19. Introducción a la Bioética - Miguel Kottow

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Introducción a la Bioética Miguel H. Kottow PRESENTACIÓN El Programa Regional de Bioética auspicia la presente publicación Introducción a la Bioética, del Dr. Miguel H Kottow, Director del Centro Interdisciplinario de Bioética de la Universidad de Chile. Los contenidos de este texto fueron analizados por una comisión editorial que avaló su publicación por cuanto constituye un aporte a los objetivos del Programa. Su edición contó, además, con la autorización otorgada por el entonces director de la Organización Panamericana de la Salud en Washington, Dr. Carlyle Guerra de Macedo. Introducción a la Bioética constituye un manual que esperamos sea de gran utilidad para los distintos profesionales que experimentan un primer acercamiento a esta emergente y complicada disciplina. El Programa Regional de Bioética está destinado a los cambios registrados en el campo de la salud y por esta razón una de sus preocupaciones es promover, difundir y fomentar la producción editorial. La publicación de Introducción a la Bioética coincide con la puesta en marcha del Programa Regional. Su difusión reviste significativa importancia para que los especialistas en la materia cuenten con material y documentación actualizada, lo que permitirá optimizar su desempeño. El Programa apoyará y estimulará las iniciativas editoriales en la región de América Latina y El Caribe que contribuyan al encuentro y al diseño de estrategias consensuales para la mejor toma de decisiones, llamados a impactar en la calidad de vida y de atención médica de nuestras poblaciones. Sin duda que el material elaborado cuidadosamente por el médico chileno Miguel H. Kottow se convertirá en un gran apoyo para los estudiantes de las profesiones de la salud. DR. JULIO MONTT MOMBERG Director Programa Regional de Bioética 1

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Introducción a la Bioética La publicación de Introducción a la Bioética coincide con la puesta en marcha del Programa Regional. Su difusión reviste significativa importancia para que los especialistas en la materia cuenten con material y documentación actualizada, lo que permitirá optimizar su desempeño. Miguel H. Kottow 1 2 3 4 UNIVERSIDAD DE CHILE 5 6 7 8

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Introducción a la Bioética

Miguel H. Kottow

PRESENTACIÓN

El Programa Regional de Bioética auspicia la presente publicación Introducción a la Bioética, del Dr. Miguel H Kottow, Director del Centro Interdisciplinario de Bioética de la Universidad de Chile.

Los contenidos de este texto fueron analizados por una comisión editorial que avaló su publicación por cuanto constituye un aporte a los objetivos del Programa. Su edición contó, además, con la autorización otorgada por el entonces director de la Organización Panamericana de la Salud en Washington, Dr. Carlyle Guerra de Macedo.

Introducción a la Bioética constituye un manual que esperamos sea de gran utilidad para los distintos profesionales que experimentan un primer acercamiento a esta emergente y complicada disciplina.

El Programa Regional de Bioética está destinado a los cambios registrados en el campo de la salud y por esta razón una de sus preocupaciones es promover, difundir y fomentar la producción editorial.

La publicación de Introducción a la Bioética coincide con la puesta en marcha del Programa Regional. Su difusión reviste significativa importancia para que los especialistas en la materia cuenten con material y documentación actualizada, lo que permitirá optimizar su desempeño.

El Programa apoyará y estimulará las iniciativas editoriales en la región de América Latina y El Caribe que contribuyan al encuentro y al diseño de estrategias consensuales para la mejor toma de decisiones, llamados a impactar en la calidad de vida y de atención médica de nuestras poblaciones.

Sin duda que el material elaborado cuidadosamente por el médico chileno Miguel H. Kottow se convertirá en un gran apoyo para los estudiantes de las profesiones de la salud.

DR. JULIO MONTT MOMBERGDirector

Programa Regional de Bioética

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INTRODUCCIÓN

En un simposio internacional titulado “El lugar de los valores en un mundo de hechos”, que se realizó en Estocolmo en 1970, el Premio Nobel de Fisiología y Medicina Jaques Monod señalaba que los avances de la ciencia han venido disolviendo hasta en sus cimientos a los sistemas de valores que, desde los tiempos prehistóricos sirvieron de soporte moral a las sociedades humanas. El científico francés agregaba que la ciencia ha moldeado el mundo moderno, dándole su tecnología y su poder. Sin embargo, estas sociedades continuaban predicando una versión algo modernizada de sus sistemas tradicionales de valores: los países capitalistas occidentales seguían aferrados a una mezcla de moral patriarcal de origen judeocristiano, derechos naturales, pragmatismo pedestre y esa decimonónica fe en el progreso ilimitado. Los países marxistas proclamaban una mezcla de historicismo y de materialismo dialéctico. Ninguno de estos dos sistemas de valores se había hecho cargo de las situaciones inéditas que estaban creando los avances de la ciencia y de la cultura científica. Monod concluía su ponencia con una serie de preguntas inquietantes: ¿Pueden seguir dominando y controlando indefinidamente las sociedades modernas a estos enormes poderes que les ofrece la ciencia, tan sólo mediante un humanismo vago, mezclado con una especie de hedonismo optimista y materialista? ¿Pueden resolver, sobre esta base, sus tensiones intolerables? ¿O se hundirán bajo esas tremendas tensiones?

Desde 1970 hasta ahora las tensiones que advirtió Monod se han agudizado y, en algunos casos, se resolvieron en rupturas históricas de enorme magnitud. Desde luego sobrevino el derrumbe del mundo socialista, el desmoronamiento de los grandes sistemas ideológicos, la crisis de los saberes de salvación y la aceleración del proceso de secularización que en último término condujo a la llamada cultura postmoderna, donde se han abolido los grandes discursos doctrinarios y volatilizando las jerarquías valóricas, de manera que todo es profano y fragmentario.

Después de estos quiebres radicales, en cuyo origen se destaca poco la influencia de la tensión entre conocimiento y valores, continúa el desfase entre la creciente potencia que otorgan la ciencia y la técnica a la acción humana, y la capacidad del hombre para fundamentar, enseñar y conseguir la aceptación de valores que regulen y limiten estos inéditos poderes.

El mundo está siendo modelado por la cantidad de hechos ineludibles. El progreso de la ciencia sigue en aceleración creciente. Por otra parte, se acorta cada vez más el tiempo en que un conocimiento básico se aplica a diversos fines. Se multiplica también la variedad de esas aplicaciones, y es casi imposible limitar el uso de ese conocimiento a una aplicación específica. Así, por ejemplo, el mismo procedimiento microbiológico para producir bacterias que generen antibióticos para la industria farmacéutica, podría usarse para producir microorganismos de alta virulencia con fines militares, como armas biológicas. Con la tecnología y los residuos de una central de energía nuclear, pueden fabricarse también armas atómicas.

Hay un imperativo tecnológico –al que se alude extensamente en este libro- que es la tendencia, a veces compulsiva, a aplicar toda la capacidad técnica de que se dispone, a hacer efectivas todas las potencialidades del conocimiento, sin ninguna consideración de las variables éticas que puedan estar involucradas en ese hacer. Este imperativo deriva, sin duda, del positivismo del siglo pasado, que consideraba como un artículo de fe que el “progreso”, así, sin mayor análisis era siempre bueno. Es decir, partía de una calificación ética absoluta, lo que desde luego excluía cualquiera objeción valórica ulterior. Las ciencias experimentales y las tecnologías, que eran la base del progreso, no se ocuparon, por lo tanto, de considerar variables éticas.

Esta exclusión, sin embargo, así como la primacía de la razón instrumental, comenzaron a agrietarse cuando la física nuclear, se producían los avances decisivos de la teoría del gen. Es decir, el misterio ancestral sobre el origen de los organismos, la aparición de sus características y la transmisión de ellas encontraban una solución extraordinariamente sencilla. Pero este descubrimiento, hecho por científicos ocupados sólo en investigar las leyes de la naturaleza, hizo posible el desarrollo de la biología molecular y de la ingeniería

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genética, que comenzaron a transformar radicalmente al mundo y a plantear dilemas éticos de enorme complejidad, puesto que se relacionan con la constitución misma del hombre, con los límites entre la vida y la muerte, con la definición básica del ser humano y con los derechos que esta condición otorga; con vínculos esenciales como la maternidad, la paternidad, con el parentesco y la pertenencia básica del ser humano a su especie.

La velocidad, amplitud y profundidad de los impactos de las tecnologías de base biológica exige en forma urgente una sistemática reflexión valórica, así como la discusión y el examen de los fundamentos de la ética, para su aplicación a determinados campos que están planteando dilemas en aspectos tan primordiales para la vida humana como la reproducción, el dolor, la enfermedad, la muerte, y también para la sobrevivencia de la especie, puesto que hoy se está poniendo en juego la herencia biológica y ambiental que recibirán las generaciones venideras.

La ética se inicia, como disciplina filosófica, cuando los presocráticos elaboran algunas reflexiones destinadas a examinar los fundamentos y razones de ciertos comportamientos morales que ya estaban dados en la sociedad de entonces. De esta forma, la ética aparece mucho después que su objeto de estudio, puesto que desde los tiempos prehistóricos ha habido ciertas irregularidades morales de la conducta humana. La bioética que se ocupa de los actos humanos que alteran irreversiblemente los procesos de la vida, es una disciplina reciente, pero también se ocupa de problemas que han estado presentes casi desde siempre, porque la intervención del hombre sobre la naturaleza y la vida no son nuevos. Una de las más grandes revoluciones de la prehistoria, el paso de la existencia nómade a la sedentaria, el pastoreo a la agricultura, fue posible cuando se practicó una selección de cultivos. Más tarde, agricultores y ganaderos realizaron mejoramientos genéticos de especies y razas. Hoy día, sin embargo la situación ha cambiado y las posibilidades de intervención son formidables.

El mapeo del genoma humano, que es uno de los proyectos científicos de mayores dimensiones de los últimos tiempos, abre posibilidades de manipulación genética que pueden permitir, entre otras cosas, la reparación de un gen defectuoso o su reemplazo por su equivalente sano. Pero el mismo conocimiento que se aplica con estos fines terapéuticos, moralmente inobjetables, podría usarse con fines eugenésicos, para seleccionar ciertos rasgos físicos e intelectuales y así “cultivar” determinado tipo de ser humano. El peligro de estas intervenciones es evidente, entre otras cosas, porque la decisión acerca de cuáles rasgos privilegiar podría tomarse sobre la base de doctrinas antropológicas tan aberrantes como el nacismo, o incluso sobre modas que dictan arbitrarios y transitorios cánones de belleza física.

Al desarrollo de la genética, como uno de los factores que viene a evidenciar con más fuerza la necesidad de una reflexión bioética sistemática, se deben agregar otras diversas formas de intervención tecnológicas, que prolongan la sobrevida de enfermos terminales, que requieren experimentaciones en humanos, que degradan el medio ambiente, etc. La ausencia de esa reflexión bioética reduce la capacidad de réplica frente a las consideraciones dispersas que surgen por todas partes y que pueden ser peligrosas. Sólo a título de ejemplo, recordemos que el mismo Francis Crick, Premio Nobel, uno de los descubridores de la “doble hélice”, declaró en una oportunidad que “ningún recién nacido debería ser considerado humano sin haber pasado previamente cierto número de pruebas relativas a su dotación genética… En caso de fracasar, pierde su derecho a la vida”. O que el fisiólogo de Harvard, Bernard Davis, se pronunció a favor de un programa para “reducir la producción de individuos genéticamente incapaces de enfrentarse en un entorno tecnológico complejo”.

La bioética, por lo tanto, no es un aditamento intelectual suntuario, sino una disciplina necesaria en este momento para regular las múltiples acciones de intervención que pueden realizarse sobre la vida, garantizando la primacía de lo que es bueno tanto para el hombre de hoy como para las generaciones sucesivas. En este sentido, pensamos que la bioética dentro de muy poco será una herramienta imprescindible para juristas, políticos y parlamentarios. Problemas como la polución, el deterioro ambiental, el aborto, el control de la natalidad, el uso de técnicas artificiales de fecundación, e incluso las maneras de certificar la

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muerte para los efectos de extraer órganos para trasplantes, están cada vez más presentes en el debate público y en las discusiones parlamentarias.

De ahí la importancia de este libro, que es el primer aporte académico sólido que entrega el Centro Interdisciplinario de Bioética, CINBIO, de la Universidad de Chile.

Como lo advierte el autor en su preámbulo, la bioética comienza con un cuarto de siglo de atraso en el mundo iberoamericano. La escasez de bibliografía en idioma español hace aún más relevante este trabajo, cuya validez se extiende a todo el ámbito hispanohablante, puesto que está hecho desde nuestras particulares realidades humanas, formas de ver el mundo y dimensiones existenciales En este sentido, el libro del Dr. Kottow es, además, un aporte desde nuestra propia cultura a una disciplina universal.

Esta obra revisa tanto los fundamentos de la ética, como los principales temas de la bioética. Advierte que un segmento esencial de este campo lo constituye la ética médica, la que compromete actitudes y valores que trascienden lo meramente clínico, y que deben analizarse en un marco bioético amplio, que comprenda todos los fenómenos fundamentales de la vida.

Como lo indica el autor, reproducción, nacimiento y muerte, antes eran procesos naturales en los que la medicina tenía sólo un papel auxiliar. Ahora, en cambio, las intervenciones que se pueden realizar son tan profundas que constituyen verdaderos actos de creación que se contraponen a los procesos naturales.

Así por ejemplo, existe la capacidad de artificializar algunas de las etapas del proceso reproductivo a través de la clonación, la congelación de embriones o la inseminación heteróloga, con semen que no pertenece al cónyuge de la madre, o al “padre legal” del niño que nacerá.

De particular importancia son los temas relativos a la bioética no médica que se tratan en este libro, con lo cual se contribuye a mitigar la relativa “orfandad académica” que se ha producido en esta área Es así como se abordan tópicos tan relevantes como la bioética en relación con el medio ambiente, con la investigación científica y tecnológica, y con las futuras generaciones, es decir, con los seres humanos que todavía no existen, pero cuya existencia futura es altamente probable, y que tienen derechos aun cuando no puedan reclamarlos.

El avance de las ciencias biológicas y de las tecnologías de base biológica está modificando las más fundamentales referencias de la vida del hombre. Se impone, entonces, la creación de una nueva cultura, capaz de dar sentido a la vida humana en estos nuevos escenarios. En esta tarea creemos que nuestra Universidad está llamada a entregar un aporte de primera importancia. El desarrollo de una disciplina nueva, emergente como es la bioética, es una de esas labores que siempre ha abordado la Universidad de Chile, en su vocación de abrir nuevos territorios a la reflexión y a la acción.

Esta Universidad es quizás la única institución que puede dedicarse a elaborar estos productos intangibles, pero necesarios para la sociedad. Así, por ejemplo, en el pasado contribuyó a crear otro factor inmaterial, la identidad nacional, que articuló y dio coherencia a una serie de acciones materiales: construcción de caminos, vías férreas, puertos, obras de regadío, industrias, obras de infraestructura, programas de expansión de la educación y la salud, etc. Nadie, sino la Universidad de Chile, podría haberlo hecho, y en este momento parece improbable que haya otras instituciones que tengan la capacidad académica necesaria y que estén dispuestas a dedicar energía y recursos a una empresa cultural que parece tan tenue, pero que es tan necesaria como el desarrollo de la bioética.

La Universidad de Chile, capaz de acoger todos los pensamientos serios y rigurosos que conviven en una sociedad abierta, pluralista y democrática, está en condiciones privilegiadas para articular una reflexión profunda, una discusión llevada y un cuerpo de conocimientos capaces de introducir la dimensión valórica en el progreso científico y tecnológico, especialmente en lo que está más cerca nuestro: la propia vida. Este libro es una prueba tangible entre muchas otras de que esa capacidad es efectiva.

JAIME LAVADOS MONTES RECTOR

UNIVERSIDAD DE CHILE

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PREÁMBULO

La bioética comienza en nuestras latitudes con un atraso de casi 25 años – dos generaciones intelectuales según Ortega – con respecto al mundo anglohablante. Escasean en consecuencia las referencias bibliográficas en español y, por sobre todo, tenemos sólo incipientes muestras de un discurso bioético autóctono que pulse la realidad iberoamericana, se oriente hacia sus problemas y proponga un marco convincente al estudio de nuestras perspectivas existenciales.

Este libro se propone comenzar a ocupar este vacío, aunque sea en forma parcial e incompleta. No podría existir siquiera este basamento preliminar sin la visión, el entusiasmo y la confianza de muchos. Nada habría sucedido de no mediar la visión de la Universidad de Chile, cuyo rector Dr. Jaime Lavados M. planteó reiteradamente la urgencia de cultivar la bioética en resguardo de la realidad de hoy y de los requerimientos del mañana; sin el decidido apoyo del vicerrector académico, Dr. Fernando Lolas S., y del Consejo Superior de la Universidad, quienes crearon el Centro Interdisciplinario de Bioética –CINBIO- en 1993.

El Comité Directivo del Centro, a través de los profesores Ana Escríbar, Sergio Contardo, Marcos García de la Huerta y Walter Sánchez, tuvo la gentileza de revisar algunas secciones del texto y hacer valiosas sugerencias. Como secretario- ejecutivo de CINBIO, Walter Sánchez trabajó infatigablemente en la materialización de este proyecto. Por cierto que quedaron deficiencias y falencias, pero ellas son responsabilidad exclusiva del autor.

Especiales agradecimientos corresponden al Programa Regional de Bioética de la Organización Panamericana de la Salud, de nacimiento casi gemelar con CINBI, y que estableció su sede en Chile gracias al interés y a la iniciativa conjunta del entonces presidente de Chile, Patricio Aylwin A., del Rector de la Universidad de Chile y de la Oficina Panamericana de la Salud. El director del Programa, Dr. Julio Montt M. y su consultor, Dr. Juan Pablo Beca, desplegaron notables esfuerzos hasta obtener un patrocinio importante para esta publicación.

Mis sinceros reconocimientos a la Editorial Universitaria, que se interesó vivamente por esta publicación, haciendo posible que se presente en nuestro ámbito cultural una obra que pretende ser esclarecida sin abandonar un lenguaje asequible y una perspectiva que pudiese interesar al público general más allá del vasto mundo de los profesionales de la salud.

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PRÓLOGO

La fundamentación racional de la ética ha sido tarea de la filosofía, a veces complementada, otras relevada por el pensamiento teológico.

Muchos filósofos escribieron tratados de ética que son considerados parte medular de su obra: Aristóteles, Spinoza, Kant, Moore; excepcionales, en cambio, los pensadores que desdeñaron los problemas morales o los declararon irrelevantes, como fue el caso de los positivistas.

Con el advenimiento del modernismo – riguroso en su racionalidad y confiado en el método científico-, fue la filosofía perdiendo parcelas de saber, las religiones dejaron de ser centralmente atractivas y la tradición convenció cada vez menos. En tanto la filosofía abdicaba de la ética, la expansión científico-técnica clamaba por valores que orientaran su utilización. Nacieron así las éticas prácticas, éticas ad hoc o éticas aplicadas que, si bien se abocaron a buscar soluciones concretas a conflictos vigentes, debieron reconocer la necesidad de reflexionar y conservar ciertos fundamentos analíticos que la filosofía había estado elaborando a lo largo de 25 siglos.

Parece necesario, entonces, poner al alcance de quien primeramente se enfrenta con la bioética, algunos de los conceptos y esquemas de pensamiento que mantienen su vigencia en el debate contemporáneo.

Presentamos un texto introductorio más que un tratado, dando prioridad a la exposición didáctica sobre la erudición, a la descripción antes que la prescripción, y a lo ecuménico, laico y racional en lugar de algún compromiso doctrinario. Naturalmente, la selección de temas, la forma de presentar argumentos y el lenguaje utilizado no pueden dejar de delatar simpatías y lealtades, pero esperamos haber mantenido la honradez intelectual de ofrecer tribuna a lo predilecto como también a lo discrepante, para que sea el lector quien ahonde en la dirección que le parezca más conveniente.

Moral viene del latín mores (=costumbres), en tanto que la ética nace del griego ethos (=hábito). Si bien la primera tiene un matiz doctrinario y sociológico, mientras que “ética” sabe más a análisis filosófico, tienden a ser utilizados en forma equivalente e intercambiable, uso al que aquí no se hace excepción.

Estas connotaciones han tenido numerosas variaciones, notablemente en Hegel, quien concebía el derecho como el conjunto de leyes, la moralidad como rectora de la conciencia individual, y llamaba Sittlichkeit – eticidad – a la síntesis del derecho universal y a la moral individual. Precisamente estas variaciones difíciles de compatibilizar recomiendan desenfatizar las diferencias entre vocablos que han navegado por tan diversos usos e interpretaciones.

La presente obra se basa en un análisis riguroso de la vasta literatura bioética y sin embargo carece de bibliografía más allá de referir algunos textos básicos. Ello porque la literatura es de difícil acceso y ha ido tomando cada vez un carácter más escolástico (= estudioso, erudito), estando por lo general muy comprometida con el medio cultural donde se origina.

Dentro del vasto campo de la bioética, la ética médica constituye un segmento esencial y sin embargo incompletamente tratado en este texto, y ello por diversas razones. Primeramente, esta obra se gesta bajo la atenta mirada de un grupo interdisciplinario de académicos, donde los médicos aportan una de las diversas perspectivas requeridas. Segundo, ha sido preocupación inicial y mantenida el destacar que la bioética es muy vasta en sus intereses, preocupaciones y alcances, donde lo médico es parte medular pero parte al fin. Tercero, la bioética no médica ha debido lamentar una reciente orfandad académica que contrasta con la devoción y minucia dedicadas al cultivo de la ética en el quehacer médico, una asimetría que urge corregir. En cuarto término, los conflictos éticos en el área de la medicina comprometen actitudes y valores que trascienden con mucho lo meramente clínico, debiendo ser discutidos en un marco bioético amplio que abarca todos los fenómenos fundamentales de la vida.

La ética reflexiona sobre los actos humanos que se relacionan con un bien, y un bien es aquello cuya existencia es preferible a su ausencia. Cuando el quehacer humano incide sobre el ámbito de fenómenos vitales, se constituye el subconjunto de la bioética dentro del universo llamado discurso ético (Ver Cap. III.1).

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A su vez en la medida que la bioética concentra su atención sobre aquellos actos humanos denominados médicos, por influir sobre el organismo humano considerado enfermo, emerge una nueva parcela reflexiva denominada ética médica (ver p.123).

Ideas claras y precisas pedía Descartes como padre del racionalismo, y no tenemos excusas válidas si en algún punto hemos faltado a la exigencia cartesiana. Pero las ideas son complejas, las simplificaciones ilícitas y es signo de respeto hacia el lector proponerle el desafío de leer un texto de cierta densidad.

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IFundamentos de Ética

Existen excelentes historias de la filosofía (Hirschberger, Bréhier) así como no menos notables reseñas históricas del pensamiento ético occidental (MacIntyre, Camps). La selección que sigue sólo pretende resaltar aquellos aspectos de la ética filosófica cuya fuerte raigambre histórica los han incorporado al lenguaje bioético contemporáneo, y cuyo conocimiento es indispensable para mejor entender los argumentos actualmente utilizados por sus cultores.

1. EUDEMONISMO: VIRTUD Y SUPREMO BIEN

Dos dualidades fundamentales provienen del aristotelismo y perduran en la filosofía occidental: materia y forma por un lado, acto y potencia por el otro. Según el concepto hilemorfo de Aristóteles, el mundo natural está compuesto de dos principios: materia y forma. La materia es in-forme, hasta que sus potencialidades se trans-forman en realidades. Todo ser comparte esta dualidad de constituirse por un conjunto de potencialidades materiales que han de actualizarse formalmente.

¿Cómo se reconoce lo potencial en un ser? Aristóteles no lo dice, pero señala que toda materia busca realizar una forma, siendo las formas realidades últimas, como las Ideas de Platón. Las potencialidades no se reconocen en la materia donde presuntamente yacen sino en la forma que las realizará. Aristóteles no creía posible definir estos dos momentos del ser que son las potencialidad y la actualidad, pero indicó que el ser actual es idéntico consigo mismo, en tanto que el ser potencial puede devenir en otro. Sin embargo, y esto lo elaborará Santo Tomás de Aquino, el ser en potencia es tan real como el ser actualizado.

En la medida que todas las potencialidades se han vuelto reales, el ser ha llegado a un fin bueno. El bien consiste en un proceso y una meta, ambos convergentes hacia la más plena realización de las potencialidades de cada ser. Aquel fin que es fin en sí y ya no es subalterno a otro fin superior, es el Bien Supremo.

También el hombre está inmerso en el devenir y orientado hacia una realización final que es el Bien. El único fin en sí es el que nace al interior del ser humano, a diferencia de los fines externos que provienen de la búsqueda del reconocimiento social o de la acumulación de bienes materiales. Para alcanzar su fin último – su autarquía o gobierno propio – el ser humano debe actuar, pues sólo en el hacer es como se va realizando. Pero debe actuar racionalmente, por cuanto lo propio del hombre es la razón y sólo mediante ella puede reconocer el recto actuar, aquel actuar que lo lleva del modo más adecuado al bien y con ello a la felicidad. Al alcanzar la plenitud del ser, el hombre es feliz. La felicidad merecida, porque ha sido virtuosamente alcanzada, es denominada eudemonía por Aristóteles.

Virtud es la capacidad de preferir racionalmente lo que mejor va acercando al fin supremo. Las virtudes deben ser ejercidas permanentemente y constituirse en hábito; son adquiridas y son perfectibles mediante la práctica constante. El ejercicio virtuoso de una actividad desarrolla las habilidades del hombre, de manera que el recto actuar y el modo ético de vivir consisten en seleccionar racional y regularmente los medios adecuados para llegar al fin supremo de una plena y feliz realización de sí.

La supremacía de la razón como artífice del actuar hace que el conocimiento racional sea una característica fundamental del ser humano, en tanto que el recto actuar es el instrumento realizador. Naturalmente, la virtuosa elección de los medios más adecuados para llegar al Bien tendrá por característica fundamental la mesura. Los excesos no son eficientes, por lo que Aristóteles desarrolla el camino virtuoso como un medianero que evita acercarse mucho a una cualidad para no alejarse en demasía de su contraria. La virtud no es una media geométrica entre dos extremos, sino el justo medio que podrá situarse más cerca de una cualidad que de su contraria. Así, la valentía, la parsimonia está más cercana a la avaricia que a la dispendiosidad.

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Ha de entendérsela felicidad como un estado de bienestar, de estar en el bien, pero también implica el bien actuar, es decir, el actuar virtuoso. A su vez, también la virtud tiene dos elementos constitutivos: uno disposicional, el ser virtuoso, y uno activo referente a la selección racional del modo más adecuado, más virtuoso, de comportarse.

Todo ser tiende al supremo bien de realizar sus potencialidades. El Bien Supremo del hombre es la felicidad virtuosamente alcanzada: eudemonía. La razón determina el recto actuar que lleva al bien. El hombre es virtuoso –ético- en tanto elige racionalmente los medios que lo acerquen al bien. La virtud es la disposición y el hábito de actuar según las cualidades aplicadas con mesura y

ponderación.

2. EL CONTRATO SOCIAL: DERECHOS

Los procesos de industrialización y urbanización crearon conciencia en los pensadores de los siglos XVI y XVII, de que el hombre es un ente necesariamente social y que sus requerimientos y aspiraciones sólo pueden cumplirse en interacción con sus conciudadanos. La sociedad es un instrumento más potente para la satisfacción de las necesidades y el cumplimiento de los deseos del ser humano que la acción aislada o de pequeños grupos. Los individuos pactan su participación en la colectividad ya sea para neutralizar las agresividades y violencias que se darían en ausencia de acuerdos (Hobbes), ya sea para dar más eficacia a la libertad racional de cada hombre (Locke), o ya sea para concederle plenitud a los deseos de todos los hombres, aunados en una voluntad general que se expresa en el contrato social (Rousseau).

Los contractualistas elaboran su teoría desde varias premisas comunes: las colectividades sociales se configuran por individuos libres, iguales y racionales; el contrato social se configuran por individuos libres, iguales y racionales; el contrato social es una negociación cuyo fundamento es el mutuo respeto, el cumplimiento de las promesas hechas y la fidelidad a los acuerdos tomados. Aparece un organismo central o estado que se hace garante imparcial del contrato social, pero emergen también las tensiones entre libertades individuales reacias a doblegarse y el bien común que obliga a controles y coartaciones.

El recto actuar consiste en ceder tanta libertad como sea requerido por el bien público y cautelar el residuo de autonomía para realizar el propio bien. Según la importancia que se dé a la sociedad frente al individuo, lo ético será acatar en todo lo necesario aquello que la voluntad general demanda (Rousseau) o, por el contrario, estar en alerta permanente para no sacrificar más libertades de lo estrictamente necesario (Locke). La delimitación de lo que legítimamente cada uno puede exigirle al contrato social constituye el lenguaje de los derechos. Con la celebración de un acuerdo formal los individuos establecen los servicios y ventajas que derivarán del contrato –derechos- y los esfuerzos que deben entregar para su recto cumplimiento –deberes-.

Los esquemas contractuales se enfrentan a tres circunstancias que ponen en peligro su estabilidad: los incumplimientos de obligaciones contraídas, los ciudadanos que hacen uso de los privilegios pero no asumen los compromisos del orden social (“free riders” o pasajeros de pisadera), y aquellos seres que son miembros de la de la sociedad pero no están en condiciones de asumir la participación en un contrato o compromiso (niños, individuos racionalmente deficientes, discapacitados etarios). Todas estas situaciones señalan que los pactos o acuerdos no contemplan todas las eventualidades posibles y obligan a reabrir el debate ético en términos que sobrepasan el lenguaje estrictamente contractual.

La estructura social es producto de un acuerdo contractual entre los hombres. El acuerdo de entrar en una relación contractual es libre y racional, pero necesario para solucionar

eficazmente las necesidades básicas de los seres humanos.9

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El contrato social persigue el bienestar de todos, tanto a través de la cooperación comunitaria como resguardando ámbitos de libertad.

El lenguaje de derechos y obligaciones se origina en la idea del contrato social, delimitando lo que la libertad de cada cual puede exigir y lo que debe ceder.

No todos los miembros de una sociedad están en condiciones de participar en acuerdos colectivos, por lo cual el ordenamiento ético debe ir más allá de un contrato social.

3. DEONTOLOGÍA O ÉTICA DEL DEBER

El desarrollo del método científico y el auge del racionalismo en el siglo XVIII tienden a universalizar el conocimiento, a desautorizar las visiones particulares no sometidas a revisión intersubjetiva y a denunciar los errores de percepción y razonamiento denominados ideologías por Francis Bacon. Las diversas concepciones de un contrato social, que presuponían diferentes formas de entender al ser humano (agresigo para Hobbes, débil para Rousseau, libre para Locke), no podían ser todas verdaderas para quien creyera que la razón no tolera contradicciones ni incoherencias.

Había que demostrar que el conocimiento opera según reglas claras e invariables que son inherentes a todo ser humano y están presentes en cada individuo, con independencia de la interacción social. Kant sostiene que todo conocimiento es producto de un impacto de la realidad sobre nuestros sentidos y de la elaboración intelectual de estos estímulos. No hay conocimiento racional sin percepción, y por lo tanto nuestro conocimiento depende de algo externo a nosotros. Mas tampoco hay percepción sin intelección, siendo la razón una condición previa y dada (=a priori) para percibir.

El ser humano es un ente que actúa en pos del bienestar y la felicidad, encontrando en su interior el impulso para actuar, que es su voluntad. Esta voluntad es libre, puede ejercerse o no, y puede ejercerse de una u otra manera. La voluntad que se hace subalterna a lo que aprende del conocimiento originado en el mundo exterior deja de ser libre, constituyéndose en voluntad heterónoma –regida por normas externas a ella-.

La voluntad autónoma, en cambio, se rige por una normativa interna, racionalmente elaborada y desligada de un objeto, una meta o un resultado. La voluntad es autónoma cuando está anclada en la libertad, mas no cuando se supedita a los posibles efectos o metas de su ejercicio. La única máxima capaz de inspirar a la voluntad autónoma es aquella que exige que los actos deriven de normas que pudiesen hacerse universales. Sólo es legítimo el acto nacido de una máxima que se quisiera ver validada y utilizada por todos. Un tal principio, que no depende de contingencias externas y es siempre irrestrictamente válido, constituye el imperativo categórico de Kant; se diferencia de los imperativos hipotéticos en que éstos son sólo válidos en determinadas circunstancias.

En el requerimiento de hacer universalmente válido el principio de la voluntad autónoma, nace la vertiente ética del ser humano, cuyos actos jamás deben contener coartaciones o restricciones que afecten a otros seres humanos. De allí proviene una formulación más vívida del impertivo categórico, cuando señala que el ser humano siempre debe ser fin, jamás solamente medio, de un acto humano. La máxima ética que gobierna el recto actuar nace de la racionalidad del hombre y se expresa como una prescripción o deber. De allí el nombre “deontología” (deon = deber).

Lo ético se determina en el origen de los actos y no con mira a sus fines. Predomina el deber de actuar más que la consecuencia del acto.

La inspiración del deber moral es racional. La deontología respeta la libertad del ser humano para elegir el camino ético. La deontología ha de ser absoluta y universal, confiando que el acto moral se impondrá sobre

cualquier consideración que desconozca o lesione a los demás seres humanos.

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4. ÉTICAS CONSECUENCIALISTAS

Mientras más universal y absoluta es una máxima moral tanto menos realizable es, en virtud del hiato entre la coherencia de la teoría y los imponderables de su aplicación. La disposición y el actuar virtuosos son predicados difíciles de determinar y de ponderar. Los contratos sociales se conciben en una situación ideal de igualdad pero en la realidad se presentan asimetrías de poder político que hacen utópico el planteamiento contractual ecuánime. También el imperativo categórico es racionalmente convincente pero refractario a ser traducido a un lenguaje práctico donde realmente determine un recto actuar, al punto que Hegel criticó a Kant haber caído en un “formalismo vacío”. Una vez introducida la perspectiva empírica, que contempla situaciones reales y analiza resultados efectivos, se obscurecen los postulados universales y son reemplazados por visiones contradictorias y valoraciones discrepantes entre sí.

Para Kant era la razón el fundamento de todo el lenguaje moral, en tanto que los empiristas ingleses creen reconocer el motor de lo ético en la inclinación y en los afectos. El ser humano simpatiza con, y propende a, ciertos fines que le son útiles o placenteros; todo acto que fomente estas metas será éticamente bueno. La calidad moral de los actos se pondera por las consecuencias que tienen, de donde deriva la denominación de ética consecuencialista. Según se acentúen consecuencias placenteras o útiles, se tendrá la variante hedonista o la utilitarista de esta ética.

El consecuencialismo no es sinónimo de egoísmo, pues los fines deseados son tanto de carácter individual como social. Hume pone la justicia y la benevolencia como ejemplos de características valiosas para la sociedad, y los utilitaristas posteriores fueron explícitos en señalar que debía tenderse a un estado de cosas que significara el máximo bien para el mayor número de individuos.

Su forma más frecuente de presentarse es en la fórmula:

U=B/CDonde:

U: Utilidad de un acto o de una decisión.B: Beneficios obtenidosC: Eventuales costos, riesgos y complicaciones

Esta formulación no escapa a los problemas conceptuales del consecuencialismo: ¿quién determina los beneficios?, ¿quién evalúa los costos?, ¿qué patrón se utilizará para analizar y comparar diferentes beneficios?, ¿qué es un costo alto o un riesgo aceptable? Aún cuando se lograse determinar que un bien requerido es legítimo y digno de ser perseguido, el consecuencialismo enfrenta dos problemas insolutos. En primer término, es una justificación ética predictiva, es decir, anticipa los probables beneficios de un acto, con lo cual asume el riesgo de fallar en su cálculo si los resultados son inesperados. En segundo lugar, el pensamiento consecuencialista colisiona con el principio de justicia por cuanto privilegia decisiones que producirán el máximo bien posible y el menor daño necesario, pero no establece cómo bienes y efectos negativos se distribuirán. Podrá suceder, entonces, que un acto sea justificado porque beneficia vigorosamente a unos dañando a otros en un ordenamiento de consecuencias que carece de toda ecuanimidad.

El consecuencialismo es un enfoque descriptivo que ha reconocido certeramente que los actos humanos se realizan con el interés de alcanzar determinadas metas favorables y deseadas. Pero precisamente porque estas metas están sujetas a variables y contingencias, resulta difícil llegar a enunciados prescriptivos generales. La teoría de la acción ha demostrado que los actos no se identifican suficientemente según los objetivos que anhelan, sino que además es parte constitutiva de ellos la motivación que los inspira. Lo que origina un acto, lo que provoca la decisión de actuar de una u otra manera o de no actuar, es la motivación, momento que escapa al análisis utilitarista.

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Con todas sus limitaciones, el consecuencialismo ha encontrado amplia aceptación para el análisis de situaciones bioéticas concretas y, aunque sea poco fructífero para prescribir pautas éticas generales, ha sido consideración prevalente que toda ética evite prescribir normas que ignoran las consecuencias de los actos. Una norma moral que tuviese por consecuencia más daños que beneficios sería contra-utilitarista y por ende difícil de justificar.

La calidad moral de un acto depende de que produzca el mayor bien y se abstenga de provocar daños evitables.La ecuánime repartición del bien es preferible a su máxima concentración en pocas manos.El utilitarismo ordena los actos humanos según su eficiencia –considerando la relación entre efectos deseados y costos-, en éticamente bueno; cuando producen máximos beneficios, y éticamente malos cuando los daños son excesivos o innecesarios.Aquellas proposiciones normativas donde la ponderación ética pudiese recomendar actos loables y por ende obligatorios, aunque no produzcan preferentemente beneficios, no son aceptables para el consecuencialismo.

5. PRAGMATISMO: FUSIÓN DE MEDIOS Y FINES

El pragmatismo (= acto, acción) comparte con el utilitarismo el respeto por los fines y la justificación de lo moral en relación a los beneficios obtenidos. Sin embargo, constituye una variante muy propia al considerar que todo actuar humano, sea ético, científico, filosófico o lingüístico, se valida estrictamente en la medida que facilita la interacción de los seres humanos entre sí y con su realidad. De allí que el pragmatismo no reconozca leyes universales, máximas o principios, adecuando su concepto de realidad al mundo dado y su recomendación moral al contexto circunstancial.

El pragmatismo no utiliza términos abstractos como felicidad o bien común, que son muy frecuentes de encontrar en los escritos utilitaristas. Es muy proclive al pensamiento tecnológico y a aceptar la legitimidad de llevar a efecto todo lo que se puede hacer, sin consideraciones acerca de las desventajas que ello pudiese acarrear. Podría decirse que el pragmatismo traslada el respeto por los fines que nutre al pensamiento consecuencialista, hacia una aceptación irrestricta de los medios junto con una instrumentalización y particularización de los fines.

La bioética nace formalmente en los EE.UU., donde el utilitarismo ha tenido vigencia irrestricta y ha sido especialmente cultivado en su forma de pragmatismo –James, Dewey, Peirce-. Por ser una ética aplicada que requiere insertarse en la realidad, le ha sido más fácil a la bioética utilizar el lenguaje utilitarista que el deontológico. A ello debe agregarse el peso de lo económico en la investigación biológica, la importancia de la distribución de recursos en materias de atención médica y la ponderación de costos, riesgos y beneficios en las interacciones del hombre con la naturaleza. Todos ellos son procesos mucho más dúctiles al análisis utilitarista que a la prescripción deontológica, motivo por el cual el pragmatismo, si bien carente de atractividad filosófica, sigue inspirando gran parte de la reflexión en torno a éticas aplicadas.

El pragmatismo es una variante de consecuencialismo que enfatiza el valor de los medios y particulariza los fines a alcanzar.

Dado su extremo sesgo práctico, el pragmatismo encuentra particular acogida en las éticas aplicadas. Lo económico, teniendo gran trascendencia en los problemas que aborda la bioética, se apoya con

frecuencia en argumentos pragmáticos buscando justificar lo bueno en función de lo factible.

6. RELATIVISMO

Desde siempre se conoce el anhelo humano de estar en posesión de convicciones absolutamente verdaderas, obtenidas sea por revelación trascendente o por riguroso trabajo intelectual. Paralelamente y con similar

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intensidad ha persistido la posición escéptica que duda de la posibilidad de alcanzar certezas incontrovertibles, prefiriendo predicar la tolerancia frente a diversos modos de estar en el mundo.

El relativismo filosófico y moral fue inaugurado por los pintorescos sofistas contemporáneos de Sócrates, quienes enseñaban que la medida de todas las cosas es el hombre, vale decir, todo es o no es en cuanto el ser humano le atribuya el ser de uno u otro modo, o el no ser. Un tal pluralismo ha sido tema recurrente de la filosofía occidental, en ocasiones por honesta convicción, en otra por pereza intelectual o por el deseo de dar respetabilidad a ideas carentes de vuelo intelectual y de rigor moral.

Las corrientes filosóficas que se adscriben al relativismo adoptan una variedad de formas. Hegel practicó un relativismo cultural donde las convicciones de cada individuo son producto de su inmersión en la sociedad que lo alberga, aunque en última instancia subsumada al devenir de lo Absoluto. Nietzsche llegó al extremo de negar todos los edificios morales existentes, en tanto que el pensamiento inglés contemporáneo desarrolla diversas formas de rechazo a los absolutismos doctrinarios. Aparecen así los emotivistas –las convicciones morales son manifestaciones de emociones o están llamadas a evocarlas en el interlocutor-, y los prescriptivistas que en en el lenguaje ético un conjunto de incitaciones a actuar o evaluar, sin que el razonamiento pueda justificar estos imperativos.

Todos los relativismos tienen en común la exigencia al análisis filosófico de ser moralmente neutro, el reconocimiento de la brecha infranqueable entre una premisa aseverativa y una conclusión prescriptiva (ver p.51), acusando además la obstinada falta de acercamiento entre posiciones fundamentalmente divergentes. Bajo la presión pragmática de las ideas aplicadas, han renacido proposiciones que comparten el escepticismo frente a doctrinas puras y principios supuestamente absolutos. Se ha sugerido darle soluciones ad hoc (= para el caso) a cada situación en particular, utilizando flexiblemente los principios éticos generalmente aceptados –ética situacional-. Otra variante señala que la persistencia de conflictos éticos demuestra la insuficiencia de las máximas y recomienda el análisis personal y siempre renovado – ética de conflictos-. Finalmente, aparecen con insistencia creciente las sugerencias de abandonar las actitudes reglistas, enriqueciendo el problema ético o dilucidar con el máximo de información. Así, en vez de clasificar, razonar, deducir una decisión correcta desde preceptos generales o inducir del caso concreto la norma que corresponda aplicar, sería preferible desplegar una narrativa en torno al caso, es decir, iluminar todas sus facetas afectivas, anecdóticas y personales, para de allí llegar a decisiones que respeten la mayor cantidad posible de estos aspectos –ética narrativa-.

Todas estas perspectivas tienen en común una laboriosa preocupación por la ética como disciplina práctica y por los problemas concretos a solucionar. Estos relativismos no son reduccionistas sino, a la inversa, buscan enriquecer el diálogo ético conociendo y respetando los principios fundamentales, pero adaptándolos a la realidad mediante cuidadoso estudio de los casos particulares.

Ciencia y técnica reproducen hoy lo que la filosofía ateniense enfrentaba en el siglo V a.C. Los sofistas griegos intentaban solucionar una doble inquietud: la de establecer una visión de mundo coherente y fehaciente, llevando al mismo tiempo una vida placentera, lo que para ellos significaba un vivir activo, socialmente integrado e intelectualmente influyente. A través del relativismo pensaron poder ser coherentes y –al mismo tiempo- cobijar la diversidad de valores e intereses que pululan en toda sociedad humana. También la visión moderna del mundo confronta los absolutismos de la ciencia y los relativismos de su aplicación, lo que explica por un lado las enormes dificultades que enfrenta la bioética en tanto trata de ser fiel a principios y doctrinas inamovibles, y por el otro la receptividad que tienen aquellas propuestas que relativizan principios y desarrollan respuestas éticas adaptadas a situaciones y personas concretas.

La bioética asume una compleja tarea que requiere formación ética acabada para que el libre juego de los criterios sea válido y confiable. Los relativismos no pueden constituir doctrina porque ello sería contradictorio en sí. Además, en un clima social donde todos dependen en alguna medida de los servicios que les otorgan sus conciudadanos, es necesario poder confiar en el buen juicio y la buena moral como garantes, a su vez, de buenos servicios. Un clima de confianza requiere lealtad a ciertos postulados comúnmente aceptados y no puede prosperar en un relativismo desestructurado.

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Con cierta plausibilidad se ha dicho que el relativismo no existe porque se sustenta al menos en un principio absoluto: rechazar toda regla inflexible salvo, por supuesto, la de validar el relativismo. Segundo, el relativismo da igual valor a todos los puntos de vista, impidiendo así discriminar entre verdad y error. Si, en cambio, lo intentara, tendría que aplicar criterios externos al relativismo para dilucidar lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo. Finalmente, el relativismo obligaría a tolerar todas las posiciones discrepantes, incluso aquellas que le parecen inaceptables.

Lo atrayente del relativismo ético tropieza con dos escollos que no han podido ser removidos. En primer término, la ética intenta sugerir normas que sean lo más generales posible, en un anhelo de llegar a prescripciones universalmente válidad, lo que es contradictorio con el relativismo. Segundo, si las normas éticas se desestabilizan adaptándose a situaciones o perspectivas particulares, dejan de ser previsibles las conductas, y la moralidad pierde su función de fundamentar la mutua confiabilidad entre todos los actores sociales. La convivencia de grupos humanos requiere la tranquilidad de confiar que todos comparten al menos en núcleo de prescripciones, proscripciones, valores y modos de solucionar conflictos.

El relativismo acusa las incoherencias de toda posición absoluta y la imposibilidad de someter lo ético a normas universalmente aceptables.

El relativismo acepta con igual tolerancia posturas éticas que son contradictorias entre sí. Si bien el relativismo gana adeptos por el clima permisivo que propugna, conduce a una ética

fragmentada. La aparente tolerancia del relativismo se ve opacada porque debilita la paz social al cuestionar una

comunidad de valores que sea confiable para todos.

IIÉtica contemporánea

1. VIGENCIA DE LA ÉTICA FILOSÓFICA

Además de las principales corrientes del pensamiento ético occidental que han sido brevemente reseñadas, perduran en la actualidad muchas otras visiones que enfatizan uno u otro aspecto derivado de la ética filosófica. Las aquí seleccionadas son aquellas que han sido pilares de la argumentación bioética, llegando a constituir verdaderas escuelas de pensamiento. No sólo conviene reconocer las raíces de los argumentos bioéticos, sino también percibir en qué forma han sido adaptados a una ética práctica contemporánea abocada a decisiones impostergables y tan urgentes, que el hecho de carecer de respuestas genera a su vez problemas agudos.

El realismo aristotélico había sido grato a las tres corrientes del pensar medieval, a través de Santo Tomás de Aquino para el cristianismo, así como para los árabes Avicenas y Averroes, y el judaísmo de Maimónides. Muchos elementos del pensamiento aristotélico sobreviven, y el anhelo de felicidad sigue siendo una constante explícita o implícita en las más diversas posturas éticas; pero es difícil encontrar actualmente una ética de la felicidad en cuanto eudemonía, o la aceptación incuestionada de que el bien supremo consiste en la realización de la vida humana. Ciertamente, la vida humana es reconocida como programa y creación, pero el existencialismo ve este requerimiento de hacer la propia vida como una obligación insoslayable, como un problema de que deriva a lo más un profundo y angustioso pesimismo que sólo muy difícilmentedeja paso a un cuerpo de normativas éticas. La historia ha sido cruel, el proceso civilizatorio duro, las sociedades muy intolerantes de las expresiones personales, todo lo cual le ha dado un sello de vacuidad a la realización individual y a la prosecución de una felicidad indefinible y supuestamente distinta al florecimiento material.

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Un renacimiento especial ha tenido la doctrina de Aristóteles en torno a lo virtuoso. Para los griegos anteriores a él, virtud era sinónimo de excelencia y ésta se alcanzaba a través del conocimiento. Aristóteles relacionó virtud con ética, considerándola un hábito compuesto de prestancia intelectual pero también de habilidad práctica, ambas unidas para hacer lo debido y hacerlo bien.

El concepto de virtud ha sido sometido a cambios y distorsiones a la par con las transformaciones históricas de las sociedades y sus formas culturales. Por sobre todo se ha introducido un elemento foráneo al concepto aristotélico, cual es el virtuosismo o excelencia en la obtención de bienes materiales, pues son éstos bienes de posesión externos al individuo y alcanzados competitivamente, de modo que lo logrado por unos va en desmedro de otros.

Mas si se desea mantener lo virtuoso de la eficacia en alcanzar metas, habrá que conservar la idea de virtud como una entidad que permite al ser humano alcanzar bienes internos, cuyo logro es un bien tanto para el virtuoso como para la comunidad.

Pese al pesimismo filosófico que considera el clima social contemporáneo como poco propicio

III Fundamentos de Bioética

1.Aspectos Generales

En la primera mitad del presente siglo la filosofía emitió diversas declaraciones sobre la infructuosidad de la indagación ética, la más ilustrativa proviniendo de L. Wittgenstein, quien clausura una de sus obras refiriéndose a la ética:”Sobre aquello de lo que no se puede hablar, hay que callar.”

Simultáneamente con esta impotencia se producen sucesos sociales que aceleran la necesidad de respuestas éticas concretas: el enorme poder destructivo generado durante la Segunda Guerra Mundial, las conquistas democráticas de muchas minorías requirentes de una moral de nuevo cuño, y la explosión científica, técnica y de comunicaciones, todo ello exigiendo una reflexión valórica sobre las hasta ahora inéditas capacidades del accionar humano.

Estos nuevos estímulos a la reorientación moral se vieron dificultados por el quiebre de las grandes doctrinas del pensamiento y de la fe, por el desmoronamiento de las ideologías tradicionales –socialismo, liberalismo-, y por una tendencia generalizada a la secularización.

Enfrentado con interrogantes específicas y urgentes, el análisis moral se especializó en los campos de acción que lo requerían. Así nacieron las éticas aplicadas a la jurisprudencia, a la política, a la economía, al periodismo y, muy primariamente, a la biología y a la medicina.

La bioética se mueve en un terreno donde definiciones y conceptos son controvertidos, y los que aquí se proponen sólo aspiran a orientar sin pretender mayor validez que otros.

Vida es toda unidad energética y estructural capaz de mantener procesos destinados a su conservación como un todo y a su reproducción como nuevas unidades.

Vida humana es una unidad/organismo dotada de vida y del potencial genético de ser persona.

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Persona es toda vida humana dotada de capacidad racional y agencia moral, es decir, de libertad y de responsabilidad.

El concepto más amplio es el de vida, que incluye seres que son genéticamente humanos pero a quienes se considera como carentes de lo esencial que caracteriza a la vida humana. Hay vidas que aún no han alcanzado la unidad embrionaria, como son los blastocitos, lo que para muchos científicos y legisladores significa que no se ha llegado a formar una entidad con características y derechos de un ser humano.

El concepto más restringido, en cambio, es el de persona, en cuanto se refiere a todo ser humano dotado de la capacidad y de la responsabilidad de ser agente moral y racional. Según estas definiciones, aceptadas pero también en gran medida cuestionadas, el ser humano aparece como tal a partir de constituirse su unidad embrionaria (14° día de gestación) y se considera persona desde el momento y durante el tiempo que puede ejercer como agente moral y racional.

El término “bioético” es de cuño reciente, habiendo sido introducido en 1970-1971 por el oncólogo experimental norteamericano Potter, para proponer una disciplina que enlazara la biología con las humanidades en una “ciencia de la sobrevivencia”. En publicaciones posteriores, Potter consideró necesario rescatar el enfoque general de la bioética y la denominó “Bioética Global”, es un interesante acercamiento a la “Ética Mundial” que planteara recientemente el teólogo Hans Küng. Estas proposiciones globalizantes han tenido el atractivo de sugerir cambios culturales frente a amenazas biológicas, pero también han debido tolerar la crítica de ser poco específicas y demasiado simplistas.

En su acepción más amplia la bioética se refiere a la ética de la vida, con lo cual se convertiría en una redundancia porque lo ético necesariamente se refiere a agentes morales, es decir, a seres vivos. A la inversa, existe la tendencia a reducir el ámbito de la bioética y homologarlo con ética médica, como lo señalan algunas definiciones de diverso origen:

“Bioética se refiere a los temas éticos suscitados por la medicina y las ciencias biológicas.” (Revista “Bioethics”).

“Bioética es la exploración de los temas morales suscitados por cuidados de salud y las ciencias biomédicas” (H. T. Engelhardt Jr.)

“Bioética es el discernimiento de la eticidad de las acciones que sobre la vida humana pueden ejercer las ciencias biomédicas.” (“Problemas contemporáneos en bioética”).

En el ámbito del pensamiento norteamericano, muy activo y productivo, se ha aceptado la sinonimia de bioética y ética médica, prefiriendo el primer término por considerar que “ética médica” se ha vuelto homónimo con lo que antiguamente se denominó etiqueta médica (= recto comportamiento del médico en su rol profesional).

Bioética es el conjunto de conceptos, argumentos y normas que valoran y legitiman éticamente los actos humanos que eventualmente tendrán efectos irreversibles sobre fenómenos vitales. La vida ha sido tradicionalmente definida como materia que se constituye –nacimiento- en una unidad capaz de metabolismo, desarrollo y reproducción, y que termina por desintegrarse –muerte-. En los últimos decenios se ha desarrollado la idea que los procesos o sistemas vivos tienen la capacidad de resistirse al desordenamiento progresivo o entropía, y son por ende negentrópicos. Esta capacidad ordenadora nace con la aparición de eventos bioquímicos irreversibles, que dan origen al transcurso temporal de procesos y con ello a lo que llamamos vida.

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La bioética se ocupa, entonces, de los actos humanos que alteran irreversiblemente los procesos también irreversibles de lo vivo, con lo cual se hace patente que son actos humanos que van al fundamento de los vital a tiempo que queda claro que muchas actividades del ser humano caen bajo el juicio bioético porque sus efectos influyen profunda e irreversiblemente, de un modo real o potencial, sobre los procesos vitales.

La bioética es más vasta que la ética médica, porque también se refiere a situaciones, actos y consecuencias que ocurren fuera del quehacer médico. Pero asimismo lo es porque salud y enfermedad del ser humano se determinan por innumerables y aún insuficientemente conocidas variables extramédicas. La bioética estudia los dilemas presentados por, o en nombre de, seres vivos en tanto la funcionalidad o la persistencia de sus vidas se vean amenazadas. La bioética no es preocupación exclusiva de los médicos sino de innumerables otros profesionales y actores sociales, de manera que el tema debe ser acotado más generosamente e incluir otras materias, como ética ecológica, ética de futuras generaciones, ética del conocimiento biológico –investigación y transferencia-, ética bioindustrial, ética de la naturaleza, de la familia, de la discriminación.

Todo ello obliga a reflexionar sobre la vasta gama del quehacer humano y a hacerlo con urgencia por la aceleración, multiplicación e irreversible trascendencia de las decisiones que se toman, se deben tomar o se omiten en el campo científico-técnico que la bioética estudia.

Con frecuencia se intenta descalificar los esfuerzos analíticos y académicos de la bioética con cuatro argumentos:

- La ética es parte de la formación de toda persona, está presente y vigente en la reflexión y en el actuar de todos, y no requiere ser sometida a una disciplina formal.

- Si la ética ha sido incapaz de validación universal, habrá que aceptar la diversidad de posiciones individuales, abandonando de una vez la argumentación y la persuasión.

- Leyes, reglamentaciones y costumbres han establecido patrones de conducta que no requieren ser cuestionados, menos aún desacatados.

- La bioética se ocupa de muchos problemas que no atañen más que a una minoría de personas involucradas en las actividades que esta disciplina estudia.

El cultivo de la bioética justifica sus esfuerzos con los contraargumentos respectivos:

- Estudios psicopedagógicos demuestran que los individuos que no reciben instrucción ética formal desarrollan pautas morales poco diferenciadas, siendo incapaces de enfrentar situaciones de conflicto y de defenderse ante oposiciones bien fundadas Más grave aún, el equipamiento moral espontáneamente desarrollado es muy frágil frente a tentaciones materiales y a imposiciones autoritarias.

- Si bien existen posiciones éticas variadas, ellas sólo tienen validez si son coherentes y reflexivamente fundadas. Quienes operan con una ética intuitiva tienden a contradecirse en situaciones diversas y dejan de ser predecibles y confiables.

- Las leyes y reglamentaciones son casos específicos de normas morales y no toda ley es éticamente adecuada. Acatar la ley sin reflexión conlleva el riesgo de fomentar culpablemente leyes discriminatorias, injustas o incluso criminales, como ha ocurrido en regímenes antidemocráticos.

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- La bioética no puede aceptar la diferencia frente a sus problemas, precisamente porque se ocupa de actos trascendentes que interesan y comprometen a todo ser vivo. Todos los miembros de la humanidad son afectados por dilemas ecológicos, todo ser humano nace, se enferma y eventualmente muere, no pudiendo marginarse a la reflexión bioética.

El balance de estas disputas ha terminado favoreciendo el desarrollo de una disciplina bioética racionalmente estructurada, coherentemente argumentada y enseñada en forma ordenada. Cualesquiera sean los intereses y valores prevalentes en una sociedad, es requisito indispensable para convivir, interactuar y cooperar, que todos puedan confiar en el respeto de las normas éticas que se haya acordado, lo que obliga al discurso bioético a ser claro y explícito en sus planteamientos.

Conviene dedicar una breve reflexión al auge académico de la bioética. Se ha convertido en moda el descalificar a la bioética como mera ideología. Proviene esta crítica de la lectura un tanto apresurada de un fenómeno cultural. Es cierto que la bioética se expandió en forma notoriamente veloz, y que en gran parte lo hizo a horcajadas de estudiosos que buscaban nuevos horizontes de acción en un mundo laboral estrecho y competitivo. Nació así una producción literaria exuberante y de densidad intelectual muy dispar, pero esta polución académica se da en la mayor parte de las disciplinas del saber y no es en absoluto signo de una fragilidad de fondo.

Desestimar a la bioética como ideología da fe de un conocimiento insuficiente de lo que es una ideología. De las muchas acepciones que el término tiene, es importante rescatar aquella que la ve adecuando y distorsionando la verdad en pos de determinados intereses. Si esta definición es válida, se concluye que las ideologías están lejos del ocaso que se les pronostica, y que la bioética no es ideología en cuanto por antonomasia no privilegia los intereses de sus cultores, sino los del ser humano en tanto es vitalmente vulnerable a los actos de sus congéneres.

Denunciar a la bioética de ideología, constituye una variante de la falencia argumentativa ad hominem, donde la crítica sobrevuela los contenidos para descalificar a quienes los producen. Esta actitud es de incalculable riesgo, porque desestimar el discurso bioético coarta la única perspectiva que sugiere controlar el desenfreno material que invade al mundo moderno y que está desembocando en una verdadera caja de Pandora holística y digital.

Resulta más atingente reconocer las causas de la expansiva preocupación por la bioética en tres fenómenos concomitantes de los últimos decenios:

3. PRINCIPIOS EN BIOETICA: PRINCIPALISMO

La escuela norteamericana ha elaborado un pensamiento bioético que recibe el nombre de principialismo. Para ello ha considerado cuatro principios que en realidad no tienen el carácter de verdades absolutas sino más bien de normas generales: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia.

Para el pragmatismo que no se basa en fundamentaciones más allá de lo útil, estos principios son necesarios y suficientes para dirimir los conflictos bioéticos, en tanto que desde una perspectiva deodontológica y teológica se trata solamente de reglas que ordenan los argumentos, detrás de las cuales hay principios verdaderamente fundamentales que no pueden ser ignorados, o violados. Sin embargo los principios supuestamente esenciales no han sido aceptados en forma universal e irrestricta, condición indispensable para reconocerle a una norma el status de principio. Por otro lado, hay acuerdo en aceptar que el

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principalismo ha presentado un conjunto de postulados que no pueden ser ignorados aún cuando reconocidamente no tengan el carácter primacial e incondicional de principios.

El principalismo reconoce el riesgo de no poder siempre respetar los cuatro principios básicos y de tener que tolerar ocasionales conflictos entre ellos. Por ejemplo, suele suceder que beneficiar a un paciente signifique violar el principio de justicia o que el respeto irrestricto por la autonomía lleve a situaciones que atenten contra la beneficencia. De allí que los principios se consideren como orientadores que no eximen del análisis ético y que deben aceptar la crítica de no estar arraigados en leyes morales estimadas absolutamente válidas.

1. Beneficencia

Todo acto ético ha de ser benéfico tanto para el agente como para el paciente. Por lo general, el paciente o cliente es el requirente de los servicios del agente, siendo el miembro más débil de la interacción que se está pactando. Por lo tanto, es también quien más necesidad tiene de la adecuada y benéfica ejecución del acto. La realización de un bien o la satisfacción de una necesidad es más valiosa para el recipiente que para el ejecutor, de allí que un acto sea éticamente más adecuado cuando beneficia al más débil o necesitado, y cuando ese beneficio es más abundante y menos oneroso en términos de riesgos y costos.

2. No Maleficencia

Aunque un acto no beneficie, puede ser éticamente positivo en la medida que evite daños. Desde los escritos hipocráticos ha sido precepto fundamental del médico el ayudar o al menos no dañar. La prudencia, por ejemplo, es una cualidad que evita accidentes y errores, con lo cual adquiere la virtud ética de ser no maleficiosa. La omisión de actos puede ser moralmente reprobable si al dejar de realizar una acción se desencadena o arriesga una situación lesiva: la omisión ha faltado entonces al principio de no maleficencia.

La no maleficencia no es, en sentido estricto, tema ético porque la

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