Walsh Rodolfo - Diez Cuentos Policiales Argentinos

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VARIOSDIEZ CUENTOS POLICIALES ARGENTINOS

Seleccin y noticia de Rodolfo J. Walsh

Librera Hachette Evasin 29

Buenos Aires 17 de abril de 1953

NOTICIA

Hace diez aos, en 1942, apareci el primer libro de cuentos policiales en castellano. Sus autores eran Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Se llamaba Seis problemas para don Isidro Parodi, y tena el doble mrito de reunir una serie de plausibles argumentos, y de incorporar al vasto repertorio del gnero un personaje singular: un detective preso, cuyo encierro involuntario y al parecer inmerecido pona de relieve la creciente tendencia de los autores policiales a imponerse un afortunado rigor y una severa limitacin de los medios al alcance del investigador. Forzosamente despreocupado de indicios materiales y dems accesorios de las pesquisas corrientes, Parodi representa el triunfo de la pura inteligencia. El mismo ao de 1942 Borges haba escrito un cuento policial La muerte y la brjula que constituye el ideal del gnero: un problema puramente geomtrico, con una concesin a la falibilidad humana: el detective es la vctima minuciosamente prevista. Estas obras junto con Las nueve muertes del Padre Metri, de J. del Rey, y La espada dormida, de Manuel Peyrou, son el comienzo de una produccin que ha ido creciendo en cantidad y que quiere estar al nivel de la excelente calidad tcnica de los iniciadores.

Paralelamente a este desarrollo, se ha producido un cambio en la actitud del pblico: se admite ya la posibilidad de que Buenos Aires sea el escenario de una aventura policial. Cambio que puede juzgarse severamente a la luz de una crtica de las costumbres, pero que refleja con ms sinceridad la realidad del ambiente y ofrece saludables perspectivas a la evolucin de un gnero para el que los escritores argentinos me parecen singularmente dotados. Buenos Aires no es ya la ciudad hostil a la novela, como aquella otra de Nashville, en la que segn Frank Norris nada poda suceder... hasta que O. Henry la convirti en el escenario del mejor de sus cuentos.

Una prueba del inters que despierta el gnero fue el concurso organizado en 1950 por una conocida revista y una editorial locales. Se recibieron nada menos que ciento ochenta cuentos. La revelacin ms grata de ese certamen fue Facundo Marull, quien combina la regocijante descripcin de ambiente y caracteres con el rigor argumental.

Los autores incluidos en este volumen no son todos los que mereceran incluirse. El espacio impone esa limitacin. Ignacio Covarrubias, Edmundo Zimmerman, Nicols Olivari, A. Ferrari Amores y otros han escrito buenos relatos policiales. Queden sus nombres para una segunda coleccin, si la presente encuentra la favorable acogida que esperamos.

De los cuentos reunidos, unos se han publicado previamente en libro, otros en revistas, alguno es indito. Todos creo presentan algn enfoque original, algn problema nuevo, alguna situacin memorable. Y dos o tres El Jardn de Senderos que se bifurcan, La Playa Mgica, La Mosca de Oro aaden la excelencia del estilo que los convierte en verdaderas obras maestras.

R. J. W.

JORGE LUS BORGES

EL JARDN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN

JORGE LUS BORGES es, notoriamente, el mejor cuentista argentino. Sus relatos, su obra potica y su labor de ensayista y antologista lo colocan entre los primeros escritores contemporneos. Obras: Inquisiciones (1925), Evaristo Carriego (1930), Discusin (1932), Los Kenningar (1933), Historia Universal de la Infamia (1935), Historia de la Eternidad (1936), Poemas (19221943), Ficciones (1944), Nueva Refutacin del Tiempo (1947), El Aleph (1949), Antiguas Literaturas Germnicas (1951), Otras Inquisiciones (1952). En colaboracin con Adolfo Bioy Casares, bajo el seudnimo de H. Bustos Domecq, ha publicado Seis Problemas para Don Isidro Parodi (1942), cuentos policiales y, Dos Fantasas Memorables (1946); bajo el seudnimo de B. Surez Lynch, Un Modelo para la Muerte (1946).

El cuento que incluimos dio ttulo a la coleccin publicada por Sur en 1941, incorporada ms tarde al tomo de Ficciones.

En El Jardn de Senderos que se bifurcan dice J. L. B. el lector asistir a la ejecucin y a todos los preliminares de un crimen cuyo propsito no ignora, pero que no comprender, me parece, hasta el ltimo prrafo.

Borges naci en Buenos Aires en 1899.

A Victoria Ocampo

En la pgina 252 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de tres divisiones britnicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillera) contra la lnea SerreMontauban haba sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debi postergarse hasta la maana del da veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitn Liddell Hart) provocaron esa demora, nada significativa, por cierto. La siguiente declaracin, dictada, releda y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrtico de ingls en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos pginas iniciales.

... y colgu el tubo. Inmediatamente despus, reconoc la voz que haba contestado en alemn. Era la del capitn Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quera decir el fin de nuestros afanes y pero eso pareca muy secundario, o deba parecrmelo tambin de nuestras vidas. Quera decir que Runeberg haba sido arrestado, o asesinado. Antes que declinara el sol de ese da yo correra la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlands a las rdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traicin, cmo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quiz la muerte, de dos agentes del imperio alemn? Sub a mi cuarto; absurdamente cerr la puerta con llave y me tir de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareci increble que ese da sin premoniciones ni smbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un nio en un simtrico jardn de Hai Feng, yo, ahora, iba a morir? Despus reflexion que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y slo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y en el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a m El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden aboli esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror; ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pens que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo posea el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillera britnico sobre el Ancre. Un pjaro ray el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francs) aniquilando el parque de artillera con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. Cmo hacerla llegar al odo del jefe? Al odo de aquel hombre enfermo y odioso, que no saba de Runeberg y de m sino que estbamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su rida oficina de Berln, examinando infinitamente peridicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorpor sin ruido, en una intil perfeccin de silencio, como si Madden ya estuviera acechndome. Algo tal vez la mera ostentacin de probar que mis recursos eran nulos me hizo revisar mis bolsillos. Encontr lo que saba que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de nquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves intiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolv destruir inmediatamente (y que no destru), una corona, dos chelines y unos peniques, el lpiz rojoazul, el pauelo, el revlver con una bala. Absurdamente lo empu y sopes para darme valor. Vagamente pens que un pistoletazo puede orse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La gua telefnica me dio el nombre de la nica persona capaz de transmitir la noticia: viva en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.

Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a trmino un plan que nadie no calificar de arriesgado. Yo s que fue terrible su ejecucin. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un pas brbaro, que me ha obligado a la abyeccin de ser un espa. Adems, yo s de un hombre de Inglaterra un hombre modesto que para m no es menos que Goethe. Arriba de una hora no habl con l, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice porque yo senta que el Jefe tena en poco a los de mi raza a los innumerables antepasados que confluyen en m. Yo quera probarle que un amarillo poda salvar a sus ejrcitos. Adems, yo deba huir del capitn. Sus manos y su voz podan golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vest sin ruido, me dije adis en el espejo, baj, escudri la calle tranquila y sal. La estacin no distaba mucho de casa, pero juzgu preferible tomar un coche. Arg que as corra menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me senta visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Baj con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqu un pasaje para una estacin ms lejana. El tren sala dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresur; el prximo saldra a las nueve v media. No haba casi nadie en el andn. Recorr los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que lea con fervor los Anales de Tcito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconoc corri en vano hasta el lmite del andn. Era el capitn Richard Madden. Aniquilado, trmulo, me encog en la otra punta del silln, lejos del temido cristal.

De esa aniquilacin pas a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeado mi duelo y que yo haba ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Arg que esa victoria mnima prefiguraba la victoria total. Arg que no era mnima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estara en la crcel, o muerto. Arg (no menos sofsticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen trmino la aventura. De esa debilidad saqu fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignar cada da a empresas ms atroces; pronto no habr sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. As proced yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel da que era tal vez el ltimo, y la difusin de la noche. El tren corra con dulzura entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo:

Nadie grit el nombre de la estacin. Ashgrove?, les pregunt a unos chicos en el andn. Ashgrove, contestaron. Baj.

Una lmpara ilustraba el andn, pero las caras de los nios quedaban en la zona de sombra. Uno me interrog: Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestacin, otro dijo: La casa queda lejos de aqu, pero usted no se perder si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arroj una moneda (la ltima), baj unos escalones de piedra y entr en el solitario camino. Este, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundan las ramas, la luna baja y circular pareca acompaarme.

Por un instante, pens que Richard Madden haba penetrado de algn modo mi desesperado propsito. Muy pronto comprend que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me record que tal era el procedimiento comn para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pn, que fue gobernador de Yunnan y que renunci al poder temporal para escribir una novela que fuera todava ms popular que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece aos dedic a esas heterogneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesin y su novela era insensata y nadie encontr el laberinto. Bajo rboles ingleses medit en ese laberinto perdido: lo imagin inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaa, lo imagin borrado por arrozales o debajo del agua, lo imagin infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ros y provincias y reinos... Pens en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algn modo los astros. Absorto en esas ilusorias imgenes, olvid mi destino de perseguido. Me sent, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en m; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era ntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba entre las ya confusas praderas. Una msica aguda y como silbica se aproximaba y se alejaba en el vaivn del viento, empaada de hojas y de distancias. Pens que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un pas: no de lucirnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegu, as, a un alto portn herrumbrado. Entre las rejas descifr una alameda y una especie de pabelln. Comprend, de pronto, dos cosas: la primera trivial, la segunda casi increble: la msica vena del pabelln, la msica era china. Por eso yo la haba aceptado con plenitud, sin prestarle atencin. No recuerdo si haba una campana o un timbre o si llam golpeando las manos. El chisporroteo de la msica prosigui.

Pero del fondo de la ntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tena la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traa un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abri el portn y dijo lentamente en mi idioma:

Veo que el piadoso Hsi P'eng se empea en corregir mi soledad. Usted sin duda querr ver el jardn?

Reconoc el nombre de uno de nuestros cnsules y repet desconcertado: El jardn?

El jardn de senderos que se bifurcan.

Algo se agit en mi recuerdo y pronunci con incomprensible seguridad:

El jardn de mi antepasado Ts'ui Pn.Su antepasado? Su ilustre antepasado? Adelante.

El hmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconoc, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigi el Tercer Emperador de la Dinasta Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramfono giraba junto a un fnix de bronce. Recuerdo tambin un jarrn de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artfices copiaron de los alfareros de Persia...

Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote haba en l y tambin de marino; despus me refiri que haba sido misionero en Tientsin antes de aspirar a sinlogo.

Nos sentamos; yo en un largo y bajo divn; l de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Comput que antes de una hora no llegara mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinacin irrevocable poda esperar.

Asombroso destino el de Ts'ui Pn dijo Stephen Albert. Gobernador de su provincia natal, docto en astronoma, en astrologa y en la interpretacin infatigable de los libros cannicos, ajedrecista, famoso poeta y calgrafo: todo lo abandon para componer un libro y un laberinto. Renunci a los placeres de la opresin, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudicin y se enclaustr durante trece aos en el Pabelln de la Lmpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea un monje taosta o budista insisti en la publicacin.

Los de la sangre de Ts'ui Pn repliqu, seguimos execrando a ese monje. Esa publicacin fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer captulo muere el hroe, en el cuarto est vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pn, a su laberinto...

Aqu est el laberinto dijo, indicndome un alto escritorio laqueado.

Un laberinto de marfil! exclam. Un laberinto mnimo...

Un laberinto de smbolos corrigi. Un invisible laberinto de tiempo. A m, brbaro ingls, me ha sido deparado revelar ese misterio difano. Al cabo de ms de cien aos, los pormenores son irrecuperables, pero no es difcil conjeturar lo que sucedi. Ts'ui Pn dira una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pens que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabelln de la Lmpida Soledad se ergua en el centro de un jardn tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto fsico. Ts'ui Pn muri; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusin de la novela me sugiri que se era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solucin del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pn se haba propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubr.

Albert se levant. Me dio, por unos instantes, la espalda; abri un cajn del ureo y renegrido escritorio. Volvi con un papel antes carmes; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligrfico de Ts'ui Pn. Le con incomprensin y fervor estas palabras que con minucioso pincel redact un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardn de senderos que se bifurcan. Devolv en silencio la hoja. Albert prosigui:

Antes de exhumar esta carta, yo me haba preguntado de qu manera un libro puede ser infinito. No conjetur otro procedimiento que el de un volumen cclico, circular. Un volumen cuya ltima pgina fuera idntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Record tambin esa noche que est en el centro de las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mgica distraccin del copista) se pone a referir textualmente la historia de las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y as hasta lo infinito. Imagin tambin una obra platnica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un captulo o corrigiera con piadoso cuidado la pgina de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna pareca corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios captulos de Ts'ui Pn. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardn de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprend; el jardn de senderos que se bifurcan era la novela catica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugiri la imagen de la bifurcacin en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirm esa teora. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pn, opta simultneamente por todas. Crea, as, diversos porvenires, diversos tiempos, que tambin proliferan y se bifurcan. De ah, las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de Ts'ui Pn, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciacin incurable, leeremos unas pginas.

Su rostro, en el vvido crculo de la lmpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y an inmortal. Ley con lenta precisin dos redacciones de un mismo captulo pico. En la primera, un ejrcito marcha hacia una batalla a travs de una montaa desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejrcito atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuacin de la fiesta y logran la victoria. Yo oa con decente veneracin esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redaccin como un mandamiento secreto: As combatieron los hroes, tranquilo el admirable corazn, violenta la espada, resignados a matar y a morir.

Desde ese instante sent a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululacin. No la pululacin de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejrcitos, sino una agitacin ms inaccesible, ms ntima y que ellos de algn modo prefiguraban. Stephen Albert prosigui:

No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosmil que sacrificara trece aos a la infinita ejecucin de un experimento retrico. En su pas, la novela es un gnero subalterno; en aquel tiempo era un gnero despreciable. Ts'ui Pn fue un novelista genial, pero tambin fue un hombre de letras que sin duda no se consider un mero novelista. El testimonio de sus contemporneos proclama y harto lo confirma su vida sus aficiones metafsicas, msticas. La controversia filosfica usurpa buena parte de su novela. S que de todos los problemas, ninguno lo inquiet y lo trabaj como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, se es el nico problema que no figura en las pginas del Jardn. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. Cmo se explica usted esa voluntaria omisin?

Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:

En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, cul es la nica palabra prohibida?

Reflexion un momento y repuse: La palabra ajedrez.

Precisamente dijo Albert. El jardn de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parbola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recndita le prohbe la mencin de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metforas ineptas y a perfrasis evidentes, es quiz el modo ms enftico de indicarla. Es el modo tortuoso que prefiri, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pn. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he credo restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicacin es obvia: El jardn de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo como lo conceba Ts'ui Pn. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no crea en un tiempo uniforme, absoluto. Crea en infinitas series de tiempo, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayora de esos tiempos; en alguno existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En ste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardn, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

En todos articul no sin temblor, yo agradezco y venero su recreacin del jardn de Ts'ui Pn. No en todos murmur con una sonrisa. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

Volv a sentir esa pululacin de que habl. Me pareci que el hmedo jardn que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alc los ojos y la tenue pesadilla se disip. En el amarillo y negro jardn haba un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitn Richard Madden.

El porvenir ya existe respond, pero yo soy su amigo. Puedo examinar de nuevo la carta?

Albert se levant. Alto, abri el cajn del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo haba preparado el revlver. Dispar con sumo cuidado: Albert se desplom sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantnea: una fulminacin.

Lo dems es irreal, insignificante. Madden irrumpi, me arrest. He sido condenado a la horca.

Abominablemente he vencido: he comunicado a Berln el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo le en los mismos peridicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinlogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a travs del estrpito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hall otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contricin y cansancio.LEOPOLDO HURTADOPIGMALINPigmalin constituye la nica incursin de LEOPOLDO HURTADO en el gnero policial. Estudioso del arte contemporneo, cuenta en su haber con obras tan enjundiosas como Esttica de la Msica Contempornea, Espacio y Tiempo en el Arte Actual, La Msica Contempornea y sus Problemas. Su aporte a lo puramente literario est representado por Sketches (cuatro relatos).

Veintiocho, treinta y dos, treinta y nueve, cuarenta y siete, cuarenta y siete, cincuenta y tres, cincuenta y cinco, llevo cinco; siete, once, diecinueve... Segua sumando una factura cuando oy los tiros. Sonaron secos, duros, apagados por las alfombras y las paredes.

El seor Dussek levant la cabeza azorado y mir hacia el lado de los estampidos. Durante un instante qued inmvil y luego se lanz hacia fuera. Tom por el corredor, atraves dos salas pequeas y lleg al saln grande, del frente. A esa hora, con las luces apagadas, con la puerta de calle entornada, todo estaba en la penumbra. Alcanz a divisar un bulto cado en el suelo y le lleg a las narices el olor de la plvora. En la sala no haba nadie, y la quietud del ambiente hada el cuadro ms impresionante an.

Con ojos desorbitados, el seor Dussek se acerc al bulto. Era el de un hombre de edad madura, cado de costado. En la alfombra comenzaba a ensancharse una mancha oscura. Abri la cancela de vidrio, corri por el corto zagun que daba hacia la calle, abri la puerta y se lanz despavorido por la vereda, en busca de un agente de polica. Algunos transentes lo miraron, aunque un hombre corriendo por la calle no les llam mucho la atencin. Con ademanes desordenados y gritos histricos llam al vigilante de la esquina.

Venga, venga gritaba agitando los brazos. Han matado a un hombre.

El vigilante se dio vuelta y lo mir; luego se acerc. Echaron a correr por la vereda y llegaron a la casa. Instintivamente, el vigilante ech mano al silbato y toc la pitada de auxilio; a esa hora, con el bullicio del trnsito, era muy improbable que algn otro agente la oyera. Lo nico que consigui fue que la gente se arremolinara.

Luego entraron. El vigilante se dirigi al bulto que yaca en el suelo, lo dio vuelta y lo examin rpidamente. El hombre estaba exnime y las manchas rojas de las ropas y del suelo se hacan cada vez ms grandes. Luego llam por telfono a la comisara y a la Asistencia Pblica. Algunos curiosos se asomaban ya por la cancela. El agente los ech con dureza y se plant delante de ella. Por el momento, no haba ms que esperar.

El seor Dussek no saba qu hacer; se paseaba por el saln, entre los bustos, las cabezas; se detena delante del muerto o del herido, vaya uno a saber; luego volva a reanudar la marcha, con todo el aspecto de un loco. Hasta el pelo se le haba desordenado, ese largo mechn cuidadosamente engominado que daba zigzags por su cabeza tratando, intilmente, de ocultar la calva. El seor Dussek perdn, Adolfo Dussek, de Hamburgo, gerente de la Galera Rosenberg, sucursal argentina, era un hombre regordete, bajo, de anteojos dorados, de mejillas sonrosadas y mofletudas. Por lo general plcido y cordial, tena ahora tal aspecto de susto que hubiera sido muy difcil reconocerle, de primera intencin.

Durante unos minutos, lo nico que se agit en el saln fue el seor Dussek. El agente se mantena junto a la puerta, y las esculturas ni que decirlo mantenan su acostumbrada inmovilidad. Las cabezas, los escorzos, surgan aqu y all, en la penumbra, sin dar muestras de que el suceso los afectara. Hasta la estatua que estaba en el centro del saln una hermosa figura de muchacha miraba hacia lo lejos, sin dignarse bajar los ojos hacia el bulto que yaca a sus pies.

Algunos oficiales de polica irrumpieron en el saln. Mandaron al agente que se apostara en la puerta de calle y se dirigieron hacia el bulto; lo examinaron de cerca, sin decir palabra. Casi simultneamente son en la calle la sirena de la Asistencia Pblica. Entraron dos hombres con guardapolvos. Uno de ellos dio vuelta al bulto, le levant la cabeza, le alz un prpado; luego le tom el pulso y puso el odo en el pecho.

Est muerto dijo. No hay nada que hacer. Cubrieron al muerto con una sbana y se pusieron a esperar al juez de instruccin. Los oficiales de polica se llevaron adentro al seor Dussek y empezaron a interrogarlo. Este dijo que, como de costumbre, a eso de las doce y media haba apagado las luces del saln y entornado la puerta. A esa hora se cerraba la Galera hasta las quince y media, en que volva a abrirse. Luego se haba puesto a ordenar unas cuentas en su escritorio, cuando oy los tiros. No haba visto a nadie, ni haba odo que alguien hubiera entrado o salido. Como l estaba todava adentro, no haba credo necesario cerrar con llave la puerta de calle.

Le dijeron al seor Dussek que estaba detenido; y a decir verdad, por el aspecto despavorido que presentaba, pareca el asesino. Fue palpado de armas y llevado a la comisara por un agente.

Lo difcil fue poder salir. A esa hora transita por la calle Florida un mundo de gente, y ya toda la cuadra pareca el centro de una manifestacin poltica. A duras penas pudo el seor Dussek ser sacado, y subido a un auto de la polica.

Poco despus, por orden del juez de instruccin, el bulto fue levantado y llevado en una camilla hasta la ambulancia. La polica inici un minucioso registro del local. Hasta los bustos y los cuerpos fueron levantados de sus pedestales y examinados por dentro, pero intilmente se busc el arma. La pesquisa ms cuidadosa no dio resultado alguno. Slo se hallaron objetos personales del seor Dussek, algunos no muy recomendables; pero, como no hacen al caso, no es menester detallarlos.

Tres artistas exponan sus obras en ese momento en la Galera Rosenberg: en las dos salas interiores, un paisajista y un grabador; en la sala grande del frente, el escultor Bronzini expona cabezas, algunos estudios, torsos y tres figuras de tamao natural. Todo esto fue revuelto, como ya dijimos, y puesto patas arriba, pero nada se pudo hallar.

La identificacin del muerto se hizo inmediatamente. No slo llevaba consigo su cdula, sino tambin tarjetas y cantidad de documentos personales. Result ser una persona sumamente conocida en el mundo de los negocios y de las finanzas: el seor Luis Milani, director de la compaa de seguros La Mutual.

Pudo tambin reconstruirse perfectamente el empleo que haba hecho el seor Milani del que deba ser el ltimo da de su vida. Estuvo en su despacho toda la maana, atendiendo los asuntos de rutina de la compaa. A eso de las once y media recibi un llamado telefnico de su amigo Carlos Paglioretti la telefonista le reconoci la voz dicindole que estaba con dos amigos en el grill del Plaza, y que se reuniera con ellos para tomar algo y conversar. El director resolvi rpidamente algunas cuestiones y cerr con llave los cajones de su escritorio. Dio rdenes a su secretaria y le dijo que volvera a eso de las tres; despus sali.

Momentos despus llegaba al Plaza. Busc a su amigo y lo encontr conversando animadamente con los otros, alrededor de una mesa. Paglioretti los present. Milani estuvo cordial con todos. No slo conoca a aqul de tiempo atrs, sino que en ese momento lo necesitaba como agente de enlace o algo as. No poda decirse que La Mutual anduviera mal, o que se encontrara en dificultades; los negocios se mantenan firmes, pero el rubro de los seguros se mostraba cada da ms incierto. Exista la perspectiva de una crisis o de que el Gobierno, como lo haba anunciado varias veces, oficializara las compaas y se hiciera cargo de los seguros en todo el pas. El plan que Milani quera llevar a la prctica consista en derivar hacia la capitalizacin o la financiacin de construcciones colectivas; pero para ello necesitaba nuevos capitales, y aqu entraba a tallar Paglioretti.

Aunque durante la tertulia no se habl para nada de negocios, Milani tuvo la clara impresin de que los otros dos tenan alguna relacin oculta con la gestin en que estaba empeado. Su aspecto no le result grato. Uno de ellos Rvoli o Rgoli, Milani no entendi bien era un hombre pequeo, vestido con llamativa elegancia, de una insoportable vulgaridad, que denunciaba a la legua al advenedizo, al recin subido. El otro era un chinazo gordo, callado, no acostumbrado todava a su traje nuevo, a quien Paglioretti dio un nombre ridculo, Crisanto Rodrguez, o algo por el estilo.

Conversaron de bueyes perdidos, y a eso de las doce y media Milani se despidi, despus de convenir entrevistarse nuevamente con ellos. Sali del Plaza y tom por Florida, para ir a almorzar al Jockey. Al pasar frente a la Galera Rosenberg vio en el cartel el nombre de Bronzini y se acord que tena inters en ver sus esculturas. (Sobre su escritorio se encontr el ltimo suplemento dominical de La Prensa, con la reproduccin de las obras del escultor.) La puerta estaba entornada; la empuj y entr despacio. Un chico que estaba parado enfrente declar despus que haba visto salir un hombre, vestido de gris o de oscuro no recordaba bien, que haba caminado de prisa por Florida y doblado por Paraguay hacia el ro.

Los tres contertulios se quedaron en el grill. Despus, Paglioretti se despidi; dijo que era el cumpleaos de su mujer y que tena que ir a almorzar a su casa. Los otros, despus de un rato, tambin salieron y tomaron por Florida. Al acercarse a la Galera Rosenberg advirtieron el gento y tomaron prudentemente por la vereda de enfrente. De la Galera sacaban una camilla y la metan en una ambulancia. Varios agentes de polica contenan al pblico.

* * *Lo que desde un principio confundi a la polica no fue tanto la falta de pistas, para dar con el asesino, como la abundancia de stas. Cada detalle suministr el hilo de una pesquisa, y hubo que hacer innumerables averiguaciones. Pero todas ellas condujeron a una va muerta.

Quien ms indicios procur fue el propio Milani. Una somera indagacin de su vida dio detalles interesantes. Por lo pronto, se supo que tena dos casas, y en cada una de ellas mujer e hijos, que ninguna relacin tenan entre s. El suceso dio motivo a que se conocieran e intimaran. Las dos viudas llammoslas as se unieron en la desgracia y se ofrecieron para coadyuvar en la pesquisa, pero poco es lo que pudieron aportar. Sali tambin a relucir una liaison anterior con una mujer del ambiente artstico, pero ya haba muerto y poco o nada se sac de ello.

Cuando se revisaron los cajones de su escritorio, la caja de hierro y la del Banco, se reuni un material que hubiera sido muy interesante para un estudio de costumbres o de malas costumbres, pero nada que arrojara alguna luz sobre el crimen. Los cajones de su escritorio fueron vaciados uno por uno, y revisados por los pesquisas. Durante un momento, cierta fotografa de mujer estuvo peligrosamente cerca de la pgina en rotograbado de un suplemento dominical, pero los de la polica por suerte estuvieron demasiado atareados para constatar el extraordinario parecido de algunas figuras. Durante unos segundos, dos reproducciones muy semejantes estuvieron una junto a otra, y un hombre corri inminente peligro de pudrirse toda su vida en la crcel; pero el empleado hizo un montn de todos los papeles y los apil a un costado del mueble. Cada uno de estos papeles signific una maraa difcil de descifrar, y pareca que a cada momento se estaba sobre la pista del criminal, pero todo, luego, se desvaneca como por encanto. Para colmo, los diarios mantenan pendiente al pblico acerca de la pesquisa y de las peripecias de la investigacin.

El tal Paglioretti tambin tuvo muy ocupada a la polica durante un tiempo. Para empezar, no pudo dar ninguna explicacin satisfactoria de su reciente y cuantiosa fortuna. Por ltimo, hubo de confesar que la deba a negociados, a especulaciones tortuosas y a negocios de agio en la bolsa negra. Sus relaciones turbias y nada recomendables con Milani parecieron, por un tiempo, orientar la indagacin, pero Paglioretti pudo probar que se haba retirado del Plaza despus de la hora del crimen y que no tena nada que ver con l. Por otra parte, aunque Milani mantena el control de la mayora de las acciones de La Mutual y Paglioretti era su posible sucesor, este inters y esta rivalidad no pas de ser una presuncin en su contra. De all no se pudo pasar.

Los otros dos compinches tampoco salieron bien parados, aunque slo desde el punto de vista moral. La justicia les sac los trapitos al sol, pero ellos lograron escapar de sus garfios. El tal Rgoli result un truhn de opereta, aparentemente sospechoso, pero en el fondo un infeliz. No era ms que el testaferro de Paglioretti para sus negocios sucios; el otro, Crisanto Rodrguez, result no ser ms que un provinciano rico, dueo de vastsimos campos por el norte, atrado por el cebo de los negocios suntuosos.

Otros muchos testigos desfilaron: el escultor Bronzini y los otros expositores, quienes poco es lo que pudieron decir acerca de la concurrencia a la exposicin; el personal de la oficina empleados, telefonistas, ascensoristas, porteros, etc., el personal de servicio, amigos y conocidos que no hicieron ms que complicar las cosas sin aportar nada til.

Quedaba el pobre seor Dussek, que segua detenido e incomunicado, en su calidad de casi testigo presencial del crimen. El seor Dussek revivi, poco ms o menos, los das de sus pasadas andanzas con la Gestapo, pero nada se le pudo probar que indujera a sospechar la mnima relacin con el crimen. Despus de dos meses de encierro tuvo que ser puesto en libertad y sobresedo. Los diarios dejaron por fin de ocuparse del crimen, y la polica, desorientada, confi en que el azar y el tiempo le trajeran el esclarecimiento deseado.

* * *El seor Dussek estaba en su escritorio arreglando papeles cuando oy pasos en el corredor. Levant la vista y se encontr con el escultor Bronzini.

Se dieron cordialmente la mano.

Vena a felicitarlo le dijo ste, por la feliz terminacin de sus penurias. Nunca hemos dudado un minuto, ni yo ni todos los que lo conocemos, de que usted fuera inocente.

El seor Dussek sonri detrs de sus anteojos. Yo tampoco he dudado nunca dijo, e invit al escultor a sentarse. Pero han sido largos estos dos meses aadi, y qued un rato en silencio. Hablando de otra cosa, cmo le fue con su exposicin?

Magnficamente. Fue una romera; todo el mundo quera ver la sala, no por los trabajos, claro est, sino por el crimen; y eso que cometieron la tontera de lavar la alfombra

Vendi mucho?

Prcticamente, todo. Ahora ya tengo la clave del xito; cada vez que haga mis exposiciones tratar de que se cometa un crimen.

Vendi la Flora tambin?

La Flora, no.

A pesar del ofrecimiento que le hicieron del Museo de Bellas Artes?

A pesar de ese ofrecimiento.

Me lo figuraba.

Por qu se lo figuraba?

El seor Dussek no contest. Despus de un instante, dijo:

Y si yo le ofreciera comprrsela, me la vendera?

Esa figura no la vendo, Dussek, por todo el oro del mundo.

Dussek mir al escultor con sus ojillos risueos. Lo comprendo dijo al cabo. Es lo mejor que usted ha hecho. Es el trabajo de un maestro, en toda la extensin de la palabra. Pero es curioso que no haya querido cederla al Museo. Quiz tiene para usted algn otro valor que no sea el exclusivamente artstico?

Quiz...

Me parece que recuerdo a esa modelo. Creo haberla visto alguna vez por aqu. Adems, usted me ha mostrado una serie de dibujos y esbozos preparatorios; debe ser una mujer encantadora. La conoce usted bien, Bronzini?

La conoca. Ya muri dijo Bronzini en voz baja.

El seor Dussek sigui hablando como para s: Qu magnfica figura! Tengo aqu el recorte del suplemento donde sali reproducida, Y no me canso de contemplarla. La calidad del modelo, la vibracin del busto bajo el chal que lo cubre, la perfeccin de los brazos, la forma en que estn equilibradas las lneas, todo, me parece magistral. Busc entre unos papeles y qued mirando una figura... Con unos aos menos, yo tambin me hubiera animado a cometer cualquier atrocidad por ella...

_Qu quiere usted decir?

Quiero decir, mi querido Bronzini, que yo tambin me he ocupado de este enigma, Y que tengo mi hiptesis, mi hiptesis particular sobre el criminal.

Cmo as?

Dussek qued un instante en silencio. Luego dijo en voz baja:

En estos dos meses de crcel he meditado mucho sobre este suceso. Un poco por matar horas perdidas, otro poco por instinto de salvacin. Era el primer interesado en que el crimen se aclarara cuanto antes.

Y qu ha descubierto?

Eran largas las horas en la celda continu Dussek sin contestar la pregunta. E infinidad de veces me he preguntado cmo y con qu fin pudo cometerse el crimen. No saba nada de la vctima, ni tena noticia de su existencia; pero poco a poco he ido concretando una hiptesis.

Bronzini lo mir interrogativo.

S, como le digo continu Dussek, no saba si tena enemigos y si alguien deseaba matarlo. Pero me he ledo un montn de diarios, y despacio, despacio, he ido atando cabos hasta hacer me una idea de lo que ocurri.

Y qu cree usted que ocurri?

Para decrselo en pocas palabras, tengo la impresin de que Milani cay en una trampa... Hizo un parntesis, mir de soslayo con sus ojillos a Bronzini, y continu: Si alguien deseaba matar a Milani, el saln, a esa hora, se prestaba admirablemente. La vctima estaba sola y el asesino pudo ultimarla tranquilamente, y luego huir sin peligro. Pero, para aprovechar esa oportunidad, era menester que el asesino hubiera seguido a la vctima, y no hubo nadie que siguiera a Milani. El asesino estaba aqu adentro, Bronzini! Pudo haber entrado por casualidad, aprovechando la puerta entornada. El chico ese chico que estaba aqu enfrente y que vio entrar a Milani ha declarado que no vio a nadie detrs de l y que, por el contrario, alguien que no era Milani sali apresuradamente instantes despus. Qu haca ese hombre aqu sino esperar a la vctima, y no a una vctima cualquiera, sino precisamente a l? Cmo poda saber ese hombre que Milani entrara a la casa de exposicin? Y cmo pudo esconderse aqu sin que yo, que haba apagado las luces y entornado la puerta, lo viera? Ese fue el enigma que me plante en la crcel. Y despus de mucho pensar, he llegado a una solucin...

Cul es la solucin?

Yo no soy un detective, Bronzini. No soy ms que un pobre comerciante, vapuleado por la polica de dos continentes. Pero, quiz por motivos profesionales, me intereso mucho por las cosas del arte. Crame, su exposicin ha sido magnfica, pero nada de ella ha sido comparable a esa Flora. He repasado una por una las fotografas del catlogo, y cada vez me convenzo ms de que fue esa figura la que sirvi de cebo.

De cebo?

S. Se me ocurre que el asesino no conoca al hombre a quien deseaba matar, que tena algn viejo y tremendo rencor contra alguien a quien deseaba individualizar a toda costa. Milani, al enfrentarse a la Flora, debi haber hecho algn gesto, pronunciado una palabra que lo delat. Y entonces el hombre, agazapado en la sombra, no titube: tuvo la sbita intuicin de que sa era la persona a quien buscaba y dispar contra ella.

Todo eso es muy hipottico dijo Bronzini con aire de duda. Cmo poda saber el asesino... el hombre, digamos, que Milani visitara la exposicin, y cmo poda saber que era l a quien buscaba?

Todo eso ya lo he pensado dijo Dussek. He tenido muchas horas para pensarlo. En realidad, creo que no necesitaba descubrir a su hombre en ese instante; poda saber muy bien que el objeto de su venganza, o de su rencor, o de su odio qu s yo, era precisamente Milani, y al verlo all pudo ese odio exacerbarse. Y en cuanto a su visita a la exposicin, recuerdo que la noticia de la misma se public en todos los diarios, y que varias esculturas salieron reproducidas en el suplemento de La Prensa. Precisamente tengo aqu el recorte de Flora... Qu hermosura! dijo, contemplndola una vez ms. Sera cuestin de saber agreg al cabo de un instante, si Milani tuvo algo que ver, alguna vez, con esta muchacha. Eso le sera muy fcil averiguarlo a la polica. En ese caso, estaramos casi sobre la pista del criminal.

Bronzini levant la cabeza.

Piensa usted pregunt despus de un momento comunicar su hiptesis a la polica?

Quiz contest Dussek sin mirarlo quiz...

En ese caso, puede agregar algo ms: que Milani fue un perfecto canalla, y que Flora ya est vengada. Ahora lo que venga no me importa.

Dussek se levant de su silln y le puso una mano sobre el hombro.Mi querido Bronzini le dijo, saboreando la escena como si fuera espectador de la misma. Maana me embarco para Hamburgo. No he tenido suerte en este pas, y, por mal que me vaya por all, no me va a ir peor que aqu. Usted es para m el primer escultor de la Argentina y tiene toda una vida de triunfos por delante. Slo quiero pedirle un favor agreg. Aqu tiene mi direccin en Hamburgo y le alcanz una tarjeta. Cuando tenga tiempo, squele un calco a la cabeza de la Flora y mndemelo. Yo tambin estoy enamorado de esa figura. Fuma usted?

Y le ofreci su cigarrera con gesto amistoso.

FACUNDO MARULLUNA BALA PARA RIQUELMEEn 1950 FACUNDO MARULL obtuvo uno de los dos primeros premios en el certamen de cuentos policiales realizado por la revista Vea y Lea y la editorial Emec. El cuento premiado era Una Bala para Riquelme, que integra el presente volumen.

En 1941 public un tomo de poesa: Ciudad en Sbado; el resto de su obra ha aparecido en distintas revistas y publicaciones de Buenos Aires.

De mortus nihil nisi bonum.

El Torpe pas ante el caf El sol naciente sin entrar, con lo cual consum un hecho inslito. Decir que nos dej con la boca abierta y desagradablemente asombrados es usar los trminos veraces y acordes a nuestro estado de nimo. Porque la explicacin es como sigue: constituamos una comunidad tan armoniosa y estricta que a ninguno de sus fieles se le ocurra aventurarse ms all del ncleo de mesas y parroquianos que la formaban para penetrar en el mundo riesgoso de la ciudad. De manera que, sin ser amigos, todos nos conocamos en El sol naciente, y cuanto ocurra y le perteneca nos era comn a todos, aunque el msero ambiente del caf posea sus grupos bien definidos, invariables, ajenos entre s. Y distribuidos de manera que la mesa de la vidriera nos corresponda al Torpe, a Sender, al Gato y a m; la segunda hacia el interior, a los quinieleros; enfrente, a un sastre italiano que recordaba Pars; despus a los maquereaux y aspirantes menores, y as hasta el fondo, donde se recluan los ladrones. Todos nos desplumbamos a los dados durante el da, sin variantes. Era un caf tranquilo, inocente, y slo nos rega la mirada sin patria de un sopln desafortunado.

Bien; el caso fue que quienes nos hallbamos ms hacia la entrada nos volvimos extraados por la conducta (casi una infidelidad) del Torpe Rodrguez; pero, sin dar tiempo a nadie a hacer algn comentario, se detuvo de pronto para sostener por las delanteras del saco a un vendedor ambulante que se hallaba entretenido maltratando a un pequeo gato. Y con un recio upper cut le proporcion una incmoda posicin sobre la locomotora de un manisero.

Yamada, el camarero del caf, felicit al Torpe en su idioma sobrecargado de eles, en razn de que ambos compartan una difcil creencia, cuyas raigambres se extravan para el curioso en las encrucijadas de las huellas morfodestas (ver Rafn, Antiquitates, etc.), y que se referan a esa clase de animales. Los dems nos limitamos a hacerle sitio porque lo sabamos apenado a causa de las torturas sufridas por el felino.

Aquella tarde no sucedi nada ms.

Porque Riquelme lleg a la noche. Y la mujer, y el resto.

A ninguno de los que estbamos rodeando la mesa, cuya frecuentacin ejercamos por el derecho que nos otorgaba la consumicin de un caf por parte del Gato, a ninguno de todos, se nos hubiera ocurrido nunca que el Torpe posea juntas dos monedas que sumaran ms de diez o quince centavos. De manera que, cuando coloc su moneda de diez en la mesa, y adems orden (orden tal vez sea poco, pero sea) a Yamada los tres cafs que faltaban en el grupo, ninguno de nosotros acept el desafo de aquella moneda handicapeadora que estaba ah, segn declaracin de su legtimo propietario, opuesta a cinco centavos ms el derecho a tirar tres veces contra una hasta el full victorioso. Al rato, y tal vez tentado, Sender, que casi habitualmente guardaba monedas en sus bolsillos, recogi el guante: puso cinco centavos sobre la otra moneda y pas el cubilete al Torpe. El lo sacudi largamente, sopl en su interior, mir en direccin al intil ventilador del techo, mientras murmuraba algo parecido a una plegaria, volc el cubilete y lo mantuvo apretado contra la mesa, mirndonos fieramente. No haba ms que tres dados en el cubilete, pero, durante los quince minutos que transcurrieron despus, no apareci la jugada ganadora, porque las muchas combinaciones posibles burlaron la copiosa aparatosidad y las frmulas ciegas del Torpe. Sender transpir, pero logr un par de tres que le salvaron su dinero. y el Torpe sonri.

Van diez ms contra una escalera.

Coloc honradamente su moneda en el centro de la mesa y el juego continu. Siendo las 20,20, como dijeron los diarios a la maana siguiente, entr Riquelme. El Torpe lo vio por el espejo de propaganda del Ocho Hermanos; perda a esa altura de los acontecimientos, y tras una larga y recargada funcin de alternativas ms o menos montonas, la suma de un peso veinticinco; es decir, haba ganado de lo que haba perdido, pero al final de cuentas haba perdido. El Gato no fumaba, pero yo me atasqu de tabaco a cuenta de los beneficios de Sender, de tal manera que, cuando fui al hospital a raz de la afeccin sufrida, el mdico accedi a obsequiarme dos cajas de inyecciones de esas que se destinan a una enrgica desintoxicacin bronquial y cuya venta est penada por la ley en razn directa de su gratuidad. No conoc los beneficios que pudieran haberme proporcionado las ampollas, pero tampoco la ley se ocupara de mis transacciones comerciales, sin contar con que actu discretamente.

Riquelme entr con pesadez, como convena a sus ocupaciones, que consistan, aproximadamente, en hacerse subvenir por noctmbulas furtivas. Gracias a sus plcidos recursos econmicos, Riquelme vesta de impecable gris plomo; el sombrero gris perla, la corbata de seda, tambin gris, camisa blanca de cuello blando y botines de charol negro, con polainas tambin grises. Su Ocupacin del tiempo se divida entre dedicar buena parte del mismo a la pulcritud de sus uas y a arriesgar al frenes del cubilete sumas cuyo monto hubiera bastado para vestir, como a l, a cualquiera de los parroquianos del caf. Se supo, tiempo despus, que se constituan grupos en sociedad para tratar de despojado, mediante los recursos del azar, de algunas cantidades que nunca satisficieron a los confabulados: ramos demasiados.

El buen Riquelme, sentndose a la mesa de costumbre, pidi a Yamada bicarbonato doble, mientras desplegaba ante s el programa de las carreras del Hipdromo y nos miraba con inmodesta presuncin. Sabamos que l tena la costumbre de cenar, pero considerbamos de dudoso gusto exhibido pblicamente. Nos manifestamos naturalistas en nuestras expresiones que le dedicamos casi a coro y que se referan a la desafortunada parte que le corresponda en su amistad con una seora presumiblemente rubia y viuda, relacin cuyas noticias llegaron al caf de fuentes inconfesas. Aparte de nuestras apreciaciones, tal vez un poco entusiastas como reaccin, exista en verdad una situacin irregular entre Riquelme y la joven supuesta viuda; en tanto que l se rodeaba de mritos ante la seora, mritos que consistan en numerosas entregas de dinero en efectivo, supuesto homenaje a la apariencia estructural de la favorecida, ella corresponda con espaciadas comidas y diarias cortesas, corrientes y adecuadas, que terminaban en la puerta de la calle. Pero se deca que Riquelme amaba. Y cuando un hombre sin ley o con un sentido estrictamente personal del orden de cosas que la ley establece como ajenas a ella, por esas extraas e inexploradas virtudes del carcter, se enamora, no hay ms que dejarlo solo para comprobar, con el tiempo, hasta dnde puede llegar. Yo pienso, cuando no tengo algo ms interesante que hacer, y he llegado a suponer que los ngeles nada pueden en salvaguardia del enamorado; he visto, no recuerdo si en el cementerio o acaso en algn lbum de reproducciones artsticas, un grupo de ngeles blancos llorando desconsolados. He aqu me dije en la oportunidad los ngeles del hombre enamorado. Nunca he sabido de nadie que en tan desastrosas condiciones haya llegado a algo. En cuanto a Riquelme, no creo que nadie lo considerase una excepcin: l entregaba su dinero a la sospechada de rubia y en cambio reciba reticencias y un pudoroso retener la mano regordeta en cada despedida. Aquello dur lo suficiente como para que se enterara hasta el sopln, y nada de bueno augurase todo. Estas situaciones irregulares acarrean violencias innecesarias. Yo deba haberlo previsto, pero uno no puede estar en todo. Y la claridad se hizo en m, como dicen los que se arrepienten y en seguida cantan himnos, cuando vi a la mujer de Riquelme ah, casi a mi lado, detenida en la puerta.

No la mir ms que una vez. Y no porque ella no lo mereciese, sino porque el asunto empez en seguida: la mujer, despeinada y presa de una angustiosa sofocacin, se detuvo un instante donde yo la viera, para buscar con la mirada a alguien. Entonces Riquelme, que tambin la vio, estir su presencia impecable ponindose de pie junto a la mesa que ocupaba, porque su prestigio le impeda acercarse y, por el contrario, le dictaba esperar que ella lo hiciese. Pero, ella se tomaba su tiempo, mientras yo haca mis consideraciones mentales sobre la conducta de Riquelme, desaprobndola, porque no siempre corresponde someterse a los principios, que son una forma de esclavitud.

La mujer vio al Torpe. Lo que no puedo asegurar es si el Torpe la vio a ella; pero, cuando la mujer grit, el Torpe, que es sumamente largo y delgado, en el tiempo que necesit el gatillo para caer sobre el percutor, estaba pegado al zcalo de la pared y oculto por la puerta de vaivn, a la que mantena inmvil en un ngulo de dieciocho grados con relacin a Riquelme.

Yo slo vi el principio y el fin. Y no creo que nadie que no sea la polica me lo reproche: vi a la mujer llorosa arrojndose a las rodillas del Torpe y sealando luego a Riquelme.

Querido! Te comi los gatitos blancos! El canalla! Me oblig a preparrselos con salsa Perry!

El balazo son justamente con el pocillo de Sender; despus supe que el autor del disparo fue Riquelme, y adems me enter de los detalles. Pero eso fue despus. Inmediatamente pugnamos el Gato y yo disputndonos el hueco (felizmente vaco) destinado al radiador de la calefaccin. Sender, ms afortunado, plane a travs de la ventana hacia la calle, pero no se lastim con el golpe sino con el cristal, que despus de todo slo le ha dejado una pequea cicatriz visible y que, si se ignora el origen, le suma mritos. Claro que l dijo que el cristal ya estaba roto por la bala cuando sali, pero, de cualquier manera, no me imagino cmo se las van a arreglar para cobrrselo.

Los balazos continuaron. El sastre, a quien interrumpieron cuando entonaba con bella voz C'est mon homme, tres quinieleros y dos aspirantes, fueron los que quedaron de este lado de la puerta del pequeo excusado, porque no caban todos. Mientras yo le colocaba la rodilla en la garganta al Gato y l me pisaba sin consideracin el epigastrio, ya que no haba manera de que entrsemos al mismo tiempo en el hueco, omos a la mujer que gritaba: No!, como slo puede hacerla una mujer, en tanto corra al encuentro de Riquelme, que cargaba otra vez.

Hubo entonces lo que podra llamarse un silencio, y, para ofrecer una clara y comprensible medida del mismo, un silencio de redonda. Pero no nos atrevimos a salir, aunque entonces vi otra vez: la dama corra en direccin a Riquelme, quien terminaba de llenar el tambor (reconozco su superioridad, en lo que a m se refiere, por unos dcimos de segundo) y se trababa en riesgosa lucha con ella. Entonces el Torpe se desprenda de la puerta y con sus tremendas piernas daba dos pasos sin competencia, que terminaron junto a la pareja. Vi su puo como un destello y entonces cre que se rompa algo ms, pero no: era la mandbula de Riquelme. Creo que fueron tres mesas las que ste afect cuando se fue de espaldas hacia el rincn donde se hallaba la mquina express.

Cuando se incorpor, lo hizo con una silla en alto que descendi en impecable parbola sobre la cabeza del Torpe, que trat de asirse, pero demasiado tarde: lo vimos estornudando bajo la mesa vecina. Y aqu est lo que he dicho siempre: pongan un revlver en manos de una mujer y no estar satisfecha en su curiosidad hasta que lo descargue sobre alguien de la familia. Tal vez se deba a una remota distincin preferencial.

Riquelme, andando a gatas, buscaba su revlver por debajo de las mesas, cuando lo vi en manos de la mujer, que lo curioseaba. Entonces yo, que lo saba en poder de la inexperiencia, trat de desalojar al Gato a viva fuerza del hueco, metiendo mi cabeza por el costado inferior de sus costillas, entre stas y la pared. Todava pude ver a Riquelme desarmando otra silla sobre la parte superior del Torpe, y a ste cocendolo desde el suelo en pleno vientre, lo que hizo que Riquelme se fuese contra la puerta, la cual cedi, provocando su cada en plena acera, de cara al cielo. Nadie se movi, esperando el prximo movimiento de los actores. Y, en efecto, Riquelme reapareci, enfurecido como un toro de lidia, y nos distribuy una torva mirada circular. Estaba magnfico, el pobre.

Entonces empezaron esos malditos disparos otra vez, que uno saba mal dirigidos. Cuando son el ltimo y hubo la evidencia de que la mujer no contaba con ms proyectiles, nos dispusimos a salir; pero un tropel salvaje nos hizo refugiarnos otra vez en el hueco del radiador, al Gato y a m: eran los protegidos del fondo que, con Yamada a la cabeza, huan para no comprometerse. Pero vaya usted a engaar a la polica; all fuimos todos en el trmino de dos das.

Por eso hubo tiempo sobrado para las complicaciones, y el asunto no termin con claridad y normalmente, como todos habamos pensado; no nos llamaron como testigos, sino que nos encarcelaron a todos por sospechosos. Que Riquelme haba fallecido a consecuencia de un balazo en el vientre, no se puso en duda. Pero lo que llamaba la atencin e inquietaba a la polica era el balazo que luca Riquelme: no corresponda a los disparos efectuados en el caf. Y la seora no necesitaba ms que un abogado para salir del asunto y dejar negros a los peritos policiales.

* * *Entonces apareci Leo, el de la 4. Sir John C. Raffles, como l se haca llamar.

El caso del sexto balazo, dicho sea con todas las reservas que merece el sumario, deslinda responsabilidades: el primer impacto de la serie A (que no nos interesa) lo recibi el pocillo de caf que se hallaba sobre la mesa ocupada por uno de los actores del drama y otros; los restantes cuatro muestran su evidencia y la correcta direccin en que fueron efectuados, porque an permanecen incrustados en la madera de la puerta. Correcto. Quedan ahora los cinco disparos que le siguieron; designarmoslos como los de la serie B. La seora (aqu una inclinacin hacia la hipottica viuda, porque nos haban trasladado a todos a El sol naciente, donde permanecamos a puerta cerrada), la promotora del incidente, dispar la carga completa, segn ha quedado establecido, sin herir al finado. Prueba fehaciente son los cinco impactos dispares debidamente registrados y clasificados por la inspeccin ocular y el peritaje balstica llevado a cabo en este recinto. De donde se deduce, como sostiene la Superioridad, de cuyo punto de vista me corresponde el honor de participar (y aqu una interrupcin no localizable, a la que Leo prest odos sordos), que un heridor cuya conducta ha escapado a la atencin de los testigos que resultan del hecho, y que se oculta en el grupo que animaba la concurrencia, fue el autor del sexto disparo que trunc la animosa si bien lamentable carrera de Riquelme. Recordar con exactitud est sujeto a tal cantidad de incertidumbres como factores gravitables en el estado psquico de cada uno; y prueba de ello es que nadie, entre ustedes, interrogados por turno, pudo afirmar haber odo tal cantidad de disparos. Para ilustracin de ustedes dar una prueba, interesante como experimento: interrguese a un nmero cualquiera de asistentes el da posterior a un concierto sobre el color de la batuta con que el director conduca su orquesta, y se obtendrn tantas respuestas diferentes como personas sometidas al experimento. Resultado: el hombre dirigi su conjunto sin batuta.

Festejamos con simpata el aserto de Leo el de la 4; pero, a pesar de todo, l volvi a la carga:

Bien, ya veo que la cordialidad nos va ganando a todos. Tratar de corresponder dignamente a tal manifestacin de aprecio: O me dicen quin fue el autor del sexto disparo o envejecen todos en el calabozo, porque no pienso permitir que se cierre el sumario aunque pasen veinte aos!

Como es natural, todos mirbamos a otro lado. Leo acerc sus anteojos de acusada miopa para simular que observaba uno de los impactos con exagerada atencin, pero a nadie escap que esperaba la respuesta reveladora. Por ltimo se volvi.

Vamos. El responsable de la muerte del pobre hombre sabe que a m, por lo menos a m, no se me escapa nadie. Aparte, alguien debe haber visto algo... Recuerden que yo reintegr al calor de su hogar a Opez y Villegas, arrancndoselo de las garras al pibe Anselmo cuando lo mantena secuestrado en el irreductible bastin de su morada: Recuerden tambin que lo reduje sin salir de casa y consideren que ahora me tienen de cuerpo presente, como quien dice; soy como esas novias a quienes creemos haber olvidado y con quienes nos hallamos un da, de pie, escuchando la lectura del contrato por un oficial del Registro Civil. (Escalofriantes reminiscencias en el auditorio.) Inductivamente, ya s quin mat a Riquelme. Que se confiese el autor y ahorraremos emolumentos al Estado, que bastante caro le estoy costando.

Ni una boca dijo sta es la ma.

Leo se volvi a Yamada.

Caf para todos. Vamos a darles tiempo para que se decidan. Alguno hablar.

Yamada hizo un ademn de sorpresa y alarma, que se metamorfose en una expresin de feliz agradecimiento cuando Leo le explic que pagara l. Entonces ped que se me permitiese ampliar mi opcin hasta caf con leche y pan y manteca. Leo hizo una generosa indicacin a Yamada. El ambiente, gracias a mi acertada intervencin, se hizo entonces menos tenso.

Algunos aspirantes se mostraban de buen humor por lo que significara esa aventura para ellos, cuando slo quedase en la memoria la confusa leyenda del escndalo; otros, graves porque trataban de aparentar que lamentaban la prdida sufrida por la hermandad, a la cual aun eran extraos por incapacidad innata (vase Jos Ingenieros, Simulacin en la lucha por la vida, y otros); y otros, de jeta estirada, dispuestos a asumir la culpa por amor a la carrera.

Me volv; la vanidad es algo ms digno. La rubia de los disparos haba adoptado una actitud de viuda, pero su apariencia me fue difcil adjetivar. Sender meditaba sobre la honrada posibilidad de instalar un taller para la compostura de instrumentos musicales. El sastre italiano, pespunte ando una solapa, entonaba bajamente La Madelon, versin libre. Yamada, que por su carcter racial se hallaba ajeno a las sospechas, desempeaba sus funciones habituales. Faltaba el sopln, que se encontraba ausente a raz del fuerte colapso sufrido y del cual se asista en la Asistencia Pblica, bajo vigilancia. Leo, el de la 4, revisaba los agujeros producidos por las balas, sin desechar su aire socarrn. El Torpe, enfurruado porque no se le permita aceptar el desquite que le ofreciera Sender, se dedicaba a mirar los espejos con aire ofendido. El Gato Rodrguez chupaba un escarbadientes como un fumador, su antigua costumbre. Y yo esperaba legtimamente que alguien me ofreciese un cigarrillo, porque haba concluido mi caf con leche, pan y manteca.

Como se ve, las cosas andaban demasiado bien para que aquella tranquilidad durase mucho. Rara vez estoy desprevenido, pero debo confesar que en esa oportunidad Leo anduvo bastante rpido. De improviso me encar, precisamente cuando yo, que esperaba un ataque, dejaba de aparentar encontrarme distrado y confiado.

P. H., qu tiempo emplea usted para cargar, en caso de apuro, un revlver?

Para no aparentar que lo pensaba contest en seguida. Y l comprendi, entonces, que se hallaba ante un digno adversario.

Quin de los presentes puede igualar su performance?

El oficio de delator se cuenta entre los pocos que no he desempeado, pero luego pens que de cualquier manera Riquelme, el pobre, ya no podra ser perjudicado, y le hice notar honestamente que, entre los presentes, si era que se lo poda enumerar ya que nos reuna su causa, slo admita la supremaca, por escaso margen, del finado.

Entonces, Leo perdi pie bellamente. Lo consigno para quienes aprecian las verdaderas piezas policiales. Atac de frente y esto lo perjudic. Requiere larga prctica, pericia, o existe un recurso tramposo para lograrlo?

Se arrepinti de su imprudencia, pero era tarde. Yo me haba refugiado, con todo derecho, en un silencio profesional, y, para demostrrselo, apart la taza vaca del caf con leche. El capt la intencin y se volvi bruscamente. Un dejo de lamentable reproche tena su voz cuando habl otra vez.

Tengo que ganarme la vida y no encuentro ms que incomprensin y susceptibilidades a mi alrededor; vine engaado con la conviccin de encontrar gente dispuesta a preferir el ejercicio de la justicia, fundamento del orden en toda sociedad, y me encuentro con quienes someten a apreciaciones personales los recursos de la institucin que me honra representar; alargo mi mano amiga inspirado por la solidaridad de las funciones sociales, y, precisamente, aquel en quien confo, con el que creo contar, me vuelve la espalda seducido por el ergotismo falaz del individualismo. Entonces, seores, me queda un solo camino: recojo el guante y pronuncio, como el otro: Echada est la suerte, guay de los vencidos!

Estuvo magnfico, casi acadmico; todos convinimos en que aquel gesto deba ser registrado por la tradicin para que perdurase en los anales de El sol naciente. Dio varios pasos con la cabeza erguida y se detuvo de espaldas a la puerta, custodiada por dos policas que descansaban ya en uno, ya en el otro pie. Su misin era la de alejar a los curiosos ocasionales y garantizar nuestra permanencia en el interior. Leo nos mir pensativo durante un tiempo y comenz un paseo que luego se hizo largo, y, a juzgar por los resultados, bastante fructfero. Iba y vena por el local, se detena ante alguno de nosotros, lo miraba un rato insistentemente y meneando la cabeza en seal de duda. Aquello era montono, si no aburrido. Por eso casi nos alegramos cuando son el telfono y Leo, el de la 4 (el magnfico, como se lo llam ms tarde), se acerc al aparato. Estuvo atareado varios minutos en una conversacin en la que abundaron exclamaciones, respingos de sorpresa, alaridos que exteriorizaban satisfaccin y risas. Por ltimo, colg el auricular, y, ubicndose en una mesa como parroquiano despreocupado, pidi a Yamada una copa de coac y un caf bien caliente, para en seguida comportarse como si nos ignorase. No le he perdonado tal grosera, y me indigna recordado.

Al rato lleg un polica uniformado, portador de un envoltorio que entreg a Leo, el de la 4, quien extrajo de entre aquellos papeles el revlver de Riquelme y una bala. Luego se acerc a los cristales y se dedic a curiosear ambas piezas con intrigante minuciosidad. Comprend que todo haba terminado y me dispuse a retirarme, pero l me advirti amablemente que aun se requera mi presencia por un tiempo. No quise malherir su vanidad y me qued. Lo que sucedi en seguida me sugiri la siguiente reflexin: se claudica amargamente a veces, y eso es lo triste; la conducta, cualquiera que sea, debe ser defendida con lucidez hasta en la desesperacin.

Leo se volvi para enfrentarse con el Torpe, que, entretenido en concertar un prximo encuentro a los dados con Sender, recibi una sorpresa. Reconoce el arma empleada en el hecho que nos ocupa?

El Torpe sonri con amargura.

Ya no me siento seguro, seor. Me han preguntado tantas veces lo mismo y he visto esa arma tanto, que me estoy familiarizando con ella.

La vio en otra ocasin, aparte de aquella en que se supone fue descargada sobre su legtimo propietario?

Para decirlo de una vez, la vi por primera vez en este mismo lugar.

Leo le volvi la espalda antes de que terminara de hablar, para acercarse amablemente a la nica dama que asista a aquella reunin. Se inclin ante ella mientras le mostraba el revlver en una muda pregunta, a la que respondi la seora asintiendo, mientras deslizaba su mano por los cabellos en una inequvoca muestra de coquetera.

Ese es, seor.

Leo se irgui para mirarnos a todos como quien indica un ejemplo loable ante la incomprensin y malas formas mostradas por los dems en idnticas circunstancias. Pero yo estaba muy triste por todo y filosofaba sin inters sobre lo que vea. Leo insisti an ante la seora.

Declar usted, seora, haberlo descargado sobre su antiguo pretendiente durante un momento de ofuscacin, consecuencia del mal trato y los riesgos a que expona a su amigo?

La rubia hizo un mohn infantil de indignacin. S, seor; ya he declarado que mi actitud fue incontrolada, aunque debo manifestar que Riquelme se mereca el trato que recibi y lamento no haberle disparado la bala que lo tumb.

Leo se apart hasta la mesa prxima, coloc el arma y la bala ante s y, cruzando los brazos, se qued mirando hacia la entrada, sonriendo como si pensase en algo muy agradable. Luego anduvo unos lentos pasos, adopt una grave expresin de condolencia y se me acerc.

P. H., espero que no me guarde rencor. He tenido que proceder como un polica y me entristece presentir que pierda su amistad.

Le respond con un epteto digno del sitio de Troya, y en seguida, volvindome con dignidad a Sender, le solicit un cigarrillo. Leo se acerc entonces hasta la puerta batiente y, golpeando los cristales, llam la atencin de los dos policas que la custodiaban para hacerles indicacin de que entrasen.

Los dos uniformes se alinearon ante la puerta, y entonces Leo, el de la 4, se decidi bruscamente y seal con el dedo al Torpe, casi acostado en la silla que ocupaba.

Detengan a ese hombre.

Defenderse con lucidez, hasta en la desesperacin, me repeta yo, enamorado de mi frase, mientras la viuda gritaba por segunda vez en ese mismo caf, y toda la concurrencia, salvo honrosas excepciones, se lanzaba bajo las mesas. Un espectculo que me resign a mirar con repugnancia.

Leo se haba vuelto velozmente para indicar con el brazo extendido que se observase a la seora mientras ella evidenciaba imprudentemente su pericia, recogiendo con presteza el revlver y la bala de sobre la mesa donde los haba dejado Leo, introduciendo en un tiempo casi record el proyectil en el tambor que, aparentemente, no era movido de su sitio. La rubia aull:

Nadie toque a ese hombre!

Y, amenazando a unos y a otros, se encamin a la salida, escudada por el revlver. Leo hizo una indicacin a los policas, que abrazaron a la seora, al tiempo que el percutor funcionaba intilmente. Y acercndose a ella, le retir el arma de las manos.

Esta vez no dispar, seora, porque es un proyectil de utilera. Como todas las cosas bien pensadas, el caso es muy sencillo: nos llamaron la atencin en el arma ciertas limaduras que hacan peligroso su uso por la facilidad con que poda deslizarse el tambor; pero la intriga resisti cuatro o cinco suposiciones para mi mente policial, hasta que, basado en la comprobacin pericial de que la sexta bala haba sido disparada con el mismo revlver y en el hecho de que el arma no haba pasado, ni por un instante, a las manos del orgulloso y hbil P. H., forzosamente debi ser disparada por usted. Entonces reconstru: el imprudente de Riquelme puso a usted al tanto del mecanismo de su arma, sin suponer que la misma poda volverse en su contra en la primera desavenencia. Y sta ocurri cuando Riquelme, que se sospechaba engaado, descubri sus relaciones clandestinas con el Torpe y, por lo tanto, no slo se veng cenando los animalitos favoritos de su rival, sino que se neg a continuar entregando a usted las sumas regulares. Con el propsito de culminar su venganza, vino al caf, donde saba que encontrara al Torpe, y comenz a provocarlo, pero no contaba con que usted irrumpira en su programa para la gresca que se traa programada, y menos previ el fin que sufrira en sus manos. Porque, cuando Riquelme volva a cargar su arma y usted trataba de impedrselo, alguna bala debi caer o quedar sobre la mesa, bala que usted, inspirada por las circunstancias y por su conocimiento de los recursos de aquella arma, dispar matando a Riquelme con el primer disparo, para luego dedicarse a dejar huellas en las instalaciones de este acogedor caf, demasiado distantes entre s, de cinco balas, la ltima de las cuales entr al tambor del revlver con el procedimiento conocido. Detalle ms o menos, sta es la historia. Seora: la detengo por el asesinato de Riquelme. Bsquese atenuantes, y buena suerte.

La rubia llor amargamente, pero no hubo nada que hacer.

A. L. PREZ ZELASCHILOS CRMENES VAN SIN FIRMAADOLFO PREZ ZELASCHI, naci en 1920. En 1941 public su primer libro de cuentos: Hombres sobre la Pampa. En 1946 una coleccin de poemas: Cantos de Labrador y Marinero. En 1949 obtuvo el primer premio en el concurso organizado por la Cmara Argentina del Libro, con su coleccin de cuentos titulada Ms All de los Espejos, que mereci la Faja de Honor de la S. A. D. E.

En la vida, lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando el croupier se llev mis dos ltimas fichas de quinientos y decid matar a mi socio Froebel como lo tena meditado, hube de hacerlo de manera inteligente. Es decir, en la misma forma como haba distrado de las cuentas sociales yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Froebel anda de aqu para all ocupado con los clientes varios miles de pesos al ao, los que hasta entonces repuse realizando negocios por mi cuenta y tambin inteligentes.

Pero ahora Froebel sospechaba algo. En esos das lo vi revisar los libros, y cerrados con aire vacilante. Sin duda no entenda nada, porque yo complicaba a propsito la contabilidad, y l no conoce estas cosas. Con todo, dijo a Lys nuestra secretaria, la nica empleada que tenemos que quera revisar l mismo los resmenes de cuenta corriente que trimestralmente nos enviaban los bancos. Tal vez l llevara alguna contabilidad sumaria como la de los almaceneros, con slo dos columnas, una de pagos y otra de cobros, pero suficiente para mostrarle una diferencia entre el saldo real de banco y el que debiera haber: unos cuarenta mil pesos. Es decir, el importe de un Chevrolet 45, que yo haba comprado en esa suma y para el cual, previos reajuste y pintura generales, tena ya un comprador que pagara cincuenta y tres mil pesos. Repuesto el dinero social, quedaran para m alrededor de siete mil de ganancia. Negocios como ste haba realizado muchos, y prueban que la inteligencia es lo principal para que triunfe un hombre. Lo malo es que Froebel, como digo, comenz a sospechar. Por lo tanto, ms vala prevenir que curar.

La nuestra era una sociedad a medias: de l eran los tres cuartos del capital y la totalidad de las relaciones comerciales que nos servan para ir adelante. Hubiera sido un mal negocio que se enterase de todas estas cosas y disolviera la sociedad, con lo cual desapareceran para m oportunidades como las que anot. Por otra parte, Froebel no tena ms herederos que dos viejas hermanas solteras. Eran buenas amigas mas y podra convencerlas para que siguieran en sociedad conmigo. Entonces s que habra buenas ocasiones para un tipo inteligente!

Froebel se fue a Montevideo el 20 de junio, sin haber podido verificar sus sospechas, y dicindome que estara all ms de un mes. Por si acaso, y para ver si poda evitar darle el ltimo pasaporte, no bien tom el avin para Montevideo, yo hice lo mismo con el expreso a Mar del Plata. Llev diez mil pesos, que convert en fichas grandes y un juego que no me haba fallado casi nunca: jugar fuerte a dos decenas o columnas luego de esperar que la restante se d dos veces seguidas, pues casi nunca se repite la columna o decena que ya sali en dos ocasiones. Se gana poco, es cierto la mitad de lo jugado, pero apostando fuerte y con inteligencia, y con nervios de chino, se pueden levantar hasta cinco o seis mil pesos por noche. Sali primera y primera... Jugu. Y otra vez primera. Me llevaron las fichas y esper un rato. Se dio tercera y tercera. Volv a jugar..., y otra vez tercera. Primera, primera... Coron con mil..., y de nuevo primera. Y la mala racha sigui. Perd los diez mil pesos que haba trado... y el negocio del automvil slo se hara despus que volviera Froebel de Montevideo. Ni siquiera poda buscar otro comprador, porque me haban dado sea, precisamente esos diez mil pesos que haba perdido.

No tuve, pues, culpa en la muerte de Froebel. Las responsables fueron la ruleta y la mala suerte. Siempre me haba salido cara la taba. Era natural que alguna vez me mostrara el otro lado.

Pero todo tiene remedio para una persona inteligente. Matar a Froebel era fcil, pero yo sera acusado en seguida y, aunque saliera indemne, nadie pasa por los juzgados del crimen sin dejar alguna sospecha para los dems. Adems, los clientes de la firma no eran amigos mos sino de Froebel, y el solo conocimiento de que me enredaban en un sumario hara que huyeran del socio suprstite como una bandada de patos del fusil del cazador. As no me convena la muerte de Froebel, que slo beneficiara a los competidores.

Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa. Matar a un hombre, no es difcil cualquier imbcil lo hace y si uno mata a cualquier persona, la polica no dar jams con el criminal, a menos que ste deje su tarjeta de visita prendida can un alfiler en una de las solapas de la vctima. Lo que descubre a un asesino no son las pistas, ni los rastros, ni nada de eso, sino su conexin visible, disimulada u oculta con la vctima. As, si despus de ese cualquiera se liquida tambin a otro cualquiera, la polica se desorientar todava ms y, si por ltimo, se mata a Froebel, es otro cualquiera y no Froebel, es decir, no Froebel vinculado conmigo, sino con los dos cualesquiera anteriores, que no posean relacin alguna conmigo, salvo la de haberlos mandado al otro mundo. y esto ser as con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro evidente, una marca de fbrica, digamos as, lo bastante extravagante como para que esas muertes se entrelacen aparentemente entre s. Creado un vnculo artificioso entre las tres, el verdadero quedara oculto, y con ello, oculto tambin el criminal. Una acusacin contra m parecera el recurso de policas desesperados por dos fracasos anteriores, pues aunque probaran alguna conexin entre la desaparicin de Froebel y mi provecho, no podran esclarecer la ms remota entre ste y los dos primeros asesinados. Bien.

No recuerdo dnde le que lo mejor para partir un crneo como si fuera un huevo es una cachiporra flexible y barata, que se construye dando a un lienzo fuerte la forma de un tubo largo y estrecho, y llenndolo con arena de Montevideo. As lo hice, agregndole un buen peso de municiones y una pequea bola de plomo en el extremo. Result una varilla bastante pesada, pero muy cmoda para llevar atada a la cintura, donde resulta tan discreta como una monja.

Como vivo solo y salgo frecuentemente, nadie poda sorprenderse de que esa noche no volviera a mi departamento. Fui a un cinematgrafo, beb un caf despus de la salida era ya medianoche y tom un mnibus cualquiera, que result ser el 126, pero cuyo nmero no eleg, y cuando ste pasaba por un barrio que me pareci solitario Escalada y Directorio descend. Era una larga calle de barrio, flanqueada por casas bajas, arbolada y sombra, donde a esa hora no transitaba un alma. Camin unas cuadras al azar. Por fin vi a un hombre que sala de un despacho de bebidas, abrigado apenas el cuello por una bufandita y sin sombrero. Lo segu silenciosamente, pues me haba puesto zapatos de suela de goma. El pobre diablo iba con fro a pesar de la tranca, las manos hundidas en los bolsillos y levantando los pies algo ms de lo necesario, con ese paso livianito de los borrachos.

Pude tomar todas las precauciones, avalar lo solitario de la calle, descorrer el cierre de la correa, sopesar la cachiporra... Pobre diablo. Cay como si se hubiese dormido mientras caminaba. Arroj junto a l un nmero de L'Europeo, revista de la cual haba comprado tres ejemplares unos das antes en distintos puestos de venta, y con el mismo paso, sin apresurarme, di vuelta a la primera esquina, a la segunda, a otra ms...

Los diarios de la maana destinaron poco espacio a este crimen, los de la tarde fantasearon algo, y la polica, como lo prev, qued a ciegas.

Ocho das despus volv a prender la cachiporra bajo el abrigo, met el segundo ejemplar de L'Europeo en el bolsillo, fui a otro cine, tom otro caf en otra parte, otro mnibus, baj en Un lugar de Villa del Parque, all por la vieja avenida Tres Cruces, donde slo andaban los gatos y el fino y cortante viento de la madrugada, y le hund la cabeza a un tipo gordo y calvo, que volva a su casa resoplando de fro y de cansancio, y sobre cuyo cadver dej L'Europeo, mi marca de fbrica.

Entonces s que hablaron los diarios! Desde la hiptesis de una venganza corsa, emitida por Crtica para lo cual el nmero de L'Europeo, a pesar de no editarse en ninguna ciudad de Crcega, le serva muy bien, y la revelacin de que exista en Buenos Aires una organizacin anarquista, lanzada por El Pueblo, hasta la prueba de que se trataba de una obra de refugiados fascistas, ofrecida por La Hora, se barajaron cien fantasas. La polica no pudo establecer conexin alguna entre un muerto y otro, ni, por tanto, entre un crimen y otro. El primero haba sido un pobre diablo, tranviario jubilado, sin ms familia que un perro y las botellas; el segundo result un cataln, propietario de una mercera en Villa del Parque, hombre acomodado, sin enemigos, casado en segundas nupcias y sin hijos.

Naturalmente, de revisar mi departamento, hubieran hallado el Otro ejemplar de L'Europeo, la cachiporra y hasta los boletos de los mnibus que tom esas dos noches, pero por qu habran de hacerlo? Yo era uno ms entre cinco millones de habitantes de Buenos Aires que tenan las mismas probabilidades que yo de ser sospechosos.

Entre tanto, concurra como siempre a mi oficina. Estaba preparado para esto y as en menos de una semana sin exceder en un minuto mis jornadas habituales de labor, sin entrar a deshoras, sin licenciar a Lys arregl los libros de modo que, una vez muerto Froebel, nadie pudiera descubrir nada. Vivo l, sin duda comenzara a recordar fechas, hechos y nombres que slo conocamos los dos, y entonces saldra a flote que los asientos y contrasientos, tal como los dej, no eran los que l habla visto antes de viajar a Montevideo. Pero para un extrao nada qued en los libros fuera de lo natural, o, por lo menos, de lo explicable con las normas, mejor dicho, con las triquiuelas lcitas de que debe valerse una empresa pequea como la nuestra, de medianos recursos, y uno de cuyos atareados socios lleva los libros.

Froebel regres contento. Infer que haba cerrado por su sola cuenta y con su propio dinero dos o tres buenos negocios, y el que no me hablara de ellos significaba que tarde o temprano me pedira la disolucin de la sociedad. Desgraciadamente para l.

Y digo desgraciadamente porque dos noches despus de su llegada me apost en la esquina de su casa, bajo las altas y heladas acacias de hojas perennes que ensombrecen la calle como grandes paraguas negros, y esper a que saliera.

Saba que lo haca siempre: a las diez y media terminaba metdicamente su cena, a las once u once y cuarto se encaminaba al club, donde jugaba hasta las tres de la maana.

Por suerte la noche era oscura, de modo que pude permanecer bajo la ancha sombra de las acacias como si esperase a alguna sirvienta que deja su trabajo despus de comer. Era, por lo dems, un barrio seorial y tranquilo, de grandes casas burguesas y casi ningn peatn.

Como uno es un tipo inteligente, llev conmigo un pequeo receptor de radiotelefona de esos que se llevan en el bolsillo para escuchar los programas. Era una precaucin ms. Vea, oficial, yo anoche me qued en casa oyendo la radio. El oficial sonreira: Ah, muy interesante... y de pronto, incisivamente: Y qu es lo que oy entre las diez y las doce? Espere usted... ah, s: o a los hermanos Abalos a las diez, y despus, s, unos discos de Alberto Castillo. No recuerda cules? S, fueron Charol, Uno, tambin otro sobre los barrios porteos... Esto era casi imposible saberlo sin haberlo odo, como efectivamente lo escuchaba a la mxima sordina, pegando el receptor a mi odo.

A las once en ese momento Castillo cantaba Charol se abri la forjada puerta de hierro. Froebel se envolvi en la bufanda y ech a andar hacia la Avenida Cabildo, que centelleaba tres o cuatro cuadras ms abajo. Descorr el cierre y lo segu. El caminaba despacio, con satisfechos y pesados pasos, gozoso de su comida y de sus vinos que, efectivamente, eran muy buenos. Ni siquiera me oy llegar: se derrumb lentamente, como si se acostara a dormir. Nada mejor que repetir una cosa para lograr la perfeccin. Dej L'Europeo al lado del cuerpo y me alej a buen paso, doblando esquina tras esquina hasta que llegu a Barrancas de Belgrano diez minutos despus, y tom un tren casi vaco. Regres a mi casa a medianoche, sin tropezar con nadie. Al receptor y a la cachiporra los arroj al Riachuelo.

Realmente, estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenaran a ste y al cuarto, desde luego, de tal manera que la polica y los diarios, alucinados por la similitud aparente mejor dicho real, pero conducente a una semejanza engaosa de los tres casos, daran vueltas en el vaco. Yo me hallaba en la situacin de cualquiera de los parientes, amigos o conocidos de Froebel. Conoca a uno solo de esos hombres, pero no a los otros dos. La polica buscara al hombre relacionado con los tres. Ese hombre, desde luego, no era yo. En realidad, no exista. Y si aceptaban la teora del asesino manitico, yo, reconocidamente cuerdo, no podra ser culpado con mayor razn que tantos otros.

Todo sali como lo pens. Interrogaron a Lys, a las hermanas de Froebel, a sus amigos, a m, a nuestros clientes. Nada apareci. Aquel ejemplar de L'Europeo alucinaba a todos. Un redactor de Noticias Grficas teji una ntegra teora en torno a l, pues, por distintos caminos, y por pura y retorcida casualidad, esos tres hombres se unan en un punto: Alemania. Froebel era alemn, de Baviera; la mujer del hermano del dueo del bar de donde sali el borracho era alemana, de Brandenburgo, y el principal fiador del mercero de Villa del Parque era tambin alemn, del Palatinado. En torno de eso, y mezclndolo bien con una dosis de espionaje, dos gotas sobre los funerales de Hitler, medio vaso acerca de la desvalorizacin del marco, otro medio sobre la Repblica de Weimar y un poquito de Italo Balbo result un lindo cctel. Esa noche la edicin sexta del diario, agotada en las paradas principales, no alcanz a llegar a muchos barrios. Al da siguiente se pagaba hasta un peso por ejemplar con la historia del Triple misterio alemn. Yo me divert bastante.

Naturalmente, las cosas no podan quedar as. Si Froebel era el ltimo muerto, cualquier azar podra p