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DON QUIJOTE Y LAS NIÑERAS, DE MARIA KUNCEWICZOWA: CRÓNICA DE UN VIAJE A ESPAÑA ÁNGEL-ENRIQUE DÍAZ-PINTADO HILARlO Universidad de Granada En el haber narrativo de Maria Kuncewiczowa figura, entre otras obras igualmente memorables, Don Quijote y las niñeras (Don Kichote i nianki), de 1965, crónica del viaje que la escritora polaca había realizado a España en 1961 con objeto -según su propio testimonio- de «devolverle la visita» a don Quijote. El Caballero de la Triste Figura la había visitado, en efecto, en Suchedniów, siendo ella una niña ... Era verano, sus padres se habían marchado de viaje y la vida de la casa estaba presidida por las niñeras (y por los soldados que acudían a verlas al anochecer). Para entonces, las niñas estaban ya en la cama, pero Maria no dormía: hojeaba, noche tras noche, un grueso volumen que aún no era capaz de leer pero cuyas ilustraciones, sin dejar de inspirarle algo de miedo, ejercían sobre ella una extraña fascinación ... , hasta que alguna de las niñeras entraba en su cuarto y le apagaba la luz. Se trataba, claro está, de Don Quijote de la Mancha: he aquí la anécdota que está en el origen de este libro de Kuncewiczowa y el porqué de su curioso título. En el transcurso de su viaje por España, entre los diversos tipos humanos que encuentra en Sevilla o en Madrid, Kuncewiczowa no dejará de observar a las niñeras y a los soldados, que, en cierto momento de la narración, se convierten en símbolos del poder, de todo poder dispuesto a coartar la libertad humana. Contra esos poderes, claro está, lucha don Quijote, «anarquista y poeta»: he aquí la tesis central de Kuncewiczowa, quien, entre las 279

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DON QUIJOTE Y LAS NIÑERAS, DE MARIA KUNCEWICZOWA:

CRÓNICA DE UN VIAJE A ESPAÑA

ÁNGEL-ENRIQUE DÍAZ-PINTADO HILARlO Universidad de Granada

En el haber narrativo de Maria Kuncewiczowa figura, entre otras obras igualmente memorables, Don Quijote y las niñeras (Don Kichote i nianki), de 1965, crónica del viaje que la escritora polaca había realizado a España en 1961 con objeto -según su propio testimonio- de «devolverle la visita» a don Quijote. El Caballero de la Triste Figura la había visitado, en efecto, en Suchedniów, siendo ella una niña ... Era verano, sus padres se habían marchado de viaje y la vida de la casa estaba presidida por las niñeras (y por los soldados que acudían a verlas al anochecer). Para entonces, las niñas estaban ya en la cama, pero Maria no dormía: hojeaba, noche tras noche, un grueso volumen que aún no era capaz de leer pero cuyas ilustraciones, sin dejar de inspirarle algo de miedo, ejercían sobre ella una extraña fascinación ... , hasta que alguna de las niñeras entraba en su cuarto y le apagaba la luz. Se trataba, claro está, de Don Quijote de la Mancha: he aquí la anécdota que está en el origen de este libro de Kuncewiczowa y el porqué de su curioso título. En el transcurso de su viaje por España, entre los diversos tipos humanos que encuentra en Sevilla o en Madrid, Kuncewiczowa no dejará de observar a las niñeras y a los soldados, que, en cierto momento de la narración, se convierten en símbolos del poder, de todo poder dispuesto a coartar la libertad humana. Contra esos poderes, claro está, lucha don Quijote, «anarquista y poeta»: he aquí la tesis central de Kuncewiczowa, quien, entre las

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aventuras de don Quijote y Sancho, no por casualidad presta especial atención a la de los galeotes.

Ni que decir tiene, aquí vamos a acompañar a Maria Kuncewiczowa en las principales etapas de sus correrías españolas tras las huellas de don Quijote, pero antes conviene repasar 10 que fueron la trayectoria vital y la carrera literaria de aquella niña fascinada por el Caballero de la Triste Figura. Maria Kuncewiczowa nació en S amara (Rusia), en 1899. Estudió LiteraturaFrancesaenNancy, Literatura Polaca en Cracovia y Varsovia, y Canto en Varsovia y París. Todos estos estudios parecen, desde luego, haberla preparado bien para la tarea literaria que había de realizar en el futuro. Su carrera como escritora empezó en 1918, en la revista Pro arte et studio, la misma en que también los poetas del grupo «Skamandem -uno de los más representativos de la poesía polaca de entreguerras- dieron sus primeros pasos en las letras. Si los poetas «escamandritas» aspiraban a conquistar la «normalidad» para la poesía polaca, que durante siglo y cuarto había tenido que servir a las grandes causas nacionales y sociales, otro tanto anhelaba conseguir Kuncewiczowa para la prosa. En el caso de Kuncewiczowa, esto significaba, ni más ni menos, la posibilidad de dedicarse a una investigación independiente de la psicología humana, libre de las ataduras de cualquier compromiso político­social. Gracias a numerosos cuentos y, sobre todo, a dos novelas -El rostro del hombre (Twarz mficzyzny, 1928) y La extranjera (Cudzoziemka, 1936)-, pronto fue considerada como el más «occidental» de los narradores polacos de su tiempo, debido, precisamente, al hecho de centrarse en el individuo.

La extranjera merece comentario aparte. Novela psicológica, tiene como protagonista a Róza ZabczYÍ1ska, que, próxima ya al final de su vida, intenta hacer balance de la misma. Rosa ve en ella sobre todo derrotas: una carrera musical fracasada, un amor no realizado, estancias en diversos países, en todos los cuales se ha sentido extraña, «extranjera» -de ahí el título de la narración-, malas relaciones con su familia ... En suma, estamos ante el retrato de una mujer desdichada que so 10 al final de su existencia logra entrar en últimas cuentas consigo misma, mediante un lúcido ejercicio de autocrítica. Como anota Czeslaw Milosz [1983: 430], la novela de Kuncewiczowa apareció en un tiempo en que la existencia misma del personaje como entidad independiente estaba siendo fuertemente cuestionada por algunos novelistas polacos que, como Karol Irzykowski, tendían a disolverlo en «su prehistoria psicológica y social». No podemos aquí demoramos más en esta novela de Kuncewiczowa, pero debe quedar constancia, al menos, de que su heroína -la ya citada Róza ZabczYÍ1ska­comparte con el Caballero de la Triste Figura un rasgo definitorio: también ella vive en constante conflicto con el ambiente que la rodea, también ella es una refugiada permanente en el mundo de los sueños; en otras palabras, también ella pertenece a esa ilustre estirpe de personajes novelescos cuya vida se proyecta

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en íntima disonancia con la realidad y de la que don Quijote viene a ser el más noble antepasado.

Ante el avance de las tropas nazis, Kuncewiczowa abandonó Polonia en 1939. Marchó a Francia; pasó luego a Inglaterra, donde vivió de 1940 a 1955; después se estableció en los Estados Unidos, donde, en la universidad de Chicago, fue profesora de literatura polaca. En 1968 regresó a Polonia. La que está considerada como la mejor de sus novelas psicológicas escritas en el exilio -El guardabosques (Lésnik, 1952)- está ambientada en el campo polaco en la época de la insurrección de 1863. Maria Kuncewiczowa murió en Lublin en 1989. Fue enterrada en Kazimierz Dolny, pintoresca localidad del sureste de Polonia, situada a orillas del Vístula, donde se había establecido tras el regreso definitivo a su patria.

Como habrá quedado de manifiesto en este somero repaso de su vida y su obra, Maria Kuncewiczowa fue una viajera impenitente y, claro está, entonces, que no podía menos de llegarse también a España, patria de ese Caballero de la Triste Figura que tanto había inflamado su imaginación en aquellos lejanos días estivales de su infancia. Pero, aparte de la prototípica del hidalgo manchego, ¿qué imagen tenía Kuncewiczowa de España antes de pisar tierra española? Veamos cómo en su visión de España -al igual que en su visión infantil de don Quijote- se mezclaban, en diversas proporciones, la fascinación, la incredulidad y hasta cierto temor:

Si escribía Cervantes y pintaba Velázquez, Colón descubría un mundo nuevo y Torquemada quemaba el antiguo; si Isabel la Católica conquistaba la Granada mora, Don Juan enterraba a los apestados, Carmen, obrera de la sevillana fábrica de tabacos, seducía a Bizet; si Kozietulski y Niegolewski en nombre de la independencia de Polonia cargaban contra los defensores de la independencia de España, y desde entonces no se sabe Por quién doblan las campanas: por los toreros rojos o los blancos; si todo esto es verdad, España debe de ser verdadera. Debe de existir en algún lugar, en alguna escena surrealista, separada del tronco de Europa, inclinada hacia Asia, Judea y la Edad Media católica. España debe de existir y debe de significar algo. Pero ¿qué?1

España, ¿un «enigma histórico» también para Maria Kuncewiczowa? Las palabras transcritas apuntan a que sÍ. Pero, entonces, para la escritora polaca la clave para descifrar el enigma serán Cervantes y don Quijote: precisamente, «Cervantes, clave española», como, muchos años después del polaco de

1 Kuncewiczowa, Maria [1990: 9]. Citaremos siempre por esta edición. Las traducciones al español son, en todos los casos, nuestras.

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Kuncewiczowa, vendría a titularse un no menos memorable libro español de Julián Marías.

Nuevas estampas españolas vendrían aún a sumarSe a las ya atesoradas por Kuncewiczowa. Entre otras, según ella misma nos refiere, las que se le habían ido grabando en la retina durante la proyección de una película sobre España a la que le había sido dado asistir en el casino de Niza, en 1960, es decir, el año anterior al de su viaje a la tierra de don Quijote. Inevitablemente, se mostraban ahí, entre otras de diversa índole, algunas escenas taurinas ... Pero «[ ... ] no me imagino a don Quijote en el papel de torero; en cambio, veo perfectamente cómo remueve unas flores con su lanza, para hincarse luego de rodillas y formar con pétalos de lirios el pecho de Dulcinea»2.

Viene a España, pues, Kuncewiczowa al «reencuentro» del hidalgo manchego, al que buscará sin desmayo en cada sitio que visite, en cada ambiente con el que alcance a entrar en contacto, en cada tipo humano que llegue a vislumbrar al doblar una esquina o en el fondo de cualquier tiendecilla o taller. Resulta en verdad apasionante acompañar a la escritora polaca en sus peregrinaciones españolas para comprobar, con ella, cómo cada ciudad que recorre y cada paisaje que contempla le van sugiriendo nuevas líneas interpretativas de la inmortal novela cervantina y, sobre todo, le van revelando nuevas facetas de este personaje siempre novedoso, siempre sorprendente, inagotable, que es don Quijote. Y -subrayémoslo--- al tiempo que va «reencontrando» a don Quijote, Kuncewiczowa va encontrando a España, cuyas tierras, siempre en pos del caballero de la Mancha, recorrerá con los ojos bien abiertos y con la más sincera y firme voluntad de entender la realidad española.

En Barcelona, Kuncewiczowa subraya los aspectos afines que advierte entre Cristóbal Colón, el descubridor de América, y don Quijote. No es Kuncewiczowa la primera en advertir ese paralelismo. El primero acaso fuera Jacob Wassermann, uno de los escritores alemanes, junto con Thomas Mann y Hermann Hesse, más leídos en los primeros decenios del siglo XX, y conocido tanto por sus novelas como por sus biografias, quien a finales de los años veinte compuso una biografia novelada sobre Colón, titulada, muy significativamente, Cristóbal Colón. El don Quijote de los Océanos (Christoph Columbus. Der Don Quixote des Ozeans, 1929). Como hace constar Blanco Cámblor [1990: 110], fue obra esta que disfrutó en su momento de una excelente acogida tanto por parte de la crítica como del público, en especial por la atrevida tesis del autor al asegurar que el personaje histórico de Colón habría inspirado a Cervantes para la creación del personaje de don Quijote. En efecto, en numerosos pasajes a lo largo de la obra, el autor expone su convencimiento de que entre los dos personajes, el real, Colón, y el ficticio, don Quijote, se advierten unas semejanzas que no pueden ser

2 Kuncewiczowa [1990: 11].

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en modo alguno accidentales: son, sencillamente, el fruto del parecido entre el retrato y su modelo. Sin suscribir explícitamente la audaz tesis de Wassermann, Salvador de Madariaga [1984: 137-152] titula así el capítulo X de su Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón: «Don Quijote Colón fracasa en Portugal». No sabemos si Maria Kuncewiczowa conocía el escrito de Wassermann, y estimamos poco probable que conociera el de Madariaga; así las cosas, preferimos pensar en una muy notable coincidencia. Y es que para la escritora polaca resultan de todo punto evidentes ciertas afinidades entre Colón y don Quijote y entre la índole, las metas y el resultado final que para uno y otro tuvieron sus respectivas empresas y aventuras. Escuchemos a Kuncewiczowa:

Colón [ ... ] compartía con el Caballero de la Triste Figura más de un rasgo propio de la caballería andante. Tanto en su caso como en el de don Quijote se trataba de lo mismo: ser «hijo de sus obras» [ ... ].

Cuál fue su estado de ánimo en el lecho de muerte y cuáles fueron sus últimas cuentas con el destino, no lo sé. La segunda parte de Don Quijote se terminó en el año 1615, así que el Caballero de la Triste Figura murió más de cien años después, cuando Colón era ya una leyenda y Cervantes, en el ocaso de su propia vida, ordenó a su héroe renunciar a la caballería andante. No sé tampoco si atribuir al azar o a la continuidad de ciertos procesos psíquicos el hecho de que la carrera de Colón y la historia de Cervantes -a pesar de su lejanía en el tiempo y en el espacio- me parezcan dos variaciones sobre el mismo tema. Pues tanto el cartógrafo como el poeta «viajaron a la luna» manteniéndose firmes sobre la tierra. Colón, para la salvación de las almas, buscaba oro; Cervantes, que en su propia vida había profesado la caballería, la exponía a la burla en la persona de don Quijote, dejando en el campo de batalla un puñado de ceniza de aquellos románticos libros.

En el lugar en que el Paseo de Colón se dilata en una de las plazas barcelonesas, se interrumpe el infinitamente largo ciclo de los almacenes que ocultan el puerto, y se llega a ver una porción de agua, sembrada aquí y allá de veleros. Según parece, en algún lugar próximo se alzaba la casa en que Cervantes dio la última mano a su Don Quijote. Tal vez aquí fueron escritas esas palabras en la última página de su antinovela: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solo los dos somos para en uno»3.

Ahora se alza aquí, amarrada en el muelle, fantasma de los tiempos del marino andante, una réplica exacta del barco de Colón, la «Santa

3 Todas las citas de Don Quijote están tomadas de la edición de Martín de Riquer [Cervantes: 2004].

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María». Podría pensarse que el descubridor de los futuros terrenos electorales de Fidel Castro y Lindan Johnson, apenas regresar de su viaje, saltó a la columna para allí solidificarse en nostalgia del ideal, vuelto de espaldas a las desdichas del viejo mundo [ ... ].

De madera, con una proa enorme, de alto bordo, pintado de negro, verde y color sangre de animal, el galeón constituye un modelo de policromía popular. En medio de la confusión de palos, jarcias y escalas, se yergue un nido de cigüeñas desde el que un grumete del Renacimiento había gritado: «¡Tierra!», anunciando a Europa una muerte lenta e injusta.

El barco se puede visitar por cinco pesetas por cabeza. Y he aquí que en uno de los más viejos puertos de Europa inspira temor ese fantasma que amenaza a esta misma Europa. Pero el genovés, sobre su fea columna, se diría impasible. El genovés dice: «Para mí solo nació el Nuevo Mundo, y yo para él; él sabe obrar y yo soñar; solo los dos somos para en uno»4.

La tesis de Kuncewiczowa, en perfecta sintonía -hay que subrayarlo­con las de Wassermann y Madariaga, no puede resultar más sugestiva. Y aquí constatamos, una vez más, un hecho curioso, prueba de la profunda humanidad y estatura universal de nuestro primer personaje novelesco: cómo la figura de don Quijote funciona incluso para interpretar a personajes históricos anteriores a él mismo; como si el Caballero de la Triste Figura se hubiera convertido, de una vez para siempre, algo así como en el rasero con que medir a los soñadores y hombres de acción de cualquier época y lugar. Y tal vez no esté justificado aseverar, como asevera Wassermann, que el personaje de don Quijote está inspirado en Colón, pero sí es perfectamente razonable, desde luego, considerar a Colón un «Quijote», un verdadero «marino andante». Para Madariaga [1984: 140], «Colón es la preencamación de don Quijote»; también lo es -lo hemos visto- para Kuncewiczowa. Sigamos escuchándola, esta vez en la misma playa de Barcelona, de tan amargo recuerdo para don Quijote:

Roque, don Quijote y Sancho llegaron a la orilla del mar -esa misma orilla que ahora yo miraba en un día nublado de inviemo-- la víspera de san Juan en la noche: «Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una rodela, por el más bajo horizonte poco a poco se iba levantando. Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en

4 Kuncewiczowa [1990: 33-36].

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la Mancha habían visto; vieron las galeras, que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento».

Tal pudo ser, muy bien, la mañana y tales los jugueteos de los gallardetes con el viento en la Santa María, cuando Colón por vez primera se lanzó a perseguir la visión de otro mundo. Y lo mismo jugó el destino con la locura de ambos románticos: trompetas, tapices y salvas anunciaron el comienzo de las aventuras marítimas de ambos. Les esperaba a los dos el mismo desengaño: tocaron tierra, pero no allí donde habían pensado. Para Colón, las presuntas Indias resultaron ser unas islas ingratas; para don Quijote, los pretendidos honores del general de las galeras, rendidos a instigación de Roque a mayor gloria del caballero andante, se convirtieron primero en una farsa para regocijo de curiosos, luego en una batalla que dejó de lado sus virtudes caballerescas. Ambos murieron no en alta mar, no en castillos, no en la fantástica gruta de Montesinos, sino en un retiro provinciano, en una tierra que conocían demasiado y más allá de la cual tanto habían ansiado irs.

Abandonamos Barcelona, rumbo al sur de la península. En Granada, Kuncewiczowa se siente atraída por los gitanos del Sacromonte. Luego, la contemplación de los jardines del Generalife le da pie a una meditación sobre el sentimiento de la naturaleza en Cervantes y el Quijote. Es precisamente en ese hermoso capítulo dedicado a Granada donde llega Kuncewiczowa a formular lo que para ella constituye, sin duda, la esencia del pensamiento y del proyecto vital quijotinos: «Nie sprzedawaé prawdy»: «No vender nunca -no traicionar nunca- la verdad»6:

y aquí nos preguntamos nuevamente: ¿cuál era su verdad? El testamento de don Quijote parece darnos una respuesta: «Iten, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere casarse, se case con un hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosas sean libros de caballerías.» «Murió cuerdo, aunque vivió loco», escribieron sobre la tumba de don Quijote. Ah, pero todo en la vida y en la poesía de Cervantes apunta a que si don Quijote hubiera podido resucitar de entre los muertos, se habría despertado de nuevo loco 7.

5 KuncewicZQwa [1990: 39]. 6 Kuncewiczowa [1990: 68]. 7 KuncewiczQwa [1990: 69].

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Tras Granada, Sevilla, ciudad egregia que une a sus muchas glorias precisamente la de ser una de las ciudades de Cervantes. Aquí no podemos seguir puntualmente a Kuncewiczowa en su animoso y perspicaz callejeo por la capital andaluza, pero forzoso será acompañarla al menos a dos lugares: el Museo de Bellas Artes y la Plaza de san Fernando. En el Museo, la escritora polaca observa que uno de los temas que más a menudo se repiten en los lienzos allí expuestos es el de las expediciones de los padres trinitarios a Argel con objeto de rescatar a cristianos cautivos. Kuncewiczowa tiene muy presente, desde luego, que Cervantes fue uno de aquellos cautivos rescatados, y contempla con especial curiosidad un cuadro en que se representa a un remero y que, según ella nos dice, podría ser el único retrato auténtico del autor del Quijote:

No es de extrañar que el alter ego de Saavedra, don Quijote de la Mancha, fuera tan sensible al destino de unos «desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir». El capítulo 22 de la 1 parte, que trata de la libertad que dio don Quijote a doce galeotes, constituye a buen seguro la quintaesencia de las meditaciones sobre la libertad de este remero cuya romántica silueta contemplamos en el Museo8

.

Como es sabido, la aventura de los galeotes ha sido interpretada de muy diversos modos. Si la crítica romántica veía aquí a don Quijote como un paladín de la libertad y enemigo de la tiranía, Martín de Riquer [2003: 161] considera este episodio como «un desquiciamiento del concepto de la justicia»; para Menéndez Pidal [1991: 123], estaríamos en este caso ante un individualismo típicamente español: «Todos [los españoles] están pronto a ser libertadores de galeotes, como don Quijote», mientras que para Madariaga [1967: 192] se revelaría en la actitud del caballero andante algo profundamente europeo: «En último término, la actitud de don Quijote, sus mismos argumentos para persuadirse de que hay que dar libertad a los presos, ¿qué son sino presagios de Tolstoy y de Bacunin [sic]?». Kuncewiczowa califica a don Quijote de «anarquista», así que su tesis parece estar en sintonía con la interpretación de Madariaga ... Pero escuchémosla, primero, citar las palabras de don Quijote -«Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres»-, para, luego, concluir: «He aquí su ley, de raíz evangélica». Tenemos, entonces, que la interpretación de Kuncewiczowa, al tiempo que supera un planteamiento puramente legalista del problema, va más allá de la contraposición entre españolismo y europeísmo: con la autora polaca nos situamos en una lectura propiamente teológica, la misma que desarrolla, por cierto, un Fernando Torres Antoñanzas [1998: 232]:

8 Kuncewiczowa [1990: 106].

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La verdadera entraña de este episodio es que, además de apelar a lo universal (derecho natural) para liberar a lo particular (sociedad civil), don Quijote actúa en su presente arrogándose actitudes vicarias, haciendo saltar todas las categorías del derecho. El caballero no pretende suplir a los verdaderos jueces, ni inmiscuirse en sus sentencias, pero sí en la pena que imponen a los culpados, a su entender atentado flagrante contra la dignidad del hombre. Don Quijote, al ser caballero justo en medio de un mundo demonizado por encantadores y magos, tiene el deber de restituir la justicia divina. De esta manera reclama esa visión totalizadora de Dios y la naturaleza que la caballería, como principio de atemporalidad, incita a encamar. El caballero difiere la pena, pues en el plano de la pura naturaleza solo el puro juicio puede dictar la última sentencia. Don Quijote se apropia el derecho de ejecutar ante diem el Juicio Final. Dios dirá su última palabra sobre el premio o castigo, pero en una prolepsis simplificada lo escatológico se adelanta a su final objetivo en la resolución de don Quijote. [ ... ] Don Quijote asume la libertad de los galeotes como un símbolo de la libertad general de la humanidad in itinere. La «segunda oportunidad» que el caballero concede a la «humanidad caída» es el reconocimiento definitivo de que él se entiende como mediador supremo de Dios.

Pero -sigue diciéndonos Kuncewiczowa- don Quijote no es solamente un «anarquista», sino que también es

un poeta, que actúa según la lógica de su fantasía. A los condenados a galeras, gente forzada del rey, les dio la libertad no tanto en nombre de la inviolabilidad de la persona humana cuanto en nombre de Dulcinea, la señora de su propio e irracional mund09

Dejamos a don Quijote dando la libertad a los galeotes. Y salimos del Museo de Bellas Artes para dirigimos a la Plaza de san Fernando. Allí, a la vista de unos niños y sus correspondientes niñeras, Kuncewiczowa medita sobre el papel que estas han desempeñado en su vida y el simbolismo que, desde su infancia y con el paso del tiempo, han llegado a adquirir -junto a los soldados, no lo olvidemos­en su visión del mundo. Reconoce que, en apariencia, la contraposición entre «don Quijote y las niñeras» puede parecer absurda vista desde fuera, pero lo cierto es que en su propia existencia se trata de una contraposición llena de sentido. Para explicarlo, vuelve, una vez más, la vista a los años de su niñez:

9 Kuncewiczowa [1990:108].

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Es el caso que cayó víctima de las niñeras un libro que yo no sabía leer pero que me fascinaba: Don Quijote.

y es el caso también que la causa de la irritación de las niñeras contra las niñas que no querían dormir fueron unos soldados.

[ ... ] Don Quijote-niñeras, y, en simbiosis, niñeras-soldados: estas fórmulas se grabaron en mi memoria con un signo positivo junto a don Quijote y con un signo negativo junto a niñeras y soldados. No me gustaron las niñeras ni los soldados, y me gustó don Quijote. Más tarde, a medida que se iban acrecentando mis experiencias, los conceptos «don Quijote», «niñera», «soldado» comenzaron a adquirir, aparte de sus connotaciones prácticas, un significado metafórico. Y España [ ... ] se convirtió para mí en la tierra de don Quijote, importunado por niñeras de todo género, empezando por el Santo Oficio y terminando por el régimen de Franco; niñeras tras las cuales se esconden en la sombra, seducidos por ellas, jóvenes y torpes soldados.

Venía a España a devolverle la visita a don Quijote, quien en cierta ocasión me había visitado en Suchedniów. Venía con la esperanza de que en su propio país conseguiría descifrarlo más fácilmente. En verdad, desde el momento en que crucé los Pirineos me sentí inmersa en el elemento de don Quijote. Y no solo por lo que se refiere a la gente, a su aspecto, su legendaria gravedad, su amor al gesto, su pasión por una muerte bella y por un estilo de vida arcaico, sino también por la naturaleza. El paisaje español, ya sea de montaña, ya de costa, suave o accidentado, no parece fondo apropiado para una vida normal. Es escenario para lo sobrehumano. Para don Quijotes que anhelan ser «hijos de sus obras», nunca una parte o una función de la sociedad 1o•

Pensamos que en pocos pasajes quedará, como en este, tan de manifiesto lo íntimamente unidos que en la visión de Kuncewiczowa están don Quijote y España.

Nos urge ya dejar Sevilla, mas no sin anotar la siguiente observación de la escritora polaca: «Don Quijote, como muchos arquetipos del humanismo, ha sido vaciado en bronce o esculpido en mármol, encerrado en monumentos» ... Como, por ejemplo, el de la madrileña Plaza de España, ante el que Kuncewiczowa medita, una vez más, sobre los extraños destinos históricos de la nación de don Quijote:

a principios del siglo XVII, cuando los héroes de los mitos caballerescos de la Edad Media habían sido ya hacía tiempo desarmados por los

10 Kuncewiczowa [1990: 125-126].

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humanistas, cuando Montesinos y Lanzarote, Orlando Furioso y Amadís de Gaula reposaban desde hacía mucho en los sarcófagos de cristal de la poesía, de pronto un loco amante de los libros, un hidalgo de la Mancha, se monta en un rocín más muerto que vivo y se lanza al mundo a una cruzada caballeresca [ ... ] 11 •

A Kuncewiczowa la conmueve la soledad de don Quijote, personaje solitario cual ningún otro de la literatura, fuera de su época, prisionero de un tiempo para siempre ya ido, de unos ideales irremediablemente periclitados. Y, sin embargo, don Quijote no está solo: «lo acompaña su otro "yo", disfrazado de escudero». He aquí otro descubrimiento fundamental de Kuncewiczowa, formulado casi -dicho sea con toda reverencia, y salvando las distancias- en términos de dogma trinitario:

El monumento se alza en la madrileña Plaza de España, en el corazón mismo de Castilla. Pensaran lo que pensasen los que lo erigieron, aún en tiempos de la monarquía, es este un monumento a un único hombre. Al único -en dos personas distintas- español hombre a secas 1 2.

En Toledo, Maria Kuncewiczowa siente el parentesco espiritual entre don Quijote y los místicos castellanos y el san Martín pintado por el Greco:

En las Novelas ejemplares Cervantes muestra a Toledo más bien desde el punto de vista de los lances amorosos y del ambiente de la picaresca. Sin embargo, el caballero de la Mancha seguro que no se habría vestido su armadura ni se habría lanzado en pos del ideal si durante su vida no hubieran andado por las callejas de Toledo, además de los fantasmas de Lanzarote y Orlando, seres de carne y hueso como la visionaria Teresa de Ávila y el santo poeta Juan de la Cruz, a quien el terrible Oficio consideraba un iluminado. Ni tampoco si a la hora del crepúsculo, al otro lado del Puente de Alcántara, no hubiera resonado el trote del blanco caballo de san Martín, llamado del cielo a la tierra por el pintor cretense\3.

Ni que decir tiene que estamos aquí ante el cuadro que lleva por título San Martín y el mendigo, antaño en la capilla de San José, en Toledo, pero que un día pasó a engrosar las colecciones de la National Gallery of Art de Washington,

11 Kuncewiczowa [1990: 178-179]. 12 Kuncewiczowa [1990: 181]. Las palabras subrayadas figuran en español en el original. 13 Kuncewiczowa [1990: 1 91 ].

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donde hogaño se expone. Acerca de esta hennosa pintura Cossío [1965: 167] nos dice lo que sigue:

Es evidente que se trata de la conocida leyenda de San Martín de Tours, en memoria del fundador de la capilla. Pero hay tal vitalidad en esta escena, tan íntima expresión nacional, tanta fuerza sugestiva, tan sin igual encanto y poético romanticismo, que a ello se debe atribuir, más que al desconocimiento de aquel ponnenor histórico, el que a algún crítico extranjero, echando a volar la fantasía, como es frecuente, en cosas de España, le parezca ver en el asunto ¡nada menos que al príncipe don Carlos a caballo, o más bien el famoso episodio de la vida del Cid, en que el héroe tiende piadosamente la mano a un leproso!

Nada habría tenido Cossío que reprocharle a la polaca Maria Kuncewiczowa, pues ella ve en este lienzo lo que en realidad representa: a san Martín de Tours, en efecto, quien, como Ignacio de Loyola, fue primero soldado y santo después; en otras palabras, otro «caballero andante a lo divino». Por otra parte, Kuncewiczowa ha tenido buenas razones para fijarse precisamente en este cuadro y en este personaje, modelo de virtudes cristianas y en especial de la más excelente de todas, pues allá por el capítulo 58 de la 11 parte don Quijote le habla de él a Sancho:

Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad, y sin duda debía de ser entonces invierno; que si no, él se la diera toda, según era de caritativo.

Claro está que aquí Kuncewiczowa participa de lo que el insigne cervantista Eric Ziolkowski ha denominado «la santificación de don Quijote». Conviene recordar que, mientras la mayoría de los críticos se hacen eco sobre todo de la tendencia secularizadora de la literatura moderna, Ziolkowski se ha esforzado en poner de relieve una tradición literaria que efectivamente santifica al héroe de la primera novela moderna: Don Quijote. En efecto, en su ensayo The Sanctification oi Don Qu ixo te. From Hidalgo to Priest (University Park, Pennsylvania, The Pennsylvania State University Press, 1991), Ziolkowski ha estudiado a un gran número de autores -novelistas, poetas, críticos- que, con muy sólidos argumentos, han visto en don Quijote un vehículo para la expresión religiosa, o, dicho en otras palabras, una encarnación de ideales de raíz inequívocamente religiosa. Aquí, claro está, no podemos adentrarnos más en

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este camino, pero cómo no remitimos, por lo menos, a Unamuno, quien ve en la de don Quijote y en la de san Ignacio de Loyola una suerte de «vidas paralelas» y para quien el Quijote sería una suerte de «evangelio» español, y a Fernando Rielo, que enlaza al hidalgo manchego con los místicos castellanos. En esta línea interpretativa -insistimos- encuadraríamos también a Maria Kuncewiczowa.

Barcelona, Granada, Sevilla, Madrid, Toledo ... ¿Y la Mancha? En la Mancha apenas se ha detenido Kuncewiczowa -ha ido, ella también, de paso-, pero, aparte de mencionar algunos lugares, ha esbozado una hermosa descripción del paisaje manchego, ante el que ha llegado a exclamar: «Oh, Dulcinea, no eras una princesa ni una campesina, no eras mujer ni fantasma, sino hálito de esta llanura».

Muchas más ideas, intuiciones y vislumbres quijotinos -y, a las veces, aun quijotescos- podrían espigarse en las páginas de Don Quijote y las niñeras, de la polaca Maria Kuncewiczowa, pero no podemos extendemos más. Solo nos resta, desde aquí, hacer votos por que este libro no tarde demasiado en ser traducido a la lengua de Cervantes y resulte, así, accesible a cualquier lector del «ancho» y nunca «ajeno» mundo hispánico.

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