Post on 11-Feb-2020
EL MISMO BUSTO EN LA MISMA ESQUINA
Juan Madrid, Regalo de la casa. Colección Etiqueta Negra, Ediciones Júcar, 1986.
S i algún día cayeran en beneficio de una forma política con mayor progresismo los inventores del «cambio», Juan Ma-
drid debería escribir la novela conmemorativa del suceso, y ésta qui- �zá pudiese ser considerada la equi- �valencia hispánica a la obra de Wi- � lliam Riley Burnett Alrededor del ci.ireloj en Volari's, donde se celebra-ba el fin de ocho años de hegemonía republicana y el nuevo advenimiento del partido demócrata.
La cuádruple hipótesis me ha sido sugerida por esta parábola política, colmada de carne de desecho, que Juan Madrid presenta bajo el título Regalo de la casa. Me anticipo al comentario canónico de algún reciente funcionario ministerial con pulcro pretérito en la izquierda militante: ya sé que ahora es posible publicar novelas como Regalo de la casa y antes no. Por algo se habla en nuestro país de novela negra, un género que ya existía en Estados Unidos a través de los mandatos presidenciales de Calvin Coolidge y Herbert Hoover, quienes no eran precisamente socialistas. Y tal vez la relativa permisividad actual constituya la causa, directa o indirecta, de que la última novela de Juan Madrid se denomine, en todo caso certeramente, Regalo de la casa.
Evidentemente, el título tiene apoyo narrativo: el foco de la criminalidad que campa por la novela reside en una empresa comercial. También cuanto quiera referirse a los significados de Regalo de la casa emerge de la ficción: ahí está el secreto, a voz furiosa, de que tales significados se escalonen, paralelamente al desvelamiento de los hechos, hasta la imposibilidad de su culminación ( el fin épico que desearía todo lector perverso, categoría en la que me incluyo por supuesto, es inviable, y de ahí su reemplazo, similar en estrategia a
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la célebre partida de cartas de Viridiana, por la irrupción tumultuosa del protagonismo en la mansión de la empresaria, arrollando a los sirvientes).
En relación a que sólo la derrota resulta verosímil, el relato en primera persona se acoge a una perspectiva que invierte con eficacia las reflexiones chandlerianas sobre los efectos corrosivos del paso del tiempo. A lo largo de la novela no es el marchitamiento de las cosas lo que las envilece; su degradación procede de cuando eran jóvenes, y el problema reside en su mantenimiento. El máximo furor de la narración recae, gracias a un inteligente ánimo de alegría, en exteriorizar que lo que no ha muerto mata. Vía capitalismo salvaje, vía homicidio. El enfoque narrativo responde a un instintivo cansancio del personaje principal, cuya mirada no logra de su entorno más que reflejos de su propio envejecimiento. Incluso cuando un policía comenta la llegada de un presuntamente jubilado al cargo de comisario: «A eso le llaman el cambio. Es la nueva política del ministerio. Cuanto más viejos, mejor».
La sensación de vejez que trasladan las páginas de la obra no se refiere, desde luego, a la edad; la acumulación individual de años actúa como símbolo, recurrido por cierto con significativa insistencia a través de la figuración. El declive está en la superviviencia, en que el transcurso del tiempo haya sido acompañado por la mutación. Des-
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de tal punto de vista, la narración en primera persona se bifurca hacia la melancolía y hacia el testimonio; el pretérito policial y la presente actitud del protagonista confluyen en su descripción de una dependencia de la Dirección de Seguridad: «Todo tenía la misma decoración que recordaba: maderas viejas, cortinones, lámparas de casino de pueblo y el mismo busto de Franco en una de las esquinas». El capítulo correspondiente, clave también con respecto al contexto de decadencia que recubre la novela, adquiere singular relevancia en lo referente a una estructura dramática donde los personajes aparecen y se conducen como despojos de un muy concreto pasado. En un mundo que teóricamente ya no es suyo pero del que conservan las riendas. La herencia de Chandler no se manifiesta por inversión, sino por adecuación, en el diálogo del comisario antes aludido y el protagonismo: «No somos unos chapuceros». «Cuando el muerto es rico no sois chapuceros, es verdad». Asimismo, en una reflexión del narrador sobre el auge de la droga: «Para un traficante mediano cien millones de pesetas no es demasiado dinero y cien kilos deja ciega a mucha gente: policías, jueces, fiscales, comisarios».
Ni la arquitectura del relato mediante una concatenación de símbolos, ni la fuerza expresiva a través del culto a la alegoría, hubieran podido cristalizar si Juan Madrid careciese de su cercanía espiritual
a los clásicos literarios del género negro; por otra parte, su habitual práctica del periodismo-denuncia contribuye a sus aproximaciones hacia los hombres que en la Norteamérica de antaño empleaban el estilo behaviorista para remitir a las altas esferas de la sociedad la siembra del crimen. De alguna forma, las novelas de Juan Madrid han afrontado la transición ( o, si se cree más justo, la época democrática) con un aliento equiparable al de los colaboradores de la antigua Black Mask comprometidos en el desvelamiento de la corrupción; los gangsters que reinaban antes de Roosevelt no estaban, por supuesto, lejos del fascismo.
Si aún se duda de que los calificativos «crítico» y «testimonial» resultan excesivos para el género negro, lease a Juan Madrid. Y si se quiere saber sobre el «cambio» algo más que lo exhibido por las crónicas devotas, véase en profundidad este Regalo de la casa.
Javier Coma
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DE LA NINEZ
EN LOS
TREINTA
Mercedes Neuschafer-Carlón, La
acera rota. Ediciones Juan Granica, S. A., Barcelona, 1986.
U na niña, de los cuatro a los nueve años, entre 1934 y 1939, en Oviedo y en otros lugares de Asturias: existe entre las agi
taciones de la revuelta asturiana, el asedio de la capital en el primer año de la Guerra Civil y toda la duración de esta guerra y sus primeras consecuencias tras el desenlace. Esa niña, Elena, es la mirada pura y la asomante reflexión hacia las que la narradora se inclina atentamente, a corta distancia en el sentir pero lo bastante larga en la contemplación para hacer aparecer a la criatura como otra e imaginaria y no como ella misma al cabo de los años.
La niña oye hablar a los adultos de cosas importantes, quiere que la dejen en sus juegos y no la llamen a cenar, percibe la hospitalaria lar-
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gueza de su madre, detesta comparecer en las «visitas», desde los cinco años intuye lo que será llegar a los cincuenta, admira a un niño algo mayor que tutela a ella y a sus hermanos o amigos y que muere, ve por primera vez un cadáver, imagina con sus compañeros un tesoro escondido en un sótano, siente un gran desconsuelo al pensar que sus padres vayan a morirse, desea jugar siempre incluso cuando sea mayor, pasa con encogido respeto por delante de un cementerio, disfruta a sus anchas en la gran playa de los juegos comunes, escucha embelesada los cuentos que en serie le relata su padre, desborda de alegría cuando comprueba que sabe leer, se hastía con el solfeo, créese incapaz de matar jamás una gallina torciéndole el pescuezo, advierte el tono falsamente animado con que la gente habla a los pequeños, asiste al extravío de un hermanito, se prepara en la catequesis, hace la primera comunión.
Cualquier niña, o niño, de tal edad, en familia de la burguesía media (y aun de la baja y la alta si se retoca algún detalle) habrá vivido, estará viviendo y vivirá, entre otras, las experiencias aludidas, que son como invariantes infantiles, sobre todo el deseo y la promesa de jugar perpetuamente. Así, cualquier lector de cualquier pueblo occidental y tiempo moderno habrá de leer La acera rota con el deleite de la corroboración, un deleite tan legítimo y tan hondo como el que puede ofrecer al otro extremo la fantasía más i.mprevisible. En ambos extremos es doble el encanto si el narrador -como aquí sucede- acierta a ser genuino, ingenuo, no por obligación sino por empatía.
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la �égo ...
REVISTA «LUEGO ... »
Núm. 3
Historia y significado de la distinción emic/ etic (y 11) - O. MASOTT A: Freud y la estética -F. FERNANOEZ, R. GRATACOS y E. AGUILAR: La formación de imágenes mentales desde la percepción táctil - U. ECO: Innovación y repetición: entre moderna y postmoderna estética - S. TORNAY: Color y simbolismo en la vida de los Nyangaton - R.CALLO IS: Máscaras - M. CHEBEL: El cuerpo escrito. RESEÑAS BIBLIOGRAFICAS.
Núm. 4
J.L RODRIGUEZ ILLERA: Lógica y dimensiones de lo creativo - M. HARRIS: Por quéel perfecto conocimiento de todas las reglasque hay que saber para actuar como un nativo no permiten saber cómo actúan los nativos - F. PESSOA: Fragmentos filosóficos: larelación cuerpo-alma - F. HERNANDEZ: Elmapa cognitivo del parque: los procesos dela representación y la intervención en el diseño - N. LAZAR O: El jardi mirall de l'home -TOMAS DE AQUINO: Catequesis sobre la resurrección - A. CAR DIN: Entrecortadas noticias de América - RESEÑAS BIBLIOGRAFICAS.
Núm. 5
CI. LEVI-STRAUSS: Psicoanálisis y mito - D.HONISCH: Arte y espacio público - V. SEGALEN: Del exotismo como una estética delo distinto - F.C. LADO: Una entrevista conKevin Lynch - A. CARDIN: El sentimiento religioso actual - J.J. MORENTE: Acerca delsurgimiento de las «nuevas tecnologías» - O.PI SUNYER: La historiografía de AméricoCastro desde el punto de vista antropológico - RESEÑAS BIBLIOGRAFICAS.
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Los lectores de La acera rota capaces de obtener un efecto corroborativo más intenso serán, con todo, los que puedan, evocando aquel tiempo histórico irrepetible, decirse a sí mismos mientras leen la novela: Yo también, a esa edad, oí disparos en la calle y gritos de «iadentro, a casa!», yo también oía cantar «Soy el novio de la muerte», fui vacunado contra el tifus, preparé a escondidas o pobremente un «nacimiento» con mis hermanos, yo también comía la escasa ración muy despacio para que durara más, también mi padre fue buscado por unos hombres que se lo llevaron lejos, también yo sentía cómo al vecino lo sacaban de noche para darle el paseo, también aquellos colegiales llevamos antes o después camisa azul, también una criada cantaba por la ventana «lDónde estás, corazón?», también recuerdo a las Shirley Temple de la localidad, también vi por mucho tiempo a una pobre mujer en un portal junto a una cesta con regaliz o chufas, también ayudaba yo a mimadre en la cocina y le encendíacon papeles torpemente la hornilla,también noté la escualidez y laaflicción de los vencidos, tambiéna mí me daban a leer vidas de santos, también hice la primera comunión. También.
El interés que puede hallarse en la ajena confirmación de lo vivido por uno mismo (virtud notoria del «realismo» de cualquier época) consistiría no sólo en la confederación tácita del lector con el autor dentro de la profunda confianza que éste sepa inspirar a aquél reiterándole la verdad común a ambos (como en toda amistad), sino ade-
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más en el hecho de que la reiteración de la experiencia aparezca configurada por la imaginación y el estilo en una obra concentrada y trascendente, fuera de la dispersión y el fragmentarismo de la confidencia privada.
Simboliza la «acera rota» del título de esta obra (quinta de las publicadas con merecida fortuna por Mercedes Neuschiifer-Carlón) el transcurso de los años de infancia salvados en sus páginas, sugestivas en gran manera por su conseguida sencillez aparente. Las rayas bien marcadas y ordenadas de la acera de su calle, que Elena trataba de saltar sin pisarlas porque pisarlas era condenarse (pág. 36), al terminar aquellos ásperos años ya no se distinguían, destrozada como estaba la antes ancha y limpia acera (pág. 223). iAcabados los juegos!, aunque también -verdadera «liberación»- el temor a la condena.
Minúscula «novela de aprendizaje» por la disposición formativa de su protagonista y por el desarrollo conducente a una maduración temprana, el último relato de Mercedes Neuschiifer-Carlón sobresale por una rara dote: el tacto, el tino, la medida con que la autora labra el texto en forma de breves escenas flotantes, discretamente ensartadas al hilo de una memoria de ligero vuelo y verificadora visión. Si esta calidad recordativa conlleva a veces acentos del Azorín de Las confesiones de un pequeño filósofo y del Delibes de El camino y El príncipe destronado, una veta unamunesca aparece en el anhelo de perenne vida corpórea y concreta que anima a la tierna Elena.
Parecería extraño (algo así como si la narradora se hubiese superpuesto a la heroína) que niña de tan poca edad padeciera tan fuerte obsesión con la muerte (en las páginas 30, 57, 72, 78, 120, 162 aflora esa obsesión como un motivo primordial del libro). Pero no hay lugar para la extrañeza si se recuerda el signo conflictivo y luctuoso de los años acotados y si se piensa que el niño -todo niño sensitivo-, por hallarse a mayor lejanía del fin normal de la existencia, conoce apenas
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la muerte y quiere saber siempre algo más de aquello que aún no puede comprender.
Suele sentirse alguna prevención frente a los adultos que hablan a los niños como «pequeños» y ante los escritores que hacen literatura «para niños». La acera rota no es reducidamente una novela para niños, aunque éstos la lean con gusto y con provecho: es una novela, y una buena novela, para todos los que recuerden que fueron niños y deseen con la autora volver a serlo -contra la muerte- durante el sueño quedamente efusivo de tan cordial, veraz y delicada lectura. Narraciones acordes sobre conciencias o destinos infantiles de primera memoria compusieron, conplanteamiento afín al de La acerarota, hermanos mayores de Mercedes: Ana María, Josefina e Ignacio,Carmen y Rafael, Jesús y Juan yMedardo, «los niños de la guerra»,y lo que a ella la singularizaría dentro de tal familia sería la perfilada ycálida sencillez del ademán, nuncaimpasible.
Gonzalo Sobejano
OUT OF TIME
Ramón Buenaventura, El abuelo de
las hormigas; Madrid, ediciones Hiperión, 1986.
N o fármaco de la memoria,sino simulación de ella,la escritura -escribe Platón, en líneas memorables. No verdad, aletheia,
la poiesis, el éidolon, simulacro. Tras una prolongada vida en la
escritura, en la poiesis, tras de un
proyecto que pasa por Rimbaud y Lautréamont, virados a la imposible lengua castellana, que pasa por una de las más notables -y anómalas- antologías joven-poéticas que este país ha visto en estos últimos años, tras de haberse asenderado en casi todas las variantes de la palabra escrita, para no ser, al fin, en todas ellas, sino poeta, que es lo verdaderamente suyo, Ramón Buenaventura ha retornado al mito.
Como al Platón de siempre, como al Aristóteles del libro A de los
Metafísicos, la experiencia lamentable del tiempo -que erosiona y fosiliza irremediablemente toda escritura que sólo se quiera mímesis, hasta tornarla objeto sin aristas, romo, pulido y como anímicamente blanco- le ha venido a imponer ese relato del tiempo (y, como tal, necesariamente fuera del tiempo) que es el mito. Sólo el tiempo es, en efecto, el tema, el objetivo, el blanco amenazado que centra la espiral riquísima de palabras que quiere ser, que es, su último libro: El abuelo de las hormigas. Y como para el Platón del Fedro o el Plotino de la Enéada VI, como para el Aristóteles del libro A o para el Schelling de Erlangen, como para el Marx de la sección VI de aquel libro que quiso ser el mundo ... , escribir en el tiempo sobre el tiempo (tal vez escribir el tiempo, desde el tiempo suspendido) no es -no puede ser-, para Ramón Buenaventura, sino declarar formalmente una guerra -que no podría tener cuartel- a ese orden mentiroso y mezquino de las cosas, al que este tiempo nuestro -todo tiempo, no nos engañemos- llama mundo.
«Llama», escribo. Y sé ya que me estoy mistificando. Llamamos -confesémoslo. No hay héroes intangibles en el tiempo apalabrado
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de los hombres. El animal que habla -no digo ya el que escribe- está en el orden que el sentido inalterable de las palabras impone. Cuán precisa la formulación de Buenaventura -que un Espinosa no hubiera rechazado-: dioses son las palabras; Dios, tal vez, la lengua.
Dios -lo infinitamente odioso, claro. También nosotros, sólo lengua. Nosotros, que en ella somos brutalmente poseídos, literalmente hechos, transitados por el orden sin fisuras al que desesperadamen-
te detestamos. Decir el tiempo, que es decir el orden de las palabras que nos tornan tiempo, es decir el dios abominable que, en nuestro imposible espíritu de inalterables fórmulas verbales, es nosotros en lugar del nosotros que hubiéramos gustado imaginar, que imaginamos, a veces, a modo de consuelo miserable. Como la muerte epicúrea, el deicidio nos es, así, materialmente imposible. A su simbólica desesperada, su representación litúrgica y perversa en la escritura ( esa enfermedad teológica de la inteligencia) llamamos
' precisamente mito: supresión metafórica del tiempo de decir el mundo ( que no es sino el conglomerado temporal de esos coágulos de tiempo muerto: las palabras). Decir el tiempo, el mundo, los campos interferidos del lenguaje que son el tiempo, el mundo. Desde la poiesis que es la memoria (lo que es lo mismo: desde la escritura que lucha a muerte contra la escritura), la historia, toda historia, es autobiográfica, la guerra, toda guerra, ritual suicidio.
«Mi generación -escribe hoy Ramón Buenaventura- es el enemigo. No volváis nunca a mencionármela». Traduzcamos su declaración de guerra: el enemigo, yo. No volváis nunca más a mencio-
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narme. Si el horror de este tiempo -todos los tiempos fueron espantosos, cierto, pero éste es el nuestro y, por consiguiente, el úniconos es tan literalmente insoportable, no es sino porque él somos nosotros, porque nada de su monstruosidad nos es ajeno, porque ninguna sordidez, ninguna mezquindad existe en él que nos sea reconocible como nuestra. Somos él.Por eso nuestro odio hacia él es infinito y terrorista. Tanto como el simulacro de vida que él nos otorga.
Una genealogía de esta cloaca inmunda en que vivimos, una genealogía de las voraces ratas que en ella imponen, despóticas, un mando que es vicario de la muerte, lcómo poder emprenderla, si no es bajo la mítica poiesis de la autobiografía -esa variante, específicamante moderna, de la tragedia? Tal, El abuelo de las hormigas.
Desde la soledad -lqué otra apuesta decente, en un tiempo como éste (esto es: en cualquier tiempo)?-, el tiempo y la memoria: mirada hacia las cosas, que son todas yo. Sólo tras de la muerte en vida se reconoce el mundo que fue nuestro (que imaginamos nuestro) y, ahora, sólo extranjera bestia en un rincón de cuyo carcomido rostro nos es aún posible reconocer el pliegue de una sonrisa triste que, hace muchísimo tiempo ya, nosotros inventamos. Este mundo odiado, en fin nosotros lo hemos hecho -si es que hacer algo es posible: élse ha hecho, mejor, en nosotros,por nosotros, haciéndonos, burlándonos, deshaciéndonos ahora,cuando ya no le servimos para nada. Nadie podrá decir que renegamos de nuestro magisterio de brujos aprendices, de ilusorios demiurgos. Odiando nuestro mundoen la memoria del presente, nos
odiamos; diciendo la intolerabilidad de ese ser suyo que es implacable espejo, no de lo que quisimos o soñamos ser, de lo que fuimos, somos; diciendo el asco que nos transita y que es, al fin, nosotros, algo en nuestra escritura puede semos -lo es, en todo caso, en El abuelode las hormigas� esa navaja limpiade barbero que añora tercamentenuestra muñeca izquierda ...
De un solo y definitivo tajo, suprimir irreversiblemente el mundo. La escritura, el mito, exorcizan - tal vez sólo proponen-la imposibilidad de la vida en un tiempo estancado como éste. Cuando el pasado no quiere acabar de morir,cuando el futuro no puede acabarde nacer a la vida, acaecen tiemposmórbidos -pensaba, desde el justocalabozo, cierto intratable terrorista. Los tiempos que él previera sonlos nuestros. Ramón Buenaventuralos ha contado con un tono que amí me da a veces miedo y que, enél, quiere ser sabiamente sosegado,fingidamente de vuelta de las cosas. Tal vez porque, desde la fortaleza de su autobiografía, el abuelode las hormigas aguarda aún (nodigo «espera», demasiada inteligencia hay en su texto como parapermitirse tal tipo de engaños) lallegada de «esos pequeños bárbaros, recién llegados de los criaderosque, lustros ha, montamos en lasfronteras con los desiertos». Y porque yo, yo ya no aguardo nada. Loscriaderos fueron arrasados por el soly la arena. El desierto está ahoraaquí, somos nosotros ... y nunca másel tiempo estará de nuestra parte.
Gabriel Albiac
HACIA UN
TEATRO NO
GARBANCERO
M adrid, origen y centro de muchos avatares culturales, progresa poco en esto del teatro. El matiz antañón que tienen los
escenarios de la capital está reflejado con elocuente coherencia en los espectáculos que se representan en tan vetustos edificios. Se ha pasado
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de lo privado a lo concertado, de la empresa particular a la pública o semipública pero seguimos viendo los mismos nombres haciendo las mismas cosas. Repasemos y cotejemos nuestra cartelera con la de hace veinte o veinticinco años y encontraremos de cabeceras de cartel, en sus correspondientes cometidos a Rodero, Arturo Femández, Alberto Closas, Aurora Bautista, M: Femanda D'Ocón, Mañas, Tamayo, Buero Vallejo, María Asquerino, Juanjo Menéndez, Garisa, José Luis Alonso, Mari Carmen Prendes, Vicente Parra, Alonso Millán, Pedro Osinaga, Perez Puig, Morera, Concha Velasco ... Este revuelto catálogo de actores, actrices, autores y directores me parece bastante orientativo sobre las ofertas actuales. Un Sastre de los sesenta y un Mishima montado y dirigido como una producción del TEU completan una prngramación que afecta a veintitantas sallas. Un público de la tercera edad, biológica o mental, en la mayoría de las ocasiones escaso, en otras un poco más nutrido, sobre todo los fines de semana o cuando se sabe que la comedia es divertida según la peculiar concepción del entretenimiento de tales espectadores, un público así constituye la clientela de esta arqueología cultural.
lEs que en el Madrid actual, lugar de variopintas «movidas» de todo tipo, no hay capacidad para generar espectadores un poco menos fosilizados? Las pretendidas vanguardias del último Festival de Otoño, restos de serie de celebraciones similares europeas, sobre todo parisinas, o mitos norteamericanos devaluados como Foreman no logran sacamos del insípido estado en que se encuentra nuestra recalcitrante afición, a pesar de las ilustradas intenciones de los abrumadores neoburócratas culturales.
De pronto, con el comienzo del año, un inesperado «happening-verité», interpretado por adolescentes airados nos sorprendería a través de una participación inconmensurablemente más rutilante que aquella realizada en Oviedo por los universitarios de los sesenta a cuento de la guerra del Vietnam. Pero dejando de lado este diurno espectáculo de «calle» al fin vislumbramos dos lucecitas que alumbran con entidad distinta semejante panorama. Una de estas luminarias desusadas es «El Público» de García Lorca estrenado por
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el CDN (Centro Dramático Nacional).
Una lectura atenta de tan curioso e importante texto póstumo del granadino nos confirma e ilustra sobre la prosa poética plena de términos antitéticos y de símbolos antagónicos que se plasman en una concepción platónica, teñida de moda surrealista y de clasismo shakespeariano. Obra abierta, imaginativa y plural, que excita la fantasía consustancial a cualquier «metteur en scéne» que se precie. Lluis Pascual, responsable final del espectáculo que se puede ver en el María Guerrero, parece ser que encuentra en Lorca la horma de su zapato. No olvidemos su adaptación del «Diálogo del amargo» esta misma temporada. Después de un discutible Valle-lnclan y un no menos rebatible Brecht, Pascual aprovecha la sugerente literatura escrita en pleno auge crativo de su autor y elabora, partiendo de los mínimos necesarios, su propia dramaturgia escénica. El hecho de que esta exista con una coherencia estilística rítmica y técnica inusuales resulta insólito tal como está el cotarro teatral. Es espacio escénico, arrebatado a los espectadores convencionales, ese patio de butacas convertido en arena azul y la «luz de cañón» que sigue a las personajes clave emulando las funciones de circo y cabaret son aditamentos esenciales, simples pero eficaces de un drama de pasiones sin argumento. Prestidigitador y Director, circo y teatro, teorías del amor, rituales simbólicos del deseo y cultas referencias a Shakespeare; Titanía y Julita ejemplifican la casualidad y la libertad del amor.
lSerá todo esto una pirueta es-
tilística para hablarnos del amor homosexual? Posiblemente. Pero Lorca sitúa en «El Público» todo tipo de relaciones amorosas, tratándolas en un mismo plano. No hay ortodoxia posible en cuestiones de sentimientos. El prestidigitador nos recuerda que Titania en «El sueño de una noche de verano» se enamora de un asno. Tenemos ante nosotros sueño y realidad, dualismo surrealista que funciona en «El Público»-representación gracias a una articulación pfástica perfecta. No olvidemos al Bosco, Brueghel o Goya, pintores oníricos que cultivaron la sinrazón de la razón como lo hace el Pastor Bobo encarnado por Echanove. Ensoñación y misterio presentes en el frágil Traje de Bailarina que incorpora en la arena una quebradiza y etérea Paola Dominguín, Cascabeles y Pámpanos, Caballos blancos y Caballo negro/de Bias, Barbudos que buscan el amor, caretas y trajes, nombres genéricos que hacen el papel de propios, un circo, una pista de arena, un espacio circular en suma es el modelo elegido para transcribir el mundo del deseo que lucha con la realidad. Complejas ideas sin historia que Pascual hace nítidas, transportables a un universo contemporáneo, afín a nuestro entorno. Hallazgo de una dicotomía de amor y belleza, plástica y literatura, Eros y Tánatos, finalmente Lorca/Pascual y el público, nosotros, observadores atónitos y encantados desde la arena o en el infierno. El catalán logra una extraña conjunción literatura/plástica que en la representación va tomando la sensación desdibujada de un Banquete frustrado.
Si «El Público» nos aleja tanto de los usos y constumbres de nues-
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tro teatro que casi no lo reconocemos como tal si contemplamos su r
espacio escénico, Narros en «El sueño de una noche de verano» parte también de unos «mínimos shakespearianos», que diría el profesor Conejero, y el teatro isabelino, diurno e interpretado por hombres, se convierte en el montaje del Español en un escenario de noche estrellada, con un Puck que cruza por los aires, sobrevolando el patio de butacas y enredando las variadas historias, que confluyen en un ambiente mágico y ambiguo, haciendo de esta deliciosa comedia de Shakespeare uno de los espectáculos más ricos en sugerencias que se han montado en el teatro municipal madrileño. Puck, eje del relato, está representado como un sátiro enredador, en la mejor tradición inglesa al decir de los especialistas. José Pedro Carrión logra incorporándolo un trabajo memorable. La versión literaria de Eduardo Mendoza consigue evitar toda concesión a las reliquias de traducciones duras y puras y aunque introduce algo de su cosecha siempre estará presente el sentido poético del original, a pesar de que oigamos hablar en prosa.
«El sueño de una noche de verano», obra a la que Lorca se refiere varias veces en «El Público» tiene algo esencial: una concepción actual del desarrollo escénico. De ello dan cuenta acciones numerosas que divergen y confluyen según convenga y ello dentro de un marco sin personajes caracterizados psicológicamente pero con importantes dependencias del clasicismo renacentista. Ahí están Ovidio, Apuleyo, Plutarco, la Atenas clásica ... , pero también la influencia de Chaucer, el autor de los «Cuentos de Canterbury» a través del lenguaje coloquial, a veces obsceno utilizado por Puck. Tres horas y media de fantasías nocturnas, duendes y hadas muy de carne y hueso con un repertorio femenino fascinante: Kiti Manver en Titania, Nuria Gallardo como Hermia y Myriam de Maeztu en Hipólita. Tres actrices bastantes jóvenes que se salen de los modos interpretativos de nuestras viejas glorias y cuya presencia en los escenarios es para muchos un descubrimiento, teniendo en cuenta el rutinario elenco de intérpretes que aparecen otras veces.
La simultaneidad, quiza casual de estas dos piezas conducidas inteligentemente por Narros y Pas-
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Títulos publicados:
ANTROPOLOGÍA
John Lubbock LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN
ARTE Y ARQUITECTURA
Andrea Palladio LOS CUATRO LIBROS DE ARQUITECTURA
John Ruskin LAS SIETE LÁMPARAS DE LA ARQUITECTURA
EXTRAVAGANTES
Julio y Edmundo Goncourt
DIARIO ÍNTIMO (1851-1895)
FILOSOFÍA
Ernst Mach ANÁLISIS DE LAS SENSACIONES
Paul Janet EL MATERIALISMO CONTEMPORÁNEO
LENGUA Y LITERATURA
José Yxart
EL ARTE ESCÉNICO EN ESPAÑA
José Martí EL LIBRO DE LOS JUICIOS
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EDITORIAL ALTA FULLA
Bruc 71, 08009 Barcelona Tel. (93) 318 04 31
cual nos hace pensar en la recuperación del espectáculo escénico. Si Butragueño es el ídolo de las masas y el Palacio de Deportes se enardece con los partidos de «basket», esa cosa minoritaria, aburrida y con olor a naftalina llamada teatro puede recuperar nuevas pléyades de seguidores cuando el CDN o el Ayuntamiento de Madrid persistan en encargar a gente con imaginación textos de «modernos» tanauténticos como William Shakespeare o Federico García Lorca.
Julio Rodríguez Blanco
UNA
METAFISICA
DEL
RECUERDO
Enrique Moreno Castillo, En el ru-mor del fondo (Barcelona, Taifa, 1987).
E nrique Moreno Castillo, catedrático de literatura, ensayista y traductor, se inicia como poeta a una edad «razonable adulta»
-que diría Angel González-, cuando ya había rebasado ampliamentela treintena y sus compañeros degeneración se dedicaban a recopilar las primeras poesías completas,con La noche prodigiosa (León,Provincia, 1982), un libro que revelaba ya a un poeta profundamenteoriginal y dueño de un mundo propio, un poeta para el que la memoria no es un álbum de privados re-
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cuerdos más o menos entrañables, sino una forma de indagar en el misterio de la existencia.
Este libro inicial pasó tan inadvertido como suelen pasar todos los primeros libros, especialmente cuando no se inscriben en un montaje generacional que los apoye (las «generaciones» -entrecomillamos el término- han solido funcionar como grupos de presión o sociedades de bombos mutuos); sólo la agudeza crítica de Molina Campos, según creo recordar, supo darse cuenta de la importancia de la obra.
En el rumor del fondo, que continúa -estilizándolo, depurándolo-el camino abierto por el primer libro, corre el riesgo de ser igualmente silenciado y marginado. Las razones de ello no son sólo externas (la no inclusión del autor en ninguno de los grupos que parecen monopolizar la actual poesía española), se deben también a cierta dificultad inicial que la poesía de Moreno Castillo ofrece al lector.
A pesar del léxico coloquial y de las continuas referencias cotidianas (más próximo en esto a los poetas del cincuenta que a los novísimos), Moreno Castillo no escribe una poesía realista ni confesional. Los datos de la experiencia, los elementos autobiográficos, se encuentran trascendidos a la categoría de símbolos: la casa, la infancia, el invierno, esa figura de mujer que se aleja volviéndonos la espalda son, lo mismo que la luz y la sombra o la noche omnipresente, borrosas prefiguraciones de la otra realidad más honda, a la que las palabras tratan de aludir y que continuamente nos alude.
El riesgo de la monotonía -al que estos versos, con su limitación de la anécdota y su insistencia temática, son particularmente proclives- trata de evitarse con una es-
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pecial riqueza de versificación. Al contrario que otros autores que aproximan poesía y filosofía (el último Valente, los que cultivan la llamada «poesía del silencio»), Moreno Castillo no desdeña la versificación clásica: hay en su libro, junto al verso libre y el poema en prosa, no sólo los habituales alejandrinos y endecasílabos (a menudo rimados), sino también los menos frecuentes eneasílabos y los rarísimos (desde la época de Juan de Mena) dodecasílabos; no faltan tampoco (especialmente en la sección III del libro) los versos de arte menor, que a veces estilizan lo popular de una manera que recuerda el neopopularismo de los años veinte: «Flechas de oro, / gritos lejanos. / Tiemblan las ramas / altas del árbol».
Lo sorprendente de El rumor del fondo es que esta variación métrica no da nunca la impresión de meros ejercicios de estilo, de gratuito virtuosismo; coherente y unitario, el volumen trata de indagar en el misterio último de la existencia por todos los medios a su alcance: las distintas músicas del verso sirven para despojar a las palabras de su carga conceptual, de su limitación denotativa, y hacer que sugieran, que dejen entrever al lector, lo que está más allá del lenguaje.
Claro que el poeta, no podía ser de otra manera, no siempre consigue su intención y lo que se pretende sugerente y profundo se queda a veces en mero fárrago abstruso (algunos de los poemas en verso libre son buena muestra de ello), pero es que cada manera de enten-
. der la poesía lleva siempre asociados sus correspondientes riesgos, tanto mayores cuanto mayor es la ambición del intento.
La poesía de Enrique Moreno Castillo, uno de los empeños estéticos más personales y ambiciosos
de la poesía reciente, ha conseguido ya los suficientes logros como para que resulte injusto el silencio que se cierne sobre ella.
José Luis García Martín
TOLO BONET Y LA QUIMERA
Tolo Bonet: El vuelo de [caro, Imp. Novograph, 1986.
L a cuestión de la profesionalidad de la poesía no es precisamente nueva, y tal vez pertenezca a ese tipo de cuestiones que, por ca-
recer de solución, retornan sin cesar. lEs la poesía «oficio»? No faltan quienes, sintiéndose «oficiantes», así lo propalan. Pero atendamos a un dato: el número nada d_esdeñable de personas que sesienten compelidas a dar testimonio de su impulso poético sin por ello pretender «oficiar» como si lanzar al mundo unos ve'rsos significara, precisamente, todo lo contrario que ejercitar una profesionalidad; se trataría más bien de indicar al mundo que uno es algo másque la imagen, pública y notoria, de sus competencias. No se escoge para ello -por ejemplo- el teatro o la novela, más penetradas de espíritu de métier, sino la poesía asociada espontáneamente en 1� intención de quien la escribe a ese deseo de afirmación de un lado valioso de la personalidad que lo profesional, precisamente, oculta. En este sentido, no sería absurdo decir que la producción de poesía -socialmente vista- es un fenómeno esencialmente amateur, sin que esta calificación tenga por qué implicar menosprecio; el «amateurismo» no sería sino otra forma de designar aquel humanismo que de�de las viejas raíces griegas, v� umdo a la no-profesionalidad, a la no-especialización (la negación del especialismo ya presidió desde Aristóteles, el nacimiento de la especulación metafísica, tan difícilmente distinguible, desde su ori-
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gen, de la actividad poética). Este deseo de dar testimonio de una reacción general «ante el mundo y la vida», surgida exigentemente -en quien no tenga cegadas lasfuentes de la sensibilidad y la intuición- al margen de la profesionalidad, alienta en todo poeta espontáneo, es decir -en la práctica- en todo poeta, sin más.
El vuelo de !caro de Tolo Bonet es una notable muestra de ese impu�so poético en carne viva, que reqmere manifestarse tanto más imperiosamente (como el propio autor nos dice en su preámbulo: p. 11) cuanto más se incrementanlas exigencias de una profesiónque, en su caso, parece particularmente lejana de los menesteres literarios. A lo largo de los 172 poemas del libro se desgrana una -porasí llamarla- «poética espontánea»en la que se imponen, recreadoslos viejos y poderosos prestigios d�o�asos, primaveras, paisajes humamzados, rosas, noches, recuerdosdel tiempo ido, mares, amistades, amorosas ausencias y presencias: panoplia del poetizar que Bonet se encuentra en la tradición, sin alterarla. El mismo dice que no desea alterarla; tal vez en estos asuntos «tradicional» valga tanto como «genuino», si recordamos las palabras de Chesterton según las cuales siempre se pueden volver a escribir versos acerca de emociones ordinarias, pero no de las extravagantes: la palabra «originalidad» tendría un sentido mediocre -el de la novedad- y un sentido profundo el d_e avecinarse a los orígenes, es 'deClf, a los sentimientos permanentes que constituyen objetos poéticos permanentes. Este punto de vista va acompañado en Tolo Bonet de una percepción clásicamente ro-
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mántica (si se permiten las palabras) de la naturaleza de la actitud poética. Bastantes de sus poemas se titulan «Pensamiento», «Cogitación» o cosas similares, y, en general, el autor mismo se refiere a ellos (y no sólo a los titulados así) como «pensamientos breves» (p. 8); pero esos «pensamientos» no son tanto discurso acerca de abstracciones como captación de la realidad movediza en su concreto fluir; en este sentido, es revelador que incluso los poemas titulados de aquel modo consistan, prácticamente en su totalidad, en efusiones líricas (así, «Reflexiones» -p. 24-; «Pensamiento» -p. 38-; «Cogitación» -p. 62-; «Cogitación» -p. 88-; «Cavilación» -p. 126-). El poeta parece complacerse en el de
talle de la existencia (en la realidad vivida a través del momento lírico) más que en su sometimiento a la abstracción; dos de sus poemas se titulan, precisamente, «Detalles», y de uno de ellos son estas palabras meridianas: «del ser la circunstancia me interesa ( ... ); prefiero lo tocante / a su ritmo y no indago en su ausencia. / Me atrae más de la paloma el vuelo / que la propia ave ( ... ) No sé del manantial, pero en su caso / el río me conforta ... » (p. 43). Esa explícita poética del detalle (recientemente teorizada por alguna crítica francesa) bebe, en el fondo, de aquella antigua fuente patentizada en lemas como el de Keats («nada me apasiona más que el instante»), a través de los cuales la poesía queda acuñada como satisfacción en la inmediatez. Quizá con ello se emparente esa «fe en la vida» que el autor encuentra representada en su obra (p. 6). Pero no sería exacto inferir de ahí que este Vuelo de /caro de Tolo Bonet revelase a cada paso, a pesar de esa aducida fe en la vida (bien patente, por ejemplo, en algunos poemas de relación fecunda con la naturaleza, como «Mi jardín junto a la playa» -p. 116- y, en general, los relacionados con el que podríamos llamar «tema del jardín»), un invariable optimismo; hay, por supuesto, luces y sombras. Y es que Bonet percibe su poesía de tal modo que aquella complacencia en el instante que fluye no puede ser identificada, meramente, con la alegría: muchas veces manifiesta que el indudable consuelo de la poesía va unido irremediablemente a su carácter ilusorio. No puede ser casual que en su libro reaparezca sin cesar
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la palabra «quimera». Forjar quimeras como consuelo, ésa parece ser la función que la poesía de Bonet se autoatribuye: sin pretender exhaustividad, hallamos mencionada a la «quimera», dentro de ese designio, en versos de las pp. 44, 59, 88, 93, 113, 130, 136, 161, y «Quimera» se titulan dos poemas (pp. 173 y 195).
Que lo quimérico no sea lo real a secas, sino sólo esa realidad estrictamente poética que sirve a modo de refugio, es lo que puede provocar que la satisfacción en la inmediatez -en el instante poético- sea ambigua; en algunos momentos sombríos, la urdimbre de quimeras parece tejerse sobre el fondo del vacío: « ... sólo aspiro a la nada», reza el último verso del poema «Eco» (p. 121). El vuelo de lcaro, en definitiva (y el título no es, claro está, arbitrario) no apunta a un final feliz, aunque la felicidad misma del volar sea innegable. Aunque también -y ésta es otra cara de la cuestión- el hecho de sumergirse en la nada -o en el mar- tras la caída, puede no ser tan mal destino: esa final identificación con la naturaleza puede representarse con el nombre del Mediterráneo, al que Tolo Bonet designa varias veces como su ·mar («mientras aguardo el anhelado abrazo / que me reintegre en mi mediterráneo»: p. 125).
En alguna de las no muchas ocasiones en que la poesía de Bonet prescinde del lírico «detalle» y permite la alusión a algo así como «tesis», afirma que « ... siendo necios, es norma / que prevalezca la forma / sobre el fondo ... » (p. 152). Ese rechazo del excesivo apego por la
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forma hace fácil entender que Bonet no tenga por objetivo la mera pulcritud inmanente del poema, o, al menos, que la subordine claramente a la intensidad del contenido lírico. Es cierto que, pese a todo, emplea moldes en principio tradicionales; así, la décima ( que, por cierto, es usada a menudo, con su clásica resonancia sentenciosa, para la reflexión desengañada, como en el poema «Ramas olvidadas» de la p. 141), o el soneto. Pero en la utilización de dichas formas prima la urgencia de verter en ellas el contenido de la intuición poética -que posee él mismo, con frecuencia, su propio ritmo de ideas quepuede llegar hasta el áspero contraste- sobre la simple musicalidad fonética del verso. En décimasy sonetos utiliza más la rima asonante que la consonante -con loque el respeto a la forma adoptadase hace menos rígido e incluso, algunas veces, alterna ambas en unmismo poema, y el fluir de la ideamuestra entonces más acusadamente sus aristas. Como rupturapueden verse también los saltos,incluso bruscos, de la acentuación(señaladamente, en los endecasílabos de los sonetos), que parecenentrañar una concepción «anticadenciosa» de los versos. No es queBonet, con todo, deje de ceder aveces al atractivo de la «cadenciosidad»: véanse, por ejemplo, losdos poemas de metro corto («Quiero ser rama» -p. 50-, en alternancia de heptasílabos y pentasílabos,y «La barca en la arena» -p. 57- enromancillo de hexasílabos), demuy pulcra sonoridad, acomodada
en esos casos al encanto sencillo de la idea. Pero, en general, da la impresión de que Tolo Bonet, por manosear una vez más la célebre cita, prefiere atenerse a la mano viril que blande la espada del verso, más bien que al oficio del forjador, y no por menosprecio del oficio, sino por la exigencia misma de su impulso poético espontáneo que, como decíamos al principio, pretende ser algo aparte, y más, que cualquier oficio. Una huida, desde la convención, hacia la quimera y el ensueño; huida que no significa renuncia a la energía ( el lirismo de Tolo Bonet podrá llegar a ser desengañado, pero nunca es «decente»), y que busca, como todos los versos, quien comparta la intensidad que los inspira.
Vidal Peña
ALMODOVAR, EL RUIDO Y LA FURIA
Pedro Almodóvar, La ley del deseo.
Ya las espléndidas Entre tinieblas (1983), recreación a la vez tierna y desopilante de cierto cine religioso español, y ¿Qué he
hecho yo para merecer esto? (1984), fotonovela esperpéntica sobre la clase baja madrileña, demostraron que Pedro Almodóvar podía atreverse con todo, más alllá de etiquetas underground o posmodernas. Sin embargo, su peculiar concepción del cine -un vitalista refrito de géneros, tonos y registros narrativos y estilísticos- no halló su expresión más sofisticada hasta la realización de Matador (1985), arriesgado pero titubeante ensayo formalista que ahora viene a redondear y culminar La ley del deseo (1986), su última película.
En efecto, La ley del deseo se presenta, a primera vista, como el summun del arte almodovariano, algo así como un cine sin fronteras
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Pedro Almodóvar.
en el que todo cabe, desde el melodramatismo más intencionadamente exagerado hasta la intriga más o menos policial, pasando por ciertos toques perversamente absurdos e incluso surreales. Sin duda, todo ello puede parecer fruto de una incontrolada tendencia haciá el exceso, hacia la desmesura, algo que más de una vez se le ha achacado a Almodóvar, y no serán precisamente sus personajes quienes vengan a desmentir esta inclinación. Pero no se trata de veleidades de jovencito iconoclasta, ni de simples ganas de sorprender o escandalizar por la vía más directa, porque si los personajes de Almodóvar son excesivos, el suyo resulta ser finalmente un exceso vital, una pasión irreprimible por la vida en su más puro y elevado estado.
Es algo que también les ocurre a los protagonistas de su admirado Douglas Sirk y, en este sentido, la Dorothy Malone de Escrito sobre el viento (Written on the wind, 1956) es, sin duda, el modelo del personaje atormentado e insatisfecho que interpreta Carmen Maura en La ley del deseo, mientras que el de Antonio Banderas remite a la pasión casi nihilista de Robert Stack en The tarnished angels (1957) o la misma Escrito sobre el viento, y el de Eusebio Poncela al dubidativo y desconcertado Rock Hudson de ambas películas. La ley del deseo es la historia de una obsesión amorosa, la de Antonio (Banderas) por el director de cine y teatro Pablo Quintero (Poncela), que le conduce al asesinato y, finalmente, a la autodestrucción. Pero también
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cuenta una ciega búsqueda de la felicidad y la propia identidad -la que realiza Tina (Maura), un transexual obsesionado por el teatro y la religión como espectáculo-, siendo a la vez la crónica de la desorientación del propio Pablo, el hermano de Tina, que se debate entre su amor por Juan (Miguel Molina), más bien convencional, y la pasión arrebatadora y total que le propone Antonio. Todos los personajes de la película tienden hacia algo que sublime sus vidas, en el fondo mediocres e insatisfechas, pero sólo Antonio, como Assumpta Serna y Nacho Martínez al final de Matador, se atreve a llevarlo todo hasta el límite. Los demás parecen enmascararlo subconscientemente, en una especie de confusión entre la vida y el espectáculo. Mientras Pablo lo hace por medio de su trabajo, llegando a asumir la personalidad de Laura P., presunta heroína de su próxima película, en sus relaciones con Antonio, Tina no sólo interpreta, sino que acaba siendo el único personaje de La voz humana, de Cocteau, la obra que su hermano ha puesto en escena: cuando su antigua amante (Bibi Andersen) regresa para ver a su hija y observa su actuación entre bambalinas, Tina se enfrenta a ella sin abandonar su actuación, yuxtaponiendo el papel que interpreta a su propia vida.
Los personajes de La ley del deseo, pues, son los que presentan a la película ese aire inconfundiblemente bigger than lije que también ostentan los restantes trabajos de Almodóvar. La desmesura de las
Carmen Maura en «La Ley del deseo».
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situaciones, los bruscos cambios de tono, las escenas que parecen subvertir el orden lógico de la narración (casi todas, curiosamente, referidas a Tina: la visita a la capilla de su antiguo colegio y su encuentro con el cura, el baño con la manguera en plena madrugada ... ) no resultan, así, bravuconerías estilísticas, rupturas preestablecidas, sino que fluyen casi naturalmente -por muy chocantes que puedan parecer a primera vista- de la situación y la evolución de los protagonistas. Todo ello, claro está, no puede dejar de producir ciertos desequilibrios, en forma de discontinuidades narrativas, en la propia película: es algo extremadamente complicado sostener una tensión de este calibre durante todo un film o alternarla sin problemas con momentos de expectante relajación, lo cual es sin duda la intención de Almodóvar. Pero, por otra parte, lejos de conducir a la película por los caminos del exceso injustificado, le confiere una extremada fiscalidad, una intensidad emocional y plástica que nada tiene que ver con la desmesura o la artificiosidad -como ocurría un poco en Matadorporque está moldeada por un estilo ahora ya espontáneo, poderoso y personal, consistente en la. aplicación sistemática de una mirada penetrante, casi obscena, que desprecia la apariencia para hurgar en el abismo de lo subterráneo, es decir, de los instintos más primarios e irreprimibles. El primer encuentro sexual entre Pablo y Antonio, el asesinato en el acantilado, la ausencia final o las ya mencionadas
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escenas protagonizadas por Tina, son fragmentos a la vez brutales y altamente estilizados, que extraen elementos del melodrama pasional más desenfrenado, del thriller más sórdido y turbulento e incluso del esperpento buñueliano a la manera de su época mejicana (el esperpento berlanguiano era la base de ¿ Qué he hecho yo para merecer esto?) para, al final, no ser ni una cosa ni otra, sino algo totalmente distinto, una especie de folletín sublimado, dignificado por la pureza y la pasión arrebatadora de personajes, sentimientos y situaciones. Por todo ello, sin pretender ser psicológicamente verosímil y con todo su feroz antinaturalismo narrativo a cuestas, La ley del deseo -ahora que tan de moda están los mamotretos en forma de adaptaciones literarias o de plomizas revisitaciones de laguerra y la posguerra civiles- aparece como la película más verazproducida en mucho tiempo en este país, y Almodóvar, por consiguiente, como el más realista denuestros cineastas.
Carlos Losilla
GRAMAVISION:
E.C.M. CREA
ESCUELA
John Scolfield: Still warm. Anthony Davis/James Newton/Abdul Wadud: I ve Known Rivers. John Blake: Twinkling OJ An Eye. Billy Hart: Oshumare. Kazumi Watanabe: Mobo l. Cosmetic with Jamaaladeen Tacuma: So tranquilizin (Gramavision Inc.)
S i hay un concepto decididamente equívoco a la hora del catálogo de los hechos culturales éste es sin duda el de vanguar-
dia. Si de un modo genérico hemos de entender por tal toda avanzadilla de la sensibilidad creadora, todo propósito beligerante frente a la tradición estética y la inercia del gusto social, toda batalla contra el cliché al uso, el corsé académico y
el denostado Orden, en un sentido más estricto el término avant-garde surge en los años de la primera gran guerra europea en Francia como fuerza de choque que florecería en la encrucijada del período de entreguerras para decantarse luego como benigno virus que ha infectado e infecta a la pluralidad de enfoques del acto creador de nuestros
días (icuánta bagatela teñida de modernidad en el ámbito de la plástica, la escritura o la moda es consagrada hoy como inédita cuando no es sino sucedáneo de saldo de los viejos vanguardistas del primer tercio de nuestro siglo!).
En el terreno del jazz, el bebop fue interpretado unánimemente en su día como la vanguardia inconformista y airada capaz de dinamitar el estereotipado modelo del swing en tanto que a mediados de los difíciles sesenta el free irrumpe en la atonalidad e intensidad rítmica como drástica y radical ruptura frente al equilibrio clasicista del cool y en clara conexión, como último desarrollo, con el hard bop. Finalmente, la invasión de modelos sonoros ajenos al jazz (desde los clásicos europeos hasta la etnia afrocubana, los ritmos hindúes, el tardío y en mala hora hallado rock y la bossa nova) ha generado multitud de simbiosis que manejadas sabiamente han enriquecido el largo camino de la gran música negra pero que adulteradas con el legítimo pero interesado deseo de abarcar a públicos juveniles de alto consumo han llevado a una nada desdeñable nómina de músicos de jazz a firmar trabajos en los setenta que cuando menos causan vergüenza ajena. Sobran los ejemplos y de ahí que con
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dolorosa frecuencia cualquier intérprete que se precie necesite «epatar» con la nota vanguardista tantas veces estridente y fuera de lugar en la historia más reciente del jazz.
Si en el principio fue ECM quien de la mano del tiránico Manfred Eicher optó por detentar la exclusiva de ser el claustro materno en el
que los más libérrimos intérpretes podían acogerse en la búsqueda de los sonidos más bellos después del silencio (de ahí la ausencia de comentarios alusivos a la sesión, el simbolismo posimpresionista y decadentón del grafismo y una desigual producción musical en el que acetatos de dignísimo prensaje ocultaban desde iniciales adalides del free como Braxton, Rivers y Marion Brow hasta la apuesta final por músicos asépticos y repetitivos de sólida formación clásica, frío tecnicismo y plurales enfoques creadores que a la postre cayeron como ingenuas presas en las garras del monolítico productor bávaro), más tarde otros sellos como el ahora reseñado han recogido el estandarte de ECM orientando su ideario hacia un eclecticismo aún mayor en el que cohabitan tanto músicos de jazz fieles a las raíces, aunque nunca indiferentes a los nuevos aires de la gran música negra en la década de los ochenta, como excelentes instrumentistas que han optado con lamentable frecuencia por atraerse públicos más amplios con la merma de calidad jazzística que ello comporta y el notable incremento en dólares de sus respectivas cuentas corrientes por el tenebroso mundo de la fusión con el rock y el afropop. Gra-
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mavisión Records, creada por Jonathan Rose en 1979, aglutina -partiendo de un sólido núcleo de musicos de jazz- en su nómina desde músicos atentos a la estética free teñida de impulso lírico y voluntad de clasicismo ( como Antony Da vis, James Newton y Abdul Wadud) hasta notables intérpretes dispuestos a convertir en bailable y «posmoderno» (sic) todo lo que tocan (como el bajista Jamaaladeen Tacuma, ex-Ornette Coleman), guitarristas que han elegido la vía electrizante de la fusión abierta hace veinte años por Miles (Scolfield o Kazumi W atanabe) y sólidos jazzman cuyos trabajos merecen cuanto menos un atento marcaje por parte de todo buen aficionado (los baterías Bob Moses y Billy Hart, el vibrafonista Jay Hoggard o el saxofonista Oliver Lake, quien con Julius Hephill, David Murray y Hamiet Bliuett integran el «World Saxophone Quartet», un cuarteto de saxos de indudable interés).
Vayan nuestras preferencias en el lote de vinilos aquí reseñado por el disco suscrito por Billy Hart, a quien acompañan en este típico producto «mainstream» el contrabajista Dave Holland (a destacar su solo en Chance) y ese inseparable dúo de jóvenes que tan pronto ofrecen lo mejor de sus acreditadas esencias (en las filas de Wynton Marsalis) como lo más dudoso (en el combo de Miles) o lo más discutible (salvando un producto que lleva la rúbrica de Sting): el pianista Kenny Kirkland y el en esta ocasión tenorista Branford Marsalis. A destacar el tono introspectivo y de intenso acento climático de temas como Waiting Jnside o Cosmosis, en los que Marsalis, Holland, Hart y Kirkland mantienen un Tour de force de alto vuelo, y lamentar los esporádicos teclados electrónicos de Mark Grey o las guitarras sintetizadas de Bill Frisell (made in ECM) y Kevin Eubanks, dos músicos cuyo valor se cotiza a la alza. Como dato más anecdótico que valioso una nueva contribución al encuentro del jazz con lo hispánico (ya saben, los arreglos de Gil Evans para el Concierto de Aranjuez tocado por Miles Davis, la influencia del flamenco en Coltrane, el corazón español de Chick Corea ... ): el tema titulado Larca. Disco pues notable aunque con un par de temas (Duchess y el citado Larca) que desmerecen del alto nivel del conjunto (a destacar la belleza
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del tema levemente free IDGAF Suite).
Sonido urbano y marcadamente eléctrico el de los guitarristas Jhon Scolfield y el japonés Kazumi Watanabe. El del norteamericano es un disco del Miles Davis de los 80 sin Miles. La ofensiva hard-jazzy del trompetista de Illinois aparece aquí fielmente evocada y la marca de la casa es más que evidente en un guitarrista de quien habría quizá que esperar algo más de novedoso porque nadie duda de su indiscutible calidad. Para acentuar aún más la nota davisiana se acompaña por los inevitables Darryl Jones en el bajo eléctrico, Ornar Hakim en la percusión, más el teclista Don Grolnick. Producto impecable, alarde técnico y una rígida es-
tructuración que sólo cede en baladas como Still Warm o en temas tocados por el halo del blues como High and mighty. Watanabe, en la pura ortodoxia del jazz-rock siguiendo la tradición de los Di Meola, McLauglin o Coryell, salva el disco por el impulso de la rítmica aunque el disco nos deja impermeables a toda emoción. Salvemos el tenor de Mike Brecker en el largo tema que da título al álbum y que es sin duda lo mejor del acetato.
Nos ha gustado el trío Davis/ Newton/Wadud, aunque estemos en el campo de la música contemporánea de corte clasicista (ya saben, férreos arreglos, estética decadente, lirismo a ultranza, aparente frialdad ... ). Newton es un· flautista de sólida formación clásica mientras a Davis le reconocemos su aportación a un nuevo enfoque de
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la estética free, en el que a la deuda con Monk y Taylor se une un impresionismo que no excluye la disonancia, lo dramático y la polirritmia. Wadud continúa la escasa tradición de músicos de jazz con un violoncelo en las manos y aquí vuelve a sus orígenes clásicos tras haber acompañado a músicos formalmente más radicales como Lester Bowie, Chico Freeman o Arthur Blyte. Música de cámara, introspectiva, absolutamente europea. No es jazz pero es hermoso. Queda un resto de cordón umbilical con una edulcorada estéticafree bop pero es apenas imperceptible. Aconsejable para las huestes amantes de estetas como Wim Mertens, Glass o Steve Reich (por no citar a Bartok, por ejemplo).
Versátil la música del violinista John Blake, conocido sobre todo por su trabajo al lado de McCoy Tyner. Con Urbaniak y Lockwood, es quizá el violinista más en alza del panorama del jazz actual y aunque, en la línea de los citados y de Ponty, revela una clara influencia de la sonoridad del saxo, se mueve en una estética quizá más tradicional. De todo hay en la viña de este señor: desde temas como La Verdad, que evocan una estética a medio camino entre la rumba y el flamenco a la manera de Chick Corea, hasta el clasicismo «chopiniano» del gillespino Con Alma, el sólido impulso jazzístico de Dat Dere o la menos afortunada fusión conel soul o elfunky. Sonido fresco, estética inconcreta, disco capaz de lomejor y de lo más convencional.
Lo chillón, lo sutilmente rosáceo y convulsivo es lo del solidísimo bajista Tacuma, a quien Ornette Coleman debió de imbuir malas influencias a tenor del acetato ahora reseñado: estética de un afropop descaradamente comercial apto para clubes de posmodernos, bailones de break-dance, eruditos a la violeta de la última «movida» neoyorkina. Bastante light, notablemente chic, con sonidos vocales que van desde Bowie hasta Al Y arrea u y sobre todo Boy George, los Cosmetic de Jamaaladeen aburren a las piedras por más que sin duda los amantes de las convulsiones epilépticas sobre una pista de baile jueguen a sentirse «panteras negras» en lo más recóndito de un Bronx o un Harlem de provincias. Lamentable.
Carlos Lomas