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William Shakespeare COMEDIAS Las alegres comadres de Windsor Mucho ruido y pocas nueces La tempestad (La presente obra ha sido incorporada a la biblioteca digital de www.ladeliteratura.com.uy con fines exclusivamente didácticos)

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William Shakespeare

COMEDIAS

Las alegres comadres de Windsor

Mucho ruido y pocas nueces La tempestad

(La presente obra ha sido incorporada a la biblioteca digital de www.ladeliteratura.com.uy con fines exclusivamente didácticos)

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LAS ALEGRES COMADRES DE WINDSOR

DRAMATIS PERSONAE

SIR JUAN FALSTAFF. FENTON, caballero joven. SHALLOW, juez rural. SLENDER, sobrino de Shallow. FORD, caballero residente en Windsor. PAGE, caballero residente en Windsor. GUILLERMO PAGE, mancebo, hijo de Page. SIR HUGO EVANS, cura galés. DOCTOR CAIUS, médico francés. HOSTELERO DE LA POSADA DE LA LIGA. BARDOLF, acompañante de Falstaff. PISTOL, acompañante de Falstaff. NYM, acompañante de Falstaff. ROBIN, paje de Falstaff. SIMPLE, criado de Slender. RUGBY, criado del doctor Caius. MISTRESS FORD. MISTRESS PAGE. ANA PAGE, su hija, en amores con Fenton. MISTRESS QUICKLY, ama de llaves del doctor Caius. Criados de Page, Ford, etc.

ESCENA: Windsor y sus alrededores.

ACTO PRIMERO E S C

E N A P R I M E R A

F R E N T E A L A C A S A D E P A G E

Entran el juez SHALLOW, SLENDER y SIR HUGO EVANS.

SHALLOW Sir Hugo, no me hagáis desistir; quiero llevar el asunto a la Cámara Estrellada; veinte sir Juanes Falstaff que hubiera, no abusarían de Roberto Shallow, escudero. SLENDER Juez de paz del condado de Gloster y Coram. SHALLOW Sí, sobrino Slender, y cust-alorum. SLENDER Sí, y también rato-lorum, e hidalgo nato, padre cura; que se firma armígero en todos los actos,

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notas, recibos, mandatos y obligaciones: armígero. SHALLOW Sí que lo hacemos, y lo venimos haciendo siempre desde los últimos trescientos años. SLENDER Lo han hecho todos los sucesores que le precedieron, y podrán hacerlo cuantos antepasados vengan tras él; unos y otros pueden exhibir los doce lucios blancos en su cota de armas. SHALLOW Que es una antigua cota de armas. EVANS Los doce piojos blancos sientan bien en una antigua cota de armas; se avienen bien, passant; son animales familiares al hombre y muestran amor. SHALLOW El lucio es pescado fresco; lo rancio es lo que ha de hallarse en la cota de armas. SLENDER ¿Puedo hacer tercio en vuestro escudo, tío? SHALLOW Podéis, si os casáis. EVANS Entrando en tercio no podrá hacer sino un mal tercio. SHALLOW De ninguna manera. EVANS Por la Virgen que sí; si toma un tercio de vuestro escudo de armas, no quedarán, a mi humilde juicio, sino los otros tercios para vos; pero todo es uno y lo mismo. Si sir Juan Falstaff ha cometido algún desacato contra vos, miembro soy de la Iglesia, y me consideraré dichoso en hacer mediar agravios y desavenencias entre ambos. SHALLOW El Consejo decidirá; es un sublevado. EVANS No incumbe al Consejo decidir sobre una sublevación. En las sublevaciones no hay temor de Dios. El Consejo, bien lo sabéis, preferirá oír hablar de temor de Dios y no de una sublevación. Considerad esto. SHALLOW ¡Ah, por vida mía! Si me volviera joven, la espada acabaría la cuestión. EVANS Es preferible que sirvan los amigos de espada y terminen esto; y además se me ocurre una cosa que, afortunadamente, será de ventajosos resultados. Contamos con Ana Page, la hija de maese Page, que es una hermosa doncella. SLENDER ¿La señorita Ana Page? Tiene los cabellos castaños y habla tímidamente, como cumple a una mujer. EVANS Es la persona más deseable del mundo, y con setecientas libras esterlinas en metálico, oro y plata, legadas en su lecho de muerte por su abuelo- que Dios le conceda una feliz resurrección para cuando cumpla los diez y siete años. Sería un excelente proyecto dejar vuestros dimes y diretes y arreglar el matrimonio entre el señor Abraham y la señorita Ana Page. SHALLOW ¿Le dejó su abuelo setecientas libras? EVANS Sí, y más todavía le dejará su padre. SHALLOW Conozco a la mocita; tiene buenas prendas. EVANS Setecientas libras y la posibilidad de heredar más, son buenas prendas. SHALLOW Bien; veamos al digno maese Page. ¿Está allí Falstaff? EVANS ¿Habré de mentiros? Desprecio al mentiroso como desprecio a hombre falso o al que no es

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sincero. El caballero sir Juan está allí, y os suplico que os dejéis guiar por los que os quieren bien. Voy a llamar a la puerta y a preguntar por el señor Page. (Llama.) ¡Eh! ¡Hola! ¡Dios bendiga vuestra morada! PAGE (Dentro.) ¿Quién es? EVANS Aquí están, con la bendición de Dios, vuestro amigo el juez Shallow y el joven señor Slender, que quizá os cuente algún que otro cuento si las cosas salen a vuestro gusto. (Entra PAGE.) PAGE Me alegro de hallar bien a vuestras señorías. Os doy las gracias por el venado que me habéis remitido, maese Shallow. SHALLOW Maese Page, me congratulo de veros. ¡Huélguese vuestro buen corazón! Hubiera querido que fuera mejor aquel venado; llevó mala muerte. ¿Cómo está la buena mistress Page?... Y os quedo por siempre agradecido con todo mi corazón, ¡así!, con todo mi corazón. PAGE Gracias, señor. SHALLOW Gracias a vos, señor. Por sí y por no, gracias. PAGE Me alegro de veros, querido señor Slender. SLENDER ¿Cómo está vuestro lebrel leonado, señor? He oído decir que fue rechazado en Cotsale. PAGE La cosa no pudo juzgarse, señor. SLENDER ¡No queréis confesarlo, no queréis confesarlo! SHALLOW Ni lo confesará; tenéis vos la culpa; tenéis vos culpa. Es un excelente perro. PAGE Un mastín, señor. SHALLOW Un buen perro, señor, un hermoso perro. ¿Se puede decir más? Es bueno y hermoso. ¿Está aquí sir Juan Falstaff? PAGE Adentro está, señor, y quisiera poder serviros de medianero. EVANS Eso es hablar como debe un cristiano. SHALLOW Me ha ofendido, señor Page. PAGE Señor, en cierto modo lo reconoce. SHALLOW Si lo reconoce, no lo repara. ¿No es así, señor Page? Me ha ofendido; verdaderamente, me ha ofendido...; en una palabra, me ha ofendido... Creedme; Roberto Shallow, escudero, lo dice: «¡Ha sido ofendido!» PAGE Aquí viene sir Juan. (Entran SIR JUAN FALSTAFF, BARDOLF, NYM y PISTOL.) FALSTAFF ¿Qué hay, señor Shallow? ¿Vais a quejaros de mí al rey? SHALLOW Caballero: habéis golpeado a mi gente, matado mi ciervo y allanado mi domicilio. FALSTAFF Pero no he besado a la hija de vuestro guarda. SHALLOW ¡Bah, me importa un pito! Responderéis de todo. FALSTAFF Voy a responder inmediatamente. He hecho lo que decís. Ya está respondido.

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SHALLOW El Consejo entenderá de eso. FALSTAFF Mejor sería para vos que el Consejo no entendiera de nada. Se reirán de vos. EVANS Pauca verba, sir Juan; buenas palabras. FALSTAFF ¡Buenas palabras! ¡Buenas coles! Slender, os he roto la cabeza. ¿Qué tenéis que alegar contra mí? SLENDER A fe, señor, que tengo en mi cabeza alegatos contra vos y vuestros miserables estafadores Bardolf, Nym y Pistol. Me condujeron a la taberna, me emborracharon y luego me vaciaron la bolsa. BARDOLF ¿A vos, queso de Banbury? SLENDER Sí; no se trata de eso. PISTOL ¡Muy, bien, Mefistófilus! SLENDER Sí; no se trata de eso. NYM ¡Tajémosle, digo! Pauca, pauca... ¡Tajémosle! Ese es mi gusto. SLENDER ¿Dónde está Simple, mi criado? ¿Podéis decírmelo, tío? EVANS ¡Silencio os ruego! Entendámonos. Hay tres árbitros en esta cuestión a mi entender, que son: el señor Page, fidelicet, el señor Page; yo mismo, fidelicet, yo, y por fin y remate, el tercero, mi hostelero de la Jarretiera. PAGE Los tres podemos discutir el asunto y que lo arreglen entre ellos. EVANS ¡Que me place! Lo apuntaré, en mi libro de notas, y después nos ocuparemos del asunto con toda la discreción que nos sea posible. FALSTAFF ¡Pistol! PISTOL Soy todo orejas. EVANS ¡Por el diablo y su madre! ¿Qué frase es ésa: «Soy todo orejas»? ¡Cómo! Eso es afectación. FALSTAFF Pistol, ¿robaste la bolsa a maese Slender? SLENDER Sí, por vida de estos guantes, que lo hizo..., o que de lo contrario no vuelva yo a poner los pies en mi salón... Llevóseme siete monedas de a cuatro peniques y dos tablillas Eduardo para jugar al tejo, que me habían costado dos chelines y dos peniques cada una en casa de Millet. ¡Por estos guantes! FALSTAFF ¿Es verdad eso, Pistol? EVANS No, es falso, si lo califica de ratería. PISTOL ¡Ah, forastero de la montaña!... Sir Juan, amo mío, reto a combate a este estoque de hojalata. ¡Hez y escoria, en tus labios está la mentira! ¡Embustero, fango y espuma, mientes! SLENDER Por estos guantes, que entonces fue aquel. NYM Andad con cuidado, señor, y dejaos de bromas. Quiero decir que «quien toca, moja», si os

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empeñáis en irritar mi bilis. Con que ya lo sabéis. SLENDER Por este sombrero, entonces fue aquel de la cara colorada, porque, aunque no puedo acordarme de lo que hice cuando me tuvisteis ebrio, todavía no soy un asno. FALSTAFF ¿Qué decís, Escarlata, y vos, Juan? BARDOLF Pues por mi parte, señor, digo que el caballero bebió hasta perder sus cinco sentimientos. EVANS ¡Sus cinco sentidos se dice! ¡Jesús qué ignorancia! BARDOLF Y estando curda, señor, fue, cómo dicen, desvalijado; y con este final terminó el cuento. SLENDER Sí, y hablabais también en latín; pero no importa. Jamás me embriagaré en adelante sino en honrada y buena compañía, a causa de este accidente. Si me emborracho, lo será con gentes que tengan temor de Dios y no con ebrios bribones. EVANS Así Dios me juzgue como ése es un sentimiento virtuoso. FALSTAFF ¡Ya habéis oído que todos esos cargos han sido negados, caballeros, ya lo habéis oído! (Entra ANA PAGE, trayendo vino, seguida de MISTRESS FORD y MISTRESS PAGE.) PAGE No, hija, llévate el vino. Bebamos dentro. (Sale ANA PAGE.) SLENDER ¡Oh, cielos! Esta es la señorita Ana Page. PAGE ¡Qué hay, señora Ford! FALSTAFF Señora Ford, por vida mía, bienvenida seáis. Con vuestro permiso, buena señora... (La besa.) PAGE Esposa, da la bienvenida a estos caballeros. Venid, tenemos para comer un pastel de venado, calentito; vamos, señores, espero que hemos de ahogar en el vino todo esentimiento. (Salen todos, menos SHALLOW, SLENDER y EVANS.) SLENDER Daría ahora cuarenta chelines por tener aquí mi libro de canciones y sonetos. (Entra SIMPLE) ¡Hola, Simple! ¿Dónde has estado? Es menester que me sirva yo mismo, ¿no? ¿Llevas encima el Libro de los enigmas? ¿Lo llevas? SIMPLE ¡El Libro de los enigmas! ¿Pues no lo prestasteis a Alicia Pocapasta, en la fiesta última de Todos los Santos, quince días antes de San Miguel? SHALLOW Vamos, sobrino; vamos, sobrino, os estamos aguardando. Una palabra con vos, sobrino. Es esto, ¡pardiez!, sobrino. Hay, como quien dice, una proposición, una especie de proposición, lanzada de lejos por sir Hugo, aquí presente... ¿Me entendéis? SLENDER Sí, señor; me hallaréis juicioso. Si ha de ser así, haré lo que reclama la razón. SHALLOW Bien; pero entendedme. SLENDER Entendido, señor. EVANS Prestad oído a sus consejos, señor Slender. Ya os explicaré el asunto, si os consideráis capaz de acometerlo. SLENDER No, haré lo que me diga mi tío. Os ruego me perdonéis; él es juez de paz en su condado, aunque yo no sea aquí sino un cualquiera. EVANS ¡Pero si no es ésa la cuestión! Se trata de lo concerniente a vuestro casamiento.

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SHALLOW Sí, ese es el punto vital, señor. EVANS ¡Pardiez, que sí! El verdadero punto de la cosa; la señorita Ana Page. SLENDER Pues, siendo así, estoy dispuesto a casarme con ella en debida forma. EVANS Pero ¿sentís afecto por la mujer? Sepámoslo de vuestra boca o de vuestros labios; porque diversos filósofos pretenden que los labios son una parte de la boca. Por tanto, con toda precisión, ¿podéis inclinar vuestra buena voluntad hacia la doncella? SHALLOW Sobrino Abraham Slender, ¿podéis amarla? SLENDER Así lo espero, señor. Haré lo que conviene a un hombre razonable. EVANS ¡No, por los santos de Dios y sus esposas! Debéis decir positivamente si creéis poder fijar en ella vuestros deseos. SHALLOW Tenéis que hacerlo. ¿Queréis, siendo buena la dote, casaros con ella? SLENDER Por complaceros, tío, haré cosas más difíciles que ésa en cualquier sentido. SHALLOW No, comprendedme, comprendedme, amable sobrino. Lo que hago es por vuestro bien, sobrino. ¿Podéis amar a la doncella? SLENDER La tomaré por esposa, señor, a petición vuestra; que si al principio no es grande el amor, con él favor del Cielo podrá disminuir cuando después de casados nos conozcamos mejor el uno al otro. Espero que con la familiaridad crecerá la antipatía; pero si decís «casaos con ella», con ella me casaré; a ello estoy francamente disuelto y disolutamente. EVANS Es una contestación muy discreta, salvo la falta en el vocablo «disolutamente»; la palabra quiere decir, de acuerdo con su significado, resueltamente. El sentido, no obstante, es bueno. SHALLOW Sí, creo que fue buena la intención de mi sobrino. SLENDER Y si no, que me ahorquen, ¡vaya! SHALLOW Aquí viene la hermosa señorita Ana. (Vuelve a entrar ANA PAGE.) Quisiera, por vos, volver a ser joven, señorita Ana. ANA La comida está en la mesa. Mi padre desea que vuestras señorías le acompañen. SHALLOW Estoy a sus órdenes, bella señorita Ana. EVANS ¡La voluntad de Dios sea bendecida! No quiero faltar a la gracia. (Salen SHALLOW y EVANS.) ANA Señor, ¿se digna venir vuestra señoría? SLENDER No, por cierto; os lo agradezco cordialmente. Estoy muy bien aquí. ANA La comida os espera, señor. SLENDER No tengo apetito, gracias..., ¡Anda, pícaro; por más que seas mi criado, ve a servir a mi tío Shallow! (Sale SIMPLE.) Un juez de paz puede en alguna ocasión aceptar los servicios del lacayo de su sobrino. No tengo a mi servicio mas que tres criados y un muchacho hasta que muera mi madre; pero ¿qué importa? Sin embargo, vivo como un hidalgo de humilde cima. ANA

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No marcharé adentro sin vuestra señoría. No se sentarán a la mesa hasta que lleguéis. SLENDER No comeré nada, lo juro; pero os lo agradezco tanto como si comiera. ANA Os suplico, señor, que entréis. SLENDER Prefiero pasear por aquí; os doy las gracias. El otro día me lastimé la barba jugando a la esgrima con espada y daga, con un maestro de armas. Tres asaltos por un plato de ciruelas cocidas...; y por mi honor, desde entonces no puedo sufrir el olor de las viandas calientes. ¿Por qué ladran tanto vuestros perros? ¿Hay osos en la ciudad? ANA Me parece que sí, señor; he oído hablar de ellos. SLENDER Me agrada mucho ese sport; pero me enfada tanto como al que más en Inglaterra. Os intimidará ver un oso suelto, ¿no es verdad? ANA Sí, verdaderamente, señor. SLENDER Eso es para mí ahora corno comer y beber. Veinte veces he visto suelto al oso Sackerson y lo he cogido de la cadena; pero os garantizo que las mujeres han gritado y chillado tanto, que sobrepasa lo imaginable; y es que, en verdad, las mujeres no pueden sufrirlos. Son cosas muy rudas y de mala presencia. (Vuelve a entrar PAGE.) PAGE Vamos, querido señor Slender, vamos. Os estamos aguardando. SLENDER No quiero tomar nada, señor; os lo agradezco. PAGE ¡Por el gallo y la urraca, la elección no es dudosa, señor! Venid, venid. SLENDER No, os lo ruego; pasad adelante. PAGE Vamos, señor. SLENDER Señorita Ana, id vos primero. ANA Yo no, señor; os suplico que avancéis. SLENDER Con toda certeza, que no pasaré primero; ¡con toda certeza, vaya! No cometeré esa descortesía. ANA Os lo ruego, señor. SLENDER Prefiero ser descortés a importuno. Os agraviáis a vos misma, en verdad, ¡vaya! (Salen.)

E S C E N A I I

E L M I S M O L U G A R

Entran SIR HUGO, EVANS y SIMPLE.

EVANS Id y preguntad por la casa del doctor Caius, que se halla en el camino. Allí vive una señora

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llamada Quickly, que es una especie de nodriza suya, o su ama seca, o su cocinera, lavandera, zurcidora y planchadora. SIMPLE Bien, señor. EVANS No, mejor es esto todavía. Entrégale esta carta, porque es mujer que tiene ascendiente con la señorita Ana Page, y la carta es para pedirle que apoye las pretensiones de tu amo respecto de la señorita Ana Page. Ve, te ruego; yo voy a terminar de comer; aun faltan los pepinos y el queso. (Salen.)

E S C E N A I I I

H A B I T A C I Ó N E N L A H O S T E R Í A D E L A J A R R E T I E R A

Entran FALSTAFF, HOSTELERO, BARDOLF, NYM, PISTOL yROBIN. FALSTAFF ¡Mi hostelero de la Jarretiera! HOSTELERO ¿Qué dice mi fanfarrón trapisondista? Hablad fina y resueltamente. FALSTAFF Con franqueza, querido hostelero, es preciso que despida a alguno de mis secuaces, HOSTELERO Despídelos, fanfarrón Hércules; échalos. ¡Que se larguen! ¡Al trote, al trote! FALSTAFF ¡Gasto diez libras por semana! HOSTELERO ¡Eres un emperador, césar, káiser y zar! Me quedaré con Bardolf. Él escanciará los barriles y manejará los grifos. ¿Está bien dicho, fanfarrón Héctor? FALSTAFF ¡Hacedlo, mi buen hostelero! HOSTELERO ¡Ya está dicho! (A BARDOLF.) Acompáñame. Que veas la espuma y la cal. No tengo mas que una palabra; sígueme. (Sale.) FALSTAFF Ve con él, Bardolf. Es un buen oficio el de echador. Una capa vieja hace un nuevo coleto, y un criado gastado, un buen echador de taberna. ¡Vete, adiós! BARDOLF Esta es la vida que estaba yo deseando. Prosperaré. PISTOL ¡Oh miserable húngaro vil! ¿Quieres manejar espitas? (Sale BARDOLF.) NYM ¡Fue engendrado en la embriaguez! ¿No es natural su inclinación? FALSTAFF Me alegro de haberme quitado de encima esa caja de yesca. Robaba con demasiado descaro. Sus raterías semejaban un cantor desafinado. No guardaba tiempo ni compás. NYM El talento consiste en robar en un silencio de mínima. PISTOL «Transmisión» llaman a eso las gentes sensatas. «¡Robo!» ¡Puah! ¡Al fico con la frase! FALSTAFF ¡Bien, señores! Estoy casi en las últimas; se me ven los talones. PISTOL

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Pues entonces a ellos seguirán los sabañones. FALSTAFF Y no hay remedio; tengo que despabilarme, tengo que recurrir a algo. PISTOL Los cuervos jóvenes necesitan alimento. FALSTAFF ¿Quién de vosotros conoce a Ford, un vecino de esta ciudad? PISTOL Conozco al individuo; es de buena pasta. FALSTAFF Mis honrados muchachos, voy a contaros lo que mido... PISTOL Dos yardas o más de circunferencia. FALSTAFF ¡Nada de chanzas ahora, Pistol! Verdaderamente, tengo cerca de dos yardas de redondez; pero ahora no puedo redondearme. Estoy ideando un recurso. En una palabra, me propongo enamorar a la señora de Ford. La encuentro dispuesta. Discurre, trincha y me dirige miradas tentadoras. Vislumbro la interpretación de su estilo íntimo y la más halagadora expresión de su conducta, que en buen inglés dice: «Soy de sir Juan Falstaff.» PISTOL La ha estudiado bien y la ha traducido perfectamente, a espaldas de la honestidad de Inglaterra. NYM Profundo es el fondeadero. ¿Me permitís la gracia? FALSTAFF Ahora se murmura que dispone libremente de la bolsa de su esposo. Posee una legión de ángeles. PISTOL Que llaman a otros tantos demonios. «A ella muchacho», es lo que se me ocurre. NYM Surge el humor; eso es bueno. Acompañen al humor los ángeles. FALSTAFF He aquí una carta que le he escrito, y otra a la esposa de Page, que me mira también con buenos ojos, pues la he sorprendido examinando mi exterior con muy juiciosas ojeadas. A veces los rayos de su vista doraban mis pies, y otras, mi majestuoso vientre. PISTOL Entonces podéis decir que brilló el sol sobre el estercolero. NYM Te felicito por el chiste. FALSTAFF ¡Oh! Recorrió mis formas exteriores con intención tan marcada, que el apetito de sus ojos parecía abrasarme como un lente puesto al sol. Aquí hay otra carta para ella; también dispone de la bolsa; es una región de Guyana, toda oro y liberalidades. Seré el explotador de ambas y serán mis tesoreras. Las tendré como a mis Indias Orientales y Occidentales y comerciaré con ellas. Ve a llevar tú esta carta a la señora Page, y tú esta a la de Ford. ¡Prosperaremos, muchachos, prosperaremos! PISTOL ¿Seré sir Pándaro de Trova redivivo, y con mi espada al lado? ¡Entonces que Lucifer arramble con todo! NYM ¡No quiero correr broma tan baja! ¡Tomad, aquí está la carta bromista! ¡Guardaré irreprochable conducta! FALSTAFF (A ROBIN.) ¡Aquí, pícaro! Lleva tú estas cartas prestamente. ¡Sal como bajel mío hacia esas doradas costas! ¡Y vosotros, sinvergüenzas, salid de aquí! ¡Disolveos como la piedra granizo! ¡Fuera! ¡Dad traspiés, surcad el suelo con los talones, buscad guarida, haced el petate! ¡Falstaff quiere acomodarse al espíritu de la época, medrar a la francesa, bribones! ¡Me basto yo solo y mi paje galoneado! (Salen FALSTAFF y ROBIN.)

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PISTOL ¡Que los buitres te roan las entrañas! Porque dados cargados y dados fulleros, y altos y bajos, embaucan al rico y al pobre. ¡Yo tendré llenos de tostones los bolsillos, en tanto tú carecerás de todo, vil turco de Frigia! NYM ¡Siento latidos en la cabeza, que son los placeres de la venganza! PISTOL ¿Quieres vengarte? NYM ¡Por el cielo y su estrella! PISTOL ¿Con la astucia o con el acero? NYM ¡Con una y otro, sí! Voy a revelar al señor Page el secreto de ese amor. PISTOL Y yo a contar igualmente a Ford cómo Falstaff, ese indigno lacayo, intenta seducir a su paloma, robarle su oro y deshonrar su tálamo. NYM No dejaré que se entibie mi encono. Excitaré a Page a servirse del veneno. Quedará amarillo a puros celos, porque mi sublevación es peligrosa; he aquí mi único placer. PISTOL ¡Eres el Marte de los descontentos! ¡Te secundo! ¡En marcha! (Salen.)

E S C E N A I V

Aposento en casa del doctor Caius.

Entran MISTRESS QUICKLY y SIMPLE.

QUICKLY ¡Eh, Juan Rugby!... (Entra RUGBY.) Ve, por favor, a la ventana y mira si viene mi amo, el doctor Caius. A fe que si lo hiciera y hallase a alguien en la casa, habría un escándalo capaz de hacer perder la paciencia a Dios y de olvidar el inglés al rey. RUGBY Haré de centinela. QUICKLY Anda, y te juro que esta noche temprano tendremos un posset al último resplandor del carbón de piedra. (Sale RUGBY.) Un mozo honrado, servicial y amable, como el mejor sirviente que pisó casa alguna. Y os garantizo que no es chismoso ni pendenciero. Su única falta consiste en ser dado a los rezos. En lo cual es con frecuencia reprensible; sólo que no hay quien no tenga su falta; así que, no insistamos en ello. ¿Decís que vuestro nombre es Pedro Simple? SIMPLE Sí, a falta de otro mejor. QUICKLY ¿Y que el señor Slender es vuestro amo? SIMPLE Sí, en efecto. QUICKLY ¿No lleva una gran barba, redonda como la cuchilla de un guantero? SIMPLE No, ciertamente; apenas tiene sino una carilla escuálida, con un poquito de barba amarillenta, una barba color de Caín. QUICKLY

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Un hombre de carácter apacible, ¿no es eso? SIMPLE Sí, justamente; pero un hombre tan apto para hacer valer sus manos como el más atrevido. Una vez se batió con un guardabosque. QUICKLY ¿Cómo decís?... ¡Oh!, creo recordarle. ¿No lleva erguida la cabeza, omo si dijéramos, y se pavonea al caminar? SIMPLE Sí, efectivamente, tal hace. QUICKLY ¡Bien; no envíe el Cielo peor partida a Ana Page! Decid al señor cura Evans que haré cuanto pueda por vuestro amo. Ana, es una buena muchacha, y deseo... (Vuelve a entrar RUGBY.) RUGBY ¡Fuera! ¡Ay! ¡Mi amo viene! QUICKLY ¡Nos va a pegar a todos! ¡Corred allí, buen joven! ¡Meteos en ese armario! (Encierra a SIMPLE en el armario.) No estará mucho tiempo. ¡Hola, Juan Rugby! ¡Juan, hola! ¡Juan, digo! ¡Anda, Juan, a saber qué hace tu amo! ¡Temo que no se encuentre bien, pues no viene a casa! (Sale RUGBY.) (Canta:) «Y abajo, abajo, abajito», etc. Entra el DOCTOR CAIUS. CAIUS ¿Qué estáis cantando? ¡No me gustan esas expansiones! Por favor, id y buscad en mi armario une boitine verde, una caja, una caja verde. ¿Oís lo que digo? Una caja verde. QUICKLY Sí, por vida mía; os la traeré. (Aparte.) Me alegro de que no vaya a buscarla en persona. Si hubiera encontrado a ese joven, se habría puesto loco de furor. CAIUS Fe, fe, fe, fe! Ma foi, il fait fort chaud. Je m’en vais a la cour-, la grande affaire. QUICKLY ¿Es ésta, señor? CAIUS Oui; mettez le au mon bolsillo; dépêchez, aprisa. ¿Dónde está ese bribón de Rugby? QUICKLY ¡Eh! ¡Juan Rugby! ¡Juan! (Vuelve a entrar RUGBY.) RUGBY Aquí estoy, señor. CAIUS Eres un Juan Rugby y un Bellaco Rugby. Anda, coge tu espadón y sígueme a la corte pisándome los talones. RUGBY Está listo, señor, aquí en el vestíbulo. CAIUS ¡Por vida mía, que tardo demasiado!... ¡Necio de mí! Qu’ay j’oublie? Allí hay algunos simples en mi armario que no quisiera olvidar por nada del mundo. QUICKLY (Aparte.) ¡Ay de mí! ¡Va a encontrar allí al mozo y se va a poner hecho una furia! CAIUS 0 diable! Diable! ¿Qué hay en mi armario?... ¡Villano! Larron! (Sacando afuera a SIMPLE.) ¡Rugby, mi estoque! QUICKLY Buen señor, tranquilizaos. CAIUS ¿Por qué he de tranquilizarme? QUICKLY El joven es un hombre honrado. CAIUS

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¿Qué hace un hombre honrado en mi armario? No comprendo que un hombre honrado haya de venir a mi armario. QUICKLY Os suplico, señor, no os mostréis tan colérico. Oíd la verdad del asunto. Ha venido a verme de parte del pastor Hugo. CAIUS Bien. SIMPLE Sí, por mi fe, para rogarle que... QUICKLY ¡Silencio, por favor! CAIUS ¡Silencio a vuestra lengua!... Continuad. SIMPLE Para rogar a esta honrada señora, vuestra doncella, que tuviese la bondad de interceder cerca de la señorita Ana Page en favor de mi amo, que la pretende. QUICKLY Eso es todo, verdaderamente, vaya. Pero en adelante no pondré los dedos en el fuego sin necesidad. CAIUS ¿Es sir Hugo quien os envía?... ¡Rugby, baillez me papel! ¡Esperad un momento! (Escribe.) QUICKLY Me alegro de que esté tan tranquilo. Si se hubiera encolerizado, le habríais oído poner el grito en el cielo y armar una gresca. No obstante, haré cuanto pueda por vuestro amo, hombre, aunque el verdadero si y el no dependen de mi señor, el médico francés; y digo señor porque, como veis, estoy encargada de su casa, y yo le lavo, repaso, cepillo, limpio, hago la cocina, preparo la comida y la bebida, hago la cama, y todo eso sola... SIMPLE Es mucha carga para un solo cuerpo. QUICKLY ¿Lo creéis vos? Ya veis si es bastante trabajo. Y levantarse de madrugada y acostarse tarde; pero, a pesar de todo, para contároslo en secreto- y no digáis una palabra del asunto-, mi amo en persona está enamorado de la señorita Ana Page; aunque, sin embargo, yo conozco el pensamiento de Ana, que no está por el uno ni por el otro. CAIUS ¡Toma, granuja, entrega esta carta a sir Hugo! ¡Voto a tal! ¡Es un cartel de desafío! ¡Quiero cortarle el pescuezo en el parque y enseñar a ese cura sinvergüenza a no meterse en lo que no le importa! ¡Podéis marcharos; nada tenéis que hacer aquí!... ¡Voto a tal! ¡Le voy a cortar los testículos! ¡Voto a tal! ¡No le dejaré un testículo para arrojárselo a su perro! (Sale SIMPLE.) QUICKLY ¡Ay! No intercede sino por un amigo suyo. CAIUS ¡No me importa!... ¿No me habéis dicho que Ana Page será mía? ¡Voto a tal, que he de dar muerte a ese sacerdote granuja! ¡Y ya he designado a mi hostelero de la Jartiere para medir nuestras armas! ¡Voto a tal, que ha de ser para mí solo Ana Page! QUICKLY Señor, la doncella os ama y todo irá bien. Debemos cortar la murmuración. ¡Cómo! ¡No faltaba más! CAIUS Rugby, ven conmigo a la corte. ¡Voto a Cristo, que si no alcanzo a Ana Page te planto de patas fuera de mi puerta! ¡Sigue mis talones, Rugby! (Salen CAIUS y RUGBY.) QUICKLY ¡Lo que tenéis es una cabeza de imbécil! No, bien conozco los sentimientos de Ana. Ninguna mujer de Windsor conoce las inclinaciones de Ana como yo, ni, gracias a Dios, puede hacer más que yo por ella. FENTON (Dentro.) ¿ Quién está ahí dentro? ¡Eh! QUICKLY

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¿Quién es? Acercaos aquí, os ruego. (Entra FENTON.) FENTON ¡Qué hay, buena mujer! ¿Cómo te va? QUICKLY Mejor de lo que puede desearme vuestra señoría. FENTON ¿Qué noticias hay? ¿Cómo sigue la hermosa mistress Ana? QUICKLY En verdad, señor, que es hermosa, y honesta, y gentil, y os profesa amistad, dicho sea de paso, gracias al Cielo. FENTON ¿Conseguiré algo? ¿Qué piensas? ¿No perderé el tiempo cortejándola? QUICKLY Verdaderamente, señor, todo está en las manos del de arriba; pero, no obstante, maese Fenton, puedo jurar sobre un libro que os ama. ¿No tiene vuestra señoría una verruguita encima del ojo? FENTON Sí, a fe que la tengo. ¿Y qué? QUICKLY Pues hay en ello toda una historia. ¡Qué buen humor el de Anita! Pero en la vida, protesto, comió pan doncella tan honrada. Una hora hemos estado hablando de esa verruguita. Nunca me reiría sino en compañía de esa doncella... Pero, verdaderamente, es demasiado dada a la melancolía y a la mística. Sin embargo, para vos... Bien, adelante. FENTON Bueno, la veré hoy. Toma para ti este dinero. Intercede con tu influencia en favor mío. Si la ves antes que yo, encomiéndame a ella. QUICKLY ¿Que si lo haré? A fe que sí. Y diré a vuestra señoría algo más acerca de la verruguita, en la próxima entrevista que tengamos, y de otros pretendientes. FENTON ¡Bien, adiós! Tengo ahora mucha prisa. QUICKLY ¡Adiós a vuestra señoría!... (Sale FENTON.) Verdaderamente, es un honrado caballero; pero Ana no le ama, porque yo conozco su pensamiento tan bien como quien más... ¡Acabemos de una vez! ¿Qué se me olvida? (Sale.)

ACTO SEGUNDO E S C

E N A P R I M E R A

FRENTE A LA CASA DE PAGE

Entra MISTRESS PAGE con una carta.

MISTRESS PAGE ¡Cómo! ¿He escapado a los billetes de amor en los sagrados días de mi belleza y soy ahora objeto de ellos? Veamos. «No me preguntéis por qué os amo, pues si bien Amor toma a la Razón por su médico, no la admite nunca por consejero. Ya no sois joven, yo tampoco lo soy; motivo demás para que haya simpatía entre nosotros. Sois alegre, yo también lo soy. ¡Vaya, vaya! Pues más simpatía entonces. A vos os gusta el Jerez, a mí también. ¿Quisierais mayores causas de simpatía? Sea bastante para ti, señora de Page- si el amor de un soldado puede bastarte-, el saber que te amo. No te diré que me tengas compasión, porque la frase sería poco militar; pero sí te diré: ámame. Y firmo: Tu propio fiel caballero, que espera rendido y fiero la

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noche y el día entero, con un poder hechicero, batirse por ti, lucero. JUAN FALSTAFF.» ¿Qué Herodes de Judea es éste? ¡Oh, pícaro, pícaro mundo! ¡Un hombre minado por la edad, próximo a entrar en descomposición, y ocurrírsele hacer el joven calavera! ¿Qué liviana conducta ha descubierto en mi conversación este borracho flamenco que pueda darle la audacia de atrevérseme de este modo? ¡Pues si apenas ha estado tres veces en mi compañía! ¿Qué he podido decirle? Me parece haber sido con él muy sobria de jovialidad. ¡El Cielo me perdone! ¡Cómo! He de presentar un bill al Parlamento para que decrete la represión de los hombres. ¿De qué manera me vengaría de él? Porque me vengaré, tan cierto como sus entrañas están hechas de pudding. (Entra MISTRESS FORD.) MISTRESS FORD ¡Señora Page! Creedme, a vuestra casa iba. MISTRESS PAGE Y yo a la vuestra. Venís de mal talante. MISTRESS FORD No lo creáis. Puedo probaros lo contrario. MISTRESS PAGE A fe que tenéis mal talante, al menos a mi modo de ver. MISTRESS FORD Sea; pero os repito que puedo presentar la prueba de lo contrario. ¡Oh señora Page! Tengo que pediros un consejo. MISTRESS PAGE ¿De qué se trata, mujer? MISTRESS FORD ¡Ay, querida! Si no me detuviese un escrúpulo estúpido, ¡qué honor podría obtener! MISTRESS PAGE Dejad a un lado el escrúpulo, mujer, y recabad el honor. ¿De qué se trata? Escrúpulos a un lado. ¿Qué es ello? MISTRESS FORD Podría entrar en la Orden de caballería con sólo consentir en pasar en el infierno una corta eternidad. MISTRESS PAGE ¡Cómo! ¡Tú mientes, sir Alicia Ford! Los caballeros abundan tanto, que ya se dan con rebaja. Te aconsejo que no abdiques de tu alcurnia. MISTRESS FORD Estamos alumbrando al día. Leed esto, leed. Veréis en qué se fundan mis pretensiones a ser mujer de un caballero. Mientras sepa distinguir entre un hombre y otro, esta carta me hará detestar a los hombres gordos. Y, sin embargo, este hombre no juraba; enaltecía la modestia de las mujeres; la mala conducta encontraba en él un censor tan rígido y fiel a las buenas costumbres, que yo hubiera jurado a favor de la completa consonancia entre sus sentimientos y su lenguaje. Pero no estaban más acordes entre sí que el centésimo salmo con la canción de Las mangas verdes. ¿Qué tempestad ha echado a las riberas de Windsor esa ballena cuya barriga contiene tantos barriles de aceite? ¿Cómo vengarme de él? Se me ocurre que lo mejor sería embaucarle con esperanzas hasta que los culpables ardores de la concupiscencia se derritieran en su propia grasa. ¿Se vio nunca cosa semejante? MISTRESS PAGE ¡Carta por carta, no hay mas que el nombre de Page y de Ford que difieran! Para consuelo tuyo- en este extraño complot contra nuestro honor-, aquí tienes la hermana gemela de tu carta. Que la tuya herede primero, porque la mía yo te aseguro que no lo hará. Estoy persuadida de que hay un millar de cartas semejantes, y quizá con los nombres propios en blanco. Estas son de la segunda edición. El las imprimirá, no hay duda, porque poco lo importa lo que pongan en prensa desde el momento en que nos querría poner a nosotras dos. Preferiría ser una gigante y reposar junto al monte Pelion... ¡Verdaderamente que pueden encontrarse veinte tórtolas lascivas antes que un hombre casto! MISTRESS FORD Pues las dos cartas son enteramente iguales: las mismas palabras, la misma escritura. ¿Qué habrá pensado de nosotras? MISTRESS PAGE

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En verdad, no lo sé. Casi estoy tentada de disputar con mi propia honradez. Me tendré a mí misma como a una cualquiera que desconociese, porque seguramente que habrá descubierto en mí algo digno de reprensión que yo misma ignoro, pues a no ser así no se habría arriesgado a tan rudo abordaje. MISTRESS FORD ¿Abordaje decís? Yo os respondo que lo impediré subir a mi puente. MISTRESS PAGE Y yo también. Si arriba a mis escotillas, juro que me haré a la vela. Venguémonos de él: démosle una cita, finjamos acoger sus proposiciones y estimulemos hábilmente su amor, prolongando la prueba hasta que haya empeñado sus caballos en casa del hostelero de la Jarretiera. MISTRESS FORD Bueno, consiento en cualquier bellaquería contra él con tal de que no se empañe el lustre de nuestra honestidad. ¡Oh, si mi marido viese esta carta! Sería para sus celos un eterno alimento. MISTRESS PAGE Pues mírale ahí que llega, y también mi excelente marido. Está tan lejos de ser celoso como yo de darle ocasión, y esto creo que es una distancia inconmensurable. MISTRESS FORD Sois la más dichosa de las mujeres. MISTRESS PAGE Vamos a ponernos ambas; de acuerdo contra ese caballero gordo. Venid por aquí. (Se retiran. Entran FORD, PISTOL, PAGE y NYM.) FORD Bueno; espero que no será así. PISTOL Espero es en ciertos asuntos un sabueso rabón. Sir Juan pretende a tu esposa. FORD Pero, señor, ¡si mi esposa no es joven! PISTOL Él corteja a mujeres de todas clases, ricas y pobres, jóvenes y viejas, unas con otras, Ford. Le gusta la variedad. ¡Ponte en guardia, Ford! FORD ¿Que ama a mi mujer? PISTOL Con un calor para quemarse. Toma tus precauciones, o te vas a encontrar como aquel sir Acteón, con corona cerval hasta en los talones. ¡Oh, y qué epíteto tan odioso! FORD ¿Cuál epíteto, señor? PISTOL El de cornudo, señor, el de cornudo. ¡Adiós! Ten cuidado, ojo alerta, pues de noche es cuando los ladrones están en pie. Ten cuidado, antes de que venga el verano y comiencen los cuclillos la cantilena... ¡En marcha, señor cabo Nym! Créele, Page; te habla con sensatez. (Sale.) FORD (Aparte.) Sabré contenerme. Yo aclararé esto. NYM Pues esto es la verdad. (A PAGE.) No me gusta la mentira. Él me ha herido con cierta broma. Quería encargarme que llevase a vuestra esposa aquella pícara carta; pero tengo una espada al cinto y prefiero apelar a ella en los casos de necesidad. Ama a vuestra mujer, y eso es lo corto y lo largo. Me llamo el cabo Nym; lo que digo lo sostengo. Esta es la verdad. Me llamo Nym, y Falstaff ama a vuestra esposa. ¡Adiós! No soy partidario de chanzas; al pan, pan, y al queso, queso. Nada de bromas. ¡Adiós! (Sale.) PAGE (Aparte.) ¡Nada de bromas, dice! ¡Vaya un mozo, convirtiendo la broma en estupidez! FORD (Aparte.) Yo vigilaré a Falstaff. PAGE ¡En mi vida he visto un bribón más afectado! FORD

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¡Si lo descubro, veremos! PAGE Yo no daría fe a semejante Cataian, aunque el sacerdote de la parroquia le diese certificado de veracidad. FORD Hablaba como un hombre sensato; veremos. PAGE ¡Hola! ¡Marga! MISTRESS PAGE ¿Dónde vais, Jorge? Escuchad. MISTRESS FORD ¿Qué tal, amable Frank? ¿Por qué estás melancólico? FORD ¿Yo melancólico? No estoy melancólico. Id, volved a casa. MISTRESS FORD A fe que tienes ahora alguna manía en la cabeza. ¿Venís, señora Page? MISTRESS PAGE Soy con vos. ¿Vendréis a comer, Jorge? (A MISTRESS FORD.) Mirad quién llega: la persona que nos servirá de mensajera con ese imprudente caballero. MISTRESS FORD Creedme que pensaba en ella. Es precisamente lo que necesitamos. (Entra MISTRESS QUICKLY.) MISTRESS PAGE (A MISTRESS QUICKLY.) ¿Venís a ver a mi hija Ana? MISTRESS QUICKLY Sí, a fe, y tened la bondad de decirme cómo está la señorita Ana. MISTRESS PAGE Venid a verla con nosotras; tenemos que hablar una hora con vos. (Salen MISTRESS PAGE, FORD y QUICKLY.) PAGE ¿Qué hay, maese Ford? FORD ¿Habéis oído lo que me ha dicho ese bribón? ¿No es eso? PAGE Sí. Y ¿habéis oído vos lo que me decía el otro? FORD Lo he oído. ¿Creéis que hayan dicho verdad? PAGE ¡Que ahorquen a los bellacos! No creo al caballero capaz de semejante cosa. Los que le acusan de pretender a nuestras mujeres han sido entrambos despedidos de su servicio, y son unos verdaderos pillos ahora que no tienen colocación. FORD ¿Estaban a su servicio? PAGE Pardiez, pues claro. FORD No obstante, siento cierta intranquilidad. ¿El se aloja en la posada de la Jarretiera? PAGE Allí vive, pardiez. Si tuviese intenciones respecto de mi mujer la dejaría libremente con él, en la seguridad de que no llevaría otra cosa que sofiones. Lo tomo bajo mi responsabilidad.

FORD Yo no dudo de mi mujer; pero me contrariaría hallarlos juntos. Un hombre puede ser demasiado confiado. Prefiero que mi cabeza no asuma ninguna responsabilidad. No me convendría. PAGE Ahí viene nuestro charlatán, el hostelero de la Jarretiera. Para ofrecer un aire tan jovial, preciso es que tenga vino en el caletre o dinero en el bolsillo... ¡Hola, hostelero! (Entran el HOSTELERO

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DE LA JARRETIERA y SHALLOW.) HOSTELERO ¡Hola, inmenso bribón! ¡Eres un hidalgo! ¡Qué digo! Un caballero juez. SHALLOW Os sigo, querido hostelero, os sigo. ¡Veinte veces buenas tardes, señor Page! ¿Queréis venir con nosotros, señor Page? Tenemos una diversión que nos espera. HOSTELERO (A SHALLOW.) Dile lo que es, caballero. Díselo, gran bribón. SHALLOW (A PAGE.) Señor, que va a efectuarse un duelo entre sir Hugo, el cura galés, y Caius, el médico francés. FORD (Al HOSTELERO.) Mi buen hostelero de la Jarretiera, tengo que deciros una palabra. HOSTELERO ¿Qué dices tú, gran bribón? (FORD le lleva aparte.) SHALLOW (A PAGE.) ¿Queréis venir a ver eso con nosotros? Han encargado de medir las espadas a nuestro alegre hostelero, y parece que éste ha dado a cada uno una cita en sitio diferente. A lo que me han asegurado, el pastor no se anda con bromas, sino que obra con toda formalidad. Venid, ya os contaré en qué consistirá nuestra bufonada. HOSTELERO (A FORD.) ¿No tienes ninguna contienda judicial con mi huésped el caballero? FORD De ninguna especie, os lo afirmo; pero os daré un jarro de Jerez refinado si queréis presentarme a él y decirle que me llamo Brook. Es cuestión de una broma. HOSTELERO Venga esa mano, bribón. Tendrás libres las entradas y salidas. ¿Estás contento? Y tu nombre será Brook. ¿Vámonos, camaradas? SHALLOW Estoy a vuestra disposición, hostelero. PAGE He oído decir que el médico francés maneja muy bien la tizona. SHALLOW ¡Bah, señor! En mis tiempos habría podido yo hablar de largo. Ahora os prevaléis de vuestras distancias, pases, estocadas y qué sé yo cuantas cosas más. El corazón, maese Page, el corazón, eso es lo que importa. Yo he visto un tiempo en que con mi luenga espada habría ahuyentado cuatro mancebos de vuestra especie cual si fueran ratones. HOSTELERO ¡Por aquí, muchachos, por aquí, por aquí! ¿Torcemos? PAGE Os sigo. Me hubiera gustado más verles disputar que pelear. (Salen HOSTELERO, SHALLOW y PAGE.) FORD Aunque Page es un imbécil que se fía demasiado de la fragilidad de su mujer, yo no soy tan fácil de tranquilizar. Ella se encontraba en compañía de él en casa de la señora de Page, e ignoro lo que pasaría. Bien; es menester que vea el fondo de todo esto. Bajo un nombre supuesto sondearé a Falstaff. Si encuentro fiel a mi esposa no habré perdido el trabajo, y en el caso contrario será un trabajo bien empleado. (Sale.)

E S C E N A I I

Un aposento en la posada de la Jarretiera.

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Entran FALSTAFF y PISTOL. FALSTAFF No te prestaré ni un penique. PISTOL Entonces el mundo será para mí una ostra y lo abriré con mi espada. Os devolveré la cantidad en mercancías robadas. FALSTAFF Ni un penique. Señor, os había dejado usar de mi crédito. He conseguido de mis amigos tres veces el perdón para vos y para Nym, vuestro acólito. Sin mí, se os vería hoy haciendo muecas como dos babuinos a través de la reja de una jaula. Condenado estoy al infierno por haber jurado varias veces ante caballeros amigos míos que erais uenos soldados y hombres de valor; y cuando mistress Bridgeta perdió el mango de su abanico atestigüé por mi honor que tú no le tenías. PISTOL ¿No participaste del robo? ¿No recibiste quince peniques? FALSTAFF Reflexiona, granuja, reflexiona. ¿Me crees hombre capaz de arriesgar gratis la salvación de mi alma? En una palabra: no te cuelgues más de mí; no quiero servirte de horca. Corre a asaltar por los caminos o a cortar bolsas, o vete a tu mansión de Pickt Hatch. ¡Granuja! ¡Te niegas a llevar una carta mía! ¡Te montas en tu honor, monstruo de bajeza, cuando apenas si puedo yo mismo, que te estoy hablando, guardar los límites rigurosos del mío! Yo, yo, yo mismo, dejando a un lado el temor de Dios y ocultando mi virtud detrás de las necesidades, me veo obligado a engañar y recurrir a ciertos expedientes, ¡y tú, bellaco, tienes la ocurrencia de ocultar con el manto de tu honor tus andrajos, tus miradas de gato montés, tus frases tabernarias y tus descaradas blasfemias! ¡Te niegas a llevar mis cartas! ¡Tú! PISTOL Me arrepiento. ¿Qué más quieres de mi hombre? (Entra ROBIN.) ROBIN Señor, hay una dama que desea hablaros. FALSTAFF Que pase. (Entra MISTRESS QUICKLY) QUICKLY Buenos días a vuestra señoría. FALSTAFF Buenos días, buena mujer. QUICKLY Dispense vuestra señoría; ese nombre no me pertenece. FALSTAFF Buena doncella, pues. QUICKLY Es más cierto. Os juro que lo soy como mi madre a la hora de mi nacimiento. FALSTAFF Creo vuestro juramento. ¿Qué queréis? QUICKLY ¿Me permitirá vuestra señoría decirle una palabra o dos? FALSTAFF Dos mil, bella mujer; estoy pronto a escucharos. QUICKLY Señor, hay aquí cierta señora llamada Ford... Si quisierais acercaros más a este lado... Yo vivo con el doctor Caius. FALSTAFF Continuad. Decís que la señora de Ford... QUICKLY Vuestra señoría dice la verdad... Os ruego que tengáis a bien acercaros más a este lado. FALSTAFF Nadie os oye, os lo garantizo. Aquí no hay mas que los de la casa, mi propia gente. QUICKLY ¿De veras? Dios los bendiga y los haga servidores de ella.

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FALSTAFF Me hablabais de la señora de Ford. ¿Qué teníais que decirme de ella? QUICKLY ¡Ah, señor, es una excelente criatura! ¡Dios mío! ¡Cuando pienso cómo sois de seductor! Bien. El Cielo os perdoné, y también a todos. FALSTAFF Decíais que la señora de Ford... Vamos, que la señora de Ford... QUICKLY Pardiez, he aquí la cuestión. Vos habéis causado en ella la impresión de una danza canaria. El cortesano más hermoso, cuando la corte se halla en Windsor, no lograría ponerla en tan crítica situación. Y, sin embargo, cuando estaba la corte hemos tenido caballeros y lores e hidalgos con cada carruaje... Era, os lo aseguro, una carrera continua de carrozas, cartas, regalos, que no acababa nunca; era un gusto sentir el almizcle que exhalaban aquellas personas al oír el crujido de los vestidos de oro y seda, y luego, ¡cuán elegante era su lenguaje!... Su conversación, toda miel y almíbar, era lo mejor y más hermoso que pudiera apetecerse. No hubo entonces mujer cuyo corazón no se rindiera. Pues bien; yo os aseguro que no consiguieron de ella una sola mirada. Y ved, para ganarme a mi, esta mañana, sin ir más lejos, me han dado veinte ángeles. Pero yo me río de todos los ángeles del mundo cuando no son honradamente adquiridos, podéis creerme. Nadie, ni aun el más encopetado, ha logrado poner los labios en su copa, y con todo, había entre ellos más de un conde y no pocos pensionarios del rey. Pero todo eso, os lo certifico, le es indiferente. FALSTAFF ¿Pero qué me envía a decir? Abreviad, os lo ruego, mi señora Mercurio. QUICKLY Pues bien; ha recibido vuestra carta, por la cual os da mil gracias y os hace saber que su marido estará fuera de su casa entre diez y once. FALSTAFF ¿De diez a once? QUICKLY Sí, a fe, y entonces podréis ir a ver el retrato que ya sabéis, me ha dicho ella. Maese Ford, su marido, no estará. ¡Ay! La buena señora lleva con él una vida muy desgraciada: es en extremo celoso. Lleva con él, en verdad, una vida muy triste. ¡La pobrecilla! FALSTAFF ¡De diez a once! Buena mujer, recomendadme a su memoria; seré puntual. QUICKLY Muy bien dicho, señor; pero además me han hecho otro encargo para vuestra señoría. Mistress Page también os envía las más expresivas gracias por vuestra carta, y, permitidme que os lo diga, es una mujer tan virtuosa, como cortés y modesta. Os doy mi palabra de honor de que no faltaría por todo lo del mundo a sus oraciones de mañana y noche. No hay en Windsor una mujer que pueda comparársele. Me ha encargado decir a vuestra señoría que rara vez se ausenta su marido; pero que confía que no ocurrirá siempre lo mismo. No he visto nunca una mujer más enamorada de un hombre que ella de vos. Por fuerza lleváis en vos un hechizo; sí, en verdad. FALSTAFF Salvo el atractivo de mis prendas personales, te aseguro que no llevo otro hechizo. QUICKLY ¡Bendito sea vuestro corazón! FALSTAFF Pero decidme: ¿Las señoras de Ford y de Page se han participado entre ellas el amor que por mí sienten? QUICKLY ¡Buena la habrían hecho! No, señor; no son tan torpes como eso, a lo que noto. ¡Sería un lindo juego, a fe mía! La señora de Page os ruega que lo mandéis a todo trance a vuestro pajecito. Su esposo está embobado con él, y a decir verdad, el señor Page es un hombre muy honrado. No hay en Wíndsor mujer más feliz que la suya. Ella hace y dice lo que quiere, lo recibe todo, lo paga todo, se acuesta y se levanta cuando le acomoda, y su marido no encuentra nada que replicar. Verdaderamente, ella se merece tan buen trato, porque si en Windsor hay una mujer excelente, es ella. Es preciso que le enviéis a vuestro paje.

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FALSTAFF Se lo enviaré. QUICKLY Enviádselo, pues, sin falta alguna. Y arreglaos de manera que pueda serviros de intermediario. En todo caso, convenid entre los dos una clave para que el muchacho no comprenda nada. No conviene iniciar a los niños en lo que es malo. En cuanto a las personas de edad madura, ya lo sabéis; tienen discreción, como se dice, y conocen el mundo. FALSTAFF Adiós. Encomiéndame al recuerdo de las dos señoras. Aquí está mi bolsillo; soy aún tu deudor. Paje, acompaña a esta señora. (Aparte.) Esta noticia me transporta de alegría. (Salen MISTRESS QUICKLY y ROBIN.) PISTOL Esa celestina es una mensajera de Cupido. Forcemos más las velas; persigamos al enemigo; descubramos vuestras baterías; al abordaje, y si ella no es mía, que el Océano se lo trague todo. (Sale.) FALSTAFF ¿Pero esas tenemos, viejo Falstaff? Sigue tu camino. Voy a sacar de tu vieja persona más provecho que nunca. ¿Así cautivas todavía las miradas de las mujeres? ¿Así, después de haber gastado tanto dinero, vas a sacar dinero en definitiva? Te doy las gracias, precioso cuerpo. Que digan después que eres enormemente gordo. Con tal que agrades, lo demás no importa. (Entra BARDOLF.) BARDOLF Sir Juan, abajo hay un tal maese Brook que desearía hablaros y trabar conocimiento con vos. Os envía como presente esta botella de Jerez. FALSTAFF ¿Se llama Brook? BARDOLF Sí, señor. FALSTAFF Dile que suba. (Sale BARDOLF.) Sean bien venidos los Brooks que hacen refluir semejante licor. ¡Ah, ah, señora de Ford y señora de Page! ¡Conque hemos hecho vuestra conquista! ¡Vamos, «vía»! (Vuelve a entrar BARDOLF, acompañado de FORD, que va disfrazado.) FORD Dios os guarde, caballero. FALSTAFF Igualmente, señor. ¿Deseáis hablar conmigo? FORD Os pido perdón por presentarme a vos con tan poca ceremonia. FALSTAFF Bien venido seáis. ¿Qué es lo que deseáis de mí? (A BARDOLF.) Muchacho, déjanos. (Sale BARDOLF.) FORD Señor, veis en mí a un hombre que ha gastado mucho dinero. Me lamo Brook. FALSTAFF Querido señor Brook, deseo trabar mayor amistad con vos. FORD Tal deseo de vos, apreciable sir Juan; no para seros gravoso, porque he de deciros que me creo más que vos en el caso de desempeñar el papel de prestamista. Esto me ha alentado a presentarme tan sin cumplidos; porque, como dicen, cuando el oro va delante se abren todas las puertas. FALSTAFF Señor, el dinero es un buen soldado que siempre marcha delante. FORD Cierto. Tengo aquí mi saco de dinero que me estorba. Si vos queréis ayudarme a llevarlo, sir Juan, tomad el todo o la mitad, y me habréis aliviado otro tanto. FALSTAFF Ignoro, señor, cómo puedo haberos merecido ser vuestro ayudante. FORD

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Si queréis oírme, señor, os lo diré. FALSTAFF Hablad, querido señor Brook, tendré mucho gusto en serviros. FORD Caballero, seré breve. Me han dicho que sois un hombre ilustrado, y hace mucho tiempo que oigo hablar de vos, por más que, no obstante mi deseo, no haya encontrado nunca ocasión de trabar amistad con vos. En lo que tengo que revelaros estoy obligado a exponer a vuestros ojos mis imperfecciones; pero, buen sir Juan, si a la vez que me escucháis fijáis la vista en mis debilidades, espero que al mismo tiempo notaréis bien las vuestras. Quizá así me tengáis alguna indulgencia, sabiendo por experiencia propia cuán presto está un hombre a cometer un pecado. FALSTAFF Muy bien, señor; continuad. FORD Hay en esta ciudad una mujer cuyo marido se llama Ford. FALSTAFF Bien, señor. FORD Hace mucho tiempo que yo la deseo, y me ha costado ya muchas penas. He seguido todos sus pasos, he aprovechado todas las ocasiones de encontrarla, o bien de verla ocultamente; pero no sólo he gastado mucho dinero en regalos para ella, sino que además he retribuido pródigamente a varias personas para saber por mediación suya cuáles eran los regalos que más le agradaban. En suma, me he dedicado a seguirla lo mismo que el amor parece dedicado a perseguirme; es decir, en todas ocasiones. Pero por mucho que yo merezca, ya por mis sentimientos, ya por los medios que he empleado, es lo cierto que no he recogido hasta ahora fruto alguno, a menos que la experiencia sea un tesoro. La tal experiencia la he adquirido a mucha costa y me ha valido el conocimiento de esta máxima: El Amor huye cual sombra cuando el oro lo persigue; va persiguiendo a quien lo huye y huyendo a quien lo persigue. FALSTAFF ¿No habéis recibido de ella ninguna esperanza? FORD No. FALSTAFF ¿Habéis insistido para conseguirla? FORD Nunca. FALSTAFF ¿De qué índole era, pues, vuestro amor? FORD Semejante a un palacio edificado en terreno ajeno; de suerte que he perdido el edificio por haberme engañado sobre el sitio de la construcción. FALSTAFF ¿Con qué objeto me hacéis esta confidencia? FORD Cuando os lo diga os habré dicho todo lo que deseo deciros. Hay personas que pretenden que, por más severa que se muestre ella conmigo, se confía a otros, de manera que puede sospecharse de su conducta. Ahora, sir Juan, voy a deciros el objeto que me ha inducido a veros. Sois hombre de educación completa, muy conocido en la sociedad. Sois de elevado rango y de carácter imponente. Se os atribuyen unánimemente todas las prendas del guerrero, del cortesano y del hombre instruido. FALSTAFF ¡Oh, señor! FORD Sí, es lo cierto, y lo sabéis perfectamente... Ahora bien; aquí tenéis dinero: gastad, gastad, gastad más todavía, gastad todo cuanto tengo. No os pido en cambio sino el tiempo necesario para asediar galantemente la fidelidad de la señora de Ford. Poned en campaña todos los medios de galantería que podáis y obligadla a que se os rinda. Si hay alguna persona capaz de conseguirlo, sois vos.

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FALSTAFF ¿Convendría a la vehemencia de vuestra pasión que yo ganase la belleza que tanto anheláis poseer?... Vuestro deseo me parece contraproducente. FORD ¡Oh! Tened la bondad, os ruego, de comprenderme. Se afirma ella tanto en la fortaleza de su honra, que la locura de mi alma no osa declararse. Me deslumbra demasiado para que yo pueda mirarla cara a cara. Ahora, si me presentase a ella ostentando en la mano pruebas de su fragilidad, tendría precedentes y argumentos que darían confianza a mis deseos. Entonces la desalojaría de la fortaleza de su castidad y su reputación, de su fidelidad conyugal y de otros mil abrigos con los cuales se cubre con demasiado buen éxito. ¿Qué me decís, sir Juan? FALSTAFF Maese Brook, por ahora me tomo la libertad de aceptar vuestro dinero. Luego, me daréis la mano, y por último, si la señora de Ford os conviene, os prometo bajo palabra de caballero que la poseeréis. FORD ¡Oh, excelente señor!... FALSTAFF Os prometo, maese Brook, que la poseeréis. FORD No economicéis el dinero, sir Juan. No economicéis, que no os faltará. FALSTAFF Tampoco os faltará a vos la señora de Ford. En confianza os diré que tengo una cita con ella. En el momento que acabábais de llegar, su confidenta o entremetida acababa de dejarme. He de estar en su casa de diez a once; el celoso bellaco de su marido estará ausente. Venid a verme esta noche y os diré cómo han pasado las cosas. FORD ¡Me siento dichoso de haberos encontrado! ¿Conocéis al señor Ford? FALSTAFF ¡Que ahorquen a ese pobre diablo de cornudo! No le conozco. Sin embargo, no tengo razón para llamarle pobre. Se dice que este celoso condescendiente tiene el oro a montones, lo que a mis ojos realza los atractivos de su mujer. Con ella tendré la llave de las arcas de ese bergante cornudo, donde haré mi agosto. FORD Habría deseado que conocierais a Ford, para que así pudieseis evitar su encuentro. FALSTAFF ¿A ese mercader de manteca salada? ¡Que le ahorquen! No osaría sostener mi mirada. La vista de mi bastón le haría temblar; mi bastón, que se cernería como un meteoro sobre los cuernos de ese cabrito. Maese Brook: me verás aplastar a ese rústico con mi superioridad y tú te acostarás con su mujer, créeme. Ven a verme esta noche temprano. ord es un pillo, y yo añadiré un título más a los que tiene. Quiero que entro de poco lo tengas, maese Brook, por un bribón y por un cornudo. en a verme esta noche. (Sale.) FORD ¡Qué condenado epicúreo es ése! ¡Qué monstruo de libertinaje! Siento mi corazón romperse de cólera. Que me digan luego que hago al en estar celoso. Mi mujer se ha entendido con él, se han dado cita, el trato está concluido. ¿Quién lo había de pensar? ¡Qué infierno es tener una mujer infiel! Es decir, que veré mi cama manchada, mis arcas saqueadas, mi reputación herida, y para colmo de injurias oiré cómo me da los nombres más abominables la boca del mismo que me ultraja. ¡Qué nombres, qué nombres! El de Amaimon no tiene nada de repugnante; Lucifer suena bien, lo mismo que el de Barrabás. Son nombres de demonios, nombres de réprobos... ¡Pero cornudo, y cornudo consentido! Ni el diablo tiene un nombre comparable con éste. Page es un asno, un asno sin desconfianza. Tiene fe en su mujer, no siente celos. Pero mejor quisiera confiar la manteca de mi almacén a un flamenco, el queso al cura welche sir Hugo, la botella de aguardiente a un irlandés o mi caballo castrado a que lo pasease un cuatrero, que confiar a mi mujer su propia guardia. Una mujer conspira, cavila, proyecta. Lo que en el fondo de su corazón cree que puede hacer no descansa hasta que lo ha hecho. ¡Bendigo al Cielo por haberme hecho celoso! La cita es a las once. Voy a prevenir todo esto, a sorprender a mi mujer y a vengarme de Falstaff y reírme a expensas de Page. Vamos ahora mismo. Más vale tres horas demasiado pronto que un minute más tarde. ¡Uf, uf, uf! ¡Cornudo, cornudo, cornudo!

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(Sale.)

E S C E N A I I I

U N P A R Q U E C E R C A D E W Í N D S O R

Entran CAIUS y RUGBY.

CAIUS ¡Jack Rugby! RUGBY ¡Señor! CAIUS Jack, ¿qué hora es? RUGBY Ha pasado ya la hora en que sir Hugo había prometido estar aquí. CAIUS ¡Pardiez! Ha salvado su alma con no venir. Sin duda está ocupado en rogar con su Biblia. ¡Voto a Cristo! Jack Rugby, si viene es hombre muerto. RUGBY Él es prudente, señor. Sabe muy bien que si viniese lo mataríais. CAIUS ¡Voto a Cristo! Quedaría tan muerto como un arenque salado. Jack, desenvaina la espada; voy a demostrarte cómo lo mataría. RUGBY ¡Ay, señor! No entiendo de esgrima. CAIUS ¡Villano, desenvaina la espada! RUGBY Deteneos, señor, que viene gente. (Entran el HOSTELERO, SHALLOW, SLENDER y PAGE.) HOSTELERO Dios te guarde, bravo doctor. SHALLOW Dios os conserve, señor doctor Caius. PAGE Hola, maese doctor. SLENDER Os doy los buenos días, señor. CAIUS Uno, dos, tres, cuatro. ¿ Qué motivos os trae a todos aquí? HOSTELERO Hemos venido a verte combatir, a ver tu finta, a verte dar tajos, correr aquí, saltar allá, ver tu punto, tu estocada, tu respuesta, tu distancia y tu medida. ¿Ha muerto el etíope? ¿Ha muerto mi Francisco? ¡Ah valiente! ¿Qué dice mi Esculapio, mi Galeno, mi corazón de saúco? ¿Ha muerto, inmenso Pissat, ha muerto? CAIUS ¡Por Cristo! Ese Jack es el sacerdote más cobarde del mundo. Todavía no se ha dejado ver por aquí la cara. HOSTELERO Eres un rey castellano, orinal mío; eres un Héctor de Grecia, camarada. CAIUS Os ruego que seáis testigos de que lo he aguardado aquí seis o siete, dos, tres horas y no ha

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venido. SHALLOW Ha obrado cuerdamente, maese doctor. Él es médico de almas y vos de cuerpos. Combatiendo el uno con el otro obrabais a contrapelo de vuestra profesión. ¿No es verdad, señor Page? PAGE Maese Shallow, por muy hombre de paz que seáis ahora, en vuestros tiempos erais famoso quimerista. SHALLOW ¡Vive Dios! Señor Page, no obstante ser viejo y juez de paz, no puedo ver una espada sin que mis dedos sientan comezón. Por más que seamos magistrados, doctores y gente de iglesia, señor Page, nos queda todavía la levadura de nuestra juventud. Somos hijos de mujer, señor Page. PAGE Es muy cierto, maese Shallow. SHALLOW Y siempre será así, señor Page. Maese doctor Caius, vengo para llevaros a vuestra casa. Estoy encargado del orden público. Os habéis mostrado médico prudente, y sir Hugo se ha portado también como hombre de iglesia, cuerdo y paciente. Tened la bondad de seguirme, maese doctor. HOSTELERO (A SHALLOW.) Dispensadme, juez huésped. (A CAIUS.) Una palabra, señor Mockwater. CAIUS ¿Qué decís? ¿Mocuáter? HOSTELERO Mockwater en inglés significa valor, trapisondista. CAIUS ¡Por Cristo! Entonces tengo tanto Mocuáter como un inglés. ¡Perro miserable ese Jack de sacerdote! Le voy a cortar las orejas. HOSTELERO Cuidado no vayas por lana, fanfarrón CAIUS ¿Qué es ir por lana? HOSTELERO Digo que no hagas que él te las corte a ti. CAIUS ¡Por Cristo! No me cortará a mí nada. ¡Por Cristo, que me dará una satisfacción! HOSTELERO Yo haré todo lo posible; pero si él se niega, que el diablo se lo lleve. CAIUS Os lo agradezco. HOSTELERO Espera todavía, fanfarrón. (Bajo a los otros tres.) Pero antes, vos, mi convidado; vos, señor Page, y vos, caballero Slender, atravesad la ciudad e idos a Frogmore. PAGE ¿No es allí donde está sir Hugo? HOSTELERO Allí está. Ved de qué humor se encuentra. Yo os traeré al doctor por un atajo. ¿Os parece bien? SHALLOW Allá vamos. PAGE, SHALLOW y SLENDER Adiós, excelente señor doctor. (Salen PAGE, SHALLOW y SLENDER.) CAIUS ¡Por Cristo! He de matar a ese cura porque habla a la señorita Ana en favor de no sé qué imbécil. HOSTELERO Mátale; pero por lo pronto haz que tu impaciencia entre en la vaina. Echa agua fría en tu cólera y sígueme a campo traviesa hasta Frogmore. Te llevaré a una quinta donde la señorita Ana ha ido para asistir a una fiesta. Allí podrás hacerle la corte. ¿Aceptas? ¿He hablado bien?

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CAIUS ¡Por Cristo! Os lo agradezco. Por Cristo, os estimo, y os enviaré a vuestra posada todos mis enfermos: condes, caballeros, lores e hidalgos. HOSTELERO En agradecimiento de lo cual te prometo ayudarte en tus proyectos acerca de la señorita Ana Page. ¿He dicho bien? CAIUS ¡Perfectamente! ¡Por Cristo! Muy bien dicho. HOSTELERO Vamos, pues. CAIUS Anda tras de mis talones, Jack Rugby. (Salen.)

ACTO TERCERO E S C

E N A P R I M E R A

CAMPO CERCA DE FROGMORE

Entran SIR HUGO EVANS y SIMPLE.

EVANS Os suplico que me digáis ahora, buen servidor de maese Slender, y amigo, Simple de nombre, ¿de qué modo habéis buscado al señor Caius, que a sí mismo se da el título de doctor en Medicina? SIMPLE Pardiez, señor; le busqué por el distrito, por el parque, en todas direcciones; por el antiguo camino de Windsor y por todos los restantes, menos por el de la ciudad. EVANS Pues deseo que con la mayor urgencia le busquéis también por ese camino. SIMPLE Lo haré, señor. (Sale.) EVANS ¡Maldita sea! ¡Qué encolerizado y lleno de incertidumbre estoy! Me alegraré que me haya engañado. ¡Estoy más melancólico...! ¡Yo le liaré salir sus orinales por encima de su cabeza de manzana a la primera oportunidad! ¡Maldita sea! (Canta.) A flor de los ríos, a cuya cascada cantan los pájaros dulces madrigales, allí tenderemos nuestra alfombra de flores entre un millar de fragantes aromas. A flor... ¡Desdichado de mí! ¡Siento unas ganas de llorar... (Canta.) Cantan los pájaros dulces madrigales... Cuando estaba en Babilonia... Y un millar de fragantes perfumes... A flor... (Vuelve a entrar SIMPLE.) SIMPLE ¡Por allí viene, en esta dirección, sir Hugo! EVANS Sea bien venido. (Canta.) A flor de los ríos, a cuya cascada... ¡El Cielo ayude la buena causa!... ¿Qué armas trae? SIMPLE Nada de armas, señor. Allí vienen mi amo, el señor Shallow y otro caballero de Frogmore, por

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encima del cercado, en dirección a aquí. EVANS Dame el manteo, te suplico, o mejor, tenlo al brazo. (Lee en un libro. Entran PAGE, SHALLOW y SLENDER.) SHALLOW ¿Qué hay, señor cura? Buenos días, querido sir Hugo. Sepárese a un jugador de sus dados y de su libro a un buen estudiante y se habrá hecho una maravilla. SLENDER (Aparte.) ¡Ah dulce Ana Page! PAGE ¡Dios os guarde, buen sir Hugo! EVANS ¡Él nos bendiga a todos con su misericordia! SHALLOW ¡Qué! ¡La espada y la palabra! ¿Estudiáis una y otra, señor cura? PAGE ¡Y todavía como un joven, en jubón y calzas, en día tan crudo y reumático! EVANS Hay razones y motivos. PAGE Hemos venido a buscaros para una buena acción, señor cura. EVANS Muy bien. ¿De qué se trata? PAGE Allá hay un venerable caballero que, juzgándose ofendido por cierta persona, está en gran lucha con su propia paciencia y gravedad hasta un extremo que no podéis imaginaros. SHALLOW Bastante más de cuarenta años tengo de vida y nunca he oído a un hombre de su posición, gravedad y saber tan celoso de su propia dignidad. EVANS ¿Quién es? PAGE Creo que le conocéis: el señor doctor Caius, el reputado médico francés. EVANS ¡Ira de Dios y furia de mi pasión! ¡Preferiría que me hablarais de un plato de potaje! PAGE ¿Por qué? EVANS No sabe una palabra de Hipócrates y Galeno... y además es un sinvergüenza, el sinvergüenza más cobarde que pueda concebirse. PAGE (A SHALLOW.) Os garantizo que éste es el hombre que se batiría con él. SLENDER (Aparte.) ¡Oh dulce Ana Page!

SHALLOW Así parece por sus armas. Mantenedles separados; aquí viene el doctor Caius. (Entran el HOSTELERO, CAIUS y RUGBY.) PAGE ¡No, querido padre cura; envainad vuestra espada! SHALLOW Y vos también, mi buen maese doctor. HOSTELERO Desarmadles y que discutan. Que conserven ilesos sus miembros y no hagan trizas mas que el idioma inglés. CAIUS Permitidme deciros una palabra al oído. ¿Por qué evitáis el encuentro con mi persona? EVANS

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(Aparte a CAIUS.) ¡Paciencia, os ruego! Ya vendrá el instante. CAIUS ¡Por Cristo! ¡Sois un cobarde! ¡Un bellaco, un perro, un Juan Lanas! EVANS (Aparte a CAIUS.) Os ruego que no hagáis que seamos el hazmerreír de los demás. Deseo la amistad de vuestra señoría, y de una u otra forma os dejaré satisfecho (Alto.) ¡Os sacaré vuestros orinales de encima de vuestra cabeza de bellaco para que no os burléis de citas y compromisos de honor! CAIUS Diable!... Jack Rugby..., mi hostelero de la Jarretierre..., ¿no le esperé para matarle? ¿No estuve en el lugar designado? EVANS Como tengo alma de cristiano, que, según sabéis, éste es el sitio que se designó. ¡Apelo al juicio del hostelero de la Jarretiera! HOSTELERO ¡Silencio, digo, Galia y Gales, galo y galés, cura de almas y cura de cuerpos! CAIUS Sí, eso está muy bien; excelente. HOSTELERO ¡Basta, digo! Escuchad a vuestro hostelero de la Jarretiera. ¿Soy un político? ¿Soy un hombre sutil? ¿Soy un Maquiavelo? ¿Consentiré en perder a mi doctor? No; él es quien me da pociones y lociones. ¿Me resolveré a perder a mi párroco, a mi sacerdote, a mi sir Hugo? No; él es quien me da buenos verbos y proverbios. Venga tu mano, hombre terrestre; así... Venga tu mano, hombre celeste; así... Chiquillos en la astucia, os he engañado a los dos. Os he conducido a diversos lugares para que no pudierais encontraros. Vuestros corazones son intrépidos, vuestras pieles están intactas, y el desenlace debe ser una libación de Jerez. ¡Vamos, dejad esas armas para el prestamista! Seguidme, gentes de paz, seguid, seguid, seguid. SHALLOW ¡Contad conmigo, hostelero original! ¡Seguid, gentiles caballeros, seguid! SLENDER (Aparte.) ¡Oh dulce Ana Page! (Salen SHALLOW, SLENDER, PAGE y el HOSTELERO.) CAIUS ¡Ah! Ya entiendo. ¿Nos ha hecho pasar por un par de tontos? ¡Ah, ah! EVANS ¡Esta es buena! Hemos sido su hazmerreír. Deseo que vos y yo seamos amigos y pongamos de acuerdo nuestros cerebros para vengarnos de ese despreciable, sarnoso y tahur compañero, el hostelero de la Jarretiera. CAIUS ¡Por Cristo, con todo mi corazón! ¡Me prometió conducirme ante Ana Page! ¡Por Cristo, a mí también me ha engañado! EVANS ¡Bien; yo le romperé la crisma! Tened la bondad de seguirme. (Salen.)

E S C E N A I I

U N A C A L L E D E W Í N D S O R

Entran MISTRESS PAGE y ROBIN.

MISTRESS PAGE Vamos, sigue adelante, galancito. Tu deber es el de seguir, pero ahora tomarás la delantera.

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¿Preferirías que te sirvieran de guías mis ojos o seguir con los tuyos los talones de tu señor? ROBIN ¡Caray! Mejor quisiera ir delante como un hombre que seguirle como un enano. MISTRESS PAGE ¡Oh! Eres un chiquillo adulador. Veo que acabarás en cortesano. (Entra FORD.) FORD Feliz encuentro, señora Page. ¿Adónde vais? MISTRESS PAGE Por cierto, señor, a ver a vuestra esposa. ¿Está en casa? FORD Sí, y tan ociosa que se ahorcaría de buena gana por falta de compañía. Creo que, si se murieran vuestros esposos, las dos os casaríais. MISTRESS PAGE Tenedlo por seguro..., con otros dos maridos. FORD ¿Dónde hallasteis este bonito gallo de veleta? MISTRESS PAGE No puedo deciros el nombre del sujeto de quien lo adquirió mi esposo. ¿Cómo se llama tu señor, pícaro? ROBIN Sir Juan Falstaff. FORD ¡Sir Juan Falstaff! MISTRESS PAGE El mismo, el mismo. Nunca puedo retener su nombre. ¡Hay una distancia tan grande entre mi buen hombre y él. ¿De veras está vuestra esposa en casa? FORD Seguro que está. MISTRESS PAGE Con vuestro permiso, señor. Estoy impaciente por verla. (Salen MISTRESS PAGE y ROBIN.) FORD ¿Le queda algún cerebro a Page? ¿Tiene ojos? ¿Tiene algo así como entendimiento? Seguro que están dormidos. No le sirven para nada. Caramba, este pajecillo llevará una carta a veinte millas tan fácilmente como un cañón hace blanco a nueve yardas. Page da rienda suelta a las inclinaciones de su mujer, le da libre impulso y facilidades. Y ahora va ella a casa de mi esposa, y el paje de Falstaff le acompaña. ¡Cualquiera oiría sonar este chaparrón en el viento! ¡Y va con ella el muchacho de Falstaff! ¡Intrigas bien tramadas! Y nuestras rebeldes mujeres comparten juntas su condenación. Está bien, yo le sorprenderé; en seguida torturaré a mi esposa, arrancaré la máscara de falsa virtud de la señora Page y denunciaré a Page mismo como un confiado y consentido Acteón, y a procederes tan violentos todos mis vecinos aplaudirán. (Suena un reloj.) El reloj me avisa, y mi certeza me invita a realizar un registro. Allí encontraré a Falstaff. Mi conducta me reportará más elogios que burlas, porque tan positivo como que la tierra es sólida es que está allí Falstaff. Iré. (Entran PAGE, SHALLOW, SLENDER, HOSTELERO, SIR HUGO, EVANS, CAIUS y RUGBY.) PAGE, SHALLOW ¡Bien hallado, señor Ford! FORD ¡Excelente reunión, creedme! Hoy tengo buena mesa en casa, y os ruego a todos que me acompañéis. SHALLOW Dispensadme, señor Ford. SLENDER Y a mí también, señor. Hemos prometido comer con mistress Ana, y por ningún oro del mundo faltaría a la palabra. SHALLOW Estamos en negociaciones con motivo del matrimonio entre Ana Page y mi sobrino Slender, y hoy recibiremos la contestación.

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SLENDER Creo contar con vuestro consentimiento, suegro Page. PAGE Lo tenéis, maese Slender; os es completamente favorable; pero mi esposa, señor doctor, está no menos por vuestro partido. CAIUS ¡Sí, por Cristo! ¡Y que la doncella me quiere! Así me lo ha repetido mi ama Quickly. HOSTELERO Y ¿qué decís al joven señor Fenton? El cabriolea, baila, tiene en sus ojos el brillo de la juventud, escribe versos, habla festivamente y huele a perfume de abril y mayo. Ganará la partida, ganará la partida. Eso va en la masa de la sangre; ganará la partida. PAGE No será con mi consentimiento, os lo aseguro. Es un caballero sin porvenir. Se junta con el príncipe extravagante y con Pointz. Es de una región demasiado elevada y ha vivido mucho. No, no atará un nudo en su caudal con los dedos de mi fortuna. Si toma a mi hija, que la tome a ella sola. Mis bienes irán con mi consentimiento, y mi consentimiento no va en esa dirección. FORD Ruego cordialmente que algunos de vosotros vengáis a casa a comer conmigo. A más de buena mesa, habrá gran diversión. Os haré ver un monstruo. Venid, señor doctor, y vos también, señor Page, e igualmente vos, sir Hugo. SHALLOW Bueno, adios... Quedaremos más libres para los asuntos del matrimonio en casa del señor Page. (Salen SHALLOW y SLENDER.) CAIUS A casa, Juan Rugby; yo volveré en seguida. (Sale RUGBY.) HOSTELERO Adiós, amigos de mi corazón. Voy por mi honrado caballero Falstaff y a beber con él un trago de vino de Canarias. (Sale el HOSTELERO.) FORD (Aparte.) Creo que antes beberé yo con él una pipa de vino. Yo le haré danzar. ¿Queréis venir, señores? TODOS Somos con vos para ver ese monstruo. (Salen.)

E S C E N A I I I

H A B I T A C I Ó N E N C A S A D E F O R D

Entran MISTRESS FORD y MISTRESS PAGE. MISTRESS FORD ¡Eh, Juan! ¡Eh, Roberto! MISTRESS PAGE ¡A prisa, a prisa!... Es la canasta... MISTRESS FORD Estoy segura. ¡Eh, Robin, digo! (Entran CRIADOS con una canasta.) MISTRESS PAGE Venid, venid, venid. MISTRESS FORD Aquí, descargadla. MISTRESS PAGE Dad la orden a vuestros criados. No hay tiempo que perder. MISTRESS FORD

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Pardiez, como os tengo dicho, vos, Juan, y vos, Roberto, debéis estar ahí cerca, en la cervecería; y tan pronto como os llame venid en seguida, sin dilación ni tropiezo, y tomando en vuestros hombros esta canasta la llevaréis a toda prisa a los lavaderos de la ciénaga de Datchet, y allí la vaciaréis en la zanja cenagosa que está junto a la orilla del Támesis. MISTRESS PAGE ¿Lo habéis entendido? MISTRESS FORD Ya se lo he explicado una y otra vez. No les falta ninguna instrucción. Idos, y volved en el momento que os llame. (Salen los CRIADOS.) MISTRESS PAGE Aquí llega el rapazuelo Robin. (Entra ROBIN.) MISTRESS FORD ¿Qué hay, mosqueterillo mío? ¿Qué noticias traes? ROBIN Mi amo, sir Juan, ha venido a la puerta falsa, señora Ford, y solicita vuestra compañía. MISTRESS PAGE Juan Lanillas, ¿nos has sido fiel? ROBIN Sí, os doy mi palabra. Mi amo ignora que estáis aquí, y me ha amenazado con una libertad perpetua si os hablo del asunto, pues ha jurado que me pondrá de patas en la calle. MISTRESS PAGE Eres un buen chico. Este secreto será para ti un sastre que te cortará unas calzas y un jubón nuevos. Voy a esconderme. MISTRESS FORD Hacedlo. Ve a decir a tu amo que estoy sola. (Sale ROBIN.) Señora Page, acordaos de vuestro papel. MISTRESS PAGE Te lo garantizo. Si no lo represento bien, silbadme. (Sale.) MISTRESS FORD Pues a ello entonces. Tratemos como se merece a esta pestilente masa húmeda, a esta inmensa calabaza acuosa. Enseñémosle a distinguir las tórtolas de los grajos. (Entra FALSTAFF.) FALSTAFF «¿Por fin os tengo, joya celestial?» ¡Bien! Ahora debiera yo morir,pues he vivido lo bastante: he aquí el término de mi ambición. ¡Oh momento dichoso! MISTRESS FORD ¡Oh simpático sir Juan! FALSTAFF Señora Ford, yo no sé adular; yo no sé charlar, señora Ford. Ahora es mi deseo pecaminoso. ¡Ojalá hubiera muerto vuestro marido! Ante el más encumbrado lord lo declarara: te haría mi señora. MISTRESS FORD ¡Yo mujer vuestra, sir Juan! ¡Ay! Sería una desgraciada señora para vos. FALSTAFF ¡Que la corte de Francia me presente otra igual! ¡Veo cómo tus ojos emularían el brillo del diamante! La curva armoniosa de tus cejas corresponde exactamente con el peinado al navío, el peinado velero o cualquier otro peinado a la moda de Venecia. MISTRESS FORD Un sencillo pañuelo, sir Juan, es todo lo que puede venirles bien, y aun eso es mucho. FALSTAFF ¡Por el Señor, te traicionas a ti misma hablando así! ¡Serías una perfecta dama de corte, y el firme contoneo de tu pie prestaría a tu andadura la oscilación más seductora bajo los semicírculos del guardainfante! Estoy viendo lo que serías si no te fuera adversa la Fortuna, pues la Naturaleza te ha favorecido, no puedes ocultarlo. MISTRESS FORD Creedme, no hay tales cosas en mí. FALSTAFF ¿Qué me ha inducido a amarte? Persuádate esto de que hay en ti algo extraordinario. Vamos,

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yo no puedo adular y decir que eres esto y aquello como tantos de esos pisaverdes que se presentan como mujeres disfrazadas de hombres y huelen como las hierbas de Bucklersbury en la estación en que se extraen los simples de las plantas aromáticas. Yo no puedo; pero te amo a ti sola y porque lo mereces. MISTRESS FORD No me traicionéis sir. Temo que améis a la señora Page. FALSTAFF Es como si dijeras que me gusta pasear por la Counter-Gate, cosa que detesto como las exhalaciones de un horno de cal. MISTRESS FORD Bueno; el Cielo sabe cuánto os amo, y algún día os convenceréis. FALSTAFF Conserva esa pasión, que la merezco. MISTRESS FORD No, debo decíroslo, sed digno de ella, o de lo contrario pensaré de otro modo. ROBIN (Dentro.) ¡Señora Ford! ¡Señora Ford! La señora Page está a la puerta, toda agitada, sofocada y despavorida, y quiere hablar con vos inmediatamente. FALSTAFF No me verá; voy a ocultarme detrás de los tapices. MISTRESS FORD Hacedlo, por favor. Es una mujer muy chismosa.. (FALSTAFF se oculta. Entran de nuevo MISTRESS PAGE y ROBIN.) ¿Qué ocurre? ¡Qué hay! MISTRESS PAGE ¡Oh señora de Ford! ¿Qué habéis hecho? ¡Estáis afrentada, estáis deshonrada, estáis perdida para siempre! MISTRESS FORD Pero ¿qué ocurre, querida señora Page? MISTRESS PAGE ¡Oh, desdicha, señora Ford! Teniendo por marido a un hombre honrado, darle semejarte motivo de sospecha. MISTRESS FORD ¿Qué motivo de sospecha? MISTRESS PAGE ¡Qué motivo de sospecha! ¡Vergüenza para vos! ¡Cuánto me he equivocado respecto de vos! MISTRESS FORD Pero, ¡ay!, ¿de qué se trata? MISTRESS PAGE De que vuestro marido viene en este momento, mujer, con todos los alguaciles de Wíndsor, a sorprender a un galán que, según dice, está ahora aquí, en su casa, con vuestro consentimiento, para abusar de su ausencia. ¡Estáis perdida! MISTRESS FORD (Aparte.) Hablad más alto. ¡Pues yo digo que no es verdad! MISTRESS PAGE ¡No permitan los Cielos que lo sea, que tengáis aquí a tal hombre! Pero es muy cierto que vuestro esposo viene con la mitad de Windsor tras él para buscarle aquí. Me he adelantado a ellos a fin de daros aviso. Si sois inocente, me alegro en el alma; pero si tenéis aquí un amigo, en seguida, en seguida hacedle salir. No os atolondréis. Llamad en vuestro auxilio todas vuestras facultades, defended vuestra reputación o dad un adiós para siempre a vuestro buen nombre. MISTRESS FORD ¿Qué hacer?... Tengo aquí un caballero, querida amiga, y temo menos mi propia vergüenza que el peligro que pueda correr. ¡Preferiría dar mil libras a que se hallara fuera de la casa! MISTRESS PAGE ¡Qué vergüenza! De nada sirve el «preferiría dar» o no «preferiría dar». Vuestro esposo se hallará aquí dentro de breves instantes. Pensad en alguna solución. Ocultarlo en la casa es imposible. ¡Oh, cómo me habéis engañado! Mirad, aquí hay una canasta. Si él es de una estatura razonable podría agazaparse en ella y vos le cubriríais con ropas sucias como para

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llevar al lavado, y puesto que todavía hay tiempo, enviarle con vuestros dos criados a los lavaderos de la ciénaga de Datchet. MISTRESS FORD Es demasiado gordo para caber ahí. ¿Qué hacer? FALSTAFF (Saliendo de detrás de los tapices.) ¡Dejadme ver! ¡Dejadme ver! ¡Oh, dejadme ver! ¡Podré entrar! ¡Podré entrar! Seguid el consejo de vuestra amiga. ¡Podré entrar! MISTRESS PAGE ¡Cómo! ¡Sir Juan Falstaff! ¿En esto han venido a parar vuestras cartas, caballero? FALSTAFF (Aparte a MISTRESS PAGE.) ¡Es a ti a quien amo, y sólo a ti! Ayúdame a escapar. Déjame encogerme aquí. Nunca podré... (Se introduce en la canasta; lo cubren con ropa sucia.) MISTRESS PAGE Ayuda a tapar a tu señor, muchacho. Llamad a vuestros criados, señora Ford... ¡Desleal caballero! MISTRESS FORD ¡Eh, Juan! ¡Roberto! ¡Juan! (Sale ROBIN. Vuelven a entrar los CRIADOS.) ¡Levantad en seguida esa canasta de ropa! ¿Dónde está el palo para pasarlo por las asas? ¡Mirad cómo os bamboleáis! Llevadlo a la lavandera de la ciénaga de Datchet. ¡Pronto! ¡Vamos! (Entran FORD, PACE, CAIUS y SIR HUGO EVANS.) FORD Acercaos, os ruego. Si mis sospechas carecen de fundamento, burlaos entonces de mí, hacedme objeto de vuestra risa. Lo habré merecido... ¡Hola! ¿Qué lleváis ahí? ¿Adónde vais con eso? CRIADO A la lavandera, señor. MISTRESS FORD ¡Vaya! ¿Qué tenéis que meteros en que lleven eso acá o allá? Sólo falta que os ocupéis del lavado y apuntar la ropa. FORD ¡Apuntar! Ya quisiera yo que lavándome se me quitara lo que me puede apuntar. ¡Punta! ¡Punta! ¡Sí, punta! ¡Punta, os lo garantizo! Y de la estación también, como se verá luego. (Salen los CRIADOS con la canasta.) Caballeros, tuve un sueño anoche. Os lo voy a contar. Aquí, aquí, aquí tenéis mis llaves. Subid a mis habitaciones, buscad, registrad, miradlo todo. Os aseguro que atraparemos al zorro. Obstruyamos primero esta salida. (Cerrando la puerta.) Así; ahora a la huronera. PAGE Querido señor Ford, tranquilizaos. A vos mismo os estáis haciendo demasiada ofensa. FORD ¡Es cierto lo que digo, señor Page! Adelante, caballeros. Vais a divertiros pronto. Seguidme, señores. (Sale.) EVANS ¡Rarezas fantásticas y celos! CAIUS ¡Por Cristo! Esto no es la moda de Francia. En Francia nadie tiene celos. PAGE No, sigámosle, señores; veamos el resultado de sus pesquisas. (Salen PAGE, CAIUS y EVANS.) MISTRESS PAGE ¿No hay un doble mérito en la cosa? MISTRESS FORD No sé qué me deleita más, si la decepción de mi esposo o la de sir Juan. MISTRESS PAGE ¡En qué angustia estaría cuando preguntó vuestro esposo qué había en la canasta! MISTRESS FORD Temblando estoy que tenga necesidad de una colada; de modo que echarle al agua será para él un beneficio. MISTRESS PAGE

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¡A la horca con ese deshonesto sinvergüenza! Me alegraría ver en el mismo trance a todos los de su jaez. MISTRESS FORD Pienso que mi marido tenía alguna sospecha particular de que Falstaff estaba aquí, porque nunca he visto estallar sus celos tan violentamente como ahora. MISTRESS PAGE Voy a urdir una trama para asegurarme de ello, y le jugaremos algunas tretas más a Falstaff. Su disoluta concupiscencia difícilmente cederá a este calmante. MISTRESS FORD ¿Y si le enviásemos otra vez a esa liviana buscona de mistress Quickly para ofrecerle excusas por haberle arrojado al lavadero e infundirle nuevas esperanzas que le hagan caer en otro castigo? MISTRESS PAGE Hagámoslo. Que venga mañana a las ocho para darle excusas. (Vuelven a entrar FORD, PAGE, CAIUS y SIR HUGO EVANS.) FORD ¡No puedo hallarle! ¡Tal vez el bribón se jactaba de lo que no podía conseguir! MISTRESS PAGE (Aparte a MISTRESS FORD.) ¿Oís eso? MISTRESS FORD (Aparte a MISTRESS PAGE.) ¡Sí, sí; silencio!... Tenéis un lindo modo de proceder conmigo, señor Ford; ¿no es así? FORD Convengo en ello. MISTRESS FORD El Cielo os haga mejor que vuestros pensamientos. FORD ¡Amén! MISTRESS PAGE Os causáis grave ofensa, señor Ford. FORD Sí, si, debo reconocerlo. EVANS ¡Si hay alguien en la casa, en los cuartos, en los baúles y en los armarios, no me absuelva el Cielo de mis pecados el día del juicio final! CAIUS ¡Por Cristo, yo tampoco he hallado a nadie! ¡No hay un alma! PAGE ¡Uf, uf, señor Ford! ¿No os avergonzáis? ¿Qué espíritu, qué demonio os sugiere esas quimeras? ¡No quisiera tener en estos asuntos vuestra vehemencia ni por todas las riquezas del castillo de Windsor! FORD Mía es la culpa, señor Page; por ello la sufro. EVANS Sufrís los tormentos de una mala conciencia. Vuestra esposa es una mujer tan pura como ya quisiera yo encontrarla entre cinco mil y quinientas más. CAIUS ¡Voto a Cristo! ¡Veo que es una mujer honrada! FORD Bien; os prometí una comida. Venid, demos un paseo por el parque. Os ruego que me perdonéis. Más tarde os diré por qué he obrado así. Vamos, mujer; vamos, señora Page, os suplico que me perdonéis; perdonadme, os lo pido de corazón. PAGE Vayamos, caballeros; pero creedme que le haremos objeto de nuestra mofa. Os invito a almorzar en casa mañana temprano. Después iremos a caza de altanería. Tengo un buen halcón para la espesura. ¿Os acomoda? FORD Como queráis.

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EVANS Si hay uno, yo seré el segundo de la partida.

CAIUS Y si hay uno o dos, yo seré el tercero. EVANS Eso es vergonzoso en vuestra boca. FORD Os ruego que vengáis, señor Page. EVANS Os suplico ahora que os acordéis mañana de ese piojoso bribón de hostelero. CAIUS Está bien. ¡Por Cristo, que lo haré con todo mi corazón! EVANS ¡Piojoso bribón! ¡Permitirse burlas y bromas! (Salen.)

E S C E N A I V

H A B I T A C I Ó N E N C A S A D E P A G E

Entran FENTON, ANA PAGE y MISTRESS QUICKLY

MISTRESS QUICKLY permanece aparte. FENTON Veo que no puedo alcanzar el afecto de tu padre. Por consiguiente, no me obligues de nuevo, dulce Anita, a que me entreviste con él. ANA ¡Ay! ¿Qué hacer, pues? FENTON Pues ser tú, tú misma. Se opone porque considera demasiado alta mi alcurnia y presume que, comprometido por mis gastos mi caudal, sólo procuro restablecerlo a la sombra de su riqueza. Además de esto, suscita otros obstáculos, mis turbulencias pasadas, mis relaciones dedisipación, y sostiene que es imposible que yo te ame de otra manera sino como una propiedad. ANA Puede que diga la verdad.

FENTON ¡No, y si miento, que el Cielo me desampare en el futuro! Confieso que la fortuna de tu padre fue el primer móvil que me impulsó a buscarte, Ana. Sin embargo, cuando te conocí hallé que eras superior a las monedas de oro o a las sumas de cualquier otro metal, y ahora no ambiciono mas que la verdadera riqueza de ti misma. ANA Gentil señor Fenton: insistid todavía en solicitar el afecto de mi padre; buscadlo aún, señor. Si la oportunidad y la humilde solicitud nada consiguieren, pues bien, entonces..., escuchad aquí... (Conversan aparte. Entran SHALLOW y SLENDER.) SHALLOW Interrumpid su conversación, señora Quickly. Mi pariente hablará por cuenta propia. SLENDER Voy a echarla una flor o piropo. Aunque resbale, esto sólo es aventurar. SHALLOW No os intimidéis.

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SLENDER No, ella no me intimida. No tengo miedo de eso; y, sin embargo, tengo miedo. QUICKLY Oíd: el señor Slender quisiera cruzar con vos una palabra. ANA Soy con él. (Aparte.) Es el elegido de mi padre. ¡Oh! ¡Qué conjunto de cosas viles y feos defectos borra una renta anual de trescientas libras esterlinas! QUICKLY ¿Y qué tal, querido señor Fenton? Una palabra, por favor. SHALLOW ¡Ya viene! ¡A ella, sobrino! ¡Oh muchacho, qué padre has tenido! SLENDER He tenido un padre, señorita Ana... Mi tío puede contaros de él muy buenas ocurrencias. Por favor, tío, contad a la señorita Ana cómo mi padre sacó un día dos gansos fuera de la jaula, querido tío. SHALLOW Señorita Ana, mi sobrino os adora. SLENDER Sí que es verdad, como nunca fue adorada mujer alguna en el condado de Gloster. SHALLOW Y os hará vivir como una princesa. SLENDER Si que lo haré, y con traje de cola larga, como corresponde a un escudero. SHALLOW Y os hará una mejora de ciento y cincuenta libras. ANA Querido señor Shallow, dejadle a él hacer la corte. SHALLOW ¡Caramba!, os doy las gracias por ello. Os agradezco este descanso. Os llama, sobrino. Os dejo juntos. ANA ¿Qué tal, señor Slender? SLENDER ¿Qué tal, apreciable señorita Ana? ANA ¿Cuál es vuestra última voluntad? SLENDER ¿Mi última voluntad? ¡Zapateta! ¡Bonita broma, verdaderamente! ¡Gracias a Dios, todavía no he hecho testamento! Aun no he enfermado, gracias a Dios. ANA Quiero decir, señor Slender, qué es lo que deseáis de mí. BLENDER Por mi parte, bien poco o nada en verdad. Vuestro padre y mi tío han hecho proposiciones. ¡Si logro mi deseo, bien, y si no, Dios sea con todos! Ellos podrán deciros mejor que yo cómo van las cosas. Podéis preguntarlo a vuestro padre, que aquí viene. (Entran PAGE y MISTRESS PAGE.) PAGE ¿Qué tal, maese Slender? ¡Ámale, querida Ana! ¡Cómo! ¡Qué veo! ¿Qué hace aquí maese Fenton? Me agraviáis, señor, empeñándoos en frecuentar mi casa. Os he dicho, señor, que mi hija está comprometida. FENTON No os alteréis, señor Page. MISTRESS PAGE Querido Señor Fenton, no volváis a visitar a mi niña. PAGE No es partido para vos. FENTON Señor, ¿tenéis la bondad de escucharme?

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PAGE No, querido señor Fenton. Venid, maese Shallow; venid, yerno Slender. Sabiendo mi decisión hacéis mal en insistir, señor Fenton. (Salen PAGE, SHALLOW y SLENDER.) QUICKLY Hablad a la señora Page. FENTON Bondadosa señora Page, porque amo a vuestra hija con toda la lealtad de mi afecto, fuerza es que sostenga mi pretensión. Contra todos los obstáculos, repulsas y desaires seguiré enarbolando el pabellón de mi amor y no me batiré en retirada. Concededme vuestra buena voluntad. ANA ¡Buena madre, no me caséis con aquel idiota! MISTRESS PAGE No es ésa mi intención. Busco para ti mejor marido. QUICKLY Y ése es mi amo, el señor doctor. ANA ¡Ay de mí! Antes quisiera verme enterrada viva y ser apaleada en muerte con nabos. MISTRESS PAGE Vamos, no te aflijas. Querido señor Fenton, no quiero ser ni amiga ni enemiga vuestra. Sondearé a mi hija respecto de los sentimientos que le inspiráis, y según lo que en ella descubra, enderezaré mi parecer. Hasta entonces, adiós, señor. Es necesario que ella entre; de lo contrario, se incomodaría su padre. FENTON Adiós, amable señora. Anita, adiós. (Salen MISTRESS PAGE y ANA.) QUICKLY Todo esto es obra mía. «Pues qué- le dije-, ¿vais a malograr vuestra hija dándola a un imbécil o a un médico? Conviene pensar en el señor Fenton.» Esta es mi obra. FENTON Te doy las gracias, y te ruego que esta noche entregues esta sortija a mi dulce Anita. Toma, por tus molestias. QUICKLY ¡Que el Cielo te llene de prosperidades! (Sale FENTON.) ¡Qué buen corazón tiene! Una mujer se lanzaría entre el agua y el fuego por tan buen corazón. Y, sin embargo, yo preferiría que la señorita Ana fuese para mi amo, o para el señor Slender, o, en fin, para el señor Fenton. Haré lo que pueda por los tres, ya que así lo he prometido y que soy incapaz de faltar a mi palabra; pero especialmente por el señor Fenton. Bien; ahora deberé llevar otro mensaje a sir Juan de parte de mis dos señoras. ¡Qué bestia soy por tardarme tanto! (Sale.)

E S C E N A V

APOSENTO EN LA POSADA DE LA JARRETIERA

FALSTAFF ¡Bardolf, digo!... BARDOLF Aquí estoy, señor. FALSTAFF Ve a traerme una pinta de Jerez; colócale una tostada encima. (Sale BARDOLF.) ¿He vivido para ver que se me lleve en una canasta y se me arroje al Támesis como un montón de desecho de carnicero? Bien; si vuelvo a sufrir fiasco semejante, he de hacer que mis sesos sirvan para comida a los perros el día de la entrada de año. Los pillastres me arrojaron al río con tan poco

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remordimiento como si se tratara de los cachorros cegatos de una perra que hubiese parido quince. ¡Y que por mi tamaño es fácil ver que tengo propensión a sumergirme! Si el fondo del río fuera tan profundo como el infierno, habría llegado hasta abajo. A no haber sido rocosa y poco honda la margen, de seguro me hubiera ahogado, clase de muerte que aborrezco, porque el agua hincha al hombre, y ¡qué cuerpo sería el mío si se hinchara! ¡Parecería la momia de una montaña! (Vuelve a entrar BARDOLF con el Jerez.) BARDOLF Señor, aquí está la señora Quickly, que viene a hablaros. FALSTAFF Trae, vaciemos un poco de Jerez sobre el agua del Támesis, porque tengo el vientre tan frío, que se dijera que he tragado copos de nieve a modo de píldoras para refrescarme los riñones. Llámala. BARDOLF Entrad, señora. (Entra MISTRESS QUICKLY.) QUICKLY Con vuestro permiso. Solicito vuestra merced doy los buenos días a vuestra señoría. FALSTAFF Llévate esos cálices y ve a prepararme un pote fino de Jerez. BARDOLF ¿Con huevos, señor? FALSTAFF Sin mezcla. No quiero germen de gallina en mi brebaje. (Sale BARDOLF.) ¡Qué hay! QUICKLY Pardiez, señor, vengo a ver a vuestra señoría de parte de mistress Ford. FALSTAFF ¡Mistress Ford! Ya he tenido bastante ford. Fui arrojado en el ford, en el vacío. ¡Tengo el vientre lleno de ford! QUICKLY ¡Ay, qué desgracia! ¡Pobrecita! No fue culpa suya. ¡Si vierais cómo ha reñido a sus criados! Equivocaron su erección. FALSTAFF Lo mismo que yo, por fundar mis esperanzas en una mujer atolondrada. QUICKLY Bien; ella lo lamenta, señor, hasta el punto de que si la vierais se os partiría el corazón. Su marido sale esta mañana a caza de pájaros; ella os ruega una vez más que vayáis a verla entre ocho y nueve. Debo llevarle una contestación inmediata. Os dará satisfacciones, os lo garantizo. FALSTAFF Bueno; la visitaré. Díselo así, y que piense lo que es un hombre, que considere su fragilidad, y entonces que juzgue de mi mérito. QUICKLY Se lo diré. FALSTAFF Hazlo así. ¿Entre nueve y diez has dicho? QUICKLY Ocho y nueve, señor. FALSTAFF Bien; márchate. No dejaré de verla. QUICKLY La paz sea con vos, señor. (Sale.) FALSTAFF Me extraña no tener noticias de maese Brook. Me ha enviado a decir que le aguardara dentro. Me agrada bastante su dinero. ¡Oh! He aquí que viene. (Entra FORD.) FORD ¡Dios os guarde, señor! FALSTAFF Hola, señor Brook; ¿venís a saber lo que ha pasado entre la señora Ford y yo? FORD Efectivamente, sir Juan, ese es el objeto de mi visita.

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FALSTAFF Señor Brook, no he de mentiros: estuve en casa a la hora convenida. FORD Y ¿qué tal os fue, señor? FALSTAFF Muy desgraciadamente, señor Brook. FORD ¿Cómo es posible, señor? ¿Había mudado ella de parecer? FALSTAFF No, señor Brook; pero el descomunal cornudo de su marido, señor Brook, que vive en la continua alarma del celoso, llegó en el instante de nuestro encuentro, después de habernos abrazado, besado y hecho protestas de amor, o sea cuando terminábamos, por decirlo así, el prólogo de nuestra comedia; y pisándole los talones, una caterva de satélites, instigados y provocados por su mala índole, los cuales, podéis creerme, registraron la casa para descubrir el amante de su mujer. FORD ¡Cómo! ¿Mientras estabais vos allí? FALSTAFF Mientras yo estaba allí. FORD ¿Y os buscó y no pudo encontraros? FALSTAFF Vais a oírlo... Como si la buena suerte lo hubiera dispuesto, llega una señora Page, da aviso de la llegada de Ford, y gracias a su estratagema y a la desesperación de la señora de Ford, me hicieron entrar en una canasta de ropa. FORD ¡En una canasta de ropa! FALSTAFF ¡Por Dios, en una canasta de ropa para lavar! Amontonado entre ropa sucia, camisas y enaguas, hediondas calcetas y medias y servilletas grasientas; de modo, señor Brook, que jamás nariz humana sintió semejante compuesto de pestilentes olores. FORD ¿Y cuánto tiempo habéis permanecido allí? FALSTAFF Pues vais a oírlo, señor Brook, y cuánto he padecido por inducir a esta mujer al mal, en interés vuestro. Así acondicionado en la canasta, la señora Ford llamó a un par de criados bribones al servicio de su marido para hacerme llevar a los lavaderos de la ciénaga de Datchet Tomáronme en hombros; encontraron al celoso bribón de su marido en la puerta, quien les preguntó una o dos veces lo que llevaban en la canasta... Me tembló el cuerpo sólo de pensar que el lunático sinvergüenza hubiera practicado un registro. Pero el Destino, que ha decretado que debe morir cornudo, detuvo su mano. Bueno; él se fue a hacer su pesquisición y yo seguí caminando en calidad de ropa sucia. Pero atended a lo que aconteció luego, señor Brook. He sufrido las torturas de tres distintas muertes: primero, un terror insoportable de ser descubierto por el apolillado carnero manso; segundo, estar enrollado como un buen bilbao en la circunferencia de un picotín, la punta con la guarnición y la cabeza con los pies; y luego ser embutido allí como para ser destilado, entre pestíferas telas que fermentaban en su propia grasa. Pensad en esto: un hombre de mi temperamento, meditadlo bien, sensible al calor como la manteca, un hombre que está continuamente sudando y derritiéndose. Milagro fue el escapar a la asfixia... Y en lo más álgido de este baño, cuando estaba ya medio cocido en aceite como guisado holandés, ser arrojado al Támesis, y enfriarme, ardiendo de calor, en aquella agua glacial, como herradura de caballo. ¡Considerad esto, un calor de fragua! ¡Considerad esto, maese Brook! FORD Siento gran pesadumbre, señor, de que hayáis sufrido por culpa mía todo eso. Juzgo, pues, desesperada mi pretensión. ¿No pensaréis en otra tentativa? FALSTAFF Señor Brook, consentiría en ser arrojado al Etna, como lo he sido al Támesis, antes que dejarla de este modo. Su esposo ha salido esta mañana a caza de pájaros. He recibido de ella otro mensaje dándome nueva cita. La hora es entre ocho y nueve, señor Brook.

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FORD Pues ya han dado las ocho, señor. FALSTAFF ¿Ya? Entonces acudo inmediatamente a la cita. Venid a verme cuando os plazca y os daré cuenta de lo que adelante. Y la conclusión será coronada por vuestro yacimiento con ella. ¡La tendréis, señor Brook! ¡Señor Brook, encornudaréis a Ford! (Sale.) FORD ¡Hum! ¡Ah! ¿Es esto una visión? ¿Es esto un sueño? ¿Estoy dormido? ¡Maese Ford, despierta! ¡Despierta, maese Ford! ¡Hay un agujero en tu mejor vestido, maese Ford! ¡Esto tiene el haberse casado! ¡He aquí lo que da el tener ropas y canastas! Bien; yo haré saber a todo el mundo lo que soy. ¡No se evadirá ahora el lascivo! ¡Está en mi casa! ¡No puede escapárseme, es imposible! ¡No puede esconderse en la bolsa de un penique ni en una pimentera! Pero por temor de que le ayude el diablo, registraré hasta los rincones más inabordables... ¡Aunque no pueda evitar lo que soy, al menos no me resignaré mansamente a ser lo que no quisiera! No me calificarán de consentido. ¡Si tengo cuernos capaces de hacerme furioso, yo torceré el refrán a mi favor, apaleando en vez de ser apaleado! (Sale.)

ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA

L A C A L L E

Entran MISTRESS PAGE, MISTRESS QUICKLY y GUILLERMO. MISTRESS PAGE ¿Piensas que esté ya en casa de Ford? QUICKLY Sin duda que se halla a estas horas, o no tardará; pero no podéis creer lo furioso que se ha puesto por haber sido arrojado al agua. La señora de Ford os ruega que vayáis inmediatamente. MISTRESS PAGE Seré con ella dentro de un instante. No voy a hacer mas que dejar a mi niño en la escuela. Mirad donde viene su maestro. Es día de asueto a lo que veo. (Entra SIR HUGO EVANS.) ¡Hola, sir Hugo! ¿No hay hoy escuela? EVANS No; el señor Slender ha dado a los chicos permiso para jugar. QUICKLY ¡Bendito sea su corazón! MISTRESS PAGE Sir Hugo, mi esposo dice que mi hijo no hace ningún progreso en sus estudios. Os suplico le hagáis algunas preguntas a su alcance. EVANS Ven acá, Guillermo. Alza la cabeza. Ven. MISTRESS PAGE Vamos, picarillo, levanta la cabeza; responde a tu maestro, no tengas miedo. EVANS Guillermo, ¿Cuántos números hay en los nombres? GUILLERMO Dos. QUICKLY En verdad, creí que había uno más, porque se dice «número impar. EVANS ¡Basta de charla!... ¿Qué es bello en latín, Guillermo? GUILLERMO

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Pulcher. QUICKLY ¡Pulgas! Hay cosas más bellas que pulgas seguramente. EVANS ¡Qué mujer más necia! ¡Silencio, por favor! ¿Qué es lapis, Guillermo? GUILLERMO Piedra. EVANS Y ¿qué es piedra, Guillermo? GUILLERMO Un guijarro. EVANS No, es lapis. Te suplico lo retengas en la memoria. GUILLERMO Lapis. EVANS Eso es, querido Guillermo. ¿Y de dónde se toman los artículos, Guillermo? GUILLERMO Los artículos provienen del Pronombre y se declinan así: Singulariter, nominativo, hic, haec, hoc. EVANS Nominativo, hig, hag, hog; fíjate, por favor; genitivo, hujus. Bien. ¿Cómo se hace el caso acusativo? GUILLERMO Accusativo, hinc. EVANS Por favor, recuérdalo bien, niño: accusativo, hung, hang, hog. QUICKLY Hang hog es latín de tocino, os lo aseguro. EVANS ¡Dejad vuestras charlatanerías, mujer! ¿Cuál es el caso vocativo, Guillermo? GUILLERMO 0. Vocativo, 0. EVANS Acuérdate, Guillermo: vocativo, caret. QUICKLY ¡Y que es una buena raíz! EVANS ¡Por Dios, mujer! MISTRESS PAGE ¡Silencio! EVANS ¿Cuál es el caso del genitivo plural, Guillermo? GUILLERMO ¿El caso genitivo? EVANS Sí. GUILLERMO Genitive, orum, arum, orum. QUICKLY ¡Caramba con el caso de la Genital! ¡Qué vergüenza! ¡Nunca la nombres, niño, si es una puta! EVANS ¡Por pudor, señora! QUICKLY Es mala cosa enseñar a los niños tales palabras. ¿Enseñarle el hick y el hack, que lo aprenden solos los muchachos, y apelar al horum? ¡Es vergonzoso para vos! EVANS ¿Estás loca, mujer? ¿No conoces los casos, números y géneros? Eres la criatura cristiana más

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estúpida que he visto. MISTRESS PAGE ¡Haced el favor de callar! EVANS Recítame ahora, Guillermo, algunas declinaciones de los pronombres. GUILLERMO Pues se me han olvidado. EVANS Es así: qui, quae, quod; si olvidaste ya los quis, los quaes y los quods, debes ser castigado. Ve a tus sitios y juegos, anda. MISTRESS PAGE Es mejor estudiante de lo que yo creía. EVANS Tiene una memoria excelente. ¡Adiós, señora Page! MISTRESS PAGE ¡Adiós, querido sir Hugo! (Sale SIR HUGO.) Vuelve a casa, muchacho...Vamos, nos hemos retardado mucho. (Salen.)

E S C E N A I I

Aposento en casa de Ford

Entran FALSTAFF y MISTRESS FORD.

FALSTAFF Señora Ford, vuestro pesar ha devorado mi sufrimiento. Veo que sois consecuente en vuestro amor, y os prometo que el mío no se diferenciará del vuestro en el grueso de un cabello, no solamente, señora Ford, en cuanto al amor en sí, sino también en todos los accesorios, complementos y ceremonias que le acompañan. Pero ¿estáis ahora segura de vuestro marido? MISTRESS FORD Ha salido a pájaros, simpático sir Juan. MISTRESS PAGE (Dentro.) ¡Hola, eh! ¡Comadre Ford! ¡Hola, eh! MISTRESS FORD ¡Meteos en esa sala, sir Juan! (Sale FALSTAFF. Entra MISTRESS PAGE.) MISTRESS PAGE ¡Hola, amiguita! ¿Quién hay en la casa además de vos? MISTRESS FORD Pues nadie mas que mis criados. MISTRESS PAGE ¡En serio! MISTRESS FORD No, de veras. (Aparte a ella.) Hablad más alto. MISTRESS PAGE A la verdad, me alegro de que no haya aquí nadie. MISTRESS FORD ¿Por qué? MISTRESS PAGE Porque vuestro esposo, mujer, vuelve a sus viejas manías. Está allá abajo con mi marido, echando pestes contra todos los matrimonios habidos y por haber, maldiciendo de todas las hijas de Eva de cualquier condición, y se golpea en la frente, gritando: «¡Salid fuera, salid fuera!» De manera que la locura más furiosa es mera mansedumbre, paciencia y cortesía comparada con su destemplanza de ahora. Me alegro de que el caballero gordo no se halle

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aquí. MISTRESS FORD ¡Qué! ¿Habla de él? MISTRESS PAGE De nadie sino de él, y jura que se evadió en una canasta la pasada vez que lo buscó; asegura a mi marido que está en este momento aquí, y ha hecho que todos los que le acompañaban de caza abandonen su recreo para practicar otro registro que confirme sus sospechas. Pero me alegro de que el caballero no se encuentre aquí; ahora verá su propia locura. MISTRESS FORD ¿Está cerca, señora Page? MISTRESS PAGE Poco más o menos, al final de la calle; conque no tardará en llegar MISTRESS FORD ¡Estoy perdida! ¡El caballero está aquí! MISTRESS PAGE ¡Pues ahora sí que estáis deshonrada, y ya se puede él dar por muerto! ¡Qué mujer sois! ¡Hacedle salir, hacedle salir! ¡Más vale un escándalo que un asesinato! MISTRESS FORD ¿Por dónde podría salir? ¿Cómo le ocultaría? ¿Le pondremos otra vez en la canasta? (Vuelve a entrar FALSTAFF.) FALSTAFF ¡No, no volveré a entrar más en la canasta! ¿No puedo salir antes de que él venga? MISTRESS PAGE ¡Ay! Tres hermanos del señor Ford guardan la puerta, pistola en mano, para que nadie pueda salir. De otro modo, habríais podido evadiros antes de llegar él. Pero ¿qué hacéis aquí? FALSTAFF ¿Qué hacer? Voy a subirme por la chimenea. MISTRESS FORD ¡Tienen la costumbre de descargar allí sus escopetas cuando vienen de caza! MISTRESS PAGE Meteos por la boca del horno. FALSTAFF ¿Dónde está? MISTRESS FORD Os buscaría allí, palabra. Ni armario, cofre, maleta, pozo, bóveda ni rincón le quedarán por registrar, pues lleva nota escrita de todo y se guiará por ella. ¡No es posible ocultaros en la casa! FALSTAFF ¡Saldré, pues! MISTRESS PAGE ¡Si salís tal como vais, hallaréis la muerte, sir Juan!... A no ser que salgáis disfrazado... MISTRESS FORD ¿Cómo lo disfrazaríamos? MISTRESS PAGE ¡Qué desgracia! No se me ocurre nada. No hay vestido de mujer bastante ancho para él. De no ser así, le pondríamos un sombrero, un velo y un pañuelo y podía escapar. FALSTAFF Queridas amigas, imaginad algo. Un recurso cualquiera, antes que una catástrofe. MISTRESS FORD La tía de mi doncella, la mujer gorda de Brainford, tiene arriba una bata. MISTRESS PAGE Palabra que ha de servirle; es de su mismo talle. Y allí están también su sombrero de paja y su manto... Subid, sir Juan. MISTRESS FORD ¡Id, id, simpático sir Juan! Mistress Page y yo buscaremos alguna toca para la cabeza. MISTRESS PAGE ¡Aprisa, aprisa! Iremos inmediatamente a vestiros. Poneos, mientras, la bata. (Sale FALSTAFF.)

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MISTRESS FORD Me alegraría que lo hallase mi marido en ese disfraz. No puede sufrir a la vieja de Brainford. Jura que es bruja; le ha prohibido entrar en casa y la ha amenazado con echarla a golpes. MISTRESS PAGE ¡El Cielo le ponga bajo el garrote de tu marido y que el diablo guíe luego el garrote! MISTRESS FORD ¿Pero es cierto que viene mi esposo? MISTRESS PAGE ¡Sí, en buen humor está! Y habla de la canasta, que no sé cómo ha podido informarse. MISTRESS FORD Ya lo averiguaremos. Voy a decir a mis criados que carguen de nuevo con la canasta, para que se encuentren con él a la puerta como la otra vez. MISTRESS PAGE No, porque llegará de un momento a otro. Vamos a vestir al caballero como a la bruja de Brainford. MISTRESS FORD Primero daré a mis criados las instrucciones relativas a la canasta. Subid; en seguida os llevaré la ropa. (Sale.) MISTRESS PAGE ¡A la horca, deshonesto granuja! Jamás le castigaremos lo bastante. Hagamos la prueba de que nosotras, alegres mujeres, podemos también ser honradas, sin obrar, aunque solamos chancear y reír, que es refrán antiguo, pero verdadero: «Hasta el cerdo se nutre de la hez.» (Sale.) Vuelve a entrar MISTRESS FORD, con dos CRIADOS. MISTRESS FORD Vamos, señores, cargaos a hombros la canasta. Vuestro amo está próximo a la puerta. Si os manda ponerla en el suelo, obedecedle. ¡Aprisa! ¡Despachad! (Sale.) CRIADO PRIMERO ¡Vamos, vamos! ¡Levanta! CRIADO SEGUNDO ¡Por el Cielo, que no contenga otra vez al caballero! CRIADO PRIMERO Espero que no. Tanto me daría que fuera tan pesada como el plomo. (Entran FORD, PAGE, SHALLOW, CAIUS y SIR HUGO EVANS.) FORD Sí; pero si la cosa es cierta, señor Page, ¿me trataréis todavía de loco? ¡Abajo la canasta, villanos!... ¡Que llame alguien a mi mujer! ¡Señor galán, salid de la canasta! ¡Oh bribones alcahuetes! ¡Aquí hay un enredo, una cábala, un lío, una conjura contra mí! ¡Ahora saldrá el diablo a la vergüenza! ¡Hola, mujer! ¿Oís? ¡Venid aquí! ¡Veamos qué ropas inocentes lleváis al lavadero! PAGE ¡Cómo! ¡Esto pasa de la raya! ¡Señor Ford, no debéis ya andar suelto! ¡Será preciso poneros una camisa de fuerza! EVANS ¡Pero este hombre está loco! ¡Este hombre está peor que un perro rabioso! SHALLOW En verdad, señor Ford, esto no está bien; en verdad que no. FORD Lo mismo digo yo, señor... (Vuelve a entrar MISTRESS FORD.) ¡Venid acá, mistress Ford! ¡La mujer honrada! ¡La esposa modelo! ¡La criatura virtuosa, que tiene a un celoso imbécil por marido! Sospecho sin motivo, señora mía, ¿no es verdad? MISTRESS FORD Pongo al Cielo por testigo de que sois injusto si sospecháis de mí alguna deshonestidad. FORD ¡Muy bonito! ¡Descarada! ¡Atrévete a negarlo! ¡Sal de ahí, granuja! (Saca las ropas fuera de la canasta.) PAGE ¡Esto es intolerable! MISTRESS FORD

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¿No os da vergüenza? ¡Dejad esos trapos! FORD ¡No tardaré en hallaros! EVANS Esto no es razonable. ¿Vais a vaciar las ropas de vuestra mujer?... Dejad eso. FORD ¡Volcad la canasta, digo! MISTRESS FORD Pero, hombre, pero... FORD Señor Page, tan cierto como soy un hombre honrado, que ayer se ha hecho salir a un individuo de mi casa metido en esa canasta. ¿Por qué no podría estar ahí de nuevo? Tengo la certeza de que se halla en mi casa. No mienten mis informes. Mis celos son fundados. ¡Que saquen toda la ropa! MISTRESS FORD Si halláis ahí a un hombre, que muera como una pulga. PAGE Aquí no hay nadie. SHALLOW Por mi honor, esto no está bien, señor Ford; estáis ofendiéndoos. EVANS Señor Ford, debéis rezar y no abandonaros a las quimeras de vuestro propio corazón. Esto son celos. FORD Bueno; el que busco no está aquí. PAGE No, ni en ninguna parte mas que en vuestro cerebro. (Los criados cargan con la carnada y desaparecen.) FORD Ayudadme a registrar la casa sólo por esta vez. Si no encuentro al que busco, no me tengáis compasión; que os sirva para siempre de risa de sobremesa; que podáis decir de mí: «Celoso como Ford, que registró una cáscara de nuez para hallar al amante de su esposa.» Complacedme una vez más; una vez más escudriñad conmigo. MISTRESS FORD ¡Hola! ¡Eh! Señora Page: bajad con la vieja; mi esposo quiere ir a la habitación.

FORD ¡La vieja! ¿Qué vieja es ésa? MISTRESS FORD ¿Cuál ha de ser? La tía de mi doncella, la vieja de Brainford. FORD ¡Una bruja, una tercera, una alcahueta bribona! ¿No la he prohibido entrar en mi casa? Viene de recados, ¿no? ¡Somos hombres imbéciles; no sabemos lo que entraña el pretexto de decir la buenaventura! Se sirve de hechizos, de oráculos, de levantar figuras y de patrañas por el estilo, que sobrepujan a nuestros alcances. ¡No entendemos nada! ¡Baja de ahí, bruja! ¡Baja, hechicera! ¡Baja, digo! MISTRESS FORD ¡No, querido mío, amable esposo! ¡Buenos caballeros, no permitáis que golpee a la pobre vieja! (Entra FALSTAFF, vestido de mujer, conducido por MISTRESS PAGE.) MISTRESS PAGE Venid, madre Prat; venid, dadme la mano. FORD ¡Yo la daré «prat»!... (Golpeándola.) ¡Fuera de mi puerta! ¡Bruja, bellaca, andrajo, zorra, pandorga!...¡Fuera! ¡Fuera!...¡Yo te conjuraré!... ¡Yo te diré la buenaventura!... (Sale FALSTAFF.) MISTRESS PAGE ¿No os da vergüenza?... Creo que habéis matado a la pobre mujer. MISTRESS FORD

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No, él acabará por hacerlo. Esto os dará mucha fama. FORD ¡Que ahorquen a esa bruja! EVANS Por sí o por no, pienso que la individua es realmente bruja. No me gusta que las mujeres tengan barba crecida. He advertido una gran barba bajo su velo. FORD ¿Queréis acompañarme, señores? Os suplico que me sigáis. Veamos tan sólo el resultado de mis celos. Si os he puesto en una pista falsa, no confiéis en mí cuando recurra otra vez a vosotros. PAGE Cedamos a su capricho un poquito más todavía. ¡Vamos, caballeros! (Salen FORD, PAGE, SHALLOW, CAIUS y EVANS.) MISTRESS PAGE Creedme, lo ha zurrado lastimosamente. MISTRESS FORD No, por la misa que no; pienso que ha sido sin lástima alguna. MISTRESS PAGE Haré bendecir el garrote y lo colgaré sobre un altar. Ha prestado un servicio meritorio. MISTRESS FORD ¿Qué opináis? ¿Podemos nosotras, con la garantía de señoras decentes y el testimonio de una buena conciencia, perseguirle y llevar más adelante nuestra venganza? MISTRESS PAGE El espíritu de concupiscencia es seguro que está apagado en él. Si el demonio no lo ha comprado sin compromiso de retroventa, juzgo que nunca volverá a tentar nuestra virtud. MISTRESS FORD ¿Contaremos a nuestros maridos cómo le hemos tratado? MISTRESS PAGE Sí, con toda clase de detalles, aunque no fuera mas que para limpiar de fantasmas el cerebro de vuestro esposo. Si ellos en su corazón encuentran que el pobre, deshonesto y obeso caballero merece llevar adelante el castigo, nosotras dos seremos aún las encargadas de dárselo. MISTRESS FORD Os aseguro que le avergonzarán públicamente, y pienso que la burla no sería completa, de no hacerlo pasar esa pública humillación. MISTRESS PAGE Pues venid; manos a la obra. Tracemos el plan. No dejemos que las cosas se enfríen. (Salen.)

ESCENA III

Aposento de la Hostería de la Jarretiera

Entran el HOSTELERO y BARDOLF.

BARDOLF Señor, los alemanes desearían tres de vuestros caballos. El duque en persona quiere estar mañana en la corte y ellos saldrán a su encuentro. HOSTELERO ¿Qué duque será ése que viaja de incógnito? Yo no lo he oído nombrar en la corte. Dejadme hablar con esos caballeros. ¿Saben inglés? BARDOLF Sí, señor; les diré que vengan. HOSTELERO Tendrán mis caballos; pero se los haré pagar. Les explotaré. Toda la semana ha estado mi casa a su disposición; por ellos he tenido que despedir a otros huéspedes. Que vengan. Les explotaré. Vamos. (Salen.)

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E S C E N A I V

Entran PAGE, FORD, MISTRESS PAGE, MISTRESS, FORD y SIR HUGO EVANS.

EVANS Es tino de los más discretos procederes mujeriles que he visto. PAGE ¿Y os remitió ambas cartas al mismo tiempo? MISTRESS PAGE Con un cuarto de hora de diferencia. FORD Perdóname, mujer. En adelante haz lo que se te antoje. Antes acusaré de frialdad al Sol que a ti de frívola. Tu honor es ahora para este antiguo hereje una inquebrantable fe. PAGE Está bien, está bien; basta ya; no seáis tan extremado en la sumisión como lo fuisteis en la ofensa. Pero prosigamos nuestro plan: dejemos una vez más a nuestras mujeres, para darnos una diversión pública, tener un encuentro en compañía de ese viejo gato donde podamos sorprenderle y hacer pública su vergüenza. FORD No hay mejor medio que el que ellas han indicado. PAGE ¿Cómo? ¿Enviándole a decir que vaya a buscarlas al parque a media noche? ¡Quiá, quiá! ¡Jamás iría! EVANS Según vosotros, fue arrojado al río y se le ha apaleado soberanamente bajo los vestidos de vieja. Se me figura que estará tan aterrorizado, que no querrá venir. Considero tan castigada su carne, que se habrá curado de apetitos. PAGE También lo creo así. MISTRESS FORD Ocupaos únicamente del modo con que vais a tratarle cuando acuda, que ya arreglaremos nosotras la manera de hacerle venir. MISTRESS PAGE Hay una antigua conseja que refiere que Herne el cazador, que fue antaño guardabosque de Windsor, vuelve en invierno a la hora de la media noche y con la frente coronada de astas de ciervo se pasea alrededor de una encina, y allí deseca los árboles y ataca al ganado, y hace que la vaca vierta, en vez de leche, sangre, y sacude una cadena del modo más terrible y espantoso. Habéis oído hablar de ese espíritu y sabéis que les antiguos, en su credulidad supersticiosa, recibieron como una verdad, y la transmitieron a nuestros días, la leyenda de Herne el cazador. PAGE Vaya, aun hay personas que en lo profundo de la noche temen pasar junto a la encina de Herne. Pero ¿qué queréis decir? MISTRESS FORD Pardiez, pues he aquí nuestro proyecto: que citemos a Falstaff para reunirse con nosotras al pie de esa encina disfrazado de Herne, con enormes cuernos en la cabeza. PAGE Bueno, admitamos que acuda a la cita. Y cuando llegue en ese disfraz ¿qué vais a hacer de él? ¿Cuál es vuestro plan? MISTRESS PAGE Eso ya lo hemos pensado, y es así: mi hija, Anita Page, y mi niño, con tres o cuatro mozalbetes de su edad, estarán vestidos de enanos, de gnomos y de hadas, de color verde y blanco, con coronas de bujías de cera en la cabeza y carracas en las manos. En seguida que Falstaff, ésta y

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yo estemos nuevamente reunidos, saldrán ellos repentinamente de un foso, lanzando aserradores gritos discordantes. A su vista, nosotras dos fingiremos asombro y emprenderemos la fuga. Ellos entonces formarán círculo en torno de él, y a usanza de hadas pincharán al impuro caballero, preguntándole por qué en aquella hora de feérica expansión se atreve a penetrar en tan sagrado recinto, turbando sus misterios con su presencia profana. MISTRESS FORD Y hasta que confiese la verdad, que las fingidas hadas le pinchen a fondo y le quemen con sus bujías. MISTRESS PAGE Una vez confesada, nos presentaremos todos, descornaremos al espíritu y, burlándonos de él, le conduciremos a su casa de Windsor. FORD Será menester aleccionar convenientemente a los niños, o no saldrá bien la cosa. EVANS Yo enseñaré a los muchachos su cometido, y hasta me disfrazaré de mono para quemar con mi bujía al caballero. FORD Será excelente. Voy a comprar los disfraces. MISTRESS PAGE Mi Anita será la reina de las hadas e irá elegantemente vestida de blanco. PAGE Yo le compraré la seda necesaria... (Aparte.) Y aprovecharé ese instante para que Slender robe a Anita y se despose con ella en Eton. ¡Ea!, enviad inmediatamente el mensaje a Falstaff. FORD Además, yo le visitaré de nuevo bajo el nombre de Brook. Me descubrirá todos sus proyectos. Vendrá, de seguro. MISTRESS PAGE No tengáis cuidado. Id y procuradnos los adminículos y trajes para nuestras hadas. EVANS Manos a la obra. He aquí una fiesta graciosa y unas muy honestas bribonadas. (Salen PAGE, FORD y EVANS.) MISTRESS PAGE Vamos, señora Ford, enviad al instante a Quickly a sir Juan y sepamos en qué disposición se encuentra. (Sale MISTRESS FORD.) Yo veré al doctor. Él, y sólo él, tiene mi beneplácito para casarse con Anita Page. Ese Slender, por muy terrateniente que sea, es un idiota, y mi marido le prefiere a todos. El doctor es muy acaudalado y tiene amigos poderosos en la corte. Él, y sólo él, la obtendrá, aunque veinte mil más dignos vinieran a solicitarla. (Sale.)

ESCENA V

A P O S E N T O E N L A P O S A D A D E L A J A R R E T I E R A

Entran el HOSTELERO y SIMPLE.

HOSTELERO ¿Qué es lo que quieres, zopenco? ¿Qué, estúpido? Habla, resuella y explícate; sé breve, rápido; aprisa, estalla. SIMPLE Pardiez, señor, vengo a hablar con sir Juan Falstaff de parte de mi amo el señor Slender. HOSTELERO Allí está su cuarto, su casa, su castillo, su cama fija y su cama de ruedas; alrededor hay pintada la historia del Hijo Pródigo, todo fresco y reciente. Anda, golpea y llama. Te responderá como un antropófago. Llama, te digo. SIMPLE

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Hay allí en su cuarto una mujer vieja y gorda. Esperaré, señor, hasta que baje; vengo a hablar con ella, ciertamente. HOSTELERO ¡Ah! ¡Una mujer gorda! El caballero puede ser robado. Le avisaré. ¡Caballero fanfarrón! ¡Fanfarrón sir Juan! ¡Habla con tus pulmones marciales! ¿Estás ahí? ¡Es tu hostelero, tu Efesio, quien te llama! FALSTAFF (Arriba.) ¡Hola, mi hostelero! HOSTELERO Aquí hay un bohemio tártaro que espera a que baje tu mujer gorda. ¡Déjala descender, fanfarrón! ¡Déjala descender! ¡Mis habitaciones son honradas! ¡Quita de ahí! ¿Intimidades? ¡Fuera! (Entra FALSTAFF.) FALSTAFF Había, hace un instante, mi hostelero, una mujer vieja y gorda conmigo; pero ya se ha marchado. SIMPLE Por favor, señor ¿no era la adivina de Brainford? FALSTAFF Pardiez, si, era ella misma, concha de molusco. ¿Qué querías con ella? SIMPLE Mi amo, el señor Slender, habiéndola visto pasar por la calle, me envía a saber de ella si un tal Nym, señor, que le ha escamoteado una cadena, la tiene o no. FALSTAFF He hablado con la vieja respecto de ello. SIMPLE ¿Y qué dice, señor? Os lo suplico. FALSTAFF Pardiez, que el mismo individuo que ha privado al señor Slender de su cadena es quien se la robó. SIMPLE Hubiera querido hablar en persona con la vieja. Tengo que decirle todavía algunas cosas más de parte de él. FALSTAFF ¿Cuáles? Sepámoslas. HOSTELERO ¡Sí, vamos, en seguida! SIMPLE No puedo revelarlas, señor. HOSTELERO ¡Revélalas o mueres! SIMPLE Vaya, señor, no son sino referentes a la señorita Ana Page: saber si mi amo tendrá la suerte de casarse con ella o no. FALSTAFF Esa, esa es su suerte. SIMPLE ¿Cuál, señor? FALSTAFF Tenerla o no. Anda, di que así me lo ha dicho la mujer. SIMPLE ¿Puedo tomarme la libertad de llevar esa contestación a mi amo? FALSTAFF Sí, señor palurdo. ¿Quién se tomará más? SIMPLE Doy las gracias a vuestra señoría. Regocijaré a mi amo con estas nuevas. (Sale.) HOSTELERO ¡Eres listo, eres listo, sir Juan! ¿Estaba aquí contigo una adivina? FALSTAFF

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Sí, la que se fue, mi hostelero; una que me ha enseñado a tener más ingenio del que había aprendido en mi vida, y a quien no he pagado nada por ello, sino que he sido pegado por mi aprendizaje. (Entra BARDOLF.) BARDOLF ¡Alerta! ¡Ay, señor! ¡Ratería, nada más que ratería! HOSTELERO ¿Dónde están mis caballos? ¡Infórmame bien de ellos, varletto! BARDOLF Se han ido con los rateros, porque, apenas había yo pasado de Eton, me arrojaron de uno de ellos de las ancas en un lodazal, y apretaron las espuelas y partieron veloces, como tres diablos alemanes, tres doctores Faustos. HOSTELERO ¡No han ido mas que a recibir al duque, canalla! No digas que han huido; los alemanes son hombres honrados. (Entra SIR HUGO EVANS.) EVANS ¿Dónde está mi hostelero? HOSTELERO ¿Qué pasa, señor? EVANS Tened cuidado con vuestros clientes. Hay un amigo mío, recién llegado de la ciudad, que me cuenta que andan por aquí tres rateros alemanes que han robado los caballos y el dinero a todos los posaderos de Readins, de Maidenhead y de Colebrook. Os lo aviso por la buena voluntad que os profeso. Vos sois mi hombre despabilado, lleno de chistes y ocurrencias, y no sería conveniente que os desvalijaran. Adiós. (Sale. Entra el DOCTOR CAIUS.) CAIUS ¿Dónde está mi hostelero de la Jarretiera? HOSTELERO Aquí, señor doctor, en perplejidad y terrible dilema. CAIUS No sé a qué os referís; pero he oído contar que hacéis grandes preparativos para recibir a un duque de Alemania. Por mi palabra, que en la corte no se espera la venida de ningún duque. Os lo aviso por labuena voluntad que os tengo. Adiós. (Sale.) HOSTELERO ¡Parte y grita, pillo! ¡Anda! ¡Ayúdame, caballero! ¡Estoy arruinado! Huye, corre, parte y grita, pillo. ¡Estoy arruinado! (Salen el HOSTELERO y BARDOLF.) FALSTAFF Me alegraría de que todo el mundo fuese escamoteado, como yo lo he sido, y golpeado por añadidura. Si en la corte llegara a saberse cómo he sido transformado y cómo mi transformación ha sido lavada y apaleada, harían derretir gota a gota mi gordura y untarían con ella las botas de los pescadores. Garantizo que me flagelarían con sus agudas sátiras hasta dejarme más mustio que una pera seca. No he podido prosperar desde el día en que hice trampas en el juego de la Primera. Bueno; si alcanzara mi aliento no más que lo suficiente para recitarmis oraciones, me arrepentiría. (Entra MISTRESS QUICKLY.) ¡Hola! ¿De parte de quién venís? QUICKLY Es de dos partes, por cierto. FALSTAFF ¡Que el diablo se lleve a la una y su mujer a la otra! Así las dos quedarían colocadas. He sufrido más a causa de ellas que lo que puede soportar la miserable fragilidad de la condición humana. QUICKLY ¿Y ellas no han sufrido? Sí, os lo aseguro, especialmente una de ellas. La señora Ford, ¡pobre criatura!, está tan llena de cardenales negros y azules, que no hay modo de hallar un punto blanco en todo su cuerpo. FALSTAFF ¿Qué me cuentas de negro y azul? ¡A mí me han sacado a golpes todos los colores del arco iris! Y he corrido el riesgo de que me prendieran como bruja de Brainford; pero gracias a la admirable destreza de mi ingenio en remedar las acciones y movimientos de una vieja pude sortear al bribón del constable, que me había puesto en el cepo, en el cepo público, por bruja.

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QUICKLY Sir, permitidme que os hable en vuestro propio cuarto; oiréis cómo van las cosas, que, os lo garantizo, os dejarán contento. Aquí tenéis una carta que os dirá algo. ¡Pobres corazones! ¡Cuántos afanes para reunirse! De por fuerza uno de los dos no cumple bien con el Cielo, cuando sufrís tantas contrariedades. FALSTAFF Suba a mi cuarto. (Salen.)

ESCENA VI

Otra habitación en la Posada de la Jarretiera

Entran FENTON y el HOSTELERO.

HOSTELERO Maese Fenton, no me habléis; mi ánimo está abatido y quisiera abandonarlo todo. FENTON Oídme, no obstante; ayudadme en mi propósito, y, a fe de caballero, os daré cien libras en oro sobre el total de vuestra pérdida. HOSTELERO Os oiré, señor Fenton y, en todo caso, seguiré vuestras instrucciones. FENTON De vez en vez he solido hablaros del íntimo afecto que profeso a la hermosa Ana Page, que mutuamente apoya mi cariño hasta donde le permite escoger su sumisión filial. He recibido carta suya, cuyo contenido ha de maravillaros. Andan en ella tan mezcladas la jovialidad y mi propio asunto, que no es posible mostrar la una sin descubrir el último. En la cosa corresponde un gran papel al obeso Falstaff. Latrama de la broma está aquí con todos sus pormenores. (Mostrándole una carta.) Escuchad, mi querido hostelero: esta noche, precisamente entre las doce y una, al pie de la encina de Herne, mi encantadora Anita ha de representar a la Reina de las Hadas. El objeto es éste: en tal disfraz, y mientras se celebran otras parecidas diversiones, su padre la ha mandado que se fugase con Slender, para trasladarse a Eton, donde se casarían inmediatamente. Ella ha consentido en ello. Ahora, señor, su madre, que se opone con tenacidad a ese casamiento y está resuelta a favor del doctor Caius, ha convenido en que éste aprovechela distracción que causarán las diversiones y se deslice con ella al deanato, en donde les aguarda un sacerdote para desposarlos acto seguido. A este plan de su madre, ella, dócil en apariencia, ha dadoigualmente su promesa al doctor. Ahora ved el final que se prepara. Su padre ha decidido que se vista de blanco, y que, por este color, Slender, en el momento oportuno, la coja de la mano y la invite a seguirle. Su madre ha dispuesto, para mejor hacerla conocer del doctor pues todos deberán ir enmascarados-, que se presente vestida de un traje verde flotante, con largas cintas, que bajarán desde la cabeza, y cuando el doctor espíe el momento favorable, la pellizcará en la mano, en lo cual ha consentido la doncella, para evadirse con él. HOSTELERO ¿A quién se propone ella engañar, al padre o a la madre? FENTON A los dos, mi querido hostelero, para escapar conmigo. Y sólo resta ahora que me procuréis el vicario que aguarde en la iglesia, entre doce y una, para que lleve a cabo la ceremonia de unión de nuestros corazones en legítimo matrimonio. HOSTELERO Bien; apadrino vuestro proyecto. Iré por el vicario. Trayendo a la doncella, no os faltará sacerdote. FENTON Por ello te quedaré obligado eternamente. Además, voy a recompensarte por adelantado. (Salen.)

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ACTO QUINTO E S C E

N A P R I M E R A

A P O S E N T O E N L A P O S A D A D E L A J A R R E T I E R A

Entran FALSTAFF y MISTRESS QUICKLY.

FALSTAFF ¡No más charla, por favor, vete! Yo acudiré. Es la tercera vez, y tengo confianza en los números impares. ¡Fuera! Vete. Dicen que hay una virtud divina en los números impares, tanto por el nacimiento como por la fortuna o por la muerte. Adiós. QUICKLY Yo os proporcionaré una cadena y haré lo posible por conseguiros un par de cuernos. FALSTAFF Márchate, digo, que el tiempo pasa. Levanta la cabeza y trota menudo... (Sale QUICKLY. Entra FORD.) ¡Hola, maese Brook! Maese Brook, la cosa se cumplirá esta noche o no se cumplirá jamás. Haced por hallaros a media noche en el parque, cerca de la encina de Herne, y os quedaréis estupefacto. FORD ¿No fuisteis a verla ayer, señor, como me habíais dicho? FALSTAFF Maese Brook, fui a su casa tal como me veis, vestido de pobre vieja; ese bellaco de Ford, su marido, tiene los celos más rabiosos, señor Brook, que hayan exaltado a hombre alguno. Os lo diré todo. Me apaleó terriblemente bajo mi forma de mujer. Bajo mi forma de hombre, señor Brook, no temería ni al mismo Goliat, aun cuando no tuviese en mi mano mas que la lanzadera de un tejedor. Ya sé yo que la vida no es mas que una lanzadera. Estoy de prisa, señor Brook. Venid conmigo y por el camino os lo contaré todo. Desde la época en que yo desplumaba ocas vivas, hacía novillos y jugaba a la peonza, no había sabido hasta ahora lo que es ser apaleado. Seguidme, yo os enteraré de otras cosas extrañas de ese cornudo de Ford. Esta noche me vengaré de él y os entregaré a su mujer. Seguidme, se preparan singulares sucesos; seguidme, maese Brook. ¡Seguidme! (Salen.)

ESCENA II El parque de Wíndsor

Entran PAGE, SHALLOW y SLENDER.

PAGE Venid, venid, nos ocultaremos en los fosos del castillo hasta que veamos las luces de nuestras hadas. Yerno Slender, no olvidéis a mi hija. SLENDER Sí, en verdad; ya he hablado con ella y hemos acordado una consigna para conocernos mutuamente. Yo me acercaré a la persona vestida de blanco y le gritaré: ¡Mum! Ella contestará: ¡Budget!; y por ese medio nos conoceremos. SHALLOW Está muy bien. ¿Pero qué necesidad tenéis de vuestro ¡Mum! y de su ¡Budget! si el vestido blanco os la hará conocer lo bastante? Han dado las diez. PAGE La noche es obscura; los duendes y las apariciones se distinguirán admirablemente. El Cielo proteja nuestra diversión. Aquí nadie piensa nada malo, a no ser el diablo, al cual conoceremos

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por sus cuernos. Partamos. Seguidme. (Salen.)

ESCENA III

La calle Mayor de Wíndsor

Entran MISTRESS PAGE, MISTRESS FORD y el DOCTOR CAIUS. MISTRESS PAGE Doctor, mi hija va de verde. Cuando sea la hora, tomadla de la mano, conducidla al deanato y acabad pronto. Id al parque antes que nosotras, porque las dos nos hemos de quedar aquí todavía. CAIUS Ya sé lo que he de hacer. Adiós. (Sale CAIUS.) MISTRESS PAGE Adiós, señor. Mi esposo no tendrá tanto regocijo con la burla de Falstaff, como rabia al saber la nueva del matrimonio del doctor con mi hija. Pero no importa; más vale sufrir una ligera reprimenda que prepararse a prolongados disgustos. MISTRESS FORD ¿Dónde está Ana con su cuadrilla de genios? ¿Dónde está el diablo welche sir Hugo? MISTRESS PAGE Ocultos en un foso, a dos pasos de distancia de la encina de Herne, con luces escondidas. En el momento que Falstaff se nos haya reunido, se alzarán de repente, y la noche se alumbrará con su resplandor. MISTRESS FORD Lo cual no dejará de causarle asombro. MISTRESS PAGE Si no le asombran, por lo menos le ridiculizarán, y si se sorprende, aún le zumbarán más. MISTRESS FORD Vamos a tratarlo de buena manera. MISTRESS PAGE No es traición el hacer justicia a tales impúdicos y a su lujuria. MISTRESS FORD Se acerca la hora. ¡A la encina, a la encina! (Salen.)

ESCENA IV

P A R Q U E D E W Í N D S O R

Entra SIR HUGO EVANS, disfrazado, con varias HADAS.

EVANS ¡Al trote, al trote, hadas! ¡Venid y recordad vuestro papel! Os recomiendo el ardimiento sobre todo. Seguidme al foso, y cuando os dé la señal, obrad como os he mandado. ¡Venid, venid! ¡Al trote, al trote! (Salen.)

E S C E N A V

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Otra parte del parque

Entra FALSTAFF, disfrazado de Herne, con una cabeza postiza de cuernos de gamo.

FALSTAFF ¡La campana de Wíndsor ha dado las doce! Se acerca el momento. ¡Séanme propicios los dioses de ardientes deseos! Acuérdate, Júpiter, de que por tu Europa te volviste toro. ¡El amor te dio cuernos! ¡Oh poderoso amor que a veces haces de una bestia un hombre, y otras asimismo de un hombre una bestia! Júpiter, tú te transformaste también en cisne por amor a Leda. ¡Oh amor omnipotente, cuán poco te faltó para que el dios se convirtiese en ganso! Tú, Júpiter, después de haber cometido, metamorfoseándote en fiera, un pecado, pecado bestial, perpetraste otro bajo la forma de un volátil. Piénsalo bien, Júpiter, ese fue un pecado de vuelo. Y si los dioses tienen los riñones calientes, ¿qué será de nosotros, pobres mortales? En cuanto a mí, soy un ciervo del parque de Wíndsor, y bien puedo creer que soy el más granado del bosque. Concédeme un tiempo fresco en la época del celo, Júpiter, o acabaré por orinar toda mi grasa. ¿Quién se acerca?... Es mi cierva. (Entran MISTRESS FORD y MISTRESS PAGE.) MISTRESS FORD Sir Juan, ¿estáis ahí, ciervo mío? FALSTAFF Sí, cervatilla de la cola negra. Ahora que lluevan patatas, que truene al compás de la canción de Las mangas verdes, que caiga un pedrisco de confituras de besos, que nieven eringes y venga una tempestad de tentaciones, que aquí me abrigo. (La abraza.) MISTRESS FORD Mistress Page ha venido conmigo, dulce corazón. FALSTAFF Repartidme como un gamo enviado por presente y que cada una de vosotras tome un muslo. Me guardaré para mí los costillares; las espaldillas serán para el guarda de este distrito y las astas las regalo a vuestros esposos. ¿No tengo acaso el aire de un hijo del bosque? ¿No hablo como Herne el cazador? ¡Cómo! Ahora Cupido es un niño que tiene conciencia, puesto que restituye. A fe de fantasma leal, os doy la bienvenida... (Ruido dentro.) MISTRESS PAGE ¡Ay! ¿ Qué ruido es ése? MISTRESS FORD ¡El Cielo nos perdone los pecados! FALSTAFF ¿Qué podrá ser? MISTRESS FORD ¡Huyamos! MISTRESS PAGE ¡Huyamos! (Se alejan.) FALSTAFF Pienso que el diablo no quiere que me condene por temor de que la grasa que hay en mí prenda fuego al infierno. Sólo así se comprende que suscite tantos obstáculos. (Entran SIR HUGO EVANS, disfrazado de sátiro; PISTOL, de fantasma; ANA PAGE, de Reina de las Hadas, seguida de su hermano y otros genios, con bujías de cera en la cabeza.) ANA Hadas negras, verdes, grises y blancas, que os movéis bajo la luz de la Luna, en medio de las negruras de la noche; hijas huérfanas del inmutable Destino: haced vuestro oficio y vuestro deber. Pregonero Hobgoblin, llamad a las hadas.

PISTOL Duendes, escuchad vuestros nombres. Silencio, caprichos aéreos. Grillo, ve a saltar en las chimeneas de Wíndsor, donde encontrarás el fuego descubierto y el atrio sin barrer. Tú pellizcarás a las criadas jóvenes y les harás mordeduras tan azules como el mirto. Vuestra brillante reina odia a las sucias y a la suciedad.

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FALSTAFF Son duendes y hadas. Quienquiera que les hable muere al instante. Cerremos los ojos y tendámonos boca abajo. Ningún hombre puede sorprender sus juegos. (Se echa boca abajo.) EVANS ¿Dónde está Bede?... Empiece la danza, y si encontráis una doncella que antes de dormir haya dicho tres veces sus oraciones, encantad en ella los órganos del ensueño. Que duerma tan profundamente como un niño, sin malicia. En cuanto a las pecadoras que duermen sin acordarse de sus pecados, pellizcadlas en los brazos, en los muslos, en la espalda, en las caderas, en las pantorrillas. ANA ¡A trabajar, a trabajar! Duendes, registrad el castillo de Wíndsor arriba y abajo. Esparcid la alegría, silfos, en cada una de las habitaciones sagradas. Que el castillo siga en pie hasta el día del juicio final, en un estado de perfección que sea siempre digno de su poseedor, como su poseedor es digno de él. Frotad los sillones de la Orden con perfumes y flores raras. Que las sillas, los escudos y las cimeras ostenten siempre el leal blasón. Cantad, hadas de las praderas, formando en la noche un círculo igual al de la Jarretiera. ¡Que bajo la huella de vuestros pasos el musgo florezca más fresco que en otra parte! Escribid Honi soit qui mal y pense en manojos de color de esmeralda, en flores rojas, azules y blancas, como los zafiros, las perlas y los ricos bordados que se ciñen más abajo de las rodillas dobladas de la arrogante caballería. Las hadas reemplacen las letras con flores. ¡Id, dispersaos! Pero hasta la una no os olvidéis de danzar, como es costumbre, en torno de la encina de Herne el cazador. EVANS Juntad mano con mano, os ruego; poneos en orden. Que veinte gusanos de luz os sirvan de linternas para guiar vuestras danzas en torno del árbol. Pero esperad; siento el olor de un hombre de la región intermedia. FALSTAFF ¡Que el Cielo me proteja contra este duende galés! ¡Va a convertirme en un pedazo de queso! PISTOL Inmundo reptil, eres despreciable desde tu nacimiento. ANA Tocad la yema de uno de sus dedos con el fuego de prueba. Si es casto, la llama descenderá y lo envolverá sin hacerle daño; si hace un movimiento, es que su carne y su corazón están corrompidos. PISTOL ¡A la prueba! Venid. EVANS Venid. ¿Tomará fuego esta madera? (Le queman con sus bujías.) FALSTAFF ¡Oh!... ¡Oh!... ¡Oh!... ANA ¡Corrompido, corrompido y manchado por la lujuria ¡Rodeadle, hadas! Cantad versos de menosprecio, y, mientras saltáis, idle pinchando a compás. EVANS Es justo. Está lleno de codicia y de iniquidad CANCIÓN ¡Vergüenza del pecado monstruoso! ¡Vergüenza del deseo y la lujuria! Fuego sangriento es sólo la pasión, con impuros ardores encendida, que prende al pecho, cuya llama aviva, sin que sea posible su extinción. Pinchadle, hadas, una por una; pinchadle por su villanía; pinchadle, y quemadle y girad en torno de él hasta que se consuman las candelas, las estrellas y el brillo de laLuna. (Durante la canción las hadas pinchan a FALSTAFF. El DOCTOR CAIUS llega por un lado y se escapa con una hada vestida de verde; SLENDER, por otro lado se lleva a una vestida de

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blanco; luego llega FENTON y se lleva a ANA PAGE. Oyese dentro el estrépito e la cacería. Las Hadas huyen. FALSTAFF se quita la cabeza de ciervo y se levanta. Entran PAGE, FORD, MISTRESS PAGE Y MISTRESS FORD. Se apoderan de FALSTAFF.) PAGE No, no huyáis. Lo que es esta vez os hemos cogido. ¿Sólo podéis hacer vuestras maldades vestido de Herne el cazador? MISTRESS PAGE Os ruego que vengáis; no llevemos más adelante la comedia. ¿Qué tal, buen sir Juan? ¿Cómo encontráis a las mujeres de Wíndsor? ¿Veis este objeto, marido mío? ¿No halláis que esos ornamentos sientan mejor en el bosque que en la ciudad? FORD ¿Qué tal, señor mío? ¿Quién es el cornudo ahora? Maese Brook, Falstaff, es un bribón y un cornudo. Aquí tenéis sus cuernos, maese Brook. De lo que pertenece a Ford no ha conseguido mas que la canasta de la colada, muchos palos y veinte libras esterlinas que será forzoso reembolsar al señor Brook. Sus caballos están embargados por insolvencia, señor Brook. MISTRESS FORD Sir Juan, hemos tenido mala suerte. No hemos podido alcanzar una entrevista. No os admitiré nunca por amante; pero os consideraré siempre como un amado ciervo. FALSTAFF Entreveo que se me ha hecho hacer el papel de borrico. FORD Sí y también el de buey. La prueba es evidente. FALSTAFF ¿Y no son hadas lo que aquí veo? Dos o tres veces lo he dudado; pero mi conciencia culpable y la sorpresa repentina de mis facultades me produjeron una ilusión grosera que me hizo creer, sin ton ni son, que eran seres sobrenaturales. Ved cómo puede la inteligencia alucinarse cuando se ocupa en malas obras. EVANS Sir Juan Falstaff, servid a Dios. Renunciad a los apetitos carnales, y los duendes dejarán de pellizcaros. FORD Bien dicho, duende Hugo. EVANS Y por vuestra parte, renunciad también a los celos, os lo suplico. FORD No desconfiaré de mi mujer hasta el día en que seáis vos capaz de hacerle la corte en inglés de buena ley. FALSTAFF ¿He expuesto mis sesos al sol y dejado que se achicharren, que no me quedaron los bastantes para descubrir un lazo tan grosero? ¡Cómo! ¡Un cabrón galés tomarme a mí por objeto de sus burlas! ¡Dejarme yo encasquetar un gorro de frisa welche! No me falta mas que estrangularme con un pedazo de queso tierno. EVANS No conviene dar «queiso» a la «manteica», y vuestra barriga es de «manteica». FALSTAFF ¡«Queiso» y «manteica»! ¿He vivido por ventura hasta hoy para verme objeto de burla de un poltrón que pone la lengua inglesa en picadillo? Esto es suficiente para hacer repugnante en todo el reino a libertinos y noctámbulos. MISTRESS PAGE Aun cuando hubiésemos arrojado con toda nuestra fuerza la virtud de nuestros corazones y nos hubiésemos condenado sin escrúpulo, ¿creéis, sir Juan, que habría podido el diablo en persona hacer de vos nuestras delicias? FORD ¡Vaya, qué bocado! Una bala de lana. MISTRESS PAGE ¡Un hombre soplado! PAGE Viejo, tibio, mustio y con un vientre intolerable.

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FORD Tan maldiciente como Satanás. PAGE Y tan pobre como Job. FORD Y tan malo como su mujer. EVANS Entregado a las fornicaciones, a las tabernas, al Jerez, al vino, al hidromiel, a los licores fuertes, jurador escandaloso y camorrista. FALSTAFF Muy bien; soy vuestro tema; me lleváis ventaja. Estoy decaído. Ni siquiera me hallo en estado de contestar a esa franela welche. Hasta la ignorancia sirve de plomada contra mí. Haced de mí lo que queráis. FORD Pardiez, señor, vamos a llevaros a Wíndsor, a presencia de un tal maese Brook, a quien habéis estafado dinero, ofreciéndoos a servirle de alcahuete. De todas vuestras tribulaciones, la más cruel será la de reembolsar esa suma. MISTRESS FORD Vamos, esposo mío. Sírvale eso de indemnización por lo que ha sufrido. Dejadle ese dinero, y seamos todos amigos. FORD Sea. Aquí está mi mano; todo lo perdono. PAGE Recobra la alegría, caballero. Esta noche te convido a un posset, en casa, donde podrás reírte de mi mujer, que se ríe de ti. Le dirás que el señor Slender se ha casado con su hija. MISTRESS PAGE (Aparte.) Doctores hay que lo dudan. Si es cierto que Ana Page es mi hija, también lo es que ahora es la mujer del doctor Caius. (Entra SLENDER.) SLENDER ¡Oh! ¡Ay!, ¡ay! ¡Padre Page!

PAGE ¡Hola, yerno mío! ¿Qué tal? ¿Qué hay? ¿ Habéis terminado? SLENDER ¿Terminado? Que me ahorquen si el hombre más entendido de Glóster puede comprender una palabra de todo esto. PAGE Explicaos, hijo. SLENDER He llegado a Eton para desposarme con la señorita Ana Page y me he encontrado en vez de ella con un zopenco de muchacho. A no haber estado en la iglesia, le habría pegado, o me habría pegado él a mí. Así no pueda moverme nunca de aquí como creí que era Ana Page. Y nada de eso; era mondo y lirondo un postillón. PAGE ¡Por mi vida! Entonces habéis tomado uno por otro. SLENDER ¿Qué necesidad tenéis de decírmelo? Evidentemente, ya que he tomado a un mocetón por una joven. Si me hubiesen casado con él, aunque va vestido de mujer, no lo habría querido por esposa. PAGE Todo es consecuencia de vuestra necedad. ¿No os he dicho que conoceríais a mi hija por el vestido? SLENDER Me he dirigido a la que iba vestida de blanco. Y le he gritado ¡Mum!, y ella me ha contestado ¡Budget!, conforme habíamos convenido Ana y yo. Y, sin embargo, no era Ana, sino un postillón. EVANS ¡Jesús, señor Slender! ¿Sois ciego, para casaros con un mancebo?

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PAGE ¡Estoy cruelmente contrariado! ¿Qué hacer? MISTRESS PAGE Buen Jorge, no os enfadéis; yo conocía vuestro proyecto. Hice vestir a mi hija de color verde, y ahora se halla en el deanato, donde los casan... (Entra el DOCTOR CAIUS.) CAIUS ¿Dónde está la señora de Page? ¡Por Cristo! ¡He sido engañado! Me he casado con un garçon, con un paysan. ¡Por Cristo! Un muchacho. No era Ana Page. ¡Por Cristo! Se me ha engañado. MISTRESS PAGE ¡Cómo! ¿No os habéis llevado a la persona que iba de verde?

CAIUS ¡Sí, por Cristo; pero era un hombre! ¡Por Cristo! ¡Voy a sublevar a todo Wíndsor! (Sale.) FORD Esto sí que resulta extraño. ¿Quién es, pues, el que se ha casado con la verdadera Ana? PAGE Tengo un presentimiento... Aquí está maese Fenton. (Entran FENTON y ANA PAGE.) ¿Qué sucede, señor Fenton? FENTON ¡Perdón, padre mío! ¡Madre mía, perdón! PAGE Veamos, señorita: ¿por qué no habéis ido con el señor Slender? MISTRESS PAGE ¿Por qué no habéis seguido al doctor Caius, señorita? FENTON La ponéis en confusión. Sabed lo que ha pasado: ambos queríais casar a vuestra hija de una manera vergonzosa, sin consultar sus afectos. La verdad es que ella y yo, prometidos uno a otro desde hace mucho tiempo, tenemos ahora la certeza de que nada nos separará. Es una ofensa bendita la que ella ha cometido, y su inocente estratagema no puede calificarse de fraude, de desobediencia o de falta de respeto, puesto que, gracias a ella, serán evitados los largos días de culpable maldición que resultan de un matrimonio forzoso. FORD No nos quedemos estupefactos. La cosa no tiene ya remedio. En amor, el Cielo es quien arregla los destinos. El dinero compra las tierras; pero la suerte es quien dispone de las mujeres. FALSTAFF Me alegro de ver que aunque todos los dardos estaban asestados contra mí, algunos han dado en el vacío. PAGE ¡Bien! ¿Qué remedio? Fenton, el Cielo te dé felicidad y alegría. Es preciso resignarse a lo que no puede evitarse ya. FALSTAFF Cuando los perros cazan de noche no distinguen de ciervos. MISTRESS PAGE Bien; no meditemos más, maese Fenton. El Cielo os conceda muchos, muchos días de felicidad. Querido esposo, volvamos a casa, y al amor de un hermoso fuego riamos este sport; sir Juan como todo el mundo. FORD Sea. Sir Juan, maese Brook os cumplirá su palabra, porque esta noche se acostará con mistress Ford. (Salen.)

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MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES Personajes

DON PEDRO, príncipe de Aragón DON JUAN, su hermano bastardo CLAUDIO, joven noble de Florencia BENEDICTO, joven noble de Padua LEONATO, gobernador de Mesina ANTONIO, hermano suyo BALTASAR, criado de don Pedro BORACHIO CONRADO } compañeros de don Juan DOGBERRY, alguacil VERGES, corchete FRAILE FRANCISCANO UN ESCRIBANO UN PAJE HERO, hija de Leonato BEATRIZ, sobrina de Leonato MARGARITA doncella de la servidumbre de Hero ÚRSULA doncella de la servidumbre de Hero Mensajeros, ronda, acompañamiento, etc.

ESCENA: Mesina

Acto Primero Escena I

Delante de la casa de Leonato.

Entran LEONATO, HERO, BEATRIZ y otros personajes, con un MENSAJERO. LEONATO.—Veo por

esta carta que don Pedro de Aragón llega esta noche a Mesina. MENSAJERO.—Debe de hallarse

muy próximo, pues no estaba a tres leguas de aquí cuando le he dejado.

LEONATO.—¿Cuántos caballeros habéis perdido en esta acción?

MENSAJERO.—Sólo unos pocos de cierto rango, y ninguno de renombre.

LEONATO.—Una victoria vale por dos cuando el vencedor regresa al hogar con las filas completas. Hallo aquí que don Pedro ha colmado de honores a un florentino llamado Claudio.

MENSAJERO.—Muy merecidos por su parte y justamente otorgados por don Pedro. Ha superado las promesas de su edad, realizando bajo apariencias de cordero hazañas de león. Verdaderamente, ha superado las mejores esperanzas a un extremo que no esperéis pueda deciros cómo.

LEONATO.—Tiene aquí en Mesina un tío que se alegrará muchísimo al saberlo.

MENSAJERO.—Ya le he enviado unas cartas y ha mostrado sumo júbilo; a un grado tal que el

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gozo no pudo exteriorizarse con la moderación debida sin una marca de tristeza.

LEONATO.—¿Rompió a llorar, tal vez?

MENSAJERO.—Con gran abundancia.

LEONATO.—¡Un tierno desbordamiento de ternura! No hay rostros más leales que los que así se bañan en llanto. ¡Cuánto mejor es llorar de alegría que alegrarse del lloro!

BEATRIZ.—Por favor, el signior Mountanto ¿ha regresado de la guerra o no?

MENSAJERO.—No conozco a nadie así llamado, señora. Ninguna persona de viso había en el ejército con semejante nombre.

LEONATO.—¿Por quién preguntáis, sobrina?

HERO.—Se refiere mi prima al signior Benedicto de Padua.

MENSAJERO.—¡Oh! Ha regresado, y tan jovial como siempre.

BEATRIZ.—Fijó un cartel aquí en Mesina, retando a Cupido al arco; y el bufón de mi tío, al leer el reto, le contestó por Cupido y le desafió a la saetilla de cazar gorriones. Decidme, ¿a cuántos hombres ha dado muerte y se ha engullido en estas guerras? ¿A cuántos ha matado tan sólo? Porque, a la verdad, yo he prometido comerme todo lo que matara.

LEONATO.—A fe, sobrina, que tratáis con excesiva dureza al signior Benedicto; pero él se desquitará con vos, no lo dudo.

MENSAJERO.—Ha prestado buenos servicios en estas guerras, señora.

BEATRIZ.—Tendríais víveres rancios, y os ayudó a comerlos; es un valentísimo gastrónomo; posee un estómago excelente.

MENSAJERO.—Es también un buen soldado, señora.

BEATRIZ.—Un buen soldado ante una dama; pero ¿qué es frente a un caballero? MENSAJERO.—

Un caballero frente a un caballero, un hombre frente a un hombre, adornado con toda clase de honrosas virtudes.

BEATRIZ.—Eso es, efectivamente; no otra cosa sino un hombre adornado; mas, en cuanto al adorno... Bien, todos somos mortales.

LEONATO.—Señor, no toméis en mal sentido las palabras de mi sobrina. Hay una especie de guerra chistosa entre ella y el signior Benedicto. Jamás se encuentran sin que se entable entre ambos una escaramuza de ingeniosidades.

BEATRIZ.—¡Ay! Nada suele ganar en ello. En nuestra última contienda, cuatro de sus cinco sentidos salieron malparados, y ahora no le queda más que uno para el gobierno de todo su ser. Así que, si le resta ingenio bastante para mantenerse en calor, consérvelo, a fin de distinguirse de su caballo, por cuanto es el único atributo que le queda para pasar por una criatura racional. ¿Quién es ahora su compañero inseparable? Cada mes tiene uno nuevo, que jura ser hermano suyo.

MENSAJERO.—¿Es posible?

BEATRIZ.—Y tan posible. Lleva sus fieles amistades a la moda de su sombrero. Varía siempre a tenor del último figurín.

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MENSAJERO.—Noto, señora, que el caballero no está en vuestros libros.

BEATRIZ.—No; si lo estuviese, quemaría mi biblioteca. Pero decidme, os ruego, ¿quién es su íntimo? ¿No hay ahora ningún joven quimerista que quiera hacer con él un viaje a los infiernos?

MENSAJERO.—Las más veces se acompaña del muy noble Claudio.

BEATRIZ.—¡Oh Dios! Se pegará a él como una epidemia. Se contagia con mayor celeridad que la peste; y el que la coge, inmediatamente se vuelve loco. Dios asista al noble Claudio. Si ha contraído la enfermedad Benedicto, le costará por lo menos un millar de libras el verse curado.

MENSAJERO.—¡Quiero ser de vuestros amigos, señora!

BEATRIZ.—Sedlo, buen amigo.

LEONATO.—¡Nunca perderéis el juicio, sobrina!

BEATRIZ.—No, mientras no haga calor en enero.

MENSAJERO.—Don Pedro se acerca.

Entran DON PEDRO, DON JUAN, CLAUDIO, BENEDICTO, BALTASAR y otros.

DON PEDRO.—Querido signior Leonato, salís al encuentro de vuestra incomodidad. La costumbre del mundo es evitar gastos, y vos vais en busca de ellos.

LEONATO.—Jamás entró en mi casa la incomodidad en figura de vuestra gracia, pues cuando la incomodidad se marcha, el bienestar se queda; pero cuando vos me abandonáis, la tristeza permanece y la ventura es la que nos da su adiós.

DON PEDRO.—Aceptáis vuestra carga demasiado gustosamente. Supongo que será ésta vuestra hija.

LEONATO.—Muchas veces me lo dijo así su madre.

BENEDICTO.—¿Lo dudabais, señor, cuando se lo preguntasteis?

LEONATO.—No, señor Benedicto, pues erais un niño entonces.

DON PEDRO.—Volved por otra, Benedicto. De aquí conjeturamos lo que sois, siendo ya un hombre. En verdad, la hija no desmiente al padre. Sed feliz, señora, ya que os parecéis a un padre tan honrado.

BENEDICTO.—Si el signior Leonato es su padre, no quisiera ella por toda Mesina llevar su cabeza sobre sus hombros, por mucho que se le asemeje.

BEATRIZ.—Me asombra que sigáis hablando todavía, signior Benedicto. Nadie repara en vos.

BENEDICTO.—¡Cómo! Mi querida señora Desdén, ¿vivís aún?

BEATRIZ.—¿Es posible que muera el Desdén, cuando puede cebarse en tan buen pasto como el signior Benedicto? La propia galantería se trocara en desdén si estuvierais vos en su presencia.

BENEDICTO.—Fuera entonces la galantería una renegada. Pero lo cierto es que todas las damas se prendan de mí, exceptuada solamente vos; y quisiera hallar en mi corazón que mi corazón no fuera tan duro; porque, a la verdad, no amo a ninguna.

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BEATRIZ.—¡Qué incalculable dicha para las mujeres! De otra manera se verían importunadas por un pretendiente enojoso. Gracias a Dios y a mi temperamento frío, soy en eso del mismo parecer que vos. Prefiero oír a mi perro ladrar a un grajo que a un hombre jurar que me adora.

BENEDICTO.—Dios mantenga siempre a vuestra señoría en esa disposición de ánimo. Así se verá libre uno u otro caballero de los infalibles arañazos en la cara.

BEATRIZ.—Si fuese una cara como la vuestra no podrían afearla los arañazos.

BENEDICTO.—Bien, sois una extraordinaria adiestraloros.

BEATRIZ.—Más vale un ave con mi lengua que un animal con la vuestra.

BENEDICTO.—Así marchase mi caballo con la rapidez de vuestra lengua y mantuviese tan bien el aliento. Pero seguid vuestro camino, en nombre de Dios; he terminado.

BEATRIZ.—Siempre acabáis con un par de coces. Os conozco de antiguo.

DON PEDRO.—He aquí el resumen de todo, Leonato: signior Claudio y vos, signior Benedicto, mi querido amigo Leonato nos invita a todos. Le he comunicado que nos quedaremos aquí un mes cuando menos y él desea cordialmente que algún acontecimiento prolongue nuestra estancia. Me atrevo a afirmar que no es hipócrita, sino que lo desea de corazón.

LEONATO.—Si lo jurarais, señor, no juraríais en falso. (A DON JUAN.) Permitidme que os dé la bienvenida, señor. Habiéndoos reconciliado con el príncipe vuestro hermano, os debo toda clase de atenciones.

DON JUAN.—Os lo agradezco. No soy hombre de muchas palabras, pero os lo agradezco.

LEONATO.—¿Place a vuestra gracia pasar el primero?

DON PEDRO.—Vuestra mano, Leonato; pasaremos a la vez. Salen todos, menos BENEDICTO y CLAUDIO.

CLAUDIO.—Benedicto, ¿has reparado en la hija del signior Leonato?

BENEDICTO.—No he reparado en ella, pero la he mirado.

CLAUDIO.—¿No es una damita ingenua?

BENEDICTO.—¿Me preguntáis, como hombre honrado, mi parecer franco y sencillo, o queréis que os responda según mi costumbre, como enemigo declarado de su sexo?

CLAUDIO.—No, te ruego que me contestes con juicio sensato.

BENEDICTO.—Pues, a fe, se me antoja demasiado bajita para un alto elogio, demasiado morena para un claro elogio y harto diminuta para un elogio grande. Sólo puedo hacer de ella la siguiente recomendación: que si fuera otra de la que es, sería fea, y que no siendo sino como es, no me gusta.

CLAUDIO.—Piensas que estoy de broma. Te suplico me digas con franqueza lo que te parece.

BENEDICTO.—¿Queréis comprarla, que tomáis tantos informes de ella?

CLAUDIO.—¿Podría el mundo comprar semejante joya?

BENEDICTO.—Ya lo creo, y un estuche para encerrarla. Pero ¿habláis en tono serio, o representáis el burlón Jack, para contarnos que Cupido es un buen cazador de liebres y Vulcano

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un insigne carpintero? Vamos, ¿en qué clave hay que cantar para ir acorde con la canción?

CLAUDIO.—A mis ojos es la más encantadora dama que vi jamás.

BENEDICTO.—Yo veo todavía sin anteojos, y no advierto semejantes hechizos. He ahí a su prima, que, a no hallarse poseída de la cólera, la superaría en hermosura tanto como el primer día de mayo al último de diciembre. Mas espero que no intentaréis convertiros en marido, ¿no es eso?

CLAUDIO.—No respondería de mí, aunque hubiese jurado lo contrario, si Hero consintiese en ser mi esposa.

BENEDICTO.—¿Ésas tenemos? ¡Por mi fe! ¿No habrá en el mundo un solo hombre que no quiera llevar su gorra de un modo sospechoso? ¿No lograré ver nunca un solterón de sesenta años? ¡Adelante, por vida mía! Puesto que te empeñas en doblar tu cuello al yugo, ostenta la marca y pasa los domingos suspirando. Mirad, don Pedro vuelve en busca vuestra. Vuelve a entrar DON PEDRO.

DON PEDRO.—¿Qué secreto os detiene aquí que no habéis acompañado a Leonato a su casa? BENEDICTO.—

Quisiera que vuestra alteza me constriñese a hablar. DON

PEDRO.—Te lo ordeno por tu obediencia de súbdito.

BENEDICTO.—Ya lo oís, conde Claudio. Puedo guardar un secreto como un mudo; estad convencido de ello. Pero la obediencia... Fijaos bien; se trata de la obediencia... Está enamorado. ¿De quién? Eso es lo que debe preguntarme ahora vuestra gracia. Advertid cuán breve es la respuesta: de Hero, la hija menor de Leonato.

CLAUDIO.—Si así fuera, así se diría.

BENEDICTO.—Como el viejo cuento, señor: «Ni es así, ni así fue; empero, a la verdad, no permita Dios que así sea».

CLAUDIO.—Si mi pasión no cambia pronto, no quiera Dios que sea de otra manera.

DON PEDRO.—Amén, si la amáis, que la dama es muy digna de ello. CLAUDIO.—

Habláis así para sondearme, señor.

DON PEDRO.—Por mi honor, que expreso mi pensamiento.

CLAUDIO.—Pues a fe mía, señor, que hago otro tanto.

BENEDICTO.—Y por mi doble honor y fe, señor, que os imito.

CLAUDIO.—Que la amo es lo que sé.

DON PEDRO.—Que es digna de ello, me consta.

BENEDICTO.—Pues yo ni sé cómo se la pueda amar, ni me consta que sea digna de que se la ame. Ésta es mi opinión, de que no haría desdecirme el fuego. Me dejaría morir en el brasero por ella.

DON PEDRO.—Tú siempre fuiste un hereje obstinado en negar culto a la hermosura.

CLAUDIO.—Y jamás pudo sostener su papel sino violentando su voluntad.

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BENEDICTO.—Que me haya concebido una mujer, es cosa que le agradezco; que me haya criado, también es cosa por la cual le doy mis más humildes gracias; pero que sobre mi cabeza resuene una cadencia de cuerno de montería, o que mi bugle cuelgue de un invisible cinturón, que todas las mujeres me perdonen. Porque no quiero hacerles la injusticia de desconfiar de alguna de ellas, me reservo el derecho de no fiarme de ninguna. Y por último —y esto será lo más conveniente para mí—, me propongo vivir soltero.

DON PEDRO.—Antes de morir, he de verte palidecer de amor.

BENEDICTO.—Me veréis palidecer de cólera, de enfermedad o de hambre, señor; pero no de amor. Si me demostráis alguna vez que el amor me ha quitado más sangre de la que pueda recobrar con la bebida, sacadme los ojos con la pluma de un coplero y colgadme a la puerta de un burdel como signo del ciego Cupido.

DON PEDRO.—Bien; pues si no quebrantas esa fe, proporcionarás un lindo tema de discurso.

BENEDICTO.—Si la quebranto, colgadme en una botella como a un gato y tirad al blanco sobre mí; y al que me acertare, dadle una palmada en el hombro y llamadle Adán.

DON PEDRO.—Bien, como aventura el tiempo: Tiempo llegará en que el toro salvaje se entregue al yugo.

BENEDICTO.—El toro salvaje puede; pero si el prudente Benedicto se entregara, arrancadle los cuernos al toro e incrustádmelos en la frente; y que me retrate luego un pintor de brocha gorda; y tal como suele escribirse en gruesos caracteres: «Aquí se alquila un buen caballo», poned debajo de mi efigie: «Aquí podéis ver a Benedicto, el hombre casado».

CLAUDIO.—Si la ocasión llega, serás un cornudo furioso.

DON PEDRO.—Pues si Cupido no ha vaciado por completo su aljaba en Venecia, prepárate a temblar.

BENEDICTO.—Antes temblará la tierra.

DON PEDRO.—Bien, contemporizad con las horas. En el ínterin, apreciado signior Benedicto, entrad en casa de Leonato, saludadle en mi nombre y decidle que no faltaré a la cena, ya que, verdaderamente, ha hecho grandes preparativos.

BENEDICTO.—Aún me siento capaz de desempeñar esa embajada; y así os encomiendo...

CLAUDIO.—Al amparo de Dios. De mi casa, si la tuviese...

DON PEDRO.—A seis de julio. Vuestro afectísimo amigo Benedicto.

BENEDICTO.—Vaya, no os burléis, no os burléis. La tela de vuestro discurso suele estar a veces bastante mal tejida y a trozos descubre la hilaza. Antes de acudir a viejas fórmulas, haced examen de conciencia. Y con esto me despido. (Sale.)

CLAUDIO.—Mi soberano, ahora podría vuestra alteza hacedme una merced.

DON PEDRO.—Tuyo es mi afecto para ordenar; enséñale, y verás con qué facilidad aprende las lecciones, por difíciles que sean, como se trate de tu bien.

CLAUDIO.—¿Tiene Leonato algún hijo, señor?

DON PEDRO.—Sólo tiene a Hero, su única heredera. ¿Es que la amas, Claudio?

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CLAUDIO.—¡Oh señor! Cuando partisteis para esta última guerra, la contemplé con ojos de soldado y me agradó; mas hallábame ocupado en rudas empresas para entretenerme siquiera con el nombre de amor. Ahora que ya he regresado y que los pensamientos guerreros han dejado vacantes sus plazas, en su lugar acuden en tropel tiernos y delicados anhelos que me recuerdan todos cuán bella es la joven Hero y me hablan de la simpatía que me inspiró antes de partir para la guerra.

DON PEDRO.—Pronto te convertirás en un verdadero enamorado, pues ya abrumas al que te oye con un galimatías de palabras. Si amas a la hermosa Hero, cortéjala, que yo hablaré con ella y con su padre y la obtendrás. ¿No es éste el final que comenzaste a tejer con tan linda historia?

CLAUDIO.—¡Cuán dulcemente curáis el amor, comoquiera que conocéis el mal por su fisonomía! Sólo para que mi afecto no os pareciera demasiado repentino, quise precaverlo con más largo discurso.

DON PEDRO.—¿Y ha de ser mucho más ancho el puente que el río? La más bella dádiva es la precisa. Así, lo que a ella tiende es lícito. Para abreviar, la amas, y yo voy a prestarte ayuda. Tengo entendido que esta noche habrá baile de máscaras. Yo representaré tu papel bajo cualquier disfraz y diré a la hermosa Hero que soy Claudio. Verteré mi corazón en su pecho y aprisionaré su oído con el brío y arrebatado choque de mi relato amoroso. Acto seguido, tendré una explicación con su padre y, por último, será tuya. Pongámoslo en práctica inmediatamente. (Salen.)

Escena II

Aposento en la casa de Leonato. Entran LEONATO y ANTONIO por distintos lados.

LEONATO.—¡Qué hay, hermano! ¿Dónde está mi sobrino, vuestro hijo? ¿Ha encargado esa música?

ANTONIO.—Se ocupa de ello con interés. Por cierto, hermano, tengo que contaros extrañas nuevas que no pudierais ni soñar.

LEONATO.—¿Son buenas?

ANTONIO.—Según el rumbo que las marque el éxito. Sin embargo, la cubierta es buena; muestran aspecto exterior favorable. Uno de mis criados entreoyó al príncipe y al conde Claudio, que se paseaban por una avenida rodeada de espesas y entretejidas ramas de mi jardín, lo siguiente. El príncipe confesó a Claudio que amaba a mi sobrina, vuestra hija; que tenía el propósito de declarárselo esta noche durante un baile; y que si la hallaba conforme, estaba decidido a coger la ocasión por los cabellos y a poneros enseguida al corriente de las cosas.

LEONATO.—¿Está en sus cabales el mozo que tal os ha dicho?

ANTONIO.—Es un muchacho excelente y dispuesto. Voy a mandar que le busquen e interrógale tú mismo.

LEONATO.—No, no; hay que considerar esto como un sueño, hasta que se aclare por sí propio. Empero voy a advertir a mi hija, para que vaya preparando la respuesta, si por ventura el caso fuera cierto. Id y contádselo. Cruzan la escena varias personas. Deudos, ya sabéis lo que tenéis que hacer. –¡Oh! Os pido perdón, amigo. Acompañadme, que he menester de vuestro talento. –Querido primo, tened cuidado en estos momentos de actividad. (Salen.)

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Escena III

Otro aposento en la casa de Leonato. Entran DON JUAN y CONRADO.

CONRADO.—¡Buenos tiempos! ¿Qué es eso, señor? ¿De qué nace esa tristeza sin medida?

DON JUAN.—No tiene medida el asunto que la nutre. Por consiguiente, mi tristeza ha de ser ilimitada.

CONRADO.—Debierais atender a la razón.

DON JUAN.—Y aun cuando la atendiese, ¿qué beneficio me reportaría?

CONRADO.—Si no un remedio instantáneo, a lo menos una resignación paciente.

DON JUAN.—Me asombra que tú, nacido —como dices— bajo la influencia de Saturno, trates de aplicar un remedio moral a una dolencia mortal. Yo no sé disimular. Me es forzoso estar triste cuando tengo motivos, y ninguna chanza me haría sonreír; comer si siento apetito, y no esperar la comodidad de nadie; dormir cuando me acosa el sueño, sin atender a los negocios de los demás; y reírme si estoy alegre, a despecho del humor de quien fuere.

CONRADO.—Sí, pero no debierais hacer clara demostración de ello mientras no podáis reportaros. Os habéis rebelado recientemente contra vuestro hermano, quien acaba de reponeros en su gracia, donde es imposible que echéis hondas raíces si no cultiváis el terreno con vuestras propias obras. Es indispensable que aprovechéis la estación para recoger vuestra cosecha.

DON JUAN.—Preferiría ser gusano en un zarzal a convertirme en rosa por su gracia, y cuadra más a mi temperamento ser desdeñado de todos que acomodar mi comportamiento a los demás para obtener el afecto de uno. De esta manera, si no paso por honrado adulador, nadie podrá negar que soy un pillo franco. Se fían de mí con mordaza y con trabas se me da soltura. Por consiguiente, he decidido no cantar en mi jaula. Si tuviera la boca libre, mordería; si gozara de libertad, obraría a mi antojo. En mi ínterin, déjame ser como soy y no trates de cambiarme.

CONRADO.—¿No podéis sacar ningún partido de vuestro descontento?

DON JUAN.—Todo el partido posible, pues es mi único partido. ¿Quién llega? Entra BORACHIO. ¿Qué hay de nuevo, Borachio?

BORACHIO.—Vengo de allá dentro, de una gran cena. Vuestro hermano el príncipe está siendo festejado egregiamente por Leonato; y os traigo noticias de un matrimonio en cierne.

DON JUAN.—¿Servirá de plano para construir alguna desazón? ¿Quién es el insensato que se desposa voluntariamente con la inquietud?

BORACHIO.—¡Pardiez!, no sino el brazo derecho de vuestro hermano

DON JUAN.—¿Quién? ¿El gentilísimo Claudio?

BORACHIO.—El mismo.

DON JUAN.—¡Bizarro mozo! ¿Y con quién? ¿Con quién? ¿En quién ha puesto los ojos?

BORACHIO.—¡Por mi fe! En Hero, la hija y heredera de Leonato.

DON JUAN.—¡Una polluela precoz! ¿Cómo lo sabéis?

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BORACHIO.—Estando haciendo el oficio de sahumador, y mientras quemaba perfumes en una habitación mal aireada, vi llegar del brazo al príncipe y a Claudio, discurriendo en grave plática. Me oculté rápidamente detrás de un tapiz, y desde allí les oí cómo acordaron que el príncipe cortejaría a Hero por su propia cuenta y que después, una vez conseguida, la cedería al conde Claudio.

DON JUAN.—Venid, venid, vamos allá; esto puede servir de pasto a mi descontento. Ese héroe improvisado recoge toda la gloria de mi caída. Si puedo interponerle algún obstáculo en su camino, cualquier camino me parecerá venturoso. Cuento con vosotros dos. ¿Me prestaréis ayuda? CONRADO y BORACHIO.—Hasta la muerte, señor.

DON JUAN.—Vamos a esa gran cena. Su mayor placer es el de verme caído. –¡Si el cocinero compartiera mi intención!– ¿Vamos a tantear el terreno?

BORACHIO.—Estamos a las órdenes de vuestra señoría. (Salen.)

Acto Segundo

Escena I

Aposento en la casa de Leonato. Entran LEONATO, ANTONIO, HERO, BEATRIZ y otros.

LEONATO.—¿No ha estado aquí a cenar el conde Juan?

ANTONIO.—No le he visto.

BEATRIZ.—¡Qué cara de acrimonia tiene ese caballero! Nunca he podido verle sin experimentar por espacio de una hora agruras de estómago.

HERO.—Es de una disposición muy melancólica.

BEATRIZ.—El hombre perfecto sería aquel que se tuviera en el justo medio entre él y Benedicto: el uno es muy semejante a una estatua y no dice esta boca es mía; el otro se parece al hijo mayor de la señora de lacasa, que chacharea incesantemente.

LEONATO.—Es decir, la mitad de la lengua del señor Benedicto en la boca del conde Juan y la mitad de la melancolía del conde Juan en la cara del señor Benedicto.

BEATRIZ.—Con una buena pierna y un buen pie, tío, y bastante dinero en la bolsa, sería un hombre capaz de seducir a cualquier mujer del mundo, si lograba captarse su buena voluntad.

LEONATO.—A fe, sobrina, que no conseguirás nunca un esposo si tienes siempre la lengua tan maliciosa.

ANTONIO.—A fe que es demasiado maldita.

BEATRIZ.—Demasiado maldita es más que maldita. De ese modo echaré de menos una bendición de Dios, pues según el proverbio, «A la vaca maldita da Dios cuernos cortos»; pero a la que es demasiado maldita no le da cuerno alguno.

LEONATO.—Así, por ser demasiado maldita, ¿no os dará Dios cuernos?

BEATRIZ.—Justamente, si no me da marido, cuya merced le imploro de rodillas todas las mañanas y todas las noches: «¡Señor! Yo no podría sufrir a un marido con toda la barba; preferiría acostarme con un montón de lana».

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LEONATO.—Podéis poner los ojos en un marido sin barba.

BEATRIZ.—¿Y qué haría con él? ¿Vestirle con mis faldas y que me sirviese de doncella? Quien tiene barba es más que un mancebo, y el que carece de ella menos que un hombre. Si es más que mancebo es mucho hombre para mí, y si es menos que hombre, soy yo mucha mujer para él. Por consiguiente, prefiero tomar seis peniques de arras del guardaosos y conducir sus monos al infierno.

LEONATO.—Bueno; entonces, ¿irás al infierno?

BEATRIZ.—No, sino hasta la puerta. Allí me saldrá al encuentro el diablo, quien, con sus cuernos en la cabeza, como un viejo cornudo, me dirá: «Anda al cielo, Beatriz, anda al cielo; aquí no hay sitio para doncellas como tú». Entonces yo le dejaré mis monos y me encaminaré al cielo en busca de San Pedro. Él me enseñará dónde se sientan los solterones, y allí viviremos tan dichosos cuan largo es el día.

ANTONIO.—(A HERO.) Bueno, sobrina; confío en que os dejaréis guiar por vuestro padre.

BEATRIZ.—Sí, a fe; el deber de mi prima es hacer una reverencia y decir: «Como os guste, padre». Pero, sobre todo, prima, que sea buen mozo; o de lo contrario, haz otra reverencia y di: «Padre, como a mí me guste».

LEONATO.—Vamos, sobrina, espero veros un día provista de esposo.

BEATRIZ.—No será en tanto Dios no haga a los hombres de otra sustancia distinta a la tierra. ¿No es desesperante para una mujer el verse dominada por un puñado de polvo valiente y tener que rendir cuentas de su vida a un terrón de cieno petulante? No, tío; no quiero a ninguno. Los hijos de Adán son mis hermanos; y, francamente, tendría por pecado buscar un esposo en mi familia.

LEONATO.—Hija, acordaos de lo que os he dicho. Si el príncipe os solicita en ese sentido, ya sabéis la respuesta que habéis de darle.

BEATRIZ.—Prima, culpa será de la música, si no sois cortejada a su debido tiempo. Si el príncipe se muestra demasiado importuno, decidle que en todo hay compás, y bailad en vez de contestarle. Porque, oídme, Hero: el enamorarse, el casarse y el arrepentirse son, respectivamente, como una giga escocesa, un minué y una zarabanda; el primer galanteo es ardiente y rápido, como la giga escocesa, y no menos fantástico; el casamiento es formal y grave, como el minué, lleno de dignidad y antigüedad; y luego viene el arrepentimiento y con sus piernas vacilantes toma parte en la zarabanda, cada vez más torpe y más pesado, hasta que se hunde en la tumba.

LEONATO.—Sobrina, siempre miráis las cosas por el lado desfavorable. BEATRIZ.—

Tengo muy buena vista, tío. Soy capaz de distinguir una iglesia en pleno día.

LEONATO.—Aquí llegan las máscaras, hermano. Hagámosles lugar.

Entran DON PEDRO, CLAUDIO, BENEDICTO, BALTASAR, DON JUAN, BORACHIO, MARGARITA, ÚRSULA y otros, enmascarados.

DON PEDRO.—Señora, ¿os dignaríais dar una vuelta con vuestro amigo?

HERO.—Si marcháis despacio, miráis con dulzura y no decís nada, estoy dispuesta a pasear; y especialmente si se trata de pasear lejos.

DON PEDRO.—¿Llevándome en vuestra compañía?

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HERO.—Ya os lo diré cuando me plazca.

DON PEDRO.—¿Y cuándo os placerá decírmelo?

HERO.—Cuando me agrade vuestro semblante, pues ¡líbrenos Dios de que el laúd se asemeje a la funda!

DON PEDRO.—Mi careta es el tejado de Filemón; dentro de la choza está Júpiter.

HERO.—Pues entonces vuestra careta debería estar techada de paja.

DON PEDRO.—Hablad bajo, si habéis de hablar de amor. (Se retiran.)

BALTASAR.—Pues quisiera gustaros.

MARGARITA.—No quisiera yo, por vuestro bien, pues estoy llena de malas cualidades.

BALTASAR.—Citadme alguna.

MARGARITA.—Rezo en alta voz.

BALTASAR.—Tanto mejor para amaros. Los que os escuchen podrán decir: Amén.

MARGARITA.—Dios me aparee con un buen bailarín.

BALTASAR.—Amén.

MARGARITA.—Y que lo aparte de mis ojos cuando termine el baile. Responded, sacristán.

BALTASAR.—Ni una palabra. Ya tiene su respuesta el sacristán. (Se retiran.)

ÚRSULA.—Os conozco demasiado: sois el signior Antonio.

ANTONIO.—En una palabra, no lo soy.

ÚRSULA.—Os conozco en el modo de mover la cabeza.

ANTONIO.—Para seros franco, le remedo en eso.

ÚRSULA.—No podríais remedarle tan bien, si no fuerais él mismo. He aquí de arriba abajo su mano enjuta: sois el mismo, sois el mismo.

ANTONIO.—En una palabra, digo que no lo soy.

ÚRSULA.—Vamos, vamos, ¿pensáis que no os conozco por la excelencia de vuestro ingenio? ¿Puede el mérito disimularse? Vamos, burlón, sois él. La gracia se delata siempre, y aquí termino.

BEATRIZ.—¿No puedo saber quién os ha contado eso?

BENEDICTO.—No, perdonadme.

BEATRIZ.—¿Ni queréis decirme quién sois?

BENEDICTO.—No, por ahora.

BEATRIZ.—¿Conque soy desdeñosa y extraigo mis mejores agudezas de los Cien cuentos alegres? ¡Bah! Eso os lo ha contado el signior Benedicto.

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BENEDICTO.—¿Quién es ése?

BEATRIZ.—Estoy segura de que le conocéis demasiado.

BENEDICTO.—No, creedme.

BEATRIZ.—¿Nunca os ha hecho reír?

BENEDICTO.—Os ruego que me digáis quién es.

BEATRIZ.—Pues bien, es el juglar del príncipe: un bufón insípido; su sola cualidad estriba en inventar calumnias inconcebibles; nadie sino los libertinos se deleitan con él; y lo que le recomienda ante éstos no es su gracejo sino su grosería, pues divierte a los hombres a la par que los enoja y acaban por reírse de él y golpear- le. Estoy segura de que se hallará en esta flota. ¡Quisiera que me abordara!

BENEDICTO.—Cuando conozca a ese caballero le referiré lo que me habéis dicho. BEATRIZ.—

Hacedlo, hacedlo. Aventurará una o dos pullas a mi costa; y si por acaso se da cuenta de que no las advierten o no provocan risa, se pondrá melancólico; y entonces habrá un ala más de perdiz, pues el mentecato no cenará aquella noche. Música dentro. Sigamos a los que nos preceden.

BENEDICTO.—En lo que fuera lícito.

BEATRIZ.—No, si me condujeran a algo malo, les dejaría en la primera vuelta.

Baile. Después salen todos, menos DON JUAN, BORACHIO y CLAUDIO.

DON JUAN.—Indudablemente, mi hermano se ha prendado de Hero; y ha llamado aparte a su padre para declarárselo. Las damas han seguido a la bella y no queda más que una máscara.

BORACHIO.—Y ésa es Claudio; le conozco en el porte.

DON JUAN.—¿No sois el signior Benedicto?

CLAUDIO.—Habéis acertado; el mismo soy.

DON JUAN.—Signior, sois el amigo íntimo de mi hermano. Está enamorado de Hero. Os ruego le hagáis desistir de ese enlace. Ella no es de una cuna igual a la suya. Podéis representar en ello el papel de un hombre honrado.

CLAUDIO.—¿Cómo sabéis que la ama?

DON JUAN.—Le he oído jurarle amor.

BORACHIO.—Yo también; y juró que se casaría con ella esta misma noche.

DON JUAN.—Venid, vámonos al banquete. (Salen DON JUAN y BORACHIO.)

CLAUDIO.—He contestado así al nombre de Benedicto, mas he oído esas malas nuevas con los oídos de Claudio. Es cierto; el príncipe la corteja para sí. La amistad es en todo consecuente, salvo en el oficio y negocios del amor. Por lo tanto, es preciso que en el amor los corazones no se valgan de intérpretes, y que los ojos traten por su cuenta, sin fiarse de mediador alguno, pues la hermosura es una hechicera con cuyos encantos la lealtad se trueca en pasión. Es un

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hecho que se comprueba a todas horas, y yo no he sabido recelar. ¡Adiós, pues, Hero! Vuelve a entrar BENEDICTO.

BENEDICTO.—¿El conde Claudio?

CLAUDIO.—Sí, el mismo. BENEDICTO.—

Vamos, ¿queréis seguirme? CLAUDIO.—

¿Adónde?

BENEDICTO.—Hasta el sauce más próximo, para tratar de vuestro asunto, conde. ¿A qué moda queréis llevar la guirnalda? ¿Ceñida al cuello, como cadena de usurero, o al brazo, como banda de teniente? De uno u otro modo habéis de llevarla, pues el príncipe ha conquistado vuestra Hero.

CLAUDIO.—Que sea feliz con ella.

BENEDICTO.—¡Cómo! Eso es hablar como un buen ganadero; así se cierra un trato de bueyes. Pero ¿hubiereis supuesto al príncipe capaz de jugaros semejante partida?

CLAUDIO.—Os lo ruego, dejadme.

BENEDICTO.—¡Eh! Ahora procedéis como el ciego. Fue el lazarillo quien os robó la comida, y dais de palos al poste.

CLAUDIO.—Si no puede ser de otro modo, os dejaré yo. (Sale.)

BENEDICTO.—¡Ay! ¡Pobre pollo herido! Ahora irá a rastras a tenderse sobre las cárices. Pero ¡que mi señora Beatriz me conozca y no me conozca! ¡El bufón del príncipe! ¡Ja! Puede que me dé ese título porque soy jovial. Sí; pero con ello se me infiere un agravio. Yo no tengo esa reputación. Es la perversa y áspera condición de Beatriz, que mide al mundo por su persona, y me crea tan mala fama. Bien; me vengaré como pueda. Vuelve a entrar DON PEDRO.

DON PEDRO.—Hola, signior. ¿Dónde está el conde? ¿Le habéis visto?

BENEDICTO.—Por mi fe, señor, que he representado el papel de la señora Fama. Le hallé aquí tan melancólico como una casa de guarda en un conejar. Le dije, y creo no haberle mentido, que vuestra gracia había conseguido la buena voluntad de esa damita, y le ofrecí acompañarle hasta un sauce para tejerle una guirnalda como amante desdeñado o para cortarle una vara como hombre digno de azotes.

DON PEDRO.—¡Digno de azotes! ¿Qué falta ha cometido?

BENEDICTO.—La torpe trasgresión de un niño de escuela que, en su alegría por haber encontrado un nido de pájaros, lo muestra a su compañero, quien se lo roba.

DON PEDRO.—¿Calificas de trasgresión una prueba de confianza? La trasgresión está en el robador.

BENEDICTO.—Sin embargo, no hubiera estado de más proveerse de la vara y también de la guirnalda: la guirnalda para que la gastase él y la vara para aplicárosla a vos, quien, a lo que parece, le ha robado su nido de pájaros.

DON PEDRO.—Sólo les enseñaré a cantar y después los devolveré a su dueño.

BENEDICTO.—Si su canto responde a vuestras palabras, por mi fe que habéis hablado

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honradamente.

DON PEDRO.—La señora Beatriz se queja de vos. Al caballero que bailaba con ella le ha dicho que la injuriáis en demasía.

BENEDICTO.—¡Oh! Ella es quien me trata de un modo que no lo sufriera un tarugo. Un alcornoque con sólo una hoja verde la hubiera contestado. Mi propia careta comenzó a animarse y a reñirla. Me ha dicho, sin sospechar con quién hablaba, que era el juglar del príncipe; que era más tedioso que un gran deshielo; acumulando burla tras burla sobre mí con tan increíble malicia que no parecía sino como hombre que sirviera de blanco a un ejército entero que tirara sobre él. Habla puñales, y cada palabra suya es un golpe. Si fuera su aliento tan pestífero como sus términos, no habría modo de vivir a su lado; infestaría hasta la estrella polar. No la quisiera por esposa, aunque trajese en dote cuanto poseyó Adán antes del primer pecado. Hubiera obligado a Hércules a dar vueltas al asador, no cabe duda, y aun a hacer astillas su clava para encender el fuego. Vamos, no hablemos de ella. Acabaríais por reconocer en ella a la infernal Até lujosamente ataviada. Por Dios, que fuera bueno que algún sabio la sometiera a conjuro; porque, a la verdad, mientras ella aliente sobre la tierra, el hombre hallará más paz en el infierno que en un santuario; y las gentes perecerán adrede para ir allí cuanto antes; así que, de veras, todo desasosiego, horror y perturbación la siguen.

Vuelven a entrar CLAUDIO, BEATRIZ, HERO y LEONATO.

DON PEDRO.—Miradla, aquí viene.

BENEDICTO.—¿No podría vuestra gracia darme algún encargo para el fin del mundo? Iría en este momento a los antípodas con el recado de menos importancia que quisierais confiarme. Os traería ahora mismo un mondadientes del más apartado extremo del Asia; os procuraría la medida del pie del preste Juan de las Indias; os proporcionaría un pelo de la barba del Gran Kan; os desempeñaría cualquier embajada cerca de los pigmeos, antes que cambiar tres palabras con esa arpía. ¿No tenéis destino para mí?

DON PEDRO.—Ninguno, sino desear vuestra buena compañía.

BENEDICTO.—¡Oh Dios! He aquí, señor, un plato que no es de mi gusto: no puedo tragar a esta señora Lengua. (Sale.)

DON PEDRO.—Vamos, señora, vamos; habéis perdido el corazón del signior Benedicto.

BEATRIZ.—Efectivamente, señor; me lo prestó por algunos instantes, y, como interés, le di un corazón doble por el suyo sencillo; empero, ¡pardiez!, que en otra ocasión me lo ganó con dados falsos; de donde bien puede decir vuestra gracia que lo he perdido.

DON PEDRO.—Le tenéis abatido, señora; le tenéis debajo.

BEATRIZ.—No quisiera que hiciese otro tanto conmigo, señor; me vería en peligro de ser madre de locos. Aquí os traigo al conde Claudio, a quien me mandasteis buscar.

DON PEDRO.—¡Cómo! ¡Qué es eso, conde! ¿Por qué estáis triste?

CLAUDIO.—No estoy triste, señor.

DON PEDRO.—Qué entonces, ¿enfermo?

CLAUDIO.—Tampoco, señor.

BEATRIZ.—El conde no está triste, ni enfermo, ni alegre, ni sano; es civil, un conde de Sevilla, como las naranjas, y de ese mismo color celoso.

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DON PEDRO.—A fe, señora, creo que es verdad vuestra descripción; aunque puedo jurar que, si es así, su recelo es infundado. Ved, Claudio: he hecho la corte a Hero en nombre tuyo, y la he conseguido. Hablé ya con su padre, y obtuve su buena voluntad. ¡Fija, por lo tanto, el día de la boda, y que Dios te haga feliz!

LEONATO.—Conde, tomad a mi hija, y con ella mi fortuna. ¡Su gracia ha concertado el matrimonio, y todas las gracias digan amén!

BEATRIZ.—Hablad, conde; os toca el turno.

CLAUDIO.—El silencio es el mejor heraldo de la alegría. Fuera bien poca mi felicidad si pudiera decir cuánta es. Señora, soy tan vuestro como vos sois mía. ¡Me entrego por completo a vos y desvarío por el cambio!

BEATRIZ.—Habla, prima; y, si no puedes, ciérrale la boca con un beso, y que él no hable tampoco.

DON PEDRO.—A fe, señora, que tenéis el corazón gozoso.

BEATRIZ.—Sí, señor; y le estoy agradecida al pobre orate por mantenerse a sotavento de los cuidados. Mi prima le dice al oído que le lleva en el corazón.

CLAUDIO.—Y así es, prima.

BEATRIZ.—¡Dios mío! ¡Parentesco por matrimonio! Todo el mundo se casa aquí menos yo que me quedo a la luna de Valencia. Ya puedo sentarme en un rincón y gritar: ¡Eh! ¡Venga un marido!

DON PEDRO.—Yo os hallaré uno, señora Beatriz.

BEATRIZ.—Preferiría que me lo hubiese hallado vuestro padre. ¿No tiene vuestra gracia ningún hermano que se le parezca? Vuestro padre supo hacer excelentes maridos, si una doncella pudiese dar con ellos.

DON PEDRO.—¿Me queréis a mí por tal, señora?

BEATRIZ.—No, señor; a menos que me sea permitido tener otro para los días de trabajo. Vuestra gracia es demasiado lujoso para llevarse todos los días. Pero, por favor, perdóneme vuestra gracia. He nacido para estar siempre risueña y no hablar en serio.

DON PEDRO.—Vuestro silencio es lo que más me ofende, y la alegría, lo que mejor os sienta, pues, no cabe duda, debisteis de nacer en una hora alegre.

BEATRIZ.—No, por cierto, señor, que mi madre gritaba; pero había a la vez una estrella que bailaba, y yo nací bajo su influjo. ¡Dios os conceda alegría primos!

LEONATO.—Sobrina, ¿queréis poner atención en las cosas que os he dicho?

BEATRIZ.—Imploro vuestra merced, tío. Con el perdón de vuestra gracia. (Sale.)

DON PEDRO.—¡Por mí fe! ¡Es una dama agradable y risueña!

LEONATO.—La melancolía es elemento que entra poco en la constitución de su ser, señor. Nunca está seria, sino cuando duerme. Y aun no siempre, pues he oído decir a mi hija que, a menudo, soñando desventuras se ha despertado con risas.

DON PEDRO.—No puede sufrir que le hablen de esposo.

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LEONATO.—¡Oh! ¡De ninguna manera! Se burla de todos sus pretendientes.

DON PEDRO.—Sería excelente mujer para Benedicto.

LEONATO.—¡Oh Dios, señor! Si estuvieran casados sólo una semana, se volverían locos de tanto hablar.

DON PEDRO.—¿Cuándo pensáis ir a la iglesia, conde Claudio?

CLAUDIO.—Mañana, señor. El tiempo marcha sobre muletas hasta que el amor cumpla todos sus ritos.

LEONATO.—No antes del lunes, querido hijo, que será justamente dentro de una semana. Y aun así, tiempo harto brevísimo para tener todas las cosas conforme a mi deseo.

DON PEDRO.—Vamos, movéis la cabeza a tan larga demora; pero os garantizo, Claudio, que el tiempo no ha de hacérsenos pesado. Me propongo, en el ínterin, acometer uno de los trabajos de Hércules, que ha de consistir en hacer que el signior Benedicto y la señora Beatriz sostengan una montaña de afección mutua. Ardo por verlos casados, y no dudo que lo he de lograr si vosotros tres me suministráis no más que la ayuda tal como yo os ordene.

LEONATO.—Señor, me tenéis a vuestro lado, aunque me cueste pasar diez noches en vela.

CLAUDIO.—Y yo, señor.

DON PEDRO.—¿Y vos también, gentil Hero? HERO.—Señor, desempeñaré cualquier cometido adecuado para ayudar a mi prima al logro de un buen marido.

DON PEDRO.—Y Benedicto no es el marido de menos esperanzas que yo conozco. Puedo alargarme en elogios respecto de él; es de noble linaje, de acreditado valor y honradez reconocida. Os enseñaré cómo habéis de preparar el ánimo de vuestra prima para que se incline al amor de Benedicto. Y yo, con vuestra doble ayuda, me las arreglaré con Benedicto de modo que, a despecho de su espíritu cáustico y de su mal genio repulsivo, se prende de Beatriz. Si logramos esto, Cupido ya no será arquero, y su gloria nos pertenecerá, pues nos quedaremos por únicos dioses del amor. Venid conmigo y os explicaré mi plan. (Salen.)

Escena II

Otro aposento en la casa de Leonato. Entran DON JUAN y BORACHIO.

DON JUAN.—Es cosa hecha; el conde Claudio se casará con la hija de Leonato.

BORACHIO.—Sí, señor; pero yo puedo impedirlo.

DON JUAN.—Toda barrera, todo obstáculo, todo impedimento será bálsamo a mi herida. Estoy enfermo de disgusto contra él, y todo cuanto venga a contrariar su deseo se hallará en el mismo plano y a nivel del mío. ¿Cómo puedes frustrar ese matrimonio?

BORACHIO.—No de un modo honrado, señor; pero sí tan encubiertamente que nadie sospechará de mi bellaquería.

DON JUAN.—Muéstrame cómo en pocas palabras.

BORACHIO.—Creo haber dicho a vuestra señoría, hace ya un año, que gozo mucho del favor de Margarita, la doncella de Hero.

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DON JUAN.—Lo recuerdo.

BORACHIO.—Puedo citarla a cualquier hora intempestiva de la noche para que se asome a la ventana del aposento de su señora.

DON JUAN.—¿Qué vida hay en eso para causar la muerte de ese enlace?

BORACHIO.—El veneno de que disponéis a vos toca el aderezarlo. Buscad a vuestro hermano, el príncipe; no vaciléis en decirle que empañaría su honor uniendo al reputado Claudio —cuyos méritos ensalzaréis hasta lo sumo— a una ramera pervertida, a una tal como Hero.

DON JUAN.—Y qué prueba alegaré.

BORACHIO.—Prueba sobrada para engañar al príncipe, vejar a Claudio, hundir a Hero y matar a Leonato. ¿Qué otro resultado podéis desear?

DON JUAN.—Soy capaz de cualquier cosa con tal de ultrajarlos.

BORACHIO.—Pues bien, manos a la obra. Procuradme una hora propicia para llamar aparte a don Pedro y al conde Claudio; contadles que sabéis que Hero me ama; pretextad una especie de celo, así por el bien del príncipe como por el de Claudio, como si —con objeto de poner a salvo el honor de vuestro hermano, que ha concertado esta boda, y la reputación de su amigo, a punto de ser embaucado por las apariencias nada más de una doncella— lo hubierais descubierto todo. Apenas han de creerlo sin una demostración. Ofrecedles pruebas que consistirán nada menos que en verme en la ventana de su cuarto, oírme llamar a Margarita Hero; nombrarme Margarita Claudio, y elegid para que presencien esto la misma noche anterior al proyectado matrimonio, pues en tanto yo dispondré la coartada de manera que Hero esté ausente; y su infidelidad aparecerá tan manifiesta, que la sospecha se convertirá en certidumbre, y todos los preparativos trastornados.

DON JUAN.—Cualquiera que sea el resultado adverso que de aquí surja, quiero ponerlo en práctica. Sé astuto en el proyecto, y tendrás mil ducados de recompensa.

BORACHIO.—Mostraos vos firme en la acusación, y no me avergonzará mi astucia.

DON JUAN.—Voy a informarme inmediatamente del día de su boda. (Salen.)

Escena III

Jardín de Leonato. Entra BENEDICTO.

BENEDICTO.—¡Muchacho! Entra un PAJE.

PAJE.—¿Señor?

BENEDICTO.—En la ventana de mi alcoba hay un libro; tráemelo acá al jardín.

PAJE.—Ya estoy aquí, señor.

BENEDICTO.—Ya lo sé; pero lo que quiero es que vayas y estés aquí de vuelta. Sale el PAJE. Mucho me asombra que un hombre que se percata de las locuras de otro cuando consagra sus actos al amor pretenda, después de haberse reído de semejantes ligerezas pueriles en los demás, convertirse en tema de sus propias burlas, enamorándose. Y uno de esos hombres es Claudio. Yo le conocí cuando no había otra música para él sino la del tambor y el pífano, y ahora le suenan mejor el tamboril y la zampoña. Yo le conocí cuando hubiera andado diez

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millas a pie por ver una buena armadura, y ahora pasaría diez noches de claro en claro ideando el corte de un justillo nuevo. Solía hablar llano y sin rodeos, como hombre honrado y militar, y ahora se ha vuelto enrevesado; su conversación parece un banquete fantástico donde sólo se sirvieran platos exóticos. ¿Será posible que yo también me transforme, y vea de esa manera con estos ojos? No puedo asegurarlo. Pienso que no. No juraré, empero, que el amor no sea capaz de cambiarme en ostra; mas sí puedo hacer voto de que, mientras no me convierta en ostra, no hará de mí un necio semejante. Una mujer es bella; pero yo no salgo de mis trece. Otra es discreta; pero yo no salgo de mis trece. Otra es virtuosa, y en mis trece me quedo. Mientras no se junten en una mujer todas las gracias, no entrará ninguna en gracia conmigo. Habrá de ser rica, eso sin duda; discreta, o no la querré; virtuosa, o jamás haré contrato con ella; hermosa, o no la miraré nunca; dulce, o procuraré no acercarme; noble, o no me conquista, aunque sea un ángel; de agradable discurso, excelente cultivadora de la música, y sean sus cabellos del color que a Dios plazca. ¡Hola! El príncipe y monsieur Amor. Me esconderé en la enramada. (Se oculta.)

Entran DON PEDRO, LEONATO y CLAUDIO, acompañados por BALTASAR y músicos.

DON PEDRO.—Qué, ¿oiremos esa música?

CLAUDIO.—Sí, mi buen señor. ¡Que en calma está la noche! ¡Aquietada a propósito para prestar mayor encanto a la armonía!

DON PEDRO.—¿Veis dónde se ha ocultado Benedicto? CLAUDIO.—¡Oh! Muy bien, señor. Acabada la música, proveeremos al zorrastrón con un penique.

DON PEDRO.—Vamos, Baltasar, entónanos de nuevo esa canción.

BALTASAR.—¡Oh, mi buen señor! No obliguéis a una voz tan mala a ofender una vez más a la música.

DON PEDRO.—El mostrar tan extraño semblante al propio talento es testigo, precisamente, de su excelencia. Canta, te ruego, y que no te requiebre yo más.

BALTASAR.—Puesto que habláis de requebrar, cantaré, aunque también el galán comienza sus súplicas por requiebros a aquella que juzga indigna de elogios; empero, la requiebra y aun jura que la ama.

DON PEDRO.—Basta, te suplico; vamos, o si quieres seguir discurriendo, hazlo en notas.

BALTASAR.—Notad esto antes que mis notas; que no hay nota mía que sea digna de notarse.

DON PEDRO.—¡Bien! ¡No hables sino en corcheas! ¡No- tas, notas, de veras, y nada más! Música.

BENEDICTO.—¡Ahora, aria divina! ¡Ahora está su espíritu en éxtasis! ¿No es extraordinario que unas tripas de carnero tengan la propiedad de hacer salir las almas de su envoltura corporal? ¡Bien! ¿Y se les mendigará cuando todo se acabe?

BALTASAR.—(Canta.) No suspiréis más, niñas, no suspiréis, que los hombres han sido siempre perjuros; un pie dentro del mar y otro en la orilla y sin firmeza nunca en ninguna cosa. No suspiréis, pues, no; dejadles que se vayan; sed felices y alegres y exhalad vuestras penas en el «¡Ay!, nana, nana». No cantéis más canciones, no cantéis, tan tristes, melancólicas y lentas; la falsía del hombre fue la misma desde que Primavera dio sus primeras hojas. No suspiréis, pues no; dejadles que se vayan; sed felices y alegres y exhalad vuestras penas en el «¡Ay!, nana, nana».

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DON PEDRO.—Por mi fe, una excelente canción.

BALTASAR.—Y un mal cantor, señor.

DON PEDRO.—¡Quia! No, no, a fe mía. Cantas bastante bien para un caso de apuro.

BENEDICTO.—(Aparte.) A ser un perro el que así ladrara, le habrían colgado; y yo ruego a Dios que su ruda voz no presagie una desgracia. Con tan buen gusto hubiera oído a la lechuza, cualquiera que fuese la pestilencia que aportase.

DON PEDRO.—¡Pardiez!, que sí, ¿oyes, Baltasar? Te ruego que nos procures una excelente música, pues queremos que toques mañana por la noche al pie de la ventana de la señora Hero.

BALTASAR.—La mejor que pueda, señor.

DON PEDRO.—Hazlo así; adiós. Salen BALTASAR y músicos. Venid acá, Leonato. ¿Qué me decíais hace un momento, que vuestra sobrina Beatriz está enamorada del signior Benedicto?

CLAUDIO.—¡Oh! ¡Es posible! (Aparte, a DON PEDRO.) Rondemos, rondemos; el pájaro se posa. Jamás pude suponer que esa dama fuera capaz de amar a hombre ninguno.

LEONATO.—No, ni yo tampoco. Pero lo más extraño es que haya puesto sus ojos en Benedicto, a quien, a juzgar por las apariencias, siempre ha detestado.

BENEDICTO.—(Aparte.) ¿Será posible? ¿Soplará el viento de esa parte?

LEONATO.—Bajo mi palabra, señor, que no sé qué pensar de ello, sino que lo adora con pasión frenética. Sobrepasa todo lo imaginable.

DON PEDRO.—Quizá no haga sino fingir.

CLAUDIO.—A fe que no fuera extraño.

LEONATO.—¡Oh Dios! ¡Fingir! Jamás una pasión fingida anduvo tan cerca de una pasión real como la que ella descubre.

DON PEDRO.—Bien; ¿y qué síntomas de pasión deja entrever?

CLAUDIO.—(Aparte.) Cebad bien el anzuelo; el pez picará.

LEONATO.—¿Qué síntomas, señor? Se os contará... (A CLAUDIO.) Ya os habrá dicho mi hija cómo.

CLAUDIO.—Me lo ha dicho, en efecto.

DON PEDRO.—¿Cómo, cómo? Os ruego. Me asombráis. Hubiera creído su carácter invencible a todos los asaltos del amor.

LEONATO.—Así lo hubiera jurado, señor, especialmente contra Benedicto. BENEDICTO.—

(Aparte.) Juzgara todo esto una burla, a no ser ese anciano de barba blanca quien lo cuenta; la truhanería, a buen seguro, no se disimularía bajo tanta gravedad.

CLAUDIO.—(Aparte.) Ya ha mordido el anzuelo; no lo soltéis.

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DON PEDRO.—¿Ha declarado su pasión a Benedicto?

LEONATO.—No, y jura que nunca lo hará; ése es su tormento.

CLAUDIO.—Así es, en verdad. He aquí cómo lo cuenta vuestra hija: «Tras haberle testimoniado tantas veces mi desdén —dice— ¿he de escribirle que le amo?».

LEONATO.—Esto lo repite siempre que comienza a escribirle, pues se levanta veinte veces durante la noche y se queda sentada en camisa hasta que ha escrito un pliego de papel. Mi hija nos lo cuenta todo.

CLAUDIO.—Ahora que habláis de pliegos de papel, recuerdo un chiste gracioso que nos contó vuestra hija.

LEONATO.—¡Oh! ¿Cuando después de haberle escrito y al repasar la carta notó que se encontraban los nombres de Benedicto y Beatriz?

CLAUDIO.—Eso.

LEONATO.—¡Oh! Rompió la carta en mil pedacitos, reprochándose el haber cometido la ligereza de escribir a un hombre que sabía había de burlarse de ella. «Le mido —exclamaba— por mi propio carácter, pues yo me burlaría de él si me escribiese. Sí, aunque le amo, me burlaría.»

CLAUDIO.—Luego cae de rodillas, llora, suspira, se golpea el pecho, se mesa los cabellos, reza, maldice. «¡Oh caro Benedicto! Dios me dé paciencia.»

LEONATO.—Eso es lo que hace; así lo cuenta mi hija. Y a tales desvaríos llega que mi hija teme a veces que Beatriz atente contra sí propia. Es la pura verdad.

DON PEDRO.—Sería conveniente que Benedicto lo supiera por otro conducto, si ella no quiere confesárselo.

CLAUDIO.—¿A qué fin? No haría sino tomarlo a diversión y atormentar más a la pobre dama.

DON PEDRO.—Si así obrara, fuera un acto caritativo ahorcarle. Se trata de una dama encantadora y gentil; de virtud inmaculada, al abrigo de toda sospecha.

CLAUDIO.—Aparte de que es en extremo prudentísima.

DON PEDRO.—En todo, salvo en amar a Benedicto.

LEONATO.—¡Oh señor! Cuando la prudencia y la pasión luchan en un cuerpo tan frágil, hay diez probabilidades contra una de que la pasión salga victoriosa. Yo lo lamento por ella, y no me faltan justas razones, pues soy su tío y tutor.

DON PEDRO.—¡Que no fuese yo el objeto de su preferencia! Habría dado de lado toda clase de miramientos y hecho mi cara mitad. Por favor, contádselo a Benedicto y sepamos lo que dice.

LEONATO.—¿Creéis que sería prudente?

CLAUDIO.—Hero tiene por seguro que fallecerá, pues dice que morirá si él no la ama, y morirá antes de declararle su amor, y morirá también si él la corteja antes que ceder un ápice de su acostumbrado espíritu de contradicción.

DON PEDRO.—Y hace bien. Si le manifestase la ternura de su afecto, sería probable que la desdeñara, pues el individuo —como todos sabéis— es de condición desdeñosa.

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CLAUDIO.—Pero es un apuesto caballero.

DON PEDRO.—En efecto, posee un feliz exterior.

CLAUDIO.—Y en Dios y en mi alma, muy discreto.

DON PEDRO.—A la verdad, muestra a veces ciertos destellos que se parecen al ingenio.

LEONATO.—Y le tengo por valiente.

DON PEDRO.—Como Héctor, os aseguro; y en dirimir contiendas podéis decir que es prudente, pues las evita con gran discreción o las acomete con temor cristianísimo.

LEONATO.—Si teme a Dios, necesariamente será pacífico; si quebranta la paz, debe entrar en la liza temeroso y temblando.

DON PEDRO.—Y así lo hace, pues el hombre teme a Dios, aunque no lo parezca por algunas bromas en que se complace. Bien, me duelo de vuestra sobrina. ¿Iremos en busca de Benedicto y le pondremos al corriente de este amor?

CLAUDIO.—No le hablemos de él jamás, señor; que ella lo sobrelleve con buen consejo.

LEONATO.—No, eso es imposible; primero se consumirá su corazón.

DON PEDRO.—Bien; vuestra hija nos informará de todo; en tanto, que el asunto vaya enfriándose. Yo quiero bien a Benedicto y me gustaría que modestamente se examinara a sí propio y viera hasta qué punto es indigno de dama tan perfecta.

LEONATO.—¿Vamos, señor? La comida estará ya a punto.

CLAUDIO.—(Aparte.) Si con esto no está perdidamente enamorado, nunca confiaré en mis esperanzas.

DON PEDRO.—(Aparte.) Tiéndase la misma red a Beatriz, y que se encargue de ello vuestra hija y su doncella. Lo jocoso será cuando cada uno esté convencido del amor del otro, y no haya tal. Es la escena que quisiera ver, que será simplemente una pantomima. Enviemos a llamarla a la mesa. (Salen DON PEDRO, CLAUDIO y LEONATO.)

BENEDICTO.—(Avanzando desde la enramada.) Esto no puede ser una burla. La conferencia se ha mantenido en serio. La verdad del asunto la conocen por Hero. Parecen compadecerse de la dama. Se diría que su pasión ha llegado al colmo. ¡Amarme! Bien. Eso hay que recompensarlo. He oído cómo me censuraban. Dicen que me henchiré de orgullo si me doy cuenta de que me adora. Dicen también que morirá antes de darme una señal de cariño. Nunca pensé en casarme. No debo parecer orgulloso. Felices aquellos que oyen la detracción de sus faltas y las saben enmendar. Dicen que la dama es bella. Nada más cierto; puedo atestiguarlo. Y virtuosa; efectivamente, no lo he de negar. Y discreta; menos en amarme. Por mi fe, que eso no agrega nada a su talento, empero tampoco es una prueba grande de su insensatez, por cuanto yo aspiro a amarla desesperadamente. Quizá sea objeto de pesadas pullas y sarcasmos por haber despotricado tanto tiempo contra el matrimonio. Pero ¿no se altera el apetito? El hombre gusta en su juventud de manjares que no puede soportar en su edad madura. Los chistes, las sentencias, todos esos proyectiles de papel que lanza el cerebro, ¿han de torcer en un hombre la inclinación de su gusto? No; el mundo debe poblarse. Cuando dije que deseaba morir soltero no pensé vivir hasta el día de mi matrimonio. Aquí llega Beatriz. ¡Por la luz bendita que es una hermosa dama! Percibo ciertos síntomas de amor en ella. Entra BEATRIZ.

BEATRIZ.—Contra mi voluntad me han enviado a llamaros a la mesa.

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BENEDICTO.—Bella Beatriz, os agradezco la molestia.

BEATRIZ.—No me he tomado más molestia para merecer ese agradecimiento de la que os cuesta el agradecérmela. Si la misión me hubiera sido molesta, no habría venido.

BENEDICTO.—Entonces, ¿os complacéis en la embajada?

BEATRIZ.—Sí, tanto como vos en enarbolar la punta de un cuchillo y oprimir con él una corneja. Veo que no tenéis apetito, signior. Pasadlo bien. (Sale.)

BENEDICTO.—¡Ah! «Contra mi voluntad me han enviado a llamaros a la mesa.» Esto encierra doble sentido. «No me he tomado más molestia para merecer ese agradecimiento de la que os cuesta el agradecérmela»; que es como decir: toda molestia que me tome por vos es tan grata como vuestro agradecimiento. ¡Si no me compadezco de ella, soy un rufián; si no la amo, un judío! ¡Voy a procurarme su retrato! (Sale.)

Acto tercero Escena I

Jardín de Leonato. Entran HERO, MARGARITA y ÚRSULA.

HERO.—Buena Margarita, ve al recibimiento; allí hallarás a mi prima Beatriz conversando con el príncipe y con Claudio. Háblale al oído y dile que Úrsula y yo paseamos por el jardín y que ella sola es el tema de nuestra charla. Añade que nos has sorprendido y aconséjala que se oculte en la enramada tupida, donde las madreselvas, maduradas por el sol, impiden que éste penetre, semejantes a los favoritos encumbrados por los príncipes, que oponen su orgullo contra el poder que los creara. Allí se esconderá para escuchar nuestra conversación. Éste es el encargo que te confío. Cúmplelo bien y déjanos solas.

MARGARITA.—Enseguida vendrá, os lo aseguro.

HERO.—Ahora, Úrsula; cuando llegue Beatriz, discurriremos arriba y abajo por esta calle de árboles y nuestra charla recaerá tan sólo en Benedicto. Cuantas veces pronuncie yo su nombre, cuida por tu parte de elogiarle a un extremo que jamás hombre alguno haya merecido. Mi charla contigo se ceñirá a cómo Benedicto está enfermo de amor por Beatriz. De esta sustancia se forja la flecha del astuto y diminuto Cupido, que sólo hiere de oídas. Entra BEATRIZ, por el fondo. Comencemos ya; porque mira por donde viene Beatriz, deslizándose pegada al suelo, como un avefría, para oír nuestra conferencia.

ÚRSULA.—Lo más entretenido de la pesca es ver al pez con sus remos de oro cortar la onda de plata y tragar ávidamente el pérfido anzuelo. Pesquemos así a Beatriz, que ahora se oculta en la cobertura de la madreselva. No temáis por mi papel en el diálogo.

HERO.—Acerquémonos, pues, a ella; que sus oídos no pierdan nada del cebo dulce e hipócrita que le arrojamos. (Avanzan hacia la enramada.) No, por cierto, Úrsula; ella es demasiado desdeñosa. Conozco su carácter, tan fiero y esquivo como los halcones montanos que habitan en las rocas.

ÚRSULA.—Pero, ¿estáis segura de que Benedicto ama tan ardorosamente a Beatriz?

HERO.—Así lo dicen el príncipe y mi prometido.

ÚRSULA.—¿Y os han encargado de que la informéis de ello, señora?

HERO.—Me han rogado que se lo participe; pero yo les he contestado que, si estiman a

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Benedicto, le insten a que luche contra ese afecto y no se lo haga saber nunca a Beatriz.

ÚRSULA.—¿Por qué? ¿No es ese caballero merecedor de compartir un tálamo tan digno como aquel en que Beatriz pueda nunca reposar?

HERO.—¡Oh dios del amor! Bien sé que merece cuanto pueda otorgarse a un hombre; pero jamás formó la naturaleza un corazón femenino de materia más dura que el de Beatriz. En sus ojos cabalga chispeante el desdén y la mofa, que desprecian cuanto contemplan; y cotiza su propia discreción a precio tan alto, que, fuera de ella, nada tiene valor. No puede amar ni concebir forma ni proyecto alguno afectuoso; tan engreída está.

ÚRSULA.—Cierto. Yo pienso lo mismo. Y en estas condiciones seguramente no sería bueno que conociera su amor, no sea que se burle de él. HERO.—En efecto, decís verdad. Jamás he visto hombre, por sabio, por joven, noble o de raras facciones que fuere, a quien no haya dispensado mala acogida. Si es rubio, jura que el caballero podría pasar por su hermana. Si es moreno, ¡bah!, la naturaleza, tomando el dibujo de una estantigua, formó una sucia mancha. Si alto, una lanza con la punta torcida. Si bajo, un ágata mal tallada. Si habla es entonces una veleta que gira a todos los vientos. Si calla, un tronco que nadie mueve. Así ve la parte mala de cada uno, y no concede nunca a la verdad y a la virtud lo que compete a la sencillez y al mérito.

ÚRSULA.—Indudablemente, indudablemente, semejante censura no es recomendable. HERO.—

No, no puede ser recomendable mostrarse tan singular e intransigente como Beatriz. Mas, ¿quién osaría decírselo? Si yo intentara hablarle, se burlaría de mí a tono. ¡Oh! Se reiría de mí hasta hacerme perder el seso; me aplastaría de muerte con su agudeza. Consúmase, pues, en suspiros Benedicto, como rescoldo que se extingue interiormente. Mejor es la muerte a morir bajo sarcasmos; lo que sería tan terrible como morir de cosquillas.

ÚRSULA.—Decídselo, no obstante; a ver qué contesta.

HERO.—No; antes iré a avisar a Benedicto y aconsejarle que combata contra su pasión. Y, por cierto, inventaré, si es necesario, cualquier honesta calumnia que moleste a mi prima. No se sabe hasta qué punto puede emponzoñar el amor una palabra adversa.

ÚRSULA.—¡Oh! No inflijáis semejante agravio a vuestra prima. No puede hallarse tan falta de buen criterio —poseyendo la vivacidad y agudeza de juicio que se le reconoce— para rechazar a un caballero tan extraordinario como el signior Benedicto.

HERO.—Es el hombre más singular de Italia, exceptuando siempre a mi amado Claudio.

ÚRSULA.—Os ruego no me riñáis, señora, si expongo mi parecer. El signior Benedicto, por su garbo, sus maneras, su cordura y su valor, es reputado el primero en toda Italia.

HERO.—En efecto, goza de una excelente reputación.

ÚRSULA.—Excelencia que había adquirido antes de tenerla. ¿Cuándo os casáis, señora?

HERO.—Pues cualquier día de éstos; mañana. Vamos adentro. Te enseñaré algunas galas y me aconsejarás cuál es la mejor para ataviarme mañana.

ÚRSULA.—Ha caído en la liga, os lo garantizo. La hemos cazado, señora.

HERO.—Si es así, se ama entonces por azar. Cupido da muerte a unos con flechas y a otros con redes. (Salen HERO y ÚRSULA.)

BEATRIZ.—(Avanzando.) ¡Cómo me zumban los oídos! ¿Será posible? ¿Se me censura de tal manera por mi orgullo y desdén? ¡Adiós, desprecio! ¡Orgullo virginal, adiós! Ninguna gloria hay

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que esperar de vosotros. Y tú, Benedicto, sigue amando. Yo te corresponderé, domando mi corazón salvaje al amor de tu mano. Si me amas, mi ternura te incitará a unir nuestros amores en un santo lazo, pues los demás reconocen que lo mereces, y yo lo creo mejor por mí que por referencias. (Sale.)

Escena II

Aposento en la casa de Leonato. Entran DON PEDRO, CLAUDIO, BENEDICTO y LEONATO.

DON PEDRO.—Permanezco sólo hasta que se realice vuestra boda y después parto hacia Aragón.

CLAUDIO.—Os acompañaré hasta allí, señor, si me lo permitís.

DON PEDRO.—No; sería tanto como empeñar el nuevo brillo de vuestro matrimonio, trataros como a un niño a quien se le enseñara su vestido nuevo y se le prohibiera el usarlo. Me atreveré sólo a solicitar la compañía de Benedicto, que desde la coronilla hasta la punta de sus pies es todo alegría. Dos o tres veces cortado la cuerda del arco de Cupido y el pequeño verdugo no osa ya tirar contra él. Tiene un corazón tan sonoro como una campana y su lengua es el badajo, pues lo que piensa su corazón su lengua lo pronuncia.

BENEDICTO.—No soy el que era, galanes.

LEONATO.—Eso digo yo; me parece que estáis triste.

CLAUDIO.—Sospecho que está enamorado.

DON PEDRO.—¡A la horca, renegado! No hay en él una sola gota de sangre capaz de sentir lealmente los efectos del amor. Si está triste es que carece de dinero.

BENEDICTO.—Me duele una muela.

DON PEDRO.—Sácatela.

CLAUDIO.—Que se ahorque.

LEONATO.—Ahorcarla primero y sacárosla después.

DON PEDRO.—¡Cómo! ¿Suspirar por un dolor de muelas?

LEONATO.—¿Es otra cosa sino un flujo o gusanillo?

BENEDICTO.—Bien; todo el mundo sabe dominar el mal, menos el que lo padece.

CLAUDIO.—No obstante, digo que está enamorado.

DON PEDRO.—No se advierte en él rareza alguna, a no ser el capricho de disfrazarse con trajes extraños; como hoy de holandés, mañana de francés, o a la usanza de dos naciones a un tiempo, a saber, de alemán de cintura para abajo, todo gregüescos, y de español de cintura para arriba, ropilla no más. A no ser que le dé el capricho por esta locura, como parece que le da, no está loco por otro capricho, como queréis suponer.

CLAUDIO.—Si no está enamorado de alguna mujer, no hay que dar crédito a signos antiguos. Se cepilla el sombrero por la mañana. ¿Qué indica eso?

DON PEDRO.—¿Le ha visto alguien en casa del barbero?

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CLAUDIO.—No, pero se le ha visto con el oficial del barbero, y el antiguo adorno de sus mejillas ha servido ya para rellenar pelotas.

LEONATO.—En efecto, tiene cara de más joven desde que ha perdido la barba.

DON PEDRO.—Y además se perfuma con algalia. ¿Deducís algo de este olor?

CLAUDIO.—Equivale a decir que el perfumado mancebo está enamorado.

DON PEDRO.—La mejor prueba de ello es su melancolía.

CLAUDIO.—¿Y cuándo había acostumbrado a lavarse la cara?

DON PEDRO.—Justamente, ¿y a acicalarse? Por lo cual ya he oído lo que dicen de él.

CLAUDIO.—No, es su espíritu chancero, que se ha deslizado ahora por entre las cuerdas de un laúd y se deja regir ya por las clavijas.

DON PEDRO.—En verdad, eso revela en él una historia grave. Concluyamos, concluyamos: está enamorado.

CLAUDIO.—Por cierto, sólo yo sé quién le ama.

DON PEDRO.—Es lo que yo también quisiera saber. Os aseguro que se trata de alguna persona que no le conoce.

CLAUDIO.—Ya lo creo, y todas sus malas cualidades; y, a pesar de todo, se muere por él.

DON PEDRO.—Habrá que enterrarla cara al cielo.

BENEDICTO.—En todo eso, no obstante, no hallo ensalmo para el dolor de muelas. Venerable señor, daos un paseo a solas conmigo. He estudiado ocho o nueve palabras sensatas que es menester os diga, y que no tienen por qué oír estos estafermos. (Salen BENEDICTO y LEONATO.)

DON PEDRO.—Por vida mía, a manifestarse va con él respecto de Beatriz. CLAUDIO.—

Exactamente, Hero y Margarita habrán representado sus papeles con Beatriz, y ya no se morderán una a otra las dos fieras cuando se encuentren. Entra DON JUAN.

DON JUAN.—Mi señor y hermano, Dios os guarde.

DON PEDRO.—Buenas tardes, hermano.

DON JUAN.—Quisiera hablar con vos, si disponéis de tiempo.

DON PEDRO.—¿A solas?

DON JUAN.—Si os place; sin embargo, el conde Claudio puede escuchar, pues lo que he de deciros le concierne.

DON PEDRO.—¿De qué se trata?

DON JUAN.—(A CLAUDIO.) ¿Piensa casarse mañana vuestra señoría?

DON PEDRO.—Ya sabéis que sí.

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DON JUAN.—No sé si se casará o no, cuando sepa lo que yo sé.

CLAUDIO.—Si hubiese algún impedimento, os suplico que lo manifestéis.

DON JUAN.—Quizá creáis que no os estimo; eso se aclarará luego, y tendréis mejor opinión de mí en vista de lo que voy ahora a descubriros. Por lo que hace a mi hermano, pienso que os considera mucho, y por afecto de corazón ha contribuido a efectuar vuestro enlace. Cortejo, a la verdad, mal entendido y trabajo mal empleado.

DON PEDRO.—Pero, ¿qué sucede?

DON JUAN.—Vengo aquí a deciros, y abreviaré pormenores —pues ella hace bastante tiempo que anda en lenguas de todos—, que la dama es desleal.

CLAUDIO.—¿Quién? ¿Hero?

DON JUAN.—La misma. Hero, la hija de Leonato; vuestra Hero, la Hero de todo el mundo.

CLAUDIO.—¿Desleal?

DON JUAN.—La palabra es demasiado suave para pintar su maldad. Puedo decir que es peor; buscad un calificativo peor, y sabré justificarlo. No os admire hasta tener mayor garantía; si no, venid esta noche conmigo, y veréis escalar la ventana de su aposento en la noche víspera del día de su boda. Si la podéis amar entonces, casaos mañana con ella; empero convendría más a vuestro honor cambiar de intento.

CLAUDIO.—¿Puede ser tal cosa?

DON JUAN.—Si no os atrevéis a dar crédito a lo que veáis, no confeséis que lo habéis visto. Si queréis seguidme, os mostraré lo suficiente, y cuando veáis y oigáis más, obrad en consecuencia.

CLAUDIO.—¡Si viese esta noche cosa alguna por la cual no deba casarme con ella mañana, la avergonzaré en la congregación donde hubiera de desposarme!

DON PEDRO.—Y así como la cortejé en tu nombre para obtenerla, me uniré contigo para confundirla.

DON JUAN.—No la desdoraré más hasta que seáis testigos de lo que he anticipado. Conservad la serenidad siquiera hasta la medianoche, y dejad que el caso se aclare por sí mismo.

DON PEDRO.—¡Oh día aciagamente tornado!

CLAUDIO.—¡Oh desgracia extrañamente sobrevenida!

DON JUAN.—¡Oh calamidad a tiempo evitada! Así os expresaréis cuando hayáis visto el resultado.(Salen.)

Escena III

Una calle. Entran DOGBERRY y VERGES, con la ronda.

DOGBERRY.—¿Sois gente honrada y fiel?

VERGES.—Sí, pues de lo contrario sería lástima que no sufrieran eterna salvación en cuerpo y alma.

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DOGBERRY.—No, que eso sería un castigo demasiado benigno para ellos, si tuvieran tan sólo un átomo de lealtad, puesto que han sido elegidos para la ronda del príncipe.

VERGES.—Está bien; dadles la consigna, vecino Dogberry.

DOGBERRY.—En primer lugar, ¿quién creéis que es el más incapacitado para hacer de alguacil?

GUARDIA PRIMERO.—Hugo Oatcake o Jorge Seacoal, señor, pues saben leer y escribir.

DOGBERRY.—Venid acá, vecino Seacoal. Dios os ha favorecido con un buen nombre. Ser un hombre guapo es un don de la fortuna, pero saber leer y escribir depende de la naturaleza.

GUARDIA SEGUNDO.—Cosas ambas, maese alguacil...

DOGBERRY.—Que poseéis vos. Sabía que iba a ser ésa vuestra respuesta. Está bien. En lo que concierne a ser un hombre guapo, ¡bah!, señor, dadle a Dios las gracias y no os envanezcáis; y respecto de vuestra lectura y escritura, mostradlas cuando no haya necesidad de vanidad semejante. Pasáis aquí por el hombre más insensato y el más a propósito para alguacil de la ronda. Cargad, pues, con la linterna. Ésta es vuestra consigna: «Comprenderéis» a todos los vagabundos y mandaréis a todo el mundo que se tenga, en nombre del príncipe.

GUARDIA PRIMERO.—¡Ah! ¿Y si hay quien no se quiere tener?

DOGBERRY.—Bien. Entonces no os ocupéis de él, sino dejadle partir; e inmediatamente llamad a los demás de la ronda, y agradeced a Dios el haberos desembarazado de un bellaco.

VERGES.—Si no quiere tenerse al serle mandado no es súbdito del príncipe.

DOGBERRY.—Cierto, y ellos no han de meterse sino con los súbditos del príncipe. Y no armaréis ruido en las calles, pues ronda que chacharea y habla es cosa «tolerable» y que no se puede sufrir.

GUARDIA SEGUNDO.—Más bien habremos de dormir que charlar; sabemos lo que concierne a una ronda.

DOGBERRY.—Vaya, habláis como un guardia veterano y tranquilísimo, pues no veo en qué pueda ofender el dormir. Solamente debéis tener cuidado con que no os roben los chuzos. Bien; llamad en todas las cervecerías y mandad a los que estén borrachos que se retiren a la cama.

GUARDIA PRIMERO.—¿Y si no quieren?

DOGBERRY.—Pues, en ese caso, dejadles tranquilos hasta que se despejen. Si entonces no os dan mejor contestación, podéis decir que les tomasteis por quienes no eran.

GUARDIA PRIMERO.—Está bien, señor.

DOGBERRY.—Si os encontráis con un ladrón, podéis sospechar, por razón de vuestro cargo, que no es una persona honrada; y en cuanto a semejante especie de hombres, cuanto menos tratéis u os metáis con ellos, tanto más ganará, por cierto, vuestra reputación.

GUARDIA SEGUNDO.—Si nos consta que es un ladrón, ¿no le echaremos mano? DOGBERRY.—

Verdaderamente, podéis, en virtud de vuestro oficio; pero opino que quienes tocan la pez suelen mancharse. El procedimiento más pacífico, si topáis con un ladrón, es dejarle que se conduzca como quien es y que se abstenga de vuestra compañía.

VERGES.—Siempre habéis pasado por hombre misericordioso, compañero.

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DOGBERRY.—A decir verdad, no quisiera voluntariamente ahorcar a un perro; mucho menos a un hombre que no tiene honradez alguna.

VERGES.—Si oyerais gritar a un niño en la noche, debéis llamar a la nodriza y ordenarla que le haga callar.

GUARDIA SEGUNDO.—¿Y si la nodriza está durmiendo y no quiere oírnos?

DOGBERRY.—Pues entonces marchaos en paz y dejad que el niño la despierte con sus chillidos, pues la oveja que no atiende al cordero cuando bala, no responderá al ternero cuando muja.

VERGES.—Es muy cierto.

DOGBERRY.—He aquí el fin de la consigna. Vos, alguacil, representáis al mismo príncipe en persona. Si tropezáis con él de noche, podéis detenerle.

VERGES.—No, por la Virgen; yo creo que no puede.

DOGBERRY.—Apuesto cinco chelines contra uno, con cualquiera que conozca los estatutos, a que puede detenerle. Claro está, ¡pardiez!, que no ha de ser sin la anuencia del príncipe, porque, en verdad, la ronda no debe ofender a nadie, y es ofensa detener a un hombre contra su voluntad.

VERGES.—Por la Virgen, que ésa es mi opinión.

DOGBERRY.—¡Ja, ja, ja! Vaya, maeses, buenas noches. Si ocurre algo grave, llamadme a mí. Guardad el secreto de vuestros camaradas y los vuestros propios, y buenas noches. Vamos, vecino.

GUARDIA SEGUNDO.—Conque, maeses, ya habéis oído la consigna. Vamos a sentarnos en el poyo de la iglesia hasta las dos, y después a la cama.

DOGBERRY.—Una palabra más, honrados vecinos. Os ruego que rondéis la puerta del signior Leonato, pues celebrándose allí boda mañana, hay gran bullicio esta noche. Adiós; estad «vigitantes», os suplico. (Salen DOGBERRY y VERGES.) Entran BORACHIO y CONRADO.

BORACHIO.—¡Qué hay! ¡Conrado!

GUARDIA PRIMERO.—(Aparte.) ¡Silencio! ¡No os mováis!

BORACHIO.—¡Conrado, digo!

CONRADO.—Aquí estoy, hombre, pegado a tu codo.

BORACHIO.—Por la misa, y que sentí comezón en él. Pensé que iba a salirme un compañero sarnoso.

CONRADO.—Ya te contestaré de manera adecuada a eso; y ahora, prosigue con tu relato.

BORACHIO.—Apártate aprisa bajo este cobertizo, que empieza a lloviznar, y, como un verdadero borracho, te lo contaré todo.

GUARDIA PRIMERO.—(Aparte.) Alguna traición, maeses. No os mováis aún.

BORACHIO.—Has de saber, pues, que he obtenido mil ducados de don Juan.

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CONRADO.—¿Es posible que infamia alguna se venda tan cara?

BORACHIO.—Mejor harías en preguntar si es posible que infame alguno sea tan rico; pero cuando los infames ricos tienen necesidad de los infames pobres, los pobres pueden reclamar el precio que quieran.

CONRADO.—Me asombro de ello.

BORACHIO.—Eso muestra que no estás iniciado. Ya sabes que la moda de una ropilla, de un sombrero o de una capa nada hacen al hombre.

CONRADO.—Sí, componen su traje.

BORACHIO.—Me refiero a la moda.

CONRADO.—En efecto, la moda es la moda.

BORACHIO.—¡Quita allá! Eso es tanto como decir que un necio es un necio. Pero, ¿no ves la moda, qué pícaro deforme es?

GUARDIA PRIMERO.—(Aparte.) Conozco a ese Deforme, un pícaro ladrón que merodea por ahí hace siete años, y va vestido de caballero. Recuerdo su nombre.

BORACHIO.—¿No has oído a alguien?

CONRADO.—No, era la veleta de esa casa.

BORACHIO.—¿No ves, te decía, qué pícaro deforme es esa moda? ¡Qué vertiginosamente trastorna a cuantos tienen la sangre caliente desde los catorce a los treinta y cinco años! A veces los disfraza a manera de soldados de Faraón en un lienzo ahumado; otras veces los viste como sacerdotes del dios Baal en las vidrieras de los antiguos templos; a menudo los atavía a semejanza del Hércules cercenado de las tapicerías apolilladas y mugrientas, donde su miembro aparece tan gordo como su maza.

CONRADO.—Veo todo eso, y veo también que la moda gasta más ropa que el hombre. Pero tú mismo, ¿no tienes la cabeza trastornada por la moda, pues te apartas del relato que ibas a contarme, para divagar con ella?

BORACHIO.—No, de ningún modo. Sabe, pues, que esta noche he cortejado a Margarita, la doncella de la señora Hero, llamándola Hero. Asomada a la ventana del aposento de su señorita, me ha dado mil veces las buenas noches... Pero te cuento con torpeza la historia... He debido comenzar diciéndote cómo el príncipe, Claudio y mi amo, apostados, colocados y advertidos por mi amo don Juan, presenciaron desde lejos en el jardín esta cita amorosa.

CONRADO.—¿Y creyeron que Margarita era Hero?

BORACHIO.—Dos de ellos lo creyeron; pero el diablo de mi amo sabía que era Margarita; y en parte por los juramentos con que los había ya embaucado, en parte por la oscuridad de la noche, que los ofuscó; pero sobre todo por mi villanía, que confirmó cierta calumnia inventada por don Juan, lo cierto es que Claudio salió de allí enfurecido; juró que se reuniría con ella, según estaba acordado, a la mañana siguiente, en el templo, y que allí, ante toda la concurrencia, la avergonzaría con lo que había visto la noche anterior y la enviaría de nuevo a su casa sin marido.

GUARDIA PRIMERO.—¡En nombre del príncipe, daos presos!

GUARDIA SEGUNDO.—Avisad al señor alguacil mayor. Hemos descubierto aquí la más peligrosa obra de libertinaje que se ha cometido jamás en el Estado.

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GUARDIA PRIMERO.—Y anda en ello un tal Deforme. Le conozco; lleva un rizo...

CONRADO.—¡Señores, señores!

GUARDIA SEGUNDO.—Ya daréis noticias de ese Deforme, os aseguro.

CONRADO.—Pero señores...

GUARDIA PRIMERO.—Ni una palabra. Os intimidamos a que os dejéis obedecer y nos sigáis.

BORACHIO.—¡Es posible que resultemos una excelente mercancía, habiendo sido adquiridos por los chuzos de hombres como éstos!

CONRADO.—Una mercancía empapelada, os lo aseguro. Vamos, os obedeceremos. (Salen.)

Escena IV

Aposento en la casa de Leonato. Entran HERO, MARGARITA y ÚRSULA.

HERO.—Buena Úrsula, despierta a mi prima Beatriz y suplícala que se levante.

ÚRSULA.—Voy, señora.

HERO.—Y dile que venga aquí.

ÚRSULA.—Está bien. (Sale.)

MARGARITA.—En verdad, creo que os sentaría mejor el otro rebato.

HERO.—No, buena Marga, por favor, quiero llevar éste.

MARGARITA.—Por mi fe que no es tan bonito, y estoy segura de que vuestra prima será del mismo parecer.

HERO.—Mi prima es una loca y tú eres otra. No llevaré sino éste.

MARGARITA.—Hallaría precioso este nuevo añadido, si el cabello fuera un poco más oscuro. En cuanto al vestido, a fe que está confeccionado a la última moda. He visto el de la duquesa de Milán, que tanto ensalzan.

HERO.—¡Oh! Dicen que excede a toda ponderación.

MARGARITA.—Por mi fe, es una bata de noche al lado del vuestro: tela de brocado, acuchillada, con pasamano de plata, guarnecida de perlas, con manga al costado y manga perdida; la falda, orlada con brocadillo azulado; pero en cuanto al corte fino, singular, gracioso y elegante, el vuestro es diez veces preferible.

HERO.—¡Dios me dé alegría para lucirlo! Porque mi corazón está sumamente apesadumbrado.

MARGARITA.—Pronto lo estará más con el peso de un hombre.

HERO.—¡Vergüenza de ti! ¿No sientes rubor?

MARGARITA.—¿De qué, señora? ¿De hablar de cosas honradas? ¿El casamiento no es honrado incluso entre pordioseros? ¿No es honrado vuestro prometido aun sin casarse? Pienso que he debido decir: «Con el mayor respeto, un esposo». A no ser que un mal pensamiento interprete

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torcidamente mis palabras, a nadie he ofendido. ¿Hay algún pecado en «con el peso de un esposo»? Creo que no cuando se trata del esposo legítimo y de la legítima esposa. De otro modo el peso sería liviano y no pesado. Preguntad, si no, a mi señora Beatriz, que aquí llega. Entra BEATRIZ.

HERO.—Buenos días, prima.

BEATRIZ.—Buenos días, querida Hero.

HERO.—¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Habláis en un tono sentimental?

BEATRIZ.—Me parece que no sabría afectar otro.

MARGARITA.—Entonad Luz de amor, que no tiene estribillo. Cantadla, y yo bailaré. BEATRIZ.—

¡Luz de amor con vuestros talones! Pues como vuestro marido tenga bastantes establos, veréis que no han de faltarle graneros.

MARGARITA.—¡Oh interpretación maligna! La despreciaré con mis talones.

BEATRIZ.—Son casi las cinco, prima. Ya es hora de que estéis arreglada. A fe mía, que me encuentro extremadamente mal. ¡Ay!

MARGARITA.—¿Qué os falta? ¿Un halcón, un caballo o un esposo? BEATRIZ.—Sufro de la letra

con que principian todas esas palabras, de la h1. MARGARITA.—Bueno, si no os habéis

convertido en turca, no queda otro remedio sino navegar por la estrella polar.

BEATRIZ.—¿Qué quiere decir esta loca?, pienso.

MARGARITA.—¡Ya nada; sino que Dios dé a cada cual lo que su corazón desea!

HERO.—Estos guantes me los ha enviado el conde. Despiden un perfume embriagador.

BEATRIZ.—Estoy constipada, prima. No tengo olfato.

MARGARITA.—¡Doncella y constipada! ¿No será que habéis cogido un frío de castidad?

BEATRIZ.—¡Oh, venga Dios en mi ayuda! ¡Venga Dios en mi ayuda! ¿Desde cuándo tan chistosa?

MARGARITA.—Desde que vos habéis dejado de serlo. ¿No me sienta admirablemente el donaire?

BEATRIZ.—No se nota lo suficiente; debierais llevarlo en el tocado. Por mi fe, que estoy enferma.

MARGARITA.—Tomad un poco de carduus benedictus destilado y aplicáoslo al corazón. Es el único calmante para un desfallecimiento.

HERO.—Advierte que eso es pincharla con un cardo.

BEATRIZ.—¡Benedictus! ¿Por qué benedictus? ¿Veis algún sentido en ese benedictus?

MARGARITA.—¡Sentido oculto! ¡Por mi fe, yo no he pretendido dárselo! Quise decir sencillamente cardo bendito. Quizá creáis que os supongo enamorada: No, por la Virgen. No

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soy tan tonta que dé crédito a cuanto se me ocurra, ni se me ocurre tampoco dar crédito a lo que quisiera; no, en verdad; no se me ocurriría pensar, aunque me volviera loca, que estáis enamorada, o que lo estaréis o que podéis estarlo. No obstante, Benedicto era una persona tal como vos, y ahora se ha vuelto como los demás hombres. Juró que jamás se casaría y, sin embargo, al presente, a despecho de su corazón, come su pan de amor sin repugnancia. Que vos os convirtáis lo ignoro; pero se me antoja que comenzáis a mirar con vuestros ojos igual que las demás mujeres.

BEATRIZ.—¿Qué paso es ese que lleva tu lengua?

MARGARITA.—No es un falso galope. Vuelve a entrar ÚRSULA.

ÚRSULA.—Daos prisa, señora. El príncipe, el conde, el signior Benedicto, don Juan y todos los galanes de la ciudad vienen por vos para llevaros a la iglesia.

HERO.—Ayudadme a vestir, querida prima, querida Marga, querida Úrsula. (Salen.)

Escena V

Otro aposento en la casa de Leonato. Entra LEONATO con DOGBERRY y VERGES.

LEONATO.—¿Qué queréis de mí, honrado vecino?

DOGBERRY.—A fe, señor, quisiera haceros cierta confidencia que os atañe cercanamente.

LEONATO.—Sed breve, os ruego, pues ya veis que estoy muy ocupado.

DOGBERRY.—A fe que es así, señor.

VERGES.—Sí que lo estáis, señor.

LEONATO.—Veamos, ¿de qué se trata, mis queridos amigos?

DOGBERRY.—El buen Verges, señor, se aparta un poco del asunto: está viejo, señor, y su caletre no es tan «romo» como, Dios mediante, quisiera yo que fuese. Pero a fe que es honrado como el cuero que tiene entre las cejas.

VERGES.—En efecto, gracias a Dios, soy tan honrado como el que más que sea tan viejo como yo y no más honrado.

DOGBERRY.—Las comparaciones son «olorosas»; palabras, vecino Verges.

LEONATO.—Vecinos, sois fastidiosos.

DOGBERRY.—Favor que nos hace vuestra señoría; pero somos humildes funcionarios del duque. A decir verdad, por mi parte, aun cuando fuera tan «fatidioso» como un rey, mi corazón emplearía todo su fastidio en servicio de vuestra señoría.

LEONATO.—¡Todo tu fastidio en mi favor! ¡Ja!

DOGBERRY.—Sí, aunque fuera mil veces más pesado de lo que es, pues he oído tan buen «reproche» de vuestra señoría, como de cualquiera de la ciudad; y aunque no soy más que un pobre hombre, me alegro de haberlo oído.

VERGES.—Y yo también.

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LEONATO.—Quisiera saber, a lo menos, lo que tenéis que decirme.

VERGES.—Es el caso, señor, que esta noche nuestra ronda, con la excepción presente de vuestra señoría, ha echado el guante a un par de bellacos tan pícaros como los que más en Mesina.

DOGBERRY.—Es un pobre viejo, señor, que habla allá te vas. Como dice el refrán, cuanto más viejo más pellejo. ¡Válgame Dios! ¡Hay que ver el mundo! ¡Bien dicho, a fe, compadre Verges! Bravo; Dios es un buen hombre. Si dos hombres montan en un caballo, uno tiene que ir a las ancas. Un corazón honrado, a fe, señor. Por vida mía que lo es, como que nunca ha roto un plato. Pero, ¡alabado sea Dios!, no todos somos unos. ¡Ay, el bueno del compadre!

LEONATO.—En efecto, vecino, os es bastante inferior.

DOGBERRY.—Suerte que Dios da.

LEONATO.—Tengo que dejaros.

DOGBERRY.—Una palabra, señor. Nuestra ronda, señor, ha aprehendido, en efecto, a dos personas «despechosas»; y quisiéramos que comparecieran esta mañana ante vuestra señoría.

LEONATO.—Tomadles vos mismo la declaración y traédmela. Tengo ahora mucha prisa, como podéis observar.

DOGBERRY.—Eso será «suficiente».

LEONATO.—Bebed un trago de vino antes de partir y pasadlo bien. Entra un MENSAJERO.

MENSAJERO.—Señor, os aguardan para que entreguéis vuestra hija a su esposo.

LEONATO.—A sus órdenes. Voy ahora mismo. (Salen LEONATO y el MENSAJERO.)

DOGBERRY.—Id, buen compañero, id en busca de Francisco Seacoal. Decidle que traiga su pluma y tintero a la cárcel. Vamos ahora a «examinar» a esos hombres.

VERGES.—Y es menester hacerlo con chispa.

DOGBERRY.—Eso no ha de faltarnos, os lo garantizo. Hay aquí (Tocándose la frente.) lo que obligará a cantar a algunos de ellos. Buscad sólo al sabio escribiente para que extienda nuestra «excomunión» y juntaos conmigo en la cárcel. (Salen.)

Acto Cuarto Escena I

Interior de una iglesia. Entran DON PEDRO, DON JUAN, LEONATO, FRAY FRANCISCO, CLAUDIO, BENEDICTO, HERO, BEATRIZ, etc.

LEONATO.—Vamos, fray Francisco, sed breve: ateneos a la simple fórmula del matrimonio, y después expondréis sus deberes particulares.

FRAILE.—¿Venís aquí, señor, a casar a esta dama?

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CLAUDIO.—No.

LEONATO.—A ser casado con ella, padre; vos sois quien viene a casarle con ella.

FRAILE.—Señora, venís aquí a casaros con este conde.

HERO.—Vengo.

FRAILE.—Si alguno de vosotros dos sabe de algún impedimento íntimo que se oponga a que seáis enlazados, os invito, por la salvación de vuestras almas, a que lo declaréis.

CLAUDIO.—¿Sabéis de alguno, Hero?

HERO.—De ninguno, mi señor.

FRAILE.—¿Sabéis vos de alguno, conde?

LEONATO.—Me atrevo a contestar por él: de ninguno.

CLAUDIO.—¡Oh! ¡A cuánto se atreven los hombres! ¡Cuánto osan hacer! ¡Cuánto hacen diariamente, sin saber lo que hacen!

BENEDICTO.—¡Cómo! ¿Interjecciones? Pues entonces las habrá de risa, como ¡Ah! ¡Ja! ¡Ja!

CLAUDIO.—Acércate, fraile. Padre, con vuestro permiso: ¿me dais a esta doncella, vuestra hija, libremente y sin violencia alguna?

LEONATO.—Tan libremente, hijo mío, como Dios hubo de concedérmela.

CLAUDIO.—Y yo, ¿qué podría daros en pago de tan rico y valioso presente?

DON PEDRO.—Nada, a no ser que se la devolvierais.

CLAUDIO.—Querido príncipe, me enseñáis gratitud noble. Leonato, recobrad, pues, a vuestra hija: no deis esa naranja podrida a vuestro amigo. No tiene de honrada sino la señal y apariencia. ¡Mirad! ¡Se sonroja como una virgen! ¡Oh! ¡De qué sinceridad y muestra de virtud puede revestirse el astuto vicio! Ese rubor, esa modestia, ¿no vienen a atestiguar su sencilla honradez? Todos cuantos la contempláis, ¿no juraríais que es una virgen, por su aspecto exterior? ¡Pues no lo es! ¡Conoce el calor de un lecho lujurioso; y si enrojece, no es de pudor, sino de vergüenza!

LEONATO.—¿Qué queréis decir, señor?

CLAUDIO.—¡Que no me caso, que no junto mi alma a la de una probada libertina! LEONATO.—

Mi querido señor, si, en prueba propia, habéis vencido la resistencia de su juventud y hecho derrota de su virginidad...

CLAUDIO.—Sé lo que queréis decir: que si la he poseí- do, si la he tenido entre mis brazos, fue en calidad de esposo, y debo, por lo tanto, excusar una falta anticipada. No, Leonato. Nunca la tenté con palabras licenciosas. Sólo le dirigí expresiones de candor sincero y de un respetuoso amor, como hubiera hecho un hermano con su hermana.

HERO.—¿Y me conduje nunca de otro modo con vos?

CLAUDIO.—¡Mal haya tu apariencia! Yo la denunciaré. Me hacíais el efecto de una Diana en su esfera, tan casta como el capullo antes de florecer; pero sois más desenfrenada en vuestros

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deseos que Venus, o que esos animales mimados que retozan en una salvaje sensualidad.

HERO.—¿Está mi señor en su juicio, que desvaría de ese modo?

LEONATO.—Querido príncipe, ¿por qué no habláis?

DON PEDRO.—¿Qué voy a hablar? Estoy avergonzado por haber querido unir a mi caro amigo con una vulgar ramera.

LEONATO.—¿Se dicen tales cosas, o soy víctima de un sueño?

DON JUAN.—Señor, se dicen, y son verdaderas.

BENEDICTO.—¡Esto no lleva trazas de boda! HERO.—

¡Verdaderas! ¡Oh Dios!

CLAUDIO.—¿Estoy yo aquí, Leonato? ¿Es éste el príncipe? ¿Este otro el hermano del príncipe? ¿Es ése el rostro de Hero? ¿Son estos ojos nuestros ojos?

LEONATO.—Todo es así, ¿y a qué viene eso, señor?

CLAUDIO.—Permitidme que haga una pregunta a vuestra hija; y por aquella autoridad paterna y fuero blando que tenéis sobre ella, mandadla que responda francamente.

LEONATO.—Te exijo que así lo hagas, como hija mía que eres. HERO.—¡Oh Dios, amparadme! ¡Cómo me acosan! ¿Qué clase de interrogatorio es éste?

CLAUDIO.—Un interrogatorio para que respondáis con verdad a vuestro nombre.

HERO.—¿No es el de Hero? ¿Quién podrá manchar tal nombre con un reproche justo?

CLAUDIO.—¡A fe que Hero! ¡Hero misma puede manchar la virtud de Hero! ¿Quién era el hombre que hablaba con vos anoche, en vuestra ventana, entre doce y una? Ahora, si sois doncella, responded.

HERO.—Con ningún hombre he hablado a tal hora, señor.

DON PEDRO.—No sois doncella entonces. –Leonato, me duele que hayáis de oírlo. Por mi honor, yo, mi hermano y este pobre conde la hemos visto y oído a esa hora de la noche última hablar con un rufián en la ventana de su aposento; el cual, como bellaco, al fin, sin pizca de decoro, nos confesó las viles entrevistas que habían tenido mil veces en secreto.

DON JUAN.—¡Vergonzosas! ¡Vergonzosas! No merecen otro nombre, señor, ni que se hable de ellas. No hay castidad suficiente en el lenguaje para referirlas sin ofender los oídos. Así que, linda joven, lamento tu notoria liviandad.

CLAUDIO.—¡Oh Hero! ¡Qué heroína, qué dechado fueras, de haber empleado la mitad de tus hechizos exteriores en adornar tus pensamientos y las aspiraciones de tu corazón! Pero ¡adiós a ti, la más inmunda y la más bella! ¡Adiós a ti, pura impiedad e impía pureza! Por ti cerraré todas las puertas del amor, y la sospecha penderá de mis párpados para trocar toda hermosura en pensamientos de maldad y nunca hallarle otros atractivos.

LEONATO.—¿No hay aquí un puñal para matarme?

HERO se desmaya.

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BEATRIZ.—¡Ay! ¡Qué es esto, prima! ¿Os sentís enferma?

DON JUAN.—Venid, partamos. Semejantes revelaciones le han hecho perder el sentido. (Salen DON PEDRO, DON JUAN y CLAUDIO.)

BENEDICTO.—¿Cómo está la prima?

BEATRIZ.—¡Creo que muerta! ¡Socorro, tío! ¡Hero! ¡Ay! ¡Hero! ¡Tío! ¡Signior Benedicto! ¡Monje!

LEONATO.—¡Oh destino! ¡No levantes tu pesada mano! ¡La muerte es el mejor velo que puede desearse para cubrir su oprobio!

BEATRIZ.—¿Cómo te sientes? ¡Prima Hero!

FRAILE.—Reconfortaos, señora.

LEONATO.—¿Y alzas la vista?

FRAILE.—Sí; ¿por qué no ha de alzarla?

LEONATO.—¡Por qué! ¡Cómo! ¿Todo lo que hay sobre la tierra no grita su deshonra? ¿Puede negar aquí el relato que lleva impreso en su sangre? No vivas, Hero; no abras los ojos. ¡Porque si supiera que no querías morir de golpe, que tu ánimo tuviera más fuerza que tu infamia, yo mismo, en ayuda de tus remordimientos, atentaría contra tu vida! ¿Me apenaba el tener una hija tan sólo? ¿Acusé a la naturaleza por haberse mostrado avara? ¡Oh! ¡Fue demasiado pródiga en darme a ti! ¿Por qué te tuve? ¿Por qué has sido siempre tan grata a mis ojos? ¿Por qué con mano caritativa no recogí mejor del umbral de mi puerta la descendencia de un mendigo, para al verla así enlodada y sumida en la infamia, haber podido decir: «Nada tiene mío; esta vergüenza procede de lomos ignorados»? Pero ¡mi propia hija! ¡Una hija que amaba, que ensalzaba, de la que me enorgullecía hasta el extremo de no ser yo mismo, de no estimarme ni pertenecerme sino por ella! ¡Oh! ¡Verla caída en una cisterna de tinta, que el ancho mar no tiene gotas para lavar lo bastante su mancha y escasísima sal para devolver la frescura a su carne corrompida!

BENEDICTO.—Señor, señor, calmaos. Por mi parte, estoy tan confundido de admiración, que no sé qué decir.

BEATRIZ.—¡Oh, por mi alma! ¡Han calumniado a mi prima!

BENEDICTO.—Señora, ¿habéis compartido su lecho la noche última?

BEATRIZ.—No, en verdad, no; pero hasta anoche hemos dormido juntas estos doce meses.

LEONATO.—¡Confirmado, confirmado! ¡Oh, la verdad es más sólida, aunque ya fue reforzada con barrotes de hierro! ¿Iban a mentir los dos príncipes? ¿Iba a mentir Claudio, que la amaba de modo que hablando de su impureza la lavaba con sus lágrimas? ¡Dejadla! ¡Dejadla que muera!

FRAILE.—Oídme un instante. Si he callado tanto tiempo, y dejado seguir su curso a este accidente, ha sido sólo por observar a la dama. Mil apariciones ruborosas han turbado su rostro; mil sonrojos inocentes han cedido su puesto a blancuras angélicas; y en sus ojos brillaba un fuego como para quemar los errores sostenidos por los príncipes contra su real virginidad. Tratadme de loco; no tengáis confianza en mis observaciones, que con el sello de la experiencia confirma el extracto de mi estudio; no concedáis nada a mis años, a mi dignidad, a mi vocación, ni a mi sagrado ministerio, si esta adorable señora no ha sido aquí víctima de algún error mordaz.

LEONATO.—Fraile, te equivocas. Ya ves que todo el pudor que le queda consiste en no querer

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añadir a su condenación el pecado de perjurio. No lo niega. ¿A qué, pues, buscas una excusa para disimular lo que aparece en su propia desnudez?

FRAILE.—Señora, ¿quién es el hombre con el cual se os acusa?

HERO.—Lo sabrán quienes me acusan; yo no lo conozco. Si conociera a hombre alguno viviente más de lo que puede convenir a la castidad de una doncella, ¡que mis pecados no hallen redención! ¡Oh padre mío! ¡Probad que un hombre ha conversado conmigo a horas desusadas, o que anoche mantuve cambio de palabras con ser alguno, y repudiadme, odiadme, torturadme hasta la muerte!

FRAILE.—Los príncipes sufren alguna extraña equivocación.

BENEDICTO.—Dos de ellos son el honor personificado. Si su buena fe ha sido sorprendida, habrá que achacar el fraude a Juan el bastardo, cuyo ingenio se ocupa en fraguar vilezas.

LEONATO.—¡No lo sé! ¡Si han dicho de ella sólo la verdad, la harán trizas estas manos! ¡Si mancharon su honor con la calumnia, el más altivo de ellos tendrá que sentir! El tiempo no ha desecado tanto la sangre de mis venas, ni la edad embotado mi inventiva, ni la suerte agotado mis recursos, ni de tantos amigos me ha alejado mi mala vida; sino que hallarán despiertos para semejante empresa la fuerza de un brazo y la prudencia de un ingenio, medios eficaces y plantel de amigos para tomar venganza cumplidamente.

FRAILE.—Pausa un momento, y guiaos de mi consejo en esta ocasión. Los príncipes han dejado aquí a vuestra hija por muerta. Ocultadla algún tiempo secretamente y hacer correr la voz de que, en efecto, ha sucumbido. Simulad ostentación de luto; suspended del viejo panteón de vuestra familia un epitafio fúnebre y cumplid todos los ritos correspondientes a un entierro.

LEONATO.—¿A qué conducirá eso? ¿De qué podrá servir?

FRAILE.—¡Pardiez!, bien llevado hará que la calumnia se convierta en remordimiento. Esto no es ya poco; mas no es éste el fin que sueño por medio tan extraño; antes espero un gran parto de estos dolores. Muerta ella, como así hay que mantener, en el instante mismo en que se vio acusada, se la sentirá, se la tendrá compasión, y será disculpada por cuantos lo oigan; pues las cosas son así: jamás estimamos en su precio el bien de que gozamos; pero si lo perdemos, entonces es cuando exageramos su valía, cuando apreciamos su mérito, que no estimamos mientras nos perteneció. Tal sucederá con Claudio. Cuando oiga que ella ha muerto víctima de sus palabras, el recuerdo de su vida se deslizará dulcemente en su imaginación, y cada preciado órgano de su existencia se ofrecerá a sus ojos y alcance de su alma revestido de mayor encanto, más delicadamente tangible y animado de vida que cuando alentaba de veras. Entonces le invadirá el sentimiento (si alguna vez asentó el amor en su hígado), y deseará no haberla acusado, no, aunque crea todavía en la verdad de su acusación. Obrad así, y no dudéis que el éxito dará a los acontecimientos un giro mejor aún del que yo me atrevo a proponer. Pero aunque todos nuestros planes resultaran fallidos, la suposición de que la dama ha muerto sofocará el escándalo de su infamia, y si no salen bien, siempre os queda el recurso de tenerla oculta (como convenga mejor a su reputación herida), en una vida reclusa y religiosa, lejos de todas las miradas, de todas las lenguas y de todos los espíritus e injurias.

BENEDICTO.—Signior Leonato, atended el consejo del monje. Y aunque sabéis la gran intimidad y afecto que me unen al príncipe y a Claudio, juro no obstante, por mi honor, que he de obrar en todo con tanto sigilo y leal- tad como vuestra alma obraría con vuestro cuerpo.

LEONATO.—En el dolor en que estoy sumergido, el menor hilo puede guiarme.

FRAILE.—Hacéis bien en consentir. A la tarea inmediatamente. A extraños males, extraños remedios. Vamos, señora, morid para vivir. Tal vez este día nupcial no ha sido sino aplazado. Paciencia y resignación. (Salen el FRAILE, HERO y LEONATO.)

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BENEDICTO.—Señora Beatriz, ¿habéis llorado todo este tiempo?

BEATRIZ.—Sí, y lloraré más tiempo aún.

BENEDICTO.—No lo quisiera.

BEATRIZ.—No tenéis razón. Lloro generosamente.

BENEDICTO.—Tengo la convicción de que vuestra bella prima ha sido calumniada.

BEATRIZ.—¡Ah! ¡Cuán acreedor se haría a mi gratitud el hombre que la rehabilitase!

BENEDICTO.—¿Hay algún medio de daros esa prueba de amistad?

BEATRIZ.—El medio existe, pero no el amigo.

BENEDICTO.—¿Puede servir un hombre?

BEATRIZ.—Es oficio de hombre, pero no para vos.

BENEDICTO.—Nada quiero en este mundo sino a vos. ¿No es cosa extraña?

BEATRIZ.—Tan extraña para mí, como cosa que ignoro. Con la misma facilidad podría decir yo que nada quiero tanto como a vos. Pero no me creáis. Y, sin embargo, no miento. Nada confieso ni niego nada. Estoy desolada por mi prima.

BENEDICTO.—Por mi espada, Beatriz, que me amas.

BEATRIZ.—No juréis por vuestra espada, y tra- gadla.

BENEDICTO.—Quiero jurar por ella que me amáis, y hacérsela tragar a quien diga que no os amo.

BEATRIZ.—¿No queréis tragar vuestra palabra?

BENEDICTO.—No, cualquiera que fuese la salsa con que pudiera condimentarse. Protesto que te amo.

BEATRIZ.—Pues entonces, ¡Dios me perdone!...

BENEDICTO.—¿Qué ofensa, amada Beatriz?

BEATRIZ.—Me habéis interrumpido a punto. Iba a protestar a mi vez que os amo.

BENEDICTO.—Hazlo con todo tu corazón.

BEATRIZ.—Os amo tan de corazón, que no me queda parte alguna para protestar.

BENEDICTO.—Vamos, ordéname que haga algo por ti.

BEATRIZ.—¡Matad a Claudio!

BENEDICTO.—¡Ah! ¡Ni por el mundo entero!

BEATRIZ.—Me matáis con negármelo. Adiós.

BENEDICTO.—Deteneos, querida Beatriz.

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BEATRIZ.—Me he ido, aunque esté aquí. No hay amor en vos, no; por favor, dejadme.

BENEDICTO.—¡Beatriz!...

BEATRIZ.—A fe, que quiero irme.

BENEDICTO.—Quedemos antes amigos.

BEATRIZ.—Tenéis menos miedo de ser mi amigo que de combatir con mi enemigo.

BENEDICTO.—¿Es Claudio tu enemigo?

BEATRIZ.—¿No está probado que es el más vil de los miserables por haber calumniado, despreciado y deshonrado a mi prima? ¡Oh, si yo fuera hombre! ¡Cómo! Engañarla hasta el punto de darse las manos ante el altar, y acto seguido, con acusación pública, con desembozada calumnia, con rencor despiadado... ¡Dios mío! ¡Si yo fuera hombre! ¡Me comería su corazón en medio de la plaza!

BENEDICTO.—¡Óyeme, Beatriz!...

BEATRIZ.—¡Que habló en su ventana con un hombre! ¡Lindo cuento!

BENEDICTO.—Pero ¡Beatriz!...

BEATRIZ.—¡Amada Hero! ¡Difamada! ¡Calumniada! ¡Perdida!

BENEDICTO.—¡Beat!...

BEATRIZ.—¡Príncipes y condes! ¡Verdaderamente, el testimonio es principesco! ¡Valiente conde en confitura! ¡Famoso galán, a fe! ¡Oh, si yo fuera hombre para defenderla, o tuviera sólo un amigo que fuera hombre para vengarla por mi amor! Pero la hombría se ha convertido en ceremonia, el valor en cumplidos, y los hombres no tienen más que lengua, y lengua meliflua a mayor abundamiento. Hoy se es tan valiente como Hércules con sólo decir una mentira y sostenerla con juramentos. ¡No puedo ser hombre, a pesar de mi deseo, y por lo tanto, moriré de pena como una mujer!

BENEDICTO.—¡Detente, amada Beatriz! ¡Por esta mano, que te adoro!

BEATRIZ.—¡Empleadla, por mi amor, en otra cosa que en jurar por ella!

BENEDICTO.—En el fondo de vuestra alma, ¿creéis que el conde Claudio ha calumniado a Hero?

BEATRIZ.—¡Sí! ¡Tan cierto como tengo pensamiento y alma!

BENEDICTO.—¡Basta! ¡Me comprometo a desafiarle! ¡Permitidme que os bese la mano y me despida de vos! ¡Por esta mano, que Claudio me dará satisfacción cumplida! ¡Juzgad de mí después que hablen los hechos! ¡Id a consolar a vuestra prima! Debo decir que ha muerto. ¡Y con esto, adiós! (Salen.)

Escena II

Una cárcel. Entran DOGBERRY, VERGES y el ESCRIBANO, con togas, y la ronda, con CONRADO y BORACHIO.

DOGBERRY.—¿Están presentes todos los miembros de la «disamblea»?

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VERGES.—¡Oh! Un taburete y un cojín para el escribano.

ESCRIBANO.—¿Cuáles son los malhechores?

DOGBERRY.—¡Diantre! Yo y mi compañero.

VERGES.—¡Pues es verdad! Procedamos al expediente de «intuición».

ESCRIBANO.—Pero ¿contra quiénes se instruye la ofensa? ¡Que se pongan delante de maese alguacil!

DOGBERRY.—Sí, a fe; ponedlos delante de mí. ¿Cómo os llamáis, amigo?

BORACHIO.—Borachio.

DOGBERRY.—Tened la bondad de escribir ahí Borachio. ¿Y vos, tunante?

CONRADO.—Soy un caballero, señor, y me llamo Conrado. DOGBERRY.—

Escribid ahí: maese caballero Conrado. ¿Servís a Dios, maeses? CONRADO y

BORACHIO.—Sí, señor; así lo esperamos.

DOGBERRY.—Escribid ahí que esperan servir a Dios; y poned a Dios primero, pues ¡Dios nos libre de que vaya Dios detrás de semejantes granujas! Maeses, está probado que sois poco menos que hipócritas traidores, y cerca le anda de que lo creamos. ¿Qué contestáis en defensa propia?

CONRADO.—A fe, señor, decimos que no lo somos.

DOGBERRY.—Es un mozo listo este truhán, os lo aseguro; pero yo me las entenderé con él. Venid acá, bellaco; una palabra al oído. Os digo, señor, que se sospecha que sois unos granujas redomados.

BORACHIO.—Señor, os digo que no lo somos.

DOGBERRY.—Bien; retiraos. ¡Vive Dios, que se han puesto de acuerdo! ¿Habéis escrito que no lo son?

ESCRIBANO.—Maese alguacil, ése no es el modo de tomarles declaración. Debéis llamar a la ronda, que es la que ha de acusarles.

DOGBERRY.—A fe que sí; es el mejor camino. ¡Que se adelante la ronda! Maeses, en nombre del príncipe, os mando que acuséis a estos individuos.

GUARDIA PRIMERO.—Este hombre, señor, dijo que don Juan, el hermano del príncipe, era un villano.

DOGBERRY.—Escribid que el príncipe Juan es un villano. ¡Eh! ¡Perjurio evidente llamar villano al hermano de un príncipe!

BORACHIO.—Maese alguacil...

DOGBERRY.—¡Calle el pícaro, por favor! No me gusta tu facha, te lo aseguro.

ESCRIBANO.—¿Qué más le oísteis decir?

GUARDIA SEGUNDO.—¡Pardiez!, que había recibido mil ducados de don Juan para acusar

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falsamente a la señora Hero.

DOGBERRY.—¡El mayor robo con fractura que jamás se ha cometido!

VERGES.—¡Por la misa que sí! No es otra cosa.

ESCRIBANO.—¿Qué más, camarada?

GUARDIA PRIMERO.—Y que el conde Claudio tenía el propósito, creyendo en sus palabras, de deshonrar a Hero ante toda la asamblea y de no casarse con ella.

DOGBERRY.—¡Oh villano! ¡Serás condenado por esto a «redención» eterna!

ESCRIBANO.—¿Qué más?

GUARDIA SEGUNDO.—Eso es todo.

ESCRIBANO.—Y esto es más, señores, de lo que podéis negar. El príncipe Juan ha huido secretamente esta mañana. Hero ha sido acusada de esa manera, y de la misma manera repudiada, y ha muerto de pena repentinamente. Maese alguacil, mandad que se ate a estos hombres y se les lleve a casa de Leonato. Yo iré delante y le mostraré el interrogatorio. (Sale.)

DOGBERRY.—¡Vamos, que se «obstinan»!

VERGES.—¡Atadles!

CONRADO.—¡Atrás, mastuerzo!

DOGBERRY.—¡Por vida de Dios! ¿Dónde está el escribano? ¡Que escriba que el representante del príncipe es un mastuerzo! ¡Vamos, amarradles! ¡Eres un pillo perverso!

CONRADO.—¡Fuera! ¡Sois un asno! ¡Un asno!

DOGBERRY.—¿No te infunde «sospecha» mi cargo? ¿No te infunde «sospecha» mi edad? ¡Oh! ¡Que no esté aquí el otro para escribir lo de asno! Pero vosotros, maeses, recordad que soy un asno. Aunque no conste por escrito, no olvidéis, con todo, que soy un asno. No, granuja; estás lleno de «piedad», como se te probará con buenos testigos. Yo soy un mozo despierto; y lo que es más, un funcionario, y lo que es más, un padre de familia, y lo que es más, un bonito pedazo de carne, como no hay otro en Mesina. Y que sabe de leyes, para que te enteres, y mozo bastante rico, para que te percates, y que ha tenido sus pérdidas, y que posee un par de uniformes y otras muchas cosas finas. ¡Lleváoslo! ¡Oh! ¡Que no haya quedado escrito que soy un asno! (Salen.)

Acto quinto Escena I

Ante la casa de Leonato. Entran LEONATO y ANTONIO.

ANTONIO.—Si continuáis así, os causaréis la muerte, y no es razonable secundar de tal modo la pena contra uno mismo.

LEONATO.—Cesa, por favor, en tus consejos, que caen tan sin provecho en mis oídos como el agua en un tamiz. No me aconsejes, ni permitas que consuelo alguno encante mis oídos, a no ser que proceda de alguno cuyas desgracias se comparen a las mías. Encuéntrame un padre que haya amado a su hija tanto como yo; cuya felicidad, puesta en ella, haya sido aniquilada como la mía, y pídele que hable de paciencia. Mide su dolor por la extensión y hondura del mío,

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y que a cada lamento responda otro lamento, pena por pena igual en todo, en cada rasgo, parte, aspecto y forma. Si tal hombre sonríe de grado y se atusa la barba, manda a la aflicción a paseo, grita «ejem» cuando debiera gemir, remienda su dolor con proverbios y ahoga sus infortunios bebiendo con los gastacandelas, tráemelo luego, y de él aprenderé paciencia. Pero tal hombre no existe, porque, hermano mío, los hombres pueden aconsejar y proferir palabras de consuelo ante aquellos pesares que no sienten; mas cuando los experimentan, su consejo se convierte en cólera, el mismo que antes pretendían daros como precepto medicinal contra la rabia, probando a encadenar la locura con un hilo de seda, a calmar el dolor con aire y la agonía con vocablos. No, no; es un deber de todos los hombres predicar paciencia a cuantos se retuercen bajo el peso de la desdicha; pero ninguno tiene virtud ni entereza para mantenerse tan moralizador cuando esa misma desdicha pesa sobre él. Por lo tanto, no me des consejos. Mis penas gritan más alto que tus reflexiones.

ANTONIO.—En esto no difieren en nada los hombres de los niños.

LEONATO.—¡Silencio, por favor! Quiero ser de carne y sangre. Porque todavía no se ha encontrado un filósofo capaz de soportar pacientemente un dolor de muelas, no obstante escribir bajo la inspiración de los dioses y burlarse del hado y del sufrimiento.

ANTONIO.—Sin embargo, no echéis sobre vos todo el peso de la desventura; que aquellos que os han ofendido sufran también.

LEONATO.—En eso hablas con razón. Sí, he de pensarlo. Mi alma me dice que Hero ha sido calumniada, y lo sabrá Claudio, así como el príncipe y todos aquellos que de tal modo la han deshonrado.

ANTONIO.—Aquí vienen el príncipe y Claudio a toda prisa.

DON PEDRO.—Buenos días. Buenos días. CLAUDIO.—

Buenos días a ambos.

LEONATO.—Oíd, señores...

DON PEDRO.—Llevamos alguna prisa, Leonato.

LEONATO.—¡Alguna prisa, señor! Bien; adiós, señor. ¿Tanta prisa ahora? Bien, ya nos veremos.

DON PEDRO.—Además, no busquéis querella con nosotros, buen anciano.

ANTONIO.—Si pudiera obtener satisfacción por una querella, alguno de nosotros mordería el polvo.

CLAUDIO.—¿Quién le ha ofendido?

LEONATO.—¡Tú, por mi fe, me has ofendido! ¡Tú, impostor! ¡Tú! ¡No, no eches mano a la espada! ¡No te temo!

CLAUDIO.—¡Pardiez! Maldita sea mi mano, si diera a vuestra vejez motivo alguno de temor. Por mi fe, mi mano nada quiere con mi espada.

LEONATO.—¡Quita, quita, hombre! No te mofes ni te burles de mí. No hablo como un viejo caduco o como un necio para jactarme, bajo el privilegio de la edad, de lo que hice cuando era joven o de lo que haría si no fuera viejo. Sabe, Claudio, y cara a cara te lo digo, que nos has ultrajado de tal manera a mi hija y a mí, que me veo obligado a dar de lado todo respeto y, a pesar de mis cabellos grises y de los achaques de mis muchos años, te reto a prueba varonil. Te digo que has calumniado a mi inocente hija. Tu injuria traspasó su corazón de parte a parte, y reposa enterrada con sus mayores. ¡Oh, en

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una tumba donde jamás durmió el oprobio, salvo este tuyo, urdido por tu infamia!

CLAUDIO.—¿Mi infamia?

LEONATO.—¡Tu infamia, Claudio; tu infamia, te repito!

DON PEDRO.—Os equivocáis, anciano.

LEONATO.—¡Señor, señor! ¡Lo probaré en su cuerpo, si se atreve, a despecho de su esgrima certera y de su activa práctica, su juventud de mayo y la floración de su fuerza!

CLAUDIO.—¡Dejadme! No quiero nada con vos.

LEONATO.—¿Es posible que así me rehuyas? Tú mataste a mi hija; si me matas a mí, mancebo, habrás matado a un hombre.

ANTONIO.—Matará a nosotros dos, y a hombres en verdad. Mas la cuestión no es ésa. Que mate a uno primero. Que me venza y me despoje. Dejadle que conteste. Vamos, seguidme, muchacho; vamos, señor rapaz; vamos, acompañadme. Señor mancebo, a azotes repeleré vuestra esgrima. Sí; como soy caballero, que lo haré.

LEONATO.—Hermano...

ANTONIO.—Calmaos. Dios sabe lo que amaba a mi sobrina. ¡Y ha muerto, calumniada de muerte por villanos, que así se atreverán a hacer frente a un hombre como yo a asir a una serpiente por la lengua! ¡Mozuelos, micos, fanfarrones, moharrachos, maricas!

LEONATO.—¡Hermano Antonio!...

ANTONIO.—Estad tranquilo. ¡Cómo, hombre! Los conozco bien. ¡Ya lo creo! Y sé lo que pesan hasta el último adarme: mocosuelos, baladrones, petimetres, que mienten, adulan, befan, desacreditan y calumnian, y con trazas de bufón afectan aires terribles y emplean una docena de términos de amenaza para explicar cómo herirían a sus adversarios, si se atrevieran. ¡Y eso es todo!

LEONATO.—Pero hermano Antonio...

ANTONIO.—Vamos, esto no os compete: no os mezcléis en ello. Corre de mi cuenta.

DON PEDRO.—Caballeros, no queremos excitar vuestro enojo. Mi corazón está desolado por la muerte de vuestra hija; pero, por mi honor, que de nada fue culpada que no estuviera cierta y verdaderamente probado.

LEONATO.—Señor, señor...

DON PEDRO.—No quiero oíros.

LEONATO.—¿No? Vamos, hermano, fuera de aquí. ¡Quiero que se me oiga!

ANTONIO.—¡Y se os oirá, o a alguno de vosotros ha de pesarle! (Salen LEONATO y ANTONIO.) Entra BENEDICTO.

DON PEDRO.—Mirad, mirad. Aquí viene el hombre a quien buscábamos.

CLAUDIO.—Hola, signior, ¿qué hay de nuevo?

BENEDICTO.—Buenos días, señor.

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DON PEDRO.—Bienvenido, señor. Por poco llegáis a tiempo para intervenir casi en una pendencia.

CLAUDIO.—Hemos estado a punto de que nos mascaran las narices dos viejos desdentados.

DON PEDRO.—Leonato y su hermano. ¿Qué te parece? De haber venido a las manos, no dudo de que hubiéramos sido demasiado jóvenes para ellos.

BENEDICTO.—A mala querella no hay valor verdadero. Venía en busca de los dos. CLAUDIO.—

Nosotros andábamos arriba y abajo buscándote, porque estamos de melancolía hasta el cogote y de buena gana nos sacudiríamos de ella. ¿Quieres hacer uso de tu ingenio?

BENEDICTO.—Lo llevo en la vaina de mi espada. ¿Tiro de él?

DON PEDRO.—¿Llevas tu ingenio al lado?

CLAUDIO.—Nunca se vio tal cosa, aunque hay muchos cuyo ingenio hay que dejar a un lado. Te mandaré desenvainar, como hacemos con los ministriles. Desenvaina para distraernos.

DON PEDRO.—A fe de hombre honrado que se le ve palidecer. ¿Estás enfermo o enojado?

CLAUDIO.—¡Cómo! ¡Ánimo, hombre! Aunque de pesar se muere el gato, tú tienes temple bastante para dar muerte al pesar.

BENEDICTO.—Señor mío, me encontraré con vuestro ingenio en el terreno, si es a mí a quien se dirigen vuestros ataques. Os ruego mudéis de tema.

CLAUDIO.—Pues dadle entonces otra lanza; esta última se ha roto en astillas.

DON PEDRO.—Por esta luz, que se pone cada vez más pálido. Creo que es de veras su enojo.

CLAUDIO.—Si lo es, ya sabe cómo ha de volverlo al cinto.

BENEDICTO.—¿Queréis oír una palabra a solas?

CLAUDIO.—¡Dios me libre de un desafío!

BENEDICTO.—(Aparte, a CLAUDIO.) Sois un villano. No lo digo de broma. Os lo haré bueno donde, como y cuando gustéis. Dadme una satisfacción, o publicaré vuestra cobardía. Habéis matado a una dama sin par, y su muerte os costará cara. Contestadme.

CLAUDIO.—Bien; me veré con vos, a condición de que sea un buen banquete.

DON PEDRO.—¿Cómo? ¿Un festín? ¿Se trata de un festín?

CLAUDIO.—Sí, a fe mía, y se lo agradezco. Me invita a cabeza de ternera y a capón. Si no les trincho esmeradamente, echad la culpa al cuchillo. ¿No habrá también alguna chocha?

BENEDICTO.—Señor, vuestro gracejo va a paso de andadura; marcha lisamente.

DON PEDRO.—Voy a repetirte cómo elogió Beatriz tu ingenio el otro día. Le dije que tenías mucha gracia. «Es verdad —dijo ella—, mucha gracia menuda.» «No —dije yo—, una gracia enorme.» «En efecto —prosiguió ella—, enorme de puro grosera.» «No tal —continué yo—, es una gracia fina.» «Justamente —replicó—, no hiere a nadie.» «De ninguna manera —continué diciéndole—, es un caballero discreto.» «Cierto —repuso—, un discreto caballero.» «No es eso —exclamé—, posee muchas lenguas.» «Sin duda —agregó—, pues me juró una cosa el lunes por la noche, que desmintió el martes por la mañana: ahí tenéis una lengua doble, ahí tenéis

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dos lenguas.» Y así, durante una hora se entretuvo en desfigurar tus peculiares virtudes. Menos mal que finalizó con un suspiro, asegurando que eras el hombre más perfecto de Italia.

CLAUDIO.—Con lo cual se echó a llorar de todo corazón y dijo que eso le tenía sin cuidado.

DON PEDRO.—Sí, así fue. Sin embargo, y a pesar de todo, si no le odiara mortalmente, le amaría con delirio. Todo nos lo contó la hija del viejo.

CLAUDIO.—Todo, todo; y, por otra parte, Dios le había visto cuando se escondió en el jardín.

DON PEDRO.—Pero, ¿cuándo colocaremos las astas del toro bravo en la frente del sensible Benedicto?

CLAUDIO.—Eso es, y con un letrero debajo, que diga: «¡Aquí vive Benedicto, el hombre casado!».

BENEDICTO.—Dios os guarde, mozo. Conocéis mi estado de ánimo. Os dejo ahora a vuestro humor comadresco. Blandís vuestras pullas como los fanfarrones sus hojas, las cuales, a Dios gracias, a nadie hieren. Alteza, os agradezco vuestras muchas amabilidades, pero me veo obligado a rehusar vuestra compañía. Vuestro hermano el bastardo ha huido de Mesina; entre los tres habéis ocasionado la muerte de una incomparable e inocente dama. Por lo que toca al señor Lampiño, aquí presente, él y yo nos veremos las caras; y hasta entonces, la paz sea con él. (Sale.)

DON PEDRO.—Está serio.

CLAUDIO.—Y tan serio. Y os aseguro que es por amor de Beatriz.

DON PEDRO.—¿Y te ha desafiado?

CLAUDIO.—Muy formalmente.

DON PEDRO.—¡Qué peregrina cosa es un hombre cuando sale a correrla en ropilla y calzas y se olvida del ingenio!

CLAUDIO.—Es entonces un gigante comparado con un mono; pero puede ocurrir que el mono sea a su lado un doctor.

DON PEDRO.—Mas callad; basta de eso. ¡Despierta, corazón, y ponte triste! ¿No dijo que había huido mi hermano? Entran DOGBERRY, VERGES y la ronda, con CONRADO y BORACHIO.

DOGBERRY.—Vamos con vos, señor. Si la justicia no logra domaros, que no vuelva a pesar más razones en su balanza. No, como ya habéis sido un hipócrita blasfemo, habrá que poneros a buen recaudo.

DON PEDRO.—¿Qué es esto? ¡Dos criados de mi hermano presos! ¡Y uno de ellos es Borachio!

CLAUDIO.—Informaos enseguida de sus delitos, señor.

DON PEDRO.—Oficiales, ¿qué delito han cometido estos hombres?

DOGBERRY.—¡Pardiez!, señor; han esparcido rumores falsos; además, han dicho mentiras; segundo, son calumniadores; sexto y último, han desmentido a una dama; tercero, han «verificado» cosas injustas; y, para concluir, son bellacos embusteros.

DON PEDRO.—Primero, te pregunto qué han hecho; tercero, te interrogo cuál es su delito; sexto y último, por qué están presos; y, para concluir, ¿qué cargos les imputáis?

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CLAUDIO.—¡Bien razonado y por su propio orden! Y, a fe, de una manera que no hay más que pedir.

DON PEDRO.—¿A quién habéis ofendido, maeses, para venir así atados antes de vuestro interrogatorio? Este sabio alguacil es demasiado alambicado para hacerse entender. ¿Cuál es vuestro delito?

BORACHIO.—Amado príncipe, acceded a que no vaya más lejos mi interrogatorio. Oídme, y que después me mate este conde. Os he engañado a ojos vistas. Lo que vuestra discreción no supuso descubrir, estos imbéciles groseros lo han sacado a luz, los cuales me acecharon anoche y me oyeron confesar a este hombre cómo don Juan, vuestro hermano, me había incitado a calumniar a la señora Hero; cómo se os condujo al jardín y me visteis corterjar a Margarita en traje de Hero; cómo la repudiasteis cuando ibais a casaros con ella. Tienen informe por escrito sobre mi villanía, que antes quisiera sellar con mi muerte que repetir en deshonra propia. La dama ha muerto a consecuencia de mi falsa acusación y de la de mi amo; y en suma, no deseo sino el pago debido a un granuja.

DON PEDRO.—¿No penetran estas palabras como el hierro en vuestra sangre?

CLAUDIO.—¡He bebido veneno mientras las profería!

DON PEDRO.—¿Y fue mi hermano quien te indujo a esto?

BORACHIO.—Sí, y me pagó espléndidamente para que lo pusiera en práctica.

DON PEDRO.—¡Está compuesto y forjado de traiciones! ¡Y ha huido tras esta infamia!

CLAUDIO.—¡Hero querida! ¡Ahora se me aparece tu imagen en el puro exterior de cuando te amé por vez primera!

DOGBERRY.—¡Vamos, conducid a los «querellantes»! A estas horas nuestro escribano habrá «reformado» del asunto al signior Leonato. ¡Y vosotros, maeses, no olvidéis especificar, en tiempo y lugar oportunos, que soy un asno!

VERGES.—Aquí, aquí llega maese signior Leonato, y el escribano también. Vuelven a entrar LEONATO, ANTONIO y el ESCRIBANO.

LEONATO.—¿Cuál es el miserable? Que vea sus ojos, para que, si tropiezo con otro que se le parezca, pueda huir de él. ¿Cuál de éstos es?

BORACHIO.—Si queréis conocer a quien os ha ultrajado, miradme.

LEONATO.—¿Eres tú el esclavo cuyo aliento mató a mi inocente hija?

BORACHIO.—Sí, yo tan solo.

LEONATO.—No, no tal, villano, te calumnias. Hay aquí un par de hombres honrados, el tercero huyó, que han mediado en ello. Príncipes, os agradezco la muerte de mi hija. ¡Inscribid la hazaña en vuestros altos y preclaros hechos! Ha sido realizada valerosamente, a poco que lo meditéis.

CLAUDIO.—No sé cómo implorar vuestra indulgencia; mas es preciso que hable. Elegid vos mismo vuestra venganza. Imponedme el castigo que vuestra imaginación fije sobre mi pecado. Sin embargo, no pequé sino por equivocación.

DON PEDRO.—¡Ni yo tampoco, por mi alma! Y, no obstante, para dar satisfacción a este buen viejo, me presto a soportar el castigo más pesado que le plazca infligirme.

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LEONATO.—No puedo haceros que hagáis vivir a mi hija; sería imposible; pero os ruego a ambos declaréis al pueblo de Mesina que murió inocente. Y si vuestro amor por ella os inspirara alguna composición fúnebre, suspendedla como un epitafio sobre su tumba y cantadla a sus restos. Cantadla esta noche. Mañana por la mañana venid a mi casa, y puesto que no habéis podido ser mi yerno, seréis mi sobrino. Mi hermano tiene una hija, efigie casi de mi hija difunta, y única heredera de los dos. Dadle el título que hubierais dado a su prima, y así fenecerá mi venganza.

CLAUDIO.—¡Oh noble señor! ¡Vuestra bondad me arranca lágrimas! Acepto vuestra oferta, y disponed en adelante del pobre Claudio.

LEONATO.—Mañana, pues, espero vuestra llegada. Me despido por esta noche. Este mal hombre será careado con Margarita, la cual sospecho fue cómplice en la infamia, comprada también por vuestro hermano.

BORACHIO.—No, por mi alma que no lo fue. Ni supo lo que hacía cuando habló conmigo; antes ha sido siempre honesta y virtuosa en todo lo que de ella conozco.

DOGBERRY.—Además, señor (aunque, a la verdad, esto no consta en blanco y negro), el «querellante» aquí presente, el ofensor, me ha llamado asno. Os ruego que lo recordéis al imponerle su castigo. También ha oído hablar la ronda de un tal Deforme. Dicen que lleva una llave en la oreja, y colgado de ella un rizo, y que en nombre de Dios pide dinero prestado, habiendo abusado de modo, y sin pagar jamás, que ya los hombres se han vuelto duros de corazón y no quieren prestar nada ni por amor de Dios. Os suplico que le examinéis sobre este punto.

LEONATO.—Gracias por tu cautela y celo honrado.

DOGBERRY.—Vuestra señoría habla como un «mancebo» agradecido y respetuoso, y ruego a Dios por vos.

LEONATO.—Toma por tus molestias.

DOGBERRY.—Dios proteja la fundación.

LEONATO.—Vete; te descargo de tu peso y te doy las gracias.

DOGBERRY.—Dejo un truhán insigne con vuestra señoría y suplico a vuestra señoría «se» corrija para ejemplo de otros. ¡Dios guarde a vuestra señoría! ¡Consérvese bien vuestra señoría! ¡Dios «restaure» vuestra salud! ¡Os «otorgo» humildemente licencia para partir; y si es de desear un feliz encuentro, que lo «prohíba» Dios! Vamos, vecino. (Salen DOGBERRY y VERGES.)

LEONATO.—Señores, hasta mañana por la mañana, adiós.

ANTONIO.—Adiós, señores. Os esperamos mañana.

DON PEDRO.—No faltaremos.

CLAUDIO.—Esta noche rendiré a Hero el tributo de mis lágrimas. (Salen DON PEDRO y CLAUDIO.)

LEONATO.—(A la ronda.) Llevaos a esos belitres. Hemos de preguntar a Margarita de qué nació su conocimiento con ese hombre depravado. (Salen.)

Escena II

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Jardín de Leonato. Entran BENEDICTO y MARGARITA por lados opuestos.

BENEDICTO.—Te ruego, querida señorita Margarita, que te hagas acreedora a mi gratitud, ayudándome a hablar con Beatriz.

MARGARITA.—¿Me escribiréis, entonces, un soneto en elogio de mi belleza?

BENEDICTO.—En estilo tan elevado, Margarita, que ningún hombre viviente quedará por encima; pues, a decir verdad, bien lo mereces.

MARGARITA.—¡No tener ningún hombre encima! ¡Cómo! ¿Habrá de quedar siempre debajo?

BENEDICTO.—Tu ingenio es tan listo como la boca del galgo: las coge al vuelo. MARGARITA.—

Y el vuestro tan embotado como un florete de esgrima, que toca, pero no hiere.

BENEDICTO.—Ingenio varonil, Margarita, que no se atreve a herir a una mujer; y con esto te ruego que llames a Beatriz. Te rindo los broqueles.

MARGARITA.—Dadnos las espadas, que tenemos broqueles naturales.

BENEDICTO.—Si los usáis, Margarita, debéis cogerlos por el asa en la cazoleta; y son armas peligrosas para las doncellas.

MARGARITA.—Bien; llamaré a Beatriz, que supongo tiene piernas.

BENEDICTO.—Y, por lo tanto, vendrá. Sale MARGARITA. El dios del amor que arriba se sienta, y me conoce, y me conoce, sabe cuánta compasión merezco... Quiero decir cuánta compasión merezco como cantor. Pero como amante, Leandro, el intrépito nadador; Troilo, el primero que se sirvió de pándaros, y un libro entero lleno de esos, un tiempo, héroes de salón, cuyos nombres ruedan todavía dulcemente por el camino llano del verso libre, jamás se han visto tan zarandeados por el amor como mi pobre persona. ¡Pardiez! ¡No poder manifestarlo por medio de la rima! Lo he intentado ya y no doy con otro consonante para «dama» que «rama», rima inocente; para «tierno» que «cuerno», rima dura; para «susurro» que «burro», rima estúpida: terminaciones todas de mal agüero. No, es evidente que no he nacido bajo el influjo de un astro poético, ni puedo cortejar con una fraseología deslumbrante. Entra BEATRIZ. Querida Beatriz, ¿vienes cuando te llamo?

BEATRIZ.—Sí, signior; y partiré cuando me lo mandéis.

BENEDICTO.—¡Oh! Quédate aquí hasta entonces.

BEATRIZ.—«Entonces» ya está dicho; adiós, pues, ahora. Y, sin embargo, antes de irme, permitid que me marche con lo que me hizo venir; esto es, saber lo que ha ocurrido entre vos y Claudio.

BENEDICTO.—Sólo palabras agrias. Y ahora permite que te bese.

BEATRIZ.—Palabras agrias no son más que viento agrio; y viento agrio es sólo aliento agrio, y el aliento agrio es desagradable. Por consiguiente, me marcho sin que me beséis.

BENEDICTO.—Tal es la impetuosidad de tu ingenio, que ahuyentas las palabras de su verdadero sentido. Pero debo hablarte llanamente: Claudio ha aceptado mi reto, y, o me

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responderá pronto, o publicaré su cobardía. Y ahora te suplico que me digas: ¿por cuál de mis malas prendas te enamoraste primero de mí?

BEATRIZ.—Por todas a la vez, que componen un estado tan pérfidamente puntilloso, que no admiten prenda buena alguna para mezclarse con ellas. ¿Y por cuál de mis buenas prendas sufristeis primero de amor por mí?

BENEDICTO.—«¡Sufrir de amor!» ¡Bonito epíteto! Sufro de amor, en efecto, porque te amo contra mi voluntad.

BEATRIZ.—A pesar de vuestro corazón, supongo. ¡Ay, pobre corazón! Si le llenáis de pesar por mi amor, haré otro tanto por amor vuestro, pues nunca amaré lo que mi amigo odie.

BENEDICTO.—Tú y yo tenemos discreción bastante para arrullarnos apaciblemente. BEATRIZ.—

No lo parece, según esa confesión. Entre veinte hombres discretos no hay uno que se alabe a sí propio.

BENEDICTO.—Máxima antigua, Beatriz; máxima antigua, que tuvo valor allá en los tiempos de buena vecindad. Si en este siglo no se erige un hombre su tumba antes de morir, no vivirá más su monumento que el son de las campanas y el llanto de su viuda.

BEATRIZ.—¿Y cuánto es eso, según vos?

BENEDICTO.—¡Valiente pregunta! Una hora de doble y un cuarto de hora de lágrimas. Así, lo propio de un hombre prudente (si don Gusano, su conciencia, no halla en contrario ningún impedimento) es ser la trompeta de sus propias virtudes, como soy yo de las mías. Por eso ensalzo mi persona, que, como puedo atestiguar, es muy digna de alabanza. Y ahora decidme, ¿cómo está vuestra prima?

BEATRIZ.—Muy mal.

BENEDICTO.—¿Y vos?

BEATRIZ.—Muy mal también.

BENEDICTO.—Servid a Dios, amadme y aliviaos. Con lo cual os dejo también, pues aquí se acerca alguien a toda prisa. Entra ÚRSULA.

ÚRSULA.—Señora, es menester que vengáis junto a vuestro tío. Allá dentro en la casa hay un estrépito enorme. Está probado que mi señora Hero ha sido falsamente acusada. Han sufrido un gran engaño el príncipe y Claudio, y don Juan, el autor de todo, se ha dado a la fuga. ¿Iréis inmediatamente?

BEATRIZ.—¿Queréis venir a oír estas nuevas, signior?

BENEDICTO.—¡Quiero vivir en tu corazón, morir en tu seno y ser enterrado en tus ojos! Y además ir contigo a ver a tu tío. (Salen.)

Escena III

Interior de una iglesia. Entran DON PEDRO, CLAUDIO y acompañantes, con música y cirios.

CLAUDIO.—¿Es éste el mausoleo de Leonato?

UN SEÑOR.—Éste es, señor.

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CLAUDIO.—(Leyendo un rollo.) Muerta por lenguas calumniadoras fue la Hero que aquí yace: la muerte, en recompensa con sus agravios, le otorga fama inmortal. Así, la vida que murió con la infamia, vive en la muerte con fama gloriosa. Pende aquí, sobre la tumba, para loarla cuando yo enmudezca. Ahora, músicos, tocad y cantad vuestro himno solemne.

CANCIÓN Perdona, diosa de la noche, a aquellos que mataron a tu doncella andante; por ello con cantos de dolor se reúnen en torno de su tumba. Medianoche, asóciate a nuestros lamentos; ayúdanos a suspirar y a gemir, tristemente, tristemente. Tumbas, abríos y ceded vuestros muertos, hasta que la muerte sea manifestada, tristemente, tristemente. Ahora, ¡buenas noches a tus restos! Todos los años cumpliré este rito fúnebre.

DON PEDRO.—Buenos días, maeses. Apagad vuestras antorchas. Los lobos han hecho ya sus presas, y, mirad, el día gentil, nuncio de las ruedas de Febo, varetea de manchas grises el Oriente adormecido. Gracias a todos, y dejadnos. Pasadlo bien.

CLAUDIO.—Buenos días, maeses. Cada cual tome su camino.

DON PEDRO.—Vamos, salgamos de aquí, y pongámonos otros vestidos, y luego iremos a casa de Leonato.

CLAUDIO.—¡Y que ahora el himeneo tenga un resultado más feliz que este que nos ha reunido para pagar un tributo de dolor! (Salen.)

ESCENA IV

Aposento en la casa de Leonato. Entran LEONATO, ANTONIO, BENEDICTO, BEATRIZ, MARGARITA, ÚRSULA, FRAY FRANCISCO y HERO.

FRAILE.—¿No os dije que era inocente?

LEONATO.—Lo son también el príncipe y Claudio, que la acusaron, víctimas de un error sobre el cual habéis oído discutir. Pero Margarita tiene su parte de responsabilidad en ello, aunque las cosas ocurrieran contra su voluntad, como se infiere, verdaderamente, del curso de su interrogatorio.

ANTONIO.—Vaya, me alegro de que todo acabe tan bien.

BENEDICTO.—Y yo también, pues, de otro modo, a fe que estaba obligado a pedir cuentas al joven Claudio.

LEONATO.—Está bien. Hija mía y vosotras todas, señoritas, retiraos a un aposento, y cuando envíe a buscaros, venid con antifaces. El príncipe y Claudio han prometido visitarme a esta hora. Salen las damas. Ya conocéis vuestro papel, hermano. Habéis de hacer de padre de la hija de vuestro hermano, y entregarla al joven Claudio.

ANTONIO.—Representaré mi papel con semblante inmóvil.

BENEDICTO.—Monje, creo que voy a tener que molestaros.

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FRAILE.—¿Para qué, signior?

BENEDICTO.—Para salvarme o para perderme, una de las dos cosas. Signior Leonato, la verdad es ésta, buen signior: vuestra sobrina me mira con ojos favorables.

LEONATO.—Los que le ha prestado mi hija; ésta es la pura verdad.

BENEDICTO.—Y yo la recompenso con ojos de amor.

LEONATO.—Ojos que, según colijo, debéis a mí, a Claudio y al príncipe. Mas, ¿qué deseáis?

BENEDICTO.—Vuestra respuesta, señor, es enigmática. Pero en cuanto a mi deseo es que vuestro buen deseo esté conforme con nuestros deseos, para unirme hoy a ella en estado de honroso matrimonio.

LEONATO.—Mi corazón está con vuestro parecer.

FRAILE.—Y mi ayuda. Aquí llegan el príncipe y Claudio. Entran DON PEDRO y CLAUDIO con acompañamiento.

DON PEDRO.—Buenos días a esta noble reunión.

LEONATO.—Buenos días, príncipe; buenos días, Claudio. Os esperábamos. ¿Estáis por fin dispuesto a casaros hoy con la hija de mi hermano?

CLAUDIO.—Me atengo a mi promesa, aunque fuera la dama una etíope.

LEONATO.—Llamadla, hermano; he aquí al fraile ya. Sale ANTONIO.

DON PEDRO.—Buenos días, Benedicto. Pero, ¿qué os pasa que tenéis esa cara de febrero, llena de hielo, tormenta y nubarrones?

CLAUDIO.—Supongo que piensa en lo del toro bravo. ¡Vamos! No tengas miedo, hombre; te doraremos las astas, y toda Europa se regocijará contigo, como antaño Europa con el ardiente Jove cuando representó el papel de noble bestia enamorada.

BENEDICTO.—Júpiter toro, señor, tuvo un mugido amable. Y algún toro extraño ha debido de saltar la vaca de vuestro padre, y de la noble empresa resultó, sin duda, un ternero que se os parece, pues tenéis justamente su berrido.

CLAUDIO.—Os adeudo esto. He aquí otra cuenta que arreglar. Vuelve a entrar ANTONIO con las damas enmascaradas. ¿Cuál es la dama con que he de hacer pareja?

ANTONIO.—Hela aquí, y yo os la entrego.

CLAUDIO.—¡Cómo! Entonces me pertenece. Dejadme ver vuestro rostro, hermosa.

LEONATO.—No, no lo veréis hasta que hayáis aceptado de su mano ante este fraile y jurado casaros con ella.

CLAUDIO.—Dadme vuestra mano. Ante este santo fraile soy vuestro esposo, si me queréis.

HERO.—Y cuando vivía era vuestra otra mujer. (Quitándose el antifaz.) Y cuando me amabais erais mi otro marido.

CLAUDIO.—¡Otra Hero!

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HERO.—Nada más cierto. Una Hero murió ultrajada; pero yo vivo, y tan seguro como vivo es que soy doncella.

DON PEDRO.—¡La primitiva Hero! ¡Hero la muerta!

LEONATO.—Ha estado muerta, señor, sólo mientras vivió su infamia.

FRAILE.—Yo desvaneceré este asombro luego que haya dado fin la sagrada ceremonia. Os hablaré extensamente de la muerte de Hero. En tanto, téngase el portento por trivial y vamos sin demora a la capilla.

BENEDICTO.—Poco a poco y callandito, hermano. ¿Cuál es Beatriz?

BEATRIZ.—(Descubriéndose.) Contesto a ese nombre. ¿Qué me queréis?

BENEDICTO.—¿Vos no me amáis?

BEATRIZ.—Claro que no; no más de lo razonable.

BENEDICTO.—Vaya, entonces vuestro tío, el príncipe y Claudio se han engañado, pues juraron que sí.

BEATRIZ.—¿No me amáis vos?

BENEDICTO.—En verdad que no; no más de lo razonable.

BEATRIZ.—Vaya, entonces mi prima, Margarita y Úrsula se han engañado de medio a medio, pues juraron que sí.

BENEDICTO.—Ellos juraron que estabais medio enferma de amor por mí.

BEATRIZ.—Y ellas juraron que estabais casi muerto de amor por mí.

BENEDICTO.—No hay nada de eso. ¿De manera que no me amáis?

BEATRIZ.—No, en verdad; solamente como recompensa amistosa.

LEONATO.—Vamos, sobrina, estoy seguro de que amáis al caballero.

CLAUDIO.—Y yo estoy seguro de que él la ama, pues he aquí un papel escrito de su mano, un soneto cojo, de su propia y singular invención, dedicado a Beatriz.

HERO.—Y he aquí otro, escrito de mano de mi prima, caído de su bolsillo, que contiene su afección por Benedicto.

BENEDICTO.—¡Milagro! ¡He aquí nuestras propias manos contra nuestros corazones! Vamos, te tendré; pero, por esta luz, que te tomo por lástima.

BEATRIZ.—No he de rechazaros; pero, por este día radiante, que es por ceder a la gran influencia persuasiva y en parte por salvaros la existencia, pues me han dicho que os estabais consumiendo.

BENEDICTO.—¡Silencio! Voy a cerraros la boca. (La besa.)

DON PEDRO.—¿Qué tal te va, Benedicto, el hombre casado?

BENEDICTO.—Voy a decirte cómo, príncipe. Un colegio de burlones no me haría cambiar de

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carácter. ¿Pensáis que me importan una sátira o un epigrama? No; si un hombre se deja abatir con mofas, nada provechoso conseguirá para sí. En suma, ya que estoy decidido al matrimonio, no se me dará nada de lo que el mundo diga por ello; y, en consecuencia, será en vano que se me insulte por lo que he dicho contra él, pues el hombre es un ser voluble; y con esto basta. Por lo que a ti respecta, Claudio, pensé haberte golpeado; mas, como parece que vas a ser pariente mío, vive intacto y ama a mi prima.

CLAUDIO.—Bien esperé yo que rechazaras a Beatriz, para haberte sacado a palos de tu vida de soltero y hecho de ti un hombre de dos caras; lo que acontecerá, sin disputa, si mi prima no te vigila muy estrechamente.

BENEDICTO.—Vamos, vamos, somos amigos. Tengamos un baile antes de casarnos, para aligerar nuestro corazón y los talones de nuestras mujeres.

LEONATO.—Ya bailaremos después.

BENEDICTO.—¡Antes, por mi palabra! ¡De consiguiente, tocad, músicos! Príncipe, estás triste. ¡Búscate mujer, búscate mujer! ¡No hay bastón más respetable que el que termina en cuerno! Entra un MENSAJERO.

MENSAJERO.—Señor, vuestro hermano Juan ha sido detenido en su fuga, y se le trae a Mesina con gente armada.

BENEDICTO.—No pienses en él hasta mañana. Yo te sugeriré para él un duro castigo. ¡Sonad, chirimías! (Baile. Salen.)

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LA TEMPESTAD

PERSONAJES

ALONSO, rey de Nápoles

SEBASTIÁN, su hermano

PRÓSPERO, el legítimo Duque de Milán

ANTONIO, su hermano, usurpador del ducado de Milán

FERNANDO, hijo del rey de Nápoles

GONZALO, viejo y honrado consejero

ADRIÁN noble

FRANCISCO noble

CALIBÁN, esclavo salvaje y deforme

TRÍNCULO, bufón

ESTEBAN, despensero borracho

El CAPITÁN del barco

El CONTRAMAESTRE

MARINEROS

MIRANDA, hija de Próspero

ARIEL, espíritu del aire

IRIS

CERES

JUNO

Segadores

Escena: una isla deshabitada.

ACTO I

Escena I

Se oye un fragor de tormenta, con rayos y truenos. Entran un CAPITÁN y un CONTRAMAESTRE.

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CAPITÁN-¡Contramaestre!

CONTRAMAESTRE-¡Aquí, capitán! ¿Todo bien?

CAPITÁN-¡Amigo, llama a la marinería! ¡Date prisa o encallamos! ¡Corre, corre!

Sale.

Entran los MARINEROS.

CONTRAMAESTRE-¡Ánimo, muchachos! ¡Vamos, valor, muchachos! ¡Deprisa, deprisa! ¡Arriad la

gavia! ¡Y atentos al silbato del capitán! - ¡Vientos, mientras haya mar abierta, reventad

soplando!

Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, FERNANDO, GONZALO y otros.

ALONSO-Con cuidado, amigo. ¿Dónde está el capitán? - [A los MARINEROS] ¡Portaos como

hombres!

CONTRAMAESTRE-Os lo ruego, quedaos abajo.

ANTONIO-Contramaestre, ¿y el capitán?

CONTRAMAESTRE-¿No le oís? Estáis estorbando. Volved al camarote. Ayudáis a la tormenta.

GONZALO -Cálmate, amigo.

CONTRAMAESTRE -Cuando se calme la mar. ¡Fuera! ¿Qué le importa el título de rey al fiero

oleaje? ¡Al camarote, silencio! ¡No molestéis!

GONZALO-Amigo, recuerda a quién llevas a bordo.

CONTRAMAESTRE-A nadie a quien quiera más que a mí. Vos sois consejero: si podéis acallar

los elementos y devolvernos la bonanza, no moveremos más cabos. Imponed vuestra

autoridad. Si no podéis, dad gracias por haber vivido tanto y, por si acaso, preparaos para

cualquier desgracia en vuestro camarote. - ¡Ánimo, muchachos! - ¡Quitaos de enmedio, vamos!

Sale.

GONZALO-Este tipo me da ánimos. Con ese aire patibulario, no creo que naciera para ahogarse.

Buen Destino, persiste en ahorcarle, y que la soga que le espera sea nuestra amarra, pues la

nuestra no nos sirve. Si no nació para la horca, estamos perdidos.

Salen.

Entra el CONTRAMAESTRE.

CONTRAMAESTRE-¡Calad el mastelero! ¡Rápido! ¡Más abajo, más abajo! ¡Capead con la mayor!

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Gritos dentro.

¡Malditos lamentos! ¡Se oyen más que la tormenta o nuestro ruido!

Entran SEBASTIÁN, ANTONIO y GONZALO.

¿Otra vez? ¿Qué hacéis aquí? ¿Lo dejamos todo y nos ahogamos? ¿Queréis que nos hundamos?

SEBASTIÁN-¡Mala peste a tu lengua, perro gritón, blasfemo, desalmado!

CONTRAMAESTRE -Entonces trabajad vos.

ANTONIO-¡Que te cuelguen, perro cabrón, escandaloso, insolente! Tenemos menos miedo que

tú de ahogarnos.

GONZALO-Seguro que él no se ahoga, aunque el barco fuera una cáscara de nuez e hiciera

aguas como una incontinente.

CONTRAMAESTRE-¡Ceñid el viento,, ceñid! ¡Ahora con las dos velas! ¡Mar adentro, mar

adentro!

Entran los MARINEROS, mojados.

MARINEROS-¡Es el fin! ¡A rezar, a rezar! ¡Es el fin!

[Salen.]

CONTRAMAESTRE-¿Vamos a quedar secos?

GONZALO-¡El rey y el príncipe rezan! Vamos con ellos:

nuestra suerte es la suya.

SEBASTIÁN-Estoy indignado.

ANTONIO-Estos borrachos nos roban la vida.

¡Y este infame bocazas...! - ¡A la horca,

y que te aneguen diez mareas!.

[Sale el CONTRAMAESTRE.]

GONZALO-Irá a la horca, por más que lo desmienta cada gota de agua y se abra el mar para

tragárselo.

Clamor confuso dentro.

[VOCES]-¡Misericordia! ¡Naufragamos, naufragamos! ¡Adiós, mujer, hijos! ¡Adiós, hermano!

¡Naufragamos, naufragamos!

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ANTONIO-Hundámonos con el rey.

SEBASTIÁN-Vamos a decirle adiós.

Sale [con ANTONIO].

GONZALO-Ahora daría yo mil acres de mar por un trozo de páramo, con brezos, matorrales, lo

que sea. Hágase la voluntad de Dios, pero yo preferiría morir en seco.

Sale.

Escena II

Entran PRÓSPERO y MIRANDA.

MIRANDA- Si con tu magia, amado padre, has levantado

este fiero oleaje, calma las aguas.

Parece que las nubes quieren arrojar

fétida brea, y que el mar, por extinguirla,

sube al cielo. ¡Ah, cómo he sufrido

con los que he visto sufrir! ¡Una hermosa nave,

que sin duda llevaba gente noble,

hecha pedazos! ¡Ah, sus clamores

me herían el corazón! Pobres almas, perecieron.

Si yo hubiera sido algún dios poderoso,

habría hundido el mar en la tierra

antes que permitir que se tragase

ese buen barco con su carga de almas.

PRÓSPERO-Serénate. Cese tu espanto.

Dile a tu apenado corazón

que no ha habido ningún mal.

MIRANDA-¡Ah, desgracia!

PRÓSPERO-No ha habido mal. Yo sólo he obrado

por tu bien, querida mía, por tu bien, hija,

que ignoras quién eres y nada sabes de

mi origen, ni que soy bastante más que

Próspero, morador de pobre cueva y

humilde padre tuyo.

MIRANDA-De saber más

nunca tuve pensamiento.

PRÓSPERO-Hora es de que te informe. Ayúdame

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a quitarme el manto mágico. Bien. –

Descansa ahí, magia. - Sécate los ojos; no sufras.

La terrible escena del naufragio,

que ha tocado tus fibras compasivas,

la dispuse midiendo mi arte de tal modo

que no hubiera peligro para nadie,

ni llegasen a perder ningún cabello

los hombres que en el barco oías gritar

y viste hundirse. Siéntate,

pues has de saber más.

MIRANDA-Cuando ibas a contarme quién soy yo,

te parabas y dejabas sin respuesta

mis preguntas, concluyendo: «Espera, aún no.»

PRÓSPERO-Llegó la hora. El instante

te manda abrir oídos. Obedece

y préstame atención. ¿Te acuerdas

de antes que viviéramos en esta cueva?

Creo que no, porque entonces no tenías

más de tres años.

MIRANDA-Sí me acuerdo, padre.

PRÓSPERO-¿De qué? ¿De alguna otra casa o persona?

Dime una imagen cualquiera

que guarde tu recuerdo.

MIRANDA-La veo muy lejana,

y más como un sueño que como un recuerdo

del que dé garantía mi memoria. ¿No tenía

yo a mi servicio cuatro o cinco damas?

PRÓSPERO-Sí, Miranda, y más. Pero, ¿cómo es que eso

aún vive en tu mente? ¿Qué más ves

en el oscuro fondo y abismo del tiempo?

Si te acuerdas de antes de llegar aquí,

recordarás cómo llegaste.

MIRANDA-No me acuerdo.

PRÓSPERO-Hace doce años, Miranda, hace doce años,

tu padre era el Duque de Milán,

y un poderoso príncipe.

MIRANDA-¿No eres mi padre?

PRÓSPERO-Tu madre fue un dechado de virtud

y decía que tú eras mi hija; tu padre

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era Duque de Milán, y su única heredera,

princesa no menos noble.

MIRANDA-¡Santo cielo! ¿Qué perfidia

nos hizo salir de allá? ¿O fue

una suerte el venir?

PRÓSPERO-Ambas cosas, hija.

Nos expulsó la perfidia, como dices,

pero a venir nos ayudó la suerte.

MIRANDA-¡Ah, se me parte el alma de pensar

que te hago recordar aquel dolor

que no guarda mi memoria! Mas sigue, padre.

PRÓSPERO-Mi hermano y tío tuyo, de nombre Antonio

(y oirás cómo un hermano puede ser

tan pérfido); él, al que después de ti

más quería yo en el mundo, y a quien confié

el gobierno de mi Estado, el principal

en aquel tiempo de entre las Señorías,

y Próspero, el gran duque, de elevado

renombre por su rango y sin igual

en las artes liberales... Siendo ellas mi anhelo,

delegué en mi hermano la gobernación

y, arrobado por las ciencias ocultas,

me volví un extraño a mi país.

Tu pérfido tío... ¿Me escuchas?

MIRANDA-Con toda mi atención.

PRÓSPERO-... impuesto ya en el uso de otorgar

o denegar solicitudes, ascender a éste,

frenar al otro en su ambición, volvió a crear

a las criaturas que eran mías, cambiando

o conformando su lealtad y, marcando el tono

de función y funcionario, afinó

a su gusto a todos, hasta ser

la hiedra que ocultó mi noble tronco

sorbiéndole la savia... ¡No me escuchas!

MIRANDA-¡Sí te escucho, padre!

PRÓSPERO-Préstame atención. Al descuidar

los asuntos del mundo, consagrado

al aislamiento y al cultivo de la mente

con un arte tan secreto que excedía

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la apreciación de las gentes, desperté

en mi falso hermano un mal instinto,

y mi confianza, que no tenía límites,

cual buen padre inversamente generó

en él una falsía tan inmensa

como fue mi confianza. Llegó a enseñorearse

no sólo de mis rentas, sino también

de cuanto mi poder le permitía,

e igual que quien hace pecar a su memoria

contra la verdad al creerse sus mentiras

a fuerza de contarlas, creyó ser

el duque mismo por haberme reemplazado

y ostentar el rostro del dominio

con todo privilegio. Creciendo su ambición...

¿Me oyes bien?

MIRANDA-Padre, tu relato curaría la sordera.

PRÓSPERO-Para no tener obstáculo entre papel

y personaje, querrá ser el propio

Duque de Milán. Para mí, ¡pobre!,

mi biblioteca era un gran ducado. Me cree

incapaz para el gobierno, se alía

(tal era su sed de mando) con el rey de Nápoles

pagándole tributo, rindiéndole homenaje,

entregando la corona ducal a la del rey

y sometiendo el ducado, aún sin doblegar,

a la más innoble postración.

MIRANDA -¡Santo cielo!

PRÓSPERO-Escucha el pacto y sus consecuencias,

y dime si obró como un hermano.

MIRANDA-Pecaría si no pensara noblemente

de tu madre: la buena entraña

ha dado malos hijos.

PRÓSPERO-Escucha el pacto. El rey de Nápoles,

que siempre fue mi eterno enemigo,

atiende el ruego de mi hermano;

a saber: que, a cambio del convenio

de homenaje y no sé cuánto tributo,

arroje del ducado a mí y a los míos

sin demora, regalando la hermosa Milán

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con todos los honores a mi hermano. Así,

con tropa desleal ya reclutada,

en la noche fatídica abrió Antonio

las puertas de Milán y, en la más negra tiniebla,

sus esbirros nos sacaron a los dos;

a ti, llorando.

MIRANDA-¡Ay, dolor! No recuerdo

cómo lloré entonces y voy a llorar ahora. Lo

que ocurrió me arranca el llanto. PRÓSPERO-

Atiende un poco más y llegaremos a lo que

ahora nos concierne, sin lo cual

esta historia no vendría al caso.

MIRANDA-¿Por qué no nos mataron?

PRÓSPERO-Buena pregunta, muchacha; mi relato

la provoca. Hija, no se atrevieron,

de tanto como el pueblo me quería y, en vez

de mancharse de sangre, les dieron

un bello color a sus viles designios.

En suma, nos llevaron a un velero a toda prisa

y en él varias leguas mar adentro. Allí

nos esperaba el casco podrido de un barcucho

sin jarcias, ni velas, ni mástil. Hasta las ratas

lo habían abandonado por instinto. En él

nos lanzaron a llorarle al mar rugiente,

a suspirarle al viento, cuya lástima

nos hacía un mal amoroso al suspirarnos.

MIRANDA-¡Ah, qué carga fui yo para ti!

PRÓSPERO-Tú fuiste el querubín que me salvó.

Inspirada de divina fortaleza,

sonreías mientras yo cubría el mar

de lágrimas salobres y gemía

bajo mi pena. Así me diste bríos

para afrontar lo que acaeciese.

MIRANDA-¿Cómo llegamos a tierra?

PRÓSPERO-Por divina voluntad. Llevábamos

algo de comida y un poco de agua dulce

que nos dio por caridad Gonzalo,

un noble de Nápoles encargado del proyecto,

y también ricos trajes, ropa blanca,

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telas y efectos varios que nos han

servido mucho. En su bondad, sabiendo

cuánto amaba yo mis libros, me surtió

de volúmenes de mi propia biblioteca

que yo estimaba en más que mi ducado.

MIRANDA-¡Ojalá algún día vea a ese hombre!

PRÓSPERO-Voy a levantarme. Tú sigue sentada

y escucha el fin de nuestras penas.

Llegamos a esta isla y aquí yo,

tu maestro, te he dado una enseñanza

que no gozan los príncipes, con horas

más ociosas y tutores menos esmerados.

MIRANDA-Dios te lo premie. Ahora, padre, te lo ruego,

pues aún me embarga el alma, dime

por qué has desatado esta tormenta.

PRÓSPERO-Vas a saberlo.

Por un extraño azar la próvida Fortuna,

que ahora me acompaña, ha traído

hasta aquí a mis enemigos, y por presciencia

veo que mi cenit depende de un astro

sumamente favorable y que, si no

aprovecho su influencia, mi suerte

decaerá. Cesen ya tus preguntas.

Te duermes. Es benigna soñolencia.

Abandónate: no puedes evitarla.

[Se duerme MIRANDA.]

¡Ven aquí, mi siervo, ven! Estoy presto.

Acércate, Ariel, ven.

Entra ARIEL.

ARIEL-¡Salud, gran amo! ¡Mi digno señor, salud!

Vengo a cumplir tu deseo, ya sea volar,

nadar, lanzarme al fuego, sobre nube ondulante

cabalgar. Con tus poderosas órdenes

dirige a tu Ariel y sus fuerzas.

PRÓSPERO-Espíritu, ¿llevaste a cabo fielmente

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la tempestad que te mandé?

ARIEL-A la letra. A bordo

del navío real, llameaba espanto

por la proa, por el puente, por la popa,

por todos los camarotes. A veces me dividía,

ardiendo por muchos sitios: flameaba

en las vergas, el bauprés, el mastelero,

y después me unía. El relámpago de Júpiter,

heraldo del temible trueno, nunca fue

tan raudo e instantáneo. Fuegos y estallidos

del sulfúreo alboroto parecían asediar

al poderoso Neptuno y hacer que temblasen

sus olas altivas, y aun su fiero tridente.

PRÓSPERO-¡Mi gran espíritu!

¿Quién fue tan firme y constante, que no

acusara el efecto del tumulto?

ARIEL-No hubo quien no

sintiera la fiebre de los locos, ni obrara

enajenado. Todos, menos los marineros,

se echaron al mar espumoso saltando del barco,

que ardía con mi fuego. Fernando, el hijo del rey,

con los pelos de punta (más juncos que pelos),

fue el primero en lanzarse, gritando: «¡El infierno

está vacío! ¡Aquí están los demonios!»

PRÓSPERO-¡Bien por mi espíritu!

Pero, ¿eso no fue junto a la costa?

ARIEL-Muy cerca, mi amo.

PRÓSPERO-¿Y están todos a salvo, Ariel?

ARIEL-Ni un pelo ha sufrido,

y no hay mancha en sus ropas flotadoras,

ya más nuevas que nunca. Tal como ordenaste,

los dispersé por grupos en la isla.

Al hijo del rey le hice llegar a tierra,

donde quedó enfriando el aire de suspiros,

sentado en un rincón lejano de la isla

con los brazos en este triste nudo.

PRÓSPERO-Dime qué hiciste

con el navío real, los marineros.

¿Y el resto de la escuadra?

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ARIEL-El navío del rey está escondido

en buen puerto, en la cala profunda

donde una medianoche me hiciste traer

rocío de las Bermudas borrascosas.

A los marineros los metí bajo cubierta;

durmiendo quedaron, merced a un hechizo

y sus fatigas. El resto de la escuadra,

a la que dispersé, ya se ha reunido

y navega por la mar Mediterránea

con triste rumbo a Nápoles, creyendo

que vieron naufragar el navío del rey

y morir a su augusta persona.

PRÓSPERO-Ariel, cumpliste mi encargo con esmero,

pero aún queda trabajo. ¿Qué hora es?

ARIEL-Más del mediodía.

PRÓSPERO-Al menos dos horas más. De aquí a las seis

hemos de emplear valiosamente el tiempo.

ARIEL-¿Aún más labor? Ya que tanto me exiges,

déjame recordarte lo que has prometido

y aún no me has dado.

PRÓSPERO-¡Vaya! ¿Protestando?

¿Tú qué puedes reclamarme?

ARIEL-Mi libertad.

PRÓSPERO-¿Antes de tiempo? Ya basta.

ARIEL-Te lo ruego, recuerda

que te he prestado un gran servicio;

no te digo mentiras, ni cometo errores,

y te sirvo sin queja ni desgana. Prometiste

descontarme un año entero.

PRÓSPERO-¿Olvidas de qué tormento te libré?

ARIEL-No.

PRÓSPERO-Sí, y crees una fatiga pisar

el fondo cenagoso del océano, correr

sobre el áspero viento del norte,

hacerme encargos en las venas de la tierra

cuando el hielo la endurece.

ARIEL-Yo no, señor.

PRÓSPERO -¡Mientes, ser maligno! ¿Te olvidas

de la inmunda bruja Sícorax, encorvada

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por la edad y la vileza? ¿Te olvidas de ella?

ARIEL-No, señor.

PRÓSPERO-Pues sí. ¿Dónde nació? Habla, dilo.

ARIEL-En Argel, señor.

PRÓSPERO-¿Ah, sí? Una vez al mes

tengo que contarte lo que has sido,

pues lo olvidas. La maldita bruja Sícorax,

por múltiples maldades y hechizos que no son

para oídos humanos, fue, como ya sabes,

desterrada de Argel. Por algo que hizo

no la ejecutaron. ¿No es verdad?

ARIEL-Sí, señor.

PRÓSPERO-A esta bruja de ojos morados la trajeron

ya preñada, dejándola aquí los marineros.

Tú, mi esclavo, como a ti mismo te llamas,

fuiste siervo suyo y, al ser tan sensible

para cumplir sus órdenes soeces,

negándole obediencia, te encerró,

con la ayuda de agentes poderosos

y en su cólera más incontenible,

en un pino partido, en cuyo hueco

doce años con dolor permaneciste

prisionero. Mas murió en ese espacio

y te dejó allí, dando más quejas

que giros una rueda de molino.

Entonces, salvo el hijo que ella parió aquí,

un pecoso engendro, ningún humano

había honrado esta isla.

ARIEL-Sí, su hijo Calibán.

PRÓSPERO-¡Torpe! ¿Quién, si no? Calibán,

que ahora está a mi servicio. Bien sabes

el tormento que sufrías cuando te hallé.

Tus gemidos hacían aullar al lobo y apiadarse

al oso furibundo: un tormento

para los condenados que Sícorax

no podía deshacer. Fue mi magia,

cuando llegué y te oí, lo que abrió

aquel pino y te libró.

ARIEL-Te lo agradezco, amo.

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PRÓSPERO-Si vuelves aquejarte, parto un roble

y te clavo en sus nudosas entrañas

para que pases aullando doce inviernos.

ARIEL-Perdóname, amo.

Seré dócil a tus órdenes y cumpliré

gentilmente como espíritu.

PRÓSPERO-Si lo haces, dentro de dos días serás libre.

ARIEL-¡Bien por mi noble amo! ¿Qué quieres

que haga? Dilo. ¿Qué deseas?

PRÓSPERO-Transfórmate en ninfa marina.

Hazte invisible a todos, menos

a ti y a mí. Vamos, toma esa forma

y vuelve entonces. ¡Vamos, sé diligente!

Sale [ARIEL].

Despierta, hija mía, despierta.

Has dormido bien. Despierta.

MIRANDA-Lo asombroso de tu historia

me dio sueño.

PRÓSPERO-Sacúdetelo. Ven. Vamos a hacer

visita a Calibán, mi esclavo,

que nunca nos dio respuesta amable.

MIRANDA-Padre, es un infame al que detesto.

PRÓSPERO-Sí, pero le necesitamos. Enciende

el fuego, trae la leña y nos hace

trabajos muy útiles. ¡Eh, esclavo! ¡Calibán!

¡Responde, montón de tierra!

CALIBÁN, dentro-¡Ya tenéis bastante leña!

PRÓSPERO-¡Vamos, sal ya! Tengo otro encargo para ti.

¿Cuándo saldrás, tortuga?

Entra ARIEL, en forma de ninfa marina.

¡Bella aparición! Primoroso Ariel,

te hablo al oído.

ARIEL-Así lo haré, señor.

Sale.

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PRÓSPERO-¡Sal ya, ponzoñoso esclavo,

engendro del demonio y tu vil madre!

Entra CALIBÁN.

CALIBÁN-¡Así os caiga a los dos el vil rocío

que, con pluma de cuervo, barría mi madre

de la ciénaga malsana! ¡Así os sople un viento

del sur y os cubra de pústulas!

PRÓSPERO-Por decir eso, tendrás calambres esta noche

y punzadas que ahogan el aliento. Los duendes,

que obran en la noche, clavarán

púas en tu piel. Tendrás más aguijones

que un panal, cada uno más punzante

que los de las abejas.

CALIBÁN-Tengo que comer. Esta isla

es mía por mi madre Sícorax,

y tú me la quitaste. Cuando viniste,

me acariciabas y me hacías mucho caso,

me dabas agua con bayas, me enseñabas

a nombrar la lumbrera mayor y la menor

que arden de día y de noche. Entonces te quería

y te mostraba las riquezas de la isla,

las fuentes, los pozos salados, lo yermo y lo fértil.

¡Maldito yo por hacerlo! Los hechizos de Sícorax

te asedien: escarabajos, sapos, murciélagos.

Yo soy todos los súbditos que tienes,

yo, que fui mi propio rey; y tú me empocilgas

en la dura roca y me niegas

el resto de la isla.

PRÓSPERO-¡Esclavo archiembustero, que respondes

al látigo y no a la bondad! Siendo tal basura,

te traté humanamente, y te alojé

en mi celda hasta que pretendiste

forzar la honra de mi hija.

CALIBÁN-¡Ja, ja! ¡Ojalá hubiera podido!

Tú me lo impediste. Si no, habría poblado

de Calibanes esta isla.

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MIRANDA-¡Odioso esclavo,

en quien no deja marca la bondad

y cabe todo lo malo! Me dabas lástima,

me esforcé en enseñarte a hablar y cada hora

te enseñaba algo nuevo. Salvaje, cuando tú

no sabías lo que pensabas y balbucías

como un bruto, yo te daba las palabras

para expresar las ideas. Pero, a pesar

de que aprendiste, tu vil sangre repugnaba

a un alma noble. Por eso te encerraron

merecidamente en esta roca,

mereciendo mucho más que una prisión.

CALIBÁN-Me enseñaste a hablar, y mi provecho

es que sé maldecir. ¡La peste roja te lleve

por enseñarme tu lengua!

PRÓSPERO-¡Fuera, engendro!

Tráenos leña, y más te vale no tardar,

que hay más trabajo. ¿Te encoges de hombros,

infame? Si descuidas o haces tu labor

de mala gana, te torturo con calambres,

te meto el dolor en los huesos. Rugirás tanto

que hasta las bestias temblarán de oírte.

CALIBÁN-No, te lo suplico. -

[Aparte] He de obedecer. Su magia es tan potente

que vencería a Setebos, el dios de mi madre,

convirtiéndole en vasallo.

PRÓSPERO-¡Fuera, esclavo, vete!

Sale CALIBÁN.

Entran FERNANDO y ARIEL, invisible, tocando y cantando.

ARIEL Canción-A estas playas acercaos

de la mano.

Saludo y beso traerán

silencio al mar.

Bailad con gracia y donaire;

los elfos canten

el coro. ¡Atentos!

Coro, disperso: ¡Guau, guau!

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Ladran los perros.

[Coro, disperso]: ¡Guau, guau!

Callad. Oiréis

al pomposo Chantecler

cantando quiquiriquí.

FERNANDO-¿De dónde sale esta música? ¿Del aire

o de la tierra? Ha cesado. Sin duda suena

por un dios de la isla. Sentado en la playa,

llorando el naufragio de mi padre, el rey,

esta música se me insinuó desde las aguas,

calmando con su dulce melodía

su furia y mi dolor. La he seguido desde allí,

o, más bien, me ha arrastrado. Mas cesó.

No, vuelve a sonar.

ARIEL Canción-Yace tu padre en el fondo

y sus huesos son coral.

Ahora perlas son sus ojos;

nada en él se deshará,

pues el mar le cambia todo

en un bien maravilloso.

Ninfas por él doblarán.

Coro: Din, don.

Ah, ya las oigo: Din, don, dan.

FERNANDO-La canción evoca a mi ahogado padre.

Esto no es obra humana, ni sonido

de la tierra. Ahora lo oigo sobre mí.

PRÓSPERO-Abre las cortinas de tus ojos

y dime qué ves ahí.

MIRANDA-¿Qué es? ¿Un espíritu?

¡Ah, cómo mira alrededor! Créeme, padre:

tiene una hermosa figura. Pero es un espíritu.

PRÓSPERO-No, muchacha: come y duerme, y sus sentidos

son como los nuestros. Este joven caballero

estaba en el naufragio y, si no estuviese

alterado del dolor (estrago de la belleza),

podríamos llamarle apuesto. Ha perdido

a sus amigos y va errante en su busca.

MIRANDA-Yo le llamaría ser divino,

pues nada vi tan noble aquí, en la tierra.

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PRÓSPERO [aparte]-Está resultando como lo concebí. –

[A ARIEL] Espíritu, gran espíritu,

en dos días te libraré por esto.

FERNANDO [viendo a MIRANDA] -Sin duda, la diosa

por quien suena esta música. - Ten a bien

decirme si habitas esta isla

e instruirme sobre el modo como debo

proceder estando aquí. Mi primera súplica,

aunque última, es: ¡Oh, maravilla!,

¿eres o no una muchacha?

MIRANDA-Maravilla, ninguna,

pero sí una muchacha.

FERNANDO-¡Mi idioma! ¡Dios santo!

Sería el primero de todos sus hablantes

si estuviera allí donde se habla.

MIRANDA-¿Cómo? ¿El primero?

¿Qué serías si te oyera el rey de Nápoles?

FERNANDO-Un pobre solitario que se asombra

de oírte hablar del rey. Él me oye,

y porque me oye, lloro. Ahora el rey soy yo,

y mis ojos, desde entonces sin reflujo,

vieron el naufragio de mi padre.

MIRANDA -¡Qué dolor!

FERNANDO-Sí, y con él el de sus nobles; entre ellos,

el Duque de Milán y su buen hijo.

PRÓSPERO [aparte]-El Duque de Milán

y su mejor hija podrían desmentirte

si fuera el momento. No más verse

y ya suspiran. Primoroso Ariel,

serás libre por esto. - Oídme, señor:

me temo que os habéis equivocado; oídme.

MIRANDA-¿Por qué se pone tan áspero mi padre?

Éste es el tercer hombre que he visto

y el primero que me hechiza. ¡La compasión

incline a mi padre de mi lado!

FERNANDO-Ah, si eres doncella,

y a nadie has dado aún tu corazón,

yo te haré reina de Nápoles.

PRÓSPERO-Esperad, señor, oídme.

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[Aparte] Se han rendido el uno al otro, mas yo

frenaré su presteza, no sea que ganar tan fácil

convierta en fácil el premio. -

[A FERNANDO] Óyeme, te ordeno

que me escuches. Usurpas un nombre

que no es tuyo, y has venido a esta isla

como espía, para quitármela a mí,

que soy su dueño.

FERNANDO-¡No, por mi honor!

MIRANDA-El mal no puede residir en este templo.

Si el maligno viviera en casa tan hermosa,

el bien lo expulsaría.

PRÓSPERO-Sígueme. - Tú no le defiendas: es un traidor. -

Te voy a encadenar los pies y el cuello.

Beberás agua de mar; te alimentarás

de moluscos de agua dulce, raíces resecas

y cáscaras de bellota. ¡Sígueme!

FERNANDO-¡No! No voy a soportar este trato

mientras mi enemigo no tenga más poder.

Desenvaina, y un hechizo le detiene.

MIRANDA-Querido padre,

no le juzgues con tanto rigor,

pues es noble, y nada cobarde.

PRÓSPERO-¡Cómo! ¿Me va a instruir el pie?.

Envaina ya, traidor, que alardeas,

pero no atacas, con esa conciencia

tan culpable. No sigas en guardia,

pues con mi vara puedo desarmarte

y hacer que sueltes la espada.

MIRANDA-Padre, te suplico...

PRÓSPERO-¡Fuera! ¡No te cuelgues de mi ropa!

MIRANDA-Apiádate, padre. Yo respondo por él.

PRÓSPERO-¡Silencio! Si dices otra palabra,

te reñiré, y aun te odiaré. ¡Cómo!

¿Abogada de impostor? ¡Calla!

Porque sólo has visto a él y a Calibán

te crees que no hay otros como él. ¡Necia!

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Al lado de otros hombres, él es un Calibán,

y a su lado, ellos son ángeles.

MIRANDA-Mis sentimientos son humildes. No

deseo ver a un hombre más apuesto.

PRÓSPERO [a FERNANDO]-Vamos, obedece.

Tus fibras han vuelto a su infancia

y no tienen fuerza.

FERNANDO -Es verdad.

Como en un sueño, mi ánimo está encadenado.

La muerte de mi padre, esta debilidad,

el naufragio de mis amigos y las amenazas

del que ahora me somete no son una carga

mientras una vez al día, desde mi cárcel,

pueda ver a esta muchacha. Dispongan los libres

del resto del mundo. En mi cárcel

ya tengo bastante espacio.

PRÓSPERO [aparte]-Surte efecto. - Vamos. -

Mi gran Ariel, buen trabajo. Sígueme:

voy a darte otra misión.

MIRANDA [a FERNANDO]-No te inquietes. Mi padre es mucho mejor

de lo que parece hablando. Lo que le has visto

es insólito.

PRÓSPERO [a ARIEL]-Serás libre como el viento de montaña.

Pero mis órdenes cumple con esmero.

ARIEL-A la letra.

PRÓSPERO [a FERNANDO] -¡Vamos, sígueme!

[A MIRANDA] Y tú no le defiendas.

Salen.

ACTO II

Escena I

Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, GONZALO, ADRIÁN y FRANCISCO.

GONZALO [a ALONSO]-Alegraos, Majestad, os lo ruego. Tenéis

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motivo para el gozo, como todos: salvarnos

cuenta más que lo perdido. La desgracia

que sufrimos es corriente: cada día, esposas de

marinos, dueños de barcos, mercaderes

también tienen motivo de dolor, y este milagro,

el de haber sobrevivido, muy pocos podrán

contarlo entre millones. Conque, señor,

sopesad sabiamente el dolor con el alivio.

ALONSO-Callad, os lo ruego.

SEBASTIÁN [aparte a ANTONIO]-El consuelo es para él un caldo frío.

ANTONIO [aparte a SEBASTIÁN]-Pero este consolador no va a soltarle.

SEBASTIÁN [aparte a ANTONIO]-Mirad, le da cuerda al reloj de su ingenio. Muy pronto sonará.

GONZALO -Señor...

SEBASTIÁN-La una. Contad.

GONZALO-Si a cada desventura se le da posada,

al posadero le cae...

SEBASTIÁN-Más de un duro.

GONZALO-Más de un duro desconsuelo. Decís más verdad de la que pretendíais.

SEBASTIÁN-Y vos respondéis con más ingenio del que yo creía.

GONZALO [a ALONSO]-Así que, señor...

ANTONIO-¡Uf! ¡Éste no frena la lengua!

ALONSO [a GONZALO]-Os lo ruego, basta.

GONZALO-Bueno, he dicho. Aunque...

SEBASTIÁN [aparte a ANTONIO] -No, si seguirá hablando.

ANTONIO [aparte a SEBASTIÁN]-Apostemos algo a quién canta primero, Adrián o él.

SEBASTIÁN-El viejo gallo.

ANTONIO -El gallito.

SEBASTIÁN-Conforme. ¿Qué nos jugamos?

ANTONIO-Reírse el que gane.

SEBASTIÁN-¡Hecho!

ADRIÁN-Aunque esta isla parece desierta...

ANTONIO-¡Ja, ja,ja!

SEBASTIÁN-Ya estáis pagado.

ADRIÁN-... inhabitable y casi inaccesible...

SEBASTIÁN-Sin embargo...

ADRIÁN-Sin embargo...

ANTONIO-¡Tenía que decirlo!

ADRIÁN-... su templanza es sin duda suave, fina y placentera.

ANTONIO-Templanza era una moza placentera.

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SEBASTIÁN-Y fina, como tan doctamente ha dicho.

ADRIÁN-El aire que sopla es sutil.

SEBASTIÁN-Cual si tuviera pulmones, y podridos.

ANTONIO-O si los perfumara una ciénaga.

GONZALO-Aquí hay de todo para vivir.

ANTONIO-Cierto, salvo medios de vida.

SEBASTIÁN-De eso hay poco o nada.

GONZALO-¡Qué lozana y frondosa está la hierba! ¡Qué verde!

ANTONIO-Sí, el suelo está pardo.

SEBASTIÁN-Con un matiz de verde.

ANTONIO-No se le escapa nada.

SEBASTIÁN-No, tan sólo la realidad.

GONZALO-Pero lo más prodigioso, y es casi increíble...

SEBASTIÁN-Como tantos prodigios.

GONZALO-... es que nuestra ropa, habiéndose empapado en el mar, no obstante siga estando

tan nueva y radiante. Más que manchada de agua salada, parece recién teñida.

ANTONIO-Si hablara uno de sus bolsillos, ¿no le diría que miente?

SEBASTIÁN-Sí, o se embolsaría la verdad.

GONZALO-Creo que nuestra ropa está tan nueva como cuando la estrenamos en África, en la

boda de la hija del rey, la bella Claribel, con el rey de Túnez.

SEBASTIÁN-Buena boda, y nos ha ido muy bien al regreso.

ADRIÁN-A Túnez nunca la honró semejante modelo de reina.

GONZALO-No desde los tiempos de la viuda Dido.

ANTONIO-¿Viuda? ¡Mala peste! ¿De dónde sale lo de «viuda»? ¡La viuda Dido!

SEBASTIÁN-También podría haber dicho «el viudo Eneas». ¡Señor, cómo os lo tomáis!

ADRIÁN-¿Decís la viuda Dido? Eso me da que pensar. Era de Cartago, no de Túnez.

GONZALO-Señor, Túnez era Cartago.

ADRIÁN-¿Cartago?

GONZALO-Os lo aseguro. Cartago.

ANTONIO-Sus palabras hacen más que el arpa milagrosa.

SEBASTIÁN-Levantan la muralla, y aun las casas.

ANTONIO-Ahora, ¿qué imposible se le resistirá?

SEBASTIÁN-Creo que se llevará esta isla en el bolsillo y se la regalará a su hijo cual si fuera una

manzana.

ANTONIO-Y sembrando las pepitas en el mar, producirá nuevas islas.

GONZALO -Pues sí.

ANTONIO-Ya era hora.

GONZALO [a ALONSO] -Señor, decíamos que nuestra ropa parece tan nueva ahora como

cuando estábamos en Túnez en la boda de vuestra hija, ahora reina.

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ANTONIO-La más excelsa que llegó allí.

SEBASTIÁN-Salvo, con perdón, la viuda Dido.

ANTONIO-¿La viuda Dido? ¡Ah, sí, la viuda Dido!

GONZALO-Señor, ¿no está mi jubón tan nuevo como el día en que lo estrené? Bueno, hasta

cierto punto.

ANTONIO-Un punto que no ha perdido.

GONZALO-Cuando lo llevé en la boda de vuestra hija.

ALONSO-Me embutís en el oído esas palabras

contra mi gana de oírlas. Ojalá nunca hubiera

casado a mi hija allá, pues al regreso

pierdo a mi hijo y creo que también a ella:

vive tan lejos de Italia que nunca

volveré a verla. ¡Ah, tú, mi heredero

de Nápoles y Milán! ¿Qué extraño pez

te ha devorado?

FRANCISCO-Señor, quizá esté vivo. Le vi cómo batía

las olas y cabalgaba sobre ellas.

Seguía a flote y rechazaba la embestida

de las aguas, afrontando el oleaje.

Su audaz cabeza descollaba sobre olas

en combate y, remando con brazos vigorosos,

alcanzó la costa, que se inclinaba

sobre un pie desgastado por el mar

cual si quisiera ayudarle. Estoy seguro

de que llegó vivo a tierra.

ALONSO-No, no; nos ha dejado.

SEBASTIÁN-Bien puedes felicitarte por la pérdida.

A nuestra Europa no favoreciste con tu hija,

sino que se la echaste a un africano.

Estará desterrada de tus ojos,

que ahora tienen buen motivo para el llanto.

ALONSO-Calla, te lo ruego.

SEBASTIÁN-Todos nos postramos ante ti, rogándote

que desistieras, y hasta la pobre muchacha

dudaba entre negarse u obedecer,

de qué lado inclinarse. Me temo que a tu hijo

lo hemos perdido para siempre. Este asunto

ha creado más viudas en Milán y Nápoles

que supervivientes hay para aliviarlas.

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La culpa es tuya.

ALONSO-Y también la mayor pérdida.

GONZALO-Mi señor Sebastián,

a vuestra verdad le falta delicadeza y

oportunidad. Hurgáis en la herida,

cuando debierais ponerle una venda.

SEBASTIÁN-Bien dicho.

ANTONIO-Y como un médico.

GONZALO [a ALONSO]-Señor, el estar vos tan sombrío

nos traerá mal tiempo a todos.

SEBASTIÁN-¿Mal tiempo?

ANTONIO-Espantoso.

GONZALO-Señor, si yo colonizara esta isla...

ANTONIO-La sembraría de ortigas.

SEBASTIÁN-O de malvas o acederas.

GONZALO-... y fuese aquí el rey, ¿qué haría?

SEBASTIÁN-No emborracharse por falta de vino.

GONZALO-En mi Estado lo haría todo al revés

que de costumbre, pues no admitiría

ni comercio, ni título de juez;

los estudios no se conocerían, ni la riqueza,

la pobreza o el servicio; ni contratos,

herencias, vallados, cultivos o viñedos;

ni metal, trigo, vino o aceite;

ni ocupaciones: los hombres, todos ociosos,

y también las mujeres, aunque inocentes y puras;

ni monarquía...

SEBASTIÁN-Mas dijo que sería el rey.

ANTONIO-El final de su Estado se olvida del principio.

GONZALO-La naturaleza produciría de todo

para todos sin sudor ni esfuerzo. Traición,

felonía, espada, lanza, puñal o máquinas

de guerra yo las prohibiría: la naturaleza

nos daría en abundancia sus frutos

para alimentar a mi pueblo inocente.

SEBASTIÁN-¿Sus súbditos no se casarían?

ANTONIO-No, todos ociosos: todos putas y granujas.

GONZALO-Señor, mi gobierno sería tan perfecto

que excedería a la Edad de Oro.

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SEBASTIÁN-¡Dios salve a Su Majestad!

ANTONIO-¡Viva Gonzalo!

GONZALO-Y.. ¿Me escucháis, señor?

ALONSO-Os lo ruego, basta. No decís nada.

GONZALO-Tenéis razón, Majestad. Lo hacía para darles pie a estos señores, que son de

pulmones tan activos y sensibles que siempre se ríen por nada.

ANTONIO-Nos reíamos de vos.

GONZALO-Que en esta especie de bobada no soy nada a vuestro lado. Así que seguid riéndoos

por nada.

ANTONIO -¡Buen golpe!

SEBASTIÁN-Si hubiera sido con el filo.

GONZALO-Sois hombres de gran temple. Sacaríais a la luna de su esfera si estuviera en ella

cinco semanas sin cambiar.

Entra ARIEL [invisible] tocando una música solemne.

SEBASTIÁN-Exacto, y con su luz iríamos a cazar pájaros.

ANTONIO-Mi buen señor, no os enfadéis.

GONZALO-No, os aseguro que no arriesgaré mi sensatez por tan poco. ¿Queréis dormirme

con la risa, que tengo mucho sueño?

ANTONIO-Dormid, y oídnos.

[Se duermen todos menos ALONSO, SEBASTIÁN y ANTONIO.]

ALONSO-¡Vaya! ¿Durmiendo tan pronto? Ojalá

con mis ojos se cerraran mis pensamientos.

Creo que quieren cerrarse.

SEBASTIÁN-Entonces no desestimes la ocasión.

El sueño no acude al dolor; cuando lo hace,

consuela.

ANTONIO-Señor, los dos os protegeremos

mientras descanséis, y velaremos

por vuestra seguridad.

ALONSO-Gracias. Este sueño es asombroso.

[Se duerme ALONSO. Sale ARIEL.]

SEBASTIÁN-¡Qué sopor tan extraño los domina!

ANTONIO-Es el carácter del lugar.

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SEBASTIÁN-¿Y por qué no cierra nuestros párpados?

Yo ganas de dormir no tengo.

ANTONIO-Ni yo. Mi mente está muy despierta.

Ellos se han dormido a una, como por consenso,

como tumbados por un rayo. ¿Cuál sería,

noble Sebastián, cuál sería...? Pero basta.

Sin embargo, creo ver en vuestro rostro

a aquel que podríais ser. La ocasión os llama

y mi viva imaginación ve una corona

que desciende sobre vos.

SEBASTIÁN-¿Estáis despierto?

ANTONIO-¿No oís lo que digo?

SEBASTIÁN-Sí, son palabras soñolientas,

y habláis en vuestro sueño. ¿Qué decíais?

Este reposo es extraño; dormido

con ojos abiertos: de pie, hablando, andando

y, sin embargo, dormido.

ANTONIO-Noble Sebastián, dejáis dormir

vuestra suerte, o más bien morir.

No veis estando despierto.

SEBASTIÁN-Y vos roncáis muy claro. Vuestros ronquidos

tienen un significado.

ANTONIO-Estoy más serio que de costumbre,

y vos, si me escucháis, debéis estarlo.

Hacerlo os encumbrará.

SEBASTIÁN-Seré un remanso.

ANTONIO-Yo os enseñaré a fluir.

SEBASTIÁN-Os lo ruego. Mi indolencia hereditaria

me lleva a refluir.

ANTONIO-¡Ah, si vierais cómo acariciáis la causa

mientras la menospreciáis! ¡Cómo al exponerla

la arropáis aún más! Los que refluyen

acaban casi en el fondo por culpa

de su temor o indolencia.

SEBASTIÁN-Continuad. Esos ojos y esa cara

anuncian que lleváis algo dentro,

aunque el parto se presenta doloroso.

ANTONIO-Oídme: aunque este dignatario

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de frágil memoria, de quien se guardará

tan débil recuerdo cuando esté enterrado,

casi ha persuadido al rey (él es la persuasión,

lo suyo es persuadir) de que su hijo aún vive,

tan imposible es que no se haya ahogado

como que este durmiente esté nadando.

SEBASTIÁN-De que no se haya ahogado no tengo esperanza.

ANTONIO-¡Ah! De no tenerla nace

vuestra gran esperanza. Que por ese lado

no haya esperanza es, por otro, tan alta esperanza

que ni la propia Ambición la vislumbra

y aun duda en divisarla. ¿Estáis conmigo

en que Fernando se ha ahogado?

SEBASTIÁN-Está muerto.

ANTONIO-Entonces, decidme. ¿Quién heredará Nápoles?

SEBASTIÁN-Claribel.

ANTONIO-La actual reina de Túnez, que vive a más

de una vida de distancia; que de Nápoles

no tendrá noticias, si el correo no es el sol

(la luna es muy lenta), hasta que un recién nacido

tenga barba rasurable; por quien el mar

nos tragó, aunque a algunos nos ha arrojado,

y de suerte que actuemos en un drama

en que el pasado sea el prólogo y la acción

la ejecutemos vos y yo.

SEBASTIÁN-¿Qué decís? ¿Qué os proponéis?

Sí, la hija de mi hermano es reina de Túnez,

también heredera de Nápoles, y entre ambos

media gran distancia.

ANTONIO-Y de ella cada palmo

parece gritar: «¿Podrá recorrernos Claribel

para volver a Nápoles? Que siga en Túnez

y despierte Sebastián.» ¿Y si fuera la muerte

lo que a éstos ha vencido? No estarían

peor de lo que están. Hay quien regiría Nápoles

tan bien como el que duerme, palaciegos

que hablan tanto y tan superfluo

como este Gonzalo. Yo enseñaría a una chova

a hablar igual de sesuda. ¡Ay, si pensarais

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como yo! ¡Cómo os encumbraría

el sueño de éstos! ¿Me entendéis?

SEBASTIÁN-Creo que sí.

ANTONIO-¿Y cómo responderéis

a vuestra buena fortuna?

SEBASTIÁN-Recuerdo que vos derrocasteis

a vuestro hermano Próspero.

ANTONIO-Cierto, y ved qué bien

me sienta mi ropa; mejor que antes.

Entonces los criados de mi hermano

eran mis compañeros; ahora son mis siervos.

SEBASTIÁN-¿Y vuestra conciencia?

ANTONIO-Sí, ¿dónde queda? Si fuera un sabañón,

me pondría zapatillas, mas mi pecho

no siente a esa diosa. Veinte conciencias

que hubiera entre Milán y yo, por mí que se hielen

y derritan, que no me estorbarán.

Vuestro hermano duerme. No valdrá más que la tierra

en la que yace si está como parece, muerto,

y yo, con este acero, tres pulgadas,

le haría dormir por siempre, mientras vos,

haciendo así, los ojos cerraríais in aetérnum

a este viejo bocado, este don Sesudo,

que no ha de censurar nuestra conducta.

Los demás lo tragarán como el gato lame leche,

y en cualquier asunto verán en el reloj

la hora que nosotros les digamos.

SEBASTIÁN-Vuestro caso, buen amigo,

será mi precedente: igual que vos Milán,

yo me haré con Nápoles. Desenvainad: un golpe

os hará libre del tributo que pagáis

y yo, el rey, os querré bien.

ANTONIO-Desenvainemos a una, y cuando yo

levante el brazo, hacedlo vos contra Gonzalo.

SEBASTIÁN-Ah, otra cosa.

[Hablan aparte.]

Entra ARIEL [invisible] con música y canción.

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ARIEL-Mi amo con su magia ve el peligro

que corres tú, su amigo, y me envía

(si no, su plan naufraga) para salvaros a todos.

Canta al oído de GONZALO.

Mientras yaces ahí roncando,

la conjura, que ha velado,

su momento espera.

Si en algo estimas tu vida,

sacude el sueño, espabila.

¡Despierta, despierta!

ANTONIO-Hagámoslo ya.

GONZALO [despertando] -¡Los ángeles guarden al rey!

[Se despiertan los demás.]

ALONSO-¿Qué es esto? ¿Despiertos? ¿Por qué habéis

desenvainado? ¿A qué esa cara de espanto?

GONZALO-¿Qué ocurre?

SEBASTIÁN -Estábamos guardando vuestro sueño

cuando ha resonado un sordo rugido

como de toros, o más bien de leones.

¿No te despertó? A mí me hirió el oído.

ALONSO-Yo no he oído nada.

ANTONIO-¡El fragor habría despertado a un monstruo,

causado un terremoto! Seguro que rugió

una manada de leones.

ALONSO-¿Lo habéis oído, Gonzalo?

GONZALO-Os juro, señor, que oí un zumbido,

y además muy extraño, que me despertó.

Os sacudí y grité. Cuando abrí los ojos,

los vi espada en mano. Sí que hubo un ruido,

es cierto. Más nos vale estar en guardia

o salir de este lugar. Desenvainemos.

ALONSO-Id delante, y sigamos buscando a mi pobre hijo.

GONZALO-¡El cielo le guarde de estas fieras!

Seguro que está en la isla.

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ALONSO-Abrid camino.

ARIEL-La orden de Próspero ya la he cumplido.

Tú, rey, ve seguro, y busca a tu hijo.

Salen.

Escena II

Entra CALIBÁN con un haz de leña. Se oyen truenos.

CALIBÁN-¡Que caigan sobre Próspero los miasmas

que absorbe el sol en marismas y ciénagas

y le llaguen palmo a palmo! Le maldigo,

aunque me oigan sus espíritus. Pellizcos

no me darán, ni sustos sacando duendes,

ni me arrojarán al barro, ni, cual fuegos fatuos,

me harán perderme en la noche, si él no lo manda.

Mas por nada me los echa encima;

a veces son monos que me chillan, hacen muecas

y me muerden; otras, erizos que yacen

enrollados y me levantan las púas

bajo mi pie descalzo; otras, víboras

que se me enroscan y que con su lengua hendida

me vuelven loco a silbidos.

Entra TRÍNCULO.

¡Ah, mira! Aquí viene a atormentarme

otro de sus espíritus, porque tardo

en llevarle la leña. Me echaré al suelo.

Quizá no me vea.

TRÍNCULO-Aquí no hay arbusto ni mata en que resguardarse, y ya se cuece otra tormenta; la

oigo cantar al viento. Ese nubarrón parece un sucio pellejo de vino pronto a reventar. Si va a

tronar como antes, no sé dónde meterme; esa nube se vaciará a cántaros. Pero, ¿qué veo

aquí? ¿Un hombre o un pez? ¿Vivo o muerto? Es un pez, huele a pescado; echa un olor rancio,

a salazón no muy fresca. ¡Qué pez más raro! Si estuviera en Inglaterra, como ya estuve,

pondría un cartel, y no habría tonto de feria que no diera plata por verlo. Allí este monstruo me

haría rico; allí cualquier bicho raro hace negocio. No dan un centavo para aliviar a un cojo, pero

se gastan diez en ver a un indio muerto. ¡Piernas de hombre! ¡Brazos, y no aletas! ¡Y está

caliente! Me vuelvo atrás, me desdigo: esto no es un pez, sino un isleño recién tumbado por un

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rayo.

[Truenos.]

¡Vuelve la tormenta! Me meteré bajo su capa; por aquí no veo otro

refugio. A veces la desgracia nos acuesta con extraños compañeros. Me

arroparé aquí hasta que se vacíe la tormenta.

Entra ESTEBAN cantando.

ESTEBAN-Ya nunca iré a la mar, la mar,

que en tierra moriré...

Esta canción es infame para un funeral. Bueno, éste es mi consuelo.

Bebe [y después] canta.

Piloto, grumete, mozo, capitán,

artillero y yo

queremos a Mara, María y Marián,

pero a Catia no,

pues maldice al hombre de mar

y le grita: «¡Muérete ya!»

De brea o alquitrán no soporta el olor,

mas deja que el sastre le rasque el picor.

Conque, ¡al barco, amigos, y muérase ya!

Esta canción también es infame, pero éste es mi consuelo.

Bebe.

CALIBÁN-¡No me atormentes! ¡Ah!

ESTEBAN-¿Qué pasa aquí? ¿Hay demonios? ¿Quién nos embauca con salvajes y con indios?

¿Eh? No me he salvado de ahogarme para que ahora me asusten tus cuatro patas, pues, como

bien dicen, porque tengas cuatro patas no me harás salir por pies; y lo dirán mientras Esteban

respire.

CALIBÁN-¡Me atormenta este espíritu! ¡Ah!

ESTEBAN-Éste es un monstruo isleño de cuatro patas que, por lo visto, tiene calentura. ¿Dónde

diablos habrá aprendido nuestra lengua? Aunque sólo sea por eso, voy a darle algún alivio. Si

logro curarlo y amansarlo, y vuelvo a Nápoles con él, será un regalo para cualquier emperador

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que camine sobre cuero.

CALIBÁN-¡No me atormentes, te lo ruego! Traeré la leña más deprisa.

ESTEBAN-Está delirando y no habla con mucho tino. Voy a darle un trago. Si nunca ha bebido

vino, casi le quitará la calentura. Si logro curarlo y amansarlo, no cobraré mucho por él; pero

quien lo compre, pagará, y bien. CALIBÁN

Aún no me haces mucho daño, pero por tu temblor sé que lo harás. Próspero actúa sobre ti.

ESTEBAN-Vamos, abre la boca: esto resucita a un muerto. Abre la boca: esto quita los

temblores, te lo digo yo, y bien. Tú no conoces a tus amigos: vuelve a abrir esas quijadas.

TRÍNCULO-Esa voz la conozco. Es la de... No; se ahogó, y éstos son demonios. ¡Socorro!

ESTEBAN-Cuatro patas y dos voces. ¡Qué primor de monstruo! La voz delantera es para hablar

bien de su amigo, y la trasera, para maldecir y renegar. Si para curarse necesita todo el vino,

yo se lo daré. ¡Toma! Ya basta. Ahora se lo echaré por la otra boca.

TRÍNCULO-¡Esteban!

ESTEBAN -¿Me llama la otra boca? ¡Piedad, piedad! ¡No es un monstruo, es el diablo! Me voy,

que no sé atarlo.

TRÍNCULO-¡Esteban! Si tú eres Esteban, tócame y háblame, que soy Trínculo. No tengas

miedo: tu buen amigo Trínculo.

ESTEBAN-Si eres Trínculo, sal. Te sacaré por las piernas más cortas; si algunas son de Trínculo,

son éstas. ¡El mismísimo Trínculo! ¿Cómo has llegado a ser excremento de este aborto? ¿Es que

puede evacuar Trínculos?

TRÍNCULO-Creí que lo había tumbado un rayo. Pero, Esteban, ¿no te ahogaste? Espero que no

seas un ahogado. ¿Ha escampado? Me metí bajo la capa del monstruo por miedo a la tormenta.

¿Y estás vivo, Esteban? ¡Ah, Esteban! ¡Dos napolitanos a salvo!

ESTEBAN-Oye, no me hagas dar vueltas, que mi estómago no aguanta.

CALIBÁN [aparte]-Si no son espíritus, son seres superiores. Éste es un gran dios y lleva licor

celestial. Me postraré ante él.

ESTEBAN-¿Cómo te salvaste? ¿Cómo has llegado hasta aquí? Jura por esta botella cómo has

llegado (yo me salvé sobre un barril de jerez que tiraron por la borda); jura por esta botella: la

hice yo mismo con la corteza de un árbol desde que llegué a tierra.

CALIBÁN-Juro por tu botella que seré tu siervo fiel, pues el licor no es terrenal.

ESTEBAN-Vamos, jura cómo te salvaste.

TRÍNCULO-Hombre, nadando como un pato. Sé nadar como un pato, lo juro.

ESTEBAN-Vamos, besa la Biblia. [Le pasa la botella.] Aunque nades como un pato, estás hecho

un ganso.

TRÍNCULO-¡Ah, Esteban! ¿Te queda más de esto?

ESTEBAN-¡El barril entero, hombre! Mi bodega está en una cueva, en las rocas, y allí se

esconde el vino. - ¿Qué hay, aborto? ¿Qué tal tu calentura?

CALIBÁN-¿No has caído del cielo?

ESTEBAN-De la luna, te lo juro. Érase una vez un hombre en la luna, y era yo.

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CALIBÁN-He visto tu cara en ella, y te adoro. Mi ama me la enseñó, y tu perro y tu espino.

ESTEBAN-Vamos, júralo; besa esta Biblia. En seguida le amplío el contenido. Jura.

[Bebe CALIBÁN.]

TRíNCULO-¡Luz del cielo, qué monstruo más tonto! ¿Yo tenerle miedo? ¡Será bobo el monstruo!

¿Un hombre en la luna? ¡El monstruo es de lo más crédulo! - Buen trago, monstruo, de veras.

CALIBÁN-Te enseñaré cada palmo fértil de la isla y te besaré los pies. Te lo ruego, sé mi dios.

TRíNCULO-¡Luz del cielo! El monstruo es pérfido y borracho. Cuando duerma su dios, le quitará

la botella.

CALIBÁN-Te besaré los pies. Juro que seré tu siervo.

ESTEBAN-Muy bien. ¡Al suelo, y jura!

TRÍNCULO-Me matará de la risa este monstruo cara-perro. ¡Qué granuja de monstruo! Le daría

una paliza...

ESTEBAN -Vamos, besa.

TRíNCULO-... si no es porque está borracho. ¡Vaya un monstruo abominable!

CALIBÁN-Verás las mejores fuentes, te cogeré bayas,

pescaré para ti y te traeré mucha leña.

¡Mala peste al tirano de mi amo!

No le llevaré una astilla; te serviré a ti,

ser maravilloso.

TRÍNCULO-¡Qué monstruo más absurdo! ¡Llamar maravilla a un pobre borracho!

CALIBÁN-Deja que te lleve donde crecen las manzanas;

te sacaré criadillas de tierra con las uñas,

te enseñaré nidos de arrendajo y verás

cómo se atrapa al rápido tití. Te llevaré

donde hay avellanas a racimos y te traeré

polluelos de la roca. ¿Querrás venir conmigo?

ESTEBAN-Anda, llévanos y no hables más. - Trínculo, ahogados el rey y su séquito, tomamos el

mando nosotros. - Tú, toma, lleva la botella. - Amigo Trínculo, en seguida la llenamos.

CALIBÁN, canta borracho-Adiós, amo, adiós, adiós.

TRÍNCULO-Un monstruo chillón, un monstruo borracho.

CALIBÁN [canta]-No haré presas para el pez,

ni traeré leña

porque él quiera,

ni más platos fregaré.

Ban, ban, Ca-Calibán

tiene otro amo. - ¡Busca a otro ya!

¡Libertad, fiesta! ¡Fiesta, libertad! ¡Libertad, fiesta, libertad!

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ESTEBAN-¡Qué gran monstruo! - Llévanos.

Salen.

ACTO III

Escena I

Entra FERNANDO cargado con un leño.

FERNANDO-Hay juegos fatigosos, mas el esfuerzo

destaca el placer que nos dan; algunas bajezas

se soportan noblemente, y lo más pobre

acaba en riqueza. Mi humilde labor

me sería enojosa y detestable

si no fuera por mi amada, que da vida

a lo muerto y placer a mis trabajos.

Ah, ella es diez veces más dulce que su padre,

agrio y hecho de aspereza. Cumpliendo

su dura orden, he de llevar varios miles

de estos leños y apilarlos. Mi amada llora

de verme trabajar y dice que esta servidumbre

nunca tuvo tal criado. Me entretengo;

mis gratos pensamientos me reaniman,

y más activo estoy si me distraigo.

Entran MIRANDA, y PRÓSPERO [sin ser visto].

MIRANDA-¡Ah, te lo suplico,

no trabajes tanto! ¡Así fulminase el rayo,

esa leña que debes apilar!

Anda, déjala en el suelo y descansa.

Cuando arda, llorará por haberte fatigado.

Mi padre está con sus estudios. Anda, descansa.

Estarás a salvo de él tres horas.

FERNANDO-Mi dulce amada, se pondrá el sol

sin que yo haya cumplido mi tarea.

MIRANDA-Siéntate y, mientras, yo llevaré la leña.

Anda, dame eso; yo lo llevo al montón.

FERNANDO-No, celestial criatura. Me romperé

las fibras y me partiré la espalda

antes que por mi holganza tú te humilles.

MIRANDA-Tan propio sería de mí como de ti,

y yo lo haría con más facilidad,

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pues mi ánimo es propicio, y el tuyo, adverso.

PRÓSPERO [aparte]-¡Pobre gusanito! Ya estás infectada.

Tu visita lo demuestra.

MIRANDA-Estás cansado.

FERNANDO-No, noble amada: para mí sería la aurora

si de noche estuvieras a mi lado. Y ahora, dime,

para que pueda nombrarte cuando rezo.

¿Cómo te llamas?

MIRANDA-Miranda. - ¡Ah, padre!

¡He violado tu orden al decirlo!

FERNANDO-¡Admirable Miranda,

cumbre de toda admiración, que vales

lo que el mundo más estima! He mirado

a muchas damas bien atento, y muchas veces

la armonía de su voz ha cautivado

mis ávidos oídos. Por diversas virtudes

me han gustado diversas mujeres; ninguna

con tal ceguera que no viese algún defecto

en riña con sus más nobles encantos

hasta dejarlos vencidos. Pero tú, ¡ah, tú!,

tan perfecta y sin par, fuiste creada

de las bondades de todas.

MIRANDA-No conozco a nadie de mi sexo,

ni recuerdo un rostro de mujer, salvo el mío

en el espejo; y que pueda llamar hombres,

yo no he visto más que a ti, buen amigo,

y a mi padre. Ignoro cuál sea la figura

de otras gentes, mas, por mi pureza,

joya de mi dote, en el mundo no deseo

más compañero que tú; y a ninguno

puede dar forma la imaginación

que me guste más que tú. Pero hablo

demasiado, y no obedezco

los preceptos de mi padre.

FERNANDO-Por mi estado soy príncipe, Miranda,

quizá rey (ojalá no), y no menos me repugna

esta servidumbre de leñero que dejar

que la moscarda mancille mi boca. Te hablo

con el alma: apenas te vi, mi corazón

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fue volando a tu servicio, en el que permanece

hasta hacer de mí un esclavo. Por ti

soy un leñero tan sufrido.

MIRANDA-¿Me quieres?

FERNANDO -¡Cielos, tierra! Dad fe de mis palabras

y, si digo la verdad, premiad con buen suceso

cuanto afirmo; si miento, traed

el mal a lo mejor de mi futuro:

más allá de los límites del mundo

yo te quiero, estimo y venero.

MIRANDA-Soy tonta llorando por lo que me alegra.

PRÓSPERO [aparte]-¡Qué bella unión de excelsos amores!

¡El cielo derrame gracia

sobre lo que nace entre ellos!

FERNANDO-¿Por qué lloras?

MIRANDA-Por mi insignificancia. No me atrevo

a ofrecer lo que deseo dar, y menos a tomar

lo que perder me mataría. Pero es inútil:

cuanto más procura ocultarse,

más se ve el bulto. ¡Basta de melindres!

¡Hable por mí la franca y santa inocencia!

Si te casas conmigo, soy tu esposa;

si no, moriré tu doncella. Puedes negarte

a que sea tu compañera, mas, quieras o no,

seré tu sierva.

FERNANDO-Mi dueña, querida mía,

y yo ahora y siempre a tus pies.

MIRANDA-¿Entonces, esposo?

FERNANDO-Sí, y deseándolo tanto

como el esclavo ser libre. Mi mano.

MIRANDA-La mía, y en ella el corazón. Y ahora,

adiós y hasta muy pronto.

FERNANDO-¡Mil adioses, mil!

Salen.

PRÓSPERO-No puedo estar tan contento como ellos,

que están maravillados, mas mi alegría

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no puede ser mayor. Vuelvo a mi libro,

pues antes de la cena he de ocuparme

de asuntos pertinentes.

Sale.

Escena II

Entran CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO.

ESTEBAN [a TRÍNCULO]-Tú calla. Cuando se acabe el barril, beberemos agua. Antes, ni una

gota. Conque, ¡al abordaje! - ¡Siervomonstruo, bebe a mi salud!

TRÍNCULO-¡Siervo-monstruo! ¡La quimera de la isla! Dicen que sólo somos cinco en esta isla:

tres, nosotros. Como los otros dos tengan nuestras luces, el país se tambalea.

ESTEBAN-Siervo-monstruo, tú bebe cuando te lo diga. Los ojos se te han metido en la cabeza.

TRÍNCULO-¿Dónde los va a tener metidos? ¡Menudo monstruo sería si los tuviera en el rabo!

ESTEBAN-Mi siervo-monstruo tiene la lengua ahogada en jerez. Pero a mí no me ahogó el mar:

antes de llegar a tierra nadé treinta y cinco leguas de acá para allá, lo juro. - Tú serás mi

teniente, monstruo, o mi alférez.

TRíNCULO-Será alférez, que tenerse no se tiene.

ESTEBAN-No vamos a huir, monsieur Monstruo.

TRíNCULO-Ni tampoco a andar, pero tú estarás tirado como un perro, y sin ladrar.

ESTEBAN-¡Eh, aborto! Si eres un buen aborto, habla por una vez en tu vida.

CALIBÁN-¿Cómo estás, Alteza? Deja que te lama el zapato. A éste no le serviré, que no es

valiente.

TRíNCULO-¡Mentira, monstruo ignorante! Estoy para zurrarle a un alguacil. Tú, pez borracho,

tú, ¿cuándo hubo cobarde que bebiera tanto vino como hoy yo? ¿Cómo dices mentira tan

monstruosa siendo sólo medio pez y medio monstruo?

CALIBÁN-¡Mira cómo se ríe de mí! ¿Lo vas a permitir, señor?

TRÍNCULO-¿Ha dicho «señor»? ¡Habrá monstruo más idiota!

CALIBÁN-¡Mira, otra vez! Anda, mátalo a mordiscos.

ESTEBAN-Trínculo, no seas ligero de lengua. Si te amotinas, ¡al primer árbol! El pobre monstruo

es mi siervo, y no sufrirá indignidad.

CALIBÁN-Gracias, noble señor. ¿Tienes a bien volver a oír mi petición?

ESTEBAN-¡Pues, claro! Repítela de rodillas. Yo sigo de pie, y también Trínculo.

Entra ARIEL, invisible.

CALIBÁN-Como te he dicho, soy siervo de un tirano, un mago que me ha afanado la isla con su

arte.

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ARIEL -¡Mentiroso!

CALIBÁN [a TRÍNCULO] -¡Mentiroso tú, mono bufón! ¡Así te mate mi valiente amo! Yo no

miento.

ESTEBAN-Trínculo, como le interrumpas otra vez, te juro que te arranco algunos dientes.

TRÍNCULO-¡Si no he dicho nada!

ESTEBAN-Entonces silencio y basta. - Sigue.

CALIBÁN-Digo que logró esta isla con su magia;

me la quitó. Si tiene a bien Tu Alteza

tomar venganza en él... Porque tú te atreves,

y éste, no.

ESTEBAN-Claro que sí.

CALIBÁN-Tú serás su dueño, y yo te serviré.

ESTEBAN-¿Y eso cómo se hace? ¿Puedes llevarme hasta esa persona?

CALIBÁN-Claro, señor. Te lo mostraré dormido,

y podrás meterle un clavo en la cabeza.

ARIEL-¡Embustero! No podrás.

CALIBÁN-¡Vaya un colorines! ¡Bufón asqueroso!

Suplico a Tu Alteza que le des de palos

y le quites la botella. Cuando no la tenga,

que beba agua de mar, porque yo

no le enseñaré los manantiales.

ESTEBAN-Trínculo, no te busques más peligros. Interrumpe otra vez al monstruo, y te juro que,

sin más lástima, te dejo como un bacalao.

TRÍNCULO-Pero, ¿qué he hecho? ¡Si no he hecho nada! Voy a apartarme.

ESTEBAN-¿No le has llamado embustero?

ARIEL-¡Embustero!

ESTEBAN-¿Ah, sí? ¡Pues toma! [Le pega a TRÍNCULO.] Si te ha gustado, vuelve a decirme

embustero.

TRÍNCULO-¡Yo no te he dicho embustero! ¿No tienes seso ni oído? ¡Maldita botella! Todo viene

del jerez y del trincar. ¡Mala peste al monstruo y el diablo se lleve tus dedos!

CALIBÁN-¡Ja, ja, ja!

ESTEBAN-Ahora sigue con tu historia. - Tú apártate más.

CALIBÁN-Pégale bien, que dentro de un rato

yo también le pegaré.

ESTEBAN-Más lejos. - Vamos, continúa.

CALIBÁN-Como te he dicho, tiene por costumbre

dormir la siesta. Ahí le chafas los sesos

tras quitarle sus libros; o le aplastas el cráneo

con un leño, o con una estaca lo destripas,

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o con tu cuchillo le cortas el gaznate.

Primero hazte con sus libros, que, sin ellos,

es tan tonto como yo, y no tendrá

ni un espíritu a sus órdenes: le odian todos

tan mortalmente como yo. Quémale los libros.

Tiene finos enseres (así los llama él)

para, cuando tenga casa, componerla.

Y lo que más has de tener presente

es la belleza de su hija. Él mismo

la llama «sin par». No he visto a más mujer

que a Sícorax, mi madre, y a ella;

pero ella aventaja tanto a Sícorax

como lo más a lo menos.

ESTEBAN-¿Tan hermosa es?

CALIBÁN-Sí, mi señor. Le vendrá bien a tu cama,

y te dará buena prole.

ESTEBAN-Monstruo, voy a matar a ese hombre. Su hija y yo seremos rey y reina (¡Dios salve a

los reyes!), y Trínculo y tú seréis virreyes. - ¿Qué te parece el arreglo, Trínculo?

TRÍNCULO-Formidable.

ESTEBAN-Dame la mano. Siento haberte pegado. Pero, mientras vivas, no seas ligero de

lengua.

CALIBÁN-Dentro de media hora dormirá.

¿Le matarás entonces?

ESTEBAN-Te lo juro por mi honor.

ARIEL-Se lo contaré a mi amo.

CALIBÁN-Me das alegría. Estoy muy contento.

¡Venga regocijo! ¿Queréis cantar ese canon

que me acabáis de enseñar?

ESTEBAN-A petición tuya, monstruo, cualquier cosa justa. Vamos, Trínculo. ¡A cantar!

Canta.

Búrlate y mófate,

y ríete y búrlate.

Pensar es libre.

CALIBÁN-Ésa no es la música.

ARIEL toca la canción con flauta y tamboril.

ESTEBAN-¿Qué es esto?

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TRÍNCULO-La música de nuestra canción, tocada por don Nadie.

ESTEBAN-Si eres hombre, muéstrate como tal. Si eres un diablo, como quieras.

TRÍNCULO-¡Ah, perdona mis pecados!

ESTEBAN-Quien muere paga sus deudas. ¡Te desafío! - ¡Misericordia!

CALIBÁN-¿Tienes miedo?

ESTEBAN-No, monstruo, qué va.

CALIBÁN-No temas; la isla está llena de sonidos

y músicas suaves que deleitan y no dañan.

Unas veces resuena en mi oído el vibrar

de mil instrumentos, y otras son voces

que, si he despertado tras un largo sueño,

de nuevo me hacen dormir. Y, al soñar,

las nubes se me abren mostrando riquezas

a punto de lloverme, así que despierto

y lloro por seguir soñando.

ESTEBAN-Para mí esto va a ser un gran reino: tendré música gratis.

CALIBÁN-Después de matar a Próspero.

ESTEBAN-Eso será en seguida. No olvido tu historia.

TRÍNCULO-El sonido se aleja. Sigámoslo, y después, manos a la obra.

ESTEBAN-Guíanos, monstruo, te seguimos. Ojalá viera al tamborilero. Toca con garbo.

TRÍNCULO-¿Vienes? Voy contigo, Esteban.

Salen.

Escena III

Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, GONZALO, ADRIÁN, FRANCISCO, etc.

GONZALO-¡Válgame! No puedo seguir, señor; me duelen

mis viejos huesos. ¡Buen laberinto llevamos

de sendas derechas y quebradas! Permitidme;

debo descansar.

ALONSO-Anciano, no puedo reprochároslo:

también a mí me vence la fatiga

y me embota los sentidos. Sentaos y descansad.

Desde ahora abandono mi esperanza

y no dejo que me halague. Se ahogó

el que buscábamos errantes, y el mar se ríe

de nuestra búsqueda en tierra. ¡Resignación!

ANTONIO [aparte a SEBASTIÁN]-Me alegro de que esté sin esperanzas.

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Porque se haya frustrado, no desistas

de llevar a cabo tu proyecto.

SEBASTIÁN [aparte a ANTONIO]-En la próxima ocasión, y sin reservas.

ANTONIO [aparte a SEBASTIÁN]-Que sea esta noche.

Si están extenuados del camino,

no querrán ni podrán mantener la vigilancia

como cuando están despiertos.

SEBASTIÁN [aparte a ANTONIO] -Pues esta noche. Ya basta.

Música extraña y solemne, y [entra] PRÓSPERO en lo alto, invisible.

ALONSO-¿Qué es esta armonía? Amigos míos, escuchad.

GONZALO-Una música dulcísima.

Entran diversas figuras extrañas trayendo un banquete; bailan a su alrededor con gentiles

saludos, invitando al rey, etc., a comer, y salen.

ALONSO-¡Cielos, danos ángeles custodios! ¿Qué eran ésos?

SEBASTIÁN-¡Títeres vivientes! Ahora creeré

que existe el unicornio, que en Arabia

hay un árbol, el trono del fénix, y que en él

en este instante reina un fénix.

ANTONIO-Yo me creeré ambas cosas.

Y si a lo demás no dan crédito, que vengan

y les juraré que es verdad. Los viajeros

nunca engañan, aunque los tontos los condenen.

GONZALO-Si contara esto en Nápoles, ¿quién me creería?

Si dijera que vi a estos isleños...,

pues sin duda son gentes de esta isla,

que, aunque no tengan figura de hombres,

han sido más afables y corteses

que muchos que veréis de nuestro género humano;

vamos, más que casi todos.

PRÓSPERO [aparte] -Mi noble señor,

dices bien: algunos de los presentes

sois peores que diablos.

ALONSO-No deja de asombrarme

el que esas figuras, con gestos y sonidos,

y sin tener el uso del habla,

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se expresaran tan bien en lengua muda.

PRÓSPERO [aparte]-Los elogios, al final.

FRANCISCO-Se esfumaron misteriosamente.

SEBASTIÁN-No importa, pues se han dejado

las viandas, y tenemos apetito. –

¿Quieres probar lo que hay aquí?

ALONSO-No.

GONZALO-Señor, no temáis. Cuando éramos niños,

¿quién habría creído que hubiera montañeses

papudos como toros, con bolsas de carne

colgándoles del garguero, y hombres

con la cabeza saliéndoles del pecho?

Pues ahora los viajeros de cinco por uno nos traen buenas pruebas.

ALONSO-En fin, me pondré a comer, aunque sea

mi última comida. No importa; para mí

lo bueno ya pasó. Hermano, mi señor duque,

poneos a comer como yo.

Truenos y relámpagos.

Entra ARIEL en forma de arpía, aletea sobre la mesa, y mediante un artificio desaparece el

banquete.

ARIEL-Sois tres pecadores, a los que el destino,

de quien es instrumento este mundo

y cuanto hay en él, ha dispuesto que el mar

insaciable os arroje a esta isla,

no habitada por el hombre, a vosotros,

indignos de vivir entre los hombres.

Os he enfurecido, y con un furor tal

que lleva a los hombres a ahogarse y ahorcarse.

[Desenvainan ALONSO, SEBASTIÁN y ANTONIO.]

¡Necios! Mis compañeros y yo somos

agentes del destino. Los elementos

que templaron vuestras armas igual pueden

herir al bronco viento o con bufas estocadas

matar el agua, que al punto se cierra,

que dañar un pelo de mis plumas. Mis hermanos

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son igual de invulnerables. Aun pudiendo herir,

vuestro acero es muy pesado para vuestras fuerzas

y no podéis alzarlo. Recordad,

pues éste es mi mensaje, que los tres

expulsasteis de Milán al buen Próspero

y expusisteis al mar, que ya se ha desquitado,

a él y a su inocente hija. Por esta infamia,

los dioses, que aplazan, mas no olvidan,

han inflamado a orillas y mares, y a todos

los seres contra vuestra paz. A ti, Alonso,

te han quitado a tu hijo y te anuncian por mi boca

que una lenta perdición, peor que cualquier

muerte brusca, habrá de acompañar

todos tus pasos. Para guardaros de su ira,

que en esta isla desolada caería

sobre vosotros, sólo os queda el pesar

y, desde ahora, una vida recta.

Desaparece con un trueno. Al son de una música suave vuelven a entrar las

figuras, bailan con muecas y visajes y [salen] llevándose la mesa.

PRÓSPERO [aparte]-El papel de arpía, mi Ariel, lo has hecho

perfecto; tenía una gracia arrebatadora.

De cuanto te he ordenado que dijeras,

nada has omitido, y mis espíritus

menores han actuado muy al vivo

y con primoroso esmero. Mis conjuros

han obrado y mis enemigos están todos

en la red de su extravío. Están en mi poder.

Los dejaré en su trastorno, mientras veo

a Fernando, a quien suponen ahogado,

y a nuestra amada Miranda.

[Sale.]

GONZALO-En nombre de todo lo sagrado, señor,

¿por qué os quedáis estupefacto?

ALONSO-¡Ah, es espantoso, espantoso! Creí

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que las olas me hablaban y me lo decían,

que el viento me lo cantaba y que el trueno,

ese órgano grave y tremendo, pronunciaba

el nombre de Próspero; mi crimen retumbaba.

Por él está mi hijo en el fondo cenagoso.

Le buscaré donde no alcance la sonda

y con él yaceré en el fango.

Sale.

SEBASTIÁN-Si vienen uno a uno,

lucharé contra todos los demonios.

ANTONIO-Y yo os secundaré.

Salen [SEBASTIÁN y ANTONIO].

GONZALO-Los tres están alterados. Su gran culpa,

cual veneno que actuase retardado,

comienza a remorderles. Os lo ruego,

vosotros que sois más ágiles, id tras ellos

e impedid cualquier acción

a que les lleve su demencia.

ADRIÁN-¡Vamos, seguidme!

Salen todos.

ACTO IV

Escena IV

Entran PRÓSPERO, FERNANDO y MIRANDA.

PRÓSPERO-Si te he impuesto un castigo tan penoso,

tu recompensa lo repara, pues

te he dado un tercio de mi vida,

la razón por la que vivo. De nuevo

te la doy. Todas tus penalidades

sólo han sido una prueba de tu amor,

y tú la has superado a maravilla.

Ante el cielo ratifico mi regalo.

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¡Ah, Fernando! No sonrías si la enaltezco,

pues verás que rebasa todo elogio

y lo deja sin aliento.

FERNANDO-Lo creería más que un oráculo.

PRÓSPERO-Entonces, cual presente y como bien

dignamente conquistado, toma a mi hija.

Mas si rompes su nudo virginal

antes que todas las sagradas ceremonias

se celebren según el santo rito,

el hisopo del cielo no bendecirá

vuestra unión: el estéril odio,

el torvo desdén y la discordia cubrirán

vuestro lecho de tan malas hierbas

que ambos lo odiaréis. Así que ten cuidado

y la luz de Himeneo os ilumine.

FERNANDO-Como espero días de paz, hermosa descendencia

y larga vida con amor como el que siento,

ni el antro más oscuro, ni el lugar más propicio,

ni la mayor tentación de nuestra carne

cambiará mi honor en lujuria, quitándome

la dicha de la celebración, cuando piense

que se han desplomado los corceles de Febo

o que la Noche yace encadenada.

PRÓSPERO-Hermosas palabras. Entonces,

siéntate y habla con ella; tuya es. –

¡Ariel! ¡Ariel, siervo laborioso!

Entra ARIEL.

ARIEL-Aquí estoy. ¿Qué desea mi poderoso amo?

PRÓSPERO-Tus hermanos menores y tú cumplisteis

muy bien vuestro papel y ahora he de emplearos

en artificio semejante. Trae a la cuadrilla

sobre la cual te he dado autoridad.

Haz que acudan pronto: voy a ofrecer

a los ojos de esta joven pareja

alguna muestra de mi magia. Se lo prometí

y ellos lo esperan.

ARIEL-¿Ahora mismo?

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PRÓSPERO-En el acto.

ARIEL-Antes que digas «ven ya»,

respires, grites «quizás»,

en su danza, cada cual

con muecas acudirá.

Me quieres, amo, ¿verdad?

PRÓSPERO-Con el alma, primoroso Ariel.

No vengas hasta que te llame.

ARIEL-Entendido.

Sale.

PRÓSPERO-Cumple tu palabra. No des rienda suelta

a los retozos. El más firme juramento es paja

para el fuego de la carne. Refrénate,

que, si no, adiós a tu promesa.

FERNANDO-Os aseguro que la fría

nieve virginal que hay en mi pecho

entibia mi ardor.

PRÓSPERO-Bien. - Ven ya, mi Ariel. Trae espíritus de más

antes que pocos. ¡Muéstrate, pronto! –

¡Callen lenguas! ¡Miren ojos! ¡Silencio!

Música suave.

Entra IRIS.

IRIS-Ubérrima Ceres, tus campos de avena,

de trigo, centeno, cebada y arveja;

tus verdes montañas, donde ovejas pacen,

tus prados, que a ellas regalan forraje;

tus frescas riberas, de guardados bordes,

que el pluvioso abril adorna a tu orden,

para que las ninfas se trencen coronas;

y tus sotos, que al amante ofrecen sombra

cuando es rechazado; tus podadas viñas,

y tus costas, tan rocosas y baldías,

en las que te oreas; todo esto deja.

Te lo manda Juno, de quien mensajera

y arco iris soy. Con Su Majestad,

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156

aquí, en la majada, en este lugar,

únete al festejo.

JUNO aparece en el aire.

Sus pavones vuelan.

Acércate, Ceres; disponte a acogerla.

Entra CERES [representada por ARIEL].

CERES-Salud a ti, emisaria de colores,

que obedeces siempre a la esposa de Jove;

que en mis flores dejas, con doradas alas,

tus gotas de miel y tu lluvia mansa;

que coronas con cada extremo del arco

mis tierras boscosas y mis cerros áridos

cual regio cendal. ¿Por qué tu Señora

sobre este suave césped me convoca?

IRIS-Para que festejes un pacto de amor

y les hagas generosa donación

a los amantes.

CERES-Celeste arco, dime:

¿Sabes si aún Venus o Cupido sirven

a tu excelsa reina? Desde que su intriga

hizo que Plutón raptase a mi hija,

yo siempre he evitado su vil sociedad

y a su ciego hijo.

IRIS-Pues no sufrirás

por su compañía. Yo vi a esa deidad

y con ella al hijo en carro de palomas

volar hacia Pafos. Tramaban ahora

un ardiente hechizo contra estos amantes,

que el lecho amoroso no han de gozar antes

que brille Himeneo. Mas todo fue en vano:

la sensual amada de Marte ha tornado,

su vehemente hijo sus flechas ya rompe,

pues ahora jugará con gorriones

y sólo será un niño.

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[Desciende JUNO.]

CERES-Se acerca ya

la gran reina Juno; conozco su andar.

JUNO-¿Cómo está mi generosa hermana? Ven,

bendigamos la pareja, para que,

prósperos, los honre su progenie.

Cantan.

¡Honra, bienes, bendición,

larga vida, sucesión,

nunca dicha os abandone!

Juno os canta bendiciones.

[CERES]

Pingües frutos y cosechas

y las trojes siempre llenas,

vides de racimos densos,

plantas curvadas del peso.

¡Que os llegue la primavera

al final de la cosecha!

La escasez os rehuirá,

Ceres os bendecirá.

FERNANDO-Una visión majestuosa

y de armonioso hechizo. ¿Debo pensar

que estoy ante espíritus?

PRÓSPERO-Espíritus, que con mi arte

saqué de su morada para representar

mi fantasía.

FERNANDO-Dejad que por siempre viva aquí.

Un padre tan prodigioso y tal esposa

hacen del lugar un paraíso.

JUNO y CERES musitan, y mandan a IRIS a un recado.

PRÓSPERO-Silencio, amigo. Juno y Ceres

musitan muy serias. Se ve que falta

alguna cosa. No hables ahora, que, si no,

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se deshace el sortilegio.

IRIS-Náyades o ninfas de undosos arroyos,

diademas de juncos e inocentes ojos,

dejad el murmullo, acudid al prado.

Os convoca Juno; ella lo ha ordenado.

Venid, castas ninfas; celebremos todas

un pacto de amor. Venid sin demora.

Entran varias ninfas.

Curtidos segadores, hartos de agosto,

dejad ya las mieses y venid gozosos.

Haced fiesta; vuestros sombreros de paja

llevad, y a una ninfa en rústica danza

tomad por pareja.

Entran varios segadores convenientemente vestidos. Se unen a las ninfas en graciosa danza,

hacia cuyo fin PRÓSPERO de pronto se sobresalta y habla.

PRÓSPERO-Me olvidaba de la infame conjura

contra mi vida de la bestia Calibán

y sus confabulados. Ya se acerca

el momento de su intriga. - Muy bien, marchaos. Ya basta.

Con un ruido extraño, sordo y confuso [los espíritus] desaparecen apenados.

FERNANDO-Es extraño. A tu padre le conturba

el ánimo alguna emoción.

MIRANDA-Nunca le había visto tan airado y descompuesto.

PRÓSPERO-Te veo preocupado, hijo mío,

y como abatido. Recobra el ánimo.

Nuestra fiesta ha terminado. Los actores,

como ya te dije, eran espíritus

y se han disuelto en aire, en aire leve,

y, cual la obra sin cimientos de esta fantasía,

las torres con sus nubes, los regios palacios,

los templos solemnes, el inmenso mundo

y cuantos lo hereden, todo se disipará

e, igual que se ha esfumado mi etérea función,

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no quedará ni polvo. Somos de la misma

sustancia que los sueños, y nuestra breve vida

culmina en un dormir. Estoy turbado.

Disculpa mi flaqueza; mi mente está agitada.

No te inquiete mi dolencia. Si gustas,

retírate a mi celda y reposa.

Pasearé un momento por calmar mi ánimo excitado.

FERNANDO y MIRANDA -Os deseamos paz.

Salen.

PRÓSPERO-¡Ven al instante! Gracias, Ariel. Ven.

Entra ARIEL.

ARIEL-Me debo a tus pensamientos. ¿Qué deseas?

PRÓSPERO-Espíritu, hay que enfrentarse a Calibán.

ARIEL-Sí, mi señor. Cuando hacía de Ceres

pensé decírtelo, pero temí

que te enojases.

PRÓSPERO-Repíteme dónde dejaste a esos granujas.

ARIEL-Te dije que estaban inflamados de beber,

tan envalentonados que herían el aire

por soplarles en la cara, y el suelo

por tocarles los pies, aunque siempre

persistiendo en su objetivo. Toqué mi tamboril,

y ellos, cual potrillos, aguzaron las orejas,

abrieron los párpados y alzaron la nariz

como si olieran música. Les embrujé el oído,

y ellos, cual terneros, siguieron mi mugir

por zarzas, espinos y aliagas pinchosas

que se clavaban en sus tiernos tobillos.

Los dejé en la inmunda charca, tras tu celda,

bailando con el agua hasta el mentón

y la poza, más hedionda que sus pies.

PRÓSPERO-Buen trabajo, pajarillo. Continúa invisible.

Trae de mi casa la ropa de gala;

será un buen señuelo para estos ladrones.

ARIEL-Voy, voy.

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Sale.

PRÓSPERO-Un diablo, un diablo nato, cuya naturaleza

no admite educación, y en quien el esfuerzo

que me tomé humanamente fue inútil, estéril.

Cual su cuerpo se afea con los años,

su alma se corrompe. Los voy a atormentar

hasta que aúllen.

Entra ARIEL cargado de ropa vistosa, etc.

Ven, cuélgalos en este tilo.

Entran CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO, todos mojados.

CALIBÁN-No hagáis ruido al andar, que ni el topo

oiga un paso. Estamos cerca de su celda.

ESTEBAN-Monstruo, ese duende, al que crees inofensivo, no ha hecho más que tomarnos el

pelo.

TRÍNCULO-Monstruo, apesto a orín de caballo, y se me irritan las narices.

ESTEBAN-Y a mí. Óyeme, monstruo. Como te coja antipatía...

TRíNCULO-Serás monstruo muerto.

CALIBÁN-Buen señor, no me retires tu gracia.

Ten paciencia, que el premio que voy a darte

borrará este contratiempo; así que habla bajo:

todo está más tranquilo que la noche.

TRÍNCULO-¡Sí, pero perder las botellas en la charca...!

ESTEBAN-No es sólo vergüenza y deshonor, monstruo, sino una inmensa pérdida.

TRÍNCULO-Para mí es peor que mojarme. ¡Monstruo, fue tu duende inofensivo!

ESTEBAN-Yo voy a recobrar la botella, aunque me ahogue buscándola.

CALIBÁN-Cálmate, mi rey, te lo ruego. Mira:

es la boca de la celda. No hagas ruido, y adentro.

Comete el buen crimen que ha de darte

esta isla para siempre, y yo, tu Calibán,

seré tu eterno lamepiés.

ESTEBAN-Dame la mano. Me vienen pensamientos sanguinarios.

TRÍNCULO-¡Ah, rey Esteban! ¡Ah, señor! ¡Ah, gran Esteban!

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¡Mira el guardarropa que tienes aquí!

CALIBÁN-Deja eso, tonto, que es desecho.

TRÍNCULO-Oye, monstruo: sabemos lo que va al trapero. ¡Ah, rey Esteban!

ESTEBAN-¡Quítate esa capa, Trínculo! ¡Te juro que esa capa será mía!

TRíNCULO-Sea de Tu Majestad.

CALIBÁN-¡Malhaya este necio! ¿Cómo os dejáis

embobar con tal estorbo? Dejad eso,

que primero hay que matarle. Como despierte,

nos dará tantos pellizcos de pies a cabeza

que nos va a dejar buenos.

ESTEBAN-Tú calla, monstruo. Señor tilo, ¿no es mío este jubón? El jubón ya está bajo el

Ecuador. Ahora, jubón, perderás la pelusa y te quedarás calvo.

TRÍNCULO-Eso, que, con la venia, nosotros robamos por lo bajo.

ESTEBAN-Gracias por el chiste. En premio, toma esta ropa. Mientras yo sea el rey de este país,

el ingenio no quedará sin recompensa. Eso de «robar por lo bajo» es un buen golpe de ingenio.

En premio, toma más ropa.

TRíNCULO-Anda, monstruo. Ponte liga en los dedos y arrambla con lo demás.

CALIBÁN-No quiero nada. Perderemos la ocasión,

y él nos convertirá en barnaclas

o en monos de frente innoble.

ESTEBAN-Monstruo, tú a trabajar. Ayuda a llevar esto donde guardo el barril, o te expulso de

mi reino. Vamos, lleva esto.

TRÍNCULO -Y esto.

ESTEBAN -Sí, y esto.

Se oye ruido de cazadores. Entran varios espiritus en forma de perros, y los persiguen,

azuzados por PRÓSPERO y ARIEL.

PRÓSPERO-¡Hala, hala, Titán!

ARIEL-¡Plata! ¡Por ahí, Plata!

PRÓSPERO-¡Furia, Furia! ¡Ahí, Sultán, ahí! ¡Hala, hala!

[CALIBÁN, ESTEBAN y TRíNCULO salen perseguidos.]

Haz que los duendes les muelan los huesos

con fuertes convulsiones, contraigan sus músculos

con lentos espasmos y, de tanto pellizcarles,

los dejen con más manchas que un leopardo.

ARIEL-Oye cómo aúllan.

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PRÓSPERO-Que los persigan sin tregua. En este momento

todos mis enemigos están a mi merced.

Pronto acabarán mis trabajos, y tú

podrás gozar del aire en libertad.

Entre tanto, ven y sírveme.

Salen.

ACTO V

Entran PRÓSPERO, vestido de mago, y ARIEL.

PRÓSPERO-Mi plan ya se acerca a su culminación.

Mis hechizos no fallan, obedecen mis espíritus

y el tiempo avanza derecho con su carga. ¿Qué hora es?

ARIEL-Las seis; la hora, señor, en que dijiste

que cesaría nuestra labor.

PRÓSPERO-Eso dije cuando desaté la tempestad.

Dime, espíritu, ¿cómo están el rey y su séquito?

ARIEL-Agrupados del modo que ordenaras,

tal como los dejaste; todos prisioneros

en el bosque de tilos que resguarda tu celda.

No pueden moverse mientras no los liberes.

El rey, su hermano, el tuyo, los tres

están trastornados, y los demás les lloran

desbordantes de pena y desánimo, sobre todo

el que llamabas «el buen anciano Gonzalo»:

por su barba corren lágrimas cual lluvia

sobre un techo de paja. Tan hechizados están

que, si los vieras, te sentirías conmovido.

PRÓSPERO-¿Eso crees, espíritu?

ARIEL-Así me sentiría si fuese humano.

PRÓSPERO-Y yo he de conmoverme. Si tú,

que no eres más que aire, has sentido

su dolor, yo, uno de su especie, que siento

el sufrimiento tan fuerte como ellos,

¿no voy a conmoverme más que tú?

Aunque sus agravios me hirieron en lo vivo,

me enfrento a mi furia y me pongo del lado

de la noble razón. La grandeza está en la virtud,

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no en la venganza. Si se han arrepentido,

la senda de mi plan no ha de seguir

con la ira. Libéralos, Ariel.

Desharé el hechizo, les restituiré el sentido

y volverán a ser ellos.

ARIEL-Voy a traerlos, señor.

Sale.

PRÓSPERO-¡Elfos de los montes, arroyos, lagos y boscajes

y los que en las playas perseguís sin huella

al refluyente Neptuno y le huís

cuando retorna! ¡Hadas que, ala luna,

en la hierba formáis círculos, tan agrios

que la oveja no los come! ¡Genios, que gozáis

haciendo brotar setas en la noche y os complace

oír el toque de queda, con cuyo auxilio,

aunque débiles seáis, he nublado

el sol de mediodía, desatado fieros vientos

y encendido feroz guerra entre el verde mar

y la bóveda azul! Al retumbante trueno

le he dado llama y con su propio rayo he partido

el roble de Júpiter. He hecho estremecerse

el firme promontorio y arrancado de raíz

el pino y el cedro. Con mi poderoso arte

las tumbas, despertando a sus durmientes,

se abrieron y los arrojaron. Pero aquí abjuro

de mi áspera magia y cuando haya, como ahora,

invocado una música divina

que, cumpliendo mi deseo, como un aire

hechice sus sentidos, romperé mi vara,

la hundiré a muchos pies bajo la tierra

y allí donde jamás bajó la sonda

yo ahogaré mi libro.

Música solemne.

Entra ARIEL. Le siguen ALONSO, con gesto demente, acompañado de GONZALO, y SEBASTIÁN

y ANTONIO, de igual modo, acompañados de ADRIÁN y FRANCISCO. Entran todos ellos en el

círculo que ha trazado PRÓSPERO y en él quedan hechizados.

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PRÓSPERO lo observa y habla- Que la música solemne, el mejor alivio

para una mente alterada, te cure el cerebro

que ahora, inútil, te hierve en el cráneo. –

Quedaos ahí: os retiene un sortilegio. –

Bondadoso Gonzalo, hombre digno,

mis ojos, dolidos de ver los tuyos,

comparten tu llanto. Ya el hechizo se deshace

y, así como el alba se insinúa en la noche

y desvanece la tiniebla, así, al despertar,

los sentidos dispersan la ignorancia

que nubla su razón. ¡Ah, buen Gonzalo,

mi salvador y caballero fiel

de tu señor! Te pagaré tu bondad

con palabras y con hechos. - Alonso,

cruel trato nos diste a mi hija y a mí

con tu hermano como cómplice. - Sebastián,

ahora padeces por ello. - A ti, mi hermano,

mi carne y mi sangre, que, ciego de ambición,

desechaste compasión y sentimientos

y con Sebastián (cuyo pesar es ahora tan fuerte)

habrías matado al rey, yo te perdono,

aunque seas inhumano. - Su entendimiento

ya empieza a crecer, y la inminente marea

cubrirá la orilla de su juicio,

ahora fangosa e inmunda. Todavía

ninguno me ve ni me conoce. Ariel, tráeme

el sombrero y la espada de mi celda.

[Sale ARIEL y vuelve de inmediato.]

Me quitaré el manto y me mostraré

como el Duque de Milán que fui. Pronto, espíritu,

que enseguida serás libre.

ARIEL canta y le ayuda a vestirse.

ARIEL-Cual abeja libo yo.

Acostado en una flor

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oigo del búho la voz,

y en murciélago veloz

vuelo buscando el calor.

Ahora yo, alegre, contento, a placer,

bajo el árbol en flor viviré.

PRÓSPERO-¡Primoroso Ariel! Te echaré de menos,

aunque te daré libertad. Muy bien, así.

Ve, invisible como ahora, al navío del rey.

Verás a los marineros dormidos

bajo cubierta. En cuanto despierten

el capitán y el contramaestre, tráelos aquí;

y deprisa, te lo ruego.

ARIEL-Me bebo el aire y retorno

antes que el pulso te lata dos veces.

Sale.

GONZALO-Aquí habitan tormento, aflicción, asombro

y espanto. ¡Que un poder divino nos saque

de este terrible país!

PRÓSPERO-Mirad, rey, a Próspero, el agraviado

Duque de Milán. Para probar que es un príncipe

vivo quien os habla, dejad que os abrace

y dé mi bienvenida cordial

a vos y a vuestro séquito.

ALONSO-Si sois o no Próspero, o me engaña

como antes algún efecto mágico,

no sé. El pulso os late como a un hombre

y, desde que os he visto, se ha curado

el trastorno mental que me aquejaba.

Si es real, encierra alguna historia prodigiosa.

Os restituyo el ducado y os suplico

que perdonéis mi ofensa. Mas, ¿cómo es

que Próspero está vivo y vive aquí?

PRÓSPERO [a GONZALO]-Primero, noble amigo, permitidme

abrazar vuestra vejez, cuya honra

es inmensa e infinita.

GONZALO-Si esto es real o no lo es,

no podría jurarlo.

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PRÓSPERO-Aún os queda el gusto a algunas

exquisiteces de la isla, que os impiden

creer en lo real. ¡Amigos, bienvenidos todos!

[Aparte a SEBASTIÁN y ANTONIO] En cuanto a vosotros,

mi noble pareja, si quisiera, haría caer

la ira del rey contra los dos al demostrar

vuestra perfidia. Mas ahora no voy a acusaros.

SEBASTIÁN [aparte]-El diablo habla por él.

PRÓSPERO-[aparte a SEBASTIÁN] ¡No!

[A ANTONIO] A ti, ser perverso, a quien llamar hermano

infectaría mi lengua, te perdono

tu peor maldad, todas ellas, y te exijo

mi ducado, que por fuerza

habrás de devolverme.

ALONSO-Si sois Próspero,

contadnos cómo os salvasteis, cómo

nos habéis hallado a los que hace tres horas

naufragamos junto a estas riberas, donde

yo he perdido (¡doloroso recuerdo!)

a mi querido hijo Fernando.

PRÓSPERO-Me apena oírlo, señor.

ALONSO-La pérdida es irreparable, y la paciencia

no puede remediarlo.

PRÓSPERO-Sospecho que no habéis buscado su ayuda.

De su dulce bondad yo he recibido

auxilio supremo en semejante pérdida,

y estoy consolado.

ALONSO-¿Vos una pérdida semejante?

PRÓSPERO-Tan grande y tan reciente. Y para soportar

mi triste pérdida, mis medios son más débiles

que vuestro posible consuelo, pues yo

he perdido a mi hija.

ALONSO-¿Una hija? Ojalá viviesen

en Nápoles los dos como rey y reina.

Si así fuese, contento yacería

en el fondo cenagoso en que reposa

mi hijo. ¿Cuándo perdisteis a vuestra hija?

PRÓSPERO-En la reciente tempestad. Veo que a estos señores

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les asombra tanto nuestro encuentro

que les sorbe la razón, y apenas creen

la verdad de sus ojos o el sonido

de las voces. Mas por muy turbados

que tengan los sentidos, no dudéis

que soy Próspero, aquel duque

expulsado de Milán que, tras llegar

de milagro a esta isla en que habéis naufragado,

se convirtió en su señor. Pero ya basta,

pues es relato para un día y otro día,

y no para un desayuno, ni conviene

a un primer encuentro. Señor, bienvenido.

Esta celda es mi palacio. Sirvientes tengo pocos;

súbditos, ninguno. Os lo ruego, mirad dentro.

Pues me habéis devuelto mi ducado,

yo os pagaré con algo igual de bueno,

u os mostraré al menos un prodigio

que, cual a mí el ducado, os regocije.

PRÓSPERO muestra a FERNANDO y MIRANDA jugando al ajedrez.

MIRANDA-Mi señor, me haces trampa.

FERNANDO-No, mi amor, no lo haría ni por todo el mundo.

MIRANDA-Sí, y lo harías por ganar veinte reinos,

mas yo lo llamaría juego limpio.

ALONSO-Si esto es otra ilusión de la isla,

a un hijo amado perderé dos veces.

SEBASTIÁN-¡Excelso milagro!

FERNANDO-Aunque los mares amenacen, son clementes.

Los maldije sin motivo.

ALONSO-¡Vayan contigo todas las bendiciones

de un padre feliz! Levántate y dime

cómo has llegado hasta aquí.

MIRANDA-¡Oh, maravilla!

¡Cuántos seres admirables hay aquí!

¡Qué bella humanidad! ¡Ah, gran mundo nuevo

que tiene tales gentes!

PRÓSPERO-Es nuevo para ti.

ALONSO-¿Quién es la muchacha con quien jugabas?

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168

Ni tres horas hará que la conoces.

¿Es la diosa que nos ha separado

y ahora nos reúne?

FERNANDO-Señor, es mortal,

pero, por voluntad divina, es mía.

La elegí cuando no podía pedirle consejo

a mi padre, ni ya creía tenerlo.

Es la hija de este príncipe, el Duque de Milán,

de quien tanto sabía por su fama,

mas nunca había visto, y que me ha dado

una segunda vida. Ahora esta dama

le convierte en mi segundo padre.

ALONSO-Y a mí de ella. ¡Qué extraño ha de sonar

que le pida perdón a mi hija!

PRÓSPERO-Ya basta, señor.

No carguemos ya más nuestro recuerdo

con un dolor pasado.

GONZALO-Yo he llorado por dentro,

que, si no, habría hablado. Mirad, dioses,

y coronad de dicha a esta pareja,

pues vosotros trazasteis el camino

que nos ha traído aquí.

ALONSO-Así sea, Gonzalo.

GONZALO-¿El duque fue expulsado de Milán para que

sus descendientes reinasen en Nápoles?

¡Ah, alegraos sobremanera y con letras

de oro inscribid esto en columnas inmortales!:

«En un viaje, Claribel halló marido en Túnez

y Fernando, su hermano, halló esposa

donde estaba perdido; Próspero, su ducado

en una pobre isla, y todos a nosotros mismos

cuando nadie era dueño de sí.»

ALONSO [a FERNANDO y MIRANDA] -Dadme las manos.

¡Que un dolor se apodere del alma

que no os desee dicha!

GONZALO -Así sea.

Entra ARIEL, con el CAPITÁN y el Col TRAMAESTRE siguiéndole asombrados.

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¡Ah, mirad, señor, mirad! ¡Más de los nuestros!

Profeticé que si en tierra había un patíbulo

éste no se ahogaría. - Tú, que blasfemando

echabas por la borda la gracia divina,

¿no juras en tierra? ¿Estás mudo? ¿Traes noticias?

CONTRAMAESTRE-La mejor es haber hallado a salvo

al rey y a su séquito; después, que nuestra nave,

que hace tres horas creíamos deshecha,

está entera, a punto, y tan bien aparejada

como cuando zarpamos.

ARIEL [aparte a PRÓSPERO]-Señor, he hecho todo esto desde que te dejé.

PRÓSPERO [aparte a ARIEL] -¡Mi vivo espíritu!

ALONSO-Estos hechos no son naturales, y todo es cada

vez más prodigioso. Dime, ¿cómo has venido?

CONTRAMAESTRE-Señor, si creyera estar bien despierto,

intentaría contarlo. Dormíamos como muertos

y, no sé cómo, metidos bajo cubierta,

donde ahora mismo nos despiertan extraños

rugidos, gritos, alaridos, traqueteo

de cadenas y gran variedad de ruidos,

todos espantosos. Libres al momento

y del todo indemnes, vemos que está intacto

nuestro regio y hermoso navío, y el capitán

salta de alegría. Y creedme, al instante,

como en un sueño, nos separan de los otros

y nos traen aquí aturdidos.

ARIEL [aparte a PRÓSPERO] -¿Lo hice bien?

PRÓSPERO [aparte a ARIEL]-De maravilla, diligente. Serás libre.

ALONSO-¿Quién ha entrado en laberinto semejante?

Todo esto lo ha guiado algo más

que la naturaleza. Algún oráculo

nos dará una recta explicación.

PRÓSPERO-Majestad, no turbéis

vuestro ánimo insistiendo en lo extraño

de este asunto. Escogeremos el momento,

que será pronto, y a solas os explicaré,

con todo fundamento, cada uno

de los sucesos acaecidos. Mientras,

alegraos y pensad bien de todos ellos. –

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[Aparte a ARIEL] Ven, espíritu. Libera a Calibán

y sus compinches. Deshaz el hechizo.

Sale ARIEL.

¿Estáis bien, señor? Aún quedan

de los vuestros algunos tipos raros

que no recordáis.

Entra ARIEL, empujando a CALIBÁN, ESTEBAN y TRíNCULO, vestidos con las prendas robadas.

ESTEBAN-Cada cual por los demás y nadie a lo suyo, que todo es la suerte. ¡Coraggio, buen

monstruo, coraggio!

TRÍNCULO-Si mis faros no me engañan, lo que veo es estupendo.

CALIBÁN-¡Ah, Setebos! ¡Qué hermosos espíritus!

¡Y cómo viste mi amo! Me temo

que va a castigarme.

SEBASTIÁN-¡Ja, ja! ¿Quiénes son éstos, Antonio?

¿Se compran con dinero?

ANTONIO-Seguramente. Uno de ellos

es bien raro y, sin duda, muy vendible.

PRÓSPERO-Señores, ved la librea de estos hombres

y decid si son honrados. Y este contrahecho

tenía por madre a una bruja poderosa

que dominaba la luna, causaba el flujo

y el reflujo, y la excedía en poderío.

Los tres me han robado, y este semidiablo,

pues es bastardo, tramó con ellos

quitarme la vida. A estos dos los conocéis,

pues son vuestros; este ser de tiniebla es mío.

CALIBÁN-Me pellizcarán hasta la muerte.

ALONSO-¿Éste no es Esteban, el despensero borracho?

SEBASTIÁN-Borracho sí está. ¿De dónde sacó el vino?

ALONSO-Y Trínculo está para dar vueltas.

¿Dónde habrán hallado el elixir que los transmuta? –

¿Tú cómo te has metido en este enjuague?

TRÍNCULO-Tanto me he enjuagado desde la última vez que os vi que me he empapado hasta

los huesos. En esta sal muera estaré bien conservado.

SEBASTIÁN-¿Cómo estás, Esteban?

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ESTEBAN-No me toquéis. No soy Esteban; soy un calambre.

PRÓSPERO-¿Y tú querías ser el rey de la isla?

ESTEBAN-Habría sido un dolor de rey.

ALONSO [indicando a CALIBÁN]-Es el ser más extraño que he visto.

PRÓSPERO-Y tan deforme en su conducta

como lo es en su figura. - Tú, vete a mi celda

y llévate a tus compinches. Si esperas

mi perdón, déjala bien arreglada.

CALIBÁN-Sí, lo haré. Y seré más sensato,

y pediré clemencia. - ¡Si fui tonto de remate

al tomar a este borracho por un dios

y adorar a este payaso!

PRÓSPERO-¡Vamos, en marcha!

ALONSO-¡Fuera, y dejad esos trapos donde los encontrasteis!

SEBASTIÁN-O más bien robasteis.

[Salen CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO.]

PRÓSPERO-Señor, os invito a vos y a vuestro séquito

a mi celda, donde descansaréis

por esta noche, parte de la cual emplearé

en contaros lo que creo que la hará

pasar muy pronto: la historia de mi vida

y los distintos sucesos que acaecieron

desde que llegué a esta isla. Por la mañana

os llevaré a vuestro navío, y después,

a Nápoles, donde espero ver celebradas

las bodas de nuestros amados hijos;

de allí pienso retirarme a Milán, donde

una de cada tres veces pensaré en mi tumba.

ALONSO-Anhelo oír vuestro relato; sin duda

sonará asombroso.

PRÓSPERO-Os lo contaré todo,

y os prometo mar en calma, vientos propicios

y tan pronta travesía que alcanzaremos

a la escuadra real, ahora distante. -

Mi Ariel del alma, encárgate: Después,

sé libre en el aire y adiós. - Dignaos entrar.

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Salen todos [menos PRÓSPERO].

EPÍLOGO

PRÓSPERO-Ahora magia no me queda

y sólo tengo mis fuerzas,

que son pocas. Si os complace,

retenedme aquí, o dejadme

ir a Nápoles. Con todo,

si ya el ducado recobro

tras perdonar al traidor,

no quede hechizado yo

en la isla, y de este encanto

libradme con vuestro aplauso.

Vuestro aliento hinche mis velas

o fracasará mi idea,

que fue agradar. Sin dominio

sobre espíritus o hechizos,

me vencerá el desaliento

si no me alivia algún rezo

tan sentido que emocione

al cielo y excuse errores.

Igual que por pecar rogáis clemencia,

libéreme también vuestra indulgencia.