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Un antiguo mito ruandés cuenta que Imana, el todopoderoso y misericordioso dios creador y rector de la vida, protegía y otorgaba la inmortalidad a las personas al cazar a la Muerte, una bestia salvaje y

despiadada que merodeaba por la tierra. La única condición divina era que los seres humanos debían ocultarse durante la cacería, para así evitar que la Muerte se resguardara en ellos o les quitara la vida. Un día, sin embargo, una anciana rompió el juramento y salió al campo durante la montería divina; la Muerte aprovechó la oportunidad y se escondió en su cuerpo cegándole la vida un par de días después. Furioso por esa traición, Imana despojó a los hombres y las mujeres de la inmortalidad, desistió de seguir viviendo junto a ellos y abandonó la tierra. Desde ese momento, la Muerte vive con la humanidad y hace parte de su devenir natural.

En 1994, Ruanda sufrió la incursión de la bestia Muerte más funesta de su historia. Entre abril y julio de ese año, cerca de un millón de personas1 fueron brutalmente asesinadas en el marco de un genocidio impulsado y perpetrado por la etnia hutu contra la minoría tutsi. Usualmente el conflicto es explicado por la histórica opresión y discriminación de la mayoría hutu por par-te de los tutsi, cuyas élites se beneficiaron del control del Estado y el aparato pro-ductivo y sofocaron violen-tamente cualquier intento de reformar la estructura política o económica del país. En ese sentido, el genocidio de 1994, al igual que otros episodios de violencia racial acaecidos en el país, como la rebelión hutu de 1959, son explicados como un intento de reacción radical para transformar la distribución racial del poder y el resultado del deseo de venganza por los atropellos del pasado.

No obstante, es un hecho comprobado que muchos hutus moderados también fueron asesinados, lo cual deja entrever que en el trasfondo del conflicto hay otros factores en torno a los cuales la cuestión étnica fue manipulada. En ese orden de ideas, se ha expuesto cómo la distribución de la tierra, la escasez de recursos, la presión demográfica, la crisis económica, las fallidas reformas políticas y la inestabilidad del escenario regional contribuyeron a la distorsión de las divisiones étnicas y a su expresión violenta (Caicedo, 2010: 69-79). Aunque una lectura superficial simplemente culparía a los grupos de fanáticos y radicales -como la milicia Interahamwe o los medios de comunicación racistas- por avivar la violencia, lo cierto es

que el asunto es mucho más profundo y debe rastrearse hasta el proceso de colonización por parte de las potencias europeas.

La diferencia racial como invención colonial

A partir del siglo XVI, los europeos comenzaron un proceso de extensión territorial con el objetivo de expandir el dominio geopolítico de sus respectivos países y asegurar el control de las rutas, las materias primas y la mano de obra que dinamizarían el crecimiento comercial y la industrialización de los mismos. En principio a través de la fuerza militar, los europeos se apropiaron de extensos territorios en América, África, Asia y Oceanía, establecieron regímenes coloniales y expoliaron sus recursos naturales. Sin embargo, el simple control militar era insuficiente, a la vez que costoso y contraproducente, pues provocaba duras contestaciones por parte de las poblaciones subyugadas. Por ende, mantener la posición predominante de Europa en el naciente sistema mundo capitalista requería de

otros dispositivos de poder y control social.

Como argumentan Aníbal Quijano y Santiago Castro-Gómez, entre otros autores considerados den-tro de los estudios poscolo-niales, uno de esos disposi-tivos de dominación -proba-blemente el más efectivo- es la idea de raza. En síntesis,

esta noción plantea que las diferencias en las características fenotípicas de los seres humanos, especialmente el color de la piel, configuran diferentes razas (“indios”, “negros”, “blancos”, “mestizos”, “orientales”, etcétera) que necesariamente divergen en su capacidad física, mental y de desarrollo cultural. Aunque la categoría de “raza” solamente fue formulada y desarrollada con propiedad en el siglo XIX, la referencia a las diferencias fenotípi-cas entre conquistadores y conquistados, así como las supuestas estructuras biológicas diferenciales entre esos grupos, surgieron con el descubrimiento de América y se propagaron con la em-presa colonial a lo largo de los siguientes siglos (Quijano, 1993: 202-203)

A partir del surgimiento de la noción de “color” y posteriormente de “raza”, se constituye el mito fundacional de la modernidad, esto es, la idea de una escala de desarrollo histórico que va desde lo más próximo al “estado de naturaleza”, en el cual reinan la superstición, el primitivismo, el salvajismo, la barbarie, la anarquía, la guerra y la total ausencia de arte,

ENTRE ABRIL Y JULIO DE 1994, CERCA DE UN MILLÓN DE PERSONAS FUERON

BRUTALMENTE ASESINADAS EN EL MARCO DE UN GENOCIDIO IMPULSADO

Y PERPETRADO POR LA ETNIA HUTU CONTRA LA MINORÍA TUTSI

1 Los cálculos más conservadores registran 500.000 muertos y los más pesimistas superan el millón. Además, se estima que dos millones y medio de personas huyeron en búsqueda de refugio a los países vecinos de Ruanda: República Democrática del Congo (denominada Zaire hasta 1997), Tanzania, Burundi y Uganda.

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ciencia y escritura, y donde estarían situados los “negros” y los “indios”, hasta lo más cercano a la “civilización”, en la cual priman la civilidad, el Estado de Derecho y el cultivo de la ciencia y de las artes, y donde solamente estarían ubicadas las sociedades blancas europeas (Quijano, 1999; Castro-Gómez, 1993). La consecuencia lógica de este razonamiento desde la perspectiva eurocéntrica era el establecimiento de jerarquías sociales, políticas, culturales y económicas, dependiendo de la fase de la “evolución” de la especie en la que cada población se encontrase.

Así, al naturalizar las relaciones de superioridad/inferioridad entre europeos y no europeos, la noción de raza otorgó legitimidad a las relaciones de dominación/sometimiento impuestas por la colonia. En consecuencia, el criterio racial permitió clasificar a la población y asignar jerarquías, rangos, lugares y roles en la nueva estructura de poder dirigida a consolidar el sistema capitalista global. Básicamente se conformó un patrón de división mundial del trabajo en el cual solamente los “blancos”, con base en relaciones salariales, podían tener el privilegio de recibir los beneficios del comercio y la industria, controlar la administración política colonial y dedicarse a las labores intelectuales y artísticas, mientras que los “negros”, “indios” y “orientales”, en tanto razas inferiores e indignas, estaban naturalmente obligadas a trabajar para sus amos,

extrayendo materias primas y fabricando mercancías mediante formas de trabajo no asalariado (esclavitud, encomienda, servidumbre, etc.) (Quijano, 1993)

Entre el siglo XVI y la Segunda Guerra Mundial2, estas identidades tuvieron un correlato geográfico en el que Europa aparecía como el centro del sistema mundial, mientras que los demás continentes conformaban la periferia (Quijano, 1993: 208). Sin embargo, la categoría racial no solamente codificó nuevas identidades y estructuró los patrones de poder a nivel internacional, sino que también sirvió para asegurar el dominio político, económico y epistémico de sectores minoritarios, domésticos o extranjeros sobre las sociedades nacionales.

Efectivamente en el caso de Ruanda, cuando los colo-nizadores arribaron al país, encontraron una sociedad au-tóctona realmente poco diferenciada en lo que respecta a su lengua, religión, cultura y fisionomía. Pese a que los estamentos socio-productivos estaban relativamente defi-nidos –los tutsi se dedicaban a la ganadería, los hutu a la agricultura y los twa a la cacería- y los primeros, empero ser minoría, ocupaban una posición preponderante gracias a la primacía militar, la mayor productividad de sus actividades económicas y una organización política más estructurada -que en algunos casos permitió doblegar a los otros a una

Foto: The Dilly Lama

2 Como apuntan los trabajos de Raúl Prebisch e Immanuel Wallerstein, después de 1945 el nuevo patrón mundial de poder fue constituido a partir de Norteamérica. En sus orígenes, el capitalismo mundial fue colonial y eurocentrado (Quijano, 1993: 208).

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condición similar al vasallaje-, las relaciones entre los tres grupos étnicos eran simbióticas y coexistenciales.

Si querían asegurarse el dominio del país, los colonizado-res tenían que desajustar esa estructura social. Para lograr ese cometido, a lo largo del periodo colonial comprendido entre finales del siglo XIX y mediados del XX3, los europeos instaura-ron una rígida jerarquía social en la cual la minoría tutsi (cerca del 12% de la población) detentaba el poder y dominaba a los hutu (85%) y los twa (3%). Los colonizadores otorgaron a los tutsis el control del aparato estatal y de los medios de produc-ción –especialmente la tierra, cuya propiedad y explotación monopolizaron rápidamente-, además de permitirles acceder a los servicios educativos para garantizar la formación de inte-lectuales capaces de asumir la gestión del país y mantener el orden establecido. Así pues, la administración belga no sólo apuntaló las estructuras de poder existentes, sino que profun-dizó las desigualdades a través de prerrogativas concedidas a los tutsis: un informe de la Organización para la Unidad Afri-cana señala que, entre 1932 y 1957, el 95% de los funcionarios del Estado, 43 de 45 jefes tradicionales y 549 de 559 sub-jefes eran tutsis, así como el 75% de los estudiantes de secundaria (Arozarena, 2004).

Esa estructura social excluyente fue justificada por los colonizadores recurriendo a una supuesta superioridad racial de los tutsi, derivada de su ascendencia histórica y sus rasgos fenotípicos. Según la denominada hipótesis hamítica, los tutsi eran racialmente superiores porque eran herederos de los caracteres, las tradiciones y el progreso de las antiguas y gloriosas civilizaciones de Egipto y Abisinia y tenían un biotipo mucho más similar al de los colonizadores caucásicos: facciones más finas, cuerpo más delgado, mayor estatura y color de piel más claro (Magnarella, 2002: 11). Según los europeos, estos elementos legitimaban el ejercicio del gobierno a través de los monarcas y jefes tutsis y el predominio de ese grupo en el régimen colonial, al tiempo que justificaba la condición de inferioridad y el sometimiento de las demás poblaciones ruandesas que, en tanto eran percibidas como inferiores, debían ser subyugadas y civilizadas según el criterio occidental.

Un hecho fundamental en la institucionalización definitiva de esa estratificación social fue el censo realizado por las autoridades belgas entre 1933 y 1934, que condujo al establecimiento de tarjetas de identidad en las cuales se registraba la etnicidad de cada persona y la de sus padres –dado que la sociedad ruandesa es patrilineal, la etnicidad del padre era

3 Entre 1884 y 1918 Ruanda fue un protectorado alemán (junto con Burundi y la actual Tanzania) y posteriormente fue adjudicado a la autoridad de Bélgica hasta 1962, cuando le fue concedida la independencia siguiendo las recomendaciones de las Naciones Unidas.

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más importante porque determinaba la de sus descendientes-. Estas tarjetas otorgaban a los tutsi un rango social superior a los hutu y los twa y los avalaba para ocupar los mejores cargos en la administración pública colonial (Cuevas, 2007). Empero, la consecuencia más desafortunada fue que esta práctica, que se mantuvo hasta que el gobierno post genocidio la abolió, consolidó una identidad sub-nacional para todos los ruandeses, dividiéndolos rígidamente en categorías que portaban una historia negativa de dominación/subordinación, superioridad/inferioridad y explotación/sufrimiento (Magnarella, 2002: 26). A esto habría que agregar que las tarjetas facilitaron el genocidio, pues el registro de la etnia permitió a los victimarios identificar rápidamente a aquellos que debían ser exterminados.

La noción de raza, entonces, tuvo la función de romper la convivencia y enfrentar a las comunidades ruandesas, al natura-lizar el dominio que imponía el vínculo entre etnia, devenida en casta, y status social. El poder europeo tomó una distinción social y étnica ya existente y la racializó, de tal manera que el origen de la violencia en Ruanda está conectado con la forma como hutus y tutsis fueron construi-dos como identidades políticas por el Estado colonial: hutu como indígena y tutsi como alienígena. Los corola-rios de esta situación fueron la instituciona-lización y legitimación de la preponderancia tutsi en el jerárquico régimen colonial, la opresión y la exclusión de los hutus y la constitución de identidades antagónicas: los hutus empezaron a concebir a los tutsis como colonizadores y a auto percibirse como los verdaderos nativos que tenían la misión de liberar la patria de esa amenaza. En este contexto, resulta claro que la con-fluencia y pervivencia de estos factores explica en gran medida los episodios de violencia étnica que han estallado en Ruanda a lo largo de su historia (Mamdani, 2001: 28-34).

Ciencias sociales, Estado y raza

Uno de los axiomas de la Modernidad occidental es el poder que tiene la razón para acceder a los secretos y las leyes de la naturaleza con el fin de transformarla y controlarla según los designios del hombre, utilizando para ello las herramientas de la ciencia y la técnica. Ligada a la anterior, surge la idea de la perfectibilidad del hombre y de la posibilidad de progreso

ilimitado de la humanidad, bajo la cual, como se mencionó anteriormente, el desarrollo se concibe como un proceso lineal en el cual hay un tránsito progresivo desde fases pre-modernas hasta estadios superiores en los cuales se alcanza la civilización.

En ese contexto, la antropología, la paleontología, la arqueología, la historia, la geografía y demás ciencias sociales4 surgieron con el objetivo de estudiar el pasado y el presente de las civilizaciones, sus prácticas culturales, sus creencias, sus instituciones, sus formas de producción, etcétera, con la finalidad de diagnosticar y cualificar su estado en el proceso evolutivo. El problema es que el punto de comparación eran los países europeos occidentales, por lo que siempre se pasaba por encima de las características particulares y se concluía que las poblaciones de las colonias tenían lenguas y escrituras ininteligibles, un nivel tecnológico vetusto, cultos paganos y prácticas culturales bárbaras. En contraste, la ciencia construyó una idea ficticia sobre la homogeneidad originaria de Europa y de su devenir histórico progresivo, lineal, uniforme, independiente, aséptico y libre de conflictos (Pachón, 2007; Wallerstein, 2006;

Lander, 1993; Castro-Gómez, 1993; Blaut, 1993).

En consecuencia, el “Viejo Mundo” no sólo habría diseñado el trayecto que los “otros” debían recorrer, sino que era su misión con-ducirlos por el mismo,

aun cuando tuviera que utilizar la fuerza para eso. En última ins-tancia, el objetivo que buscaban las ciencias sociales al pro-veer marcos teóricos y empíricos que permitieran conocer y comprender la historia y las características de los diversos pue-blos del mundo, era generar una plataforma de observación científica sobre el mundo social que se quería gobernar. Para tal fin, el proyecto de la Modernidad erige al Estado como el único locus capaz de consensuar los intereses encontrados de la sociedad y de formular metas colectivas válidas para todos, para lo cual se requiere la aplicación estricta de “criterios ra-cionales” que permitan canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo. Esto significa que el Estado moderno no sólo adquiere el monopolio de la violencia, sino que la utiliza para “dirigir” racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo a criterios previamente establecidos científicamente (Castro-Gómez, 1993: 147).

LA NOCIÓN DE RAZA, ENTONCES, TUVO LA FUNCIÓN DE ROMPER LA CONVIVENCIA

Y ENFRENTAR A LAS COMUNIDADES RUANDESAS, AL NATURALIZAR EL DOMINIO

QUE IMPONÍA EL VÍNCULO ENTRE ETNIA, DEVENIDA EN CASTA, Y STATUS SOCIAL

4 Según Immanuel Wallerstein, la institucionalización de la diversificación disciplinaria de las ciencias sociales solamente se alcanzó en el periodo comprendido entre 1850 y 1914. Aunque desde el siglo XVI ya existían reflexiones acerca del funcionamiento de las instituciones políticas, las políticas macroeconómicas de los Estados, las reglas que gobiernan las relaciones interestatales, la descripción de sistemas sociales, etc., estas no eran elaboradas con el entramado teórico y metodológico de las ciencias sociales y sus autores (Maquiavelo, Bodin, Malthus, Ricardo, entre otros) no consideraban que operaban dentro del marco de disciplinas separadas. Según Wallerstein, la historia, la economía, la sociología, la ciencia política y la antropología fueron las primeras disciplinas que se institucionalizaron como tales, lo cual significa que definieron un campo de estudio específico y se establecieron oficialmente en las Universidades (Wallerstein, 2006).

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EN RUANDA, A TRAVÉS DE LA POESÍA, LA LITERATURA Y LAS ARTES Y DE LA ENSEÑANZA DE LAS CIENCIAS SOCIALES, LAS ÉLITES LOCALES Y LOS COLONIZADORES DIERON FORMA A UN RELATO SEGÚN EL CUAL EL DOMINIO TUTSI ERA EL RESULTADO DE UNA ESPECIE DE PROCESO EVOLUTIVO BAJO EL CUAL LA RAZA MÁS FUERTE, INTELIGENTE Y DESARROLLADA SE LOGRÓ IMPONER A LAS DEMÁS.

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Sin el concurso de las ciencias sociales, el Estado moderno no tendría la capacidad de ejercer control sobre la vida de las personas, definir metas colectivas, ni construir y asignar a los ciudadanos una identidad cultural. Así pues, desde el siglo XVIII las ciencias sociales se convirtieron en una pieza constitutiva del proyecto de organización y control de la vida humana encarnado en el Estado moderno; las taxonomías elaboradas por las ciencias sociales no se limitaban a la elaboración de un sistema abstracto de reglas, sino que tenían consecuencias prácticas en tanto eran capaces de legitimar las políticas regulativas estatales. En esencia, la matriz práctica que fundamentará las ciencias sociales es la necesidad de ajustar la vida de las personas al aparato de producción: se trataba de ligar a todos los ciudadanos al proceso de producción mediante el sometimiento de su tiempo y su cuerpo a una serie de normas que venían definidas y legitimadas por el conocimiento. Las ciencias sociales enseñan cuáles son las leyes que gobiernan la economía, la sociedad, la política y la historia; el Estado, por su parte, define sus políticas gubernamentales a partir de esta normatividad científicamente legitimada (Wallerstein, 1991).

En este sentido, las ciencias sociales funcionan estructural-mente como un aparato ideológico moderno/colonial que, hacia el interior, legitiman la exclusión y el disciplinamiento de aque-llas personas que no se ajustan a los perfiles de subjetividad que necesita el Estado para implementar sus políticas de moderniza-ción, mientras que hacia el exterior legitiman la división interna-cional del trabajo y la desigualdad de los términos de intercam-bio y comercio entre el centro y la periferia. Desde este punto de vista, las ciencias sociales no efectuaron jamás una ruptura epistemológica frente a la ideología, sino que el imaginario colo-nial impregnó desde sus orígenes a todo su sistema conceptual (Castro-Gómez, 1993: 153-154).

En síntesis, las ciencias sociales construyeron una visión de-formada de la historia mundial y nacional, a la par que respalda-ron con un arsenal teórico y metodológico multidisciplinario los postulados que promulgaban las diferencias raciales y justifican las asimetrías culturales, políticas y económicas basadas en ellas. Superando la simple coacción por parte del aparato colonial, la diferenciación racial fue instaurada a través de mecanismos de socialización como la educación y las expresiones culturales. En Ruanda, a través de la poesía, la literatura y las artes y de la enseñanza de las ciencias sociales, las élites locales y los coloni-zadores dieron forma a un relato según el cual el dominio tutsi era el resultado de una especie de proceso evolutivo bajo el cual la raza más fuerte, inteligente y desarrollada se logró imponer a las demás. Progresivamente, el grueso de la población ruandesa y los intelectuales extranjeros asumieron dichas diferencias y je-rarquías raciales como algo real y reprodujeron esa percepción, de tal forma que se enquistó definitivamente en su subjetividad y produjo una perspectiva bastante deformada de la historia y la estructura social del país (Human Rights Watch, 2004).

Esta narración, que por supuesto resultaba sumamente funcional para los intereses de las élites y validaba los supuestos y las pretensiones “científicas” y políticas de los europeos, se mantuvo prácticamente incuestionada hasta la década de 1960, cuando una nueva generación de intelectuales, tanto ruandeses como extranjeros, comenzaron a cuestionar esos planteamientos y a mostrar una versión de la historia que demostraba una participación más equilibrada de ambas etnias en la construcción del Estado. Sin embargo, la difusión de esas ideas fuera de los círculos académicos fue infructuosa y para la década de los noventa muchas personas seguían convencidas de la versión histórica construida desde principios del siglo XX (Human Rights Watch, 2004).

Empero, pese al velo de cientificidad y rigurosidad -propio del pensamiento de la Modernidad occidental- con el cual los colonizadores europeos pretendieron encubrir sus pretensiones, lo cierto es que en la práctica las pautas para clasificar a la población ruandesa estaban bastante alejadas de los criterios biológicos o históricos supuestamente fundamentados en la hipótesis hamítica. Por ejemplo, los belgas clasificaban a los nativos de acuerdo al número de vacas que poseían, de tal forma que si alguien tenía diez o más era considerado tutsi y si tenía una cantidad inferior era señalado como hutu, al tiempo que la clasificación de los twa era dejada de lado. Incluso cuando se adelantaban “mediciones” fenotípicas (como la estatura o el tamaño de la nariz) los resultados eran falaces, pues después de muchos años de matrimonios interétnicos era poco probable que las diferencias físicas entre hutus, tutsis y twa, si es que alguna vez existieron, siguieran siendo evidentes. Además, en muchas ocasiones la información censitaria para clasificar a la población provenía de los propios caudillos tutsi o la información oral provista por la Iglesia (Mamdani, 2001: 99).

Raza y violencia

En Ruanda, al igual que en el resto de territorios del mundo que fueron conquistados, los colonizadores europeos necesitaban toda una estructura material y mental, respaldada científicamente y no solo por la fuerza, que les permitiera consolidar una administración colonial eficiente. Un componente decisivo de esa estructura fue la invención de las diferencias raciales entre las comunidades que habitaban el país y, con base en ellas, el establecimiento de asimetrías de poder entre las mismas que facilitaran el dominio. Esta estrategia colonial, a su vez, se enmarca en un proceso mucho más grande asociado a la difusión del sistema capitalista a nivel mundial, la hegemonía del Estado-nación como forma preponderante de organización sociopolítica, la instauración de un sistema eurocéntrico de conocimiento y, en últimas, la difusión de los derroteros y cánones de la Modernidad.

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En ese escenario, la jerarquización racial al interior de las sociedades locales aseguraba que los grupos y las élites creadas por aquella contendieran y se controlaran entre sí, incluso por medios coercitivos, impidiendo la unidad nacional y el planteamiento de proyectos alternativos que impugnaran el régimen colonial, el sistema capitalista global eurocéntrico y el proyecto de la Modernidad occidental. Por más de un siglo en Ruanda las supuestas diferencias raciales fueron exacerbadas hasta el punto de volverlas absolutamente antagónicas e irreconciliables entre sí, provocando una percepción de ajenidad y amenaza entre hutus y tutsis que desembocó en varios episodios de violencia durante el siglo XX y, finalmente, en el trágico genocidio de 1994.

Antes del genocidio, uno de los sucesos violentos previos más importantes fue la rebelión hutu de 1959. El origen del levantamiento debe situarse en el marco de la liberalización del régimen colonial belga,

emprendida desde principios de la década del cincuenta debido a las exigencias de las Naciones Unidas, cuando surgió una élite hutu -formada principalmente en los círculos eclesiásticos- que comenzó a presionar por cambios en materia de igualdad, acceso al aparato estatal, educación, oportunidades laborales y distribución equitativa de la tierra. Paulatinamente se incrementaron las posibilidades para los hutu de participar en la esfera pública, siendo nombrados algunos de ellos en posiciones administrativas significativas y permitiéndose elecciones limitadas para los concejos, al tiempo que admitieron a algunos de ellos en las escuelas secundarias. Sin embargo, esta incipiente liberalización del régimen polarizó más la situación: el control del Estado se convirtió en el nuevo escenario de disputa entre hutus y tutsis, lo cual se manifestó en la creación de partidos políticos de base étnica como el Parmehutu (Partido del Movimiento de Emancipación del Pueblo Hutu) y la Unión Nacional Ruandesa (partido Tutsi realista).

La presión de los hutus –tanto política como violenta- finalmente dio resultado, pues en enero de 1961 fue instaurada la república y en septiembre del mismo año se realizaron elecciones en las cuales el Parmehutu obtuvo la mayoría de los escaños de la Asamblea Nacional, corporación que voto inmediatamente la abolición de la monarquía. El 1 de julio de 1962, siguiendo las recomendaciones del Consejo de Tutela de la ONU, Bélgica otorgó a Ruanda la independencia, siendo Grégoire Kayibanda (líder del Parmehutu) el primer presidente del país. El partido pasó a denominarse Movimiento Democrático Republicano (MDR) y ganó las elecciones de 1965 y 1969, que supusieron las relecciones de Kayibanda como jefe del Estado. Para los hutu radicales el escenario finalmente era propicio para ejecutar su venganza contra el dominio histórico de los tutsi.

La rebelión hutu no se propuso transformar realmente la situación de Ruanda y avanzar hacia una verdadera democratización del país que involucrara la igualdad entre los grupos étnicos y la convivencia pacífica, sino que desde un principio tuvo como objetivo acaparar el poder para revertir la tradicional jerarquía racial entre hutus y tutsis impuesta por el régimen colonial. Por demás, esta meta ya había quedado plasmada en el Manifiesto Bahutu de 1957, un documento político elaborado por intelectuales que hacía un llamado a la solidaridad étnica y política de los hutu y reclamaba la privación de derechos políticos del pueblo tutsi. Subrayando la necesidad de auto conservación

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de los hutu en medio de décadas de discriminación por parte de los tutsis, el documento denuncia la situación de privilegio concedida a la minoría tutsi bajo los regímenes coloniales de alemanes y belgas. Sin duda, el documento sirvió de pretexto político para la rebelión de 1959 y el genocidio de 1994 (Ryan, s/f).

Aunque el levantamiento de 1959 favoreció la instauración de un sistema de corte liberal-democrático en Ruanda, en realidad el régimen republicano solo existió a nivel formal y, además, se convirtió en un instrumento para agravar los graves conflictos étnicos. Así pues, durante la década del sesenta del siglo XX en Ruanda simplemente se remplazaron las élites en el poder y la dirección del racismo se invirtió (Organización para la Unidad Africana, 2000: 16). Buscando impugnar la autoridad tutsi y su pretendida superioridad racial, durante los siguientes años fueron asesinados y desterrados miles de tutsis; los exiliados, por supuesto, no se quedaron impávidos ante la

situación y desde principios de la rebelión hutu organizaron (en los países vecinos) guerrillas que atacaron en el territorio ruandés con la finalidad de desequilibrar la nueva república y restaurar el antiguo régimen.

En realidad, estas incursiones no fueron capaces de cumplir sus objetivos, pero sí tuvieron un efecto nefasto: aumentó la cohesión de los hutu, decididos a acabar de una

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vez por todas con los vestigios de la autoridad tutsi, y generó sangrientas represalias contra los tutsi del interior, considerados colaboradores de los atacantes. De esta forma, se comenzó a configurar una forma de violencia que ya no se dirigía solamente contra las élites tutsi, sino contra el grupo étnico en general; asimismo, la represión contra los tutsis, progresivamente involucró a la población hutu y no solamente a las instituciones oficiales, pues se construyó una mentalidad –respaldada por las masacres de hutus emprendidas por el gobierno tutsi en el vecino país de Burundi- según la cual los inyenzi (cucarachas) eran invasores y cualquier medida para eliminarlos era justificable. La Bestia Muerte nuevamente andaba suelta en Ruanda.