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CRÍTICAS ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía. Problema XXX-l. Barce- lona, Sirmio, 1996. Al fin se dispone en castellano, en una edición bilingüe traducida por Cristina Serna, del famoso escrito atribuido a Aristóteles -el Problema XXX-I-, que comienza con una pregunta célebre en nuestra cultura: «¿Por qué todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos?», y a la que el viejo académico intenta responder con las armas médicas del momento. Aunque la edición recoja únicamente la breve pero densa primera parte del texto aristotélico, tan citado a lo largo de los siglos, está acompañada por una extensísi- ma introducción de Jackie Pigeaud (76 pp.), especialista en la cultura grecorroma- na. quien anota además el texto antiguo (pp.l 02-121). De hecho. el libro es, excep- to para el texto griego. traducción no decla- rada de una homónima publicación france- sa (L'Hmnme de génie et la mélancolie, París, Rivages. 1988). Pigeaud. miembro del Institut. ha publicado dos libros exten- sos sobre el vasto territorio de la melanco- lía: La maladie de l 'lime. Études sur la rélation du corps et de I'lime dans la tradi- tion médico-philosophique antique (París. Les Belles Lettres. 1981) Y Folie et cures de lafo/ie chez. les médecins de la Antiquité gréco-romaine. La manie (París, Les Belles Lettres, 1987). Dada la belleza y la accesibilidad de esta publicación de la editorial barcelonesa Sir- mio, en sus excelentes Quaderns crema, hay que celebrar el trabajo y recomendar vivamente su lectura. Pues la exposición. sea o no de Aristóteles (Pigeaud aventura. y argumenta, que podría corresponder a su colega Teofrasto), corresponde al primer texto en el que se introduce la melancolía -voz no olvidada ni siquiera por Esquirol-, después de su aparición en los Aforismos hipocráticos (<<Si la tristeza y el llanto du- ran largo tiempo. tal estado es melancóli- co», VI. 23). Esta decena de páginas expre- sa a la perfección un modo de argumentar, claro, bello, añejo pero aún intempestivo, que se mantuvo durante dos milenios, casi hasta llegar a la medicina ilustrada. Si ya en Hipócrates se decía que «por lo general. los melancólicos se tornan epilépticos y los epilépticos. melancólicos» y que «lo que determina uno u otro de ambos estados es la dirección que toma la enfermedad: si acomete al cuerpo. epilepsia: si a la intel i- gencia, melancolía» (Epidemias, VIII, 31), esta ambigüedad muestra que la melancolía designa un humor natural no necesariamen- te patógeno -como escribe Starobinski en la Historia del tratamiento de la melanco- lía-, y ello se aprecia en el Problema XXX. hasta el punto de que el desorden que pro- voca su intensificación puede también ser ventajoso para las aventuras del intelecto o a las relativas a todo tipo de creación, por ejemplo política o artística. Por otra parte, Aristóteles resalta que «los melancólicos, en su mayor parte, son lujuriosos» (953 b), lo cual pone en primer plano la clave de esa melancolía erótica que ha rondado tantas veces por la medici- na. Pero no hay que olvidar que la bilis negra produce un gran número de caracte- res. De hecho, el melancólico es polimorfo: posee. ante todo, múltiples facetas: se caracteriza, pues. por su «inconstancia» (954 b). Y posiblemente semejante idea de plasticidad y mutabilidad. como sugiere

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CRÍTICAS

ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía. Problema XXX-l. Barce­lona, Sirmio, 1996.

Al fin se dispone en castellano, en una edición bilingüe traducida por Cristina Serna, del famoso escrito atribuido a Aristóteles -el Problema XXX-I-, que comienza con una pregunta célebre en nuestra cultura: «¿Por qué todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos?», y a la que el viejo académico intenta responder con las armas médicas del momento. Aunque la edición recoja únicamente la breve pero densa primera parte del texto aristotélico, tan citado a lo largo de los siglos, está acompañada por una extensísi­ma introducción de Jackie Pigeaud (76 pp.), especialista en la cultura grecorroma­na. quien anota además el texto antiguo (pp.l 02-121). De hecho. el libro es, excep­to para el texto griego. traducción no decla­rada de una homónima publicación france­sa (L'Hmnme de génie et la mélancolie, París, Rivages. 1988). Pigeaud. miembro del Institut. ha publicado dos libros exten­sos sobre el vasto territorio de la melanco­lía: La maladie de l 'lime. Études sur la rélation du corps et de I'lime dans la tradi­tion médico-philosophique antique (París. Les Belles Lettres. 1981) Y Folie et cures de lafo/ie chez. les médecins de la Antiquité gréco-romaine. La manie (París, Les Belles Lettres, 1987).

Dada la belleza y la accesibilidad de esta publicación de la editorial barcelonesa Sir­mio, en sus excelentes Quaderns crema, hay que celebrar el trabajo y recomendar vivamente su lectura. Pues la exposición.

sea o no de Aristóteles (Pigeaud aventura. y argumenta, que podría corresponder a su colega Teofrasto), corresponde al primer texto en el que se introduce la melancolía -voz no olvidada ni siquiera por Esquirol-, después de su aparición en los Aforismos hipocráticos (<<Si la tristeza y el llanto du­ran largo tiempo. tal estado es melancóli­co», VI. 23). Esta decena de páginas expre­sa a la perfección un modo de argumentar, claro, bello, añejo pero aún intempestivo, que se mantuvo durante dos milenios, casi hasta llegar a la medicina ilustrada. Si ya en Hipócrates se decía que «por lo general. los melancólicos se tornan epilépticos y los epilépticos. melancólicos» y que «lo que determina uno u otro de ambos estados es la dirección que toma la enfermedad: si acomete al cuerpo. epilepsia: si a la intel i­gencia, melancolía» (Epidemias, VIII, 31), esta ambigüedad muestra que la melancolía designa un humor natural no necesariamen­te patógeno -como escribe Starobinski en la Historia del tratamiento de la melanco­lía-, y ello se aprecia en el Problema XXX. hasta el punto de que el desorden que pro­voca su intensificación puede también ser ventajoso para las aventuras del intelecto o a las relativas a todo tipo de creación, por ejemplo política o artística.

Por otra parte, Aristóteles resalta que «los melancólicos, en su mayor parte, son lujuriosos» (953 b), lo cual pone en primer plano la clave de esa melancolía erótica que ha rondado tantas veces por la medici­na. Pero no hay que olvidar que la bilis negra produce un gran número de caracte­res. De hecho, el melancólico es polimorfo: posee. ante todo, múltiples facetas: se caracteriza, pues. por su «inconstancia» (954 b). Y posiblemente semejante idea de plasticidad y mutabilidad. como sugiere

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Pigeaud, facilite la creación, entendida ésta como mimesis, esto es, como imitación o reproducción.

Consejo de Redacción (M. J.)

Michael BALINT, Paul H. ORSTEIN, Enid BALINT, Psicoterapia Focal. Terapia hreve para psicoanalistas. Modelo desa­rrollado en la CUnica Tavistock, Barcelona, Gedisa, 1996 (2.a edición en castellano ).

Michael Balint nace en Budapest en 1896. Hijo de médico, estudia Medicina y Bioquímica. En 1921, inicia en Berlín su psicoanálisis didáctico con Hans Sachs, uno de los primeros analistas profanos. Como el mismo Balint solía decir, formó parte de los «cobayas» usados para el desa­rrollo inicial de la técnica de supervisión a comienzos de la década de los 20 en el Po­liclínico Psicoanalítico berlinés, donde Eí­tington, entre otros supervisores, le inculca la idea de considerar cada caso sin apriorismos teóricos. Vuelve a Hungría en 1924 y prosigue su formación con Fe­renczi, a quien sucede desde 1933 como director del Instituto Psicoanalítico de Bu­dapest y su Policlínica. En 1939 la crecien­te tendencia antisemita le mueve a emigrar a Inglaterra. Obtiene en Manchester un di­ploma de Psicología que le permitirá ejer­cer el psicoanálisis en suelo británico. Ya en Londres, se convierte en uno de los miembros más activos de la British Psy­choanalityc Society. Desde 1948 hasta su jubilación en 196 1, trabaja en la Tavistock Clinic. Su mujer, Enid Balint, fue su gran colaboradora, y tras la muerte de Michael (31-12-70) se dedicó a completar y editar parte de sus papeles inéditos.

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La aportación más conocida de Balint los grupos que llevan su nombre, fueron el fruto de su interés por la formación de psi­coanalistas, aunque parecen haber tenido más eco -al menos en lo manUiesto- en la sensibilización de médicos, generalistas o no, hacia los aspectos contratransferencia­les de sus relaciones con los pacientes. Está recogida, entre otros, en dos libros ya clási­cos: El médico, el paciente y su enfermedad (l.a ed. inglesa: 1956; hay ed. castellana: Buenos Aires, Libros Básicos, 1971) Y el póstumo Seis minutos para el paciente. Las interacciones en la consulta con el médico general (l.a ed. inglesa: Londres, Tavistock, 1973; la actual castellana: México, Paidós, 1992).

Como psicoanalista, Balint forma parte de la que Bercherie ha llamado cuarta corriente postfreudiana (las otras tres, klei­niana, ego-psYc!lOlofU y lacanismo) o corriente marginal, no organizada como movimiento colectivo sino compuesta por la suma de individualidades que tratan de buscar alternativas al relativo fracaso de la cura tipo como terapia -bien para aplicarla a pacientes no neuróticos, bien para hacer­la más breve o eficaz- y que forman una familia de pensamiento cuya preocupación se centra en lo terapéutico, en la técnica, sin que produzcan un modelo teórico alter­nativo aunque. a posteriori, sus adaptacio­nes de la cura generarán, en algún caso, conceptos que con mayor o menor fortuna y permanencia irán encontrando su hueco en el bagaje renovado de la teoría. Compañeros de Balínt en esta corriente, y, en concreto. en el campo del tratamiento de los «estados límite», serían Bettelheim. Kohut y Winnicott entre otros, que habrían asimilado de diversas formas el concepto balintiano de <da falta básica», para él más importante en las estructuras límite que el

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ortodoxo «conflicto pulsional», y que tuvo eco en psicoanálisis infantil y, sobre todo, en psicosomática (La falta básica. Aspectos terapéuticos de la regresión. Barcelona, Paidós, 1993, I. a reimpresión castellana; I. a

ed. inglesa, de 1(67). Incluso algunos estu­diosos -Quétel y PosteL por ejemplo- per­ciben influencias de Balint, vía Winnicott, en la mismísima antipsiquiatrfa. concreta­mente en Lai ng y Szasz.

Los aspectos técnicos de esta «margina­lidad» no son difíciles de rastrear en la bio­grafía de Balint: su formación en el Instituto berl inés (que había recogido de Freud el encargo de adaptar el psicoanálisis a la asistencia, digamos, pública, pese a la tópica discusión de su frase acerca de la mezcla del «oro psicoanalítico con el cobre de la sugestión N ), su relación posterior con Ferenczi, su obligada adaptación al sistema sanitario inglés y, probablemente, su senti­do práctico de la clínica, confluyeron con­formando otro de los campos de su interés, las llamadas «psicoterapias breves» que, tras el pade retro de Freud a raíz de sus disensiones con Ferenczi y el consiguiente mea culpa de éste en 1925, habían sido retomadas por Alexander y French a partir de 1938. M. Balint proseguirá en Inglaterra la obra de Ferenczi mediante el desarrollo personal de una técnica breve -más que activa, menos neutral- pero mínimamente heterodoxa, la psicoterapia focal. sin pre­tenderla sustituta del psicoanálisis clásico, seguirá practicando, sino considerándola una herramienta más del arsenal psicotera­péutico, adaptable a diversas circunstancias no directamente relacionadas con la psico­patología del paciente. Sobre esta psicote­rapia focal (desde ahora, PTF) versa el libro que comentamos.

Quizá fuese pertinente, antes de entrar en materia, congratularse por la iniciativa

de la editorial Gedisa de reeditar esta -y es­peremos que otras- obra de BalinL pues co­rren tiempos en los que, pareciendo inevita­ble ser pragmáticos, ha de caber un pragma­tismo de buen cuño, y en esa línea este autor sigue siendo hoy en día una aconseja­ble referencia. Pero también es oportuno atraer la atención de la editorial hacia una deseable mejoría en futuras traducciones, ya que la presente adolece de vicios que van más allá de las variantes sintácticas del es­pañol al uso en Hispanoamérica (la cargan­te traducción de «current» por «corriente», y no por «actual», es un ejemplo de las in­correcciones que, incluso con frecuencia, estorban la comprensión del texto).

Pero abramos de una vez el libro. Como dice el prefacio, la muerte sorprendió a Michael Balint antes de que la redacción estuviese totalmente terminada. Fue com­pletada por su colaborador en el mismo, Paul H. Ornstein, y por Enid Balint. Se basa en el tratamiento del «Sr. Bakeo>. paciente afecto de celotipia severa, atendi­do por M. Balint mediante veintisiete sesio­nes de psicoterapia focal desde noviembre de 1960 hasta febrero de 1962, más un seguimiento por carta y dos entrevistas dis­persas, cerrándose la documentación del proceso en 1966. El objetivo que se marca­ron los autores fue. en primer lugar, expre­sar sus ideas acerca de las aplicaciones del psicoanálisis a prácticas psicoterapéuticas de duración menor, tema cuya puesta en cuestión en el XXVI Congreso Psicoana­lítico Internacional (Roma, 1969) no les resultó satisfactoria; en segundo lugar, se propusieron utilizar este historial clínico para estudiar con detalle las interacciones entre las asociaciones del paciente y la selección de intervenciones por parte del terapeuta --concepto de omisión selectil'a-, tema. pues, que atañe tanto a la teoría de la

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técnica (estudio del tratamiento como pro­ceso) como al campo general de la teoría de las relaciones objetales (estudio de la rela­ción que se va desarrollando entre terapeuta y paciente). Este último aspecto, en el que Balint resulta arquetípico. adquiere el mayor protagonismo, pues todo el ensayo puede leerse desde la línea limítrofe entre técnica de la cura y contratransferencia (interpreta­ciones pensadas pero no verbal izadas. atmósfera de la sesión, expectativas iniciales del terapeuta, sus cambios de opinión res­pecto a los resultado~;, sus reflexiones poste­riores. etc.). No se plantean aquí demostrar la efectividad de la feraphlfocal, remitiendo a las validaciones contrastadas por Malan -otro de los colaboradores del taller de la Tavistock- en varias publicaciones.

Tras esta introducción. el capítulo segundo resume los avatares históricos de las terapias breves. cuyos ancestros sitúan en los primeros casos freudianos reseñados en los Estudios sobre I({ histeria (1895), para seguir con otros analistas de la prime­ra generación (Rank. Ferenczi) y de las posteriores (Alexander y French. juntos y por separado, Malan. Smal!, etc. l. Las dife­rencias entre sus técnicas y la de Balint se van explicitando a lo largo de los capítulos 3. 4 y 10. Tras criticar la arbitrariedad y falta de método de esas «técnicas activas» y aclarar que su empleo del término focal tiene distinto contenido que en French, defienden que la PTF mantiene la adecuada línea de continuidad con el psicoanálisis ya que todas las actividades del terapeuta están restringidas a intervenciones interpre­tativas. La «actividad» consiste aquí en encontrar el foco apropiado entre los que ofrece el paciente, y en aproximarse de modo consta~te y coherente al problema focal sólo mediante interpretaciones. El foco -o focos- elegido ayuda al terapeuta

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en su actitud de atención selectiva y omi­sión selectiva: lo que no se relaciona direc­tamente con este foco queda sin interpretar. lo cual no quiere decir que el terapeuta no lo tenga en cuenta.

Los capítulos tercero y cuarto refieren la historia del Taller de PTF de la Tavistock Clinic. su sistema de trabajo en equipo y su metodología para la investigación y desa­rrollo de su técnica terapéutica. y el quinto recoge su aplicación en el historial y el tra­tamiento del «Sr. Baker», el estudio clínico tiene una interesante continuación en el capítulo octavo, «Personalidad y enferme­dad del Sr. Baker». del que subrayaremos la idea de que el paciente -cualquier paciente- es un({ persona total que nUl/ca se presentará en su totalidad. con la cual los autores cuestionan el fundamentalismo omnipotente de métodos pretendidamente totales. En el capítulo sexto se ofrecen unas interesantes retlexiones teórico-prácticas sobre el estilo del tratamiento (las interpre­taciones y la importancia de los «descubri­mientos independientes» hechos por el paciente l y la necesidad de prescindir de apriorismos exagerados, añadiéndose en los restantes -séptimo a décimo- los demás elementos de la teoría de la técnica de la PTF (criterios de selección de pacientes, de elección de focos, teoría del seguimiento. autocrítica de la PTF y líneas abiertas de investigación)

A pesar de los más de veinticinco años transcurridos desde el comienzo de su redacción, y del sesgo impuesto por la estructura sanitaria -macro y micro- en la que cada cual trabaje, la voluntad renova­dora y resolutiva de este libro resulta refrescante, así como su potencial polémi­co (heterodoxia condenable para unos: l/({i­I'eté, quizá. para otros). Pero creemos de­muestra que es posible conservar la memo­

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ria de lo anterior y construir sobre ella, sin abjuraciones adaptativas ni huidas manifor­mes a una anómica, total y presunta origi­nalidad. Esperemos con confianza que no sea esta la última recuperación de un texto de Balint, pues aún hay varios inencontra­bIes o sin recopilar.

Consejo de Redacción (R. E.)

John HINTON, Experiencias sobre el morir. Barcelona, Seix BarraL 1996.

Sobre el tema de la muerte y los mori­bundos se ha escrito mucho (poesía, ensa­yo, novela) y dentro de la literatura médica nunca han faltado ensayos al respecto, pues desde siempre ha sido la compañera de via­je -final- de toda la actividad médica. Si uno asoma a la sección de divulgación psi­cológica de cualquier librería observará primeramente que su extensión es creciente y hasta mayor que la sección de psicología y psiquiatría y, después. que entre la multi­tud de libros editados del tipo «Cómo ven­cer tus ... » o «Cómo llegar a ... » se publi­can cada vez más libros en relación con el proceso de morir. las actitudes ante la pér­dida de los seres queridos. el apoyo al mo­ribundo y sus familiares, etc. Sin duda el tí­tulo más reciente Cómo morimos de Sher­win Nuland (Madrid. Alianza, 1995), es un libro de éxito merecido pues está ante todo muy bien escrito, con un lenguaje claro, di­recto, cargado de sensibilidad y sabiduría.

El libro que ahora nos ocupa, aún siendo de reciente publicación en España, fue es­crito hace ya años (la primera edición en In­glaterra data de 1967, de ahí que la biblio­grafía sea de los años 50 y 60), pero no pue­de considerarse un texto anticuado pues al fin y al cabo trata de algo perenne como la

muerte. Tiene una intención divulgadora, en el sentido de acercar información y re­tlexiones en un lenguaje cercano y sencillo y se mantiene en un tono de exposición neutro, en tanto documentado, y muy vi­venciaL en tanto derivado de la experiencia directa de su autor. John Hinton es un psi­quiatra inglés que ha dedicado parte de su carrera profesional a estudiar y tratar enfer­mos terminales en diversos medios hospita­larios. De su experiencia se deriva un cono­cimiento y una casuística que expone en sus reflexiones y pinceladas de casos clínicos a lo largo de las doscientas páginas del libro.

Al tratarse de un libro genérico sobre el morir y los moribundos su estructura res­ponde a esta ambición: una primera parte de matiz sociológico-antropológico (<<Acti­tudes frente a la muerte»), seguida de otra de enfoque más médico «<El morir»). para detenerse finalmente en los cuidados al paciente moribundo y a aquellos que que­dan a este lado de la vida (<<El duelo»). A lo largo del texto se resalta la necesidad de un acercamiento al paciente moribundo con actitud empática y de confianza, detenién­dose en valorar las necesidades emociona­les de éste y de quienes le rodean. La importancia de una actitud de escuchar y el efecto terapéutico del afecto y la confianza son también destacados.

Hinton publicó Experiencias sohre el morir (Dying, en el original) en 1967, dos años antes de que Elisabeth Kübler-Ross publicase Sobre la muerte y los morihundos y aunque toca los mismos temas que ésta. no lo hace con la misma sistemática con la que Kübler-Ross enunció las fases psicoló­gicas de respuesta ante una enfermedad de pronóstico fatal (negación-aislamiento, ira. pacto. depresión, aceptación).

En el libro no faltan las exposiciones sobre las reacciones depresivas y de angus­

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tia ni sobre el proceso de toma de concien­cia, negación, lucha y aceptación ante la muerte. De especial interés son los capítu­los dedicados al cuidado de los enfermos en proceso de morir, deteniéndose en aspectos tan contlictivos como la comuni­cación (cómo hablar de la muerte), los cui­dados emocionales al paciente y sus allega­dos, defendiendo el efecto beneficioso sobre el primero del apoyo y consuelo dedicados a los segundos. Sin llegar al pragmatismo de Feinstein (ver reseña de su Sohre el vivir v el morir en el número 57 de esta Revista) ni enfocarlo como un estudio técnico, este libro ha de ser visto como un texto introductorio y como unas buenas páginas de divulgación.

En el ensayo-prólogo, Carlos Castilla del Pino se extiende brevemente sobre la experiencia del morir (¿se puede tener experiencia sobre ello o, acaso, ésta puede ser comunicada, al ser un ejercicio final'?), y sobre la expectativa ante la muerte, con una lúcida retlexión sobre la negación, esa defensa inicial necesaria para afrontar la vida. En fin, la contlictiva aceptación de nuestra existencia seguirá siendo un tema eterno, pues, como señaló Montaigne, «enturbiamos la vida con la preocupación de la muerte y la muerte con la de la vida, una nos atormenta, la otra nos aterroriza».

Para quien quiera profundizar en esta di­fícil y controvertida materia -y sobre la que es inevitable que los profesionales de lo psi nos veamos consultados por colegas de otras especialidades, cuando no nos dedi­quemos más cercanamente a ello (psiquia­tría de enlace o interconsultas)-, añado a esta crónica algunos textos recomendables:

KÜBLER-Ross, E., Sobre la muerte y los moribundos, Barcelona, Grijalbo, 1975.

RAZAVI, D.; DELVAUX, N., Psycho-onco­IOf{ie, París, Masson, 1994.

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WORDEN, J. W., Grief counsellinf{ and f{rieftherapy. A handhookfor the mental he­alth practitioner, Londres, Routledge, 1993.

BAYÉs, R., Psicología oncológica, Bar­celona, Martínez Roca, 1991, 2.a ed.

FERRERO, J., El afrontamiento de un diagnóstico de cáncer, Valencia, Promo­libro, 1993.

MURRAY PARKER, C., Bereavement. Studies ql grief in adult life, Londres, Pen­guin, 1991.

RAPHAEL, R., The anatomy ql hereave­ment, Nueva York, Jason Aronson, 1994.

De entre ellos, destacaré la Psycho-ol1­cologie de Razavi, por considerarlo un tex­to de referencia, imprescindible para acer­carse al problema de los cuidados del pa­ciente canceroso, y en el que, aparte de los capítulos dedicados a la clínica y la tera­péutica, existen otros que abordan el estrés del equipo, la eutanasia y los dilemas éticos ante la muerte o la formación del personal.

Fernando Santander

Fran<;ois Russo, Lihres propos sur I'histoi­re des sciences, París, Blanchard, 1995.

Conocido estudioso, miembro de la Academia Internacional de Historia de las Ciencias, Fran<;ois Russo se ha ocupado ante todo, en sus libros, del problema de la documentación en esta rama del saber. Es el autor de una recopilación bibliográfica considerada aún de referencia, aunque necesite hoy una puesta al día en verdad radical: Éléments de hibliographie de I'his­toire des sciences et des techniques (París, Hermann, 1969, 2.a ed.). Por otra parte, Russo ha presentado no hace mucho una Introduction a I'histoire des techniques (París, Blanchard, 1987), muy pegada al

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terreno, como siempre en su obra. Y poco antes había publicado un escrito de carácter muy general, Nature et méthode de I'histoi­re des sciences (París, Bianchard, 1984) que puede considerarse, ahora ya, como la base del libro que nos ocupa.

Con esta experiencia previa, en Libres propos sur I'histoire des sciences se hace eco del notable desarrollo historiográfico acerca de la ciencia en los últimos diez años. Eso sí. su trabajo no deja de ser un prontuario relativo a los aspectos más uni­versales que ha de abordar el historiador de los saberes modernos. De hecho, ante todo, proporciona aquí una visión de conjunto a muy grandes rasgos; y de esta mirada glo­bal forman parte las rápidas páginas que lo encabezan, donde Russo enumera los obje­tivos de esta rama disciplinar, los tipos de relato que han dominado en ella, así como sus relaciones con saberes vecinos (así filo­sofía, religión, pseudociencias) o con la historia de las técnicas.

A partir de esa introducción se abren muy diferentes apartados con unos epígra­fes tan vastos que pueden resultar engaño­sos. Desde luego que Russo sintetiza las distintas formas de hacer -con sus compo­nentes clave-o que han ido creando las his­torias de las ciencias de diferentes tradicio­nes culturales. Pero esta l1amémosla peque­ña enciclopedia se despliega realmente al compendiar su autor la «historia de la his­toria de la ciencia» y describir paso a paso el estado, la vida actual, de estos estudios historiográficos (especialmente en Fran­cia), a modo de guión detallado. Y. pese a repasar los aspectos más genéricos de la idea de cientificidad, de hecho el trabajo revela su verdadero sentido al ofrecernos tablas actualizadas de la historiografía científica. desde la historia de la medicina hasta la de las ciencias más formales. Ello

queda reforzado por su recopilación de publicaciones recientes o sus indicaciones sobre los centros de documentación funda­mentales en el presente. Con ello, Russo ofrece cierta idea de la posible coordina­ción entre las ciencias, o entre sus historias respectivas, aunque estén basados tales vín­culos en sus lazos más externos.

En fin, poco tienen estos Libres propos sur I'histoire des sciences de «pensamien­tos libres», como reconoce el propio Russo. En absoluto corresponden, pese a su título, a un conjunto más o menos desordenado de comentarios azarosos de un discípulo -muy ecléctico- de Bachelard, Koyré o CostabeL de Taton o Canguilhem. Más bien suponen una especie de programa temático de la his­toria de las ciencias; y, como tal. resulta ser una herramienta de trabajo, apta sobre todo para los investigadores en este campo, aca­démica, bien documentada y actualizada. Por ello, también puede servir de introduc­ción para cualquier lector que quiera situar­se en este campo histórico.

El carácter tan comedido y neutro, tan ceñido a su plan, de esa síntesis que repre­sentan los Libres propos es propio de las ideas epistemológicas que se deslizan en los libros o en algunos de los artículos especializados de Russo. Con todo. este reconocido autor conserva algún rescoldo de los debates ideológicos sobre la ciencia, que actuaron con fuerza sorprendente en los setenta, y en los que él participó polé­micamente. Observamos aquí cómo él -sin rozar otras cuestiones de envergadura rela­tivas, por ejemplo, a la sociología de la ciencia-, no olvida la amplitud de tal esfuerzo renovador. aunque sólo sea al enunciar algunas de las tareas. teóricas. que esta historiografía ha de realizar.

Consejo de Redacción (M. J.)

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Claudia GUILLÉN, El sol de los desterra­dos: literatura y exilio, Barcelona, Sirmio, 1995.

Sol: luz, alegría, esperanza. Destierro: castigo, tristeza, desconsuelo. Términos de connotaciones opuestas, que, unidas en un mismo sintagma, resultan sorprendentes a primera vista. Un libro, desde su título, puede invitar a la lectura o, al contrario, disuadir a un posible lector. Creo que éste del que tratamos es un claro ejemplo del primer caso. Resulta difícil resistirse a palabras tan sugerentes: «El sol de los des­terrados».

El lector se interna en los sentimientos del desterrado a través de la literatura del exilio, interpretada como tal, unas veces por el simple hecho de ser creada fuera de la patria y otras porque el exilio se trans­forma en el propio tema literario. ¿Cuáles son esos sentimientos? ¿Cuáles las respues­tas a una misma experiencia por parte de personas que han vivido en épocas y luga­res muy diversos? Diversas también. Orgullo que engendra desprecio en Diógenes; indiferencia que ofrece consuelo en Séneca; amargura que conduce a la súplica en Ovidio; desarraigo que requiere voluntad y esfuerzo en Dante; nostalgia de la que nace el ensueño en Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo. en todos ellos hay un punto en común. Como sentenciaba Erasmo -lo recuerda Claudio Guillén- «los exiliados alimentan la esperanza». Y la esperanza puede surgir tanto de la idea de universalidad: todos participamos del mismo sol, como de la idea opuesta: la pér­dida de la tierra propia supone una mutila­ción de la persona. El único punto de mira estará, entonces. en la recuperación de esa tierra.

LIBROS

Los que en su día tuvimos la inmensa suerte de oír en la voz del propio Claudia Guillén este precioso discurso sobre la literatura del exilio, hoy recreamos aquel momento a través del texto escrito, publi­cado hace pocos meses. Los que no pudie­ron escucharle tienen ahora la oportunidad de disfrutar con la lectura de estas páginas.

Rosario lbañes

Hans-Georg GADAMER, El estado oculto de la salud, Barcelona, Gedisa, 1996.

La tarea editora de Gedisa viene enri­queciendo nuestra cultura desde hace más de veinte años. Pues si la editorial es muy conocida en el campo psiquiátrico, su labor ha sido también fundamental para la difu­sión de libros de estricta calidad, en filoso­fía, historia o ciencia: Deleuze, Bobbio, Derrida. Lyotard, Foucault, Vattimo, Dworkin; Le Gon, Duby, Burke, Ginzburg. BraudeL Todorov. Vernant, Detienne, Augé; LB. Cohen o Hacking son algunos de los autores a los que ha venido acogien­do ese sello.

Dentro de este esfuerzo plural y obstina­do, se comprende la recuperación de un libro anterior de Gadamer como Poema y diálogo (Barcelona, Gedisa, 1(93), en el que el territorio de la interpretación elige uno de sus campos más genuinos, el poéti­co; seguida del ahora reseñado, El estado oculto de la salud, donde el interés gada­meriano se desplaza. en este caso, hacia el terreno médico. La hermenéutica -que ori­ginariamente significa conocimiento del hombre-o entra aquí en acción, si se com­prende la medicina como «arte de la cura­ción» (más allá de su lado técnico). lo cual parece exigible. cuando menos. en la esfe­

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ra psiquiátrica. No hay que olvidar que del antecesor de Gadamer en su cátedra de Heidelberg, Jaspers, es el escrito La prácti­ca médica en la era tecnológica (recupera­do por esa misma editorial), lo que testimo­nia una larga tradición ensayística.

La obra de Gadamer ha sido traducida en España tardíamente. Incluso su trabajo capital, Verdad y método, ha sido vertido en fechas recientes, pese a haber escrito ya Emilio Lledó, en 1963, un importante aná­lisis de este gran estudio (<<La interpreta­ción filosófica», recogido hoy en Dfas y libros. Valladolid, 1995). Afortunadamente, una decena de libros suyos han aparecido en castellano en los últimos diez años, justo cuando la hermenéutica aparece como una especie de lenguaje de común acuerdo en el pensamiento del presente. Y esta recupera­ción es tan vertiginosa que la indicación editorial de las publicaciones castellanas de Gadamer, que recoge El estado oculto de la salud (algo insólito en la edición comer­cial), resulta ya incompleta, pues también en los últimos meses han salido a la luz tanto El inicio de la .filos(~{fa occidental (Barcelona, Paidós, 1995), como Estética y hermenéutica (Madrid, Tecnos, 1996).

Pues bien, este libro de ensayos sobre el cuidado de la salud y el arte de la medicina apareció en Frankfurt sólo en 1993: El estado oculto de la salud agrupa, entonces, escritos muy frescos, propios de un autor vigoroso que ha recogido y activado toda la experiencia filosófica del siglo XX. En principio, muchos de ellos los concibió Gadamer para revistas y congresos médi­cos. Así sucede con «El estado oculto de la salud», magnífico texto de 1991 que da nombre a la recopilación, o con el artículo «La angustia y los miedos», que transcribe las palabras pronunciadas en un Coloquio sohre la angustia. que tuvo lugar en

Heidelberg en 1990. El director de este encuentro fue, por cierto, Hermann Lang, quien mucho antes había hecho su diserta­ción doctoral, en dicha ciudad, presentando un trabajo, alabado por Gadamer, sobre el lenguaje y lo inconsciente (Die sprache und das Unhewusste. Jacques Lacans Grundlegung der Psychoanalyse. Frank­furt, 1973). Pero estos capítulos, en reali­dad, se dirigen a todo tipo de público, médico o no, esto es, a cualquiera que «procure defender la propia salud a través de su forma de vida», según señala su autor. Pues la salud constituye un campo muy vasto, en el que las tensiones de la política social son manifiestas, tal y como historia­dores y filósofos del presente nos lo han hecho ver con crudeza.

Fijémonos en «Hermenéutica y psiquia­tría», último capítulo de El estado oculto de la salud. Para Gadamer, el arte de compren­der «tiene que ver con lo incomprensible y la comprensión de lo que hay de desconcer­tante en la economía mental y espiritual»; lo que supone que a ese arte le atañe la interpretación psiquiátrica. Y todavía más, dado el énfasis lingüístico producido en nuestra centuria, que significa poner en el punto de mira no la «razón» sino el lengua­je en el que ésta o, si se quiere, el pensa­miento se expresan. Se trata de entender lo incomprensihle. y de ahí la proximidad de la hermenéutica con la psiquiatría. Pero no se trata, para Gadamer, de que la hermenéu­tica sea un utensilio, una herramienta auxi­liar de ésta. Por el contrario, el psicoaná­lisis, por ejemplo, debería someterse aún a una retlexión hermenéutica, más envolven­te, más englobadora del autocuestionamien­to humano, en todos los sentidos posibles.

Sin duda, el diálogo tiene primacía en la perspectiva gadameriana (<<Lacan ha dicho con razón que la palabra que no va dirigida

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a otro es palabra huera», se podía leer ade­más en Verdad y método 1/). La conciencia histórica. la comprensión. el proceso dialó­gico son el núcleo de su atención filosófica. Por ello, no puede resolverse nunca en una formulación estricta, en una regulación del tipo que sea, sino en una amplia discusión muy rigurosa -como discípulo civilizada­mente creador de Husserl y de Heidegger-, aunque dada en una cadena de exposicio­nes particulares sobre el arte, la interpreta­ción de textos o el tratamiento médico.

Puesto que su viejo modelo es la herme­néutica de Schleiermacher, la inversión romántica del patrón valorador de la Ilustración -con la presencia del mito, de la especulación, de la historicidad, de la crea­ción poética tal y como lo desarrollaba ampliamente ya en Verdad y método -, está activando siempre el rebrote interpretativo de Gadamer, cuya universalidad ha venido destacando en decenas de intervenciones. Y también su complejidad: según Gadamer, no serían tanto nuestros juicios como nues­tros prejuicios los que constituyen nuestro seTo lo que sin duda tiene que ver con la situación psiquiátrica.

Eso sí, a pesar de la provocación román­tica de esta fórmula, la extrañeza y el malentendido no son lo primordial (ni siquiera la evitación del malentendido), desde la óptica armonizadora gadameriana, sino que lo fundamental es el asentamiento en lo familiw; en la situación de consenso. Ello sería lo que permitiese adentrarse, luego, en lo extraño, en el trato con lo ajeno: pues, por ejemplo, «en la enferme­dad mental se deja de dominar ese acomo­darse al mundo y a sí mismo que significa la vida humana». Por lo que hay que pro­ducir de nuevo la salud.

Esta mirada curativa, este tono terapéu­tico suyo -más allá de una consolatio clási-

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ca-, le permite instalarse con generosidad en capítulos tales como «Apología del arte de curar», «El tratamiento y la conversa­ción», «Acerca del problema de la inteli­gencia», «Experiencia y objetivación del cuerpo» o «Filosofía y medicina práctica», en donde habla de cómo se requiere retor­nar a un punto de equilibrio (no basta con disipar los efectos somáticos); y también habla de la inteligencia y sus perturbacio­nes; de ese modelo aún vigente que es la experiencia corporal griega; del entrecruce entre vida (LebenJ y cuerpo (Leib); de nuestro complicado trato con la animalidad (y con el mundo animal); de la experiencia del dolor, que aísla del mundo exterior y que nos encielTa brutalmente; de la necesi­dad de ver, sobre todo, «qué dice la enfer­medad al enfermo».

Por último, Gadamer no elude la «Experiencia de la muerte»; todo lo contra­rio, la dedica un inquieto apartado, donde propone una desmit~ticación de la vida y, por tanto, de su final; y donde, por otra parte, se acerca a esa metamorfosis de la memoria que hace que alguien difunto adquiera una presencia en nosotros muy diferente a la que tenía en vida.

Con todo, en el capítulo que sirve de entrada, «Teoría, técnica y práctica» -yen todos los restantes, de hecho-, asoma el gadameriano problema, tan central, de la actitud dominante de la ciencia moderna y del complicado papel, correlativo, de la filosofía. Algo que había tratado extensa­mente ya en La raz.ón en la época de la ciencia (Barcelona, Alfa, 1981), defendien­do la necesidad de la «unidad de la razóJl», a la par que precaviéndonos contra las construcciones apresuradas, contra las fal­sas unidades y sistematizaciones. Toda jus­tificación filosófica, afirma Gadamer, supo­ne un proceso que no tiene.!in. Y en El esta­

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do oculto de la salud esta discusión, for­mulada desde la perspectiva del quehacer de las humanidades, la efectúa volviendo una y otra vez sobre la idea de poder-hacer, saber-hacer, propios del dominio científico -en general, del conocimiento de dominio (Max Weber)-, juzgando severamente, en definitiva, esa captación técnica, cuantitati­va, parceladora, burocrática y esencialmen­te productiva del otro, que, en cierto senti­do, deja de ser ya el acto de curar. Este sería

el límite del mero tratamiento, puesto que tratar «no significa dominar la vida de un hombre».

Hay, en consecuencia, un punto en que la salud es inmedible y pasa a ser asunto de una mesura interior propia, más o menos libre quizá, pero, sin duda, ilocalizable por la mirada positivista.

Consejo de Redacción (M. J.)

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ARTAUD y LAS EXPLICACIONES

Para conmemorar el centenario del naci­miento de Artaud (1896-1948), quiero hablaros de la humillación, de la indiferen­cia y del sufrimiento.

Porque, en primer lugar, Artaud es alguien que padece: «El verdadero dolor, escribe, es sentir cómo se desplaza el pen­samiento en uno mismo» (El pesa-nervios). Artaud soporta un dolor extraño. Antes que por sus ideas sufre por la condición móvil del juicio. No le duele el contenido de las palabras sino el roce de su paso. Le duele el cuerpo y la carne de su pensamiento, el peso de sus nervios, la existencia material de la razón expuesta al devenir.

Artaud, en segundo lugar, ha sido humi­llado por la insurrección de su salud. Sobre este particular nos cuenta lo que sigue: «Así es como una sociedad tarada inventó la psiquiatría, para defenderse de las inves­tigaciones de algunas inteligencias extraor­dinariamente lúcidas, cuyas facultades de adivinación le molestaban» (Van Gogh). Y añade: «y ¿qué es un alienado auténtico? Es un hombre que prefirió volverse loco, en el sentido socialmente admitido, antes que prevaricar contra determinada idea superior del honor humano» (\!cm Goglz). Todo hace pensar, hasta ahora, y deberíamos empezar a gritar con él y acaso blasfemar por tal ocurrencia~ que nuestro loco acaba de des­cubrir la verdad de cierto sufrimiento, de un quejido tan puro, de un lamento tan eté­reo que conmueven y amedrentan al siglo. Siglo cobarde que responderá a menudo con el abuso y el sometimiento.

En tercer lugar, Artaud vive la indiferen­cia y la esgrime con gusto también. En cier­ta ocasión proclamó esta sentencia: «Pues está en la lógica anatómica del hombre moderno el no haber podido vivir nunca, ni pensar en vivir, sino como poseído» (Van

Gogh). Y sostiene al mismo tiempo, como para rescatarse a sí mismo de esa entrega al Mal y al fuego: «En todo demente hay un genio incomprendido, del que causó pavor la idea que despuntaba en su mente, y que sólo en el delirio pudo encontrar un escape a las opresiones que la vida le había prepa­rado» (Vim Gogh). De este modo, como hombre moderno, dueño de un lógica nueva y corporal, es poseído por un delirio de posesión que le desposee y que le vuel­ve tan diferente como indiferente a los demás, tan común como violentamente sin­gular.

Las tres experiencias, de la humillación, de la indiferencia y del sufrimiento, se fun­den, se separan, se confunden y se distin­guen. Nada nos permite conocer a Artaud, pero tampoco podemos ya eludir el esfuer­zo interpretativo. Su pronunciación nos arrebata el sentido, obligándonos a compa­recer ante su dolor hasta consentirle, ante su humillación para conquistarla, ante su indiferencia para consumirla y despacharla, bien sea con desdén o con rencor. Frente al anarquista coronado no cabe neutralidad posible, hay que doblegarle y colaborar en su liberación, sanarle y ensañarse en su curación, distinguirle y asediarle en la dis­criminación y el desprecio. La autoridad de su lenguaje o nos inspira o nos vence.

Artaud nos obliga. Sin apenas saberlo, una nueva ley se va haciendo un hueco en cada uno de nosotros tras su lectura, desco­rriendo poco a poco los velos de una expe­riencia distinta, de un dolor inédito, de un pensamiento desnudo y sin pudor, de una

- diferencia irreconocible: «Quisiera hacer un Libro, leo en El ombligo de los limbos, que moleste a los hombres, que sea como una puerta abierta y que los lleve hacia donde ellos jamás consentirían llegar, sim­

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pIemente una puerta enfrentada con la rea­lidad». Sin embargo, no hay que entender en su provocación un gesto que reclame para sí la alteridad que nos funda, el lugar del otro que nos limita o el espacio para nosotros inabarcable del origen. Es algo mucho más impropio y, con todo, cada vez más necesario. «Yo hablo, exclama, de la ausencia de orificio, de un sufrimiento frío y sin imágenes, sin sentimientos, que es como un choque indescriptible de fraca­sos» (El ombligo de los limbos).

Artaud nos concierne porque, habiendo «elegido el dominio del dolor y de la som­bra» (Fragmentos de un diario de los it~f¡ernosJ, concluye anunciando, con la intensidad incomparable de su verbo, que el lenguaje es simplemente una corteza de palabras que se cae y se desploma, como «las raspaduras del alma que el hombre normal no acoge», dice (El pesa-nervios). «Soy, afirma también, aquel que mejor ha sentido el desarreglo estupefaciente de su lengua en sus relaciones con el pensamien­to» (El pesa-nervios). Mas, el simple enun­ciado de este texto requiere de nosotros una decisión. Porque, ¿es locura o normalidad este desfallecimiento?, ¿pertenece al domi­nio de la sensatez o de la clínica? O quizá se trate, más bien, de que tras su inhóspita voz haya dejado en suspenso para los demás toda posibilidad de decisión. Esto suena mejor. Artaud es un alienado: «Yo sufro, confiesa, de una espantosa enferme­dad de la mente. Mi pensamiento me aban­dona en todos los peldaños» (Correspon­dencia con Jacques Riviere). Artaud es un esquizofrénico, pero no cabe sostener esta apreciación desde el discurso de la medici­na, pues, efectivamente, Artaud ha acaba­do de una vez. con el juicio médico, con el juicio de Dios. No hay diagnóstico posible, porque con su delirio no ha hecho sino des­

cubrir una dimensión estable, ni secreta ni oculta, de nuestro propio pensamiento: de la normalidad de la razón.

Digo más. Quiero, en este escrito, llamar la atención de nuevo sobre la irremediable inclinación de los hombres a reducir a deli­rio y alucinación todo lo que no compren­den. En una de sus cartas desde Rodez, Artaud se queja amargamente de que el Dr. Latrémoliere, al que reconoce un gran corazón, recto y bien intencionado, «no deja de decirme que todas mis ideas y mis percepciones de lo Maravilloso y de lo Oculto son delirio y alucinación». Pues bien, podemos convenir que, desde enton­ces, han quedado al desnudo, como obliga­das por la pureza convulsa de su pensa­miento, todas las explicaciones que han pretendido anular su violenta revelación: que no son, a su vez, sino otras tantas figu­ras de la humillación que sufriera. Procu­raremos observar, seguidamente, el compli­cado curso de las explicaciones.

Una explicación, la primera, sólo atien­de a la serenata de la enfermedad. Es la más cierta, sin duda, pero no nos merece consi­deración. No le escucha desde la vida, sino desde la orilla de los objetos. Le cuida, pero le segrega con su curación. Artaud colmó su escritura de acusaciones contra ese clero interpretador. Elíjo una, entre tantas, por su precisión, la dirigida al señor legislador de la ley de estupefacientes. Dice así: «Tu ignorancia de lo que es un hombre, sólo es igual a tu estupidez al pre­tender limitarlo. Yo te deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, tu madre, tu mujer y tus hijos, y toda tu posteridad. Y ahora me trago tu ley» (El ombligo de los limbosJ.

La segunda explicación es una variante humanitaria de la primera y, por lo tanto, más virulenta e hipócrita. Sujeta entera­mente al discurso de la enfermedad, añade

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a la anterior un componente de compasión y lástima, de ánimo compungido y rehabi­litador. El juicio de Artaud sobre ella fue fulminante, pues ninguna resultaba para su sensibilidad más vejatoria: «Se trata, según escribe, de esas suaves pláticas de psiquia­tra bonachón que parecen inofensivas, pero que dejan en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra, la anodina lengüita negra de una salamandra veneno­sa» (Van Gogh).

La tercera pertenece al dominio de la metafísica. a ese saber que insiste con inu­sual vigor en que aún no hemos empezado a pensar, y que pensar el ser consiste pre­cisamente en ese no haber aún comenzado. El esquizofrénico. como dueño absoluto del retraso, adquiere en este dominio un rango ontológico. Según esta explicación. su fracaso repetitivo pero. también. su pro­funda visión de lo abismático, le convier­ten en un emisario del ser, en el vidente que con su original obra traslada a los hombres los ecos de la esencia, de la poe­sía y de los misterios más verdaderos y sagrados. Artaud nos lo confirma: «Soy un completo abismo» (El pesa-nervios). Estamos ante una profundidad que no explica nada pero que explica demasiado, donde nuestro protagonista se debate por entrar y salir sin descanso. Sin embargo, existe un impulso en Artaud que le aleja de cualquier metafísica y le devuelve a la vida y al retorno fatídico de las fechas, ese mismo empuje que le llevó a vociferar car­nalmente que «no se puede vivir sin ani­malidad» (Cartas desde Rodez). En otras ocasiones fue aún más contundente, como cuando se propone «enfrentarme con la metafísica que yo mismo me he elaborado en función de esta nada que llevo» (Fragmentos de un diario del infierno), o cuando concluye que «todo lo que huela a

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mierda huele a ser» (Para acabar de una vez con el juicio de Dios).

La cuarta explicación proviene del ámbi­to de la dialéctica y de la historia. Sus argu­mentos vendrían a sostener que el pensa­miento de Artaud es algo ajeno y cierta­mente separado pero que, a la vez, constitu­ye el límite sin cuya referencia se desmoro­na nuestra identidad de hombres modernos y civilizados; sin cuyo aullido no sentimos más el latido histórico y sexual del tiempo, viviendo bajo esa normalidad estática donde nunca pasa nada y donde nos vamos apagando bajo un deseo gradualmente más anodino, galante y cándido. Necesitamos, por lo tanto, de la excentricidad del esqui­zofrénico para reconocer mejor nuestras fronteras y, si acaso las rebasamos, para encontrar pronto el camino que nos devuel­ve a la supremacía de la cordura y de la col­mena. Su diferencia nos distingue. Su desa­fiante jactancia nos serena.

Sin embargo. Artaud parece no precisar del otro y nos previene una y otra vez con­tra todos sus intérpretes sean o no benevo­lentes: «Soy, afirma, el único juez de lo que está en mí» (El ombligo de los limbos). O advierte: «Tengo, para curarme del juicio de los otros, toda la distancia que me sepa­ra de mí» (Correspondencia con Jacques RiviereJ. Su diferencia no es dialéctica sino radicalmente indiferente, sin apoyo, pro­viene de la soledad y en ella encuentra. si puede. el tranquilizador olvido de los demás, tan anhelado como amenazante. Como si para él sólo surgiera la esperanza de compañía en el momento mismo de morir: «y creo, comenta, que en el extremo instante de la muerte siempre hay alguien para despojarnos de nuestra propia vida» (Vím Gog/z).

En conclusión, tanto la idea dialéctica como la metafísica rebotan ante Artaud,

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quien les dedicó finalmente este memora­ble pasaje: «Allí donde hay metafísica, mística, dialéctica irreductible, oigo retor­cerse el gran colon de mi hambre y bajo los impulsos de su vida sombría dicto a mis manos su danza, a mis pies o a mis brazos» (El teatro de la crueldad).

La quinta y última explicación, que ahora abordamos, carece de discurso lógico y pertenece enteramente a Artaud y con él a todos nosotros. Su pensamiento en este caso no corresponde a los síntomas morbo­sos de la enfermedad ni a los arrebatos compasivos que despierta: tampoco ocupa el lugar privilegiado y céntrico de la meta­física, donde el esquizofrénico nos deslum­bra con su visión pero nos ciega y emboba a cambio: ni es el punto de referencia que con sus transgresiones diseña nuestro cami­no indicándonos los hitos casi religiosos que nunca deberíamos sobrepasar, pero sin cuyas señales tampoco podríamos vivir. AquÍ, al contrario, está en juego el pensa­miento más cotidiano y simple, la eviden­cia más amistosa y amena, el discurrir más hospitalario y veraz. Porque no hay otro pensamiento más vivo que el que Artaud nos descubre en nuestro propio pensar. Su alivio es su crueldad. su precisión el auxilio de la muerte, su bondad el rigor con que nos ensancha. Artaud no pertenece a la clf­nica ni al ser ni al límite, más bien nos ocupa sin más: en lo normal yen la locura, en el centro y en la periferia, en lo exterior y en lo íntimo, en la carne y en el espíritu. «Es necesario que comprendamos que toda la inteligencia no es nada más que una vasta eventualidad, y que podemos perder­la, no como el alienado que está muerto. pero sí como un ser vivo que está en la vida» (El pesa-nervios).

Ahora bien. este empeño por asimilar su pensamiento no deja de ser nada más que el

sueño de una imposibilidad. Hoy, probable­mente, Artaud no se encontraría encerrado contra su voluntad ni sometido al suplicio científICO del electrochoque. Cabe también que en su presencia nos mostrásemos quizá capaces de ampliar el horizonte interpreta­tivo de la enfermedad, llegando incluso a renunciar éticamente a todo intento de curación para no tener que volver a oír su queja más rebelde: «Cada vez que me habla de curarme, Or. Ferdiere, es como si reci­biese una puñalada en pleno centro de mi corazón y de mi conciencia» (Cartas desde Rodez). Pero, pese a todo, su destino espas­módico e inexpresable se nos pierde.

Pues, al fin y al cabo. Artaud es un esquizofrénico, y esta palabra aún es sobe­ranamente rebelde. Es decir que, frente a todos nuestros deseos, existe una imposibi­lidad ulterior siempre renaciente para esta­blecer un puente entre su razón y la nuestra. entre las estrategias de la locura y nuestra comprensión. Ni él vuelve nunca de alta­mar ni nosotros, pese a toda la nostalgia y la ambición con que ansiemos el horizonte. acertamos a alejarnos de la orilla presente. No cabe voluntariedad en este esfuerzo. Se entiende o no se entiende, al margen siem­pre de nuestra decisión. üigámosle una vez más: «Soy un hombre que ha sufrido mucho de la mente, y a ese título tengo derecho a hablar. Conozco bien el tráfico de ahí dentro. He aceptado, de una vez por todas. someterme a mi inferioridad. Y sin embargo, no soy lerdo. Yo sé que se podría llevar el pensamiento más lejos de lo que yo lo llevo ahora. y quizá de otra manera» (Correspondencia COl7 lacques Riviere). A nosotros, en cambio, nos cuesta llegar con capacidad a esa odisea interior, a esa luci­dez penetrante. entre otras razones porque nunca llegaremos a saber si los delirantes creen realmente en sus delirios o no. A

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quien dijo: «Yo estoy en disponibilidad de poesía» (eorrrespondencia con Jacques Riviere), mostrando la impotencia de su alma al desnudo, no llegaremos nunca a conocerle probablemente por un exceso de descubrimiento.

Quizá la sexta explicación quedará inde­finidamente aplazada, sin nadie que la pueda urdir, esperando a esos hombres que, sin ideas claras, «que son siempre ideas

acabadas y muertas» (El teatro y su doble), sean capaces de deambular por la grieta y la brecha con la misma soltura con que lo hacen hoy por el solar de la ciencia. El tea­tro de la crueldad está por venir: «La danza y por 10 tanto el teatro, nos dijo radiante, no han comenzado aún a existir» (El teatro de la crueldad).

Consejo de Redacción (E C.)

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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA (Novedades marzo-mayo 1996)

Agradecemos la colaboración de XOROI LIBRERÍA. el Berlinés, n. o 20. 08022 Barcelona

PSIQUIATRÍA

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Neurociencias. 1996.

PSICOLOGÍA

ALEMANY. c.. Reluto.\' pura el crecimiento personal, Bilbao. DDB. 1996.

ANDRÉS. A.. Inteligencia y cognición. Barcelona. Paidós. 1996. BORus. E.. Aprendiendo a \'ivir. Manual contra el ahurrimiento y la prisa, Bilbao. DDB. 1996. BUELA-CASAL. G.: CABALLO. V E.: SIERRA. J. c.. Manual de evaluación en psicología clínica y de

la sulud. Madrid. Siglo XXI. 1996. CARPINTERO. H.. Historia de las ideas psicológicas. Madrid. Pirámide. 1996. GIMENO-BAYÓN. A.. Comprendiendo cómo somos. Dimensiones de la personalidad, Bilbao. DDB.

1996.

JULIMAN. c.. Sentirse bien cm/sigo mismo. Madrid. Aguilar. 1996. KRUSCHE. H.. La rana sobre la mantequilla PNI. Fundamentos de la programación neurolingüúti­

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diaria, México. Pax, 1995.

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BOLAÑOS. M.. Pasajes de la melancolía. Arte .v bilis negra a cornienz.os del siglo XX, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996.

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PAINS, S.: JARREAU. G.. Una psicotf'rapia por el arte. Buenos Aires. Nueva Visión. 1995. PÉREZ-SÁNCHEZ, A.. Prácticas psico-terapéLlficas, Barcelona. Paidós. 1996.