Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego · 2018-10-25 · El hombre con el que...
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Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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© Yolanda Martín López 2017
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Capítulo 1 :: ¡Sed!
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Los hirientes rayos del sol caían sobre él a plomo, sin piedad, amenazando con incendiar
en cualquier momento la precaria estructura de rígidos juncos que había entretejido en forma de
rudimentario parasol. Juncos que habían sido verdes, flexibles y jugosos apenas dos días atrás,
cuando los arrancó de la orilla de una de las pestilentes charcas que se desperdigaban por los
límites del desierto. Pero la abrasadora atmósfera que permanentemente le envolvía los había
consumido hasta convertirlos en ramitas quebradizas que pronto se desmoronarían sobre su
cabeza. Como yo mismo me desplomaré si no encuentro pronto un lugar fresco y civilizado en el que descansar, se
dijo chasqueando con disgusto la lengua, sintiéndola entumecida, y tan áspera y agrietada como
la correosa piel del crarlín que colgaba de su cinturón y que le serviría de cena esa noche.
¡Sed!
Ascendió la inclinada pendiente jadeando, apoyándose en la mano que le quedaba libre,
maldiciendo cada vez que la arena se deslizaba bajo sus pies y lo arrastraba en su camino de
vuelta hacia la base de la gigantesca duna. ¿Cuánto tiempo llevaba intentando alcanzar la
cumbre? ¿Cuántas malditas montañas de polvo como esta había tenido que franquear desde que
iniciara aquel inesperado viaje? ¡Era desesperante! Ni siquiera podía calcular los kilómetros que
había recorrido por aquellos áridos parajes. Podían ser dos o doscientos. ¿Cómo saberlo cuando
el inseguro terreno sobre el que caminaba le llevaba una y otra vez hacia atrás más que hacia
adelante?
—¿Qué coño estoy haciendo yo en este maldito lugar? —gritó hacia el cielo haciendo que su
reseca garganta se resintiera.
¡Sed!
Se dejó caer, agotado, sobre la escurridiza y roja superficie, y se colocó la sombrilla sobre la
cara. Cerró los ojos hasta que su respiración y ritmo cardíaco se serenaron. Apenas fueron unos
segundos. Los meks de relajación y control del cuerpo, aprendidos y dolorosamente practicados
una y otra vez durante su larga estancia en el Templo de los Misterios, respondían con la misma
rapidez que cualquiera de sus innatos y bien entrenados instintos. Una vez recuperada la calma,
su mente se detuvo casi sin proponérselo en los últimos acontecimientos que le habían
conducido hasta tan miserable situación.
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Había sido durante las festividades de la cosecha, en la pequeña aldea de Kaiter donde él ejercía
como mediador en un feo altercado entre aldeanos, cuando la sorprendente llamada llegó
envuelta en sueños. Lo recordaba con tanta claridad como si hubiese sucedido en el mundo real.
Se estremeció sobre la arena. Aunque el tremendo calor del desierto lo consumía, no pudo
reprimir el gélido escalofrío que le recorrió la espina dorsal, y que consiguió que todo el vello de
su cuerpo se erizara como azotado por una violenta tempestad invernal. Desde que abandonara
a su Maestro mucho tiempo atrás… ninguno de los sueños de convocación a través de los cuales se
comunicaba con la Orden había vuelto a ser tan nítido y cercano.
Se incorporó furioso y se frotó la cara con brío. La piel de su curtido rostro se sentía tirante
y áspera, demasiado cuarteada como para mostrar un saludable aspecto. La tupida y entrecana
barba, que no había podido afeitar en semanas, le picaba como si un millón de insectos hubiera
anidado en ella haciendo aún más insoportable su lenta agonía. Soltó el aire con desaliento. Ni
una sola gota de sudor aliviaba el ardor de su piel. Ya no le quedaba humedad que liberar. Su
cuerpo se había vuelto avaro con los fluidos que atesoraba. Se palpó las muñecas. Apenas sentía
la sangre correr por sus venas, como si también ella se hubiese convertido en el mismo polvo
rojo que daba nombre a aquel inmisericorde desierto. Sentado sobre la ardiente arena, llevó la
mano a la bandolera y extrajo su última cantimplora de agua. Estaba llena. Tomó un rápido
sorbo del recalentado elemento que en nada alivió su tormento, y la volvió a guardar. No sabía
cuánto tiempo tardaría en encontrar un nuevo manantial…
¡Sed!
—¡Maldito viejo! —juró mientras se incorporaba y reanudaba la penosa ascensión. ¿Por qué
después de tantos años había regresado a su vida?
¡Shikiro! El nombre del implacable y paciente Maestro resonaba en su cabeza como el
restallar de un látigo, como un continuo y amargo recordatorio de su traición. ¿Traición? ¡No!
Sacudió la cabeza de un lado a otro para desechar tan inmerecida acusación. Él no había
traicionado a nadie. Él era libre de decidir sobre su propio destino al igual que habían hecho el
resto de sus compañeros de estudios. ¿Por qué él tendría que haber sido diferente? El anciano
siempre lo cuidó y se preocupó de él como si de un segundo padre se tratara. Nunca tuvo duda
sobre el amor que Shikiro le profesaba pese a la dureza e inflexibilidad que le mostraba en la
mayoría de las ocasiones. Pero el anciano se había creado demasiadas expectativas sobre su
pupilo, sobre sus supuestas… bondades… y brillante futuro…
Aunque… reconocía que no había sido nada respetuoso marcharse y alejarse del Templo tras
una agria discusión, sin pronunciar una sola palabra de despedida, o realizar un solo gesto de
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agradecimiento hacia el hombre que lo había recogido de la calle siendo un jovenzuelo miserable
y hambriento, y que había dedicado años de su vida a instruirle y entrenarlo. El hombre con el
que debería haber mantenido una unión psíquica más allá de la muerte… su Maestro Guía…
Lanzó con rabia el destrozado parasol hacia la base de la duna. ¡No, no había sido la forma
más elegante y correcta de dejar a su mentor para iniciar su andadura por el mundo como
Dracón! Se suponía que los Dracones formados en el Templo de los Misterios eran hombres
serenos, ecuánimes, imparciales, defensores de la verdad y la justicia, conocedores del alma
humana y los tormentos y amenazas que la acechaban. Hombres honestos y rectos en los que el
pueblo confiaba para resolver sus disputas. Hombres independientes del creciente poder que los
oscuros Nigromantes ejercían sobre el trono del que ya se conocía como Rey Brujo… Y él no
había actuado de forma serena en absoluto, se había dejado llevar por sus pasiones e impulsos,
como siempre había hecho, como estaba seguro haría hasta el final de sus días.
Aún no estás preparado, había tratado de persuadirlo Shikiro hasta la extenuación. Quédate unos
años más. Emprende los Altos Estudios del Espíritu. Ellos te harán crecer, te ayudarán a superar tu ira, tus
miedos y rencores. Aplacarán esa ansia de venganza que aún te corroe por dentro y te hace perder la perspectiva y
la realidad del mundo. Te ayudarán a convertirte en el hombre que estás destinado a ser…
¡Tonterías! Era precisamente ese odio que tanto molestaba a su Maestro, toda esa rabia
prendida a su alma como una perniciosa garrapata lo que lo hacía invencible; lo que lo arrojaba
hacia adelante; lo que le proporcionaba el empuje y el coraje necesarios para alcanzar lo que
siempre soñó al ingresar en la Orden: paz para su atormentado espíritu.
No eran los rituales, ni la meditación, ni el estudio de los planos inmortales los que le
suministrarían el sosiego y la calma que necesitaba. Su fuego interior era demasiado turbulento
como para apaciguarse de semejante manera. Necesitaba desfogarse, necesitaba acción,
necesitaba dar rienda suelta a toda su cólera o esta terminaría por consumirlo desde dentro. Y
por ese motivo había concentrado durante años todo su intelecto, todos sus esfuerzos, en
adquirir un perfecto dominio de la espada y los meks de lucha y sanación. Deseaba por encima de
todo convertirse en un soldado del Derecho, en un guerrero de la Justicia.
En cuanto puso sus pies en el sagrado Templo de los Misterios por primera vez, y
contempló la fuerza y control que aquellos severos monjes ejercían sobre sus propias voluntades
y las de los demás, supo a lo que dedicaría el resto de su vida. En su joven y maltratada alma se
había arraigado firmemente un solo propósito: no permitir que ningún inocente volviera a
padecer a manos de los poderosos la misma impotencia que había sentido él durante su
desgraciada infancia. La vida contemplativa del Templo no estaba destinada para él. Tal vez
otros alumnos soñaran con convertirse algún día en Sere, la máxima autoridad de la Sagrada
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Orden del Draco. Su sueño, desde que el Maestro Shikiro lo introdujo en los misterios de su
mundo, había sido simplemente… convertirse en Dracón.
Ya rozaba la cuarentena, y eso es lo que era, un Dracón itinerante que no poseía nada: ni
familia, ni amigos, ni fortuna, ni un techo bajo el que caerse muerto… Que vivía de la caridad de
los pobres y de la ocasional paga que los más adinerados le ofrecían por su trabajo como
abogado, juez o paladín. No era mucho. Para la mayoría de los hombres eso representaba vivir
casi en la indigencia. Para él era suficiente. Se sentía satisfecho con la vida que llevaba. Y sin
embargo, en las noches más oscuras, cuando la misteriosa Luna Negra surcaba el firmamento y
la gélida escarcha de la mañana se agarraba a sus tripas hasta hacerle gritar de terror, una
inquietante vocecilla interior le susurraba incansablemente a su alma que algo importante le
faltaba. Un algo misterioso que podía sentir como un tremendo vacío que le roía las entrañas
muy lentamente y que le hacía despertar gritando, envuelto en sudores, con la boca pastosa,
estrujándose el pecho como si allí no hubiese nada; como si su corazón hubiera dejado de latir
en medio de un sueño escurridizo. Una ausencia que no lograba descifrar y que lo atormentaba
cada vez con mayor insistencia.
No se trataba de su familia trágicamente desaparecida, de eso estaba bien seguro. Aquella
traumática etapa de su vida hacía muchos años que la había superado. Tampoco la carencia de
una mujer o unos hijos que le proporcionaran un hogar al que regresar. La orden no los
prohibía, el celibato se consideraba una opción personal, aunque él siempre consideró que la
carga de una familia disminuía considerablemente la movilidad y la distancia emocional necesaria
para el ejercicio de su misión. Había yacido con muchas mujeres a lo largo de su vida, relaciones
fugaces y poco profundas que jamás habían logrado llenar ese extraño vacío que tanto lo
angustiaba. Su carencia era mucho más honda, y se encontraba oculta en los pliegues de su
consciencia, escurridiza y misteriosa hasta el delirio. ¿Habría averiguado de qué se trataba tan
dolorosa y perturbadora sensación si se hubiera quedado con Shikiro unos años más? ¡Quién sabe!
Ya era demasiado tarde para comprobarlo.
¡Sed!
Le gustaba creer que su labor era importante; demasiado importante como para desperdiciar
su tiempo devanándose los sesos con tamañas tonterías. Necesitaba concentración absoluta para
un trabajo, el de Dracón, que se volvía cada día más peligroso y solitario. Apenas se había
cruzado en el camino con dos o tres compañeros en los últimos meses. Al último lo encontró
terriblemente mutilado, con las cuencas de los ojos vacías y balanceándose en un árbol a las
afueras de Biétero, una de las ciudades más populosas y tradicionalmente más liberales del Reino
de Ondrat. Atado a uno de sus pies, colgaba un tarro de cristal que contenía sus ojos y un texto
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que decía: Los ciegos no dominarán mi tierra. Ese era el nuevo lema de la casa del Rey. Todo súbdito
que no compartiera su retorcida y perversa visión del mundo sería ejecutado. Y la independiente
y respetada Orden del Draco, cuyos antiguos dictados y leyes se encontraban firmemente
arraigados en el subconsciente del pueblo, constituía uno de los escollos más… molestos… para
su absoluta supremacía.
Apretó los dientes con furia al recordar a sus compañeros salvajemente asesinados. Hombres
justos, hombres buenos, que habían muerto injustamente por las retorcidas creencias de un loco
sanguinario.
Ya casi estaba en la cumbre. Su rabia seguía latente, solo su odio y sed de venganza le
proporcionaban la energía necesaria para seguir colocando un pie delante del otro sin desfallecer.
¿Y su Maestro había pretendido extirparle la fuente de su fuerza y determinación? ¡No! Él jamás
habría podido abrazar la senda que Shikiro le mostraba.
Durante sus primeros pasos como Dracón, solo la urgencia y la dura exigencia de su trabajo
habían logrado en cierta medida aplacar la vergüenza y el remordimiento que frecuentemente lo
atormentaban por haber abandonado a su Maestro Guía en tan desagradables circunstancias.
Pero los años fueron pasando, y poco a poco aquellos lazos espirituales que con tanta paciencia y
esmero Shikiro había entretejido entre ellos se fueron desvaneciendo hasta casi olvidarlos.
Siempre eran otros hermanos los que le susurraban a través de la bruma del ensueño los lugares
en los que sus servicios eran requeridos. Jamás volvió a escuchar la cascada voz de su Maestro.
¿Pero qué esperaba? Shikiro debía de estar furioso, decepcionado. ¿Por qué debería prestarle la
más mínima atención a su rebelde, frustrante y desagradecido pupilo?
Se había convertido en un Dracón sin Guía, un solitario, nuevamente huérfano. ¡O eso pensaba
yo hasta hace unas semanas!, se dijo en voz alta, hablando consigo mismo.
Había aprendido a vivir con el silencio y la indiferencia de su Guía, aunque en el fondo le
hubiera gustado enormemente permanecer aún enlazado a él para compartir sus logros y sus
desvelos. Estarías orgulloso de mí si supieras de mi trabajo, pensaba no sin cierto rencor y regusto
amargo en el estómago cada vez que algún otro Dracón se cruzaba en su camino, y podía ver
fluctuando ante sus ojos los invisibles lazos que les unían a sus Maestros como brillantes
cordones umbilicales que se perdían en el infinito del tiempo y el espacio. Él sabía que era bueno
en su trabajo. Uno de los mejores. Estaba seguro que su talento se habría desperdiciado en el
Templo por mucho que Shikiro insistiera en lo contrario. Él era un soldado, no un místico.
Jamás fue su intención seguir los estudios superiores hasta los profundos conocimientos del
alma. Él adoraba la lucha… con los mortales, no con los seres demoníacos que acechaban en los
mundos que constituían las ocultas realidades. Sus pretensiones al ingresar en la Orden siempre
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fueron más terrenales, más prácticas. No se sentía culpable por ello. Siempre fue sincero con
Shikiro. Nunca le ocultó sus deseos e intenciones. Fue su decisión.
¡Sed!
La conversación mantenida con el anciano noches atrás llegó hasta él nuevamente como
traída por la reconfortante brisa que acababa de levantarse desde el este.
—Maestro, hacía mucho tiempo… —exclamó apenas sin voz, sin poder ocultar su sorpresa
cuando al descorrerse el velo del sueño se encontró de pie ante el elegante escritorio de Shikiro.
Los senderos del espíritu tenían sus caprichos. Habían pasado más de quince años desde que
se separaran, y el tiempo no parecía haber sido especialmente clemente con el hombre que tenía
frente a él. Se le veía más frágil, más pequeño, como si el sillón en el que se recostaba pudiera
engullirlo en cualquier momento para hacerlo desaparecer de la realidad. El hálito de la muerte
danzaba ya sobre sus marcados rasgos y apagaba la chispeante viveza que recordaba en aquellos
ojos del color de la niebla. ¿Cuántos años tendría en realidad? Nunca se lo preguntó. Lo
consideraba inmortal. Y sin embargo ahora… Sintió piedad, y remordimiento por no estar allí
para atenderle en sus últimos días. Aquel hombre se lo había dado todo…
—Efectivamente, hijo mío.
El Dracón se estremeció al escuchar la calidez de aquella sincera declaración. Siempre lo
sintió como un padre.
—No te sientas miserable por haberlo hecho. —Shikiro sonrió al ver la expresión de desconcierto
de su pupilo. Cruzó sus nervudas manos sobre el escritorio. No había rencor en su voz, solo un
infinito cansancio. O tal vez resignación, como cualquier padre que ve como sus hijos lo
abandonan en un perpetuo ciclo de la vida—. Simplemente te alejaste de mí, ya no me necesitabas.
—Sabes que no fue así….
—¿Acaso has requerido mi ayuda en todos estos años? —El anciano entrecerró los ojos como si
esperara una confesión que no llegó.
—No me puse en contacto… Suponía que estarías decepcionado conmigo, furioso… después de cómo me
marché…
—¡Lo estuve! No puedo negarlo… —suspiró el anciano encogiéndose de hombros y
recostándose contra el alto y mullido respaldo del sillón que presentaba un aspecto aún más
ajado que su dueño—. Pero no puede retenerse lo que no se posee. Eres libre. Siempre lo fuiste: independiente,
testarudo y altanero desde el mismo día en el que te conocí. El orgullo es tu peor enemigo. Coloca una venda ante
tus ojos que no te deja ver las sutilezas del…
—¿Por qué me has convocado? —cortó con brusquedad. No deseaba reanudar en ese momento
la conversación que los separó años atrás.
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—No has aprendido mucho en estos años… —murmuró el anciano dejando escapar el aire con
lentitud. Cerró los ojos unos instantes y al abrirlos se abalanzó hacia adelante apoyando sus
delgados brazos sobre la mesa como si quisiera lanzarse sobre su alumno como un ave rapaz
sobre su presa. El Dracón involuntariamente dio un paso hacia atrás, sorprendido por la
vehemencia del movimiento—. ¡Necesito tu ayuda! —soltó Shikiro sin más preámbulos.
—¿Mi ayuda? —El Dracón entrecerró los ojos con extrañeza. No se esperaba algo así.
—En realidad, es nuestro reverenciado Sere el que me ha instado a contactar contigo. Yo no habría osado
importunarte con mi presencia… Pero él pensó que sería bueno para ambos que fuera yo el que hablara contigo…
—¿El Sere? ¡Ni siquiera creo que sepa que existo! —respondió en un tono de amargo desdén.
Recordaba al Sere como una figura de leyenda, distante y difusa, siempre sentada tras los humos
del incienso durante sus años en el Templo. Una figura borrosa y escurridiza que avivaba la
imaginación de los jóvenes Dracones y que muy pocos llegarían a conocer realmente.
—Te equivocas, como en otras muchas cuestiones…
El Dracón cambió el peso de su cuerpo, primero en un pie, luego en el otro. Comenzaba a
irritarse. A pesar del tiempo transcurrido Shikiro continuaba siendo el mismo, jamás perdía la
oportunidad de echarle en cara sus supuestas faltas y muchos defectos.
—Él conoce y siente a todos y cada uno de los miembros de su Orden. Estamos unidos a él… Te lo dije. Su
trabajo es ingente…
—Pero nunca lo creí…
—Mas bien nunca prestaste atención —le corrigió el Maestro—. Siempre fuiste demasiado… práctico.
Tus intereses estaban muy lejos del Sere y lo que representa realmente…
—Si tanto le interesa mi ayuda… ¿por qué no se ha puesto él mismo en contacto conmigo? Sería un gran
cambio comprobar de primera mano que realmente… existe.
Shikiro realizó un vago movimiento con la mano indicando que era inútil tratar de explicarle
lo que no estaba interesado en aprender.
—Tiene asuntos más importantes que atender… ¡Créeme! Su espíritu está constantemente con todos
nosotros. Siempre sabe dónde estamos y dónde localizarnos para prestarnos su ayuda o solicitar la nuestra. Su
alma vaga por los planos… De él parten todas las huellas celestiales que nos conducen hacia nuestros destinos…
—¿Qué sucede? —inquirió con más brusquedad de la que había pretendido. Él ya conocía
todas aquellas doctrinas. ¿A que venía repetírselas a esas alturas? Sin duda el viejo chocheaba en
su avanzada decrepitud.
El Maestro clavó sus aguileños ojos en él durante unos segundos que le parecieron lo
suficientemente largos como para hacerle removerse incómodo. Shikiro se mostraba
visiblemente fastidiado con la misión que le habían encomendado, como si dudara sobre la
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idoneidad de revelarle a su pupilo el verdadero motivo de su convocatoria. No parecía confiar
demasiado en él o en la decisión del Sere. Pero eso nunca se lo revelaría.
—Como sabrás, el número de nuestros hermanos ha declinado mucho en los últimos tiempos. —El Dracón
asintió agachando la cabeza. Lo sabía perfectamente—. Los nuestros son perseguidos y masacrados por
los soldados del Rey; o son seducidos por las oscuras artes que predica Nindret, su nigromante. Ya no llegan
nuevos acólitos a nuestros templos. Quedamos muy pocos…
—¡He sido testigo de sus matanzas! —aseguró con sincero pesar en su voz—. En más de una
ocasión he tenido que huir del pueblo en el que habitaba para no terminar siendo colgado en la plaza pública por
algún emisario de… su Majestad.
—Conocemos tus apuros y los de todos tus compañeros. No creas que no nos preocupamos de nuestra gente.
Pero la situación es mucho más peligrosa y complicada de lo que imaginas… —Shikiro dejó la frase sin
terminar, ladeó la cabeza como si estuviera escuchando una voz que le prohibiera revelar más
información de la necesaria.
El Dracón levantó la cabeza al sentir el silencio del anciano y observó su gesto con descarada
suspicacia. ¿Qué estaría sucediendo en realidad? Un sentimiento de aprensión sacudió su
despierto cerebro.
—Estudiamos con esmero las misiones que os encomendamos para no conduciros hacia alguna trampa bien
urdida por el Nigromante. Pero no siempre es posible… Su poder se ha incrementado en los últimos tiempos. Su
presencia se siente incluso en los planos por los que transitamos en nuestras tareas ordinarias. Cada vez es más
difícil la comunicación con vosotros más allá de los límites del Templo.
El Dracón sonrió para sus adentros. Después de todo, el Maestro no lo había abandonado
completamente. Aunque de forma indirecta y retorcida seguía preocupándose por él y conocía
sus andanzas. Y para él, ese conocimiento era suficiente para mantenerlo en pie. Además, ese
había sido uno de los máximos atractivos que la Orden le proporcionaba: la compañía, la
sensación de no sentirse realmente solo jamás, de pertenecer a un todo mucho más trascendente
que su modesta individualidad.
—¿Y para qué me puede requerir su… Santidad?
Se adelantó unos pasos, hasta situarse junto al escritorio. Estiró la mano y sin pedir permiso,
con la naturalidad y la confianza propia de un gesto cientos de veces repetido, agarró la jarra que
tenía ante él y se sirvió un vaso de agua que apuró al instante.
—¡Sed! —susurró enigmáticamente el anciano sin dejar de estudiarle tras sus pálidas y casi
inexistentes pestañas—. Siempre tuviste sed. Incluso en tus sueños…
El Dracón lo contempló contrariado, sin comprender.
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Shikiro negó con la cabeza, como si quisiera apartar algún desagradable pensamiento, y
abrió la boca para seguir con su discurso. Pero sus últimas palabras no llegaron hasta los oídos
de su pupilo. La imagen del sueño que compartían fluctuó violentamente amenazando con
desvanecerse para siempre.
—No tenemos tiempo… —Se apresuró Shikiro con voz temblorosa al recobrar con evidente
esfuerzo el dominio del éter. Sus vivaces ojos se movían nerviosos de un lado a otro como si
temiera la irrupción de un ejército de demonios en cualquier momento—. Ellos siempre están al
acecho… Uno de los Herméticos se está muriendo. Es crucial para nosotros recoger su espíritu.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —Su alma se sobrecogió con un desasosegante
presentimiento—. Yo nunca conseguí el nivel necesario para realizar los sagrados ritos. Soy un soldado, un
juez. ¡Tú lo sabes!
—Pero posees los conocimientos básicos. Tú eres el más próximo a él…
—¿Dónde se encuentra su refugio?
—En el Desierto Rojo.
—¡¿Qué?! —Casi gritó por la sorpresa—. Eso está a un mundo de distancia de donde me encuentro en
estos momentos.
—No hay nadie más, Índigo.
El Dracón se estremeció al oír su nombre. Hacía años que no lo escuchaba en boca de
ningún ser vivo.
—O lo haces tú… o toda su sabiduría se perderá.
—¡No puedo hacerlo!
—Posees la experiencia necesaria…
¿Experiencia?, bufó para sus adentros cuando por fin llegó a la cumbre de la duna.
Únicamente había asistido a una Ceremonia de Estampación en su vida, y de eso hacía ya
demasiado tiempo…
Se irguió en toda su estatura y contempló el paisaje que se desplegaba ante él con una
dolorosa sonrisa de satisfacción que sus cuarteados labios no pudieron sostener por mucho
tiempo. A su espalda, se extendía el inmenso mar de dunas que había atravesado con tanto
esfuerzo y sufrimiento; hacia adelante, una llanura infinita tachonada de raquíticos arbustos que
anunciaban el final del desierto. Se quitó las gafas que lo protegían de la cegadora luminosidad
que lo había acompañado durante días y entrecerró los ojos para cerciorarse de que no se trataba
de un nuevo espejismo. Sobre el lejano y fluctuante horizonte danzaban, oscuras al atardecer, las
imponentes moles de la Cordillera de las Cuatro Hermanas. ¡Por fin!, suspiró aliviado al tiempo
que se pasaba la lengua por sus heridos labios.
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¡Sed!
Descendió la pendiente a toda carrera riendo como un chiquillo a la salida de la escuela. Sin
duda lo peor de su viaje había quedado atrás. Las huellas celestiales brillaban ante él de forma
clara y precisa sobre terreno firme. No más arena hasta llegar a las montañas, al Templo, a
casa… Sus piernas temblaron, su corazón palpitó con jovialidad ante la perspectiva del regreso.
Han pasado tantos años… Nunca encontró la ocasión para volver, tal vez por miedo. Ahora lo
habían convocado. No tenía excusas para no hacerlo. ¡Y cómo deseaba hacerlo! Regresar,
disculparse, descansar un tiempo… saciar su…
¡Sed!
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El sol declinaba rápidamente, y necesitaba con urgencia encontrar un lugar resguardado en el
que levantar su campamento para pasar la noche. A su alrededor ya se alzaban de forma
amenazadora los aullidos y gruñidos de las bestias y alimañas nocturnas que comenzaban a
despertar de su sueño diurno y salían a merodear en busca de algo que cazar. ¡Y no parecía haber
nada en aquella vasta y desolada planicie que lo rodeaba que le sirviera para sus fines!
Se hacía tarde y no le resultaba tranquilizador encontrarse aún a campo abierto, a merced de
las manadas de molestos y voraces ipteris que solían frecuentar esos parajes. Entrecerró los
párpados y buscó en la distancia hasta que los ojos le escocieron por el esfuerzo. Sus penetrantes
pupilas se movían con rapidez de un lado a otro, evaluando cada roca, cada arbusto, cada posible
imperfección en el terreno que le pudiera indicar un lugar donde cobijarse. Tras unos minutos de
angustiosa incertidumbre, respiró aliviado. Por fin había localizado algo a lo que poder aferrarse.
A lo lejos, silueteados en negro contra el ensangrentado horizonte, dos achaparrados y
frondosos árboles, que reconoció al instante como goteros, prometían la seguridad que necesitaba.
¡Sed!
Se pasó la mano por la sucia y áspera barba y se obligó a seguir adelante. La imagen de las
carnosas y jugosas hojas de aquellos árboles, repletas de exquisita agua azucarada que rezumaba
constantemente sobre sus propias raíces en un círculo de vida que no tenía fin, hacía que su boca
salivara de deseo aunque no tuviera con qué hacerlo realmente.
El cielo se había vuelto de un intenso azul oscuro y las primeras estrellas brillaban como
gemas de plata en el cielo cuando por fin alcanzó su objetivo. Las distancias en aquellas
soledades resultaban engañosas. Hacía más de una hora que había localizado las torturadas
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siluetas de los goteros, pero el cansancio de sus piernas y el pedregoso terreno por el que se veía
obligado a transitar no le habían permitido desarrollar más velocidad. Sentía sus pies doloridos,
llenos de ampollas y llagas debido al exigente esfuerzo al que los había sometido durante tantos
días de marcha sin fin. Pero aún no era hora de ocuparse de ellos.
Se desprendió de su mochila y de su bolsa, y las acomodó en el amplio hueco que algún
laborioso animal salvaje había horadado pacientemente en una de las duras y nervudas ramas del
árbol más grueso. Buscó en su bandolera la cantimplora pero lo pensó mejor. La volvió a dejar
en su sitio.
¡Sed!
Le torturaba constantemente, pensar en ella lo debilitaba. Arrancó con furia un puñado de
húmedas hojas y las masticó con doloroso deleite hasta que el incoloro jugo desbordó su ávida
boca y se derramó por la comisura de los labios. Sin duda era un bendito regalo de los dioses
haber colocado aquellos arbolillos en su camino; aunque apenas pudieran aplacar su
atormentadora…
¡Sed!
Algo molesto y contrariado por tan desasosegante e insistente necesidad, levantó la cabeza,
cerró los ojos y dejó que la pegajosa lluvia que caía incesantemente desde la copa del gotero
bañara su rostro. Su piel, dura y costrosa como una esponja dejada demasiado tiempo expuesta al
sol, absorbía las revitalizantes y gruesas gotas de humedad con ávida voracidad. Cuando su largo
y desgreñado cabello se encontró por fin completamente empapado, sacudió la cabeza como un
perro recién salido del río y se alejó de la insistente lluvia. Se llevó la mano a la garganta y
carraspeó repetidamente. Aún la sentía tirante, herida, rasposa, pese a que las verdes y jugosas
hojas del gotero habían ayudado a su lubricación.
Agarró la pequeña hacha que siempre llevaba prendida de su cinturón, se puso los guantes, y
comenzó a cortar matas de arbustos espinosos para construir una empalizada alrededor de su
precario asentamiento. Con ello mantendría alejados a los molestos e indeseados intrusos
nocturnos. Mientras realizaba el pesado trabajo de forma maquinal y precisa, su mente volvía
una y otra vez a la conversación mantenida con su Maestro muchas noches atrás. Siempre tuviste
sed. Incluso en tus sueños…, había dicho Shikiro. ¡Y era cierto!
Nunca antes se había detenido a pensar en ello con demasiada insistencia hasta que el
anciano se lo hizo ver con un mal disimulado gesto de preocupación, como si hablara consigo
mismo, mientras lo contemplaba beber un vaso de agua. ¿Sabría su Maestro algo que él
ignoraba? ¿Conocería la causa de esa ansia que no conseguía dominar? Sería una de las primeras
respuestas que le demandaría cuando regresara al Templo.
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No dejaba de resultarle extraña y sorprendente aquella compulsión que le obsesionaba,
puesto que no recordaba haber pasado verdadera sed en su vida, ni durante su infancia ni
durante su juventud… Ni siquiera en su vida adulta le había asaltado de manera tan feroz como
en los últimos años. Tal vez este periplo por el desolador Desierto Rojo había sido la prueba más
dura que había tenido que soportar a ese respecto, y sin embargo, ni un solo día le había faltado
tan vital elemento durante su viaje. Tanto a la ida como a su regreso de la morada del fallecido
Hermético, las huellas celestiales que le indicaban el camino a seguir siempre lo habían
conducido hacia algún manantial con la seguridad de quien ha recorrido esos terrenos cientos de
veces.
¡Sed!
Esta vez agarró la cantimplora con furia y bebió hasta casi agotarla. Sin duda el desierto
había consumido hasta la última gota de humedad de su cuerpo y este reclamaba con urgencia…
¡Pero no! ¡No era esa la respuesta que buscaba! Esa insaciable necesidad ya la había sentido con
intensidad antes de su duro tránsito por el Desierto Rojo. El anciano Maestro tenía razón. No
podía negar el hecho de que siempre se encontraba sediento. ¿Estaría eso relacionado con el
enorme vacío que devoraba su alma? Tal vez inconscientemente tratara de llenarlo con… agua.
Misterios. Los malditos monjes siempre hablaban con misterios y acertijos. El agua es fuente de
vida…
Sacudió la cabeza para despejarla de tan absurdos pensamientos. Se encontraba demasiado
fatigado como para que su cerebro funcionara correctamente y se sintiera capacitado para
desentrañar incógnitas sin sentido. Encendió un buen fuego con las ramas secas de los arbustos
que había recogido, se lavó en el pequeño pozo que se había creado entre las retorcidas raíces del
gotero y atendió las heridas de sus pies mientras se asaba el huesudo crarlín. Una vez finalizada su
insípida cena se recostó junto a la hoguera con la esperanza de caer pronto en la inconsciencia de
un sueño reparador. Pero no fue así. El deseado descanso no parecía querer llegar pese al
agotamiento que ya embotaba su cerebro.
Cabreado consigo mismo se levantó con un violento, y tal vez demasiado repentino,
movimiento. Se retorció sobre sí mismo reprimiendo un aullido de angustia al sentir el familiar
latigazo en su rodilla derecha. El dolor le recorrió la espina dorsal con la velocidad de un
relámpago, hasta quedar prendido durante unos angustiosos segundos en la base de su cráneo,
inmovilizándolo por completo. Aquella condenada herida se revolvía rabiosa cada vez que no
descansaba lo suficiente o le exigía un esfuerzo mayor del que podía soportar sin volver a
romperse. Esa era una de sus pocas debilidades que un enemigo bien entrenado podría
aprovechar con facilidad. Y también era uno de sus mayores miedos: que alguien pudiera
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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descubrirlo. Se dejó caer al suelo y maldijo en voz alta mientras se masajeaba la enorme y pálida
cicatriz, invisible para el mundo al estar protegida con un grueso vendaje que el pantalón
ocultaba.
Cuando el dolor cesó y hubo recuperado el resuello, se incorporó renqueante y se acercó
hacia el lugar donde había depositado sus pertenencias. Agarró la mochila y se volvió a sentar
junto al fuego con la pierna derecha bien estirada y apoyada en alto sobre una de las largas y
superficiales raíces de los goteros. De ese modo conseguiría aplacar los calambres que durante un
buen rato aún le acompañarían como las réplicas cada vez más lejanas de un devastador
movimiento sísmico. Abrió los desgastados cierres interiores y extrajo, con delicadeza y respeto,
el cilindro que allí transportaba. Lo sopesó con la mano derecha. No era muy grande y apenas
pesaba.
Había oído hablar de aquellos recipientes. Cualquier Hermano, por insignificante que fuera
su labor en el complejo entramado de la Orden, conocía su existencia, aunque muy pocos tenían
el privilegio de verlos, y mucho menos manipularlos. Todo Hermético poseía uno. En realidad,
se trataba de su más preciada posesión. Este era de piel negra, exquisitamente repujada en su
parte inferior con exóticas aves y flores procedentes de algún hermoso jardín imaginario. Deslizó
la yema de su dedo por una de aquellas magníficas representaciones que lanzaban perturbadores
reflejos de fuego bajo la fluctuante luz de las llamas. Abandonó sus contornos y prosiguió su
recorrido hasta la parte superior del recipiente. Allí el tacto era suave, casi aterciopelado, aunque
frío como la muerte que albergaba.
Estoy seguro que nunca volveré a posar mi mano sobre algo tan hermoso, se dijo con un deje de molesta
envidia, pues sabía que su alma, el espíritu de un simple Dracón, jamás reposaría en una joya
semejante.
Algo inseguro por lo que pretendía hacer, colocó su mano en la tapa con la intención de
abrirla para cerciorarse de que su valioso contenido seguía intacto. Deseaba contemplar aquella
maravilla nuevamente. Sin embargo la rosca no cedió esta vez a su presión. Sonrió con
resignación. ¡Qué estúpido!, se dijo componiendo una mueca de reproche hacia sí mismo. ¿De
verdad pensabas que podrías hacerlo? Tú solo has sido el recadero encargado de recoger el paquete destinado a ojos
más sabios y manos más dignas.
Forzarlo sería un sacrilegio, y ya se había sentido bastante indigno y miserable al ejecutar los
sagrados ritos funerarios sin poseer la preparación necesaria para ello. Seguía teniendo la
desagradable sensación de que había realizado una auténtica chapuza repleta de imprecisiones y
lagunas. Solo esperaba que el legado del venerable anciano no se hubiera dañado a causa de su
torpe actuación. Se recostó con el rostro vuelto hacia las estrellas y estrechó el preciado
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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recipiente contra su pecho, que subía y bajaba con creciente excitación al rememorar cómo había
sido testigo de un milagro que muy pocos hombres estaban destinados a presenciar.
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No había sido una experiencia fácil ni agradable deambular hasta la extenuación por el desolado
Desierto Rojo. ¡Agotador! Esa era la palabra que mejor definía su reciente viaje. Una ardua lucha
contra el reloj del tiempo, continuamente presionado por la obsesiva necesidad de llegar a su
destino antes de que todo se perdiera en la nada de la Eternidad. ¿Cuántos días habían
transcurrido entre la llamada de Shikiro y su llegada a la escondida morada del Hermético?
¡Apenas dos semanas!, exclamó no sin cierta perplejidad en su voz. Alzó sus pobladas cejas en un
gesto de orgullo y satisfacción que le arrancó una tímida sonrisa a sus finos y lastimados labios.
Estaba seguro de que ninguno de sus otros compañeros podría haberlo realizado en tan breve
lapso de tiempo. Recordaba haber maldecido a cada paso que daba la enfermiza necesidad de
aislamiento de aquellos hombres envueltos en el misterio. Solo el luminoso lazo que unía a todos
y cada uno de los miembros de la Orden de Draco había sido capaz de conducirle en línea recta,
sin titubeos, hasta el agujero excavado en las sangrientas arenas del desierto y que ningún ser
humano sin el don de la Visión habría podido encontrar jamás. Las huellas celestiales lo habían
conducido sin error hacia el tesoro que debía custodiar hasta el Templo de los Misterios.
Aún podía sentir en el estómago el nerviosismo y la inseguridad que lo habían asaltado
cuando se encontró por fin frente a la extraña morada del Hermético. Había empujado la puerta
y esta se había abierto sola, sin hacer ruido, como si un silencioso e invisible sirviente lo recibiera
a su llegada. Encendió el pequeño farol que encontró en un hueco de la pared, a su derecha, y
descendió lo que le parecieron un millón de escalones hasta llegar a la única estancia del reducido
habitáculo. Apenas había luz para distinguir las formas del sencillo mobiliario. Pero era suficiente
para llamar su atención sobre el rústico lecho que dominaba el espacio central. Un delgado y
consumido cuerpo yacía en él. El Hermético parecía muerto. Su corazón le golpeó el pecho con
la fuerza de una pesada maza de herrero al darse cuenta de que tal vez fuera demasiado tarde.
Colocó su temblorosa mano sobre el hundido pecho del anciano y sonrió con incredulidad al
sentir el lento latir de su agotado corazón. Un palpitar tan lento y espaciado que apenas se
percibía. Y antes incluso de finalizar el contacto… la vida cesó para siempre. Sintió un turbador
tirón en su alma cuando eso sucedió. Aquel hombre había exhalado su último suspiro en cuanto
sintió su presencia. Ni siquiera se había movido o abierto los ojos. Algo mucho más sutil que los
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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sentidos le había indicado que su hora había llegado por fin, que su legado ya se encontraba a
salvo.
Índigo se vio a sí mismo con claridad en sus recuerdos, sacudiendo la cabeza con
estupor, como si saliera de un trance. El demacrado rostro del anciano mostraba una sonrisa
beatífica que juraría no había mostrado a su llegada. Pero no era el momento para recapacitar
sobre ello. El tiempo corría en su contra. Buscó a su alrededor con la mirada y no tardó mucho
en localizar lo que buscaba. Tras la cabecera de la cama, sobre una rudimentaria mesilla de
corcho, se encontraban el cilindro de negra piel y los ungüentos necesarios para la ceremonia.
Dudando sobre el siguiente paso que tendría que dar en el largo y complejo ritual, su mirada se
volvió a posar en el inescrutable rostro del Hermético, y lo contempló con creciente admiración
y respeto durante unos breves segundos. Timerith, pues ese era el nombre grabado en el cilindro,
aún encontrándose al límite de sus fuerzas, había tenido la suficiente presteza de ánimo como
para dejar meticulosamente preparados los útiles necesarios para la ceremonia que el enviado de
la Orden debería ejecutar. Aquel hombre había mantenido alejada a la Muerte con su sola
voluntad, en espera de que alguien acudiera a la llamada de su espíritu. ¡Pobre hombre! Seguro que
esperaba la llegada de un Maestro de Almas y no un simple e inexperto Dracón como yo.
Cerró los párpados para apagar durante unos instantes el creciente fulgor del universo que
iluminaba la clara noche del desierto. Necesitaba ordenar las vívidas imágenes que su mente
seguía ofreciéndole. El cansancio parecía querer apoderarse por fin de su agotado cerebro. ¡Pero
aún no! ¿Y si hubiera tardado una semana mas? ¿O un mes? ¿Habría logrado el Hermético
mantenerse vivo hasta entonces? ¡Seguro que sí!, se dijo mientras apretujaba el recipiente contra su
corazón. Se contaban mil y una historias sobre los ocultos poderes de aquellos míticos eremitas.
Nunca las había creído del todo, pero ahora… ya no estaba tan seguro de ello. No había duda de
que aquel anciano moribundo había conseguido retener su espíritu en el interior de su
deteriorado cuerpo hasta que él llegara para que nada se perdiera. ¿Cómo habría logrado
semejante proeza mientras se encontraba oscilando entre la vida y la muerte, en el mismísimo
borde del Otro Lado? Se necesitaba mucha fuerza y coraje para disputarle un alma a la Muerte.
¿Qué albergaba aquel Hermético en el interior de su alma que consideraba tan valioso como para
no poder morir hasta habérselo legado al mundo? Nunca lo sabría. Solo el Sere conocería la
respuesta. Para él estaba destinado el cilindro. Solo él podría abrirlo sin dañarlo; solo él poseía la
potestad de penetrar en el sagrado recinto de la Cámara de Velos donde se albergaban los
sudarios de aquellos inescrutables ermitaños: el lugar más sagrado y místico del Templo de los
Misterios, el lugar donde sus almas inmortales ondeaban suavemente bajo una brisa inexistente
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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hasta la eternidad de los tiempos, en espera de que alguien acudiera a ellos en busca de sosiego…
y sabiduría.
Índigo tragó saliva y forzó a su agotado cerebro a proseguir con sus recuerdos. No quería
olvidar nada de lo que allí había sucedido. Estaba seguro de que su Maestro le pediría una
detallada descripción de los hechos cuando por fin llegara al Templo con su carga.
Tenía la vaga sensación de haber inhalado profundamente, varias veces, antes de aferrar entre
sus toscas manos el cilindro por primera vez. ¿Y si lo dañaba de alguna manera? Sus
movimientos eran torpes y dubitativos. El miedo al fracaso lo atormentaba pese a sus muchos
años de ejercicio como Dracón. Se sentía fuera de lugar. El Sere no debería haberle enviado a él
allí. Contuvo la respiración al desenroscar la tapa. Se había abierto sin dificultad en aquella
ocasión. Lo esperaba. Dentro, enrollado alrededor de un pulido y oscuro tubo de negrísima
caoba, descansaba el velo almar con que debería cubrir el cuerpo del anciano en su totalidad. Lo
desplegó de la manera que recordaba haberlo visto en la única ceremonia de ese tipo a la que
había asistido: la ceremonia que le había dado acceso a la Cámara de Velos, el lugar donde los
nuevos acólitos recibían la Visión, la luz que los conducía y los unía a través del mundo, la que
les mostraba las huellas celestiales que los guiarían en su función a lo largo de toda su vida. En
aquella ocasión se había tratado de los ritos funerarios de un anciano monje encargado de las
cocinas. Un hombre sencillo, un monje menor, que había pasado toda su existencia recluido en
el Templo de los Misterios al servicio de sus Hermanos. Pero aún recordaba con un agradable
estremecimiento, que hacía que se le erizara el vello del cuerpo, el hálito de misterio y maravilla
que le había embargado al contemplar la sombra que su espíritu había dejado estampada en el
fino y blanquísimo paño.
Pero nada de todo aquello lo había preparado para lo que presenció en el refugio del
Hermético Timerith…
Aspiró el viciado aire de la estancia hasta que sus pulmones se empaparon del olor a muerte
que lo rodeaba como un espeso manto de niebla. Tembló al percibir de repente la mordida de la
soledad, del aislamiento, del terror a perderse en aquel profundo agujero sin que nadie supiera de
él nunca más. ¿Sería esa misma angustiosa sensación la que habría sentido el Hermético durante
todos aquellos días antes de alcanzar por fin el deseado descanso? ¿Pánico a que él no llegara a
tiempo? ¿O se trataba en realidad de sus propios sentimientos, de sus propios miedos que lo
acechaban como algo que casi podía tocar? Tragó saliva. No recordaba haberse encontrado tan
solo y aislado en su vida. Se sentía frágil y desamparado en el interior de aquella guarida que
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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podría fácilmente ser engullida por el desierto circundante sin que quedara rastro alguno de su
existencia.
¡Herméticos!, escupió no sin cierto desagrado. Él jamás podría haber sido uno de ellos. Odiaba
la soledad aunque la mayor parte de su vida adulta hubiera transcurrido vagabundeando por el
mundo en solitario. Adoraba sumergirse en el bullicio de las ciudades y pueblos, escabullirse
entre la gente en un día de mercado y escuchar sus conversaciones, solventar sus pleitos… Y le
gustaba la lucha. En realidad, había llegado a convertirse en un guerrero extraordinario. Mejor
que muchos de los Maestros más reputados. ¡De eso sí que puedo presumir!, se dijo con una amplia
sonrisa de satisfacción que estaba seguro a Shikiro desagradaría de poder leer sus pensamientos.
Pero era cierto, no simple vanidad. Toda su furia contra el mundo la vertía en la lucha, en el
ejercicio, en el entrenamiento. Su rabia era demasiado intensa como para aplacarla con la vida
contemplativa que la Orden promulgaba como la meta de todo hombre. Sus furiosas pasiones se
reflejaban en cada uno de sus movimientos, de sus gestos, de sus palabras. Palabras feroces y
duras que sus Maestros y compañeros censuraban con frecuencia. Mesura, le habían
recomendado. Templanza le requerían. Fueron muchas las ocasiones en las que pensó que lo
expulsarían de la Orden debido a su ardiente temperamento. El motivo por el que no lo habían
hecho todavía se le escapa. Le gustaba pensar que… tal vez fuera su destreza y su despiadada
resolución lo que buscaban en muchas de las disputas que le enviaban a resolver. Disputas en las
que las palabras sobraban y en las que solo una rápida acción o un juicio determinante podían
zanjar.
Algo más calmado después de aquel breve desahogo, sacudió los brazos con brío para
desentumecerlos y darse calor. Pese al asfixiante y demoledor calor que había dejado hacía
apenas unos minutos en la superficie del Desierto Rojo, allí, en las entrañas de la tierra, donde el
endiablado Timerith había decidido establecer su morada, el ambiente se había tornado gélido y
húmedo, hasta el extremo que de su boca se escapaban pequeñas volutas de vapor cada vez que
realizaba alguna fuerte inhalación.
¡Juraría que a mi llegada no hacía tanto frío!, se dijo con creciente desasosiego. Paseó su mirada
por la reducida estancia. A la derecha de las escaleras localizó una pequeña chimenea que hacía
tiempo que no albergaba un buen fuego. Hacia allí se encaminó con paso resuelto. No veía ni
leña ni ningún otro combustible que le sirviera para calentarse. Y sin embargo tenía que haber
algo… porque pendiente del cañón de la chimenea descubrió unas llares de hierro oscurecidas
por el hollín en cuyo extremo inferior colgaba un pequeño caldero de bronce con el que sin duda
el anciano preparaba su comida.
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Reparó en una especie de pequeños ladrillos de forma cuadrada que descansaban junto a la
pared más cercana. Tomó uno entre sus manos. No identificó el material. Era liviano y despedía
un agradable olor a tierra mojada. Una idea acudió a su mente. Removió la gruesa capa de ceniza
del hogar. Allí estaban, ocultas, a medio consumir, media docena de aquellas piezas oscuras
dispuestas en dos filas paralelas. Volvió sobre sus pasos hasta el lugar en el que había depositado
su bolsa y extrajo de ella el pedernal que siempre le acompañaba en sus viajes. No tardó mucho
en obtener la chispa que buscaba. Esta se posó mansamente sobre una de las piezas, que
comenzó a arder casi al instante con una alta e inesperada llamarada. Enseguida lo hicieron sus
compañeras. Se apartó de la chimenea con cara de asombro, sin poder apartar la mirada de
semejante portento. El calor que desprendían era tal, que tuvo que retirarse para no terminar
sudando. ¿De qué coño estará hecho esto? Volvió el rostro hacia el cuerpo inerte del anciano y soltó
una espontánea carcajada. Si lo hubieras comercializado en el mercado de la capital te habrías hecho de oro, y
a la Orden contigo. ¡Sí, señor!, asentía al tiempo que agarraba las tenazas y retiraba a un lado la
mayor parte de los pequeños ladrillos. Creo que con dos habrá más que suficiente, sino este lugar se
convertirá en una sauna insoportable. ¡Y bastante calor he pasado ya para llegar hasta aquí!
Soltó un largo suspiro mientras contemplaba extasiado el azulado color de las llamas. Ya casi
estaba listo para iniciar un ritual que apenas recordaba.
Necesitaba agua. No le sorprendió encontrar un magnífico manantial de aguas limpias y
gélidas justo bajo sus pies. Retiró la trampilla que lo ocultaba y protegía, y extrajo varios cubos
llenos hasta el borde. Llenó el caldero y esperó a que el agua se calentara. Lavó con
meticulosidad el consumido cuerpo del anciano y lo recubrió completamente con las aromáticas
resinas de solyeo que encontró en el interior de una mellada vasija de barro rojo. Solo cuando la
laca color de miel se solidificó completamente y adquirió el aspecto cristalino del ámbar, se
permitió el lujo de detenerse durante unos instantes a recobrar el aliento. Se sentía fatigado y el
sudor le corría por la frente. Las manos le temblaban de puro agotamiento. No recordaba la
última vez que había dormido más de dos horas seguidas, o que se había sentado a comer algo
que no fueran dátiles secos y pan mohoso. Desde que había llegado a la morada de Timerith ni
siquiera se había detenido a beber un vaso de agua pese a la sed que lo atormentaba.
Volvió la cabeza hacia las escaleras por las que había accedido a la morada del hermético.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde su llegada? Allí abajo, lejos de la luz, en las entrañas
del mundo, era difícil calcular el tiempo transcurrido. Volvió a sumergir uno de los cubos en el
manantial y esta vez metió la cabeza en él hasta el fondo, dejando que el agua penetrara en su
cuerpo, en sus pulmones, en su alma.
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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Algo más revitalizado, volvió sus claros ojos hacia la pequeña cocina situada al fondo de la
estancia. Allí, sobre la mesa, se pudrían los últimos restos de la comida que el anciano no había
llegado a disfrutar. Su estómago rugió con fuerza. Pero nada de todo aquello era ya
aprovechable. Además, aún quedaban tareas que realizar antes de poder darse el lujo de
descansar y tal vez rebuscar en la despensa del difunto Timerith.
Despejó la mesa de un manotazo y la fregó con jabón para que ninguna impureza manchara
el paño que estaba a punto de desplegar sobre ella. Vertió los sagrados óleos sobre el velo almar
hasta dejarlo empapado por completo. Lo alzó en sus manos y con cuidado de no arrastrarlo en
su camino, se volvió a acercar hasta el cuerpo sin vida que yacía en el lecho. Se trataba de una
tarea que en circunstancias normales era ejecutada por cuatro monjes y un Maestro de Almas,
pero ahora solo estaba él. Lo dispuso sobre el aún tibio cadáver evitando las arrugas y las
dobleces. El velo se había vuelto transparente y se adhería al cuerpo del Hermético como si de
una segunda piel se tratara. Se retiró unos pasos y se secó las manos contra su raída camisa
mientras asentía con evidente satisfacción. Ya solo restaba esperar y recitar los salmos del Otro
Lado hasta que la estampación finalizara de forma satisfactoria. Y ese era un escollo importante.
Él no recordaba dichos salmos. En realidad nunca los aprendió. Jamás pensó que los necesitaría.
Tal como le recriminaba Shikiro con frecuencia, nunca prestaba atención a nada con lo que no
se sintiera directamente involucrado. Y la Muerte nunca fue una de sus prioridades.
Furioso y avergonzado con aquel jovenzuelo que había despreciado de semejante manera las
enseñanzas de sus maestros, se postró en el suelo con humildad, con arrepentimiento, apoyó las
palmas de las manos y la frente en el terroso suelo y optó por recitar las sencillas oraciones
escuchadas durante su niñez en boca de su madre. Hablaban de paz, de vida, de esperanza. No
sonaban tal elevadas como los graves cánticos de los Maestros de Almas, pero aún así esperaba
que sirvieran de consuelo y compañía al espíritu de Timerith durante su tránsito. Pero se durmió
incluso antes de terminar de reprocharse su dejadez. Tras el exigente y extenuante viaje, su
cuerpo, su mente, todo él, se sentía demasiado exhausto como para aguantar un minuto más…
Cerró los párpados. Sería solo un momento…
Se despertó enroscado sobre sí mismo en el polvoriento suelo, sobresaltado, avergonzado,
culpable por haberle vuelto a fallar a su Maestro, al Sere, a toda la Orden; mortificado por haber
dejado estropear algo de incalculable valor. ¿Cuánto tiempo había pasado durmiendo? Sus ojos
se dirigieron inmediatamente hacia el cadáver del anciano. ¡Demasiado! Se abalanzó
precipitadamente hacia el lecho y allí se detuvo apenas sin aliento. Su corazón dejó de latir, sus
pulmones se quedaron sin aire durante el tiempo que dura un pestañeo al contemplar el prodigio
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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que se había obrado mientras dormía. Un prodigio que a muy pocos les era dado contemplar y
que él había dejado escapar… Nunca volvería a tener una oportunidad semejante.
Retiró el velo con torpeza. Sus manos temblaban tanto que tuvo que detenerse y centrarse en
sus meks de control para recuperar la serenidad. Bajo el fino y ahora colorido paño solo
quedaban huesos. Un esqueleto perfecto y blanquísimo que parecía reírse de su culpa, de su
incredulidad y asombro. Unos huesos tan limpios y blancos como si el sol y la arena de cientos,
tal vez miles de años, los hubieran pulido hasta convertirlos en valioso marfil. No había rastro de
piel, ni de músculos, ni órganos o sangre. ¡Nada! Todo ello había desaparecido, consumido,
transformado en pigmento indeleble que perduraría por siempre. El poder y la voluntad de
aquella alma habían impregnado el paño de finísimo lino hasta dejar perfectamente estampada la
figura del Hermético en su pura superficie. Índigo no pudo menos que sobrecogerse ante la
contemplación de tan extraordinario milagro. Lo alzó con delicadeza entre sus nudosos dedos y
lo estudió a la fluctuante luz de las velas. ¡Era increíble! Allí estaba, hasta el más mínimo detalle,
el retrato de la persona que apenas unas horas antes no era más que un decrépito cadáver…
Desde luego el velo almar que ahora sostenía entre sus manos no se asemejaba en nada a las
imprecisas formas que recordaba haber visto estampadas en la Cámara de Velos. Esto era
diferente. Un complejo y detallista retrato de la persona que un día fue el Hermético Timerith.
Observó extasiado la dura forma de su mandíbula, que le ofrecía un aire de fuerza y
determinación que muy pocos hombres poseían; los finos labios casi inexistentes; su mirada
profunda y serena; unos miembros largos y bien formados que le habrían permitido convertirse
en todo un atleta de no haberse dedicado a la meditación. Se perdió un magnífico Dracón sin duda,
asintió con admiración hacia la imagen de un hombre en la plenitud de su vida.
Su alma sufrió un estremecimiento repentino. ¿Qué huella dejaría él tras su muerte? No era
una pregunta que se hiciera con frecuencia, pero en aquel apartado lugar, en compañía de tan
sagrada reliquia… Se sintió pequeño, indigno… Ahora comprendo Maestro, lo que significa realmente…
la Elevación… Plegó el paño con sumo cuidado, lo mejor que pudo, lo enrolló en la pieza de
caoba y lo introdujo en el cilindro que no se volvería a abrir más que en presencia del Sere.
Cualquier intento de apertura forzada terminaría con él.
Esa había sido la misión que se le había encomendado, la causa por la que su Maestro había
vuelto a aparecer en sus sueños después de tantos años. Aquel pequeño recipiente contenía el
tesoro que le habían enviado a buscar a tan remoto y solitario lugar. Ahora era su
responsabilidad mantenerlo a salvo y transportarlo hasta el Templo. Tal vez fuera la misión más
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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importante que se le encomendaría jamás. No pudo reprimir una repentina punzada de
aprensión en su pecho ante tan pesada responsabilidad.
Alzó el cilindro ante su rostro y lo contempló con un estremecimiento. ¡Herméticos!, susurró en
voz baja hacia las estrellas, como si temiera que algún oculto espía pudiera escucharle. Aquellos
hombres constituían la facción más antigua y misteriosa de las muchas que conformaban la
Sagrada Orden del Draco. Era la espiritualidad llevada al máximo, al límite de la razón. Jamás
comprendería su enfermiza predilección por los lugares aislados y apartados. Aunque tal vez
fuera esa lejanía, ese desinterés por el mundo y sus cuitas lo que les proporcionaba su
extraordinaria percepción de la realidad. Nada los distraía. El absoluto despego de los problemas
mundanos les proporcionaba una visión clara, limpia, sin interferencias de ningún tipo, sin
distracciones… Aunque a la larga, eso mismo era lo que terminaba con su capacidad para
comunicarse con sus semejantes. Herméticos los llamaban porque su pensamiento era críptico y
difícil de descerrajar. Únicamente el Sere poseía la llave de sus almas y sus legados.
Sin apenas darse cuenta, Índigo se había ido sumiendo poco a poco en los acogedores brazos
del sueño con el negro cilindro de piel fuertemente asido entre sus brazos. Pero su descanso fue
agitado, ligero, poblado de confusas y perturbadoras imágenes que al despertar no supo o no
quiso interpretar. Se incorporó con el corazón palpitante, dejando escapar sin querer el cilindro
que rodó hasta casi caer sobre la agonizante hoguera. Se abalanzó rápidamente sobre él antes de
que su superficie se dañara. Al mismo tiempo, instintivamente, empuñó la espada que
descansaba junto a él y se revolvió con todos sus nervios en tensión buscando el origen de la
voz. Había sonado cerca, demasiado cerca, directamente en su oído. No se trataba de un mensaje
escapado de sus sueños. La había escuchado con total claridad, como si alguien se lo acabara de
susurrar con los labios apoyados directamente en su oreja. Y las palabras que había
pronunciado… lo habían llenado de terror: Dracón, no será con agua con lo que saciarás esa sed que te
consume… ¡Seeed!
Esa última palabra, pronunciada como si fuera arrastrada por una gélida y aterradora ventisca
en la montaña, penetró hasta lo más profundo de su ser, hasta estremecerle, hasta hacerle
regresar desde el mundo de los sueños envuelto en molestos y fríos sudores. Desde luego no se
trataba de la voz de Shikiro, ni ninguna otra que hubiera escuchado con anterioridad. Profunda
como una sima sin fondo, rota como el graznar de un cuervo, eterna como el mundo…
Yolanda Martín López :: El Dracón y el Lobo de Fuego
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Ya no pudo volver a conciliar el sueño. Era inútil intentarlo siquiera. Permaneció tendido un
rato, alerta, aguardando a que el susurro regresara, intentado desentrañar el misterio que lo
envolvía. Pero tras una breve espera en la que nada sucedió, decidió que era una pérdida de
tiempo esperar por más tiempo en aquel lugar. Se estremeció. ¿Qué habría sido aquella voz? Su
mirada se dirigió hacia el cilindro que sobresalía de la mochila donde lo había vuelto a depositar.
Entrecerró los ojos y alargó la mano para volver a tocarlo, pero la retiró con auténtico pavor,
como si ahora contuviera una serpiente venenosa, o su superficie ardiera como el Infierno. ¡No,
no puede ser!, se dijo sacudiendo la cabeza, aunque tal vez esa fuera la explicación más plausible…
No hay ningún lazo que me una a este hombre. No me conocía. Las almas de los Herméticos no se comunican
con los simples Dracones como yo. Seguramente el agotamiento y la soledad le habían jugado una mala
pasada a su cerebro. ¡Necesito llegar cuanto antes a algún lugar habitado o me volveré loco! ¡Herméticos! No
me extrañaría nada que todos terminaran como cabras…
Antes de que el alba despuntara ya había recogido sus escasas pertenencias y se disponía a partir.
Retiró los espinos que había colocado la noche anterior y se volvió para terminar de apagar los
rescoldos de la hoguera con el pie. Y mientras realizaba dicha operación, se dio cuenta de que las
huellas celestiales que apenas unas horas antes le indicaban el camino hacia las montañas habían
desaparecido. Sorprendido, giró sobre sí mismo tratando de buscar una explicación. Allí estaban
otra vez. Pero ya no se dirigían hacia el norte, hacia las Cuatro Hermanas, hacia el Templo…
sino hacia el este. Pero… ¿qué demonios está pasando?
Una hoja seca del gotero se descolgó ante su rostro hasta caer sobre los restos de la consumida
hoguera, donde murió con un apagado gemido. ¡Sed!, pareció susurrar en su agonía. Los ojos de
Índigo se abrieron desmesuradamente, su boca quiso gritar pero el sonido no logró traspasar su
árida garganta. Era la escena que había visto en su pesadilla justo antes de escuchar la voz…
Entonces… ¡No ha sido un sueño producto del cansancio…! Era un mensaje. Pero ¿de quién?
Contempló hipnotizado la forma que comenzaba a revelarse ante su atónita mirada. Un reguero
de agua procedente del árbol había avanzado hasta crear una pequeña corriente que desembocó
en la ceniza dejando aislada una porción de tierra en lo que parecía un gigantesco meandro.
Mecánicamente volvió la cabeza hacia las resplandecientes huellas celestiales que le indicaban
su nuevo rumbo. ¿Debería seguirlas? Titubeó durante unos instantes. Reconocía el lugar
insinuado en la ceniza, lo había visto representado en rojo, con un puñal clavado sobre él, en los
mapas de una de las guarniciones de la Baronía Nolen, de la que había logrado escapar por los
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pelos de ser ajusticiado, gracias a la ayuda de un veterano soldado que aún conservaba alma y
recuerdo de las arraigadas creencias de sus mayores…
¡La Montaña de Agua!, se dijo en voz alta tratando de encontrarle algún sentido a todo aquello.
Negó con la cabeza y cerró los ojos un instante con la infantil esperanza de que se tratara de
alguna alucinación producto de la falta de sueño. Pero al abrirlos nuevamente… allí estaban las
brillantes marcas de pies desnudos, encaminándole directamente hacia el este, hacia el último
bastión que aún resistía a la tiranía del Rey Brujo. ¿Por qué ir hacia allí en aquel momento? ¡Sed!
Y esta vez la sentía como algo vivo corriendo por sus venas, corroyendo su alma…