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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 99 De José Ortega y Gasset, del autor de La des- humanización del arte, de La rebelión de las masas, de la Historia como sistema, se ha di- cho que al llevar la filosofía al periódico dia- rio la había puesto a circular en la calle, en los cafés, en la vida cotidiana de ciudadanos españoles e hispanoparlantes. Y podría de- cirse también que desde aquel su periodismo de pensador lanzaba a esos ámbitos cotidia- nos una mirada atenta a la realidad, a las a rtes, a la literatura y la política, pues casi no hubo tema que le fuese ajeno.Todo lo dis- cutible que para algunos sea por el supuesto abuso de la metáfora, la imagen y el símil en sus ensayos de filosofía y de crítica (hasta el punto en que Borges, lo tenía por un mal escritor y le aconsejaba que contratase a uno bueno para que le redactara los ensayos), Or- tega, con una prosa fluida, deleitosa y a veces, es verdad, demasiado retóricamente ador- nada, lograba páginas vivas como ésta de ahora, entresacada de sus “Notas del vago estío” (tomo V de El espectador). Es una pá- gina que, abriéndose al testimonio de todos los sentidos, narra y describe el inmediato re c u e rdo de una tormenta en Castilla y nos invita a ver, a tocar, oír, oler y gustar un pai- saje en movimiento, en juego de luces y cla- roscuro, en el que, como de paso, se esbozan vívidamente los retratos de dos personajes que Velázquez y Goya hubieran pintado al alimón: una moza de busto anheloso, traba- jadora del trigo en las eras, y la cuentera y obscena abuela de “ojos de sibila”. “Nuestra Señora del Ha r n e ro” demues- tra que Ortega sabía también bajar a los terri- torios de lo que Pavese llamaba la patria de aquí abajo: en la ocasión, Romanillos, un humilde triguero y soleado pueblito de Cas- tilla asaltado por la tormenta. NU E S T R A S E Ñ O R A D E L HA R N E RO José Ortega y Gasset Era tiempo de agosto, bochornoso, inquie- to, y en aquella tierra fría aún se andaba en la recolección. Los pueblos estaban ceñidos por el cinturón dorado de las eras, donde las p a rvas relucían como joyas amarillas. A me- diodía llegué a Romanillos, una aldeíta náu- fraga en un mar de espigas. Entré en la po- sada para guarecerme del exceso solar. Por contraste con la radiación exterior, el zaguán parecía una fresca tiniebla. En cambio, desde lo oscuro, el portal era una pantalla de cine- matógrafo harta de luz y vagamente irreal. Pasaban los labriegos por el camino, vestidos de calzón corto y pañuelo a la soriana —cuer- pos menudos y sarmentosos, teces negras, dientes ebúrneos. Tras ellos, los mulitos, campanilleando, cargados con los costales de cebada rubia, recién aventada. Todo el pueblo de ambos sexos estaba en las eras tra- bajando nerviosamente, porque en tal épo- ca son inminentes las lluvias y puede fer- mentar la cosecha si no se la recoge pro n t o. Sobre el horizonte asoma su hombro negro una nube redonda, torva, maléfica, mágica, y, con ella, un extraño dramatismo en el paisaje. De repente entra por el umbral una tolvanera que enciende la tiniebla con innumerables lucecitas áureas: las menudas pajas que revuelan y ciegan. Poco después otra ráfaga y otra. Caen unas gotas gruesas que estallan sobre el polvo del camino. Los transeúntes avivan el paso. Las gotas me- nudean y un trueno gigante retumba. La nube cubre el horizonte. Llega a la carrera, en un galope triunfal, como si dentro de ella un dios bárbaro viajase. Llueve. Las gentes pasan corriendo. El chubasco arrecia. Ot ro trueno parece machacar las vegas. Un rayo da su latigazo a los caballos aéreos de la nube. La tolvanera no deja ver nada y sú- bitamente entra una bocanada de hombre s y mujeres que buscan recaudo en el zaguán. Risas, gritos, orgía espontánea de rurales. En el quicio de la puerta, a contraluz, queda una moza. El refajo rojo se abraza a sus ca- deras y una chambra blanca se hincha, como una vela, bajo el doble viento elástico de sus senos. Es rubia, como la cebada, y de ojos azules, como hontanares. Se apoya en una pierna y la otra deja un anca peraltada sobre la cual hace descansar un harnero que retiene con el brazo. Entre los gritos se oye la voz silbante de una vieja, con faz rugosa y negra, ojos de si- bila, que dice indecencias, exaltada por la aventura, electrizada por el rayo y la aglo- meración. Habla de las habas del país y sus pupilas ven en el aire los Príapos que eter- namente presiden las recolecciones. La moza del umbral sonríe al oírla, como disolviendo y anulando, a fuerza de esencial virginidad, la lúbrica alusión. Es tan bella y tan virgen, que yo re s u e l vo adorarla bajo la advocación de Nuestra Señora del Harnero. La tormen- ta cede, las tolvaneras se apaciguan. Llega un frescor liento que sabe a paja y a nube. Salen algunos del zaguán. Vuelven a oírse las campanillas de los mulitos romos y un rayo nuevo de sol se enreda en el cabello de la virgen. Al crescendo sinfónico del meteoro sigue un suave diminuendo. El paisaje vuelve a su compás. Y yo tomo de nuevo el camino. La página viva De Ortega y Gasset: Pensador con los cinco sentidos José de la Colina José Ortega y Gasset

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  • REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MXICO | 99

    De Jos Ortega y Gasset, del autor de La des-humanizacin del arte, de La rebelin de lasmasas, de la Historia como sistema, se ha di-cho que al llevar la filosofa al peridico dia-rio la haba puesto a circular en la calle, enlos cafs, en la vida cotidiana de ciudadanosespaoles e hispanoparlantes. Y podra de-cirse tambin que desde aquel su periodismode pensador lanzaba a esos mbitos cotidia-nos una mirada atenta a la realidad, a lasa rtes, a la literatura y la poltica, pues casi nohubo tema que le fuese ajeno. Todo lo dis-cutible que para algunos sea por el supuestoabuso de la metfora, la imagen y el smil ensus ensayos de filosofa y de crtica (hasta elpunto en que Borges, lo tena por un malescritor y le aconsejaba que contratase a unobueno para que le redactara los ensayos), Or-tega, con una prosa fluida, deleitosa y a ve c e s ,es verdad, demasiado retricamente ador-nada, lograba pginas vivas como sta deahora, entresacada de sus Notas del vagoe s t o (tomo V de El espectador). Es una p-gina que, abrindose al testimonio de todoslos sentidos, narra y describe el inmediatore c u e rdo de una tormenta en Castilla y nosinvita a ve r, a tocar, or, oler y gustar un pai-saje en movimiento, en juego de luces y cla-ro s c u ro, en el que, como de paso, se esbozanvvidamente los retratos de dos personajesque Velzquez y Goya hubieran pintado alalimn: una moza de busto anheloso, traba-jadora del trigo en las eras, y la cuentera yobscena abuela de ojos de sibila.

    Nuestra Seora del Ha r n e ro demues-tra que Ortega saba tambin bajar a los terri-torios de lo que Pavese llamaba la patria deaqu abajo: en la ocasin, Romanillos, unhumilde triguero y soleado pueblito de Cas-tilla asaltado por la tormenta.

    NU E S T R A SE O R A D E L HA R N E RO

    Jos Ortega y Gasset

    Era tiempo de agosto, bochornoso, inquie-to, y en aquella tierra fra an se andaba enla recoleccin. Los pueblos estaban ceidospor el cinturn dorado de las eras, donde lasp a rvas relucan como joyas amarillas. A me-dioda llegu a Romanillos, una aldeta nu-fraga en un mar de espigas. Entr en la po-sada para guarecerme del exceso solar. Porcontraste con la radiacin exterior, el zagunp a reca una fresca tiniebla. En cambio, desdelo oscuro, el portal era una pantalla de cine-matgrafo harta de luz y vagamente irreal.Pasaban los labriegos por el camino, ve s t i d o sde calzn corto y pauelo a la soriana cuer-pos menudos y sarmentosos, teces negras,dientes ebrneos. Tras ellos, los mulitos,campanilleando, cargados con los costalesde cebada rubia, recin aventada. Todo elpueblo de ambos sexos estaba en las eras tra-bajando nerviosamente, porque en tal po-ca son inminentes las lluvias y puede fer-mentar la cosecha si no se la recoge pro n t o.

    Sobre el horizonte asoma su hombronegro una nube redonda, torva, malfica,mgica, y, con ella, un extrao dramatismoen el paisaje. De repente entra por el umbraluna tolvanera que enciende la tiniebla coninnumerables lucecitas ureas: las menudaspajas que revuelan y ciegan. Poco despusotra rfaga y otra. Caen unas gotas gruesasque estallan sobre el polvo del camino. Los

    transentes avivan el paso. Las gotas me-nudean y un trueno gigante retumba. Lanube cubre el horizonte. Llega a la carrera,en un galope triunfal, como si dentro de ellaun dios brbaro viajase. Llueve. Las gentespasan corriendo. El chubasco arrecia. Ot rotrueno parece machacar las vegas. Un rayoda su latigazo a los caballos areos de lanube. La tolvanera no deja ver nada y s-bitamente entra una bocanada de hombre sy mujeres que buscan recaudo en el zagun.Risas, gritos, orga espontnea de rurales. Enel quicio de la puerta, a contraluz, quedauna moza. El refajo rojo se abraza a sus ca-deras y una chambra blanca se hincha, comouna vela, bajo el doble viento elstico desus senos. Es rubia, como la cebada, y deojos azules, como hontanares. Se apoya enuna pierna y la otra deja un anca peraltadasobre la cual hace descansar un harneroque retiene con el brazo.

    Entre los gritos se oye la voz silbante deuna vieja, con faz rugosa y negra, ojos de si-bila, que dice indecencias, exaltada por laaventura, electrizada por el rayo y la aglo-meracin. Habla de las habas del pas y suspupilas ven en el aire los Prapos que eter-namente presiden las recolecciones. La mozadel umbral sonre al orla, como disolviendoy anulando, a fuerza de esencial virginidad,la lbrica alusin. Es tan bella y tan virgen,que yo re s u e l vo adorarla bajo la advo c a c i nde Nuestra Seora del Ha r n e ro. La tormen-ta cede, las tolvaneras se apaciguan. Llegaun frescor liento que sabe a paja y a nube.Salen algunos del zagun. Vuelven a orselas campanillas de los mulitos romos y unrayo nuevo de sol se enreda en el cabellode la virgen. Al crescendo sinfnico delmeteoro sigue un suave diminuendo. Elpaisaje vuelve a su comps. Y yo tomo denuevo el camino.

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    Pensador con los cinco sentidosJos de la Colina

    Jos Ortega y Gasset