El Cocinero Que Se Enamoró de Un Pez-1

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En un mundo adicto a los peces del mar, ¿por que hay que escuchar a alguien que cocina pescados de río? un perl de marco avilés fotografías de daniel silva QUE SE ENAMORÓ DE UN PEZ EL COCINERO [Y otras aventuras del chef Pedro Miguel Schiafno]

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Crónica periodística de Marco Avilés sobre el famoso Chef Schiaffino.

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7/21/2019 El Cocinero Que Se Enamoró de Un Pez-1

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En un mundo adicto a los peces del mar, ¿por que hay queescuchar a alguien que cocina pescados de río?

un perfil de marco avilés

fotografías de daniel silva

QUE SE ENAMORÓ

DE UN PEZ

EL COCINERO

[Y otras aventuras del chef Pedro Miguel Schiaffino]

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Pexplorador de la selva, nunca haya visto un ejemplar

de ese tipo le conere al hallazgo una extrañeza mayor,pues él lleva casi una década como atento buscador de

todo tipo de rarezas comestibles de la selva amazónica.

Esta mañana Schiafno aún no ha tomado desayuno, y dice que le provoca un buen pescado. El turushuqui,

que muy en el fondo ofrece una carne na, parece estar

directamente en su destino.Schiafno lleva una bolsa de compras blanca en la

mano izquierda y se abre paso entre el río de compradores y vendedoresque discurre en el mercado de Belén, en Iquitos, esa ciudad calurosa a mil

kilómetros de Lima, a la que sólo se llega tomando un avión que efectúaun salto por encima de los Andes y aterriza en un oasis de cemento del

que no se puede salir en automóvil. Un lugar donde el boom de la gastro-

nomía peruana aún suena a un banquete lejano. Schiafno entra a una

cámara frigoríca donde los estibadores cargan pescados tan grandes queel binomio parece el de un hombre que carga a otro hombre. Son anima-

les de río, y su aspecto desconcertaría a cualquier ser humano que viva al

nivel del mar. Schiafno, en la cámara de conservación, distingue a los

fríos huéspedes como quien reconoce a un perro de un gato. «Ése es unsaltón», dice apuntando el cuerpo de lo que parece un delfín. Pesa unos

ochenta kilos y cuelga de una ganzúa que causa dolor a la vista. Es de la

familia de los peces gato, animales sin escamas, de bigotes largos como

alambres. Schiafno, que parece bastante pequeño ante esos ejemplares,se mueve con soltura mientras los carga, sopesa, y lanza sus nombres de

memoria: torre, cuchimama, zúngaro. Es más fácil familiarizarse con uno

llamado pez tigre. Tiene una piel brillante, tersa, y sus rayas negras pare-

cen diseñadas a mano, aunque el hocico se asemeje al de un ornitorrinco.«No tiene escamas, tócalo», sugiere el cocinero mientras lo sostiene por

un momento. La piel es suave como un corte no de satén.

 Al salir del frigoríco, la rareza no parece un atributo de los espe-

címenes más grandes. Schiafno examina un montón de piedras ne -

gras que parecen pelotas de bochas hasta que empiezan a moverse con

lentitud. Son caracoles gigantes en perfecto estado de salud. Se llaman

congonpes y en Malabar, el restaurante que el cocinero tiene en Lima,

el comensal puede degustarlos en cortes nos, guisados y acompañadoscon chorizo y puré. El pescado sobre el que una mujer ejecuta cortes ve -

loces como si picara una cebolla es una palometa. Schiafno parece un

profesor de zoología que dicta una clase para adolescentes hiperactivos,

 y cuesta recordar que ha venido al mercado, en primer lugar, para tomarun desayuno. La palometa tiene forma de paleta de ping pong y provoca

trasladarla viva a un acuario. Pero las apariencias engañan. Se trata de un

pariente de la piraña, ese pez carnívoro del que circulan leyendas y unamala película de terror. En la selva más exuberante y salvaje del mun -

do, es preciso reprimir cualquier sentimentalismo para recordar que tú,

hombre de ciudad, eres un predador y que ellos, los peces extraños de la

selva, son tu alimento. Schiafno no tiene ese tipo de reparos: los miracon apetito de cocinero.

 Aunque no hay que conarse de ello. El hombre es un predador sen-

timental que puede desarrollar cariños o aversiones hacia lo que come o

dirá que nunca ha visto

un pescado tan raro como

el que pronto cargará

entre sus brazos. El turushuqui es

un animal casi tan extraño y temible

como su nombre, y cuesta describirlo

sin recurrir a imágenes conocidas.Su cuerpo negro parece atrapado por

una coraza dura como una armadura

de metal. La boca es aplanada y

larga, a medio camino entre el pico

de un pato y el hocico de un lagarto;

y parece adecuada para hacer trizas

a sus enemigos. Los ojos dilatados

del turushuqui son grandes como

botones negros y parecen enviar un

permanente aviso de peligro. Tiene

las dimensiones de un jabalí y, en

efecto, luce como un jabalí. Un jabalí

acuático. Que Schiaffino, el cocinero

l cocinero Pedro

Miguel Schiaffino

E

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deja de comer. Para entenderlo, pregúntale a ese amigoo amiga vegetarianos al que jamás invitarías a Malabar

para disfrutar de unas jugosas costillas de gamitana o de

un generoso lete de maparate, peces amazónicos que

Schiafno cocina, y que le han ganado la fama de sos-

ticado explorador de lo desconocido. «Schiafno va en

expediciones en la jungla para descubrir oscuros ingre -

dientes amazónicos», ha dicho de él la prestigiosa revis -

ta FOOD & W INE, que lo considera una de las veinte estre-

llas en crecimiento de la culinaria mundial. Es curioso verlo charlar con las comerciantes de ese mercado de

Iquitos, donde cualquier cocinero cosmopolita pediríaa gritos un intérprete. Él intercambia datos, pregunta,

informa. Ahora se ha detenido en un puesto de frutas.

Toma en sus manos una muy grande, como una toron-

 ja amarillo verdosa; la huele, la acaricia. La vendedorale explica que se trata del caimito, «la fruta del amor».

Él ya la conoce. «También le llaman la fruta del beso

—replica mientras su nariz alada absorbe el perfume

del vegetal—. Es buena para los riñones, ¿no, seño?».Le dicen así porque cuando la muerdes se siente igual

que cuando besas a una mujer con empeño, explica laseño. Ella es una mujer robusta, de piel marrón y ojos

achinados, que sonríe como si acabara de ver un chistepor la televisión. Algo en su comprador le causa gracia.

Schiafno va en bermudas de baño blanco con rayas

grises y una camiseta beige, y lleva unos lentes de sol en-

cima de la frente. La barba sin recortar añade un marcoperfecto que resalta las reacciones de sus inquietos ojos

claros y pequeños. Parece un sursta que ha extraviadosu camino a la playa, y no el cocinero de treinta y tres

años del que muchos de sus colegas limeños hablan concerrada admiración. Schiafno, uno de los tres mejores

cocineros del Perú. El más joven de los grandes, el más

osado, el más impredecible, el innovador. Eso se dice.

Pero ahora, en el mercado de Iquitos, él está a una hora y media en avión de esos comentarios, y anda en busca

de algo más terrenal que la fama. Un buen desayuno.

Entonces encuentra al turushuqui. Para enten-der bien lo que sucederá, es preciso estar pendiente de

las reacciones de la mirada de Schiafno. Su sorpresa

—ojos muy abiertos y a punto de salirse de las órbi-

tas— parece la de un niño que ha hallado una mascota, y no la del cocinero cuya reputación muchos diarios,

revistas y programas de televisión han difundido por

el mundo en media docena de lenguas. El asombro de

Schiafno es peculiar, pues lo que se origina con un gesto excesivamente

plástico de su rostro suele tener consecuencias profundas en el fenómeno

cultural más sorprendente del continente: el boom de la gastronomía pe-

ruana. El ingrediente Schiafno del boom se inicia de manera inesperada

en cualquiera de los diez o doce viajes anuales que él emprende a la selva

peruana. Encuentra algo que no conocía. Se asombra. Lleva sus hallazgos

a Lima. Domestica esos ingredientes a su estilo y los incorpora a la alta co-

cina. Schiafno expande los horizontes del boom y abre una trocha men-

tal hacia ese mundo lejano y espeso, la despensa de comida más variada

 y desconocida del planeta. También empieza a tener seguidores entre sus

colegas. Pero esta mañana camina solo y sin lista de compras, como quien va preparado para enfrentarse a lo inesperado.

—Pucha, qué loooco. ¿Cómo se llama eso, ah?

—Turushuqui.—¿Curushiqui?

—No, turushuqui.En realidad, por ahora sólo ha hallado la cabeza del turushuqui.

—Mira los bichos que uno se encuentra acá. Nunca lo había visto. Esun bagre, pero es bien parecido a la carachama mamá.

Se reere a otro pez acorazado y de aspecto robótico, aunque me-

nos atemorizante, que tiene una carne blanca y suave como el algodón.

La dueña del puesto retira una torre de pescados pequeños, y descubreel resto del cuerpo del animal. Schiafno, el explorador de ingredientes,

está en éxtasis. Su sorpresa se desborda en exclamaciones inesperadas.

—Qué beeestia.

El cuerpo del turushuqui hace pensar en esas imágenes de los librosde escuela que explican que la vida comenzó en el agua. Los peces evolu-

cionan y se transforman en anbios que luego pueblan y conquistan el

planeta. El turushuqui parece un pez que está en camino de ser otra cosa,

un reptil, acaso un dinosaurio. Su lomo terso y oscuro está marcado poruna cordillera de espinas losas que podrían cortarte la piel como una

sierra de metal. Schiafno lo observa con hambre de conocimientos.

—Y está fresquito, además, ¿no, seño? ¿Y cómo lo cocinas?

—Como quieras. En caldo, en mazamorra o ahumado.—¿Frito?

—También. Pura pulpa tiene.

Pasado el asombro, el hambre retorna. Schiafno no tiene intencio-

nes de comprar algo así. Al menos no en este viaje. Su bolsa es pequeña,

del tamaño adecuado para comprar algunas frutas y verduras y cargarcon ellas el resto del día, hasta que las cuatro de la tarde lo alcancen en

algún lugar y él recuerde que debe apresurarse para reunirse con el resto

de la tripulación del Aqua, crucero de lujo que, a cambio de varios milesde dólares, te pasea por los fotogénicos paisajes del río Amazonas mien-

tras tienes la posibilidad de disfrutar de un menú diseñado, cuidado (y a

 veces preparado) por el más innovador de los cocineros peruanos. Esta

mañana todavía luce tranquila, libre de presiones de trabajo, aunque

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Schiafno anda pendiente de los mensajes que llegan

a su BlackBerry. Más tarde, ante un jugo de naranja,

recibirá una llamada que alterará denitivamente el

ritmo de este viaje. Pero ahora ha llegado por n lahora del desayuno.

—Seño, ¿tiene maparate?

 A Schiafno le encanta el mapa

rate, otro pez gato, alargado como una anguila de río, ycuya carne tiene una textura similar a la del salmón. En

Malabar se sirve gratinado, con un poco de  foie gras,

 vinagre de arroz y nabos bañados en un caldo ligero.

Ningún otro local de Lima ofrece una experiencia simi-

lar. La aparente excentricidad de sus ingredientes es -

conde la losofía Schiafno sobre el boom. «La ventaja

de la cocina peruana no sólo está en la técnica», me dijodías antes, en Lima. Acababa de llegar de unas vacacio-

nes en Chile, donde había practicado esquí. «La técnica

la puede tener cualquiera. La diferencia nuestra debe

estar en incorporar todos esos ingredientes que existenen el país y que no hay en ninguna otra parte del mun-

do». Explorar. Encontrar novedades. Sorprender. La vendedora de pescados explora en una batea, pero no

encuentra maparates. Es una mujer robusta en cami-

seta y falda azules que responde no, joven, ya se termi-

naron sin levantar la vista de una parrilla que arroja un

humo dulce. Schiafno elige entre los pescados fritos

una palometa, esa pariente de la piraña que, asada alcarbón, parece una escultura de pescado. «Mira la gra-

sita que tiene acá debajo del pellejo», dice, y levanta lapiel para punzar la carne blanquísima con el tenedor.

«Su sabor es increíble». Delicado. Dulce. El cocineroextrae de su bolsa de compras un amasijo fresco de

chonta, un vegetal regional que se parece al espague-

ti. Añade encima una salsa de ají de cocona, una fruta

ácida que parece una guayaba tersa, y que la vendedorale ofrece en un plato hondo. Él lo revuelve todo ayu-

dándose de un plátano frito. Un plátano regional. Casi todo lo que puedes

comer en el mercado es de origen local. La cuenta suma diez soles, poco

más de tres dólares. «Esto es un lujo, carajo», dice Schiafno bajando unpoco la voz. Está satisfecho. «¿Dónde más se puede comer así?».

La gente come tres veces al día. Seis mil millones de bocas tratando

de hacerlo cada jornada convierten al hombre en la especie más voraz.

Pero desde que el habitante de la ciudad delegó en los supermercados y restaurantes el trabajo de proveerle de alimentos, también dejó de en-

terarse de la cadena de hechos que ocurren en la naturaleza para que él

pueda comer. La extinción de ciertos peces de mar es un suceso difícil deadvertir desde la mesa de un restaurante. Un día de principios del 2009,

Schiafno presentó un documental en Madrid Fusión, el mayor foro que

reúne a los cocineros más importantes del planeta. El cocinero explorador

recorría el mismo mercado de Iquitos, y detallaba esas frutas, verduras ypescados amazónicos de los que el auditorio —salvo sus colegas peruanos

 y brasileños— jamás había oído hablar. Carachama. Maparate. Paiche. Es

decir, variedad. «En la cuenca amazónica», explicaba su voz en off, «hay

igual o mayor cantidad de peces que en el océano». Cantidad. En otraescena, Schiafno se zambullía en una laguna junto a un grupo de pesca-

dores y extraían un pez del tamaño de un torpedo. El paiche es un animal

de aspecto prehistórico, escamas gruesas y boca enorme, que llega a pesarunos doscientos kilos y puede alimentar a docenas de personas con un

lete sabroso y grueso. En un negocio concentrado en los productos del

mar, aquel documental parecía una invitación para que los cocineros re-

unidos en Madrid corrieran a zambullirse a los ríos. Era un mensaje que

proponía la búsqueda de un nuevo equilibrio en el consumo de pescado.Explorar. Ciertos cocineros dicen o hacen cosas que son mensajes. Una

carta de menú también puede leerse como una declaración de principios

del chef. Su opinión sobre el estado de cosas en el mundo.El comensal que revise con calma la carta de Malabar, en Lima, se

sorprenderá al no encontrar allí a ninguno de los tres pescados que por

años los caprichosos paladares de la costa han consumido hasta la fatiga.

Un cebiche preparado con mero, lenguado o corvina todavía se considera

el ingreso por la puerta vip al mundo de la gastronomía peruana. Peroésas son ideas. Costumbres de un predador exquisito y aún ensimisma-

do en la tradición. Las costumbres, como cualquier acto masivo, tienen

consecuencias. «A uno que intenta ser siempre opti-

mista le cuesta creer que quizás en diez años nuestros

lenguados, chitas y corvinas sean sólo un recuerdo»,

opinó desde su cuenta de Facebook Gastón Acurio, elcocinero peruano más conocido en el mundo. Era agos-

to del 2010 y su lamento sonaba bastante lógico para la

época. Pero tres años antes, los mozos de Malabar se

exaltaron cuando Schiafno les comunicó su decisiónde expulsar de la carta a aquellos hijos ilustres del mar

peruano. «Casi nos arman una revolución», recuerda

una tarde Toti Salazar, una tía muy cercana a Schiafno

que fuma cigarrillos rojos y se encarga de la logística desu restaurante. Los mozos, sin embargo, comprendie-

ron las razones después de algunas charlas explicativas.

Los mozos son parte importante de la cadena alimenti-

cia de la alta cocina. «Si a un mozo no le gusta un plato,no lo ofrece», reexiona Salazar, sentada a una mesa de

Malabar. Los mozos lucen bastante concentrados en el

salón mientras llevan los platos típicos del local: suda-

do de paiche, costillas de gamitana, ensalada de chonta.El gusto es una costumbre que se aprende y se expande

con el tiempo. Schiafno es uno de esos cocineros que

no sólo se obsesionan con los microscópicos detalles de

un plato. Sus creaciones tienen esa rma del explora -

dor que quiere explicarte que el mundo de la comida

es más grande y complejo que una mesa de manteles

 blancos donde todo es sabroso.

Hablar a través de los ingredientes de un plato no

es una tarea fácil. Rafael Piqueras es un cocinero alto yreexivo que incorporó ciertas técnicas de la cocina mo -

lecular a la gastronomía peruana. Trabajó en elBulli, por

años el mejor restaurante del mundo, y al volver a Limaobservó la comida local con ojos de cientíco inquieto.

El ají amarillo, por ejemplo, se convirtió en sus manos

en una espuma de ají. En el año 2003, cuando el boom 

apenas era una ola en formación, Schiafno le ofreció a

Piqueras tres cortes de pescado. Schiafno versión

que había dejado sus trabajos para conocer la selvasus pescados y vegetales. Al vivir en Iquitos compro

ductos eran desconocidos en Lima porque no existí

 y capaces de trasladarlos frescos y con la periodicid

restaurante. Schiafno versión 2003 se convirtió enrecuerda vagamente las muestras que su colega le

estudiara. Las trabajó. Las probó. Pero decidió qu

su restaurante. Uno de esos cortes era de paiche. En

novedad consistía en procurarle sosticación a la cruana, resultaba lógico que los cocineros desconar

Schiafno por esos productos raros. «Yo fui uno de e

ras mientras bebe café en un Starbucks de Lima. «

hasta donde nos permite el cliente». Parece referirse ble. «En esa época —añade—, los clientes no esta

algo así». Pero las cosas cambian con el tiempo. Lo

principios de este siglo no había cadenas de cafetería

que sí existen, los limeños beben más café. El café dPiqueras versión 2010 acaba de volver de un viaje a de la selva peruana, donde ha r ecorrido mercados, re

rías que Schiafno, su amigo de años, le había recom

es notoria, sobre todo cuando agranda los ojos paraque me debía». Luego añade una conclusión realista

pescados de la selva, habría más peces en el mar: no

todo». Piqueras versión 2011 abrirá un restaurante e

edicio más alto de Lima. Allí el cliente podrá ordenPero en el mercado de Iquitos no. Schiafno n

sola muestra de ese animal. El paiche se ha vuelto m

pradores se lo disputan desde temprano. Es una hisahora, bajo el sol punzante de Iquitos, a Schiafno mino a una tienda de jugos. A las once de la mañana

do lucen un tanto vacías y es posible observar a las v

do que ejecutan cortes nos y veloces sobre los anEsta especie, como muchos peces de la selva, tiene u

de espinas que atraviesa su cuerpo. Los cortes para

ciantes ejecutan permitirán que el comensal arañe l

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   e   t    i   q   u   e   t   a 

   n   e   g   r   a 

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 y lo extraiga lleno de pulpa y sin peligro de llevarse una

espina a la garganta. Schiafno le pregunta al fotógrafo

si puede hacer una toma de ese procedimiento. En dossemanas presentará una ponencia sobre los peces ama-

zónicos en el Congreso Gastronómico Internacional de

México. Schiafno versión 2010 es un divulgador in-

ternacional de los insumos de la Amazonía. Días antes,un amigo había prometido enviarle un paiche entero.Ese ejemplar no estaba destinado a la tabla de picar de

la cocina de Malabar, sino al consultorio de una veteri-

naria. El cocinero peruano había evaluado cuál sería lamejor manera de explicarle a ese auditorio de cocine-

ros de todo el mundo, en México, la peculiaridad del es-

pinazo de los peces amazónicos. Su primera intención

fue hacer un dibujo. Pero presentar un dibujo no resul-

taría tan convincente como exhibir en pantalla gigante

la radiografía que podría obtener en una veterinaria.

 Verlo ingresar a un consultorio cargando un animal de

aspecto prehistórico habría sido una sorpresa excesivapara los clientes de la veterinaria. Un exceso del boom.

Pero, al nal, el proveedor de paiches no pudo cumplir

con lo ofrecido, y esta mañana Schiafno está muy pen-

diente de la fotografía que incluirá en un Power Point .

Mientras observa a la mujer que «retalea» la palometa,

su mano derecha se distrae acariciando la cabeza de

una doncella, un pez gato de rayas negras, hocico pla-

no y bigotes largos. Es un ejemplar formidable, de doce

kilos, capturado durante la madrugada. Y, contra todo

pronóstico, aún no ha muerto.

Seis horas después de haber sido capturada, ladoncella comienza a mover el hocico para comunicar

que aún no entra a la categoría de ingrediente. Schiafno

acerca su rostro pasmado a la boca del animal. En

efecto, está vivo, y hasta provoca devolverlo al río enmérito a su heroica resistencia, pero los pescadores ya le

han cortado las aletas. Los muñones manan pequeñas

gotas de sangre. Las branquias se agitan y la lengua late

levemente. Schiafno dice que nunca ha visto algo así.

Pero lo que parece un fenómeno sobrenatural, tambiénpuede asumirse como la cruda demostración de lo

poco que se sabe de la vida en la selva. Ciertos peces

de la Amazonía logran sobrevivir varias horas fuera delagua. Para comprobarlo, basta girar un poco la cabeza

hacia el puesto contiguo. Una niña lucha por alinear

unas carachamas, esos pequeños acorazados negros, en

una la presentable. Una carachama, dos carachamas,

tres carachamas. La niña retira la mano con cuidado, como quien evita

despertar a un bebé, pero los animales se inquietan y se lanzan en caída

libre hacia el suelo. Al lado, Schiafno aún examina a la doncella, aunque

 ya superó la etapa del asombro. El rudo conocedor de los pescados de laselva parece por un momento el niño que criaba todo tipo de mascotas.

Siempre le han encantado los animales vivos. Entonces, sin dejar de mirar

a la doncella, le acaricia la cabeza y exclama con cierta melancolía:—Da pena, ¿no?

 A veces la vida puede convertirse en la búsqueda inconsciente de las

mismas cosas que te emocionaron en el pasado. Una mañana de sol, Pe -

dro Miguel Schiafno conduce su camioneta 4x4 hacia Pachacamac, un

distrito de casas de campo y chacras de cultivo a media hora de Lima. Vaa inspeccionar los acabados de su futuro restaurante de comida a leña, un

negocio que abrirá en sociedad con un empresario. Schiafno, además de

Malabar, maneja otros negocios: La Pescadería, un restaurante a punto deconvertirse en una cadena, y donde el cliente puede comprar sus propios

cortes para prepararlos en casa; una empresa de catering (que por estos

días se encargará de la dieta de los artistas del Cirque du Soleil ); asesora

un crucero amazónico y un hotel en el Cuzco. Ha postergado la aperturade su restaurante campestre debido a una serie de viajes que lo han man-

tenido ocupado durante la primera mitad del año, y ahora quiere concen-

trarse en revisar los acabados del local. El terreno es inmenso, del tamaño

de ocho campos de fútbol, y el proyecto comprende huertos, granjas para

animales, jardines, una cocina inmensa, hornos de barro, parrillas. Habráun gran salón con mesas, techos de esteras, y una zona donde las familiaspodrán retirarse a espacios privados cuyas paredes serán de arbustos y

donde tendrán la posibilidad de sentarse mientras un cocinero termina

de preparar su pedido delante de ellos. Los niños tendrían columpios,castillos de madera, camas elásticas y otros juegos propicios para quedar

extenuados antes del almuerzo. Suena bien, pero Schiafno tiene una

pregunta.—¿Y cómo vamos a hacer para que la gente no venga gratis, juegue,

 y luego se vaya a su casa a comer?

Es una pregunta inocente que deja pensando por unos segun-

dos al arquitecto que lo acompaña. Cuando era niño, su familia tenía

una chacra en el mismo distrito. Schiafno solía jugar algunas tardesdespués de la escuela. Allí se criaban patos, gallinas, gansos, cerdos y

otros animales de granja que se distribuían en algunas tiendas y su -

permercados de la ciudad. El futuro cocinero veía cómo se degolla -

 ba a esos animales. Animales vivos convirtiéndose en comida casi en

tiempo real. Años después, mientras recorre su futuro restaurante, él

no puede recordar con exactitud dónde quedaba esa chacra familiar,

pero su memoria de cocinero retiene ciertos detalles gustativos de la

infancia. Por ejemplo, los rellenos para el pan que

preparaba con la sangre de los patos. «Era buenazo.

Pan con “sangrecita” y tamal». El pasado tiene cier-

tos sabores que no se olvidan. Su nuevo restaurante

empezará con cierta cautela, pero el futuro contado

por Schiafno suena bastante ambicioso: lograr que

todos los alimentos que se preparen allí sean produ-

cidos en sus propias huertas y granjas, y que, incluso,

éstas abastezcan con algunos productos a Malabar.

 Algo parecido a esos locales farm-to-table que hay en

algunas partes del mundo, donde el mozo te explicaque esa lechuga que estás a punto de comer se ha co-

sechado hace apenas dos horas. Mensajes. Schiaf-

no parece una especie de explorador del futuro, y en

el futuro de su restaurante los comensales salen deLima, la capital del boom, no sólo para comer en ese

local, sino para enterarse de cómo se producen los

alimentos que siempre se han llevado a la boca. De

la granja a la mesa. La naturaleza convirtiéndose encomida en tiempo real, y el cliente transformado en

un predador reexivo.

Schiafno trata de controlar su emoción futuristacon pasos calculados de empresario. «La idea es llegar

a eso poco a poco». Por ahora, su socio ha invertido casi

medio millón de dólares en esa aventura. Iba a pregun-

tarle por ese personaje cuando Schiafno se topa con elala de una avioneta que descansa en medio de algunos

trastos. El artilugio es del tamaño de un pequeño velero y está envuelto en una bolsa protectora, como una de

esas compras que se realizan a pedido y se entregan por

correo. Schiafno revisa un poco y se rasca la cabeza.—Puta madre. ¿Y esto qué hace aquí?

No parece molesto. Al contrario: sonríe como si

su hallazgo de pronto lo hubiera enfrentado a un pro-

 blema curioso.

—Debe haberla traído mi socio —añade como

quien acaba de descifrar con demora una adivinanza—.

Es un loco. Pero un loco bueno.

Schiafno decide que el ala de avioneta podrá fcorado del restaurante.

Hay una sensibilidad Schiafno para las cosassencillez y despreocupación que lo vuelve nament

seriedad de la vida. Es algo que en su manera de ha

 birse como estar en otra onda. A veces él parece no

 y entonces dice y hace cosas mientras la gente saca sgente siempre saca conclusiones. Renato Peralta, un

producir panes y compañero de Schiafno en viajes,

nas ociales, cuenta que a veces Pedro Miguel lo llam

de asistir a una de esas reuniones. Peralta es un ho bien cuidada y lleva una barba en candado recortadcocinero que ha dejado de cocinar para convertirse

motores del boom. Cuando Peralta contesta las llam

pocas horas de esas actividades, intuye cuál será la preproduce más o menos el siguiente diálogo:

—Cholo, ¿y cómo hay que vestirse para ir a esa v

—Hay que ponerse un saco, Pedro Miguel.

—Pucha, cholo, no tengo, ¿qué hago?

 A veces el tiempo le alcanza para hallar un traj

no aparece a tono con la ocasión. Pero cuando no lo

ralta—, es capaz de asistir con lo que lleva puesto eschaqueta de excursionista y las crocs que suele llevar

tonces su aspecto resulta «tan, pero tan notorio» en membajadores o empresarios de trajes pulcros, que al

cable Peralta, que a veces puede ser muy diplomáticoel gesto que suele hacer en esas situaciones.

—Ay, Pedro Miguel —dice, llevándose una mano

Tal vez la psicología plantee algunas explicacionconducta. Pero la teoría que tiene Toti Salazar, la títrabaja en Malabar, es bastante razonable. Un miérc

del almuerzo, un mozo coloca en su mesa un plato de

pollo. No se trata de una elección de la sosticada car

comida que todo el personal se sirve antes o después dSi uno abre la puerta de la cocina a las doce y media

sorprenda a Schiafno con una pierna de pollo entre

El gusto es una cotumbre que se aprende y se expande con el tiempo. Schiaffide esos cocineros que no sólo se obsesiona con los microscópicos detalles de

Sus creaciones tienen esa firma del explorador que quiere explicarte que el m

cocina es más grande y complejo que una mesa de manteles blancos

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devora hasta el último rastro de cartílago. «Nosotrossomos gente de playa —dice Salazar mientras manipu-

laba sin prisa el tenedor—. Hemos crecido sin zapatos

corriendo por la arena, bastante libres y relajados, ¿me

entiendes?». Salazar se reere a la casa de playa quela familia tenía en Punta Hermosa, un balneario a me-

dia hora de Lima donde pueden verse casas de veraneo

cerca de barrios de pescadores artesanales. Es difícil

calcular qué tan adinerada era la familia de Schiafno,pero la de la playa era sólo una de sus propiedades,

además de la granja de Pachacamac y la casa en San

Isidro, el distrito más pudiente de Lima. Un amigo del

colegio asegura que el padre del chef era dueño de unafábrica de dulces, y que a veces Pedro Miguel le invitaba

de esas golosinas en el salón de clases. Otro amigo que

asistió a la graduación de Schiafno en The Culinary

Institute of America, en Nueva York, la escuela de coci-

neros más prestigiosa de los Estados Unidos, recuerda

que papá Schiafno los llevó de gira por los mejoresrestaurantes de esa ciudad antes de que los muchachos

emprendieran una juerga de antología. Pero cuandoSchiafno era un niño, de todos los lugares donde po-

día estar, él disfrutaba mucho la playa. «Uy, no sabes»,

comenta Salazar en su mesa de Malabar. «Pasábamosmeses allí, pescando pintadillas con un cordel». Un día

frente a un auditorio de periodistas, cocineros y públi-

co en general, el cocinero Schiafno habría de recordar

esas tardes en que llegaba a casa con una canasta llenade pintadillas y se la entregaba a su nana para que las

friera. Hay cosas que te marcan de niño. Coger un ani-

mal vivo del mar y convertirlo en tu comida puede ser

una de ellas.El niño que pescaba pintadillas con su tía se vol-

 vió el adolescente que salía de madrugada a echar re-

des con los pescadores de Punta Hermosa, y luego el

 joven que hacía caza submarina y más tarde el cocineroal que le encanta surfear. Pero el «surfer-chef», como

lo llamó una revista de los Estados Unidos que reco -

mienda Malabar como uno de «los lugares que ofre-cen las mejores experiencias culinarias del planeta»,no coge una ola hace más de cinco meses, por falta de

tiempo. Schiafno es un cocinero que pasa tantas ho-

ras trabajando dentro de su cocina como fuera de ella.

Su biografía inmediata se puede leer en dos agendascuyo contenido una asistente le va comunicando a lo

largo del día. En el curso de seis semanas, el cocinero

debe acoger durante tres días a una colega de Brasil traída por la embaja-

da de ese país. Luego dará una conferencia en una universidad de Lima.

También será el antrión de los gerentes japoneses de la empresa Ajino-

moto, la más grande fabricante de umami en el mundo, y viajará con ellos

al Cuzco. Horas después de despedirlos, tomará un vuelo para dirigir el

menú de un crucero de lujo por el Amazonas durante cuatro días. Ense-

guida volará a un congreso de cocineros en México. De vuelta en Lima,se dedicará seis días a Mistura, el festival de comida peruana. Y sólo al

nal trabajará en la inauguración de su restaurante de Pachacamac. Sus

agendas parecen la biografía típica de esos casos que suelen ejemplicar

una vida cargada de estrés.Pero esta mañana, en Pachacamac, Schiafno exhibe su despreocu-

pada tranquilidad. Ha terminado de inspeccionar su futuro negocio de

comida a leña, y trepa a su camioneta para regresar a la ciudad. Mientras

conduce (y a él le encanta viajar por tierra), Schiafno parece un analis-

ta crudo de la realidad. Los restaurantes de carreteras son malos. Salvodos o tres locales en la costa norte, no hay sitios buenos para llevar a un

invitado del extranjero sin correr el riesgo de que algo le caiga mal. En laselva, con contadas excepciones, no hay buenos restaurantes para que los

turistas más exigentes —esos que jamás se sentarían a devorar un deli-

cioso pescado en el mercado— puedan disfrutar de la cocina regional en

un ambiente seguro, pulcro, en el que la arquitectura sea una experiencia

adicional, y donde treinta personas se ganen la vida trabajando obsesi-

 vamente. Alta cocina. Un paisaje desértico puede encender la mente de

todo empresario. Entonces Schiafno describe un proyecto: un restau-

rante de comida exclusivamente amazónica en Lima. Un local donde se

trabaje con los productos y la sazón de la selva, y que pueda ser replicadoen cualquier ciudad de Latinoamérica. (Aquí el comensal puede imaginar

la primorosa carne del turushuqui doblegada entre hierbas perfumadas).

Por ahora el proyecto depende del sí  o el aún no de los inversionistas.

 Así que hay que esperar con calma esa respuesta que Schiafno recibirádentro de dos semanas en el mercado de Iquitos, camino a una juguería y

después de haber sido testigo de la «resurrección» de una doncella.

Su camioneta se desliza bajo los acantilados que perlan la ciudad.Edicios espigados y modernos. Parapentes sobrevolando el otro boom,

el de la construcción. Un centro comercial con vista al mar. El mar sal -

picado de botes. Al pasar frente a él, Schiafno, que no corre tabla hace

mucho, recuerda que tiene un bote que tampoco usa. No es una queja,

sino un comentario propiciado por el paisaje. A veces, dice, le gustaría te-ner una casita apartada frente al mar, un restaurantito de cinco mesas, un

espacio para criar animales y sembrar plantas. «El sueño de todo cocine-

ro», añade; es decir, un lugar que le permita ganar lo suciente para man-

tener a su familia, viajar, volver a bucear, tener un velero. La tranquilidad

del mar abierto de la ciudad relaja los gestos de Schiafno con un efecto

inspirador, hasta que la camioneta trepa una cuesta y se zambulle en una

avenida llena de automóviles. Entonces Schiafno vuelve a la realidad.

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no respeta mucho la calidad de sus cocineros. «Si

no fuera por ellos —me dijo—, no podría dedicarme

a trabajar otros proyectos». El único defecto que élencuentra, sobre todo en los más jóvenes, es que a

 veces se ensimisman tanto en sus propias tareas que

olvidan que cocinar en un restaurante es un traba-

 jo de conjunto. No se comunican. Por eso, cuando

él está en su cocina, trata de corregir ese pequeño

defecto y entonces hasta podría parecer que, en rea -

lidad, no ha cambiado tanto.—Pásame buenos cortes de pescado para el tira-

dito, Jonathan.

—Ya, Pedro.

Schiafno ahora controla la salida de un tiraditode cabrilla.

—Hey, mira estos cortes. Ala tu cuchillo. Sa- bes perfectamente que yo soy una ladilla con esta

huevada.Jonathan, un joven cocinero de la estación de ali-

mentos fríos, le pasó los cortes por segunda vez.

—¿Por qué han dejado de alar los cuchillos? ¿Qué

ha pasado? Esto es una mierda. Me lo vuelves a hacer.—Ya, Pedro.

Schiaffino siempre descubre errores y suele proyectar en su cocina un aura d

tensión. Un ambiente similar al de un salón de clases gobernado por un profe

sincronizado. «Oye, Chinaaa». ¿Sí, Pedro? «Baja la voz, carajo». «Concentrac «No quiero ver impurezas ni cojudeces en este caldo».

—La vida es complicadaza —agrega con cierto

lirismo juvenil—. Es que te das cuenta de que en estepaís hay mucho por hacer, y te vas llenando de cosas

 y proyectos, y éstos te envuelven. Así que tampoco me

imagino encerrado en mi chacrita y cocinando sin que

el resto del mundo me importe. Yo creo que ésta es laedad perfecta para llenarse de trabajo.

—¿Y de viejo tampoco? —pregunto.

Él medita por un momento. El tránsito torpe de

Lima puede despertar una angustiante conciencia deltiempo. Un llavero en forma de dona de chocolate cuel-

ga de la chapa de encendido del vehículo y se balancea

como el péndulo de un reloj. Es la una de la tarde, hora

del almuerzo, y los carros van lento, muy lento. Provo-

ca tirarse por la ventana para escapar a cualquier lugar

tranquilo mientras detrás de ti todo se hunde.

—¿De viejo? ¿Mi chacrita? Podría ser, ¿ah?

Es un futuro bonito. Pero ahora Schiafno llegarátarde a su cocina.

En Malabar dicen que cuando Schiafno está via-

 je, los cocineros lo celebran. Se relajan. Eso no signica

que el menú pierda su calidad. Los clientes asiduos aese restaurante saben que Schiafno no es de esos co-

cineros extrovertidos que salen a recibir aplausos o a

contestar saludos en persona. De hecho, los comensalescasi nunca notan si él está o no está en el restaurante, y

disfrutan sus alimentos en un salón cálido y tranquilo,

de paredes ocres y blancas con pinturas sobrias. Una

música suave cobija las largas sobremesas mientras los

tragos discurren desde un bar con apariencia de altar, ycuyos espejos duplican la armonía. Pero justo del otrolado de la puerta batiente por la que salen los platos ya

preparados, la vida se torna difícil. Es un martes por

la noche y Schiafno no está de viaje. Lleva la chaque-

tilla blanca de chef abotonada hasta el cuello y el aire

relajado de costumbre se le ha borrado. Parecería otrapersona si no fuera por las zapatillas de excursión quelo llevan de un lado a otro de la cocina mientras im-

parte órdenes, decora platos, saborea salsas, comenta

aciertos, descubre errores. Schiafno siempre descubreerrores y suele proyectar en su cocina un aura de con-

trolada tensión. Un ambiente similar al de un salón declases gobernado por un profesor de nado sincroniza-

do. «Oye, Chinaaa». ¿Sí, Pedro? «Baja la voz, carajo». «Concentración,

señores. Atiendan el pedido de la mesa doce. Más rápido». «No quiero

 ver impurezas ni cojudeces en este caldo». «Oye, Cholo, esa decoración,

métetela al poto». «Así, así quiero que quede este plato. ¿Vieron? Tú, porfavor, tómale una foto». «Este aceite no, Eduardo, quiero el de manzani-

lla. ¿Cómo? ¿No tienes? ¿Quién no te ha dado? Me cago si no te ha dado.

Tú tienes que pedirle, tienes que perseguirlo para que te dé».

El humor o mal humor de Schiafno se maniesta en oleadas. Pa-

sada la racha de tensión propiciada por algún error, él vuelve a adquirir

ese tono profesoral. De pronto, adquieren notoriedad otros detalles de la

cocina: los cocineros, los artefactos, una pequeña pizarra de tiza que cuel-

ga en el centro de la cocina. Frente a ese tablero, Schiafno suele reunira los mozos y cocineros para explicarles las novedades de la carta, que en

Malabar cambia con cada una de las cuatro estaciones del año. El perso-

nal apunta, pregunta, degusta y reexiona. «El maparate es un pez de río

—ha dictado el profesor Schiafno unos minutos antes del inicio del ser-

 vicio—. Lo traemos de Iquitos. Es un pez gato, sin escamas. Bien grasoso.

Lo servimos con mirín». ¿Qué era el mirín?, preguntó un mozo. «Es un

 vino de arroz japonés. Es más como un vinagre. ¿De acuerdo? Vamos a

preparar el plato completo para que lo prueben». Los mozos, ya se sabe,son los primeros publicistas de la cocina. Al verlo conducir esa clase, uno

de los meseros me dijo que Pedro Miguel había cambiado, madurado, que

 ya no era el ogro que solía ser, e indicó con el dedo índice un punto en me-

dio de la cocina de cerámicos celestes. No se refería al vetusto refrigeradorque descansa en un extremo, y que Schiafno y sus hermanos plagaron

con calcomanías de ropa para surfers a lo largo de su adolescencia, sino

a un dispensador de papel que el chef solía destruir a puñetazos cuando

la tensión lo desbordaba. El dispensador ahora luce victorioso, pues tieneotro lugar por encima de un grifo de agua. Para asestarle un golpe directo,

Schiafno tendría que hacer un esfuerzo adicional. Empinarse.

Schiafno versión 2010 ya no hace ese tipo de cosas. Los cocineros

cambian, evolucionan. Cuando él llegó de Italia, donde trabajó despuésde graduarse como cocinero en los Estados Unidos, admiraba la imagen

de sus antiguos jefes de cocina. Uno de ellos era Piero Bertinotti, al que él

llama su mentor, y que es el dueño de un restaurante con una estrella Mi -

chelin. El Bertinotti que Schiafno conoció era uno de esos cocineros que

difícilmente abandonan su restaurante y que, al llegar las dos de la ma -

drugada, podían retener a sus trabajadores abriendo botellas de vino para

seguir charlando sobre la cocina. Schiafno pasó cuatro años en Italia sindescansar un solo día, y durante su estancia en el restaurante de Bertinotti

gozó del raro privilegio de dormir en el granero. Por las mañanas se le -

 vantaba muy temprano para preparar el pan. Cuando abrió Malabar en el

2004, todavía estaba imbuido en esa mística. Carlos Testino, un cocineroque trabajó allí durante el primer semestre y ahora dirige un restaurante

a dos cuadras de Malabar, recuerda noches en que, acabado el servicio,

Schiafno permanecía obsesionado limpiando con un cepillo las sucieda -

des que sólo él parecía encontrar en la cocina. Testino se

divertía por entonces arrojándole maníes a la distancia

para recordarle que ya era hora de irse. Schiafno ver-

sión 2007 aún era capaz de aceptar hacer un viaje hasta

Bogotá para cocinar un bufet de cumpleaños para más

de cien personas, solo y sin pago de por medio. Al día

siguiente incluso podía negarse a almorzar con el dueñodel cumpleaños porque aún tenía que asear sus utensi-

lios. El antrión era el cantante Juanes y entonces qui-

zá también tuvo la tentación de arrojarle algo. O tal vez

sólo miró con divertido respeto a ese extraño soldado dela revolución de la cocina peruana.

Pero algunos cocineros cambian, absorben losmensajes de la realidad y a veces aceptan salir de sus

restaurantes para emprender otras tareas. Schiaf-

Cuando Schiafno recibió por tercera vez los c

en su rostro se descompuso. Se agrió.—No puedo creer que esta huevada esté pasa

cortando así. Una mierda, pues. No quiero el pescad

Jonathan murmuró algo sobre el encargado de

—Pero habla, pues, di: «No puedo trabajar conto. Si el encargado te lo trae mal, se lo revientas en

entregas así porque la puteada te cae a ti. ¡Dónde es

Estamos en la cocina de Malabar, uno de los crantes de Latinoamérica, según la revista inglesaR E

a los mejores locales del mundo. La tensión es un c

 ver a quienes buscan la perfección. La cocina es el elos errores del mundo fuera del plato. Pasada esa

Schiafno pretende decir algo a los clientes de un

carácter, no implica necesariamente salir de su coci

—¿Los que han pedido ese carpaccio de olluco

El mozo informa que son una pareja de turista

—Les llevas el carpaccio y luego les muestras eEn el plato hay dos ollucos enteros, largos, ana

—Explícales de dónde vienen, qué cosa son. T

la papa… Tú ya sabes.

Unos segundos después, empuja ligeramente puerta de la cocina, y asoma la cabeza para espiar e

ca. Conversaciones. Sonrisas. Sosiego. El mozo, fr

nadienses, imparte una tranquila charla de geograf

olluco. Schiafno observa la escena por un momenlabios parecido a una sonrisa y luego vuelve al frago

centración, señores. Los quiero concentrados». En

taurante una de sus dos agendas indica que aún fal

que el chef parta de viaje a la selva. Es difícil determ

llevan la cuenta regresiva.

Trescientas veintiséis horas después de aquell

Schiafno disfruta un jugo de naranja en el mercad

mientras responde una llamada telefónica que campaso por la ciudad y seguramente recargará su age

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Se ha recostado en la columna de madera de la juguería.

La vendedora refriega sus vasos en una batea de aguatrajinada. Por allí circulan algunos turistas. Curiosean.

Toman fotos. Schiafno a veces se imagina a un político

inteligente que invierte dinero en el mercado, que cons-

truye grifos de agua potable y que alienta a los comer-

ciantes a trabajar con higiene. Pero tal cosa no existe en

esta región de fauna variada. La revolución de la gastro -

nomía peruana es esa ola en formación que difícilmente

se advierte desde la selva. La llamada de larga distanciaque Schiafno ha recibido tiene que ver con aquel boom.

 Al colgar, termina de beber el jugo a toda prisa.

—Me aprobaron el proyecto de restaurante

amazónico —dice tomándose la cabeza con ambasmanos—. Más chamba.

Sonríe. Es una preocupación que lo pone conten-

to. El negocio podría estar listo en unos nueve meses.

Schiafno se imagina el restaurante como una expe-

riencia propicia para comunicar a los clientes de qué

se trata la selva. Por ejemplo, el arte. Son las once de

la mañana y él calcula que hay tiempo para estableceruna pequeña agenda de trabajo para lo que queda del

día: visitar a un pintor que le han recomendado, y cuyas

pinturas tal vez puedan colocarse en el futuro restau-

rante, y después ir a un criadero de un viejo conocido

suyo. Es importante mantener las relaciones de amis-

tad y de trabajo. Al salir de ese lugar es probable que

se encuentre en apuros para llegar a tiempo al cruce-

ro en el que tiene que zarpar. En su bolsa de compras,Schiafno ha reunido una na muestra de la diversidad

del mercado: unos cuantos caimitos, algunas lúcumas

gigantes, un atado de chonta y hueveras de carachamade color anaranjado brillante, buenas para preparar ca-

 viar. En un barco de lujo que navega tranquilo sobre el

 Amazonas. Schiafno aferra con fuerza su compra.

Pasada la una de la tarde, él está sentado a una

mesa en el criadero Arapaima Gigas, que es el nombrecientíco del paiche. Tiene hambre y almuerza nos

trozos de un dorado entero (cabeza, tronco, ojos y ale-tas), mientras el propietario del lugar le sugiere algunas

ideas que podría adaptar en Malabar.—Allá deberías servirlo así, enterito, con sus

ojitos y todo.

—¿Estás loco? —reacciona el cocinero—. Los clien-

tes se asustan. Hay que hacer las cosas poco a poco.Santiago Álvez no está loco aunque sus conocidos

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lo apodan Indio blanco. Su propiedad es un mar de ve-

getación en cuyo interior cuatro lagunas brillan bajo el

sol de la tarde. Decenas de hombres de piel cetrina y

ojos achinados construyen diques, trasladan redes de

pesca y alimentan a la realeza. Al paiche también le

llaman el Rey de la selva, y en este criadero hay dos-

cientos que conviven con una corte de vasallos meno-

res: peces gato, doncellas, maparates. En la supercie

caminan motelos (una tortuga anbia de carne suave

 buena para las sopas), manadas de sajinos (unos cer-

dos salvajes cubiertos de pelo grueso), familias de ron-

socos (roedores gigantes como ovejas), y varios majaces

(roedores del tamaño de media oveja). Para entender la

riqueza de esa propiedad, dice Álvez, hay que regresar

un domingo al restaurante que hay en el criadero y ver

cómo veinte mozos atienden a setecientos comensales

mientras una parrilla de cinco metros asa a la leña toda

la fauna que cabe en ella. Veinte meseros versus sete-

cientos clientes es un espectáculo digno de verse. Álvez

es un hombre carismático. Schiafno quiere averiguar

si será capaz de enviarle periódicamente algo de carne y

pescado. Dice que le gustaría empezar con el majaz.

—Te lo mando, hermano, ¿por qué no? Ya sazona-

dito y todo te lo envío.

—Papá, no es así —le dice a Álvez una de sus hi-

 jas, una mujer en pantalón corto y blusa escotada, que

come un pescado a la parrilla—. Él tiene un restaurantegourmet, allí ellos lo cocinan a su manera.

—¿En serio? —Álvez parece sorprendido—. ¿Qué

 van a saber ellos de sazón?

 Indio blanco no conoce Malabar y tampoco parece

interesarle mucho ahora. Sí le interesa entretener a sus

 visitantes contándoles los capítulos de su biografía. Sien-

do niño, dijo que estuvo a punto de ser aniquilado por un

otorongo. Estaban frente a frente en la espesura de la sel-

 va y el chico se moría de miedo, pero tuvo la ocurrencia

de gritar tan fuerte que ese animal feroz como un tigre

salió huyendo desconcertado como un gatito. La tarde y

las historias avanzan con aire alegre pero poco propiciopara los negocios. Hay algunas cervezas destapadas so-

 bre la mesa. Animado por la conversación, Álvez ordena

a sus hombres que extiendan las redes en una de las la-

gunas. Quiere mostrar la calidad de sus paiches. Schiaf -

no se quita la camiseta y las sandalias para ayudar a ce-

rrar la red. En el agua doce hombres forman un círculo

que se hace cada vez más pequeño. Caminan despacio,

no hablan: el paiche es un pez sensible y está pendiente de cualquier ruido

Cuando la gente ha cerrado la ronda, las redes retienen varias docenas d

peces pequeños y algunas tortugas. También hay un paiche de escamas pla

teadas y cola dorada que aletea con ferocidad. Tiene el tamaño de un delfínpesa unos treinta kilos. Es un paiche casi púber, si tal cosa existe.

El púber Schiafno coleccionaba todo tipo de animales. Tenía

monos, iguanas, serpientes, hurones, halcones, arañas, hámsteres

tarántulas y una vez llegó a poseer diecinueve loros. Conseguía esas

mascotas a veces a escondidas, las criaba un tiempo, pero luego en

casa le decían que debía devolverlas o donarlas al zoológico. Para te

ner un animal es preciso tener tiempo. Cuando ya fue un cocinero fa

moso, él concentró su ación por todo tipo de criaturas en un perro

 braco llamado Apu al que mimaba mucho. Un día el cocinero se mudó

 junto a su novia. Apu se puso celoso. Andaba de mal humor, orinab

en cualquier parte y enseñaba los dientes con frecuencia. En el 2009

Schiafno tuvo que regalarlo, y desde entonces ha vivido un año extra

ñándolo. Un año huérfano de mascota. Esta tarde, cuando se acerca

al paiche para tocarlo con las manos, uno de los hombres le dice que

tenga cuidado. Un pez similar dio un coletazo repentino y le rompió la

nariz a un pescador hace unas semanas. El cocinero desliza una mano

por encima del lomo del animal, luego le pasa la otra por el vientre

 y con silencioso cuidado logra tomarlo en brazos. El paiche está algo

tenso fuera del agua, pero se va calmando hasta lucir inofensivo, digno

de una caricia, o quizá sea su instinto de conservación el que lo con

trola ante esos predadores grandes que lo han vencido. Schiafno le

acaricia la cabeza con la palma de una mano. El pez permanece quieto

durante ciento noventa y dos segundos y no se pone nervioso ni siquiera ante las fotografías. Los hombres miran la escena divertidos

El niño que coleccionaba todo tipo de mascotas extrañas se comporta

como si hubiera hallado un cachorro de paiche. Si tal cosa existe.

Camino al lugar donde lo recogerán para partir hacia el crucero, é

todavía sigue pensando en aquel paiche manso. «Nunca me ha ocurrido

nada así. Normalmente son bravos. Qué raro», dice mientras camina po

una carretera anqueada de árboles muy altos. Entonces se da cuenta d

que no trae consigo su billetera; es decir, no lleva documentos y sólo carg

algunas monedas para abordar el primer mototaxi que pase por allí. Lue

go repara en su aspecto: su traje de baño está mojado y sucio y sus pies

en sandalias están salpicados de lodo. Parece un muchacho que acaba de

revolcarse, y quizá tenga que contar algo así cuando se reúna con la tripulación y los turistas.

—¿El cocinero de un crucero de lujo va a llegar así? —piensa en voz

alta—. Qué jodido, ¿no?

Pero el sol caliente propicia el buen humor y Schiafno está bastant

tranquilo, incluso cuando va a bordo del mototaxi y el viento agita su ca

 bello. Todavía no se ha dado cuenta de que ha olvidado en algún lugar l

 bolsa con las compras que hizo en el mercado.