Post on 21-Feb-2020
Los Cuadernos de Arte
PINTOR DE HISTORIA
Angel González
La pintura de Orlando Pelayo parece condenada al texto. Parte de ella se corresponde, en su origen, con el mundo de los textos, y toda ella -por su miste
rio, por sus penetrantes alusiones- se muestra como un irresistible polarizador de palabras. Como si el impulso que acerca las formas y los colores de Orlando Pelayo a los textos literarios no se agotase en un primer encuentro, son ahora las palabras las que se aproximan a la pintura tratando de ilustrarla, de iluminarla. Juego de atracciones e influencias mutuas, viaje de ida y vuelta de los signos que, en su transhumancia de lenguaje a lenguaje, de código a código, arrastran conceptos, traen y llevan ideas, las representan, las transforman, las dinamizan, las proyectan. Juego por lo tanto enriquecedor, en mi opinión posible -hasta diría que inevitable- porque la pin-
Pe/ayo en su estudio de París, 1979.
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tura de Orlando Pelayo (aunque estimulada en parte por la literatura) no tiene nada que ver con la llamada «pintura literaria». Después de haber visto tantos textos al trasluz de las texturas de Pelayo, dispongámonos ahora a considerar esas texturas a la luz de las palabras. Y no perdamos la oportunidad de añadir más palabras al fuego (al juego).
En su mayoría, los textos coinciden en señalar la relevante presencia de la Historia en la pintura de Orlando Pelayo. Lo mismo hace el propio pintor. «Mi pintura es mi historia», afirma Pelayo. Y también: «Lo que hago con mi pintura es trazar una biografía». Y también: «Me gusta decir que soy un pintor de Historia». Son verdades que saltan a la vista, en su vida y en sus cuadros. Es la Historia con mayúscula -guerra civil, derrota, diáspora- la que saca al hombre de su centro, y la que determina que el hombre, para compensar ese desplazamiento, comience a aproximarse a España a través de su obra, a configurarla como tema en un intento apasionado de recuperar algo del ser que le fue arrebatado. Lo interesante es que lo que acaba configurando su pintura es, antes que un ser, un consabido y triste devenir, una patética forma de ser: una apariencia que, por lo inesperado de sus súbitas revelaciones, tiene mucho de aparición.
Este carácter aparencia!, que limita con la fantasmagoría. es también abundantemente desta-
«La salvaora», 1963.
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cado y reconocido. Hasta el punto que, a partir de los Retratos apócrifos, toda la pintura de Orlando Pelayo podría subtitularse así: Galería deaparecidos: un conjunto de borrosos ectoplasmas que evocan vagamente algo muy preciso. ( «Estoy habitado por un mundo de fantasmas», reconoce el pintor). Como el parecido de los aparecidos no importa, Pelayo puede desrealizar la materia (sin idealizarla), someterla a un proceso de deformación que le permite conseguir unos rostros no identificables, cuyo deliberado anonimato cumple la función de subrayar, de hacer más ostensibles a�titudes y gestos ya de por sí ostentosos, aplicables a miles de rostros y mil veces impresos en ellos, gestos que la reiteración redujo a muecas. Son rasgos sicológicos aislados, exentos, intercambiables, que no definen la personalidad de un hombre, sino el carácter de un grupo.
Pero no abandonemos tan pronto el tema de la Historia. Orlando Pelayo dice que no teme llamarse a sí mismo «pintor de Historia». Esa imprevista afirmación de valor -«no temo»- que le da un carácter tan singular a la frase, está justificada por algo que Aguilera Cerní señala: las connotaciones negativas (lo descriptivo, lo literario) del rótulo. Sin embargo, la expresión me parece especialmente adecuada si consideramos que la Historia no es -tampoco- la realidad, sino una idea de la realidad; no los hechos, sino un relato (o más bien un correlato) de los hechos; no la
Los heterodoxos, 1978.
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vida, sino una interpretación, un signo de la vida. Nada hay de literario o anecdótico en el pintor de Historia que es Orlando Pelayo porque él trabaja sobre la idea, el correlato, el signo; es decir, con la Historia propiamente dicha, y no con el argumento o materia de la Historia.
En mi opinión, para entender al Pelayo pintorde Historia es preciso concebir la Historia como el simple envoltorio de la realidad: unos papeles, unos lienzos que contienen fragmentos de (pretendidas) verdades relativas al devenir humano. Jorge Manrique, Quevedo, El Greco, Velázquez, Goya ... ; los papeles y las telas en las que ellos depositaron su visión de su mundo: esa es la Historia que Orlando Pelayo se aplica a pintar.
Sin embargo he de reconocer que, pese a haberlo eludido, Pelayo alude al argumento de la Historia. Tres palabras que un poeta se sentiría tentado a agrupar por razones puramente fónicas: elisión, ilusión, alusión, pueden servir de puntos de referencia en un primer intento de situar la obra de Orlando Pelayo; puntos de referencia susceptibles de ser encajados en el proceso dialéctico de sucesivas o simultáneas negaciones que Aguilera Cerní señala. Detengámonos un momento en esos tres puntos.
Elisión: la materia de la Historia, los hombres y los hechos, ¿quién sabe cómo fueron? «Parto de lo desconocido», declara Orlando Pelayo. En consecuencia, los hombres y los hechos se reducen a
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una conjetura que no se define, que queda supuesta, apócrifa. Es la suya una Historia que no acaba de dar la cara; de ahí su misterio, su intemporalidad. Resultado: «una Historia sin fecha que podría ser de ayer, de hoy o de mañana», según los deseos del propio pintor.
Ilusión: es el reverso (o el anverso) de la elisión. Para Pelayo, «el arte es proyección de hechos inaprensibles». La conjetura, lo que el pintor pone en el lugar de lo inaprensible, es una imagen creada en su conciencia, una ilusión. No hay una realidad, dice Pelayo: «la realidad es múltiple, diferente para cada uno de nosotros».
Alusión: sin embargo, en esta Historia que no da la cara es posible saber algo de los hombres y su gesta: por sus signos los conoceréis. Porque, aunque apócrifos e ilusorios, se trata de rostros generosamente señalados: rasgos que son cicatrices, hendiduras sangrantes, marcas de la violencia, señas o insignias del horror. El verdadero carácter de la gesta -lo que creímos o creyeron gesta- queda así delatado por el gesto puro, desasido del rostro, endurecido hasta la máscara, ocultador del rostro.
Otro lugar común (y no hay intención peyorativa en la expresión) en las apreciaciones de la pintura de Pelayo: la pasión, la irracionalidad. Muy oportunamente, Aguilera Cerni destaca «la irónica presencia de la racionalidad». La observación me parece imprescindible para entender una
Pequeño hechicero, 1977.
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obra en la que la irracionalidad ocupa tan gran espacio. A mi modo de ver, la irracionalidad está en la materia de la Historia a la que la pintura alude, pero no en todo el proceder del pintor, que parte de actitudes extremadamente lúcidas. En ese aspecto, podrían encontrarse significativas coincidencias con Goya. Goya se dedicó apasionadamente a delatar algunas zonas irracionales del comportamiento humano. Pero su pasión no será bien comprendida si se olvida que Goya, en gran medida, es un producto del siglo XVIII. Toda pasión contiene un ingrediente de asombro, de permanente sorpresa (cuando el asombro se disipa o no existe, la pasión, convertida sólo en costumbre, acaba degenerando en lo que los puritanosllaman vicio). La lucidez que Goya le debe alSiglo de las luces determina la magnitud de suasombro ante el decepcionante desorden y fracaso(aparentemente sin remedio) de la España borbónica de finales del XVIII y comienzos del XIX. Es«el sueño de la razón» -pero no la razón dormida,sino la razón soñada, idealizada- la que efectivamente produce ( detecta) monstruos.
Orlando Pelayo fue también educado bajo el signo de la lucidez. La herencia de la Institución Libre de Enseñanza, que a él le llega de un modo muy inmediato y vivo a través de sus padres, había cuajado durante el período anterior a la guerra civil en un humanismo esperanzador basado, otra vez, en «el sueño de la razón». Sin ese ideal
Tiempo de callarse y tiempo de hablar, 1977.
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previo (roto, como en los tiempos de Goya, por un desgarramiento nacional, estimulado por un conflicto europeo, que desembocó del mismo modo en una prolongada situación de violenta tiranía), la irracionalidad no habría sido percibida con perfiles tan destacados. «He sido criado en un racionalismo que -en nuestros días- nos ahoga», confiesa Orlando Pelayo, reconociendo implícitamente la presencia y la vitalidad de su racionalismo; que ahoga porque obliga a ver la sinrazón, e impide asumirla.
Así pues, las afinidades entre Orlando Pelayo y Goya (frecuentemente señaladas) van mucho más allá de la coincidencia en algunos temas -la tauromaquia, por ejemplo- y en el gusto por el grabado, o de la reincidencia, por parte del pintor asturiano, en determinados colores y tonos sombríos. Cuando Pelayo usa esos temas, esos procedimientos y esos colores (todo ello ciertamente -aunque no exclusivamente- goyesco), está pintando, entre otras cosas, a la pintura. Goya hizoen ocasiones algo muy semejante. El retrato delrey Carlos IV y su familia es una réplica a Lasmeninas. Merced a la alusión a ese modelo ilustre,el cuadro pierde su condición estática para cobrarun sorprendente dinamismo. La pintura muestra elmovimiento de la Historia, expone con amarganitidez el devenir de un mundo, el deterioro de lasinstituciones y de los ideales que las nutren.
Orlando Pelayo, al trabajar no sobre hechos
Retrato apócrifo 2, 1977.
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-insisto-, sino sobre signos o síntomas, consigueel mismo efecto. Su obra es réplica a textos literarios, y también a formas y colores ya usados,identificados con pinceles prestigiosos. La pinturaes medio de expresión, y a la vez el modelo, lareferencia fundamental: el artista pinta a la pintura en primer plano. En sus cuadros reapareceninequívocos destellos de las superficies de ElGreco, de Velázquez, de Goya, que el espectadorreconoce sin esfuerzo. Y ese re-conocimiento esenriquecedor en lo que tiene de nuevo conocimiento, y dinamiza intensamente a lo contemplado. El contenido de sus lienzos desborda elmarco. Lo que está fuera de ellos define una distancia que implica movimiento, vida, devenir.
Orlando Pelayo prueba la maleabilidad del pasado, su radical inestabilidad. Aguilera Cerni ve a sus criaturas «en trance de permanente metamorfosis». En la obra de Pelayo las cosas no son lo que (parece ser que) fueron, sino lo que acaban siendo. Lo malo es que las cosas nunca acaban totalmente de ser. Ayer es también -o mejor dicho, sobre todo- hoy; asimismo, ayer será mañana. Por eso, es un error reducir la pintura de Pelayo a una reflexión sobre el pasado (nadie lo hace, por otra parte). Es cierto que estamos ante una reflexión, en el doble sentido de la palabra: meditación, y reflejo o duplicidad. Su manipulación de ciertas formas del pasado acabª-incidiendo sobre los contenidos (adherencia inseparable de
Retrato apócrifo 3, 1977.
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las formas) y configurando un nuevo significado. Como a pesar suyo, como sin querer, el producto reformado nos exige la aceptación de una Historia nueva: así es, ahora -¿por cuánto tiempo?- nuestro pasado (no así fue; tampoco así será: eso nadie puede saberlo). Y en lo que hay de nuestro en esa versión de nuestro pasado se percibirá, obviamente, algo de nosotros, de hoy. En el futuro -tiempo dudoso, que depende de nosotros mucho menos que el pasad�, los cuadros de Orlando Pelayo darán una imagen de hoy y de nosotros que acaso deje en segundo término la referencia al ayer que ahora nos apasiona ( claro que en el futuro nosotros nos habremos subsumido en el ayer): una imagen nuestra que desconocemos, pero que con certeza ya está ahí, agazapada e implacable, dispuesta para delatarnos fielmente bajo unas formas en las que, de momento, sólo creemos ver gestos periclitados y ajenos.
He dicho que Orlando Pelayo pinta, entre otras cosas, a la pintura. Sus cuadros y grabados se refieren a dos grandes grupos de realidades: a los signos estéticos (pintura y literatura) por un lado, y, como consecuencia de esa referencia primera, a lo otro, a lo que tales signos señalan (que viene a coincidir, grosso modo, con el argumento de la Historia). Es imposible no advertir que Pelayo se acerca a esas dos realidades con actitudes sentimentales opuestas: respeto ante el arte; sarcasmo (y horror) ante el argumento de la Historia. Evi-
Retrato apócrifo 4, 1977
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dentemente, no lamenta que aquel tiempo se haya ido, sino que haya sido. Y si se le incluye entre los heterodoxos (Aguilera Cerni lo llama «transgresor») es porque él, utilizando en parte los argumentos (colores, formas) de Velázquez o El Greco, contradice muchas de sus creencias. Con Jorge Manrique coincide al meditar sobre la fugacidad de la vida, pero no pierde oportunidad de afirmar que, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado no fue (necesariamente) mejor. Al contemplar la Historia, Orlando Pelayo no cae en la elegía; incurre en herejía.
Nadie se llame a engaño; el pintor, como iluminador de textos o texturas ajenas, no oculta sus intenciones: «decir algo de lo que yo creo leer entre líneas, de lo que el autor parece callar y yo creo que nos dice». En el caso del Lazarillo, Pelayo está liberando a una voz de su mordaza. No es un contradictor, aunque siga siendo un heterodoxo, cuando expresa a los que no pudieron expresarse, cuando «se acerca a la picaresca de los desvalidos, al Quevedo prisionero», como puntualiza Aguilera Cerni. Pero hay autores que no dicen ciertas cosas porque no las piensan, o porque no saben que las piensan: Velázquez, por ejemplo; incluso El Greco y -en ciertos aspectos- Jorge Manrique. Junto a ellos, frente a ellos, es donde más vivamente se manifiesta ese Orlando Pelayo «blasfemo y transgresor» que Aguilera Cerni advierte.
Retrato apócrifo 5, 1977.