EL CORAZÓN BELLO DE LA LITURGIA

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Sal Terrae 100 (2012) 131-143

«Hasta que vuelva...» (1 Cor 11, 26).

Belleza y liturgia

Carlos del Valle Caraballo, SJ*

Fecha de recepción: diciembre de 2011 Fecha de aceptación y versión final: enero de 2012

Resumen

La belleza en la liturgia no consiste en que en ella aparezcan muchas obras

de arte o producciones bellas. La belleza de la liturgia reside en la acción

litúrgica misma, pues se trata de la prolongación de las obras salvíficas de

Jesús. La liturgia es tanto más bella cuanto más deje traslucir y produzca los

efectos de las acciones de Jesús en quienes participan en ella. De este modo,

belleza y liturgia comparten una serie de efectos: alegría, transformación,

experiencia de orden (armonía). La belleza es, por lo tanto, un ministro más

de la liturgia, que no trata sino de buscar el Reino de Dios y su justicia.

PALABRAS CLAVE: símbolo, acción, alegría, transformación, armonía

«Till he come...» (1 Cor 11:26). Beauty and liturgy

Abstract

Beauty in liturgy does not consist in showcasing various works of art or

beautiful productions. Beauty in liturgy lies in liturgical action itself since it

is an extension of Jesus’ saving mission. Liturgy is even more beautiful the

more it shines through and the more it brings the effect of Jesus’ actions to

those involved in it. Hence, beauty and liturgy share a series of effects such

as joy, transformation and experiencing order (harmony). Beauty is,

therefore, another liturgical ministry, which seeks to find the Kingdom of

God and His justice.

KEY WORDS: symbol, action, joy, transformation, harmony

Un recuerdo y una hipótesis para comenzar

En el 2011 se han cumplido los 25 años del estreno en los cines

españoles de una película cuya banda sonora ha pasado a formar parte

de nuestro imaginario cinematográfico: La misión (Roland Joffé-

Ennio Morricone, 1986). En un momento de la película, un misionero

jesuita, el Padre Gabriel, se adentra en la espesura de una selva

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exuberante después de haber escalado la imponente pared rocosa de

una gigantesca catarata armado únicamente con un oboe. Al llegar a

un claro, en el que no se ve a ningún indio pero donde se los presiente

expectantes, el P. Gabriel se sienta y, un poco tembloroso, comienza a

tocar una melodía. De todos los rincones de la selva virgen salen

guerreros armados hasta los dientes, pero sin intención de atacar. La

música los ha conquistado sin violencia, y el asombro que les produce

esa sensación placentera hace que vean al misionero no como a un

enemigo, sino como a un hombre especial, comunicador de una

belleza más que humana y portador de toda clase de bienes.

Por la belleza de la música, al corazón, y de ahí a la apertura al

Evangelio de Jesús. Con tiempo y esfuerzo, las primeras comunidades

cristianas se irán multiplicando por los bosques amazónicos.

Se me antoja que hoy, entre otras, se podría señalar una causa

(¿disparadero?) del éxodo silencioso que vivimos en la Iglesia actual y

que va vaciando nuestras comunidades: la desafección (por

extrañamiento e indiferencia) hacia la liturgia, la expresión y la

celebración pública de la fe en Jesucristo.

Mucho se podría decir de las múltiples causas, pero aquí nos toca

centrarnos en una, la liturgia. Una liturgia que es percibida y

considerada por muchos como sosa, descafeinada, formalista y sin

alma, que «no dice nada», que deja indiferente a quien participa en

ella. Desde esta constatación, necesitada de un serio y profundo

análisis, me atrevo a aventurar una hipótesis en forma de pregunta: ¿se

trata, acaso, de celebraciones que han perdido su significatividad a

fuerza de haber perdido belleza (belleza, sí, de esa que asombra y

conmueve), a fuerza de haber admitido lo racional-cartesiano en ellas

y de haber excluido lo afectivo-simbólico, el enganche sensorial que

nos hace estar presentes con todo nuestro ser en una celebración y nos

permite pasar de los signos al misterio?

Vamos a tratar de acercarnos en estas pocas páginas al papel de la

belleza en la liturgia y a tratar de descubrir cómo lo bello puede

ayudar a captar y experimentar más límpidamente el actuar de Cristo

en la liturgia cristiana.

1. El símbolo, entre el ser humano y Dios

El sentido último de la experiencia religiosa, el sentido último de lo

que en el cristianismo llamamos «misterio divino», no puede ser

dicho. Según Rahner, es «indisponible» para nosotros. Eso no quita

que los creyentes hagamos referencia a ese misterio: lo entendemos

sin tener que decirlo ni apresarlo con nuestras categorías mentales1.

La sintonía entre símbolo y fe parece, pues, evidente. El símbolo, que

existe solo en el intercambio entre sujetos, nos envuelve y nos implica

haciéndose para nosotros presencia histórica de la realidad hacia la

que intentamos dirigirnos. Es decir, el sentido hacia el que nos envía

el símbolo es ya, de alguna manera, presencia de la realidad

significada. Por eso podemos celebrar los cristianos. Toda

celebración, en cuanto simbólica, consiente que la fe se exprese sin

traicionar su peculiaridad. Es decir, la celebración simbólica permite

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decir al indecible, permite tocar lo intocable, relacionarme, en

definitiva, con el totalmente Otro.

La liturgia es, por lo tanto, mucho más que la celebración comunitaria

del credo recibido y compartido; no nos podemos cansar de repetir

que tiene que ver con una profunda experiencia simbólica de la fe.

Fue Romano Guardini quien intuyó a comienzos del siglo XX que la

recuperación de un conocimiento simbólico es decisiva para continuar

siendo existencialmente cristianos. «Guardini estaba completamente

convencido de que el hombre es espíritu en cuerpo y cuerpo en

espíritu y que, por tanto, la liturgia y el símbolo lo conducen a la

esencia de sí mismo, en definitiva, lo portan, a través de la adoración,

a la verdad»2.

Para Guardini además, aunque es evidente que lo litúrgico tiene que

ver con un conocimiento, se trata sobre todo de un hacer, de un ser. La

liturgia no forma «enseñando» o transmitiendo conceptos, sino que es

«realizando» como nos educa en un comportamiento espiritual

propio3.

2. La belleza en la acción litúrgica

Más allá de todas las elaboraciones teóricas posibles, la liturgia, se

quiera o no, es urghia, actio symbolica, y esto supone un ars

celebrandi que la mayoría de las veces los mismos liturgistas dan por

descontado o minusvaloran como si fuera el hermano menor y

descolgado de la teología litúrgica.

Bautismo, eucaristía, imposición y unción con las manos, capacidad

de perdonar, oración íntima y sencilla a Dios, pertenecen al actuar

mismo de Jesús en el mundo, a su propia actio, son constitutivas de la

Iglesia y, por lo tanto, absolutamente esenciales para la vida cristiana.

Pero estas acciones, estos ritos, no se bastan por sí mismos, porque

para ser salvíficos tienen que ser capaces de generar una existencia

cristiana «otra», «santa», semejante a la de Jesús embebido de la

voluntad de Dios. De hecho, el juicio de salvación o de perdición

caerá sobre la existencia humana, sobre el ethos de servicio al

prójimo, al hermano, sobre el vivir o no vivir el mandamiento nuevo

de Jesús (Jn 13,34; 15,12), y no tanto sobre la asistencia más o menos

frecuente a la celebración de sacramentos, sacramentales y otras

celebraciones litúrgicas4.

«En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis

la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26). «Hasta que

vuelva» Jesús con sus gestos amorosos y su actuar propio, seguirá

siendo esencial para nosotros una acción en la fe, unos signos,

símbolos, palabras y experiencias que, ordenados a poder vivir

integralmente en el amor, sean capaces de generar los mismos efectos

que produjo la acción de Jesús, que pasó por este mundo «haciendo el

bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba

con él» (Hch 10, 38).

Las acciones de Jesús fueron profundamente sanadoras y salvíficas,

porque fueron las del buen pastor mesiánico, el «pastor bello» (cf. Ez

34 y Jn 10,11)5, que da su vida por las ovejas y es capaz de hacernos

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vivir las promesas de Dios, de hacernos experimentar el don de su

amor incondicional.

Por lo tanto, en el tiempo de la Iglesia, en este espacio-tiempo en el

que vivimos, será sobre todo la acción litúrgica la que ha de ser bella,

pues no es otra cosa que la actualización (memorial epifánico) de la

acción transformadora de Jesús.

La constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II,

Sacrosanctum Concilium, en su número 6, formuló magistralmente

que las acciones salvíficas de Jesús continúan en la Iglesia y se

completan en su Liturgia: «Por esta razón, así como Cristo fue

enviado por el Padre, Él a su vez envió a los Apóstoles, llenos del

Espíritu Santo, no solo a que, predicando el Evangelio a toda criatura

anunciaran que el Hijo de Dios con su muerte y resurrección nos ha

librado [...] de la muerte y nos ha transferido al reino del Padre, sino

también a que ejercitaran la obra de salvación que proclamaban,

mediante el Sacrificio y los Sacramentos, en torno a los cuales gira

toda la vida litúrgica»6.

3. Los frutos de la belleza

De lo dicho hasta aquí resulta que la liturgia es «bella» no por incluir

mucha belleza artística en las celebraciones (arquitectura, escultura-

imaginería, música, pintura, orfebrería, carpintería, floristería,

coreografía, etc.), sino por constituir ella en sí misma una «acción

bella», es decir, por actualizar las acciones de Jesús en nuestro aquí y

ahora7.

Y puesto que la acción litúrgica se trata de una acción bella por ser

continuación de las acciones de Jesús, nos podemos preguntar en qué

medida los efectos de la belleza, que tradicionalmente son tres:

alegría, transformación y orden (como experiencia), coinciden con los

«frutos» o «efectos fenomenológicos» de la liturgia, porque creo que,

sin mucha distorsión, muchas de las cosas que se pueden decir de los

efectos de la belleza son aplicables a lo que se puede decir de la

liturgia.

3.1. Alegría

La belleza, como la liturgia, es enigmática, es fuente de realidad y de

vida, capaz de generar un derroche de sentido, de percepción

sensorial, que nos produce asombro, delicia estética, alegría, gozo,

agradecimiento, lo mismo que producían las acciones de Jesús en su

época.

En el relato que hace el evangelista Juan de las bodas de Caná, Jesús

«derrocha» el agua de las tinajas convirtiéndolas en vino, lo que

produce un exceso de alegría y asombro primero en el maestresala y

luego en los comensales: «Todo el mundo sirve primero el mejor vino,

y cuando los convidados están algo bebidos, saca el peor. Tú, en

cambio, has guardado hasta ahora el vino mejor» (2,10). Una alegría

que nos hace sentirnos trasladados ya al Reino, al Reino de lo

incondicionalmente bueno, justo, amable y bello.

Al atardecer de un frío día de Navidad de 1886, el diplomático, poeta

y dramaturgo Paul Claudel asistió a las Vísperas en la catedral de

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Notre-Dame, en París. Allí, de pie entre la muchedumbre, cerca del

segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la

sacristía, escuchaba la música que envolvía a los fieles llenando las

naves de intensa alegría. Cuando los niños del coro vestidos de blanco

y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet

entonaron el Magnificat, el agnóstico Claudel sintió una sacudida

interior de alegría que cambió su vida para siempre: ««¡Qué feliz es la

gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí!

¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!».

Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí, y el canto tan tierno del

Adeste [fideles] aumentaba mi emoción»8.

Claudel comprendió enseguida que muchos aspectos de su vida

necesitarían retoques y ajustes, pero lo fundamental estaba hecho.

Claudel no solo oyó cantos conmovedores, sino que, sumergido en el

mundo de la belleza, sintió una alegría que le llegaba hasta los

tuétanos del alma. «Escuchando el Magnificat tuve la revelación de un

Dios que me tendía los brazos»9 y que le fue llevando al nivel de

existencia en el que se abrazan naturalmente las opciones radicales y

se consuman con júbilo las adhesiones personales por los grandes

ideales y valores, entre ellos la fe.

Como afirma López Quintás, el acceso a la belleza de la música o a la

capacidad de una liturgia lograda de introducirnos en la acción

salvadora de Dios en la historia se da por un mismo mecanismo, el de

una cierta elevación; es decir, nos vemos atraídos irresistiblemente

hacia ellas (belleza-acción salvadora), pero sin que nos sintamos

forzados o violentados en nuestro ser, sino con una alegría interna que

no procede de este mundo y que hace todo más fácil, real y duradero.

«En su obra El idiota (III, cap. V), Fedor Dostoievski advierte que

“la belleza salvará al mundo”. Se refiere a la belleza redentora de

Cristo. Es conveniente meditar hasta el fondo esta sentencia porque,

ante las múltiples calamidades que afligen a las gentes, puede

considerarse como un esteticismo frívolo dedicar tiempo a

contemplar realidades bellas. Esta objeción es difícilmente rebatible

si reducimos la experiencia de la belleza a dejarse mecer por el

agrado de las proporciones armoniosas, el halago del color y el

sonido, la fuerza seductora de los ritmos electrizantes. En cambio, no

tiene sentido tal reparo cuando advertimos que, al entrar en contacto

directo con la belleza, nos sentimos atraídos hacia lo más valioso.

Tal atracción no es una mera efusividad sentimental; es la instalación

personal en una región elevada. Beethoven confesó, en cierta

ocasión, que a él se le había concedido vivir en una región de belleza

inigualable, y la tarea de su vida consistía en transmitir a los

hombres ese tesoro a través del lenguaje musical»10.

3.2. Transformación

Otro efecto de la belleza, compartido por la liturgia, es la capacidad de

transformación personal. La liturgia, en su más humilde concreción,

ya sea en una pequeña comunidad andina de mamitas que celebra la

eucaristía a casi cuatro mil metros de altura en una sencilla capilla de

adobe y madera, o en una iglesia de arquitectura cisterciense de las

Trois soeurs de Provence (las abadías de Sénanque, Thoronet y

Silvacane), confiesa siempre la transfiguración de la realidad a manos

de la acción del Espíritu Santo, desvela la posibilidad de que el

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corazón humano se abra a una realidad distinta, se «convierta» y deje

salir lo mejor de sí, en vez de lo peor de sí.

En la película Camino al paraíso (Bruce Beresford, 1997), un grupo

de mujeres de distintas nacionalidades recluidas en un campo de

prisioneros en Sumatra durante la II Guerra Mundial forman

secretamente un coro. Un día, justo antes de comenzar un concierto

clandestino, los guardianes irrumpen en el pabellón en que se va a

producir. El espectador se teme lo peor, pues la represión podría ser de

una violencia brutal; pero nada más entrar en la sala de conciertos

improvisada, se oye el primer acorde del adagio de la Sinfonía nº 9 de

Antonin Dvořák (del Nuevo Mundo). La magia de la música detiene a

los guardianes y los adentra en un mundo de belleza, opuesto a la

sordidez inhumana de la vida en un campo de concentración.

«Sobrecoge observar que la aparición de lo bello en estado puro pueda

transformar la actitud de las personas de corazón al parecer

endurecido»11.

Por lo tanto, una liturgia que cuenta con la belleza en cualquiera de

sus manifestaciones como si fuera «un ministro» más de la

celebración, es capaz de realizar de un modo especial y casi único esta

transformación, este proceso de metamorfosis de nuestras vidas que

tiene como sujeto agente al Espíritu de Dios actuando en nosotros,

pues «lava lo que está manchado, riega lo que es árido, cura lo que

esta enfermo, doblega lo que es rígido, calienta lo que es frío y dirige

lo que está extraviado» (Secuencia del Espíritu Santo del Domingo de

Pascua)12.

¿De dónde procede entonces este poder transformador de la acción

litúrgica y de la música, o de lo bello en general? De la capacidad que

tienen para transportarnos de un nivel de existencia a otro. La acción

litúrgica, prolongación de la actuación de Jesús (no lo olvidemos),

como la música, la pintura o el buen cine (aunque sin igualarse a

ellos), produce experiencia, experiencia sensorial, nos introduce por

inmersión en una realidad expresiva abierta que es portadora de

verdad13 y fuente de nuevas posibilidades que hay que ir asumiendo

poco a poco, con el ritmo lento propio de todo proceso de maduración

espiritual.

3.3. Orden como experiencia o armonía

Mientras que el arte clásico buscaba imitar el cosmos en sus

creaciones y lo idealizaba fijándolo en un canon de belleza (Mirón,

Fidias, Policleto, Praxiteles), el arte moderno quiere abrir una ventana

sobre el caos constitutivo del ser para mostrarnos la belleza que late

ahí (v. gr. Las flores del mal, de C. Baudelaire). Por esta razón, la

palabra «orden» es contracultural, porque parece que apreciamos más

el desorden caótico como génesis de vida que lo ordenado y

armonioso.

Sin embargo, para que algo sea hermoso tiene que ofrecer no solo una

imagen de orden, sino que ha de producir una experiencia de orden. Y

esta experiencia de orden puede convertirse en un ministerio de

consuelo para el corazón de tanta gente desgarrada por horarios de

trabajo demasiado exigentes, dedicaciones laborales (cuando se

tienen) que fragmentan la vida, o relaciones personales y familiares

poco sanas o rotas del todo.

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El orden como experiencia que produce la liturgia puede ser

interpretado como experiencia de armonía, de unicidad plena, de

gracia, de equilibrio de cada una de las partes de mi ser, pero no en un

equilibrio frío, entendido de modo calculado y racional, sino al modo

del equilibrio que hay en el interior de la Trinidad que, imaginado en

un movimiento como de danza, cada uno es más sí mismo cuanto más

se retira para dejar que el otro sea el primero y más importante.

Para ilustrar esta experiencia de orden quiero citar unas sorprendentes

palabras de Benedicto XVI:

«Gandhi subrayaba que hay tres espacios vitales en el cosmos y

demostraba cómo cada uno de ellos comunica incluso su propio

modo de ser. Los peces viven en el mar y están callados. Los

animales terrestres gritan, pero los pájaros, cuyo espacio vital son los

cielos, cantan. El silencio es propio del mar, el grito es propio de la

tierra, y el canto es propio de los cielos. El ser humano, sin embargo,

participa en los tres: lleva en sí lo profundo del mar, el peso de la

tierra y la altura de los cielos; por este motivo, los tres modos de

existencia le pertenecen: el silencio, el grito y el canto.

Hoy... vemos que, despojado de trascendencia, todo lo que le

queda al hombre es gritar, porque desea ser únicamente tierra y

busca convertir en tierra incluso los cielos y el fondo del mar. La

verdadera liturgia, la liturgia de la comunión de los santos, lo

restaura a la plenitud de su existencia. Ella le enseña de nuevo a

volar, la naturaleza de un ángel; elevando su corazón, hace resonar

de nuevo en él esa canción que en cierto modo ha quedado dormida.

Es más, podemos decir que la verdadera liturgia se reconoce

precisamente por el hecho de que nos libera del modo común de

actuar y nos restituye la profundidad y la altura, el silencio y el

canto».14

La experiencia de orden que provocan la belleza y la liturgia

ralentizan nuestra respiración, sosiegan nuestro espíritu y nos hacen

definitivamente presentes a nosotros mismos, restituyendo nuestro

lugar en la creación, llenándonos de respeto por todo lo que sentimos

y por todo lo que existe. Normalmente, cuando estamos realmente

«presentes» a nosotros mismos ante Dios, sentimos paz. Y esa paz es

ya un modo extraordinario de «experimentar un orden distinto» dentro

y fuera de nosotros mismos, que nos ayuda a adoptar la relación

debida con nosotros, con los otros, con Dios y con todo lo creado. El

orden como experiencia, en definitiva, es sentir que estás en tu sitio en

la vida y notar que te inunda la paz.

4. Concluyendo: ¿Puede haber algo en la liturgia que no sea bello?

En el otoño de 1930 un joven ingeniero norteamericano llamado

Alexander Calder visitó el taller del pintor vanguardista holandés Piet

Mondrian, en París. Calder quedó fascinado ante lo que vio allí: una

enorme pared blanca de la que colgaban unos cuantos tableros

rectangulares pintados de amarillo, rojo, azul y varios grises que

formaban una perfecta composición. Calder sintió, sin embargo, que

algo faltaba en ella: era una perfección muerta porque estaba completa

y para siempre inmovilizada.

El joven ingeniero preguntó al pintor si no sería mejor que los

elementos pudieran moverse. Al maduro holandés no le gustó la idea,

pero poco le importó a Calder, que acabaría desarrollando el «arte

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cinético» y las famosas «esculturas móviles» que hoy pueden verse en

el aeropuerto Kennedy de Nueva York, en Montreal, París o

Barcelona. «Los movimientos se pueden componer del mismo modo

que se componen los colores y formas»: así definió Calder su proyecto

artístico15.

Del mismo modo que Calder consiguió dotar de movimiento a la

escultura, quisiera yo llevar la mirada hacia la belleza que encierra la

acción de la liturgia. Nada más bello que permitir que actores y

ministros de la liturgia no inmovilicen las celebraciones de modo que

estas puedan reflejar la belleza de la verdad interior de que son

portadoras, nada menos que la Verdad del Logos (Jn 14,6: «Yo soy el

camino, la verdad y la vida»). Una Verdad que, de ser

convenientemente celebrada y asimilada por todos los que participan

en la actio symbolica, nos irá haciendo libres (Jn 8,32) también

cuando estemos fuera de la iglesia.

Entonces, ¿es que se puede inmovilizar la acción litúrgica? Pues la

verdad es que sí. Se me ocurren algunas cosas que, tras lo dicho, y a

modo de enumeración, pueden ahora resultar «muy feas» en la

liturgia:

– No ayuda a «celebrar la salvación» que nuestras celebraciones

se conviertan en escaparates de oro, joyas, plata y telas de

antaño.

– No ayuda a dejar traslucir la belleza de Cristo confundir en una

celebración solemnidad con rigidez, o comportamiento ritual

con formalismo sin corazón.

– Tampoco es bella una liturgia en la que todo se deja a la

improvisación, o aquella otra en la que tanto el presidente

como la asamblea son parcos en expresarse con símbolos o no

creen del todo en ellos y los usan torpemente, tan solo «porque

está mandado».

– No tiene nada de hermoso utilizar ideológicamente la liturgia y

convertirla en arma arrojadiza entre facciones eclesiales.

– No es muy bonito que la excesiva atención hacia el significante

(gestos ampulosos o inventados por el presidente de una

celebración o los tonos y miradas de un lector) nos lleve a

distraernos y no dejarnos «alterar» por la Palabra y las acciones

del Cristo amado y celebrado.

Y que cada fiel cristiano añada las que quiera con una sonrisa... pues

no se trata de señalar con el dedo, sino de recuperar lo esencial en

nuestras celebraciones, prolongando humildemente la acción de Jesús

«hasta que vuelva». En palabras de Guardini: «De ordinario, lo que

aquí en la vida de la liturgia hay que tener como norma es el precepto

del Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo

demás se os dará por añadidura. Y nótese que dice todo; es decir, que

también, por consiguiente, la viva y luminosa emoción de la

belleza»16.

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* Licenciado en Liturgia. Coordinador de pastoral en el colegio Inmaculada

Concepción y director del Centro Loyola de pastoral en Gijón.

<[email protected]>.

1. Sigo libremente en este apartado a C. VALENZIANO, «Liturgia e simbolo», en

Scientia Liturgica. Manuale di Liturgia, II. Liturgia fondamentale, Piemme,

Casale Monferrato 1999, 47-51.

2. BENEDICTO XVI, «Audiencia a los participantes del Congreso promovido por la

Fundación “Romano Guardini” de Berlín», 29 de octubre de 2010.

3. R. GUARDINI, Formazione liturgica. Saggi, Edizioni O. R., Milano 1988, 17.

4. E. BIANCHI, prior de la comunidad monástica de Bose (Magnano, Italia), en las

palabras introductorias del IX Congreso Litúrgico Internacional (Bose, 2-4 junio

de 2011), que se ocupó del Ars liturgica (la capacidad del arte de entrar en la

liturgia) y que tenía como subtítulo El arte al servicio de la liturgia. En línea,

http://www.monasterodibose.it/content/view/4272/529/lang.it/ (consulta realizada

el 3 de diciembre de 2011).

5. El texto griego de Jn 10,11 dice: «yo soy el pastor bello», que solemos encontrar

traducido por «yo soy el buen pastor», desplazando el concepto de bondad por el

originario de belleza. Según el ideal de la kalokagathía griega, quien quiera

conducir una vida buena, no podrá dejar de tener una vida bella. Guardini repetirá

esta misma idea hablando de lo equivocado que está quien solo busca la belleza

en la liturgia: «Quien aspira a una vida en la belleza no deberá anhelar ni buscar,

como condición previa, nada que no sea bueno y verdadero. Si su vida es

verdadera vida, entonces será también bella, espontánea y natural, lo mismo que

la luz brilla cuando prende la llama. Pero quien busque en primer término la

belleza en sí misma, desligada de las otras categorías, correrá el riesgo de la

heroína de Ibsen, Hedda Gabler, de encontrar a la postre solo el hastío anulador

en todas las cosas»: El espíritu de la liturgia, Cuadernos Phase 100, Centre de

Pastoral Litúrgica, Barcelona 2006, 82.

6. Cf. VATICANO II, Documentos conciliares completos. Edición bilingüe, Razón y

Fe – Apostolado de la Prensa, Madrid 1967, 51. La cursiva es nuestra.

7. «Lo que era visible en el Señor ha pasado a los misterios»: SAN LEÓN MAGNO,

PL, Sermones, 74, 2.

8. P-A. LESORT, Claudel visto por sí mismo, Ed. Magisterio Español, Madrid 1970,

pero transcrito en línea en http://www.fluvium.org/textos/lectura/lectura8.htm

(consulta del 3 de diciembre de 2011).

9. P-A. LESORT, ibid.

10. A. LÓPEZ QUINTÁS, Estética musical. El poder formativo de la música, Rivera

Editores, Valencia 2005, 30 y 31. Esta obra, que recomiendo con entusiasmo por

su rara claridad y profundidad, me ha enseñado e inspirado mucho. De ella tomo

prestados casi todos los ejemplos que hacen interesante este artículo.

11. A. LÓPEZ QUINTÁS, op. cit., 39.

12. «Debe abandonarse la actitud que busca en la eucaristía solo la transustanciación

y la transformación de las “especies eucarísticas” (el pan y el vino). Se debe

buscar en último término la transformación de la comunidad por la comunión y el

cuerpo y sangre de Cristo»: L. MALDONADO, La acción litúrgica. Sacramento y

celebración, San Pablo, Madrid 1995, 101.

13. «La verdad es el alma de la belleza. Quien no sepa acercarse a la verdad y gustar

sus delicias, prostituye el concepto de la belleza, que existe y tiene su vigencia en

el imperio de lo real, convirtiendo lo que es gozoso y a la vez profundo juego en

el más fútil de los pasatiempos»: R. GUARDINI, op. cit., 80.

14. J. RATZINGER, Cantate al Signore un canto nuovo, Jaca Book, Milano 1996, 153-

154. Traducción propia.

15. Z. BAUMAN, Arte, ¿líquido?, Sequitur, Madrid 2007, 11.

16. R. GUARDINI, op. cit., 87.