró a ambos lados del pasillo, observando a cada pasajero. Nadie más

era miembro de una tripulación. Unos pocos, por la facilidad con que se movían en la ingravidez, eran personal de la estación; la mayoría eran turistas u otros visitantes.

Deseó poder decirle algo a Orca para aliviar la ira y la desconfianza que él había establecido entre ambos. Ella estaba sentada erguida y tensa en su butaca. Él siguió su mirada hacia la parte delantera del transbordador.

Una piloto había subido a bordo. Las pulsaciones de Radu se hicieron más rápidas.

Ramona-Teresa se detuvo en el pasillo al llegar a la altura del asiento de Radu. Su mirada era más suave que cuando había advertido a Laenea que no tomara como amante a Radu, o a cualquier otro que no fuese piloto. Ella saludó con la cabeza a Orca y sonrió a Radu como si le dijera: «Querido, de modo que te gustan las amantes exóticas, pero deberías haber seguido mi consejo acerca de los pilotos.»

Radu apartó la mirada y se sonrojó. No le habló. Incómodo, miró a Orca y se dio cuenta de que le estaba aferrando la mano con excesiva fuerza. Aflojó su desesperada presión.

-Lo siento... ¿Estás...? Ella flexionó sus dedos de huesos delgados. Radu temía habérselos roto. -Estoy bien. Orca volvió a colocar su mano sobre la de Radu, en un gesto de confianza y tal

vez incluso de perdón. -Podría haberte roto un dedo, o rasgado la piel... Los dedos de Orca se cerraron en torno a su muñeca, firmemente, cortando la

circulación, aunque no parecía estar realizando ningún esfuerzo para hacerlo. Ella apretó un poco más y Radu se retorció de dolor.

-Orca... -Trató de liberarse de su presión. Orca parecía estar totalmente relajada, pero su mano permanecía firme y también la de Radu.

-Te he dicho -dijo ella fríamente- que no soy una criatura delicada. Las membranas no se rasgan y tendrías que trabajar muy duro para romperme los dedos. ¿Somos amigos? Pensé que empezábamos a serlo, pero ni siquiera confías en las cosas que te digo.

Le soltó la mano. Radu miró su muñeca. Las impresiones blancas de los dedos de ella se

volvieron rojas. Tendría que ser magullado a franjas para que la magulladura hiciera juego con el cardenal que se extendía alrededor de la herida de su otro brazo.

-Te creo -dijo-. Nunca más volveré a dudar de tus palabras.

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-Por lo que me importa en este momento, puedes creer que soy una embustera. Pero cuando me tratas como a una niña de la superficie o como a una concha que la arena o el agua pudieran romper... -Orca soltó una risotada.

-Es sólo que eres tan pequeña... -dijo Radu-. En mi mundo... -Deseaba poder decir lo que pensaba de tal modo que ella no se sintiera ofendida-. Desde que abandoné mi mundo, me he visto rodeado de gente que me pareció muy frágil. Pienso que podría lastimarlas sin tener intención de hacerlo. Me sentí torpe junto a Vasili Nikolaievich, y cuando ayudé a Atna a despertarse, fue como tener un pájaro en mis manos; sus huesos me parecieron tan frágiles...

Radu no mencionó a Laenea; nunca había sentido que ella fuese frágil, pero en su mente era alguien único de todos modos.

-Soy una buceadora de tercera generación -dijo Orca-, Es suficiente para que no nos volvamos decadentes.

Radu se frotó las marcas que aún persistían en su muñeca. -No lo olvidaré.

* * *

El transbordador aterrizó en la plataforma a última hora de la noche. Radu vio que Ramona-Teresa desembarcaba, pero ella no le prestó atención. Radu estaba confundido. Ella no se encontraba entre los pilotos que le habían amenazado. ¿Acaso no sabía lo que había sucedido?

Radu se pasó la mano por los ojos y se frotó las sienes. Ella lo sabía. Estaba seguro de que lo sabía.

Una vez en cubierta, Orca miró a Radu, seria e intensamente, y le cogió la mano con suavidad.

-Cuando lo desees, te ofrezco mi ayuda, y la de mi familia. Ven a Victoria, al puerto, y pregunta por nosotros. No somos difíciles de encontrar a menos que nos lo propongamos.

-Gracias -dijo Radu. Ella asintió. -Acompáñame un trecho. Sin aguardar a ver si él la seguía, Orca se dirigió al extremo de la plataforma.

Radu vaciló un momento, y luego la siguió, y ambos continuaron la marcha en silencio.

En el borde de la plataforma de aterrizaje, Orca se colocó de frente al viento marino de la noche e inspiró profundamente. Se llevó los dedos a los labios y silbó con un sonido agudo y complicado. Inclinó la cabeza como si estuviera escuchando y luego miró serenamente hacia las olas. Radu no alcanzó a ver absolutamente nada, y todo lo que podía oír era el suave chocar del agua contra el puerto.

Orca se desató la chaqueta, dejó que se deslizara desde sus hombros y se quitó la blusa de malla. Luego bajó la cremallera de sus pantalones y éstos cayeron al suelo desde sus estrechas caderas, siendo apartados por Orca junto con sus zapatos rojos de lona. Su piel brillaba bajo la luz de la luna cuando se detuvo en el borde del muelle.

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-¿Qué haces? -Me voy a mi casa. -¿Piensas nadar? ¿Todo el camino? ¿No te helarás? ¿Y tu ropa? Ahora que Orca realmente se marchaba, Radu se sintió atrapado por una

sensación de soledad tan súbita como inesperada, no deseada e inexplicable. -Todo lo que quería conservar lo dejé en mi bolso. Mi ropa llegará al

alojamiento de la tripulación, o no llegará. No tiene importancia. -Yo me quedaré con ella -dijo Radu recogiéndola. En lugar de responderle, Orca señaló hacia el mar. La oscura espalda de un enorme animal cortó la superficie y luego se

desvaneció. Unos segundos después, la criatura salió del agua con un salto espectacular. Las franjas blancas en los costados parecían nieve pura. Una graciosa mole cortó el agua sin hacer ruido mientras se aproximaba al muelle, pero en el último momento la criatura golpeó su cola contra el agua. Las gotas saladas mojaron las mejillas de Radu.

Orca se echó a reír. -Está jugando. -¿Qué es eso? -Es mi prima. Orca. La ballena asesina. Ha venido a recibirme. -La voz de la

buceadora sonaba distante, como si ya estuviese nadando desnuda y feliz en el mar frío y misterioso-. Ha venido para llevarme a casa.

-Adiós, Orca -dijo Radu. Ella no contestó y tampoco le abrazó a modo de despedida. Ya no era un

miembro de la tripulación, sino simplemente una buceadora. Extendió los brazos hacia atrás y, cuando se lanzó desde la plataforma, los tendió hacia adelante. Con una trayectoria larga y elegante, Orca entró en el agua entre dos olas, sin una salpicadura.

Radu se quedó mirando el agua para verla reaparecer en la superficie, pero Orca y su amiga no volvieron a emerger.

Casi deseó poder zambullirse en la niebla, en el mar oscuro y relajante, y nadar a través de la soledad y el silencio todo el camino hacia tierra firme.

Pero sabía que eso era imposible. Radu carecía de aquello que le permitía a Orca nadar largas distancias en este clima y con esta temperatura. En esas aguas heladas él duraría unos pocos minutos, media hora con mucha suerte. Después caería en la hipotermia, en la inconsciencia, y moriría.

Las sombras le sobresaltaron. Se volvió pero no vio nada. «Por supuesto que no has visto nada -pensó-. «No hay nada.» Pero no pudo evitar otra mirada hacia el movimiento imaginario. Como si fuese un fantasma, Vasili Nikolaievich apareció en el muelle, y sólo

era visible su rostro pálido en la oscuridad. Detrás del piloto, las sombras se movieron; la escasa luz iluminó una larga cabellera rubia aquí, un rostro más allá, brillando como el ojo de un animal. La niebla se arremolinaba alrededor de ellos.

-Esta vez será mejor que nos acompañe -dijo Vasili. Radu dio un paso hacia adelante. -Déjeme en paz -susurró-. ¿Por qué no me deja en paz? -Por favor, no discuta. Todo ha sido decidido.

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-¡No por mí! -Ya le he dicho que usted no tiene absolutamente nada que decir al respecto. Radu se sintió invadido por el pánico. Dio media vuelta y echó a correr. Pero

no había ningún lugar adonde pudiese ir, con los pilotos desplegándose en semicírculo a su alrededor, acorralándole contra el extremo del puerto. Miró por encima del hombro. Venían tras él, acercándose a cada paso. Aceleró su carrera sintiendo que se agotaba. El hecho de estar lejos de casa le volvía más blando.

De pronto, aparecieron otros dos pilotos delante de él. Se detuvo, resbalando sobre la húmeda cubierta. Se volvió lentamente. Las

formas oscuras y borrosas de los pilotos le rodeaban. Cuando volvió a detenerse tenía el mar ante sí.

Radu se zambulló desde la plataforma. Nadaría hasta la rampa del transbordador, subiría por ella y haría suficiente

ruido como para atraer a alguien más aparte de los pilotos... Chocó contra el agua. El agua helada le cortó la respiración. A duras penas salió a la superficie,

mientras el agua fría y salada se le metía en la boca y en la nariz. Escupió y tosió y luchó contra el pánico.

Se movió trabajosamente a lo largo del borde del puerto. Si continuaba moviéndose todo saldría bien. Cada ola alta le golpeaba el rostro con una fuerte ducha de sal. La ropa le tiraba hacia abajo. Trató de quitarse las botas. No pudo hacerlo. Las ropas de Orca escaparon de su mano y se hundieron. Hizo un esfuerzo y volvió a cogerlas. De alguna manera era importante que las conservara con él. La chaqueta de Orca se enrolló en su brazo.

Su única esperanza era alcanzar la rampa. La distancia, que antes le había parecido tan corta cuando corría por el muelle, se alargaba infinitamente. Un truco de perspectiva, pensó, mientras la mente se arremolinaba alrededor de las palabras y perdían sentido. Una ola cayó sobre él. Trató de volver a la superficie: pensó que sabía dónde estaba, pero extendió los brazos en un agua que era como hielo negro, y sus esfuerzos no le llevaron más cerca del aire.

Una enorme forma oscura apareció debajo de él. Esa visión se hizo clara a través del agua helada. Recordó lo que había leído sobre la tierra y sus predadores, y lo que Orca le había dicho sobre los tiburones cuando le enseñó sus garras. Aterrorizado, pateó hacia arriba y logró salir a la superficie. Trató de recuperar el aliento; trató de gritar pidiendo ayuda. Trató de nadar con mayor fuerza hacia la rampa del transbordador, pero la corriente le alejaba cada vez más del puerto.

La criatura surgió de debajo de él y Radu sintió la turbulencia de su movimiento. Esperó el dolor lacerante, los dientes atravesando la carne, la sangre caliente escapando de las arterias y las venas destrozadas. Pero no sintió absolutamente nada, excepto la forma oscura que le empujaba. Estaba más allá del dolor, más allá del pánico. La calma le invadió. Cuando la criatura atacara, él no sentiría nada. Nunca más volvería a sentir nada. Radu perdió el conocimiento.

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5

Radu luchaba con otra pesadilla. Laenea estaba en Twilight como miembro de la tripulación de la nave de emergencia. La tripulación, en lugar de permanecer a salvo en su nave orbital, había aterrizado con el equipo médico. Habían llegado justo cuando Radu había comenzado a sentir, y a negar, una alta fiebre y disociación mental, los primeros síntomas de la epidemia. Ésa era la realidad. Pero en la pesadilla era Laenea quien enfermaba, y en lugar de que ella cuidara de él, era él quien cuidaba de ella. Radu temía que ella muriese como los otros, amigos y familiares, que él sabía que habrían de enfermar y a quienes no había forma de salvar. En la realidad del pasado, Laenea le había salvado la vida. En el pasado de su pesadilla, él veía que Laenea se estaba muriendo, pero se negaba a aceptarlo.

Se despertó gritando. Las luces se encendieron deslumbrándole. Una forma difusa surgió a su lado.

-Radu, ¿te encuentras bien? Reconoció la voz de Orca. Sus ojos se reacostumbraron a la luz. Orca le

observaba ansiosamente. Radu se incorporó y echó un vistazo a su alrededor. La tronera submarina, las

dimensiones de la cámara y el diseño del suelo revelaban que se encontraba en uno de los dormitorios de la estación de lanzamiento oceánica.

-¿Qué ha ocurrido? -He tenido una pesadilla y he recordado otra que pensé que estaba soñando otra

vez -dijo-. Pensé... Miró sus piernas y comprobó que estaban perfectamente bien, sin heridas ni

cicatrices. Orca señaló hacia la tronera. En la luz que se disolvía a través del cristal que

les separaba del mar, la amiga asesina de Orca paseaba deslizándose suavemente. Radu no pudo reprimir un estremecimiento.

-Ella te oyó -dijo Orca-. Pensó que tal vez eras uno de nosotros, pero ninguno reconoció los modelos natatorios. Entonces comenzaste a moverte como si tuvieras problemas. De modo que regresamos.

-Me siento muy agradecido de que lo hicierais. Ella se encogió de hombros y luego le preguntó: -¿Ellos te echaron al agua? -No -contestó-. Ellos me siguieron. Querían que les acompañara, pero... decliné

la invitación. No creo que su intención fuese echarme al agua. Es sólo que me asustaron y me dio un ataque de pánico.

-¿Sólo te asustaron? ¿Cómo la otra vez? -dijo Orca con rabia-. Ellos ni siquiera trataron de ayudarte... y cuando te saqué del agua habían desaparecido.

-¿Dónde están ahora? -Algunos te están esperando. No pueden entrar en la sección de los buceadores

sin una invitación. Pero están fuera.

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-He cometido un terrible error -dijo Radu-. Te he puesto en peligro, pero te he mantenido en la ignorancia. Trataré de corregir esa situación si aún lo deseas.

-Creo que será mejor que lo hagas. Orca parecía mucho menos ansiosa que antes por escuchar lo que él tenía que

decirle. Nunca hubiera creído que el simple hecho de contar una historia pudiera

agotarlo de ese modo, pero cuando llegó al momento en que se había arrojado al agua desde la plataforma, estaba temblando de fatiga.

-Dios mío -dijo Orca-. Despierto en tránsito... No me extraña todo este lío. Radu apretó las palmas de sus manos contra sus ojos, tratando de aliviar la

tensión que sentía. -Cuando regresamos a la Estación Tierra intenté ponerme en contacto con

Laenea -dijo Radu-. Pero no había regresado de su vuelo de entrenamiento. Ella podría convencer a los pilotos de que yo no soy una amenaza para ellos.

-¿Por qué no la llamas ahora? -dijo Orca. Radu asintió. -Lo haré. -Té esperaré en el salón -dijo Orca, y le dejó solo. Unos minutos más tarde, aturdido, se reunió con Orca. La sonrisa de Orca se desvaneció al ver su expresión. -¿Qué sucede? -La nave de Laenea ha sido declarada perdida -dijo. Aún no podía creer lo que le habían dicho cuando intentó comunicarse

nuevamente con ella. El vuelo de entrenamiento tenía una duración que oscilaba entre media hora y medio día. Hacía dos semanas que la nave había partido. La administración de tránsito no la buscaría, porque las naves perdidas nunca eran encontradas.

Para Radu, Laenea era demasiado real para estar perdida. Aún no se las había arreglado siquiera para convencerse de que ya nunca volverían a ser amantes, aunque sabía que era imposible. Nunca llegaría a convencerse de que estaba muerta. Nunca lo intentaría.

Radu pensó: «Ella estaba en peligro, y yo lo sabía. Me desperté en tránsito porque lo sabía.» Luego pensó: «Es igual que las alucinaciones que tuve en Twilight. Tal vez no fueran alucinaciones. Tal vez la visión de Atna también fuese correcta. Se equivocó en los detalles, pero estaba en lo cierto en todo lo demás.»

-Oh, Radu... -Orca cogió su mano en un gesto de consuelo, le llevó hasta un sofá e hizo que se sentara-. No sabes cuánto lo lamento... Conocí a Laenea, en la tripulación. Me gustaba.

-No me lo creo -dijo él-. No puedo..., no quiero. Permanecieron sentados juntos durante algunos minutos. Si Orca aceptaba que

Laenea estaba muerta, ella no intentó convencer a Radu para que aceptara lo inevitable.

-¿Quieres que te deje solo un rato? ¿O quieres que me quede contigo? -Soñé con ella cuando regresábamos de Ngthummulun. -¿Cuándo? ¿Cómo pudiste soñar? No teníamos tiempo para un sueño real.

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-En tránsito, antes de que rechazara la droga. Siempre sueño cuando estoy en tránsito, pero esta vez tuve pesadillas.

Su última imagen era la de Laenea gritando de dolor, gritando por una ayuda que él no podía darle. No quería que ése fuese su último recuerdo de ella. Quería recordarla con la cabeza echada hacia atrás y riendo.

-Oh, dioses -gimió. Escondió el rostro entre las manos-. Pensé que se trataba de alucinaciones. Pensé que ya habían desaparecido. ¿Por qué sueño con mis amigos cuando van a morir?

Orca dudó un momento y luego dijo: -¿Quieres decir que sueñas que van a morir y ellos mueren? -Sueño que necesitan ayuda, pero nunca sé cómo ayudarles. Sucedió durante la

epidemia -dijo con tristeza-. Sé que parece una locura... -No especialmente -dijo Orca-. Pero parecías pensarlo cuando se trataba de

Atna. Radu apoyó las rodillas contra su pecho y se abrazó a ellas. -Lo hice... pero no lo hice. Pensé que lo que me sucedía eran alucinaciones, o

una memoria febril. Orca le acarició el brazo. -En casa -continuó Radu-, cuando la gente comenzó a enfermar..., mis sueños

cambiaron. Después de un tiempo, empecé a pensar que yo sabía quién iba a morir. Entonces, traté de advertir a la gente...

-Oh, señor... -dijo Orca. -Sí. -Radu sacudió la cabeza-. Eso debió enseñarme algo, pero creo que aprendí

la lección equivocada. Actué con Atna del mismo modo en que los demás habían actuado conmigo.

-No puedes culparte -dijo Orca-. No había nada que pudieras hacer en Twilight y tampoco había nada que pudieras hacer en tránsito. Ni siquiera los pilotos buscan las naves perdidas. Lamento que Laenea haya desaparecido, pero ahora el que tienes problemas eres tú. Tienes que cuidar de ti mismo.

-¿Por qué? -¿Qué? ¿Quieres entregarte a los pilotos? -No he querido decir eso -replicó Radu-, Quiero decir, ¿por qué nadie busca las

naves perdidas? -Porque han intentado dar con ellas durante años, aunque sea una sola, y nunca

lo consiguieron. Así que dejaron de buscarlas. -No pueden encontrarlas porque no pueden comunicarse con ellas. Pero Laenea

necesitaba ayuda, y yo lo sabía. -Radu, ¡ella está perdida! -Perdida... Eso no significa que esté muerta. ¡Nadie sabe lo que significa! Ella

podría estar con vida. Radu miró hacia la puerta, pensando en lo que había más allá del alojamiento

de los buceadores. Orca siguió su mirada. -¡No puedes salir ahí!

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-Tengo que hacerlo. Tengo que intentar que me escuchen. He soñado que podía ayudar, si sólo hubiera sabido lo que debía hacer... Ahora lo sé. Tengo que encon-trarla.

-¿Qué es lo que te hace pensar que te creerán? -Nada -dijo él-. No tienen ninguna razón para confiar en mí y muchas razones

para no hacerlo. Pero debo intentarlo. De otro modo, Laenea y su instructor y los miembros de la tripulación morirán.

Se puso de pie. Los temblores no le habían abandonado. Orca le cogió del brazo, apretándoselo con suficiente fuerza para recordarle

que no era una criatura débil. -¿Por qué diablos regresé por ti si ahora vas a salir para que ellos vuelvan a

echarte de cabeza al océano? En este momento estaría a mitad de camino de mi casa -dijo-. Todo esto es una locura.

-No te culpo por sentirte de ese modo -dijo Radu. Colocó su mano suavemente sobre la de ella y Orca aflojó la presión.

-Lo siento. -Olvídalo -dijo Radu-, Después de todo, es probable que tengas razón. -Si realmente lo creyeras así, no saldrías por esa puerta. Le siguió al centro del alojamiento de los buceadores, donde una puerta llevaba

al ascensor público del vestíbulo. -Gracias, por todo -dijo Radu. -Supongo que no eres esa clase de persona que piensa que, puesto que te he

salvado la vida, desde ahora tengo que decirte lo que debes hacer. -Me temo que no -dijo, y se echó a reír. La abrazó, largamente, estrechamente,

más que si hubiera sido una despedida regular entre dos miembros de la tripulación de una nave espacial…

-Adiós -dijo Radu. -Adiós. Se enfrentó a la puerta, reacio a abrirla, y luego se acercó lo bastante como

para que la superficie percibiera su presencia. La puerta se abrió y luego se cerró detrás de él.

Los dos pilotos que le estaban esperando se pusieron de pie. Vasili Nikolaievich, especialmente, parecía sorprendido de verlo. Ninguno de los pilotos sabía qué hacer ahora que él había decidido salir libremente a su encuentro.

-Ustedes no me dirán lo que querían de mí -dijo Radu-, de modo que yo les diré lo que quiero de ustedes.

Vasili sonrió. -No creo que tenga esa alternativa. Radu se acercó a los pilotos sintiéndose cada vez más tenso. -La nave de Laenea Travelyan se ha perdido -dijo-. Yo puedo encontrarla. Eso

fue lo que estaba sucediendo cuando... -¿Usted qué? -dijo el otro piloto-. Espere. No podemos hablar de esto aquí. -

Extendió una mano para cogerle el brazo-. Venga con nosotros, ¿quiere? Radu retrocedió.

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-Iré con ustedes -dijo-. No tengo intenciones de resistirme. Su proximidad me resulta tan desagradable como la mía les resulta a ustedes.

-Eso es lo que piensa, ¿verdad? -dijo Vasili. -Cállate, Vaska -dijo el otro piloto-. Ya hemos complicado este asunto

demasiado. Vamos a algún lugar donde podamos conversar tranquilos. Todos mantuvieron las distancias; incluso los dos pilotos caminaban separados

uno del otro. En el ascensor se vieron obligados a acercarse más. Cuando las puertas se cerraron, Radu sintió el impulso de golpearles y escapar. La urgencia era tan intensa que apenas se sorprendió cuando las puertas volvieron a abrirse.

Orca entró en el ascensor, dirigiéndose a un rincón y hundiendo las manos en los bolsillos. Tenía los hombros encorvados.

-¿Qué quieres? Orca miró ceñudamente a Vasili. -Puesto que no hay ninguna razón por la que Radu confíe en ninguno de

vosotros, tampoco hay ninguna razón para que vaya solo contigo y Chase. -No te necesitamos. -Pronto me necesitaréis -dijo Orca-. No importa cuán pequeña sea la nave que

abordéis, necesitaréis una tripulación de al menos dos para guiarla, y en este viaje tendréis dificultades para encontrar voluntarios.

-¿Qué vuelo? -Eso forma parte de lo que no quisieron discutir en el vestíbulo -dijo Radu. -Oh -dijo Chase-. Entonces será mejor que espere hasta que estemos más

seguros. Al igual que los buceadores, los pilotos disponían de un piso del tallo

estabilizador. A nadie se le permitía la entrada a menos que fuese un huésped invitado y acompañado.

Entraron y siguieron a Chase a través de anillos concéntricos de habitaciones, cada vez más profundamente, en dirección al alojamiento de los pilotos.

En el centro de su cubierta, en una sala sin ventanas, se hallaban reunidos más pilotos de los que Radu había visto en su vida. Reconoció a varios de los que le habían rodeado en la estación de lanzamiento y a otros que había visto en los noticiarios, y también estaba Ramona-Teresa.

Ella se puso de pie. Debajo de su camisa de encaje rojo, la cicatriz era una cuchillada blanca, un triángulo con su base en la clavícula y la punta en el ombligo.

-Bien, Chase -dijo-. Bien, Vaska. Finalmente le habéis encontrado. -Parecía cansada y aburrida.

-¡Encontrarle! -exclamó Orca-. ¡Estuvisteis a punto de matarle por dos veces! -Olvídalo, Orca -dijo Radu. -Nuestra intención no era asustarle -dijo Vasili-. Fue un accidente. -No esperábamos que saltara al agua -dijo Chase-. Cuando encontramos un

salvavidas, esa Orca ya le estaba llevando hacia el muelle. -No me sentía ansioso por que me rodearan nuevamente. -No, supongo que no -dicho Chase-. Lo siento, no lo pensé de ese modo. Ramona-Teresa suspiró exasperada.

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-Bien, me disculpo también contigo -dijo Chase-. Ninguno de nosotros ha sido entrenado para el espionaje y el secuestro.

-Me doy cuenta de ello. Aun así, creo que debíais haber manejado este asunto con mayor elegancia. ¿Y por qué habéis traído a la buceadora aquí?

-Nosotros no trajimos a nadie -dijo Chase-. Ellos nos han traído a nosotros. -Orca piensa que es su guardaespaldas -dijo Vasili sarcásticamente. Radu sintió

que Orca se ponía tensa de furia; curvó sus dedos sobre los de ella, pero dudaba de que pudiera detenerla si ella elegía liberarse.

-Como ella ya me ha salvado la vida por dos veces en mis encuentros con los pilotos -dijo-, me siento muy agradecido de que se haya ofrecido a acompañarme.

-Radu Dracul -dijo Ramona-Teresa, hablando con un tono de voz tan bajo y decidido que estaba claro que no soportaría otra interrupción o cambio de tema de conversación-. Es verdad que yo... le invité a hablar con nosotros. Pero eso fue ano-che. Ahora es un mal momento. Una nave se ha perdido...

-Lo sé. Ésa es la razón por la que me encuentro aquí. Para pedir que me ayuden a encontrar a Laenea.

Después de que los murmullos -y algunas carcajadas- disminuyeran, y Radu les explicase lo que creía que le había sucedido a él, tuvo que soportar una hora de escepticismo, preguntas y especulaciones. Mantuvo la espalda apoyada en la pared y los pilotos permanecieron a una distancia mayor que la que habían guardado cuando trataron de atemorizarle. Los pilotos le desagradaban, pero era algo que podía soportar.

Al principio, ninguno de los pilotos creyó una sola palabra de lo que les estaba diciendo, y luego, como comenzaron a sentirse intrigados por las posibilidades de lo que les estaba contando, le pidieron que repitiese algunos trozos de la historia, una y otra vez. Radu les respondió, aunque se negó a comentar su relación con Laenea más allá del hecho de que eran amigos. No era nada de su incumbencia.

Ramona-Teresa, que sabía que habían sido amantes, apenas participó en el interrogatorio. Se sentó en un sillón en un rincón de la enorme sala, observando, escuchando y fumando un cigarrillo.

Estaba claro que algo extraño estaba sucediendo, algo que no había sucedido nunca. La especulación cambiaba de foco una y otra vez, pasando de lo que estaba sucediendo exactamente a por qué estaba sucediendo y a las formas en que podía perjudicar o beneficiar a los pilotos.

-No -dijo Radu por décima vez-. No entiendo qué relación guarda mi percepción del tiempo con mi percepción de tránsito. Probablemente ninguna. Vuelvo a repetirlo, no percibo el tránsito. Pero tampoco me mató.

Los pilotos, cada vez más interesados, se acercaron a él. Le hicieron otra pregunta para ponerle a prueba. Oyó la inflexión de la voz, pero las palabras se desvanecieron como humo en la niebla, y luego el sonido se mezcló con el humo real del cigarrillo de Ramona. Radu deseaba pedirle que lo apagara, pero no pudo. Aún la encontraba tan intimidatoria como el día que la conoció, y éste era su territorio. Alguien hizo otra pregunta y él respondió sin siquiera intentar escuchar o comprender lo que le habían dicho.

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-No importa. Nada de esto tiene importancia. Lo único que importa es que yo puedo hallar la nave perdida, si me lo permiten... si me ayudan. No creo que sea conveniente que sigamos perdiendo el tiempo.

Se abrió paso a través del semicírculo de pilotos y corrió hacia el otro extremo del salón, luchando por mantener el control. Deseaba encontrar una ventana, aunque sólo fuese un agujero minúsculo que mirara al mar. Estaba a punto de llorar de frustración, a punto de sufrir un colapso debido a la concentrada atención de todos los pilotos. Alguien le tocó el brazo y se sobresaltó violentamente.

-Lo siento -dijo Orca-, ¿te sientes bien? Salgamos a cubierta un momento. El tono de su voz era más agudo de lo habitual, y cuando Radu le cogió la

mano sus dedos estaban fríos. -Estás temblando -dijo Orca. Le frotó las manos-, Y yo estoy a punto de

empezar. ¿Qué es lo que te ocurre con ellos? -¿Nadie te ha hablado nunca de los dispositivos de seguridad que llevan las

naves en caso de que se pierdan? -No. No sé a qué te refieres. -Cuando supe que no tenía otra alternativa que pasar el tránsito despierto,

Vasili me entregó un frasco de píldoras suicidas, para que las tomara si lo que me sucedía era demasiado terrible para poder soportarlo. Esas píldoras están previstas para los casos de inanición y asfixia si la nave se pierde.

Orca le abrazó, ofreciéndole el consuelo de una amiga. -Nunca pensé en eso -dijo ella-. Supongo que pensé que cuando uno se perdía,

te esfumabas, lo mismo que a la gente que dejabas atrás. -No sé cuánto tiempo esperará Laenea -dijo Radu-. Ni siquiera sé cuánto

tiempo significa ese tiempo para ella en tránsito. Pero Laenea no es de los que dejan de hacer las cosas que deben hacerse. -Miró hacia el grupo de pilotos-. ¿Me ha oído, Vasili Nikolaievich? -gritó-. ¿No recuerda las píldoras que me ofreció? -Los pilotos se volvieron para mirarle-. Ramona-Teresa, ¿cuánto tiempo cree que Laenea esperará por nosotros? Ella es demasiado orgullosa para elegir la desesperación.

La piloto con más antigüedad abandonó el grupo y se dirigió hacia él, deteniéndose justo antes del lugar en que ambos podían tocarse con sólo extender el brazo.

-Necesita más paciencia, y Laenea también. Si ella hubiese esperado para comprenderse mejor, tal vez ella y Miikala nunca se hubieran perdido. Tal vez nada de esto hubiese sucedido.

Estaba dispuesto a luchar para impedir que ella declarara que Laenea estaba muerta y desaparecida. Comenzó a hablar; sin embargo, ella le hizo callar con un movimiento rápido de la mano.

-Si les encontramos... -dijo ella. -Ramona -dijo Vasili furiosamente-, pienso que estás dejando que tus

sentimientos personales... Ella sólo necesitó una mirada para silenciar a Vasili. Ramona sacudió la cabeza

y volvió a comenzar.

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-Si encuentra a Laenea -le dijo a Radu-, ella seguirá siendo un piloto, y usted... no sé qué es usted, pero si intentáramos convertirle en un piloto, el proceso acabaría con usted. ¿Lo comprende? Esa parte no puede cambiar.

-Lo comprendo -dijo Radu-, Comprendo que ella está adaptada para ser un piloto y yo no. Comprendo que la transición...

Ramona-Teresa entrecerró los ojos. -...tiene pocas posibilidades de hacerse con éxito, y no se intentaría aunque

fuese un proceso simple. Eso era lo máximo que su orgullo le permitía aceptar. Si los pilotos creían que

él deseaba que Laenea renunciara a todas sus ambiciones y todos sus sueños y se destruyera por él, entonces no entendían por qué la amaba o por qué -creía él- la había amado.

La expresión de Ramona-Teresa se hizo más clara. -La paciencia llegará con el tiempo. Ahora tiene derecho a sentirse impaciente.

-Volvió su atención hacia Orca-. ¿Sabes en qué consiste el plan? ¿Comprendes los peligros que entraña?

-Sí, piloto, lo sé. -¿Y aun así deseas formar parte de la tripulación de esa nave? -Difícilmente puedes llevar a bordo a alguien que no sabe lo que le espera. -Ah, bien. También comprenderás que nadie más debe conocer este intento

antes de que partamos. Los administradores... -Miró a Radu y se echó a reír, un sonido claro y esperanzado después de tanto silencio y tantas discusiones-. Si cree que somos lentos para tomar decisiones, Radu Dracul, debería pasar algún tiempo con los administradores. Y lo pasará, si su misión tiene éxito. Entonces aprenderá a tener paciencia.

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6

Alguna decepción era necesaria, pero Ramona-Teresa tenía tanta antigüedad que, para cuando Vasili, Radu y Orca consiguieron plaza en el transbordador y regresaron a la Estación Tierra una nave la esperaba para llevarla a casa para el viaje que había solicitado. Cualquiera de la tripulación, y casi todos los demás pilotos, hubieran tenido que esperar un viaje programado, pero ésta era una cortesía para Ramona-Teresa, que ella nunca antes había exigido. Hubiese sido rechazada, naturalmente, si los administradores hubieran sospechado lo que pensaba hacer realmente con la nave. Y seguramente hubiesen sospechado algo si hubieran tenido conocimiento del material extra que Vasili le pedía a un amigo en la sección de planificación del equipo X.

A Radu le hubiese gustado que Vasili no formara parte de la expedición. Pero Ramona le había elegido porque, de todos los pilotos, era el mejor.

Abordaron la nave de tránsito y despegaron de la Estación Tierra. Vasili comenzó a calcular un curso al punto de tránsito que había iniciado el entrenamiento de Laenea; Radu acompañó a Orca a su cámara de sueño. Ella ya la había preparado. Radu la abrazó, memorizando la presión de sus brazos alrededor de su cuerpo, el tacto de sus manos fuertes sobre su espalda. Ella le besó en la garganta, en el borde de la mandíbula. Su pulso se aceleró contra la ligera presión de sus labios. Ella nunca le había besado antes, y Radu sólo tuvo tiempo para preguntarse, no para preguntar, si ella estaba transmitiéndole algo más que un simple mensaje de despedida.

Ella se apartó lentamente, deslizando las manos por su espalda y sus flancos y cogiéndole los antebrazos.

-Buena suerte -dijo. -Estoy contento de no estar completamente solo -dijo él. -Yo no tendré problemas al estar profundamente dormida, pero... -Orca se

encogió de hombros, se metió en su cubículo y se acostó-. Cuídate ahí fuera. Se acomodó, colocándose la mascarilla sobre la boca y la nariz, e inspiró

profundamente. Muy pronto, sus pupilas se dilataron y sus párpados se cerraron. Radu desató sus zapatos rojos, se los quitó y los colocó debajo del cubículo.

Los cubículos eran de tamaño estándar, de modo que ella parecía muy pequeña en su interior. Radu sintió el súbito impulso de buscar una manta para cubrirla con ella. En cambio, cerró la tapa y se incorporó.

Ramona-Teresa entró en la habitación cuando la alarma automática comenzó a sonar.

-Está dormida -dijo Radu. -En relación a los instrumentos, usted también lo está. Ella abandonó la habitación. Radu no interpretó su brusca partida como un

insulto; Ramona, también, debía prepararse para tránsito. Ni ella ni Vasili podían correr el riesgo de ver perturbado su biocontrol o su concentración.

Los segundos pasaron vertiginosamente. Radu reflexionó por última vez en lo que iba a hacer, en lo que estaba tratando de hacer. No era mejor que un juego en el

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que la muerte era una solución posible, un juego del que no conocía todas las reglas. Pero el precio de la victoria era muy alto, y ya era demasiado tarde para abandonar la competición.

Giró para mirar el puerto justo en el momento en que el espacio oscuro y estrellado se tornaba de un color gris plateado. Dejó de moverse, dejó de respirar esperando los cambios que comenzarían a producirse si su extraña habilidad sólo había sido temporal. Pero, igual que la vez anterior, no sucedió absolutamente nada. Regresó a la sala de control.

Los pilotos se habían colocado sus tanques de oxígeno y sus mascarillas inhalatorias. Vasili estaba observando algo que pasaba por su campo visual... algo invisible, en lo que a Radu concernía. Ramona-Teresa miraba hacia el infinito.

-Voy a seguir el plan de vuelo proyectado por Miikala -dijo Vasili- tan cerca como pueda. -Respiró profundamente. Cuando volvió a hablar, el sarcasmo tiñó su voz-, Y luego supongo que querrá hacerse cargo de la navegación.

-Aún no lo sé -dijo Radu tranquilamente. -No tendrá mucho tiempo para decidir lo que quiere hacer, porque el de ellos

fue un viaje muy corto -dijo el piloto-, y no podemos viajar indefinidamente, o no tengo necesidad de decirle lo que ocurrirá.

Volvió a respirar de su mascarilla de oxígeno. -Tal vez eso fue lo que les sucedió a ellos. -Sigo tratando de hacerle comprender cómo funciona esto -dijo Vasili con tanta

furia que tuvo que interrumpirse para volver a respirar-. No hay problema si conoces tu punto de partida y tu destino, o tu punto de partida y una ruta familiar; pero no puedes seguir indefinidamente sin salir y echar un vistazo, porque te pierdes.

Volvió la espalda a Radu y comenzó a trabajar en la zona interfacial entre la computadora de la nave y la computadora que había liberado del equipo de exploración.

-Esperemos hasta encontrar el final del plan de vuelo de Miikala antes de preocuparnos por lo que debemos hacer, Vaska -dijo Ramona débilmente, y luego a Radu-, y si percibió a Laenea estando dormido, sugiero que trate de dormir y ver qué sucede.

-Creo que eso es lo que debería hacer -convino Radu. Vaciló un momento mirando hacia el paisaje gris. Sentía un rechazo irracional

a aceptar el consejo de Ramona, por más sensato que fuese. Si se dormía y no soñaba con Laenea, para él significaría que ella estaba muerta.

* * *

En la sala de la tripulación, se quitó las botas y se acostó en el sofá. Dio varias vueltas tratando de encontrar una posición cómoda, pero, después de un rato, abandonó cualquier intento de dormir. Se levantó.

Después de todo lo que había sucedido en los últimos días, debía sentirse agotado, pero estaba completamente despierto, alerta y nervioso. En tránsito, aún se sentía reacio a entregarse al sueño normal.

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Apoyó los codos en el borde de una tronera y contempló el paisaje gris. Carecía de forma y de textura; solamente su imaginación lo vestía de las brillantes luces que percibía con su visión periférica.

Tal vez pudiera ver más si prolongaba la mirada; tal vez era la privación sensorial la que creaba lo que los pilotos veían.

Pero no lo creía. No obstante, de forma gradual e imperceptible, el denso gris mitigaba su

ansiedad. Bostezó y sintió la errabundia de su atención, el estado mental ligeramente distraído que sólo provocaba el sueño. Respiró lenta y regularmente, profundas inhalaciones con la mínima concentración posible. Dejó que sus pensamientos conscientes se esfumaran. Los sonidos de su cuerpo, su respiración serena, los fuertes y lentos latidos de su corazón, se confundían con las tenues vibraciones de los motores de la nave. Era demasiado esfuerzo volver al sofá o luchar con el letargo que le invadía. Se sentó, deslizando las manos por la fría superficie del cristal y las pequeñas manchas de color en la pared. Se acurrucó en la cubierta con la espalda apoyada en un confortable rincón, con la mejilla apoyada en el brazo, y se quedó dormido.

* * *

Radu sentía frío. Temblaba de un modo incontrolable y sus dedos de manos y pies perdían toda capacidad de sensación mientras luchaba por abrirse camino en medio de una tormenta de nieve. Caminando sobre una superficie que era plana y tediosa, se movía lentamente con los brazos extendidos. Sólo podía ver hasta donde llegaban sus manos. Pero no encontraba ningún obstáculo, ni árboles, ni maleza, ni irregularidades del terreno, y tampoco había ningún sonido, incluso sus pisadas estaban amortiguadas.

La tormenta continuaba, pero alcanzó a descubrir un sendero debajo de la nieve.

Radu rompió todas las reglas que había aprendido acerca de la supervivencia en lugares inhóspitos. Estaba perdido y debería permanecer inmóvil, pero estaba caminando dificultosamente sobre la nieve profunda y siguiendo un sendero casi obstruido. Debía quedarse inmóvil en un lugar para que le encontrasen.

Para que le encontrasen: se echó a reír. Los segundos eran la única medida de la distancia que había cubierto, y sin

detenerse a pensar en ello continuó su camino. El sendero giraba en un ángulo recto. Radu lo siguió.

En la segunda curva, se detuvo. Sabía lo fácil que resultaba desorientarse cuando uno estaba perdido. Sin un

punto de referencia, distancia y dirección carecían de significado. Volvió la vista hacia el sendero pero no pudo ver en qué lugar había girado, y el sendero se estaba cubriendo rápidamente de nieve.

No había forma de probarlo, ninguna forma siquiera de demostrárselo a sí mismo, pero en su mente estaba seguro de que este tercer sendero discurría

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perpendicularmente a los otros dos. No obstante, la tierra seguía siendo monótonamente chata y las únicas dimensiones que le quedaban eran arriba y abajo.

Cogió a regañadientes el tercer sendero. Era sólido y seguro y no experimentó ningún cambio notable en la gravedad y la nieve continuaba cayendo desde «arriba».

Cuando apareció el cuarto sendero, perpendicular a los otros tres, casi tuvo éxito en encontrarlos todos muy divertidos. Cuando era más joven y estudiaba las matemáticas elementales, había conseguido conquistar la geometría tridimensional por la fuerza bruta. Las cuatro dimensiones espaciales le habían llevado a un empate; podía manipular las fórmulas pero no visualizar lo que representaban. Las cinco dimensiones le habían tendido una emboscada, dejándole tan magullado que ni siquiera ambicionaba la venganza. No obstante, se adentró en un quinto sendero, que nuevamente discurría perpendicularmente a los otros, y navegó por él fácilmente.

¿Hasta dónde continuaría esto? Él había oído hablar, aunque nunca las había estudiado, de unas geometrías con infinitas dimensiones.

Su cuerpo se estaba cansando. Su cerebro comenzaba a jugarle malas pasadas, con sonidos y luces imaginarios. Radu deseaba un atisbo mínimo de realidad, aunque sólo fuese el leve sonido de los copos de nieve al caer.

Creyó oír a alguien que le llamaba en medio del silencio. -¿Laenea? No obtuvo respuesta. Al mismo tiempo, la nevada se hizo menos copiosa y pudo ver la siguiente

curva. Corrió hacia el sexto sendero y continuó caminando. Era tan largo que comenzó a pensar que había cometido un error. Las

depresiones en la superficie plateada de la nieve eran tan débiles que temió haberse perdido y estar siguiendo una ilusión. Pero se había mantenido atento a una próxima curva. No había visto ninguna y en ciertos ángulos delante de él la senda era completamente visible. En Twilight había sido un buen rastreador cuando había sido necesario. El sendero estaba ahí. La nieve se había amontonado profusamente y su marcha se volvió más lenta, cansándole más que antes. Suponía que había estado caminando durante cinco horas. Se preguntó si realmente había viajado todo ese tiempo desde el punto de vista de los pilotos, y en caso de ser así, si ellos podían decirlo. Tal vez había sido el responsable de que la nave se perdiera.

Extrañamente, esa posibilidad no pareció molestar a Radu. La nieve era traicionera. Resbaló y cayó sobre manos y rodillas. Luchó por

ponerse de pie, demasiado deprisa, y volvió a caer pesadamente. De espaldas sobre la nieve podía oír los latidos cada vez más acelerados de su corazón. El sonido llenaba sus oídos y brillantes luces explosionaron delante de sus ojos. Gritando, se tapó los ojos con los brazos.

Radu se obligó a tranquilizarse. Volvió a recobrar el control de su cuerpo y se obligó a recordar dónde estaba y qué estaba haciendo. Levantando cautelosamente la cabeza, se irguió apoyándose en los codos. Abrió los ojos y vio la siguiente curva; la curva que lo conducía a la séptima dimensión.

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Se puso de pie con evidente esfuerzo y observó el séptimo sendero. No sabía cuántos otros senderos encontraría; y lo peor era que ignoraba con cuántos tendría que enfrentarse.

La voz volvió a llamarle. A pesar de la nieve y del peso del silencio, la voz de Laenea llegó hasta él, clara y próxima.

* * *

Radu se incorporó de un salto, completamente despierto, con las manos extendidas delante de él.

Parpadeó lentamente, regresando a la sala de la tripulación. Temblando, trastabilló hasta la pared y miró a los dos pilotos que le observaban desde la puerta.

-¿Me han llamado? -preguntó estúpidamente. -No -contestó Ramona-, fue usted quien nos llamó. -Estamos cerca del final del vuelo, no tenemos otro sitio adonde ir, salvo

regresar al punto de partida o al espacio normal -dijo Vasili. El absurdo reloj mental de Radu se tambaleó y chirrió y le dijo que había

estado durmiendo casi tanto como había caminado en el sueño. Relacionando el tiempo del sueño con el tiempo real, o el tiempo tan real como nunca lo había sido durante el tránsito, él estaría volviendo al sexto sendero, el más largo de todos.

-Sigamos adelante. -¿Hasta dónde? Radu se encogió de hombros. Vasili sonrió y se alejó.

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7

En la sala de control, Radu trató de contarles a los pilotos el sueño que había tenido. Comenzó a hacerlo dos veces, y se interrumpió otras tantas, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Volvió a intentarlo, buscando torpemente conceptos para los que carecía de lenguaje.

-Caminaba por un sendero -dijo-. Era muy preciso. Cada curva era un ángulo recto, pero... -Vaciló, seguro de que Vasili y Ramona se reirían de él-. Cada vez que encontraba un nuevo sendero, pensaba que era perpendicular a los demás. Nunca ascendía, el terreno era completamente llano... -Se interrumpió nuevamente. No estaba transmitiendo información sino su propia tensión y confusión, y ésa no era la mejor manera de hacer que los pilotos le creyeran. Además, él sabía mejor que nadie que los sueños eran imágenes. Lo que necesitaba comprender era qué significaban esas imágenes-. Eso sucedió durante seis segmentos. Pero cuando llegué al séptimo, oí a Laenea. Entonces desperté.

Ninguno de los dos pilotos habló. Vasili se había puesto terriblemente pálido. Miró a Ramona. Ella miró a Radu y su serenidad se vio alterada por un acceso de shock. Inclinó la cabeza, apretando el puente de la nariz entre el pulgar y el índice como si se sintiera muy cansada.

-Tal vez interpreté mal las direcciones extra -dijo Radu rápidamente. -Las direcciones no -dijo Ramona-Teresa-, las dimensiones. -¿Siete de ellas? -Siete dimensiones espaciales en teoría, seis en la práctica, hasta hoy. -La séptima no existe, Ramona -dijo Vasili. Ramona se las ingenió para sonreír. -Es verdad -reconoció ella-, y no existirá hasta que alguien la perciba. -Eso no es más que mierda filosófica; si estuviese ahí alguno de nosotros la

hubiera descubierto; yo mismo la he buscado. -Ah -dijo Ramona-, ¿has detectado un efecto en la prueba? -Las pruebas son aburridas -dijo Vasili. Ramona se echó a reír. -Esto es muy duro para tu orgullo, y también para el mío, puedes creerme. -¿Cuál es la diferencia? -preguntó Radu con desesperación-. No es otra

dimensión lo que estamos buscando, sino la nave de Laenea. -Él ni siquiera comprende lo que esto significa -dijo Vasili a Ramona

visiblemente disgustado. -¿Si encontramos la nave perdida? Creo que sí -dijo Radu. -La nave perdida no..., la séptima. Radu frunció el ceño. -Se puede navegar nuestra galaxia con cuatro -dijo Vasili-; la gente que percibe

cuatro es fácil de encontrar; aquellos de nosotros que percibimos la quinta y la sexta somos muy raros, y no nos preocupamos demasiado porque la sexta sólo alcanza el vacío espacio intergaláctico... La séptima abrirá el universo.

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-Ni siquiera hemos terminado de explorar los sistemas que se encuentran a nuestro alcance -dijo Radu-. ¿Qué diferencia hay si podemos llegar a Andrómeda o sólo a la mitad de camino?

-Seríamos ilimitados... Podríamos rastrear la historia de un quásar, los físicos experimentales podrían ponerse al día con sus teorías, las posibilidades son inimaginables. -Vasili se volvió lentamente hacia el espacio exterior-, Y tal vez hasta podríamos descubrir qué es exactamente lo que estamos haciendo aquí.

-Está bien -dijo Radu débilmente a la espalda de Vasili. Sabía que debía sentirse excitado por la idea de un logro tan extraordinario en el campo del conocimiento, pero sólo se sentía muy cansado y abrumado por los acontecimientos-. Está bien. Entiendo.

-No, en realidad no lo entiende -dijo Vasili sin mirarle-, y, de todos modos, no es más que una coincidencia.

-¿De verdad? -dijo Ramona. Miró a Vasili mientras respiraba de la mascarilla. Él la miró, apartó la mirada y se movió inquieto-. ¿Eso es lo que quieres creer, por tu orgullo?

Vasili se colocó su mascarilla de oxígeno y permaneció en silencio. -Lo que acaba de describir -le dijo Ramona a Radu- es una completa

representación del plan para un primer vuelo de entrenamiento, en el cual el instructor lleva al nuevo piloto a lo largo de la intersección del hiperplano con una sola dimensión a la vez. -Hizo una pausa para recobrar el aliento-. Primero se orienta al nuevo piloto con las tres dimensiones normales, luego se introduce la cuarta, la quinta y la sexta si pueden percibirlas. -Hizo otra pausa para que sus palabras surtieran el efecto deseado-. Hasta donde puedo decirlo, suponiendo la progresión habitual, y relacionando su percepción del tiempo con mi percepción de la distancia, usted ha recibido un rastro preciso de la ruta que hemos estado siguiendo.

-Yo... -Radu sacudió la cabeza. -Sí -dijo Ramona-, a nosotros también nos cuesta trabajo aceptarlo. -¿Y qué? -dijo Vasili, gesticulando hacia los grandes cristales que permitían

contemplar el espacio-, ¿Acaso él puede mirar ahí fuera y enseñarnos el camino hacia la séptima dimensión? -Su tono era belicoso-. ¿Puede percibir siquiera la cuarta?

-No -dijo Radu-. No puedo ver nada. -Aún estamos siguiendo su plan de vuelo, pero estamos cerca del lugar donde

deberían haber girado para volver al punto de partida, de modo que ¿qué hacemos cuando lleguemos allí?

-Aún no lo sé -dijo Radu-. Por favor, no hagan girar la nave. Aún no es el momento.

Vasili gritó: -¡El tiempo no significa nada en tránsito! -Para mí sí -dijo Radu. Radu miró hacia el espacio buscando cualquier cosa, algo en esa masa gris e

informe. Estaba tan hastiado de ella que los relámpagos de color imaginario aumentaron su intensidad. Deseó que, si tenía que sufrir alucinaciones, fuesen agradables.

-Tendré que girar -dijo Vasili-. Nos dirigimos directamente a una anomalía.

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Una de las brillantes alucinaciones centelleó, no en un extremo del campo visual de Radu sino en el centro, y esta vez permaneció en ese lugar.

Parpadeó, esperando que se desvaneciera como las otras que había tenido. En cambio, la alucinación se hizo más grande y, al mismo tiempo, su sustancia

se unió, los colores se intensificaron y se engrosaron, entrelazándose y separándose como las hebras de un tapiz.

-¿Me ha oído? -gritó Vasili-. Si Miikala y Laenea han seguido este camino, entonces se han ido, para siempre, ¡y nosotros también nos perderemos!

Radu permaneció completamente inmóvil, temiendo que cualquier movimien-to, cualquier mirada rápida pudiera desvanecer su visión.

-¡Ramona! -gritó Vasili. -Sí, gira la nave, ¡rápido! -No, Vasili, ¡no lo haga! El piloto más joven alejó la nave de la superficie brillante y agrietada. Radu

embistió. Apartó a Vasili de su camino golpeándole con el hombro a modo de ariete y lanzándole contra la cubierta. Los controles estaban calientes bajo sus manos. Los movió contra el impulso de la nave y la sacudida penetró en la gravedad artificial.

Radu se tambaleó y estuvo a punto de caer. La enorme mancha, teñida de un profundo color, más ancha y más alta que la nave, se abrió para recibirles. Se convirtió en una burbuja de jabón, transparente, brillante, una aurora que resplandecía con más intensidad que aquellas de los resplandecientes cielos de Twilight. Era un sólido fulgor de fuego.

Radu dirigió la nave directamente hacia él. Vasili lanzó un alarido. La nave de tránsito se estremeció. Radu esperaba que en cualquier momento el

fuselaje se abriera y dejara escapar el aire hasta extinguir todos los sonidos. Pero la nave atravesó la aurora y la aurora pasó a través de la nave. Radu había imaginado el paso a través de las dimensiones pero no podía describirlo, los colores le invadían y pasaban a través de su piel, su carne y sus huesos. Temblaba como si le estuvieran tocando. Sentía que podía salir y contener todo el universo en sus brazos, en toda su extensión.

En ese momento comprendió lo que los pilotos sabían sobre tránsito. Radu se dejó caer en el asiento del piloto, aturdido y confuso. Todo lo que le

rodeaba, máquinas y personas, estaban cubiertos de luz y sombras. Se frotó los ojos, pero las sombras no desaparecieron.

Vasili se puso de pie, se acercó a Radu y le cogió de la pechera de la camisa. -¿Qué es lo que ha visto? ¡Dígame lo que ha visto! Radu le miró la mano, fascinado por las múltiples imágenes, temeroso y

exultante al mismo tiempo. Extendió la mano para que Vasili aflojara la presión, pero tan pronto como le hubo tocado, el joven piloto apartó la mano con una maldición. Radu quería sentir pena por él, quería sentir ira hacia él, pero no podía despertar su atención.

-Maldita sea, dígame... -Vasili, Radu -dijo Ramona suavemente-, ahí... Estaba señalando hacia el exterior.

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«No lo bloquees esta vez -pensó Radu-, No te convenzas de que no puedes ver nada.»

Se volvió lentamente y miró a la dirección que señalaba Ramona. Un grupo de imágenes como los trozos de un espejo roto; ante ellos se veía el

brillo irregular de otra nave de tránsito. Ramona se hizo cargo de los controles. Guio la nave en dirección a la otra. Vasili lanzó una maldición y trató de apartar a Radu del asiento del piloto. Radu permaneció inmóvil, poniendo a prueba sus cambiantes percepciones.

Miró a Vasili, buscando la verdadera imagen entre la multitud de reflejos similares. -Le diría lo que he visto si pudiera hacerlo -dijo-. Por favor, tiene que creerme.

Pero aún no lo sé. -¡No le creo! -Basta, los dos -dijo Ramona tajantemente-; hay que prepararse para el

acoplamiento. Ramona realizó un acoplamiento ruidoso y torpe; las dos naves se unieron y los

amarres coincidieron y se mantuvieron mientras el impulso y la inercia se combinaban para producir un giro extraño.

Sin detenerse a hacer las correcciones necesarias, Ramona corrió hacia la esclusa neumática. Ignorando a Vasili, Radu corrió tras ella.

Chocó contra una pared, lastimándose un hombro. Los ojos se le llenaron de lágrimas, fragmentando aún más las múltiples visiones. Sacudió la cabeza, frotando la manga de la camisa contra sus ojos.

La esclusa neumática comenzó su ciclo. Siguió corriendo a través del pasillo. Ramona saltó a la otra nave. Radu vaciló. Los pasos del piloto reverberaban en

el aire. La siguió. Ella no se detuvo en la cámara de sueño que estaba a oscuras. Pero Radu lo

hizo. Las luces de los sensores y los instrumentos proyectaban un débil resplandor. Radu se inclinó sobre una de las cámaras. Todo lo que sabía era que registraba

actividad. -Ramona, el miembro de la tripulación se encuentra con vida -dijo. Ella continuó su camino. -Laenea... Radu quería gritar, pero su nombre salió solamente en un débil murmullo. Siguió a Ramona al salón de la tripulación. Ella se detuvo tan súbitamente que

Radu estuvo a punto de arrollarla; luego Ramona dio algunos pasos vacilantes y volvió a detenerse. Un cuerpo yacía sobre el sofá. La sábana que lo cubría oscurecía sus formas.

Radu vio a un hombre vivo, a un hombre muerto, a un hombre agonizante. Jadeó, contemplando atentamente la transición a las cenizas.

Ramona apartó la sábana y miró en silencio el cuerpo de Miikala. En su expresión había una gran pena, ni repulsión, ni temor ni sorpresa: ella no

podía ver lo que Radu había visto. El cuerpo de Miikala era la realidad para ella. Radu solamente era capaz de conferir sentido al resto de las imágenes como

una proyección del pasado, del futuro, como si las dimensiones de espacio y tiempo se hubiesen vuelto igualmente accesibles para él.

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Radu no estaba sorprendido y apenas podía sentirse repelido, porque en Twilight había visto muertes peores que ésa. Tratando de no cerrarse completamente a lo que había aprendido a ver, pero sabiendo que debía simplificarlo o volverse ciego, Radu proyectó gradualmente cada sombra en una realidad simple que eligió lo mejor que pudo.

El proceso era parecido a sumergir un cubo de tres dimensiones en una hoja de papel de dos dimensiones, algo así como cambiar el foco de visión desde una distancia muy lejana a una muy próxima.

Lentamente regresó a un mundo donde las sombras no destruían los objetos, un mundo menos opresivo para sus sentidos. Pero ya no era lo que había sido antes. Y Radu dudaba de que alguna vez volviera a serlo.

Ramona se arrodilló junto a Miikala y le tocó la garganta, buscando, seguramente no una pulsación, sino calor, cualquier signo de vida.

Radu deseó poder tocarla, cogerle la mano, abrazarla sin causarle daño, porque aquí ella sólo encontraría tristeza.

Aun cuando Miikala se hubiera suicidado, Radu sabía que Laenea no permitiría que un miembro de la tripulación despertara cuando pasara el efecto del anestésico, para morir solo y de una manera horrible.

Pasó junto a Ramona y se dirigió a la sala de control. Laenea yacía en el asiento del piloto y una mano colgaba hacia el suelo, con la

mascarilla de oxígeno sobre el rostro y los instrumentos brillando delante de ella. Radu se acercó, aterrorizado, temiendo contemplar nuevamente la transición a huesos y cenizas.

-¿Laenea? Su voz se quebró. La mano de Laenea se movió. Radu se sobresaltó ante el sonido que hacían las puntas de sus dedos al rozar la

cubierta. Y luego ella se estiró, y se quitó la mascarilla y bostezó. Apartó el pelo hacia

atrás, del mismo modo en que lo había hecho durante los pocos días que habían estado juntos, cuando él la observaba despertando de un sueño profundo.

-Laenea... Ella se puso de pie, girando para enfrentarse a él, con su larga cabellera

enmarañada. -¡Radu! -Ella miró a su alrededor aún medio dormida y confusa-. Estaba

soñando contigo... ¡Aún estoy soñando, debo de estarlo! -No, es real. Hemos venido a buscarte. Radu comenzó a sonreír; ella rio con fuerza, su maravillosa, abierta risa de

placer y sorpresa; la sonrisa de Radu se convirtió en una risita absurda, gorjeando de alegría.

Se echaron uno en brazos del otro, en un abrazo prolongado e incrédulo. A ninguno de los dos le preocupaba que uno fuese piloto y el otro no.

-¿Cómo es que estás aquí? -Ella tocó la base de su garganta, donde hubiese terminado la cicatriz en caso de haber tenido una-. No eres un piloto y sin embargo estás despierto... y vivo...

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-No sé cómo explicarlo. Me desperté en tránsito. Sabía que tu nave tenía problemas.

-¿Problemas...? Pero... -Se quedó sin aliento, cogió la mascarilla e inhaló con fuerza-. Lo siento, todavía no estoy acostumbrada.

-Declararon perdida tu nave. Pero... algo... me sucedió en tránsito. Yo sabía que tú estabas aquí, y viva.

-¿Cómo pudieron declarar perdida la nave? No ha estado aquí mucho tiempo. Quiero decir que no parece que haya estado aquí mucho tiempo.

Laenea volvió a colocarse la mascarilla, todavía no era capaz de conservar el aliento y pronunciar frases largas, como los pilotos más experimentados.

-Tu nave está retrasada dos semanas, y eso después de que ellos concedieran el máximo de tiempo para el viaje.

Ella meneó la cabeza. -Supongo que comprendes lo difícil que es mantener la noción del tiempo aquí. -Me lo han dicho. Repetidamente. -Sólo me senté para tratar de analizar las cosas que estaban pasando y buscar la

forma de regresar a casa -dijo ella-. Supongo que me quedé dormida. Después de que Miikala... -Su voz se desvaneció y miró por encima del hombro de Radu-. No has podido venir aquí solo, seguramente...

-No. Convencí a los pilotos para que me ayudaran. Vasili y Ramona-Teresa... -¡Ramona! ¿Está aquí? ¿Dónde? -Estaba conmigo... en la otra sala. -Oh, no... -¿Qué sucede? -Miikala está ahí. -Lo sé. Vi... ¿Tú ves las cosas de forma diferente aquí? Ella ignoró su pregunta. -Radu, Miikala y Ramona eran amantes, eran amantes incluso antes de

convertirse en pilotos. Laenea corrió hacia la otra sala. Radu fue tras ella. «Por supuesto», pensó él. Se sentía avergonzado, apenado y estúpido. Todas

las claves volvieron a él, ahora que ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Hasta ahora las había ignorado y ya era demasiado tarde. Había abandonado a Ramona con su tristeza.

Ella estaba arrodillada junto al sofá, mirando a Miikala. Laenea se arrodilló a su lado y la abrazó. Radu permaneció impotente junto a ellas.

-¿Qué sucedió? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿A qué se refería él cuando dijo que estaban experimentando con un novato en la nave? ¿Perdió la esperanza cuando se perdieron? Oh, maldita sea.

Laenea se inclinó sobre ella. -Se suponía que era simplemente un vuelo de entrenamiento, eso es verdad.

Entramos en tránsito... ¡Oh, Ramona, cuánto lo siento! -Lo sé, querida.

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Ramona hablaba suavemente, con los ojos cerrados y las lágrimas mojando sus largas pestañas negras.

-Pero al terminar el viaje, cuando él dijo que debíamos regresar, fue como si me dejase los controles de un avión que nunca despegó.

Ramona-Teresa se volvió con una expresión de sorpresa. -¿Tú lo viste? ¿Tú, Laenea? ¿Por primera vez? -Se lo enseñé a él, y también pudo verlo. Así fue como sucedió. De modo que

entramos en eso, para ver cómo era. Yo vi... yo sentí... -Se interrumpió-. No encuentro las palabras adecuadas. Él sólo había empezado a enseñarme.

-Ni siquiera Miikala tenía las palabras adecuadas para lo que tú has hecho -dijo Ramona.

Su voz se quebró y su compostura, finalmente, se derrumbó. La piloto independiente y segura ocultó el rostro contra el hombro de Laenea y te muchacha la abrazó, meciéndola tiernamente. Radu sabía de qué modo la posibilidad de la alegría podía intensificar la tristeza; la alegría no significaba absolutamente nada cuando uno estaba solo.

-Él estaba estático, Ramona -explicó Laenea-, Me explicó lo que significaría la séptima dimensión. La exploramos un breve trecho. Pensé que él simplemente estaba cansado. Pero luego tuvo... un ataque. No lo sé. Traté de reanimarlo... –Apartó la mirada de Ramona y contempló el cuerpo de Miikala-. Sé que nunca sintió ningún dolor. Pero aún estaría vivo si yo no...

-¡No puedes saberlo! -dijo Ramona con rabia. Se enjugó las lágrimas que bañaban sus mejillas con el dorso de la mano y luego habló con más calma-. Tal vez fue la séptima lo que le mató, pero tú no debes culparte por ello, tú... debes pensar que éste no es un mal sitio ni un mal momento para que un piloto muera. -Se interrumpió con la voz a punto de quebrarse-. Eso es lo que me diré a mí misma.

Ramona comenzó a llorar nuevamente y Laenea no aflojó su brazo. -Vamos -dijo Laenea-. Salgamos de aquí. Alejó a Ramona del cuerpo de Miikala, de regreso a la sala de control y al

asiento del piloto. -Estoy bien -dijo Ramona-. Estaré bien. -¿Entraste en la séptima dimensión? Radu se sobresaltó. Vasili se hallaba en las sombras de la escotilla, y los

ángulos marcados de su rostro resaltaban bajo los haces de luz. -Sí -dijo Laenea simplemente. -¡Estás mintiendo! -gritó Vasili y se marchó. Laenea le miró cuando se marchaba. -Estamos en ella -dijo con voz tranquila, como si él aún pudiera oírla-. Siempre

lo estamos. Para Radu, por primera vez, Laenea era un piloto. Podía ver el cambio en su

aspecto y en sus modos. Luminosa y serena, Laenea miró a Radu y le acarició la mejilla.

Ésa era, temió Radu, la última caricia entre ellos. Nada de lo que había hecho o visto podía superar la desarmonía esencial entre pilotos y seres humanos ordinarios.

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Radu cubrió la mano de Laenea con la suya. Le besó la palma y luego la soltó suavemente. Ella le miró durante un largo momento, asintió con un leve gesto de la cabeza, y se apartó de él, mientras Radu hacía lo mismo.

-Vamos -dijo Laenea-. Regresemos a casa.

Título original: Transit Traducción de Gerardo Di Masso

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Cuarta respuesta a

Los comemadres del doctor Moreau (Viene de la página 81)

Si el problema se puede resolver sin saber el número de machos, significa que la solución es la misma sea cual sea dicho número. Consideremos, pues, que el número de machos es 0. En el tanque habrá 4996 hembras, y como cada hembra tiene 5 aletas, habrá un total de 5 x 4996 = 24 980 aletas.

Título original: Dr. Moreau momeaters Traducción de Carlo Frabetti

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