El Arte de Lo Obvio, El Aprendizaje de La Práctica de La Psicoterapia

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El arte de lo obvio Drakontos Dircciorcs: Joscp Fontana y Gon/.aio Pontón

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Psicoterapia

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El arte de lo obvio

DrakontosDircciorcs:

Joscp Fontana y Gon/.aio Pontón

El arte de lo obvioEl aprendizaje de la práctica

de la psicoterapia

Bruno Bettelheimy

Alvin A Rosenfeld

Quedan ngurosainenle piohihái.'i.s, sin la aulori/.acíón cserila de los lilnlarcs del C(i/nrií;lii,bajo las sanciones csíablecklas por las leyes, la reproducción lolal o parcial ile eslii obra

por cn¡ilt|iiicr medio o procedimiento, coniprcmlidos la reprogralía y el Iralaniienlo¡nlonnalico, y la disii'ihiición de ejemplares tic ella ineilianle :il(|iiilüro prcslamo públicos.

Tílulo original:'Mil: ART()l'"Ml"í¡ OHVIOll.S.

DliVIil.OI'INC! INSKillT I'OK l'.SYCIKrrilliRAI'Y AND ItVIiKYDAY l.lh'l:All'rcd A. Knopl, NUOVÜ York

l'radiicción caslellana de MARTA I. (¡HASTAVINO

Diseño tic la colección y cubierla: HNRIC SATUf:(!) 1993: Hric Bellelheim y Alvin A Rosenlekl

'!"' IW4 de la Irailucciói) caslellana pura lispaña y América:CRÍTICA (drijalbo Comerciül, S.A.), Anigó, .185, 0X013 Barcelona

ISBN: X4-7423-636-3Depósilo legal: I!. I I.I8I-IW4

Impreso en ¡ispañaIW4. ¡IIIROI'H, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona

A nuestras amadas esposas,en memoria de Trude Weinfeld Bettelheim,

en honor de Dorothy Levine Rosenfeld,y con gratitud a nuestros estudiantes

V a nuestros mejores maestros, nuestros pacientes

Prefacio

JT! ste libro presenta un enfoque del aprendizaje de la práctica deJCJ la psicoterapia, pero refleja también una colaboración que seinició después de incorporarme a la División de Psiquiatría infan-til de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, ytrasladarme, en 1977, al área de la bahía de San Francisco, don-de Bruno Bettelheim se había retirado al jubilarse. Tuve el privile-gio de trabajar en estrecha relación con él y de llegar a ser su ami-go a pesar de nuestra diferencia de edad: cuando nos conocimos,él tenía setenta y cuatro años, y yo treinta y dos.

Poco después de haber llegado a Stanford, invité a Bettelheim aque impartiéramos juntos un seminario semanal de psicoterapiapara terapeutas en formación o en período de prácticas. Pasamosmucho tiempo juntos, analizando en privado lo que había sucedidoen la sesión de la semana, y hablando de mis pacientes y de nues-tras preocupaciones. Cuando me fui de Stanford, nuestra colabo-ración continuó y se profundizó nuestra amistad. Durante toda mivida no podré olvidar el tiempo que pasamos juntos.

A lo largo de toda su carrera, Bruno Bettelheim dirigió cente-nares de sesiones de enseñanza individual centradas en la psicote-rapia. En los seis años que pasamos juntos en Stanford, dirigimosbastante más de un centenar de sesiones en un seminario semanalabierto a los estudiantes de psiquiatría de niños y de adultos, depsicología y de trabajo social. También asistieron, de cuando encuando, otros médicos residentes en la comunidad. Las sesioneseran movidas, estimulaban a pensar, no faltaba en ellas el sentido

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del humor, y en ocasiones se daba un intercambio de ideas tenso,incluso crispado, y sin embargo vital, centrado en los problemasque para Bellelheim eran motivo de honda preocupación.

Desde el comienzo, estimulamos a los participantes a que tra-jeran al seminario casos particularmente difíciles, para los cualesnecesitaran una ayuda que no pudieran conseguir en otra parte.Para, mí estuvo claro desde nuestro primerísimo seminario que. Bet-telheim era un maestro brillante y un virtuoso de la psicoterapia.Cuando ensayé con mis pacientes algunas de sus ideas y de sustécnicas, comprobé que eran mucho más eficaces que mis cuidado-samente pensados métodos propios. Pero la coherencia de su enfo-que no se ponía inmediatamente de manifiesto, y me llevó ciertotiempo captar cuáles eran la actitud, y la forma de pensamientosubyacentes en él. Cuando entendí con más claridad su enfoque,me di cuenta de su singularidad y, después de un par de años, meencontré con que estaba incorporándolo al mío propio.

Aunque Bettelheim escribió muchos libros extraordinarios,siento que ninguno de ellos está cerca de presentar el tipo de libreintercambio de ideas sobre la forma de tratar con un paciente psi-coterapéutico de la cual pude tener experiencia en. aquellos semi-narios. Durante el tiempo que traté a Bettelheim, llegué a pensarque su manera de enseñar psicoterapia a los estudiantes debía sercompartida con otros, en forma de libro. El propósito de éste seríapresentar las ideas de Bettelheim y las mías como un instrumentoútil para psicoterapeutas y estudiantes de psicoterapia. Como lasintuiciones de Bettelheim eran de carácter tan universal, tuve ade-más la. sensación de que interesarían a un público más amplio.

Aunque el propio Bettelheim se mostró dispuesto a dejarmeintentar el proyecto, lo hizo con sumo escepticismo. Se había de-cepcionado con el fracaso de su libro de 1962, Dialogues withMothers, que no había interesado a un espectro de gente tan am-plio como él había esperado, y atribuía el fracaso, en gran parte,a su forma. Si no recuerdo mal, dijo que el último libro de diálo-gos que se había ganado a los lectores había sido el de Platón. Yél sentía que ningún libro podía, ni remotamente, captar el espíri-tu de un seminario ni enseñar como podía hacerlo un seminario.

Había que reducir a lo esencial aquello que afloraba en las se-siones: aclararlo, reelaborarlo, completarlo, hacerlo más conciso.

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Yo quería transformar el. material en algo que tuviera tanta vidasobre el papel como la había tenido en la realidad; quería dar unaimpresión exacta de lo que era acudir durante varios años a los se-minarios de Bruno Bettelheim.

Desde el comienzo me di cuenta de que a la mayoría de los lec-tores se les haría tedioso abrirse paso entre transcripciones litera-les de los seminarios, y decidí que el libro no debería, en modo al-guno, proponerse la presentación de un registro factualmente exac-to de las sesiones que habían tenido lugar. Por lo tanto, seleccionéparles tomadas de muchas sesiones diferentes que trataban delmismo tema, o de temas ajines, y luego fui uniéndolas con un en-tramado narrativo que le diera, unidad a la obra.

Por aquel entonces yo me había trasladado a la ciudad de Nue-va York, y Bettelheim y yo vivíamos a. un. continente de distancia.Cuando le envié el resultado de mis primeros esfuerzos, para supropia sorpresa y deleite, empezó a ver que el proyecto podría fun-cionar. Con el generoso apoyo de la Fundación Rockefeller, Bettel-heim y yo trabajamos juntos, en agosto de 1985, en. Villa Serballo-ni, el centro de estudios de la fundación, en Bellagio, en el lago deComo, en Italia. Ensayamos diversas maneras de presentar estematerial, pero finalmente nos conformamos con que los seminariosreconstituidos hicieran que algunas ideas complejas, y en ocasio-nes sutiles, fueran mucho más accesibles para el lector. Duranteese mes, en nuestros esfuerzos de colaboración, reflexionamos másen profundidad sobre aquellas ideas, y como resultado de ello elmaterial se amplió y adquirió unas resonancias y una profundidadnuevas, que no siempre se habrían puesto de manifiesto en los se-minarios, con el ritmo rápido y con frecuencia rico en digresionesque de hecho los había caracterizado.

En la presentación del trabajo psicoterapéutico, la protecciónde la confidencialidad del paciente es una necesidad obvia. Y pues-to que, como era característico en el enfoque de Bettelheim, aque-llas sesiones se centraban con frecuencia no solamente en las difi-cultades emocionales del paciente, sino también en las limitacionesdel terapeuta teníamos que respetar el derecho a la privacidad, delos estudiantes de psicoterapia, que habían sido abiertos y sincerosal hablar de sí. mismos y de los límites de su conocimiento y de suexperiencia en conversaciones que, en ocasiones, resultaron incó-

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modas. Por esta razón, las personas que en el libro hemos sentadoalrededor de la mesa del seminario son personajes creados a par-tir de más de cuarenta profesionales que concurrieron a los semi-narios durante esos seis años, y de estudiantes que hemos conoci-do en otros lugares. Saúl Wasserman es la única excepción; él tra-bajó conmigo en algunos aspectos del capítulo titulado «Sacos dearena y salvavidas», releyó y revisó múltiples borradores, y figuraen el texto con su nombre real.

Al hablar de determinados pacientes, sintetizamos materialesextraídos de varios casos con dificultades similares y a partir deellos creamos casos de estudio. Muchos de los detalles que inclui-mos provienen de casos reales del seminario, aunque algunos fue-ron tomados de casos que hemos visto en otras partes. Cualquiermaterial que hubiera permitido la identificación ha sido alteradopara garantizar el anonimato. Lo que se mantiene es una descrip-ción de un problema clínico que padecen numerosas personas,como podría ser un niño demasiado agresivo para que los padrespuedan con él, una muchacha que se ha vuelto anoréxica, o un an-ciano que está deprimido, ansioso y asustado.

También nos hemos apartado de los seminarios tal como fue-ron en otro sentido importante. En las sesiones, Bettelheim era lavoz predominante, y mi participación se subordinaba a la suya.Pero al escribir y reescribir, fui yo quien hizo la mayor parte deltrabajo. Como resultado, nuestros debates sobre la mejor formade organizar y presentar este material terminaron por llevarnos ala decisión de escindir el papel de líder del seminario de formamás equitativa entre Bettelheim y yo, dado que esto nos parecióque mantenía con más vivacidad el fluir de las ideas y reflejabacon más precisión las aportaciones que cada uno de nosotros ha-bíamos hecho a la forma final del libro. Como son tantas las ideasque compartíamos, en algunas ocasiones pusimos en mi boca pa-labras que él había dicho, en tanto que otras que yo pronuncié oescribí se oyen de labios de él.

Aparte de algunas correcciones finales, Bettelheim leyó y apro-bó como suyas la mayor parte de las afirmaciones que se le atri-buyen en el libro. Cuando ya estaba demasiado débil para escribir,dictaba los cambios. Analizamos el penúltimo borrador tres sema-nas antes de su muerte, y nos pusimos de acuerdo sobre la orien-

P refací o 13

tac ion que debería seguir cualquier revisión posterior. Después desu muerte, introduje cambios de acuerdo con las líneas que había-mos convenido, con la ayuda —que él había dispuesto— de quiendurante toda su vida fue su editora personal, Joyce Jack, quien yahabía revisado sus últimos siete libros.

Sin embargo, en la versión final me encontré con que en oca-siones yo deseaba introducir material nuevo o modificar sustan-cialmente el existente. Como, naturalmente, Bettelheim no tendríaoportunidad de revisar esos últimos cambios, al hacerlos le atribuíúnicamente afirmaciones que eran citas literales de él, y me adju-diqué todo el resto del material nuevo. Esto vale particularmentepara el capítulo 4, que necesitó una importante corrección final.En general, a mi juicio, el punto de vista expresado en este librorepresenta con precisión la posición final de Bruno Bettelheim ysus puntos de vista en lo referente a psicoterapia, y también losmíos, sobre los que él influyó tan profundamente.

Al impartir otros seminarios desde que terminó mi colabora-ción con Bettelheim, me ha sorprendido la frecuencia con que des-cubro cómo surgen espontáneamente puntos idénticos a los quetratamos en uno u otro capítulo de este libro. Eso me ha estimula-do a pensar que los seminarios expuestos en este libro tienen cier-to valor «prototípico» y, por consiguiente, que son útiles como ins-trumento didáctico. Los problemas que aquí se analizan aparecenreiteradamente en psicoterapia, y creo que el enfoque que defendi-mos es, hoy por hoy, tan novedoso y útil como lo era cuando se ce-lebraron los seminarios.

La psicoterapia es un campo donde predomina el individualis-mo, sean cuales fueren las creencias teóricas del terapeuta. Cadaterapeuta ensaya, adapta y modifica las ideas o posturas de otraspersonas y las entreteje con sus propios puntos fuertes y débilespara, de tal manera, hacer suya esta «profesión imposible». Y hoyse practican muchas psicoterapias diferentes con técnicas y objeti-vos diferentes. Este libro no pretende, en modo alguno, presentarun enfoque amplio y completo de la psicoterapia. En conjunto, suscapítulos intentan que el lector capte la forma en que Bruno Bet-telheim abordaba al paciente y la actitud que él sugería para unpsicoterapeuta, si el objetivo de éste era ayudar al paciente a «re-estructurar su personalidad de modo que pudiera vivir más cómo-

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clámente consigo misino». Espero que el libro transmita al lectoruna apreciación del trabajo que puede hacer un psicoterapeuta,desde esta perspectiva psicoanalílica.

Varios participantes en el seminario han observado que sólomucho después de haberlo oído reflexionaron sobre algún comen-tario formulado por el doctor Beltelheim. Espero que también ellector compruebe que sus comentarios le estimulan a pensar críti-camente. En ocasiones, hizo afirmaciones que, sólo tiempo despuésde su muerte, entendí que habría sido muy beneficioso elaborarlas.He dejado algunos de aquellos comentarios en el texto para que ellector pueda reflexionar por sí mismo y preguntarse qué más ha-bría dicho Bruno Bettelheim si la conversación hubiera continuado.

Me gustaría agradecer a la Fundación Spencer la concesión deuna subvención que nos permitió cubrir las primeras etapas delproyecto. La Fundación Rockefeller, la señora Susan Garfield, ad-ministradora de su Bellagio Cenler Office, y Jo Ardovino, anfllrio-na del Bellagio Cenler durante nuestra estancia allí, merecen nues-tro agradecimiento por su cálida hospitalidad. Y también quieroagradecer a. la Jewish Child Care Association de Nueva York, queme haya dado la oportunidad de seguir trabajando en este libromientras atendía a las necesidades de la institución y de sus niños.

Varias personas nos ayudaron a preparar este material hastadarle su forma final. Agradezco a Joyce Jack tanto su amistad y sudevoción a Bettelheim como la fundamental ayuda que me prestópara, dejar este manuscrito en condiciones de ser publicado. Du-rante el tiempo que colaboramos, ¡legué a valorar no menos supersona que sus habilidades. El agente de Bruno Bettelheim, The-ron Raines, y mi agente, Jane Dystel, nos ayudaron a conseguir laatención de Knopf para el manuscrito. Y allí me encontré en lasmanos, extraordinariamente hábiles, de Bobine Bristol y Joan Kee-ner, cuya sinceridad, encanto, habilidad y franqueza contribuyerona trabar una segunda relación laboral, igualmente grata y fecunda.Me considero afortunado al haber recibido de Bettelheim el don detrabajar con tres editores de tanto talento.

A lo largo de los años, y en todas las etapas de este proceso,mi querido amigo Peler Winn me ayudó con sus sugerencias y suapoyo constante. También otro amigo querido, Robert Kavet —éste

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desde ¡a infancia—, aportó muchos comentarios útiles. Alice Coo-pei; Claire Levine y Karen Roekard colaboraron en los primerosborradores. Saúl Wassernuin nos ayudó a preparar el capítulo quese refiere, en parle, a su presentación. Como yo difería de Beltel-heim en cuanto a la etiología del autismo, quise consultar a un ex-perto a quien conocía bien, a quien respetaba y en cuya franquezapodía confiar. Quisiera agradecer a la doctora Bryna Siegel, delCentro Médico de la Universidad de. California en San Francisco,el. haberse encargado de esa misión, ayudándome a entender lasdivergencias entre los puntos de vista de Bettelheim y del doctorDaniel Berenson (seudónimo) en lo tocante al autismo y a la dife-rencia, entre los niños aulislas a quienes Bettelheim trataba en laEscuela Orlogénica* y aquellos a quienes actualmente se diagnos-tica como autistas. Mis colegas y amigos, los doctores John Back-inan, David Port, John Sladler y C. Barr Taylor, hicieron muchassugerencias útiles sobre el texto del manuscrito final. He leu Abra-hamson fue una dedicada y estupenda secretaria en las etapas ini-ciales de este proyecto, lo mismo que Margare! Forman, muchomás adelante.

Muchos de los estudiantes que participaron en el seminario sesintieron profundamente influidos por él. Como me dijo por teléfo-no, muy recientemente, uno de ellos: «No pasa un día en mi vidasin que me acuerde de Bruno Beltelheim en mi trabajo clínico».Quisiera agradecer, nombrándolos, a varios estudiantes que fueronespecialmente cordiales con Bettelheim o conmigo: Karen Axels-son, Neil Brast, Tintinen Cermak, Mairin Doherty, Graehem Ems-lie, Peler Finkelstein, Miriam (Micki) Friedland, Peler Keefe, KimNorman, Healher Ogílvie y Alan Rapaporl, y agradezco a los mu-chos otros que asistieron a estas sesiones el haber hecho tan esti-mulante el seminario y su participación en la elaboración de estelibro.

Finalmente, me gustaría dar las gracias a mi pacienlísima fa-milia. Mi mujer, Dorothy, me ha ayudado a lo largo de los muchosaños que fueron necesarios para completar este proyecto. Y a mismaravillosos hijos Lisa. Claire y Samuel Aaron, que han tenido con

* Inslilución, con sede en Chicago, dedicada al iniUimienlo-dc niños con trastornos psi-cológicos graves. (W. de la I.)

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demasiada frecuencia un padre que estaba más pendiente del pro-cesador de textos que de ellos.

Antes de la muerte de Bettelheim, él y yo bosquejamos una in-troducción, en la que precisábamos cuáles eran nuestros propósi-tos con este libro: «Hemos intentado hacer una selección sensatacon la enorme cantidad de material que afloró en estas sesiones.Naturalmente, lo que ... presenta este volumen no es en modo al-guno un curso completo sobre la enseñanza de la psicoterapia psi-coanalítica. Pero abrigamos la esperanza de que esta pequeña se-lección transmita el espíritu de lo que intentamos lograr y de loque es un determinado enfoque del paciente en psicoterapia».

ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina

Introducción

Mi trabajo con Bruno Bettelheim:una visión personal

E n 1977 me convertí en el nuevo director de Formación en Psi-quiatría Infantil en la Facultad de Medicina de la Universidad

de Stanford, con el cometido de organizar un buen programa parala preparación de futuros profesionales capaces de diagnosticar ytratar niños perturbados. La posibilidad que yo contemplaba era unprograma capaz de integrar la riqueza de la investigación psiquiá-trica en Stanford con los enfoques psicodinámicos que tan impor-tantes me habían parecido durante mi formación y después siendoprofesor de psiquiatría infantil en la Facultad de Medicina de laUniversidad de Harvard.

Para mí estaba claro que, en una psicoterapia de orientación psi-coanalítica, para los psiquiatras en formación sería beneficiosocontar con un maestro avanzado en años, rico en la sabiduría y laexperiencia acumuladas que sólo pueden proporcionar una vida en-tera de práctica, y de reflexión sobre esa práctica. Entonces, me pa-reció obvio que Bruno Bettelheim, que en 1973, jubilado, se habíaretirado a Portóla Valley, no muy lejos de Stanford, sería una elec-ción excelente para colaborar en la enseñanza del enfoque psicodi-námico. Sus numerosos artículos y libros eran bien conocidos; suslogros intelectuales, legendarios, e inequívoco su compromiso conuna perspectiva psicoanalítica.

- Ührnil.HHiM

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Cuando el doctor B. (como le llamaban generalmente tanto suscolegas como los estudiantes) y yo nos conocimos en 1977, habla-mos de mis antecedentes y de mis planes para el programa, y de sudeseo de participar más en la enseñanza. Me di cuenta de que enlos temas clínicos y en las cuestiones referidas a la formación,nuestros intereses coincidían. Él aceptó de buena gana mi invita-ción a impartir un seminario, por más que yo no dispusiera de di-nero para pagarle. Por las tres horas semanales que le dedicaba, surecompensa era una taza de café recién hecho.

Pero mi elección de Bettelheim estaba llena de riesgos. Teníala reputación de ser un hombre difícil, e incluso fastidioso. Ade-más, los dos defendíamos puntos de vista diferentes sobre el pa-pel de Estados Unidos en Vietnam, un asunto que tenía, para am-bos, verdadera importancia personal. Desde 1965 yo había estadoenérgicamente en contra de nuestra participación, en tanto que laprensa había citado sin reticencias a Bettelheim y sus acusacionesde «neonazis» a los antibelicistas; además, culpaba a los padresde éstos de no haberles enseñado «a temer». Fue aquella una gue-rra dolorosa, que enfrentó a padres e hijos, y parecía como sicualquiera que adoptase un punto de vista opuesto al propio, es-pecialmente si proclamaba con tanta fuerza su opinión, fuese unenemigo natural.

El doctor Bettelheim era una opción arriesgada por otra razón.Su cqnocJiTÜe^^señados.»._sino en muchos años.de experiencia acumu_lada_y_ en sucapacidad subjetiva de entender la vida interior de niños y adultos.Aunque algunos profesores muy mayores de la universidad y delInstituto Hoover (un think tank* situado en el campus de Stanford)respetaban profundamente a Bettelheim, el profesorado psiquiátri-co lo consideraba «poco científico». Lo habían aceptado comoprofesor visitante, pero le daban poco para hacer. Muchos miem-bros del cuerpo de profesores, de orientación psiquiátrica, no semostraban benévolos con su orientación psicoanalítica; a otros noles gustaban sus modales autoritarios ni su tendencia a expresarseenérgicamente, en particular cuando proclamaba sus profundas du-

* Un insticulo de investigación u otra organización de eruditos y científicos, especial-mente si el gobierno la emplea para resolver problemas o predecir acontecimientos en lasáreas militar y social. (N. de la I.)

Introducción ¡9

das sobre métodos que, como el estadístico y el bioquímico, ya ha-bían aportado al departamento tanto renombre y tantos fondos parainvestigación.

En nuestras conversaciones iniciales, sin embargo, descubrí queBettelheim tenía una visión útil de mis intereses académicos e in-telectuales. A comienzos de los años setenta, cuando yo pertenecíaa la Facultad de Medicina de Harvard, me contaba entre el grupode investigadores y médicos que por primera vez identificaron ydieron a conocer el hecho de que los abusos sexuales padecidos enla niñez eran un importante factor que predisponía a los problemaspsiquiátricos. Con otros colegas, realicé estudios y publiqué artícu-los que describían maneras de abordar a los pacientes que habíansido objeto de incesto y de abuso sexual. Describí el contexto fa-miliar en el cual se da el incesto y redacté un documento sobre elabuso sexual para la American Academy of Child Psychiatry, quefue al Congreso y que la American Medical Association publicó enel Journal ofthe American Medical Association {JAMA), su princi-pal publicación.

Mi investigación continuó después de mi llegada a Stanford. Pu-bliqué artículos que analizaban la relación entre el desarrollo sexualnormal y la sobreestimulación y el incesto en publicaciones talescomo The Journal of the American Academy of Child Psychiatry,The American Journal of Psychiatry y el JAMA. Bettelheim me ins-tó a que pensara más en profundidad en los descubrimientos que ha-bía hecho mi grupo de investigación en un gran estudio, dirigido pormí, sobre la evolución sexual en familias típicas acomodadas y surelación con una evolución sexual aberrante.

Bettelheim me ayudó a pesar de su oposición al enfoque esta-dístico que yo usaba en esos estudios. Aunque admiraba la ciencia,dudaba de que los métodos útiles para las ciencias físicas pudieranmedir y elucidar lo interior del hombre: sus impulsos, necesidadesy pasiones. «Todos esos estudios cientíj|lcos_son..ijoytSlilQSJ .,c£ea.rcertidumbre allí donde Freud creía que no lajiabía —decía—. Creoque esta contradicción básica es insalvable.»

Hablaba despectivamente de los que confían solamente en losdatos objetivos: «Este recelo hacia los enfoques subjetivos, inclusohacia la introspección, explica la orientación fisiológica de buenaparte de la psicología académica norteamericana. La fisiología es

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mensurable y cuantificable, mientras.que. la manera adecuada deamar a otra perso.na..es muy difícil, de. encontrar».

En una ocasión presenté a Bettelheim al hoy difunto RobenSears, un notable exponente de la psicología evolutiva, aproxima-damente de la edad de Bettelheim. Sears había sido de los prime-ros en usar los métodos estadísticos en el estudio de la evolucióninfantil. En su conversación, Sears dijo que el problema de la apli-cación de la estadística al estudio de la vida emocional de los niñosera que los investigadores no sabían cómo «puntuar el afecto», esdecir, asignar un valor numérico a lo que estaba sintiendo una per-sona. Bettelheim se mostró en desacuerdo. Ninguna persona puedemjedirjos_senümiento.s.de.otra, dijo. Es simplemente imposible sa-ber, y no hablemos de medir, qué es lo que sucede dentro de otrapersona. No es así, insistió Sears. Como otros fenómenos, las emo-ciones se pueden medir, pero es un trabajo que hay que hacer consumo cuidado. Y allí quedó trazado el límite de la cortesía entreaquellos dos hombres sinceros, aquellos pensadores brillantes.

Bettelheim me atraía por otra razón que hacía que algunosmiembros del profesorado desconfiaran de él. Yo consideraba sig-nificativa la perspectiva del psicoanálisis porque es una ciencia vadémáV un arte, que posee la belleza intrínseca y la utilidad deambos. Ninguno de los dos es una manera de conocer evidente-mente superior. ¿Acaso la manera que tenía Monet de entender elcolor era menos válida que la de las gentes que pueden decimoscuál es el contenido espectral de un matiz?

Yo quería, además, que él me ayudara a pulir y afinar mejor mispropias habilidades psicoterapéuticas. Tenía ciertas reservas sobrela forma en que me comunicaba con un niño a quien estaba tratan-do, y sentía que me faltaba establecer con él alguna conexión, de-cisiva pero muy sutil. Le dije que deseaba que me ayudara con losproblemas que tenía con ese niño.

—Intentémoslo durante algunas semanas para ver qué pasa —merespondió.

¡Era un maestro excelente! En nuestras conversaciones consi-guió poner el dedo exactamente en la llaga. Me señaló maneras deentender al niño y de profundizar en esa conversación continuadaque es una terapia de plazos prolongados. Bettelheim era capaz deseleccionar un detalle minúsculo y aparentemente sin importancia

Introducción 21

que yo había mencionado por casualidad, y me ayudaba a ver quesi lo recordaba era porque en ese detalle el niño me estaba dicien-do algo importantísimo. Bettelheim tenía un agudo sentido de loque necesitaba un paciente concreto en un momento determinado.En nuestro trabajo durante el primer año que nos vimos me sugirióocasionalmente una intervención que me pareció temeraria. La pri-mera vez que lo hizo, le dije:

—Si yo fuera Bruno Bettelheim, eso podría funcionar, pero nolo soy.

—Inténtelo —me respondió con tranquila convicción.Hice lo que me sugirió, y funcionó. Mi relación con el niño se

profundizó y mejoró.Bettelheim me enseñó a escuchar con más cuidado a los niños,

a oír lo que dicen, a conjeturar lo que se oculta detrás y a comuni-car con más precisión sobre la base conjunta de lo que se entiendey lo que se conjetura. Me ayudó a ser menos intelectual y más ju-guetón en la terapia. Años después, me dijo:

—Para los adultos es difícil aprender a hablar con" los niños.¿Por qué? La única manera de hablar con ellos es sumergirse en suposición. Pero, como nuestra condición de adultos es una adquisi-ción tan reciente, tenemos que protegerla a toda costa.

Y en otra ocasión en que alguien le preguntó por qué hacemosde la niñez el mito de la despreocupación y vemos a los niñoscorno exponentes de bondad y dulzura, respondió:• —Tenemos esa imagen de la infancia porque todos queremosíhaber pasado por una época en que lo teníamos todo tan bien. Peroes una ilusión, un engaño. Para empezar, nunca lo tuvimos tanbien. ... Pero hay otra razón para que el mito [que tiene el adulto] dela inocencia de la niñez muera tan lentamente. Es por nuestra pro-

.pia hostilidad en la infancia, que estamos tratando de negar. En rea-lidad, tiene que ver con nuestra incapacidad para aceptar todos lospensamientos hostiles y agresivos que nosotros mismos teníamosen la infancia, que nos impide ver todo eso en los niños y, por asídecirlo, protege nuestra amnesia..." Aunque yo llegué a apreciarlo y a considerar nuestra amistadcomo un tesoro, el doctor B. no era un hombre abiertamente cálidoy afectuoso, sino más bien reservado en sus relaciones. General-mente, llamaba a las personas por su nombre profesional, y en pú-

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blico mantenía siempre un porte formal y pulcro. Excepto en susdos últimos años, después de dos ataques, siempre fue muy celosode su vida privada. En ocasiones podía «vanagloriarse», pero en suhogar trataba a todo el mundo como a un huésped de honor, conuna cortesía y una hospitalidad impecables. Bajo la superficie, per-cibía yo un calor tímido y travieso, que se reflejaba en el fugaz res-plandor que a veces aparecía en sus ojos y en el brillo provocativode sus comentarios ocasionales.

Tenía un estupendo sentido del humor y en ocasiones, en formaimpredecible, compartía alguna anécdota de su niñez. Un amigomío deseaba que su mujer dejara de amamantar a su hijo de seismeses. Para reforzar su posición pidió a Bettelheim que le ayudaraa resolver la situación, con la esperanza de que el doctor B. fueraun apóstol de una crianza infantil estricta y le proporcionara seriasadmoniciones psicoanalíticas para transmitir a su desorientada es-posa. Bettelheim sonrió y le dijo que, cuando él nació, sus padresfueron a las provincias austríacas a contratar a una chica de dieci-séis años para que fuera su nodriza. Todos pasaron por alto el he-cho de que a esa edad ella ya había cometido «delitos sexuales» yde que necesariamente estaba abandonando a su propio hijo. Labuena chica, continuó con una mirada de picardía, lo había ama-mantado hasta que tuvo cuatro años, de modo que él no veía cuálera exactamente el problema. Mi amigo optó por no compartiraquella conversación con su mujer.

La brillantez_de_BeUeIheim era un don, extraño y difícij ,de des-cribir. "Y_ de lo que se trataba "era de deslac^^'rLHP-C^lTyBS. Ú9,S^e

nq.h.a-y~u.a_§ís|ernaJe coordenadas aceptadas.poi"eonsenso,.uriiyer-saJ, como la tabla de los elementos en química. Es un campo endonde las discrepancias surgen fácilmente, incluso en relación conlos supuestos básicos. Cuando Bettelheim hablaba de un problemaclínico, planteaba con frecuencia cuestiones difíciles de responder.Muchas veces, para quienes ya estaban establecidos en el campo,la confrontación con su ignorancia personal era inquietante. Porejemplo, Saúl Wasserman, que dirigía una importante unidad depacientes internos de psiquiatría infantil en el tiempo en que seabordó el caso que se estudia en el capítulo 2, al releerlo comentó:«Qué difícil es creer lo tontos que éramos. Hoy llevaría ese caso deforma tan diferente...».

Introducción 23

Era fácil sentir las preguntas de Bettelheim como un acoso ouna humillación; después de todo, él sabía con qué propósito lashacía, pero quería que uno se diera cuenta por sí solo. Por ejem-plo, podía observar en ti una actitud de la que no eras conscien-te, pero que impedía establecer una relación de empatia con elniño a quien tratabas. Lo más frecuente era que estuvieras con-duciéndote de una manera que reflejaba alguna actitud de tus pa-dres que te había dolido de niño, pero a la que habías tenido queadaptarte, interiorizándola. Entonces, cuando él hacía hincapiéen eso, tu reacción era de enojo o de ponerte a la defensiva. Mu-chos participantes en el seminario usaban de manera constructi-va esa dolorosa confrontación consigo mismos y con sus respec-tivas infancias. Más de uno comentó que lo que había sacado deese seminario y aprendido de Bettelheim había cambiado laorientación de su vida o había influido profundamente en su ca-rrera profesional.

Pero no todos los que asistieron al seminario sentían lo mismo.Yo, debido a mis antecedentes y a mi formación, tiendo a tener unestilo didáctico mucho menos centrado en la confrontación, y abrindar en cambio más apoyo del que ofrecía Bettelheim. Él, por elcontrario, era el producto de una rigurosa educación clásica euro-pea, y había enseñado durante muchos años en la Universidad deChicago, que era igualmente famosa por el rigor de sus métodos deenseñanza. Podía ser muy áspero cuando despojaba a un_estu¿¡,an-te,.de.lQ,que,,étJÜaraaba «falsos supuestos^reíerentes al psicoanáli-sis. (Puede ser que en los seminarios que aquí presentamos aparez-ca en menor medida esa brusquedad, ya que nuestro propósito noes efectuar un retrato biográfico, sino presentar nuestras ideas conla mayor claridad posible.) A varios estudiantes les molestaba su ri-gor y su estilo agresivo, y dejaron de acudir a los seminarios. Des-de entonces, algunos de ellos han llegado a ser excelentes psicote-rapeutas. Estoy convencido de que si se hubieran quedado, o si elestilo didáctico de Bettelheim hubiera sido diferente, ellos habríanganado muchísimo y el seminario se habría enriquecido con su par-ticipación.

Hubo una occisión en que, después de que a un estudiante le hu-biera parecido especialmente difícil de aceptar la crítica de Bettel-heim, algunos de los concurrentes le reprocharon su insensibilidad.

24 El arte de lo obvio

En respuesta, y fue la primera y única vez que le oí hacer aquello,Bettelheim explicó sus razones:

/ —Cuando enseño el pensamiento psicoanalítico, y especial-í mente en psicoterapia, me esfuerzo por ser duro durante ías prime-! ras sesiones, para que un promedio del quince al veinte por ciento1 de los estudiantes dejen la clase. Estoy convencido de que es me-jor para ellos, y para mí también. Llegar a ser psicoanalista impo-ne considerables esfuerzos personales, y si uno no puede afrontar-los, es mejor que no entre en ese campo... La primera exigenciapara convertirse en psicoanalista es someterse a un análisis perso-

. nal. Al hacerlo, uno experimenta muchas veces lo doloroso y per-! turbador que es el proceso: una experiencia personal absolutamen-[ te necesaria para que, más adelante, uno sea capaz de sentir empa-/ tía con el sufrimiento que experimenta el o la paciente cuando está¡sometido al proceso del psicoanálisis.

»Pero como la mayoría de mis alumnos no se han psicoanaliza-do, tienen que aprender hasta qué punto la adquisición de diversosinsights* psicoanalíticos puede ser perturbadora para el individuo.Cuanto antes aprendan que pueden tropezar en su camino con vi-vencias que los perturben, mejor, de manera que, si esas primeraspruebas son demasiado para ellos, puedan abandonar el trabajo an-tes de haber sufrido demasiado daño. Esta es también la razón deque yo nunca haya enseñado asignaturas obligatorias: quería facili-tar a mis estudiantes la posibilidad de dejar la clase o el seminarioen el momento que quisieran.

»Y por eso también, antes de acceder a la petición del doctorRosenfeld de que diéramos este seminario, insistí en que la asis-tencia fuera completamente voluntaria, y en que no hubiera ni lamenor consecuencia adversa para ningún estudiante que optara porno acudir a él, o que después de algunas sesiones decidiera aban-donarlo.

»Es que, simplemente, el psicoanálisis no es fácil. No fue hechopara que lo fuera. Freud no esperaba que el psicoanálisis fuera paratodo el mundo. Es algo que sólo sirve para los que quieren hacerloy pueden asumir todo lo que el proceso y los insights del psico-

* Término utilizado en psicoanálisis para referirse a la intuición que tiene el pacientede algunos aspectos de su personalidad. (N. del e.)

Introducción 25

análisis exigen de un individuo. La aceptación del psicoanálisis apartir de supuestos falsos no es buena ni para el psicoanálisis nipara la persona. Si alguien no quiere hacerlo, nada lo beneficiarámás que abandonarlo, con la oportunidad simultánea de poder eno-jarse con alguien, en este caso conmigo. Después de una experien-cia tal, un estudiante así sostendrá la tesis de que fue mi «mez-quindad» y no su propia angustia lo que le movió a abandonarlo.Es mucho mejor que esas personas piensen que tienen razón paraestar enojadas conmigo y no que piensen que no fueron capaces deasumir el dolor inherente en el psicoanálisis o que consideren quees un proceso fácil para todo el mundo. Así, en un sentido más pro-fundo, lo que en la vivencia de ellos es mi «mezquindad» es algodestinado a protegerlos. Y funciona: ellos se enfadan conmigo, yyo puedo asumir su enojo sin pensar de ellos nada negativo.

La experiencia en el seminario era muy diferente si compren-días que, cuando te presentabas, las preguntas de Bettelheim, esta-ban destinadas; a. hacerte.pensar en ajgo, i i ^pudieras ..descubrirlo por ti .oiismo, tomando conciencia de una ac-titud que te restaba eficacia como terapeuta. Entonces tu experien-cia te provocaba ansiedad y además era productiva. Si te esforza-bas por comprender lo que él te estaba mostrando de ti mismo, tedabas cuenta de que la intensidad de tu reacción confirmaba que élhabía tocado algo importante, y entonces te esforzabas más. Re-cuerdo haberle oído decir: «Yo no puedo enseñaros a hacer psico-terapia. Eso, sólo vosotros podéis hacerlo. Yo sólo puedo -enseña-ros la,manera.de,pensar ejiJapsicQtejrapia».

<<E]j5SÍ.coanálisis..,es,,e].,.artewde lo obvio», solía decir el doctor B.,y a medida que te abrías paso entre los problemas de un caso de-terminado, cuando te despojabas de las anteojeras que habías usa-do desde niño, y que te impedían ver lo que habría sido claro parati de niño, llegabas a captar lo que él estaba diciendo. Y pronto ol-vidabas que hubiera una época en que no lo veías. El insighi pare-cía tan claro, tan tuyo, como algo que hubieras visto y sabido des-de siempre, ¿verdad?

Como el buen psicoanalista que te ayuda a hacer descubrimien-tos por tu cuenta, Bettelheim conseguía que los insights fueran tuyos.

—El.autodescubnmiento,es tremendamente valioso para la.per-sona que se descubre a sí misma —dijo en un seminario—. Que al-

26 El arle de lo obvio

guien lo descubra a uno jamás le ha servido de nada a nadie. Ya sa-bréis que exisle el dicho de que cuando Colón descubrió América,los indios dijeron: «^UjjTToj^^iüSjjiojjlesciihrj,^^"»- Y vaya si loestaban. Por eso Ja situación psicoanalítica ,tue,..ai:eada-,parcupjx3jpo-ver_e]__dssiaj£nm|enl o_ (Je_s_hmsmp.

Con el tiempo, se nos hizo difícil saber dónde se acababan lasideas de Bettelheim y dónde empezaban las de cada uno. De hecho,inleractuar con Bettelheim cambiaba tu manera de ver el mundo yde pensar en la gente. Para algunos, su profunda influencia fue unafuente de resentimiento, que hacía que resultara más fácil centrar-se en los puntos difíciles de su personalidad que admitir una deudaque parecía humillante. Cuando escribí algunos artículos en los queusaba ideas suyas que yo había incorporado a mi manera de enten-

, der y de ver las cosas, le pregunté si quería que las reconocieracomo tales. Su respuesta fue que él no había hecho más que com-

i partir ideas conmigo, y que las ideas pertenecían a todos. Jamás levi adoptar ninguna otra posición.

Era un experto que hablaba desde el sentido común y desde elno común, y cuyos insights e ideas fueron de utilidad en mi traba-jo clínico y en mi vida personal. Con él podía hablar de un proble-ma teórico, de cómo elegir una niñera o de por qué mi hija habíaandado antes de hablar. A veces, con sólo hacerme desplazar mi vi-sión de alguna paradoja aparentemente insoluble en apenas uno odos grados del punto donde yo tenía puesto el foco, me mostrabaun estrecho corredor a través del cual se podía ver claramente elotro lado. Muchos de los que trabajamos con él a lo largo de losaños tuvimos esa experiencia, que denominábamos su «genio».Pero a esta especie de alabanza, él respondía con algo así como:I —Tú me diste toda la información. Tú también lo sabías, pero/hablabas con tanta rapidez que no te escuchaste a ti mismo.

Aunque había trabajado mucho y estaba orgulloso de haber al-canzado la fama, se daba cuenta de que aquello tenía una impor-tancia relativa, especialmente mientras su esposa aún vivía.f~ —Seguro que es agradable que reconozcan tu trabajo y que te/citen. Pero, en otro sentido, eso no significa nada. A la gente queI realmente le interesa y a la que tienes la esperanza de interesarle no1 le importa un rábano lo que escribes. Se forman sus opiniones por] la manera en que los tratas. Y andar dando charlas por ahí aleja a

Introducción 27

yo de mi casa y de mi mujer. De modo que es una, ya lo ves. Mjjiejii.rxi£S4Ke.d«¿;o^^^^

on viejo como ymezcla de lodo, yame queda,..

La vida de Bruno Bettelheim había pasado por muchas peripe-cias antes de su llegada a California. Nacido en Viena en 1903, erahijo de una familia judía pudiente y asimilada. Esludió historia delarte y estética en la Universidad de Viena, y a los veintitrés años,cuando murió su padre, se hizo cargo del aserradero de su familia.Pero nunca se sintió hombre de negocios, y soñaba con una vida de-dicada al estudio. Se vinculó al movimiento psicoanalílico cuandoéste era aún una especie de actividad de vanguardia y, aunque si-guió siendo hombre de negocios en Viena, inició su análisis personalcon Richard Sterba. Gina Weinmann, su primera mujer, participó enlos primeros intentos experimentales de análisis de niños de AnnaFreud, aceptando a un niño profundamente perturbado que ésta ha-bía enviado al hogar de los Bettelheim para que conviviera con ellos.Aquella Cue la primera experiencia de Bettelheim con un niño autis-ta, aunque al síndrome no se le había designado aún nombre.

El propio Bettelheim se consideraba miembro de la «tercera ge-neración» de psicoanalistas. Era ocho años menor que Anna Freud,con quien contactó a través de su mujer, y conoció a muchos otrosrelacionados directamente con la evolución más o menos tempranadel psicoanálisis, y especialmente con el psicoanálisis de niños.

En uno de los seminarios de Stanford, un participante cuestionóa Bettelheim la gran importancia que éste asignaba a las enseñan-zas de Freud:

—Los investigadores a quienes usted critica por descuidar lavivencia subjetiva y el significado del comportamiento tienen, porlo menos, datos válidos que yo puedo evaluar y reproducir experi-mentalmente. Ese es el problema del psicoanálisis: parece que sehaya convertido en una rama de la religión que depende de las per-cepciones de sus auténticos creyentes.

—El hecho de que el psicoanálisis no haya sido validado empí-ricamente no lo convierte en una religión —respondió Beltel-heim—. Fíjese que yo no tengo nada en contra de la religión comotal. Siempre pregunto cuál es el precio de esa religión, y cuáles susbeneficios. Si tengo que pasarme una eternidad en el infierno, el

2H El arte de lo obvio

precio de creer en la salvación parece demasiado alto, por no ha-blar de que debo sacrificar la única vida que tengo por la esperan-za de la salvación.

»He pasado por demasiadas religiones que resultaron falsas.Cuando era niño e iba a la escuela, la indivisibilidad del átomo erala religión predominante en la ciencia, un absoluto con el cual sepodía contar. Ahora, los físicos han descubierto más partículas sub-atómicas de las que nadie pueda imaginarse —hizo una pausa y sequedó pensativo—. Quizás estábamos mejor cuando el átomo eraindivisible...

»Persona!mente, mi compromiso con el psicoanálisis se debe aque me ofrece la imagen del hombre más aceptable y más útil y,además, métodos para ayudar a la gente. Pero al hablar de «méto-dos para ayudar a la gente» no me refiero necesariamente al análi-sis. Ciertamente no se puede analizar a los niños pequeños, porquea esa edad tienen poca capacidad de introspección.

yo^qiie_yjve. Y, por Dios, qj¿e^a,,jp. mñjpi>_y.aJes_cjLjesta_bas.tant.eüJegara tener un yo. Esperar que ademásJe> escindan es unajidiculez En-tonces, [o quejiacemos es piopoicionailes vivencias que esperamossean consüuctivas, y que se basan en nuestio entendí mienlQ-psico-

»Si el análisis de niños no hubiera sido un invento de su hija,Sigmund Freud jamás lo habría aceptado. Exige demasiados pará-metros. La propia Anna Freud decía que jamás trataría a un niñocuyos padres, o por lo menos cuya madre, no estuvieran analiza-dos. Esto es exactamente contrario al método desarrollado por supadre. En el psicoanálisis de adultos, el resto de la familia quedatotalmente fuera de la experiencia. Pero eji_ejl_análisis_d,e_ninos, unoÜ£ne-.que-4rianipular--©l---a.mbient.eTp9r..lo.-menos..en.parte. Proporcio-namos a los niños escuelas especiales..., intentamos conseguir me-jores condiciones de vida, y por cierto que esto no es introspección.Pero son cosas que se basan en una comprensión psicoanalítica delhombre y de sus necesidades.

Pese a su compromiso con el psicoanálisis, Bettelheim conside-raba positivo que el pensamiento del propio Freud hubiera evolu-cionado y cambiado en el curso de su larga trayectoria:

Introducción 29

—Uno no puede escribir más de veinte volúmenes y seguirsiendo la misma persona a pesar del tiempo y de esa experiencia.Si leen ustedes la última obra acabada de Freud, Moisés y la reli-gión monoteísta, que es una fantasía... una fantasía gloriosa, perouna fantasía, se encontrarán con un Freud totalmente diferente delautor del séptimo capítulo de La interpretación de los sueños.

Bettelheim anticipó también que el psicoanálisis cambiaría des-pués de la muerte de Anna Freud, en 1982.

—Por más que el tratamiento psicoanalfrico haya sufrido, y creoque seguirá sufriendo, un cambio continuo, lo que se mantendrápese a todos los cambios es una imagen del hombre, particular-mente de la importancia de lo inconsciente y de algunos hechos ta-les como la represión y los demás mecanismos de defensa. Todoesto añade a nuestra imagen del hombre una dimensión a la que noteníamos acceso antes de Freud, una imagen basada estrictamenteen la introspección.

Bettelheim tenía sus propias ideas sobre el contraste entre elpsicoanálisis y los métodos que apuntaban a cambiar el comporta-miento de la gente sin entender su vida interior.

—El conductismo sostiene que lo esencial del hombre es fácilde cambiar, que se puede hacer funcionar al hombre con tanta efi-ciencia como a una máquina bien engrasada —decía—-. En con-traste, aunque Freud creía que algunos aspectos del hombre se po-dían cambiar un poco, otros eran intratables porque se generabanen la propia naturaleza humana...

»E1 psicoanálisis se centra_enja_vida intenor__de_ujia_p.ensj3naJLj;nlos...deseos, las,,fan,tasias, CQnüi.cLQ>^y~cx)BlradKc.ianesj_nherentes ala personalidad. Elpsi.coanálisis-procura distinguir..en.tre lo que^sonconsecuencias jde.núes tr.a&.exp£ri ncias....vi.ta!6.s..y.,I.Q..que.,SQ.a.,aspec-tos inevilables,.,d.e...nuestra,nat.ur.alez.a. Pero p_ara j;ntende.rja_v.i.daj.n-tejJD]Lde_¿in_nidL^ lossentimientos,humanos,Jinal-uso-del-«amor».

»Lo que estoy diciendo es algo inquietante para los que creenen la infinita perfectibilidad del hombre. ELamQLJn.Qluye-nuestrastendencias destructivas,. que,están,»ü:abadas. en una batalla constan-te con nuestros impulsos, vitales...[o .constructivos!. Freud concep-tual izó esta tensión presentándola como el conflicto entre Tánatosy Eros.

M) El arle de lo alivia

De 1938 a 1939, Beítelheim esluvo prisionero en dos camposde concentración, Dachau y Buchenwald. Los recuerdos de aquelaño lo acosaron durante el resto de su vida. Me conló que con fre-cuencia lenía pesadillas referenles a aquello. Sin embargo, incor-poró sus observaciones y vivencias de entonces a su comprensiónde las personas. A partir de todo ello, organizó una práctica y unacarrera notables.

Una vez. estábamos hablando de cómo sobrevive uno a los ri-gurosos malos tratos. Yo estaba indagando ese fenómeno psicoló-gico en una novela sobre el dolor y la recuperación que por enton-ces estaba escribiendo. Bettelheim comentó:

—Hasta cierto punto se puede resistir. Pero si uno se deja aba-tir psicológica, económica y moral mente, ya no puede creer en supropia capacidad de resistir o de escapar... Incluso una prisión es unlugar diferente si uno se dice: «Aquí estoy y no puedo salir» o sise pasa el día en prisión planeando la forma de escaparse... Es unaactitud jj^lgriox Cada ocasión en que podrías hacer algo y no lo ha-ces* es para ti una demostración de que no puedes hacerlo. Cadaoportunidad que usas, aunque no tengas éxito, podría darte la es-peranza de que la próxima vez lo tendrás.

La familia neoyorquina cuyo hijo autista había vivido en el ho-gar de los Bettelheim en Viena tenía buenas conexiones políticas.En 1939 fueron ellos quienes persuadieron al gobernador Lehmande Nueva York y a Eleanor Roosevelt de que intercedieran ante losnazis por la liberación de Bruno Bettelheim.

Finalmente, Bettelheim llegó a los Estados Unidos casi en laindigencia. Tal como me contó, él y su primera mujer se habían di-vorciado poco después. Escribió a Trude Weinfeld, que tras habertrabajado en la escuela de Anna Freud había escapado a Australia,y ella se reunió con él en Chicago, donde se casaron. Bettelheimenseñaba en un college para niñas en Rockford, Illinois. Además,participó durante 8 años en un estudio de evaluación de la educa-ción artística financiado por la Fundación Rockefeller en la Uni-versidad de Chicago. En 1944 los administradores de la Univer-sidad le ofrecieron hacerse cargo de la dirección de la EscuelaOrtogénica Sonia Shankman, una escuela para niños gravementeperturbados y psicóticos. Allí enseñó psicoterapia psicoanalítica alpersonal de la escuela y, al principio en colaboración con Emmy

Introducción Jl

Sylvesler, introdujo y reelaboró la <,ite.rapiiu.imbie,ntal>>, el métodoque consideraba más productivo para el tratamiento de los niños,sumamente perturbados, de aquella escuela. Esta forma de terapiaexige que se considere que todas las facetas de la vida del niño

ym^j^ i ,gne¿ j^ — son aspectos del proceso

de curación. Así fue como Bettelheim colaboró con amas de casa,asesores y maestros, y se ocupó personalmente hasta de los últi-mos detalles del funcionamiento diario de la escuela, de su dise-ño y de sus instalaciones. Habitualmente, se pasaba entre dieci-séis y dieciocho horas diarias en la escuela, asegurándose de quetodo funcionara como era debido.

La Escuela Ortogénica se hizo famosa por su labor terapéuticacon el reducido porcentaje de estudiantes que eran auristas; pero lamayoría de los niños tenían otros tipos de perturbaciones graves,y muchos también se beneficiaron del tratamiento recibido. La ex-periencia de Bettelheim provenía del tratamiento de muchos tiposdiferentes de niños, pero sus escritos más conocidos se referían aitratamiento de niños psicóticos, sumamente perturbados. Sin em-bargo, sus ideas son directamente aplicables a la comprensión y eltratamiento de niños gravemente maltratados y desatendidos, queen la actualidad interesan a muchos médicos, entre los que me in-cluyo.

En los años que siguieron a su llegada a los Estados Unidos,Bettelheim trabajó como educador y como terapeuta. Por medio deconferencias, libros y artículos se dio a conocer internacionalmen-te por sus aportaciones a nuestra comprensión psicoanalítica de ni-ños con perturbaciones graves, de la experiencia de los campos deconcentración y del Holocausto, y también de la creatividad artís-tica. Sus publicaciones se dirigieron tanto a un público de profe-sionales como de legos; su sabiduría y su humanidad le ganaron unamplio aprecio. A través de sus enseñanzas y de sus escritos, eldoctor B. conmovió e inspiró a muchos estudiantes, colegas y lec-tores. Sus puntos de vista tenían fuerza por su claridad, su.caráctergeneralmente inequívoco y con frecuencia estimulante. No era aje-no a la crítica y a menudo se enzarzaba en acaloradas controversiassobre la causa del autismo, sobre si la familia de Anna Frank nopodría haber pasado más constructivamente el tiempo que estuvie-

32 El arle de lo obvio

ron escondidos si se hubieran dedicado a planear una fuga, o sobreel movimiento de oposición a la guerra de Vietnam. Incluso cuan-do alguien discrepaba vehementemente de él, como le sucedía amucha gente, su punto de vista estaba tan bien meditado y era tanconvincente que lo llevaba a uno a reflexionar con más profundi-dad. AI discutir con él, se llegaba a entender más cabalmente lapropia posición.

Cuando el doctor Bettelheim se retiró finalmente a los setentaaños, lenía el corazón debilitado y sufría problemas circulatorios.Necesitaba vivir en un lugar con un clima más benigno que Chi-cago, y con menos peligros de los que presentan en invierno suscalles heladas. Algunos amigos vieneses de los Bettelheim se ha-bían retirado al área de la bahía de San Francisco, donde los Bet-telheim habían pasado un año fructífero a comienzos de la décadade los setenta, cuando él era profesor invitado en el Centro de Es-tudios Avanzados de las Ciencias de la Conducta, en Stanford. Asífue como en 1973 se trasladaron a California, donde Bettelheimllegó a ser profesor visitante en la Universidad de Stanford, con laesperanza de enseñar allí de la manera que él acostumbraba ha-cerlo.

En los diecisiete años que siguieron a su retiro publicó nume-rosos ensayos y libros, entre ellos Psicoanálisis de los cuentos dehadas, que ganó el National Book Award, Aprender a leer, en co-laboración con Karen Zelan, Freud y el alma humana, No hay pa-dres perfectos y El peso de una vida. La Viena de Freud y otrosensayos*

En una ocasión en que estaba hablando de un paciente en psi-coanálisis, Bettelheim dijo:

—Después de todo, para_eso_se_necesita un analista, paralarleaJ^2-?i-..9J?rai?_ <?.£ M££Ll9,,9.ysJJ£R.?JJlíSd2..d.Lhacer solo.

Cuando le dije que el analista que estaba describiendo se pare-cía al Mago de Oz, se mostró de acuerdo:

—En todo ese cuento, mi personaje favorito es el León Cobar-de. Y fíjese que yo también soy cobarde, y eso siempre me ha ser-vido de mucho.

* La edición castellana de lodos ellos ha sido publicada por Crítica en 1990", 1989,1983, 1989' y 1991, respectivamente. (N. del e.)

Introducción 33

Le señalé que su reputación era muy diferente.—Bueno —replicó francamente Belleiheim—, si eres un león

cobarde, tienes que rugir con fuerza.En su vida, me confió, era Trude, su mujer, a quien era profun-

damente leal, quien le había dado el valor necesario para el inten-to de triunfar en Estados Unidos.

Desde la cincuentena, Bettelheim no gozaba de buena salud;Trude era unos nueve años menor que él, de modo que siempre ha-bían esperado que él muriese primero y de acuerdo con ello habíanhecho sus planes. Él no volvió a ser el mismo después de que sumujer muriera, en octubre de 1984, tras una prolongada lucha con-tra el cáncer. No mucho después, Bettelheim se trasladó a SantaMónica, en California.

A pesar de su profunda depresión, y del sentimiento de soledadque lo invadió al estar sin ella, Bettelheim se comportó con entere-za, viviendo y trabajando con ánimo creativo. Después, en 1988,sufrió el primero de los dos ataques que hicieron que le resultaradifícil escribir, y más difíciles aún las minucias de la vida cotidia-na. Durante los dos últimos años de su vida, desde 1988 hasta1990, todos los que le conocieron bien pueden dar testimonio deque Bruno Bettelheim era un hombre profundamente deprimido yexhausto. Tenía un problema de esófago a causa del cual le costa-ba mucho tragar, de modo que no podía comer más que purés. Trashaber adelgazado considerablemente, y pese a su avanzada edad,accedió a someterse a una intervención quirúrgica, cuyo resultadofue satisfactorio y gracias a la cual se sintió mejor al poder disfru-tar de nuevo de una dieta más variada. Pero le acosaba el miedo,que persigue a muchas personas mayores que han sido fuertes e in-dependientes, de que un nuevo ataque lo dejara inválido.

Cada vez que yo volaba a California a visitarlo lo encontrabamás debilitado. Tenía la sensación de que el cuerpo lo había aban-donado por completo, pero añadía que «desdichadamente, la men-te se ha quedado atrás». Había adelgazado y necesitaba un bastónpara caminar. Cada vez que lo visitaba, nuestros paseos eran máscortos y más lentos, por más que él hiciera un gran esfuerzo. Pró-ximo ya al fin, no podía conducir. Sólo podía escribir con gran es-fuerzo, y su letra, antes suelta y fluida, con amplias curvas, se vol-vió pequeña y tensa. Necesitaba constantemente alguien que le

34 til arle de lo obvio

ayudara, incluso para bañarse, una situación difícil para aquel hom-bre orgulloso, formal, tímido y muy celoso de su intimidad. La sen-sación de desvalimiento era una aírenla muy especial para el senti-mienlo de dignidad, integridad, autonomía e independencia que éllanío valoraba. Ya próximo al fin, me dijo en una ocasión: «Táña-los me ha ganado. Ya no lengo interés en la vida».

Mucha genle ha dicho que leer lo que escribió Bellelheim sobrela supervivencia en condiciones extremas fue para ellos un apoyoemocional en sus momentos más sombríos. Quizá por eso muchos,entre ellos algunos pacientes a quienes él había tratado de animarpara que sobrevivieran, se sintieron traicionados cuando se quitó lavida en marzo de 1990.

Pero renunciar no fue para él rápido ni fácil. Beílelheim perdióel deseo de vivir cuando murió su mujer, y ese sentimiento se fueintensificando y haciéndose más insistente a partir de marzo de1988, cuando luvo el primer ataque. Sin embargo, en los dos añossiguientes probó todos los remedios que le recomendaron los neu-rólogos y los psiquíatras, entre ellos la rehabililación física, la rea-nudación del psicoanálisis, y recurrió también a anlidepresivos, es-timulantes, medicación para combatir el pánico y otros fármacosdiversos. Trató de incrementar su actividad didáctica. Sus amigos,antiguos y nuevos, jamás lo abandonaron. Cuando yo lo visité enWashington, algunas semanas antes de su mueríe, el teléfono sona-ba por lo menos cada media hora. Pero en su desolación, él insis-tía en que nunca lo llamaba nadie. Cuando le señalé la contradic-ción, admitió que yo estaba en lo cierto, pero insistió en que él sesentía abandonado. No puedo menos que preguntarme si los ata-ques no habrían causado también algún deterioro neurológico peri-férico que le afectaba el recuerdo de las cosas recientes.

A los ochenta y seis años, Betteiheim sabía que no le quedabanotros diez años por delante para vivirlos bien. Sus únicos interro-gantes eran cuánto le quedaba de vida, si antes tendría que padecermás debilidades humillantes y si debía tomar él mismo las riendasde las cosas. Su modelo fue Sigmund Freud, cuando con óchenla ytres años, y sufriendo inlolerablemente a causa de una batalla con-Ira el cáncer que se remontaba ya a dieciséis años, hizo que su mé-dico, Max Schur, le diera una sobredosis de morfina. Pero los vie-neses de la época de Freud veían el suicidio de manera muy dis-

tntroclucción .í5

tinta a la de los contemporáneos de Betlelheim. (De hecho, uno odos años antes de que Betteiheim pusiera término a su vida, su úni-ca hermana se suicidó en Nueva York.) En sus dos últimos años,Betlelheim pidió en repetidas ocasiones a sus amigos médicos quele asegurasen que si se encontraba totalmente incapacitado inclusopara suicidarse, le ayudarían a terminar con sus sufrimientos conuna inyección de morfina. Si alguien se lo prometía, solía decir, sedejaría de hablar de suicidio. Pero, lamentablemente, nadie podíaasumir el riesgo de ayudarle. Cuando decidió que el suicidio era suúnica solución, quiso que su acto fuera privado e intentó disponerun viaje a Holanda, donde, según me dijo, el suicidio se tolera aun-que no sea legal. No quería ninguna clase de espectáculo público;sabía que aunque algunos pudieran verlo como un símbolo, él erauna persona real que estaba viviendo una agonía cotidiana.

Supongo que cada uno tiene que decidir por sí solo si tiene de-recho a escoger una opción como ésta. Betteiheim consultó a laHemlock Society [Asociación Cicuta] y siguió al pie de la letra susconsejos. Bruno Betteiheim siempre tuvo gran respeto por el con-sejo de los expertos.

Durante la elaboración de este libro se ha publicado cierta canti-dad de material, sumamente crítico, centrado en la personalidad,compleja, perfeccionista y exigente, de Bruno Betteiheim. Bettei-heim tuvo una carrera larga y distinguida, nunca temió pronunciarsesobre muchos temas controvertidos, y se ganó una merecida reputa-ción de agudeza mental y de disposición a participar en el combateintelectual. Su objetivo era entender con claridad y en profundidad,no ser el más apreciado.

Como ya hemos señalado, Betteiheim podía ser cáustico; estotodos los que le conocieron pudieron sentirlo personalmente en unmomento u otro. Además, era un hombre que provocaba reaccionescontradictorias en quienes lo conocían, de modo que no hay quesorprenderse de que de él se hayan dicho cosas de intenso tono crí-tico, tanto cuando vivía como después de su muerte. Lo sorpren-dente es que los artículos difamatorios que se escribieron sobre él,fueran ciertos o no, sólo aparecieran y alcanzaran amplia difusióndespués de su muerte. Mi amistad con él se inició después de su re-tiro, de manera que nada puedo decir de lo que se cuenta sobre lo

El arle de lo obvio

que Betlelheim hizo o dejó de hacer en la Escuela Ortogénica. Enagosto de 1990, cuatro meses después de su muerte, me llamó unareportera de una impórtame revista estadounidense para pedirmeinformación sobre las acusaciones contra el doctor Bettelheim. Lepregunté por qué esos ataques sólo empezaban a aparecer cuandoél ya no podía defenderse ni explicarse y, con cierta renuencia, mecontestó: «Porque un heredero no puede demandar por calumnias».

Muchos estudiantes a quienes llamé para decirles que este li-bro estaba casi terminado me expresaron su profunda gratitud ha-cia el doctor B. Uno dijo que se había hecho psicoanalista porquesus experiencias en el seminario le habían abierto los ojos a lavida interior del hombre. «No se olvide de decir lo ciego que yoestaba —me dijo otro—. Fue necesario que el doctor B. me lo de-mostrara.»

El doctor Bettelheim era una llama que durante su vida encen-dió muchas otras; a algunas las conocía, otras lo conocieron a él alleer sus escritos. Estas vidas cambiaron, permanentemente y parabien, porque tuvieron la buena suerte de entrar en contacto conBruno Bettelheim y con su mentalidad, asombrosamente clara yperceptiva. En cuanto a mí, con toda la tristeza que lleva decir porúltima vez adiós a un amigo, colega y mentor muy querido, quisie-ra rendirle tributo con estas palabras, atribuidas a Sigmund Freud:«La voz de la razón es suave, pero insistente».

ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina

El primer encuentro

e podría pensar que iniciar la primera sesión de psicoterapiav3 con un paciente nuevo debería ser algo simple. Uno dice holay ya está. Pero la primera sesión es mucho más: es un momento crí-tico que puede determinar el curso de años de terapia. Por eso, ennuestra serie de seminarios, Bruno Bettelheim y yo dedicamos porlo menos una sesión por año a estudiar cómo saludar a un pacien-te nuevo. <<HJinaJ^stáje_njJ_ci3jaieiiZQ>>, solía decir el doctor Bet-telheim, aludiendo a que la manera en que uno entra en relacióncon un paciente dispone el escenario para mucho de lo que le se-guirá, quizás incluso para el resultado final.

Bettelheim comparaba la forma en que Sigmund Freud estable-cía una atmósfera adecuada para las sesiones psicoanalíticas con eldiseño, brillantemente realizado, del montaje escenográfico de unaobra, hecho de tal modo que transmita un vivido sentimiento de loque es el drama que se está a punto de representar. En el escenariopsicoanalítico de Freud, el accesorio más importante es un diván.Éste, antes de que se pronuncie siquiera una palabra, transmite im-portantes mensajes subliminales al paciente. El diván indica quepaciente y analista están al comienzo de una relación que difiere detodas las demás. Al.pedir...al.paciente.que se recostara, Freud le,es-taba sugiriendo que la relajación,era deseable, y, le daba a entender,que la regresión, tan mal vista en otros.ámbitosdeja vida,,.era bus-...cada y aceptada. Además, como generalmente cuando soñamos es-Támos acostados en la cama, la presencia del diván indica la im-portancia de los sueños en el marco del análisis.

38 El arle de lo obvio

AI poner al analista en una silla detrás del paciente, Freud si-tuaba a este último en e! centro del escenario. El analista, sentadodetrás de él, se concentrará en lo que le digan las palabras del pa-ciente y en lo que sus acciones revelen.

La puesta en escena de nuestro seminario no estaba en modo al-guno tan cuidadosamente orquestada. Todos los martes a las 13.30nos reuníamos en torno a la pulida mesa de la sala de conferenciasdel Hospital de Niños, en el departamento de pacientes psiquiátri-cos externos de Stanford. El doctor Bettelheim ocupaba la cabece-ra de la mesa y yo me sentaba a su izquierda. Uno de esos martes,en el verano de 1983, Bettelheim se presentó a sí mismo a dos es-tudiantes que venían por primera vez al seminario, Renee Kurtz,estudiante adelantada de asistencia social, y Jason Winn, un nuevoresidente en psiquiatría infantil. Los demás eran los miembros «ha-bituales» del seminario. Michael Simpson era un psiquiatra de ni-ños que había terminado su formación y se dedicaba ahora a lapráctica privada no lejos de allí, en Menlo Park. Hacía años que ve-nía al seminario con toda la frecuencia que le permitía la densidadde su horario profesional. Gina Andretti, psicóloga de niños, deMilán, estaba haciendo dos años de formación especializada enStanford, y Bill Sanberg, un psicólogo clínico que trabajaba gene-ralmente con adultos, hacía algo más de un año que acudía al se-minario. Había crecido en un suburbio de Washington, se habíadoctorado en una famosa universidad del Sur y había tenido unabeca de posgraduado en uno de los programas de Stanford. SandySalauri, asistente social en el departamento de psiquiatría de la clí-nica de pacientes externos de la Universidad de Stanford, asistía alseminario desde hacía algo más de seis meses.

A Bettelheim se lo conocía como maestro exigente y estimu-lante. Cuando recorría la mesa con los ojos, había veces en que losestudiantes desviaban la vista para que no los llamara y les pre-guntara si no tenían algún caso para presentar. Ese día, sin embar-go, me sorprendió ver que, en su primera sesión del seminario, Re-nee parecía ansiosa de que Bettelheim se fijara en ella.

Renee había crecido en Los Ángeles y luego se había mudadoal norte para ir a la universidad y a la escuela de asistentes socia-les en Berkeley. Aunque exteriormente respetuosa, tenía chispa, es-

El primer encuentro 39

píritu inquisitivo y agudeza intelectual. Esperó un poco antes dehablar.

—Realmente, necesito ayuda. Mañana he de enfrentarme a miprimer caso infantil. Quiero entenderlo mejor antes de verlo, perono tengo más que unos pocos datos en su ficha. Tiene siete años,se llama Simeón y le da por encender fuegos.

—Estoy pensando si ya no sabe demasiado —intervino el doc-tor Bettelheim—. Habj^jjsted com^si la ticha del niño contuviera«hechos», pero tendría que considerar todas esas anotaciones comorumores. ---.-..-»,,,-,«.,-,-

—Pero es que no son rumores —protestó Renee—. La ficha laprepararon médicos con experiencia.

—Y estoy seguro de que prepararon lo que para ellos era unainformación precisa —dijo Bettelheim—. Sin embargo, lo únicoque eso le dice es cómo interpretaron ellos las palabras y las ac-ciones del niño, lo que destacaron y lo que omitieron. Pero para us-ted esas observaciones son un estorbo.

Como Renee parecía insegura, me extendí sobre lo que señala-ba Bettelheim:

—La ficha muestra los detalles sobre los cuales otras personasquerían llamar su atención. Y como ellos son gente inteligente yexperimentada, y usted quiere aprender, en última instancia se be-neficiará de lo que ellos vieron. Pero no es este el mejor momen-to. En su. primer encuentro con el paciente, usted percibirá muchomás de loque puede registrar conscientemente. ¿Qué. aspecto tie-ne el niño? ¿Cómo va vestido? ¿Parece que él mismo hubiera ele-gido la ropa? ¿Cómo camina? ¿Ha. lleyado^consigo algún-juguete?En caso afirmativo,, ¿qué. es? ¿De qué manera lo sostiene o cómojuega con él? ¿Juega con los.j.ugueles que usted tiene en el área dejjaego o se limita a mirarlos? ¿Está interactuando con los padres, |que están en la sala de espera, o juega él solo en un rincón? ¿La imira cuando usted se presenta? ¿Qué da la impresión de interesar- jle, en usted o en la sala de juegos? Después de todo, la gente pue- Ide guardar silencio de tantas maneras como puede hablar abierta- \mente. A partir de todos esos primeros contactos iniciales y ob- ¡servaciones subliminales, con su propio sentido de lo que es la si- |tuación, usted escogerá en qué ha de concentrarse en su primer en- Jcuentro con él.

40 El arte de lo obvio

»Lo que sepa anticipadamente de una persona influye sobre lascosas que usted observa y ante las cuales reacciona. Cuando uno esun terapeuta principiante y está nervioso por su primera entrevista,es probable que, de entre todas sus percepciones, escoja aquellasque ya han impresionado a sus maestros. Pero como estará buscan-do confirmar lo que ya observaron sus modelos de rol, es probableque pase por alto detalles muy importantes en los que nadie se hafijado aún.

Renee parecía perpleja.—¿Por qué no puedo estar atenta a mis percepciones, pero tam-

bién leer la ficha para que me ayude a ver más?—Sí que puede —respondí—, pero todavía no. Los_detalles_gue

ver4.mañaiia_son_ úmcos, porque resultan de lo que usted provoca,en el paciente, en parte de la forma en que él decide presentarseUinte esa terapeuta que es usted, ese día, y en parte de la reacciónde él ante usted, como persona y como terapeuta. Si lee la ficha,puede caer en la tentación de buscar lo que observaron los demás.Entonces, el nuevo paciente no se encontrará con una Renee Kurtz¿njcjL^iiuténtica, que reacciona espontáneamente ante lo que lein]presiona,._sino que verá a una mujer que trata,de ser una buenaestudiante.a los ojosde sus maestros. Desde el principio, usted ha-brá introducido uademento artificial en lo que tiene que ser unarelación, intensamente personal... y eso crea un estrés que"'los; dospercibirán.

»Además, como la mayoría de. .las.ni ños de su edad,..es..proba-ble que él crea.que..todos los adultos están..confabulados,. Y sabeque si lo llevan al hospital es porque, supuestamente, le dio por en-cender un fuego. Entonces, en la primera sesión con usted, lo queespera en el mejor de los casos es que lo juzgue. Y en el peor, esprobable que vea su primera sesión como parte del castigo con quelo han amenazado sus padres y la escuela.

»Pero si siente que usted no tiene ningún conocimiento previode él, hay~üñ"á"~remota piobabihdad de que ciea que ambos estániniciando un viaje de descubrimieiito^reQÍproco. Y por ¡o menos'enlo que se" refiere á quién es él y por qué hace lo que hace, él es unaautoridad en no menor medida que usted, y cuenta con muchos máshechos pertinentes. Percibjrág£e usted estájilerta, pej^cgjLcurio-s j d a ¿ ^ h j J [ d d d á ^é^circunstancias, frecuente-

El primer encuentro 41

mentede manera positiva. Y eso dará a la psicoterapia la probabi-lidad de un comienzo más fructífero.

—Cuando yo estaba en la Escuela Ortogénica —dijo el doctorBettelheim— era frecuente que nos describieran a un paciente enpotencia como «un monstruo, incontrolable y peligroso». En cam-bio, cuando finalmente me encontraba frente al «monstruo», resul-taba ser un niño aterrorizado. Pero, a pesar de haberlo experimen-tado con tanta frecuencia, cada vez que aquello sucedía no podíadejar por completo de preguntarme cuándo y cómo estallaría aquelniño. Y estoy seguro de que, de alguna manera, él lo percibía. Y sieso era válido para mí, que había realizado centenares de entrevis-tas así, debe serlo incluso más para un principiante.

»Y también hay otro factor en juego. Yo me doy buena cuentade que todos sentimos ansiedad cuando empezamos.con un pacien-te nuevo. Pero, debido a la información que tenemos, nuestra an-siedad está mucho más controlada que...¡a del paciente, y éste no esinsensible a ese desequilibrio. Y no sólo eso, sino que nosotros sa-bemos, y él sabe que sabemos algo de él, pero él no sabe qué es esealgo. Y, personalmente, él no sabe_nad^,demnpsgti;os..Ese desequili-brio deforma la relación,,

«Incluso el más experimentado de los psicoanalistas tiene unproblema con esta cuestión de la superioridad —prosiguió el doc-tor Bettelheim—. Aunque no puedo demostrarlo, sospecho que par-te de la regla tradicional del silencio, o del relativo silencio, se ori-ginó realmente en el hecho de que algunos dejos primeros analis-tas se dieron cuenta de lojüfíaL£iue_.es_uQ»actimcuando nuestra formación y nuestros conocimientos nos tientan asentirnos superiores. Pero esta actitud es lo más destructivo quehay para el paciente.

—Bueno, pero mi problema no es la superioridad, sino la inex-periencia —replicó Renee—. Estoy segura de que, por el hecho deser principiante, me perderé totalmente la importancia de muchode lo que pase en cada sesión, y no me parece justo para el niñoni para sus padres que yo necesite meses para enterarme de cosasque simplemente podría haber leído en la ficha antes de empezar.

—Permítame que le cuente una anécdota de Freud —sugirióBettelheim—. Poco después de que Rorschach terminara su test delas manchas de tinta como medio de explorar la imaginación de los

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pacientes, un psicólogo llegó a Viena con la noticia. Algunos ana-listas más jóvenes, que tal vez como usted deseaban trabajar conmás rapidez, se quedaron fascinados con el test y convencieron aFreud de que se prestara a que le hicieran una demostración.

»Freud se quedó debidamente impresionado con lo que se po-día descubrir a partir de las asociaciones de un individuo con lasmanchas de tinta. Naturalmente, algunos de los presentes esperabanque el test le pareciera útil para su trabajo, pero cuando le pregun-taron si creía que pudiera ser útil en la práctica del psicoanálisis, surespuesta fue un «no» tajante. Expjjccxc]ue si el supiera lo que po-día revelar el Rprschach,,antes de llegar a conocci a un pacientej'yano podría analizarlo, bien, S_u__conocím'iento se conveituía en unainterferencia con la curiosidad que. [o movía a sabei más defpa-cien.te.

»Freud consideraba que la cujj£sidad del analista eia la fuenteactLvadoi:a,,deL,psJ£oatóHsjs, lo que impedía que el proceso se an-quilosara o se echara a perder. Su deseo de descubrir cosas que des-conocía sobre .el paciente¡era tan importante en este laigo procesocomo, el deseo deLpacieBttgJeKacerse^jenjendci

»Por ejemplo, piensen en lo que sucedería en su propia relacióncon un paciente que los conoce desde hace mucho tiempo y final-mente se siente lo bastante seguro y confiado como para compartiren la sesión un profundo secreto. Confiar ese secreto es un don oun signo de confianza creciente. Si, cuando él lo cuenta, la reaccióninterior de ustedes es «Vaya novedad. ¿Por qué habrá tardado tan-to en decírmelo?» —algo, dicho sea de paso, que pueden sentirpero que jamás dirán—, ¿no es probable que el paciente tuviera unafuerte reacción ante esa falta de interés? Quizá se preguntaría porqué ha de tomarse la molestia de seguir con su introspección y suexplicación de sí mismo con alguien que parece que ya lo sabetodo. I^erQjjie^tampoco se explicará consigo mismo. Y explicarsexQnsigQ mismoes fundamental para la eficacia de la psicoterapia.

»Cuando una persona descubre cosas de sí misma que antes nosabía, es probaBle que también descubra J3or^üe*nó"ías"satííá7'pj5r'qué las ha reprimido y de qué manera diferente desea actuar en elfuturo. " '• • > • • * - • " " " " " "••"•"•"•• •"•••"•—"•-"•"•

»Si no tenemos información anticipada sobre nuestro paciente,

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en vez de reaccionar sintiendo «Vaya novedad» ante su descubri-miento, que es un «don» que él nos hace, nos sentiremos interesa-dos, entusiasmados por dentro.j5aaejite_p_ercjbe nuestra reaccióél- SjLjd.SJAllJiegatLva_de,,suniisnic)-~será..x.uesti.onada. Empezaráu,averse a.s

ia_p.^ig.nos-;-de...ateiición. Y_ejTtonces que-

.rrá._QÍxecer.Ie_más. Empieza,a...sentirse,.ansioso_,de,xon.tinuar,,con,.laterapia, y nosotros, J_Qs-iejapeuMs»..di nutax]io.s...c.an«.n.ueslrQ...neclénadquirido., conocíniie.DÍo_y..,eQn_ji,ues.tra,<.cap.aci.dad,..,d.e»,entejader. Esdecir, que nos quedamos esperando la sesión siguiente con una ex-pectativa casi equivalente a la suya.

En este punto intervine yo:—En su lugar, Renee, yo miraría la ficha después de tener la

primera, o mejor la segunda, sesión con el paciente, porque sientoque en este momento de su formación tiene algo que aprender delo que han dicho personas de más experiencia. Al esperar hasta en-tonces, tendrá sus propias percepciones para compararlas con loque encuentre en la ficha. Quj;ajit£,K,el^sjjljainociiiiiei^ ficha, antes deqü£,,sLpr-Opio paciente se los comunique a su manera y desde surjrfl.pig pjLintp dee.vista, usted y él estaián cieando una relación deQj,UJt.WO,i}R£S£J,ft- Cuando finalmente se entere de la LnJi)rjnac,i,óii,Ja,

de esa i elación En es_e. contenta, personal, y' S8..1tt9,ba,bJe que tienda menos a engiii>e.en juez que el tex-

to de la ficha o que cualquier evaluación formulada por alguien queno ha visto al paciente más que una o dos veces.

—Por eso la educación clínica tiene una laiga tradición de en-trenamiento de las capacidades de observación —terció eí doctorBettelHelín—. Si uno culjiva.ju.p:opia,,capacJ,dad,de~.Qb.sej;vacÍQ,n yaprenderá dejai que los pacientes hablen de sí^mismos, puedeapjejnder muchísimo sin hacei más que escuchai y obsei vai El pro-fesor Wolf, un psicólogo de la Gestalt, hacía que la gente entraraen el salón de conferencias y atravesara la tarima con la cabeza yla mayor parte del cuerpo cubiertas por un saco, de modo que loúnico que veía eran sus pies. Con sólo observar su manera de ca-minar, Wolf podía describir las distintas personalidades. Podría ha-

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beiio hecho con la escritura, como hacen los grafólogos, o con laforma en que llevaban a cabo cualquier otro acto característico. Siuno se concentra en un rasgo determinado y aprende a prestarlecuidadosa atención en todos los encuentros, con el tiempo puedellegar efectivamente a aprender de qué manera se expresa la perso-nalidad en ese rasgo. Por cierto, que uno ha de observar por lo me-nos a cincuenta o sesenta personas antes de empezar siquiera aapreciar lo que significan las diferencias en el andar. Después dehaber aprendido qué es lo que le dice a uno un aspecto del com-portamiento de una persona, puede concentrarse en un segundo as-pecto, y luego en un tercero, y de esta manera irá cultivando supropia capacidad para ver qué es lo que expresan las mínimas di-ferencias de comportamiento entre una persona y otra.

—Oírle contar lo que era capaz de hacer el profesor Wolf meconfirma la sensación de que necesito que me guíen —dijo Renee.

—Cuando el profesor Wolf demostraba su capacidad de obser-vación con personas que llevaban la cabeza cubierta con un saco,no estaba practicando psicoterapia —aclaré yo—, sino haciendo undiagnóstico al estilo de un virtuoso, algo así como un análisis bri-llante de un test de Rorschach. Todos podemos fijarnos como ob-jetivo en la vida cultivar nuestra capacidad de estar atentos a losmínimos matices de los movimientos y expresiones de un pacien-,te, para profundizar nuestra capacidad de entender cómo revela elpaciente sus sentimientos y su personalidad. Y eso podría ser útilsi uno quiere hacer evaluaciones de personalidad rápidas con algúnpropósito definido. Pero en psicoterapia la curación.seproduce sólocuando, ponemos nuestras habilidades para la observación al servi-cio de la relación existente entre nosotros y el paciente.

»Renee, usted está al comienzo de su carrera. Es inteligente yevidentemente está ansiosa de aprender. Está claro que sabe quenecesita orientación. A mí me preocuparía mucho que alguien quese inicia en esta «profesión imposible» se sintiera desbordante deconfianza. Espero que encuentren ustedes orientación en este semi-nario, pero sea lo que fuere lo que aprendan de nosotros, los pa-cientes serán sus mejores maestros.

»Además, cada uno de ustedes tiene por lo menos veinticincoaños de experiencia en observar a la gente e interpretar lo que havisto. Sin embargo, mucho de lo que observan y muchos de los jui-

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cios que hacen tienen lugar en un nivel inconsciente, en vez de es-tar organizados con fines terapéuticos. Nosotros les ayudaremos ahacer de! conocimiento del comportamiento humano que ya hanacumulado algo más explícito, para que puedan usarlo consciente-mente.

»Así aprendí yo. En mis primeras semanas de formación psi-quiátrica, estuve sentado en una sala de conferencias con otrosveinticuatro residentes psiquiátricos nuevos. Un instructor hizo en-trar en la sala de clase a una mujer joven y vivaz. La saludó y leexplicó que en una hora más o menos la llamaría para hablar conmás tiempo con ella. Toda la interacción apenas si había durado unminuto; después ella se retiró.

»Pasamos la hora siguiente hablando de la paciente, describien-do lo que habíamos visto y oído, haciendo conjeturas sobre su viday formulando hipótesis sobre cuál podría ser su problema. Despuésel instructor la invitó nuevamente a entrar y la entrevistamos du-rante media hora. Los residentes nos quedamos pasmados al des-cubrir cuánto habíamos llegado a observar en aquel primer minuto.Nos enteramos de que habíamos deducido correctamente que eraanoréxica (mucho antes de que los profesionales y los medios decomunicación prestaran atención a los trastornos de la alimenta-ción), pero también detalles referentes a los deportes que practica-ba, la forma en que se relacionaba con los amigos, la familia y sutrabajo en la escuela, y por qué se vestía de la manera que lo hacía.

»Dudo que ninguno de nosotros pudiera haber llegado solo aaquellas conclusiones. Todos vimos los mismos comportamientos yoímos las mismas escasas respuestas, pero el intercambio verbalfue dando forma a nuestras ideas y haciendo conscientes nuestrasintuiciones. Con la orientación del instructor, aprendimos los unosde los otros.

»Esa es una de las maneras en que nos vamos formando comomédicos. Con frecuencia, hablamos del primer encuentro, porque laprimera vez que uno ve a un paciente nuevo, observará y oirá co-sas que quizá no se vuelvan a ver en años. Con el tiempo, unoaprende a hacer cuidadosas observaciones en ese primer encuentro.En ocasiones, destaca algún detalle aparentemente secundario queuno no deja de tener mentalmente presente, pero sin entender poi-qué. Como nos ha impresionado profunda y subliminalmente, sa-

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bemos que es muy importante. Con ei tiempo, se llega a entenderqué significa y por qué el paciente optó, quizás inconscientemente,por mostrárnoslo ya desde el primer encuentro.

«Cuando uno está empezando, es muy difícil ver, simplemente,y concentrarse en lo que hay ahí. Uno está nervioso y necesita afe-rrarse a algo para poder disminuir la ansiedad. Para eso se usa confrecuencia la ficha, para incluir el comportamiento de un niño enalguna categoría claramente definida, de modo que podamos sentirque se tiene un anclaje. Uno ve que un niño juega con muñecas apapas y mamas y dice para sus adentros: «¡Aja! Esto debe de serun reflejo del problema edípico; en la evaluación decía que estabaen pleno proceso», y se siente menos a la deriva. Yo hacía lo mis-mo, pero no era constructivo. Aun así, sólo después de haber vistosuficientes pacientes pude sentirme lo bastante seguro en mi propioterreno como para usar la brújula de mis propias percepciones.Hasta entonces, no tuve ni el valor ni los recursos necesarios parahacerlo, de manera que no me sorprende que ustedes también esténluchando con eso.

El doctor Bettelheim se mostró en desacuerdo.—Incluso si es así, es mucho más fácil que ustedes adquieran

sus propios recursos si se ven obligados a hacerlo que si les dicenque les resultará ventajoso hacerlo —hablaba directamente con Re-nee—. Mañana, como usted es principiante, se le escaparán muchaspistas referentes a la personalidad de ese niño, pero no todas. Su ta-rea más urgente no es fabricarse una construcción mental de la per-sonalidad del niño, sino ayudarle a que se dé cuenta de que le im-porta lo que él siente y la forma en que la ve a usted.

»Pero a la larga, para tener éxito como terapeuta de niños, us-ted necesita tener muchísima experiencia de lo que es un compor-tamiento más o menos normal. O sea, que en los próximos años de-dique tiempo a estar con niños y a observarlos. No podrá entenderrealmente la patología a menos que empiece por preguntarse cuáles la reacción razonable, «previsible» en padres o niños de unaedad determinada. Si observa a bastantes madres «normales» y asus hijos, las desviaciones saltarán a la vista. Pero para aprendereso hace falta tiempo.

Bettelheim echó una mirada a un conocido texto de psicotera-pia de niños que Renee tenía delante de ella.

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—Ese libro dice que la primera entrevista psicoterapéutica pue-de producir tensión en cualquier niño. Ese enunciado sólo se refie-re a una parte de una relación; jamás se dice que el encuentro conun paciente nuevo también produce tensión en el psicoterapeuta.De esta manera, ei autor deja al terapeuta fuera de la situación.

—Lo escamotea de la totalidad de la ecuación, como si lo quesucede no fuera una interacción —añadí—. Lo que es importantecomo preparación para ver mañana por primera vez a ese niño esque haya pensado en el paciente y usted como un tándem, y en laterapia como una aventura compartida. De esta manera, usted es-tablece que entre los dos se ha de desarrollar algún tipo de víncu-lo. Si piensa en su relación con ese individuo nuevo, no se senti-rá totalmente desorientada respecto a cómo conducirse. Aun en elcaso de que sus preparativos resulten deficientes, el hecho de quehaya intentado estar preparada le ayudará a protegerse de una an-siedad que la deje desorientada. Está claro que por más tiempo quehaya dedicado a preparárselo, tampoco puede aferrarse demasiadoa su plan.

«Digamos que, al encontrarse realmente con el nuevo paciente,usted se da cuenta de que es totalmente diferente de lo que se ha-bía imaginado. O bien, que con el tiempo comprueba que sus reac-ciones iniciales no eran «correctas». Entonces podría preguntarsecómo y por qué se había equivocado, qué le enseña su error sobreusted misma, sobre sus puntos débiles, sus supuestos previos, susprejuicios, y de qué manera podría controlar mejor, en casos futu-ros, cualquier factor personal que la haya desorientado en esta si-tuación.

—Puedo ejemplificar lo más importante de esta recomendacióncon dos ejemplos que muestran el punto de vista de los pacientes—intervino el doctor Bettelheim—. En el primero, una mujer, en elprimer encuentro con su terapeuta, también mujer, tuvo la fuerteimpresión de que ésta no actuaba como un médico, sino como unamujer de negocios: objetiva en su actitud y más interesada en co-brar sus honorarios que en ayudar a la paciente. Pero la reputaciónde la doctora intimidó a la paciente, que como era una persona muyinsegura no se atrevió a decir lo que sentía ni se sintió libre de con-sultar a otro terapeuta.

«Durante muchos meses, esta mujer siguió viendo regulannen-

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te a su terapeuta, sin animarse nunca a decirle cuál había sido suprimera impresión. El tratamiento no iba a ninguna parte, hasta quefinalmente, pasado un año, ia paciente le puso fin. No sólo no ob-tuvo ningún beneficio del dinero, el tiempo y la energía que habíagastado con esa terapeuta, sino que además se quedó tan decepcio-nada que durante varios años no intentó buscar el tratamiento quetanto necesitaba.

»E1 segundo paciente, un hombre próximo a la cincuentena, ensu primer encuentro con su terapeuta se quedó muy decepcionadoal encontrarse con un hombre mucho más joven que él. El pacien-te había imaginado y esperado que el terapeuta fuera mucho mayory más maduro que él. Tampoco en este caso se animó el paciente ahablar con su terapeuta de su desilusión. Afortunadamente, ese te-rapeuta percibió que él no era lo que esperaba el paciente, de modoque le preguntó directamente cómo se sentía al encontrarse con unterapeuta más joven que él. Como el terapeuta había evaluado tancorrectamente lo que le sucedía al paciente, la confianza de éste enla competencia del terapeuta se restableció y la terapia funcionóbien.

»Si el segundo terapeuta no hubiera considerado que la reac-ción que él y la situación terapéutica provocaban en el pacienteeran el punto más urgente que debía tratar, probablemente se ha-bría pasado esa primera sesión buscando indicios de los principa-les acontecimientos de la vida del paciente y de sus pautas decomportamiento, de todo lo que quizás tendría noticia por el in-forme del internista que se lo enviaba..Entonces, el paciente habríarespondido en la forma en que él creía que debía actuar en esa si-tuación nueva. Pero el terapeuta le demostró lo importante y váli-do que era para él el punto de vista del paciente, permitiendo asíque éste lo percibiera como una persona auténtica, con la que éltambién podría mostrarse auténtico.

»No siempre el terapeuta puede evaluar correctamente por quéel paciente está incómodo o enfadado con él. Pero si ustedes traba-jan de esta manera, incluso sus errores serán solamente suyos y denadie más. Si no cometieran errores, podrían asustar a los pacien-tes con tanta omnisciencia. Pero quien siempre debe tener razón esel paciente. En algunos sentidos, ja,,p,s|.Qote.i:api.a_.es_uaa_reJíicÍD.n..depoder. El,.paciente:4iene--d-poder~y--siempre.lieiieJj._0Lzón.v_Si..}a te-

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rapia les _daja_ sensación, de. que.tienen siempre.la razón, puedendecir, las cosas más absurdas o torpes.

—Esto es lo que queremos que un paciente haga en una psico-terapia de orientación psicoanalítica —intervine—. Comjwtjr lo-.d.QS...sujLpensamien.to.s,. sentimientos yfantasías,..,^,no.sólo los queson ^convencionales- y compatibles -con-los..buenos modales. Alcompartirlos, el paciente se familiariza con la forma en que él/ellaes,realmente,..con los demonios interiores con que está, luchando,con la ternura y. la sensibilidad que ha reprimido.

Bettelheim volvió a analizar específicamente el caso de Renee:—Bueno, ya que ha tenido usted el coraje de empezar, cuénte-

nos lo que le han dicho del niño que está a punto de ver. Entoncespodremos hablar de si esos «hechos» la ayudarán o no a estableceruna relación auténtica con él.

—Como he dicho, no conozco más que unos pocos hechos —res-pondió Renee—. Tiene siete años, le da por encender fuegos y la fa-milia solía vivir por esta zona... Eso es casi todo —Renee se detuvo,pero recordó otro detalle—: Sí, sé que se llama Simeón.

—Incluso saber el nombre de pila de un paciente puede ser pro-blemático.

—Vamos, ¡ya ha dicho lo que pensaba, doctor B., pero me pa-rece que ahora se está pasando! —objetó Renee.

—Pues no es así —respondió Bettelheim—. Conocer un nom-bre puede interferir con la relación que uno espera establecer. Yono me daba cuenta de esto cuando empecé a trabajar en la Escue-la Ortogénica, pero varios niños que tratábamos allí nos pidieron,pasado algún tiempo, que los llamáramos por un nombre diferen-te del que les habían dado sus padres. Al pensar en ello, me dicuenta de que todos los niños que venían deberían tener esa op-ción, de modo que tan pronto como llegaba un niño nuevo a vivircon nosotros, le preguntaba con qué nombre prefería que lo lla-máramos, o si quería que lo llamáramos por un nombre diferente,que no fuera el que le habían puesto.

»Aunque hubo bastantes a quienes les gustó la idea y que secambiaron el nombre, la mayoría no lo hizo. Casi todos reacciona-ron positivamente a nuestro ofrecimiento. Manifiestamente, mu-chos daban la impresión de no hacer caso de él, pero más adelantesupimos que para ellos había sido muy importante que lo sugirié-

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sernos. Habían entendido que la escuela les estaba ofreciendo uncomienzo nuevo, una oportunidad de una vida diferente, de unapersonalidad diferente, digamos, y eso los había animado mucho yles había permitido creer que, incluso para ellos, era posible unavida nueva.

»Otros, en número considerable, preguntaron abiertamente porqué les habíamos ofrecido esta opción. Eso nos dio una excelenteoportunidad de explicarles el PJ2££^° de ' a psicoterapia: sj_que-

^ de

»Si tenían la sensación de que el nombre antiguo s'e refería a suvida y a su personalidad de antes, quizá desearan tener un nombrenuevo para separar claramente la vida y la personalidad nuevas, queen algún momento habían de brotar del tratamiento, de las viejas, delas cuales se irían desprendiendo. Está claro que los nombres no sonmás que símbolos, pero son símbolos importantes. Nuestra explica-ción ayudaba a que los niños entendieran que Ia_psjcqteragiaj&i.da-zía..acceso...a,jmichafr.maneras-de,,CA^eJJ.Q&,.,quis.i.eran. Era una forma taquigráfica de convencerlos deque en lo sucesivo podían tomar decisiones importantes en lo quese refería a su propia vida. Cuando uno piensa en el niño o la niñapor el nombre que le han puesto, y lo acepta como un conoci-miento firme, es mucho más difícil ofrecerle espontáneamenteuna opción así, y decirlo en serio.

«Digamos que más adelante, casualmente, uno llega a saber elnombre del niño. Entonces siempre es una buena idea, si se puedepreguntar sin impertinencia, enterarse de por quién le han puestoese nombre al niño, y de quién se acuerdan sus padres. Estas sonidentificaciones latentes que tienen los padres y que influyen mu-chísimo sobre sus reacciones ante el niño.

Por un momento, pareció como si el doctor Bettelheim se que-dara sumido en sus pensamientos.

—También ha dicho que le da por encender fuegos, pero esoson rumores. ¿Durante cuánto tiempo seguirán siéndolo para usted?

—Pero fue su madre quien le dijo al entrevistador que lo hacía—respondió Renee.

—Es decir, que la madre lo acusó de que encendía fuegos.

El primer encuentro 51

¿Cuál debe ser nuestra actitud, según la ley, ante alguien a quiense acusa de cometer un delito, tachándolo de incendiario, porejemplo?

—¿Incendiario? —dijo Renee—. ¿Qué quiere decir con «incen-diario»?

Con frecuencia, Bill se mostraba provocativo:—Eso es ridículo —intervino—. Renee ha dicho que el niño en-

ciende fuegos, y usted actúa como si lo hubiera tratado de incen-diario.

—Repito mi pregunta —insistió el doctor Bettelheim—. ¿Cuáles la presunción que establece el derecho norteamericano?

—Que eres inocente mientras no se demuestre que eres culpa-ble —respondió Jason.

—Exactamente —asintió el doctor Bettelheim—. Y cuando seda por sentado que ese niño enciende fuegos, se lo está condenan-do por un delito sin tener las pruebas suficientes y en contra delprincipio de presunción de inocencia que nuestro sistema jurídicoconcede a todos. Como terapeuta del niño, ¿no debería usted sertan parcial en favor de él como requiere el derecho que lo sea el tri-bunal en favor de un acusado?

Renee parecía pasmada.—Pero usted está exagerando. ¡Yo no lo he acusado de ningún

delito!—¿No ha dicho usted que uno de los hechos era que enciende

fuegos? —insistió el doctor B.Gina intervino con voz suave, de ligero acento italiano:—Escucha, Renee. Es como lo que hemos hablado de los pa-

dres, las escuelas y los registros. La madre de ese pequeño estápreocupada. Quizás el niño haya participado en algún fuego, pe-queño o grande. Ella está asustada y quiere asegurarse de que sehaga algo; no quiere correr el riesgo de que se queme su casa.

«Entonces, en ese momento percibe a su hijo como un mons-truo, y es posible que la base de la historia del niño sean sus pro-pios miedos. Tú has leído lo que ella dijo, y como eso lo anotó enla ficha una persona con experiencia en evaluaciones, impresionacomo un hecho. Yo, en tu lugar, casi estaría esperando que ese chi-quillo me incendiara el despacho.

52 El arte de lo obvio

—-No creo que sea eso lo que estoy pensando, pero... —la vozde Renee se extinguió.

—Digamos que a usted no le preocupa que él le pueda incendiarel despacho —intervine—. Aun así, si el informe dice que enciendefuegos, eso tiene que afectarla. Encender fuegos es un hecho im-portante que no se debe pasar por alto. Entonces, si acepta que elniño enciende fuegos, ¿cómo podría dejar de incluir ese «hecho» alhacerse una imagen de cómo es su paciente? Quizás él sólo percibasubliminalmente que desconfía de él, y entonces reaccionará a esoque intuye vagamente. Después de todo, su madre ha dicho que élhizo algo muy malo. Si se siente culpable, el niño procurará sertan astuto como pueda para que usted empiece a dudar de sus sos-pechas. Si es más neurótico, podría hacer algo malo para que us-ted lo castigase, porque se siente culpable y siente que merece uncastigo para preservar el orden de un universo donde los delitosson castigados. Si se considera inocente, se sentirá ultrajado, contodo derecho, y no querrá tener nada que ver con usted. Es decir,que cuando se encuentre con él, disponer de esa informaciónprevia hará que se le haga difícil saber si él está reaccionando es-pontáneamente ante usted o si reacciona más bien a los prejuicioscon que usted lo enfrenta.

—Los estudiantes no pueden evitar que les den informacionesque generan prejuicios —intervino Michael—. Creo que lo que ne-cesitan es ayuda para reducir el daño al mínimo. Al decirle que susprejuicios disminuyen sus probabilidades de escuchar con mentali-dad abierta, lo que se hace es angustiarla más. Creo que lo que ne-cesita es una ayuda más directa para prepararse.

—Exacto —asintió Bettelheim—. Tal vez alguno de ustedeshaya tenido recientemente una primera entrevista con un niño. Siescuchamos un relato de esta experiencia, y lo analizamos, tal vezpodamos sacar algunas conclusiones que sean útiles para la docto-ra Kurtz.

Jason se sintió a la altura de la situación. Oriundo de Salt LakeCity, pertenecía a una conocida familia radicada allí desde fines delsiglo xix. Ya había cursado tres años de psiquiatría de adultos enun famoso hospital del Medio Oeste, de orientación psicoanalítica.La psiquiatría infantil es una especialidad de la psiquiatría general,como la hematología lo es de la medicina interna. Había venido a

El primer encuentro 53

Stanford para ampliar su formación en psiquiatría infantil porqueno quería trabajar solamente con adultos y con adolescentes, sinotambién con niños.

—Yo tuve una primera entrevista hace unos días —comenzó—.La paciente tiene once años; se llama Margot y la trajeron al hospi-tal porque últimamente ha perdido mucho peso. La vi en el despachode la asistente social poco después de que sus padres coincidieran enque debía ser ingresada y pasar algún tiempo en el hospital. Yo mepresenté y expliqué que quería hablar a solas con ella mientras suspadres se ocupaban de los trámites de ingreso.

—¿Cómo le dijo eso a Margot? —preguntó Bettelheim.—Le dije que la forma en que me gustaría trabajar era conver-

sar unos minutos con ella para que nos conociéramos, mientras suspadres se ocupaban de los trámites administrativos, y que entoncesnos reuniríamos todos para hablar de lo que sucedería después. Leexpliqué que mi despacho estaba muy cerca, en el pasillo, y la in-vité a venir conmigo. La niña me siguió. Le abrí la puerta para ha-cerla pasar y le dije: «Por favor, siéntate donde quieras». Margotmiró a su alrededor y escogió una silla en el otro extremo del des-pacho.

—¿Podría describirnos su despacho?—Tiene varias sillas contra una pared lateral y una mesa baja en

el medio, rodeada de sillas de tamaño adecuado para los niños.Margot escogió la que estaba al otro lado, de modo que la mesaquedó entre ella y la puerta, y yo me senté frente a ella.

—¿Qué sucedió después?—La saludé diciéndole «hola». Ella dijo lo mismo, con timidez,

medio mirando hacia abajo, y no dijo nada más. Le expliqué que elfin de aquel breve encuentro era que yo la conociera, y que tam-bién ella me conociera a mí. Le dije que yo sería su médico, quenos reuniríamos para hablar tres veces por semana y que yo le ayu-daría a resolver los problemas que tuviera. También le expliqué quede cuando en cuando la vería en el pabellón. Le dije que no sabíacasi nada de ella, salvo que venía para tratarse, y le pregunté poi-qué había venido. No me respondió nada. En realidad, parecía con-fundida, de modo que le pregunté: «¿En qué esperas que yo puedaayudarte?».

Bettelheim lo miró con escepticismo.

54 El arle de lo obvio

—¿Le contestó?—Contrariamente a lo que me parece que está usted pensando,

sí, me contestó —respondió Jason—. Y de una manera muy so-lemne. «A salir de mi depresión», me dijo. Sus palabras me sor-prendieron. Sonaban como lo que uno esperaría oír de un pacienteadulto y... con mundo, por así decir. Le pedí que me hablara de sudepresión, de lo que sentía, y me dijo que durante los últimos me-ses se había sentido casi todo el tiempo triste y vacía. Antes le gus-taba hacer muchas cosas: correr, practicar el ballet clásico, montara caballo, tocar la flauta, escribir cuentos, leer, hacer trabajos ma-nuales y artísticos, pero ya no le interesaba ninguna de ellas.

—¿Qué conclusión saca usted de eso?—Que está deprimida.—¿Qué aspecto tiene?—Deprimido.—¿Puede especificar un poco más?—Bueno, parece fatigada. Quizá la mejor descripción sería

«quemada».—¿Le contó algo más de su comportamiento o de lo que siente?—Sólo que come porciones diminutas de muchos alimentos,

pero después de unos bocados se siente muy llena; además, le preo-cupa engordar.

—¿Podría repetirnos lo que le dijo cuando la invitó a entrar ensu despacho?

—Le dije: «Me gustaría conocerte mejor, y darte la oportunidadde que tú también me conozcas».

—Bueno, ¿y qué oportunidad de que llegara a conocerlo le diodurante la conversación que acaba de contarnos?

Jason parecía confundido.—De eso ya les he hablado. Le conté a Margot un poco sobre

mi manera de trabajar, le dije que lodos los días pasaría unos mi-nutos con ella para saber cómo le iban las cosas. Y por lo menostres veces por semana nos veríamos durante cuarenta y cinco mi-nutos en la sala de juegos.

—¿Eso es todo? ¿Todo lo que ella va a saber de usted?—Es todo lo que yo planeaba decirle —respondió Jason—. Cla-

ro que quiero que me perciba como una persona buena y amistosa,pero eso tiene que descubrirlo ella. Yo ya le dije que la ayudaría

El primer encuentro 55

con sus preocupaciones, pero ella tiene que decidir que hablar con-migo es seguro. Tengo la esperanza de que ya haya empezado asentir que es así.

—Yo también —expresó Bettelheim—. ¿Qué piensa usted decómo han empezado las cosas?

—Estoy satisfecho —respondió Jason—. No esperaba que unacriatura de once años pudiera expresar con tanta claridad sus senti-mientos ni ser tan franca conmigo al hablar de su comportamiento.Me tranquilizó darme cuenta de que mi formación con pacientesadultos me permitía ayudarla. Fíjese que, por lo que me dijo, real-mente pude sentir cómo se siente ella frente a la comida. Empiezacon apetito, pero cada vez que va a comerse un bocado se sienteabrumada por la sensación de estar llena, y preocupada por engor-dar. Mientras me lo contaba, parecía muy desalentada y perpleja.

—¿Le dijo que entendía su perplejidad?—No con tantas palabras, pero la escuché atentamente mientras

hablaba, mirándola con simpatía, y ella tiene que haberlo notado.—Usted le demostró que era amistoso y cordial.—Sí, creo que sí.—¿Qué otra cosa puede habérselo demostrado?—Creo que mi comportamiento en sí. Procuré tratarla con res-

pelo. Ya he dicho que le sostuve la puerta del despacho para quepasara; la invité a sentarse donde quisiera y le expliqué lo que íba-mos a hacer junios.

—Estoy seguro de que la trató con mucho respeto y le prestómás atención y tuvo con ella más paciencia que la mayoría de losadultos que la niña ha conocido hasta hoy —asintió Bettelheim—.La chiquilla parece lista, y estoy seguro de que percibió sus buenasintenciones. Pero la mayor parte de los empleados del hospital se-rán bondadosos con ella, y algunos incluso amistosos. ¿Cómo va apercibir ella que usted, su psicoterapeuta, es diferente de esosotros? ¿Por qué ha de querer confiarle sus preocupaciones a usted,específicamente?

—Porque él podrá ayudarla a resolverlas —intervino Renee—.Así es como funciona la psicoterapia.

—Hasta este momento, ¿cómo nos ha dejado ver eso el doctorWinn? —preguntó el doctor B.

—Jason ha dicho que se mostró amistoso —respondió Bill.

56 El arle de lo obvio

—Pero ¿cómo va a llegar Margot a confiar en él, a saber que éles el aliado que quiere ayudarla a aliviar su angustia? Hay una grandiferencia entre mostrarse amistoso y ser un amigo. Quizá sea esolo que a ustedes les cuesta un poco captar. Un amigo, especial-mente para un niño, es alguien que ve el mundo desde tu punto devista —Bettelheim se volvió hacia Jason—: Por eso tiene quejia-cej].ej¿ej;_muy. explícitamente .a Margot. que- usted ve el mundo des-de siL.punto..de,..vista,..o que por lo menos lo intenta. Sólo^cuandosepa que.eslá dispuesto a ver los -acontecimientos.^.las. circunstan-cias desde el misrno.,ángul,o.que ella, empezará a ver en usted a un.posible amigo.

»En este aspecto, Margot no es diferente del resto de nosotros.Todos escuchamos a los amigos con mucha más paciencia y conmás atención que a los demás. Para poder actuar eficazmente comoterapeuta, es necesario inspirar esa forma de atención cuidadosa, demodo que lo que usted diga y haga llegue a influir sobre su pa-ciente... probablemente no de forma inmediata, sino con el tiempo.

Gina se inclinó hacia adelante.—Pero Jason mostró su disposición a oír el punto de vista de

Margot; por eso ella le habló tanto de su depresión y de las activi-dades que antes le gustaban —objetó.

—Ya sé lo impresionados que están todos con las respuestas tanclaras de Margot —expresó Bettelheim—, pero yo no lo estoy tan-to, porque no estoy seguro de que lo que Margot dijo a Jason ex-presara realmente su punto de vista. Todo parecía muy claro, y esprobable que algunas de las cosas que dijo fueran verdad. Y, comotodos ustedes, el doctor Winn se quedó impresionado por la apa-rente madurez de sus palabras y de su conocimiento de sí misma.No estoy negando que Margot haya perdido su vivacidad y se estépreguntando por qué ya nada le interesa. Y estoy de acuerdo en queel doctor Winn está verdaderamente preocupado y tiene talentopara transmitir sin palabras la autenticidad de su interés. Pero cuan-do Margot hablaba, es muy posible que básicamente estuviera re-pitiendo lo que le han dicho los adultos, y que esa sea la razón deque su discurso parezca tan adulto. Esperemos que Margot se sien-ta más próxima a su terapeuta cuando vea en su rostro la disposi-ción a compartir el dolor que ella siente. Lo que quiero sugerir esque en esa entrevista se presentaron otras oportunidades de que el

El primer encuentro 57

doctor Winn fortaleciera su alianza con Margot, pero no parece queél las haya percibido. De modo que, con su permiso, me gustaríapasar revista a lo que nos ha contado y comentar algunas de las ma-neras en que usted puede empezar a construir sobre esta base.

—Claro —asintió Jason—. Estoy aquí para aprender.—Me gustaría volver al momento mismo en que se inició su re-

lación con Margot. Si sabe la edad del niño o niña a quien va a ver,eso debe permitirle reflexionar sobre cómo se sentía usted mismoa esa edad para formularse algunas hipótesis sobre el punto de vis-ta de su paciente. En ese sentido, antes de haber tenido ningún con-tacto con la niña, tenía una manera de identificarse con ella con unaproximidad mayor de lo que, creo, usted mismo se permitió darsecuenta. Después de todo, usted ha tenido once años. Ya ha pasadopor muchas de las vivencias de ella. Incluso si nunca lo llevaron aun hospital, seguramente de niño lo llevaron a otros lugares sin supropia iniciativa. ¿Puede recordar qué sentía cuando sus padres lometían en el coche como si fuera un paquete y lo llevaban a algúnlugar donde no quería ir?

—Resentimiento —respondió Jason.—Exactamente. Y ese resentimiento recaía sobre todos los que

tenían algo que ver con la ocasión, aunque no hubieran tenido nadaque ver con el hecho de que a usted lo llevaran allí. Por eso es pro-bable que, a los ojos de Margot, el hecho de que usted este rela-cionado con el hospital lo haga sospechoso. Ahí está ella, en el des-pacho de la asistente social, enfadada con sus padres porque la handejado en esa institución desconocida con gentes desconocidas, yaparece usted para invitarla a que lo acompañe por el pasillo. ¿Porqué la niña habría de querer ir con usted? Por más enojada que estécon los padres que la han dejado allí como si fuera un paquete, ¿nopreferiría igualmente estar con ellos tratando de entender qué es loque se proponen?

—Pero ella me acompañó de buena gana —protestó Jason.—Sí, ciertamente. ¿No le parece raro? Si yo fuera un extraño y

lo abordara en un momento en que estuviera absorto en algo de im-portancia crucial para su futuro, diciéndole que a partir de ese mis-mo momento usted y yo íbamos a pasar juntos cuarenta y cinco mi-nutos tres veces por semana para conocernos, ¿me seguiría de bue-na gana?

58 El arle de lo obvio

—No, me imagino que no —admitió Jason.—Y si le dijera que eso de conocernos es «mi trabajo», ¿qué

pensaría?—Que usled estaba chillado.—Sí, seguramente. Entonces, ¿por qué iba usted a .seguir a ese

extraño como Margot lo siguió?Jason se quedó mirando al doctor B. sin decir palabra.—Creo que la única razón para que siguiera a ese extraño —con-

tinuó Beltelheim— sería que su situación era tan desdichada quenada podía empeorarla, o porque se sentía tan abatido que ya no leimportaba lo que pudiera pasarle. Pensemos en la frase que usted usópara darse a conocer a Margot: «La forma en que me gustaría traba-jar...»; fue así, ¿verdad?

Jason asintió, sin hablar.—¿Qué entiende una criatura de once años si usted se refiere a

la relación que quiere iniciar con ella con la palabra «trabajar»?Desde el punto de vista de la niña y desde su comprensión del len-guaje, ¿no suena eso como si el trabajo fuera a hacerlo usted, comosi ella fuera un coche y usted un mecánico? ¿Entiende cómo eso loconvierte en un aliado de los que la tratan como si fuera un paque-te? Usted espera que ella se muestre pasiva.

»De hecho, usted introduce otra complicación cuando expresade esta forma su idea. Cuando dice que le gustaría trabajar de tal ocual manera sin investigaren realidad lo que podría querer la niña,inmediatamente, y sin darse cuenta, usted establece una relación depoder. Para los fines de la psicoterapia, eso es algo muy indesea-ble. Usted se puso en la posición dominante, y eso no se le escapaa la paciente que, podemos suponer por lo poco que sabemos, ya seestá resistiendo a aquellos a quienes ve como sus dominadores, ycon quienes piensa que no puede enzarzarse abiertamente en unapelea.

»Uno de los hospitales más fascinantes que he visto jamás eraun viejísimo hospital católico en una pequeña ciudad francesa.¿Cómo imaginan que recibían a los pacientes en una buena institu-ción religiosa, llevada por una orden religiosa? ¿Cuál era el primercontacto de esos pacientes con el personal del hospital?

Como nadie le contestaba, el doctor Bettelheim continuó:—Uno de los hermanos se hacía cargo del paciente, y los dos se

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arrodillaban para rezar juntos. ¿Por qué hacían las cosas así en esaantigua orden religiosa? ¿Qué le dice eso al paciente?

—Que se acepta al paciente como parte de la comunidad —res-pondió Jason.

—Exactamente. Eso es declarar abiertamente la igualdad deambos frente a Dios. Compare eso con la desigualdad entre médi-co y paciente que existe en nuestros modernos e «ilustrados» hos-pitales psiquiátricos, y en nuestras aseveraciones de que somos ca-paces de ayudar al paciente.

Jason parecía dolido y el doctor Beltelheim procuró tranquili-zarlo.

—Se necesita coraje para aprender a hacer psicoterapia y parapresentar casos en un seminario como este, que no se centra sola-mente en el paciente, sino también en el terapeuta. Es difícil no in-volucrarse en estas críticas. Pero el doctor Rosenfeld y yo podemosenseñar porque nosotros mismos hemos cometido los mismos erro-res, lo mismo que cualquier terapeuta experimentado. Lo que estoyhaciendo es usar su caso como un ejemplo para la enseñanza, to-talmente a sabiendas de que casi cualquiera habría hecho lo mismoen esta situación, o algo peor.

—Me alegro de que haya señalado eso —Jason se recostó en suasiento—. Ahora sé por qué dije lo que dije. Yo mismo estaba muyansioso en el despacho del asistente social.

—Exactamente de eso estoy hablando. Naturalmente que estabaansioso. Casi lodos los terapeutas sienten cierta ansiedad al con-tactar con un paciente nuevo. El problema es que usted se preocu-pó de resolver su ansiedad en un momento en que Margot necesi-taba que se ocuparan primero de la que sentía ella. ¿Qué sucediódespués?

—Le expliqué que mi despacho estaba al final del pasillo y lepedí que viniera conmigo. Le sostuve la puerta para que pasara yle dije: «Por favor, siéntate donde quieras».

Bettelheim se quedó un momento en silencio. De pronto, caí enla cuenta de que, próximo ya a los ochenta, estaba transmitiendosus importantes experiencias a otra generación de psicoterapeutas.¿Cuántas veces lo habría hecho ya antes?

—Bueno, ¿se imagina usted lo que cree una niña de once añosque sucede en el despacho de un médico? —el doctor Beltelheim

60 El arle de lo obvio

valoraba las respuestas provenientes de la reflexión personal, yorientó a Jason en esa dirección—: Cuando usted tenía once años,y sus padres lo llevaban al médico, ¿qué esperaba que sucediera"allí?

—Que me hicieran daño.—Gracias. En esta situación con Margot, usted sabía qué era lo

que iba a suceder en su despacho, pero ella no.Como Jason parecía intrigado, intervine para explicar este

punto.—Puesto que sus padres ya estaban de acuerdo en que a Margot

la tratarían en un hospital, es probable que estuviera muy angustia-da por los procedimientos médicos a los que tendría que someterse.A algunas anoréxicas les han dicho que el personal hospitalario usamétodos muy expeditivos si la paciente no come. Pero, supiera o noque en la mayoría de los hospitales se impone la alimentación for-zada o algún procedimiento similar, sabía bastante bien lo que eraun hospital como para que tuviera, lo mismo que la mayoría de losniños, vagos temores de lo que allí pudiera pasarle. Aunque ustedesté familiarizado con el procedimiento rutinario de decirle a un pa-ciente, cuando éste ingresa, qué procedimientos se usarán con él, nollegó a reconocer que quizás ella necesitaba que la tranquilizaranasegurándole que no la alimentarían a la fuerza introduciéndole tu-bos en la nariz.

»Me parece que sé por qué tuvo usted esle problema. Todavía re-cuerdo lo duro que fue para mí empezar mi propia formación en psi-quiatría infantil. Tras haber luchado años para sentirme cómodo yun poquilín competente cuando veía pacientes adultos, de pronto meencontré tratando niños, y tuve clara conciencia de volver a sentiraquella misma inadecuación. Pero ahora era más intensa y doloro-sa, porque era un sentimiento que ya había superado en el trabajocon pacientes adultos, y otra vez me estaba sometiendo voluntaria-mente a él para ampliar mi formación terapéutica al tratamiento deniños. Si yo estuviera en su situación, habría estado tan preocupadopor empezar como es debido ese tratamiento psiquiátrico, una em-presa totalmente nueva con todas las antiguas inseguridades, que mehabría costado muchísimo sintonizar con las preocupaciones deMargot, y quizás hubiera olvidado tranquilizada, como naturalmen-te lo hubiera hecho en caso de haberme sentido más seguro.

El primer encuentro 6/

—¡Bingo! —exclamó Jason, haciendo un gesto de asentimientocon la cabeza.

Como yo lo había entrevistado cuando se presentó para el pro-grama de formación, y había hablado con sus anteriores profesores,sabía que Jason era un hombre bondadoso, preocupado por los sen-timientos de los pacientes y profundamente comprometido con laidea de brindar una atención de calidad a ios niños. Pero en el casode Margot, no había logrado reflejarlo, ni había actuado en conso-nancia con su capacidad de establecer una relación de empatia.

—La descripción de su encuentro con Margot, ¿no le recuerdaexperiencias suyas con médicos cuando era niño? —continuó eldoctor Bettelheim—. Margot lo siguió obedientemente por el pasi-llo hasta su despacho porque esa es su manera de relacionarse conlos adultos.

—Pero si ella habló con Jason —insistió Gima.—Sí, volvamos sobre esa conversación. ¿Recuerdan que cuan-

do el doctor Winn le preguntó por qué había ido a verlo, Margotpareció intrigada? Pero cuando le dijo en qué esperaba que la ayu-daran, le describió sus síntomas —Bettelheim hizo una pausa ymiró a su alrededor—. ¿Qué conclusión sacan de eso?

—No veo por qué lo señala —dijo Jason.—Parece que ella se hubiera abierto un poco —dijo Gina, y Bill

hizo un gesto de asentimiento.—Yo no lo veo así —prosiguió Bettelheim—. Tengo la impre-

sión de que Margot no respondió a su primera pregunta porque nosabía cómo hacerlo. También pienso que su segunda respuesta noera suya.

—Pero la segunda respuesta, la referente a su depresión, pare-cía tan franca y precisa —señaló Renee—. Yo me quedé impresio-nada. Se mostró tan madura en la descripción de sus síntomas...

—Piensen cuidadosamente en lo que sucedió —señaló el doctorBettelheim—. Cuando el doctor Winn le preguntó por qué habíaido a verlo, una parte de Margot quizás quiso decir: «Ve a pregun-társelo a mis padres, que son ellos quienes me metieron en el co-che y me trajeron aquí; yo preferiría estar en cualquier otra parte».Quizás otra parte quiso justificar la decisión de sus padres, y ellatuvo que luchar con estas tendencias opuestas. Pero entonces eldoctor Winn le preguntó en qué esperaba que él pudiera ayudarla,

62 El arle de lo obvio

y yo diría que esas preguntas sugirieron a la niña qué actitud era laque él esperaba verle tomar. Entonces se adaptó; ya sabía qué de-cir. Sin embargo, si yo la interpreto bien, Margot no cree necesitarayuda. ¿Por qué habría de querer que la ayudaran? La mayoría delas anoréxicas quieren que las dejen en paz.

—Yo daba por sentado que la mayoría de las anoréxicas tam-bién tienen una gran carga de dolor en su vida—replicó Jason.

Bettelheim se rió irónicamente.—Que comparten con el resto de la humanidad. El problema es

cuáles son las causas específicas del dolor de esa niña.—Yo sentí que la estaba ayudando y tratándola bien. Le dije

que sería su médico, que hablaría con ella y la ayudaría a resolverlos problemas que tuviera. Realmente, no veo qué hay de malo eneso —dijo Jason.

—No se trata de plantearlo en términos de malo o bueno —se-ñaló Bettelheim—. La cuestión es si lo que usted dijo tenía algunaprobabilidad de favorecer su relación psicoterapéutica con Margot.Ahora bien, cuando le dice que va a ayudarla con sus problemas,¿no presupone eso que ella acepta que tiene problemas? Yo no es-toy tan seguro de que realmente piense que los tiene, aunque paramostrarse dócil diga que sí.

»Cuando entrevisto a un paciente nuevo, uso una táctica dife-rente. Le pregunto qué puedo hacer por él, o ella, y dejo que sea elpaciente quien me diga si hay problemas para los que necesite miayuda. A veces, la respuesta es «¡Nada!», y entonces digo: «¡Quépena! Tal vez si me esfuerzo mucho pueda hacer algo, un poquitopor lo menos. No sé si será mucho».

»Si aborda usted a los niños preguntándoles cómo puede ayu-darlos con sus problemas, en muchos de los casos que tratamos laúnica respuesta sincera que podrían darnos sería: «Dándome un pa-dre y una madre diferentes». ¿Qué va a hacer con eso? —preguntóretóricamente el doctor Bettelheim y él mismo se respondió—: Pe-dirle que le hable de sí misma da por sentado que para ella es fácilconfiar en un adulto y que está dispuesta a cooperar porque nece-sita que la ayuden. Esto, en realidad, contradice la poca informa-ción que usted tenía, que la niña tiene once años (muy joven paraser anoréxica) y que sus padres la habían llevado al hospital. Yo nole preguntaría a esa niña si quiere o si necesita ayuda, sino que in-

El primer encuentro 63

sistiría en preguntarle: «¿Por qué has venido?». Quizá me respon-diera algo así como: «Me obligaron mis padres», y probablementeañadiría: «¡Son unos tontos!».

»A todos nos duele y nos subleva que nos lleven a alguna par-le sin que sepamos exactamente por qué o sin que nos hayan pre-guntado específicamente si queríamos ir o, por lo menos, nos ha-yan dejado alguna posibilidad de decidir libremente. Yo abordaríaa cualquier niño cuyos padres me lo. trajeran sobre la base de eseresentimiento, porque de esa manera tendría muchas más probabi-lidades de establecer comunicación con él y de llegar a conocernos.

«Seguramente, Margot está sufriendo y es desdichada por haberperdido sus ganas de vivir. Lo que ha sucedido en sus sentimientosdebe de tenerla perpleja y confundida, pero ¿cree realmente queella estaba tan inquieta como para buscar, por propia decisión, ayu-da psiquiátrica? ¿No es por lo menos igualmente probable que,ahora que está allí, haya decidido representar el papel de la niñaobediente que intenta adoptar la lógica de los adultos que la hanmetido en semejante situación?

—Todavía no estoy seguro de lo que me está diciendo —dijoJason.

—Le estoy diciendo —explicó Bettelheim— que lo que ellahace es simplemente repetir como un loro las palabras y actitudesde sus padres. Con un enfoque alternativo, podría obtener una res-puesta totalmente diferente. Se quedaría asombrado de la informa-ción que he obtenido, y en qué medida me he ganado la confianzade algunos niños, preguntándoles simplemente: «¿Qué les pasa a tuspadres para que te hayan traído aquí?». Con frecuencia, eso abre lacompuertas de un torrente de confidencias significativas.

Jason no parecía muy convencido.—Pero ¿no sería correr un gran riesgo preguntar a la niña qué

les pasa a sus padres? Aparte de mis propios recuerdos de cuandome llevaban a distintos lugares según la conveniencia de mis padres,yo no tenía muchos indicios de que ella estuviera resentida con suspadres, y ninguno de que tuviera conciencia de su propio enojo.

—Es verdad —coincidió Bettelheim—. Pero, por su descrip-ción, yo no dudaría en conjeturar que está, por lo menos, descon-certada, y que no le gusta que la hayan llevado al hospital. El en-foque que le sugiero no funciona si lo considera como una técnica

64 El arle ele lo obvio

o, algo peor, como una treta. Lo que permite que la niña expresesus sentimientos de que en casa no la entienden es su propia sen-sación de que sus sentimientos son válidos, y de que usted sienteempatia hacia ellos.

Durante un rato, Jason permaneció en silencio. Después memiró:

—Sé que el doctor B. podría decir eso a un niño y sentirse có-modo, pero yo no tengo su experiencia, y siento que necesito serneutral.

—Claro que sí —convine—. Pero como usted no tenía idea dehasta qué punto Margot podía estar aliada con los padres, y puestoque sabía que posiblemente estaría enojada con ellos, preguntarle«¿En qué esperas que te ayude?» no implicaba tanta carga emocio-nal como «¿Qué les pasa a tus padres?». Sin darse cuenta, usted letransmitió que tendía a tomar partido por los adultos.

—Creo que son demasiado duros con Jason —intervino Bill—.Ha conseguido que Margot le revele algo de su dolor, y ha demos-trado su propia capacidad de sentir empatia y de aceptar.

—Si soy demasiado duro, es porque sé que Jason tiene muchamás capacidad de establecer empatia con Margot de la que le hademostrado hasta ahora —repliqué'—. Y es algo que vale la penaseñalar porque es esencial para todos ustedes en su futura laborcomo terapeutas. Las experiencias vitales de cada uno son instru-mentos importantes y útiles en la práctica de la psicoterapia. Si elterapeuta se da cuenta de que sus jóvenes pacientes no son tan di-ferentes de él, y recuerda cómo veía el mundo a su edad, y cómohabría visto entonces lo que ellos hacen ahora, empieza a encontrarsentido en el comportamiento de sus pacientes. Si puede llegar a te-ner empatia con las experiencias vitales y con los puntos de vistade los niños, empezará a tener una idea de la forma en que lo veny de cuál es el mensaje que les transmite, respecto de sí mismo yde su actitud hacia ellos, las preguntas que les hace y las respues-tas que le dan.

«Volvamos a la oficina de admisión. Dudo que sean muchos losniños de once años que estén ansiosos por salir de la habitacióndonde sus padres están tomando decisiones de semejante importan-cia para su futuro. Si Margot, como la mayoría de las anoréxicas,no confía en los terapeutas, podría haber estado incluso más de-

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seosa de seguir allí y de captar quizás uno o dos indicios de cómopodía ser el ingreso en el hospital. Seguramente tiene miedo de loque puede hacerle el personal hospitalario, y la aprensión de los pa-dres reforzaría sus miedos. Margot no sabe cuándo volverá a casa,y quizá no esté segura de que su regreso sea bien recibido por lospadres. Por más que ellos mismos no quieran admitirlo, ni ante síni ante su hija, es probable que los padres estén enfadados con ella.La niña no sólo los ha desafiado en casa al negarse a comer, sinoque ahora los avergüenza en público. Si no tienen un mínimo de in-formación psicológica, es probable que sientan que recurrir al hos-pital es confesarse incapacitados como padres, incapaces de mane-jar a un niña rebelde. Si la tienen, quizá teman que el terapeuta losconsidere malos padres y les eche la culpa de la enfermedad deMargot. En cualquiera de los dos casos, ni social ni emocional-ínente están en una situación que les permita reconfortar a Margotmientras firman los papeles donde autorizan su ingreso en el hos-pital.

»En el despacho de la asistente social se están tomando deci-siones que afectan a su futuro. Nadie le explica qué es lo que estápasando; sólo cuenta con sus propios ojos y oídos para captar al-gún indicio. Por tanto, en ese momento, no puede ser nada tentadortener que irse unas puertas más allá por el pasillo, para trabar rela-ción con un extraño. Dadas todas estas condiciones, ¿hay algúnmensaje que pudiera haberle transmitido Jason mientras Margot es-taba con él en el despacho de la asistente social, que les hubierapermitido entablar con la misma rapidez su conversación privada,pero que también hubiera demostrado a la niña que él estaba ofre-ciéndole una relación especial?

Nadie habló.—¿Cómo se sentía Margot en aquel momento? —les preguntó

el doctor Bettelheim.Las respuestas llegaron de todos los presentes:—Enojada.—Nerviosa.—Con curiosidad.—Aprensiva.—Sola y abandonada.—Todo eso, probablemente —resumió el doctor Bettelheim—.

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66 El arle, de lo obvio

Entonces, ¿qué podría haber dicho el doctor Winn para descargarun poco aquella tensión haciendo saber a la niña que todo iba a sa-lir bien, que allí estaba en buenas manos?

—¿Y por qué había de creer ella lo que él le dijera? —pregun-tó Bill'.

—Exactamente, ¿por qué? —el doctor B. le hizo un gesto apro-batorio—. Los adultos hacen a los niños innumerables promesasque jamás cumplen. Todos recordamos de nuestra propia infanciacon cuánta frecuencia los adultos hablaban en beneficio propio, ycuan raras veces en el nuestro.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que pretende usted? —loapremió Bill.

—Que se pregunten qué era lo que Margot necesitaba oír parapoder confiar en la seguridad que le ofrecía el doctor Winn, si él sela hubiera ofrecido, y empezar así a controlar su angustia. Póngan-se en su situación. Creo que dijeron que en su lugar estarían espe-rando algo doloroso. ¿Cómo habría reaccionado Margot si le hu-bieran dicho: «Para ti debe ser bastante horrible que te traigan alhospital. Tus padres estarán unos minutos ocupados firmando pa-peles, pero si vienes a mi despacho te contaré las cosas que pasanen un hospital»? Al decir eso, le habrían dado la doble oportunidadde empezar a conocerlos y de empezar a ver cómo trabajan. Lejha-brían demostrado que son personas capaces de ver el mundo desdesu punto de vista, gente que sabe lo que ella siente y que se preo-cupa por hacer que ella se sienta mejor. Y le habrían dado un pri-mer atisbo de que soji.£^rsonasgue_se^Qcijpa_njde las palabras y queJas usan.para.aliviarJa.angustia. Eso podría haberle ayudá'do¥*creerque está en buenas manos.

»Si ella los hubiera acompañado al despacho esperando que leexplicaran los procedimientos al uso en el hospital, el asiento queeligiera podría haberles dado alguna pista. Si también así hubieraoptado por sentarse al otro extremo de la mesa, podrían haber con-jeturado que o bien lo hacía para protegerse de ustedes, o bien erasíntoma de un deseo de poner distancia entre ella y los demás entodas las situaciones. Pero tal como fueron las cosas, ella no teníala menor idea de qué podía pasar en su despacho, no sabemos si laelección del asiento expresaba alguna actitud general o miedo deencontrar en ustedes alguna actitud agresiva.

El primer encuentro 67

»¿Qué más pueden recordar de cuando lenían once años? ¿Quéidea tenían de un hospital en ese momento de su vida?

—Me parece que yo sabía que ahí operaban a la gente —res-pondió Jason—, aunque no tenía más que una vaga idea de que lacortaban para abrirla y sacarle alguna parle de dentro.

—¿Ven cuánto saben ya del mundo de Margo!? —insistió Bel-telheim—. Lo que necesitan es permanecer en ese mundo al mis-mo tiempo que asumen el rol de psicoterapeutas de niños. En la Es-cuela Ortogénica, el personal dedicaba una buena parte de por lomenos cuatro días a explicar a cada niño nuevo que ingresaba cuá-les eran los procedimientos de la escuela. Lo llevábamos a reco-rrerla y lo estimulábamos a que nos hiciera preguntas sobre noso-tros, sobre lo que hacíamos y sobre por qué lo hacíamos, y tambiéna que nos observara y se formara sus propios juicios sobre noso-tros. Es algo que de todas maneras habría hecho, pero que nosotrosle diéramos importancia y lo estimuláramos a hacerlo le comunica-ba que queríamos que él o ella sacara sus propias conclusiones.Para el final del cuarto día ya sabíamos muchas cosas sobre él oella, no sólo por lo que preguntaba, sino también por lo que no pre-guntaba. Y aprendíamos también de sus reacciones anle lo que veíay ante nuestras explicaciones.

»En nuestro primer encuentro con un niño nuevo, le asegurába-mos que en nuestra institución nadie le obligaría a hacer nada queél o ella no quisiera o no le gustara. Nos esforzábamos por ser lobastante ingeniosos como para formular todo aquello en términosespecíficos que se relacionaran con lo que podían ser las principa-les preocupaciones de ese niño o niña. En este caso, si Margot hu-biera acudido a nosotros, le habríamos asegurado que aunque que-ríamos que ella comiera y bebiera, nadie la obligaría a comer porla fuerza. Cuándo y qué quería comer o beber era exclusivamenteasunto suyo.

«Naturalmente, todos los anoréxicos lenían que poner a pruebaesa promesa, y lo hacían durante unas veinticuatro o cuarenta yocho horas. Cuando habían tanteado la situación y puesto a pruebanuestras intenciones, todos empezaban a comer y beber. Al princi-pio, y durante algún tiempo, lo hacían con vacilación, poniéndonosa prueba repetidamente para ver si insistíamos en que comieran ybebieran. También eran muy peculiares en cuanto a lo que comían

6<S El arle de lo obvio

y a la forma en que lo comían, pero nosotros persistíamos. Segúnnuestra experiencia, las anoréxicas que superaban su enfermedadllegaban a disfrutar tanto de la vida como cualquiera de los que es-tamos sentados alrededor de esta mesa, de modo que para nosotrosera un placer poder atenderlas.

»Una muchacha adolescente estaba demacrada cuando empeza-mos a atenderla. Todo lo que los padres habían intentado hacerlecomer era inaceptable para ella por razones que se negaba a decir-nos. El personal que se le había asignado se pasó con ella una no-che y un día enteros tratando de hacer que se sintiera lo más có-moda posible, sin hacer esfuerzo alguno por obligarla a comer o abeber. Tras convencerse de que no la forzaríamos a alimentarse nia beber, y como consecuencia de la relación positiva que habíamosestablecido con ella, finalmente llegó a insinuar que tal vez podríaintentar comer una marca selecta de atún enlatado importado deNoruega. Ni le preguntamos cuánto costaba ni insistimos en saberpor qué no podía aceptar un sustituto. Se estaba dejando morir dehambre, y estábamos encantados de que hubiera algo que pudiéra-mos buscarle para comer.

«Durante semanas no comió otra cosa que aquel atún, carísimo.Empezó a aumentar de peso y a recuperar fuerzas porque no sólose comía el pescado, sino que se bebía el aceite en que venía. Sólomeses después, cuando ya contábamos más plenamente con su con-fianza, compartió el secreto de por qué no podía comer más queaquella marca de atún: porque venía de Noruega, un país pacíficoque, en su opinión, no había participado jamás en empresas impe-rialistas ni había explotado a ningún pueblo del Tercer Mundo.Como ella consideraba que la tendencia política de sus adineradospadres contribuía a la explotación de los países subdesarrollados,encontraba inaceptable la comida que le ofrecían, y como temíaque otros estuvieran confabulados con sus padres, no quería decira nadie por qué rechazaba la comida.

«Después de compartir con nosotros sus razones, nos fue fácilencontrar alimentos importados del Tercer Mundo, o de las otras ypoquísimas naciones que ella consideraba países «buenos». Esosimplificó nuestro trabajo de enriquecer su dieta. Finalmente, losextremos a que llegamos para respetar su peculiarísima elección decomida la impresionaron, pero fue necesario casi un año de esa die-

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ta y de poner a prueba nuestras buenas intenciones para que acep-tara una alimentación sin restricción alguna. Incluso entonces, du-rante uno o dos años seguimos completando su dieta con alimentosprocedentes de países «buenos» para demostrarle que respetábamossus ideales y no habíamos estado simplemente siguiéndole la co-rriente.

»Ahora bien, durante esos primeros meses y años jamás inten-tamos interpretar su preocupación por los débiles del Tercer Mun-do como algo que quizás reflejara también sus sentimientos ante laforma en que sus poderosos padres la habían tratado cuando ellaera una niña indefensa. Si hubiéramos interpretado desde el co-mienzo aquel significativo desplazamiento, ella podría habernosconsiderado entremetidos y condescendientes, cuando de hecho laverdad es que el personal tenía gran respeto por su idealismo.

»Margot tiene, también, derecho a recibir información desde elcomienzo mismo sobre nuestros métodos de tratamiento y sobrenuestras intenciones. Es necesario que sepa que su psiquiatra noobtendrá la información que necesita con métodos físicamenteagresivos, sino a partir de lo que ella le diga por su propia volun-tad. A menos que haya tenido alguna experiencia anterior de psi-coterapia, es probable que espere que usted no sea más que otromédico que tratará de manipularla y le dirá lo que debe y lo que nodebe hacer.

—Si en nuestro hospital intentamos hacer cosas especialescomo las que hizo usted con esa chica —comentó Gina—, habrádiscusiones porque esos alimentos o juguetes especiales son dema-siado caros.

—A nosotros nos pasó lo mismo, aunque con los años lo acep-taron mejor. Siempre presentábamos nuestros argumentos lomandocomo punto de referencia el coste de un día en la escuela. Un mesde ese atún costaba menos que un día en la escuela. Aunque seaevidente muchos administradores no lo ven. Una compañía de se-guros contará con que la estancia de un niño en el hospital cuestamil dólares diarios, pero regateará cuando se gastan sumas sin im-portancia en golosinas o juguetes de regalo. Y sin embargo, esasminucias son estupendas inversiones. Si abrevian en una hora la es-tancia del paciente, ya se habrán pagado solas.

Bettelheim hizo una pausa y después se dirigió a Jason:

70 El arle de lo obvia

—Le ruego que si parezco demasiado crítico sobre la forma enque procedió usted con Margot no se lo tome personalmente. No esmi intención hacer perder tiempo al grupo analizando los erroresaleatorios de un individuo. Todos cometemos continuamente mies-Iros propios errores, yo incluido. Pero el problema que estamos ex-poniendo hoy es, a la vez, general y crítico: ¿por qué nos conduci-mos con los niños muy perturbados de una manera que sabemosque es errónea cuando nosotros mismos nos vemos sometidos aella?

Jason suspiró y pareció visiblemente aliviado.—Porque la psicoterapia de orientación psicoanalítica es difícil

de explicar.—Exactamente —confirmó Betlelheim—. Es bastante difícil

explicarnos a nosotros mismos o a un adulto interesado los cornosy los porqués de la psicoterapia de niños. Entonces, ¿cómo pode-mos esperar que sea fácil explicárselos a un niño muy perturbado,confundido y ansioso que puede interpretar mal, es decir, de acuer-do con sus propias y naturales ansiedades, e incluso también consus ideas delirantes, lo que le estamos diciendo? Nuestra única es-peranza es que consigamos explicarle muy bien lo que somos ycómo somos nosotros mismos, nuestros métodos y nuestras inten-ciones.

«Obviamente, no podemos explicárselo todo, ni siquiera los ve-ricuetos más importantes del tratamiento de orientación psicoanalí-tica, a un paciente nuevo, y menos aún a un niño ansioso, comoMargot, en el primer encuentro que tengamos con él o ella. De nadaservirá decirle que uno de nuestros objetivos es aliviarlo de su an-gustia, aunque lo sea. Porque será excepcional el niño que nos crea.Ni tampoco tiene mucho sentido decirle que nuestro propósito esllegar a conocernos, porque el niño ya ha tenido experiencias que ledemuestran que, aunque los adultos se sienten totalmente libres depreguntarle a él toda clase de cosas personales, generalmente no es-tán nada dispuestos a contestar cuando él los interroga.

»Ahora bien, ¿qué es lo que hemos aprendido de la vida coti-diana? Con frecuencia, cuando somos sinceros al hablar de noso-tros mismos, la respuesta de nuestro interlocutor es ser igualmentesincero ai hablar de sí mismo. De modo que en vez de sugerir queeso de conocemos empiece con que la niña hable de sí misma, o

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haciéndole yo preguntas sobre ella, mejor es empezar contándoleyo a ella algo de mí y de cuál es mi manera de hacer las cosas.

»Algunos terapeutas de niños procuran empezar el tratamientodiciéndole a su joven paciente que quieren ser sus amigos. Para mí,eso no tiene sentido. Si yo tuviera siete años y ustedes me dijeranque quieren ser amigos míos, les diría que prefiero un gatito. Losniños sólo dicen «Quiero ser tu amigo» en los libros de lectura deprimer grado. Si observan cómo se hacen amigos los niños, veránque uno de ellos se acerca al otro, le señala algún objeto o algo queestá pasando y le dice: «Mira eso». De manera que será más acer-tado que cuando el niño les pregunte por qué quieren verlo, le di-gan que hay algo que quieren aprender y que él puede enseñarles.Eso deja al niño el control de la situación, y además es honesto.

»Como mi intención en mi primer encuentro con un niño esdarme a conocer, a menos que él o ella me pregunte algo específi-co, cosa que alguna vez sucede, pero es rara, le hablo un poco delo que hago y cómo lo hago, con la esperanza de tener la intuiciónsuficiente para orientarme hacia alguna ansiedad importante quepueda sufrir y que se haya activado con motivo de la entrevista. Mideseo es tranquilizarlo, pero no voy a decírselo así sin más, direc-tamente. Sería una torpeza y, además, probablemente no me cree-ría. En cambio, le hablo simplemente de algunas de las cosas queme propongo hacer. A partir de eso, mucho más que por cualquierotra cosa personal que pudiera decir de mí mismo, el niño se for-ma sus opiniones sobre lo que me propongo, y quizás incluso so-bre cómo soy.

»Las cosas son un poco diferentes con los individuos psicóti-cos, en particular con los niños pequeños, que no responden favo-rablemente a lo que uno les dice. Y sus buenas razones tienen paradesconfiar de lo que les dicen. Todos los psicóticos han tenido tanmalas experiencias con lo que les dice la gente, que han aprendi-do a confiar en lo que ven o, en un sentido más profundo, en loque sospechan. De manera que es importantísima la forma en quepreparen ustedes el escenario donde los verán y la actitud con quelos saluden.

»Tras haberle explicado algunas cosas, le digo al niño que no séqué más puede interesarle, pero que estaría encantado de decirle lo

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que él o ella quiera saber. Es una invitación a que me hagan pre-guntas, y generalmente funciona. Si no, sigo con mi explicación.

»Además, invito al niño a que eche un vistazo por el lugar, esdecir, a que lo recorra. Y a la mayoría, por cierto, empiezo porofrecerles galletitas y caramelos. Generalmente, eso les dice másde mí, en un ámbito importante, que cualquier cosa que pueda ex-presar con palabras.

»En la Escuela Ortogénica, cuando venía a verme un niño nue-vo, yo partía de la base de que quizá me lo hubieran traído contrasu voluntad. Por eso, casi siempre empezaba hablándole de mí, mu-cho antes de atreverme a sugerir que me contara algo de él. En todomomento le aclaraba que era libre de irse cuando quisiera y que noharíamos nada por impedírselo. Muchos niños ponían a prueba lapromesa y se iban, pero, con una única excepción, todos volvíantan pronto como se habían convencido de que yo no haría nadapara obligarlos a volver. Pero admito que cuando se iban intentabaponerles algunoscaramelos en las manos.

—¿No está exigiendo demasiado de mí o de cualquiera de losque venimos para formarnos como terapeutas? —preguntó Jason—.Usted contaba con un equipo y un control, y yo no tengo a mi dis-posición los recursos de la Escuela Ortogénica.

—Pero tiene su sensibilidad y su intuición, Jason —intervine—.Usted nos ha demostrado que es capaz de estar en contacto con supersonalidad de los once años. Tuvo profunda empatia con los sen-timientos de Margot hacia la comida y me dio una clara idea de loque consideraba que era la vivencia de Margot. Pero aquella ma-ñana, su propia ansiedad no le permitió dejar que Margot viera eselado suyo, aunque eso habría contribuido a establecer una relaciónde empatia con ella.

»Estos son problemas con los que todos nos enfrentamos cadavez que conocemos a un paciente nuevo. Si usted da por supuestoque, por más ansioso que se sienta, el paciente nuevo lo estará más,y me parece que es un supuesto seguro, podrá sentirse más cómo-do y será más capaz de atender a la ansiedad de él. Si hubiera par-tido de ese supuesto, Jason, probablemente se habría sentido máslibre de concentrarse en Margot y en su aguda observación de queella parecía quemada. No todas las anoréxicas dan esa impresión.

El primer encuentro 73

Algunas sí, pero otras, como una que vi cuando iniciaba mi activi-dad psiquiátrica, parece que rebosaran energía.

—Por la lista de actividades en que Margot solía participar, di-ría que estaba haciendo demasiado —intervino Betlelheim—. Enun encuentro reciente de ganadores de premios Nobel, Niko Tin-bergen, el especialista en etología animal, habló del enorme incre-mento del autismo infantil en Estados Unidos y en otros países oc-cidentales. Él cree que la causa de ese autismo es la ausencia decomunicación positiva entre la madre y el niño. Pero tenía la sen-sación de que otro factor de ese incremento es el resultado de queen Occidente los padres, educadores y psicólogos esperan dema-siado de los niños.

—Eso demuestra lo que sucede cuando los ganadores de pre-mios Nobel se meten a jugar en campo ajeno —apuntó Bill.

Todos se rieron, y Bettelheim continuó:—-Bueno, pues el doctor Winn estuvo muy próximo a reconocer

el fenómeno que comentó Tinbergen —el doctor B. hablaba direc-tamente a Jason—. Quizá si usted se hubiera sentido más libre deconfiar en sus propias percepciones, le habría dicho a Margol algoasí como «¡Pobrecita! Ya estabas haciendo demasiado. Estás com-pletamente agotada. Es hora de que le tomes un buen descanso,bien largo».

»Este fenómeno que usted observó es de amplia aplicación, yuna de las principales causas de psicopatología infantil en las cla-ses medias norteamericanas. Con frecuencia, los padres cuyos hi-jos están sobrecargados de actividades muestran una inquietanteindiferencia hacia su hijo en cuanto individuo, combinada con unaexigencia estricta en cuanto a sus resultados. Con esos niños, elobjetivo de la psicoterapia es liberarlos de su preocupación porel resultado, dejando de subrayar los logros para fijarse en quiénesson como personas. Merced a su experiencia con su terapeuta,Margot tendría que ser capaz de descubrir que tiene abierta ante síla posibilidad de una relación sin contrapartidas con una personaque la acepta y la respeta por lo que ella es.

»Cuando usted devuelve a la paciente lo que ella le ha comuni-cado, por ejemplo diciéndole que ha estado trabajando demasiadoy que necesita descansar, ella reconoce que usted le ha prestadoatención y que la ha escuchado de verdad. Entonces puede tener un

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atisbo de que quizá la psicoterapia pueda ofrecerle, realmente, unarelación muy especial. El proceso terapéutico se inicia cuando elniño comienza a preguntarse cuál es la naturaleza de eso que estáempezando.

—¿Qué quiere decir con eso de que «el niño comienza a pre-guntarse»? —inquirió Renee—. ¿Cómo sabemos cuándo se iniciael proceso de la terapia?

—Se inicia cuando el niño (o la niña) reconoce que el terapeu-ta lo escucha con más cuidado del que él mismo se escucha, y sepregunta por qué —respondió Bettelheim—. Entonces él tambiénempieza a escuchar, a sí mismo y al terapeuta. Y el despertar deesta curiosidad, esta escucha de sí mismo y este tomarse a sí mis-mo más en serio, marca el comienzo de la terapia. Para que la cu-riosidad se despierte, el niño tiene que sentir la forma peculiar depercepción del terapeuta. Lo que hemos estado explorando en laentrevista del doctor Winn con Margot son los momentos en que sepermitió que esta intensidad se disipara.

«Entonces, ¿ha influido nuestro análisis sobre la visión que tie-ne usted de su relación con Margot?

Jason miró a Bettelheim y sonrió.—Por cierto que no ha sido una experiencia muy satisfactoria

—guardó un momento de silencio—. No estoy exactamente encan-tado con lo que usted me ha hecho observar. ¿Debería agradecerleque me ayudara a oír lo engolado que parecía? —él mismo se rióde la pregunta—: Sí, me imagino que sí. En realidad, en ese mo-mento yo no era yo o, por lo menos, no era el terapeuta que soy conlos adultos. Y no jugué limpio con Margot al no decirle qué hare-mos y qué no haremos. ¡Yo mismo estoy sorprendido! Es una in-formación que se les da rutinariamente a los adultos como parte delprocedimiento de admisión. Sospecho que no estaba tratando aMargot con tanto respeto como yo pensaba.

»Pero usted me ha estimulado a planear para mañana. Me hagustado eso de los cuatro días de orientación que les daban a los ni-ños nuevos en la Escuela Ortogénica. ¿Qué le parecería una versióncondensada? Mañana podría llevar a Margot en un recorrido por elpabellón, animándola a que me haga preguntas sobre lo que ve. Po-dría responderle lo mejor que sepa y explicarle cuáles son los pro-cedimientos que aplicaremos en su caso y cuáles no. Después, si

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hay tiempo, podríamos ir a la sala de juegos, donde ella podríaapreciar el contraste entre nuestro trabajo y lo que sucede en el pa-bellón.

—Me parece una excelente idea —comenté—. De esa formacalmaría la ansiedad de la niña al mismo tiempo que la va introdu-ciendo en el proceso terapéutico. Primero, por mediación de lo quehace, le demostraría que, en cuanto terapeuta, usted es una personaque procura entender sus necesidades, y que se ha puesto a pensaren la forma de satisfacerlas. Usted ha dicho que parecía abatida.Sin decir una sola palabra, el hecho de que usted la considere sufi-cientemente importante como para haber seguido pensando en elladespués de la entrevista reforzará su autoestima.

»Pero al afrontar las cosas así le estará enviando también otrosmensajes. LeJiar.á_v.er~que-en-psicGlera laansjedíid_esl_abj^iejndp.josjiechos. Es.taaLes.timulándüJ.a_a.,que ob-serve, a queuse suinteligencja y a.qu,eJiaga_.pieguntas.Jmsta en-tsndeMp,que._ye^Jq__que_sj.en,!.e y lo que fantasea. Así no se sentirátan angustiada al estar allí. Y_rjoj^na_jmiüog|¡^^idjiiyieja.fomia ejijy ie £m]x)s^sus,j_Hrosj2roblemas tengan cabida en los límites del mundo com-

r.prensj,bje. Poco a poco, vaÍién3ose^é-sü^pl^ia'7fi'entercj'Lie es agu-da, Margot irá encontrando otras maneras de dominar su angustia,mejores que los síntomas anoréxicos.

Jason parecía contento.—Y como se está replanteando su comienzo con Margot, ¿por

qué no empezar disculpándose por no haber respondido ayer a suansiedad? Usted nos dijo que lo lamentaba. ¿Por qué no decírselotambién? Así, la niña se dará cuenta de que usted es una personasensible, auténtica y que piensa... ¡alguien con quien vale la penaaliarse!

Jason sonreía. Entonces se me ocurrió que podíamos volver so-bre el caso de Renee y le pregunté si la experiencia de Jason le ha-bía ayudado a pensar con más claridad en el niño a quien tenía quever al día siguiente.

—Sí y no —me respondió—. El análisis me ha convencido deque incluso una primera sesión podría darme una oportunidad es-pecial de empezar a consolidar una relación, pero no puedo decir

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que por eso me sienta tranquilizada, ni mucho menos cómoda osegura.

—Quizá lo que voy a decirle le parezca paradójico —conti-nué—, pero la forma en que usted se siente me dice que, de hecho,está más próxima a estar preparada para su entrevista de mañana.Permítame que me valga de. una analogía que usa el doctor Beltel-heim. Tenemos que prepararnos para un paciente nuevo de la mis-ma manera que nos preparamos para recibir, en casa, a un invitadode honor. Digamos que usted está esperando que al mediodía lle-guen a su casa no exactamente amigos, sino amigos de amigos. Talvez se sienta nerviosa porque quiere atenderlos lo mejor posible,pero no tiene la menor idea de qué es lo que les gusta, e incluso nosabe siquiera si habrán comido o no. Entonces decide preparar algoque podría gustarles, pero como no quiere que se sientan incómo-dos porque usted se ha preocupado, ni se sientan obligados a comerpara complacerla, deja la comida preparada en la nevera.

»Cuando sus invitados llegan, como usted se ha preparado lomejor posible, puede dedicarse a ellos. Si le aseguran que no tienenhambre, procurará interpretar bien sus palabras. ¿Lo dicen de ve-ras, o están tratando de ser corteses y de adaptarse a lo que creenque será más cómodo para usted? Como no tiene intereses creadosen ninguna de las dos alternativas, su única motivación es la buenavoluntad. Aun así puede cometer errores, pero su buena disposiciónla deja en libertad de estar alerta para complacerlos, y eso crea unaatmósfera en la que la amistad potencial entre todos ustedes tienela máxima probabilidad de empezar bien.

»Renee, yo me imagino que algo en la información que le die-ron sobre el niño le provocó ansiedad desde antes de llegar a co-nocerlo.

—Como el asunto del fuego—admitió Renee.—Un excelente punto de partida —asentí—. El asunto del fue-

go es una bandera roja para cualquier terapeuta, un síntoma ante elque hay que estar alerta. Si ha habido algún episodio grave, puedeser que haya intervenido la policía, o no, pero eso usted todavía nolo sabe. Y por ahora, esa información es un obstáculo, una interfe-rencia en su posibilidad de conocer sin prejuicios al niño.

»La aseveración de que le da por encender fuegos ¿es realmen-te un conocimiento concreto? Seguramente usted puede imaginarse

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una docena de maneras en que podría haberse iniciado un fuego.Tal vez lo que la madre llama encender fuego sea haberlo encon-trado encendiendo una cerilla o una vela. Hemos visto casos así. Enellos, el único interés que tiene que digan que le da por encenderfuegos es que revela que la madre tiene miedo del niño. ¿No podríaser que un muchacho mayor haya encendido un fuego y después sehaya escapado, dejando que culparan al más pequeño? O podría ha-ber estado jugando a la isla desierta en un lugar peligroso. Tal vezjamás haya tenido la menor intención de iniciar un fuego y ahorase sienta culpable y presa de una depresión enfermiza por todo ellío que ha causado y en que se ve metido. Otra probabilidad es quehaya tenido miedo de la oscuridad y, en su inmadurez, no se hayadado cuenta de lo que hacía. O bien, en un impulso sensual, ¿nopodría haber estado jugando con cerillas porque es algo bello y fas-cinante, y haber escapado cuando le pareció que venía alguien, sindarse cuenta de que dejaba un fuego encendido? Y si realmentehubo fuego, ¿tenía una intención agresiva, defensiva o accidental?¿El niño estaba enojado, dolido, y vengativo, o tenía miedo e in-tentaba protegerse? ¿Estaba internando transmitir a alguien unmensaje importante?

»Cuando usted haya imaginado todas estas posibilidades tanconcretamente como pueda, sabrá que ya puede afrontarlas todas.Se dará cuenta de que si efectivamente el niño encendió fuego, suconducta tiene un contexto y un significado que usted necesita en-tender. Sin ellos, no puede saber si él encendió fuego y, si lo hizo,qué es lo que eso revela de él en cuanto individuo.

»Por ejemplo, un colega me habló de un niño que vivía en uncentro residencial de tratamiento. Los padres estaban divorciados,y el personal tenía la nítida impresión de que la madre era severa yarisca. Jamás tenía nada bueno que decir de su hijo. El padre era unhombre pasivo que al menos tenía con el niño algo aproximado auna buena relación. Por eso el personal del centro vio complacidoque el padre quisiera mejorar la relación con su hijo y pidiera au-torización para salir con él durante un fin de semana. El lunes, elniño regresó al centro residencial. El martes por la mañana, de for-ma muy cuidadosa y secreta, provocó un fuego que a punto estuvode quemar hasta los cimientos el pequeño pabellón donde había es-tado residiendo. Cuando el psiquiatra lo entrevistó, el niño se negó

7¿i ¡ti arle de lo obvio

a decir por qué había provocado el fuego. Además, no demostróningún remordimiento y ni siquiera quiso decir que no volvería a re-petirlo.

»Como no parecía aconsejable que el niño prosiguiera en régi-men abierto, se decidió enviarlo a una unidad psiquiátrica cerradaen un hospital. Tras eso siguió pasando por varios hospitales, ytuvo experiencias que más adelante él mismo calificó de terribles yan ti terapéuticas. Pero sólo después de quince años, cuando ya suvida había sido gravísimamente afectada, pudo revelar que el do-mingo anterior al día que provocó el incendio, durante aquel viajesupuestamente terapéutico, el padre lo había sodomizado, algo quejamás había podido contar a nadie.

»Por tanto, mientras no llegue a conocer al niño a quien verámañana, como los guiones posibles son tantos, mantenga una acti-tud mental abierta que le permita prestar atención al niño real quevendrá a verla. Después de haberlo visto una o dos veces y de ha-berse formado su propia opinión de él y de su comportamiento, es-tudie la ficha para ver qué pensaron de él y de sus problemas laspersonas que hicieron las evaluaciones iniciales. Si esas evalua-ciones coinciden con la suya, se sentirá tranquilizada. Pero si laevaluación difiere de lo que usted ya sabrá entonces del niño, lepermitirá contrastar la impresión que el chiquillo le produjo a eseevaluador con la suya, y podrá tratar de entender por qué esas dosimpresiones son diferentes.

—No entiendo —intervino Gina—. ¿Quiere decir que toda esaimaginativa preparación servirá para que Renee, en la primera en-trevista, pueda apartar por completo de su mente lodo lo referentea ios fuegos?

—No —aclaré—, lo que estoy diciendo es que la madre delniño puede incluir tantas situaciones cuando habla de «encenderfuegos» que Renee debe limitarse a interactuar, observar y formu-lar la hipótesis adecuada siempre y cuando sea relevante. Si esteenfoque no se adapta a su estilo, entonces Renee podría compartircon su nuevo paciente lo que le han contado de él. Muchos tera-peutas empiezan así para que el niño sepa desde el comienzo queno tendrán secretos con él. Si ustedes adoptan este enfoque, vale lapena añadir que eslán seguros de que lo que les han contado no es,

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ni de lejos, toda la historia. Estimulen al niño para que les cuentesu versión porque realmente quieren oírla de sus labios.

—Digamos que realmente este niño encendió un fuego peli-groso —terció el doctor Bettelheim—. Es probable que nadie lehaya preguntado por qué lo hizo. Es por ahí por donde hay que em-pezar. Decirle que no tiene que hacerlo o que hacerlo es peligrosopuede significar para el niño que usted no se interesa por él, que loúnico que quieren, usted y el mundo, es que él no les complique lavida. Con los incendiarios es raro que oigamos preguntar por quéencendieron el fuego, por qué a esa hora, por qué en ese lugar oqué era lo que trataban de lograr. Estoy seguro de que el niño teníauna razón que él consideraba válida. A estos niños nadie les con-cede que sean seres humanos razonables que tienen sus propiosmotivos, que para ellos son válidos, para haber encendido ese fue-go. Pero si lo que intentamos no es solamente ayudarle a que no semeta en líos, sino ayudarle a curarse, tenemos que empezar por sa-ber las respuestas a todas estas cuestiones y muchas más.

»No importa qué decida usted decir en esa primera reunión,doctora Kurtz; tenga presente la analogía entre la preparación queusted necesita y la de una buena ama ele casa.

»Una experiencia que tuve en mis primeros días en la EscuelaOrtogénica me hizo tomar clara conciencia de la importancia quetiene que los niños en tratamiento tengan libre acceso a la comida,y especialmente galletilas y caramelos. Mi predecesor tenía detrásdel escritorio un armario cerrado con llave donde guardaba golosi-nas. Una mañana me encontré sobre mi escritorio una cuchilla decarnicero. Durante la noche anterior, algunos niños de la escuela lahabían usado para abrir el armario de las golosinas. Se las habíancomido y me habían dejado una nota: «Esta vez está sobre tu es-critorio. La próxima la tendrás en la cabeza».

»Aunque en realidad no tenía miedo de que pusieran en prácti-ca su amenaza, entendí lo que querían dar a entender. Dejé en cla-ro para todos los estudiantes que, a partir de ese momento, los ca-ramelos y las gailetitas se guardarían en un armario sin llave. Losniños podrían servirse lo que quisieran en cualquier momento, dedía o de noche.

»A lo largo de los años, el armario de las golosinas se convirtióen una institución importante, que además de hacer que los niños

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se sintieran bien recibidos y de transmitirles el mensaje de que nosólo tendrían siempre satisfecha con largueza su necesidad de ali-mentos, atendía también a sus deseos de comer algo agradable yplacentero. Tras eso instituí una reunión diaria con todos los pa-cientes de la Escuela, en la cual se les animaba a que sugiriesen lasmejoras y los cambios que desearan introducir en el programa, in-cluyendo las cosas que en su opinión no debían mantenerse porquea ellos no les gustaban. Estas reuniones se convirtieron en un ve-hículo importante para el incremento de la confianza mutua entrelos pacientes y el personal. Para mí fueron sumamente útiles por-que me permitieron mejorar el programa de los internos. Y tuvie-ron un beneficio adicional: dieron a nuestros pacientes la sensaciónde que podían introducir cambios para mejorar su propia vida.

—Creo que eso fue lo que se proponía Jason cuando dejó queMargot fuese la primera en escoger asiento —terció Gina—. Que-ría que ella se sintiera cómoda.

—Sí —dije—, indudablemente Jason ha aprendido en su for-mación con adultos que es importante dejar que los pacientes nue-vos se sienten cerca de la puerta por si tienen necesidad de escapar.Pero, con Margot, usted se olvidó del asiento —miré a Jason—.Por suerte, ella no estaba paranoide ni agresiva. Los pacientes pa-ranoides pueden sentir sospechas, sentirse atrapados y con pánico.Si uno se interpone entre ellos y la puerta, pueden volverse violen-tos. A ellos, las palabras de bienvenida no les impresionan, de ma-nera que es mejor no bloquearles la posibilidad de fuga.

El doctor B. profundizó en la idea:—Permítanme insistir en algo que he dicho antes. Con los niños

psicólicos también hay que estar atentos a algo más. Suelen prestarmucha atención a la forma en que está decorada la habitación y acómo huele. Cuando van a un lugar nuevo, también ustedes confíanen sus reacciones sensoriales, aunque tal vez no sean durante todoel tiempo tan persistentes como son las de un psicótico. Entonces,planeen su despacho de manera que sea un buen reflejo del dueñoo dueña. Procuren que las sillas sean cómodas y que los caramelosy juguetes sean tentadores y estén accesibles. No tengan en el des-pacho cosas con las que el niño no pueda jugar libremente, o queustedes tengan que custodiar. Su objetivo es hacer que la experien-

El primer encuentro 81

cia sea cómoda para el niño, lo mismo que pasa con los invitadosque van a su casa.

—Algo más —añadí—. Sé que aquí a veces los futuros profe-sionales tienen que compartir despachos, de modo que no tienen elcontrol absoluto de lo que hay en el despacho ni de las condicionesen que está. Pero recuerden que los niños se expresan mediante losjuguetes y el juego. En nuestro trabajo con adultos seguimos el hilode sus pensamientos. Con los niños, seguimos el ritmo del juego ysu interrupción, pero sólo podemos hacerlo libremente si los ju-guetes que les ofrecemos no interfieren con la libertad de sentir yde pensar del niño. Incluso una casa de muñecas puede transmitiractitudes de hospitalidad y consideración o de inconsciencia y des-cuido. Si proyectan usar una casa de muñecas en la primera sesión,tengan cuidado de disponerla antes de hacer entrar al niño en la ha-bitación. Fíjense en que las muñecas y los muebles que haya en lacasa estén en buenas condiciones, y dispongan tanto el escenariocomo los personajes de una manera que les parezca que puede sersignificativa para el niño.

»Si la habitación no está preparada para recibir al niño, éste nosabe qué hacer con lo que se le ofrece. ¿Qué piensa un chiquillo sien la primera sesión ve que el terapeuta ha dejado dos familias enla casa? «¿Acaso éste se cree que yo tengo dos madres y dos pa-dres?» Si sus padres se han divorciado y ambos han vuelto a ca-sarse, quizá las dos familias sean pertinentes, pero el niño que vivecon sus padres se quedará perplejo. Si se fijan ustedes en algunosde los despachos, quizá los mismos que ustedes usan, verán algunade esas muñecas articuladas con un brazo arrancado y los alambresal descubierto. ¿Qué puede hacer un niño si el terapeuta lo con-fronta con un individuo mutilado? Esa imagen le originará miedosde amputación o de castración, por ejemplo, que quizá no tenganrelación con la ansiedad central de ese niño. ¿Cómo pueden reco-nocer qué es, en la vida interior del niño o en su medio hogareño,lo que lo está perturbando, si ustedes mismos le plantean cuestio-nes que lo perturban? Por el contrario, cuando las muñecas estánintactas y son adecuadas, el mensaje que transmiten es que el niñoes bien acogido y que el terapeuta se esforzó por tener el tipo dejuguetes con que a los niños les gusta jugar.

«Gradualmente, a medida que empiezan a conocer mejor al pe-

ni:rn;i,m-:iM

<S2 El arle ele lo obvio

queño paciente durante las sucesivas sesiones, pueden prepararpara él un escenario más específico. A medida que, una vez trasotra, vayan disponiendo en situaciones representativas la combina-ción adecuada de muñecas y muñecos adultos, niños y bebés, elmensaje que transmitan irá cambiando de «Entiendo y me interesanlos niños como tú» para convertirse en «Pienso en ti cuando no es-tás presente, y recuerdo lo que es importante para ti porque tambiénes importante para mí». Cuando los niños ven que nos hemos pre-parado para ellos, pueden retomar lo que dejaron en la última se-sión, o bien cambiar de tema y plantear un juego nuevo.

El doctor B. miró a Renee.—Todas estas sugerencias están dentro de las posibilidades de

una principiante. Su personalidad, sus experiencias y su sensibili-dad son los instrumentos más importantes. Válgase de ellos paraentraren el mundo de su paciente. Y recuerde que forjar una amis-tad es un proceso lento. No sea demasiado dura consigo mismacuando salga de esa primera sesión con apenas unos insights acer-ca de su paciente. Si le ha transmitido que quiere que él esté tran-quilo, y que usted está tratando de ver lo que él ve y de sentir loque él siente, con el tiempo el niño le dará muchas oportunidadesde aprender escuchando y observando.

«Permítame que le haga una última sugerencia: antes de maña-na, dedique algún tiempo al intento de ver el mundo con los ojosde un niño de siete años. Si consigue captar lo grande que le pare-ce el mundo y lo poderosa que aparece usted a sus ojos, le costarámenos estar más atenta a la ansiedad de él que a la suya. Es nece-sario que tenga usted la perspectiva del niño. Cuando yo empecé atrabajar en la Escuela Criogénica, me pasé mucho tiempo andandode rodillas. Me figuré que acuclillarme hasta estar a la altura de unniño y observar cómo ve él el mundo sería una preparación inapre-ciable para entrar en su mundo y verlo desde su perspectiva. ¿Nosería esa una buena manera de prepararse para su primera sesión demañana? Si lo hace, y después piensa en lo que observa, es proba-ble que se dé cuenta, como me pasó a mí, de que en nuestros ho-gares y en nuestros despachos, la altura del techo está pensada paralos adultos. Por eso, cuando están solos, los niños se construyentiendas y casas de juguete con el techo muy bajo, de acuerdo consus propias dimensiones.

El primer encuentro <S'.í

»Esle problema también se da en las salas que usamos para te-rapia infantil. Esencialmente, son habitaciones construidas paraadultos que luego, de alguna manera, tratamos de adecuar a los ni-ños. Si fueran habitaciones realmente diseñadas para niños, seríanmuy diferentes. La mayoría de los niños prefieren senlarse en elsuelo, debajo de la mesa o del escritorio, y esto no es más que unejemplo. De esa forma se sienten más cómodos y más protegidosen esos lugares más limitados.

«Entonces, pruebe a ver cómo se sentiría usted sentada debajode un escritorio, si midiera poco más de un metro de altura. ¿Quéaspecto tiene su despacho visto desde esa perspectiva? Tal vez po-dría introducir algunos cambios simples... además de las sillas paraniños que ya tiene, bajar un poco los juguetes para que su pacien-te se sienta más cómodo, y vea que usted se ha preparado para re-cibirlo.

Finalmente, Renee sonrió:—Bueno, ahora me siento más dispuesta para empezar. Nos ve-

remos la semana próxima.

2

Sacos de arena y salvavidas*

Uegué a Stanford con una reconocida reputación de experto enlos problemas que tienen los niños maltratados, y me intere-

saban especialmente las sesiones en que se hablaba de un niño enesta condición. Una semana, Saúl Wasserman, director de la Uni-dad de pacientes psiquiátricos niños y adolescentes que recibíantratamiento en calidad de internos en el Hospital de San José (uni-dad a la que, de acuerdo con su nombre en inglés, Child and Ado-lescent Psychiatric Impatient, se conocía con las siglas CAPÍ, paraabreviar), presentó al seminario el caso de un niño maltratado. Yoya conocía a Saúl porque una vez por semana acudía a la CAPÍpara supervisar a mis becarios en psiquiatría que estaban cum-pliendo en la unidad seis meses de su programa de dos años de for-mación.

Desde su ingreso en Stanford como residente psiquiátrico, aSaúl le habían interesado siempre los marginados de la sociedad:chicos rudos y duros, auténticos delincuentes juveniles. En los añossetenta y a comienzos de los ochenta, el Hospital de San José eraun típico hospital municipal, con pocos recursos; el personal lu-chaba con tremendos problemas de espacio para acomodar a unagran cantidad de pacientes, muchos de ellos indigentes. La CAPÍ séhacía cargo de veintiséis niños, perturbados y alborotadores. Cuan-do Saúl se hizo cargo de la unidad, a mediados de los años seten-ta, el modelo de tratamiento de la CAPÍ era fundamentalmente con-

* En inglés, ¡.ifi'savers, t|ue en castellano significa, como reza el título, 'salvavidas',se refiere también a una marca de caramelos. (N. de la I.)

Sacos de arena v salvavidas H5

ductista, y consistía en conformar el comportamiento de un niño alas expectativas mínimas de la vida civilizada. Saúl sabía que lamodificación del comportamiento era relativamente simple de al-canzar, y eso era especialmente útil para él en cuanto director deuna unidad nueva, porque le permitía poner en práctica un progra-ma organizado, ordenado y seguro con un personal relativamentefalto de entrenamiento.

Sin embargo, Saúl sabía que aquello no era la última respuesta,porque con el enfoque conductista no se lograba en los niños el tiponecesario de cambios internos verdaderos y perdurables. Como mipropio punto de vista en el trato con los niños era psicodinámico,era frecuente que, en amistosas y francas discusiones con Saúl, meencontrara cuestionando el enfoque conductista de la CAPÍ.

En 1981, en colaboración con Graehem Emslie, un compañeroespecializado en psiquiatría infantil, organizamos un estudio enStanford. Conseguimos documentar que, antes de su ingreso, másdel cuarenta por ciento de los pacientes niños y adolescentes de laCAPÍ habían sido manifiestamente maltratados física o sexualmen-te. Y los malos tratos no habían sido sutiles. A esos niños, las per-sonas que estaban a su cargo los habían golpeado hasta romperleshuesos, los habían violado, la madre los había tirado escaleras aba-jo (por comportamientos infantiles tan inocuos como sacar unamanzana de la nevera) o los habían encerrado durante días bajo Ha-ve en un armario.

Esos hallazgos documentaron lo que Saúl ya sospechaba. Cuan-do revisó las fichas de todos los niños que habían sido castigadoscon reclusión en la unidad de Stanford, comprobó horrorizado quemuchos de ellos habían sido antes maltratados en su hogar. La so-lución conductista de «recluir» a un paciente infantil para que «secalmara» parecía peligrosamente próxima a encerrarlo bajo llave enun armario. Era obvio que un enfoque que repetía con tanta exac-titud el trauma original no era el más indicado para curar sus heri-das. Saúl empezó a prestar cada vez más atención a los sentimien-tos que los malos tratos anteriores habían hecho surgir en los niñosde la CAPÍ, en un intento de entender las razones subyacentes enlas acciones de los pequeños, en vez de limitarse a conseguir quese portaran mejor. Además, empezamos a coincidir en la forma deabordar a los niños maltratados. A fines de los años setenta, co-

<S'ó lil arle de lo obvio

menlé con Saúl que mis reuniones semanales con el doclor Bettel-heim y los seminarios estaban cambiando mi manera de pensar enaquellos niños perturbados y maltratados, y lo invité a acudir aellas.

Antes, y con cierta vacilación, Saúl invitó a Bettelheim a visi-tar la CAPÍ. Cuando el doctor B. hubo recorrido la unidad, Saúl co-mentó que quería instalar allí un saco de arena, como el que usanlos boxeadores en sus entrenamientos, porque los niños de la CAPÍestaban tan resentidos con el mundo que necesitaban una manerade descargar su cólera que no fuera tomárselas con el personal. Larespuesta de Bettelheim fue típica de su estilo: «Bueno, si piensade esa manera tal vez no esté todo perdido para usted».

Saúl necesitó varios años de contacto con el doctor B. para lle-gar a entender cabalmente el irónico cumplido. Bettelheim estabasatisfecho de que Saúl estuviera ofreciendo a los niños una oportu-nidad de descargar sin peligro su cólera, porque eso significaba queconsideraba comprensible su rabia después de las experienciasque habían tenido. Pero también estaba señalando que Saúl espe-raba que un objeto inanimado, un saco de arena, hiciera por elniño algo que éste sólo podría lograr mediante la interacción conun ser humano que lo conociera y lo amara. El doctor B. sabía queel hecho de que Saúl esperase que niños tan maltratados y faltosde alecto pudieran superar su rabia simplemente golpeando unsaco de arena, desde el momento mismo en que ingresaban en laCAPÍ, equivalía a estar negando la necesidad del duro trabajo queconocemos como proceso terapéutico, en el cual uno de los prin-cipales objetivos es aprender a dominar la cólera y a canalizarla deforma constructiva.

El propio Saúl llegó a darse cuenta de que también en otros sen-tidos un saco de arena puede poner en peligro el proceso terapéuti-co. Dejar que un niño descargara su cólera sobre el saco de arenales ahorraría a Saúl y al resto del personal el duro trabajo de auto-observación al que tendrían que someterse para descubrir qué eralo que ellos podían haber hecho para provocar al niño, por más in-significante que aquello pudiera ser en comparación con lo que elchiquillo había sufrido en el pasado. Después de todo, esos niñosno se pasaban todo el tiempo golpeando. Al atribuir el estallido derabia exclusivamente a las experiencias pasadas del niño, Saúl se

Sacos de arena y salvavidas 87

ahorraría la exploración de las circunstancias de «ese» estallido yperdería una oportunidad de mejorar el nivel de entendimiento en-tre el niño y el personal de la CAPÍ.

Cuando Saúl vino a nuestro seminario para analizar un casoproblemático de la CAPÍ, tuvo una buena oportunidad de ver lo útilque podía ser para él y su trabajo en la unidad del hospital un en-foque tan diferente.

—Me encuentro en una situación en la que me interesaba espe-cialmente hablar con usted —empezó—-. Bobby es un niño de doceaños que abrió a patadas la puerta de la cocina de un centro de cri-sis donde lo habían enviado hasta que se calmara y prendió fuegoa la cocina.

—Bueno, doctor Wasserman, ¿no están para eso los centros decrisis? —preguntó el doctor B.

—Es que ahí les gustan las crisis tranquilas —respondió Saúl—.Para empezar, a Bobby lo expulsaron de la escuela por pelearse conlos maestros. En su casa solía pasar el tiempo rompiendo los mue-bles, y en el departamento de bomberos ya lo conocían por los in-cendios que provocaba en el vecindario. La madre nos contó queBobby había sido un problema desde que tenía tres años. Sin em-bargo, como nos dijo también que había sido un hijo no deseado, yque ella y el padre de Bobby se habían divorciado antes de que élcumpliera un año, sospechamos que para ellos el niño había sido unproblema antes de su nacimiento.

—¿Dónde ha estado viviendo Bobby? —pregunté.—Los padres son inmigrantes —respondió Saúl—. Vinieron de

Bélgica y unos meses después se separaron. Bobby pasó los pri-meros diez años con la madre, pero como su comportamiento eratan difícil, ella se lo envió al padre. Mientras estaba con él, el niñoapareció varias veces en la escuela cubierto de hematomas y heri-das. Finalmente, el padre admitió que lo castigaba regularmente,con el fin de controlarlo. Por eso, cuando el niño cumplió los doceaños, los servicios de protección a la infancia se lo devolvieron ala madre que, huelga decirlo, no estaba precisamente feliz de te-nerlo de vuelta. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que ella de-volvió al niño al servicio de protección de menores. A los pocosdías de haber sido internado en un centro de crisis, Bobby provocóun incendio en la cocina. Los bomberos lo apagaron. Hubo una in-

88 El arle de lo obvio

vestigación policial y, como ya dije, lo transfirieron a la CAPÍ. So-mos algo así como la estación de reciclado; evaluamos a niñoscomo Bobby, empezamos un tratamiento con ellos y procuramosencauzarlos lo mejor posible en el inadecuado sistema estatal paraniños perturbados.

»Cuando nuestro personal revisó las fichas de Bobby, descu-brió que, en diversos momentos de su vida, el niño había recibidotoda clase de tratamientos, tanto patentados como todavía en ex-perimentación: anfetaminas, Dexedrine, Ritalin, incluso la dieta deFeingoíd, sin que ninguno de ellos consiguiera mejorar su com-portamiento.

—¿Quiere decir, entonces, que la dieta de Feingoíd no lo curó?—preguntó Bettelheim con fingido horror—. ¡Qué espanto!

Cuando se acallaron las risas, Saúl continuó:—Mi unidad se divide en dos equipos, y cada uno es responsa-

ble de la mitad de los casos. Yo soy el director del equipo B. Du-rante sus primeros treinta días en el hospital, Bobby estuvo a car-go del equipo A. Allí intentaron proporcionarle un ambiente aco-gedor y seguro, y procuraron controlar algunas de las cosas negati-vas que hacía imponiéndole sanciones leves. Pero el personal nollegó a hacerse una idea de lo que pasaba en la cabeza del niño, yse sentían cada vez más frustrados. Tenían problemas con su formade actuar. Por ejemplo, se negó continuamente a asistir a las clases.

—Un sentimiento muy comprensible —asintió Bettelheim—.Yo también solía odiar la escuela, pero no tenía agallas para hacernovillos. Si las hubiera tenido, y el no ir a la escuela hubiera sidorazón suficiente para que me hospitalizaran, me habría pasado doceaños en un hospital. Pero dígame, doctor Wasserman, ¿qué aspectotiene el niño? No puedo imaginármelo.

—Es menudo y de entendimiento rápido, pelirrojo, pecoso y deojos azules. Es más bajo y más delgado que la mayoría de los ni-ños de su edad que hemos tenido en la unidad, pero para el perso-nal es un puntapié en el trasero. Simplemente, no pueden ponerlelímites. Bobby estuvo impecable hasta que un día le pareció injus-ta cierta restricción, y entonces, con la rapidez del relámpago, sevolvió tan hostil que el personal, que habitualmente permanece im-pasible, empezó a mostrarse indignado y punitivo. Ya empezaban asentirse agotados, y Bobby también estaba angustiado. Casi se veía

Sacos de arena y salvavidas 89

a sí mismo como a un niño malo, y esas confrontaciones le hacíansentirse aún peor.

La voz mesurada con que habló Betlelheim daba la impresiónde que tuviera algo en mente:

—¿Qué sentía el personal por ese niño? —preguntó.Algunos años más tarde, cuando Saúl y yo comentamos aquella

pregunta, nos dimos cuenta de que Bettelheim ya sabía exactamen-te quién era Bobby y qué era lo que necesitaba de un medio tera-péutico. Pero en tanto que maestro socrático, su tarea consistía endescubrir por qué Saúl no lo veía.

—A la mayoría les gustaba, o por lo menos intentaron que lesgustara —respondió Saúl—, pero se quedaron frustrados. Bobbyperturbó toda la unidad. Ni siquiera cuando el personal se esforzóespecialmente por trabajar con él consiguieron llegar a ningunaparte. El equipo A estaba pensando en traspasar a otro el cuidadode Bobby, de manera que cuando me ofrecí a hacerme cargo de élse mostraron más que dispuestos. Precisamente por esa época, yome ocupaba también de una chica adolescente que, según me de-cía el personal, se parecía muchísimo a Bobby. A ella también lahabían maltratado los padres y la habían encerrado días enteros enun armario. Después de que el departamento de servicios socialesla separara de los padres, la colocaron en varios hogares adoptivosy más tarde en dos centros terapéuticos residenciales, ninguno delos cuales pudo con ella. Para cuando nos la trajeron, las había pa-sado moradas.

»Yo hice la prueba de ensayar algunas cosas nada ortodoxas conla chica. Por ejemplo, a ella le costaba levantarse por la mañana.Entonces le di un paquete de Salvavidas y le dije que tan prontocomo se levantara de la cama habría un paquete de Salvavidas paraella. Le dije también que si no obtenía lo que necesitaba, podía ser-virse un Salvavidas. Después de varias semanas, cuando se con-venció de que podía contar con que yo la aprovisionaría de Salva-vidas, empezó a tener éxito en el programa y ya no necesitó losSalvavidas.

»Decidí modificar algo el enfoque e intentarlo con Bobby. Laprimera mañana que tenía que trabajar con mi equipo le dije: «Yosé que tú tienes la sensación de que no tienes nada que esperar, demanera que mañana, y después todas las mañanas, te voy a dar un

90 El arle de lo obvio

paquete de Salvavidas». Eso le gustó, y cuando me espetó que que-ría un regalo le dije que a las dos, cuando volviera, le traería uno.

»A las dos en punto apareció Bobby reclamando su regalo. Es-taba seguro de que me había olvidado, pero yo le había compradouno de esos ositos panda de un par de dólares, que cuando se les dacuerda tocan los platillos. Bueno, hay algo que se llama felicidad...pero Bobby estaba extático. Pensé que era buena señal. Entonces ledije que durante el fin de semana tendría otro regalo, y en verdadque no le fallé. El lunes no le di nada, pero esta mañana le he traí-do una caja pequeña de soldados. Me ha preguntado si en la caja ve-nía un tanque. Afortunadamente, lo había; fue el regalo perfecto.

El doctor B. tomó un sorbo de café y preguntó:—Entonces, ¿cuál es el problema?—Seis días en que ha sido más fácil vivir con él no resuelven

el problema. Tan pronto como está frustrado, vuelve a estallar.—¿Lo que usted quiere son milagros? —Bettelheim lo pregun-

tó muy suavemente.—No —dijo Saúl, y titubeó un momento—. Usted no me cree,

¿verdad? Pues me alegraría que pudiéramos hacer lo necesario paraque Bobby no termine en un reformatorio.

—Realmente, ¿usted cree que una semana es tiempo suficientepara deshacer doce años de privaciones? —preguntó sensatamen-te Bettelheim—. En una semana no se puede esperar demasiado.Es razonable calcular que para deshacer el daño se necesitará tan-to tiempo como se tardó en causarlo. Si se logra en menos, en-cantados todos, pero a mí ese cálculo de tiempo me parece razo-nable.

Saúl miró a Bettelheim y al grupo y habló con tono de urgencia:—La CAPÍ no es como la Escuela Ortogénica. No podemos

permitirnos el lujo de calcular así el tiempo. En uno o dos meses,Bobby irá a una especie de hogar de acogida para niños, y yo noquiero que se vaya sintiéndose en una situación desesperada. Mesentiría mejor si pudiera dar algunas ideas útiles a la persona quetenga que trabajar con Bobby después de mí.

—De acuerdo —respondió Bettelheim—. Si usted me respondea la pregunta que le he hecho, doctor Wasserman, tal vez se le ocu-rran algunas ideas para seguir. ¿Qué siente su personal por eseniño?

Sacos de arena y salvavidas 91

Cuando Saúl se quedó en silencio, Bettelheim explicó:—Ese chico ha sufrido privaciones extremas desde que nació.

Su equipo vio que usted daba a la niña Salvavidas y regalos. Si elniño les gustaba bastante y si pensaban que los dos niños eran si-milares, ¿por qué no se les ocurrió la idea de hacerle regalos a él?

—Fue una idea experimental, así que mal podría yo descalifi-carlos por no haberla usado —respondió Saúl—. Hacer un regalo aun niño delincuente es contrario a las prácticas al uso y a las teo-rías que andan por ahí.

—Ah, ¿conque es eso, doctor Wasserman? Bueno, pues haymontones de ideas que andan por ahí. La dieta de Feingold andapor ahí. Medicamentos como el Ritalin y la Dexedrine andan porahí. El conductismo anda por ahí. Muchas ideas contradictorias an-dan por ahí. Pero entre esas diversas ideas y enfoques la gente es-coge aquellas con las que tiene más afinidad, y entonces se diceque esas ideas andan por ahí.

»¿Es realmente una idea tan novedosa que a estos niños hay quemimarlos? No soy yo el único que ha hablado y escrito sobre eltema. A estos niños hay que mimarlos por la sencilla razón de queal mimarlos se les da la esperanza de que hay alguna otra manerade vivir que, por lo menos teóricamente, está a su alcance.

»Dice usted que Bobby le gustó bastante a su equipo, y queellos trataron de entender qué es lo que pasa en la cabeza del niño.¿Qué dificultad hay en eso? Lo que pasa en esa cabecita es «Noquiero que me traten de una forma tan mezquina. Quiero que metraten bien».

—Tenemos montones de niños maltratados en la unidad, y lamayoría no reaccionan como Bobby.

—¡A Dios gracias! —estalló el doctor Bettelheim—. De otramanera habría incendiarios por todas partes. Pero ni siquiera es ne-cesario que sepan ustedes lo que pasa en la cabeza de ese niño. Elprincipio más antiguo que existe es «Alimentad a los animales».No es una idea nueva. Yo no la aprendí en los libros. Cuando esta-ba en el campo de concentración alemán, pusieron en mi barraca aun domador de animales mundiaimenle famoso. Nos hicimos ami-gos, y un día le pregunté cómo había aprendido a controlar a losanimales. Me contó que cuando tenía un león o un tigre o una pan-tera nuevos, se quedaba largo tiempo fuera de la jaula estudiando

92 El arte üc lo obvio

sus hábitos: por ejemplo, observando cómo se paseaba el Tigre.Pero lo más importante que aprendía de cada animal era qué le gus-taba comer. Entonces conseguía esa comida y empezaba a alimen-tarlo él mismo, porque al alimentar al tigre con lo que él quiere, eldomador llega a controlarlo.

»Lo que me dijo el domador me pareció sensato. Todos sabe-mos por nuestra experiencia inmediata que queremos que nos mi-men. Entonces, dígame, ¿por qué cree usted que algunos miembrosde su personal tienen la idea de que a los niños no hay que mimar-los?

Aceptar la posición de Bettelheim solía ser muy arduo para to-dos los participantes en los seminarios. Quizá Saúl hubiera queridodiscutir y defender a su personal, pero probablemente se habíadado cuenta de que, como de costumbre, el doctor B. estaba tra-tando de decirle algo importante.

—Fíjese en los detalles —había dicho ya con frecuencia Bettel-heim—. Observe el proceso en sus aspectos más nimios. La reali-dad existe en los detalles, y por eso el psicoanálisis es el arte de loobvio.

Repentinamente, Saúl comprendió; hasta tal punto era obvio.—¿Usted cree que existe una hostilidad inconsciente hacia los

niños?—¡Exactamente! ¿No dice que Bobby le gustaba bastante a su

personal? Bueno, pues ¿cómo se expresa esa actitud? Yo desconfíomucho cuando alguien dice que ama muchísimo a una chica, perojamás le lleva unas llores.

—Bueno, mi gente se esforzó de veras por hacer cosas especia-les por ese niño —respondió Saúl—. Por ejemplo, parecía que aBobby le gustaba hacer tallas en madera, y entonces uno de losmiembros se pasó muchísimo tiempo tallando madera con él, peroBobby se portó como si eso no fuera mimarlo.

—¡Es que no lo era! —afirmó Bettelheim.Una vez más, Saúl se quedó intrigado, pero volvió a insistir:—Bueno, pues a mí me pareció que sí. Ya no sé a dónde apun-

ta usted ahora, y dudo de que ninguno de los presentes lo sepa.—Mire, doctor Wasserman. Tallar madera no es «gustar» en su

sentido correcto, porque tallar madera es trabajar. Es produciralgo. Por más que alguien del personal lo considere mimar, por más

Sacos de arena v .salvavidas 93

que producir algo sea un placer, es enviar un mensaje confuso. Medoy cuenta de que quizá la intención fuese otra, pero el receptor nopuede estar seguro de cuál es el mensaje que implica el hecho depracticar juntos esa actividad. Tallar madera es algo que general-mente exige que se respeten ciertos procedimientos, algo que tieneque ver con unas reglas y que exige un aprendizaje. Por eso yodudo de que, para ese niño, ofrecerle esa actividad sea realmentemimarlo.

—Pues me parece que ahí acierta en el blanco, porque una delas cosas que dijo Bobby fue que no quería tener que ganarse nada—admitió Saúl.

—Bueno, es que yo ya le di algo para asegurarme de que mispredicciones se harían realidad —bromeó Beltelheim—. Si no,¿dónde iría a parar mi reputación? Uno siempre tiene que cuidar sureputación. Asegúrense de que sus predicciones dan en el blanco,aunque les cueste caro. Es la manera de trabajar que tienen los adi-vinos desde el principio de los tiempos.

Volvió a ponerse serio y se dirigió a Saúl:—¿Qué puede usted ofrecerle realmente a Bobby a los trece

años? No pase por alto el hecho de que la madre lo rechazó. Qui-zás usted sepa que Freud escribió algo sobre la importancia de lamadre como primer objeto amoroso, especialmente para el primo-génito varón. Por razones personales, es probable que Freud hayasobreestimado su importancia, pero el viejo no era ningún tonto.¿Usted puede imaginarse a Freud voluntariamente abandonado porsu madre?

—No lo habría aguantado —bromeó'Saúl.—No le habría quedado otra opción —replicó Bettelheim—. De

eso se trata. Ser voluntariamente abandonado por la madre con-vencería a cualquier niño de que es malo. Por tanto, ¿quieren saberqué es lo que le pasa a ese niño? Está convencido de que la vida esirremediablemente desdichada, y esa es la convicción que tiene quecontrarrestar su personal. Quizá después de que establezcan unabuena relación con el niño pueda ser útil la talla en madera. Peroantes de eso hace falta dar unos cuantos pasos. Para un niño some-tido a tantas privaciones, mimar quiere decir que él no tiene quehacer nada para conseguir algo bueno. Lo bueno le llega, nada más.Por eso, incluso me inspira cierta duda lo que usted le dijo a la niña

94 El arle de lo obvia

que ha mencionado antes, que cuando se sintiera nuil cogiera unSalvavidas. Si es posible, yo preferiría que le dijera que cuando sesienta mal, se lo diga a usted. Porque entonces será usted quien ledé el Salvavidas; ahí está la diferencia.

—Es lo que hago con la niña, que ha llegado a confiar en mí—dijo Saúl—, pero Bobby no confía en ningún adulto, ni en mí tam-poco, que supongo que es lo que esperaría usted con su experien-cia. Pero su reacción puede ser sorprendente. Cuando el personalintentó imponerle restricciones, se enfureció. Yo hablé con él deeso, y ¿sabe lo que me dijo? Pues que quería vengarse.

—Un deseo muy comprensible —asintió pausadamente el doc-tor B.

—¿Qué quiere decir?—Si uno se siente maltratado, quiere vengarse. Quizá decida

que no es factible o que es demasiado arriesgado, pero creo que eldeseo de venganza es parte de la naturaleza humana.

—Bueno, entonces —convino Saúl— la cuestión es cómo sepuede vivir con un niño que ve enemigos por todas partes y está to-talmente resuelto a vengarse.

—Dándose cuenta de que usted también querría vengarse —res-pondió Betlelheim—. Todo lo demás es fácil. A su personal lecuesta convivir con ese niño porque lo considera un individuomonstruoso, totalmente asocial, que jamás se adaptará a la socie-dad. Para ellos es difícil darse cuenta de que todos los seres huma-nos, y eso los incluye a ellos, al personal, compartimos reaccionesy sentimientos similares. Una vez que puedan decirse «Este niño esigual que yo, y en la misma situación yo también querría vengar-me», serán capaces de convivir con él.

—Eso aún lo deja a uno con un problema difícil. ¿Cómo es po-sible convivir con un mínimo de seguridad con alguien que quierevengarse?

—Eso no es problema —declaró enfáticamente Bettelheim—.Parece escéptico, doctor Wasserman, pero es la verdad. Después dehaberse puesto muchas veces en la situación de él, se convencerá.Cuando le dice que no debe encender fuegos, usted y el niño no seentienden. Cuando le dice «Pero claro, si es lo más natural quequieras prender fuego a algo», le está desinflando las velas. Estáclaro que usted no quiere que haga eso; sería de locos alentarlo a

Sacos de arena y salvavidas 95

que incendie nada. Pero eso no significa que no pueda decirle «Siyo estuviera en tu situación, también querría incendiar algo, pero séque no ganaría nada bueno con hacerlo realmente».

—Un ejemplo concreto me ayudaría de veras a entender lo queusted propone —dijo Saúl—. Por ejemplo, digamos que Bobbyestá con un grupo de dos o tres niños más. Yo llego por el pasillo.Él quiere decirme algo, pero otro niño que también quiere hablarconmigo se interpone en su camino. Bobby lo amenaza con elpuño. Entonces lo ve alguien del personal e intenta separarlo unpoco para asegurarse de que no golpee al otro niño...

—Quiero preguntarle algo —él doctor B. se quitó las gafas y sequedó pensando.

Era una costumbre que yo había observado regularmente en él:quitarse las gafas para pensar y volver luego a ponérselas. Un díame explicó por qué lo hacía: «Pues verá —me dijo—. En Ediporey, Edipo se ciega, en parte, porque quiere llegar a ser un videntecomo Tiresias. La idea es que únicamente renunciando a la vista[giving up your sight] se puede conseguir insight. Cuando me loaplico a mí mismo, me pasa algo muy extraño. Como soy muymiope, cuando me quito las gafas veo muy poco. Hace unos añosme di cuenta de por qué lo hago. Porque cuando no puedo ver, es-toy mucho más concentrado en lo que oigo y en lo que sucede den-tro de mí, como Edipo, que quiere tener el talento de Tiresias».

En aquella ocasión golpeó la mesa con los nudillos, como siacabara de dar con la respuesta.

—Imagínese que una niña alimentada con biberón comienza allorar, doctor Wasserman. La madre piensa que tiene hambre. ¿Quéhace en ese caso lo que podríamos llamar «una madre normalmen-te buena»?

—Va con la niña hasta la nevera, abre la puerta y le dice que ahíestá su biberón.

—Exactamente —Bettelheim volvió a ponerse las gafas—. Ymuy pronto, cuando la niña esté llorando, tan pronto como la ma-dre se encamine hacia la nevera, la pequeña sabrá que ya llega elbiberón y aprenderá a dejar de llorar con tanta fuerza. Es decir, queuna madre normalmente buena sabe que esperar es muy frustrantey que ella tiene que hacer todo lo que esté a su alcance para inte-

% El arle de lo obvio

íTiimpir la frustración. A partir de esto, ¿qué puede decirle a esteniño cuando levanta el puño?

Saúl empezaba ya a ver lo que se esperaba de él.—Me alegro de verte, Bobby, y en un par de minutos hablaré

contigo —respondió.—Está bien encaminado —asintió Bettelheim—, pero, para

Bobby, un par de minutos es una espera demasiado larga. ¿Por quéfrustrarlo cuando tener que esperar ya lo ha agitado hasta ese pun-to? ¿Por qué no decirle «Está bien, en un segundo estoy contigo»?Yo sólo interferiría físicamente con é! si pensara que es un animalsalvaje a punto de atacar independientemente de lo que yo dijera ohiciera para apaciguarlo. Cuando pienso que es un ser humano ra-zonable, accesible a una argumentación, actúo de otra manera. Yesto él lo sabe casi instintivamente.

»Es decir, que en la situación que describe, si el niño golpea, esprobable que en realidad lo único que esté haciendo sea ponerse ala altura de la baja opinión que tienen de él los miembros de su per-sonal, por más que esa opinión nunca se haya expresado de formaexplícita. Vuelva sobre el ejemplo de la madre y el biberón. ¿Deja-ría de llorar con tanta prontitud el niño hambriento si la madre seirritara y le respondiera a gritos: «¿Por qué estás llorando? Me es-toy dando toda la prisa que puedo»?

Bettelheim advirtió una mirada de perplejidad en los ojos deSaúl y le preguntó qué dificultad había.

—Estoy tratando de imaginarme cómo funcionaría el pabellónsi tratáramos de esa manera a Bobby —respondió Saúl.

—No puedo decírselo. Pero, independientemente del resultado,uno se siente mucho mejor consigo mismo cuando hace lo que leparece correcto. Por eso sólo vale la pena correr el riesgo.

»Es imposible imaginarse cómo sería vivir en esas circunstan-cias porque es similar a una buena partida de ajedrez. Aunque lapartida admite variaciones ilimitadas, cada jugada no permite másque una respuesta inteligente. De la misma manera, en el trata-miento de ese niño no se puede planear más que la jugada-res-puesta siguiente. Pero muchos terapeutas creen (y de hecho, hoypor hoy todas las compañías de seguros sanitarios que aseguran ni-ños internados en hospitales psiquiátricos insisten en ello) que elpersonal puede preparar un plan de tratamiento desde el comienzo

Sacos de arena y salvavidas 97

mismo. Cualquier maestro de ajedrez sabe que sólo un idiota o unmegalómano cree que puede planear toda una partida por anticipa-do. ¿Por qué? Porque cada jugada crea una situación completa-mente nueva.

—No hay manera de que yo pueda evitarle totalmente la frus-tración —objetó Saúl.

—Por supuesto que no. Nada funciona a la perfección. Y estosniños tienen una capacidad extraordinaria para generar hostilidad.Pero el hecho de saber que movilizar nuestra hostilidad es la espe-cialidad de ellos, por así decirlo, reduce nuestra propia necesidadde mostrarnos hostiles. Después de todo, no podemos curar a eseniño de la noche a la mañana; sólo podemos ir mejorándolo. Cuan-do un miembro de su personal ve que Bobby cierra el puño, puedesuponer que va a pegar al otro niño, o puede suponer que no. Cuan-do supone que va a pegarle, le está dando un incentivo para que lohaga. Cuando piensa que Bobby no va a pegar al otro niño, lo estádesincentivando. Eso es lo único que puede hacer cualquier miem-bro del personal. Aun así, el niño podría pegar al otro.

—Un momento—pidió Gina—. Me he perdido.—Nuestro inconsciente responde al subconsciente de otra per-

sona de forma mucho más instantánea y directa que a su racionali-dad. Lo único que puedo hacer para disminuir la probabilidad deque ese niño golpee al otro es estar convencido de que, si yo actúocorrectamente, su reacción será positiva. Sin embargo, aun así esprobable que lo golpee. Lamentablemente, aquí nos enfrentamoscon probabilidades, no con certezas. La certeza se la dejamos a losque prescriben la dieta de Feingold. Esos son los verdaderos cre-yentes.

—¿Qué tiene usted en contra de los verdaderos creyentes? —qui-so saber Gina.

—Me preocupan, porque, según mi experiencia, la gente quesabe la respuesta correcta termina siempre por mandar a los demása la hoguera —respondió Bettelheim, y continuó—: En nuestrocampo, el problema no está en saber la respuesta correcta. Res-puestas hay a un duro la docena. Las bibliotecas están repletas delibros con respuestas. En nuestro campo, el problema está en hacerlas preguntas correctas. Eso es mucho más difícil.

—Pero la forma de abordar hoy el problema de los niños mal-! ( ] • : ! IT . I I I Ü I M

98 El arte de lo obvio

tratados es diferente de nuestro enfoque —intervine—. Es una vi-sión legalista que pregunta, explícita o implícitamente, quién me-rece el castigo y por qué daños. Con frecuencia no es psicológica;no pregunta con la frecuencia suficiente de qué manera afecta a lavisión del mundo que tiene el niño el hecho de vivir en una fami-lia que lo maltrata, ni por qué algunos niños maltratados siguenmás adelante provocando que se los maltrate, ni por qué culparseellos mismos de los malos tratos hace que se sientan más seguros.Y como el interés está puesto en lo terribles que son los malos tra-tos, se presta menos atención a cómo mejorar la forma en queaprende a interactuar el niño maltratado. Saúl y yo hemos pasadomuchísimo tiempo pensando en eso. Me gustaría saber algo másde la personalidad y del comportamiento de Bobby para que po-damos concentrarnos en estos fenómenos psicológicos y en la for-ma de abordarlos terapéuticamente.

—Una de las cosas interesantes de Bobby es la manera que tie-ne de formarse sus propios juicios... —comenzó Saúl.

—¿No lo hacemos todos? —intervino Beltelheim.—Pero Bobby es más autónomo que otros niños.—Veamos —el doctor B. se quitó las gafas, las dejó sobre la

mesa y se frotó los ojos—. Aunque es difícil trabajar con el niñodesatendido, en muchos sentidos es el que plantea el problema te-rapéutico más fácil y el que ofrece menos riesgos terapéuticos. Por-que respecto a la receta, no cabe la menor duda. Lo único que hayque hacer es mimarlo. El problema es que nunca podemos sabercon seguridad qué dosis de esta medicina va a necesitar. Podría ne-cesitar años de mimos.

—Cuando usted habla de desatención, supongo que incluyetambién a los niños que han sufrido malos tratos físicos graves—señalé—. En muchos sentidos, el niño físicamente maltratado esmucho más fácil de tratar que el psicológicamente maltratado, por-que el maltrato psicológico causa daños en estratos mucho más su-tiles de la personalidad. Si usted quiere convencer a un niño mal-tratado de que ya no recibirá más malos tratos físicos, lo único quetiene que hacer es asegurarse de que su personal no lo castigue.Pero convencer al niño de que ya no habrá más malos tratos psico-lógicos es mucho más difícil. Cuando un miembro del personal deSaúl supone, quizás incorrectamente, que un momento más tarde

Sacos de arena y .salvavidas 99

Bobby va a golpear a otro niño, eso es un maltrato psicológico. Yeso es muy difícil de evitar.

—No me gusta admitir esto —terció Saúl—, pero una vez vi aun chiquillo maltratado a quien los padres le habían roto varioshuesos. Yo me compadecí del niño y estaba furioso con los padres.Pero después de haber estado algún tiempo en la unidad, el chicome exasperó tanto que una vez me sorprendí pensando que yo mis-mo tenía ganas de romperle un brazo. Con los años, he llegado atener alguna idea de cuál puede ser el origen de estos sentimientos,pero me interesa saber por qué piensa usted que estos niños nosproducen tanta hostilidad, doctor B.

—Porque se acercan a nosotros con la opinión más negativa po-sible —respondió el doctor Bettelheim—. Con la idea de que so-mos unos monstruos que vamos a maltratarlos. Y eso es un golpetan fuerte para nuestro narcisismo que, sin darnos cuenta de cómoni saber por qué, sentimos hostilidad.

—Yo vi un caso un poco diferente —recordó Jason—. Al padrelo habían maltratado, y cuando su propio hijo era bebé le enfurecíatanto oírlo llorar que tenía que poner al niño en su cuna y cerrar lapuerta. Tenía miedo de que, si no lo hacía, fuera capaz de golpear-lo y de repetir exactamente su propio pasado, y luchaba contra esaposibilidad.

—Es probable que el hecho de tener que ejercitar su autodomi-nio y luchar para no perder los estribos sea mejor que ninguna otracosa, para él y para su hijo —señalé—. Porque en esa pugna y enese autodominio, él mismo se convence, y a la vez demuestra a suhijo que es posible impedir que el poder de los impulsos destructi-vos nos domine y arruine nuestra vida. El esfuerzo que él hace dasu fruto al permitirle convivir seguro con sus seres queridos.

Finalmente, estábamos todos en la misma onda. Tras un brevesilencio, continué:

—Lo que sostenemos es que los niños físicamente maltratadosson más fáciles de tratar que los niños desatendidos. Yo lo explicodiciendo que todos somos animales sociales. Los niños a quienes semaltrata físicamente tienen, por lo menos, alguna relación con suspadres, por desordenada que sea. En cambio, los niños desatendi-dos carecen de toda relación personal, es decir, están absolutamen-te solos y abandonados. Para decirlo de otra manera, el niño física-

100 El arle de lo obvio

mente maltratado tiene por lo menos cierto valor, el valor de serobjeto de agresión. El abandono total significa que el niño no tieneningún valor para nadie.

—Es interesante que tengamos que aprender estas cosas contanto esfuerzo —señaló Beltelheim—. Algunos pueblos psicológi-camente primitivos las saben de forma instintiva. Una de las ex-presiones favoritas de degradación que usaban los miembros de lasSS era decir: «No voy a matarte porque no vales ni siquiera lo quevale una bala». Hasta esa gente tan primitiva y sin educación algu-na sabía de algún modo que, psicológicamente, el más virulento ydestructivo de los insultos era decirle a una persona: «Tú no eresdigna ni siquiera de que yo gaste algo de valor en matarte».

La mención de los campos de concentración deprimió al grupoy creó un clima de incomodidad. El silencio se hizo palpable. Des-pués, Saúl volvió a su pregunta anterior:

—Entonces, ¿cómo maneja usted el deseo de venganza?—¿Quiere usted decir que la buena educación de la familia

Wasserman no le permite pensar: «Dios, ¡cómo me gustaría arre-glarle las cuentas a este tío!»? —preguntó el doctor B.

Sau! tuvo que reírse.—No —respondió—. En mis fantasías he disparado sobre mis

«enemigos», los he aporreado, cortado en rodajas y atropellado.Puedo aceptar y entender los deseos de venganza de Bobby, perono quiero convertirme en su objetivo. Y si alguna vez llego a ser-lo, por lo menos quisiera poder conseguir que la situación resulta-ra terapéutica. La hostilidad de Bobby se desencadena cuando al-guien le dice que «no».

Bettelheim asintió con la cabeza.—Por difícil que sea, los miembros del personal tendrían que

evitar responder «no» a esos niños. ¿Por qué no deberían decir queno cuando el niño les ha dado razones de sobra para decirlo? Puesporque una gota desborda el vaso. No hay nada de malo en decirque no; no es demasiado grave. Pero para ese niño es probable quesea demasiado; puede muy bien ser esa la última gota.

—Mi problema no es qué decirle al personal, sino qué decir alos demás niños.

—¡Sí! Eso es mucho más difícil. La única respuesta que puededarles, y que ellos no aceptarán fácilmente durante largo tiempo,

Saeos de arena y salvavidas 101

es; «A cada uno de vosotros le damos lo que nos parece más nece-sario». Pero después tiene que mantener su promesa.

—¿Piensa que es más fácil tratar a niños maltratados de clasemedia, que no se han visto sometidos a tantas privaciones?—preguntó Michael.

—De ninguna manera —respondió Beltelheim—. Según mi ex-periencia, es mucho más fácil ayudar a los niños de clase baja, por-que ellos valoran algunas de las cosas básicas que les ofrece el tra-tamiento como pacientes internos: estar bien alimentados y comera horas fijas, tener juguetes y contar con una buena atención física.Como son niños que aprecian esos beneficios tan tangibles, puedenusarlos como una base sobre la cual establecer con más facilidaduna relación positiva con el personal que se los ofrece.

»Por otra parte, los niños de clase media dan por sentadas esascomodidades; como consecuencia, es más difícil convencerlos deque el personal está bien dispuesto hacia ellos. Así como es fre-cuente que los niños de clase baja estén gravemente maltratados,los malos tratos que sufren los de clase media suelen ser agraviospsicológicos más sutiles. Además, los niños de clase baja aprendenpronto, si es que no lo saben ya, que sus padres los han maltrata-do, en parte, porque ellos mismos llevan una vida miserable. Comolos niños han estado sufriendo las estrecheces de la pobreza, pue-den darse cuenta de que los padres también las están sufriendo.Pero los niños de clase media ya saben que a sus padres no se lospuede disculpar aduciendo razones así cuando descuidan a sus hi-jos; cuando esos padres no prestan atención a las necesidades prác-ticas y psicológicas de su hijo, eso no se debe a la presión de lascircunstancias externas.

»Pero quiero añadir que los niños más difíciles de tratar sonaquellos cuya familia vive en un mundo de mentiras, porque en-tonces un niño nunca sabe en qué puede y en qué no puede confiar.Es más fácil la convivencia con una madre que te rechaza siempreque con una de quien nunca sabes qué esperar. Porque si te recha-za siempre, si tú eres medianamente inteligente no tardas en saberque tienes que escapar de allí como sea. Pero supongamos que esimprevisible, y además alcohólica. Tú no sabes por dónde le va adar cuando bebe. Puede ser que se muestre muy llorosa y que pro-voque o cree una situación que te fuerce a ti, al niño, a golpearla

102 El arle de lo obvia

para defenderle. Y eso la convertirá a ella en la víctima sufriente,no en la agresora.

»Pcro volvamos a la situación de Bobby. Dígame, doclor Was-serman —Beltelheim se recostó en .su asiento—, a mí me pareceque este caso es tan simple que no entiendo por qué lo presentó.

—¿Simple? —en la voz de Saúl la frustración era palpable—.¿Le parece un caso tan simple? Tal vez para usted sea fácil decir-lo, pero cada vez que un chiquillo revienta una ventana, tenemosque luchar con el personal de mantenimiento para que vengan aarreglarla, o aguantar una sanción administrativa. ¿Realmente leparece que es simple?

—Teóricamente, sí. No dije que lo fuera en la práctica.El doctor B. estaba presionando a Saúl para que confiara en su

propio instinto. Finalmente, Saúl dijo:—Creo que en cierto sentido usted tiene razón, y yo...—Lo único que no me gusta de esa respuesta —Beltelheim

enarcó las cejas mientras miraba a Saúl— es eso de «en cierto sen-tido»...

Saúl se rió; luego dijo:—Seguro que mi trabajo es teóricamente fácil, pero trate de ser

un buen padre para veintiséis niños emocionalmente hambrientos.Estos chicos me identifican con un padre benévolo. Aunque Bobbyno confíe en los adultos, dijo que tenía una cálida preferencia porsu abuela, que le había hecho regalos. Hoy se ha vuelto hacia mí yme ha llamado «abuelo». Seguro que es un acto fallido, pero he te-nido la sensación de haberle dado su primera experiencia de un pa-dre benévolo. La mutua médica sólo me permitirá seguir conBobby durante un mes más, dos tal vez si los presiono con sufi-ciente empeño. Y no me siento bien estableciendo una relación tandelicada para después tener que terminarla, y quizás dejar queBobby recaiga en la situación en que estaba antes.

—Está claro que a usted le gustaría que durase más —coincidióBettelheim—, y lo mejor para Bobby sería que pudiera durar años.Aun así, lo que nos queda a todos son los recuerdos positivos quellevamos dentro. Lo que usted puede hacer en dos o tres meses esinfundir en ese niño alguna esperanza que nunca ha existido antesen él: la esperanza de que en alguna parte del mundo, hasta paraél, existe la posibilidad de algo mejor, de alguien que sea bueno

Sacos de (tremí v salvavidas 103

con él. Usted podría decir que su objetivo es encontrar para él elhogar que se merece. Y hablar de «merecer» es muy importanteporque él no cree que se lo merezca. Crear esa esperanza es la ra-zón por la cual debe mimar a Bobby.

—De otra manera, uno nunca diría hola poique después tendráque decir adiós —comentó Saúl—. Cuando uno ve por lo que hanpasado estos chicos, encuentra que, includablemeníc, su comporta-miento tiene sentido.

—¡Por fin! —Beüelheim asintió con la cabeza—. Claro que tie-ne sentido. Si no lo tuviera, no podríamos tratarlos.

No todos los presentes en la sala se mostraron de acuerdo. Elportavoz fue Bill.

—¿Usted ve alguna diferencia entre mimar a ese niño y dejarletener lodo lo que quiera? —preguntó.

—Yo personalmente prefiero que me mimen —respondió Bel-telheim—. Y fíjese que tengo la loca idea de que soy como lodoslos demás. ¿Qué diferencia encuentra usted entre dejar que la gen-te tenga lo que quiera y mimarla?

—Yo no veo más diferencia que la semántica —dijo Bill conuna mueca.

—Vamos, amigo mío. La diferencia es impresionante. Cuando auno lo miman, siente que ha recibido algo extra. No dar ese pe-queño extra es precisamente el error en la forma en que tratamos alos pobres. En el mejor de los casos, les damos sólo lo que necesi-tan para ir tirando. Con lo que se necesita se puede hacer muypoco, y como no mimamos a los pobres, no llegamos a modificarpositivamente la visión que tienen del mundo. Son los pequeñosextras los que hacen que la vida valga la pena. ¿No es realmente deeso de lo que hemos estado hablando? De los pequeños extras... porejemplo, ese tanque en la bolsa de soldaditos de juguete.

»Vamos a estudiar en detalle esa situación. Supongamos que nohubiera habido ningún tanque; después de todo, nadie nos garanti-zaba que lo hubiera. ¿Cuáles son las reacciones posibles cuando elniño se queja de que no haya tanque? Muchos padres respondencon un «¡Desagradecido, mira todo lo que te he dado!».

»Este comentario, y no importa que los padres lo hagan en vozalta o se limiten a pensarlo, hace que el niño sienta que tienen unaopinión muy pobre de él y que lo desaprueban profundamente. La

104 El arte de lo obvio

vivencia que tiene el niño de esa actitud párenla! desvirtúa lodo elbien que podrían haberle hecho al darle el regalo.

»Pero si el padre dice (y lo dice en serio): «Oh, lamento que noviniera un tanque en el paquete. Si hubiera sabido que le importa-ba lanío, me habría fijado si venía uno en el juego», entonces elpadre eslá prestando respetuosa atención a su hijo y a la reacciónde ésle. Entonces, ni siquiera tiene tanta importancia añadir que lapróxima vez le buscará el tanque que él lanío desea. ¿Por qué? Por-que en esas circunstancias, lo que siente el hijo es que su padre en-tiende sus deseos y no los desaprueba, es decir, que lo considera unniño razonable. Y con eso el niño queda satisfecho.

»Un niño con tantísimas carencias como Bobby necesita más.Bien puede necesitar que le prometan que pronto le darán el tan-que, simplemente porque todas las privaciones pasadas han hechoque se le haga muy difícil creer en nuestra buena voluntad, a no serque le demos una prueba tangible de ella, algo a lo que pueda afe-rrarse. Fíjense que el niño inseguro necesita abrazarse día y nochea su osito de felpa, mientras que el que se siente seguro le basta consaber que el osito está ahí por alguna parte, esperando que él lobusque cuando lo quiera y lo necesite.

—Pero es indudable que un niño no puede tener todo lo quequiere —intervino Bill.

—Lo único que estoy tratando de demostrar mediante este sim-ple ejemplo cotidiano es cómo la diferencia depende de nuestra ac-titud interior —respondió Bettelheim.

—Usted ha dicho que quiere hacer algo extra —insistió Bill—.Y si el niño le pide cerillas, ¿qué?

—¿Qué tienen de malo las cerillas? Se pueden conseguir encualquier parte.

—Y si el niño le pide un lanzallamas, ¿qué? —le desafió Bill.—Bueno, yo no sé dónde se consiguen lanzallamas.—En la revista Soldier of Fortune hay anuncios.—No está en mi lista habitual de lecturas.—En su programa de mimos, ¿hay algo que usted le negaría al

niño?—Bueno —el doctor B. emitió una risita—, no le daría un car-

tucho de dinamita con las cerillas.

Sacos ele arena y salvavidas 105

Cuando Bill volvió a hablar, su voz era grave, como si estuvie-ra haciendo, finalmente, la pregunta que le preocupaba:

—¿No es necesario que haya algún límite para los mimos?—No lo sé —respondió suavemente el doctor B., como si le en-

tristeciera que el mundo, y especialmente un hombre que se prepa-raba para ser psicoterapeuta de niños, mostrara tal resistencia a mi-mar a los niños, e incluso a un niño tan necesitado de afecto comoBobby.

Parecía como si Bill, en su insistencia, quisiera reducir al ab-surdo el principio de que es necesario mimar a los niños necesita-dos, para así llegar a invalidarlo a cualquier precio.

Gina intentó continuar el debate formulando de otra manera lapregunta de Bill.

—Lo que Bill intenta preguntar es hasla dónde se puede llegarcon los mimos.

—Es fácil concentrarse en los límites y perder de vista los mi-mos —intervine—. Es evidente que no le vamos a dar a un niño unlanzallamas ni un cartucho de dinamita, con o sin cerillas. Pero¿por qué iniciar una relación psicoterapéutica con un niño muy ne-cesitado preocupándonos por lo lejos que es ir demasiado lejos?Saúl está dando a un niño muy necesitado de doce años un paque-te de Salvavidas. Se pueden hacer kilómetros por esa línea antes dellegar a una frontera señalizada con un «prohibido pasar». Y esa esla línea que hay que seguir para establecer una relación con un niñonecesitado. Si se llega al punto en que el niño pide algo que uno nopuede darle, hay que decir algo así como: «Es natural que quieraseso, pero yo no puedo dártelo», y ver cuáles son las consecuencias.Es probable que un niño que valore la relación con su psicotera-peuta no tenga una reacción tan grave como usted teme, precisa-mente porque quiere mantener la relación.

—Lo presenta como si la única necesidad de un niño necesita-do es que le hagan regalos —objetó Bill.

—No —respondí—. Hay que darle los regalos adecuados. Deotra manera, el regalo puede ser muy ofensivo, un insulto o un so-borno. No es sorprendente que los mejores regalos sean las cosasque el niño más desea. Aunque he tratado a muchos niños enfure-cidos, que jugaban a tener una bazuca o una metralleta para matara toda la gente que los frustraba, jamás me han pedido que les re-

106 lil arle de lo ohvio/

galara un lanzallamas ni ninguna olru ariiia letal. Pero sí me hanpedido juguetes, caramelos, animaleslle trapo, discos y ropa. Ycuando les he dicho que algún regalo era demasiado caro, los niñoshan reducido sus exigencias. La vivencia de cualquier regalo se daen el marco de una relación. Si la relación es la corréela, daremosal niño regalos adecuados que le proporcionarán satisfacción. Loque uno intenta hacer es establecer la relación y convencer al niñodel valor de las relaciones. De hecho, los regalos no son más queuna pequeña parte de ese proceso.

—¿Qué hay de la niña a quien Saúl dio los Salvavidas? —pre-guntó Bill—. ¿No tenían importancia los Salvavidas?

—Claro que sí—respondió Bettelheim—. El doctor Wassermanfue muy ingenioso al escoger, entre todos los caramelos que hay,los Salvavidas, que por su nombre y su forma simbolizan algo quees un recurso de salvación. Claro que sería mejor aún si él pudieraestar con la niña y hablar con ella cada vez que la chiquilla nece-site un Salvavidas. Pero, básicamente, si entre el doctor Wassermany la niña no hubiera una relación positiva, ella le habría tirado losSalvavidas a la cara. La primero es siempre la relación positiva. Siésta es adecuada, el Salvavidas se convierte en símbolo de esa re-lación.

—No es necesario que tengamos todas nuestras necesidades sa-tisfechas para sentir que nos tratan como a alguien especial e im-portante —añadí—. Pero está muy difundida la fantasía de que siuno lo mima, no habrá límite para las exigencias del niño. Si le dasun dedo te arrancará la mano. ¡Mímalo y terminará por devorarte!

—¿Y acaso no sucede?—prorrumpió Bill—. Los mimos echana perder a los niños. He visto crios a quienes les daban lodo lo quequerían: coches, bicicletas, e incluso maestros particulares y escue-las privadas.

—¿Y qué niño quiere maestros particulares? —se apresuró aresponder Bettelheim—. A menos que los padres les hayan lavadoel cerebro hasta el punto de que sólo piensen en lograr éxitos aca-démicos, la mayoría de los niños que yo conozco piensan: «¡Al in-fierno con los maestros!».

—Pues cuando yo estaba en Atlanta, en la universidad, conocía una familia, que era... —prosiguió Bill, pero el doctor B. lo inte-rrumpió.

Sacos de arena y salvavidas 107

—Todos hemos conocido montones de familias chifladas, y eso¿qué demuestra? Yo he conocido niños cuyos padres les daban todolo que se puede comprar con dinero y, sin embargo, emocional-meníe esos pequeños estaban entre las criaturas más necesitadasque he visto en mi vida.

—Lo que importa —tercié, recogiendo el hilo— es el espíritucon que se hace el regalo y el hecho de que éste es parle de una re-lación actual y significativa, no un soborno para hacer que el padreo la madre se sientan menos culpables por estar dando tan poco desí mismos. No se puede reemplazar con regalos el tiempo que pa-san contigo como padres. Además, la donación de regalos tiene quehacerse con los símbolos adecuados, como los Salvavidas de Saúl.Con frecuencia es muy poca la manipulación que podemos hacerde la realidad, pero siempre podemos seleccionar los símbolos ade-cuados.

—Quiero asegurarme de que he entendido bien algo que ha di-cho usted antes —expresó Saúl—. Al hablar del niño que levanta-ba el puño, ¿quería decir que detrás de ese ademán agresivo habíauna especie de vacío?

—Probablemente —respondió Betteíheim—. La gente no esagresiva sin razón. Quizás sus motivos no nos parezcan razonables,pero para él lo son. Lo que en realidad quería decir es que cuandosuponemos que el niño va a atacar, y por eso lo detenemos antes deque actúe; a él eso le dice que lo consideramos una mala persona.Si en cambio pensamos simplemente que el chiquillo está tan im-paciente que no puede esperar, mentalmente lo estamos viendocomo un ser humano, como ustedes y yo.

—Pero podría hacer cualquiera de las dos cosas... golpear o nogolpear —señaló Saúl.

—Así es. Es posible que realmente golpee. Pero cuando ustedpiensa que no es más que un niño tan impaciente que ya no puedeesperar más, en vez de pensar que está a punto de atacar, le conce-de el beneficio de la duda, y el mensaje implícito es «Creo que túeres como yo». Usted no tiene garantías de que él reciba el mensa-je ni de que responda de acuerdo con él, pero por lo menos puedeenviarle el mensaje correcto —el doctor Bettelheim miró directa-mente a Saúl—. Díganos qué es lo que ha sacado de esta conver-sación, doctor Wasserman.

¡OH El arte de lo obvio

—Estoy deseando ver si lo que parece tan obvio en la teoríafunciona realmente en la práctica. ¿Es así?

—¡Sí! —Bettelheim golpeó la mesa con la palma de la mano yse inclinó hacia Saúl—. Después de todos estos años, todavía mesorprendo de lo infalible que resulta. Eso es lo raro. Y es raro por-que nuestra educación nos inculcó a propósito que es complicado.En lo profundo, en realidad, somos individuos muy primitivos.Esencialmente, todos hemos aprendido a retrasar un poco nuestragratificación. Y Bobby, con su historia, no puede haber aprendidoa aceptar ese retraso; por lo tanto, eso es algo que no podemos es-perar de él. El puño levantado no es más que la expresión física deun enunciado, que es «No puedo contenerme cuando me hacéis es-perar».

»En realidad, creo que, desde el punto de vista terapéutico, eseniño es un riesgo extraordinario. He conocido niños que cuando lesdices que a las dos de la tarde les harás un regalo, no dejan de aco-sarte ni un minuto hasta entonces. Bobby, en realidad, esperó lamayor parte del día para recibir su regalo, sin perseguirlo a usted.

—¿Por qué cree que nuestra educación hace que nos sea difícilver lo que es obvio en estos niños? —preguntó Saúl.

—Porque nuestro pensamiento excesivamente racional interfie-re con lo que de otra manera nos diría el inconsciente. No necesi-tamos pensamientos complicados para saber que aquí hay un niñoque no puede o no quiere aceptar retrasos. A usted, su mente ra-cional y lo que ha estudiado le dicen que eso es odio a los demásniños, agresión o deseo de venganza, y que eso explica por quéquiere golpear. Y en eso también puede haber algo de verdad. Peroconfiar en su racionalidad para interpretar las intenciones de unniño le impide ver el elemento esencial, que es el hecho de que eseniño, lo mismo que un animal hambriento, no puede o no quiere to-lerar el retraso.

—Saúl está hablando de cómo interfirió en el tratamiento su an-siedad en relación con Bobby —intervine yo—, y no es en modoalguno el único. La semana pasada, cuando Renee hizo su presen-tación, estuvimos hablando de lo fácil que es ponerse ansioso porlo que puede hacer un niño. Todos somos humanos. De lo que te-nemos que darnos cuenta es de que euando nos enfrentamos conBobby, que tiene deseos tan urgentes combinados con la convic-

Sacos de arena y salvavidas 109

ción de que se los frustrarán, nuestra ansiedad nos influye más quelas acciones del niño. Además, cuando yo me pongo ansioso, miansiedad no sólo hace aflorar lo peor que hay en mí, sino tambiénen los demás.

—Usted dice que todos somos humanos —terció Renee—.¿Eso no quiere decir que tenemos derecho a estar ansiosos?

—Está claro que tienen derecho —respondí—, y jamás les di-ríamos «No estén ansiosos». Lo que estoy diciendo es que, en nues-tro trabajo, muchas de nuestras reacciones espontáneas son contra-producentes, y esto es particularmente válido cuando estamos an-siosos por nuestras propias razones y le echamos la culpa al niño.

Me volví hacia Jason.—Tal como dijimos la semana pasada hablando de Margot, es

fácil confundirse y confundir las cosas cuando nos concentramosen nuestras propias ansiedades. Pero si estamos aquí para ayudar alos demás, tenemos que concentrarnos en las suyas y no en lasnuestras, por muy difícil que pueda resultarnos eso a veces.

—¿Por qué quería usted presentar hoy el caso de Bobby? —pre-guntó Betlelheim a Saúl.

—Yo pienso que mi enfoque terapéutico es adecuado, pero creoque necesitaba que me alentaran.

—Convicción, amigo mío, convicción es lo que más se necesi-ta. Porque sólo su propia convicción en la eficacia de su arte pue-de inspirar al paciente confianza en usted.

—Tal como usted lo dice, suena a vudú —dijo Bill.—Bueno, el buen hechicero no es ningún charlatán —afirmó

Bettelheim—. Es alguien que conoce su arte, conoce bastante biena sus pacientes y sabe qué es lo que esperan de él.

Un silencio expectante llenó la sala y luego volvió a hablarSaúl:

—He conocido algunos centenares de niños como Bobby, ypara mí no son en modo alguno lo que el mundo piensa de ellos.

El doctor B. hizo un gesto afirmativo:—¿Se ha preguntado alguna vez por qué el mundo está hecho

semejante lío? Por la forma de pensar de la gente. Ahora bien, ¿quépiensa «el mundo» de estos niños? Que «no deberían ser comoson». Primero los hacemos así, y después les decimos que no de-berían ser así.

110 El arle de lo obvio

—Creo que lo que más comúnmente diría la gente de un chicocomo Bobby es que su comportamiento tendrá que tener conse-cuencias —dijo Saúl.

—Yo no doy demasiada importancia a lo que diga la gente delos niños como Bobby —respondió Betlelheim—. Miro lo que ha-cen y quiénes son y me formo mis propias opiniones. En general,si uno sigue sus propias opiniones, es más probable que tenga éxi-to que si hace lo que le sugieren los demás. Confíen en sus cora-zonadas. Por ejemplo, yo jamás he visto que en ningún artículo so-bre estos niños se hablara de los Salvavidas. Son algo demasiado•simple para eso. Las cosas que van directamente a la boca no en-tran directamente en un libro de texto; antes hay que convertirlasen un concepto abstracto. Entonces, los Salvavidas se convierten en«provisiones orales», y ya resulta adecuado mencionarlos en untexto de psicología o de psiquiatría.

Betlelheim se volvió hacia Bill.—Fíjese que el mundo se divide en los que necesitan «provi-

siones orales» y los que sencillamente quieren que los alimentencon amor. Creo que los psicoterapeutas se dividen en tres gruposmuy dispares: los que ni siquiera ofrecen al niño «provisiones ora-les» porque temen que con tantos «mimos» se incapacite al niñopara vivir en nuestra sociedad; los que le ofrecen «provisiones ora-les» solamente cuando a ellos les parece que es adecuado, y los quedisfrutan dando alimentos deliciosos a un niño, tiernamente, conamor y cuidado.

»Es necesario que todos ustedes decidan a cuál de estos tresgrupos se unirán. Pero, al hacerlo, no olviden que su decisión espara el niño una señal de lo que piensan de la sociedad en la cuala él le tocará crecer. Y si están convencidos de que ésta es básica-mente una sociedad que empobrece, no veo por qué el niño no hade decidir que lo único que quiere hacer es luchar contra ella conuñas y dientes, como Bobby.

»Qué idea genial la del especialista en relaciones públicas o deldiseñador de productos, que en su momento fue un niño, a quien sele ocurrió hacer caramelos en forma de salvavidas. Fuera quienfuese, creó un mensaje inconsciente. Con frecuencia he dicho quetodo aquello con que tenemos que trabajar son símbolos. ¿No eseso lo que está haciendo el doctor Wasserman?

S a c o s de arena y s a l v a v i d a s I I I

»La niña a quien el doclor Wasserman está dando los Salvavi-das aún no puede nadar en las movidas aguas de la vida. Si se que-dara muchos años en la CAPÍ, tal vez la gente de allí pudiera en-señarle a nadar en ellas. Como ciertamente no quieren que se aho-gue en su propia cólera y desesperación, el doclor Wasserman learroja un Salvavidas y le da la idea de que «incluso para mí haysalvavidas a los que puedo recurrir para salvarme».

»Y más aún, el doctor Wasserman puede dejar a esa niña y aBobby el recuerdo de que «Puede haber alguien que sea bueno con-migo. No son imaginaciones mías... ¡yo tuve realmente esa expe-riencia!» y, para ellos, ese recuerdo puede convertirse en su salva-vidas. Eso es todo lo que pueden hacer por el momento. Para cu-rarse realmente, esos niños tendrían que elaborar sus reaccionesante sus peculiares experiencias personales, ante todos los malesque han constituido su desdichada suerte, cosas como aquellas antelas que Bobby reacciona provocando fuegos.

—¿Bobby necesitaría tratamiento si Saúl le encontrara una bue-na familia con quien vivir? —preguntó Renee.

—Probablemente —respondió Bettelheim—. Una buena situa-ción vital ayuda, pero no puede ocupar el lugar de la terapia. Sinterapia, los niños como Bobby quizá no fueran capaces de usar deforma constructiva los hogares que realmente existen. La terapiapuede ayudarles a no sentirse abrumados por su caótica vida inte-rior, y a dejar de arruinar lo que son medios familiares básicamen-te buenos con lo abrumador de su angustia o de su rencor.

»Si Bobby hubiera experimentado alguna vez una verdadera sa-tisfacción, actuaría de otra manera. Porque cuando uno alimentagradualmente a un perro, incluso el más agresivo, el animal se ape-ga a su cuidador y deja de morderlo. La genética condiciona a unperro para ser animal de ataque o perro faldero, pero generalmenteni siquiera un perro de ataque se lanza sobre quien lo alimenta re-gularmente, lo acaricia y le habla con afecto. En ese sentido, los ni-ños son como los animales, y por eso les he hablado del domadorde leones. Bueno, ahora que se nos ha acabado el tiempo, doctorWasserman, vuelva a San José y a los niños de la CAPÍ. Y no seolvide nunca de darles su alimento.

112 El arle de ID obvio

Epílogo

Tras marcharme de Slanford en 1983, Saúl invitó al doctor Betlel-heim a incorporarse como consultor en la CAPÍ durante algunosaños. La relación fue muy productiva y permitió que Saúl reelabo-rase los planteamientos de la CAPÍ y cambiara el enfoque terapéu-tico de la institución. Él y yo mantuvimos nuestra amistad y nues-tra colaboración a distancia. Fuimos elaborando un enfoque clínicodel tratamiento de niños gravemente maltratados, que nos sirviópara integrar nuestras experiencias clínicas y lo que íbamos apren-diendo sobre los efectos psicológicos de los malos tratos infligidosa los niños con el enfoque terapéutico que nos había enseñado Bet-telheim. Finalmente, publicamos conjuntamente un libro sobre esostemas. Healing the heart: A therupeulic approach to abused chil-clren fue publicado en 1990 por la Child Weífare League of Ame-rica en Washington, D.C., y se puede conseguir por su mediación.

Saúl merece tener la última palabra. Me gustaría compartir conel lector los comentarios que me hace en una carta reciente:

«Desde un primer momento, el doctor B. me señaló que yo eraingenuo, pero que no había que desesperar. Retrospectivamente,veo que tenía razón. Aprendí muchísimo de él, pero al principiotuve que enfrentarme con mis ideas preconcebidas en lo referente alos niños y al mundo, un proceso que ha demostrado ser de enor-me utilidad tanto para mí como para las personas a quienes trato.

«Descubrí que para entender el mundo del niño maltratado te-nía que afrontar mis propias ansiedades, porque me impedían acep-tar y entender la naturaleza de la experiencia del niño. Tuve queaceptar un mundo donde había más crueldad, dolor, miedo y vio-lencia de lo que yo quería tener que afrontar jamás. Tener que en-tender ese mundo me ha dejado con una sensación de tristeza porla forma en que vivimos y por quiénes somos en cuanto especie.También ha hecho de mí un mejor médico y, probablemente, un serhumano mejor.»

3

La pereza del corazón

D an Berenson fue un compañero de estudios en la facultad demedicina que luego se especializó en psiquiatría infantil y ter-

minó por colaborar profesionalmente con John Hammond, otro psi-quiatra. Ambos están a favor de un enfoque biológico de la en-fermedad mental, es decir, creen que la mayoría de tales enferme-dades, por no decir todas, son causadas por defectos bioquímicosy, consiguientemente, han de ser tratadas principalmente por me-dios bioquímicos. Están estudiando juntos el autismo; Dan está acargo del aspecto clínico de la investigación, y John se ocupa delbioquímico.

Para avanzar en el estudio del tratamiento farmacológico delautismo y con el fin de descubrir un defecto bioquímico, Dan yJohn necesitaban identificar subgrupos claramente definidos de ni-ños autistas; en estos grupos, los síntomas debían ser similares, yaque era de presumir que cada niño tendría un defecto biológicosubyacente en común con otros en ese mismo grupo.

Yo había perdido el contacto con Dan hasta que me lo encontréun día que él estaba de visita en Stanford. Se interesó por el semi-nario de Bettelheim y asistió a él de vez en cuando, por curiosidad.Luego empezó a preguntarse qué diría Bettelheim de su investiga-ción con niños autistas y, con la expectativa de aprender de la largaexperiencia de Bettelheim con el autismo, decidió presentar uno desus casos en el seminario. Tal como fueron las cosas, el tema cen-tral llegó a ser la divergencia entre los objetivos de la investigacióny los de la psicoterapia, y el resultado fue un análisis tan animado

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/14 El arle de lo obvio

como, en ocasiones, tenso. Pero el centro de la conversación, que aveces se convirtió en verdadera discusión, fue la profunda dificul-tad que lodos tenemos para establecer empatia con las personasprofundamente perturbadas. Posteriormente, Dan, el doctor Betlel-heim y yo proseguimos intercambiando nuestros puntos de vistasobre el tema de este seminario, y los comentarios surgidos duran-te estas conversaciones fueron incorporados retroactivamente aldiálogo que presentamos a continuación.

Fue Bettelheim quien inició la conversación dirigiéndose a Dan.—Entonces, ¿qué están haciendo hoy por hoy los psiquiatras de

niños que se interesan por los niños autislas?—John, que es mi compañero, los está estudiando desde el pun-

to de vista bioquímico y yo estoy observándolos en vídeos, inten-tando entender qué es lo que sucede en su mente.

—¿Qué cree usted que sucede en la mente de un niño autista,doctor Berenson?

—Creo que estos niños son muy diferentes entre sí, de modo quees difícil decir algo que sea válido para todos los niños autislas.

—Muy cierto —indudablemente divertido, el doctor B. sonrió aDan—. La suya es una respuesta muy aguda, que no le comprome-te a nada.

—En nuestro estudio —prosiguió Dan— estamos viendo a ungrupo de niños que son incapaces de mantener relaciones signifi-cativas con otras personas.

—Desdichadamente, unos cuantos conocidos míos caben en esamisma categoría, aunque ninguno de ellos es autista —comentóBettelheim con una risita—, pero claro, hay que tener en cuentaque yo me muevo en círculos académicos.

La tensión del grupo se aflojó en una carcajada, y Dan continuó,con expresión más grave:

—Para ser más exacto, diré que las relaciones que mantiene elniño cuyo caso presento hoy con los adultos son, digamos, pecu-liares.

—¿Es «relaciones» la palabra adecuada? —preguntó Bettel-heim—. Usar un lenguaje impreciso o de uso común tiende a fal-sear la observación que uno está haciendo de esos niños, ya muy

La pereza del corazón 115

anormales. Quizá fuera más correcto hablar de la reacción del niñoante ios demás, o de la falta de toda reacción visible de su parte.

—De acuerdo —asintió Dan—. «Relación» tiene una connota-ción positiva de reciprocidad.

—Por lo menos implica una conexión —señaló Bettelheim—,en. tanto que yo pienso que una de las características más impor-tantes de los niños autistas es su «no relación» o sus reaccionesgroseramente inadecuadas en comparación con lo que se consideraque son las respuestas normales de los niños.

—Decir «no relación» es decir poco —objetó Dan—. Varias ca-tegorías de niños emocionalmente perturbados dan la impresión detener esa característica de «no relacionarse», pero hasta ahora heidentificado solamente un pequeño subgrupo al cual yo llamaríaautista. He estado estudiando las estrategias que usan algunos niñosautistas para mantener su aislamiento, y últimamente he visto al-gunos niños muy violentos. El niño de quien quisiera hablar hoyestá tratando de destruir el medio.

—Un niño lo tiene bastante difícil si pretende destruir el medioél solo —respondió Betíelheini con una sonrisa escéptica—. Esverdad que, lamentablemente, el hombre se las ha arreglado parainfligir un daño terrible al medio, pero hasta hoy ni siquiera los es-fuerzos combinados de toda la humanidad han conseguido des-truirlo, de modo que yo no veo cómo un solo niño autista podríaser tan destructivo —el doctor B. hizo una pausa—. Vamos a losdetalles. ¿Qué era exactamente lo que estaba haciendo este niño?

—Tratando de arrancar las cortinas, por ejemplo —respondióDan.

—Bueno, las cortinas son una parte bastante insignificante delmedio.

—En un cuadro de investigación, consideramos que las cortinasson parte del medio físico de una habitación, y admito que llamara eso «destruir el medio» es simplemente usar una jerga para des-cribir y clasificar un comportamiento del niño.

—Conozco bastante bien el uso de circunloquios para eludir sermás específico —dijo Bettelheim—. Talleyrand lo expresó de for-ma categórica cuando dijo que el lenguaje fue inventado para ocul-tar lo que uno piensa realmente.

—Es verdad —admitió Dan—, pero algunos de estos niños ata-

/16 El arte de lo obvio

can efectivamente a la gente. Fíjese en éste, por ejemplo. Lo tene-mos en una habitación con su madre, algunos juguetes y objetos re-lacionados con la investigación, y en cada habitación hay una asis-tente que está allí para observar al niño y a su madre, y para tomarnotas, pero que no debe interactual" con el niño. Lo único que que-remos es ver cómo reacciona el niño ante los juguetes y de qué ma-nera interactúa con la madre. Al principio, el niño no establecióningún contacto ocular con la asistente. Después, sin razón alguna,la pellizcó. Da la impresión de que-no tuvo razón alguna para ha-cerlo, ya que lo único que hacía la asistente es estar sentada en si-lencio. Aunque los observadores no deben manifestar reacción al-guna ni vengarse, y de hecho se les instruye para que no hagan casode las acciones de los niños, algunos de estos pequeños no puedendejarlos en paz. Este niño empezó por pellizcarla, después se pusoa tirar de las cortinas sin dejar de mirarla y finalmente quiso salirhuyendo por la puerta. Yo no puedo entender su comportamiento.¿Realmente quería escapar, o estaba intentando, de alguna maneraextravagante, iniciar un contacto?

—Yo he visto muchas veces comportamientos así —expresóBettelheim—. Se producen cuando los adultos se comportancomo estatuas. La mayoría de los niños reaccionarán en contra deuna persona que actúa como una estatua y no como un ser de car-ne y hueso. Estas estatuas no observan nada, no reaccionan antenada y tampoco se preguntan nada. Y una estatua tiene una granventaja sobre nosotros: no siente, y por naturaleza es incapaz dehablar.

—Pues ¡es tal como parecen ser muchos niños autistas! —res-pondió Dan, conmovido, y después se quedó en silencio.

—Debo estar en desacuerdo con usted —dijo el doctor Bettel-heim—. No deberíamos seguir adelante con este tema a menos quequiera realmente explorarlo a fondo. Debe recordar que he pasadotreinta años trabajando con esos niños, que he publicado unos cuan-tos libros basados en mis experiencias y que además este tema esmuy importante para mí.

—En realidad, doctor Bettelheim —replicó Dan—, preferiríahablar sobre este chico en concreto, porque no sé cómo abordar suconducta.

—Creo que lo que se interpone en su camino son los supuestos

La pereza del corazón 117

que tiene usted sobre ese niño —expresó Bettelheim—. Fíjese ensu comentario de que el niño pellizcó «sin razón» a la asistente.Sólo podemos empezar a entender el comportamiento de otra per-sona si partimos del supuesto de que en sus acciones subyacen ra-zones o motivos que, por más insondables que puedan ser para no-sotros, a ella o a él le parecen buenos. Para encontrar sentido en uncomportamiento, el que sea, tenemos que observar cuidadosamen-te cada detalle y tomarnos en serio cada característica del compor-tamiento de la persona. Por consiguiente, si lo que nos proponemoses descubrir algún sentido en su comportamiento, generalizacionesdel tipo de «destruir el medio» no nos servirán de mucho. Lo quedebemos preguntarnos es «qué trataba de lograr» y «contra quién ocontra qué puede haber estado reaccionando».

»Usted sabe tan bien como yo que la importancia está en los de-talles. Si describe el comportamiento y las circunstancias de esteniño con tanto detalle como sea posible, nos permitirá hacer conje-turas sobre por qué se condujo de tal o cual manera, en ese precisolugar, en ese momento específico de la interacción y precisamentecontra esa asistente del equipo de investigación. Pero cuando usteddice que el niño destruye el medio, no tengo ni la más remota ideade lo que está haciendo realmente. Y está claro que, si yo no conta-ra con otros elementos, un lenguaje así podría ser causa de que sin-tiera aversión por ese niño.

»No tiene importancia que estemos hablando de investigación ode psicoterapia —prosiguió Bettelheim—. En cualquiera de los doscasos, lo que el individuo hace es importante. Si el niño pellizca auna asistente del equipo o arranca las cortinas, una y otra son acti-tudes que hay que ver en el contexto de una forma de interacción.Cuando no sabemos lo que precedió a esas acciones, estamos enuna mala situación para entender lo que significan. Es posible quelas acciones del niño se hayan originado en algo que sucedió hacemucho tiempo... por ejemplo, algo que lo llevó a desconfiar pro-fundamente de la gente o que lo llenó de hostilidad. Aun así, comoél no actúa todo el tiempo en función de una causa original así,algo que se da en la situación de investigación debe haber desen-cadenado su comportamiento.

»Una dificultad que tenemos para entender la reacción de eseniño es que no sabemos cómo interpretó él, para sus adentros, la si-

118 El arle de lo obvio

tuación en que se encontraba —el doctor B. hizo una breve pau-sa—. ¿Cómo se llama el niño?

—Luke —respondió Dan.—Pues dudo que Luke entendiera sus objetivos. Para ser signi-

ficativas, la mayoría de las interacciones requieren, para empezar,que quienes participan en ellas tengan una idea bastante clara de aqué se refiere la interacción como tal, de cuáles son sus propósitosy de cuál es el resultado final que se espera. Pero en muchas in-teracciones entre psiquiatra y paciente, o investigador en psiquia-tría infantil y sujeto de la investigación, solamente el profesionalsabe bien cuáles son sus objetivos. Cuanto más grave es su pertur-bación, menos capaz es el paciente de hacerse una idea correcta desemejantes interacciones.

—Tomemos como ejemplo el problema de trabajar con pacien-tes paranoicos —intervine yo, para aclarar lo que señalaba Betlel-heim—. Estoy seguro de que las paranoias graves obedecen a múl-tiples razones, biológicas y psicológicas. Y a lo largo de la histo-ria, las imágenes de que se valen los paranoicos para describir suspuntos de vista han cambiado: así como antaño el diablo los perse-guía, ahora les siguen la pista los ordenadores, y reciben mensajesde invasores provenientes del espacio interestelar. Aunque las imá-genes específicas han cambiado, una cosa se mantiene constante: elparanoico, generalmente, estará convencido de que el fin de la ma-yoría de las interacciones, particularmente de las que se dan entrepersonas de autoridad, es acabar con él. Y el psiquiatra, por su par-te, está convencido de que lo que quiere es ayudar a su paciente.

»Sin embargo, con gran frecuencia, el propósito consciente deayudar al paciente no es lo único que condiciona la interacción delpsiquiatra con un paciente paranoico. A despecho de sus mejoresintenciones, también el psiquiatra puede sentirse angustiado porquesabe que algunos pacientes paranoicos pueden ser muy peligrosos.El comportamiento de un paranoico, además, puede despertar cual-quier remanente de tendencias paranoides que nosotros, los médi-cos, mantengamos profundamente ocultas dentro de nosotros. Porconsiguiente, tenemos que tratar de estar tan conscientes como seaposible de nuestras reacciones inconscientes ante la situación, yaque son éstas las que el paciente paranoico percibe inconsciente-mente, y ante las cuales es muy probable que reaccione.

I,a pereza del corazón II1)

—Sí —asinlió Belteiheim—. lil paranoico supone a priori quenuestros- propósitos son nefandos. A menos que hayamos hechotodo lo que está en nuestro poder para convencerlo de que nuestrasverdaderas intenciones son ayudarle, es probable que sus reaccio-nes se basen en su convicción de que lo que queremos es hacer-le daño.

»Aunque esto es algo que muchos de ustedes ya saben muybien, porque han tenido experiencia con pacientes paranoicos, lamayor parte de los médicos tienen dificultades para extrapolar es-tos dalos empíricos a la relación con un niño autista, cuya capaci-dad para reconocer nuestros objetivos es incluso menor que la deun paranoico. En general, hasta los niños que están emocionalmen-te bien han aprendido que con frecuencia los propósitos de losadultos son incomprensibles para ellos. Pero en tanto que los niñosnormales de la edad de este chico tienen una idea bástanle clara deque los médicos estamos para ayudar, ios niños muy perturbadosno tienen una idea concreta de para qué sirven los médicos, ni decuál es el objetivo de una sesión con un psiquiatra.

«Volvamos al marco de la investigación. Lo que el niño autistave es que, en presencia de su madre, una persona silenciosa y está-tica se instala en la habitación y parece que deliberadamente nohace ningún caso de él. ¿A qué conclusión puede llegar? Si no se haceningún esfuerzo por explicarle la situación, cualquier niño se senliríaintranquilo. Es suficiente para provocar cualquier asomo de reacciónparanoide que pudiera tener cualquiera de nosotros, yo incluido.

»Aquí, parece que el supuesto fuera que como los niños autis-tas no reaccionan de maneras normales, no les importa lo que su-cede a su alrededor ni piensan lo más mínimo en ello. Si no se lesexplica la situación de tal manera que ellos puedan entenderla, opor lo menos intuir que se está haciendo un verdadero esfuerzopara hacerse entender por ellos, entonces sienten que los estántratando como ¡diotas. Y este es un insulto capaz de encolerizar acualquiera.

»Según mi experiencia, muchos niños autistas son potencial-mente inteligentes, e incluso muy inteligentes. Pero lo sea Luke ono, y estén ustedes o no de acuerdo conmigo, sigo pensando queharían mucho mejor si trataran a este niño partiendo del supuestode que es inteligente. Pero estas son observaciones muy generales.

120 El arle de lo obvia

Volvamos al caso y a sus detalles. Hasta el momento sé muy pocode esle niño. Le ruego que nos cuente algo más de él.

—Proviene de un hogar que, por lo que imaginamos, debe serbástanle anárquico —continuó Dan—. El padre es miembro de losDiscípulos del Diablo, una versión de la Costa Este |de los EstadosUnidos) de lo que en California son los Angeles del Infierno. Enuna reunión de padres, apareció todo vestido de cuero, con cadenasy tatuajes. Caminaba a pasos largos, en plan machista, llevaba pan-talones negros adornados con clavos, y la barriga de bebedor decerveza le asomaba debajo de una camiseta sucia. Llevaba una go-rra de piel y una chaqueta negra, también de piel y con una cala-vera con libias cruzadas en la espalda. ¡Ni que decir tiene que erauna presencia sumamente insólita en nuestra facultad de medicina!Además, llevaba un cuchillo en el cinturón, por si necesitaba pro-tegerse, me imagino.

—Tendrá usted que admitir que con su vestimenta el padre estáexpresando bien claramente su visión de la vida —señalé—. Elcomportamiento y la apariencia desafiantes de muchos miembrosde pandillas de motociclistas se deriva de su experiencia con otrasfiguras de autoridad en el pasado, que les hace desconfiar de noso-tros. Por ejemplo, muchos de ellos han sido maltratados por suspadres.

—Probablemente sea así —coincidió Dan—, y en algunas co-sas el niño se parece mucho a su padre. Está en un programa deeducación especial. Ninguno de los padres da una descripcióncompleta de su hijo, pero, por lo que he podido descubrir, cuan-do Luke está en casa juega en los árboles con cadenas y cuerdas.Durante los meses en que la nieve no cubre el suelo, se pasa ho-ras enroscándose y meciéndose en los árboles como Tarzán. Su-pongo que el padre debe tener cadenas por todo el patio y en elgaraje, para atar la motocicleta. La madre dice que el padre esmuy autoritario. Por lo que hemos visto, ella no pone restriccio-nes al niño.

—Como seguramente saben —señaló Bettelheim—, enroscarsees una indicación característica de autismo.

—Sí—asintió Dan—, pero lo que realmente me interesa en esteniño y en algunos otros como él es su particularidad de no relacio-narse. Parece que los adultos, sean o no de la familia, sólo sirvie-

I.M pereza del corazón 121

ran para hacer cosas por ellos. Por ejemplo, como parte de nuestroprotocolo, la asistente de investigación les trae un frasco de cara-melos, cerrado con una pequeña cerradura. Sobre la mesa tienen lallave de la cerradura. El niño puede hacer lo que quiera para abrirel frasco. La mayoría de los niños de este grupo cogen la mano dela madre, como si fuera una herramienta, y la apoyan sobre el fras-co para indicar que quieren que la madre lo abra. Saben que esamano es capaz de abrir frascos y para eso la usan. Pero la relaciónse reduce a eso. Este niño ni siquiera mira a su madre a la cara. Lagente sólo le es útil cuando necesita algo.

El doctor Bettelheim sacudió la cabeza.—¿Por qué ponen un frasco de caramelos cerrado con llave ante

un niño, especialmente si está gravemente perturbado?—Yo no me siento cómodo con eso —admitió Dan—, pero

como investigadores estamos obligados a seguir protocolos muy ri-gurosos si queremos que un experimento sea científicamente váli-do, incluso si para ello tenemos que causar alguna ligera incomo-didad al niño. Le ruego que entienda que a mí no me gusta tenerque causársela.

—Sigo estando perplejo —insistió Bettelheim—. ¿Por qué elprotocolo de la investigación exige que se ponga un frasco de ca-ramelos cerrado con llave ante un niño autista y su madre? ¿Poi-qué frustrar al niño es parte del protocolo?

—Nuestro objetivo es ver qué hará el niño para conseguir loque quiere. Antes le preguntamos a la madre qué es lo que más legusta al niño, y eso es lo que ponemos en el frasco.

—¡Espere! —exclamó Bettelheim—. Usted nos dijo que eseniño se vale de los demás para que hagan las cosas por él. ¿No eseso lo que ustedes están haciendo, usar a una persona, es decir, alniño, para que haga cosas por ustedes?

—No estoy seguro de ver la relación —respondió Dan.—¿No están usando ese instrumento... no sólo el frasco cerra-

do, sino también a la madre, para obtener lo que quieren, o sea, lasobservaciones necesarias para su investigación? Porque Luke usala mano de su madre para obtener su propósito, apoyándosela so-bre el frasco, usted dice que el niño no se relaciona, lo que cierta-mente es verdad. Pero ustedes usan al niño y a su madre para suspropios fines, o sea, conseguir datos para su investigación, y lo ha-

122 El arle de lo obvia

cen sin pedirles permiso. Entonces, según sus propios criterios,¿no están ustedes actuando sin relacionarse, lo mismo que el niño?

—No entiendo la analogía —admitió Dan.—Usted supone que está observando algo significativo en el

comportamiento del niño: que él se vale de otra persona como deun instrumento. Pero ¿no están ustedes usando al niño como uninstrumento para alcanzar sus objetivos, a saber, obtener datos parasu investigación?

Finalmente, Dan hizo un gesto de asentimiento:—Me imagino que la similitud está en que yo no le pido a él

permiso para hacer mi estudio, y él no le pide a la madre que leayude a coger el dulce.

—Exactamente. Colocar deliberadamente un frasco de cristalcerrado que contiene algo que sabemos que le gusta a otra personadelante de ésta, y después sentarse a ver qué es lo que pasa, malpuede ser una manera de relacionarse con la persona o de hacerlesaber que nuestras intenciones son amistosas. En este seminario ha-blamos con frecuencia de establecer relaciones, de cómo actuamosante un paciente nuevo de la misma manera que actuaríamos anteun nuevo invitado con quien quisiéramos establecer una relación.Pregúntese si la forma en que actúan en este proyecto de investi-gación es una invitación a relacionarse. Si sus intenciones son bue-nas, lo menos que harían por el niño es abrir la cerradura. Como loque les interesa a ustedes es la presencia o ausencia de relación,tendrían que empezar por no actuar de una manera distante, e in-cluso hostil. Y si lo hacen, no deben aseverar que es la otra perso-na la que actúa sin relacionarse o de manera agresiva.

Tras un breve silencio, Bettelheim siguió hablando:—Y se me ocurre otra cosa referente a este asunto de las rela-

ciones. En esta relación tenemos dos facetas. De acuerdo con sudescripción, el hecho de que la asistente no reaccione cuando la pe-llizcan me hace pensar que ella misma está actuando de forma tanautista, tan sin relacionarse, como el niño.

—Bueno, ya expliqué que el diseño de la investigación exigeque la asistente se limite a estar ahí sin reaccionar.

—Pero no se dan cuenta de que, de alguna manera, lo que uste-des ven en el comportamiento de ese niño como «destruir el me-dio» es la respuesta de él al protocolo de la investigación. ¿O el ex-

LM pereza del corazón /2J

perimento está diseñado para descubrir cómo reacciona un niño au-tista ante una persona que actúa de manera autista? Me doy cuentade que la asistente no hace más que actuar como si fuera autista,pero ¿realmente creen ustedes que al autismo se ha de respondercon autismo?

—En sus trabajos clásicos sobre el autismo —tercié para acla-rar el punto—, Leo Kanner describe que esos niños tratan a las per-sonas como si fueran seres inanimados. En una playa, andan sobrela arena, las rocas y las personas sin distinción. En su estudio, leestán pidiendo a una persona de carne y hueso que actúe delibera-damente como si fuera una roca, que es la forma en que general-mente, y eso lo sabemos desde hace tiempo, tratan a la gente losniños amistas. Ahora ya sé que lo que se proponen es crear una si-tuación de investigación neutral, donde la asistente no influya so-bre los demás datos. Pero, en cierto sentido, esa estrategia pareceuna peculiar re-creación de la forma en que, según Kanner, tratanlos autistas al resto de la gente. Es probable que al niño autista aquien están estudiando la situación no le parezca en modo algunoneutral.

Durante un momento. Dan se quedó pensando sin responder.Algunos años después, al revisar el material de aquel seminario,dijo que él pensó que el punto de vista terapéutico de Bettelheim leimpedía apreciar qué es lo que constituye un buen estudio empíri-co, y que yo estaba, simplemente, reflejando su posición. Tambiénsintió que aun si Bettelheim y yo teníamos razón al afirmar que elniño autista veía al adulto como si éste se comportara de maneraautista, verse expuesto durante dieciocho minutos a una experien-cia así no le haría daño. Después de todo, dijo, ese niño y la ma-yoría de los niños autistas se pasan diariamente varias horas en elaula con otros niños autistas. El objetivo del estudio era conseguirque los niños actuaran de la manera más autista posible, para queDan y John pudieran evaluar si cada uno era verdaderamente autis-ta y, en caso afirmativo, qué síntomas de autismo exhibía. Obtenerun comportamiento anormal era su objetivo, ya que estaban procu-rando determinar la presencia o ausencia de un rasgo.

En la misma línea de tales pensamientos, Dan expresó:—Ciertamente esa no parecería la manera correcta de actuar

124 El arte de lo obvio La pereza del corazón 125

terapéuticamente con un niño autista, pero consideramos que esuna estrategia particularmente útil para estudiar su enfermedad.

—Es probable que así sea —concedió Bettelheim—, pero loque a mí me preocupa es que no consideren si el comportamien-to de su asistente de investigación no podría influir sobre lo queustedes y ella observan. ¿No hemos aprendido que los métodosque usamos en la investigación de un fenómeno pueden cambiarlo que observamos?

»Permítanme mencionar algo que viene al caso. Cuando Freudescribió Tótem y tabú, sus ideas sobre los orígenes de la sociedadse basaban en observaciones del comportamiento de los primatesllevadas a cabo en el zoológico de Londres. Allí se había observa-do que el macho dominante negaba a todos los demás la posibili-dad de acceder a las hembras del grupo. A partir de ello, Freud for-muló el supuesto de que el comportamiento del hombre primitivoera similar, y llegó a la conclusión de que el origen de la sociedaddebe hallarse en un grupo de hermanos que se unen para matar almacho dominante del grupo, su padre, y poder así tener acceso se-xual a las hembras.

»Más adelante, cuando pensadores más científicos como Lo-renz, Tinbergen y otros posteriores estudiaron a los animales en suhabitat natural, resultó que entre las mismas especies de primatesen libertad todos los machos tenían acceso relativamente libre a to-das las hembras. O sea, que los no dominantes no experimentabanuna frustración absoluta y poca razón tenían para matar al machodominante. En mi opinión, este caso demuestra claramente la for-ma en que situaciones creadas artificialmente, tales como confinara los primates en el espacio reducido de un zoo, causan reaccionesartificiales y deformadas. Las conclusiones basadas en esas reac-ciones artificiales son erróneas, ya que sólo se relacionan correcta-mente con el comportamiento observado en esas circunstancias ex-cepcionales.

»Por esta razón, creo que cuando deseamos entender el com-portamiento de los niños, debemos observarlos en su ambiente na-tural. Las situaciones creadas artificialmente producirán un com-portamiento anormal incluso en la más normal de las personas, ymucho más en los niños autistas, que tienen una capacidad muchomenor de adaptarse a un medio extraño. Cuando a esos niños se les

somete a lo que consideran una situación anormal y quizás hostil,como es ofrecerles dentro de un frasco cerrado un dulce que lesgusta especialmente, no les queda otra opción que reaccionar demanera anormal. Me pregunto si su propósito es hacer que esos po-bres niños se comporten de forma más anormal que la habitual enellos.

—En verdad que no —respondió,Dan—•; no en el sentido en queyo creo que una sesión continuada podría hacerles daño. Sin em-bargo, sí queremos hacer aflorar todo el comportamiento autista.

—No estoy tratando de acusarles —aclaró Bettelheim—. Mu-chos otros están haciendo estudios similares. Simplemente, me gus-taría que lo pensaran con más cuidado. Como todos los presentessaben bien, Hipócrates insistió, hace milenios, en que el médico,como mínimo, no debe causar daño adicional. Estoy tratando deentender por qué una persona buena y cálida como usted usa estemétodo, que se supone científicamente válido, pero que está dise-ñado de una manera que puede causar daño adicional, por muy pe-queño que éste sea.

Como todo el mundo se quedó en silencio, reanudé la conver-sación:

—Aunque no lo digan tan directamente, todos los padres quetraen a su hijo perturbado para someterlo a un protocolo experi-mental vienen con la expectativa, o por lo menos con la esperanza,de obtener ayuda. Los padres de niños autistas están desesperados.Es un diagnóstico terrible, y la convivencia con niños así es muydifícil. Un padre o una madre pueden sentir que se les rompe elcorazón. Por eso los padres harán cualquier cosa si tienen la másremota esperanza de que eso ayudará a su hijo. Y probablementeustedes se esfuerzan todo lo que pueden por explicarles la diferen-cia entre investigación y tratamiento.

Dan asintió, sin hablar.—Pero los padres de un niño autista, ¿pueden realmente en-

tender lo que ustedes les dicen? ¿Qué significa una cuidadosa ex-plicación de los métodos de investigación meticulosamente dise-ñados para ajustarse a las normas de los Institutos Nacionales deSalud Mental [de los Estados Unidos] o de Archives of GeneralPsychiatry para unos padres desesperados por conseguir ayudapara su hijo?

126 El arle de lo obvio La pereza del corazón 127

—Tal vez ese padre piensa que la maestra de su hijo ayuda alniño, y como la maestra le ha hablado positivamente de nuestrainvestigación, él trae al niño a nuestro estudio para complacerla—respondió Dan.

—Es probable —admitió Bettelheim—. Aun así, una facultadde medicina no es un lugar donde los Discípulos del Diablo se en-cuentren a gusto. Ellos sólo van a un lugar así si piensan que en élpueden conseguir ayuda para un problema que les abruma, y si esuna ayuda que no pueden obtener en ninguna otra parte.

•»¿Cuánlos sujetos para investigación conseguirían ustedes sidijeran a los padres que no sólo no harán nada positivo por su hijo,sino que el hecho de incluir al niño en su proyecto podría agravartemporalmente su perturbación? Probablemente se quedarían sinningún sujeto, en absoluto. Pero por lo menos serían sinceros conlos padres.

—Nosotros no decimos a los padres que estamos ayudando alos niños —respondió Dan—. Tampoco les decimos que nuestrosmétodos pueden agravar la perturbación de un niño. A veces, efec-tivamente, los niños se ponen mal, pero su perturbación sólo durael tiempo de la sesión. Creo que nuestros métodos son válidos por-que simplemente estamos investigando la presencia o ausencia dedeterminados comportamientos anormales. Pero estoy de acuerdoen que, sea lo que fuere lo que busquemos, el problema está en en-contrar maneras de entender mejor lo que están pensando estosniños sin hacerles daño, ni siquiera momentáneamente —Danmiró directamente al doctor Bettelheim—. Por tanto, ¿qué diría us-ted que constituye una estrategia válida para la investigación desdeel punto de vista ético? ¿Recomendaría que los adultos que partici-pan en ella actúen de la forma más natural posible con el niño?

—No necesariamente con naturalidad —respondió Bettelheim—,porque lamentablemente conozco personas que son naturalmentehostiles o explotadoras. Pero tengo el firme convencimiento de queal tratar con personas desdichadas que acuden a nosotros en de-manda de ayuda, o creen que nuestro propósito es ayudarles, debe-mos actuar de la manera más constructiva que sepamos.

»Cualquier interacción entre personas requiere que haya unarespuesta recíproca. Si una persona se niega a responder, la in-teracción se acaba. Cuando se incluye en la situación a una asis-

tente de investigación, este niño la ve como parte del guión en elque lo habéis invitado a participar; él es incapaz de conceptuali-zar que en una situación subordinada a los fines de un buen dise-ño de la investigación la ayudante no pueda responderle. Ella esparte de la interacción a la cual responde el niño. Si, siguiendo lasinstrucciones recibidas, la asistente no reacciona cuando la pe-llizcan, el niño, que espera que su acción producirá una respues-ta, se queda muy frustrado.

»Si cualquiera de los que estamos alrededor de esta mesa hicie-ra algo destinado a obtener una respuesta enérgica y no consiguie-ra ningún efecto, también se sentiría frustrado y confundido.

—E incluso podría hacer algo más fastidioso o destructivo parano sentirse totalmente ineficaz —apunté.

—Sí—asintió Bettelheim—, y ese niño es igual. Probablemen-te la situación ya sea incomprensible para él, puesto que lo prime-ro que hicieron fue ponerle delante un frasco lleno de deliciosos ca-ramelos y dejarlo cerrado con llave. Seguro que su madre le habríaayudado si él se lo pedía, pero ¿se puede esperar realmente algo asíde un niño autista? Si su acción agresiva no provoca respuesta al-guna, la situación se vuelve aún más incomprensible. Al sentirsefrustrado, e incapaz de obtener respuesta, el niño reaccionó de laúnica manera que sabía: arrancó la cortina y se fue corriendo de lahabitación. Por qué, entre todas las posibilidades, arrancó la corti-na, no puedo decirlo, pero apuesto a que tenía sus razones.

—Usted habla desde el punto de vista terapéutico —replicóDan—, y la terapia es un proceso gradual. Cuando sucede algo to-talmente inesperado, el terapeuta debe cambiar su enfoque. Pero enla investigación, cada estudio debe ser claro, y además distinto,para que los nuevos descubrimientos puedan apoyarse sobre el co-nocimiento existente.

—Esa idea de que cada descubrimiento se apoye sobre los an-teriores depende del objetivo de la investigación —replicó Bettel-heim—. Pero mi crítica va más allá. Ese estudio ¿es ético? En él,ustedes ponen a un niño que, por definición, padece una perturba-ción en su capacidad de relacionarse, en una situación en la que lospadres, y quizás incluso el niño, esperan que suceda algo que leayudará. Pero, antes de que suceda nada más, la asistente de inves-tigación declara, mediante su comportamiento, que pase lo que

128 El arte de lo obvio

pase ella no se relacionará. Desde luego, yo sé que esta clase demontaje es rutinario entre los investigadores que trabajan con niñosperturbados, pero sigue escandalizándome. Por eso quiero saber quépiensa usted del asunto. ¿Me he expresado con claridad?

Dan parecía entristecido, pero miró directamente al doctor B.:—En mi opinión, con mucha claridad.—Lo que me deja perplejo es que su equipo de investigación

creyera que el hecho de la relación, o su ausencia, se puede estu-diar actuando como si uno no tuviera relación alguna con el sujetode la investigación —continuó Bettelheim—. Además, sostiene quese trata de una actividad benigna y neutral. Usted sabe que las co-misiones que se ocupan de investigación sobre seres humanos haninsistido en que, antes de emprender una investigación, debemosasegurarnos de que los procedimientos que usamos no son poten-cialmente dañinos para los individuos que intervienen en ella o, entodo caso, de que los sujetos deben haber sido antes plenamente ad-vertidos. A pesar de esto, muchos científicos conductistas tienen laequivocada idea de que su investigación es siempre inocua. Sinembargo, a un niño autista se lo pone en una situación frustrante,aunque sea temporalmente y a los padres no se les dice que esopuede dañarle.

—¿Cómo podía obtener yo de ese niño un consentimiento in-formado? —preguntó Dan—. Tiene ocho años, y su edad mental nollega a dos. El Estado y la convención social coinciden en que lospadres, en su calidad de guardianes legales, dan su consentimientoen nombre del menor.

—Naturalmente —asintió Bettelheim—. Pero cuando un niñoentra en psicoterapia o viene para un tratamiento médico esencial,al menos uno intenta explicarle lo que le harán y por qué. Sin em-bargo, a mí me parece que en este experimento el niño tuvo la vi-vencia (naturalmente, de forma tan vaga como puede experimentarun niño autista cosas así) de que lo llevaban a un lugar donde po-dían empujarlo a hundirse aún más en su aislamiento emocional,porque la gente actuaba de manera que, tal como demostró clara-mente su comportamiento, lo frustraban todavía más.

Gina se mostró en desacuerdo:—¿Usted no creerá realmente que los niños autistas son capa-

ces de percibir eso?

IM pereza del corazón 129

—Yo no sé lo que perciben, doctora Andretti, ni lo que estabasucediendo en la mente de ese niño —replicó Bettelheim—, perome siento obligado a concederle el beneficio de la duda, es decir, asuponer en la mayor medida posible aquello que es más favorablepara el niño. Y por consiguiente, como ya dije, intentaría explicar-le mi manera de proceder.

»Lionel Trilling elogiaba al psicoanálisis porque exigía la sus-pensión de la incredulidad. De acuerdo con Trilling, Freud nos en-señó a todos a suspender nuestra incredulidad, es decir, nuestra ne-gativa a creer que los pacientes, ya sean neuróticos, psicóticos oautistas, actúan con inteligencia y con un propósito sensato. Creoque debemos partir siempre del supuesto de que los pensamientosy las acciones de otra persona merecen que se los considere de lamanera más positiva que sea posible.

»Y si es así, entonces lo menos que podemos hacer es conside-rar la posibilidad de que el niño autista perciba efectivamente loque está sucediendo a su alrededor en asuntos que le conciernen dela forma más íntima y directa. Por eso, cuestiono gravemente la va-lidez y la moralidad de los métodos de investigación que se basanen la creencia de que un niño autista no actúa con sentido y no tie-ne sentimientos intensos respecto de lo que se hace con él.

—Realmente, ¿usted cree que un chiquillo tan perturbado pue-de sentirse herido en sus sentimientos? —preguntó Jason.

En ese momento pareció que Dan hubiera entendido a qué apun-taba el doctor B. Se volvió hacia Jason y dijo:

—Seguramente puede percibir como frustrante lo que está su-cediendo.

—Me alegro de que diga eso —dijo Bettelheim—, porque aun-que no podemos estar absolutamente seguros de nada con un niñocomo Luke, es totalmente posible que por obra de la experienciaque tuvo con usted, haya tenido la vivencia, y llegado a la conclu-sión, de que, puesto que se sintió defraudado en una situación en laque quizás él habría esperado y deseado encontrarse sólo con vi-vencias positivas, el mundo es para él incluso más frustrante de loque él mismo esperaba y temía.

—No puedo coincidir con sus supuestos —objetó Dan—. Nocreo que ese niño tenga percepción alguna de que podría estar enuna situación terapéutica en vez de haber venido como sujeto en

130 El arte ele lo obvio

un proyecto de investigación. Yo no hago nada por dar esa idea alniño ni a los padres. Y tampoco acepto su idea de que incluso siel niño fuera mentalmente tan retardado que no hubiera entendidola explicación, podría haber percibido, por más primitiva y vaga-mente que fuera, que el esfuerzo de informarle fuera parte de unrespeto general por él en cuanto persona. En última instancia, to-dos los miembros de nuestro equipo esperan que nuestro trabajosea una ayuda para los niños autistas y su familia. Por ejemplo,uno de los propósitos de nuestro equipo de investigación es ver enqué se diferencian los niños autistas de los retardados...

—Estas comparaciones no me interesan, a menos que sepa aqué fin se supone que sirven —le interrumpió el doctor B.

—Esperamos que sea aplicable en el ámbito educativo y en eltratamiento escolar de estos niños.

La respuesta de Bettelheim nos sorprendió a todos:—Nadie sabe cómo tratar a estos niños.—Pero usted mismo ha tratado con bastante éxito algunos niños

autistas —dijo Dan, con tono intrigado.—Hicimos todo lo que pudimos, doctor Berenson —respondió

Bettelheim—. Lamentablemente, en muchos casos nuestro éxito fuelimitado. Pero cualquier cosa que hagan los terapeutas o los médicosde hoy con los niños autistas o por ellos tendrá que basarse en lopoco que sabemos de ellos. En una primerísima descripción delautismo infantil, el doctor Kanner insistió en que esos niños tienenuna perturbación primaria en su capacidad de relacionarse. ¿No essensato abordarlos partiendo de la base de que nuestra tarea princi-pal es reducir esa perturbación? Podemos intentarlo haciendo todoslos esfuerzos posibles por relacionarnos con ellos de modo tal que, asu propio y debido tiempo, en respuesta, puedan adquirir la capaci-dad de relacionarse con nosotros. Eso era lo que intentábamos hacercon nuestro tratamiento de los niños autistas en la Escuela Ortogéni-ca, y en todos los casos obtuvimos cierto éxito. Pero, como ya dije,en muchos casos ese éxito fue muy limitado.

—Para mí, lo que el profesor Bettelheim dice de perturbacionesen la capacidad de relacionarse es esconderse detrás de las palabras—opinó Dan—. Porque decir que algo es «una perturbación en lacapacidad de relacionarse» es usar un concepto muy abstracto. Loque he intentado describir y categorizar son las formas específicas

La pereza del corazón 131

en que esos niños hacen las cosas de manera diferente. Quiero to-mar un grupo grande de niños con muchos tipos diferentes de per-turbaciones manifiestas, no lodas ellas autismo, o «retraso evoluti-vo multidifuso», que es como llamamos hoy al amplio espectro detales trastornos, y apartar de él un grupo de niños en quienes sepueda comprobar que comparten un determinado delecto bioquí-

.'mico.—Lo que yo objeto no es que su objetivo final sea encontrar un

defecto bioquímico —respondió Bettelheim—. Evidentemente, te-nemos que explorar lodos los caminos posibles para encontrar unamanera de tratar con más éxito a estos niños. Lo que objeto es laforma en que trató a Luke como sujeto de su investigación.

El doctor B. se quitó las gafas, se frotó los ojos y permanecióquieto.

Después de un momento de silencio, Dan volvió a hablar:—Usted sigue trayendo a colación la terapia. Cada uno de no-

sotros tiene un propósito diferente. Yo estoy simplemente tratandode entender al niño de ciertas maneras sin hacerle daño... y no creoque lo que hago le dañe. Tengo la sensación de que usted apunta aalguna otra cosa.

—Pienso que se metió en esta situación, doctor Berenson, por-que usted mismo no se cuestiona los efectos de esos exámenes enel paciente —replicó Bettelheim—. Bloquear de esta manera suspercepciones es el producto de su propia ansiedad. Todos los tera-peutas tenemos que afrontar este problema. La ansiedad se iniciainmediatamente después del nacimiento, porque ninguna madrepuede permitirse realmente tomar conciencia de los sufrimientosdel bebé; ella debe tomar distancia. Por eso todos nacemos y cre-cemos con la convicción de que el mundo no responde a nuestrasverdaderas necesidades. El mundo responde a todas las cosas su-perficiales, pero cuando se llega a las necesidades reales, las másprofundas, estamos completamente solos. Llámele «angustia exis-tencial» o como quiera. En realidad, arranca del comienzo mismode la vida, y a partir de ahí tenemos la experiencia de que el mun- ;do y las demás personas no nos comprenden. Responden a sus pro-/pias angustias. Ahí tiene la «posición autista»...

»Mire —continuó Bettelheim—. Podríamos seguir así largorato sin que sirviera de mucho. Nos va quedando poco tiempo, y

132 El arte de lo obvio

por eso me gustaría llegar a lo que considero lo esencial del asun-to. Siento que estos experimentos reflejan inconscientemente nues-tras reacciones, nuestra respuesta interior ante el terrible rechazocon que reaccionan estos niños ante el mundo, y eso nos incluye to-talmente a nosotros. También reflejan la tremenda angustia subya-cente en todo lo que hacen estos niños o en lo que se inhiben dehacer. De lo que estoy hablando es de las reacciones que yo mismoexperimenté la primera vez que empecé a vivir con una niña autis-ta, en Viena, en los años treinta. Sólo pude superarlas cuando, des-pués de muchos meses de convivir en la mayor intimidad con esaniña, finalmente conseguí establecer empatia con ella.

»La madre de la niña, norteamericana, se la había llevado a JeanPiaget, quien dijo que él no trabajaba con niños perturbados y laenvió a Viena para que se dirigiera a Sigmund Freud, quien a suvez la envió a su hija, Anna, que por aquel entonces había empe-zado a trabajar psicoanalíticamente con niños. Cuando Anna Freudconoció a la niña, le dijo a la madre que el psicoanálisis de niñosen la forma en que ella estaba practicándolo no podría ayudarla. Loque quizás la ayudaría sería que la niña viviera día tras día y añotras año en un ambiente organizado de acuerdo con los principiospsicoanalíticos. Después de algunas vacilaciones, yo me hice cargodel proyecto con mi primera mujer, que participaba en el trabajo deAnna Freud. En buena medida, fue un éxito, pero sólo después demuchos meses, durante los cuales la niña no mostró reacción algu-na. Aprendí también muchísimo sobre el trastorno de la pequeñaprestando atención a mis propias reacciones ante aquella niña.

»Mis primeras reacciones fueron las mismas que vi años mástarde en los miembros del personal que empezaron a trabajar conniños autistas en la Escuela Ortogénica, y que necesitaron dedicar,en forma individual, mucho tiempo a los niños autistas hasta quefueron capaces de tener empatia con ellos. Entonces, sus reaccio-nes de ansiedad desaparecieron y fueron reemplazadas por senti-mientos de empatia suscitados por la terrible situación en que vi-vían aquellos pequeños.

El doctor B. hizo una pausa, miró a los miembros del gruposentados en torno de la mesa, y continuó:

—Siento que no es perder el tiempo hablar de todo esto con elgrupo porque nuestras reacciones íntimas ante estos pacientes pro-

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fundamente perturbados, que nos rechazan tan completamente anosotros y al mundo entero, alteran nuestro comportamiento cuan-do nos enfrentamos con ellos, ya sea como participantes en unproyecto de investigación o como terapeutas. Si no fuera por la an-siedad y el sentimiento de rechazo, ambos profundamente incons-cientes, que ellos nos despiertan, podríamos serles mucho más úti-les que en la actualidad. Pero es raro que nos demos cuenta de queeso es lo que está pasando en nuestro inconsciente, porque a loque conscientemente nos hemos comprometido es a aceptar a esosniños, independientemente de lo que hagan.

«También deseamos distanciarnos y evitar toda empatia direc-ta con los niños autistas. Queremos verlos como si pertenecieran aotra especie, como si fueran monos en lugar de personas, por-ejemplo. Si consideramos que los niños autistas son gente comonosotros, reconocemos el peligro potencial de que también noso-tros podamos ser susceptibles de caer en el autismo o tal vez dé.tener en nuestro organismo algún elemento autista; un peligro que.resulta tan amenazador que queremos negar completamente esaposibilidad. Y, para hacerlo, nos conducimos como si estos niñosfueran una especie diferente. No nos permitimos pensarlo cons-cientemente, pero la forma en que los tratamos revela nuestra con-vicción de que ellos y nosotros estamos separados por una dife-rencia genérica.

»La convicción de Freud era que todas las personas se parecenen la mayoría de los aspectos importantes; él creía que las diferen-cias entre unas y otras son sólo cuestión de grado. Su visión de lademencia era algo radicalmente nuevo porque a lo largo de todala historia, hasta su época, se consideraba que los dementes eranfundamentalmente diferentes de las personas a quienes llamamosnormales. Gracias a Freud hemos hecho progresos considerables.En la mayoría de los casos, muchos reconocemos que tenemos bas-tante en común con las personas dementes y emocionalmente alte-radas. Pero cuando los síntomas de la demencia son tan gravescomo en los niños autistas, la convicción (tan difundida en nuestrasociedad) de que los niños en general entienden poco, se combinacon nuestro deseo de protegernos contra la necesidad de reconocercuánto tenernos en común con ellos. Por eso hay tantos investí-

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gadores y médicos que suponen que esos niños son incapaces dereaccionar como nosotros a lo que sucede a su alrededor.

»La mejor manera de hacer justicia a las personas mentalmenteperturbadas, y de tratarlas como a seres humanos, es recordar que,si no fuera por la gracia de Dios, así seríamos también nosotros.Debemos partir del supuesto de que es muy posible que, por obrade algún azar desgraciado, nosotros hubiéramos podido actuarcomo ellos.

»SóIo empezamos a medir en profundidad lo que puede suce-f der en la mente de un niño autista si intentamos, y en alguna me-1 dida lo conseguimos, establecer empatia con ellos, preguntándo-

nos cómo nos sentiríamos y reaccionaríamos si nos encontrásemosen su situación. Si mentalmente se proyectan ustedes en la situa-ción de investigación ante la cual reaccionó este niño autista, creoque también se sentirían tremendamente confundidos y manipu-lados.

»Y en relación con esto valdría la pena recordar cómo llegó aexistir el psicoanálisis. Antes de inventar el método psicoanalíticopara tratarlas, Freud ya sabía bastante de neurosis y de histerias.Sin embargo, en lo tocante al tratamiento de tales pacientes, y a pe-sar de su genio, no era mucho lo que podía ayudarles. Sólo despuésde haberse sometido a su propio autoanálisis, sólo después de ha-ber estado bastante tiempo analizando sus propios sueños, empezóa entender efectivamente las vivencias que podía tener un pacienteen el psicoanálisis. Sólo llegó a ser capaz de analizar a fondo los

h sueños de sus pacientes tras haber aprendido a analizar los suyosj¡ propios. Su experiencia personal con la resistencia y las defensas leM\permitió tener empatia con las personas que posteriormente anali-

Jzó, y sobre esto se basó el éxito del psicoanálisis. Sobre la base desu propia experiencia, Freud insistió en que, para llegar a ser psi-coanalista, uno tenía que empezar por someterse a un psicoanálisispersonal.

»Con frecuencia, me han oído decir que el final de un procesoterapéutico suele estar determinado por lo que sucede en nuestraprimera interacción con los pacientes. Por eso se me quedó tangrabado lo primero que nos ha dicho el doctor Berenson sobre esteniño, o sea, que «destruye el medio». Esta exageración de lo quehizo en realidad el chiquillo, que fue arrancar una cortina, sólo

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puede explicarse en virtud de una angustia inconsciente que haceque, en ocasiones, todos exageremos los hechos para justificarnuestra ansiedad. Además, usar una terminología así ofrece a losinvestigadores una categoría intelectualizada que les ayuda a con-trolar sus reacciones ante la agresión del niño. Está claro que ellosno tienen conciencia de que así están exagerando los datos de laobservación.

»Todo esto no se debe sólo a la impotencia y la angustia quesentimos todos en presencia de niños tan tremendamente perturba-dos, sino también a la total desesperación que captamos en el in-consciente de esos niños, y que percibimos como una tremenda po-tencialidad destructiva. En la mente de esos niños, su rechazo totaldel mundo equivale a su destrucción, y la vivencia que tenemos no-sotros de ese rechazo y de las fantasías destructivas que lo acom-pañan es la de una destrucción real. Pero eso no tiene nada que vercon la realidad, o tiene que ver muy poco; y sí tiene todo quever con los procesos inconscientes que sentimos que están produ- 'ciéndose en el niño, y con la reacción inconsciente que esto gene- ¡ra en nosotros. Por muy convencidos que estemos de estar obser- ívando al niño sin ningún prejuicio, de hecho nuestras reacciones/íntimas deforman nuestras impresiones de lo que está sucediendo.?Este es, globalmente, el problema que me preocupa, y del cual qunsiera que tomaran conciencia.

—Esto me recuerda lo que sucedió hace unos meses en uno denuestros seminarios —intervine—. Nos dijeron que en una escuelase quejaban de que un niño de nueve años había tirado piedras so-bre el patio de recreo y había estado a punto de matar a otros ni-ños. Su madre, que como es comprensible estaba muy inquieta conél y con su comportamiento, nos lo trajo a la consulta externa.

»Parece que, antes de que estudiáramos el caso en el seminario,a nadie se le ocurrió pensar si las ansiedades del propio personal dela escuela no les habrían llevado a exagerar desmesuradamente elcomportamiento real del niño, de una manera similar a la que pro-bablemente indujo a Dan a decir que este niño estaba «destruyen-do el medio». Sólo cuando preguntamos qué hacían unas piedrasgrandes y pesadas en el patio de una escuela y nos asombramos deque un niño tan pequeño pudiera levantarlas, por no hablar de arro-

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jarlas a distancia, llegó a saberse que lo que había tirado no eranpiedras, sino un poco de grava.

»Claro que arrojando grava se puede hacer muchísimo daño, in-cluso dejar ciego a alguien, pero eso es raro. Sin embargo, lo másinteresante en este caso fue que una vez que nos despreocupamosde la supuesta «violencia extrema» del niño, pudimos valemos conmás libertad de nuestra empatia, y aquello cambió radicalmente laimagen que teníamos de él y de lo que en realidad había hecho. En-tonces dejamos de imaginarnos un monstruo capaz de asesinar ainocentes compañeros.

»A partir de lo que aprendimos de ese niño, sospecho que qui-zá tuviera intenciones asesinas cuando arrojó la grava, que noso-tros reaccionamos inconscientemente a sus fantasías y, en nuestraimaginación, las transformamos en realidad. Al hacerlo, habíamosdescuidado investigar qué era lo que en realidad había sucedido enel patio de la escuela y había desencadenado la rabia del niño.

¡Creo que la «rabia» es uno de los principales problemas de los pa-I cientes que entran en psicoterapia. Lo que deforma nuestra visión\ de estas situaciones no es solamente nuestra ansiedad. Lo que nos> despista son otros procesos inconscientes, mucho más sutiles. Y

creo que éstos enlazan con nuestro compromiso con la psicotera-pia. Ya sea que nos dediquemos a la investigación o a la psicote-rapia, nuestra profesión nos exige que ayudemos a personas pro-fundamente perturbadas. En la investigación, nuestro esfuerzo seencamina a ayudar a pacientes futuros. En la terapia, intentamosayudar al individuo que ha venido a tratarse o que nos han traídopara que se trate. Tenemos un profundo compromiso con nuestrotrabajo, y generalmente es eso lo que nos ha acercado a este cam-po. Cuando nos sentimos incapaces de ayudar a personas tan tre-mendamente perturbadas como los niños autistas, eso pone en telade juicio nuestra capacidad profesional y nuestras limitaciones alenfrentarnos con la enfermedad mental grave. Nuestra frustraciónpuede movilizar nuestro antagonismo y, si esto sucede, podemosreaccionar contra el paciente que nos ha puesto en esta incómodasituación, juzgándolo peor de lo que realmente es.

Bettelheim retomó la conversación:—Por encima de todo, Freud tenía dudas sobre si la formación

que se exige para ser médico es un factor positivo para llegar a ser

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psicoanalista. Pero insistía sobre una gran ventaja que tiene el mé-dico: a pesar de todo lo que sabe y todo lo que hace, pese a todosu duro trabajo y a sus más sinceras esperanzas, el médico tiene larepetida experiencia de que, finalmente, algunos pacientes se lemueren. Es decir, que los médicos tienen que aprender que ni si-quiera sus mejores esfuerzos terminan siempre con éxito. Y debidoa esa experiencia, los médicos aprenden a mantener su eficacia sindejarse abrumar por el autocuestionamiento y las dudas.

»Nuestra irritación espontánea, y a veces inconsciente, ante elhecho de que los niños autistas puedan derrotarnos como terapeu-tas es difícil de superar. Por eso, requiere un esfuerzo no ver a esosniños como peor de lo que están, para así justificar a nuestros pro-pios ojos lo desvalidos que nos sentimos al tratar con ellos.

»Pero permítanme repetir los hechos para que podamos tenerpresente qué fue lo que llevó al doctor Berenson a decir que el niñoestaba «tratando de destruir el medio»: lo que realmente hizo elniño fue pellizcar a una persona cuya falta de reacción había perci-bido probablemente como indiferencia ante su sufrimiento, o qui-zás incluso como antagonismo u hostilidad. Después, arrancó unacortina e intentó salir corriendo de la habitación.

»No podemos suponer que un niño autista evalúe correcta yracionalmente lo que está sucediendo. Debemos suponer quereacciona principal o completamente ante lo que sucede en suinconsciente, y que en este nivel tiene una fuerte respuesta a losmensajes inconscientes provenientes de otros. Por eso insisto enque nosotros, como terapeutas, debemos controlar cuidadosamen-te nuestras reacciones y nuestro comportamiento con esos niños.

Dan y el grupo reaccionaron ante estas observaciones con loque parecía una concentración silenciosa. Finalmente, Gina rompióel silencio:

—Parece que usted estuviera pidiendo algo casi imposible...que cada uno sea tan consciente de sus propias actitudes que ni si-quiera roce a un niño autista de manera inadecuada.

—No necesariamente —respondió el doctor Bettelheim—, yno espero ciertamente de todos semejante sensibilidad, doctoraAndretti. Pero sí creo que es necesario que quienes deciden traba-jar con esos niños tengan conciencia de sus propias reacciones.Después de todo, esta es la razón de que Freud insistiera en que

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quien quiera llegar a ser psicoanalista debe empezar por sometersea un análisis personal extensivo e intensivo. Es necesario que elanalista se familiarice con sus actitudes conscientes y con lo quesucede en su inconsciente.

—Pido disculpas por ser reiterativo —intervine—, pero estepunto es importantísimo, tanto si uno afirma que el autismo se debea experiencias personales tempranas, como si se adhiere a un mo-delo puramente genético y bioquímico, o si tiene, como yo, la sen-sación de que ambos modelos interactúan, pero que los factoresbiológicos son decisivos en cuanto son el terreno de donde brota elautismo. Creo que en los años cincuenta, sesenta y setenta, muchospsiquiatras y psicoanalistas académicos subestimaron el papel quedesempeñan los factores orgánicos en la enfermedad mental grave.Los enfoques biológicos fueron bien recibidos porque rectificabanel énfasis excesivo en los factores ambientales, sociales y viven-ciales. Y la psicofarmacología nos ofreció medios de intervenciónnuevos y constructivos. Lamentablemente, me temo que ahora elpéndulo está yéndose demasiado hacia ese lado. Muchos destaca-dos psiquiatras están encarando cualquier dolencia emocionalcomo algo de raíz biológica o como un desequilibrio químico. Su-bestiman las contribuciones del medio, de los factores sociales y dela experiencia personal en la psicopatología.

»Pero sea cual fuere la enfermedad mental o emocional que su-fre nuestro paciente, si nos dejamos invadir y abrumar por nuestrapropia ansiedad, eso influirá en todas nuestras reacciones. Enton-ces, lo que el paciente haga o deje de hacer estará en gran medidacondicionado por su reacción ante nuestra ansiedad. Y lo lamenta-ble es que nuestra ansiedad hará aflorar, invariablemente, lo peorque hay en tales pacientes. En casi todas las interacciones humanas,la ansiedad hace aflorar lo peor.

»Por ejemplo, pregúntense por qué un paciente se vuelve peli-groso. La respuesta es, con frecuencia, que se vuelve peligroso sipercibe que el personal le tiene miedo. La ansiedad inconscientedel personal transmite al paciente el mensaje de que lo considera-mos un monstruo. En consecuencia, como está resentido por nues-tra mala opinión de él, que siente como un insulto, reacciona deacuerdo con los indicios que recibe de nuestro inconsciente y ac-túa de acuerdo con nuestras expectativas. Por eso, sus acciones

nos convencen de que, para empezar, nuestra ansiedad era justifi-cada, y seguimos sin tomar la mínima conciencia de que fue nues-tra no reconocida angustia lo que le dijo: «Creemos que eres untipo de persona capaz de un comportamiento infame», una actitudque provocó su reacción, la cual evidentemente era una potencia-lidad de él. De esto mismo estuvimos hablando la semana pasada,con referencia a Bobby, el caso de Saúl.

»Si, por otra parte, establecemos empatia auténticamente con susituación y simpatizamos con aquello que lo motiva, nuestros ojosy nuestra expresión facial le revelarán una reacción y una actitudcompletamente diferentes. Pero esa simpatía puede ser difícil deencontrar.

—El niño autista está aterrorizado por la probabilidad del re-chazo que él podría leer en nuestro rostro —señaló Beltelheim—.Por eso, no debemos frenar activamente nuestra reacción ante lahostilidad, el rechazo e incluso el pellizco que puedan provenir deél, como ha dicho el doctor Berenson que prescribían las instruc-ciones que recibió su asistente de investigación. El niño autista sólopuede interpretar esa total falta de reacción como un rechazo, o po-siblemente como una indicación de que la asistente lo ve como unser monstruoso.

—En realidad —intervino Dan—, he olvidado mencionar que,en este caso particular, finalmente mi asistente reaccionó. Cuandoel niño volvió a pellizcarla, le dijo: «¡Basta, que me haces daño!»y lo apartó. Con eso terminó la interacción.

—No cuestiono que la reacción de su asistente fue de lo másnatural •—admitió Bettelheim—, pero ¿es apropiada para sus ob-jetivos y para la situación en que se encuentran el niño y la asis-tente?

—No, doctor Bettelheim. No lo es, ni es nuestra intención quelo sea. Le demuestra al niño, que después de todo, en este contex-to, es el sujeto de la investigación, que uno tiene sentimientos talcomo puede tenerlos él. Es una reacción humana auténtica ante unpellizco. Uno no dice que eso le gusta cuando no es así.

—Bien podría ser una reacción auténtica, doctor Berenson, peroyo sigo cuestionando que podamos calificarla de apropiada. Des-pués de todo, fueron ustedes quienes pusieron al niño en una situa-ción que lo movió a pellizcar a la asistente de investigación. Ella le

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dijo «¡Basta!», de acuerdo. Pero ¿qué habría hecho usted si el niñohubiera sido capaz de decirle que terminaran de una vez con todoel procedimiento porque a é! le molestaba? ¿Lo habría interrum-pido?

»E1 niño ¿no tenía por lo menos derecho a que se reconociera ex-plícitamente que la provocación que lo llevó al intento de defender-se era la serie de frustraciones a que lo sometieron? Usted dice queaprueba que la asistente de investigación tenga sentimientos huma-nos y los exprese. ¿Por qué no concede el mismo derecho al niño?¿No tiene él los sentimientos que expresó?

Como ni Dan ni nadie más del grupo le respondía, el doctor B.continuó:

—Permítanme que les dé un ejemplo de mi propia experiencia.En una ocasión, tan pronto como entró en mi despacho, un adoles-cente psicótico abrió la puerta de un armario y se metió en él.Como yo no reaccioné, sino que acepté en silencio lo que él esta-ba haciendo, vino hacia mi escritorio y, sin decir palabra, abrió loscajones y miró dentro de cada uno de ellos. Si eso le sucediera austed, ¿qué diría o qué haría?

»La mayoría de los psiquiatras dirían: «Ven, siéntate y hable-mos» o algo parecido, que no serviría de mucho. Si por casualidadusted supiera qué era lo que el muchacho estaba buscando, podríadarle una interpretación que le demostrara que entendía sus moti-vos y los apreciaba, pero eso requiere más intuición de la que tie-nen la mayoría de los psiquiatras, y más de la que yo podría teneren ese momento.

«Entonces, sin saber por qué el chico actuaba de esa manera,pero aun así convencido de que tenía buenas razones para hacerlo,quise establecer contacto con él de una manera que fuera útil paramis propósitos. Quería demostrarle que yo tenía una visión positi-va de lo que él estaba haciendo, de modo que le dije: «Tienes todala razón. Este es un lugar para buscar cosas ocultas». Era muy fá-cil para mí decirlo, porque creo que de eso se trata en psicoterapia,de encontrar las razones que se ocultan tras las acciones de alguien,que, por más extrañas que puedan parecer, generalmente cobransentido a la luz de esas razones. En todo caso, en respuesta a mi co-mentario, el muchacho se sentó y empezó a hablar.

»¿Cuá1 fue la magia que obtuvo el resultado deseado? Fue la

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coherencia entre mi observación y mi actitud interior, que le de-mostró mi convicción de que su comportamiento apuntaba a unameta y, a pesar de las apariencias, tenía un significado. Mi comen-tario era un cumplido para él, por la rapidez con que entendió quela psicoterapia tiene que ver con descubrir cosas que están ocultas.

»Si uno parte de la convicción de que el comportamiento de unniño autista tiene propósitos, aunque nosotros no podamos ver enqué consisten, no se limitará a decir: «¡Basta, que me haces daño!»y apartarlo de un empujón. Le indicará, en cambio, que usted estáseguro de que él tiene buenas razones para hacer lo que está ha-ciendo. Realmente, ¿se necesita mucha imaginación para darsecuenta de qué es lo que motivaría a un niño a pellizcar a alguien?

El doctor B. recorrió con la mirada a los participantes en el se-minario.

—¿Por qué podría cualquiera de ustedes actuar como lo hizoese niño? A mí me parece obvio. Pero usted, doctor Berenson, to-davía sigue convencido de que los niños auristas actúan sin razonesválidas, para así no tener que preguntarse qué es lo que puedenestar haciéndole al sujeto de su estudio los exámenes a que lo so-meten.

—¿Por qué cree que tengo esta dificultad, doctor Bettelheim?—preguntó Dan.

—Por la misma razón que la tiene la mayoría de la gente queconozco. Cuando nos enfrentamos con personas cuyo sufrimientonos parece insoportable, nos angustiamos. Si se permitiera darsecuenta de lo que les hacen esas sesiones despersonalizadas a per-sonas como los niños autistas, cuyo sufrimiento ya es tan grave,precisamente por el solo hecho de que usted es una persona cáli-da y sensible, ya no podría seguir adelante con esa investigación.Para hacerlo, tiene que creer que no les afecta y por eso no res-ponden.

—Pero, doctor Bettelheim, algunos niños autistas reaccionancon una intensidad y una gravedad que creo que debe de haberotros factores en juego. ¿No piensa que haya causas biológicas queexpliquen por qué estos niños tienen reacciones autistas?

—Bueno, Sybil Escalona estudió niños y llegó a la conclusiónde que algunos de estos crios son mucho más sensibles de lo nor-mal —respondió Bettelheim—. La mayoría de los niños son bas-

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tanto plácidos y sólo empiezan a reaccionar ante el medio cuandoya han adquirido por lo menos algunas capacidades intelectualespara entenderlo. Pero otros destacan si se los compara con el res-to. Empiezan a responder ante el medio antes de haber adquirido lacapacidad intelectual para entenderlo, aunque sólo sea en medidalimitada. Aquí, si usted lo acepta, tiene una explicación genética oconstitucional para el autismo.

—En mi investigación, encuentro en algunos niños lo que des-cribió Escalona —respondió Dan—, pero parece que en oíros la in-capacidad para procesar los estímulos perceptivos tuviera una baseorgánica mucho más fuerte. Parecería que hay dos tipos de niñosmuy diferentes, a quienes se describe como psicóticos o aulistas.Un grupo es retardado; son niños que se retraen simplemente por-que no pueden organizar los estímulos que perciben. Otro grupo eshipersensible y quizás inteligente.

—Creo que muchos niños autistas, por no decir la mayoría, sonpotencialmente muy inteligentes —expresó Bettelheim—. Lamen-tablemente, usan su inteligencia para cosas insensatas.

—Algunos de los niños que veo son muy sensibles a los meno-res estímulos, pero quizá se inhiban porque les resultaría muy do-loroso organizar lo que sienten —respondió Dan—. Si estoy ju-gando con ellos y dejo caer algo que hace un ruido un poco exce-sivo, su reacción es exagerada. Si en la habitación contigua se poneen marcha un ventilador, se sobresaltan. Es un poco como si sus re-ceptores sensoriales estuvieran graduados demasiado altos, y creoque no tienen cómo aislarse de las cosas ni cómo habituarse a ellas.

—Mi dificultad en esto es que estoy tan acostumbrado a traba-jar con individuos que pensar en grupos no me sirve en mi trabajo—dijo Bettelheim.

—Yo tengo el problema opuesto —respondió Dan—. Estoy deacuerdo con su posición sobre los individuos, pero en mi investi-gación estoy tratando de descubrir cómo se puede llegar a principiosdel comportamiento que sean válidos para más de un individuo.

, —¿.Quién de los presentes prefiere que lo traten más bien como! miembro de un grupo que como a un individuo? —preguntó el doc-j tor B.1 —Nadie —respondió inmediatamente Gina.

—Si es así—prosiguió Bettelheim—, y ciertamente eso es vá-

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lido para mí, ¿por qué habría uno de tratar a los niños autistas talcomo a uno mismo no le gustaría verse tratado? ¿Acaso el únicoprincipio ético que es básico en la filosofía occidental no es «Tra-ta a los demás como quieras que ellos te traten a ti»?

Dan frunció el ceño, evidentemente irritado.—Usted insiste en que lo que yo hago es éticamente censurable.

Pues no estoy de acuerdo. Lamentablemente, son pocas las cosasque pueden ayudar a estos niños. Una de las razones por las cualesme parece válido tratar a los niños autistas en grupos es, especial-mente con los retardados, que no es mucho lo que se puede hacerpor ayudarles.

—Los que han intentado trabajar con niños retardados sabenque es mucho lo que se puede hacer para mejorar su vida, inclusosi los niños a quienes uno atiende padecen una incapacidad mentalgrave.

—Totalmente de acuerdo —asintió Dan—. Algunos niños re-tardados pueden incluso ser felices.

—Eso yo no lo he visto —el doctor B. miró alrededor de lamesa—. El tonto feliz es una quimera. Un débil mental está conti-nuamente frustrado porque el mundo en que vivimos es muy com-plicado, y para vivir bien en él se necesita más inteligencia que lade un retardado. Los inteligentes nos creamos la imagen del tontofeliz como mecanismo de defensa, para no tener que reconocer loterriblemente difícil que es la vida para esas personas.

»Esta reacción es la misma que ha generado la difundida creen-cia en que los ciegos tienen una sensibilidad auditiva superior a lahabitual, aunque no es así. Como los ciegos dependen más del sen-tido del oído, lo cultivan y refinan. Nosotros preferimos creer quetienen algo que los pone por delante de nosotros, los videntes, paraque la triste situación del ciego no nos aflija todavía más. Es posi-ble entender uno de los aspectos de la universal admiración por He-llen Keller sobre la base de que su disposición anímica y su valornos permitían creer que su minusvalía era mucho menos grave delo que era, y nos permitían restar importancia a lo terriblementedisminuida que era y a lo mucho que sufrió en consecuencia.

—Los médicos tratan de ayudar a los retardados creándoles unmedio donde los elementos generadores de estrés que los frustran

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se reduzcan al mínimo, para que se sientan más felices —explicóDan.

—No. Menos infelices —puntualizó Bettelheim—. Hay unagran diferencia entre más feliz y menos desdichado. He conocidopersonas que eran excelentes para trabajar con débiles mentales. Loúnico que pretendían era reducir en todo lo posible la frustración dela persona retardada. La idea de que podemos hacer felices a per-sonas tan profundamente desdichadas es parte de nuestro deseo denegar la profundidad de esa desdicha. Reconocerla sería demasia-do doloroso para nosotros.

—¿Qué diría usted a un terapeuta principiante sobre la forma deenfrentarse con esa dinámica, con esa negación de la profunda in-felicidad del otro y de nuestro propio miedo de vernos abrumadospor ella? —preguntó Renee.

—Para poder trabajar con éxito con esos niños tan perturbados—respondió Bettelheim— tenemos que liberarnos de nuestras an-siedades y de nuestro deseo de que esos niños no sufran tanto comosufren. Es decir, que tenemos que ocuparnos exclusivamente de susproblemas, sin dejar que nuestra necesidad de enfrentar al mismotiempo los problemas que ellos generan en nosotros nos lo impida.Por supuesto, me doy perfecta cuenta de que es mucho más fácildecirlo que hacerlo.

—Usted ha venido diciendo lo mismo durante todos los añosque yo he estado participando en estas reuniones —dijo Michael—.«¿Qué opinión le merecen las experiencias ajenas?» A esto se llegauna y otra vez en este seminario.

—He aquí una de las maneras más bondadosas de decirme queme repito —reconoció Bettelheim—-, pero lo que ha dicho es abso-lutamente cierto. Hay también otra cosa sobre la que he insistidouna y otra vez. Todos estamos tan centrados en nosotros mismos yen nuestro propio yo que, si queremos ser buenos terapeutas, tene-mos que esforzarnos por superar esas inclinaciones.

—Lo difícil es aprender a ponerse en el lugar del otro, en sumente y en su corazón —continuó Renee—. ¿Cómo lo consigueusted?

—Es una lucha larga y dura —reconoció Bettelheim—. Uno si-gue insistiendo a pesar de las dificultades. Si insiste lo suficiente enel intento, y saca partido de lo que le muestran sus pacientes cuan-

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do uno fracasa en sus esfuerzos, lentamente irá mejorando. Pero eneste caso particular que presenta el doctor Berenson, aunque es uncaso encuadrado en la investigación, ¿es realmente tan difícil en-tender cómo debe de sentirse un niño cuando arranca una cortina ypellizca repetidas veces a una persona que lo observa en silencio?¿Qué tendría que hacer alguien para conseguir que usted arrancarauna cortinado que por lo menos se sintiera con ganas de hacerlo?Es lo único que tiene usted que decirme.

Dan, que había escuchado atentamente, dijo algo que nos sor-prendió a todos:

—Para empezar, las cortinas eran el único objeto «adulto» en lahabitación. El resto eran juguetes. Además, la cortina estaba casicompletamente cerrada, pero de hecho ocultaba un espejo, detrásdel cual había personal que estaba observando al niño y sus inter-acciones.

Durante un momento, todos nos quedamos en silencio. Algunosparticipantes en el seminario parecían sorprendidos. Después, Bet-telheim dijo:

—Yo sabía, o por lo menos intuía, que esa cortina tenía que sersumamente ofensiva para el niño. Lo que no sabía era el porqué.No voy a suponer que el niño es tan inteligente y observador queadivinó que lo estaban observando a través de ese espejo, aunqueen los medios clínicos es frecuente que los niños estén familiariza-dos con esos detalles, porque se los han mostrado. Para eso tendríaque haber conocido el escenario de la investigación y haber sabidoalgo más de los antecedentes del niño. Aunque ignoraba todo eso,nada puede apartarme de mi convicción de que cuando un niñoautista pellizca a la gente y arranca las cortinas, debemos de ha-berle dado razones.

—Hasta donde yo veo, hay por lo menos dos razones para quelo hiciera —terció Bill—. Uno podría arrancar la cortina porqueestá enojado, y al hacerlo provoca una reacción de los adultos pre-sentes, o puede hacerlo porque siente curiosidad por lo que hay enel otro lado.

—Si sientes curiosidad por lo que hay en el otro lado —objetóBettelheim—, no arrancas la cortina; la apartas.

Dan estaba sacudiendo la cabeza.—No estoy tan seguro —objetó—. Qué sea exactamente lo que

1(1. — BETTKLHKIM

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haga el niño depende en gran medida de lo que entienda de la gen-te y de las relaciones espaciales.

El doctor B. permaneció un momento inmóvil, en silencio. Sequitó las gafas y cerró los ojos. Después de un rato volvió a po-nerse las gafas y dijo:

—Por lo que usted dice, me parece que sigue viendo al niñocomo si perteneciera a una especie diferente. Aquí lo importante noes la causa específica de su comportamiento, sino mi convicción deque el niño reaccionó ante algo que era muy ofensivo para él. ¿Porqué estaba yo tan convencido? Porque estoy convencido de queesos niños no son tan diferentes de nosotros.

—La mayoría de los médicos piensan que la gente actúa de esamanera porque la traducción de sus problemas biológicos está acargo de un cerebro que tiene un sistema de cables aberrante —ob-jetó Dan—. Por consiguiente, la persona reacciona de maneras quea ustedes y a mí nos son totalmente ajenas. La mayoría de los in-vestigadores y médicos de hoy estarían de acuerdo conmigo en lotocante al autismo.

—Es verdad —asintió Renee con aire preocupado—. Pero ten-go curiosidad por algo más. Usted se conoce bien a sí mismo, doc-tor Bettelheim. Si mis conocimientos de mí misma no son tan ex-haustivos como los suyos, mi visión de los niños autistas debe serdiferente.

—Eso no es necesariamente cierto —respondió Bettelheim—.Si usted se dice para sus adentros que jamás arrancaría una cortina,que ni siquiera sentiría ganas de hacerlo, porque es demasiado bieneducada para eso, entonces no podrá aprender de lo que hizo elniño. Aprender a entender a los otros comienza en uno mismo,cuando uno se pregunta: «¿Qué me llevaría a mí a sentir deseos dearrancar la cortina?». Entonces la respuesta será obvia: «El hechode estar furiosa por algo que se relaciona en algún sentido con esacortina».

—Esta conversación me molesta —intervine—. No estoy segu-ro de cuál es la causa del autismo, pero estoy convencido de que alcomponente biológico le corresponde un papel muy grande. Entodo el debate se está usando, además, una terminología radical-mente aleatoria. Los niños que padecen lo que hoy llamamos«autismo» tienen un trastorno muy diferente del que describió Kan-

ner, que con frecuencia se combinaba con grandes déficits neuro-lógicos. Además, actualmente el término se aplica a todo un es-pectro de trastornos y no a un estado específico. O sea, que en cier-to sentido terminamos hablando de manzanas y naranjas, sin reco-nocer jamás las diferencias.

»Por mi parte, yo veo la etiología del autismo más bien como lave Dan. Pero aun aceptando esa visión, lo que es mucho más im-portante e inquietante en lo que estamos analizando aquí es la dis-cusión sobre la actitud con que abordamos a otro ser humano. Elpunto que señala el doctor B. es evidente y, sin embargo, tan con-trario al enfoque que actualmente se está poniendo de moda. Él estábuscando el significado del comportamiento de ese niño, en tantoque a muchos médicos de formación actual se les enseña un marcoreferencial que les exige que observen y describan el comporta-miento sin atribuirle significado alguno. Se supone que esta actitudasegura un punto de vista más objetivo y científico, no contamina-do por la subjetividad que se pone enjuego cuando uno supone queel comportamiento de un extraño tiene significado e intenta com-prenderlo. En este punto de vista hay cierta verdad, pero tambiéngrandes limitaciones.

»Muchos médicos de mi generación nos especializamos en psi-quiatría porque encontrábamos en ella un humanismo que parecíael último vestigio de la medicina como ciencia y como arte. Lospsiquiatras siempre hemos tratado de excluir las causas orgánicasde los estados mentales. Pero lo que separaba a los psiquiatras conquienes estudié en Harvard de la mayoría de mis profesores de lafacultad de medicina era que tenían la capacidad y el deseo de in-teractuar con los pacientes en cuanto personas; conseguían buenosresultados gracias a que obtenían una cuidadosa comprensión enprofundidad de sus pacientes, que no se basaba primordialmente enel empleo de una batería de procedimientos invasores y de mani-pulaciones químicas.

»Es verdad que en aquellos años se daba demasiado poco cré-dito a los factores biológicos y, en muchos centros, a la psicofar-macología. Pero creo que las leyes de la naturaleza que son válidaspara la química sólo tienen una aplicación muy limitada a los pro-blemas de la psiquiatría infantil. Es probable que, en el trastorno deun niño autista entre diez mil niños, a la biología le quepa un gran

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papel en su dolencia. A veces me pregunto si no estaremos dedi-cando proporcionalmente tanto tiempo de investigación a estos ni-ños no sólo porque el sufrimiento de ellos y de su familia es tanprofundo, no sólo porque el paradigma biológico está de moda,sino también porque si pudiéramos encontrar una causa simple, talcomo un gen defectuoso, no tendríamos que preocuparnos por lascausas más predominantes de la psicopatología, que son muchomás embarazosas y que nos exigirían cambios mucho más profun-dos en nuestra manera de abordar a los niños afectados y de com-prometernos con ellos. No quiero negar el papel que desempeñanlas fantasías que se dan en este proceso. Pero realmente pienso quepara los niños más perturbados y más perturbadores (y hay varioscentenares de ellos por cada niño autista en los Estados Unidos), elmayor papel lo desempeñan las experiencias vitales •—como el di-vorcio, la separación, el maltrato físico y sexual, el abandono y elhecho de tener que pasar años en múltiples hogares de acogida sinllegar en ninguna parte a un sentimiento de pertenencia— y el sig-nificado subjetivo que cada niño atribuye a la experiencia. Esosproblemas pueden parecer intratables y es mucho más difícil tra-tados con eficiencia. Sin embargo, tal como dijimos la semana pa-sada, cuando Saúl hablaba de Bobby, de hecho tenemos ideas decómo ser eficaces, por ejemplo, con los niños maltratados. Pero es-tos no son enfoques de precisión matemática; sólo nos ayudan has-ta cierto punto y sólo en algunos casos, y exigen a los médicos unagran dedicación personal y una disposición a vivir con niños muyperturbados y muy perturbadores. En la actualidad hay poco apoyopara ese estilo de activismo social, dedicación y autosacrificio.

»Los tiempos han cambiado en psiquiatría, en la forma en quevemos a nuestros pacientes y a nuestra tarea. El campo en dondeentramos hacía de la experiencia de una persona el centro de nues-tro estudio. En gran parte, ese enfoque ha desaparecido, o ha sidocolonizado por una generación nueva y más distante de psiquiatrascuya manera de entender a la gente, y en particular los problemascon que tropiezan las personas perturbadas en su intento de vivir suvida con cierta dignidad y satisfacción emocional, parece menossofisticada. Sin embargo, esta nueva generación promete que, mer-ced a la corrección de supuestos desequilibrios químicos, tendre-mos un futuro dorado: vivir mejor gracias a la bioquímica. Yo no

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sé si la psiquiatría ha mejorado y se ha modernizado, o si en mu-chos programas de formación hemos perdido el interés de enseñarcómo debe conversar un psiquiatra con un paciente o cómo se es-tablece una relación terapéutica.

»De modo que pienso •—continué— que el dilema del que he-mos hablado hoy se infiltra en la mayoría de los métodos corrien-tes y estandarizados que usamos con los pacientes mentalmenteperturbados. Lo mismo que ese proyecto de investigación conLuke, esas entrevistas estandarizadas no hacen caso de la impor-tante influencia que ejerce el entrevistado!" o entrevistadora comotal y la restringidísima espontaneidad que se le permite, sobre unasobservaciones supuestamente neutrales. En algunos sentidos, este\dilema traza una línea divisoria entre las diversas formas de abordar!terapéuticamente a los pacientes. A la empatia que en este semina-1;rio nos parece necesaria como vínculo entre paciente y terapeuta, yque usamos como un importante instrumento de diagnóstico, no se ;le ha hecho prácticamente ningún caso en nuestro nuevo manual de .diagnóstico. Incluso se puede considerar que la empatia es un im-pedimento para la objetividad. Hoy por hoy se estimula a los psi-quiatras a que observen a los pacientes desde lo alto, como si fue-ran insectos ensartados con alfileres, y a organizar sus síntomas demanera que se puedan incluir en las categorías de diagnóstico apro- :piadas.

»Los investigadores bioquímicos irán en busca de trastornos conbase molecular que expliquen clases enteras de perturbaciones men-tales. Tengo fuertes sospechas de que alguno encontrarán, y de queeso será constructivo. Pero al aplicar este enfoque a la práctica dia-ria se está haciendo mucho daño. Como médicos, es necesario quenos interesemos también en lo peculiar de cada paciente. El manualde diagnóstico pide al psiquiatra que se concentre únicamente en laverificación del grupo en el cual encaja cada paciente. En ciertomodo, estamos regresando a la idea que sostenía a mediados del si-glo xix un reconocido psiquiatra académico alemán, Griesinger,cuyo lema era que «las enfermedades de la mente son enfermedadesdel cerebro».

—Quizá sea algo cíclico. También los médicos contemporáneosa quienes ustedes se refieren están volviendo a actitudes profesadasincluso antes del siglo xix —señaló Bettelheim—. Antes de esa

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época se pensaba que la genle enloquecía porque Dios quería, oporque estaban poseídos por el diablo, y eso ios hacía diferentes delos demás, extraños, ajenos ¡alien]. Por eso a los que se ocupabande ellos se los llamó «alienistas». Fue necesario que Philippe Pinel,William Tuke y otros grandes precursores del tratamiento humani-tario para los enfermos mentales decidieran que esas personas noeran «aliens», sino personas como las demás.

»A lo largo de la historia, a estos niños se los ha tratado comoa una especie ajena, subhumana. En la bibliografía mundial se des-cribe a algunos niños con fuertes síntomas de autismo como «ni-ños lobo». Esta designación pone en evidencia que los seres hu-manos tenemos una tendencia generalizada a creer que esos niñospertenecen a una especie subhumana. Por la descripción que hacede él Jean-Marc Itard, estoy convencido de que el chiquillo aquien él llama el Niño Salvaje de Aveyron era autista. Quizás hayasido el primer niño autista de quien tenemos una descripción deta-llada. Lo que me convence de su autismo es que Itard describecómo disparó una pistola frente a sus oídos, sin que el niño mos-trara reacción alguna, a pesar de que no era sordo. Una inhibicióntan total de las respuestas automáticas es un signo claro de autis-mo infantil.

»En las últimas décadas, parece que, para distanciarnos de ellos,hubiéramos retrocedido a aquellas viejas concepciones para lascuales los enfermos mentales son básicamente diferentes del restode la raza humana. Sólo que ahora, en vez de atribuírselos a la po-sesión demoníaca, hemos convertido los rasgos básicos de la dife-rencia en una rareza conducta! o molecular. Son diferentes porquealgo en su sintomatología o en la bioquímica subyacente en sucomportamiento los convierte en seres ajenos a los que llamamos

/ normales. Esto implica un rechazo de y un ataque al punto de vis-ta freudiano de que todos los seres humanos se disponen en un con-tinuo en el que no hay ninguna línea divisoria nítida. Sean cualesfueren las diferencias que existen entre las personas, no son másque diferencias de grado.

—La actitud de hoy parece ser «moléculas retorcidas, mentesretorcidas», apunté yo.

—¿Por qué cree usted que a estas alturas de la historia se tien-

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de a apartarse de la idea de que «todossomos humanos»? —pre-guntó Jason. ' " - -

—No lo sé —respondió Bettelheim—. Se necesita un gran es-fuerzo para reconocer qué es lo básico en la condición humana, loque liga a cada uno de nosotros con el otro, sean cuales fuerennuestras diferencias. Quizá después de un tiempo la gente se cansede un trabajo tan difícil. Una vez (hacia la década de 1830, si norecuerdo mal) en las calles de una ciudad de Alemania encontrarona un joven mudo, a quien dieron el nombre de Caspar Hauser. Serumoreaba que era el heredero de un príncipe alemán a quien deniño habían encerrado en una mazmorra, privándolo de todo con-tacto humano, para que otra persona pudiera heredar el rango quelegítimamente correspondía a Caspar Hauser. En el momento enque Caspar Hauser estaba aprendiendo a hablar y a expresarse, loasesinaron. Se supuso que lo habían matado para que no pudiera re-velar el crimen cometido contra él ni reclamar la condición princi-pesca que por derecho le pertenecía.

»Jacob Wasserman, un novelista alemán de fines del siglo pa-sado y comienzos de este, escribió una novela titulada CasparHauser o la pereza del corazón. Después de la segunda guerramundial se hizo en Alemania una película muy interesante sobreCaspar Hauser. La segunda parte del título de Wasserman siempreme ha fascinado. Por eso al libro donde describo el trabajo de laEscuela Criogénica le di el título de A home for the heart [Un ho-gar para el corazón]. ¿No es la «jpereza del corazón» la raz,ólL-porla cual la mayoría de las personas tratan de protegerse c,orLtra,.eJ.im- ,píLcT£qW'causan~estos"niñoS?""¿No es esa pereza lo que impide que /la gente trábe'empáfía con ei terrible sufrimiento de estas criaturas?/

—Es más que eso —intervino Dan—. Quiero decir que todostenemos que arreglárnoslas para encontrar el territorio intermedioentre ver cuál es la verdadera situación en que se encuentran estosniños y dejar que el terror y la ansiedad del paciente nos inmovili-cen porque nos sobreidentificamos con ella.

—Ya sé que la sobreidentificación es un concepto teórico —res-pondió Bettelheim—. El problema es que cuando se trata de estosniños, he oído usar este concepto con mucha mayor frecuencia dela que lo he visto en acción. Por el contrario, he visto que [comoactitud] la pereza del corazón es casi omnipresente. Al haber con-

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vivido con niños autistas en mi propia casa y en la Escuela Orto-génica, sé lo fuerte que es nuestra, tendencia a defendernos de la an-siedad ._y...la...repugnancia que nos producen estos' ninos.'"Xo" únicoque estoy tratando de hacer es pedir a aquellos de ustedes que de-cidan trabajar con ellos que reconozcan sus propias (y comprensi-bles) reacciones defensivas y procuren reemplazarlas por el deseode hacer justicia a esos niños.

»Piensen en todo el tiempo que nos ha llevado, hoy, entender unsolo detalle del comportamiento de este niño. Es difícil no caer en lapereza cuando entender nos exige tanto esfuerzo. Ahora podemoscomprender muy bien lo que el doctor Berenson ha descrito, al co-mienzo, como «destruir el medio». Aunque gran parte de la investi-gación y de las publicaciones de hoy ignoran o niegan el hecho, elniño autista, como el resto de nosotros, tiene una gran necesidad deque lo amen y lo acepten.

El doctor B. vio una mirada escéptica en el rostro de Bill.—Es verdad. En realidad, esos niños tienen una necesidad de

amor y de aceptación mucho mayor que la nuestra y, sin embargo,el niño autista es notablemente ineficaz en lo que se refiere a lograreste objetivo. A causa de nuestras necesidades defensivas no llega-mos a ver esa ineficacia, ni a responder a la necesidad de amor,aceptación y simpatía del niño autista.

—Generalmente entendemos esa ineficacia en el sentido de te-ner poco efecto. Y vaya si esos niños tienen efectos, doctor Bettel-heim —objetó Dan.

—¡Pero el efecto se origina dentro de usted! Eso es lo que es-taba tratando de decirle, doctor Berenson. El efecto más importan-te proviene de su propia angustia, no del niño. Convertimos a estosniños en monstruos porque nos decimos que nada, a no ser unmonstruo, podría tener sobre nosotros un efecto tan fuerte. Y no esverdad. No es verdad, en absoluto. Es usted quien decide qué es unmonstruo... a saber, quienquiera que tenga sobre usted un efectomonstruoso.

El doctor Bettelheim se volvió hacia todos los que rodeábamosla mesa:

—No es mi deseo poner en un aprieto al doctor Berenson niamargarle su trabajo. Si yo no simpatizara con él ni tuviera tanbuena opinión de él por nuestras conversaciones anteriores, no me

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tomaría la molestia de tratar de descubrir procesos que son impor-tantes, no sólo en este caso particular o para este proyecto de in-vestigación en particular. Además, su honradez científica se ponede manifiesto en su disposición a arriegarse a ser criticado desdeun punto de vista que él sabe que es enormemente diferente delcontexto teorético de su investigación.

»Doctor Berenson, sé que usted es una persona inteligente ysensible, motivada por las intenciones más constructivas. Pero enesta circunstancia, en que usted está tratando de reunir una infor-mación científicamente válida, ha permitido que las exigencias dela ciencia sean un obstáculo para su sensibilidad —el doctor B.dejó que una pausa precediera a su última observación—: No pue-do dejar de sentir que podría haber usos mejores para su conside-rable talento.

—Gracias —respondió Dan—. Lo pensaré.

En el tiempo transcurrido desde este seminario, Dan ha conti-nuado su investigación, y él y John Hammond han publicado ar-tículos sobre sus hallazgos. Dan dice que el doctor Bettelheimcambió efectivamente su manera de trabajar con los niños autistas,aunque no lo persuadió de que debía alterar el diseño de su inves-tigación. Y, a pesar de sus diferencias, Bettelheim y Dan mantu-vieron un sano y recíproco respeto y una cálida relación profe-sionales.

La búsqueda de un sustrato bioquímico del autismo infantilcontinúa, tal como debe ser. Como, de hecho, yo creo que en elautismo subyacen, de alguna manera fundamental, procesos bioló-gicos anómalos, sospecho que algún día seremos testigos de un im-portantísimo avance en esta línea de la investigación. Pero, en la si-tuación actual, aparecen regularmente nuevos artículos que sugie-ren que algún defecto bioquímico, tal como niveles anormales deserotonina, puede desempeñar un papel en el autismo, o que algúnfármaco, como la fenfluoramina, puede mitigar sus síntomas; ydespués otros estudios no llegan a verificar estos primeros hallaz-gos. En el momento de escribir este libro, las causas del autismosiguen siendo un misterio. Los niños y las familias siguen sufrien-do. E independientemente de lo que en última instancia descubra laciencia como causa real del autismo, sean cuales fueren los pape-

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les que en él puedan desempeñar los factores bioquímicos y empí-ricos, es probable que quede un problema sin resolver de formaadecuada. La pereza del corazón humano —nuestra incapacidadpara entablar empatia con estos niños gravemente perturbados ypara sentirnos de la misma especie que ellos, que es, de hecho, larazón por la cual tendemos a convertirlos en demonios— ha esta-do, sigue estando y, probablemente, seguirá estando mucho tiempo/con nosotros, incluso una vez que se haya aclarado la causa deautismo.

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Transferencia y contratransferencia

S andy Salauri es una asistente social psiquiátrica de intelectoagudo, sonrisa fácil y trato amistoso que inducen rápidamente,

incluso a los niños más tímidos, a jugar con ella. Siempre le hagustado trabajar con niños y antes de decidirse por la asistencia so-cial fue maestra de jardines de infancia.

En su segundo año en la escuela para asistentes sociales le die-ron una plaza en el Hospital de Niños de Stanford, donde se ganóhasta tal punto el cariño y el respeto de todos que le pidieron quese incorporase al personal de la clínica de pacientes externos deStanford. Con su carácter escrupuloso, Sandy quiso cultivar mejorsus habilidades de psicoterapeuta y profundizar su comprensión delos niños perturbados antes de dedicarse a la práctica privada, y conese propósito empezó a asistir a nuestro seminario.

Sandy había expuesto varios casos ante el seminario antes deque nos hablara de Eduardo, un niño de nueve años a quien estabatratando. La sola idea de hablar de él la ponía muy nerviosa por-que, tal como lo expresó en el grupo, en su última sesión y sin quemediara razón alguna, Eduardo la había atacado.

—¿Qué fue exactamente lo que hizo? —le pregunté.—De forma totalmente inesperada, me arrancó el collar del

cuello.•—Supongo que eso la asustó.—Sí, mucho —respondió Sandy.—¿Por qué no nos cuenta algo de Eduardo y de cómo iba has-

ta ese momento su trabajo con él? —sugerí.

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—De acuerdo —asintió Sandy—. La madre de Eduardo es nor-teamericana, nacida en Indiana, y el padre es de una familia costa-rricense acomodada. Vivían en Boston y, después del tercer cum-pleaños del niño, los padres se divorciaron. La madre se trasladóaquí para estar cerca de su hermana y de algunos primos. El padretambién se mudó aquí, y hace un par de años los abuelos paternosde Eduardo se trasladaron a Portóla Valley, de modo que ahora elniño tiene mucha familia en esta zona.

»Aunque no era un niño feliz, es probable que a Eduardo no lohubieran traído nunca a la clínica psiquiátrica de pacientes externosde Stanford, y menos a los ocho años y medio, si en su escuela nohubieran insistido en que necesitaba tratamiento. A pesar de quelos tests mostraban que era sumamente inteligente, Eduardo no po-día aprender a leer. El especialista en lectura de su escuela no pudoayudarle, y el equipo que lo evaluó en nuestra clínica le diagnosti-có una dislexia. Además, tenían la sensación de que el niño teníaproblemas emocionales graves que contribuían a sus dificultades deaprendizaje, de modo que le recomendaron que iniciara una psico-terapia. Hace aproximadamente seis meses me asignaron su caso.

»En los primeros seis meses de tratamiento, él y yo entablamoslo que yo consideraba una buena relación. Desde nuestro primerencuentro, me pareció que le gustaba venir a las sesiones. Aunquedurante un tiempo se mostró vacilante, sin animarse a hacer nadaespontáneo. Parecía como si me estuviera evaluando. Pero cual-quier persona inteligente evalúa una situación antes de confiarsedemasiado. Después de un mes o dos debió decidir que yo eraaceptable, porque empezó a jugar libremente. Durante los últimosmeses me sonreía francamente tan pronto como me veía entrar ensu busca en la sala de espera, y hasta nuestra última sesión siemprese mostraba entusiasmado cuando íbamos por el corredor hasta lasala de juegos.

»Por eso, pensé que el tratamiento iba muy bien, hasta que derepente, la semana pasada, sin provocación ninguna, Eduardo mearrancó el collar del cuello. Yo todavía no sé cómo debería haberllevado la situación. Me quedé sorprendidísima y asustada. Si estan agresivo, ¿qué más puede hacer ahora?

—Sin llegar a entender por qué Eduardo se puso agresivo, no po-drá organizar una estrategia eficaz, para controlar la situación -—se-

ñalé, y miré a los demás miembros del seminario—. Vamos a pensarun poco. ¿Cuántas veces nos hemos inclinado a decir que un pacien-te actuó sin razón alguna? ¿Pueden recordar aunque sea un solo in-cidente en que realmente fuera así? Si decimos que la agresión deeste niño no tenía sentido, tenemos que decir que es un animal ra-bioso. Yo no estoy seguro de si su motivación era inconsciente oconsciente, pero tengo la sospecha de que cuando se puso agresivotenía alguna razón.

—Sí, pero los casos que yo recuerdo eran de adultos —dijoBill—. Y me resisto a creer que los niños son racionales de la mis-ma manera. Algunos chiquillos que he conocido golpean simple-mente porque les da la gana.

—¡Eso no es verdad! —objetó Bettelheim—. Si quiere hacerlejusticia a un paciente, ya sea un adulto o un niño, tiene que enten-der cómo ve y cómo evalúa él la situación y sus propias acciones.Y eso es válido para todos, incluso para los criminales. Son pocoslos ladrones que se ven a sí mismos como tales. Lo único que venes que querían tan desesperadamente algo que apoderarse de elloera la manera más razonable de satisfacer esa gran necesidad. Unniño no dirá jamás «Lo robé», sino más bien «Como lo quería, locogí».

»Lo que refleja su comentario es la percepción errónea de quesólo los adultos, no los niños, tenemos verdaderas motivacionespara hacer las cosas. Usted sabe por experiencia propia que es su-mamente difícil salirse del propio marco de referencia y adoptar elde otra persona. Cuando nos hacemos adultos, nos cuesta muchísi-mo intentar captar el punto de vista del niño y sus posibles moti-vos. Para la mayoría de las personas, parece que esto fuera un sal-to cuántico.

—La situación en que está Sandy es especialmente difícil —se-ñalé yo—. ¿Quién podría responder con calma a un niño que acabade atacarlo de pronto físicamente? Todos nos quedaríamos tan so-bresaltados y sorprendidos que probablemente no percibiríamos másque nuestros propios sentimientos. De ninguna manera querríamoscreer que la causa de semejante agresión pudo haber sido algo quenosotros hicimos; de otra forma, tendríamos que aceptar alguna res-ponsabilidad parcial en lo sucedido. Quizá lo más típico cuando nosatacan como a usted, Sandy, sea que inmediatamente nos sentimos

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ansiosos por la posibilidad de que el alaque se repita y nos imagi-namos que la próxima vez será peor. Es natural que cuando estamostan preocupados por nuestro propio bienestar físico atendamos sola-mente a lo que hay que hacer y no a cómo entenderlo.

—Ya dije que el ataque de Eduardo me asustó —respondióSandy—, ¡y más me preocupa el hecho de que, como estoy conmiedo, me siento insegura de lo que pueda hacer en el futuro! Des-pués de todo, no es más que un niño, y desde el principio me hagustado mucho, pero no sé qué hacer. Si Eduardo siente que estoyinsegura y advierte que mi miedo y mi desconfianza se interfierenen la buena relación que hay entre nosotros, es probable que la re-lación terapéutica que hemos tardado seis meses en establecer sedestruya, o por lo menos que se resienta. Pero estoy alterada. Noquiero que me hagan daño.

—Si la agresión de Eduardo no se ajustó a reglas comprensiblesde causa y efecto, usted tendría razón para suponer que en vez deser un episodio aislado, pueda haber una «escalada» —señalé—.Por eso tenemos que entender qué fue lo que la causó.

—Lo inquietante fue la forma en que Eduardo se precipitó sú-bitamente sobre mí —explicó Sandy al grupo—, me cogió el collary lo rompió. No era más que una hilera de cuentas de plástico ba-ratas, y tampoco tenía ningún valor sentimental, pero no creo haberhecho nada que pudiera haberlo afectado de esa manera.

Todos estábamos de acuerdo en que el comportamiento agre-sivo tenía que tener alguna causa subyacente, de modo que nosdetuvimos bastante tiempo y con bastante profundidad en las ra-zones simples y esotéricas, personales, familiares, sociológicas,étnicas, epilépticas, electroencefalográficas y, en general, biológi-cas que pudieran explicar la agresividad de Eduardo. ¿Acaso suimpulsividad reflejaba algún defecto biológico no especificadoen su «regulación» emocional? Sandy pensaba que no, aunque aBill se le ocurrió que era por lo menos remotamente posible y sesintió una vez más en la necesidad de señalar que los psicoana-listas subestiman la probabilidad de que haya factores biológicosque desempeñan un papel importante en la enfermedad mental.¿No tendría Eduardo un síndrome de descontrol episódico vin-culado con una epilepsia del lóbulo temporal? No parecía proba-ble, puesto que el electroencefalograma era normal. La agresión

y la violencia ¿no serían hechos cotidianos en su casa? ¿O unelemento en la subcultura de los padres? Eso sí que parecía unfactor. ¿Habría actuado Sandy de una manera que le recordara aotra mujer que lo había hecho enfurecer? Sandy no recordabaque en la vida del niño hubiera una persona así.

La indagación en el pasado de Eduardo, en su historia familiary sus antecedentes biológicos, fue infructuosa. Lo sorprendente fueque Sandy no pudiera responder a muchas de las preguntas que lehicieron sobre un niño a quien ella creía conocer bien. Al presen-tar otros casos, Sandy había sido precisa al hablar del niño, sus an-tecedentes y lo que había aparecido en la terapia. Sin embargo, esedía tuvo que disculparse muchas veces por haber olvidado uno uotro detalle de Eduardo y de su historia familiar. Habló un poco dela familia del padre, oriundo de Costa Rica, de la estricta educacióndel Medio Oeste estadounidense que había recibido la madre, ymencionó, de pasada, que cuando él apenas si caminaba, en la fa-milia de Eduardo había habido algún incidente muy violento, delcual, sin embargo, ella sabía muy poco. Parecía como si Sandy es-tuviera tan alterada por el ataque que ahora, cuando pensaba enEduardo, no pudiera concentrarse más que en su agresión.

El grupo estaba en un callejón sin salida. Entonces, buscandotodavía lo que pudiera haber desencadenado la agresión, el doctorB. pidió a Sandy que nos dijera exactamente lo que había pasadodurante su última sesión con el niño, la semana anterior a que él laatacara.

—¿Es que no lo dije? —respondió presurosamente Sandy—.No hubo sesión. Tuve que cancelar las dos sesiones anteriores a laúltima semana porque salí de vacaciones con mi familia.

Inmediatamente se vio que habíamos encontrado una explica-ción razonable para la cólera de Eduardo, pero a Sandy le costóaceptarlo.

—¡La razón no puede ser esa! —objetó—. Yo lo preparé muycuidadosamente para mi ausencia. Él no expresó ninguna objecióna que me fuera, porque sabía que sería solamente por dos semanas.Tampoco puso en duda mi promesa de volver. Para asegurarme deque estuviera tranquilo, y para que mis vacaciones no se le hicie-ran tan largas, le envié por avión dos postales desde Francia, paraque él supiera que no lo había olvidado. Después, cuando regresé

160 El arte de lo obvio

y lo vi, fue exactamente el día de su sesión, como se lo había pro-metido. Incluso le traje un regalito. Entonces, ¿cómo pudo ser miausencia la razón de que me atacara?

—Mire —le dijo Bettelheim—, todo está allí ante sus ojos, perousted tiene que aprender cómo llegar a verlo. Para hacerlo, todosnos basamos en nuestros talentos personales, en nuestra formacióny en nuestra experiencia pasada. Yo estudié historia del arte y esté-tica. Para hacer bien el trabajo psicoanalítico, usted tiene que sercapaz de usar constructivamente la imaginación, de visualizar loque sucede en la otra persona, particularmente en su inconsciente,y de apreciar los sueños, que también son visuales. Y además, susobservaciones tienen que ser agudas.

»Muchas veces —continuó, dirigiéndose al grupo— les he pe-dido que no me den opiniones, que me digan sólo lo que observa-ron. Usted nos ha dicho que ha sido maestra de preescolar, y estáinteresada en su propia vida privada. Entonces, ¿qué ha observadorespecto de usted y ese niño?

Sandy se mostró dispuesta a investigar sinceramente su com-portamiento defensivo:

—Admito que me siento un poco culpable por haberme ido devacaciones —dijo—. Sabía que mi ausencia afectaría en particulara algunos de los más pequeños pero, después de todo, ¡yo tambiénsoy humana! Tengo obligaciones con mi familia. Me crié en el surde San Francisco, y el viaje más bonito que podían permitirse mispadres era alguna excepcional excursión de acampada en las Sie-rras. Mi marido y yo hemos trabajado muchísimo durante largotiempo para llegar a una situación en la cual finalmente podemospermitirnos unas buenas vacaciones. Y nuestros hijos tienen preci-samente la edad suficiente para venir con nosotros y disfrutar deexperiencias que nosotros jamás tuvimos de niños.

»Pero ya soy bastante mayor como para engañarme ni engañaral grupo. A mí tampoco me gusta nada cuando mi analista se va devacaciones, de modo que en realidad no tendría que haberme cos-tado tanto aceptar el enfado de Eduardo •—Sandy hizo una pausa,en actitud reflexiva—. De hecho, estuve tan enfadada con mi pro-pio analista por sus vacaciones, que tuve que reprimirme. No sóloporque mi enojo fuera tan intenso, sino también porque el que asífuera muestra hasta qué punto dependo de él, que es algo que no

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me gusta nada. Por eso, me imagino que piensan que tuve que de-fenderme para no reconocer de dónde provenía el enfado de Eduar-do, no simplemente porque me asustó, sino porque me mostraba suintensa dependencia de mí. Su dependencia y la profundidad de sussentimientos me asustan, probablemente, más que su agresión.

»Si Eduardo depende hasta tal punto de mí... y quizá les suce-da lo mismo a los otros niños a quienes trato, ¿cómo voy a podertomarme vacaciones en el futuro? Si finalmente voy a trabajar enpsicoterapia con dedicación completa, los sentimientos de mis pa-cientes serán constantemente un impedimento grave para mi liber-tad personal.

—Eso es un problema para todos nosotros —señalé—. Es unhecho que ser terapeuta limita nuestra libertad. No se puede, sin re-mordimiento alguno, desaparecer durante seis meses y dejar a lospacientes en la estacada. Si te tomas vacaciones el tradicional mesde agosto, algunos pacientes se resentirán, pero tampoco puedes sa-crificar totalmente tu vida privada, aunque eso sea lo que quiere al-gún paciente muy necesitado. Sin embargo, podemos estar atentosa los sentimientos y a los deseos de los pacientes y permitirles quelos expresen, y reconocer que al tomarnos vacaciones estamos hi-riéndoles. Aunque esa no sea tu intención, es el efecto secundariode lo que haces, y tú eres el único responsable de causar el dolor.

»En ocasiones, es posible que uno tenga que dedicar algunahora durante las vacaciones a telefonear a un paciente que está de-sesperado, o cuya estabilidad depende de ese contacto. Mi propiaexperiencia es que, como mis pacientes saben que yo los llamarédesde cualquier parte donde esté si me dicen que es muy impor-tante, y sienten que no pueden hablar libremente con el psiquiatraque me sustituye en mi ausencia, es raro que me interrumpan envacaciones. Y se sienten seguros porque saben que estoy compro-metido con sus terapias.

Durante un rato, nadie habló. Finalmente, Bettelheim dijo:—No creo que hayamos terminado de investigar todo lo refe-

rente a la agresión de Eduardo.—¿Qué? —se sorprendió Sandy—. ¡Yo lo veo tan claramente

ahora! Eduardo estaba reaccionando ante mi ausencia. ¿Qué otracosa hay que decir?

El doctor B. la miró de reojo y continuó:

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—Aunque la naturaleza de la reacción de Eduardo, es decir, delenfado con su terapeuta que lo ha abandonado durante un tiempolimitado, es algo tan frecuente que se lo podría considerar casi uni-versal, la forma que asumió el enojo y su intensidad merecen quelo estudiemos más a fondo. Después de todo, a pesar de su enfadocon su propio analista, me imagino que usted no lo atacó física-mente cuando él volvió de sus vacaciones. Y ningún otro pacientesuyo la atacó tampoco de esa manera. Por más que la mayoría delos pacientes alberguen sentimientos negativos contra su terapeutacuando éste los abandona, aunque sea temporalmente, es muy raroque esto provoque algo más que una expresión verbal de su irrita-ción, a lo sumo. Entonces, ¿por qué fue tan violenta la reacción deEduardo?

»Tal vez su hostilidad tenga raíces más profundas. ¿Podría serque la intensidad de su reacción ante su ausencia reflejara un trau-ma anterior? ¿No hubo otras deserciones previas, que sus vacacio-nes puedan haber evocado, consciente o inconscientemente, en lamente de Eduardo?

—¡Claro que sí! —al decirlo, Sandy parecía complacida y en-tusiasmada- —. La reacción de Eduardo ante mi ausencia debe dehaber reactivado la angustia que le causó el abandono de] padrecuando sus padres se divorciaron.

Finalmente, Sandy había reconocido en el comportamiento deEduardo un ejemplo clásico del fenómeno conocido como transfe-rencia, en virtud del cual el paciente re-crea en las sesiones de te-rapia sentimientos que se remontan al pasado y que él (o ella) traea la sesión con toda su fuerza, tal como si se dieran en el presente.Estos episodios exhiben ante el terapeuta los subproductos emocio-nales de traumas cuyos efectos, aunque quizás el episodio originalhaya ocurrido años o décadas antes, permanecen en el inconscien-te del paciente de forma casi inalterada.

—En nuestra condición de terapeutas, se nos hace doloroso he-rir a los niños —tercié yo—. Es exactamente lo opuesto de lo quenos hemos comprometido a hacer, y nos hace sentir culpables. Perosi nos damos cuenta de que a veces tenemos que actuar en nuestropropio interés, y de que incidentalmente quizás eso haga sufrir anuestros pacientes, podemos establecer empatia con padres quepueden hacer mucho daño a sus hijos, pero que generalmente no

Transferencia y contratransferencia 163

son los monstruos que nos imaginamos a veces. En muchos de es-tos casos, aunque ciertamente no en todos, los padres no quierencausar sufrimiento, sino que sienten que hay circunstancias que es-capan de su control y que los obligan a hacerlo. Y muchos se sien-ten culpables por eso.

—Fíjese que a mí, en realidad, no me gustó el padre de Eduardola primera vez que la madre me contó lo cruel que podía ser —ex-plicó Sandy—. Me sentí furiosa cuando me dijo que un día, sin ad-vertencia previa, simplemente recogió sus cosas y abandonó a lafamilia. Pero después vino el verdadero impacto. Cuando conocí alpadre, en realidad me pareció un hombre bueno y profundamenteinteresado por su hijo.

—¿No es posible —sugirió Bettelheim— que así como ustedestaba convencida de que no podía privar de vacaciones a su fami-lia, el padre de Eduardo se sintiera compelido a abandonar a lasuya? Es probable que para autoprotegerse se hubiera sentido inca-paz, o simplemente no dispuesto a reconocer emocionalmente queal mismo tiempo estaba infligiendo a su hijo un trauma grave. Peroincluso si reconocemos esto, no podemos permitirnos caer en latentación de defender o justificar las acciones del padre.

»Y esto puede ser tentador para todos nosotros. Fíjese en la fa-cilidad con que usted se dejó impresionar por un padre que le pa-recía agradable y preocupado por su hijo. En otras situaciones clí-nicas, puede ser que la difícil situación real de un padre o de unamadre nos tiente a simpatizar con él en contra del niño. Y tanto si,en un sentido más profundo, el padre ha causado las dificultadesdel hijo como si no, hay hijos que pueden hacer desdichada la vidade sus padres.

»Pero tenemos que tornar partido por nuestro paciente, el niño,que esencialmente está indefenso frente al mundo de los adultos.Está claro que, lo mismo que quien defiende a una persona en unproceso a veces tiene que indicar a su defendido (cuando hacerloasí va en beneficio del propio cliente) que está deformando ciertoshechos de la realidad, también un terapeuta puede verse en la ne-cesidad de llamar la atención a su paciente sobre ciertas deforma-ciones en su manera de ver las cosas, pero sólo cuando esto bene-ficia indudablemente al paciente y al curso de la terapia.

»Y para volver a su caso, por más agradable que pueda ser

164 El arte de lo obvio

ahora el padre de Eduardo, el hecho es que abandonó a su hijo. Di-gamos (y me estoy aventurando en conjeturas con el solo fin deseñalar un punto que me interesa) que, a los ojos del padre, la con-vivencia con la madre de Eduardo fuera algo tan aborrecible quedivorciarse de ella le pareciera la única salida. Esta circunstanciano mitigaría en modo alguno el daño que sufrió Eduardo. Si elpunto de vista del padre fuera acertado, incluso podría agravar eltrauma, porque dejaba a Eduardo solo, sin la presencia de un pa-dre que pudiera defenderlo de una mujer muy difícil.

»En la actualidad, los divorcios son tan frecuentes que la socie-dad los acepta sin dificultad. Conozco algunos terapeutas de niñosque a su vez están divorciados y viven separados de sus hijos. Porrazones obvias, a estos terapeutas les puede resultar difícil afrontarel hecho de que ese abandono causa a los niños profundo dolor ymuchas dificultades, incluyendo a sus propios hijos. Entonces pue-de suceder que por razones personales defiendan las acciones deotro padre divorciado. Reconozco que algunos matrimonios son uninfierno tal que, de hecho, es posible que vivir en tales condicionessea más dañino para el niño que un divorcio. Sin embargo, la ma-yoría de los más pequeños no pueden entender que realmente suvida podría haber sido mucho peor si los padres no se hubieran se-parado. Además, a la mayor parte de los pequeños les importa muypoco quién es la parte culpable en un divorcio. Lo único que sabenes cuánto les hace sufrir a ellos la deserción.•J »La terapia es una relación, un experimento, una prueba. Y en

,esa mezcla, una terapeuta hábil debe evitar la proyección de suspropios sentimientos en la relación terapéutica. Esto incluye tam-bién los sentimientos que en ella sean muy fuertes, como el de quelos abandonos debidos al divorcio, e incluso a las vacaciones, soninevitables, de modo que un niño tiene simplemente que aceptarlos.Cuando sentimientos tan comprensibles aparecen en una relaciónterapéutica, se convierten en lo que técnicamente llamamos fenó-menos de contratransferencia. Si bien en sí mismos los sentimien-tos y las actitudes del terapeuta son de lo más común, son procesospsicológicos que interfieren en su capacidad de actuar terapéutica-mente, y deben ser erradicados de la relación terapéutica, porquevan en detrimento de ella.

—Otro ejemplo de contratransferencia en el caso de Eduardo es

Transferencia y contratransferencia 165

la ansiedad que tenía usted por su comportamiento agresivo —aña-dí yo—. Es algo que he visto en muchos otros casos: el mismo psi-coterapeuta que puede entender y aceptar el comportamiento des-tructivo, siempre y cuando se oriente en otra dirección, se vuelveincapaz de afrontar ese comportamiento cuando parece dirigidocontra él o ella. Entonces su propia ansiedad le supera, y un com-portamiento así se le hace emocionalmente inaceptable. Si bien unareacción autodefensiva es normal y comprensible, esta reacciónpersonal desvía la energía del terapeuta y lo induce a pensar cómoprotegerse contra la repetición de tales incidentes. La intromisiónde tales reacciones personales incapacita al terapeuta para aplicaruna lección fundamental de la psicoterapia, a saber, que nadie ac-túa sin tener lo que él o ella considera buenas razones.

El doctor B. volvió al problema del abandono del padre deEduardo:

—Su necesidad de defenderse del reconocimiento del daño quesus vacaciones habían hecho a Eduardo se basaba en sus necesida-des emocionales, no en las de él. Por eso era una contratransferen-cia. Eso le impidió comprender que la intensidad de los sentimien-tos del niño reflejaba el hecho de que, por más nimio y benigno quefuera en realidad un abandono, en su inconsciente era un reflejo delabandono originario, el del padre.

Bettelheim recorrió con la mirada a los participantes en el se-minario.

—Ahora bien, un aspecto perjudicial de los fenómenos de con-tratransferencia es que fácilmente pueden ocultar al terapeuta losfenómenos de transferencia, que son etapas sumamente importan-tes en el avance del paciente hacia la salud mental. Y ya que esta-mos hablando de transferencia y contratransferencia, no olvidemosque un paciente también puede suscitar el insight en el terapeuta.

Bettelheim se volvió hacia Sandy:—Usted veía que causar dolor a Eduardo era malo para la te-

rapia. Sin embargo, lo que lo hizo doloroso fue algo intrínseco alproceso terapéutico: el hecho de que la psicoterapia promueve latransferencia. Ese dolor también es una oportunidad terapéuticaque demuestra que su terapia está progresando bien. ¿Por qué?Porque.-sólo_es_posible elaborar los viejos traumasenJasituaciónterapéutica cuando"l¡F1os~'ll'eV'á"3"'e']Tar'Dé'"'fríbdo que, al permitir"

166 El arte de lo obvio

una fiel reproducción del traumático abandono original, la transfe-rencia ha inducido a Eduardo a conectarlo con el presente, con elmínimo abandono de sus vacaciones. Y todo eso es bueno para elproceso psicoterapéutico.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Sandy—. ¿Está usteddiciéndome que si no se hubieran interpuesto mis propios senti-mientos quizá yo no habría visto esto como un obstáculo para laterapia, que, en vez de asustarme, la agresión de Eduardo podríahaberme complacido porque nos ofrecía una probabilidad de ela-borar las secuelas del abandono originario?

Bettelheim asintió con la cabeza.—Aun así, no creo que jamás me sienta encantada de que al-

guien me ataque —murmuró Sandy.—Lo cierto es que él no la atacó —intervine—. La sobresaltó y

la asustó. Hirió sus sentimientos, pero no la hirió físicamente. Y laverdad es que sospecho que tuvo buen cuidado de no hacerlo. Esdifícil arrancarle a alguien un collar del cuello sin hacerle daño.Claro que usted se alarmó. ¿Quién no se alarmaría, al principio?Pero cuando usted se dejó abrumar y empezó a ver la agresión deEduardo como un ataque físico grave, la convirtió en una amenazapara el progreso de la terapia. No la consideró un acto de comuni-cación que tenía que descodjficar. "~

~ »Ahora bien, usted no puede permitir que la ataquen físicamen-te, pero tiene seis meses de experiencia con Eduardo, y sabe quéclase de persona es él. De acuerdo con su naturaleza, Eduardo tuvocuidado de herir sus sentimientos, y romper su collar, pero no agre-dir su cuerpo. El niño la quiere y parece saber que la violencia fí-sica es una frontera que no puede traspasar. Es decir, que es el mis-mo niño que usted ha conocido, y que le ha gustado, desde haceseis meses.

—¿Sandy tendría que tolerar simplemente su agresividad? —pre-guntó Gina.

—No —respondí—. Tolerar esta agresión sería decir al niño:«Tú no puedes herirme, eres un incompetente». La tolerancia es notomar en serio a una persona. Los pacientes no quieren que los to-leremos, sino que reaccionemos ante ellos. Y si el terapeuta noreacciona, al paciente no le queda otro recurso que la escalada. Siun comportamiento no tiene la fuerza suficiente para obtener res-

Transfe rencia y coníratransferencia 167

puesta, el niño debe recurrir a otros más fuertes. Todo comporta- imiento apunta a un objetivo, y nuestra tarea como psicoterapeutas /no es tolerar, sino entender cuál es el objetivo del niño y respon- Iderle en la forma apropiada.

Durante un rato, todos estuvimos en silencio. Finalmente, pro-seguí:

—Para el correcto desarrollo de una psicoterapia, enja transfe-rencia se debe recuperar, revivir y elaborar el...enojo.y1 a. IIQStü|dad._..,Lo mismo__gue_ otros as.pectos_de.ÍJ,ncpnsciente, nuestra rabia con-lieneTüna enorme dosis de energía que se puede ponei al serviciódé nuestros intereses, si no la reprimimos y amordazamos por ei te-morqüe"rrós"iñspii:á"."Cómo dominar esta energía colérica, ésta tor-meñtá~cuysri'üFfza nos asusta, será un aspecto de la futura laborpsicoterapéutica de ustedes y de Sandy, no solamente con Eduardo,sino con muchos pacientes, y quizás incluso con ustedes mismos.El miedo que les inspira esta rabia hace que muchos pacientes seinhiban y se constriñan. Sj?gJ¿[LPasai1 ' o s años, se vuelven cada vezmás_rígi,dos_,procurando continuamente ocultar a loJTdemasTy con"frecuencia a sí mismos, lo enojados y hostiles que se sienten. Ás,L,van sacrificando partes de sí mismos cada vez mayores en una ma- .

"nióbra defensiva. No es posible manejar constructivamente esta fu-ria cóii soló "decirle a una persona que debe ser sincera y estallarcuando y donde le apetezca. Tal actitud puede ser sumamente des-tructiva para las relaciones y la carrera de quien la adopte. Es pro-bable, entonces, que la terapia sea el único lugar donde la gente tie-ne realmente oportunidad de decir y sentir lo que sea sin temor devenganzas u otras repercusiones graves.

»Sólo después de haber trabajado adecuadamente Con estos sen-timientos negativos en la relación entre terapeuta y paciente puedenllegar al primer plano los sentimientos positivos. Es decir, que sólo;después que se haya manifestado el enfado de Eduardo por el/abandono, y después de haber experimentado, explorado y puesto Ien un contexto y en una perspectiva terapéutica la hostilidad pro-vocada por ese enfado, Eduardo podrá recuperar el amor que sien- \te por su padre, y que «pasó a la clandestinidad» porque el aban- jdono del padre lo decepcionó, lo desilusionó y lo enfureció. j

»No sé de qué manera ha de manifestarse esto en la transferen-cia. Es probable que el amor de Eduardo por el padre reaparezca

168 El arte de lo obvio

primero como amor por su terapeuta... por usted, Sandy. La hosti-lidad de Eduardo hacia usted se puede entender principalmentecomo una transferencia del enojo originario dirigido contra el pa-dre, que al parecer ha dado un paso en falso con el amor del niño,abandonándolo en un momento en que éste lo necesitaba tan de-sesperadamente. De la misma manera, usted tampoco puede tomarestos sentimientos positivos como algo que realmente se relacionecon usted. Es menester considerarlos solamente como la transfe-rencia que hace Eduardo del amor que siente por su padre sobre us-ted, su terapeuta.

—-Todos ustedes saben que el inconsciente no tiene concienciadel tiempo —señaló Betteiheirn—. Y si el inconsciente es caótico,es precisamente porque sus contenidos no se organizan" ni en fun-ción del tienipó, ni del espacio-ni de la causalidad, y porque lascontradicciones lógicas pueden persistir.fácilmente en él. Por cier-to, que las «categorías a priori» que estableció Kan't como princi-pios que rigen todo lo que sucede en nuestra mente sólo se refierena nuestra mente consciente o racional. Esta atemporalidad es lo queposibilita el progreso y el éxito del psicoanálisis, ya que permiteque el paciente vuelva a vivir en la transferencia los eventos pasa-dos como si fueran experiencias presentes, con la forma y con laintensidad que poseían cuando eran heridas abiertas. Es lo que per-mite que el paciente elabore en el presente aquellos eventos pasa-dos. Y en lo que se refiere al inconsciente, esta elaboración influ-ye en las consecuencias que ejercen los traumas del pasado sobrelos sentimientos y el.funcionamiento actuales, disminuyendo el po-der que ejercen.sobre el inconsciente.. Á veces, el trabajo psicote-rapéutico los modifica como si los eventos jamás hubieran tenidolugar, o como si hubieran sucedido de una manera diferente. En al-gunos casos, el paciente puede reconstruir su pasado gracias a lapsicoterapia, arrojando sobre él una nueva luz que disipa en granparte su terco poder destructivo, por lo menos en lo que se refierea su influencia sobre el presente.

>>ALiranalizándose>lentarnente, el paciente consigue romper elpoder, inadvertido e inconsciente, del pasado para sofocar y estran-gular su presente. En la medida en que va-separando a ambos, elpasado se convierte en eso, en pasado, se..vuelve inofensivo y dejade vivirse como si fuera el presente.

Transferencia y conlratransferencia 169

Cuando todos se quedaron en silencio, volví a intervenir:—Volviendo al comportamiento de Eduardo, para entenderlo y

para apreciar plenamente su significado debemos tener presente elhecho de que en la mente de un niño, y particularmente en la de unniño emocionalmente perturbado, el pasado es presente y el pre-sente es pasado. Para un niño perturbado, lo mismo que para elniño normal muy pequeño, el futuro es, como mucho, esta tarde, yél espera que las injusticias e indignidades que sucedieron en el pa-sado no sólo se repitan en el presente, sino que lo dominen.

»Aunque usted ya lo sabe, Sandy, en esta situación no fue ca-paz de aplicar este conocimiento. Es fácil que el conocimiento teó-rico se vuelva inoperante cuando su aplicación amenaza con com-plicarnos la vida, en este caso haciendo que para usted se vuelvamás problemático salir de vacaciones.

»Pero no estoy dispuesto a dejar de lado el collar —proseguí—.¿Puede decirnos por qué Eduardo se lo arrancó?

—Qué manera de acosarla —protestó Bill—. Nos hemos pasa-do toda la última hora analizando a fondo esta cuestión. Esto es ab-surdo. ¿Qué aspecto nos queda por ver?

—Yo todavía no entiendo qué estaba tratando de decir Eduardocuando arrancó el collar de cuentas del cuello de Sandy —conti-nué—. Cada una de las acciones de un niño es un mensaje que nosdirige. Hemos avanzado mucho en el intento de entender ésta. Yano decimos que fue el comportamiento trastornado de un niño im-pulsivo que quizá sufra un síndrome de descontrol. Todos nos da-mos cuenta de que Eduardo estaba diciendo a Sandy lo mal que sesentía porque ella, desde su punto de vista, lo había abandonado.

»Lo que a mí me sigue intrigando es por qué, de todas las posi-bles formas que tenía Eduardo de mostrar que estaba profundamen-te herido, eligió precisamente esa. Después de todo, podía haberlerasgado la ropa, o haber roto algún objeto que Sandy tuviera sobreel escritorio y a él le pareciera importante para ella; son cosas quehe visto que hacen los niños cuando están lo bastante decepciona-dos, frustrados o indignados. Si realmente Eduardo hubiera queridocausarle un daño físico, podría haber golpeado a Sandy, haberle ti-rado un juguete pesado, haberla mordido o tirado del pelo. Como nolo hizo, sospecho que se proponía herir sus sentimientos.

»Por lo que se refiere a las palabras, los terapeutas tenemos bien

170 El arle de lo obvio

clara la necesidad de prestar mucha atención a las palabras, fraseso groserías mediante las cuales un paciente decide transmitir suspensamientos. Cuando el paciente expresa sus sentimientos me-diante acciones, suele ser más difícil descifrar el mensaje implícitoen la acción. En nuestro estudio de la práctica de la psicoterapiacon niños, aprendemos a comunicarnos en muchos «lenguajes» omodos, porque los niños se expresan de diferentes maneras a dife-rentes edades. Por eso, un psicoterapeuta de niños debe ser hábil enla comprensión de los desplazamientos, la forma en que un niñoexpresa sus sentimientos y preocupaciones más profundas en eljuego, proyectándolos sobre las muñecas o los juegos.

»Así pues, debemos aprender el significado de los símbolos yhablar el lenguaje de las muñecas, juguetes, deportes y juegos. Re-cuerdo un analista en formación que se basó en analogías con elbéisbol para llevar casi toda la terapia de un niño en edad escolar.Así como un terapeuta de adultos sigue el hilo de los pensamientosdel paciente y sabe que cuando un paciente adulto cambia brusca-mente de tema es probable que sea porque está ansioso, cuando unniño cambia la dirección en el ritmo del juego —lo que técnica-mente llamamos una «interrupción del juego»— es probable que sehaya puesto ansioso por lo que él mismo estaba representando enforma de desplazamiento. Además, el psicoterapeuta sabe que to-das las acciones que tienen lugar en la terapia son mensajes que es_,mejiester-descodjficar y entender independientemente del «lengua-je» que use el paciente—Esa es la esencia de una interpretación co-rrecta: devolver al paciente un mensaje que.exprese gue_oigo,y queentiendo Io''qüe"'ér"ésía"'t"fátaii3p^jdecdecirme. Pero en la terapia deniños, la interpretación debe, generalmente, mantenerse dentro deldesplazamiento, por ejemplo, hablando de lo que hizo la muñeca,y no de lo que la acción significa en la vida y en la familia del pro-pio pequeño paciente. Si hacemos una interpretación directa a unniño, éste puede sentirla como una intromisión, que le provocaráansiedad y lo llevará, por lo tanto, a cambiar de tema.

—Hoy todos hemos gastado considerable energía y esfuerzopara entender la agresión de Eduardo —reflexionó el doctor B., ymiró a Sandy—. Usted se ha mostrado abierta y se ha prestado a laindagación. Es simplemente humano que nos aferremos a nuestrasideas, ya que nos ha costado tanto llegar a ellas.

Transferencia y coiitralransferencta 171

»Pero Freud se daba buena cuenta de que era muy fácil cerrar-se mentalmente a las alternativas una vez que hemos conseguidoexplicar el comportamiento de un paciente de una manera que nossatisface. Esa explicación bien podría pasar por alto un significadosimbólico más profundo, y quizá fuera por esa razón que Freudaconsejaba que el psicoanalista escuchara a sus pacientes con loque él llamaba «atención general» y Theo.d.o.rJReik_,<<escuchar con,elJexcecQÍdo». Ambas expresiones nos previenen de que no se hade escuchar con una atención concentrada, enfocada como un re-flector sobre las palabras del paciente, porque hacerlo así impidemantener la mente abierta a lo que está en la periferia de nuestraatención y a los afloramientos tenuemente iluminados de nuestropropio inconsciente. El_teíiapeuta..üe.ne..jq.ue.prestaf-ateneión-lantO'asus reacciones conscientes ante lo que está diciendo el gacjejitecomo ajsLg^propias reacciones; inconscientes antedi mismajxiate-rial. Sólo entonces puede tener una razonable segundad de que estárespondiendo plenamente a todo lo que va pasando en la mente delpaciente. Y ese todo incluye tanto lo que pasa en la mente cons-ciente del paciente como en los diferentes niveles del inconscientede éste, que con frecuencia funcionan independientemente el unodel otro.

»Por lo tanto, si queremos entender mejor o más completamen-te lo que forzó a Eduardo a expresar sus sentimientos arrancándo-le el collar a la doctora Salauri o, lo que probablemente sea más co-rrecto, qué pasó en su consciente y en su inconsciente, cuya com-binación motivó la acción agresiva del niño, tenemos que renunciara considerar solamente la descripción general de su comportamien-to como un acío colérico. Prestemos también cuidadosa atención ala forma específica que adoptó la agresión. Como no parece quedescribirla como «arrancarle el collar» ofrezca nuevos indicios, ¿dequé otra manera podemos conceptualizar y describir la acción?

Varios miembros del seminario aportaron sugerencias.—Podríamos decir que se lo arrebató —apuntó Jason.—Pero con eso no haríamos más que escoger un verbo más vio-

lento —señalé.—Quizás Eduardo quisiera castigar a Sandy privándola de sus

adornos —terció Gina.—Mejor —aprobó Bettelheim—. Su comentario demuestra que

172 El arte de lo obvio

usted está preguntándose cuál podría haber sido el objetivo simbó-lico del acto. Está considerando la posibilidad de que el acto deEduardo pueda haber tenido un objetivo, e interesándose más en elresultado final de la acción que en la acción misma. Esto sugiereque Eduardo podría haber escogido precisamente ese acto porquese adecuaba especialmente a la transmisión de algún mensaje muyespecífico.

Con un brillo especial en los ojos, el doctor B. sugirió:—Quizás el objetivo de Eduardo fuera solamente romper el co-

llar. Pero para romperlo, a menos que tuviera habilidades mágicas,tenía que arrancárselo del cuello a Sandy para lograr su objetivo, sies que era eso, y al hacerlo tenía que parecer agresivo.

—¿Qué? —exclamó Bill.Todos parecían perplejos.—Deje vagar un poco la mente, doctora Salauri —sugirió Bettel-

heim—. Eduardo podría estar dándole algún mensaje muy específi-co al romper ese círculo, esa sarta ininterrumpida de cuentas.

Sandy permaneció un momento en silencio y después se le ilu-minó la cara.

—Sí. Sí, está claro. Pero usted me dio una buena pista. Lo queintenta decirme es que Eduardo encontró una manera de protestarpagándome con la misma moneda: con una sarta de cuentas rotame retribuía una serie de sesiones rota.

El doctor B. asintió con la cabeza.—A mí me parece bastante traído por los pelos —declaró Jason.—Por decir poco —lo apoyó Bill, pero Michael asintió con la

cabeza.—Me gusta la idea —expresó—. Para mí es coherente.—Admito que la idea es elegante, pero a mí también me pare-

ce rebuscada •—dije—. Pero aquí lo decisivo no es si esa interpre-tación da en el blanco. Lo esencial es si aceptan ustedes que Eduar-do tenía alguna razón precisa y no impulsiva para escoger el collarde cuentas entre todas las cosas que podría haber roto en su despa-cho, y reconocen que, fuera cual fuese el contenido de la comuni-cación, tuvo cuidado de no herirla a usted físicamente. Pensar so-bre lo que el niño se proponía, lo que estaba tratando de comunicary de lograr, le ayudará a hacer avanzar el proceso terapéutico. Y sila hipótesis del doctor B. contribuye a ese avance y a la profundi-

Transferencia y contra transferencia 173

zación del entendimiento entre usted y Eduardo, habrá sido cons-tructiva.

—Pues yo pienso que es más que eso —declaró Sandy—. Eldoctor B. está señalando algo. Yo estaba en la habitación conEduardo, y creo que eso [a lo que él apunta] es lógicamente el sig-nificado simbólico de la acción del niño.

—Entonces, úselo en su trabajo con él —la animé—. Despuésde todo, su objetivo es favorecer la conversación terapéutica que seestá dando entre Eduardo.-y usted. En la terapia hay momentos enque es necesario que esa conversación- se dé de inconsciente a in-consciente. En cada_.pareja, paciente-terapeuta...se,.ya ..creando un«lenguaje» propio, por.decirlo.así, y probablemente a eso se debaque los pacientes..enanálisis freudiano..tienen sueños freudianos. ylo que están en.análisis..junguiano. tienen sueños junguianos. Am-bas son maneras de comunicar los contenidos inconscientes en unlenguaje previamente convenido.

»Pero en la agresión de Eduardo hay algo más que es impor-tante. En otro sentido, lo que él hizo en realidad fue dar muy posi-tivamente un paso adelante. Hace un rato usted ha dicho que «deforma totalmente inesperada» Eduardo le arrancó el collar. Perohoy también nos ha dicho que el padre lo había abandonado «sinadvertencia previa». Tal vez, lo mismo que el abandono del padre,las vacaciones de usted lo convirtieron en una víctima pasiva. Alromperle el collar de cuentas, el niño le infligió a usted activamen-te, de forma simbólica, lo que usted le hizo sufrir pasivamente.

Estas posibilidades e insights colocaron no sólo la situación,sino también el papel de Eduardo bajo una luz totalmente nueva.Lo que antes había preocupado a Sandy, ahora la complacía. Unagran sonrisa le iluminó el rostro.

—¡Por algo me gustaba a mí ese niño! —expresó.—Ya tiene usted motivos para estar complacida —aprobó Bet-

telheim—. Su trabajo con Eduardo ha dado fruto. Cuando empe-zó la psicoterapia con usted, ese.niño sólo podía.enfrentar.lostraumas .que había .sufrido/mediante una resistencia pasiva, .comouna.víctima..impotent.e>..Se negaba a aprender en la escuela.paraexpresar su mala disposición a reconciliarse con el mundo._.por-que, efl.su interior, el. mundo se negaba a reconciliarse con él.Mediante su interacción en la terapia, se ha atrevido a tomar por

174 El arle de lo alivio

su cuenta una actitud activa, por lo menos en la situación tera-péutica. Es decir, que usted ahora se da cuenta de que lo queoriginariamente le pareció un callejón sin salida en la terapia, oincluso una amenaza para la posibilidad de continuarla, es unimportante paso adelante. En algunos sentidos, esto es similar acuando un niño empieza a decirnos «no». Es muy importanteque, en cuanto padres y en cuanto terapeutas, aceptemos que elniño nos rechace. La individuación y la.vivencia de la autode-t'erminació n. sexentrañ~éir"eí "«no»- del, niño.

»Como en el seminario de hoy todavía nos queda algo de tiem-po —señaló Bellelheim—, creo que valdría la pena considerar entérminos algo más generales esta cuestión del contenido real de unacomunicación en contraste con su contenido simbólico. En las si-tuaciones terapéuticas, es nuestro deber pensar con más frecuenciaen ella.

»Después de todo, la situación psicoterapéutica refleja la totali-dad de la vida del paciente y de la actitud del terapeuta hacia esavida. En psicoterapia, no importa si el paciente es un niño o unadulto, sabemos con certeza que no podemos resolver activamentelos problemas de la vida real del paciente. Sólo podemos tratarlosen un nivel simbólico, del cual decimos que es eficaz. Durante laúltima hora hemos estado hablando de Eduardo y preguntándonoscuál sería el mensaje contenido en su acción. ¿Con qué frecuenciareflexionamos sobre el simbolismo implícito en nuestras propiasacciones en cuanto terapeutas?

»En psicoterapia, al final de la sesión volvemos a la realidad co-tidiana sin reflexionar sobre el significado simbólico del cambiosúbito de un ámbito mental a otro. Después de cuarenta y cinco ocincuenta minutos, decimos «¿Interrumpimos?» o «Ya es la hora»,o cualquiera que sea la fórmula que usemos. Bruscamente, en unmomento definido por el reloj, nosotros, los que decimos que el in-consciente no tiene sentido del tiempo, saltamos del nivel simbóli-co al nivel de la realidad.

«Tenemos que preguntarnos qué es lo que simboliza ese salto,el hecho de que como psicoterapeuta uno no interrumpa las sesio-nes en un momento psicológicamente lógico, sino en uno estable-cido por el reloj. Durante cuarenta y cinco o cincuenta minutos, elterapeuta se ocupa puramente del simbolismo, y después, cuando a

Transferencia y coniralransfercncia 175

él le resulta cómodo, concediendo muy poca consideración al he-cho de que antes persuadió al paciente de manejarlo lodo en un ni-vel simbólico, de pronto se vuelve al mundo práctico y dice ¡alcuerno con el simbolismo!

»De hecho, si consideramos el mensaje simbólico implícito enesta acción, nos dice que lo que quiere realmente un terapeuta esque sus pacientes se conviertan en neuróticos compulsivos, en gen-te que debería ser absolutamente capaz de aislar las cosas unas deotras. Este es un problema con el que Freud, realmente, jamás seenfrentó.

—Pero Jacques Lacan lo aborda extensivamente —señaló Mi-chael.

—Es verdad —dijo Bettelheim—. Lacan, ei gran psicoanalistafrancés, escribió que en el inconsciente no hay tiempo, de modoque la duración de una sesión de terapia no debería estar previa-mente determinada. Este punto tiene mucho de verdad, pero hayque pensar lo poco práctico que sería disponer un horario si no sele asignara a cada paciente un tiempo previamente establecido parasu sesión. ¿Cómo podría uno manejarse de otra manera?

—En todo caso —señaló Gina—, para mí la dificultad está enterminar una hora a tiempo, no en querer terminarla antes.

—Bueno —evocó Bettelheim—, Freud usaba un recurso querealmente funciona muy bien, pero que yo casi no veo que se prac-tique aquí. AI final de cada sesión, ofrecía al paciente un resumendeJo que.-hajía.iuc^l^(^"y^e^írá~ñíríiiera clausuraba la sesión,coix.iina.lr4n.sj.cj,Qn_de|g..s|mbóJico a la vida real.

—¿Él siempre tenía claro io'qíiF Había sucedido? —preguntóGina—. A mí me pasa con frecuencia que lo que ha sucedido real-mente durante una sesión sólo se me aclara horas después de ha-berla terminado.

—Efectivamente; al principio es difícil hacer estos resúmenes.Pero si uno los va haciendo sistemáticamente durante un par deaños, aprende a hacerlos bien, como con cualquier cosa. Es verdadque después de cualquier sesión es probable que uno no sea capazde resumir el significado profundo, pero se puede decir algo asícomo «hoy hemos trabajado con mucho material» o «me preguntopor qué hoy ha sido tan lento el ritmo». Ciertamente es preferible,pero no siempre posible, decir cuál es el significado.

176 El arte de lo obvio

Gina se inclinó hacia adelante y dijo con entusiasmo:—Sí, parece una parte natural e importante de cualquier terapia,

puesto que hay veces en que lo que está sucediendo no es inme-diatamente comprensible para ninguno de los participantes. Hacerun resumen al final de una hora así podría ser tranquilizador tantopara el paciente como para el terapeuta, al reiterar que ocasionesasí son parte de la terapia.

—Otra cosa que también era costumbre entre los psicoanalistasvieneses era que el analista terminara la hora diciendo algo asícomo «Luego continuaremos»—dijo el doctor B.

—X-HreuA-veía-a-sus pacientes,seis días por semana —recordé.—Sí —prosiguió Bettelheim—. Entonces el analista ofrecía

tanto un resumen como una advertencia de que aún quedaban co-sas por hacer.

—Con frecuencia he pensado que a la salida tendría que haberuna sala de recuperación, un lugar para hacer una pausa antes devolver a entrar en el mundo real —comentó Sandy.

—Si una sesión realmente fue buena y se trabajó con materialprofundo, la transición a la salida es muy difícil para el paciente—respondió Bettelheim—. Teóricamente, cada paciente deberíaconcederse tiempo para readaptarse. Pero para la mayoría los ho-rarios son demasiado justos. Fíjense en los niños: hoy por hoyestán tan sujetos a horarios que después de la hora de análisistienen que ir corriendo a su actividad siguiente. Pero esto es ca-racterístico de la forma en que se enfrenta nuestra sociedad conel tiempo.

»¿Alguna pregunta? —sugirió, y como el grupo permaneció ensilencio, continuó—: Espero que todos hayan entendido vivencial-mente lo importante que es que nos esforcemos por entender elmensaje de un paciente. El conocimiento teórico es general, y esmuy útil, porque sin él es probable que el terapeuta jamás pudierareconocer lo que hace sufrir a un paciente. Pero para cada pacien-te, como para Eduardo, el problema es específico y único. El granpeligro es que el terapeuta, y con frecuencia el paciente, se dé porsatisfecho cuando reconoce en términos generales lo que está enjuego, como el enfado de Eduardo con la doctora Salauri. Pero ge-neralmente se obtiene una forma de información totalmente dife-

Transferencia y contratransferencia 177

rente si el terapeuta se concentra en un conjunto diferente de pun-tos específicos.

»Este puede ser un trabajo duro y que lleve mucho tiempo. Perosi escuchan ustedes con el «tercer oído» y se esfuerzan por desco-dificar el mensaje del paciente, es mucho más probable que la te-rapia progrese constructivamente. Nos veremos todos la semanapróxima.

Cuando Bettelheim y yo seguimos hablando más tarde de estecaso, nos dimos cuenta de que esta situación también había pues-to de manifiesto el fenómeno del complejo edípico. El padre deEduardo lo había abandonado cuando el niño tenía aproximada-mente tres años, en lo más agudo del período edípico. Entonces,el vínculo primario con su madre y la hostilidad contra su padre(a quien el niño, en este período, vivencia y considera como elque triunfa en la competencia por el amor de la madre) están enun áspero conflicto con el esfuerzo del niño por independizarsede la madre. En esta pugna, su amor por el padre y su identifica-ción con él son, en última instancia, el medio para resolver elconflicto. Sin embargo, en el caso de Eduardo, este difícil proce-so, cuya resolución Sigmund Freud consideraba decisiva para unaevolución sana, se vio traumáticamente alterado por la desapari-ción del padre, que no estuvo junto a él cuando Eduardo más lonecesitaba.

En la etapa edípica, los afectos del niño, en sus formas tanto dehostilidad como de amor, no sólo son sumamente fuertes, sino tam-bién notablemente volubles, ya que cambian brusca y fácilmente dela madre al padre y viceversa. Si Sandy hubiera recordado lo quesabía, y si nosotros hubiéramos pensado en orientar la discusiónpor esa vía, ella podría haber reconocido el súbito arranque deEduardo con ella no sólo como parte de la transferencia, sino es-pecíficamente como una transferencia de las fijaciones y problemasedípicos a la terapia. Pero estas cuestiones no se plantearon. Un se-minario puede discurrir por muchas vías fructíferas, y el análisis delos problemas edípicos fue una de las vías que este seminario nosiguió.

12. — HHTTKl-HHIiVI

178 El arte de lo obvio

Sandy y la transferencia,segunda parte: un año después

Aproximadamente quince meses después, Sandy presentó otro casoa nuestro grupo. Al comenzar el seminario, nos dijo:

—Quiero volver a hablar de Eduardo, aunque no estoy segurade que deba hacerlo. La verdad es que el niño me ha enseñado mu-chísimo... ¡pero ha sido un aprendizaje duro de pelar! Aunque paramí haya sido provechoso, eso apenas me compensa el dolor de ha-ber cometido tantos errores. Pero aun así quiero aprender más, yparece como si exponer aquí nuestros errores nos ayudara a casi to-dos a aumentar nuestro insight, de modo que empiezo.

»Eduardo ha hecho algunos progresos notables. Le habían diag-nosticado una dislexia, pero en este último año no sólo ha aprendi-do a leer, sino que se ha convertido en un lector apasionado. Estáentusiasmado y complacido consigo mismo. Solía considerarse es-túpido, pero eso era antes. Ahora está empezando a sentir que real-mente es muy listo, y en verdad lo es.

—¿Sacó a relucir sin más ni más el tema de la lectura? —quisosaber Renee.

—No —respondió Sandy—. En realidad, durante mucho tiem-po no dijo nada de la lectura. Después, durante una sesión que ca-sualmente coincidió con una tormenta, el techo de mi consulta cru-jió, y él levantó la cabeza para mirar con desconfianza el cielo rasode mi despacho. Después me miró y me preguntó si era un fantas-ma. Yo le pregunté si a él le había parecido un fantasma, me dijoque sí, y se lanzó a contarme que estaba aprendiendo muchas co-sas sobre los fantasmas. Le pregunté cómo era que estaba apren-diendo eso y me contó que en la escuela le daban permiso para ira la biblioteca y sacar cualquier libro que quisiera leer. Estaba le-yendo todo lo que encontraba sobre fantasmas. Así fue como meenteré de que su incapacidad para la lectura había disminuido.

—¿Qué son los fantasmas? —preguntó el doctor B.—Francamente, no estoy segura de lo que son ni sé qué pensar

del interés de Eduardo por ellos —respondió Sandy—•. A vecescreo que son reales —se rió como si se sintiera avergonzada de ad-

Transferencia y contratransferencia 179

mitiiio, y añadió que, al hacerse más madura, pensaba que los fan-tasmas eran simplemente la proyección de nuestros miedos.

—Por cierto que lo son —respondió Bettelheim—, pero ¿quéotra cosa son?

Después de un momento, Sandy le pidió que aclarase lo que es-taba pensando.

—Los fantasmas son muertos, ¿no? —replicó Bettelheim.—Eso no se me había ocurrido —admitió Sandy—. Estaba tan

contenta de que Eduardo ya pudiera leer que pensé que al contár-melo me estaba haciendo un regalo.

—Eso puede ser verdad —admitió el doctor Bettelheim—, perosi un paciente dice que se pasa su tiempo libre leyendo todos los li-bros que encuentra sobre fantasmas, eso tendría que hacernos pen-sar por qué, de todas las posibilidades que hay en la biblioteca, alniño le fascinan los fantasmas. Cuando un niño habla, por ejemplo,de que hay fantasmas en el armario o en el ático, es probable quese refiera a los espíritus de gentes muertas. Aunque todavía no sa-bemos qué quiere decir Eduardo cuando habla de fantasmas, su-ponemos que un niño inteligente de diez años sabe, aunque sea va-gamente, que los fantasmas son muertos que vuelven para perse-guirnos.

»Ya saben ustedes que los egipcios construían pirámides parasus faraones muertos no solamente para conservar los cuerpos ypara honrar su memoria, sino también para inmovilizarlos con elpeso de las piedras.

Algunos miembros del grupo se rieron.—Es verdad. Si seguimos poniendo lápidas sobre las tumbas de

los muertos es para que no puedan salir a perseguir a los vivos.—El único problema que hay con eso —respondió Sandy, con

voz emocionada— es que igual salen.—Sí, pero es un buen esfuerzo —señaló el doctor B.La intensidad del sentimiento que había teñido la respuesta de

Sandy sugería que sus palabras apuntaban a algo personal. Yo pen-sé que valdría la pena indagar algunas posibilidades.

—No hay lápida que pueda obligar a nuestros fantasmas perso-nales a que descáñséñ~—señalé—, y lo'que nos acosa es aquelloque, en nuestro entender, los muertos que han sido parte de nuestravida habrían querido o esperado de nosotros; Tal"coir¡'o"me"9ijoirñ"

180 El arte de lo obvio

paciente, los fantasmas son peores que las personas reales, porquede ellos no puedes escaparte. Y como estos espíritus son tan ate-rradores, de alguna manera tenemos que procurar que descansen.¿Quiénes son estos fantasmas? Creo, que los que con más frecuen-cia nos persiguen son los de nuestros padres. muertosT--espeeial-mente si no hemos llegado áTiácer las paces con ello.s_mie,ntras_tQ-dayía/vivían. Y me-pregunto cuántos somos los que hemos llegadoa estar completamente en paz con nuestros padres muertos. Si unode los padres de Eduardo hubiera muerto, eso sería un punto departida, pero por lo que sabemos, los dos están vivos.

Sandy asintió, sin decir palabra.•—Otros fantasmas que pueden perseguirnos son los otros

muertos con quienes no hemos arreglado nuestras cuentas. Puedenser personas a quienes hemos amado u odiado, o ante quienes he-mos sido ambivalentes, o gente con quien tuvimos alguna obliga-ción que jamás cumplimos. Quizá son personas a quienes debía-mos excusas que jamás les presentamos, o a quienes dejamos conuna impresión que no era la que deseábamos, o con quienes la-mentamos no haber compartido nunca los profundos sentimientosque nos inspiraban. Pero sea quien fuere ese fantasma que hay enel pasado de Eduardo, en cuanto terapeutas debemos pensar en estetipo de cuestiones. ¿Qué significa eso para Eduardo, personalmen-te? Un estereotipo como sería decir que a todos los niños les gus-tan las historias de fantasmas nos impide plantear preguntas fruc-tíferas. Cuando un niño como Eduardo dice que se lee todos losrelatos de fantasmas que ca'en en sus manos, lo primero que tieneque preguntarse su terapeuta es qué significan en general los fan-tasmas, qué simbolizan y, además, qué significan para ese niño enparticular, en ese preciso momento de su vida.

—Yo le pregunté a Eduardo qué fantasmas le interesaban —dijoSandy—. Me contó que lo que le interesaba era la diferencia entrepoltergeists y ángeles. Yo pensé que quizá de esa manera me esta-ba diciendo que le preocupaba saber si a los ojos de su madre él era«un diablo» o «un ángel», porque así es como ella lo llama. En rea-lidad, en esa misma sesión también me había hablado de si él y susacciones son aceptables o inaceptables para la madre.

El doctor B. sacudió la cabeza.—Cuando los padres dicen a su hijo que es un ángel, suena

Transferencia y contratransferencia 181

como si le estuvieran diciendo lo bueno que es, pero sutilmente es-tán expresando su ambivalencia hacia el niño real, que no puedeser tan bueno o, por lo menos, no durante mucho tiempo. Los án-geles viven en el cielo, no en la tierra. Para ser un ángel, un niñotiene que empezar por morirse.

—Oh, sí —coincidió Sandy, respirando profundamente—. Lamadre enseña en la escuela dominical, y estoy segura de que esotiene su importancia. Pero quisiera volver sobre los poltergeists dequienes se dice que rompen cosas y provocan pequeños desastres.Eduardo estaba muy interesado en eso. Aunque la madre es muypulcra, a él le gusta romper cosas y hacer pequeños desastres. Ade-más, los libros que le gusta leer... —en ese momento, Sandy se de-tuvo como si lo que acababa de decir hubiera hecho, finalmente,que se diera cuenta de algo—: Yo diría que si estaba leyendo esoslibros no era solamente porque a los niños les gustan los cuentos defantasmas.

Se quedó en silencio, y parecía que no pudiera o no quisiera se-guir. Con frecuencia, Bettelheim y yo habíamos observado que losmiembros del seminario hacían observaciones que demostrabanuna buena comprensión del caso, pero ya fuera porque hablabancon rapidez o porque no escuchaban las palabras exactas que esta-ban usando, no llegaban a reconocer conscientemente lo que, sinembargo, ya sabían. Por eso repetí la cadena de pensamientos queSandy acababa de verbalizar, procurando hacer que la repensaramás lentamente y con más cuidado.

—Entonces, ¿qué son exactamente esos fantasmas y polter-geistsl —le pregunté.

—¿Las partes malas de sí mismo? —preguntó Sandy, dudosa,sin confiar todavía del todo en su propio insight.

—Su relato demuestra que, inconscientemente, usted ya sabíaeso —dije—. Tal como acaba de decir, son proyecciones de partesde sí mismo.

Como Sandy, pensativa, se quedó en silencio, Jason intervino:—Cuando el doctor B. ha dicho que al querer «un ángel», los

padres ya están poniendo al niño en el cielo, me di cuenta de lo queimplicaba algo que había dicho Sandy: hay partes de Eduardoque son aceptables para la madre, pero otras que son inaceptables,quizás hasta el punto de que ella quiera que el niño las destruya

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dentro de sí mismo. Es como si su madre le estuviera diciendo:«Hay partes tuyas que están bien y que yo acepto como tuyas. Perootro lado de ti es diabólico, yo lo rechazo totalmente y tú debes li-brarte de él». La solución es que Eduardo niegue esas partes de sí,quelas..proyecte SQbre.el.mundóqüéló: rodea, y puede ser esa la ra-zón deque esté conyiitiéndolas,en.fantasmas y poltergeisís.

—Eso encaja —asintió Sandy—. Porque'Eduardo quiere eruc-tar y tirarse pedos y le confunde que en su casa esté mal visto. Noentiende por qué esas cosas no tienen importancia para mí, pero talcomo les pasa a muchos niños de su edad, cuando las hace en casala madre se enfurece con él y le dice que lo hace a propósito. Y cui-dado, que si él pudiera hacerlo a propósito lo haría, pero Eduardodice que no se da cuenta.

»Eduardo se ha pasado mucho tiempo persuadiéndose de que esun ser físico. Últimamente su juego ha cambiado. En vez de hacerfechorías, ahora juega a ser un cocinero que prepara buena comiday la comparte.

Aunque Sandy parecía dispuesta a pasar a un problema impor-tante (que, al parecer, Eduardo sentía que tenía comida buena paraofrecer a alguien que le importaba), el doctor Bettelheim y yo noestábamos dispuestos a abandonar el tema de los fantasmas.

—Puesto que no parece que en el pasado de Eduardo hayamuertos que le creen conflictos —empecé, y cuando Sandy asintiócon la cabeza seguí hablando—, tal vez le interesen los fantasmasporque a ellos nadie puede impedirles que eructen y se tiren pedosy hagan otras cosas que a él le gustaría poder hacer.

—Y además, ellos se burlan de la gente, y a él le gustaría bur-larse, si supiera cómo —añadió Sandy.

—Ciertamente, eso podría ser parte del asunto —coincidí—.Pero parece que todavía no alcanza a explicar del todo el interés deEduardo por los fantasmas. Tal vez todavía usted no lo tenga todoelaborado, Sandy. Pruebe a preguntarse qué la haría interesarse tan-to por los fantasmas. Quizá si procura tener empatia con él de estamanera, se aproxime más a la verdadera respuesta.

—Hasta cierto punto ya lo hice —respondió Sandy—. Pero loque me interesa no es que los fantasmas sean muertos, sino quepueden ser tanto buenos como malos, y quisiera saber si el deEduardo es bueno o malo.

Transferencia y contratransferencia /<S'.i

—Bueno, yo me he tropezado con muy pocos fantasmas buenosen mi vida —apuntó Bettelheim—. ¿Y usted?

—Una vez creí ver a mi abuela muerta, y tuve la esperanza deque fuera una bendición, no una maldición —respondió Sandy.

Con esa revelación totalmente inesperada, Sandy abría la posi-bilidad de que su experiencia personal fuera un obstáculo para re-conocer la conexión entre muertos y fantasmas, y por qué se con-centraba, en cambio, en la cuestión de si eran buenos o malos. Enese momento no habría sido apropiado profundizar en la vida deSandy y en la relación que había tenido con su abuela. Para recor-darle la posible conexión entre fantasmas y muertos, Bettelheim lepreguntó si no le parecía raro que los fantasmas fascinaran a unniño que en su propia vida no tenía muertos que le preocuparan.

—Sí. Las dos parejas de abue... —empezó a decir Sandy, perose interrumpió, se llevó una mano a la cabeza y balbuceó—: ¡Oh!No, no, no, no... es que... ¡Rábanos! En la vida de Eduardo hay unmuerto que tiene mucha importancia. Toda la familia quiere sacár-selo de la cabeza, y lo mismo hice yo. Pero hubo una muerte en cir-cunstancias misteriosas, de la cual los padres se niegan a hablar.Apenas lo mencioné la última vez, cuando presenté el caso deEduardo, porque la familia se esfuerza tanto por mantener el asun-to en secreto que en esa época a mí no me habían dicho casi nadaal respecto. Pero durante el último año me contaron algo más.

»No sé bien cómo, se relacionaba con una vieja y áspera dispu-ta de familia, que afectaba directamente o tocaba muy de cerca avarios de los familiares más próximos de Eduardo. Los hechos noestán claros, pero finalmente alguien me contó que un pariente deEduardo es sospechoso de haber asesinado a otro. Pero ahora denuevo todos se han vuelto misteriosos. Nadie quiere contarme nadamás. Me imagino que la verdad es alguna historia tan terrible y dela que todos se avergüenzan tanto que, en su orgullo, la familia seniega a darme una imagen clara de qué es lo que sucedió en reali-dad, aunque lo más probable parece que haya sido un asesinato.Todos los adultos de la familia saben lo que pasó, pero a pesar detodos mis esfuerzos se niegan a darme más información sobre elsecreto.

El doctor B. asentía con la cabeza.—¿Acaso eso no aclara la importancia de los fantasmas en la

184 El arte de lo obvio

vida de Eduardo, y con ello la razón de que para él fuera tan im-portante aprender más sobre fantasmas? Y lo que también se acla-ra un poco es el probable origen de su «dislexia».

»Como en muchos casos en que la incapacidad de un niño parala lectura se atribuye a la dislexia, mucho me temo que en el deEduardo la causa de su incapacidad para aprender a leer fueran fac-tores emocionales —prosiguió Bettelheim—. ¿Cómo podría fun-cionar esto? Es probable que en su casa estuviera captando el men-saje de que él no era libre de preguntar por lo que le despertaba cu-riosidad, ni de llegar a saber algo del asunto. De ahí su miedo deque si aprendía a leer descubriría cosas de las cuales se esperabaque él no supiera nada. Él sabía que en su familia había un secretoimportante que no debía conocer. Y, lo más importante en su caso,era una muerte misteriosa acaecida en el seno de la familia. Partede su miedo puede fundarse en la idea de que, puesto que ya habíaocurrido una muerte así en su familia, tal vez si él descubría, con-tra todo pronóstico, lo que había sucedido, también él podría morirde alguna manera misteriosa. Por eso, para autoprotegerse, lo me-jor era no saber leer, porque leyendo uno descubre cosas que antesno sabía. La dislexia de Eduardo, como la de tantos otros niños quehan recibido tratamiento psicoanalítico por ese motivo, resultó serw\d.jieceji.idad~de.no-saber.

El doctor B. recorrió con la mirada los rostros de quienes ro-deaban la mesa y se detuvo en Sandy.

—Lentamente, Eduardo descubrió que usted no sólo lo anima-ba a descubrir cosas que eran importantes para él, sino que hacer-lo no era un riesgo. Entonces empezó a leer. Como la causa del«bloqueo de aprendizaje» era su propio miedo a las consecuencias(es decir, la historia del fantasma del familiar muerto), armado desu nuevo coraje, Eduardo no sólo se lanzó a leer ávidamente rela-tos de fantasmas, sino que llevó a la sesión un libro de cuentos defantasmas, con la esperanza de que en la relación con usted tal vezpodría descubrir más cosas sobre el «fantasma» cuya misteriosahistoria había estado persiguiéndolo.

»Disciílpeme que sea tan personal. Aunque el ávido interés deEduardo debería haberla puesto sobre la pista de la importancia quetenían los fantasmas para él, estoy pensando si su propia experien-cia de ver el fantasma de su abuela, y lo que eso significó para us-

Tmnsferenda y contratransferencia /&)

ted, no le impidió descifrar el tipo de relación de Eduardo con losfantasmas. Si tal es el caso, este puede ser otro ejemplo de contra-transferencia, de que la experiencia personal de un terapeuta inter-fiere con el manejo correcto del material que el paciente aporta a laterapia.

—Es probable que tenga usted razón —respondió Sandy—,pero mi experiencia personal con fantasmas no fue lo único que seinterpuso en mi camino. La gran reserva de la familia también meimpidió entender verdaderamente lo que en realidad había sucedi-do, y la forma en que aquello podía haber afectado a Eduardo. Enrealidad, es probable que hayan sido mis sentimientos hacia Eduar-do y la transferencia, y no únicamente la contratransferencia, la ra-zón por la cual a veces me costó tanto pensar con claridad en losdetalles de su vida. A él no le permiten saber algunos hechos muyclaros relacionados con su familia, de modo que yo, por empatiacon él, también me olvido de cosas y puedo parecer tonta en rela-ción con él.

Sandy se quedó un momento pensando.—Qué interesante. Eso no se me había ocurrido antes. Yo les

parezco tonta a ustedes de la misma manera que él parecía tonto enla escuela, al no ser capaz de leer. En los seminarios anteriores, us-tedes han dicho que la supervisión puede dar lugar a una recons-trucción de la transferencia, que puede suceder que actuemos conun supervisor de la misma manera que un paciente actúa con noso-tros. Y sospecho que aquí se ejemplifica esta situación. Y yo toda-vía necesito entender mejor esa muerte. Durante los últimos ochomeses, Eduardo ha estado visitando regularmente a su padre, perocuando yo me entrevisto con el padre, él no quiere hablar de esamuerte, aunque está clarísimo que sabe mucho sobre ella.

Sandy miró al doctor Bettelheim.—Me parece que ya estoy harta de fantasmas. Es un tema que

tendré que hablar en su momento con mi analista. ¿Podría pasar aotra cosa?

Bettelheim asintió, sin hablar.—Ya sé que usted me dirá que se me pasó igualmente por alto

el significado de esto, pero Eduardo me trajo también otro libro,uno sobre una canalización de carbón que transportaba slurry [fan-go de carbón mezclado con agua] desde Montana a Texas. Ahora

186 El arle ele lo obvio

bien, yo no sabía nada sobre esos desechos ni me pareció que fue-ran tan importantes para la vida emocional de. Eduardo. Son unascañerías largas que transportan slurry...

—Conozco perfectamente esa mezcla —declaró el doctor B.—Bueno, pues yo no la conocía —respondió Sandy.—Creo que usted también la conoce. Yo me enteré de todo el

asunto mientras trabajaba en las minas de carbón —bromeó Beltel-heim.

—Yo jamás he trabajado en las minas de carbón —se defendióSandy.

—Oh, yo creo que sí lo hizo —insistió el doctor Bettelheim—.Creo que todos hemos tenido nuestra fase de mineros de carbón.

Finalmente, Sandy se rió al darse cuenta de que él le había es-tado tomando el pelo basándose en el simbolismo anal del libro.

—Tendría que haberme dado cuenta antes de esa conexión —re-conoció—. Eduardo me leyó un párrafo del libro y se equivocó enesa palabra. Lo volvió a leer, e incluso una tercera vez, hasta que fi-nalmente yo reaccioné y le señalé el error. Dijo: «Sh... shurry seríauna palabra divertida, ¿no?». Cuando le pregunté por el significadode la nueva palabra, su respuesta no fue nada sutil, ni tampoco difí-cil de descifrar. «Sí, shurry, como shit», me dijo [shit: mierda]. Des-pués comentó que la cañería tenía el mismo aspecto de una cloaca,y me preguntó si era una cloaca. Yo le expliqué que no era exacta-mente una cloaca, porque su función era llevar el carbón hasta don-de era necesario. Era como los intestinos de la tierra, de la mismamanera que, en él, los intestinos transportaban los productos de de-secho que su cuerpo ya no necesitaba.

—¿Por qué le interesan tanto a Eduardo los desechos del car-bón? —preguntó Bettelheim.

—Porque quiere que sus propios productos de desecho tambiénestén bien.

—No sólo que estén bien. Que tengan un valor auténtico. Aun-que las cañerías de transporte de desechos puedan parecer cloacas,los productos de desecho son muy valiosos. Este cuento es tan im-portante para Eduardo porque lo que él anhela es que valoren posi-tivamente sus producciones anales, ya sean pedos o heces.

—La madre de Eduardo me dijo que cuando el niño era más pe-queño, ella le ponía enemas para regular sus deposiciones —expli-

Transferencia y contra transferencia 187

có Sandy—. Sospecho que a eso se debe que le interese tanto loque sale de él.

—¿Por qué le ponía enemas la madre? —pregunté.Sandy respondió muy rápidamente:—Bueno, inmediatamente después del divorcio ella estuvo so-

rhetida a mucho estrés, porque trabajaba y cuidaba del niño. Yocreo que es necesario decirle que aunque hizo todo lo que pudo, lasenemas fueron algo ingrato para Eduardo.

—Muchas madres están divorciadas o separadas, sufren dificul-tades emocionales y financieras como resultado de ello, y lamenta-blemente tienen que desempeñar trabajos que las someten a un in-tenso estrés sin más compensación que un sueldo ridículo —seña-lé—, y sin embargo la mayoría de ellas no intentan resolver susproblemas poniendo enemas a sus hijos. Es decir, que si esta ma-dre las usaba era por una razón psicológica.

—Cuando la madre habla conmigo de las enemas, me da la im-presión de que tienen una connotación erótica. En realidad, haceunas pocas semanas, Eduardo comentó que su madre aún siguecomprando lavativas.

—Que la madre de Eduardo todavía hable de enemas con él, opor lo menos que él sepa que ella sigue comprando lavativas parasu propio uso, hace pensar que la madre sigue teniendo un interésemocional en las enemas y en la evacuación —señalé—. Esas co-nexiones mantienen vivo cualquier sentimiento que el niño puedahaber tenido cuando su madre le administraba enemas en el pasa-do. Piensen en su interés por los pedos, y en el hecho de que hayarelacionado los desechos del carbón con mierda, como él mismodijo.

—Puesto que Eduardo decidió hablar con usted de las enemas,éstas siguen siendo la fuente de un complejo conflicto psicológico,o bien han llegado a simbolizarlo —señalé, mirando directamentea Sandy.

—¿No creen ustedes que, como a todos los niños, a él le inte-resa el sexo, y que si esa es la manera que tiene la madre de ser se-xual, él quiere enterarse del asunto? —terció Bill.

—A los niños les interesa conocer todos los secretos de losadultos, sean los que sean —respondió Bettelheim—. Es interesan-te observar cuáles eran los secretos que no se compartían con los

188 El arte de lo obvio

niños en diferentes períodos históricos. Solía pasar que las finanzasfueran un libro abierto y la sexualidad un secreto. Ahora nuestrasprioridades han cambiado. Pero aunque querernos hacer de la se-xualidad un tema abierto, todavía seguimos dándoles lo que los ni-ños, hablando entre ellos, llaman «información inútil». Porque sa-bemos lo difícil que es impartir correctamente la información se-xual, no hablamos de sentimientos sexuales, que es lo que el niñopuede entender.

«Consideremos, pues, las actitudes relacionadas con las ene-mas. Superficialmente, es posible verlas como algo agresivo, yaque violan el cuerpo del niño, introduciéndose en él sin su permi-so y, generalmente, en contra de sus deseos. Las enemas obligan alos intestinos a expulsar su contenido. En las mejores circunstan-cias, incluso el niño que recibe una enema por prescripción pe-diátrica (y que por consiguiente los padres consideran como unaexperiencia fundamentalmente positiva) no sólo se siente inmo-vilizado por el poder físico de la madre o el padre, y siente quefuerzan su cuerpo a expulsar sus contenidos, sino que también, su-poniendo que haya estado estreñido, siente un alivio grande e in-mediato al expulsar ese contenido que probablemente le producíaincomodidad.

«Entonces, como mínimo, durante la enema el niño tiene la vi-vencia de elementos agresivo-intrusivos mezclados inextricable-mente con un gran alivio: una combinación de sentimientos con-tradictorios que lo deja confundido y perplejo. Es muy frecuenteque el niño se resista a la enema. Para administrársela, los padrestienen que inmovilizarlo, y es probable que también intenten tran-quilizarlo para que el procedimiento sea menos traumático. Demodo que también aquí el niño se encuentra con un tejido de sen-timientos agresivos y afectuosos.

»Si además de todos los complejos sentimientos del niño, el pa-dre o la madre tiene sentimientos muy ambivalentes o eróticos res-pecto de la evacuación (cosa en modo alguno rara, ya que muchospadres no han conseguido resolver su propia ambivalencia respec-to del control de esfínteres), ello genera tal confusión que al niñole resulta sumamente difícil de resolver. Pero incluso en las mejo-res circunstancias, al niño le queda un recuerdo: el hecho de queobligaron a su cuerpo a funcionar según el deseo de sus padres y

Transferencia y contratransferencia 189

no a su propio ritmo. Y puesto que, como dijo Freud, el primer yo %es el yo corporal, esta experiencia puede dañar la imagen que el ¡.niño puede tener de sí mismo como individuo competente. '•{

»Y en esta situación, la madre de Eduardo estaba preocupada,con prisas y abrumada. Entonces, es muy posible que las enemasfueran las ocasiones en que prestaba a su hijo la atención más ex-clusiva que él haya recibido jamás de ella. Si las cosas son así, lasenemas habrán sido incluso muy importantes para Eduardo, porqueera el momento en que estaba más próximo a su madre y contabacon ella de forma más exclusiva. Y lo que estaba sucediendo le ex-citaba. Sabemos que en el período edípico el objetivo del niño va-rón es tener a la madre completamente para sí, sin que la atenciónal marido la distraiga. Y como la madre de Eduardo estaba pen-diente del proceso de evacuación durante el período edípico de suhijo, y el padre se había ido, eso puede haber erotizado aún más elproceso.

—Yo estoy esforzándome mucho por ayudar a Eduardo con sussentimientos sobre la evacuación —expresó Sandy—. En todocaso, él me deja tan azorada que muchas veces tengo la sensaciónde estar apresurándolo demasiado. Confío en que él lo resolverá,pero me descubro deseando haberlo logrado ya, conseguir que todovaya más de prisa y que la mayor parte del mérito sea mía.

—¿Por qué desconfiar de que él pueda resolver solo el proble-ma, tal como lo ha venido haciendo en la terapia con usted? —pre-gunté—. Si lo apremia, ¿no corre el peligro de repetir en la relacióntransferencial la falta de confianza de la madre en que el cuerpo deEduardo expulsara por sí solo las heces?

—Si hoy he expuesto ese tema es porque ya me daba cuenta deeso —dijo Sandy—. Durante nuestra sesión de hace dos semanas,sentí que era el momento de hacer una interpretación, pero me con-tuve porque de pronto pensé que hacer una interpretación en aquelmomento habría sido una intromisión.

—Es como si usted misma estuviera diciéndose que abandoneel intento de hacer demasiado —intervine—. Porque si lo empuja,Eduardo sentirá que usted, la terapeuta en quien él confía, real-mente no tiene confianza en su capacidad para resolver por sí soloel problema.

Sandy sacudió la cabeza.

190 El arle de lo obvio

—Conscientemente, desconfiar de él es exactamente lo contra-rio de lo que he estado tratando de lograr. Eduardo es un chico es-tupendo, pero yo tengo que vencer continuamente la tentación deempujarlo. Ahora que hablamos de ello, me doy cuenta de que escon eso con lo que he estado luchando. Es raro, porque yo diría queeste niño ha demostrado ser excelente para saber qué es lo que ne-cesita y cómo resolverlo.

—Por su descripción, no me cabe la menor duda de que Eduar-do está aprovechando muy bien la terapia —dijo Bettelheim—.Pero eso en sí mismo puede ser seductor y hacer que un terapeutaquiera hacer más y mejor. Quizá sea eso lo que está sucediendo conusted y Eduardo.

—Entonces, ¿yo tendría que limitarme a dejarlo ir a su propioritmo?

—¿No es eso lo que le decía su intuición cuando se resistió a latentación de hacer una interpretación? —pregunté—. Sólo Eduardosabe cuánto tiempo tiene que trabajar en un problema; usted nopuede decidir por él.

—Hay otra cuestión importante —intervino Bettelheim—. Lamejor experiencia que puede tener un paciente durante el trata-miento es la de que él resuelve sus propios problemas, porque esole da la seguridad interior de que será capaz de hacerlo en el futu-ro. Por eso, en psicoanálisis el paciente tiene que hacerse cargo desu propio tratamiento. Si el terapeuta le resuelve sus problemas yse le aparece como un mago, cuando el paciente deja la terapia lohace sometido a su autoridad. Pero el objetivo del analista es des-pedido convencido de su propia competencia.

—Esto me recuerda que Freud usaba la imagen de que el ana-lista es como un guardagujas —dije—. Lo único que puede hacerel analista es mover las palancas que puedan ayudar a cambiar ladirección en que va el tren, pero no puede imprimirle potencia.

El doctor B. asintió con la cabeza.—Y por eso, si un padre o una madre preguntan cuánto tiempo

hará falta para que el niño termine la terapia, lo único que se lespuede responder es «el que el niño necesite para estar bien». Auncuando ocasionalmente la intención de la respuesta del terapeuta alo que diga o haga el paciente esté pensada para hacer adelantar eltratamiento, no debe ser de naturaleza tal que socave el sentimien-

Transfe renda y conlratransferencia 191

to que tenga el paciente de ser él quien controla su propio trata-miento.

»Con frecuencia un paciente a quien se empuja a avanzar conmás rapidez sentirá que su terapeuta quiere controlar lo que va su-cediendo. El niño que ha padecido los efectos destructivos de la do-minación de sus padres, como sucede con tantos niños que son pa-cientes psiquiátricos, no sanará cambiando una dominación porotra, aunque sea la dominación más benigna del terapeuta. Aunqueel terapeuta sabe mucho más, el paciente sólo se curará si tiene lavivencia de que es él quien controla su propia terapia y su vida.

—Ese es el objetivo por el que pugna Eduardo —dijo Sandy—:hacer las cosas a su ritmo y tal como él las entiende, y no adaptar-se constantemente a la gente que lo cuida. Yo sé que tendría quequedarme con más frecuencia en silencio, en vez de tratar de apre-miarlo. Pero entonces me siento culpable, como si no estuviera ha-ciendo mi trabajo.

—Recostarse en su asiento y correr el riego de que las cosassigan su propio curso es una de las cosas más difíciles que hay enel trabajo de un terapeuta, y quizás incluso en su vida —respon-dió el doctor Bettelheim—. Pero ¿por qué se siente usted culpa-ble de permanecer en silencio y dejar que Eduardo resuelva lascosas?

—Porque durante la mayor parte de mi vida, yo misma he es-perado que las cosas siguieran su curso —dijo Sandy—. Y ahoraestoy en un momento, y lo estoy examinando en mi propio análi-sis, en que pienso que en mi propio pasado debería haberme esfor-zado más y haber hecho que las cosas sucedieran. Y pienso que sipermanezco recostada en mi sillón, les hago el mismo flaco servi-cio a mis pacientes.

—Qué interesante —reflexionó Bettelheim—. Aquí no sólo estáenjuego la transferencia, que es esencial, sino que también su con-tratransferencia está interfiriendo su capacidad de manejarse cómo-damente con el problema de Eduardo. Muchos terapeutas princi-piantes, conscientes de que les falta pericia, se preguntan si estánllevando la terapia tan bien como deberían, y como resultado deesta ansiedad empujan al paciente a trabajar mejor o a progresarcon más rapidez, en su intento de convencerse de que están ha-ciendo bien su trabajo.

192 El arte de lo obvio

»En su situación, doctora Salauri, el hecho de que esté pensan-do que debería haber tratado de que las cosas transcurrieran conmás rapidez en su propia vida está agravando el fenómeno transfe-rencial. Su deseo de que Eduardo progrese está motivado a la vezpor el deseo de enfrentarse con su propio miedo de no estar ha-ciendo bien su trabajo y por la preocupación de que, en su propiavida, usted ha dejado que las cosas se arrastren. La sinceridad conque usted habla de lo que la motiva es un placer, porque nos per-mite abordar estos importantes problemas. Y su motivación es bue-na: usted no quiere que suceda lo mismo en la terapia de Eduardo.

Bettelheim retomó la expresión de Sandy de que temía perma-necer «recostada en su sillón», diciendo:

—La forma en que usted expresó su preocupación implica pa-sividad, pero la psicoterapia exige a la vez una atención activa yuna atención general, a lo que mal se puede llamar una actitud pa-siva. La actitud psicoterapéutica no es, en modo alguno, recostarseen el sillón. De hecho, la cuidadosa atención que usted presta a loque dice el paciente es, más que ninguna otra cosa que pueda ha-cer, lo que convence al paciente de que él (o ella) es importantepara usted, y de la seriedad con que lo toma. Cuando escuchamosy observamos cuidadosamente, convencemos al paciente de que suinconsciente es muy inteligente y revela muchas cosas. Y el silen-cio del terapeuta concede al paciente tiempo y espacio para hacerlas cosas a su manera. O sea, que aunque con los niños trabajamosde manera un poco diferente, con Eduardo probablemente lo mejorsería confiar en que él se lo está elaborando a su modo, a su pro-pio ritmo.

—Pero ¿cómo superará el daño que le hicieron esas enemas?—preguntó Sandy.

El doctor B. pensó un poco antes de responder:—Probablemente, la mejor manera de que lo supere sea que

pueda separar lo que había en ellas de positivo y lo que había denegativo. Entonces usted puede ayudarle a convencerse de que aho-ra él controla su cuerpo y con él, consecuentemente, su vida pre-sente y futura.

»Es el propio Eduardo quien tiene que separar lo bueno de lomalo en la relación con la madre, de modo que llegue a ver cómopuede tener buenos sentimientos en otras relaciones, sin aceptar si-

Transferencia y contratransferencia 193

limitáneamente los malos que le impuso su madre. Y tiene queaprender a convivir con partes de sí mismo que son crueles y des-tructivas, a domesticarlas y a encauzar sus energías por canalesconstructivos. Sólo así podrá vencer y superar la influencia dañi-na que puedan haber ejercido los aspectos negativos de su expe-riencia.

El doctor B. recorrió con la mirada a los participantes en el se-minario.

—¿No es eso, acaso, todo el núcleo del psicoanálisis? —conti-nuó—. Un paciente tiene que analizar y distinguir los elementos deun fenómeno psicológico muy complicado, y por eso Freud lollamó «psicoanálisis». El paciente sólo puede enfrentarse con losdiversos elementos de las experiencias complejas y manejarlos silos aislamos artificialmente en la terapia. O sea que, de hecho, laterapia es un proceso que consiste, primero, en separar y aislar loselementos que en la realidad forman un universo muy complejo, ydespués ir tratándolos uno a uno, porque soló de esta manera es po-sible llegar a dominarlos.

»Después de todo, Freud podría haber dado a su creación elnombre de psicosíntesis, que habría sido un término mucho másgrato. Pero sólo el paciente, y sólo a su tiempo, puede alcanzar lasíntesis tras haber completado el análisis. El terapeuta tiene queayudarle a analizar y distinguir los elementos, con lo cual permiteque el paciente los domine por separado y entonces, a partir deellos, pueda crear una síntesis nueva, mejor, diferente y más «vivi-ble». i

»En este caso, la alianza de Eduardo con su terapeuta le permi-tirá darse cuenta de que existen efectivamente personas que tienenactitudes diferentes ante la vida, personas que lo aceptan no comoun ángel ni como un demonio, sino como otro ser humano. Enton-ces puede conseguir que ellas lo ayuden a construirse él mismo unavida nueva. Eduardo ya empezó a hacerlo cuando se valió de laimagen de la cañería de slurry, que es una valiosa manera de llevarel carbón a donde se necesita, y comunicó así que él ha llegado aver su aparato digestivo como una parte valiosa de su cuerpo. Amedida que llegue a sentir que su cuerpo, su primer yo, es valioso,recuperará su autoestima y se sentirá más seguro.

- BKTTHUIKÍM

194 El arte de lo obvio

Para volver a los eventos cotidianos de la terapia, Bettelheimpreguntó a Sandy qué había hecho Eduardo en la última sesión.

—Durante la última sesión jugó con el coche policial —fue larespuesta—. Inventó un cuento en el que los coches iban haciaatrás y hacia adelante. Casi siempre era yo la que aceleraba. Des-pués él se llevó mi coche a un taller de reparaciones y jugó a en-señarme cómo se arregla un coche.

El tiempo asignado a la sesión casi había acabado; no podía-mos haber esperado un final mejor. Eduardo, a través de su juego,le había dado a entender a Sandy que ella estaba tratando de ir de-masiado aprisa. En la terapia, lo esencial no es la rapidez con queuno pueda alcanzar sus objetivos, sino lo bien que haya dedicadoel tiempo a arreglar su propia vida. Y una cuestión central en la te-rapia es aceptar que el único que sabe cómo arreglar su propiavida, y cuánto tiempo requiere la reparación, es el propio pacien-te. Es el paciente quien toma conciencia de cuáles son sus proble-mas, dónde se originaron, cómo se siente ante ellos y qué necesi-ta para afrontarlos y resolverlos. Si, movido por su propia ansie-dad, el terapeuta intenta acelerar las cosas, impide que el pacienteexplore sus problemas con el detalle y la profundidad suficientes.Entonces, al terapeuta acelerado —o, en el lenguaje simbólico deljuego, a su coche— hay que detenerlo y hacer que vaya más len-tamente.

Mediante el juego y los juguetes, de esa manera simbólica quees como mejor se expresa el inconsciente, Eduardo demostró que en-tendía en qué consiste la psicoterapia y comunicó a su terapeuta supropio sentido de la oportunidad. Al enseñar a Sandy a arreglar co-ches estropeados —y, por analogía, vidas dañadas—, Eduardo esta-ba, a su vez, aprendiendo a hacerlo. Si la situación terapéutica no lehubiera permitido expresarse tan elocuentemente por mediación deun juego simbólico, tal vez nunca habría aprendido a reparar su vida.Tal como lo indicaba su juego en la última sesión, Eduardo iba bienencaminado en esa dirección.

5

Los padres, los hijos y Freud

E l doctor Michael Simpson había terminado su formación enStanford a fines de los años setenta, con el programa de psi-

quiatría infantil. Durante aquel período nos había impresionado atodos con su inteligencia, su capacidad y su entrega a los pacien-tes. Aunque ahora ya contaba con una excelente clientela en supráctica privada, Michael quería seguir teniendo supervisión y, ade-más, un foro donde pudiera analizar sus casos con otros profesio-nales, de modo que siguió asistiendo ai seminario después de haberterminado formalmente su formación profesional.

La mayoría de los psiquiatras de niños han trabajado también enpsiquiatría de adultos y durante toda su carrera siguen viendo tan-to niños como pacientes adultos. En el seminario, Michael decidiópresentar el caso de un paciente mayor con quien estaba empezan-do a trabajar. En el grupo del seminario, el caso de Michael plan-teó muchos problemas de gran resonancia sobre la relación entre pa-dres e hijos, los problemas del envejecimiento y los miedos —quecomparten tanto los viejos como los jóvenes— de verse separadosde las personas que aman. Para mí, este seminario fue especial-mente conmovedor a causa de la participación del doctor B., quepor entonces se acercaba ya a los noventa años.

—Necesito cierta orientación, o por lo menos aclararme unpoco sobre el tratamiento de un caso que anda dando tumbos, sinningún objetivo ni meta—empezó diciendo Michael—. El pacien-te es excepcional para nuestro grupo; es un médico, un cirujano or-topédico de ochenta años.

196 El arte de lo obvio

—Por fin ha encontrado usted un hombre mayor que yo, doctorSimpson —bromeó el doctor Bettelheim—. ¿Aún sigue en la prác-tica?

—No.—Entonces, ¿por qué dice usted que es médico?—Bueno, esa es una buena pregunta.—Gracias, gracias. Es lo que corresponde que yo pregunte.Todos se rieron y Michael se relajó un poco. Había asistido a

los seminarios durante el tiempo suficiente para que los agudos co-mentarios del doctor B. ya no lo intimidaran. Michael me contóque cada vez que se obsesionaba con Bettelheim, pensaba en su as-pecto, en su sonrisa burlona y su cuerpo de elfo, que le daba el airede «una especie de bellota pulida con abrigo de piel de conejo», yaquello le provocaba interiormente tanta risa que terminaba rela-jándose. En aquel momento respondió a las palabras de Bettelheimcon su propio chiste:

—En parte es prejuicio mío. Yo considero que un médico siguesiéndolo hasta que se muere.

—Los médicos nunca se mueren.—Eso mismo, señor, claro que no —admitió Michael—. Pero

en contraste con los viejos militares, este médico seguía teniendobuena presencia. Simplemente le ha entrado pánico. Y no estoy tra-tando de hacer un chiste. Lo digo porque es precisamente de eso delo que se queja este hombre, a quien llamaré doctor Svenson: deataques de pánico. Y pese a todo eso, sigue teniendo el porte deun doctor de TV: muy formal, alto y erguido, viste siempre con tra-je y corbata y eso, sumado al pelo blanco peinado hacia atrás y asu actitud profesional, le da un aire distinguido. Y antes era un ci-rujano ortopédico muy distinguido: jamás se le quedó un pacienteen la mesa de operaciones.

»Durante el año pasado, al doctor Svenson le estuvieron dandotoda clase de medicamentos, incluyendo antidepresivos y tranquili-zantes menores, pero ha seguido desmejorando. Hace unas sema-nas, mientras cenaba con su mujer y su hijo, tuvo una reacción depánico con palpitaciones. Estaba convencido de que era no sola-mente un infarto sino también un ictus, y lo llevaron a urgenciasdel hospital en una ambulancia. El médico de la sala de urgencias loadmitió, y el internista hizo un trabajo impagable. Al margen de

Los padres, los hijos y Freucl 197

una diabetes leve, tenía una buena salud. Lo que realmente parecetemer el doctor Svenson es la decadencia funcional y la pérdida desus facultades mentales.

»Y lo que también contribuye a su estado actual es que última-mente su mujer se ha vuelto un poco más independiente.

—¡Bien por la ancianita!—Pero no tan bien para él —dijo Michael—. Dice que si él está

demasiado nervioso para salir de casa o para emprender un viajeque ella quiere hacer, se va sola, y él se queja de lo duro que le re-sulta esto. Ha estado viniendo una vez por semana a terapia, y estámuy interesado en reflexionar sobre su pasado. Creció en el estadode Michigan y sus padres eran inmigrantes suecos que vivían en unpueblo llamado Ishpeming.

»E1 doctor Svenson evita hablar de su padre, que trabajaba enlas minas de hierro. Lo único que dejó traslucir fue que el padrecreía que la vida no es más que trabajo duro, y que el placer equi-valía al pecado. Su madre trabajaba como mujer de limpieza, cria-da y cocinera de la mañana a la noche, de modo que su tía se hizocargo de él y de sus dos hermanos menores. Por la razón que fue-re, un médico de la empresa se encariñó con él y se ocupó de sueducación. Cuando el doctor Svenson busca la pista de sus miedosreferentes a su mujer, se remonta a una época de su niñez, cuandole daba miedo estar lejos de su tía.

—Ese doctor me impresiona —declaró Bettelheim—. No sólorecuerda espontáneamente aspectos importantes de su pasado, sinoque además relaciona su pánico actual con sucesos de su niñez. Lecuenta a usted que los padres le dedicaban poco tiempo cuando eraniño. Ahora teme estar separado de su mujer como antes temía se-pararse de su tía, que era una sustituía de la madre. No toda la gen-te de ochenta años es capaz de reflexionar así —durante un mo-mento, Bettelheim se quedó pensativo—. ¿Tiene otros hijos ade-más del que usted mencionó?

—No. Y según él, el hijo no pasa casi nada de tiempo con él.—Doctor Simpson, si este hombre tiene ochenta años y un hijo

que poco se interesa por él, ¿qué puede ofrecerle la terapia, y usteden cuanto terapeuta?

—Bueno, pues de eso se trata —respondió Michael—.El doc-

I9H El arle cíe lo obvio Los padres, los hijos y Freud 199

tor Svenson quiere hablar de su pasado, así que tal vez ayudarle aentender las raíces de sus síntomas fuera muy valioso.

—¿No es un poco falta de realismo el intento de curar a estehombre a los ochenta años?

—Bueno, es que yo no estoy tratando de curarlo. Si quiere quele diga la verdad, yo no tengo ni la más remota idea de lo que ten-go que hacer. El miedo y el pánico lo tienen casi incapacitado.Cuando hablo con él, me repite que le aterroriza la posibilidad deque su deterioro continúe y de perder completamente sus faculta-des mentales. Me imagino que son muchos los octogenarios que te-men perder su capacidad mental y física; pero este hombre se en-cuentra bien lejos de ese estado. Y, sin embargo, esos miedos sehan apoderado de su vida.

Yo sentía que necesitábamos tener una imagen más clara de lasituación del doctor Svenson.

—Mientras usted hablaba del doctor Svenson, me encontré tra-tando de imaginar cómo es un día típico en la vida del doctor. ¿Sequeda casi todo el tiempo en casa, presa del pánico ante sus sínto-mas, a no ser las raras veces que sale o que está hospitalizado parasometerse a carísimas pruebas?

—Su descripción es bastante exacta —asintió Michael—. Solíaser un diagnosticador excelente, que se mantenía siempre informa-do de los últimos adelantos, pero en los últimos años sus ataques deangustia lo han asustado hasta el punto de que ahora se desentiendetotalmente de su profesión. Se queda todo el día en casa, leyendo bi-bliografía sobre trastornos mentales. Y a medida que pierde contac-to con la ortopedia, le aterra más la idea de que está deteriorándosementalmente.

»Su primer internista pensó que el doctor Svenson estaba de-primido y le recetó antidepresivos, que no funcionaron porque eldiagnóstico no era correcto.

—Supongamos que lo hubiera sido. Por su descripción, pareceque el doctor Svenson está algo deprimido —dije—. Como todosvemos personas deprimidas en nuestro trabajo, podríamos aprove-char esta oportunidad para estudiar el estado mental de una perso-na gravemente deprimida. Es la desesperanza. Lo que realmentecausa la depresión es la sensación de que uno se equivoca, es uninútil y nada de lo que pueda hacer cambiará la situación. Si este

fuera el diagnóstico adecuado en el caso del doctor Svenson, y us-ted tuviera que partir de la premisa de que él se siente así, ¿cuál se-ría su objetivo, en cuanto terapeuta?

—¿Trataría de ayudarle a ver de qué manera él mismo está con-tribuyendo a su propia depresión? —preguntó Jason.

—¿Eso no haría que se sintiera peor? —-señalé yo—. Vería conmás claridad aún lo que pueda haber hecho mal, y se lo reprocharía.

—-¿Intentaría eliminar el sentimiento de culpa de un deprimido?—inquirió Jason.

—No es tan fácil eliminar los sentimientos de culpa de un pa-ciente deprimido —respondió Bettelheim—. El paciente tiene quehaber avanzado mucho en el proceso de la terapia para lograrlo.Así como el terapeuta que dice a un paciente «Usted debe sentirseculpable» o «Debería sentirse inferior» pertenece al mundo de lascaricaturas de los periódicos, el que piensa que él es capaz de «qui-tarle» la culpa al paciente pertenece a la casta de los sacerdotes ylos mesías. Sólo el paciente puede liberarse de sus sentimientos deculpa y de la cólera con que se castiga a sí mismo por estas trans-gresiones. Y la forma de hacerlo es descubrir su origen y por quésu inconsciente sigue persiguiéndolo por algún acto real o imagi-nario, tan malo que piensa que merece ser eternamente castigadopor ello.

»La depresión distorsiona el sentido del tiempo. Si conociéra-mos el futuro, muchos nos suicidaríamos hoy, porque si en estemomento viéramos la acumulación de todas las cosas dolorosasque nos sucederán en la vida, y todos los errores que cometeremos,no podríamos soportarlo. Pero en la vida real los vamos encontran-do uno a uno, y eso lo hace soportable. ¿Cómo difiere esto de la vi-sión del suicida? El suicida ve todas las cosas que le han sucedidoy le sucederán en la vida acumuladas en un todo indiferenciado. Nose da cuenta de que nunca las encontrará en esa acumulación, demodo que se siente desesperado y sin esperanzas.

»Pero, para responder a su pregunta, doctor Winn —prosiguióBettelheim, dirigiéndose a Jason—, la terapia debe devolver al pa-ciente la confianza y la esperanza. ¿Por qué? Porque antes de queun paciente pueda embarcarse en la tarea, difícil y dolorosa, de en^tender el origen de sus sentimientos de culpa, que con toda probadbilidad se encuentra a la vez en el superyó y en el ello, debe tener

200 El arte de lo obvio

el coraje y la fuerza necesarios para hacerlo. Necesitamos ayudar-le a convencerse de que él puede hacer mucho por el lado positivo,para que sea capaz de explorar el infierno psicológico en que vive.Y no olvidemos guejodos sobrevivimos por obra de la confianza yde la esperanza,..no.de lgs hech.QS, En esté mundo no Ray"fórma deprotegerse, por ejemplo, contra la gente que lo abandona a uno,como sucedió con la madre del doctor Svenson o quizás inclusocon su mujer. Pero para poder funcionar bien necesitamos creer yesperar que eso no nos sucederá.

Yo tenía la sensación de que nos habíamos ido por las ramas.—Volvamos al doctor Svenson —sugerí.—Como ya dije —continuó Michael—, cuando los antidepresi-

vos no funcionaron, el doctor Svenson fue a ver a un psicofarma-cólogo que se los suprimió y empezó a tratarlo con Xanax, quecomo ustedes saben es un tranquilizante suave con cierta actividadantidepresiva especialmente útil en el tratamiento de ataques de pá-nico. Pero eso tampoco resolvió nada. Después de que el doctorSvenson tuvo un ataque de pánico en un restaurante y cuando ya lohabían atendido en el hospital, el psiquiatra consultado me lo envióy mi diagnóstico fue que padece una agorafobia.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —lo acorraló Bettelheim.—¿Con qué?—Con eso de agorafobia.Bettelheim insistía con frecuencia en que el lenguaje es el prin-

cipal instrumento de un psicoanalista, y que para usarlo con pro-piedad se necesita un diccionario. Fascinado por los matices, lasetimologías y todo lo que ambos pueden revelar sobre las razonessubconscientes en la elección de las palabras que hace una perso-na, el doctor B. prefería el Oxford English Dictionary en una edi-ción demasiado grande para incluirla en ningún equipaje.

—En psicoanálisis es esencial usar la palabra adecuada... lo quelos franceses llaman le mol juste. Las aproximaciones no sirven.¿Qué significa realmente ésa palabra, agorafobia!

'-—Es un miedo a los espacios abiertos, un miedo a lo que estáahí fuera y que le impide a alguien salir —respondió Michael.

—Usted no sabe qué es lo que puede hacer por este hombre,¡doctor Simpson. Lo que haga dependerá de la forma en que diag-nostique su estado. Por eso, yo tengo que centrarme en la cuestión

Los padres, los hijos y Freud 201

de si la agorafobia es un diagnóstico exacto de la afección que pa-dece el doctor Svenson. Sus síntomas, ¿son realmente los de unmiedo de lo que hay ahí fuera? A cualquier cosa se le puede darcualquier nombre. Una rosa es una rosa es una rosa. Usted puededecir que su perro tejonero es un gran danés, y él no se opondrá;pero no por eso es un gran danés.

—Díganos por qué piensa usted que «agorafobia» es el mejordiagnóstico para la dolencia que padece el doctor Svenson —ter-cié yo.

—Le aterra estar en cualquier situación de la cual quizá no pue-da escapar —comenzó Michael—, y eso le impide ir a donde sea.Como usted sabe, actualmente todos seguimos el manual de diag-nóstico de la American Psychiatric Association, el DSM III. Y lossíntomas del doctor Svenson concuerdan bastante bien con los cri-terios de diagnóstico del DSM III para la agorafobia.

—Desde un punto de vista técnico y de acuerdo con los crite-rios del DSM III, usted tiene toda la razón para hablar de agorafo-bia —admití—. El problema es que, al estandarizar el diagnóstico,el DSM III tiende a hacer que el terapeuta se aparte del individuoconcreto que está tratando. El.uso de ese término técnico lo disua-de..,a.j.istedr su-terapeuta,..de; preguntarse qué sigiiificán "para- él sussintonías. ¿Qué quiere decir que el'doctor Svenson temé'estar'per-diendo la cabeza y que al parecer le aterroriza salir de casa?

»Incluso estas observaciones y estos síntomas son generales.En su condición de terapeuta suyo, usted necesita saber cuáles sonlos sentimientos o las vivencias específicas, peculiares del doctorSvenson, que están en la base de sus miedos. ¿Qué fue lo que leprovocó el pánico en esa comida? Creo que es muy probable quehaya habido algún desencadenante psicológico. En el «tratamientodel millón de dólares» no deben de haber incluido algún ataque,forma de demencia y otras enfermedades indudablemente orgáni-cas que causan unos estados de pánico terribles, como el feocro-mocitoma. Tal vez al internista se le pasó por alto alguna posiblecausa orgánica, pero dada la calidad del tratamiento médico, esoparece improbable. Entonces, para abarcar el síntoma y, lo,que_esmás importante, lo, que el doctor Svenson podría estar'líátáñdó, in-conscientemente, de lograr o de decir por intermedio de éste, es ne-

202 El arle ele lo obvio

cesado que descubran ustedes cuál fue,el,....desencadenante y,_quéTicaba.

,.-..' Continué con mi idea:—Esto nos conduce a una cuestión más general, con la que nos

• enfrentamos todos en cuanto terapeutas. Los médicos saben que las¡enfermedades humanas tienen muchas causas. Pero, finalmente, eltuerpo sólo puede expresar la enfermedad mediante un número li-mitado de vías comunes. El tratamiento que se basa sólo en los sín-tomas puede ser muy dañino. Por ejemplo, aunque todas las neu-monías presentan aproximadamente un solo conjunto general desíntomas pulmonares, como puede ser la tos, en cambio hay mu-chos microorganismos e irritantes químicos diferentes que puedencausar la neumonía. Para tratarla correctamente, lo primero que de-bemos saber es qué causa hemos de atacar con nuestro tratamien-to. Si nos limitáramos a tratar con codeína la tos del paciente has-ta suprimirla, haríamos que la persona se sintiera pasajeramentealgo mejor, pero a la larga podríamos causarle mucho daño. Sin latos, el paciente no despeja los pulmones, cosa que podría empeorarla infección, y la enfermedad que la causa seguiría adelante sincontrol alguno. Una buena atención médica significa entender porqué tose la persona y tratar la causa de la tos y, si es posible, curaral individuo.

»De manera similar, la agorafobia es un síntoma; la gente sevuelve agorafóbica por diferentes razones, o la utiliza de maneradefensiva para alcanzar diferentes propósitos. Quizás haya inclusouna predisposición biológica a ella. Pero, si la hay, no todos los quetienen esta tendencia enferman o son agorafóbicos de la misma ma-nera. Por ejemplo, hay quienes son agorafóbicos porque temen alos espacios abiertos. Otros necesitan estar siempre cerca de algu-na persona, por la razón que fuere. Inconscientemente, el objetivode la agorafobia del doctor Svenson es ayudarle a alcanzar algo,pero no lo consigue. Si lo que le provoca la angustia fuera el hechode salir, probablemente no habría ido a ese restaurante por su pro-pia voluntad. Es decir, que alguna otra cosa, no el mero hecho desalir, debe de haber desencadenado ese ataque de pánico en el res-taurante. Tendríamos que esforzarnos por entender las razones pre-cisas que tiene el doctor Svenson para volverse agorafóbico, Mi-

Los padres, los hijos y Freucl 203

chael. Entonces usted estará en mejor posición para ayudarle a re-ducir su angustia mediante la psicoterapia.

El doctor Bettelheim se quitó las gafas, se recostó en su asien-to y se quedó un momento pensando. Después volvió a ponerse lasgafas y se dispuso a hablar:

—El hecho de que ese ataque de pánico se produjera en un res-taurante podría ser muy significativo. Pero, por otra parte, el des-encadenante podría haber sido algo incidental, algo que sucedió allípor pura casualidad y que provocó el pánico del doctor Svenson. Esmejor no precipitarse a sacar conclusiones prematuras. Sin embar-go, usted puede ampliar su conocimiento si se pregunta qué puedehaber sido lo que produjo en el doctor Svenson un sentimiento tanintenso que le hizo pensar que se moría.

»Por lo que usted nos ha contado, su madre tuvo una vida muydifícil. Trabajó mucho y probablemente le quedó muy poco tiempopara dedicarse a él. Y usted dice que ahora su mujer lo está dejan-do solo con más frecuencia. Una posibilidad es que su «agorafo-bia» se relacione con las ausencias de su mujer, y que la base estéen su antiguo miedo de estar lejos de su tía. Pero el síntoma tam-bién está tratando de conseguir un propósito. Puede ser que repre-sente su intento de deshacer la tragedia de su infancia: la ausenciade su madre y la rabia de él al verse separado de la mujer que ne-cesitaba tan desesperadamente.

»En una vena más conjetural, y puesto que en el sentido másprimitivo las madres se relacionan con la alimentación, la ansiedaddel doctor Svenson podría haberse visto acentuada mientras él es-taba comiendo en un restaurante, en una situación social, porque laalimentación simboliza el vínculo de él con la madre. Para el niño,que lo alimenten es un acto de afecto. Por consiguiente, en el másprofundo de los sentidos, la capacidad de amar tiene mucho másque ver con la forma en que se alimentó y se amamantó al niño. Sila vivencia del amamantamiento fue buena, positiva o como se lellame, queremos pasarnos toda la vida re-creándola. Entonces, enesta vena conjetural, los síntomas del doctor Svenson podrían ha-ber representado un esfuerzo simbólico por conseguir que la madrese quedara en casa a cuidarlo.

»O tal vez fue más bien el hecho de que el hijo del doctor Sven-son estuviera presente en la comida la razón de que le diera allí el

204 El arte de lo obvio

ataque de pánico. Después de todo, usted habló de que había teni-do una relación difícil con su padre, y tal vez no sea buena la quetiene con su hijo.

El doctor Bettelheim se volvió hacia Michael.—A estas ideas —dijo suavemente—, y a cualquier otra que

pueda plantearse aquí, hay que considerarlas simplemente como hi-pótesis de trabajo, que luego la exploración terapéutica confirmaráo no. Debemos tener cuidado de no aferramos demasiado a una lí-nea de pensamiento especulativo en temas como éste, porque des-pués nos cuesta demasiado renunciar a ella. Y esto es válido paracualquier empresa académica y científica. En ciencia no es difícilentusiasmarse con una hipótesis especialmente brillante, pero eseapego puede hacer que nos cueste ver que, por muy brillante quesea, la hipótesis no es válida.

»Yo no sé qué desencadenó el pánico del doctor Svenson en esemomento y en ese lugar. Pero no fue una agorafobia generalizada.Fue algo específico.

—¿Se opone usted a todas las generalizaciones en psicoterapia?—preguntó Michael.

—¿Le gustaría a usted que lo trataran como representante de ungran grupo, especialmente su psicoterapeuta? —preguntó a su vezBettelheim—. Todos queremos que nos consideren individuos. Lasgeneralizaciones son seductoras, pero cada persona y cada situa-ción es única. Si el terapeuta se conforma con generalizaciones enlo que respecta a su paciente, lo más fácil es que esté frustrando alpaciente y siguiendo una pista falsa. Porque lo que interesa al doc-tor Svenson, y en última instancia a nosotros como psicoterapeutas,no es en qué se parece él a un grupo de pacientes, sino qué es loque hay en él de único.

»En un esfuerzo por ser más «científicos», muchos psicotera-peutas acuden a estudios que ofrecen generalizaciones referentes a,los pacientes y a su comportamiento. En la psicología o sociologíaacadémicas quizá tales generalizaciones hayan de basarse en laconsideración de características externas que es posible ver y, me-jor aún, mensurar. Sin embargo, nadie ha ideado realmente unabuena manera de cuantificar la enorme diversidad de la vida inte-rior. En su intento de valerse de métodos científicos, el investiga-dor va en busca de pautas y generalizaciones, y hace caso omiso de

Los padres, los hijos v Freud 205

lo específico y de lo peculiar. Cuando dos personas dan respuestassimilares a una pregunta, los investigadores tienden a satisfacersecon poner ambas respuestas en la misma caja. Entonces, esas dospersonas están en una categoría única y mensurable. La mayoría delos investigadores no intenta examinar ia diferencia en las respues-tas, ni trata de discernir si en respuestas similares no puede habermotivos o propósitos diferentes.

»Por ejemplo, se ha investigado mucho a qué edad se inicia laactividad sexual en los adolescentes. Cuando una persona dice al in-vestigador cuándo tuvo su primera experiencia sexual, lo que le co-munica es una fecha o una edad. Pocos de estos estudios se intere-san por la reacción subjetiva del individuo ni por el significado quetuvo la experiencia para él o ella. A estos estudios no les interesa silos adolescentes disfrutaron de su primera experiencia o si ésta lespareció tan repugnante que durante años se abstuvieron de la activi-dad sexual. Entonces, cabe preguntarse qué significa el promedioestadístico de «edad de la primera experiencia sexual».

»Por eso —prosiguió Bettelheim— la mayor parte de la inves-tigación académica en psicología y sociología es tan diferente de lapsicoterapia, basada en los insights psicoanalíticos, que nos intere-sa en este seminario. Sólo la enseñanza clínica basada en los casosindividuales puede mostrar la importancia de la especificidad. Enel trabajo clínico, una generalización sólo tiene sentido cuando estáfirmemente anclada en sus orígenes concretos.

—Pero Freud hacía generalizaciones—objetó Michael.—Sí que las hacía —replicó Bettelheim—. Pero no fue con ge-

neralizaciones como inventó el psicoanálisis. Esta disciplina no seoriginó en ciertas ideas sobre el inconsciente que se le ocurrieron aFreud, salidas de la pura nada. Si inventó el psicoanálisis fue por-que se dijo: «He visto pacientes que se conducen de una manera queyo no entiendo». Y después se dijo: «Estos son los sueños de unapersona que conozco muy bien: yo. ¿De dónde provienen? ¿Quésignifican? ¿Qué me dicen de mí, de una persona única cuyas expe-riencias son únicas y que reacciona ante ellas de manera única, pro-pia?». Sólo después de haber aclarado todos estos puntos específi-cos intentó llegar a una teoría sobre la interpretación de los sueños.

»Pero lo que señala usted es válido, doctor Simpson. Quizá to-davía estemos pagando, en algunos sentidos, por el hecho de que

206 El arte de lo obvio

Freud intentara generalizar con demasiada prisa. Después de todo,quería convencer al público de la validez de sus hallazgos, y creoque al hablar al público se mostró demasiado proclive a la genera-lización.

—Donde yo nací diríamos que era un joven apresurado —Mi-chael sonrió y continuó con la descripción de su caso—: Con fre-cuencia, el doctor Svenson tiene miedo de salir de casa. Tan pron-to como intenta hacerlo, se siente mareado, como si la habitaciónle diera vueltas. Sus percepciones se distorsionan: le parece comosi las personas y los objetos estuvieran alejándose de él. Estas re-acciones, a mí, me hacen pensar en agorafobia, de modo que esta-ba planeando intervenir con un tratamiento estándar para esta do-lencia. Sé que a usted no le gusta, pero a mí me ha sido útil enotros casos.

El doctor B. empezó a hablar, pero Michael continuó:—Pensaba ir acostumbrándolo a sentirse cómodo con las situa-

ciones que él estaba evitando, valiéndome de una terapia conduc-tista de desensibilización, y...

—Espere—le interrumpió Bettelheim, y Michael pareció sor-prendido; el doctor B. prosiguió—: Usted va demasiado rápidopara mí. Examinemos lo que nos está diciendo. ¿No dijo ustedalgo sobre el significado.si.mbólic0..de,estesínt,oiiia? Este «páni-co» producido por el alejamiento aparente de personas y objetos¿no le suena a angustia producida por la pérdida de contacto y detacto... a angustia de la separación, sin más?

Bettelheim hizo una pausa para recorrer con la vista el grupo.—Ya veo que todos ustedes han tenido alguna reacción ante el

hecho de que haya interrumpido ahora al doctor Simpson, y quieroexplicarles por qué lo he hecho y por qué lo hago en otras ocasio-nes. No fue porque quisiera restar importancia a nada de lo que éldecía... lejos de eso. Pero tenía miedo de que si seguía en esa líneade pensamiento, todos terminaríamos por perder de vista algo su-mamente importante.

»Como maestro, tengo la obligación de escuchar cuidadosa-mente al doctor Simpson. Es lo mismo que les debo a todos uste-des —miró rápidamente a Michael—. Si le hubiera dejado conti-nuar, podría haber perdido un insight que acababa de emerger de

Los padres, los hijos y Freud 207

mi inconsciente, por obra de un sentimiento de simpatía con el doc-tor Svenson, y que fácilmente podría habérseme escapado.

Bettelheim recorrió a los presentes con la mirada.—Muchos de ustedes insisten en que expliquemos las cosas téc-

nicamente. Por lo general, nos resistimos. Pero en este caso, unaexplicación técnica podría ser útil. La atención consciente esuna función metódica del yo, que es hostil a aquello que sólo emer-ge del inconsciente de una manera fugaz y tentativa. Por eso, yotenía que atrapar ese insight fugitivo antes de que se me escapara—el doctor B. volvió a mirar a Michael—. Y la única forma queconocía de hacerlo era evitar escuchar lo que usted estaba diciendosobre la terapia conductista de desensibilización, con la cual, comosaben, estoy en desacuerdo. Si seguía concentrándome en sus pala-bras, la fuerza de mis sentimientos podría haberme tentado a res-ponder a lo que usted pudiera decir sobre este método de terapia,en vez de concentrarme en un fugaz insight que he tenido sobre eldoctor Svenson.

»Lo que tan de pronto se me ocurrió surgió de algo que ustedseñaló: que en su pánico, el doctor Svenson ve que las personas ylos objetos se apartan de él. Súbitamente me di cuenta de que lafuente de su pánico quizá no fuera el hecho de que estaba «fuera»de la casa en un espacio abierto, sino que podría haber surgido deesa sensación de «alejamiento». Por lo que usted nos ha dicho, mepregunto si este anciano, tan próximo al final de su vida, puede sertan diferente del resto de nosotros. Después de todo, ¿cómo esla muerte? ¿Acaso no la consideramos como la definitiva sepa-ración de todo y de todos los que amamos?

»Los viejos piensan en el fin y temen la pérdida de contacto conlo que aman... temen que todo se «alejará» de ellos para siempre.La angustia de la pérdida de nuestra madre, y más adelante de lapérdida de nuestra esposa o de alguien más a quien amábamos pro-fundamente, es la única pista que tenemos para entender esta an- ^gustia ante la pérdida final. La angustia de la separación sirve, así, 1;como precursora de la angustia ante la muerte. V

»Las experiencias infantiles son tan importantes porque todaslas otras experiencias se cobijan bajo la sombra de la primera. Osea, que el pánico que siente un niño que llora, la angustia absolu-ta de estar solo y sin consuelo, puede ser el modelo sobre el cual

208 El arle de lo obvio

construimos nuestra imagen y damos forma a nuestro miedo a lamuerte. Ahora, ¿qué esperanza puede tener un hombre de la edaddel doctor Svenson de contrarrestar esta poderosa angustia?

—Eso es exactamente lo que he venido a buscar aquí —res-pondió Michael, con voz aliviada.

—Pues yo le diré cómo —continuó Bettelheim—. Sólo me-diante el sentimiento de que deja a sus espaldas algo de sí mismo,o alguien relacionado con él que lo continuará, que no se «alejará».

Michael sonrió; al hablar, su voz era animada:—Y al doctor Svenson esa continuidad puede estar haciéndose-

le difícil de establecer porque no sólo tiene contacto con su hijo,sino que incluso siente cierta hostilidad hacia él.

—¿No es triste, acaso? —el tono del doctor B. se suavizó—.Por lo que usted ha dicho, sospecho que si ese doctor tuviera unabuena relación con su hijo, no necesitaría psicoterapia. No estabaseguro, pero sospechaba que tal podía ser el caso, porque, despuésde todo, su hijo también estaba presente en la comida donde el doc-tor Svenson se sintió tan ansioso. Eso me hizo sospechar que eldoctor Svenson está tan desilusionado de su hijo, o de su mujer, ode ambos, que se sentía como si se estuviera muriendo.

»Lo que él necesita ahora es una relación positiva con un hom-bre joven. Usted mismo es un médico joven, que está empezandosu vida profesional. Eso podría hacer de usted un objeto de interésmuy adecuado para este anciano doctor.

—Pero si me hago amigo de él, ¿no pondré en peligro mi mi-sión de terapeuta? —se alarmó Michael.

—No le estoy sugiriendo que deje de ser el psiquiatra del doc-tor Svenson. Pero desde esa posición, puede mostrar un interés quese convierta en un apoyo para el doctor Svenson, su vida y sus lo-gros. Que un médico joven, inteligente e informado como usted seinterese en lo que él ha realizado y admire sus aciertos sería unenorme estímulo para él.

»En realidad, lograr eso es una de las mejores cosas que puedeuno hacer por un paciente anciano. Demostrarle interés le dará unaimagen positiva de sus propios logros. Al estimular al doctor Sven-son para que se los comente a usted, que sabe escucharle, le ayuda-rá a lograr algo más. Le ayudará a dar nueva vida a sus logros. Sitodo va bien, esto podría ayudarle a ver su vida no sólo como algo

Los padres, los hijos y Freud 209

que tuvo su importancia en el pasado, sino que también la tiene paraalguien que es importante en el presente: para su psiquiatra.

»Por contraste —continuó Bettelheim—, incluso si con su ayu-da el doctor Svenson llegara a entender con gran detalle qué acon-tecimientos de su niñez habían contribuido a su patología, enten-derlo no le ayudaría a integrar su personalidad de una manera nue-va y mejor. En la mayoría de las situaciones, lo que nos motivacomo terapeutas es la esperanza de que, por mediación de nuestrotrabajo conjunto, el paciente pueda construirse una vida nueva y quepueda vivirla durante muchos años. Pero, lamentablemente, ningúnterapeuta puede hacer algo así por el doctor Svenson. Años más oaños menos, está prácticamente al final de su vida. Pasados los cin-cuenta, con raras excepciones, y con seguridad después de los se-senta, construirse una nueva vida con la esperanza puesta en el fu-turo ya no tiene sentido. Pero si este distinguido médico tuviera unavisión positiva de su vida pasada, tendría la fuerza suficiente paracapear cualquier problema emocional que tenga en el presente.

Michael parecía intrigado.—¿Por qué una persona no puede renovarse a los cincuenta o

sesenta?—¡Inténtelo y verá! —respondió Bettelheim—. Si lo consigue,

tendrá más poder. Pero recuerde que no hace tanto tiempo la ex-pectativa de vida era de treinta o cuarenta años. Con la edad, la má-quina se desgasta, la energía disminuye y las cosas que a uno antesle parecían simples le exigen mucha más concentración y esfuerzo.

—Creo que ha dado en el clavo —dijo pensativamente Mi-chael—. En nuestra última sesión, el doctor Svenson me pidió en-trevistas más frecuentes, y después añadió: «No espere de mí nin-guna metamorfosis, pero me gustaría que algunas de mis relacionesactuales fueran más positivas».

El doctor B. parecía complacido.—Cuando usted dio su descripción inicial, ¿no le dije que el

doctor Svenson me impresionaba como un hombre inteligente y re-flexivo? Corno saben, la psicoterapia con personas de edad es untema del cual no se habla con la frecuencia necesaria. Creo que esose debe a que Freud se pasó la vida tratando pacientes que eran,como mucho, de edad mediana, procurando ayudarles a vivir me-jor su vida, de manera más positiva. En su larga vida, Freud luchó

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con la enfermedad, los achaques y la vejez, pero escribió poco so-bre el tratamiento de pacientes de edad. Mantuvo la atención pues-ta sobre la pugna por superar sus propias inhibiciones edípicas,pero poco nos dijo de su vida emocional en cuanto padre de edadavanzada.

»Lo mismo que Freud, muchos psicoterapeutas prefieren traba-jar con pacientes más jóvenes, que tienen toda la vida por delante.Otros sienten aversiones personales al tratamiento de ancianos—con la cabeza, hizo un gesto hacia Michael—. Afortunadamentepara el doctor Svenson, no tengo la sensación de que a usted lepase eso. Pero un terapeuta tiene que manejar algunas cosas de di-ferente manera cuando trabaja con un viejo. Como le dijo el doctorSvenson, a su edad ni siquiera un hombre que ha alcanzado gran-des éxitos espera, con un mínimo de realismo, introducir grandescambios en su modo de vida. Sabe que a su edad uno no trata dereconstruir la casa donde vive; hacia los sesenta, ya la tiene cons-truida, pero uno todavía puede llegar a sentirse muy cómodo vi-viendo en ella. Al doctor Svenson todavía pueden quedarle algunosaños muy interesantes y gratificantes, y puede aprender a vivir demaneras más satisfactorias que la actual. De esa forma, su vidamejorará.

»Freud nos dio un ejemplo excelente de cómo un hombre usósu profesión no sólo para luchar contra la vejez, sino también con-tra los estragos que le infligía una enfermedad crónica, cosa que eldoctor Svenson no ha tenido que soportar. Durante sus últimos die-ciséis años, Freud tuvo un cáncer mandibular. Se sometió a más deveinte operaciones, usó una prótesis dental de madera y su vida fueun calvario. Pero tenía una pasión que hacía que la vida merecieravivirse: descubrir más cosas sobre la gente, ampliar sus teorías yensanchar su visión en profundidad, así como transmitir sus ideasa la generación siguiente, eran para él cosas tan importantes que ledaban energía para seguir adelante. Quería estar seguro de que,después de su muerte, la disciplina a cuya creación él había dedi-cado buena parte de su vida seguiría floreciendo.

»Yo llegaría incluso a conjeturar que, cuando Freud escribía, losdolores no le acuciaban como en otras ocasiones. A pesar de la ve-jez, la enfermedad y el sufrimiento, en cuanto autor y erudito surendimiento era excelente. Su trabajo era importante para otras per-

Los padres, las hijos y Freud 211

sonas y para el progreso de esta nueva disciplina. Eso, y lo que élconsideraba su misión en la vida, lo mantuvieron vivo. Su ejemploes un buen modelo para todos nosotros.

—¿Cómo se aplica eso al doctor Svenson? —preguntó Michael.—Empecemos por lo que él intenta expresarle cuando dice que

quiere verlo con más frecuencia. Creo que está diciéndole que to-mar tranquilizantes y otros fármacos no le ha hecho ningún bien.Hablar una vez por semana de sus éxitos y logros en el pasado noes suficiente para hacer que sus ansiedades actuales desaparezcan,pero es algo que va en la dirección correcta. El doctor Svensonsabe que tiene que trabajar más con la psicoterapia, y por eso quie-re ver con más asiduidad a su psiquiatra.

»Conjeturando un poco, podría añadir que también está di-ciéndole: «Como usted ha demostrado respeto por mí, también lotendrá con mis ansiedades». Ahora bien, ¿qué significa eso de«respeto por sus ansiedades» en una persona que dice que no vaa remodelar su personalidad completa?

Hubo unos momentos de silencio durante los cuales pareció quenadie tenía una idea clara. Después, Michael aventuró:

—¿Aceptar que su ansiedad tiene buenas razones para existir?—Exactamente —aprobó Bettelheim—. En este respeto por las

ansiedades está, precisamente, la diferencia entre el trabajo orien-tado hacia el insight y la terapia conductista que usted mencionóantes. La terapia conductista promete al paciente que lo liberará delsíntoma sin tener en cuenta lo que lo provocó... sin demasiada con-sideración con las importantes funciones que puede estar cum-pliendo el síntoma, ni por lo que la persona está tratando de lograry de comunicar por mediación de éste.

—¿Podría usted detenerse más en esa idea? —pidió Gina—.Quisiera estar segura de queslo entiendo.

Como Bettelheim no respondió de forma inmediata, yo recogíel hilo de la conversación:

—Respetar un síntoma significa tratar muy seriamente de en-tender sus causas y su importancia en la estructura total de la per-sona, dando por sentado que el síntoma no es un cuerpo extrañoque hay que extirpar y desechar por inútil. De esta manera, el tera-peuta expresa su aprecio por la inteligencia de la persona y letransmite el siguiente mensaje: «Yo respeto su intento de resolver

212 El arte de lo obvio

su problema mediante un síntoma. No se considere loco ni idiotapor tenerlo. Esperemos que, trabajando juntos, llegaremos a aclararlo que usted estaba intentando lograr y decir por mediación del sín-toma, o qué importante sentimiento puede haber tratado de prote-ger o de ocultarse. Entonces usted podrá decidirse por una maneramenos perjudicial de aceptar sus sentimientos, de alcanzar sus ob-jetivos o de comunicar su mensaje».

»Con frecuencia, en el tratamiento de niños, que no son tan ca-paces de expresarse verbalmente, el terapeuta tiende a considerar alniño y su síntoma como algo de lo que simplemente hay que libe-rarle, particularmente cuando a él mismo el síntoma le provoca re-chazo. Pero, según mi experiencia, la conclusión que el niño sacade ello es que el terapeuta se considera representante de una civili-zación «superior» que quiere enseñar a ese «idiota» o «salvaje» aconducirse bien. Naturalmente, el niño se resiente de esa actitud yse siente provocado a actuar contra la persona que le insulta así.

El doctor B. se quedó pensativo, se quitó las gafas y las dejó so-bre la mesa. Tras unos momentos de silencio, volvió a ponérselasy habló en voz baja, directamente a Michael:

—Está claro que usted tiene un respeto intrínseco por el doctorSvenson. Tal vez, como usted también es médico, se identifica in-cluso con él en cuanto colega distinguido. A pesar de la terapiaconductista que mencionó, usted se ha mostrado respetuoso con lossíntomas del doctor Svenson. Pero me pregunto si no fue demasia-do rápido porque se dejó llevar por un exceso de optimismo tera-péutico o por la precipitación, que es peligroso tanto para el pa-ciente como para el terapeuta.

—Pero este hombre está abierto psicológicamente, y yo noquiero dejarlo en el nivel en que está —protestó Michael.

—Ni yo le he sugerido que lo hiciera —respondió Bettelheim—.Después de todo, no es muy constructivo lo que hace ahora estemédico, antes tan productivo y en pleno éxito.

Cuando volvió a hablar, tras una pausa, lo hizo en voz baja y re-flexiva:

—No creo que haya que afrontar la muerte con coraje. Peropienso que este hombre, que ha sido un profesional inteligente, po-dría hacer algo más, en el tiempo que le queda, que atiborrarse conun variado montón de pildoras o resignarse a caer en la demencia.

Los padres, ¡os hijos y Freud 213

—Algunas personas mayores se las arreglan para seguir adelan-te precisamente porque las ayudan con un variado montón de pil-doras que les impide caer en la locura —objetó Michael.

—Pero ese no es el caso de este hombre —replicó Bettelheim—.Doctor Simpson, usted puede hacer algo muy importante si se lohace ver. Parece que él necesita desesperadamente de alguien, tal vezde algo, en que interesarse, algo que reavive su interés en la vida. Le-jos de ser un caso desesperado o un hombre próximo a la muerte, eldoctor Svenson parece muy fuerte, y probablemente lo estaría muchomás si no tomara todos esos antidepresivos y si sintiera que está ha-ciendo algo útil con su tiempo. Todos los viejos necesitan saber quesu vida sigue teniendo algún valor para alguien; y no en el pasado,sino ahora, en el presente.

»Como es obvio, si el doctor Svenson tiene una mala relacióncon su hijo, ese hijo no tendrá demasiado interés en ayudarle a re-cuperarse. Para eso, el doctor Svenson necesita el apoyo de alguiencomo un hijo, y por eso, en cierto sentido, ese es el papel que le es-toy sugiriendo que asuma, doctor Simpson. Al mismo tiempo, us-ted debe darse cuenta de que se trata de un trabajo psicológicomuy difícil porque, como terapeuta, usted no puede permitirse«pasos al acto».*

»Por ejemplo, no debe conducirse, ni siquiera proceder mental-mente, como si realmente fuera el hijo del doctor Svenson. Tam-bién debe resistir la tentación de comportarse como si él fuera supadre. Dicho de otra manera, no debe salirse de su papel, que es elde psicoterapeuta interesado en su paciente. No debe sugerir direc-tamente al doctor Svenson lo que debería o no debería hacer con-sigo mismo.

»Este es otro de los grandes escollos de la psicoterapia psico-analítica: con frecuencia, el terapeuta siente la tentación de influirsobre los aspectos externos de la vida de un paciente y, esencial-mente, de tomar decisiones por él. Por más que esas sugerenciaspuedan ser bienintencionadas y adecuadas al caso, van siempre endetrimento del paciente, porque lo debilita.

»De manera que, aun cuando al terapeuta puedan ocurrírsele

* En e) original, tú cid out. Acl'mg out es un término utilizado en psicoanálisis para de-signar acciones C|ue presentan casi siempre un carácter impulsivo relativamente aislable en elcurso de sus actividades, y que adoptan a menudo una forma auto o heteroagresiva. (N. ele la i.)

214 El arle de lo obvio

sugerencias de este tipo, debe abstenerse de expresarlas de formadirecta. En cambio, debe ir conduciendo gradualmente a los pa-cientes a tomar sus propias decisiones y a fortalecerse asumiendoparcelas importantes de su vida.

—Y el terapeuta debe estar preparado para asumir que el pa-ciente toma una decisión muy diferente de la que el propio tera-peuta se imaginaba —apunté.

—La razón de que esas sugerencias directas hagan daño a ¡ospacientes es que el paciente nunca puede estar seguro de si la de-cisión fue suya o si estuvo manipulado —prosiguió Bettelheim—.La manipulación debilita el yo del paciente, en tanto que la con-vicción de que él mismo llegó a tomar una decisión referente a suvida lo fortalece. En el caso del doctor Svenson, el terapeuta tiene,en efecto, una edad que le permitiría ser su hijo o incluso su nieto,de modo que la tentación de aconsejar es muy fuerte. Sin embargo,hay muchos otros peligros inherentes en el ofrecimiento directo deconsejos del doctor Simpson a este paciente. Entre ellos, uno esque el terapeuta pueda estar inconscientemente dando «pasos alacto» de un remanente de su propio conflicto edípico.

El doctor Bettelheim miró rápidamente a Michael.—Aunque usted no nos ha dado ninguna razón para pensar que

pueda caer en esa tentación, tiene que mantenerse alerta para evi-tar esa posibilidad. Entonces, ¿qué debe hacer para andar por esaestrecha senda? Digamos que el doctor Svenson se queja de que sesiente mareado, de que tiene la sensación de que las personas y lascosas se alejan de él, y de que esos síntomas le impiden enseñar ci-rugía ortopédica a los residentes. En vez de concentrarse sobre esosimportantes síntomas, usted podría reflexionar sobre el récord tannotable como envidiable que tenía el doctor Svenson, un cirujanoque jamás perdió un paciente. Para alcanzar semejante logro, debeser extraordinariamente hábil y sintonizar con las necesidades desus pacientes. Podría usted destacar que la habilidad del doctorSimpson es excepcional y que debería ser transmitida a otros, talcomo lo hacía mientras practicaba. Ahora bien, quizás el doctorSvenson no piense en volver a enseñar, pero el hecho de que ustedlo valore, y su convicción de que él sigue teniendo algo único paraenseñar y dar ahora, ya serían, en sí mismos, terapéuticos.

»Yo diría que el doctor Svenson sigue viéndolo a usted porque

Los padres, los hijos y Freucl 215

está hasta la coronilla de los médicos que lo atiborran de pildoras.Usted puede hacerle saber que le interesa ayudarle a encontrar unasolución operativa, que no consista en prescribirle paliativos que,en el mejor de los casos, no le proporcionan más que un alivio sin-tomático. Eso podría darle el valor de creer, con usted, que una so-lución positiva es posible.

Michael parecía desconcertado.—Estoy confundido —reconoció—. ¿Quiere decir que aunque

usted no cree que realmente sea posible una curación, yo debomentir en vez de decir la verdad al doctor Svenson?

—Yo creo que la curación de sus ataques de ansiedad es posi-ble —aclaró Bettelheim—. Y también estoy seguro de que si vol-viera a su actividad, la ansiedad se atenuaría.

»No estoy sugiriendo que le dé falsas esperanzas ni que lemienta, en modo alguno. No es que yo me oponga a ello por moti-vos morales, aunque esa sería una posición muy respetable. Yo ja-más podría mentir por miedo de que me descubrieran, y la mentiraentonces no serviría para nada, o sería destructiva. Es demasiadodifícil recordar qué mentiras ha dicho uno y a quién, y entonces esprobable que la mentira se descubra. Pero lo que es más importan-te es que mentir sería un continuo impedimento para mi esponta-neidad. Todos nos sentimos más cómodos si decimos la verdad. Yun hombre tan inteligente como el doctor Svenson notaría que us-ted le está mintiendo y le retiraría totalmente su confianza.

»Lo que no creo posible para el doctor Svenson es la reestruc-turación de su personalidad, que generalmente es el objetivo de lapsicoterapia psicoanalítica. Y eso, él mismo se lo dijo. El provienede una familia pobre, de clase obrera. Su ascenso fue difícil, y esprobable que por lo que consiguió alcanzar haya pagado un altoprecio personal. Cuando un hombre así, inteligente y reflexivo, noquiere hablar mucho de su padre, uno tiene que suponer, partiendode lo poco que haya dicho, que su relación con el padre no fuebuena, y esa puede ser en parte la razón de que la relación con suhijo tampoco sea buena.

En este momento, Bill preguntó:—¿Cómo salta usted de la mala relación con su padre a la mala

relación con su hijo?—Bill —tercié yo—, este es un buen ejemplo de compulsión de

216 El arte de lo obvio

repetición. Generalmente, usamos esta expresión para..referirnos ala repetición incesante, de-.nuestros conflictos de la infancia. Pero,en otro sentido" ía expresión designa también las extrañas manerasen que las personas repiten, con ciertas modificaciones, la vida desus padres. Lamentablemente, lo que se suele repetir son los as-pectos problemáticos, precisamente porque en ellos están en juegoproblemas no resueltos. Por eso muchas personas, y en ocasionestodos nosotros, se conducen como las mariposas atraídas por unaluz y dan la impresión de que buscan instintivamente aquello queha de dañarlas o bien tienden a recrear repetidamente relacionesque las han herido profundamente. Una persona que ha sido daña-da en lo más hondo por su padre jura que cuando tenga hijos serádiferente. Y sin embargo, años más tarde, repite de hecho aquellarelación con su padre en la que mantiene con su hijo, haciendoexactamente lo mismo que había jurado no hacer jamás.

»Se trata de algo que es difícil evitar totalmente. Todos lo ha-cemos en cierta medida. Al crecer, cultivamos una identificaciónbásica con nuestros padres y un profundo apego hacia ellos, inde-pendientemente de que, considerados objetivamente, los padreshayan sido modelos deseables. Incluso cuando las relaciones fa-miliares son relativamente buenas y afectuosas, seguimos pare-ciéndonos a nuestros padres en nuestros (y sus) rasgos indesea-bles, pero esto es algo que rara vez reconocemos. Cuando nosdamos cuenta con más claridad es cuando nos desgañitamos gri-tando a nuestros hijos, lo advertimos y nos contenemos, pensandocon tristeza que no podemos creer que hayamos hecho semejantecosa y diciéndonos: «¡Si parezco mi padre, que me enfermabacuando hacía eso!». Cuando la relación padre-hijo ha sido mala, esfrecuente que al crecer el hijo adulto repita esta relación con supropio hijo, y que así la infelicidad siga repitiéndose. A muchaspersonas, la interrupción de este ciclo les exige muchísimo tiempode psicoterapia.

Bill volvió a hablar:—Para el doctor Svenson debe ser aterrador darse cuenta de

que gran parte de lo que ha sufrido en su vida puede haber estadomotivada por fuerzas de las que no tenía conciencia ni podía con-trolar.

—En realidad eso es válido para todos —señalé—. Algunas

Los padres, los hijos y Freud 217

personas se introducen en este campo porque, sin ser conscientesde ello, esperan curar a una madre o un padre perturbado, que leshizo mucho daño, casi al punto de destruirlas. Sin embargo, con elmero conocimiento de la teoría psiquiátrica no llegarán muy lejos.Incluso una persona que haya asimilado toda una biblioteca de co-nocimiento intelectual está motivada por fuerzas ocultas. En ciertosentido, esa es la raíz de la tragedia humana. Lo que condujoinexorablemente a Edipo hacia un final terrible fue que ignorabalos hechos auténticos de su pasado. Edipo era un hombre que va-loraba el conocimiento, y se hizo famoso por haber resuelto unenigma. Y, sin embargo, no se conocía verdaderamente a sí mismo,y eso fue lo que lo llevó a la ruina.

—Pero volvamos al doctor Svenson —insistió Betteiheim—.Me gustaría saber por qué ese hombre se retiró a los setenta años.Que a esa edad se retirase de la práctica quirúrgica activa es unamuestra de buen sentido y de preocupación ética por sus pacientes,pero uno puede dejar la práctica de la cirugía y seguir siendo unmédico muy eficaz. Yo conozco médicos de esa edad que prestanservicios gratuitamente, continuando en la docencia y manteniendouna consulta con dedicación parcial.

Me volví hacia el doctor Betteiheim.—Usted tiene casi la edad de Svenson. Si él viniera a su con-

sulta, ¿cómo lo trataría?—Lo animaría a que formara equipo conmigo para estudiarlo a

él, como una empresa común en la que participáramos en igualdadde condiciones —respondió inmediatamente Betteiheim—. Es de-cir, estimularía su interés por pensar en su propio problema tenién-dome a mí más o menos como colega. Con los ancianos, como conlos niños, uno tiene que jugarse mucho más, pero sólo puede ju-gárselo en función de las condiciones personales que le den venta-ja. Yo soy un viejo y sin duda reflexionaría sobre casos pasadospara encontrar inspiración en ellos, porque tengo muchísima expe-riencia. Las ventajas del doctor Simpson son las de un psiquiatrajoven que trabaja de cara a su futuro, y al mismo tiempo está tra-tando a un viejo cirujano que a la edad de él estaba sacando ade-lante su carrera con mucho éxito.

—Si usted estuviera atendiendo al doctor Svenson, ¿hablaría

218 El arte de lo obvio

con él de qué es envejecer, compartiendo qué es para usted? —pre-guntó Michael.

—Lamentablemente, todos los ancianos tenemos una clarísi-ma conciencia de qué es envejecer, de modo que yo evitaría eltema —replicó Bettelheim—. Pero como usted todavía no tienesu edad, permítame que le hable un poco de los problemas del en-vejecimiento.

»En la vejez, todos tememos no ser capaces de funcionarcomo antes, o que la enfermedad de Alzheimer o algún ataquenos afecten mentalmente. Lo que el terapeuta debe hacer es sepa-rar las reacciones más o menos normales ante el envejecimientode aquellas otras que son exageraciones gravemente patológicas.

[No todos los problemas no resueltos son neuróticos. Hay neuro-! sis cuando uno se pasa el tiempo cavilando en problemas que no\ merecen que se les dedique tiempo. La salud mental, en cambio,j consiste en seleccionar aquellos problemas que tienen la suficien-\ te importancia para resolverlos. No todos reaccionamos de la mis-ma manera frente al envejecimiento, pero llamar al proceso «edadde oro» es un eufemismo que no hace más que encubrir los he-chos. Para la mayoría de las personas es lo opuesto: una época de

; declive, y además de angustia ante la perspectiva del deterioro ul-terior.

»Es frecuente que el individuo de edad vea mermada su salud yque, en general, se sienta debilitado, y muchas veces incapaz de se-guir haciendo las cosas que tan fácilmente hacía cuando era más jo-ven. Es decir, que algunas de las preocupaciones del doctor Sven-son son naturales, dada su edad. Sin embargo, al no ser capaz de <\¡salir y al expresar un miedo exagerado al deterioro mental, las está "'•expresando de manera patológica. ^

«Mientras que el doctor Svenson conserva aún a su mujer, losancianos tienen generalmente una aguda conciencia de que su cón-yuge es vulnerable a las enfermedades y de que podría morirse-Parte del miedo a la vejez, especialmente cuando un hombre o unamujer de edad pierde a su pareja, es el miedo a la soledad. De he-cho, el doctor Svenson no tiene razones realistas para sentirse solo,ya que todavía vive con su mujer, y ella está sana y parece una per-sona vivaz y decidida a disfrutar del tiempo que le queda. Aunquehasta cierto punto se ha declarado independiente del marido, en

Los padres, los hijos y Freud 219

realidad esto es resultado de la depresión de él y de su miedo asalir de casa, y no se debe al hecho de que él no pueda seguirsiendo un buen marido.

»En mi opinión, es muy diferente que marido y mujer aún siganviviendo juntos o que uno de ellos haya muerto. En general, si esque se puede generalizar en estas cosas, a las mujeres no se leshace tan difícil como a los hombres vivir solas. Parte de su tareaconsistirá en llevar al doctor Svenson a un punto en que su matri-monio mejore. Si vuelve a tener actividad en su campo profesional,estoy seguro de que su matrimonio y su vida mejorarán. En reali-dad, el doctor Svenson está en una situación mucho mejor que mu-chos ancianos. Tiene una profesión en la cual puede seguir siendoútil si usted, como terapeuta, puede ayudarle a que vuelva a ejercersu actividad. Además, con ello, puede estar un poco mejor protegi-do si su mujer muere antes que él, puesto que así seguirá teniendoalguna actividad que le interese.

»Por eso, si yo estuviera tratando al doctor Svenson, me con-centraría en sus logros. Imagínese lo que debe de haber sido salir deun pueblo minero, ponerse a trabajar con empeño para sacar ade-lante el bachillerato, la facultad de medicina y la residencia médica,y a partir de allí hacer una carrera notable. Es una vida de la quecabe enorgullecerse, sean cuales fueren los fallos que haya podidotener como padre. Yo hablaría con él de sus tremendos logros, de sucontinuo esfuerzo por destacarse, y del alto precio que debe de ha-ber pagado por conseguirlo.

—Yo, además, me preguntaría cómo se las arregló el doctorSvenson habiendo tenido que pagar ese precio —añadí—. En par-te, su ansiedad actual bien podría ser una extensión de la que pro-bablemente sintió en la facultad de medicina cuando le preocupabala idea de si llegaría a triunfar o si el fracaso lo llevaría nuevamentea las minas. Esa ansiedad puede perdurar durante toda una vida, yhacer que una persona se sienta empujada a destacarse, como si pormás que hiciera siguiera siempre expuesta al riesgo de ver cómo sele derrumba la vida que se creó. Si bien todos buscamos seguridademocional, la verdad es que muchas personas se sienten espoleadasa conseguir grandes logros en su esfuerzo por escapar de la inse-guridad. Por eso, si yo lo tratara, hasta podría indagar con él si enalgún punto su angustia no es un reflejo del viejo resentimiento por

220 El arte de lo obvio

haber tenido que pagar un precio tan alto durante toda su vida, ypor haber tenido que sacrificarse continuamente por su gran logro.Quizás este resentimiento todavía exista y, aunque ya no sea unarealidad, siga presente en su inconsciente contribuyendo a su cóle-ra y alimentando su parálisis mental.

»Pero, como ha dicho el doctor B., su principal esfuerzo tera-péutico debe ir dirigido a investigar por qué el doctor Svenson haabandonado toda actividad, y a insistir en que es una pena que sehaya jubilado tan prematuramente.

»E1 doctor Svenson se ha retirado de la vida y se ha sepultadoentre libros sobre la enfermedad mental —proseguí—. Muchos an-cianos se encierran en sí mismos porque para ellos el mundo se haconvertido en un lugar que los asusta y les genera ansiedad. Enton-ces, Michael, si usted le dice al doctor Svenson que el mundo tienemucho que ofrecerle, como él está tan inmerso en sus ansiedades, esmuy fácil que eso le suene a chino. Incluso es probable que piense:«Este chico en realidad no entiende nada de lo que es la vida», yque termine dudando de su inteligencia y de su madurez.

»Pero si le dijera: «Un hombre como usted podría mantenerseactivo, ser útil y admirado por la gente, y eso a todos nos gusta ylo disfrutamos. ¿Qué le impide a usted hacerlo?», entonces ya noestá hablando del mundo, sino del doctor Svenson como indivi-duo, y de lo que él podría ofrecer. Está dándole a entender que us-ted tiene la esperanza de que el doctor Svenson puede mejorar supropia situación, y que cree que el doctor Svenson tiene muchoque ofrecer a los médicos jóvenes. Ayudarle a que se concentre enuna cuestión de tanta importancia podría sacarlo de su ensimisma-miento y encaminarlo por la senda de la salud mental. E inclusopodría ser que Svenson aceptara que usted, el joven médico que essu terapeuta, puede estar más al tanto que él de cuál es la clase demaestros que les gustan a los médicos jóvenes.

»Lo que es tan patológico en el estado mental actual del doctorSvenson es que no está usando sus recursos para demostrarse a símismo lo que vale ni para levantarse el ánimo cuandose siente inú-til, asustado y paralizado. Lo que tenemos que llegar a entender espor qué él evita hallar para su problema una solución positiva quea los demás les parece tan obvia.

—No estoy seguro de entenderlo —dijo Michael.

Los padres, los hijos y Freud 221

—El doctor no tiene ninguna esperanza en sí mismo —precisóBettelheim—, y eso quiere decir que tenemos que devolvérsela. Nopodemos darle la esperanza de una nueva relación amorosa ni decincuenta años más de éxitos, sino sólo la de que todavía puede ha-cer algo interesante y valioso con el tiempo que le queda. Y unamanera de que él se encamine por esa senda es que una personaque podría ser su hijo, un médico joven y al inicio de su carrera, aquien él podría incluso desear que su hijo se pareciera, tenga con-fianza en él y piense que es una persona buena y valiosa. Usteddebe confiar en que puede restablecer en él esa esperanza, de que,aunque sea muy anciano, el doctor Svenson todavía puede obteneralgún placer de la vida.

»Para restablecer la esperanza, usted debe creer que la psicote-rapia que practica le da la capacidad de hacerlo. Si no está con-vencido de que en alguna medida, por pequeña que sea, usted pue-de ayudar al paciente, debe dejar a la persona librada a sus propiosrecursos o bien enviarla a otro terapeuta. Pero con un paciente aquien usted ya ha sentido que podía ayudar, la peor equivocaciónque podría cometer es empezar a sentirse usted mismo derrotado encuanto a lo que podría hacer por él, o para el caso por cualquierotro paciente a quien usted crea capaz de mejorar. Un paciente pue-de tenerlo preocupado. Un paciente puede mantenerlo despiertotoda la noche pensando en él. Un paciente puede ser causa de queusted se vaya a la biblioteca y se pase horas leyendo, tratando deencontrar una manera de entenderlo y de ayudarle. Pero lo que nun-ca debe permitir es que un paciente lo derrote. No porque ustedtenga una necesidad imperiosa de ganar, sino porque el derrotismoen el psicoterapeuta es lo más destructivo que puede sucederle a unpaciente. Si el terapeuta se siente derrotado, el paciente no puedecultivar la esperanza en sí mismo.

»Tenemos que recordar que, en general, cualquiera que iniciauna terapia ya se siente derrotado por el hecho mismo de tener queponerse en tratamiento. Entrar en psicoterapia es un golpe paranuestra autoestima, que hace que nos sintamos inferiores. Los in-ternistas y los cirujanos se enfrentan continuamente con esto altratar con sus pacientes físicamente enfermos. El buen médico decabecera tratará de dar al paciente la seguridad de que, por másenfermo que esté, para él hay esperanzas. El médico le habla de

222 El arte de lo obvio

cuánto en su cuerpo sigue funcionando normalmente, y de cuántaspoderosas intervenciones tiene aún como reserva.

—Quizá sea así con el doctor Svenson —terció Gina—, peroaquí en el Hospital de Niños tenemos muchísimos niños afectadospor enfermedades terribles, incapacitantes, incluso terminales. Yoestoy tratando a un chico de quince años que tiene una enfermedadintestinal progresiva, dolorosa e incurable. No sé qué hacer con él.Doctor Bettelheim, durante toda la vida usted ha tratado pacientesque otros terapeutas habían abandonado. ¿Qué haría usted en estecaso?

—Para mí es difícil erigirme en mentor en un caso así —res-pondió Bettelheim—. No importa lo que dijeran otros terapeutas,yo siempre creí que podíamos tratar con éxito a cualquier niño delos que entraban en la Escuela Ortogénica. Por razones de autopro-tección, me negué siempre a trabajar con pacientes de quienes es-taba convencido que eran incurables. Yo necesito abrigar esperan-zas para poder infundirlas a mis pacientes. Por más que admire a lagente que puede trabajar con casos terminales, soy incapaz de con-vencerme de que yo pueda trabajar bien con ellos, por eso prefierono hacerlo. i-.

«Supongamos que yo estuviera tratando a su paciente de quin-ce años, y que me preguntara por qué habría él de querer vivir, yde qué le serviría hacer «progresos» en psicoterapia. Con esa en-fermedad terrible, yo no sabría cómo responderle, a menos que éltuviera algo que le importara muchísimo hacer y que pudiera ha-cerlo antes de debilitarse demasiado. Si lo único que quisiera fue-se practicar juegos que su cuerpo no le permitiera realizar, ¿qué po-dría decirle yo? ¿Por qué habría él de esforzarse tanto por vivir?Pero como tampoco querría que él renunciara, me encontraría enun dilema, lo cual de bien poco me serviría para ayudar a ese chi-co tan enfermo.

—Mi respuesta sería decirle: «Si no te esfuerzas por vivir, nosabes lo que te estás perdiendo» —respondió Gina.

—Eso suena superficialmente estimulante —concedí— y quizáyo también me sentiría tentado de decir algo parecido, pero estaríaengañándome a mí mismo. ¿Puede usted decirlo con auténtica con-vicción? Si el pronóstico es exacto, es probable que lo que este chi-co se esté perdiendo sea una agonía prolongada. Usted lo sabe, yo

Los padres, los hijos y Freud 223

lo sé, y probablemente él lo sospecha y lo teme. Hay médicos queconsideran que ayudar a la gente a «morir bien» y a no estar emo-cional o espiritualmente solos es un trabajo muy importante, y sonexcelentes haciéndolo. Pero emocional mente es muy duro paraquien Jo hace, de modo que tienes que sentirte bien haciéndolo,porque si no, no eres el terapeuta que ese individuo necesita.

A nadie en el seminario le gustó oír eso, y el silencio se pro-longó durante un rato. Finalmente, Bettelheim volvió a hablar:

—Como terapeutas, sólo deberíamos tratar a una persona conquien nos sentimos capaces de dar lo mejor de nosotros. Pero estaconversación me recuerda otro contexto. ¿Qué pasa si un pacienteviene a vernos en busca de tratamiento y, por razones éticas, senti-mos que no podemos colaborar en lo que ese paciente desea? Unasituación así se planteó en la Sociedad Psicoanalítica de Viena acomienzos del nazismo. Un miembro del grupo psicoanalítico vie-nes mencionó que un simpatizante del partido nazi acudió a un ana-lista no judío, solicitándole su ayuda para no sentirse culpable porgolpear a los enemigos de los nazis, y en especial a los judíos. Elhombre quería evitar esos sentimientos de culpa porque le cerrabanel camino hacia el éxito político, ya que esperaba hacer carrera enel partido.

»La sociedad tuvo una animada discusión en la cual unos pocosmiembros sugirieron que el analista aceptara como paciente al nazi,porque si la terapia tenía éxito el paciente se daría cuenta de que enrealidad no quería ser violentamente agresivo, y hasta era posibleque comprendiera las razones neuróticas que lo habían llevado ahacerse nazi. Así, era probable que como resultado de la psicotera-pia llegara a convertirse en un correcto ciudadano. Freud y algunosotros miembros mayores del grupo se opusieron a este plantea-miento. Tenían la sensación de que si uno se comprometía en unasituación psicoanalítica con motivos totalmente opuestos a los delpaciente, a menos que el terapeuta se lo explicara abiertamente, es-taría iniciando el tratamiento con una mentira, y de ello no podríaresultar nada bueno. Por supuesto, si el terapeuta le explicaba la di-ferencia de propósitos, era muy probable que el paciente no inicia-ra el tratamiento o que, si lo hacía, fuera a partir de una gran des-confianza hacia el terapeuta.

»Por consiguiente, la única respuesta sincera que se le puede

224 El arte de lo obvio

dar a un paciente así es que, como uno no está de acuerdo o no sim-patiza con sus razones para iniciar la terapia, prefiere no aceptarlocorno paciente. Ese es el privilegio del terapeuta, decidir a quiénquiere o no quiere tratar. Pero el terapeuta no tiene derecho a acep-tar sin objeciones ninguna declaración contraria a sus propias con-vicciones. El terapeuta tiene derecho a elegir cómo emplea su tiem-po y qué clase de pacientes quiere tratar. Si acepta tratar a un pa-ciente, debe estar de acuerdo, si puede, con las razones por las cua-les el paciente quiere tratarse. Y si no puede, lo único que puededecir es que prefiere no comprometerse.

Los estudiantes se miraron, y Renee preguntó:—Pero ¿no tiene uno que tomar alguna actitud en cuanto tera-

peuta, o tener alguna creencia sobre lo que es una buena o una malamanera de vivir?

—No —respondió Bettelheim—. Ahí tenemos el famoso ejem-plo de Sócrates. Él decidió que tenía que vivir de acuerdo con sudaimon, llevando la vida que pensaba adecuada y correcta para él.Y estuvo dispuesto a morir por ella en vez de adaptarse para ajus-tarse a la sociedad ateniense.

El grupo volvió a quedarse un rato en silencio.—La situación del doctor Svenson es muy diferente de la del

desdichado adolescente que nos ha descrito Gina o de la de alguiena quien el terapeuta decide no aceptar —señalé yo—. El doctorSvenson está en muy buena forma física para un hombre de ochen-ta años, y a Michael le gustaría ayudarle, por más que no sea un pa-ciente con cincuenta años de vida por delante. Con el doctor Sven-son, la analogía con la promesa tranquilizadora que ofrece el inter-nista tiene sentido. El internista alienta a su paciente para darleconfianza en que la anomalía específica a la que hay que poner re-medio es susceptible de tratamiento. Lo mismo es válido para losataques de pánico que padece el doctor Svenson. Siempre está bienque de tiempo en tiempo se contrarreste el derrotismo del pacientedándole seguridad sobre los aspectos positivos de su vida.

—Pero esa seguridad ¿debe provenir del terapeuta? —preguntóMichael—. Mi problema es que no puedo decidir si debo tranqui-lizar o dar seguridad al paciente.

—Para tomar esa decisión hay que escuchar a la mente y oír alcorazón —dije—. Gran parte del efecto tranquilizador se deriva de

Los padres, los hijos y Freud 225

la forma en que se hace. Si recurre uno a su empatia para ser sen-sible a los sentimientos del paciente y a los matices de lo que po-dría hacerse por ese individuo tranquilizándolo, del porqué lo ne-cesita y debe tenerlo en ese momento de su tratamiento, entoncespodrá ser útil y tranquilizador.

»Pero a veces todos nos sentimos tentados de dar seguridad amodo de paliativo. Entonces es muy probable que lo que uno es-peraba que fuera tranquilizador tenga el efecto opuesto. Porque atodos nos pasa que, cuando nos mostramos evasivos con un pa-ciente, no llegamos a ser convincentes. Quizá porque no miramosal paciente a los ojos o porque le decimos cosas que no son since-ras. El paciente lo percibe y lo reconoce tal como es. Si el pacien-te siente el hecho de que lo tranquilicen como una forma de con-descendencia, se resentirá por la baja opinión que tenemos de él, oquizá sienta que estamos ocultándole algo realmente horrible, porejemplo que tiene lo que un paciente llamó un «cáncer emocional».Todo esto asustará aún más al paciente. Pero la tranquilización quees verdaderamente congruente con la visión que el terapeuta tienedel paciente y de su situación hará efecto en el paciente.

»E1 terapeuta también tiene que conocerse bien a sí mismo, ysaber por qué en ese momento quiere dar seguridad. ¿Es realmen-te porque ayudará al avance de la terapia, dando aliento a un pa-ciente que en ese momento lo necesita? Recientemente, duranteuna sesión me di cuenta de que en un momento dado estaba inten-tando tranquilizar a un paciente porque yo mismo necesitaba ase-gurarme de que la terapia progresaba de la forma adecuada, pormás que, o probablemente porque, yo tenía dudas al respecto. Enese caso, tranquilizar apuntaba realmente a conseguir que yo, el te-rapeuta, me sintiera mejor, aun al precio de descuidar las necesida-des del paciente.

»Para ser constructivo con el paciente, el terapeuta tiene queconsiderar la disposición anímica de éste, evaluar la forma en querecibirá la seguridad que intentamos darle, y cómo reaccionará anteella. Sólo entonces podemos estar seguros de que nuestros intentosde dar seguridad al paciente servirán a fines positivos, y sólo en-tonces debemos ofrecérselos.

El doctor Bettelheim continuó desarrollando la idea:—En psicoterapia, la forma de tranquilización más convincen-

• HliT'1 KUIKIM

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te proviene de las experiencias positivas-que el píiciente tiene enel tratamiento, sin necesidad de que el terapeuta se las subraye.Por ejemplo, si mediante su propio esfuerzo en psicoterapia unhombre ve las cosas que ha hecho bajo un prisma diferente, o en-tiende cosas referentes a sí mismo que antes no sabía, es probableque se sienta estimulado a creer en sí mismo y entusiasmado conla terapia. Cuando el conocimiento que tiene de sí mismo va enaumento, el paciente termina por confiar que también es capaz deprogresar en otros aspectos, como puede ser dominar la realidadde manera más positiva.

»No puedo insistir demasiado en que el arte de la psicoterapiaexige la capacidad de ver y de respetar el punto de vista del pa-

: ciente. Por ejemplo, para trabajar en nuestro campo creemos indis-pensable la psicoterapia personal, a la que consideramos el pasomás constructivo que una persona con dificultades psicológicaspuede dar para superar sus problemas. Después de todo, todos lospsicoterapeutas de orientación psicoanalítica se someten a una lar-ga terapia o análisis personal. Pero si ustedes escuchan o ven a suspacientes mientras están en la sala de espera, verán que muchos seocultan tras una revista o apartan los ojos porque les avergüenzaestar ahí y no quieren que los vean.

»En realidad, muchos terapeutas también se sienten así cuandoinician su propio tratamiento. Con el tiempo, descubren lo cons-tructiva que es la psicoterapia, y sus actitudes cambian. Pero elmero hecho de que nosotros pensamos que someterse a una psico-terapia es un paso constructivo no significa que el paciente lo veade esa manera ya desde el comienzo. Además, también los tera-peutas conservan algunas otras actitudes que reflejan ambivalenciahacia la psicoterapia. Así como los dentistas sostienen que los ser-vicios que prestan son esenciales, es frecuente que los psicotera-peutas presenten su trabajo como un lujo, y este es un concepto queno comparto.

Como todos los demás se quedaron en silencio, Michael insistió:—Yo no quiero dejar tan pronto la idea de tranquilizar. ¿No di-

ría usted que el terapeuta que da seguridad a un paciente está dan-do un «paso al acto»?

—No, si ofrece correctamente la tranquilización —respondióBettelheim—. Es obvio que el «Yo estoy bien, tú estás bien» es en

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exceso superficial, pero mencionar al paciente algo de lo que unotsiente, siempre que hacerlo ayude a la terapia, puede ser muy cons-tructivo. Por ejemplo, puede ser muy útil decir a un paciente al ter-minar una sesión (siempre que sea nuestra impresión sincera) queha trabajado muy bien la comprensión de sus sentimientos sobre eltema en el cual se ha centrado la hora de terapia y que ha hecho unavance importante en la comprensión de sí mismo en relación conese problema. Esa es una forma de dar seguridad que estimula alpaciente a considerarse a sí mismo (y a considerar su propia inteli-gencia y su capacidad de entenderse, así como, en términos gene-rales, su trabajo en la terapia) bajo un prisma positivo.

»La dificultad a que aludía el doctor Rosenfeld reside en que lomismo que tranquiliza y da seguridad a un paciente y lo hace sen-tirse bien consigo mismo y optimista en relación con el tratamien-to, puede crear desconfianza en otro porque siente que las palabrasno son más que una chachara vacía. Entonces, aun si fundamental-mente confía en el terapeuta, por lo menos se cuestiona el buen jui-cio de éste. Otro paciente podría tomar esa misma «palmada en elhombro» como un intento de presionarlo para que haga más de loque él se siente capaz de hacer en ese momento. En ese caso, el in-tento de «tranquilizar» haría que el paciente se sintiera más desa-nimado de lo que habría estado sin ningún intento de darle seguri-dad. Además, cualquier paciente puede tomarse el intento de tran-quilización del terapeuta de cualquiera de estas maneras, segúncuál sea su estado mental, la fase del tratamiento y su relación conel terapeuta. Es decir, que hay que evaluar cuidadosamente cadacaso y cada situación.

—Al tratar de tranquilizar al paciente, ¿debe uno hablar de símismo y de sus sentimientos? —preguntó Gina—. Se oyen tantospuntos de vista diferentes respecto de lo franco o de lo reservadoque debe ser el terapeuta...

—Hablar de sí mismo como individuo, de aspectos de su vidao de los sentimientos que le provoca lo que sucede en la terapia esalgo que el terapeuta tiene que examinar cuidadosamente antes dehacerlo. La razón de que se hable tanto del tema es, probablemen-te, que es muy difícil estar seguro de que comentarios así se hacenexclusivamente en beneficio del paciente, y no, en parte, para sa-tisfacer las necesidades del propio terapeuta. El paciente está de-

228 El arte de lo obvio

masiado ocupado intentando responder a sus propias necesidades y,por consiguiente, el terapeuta no debe aprovecharse de él para sa-tisfacer las suyas.

»Pero hay algo más. El paciente necesita concentrar toda suatención en sí mismo y en lo que sucede en su psique. Cualquierobservación sobre lo que usted siente lo distraerá de esa tarea y lodesviará hacia su persona y hacia sus sentimientos, que natural-mente, y para empezar, ya le despiertan curiosidad. Entonces, inad-vertidamente, usted estará seduciéndolo e invitándole a prestarlemás atención a usted que a sí mismo.

»FinaImente, como ustedes saben, el problema de la transferen-cia desempeña un papel muy importante. El paciente proyecta so-bre su terapeuta sentimientos que corresponden a otras personas oexperiencias de su pasado, por ejemplo, los que siente por sus pa-dres. La exploración de estos sentimientos se diluiría, o se defor-maría radicalmente, si en ese momento el terapeuta decidiera inter-ferir con observaciones referentes a sus propios sentimientos aquíy ahora. Es necesario que tengamos siempre conciencia de que lossentimientos que el paciente proyecta sobre nosotros (como puedeser su creencia de que lo consideramos indigno o pensamos que esun caso sin remedio) no pueden ser más que proyecciones de él (ode ella), puesto que no sabe nada de nuestros verdaderos senti-mientos. Si le dejamos ver nuestros sentimientos personales, elpaciente creerá que sabe lo que pensamos y sentimos, y ya no re-conocerá que las ideas que tiene de nosotros son sus propiasproyecciones. Por eso, pienso que en la mayoría de los casos lo me-jor es que el paciente sepa lo menos posible de nuestra vida o de loque sentimos, a menos que nuestros sentimientos tengan que verestrictamente con lo que sucede en la terapia.

»Está claro que la terapia psicoanalítica no tiene reglas rígidas,aparte de la que establece que el analista ha de ser sincero consigomismo y con sus pacientes. De modo que, ocasionalmente, no hayinconveniente en expresaruna opinión sincera si uno está conven-cido de que al hacerlo beneficiará el tratamiento. A veces, cuandoresulta adecuado, puede ser útil decir algo sobre la propia vida. Porejemplo, si un paciente les pregunta si tienen hijos, no es desacer-tado, después de haberle preguntado por qué quiere saberlo, darleuna respuesta directa. Siempre existe la probabilidad de que el pa-

Los padres, los hijos v Freucl 229

ciente descubra la respuesta y se resienta con ustedes por habersereservado un hecho que, por lo demás, no interfiere con el trata-miento.

»Sé que lo que estoy diciendo difiere de la idea de que el ana-lista o terapeuta que basa su tratamiento sobre el insight psicoana-lítico debe ser una estatua en cualquier situación. Pero yo creo queesta regla de neutralidad tiene sus limitaciones. Por ejemplo, un ar-tículo sobre psicoanálisis que apareció en el New Yorker citaba a unanalista que dijo que si de pronto una paciente se le aparecía en unasesión con una pierna o un brazo escayolado, la actitud correcta eraque el analista no le preguntara qué le había pasado hasta que la pa-ciente se lo dijera. Ni a mí ni a muchos otros analistas a quienes elautor mencionaba esto nos parece correcto. Una reacción espontá-nea como «¡Por Dios! ¿Qué le pasó?» es mucho más útil que unaindiferencia fingida. Como todos somos seres humanos, todos te-nemos reacciones humanas, y el interés natural que uno tiene en supaciente provocaría una pregunta así. No preguntar expresaría unadescuidada indiferencia ante lo que le sucedió a la paciente.

—Algunos analistas calificarían de seducción o de intromisiónuna pregunta así —dijo Jason.

—Yo no puedo creer que una paciente considerase la reacciónsincera del terapeuta como una intromisión —respondí inmediata-^.,mente—. Es imposible no actuar. No hacer algo es una acción, 1<$\!mismo que hacerlo. Y con frecuencia los terapeutas lo olvidan. EnK.tonces, si llegar escayolada es un enunciado que formula la pa-ciente, la reacción del terapeuta es la respuesta. Algunos analistassienten que expresar simpatía condicionará las respuestas del pa-ciente, de modo que éste ya no compartirá libremente todos sussentimientos. Según mi manera de pensar, dejar de preguntar algoasí cuando es obvio que el paciente ha sufrido una lesión no es sin-cero, y es por lo menos tan perjudicial como una pregunta imperti-nente que no surge de una observación obvia. Cuando mi reacciónante una lesión tuya grave es el silencio, es fácil que tú la percibascomo indiferencia. ¿Y quién de los presentes quiere tener un tera-peuta que es indiferente al sufrimiento de sus pacientes?

—Con eso puedo estar de acuerdo —admitió Jason—, pero¿nuestra simpatía no impediría a la paciente explorar sus motiva-ciones?

230 El arle de lo obvio

—En modo alguno —dije—. Expresar nuestra preocupaciónpor la lesión no impide la exploración psicoanalítica de la forma enque sucedió, porque la preocupación incluye el interés por conocertodos los detalles, conscientes e inconscientes. Y eso le ayudará auno a descubrir los hechos y a seguir adelante con el tratamiento.

—Y ¿qué pasa si resulta que esa mujer se rompió el brazo por-que inconscientemente buscaba su compasión? —quiso saber Bill.

—Cuando eso quedara demostrado —respondí—, indagaría,junto con ella, por qué necesitó llegar a semejante extremo para ob-tener de mí una muestra de afecto o de interés.

—¿Y si resultara que lo hizo porque necesitaba que la castiga-ran por haber tenido un éxito o disfrutado de algún placer? —si-guió preguntando Bill.

—Es lo mismo. Todo es grano para el molino.—Quizás una experiencia que tuve hace mucho tiempo acerca

de lo que da seguridad y lo que no la da sirva para poner en clarolos factores que pueden estar en juego —sugirió Bettelheim—. Yome analicé hace muchísimo tiempo, pero después de todos estosaños todavía recuerdo lo que me impresionó en la primera entre-vista con mi analista. La razón de que yo pensara en iniciar un psi-coanálisis tenía que ver con insatisfacciones referentes a mi vidaprivada y a mi vocación de hombre de negocios, lo que era enaquel tiempo. Como muchos pacientes que no han sufrido dema-siado y que se las arreglan razonablemente bien en la vida, yo te-nía mis dudas sobre si debía iniciar un análisis y si aquello me be-neficiaría. Hablé de mis dudas y de mis vacilaciones con el hom-bre que llegaría a ser mi analista y le pregunté qué pensaba él quedebía hacer. Le pregunté qué podía hacer por mí el psicoanálisis.

»A esto, su respuesta (que, estoy seguro, se basaba en sus sen-timientos sinceros) fue: «Yo no sé si un hombre en su situación ne-cesita análisis. No puedo prometerle nada, aunque sólo sea porqueen gran parte dependerá de lo que usted decida hacer con lo quellegue a aprender sobre sí mismo mientras se somete al análisis.Pero sabiendo un poco de usted por lo que me ha contado, y cono-ciendo también que su interés por el psicoanálisis viene de hacetiempo, puedo prometerle que aquello que llegue a descubrir sobreusted mismo, y de lo cual no se había dado cuenta antes, le pare-cerá muy interesante».

Los padres, los hijos y Freucl 231

»Me había hablado con toda libertad, y en mi opinión, veraz-mente, de sus sentimientos hacia el análisis. Tanto su negativa a de-cidir si yo necesitaba análisis como su promesa de que yo lo en-contraría interesante me convencieron de que valía la pena probar-lo. Ahora bien, en su interior, bien podría haber estado convencidode que el análisis me haría muchísimo bien. Pero estoy totalmenteseguro de que si aquel hombre me hubiera asegurado que el psico-análisis haría grandes cosas por mí (y cosas que realmente necesi-taba), habría sentido que aquellas palabras eran seguridades vacíassobre un asunto sobre el cual yo mismo tenía graves dudas, y nohabría iniciado el análisis con él. No podría haberme puesto en lasmanos de un hombre en quien no podía confiar, y no habría sidocapaz de confiar en un hombre cuando el resultado de las cosas eralisa y llanamente incierto.

»O sea, que la combinación de la negativa del terapeuta a dar-me seguridad alguna de lo que haría por mí el análisis, unida a suseguridad de que me parecerían interesantes las cosas que descu-briera sobre mí mismo, me hizo confiar en él. A lo que me refieroes a que el hecho de ofrecer seguridad no sólo debe basarse en laconvicción del analista, sino que también debe conectarse con lasnecesidades del paciente en ese momento de su vida.

«Quisiera hablar un momento más de mi análisis —prosiguióBettelheim— para añadir que durante el proceso analítico huboprobablemente, por una y otra parte, enormes malentendidos. Peromi analista hizo un esfuerzo por entender, y eso bastaba, aun si lehubiera salido el tiro por la culata. En cosas así es más importantehacer el esfuerzo que obtener buenos resultados.

»En cualquier análisis, el mío incluido, aumentar la propia ca-pacidad de entender, que es un objetivo del psicoanálisis, no es másque un medio. La idea de que era un fin es una noción errónea queproviene del famoso enunciado de Freud, según el cual «Donde es-tuvo el ello, estará el yo», lo que significa que debemos saber loque está sucediendo en nosotros. Pero hasta eso no es más que unpaso. El objetivo final del psicoanálisis es la reestructuración de lapersonalidad. ¿Con qué propósito? Para que la persona pueda vivirmejor consigo misma.

Durante un rato, todos permanecieron en silencio. Finalmente,hablé yo:

232 El arte de lo obvio

—Sé que nos hemos apartado del tema del doctor Svenson,pero la cuestión de tranquilizar o dar seguridad parece tan impor-tante que deberíamos detenernos algo más en ella. Tal vez sea útildar otro ejemplo. La mayoría de los terapeutas han visto niños queles dicen que no quieren ir a las sesiones, ni verles a ellos. Dar aese niño, digamos, la segundad de que la terapia es algo que sehace por su propio bien y de que él la necesita es un reflejo autén-tico y exacto de la convicción del terapeuta. Pero sería contrapro-ducente, en cuanto pondría al terapeuta y al niño en una situaciónambigua. Y sobre todo sería algo erróneo, porque hace caso omisode los miedos del niño, que son lo que lo mueve a rechazar el tra-tamiento. O sea, que un comentario así es una falta de respeto paracon sus sentimientos.

»Pero el terapeuta podría, por ejemplo, decirle: «Me da muchapena que no quieras tener nada que ver conmigo, y me entristece-rá mucho que no vuelvas». Es una respuesta un poco teatral, por-que exagera las reacciones del terapeuta por si el niño no vuelve,pero a los niños pequeños les gusta lo teatral.

—Claro que sí —terció Bettelheim—. Después de todo, los ni-ños están siempre en escena, porque no confían en su propia iden-tidad.

—Están constantemente ensayando roles nuevos —proseguí—,y esta respuesta exagerada puede ser eficaz porque, sin darle lo quenormalmente uno consideraría «seguridades», se dirige a la desdi-chada convicción del niño de que él no importa para nada. Un co-mentario así le da la seguridad de que él o ella es una persona im-portante, que tiene la capacidad de hacer que la gente se sienta felizo desdichada. Al referirse indirectamente al poder y a la influenciadel niño, el terapeuta responde al miedo que éste siente de que en laterapia se vea forzado a hacer cosas contra sus deseos y se sienta to-talmente impotente. Así que, en este caso, palabras que en sí mis-mas no tienen absolutamente nada de tranquilizadoras pueden ser lomás tranquilizador que pueda decir un terapeuta.

»Pero el problema de Michael es cómo ayudar a que un ancianoregrese al mundo de los vivos. Si el doctor Svenson lo consigue,gran parte de la decepción y de la cólera que actualmente dirigecontra sí mismo, y cuyo resultado es que le acometa el pánico, semitigará. Esto puede lograrse quizás en la medida en que ofrezca a

Los padres, los hijos y Frend 2JJ

otros (que de hecho son sustitutos de su hijo) algunas enseñanzassobre cirugía ortopédica, a la cual ha consagrado su vida y en la cualha encontrado satisfacción. Eso también podría permitirle restable-cer la relación con su mujer sobre una base positiva, lo que signifi-ca que ambos disfrutarán más en los años que les restan de vida.

—¿Nos queda tiempo para una pregunta? —quiso saber Gina.Bettelheim y yo asentimos.—Su comentario me ha recordado un problema difícil de la

teoría psicoanalítica con el cual he estado debatiéndome —dijoGina—. He estado leyendo mucho sobre la teoría freudiana deEros y Tánatos. ¿Cree usted que el instinto de muerte desempeñaalgún papel en los síntomas del doctor Svenson?

—Esa es una interpretación errónea del instinto de muerte o,por decido de forma más correcta, de la pulsión de muerte —res-pondió Bettelheim—. En realidad, nadie quiere morir; ese es nues-tro destino. De lo que queremos descargarnos es del peso de la in-dividualidad.

«Fíjense que cuando Winston Churchill era ya muy anciano,una vez le dijeron que llevaba la cremallera abierta, y su respuestafue: «No importa. Pájaro muerto no sale del nido». No quiero queustedes piensen que los viejos estamos muertos del todo, o que nolamentamos la muerte de nuestra vida sexual. Pero aunque estedoctor sea un poco viejo para el ejemplo que les daré, vamos ausarlo de todas maneras.

»La pulsión de muerte desempeña un papel esencial en la exci-tación sexual y en su culminación. La vivencia del orgasmo hacedesaparecer momentáneamente los límites del yo; en ella perdemostemporalmente la individualidad y nos fundimos con el otro. Y des-pués del coito, como decían los romanos, hay tristeza y agota-miento. Es decir, que, en el orgasmo, durante un momento estamoslibres de las fronteras del yo, lo cual en cierto modo es la muertedel individuo.

—Pero esa pérdida de la individualidad es intensamente pla-centera —señaló Michael.

—-Exactamente —coincidió Bettelheim—-. Hay un tremendoalivio al no tener que hacer el duro esfuerzo que constantementenos exige el mantenimiento de las fronteras del yo.

—Yo pienso, además, que algunas personas tienen que hacer un

234 El arte ele lo obvio

gran esfuerzo para mantener una personalidad rígida y quebradiza—señalé—, de modo que no pueden permitirse la excitación sexualporque es una amenaza de desintegración para su personalidad.

—Pero pienso que hay muchas personas que buscan compulsi-vamente la excitación sexual —-prosiguió Bettelheim—. Mantenerintacta nuestra personalidad exige un gran esfuerzo, y cuando nossentimos temporalmente aliviados de esta necesidad, aquello puedeser intensamente placentero. Sin embargo, como usted dice, es pro-bable que una persona que teme no ser capaz de restablecer los lí-mites de su yo después de una disolución momentánea necesitemantener un rígido control y sea incapaz de fundirse con la otra.

»Cuando la gente dice que quiere volver a la naturaleza, la ma-dre tierra o cualquier otra imagen poética que usen, dan a entenderque desean que el peso de su individualidad se aligere, aunque seatemporalmente. Cuando ello sucede, funden su individualidad enalgo más grande. En la medida en que en esta experiencia la indi-vidualidad personal desaparece, podemos conjeturar que la pulsiónde muerte desempeña algún papel en ella. Y naturalmente, inter-viene también cuando consideramos las tendencias destructivas delhombre.

—Cuando hablan ustedes de esa manera —intervino Gina—,suena todo tan pesimista, como si esas pulsiones fueran rieles don-de se pone a la gente, y la vida tuviera que seguir inapelablementeese curso.

—Es que usted pregunta por una vastísima cuestión que apenassi podemos rozar —respondió Bettelheim—. En realidad, está pre-guntando qué pensaba Freud que se podía lograr con la terapia queinventó. Y hay algo de verdad en su desilusión. Aunque Freudcreía que algunos aspectos del hombre se podían cambiar en ciertamedida, a otros los veía como intratables, como problemas que segeneran en la naturaleza misma del hombre. Así pues, a diferenciade tantos que prometen utopías, Freud tenía una visión mucho me-nos optimista.

—Puesta a elegir, yo personalmente optaría por ser optimista,¿y usted? —preguntó Renee.

—Indudablemente —respondió Bettelheim—. Siempre y cuan-do sea un optimismo razonado y bien fundamentado. El contrasteentre Freud y los que nos prometen el nirvana no es entre el pesi-

Los padres, los hijos y Freud 235

mismo y el optimismo, sino entre lo que es posible, dadas las limi-taciones del hombre, y lo que en realidad es una visión inalcanza-ble y utópica.

»Pero no estoy de acuerdo con usted cuando llama «pesimista»a Freud, que tenía una visión optimista, aunque cautelosa, de lo quepuede hacer el psicoanálisis por los individuos. Estaba convencidode que el psicoanálisis que había inventado sería un gran paso ade-lante en la comprensión de nosotros mismos y también, cuandofuera correctamente aplicado, de los demás. Incluso pensaba quesu psicoanálisis podría liberar al hombre de algunas de sus inhibi-ciones más castrantes, como las que tenemos respecto de la sexua-lidad.

»La influencia de Freud en este dominio ha sido tan penetran-te que es fácil olvidar la medida en que estamos en deuda con élpor su optimismo en lo referente a una actitud sexual más abierta,sincera y auténticamente íntima, y todo eso se relaciona con ella.Freud era optimista en lo tocante a los beneficios que obtendría lahumanidad si en vez de reprimir la sexualidad, la gente la aceptaracomo natural. Casi se podría decir que él creó la posibilidad de li-berar las relaciones sexuales entre los hombres y las mujeres, y unaatmósfera en la que se podía hablar de temas que antes eran tabú,como la homosexualidad y el aborto.

»Freud mantenía un optimismo limitado respecto de lo quepodía lograr el psicoanálisis en los individuos. Decía que podía (ydebía) liberar a los pacientes de sufrimientos y penurias autoin-ducidos, pero, en su opinión, el sufrimiento y el dolor que tienenorigen en nuestra propia naturaleza son, en última instancia, im-posibles de evitar. Por consiguiente, el éxito del psicoanálisis se |limitaba a que el paciente aprendiera a distinguir cuáles eran los \\sufrimientos que él mismo se infligía, y que por lo tanto eran evi- | |tables, de los que no lo eran; entonces, el individuo podría'culti- i¡var la capacidad de soportar con fortaleza estos últimos. -*'

»Freud era mucho menos optimista, por no decir completamen-te pesimista, respecto de la posibilidad de cambiar las tendenciasagresivas del hombre. En su correspondencia con Einstein, oponíaa las esperanzas de éste respecto de la guerra y la paz un pesimis-mo razonado. Sin embargo, cuando los nazis quemaron sus libros,

236 El arle de lo obvio

Freud mantuvo una brizna de optimismo y señaló que en el pasadolo habrían quemado también a él.

»Freud no vivió el tiempo suficiente para darse cuenta de queincluso ese levísimo y limitado optimismo respecto de las tenden-cias agresivas del hombre demostró ser erróneo. Unos pocos añosdespués de su muerte, los nazis quemaron efectivamente a cientosde miles de personas, entre ellas a su hermana. Y por cierto, quetodavía hoy la bomba de hidrógeno amenaza ser mucho más de-vastadora y destructiva para la humanidad. En términos generales,pues, debemos decir que el optimismo psicoanalítico es un opti-mismo contenido dentro de límites muy estrechos.

»Así pues, se podría decir que el objetivo de Freud era limita-do, un optimismo moderado, y un escepticismo mantenido dentrode límites bien controlados para que no interfiriera con nuestra ca-pacidad de «amar bien y trabajar bien». Freud consideraba estascapacidades no sólo como el resultado deseable del psicoanálisis,sino como algo característico de la persona bien integrada.

Con esto pusimos término a la sesión. Habíamos abarcado in-numerables temas, y sin embargo era mucho lo que quedaba pordecir. Pero terminamos con la esperanza de que, por mediación delos esfuerzos sinceros de Michael Simpson, un anciano pudieraredescubrir su propio valor, restablecer su salud emocional y dis-frutar del tiempo que le quedaba. Michael también saldría ganan-do porque, al aprender del doctor Svenson, tendría acceso a la vi-vencia de la vejez y de la pugna que tiene con ella un anciano. Laexperiencia muy probablemente los enriquecería a ambos.

Epílogo

E n la época en que Bruno Bettelheim y yo estuvimos ocupadosen la corrección de las transcripciones que terminaron por for-

mar este libro, le dimos el título provisional de «En los zapatos deotro». El título reflejaba el mensaje central que nos interesabatransmitir: que el instrumento de trabajo más decisivo para un te-rapeuta es la empatia. Sin embargo, mientras revisaba el libro trasla muerte del doctor B., llegué a darme cuenta que había una for-ma más general, y quizás incluso más valiosa, de entendimientoque este maestro extraordinario había procurado transmitir a unanueva generación: lo que él llamaba, con una especie de reticenciasocarrona, «el arte de lo obvio». Con ello aludía al arte de ver cla-ramente aquello que está allí para ser visto, en vez de superponer-le nuestras propias ideas previas y nuestros prejuicios.

Aunque en los seminarios dedicamos la mayor parte del tiempoa hablar de la psicoterapia de niños, las actitudes, las técnicas y losenfoques que estudiamos tienen también una aplicabilidad conside-rable al tratamiento de adultos. Y en alguna medida, las ideas y losdilemas con que nos enfrentamos en estos seminarios también tie-nen aplicación al arte de nuestras relaciones humanas de cada día.

En una época en que cada vez más se considera que la cuantifi-cación y la medición directas son las únicas vías auténticas que con-ducen al conocimiento, el hecho de llamar «arte» a la psicoterapiade orientación psicoanalítica está lleno de riesgos; a muchos les pa-recerá que implica que la práctica clínica es arbitraria, indigna de unerudito, imprecisa e irremediablemente subjetiva. En realidad, «el

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i arte de lo obvio» implica que para que el terapeuta vea lo que está/ahí, frente a él, es necesario algo más que empatia y receptividad•emocional: se necesita humildad, paciencia, una actitud reflexiva y!un largo estudio para dominar a la vez la teoría y la técnica.

Hace algunos años vi una notable entrevista televisiva que hizoDick Cavett a Isaac Stern. Durante la conversación, y a instanciasde Cavett, Stern cogió un violín y toco un arpegio. Fue algo tanpleno de sentimiento, tan suave y tan perfecto, que Cavett y el pú-blico se quedaron sobrecogidos. Stern volvió entonces a tocar el ar-pegio, con las notas separadas quizá por un cuarto de segundo. Lotocó una docena más de veces, y cada vez las notas se aproxima-ban por fracciones mínimas, hasta que de nuevo volvieron a ser untodo de una sola pieza. Cavett, estupefacto, le preguntó cómo lo ha-bía hecho. Stern empezó a hablar de cómo se había pasado veinti-cinco años practicando seis horas por día, hasta conseguir que losmúsculos de las manos fueran extremadamente fuertes y completa-mente dóciles a su mandato. Durante un momento se quedó refle-

I xionando, y después dijo que por el hecho de haber alcanzado un• control absoluto de su instrumento, se sentía cómodo cuando eracompletamente espontáneo. «Cuando toco —dijo Stern— a lo úni-co que presto atención es a mis sentimientos.»

Está claro que si Stern no hubiera alcanzado un dominio tan so-berbio de su instrumento, de su arte y de sí mismo como artista, suejecución «espontánea», por más llena de sentimiento que estuvie-ra, podría haber sonado horrorosa. De manera muy semejante, todopsicoterapeuta debe pasarse años puliendo el entrenamiento técni-co que constituye los cimientos de su arte, para así poder prestar laatención adecuada a sus sentimientos, sus observaciones y sus in-tuiciones referentes a los pacientes. Los profesionales maduros ob-tienen gran placer de la práctica de la psicoterapia y del psicoaná-lisis, porque el aprendizaje jamás termina. Cada nuevo pacienteayuda al médico experimentado a ver aspectos nuevos y únicos dela experiencia y de la condición humanas.

Creo que la formación de un psicoterapeuta psicodinámico debeser amplia y ecléctica. Los estudiantes deben tener presentes lasetapas normales de la evolución humana y también la psicopatolo-gía. Necesitan considerable experiencia de la vida, y preferente-mente un conocimiento de primera mano del sufrimiento, los trau-

Epílogo 239

mas y las pérdidas que sufre la gente y que la van configurando, yque en lo sucesivo teñirán para siempre la forma en que ven elmundo y el significado de la vida. En este proceso, las experienciasdel terapeuta y el hecho de que reconozca con humildad que esemismo camino, a no ser por la gracia de Dios, sería el que recorre-ría él, constituyen la base de una auténtica empatia con los pa-cientes.

Cualquier psicoterapeuta necesita ser flexible en su aproxima-ción a los pacientes, para respetar los diferentes enfoques, no todosellos necesariamente psicodinámicos, que pueden ser útiles en di-ferentes circunstancias. Además, los psicoterapeutas deben adquirirla necesaria pericia para reconocer el verdadero daño orgánico yneurológico, y para hacer una estimación de cuáles son los pacien-tes a quienes quizá no sea posible tratar con las técnicas psicoana-líticas. Sin embargo, incluso en estos casos una perspectiva psico-analítica puede ayudar al terapeuta a diseñar un enfoque capaz deabordar con sensibilidad la condición del paciente.

Es necesario que los estudiantes de psicoterapia sepan cuándoes adecuado recurrir a medicaciones psicotrópicas y cuándo no. Esnecesario que aprecien la importancia de los eventos vitales y delpoder de sostén y de alimento afectivo que pueden tener Jas rela-ciones humanas en la curación de heridas psicológicas. Con dema-siada frecuencia se recurre a la prescripción de fármacos no tantopara servir a las necesidades del paciente como para reducir la an-siedad del propio terapeuta.

La psicoterapia no tiene la precisión ni la brillantez de la físicade Newton. Los estudiosos que quieran adoptar un enfoque psico-dinámico tendrán que tolerar la ambigüedad y la incertidumbre.Deben estar dispuestos a enfrentarse con emociones intensas, comoel dolor, las pasiones y la rabia, e incluso a estimularlas, y luchar abrazo partido con la angustia y la deformación que tales senti-mientos introducen en la relación terapéutica. Finalmente, debenentender que en psicoterapia el cambio puede ser lento y vacilante,y aprender a no dejarse desalentar por una aparente falta de pro-greso.

Quizá lo más importante sea que los terapeutas lleguen a con-vertir su propia personalidad y sus propios sentimientos en instru-mentos terapéuticos. Para hacerlo, deben cultivar la intimidad con-

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sigo mismos, explorar sus propios impulsos, pasiones, sentimien-tos, miedos, esperanzas y deseos. Es necesario que lleguen a unacuerdo no sólo con su deseo de ayudar, sino con otros menos be-névolos, como el impulso a influir o a dominar a otras personas.

La psicoterapia es siempre una interacción. Por más hábil quesea, el terapeuta solo no puede alcanzar el éxito. Es esencial tenerbuenas ideas y una visión clara de los problemas de un paciente,pero con eso solamente no basta para hacerlo mejorar. Para eso hayun factor decisivo, y es el profundo deseo de curarse del propio pa-ciente.

El comportamiento va siempre orientado a un fin. La primera ta-rea del terapeuta consiste en descodificar los mensajes implícitos enel comportamiento, y para eso ha de escuchar cuidadosamente loque el paciente dice y observar con no menos cuidado lo que hace.Si un paciente es agresivo, ¿cuál podría ser su intención y contraqué o quién podría estar reaccionando? El terapeuta debe pregun-tarse: «Si yo me condujera de esa manera, ¿qué estaría tratando delograr? ¿Cómo esperaría que reaccionaran las personas que me ro-dean, mi terapeuta incluido?». El paciente necesita ver que su tera-peuta cree que él/ella tiene buenas razones para comportarse comolo hace; con frecuencia, eso hará que el paciente se interese más enreflexionar sobre su motivación y sus objetivos.

Como el comportamiento es una comunicación, el comporta-miento del propio terapeuta es un factor decisivo en lo que sucededurante el tratamiento. El paciente, aun si se trata de un individuomuy perturbado como Luke en el proyecto de investigación de DanBerenson, no responde solamente a sus presiones internas, sinotambién a las acciones del terapeuta. Sería ocioso insistir demasia-do en lo sensibles que deben ser tanto quien realiza el diagnósticocomo el terapeuta a los mensajes que emite el paciente, ya sea enpalabras o en acciones.

Vale la pena señalar que también los padres de un niño emo-cional o psicológicamente perturbado necesitan empatia. Creo queel doctor Bettelheim, a pesar de lo brillante que era, estaba tan en-tregado a los niños que a veces no apreciaba en su justa medida eldolor de los padres. Es necesario que los psicoterapeutas de hoycomprendan lo difícil que es ser padres, hasta qué punto el corazónde un padre o una madre puede estar desgarrado y lo asustados, de-

Epílogo 241

cepcionados y coléricos que pueden estar cuando descubren que suhijo está enfermo, ya sea física o emocionalmente.

Bruno Bettelheim experimentó personalmente la degradación ydesintegración que generaba la experiencia del campo de concen-tración. Aquella experiencia le dio un conocimiento de primeramano del impacto que causan los traumas en el psiquismo humano.Vio en qué podemos convertirnos todos, cómo podemos llegar adegradarnos al vernos expuestos a condiciones extremas. Decía quesu experiencia en los campos de concentración tenía un papel im-portante en su decisión de consagrarse al «rescate» de niños grave-mente perturbados, y a ese fin consagró los últimos cincuenta añosde su vida.

Bettelheim creía, como yo, que todos nos parecemos en un sen-tido muy fundamental, en nuestra necesidad de ser amados y deque nos cuiden, y que cada uno de nosotros es digno de respeto.Ambos creemos que los niños necesitan ternura y amor; el princi-pio que él defendía, de tratar a un paciente como trataría uno a unhuésped de honor al recibirlo en su casa, parece especialmente vá-lido en una era en la que con tanta frecuencia se trata a los pacien-tes psiquiátricos como especímenes de diagnóstico que han de sercorrectamente clasificados en una especie de sistema de Linneo.Con frecuencia, los médicos que adoptan este enfoque no ven quesu actitud distante e indiferente puede causar dolor e influir sobreel comportamiento que ellos creen estar observando con actitudneutral.

Respetar al individuo y prestar cuidadosa atención a las ideas,sentimientos y acciones del paciente constituyen la columna verte-bral del proceso terapéutico psicodinámico. El paciente tiene quellegar a la conclusión —y llegar a ella independientemente, obser-vando lo que hace el terapeuta y escuchando lo que dice— de quesu terapeuta es un aliado que intenta ayudarle a conseguir lo que él,el paciente, quiere de la vida. A medida que el paciente tiene la re-petida experiencia de que el terapeuta está de su parte, empezará aprestar más atención a sus comentarios, sugerencias e intervencio-nes y a tomarlas más en serio.

La psicoterapia, llena de dolorosos insights en el propio psi-quismo, es bastante difícil incluso en las mejores circunstancias. Elpaciente necesita sentir que va obteniendo los nuevos insights en

242 El (irte de lo obvio

una atmósfera de respetuoso apoyo, con alguien que quiere ayu-darle a encontrar el valor necesario para introducir cambios impor-tantes en su visión del mundo, cambios que el propio paciente de-cide hacer en su beneficio, y que le permitirán vivir de acuerdoconsigo mismo. Sólo con ese apoyo y esa comprensión puede elpaciente reunir el coraje necesario.

Mientras trabajábamos en este libro, Bruno Bettelheim y yo to-mamos frecuentemente conciencia de las conmovedoras similitudesentre él y el doctor Svenson. Ambos se habían distinguido en su ca-rrera, pero habían dejado de participar activamente en lo que fue lalabor de su vida; ambos sufrían las consecuencias emocionales deello. Cuando el doctor B. aconsejó a Michael Simpson que induje-ra al doctor Svenson a retomar una relación significativa con elmundo, era evidente que pensaba también en sí mismo.

En ese espíritu se llevó a cabo la obra que aquí presentamos. Suintención es la de ser un testamento vivo de mi amistad con BrunoBettelheim, y de la forma en que un anciano enriqueció el signifi-cado de sus últimos años al compartir lo que sabía con psicotera-peutas más jóvenes. El proceso de conocer íntimamente a BrunoBettelheim y de trabajar estrechamente con él ha enriquecido mivida más allá de toda medida posible. Espero que con este volumenllegaré a transmitir de alguna manera el legado creativo de un serhumano extraordinario y la sabiduría que él me confió en el trans-curso de sus últimos años.

índice alfabético

abuso sexual, 19véase también incesto; niños maltratados

adultos, tratamiento de, 237agorafobia, 200-201, 202-203, 206agresividad, 95-97

caso de niño autista (Luke), 1 15-i 20caso de niño con dificultades de aprendiza-je (Eduardo), 155-173

caso de niño maltratado (Bobby), 107-109opinión de Freud, 235-236

American Psychiatric Association, véaseDSM III

anal, interés por lo, 186-189análisis, véase psicoanálisis; psicoterapia orien-

tada psicoanalfticameiileanorexia nerviosa

caso estudiado (Margot), 53-75caso tratado en la Escuela Ontogénica, 67-69

ansiedadesdel paciente, 41, 47, 59-60, 72, 211-212del terapeuta, 41, 47, 59-60, 72, 108-109,

1 12, 138-139, 144, 152Archives of General Psycltiatry, 125asistencia social, 53, 89, 155autismo, véase niños autislasautoconocimíento del terapeuta, 137-138,

239-240autodescubrimiento, 25-26, 42

Bettelheim, doctor Brunoanálisis personal de, 230-231aproximación a su enseñanza, 20-26controversias acerca de, 18,31, 35

descripción de, 18,21-22, 196en la Escuela Ortogénica, 30-31, 35-36experiencia en los campos de concentra-

ción, 29-30, 91-92, 100,241muerte de, 33-35opinión sobre métodos estadísticos, 19-20y casos incurables, 222-223y terapia ambiental, 30-31

Bettelheim, Trude Weinfeld, 30, 33

campos de concentración, 29-30, 91-92, 100,241

caramelos, véase indulgenciaCAPÍ, véase Hospital de San José (California)casos

niña anoréxica (Margot), 53-75niño autista (Luke), 113-154niño con problemas de aprendizaje (Eduar-do), 155-194

niño maltratado (Bobby), 84-1 12paciente de edad (doctor Svenson), 195-236primera entrevista (Margot), 53-75primera entrevista (Simeón), 39-52, 75-83sujeto de investigación (Luke), 113-154

Cuspar Hauser o la pereza del corazón, 151Caveít, Dick, 238Centro de Estudios Avanzados de las Cien-

cias de la Conducta (Universidad de Stan-i'ord), 32

ciencia, psicoanálisis como arle y, 20, 2i7-239

datos objetivos frente a datos subjetivos,19-20, 147-149, 153-154,237

244 El arte de lo obvio

véase también investigación frente a psi-coanálisis; investigación sobre autismo

comida, libre acceso a la, 79-80madres y, 95-96, 203y niña anoréxica, 68-69véase también indulgencia

comportamientocomo comunicación, 240contexto/significado en, 77-78, 79, 107,

117-118, 141, 147, 166-167, 171-172,240normal, 46observación del, 39-40,43-46

conductismo, 29, 91, 206, 211conrratransferencia, 164

caso de Eduardo, 164-166, 183, 185, 191véase también transferencia

culpa, rol de, en la depresión, 198-199curiosidad

como estímulo en la psicoterapia, 42-43del paciente, 74

Chicago, Universidad de, 23, 30Child Welfare League of America, 1 12

demenciaconcepción histórica, 149-150opinión de Freud, 133

depresiónen niña anoréxica (Margot), 54en paciente de edad (doctor Svenson),

195-236desatención, efectos en los niños, 99-100desensibilización, terapia conductista de, 206

véase también conductismo; terapia con-ductista

desplazamiento, 170destructividad

en niño autista (Luke), 1 15-146véase también fuego, provocación de

dislexia, 156, 178, 184divorcio, ¡62-166DSM III [Diagnostic and Statistical Manual]

(3.a ed., 1980)y agorafobia, 201y empatia, 149

Edipo, 95Edipo, complejo de (caso de Eduardo), 177

empatiacomo instrumento terapéutico, 149, 237con niños amistas, 132, 133-134, 139, 142,

144-145, 151con niños maltratados, 94-95dificultad de, 114, 132-133, 154en la primera entrevista, 54-55, 56-57, 60,

66, 72, 82-83importancia de la, 237y DSM III, 149

Emslie, Graehem, 85enema, significado psicológico de, 186-189

véase también anal, interés por loentrevistas, véase primera entrevistaenvejecimiento, problemas del, 218-219

psicoterapia para, 209-210véase también paciente de edad, caso de

Escalona, Sybil, 141Escuela Ortogénica, 30-31, 35-36

orientación de niños nuevos, 67-69, 72tratamiento de la anorexia, 67-69tratamiento de niños amistas, 130, 132

esperanzainfundirla a niños maltratados, 102-106,

110-111restablecerla a pacientes de edad, 199-200,

221excitación sexual y pulsión de muerte, 233-

234

fantasmas, 178-185Feingold, dieta de, 88, 91,97fichas (de pacientes), momento de leerlas,

39-43, 46, 78formación

en psicoterapia psicoanalítica, 238-239en psiquiatría infantil en la Facultad de

Medicina de la Universidad de Stanford,17-18

Freud, Sigmundanálisis de niños, opinión sobre, 28ayuda médica en el suicidio, 34creencias, 29demencia, opinión sobre, 133diferencias entre personas, 133, 150Eros y Tánatos, 233evolución de su pensamiento, 28-29potencial terapéutico del psicoanálisis, opi-

nión sobre, 234-236

índice alfabético 245

test de Rorschach, opinión sobre, 41-42vejez, 210y curiosidad del analista, 42y generalización, 205-206y orígenes del psicoanálisis, 134, 205y pacientes de edad, 209-210

Freud, Anna, 27, 28, 29, 132fuego, provocación de, 50-52, 76-79, 87. 94-

95

juguetes, accesibilidad a los, 80-82

Kanner, Leo, 123, 130Keller, Helen, 143

Lacan, Jacques, 175lenguaje como instrumento psicoterapéutico,

172-173,200-201

galletas, véase indulgenciaGriesineer, Wilhelm, 149

Hammond, John, 113Harvard, Facultad de Medicina de, 19Hauser, Caspar, 151Hecüing the hean: A iherapeutic approach to

abusad children, I 12Hipócrates, 125Hospital de Niños, Facultad de Medicina de

la Universidad de Stanford, 38, 155Hospital de San José (California), 84-86

incesto, 19, 78inconsciente

frente a reacciones conscientes, 171y respuesta ante niños perturbados, 97,

132, 133, 135-136, 137, 138, 139indulgencia, 68-69

con caramelos y galletas, 79con comida (en general), 68-69con Salvavidas («Lifesalverx»), 89-90,

105-107, 110-11 Ilímites, 105-106véase también niños maltratados, indul-gencia con

infancia, opinión del doctor Bettelheim, 21Institutos Nacionales de Salud Mental, 125interrogatorio, 22-23, 97investigación frente a psicoanálisis, 19-20,

122-124, 127-128, 130-132investigación sobre autismo, 113-154

desaprobación del doctor Bettelheim, 152-153

ética de la, 127-132, 142-143niños como sujetos, 1 19-132

Itard, Jean-Marc, 150

madres, véase padresmalos tratos a niños, véase niños maltratadosmanchas de tinta, test de (Rorschach), 41-42manual de diagnóstico y estadística (DSM

III), 149,201medicamentos psicotrópicos, 88, 91, 147-

149, 153,200,211,239muerte, pulsión de

e individualidad, 233-234y excitación sexual, 233-234

nazis, 29-30, 100, 223, 235-236Niño Salvaje de Aveyron, 150niños amistas, 27, 31

ansiedades de, 132, 135ausencia de relación, 115, 121, 122, 128,

130capacidad para ayudar a, 136Caspar Hauser, 151como productores de ansiedad, 132, 133,

138, 152como sujetos de estudio, I 19-132conducta de la «ente ante, 150dificultad de empatia con, 1 14, 132, 151,

154e Itard, Jean-Marc, 150empatia con, 133, 134, 139, 143, 144-145,

151estudio de casos presentados, 113-154estudios bioquímicos en, 113, 131, 147-

148, 153frustraciones de, 129incremento de, 73ineficacia de, 152inteligencia de, 119Niño Salvaje de Aveyron, 150procesos inconscientes de, 135, 136. 138razones de sus actos, 117, 140, 141

246 El arte de lo obvio

según Leo Kanncr, 123según Sybil Escalona, 141-142tratamiento, 130y relaciones, 114-115

niños maltratadosabusos sexuales a, 19, 78clase media fraile a clase baja, 101deseos de venganza de, 94-95, 100empalia con, 94-95incesto, 19,78indulgencia con, 91 -94, 98, 102-106infundir esperanza en, 102-106, I 11malos iralos físicos frente a malos tratos

psicológicos, 98-100presentación del caso de Bobby, 84-1 12privaciones, 90, 91

niños perturbados y perturbadorescaso de Eduardo, 155-194dependencia de los terapeutas. 160-162desatención, 31dificultad de empalia con, 114, 133, 151,

154eficiencia en el tratamiento de, 148empalia con, 55-56, 57, 61, 64, 66, 72, 82Escuela Orlogénica y, 30-31formación de terapeutas para tratar a, 17-18habitación apropiada para la terapia, 80-

81, 82-83intentos por comprender su conducta, 77-

78,79, 107, 117-118, 140-142, 147, 167,171-173,240

juego simbólico con, 81-82, 170, 194¡ugueles para, 80-82predisposición a problemas psiquiátricos,

19primera sesión con el terapeuta, 38-83psicóticos, 31, 71, 80reacciones conscientes frente a reacciones

inconscientes de, 171 -172respeto a, 79, 96sobrecarga de actividades, 73-74terapia ambiental, 30-31tranquilidad en la primera entrevista, 71,

74-75véase lambién casos

nombres, elección por los niños, 49-50

observaciónaprendizaje, 43, 45

importancia con pacientes nuevos, 39-40,45-46

obvio, arte de lo, 25, 92, 237-238

paciente de edad, caso de (doctor Svenson),195-236

agorafobia, 200-201, 202-203, 206angustia de separación, 197, 206, 207ataques de pánico, 196, 197, 198,201,203compulsión de repetición, 215-216depresión, 198-200incidencia en logros del pasado, 214, 219lucha contra la ansiedad, 208, 209, 211-212,213-215, 217, 220-221, 224-225, 232

respeto por las ansiedades del paciente,211-212

restitución de la esperanza, 199-200, 221tranquilización, 224-225y problemas de la vejez, 218-219véase también envejecimiento, problemas

delpacientes

aulodescubrimienlo por, 25-26, 42-43angustia y hostilidad de, 166-167ansiedades de, 41, 47, 59-60, 72, 21 1-212capacidad para resolver sus problemas,

190-194,213-214como seres humanos razonables, 79, 96,

241de edad, 195-236dependencia de los terapeutas, 160- i 62distanciamiento de, 148, 149, 150, 241empatia con, 55-56, 57, 60-61, 64, 66, 72,

82,94-95, 114, 132, 134, 139, 143, 144-145, 149, 151, 154,237

importancia de ser comprendidos, 79, 225-226, 231

paranoides, 80, 118-119parcialidad en favor de, 5 1psicóticos, 71, 80, 140respeto hacia, 79, 96, 211-212, 241-242respuesta a la tranquilización, 226-227,

230-232resumen de las sesiones, 175-176Iranquilización de, 71, 74-75, 224-228

pacientes nuevosansiedades de, 41, 47, 59-60, 72como invitados de honor, 76empalia con, 55-56, 57, 61, 64, 66, 72, 82

índice alfabético 247

establecimiento de relación con, 47, 49-52, 74, 76

importancia de la observación, 39-40, 45-46

informaciones al examinarlos, 39-43, 45-46

orientación sobre el proceso terapéutico,67-69,72,74-75

primera sesión, 37-83reacción ante el terapeuta, 48iranquilización de, 71, 74-75véase también primera entrevista

padresde niña anoréxica (Margot), 63-65, 73de niño amista (Luke), 120-121de niño con dificultades de aprendizaje

(Eduardo), 162-163de niño maltratado (Bobby), 87-93, 102de niños autislas, 125-126de niños maltratados, 99de paciente de edad (doctor Svenson),

197e indulgencia, 103-104, 106, 107madres y alimentación, 95-96, 203paciente de edad (doctor Svenson) como

padre, 215-216y terapeutas, 240-241

paranoides, pacientes, 80, 118-119perturbados, niños, véase niños perturbados

y perturbadoresPiaget, Jean, 132PineI.Phil.ippe, 150Platón, 10poltergeisl, 180-181primera entrevista

ansiedad en la, 41, 47, 59-60, 72caso de Margot, 53-75caso de Simeón, 39-52, 75-82con pacientes psicóticos, 7 I, 80consolidación de la relación, 47, 49-52,

74, 76empatia en ¡a, 55, 57, 60-61, 64, 66, 72,

82niños perturbados en la, 39-41, 71-72tensión en la, 47iranquilización de los pacientes, 71, 75véase también pacientes nuevos

psicoanálisisaulodescubrimienlo en, 25-26, 42cambios en el modelo, 29

del analista, 134, 138del doctor Bellelheim, 230-231diván utilizado en, 37final de las sesiones, 174-175focalización en la vida interior, 29frente a conduclismo, 29, 211frente a investigación, 19-20objetivo, 231-232opinión de Freud sobre potenciales benefi-

cios, 235-236opinión del doctor Ueltelheim, 24-26, 27-

28origen, 134, 205véase también psicoterapia orientada psi-coanalíticamenle

psicología, 19-20, 43, 205psicoterapeulas

ansiedades de, 41,59,60, 72, 108-109, 112,138-139, 144, 152

bases para tranquilizar a los pacientes,230-232

dependencia de los pacientes en, 160-162establecimiento de relación con pacientes,

47, 49-52, 74, 76final de las sesiones, 174-176formación, 17-18, 238-239importancia de la comprensión por, 79,226, 231

indiferencia, 228-230instrumentos de, 82personalidad, 239-240privacidad anle los pacientes, 227-229reacciones de pacientes nuevos, 48reacciones honradas de, 229reacciones inconscientes de, 132, 133, 135-

137, 138, 171respeto hacia los pacientes, 21 1-212, 241-

242resumen de las sesiones con los pacientes,

175-176sentimientos de, 228-230, 239terapia personal de, 134, 138, 226y pacientes de edad, 209-210y padres de niños perturbados, 240-241

psicoterapia orientada psicoanalílicamenieautodescubrimiento, 25-26, 42-43como relación de poder, 48-49contenido real frente a contenido simbóli-

co, 174-175de los propios terapeutas, 239-240

248 El arle de lo obvio

cufien I tildes, 241final de las sesiones, 174-176formación para, 238-239frente a conductismo, 209frente a investigación, 19-20, 127-128generalizaciones, 204-205lenguaje de conversación terapéutica,

173objetivo, 231iranquilización en, 71, 75, 224-227vida interior como centro, 29véase también psicoanálisis

psicóticos, pacientesexperiencia del doctor Bettelheim con, 71,

140y primeras entrevistas, 71, 80-81

psicotrópicos, véase medicamentos psicotró-picos

psiquiatríade adultos, 19, 45, 52, 118, 138, 147-

149enfoque bioquímico, 113-1 14, 146-150entrevistas estandarizadas, 149humanismo en, 147-148infantil, 17, 22; formación, 17, 52-53,

195

Reik, Theodore, 171relación, I 15, 120-121

ausencia de, I 15, 122, 127-128, 130como proceso gradual, 81 -82con niños amistas, I 14-1 15paciente y terapeuta, 47, 48-52, 74, 76poder en, 48

repetición, compulsión de, 215-216respeto, 241-242

por los pacientes, 79, 96, 21 1-212, 241-242

Ritalin, 88, 91Rorschach, test de las manchas de tinta de,

41-42Rosenfeld, Alvin A

investigación sobre el incesto y el abusosexual, 19,85

v la etiología del autismo, 146-147

Salvavidas, véase indulgenciaSears, Roben, 20

separación, angustia de, 206-208véase también ansiedades

Shankman, Escuela Ortogénica, véase Es-cuela Ortogénica

síntomasrespeto por, 21 1-212rolde, 201-202

Sociedad Psicoanalílica de Viena, 223Sócrates, 224Sonia Shankman, Escuela Ortogénica, véase

Escuela OrtogénicaStanford, Universidad de

Centro de Estudios Avanzados de lasCiencias de la Conducta, 32

Hospital de Niños, 38, 155programa de formación de psiquiatría in-

fantil, 17-18Stern, Isaac, 238suicidio

de Freud, 34del doctor Bettelheim, 34-35

Sylvester, Emmy, 30

Táñalos, véase muerte, pulsión deteorías bioquímicas sobre enfermedades men-

tales, I 13, 131, 147-148, 153terapia

ambiental, 30-31conductista: como modelo de tratamiento,

84-85; frente a trabajo orientado hacia elinsight, 29, 211; limitaciones, 85

véase también conductismo; psicoanálisis;psicoterapeutas; psicoterapia de orienta-ción psicoanalítica

«tercer oído», escuchar con el, 171, 177Tinbergen, Niko, 73Tiresias, 95Tótem y tabú, 124tranquilización, 224-228

bases para, 230-231en primeras entrevistas, 7 1, 74-75opinión de los pacientes, 226-227, 231-

932transferencia, 162

en el caso de Eduardo, 155-157en el ejemplo de fantasmas, 185y privacidad del terapeuta, 228y sentimientos del terapeuta, 228véase también contratransferencia

índice alfabético 249

Trilling, Lionel, 129Tuke, William, 150

véase también envejecimiento, problemasViena, Universidad de, 27

vejez Wasserman, Jacob, 151doctor Bettelheim en la, 33-35, 195- Wasserman, Saúl, 22

196 caso de Bobby, 84-112Freud en la, 210 Weinmann, Ciña, 27

índice

Prefacio 9

Introducción 171. El primer encuentro 372. Sacos de arena y salvavidas 843. La pereza del corazón 1134. Transferencia y contratransferencia 1555. Los padres, los hijos y Freud 195Epílogo . " 237

índice alfabético 243