La habitación tenía un agobiante olor a pescado. Imagino que saben a qué me
refiero, es un olor desagradable, fácilmente identificable con el olor del pescado. No
afirmo, advierto, que en efecto fuese un pescado la fuente emisora del olor, pero era
algo así. Haciendo honor a esa convención, digamos que se trataba de un olor muy
similar al del pescado, si es que no a pescado mismo; el pequeño hijo de Manuel se
acercó a su padre, un tipo cansado que viene llegando a una hora razonable a la casa
(es verano y el sol entra firme por la ventana del living en este departamento hermoso
cerca del parque Bustamante), para decirle que hiciera algo, porque había olor a
pescado y se volvía insoportable. Manuel llega hasta la pieza y le encuentra la razón a
su hijo; considera que el mal olor no es soportable y que hay que ponerle fin; así que
comienza a buscar la fuente de las emisiones. Primero piensa en que aquello que tanto
lo perturba es un elemento en proceso de descomposición, e imaginando que es
comida que el niño escondió, se dirige a los lugares en que pudiera estar depositada;
bajo la cama, en el clóset, en el interior de una zapatilla o en la mochila. Nada. Cambia
de tesis, puede ser una fuga de gas tristemente malinterpretada. Si bien el padre de
Manuel reconoce la diferencia de olores, nunca se puede estar seguro, así que retoma
su búsqueda con mayor pasión, dado lo mortífero de esta posibilidad.
Un par de horas más tarde estaba todo descartado, incluso el departamento
vecino, la calle y el restorán de al frente. Nada parecía emitir olor a pescado, mientras
en la habitación persistía; la situación estaba de hecho, poniendo a Manuel nervioso,
sacándolo poco a poco de sus casillas, tanto porque el olor empeoraba, como por el
hecho de que se sentía vulnerado en su rol de padre protector y superhéroe infantil
para Manuel. Cuando se disponía a bañar a su hijo, en un acto de desconfianza sólo
achacable a su desesperación, entra Alejandra, su hermosa mujer con unos jeans que
lo distraen del mal humor por un segundo, y le pregunta calmadamente qué pasa, que
porqué se encuentra alterado y qué puede hacer para solucionarlo. Pregunta una cosa
tras otra y Manuel no está de humor. Luego de una conversación que amenaza
volverse discusión, Alejandra señala posibilidades, Manuel responde que ya cotejó
esas opciones, y luego ella tiene una gran idea.
Caminan juntos, con una ansiedad que crece (Manuel tiene la capacidad
extraña de contagiar a su mujer con sus estados de ánimo, y a una velocidad que
merece admiración) y el niño los sigue de cerca. Empiezan a oler atentamente cada
lugar plástico del que emane calor producido por una fuente eléctrica; soquetes de
ampolleta, enchufes, más enchufes, alargadores y algunos electrodomésticos. Como la
pieza no es muy grande, no demoran en dar con el causante. Es la televisión. Un
aparato viejo que dejaron casi simbólicamente en la habitación de José. Manuel no se
extraña, de hecho le parece predecible; Alejandra lo lamenta, ese artefacto se lo dio su
padre a comienzos de los noventa, fue el primer televisor con control remoto que
tuvo, y en aquellos días, era una revolución en el hogar.
El olor no venía del enchufe o del cable, sino del interior mismo del aparato,
como rápidamente comprobaron, así que Manuel trae las herramientas y decide que
se encuentra capacitado para deshacer el entuerto con sus propias manos. Saca la
cubierta, y dentro del aparato encuentra media docena de pescados. A este respecto
debo recular y decir que en efecto, el olor al plástico de un enchufe o un gollete
expuesto peligrosamente al calor resulta muy similar al olor del pescado, pero en este
caso se trataba de pescado real, así que imaginaran, como es ya muy probable, que era
un olor aun más parecido al del pescado.
En el noticiero, ambos habían escuchado a los reporteros aludir una y mil veces
al asesino serial conocido como el pescador; pero con esa mágica ilusión que provoca
un mundo sobrepoblado, moderno y cosmopolita, nunca hicieron la operación mental
de ponerse ellos mismos dentro del relato de la realidad que les planteaban. Es como
Pedro y el lobo; la sociedad administrada, la realidad hecha a medida de los poderosos,
tiene instaladas pantallas en cada rincón, de todo tipo color y aroma, y vomita por ellas
información acerca del peligro de estar vivo y del peligro funeral de vivir arriesgándose
a poner un pie fuera del horizonte de predictibilidad; tarde o temprano, tanto discurso
de violencia, de agresión y muerte, de desmedido peligro y absurdos resultados
lesivos, termina por cauterizar la mente y dejarlo a uno extenuado, escéptico a tal
punto que puede enajenarse de ese todo caricaturesco que nos tatúan desde los
medios de comunicación masivos y las unidades familiares. Así fue como un detalle
más dentro del cuadro del Bosco que uno mira cada día en las noticias de las nueve no
afectó a la feliz, joven y pequeña familia conformada por dos Manueles y una
Alejandra. Desde la nada misma, ahora todo se les venía encima como una tormenta.
El pescador era un sujeto que gustaba de asesinar a pequeñas, jóvenes y felices
familias; particularmente aquellas de las que habitan en comunas ubicadas sobre plaza
Italia (recordemos que estos tres individuos viven en un departamento justo más
arriba de la plaza por una o dos calles) y su firma es dejar, horas antes de hacer su
ataque, media docena de pescados en algún lugar del hogar, y una botella de pilsener
Cristal a la mitad en la parte de las verduras del refrigerador. Alejandra y Manuel se
miran asustados y corren a la cocina para abrir el refrigerador y encontrar, como es de
esperarse, la botella de Escudo de Manuel a la mitad, pero no la de Cristal. Suspiran
absurdamente tranquilizados por la ausencia de cerveza, como obviando la presencia
terrible de los pescados en el televisor, y en ese momento escuchan un eructo a sus
espaldas. Se voltean y ven a un sujeto de un metro setenta y cinco vestido
completamente de negro, con una máscara hecha de piel de pescado en forma de pez
globo, en la cual sus ojos negros sobresalen como espadas. “Disculpen” les dice
empinando la botella por última vez, antes de comprobar la cantidad restante en su
interior y ponerla en la sección de verduras del refrigerador.
“Ahora si”
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