El Evangelio Segun San Lucas 1 - Stoger, Alois

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EL NUEVO TESTAMENTO Y SU MENSAJE

Comentario para la lectura espiritual

Serie dirigida por

W OLFGANG TRILLING

en colaboración con

KARL HERMANN SCHELKLE y HEINZ SCHÜRMANN

3/1

EL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS

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ALOIS STOGER

EL EVANGELIO

SEGÚN SAN LUCAS

TOMO PRIMERO

BARCELONA EDITORIAL HERDER

1979

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Versión castellana de Alejandro Esteban Lator Ros. de la obra de Alois Stóger, Das EvangeUum nach Lukas, 1. Tei!,

dentro de la serie «Geistüche Schriftlesung» Patmos-Verlag, Dusseldorf

Tercera edición 1979

Imprimatur: Barcelona, 25 de febrero de 1975 t Ramón D aumal Serra, obispo auxiliar

© Patmos-Verlag, Dusseldorf© Editorial Herder S .A ., Provenza 388, Barcelona (España) 1970

ISBN 84-254-0609-9

E f PROPBDAD DEPÓSITO LEGAL: B. 19.876-1979 PRINTBD IN SPAlK

G rafesa - Nápoles, 249 - Barcelona

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INTRODUCCIÓN

1. San Lucas dejó a la humanidad dos libros: el Evangelio y los Hechos de los apóstoles. En la introduc­ción del segundo se dice: «Escribí mi primer relato, oh Teófilo, acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que fue arrebatado a lo alto, después de dar ins­trucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que se había elegido» (Act l,ls). Designa el Evangelio y los Hechos con el término legos. Lo que liga a ambos libros es la palabra de Dios. Es también lo que enlaza las dos épocas de que tratan los dos escritos: el tiempo de Jesús y el tiempo subsiguiente de la Iglesia. La obra his­tórica de Lucas quiere presentar la palabra de Dios que fue proferida por medio de Jesús y que sigue actuando en la predicación misionera cristiana. Esta idea está formu­lada en cierto modo en las siguientes palabras de los Hechos: «Nosotros, pues, os anunciamos que la pro­mesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en favor de los hijos, que somos nosotros, suscitando a Jesús...» (Act 13,32s).

El Evangelio es punto de partida y base para el acon­tecer que se desarrolla en los Hechos de los apóstoles. En efecto, la palabra que envió Dios es la acción salva­dora de Jesucristo en Judea (Act 10,36s). La historia de

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Jesucristo es, por tanto, la palabra de Dios. El hecho de Cristo es una palabra que habla en la predicación apos­tólica. Lucas presentó en los Hechos de los apóstoles el acontecimiento de Cristo como cumplimiento de la palabra profética que había sido dirigida a los padres, y como punto de partida de la predicación misionera. En Jesu­cristo está ya delineado todo lo que los Hechos refieren sobre la palabra de Dios. El evangelista diseñó una imagen de Cristo que presenta a Jesús como la palabra de Dios. La clave para la inteligencia del Evangelio nos la ofrecen los Hechos de los apóstoles.

Se describe a Jesús como profeta «poderoso en obras y en palabras». Es más que profeta; es el profeta de los últimos tiempos, el Santo de Dios, el Hijo de Dios. Su palabra es, por tanto, revelación final, palabra decisiva, definitiva. La fuerza de lo alto, el Espíritu Santo, es el que sugiere en los últimos tiempos el lenguaje de salvación que abre las bocas y los corazones de todos (Act 1,8; 2,4). Con este Espíritu fue ungido Cristo desde el prin­cipio, este Espíritu recibieron los apóstoles de Cristo elevado a la diestra del Padre. Gracias a él actúan los testigos con gran fuerza y refuerzan la palabra mediante signos y prodigios que el Señor hace que se produzcan por su mano (Act 4,33s; 14,8s), así como anteriormente Jesús, ungido por el Espíritu, había tenido poder sobre las en­fermedades, los demonios, la muerte y el pecado.

La palabra del Señor se propaga por toda la región (Act 13,49). Crece (Act 6,7), «crece y se multiplica» (Act 19,20) y se muestra poderosa. Los Hechos de los apósto­les no quieren exponer otra cosa que el cumplimiento de la promesa del Resucitado: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que sobre vosotros vendrá; y seréis tes­tigos míos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Act 1,8). El evangelio pre­

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senta ya el comienzo de esta expansión, de esta propa­gación de la palabra de Dios hasta los confines de la tierra. La palabra de Dios vino del cielo a una ciudad de Galilea, a Nazaret, allí comenzó a actuar después del bau­tismo y llenó toda la región de Palestina. San Lucas no se cansa de repetir cómo la palabra de Dios tiende a propa­garse por todas partes. La voz de Jesús pasó de Palestina a las regiones limítrofes de los gentiles; las muchedumbres acuden a Jesús de todas partes.

Lucas presentó a Jesús como caminante. Es un cami­nante en la historia de la infancia, en su actividad en Ga­lilea, en su gran «viaje», incluso como resucitado (24,13ss). Jesús camina de Galilea a Jerusalén, donde es elevado al cielo, para enviar la virtud del Espíritu Santo, que arma a los apóstoles como a testigos itinerantes.

La palabra anunciada por Dios por medio de Jesu­cristo, es la palabra de los apóstoles. Los servidores de Dios hablan palabra de Dios (Act 4, 29). Atestiguan lo que han visto y oído (Act 1,2.22). El Evangelio habla de estos testigos, refiere cómo fueron ganados y elegidos en Galilea y cómo acompañaron a Jesús hasta que fue ele­vado al cielo. Las secciones en que se habla de la activi­dad en Galilea se cierran cada vez con otros tantos lla­mamientos de discípulos (5,lss; 5,27ss) y con actividades de los mismos (8,1 ss; 9,1 ss; 9,49ss). Todos los que han recibido la palabra de Dios se convierten a su vez en apóstoles y heraldos de la palabra. Así, al extenderse la palabra de Dios se multiplica también el número de los discípulos.

Según los Elechos de los apóstoles, la palabra de Dios es palabra de salvación (Act 13,26) y de vida (Act 14,3; 20,32). Así es también palabra de «conversión a Dios y de fe en nuestro Señor Jesucristo» (Act 20, 21) y de per­dón de los pecados (Act 3, 19; 13,38; 26,18). La palabra es

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llamamiento de Dios, bajo la forma del hecho de Jesús; a este llamamiento se debe responder con fe y conversión. Este llamamiento debe oírlo, percibirlo, creerlo (Act 4,4) cada uno en particular. Si lo hace, experimentará salva­ción, consolación, paz. La prehistoria y la cimentación de esta acción de la palabra en la predicación misionera de los Hechos de los apóstoles la ofrece el Evangelio, que nos habla del poder y fuerza salvífica de la palabra de Jesús.

2. Los cristianos de la primera generación estaban convencidos de que a la resurrección de Jesús no tarda­ría en seguir su segunda venida y la resurrección general de los muertos (Rom 13,11; ITes 4,15).

Esta esperanza de la próxima venida de Cristo no se realizó. Cuando escribía Lucas su Evangelio y los Hechos de los Apóstoles había ya hecho estragos la persecución de los cristianos por Nerón, los romanos habían tomado Jeru- salén, el templo había sido destruido por las llamas, pero la segunda venida de Cristo no había tenido lugar. Los Hechos de los apóstoles dan que pensar: «No os co­rresponde a vosotros saber los tiempos o momentos que el Padre ha fijado por su propia autoridad» (Act 1,7). En­tre la ascensión de Jesús y su segunda venida se ha de intercalar un período de tiempo más largo de lo que se había creído en un principio, un período que ha de tener sentido en el transcurso de la historia de la salvación. Los cristianos no pueden sencillamente cruzarse de brazos y estarse mirando al cielo: «Hombres de Galilea, ¿qué ha­céis ahí parados mirando al cielo? Este mismo Jesús que os ha sido arrebatado al cielo volverá de la misma mane­ra que le habéis visto irse al cielo» (Act 1,11). Hay que cumplir un gran encargo de Jesús: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que sobre vosotros vendrá, y seréis tes­tigos míos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta

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los confines de la tierra» (Act 1,8). La historia de la salvación desde el principio del mundo hasta la segunda venida de Cristo transcurre, según esta concepción de Lucas, en tres épocas. La primera es el tiempo de la pro­mesa, en el que Dios preparó a su pueblo, mediante la ley y los profetas, para la salvación venidera (16,16). Esta época terminó con Juan el Bautista. La segunda época es el tiempo de la realización, la del cumplimiento, el «año de gracia del Señor» (4,19), el tiempo de Cristo, que se extiende desde el comienzo de su vida en la tierra hasta el momento de su ascensión al cielo. Puede llamarse tam­bién la mitad o punto medio de los tiempos. En este pe­ríodo de tiempo se realizó, por lo menos incipientemente, en un pequeño espacio y por breve tiempo, el compren­dido entre los emperadores romanos Augusto y Tiberio, lo que se había predicho en el tiempo de la promesa. Se cumplió con creces lo que Dios había realizado por me­dio de los profetas. Los demonios son vencidos, la en­fermedad y la muerte superadas, se anuncia a los pobres la buena nueva, se perdonan los pecados, está presente el amor de Dios. A este punto medio de los tiempos sigue un tiempo para el que Jesús envió fuerzas e incluso el Espíritu Santo. En este tiempo se extiende la palabra de Dios hasta los confines de la tierra. Es el tiempo de la Iglesia, que fue fundada ya en el segundo período, en la mitad de los tiempos, y que ahora se va desarrollando.

Las tres épocas se hallan en relación mutua. La mitad de los tiempos es realización del tiempo de la espera; por eso se prepara y se interpreta mediante la Sagrada Escritura (24,44-47). Lucas cita raras veces la Sagrada Escritura, pero en los pasajes del Evangelio que son exclusivos de él es con frecuencia su exposición un tejido en el que están entrelazados numerosos hilos del Antiguo Testa­mento. Los acontecimientos del tiempo de Jesús se ex­

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plican a la luz del Antiguo Testamento. De la palabra de Dios reciben el sentido que Dios mismo les había prefija­do, se hace visible el plan de Dios que él realiza con la historia de la salvación. Mientras que el tiempo de la es­pera mira hacia adelante a la mitad de los tiempos, el tiempo de la Iglesia mira a la misma con una mirada re­trospectiva. En este tiempo medio está contenido todo aquello de que vive el tiempo de la Iglesia. El Espíritu Santo, que es la fuerza de la Iglesia, era también la fuer­za de Jesús, que con él fue ungido, por él oró, enseñó, obró; movido por él, caminó a través del país. La vida de Jesús es para la Iglesia el arquetipo de la vida. Sus su­frimientos son también los de los discípulos, sus expe­riencias son también las experiencias de la Iglesia. El Evangelio da la clave de la doctrina y de la vida de la Iglesia. Lucas escribe su Evangelip para que Teófilo pue­da procurarse certeza histórica acerca de aquello sobre lo que ha sido instruido (1,4). Lo que Jesús vivió y enseñó, hay que realizarlo día tras día (9, 23).

3. Dios es el que actúa a través de todas las épocas de la historia. Lucas quiere narrar las grandes gestas de Dios en la historia, siendo así historiador y narrador. Je­sús tiene que llevar a cabo el plan salvador de Dios. Lucas insiste más que los otros evangelistas en esta necesidad. El Resucitado habla así a los discípulos: «¡Oh, torpes y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padecie­ra esas cosas para entrar en su gloria?» (24,25s). Jesús obra con la autoridad de Dios. Su obra es manifestación de Dios. Esto fluye del coloquio del Hijo con el Padre, que se lo ha dado todo: poder y doctrina. De esta unión con Dios recibe Jesús sabiduría, decisión en la elección de los discípulos, la gloria de la filiación divina en el bautismo, en la transfiguración y en la resurrección.

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Dios quiere mostrarse como el que actúa a través de todas las épocas de la historia de la salvación. Ésta no viene de los hombres, sino de Dios. «En la tierra paz en­tre los hombres, objeto del amor de Dios» (2,14). Lo que el hombre aporta, y debe aportar, es su pobreza. El pro­grama de la acción salvífica de Jesús está contenido en el pasaje de la Escritura que se leyó en la sinagoga y del que dijo Jesús*que se había cumplido en aquella hora: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para anunciar el Evangelio a los pobres; me envió a procla­mar libertad a los cautivos y recuperación de la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos, a procla­mar un año de gracia del Señor» (Is 61,ls; 58,6). De aquí viene el que el evangelio de Lucas sea el evangelio de los pobres que viven en pobreza social, de los pecadores, de los adeudados, de las mujeres que están humilladas y no gozan de plena consideración social, de los que lloran. Jesús mismo forma parte de los pobres. Viene de Naza- ret, nace en un establo, no tiene dónde reclinar la cabeza... El magnijicut de la humilde esclava (1,46-55) es indica­ción del tiempo de la salud que comienza con Jesús. Dios sale por los humildes, los desvalidos y los pobres. El que está pagado de su propio poder cierra su corazón para con Dios, y Dios se cierra al que se le cierra. A través de todas las épocas de la historia de la salvación exige Dios que sean pequeños los que quieren recibir su salud.

El hombre se hace pequeño con la conversión. El tiempo de salvación es tiempo de misericordia con todos. Ahora bien, el presupuesto para recibir la salvación es la conversión: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan» (5,32) «Para que se conviertan» es un añadido de Lucas. El hombre se hace cargo de su situación mediante la palabra de Dios; ésta le informa sobre el juicio venidero y le descubre que es

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pecador. La preparación para la venida de Jesús, es con­versión, arrepentimiento y paciencia.

Si Dios es el que obra en el tiempo de la salud, enton­ces le corresponde la alabanza. Los relatos de los prodi­gios realizados por Jesús acaban repetidas veces con la alabanza de Dios. Las alabanzas más extensas de Dios por sus obras salvíficas son el benedicíus y el magníficat. Pero también el pueblo que se entera del nacimiento de Jesús (2,20), al igual que Isabel (l,41ss), alaba a Dios. A las obras de Jesús se responde con alabanzas de Dios (4,15; 13,13; 18,43). Después de Ja resurrección del hijo de la viuda de Naím, estalla el pueblo en un canto de alabanza que reza así: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo» (7,16; cf. 1,68). Jesús juzga conveniente que los sanados alaben a Dios (17,15.18). Las obras salvíficas de Dios por medio de Je­sús apuntan al reconocimiento de Jesús y en definitiva a la alabanza de Dios. «Cuando el centurión vio lo suce­dido, glorificaba a Dios, diciendo: “Realmente, este hom­bre era un justo”» (23,47). También los Hechos de los apóstoles ponen de relieve la asociación entre obra salva­dora de Dios por Cristo, conversión y alabanza: «Si, pues, Dios les otorgó el mismo don que a nosotros cuando crei­mos en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poder im­pedírselo a Dios? Al oir esto, se tranquilizaron y glorifi­caron a Dios, diciendo: Según esto, Dios ha dado también a los gentiles la conversión que conduce a la vida» (Act ll,17s). En el templo comienza el Evangelio de Lucas, y eri el templo termina. La liturgia de la oblación del in­cienso es la introducción del gran hecho salvador, el culto sinagogal en Nazaret inaugura la actividad pública de Je­sús, las asambleas de la Iglesia naciente se efectúan en el templo de Jerusalén. «Y estaban continuamente en el tem­plo, bendiciendo a Dios» (24,53).

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SUMARIO

Propósito del evangelista (1,1-4).

P a r t e p r i m e r a : E l c o m ie n z o d e la sa lv a c ió n (1,5-4,13).I. La promesa (1,5-56).1. Anunciación del bautista (1,5-25).

a) De un suelo santo (1,5-7).b) Anunciado en una hora sagrada (1,8-12).c) Un niño santo (1,13-17).d) Fidelidad a la promesa (1,18-23).e) Cumplimiento (1,24-25).

2. Anunciación de Jesús (1,26-38).a) Llena de gracia (1,26-29).b) Promesa llena de gracia (1,30-34).c) Concepción por gracia (1,35-38).

3. Encuentro (1,39-56).a) Las madres agraciadas (1,39-45).b) Cántico de María (1,46-55).c) Permanencia y regreso (1,56).

II. Nacimiento e infancia (1,57-2,52).1. Juan el Bautista (1,57-80).

a) Nacimiento e imposición del nombre (1,57-66).b) Cántico de Zacarías (1,67-79).c) Infancia de Juan (1,80).

2. Nacimiento de Jesús (2,1-20).a) Nacido en Belén (2,1-7).b) Dado a conocer por el cielo (2,8-14).c) Anunciado por los pastores (2,15-20).

3. Imposición del nombre y presentación de Jesús (2,21-40).

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a) Imposición del nombre (2,21).b) Presentación en el templo (2,22-24).c) Testimonio del profeta (2,25-35).d) Testimonio de la profetisa (2,36-38).e) Regreso a Nazaret (2,39-40).

4. El niño de doce años (2,41-52).a) Jesús en el templo (2,41-50).b) De nuevo en Nazaret (2,51-52).

III. Preparación a la actividad pública de Jesús (3,1-4,13)1. El Bautista (3,1-20).

a) El comienzo (3,1-6).b) Predicación del Bautista (3,7-17).c) Fin del Bautista (3,18-20).

2. Preparación de Jesús para su misión (3,21-4,13).a) Bautismo de Jesús (3,21-22).b) El nuevo Adán (3,23-38).c) Tentación de Jesús (4,1-13).

P a r t e s e g u n d a : A c t iv id a d d e J e s ú s e n G a l il e a (4,14-8,50).I. Comienzos de la predicación (4,14-6,16).1. Presentación (4,14-5,11).

o) Epígrafe (4,14-15).b) En Nazaret (4,16-30).c) En Cafarnaúm (4,31-44).d) Los primeros discípulos (5,1-11).

2. Obras de poder (5,12-5,39).a) Curación del leproso (5,12-16).b) Perdón de pecados (5,17-26).c) Vocación de un publicano (5,27-39).

3. Palabra de autoridad (6,1-19).a) Arrancar espigas en sábado (6,1-5).b) Curación en sábado (6,6-11).c) Vocación de los doce (6,12-19).

II. Profeta, poderoso en palabras y en obras (6,20-8,3).1. La nueva doctrina (6,20-49).

a) Bienaventuranzas y conminaciones (6,20-26). h) Amor a los enemigos (6,27-36).c) No juzguéis (6,37-38).d) Verdadera religiosidad (6,39-49).

2. La acción salvadora de Jesús (7,1-8,3).a) Curación del criado del centurión (7,1-10).

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6) Resurrección del hijo de la viuda de Naím (7,11-17).c) Mensaje del Bautista a Jesús (7,18-35).d) Conversión de la pecadora (7,36-50).

3. Mujeres que servían a Jesús (8,1-3).III. Más que profeta (8,4-9,17).1. En palabras (8,4-21).

a) Parábola del sembrador (8,4-15).b) Parábola de la lámpara (8,16-18).c) La verdadera familia de Jesús (8,19-21).

2. En obras (8,22-56).a) La tempestad calmada (8,22-25).b) El endemoniado de Gerasa (8,26-39).c) Poder sobre la enfermedad y la muerte (8,40-56).

3. La acción de los doce (9,1-17).a) La misión (9,1-6).b) Juicio de Herodes acerca de Jesús (9,7-9).c) Regreso de los apóstoles y primera multiplicación de panes

(9,10-17).IV. El Mesías sufriente (9,18-50).1. Mesías y siervo de Yahveh (9,18-27).

a) Confesión de Pedro (9,18-20).b) Primer anuncio de la pasión (9,21-22).c) Seguir a Cristo en la pasión (9,23-27).

2. Manifestación del Mesías sufriente (9,28-43).a) Transfiguración de Jesús (9,28-36).b) Curación de un epiléptico (9,37-43a).

3. La vía dolorosa del Mesías (9,436-50).а) Segundo anuncio de la pasión (9,436-45).б) Seguimiento de Cristo a la luz del anuncio de la pasión

(9,46-48).c) Uso del nombre de Jesús (9,49-50).

P a r t e t e r c e r a : C a m in o de J e r u s a l é n (9,51-19,27).I. El comienzo (9,51-13,21).1. El Maestro en marcha y sus discípulos (9,51-9,62).

a) Recusación de alojamiento (9,51-56).b) Llamamientos de discípulos (9,57-62).

2. Misión de los setenta (10,1-24).а) Designación y misión (10,1-16).б) Regreso (10,17-20).c) Júbilo de Jesús (10,21-24).

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3. Obras y palabras (10,25-42).a) Amor al prójimo (10,25-37).b) Escuchar la palabra (10,38-42).

4. La nueva oración (11,1-13).a) La oración de los discípulos (11,1-4).b) El amigo importuno (11,5-8).c) Certeza de ser escuchados (11,9-13).

5. El Mesías y sus adversarios (11,14-54).a) El más fuerte (11,14-28).b) La señal (11,29-36).c) El verdadero Maestro de la ley (11,37-54).

6. Los discípulos en el mundo (12,1-53).a) Confesión intrépida (12,1-12).b) Desapego de los bienes (12,13-21).c) Confianza en Dios (12,22-34).d) Vigilancia y fidelidad (12,35-53).

7. Llamamiento a la conversión (12,54-13,21). o) Las señales del tiempo (12,54-59).b) Los acontecimientos invitan a la conversión (13,1-9).c) Se inicia la era de salvación (13,10-21).

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TEXTO Y COMENTARIO

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PROPÓSITO DEL EVANGELISTA 1.1-4

San Lucas comienza con un prólogo que se adapta al uso literario de los escritores de su época'. En un período amplio y cuidadosamente elaborado se habla de lo que ha dado pie para escribir la obra, de su contenido, fuentes, método y fin. Con ello se trata de hallar acceso al mundo del helenismo.

1 En vista de que muchos emprendieron el trabajo de componer un relato de tos sucesos que se han cumplido entre nosotros, 1 2 según nos los transmitieron los que jueron testigos oculares y luego servidores de la palabra, 3 tam­bién yo, después de haber investigado con exactitud todos esos sucesos desde su origen, me he determinado a escri­bírtelos ordenadamente, ilustre Teófilo, 4 a fin de que co­nozcas bien lu solidez de las enseñanzas que has recibido.

El Evangelio de Lucas tiene precedentes y modelos. Ha utilizado el Evangelio de Marcos y tiene afinidad con el evangelio de san Mateo. Muchos emprendieron el traba­jo... es sin duda una fórmula exigida por la estructura literaria del prólogo. Quien escribe un Evangelio empren-

1. Cf. el prólogo del médico Dioscórides (en tiempo de N erón) a sUlibro de m edicina: «Dado que no sólo muchos antiguos sino tambiénmodernos han escrito sobre la preparación y la v irtud de los medicamentos...,querido Ario, yo también voy a in ten tar...»

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de una gran obra. Lucas sólo se permite afrontar esta empresa porque otros lo han hecho también ya antes que él.

El autor va a escribir sobre sucesos que Dios había preanunciado y que ahora se están cumpliendo entre los cristianos a quienes escribe Lucas. «Dios ha enviado el mensaje a los hijos de Israel y ha anunciado el Evangelio de paz por medio de Jesucristo» (Act 10,36). Este men­saje, esta palabra que anuncia y aporta salvación, tuvo comienzo con Jesucristo (Heb 2,3), que es el punto medio de la historia y la obra salvífica de Dios. Comenzando por Galilea, se extendió la palabra a toda Judea, es decir, Pa­lestina; después de la ascensión de Jesús al cielo, la anun­ciaron en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra (Act 1,8), los apóstoles, con la virtud del Espíritu Santo. Desde entonces no se ha detenido esa palabra, no ha cesado de extenderse anunciando y aportando la sal­vación que Dios había prometido.

La fuente de la narración de Lucas y de sus predece­sores es la tradición de la Iglesia que se remonta a testi­gos oculares. Éstos presenciaron y vivieron los grandes su­cesos de la historia de la salvación. Sólo podía ser heraldo del mensaje de Cristo después de su ascensión al cielo quien hubiera sido testigo «todo el tiempo en que anduvo el Señor Jesús entre nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue arrebatado» (Act 1,21 s). Estos testigos de «todas las cosas que hizo Jesús en la región de los judíos y en Jerusalén» (Act 10, 39) fueron también servidores de la palabra. Dios los autorizó y los equipó para que se pusieran al servicio de la grandeza di­vina de la palabra. Bajo la palabra proclamada por los testigos y servidores de la palabra se halla la palabra de Jesús, en la que Dios nos habla a nosotros.

San Mateo comienza su Evangelio con estas pala­bras: «Genealogía de Jesucristo», y Marcos: «Principio del

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evangelio de Jesucristo». Los autores se mantienen ocul­tos tras su obra. San Lucas se declara sin reparos: Me he determinado. Su obra deberá figurar en la bibliografía, ha de ocupar un puesto en el mundo de los libros. Ade­más, su autor dio a la tradición un sello más personal que sus predecesores, aun conservando la forma original de la predicación de Jesús. Escribe como helenista culto, como médico y discípulo de Pablo (Col 4, 14). Los evan­gelistas quieren, con el fervor de su fe, encender también en otros un fervor semejante, pero siempre manteniéndose fieles a lo transmitido por tradición.

Lucas, como investigador de la historia, quiere em­prender su obra con exactitud. Sigue los acontecimientos remontándose hasta el principio e investiga todo lo que está garantizado por los testigos oculares. Finalmente tra­ta de narrar seguidamente y por orden todo lo que ha recogido. Ha puesto en todo el mayor empeño. Entre los Evangelios es el de Lucas el que más se acerca por la for­ma a una exposición histórica de la vida de Jesús. Lucas es el «historiador de Dios». Pero tampoco él quiere limi­tarse a escribir una historia o una biografía de Jesús, sino que tiene la intención de anunciar una buena nueva que aproveche para la salvación.

La obra está dedicada al ilustre Teófilo. ¿Quién era este Teófilo, este «amado de Dios»? ¿Se llamaba así? ¿Le dio Lucas este nombre porque era realmente «amigo de Dios»? ¿Qué personalidad se oculta bajo este nombre? En todo caso debía de ser un hombre de influencia, un alto funcionario; de lo contrario no se le daría el cali­ficativo de «ilustre» (cf. Act 23,26). Era un hombre aco­modado y de prestigio. Se le dedica el Evangelio para po­nerlo bajo su protección, a fin de que alguien corra con los gastos de copiarlo y propagarlo. Como la palabra hecha hombre se hizo dependiente de hombres, así tam­

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bién la palabra de Dios en el libro debe contar con ser­vicios humanos.

La predicación de la fe por la Iglesia había desper­tado en Teófilo la fe. Lucas quiere, con su Evangelio, dar a esta fe certeza y seguridad histórica. Nuestra fe no se apoya en mitos y en leyendas inventadas, sino en hechos históricos. Lo que se cree y se vive en la Iglesia tiene su último fundamento en Jesucristo, que actuó en este mun­do en una hora histórica.

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Parte primera

EL COMIENZO DE LA SALVACIÓN1,5-4,13

El tiempo en que fue preanunciada la salvación llega a su término con Juan Bautista; el tiempo en que se rea­liza lo anunciado y prometido comienza con Jesús. Juan es «el mayor entre los nacidos de mujer; sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él» (7,28). Jesús está por encima del Bautista.

Tres veces se comienza con Juan y tres veces se con­tinúa con Jesús. Cada comienzo de Juan sirve a Jesús: la anunciación (1,5-56), el nacimiento y la infancia (1,57- 2,52), la actividad pública (3,1-4,13). Los relatos trans­curren de manera análoga, pero los informes acerca de Jesús superan a los relatos sobre Juan incluso en su as­pecto externo, por lo que se refiere a su extensión. Jesús tiene que crecer, Juan tiene que disminuir (Jn 3,30).

Jesús fue preparado por el Bautista; el Bautista es heredero de grandes personalidades de la historia de Is­rael, de Sansón, de Samuel, de Elias. Palabras del An­tiguo Testamento con que se diseñan estas personalida­des sirven también para presentar a Juan y a Jesús. La historia de la salvación no destruye lo que ella misma ha creado, sino que echa mano de ello y lo lleva a la per­fección. La luz brilla cada vez con mayor claridad hasta que despunta el día. Dios obra cada vez con mayor po­

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der: «Haré nuevamente con este pueblo extraordinarios prodigios, ante los que fallará la ciencia de los sabios y será confundida la prudencia de los prudentes» (Is 29,14). Cristo es la realización de la historia de la salud.

I. LA PROMESA (1,5-56).

El mismo mensajero de Dios, Gabriel, anuncia el nacimiento de Juan (1,5-25) y el de Jesús (1,26-38); ambos se encuentran al encontrarse las madres (1,39-56).

1. A nunciación d el Bautista (1,5-25).

a) De un suelo santo (1,5-7).

5 En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacer­dote llamado Zacarías, del turno de Abías. Su mujer era de la descendencia de Aarón y se llamaba Isabel. 6 A m ­bos eran auténticamente religiosos ante Dios, llevando una conducta intachable en conformidad con todos los mandamientos y órdenes del Señor. 7 Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril; además, eran ambos de avan­zada edad.

Las obras salvíficas de Dios se llevan a cabo en la his­toria de los hombres. También el libro de Judit comienza en forma análoga a la historia de la infancia de Jesús: «En los días de Arfaxad» (Jdt 1,1). La historia sagrada requiere un estilo bíblico. Los días de Herodes caen en el tiempo que va del 40 al 4 a.C. Mientras que el nacimiento de Juan se asocia al tiempo de Herodes, rey de Judea (Palestina), el nacimiento de Jesús tiene lugar en el tiem­

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po del emperador Augusto, que reinaba sobre «el mundo entero» (2,1). Juan está todavía encerrado en la estrechez de Judea, Jesús trae la salvación al mundo entero.

La anunciación de Juan está envuelta en claridades de santidad. El Bautista se halla en el umbral del tiempo de la salvación y es el presagio de la santificación venide­ra. Cuando Dios establezca su reinado en Cristo, santificará su nombre (11,2; Ez 20,41). La manifestación de la gloria de Dios es también la manifestación de su santidad.

Los padres de Juan cuentan entre los santos del país. El padre es sacerdote del turno de Abías, y la madre tiene por antepasado al sumo sacerdote Aarón. El matrimonio de ambos respondía a los imperativos sagrados de la ley sacerdotal: el sacerdote tomaba por esposa a la hija de un sacerdote2. En Israel se propaga el sacerdocio por genera­ción. Juan es sacerdote, está consagrado al servicio de Dios, es santo. Sin embargo, realizará este servicio de Dios muy diferentemente que su padre...

Zacarías («Dios se acordó») e Isabel («Dios juró») son santos, porque son justos delante de Dios. Observan todos los preceptos de la ley de Dios. La descendencia y vocación sagrada se vive en la obediencia a la voluntad de Dios. La santidad es obediencia a Dios.

Grandes figuras de la historia sagrada habían sido hijos de madres estériles, don y presente de Dios, fruto de la intervención divina en la naturaleza fallida: Isaac (Gén17,16), el juez Sansón (Jue 13,2), Samuel (ISam 1-2). Tam­bién Juan había de ser una de estas figuras. La exposición de la anunciación de Juan está inspirada en la historia de la anunciación de estos grandes hombres. Juan fue un hijo otorgado por la gracia de Dios, consagrado a Dios y santificado de manera nueva.

2. H .L . Strack - P . B illerbeck , Kommentar sum N T aus Talmud und M idrasch n , M unich 21956, p. 69s.

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b) Anunciado en una hora sagrada (1,8-12).

8 Sucedió, pues, que mientras él estaba de servicio de­lante de Dios, según el orden de su turno, 9 le tocó en suerte, conforme a la costumbre litúrgica, entrar en el santuario del Señor para ofrecer el incienso, 10 y mientras ofrecía el incienso, todo el concurso del pueblo estaba orando fuera. 11 Entonces se le apareció un ángel del Se­ñor, puesto en pie, a la derecha del altar del incienso. u Zacarías, al verlo, se turbó, y lo invadió el miedo.

La historia del precursor de Jesús comienza en el san­tuario del templo. Sólo los sacerdotes pueden entrar en él, el pueblo ora fuera. El mismo sacerdote puede entrar únicamente cuando le toca en suerte desempeñar el mi­nisterio sagrado cerca de Dios.

Dios está cerca de su pueblo en el templo. Sin embar­go, sólo está permitido acercarse a Dios-al que es llamado por él: por elección y suerte. El Dios santo es el Dios le­jano, inaccesible.

La anunciación de Juan tiene lugar mientras se está orando solemnemente. El sacrificio del incienso simboliza la oración que se eleva a Dios. «Séate mi oración como el incienso, y el alzar a ti mis manos, como oblación ves­pertina» (Sal 141,2). El sacerdote remueve las brasas ar­dientes del incensario de oro y se postra en adoración. Fuera está orando el pueblo: «Venga el Dios de la mise­ricordia al santuario y acepte con complacencia la obla­ción de su pueblo» 3. Grandes momentos de la historia de la salvación, también en la vida de Jesús, tienen lugar du­rante la oración: la manifestación en el bautismo, la trans­

3. B il le rü é ck i i , p. 79 .

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figuración, la elección de los apóstoles, la aceptación de la pasión en el huerto de los Olivos, la muerte.

Aparece un ángel del Señor. El comienzo de la buena nueva viene del cielo. El ángel se deja ver a la derecha del altar del incienso. El lado derecho presagia salvación (Mt 25,33s). Todo lo que allí sucede fuerza a un silencio sa­grado, induce a reflexionar, es antiquísimo lenguaje reli­gioso que indica ya el sentido de lo que se va a realizar.

La aparición produce en Zacarías turbación y miedo. Es el sentimiento numinoso ante lo divino. Dios es el Otro, el Inaccesible. «¡Ay de mí, perdido soy!, pues he visto a Dios» (Is 6,5). El mensajero de Dios está envuelto en el resplandor de la tremenda gloria y santidad de Dios. La anunciación d9 Juan tiene lugar en el recinto inaccesible del templo, en el orden riguroso del culto divino, atmós­fera en que se respira el tremendo poder del Santo, en el mundo del espíritu del Antiguo Testamento.

c) Un niño santo (1,13-17).

13 Pero el ángel le dijo: No temas, Zacarías; que tu oración ha sido escuchada: tu esposa Isabel te dará un hijo, al que llamarás Juan. 14 Para ti será motivo de gozo y alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento.

Cuando una figura o aparición celestial — Dios mis­mo, un ángel, Cristo— interpela a un hombre, inicia su alocución con las palabras de aliento: ¡No temas! Dios quiere animar a los hombres, no deprimirlos.

En este momento se ven cumplidas las oraciones de Zacarías: su ruego de tener descendencia y su ruego de que se vieran cumplidas las promesas mesiánicas. El tiem­po final es el cumplimiento y la consumación de todas las

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esperanzas y anhelos de la humanidad. Las plegarias de los hombres tienen su última realización en el tiempo final.

Dios fija el nombre del niño: con él da su misión y su poder. El nombre que ha de llevar el niño significa: Dios es misericordioso. El tiempo de la visita de Dios por gra­cia es inminente, y Juan ha de proclamar la proximidad del tiempo de la salvación.

Su nacimiento desencadenará una alegría escatológica y un júbilo de salvación. No sólo los padres se alegrarán, sino también muchos, la gran multitud de las comunida­des creyentes. Juan tiene una misión en la historia de la salud. Cierra el tiempo de las promesas y anuncia el nue­vo tiempo de la salvación, que aporta júbilo y gozo. La comunidad cristiana primitiva de Jerusalén celebra el cul­to divino «con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios» (Act 2,46).

15 Porque será grande a los ojos del Señor, jamás be­berá vino ni bebida embriagante y estará lleno de Espí­ritu Santo desde el seno de su madre.

Será grande a los ojos del Señor. Su posición en la his­toria de la salvación lo hace descollar por encima de todas las grandes figuras de la historia sagrada. Estas personali­dades vivían en la espera del reino de Dios y de la salva­ción, Juan la toca ya como con las manos y proclama su alborada (cf. Le 7,28).

En su vida no se quedará Juan atrás con respecto a los grandes del pasado. Los consagrados a Dios no beben be­bidas embriagantes: así Sansón (Jue 13,2-5.7), así el pro­feta Samuel (cf. ISam 1,15s). De los sacerdotes consagra­dos a Dios se dice: «No beberás vino ni bebida alguna inebriante tú ni tus hijos, cuando hayáis de entrar en el

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tabernáculo de la reunión, no sea que muráis. Es ley per­petua entre sus descendientes» (Lev 10,9). La vida de Juan está consagrada a Dios, a Dios que viene a su pueblo.

Como Juan estará lleno de Espíritu Santo, será pro­feta que anuncie la palabra y la voluntad de Dios. Otros se vieron equipados como profetas ya en edad madura, cuando fueron llamados; Juan, en cambio, es profeta ya desde el primer momento de su vida, «desde el seno de su madre». El tiempo de la salvación se anuncia también mediante la plenitud del Espíritu Santo. Desde Sansón, pasando por Samuel y hasta Juan se va avanzando en es­piritualización y en profundidad. Sansón no se corta el cabello, Samuel no bebe bebidas inebriantes. Juan guarda sólo lo segundo, pero su vida entera está llena de Espí­ritu Santo.

16 Hará que muchos hijos de Israel vuelvan al Señor, su Dios; 17 e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elias, para hacer que el corazón de los padres vuelva hacia los hijos, y que los rebeldes vuelvan a la sensatez de los buenos, a fin de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.

Dios manifiesta su gracia en Juan. Lo envía como pre­dicador de la conversión del tiempo final. Juan hará que se conviertan, que vuelvan al Señor muchos hijos de Is­rael, pueblo elegido de Dios, que se habían alejado de su Señor y Dios. El retorno a Dios apartará del pecado, cambiará los sentimientos interiores, ordenará la vida se­gún la voluntad de Dios. Juan será precursor, heraldo del Señor que va a venir. El Antiguo Testamento aguarda la venida de Dios. Ahora se cumple lo que había predicho el profeta Malaquías: «Ved que yo mandaré el profeta

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Elias antes de que venga el día de Yahveh, grande y te­rrible» (Mal 3,23). El niño que ha de nacer no es Elias que vuelve a aparecer (cf. Jn 1,21), sino que desempeñará su misión con el espíritu y la eficacia de Elias.

El hijo de Zacarías preparará el camino para la reno­vación de la alianza. Realizará lo que predijo Malaquías para el fin de los tiempos: «Pues he aquí que voy a en­viar mi mensajero, que preparará el camino delante de mí... Él convertirá el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres, no venga yo a dar toda la tierra al anatema» (Mal 3,1.24). Con él serán los hombres reunidos en un pueblo, y este pueblo uno será unido con Dios. Dios manifiesta su gracia en Juan, puesto que mediante él hará que su venida sea tiempo de salva­ción y no juicio riguroso. Por eso envía a Juan, para que prepare al Señor un pueblo bien dispuesto. La transfor­mación de los israelitas alejados de Dios en auténticos miembros del pueblo, y la de los injustos en justos, es preparación de un pueblo bien dispuesto para el Señor.

d) Fidelidad a la promesa (1,18-23).

18 Entonces Zacarías dijo al ángel: ¿En qué conoceré esto? Porque yo ya soy viejo, y mi mujer, de avanzada edad. 19 El ángel le contestó: Yo soy Gabriel, el que está en la presencia de Dios, y he sido enviado para hablar con­tigo y anunciarte esta buena noticia.

Zacarías exige un signo, al igual que los hombres de los antiguos tiempos de Israel. Así Abraham, después de la promesa de que recibirá Canaán como herencia, pre­gunta: «Señor, Yahveh, ¿en qué conoceré que he de po­seerla?» (Gén 15,7s). Gedeón quiere un signo de que Dios

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mantendrá su palabra (Jue 6,36ss), y así también el rey Ezequías cuando le promete Dios que prolongará su vida (2Re 20,8). Los judíos piden señales (ICor 1,22). El hom­bre teme ser engañado. Dios concede signos, pero quiere que el hombre aguarde el signo que él le dé, y que esté dispuesto a creer aun sin signos. «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20,29).

De la veracidad de la promesa es garante el mensa­jero de la anunciación. Se llama Gabriel, «Dios es podero­so». Puede cumplir lo que promete su palabra. El mensa­je proviene de la más íntima proximidad de Dios. Gabriel es uno de los siete ángeles que están junto al trono, en presencia de Dios (Tob 12,15; Ap 8,2). Este ángel fue el que en la hora del sacrificio vespertino (Dan 9,21) formu­ló a Daniel la revelación de las setenta semanas de años, después de que él le había rogado insistentemente (9,4-19): «Setenta semanas están prefijadas sobre tu pueblo y so­bre tu ciudad santa para acabar las transgresiones y dar fin al pecado, para expiar la iniquidad y traer la justicia eterna, para, sellar la visión y la profecía y ungir una san­tidad santísima» (Dan 9,24). Ahora va a realizarse todo esto. Juan va a introducir el tiempo de la salvación. El poder del pecado se quiebra, se restablece la voluntad de Dios, se cumplen las promesas, se unge un nuevo lugar santísimo, que es Cristo mismo. 20

20 Pero mira: te vas a quedar mudo y sin poder hablar hasta el día en que se realicen estas cosas, por no haber creído en mis palabras, las cuales se han de cumplir a su tiempo.

v

En la repentina pérdida de la palabra y del oído (l,62s) se hace tangible la intervención divina. Con la falta de fe y la exigencia de un signo, que provoca a Dios, el anun-

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ció de la salvación se convierte en castigo. Con tal exi­gencia de signos tropieza la oferta salvífica de Dios a su pueblo por medio de Jesús y se convierte en juicio (11, 29s). Todas las personas que en la historia de la infancia aceptaron con fe el mensaje de salvación, saltan de gozo y se convierten en mensajeros del gozo de este mensaje. La duda con que se exigen signos mata la alegría y cierra la boca del júbilo y del apostolado.

El signo de castigo se da por terminado cuando se realiza la promesa. La duda de Zacarías y la exigencia de signos por los judíos faltos de fe no pueden impedir la ve­nida de la salvación. Cuando nace Juan se extingue la culpa de Zacarías. Cuando vuelva a venir Cristo al fi­nal de los tiempos, también Israel, en su calidad de pueblo de Dios, logrará la salvación y hablará alabando a Dios, después de haber callado como mudo a lo largo del tiem­po de la Iglesia (Rom ll,25s).

21 Entre tanto, el pueblo estaba esperando a Zacarías, y se extrañaba de que se entretuviera tanto dentro del santuario. 22 Cuando, por fin, salió, no podía hablarles, y entonces comprendieron que había tenido en el santuario alguna visión; él intentaba explicarse por señas, pues se­guía mudo.

El Señor había ordenado a Moisés: «Habla a Aarón y a sus hijos, diciendo: De este modo habréis de bendecir a los hijos de Israel; diréis: Que Yahveh te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia. Que vuelva a ti su rostro y te dé la paz» (Núm 6,23-26). La bendición es respuesta de Dios a la oración. El pueblo había orado y aguarda la bendición. Ya no se le bendice. Se alumbra una nueva fuente de bendición: la

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salud mesiánica lleva en sí toda bendición (Ef l,3s). Dios mismo bendice a su pueblo otorgándole el tiempo de salud.

Los sacerdotes tenían la costumbre de no prolongar las acciones sagradas a fin de que el pueblo no se inquieta­se. La proximidad de Dios se les antojaba peligrosa a los hombres del Antiguo Testamento. De la mudez del sacer­dote se concluye que ha habido alguna aparición de Dios. La manifestación de Dios es salvación y ruina. Para los que dudan es ruina, para los que creen es salvación. Aho­ra bien, la manifestación neotestamentaria comienza con Juan: «Dios es misericordioso.»

El pueblo nota en Zacarías que Dios le ha hablado. No puede captar el sentido de la revelación, pues Zacarías no podía hablar. Los acontecimientos salvíficos tienen nece­sidad de una palabra que los esclarezca y los interprete. Dios otorga la salvación y la palabra interpretativa: me­diante el nacimiento de Jesús, mediante su muerte, mediante sus sacramentos...

23 Y cuando terminaron los días de su servicio litúrgi­co, se retiró a su casa.

No todos los sacerdotes tenían su domicilio en Jeru- salén; muchos vivían en las ciudades de Palestina. Había pasado ya la semana del servicio litúrgico. Zacarías se marchó de la ciudad santa. Llevaba consigo un gran secreto, la realización de su anhelo, el signo de que no se había engañado y de que Dios mantendría su palabra. Aunque castigado por Dios, volvió a casa con confianza: Dios es misericordioso.

La anunciación tuvo lugar durante la liturgia del tem­plo. Dios dio respuesta a las súplicas de aquel templo, de sus sacerdotes y de su pueblo. Todavía un poco de tiem­po, y el templo experimentará su máximo esplendor. Dios

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mismo vendrá y lo llenará con su gloria. ¿Anunciarán al pueblo este gozo los sacerdotes del templo? ¿O se que­darán mudos porque no creen?

e) Cumplimiento (1,24-25).

24 Después de aquellos días, su esposa Isabel concibió, y se mantenía oculta durante cinco meses, diciéndose: 25 Así lo ha hecho el Señor conmigo, cuando le ha pare­cido bien acabar con mi descrédito ante la gente.

Isabel forma parte de aquella serie de mujeres que eran estériles, pero que por disposición divina concibieron de manera natural: Sara, que fue madre de Isaac (Gén17,17), Manué, madre de Sansón (Jue 13,2), Ana, madre de Samuel (ISam 1,2.5). Dios les abrió el seno materno (Gén 29,31), que antes había estado cerrado (ISam 1,5). María concibe sin concurso de varón por la virtud del Espíritu Santo. Isabel pertenece todavía al Antiguo Testa­mento; con María se inaugura la «nueva creación» de Dios, en la que el hombre no puede hacer otra cosa que aguardar y recibir confiadamente la salvación.

Dios ordena y combina los hechos de la historia sin privar de libertad al hombre. Isabel se mantuvo oculta durante cinco meses. Nadie tenía noticia de su estado. En el sexto mes fue María remitida a Isabel por el mensajero de Dios: «Ya está en el sexto mes la que llamaban estéril» (1,36). Isabel era para María un signo otorgado por Dios.

¿Por qué se mantuvo oculta Isabel? La madre del con­sagrado a Dios vive como consagrada a Dios. Para la madre de Sansón era esto voluntad de Dios: «Ha venido a mí un hombre de Dios. Tenía el aspecto de un ángel de Dios muy temible... Él me dijo: Vas a concebir y a parir

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un hijo. No bebas, pues, vino ni otro licor inebriante y no comas nada inmundo, porque el niño será nazireo de Dios desde el vientre de su madre hasta el día de su muer­te» (Jue 13,6s). Semejante vida exige retiro. En una hora grande recurre Isabel a un recuerdo bíblico para conocer la voluntad de Dios.

Los días de esperanza y expectación los llena Isabel con oración. Da gracias a Dios: Así lo ha hecho el Señor conmigo. Una y otra vez recuerda la acción de Dios: Ha puesto los ojos en mí. Recuerda su humillación: Me ha quitado el oprobio de la esterilidad. Ella misma ha expe­rimentado la historia de su pueblo: «Acuérdate de todo el camino que Yahveh, tu Dios, te ha impuesto estos cua­renta años por el desierto, para castigarte y probarte, para conocer los sentimientos de tu corazón... Ahora, Yahveh, tu Dios, va a introducirte en una buena tierra, tierra de torrentes, de fuentes, de aguas profundas, que brotan en los valles y en los montes» (Dt 8,2-7).

2. A nunciación d e J e s ú s (1,26-38).

El relato de la anunciación de Jesús es una obra maestra en la forma, un «Evangelio áureo» en el contenido. Tres veces habla el ángel, y tres veces responde María. Tres veces se dice lo que Dios pretende hacer con María, y tres veces se expresa su actitud ante la oferta de Dios. El ángel entra donde está María (1,26-29). Anuncia el nacimiento del Mesías (1,30-34) y revela la concep­ción virginal (1,35-38).

a) Llena de gracia (1,26-29).

26 En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,

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27 a una virgen, desposada con un hombre llamado José, de la casa de David. El nombre de la virgen era María.

La anunciación de Jesús llama la atención hacia la anunciación de Juan. En el sexto mes... Juan sirve a Je­sús. La concepción de la estéril remite a la concepción virginal de María. Aunque Jesús vendrá más tarde, es, sin embargo, anterior a él (Jn 1,27).

El mensajero de la anunciación es una vez más Ga­briel. Viene de la presencia de Dios. Se inicia un movi­miento del cielo a la Tierra. Gabriel fue enviado por Dios. No se limita a aparecer, como en la anunciación de Juan, sino que viene. Lo que ahora comienza es un venir de Dios a los hombres en la encarnación.

En la anunciación de Juan termina la misión del ángel en el templo de Dios, en el espacio sagrado, reservado, inaccesible. En la anunciación de Jesús termina la misión del ángel en una ciudad de Galilea, en la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15), en la parte de tierra santa que pasaba por ser no santa, a la que parecía haber descuidado Dios, de la que «no había salido ningún profeta» (Jn 7,52). En un principio no se menciona el nombre de la ciudad, como si no quisiera venir a los labios. Finalmente sale a relucir eJ nombre: Nazaret. La ciudad no tiene relieve alguno en la historia. La Sagrada Escritura del Antiguo Testamen­to no mencionó nunca este nombre, la historiografía de los judíos (Flavio Josefo) no tiene nada que referir sobre esta ciudad. Un contemporáneo de Jesús dice: «¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Dios elige lo insignificante, lo bajo, lo despreciado por los hombres. La ley de la encarnación reza así: «Jesús... se despojó a sí mismo» (Flp 2,7).

La historia de Juan comienza con el sacerdote Zaca­rías y su esposa Isabel, que era de la estirpe de Aarón; la

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historia de Jesús comienza con una muchacha, quizá de unos 12 ó 13 años. Estaba desposada, como convenía a una joven de aquella edad. El prometido de María se lla­maba José. Todavía no la había llevado a su casa y todavía no había comenzado la vida conyugal. La desposa­da era virgen. José era de la casa de David. Dios lo dis­puso todo de modo que el hijo de María fuera hijo de la virgen, hijo legal de José, descendiente de la estirpe regia de David. Dios lo dispone todo en su sabiduría.

El nombre de la virgen era María. Así se llamaba tam­bién la hermana de Aarón (Éx 15,20). No sabemos lo que significa este nombre: ¿Señora? ¿Amada por Yahveh?... Pero el nombre adquiere consagración y brillo tan luego resuena por primera vez en la historia de la salud. La misión del ángel que está en la presencia de Dios termina en María.

28 Y entrando el ángel a donde ella estaba, la saludó: ¡Alégrate, llena de gracia! El señor está contigo, bendita tú eres entre las mujeres4.

Para la anunciación de Juan aparece el ángel y está sencillamente ahí; en la anunciación de Jesús entra el ángel donde está María y la saluda. El nacimiento de Juan se anuncia en el santuario del templo, el nacimiento de Jesús en la casa de la Virgen. En el Antiguo Testamento mora Dios en el templo, en el Nuevo Testamento establece su morada entre los hombres. «La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14).

El ángel saluda a María; a Zacarías no lo saludó. Sa­

4. Las palabras «bendita tú entre las mujeres» no son seguras según la crítica tex tual; pueden haberse introducido aquí a p a rtir de 1,42. Razones estilísticas abogan por la autenticidad; ambas fórm ulas de saludo resultan paralelas.

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luda a esta muchacha de Nazaret, aunque en Israel un hombre no saluda a una mujer. El saludo se expresa con dos fórmulas. Cada una consta de saludo y de interpela­ción. La primera es: «¡Alégrate, llena de gracia!» Los que hablan griego saludan así: ¡Alégrate! Los que hablan ara- meo saludan como saludó Jesús a sus discípulos después de la resurrección: «¡Paz con vosotros!» (Jn 20,19.26). ¿Cuál es la idea de Lucas cuando pone en boca del ángel este saludo: «Alégrate»?

En Lucas, la historia de la infancia (1-2) está llena de palabras y de reminiscencias de la Biblia veterotestamen- taria: es una pintura con colores tomados del Antiguo Testamento. También Mateo emplea para su historia de la infancia pruebas del Antiguo Testamento. Introduce los textos con fórmulas solemnes, mientras que Lucas narra con textos tomados del Antiguo Testamento. No indica sus fuentes, sino que nos deja a nosotros la satisfacción de descubrirlas y nos invita a reconocer a la luz de la pala­bra de Dios los hechos que él ha podido saber por la tradición.

Con esta exclamación: ¡Alégrate!, saluda el profeta Sofonías a la ciudad de Jerusalén cuando contempla el futuro mesiánico. «¡Canta, hija de Sión! ¡Da voces jubilo­sas, Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo el corazón, hija de Jerusalén!» (Sof 3,14). Análogamente Joel: «No temas, tierra, alégrate y gózate, porque son muy grandes las cosas que hace Yahveh» (J1 2,21; cf. Zac 9,9). «¡Alégrate!» era una fórmula fija, litúrgica y profética, que se utilizaba a veces cuando el oráculo profético tenía un desenlace fa­vorable. Ahora saluda el ángel a María con esta fórmula mesiánica.

El ángel la llama llena de gracia. Los padres de Juan son irreprochables, porque observan la ley de Dios; María goza de la complacencia de Dios porque está colmada de

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su gracia. Dios le ha otorgado su favor, su benevolencia, su gracia. Ella «ha hallado gracia ante Dios». En la inter­pelación profética, con cuyas primeras palabras ha salu­dado el ángel a María, se desarrolla este favor divino: «El Señor ha descartado a tus adversarios y ha rechazado a tus enemigos; el Señor está en medio de ti. No verás más el infortunio... No temas... El Señor, tu Dios, está en me­dio de ti como poderoso salvador. Se goza en ti con trans­portes de alegría, te ama con delirio...» (Sof 3,15-17).

María es la ciudad en medio de la cual (en cuyo seno) habita Dios, el rey, el poderoso salvador. Ella es el resto de Israel, al que Dios cumple sus promesas, es el germen del nuevo pueblo de Dios, que tiene Dios en medio de ella (cf. Mt 18,20; 28,20).

El segundo versículo de la salutación comienza con las palabras: El Señor está contigo. Grandes figuras de la historia sagrada habían oído estas mismas palabras, que habían de sostenerlos y animarlos: Moisés, cuando en el desierto fue llamado por Dios para ser guía y salvador de su pueblo. El ángel del Señor se le apareció en una llama de fuego, que ardía de una zarza (Éx 3,2). Cuando se creía incapaz de responder a su vocación, le dijó Dios: «Yo estaré contigo, y ésta será la señal de que estoy con­tigo...» (Éx 3,12). Algo parecido sucedió al juez Gedeón: «Apareciósele el ángel de Yahveh y le dijo: Yahveh está contigo, valiente héroe... Gedeón le dijo: Si he hallado gracia a tus ojos, dame una señal de que eres tú quien me habla» (Jue 6,12.15-17). Con este saludo se sitúa Ma­ría entre las grandes figuras de salvadores de la historia sagrada. Dios le ha otorgado su gracia especial y su pro­tección.

Al saludo sigue de nuevo la alocución: Bendita tú entre las mujeres. También estas palabras son venerandas y están santificadas por una antigua tradición bíblica. La

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heroína Jael, que aniquiló al enemigo de su pueblo, es elogiada con estas mismas palabras: «Bendita Jael entre las mujeres» (Jue 5,24). A Judit, que terminó con el opre­sor de su ciudad natal, dice el príncipe del pueblo Ozías: «Bendita tú, hija, sobre todas las mujeres de la tierra por el Señor, el Dios Altísimo... Hoy ha glorificado tu nom­bre, de modo que tus alabanzas estarán siempre en la boca de cuantos tengan memoria del poder de Dios» (Jdt 13, 18s). María cuenta entre las grandes heroínas de su pue­blo; ella ha traído al Salvador que nos librará de todos los enemigos (cf. Le 1,71).

29 Al oir estas palabras, ella se turbó, preguntándose qué querría significar este saludo.

El saludo había terminado. María se turbó por la pa­labra del ángel. Zacarías se turbó por la aparición del ángel, María se turba por su palabra. La humilde mucha­cha se turba por la grandeza del saludo.

Se preguntaba qué podía significar aquel insólito sa­ludo. Dado que oraba y vivía entre los pensamientos de la Sagrada Escritura, tenía que surgir en ella un ba­rrunto de la grandeza que se le anunciaba con aquellas palabras.

b) Promesa llena de gracia (1,30-34).

30 Entonces el ángel le dijo: No temas, María; porque has hallado gracia ante Dios. 31 Mira: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.

Moisés (Éx 3,1 ls) y Gedeón (Jue 6,15s) y Sión (Sof 3,16s) e Israel tenían necesidad de ser alentados así: Dios

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quiere salvar. «No temas, pues yo estoy contigo» (Is 43,5). Todos ellos temían el encargo de Dios, porque se daban cuenta de su flaqueza. No de otra manera María. La gracia de Dios la asistirá. Por medio de María toma Dios la iniciativa de llevar a término la historia de la salud. Has hallado gracia ante Dios. Dios es quien hace lo grande precisamente en los pequeños. «Cuando me sien­to débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,10).

El poder de la gracia hará cosas asombrosas: Mira. El ángel anuncia para qué ha elegido Dios a María. Las palabras de la anunciación evocan la profecía con que el profeta Isaías anunció al Emmanuel («Dios con nosotros»): «Mira: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14; cf. Mt 1,23).

Las palabras de la anunciación que se referían a Juan, fueron dirigidas a Zacarías y hacían referencia a la mu­jer. En la anunciación de Jesús se dirige el ángel sola­mente a María: ésta concebirá, dará a luz e impondrá el nombre. No se menciona ningún hombre, ni ningún padre. Se prepara el misterio de la concepción virginal.

Tú concebirás en el seno. ¿Por qué decir esto? Tam­poco la Sagrada Escritura habla así. Sin embargo, el pro­feta Sofonías había dicho dos veces: El Señor en medio de ti. Esto se realizará de una manera nunca oída. Dios morará en el interior, en el seno de la virgen. Estará con ella (Emmanuel). María será el nuevo templo, la nueva ciu­dad santa, el pueblo de Dios, en medio del cual mora él.

El niño ha de llamarse Jesús. Dios fija este nombre, María lo impondrá. No se da explicación del nombre, como tampoco se explicó el nombre de Juan. Todo lo que se dice de ellos explica sus nombres. Dios quiere ser sal­vador por medio de Jesús: «El Señor, tu Dios, está en medio de ti como poderoso salvador» (Sof 3,17).

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32 Éste será grande y será llamado Hijo déi Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 33 rei­nará por los siglos en la casa de Jacob y su reinado no tendrá jin.

Juan será «grande a los ojos del Señor». Jesús es gran­de sin restricción y sin medida. Será llamado y será Hijo del Altísimo. El nombre reproduce el ser. El Altísimo es Dios. El poder del Altísimo envolverá a María en su sombra; por esto, su hijo se llamará Hijo de Dios.

En el niño que se anuncia se cumple la profecía que el profeta Natán hizo al rey David de parte de Dios, y que como estrella luminosa acompañó a Israel en su his­toria: «Cuando se cumplan tus días y te duermas con tus padres, suscitaré a tu linaje, después de ti, el que saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo estableceré su trono para siempre. Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo... Permanente será tu casa y tu reino para siempre ante mi rostro, y tu trono estable por la eternidad» (2Sam 7,12-16). Jesús será soberano de la casa de David y a la vez Hijo de Dios. Su reinado permanecerá para siempre.

Reinará por los siglos en la casa de Jacob. En él se cumplirá lo que se dijo del siervo de Yahveh: «Poco es para mí que seas tú mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y reconducir a los supervivientes de Israel. Yo haré de ti luz de las naciones para llevar mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49,6). Jesús reunirá al pueblo de Dios, e incluso los gentiles se le incorpora­rán. Fundará un reino que abarque el mundo, los pueblos y los tiempos. 34

34 Pero María preguntó al ángel: ¿Cómo va a ser esto, puesto que yo no conozco varón?

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La respuesta al mensaje de Dios es una pregunta. Zacarías pregunta (1,18), y también María. Zacarías pre­gunta por un signo que le convenza de la verdad del men­saje; María cree en el mensaje sin preguntar por un signo. Zacarías creerá cuando vea resuelta su pregunta; María cree y sólo después busca solución a la pregunta que se le ofrece.

La pregunta de María hace caer en la cuenta de la imposibilidad humana de conciliar maternidad y virgini­dad. María ha de ser madre, como lo ha comprendido por el mensaje del ángel: Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo. Pero al mismo tiempo es virgen: No conozco varón, no tengo relaciones conyugales. La pregunta de María sirve a la vez también de introducción a la explica­ción divina que ha de hallar este misterio (1,35). No va­mos a detenernos precisamente a investigar a qué situa­ción externa e interna, a qué estado de ánimo se debió el que María hiciera esta pregunta. Se ha investigado el Evangelio en este sentido 5. ¿Y qué se ha logrado? En

5. E n Occidente se ha sostenido con frecuencia desde san A gustín hasta nuestros días la opinión de que M aría había hecho un propósito (voto) de m antenerse perpetuamente virgen, pero que se había desposado a fin de tener un protector de su virginidad; que por ello dijo al ángel: «¿Cómo va a ser esto, puesto que yo no conozco varón?» Contra esto se objeta: Tal voto (propósito) de virginidad no era conocido en el A T ni se consideraba como un ideal; si había esenios que vivían en celibato, no lo hacían por un respeto a la virginidad o al celibato basado en motivos religiosos, sino porque se tenía poca estima de la m ujer y del matrimonio y se veía en éste un impedimento para el estudio y cumplimiento de la ley. Q ue los desposorios con José tengan el significado alegado, es cosa que no se desprende del texto. P o r estos reparos afirm an hoy no pocos: M aría, con su pregunta, expresó su sorpresa y extrañeza: ¿Cómo era posible que fuera madre entonces, ya que todavía no la había llevado su esposo a su casa? E n efecto, estaban prohi­bidas las relaciones conyugales entre quienes sólo estaban unidos por espon­sales. Tam bién esta hipótesis se basa en presupuestos nada seguros. El ángel no dijo : La concepción va a tener lugar inmediatam ente; M aría dijo senci­llamente: «puesto que yo no conozco varón», pero no d ijo : «puesto que yo no conozco todavía varón». Tam bién se ha intentado esta o tra solución: M aría cuenta en tre las personas piadosas del país y, como Z acarías e Isabel, como Simeón y Ana, esperaría el cumplimiento de las promesas mesiánicas.

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lugar de una solución clara e indubitable, nuevos enigmas. La pregunta no debe constituirse en punto de partida de un análisis psicológico de la virgen desposada, bajo la impresión del anuncio de su maternidad. También Lucas consignó la pregunta y no le dio ninguna explicación. La pregunta le parecía importante; en efecto, llama la aten­ción. Nosotros mismos nos hacemos también esta pre­gunta : ¿Cómo se puede conciliar virginidad y maternidad?

c) Concepción por gracia (1,35-38).

35 Y el ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te envolverá en su som­bra; por eso, el que nacerá será santo, será llamado Hijo de Dios.

La acción de Dios es increíblemente nueva. Hasta aquí se trataba de personas ancianas y estériles, a las que sé otorgó de manera maravillosa lo que la naturaleza sola no había sido capaz de lograr. Ahora se trata de una virgen que ha de ser madre sin ninguna cooperación humana. Jesús ha de recibir la vida «no de sangre (de varón y de mujer) ni de voluntad humana (de los instintos), ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn 1,13)e, de la virgen. * 6Como virgen que era, pensaría en la que había de ser la madre del Mesías. Así habría meditado también I s 7,14, profecía que habla de la madre virgen del Mesías. En esa situación oye el mensaje del ángel y da como respuesta: «¿Cómo va a ser esto, pues entonces (en ese caso, en el caso del cumplimiento de la profecía) no conozco (no puedo conocer) varón?» Tam bién esta hipó­tesis se basa en presupuestos que no están fundados en el texto, y en pre­tendidas explicaciones filológicas que tampoco autoriza el contexto.

6. Según una antigua lectura reza así Jn 1,13: «A todos los que lo recibieron, a todos los que creen en el nombre de aquel que no de sangre... sino de Dios nacieron, les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios.» A pesar de los buenos testigos, esta lectura no parece ser genuina; en efecto, siendo la más fácil, no se explica cómo, a pesar de su alto valor apologético, no se ha impuesto frente a la otra lectura. Aun cuando el Evangelio de san Juan

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En esta concepción y en esta acción de Dios se supera todo lo que hasta ahora había sucedido a los grandes de la historia sagrada: a Isaac, Sansón, Samuel, Juan Bau­tista. ¿Quién es Jesús?

El Espíritu Santo vendrá sobre ti. Fuerza divina, no fuerza humana, será la que active el seno materno de Ma­ría. El Espíritu Santo es una fuerza que vivifica y ordena. «La tierra estaba confusa y vacía..., pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas» (Gén 1,2). «Si mandas tu hálito (tu espíritu) son creados (los vivien­tes)» (Sal 104,30). El milagro de la concepción virginal y sin padre, de Cristo, es la suprema revelación de la li­bertad creadora de Dios. Un nuevo patriarca surge por la libre acción creadora de Dios, pero con la cooperación de la vieja humanidad, por María. Jesús es Hijo de Dios como ningún otro (3,38).

El poder del Altísimo te envolverá en su sombra. La nube que oculta al sol, envuelve en sombras y es a la vez signo de fertilidad, porque encierra en sí la lluvia. Del tabernáculo en que se manifestaba Dios en el Antiguo Testamento se dice: «La nube cubrió el tabernáculo, y la gloria de Yahveh llenó la morada» (Éx 40,34). Cuando fue consagrado el templo en tiempos de Salomón, una nube lo envolvió: «Los sacerdotes no podían oficiar por causa de la nube, pues la gloria de Dios llenaba la casa» (IRe 8,11). La gloria de Dios es luz radiante y virtud activa. Dios no está inactivo en el templo, sino que mora en él desplegando su acción. La gloria de Dios, que es fuerza, llena a María y causa en ella la vida de Jesús. En Jesús se manifiesta la gloria de Dios mediante la encarna-

no se puede aducir como testimonio explícito del nacimiento virginal de Jesús, sin embargo, la complicada form ulación de Jn 1,13 m uestra que la filiación divina de los fieles por gracia tiene su modelo en el nacimiento v irginal de Jesús.

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ción que se produce de María. María es el nuevo templo, en el que Dios se manifiesta a su pueblo en Jesús, María es el tabernáculo de la manifestación en el que habita el Mesías, el signo de la presencia de Dios entre los hombres.

La concepción virginal por el espíritu y la virtud del Altísimo indica que Jesús, el que nacerá será santo, Hijo de Dios. A Jesús se le llama santo (Act 2,27), es el Santo de Dios (4,34). Jesús, en cuanto concebido y dado a luz gracias al Espíritu, es desde el principio, desde su misma concepción, poseedor del Espíritu. Juan poseyó el Espí­ritu desde el seno materno, los profetas y los «espiritua­les» son penetrados del Espíritu durante algún tiempo. Jesús supera a todos los portadores de Espíritu. Por el hecho de poseer el Espíritu desde el principio, puede tam­bién comunicar el Espíritu (24,49; Act 2,33).

Jesús es llamado Hijo de Dios, y lo es. Por haber na­cido gracias a la virtud del Altísimo, por eso es Hijo del Altísimo (1,32; 8,28), Hijo de Dios. No es hijo de Dios como Adán es también hijo de Dios (3,38) mediante crea­ción por Dios, sino por generación, no como los que aman, que reciben como gran recompensa ser hijos del Altísimo (6,35), sino desde el principio, desde la concepción.

36 Y ahí está tu parienta Isabel: también ella, en su vejez, ha concebido un hijo; ya está en el sexto mes la que llamaban estéril, 37 porque no hay nada imposible para Dios.

María, contrariamente a Zacarías, no pidió ningún signo que acreditara su mensaje, todavía más difícil de creer, sino que creyó sin signo alguno; pero Dios le otor­gó un signo. Dios no exige una fe ciega. Apoya con un signo la buena voluntad de creer.

Dios da un signo que se acomoda a María. En aquel

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momento nada podía afectarle tanto, para nada tenía tan­ta comprensión como para la maternidad. También ha concebido Isabel, que era tenida por estéril. Éste es el sexto mes. Los signos de la maternidad son manifiestos, son signos de la maravillosa intervención divina.

No hay nada imposible para Dios (literalmente: «La palabra de Dios nunca carece de fuerza»). Lo que dice el ángel a María, lo dijo ya Dios a Abraham: «¿Por qué se ha reído Sara, diciéndose: De veras voy a parir, siendo tan vieja? ¿Hay algo imposible para Yahveh?» (Gén 18,13s). La palabra de Dios está cargada de fuerza, es eficaz. La fe de María se ve apoyada por el hecho salví- fico efectuado en Isabel, por el testimonio de la Escritura acerca de Abraham. La entera historia de la salvación y la vida de la Iglesia es signo.

Desde Abraham e Isaac, pasando por Isabel y Juan, se extiende un arco que llega a María y Jesús. La fuerza que sostiene la historia de la salud y la acción salvadora de Dios, que comenzó en Abraham, alcanzó en Juan su cumbre veterotestamentaria y halló su consumación en Je­sús, es siempre la palabra de Dios, que nunca carece de fuerza. Abraham recibe de Sara un hijo porque ha halla­do gracia a los ojos de Dios (Gén 18,3). María recibe su hijo porque ha hallado gracia (1,30). María se reconoce hija de Abraham en la fe y en la gracia; en su hijo se cumplen todas las promesas, que se habían hecho a Abraham y a su descendencia (Gál 3,16).

María está emparentada con Isabel. Así también Ma­ría debe descender de la tribu de Leví y estar emparenta­da con el sumo sacerdote Aarón. Jesús pertenece a la tribu de Leví por su descendencia de María, y por su posición jurídica es tenido por hijo de José y, por consi­guiente, por descendiente de David (y de Judá). En los tiempos de Jesús estaba viva la esperanza de que vendrían

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dos Mesías: uno de la tribu de Leví, que sería sacerdote, y otro de la tribu de Judá, que sería rey 7. Sin embargo, el plan de Dios era que Jesús reuniera en su persona la dig­nidad sacerdotal y la regia. ¿Hasta qué punto pensaba Lucas en esto? En todo caso su imagen de Cristo tiene más rasgos sacerdotales que regios, su Cristo es salvador de los pobres, de los pecadores, de los afligidos...

83a Dijo entonces Marta: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

El mensaje de Dios ha sido transmitido, la reflexión de María ha cesado, el signo se ha ofrecido; ahora se aguarda la respuesta. Dios suscita anhelos, atrae, solicita, elimina resistencias, persuade, pero no fuerza nunca. Ma­ría ha de dar su consentimiento con libre decisión.

Por el mensaje comprendió María la voluntad de Dios. Esta voluntad la cumple como esclava del Señor. La volun­tad de Dios lo es para ella todo. La historia de la salva­ción comienza con el acto de obediencia de Abraham. El Señor le dijo: «Salta de tu tierra... para la tierra que yo te indicaré. Yo te haré un gran pueblo... Fuese Abraham conforme le había dicho Yahveh» (Gén 12,1-4). Según una tradición judía, dijo Dios a Abraham: «¡Abraham!».

7. L a asociación de realeza y sacerdocio en una persona pertenece a los tiempos más antiguos. Se esperó también para el futuro. Según Éx 19,6, es Israe l un «reino de sacerdotes y un pueblo santo». El profeta Zacarías recibe el encargo de coronar al sumo sacerdote Josué (Zac 6,9-14). La coronación del sumo sacerdote significa que se le confía el peder civil. En la época de los Macabeos se realiza esta asociación: «Los judíos y sacerdotes resolvieron in s titu ir a Simón por príncipe y sumo sacerdote para siempre, m ientras no aparezca un profeta digno de fe» (IM ac 14,41). P o r influjo macabeo se halla esta asociación, ante todo, en el Testam ento de los doce patriarcas. En el judaism o tardío distinguieron además los textos de Q um rán y el documento de Damasco, entre un M esías sacerdotal y un -Mesías regio, un M esías de la tribu de Leví y otro de la tribu de Judá, estando el M esías regio subordinado al M esías sacerdotal.

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Y Abraham dijo: «Aquí está tu siervo». Desde el princi­pio hasta el fin, los preceptos de Diofe exigen obediencia. Cristo entró en el mundo con un acto de obediencia (Heb 10,5-7), y con un acto de obediencia salió de él (Flp 2,8). El hombre sólo puede lograr la salvación si obedece: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21).

En la frase de María no hay ningún «yo». Dios lo es todo para María. El término y la consumación del tiempo de la salud bajo la soberanía de su Hijo tendrá lugar cuando Cristo, al que el padre lo ha sometido todo, lo someta todo a aquel que todo se lo ha sometido, de modo que «Dios lo sea todo en todos» (ICor 15,28).

38b Y el ángel se retiró de su presencia.

Las palabras se retiró enlazan los dos cuadros de las anunciaciones; en efecto, también de Zacarías se dice que se retiró a su casa (1,23). Ambos cuadros tienen una es­tructura común, ambos invitan a la comparación por su semejanza y sus diferencias. En el comentario se ha pro­curado penetrar en ellas. De estas consideraciones resuena siempre una cosa: Jesús es el mayor.

Una vez que María expresó su obediencia, quedó ter­minada la misión del ángel. No se dice cómo se verificó la concepción. Ante lo más grande se recomienda el silencio. Lo que no expresó Lucas, lo formuló Juan en estas pala­bras: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14).

49N T, Le I, 4

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3. E ncuentro (1, 39-56).

El encuentro entre María e Isabel enlaza las dos narraciones de la anunciación de Juan y de Jesús, pero también las dos narra­ciones del nacimiento y de la infancia. Gracias al encuentro con Isabel adquiere María una inteligencia más profunda del mensaje que le ha dirigido Dios (1,39-45) y canta un cántico de alabanza a la acción salvífica de Dios (1,46-55). Con unas breves palabras sobre la permanencia de María junto a Isabel y sobre su regreso (1,56) se cierra este relato que respira admirable intimidad y calor religioso.

a) Las madres agraciadas (1,39-45).

39 Por aquellos días, María se puso en camino y se fue con presteza a una ciudad de la región montañosa de Judá. 40 Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

La marcha tuvo lugar por aquellos días, poco después de la anunciación. El camino lleva a Nazaret a una ciu­dad de Judá, situada en la región montañosa limitada por el Negeb, el desierto de Judá y la Sefalá. Según una vieja tradición, estaba situada la ciudad en el emplazamiento de la actual En-Karim, a unos seis kilómetros y medio al oeste de Jerusalén. El camino que tuvo que recorrer María desde Nazaret exigía tres o cuatro días de marcha.

María se fue a la región montañosa con presteza. El viaje era incómodo, y sin embargo fue María con pres­teza. Aquí se inicia la gran marcha que llena la obra his­tórica de Lucas, el evangelio y los Hechos de los Após­toles. La Palabra de Dios efectúa una marcha del cielo a la tierra, de Nazaret a Jerusalén, de Jerusalén a Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra, sin tener en cuenta las dificultades, siempre con presteza.

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Al término de la marcha entra María en casa de Zacarías y saluda a Isabel. También esto se hace con pres­teza. Sólo saluda a Isabel, a quien Dios la ha remitido. En el camino no saluda a nadie. Procede como los men­sajeros que enviará Jesús y que recibirán el encargo: «No saludéis a nadie por el camino» (10,4). La historia de la infancia contiene las líneas fundamentales de la acción de Jesús; la acción de Jesús es modelo para la vida de la Iglesia.

14 Y apenas oyó ésta el saludo de María, el niño saltó de gozo en el seno de Isabel, la cual quedó llena de Es­píritu Santo.

En el saludo de María, que lleva al Mesías en su seno, la salud mesiánica alcanza a Isabel y, a través de su ma­dre, a Juan. El niño salta de gozo en el seno materno. El movimiento natural del niño se convierte en signo del gozo que suscita el encuentro con el portador de la salud. Este signo tenía un significado más profundo que el movimien­to de los gemelos Esaú y Jacob en el seno de Rebeca. «Chocaban entre sí en el seno materno los gemelo?, lo que le hizo exclamar: Si esto es así, ¿para qué vivir? Y fue a consultar a Yahveh, que le respondió: Dos pueblos llevas en tu seno. Dos pueblos que al salir de tus entrañas se separarán. Una nación prevalecerá sobre la otra. Y el ma­yor servirá al menor» (Gén 25,22s). Dios dirige la historia de los hombres aun antes de que nazcan. El profeta Jere­mías consigna la palabra de Dios: «Antes que te formara en las entrañas maternas te conocía; antes que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta de pueblos» (Jer 1,5).

Isabel quedó llena de Espíritu Santo. Cuando María entra en la casa y se oyen sus palabras de saludo, se ini­

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cia la bendición del tiempo de salud. Dios dirá a sus mensajeros: «Y en cualquier casa en que entréis, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay alguien que mere­ce la paz, se posará sobre él vuestra paz» (10,5s). En la casa de Zacarías se efectúa en el estrecho ámbito de la histeria de la infancia lo que se efectuará en Jerusalén después de la resurrección del Señor: «Y sucederá en los últimos días que derramaré mi Espíritu sobre toda carne. Y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas» (Act 2,17; J1 3,1-5). La historia de la infancia de la Iglesia es la renovación de la historia de la infancia de Jesús.

42 Y exclamó a vez en grito: ¡Bendita tú entre las mu­jeres y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Y de dónde a mí esto: que la madre de mi Señor venga a mí? 44 Porque mira: apenas llegó a mis oídos tu saludo, el niño saltó de gozo en mi seno. 45 ¡Bienaventurada tú, que has creído; porque se cumplirán las palabras que se te han anunciado de parte del Señor!

Isabel, llena del Espíritu Santo, habla en una moción extática, bajo el influjo de Dios, en forma litúrgica so­lemne, como cantaban los levitas delante del arca de la alianza (lCró 16,4). Es pregonera de la salud, servidora del Señor que se presenta en su casa. El Espíritu Santo le da a conocer el misterio de María.

La profetisa recoge la alabanza del ángel y la con­firma: Bendita tú entre las mujeres. Añade la razón de es­ta bendición: Y bendito el fruto de tu vientre. Se le predica bendición porque antes ha sido bendecida por Dios ccn la abundancia de todas las bendiciones que es­tán compendiadas en Cristo (Ef 1,3).

¿De dónde a mí esto? Análogamente habló David cuando había de llevar el arca de la alianza a Jerusalén:

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«Habiéndose puesto en marcha, David y todo el ejército que lo acompañaba partieron en dirección a Baalá de Judá, para subir el arca de Dios, sobre la cual se invoca el nombre de Yahveh Sebaot, sentado entre los querubi­nes. Pusieron sobre un carro nuevo el arca de Dios y la sacaron de casa de Abinadab, que está sobre la colina... David y toda la casa de Israel iban danzando delante de Yahveh con todas sus fuerzas con arpas, salterios, adufes, flautas y cimbalos... Atemorizóse entonces David de Yah­veh y dijo: ¿Cómo voy a llevar a mi casa el arca de Yahveh? Y desistió ya de llevar a su casa el arca de Yah­veh a la ciudad de David, y la hizo llevar a casa de Obededón de Gat, y Yahveh le bendijo a él y a toda su casa. Dijéronle a David: Yahveh ha bendecido a la casa de Obededón y a cuanto tiene con él por causa del arca de Dios» (2Sam 6,2-11). Parece que este texto influyó en la exposición de Lucas. María fue considerada como el arca de la alianza del Nuevo Testamento. Lleva al Santo en su seno, la revelación de Dios, la fuente de toda bendición, la causa del gozo de la salvación, el centro del nuevo culto.

El saludo de María tiene por respuesta los jubilosos saltos del niño. Erumpe el júbilo del tiempo mesiánico de salvación, que el profeta había descrito con estas pala­bras: «Saldréis y saltaréis como terneros que salen del establo (a los que se han soltado las cadenas)» (Mal 3,20). El tiempo de salvación es tiempo de alegría.

El cántico de alabanza que entona Isabel termina con palabras de felicitación para María. Bienaventurada tú, que has creído. María es madre de Jesucristo, porque ha dado el sí en santa obediencia. Cuando aquella mujer del pueblo bendijo a Jesús diciendo: «Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te criaron», dijo él: «Bien­aventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (11,27s). Con un acto de fe comienza la

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historia de la salvación de Israel: Abraham se marcha con su mujer a una tierra desconocida, únicamente por­que Dios lo ha llamado y le ha prometido bendecirle con gran descendencia (Gén 12,1-5); con un acto de fe co­mienza la historia de la salvación del mundo: María creyó las palabras de Dios: que ella sería la virgen madre del Mesías.

b) Cántico de María (1,46-55).

Por el mensaje del ángel, por las palabras de Isabel llena de Espíritu Santo y por la Sagrada Escritura, en la que hablaron uno y otro, reconoce María que el Señor ha hecho en ella grandes cosas. Su responsorio (cántico de respuesta a la Sagrada Escritura) es un himno a la acción salvífica de Dios con su pueblo, que ha alcanzado ahora su consumación. Con cánticos semejantes canta también la Iglesia naciente las grandes gestas de Dios: «Diaria­mente perseveraban unánimes en el templo, partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Act 2,46s). Pablo amonesta a los Efesios: «No os embriaguéis con vino, en lo cual hay desenfreno, sino dejaos llenar de Espíritu, recitando entre vosotros salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando de todo vuestro corazón al Señor» (Ef 5,18s).

El Evangelio hímnico de María comienza con un cántico de alabanza de Dios (1,46-48), canta al Dios poderoso, santo y mise­ricordioso (l,49s), las leyes fundamentales de su acción salvadora (1,51-53), y termina con unos versos que ensalzan la fidelidad de Dios a las promesas (l,54s). Lo que María experimentó fue, es y será el obrar salvífico de Dios. La historia de la salvación es luz de la vida. 46 47 48

46 Dijo entonces María:Canta mi alma la grandeza del Señor,47 y mi espíritu salta de gozo en Dios, mi salvador;48 porque puso sus ojos en la humilde condición de su

esclava.

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Y así ahora me llamarán bienaventurada todas las gene­raciones.

El Señor, mediante la acción salvadora realizada en María ha venido a ser Dios su salvador. Resuena el nom­bre de Jesús (Mt 1,21). Por Jesús ha venido Dios a ser el salvador.

La alabanza de Dios y el gozo mesiánico escatológico penetran las profundidades de María, su alma y su espíritu. Las gestas salvíficas de Dios suscitan en ella una jubilosa liturgia de alabanza.

María se cuenta entre los de humilde condición, los pequeños y los pobres, a quienes profetas y salmos prome­ten con frecuencia la salvación. «Que no ha de ser dado el pobre a perpetuo olvido, no ha de ser por siempre fallida la esperanza del mísero» (Sal 9,19). «Porque así dice el Al­tísimo, cuya morada es eterna, cuyo nombre es santo: Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito y humillado, para hacer revivir los espíritus hu­mildes y reanimar los corazones contritos» (Is 57,15). Jesús recoge estas promesas en sus bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). «Tú eres el Dios de los humildes, el amparo de los pequeños, el defensor de los débiles, el refugio de los desamparados, y el salvador de los que no tienen esperanza» (Jdt 9,11).

La felicitación de María, que ha comenzado Isabel, no tendrá ya fin. Todas las generaciones se unirán al coro de alabanzas de María. Como no tendrá fin el reinado del Rey que es su Hijo, así también la Madre del Rey será alabada por siempre y en todas partes.

40 Porque grandes cosas hizo en mi favor el Poderoso. Santo es su nombre,

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50 y su misericordia se extiende de generación en gene­ración para aquellos que le temen.

Poder, santidad y misericordia son los rasgos más lu­minosos de la imagen de Dios en el Antiguo Testamento. En Dios hay una fuerza viva, que pugna por exteriori­zarse, que quiere hacer propiedad suya todo lo que hay en el mundo, demostrándose así Dios como el Santo (Ez 20,41). Como Dios es el Dios santo, es también el Dios misericordioso. Es el salvador y redentor del resto santo, porque no es hombre, sino Dios. Las obras de poder de Dios son amor misericordioso.

51 Desplegó el poderío de su brazo,dispersó a los engreídos en los proyectos de su corazón;52 a los potentados derribó del trono, y elevó a los humildes;53 a los hambrientos los colmó de bienes,y despidió a los ricos con las manos vacías.

María expresa lo que tiene experimentado su pueblo. «Afligiéronse los egipcios y nos persiguieron, imponiéndo­nos rudísimas cargas, y clamamos a Yahveh, Dios de nues­tros padres, que nos oyó y miró nuestra humillación, nuestro trabajo y nuestra angustia, y nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo tendido, en medio de gran pavor, prodigios y portentos, y nos introdujo en este lugar, dán­donos una tierra que mana leche y miel» (Dt 26,6-9). La historia de la salvación conduce a María, el centro de la Iglesia (cf. Act 1,14).

Los que se creían grandes y ricos, fueron derribados: el faraón cuando la salida de Egipto, los enemigos de Is­rael en la época de los jueces, los poderosos soberanos de Babilonia...

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Dios interviene en favor de los humildes, de los débi­les y de los pobres. En cambio, debe temblar quien quiera ser de los grandes y poderosos intelectual, política y so­cialmente. El que está pagado de su propio poder cierra su corazón a Dios, y Dios se cierra a los que se le cierran. El pobre, en cambio, abre su corazón a Dios, su único refugio y seguridad, y Dios se vuelve hacia él.

Las condiciones para entrar en el reino de los cielos son las bienaventuranzas de los pobres, de los que lloran y de los que tienen hambre. María cumple lo que se requie­re para poder entrar en el reino de los cielos.

Jesús mismo vivirá también de esta ley de la historia salvadora proclamada por María después de haberlo con­cebido. Porque se humilló será ensalzado (Flp 2,5-11).

54 Tomó bajo su amparo a su siervo Israel, acordándose de su misericordia,55 como había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su linaje para siempre.

La gran hora de María es también la gran hora de su pueblo. Al comienzo de su cántico habló María de la salud que Dios le había preparado, al final habla de la sa­lud que alborea para su pueblo. Lo que sucedió en María se realiza en la Iglesia de Dios. En María está represen­tado el pueblo de Dios.

El siervo de Dios es el pueblo de Israel. «Pero tú Israel, eres mi siervo; yo te elegí, Jacob, progenie de Abraham, mi amigo. Yo te traeré de los confines de la tierra y te llamaré de las regiones lejanas, diciéndote: Tú eres mi siervo, yo te elegí y no te rechazaré» (Is 41,8s). Ahora va a tener cumplimiento la misericordia de Dios y la fidelidad a las promesas. María se reconoce una con el pueblo de Dios. La historia de su elección termina

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en la historia de su pueblo, y la historia de su pueblo llega a la perfección en su propia historia.

La promesa de la salud se hizo a Abraham y a su descendencia (Gén 12,2). Abraham recibió la promesa, Ma­ría toma posesión de la realización, el pueblo de Dios recibirá los frutos. María, con el fruto de su seno, es el corazón de la historia de la salud.

El cántico de alabanza de la madre virgen recoge el cántico de alabanza de la estéril, a la que Dios ha otor­gado descendencia. Ana, madre de Samuel, cantó: «Mi alma salta de júbilo en Yahveh; Yahveh ha levantado mi frente y ha abierto mi boca contra mis enemigos, porque esperé de él la salvación. No hay santo como Yahveh, no hay fuerte como nuestro Dios... Rompióse el arco de los poderosos, ciñéronse los débiles de fortaleza, los hartos pusiéronse a servir por la comida, y se holgaron los ham­brientos... Levanta del polvo al pobre, de la basura saca al indigente, para hacer que se siente entre los príncipes darle parte en su trono de gloria... Él atiende a los pasos de los piadosos, y los malvados perecerán en las tinieblas. No vence el hombre por su fuerza» (ISam 2,1-10). El cántico de María no es imitación del cántico de Ana, pero ambos cantos están alimentados por la acción de Dios en la historia salvífica.

La formación del niño se ha mirado siempre como obra de Dios. Cuando Eva dio a luz a Caín, dijo: «He alcanzado de Yahveh un varón» (Gén 4,1). Todavía más fue alabada como obra de Dios la maternidad de las esté­riles. La maternidad de María aventaja a todas las demás. Es la madre virginal del Mesías, en el que son benditos to­dos los pueblos de la tierra. En su maternidad se ve co­ronada toda maternidad, y toda maternidad lleva en sí algo de esta maternidad.

Las agradecidas meditaciones de María se expresan

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en el lenguaje de los cánticos del Antiguo Testamento. Los cantos de su pueblo son su canto, y su canto viene a ser el canto del pueblo de Dios. La Iglesia incluye el cántico de la Virgen en la oración de vísperas, cuando mira, meditando, al día transcurrido.

c) Permanencia y regreso (1,56).

56 María se quedó con ella unos tres meses, y luego regresó a su casa.

Isabel se mantuvo oculta después de la concepción. En el sexto mes llegó María; entonces era ya patente que había concebido. María permaneció allí unos tres meses. Probablemente se había marchado ya cuando nació Juan. Éste pertenece todavía a los tiempos viejos, Jesús perte­nece a los nuevos. El nacimiento de Juan, que cae toda­vía en el tiempo de las promesas, debe estar rodeado de todos los signos de este tiempo.

María permaneció con Isabel unos tres meses. Estuvo en su casa poco más o menos el mismo tiempo que había estado el arca de la alianza en Guirgat Járim. Sólo poco más o menos. El historiógrafo no quiere forzar los hechos a fin de que las aserciones religiosas puedan presentarse como realización o cumplimiento. Las aserciones sobre María no son invenciones, sino que están basadas en la historia, a la cual da sentido la palabra de Dios.

El regreso a su casa muestra que José todavía no la había tomado consigo. Ahora volvía a caer sobre ella el velo que ocultaba su misterio. Los rayos de la gloria sólo habían brillado por breve tiempo. Así va Jesús a través de su infancia y de su acción, así la Iglesia...

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II. N A C I M I E N T O E I N F A N C I A (1,57-2,52).

1. J uan el Bautista (1,57-80).

a) Nacimiento e imposición del nombre (1,57-66).

57 A Isabel le llegó el tiempo del alumbramiento, y dio a luz un hijo. 58 Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de la gran misericordia con que la había favo­recido el Señor, se alegraban con ella,

El nacimiento de Juan está envuelto en alegría. Isa­bel se alegra, y con ella los vecinos y parientes. Es la alegría de haber nacido un niño, y de una madre que era tenida por estéril y era además de edad avanzada. Esta alegría ignora todavía la hora de la historia de la salva-

. ción que ha sonado con este nacimiento.La alegría del corazón se desborda en un cántico de

alabanza: El Señor la ha favorecido con gran misericor­dia. El reconocimiento agradecido de los grandes hechos misericordiosos de Dios proporciona alegría, no sólo al que ha sidó objeto de la misericordia de Dios, sino también a los que lo reconocen y ensalzan. «Y si, además, soy derramado en libación sobre la ofrenda y el ministerio li­túrgico de vuestra fe, me alegro y me congratulo con todos vosotros. De igual modo, alegraos también vosotros y con­gratulaos conmigo» (Flp 2,17s). 59

59 A los ocho días fueron a circuncidar al niño y que­rían ponerle el nombre de su padre: Zacarías.

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La circuncisión se llevaba a cabo al octavo día del nacimiento. Así lo exigía la ley: «Esto es lo que has de observar tú y tu descendencia después de ti: circuncidad todo varón. Circuncidaréis la carne de vuestro prepucio, y ésa será la señal del pacto entre mí y vosotros. A los ocho días de nacido, todo varón será circuncidado» (Gén 17,10ss; cf. Lev 12,3).

A la circuncisión va ligada la imposición del nombre (2,21). El derecho de fijar el nombre del niño y de im­ponérselo corresponde al padre y a la madre, pero tam­bién los huéspedes podían tomar parte en la elección del nombre (Rut 4,17). Como el joven Tobías se había lla­mado como su padre (Tob 1,1.9), así querían que el niño se llamase Zacarías, como su padre. En la vida religiosa influye mucho la tradición y el uso. Pero la cuestión de­cisiva es ésta: ¿Cuál es la voluntad de Dios? No siempre elige Dios lo tradicional, la vieja usanza, el camino tri­llado...

so pero su madre intervino diciendo: De ninguna ma­nera: sino que se ha de llamar Juan. 61 Y le replicaron: ¡Pero si nadie hay en tu familia que lleve ese nombre! 02 Preguntaron, pues, por señas a su padre cómo quería que se le llamara.

Isabel elige el nombre de Juan porque con espíritu prcfético conoce la voluntad de Dios (1,41). Los parientes lo juzgan todo según las usanzas. Ahora alborea un tiem­po nuevo. Isabel ha percibido el aura de lo nuevo. Juzga en forma nueva, y esto se hace extraño a ¡os que están completamente enraizados en lo antiguo. El espíritu va por nuevos caminos, que no siempre son fáciles de com­prender. En la naciente Iglesia vendrá también sobre los gentiles: «Se maravillaron los creyentes de origen judío

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que habían venido con Pedro de que también sobre los gentiles se hubiera derramado el don del Espíritu Santo» (Act 10,45). El Espíritu no guía siempre conforme a los planes de los hombres, sino también contra ellos.

63 Él pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre. Y se quedaron todos admirados. 64 Y en aquel momento se le abrieron los labios, se le desató ¡a lengua y comenzó a hablar, bendiciendo a Dios.

Entonces se escribía en tablillas recubiertas de cera. Isabel y Zacarías están de acuerdo en la elección del nombre. Al pueblo le extraña la decisión y se admira. La voluntad y la palabra de Dios sitúa a los que ha elegido ante la necesidad de salirse de lo acostumbrado: a Abra- ham, a Moisés, a los profetas. ¿Qué experimentará Cristo cuando sea anunciada su buena nueva? «Nadie que haya probado el vino viejo quiere el nuevo; porque dice: El viejo es mejor» (5,39).

La imposición del nombre revela el misterio de la mi­sión del niño que acaba de nacer; en efecto, el nombre del niño significa: Dios es misericordioso. El tiempo del casti­go ha terminado para Zacarías; ya no tiene necesidad de signo. Las graves palabras que pronuncian los labios abier­tos y la lengua suelta, son alabanza de Dios. En el naci­miento del Precursor se anuncia — todavía en un círculo reducido— el tiempo de salvación, tiempo para procla­mar los grandes hechos de Dios.

65 Y un temor se apoderó de todos sus vecinos, y todasestas cosas se comentaban por toda la región montañosa de Judea; 65 66 y cuantos las oían, las grababan en su corazón preguntándose: ¿Pues qué llegará a ser este niño? Porque, efectivamente, la mano del Señor estaba con él.

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Del pequeño círculo de los vecinos y parientes de la casa sacerdotal sale y se extiende por toda la montaña de Judea ia noticia de los acontecimientos extraordinarios. La noticia y el mensaje de salvación pugna por extenderse a espacios cada vez más amplios. Tiene el destino y la fuerza de conquistar el mundo. El que es alcanzado por ella se convierte también en su heraldo (8,17).

No basta, sin embargo, con haber experimentado y oído los hechos portadores de la salud. Deben además grabarse en el corazón. El que los percibe tiene que enfren­tarse con ellos en su interior. En el niño Juan se revela el poder, la guía y la dirección de Dios. Quien tome esto en serio y lo considere en su interior se asombrará y se preguntará: ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué acompaña a este niño la poderosa mano de Dios? ¿Quién da solución a estas preguntas? En la historia de la infancia hay hom­bres llenos de Espíritu que interpretan los acontecimientos por los pensamientos y palabras de la Escritura.

b) Cántico de Zacarías (1,67-79).

Zacarías interpreta con su cántico la hora de historia de la salvación que ha sonado con Juan. El cántico brota del reperto­rio propio de aquel tiempo. El espíritu de Dios ilumina a Zaca­rías sobre la misión de su hijo y sobre el futuro que con él se anuncia. Alaba a Dios con palabras antiguas, dotadas de nuevo contenido. La primera parte del cántico es un salmo escato- lógico que ensalza los grandes hechos de Dios en la historia de la salvación (1,68-75). La segunda parte es un cántico natalicio que formula parabienes por el día del nacimiento y anuncia la misión del niño (1,76-79). 67

67 Entonces Zacarías, su padre, quedó lleno del Espí­ritu Santo y habló como profeta diciendo:6K Bendito el Señor Dios de Israel,

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jxjrque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el rescate, h" y nos ha suscitado un cuerno de salvación en la casa de David, su siervo,7U como lo había prometido por boca de sus santos projetas desde tiempos antiguos:...

Cuatro de los cinco libros de los Salmos se cierran con estas palabras: «Bendito el Señor, Dios de Israel» 8. Todos los salmos proclaman las obras de Dios en la creación y en la historia de la salud. La respuesta humana a las obras divinas no puede ser sino la alabanza de Dios. Lo que se anuncia con el nacimiento de Juan, es remate y corona­miento de todos los grandes hechos de Dios, que como Dios de Israel actúa en la historia, se ha escogido a Israel entre todos los pueblos como pueblo de su propiedad, lo ha guiado en forma especial y lo ha destinado a ser una bendición para todos los pueblos.

El profeta habla del futuro, como si ya estuviese pre­sente. Dios quiere intervenir en la historia de su pueblo aportando la salvación por medio del Mesías venidero, quiere enviar un poderoso salvador (cuerno de salvación) y preparar la obra redentora. Con el nacimiento de Juan se ha acercado el tiempo de la salud, su venida ha adqui­rido tal certeza, que se considera ya presente. Van a cum­plirse las promesas proféticas del tiempo pasado, que anuncian el rey soberano y Mesías de la estirpe de David. «Juró Yahveh a David esta verdad y no se apartará de ella: Del fruto de tus entrañas pondré sobre tu trono... Ciertamente eligió Yahveh a Sión, la adoptó por morada suya: Ésta será para siempre mi mansión; aquí habitaré, porque la he elegido... Aquí haré crecer el poder de Da­vid y prepararé la lámpara a mi ungido» (Sal 132,11 ss).

S. Sal 40,14; 71,18; cf. 88,53; 106,48.

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Visitación, redención, salud, soberano de la casa de David: todo da a entender que se cumplen los grandes anhelos y esperanzas. Juan es el precursor del portador de la sal­vación.

71 Salvarnos de nuestros enemigos,y de manos de todos aquellos que nos odian;72 tener misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santa alianza,...

El Mesías salva a Israel de la opresión de sus enemi­gos y de todos los que lo odian. La salvación que realizó Dios en su pueblo cuando lo liberó de la esclavitud de Egipto, se cumple ahora de manera mucho más grandio­sa. «Gritó (Dios) al mar rojo, y éste se secó, y los hizo pasar entre las olas como por tierra seca. Los salvó de las manos de los que los aborrecían y los sustrajo al poder del enemigo» (Sal 106,9s).

Cuando alborea el tiempo mesiánico, también los padres de Israel, los antepasados del pueblo israelita, experi­mentan la misericordia; porque todavía viven y se inte­resan por las suertes de su pueblo. «Vuestro padre Abra- ham se llenó de gozo con la idea de ver mi día; lo vio, y se llenó de júbilo» (Jn 8,56). Ahora se realiza la alianza que concluyó Dios con Abraham. «He aquí mi pacto contigo: Serás padre de una muchedumbre de pueblos... Te daré pueblos, y saldrán de ti reyes... Mi pacto lo esta­bleceré con Isaac... Y se gloriarán en tu descendencia todos los pueblos de la tierra» (Gén 17,4.6.21; 22,18). El Mesías es la realización de todas las promesas e institu­ciones, de todas las esperanzas y ansias de la antigua alian­za. Él es aquel a quien miran los que ya murieron y viven en el otro mundo, los que todavía viven y los que han de venir. Él es el centro de la humanidad.

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N T. Le I. 5

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73 ...de aquel juramento, que juró a nuestro padre Abraham,de concedernos

74 que, liberados de manos de enemigos,pudiéramos servirle sin temor,

15 en piedad y rectitud, en su presencia, por todos nues­tros días.

Dios habla a Abraham: «Por mí mismo juro... que por no haberme negado tu hijo, tu unigénito, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las es­trellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar, y se adueñará tu descendencia de las puertas de sus ene­migos» (Gén 22,16s). Todo lo que obliga moralmente a los hombres a cumplir sus promesas, todo esto se dice de Dios: hizo promesas, contrajo un pacto de alianza, in­cluso pronunció un juramento. Con el envío de Cristo cumple Dios aquello a que se había obligado. Los suspi­ros y clamores de los hombres no resuenan en el vacío. Dios los oye y los satisface en Cristo, que no es solamen­te el centro de todas las esperanzas humanas, sino tam­bién el centro de todos los designios divinos relativos a los hombres.

Cuando Israel es sustraído al poder de sus enemigos, queda libre para dedicarse al servicio de Dios. Puede ser­vir a Dios en su presencia y con ello cumplir su misión sacerdotal que tiene que desempeñar entre los pueblos; porque Dios les dijo: «Seréis para mí un reino de sacerdo­tes y una nación santa» (Éx 19,6). El Mesías procura al pueblo de Dios espacio y libertad para celebrar el culto divino. Pero este espacio libre lo rellena también con la adoración de Dios del final de los tiempos (cf. Jn 4,2-26). «Ante todo, recomiendo que se hagan peticiones, oracio­nes, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres: por los reyes y por todos los que ocupan altos puestos,

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para que podamos llevar una vida tranquila y pacífica con toda religiosidad y dignidad» (ITim 2,1 s).

El servicio y culto divino consiste en santidad y jus­ticia. El alma de la acción litúrgica es la entrega a la voluntad de Dios, una conducta santa. «Ofrece a Dios sa­crificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo. E in­vócame en el día de la angustia; yo te libraré, y tú cantarás mi gloria» (Sal 50,14s).

76 Y tú, niño, has de ser profeta del Altísimo,porque irás delante del Señor a prepararle sus caminos,77 para dar a su pueblo conocimiento de la salvación, mediante el perdón de sus pecados,78a por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios,...

Juan es profeta de Dios y el que prepara el camino al Señor. He aquí que voy a enviar mi mensajero (Mal 3,1)... Una voz grita; «Abrid una calzada en el desierto» (Is 40,3)... Jesús sobrepuja a Juan, como el Hijo del Altísimo sobrepuja al profeta del Altísimo, y el Señor al que le prepara el camino. El que viene es Dios mismo. El judaismo tardío ve el futuro reino de Dios en estrecha relación con el reino futuro del Mesías. En Jesús viene Dios...

La preparación del camino se efectúa mediante el don del conocimiento de la salvación. El pueblo de Dios conoce la salvación porque la experimenta prácticamente. Dios se la da a conocer al otorgársela (Sal 98,2). Ahora bien, la salvación consiste en el perdón de los pecados. Aquel a quien se le perdonan los pecados se ve liberado y resca­tado de un poder que ata más que las manos de los enemi­gos y de los que odian (1,17). El tiempo de salvación para el que Juan prepara es el tiempo de la misericordia de nuestro Dios. La acción reveladora de Dios en los últi­

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mos tiempos es exuberancia de su corazón misericordioso. Para el final de los tiempos se aguarda que Dios envíe su misericordia a la tierra9. Ahora se cumple esto. «El Señor es compasivo y de mucha misericordia» (Sant 5,11).

78b ...por las cuales vendrá a vernos la aurora de lo alto,19 para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombra de muerte,para enderezar nuestros pasos por la senda de la paz.

Por la misericordia de Dios viene la «aurora de lo alto», el Mesías. «Yo, Yahveh... te he puesto para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del fondo del calabozo a los que moran en tinieblas» (Is 42,6s). El Mesías, el sol de la sa­lud, trae a los hombres salvación, trae redención a los oprimidos por el pecado y por la muerte. «El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande; sobre los que ha­bitaban en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz» (Is 9,1).

La Iglesia reza el cántico de Zacarías cada mañana cuando al salir el sol se disipan la noche y las tinieblas. Lo reza también junto al sepulcro. En efecto, sobre toda la noche de la muerte brilla la aurora de lo alto, Cristo, que con su resurrección venció el señorío del pecado y de la muerte, y trae la restauración de todo en un nuevo uni­verso (Ap 21,3s).

9. Testamento de Zabulón 8,2,

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c) Infancia de Juan (1,80).

80 El niño crecía y se robustecía en espíritu, y moraba en los desiertos hasta el momento de manifestarse a Israel.

De Sansón se dice: «La mujer dio a luz un hijo y le puso el nombre de Sansón. Creció el niño, y Yahveh le bendijo, y comenzó a mostrarse en él el espíritu de Yah­veh» (Jue 13,24s). Con estas palabras de la Biblia se diseña la imagen del joven Juan. No se habla expresa­mente de la bendición del Señor. El crecimiento corporal y mental están bajo la bendición del Señor en Sansón y en Juan, que son hombres de Dios. Van madurando con vistas a su misión.

En el desierto se prepara Juan para recibir la investi­dura de su cargo. Lejos de los hombres, en la proximidad de Dios se va armando para su quehacer futuro. Del de­sierto era esperado el Mesías 10. Israel tomó posesión de la tierra prometida después de su permanencia en el de­sierto. Juan se fue al desierto de Judá. Qué hizo allí y a quién se unió, son cosa que ignoramos. Cuando se des­cubrieron las grutas de Qumrán y se hizo luz sobre la vida de sus moradores gracias a los escritos que se halla­ron, pareció que también se iba a esclarecer el enigma de la estancia de Juan en el desierto. Sin embargo, no consta que Juan tuviera relaciones con la secta de Qumrán. Con ellos le une la ardiente espera del Mesías. Pero se hace difícil creer que el sacerdote Zacarías enviara a su hijo entre gentes que, como protesta contra el sacerdocio del templo, se habían retirado a la soledad, para prepararse, sin templo y sin culto, para la venida del Mesías.

10. Cf. M t 24,26; Act 21,38

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La entera vida de Juan está determinada por su mi­nisterio. Desde el seno de su madre es elegido, vive en el desierto, seguramente bajo el impulso divino: Dios mis­mo le introduce en su ministerio. Todo esto tiene lugar delante de Israel; el Mesías y su pueblo llenan su vida. Dios lo había elegido para estos dos.

2. N acim iento de J e s ú s (2,1-20).

En tiempos del emperador romano Augusto, que reinaba en todo el mundo de entonces, nace Jesús en Belén, como lo había anunciado el profeta Míqueas (Miq 5, 1; Le 2,1-7). En una noti­ficación solemne anuncian ángeles del cielo quién es este niño recién nacido y qué importancia tiene la hora de este nacimiento en la historia de la salvación (2,8-14). Los pastores anuncian y propagan la fe que había surgido en ellos gracias al mensaje, a los signos y lo que habían visto (2,15-20).

Pablo nos transmitió un antiguo himno sobre la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesús, que se cantaba en la cele­bración litúrgica: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual ¿i Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hom­bres. Y presentándose en el porte exterior como hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó y le con­cedió el nombre que está sobre todo nombre, para que, en el nombre de Jesús, toda rodilla se doble... y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11). La historia de la infancia de Jesús está sostenida por los mismos pensamientos que este himno. Jesús se despojó y se humilló cuan­do nació, pero Dios exaltó a este niño mediante la solemne noti­ficación de los ángeles, y en el punto culminante de la narración (2,10) resuena la confesión: «Un Salvador, que es el Mesías, el Señor.» Como a la cruz del despojo de sí y de la humillación siguió la proclamación de Dios por los ángeles, así al nacimiento en la pobreza sigue la solemne notificación por mensajeros celes­tiales de Dios. Ahora bien, la exaltación del Crucificado fue acom­pañada de la proclamación del Evangelio por los apóstoles por

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todo el mundo; la exaltación del niño recién nacido fue dada a conocer por los testigos de la proclamación divina; aunque, como corresponde a la historia de la infancia, no al mundo en­tero, sino únicamente a un pequeño grupo. La historia de navi­dad lleva el sello del Evangelio, del que dice Lucas: «Entonces (antes de la ascensión al cielo) les abrió la mente para que enten­dieran las Escrituras; y les dijo: Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer, que al tercer día había de resucitar de entre los muertos, y que, en su nombre, había de predicarse la conver­sión para el perdón de los pecados a todas las naciones, comen­zando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto» (24,45-49).

Lucas, historiógrafo de Dios, tenía el mayor empeño en situar el nacimiento de Jesús, con la notificación divina, en las circuns­tancias históricas concretas, en pintarlo con colores de la época y en referirlo a la historia del mundo. Así como la historia de la pasión y de la resurrección pertenece, como hecho histórico, a la historia del mundo, así también la historia del nacimiento. El pe­sebre y la cruz son los puntos cardinales del hecho salvador en Cristo; hay correspondencia mutua entre ambos. Lo que allí sucedió cumplió lo que había preanunciado la Escritura. «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y ai tercer día fue resucitado según las Escrituras» (ICor 15,3). También nació según la Escritura. Hay detalles en el relato de navidad que dejan algunas cuestiones en suspenso. Lucas no escribe conforme al exacto método moderno de la ciencia his­tórica. Su objetivo principal no era describir el marco histórico en que tuvo lugar el nacimiento de Jesús; lo que le importaba en primer lugar era el Evangelio, la buena nueva encerrada en este acontecimiento. Una vez más hay que remitir al punto cul­minante del relato (2,10). Allí se dice: Os traigo una buena noti­cia de gran alegría. También aquí es el relato del nacimiento una anticipación del anuncio de la pasión y de la resurrección. «Os recuerdo .. el evangelio que os anuncié (como buena nueva)..., porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió...» (ICor 15,1-3). A datos menos claros no quere­mos dar más importancia que la que les dio san Lucas. El Evan­gelio que presenta el nacimiento histórico de Jesús es también para nosotros el punto decisivo del relato de navidad. De lo contrario podría suceder que nos contentáramos con un marco vacío.

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a) Nacido en Belén (2,1-7).

1 Sucedió, pues, que por aquellos días salió un edicto de César Augusto para que se hiciera un censo del mundo entero. 2 Este primer censo tuvo lugar mientras Quirinio era gobernador de Siria. 3 Y todos iban a empadronarse, cada cual a su propia ciudad.

El historiador Lucas sitúa la historia de la salvación en el transcurso de la historia universal. El emperador romano Augusto (30a.C. -14 d.C.) reina sobre la tierra entera, sobre los países comprendidos en el imperio ro­mano. La inscripción de Priene (del año 9 a.C.) celebra el nacimiento de Augusto. Se dice que Augusto «dio nuevo aspecto al mundo entero: éste se habría arruinado si en él, que ahora nace, no hubiese brillado una suerte común. Rectamente juzga quien en este natalicio reconoce el co­mienzo de la vida y de toda fuerza vital... La Providen­cia que gobierna toda vida colmó a este hombre de tales dotes para bien de los hombres, que nos lo envió como salvador a nosotros y a las generaciones venideras... En su aparición se han colmado las esperanzas de los ante­pasados; él no sólo ha sobrepujado a todos los pasados bienhechores de la humanidad, sino que hasta es impo­sible que surja uno mayor. El nacimiento del Dios ha introducido en el mundo la buena nueva que con él se relaciona. Con su nacimiento debe comenzar un nuevo cómputo del tiempo» ll. El año 27 a.C. Augusto recibió del senado el título honorífico de Sebastos, es decir, Augusto, con lo cual fue declarado digno de adoración.

Mediante una disposición suya, el emperador Augus­

11. Cf. G. K itt el , Theoi. W órterhuch *um N T n , p. 721s.

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to. que reina sobre el mundo, se pone, sin tener concien­cia de ello y conforme al designio de la divina Providen­cia, al servicio del verdadero Salvador del mundo, en quien se cumple lo que los hombres habían esperado de Augusto y que él pudo dar hasta cierto grado, pero no en toda su plenitud.

Augusto ordenó que se constituyera un censo 12. Éste abarcaba dos cosas: un registro de la propiedad rústica y urbana (para fines del catastro) y una estimación de sus valores para el cálculo de los impuestos. La orden del em­perador alcanzó a Palestina por medio del gobernador de Siria, Quirinio. Herodes el Grande, que entonces reinaba todavía en Palestina, hubo de aceptar aquella disposición,

12. Según el M omtmettium Ancyranum , Augusto ordenó hacer tres veces el cómputo de los ciudadanos romanos ícf. C.K. B a r rett , D ie Unvwett des N T . Ausgewáhlte Quellen, Tubinga 1959, p. 12ss). Indicaciones de diversas fuen­tes históricas perm iten deducir que hacia el año 8 a.C. se hicieron censos de la población en diversas partes del imperio romano, por ejemplo, en las Galias el año 9 a.C. A un prescindiendo de Le 2,1, de las fuentes históricas resulta más que verosímil un registro de la población de todo el imperio romano. E l procurador de Judea dependía del gobernador de Siria. Publio Sulpicio Quirinio, siendo gobernador de Siria, llevó a cabo el censo de la población hacia el año 6 d.C., lo cual dio lugar a una sublevación del pueblo. Fuera de Le 2,2, nadie inform a sobre un censo en Palestina por Q uirinio en tiempo anterior a.C. E s cosa demostrada que Q uirinio actuaba ya en S iria a.C .; no aparece claro si era gobernador. Desde allí dirigió un censo en Apamea. Parece que tenía un puesto directivo en todos los asuntos del Próxim o Oriente en colaboración con las autoridades provinciales romanas. En las palabras de Le 2,2 ¿se ha de ver una «inexactitud cronológica de un escritor distante de los hechos narrados»? Aunque se pueden hacer objeciones, la solución del problema parece ser la siguiente: el censo que emprendió Q uirinio el año 6 d.C. parece haber comenzado ya antes de C. (el año 8 a .C .). Los trabajos del censo duraron bastante tiempo. En Egipto, donde los censos de la población eran ya práctica antigua, duraban todavía cuatro años por los tiempos de Cristo. E n Palestina se llevaba a cabo por prim era vez, por lo cual se hizo más lentamente. La prim era etapa consistió en el reg istro de l'a propiedad rústica y urbana, la segunda en la estimación que fijaba los im­puestos que se habían de pagar efectivamente. La prim era etapa del registro tuvo lugar por el tiempo del nacimiento de Jesú s; de ella habla Le 2 ,ls ; la segunda etapa, que era mucho más desagradable para el pueblo y provocó la sublevación por tra ta rse de la estimación de los impuestos, tuvo lugar el año 6 d.C. Cf. E . S ta u ffe a , Jesús. Gestalt und Geschichte, Berna 1957, p. 26-34; H .U . I n s t in s k y , Das Jahr der Geburt Christi, Graz 1957.

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pues era rey por gracia del emperador. Aquel censo fue el primero que se hacía entre los judíos. Tuvo lugar en tiempo de Quirinio, gobernador de Siria. ¿Por qué hace notar Lucas todos estos detalles? Quería sin duda deter­minar exactamente el tiempo. Pero con ello se pone tam­bién de relieve que Palestina había perdido su libertad. Todos fueron a empadronarse. Según noticias que se hallaron en Egipto, gentes que estaban fuera del país, tuvie­ron que ir a inscribirse a su lugar de residencia; también las mujeres debían comparecer con sus maridos ante los funcionarios K1. Cada cual se dirigió a su ciudad, en la que tenía alguna propiedad. Así, José tuvo que ir a Belén.

4 También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, 5 para empadro­narse con María, su esposa, que estaba encinta.

José fue con María a Belén. Sin duda tenía allí alguna posesión. En tiempos de Domiciano había en Belén pa­rientes de Jesús, que eran labradores. Los descendientes de David habían poseído tierras en Belén. Lucas no hace mención de esto. A él le interesa más el que María y José tuvieran que ir a Belén. Llama a este lugar la ciudad de David; José era de la casa y familia de David. Todo esto suscita recuerdos religiosos. El Mesías tiene que nacer en Belén; procede de la casa de David y poseerá el trono de su padre. El profeta Miqueas lo había predicho; «Pero 13

13. E l papiro procede del año 104 d.C. y fue hallado en Fayyum ; mues­tra condiciones análogas a las que presupone Le, y también jos mismos té r­minos técnicos. En él se lee: «Gayo Vibio Máximo, gobernador de Egipto, d ice : Dado que se avecina la tasación de la propiedad, tenemos que ordenar a todos los que por alguna razón se hallan fuera de su circunscripción que regresen a su hogar patrio a fin de efectuar la tasación de vigor y de aplicarse al debido cultivo del campo» A. D eissm a n n , Licht vom Osten, Tubinga 2-81909, p. 201s.

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tú, Belén de Éfrata, pequeña para ser contada entre las familias de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Is­rael, cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad» (Miq 5,1). Dios pone la historia del mundo al servicio de la historia de la salvación; subordi­na a sus eternos designios la orden de Augusto.

A María se la llama esposa de José; éste la había lle­vado ya a su casa, pues de lo contrario, según la usanza galilea, no habría podido viajar sola con José. José con­vivía con María, pero sin llevar vida conyugal. Estaba encinta: era virgen y futura madre. Con ello se expresa lo que el relato de la anunciación había ocultado con el velo del misterio.

6 Y mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del alumbramiento. 7 Y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no ha­ber sitio para ellos en la posada.

El relato del nacimiento es introducido solemnemente en el estilo de la Biblia. Mientras María y José estaban en Belén, llegó el tiempo del alumbramiento. Jesús está sujeto a la ley de Augusto y a la ley de la naturaleza. Era obe­diente.

El nacimiento se refiere con sobriedad, con sencillez, objetivamente, en pocas palabras. Dio a luz a su hijo. María trajo al mundo a su hijo con verdadera maternidad. De Isabel se dice: Dio a luz un hijo (1,57); de María: Dio a luz a su hijo.

La concepción virginal resuena en todas partes. Dio a luz a su hijo primogénito. ¿Se dice esto por que fuera Jesús el primero de varios hijos varones? La palabra no exige necesariamente esta interpretación. Una inscripción funeraria del año 5 d.C. hallada en Egipto da buena prue­

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ba de ello. Una mujer joven difunta, llamada Arsinoe, se expresa así: «En los dolores de parto del primogénito me condujo el destino al término de la vida» 14 15. El hijito úni­co, primogénito, de Arsinoe, era a la vez el unigénito. Lucas elige este título porque Jesús tenía los deberes y derechos del primogénito (2,23) y porque era el portador de las promesas.

María presta a su hijo los primeros servicios maternos. Lo envolvió en pañales. Los niños recién nacidos se en­volvían fuertemente en jirones de tela a fin de que no pu­dieran moverse; se creía que así crecerían derechas las extremidades. Lo acostó en un pesebre, como en el que comen los animales. Este detalle de que el niño recién na­cido tuviera como primera cuna un pesebre lo explica el evangelista con estas palabras: Por no haber sitio para ellos en la posada. María y José, llegados a Belén, habían buscado alojamiento en un albergue de caravanas (un khan). Era éste un lugar, por lo regular al descubierto, rodeado de una pared con una sola entrada. En el interior había a veces alrededor un pórtico o corredor de colum­nas, que en algún tramo podía estar cerrado con pared, formando un local algo grande o varios pequeños. En medio, en el patio, estaban los animales; las personas se cobijaban en el pórtico, estando reservados los espacios ce­rrados a los que podían permitirse aquel «lujo». Cuando María sintió que se acercaba su hora, no había allí lugar para ella. Se fue a un sitio que se utilizaba como establo; en efecto, donde había un pesebre debía de haber un esta­blo El Señor prometido es un niño pequeño, incapaz

14. J.-B . F rey , La significación du terme ngwTÓtoxoí; d’aprés une ins- cription Juive, «Bíblica» 11 (1930) 373-390, donde se hallará el texto y el comentario.

15. Según una antigua tradición (Justino t 165; Orígenes t 254) nació Cristo en una g ru ta : «En Belén se m uestra la g ru ta ; allí nació, y el pesebre en la gruta, allí fue envuelto en pañales.» Esta g ru ta fue profanada con el

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de valerse por sí mismo, acostado en un pesebre. Se des­pojó, se humilló y tomó la forma de esclavo. «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo: cómo por nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros fuerais en­riquecidos con su pobreza» (2Cor 8,9). En el albergue no había sitio para él. «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (9,58). «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11).

b) Dado a conocer por el cielo (2,8-14).

8 Había unos pastores en aquella misma región que pasaban la noche al aire libre, vigilando por turno su rebaño.

Los pastores eran gentes despreciadas. Tenían la mala fama de no tomar muy a la letra lo tuyo y lo mío; por esto mismo no se aceptaba su testimonio en los tribuna­les. Los pastores, los recaudadores de impuestos y los pu­blícanos eran tenidos por incapaces, entre otras cosas, de actuar como jueces y como testigos, ya que eran sospe­chosos en cuestiones de dinero 1‘\ Dios elige a los despre­ciados y a los pequeños; son capaces, aptos para recibir la revelación y para la salvación.

El ganado menor — contrariamente al ganado ma­yor — pasaba todo el tiempo, de día y de noche, en los pastos desde la fiesta de pascua hasta las primeras lluvias de otoño, es decir, desde marzo hasta noviembre, Por la noche se llevaba a los animales a apriscos o majadas para 16

cuito de Tammuz-Adonis, lo cual se debió seguramente al hecho de ser el lugar sagrado para los cristianos. B ajo el reinado de Constantino se edificó sobre la gru ta la iglesia del Nacimiento. O r íg e n e s , Contra- Celsum 1,51 (P G 11» 756); J u s tin o , Diálogo con Trifón 78,5 (PG 6, 657).

16. B il l e r b e c k i i , p. 113s.

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que estuvieran protegidos contra los ladrones y contra las bestias feroces. Del cuidado y protección del ganado se encargan los pastores, que se hacían cabañas con ramas para protegerse contra la intemperie y para el reposo noc­turno 17. Los pastores, en su calidad de vigilantes, son de esas personas que observan lo que pasa a su alrede­dor, que están preparados a cada hora del día y de la noche. Precisamente esa actitud es decisiva en el tiempo final. «¡Y aun si llega (el señor) a la segunda o a la ter­cera vigilia de la noche, y los encuentra así (en vela), ¡di­chosos aquellos!» (12,38).

9 Y un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los envolvió en claridad. Ellos sintieron un gran temor. 10 Pero el ángel les dijo: No tengáis miedo. Porque mirad: os traigo una buena noticia que será de grande alegría para todo el pueblo. 11 Hoy, en la ciudad de Da­vid, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. n Y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuel­to en pañales y acostado en un pesebre.

Dios mismo da a conocer a los pastores por medio de su ángel lo grande de la hora del mundo que ha comen­zado con el nacimiento de Jesús. De repente e inespera­damente aparece el ángel en medio de una luz deslum­bradora. Con resplandores de luz se manifiesta la gloria de Dios (Éx 16,10). Los pastores se ven envueltos en ese resplandor que dimana de los ángeles y que tiene su ori­gen en Dios. En el ángel les está cercano Dios y su reve­lación. El temor es la reacción de los hombres ante la proximidad de Dios.

El ángel anuncia a los pastores un mensaje de alegría

17. B il l e r b e c k i i , p. 114ss.

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y de victoria (evangelium). Juan Bautista toma a su cargo este anuncio del ángel. «Anunciaba el Evangelio al pue­blo» (3,18). Jesús continuará este anuncio: Tiene que anunciar a otras ciudades el Evangelio del reino de Dios (cf. 8,1), pues para ello le ha ungido Dios, «para anunciar el evangelio» (4,18). A Jesús suceden los apóstoles en el encargo de «anunciar el Evangelio de Jesucristo» (Act 5,42). La hora del nacimiento de Jesús es el comienzo de la buena nueva de gozo y de victoria, del Evangelio. Es traído al mundo de parte de Dios; en él se manifiesta la gloria de Dios.

El Evangelio del ángel no produce temor, sino gran alegría. Lo que ha asomado ya dondequiera que se ha anunciado el tiempo de la salvación (1,14.46s.48.68) se produce ahora todavía en mayor abundancia. Estalla la alegría. Los pastores son los primeros que reciben esta gran alegría. Ésta acompañará siempre a la predicación del Evangelio; porque el Evangelio anuncia y trae la sal­vación y con ella la alegría. «Volvieron, pues, los setenta llenos de alegría diciendo: ¡Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre!» (10,17). Incluso la persecu­ción por este Evangelio desencadenará la alegría: «Y lla­mando a los apóstoles (los miembros del sanedrín), des­pués de azotarlos, les ordenaron que no volvieran a hablar del nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salían gozosos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús» (Act 5,40s). Esta alegría alcanzará, no sólo a los pastores, sino a todo el pueblo. Los pastores son las primicias de los que reciben la alegría del tiempo de salvación; su gozo es fuente de una oleada de alegría que se extenderá a Israel y al mundo entero.

¿Cuál es el objeto de esta buena nueva de gran ale­gría? Hoy ha nacido... A éste hoy han mirado todas las

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promesas; hoy se ven cumplidas. Hoy se ha cumplido la Escritura» (4,21). El tiempo del cumplimiento y del fin ha comenzado.

El niño que ha nacido es el Salvador, el Mesías, el Señor. El título fundamental es Salvador. Jesús, después de su exaltación, es anunciado por Pedro como Señor y Mesías. «Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,36). Jesús («Yahveh es salvación») es Salvador, el Señor es el Señor divino, el Mesías es el ungido, el rey. El núcleo de la pro­fesión de fe de la cristiandad; «Jesucristo es Señor» (Flp 2. 11), viene de Dios por boca de los ángeles. Esta pro­fesión conviene ya a Jesús desde el día mismo de su na­cimiento.

En la ciudad de David. Es significativo que el lugar del nacimiento de Jesús no se designe con su nombre co­rriente, Belén, sino con el nombre de dignidad de la his­toria de la salvación. Para que naciera Jesús en la ciudad de David, subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén (2,4). Allí tenía David su patria, y José su ciudad, porque era de la casa y familia de David. Jesús es «hijo de David», en él se cumplen las promesas de que se había hablado desde la anunciación (l,32s).

El mensaje del ángel está compuesto de tal forma que trae a la memoria la inscripción de Priene. Augusto es en­viado como salvador. Pone término a todas las querellas. El natalicio del Dios emperador era para el mundo el co­mienzo de las buenas nuevas de alegría; las que siguen son las noticias de la declaración de mayor edad del príncipe heredero y sobre todo de la subida al trono del empera­dor. Al mensaje del culto al emperador contrapone el Nue­vo Testamento el solo Evangelio del nacimiento de Jesús.

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Habla el lenguaje de su tiempo, pues quiere hablar en for­ma realista y al alcance de todos. Conoce la expectación y la esperanza de los hombres, y responde con el Evan­gelio del nacimiento del niño en el estado y en el pe­sebre.

Los pastores reciben signos, por los que podrán reco­nocer la verdad del mensaje: un niño pequeño, envuelto en pañales, acostado en un pesebre. Por estos tres signos reconocerán al Señor Jesucristo. Todo esto está en con­tradicción con la expectación judía, en contradicción con lo que dice el mensaje. ¿Un niño desvalido, Salvador del mundo? ¿El Mesías, un niño envuelto en pañales? ¿El Señor, acostado en un pesebre? Al recién nacido se aplica lo que se dijo del Crucificado: Es escándalo para los ju­díos y necedad para los gentiles (ICor 1,23). Pero «lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios, más poderoso que los hombres» (ICor 1,25).

13 Y de repente, apareció con el ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios, diciendo: 14 Glo­ria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hom­bres, objeto de su amor.

Al mensaje se añade la alabanza; el anuncio termina en un responsorio hímnico de una multitud de los ejér­citos celestiales. Numerosos ángeles rodean al único que anuncia la buena nueva. Los ejércitos celestiales son — se­gún la concepción de los antiguos— las estrellas, orde­nadas en gran número en el cielo y trazando sus órbitas, pero también los ángeles que las mueven. Los ángeles for­man la corte de Dios, que es llamado también Dios Sebaot (Dios de los ejércitos). Al introducir al primogénito en el mundo, dice Dios: «Adórenlo todos los ángeles de Dios» (Heb 1,6). Los ángeles se interesan vivamente en el acon-

81N T, Le I , 6

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tecer salvífico. Son «espíritus al servicio de Dios, envia­dos para servir a los que van a heredar la salvación» (Heb 1,14).

El canto de los ángeles es una aclamación mesiánica. No es deseo, sino proclamación de la obra divina, no es ruego, sino solemne homenaje de gratitud. En dos frases paralelas se expresa lo que el nacimiento de Jesús signifi­ca en el cielo y en la tierra, para Dios y para los hombres. Dado que el cielo y la tierra están afectados por este na­cimiento, tiene éste un significado de alcance universal. Con el mensaje de navidad cobra nuevo giro el universo. El cielo y la tierra son reunidos por Jesús.

Gloria a Dios en las alturas. «Dios habita en las altu­ras.» En el nacimiento de Jesús, Dios mismo se glorifica. En él da a conocer su ser. Jesús es revelación acabada de Dios, reflejo de su gloria (Heb 1,3); él anuncia la sobera­nía de Dios, la trae y la lleva a la perfección; en él se hace visible el amor de Dios (Jn 3, 16). Al final de su vida podrá decir: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a término la obra que me habías encomendado que hicie­ra» (Jn 17,4).

En la tierra paz a los hombres, objeto de su amor. En la tierra viven los hombres. Por el recién nacido reciben paz. Jesús es príncipe de la paz. «Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, que tiene sobre su hom­bro la soberanía y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz, para dilatar el imperio y para una paz ilimitada, sobre el trono de David y sobre su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y en la justicia desde ahora para siempre. El celo de Yahveh Sebaot hará esto» (ís 9,5). La paz en­cierra en sí todos los bienes salvíficos. La paz es restau­ración con creces de todo lo que los hombres habían perdido por el pecado; la paz es fruto de la alianza que

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había concluido Dios con Israel y que es renovada por Jesucristo. «La alianza es alianza de paz» (Is 50,10). La fe es reconciliación, gozo consumado; la predicación de Je­sús es «Evangelio de la paz» (Ef 6,15). Él mismo es la paz.

Los hombres reciben paz porque Dios les ha mostra­do su complacencia, su favor, su amor. Jesús garantiza a los hombres la complacencia y el amor de Dios. Sólo por éste puede salvarse el hombre. En un salmo de la secta de Qumrán se cantaba; «En tu cólera están (fundados) todos tus castigos, y en tu bondad la plenitud del perdón y de la misericordia con todos los hijos de tu compla­cencia» 1S. El himno angélico extiende la complacencia divina a todos los hombres. Por razón de Jesús puede al­canzar a todos la voluntad salvífica de Dios, con tal que muestren deseo de salvarse. «Porque así dice el Altísimo, cuya morada es eterna, cuyo nombre es santo: Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito y humillado, para hacer revivir los espíritus humillados y reanimar los corazones contritos... Por la iniquidad de su violencia, me irrité, y ocultándome, le castigué sañudo. El rebelde seguía por los caminos de su corazón. Sus ca­minos los conozco yo, y le sanaré y le conduciré y le con­solaré. Yo pondré cantos en los labios afligidos. Paz, paz al que está lejos y al que está cerca, dice Yahveh; yo le curaré. Pero los malvados son un mar proceloso, que no puede aquietarse, y cuyas olas arrojan cieno y lodo. No hay paz, dice Yahveh, para los impíos» (Is 57,15-21).

El anuncio solemne del ángel exaltó al niño recién na­cido como rey Mesías, el canto de los coros de ángeles lo celebra como príncipe de la paz, Salvador y sacerdote, que reconcilia y reúne el cielo con la tierra. El niño en el pe­sebre es sacerdote y rey del tiempo de la salvación. 18

18. 1QH n , 8ss.

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El canto de los ángeles tiene relación con la aclama­ción del pueblo, que acompañaba a Jesús en su entrada en Jerusalén al comienzo de la semana de su pasión; el pueblo clamaba: «¡Bendito el que viene, el rey, en el nom­bre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38)19. La paz y la gloria que reinan en el cielo deben realizarse también en la tierra por Jesús. La entrada triun­fal de Jesús en Jerusalén, donde le aguardan la muerte y ia exaltación, se consuma como obra saívífica: se da a ios hombres la paz y la gloria del cielo. Esta aclamación del pueblo se entiende como grito de oración, así como' decía el orante judío: «La paz que reina en sus alturas, nos proporcionará paz a nosotros y a todo el pueblo de Israel.» Lo que comenzó por el nacimiento de Jesús, será llevado a término por su muerte. La entrada de Jesús en el mundo tiene su consumación en la entrada en Jerusalén y en la parusía. Belén, Jerusalén y mundo son las grandes etapas de la redención. Jerusalén está en medio con la «elevación» (9,51) en la cruz y la ascensión al cielo...

c) Anunciado por los pastores (2,15-20).

15 Y cuando los ángeles los dejaron y se fueron al cie­lo, los pastores se decían unos a otros: Pasemos a Belén, a ver eso que ha sucedido, lo que el Señor nos ha dado a conocer. 16 Fueron con presteza y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

El mensaje que transmitió Dios no es sólo palabra, sino, al mismo tiempo, acontecimiento: Mensaje que su­

19. L a tradición del texto dice: «En el cielo», pero quizá debiera decir: «en la tie rra» ; la falta se debe probablemente a una falsa resolución de abreviaturas.

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cedió. Al acontecimiento sigue la palabra notificante. Pa­blo confiesa: «A mí, el menor de todo" el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: la de anunciar a los gentiles el Evangelio de la insondable riqueza de Cristo y dar luz sobre la economía del misterio escondido desde los siglos en Dios» (Ef 3,8s). La misma ley vige para Pablo que para los pastores. «A mí, el menor... el Evangelio de la insondable riqueza de Cristo... la economía del misterio» (la salvación que se da en Cristo); esto se aplica a todos los mensajeros que dan a conocer la economía y la reali­zación de los divinos designios salvadores.

Una vez que los pastores hubieron recibido la buena nueva, habían de ser también testigos de lo que vieron. Creyeron y pudieron luego ver con sus propios ojos lo que habían creído. «Bienaventurada tú, que has creído...» Van con presteza, como María, a cumplir el encargo de Dios. La oferta de la salvación no sufre dilaciones. Los hombres comienzan a volverse hacia el niño en el pese­bre. En Jesús está la salvación y la gloria de Dios.

Los pastores encontraron lo que buscaban conforme al signo y mediante la guía de Dios, que siempre guía de tal manera, que el hombre encuentra. Lo que vieron con los ojos fue a María y a José, y al niño acostado en el pese­bre. Esto y nada más: nada de la madre virgen, nada de las grandezas que había expresado acerca de este niño el mensaje del ángel. Pero vieron a este niño, iluminados por la revelación de Dios. El signo de que la revelación de Dios se ha hecho realidad histórica, está delante de ellos en María y José, y en el niño acostado en el pese­bre. El esplendor del Evangelio de navidad viene de la interpretación divina del nacimiento histórico de Jesús, pero el portador de este esplendor es el niño que ha nacido.

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17 Al verlo, refirieron lo que se les había dicho acerca de este niño. 18 Y todos los que lo oyeron quedaron ad­mirados de lo que les contaban los pastores. 19 María, por su parte, conservaba todas estas palabras en su corazón y las meditaba.

¿Qué efecto produce la vista con fe del hecho salva­dor? Los pastores han visto y refieren, dan a conocer lo que han visto. El contenido de su anuncio es éste: Lo que se les había dicho acerca de este niño; el hecho- histórico del nacimiento de Jesús y las palabras que se les habían dicho acerca de este niño. Así se efectúa siempre el anun­cio, la proclamación del Evangelio: «Os doy a conocer... el Evangelio..., que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras» (ICor 15,1-5).

No todos pueden ver con sus ojos el acontecimiento: sólo los testigos predestinados por Dios20. Los otros oyen el mensaje de estos testigos. Como fruto inmediato del oír se recoge la admiración. Lucas es el evangelista que con más frecuencia hace notar que los hechos y palabras de Jesús despertaban admiración. El que experimenta la re­velación de lo divino, se admira, sea que con fe y temor reverencial se asombre ante lo divino, o que admire lleno de presentimientos, o que rechace con crítica y sin com- orensión. El que se asombra cuando se le presenta la re­velación divina, todavía no cree: está en el atrio de la fe: ha recibido un impulso que puede suscitar fe, pero tam­bién provocar duda. ¿Puede originar más que asombro la predicación de los mensajeros de la fe? La decisión de creer es asunto personal de cada uno.

También María recibe de los pastores un mensaje so­bre su hijo. Lo que le había dicho al ángel Gabriel y

20. Cf. Act 10,40-43.

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había sido confirmado por Isabel, es ahora profundizado por los pastores. No sólo se asombra, sino que conserva todas estas palabras en el corazón. Oyó la palabra de la manera que Dios quiere. En ella cae la semilla en buena tierra. La semilla que cae en «la tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón noble y generoso, la re­tienen y por su constancia dan fruto» (8,15). Constante­mente oye María algo nuevo sobre su niño. ¿Quién puede decir de una vez todas las riquezas que encierra este niño, de modo que el hombre comprenda? La riqueza que está contenida en la revelación de Cristo, sólo puede comuni­carse cada vez por partes. Pero las partes deben compa­rarse y combinarse. La fe madura combina los diferentes elementos, ordena y encuadra lo nuevo en lo que ya se posee. Lo que experimentó María en la anunciación, en la visita a Isabel y en el momento del nacimiento, fue para ella fuente inagotable de meditación, de sus decisio­nes, de oración, de alabanza, de gratitud, de gozo y de fidelidad. María es el prototipo de todos los que perciben la palabra y la acogen como es debido, el prototipo de los creyentes y consiguientemente el prototipo de la Igle­sia, que acoge a Cristo con la fe y lo lleva en sí.

20 Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, tal como se les había anunciado.

Dios había elegido a éstos, los más pobres de to­dos, que estaban en vela, para que recibieran el mensaje del nacimiento del Salvador. Los constituyó en testigos del Mesías recién nacido y los pertrechó para que fueran he­raldos de la buena nueva. Ahora los hace volver a su vida cotidiana. Los pastores se volvieron.

A partir de entonces glorifican y alaban al Señor. Dios

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actúa mediante la venida y la acción de Jesús; pues Dios está con él. Realiza prodigios, milagros y signos por medio de Jesús. El asombro por los grandes hechos de Dios acompaña la entera vida de Jesús, en quien se re­conoce la acción de Dios. Cuando Jesús recorre Palestina erumpe un júbilo de alabanza de Dios21. Incluso cuando muere en la cruz y clama con gran voz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», glorifica a Dios el cen­turión que lo había oído (23,47). Con tal glorificación de Dios comienza y termina el Evangelio. Después de la as­censión volvieron los discípulos a Jerusalén llenos de ale­gría y glorificaban a Dios continuamente en el templo (24,53). Cuando en la primitiva liturgia cristiana se hacían presentes los hechos de Jesús mediante la palabra y la fracción del pan, los creyentes terminaban respondiendo con alabanzas a Dios (Act 2,47).

Una vez más se dejan notar los efectos de esta litur­gia de la alabanza y de la glorificación. Lo que habían visto y oído, tal como se les había anunciado. Los hechos salvíficos y su interpretación divina, que forman el centro del culto cristiano, llevan a la glorificación y a la alabanza de Dios. Para esto se escribió el Evangelio de Lucas: para que Teófilo y con él la Iglesia se persuadan de la certeza de aquello sobre lo que se les había instruido y que en el culto cristiano se hace presente y se celebra: Dios que causa la salud por Jesús.

3 . I m p o s i c i ó n d e l n o m b r e v p r e s e n t a c i ó n d e J e s ú s

(2,21-40).

Con el niño Jesús se procede conforme a las disposiciones de la ley 22. «Nació de mujer, nació bajo la ley» (Gál 4,4). En la

21. Le 5,25s; 7,16; 9,43; 13,13; 17,15; 18,42s.22. Cf. 2,21.22-24.27.39.

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observancia de la obediencia a la ley se hace patente su gloria en la circuncisión (2,21) y en el templo (2,22-39).

El camino del niño Jesús en el seno de su madre va de Naza- ret, la pequeña e insignificante ciudad de Galilea, donde fue concebido, a Belén, la ciudad de David, donde nació — en pobreza y gloria —, y de allí a Jerusalén, a la ciudad de su «elevación» (9,51). Con esto se llega al punto culminante del relato de la infancia. La actividad pública de Jesús seguirá el mismo camino: de Galilea a Jerusalén, donde muere y es glorificado.

Como Juan, en el momento de la imposición del nombre, es celebrado en las palabras proféticas de su padre, así también Jesús adquiere todavía mayor esplendor gracias al Espíritu Santo, que habla por boca del profeta y de la profetisa. Juan es cele­brado en casa de Zacarías, Jesús, en cambio, en el templo. Jesús es mayor que Juan.

a) Imposición del nombre (2,21).

21 Cuando se cumplieron ocho días y hubo que cir­cuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser concebido en el seno materno.

Con su nacimiento fue introducido Jesús en la existen­cia humana («lo envolvió en pañales»), en la estirpe de José, en el pueblo israelita, en la historia de los pobres y de los pequeños, en la obligación de la ley...

La ley mosaica regula la vida del israelita, por días, semanas y años. Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, recayó sobre Jesús por primera vez la obligación de la ley: Jesús era «obediente» (Flp 2,8).

El Evangelio no dice expresamente que se efectuó en Jesús la circuncisión. El orden de la ley y su cumplimiento es el marco en que se desarrolla la vida entera de Jesús. Con él se cumple la ley, se realiza su pleno sentido. Con esta obediencia erumpe lo nuevo y grande.

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A la circuncisión está ligada la imposición del nom­bre. Dios mismo fijó el nombre de este niño pequeño. Se le llamó como había dicho el ángel. Con el nombre fija Dios también la misión de Jesús: Dios es Salvador. En Jesús trae Dios la salvación. «Jesús pasó haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Act 10,38).

b) Presentación en el templo (2,22-24).

22 Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, 23 conforme a lo que está escrito en la ley del Señor: Todo varón primogénito será consagra­do al Señor; 24 y para ofrecer un sacrificio, como lo dice también la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pi­chones.

La ley de la purificación establecía: «Cuando dé a luz una mujer y tenga un hijo, será impura durante siete días (estará excluida de los actos del culto); será impura como en el tiempo de su menstruación. El octavo día será circuncidado el hijo, pero ella quedará todavía en casa durante treinta y tres días en la sangre de su purificación; no tocará nada santo ni irá al santuario hasta que se cum­plan los días de su purificación» (Lev 12,1-4).

También con Jesús se practicó la purificación. Se dice, en efecto: Cuando se cumplieron los días de la purifica­ción de ellos. «Purificación» tal vez signifique aquí con­sagración. l a ley ordena acerca del primogénito: «Cede­rás a Yahveh todo ser que sea el primero en salir del seno materno, así como el primogénito de los animales que ten­gas; los machos pertenecen a Yahveh» (Éx 13,12). Esta

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prescripción de la ley tenía por objeto recordar la acción salvadora con que Dios sacó maravillosamente a Israel de la miseria de Egipto. «Y cuando tu hijo te pregunte ma­ñana: ¿Qué significa esto?, le dirás: Con su poderosa mano nos sacó Yahveh de Egipto, de la casa de la ser­vidumbre. Como el faraón se obstinaba en no dejarnos salir, Yahveh mató a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los primogénitos de los hombres hasta los primogénitos de los animales; por eso yo sacrifico a Yahveh todo primogénito de los animales y redimo todo primogénito de mis hijos» (Éx 13,14s). Los animales de­bían ofrecerse en sacrificio; el hijo primogénito varón era rescatado. El precio del rescate era de cinco sidos 23 24. Este precio podía pagarse en todo el país a cualquier sacerdote. María hizo la oferta prescrita para la purificación. Ésta consistía en un cordero de un año en holocausto y un pi­chón o una tórtola como sacrificio expiatorio. Los que no disponían de medios para ofrecer una cabeza de ganado menor, ofrecerían un par de tórtolas o dos pichones, uno en holacausto y otro como sacrificio expiatorio2i. María hizo la oblación de los pobres. Dios había mirado a su humilde esclava. María, José y Jesús contaban entre los pobres...

En el Evangelio no se dice expresamente que Jesús fue rescatado con la suma prevista. Fue llevado al templo para ser presentado. Mediante la presentación es consa­grado a Dios y declarado posesión suya. Ana, madre de Samuel, llevó al templo el niño que había concebido, aun­que era estéril, y lo consagró al servicio de Dios. Dijo:

23. tyúm 3,47; 18,16, E l sido es una moneda judía que recibió su nombre del sistema de pesos. Según el sistema monetario fenicio, que fue introducido en Israel probablemente en tiempos de Salomón, un sido de plata pesaba 1/15 del sido de oro (109g/15); esta moneda servía de norma para las contribu­ciones que se pagaban al santuario (cf. Éx 30,13).

24. Cf. Lev. 12,6-8.

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«Quiero yo dárselo a Yahveh, para que todos los días de su vida esté consagrado a Yahveh» (ISam 1,28). Samuel era un hombre consagrado a Dios, Juan Bautista estaba consagrado a Dios, por lo cual no bebía nada inebriante. Jesús está todavía más consagrado a Dios. Es santo, por­que nació de la- virgen por la virtud del Espíritu Santo (1,35). Es siempre el Santo de Dios, enteramente consa­grado a Dios, entregado al servicio de Dios. La presenta­ción en el templo pone de manifiesto lo que hasta enton­ces estaba oculto acerca de él...

c) Testimonio del profeta (2,25-35).

25 Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Si­meón; que era hombre honrado y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel; el Espíritu Santo residía en él; 26 y le había sido revelado por el Espíritu Santo que no mori­ría sin ver antes al ungido del Señor.

Como los pastores en Belén, instruidos por el ángel de Dios, publican la grandeza del niño recién nacido, así también en el templo dos figuras de profetas, Simeón y Ana, iluminados por el Espíritu Santo, dan testimonio del significado salvífico de este niño. En Simeón produjo abun­dantes frutos la piedad veterotestamentaria. Simeón era fiel a la ley y temeroso de Dios. La ley y la sabiduría, cuyo principio es el temor de Dios, habían dado la impronta a su conducta. Él aguarda el consuelo de Israel, la salud mesiánica, y a aquel que la ha de traer. Dios anuncia para el futuro: «Cantad, cielos; tierra, salta de gozo; montes, que resuenen vuestros cánticos, porque ha consolado Yah­veh a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Is 49,13). Dios consolará a su pueblo consumando la sal­

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vación mesiánica. Simeón es profeta. Dios le ha dado el Espíritu Santo, y así su palabra es revelación divina. Si­meón tiene esta ventaja respecto a los demás profetas: antes de morir verá todavía al Ungido del Señor, al Me­sías. Los otros profetas lo anuncian para un futuro remo­to, él goza ya de su presencia.

27 Movido, pues, por el Espíritu, fue al templo, y cuan­do entraban los padres con el niño Jesús para cumplir la disposición de la ley con respecto a él, 28 Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios.

Simeón, movido y guiado por el Espíritu, fue al tem­plo en el momento en que era introducido Jesús. Mientras se cumple con la ley antigua, viene Simeón a conocer al Mesías, y los padres reciben la revelación profética acer­ca del niño. El templo y la ley, el culto y la revelación de la antigua alianza apuntan hacia el Mesías y conducen a él.

Allí está Simeón, iluminado por el Espíritu y penetra­do de fe; toma al niño en sus brazos y bendice a Dios. Es la imagen del que ha recibido la salud. Simeón acoge al niño como se acoge a un huésped amigo, con todo res­peto y amor. Así también deben ser acogidos los enviados de Dios. En los apóstoles viene Jesús mismo, en su pala­bra está él presente (Mt 10,40). El comienzo de tal aco­gida respetuosa y amante es la fe, y el fin es la alabanza de Dios, la bendición de aquel que ha dado toda ben­dición.

Y dijo:29 Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar irse en paz a tu siervo;30 porque vieron mis ojos tu salvación,31 la que preparaste a la vista de todos los pueblos:

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luz para iluminar las naciones y gloria de tu pueblo Israel.

La alabanza del profeta es el eco que responde a la revelación acerca del niño que tiene el anciano en sus brazos. Su cántico, el canto vespertino de su vida, está sostenido por las palabras y el espíritu del libro de Isaías23. Los hombres iluminados por el espíritu saben interpretar rectamente la Escritura y juzgar acerca de los acontecimientos salvíficos.

Dios es Señor, el hombre es siervo. La vida es una dura servidumbre. Quizá hubo de soportar Simeón cosas duras por razón de sus esperanzas mesiánicas. La muerte acabará ahora con esta relación de servidumbre. Se ha realizado el anhelo de una vida. Le es dado ver con los ojos del cuerpo al Salvador y Redentor, sin tener que con­tentarse con reconocerlo de lejos en las visiones proféticas. «Dichosos los ojos que ven lo que estáis viendo» (10,23). Puede partir de la vida en paz, con el corazón satisfecho, agraciado con la salvación que trae Jesús. Su vida es una vida llena, porque ha visto a Jesús...

Jesús es el Mesías enviado por Dios para la salvación. Es lo que dice su nombre: Salvador. En él ha preparado Dios la salvación a la vista de todos los pueblos. Ahora se cumplen las palabras de Isaías: «Yahveh alza su santcf brazo a los ojos de todos los pueblos, y los extremos con­fines de la tierra ven la salvación de nuestro Dios» (Is 52,10). Con esto no se dice todavía que todos los pueblos participen en la salvación. Pero cuando el Señor muestre la salvación a la vista de todos los pueblos, ¿qué sucede­rá entonces?

El niño que lleva Simeón en brazos es una luz para 25

25. Cf. acerca del v. 30: Is 40,5; 52,10; acerca del v. 32: Is 42,6; 46,13; 49,6.

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iluminar las naciones. Ahora se cumple lo que se había preanunciado: «Levántate y resplandece, que ya se alza tu luz, y la gloria de Yahveh alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora de Yahveh y en ti se manifiesta su gloria. Las gentes andarán a tu luz, y los reyes, a la claridad de tu aurora» (Is 60, 1-3). «Yo te hago luz de las gentes para llevar mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49,6; cf. 42,6). En Israel alborea la luz que es Jesús, pero más allá de Israel ilumina tam­bién a los pueblos gentiles. Atraídos por esta luz acuden las naciones al pueblo de Dios iluminado, en el que habi­ta el Mesías.

Era también inevitable que Israel recibiera gloria por Jesús. De él dimana por Jesús el resplandor de Dios y los pueblos glorifican a Israel. Lo que ya se había insinuado en el cántico de María y en el cántico de los ángeles, lo publica ahora el anciano profeta en toda su amplitud, apoyándose en la predicción de Isaías: Dios otorga en Jesús la salud al mundo entero. «Todos han de ver la sal­vación de Dios» (3,6). «Sabed pues, que a los gentiles ha sido ya transferida esta salvación de Dios, y ellos la es­cucharán» (Act 28,28).

33 Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él.

También María y José, los más próximos a Jesús en­tre todos los hombres, tienen necesidad de la palabra re­veladora para poder comprender lo que Dios ha hecho en Jesús para los hombres, «el Evangelio de la insondable ri­queza de Cristo» (Ef 3,8). Por mucho que sea lo que se perciba de esta riqueza, todavía es más lo que se sustrae a la comprensión.

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También los padres de Jesús se maravillan y se asom­bran. Sin embargo, no están en el atrio de la fe, sino que creen. Su fe descubre y reconoce las profundidades de la sabiduría y del amor divinos. Se maravillan, penetrados de respeto y reverencia. De las profundidades de su cora­zón emocionado brota alabanza a Dios y vida religiosa.

34 Simeón los bendijo; luego dijo a María, su madre: Mira: éste está puesto para caída y resurgimiento de mu­chos en Israel, y para señal que será objeto de contradic­ción, 35 y a ti una espada te atravesará el alma, para que queden patentes los pensamientos de muchos corazones.

María y José llevaron bendición a Simeón por medio del niño. «Bendito Dios, Padre de nuestro Señor Jesu­cristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos, en Cristo» (Ef 1,3). El anciano profeta bendice, en cambio, a los padres.

Jesús es una figura en que se cifra la decisión, la di­visión de los campos. «Él será piedra de tropiezo para las dos casas de Israel, lazo y red para los habitantes de Je- rusalén. Y muchos de ellos tropezarán, caerán y serán quebrantados, y se enredarán en el lazo y quedarán co­gidos» (Is 8,14s). Pero también se aplica a Jesús: «Yo he puesto en Sión por fundamento una piedra, piedra pro­bada, piedra angular, de precio, sólidamente asentada. El que en ella se apoye, no titubeará» (Is 28,16). Para esto destinó Dios a Jesús: para que todo Israel tome en él su decisión. El que es uno con él, se ve levantado, salvado; en cambio, el que está en contradicción con él, cae en la perdición. No por ser Israel el pueblo elegido de Dios re­cibe la salud y logra la salvación, sino porque toma su decisión optando por Jesús. Lo que salva en el juicio no es la pertenencia a Israel, sino la decisión por el signo

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erigido por Dios. Sólo el que se decide por Jesús pertenece verdaderamente al pueblo de Dios.

Jesús es signo, señal, porque sitúa al hombre ante la decisión. Es objeto de contradicción. La entera historia de la revelación está llena de contradicción. San Pablo lo expresa con la frase profética: «Todo el día estuve con las manos extendidas hacia un pueblo indócil y rebelde» (Rom 10-21; cf. Is 65,2). San Esteban, después de com­pendiar la historia de la salud, saca esta conclusión: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espíritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros» (Act 7,51). Toda contra­dicción contra Dios se recoge en la contradicción contra Jesús.

María, madre de Jesús, está incorporada a la suerte de su Hijo. Y a ti... Simeón se dirige a ella. El oráculo pro- fético, según el cual Jesús es una señal que será objeto de contradicción, se dirige en primer lugar a María. La contradicción de que será objeto Jesús, le afectará tam­bién a ella. Una espada te atravesará el alma. Por los ata­ques contra Jesús, ella misma sentirá dolor en el alma. María es la madre dolorosa que está en pie junto al Cru­cificado. Todavía no se habla de la cruz, pero ésta es la última consecuencia de la contradicción.

La contradicción de que es objeto Jesús y el dolor que experimenta María tiene una finalidad fijada por Dios: para que queden patentes los pensamientos de muchos corazones. La decisión que se toma ante la señal que es Jesús, descubre las profundidades ocultas de los senti­mientos humanos. Por Jesús, que está ligado con María, se formula un juicio contra la humanidad. «Y ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque las obras de ellos eran malas» (Jn 3,19). El Dios encamado es señal

97N T, Le X, 7

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que sería objeto de contradicción, pero aún lo será más el Crucificado. María, la madre que lo engendró como hombre sujeto al sufrimiento, sufre con él de la con­tradicción. La unión con ella es la señal, objeto de contra­dicción; el escándalo es la humanidad de Jesús28.

María y Jesús no se deben separar. Esta inseparabili­dad continúa en la Iglesia y en Jesús. Ambos juntos son la señal de la decisión, de la manifestación del estado inte­rior del hombre, de si uno es hombre de obediencia o de desobediencia, hombre de contradicción o de entrega.

d) Testimonio de la profetisa (2,36-38).

36 También estaba allí una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Ésta era ya de edad muy avan­zada. Casada desde jovencita, había vivido con su marido siete años; 37 y era una viuda que llegaba ya a los ochen­ta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.

Al profeta se añade la profetisa. Israel tuvo siempre también mujeres dotadas de espíritu. La teología rabínica cuenta siete de ellas26 27. Está anunciado que en los últi­mos tiempos profetizarán los hijos y las hijas de Is­rael. «Aun sobre vuestros siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días, y hablarán proféticamente» (Jn 3,2; Act 2,18). A la grave palabra del juicio, de la contra­dicción y de la espada siguen palabras de consolación y de aliento. El nombre de la profetisa y los de sus antepa­sados significan salvación y bendición. Ana quiere decir: Dios se ha compadecido; Fanuel, Dios es luz; Aser, feli­

26 . Cf. L e 4 ,22 ; 7 ,23; 23,35.27. B il l e r b e c k i i , p. 140.

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cidad. Los nombres no carecen de significado. Lo que significan estos nombres emana de las personas y de sus palabras y lo sumerge todo en el resplandor de la ale­gría, de la gracia y del favor de Dios. El tiempo mesiá- nico es un tiempo de profusión de luz.

Ana está, como Simeón, formada por la piedad vetero- testamentaria. Su avanzada ancianidad demuestra la com­placencia de Dios que reposa en ella; en el momento del encuentro con Jesús tenía Ana más de cien años, Su vida era ordenada y casta. Había casado todavía jovencita, su matrimonio duró siete años, y su casta viudez doce veces más: ochenta y cuatro años en to tal2S. Su vida estaba de­dicada a la oración, a las visitas al templo (asistencia al culto) y al ayuno, noche y día. Vivía completamente para Dios, en la presencia de Dios. Ana es presentada como modelo luminoso de las viudas cristianas. «La viuda de verdad, la que está desamparada, tiene su esperanza pues­ta en Dios y se dedica a las súplicas y oraciones, día y noche» (ITim 5,5).

38 Presentándose en aquel mismo momento, glorificaba a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.

Ana es testigo de la gran hora de gracia del templo. Con la luz del Espíritu Santo reconoce al Mesías en el niño que llevaba María al templo. Glorificó a Dios, como alternando en un responsorio con Simeón. Como había reconocido la venida del Mesías y quedó llena de gozo, se convirtió en apóstol. No cesaba de hablar de él a todos los que esperaban al Redentor. Su mensaje halla límites en la mayor o menor disposición para aceptarlo. La pala­

28. Cf. Jd t 8,4ss; 16,22s.

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bra de la revelación debe aceptarse, como se acoge a un huésped...

Jesús es la liberación de Jeruscdén. Con la aparición de Jesús en el templo se inicia la liberación de todos los enemigos (1,68.71): mediante la gracia de Dios que per­dona. Jesús mismo es la liberación, la redención (24,21). En él está presente la salvación escatológica.

La historia de la infancia ha llegado a su punto cul­minante. En el templo de Jerusalén se revelan dos cosas: la contradicción contra Jesús y la aceptación creyente, con­denación y salvación, caída y resurgimiento. Se cumple lo que había predicho Malaquías: «En seguida vendrá a su templo el Señor a quien buscáis, y el ángel de la alianza que deseáis. Ved que viene ya» (Mal 3,1). Este día es día de juicio: «¿Y quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse firme cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y como lejía de batanero» (Mal 3,2). El día es también día de salvación. «Entonces agradará a Yahveh el sacrificio de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados y como en los años antiguos» (Mal 3,4). De Jerusalén, donde se erige en el templo la señal, irradia la luz para la iluminación de los gentiles, se pone de manifiesto la gloria de Israel. Esto sucede ahora que Jesús es llevado al templo, esto sucederá todavía más cuando sea «elevado» en Jerusalén, es decir, cuando sea exaltado a la gloria. Entonces será reunido el nuevo pue­blo de Dios, y sus mensajeros partirán de Jerusalén al mundo a fin de reunir a los pueblos en torno a la señal de Cristo.

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e) Regreso a Nazaret (2,39).

39 Y después de cumplirlo todo según lo que mandaba la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.

Jesús fue manifestado en Jerusalén a la sazón en que cumplía obedientemente con la ley. «Nacido bajo la ley» (Gál 4,4), Dios lo glorificó por los profetas. La obedien­cia lo exaltará y lo glorificará de tal modo que el univer­so confiese que Jesucristo es Señor (Flp 2,11).

Pasada la gran hora de Jerusalén, es llevado Jesús de nuevo a Galilea, a su ciudad. De la gloria de Dios vuelve otra vez a la ciudad que había pasado sin pena ni gloria por la historia de Israel. Nazaret era su ciudad, la ciudad de María y de José. Jesús sigue a su madre, y ésta a José, su esposo. Una vez más está Jesús bajo la obediencia. «Nacido de mujer» (Gál 4.4). su vida es un despojarse de la gloria de Dios mediante la vida de obediencia.

40 El niño crecía y se robustecía, llenándose de sabi­duría, y la gracia de Dios residía en él.

El hombre completo necesita fuerzas corporales y es­pirituales, la sabiduría y la gracia de Dios. Pablo desea a los Tesalonicenses: «Vuestro espíritu, vuestra alma y vuestro cuerpo sea custodiado irreprochablemente para la parusía de nuestro Señor Jesucristo» (ITes 5,23). Jesús iba creciendo en fuerzas físicas y se robustecía en el espí­ritu. Está colmado de sabiduría a fin de poder vivir con­forme a la voluntad de Dios.

La dinámica del crecimiento y del desarrollo mental es también un signo en la infancia de Jesús. Sobre su vida

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reposa la gracia, el favor de Dios, que es el sol que brilla sobre todo crecimiento, la fuerza que origina toda diná­mica. También del niño Juan se dijo que crecía corporal y espiritualmente (1,80), pero no se habló de sabiduría y gracia de Dios. Jesús es más grande que Juan ya desde la infancia.

4. E l niño de doce años (2,41-52).

a) Jesús en el templo (2,41-50).

41 Iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta de pascua.

El clima religioso en que creció Jesús era el de la pie­dad veterotestamentaria. Parte importante de ésta eran las peregrinaciones ai templo. «Tres veces cada año cele­braréis fiesta solemne en mi honor. Guarda la fiesta de los ácimos... También la solemnidad de la recolección, de las primicias de tu trabajo, de cuanto hayas sembrado en tus campos... También la solemnidad del fin del año y de la recolección, cuando hubieres recogido del campo todos sus frutos. Tres veces en el año comparecerá todo varón ante Yahveh, tu Dios» (Éx 23,14-17). La sagrada familia hacía más de lo que exigía la ley. En efecto, tam­bién María hacía la peregrinación, aunque ésta no obli­gaba a las mujeres. El niño los acompañaba para irse acostumbrando al cumplimiento de la ley 29. Según la pres­cripción de los doctores de la ley, el muchacho que había cumplido los trece años estaba obligado a cumplir con todos los preceptos de la ley.

29. Billerbeck ii, p. 144.

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42 Y cuando cumplió los doces años, subieron a la fiesta, según la costumbre, 43 y, terminados aquellos días, al re­gresar ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo notaran sus padres. 44 Creyendo ellos que estaría en la caravana, hicieron una jornada de camino. Luego se pu­sieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; 45 pero, como no lo encontraron, se volvieron a Jerusalén en bus­ca de él.

La fiesta pascual de los ácimos duraba siete días. La vuelta sólo se podía emprender pasado el segundo día de la fiesta; la sagrada familia se quedó allí la semana en­tera. Al final emprendieron la vuelta María y José. Se viajaba en una caravana. La fila no era compacta: iba dividida en grupos de parientes y conocidos. Esta manera de peregrinar juntos aumentaba la seguridad y daba a la vez cierta libertad de movimientos. El niño Jesús se des­prendió de la guía y solicitud materna, con que María lo rodeaba durante la infancia. Se quedó en Jerusalén.

Había terminado la primera jornada de viaje. Las fa­milias se reunieron. Se echó de menos a Jesús. Comenzó la búsqueda. La decisión de Jesús es un enigma...

46 Y resultó que a los tres días lo encontraron en el templo, sentado ante los doctores, escuchándolos y hacién­doles preguntas. 47 Todos los que le oían, se quedaban asombrados de su Mentó y de sus respuestas.

Los pórticos del atrio exterior del templo eran utili­zados por los doctores de la ley para dar lecciones. El método didáctico de los rabinos era la discusión. Según un dicho judío, se llega al conocimiento de la ley mediante la investigación de los colegas, mediante la discusión de los discípulos. Se pregunta y se responde, se escucha y se

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añade algo30. Jesús está probablemente sentado en el suelo en medio de los doctores. El asombro de los doc­tores de la ley confirma el conocimiento de la misma que tiene Jesús. Más tarde se le interpelará como a maestro y por tal se le tendrá (10,25). Entonces se admirará el pueblo de su doctrina y asegurará que enseña con autori­dad y no como los doctores de la ley (Mt 7,28s). Sus adversarios preguntarán extrañados: «¿Cómo sabe éste de letras, sin haber estudiado?» (Jn 7,15). Él proclama la voluntad de Dios en forma nueva y directa; reivindica ser el único maestro de la voluntad divina. «Uno sólo es vuestro maestro» (Mt 23,8), a saber, Cristo. Algo de esta vocación docente asoma ya en el templo en Jerusalén.

48 Al verlo, se quedaron profundamente impresionados; entonces su madre le dijo: Pero, hijo: ¿Por qué lo has hecho así con nosotros? Mira que tu padre y yo, llenos de angustia, te estábamos buscando.

Las palabras de María son expresión espontánea del dolor y de la angustia-durante las largas horas de la bús­queda. María es una verdadera madre. La exposición tan sencilla y tan natural en nada disimula los sentimientos humanos.

Jesús ha obrado por su cuenta. María le habla como a niño, aunque ya es un muchacho. Hasta ahora no había hecho nada a espaldas de su padre y de su madre; por eso lo buscan ahora con tanta aflicción. En él hay enig­mas. ¿Por qué lo has hecho así con nosotros? La relación del niño con su padre y su madre parece ser como la de todos los niños. Cuando el niño se va haciendo mayor, sur­gen enigmas. La seguridad de sí con que se expresa Jesús

30. Aboth vi, 5s.

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es algo que consterna a los padres. Jesús los sitúa cons­tantemente ante nuevos misterios, más que los otros niños. Es que la conciencia que tiene de sí supera a la de cual­quier ser humano.

49 Pero él les contestó ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tenía que estar en las cosas de mi Padre? 50 Ellos, sin embargo, no comprendieron lo que les había dicho.

Las primeras palabras que los Evangelios ponen en boca de Jesús nos muestran una profunda conciencia de sí mismo; son unas palabras que desligan a Jesús de toda de­pendencia humana y lo ponen por encima de toda inteli­gencia limitada, unas palabras que indican ya el rumbo de su vida. También en esto supera Jesús a Juan. Mientras que éste es ya hombre cuando siente su vocación (1,80), Jesús conoce ya la suya en los umbrales de la juventud. No sin razón se sitúa la narración entre las dos menciones de la sabiduría de Jesús (2,40.52); Jesús tiene sabiduría porque es Hijo de Dios. «El justo pretende tener la cien­cia de Dios y llamarse hijo del Señor» (Sab 2,13).

Jesús tiene que estar en las cosas de su Padre. Con esta expresión se refiere Jesús al templo. El templo está consagrado a Dios, en él está Dios presente. Jesús llama Padre a Dios, en su lengua materna Abba. Así llaman los niños pequeños a su padre carnal. También más tarde conservará Jesús esta designación de Dios. De esta expre­sión filial hace el fundamento de sus relaciones, y de las de los suyos, con Dios31. Sobre la vida de Jesús se cierne una necesidad que rige su actuación (4,43), que lo lleva al sufrimiento y a la muerte y por tanto a su gloria (9,22; 17,25). Esta necesidad tiene de ser en la voluntad de Dios

31. Cf. Rom 8,15; Gál 4,6.

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consignada en la Sagrada Escritura, voluntad que él sigue incondicionalmente.

Jesús debe estar en las cosas de su Padre. Se refiere al templo, pero no lo menciona. Con su venida, el anti­guo templo pierde su posición en la historia de la salud. Un nuevo templo viene a ocupar su lugar; el templo está allí donde se realiza la comunión de Padre e Hijo. En la vida de Jesús ocupa Jerusalén un puesto destacado. En Jerusalén ha puesto él la mira. Allí se cumple la volun­tad del Padre en su muerte y en su exaltación. Así se edifica una nueva Jerusalén con un nuevo templo. «Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios... y oí una gran voz que procedía del trono, la cual decía: Aquí está la morada de Dios con los hombres, y morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo con ellos estará» (Ap 21,2s).

Tampoco María y José entendieron estas palabras. A lo largo de la historia de la infancia recibe María reve­lación sobre su hijo por ángeles, profetas y por la Sagrada Escritura. Las palabras que se le dirigen las combina ella para formar una imagen cada vez más completa. Aun después de la revelación y de la meditación quedan enig­mas. Sólo gradualmente se levantan los velos que encu­bren los abismos del amor de Dios y de su ungido. A cada descubrimiento sigue un nuevo enigma: El nacimiento en el establo, su infancia, su vida con los parientes y con el pueblo, sus fracasos, sü muerte en cruz... Nosotros tene­mos constantemente necesidad de la palabra revelada y de la meditación sobre Jesús y sobre el acontecer salvífico. Por muy familiar que se nos hiciera Jesús, aun entonces nos quedarían obscuridades y enigmas. El acceso a Jesús será siempre en la tierra la fe. Ahora bien, la fe no es todavía visión.

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b) De nuevo en Nazaret (2,51-52).

51 Bajó con ellos y regresó a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Pero su madre conservaba todas estas palabras en su corazón.

La gran vivencia había pasado; él estaba en lo que es de su Padre; de este mundo de su comunión con el Padre se proyecta un rayo de luz sobre sus palabras de revela­ción. Ahora comienza un nuevo descenso. Nazaret es la ciudad a la que tiene que bajar: en la predicación, ahora al comienzo de su actividad...

Estaba sujeto a ellos: a José y a María. Guardaba la verdad de su filiación divina mostrándose obediente. Con la obediencia se prepara para su glorificación después del bautismo. «Testigos de estas cosas somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha concedido a los que le obe­decen» (Act 5,32).

Los acontecimientos de la historia de la infancia tie­nen carácter de revelación; son hechos y palabras. María los conservaba en su corazón (cf. 2,19). Llenaban su espí­ritu y se convertían en luz de su vida. Nadie, fuera de su madre, podía ser testigo de la historia de la infancia. Ella era el testigo fidedigno, pues conservaba en el corazón todo lo sucedido. Lucas menciona estos hechos porque lo in­vestigó todo comenzando desde el principio.

52 Y Jesús iba progresando en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y los hombres.

Lo que se dice con las palabras lo confirma también la elección de los términos: según el texto original, Jesús pasa de infante (2,12.16) a niño (2,17.27.40) y a muchacho

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(2,43). Ahora ocupa el primer puesto el crecimiento en sabiduría. No sólo Dios le otorga gracia, sino también los hombres. Jesús crece en el sentido de la comunión con los hombres.

Del joven Samuel se dice que iba creciendo y se hacía grato tanto a Yahveh como a los hombres» (ISam 2,26). Lucas habla de Jesús con palabras de la historia de Sa­muel. Con este hombre comienza la serie de los profetas: «Y todos los profetas, desde Samuel en adelante, cuantos hablaron, anunciaron también estos días (de Jesucristo)» (Act 3,24; cf. 13,30). Jesús tiene que esperar hasta que llegue la hora en la que el crecimiento alcance la meta; entonces se presentará como profeta que superará a todos los profetas por la sabiduría de su conocimiento de Dios.

III. PREPARACIÓN A LA ACTIVIDAD PÜBUCA DE JESÚS (3,1-4,13)

Una vez más se ven contrapuestos Juan y Jesús. Juan lleva a cabo su misión (3,1-20); se muestra la preparación de Jesús para su obra (3,21-4,13); Jesús es hijo de Dios, nuevo Adán, que opta decididamente por la voluntad de Dios.

Aquí, como en la historia de la infancia, se muestra que Jesús sobrepuja a Juan, pero ahora se añade algo nuevo. Juan lleva a cabo la última preparación para el tiempo de la salud, que está en puertas, pero él no pertenece todavía a este tiempo. Jesús está equipado para realizar el tiempo de la salud. Juan concluye su obra, Jesús comienza la suya. La actividad de Juan se cierra según la exposición de Lucas antes del relato del bautismo de Jesús, con el que comienza la actividad pública de Jesús. Lucas preferirá volver una vez más sobre lo narrado, antes que ligar la actividad de Jesús y la de su precursor. Con Juan termina el tiempo del preanuncio y de la promesa, y con Jesús comienza el tiempo del cumplimiento.

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1. E l Bautista ( 3 ,1 - 2 0 ) .

a) El comienzo (3,1-6).

En una hora bien determinada de la historia del mundo, en una situación que reclama liberación, en una zona del gran impe­rio romano (3,1-2), comienza la preparación para el tiempo de la salud por Juan (3,3-6).

1 En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Pondo Piloto procurador de Jadea, Heredes te- trarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de ¡a Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, 2a duran­te el sumo sacerdocio de Anas y de Caifás...

La historia de la salvación transcurre dentro del ámbito y del acontecer de este mundo, pero sin identificarse con lo que nosotros llamamos historia del mundo o historia uni­versal. La aparición y actuación de Juan es el preludio inmediato del acontecimiento salvífico que se inicia con la venida del Mesías. Las indicaciones cronológicas se hacen en el estilo de la Biblia. Ahora comienza historia sagrada. Análogamente indica Oseas el tiempo en que re­cibió la palabra del Señor: «Palabra de Yahveh dirigida a Oseas, hijo de Beri, en tiempos de Ozías...» (Os 1,1),

El tiempo de la salvación comienza el año 15 del rei­nado del emperador romano Tiberio (14-37 d.C.), es decir, el año 28/29 de nuestra era. Entonces era Poncio Pilato procurador de Judea (26-36); Herodes Antipas, tetrarca de Galilea (4 a.C. - 39 d.C.); su hermano Filipo, tetrarca de Iturea y de la Traconítide, que están situadas al norte y al este del lago de Genesaret (4 a.C. - 34 d.C.). Lisanias era tetrarca de Abilene al noroeste de Damasco, en el Antilíbano (Lisanias murió entre el 28 y el 37 d.C.). Las

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indicaciones de Lucas se han visto confirmadas por ins­cripciones y por historiadores antiguos. Además de las autoridades civiles se indican también las religiosas: el sumo sacerdote en funciones José Caifás (18-36 d.C.), junto al que gozaba de gran prestigio su suegro Anás, que le había precedido en el cargo.

Si Lucas hubiese querido únicamente fijar el tiempo, un dato hubiera sido más que suficiente. El primero, que es el más claro y más determinado. ¿Por qué, pues, añade los otros? Con ellos se trata de presentar las condiciones políticas y religiosas, el ambiente espiritual en que se cum­plen las promesas de Dios. Palestina está bajo dominio extranjero. El soberano del país es el emperador Tiberio, del que los historiadores romanos trazaron — con razón o sin ella— el retrato de un soberano desconfiado, cruel, amigo del placer 32. La parte meridional del país, Judea y Samaría, es desde el año 6 a.C. provincia romana. El gobierno del procurador Poncio Pilato era, según el pare­cer de los judíos, inflexible y sin consideraciones; se le achaca venalidad, violencia, rapiña, malos tratos, vejacio­nes, continuadas ejecuciones sin sentencia judicial y una crueldad sin límites e intolerable33. Los soberanos de la casa de Herodes eran idumeos, soberanos por la gracia de Roma. Los dos sumos sacerdotes se dieron maña para conservar largos años su posición mediante ardides di­plomáticos. Se comprende que se suspire por el rey de la casa de David. También Zacarías aguardaba la libera­ción de las manos de todos los que nos odian (1,71).

El ámbito geográfico que delimita Lucas con sus in­dicaciones es el campo de acción de Jesús. En éste se des­arrolla la historia sagrada: en Galilea y en Judea, al

32. Cf. T ácito, A n d e s v i, 51 (B arrett, nr. 7).33. F lavio J o sefo , Bellum Iudatcum n , 169-177 (B a r r e t t , n r . 1 14 );

F il ó n , Leg. ad Gaium 299-305.

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norte del lago de Genesaret. El imperio romano se había anexionado más o menos rigurosamente estas regiones. Por su parte, Jesús no traspasará sino muy raras veces los límites de Palestina, pero su mensaje conquistará toda la gran extensión sujeta a la soberanía del emperador romano Tiberio. Los Hechos de los apóstoles describen la carrera victoriosa de la palabra de Dios que había co­menzado en Palestina.

2b ...la palabra de Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. 3 Y él fue por toda la región del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados.

La palabra de Dios fue dirigida a Juan, como sucedía a los profetas del Antiguo Testamento. El Bautista rea­nuda la acción de los grandes enviados de Dios del tiempo anterior y enlaza con la tradición profética, no con la literatura apocalíptica soñadora y fantástica, con la sabi­duría humanística, con los rigorismos legalistas farisaicos, con tradiciones teológicas rabínicas ni con esperanzas de reinados propias de ambientes zelotas. La palabra de Dios lo llama, le confiere su ministerio y es la fuerza que do­mina su vida. «Llegóme la palabra de Yahveh, que decía: Antes que te formara en las entrañas maternas te cono­cía... irás a donde yo te envíe y dirás lo que yo te man­de... Mira que pongo en tu boca mis palabras. Hoy te doy sobre pueblos y reinos poder de destruir, arrancar, arrui­nar y asolar; de levantar, edificar y plantar» (Jer 1,4-10).

El campo de acción del Bautista es toda la zona del Jordán, la región de la depresión meridional del Jordán. En esta región es predicador itinerante. Su campo de acción es reducido; Jesús, en cambio, actuará en toda la región de Palestina. Los apóstoles llevarán más allá de

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este espacio, al mundo entero, la palabra de Dios. El ám­bito de la palabra crece; ésta tiende a llenarlo todo...

Juan es pregonero; va por delante de su Señor y anun­cia lo que va a suceder. El mensaje que él anuncia es el bautismo de conversión y perdón de los pecados. La con­versión es el prerrequisito; con ella se vuelve el hombre hacia Dios, reconoce su realidad y su voluntad, se aparta de sus pecados y los reprueba; en esto consiste esencial­mente la conversión y el arrepentimiento.

El bautismo, la inmersión en el Jordán, acompañada de una confesión de los pecados (Me 1,5), sellará esta voluntad de conversión y al mismo tiempo otorgará el perdón de los pecados por Dios. Al que se convierte le da la certeza de que su conversión es valedera y es reco­nocida por Dios y consiguientemente tiene capacidad para salvar del juicio venidero. El que ha recibido el bautismo se halla pertrechado y preparado para formar parte del nuevo pueblo de Dios de los últimos tiempos. Desde lue­go, una cosa se requiere: que la conversión sea sincera y vaya acompañada de un cambió de vida. Lo que así anuncia Juan es algo nuevo y grande. Va a iniciarse lo que tanto se había esperado: Dios cumple sus promesas.

4 Como está escrito en el libro de los oráculos del pro- jeta Isaías: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas. 5 Todo ba­rranco será rellenado, y todo montículo y colina serán rebajados; los caminos tortuosos se enderezarán y los escabrosos se nivelarán. 6 Porque toda carne ha de ver la salvación de Dios.

El profeta Isaías ve a i una visión una espléndida pro­cesión a través del desierto. Dios, el Señor, va en cabeza

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de su pueblo, que retorna en caravana de Babilonia a la patria. Una voz se levanta en el desierto por el que avan­za la comitiva e invita a preparar un camino real. Esta palabra dirigida a los que regresan a la patria se entiende ahora en forma nueva. La voz del que clama en el desierto es Juan. El Señor — el Mesías— viene, y con él su pue­blo. La preparación del camino se entiende en sentido re- ligiosomoral; se llama a penitencia, conversión y retorno a Dios, bautismo de penitencia para el perdón de los pe­cados. Obra verdaderamente gigantesca: trazar un camino por el desierto; transformar los corazones.

Toda carne ha de ver la salvación de Dios. El tiempo de la salvación está alboreando. Dios lo prepara para «toda carne», para todos los hombres. Va a cumplirse el anun­cio profético de Simeón: Úna «luz para iluminar las na­ciones» (2,32). El predicador de penitencia y conversión, el precursor Juan tiene una misión para todos los tiempos. Hay que preparar con penitencia un camino a la salvación del Señor.

h) Predicación del Bautista (3,7-17).

Juan predica. Como predicador de penitencia exhorta a la conversión (3,7-9); como predicador moral invita apremiantemente a la renovación de la vida (3,10-14), y como profeta anuncia al que va a venir (3,15-17). Su mensaje echa mano de los temas de los profetas: la conversión, la amenaza con la cólera de Dios, la urgencia de hacer obras y de llevar frutos de penitencia, la exhor­tación al comportamiento social, la destrucción de la seguridad de la salvación de Israel como pueblo y como nación, el anun­cio del Mesías.

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NT. Le I, 8

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Predicación de penitencia (3,7-9).

7 Decía, pues, a las muchedumbres que acudían para que las bautizara: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir del inminente castigo? 8a A ver si dais frutos pro­pios de conversión.

Al hombre se le hace difícil cambiar verdaderamente de vida. Para poder evitarlo recurre a ritos y ceremonias sagradas, se pone bajo la protección de una comunidad que pasa por santa, difiriendo la conversión para más tarde. A todas estas posibilidades cierra Juan la puerta. ¿Qué quedará, pues?

El recurso a ritos sagrados. Las gentes se dirigen en masa al desierto, quieren bautizarse, se dejan sumergir en las aguas, pero la cosa no pasa de ahí. Nada de pen­sar en cambiar de vida. Juan los increpa: ¡Raza de víboras, engendro del demonio! Su vida pone al descubierto que hacen las obras del demonio, el pecado; como le imitan, son sus hijos, su engendro.

Cosa buena es el bautismo, pero debe inducir a refor­mar la vida. Juan formula normas conocidas, fáciles de entender, pero difíciles de reducir a la práctica: «No puede pasar por justo el que encubre la obstinación de su vida y, siendo hijo de las tinieblas, (sólo) mira hacia el camino de la luz», como se dice en Qumrán 34. «La con­versión y las buenas obras son como un escudo que protege de los castigos», dicen los rabinos35.

Nadie puede escapar a la sentencia de condenación. «Es como quien huyendo del león diera con el oso; como quien al refugiarse en casa y poner su mano sobre la

34. 1QS i i i , 3.35. Aboth jv , 11.

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pared fuera mordido por la serpiente» (Am 5,19). Lo único que salva es la reforma de la vida, la nueva vida con nuevas obras.

sb No comencéis a decir en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham. Os aseguro que poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham.

Refugiarse en la seguridad nacional de la salvación, «en la santa comunidad de los elegidos»... El judío rehuye la reforma personal de la vida, fiándose de su descen­dencia de Abraham. Dice: «Un circunciso no va al in­fierno.» Aunque sea pecador, incrédulo y rebelde contra los mandamientos de Dios, se le dará el reino eterno, por­que tiene por padre a Abraham. Al fin y al cabo, Dios no puede dejar de cumplir sus promesas a Abraham y a su descendencia... Cierto que Dios es fiel a sus promesas, pero ahora surge una nueva filiación de Abraham, que no depende de la comunidad de sangre, sino que es suscitada y creada por Dios. Dios puede sacar de las piedras del desierto hijos de Abraham. Éstos tendrán los sentimien­tos que se esperan de los hijos de Abraham, éstos harán las obras que quiere Dios.

9 Ya está aplicada el hacha a la raíz de los árboles. Y todo árbol que no da fruto bueno será cortado y arro­jado al fuego.

¡La conversión para más tarde! El tiempo apremia. La conversión no sufre dilación. El hacha ya está aplicada a la raíz del árbol, que va a ser cortado. De un momento a otro se levanta en el aire, se deja caer de golpe y ...el árbol se derrumba. Juan anuncia que ya son inminentes la venida del Señor y el juicio.

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El juicio es tiempo de recolección. En la recolección se recogen los frutos. El tiempo de recolección es tiempo de decisión. El árbol que no da frutos buenos se corta y se echa al fuego. El próximo juicio de Dios recogerá los frutos de la vida. El que no pueda aportar nada, incu­rrirá en sentencia de condenación, caerá en el fuego del infierno.

Predicación a las diferentes clases sociales (3,10-14).

10 Entonces la gente le preguntaba: Pues ¿qué tenemos que hacer? 11 Él les respondía: El que tenga dos túnicas dé una al que no la tiene; y el que tenga alimentos, haga otro tanto.

La verdadera conversión mueve siempre a hacer esta pregunta: Pues ¿qué tenemos que hacer? La predicación de san Pedro tocó los corazones de los oyentes, que de­cían: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» (Act 2,37). La pregunta por las obras es la que pone el sello al valor de la conversión.

Las obras en que se manifiesta la reforma de vida y la verdad de la conversión son las obras de sincero amor al prójimo, la partición con los demás de lo que se tiene. «El que tiene dos túnicas dé una al que no la tiene...» Juan no exige que se dé la única que se tiene. No exige a las multitudes que realicen sublimes actos de heroísmo, sino misericordia y amor al prójimo con obras, sentimientos sociales.

12 Llegaron también unos publicónos para bautizarse yle preguntaron: Maestro, ¿qué tenemos que hacer? 12 13 Él les contestó: No exijáis más de lo que tenéis señalado.

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Los publícanos * encarnan codicia y avidez de poseer, falta de honradez, traición al propio pueblo, estando como estaban con frecuencia al servicio de un régimen extran­jero. Tampoco ellos están excluidos del camino de la salvación, no están borrados. Toman en serio la invitación a la penitencia y están dispuestos a cambiar de vida. Con esto se ha logrado lo principal.

Juan no les exige que renuncien a la profesión de pu­blícanos. Deben renunciar a enriquecerse fraudulentamente. El derecho les permite exigir un determinado suplemento sobre el tipo de impuestos prescrito por el Estado. Por eso les dice Juan: «No exijáis más de lo que tenéis seña­lado.» Jesús procederá más tarde de manera análoga con el publicano Zaqueo. A pesar de las murmuraciones de los judíos entró en casa de éste rico jefe de publíca­nos. Zaqueo mismo quiere restituir lo que ha adquirido con fraude y quiere repartir sus bienes con los pobres. Jesús le dice: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa; pues también éste es hijo de Abraham» (19.1-10).

14 También unos soldados le preguntaron: Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer? Y les respondió: No hagáis ex­torsión a nadie ni lo denunciéis falsamente: sino conten­taos con vuestra paga.

Los soldados son probablemente mercenarios del ejér­cito de Herodes Antipas. A los judíos les estaba prohibido el servicio militar. Por eso estos mercenarios serían gen­tiles. La eficacia de la predicación del Precursor va más allá de los límites del judaismo... La pregunta de los soldados presupone extrañeza. Y nosotros ¿qué... Pero to­

* Los publícanos o cobradores de tributos, pero no eran funcionarios del Estado, sino simples particulares a quienes se cedía en arrendam iento este servicio o empleados de éstos. Nota del traductor.

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da estrechez se ha superado. «Toda carne ha de ver la salvación de Dios.»

Los pecados propios de la profesión de los soldados son robo con violencia, extorsión con falsas denuncias, abuso de la fuerza. La raíz de tal proceder está en la codicia. Hay que dar de mano a los excesos. En lugar del ansia de enriquecerse hay que contentarse con la paga.

A pesar de la inminencia del severo juicio, no se exige nada extraordinario. No hay que cambiar la profesión: ni siquiera la profesión de soldado o de publicano. Tam­bién Pablo proclama a pesar de la proximidad del tiempo final: «Por lo demás, que cada uno viva según la con­dición que el Señor le asignó, cada cual como era cuando Dios le llamó. Esto es lo que prescribo en todas las Igle­sias» (lCor 7,17). Tampoco se exigen especiales prácticas ascéticas: no se exige entrar en la secta de Qumrán, ni formar parte de la comunidad de los fariseos, ni adoptar la rigurosa ascética del Bautista (Me 1,6). Juan sigue la predicación profética: «¿Con qué me presentaré yo ante Yahveh y me postraré ante el Dios de lo alto? ¿Vendré a él con holocaustos, con becerros primales? ¿Se agradará Yahveh de los miles de carneros y de las miríadas de arro­yos de aceite? ¿Daré mis primogénitos por mis prevarica­ciones, y el fruto de mis entrañas por los pecados de mi alma? ¡Oh hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno y lo que de ti pide Yahveh: hacer justicia, amar el bien, humillarte en la presencia de tu Dios» (Miq 6,6-8).

Proclamación mesiánica (3,15-17).

15 Como el pueblo estaba en expectación, porque todos pensaban en su corazón acerca de Juan si no sería el Mesías...

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La predicación del Bautista hace crecer en el pueblo la expectación de la próxima venida del Mesías. Se va extendiendo la idea de si Juan será el Mesías. En ciertos ambientes se presentaba al Bautista como el salvador en­viado por Dios 30. La historia de la infancia ha puesto ya deliberadamente a Juan y a Jesús en la debida relación querida por Dios. Juan es grande, pero Jesús es el ma­yor, Juan es profeta y preparador del camino, pero Jesús es el Hijo de Dios y el que reina en el trono de David para siempre.

16 Juan declaró ante todos: Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de las sandalias; él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Jesús es el más fuerte. Juan se reconoce indigno de prestar a Jesús el más humilde servicio de esclavos. Los esclavos debían soltar al amo las correas de las sandalias; una persona libre tenía esto por indigno de su condición. ¿Quién es Juan al lado de Jesús? El gran Bautista recono­ce la grandeza de Jesús.

La fuerza de Jesús se manifiesta en su obra. Juan bau­tiza sólo con agua; Jesús, en cambio, con Espíritu Santo y fuego. El Mesías da el Espíritu Santo prometido para los últimos tiempos, y lo da con la mayor profusión a los que están prontos a convertirse; en cambio, a los que no quie­ren convertirse les aporta el fuego, el fuego del juicio. Jesús ejecuta la sentencia de salvación o de condenación.

Juan bautiza solamente con agua. Su obra es prepara­ción para los acontecimientos escatológicos; ella misma no es acontecimiento escatológico. 36

36. Cf. J n 1,6-8.15.19ss.

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17 Tiene el bieldo en la mano para limpiar su era y para recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará en juego que no se apaga.

Jesús es el juez del fin de los tiempos. El labrador de Palestina lanza con una pala contra el viento el trigo que después de trillado está mezclado con la paja en la era. El grano, que pesa más, cae al suelo, mientras que la paja es llevada por el viento. Asi limpia la era, separando el trigo de la paja para recogerlo después en el granero. La paja se quema. El Mesías viene a juzgar, separa a los buenos y a los malos, lleva los buenos al reino de Dios y en­trega los malos al fuego inextinguible de la condenación. Tiene ya el bieldo en la mano. Este «ahora» del tiempo final hace que el anuncio de Juan descuelle por encima de todos los anuncios de los profetas.

c) Fin del Bautista (3,18-20).

lñCon estas y otras exhortaciones anunciaba el Evan­gelio al pueblo.

El relato de la actividad de Juan contiene sólo una parte de ésta. Las exhortaciones de Juan son buena nueva, Evangelio. Juan es mensajero de gozo, que anuncia la suspirada salvación de los últimos tiempos. Por esto es su mensaje de gozo. Lo que Jesús anuncia y trae no es perdición, sino salvación. También la predicación de penitencia de Juan está al servicio de la salvación, y por esto es Evangelio, buena nueva. La historia de Juan es comienzo del Evangelio87. 37

37. Cf. Me 1,1; Act 10,36s.

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19 Pero Herodes, el tetrarca, a quien Juan reprendía por lo de Herodías, la mujer de su hermano, y por todas las maldades que había cometido, 20 a todas ellas añadió también ésta: que encerró a Juan en la cárcel.

Juan no silenció la palabra de juicio de Dios ni siquie­ra ante el poderoso señor de la región. Herodes Antipas no observa las leyes del matrimonio, comete crímenes y es asesino de profetas (cf. Me 6,17s).

El Bautista recapitula en su obra y en sus suerte lo que hicieron y sufrieron los profetas, y lo sobrepasa. Está situado en la inmediata proximidad del gran día del jui­cio y de la salvación.

Con su cautiverio queda suspendida la acción del Bau­tista. La voz que clama en el desierto enmudece en la fortaleza de Maqueronte. La época de las predicciones y de las promesas llega a su fin, y comienza la época de la realización. Entre el Bautista y Jesús hay una profunda fisura en la historia de la salvación: «La ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia el Evange­lio del reino de Dios» (16,16). «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo» (Act 1,5; 11,16). En la Iglesia no debe enmudecer la voz de Juan, puesto que prepara la venida de Jesús, que todavía ha de manifestarse al fin de los tiempos.

2. Preparación de J esús para su misión (3,21-4,13).

a) Bautismo de Jesús (3,21-22).

21 Mientras se bautizaba todo el pueblo y Jesús, ya bautizado, estaba en oración, se abrió el cielo, 22 y el Espí­ritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una

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paloma, y vino una voz del cielo: Tú eres mi hijo; hoy te he engendradoss.

El bautismo de Jesús sólo se menciona de paso; se ha­lla en segundo término. La proclamación divina que glo­rifica a Jesús ocupa el primer plano del relato. Dios se manifiesta después del bautismo, pero este hecho va prece­dido de una triple humillación. Jesús es uno del pueblo, uno de tantos que acude a bautizarse; se ha convertido en uno cualquiera. Jesús recibe el bautismo de conversión y penitencia para el perdón de los pecados como uno de tantos pecadores. Ora como oran los hombres que tienen necesidad de ayuda. El bautismo de penitencia y la ple­garia preparan para la recepción del Espíritu. Pedro dice: «Convertios, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2,38). El padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Le 11,13). El Espíritu Santo es enviado y opera mientras se ora.

La triple humillación va seguida de una triple exalta­ción. El cielo se abre sobre Jesús. Se espera que en el tiempo final se abra el cielo que hasta ahora estaba ce­rrado: «¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras, haciendo estremecer las montañas!» (Is 64,1). Jesús es el Mesías. En él viene Dios. Él mismo es el lugar de la manifestación de Dios en la tierra, el Betel neotestamentario (cf. Jn 1,51), donde se abrió la puerta del cielo y Dios se hizo presente a Jacob (Gén 28,17).

El Espíritu Santo descendió sobre Jesús. Vino en for- 38

38. En Le es doble la tradición del texto de la voz del cielo; 1) como en Me y M t: «Tú eres mi H ijo amado; en ti me he complacido»; o bien: «Éste es mi H ijo amado, en quien me he complacido» (M t 3,17; cf. Is 42,1); 2) v. supra, conforme a Sal 2,7. Parece ser que se ha acomodado el texto de Le a Mt-Mc.

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ma corporal, en forma de paloma. Según Lucas, el acon­tecimiento del Jordán es un hecho que se puede observar. La paloma desempeña gran papel en el pensamiento reli­gioso. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas cuan­do comenzó la obra de la creación. La imagen de esta representación la ofrecía la paloma que se posa sobre sus crías. La voz de Dios se comparaba con el arrullo de la paloma. Si se buscaba un símbolo del alma, elemen­to vivificante del hombre, se recurría a la imagen de la paloma, considerada también como símbolo de la sabi­duría. De ahora en adelante, el Espíritu de Dios hace en Jesús la obra mesiánica, que causa nueva creación, reve­lación, vida y sabiduría.

Jesús, como engendrado por el Espíritu, posee el Es­píritu (1,35). Lo recibirá del Padre cuando sea elevado a la diestra de Dios (Act 2,33), y ahora lo recibe también. El Espíritu no se da a Jesús gradualmente, pero las dife­rentes etapas de su vida desarrollan cada vez más la pose­sión del Espíritu. Dios es quien determina este desarrollo.

La voz de Dios declara a Jesús, Hijo de Dios. Como es engendrado por Dios, por eso es ya su Hijo (1,32.35). Después de su resurrección se le proclama solemnemente como tal: «Dios ha resucitado a Jesús, como ya estaba es­crito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Act 13,33). La voz del cielo clama aplicando a Jesús este mismo salmo que canta al Mesías como rey y sacerdote. En el «hoy» de la hora de la salvación lo da Dios a la humanidad como rey y sacerdote mesiánico. A esta hora miraban los tiempos pasados, a ella volvemos nosotros los ojos.

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23 Tenía Jesús, al comenzar, como unos treinta años y era, según se creía, hijo de José...

Jesús estaba equipado mesiánicamente desde lo alto, pero también desde abajo estaba pertrechado con todo lo que humanamente lo capacitaba para su misión. Al co­mienzo de su actividad pública tenía unos treinta años. A los treinta años estaba el sacerdote capacitado para el ministerio (Núm 4,3); a esa edad fue elegido José en Egip­to para su alta misión (Gén 41,46); David fue elevado al trono (2Sam 5,4); Ezequiel recibió la vocación profética (Ez 1,1). Cuando comenzó Jesús su ministerio, que abarca la realeza, el sacerdocio y el profetismo, había alcanzado la plenitud de la edad requerida. Había pasado ya el tiem­po del crecimiento y del fortalecimiento.

Para el alto ministerio que asume Jesús se requiere un origen legítimo y un auténtico árbol genealógico. Esto lo recibe de José, su padre legal. José no es el padre natural, sino que como tal era tenido por la opinión pública. El misterio de la concepción virginal permanecía oculto. Dios da a Jesús todo lo que necesita para que los hombres no puedan hallar en él motivo justificado de escándalo.

24 . ..hijo de Eli, hijo de Matat, hijo de Leví, hijo deMelquí, hijo de Janay, hijo de José, 24 25 26 * * hijo de Matatías, hijo de Amos, hijo de Naúm, hijo de Eslí, hijo de Nagay,26 hijo de Maat, hijo de Matatías, hijo de Seméin, hijo de JoseC. hijo de Yodá, 11 hijo de Joanán, hijo de Resá, hijode Zorobabel, hijo de Salatiel, hijo de Nerí, 2H hijo deMelquí, hijo de Adí, hijo de Cosam, hijo de Elmadam, hijode Er, 29 hijo de Jesús, hijo de Eliezer, hijo de Jorim,

b ) El nuevo Adán (3,23-28).

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hijo de Maiat, hijo de Leví, 30 hijo de Simeón, hijo de Judá, hijo de José, hijo de Jonam, hijo de Eliaquim, 31 hijo de Meltá, hijo de Mená, hijo de Matatá, hijo de Natam, hijo de David, 32 hijo de Jesé, hijo de Jobed, hijo de Booz, hijo de Sala, hijo de Naasón, 33 hijo de Aminabad, hijo de Admín, hijo de Arní, hijo de Esrom, hijo de Farés, hi­jo de Judá, 34 hijo de Jacob, hijo de Isaac, hijo de Abra- ham, hijo de Taré, hijo de Nacor, 35 hijo de Seruc, hijo de Ragáu, hijo de Falek, hijo de Éber, hijo de Sala, 36 hijo de Cainam, hijo de Arfaxad, hijo de Sem, hijo de Noé, hijo de Lamec, 37 hijo de Matusalém, hijo de Henoc, hijo de Jéret, hijo de Maleleel, hijo de Cainam, 38 hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios.

Lucas no dio la clave para la mejor inteligencia de la tabla genealógica, como lo había hecho Mateo con su observación de las tres series de catorce generaciones cada una (1,16), pero él también la utiliza para formular aser­ciones soteriológicas sobre Cristo. El árbol genealógico de Lucas no se remonta sólo hasta Abraham, como en Mateo, sino que continúa hasta Adán y su creación por Dios. Jesús es el Mesías de los judíos, pero también el Salvador del mundo. Está en relación, no sólo con David y Abraham, sino también con Adán. Por él se cumplen las promesas hechas a Abraham y a David; en él son ben­decidos todos los pueblos. Él es el rey Mesías, cuyo reino no tiene fin, pero también el padre y patriarca de la nue­va humanidad :,!1.

El árbol geneológico de Lucas es incompleto, como lo es también el de Mateo. Ahora bien, ¿por qué se hizo pre­cisamente esta selección que se registra en el árbol ge­nealógico? La tabla genealógica de Lucas contiene once

3M. L'í. Rom 5.U-21; lCor 15.22. 15 4‘J.

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veces siete miembros: tres veces siete van de Jesús a Zo- robabel; tres veces siete, de Salatiel a David; dos veces siete, de David a Isaac, y tres veces siete, de Abraham hasta Adán. Los períodos están separados por etapas im­portantes de la historia de la salvación: la cautividad de Babilonia, la monarquía, la elección, la creación. Jesús es cumplimiento y meta de la historia de nuestra salud.

Los jefes de los once grupos son: Dios, Henoc, Sala, Abraham, Admín, David, José, Jesús, Salatiel, Matatías, José. Según el esquema del apocalipsis de las «doce se­manas» 40, el tiempo final comienza con la duodécima semana del mundo. Jesús comienza el tiempo final. Aunque estas explicaciones puedan parecemos a nosotros un juego ocioso, los antiguos veían expresadas en ellas verdades profundas. A nosotros nos importa el enunciado de la verdad no el camino por el que se llegó a él.

c) Tentación de Jesús (4,1-13).

1 Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó del Jordán y, en el Espíritu, era guiado por el desierto ** durante cua­renta días, siendo tentado por el diablo.

Jesús está lleno del Espíritu. Posee el Espíritu, no «con medida» (Jn 3,34), como los profetas, sino en toda

40. Desde el siglo n a.C. se comenzó en algunos ambientes a calcular el «fin», es decir, la fecha del comienzo de la época mesiánica. A este objeto algunos dividieron en períodos el curso de la historia. 4Esd (que fue escrito después de la destrucción de Jerusalén el año 70 ): «El mundo ha perdido ciertamente su juventud; los tiempos se aproximan a la vejez. La historia del mundo está ciertamente dividida en doce partes; ha llegado hasta la décima y hasta la mitad de esta décima. Quedan todavía dos después de la mitad de esta décima parte» (traducido de P . R ie s s l e r , Altjiid isches Schriftum ausserhalb der Bibel, Augsburgo 1928, p. 306s). Cf. B il le r b e c k iv / 2, p. 986 s.

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su plenitud. Por eso está también plenamente bajo la guía de Dios (4,14). Lleva a cabo su peregrinación y su acción en armonía con el Espíritu que actúa en él, y con la virtud del mismo. El bautismo remite a la tentación y viceversa.

Jesús es guiado por el desierto en el Espíritu. En la extensión del desierto, vacía de hombres, nada le separa de Dios. Allí busca el silencio de la oración (5,16) y el trato a solas con el Padre. Como Hijo de Dios se deja guiar en el Espíritu. «Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos suyos» (Rom 8,14).

Jesús no es impelido al desierto por el Espíritu (Me 1,12), sino que él mismo va. No es conducido por el Es­píritu, sino que se deja guiar en el Espíritu. El Espíritu no actúa en él a la manera, digamos, como actuó en los jueces, en un Otoniel (Jue 3,10), en un Gedeón (6,34), en un Jefté (11,29). Sobre ellos vino el Espíritu, los pertrechó para una gran obra y volvió a abandonarlos cuando ésta se vio cumplida. En Jesús actúa de otra manera. No es arrastrado por el Espíritu, sino que él mismo dispone del Espíritu. Jesús no posee sólo un don transitorio del Espí­ritu, sino que lo posee establemente, siempre, como nacido que es del Espíritu; por esto obra siempre en él y puede también comunicarlo a su Iglesia 41.

La permanencia en el desierto duró cuarenta días. Durante este tiempo fue tentado por el diablo. Las tres tentaciones que se relatan hacen el efecto de ilustraciones de la constante lucha secreta con los adversarios. Jesús anuncia la soberanía de Dios y la aporta; con ello se ve también llamado a desplegar su mayor energía el adver­sario de la soberanía de Dios. Juntamente con el reino de los demonios se subleva contra la obra de Jesús que es causa de su destrucción.

41. Le. 24,49; A ct 2,33.

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2b No comió nada en aquellos días, pasados los cuales, tuvo hambre. Di jóle entonces el diablo: Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan. 4 Pero Je­sús le contestó: Escrito está: No de sólo pan vivirá el hombre.

Jesús, lleno y penetrado del Espíritu, vive sin comi­da ni bebida. Pasados los días del ayuno, tiene hambre. El diablo se sirve del hambre como tentación. Como diablo, como detractor que es, quiere trastornar las buenas rela­ciones entre Dios y Jesús. Éste es siempre su plan. El tentador toma pie de la voz de Dios en el bautismo: Al fin y al cabo eres Hijo de Dios. Tú tienes poder ilimitado, con una palabra de autoridad puedes saciar tu hambre.

La réplica de Jesús pone de manifiesto en qué está la tentación: No de sólo pan vivirá el hombre. No se trata sólo de guardar y conservar lo terreno. Las palabras de la Escritura que cita Jesús están tomadas del libro del Deuteronomio (8,3). Con estas palabras hace Moisés pre­sente a su pueblo su maravilloso mantenimiento por Dios en el desierto: «Él te afligió, te hizo pasar hambre, y te alimentó con el maná, que no conocieron tus padres, para que aprendieses que no sólo de pan vivirá el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahveh» (de lo que pro­viene de la palabra del Señor). Mediante el hambre hubo de ser educado el pueblo de Dios en la confianza en Dios y en la obediencia.

Jesús es Hijo de Dios; tiene plenos poderes. Si ahora su Padre le deja sufrir hambre, quiere llevarlo a la con­fianza y a la obediencia, pero no quiere que haga uso para su ventaja personal del poder que tiene como Hijo de Dios. Jesús es Hijo de Dios, pero en abatimiento, en humillación y en obediencia, es Mesías, pero a ' la vez siervo de Dios. El camino que conduce a la gloria mesiáni-

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ca no es el del despliegue de poder, sino el de obedecer y de servir, el de escuchar y aguardar toda palabra que sal­ga de la boca de Dios...

5 Y llevándole hacia una altura, le mostró en un mo­mento todos los reinos del mundo. 6 Y le dijo el diablo: Te daré todo este poderío y el esplendor de estos reinos, porque me ha sido entregado, y se lo doy a quien yo quie­ra. 1 Si te postras, pues, delante de mí, todo eso será tuyo. s Pero Jesús le respondió: Escrito está: Adorarás al Señor tu Dios y a él solo darás culto.

El diablo aparece aquí como príncipe de este mundo (Jn 12, 31), como «dios de este mundo» (2Cor 4,4), como antidiós pero en su soberbia debe al mismo tiempo confe­sar su dependencia. Todo esto me ha sido entregado... por Dios. No tiene plenos poderes propios, sino un poder que fe ha sido transmitido, no es Dios, sino «mona de Dios». Conforme a la revelación, no hay otro Dios, Dios no tiene igual, él es el único: a él solo adorarás, a él solo darás culto.

En un abrir y cerrar de ojos presenta el tentador, como por encantamiento, ante los ojos de Jesús todos los reinos del mundo y su esplendor. ¡Un espejismo! Lo lleva a lo alto. ¿Dónde? ¿Lo eleva en éxtasis? Satán hace la misma oferta que Dios: «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendra­do yo. Pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra» (Sal 2,8; cf. Le 3,22). También aquí resuena velamente: Si eres Hijo de Dios.

Con el esplendor y la gloria que pone Satán ante los ojos de Jesús, pero que de hecho sólo es engaño y apa­riencia, quiere apartarle de Dios, hacerle abandonar a Dios, inducirle a negar la profesión fundamental de fe y la raíz de la vida religiosa de su pueblo. Al tentador opo­ne Jesús la palabra de la Escritura: «Adorarás al Señor tu

129N T. Le I. y

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Dios y a él solo darás culto» (Dt 6,13). Jesús mantiene en pie la soberanía de Dios. Él es siervo de Dios, no siervo de Satán.

9 Lo llevó luego a Jerusalén, lo puso sobre el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; 10 pues escrito está: Mandará en tu favor a los án­geles para que te guarden cuidadosamente; 11 y también: Te tomarán en sus manos, no sea que tropiece tu pie con una piedra. 12 Pero Jesús le respondió: Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.

El alero del templo es quizá un mirador que sobre el muro exterior del templo sobresalía sobre la calle. Allá es conducido Jesús. Se le invita a arrojarse abajo para hacer prueba de la protección de Dios que le está asegu­rada por la palabra misma de Dios (Sal 91,11), para cer­ciorarse de su elección, de su filiación divina, del poder que tiene de Dios y cerca de Dios.

Jesús descubre lo que significa tal requerimiento: ten­tar a Dios. Se trata de abusar de ia protección prometida y así tentar a Dios, forzarle a intervenir en su favor. Jesús quiere servir a Dios, no servirse de él, disponer de él, quiere obedecerle, no sometérselo...

La tentación en el alero del templo de Jerusalén es la última según Lucas. Los caminos de Jesús llevan a Jeru­salén; él tiene la mira puesta en Jerusalén (9,51). Allí muere y allí es glorificado, allí se humillará como siervo de Dios, será obediente hasta la muerte. Allí experimen­tará la protección de Dios en la forma más acabada, pues Dios le resucitará y exaltará. Él no provoca esta exalta­ción protectora de Dios, sino que la aguarda.

Las tentaciones de Jesús son tentaciones mesiánicas. El adversario de la soberanía de Dios quiere hacer caer

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al Hijo de Dios, que ha sido ungido por Dios y es ahora armado para su obra mesiánica. Con todos los medios diabólicos: con compasión hipócrita, con artilugios y ma­gia, trastrocando la Sagrada Escritura quiere inducirlo a desobedecer a Dios. Las tres tentaciones repiten tres veces que Jesús se mantuvo obediente. En su calidad de segundo Adán es tentado como lo fue el primero. El primero falló, el segundo sale victorioso. «Al igual que por la desobe­diencia de un solo hombre la humanidad quedó constitui­da pecadora, así también por la obediencia de uno solo la humanidad quedará constituida justa» (Rom 5,19).

Las tentaciones de Jesús continúan en sus discípulos (cf. 22,28ss). También la Iglesia vive en medio de estas tentaciones. Jesús levanta los ánimos cuando son tentados los discípulos, pues él también fue tentado. Él muestra cómo hay que vencer las tentaciones: mediante la Sagra­da Escritura, que es profesión de fe, oración y fuerza, la «espada del Espíritu» (Ef 6,17).

13 Y acabadas todas las tentaciones, el diablo se alejó hasta un tiempo señalado.

La acción de Jesús comienza con la victoria sobre el demonio. El tiempo de la salud, que es inaugurado por Jesús, es un tiempo en que se ve encadenado el demo­nio. Jesús dice: «Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo» (10,18). No tiene ya poder hasta un tiempo señalado. El tiempo de Jesús es un tiempo exento de Satán. Donde actúa Jesús, tiene que retirarse el demonio; la vic­toria sobre el tentador se obtiene mediante la fiel adhe­sión a Jesús.

Pero sólo hasta un tiempo señalado suspende Satán las tentaciones de Jesús. Al comienzo de la historia de la pasión se lee: «Satán entró en Judas» (22,3). Los enemi-

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gos de Jesús tienen poder sobre él, porque se inicia el po­der de las tinieblas (22,53). En tanto no había llegado su hora, era intangible para sus adversarios42. Jesús es clava­do en la cruz por los príncipes de este mundo, pero pre­cisamente con esta muerte que él acepta obediente como siervo de Dios que es. vence la soberanía de Satán 43.

14 Por la fuerza del espíritu, volvió Jesús a Galilea.

La actividad mesiánica debía comenzar en Galilea, se­gún el designio de Dios. En Galilea recibió Jesús la vida. En Galilea comienza el camino de su preparación mesiá­nica, en Galilea comienza también su obra mesiánica. El Espíritu Santo le ha dado la existencia, el Espíritu le di­rige al Jordán y por el desierto; también el Espíritu le guía cuando lleva a cabo su obra mesiánica. Una obe­diencia humilde y la virtud del Espíritu Santo nos revelan el misterio de la acción de Jesús.

42. Le 4, 30; J n 7,30.45; 8,59.43. Cf. ICor 2,6; Jn 12,31.

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Parte segunda

ACTIVIDAD DE JESÚS EN GALILEA4 ,14-8,50

I. COMIENZOS DE LA PREDICACION (4,14-6.16).

Pedro dijo al centurión Cornelio: «Vosotros conocéis lo que ha venido a ser un acontecimiento en toda Judea. a partir de Galilea después del bautismo que Juan predicó: Jesús de Naza- ret, cómo Dios lo ungió con Espíritu Santo y poder, y pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todas las cosas que hizo en la región de los judíos...» (Act 10,37). Lo que aquí se resume en pocas frases acerca de la actividad de Jesús, es ilustrado en el evangelio. Tres veces comienza Lucas (4,14; 5,12; 6,1) y tres veces cierra la actividad de Jesús con llama­mientos de testigos 5,1 ss; 5,27ss; 6,12ss).

1. Presentación (4,14-5,11).

a) Epígrafe (4,14-15).

14 Por la fuerza del espíritu, volvió Jesús a Galilea, y las noticias sobre él se difundieron por toda la región.

En el Jordán es Jesús «ungido con Espíritu Santo y con poder»; por la fuerza de este Espíritu comienza su acción, como había comenzado su vida por la virtud del

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Espíritu. El Espíritu lo dirige a Galilea; allí había co­menzado su vida. El ángel había sido enviado por Dios a una ciudad de Galilea (1,26). En Galilea comienza tam­bién su acción. En la despreciada «Galilea de los gentiles» brota la salvación por la virtud del Espíritu.

La acción en virtud del Espíritu causa admiración y fama, que se extiende por toda la región circundante. El Espíritu extiende ampliamente su acción; su virtud quiere transformar el mundo, santificarlo, ponerlo bajo la sobe­ranía de Dios. La acción que comienza en Galilea se ex­tenderá hasta los confines de la tierra. Cuando Jesús haya alcanzado en Jerusalén la meta de su actividad que co­mienza en Galilea, partirán los discípulos en la virtud del Espíritu, y la noticia de Jesús llenará el mundo entero.

15 Enseñaba en las sinagogas de ellos, con gran aplau­so por parte de todos.

La primera actividad de Jesús consiste según Lucas en enseñar, según Marcos en proclamar al modo de un pregonero: «Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertios y creed en la buena nueva» (Me l,14s). Lucas piensa: con la venida de Jesús está ya pre­sente el tiempo de la salvación: Jesús no lo proclama como pregonero, sino que enseña lo que es y lo que aporta este tiempo de salvación.

Las sinagogas con su liturgia semanal de la palabra y de oración son el sitio indicado para la actividad docen­te de Jesús. Su doctrina es también exposición de la Escritura; ahora se cumplen las predicciones y promesas proféticas. Los apóstoles procederán como Jesús cuando lle­ven al mundo la palabra de Dios, comenzando por las si­nagogas proclamarán el cumplimiento de las promesas (cf. Act 13,16-41).

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En todas partes adonde llega la fama de Jesús, co­mienza su glorificación; su. fama tiene por eco sus ala­banzas. El espacio adonde se extenderá su fama será el mundo entero; todos, todos literalmente, le glorificarán. El Espíritu de Dios no descansa hasta que «toda lengua con­fiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11). La palabra de Dios se lanza a la carrera para la glorificación de Dios.

b) En Nazaret (4,16-30).

16 Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según lo tenía por costumbre entró en la sinagoga el día de sábado y se levantó a leer. 17 Le entregaron el libro del profeta Isaías; lo abrió y encontró el pasaje en que estaba es­crito; ...

En una ciudad de Galilea llamada Nazaret (1,26) fue concebido Jesús, fue criado, llegó a ser hombre y hubo de comenzar su obra según la voluntad del Espíritu. Sus co­mienzos recibieron la impronta de esta ciudad, que care­cía de importancia y era incrédula, que se escandalizó de su mensaje y trató de quitarle la vida. Sus comienzos son comienzos de la nada, de la incredulidad, del pecado, de la repulsa... Y sin embargo comenzó.

Jesús comenzó por lo que era usanza consagrada en la liturgia de la sinagoga, el sábado, en el orden del rito observado en el culto. «Nació bajo la ley» (Gál 4,4), como lo ha mostrado el relato de la infancia. Su tiempo es tiem­po del cumplimiento de todas las predicciones y prome­sas. La historia de la salvación no destruye lo comenza­do, sino que lo lleva a su perfección última.

En la liturgia del sábado se recitaban oraciones y se

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leía la Sagrada Escritura. Los libros de la ley (los cinco libros de Moisés) se leían en forma continuada, los libros proféticos estaban dejados a la libre elección. Todo israeli­ta varón tenía el derecho de ejecutar esta lectura y de añadirle una exposición, unas palabras de exhortación. Como señal de que quería hacer uso de tal derecho se le­vantaba de su asiento. Jesús se puso en pie. Con esto comienza el ritual de la lectura de la Escritura, que la rodea como un marco, como el engaste rodea a la piedra preciosa. Lucas describe hasta los últimos detalles del ce­remonial: le fue entregado el libro del profeta Isaías; él lo abrió. Acaba la lectura, enrolló el libro, lo entregó al ayudante y se sentó. Jesús se amolda al ritual. La Escri­tura contiene la palabra de Dios; por eso merece respeto y se debe tratar santamente.

El pasaje que leyó estaba tomado del libro del profeta Isaías. Jesús lo halló, no casualmente, sino bajo la guía del Espíritu Santo, con el que estaba ungido y en cuya virtud obraba. Isaías era el profeta de los que aguardaban en tiempos de Jesús. María lo oyó en la anunciación, Simeón se inspiró en él, el Bautista reconoce por él su misión, con él reanimaban las gentes de Qumrán. Tam­bién Jesús expresa su misión por medio de él.

18 El espíritu del Señor está sobre mí, porque me un­gió para anunciar la buena nueva a los pobres; me envió a proclamar libertad a los cautivos y recuperación de la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos. v- a proclamar un año de gracia del Señor.

Las palabras son de Isaías 61,Js. Sólo se ha cambiado una línea. «A poner en libertad a los oprimidos» (Is 58,6) está en lugar de «para sanar a los de corazón quebranta­do». Con esta modificación queda muy bien articulado todo

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el pasaje. La primera y la segunda línea hablan de dota­ción con el Espíritu y de encargo recibido de Dios; las otras cuatro líneas hablan de la obra del portador de la salvación. La primera y la última línea y las dos del me­dio se corresponden; la primera y la última hablan del anuncio y del mensaje, las del medio, de la actividad sal- vífica del Señor. El portador de salvación actúa de pala­bra y de obra, es salvador y mensajero de victoria.

La salvación se dirige a los pobres. El tiempo de sal­vación que anuncia el profeta es un año de gracia, como el año del jubileo, del que se dice: «Santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis la libertad por toda la tierra para todos los habitantes de ella. Será para vosotros jubileo, y cada uno de vosotros recobrará su propiedad, que vol­verá a su familia» 44 45.

20 Enrolló luego el libro, lo entregó al ayudante y se sentó. En la sinagoga, todos tenían los ojos clavados en él. 21 Entonces comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura escuchado por vosotros.

A la lectura de la Escritura sigue la instrucción (Act 13,15). Está comprendida en una frase lapidaria de gran fuerza y énfasis. Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura. En cabeza de la frase está el «hoy» 4\ al que habían mirado los profetas, en el que se cifraban los gran­des anhelos: ahora está presente. Mientras pronuncia Je­sús estas palabras, se inicia el suspirado año de gracia. El tiempo de salvación es proclamado y traído por Jesús. Es lo increíblemente nuevo de esta hora. Las piadosas usan­zas y las palabras de la Escritura, que eran promesa tienen ahora cumplimiento.

44. Lev 25,10. Restauración del orden divino.45. Cf. Le 2,11; 19,5.9; 23,43; 2Cor 3,14; Heb 4,7.

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Escuchado por vosotros. Que ha comenzado el tiempo de salvación y que ya está presente el portador de ella, es algo que sólo se puede saber mediante la audición de este mensaje; no se ve ni se experimenta. El mensaje exige la fe, la fe viene de oir, es respuesta a una interpelación.

La predicción que ahora se cumple es el programa de Jesús, que no lo ha elegido él mismo, sino que le ha sido prefijado por Dios. Él es enviado por Dios; por medio de é! visita Dios mismo a los hombres. Hoy ha tenido lugar la visita salvadora, que no se debe desperdiciar.

Jesús actúa de palabra y de obra, enseñando y sanan­do. El tiempo de gracia ha alboreado para los pobres, los cautivos y los oprimidos. Precisamente el Jesús del Evan­gelio de san Lucas es el salvador de estos oprimidos. El gran presente que hace Jesús es la libertad: liberación de la ceguera del cuerpo y del espíritu, liberación de la pobreza y de la servidumbre, liberación del pecado.

En tanto mora Jesús en la tierra, dura el apacible y suspirado «año de gracia del Señor». En él tenían pues­tos los ojos las gentes antes de Jesús, hacia él vuelve la Iglesia los ojos. Es el centro de la historia, la más grande de las grandes gestas de Dios. En el gozo y en el esplen­dor de este año queda sumergido lo que Isaías había dicho también sobre este año: «Para publicar el año de perdón de Yahveh y el día de la venganza de nuestro Dios» (Is 61,2). El Mesías es ante todo y por encima de todo el que imparte la salvación, y no el juez que condena.

22 Y todos se manifestaban en su favor y se maravilla­ban de las palabras llenas de gracia salidas de su boca, y decían: ¿Pero no es éste el hijo de José?

Jesús había crecido en gracia ante Dios y ante los hom­bres (2,52). Ahora se hallaba en pie ante ellos el que,

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venido al final del tiempo de la preparación, había sido ungido con el Espíritu y había comenzado a cumplir su mi­sión. La gracia de Dios había llegado a su plena eclosión. Todos se manifestaban en su favor, testimoniando que sus palabras expresaban la gracia de Dios y suscitaban la gra­cia de los hombres. «La gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres» (Tit 2,11). «Dios estaba con él» (Act 10,38). Ésta es la primera impresión y la pri­mera vivencia de quien conoce a Jesús. Así lo experi­mentaron Nazaret y Galilea, como lo experimentan toda­vía hoy los niños, los que están exentos de prejuicios u los que ansian la salvación, cuando se acercan al Evange­lio de Jesús.

Sin embargo, en el momento siguiente, surge el escán­dalo: ¿Pero no es éste el hijo de José? Lo humano de su existencia es ocasión de escándalo, su palabra, que era es­timulante se hace irritante. Se acoge con aplauso el men­saje, pero se recusa al portador de la salvación contenida en el mensaje. De lo humano, en que se revela la gracia de Dios, nace la repulsa. El hombre se exaspera porque un hombre pretende que se le escuche como a enviado de Dios.

La patria de Jesús lo recusa, porque es un compa­triota y no acredita su pretensión de ser salvador en­viado por Dios. Mucho más escándalo suscitará su muerte. El mismo escándalo suscitan los apóstoles, la Iglesia y quienquiera que siendo hombre proclama el mensaje de Dios. 23

23 Entonces él les dijo: Seguramente me diréis este proverbio: Médico, cúrate a ti mismo; haz también aquí, en tu tierra, todo lo que hemos oído que hiciste en Cafar- naúm. 24 Y añadió: Os lo aseguro: Ningún profeta es bien acogido en su tierra.

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Los nazarenos quieren una señal de que Jesús es el salvador prometido. Una vez más asoma la exigencia de signos. El hombre se sitúa ante Dios formulando exigen­cias: exige que Dios acredite la misión de su profeta en la forma que agrada al hombre. Ahora bien, ¿se ha de inclinar Dios ante el hombre? Dios da la salud, pero sólo al que se le inclina con obediencia de fe y aguarda en si­lencio. Dios exige la fe, el sí con que se reconozcan sus disposiciones. Pero los nazarenos no creían, no tenían fe (Me 6,6).

Es que Jesús, según el modo de ver humano, debía acre­ditarse también en su patria con milagros, como los había hecho en Cafarnaum. El médico que no puede curarse a sí mismo se juega su prestigio y destruye la confianza y la fe que se había depositado en él. ¿De qué le sirve su capacidad si ni siquiera se la sabe aplicar a sí mismo? Los nazarenos desconocen a Jesús porque juzgan con crite­rios puramente humanos. Jesús es profeta y obra por en­cargo de Dios. Su modo de obrar no está pendiente de lo que exijan los nazarenos; él no emprende lo que le apro­vecha personalmente, sino únicamente lo que Dios quie­re que haga.

Las sugerencias de los nazarenos eran las sugerencias del tentador. Los nazarenos desconocen a Jesús porque no reconocen su misión divina.

25 Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israelen tiempos de Elias, cuando el cielo se cerró a la lluvia durante tres años y seis meses, de suerte que sobrevino una gran hambre por toda la región; 25 26 pero a ninguna de ellas fue enviado Elias, sino a Sarepta de Sidón, a unamujer viuda. 27 Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Elíseo; pero ninguno de ellos fue cu­rado, sino Naamán, el sirio.

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El profeta no obra por propia decisión, sino confor­me a la disposición de Dios que lo ha enviado. Acerca de los dos profetas Elias y Elíseo dispuso que no prestaran sii ayuda maravillosa a sus paisanos, sino a gentiles ex­tranjeros. Jesús no debe llevar a cabo los hechos salvíficos en su patria, sino que debe dirigirse a país extraño. Dios conserva su libertad en la distribución de sus bienes.

Los nazarenos no tienen el menor derecho a formular exigencias de salvación por ser compatriotas del portador de la misma y por tener parentesco con él. Israel no tiene derecho a la salvación por el hecho de que el Mesías es de su raza. La soberanía de Dios, que Jesús proclama y aporta, salva a los hombres objeto de su complacencia. La salvación es gracia.

Elias4I' y Elíseo hacen en favor de extranjeros los mi­lagros de resucitar muertos y de curar de la lepra. Jesús resucitará a un muerto en Naím (7,11 ss) y librará de la lepra a un samaritano (17,12ss). Lo que decide no son los vínculos nacionales, sino la gracia de Dios y el ansia de salvación, acompañada de fe. Jesús comienza por anun­ciar el mensaje de salvación a sus paisanos, pero una vez que éstos lo rechazan, se dirige a los extraños. Pablo y Bernabé dicen a los judíos: «A vosotros teníamos que dirigir primero la palabra de Dios; pero en vista de que la rechazáis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, nos dirigimos a los gentiles» (Act 13,46s).

Jesús reanuda la acción de los grandes profetas. La impresión que dejó Jesús en el pueblo se expresa así: «Fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (24,19). Por medio de Jesús visita Dios misericordiosamente a su pueblo, como lo había hecho 46

46. Según iR e 18,1 no llegó la sequía a los tres años; de tres años y medio habla también Sant 5,17. Se redondean los números como en la lite­ra tu ra judía.

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por medio de los profetas. Pero la suerte de los profetas es también la suerte de Jesús.

28 Cuando lo oyeron, todos los que estaban en la sina­goga se llenaron de indignación; 29 se levantaron y lo sa­caron juera de la ciudad, y lo llevaron hasta un precipicio de la colina sobre la que estaba edificada su ciudad, con intención de despeñarlo. 30 Pero él, pasando en medio de ellos, se fue.

El que se presenta como profeta debe acreditarse con signos y milagros (Dt 13,2s). Jesús no se acredita. Por esto se creen los nazarenos obligados a condenarlo y a lapidarlo como a blasfemo. El castigo por blasfemia se iniciaba de esta manera: el culpable era empujado por la espalda desde una altura por el primer testigo. La entera asamblea se constituye aquí en juez de Jesús, lo condena y quiere ejecutar inmediatamente la sentencia. Se anuncia ya el fracaso de Jesús en su pueblo. Es expulsado de la comunidad de su pueblo, condenado como blasfemo y en­tregado a la muerte.

En este caso, sin embargo, Jesús escapa al furor de sus paisanos. No hace milagro alguno, pero nadie pone las manos sobre él. No ha llegado todavía la hora de su muer­te. Dios es quien dispone de su vida y de su muerte. Ni siquiera la muerte de Jesús puede impedir que sea resu­citado, que vaya al Padre, que viva y ejerza su acción para siempre.

Jesús abandona definitivamente a Nazaret y emprende el camino hacia los extraños. No los paisanos, sino extra­ños serán los testigos de las grandes obras de Dios por Jesús. Dios puede sacar de las piedras del desierto hijos de Abraham.

Lo sucedido en Nazaret fue puesto por Lucas en ca­

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beza de la actividad de Jesús. Es la obertura de la acción de Jesús. Se insinúan en ella numerosos motivos, que lue­go se registran y se desarrollan en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles...

c) En Cafamaúm (4,31-44).

31 Bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea. Y los sábüdos se ponía a enseñarles. 32 Y se quedaban atónitos de su manera de enseñar, porque su palabra iba revestida de autoridad.

Nazaret está situada sobre una colina, Cajarnaúm a la orilla del lago. Jesús bajó. Una vez que ha sido repudiado por su ciudad natal, en la que se había criado, elige una ciudad extraña, Cafarnaúm, como su nueva patria (Mt 4,13). La palabra de Dios parte de Galilea. No sin razón se llama a Cafarnaúm ciudad de Galilea. En Galilea se reúnen los primeros discípulos, los testigos de la Iglesia; se los llama también «galileos» (Act 2,7). Los planes sal- víficos de Dios alcanzan lo que quieren, aun a pesar del repudio de los hombres.

En Cafarnaúm actúa Jesús de la misma manera que en Nazaret. Enseña el sábado en la sinagoga durante la iiturgia e interpreta la Escritura en el nuevo sentido del cumplimiento actual de las promesas. Su enseñanza im­pone y causa asombro. La palabra de Jesús tiene poder, autoridad, pues Jesús habla en la virtud del Espíritu. La palabra de Dios es fuerza creadora. «La palabra de Dios es viva y operante» (Heb 4,12). 33

33 Había en la sinagoga un hombre que tenía espíritu de demonio impuro y que comenzó a gritar a grandes vo-

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ces: 34 ¡Eh! ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús Nazareno? Yo sé bien quién eres: el santo de Dios.

A la palabra llena de autoridad se añade la acción poderosa. El espíritu que dominaba al poseso era un es­píritu maligno, un demonio que vuelve impuros a los que domina. La imagen de los posesos que trazan los evange­listas no responde exactamente a la de enfermos menta­les. Los malos espíritus ejercen influjo en los hombres. En los posesos se manifiesta a fin de cuentas cuál es el estado del hombre sin redención.

El demonio no puede soportar la presencia de Jesús. El poseso, impelido por el mal espíritu, grita a grandes voces. Jesús de Nazaret, el «santo de Dios», y los espíri­tus impuros forman un contraste inconciliable. El tiempo de la salud que ahora se anuncia trae la ruina de los ma­los espíritus.

El mal espíritu hace una profesión de fe acabada: Je­sús de Nazaret, el santo de Dios (Jn 6,69). El santo de Dios es el Mesías. «El que nacerá de ti será santo, será llamado Hijo de Dios» (1,35).

Jesús de Nazaret es llamado «el santo de Dios» por los ángeles del cielo y por los demonios del infierno. ¿Y per los hombres? «Dios lo exaltó, y le concedió el nom­bre que está sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucris­to es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9ss). ¡Qué camino para que los hombres le confiesen! 35

35 Pero Jesús le increpó: Enmudece y sal de este hom­bre. Entonces el demonio, echándolo por tierra delante de ellos, salió de él, sin haberle causado ningún daño.

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Las amenazas de Jesús tienen fuerza divina. «Las co­lumnas del cielo tiemblan y se estremecen a una amenaza suya» (Job 26, 11). También los demonios tienen que in­clinarse ante Jesús, que pronuncia contra ellos la amena­za de Dios.

La profesión de fe del demonio es rechazada. «La fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma. Más aún, algu­no dirá: Tú tienes fe, yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin las obras, y yo te mostraré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios creen y tiemblan» (Sant 2,17-20). La profesión de fe debe ir acompañada de obras que agraden a Dios y de la ala­banza de Dios.

El demonio se resiste, pero de nada le sirve su arreba­to. No puede causar ningún daño. Lucas usa una expre­sión médica. Aprecia el alcance de lo que ha hecho Jesús. Jesús tiene fuerza sobrehumana. Una fuerza que sobrepu­ja incluso Jas fuerzas demoníacas. Dios obra por él, el santo de Dios, por el cual Dios se demuestra como el santo, el completamente otro, el poderoso.

36 Todos quedaron llenos de estupor y lo comentaban unos con otros diciendo: ¿Qué palabra es esta, que man­da con autoridad y fuerza a los espíritus impuros, y sa­len? 37 Y su fama se extendía por todos los lugares de la comarca.

La acción poderosa de Jesús infunde asombro y res­peto. Las gentes hablan sólo entre sí, «unos con otros». La emoción les impide hablar alto. La admiración, el asombro, el sobrecogimiento, el silencio respetuoso son pasos preparatorios para la fe, son el camino del recono­cimiento de Dios y de su revelación.

Lo que se admira es la palabra. La palabra de Jesús

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NT, Le I, 10

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tiene fuerza y autoridad, tiene poder divino. ¿Qué clase de palabra es ésta? Preguntar con asombro es el camino que lleva al conocimiento de Jesús.

La palabra poderosa halla eco. Su fama se extiende por todos los lugares de la comarca. La palabra tiende a extenderse, quiere llenar espacios cada vez mayores. El eco de la palabra de Jesús es la alabanza de Jesús por los hombres.

38 Salió de la sinagoga y entró en casa de Simón. La suegra de Simón se encontraba atacada de fiebre grande y le suplicaron por ella. 39 E inclinándose sobre ella, in­crepó a la fiebre, y ésta se le quitó. Inmediatamente ella se levantó y les servía.

La enferma está acostada en una estera. Jesús se acer­ca como un médico a su cabecera. Se inclinó sobre ella. La misma palabra conminatoria que al demonio se dirige también a la fiebre. La palabra produce efecto. Inmedia­tamente sobreviene la curación. Nada puede oponerse a la palabra de Dios, pronunciada por Jesús.

La suegra de Simón, una vez curada, sirve a la mesa. Se organiza una comida, y la que ha sido curada la sirve. La enfermedad había desaparecido al instante y totalmen­te. En Cafarnaúm, en casa de Simón, halla Jesús un nue­vo hogar. «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica» (8,21). La casa de Simón se equipara a la sinagoga. Aquí, como allí, lleva a cabo la palabra de Dios las obras salvíficas. La palabra sale de la sinagoga y pasa a las casas de los hombres. 40

40 Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaron a él; entonces él les iba

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imponiendo las manos a cada uno y los curaba. 41 Tam­bién los demonios salían de muchos, gritando así: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él les increpaba y no les permitía decir eso, porque sabían que él era el Mesías.

Expresamente se dice que Jesús es el Salvador de to­dos en todas las cosas. «Todos han de ver la salvación de Dios»: así lo había anunciado el Bautista. La gracia de Dios desborda en Jesús. A cada uno de ellos les iba im­poniendo las manos. La curación se efectúa por la virtud del Espíritu al que Jesús poseía. La imposición de manos es comunicación de la fuerza que hay en él y que sana. A cada uno imponía las manos. Con esto se expresa la bondad de Jesús: se interesa por todos al interesarse por cada uno.

Los demonios se resisten a Jesús. Gritando su nom­bre quieren desvirtuarlo. En la antigüedad se creía que se podía expulsar al demonio pronunciando su nombre. La magia del nombre que los hombres emplean contra los demonios, dirigen éstos contra Jesús. En la lucha que se desencadena entre Jesús y los demonios una vez que se ha iniciado el tiempo de salvación, sale Cristo triunfante, pese a todas las intentonas de los poderes diabólicos.

La grandeza de Jesús se muestra en el título de Hijo de Dios; se le da este título porque él es el Mesías (el Ungido). Cristo fue desde un principio ungido con el Es­píritu, por lo cual se llama también Hijo de Dios (1,35). Pero Jesús no los dejó hablar. No quiere recibir la confe­sión de demonios. La confesión de que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, el santo de Dios, se alcanzará por el camino de la muerte de Cristo (Flp 2,8ss). La imposición de las manos y la palabra son las manifestaciones de po­der del Espíritu que obra en Cristo.

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42 Cuando amaneció, salió y se fue a un lugar desierto, las multitudes lo andaban buscando; llegaron hasta él e intentaban retenerlo, para que no se alejara de ellos. 43 Pero él les dijo: También a otras ciudades tengo que anunciar la buena nueva del reino de Dios, pues para esto he sido enviado. 44 £ iba predicando por las sinagogas de Judea.

Jesús no deja que le retengan en Cafarnaúm, Su vida es una peregrinación. Dos veces se expresa esto. Marcos habla de la oración de Jesús en la montaña (Me 1,35), Lucas gusta de referirse a la oración solitaria de Jesús; pero en esta ocasión renuncia Lucas a hablar de ello. Je­sús camina sin demora. La palabra necesita extenderse, Jesús no permite que nadie ni nada le detenga.

Jesús no puede atarse a una ciudad. Tiene que cami­nar. Esta es su misión, tal es la necesidad que impone el designio divino. La palabra de Dios es para él un encargo que le impele a buscar amplios horizontes. Ni las ventajas personales ni las muchedumbres del pueblo deciden de su vida, sino únicamente la palabra, en último término Dios.

La acción de Jesús consiste en proclamar la buena nueva de que el reino de Dios está presente. Esta nueva debe llenar la tierra entera de los judíos. El campo de acción se extiende; de Nazaret a Cafarnaúm y a la región circundante, de aquí a Judea, nombre con que se designa la tierra entera de Palestina. En todas las sinagogas re­suena su mensaje, pero sólo en las sinagogas, en el pue­blo de Israel. Sólo cuando sea exaltado, se verá entera­mente libre de límites su proclamación.

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d) Los primeros discípulos (5,1-11).

1 Sucedió, pues, que mientras él estaba de pie junto al lago de Genesaret, el pueblo se fue agolpando en torno a él. para oir la palabra de Dios. 2 En esto vio dos barcas atracadas a la orilla del lago; pues los pescadores habían salido de ellas y estaban lavando las redes. 3 Subió a una de estas barcas, que era de Simón, y le rogó que la apar­tara un poco de la orilla; se sentó y enseñaba a las mul­titudes desde la barca.

Es por la mañana, junto al lago de Genesaret. Jesús está de pie en la orilla y anuncia la palabra de Dios. El pueblo se agolpa en su derredor, lo asedia. Entonces sube a una barca de las que estaban atracadas allí, se sienta en la barca como maestro y enseña a las masas del pueblo que escuchaban desde la orilla. La palabra de Dios atrae a los hombres, y los atrae en grandes masas.

La barca a que sube Jesús era de Simón. Jesús lo ha­bía conocido ya, había estado en su casa, había curado a su suegra y había sido su huésped. Ahora aprovecha sus servicios, para sí y para el pueblo. También Simón co­noce a Jesús, su poder de curar y el poder de su palabra. El que se adhiera a Jesús tan pronto como se siente lla­mado por él, es algo que ha sido bien preparado y resulta comprensible. La palabra poderosa de Dios se posesiona del hombre humanamente.

4 Cuando terminó de hablar, dijo a Simón; Navegamar adentro y echad vuestras redes para pescar. 4 5 Y res­pondió Simón: Maestro, toda la noche hemos estado bre­gando, pero no hemos pescado nada; sin embargo, en vir­tud de tu palabra, echaré las redes. 6 Lo hicieron así, y

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recogieron tan grande cantidad de peces, que las redes es­taban a punto de romperse. 7 Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran a ayudarlos; acudieron y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.

Jesús dirige una palabra imperiosa a Simón. La orden lo destaca de las muchedumbres del pueblo, incluso de los que están con él en la barca. Le da la preferencia y lo distingue entre todos. Las largas redes (de 400 a 500 me­tros) formadas por un sistema de tres redes, han de arro­jarse al lago, allí donde hay profundidad. Para ello hacen falta por lo menos cuatro hombres. La orden representa una prueba para la fe de Pedro. Según cálculos humanos basados en una larga experiencia de los pescadores, es inútil echar ahora las redes. Si no se ha capturado nada durante la noche, que es el tiempo de la pesca, ahora — por la mañana — se pescará mucho menos. La elec­ción y la vocación exigen fe, aunque no se comprenda, exigen «esperanza contra toda esperanza» (Rom 4,18). Así creyó y esperó María, así también Abraham 47.

Simón reconoce que la palabra de Jesús ordena con autoridad y que es capaz de realizar lo que no se puede lograr con fuerzas humanas. Maestro, en virtud de tu pa­labra... La interpelación «Maestro» es característica del Evangelio de Lucas. Con ella se reproduce el título de doctor o de rabí. Con ello quería evidentemente indicar Lucas que Jesús enseña con autoridad y con fuerza im­perativa.

La fe en la palabra imperiosa del Maestro no se ve frustrada. Las redes estaban a punto de romperse debido al peso de los peces. Como Pedro no exige ningún signo,

47. Rom 4,18-21; Gén 15,5.

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recibe el signo que se amolda a su vida, a su inteligencia y a su vocación. Dios procede con él como con María. Así procede Dios con su pueblo. La salvación exige fe, pero Dios apoya la fe con sus signos.

s Cuando Simón Pedro lo vio, se echó a los pies de Jesús, diciéndole: Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador. 9 Es que un enorme estupor se había apoderado de él y de los que con él estaban, ante la redada de peces que habían pescado. lüa Igualmente les sucedió a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que estaban asociados con Simón.

Simón ve en Jesús una manifestación (epifanía) de Dios 4B. Ha visto y vivido el milagro, el poder divino que actúa en Jesús. La manifestación de Dios suscita en él la conciencia de su condición de pecador, de su indignidad, el temor del Dios completamente otro, del Dios santo. La manifestación del Dios santo a Isaías remata en esta con­fesión del profeta: «¡Ay de mí, perdido soy!, pues siendo hombre de impuros labios..., he visto con mis ojos al Rey, Yahveh Sebaot» (Is 6,5). La admiración por Jesús atrae a Simón hacia él, la conciencia de su pecado le aleja de él. En la palabra «Señor» expresa la grandeza de aquel al que ha reconocido en su milagro.

Lucas no emplea ya sólo el nombre de Simón, sino que añade también el de Pedro. Simón Pedro: Simón, la roca. En esta hora en que Simón opta por creer en la pa­labra de Jesús, se sientan las bases para la promesa futura: 48

48. En la epifanía se hace Dios de repente visible o audible en el mundo, de modo que la persona que la experim enta puede responderle. De los mate­riales de tradición que utiliza Lucas para su Evangelio y para Jos Hechos elige descripciones de epifanías (por ejemplo: Le 3,21ss; A ct 5,1^; 12,17), porque sus destinatarios procedentes de la gentilidad eran especialmente sen­sibles a éstas.

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«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», como también para la vocación de Pedro, de fortalecer a los hermanos: «Tú, en cambio, confirma a tus hermanos» (22,32), y para la transmisión del cargo pastoral (Jn 21,15ss). Con la fe se prepara Pedro para ser roca.

El estupor y sobrecogimiento por la pesca inesperada se había apoderado no sólo de Pedro, sino también de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Lucas se fija sólo en estos tres, aunque seguramente había también un cuar­to para manejar la red. Simón, Santiago y Juan son los tres apóstoles preferidos, los testigos de las íntimas reve­laciones de Jesús, de la resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración y de la agonía en el huerto de los Olivos. Santiago y Juan estaban ya unidos con Simón en el oficio de la pesca, eran sus asociados y colegas. Sobre la vieja comunidad edifica Jesús una nueva.

10b Pero Jesús dijo a Simón: No tengas miedo. Desde ahora serás pescador de hombres. 11 Y cuando atracaron las barcas a la orilla, dejándolo todo, le siguieron.

Jesús quita el temor a Pedro y le da su encargo. Lo mismo sucedió cuando el ángel transmitió a María el en­cargo de Dios. El temor reverencial del Dios santo es fun­damento de la vocación, en la que Dios quiere mostrarse el Santo y el Grande.

Así como Pedro hasta ahora había cogido en la red peces del lago, en adelante pescará hombres para el reino de Dios. Los encerrará como con una llave. ¿Se insinúan aquí las palabras acerca de la llave del reino de los cielos, que un día recibirá Pedro? La palabra promete, llama y va acompañada de poderes.

El llamamiento de Jesús obra con autoridad. Jesús llama a los que quiere y los constituye en lo que él quiere.

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Así procedió Dios también con los profetas. Simón, jun­tamente con Santiago y Juan arrastraron las barcas a la orilla y abandonaron el oficio de pescador; lo dejaron todo: barca, redes, padre, casa. La vida comienza a adquirir nuevo contenido. Siguieron a Jesús como discípulos, como los discípulos de los rabinos seguían a su maestro para apropiarse su palabra, su doctrina y sq forma de vida. Lo que desde ahora llena su vida es Jesús, el reino de Dios, la pesca de hombres. Simón vivió en Jesús la epifanía de Dios, se reconoció pecador y recibió la vocación para la obra salvadora. El tiempo de salvación ha comenzado: conocimiento de la salvación mediante el perdón de los pecados (1,77). La soberanía de Dios se revela en la aco­gida de los pecadores.

El comienzo de la actividad en Galilea está consagra­do a Simón Pedro. Jesús se ha visto repudiado por la ciu­dad de sus padres, pero en los límites de la tierra de Gali­lea lo acoge Pedro y se le adhiere. La expulsión del demonio en la sinagoga, la curación de la suegra, los nume­rosos milagros al atardecer delante de su casa tienen remate y coronamiento en la pesca milagrosa. Los lugares de su vida pasada, en los que había orado, había vivido con su familia, había trabajado, son ahora, mediante los hechos salvíficos de Dios, liberados de su miseria, dé la influencia del diablo, de la enfermedad y de la pena, del fracaso. Ahora se ve Pedro segregado de todo lo anterior y en adelante será pescador de hombres para el reino de * Dios, al servicio de Jesús y de su palabra poderosa.

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2. O bras de poder (5,12-5,39).

a) Curación del leproso (5,12-16).

12 Estaba él en una ciudad y había allí un hombre cubierto de lepra. Al ver éste a Jesús, se postró ante él y le suplicó: Señor, si quieres, puedes dejarme limpio. 13 Y extendiendo él la mano, lo tocó, diciéndole: Quiero, queda limpio. E inmediatamente la lepra desapareció de él.

Jesús actúa en una de las ciudades que visita en su viaje de misión (4,44). El leproso se le presenta en una ciudad. Los leprosos no debían acercarse a las ciudades. «El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus ves­tiduras, desnuda la cabeza, y cubrirá su barba, e irá cla­mando: ¡Inmundo, Inmundo! Todo el tiempo que le dure la lepra será inmundo. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev 13,45s). Estaba cubierto de lepra: así lo hace constar Lucas, el médico. La lepra era incurable. El que se veía atacado por la en­fermedad, era tenido por muerto.

El pobre hombre, en medio de su aflicción, no se cuida de la ley, del ostracismo a que está condenado ni de la amarga experiencia de la incurabilidad. El poder de Jesús significa para él más que la ley y que la muerte. Postrándose confiesa su miseria, con su súplica expresa su confianza. Hace su profesión de fe: cree que en Jesús actúa la fuerza de Dios. Puedes dejarme limpio. Implora la compasión de Jesús: Si quieres... Jesús es la esperan­za de su vida. De su voluntad depende su existencia: en comunión con Dios, con los hombres, en la vida...

Jesús obra con compasión. Extiende la mano y lo toca, con lo cual pasa por encima de la ley, pero practica la

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misericordia. Tocándolo lo introduce en su comunión, en la comunión con los hombres, en la comunión con Dios. Se apropia las palabras de la súplica y se identifica con la solicitud del leproso. Su voluntad lo limpia de la lepra y con ello lo restituye a la comunión con Dios y al culto.

Por la palabra de Jesús queda limpio el leproso y es declarado tal. Jesús posee el poder del profeta Eliseo, que curó al leproso Naamán; posee también la autoridad de los sacerdotes de Israel que declaran limpios a los le­prosos. Jesús les es superior, puesto que su sola palabra limpia y declara limpio.

14 Entonces le mandó que a nadie lo dijera, sino: Ve a presentarte al sacerdote y a ofrecer por tu purificación, según lo mandó Moisés, para que les sirva de testimonio. 15 Pero su fama se extendía cada día más, y numerosas multitudes acudían para oírlo y para ser curadas de sus enfermedades. 16 Él, sin embargo, se quedaba retirado en los desiertos y oraba.

Jesús no hace los milagros con fines lucrativos ni bus­cando la propia gloria. «Pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Act 10,38).

Según prescribía la ley, el leproso sanado debía pre­sentarse al sacerdote para ser declarado limpio (Lev 13,49) y ofrecer el sacrificio por la purificación (Lev 14,1-32). Jesús quiere que se cumpla la ley; él mismo era obediente a la ley. Los sacerdotes tenían que recibir un testimonio de que se había iniciado el tiempo de la salvación, puesto que el profeta había anunciado que el tiempo de la salud aportaría curación de las enfermedades49.

4'L 1í> 35.5 (cf.

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La fama de Jesús y de su acción salvífica se va exten­diendo cada vez más. Jesús prohibió hablar al leproso, lo cual no impidió que se propagara la noticia. La pala­bra lleva en sí una fuerza que la mueve a extenderse pro­gresivamente. Atrae a multitudes de pueblo cada vez ma­yores, que quieren participar de la palabra y de la obra salvadora de Jesús.

Jesús se retira a la soledad, a orar. Su acción procede de la comunión con su Padre en la oración. Jesús actúa porque Dios está con él (Act 10,38). Su comunión en la oración remite a una comunión más profunda.

b) Perdón de los pecados (5,17-26).

17 Un día, mientras él enseñaba, estaban allí sentados unos fariseos y doctores de la ley, que habían venido de todas las aldeas de Galilea y de Judea, y de Jerusalén. Y una fuerza del Señor le asistía para curar.

Enseñar y curar es actividad de Jesús que proviene de la fuerza de Dios. La fama de la enseñanza y de las cu­raciones se propagó por toda Palestina, llegando a todas y cada una de las aldeas; los fariseos y los doctores de la ley, que se hallan por todo el país, polemizan con él. An­tes de que Jesús en persona haga este camino: Galilea, Judea, Jerusalén, le ha precedido ya su fama. Ha alarma­do ya a los que al término de este camino lo condenarán. 18

18 Entonces unos hombres, que traían en una camilla a uno que estaba paralítico, trataban de introducirlo y po­nerlo delante de él. 19 Y no encontrando por dónde intro­ducirlo por causa de la multitud, subieron al terrado y, por entre las tejas, lo pusieron, con su camilla, allí en me-

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dio, delante de Jesús. 20 Cuando él vio la fe de aquellos hombres, dijo: Hombre, perdonados te son tus pecados.

Jesús ejerce su actividad en una casa. La multitud está tan apiñada, que no es posible pasar por la puerta para llegar a Jesús. Se descubre el terrado y por la abertura se introduce a un enfermo. Las casas de Palestina tenían un techo plano, un terrado que se podía perforar (Me 2,4). Lucas habla de tejas. Piensa en una casa griega.

Jesús está presente en su Iglesia como Señor que fue exaltado y vive como tal. Pero al mismo tiempo vive tam­bién en el recuerdo de la Iglesia la imagen del Jesús que vivió en la tierra. ¿Cómo podemos pensar al Cristo que vive cerca del Padre? ¿Cómo podemos imaginárnoslo? Desde luego, tal como vivía y obraba en la tierra. La ima­gen de Jesús se nos hace más accesible si él se nos pre­senta en un mundo que nosotros comprendemos, en el que nosotros vivimos: Lucas lo situó en el mundo griego...

Al paralítico le son perdonados los pecados. La pala­bra con que se declaraba el perdón lo causaba también, puesto que en Jesús obra la fuerza del Señor. Jesús le per­dona cuando ve su fe. Los hombres habían puesto toda su esperanza en Jesús; creían que su proximidad causaría 1?. curación del paralítico. Los particulares son incorpora­dos a la comunidad; la comunidad los sostiene. Se aguar­daba la curación del cuerpo, y se recibió la curación de los pecados. Según las ideas judías, la curación del cuerpo dependía de la purificación de la culpa. ¿Acaso pensaba Lucas en esto? Jesús cura todos los males del hombre. La enfermedad y los pecados. 21

21 Y los escribas y los fariseos comenzaron a pensar: Pero ¿quién es éste, que está diciendo blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios solo?

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Quien se arroga derechos de Dios, blasfema contra Dios. Sólo Dios tiene el derecho y el poder de perdonar los pecados. El pecado se comete contra Dios; así también sólo él puede perdonarlo. El razonamiento era correcto. ¿Pero no habrían debido también considerar si Dios no puede conferir este poder a aquel a quien ha de conferir todo poder?

¿Quién es éste? La pregunta encierra ya la negativa. Es una pregunta despectiva. Este Jesús no puede tener el poder de perdonar pecados. No se plantea la cuestión de la misión de Jesús, y ni siquiera se piensa en la posibili­dad de que Dios hubiera podido transmitir este poder a Jesús. La posición de los nazarenos reaparece en los fa­riseos y en los doctores de la ley. Sólo la fe en la misión divina puede reconocer a Jesús el poder de perdonar los pecados. La apariencia humana no debe ser obstáculo para esta fe.

22 Pero, conociendo Jesús los pensamientos de aquéllos, les respondió: ¿Qué es lo que estáis pensando en vues­tro corazón? 23 ¿Qué es más fácil decir: Perdonados te son tus pecados, o decir: Levántate y anda? 2iPues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados — dijo al paralítico—: Yo te ¡o mando; levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

Jesús tiene poder para perdonar los pecados. Dios le ha dado participación en su poder. Dios tiene el poder de conocer los corazones. Conoce las reflexiones de sus ad­versarios. Esto es poder divino. Tiene el poder de curar a los enfermos, que en este caso es lo más difícil, puesto que la curación puede comprobarse. El que puede lo más difícil, mejor podrá lo más fácil. Él tiene el poder de perdonar los pecados, porque es Hijo del hombre, al

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que Dios ha comunicado todo poder50. Jesús es profeta que tiene conocimiento de los corazones y poder para curar a los enfermos; pero es más que profeta, porque posee el poder de perdonar los pecados, porque es Hijo del hombre, al que se ha dado todo poder.

25 E inmediatamente se levantó delante de ellos, tomó el lecho en que había estado tendido y se marchó a su casa, glorificando a Dios. 26 Todos quedaron como fuera de sí y glorificaban a Dios, y llenos de temor exclamaban: ¡Hoy hemos visto cosas increíbles!

En las acciones del que ha sido curado se demuestra su alegría por la curación. Todo lo que hace va acompañado de la glorificación de Dios. La acción de Jesús se inspira siempre en la glorificación de su padre. «Yo te he glo­rificado sobre la tierra, llevando a término la obra que me habías encomendado que hiciera» (Jn 17,4).

Todos los testigos del milagro están impresionados hasta lo más hondo de su alma. Están fuera de sí, penetra­dos de temor, de asombro. También la emoción del alma suscita glorificación de Dios. Los grandes hechos de Dios en la historia de la salud van a parar en la glorificación de Dios. Dios se glorifica en ellos.

El día en que sucedió lo increíble, que rebasa todas las expectativas, aparece aquí como algo singular. ¿Qué día es este hoy? «Hoy ha experimentado la salvación todo el pueblo.» Hoy se ha realizado el pasaje de la Escritura relativo al salvador que está ungido con el Espíritu. Hoy ha sucedido algo increíble, inaudito. Se ha iniciado el tiempo de salvación. ¿Pero ve esto el pueblo?

50. Cf. Dan 7,13; Le 10,22.

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c) Vocación de un publicano (5,27-39).

27 Después de esto, salió y vio a un publicano, llamado Leví, en su despacho de cobrador de impuestos, y le dijo; Sígueme. 28 Y éste, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.

La narración de nuevos actos de poder vuelve a ce­rrarse con la vocación de un discípulo. Esta vez es el lla­mado un publicano. Éstos eran odiados por su trato con los gentiles, por su arbitrariedad y su codicia. Se los tenía por pecadores públicos, a los que se debía evitar. Sin em­bargo, Jesús llama para discípulo suyo a uno de esos pu­blícanos; lo llama a seguirle de su despacho, del ejercicio de su ocupación impura. Al paralítico pecador da Jesús la curación, al publicano pecador le da la vocación como discípulo. El pecado no es ya una barrera que se oponga a la salvación. El que aporta la salvación perdona los pe­cados a fin de que ésta pueda recibirse.

La mirada de Jesús y la palabra que llama son tan poderosas que el publicano abandona todo lo que posee, a lo que había servido hasta ahora y a lo que había su­cumbido, y se hace discípulo de Jesús. El cambio radical de vida es consecuencia del llamamiento de Jesús.

29 Entonces Leví le dio un gran banquete en su casa; y asistía gran número de publícanos y otros más, que esta­ban a la mesa con ellos. 29 30 Los fariseos y sus escribas mur­muraban y decían a los discípulos: ¿Por qué coméis ybebéis con los publícanos y pecadores? 31 32 Y Jesús les con­testó: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos;32 no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan.

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¿De qué espíritu deben estar penetrados los discípulos de Jesús? ¿Qué debe notarse en los apóstoles? ¿Qué en los cristianos que han percibido el llamamiento de Jesús? La mirada retrospectiva al tiempo de salvación que ocupa el punto medio de los tiempos, da a la Iglesia la orientación en su camino. En la divisoria entre la vida antigua y la nueva da Leví una gran recepción. El banquete se celebra en honor de Jesús. Están invitados Jesús, sus discípulos y los amigos de Leví: sus colegas y otros que tienen igual­mente trato con publícanos. En las conversaciones que se tienen durante el banquete se ve cómo se ha de entender la condición de discípulo de Jesús. Lucas gusta de presen­tar a Jesús como invitado en el banquete 51. En la litera­tura griega se designan como symposicm (conversación durante la comida) diálogos de profundo sentido. A Jesús se le sitúa en el mundo griego. Los Evangelios son histo­ria, pero a la vez historia «deshistoricizada». En ellos habla a su comunidad el Señor exaltado. A través de lo único e irrepetible que tiene lugar en el tiempo reconoce la Iglesia lo que tiene vigencia para siempre y en todas partes.

Los fariseos y los escribas de espíritu farisaico mur­muran. Sentarse a la mesa con pecadores, con gentes nada honorables, con transgresores de la ley, es, a juicio de los fariseos, algo que viola el orden legal. Los fariseos, los íntegros querían conservar santo al pueblo apartándolo de todo lo que no es santo. Para esto les servía la rigurosa aplicación de las leyes de pureza. Lo que en la ley sólo obligaba a los sacerdotes en funciones, se extendió al pue­blo entero. La misma finalidad persiguen los fariseos man­teniéndose alejados de los pecadores públicos. Jesús sigue un camino diferente: no la exclusión y el alejamiento,

51. Le 7,36ss; 13,38ss; 14,lss; 19 ,lss; 24,29ss.

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sino la curación de lo que es pecaminoso. Por esto es nece­sario el trato en común con los pecadores. Jesús no exclu­ye de la salvación a los pecadores, sino que va en su bus­ca, no les impide que reciban la salvación, sino que se la ofrece y trata de ganarlos.

Jesús sigue el método del médico. Si un médico quisie­ra ocuparse de los sanos y apartarse de los enfermos, en­tonces no habría entendido su profesión. Lo mismo puede decirse de Jesús. Su misión es la de salvar, la curación de las dolencias del cuerpo, pero todavía más la salud me­diante el perdón de los pecados. El tiempo de la salud es el tiempo de la misericordia con todos los pobres, los que están lastimados y abatidos. Ahora bien, el presu­puesto para salvarse es la conversión. Jesús vino a llamar los pecadores a conversión.

La santificación de los discípulos no consiste en que se aparten de los pecadores, sino en ofrecer la salvación a todos, sean justos o pecadores, no en la preocupación llena de inquietud por la propia salvación, sino en el amor que se atreve a todo.

La murmuración de los fariseos somete a crítica huma­na la acción de Dios en Jesús. Sus adversarios estiman el proceder de Jesús conforme a sus propios criterios. Desconocen que Jesús ha sido enviado por Dios, que ha venido a buscar y llamar a los pecadores, no a los justos. Sólo la fe en que Dios habla y obra en Jesús puede supri­mir el escándalo. Porque Jesús obra en forma nueva, in­creíblemente paradójica. Los fariseos no pueden compren­derlo, porqué no reconocen que con él se ha iniciado el tiempo de salvación. 33

33 Entonces le dijeron: Los discípulos de Juan ayunan con frecuencia y hacen oración; igualmente también los de los fariseos. Pero los tuyos se lo pasan comiendo y

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bebiendo. 34 Entonces Jesús les respondió: ¿Acaso podéis obligar a que ayunen los invitados a bodas mientras el es­poso está con ellos? 35 Tiempo llegará en que les será arrebatado el esposo, y entonces, en aquellos días, ayunarán.

Jesús y sus discípulos toman parte en banquetes. Los fariseos y los escribas ejercen crítica. Ésta va en primer lugar contra los discípulos, pero en último término contra Jesús mismo. Los que se sienten responsables de la santi­dad del pueblo, Juan Bautista y los fariseos, ayunan con frecuencia y hacen oración. Estas dos cosas van de la mano. Los días de fiesta son días de oración; en efecto, el ayuno sirve de base a la oración. El ayuno empequeñece; Dios escucha a los menesterosos y a los pequeños. ¿Por qué no ayunan los discípulos de Jesús? ¿Por qué no se atiene Jesús a nuevos ayunos y a nuevas oraciones?

Los fariseos desconocen la importancia de la hora que acaba de sonar. Aquí hay algo nuevo. Esto nuevo vive conforme a reglas nuevas. Estamos en tiempo de boda: no va a convertirse en tiempo de ayuno... A nadie se le ocurre obligar a ayunar a los invitados a bodas... El tiem­po de salvación que se ha iniciado, lo compara Jesús con tiempo de bodas y tiempo de alegría. Ha llegado el sus­pirado y apacible año del Señor. En este tiempo son más propios los banquetes que los ayunos.

Así pues, ¿no está en contradicción con este tiempo de alegría que ayunen los discípulos de Cristo y los cristia­nos? En aquellos días ayunarán. Los discípulos ayunan en memoria de la muerte del Señor. Cuando se les quite violentamente el esposo, entonces ayunarán en señal de luto. Cristo alude a su muerte violenta. En su calidad de Mesías es el esposo. En aquellos días ayunarán los discí­pulos, no sólo el día en que se les sea arrebatado Jesús, sino durante todo el tiempo en que ya no habite visible­

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mente entre ellos, en el tiempo que se extenderá desde la «elevación» de Jesús hasta su segunda manifestación. Este tiempo está marcado por la alegría, porque la salva­ción ha llegado ya. Pero al mismo tiempo está marcado por la tristeza, porque Jesús ya no está visiblemente pre­sente, sino que es esperado.

En el comportamiento de los adversarios se deja notar ya que Jesús será arrebatado con violencia a sus discípu­los. En un principio sus adversarios piensan desfavorable­mente de él, luego lo critican abiertamente porque — di­cen — está minando la devoción y la disciplina; en cuanto al futuro, aparece ya claro que Jesús será descartado con violencia. La repulsa comienza con pensamientos, luego pasa a las palabras para terminar en obras...

36 Les decía también una parábola: Nadie corta un tro­zo de un vestido nuevo para echar un remiendo en un vestido viejo: en tal caso, rompería el nuevo, y al viejo no le iría bien el remiendo sacado del nuevo. 37 Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; en tal caso, el vino nuevo reventaría los odres y se derramaría, y los odres se echarían a perder. 38 Hay que echar el vino nuevo en odres nuevos. 39 Y nadie que haya probado el vino viejo quiere e! nuevo; porque dice: El viejo es mejor.

¿Qué es lo que distingue a los discípulos de Jesús? Los fariseos y sus escribas pensaban que la renovación religiosa consistía en separarse rigurosamente de todo lo que es impuro, en nuevas prácticas religiosas: ayunos y oraciones. A las antiguas prácticas religiosas había que añadir otras nuevas. Jesús piensa de otra manera. Tales métodos no tienen valor. Esto se muestra gráficamente en la parábola del remiendo y del vino en los odres. De­ben renovarse las actitudes interiores, no sólo las prácti­

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cas religiosas externas. Lo nuevo que anuncia Jesús no consiste simplemente en verter o en echar un remiendo de algo nuevo en lo viejo. Los tiempos mesiánicos son algo nuevo, nunca oído son un nuevo nacimiento, presu­ponen en el hombre vuelta atrás, conversión, modificación total del modo de pensar. Por ello no puede tratarse sim­plemente de añadir a lo antiguo algunas prescripciones y prácticas nuevas.

Los judíos están acostumbrados a lo antiguo, Jesús trae algo nuevo. Nadie que haya probado el vino viejo quiere el nuevo. La palabra de Jesús encierra una cierta melancolía. Nada es tan difícil como la verdadera conver­sión, la transformación interior. Lo antiguo es más có­modo. Jesús exige desprendimiento de uno mismo. Los discípulos lo abandonaron todo: éste es el distintivo de la verdadera condición de discípulo. El publicano lo hizo. El banquete que se celebra es ciertamente cosa más gran­de que el ayuno de los fariseos. Es despedida de lo anti­guo y comienzo de lo absolutamente nuevo.

3. P a l a b r a d e a u t o r i d a d ( 6 ,1 -1 9 ) .

a) Arrancar espigas en sábado (6 ,1 -5 ) .

1 Un sábado iba él atravesando un campo de mieses, y sus discípulos arrancaban espigas y, desgranándolas en­tre las manos, se las comían. 1 Algunos fariseos les dijeron: ¿Por qué hacéis lo que no está permitido en sábado?

Los pobres podían coger espigas de los campos si te­nían hambre. «Si entras en la mies de tu prójimo, podrás coger unas espigas con la mano» (Dt 23,25). Las espigas se frotan y se desgranan con las manos, y luego se comen

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los granos que quedan. Algunos fariseos vieron esto y llamaron la atención a los discípulos. Según su interpre­tación de la ley, era esto infringir el reposo sabático. Coger espigas se contaba entre las faenas de la reco­lección, y éstas se incluían entre los veintinueve trabajos principales, que a su vez se subdividían en trabajos sub­alternos, todos los cuales infringían el reposo sabático. Si se trabaja en sábado inadvertidamente, entonces hay que advertir al transgresor que debe ofrecer un sacrificio de ex­piación. En cambio, si el reposo sabático se infringe, pese a la presencia de testigos y a aviso previo, entonces la trans­gresión se paga con lapidación. En nuestro caso se dirige el aviso inmediatamente a los discípulos, pero en realidad se aplica a Jesús.

3 Entonces Jesús les respondió: ¿Es que ni siquiera ha­béis leído lo que hizo David, cuando tuvo hambre él y los que estaban con él: 4 que entró en la casa de Dios y, to­mando los panes ojrecidos a Dios, los que sólo a los sacer­dotes es lícito comer, comió de ellos y los repartió también entre sus compañeros?

La tradición de los conflictos sabáticos tenía la máxima importancia para las comunidades cristianas que comenza­ban a celebrar el domingo como día de descanso en lugar del sábado. Esta transformación se había consumado ya cuando san Lucas escribía su Evangelio. Para él eran im­portantes los motivos en que se fundaba la nueva idea de la ley del sábado. Estos motivos muestran la autoridad de Jesús que con su palabra proclama la voluntad de Dios,

Jesús conoce el método dialéctico de las disputas en las escuelas judías y responde con una contrapregunta. Al hacerlo se remite a la Escritura (ISam 21,1-7), autoridad reconocida y suprema. Los panes «de la proposición», los

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panes ofrecidos a Dios, eran en número de doce y perma­necían durante una semana sobre una mesa en el santuario del templo como oferta presentada a Dios. Nadie podía comerlos fuera de los sacerdotes, una vez terminada la se­mana. Sin embargo, David y sus compañeros los comieron una vez que tenían hambre y no había otro pan a su alcance. Con todo, nadie reprochó esto a David, ni el sacerdote Abimelec, que dio el pan a David, ni los escribas y doctores de la ley. Por consiguiente, la necesidad excusa la transgre­sión de la ley. Los discípulos no violan, por tanto, la ley al frotar y desgranar espigas el sábado porque tienen ham­bre. En la interpretación de la ley no se ha de atender sólo a la letra de la ley, sino a la voluntad de Dios. Ahora bien, Dios no dio la ley del culto para afligir a los hombres. La compasión con los hombres le importa más que la obser­vancia de la ley cultual. El sábado no ha de impedir que se preste ayuda al necesitado. Dios quiere misericordia, no sacrificios (Mt 12,5-7).

5 Y añadió: Señor del sábado es el Hijo del hombre.

Jesús, en su calidad de Hijo del hombre, al que ha sido dado por Dios todo poder, tiene también el poder de dis­poner del reposo sabático y de su interpretación. Interviene en la esfera más sagrada de Dios, en el derecho de Dios a perdonar pecados, en el reposo sabático, que es figura del descanso de Dios después de la creación (Gén 2,2s), en el ámbito de su glorificación, en el culto divino... Hace uso de su autoridad para librar a los hombres de su aflicción. Dios deja que por medio de Jesús se intervenga en su esfera más sagrada, porque se ha iniciado el tiempo de salvación, que es tiempo de misericordia para los hombres. «En la tierra paz entre los hombres, objeto de su amor.»

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b) Curación en sábado (6,6-11).

6 Otro sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre cuya mano derecha estaba seca. 7 Los escribas y los fariseos lo espiaban para ver si lo cu­raba en sábado y encontrar de qué acusarlo.

Lucas procura dar datos exactos: era otro sábado; Jesús enseñaba en la sinagoga: la mano derecha estaba seca; los que lo observaban eran los fariseos y los escribas. Jesús actúa en una hora única en la historia de la salva­ción, en tiempo y lugar determinados, en circunstancias concretas. La mirada retrospectiva al punto medio de la historia de la salvación es decisiva para la vida cristiana. La vida de Jesús y su palabra histórica ordenan la vida y el tiempo de la Iglesia hasta su segunda manifestación.

La interpretación farisea de la ley sólo permitía curar en sábado cuando había peligro inminente de muerte. La mano seca no representa un peligro inminente de muerte. ¿Qué hará Jesús al ver la aflicción de este hombre? Sus adversarios intensifican la hostilidad del comportamiento. En el primer conflicto sabático observan sólo como casual­mente que los discípulos infringen la ley, ahora espían a Jesús para ver si pueden cogerle en infracción para llevarlo ante los tribunales. ¿Qué decisión tomará Jesús en esta situación en que se ve amenazado?

8 Pero él, que les conocía los pensamientos, dijo al hom­bre que tenía la mano seca: Levántate y ponte ahí en medio, y éste se levantó y se puso allí.

El enfermo está ahora en medio de ellos, como un acu­sado ante el tribunal, en espera de sentencia de absolución

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o de condenación. Aquí aparecerá un nuevo principio de interpretación de la ley: lo que ha de decidir no es ya la ley, sino el hombre afectado por la ley. Se sitúa en el centro al hombre, no la letra de la ley. En la cuestión del sábado se trata del hombre, de su salvación o de su ruina.

9 Entonces tes dijo Jesús: Yo os voy a preguntar: ¿Es lícito en sábado hacer bien o hacer mal: salvar una vida o dejarla perder?

La cuestión se plantea en presencia del hombre que está en medio de todos con su dolencia y su ansia de curación. El caso particular es subordinado a una cuestión de prin­cipio: ¿Es lícito en sábado hacer bien o es necesario hacer mal? La omisión del bien es un mal.

¿Quién querrá decir que la ley del sábado prohíba que se haga el bien y exija que se haga el mal? El sábado es para los judíos, no sólo día de reposo, sino también día destinado a hacer bien y día de alegría. La comida de día de fiesta, el estudio de la ley y la práctica del bien lo convierten en día de fiesta y de alegría. Para viajeros nece­sitados había que tener comida preparada. ¿Habría que olvidar todo esto? Jesús vuelve a restablecer el verdadero sentido del sábado. Ha de ser un día en el que se disfrute y se proporcione alegría a los demás. Se realiza el sentido del sábado haciendo bien a personas que sufren, usando mi­sericordia. «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6).

Jesús sitúa a sus adversarios ante esta alternativa: ¿Se ha de salvar una vida en sábado, o se ha de dejar que se pierda? El texto griego no habla de la vida, sino del alma, que es vida y algo más: vida consciente. El hombre que está en medio quiere vivir, vivir sano, no sólo vegetar, quiere sentir gozo de vivir. ¿Es esto posible a un hombre que tiene seca la mano derecha, que no puede trabajar y

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tiene que vivir de la ayuda ajena? El reposo sabático se explica por la comparación con el reposo de Dios una vez terminada la obra de la creación: «Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yahveh, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno» (Éx 20,8ss). Pero el descanso de Dios no consiste en no hacer nada, sino en vivir la obra, en gozar de ella. «Dios se gozó en su obra» (Sal 104,31). El sábado es día en que se vive la vida, en que se goza de la obra, día de glorificación de Dios. ¿No se ha de restablecer mediante la curación este sentido más profundo del sábado? ¿En vez de la vida ha­bría que elegir la ruina?

10 Y mirando en derredor a todos ellos, dijo al hombre: Extiende tu mano. Él lo hizo, y la mano se le quedó sana. 11 Pero ellos, llenos de furia, discutían entre sí qué podrían hacer contra Jesús.

La mirada de Jesús gira en su derredor. Alcanza a todos y a cada uno. N i uno siquiera responde. No querían reconocer su error y su sinrazón ni podían sustraerse a la sabiduría de Jesús. La idea que tenían de Dios les dictaba la autoridad de la letra de la ley, mientras que Jesús pro­clamaba la voluntad de Dios. Jesús tiene una idea de Dios distinta de la suya. Su Dios es el Dios de la misericordia, el Dios que se acerca a los hombres; el Dios de ellos es el inaccesible, que está sencillamente por encima de los hom­bres. Se ha iniciado ya el apetecido y apacible año del Señor, y Dios visita a su pueblo por medio de Jesús.

La mano volvió a quedar sana. La restauración del uni­verso forma parte del cuadro de los tiempos mesiánicos. Lo que ahora comienza será llevado a perfección. «El cielo debe retener (a Jesús) hasta los tiempos de la restauración

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de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus san­tos profetas desde antiguo» (Act 3,21). Mediante la curación muestra Jesús que le está permitido restaurar el sentido del sábado según la mente de Dios, ya que él mismo aporta la restauración de todas las cosas. El sábado es figura del gran reposo sabático de Dios (Heb 4,8ss), que se iniciará cuando sean restauradas todas las cosas y todo haya alcanzado su acabada perfección.

El odio impide pensar y reflexionar con lucidez. Los adversarios, ciegos de furia, quieren impedir la acción de Jesús. Discuten entre sí qué pueden hacer para acabar con Jesús. ¿Quién puede levantarse contra el poder y la fuerza del espíritu de Dios? Los adversarios, por no creer, caen en ceguera.

c) Vocación de los doce (6,12-19).

12 Por aquellos días, salió él hacia el monte para orar y pasó la noche en oración ante Dios.

El relato de las obras de poder de Jesús se cierra de nuevo con un llamamiento. Los adversarios quieren acabar con Jesús. Sin embargo, su obra ha de perdurar. Él mismo se cuida en estos días de que no perezca su obra, para lo cual elige a los doce apóstoles. Prepara la gran hora con oración a Dios. Ora en el monte, separado de los hombres, solitario, cerca de Dios. Su oración se prolonga toda la noche. Las tinieblas cubren el mundo, todo desaparece ante la grandeza de Dios. Dios ocupa el centro de su oración. 13

13 Cuando se hizo de día, llamó junto a sí a sus discí­pulos y escogió de entre ellos a doce, a los cuales dio el nombre de apóstoles:...

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La oración lo ha unido con Dios. La voluntad de Dios es su voluntad. La elección con los apóstales la lleva a cabo conforme a la voluntad de Dios. Entre el grupo de dis­cípulos que le han seguido, elige a doce. El número de doce responde al número de los patriarcas del pueblo de la alianza del Antiguo Testamento. Aparece un nuevo pueblo de Dios.

Jesús los llama apóstoles, enviados. A ellos se les apli­ca el principio jurídico judío: El enviado de una persona es como ella misma (Jn 13,16). Los dice han de ser los re­presentantes jurídicos y personales de Jesús.

La organización de la primitiva Iglesia cristiana se re­monta a Jesús. Los miembros de la comunidad son los dis-

, cípulos. Sobre ellos están los doce. El primer cuadro de la Iglesia lo traza Lucas con las palabras siguientes: «Entra­ron (en Jerusalén) y subieron a la habitación donde solían parar Pedro y Juan (sigue la lista de los apóstoles)... Todos ellos perseveraban unánimes en la oración con algunas mu­jeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Act l,13s).

14 Simón, al que también llamó Pedro, Andrés, su her­mano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, 15 Mateo, Tomás, Santiago de Alfeo, Simón llamado el Zelota, 16 Judas de Santiago y Judas Iscariote, el que fue traidor.

Las listas de los apóstoles52 tienen rasgos comunes. Siempre va en cabeza Pedro, y Judas Iscariote, al fin. El primero, quinto y noveno lugar lo ocupan siempre los mis­mos nombres; Simón, Felipe y Santiago de Alfeo. Dentro de los grupos así formados se repiten siempre los mismos nombres, aunque en distinto orden. Parece ser que las listas

52. M t 10,2-4; Me 3.16-19; Act 1,13.

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quieren indicar cierta organización en el colegio apostó­lico; tres secciones, cada una de cuatro apóstoles.

La lista de Lucas está marcada por rasgos especiales. Pone en cabeza el grupo de los tres discípulos cuya elec­ción ha narrado antes (5,1-11). Presenta a Andrés como hermano de Simón (Mt 10,2). Al otro Simón se le da el apelativo de Zelota, seguramente porque pertenecía al par­tido de los Zelotas, que profesaban un fanático nacionalismo judío y querían establecer por la fuerza el reino de Dios. En el tercer grupo se designa a Santiago como hijo de Al­feo. A Judas Iscariote (el hombre de Cariot) se le llama traidor. Poco se nos dice de la procedencia, carácter y pre­cedentes de estos hombres. Lo más importante no son los datos biográficos, sino la elección y llamamiento por Jesús y su destino de ser los patriarcas del nuevo pueblo de Dios y los representantes de Jesús.

17 Cuando bajó con ellos, se detuvo en una explanada, donde había un grupomumeroso de discípulos suyos, y una gran, multitud de pueblo, de toda Judea y Jerusalén, y del litoral de Tiro y de Sidón, 18 los cuales habían llegado allí para oírlo y quedar sanos de sus enfermedades; igualmente los atormentados por espíritus impuros quedaban curados. K Todo el pueblo quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que daba la salud a todos.

Como Moisés, también Jesús baja del monte, de la co­munión con Dios, al pueblo. Dios está con él. En torno a Jesús están reunidos los apóstoles, los discípulos, el pueblo, tres círculos que se forman alrededor de Jesús. El centro lo forma Jesús, de él irradia fuerza, él está ungido con el Espíritu. Quien está en contacto con estos círculos, y por ellos con Jesús, recibe las bendiciones del tiempo de sal­vación.

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El territorio del que acuden a Jesús las muchedumbres abarca toda la tierra de Judea, con Jerusalén por capital, y la zona costera de Tiro y Sidón. Estas regiones no se de­signan como zonas de misión en los Hechos de los apóstoles. Las comunidades cristianas de estas regiones las hace re­montar Lucas a Jesús mismo. La noticia de la actividad de Jesús ha alcanzado ya a todo el país e influye más allá de los límites de Palestina.

En las profecías del Antiguo Testamento late la con­vicción de que Israel, Jerusalén y Sión son el soporte de la salud, al que todos los pueblos acuden para recibir ley e ins­trucción, luz y gloria de Dios. En Jesús se cumple la pro­mesa. Él está ahí, y de él dimana poder de curación y de instrucción. En torno a él se reúnen los padres del nuevo pueblo, provistos del poder y del espíritu de Cristo; en torno a ellos los discípulos, tocados y llamados por la pala­bra de Jesús, finalmente las muchedumbres, que son curadas y reciben la salud si lo tocan. El Espíritu que lo ha ungido opera en todos los que se reúnen en su derredor. Es la imagen de la Iglesia.

II. PROFETA PODEROSO EN OBRAS Y PALABRAS(6,20-8,3)

La impresión que dejó Jesús la expresan los dos discípulos que se encuentran con el Resucitado en el camino de Emaús: «Jesús Nazareno... un hombre que fue profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (24,19).

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1. L a n u e v a d o c t r in a (6,20-49).

También Lucas incorporó a su Evangelio, como Mateo, un discurso que se designa como sermón de la montaña 53. La redac­ción de Lucas contiene apenas la tercera parte de la redacción de Mateo; del análisis literario se desprende que la redacción de Lucas no es sólo un extracto del sermón de la montaña de Mateo. Ambas se remontan a una fuente común, ambos la pusieron al servicio de su presentación del Evangelio. Aunque Mateo refiere cuidadosamente las palabras del Maestro, sin embargo, asimila la palabra profética al discurso de un legislador. Lucas conservó más pura la proclamación profética de Jesús. El curso de las ideas es más sencillo en Lucas y presenta más cohesión. En gene­ral conserva la forma originaria y así nos ofrece un fragmento precioso de la más antigua tradición.

a) Bienaventuranzas y comunicaciones (6,20-26).

Jesús abarca a sus discípulos con su mirada. El discurso que va a dirigirles se aplica a los discípulos, a todos los que le siguen. Una hora solemne comienza, en la que se emite un anuncio pro- fético. La salud se anuncia a los pobres, las conminaciones van dirigidas a los ricos. Cada una de estas dos estrofas se cierra con

53. E n la composición de su sermón de !a m ontaña (M t 5,17-48) m uestra Mateo que la « justicia mayor» que se pide a los discípulos consiste esencial­mente en el amor, que halla su más acabada expresión en el amor de los enemigos. E n seis antítesis se hace resaltar la nueva predicación de Jesús frente a la ley del A ntiguo Testamento. Le no habla ya de diferencia entre la justicia causada por la ley y la justicia creada por C risto; al discípulo no se le dice ya que tiene que sobrepasar lo que se había dicho a los antiguos y que su cumplimiento de la voluntad de Dios ha de ser más elevado que la justicia de los fariseos. En la Iglesia emancipada de la ley judaica se pre­senta el precepto del amor de Jesús como la ley de los discípulos sin más, sin la menor polémica contra la ley del A ntiguo Testamento. L a pieza p rin ­cipal del sermón de la m ontaña en Le habla sólo del amor. Ahora bien, el precepto del amor se presenta como am or de jos enemigos. E n esto se distingue la esencia del amor, tal como lo entiende Jesús. Es posible que en esto quedara todavía algún resto de la polémica; en efecto, en M t se form ula el imperativo del am or a los enemigos como antítesis frente a la frase : «H abéis oído que se d ijo : A m arás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (M t 5,43).

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una bienaventuranza, que se aplica a los discípulos, o una con­minación.

20 Y él, levantando los ojos hacia sus discípulos decía: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. 21 Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.

Los pobres, los hambrientos y los que lloran son los mismos: los pobres y los que sufren necesidad, que en la tierra son tenidos por los últimos. En efecto, el que es pobre no tiene nada con que saciar su hambre; el que es pobre, es impotente y ve cómo se halla indefenso y sin protección. Los pobres, los hambrientos y los que lloran, de quienes habla Jesús, no poseen bienes materiales y su­fren miseria, pero esperan en Dios, confían a Dios su mi­seria y la reciben como la suerte que les es asignada por Dios.

Jesús les levanta los ánimos y les da su palabra de consuelo. Israel ha experimentado en su historia que Dios toma bajo su protección a los oprimidos y a los pobres, si ellos ponen en él su esperanza. En el tiempo de la opre­sión en Egipto y en la cautividad de Babilonia era Israel pobre y oprimido, y Dios se encargó de su pueblo. «Yahveh ha consolado a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Is 49,13). Dios vuelve los ojos precisamente a los que son pobres y miserables. «Inclina, Yahveh, tus oídos y óyeme, porque estoy afligido y soy un menesteroso» (Sal 86,1). Este proceder de Dios continúa también en el tiempo de salvación anunciado por Jesús. A los pobres se anuncia y se trae la buena nueva (4,18).

Pobreza, hambre, lágrimas por la miseria es un estado agobiante, sin embargo, Jesús llama bienaventurados a

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los pobres: Bienaventurados vosotros. Los felicita, y con toda seriedad. En efecto, Dios les da lo más grande que él mismo ha prometido y que conoce la historia de la sal­vación: el reino de Dios. Cuando Dios tome posesión de su reino, todo estará en orden. Entonces serán saciados los hambrientos, no con manjares de la tierra, sino con una comida que aventajará a toda comida de la tierra. «Se­rán saciados con la contemplación de su gloria» (Sal 17,15). Los que lloran reirán, pues Dios consolará a todos los afligidos (Is 61,2). «Cuando restaure Yahveh la suerte de Sión, estaremos como quien sueña. Se llenará entonces de risas nuestra boca y de alegres cantares nuestra lengua. Dirán entonces las gentes: ¡Magníficamente ha obrado con estos Yahveh! ...Los que en llanto siembran, en júbilo cosechan» (Sal 126,1-6).

El reino de Dios se promete a los pobres, porque los pobres están abiertos a Dios, han puesto su esperanza en la hora en que Dios tomará posesión de su reino, porque pueden dirigir libremente la mirada a Dios, ya que no han sucumbido a la ilusión de los que piensan que con la propiedad y el bienestar todo está asegurado.

22 Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien y cuando os excluyan, os insulten y proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del hombre. 23 Alegraos en aquel día y saltad de gozo; porque mirad: vuestra recompensa será grande en el cielo. Porque de ¡a misma manera trataban los padres de ellos a los profetas.

La cuarta bienavénturanza va dirigida a los discípulos perseguidos. La comunidad de los discípulos se considera, al igual que Israel, como la comunidad de los pobres, es un pequeño rebaño (12,32), impotente, expuesto a la con­tradicción y a la persecución. Los discípulos confiesan que

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NT, Le I, 12

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Jesús es el Hijo del hombre, al que Dios ha dado todo po­der : el de perdonar los pecados, el de interpretar en forma nueva el reposo sabático contra la interpretación de los fariseos. Todo esto acarrea odio, exclusión de la comuni­dad de la sinagoga, ultrajes, ser borrados de la lista de la sinagoga (excomunión)... Odio, persecución, exclusión, muerte como un criminal: todo esto recae sobre Jesús, y por Jesús lo sufren también todos sus discípulos.

¿Es motivo de tristeza esta suerte de los discípulos? No. También a estos pobres, a estos que tienen hambre y llo­ran les grita Jesús: ¡Bienaventurados vosotros! Alegraos y saltad de gozo. Tal suerte de los discípulos es motivo de alegría. Vuestra recompensa es grande en el cielo. Al discípulo de Jesús, que experimenta la pobreza de los perseguidos, se le dará el reino de Dios con todos sus bienes.

El reino de Dios es un presente que depende de la libre disposición de Dios, es gracia. Pero es también gran recompensa. Dios pone condiciones para la admisión en su reino: fe en Jesús, adhesión a él, perseverancia y firme­za en la persecución, aceptación de la suerte que acom­paña a la condición de discípulo. Sólo el que cumpla estas condiciones será agraciado por Dios con su reino.

Los discípulos siguen las huellas de los profetas. Co­mo estos fueron perseguidos — porque como boca de Dios pronunciaban su palabra y la realizaban en la vida—, aunque también tienen participación en el reino de Dios (13,28), así también sufrirán persecución los discípulos. Si los discípulos que siguen a Jesús lo representan y son como su boca, son comparados con los profetas, entonces ¿quién es Jesús? 24

24 En cambio: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! 25 ¡Ay de vosotros, los que ahora

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estáis repletos, porque habéis de tener hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque habéis de gemir y llorar!

Al anuncio de la salud, a las bienaventuranzas, siguen las comunicaciones. Jesús echa mano de la proclamación profética (Is 5,8-23). Las conminaciones no son todavía condenación definitiva, del tiempo final, sino un aviso que quiere poner en guardia y llamar a la conversión y a la reflexión.

Los ricos, los que están repletos y los que ríen, son los que poseen los bienes de la tierra y pueden disfrutar de ellos. El que es rico puede saciar su hambre, tiene lo que desea con avidez, puede reír y estar alegre. Es que nada le falta. Sin embargo, Jesús les dirige la conmina­ción ¡Ay de vosotros! Ante Jesús y su palabra, todas las cosas se invierten. El rico está en peligro por el hecho de ser rico. Cae en un estado de seguridad falaz y no bus­ca el apoyo de su vida donde verdaderamente está, en Dios, sino donde no está, en la posesión de bienes de la tierra. «Guardaos muy bien de toda avidez: pues no por estar uno en la abundancia depende su vida de los bienes que posee» (12,15). Los pobres están abiertos a la buena nueva, al Evangelio del reino de Dios y hallan la salva­ción. Los ricos están sordos, cerrados a Dios y se encami­nan a la ruina; porque, ¿qué es lo que les falta?

Los ricos no tienen nada más que esperar, puesto que ya se les ha pagado y liquidado lo que proporciona el reino de Dios: tienen consuelo, están repletos y ríen, porque sus deseos están satisfechos. Los pobres carecen de con­suelo, tienen hambre y lloran; a ellos se les dará la recom­pensa cuando venga el reino de Dios. La cuenta entre Dios y los ricos está saldada, la cuenta entre Dios y los pobres está todavía abierta.

Abraham dice el rico epulón: «Hijo, acuérdate de que

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ya recibiste tus bienes en vida, mientras Lázaro, en cam­bio, los males; ahora, pues, él tiene aquí el consuelo, mien­tras tú el tormento» (16,25). El ahora de la existencia presente se acerca a su fin; lo decisivo es lo que ha de venir, lo que Dios trae con poder y se inicia ya en la pro­clamación de Jesús. El ahora es fugaz e insignificante, el después es la magnitud que todo lo sobrepasa. ¿De qué aprovechará ser ricos cuando sobrevenga esta inversión de todas las cosas? La carta de Santiago explica la amo­nestación dirigida a los ricos: «Y ahora vosotros, los ri­cos, llorad a gritos por las calamidades que os van a sobrevenir. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vesti­dos, consumidos por la polilla. Vuestro oro y vuestra plata, enmohecidos, y su moho servirá de testimonio contra vos­otros, y como fuego consumirá vuestras carnes. Habéis atesorado para los días últimos. Mirad: el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, y que les habéis escamoteado, está clamando, y los clamores de los sega­dores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis disfrutado en la tierra, os habéis entregado al placer; habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza» (Sant 5,1-5).

26 ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vos­otros! Porque de la misma manera trataban los padres de ellos a los falsos profetas.

El último «¡ay!» se aplica de nuevo a los discípulos, pero a los discípulos que escapan a la persecución y son acogidos por los hombres con hermosas palabras, con pa­labras de reconocimiento y de halago. Estos discípulos son ricos, no con riquezas y posesiones materiales, sino ricos de espíritu. Están asegurados humanamente, no están en pe­ligro de perder la honra, el bienestar, la vida. Están, en

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cambio, en peligro de no poder ya, en cada momento, esperar de Dios su existencia. Tales discípulos están ame­nazados como los ricos.

Los verdaderos discípulos caminan sobre las huellas de los profetas y están expuestos al repudio y a la perse­cución por parte de los hombres. Los discípulos que no experimentan contradicción alguna tienen que ponerse en guardia. Están en peligro de seguir los pasos de los falsos profetas, que no suscitaban contradicción, que decían pa­labras halagüeñas y dejaban a los hombres en paz sin mencionarles el Santo de Israel54. ¿Pero cómo acabaron los falsos profetas?

Aunque uno sea discípulo, aunque crea y aunque viva en la Iglesia, debe tomar como llamadas dirigidas a él mismo las bienaventuranzas y las conminaciones, debe preguntarse si teme el «¡ay!» porque es de los que poseen, si oye con satisfacción el «bienaventurados» porque no posee, y debe constantemente efectuar la inversión que expresan estas breves exclamaciones. Son inversión de todos los valores, derrumbamiento de todas las fortalezas que el hombre se construye, «ocaso de los dioses», de todos los poderes en que confiamos y en que nos apoya­mos. Las bienaventuranzas y los ayes conminatorios abren de un empujón la puerta del reino de Dios, en el que se halla lo que no pueden proporcionar los bienes del mundo y que sólo Dios dará cuando se posesione de su reino.

b) Amor a los enemigos (6,27-26).

La pieza principal del sermón de la montaña habla únicamen­te del amor. Éste no paga el mal con mal, sino el mal con bien (6,27-31), no es amor que espera ser correspondido (6,32-34), sino que es benéfico, está pronto a perdonar y da con alegría (6,35-38).

54. Cf, I s 30,9ss; Jer 23,l7ss.

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27 Pero yo os digo a vosotros, los que me estáis escu­chando: Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian; 28 bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian.

Los ricos a quienes van dirigidos los ayes y las amo­nestaciones no están presentes. Jesús se dirige de nuevo a los discípulos que le escuchan. A éstos habla con auto­ridad: Yo os digo a vosotros. Su palabra es anuncio de Dios, él habla como quien tiene autoridad, no como los escribas y los fariseos (Mt 7,28).

Jesús redujo la ley al cumplimiento de la voluntad de Dios, al precepto del amor: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (10,27). El camino hacia el amor de Dios con todo el corazón ha quedado despejado con las bienaventu­ranzas y las conminaciones. Pero ahora se habla del amor al prójimo.

También el Antiguo Testamento conoce el precepto del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Jesús destaca este precepto de entre todos los demás y le da una importancia capital. Lo interpreta en forma nueva. El prójimo son todos, hasta los enemi­gos. De esta interpretación radical del amor del prójimo incluso como amor de los enemigos arranca en Lucas la ética del sermón de la montaña.

Por vuestros enemigos se entiende aquí los enemigos del grupo de los discípulos, los calumniadores, persegui­dores, enemigos de cada uno de los discípulos. En éstos se piensa en particular. Jesús exige amor. ¿Puede haber un precepto del amor? ¿Puede imponerse la simpatía, pue­den adquirirse sentimientos y afectos? El amor que pres­cribe Jesús consiste en hacer bien, en bendecir, en orar

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por los otros. Amor es vivir para otro, incluso para el que odia, maldice y maltrata.

El amor a los enemigos no consiste únicamente en per­donar el mal que se nos ha hecho. Aquí no se habla de perdonar; se da por supuesto. Los discípulos de Jesús hacen francamente todo lo que aprovecha al enemigo. El discípulo responde al odio con el bien, a la maldición con bendición, a los malos tratos con oración por el que mal­trata. El que ama al enemigo, haciéndole bien no sólo se pone a sí mismo a su servicio, sino también a Dios, del cual implora lo que él mismo no es capaz de hacer. En el discípulo no debe haber ningún rincón de su ser que no esté penetrado del amor a su enemigo: la acción exterior, los deseos y las palabras, el corazón, en el que tiene su asiento la oración.

I29 Al que te pegue en una mejilla, preséntale también

la otra, y a quien intenta quitarte el manto, no le impidas llevarse también la túnica. 30 Dale a todo el que te pida, y no reclames nada de quien intenta quitarte lo tuyo.

El amor al prójimo se hace difícil. Nosotros nos rebe­lamos contra la injusticia, queremos tomar venganza cuan­do se nos hace alguna injusticia, queremos tener a raya el mal pagando en la misma moneda: Como tú a mí, yo a ti, «ojo por ojo, y diente por diente» (cf. Mt 5,38). Jesús exige que no se responda al mal con mal, sino que no se oponga resistencia al mal y se venza el mal con el bien. Estos principios se aplican al mal que se nos hace en la persona: al que te pegue en una mejilla..., y también a los perjuicios que se nos ocasionan en los bienes: a quien intenta quitarte el manto...

La generosidad del discípulo de Jesús no ha de cono­cer límites: Dale a todo el que te pida, sin consideración

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de nacionalidad, de comunidad de creencias, de posición personal, de dignidad : no te canses de dar. Jesús va toda­vía más lejos: No se ha de reclamar la propiedad que se nos quita con astucia y violencia. Quien sufre tales daños no ha de defenderse, no ha de tratar de recobrar lo pro­pio. ¿Ha de convertirse la injusticia en derecho?

¿Podemos oir con calma esta exigencia de Jesús? ¿No se rebela algo en nuestro interior? ¿No se suscita en nos­otros la resistencia porque la cosa nos inquieta? ¿No se sacrifica la personalidad con sus derechos? ¿No se abren de par en par las puertas a la irrupción del mal? ¿No se deja el campo libre al desarrollo de los bajos instintos de los hombres malvados?

Los ejemplos de Jesús nos suenan como algo tan sor­prendente, tan paradójico, tan chocante, porque los hom­bres se atienen en sus relaciones a normas completamente diferentes. Ponen de manifiesto cuán contrario a Dios es el comportamiento del hombre cuando el reino de Dios ño se ha posesionado de él y lo ha transformado. Nos­otros creemos que el mal se desarraiga si le oponemos re­sistencia, si pagamos mal con mal. Jesús, en cambio, anun­cia que el mal se vence con el bien; él trae el reino de Dios, y con la suma de todo el bien que en él se despliega se logra el triunfo del bien sobre el mal.

La manera como se expresa Jesús es gráfica, está llevada al extremo; es que quiere suscitar en nosotros inquietud, despertarnos, espolearnos, transformarnos. Los ejemplos son meros ejemplos: lo que importa es el compor­tamiento a que nos invita. No da lecciones acerca de de­beres morales en las que se analicen todas las condicio­nes y todos los reparos, todo «sí» y todo «pero». Con su palabra no quiere promulgar un nuevo código compuesto de cuatro artículos: Primero: Al que te pegue en tu mejilla... Segundo: A quien intente quitarte el manto...,

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etcétera. Esto sería desconocer el sentido de las palabras de Jesús. Los ejemplos son realizaciones ejemplares de un comportamiento. Lo que él quiere es este comportamiento, quiere que el discípulo trate de realizarlo y de ponerlo en práctica en las múltiples circunstancias de la vida.

31 Y de la misma manera que queréis que os traten los hombres, tratadlos también vosotros a ellos.

¿Cómo se ha de poner en práctica el amor de los ene­migos, qué debo hacer a mi prójimo? ¿Y también a mi enemigo? Maestros de sabiduría y maestros de la ley entre los judíos y entre los paganos formularon sobre este parti­cular la regla áurea. El viejo Tobías da a su hijo esta instrucción: «Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie» (Tob 4,15). El doctor judío Hilel se expresa en términos parecidos: «Lo que no te agrada a ti, no lo ha­gas a tu prójimo; esto es toda la ley, todo lo demás es explicación.» En la sabiduría griega se conocía esta re­gla desde muy antiguo. Los estoicos la expresaron en esta forma: «Lo que no quieras que te hagan a ti, no lo hagas tú a nadie.» El hombre lleva constantemente consigo el código y la pauta de su comportamiento con los semejan­tes. Lo que uno desea y lo que uno necesita le enseña lo que ha de hacer. Jesús enuncia en nueva forma esta regla áurea: De la misma manera que queréis que os traten los hombres, tratadlos también vosotros a ellos. Los otros dan como regla que no se ha de hacer al prójimo nada que sea desagradable; Jesús da como regla que se ha de hacer el bien al prójimo, incluso al enemigo. Ahí está la gran diferencia: no sólo no hacer mal, sino hacer bien. El discípulo de Jesús no se ha de contentar con no hacer mal, sino que ha de hacer bien, todo el bien que él mismo desea para sí. El amor de nosotros mismos se hace ley y

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medida de nuestro amor al prójimo, amor que debe estar pronto a amar incluso al enemigo. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»

32 Y si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tenéis? Porque también los pecadores aman a quienes los aman. 33 Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. 34 Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis cobrar, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores, pa­ra recibir de ellos lo correspondiente.

Los discípulos de Jesús deben cumplir la voluntad de Dios más radicalmente que todos los demás. No deben llevar ya una vida como la que llevan los pecadores. Son sal de la tierra, luz, ciudad sobre la montaña (Mt 5,13ss).

Su amor no debe por tanto ser únicamente un amor que espera ser correspondido. Si sólo amaran a aquellos de quienes reciben muestras de amor, no harían ventaja a los pecadores. Deben amar incluso cuando no se ven compensados y correspondidos por los hombres. Deben amar porque tal es la voluntad de Dios. «Cuando vayas a dar una limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa» (Mt 6,3s).

El amor se manifiesta haciendo bien, prestando... Don­de surge una necesidad, allí está el que ama. El amor que exige Cristo es amor de obras: «Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad» (lJn 3,18). El amor puede ser un precepto, porque es amor de obras. Puede desarrollarse en aquel que se mantiene abier­to al otro y a su necesidad. Quien piensa en el otro, tie­ne fuerza para amar.

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Jesús promete recompensa al amor. ¿Qué gracia te­néis? Dios reconoce las obras del hombre, da su gracia a aquel cuyas obras le son agradables.

35 Vosotros, en cambio, amad a vuestros enemigos, ha­ced el bien y prestad sin esperar nada. Entonces será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo; que él es bueno aun con los desagradecidos y malvados.

Sin esperar nada. Éste es el distintivo del amor de los discípulos. Ni reconocimiento por parte de los hombres, ni alabanza, ni compensación. El amor no es cálculo. Brota de lo más íntimo de uno y se desarrolla. Incluso cuando el discípulo da prestado, no da para volver a recibir, sino sólo por deseo de ayudar. Dado que en el amor a los ene­migos hay que renunciar a toda esperanza de correspon­dencia y de amor, por eso tal amor es el que mejor y más genuinamente representa el amor del discípulo de Jesús. Lo que mueve al discípulo a amar es sólo la voluntad de Dios, su reino, Jesús, el Maestro, y su palabra.

El discípulo que cumple el precepto de amar a los enemigos, recibe gran recompensa. Es llamado hijo del Altísimo. Este título recibió Jesús en la anunciación del ángel. «Éste será grande y será llamado Hijo del Altísi­mo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (1,32). El que cumple el precepto de amar a los enemigos, tiene participación en la filiación y en el reino de Jesús.

La filiación divina no es sólo una esperanza para el fin de los tiempos; se da ya cuando se vive el amor a los enemigos. Con el amor desinteresado, que no se contenta con corresponder al amor, el discípulo se hace semejante a Dios mismo, porque Dios es bueno aun con los desagra­decidos y malvados. Es hijo del Altísimo que con su amor infinito está por encima de toda la agitación de los hombres.

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Sed misericordiosos, como misericordioso es vues­tro Padre.

Es misericordioso quien se deja afectar por la miseria del hombre, el que está abierto a la necesidad ajena y presta ayuda donde halla a alguien oprimido por la carga.

Jesús anuncia que Dios es Padre misericordioso. El rei­no de Dios comienza con el anuncio del Evangelio a los pobres, de la liberación a los cautivos, de la vista a los ciegos, del alivio y libertad a los que están agobiados. Jesús, al que Dios envió para proclamar y aportar el tiem­po de salvación, va por el país derramando beneficios. Per­dona los pecados y se interesa por los pecadores, habla de la alegría del Padre celestial por los pecadores que en este tiempo de gracia vuelven a él (5,11-32)55 56.

La misericordia del Padre enseña al discípulo lo que él mismo ha de hacer; Jesús exige lo que los judíos llama­ban «imitación de Dios». «Como Dios viste a desnudos (Gén 3,21), viste tú también a desnudos. Como Dios visita a enfermos (Gén 18,1), visita tú también a enfermos... Como Dios es llamado misericordioso y clemente, sé tú también misericordioso y clemente y da a todos sin com­pensación... Como Dios es llamado bondadoso... sé tú también bondadoso» 50.

El amor tiene dos normas conforme a las cuales se puede apreciar y comprobar el amor. El deseo del propio corazón (ama a tu prójimo como a ti mismo) y la mise­ricordia del Padre celestial. Las dos normas son una; en efecto, el discípulo es hijo del Altísimo, imagen de Dios. Jesús vuelve a restaurar en el hombre la imagen

55. Cf. Le 15,4-10; 7,36-47; 18,10-14; 19,1-10. En la invitación de Jesús a los pecadores y en su trato con ellos se expresa fundam entalm ente la misión de Jesús.

56. B il l e r b e c k i , p. 372.

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de Dios, porque anuncia el reinado del Altísimo, que es nuestro Padre lleno de misericordia.

c) No juzguéis (6,37-38).

37a No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados.

El comienzo del amor y de la misericordia con los hombres está en que no nos constituyamos en sus jueces. El que investiga si el otro merece misericordia y amor, si es o no «digno», peca ya contra el precepto del amor; en efecto, el amor da porque se compadece de la necesidad del otro.

La función del juez se desarrolla en dos actos: en juz­gar y en condenar. De uno y otro nos disuade Jesús. Aquí no se trata del ejercicio de la potestad judicial en un com­plejo social, sino de juzgar con el pensamiento y con palabras cuando no se ha recibido tal encargo. Las pala­bras de Jesús no vedan el enjuiciamiento moral de la acción; lo que prohíben es que se declare culpable al que ha puesto la acción.

Jesús formuló el imperativo de la misericordia y del amor al prójimo. «Amad a vuestros enemigos.» «Sed mi­sericordiosos.» De esto se pedirá cuenta en el juicio de Dios. El que se constituye en juez de los otros, provoca el juicio de Dios sobre sí mismo. Mi comportamiento con los otros será la norma del comportamiento de Dios conmigo.

37b Perdonad y seréis perdonados; 38a dad y se os dará; una buena medida apretada, bien rellena, rebosante, echa­rán en vuestro regazo.

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La culpa y la transgresión que ha cometido el otro con­tra nosotros podría ser un obstáculo para el amor y la misericordia. Jesús indica dos maneras de superar el obs­táculo: perdonar y dar. Cuando se perdona se derriban las barreras que se levantan entre el yo y el tú. Cuando se da, se tienden puentes.

Una vez más se formula el imperativo bajo la ame­naza del juicio. Y seréis perdonados;... y se os dará. Dios adaptará su proceder judicial a nuestro comportamiento. El resultado del juicio se pone en nuestras manos. «Per­dónanos nuestros pecados, pues también nosotros perdona­mos a todo el que nos debe» (11,4).

Vendrá el día de la paga. Para el que haya dado será un día de abundantísima recolección. Dios es como un labrador que asigna magnánimamente la paga a sus traba­jadores. Se medirá con la fanega. El labrador avaro llena la medida y pasa luego el rasero por encima para no dar más de lo que se había ajustado. El labrador magnánimo aprieta el trigo en la medida, la sacude, para que se llenen los huecos y se pueda echar todavía más y hasta añade algo hasta que rebose la medida. Dios se asemeja al la­brador magnánimo. Es el más generoso pagador. Su re­compensa no es el salario merecido, sino regalo de su generosidad. La idea de recompensa o de salario no debe inducir a rebajar lo infinito del amor de Dios. Lo que da Dios es infinitamente superior a la prestación. «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.»

38b Pues con la medida con que midáis seréis medidos.

Dios no tiene medida en dar, pero sólo da al que a su vez ha dado. Podemos también decir que Dios perdona sin medida ni tasa, pero sólo al que a su vez ha perdonado.

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Las palabras sobre el amor de los enemigos se pronun­cian con vistas al juicio final. Pero no rematan en la jus­ticia vindicativa de Dios, sino en lo desmesurado de su bondad. Todas las sentencias se pronuncian con el mismo ritmo, pero cuando se habla de dar, se encarece la pro­mesa: Y se os dará una medida colmada. Así el centro de gravedad se desplaza de la severidad a la bondad de Dios, del juicio a la bendición, de la amenaza a la prome­sa, del temor a la esperanza.

En la conclusión vuelve a insinuarse la amonestación: medida por medida. El que da poco, recibirá poco; el que da con abundancia — todavía se percibe la imagen de la magnanimidad divina—, recibirá con abundancia. La mi­sericordia infinita de Dios en el juicio no es una misericor­dia sin condiciones. El que dé y perdone a los hombres, recibirá abundantemente el don y el perdón de Dios; el que no dé ni perdone a los hombres, no puede esperar don ni perdón de Dios.

d) La verdadera religiosidad (6,39-49).

39a Les propuso también una parábola.

Con esta breve observación se introduce una nueva sección del discurso. Parábola es el título exacto, pues se refieren cinco breves parábolas. Con ellas se quiere hacer reflexionar. A lo que ya se ha dicho — al discurso pro- fético (6,20-26) y al de exhortación (6,27-38)— se añade la predicación en parábolas. Los discípulos deben ser per­sonas que aman, deben vivir para los otros. En el sermón de la montaña de san Mateo se caracteriza la misión de los discípulos con las imágenes: sal de la tierra, luz que ilumina a todos, ciudad sobre la montaña (Mt 5,13-16).

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Allí aparece como algo innatural y reprobable que no se brille delante de los hombres a fin de que éstos vean las buenas obras y glorifiquen al Padre. También en el ser­món de la montaña del Evangelio de Lucas se presupone tal fuerza luminosa de la vida de los discípulos. ¿Pero cómo han de estar pertrechados los discípulos para llevar a cabo esta obra apostólica? Deben ser buenos maestros (6,39-42), el ser y la palabra deben ser uno (6,43-45), la acción debe acompañar los sentimientos (6,46-49).

39b ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? 40 No hay discípulo que esté por encima del maestro; pues el perfectamente instruido será, a lo más, como su maestro.

Las palabras de Jesús sobre el guía ciego iban dirigi­das contra los fariseos. Éstos se presentaban como guías del pueblo en materia de religiosidad. Con cuidado me­ticuloso estudiaban la ley y trataban de observarla. Sin embargo, eran guías ciegos, pues estaban cerrados a la más grande revelación de Dios y se hacían inaccesibles a la palabra de Dios proclamada por Jesús. Los discípulos de Jesús vienen ahora a ocupar el puesto de estos guías ciegos. Las palabras de Jesús que se referían a los fariseos y a los escribas, se aplican también a los discípulos, si ellos mismos son ciegos.

El discípulo de Jesús ha de ser consciente de su res­ponsabilidad. No puede ser ciego. ¿Cuándo, pues, no es ciego? Cuando está instruido como su maestro. El Maes­tro es Jesús. Es un maestro que no es superado por nin­gún discípulo: maestro singular y único.

No hay discípulo que esté por encima del maestro. Este dicho se verifica en la escuela de los doctores de la ley, puesto que el maestro transmite lo que ha recibido, y

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el discípulo no tiene nada que hacer sino aceptar lo trans­mitido. El discípulo de Jesús transmite lo que ha recibido de Jesús. ¿Cómo estaría a la altura de la responsabilidad que tiene de los otros si no estuviera armado con la pala­bra de Jesús, si no se la hubiera apropiado?

41 ¿Por qué te pones a mirar la paja en el ojo de tu hermano, y no te fijas en la viga que en tu propio ojo tienes? 42 ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: Hermano, déjame que te saque la paja del ojo, cuando tú mismo no ves la viga que tienes en el tuyo. ¡Hipócrita! Sácate pri­mero la viga del ojo, y entonces verás claro partí sacar la paja del ojo de tu hermano.

Para ser fiel a su misión debe el discípulo corregir a los que yerran y faltan, y ayudarlos a despojarse de sus faltas. Las palabras de Jesús presuponen la solicitud por los hermanos, por los que tienen la misma fe. San Mateo, al hablar del orden en la Iglesia, nos conservó unas pa­labras que prevén el proceso de tal corrección fraterna: «Si tu hermano comete un pecado, ve y repréndelo a solas tú con él...» (Mt 18, 15ss). La corrección entraña peligro. Un peligro es el de medir con una falsa medida. El amor propio desfigura la verdad. La imagen de la paja y la viga es un cuadro de vivos colores. Las más pequeñas faltas del otro se ven aumentadas, las mayores faltas propias se disminuyen. Sólo puede haber corrección cuando uno re­nuncia a tenerse por justo y a querer imponerse.

El segundo peligro de la corrección está en la hipo­cresía. El que corrige al otro da a entender con ello que quiere vencer el mal en el mundo. Pero si ni siquiera lo vence en sí mismo, entonces surge una lamentable discre­pancia entre el interior y el exterior. Se emprende la lu­cha contra lo malo en el otro. Pero, ¿y en uno mismo?

193N T, Le X, 13

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Sácate primero la viga del ojo. Comienza primero la co­rrección por ti mismo, con lo cual se sientan las bases para la corrección del otro.

En el discípulo de Jesús ha comenzado a influir el reino de Dios. Pero esto presupone conversión y arrepen­timiento. El arrepentimiento reconoce la propia culpa y el propio pecado, comienza por condenar las deficiencias del propio corazón; así puede uno acercarse al hermano con paciencia, con perdón y generosidad.

43 Porque no hay árbol bueno que dé fruto podrido; ni tampoco árbol podrido que dé fruto bueno. 44 Cada árbol se conoce por su fruto; pues de los espinos no se cosechan higos, ni se vendimian uvas de un zarzal.

El peligro de la hipocresía sólo se vence si hay armo­nía entre los sentimientos interiores y la acción exterior. Las manifestaciones externas, las obras y las palabras, son buenas cuando es bueno el fondo interior del que pro­vienen. Para los fariseos y los escribas es buena una acción si está en consonancia con la ley; Jesús, en cambio, la llama buena si procede de un interior bueno. El corazón, sede de los pensamientos, de los deseos y sentimientos, es la fuente de los buenos y malos pensamientos, palabras y obras, es el centro de la decisión moral. «De lo interior, del corazón de los hombres, proceden las malas intencio­nes, fornicaciones, robos, homicidios...» (Me 7, 21ss). Aho­ra bien, ¿cuándo es bueno el corazón?

Las palabras y las acciones que proceden del hombre dan a conocer cuál es su estado interior. Descubren el co­razón del hombre, como los frutos dan a conocer la natu­raleza y la calidad de un árbol. Los espinos no producen higos...

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45 El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, de su mal tesoro saca lo malo. Pues del rebosar del corazón habla su boca.

Aquí cambia la imagen. El corazón, sede de las deci­siones morales y religiosas del hombre, se puede compa­rar con un tesoro. Del núcleo de la personalidad, sede de las decisiones morales y religiosas depende que las pala­bras y las acciones sean buenas o malas, de que el hom­bre mismo sea bueno o malo. El discípulo de Jesús, que ha de ser luz para los otros, debe poseer un corazón al que rebose todo bien. Este rebosar se muestra en pala­bras y acciones. El buen orden de la conciencia es prerre- quisito del cristiano apostólico.

Ahora bien, ¿cuándo es el corazón un arca, un tesoro que sólo contiene bien y del que sólo sale bien? ¿Cuán­do es bueno el interior del hombre? ¿Cuándo está en or­den su conciencia? Según el Evangelio, no por el mero hecho de manifestar el hombre su ser natural. Sólo cuan­do el hombre está completamente transformado por Jesús, el Maestro, es también bueno su corazón. Cuando la pala­bra de Jesús es asimilada por este corazón, cuando se han posesionado de él el reino de Dios y su justicia, entonces es el corazón un arca de la que rebosa el bien. Una vez más se formula como imperativo fundamental de Jesús el arre­pentimiento, el retorno a Dios. El hombre bueno es el que mediante la conversión se pone en la debida relación con Dios. No es el arrepentimiento en cuanto tal el que hace al hombre interiormente bueno, sino Dios y su reino; sólo que el reino de Dios presupone que se retorne a Dios, que se aparte uno de la culpa, que se haga pequeño. 46

46 ¿Por qué me llamáis: ¡Señor, Señor!, y no hacéis lo que os digo?

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Jesús hace el mayor hincapié en la intención con que se ha de producir la acción. Pero esto no quiere decir que no dé importancia a la acción exterior. Exige la acción como fruto de la intención.

Los discípulos lo invocan como Señor. Así llamaban a sus maestros los discípulos de los doctores de la ley. Para los discípulos que le seguían era Jesús el rabí, el maestro y doctor. Pero no es su Señor sólo en este sen­tido; para ellos es más. Por él habla Dios. El pueblo de­cía: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros» (7,16). Después de pascua predicó Pedro: «Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,36). «Señor» expresa lo más alto y más elevado en cuanto a dignidad. Quien leía la traducción griega del An­tiguo Testamento hallaba el nombre de Dios, Yahveh, traducido por «Señor». Todo esto está implícito cuando se dice: ¡Señor, Señor! El Señor es el que pronuncia las palabras del sermón de la montaña.

El Señor tiene derecho de libre disposición, él manda, es juez. Su palabra tiene fuerza de ley divina. Ahora bien, sería la mayor contradicción llamar a Jesús Señor, reco­nocer su palabra y su voluntad y, sin embargo, no hacer nada. La pregunta de Jesús quiere despertar al oyente y hacerle reflexionar.

47 Os voy a decir a quién se parece todo el que viene a mí y oye mis palabras y las pone en práctica. 47 48 49 Se pa­rece a un hombre que, al ponerse a construir una casa, cavó y ahondó, y puso los cimientos sobre la roca; cuan­do llegó la crecida, el torrente se precipitó contra aquellacasa, pero no pudo derribarla, por estar bien construida.49 En cambio, el que oye pero no practica, se parece a un hombre que se puso a construir una casa a flor de tierra, sin cimientos; cuando el torrente se precipitó contra ella,

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en seguida se derrumbó, y el desastre de aquella casa lúe completo.

Para ser discípulo de veras, que es lo que conduce a la salvación, es necesario ir a Jesús, reconocer que es él quien decide y ser el discípulo que oye sus palabras, las acepta y las pone en práctica. En la vida de la Iglesia des­pués de la exaltación de Cristo quiere esto decir: ser uno con Cristo sacramentalmente, aceptar con fe la palabra de Cristo, que pervive en la Iglesia, y vivir del sacramento y de la palabra.

Las dos parábolas las coloreó san Lucas conforme a la mentalidad de los griegos. Describió la construcción de manera diferente que san Mateo (Mt 7,24-27), que se li­mita a decir: «Construyó su casa sobre la roca»; «cons­truyó su casa sobre la arena». Según san Lucas se cava cuidadosa y laboriosamente para echar los cimientos, o bien no se cava en absoluto y se construye la casa sobre la tierra, sin cimientos. La irrupción de la catástrofe es en Mateo auténticamente palestina: «Cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y batieron contra la casa aquella.» Lucas, en cambio, dice: «Cuan­do el torrente se precipitó...» También la palabra de Dios continúa encamándose en la tradición; se amolda a los hombres, desciende a los hombres, para penetrar comple­tamente en ellos y en el mundo en que viven.

Las parábolas y las palabras que las preceden no de­jan la menor duda de que el sermón de la montaña debe ponerse en práctica. La salud o la perdición depende de que se practiquen o no las palabras de este discurso. Las palabras finales: El desastre de aquella casa fue completo, van más allá de la imagen para pasar a la realidad. El que oye las palabras, pero no las practica sufre gran ca­tástrofe en el juicio final.

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Atendiendo a estas palabras ¿habremos de decir que el sermón de la montaña sólo trata de hacernos compren­der que somos pecadores perdidos? Cierto que se trata de esto, pero no sólo se esto. ¿Trataba sólo de trazar la imagen del hombre que ha experimentado el nuevo na­cimiento del mundo porque se ha realizado plenamente el reinado de Dios? Én el sermón de la montaña se tiene sin duda presente el reino de Dios. Comienza, en efecto, con la promesa de este reino y termina con el juicio. Las exigencias del sermón de la montaña (el hombre del amor, el hijo del Altísimo...) se realizarán plenamente cuando se realice plenamente el reino de Dios. Pero el sermón de la montaña se proclama como condición de la entrada en el reino de Dios. Con la venida de Jesús se ha iniciado en el mundo el reino de Dios, y el que va a Jesús, oye su palabra y la practica, tiene también participación en sus fuerzas. El que dice a Jesús: «¡Señor, Señor!», está bajo el reinado del Señor, pero no por ello se le dispensa de obrar.

La constante actitud de retorno a Dios pone los ci­mientos para una vida regida por las palabras del sermón de la montaña. Preserva de la hipocresía, que pone sim­plemente las palabras en la boca, pero no las realiza en uno mismo, crea el buen corazón del que pueden proce­der las buenas obras, y mueve a poner en juego todas las fuerzas para cumplir la voluntad de Dios descubierta en la palabra. En un corazón abierto mediante la conversión a Dios hay lugar para el reino de Dios, se despliega el amor, mediante el cual el hombre vive para Dios y para los semejantes. La misericordia de Dios que se revela en su reino, penetra a este hombre, que así viene a ser hijo del Altísimo.

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2. L a a c c i ó n s a l v a d o r a d e D i o s (7,1-8,3).

En el sermón de la montaña ha hablado Jesús como maestro que enseña con autoridad y poder; ahora se nos muestra como salvador poderoso. Su poder de sanar y de salvar tiene una ampli­tud ilimitada: otorga su favor a un pagano (7,1-10), resucita a un muerto (7,11-17), se revela como el salvador prometido de los enfermos y de los pecadores (7,18-35) y perdona a la pecadora (7,36-50). El resultado de su actividad se muestra de nuevo en los discípulos (8,1-3).

a) Curación del criado del centurión (7,1-10).

1 Después de terminar todos sus discursos ante el pue­blo, entró en Cafarnaúm. 2 Un centurión tenía enfermo y a punto de morir un criado al que estimaba mucho. 3 Cuan­do oyó hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera a salvar a su criado. 4 Al llegar éstos ante Jesús, le suplicaban con mucho interés, diciendo: Merece de verdad que le hagas este favor: 5 por­que ama a nuestro pueblo, y él nos ha edificado la si­nagoga.

Cafarnaúm, como ciudad fronteriza que era, tenía pues­to de aduanas (Me 2,13s) y guarnición. Herodes Antipas, al igual que su padre, tiene en su ejército de mercenarios gentes de todo el mundo: sirios, tracios, germanos, galos. El centurión era pagano. Cuando enferma de muerte su criado, hace todo lo que está en su mano para curarlo. Siendo pagano, se cree indigno de presentar personalmen- su petición a Jesús y por esto le envía como mediadores a unos ancianos de los judíos. Con humildad reconoce la disposición de Dios, según la cual la salud debe llegar a los gentiles a través de los judíos. Su compasión, su hu-

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mildad y su obediencia lo predisponen para recibir el men­saje salvífico de Cristo.

El centurión era uno de aquellos paganos a los que ya no satisfacían los mitos politeístas, cuya hambre reli­giosa no se saciaba con la sabiduría de los filósofos y que, por consiguiente, simpatizaban con el monoteísmo judaico y con la moral que de él derivaba. Era temeroso de Dios, profesaba la fe en el Dios único, tomaba parte en el culto judío, pero todavía no había pasado definitivamente al judaismo. Buscaba la salvación de Dios. Su fe en el Dios único, su amor y su temor de Dios lo manifestaba en el amor al pueblo de Dios y en la solicitud por la sinagoga, que él mismo había edificado. Sus sentimientos se expre­saban en obras.

Los ancianos de los judíos, miembros dirigentes de la comunidad, ven en Jesús a un hombre por el que Dios hace favores a su pueblo. Están convencidos de que Dios sólo otorga tales favores a su pueblo, pero esperan que haga una excepción con el centurión por lps méritos que se ha granjeado con eL pueblo de Dios, y que se muestre también clemente con el pagano. Sin embargo, estiman que la pertenencia a Israel es condición necesaria para la sal­vación (Act 15,5). Las condiciones para entrar en el reino de Dios y para la salvación están formuladas en las bien­aventuranzas. Bienaventurados los pobres, los que tienen hambre, los que lloran... Ni una palabra sobre la perte­nencia a Israel y a la sinagoga. Jesús es profeta para to­dos, también para los paganos, como Elias y Elíseo.

6 Entonces Jesús se fue con dios. Pero, cuando esta­ba ya cerca de la casa, el centurión le mandó unos amigos para decirle: Señor, no te molestes; porque yo no soy dig­no de que entres bajo mi techo; 6 7 por eso yo mismo tam­poco me sentí digno de presentarme ante ti. Pero dilo de

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palabra, y que mi criado se cure. 8 Porque también yo, aunque no soy más que un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes, y le digo a uno: Ve, y va, y a otro: Ven, y viene, y a mi criado: Haz esto, y lo hace.

El centurión cree que Jesús está en relación especial con Dios; él, pagano impuro y pecador, se tiene por in­digno de hallarse en presencia de Jesús. Con parecida emo­ción ante la santidad de Dios que se manifiesta en Jesús, no podía soportar Pedro la presencia de Jesús. Al dirigirse uno al Dios santo, siente su propia falta de santidad. Esto es fruto del retorno a Dios y de la penitencia, camino de la salvación. «Convertios; el reino de Dios está cerca.

Los ancianos de los judíos consideraban necesaria la presencia de Jesús para la curación del enfermo. En cam­bio, el centurión atribuye eficacia a la sola palabra de Jesús. Por su experiencia del mundo militar la considera como orden de mando y acto de autoridad. Tal palabra causa lo que expresa. Independientemente de la presencia del que la profiere hace llegar a todas partes el poder sal­vador. Con esta palabra basta para que se expulsen los poderes malignos y se reciba la salvación. La palabra, sin embargo, no está desligada de la actividad general de Cristo. En ella se presenta la palabra y la obra de Jesús.

La palabra de Dios nos capacita para experimentar, percibir y recibir la revelación de Dios y su acción salva­dora en Jesús. La palabra no es sólo una parte de su acción, sino el fundamento que todo lo sostiene. Desde que fue exaltado Jesús, su palabra se extiende por el mundo en la obra apostólica de la Iglesia; en ella obra el Espíri­tu Santo. Jesús está lejos de nuestros ojos, pero su pala­bra está ahí, y en ella causa él nuestra salvación 57.

57. Cf. A ct 26,18; 10,36; 1,8.

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9 Cuando Jesús oyó estas palabras, quedó admirado de él, y vuelto hacia la multitud que le seguía, dijo: Os digo que ni en Israel encontré tanta fe. 10 Entonces los enviados volvieron a la casa y encontraron al criado ya sano.

Ni en Israel... Estas palabras reproducen lo que escri­be san Mateo: «Os lo aseguro: En Israel, en nadie en­contré una fe tan grande (Mt 8,10). Por su larga historia, por la ley y los profetas estaba Israel preparado para la venida del Mesías; vino el Mesías, pero no halló fe. El pagano cree, y halla lo que busca, y proporciona la cura­ción a su criado. Las bienaventuranzas del sermón de la montaña han descubierto la actitud fundamental del hom­bre, que es necesaria para la salvación. ¿Qué es lo que se ha mostrado? Las bienaventuranzas piden una actitud interior, del corazón, una apertura para con Dios, que es posible a todos, sean judíos o gentiles. La palabra de Jesús tiene virtud para traer a todos la salvación, con tal que se reciba con fe.

El criado enfermo queda curado y se ve salvado de la muerte, que sólo asoma al principio y al fin de la narra­ción, pero que está constantemente en el fondo del cuadro. Por encima de los poderes malignos que empujan al en­fermo a la muerte, está la misericordia de su señor, el amor del centurión a Israel y a su Dios, la mediación del judaismo, la fe humilde del centurión, pero sobre todo la potente palabra de Jesús; la Iglesia, en la que está encar­nado lo que vive en el centurión. Con profundo sentido hace la Iglesia que se recen las palabras del centurión cuando Jesús se acerca a los fieles en la eucaristía trayen­do su salvación.

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11 A continuación se fue a una ciudad llamada Naím, y con él iban sus discípulos y una gran multitud. 12 Cuan­do se acercó a la puerta de la ciudad, se encontró con que llevaban a enterrar un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, y bastante gente de la ciudad la acom­pañaba.

Naím estaba situada en el camino que partiendo del lago de Genesaret y pasando al pie del Tabor por la lla­nura de Esdrelón, conducía a Samaría. Naím era sólo una pequeña aldea, aunque Lucas habla de una ciudad. A la entrada de la ciudad se encuentran dos comitivas, la que va encabezada por el dispensador de vida, y la comitiva que va precedida de la muerte. En un sermón después de Pentecostés pronunció san Pedro estas palabras: «Vos­otros, pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino (Barrabás) al paso que disteis muerte al autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos» (Act 3,14s).

El difunto era hijo único de su madre, la cual era viuda. El. marido y el hijo habían muerto prematuramente, y la muerte prematura era considerada como castigo por el pecado. El hijo facilitaba la vida a la madre. En él te­nía protección legal, sustento, consuelo. La magnitud de la desgracia halla misericordia en la gran multitud de la ciudad que la acompañaba. Podían consolarla, pero nadie podía socorrerla.

13 Al verla el Señor, sintió compasión de ella y le dijo:No llores más. 13 14 * Y llegándose al féretro, lo tocó; los quelo llevaban, se pararon. Entonces dijo: ¡Joven! Yo te lo

b ) Resurrección del hijo de la viuda de Naím (7,11-17).

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mando: levántate. 15 Y el difunto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús lo entregó a su madre.

Jesús se sintió lleno de compasión. Él mismo predica y trae la misericordia de Dios con los que se lamentan y lloran. Dios toma posesión de su reino mediante su mi­sericordia con los oprimidos.

El cadáver yace en el féretro, envuelto en un lienzo. El gesto de tocar el féretro, como escribe Lucas conforme a la concepción griega, es para los que lo llevan una señal para que se paren. Jesús llama al joven difunto, como si todavía viviera. Su llamada infunde vida. «Dios da vida a los muertos, y a la misma nada llama a la existencia» (Rom 4,17). Con su palabra poderosa es Jesús «autor de la vida» (Act 3,15).

El joven vive, se incorpora y comienza a hablar. Jesús lo entrega a su madre. La resurrección de los muertos es prueba de su poder y de su misericordia. El poder está al servicio de la misericordia. Poder y misericordia son sig­nos del tiempo de salvación. Por sus entrañas misericor­diosas visita Dios a su pueblo para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombras de muerte (l,78s).

Lo entregó a su madre. Así se dice también en el libro de los Reyes (IRe 17,23), que cuenta cómo Elias resu­citó al hijo difunto de la viuda de Sarepta. Jesús es pro­feta, como Elias, pero aventaja a Elias. Jesús resucita a los muertos con su palabra poderosa; Elias con oraciones y prolijos esfuerzos.

16 Todos quedaron sobrecogidos de temor y glorifica­ban a Dias, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo. 16 17 Y esta fama acerca de él se extendió por toda la Judea y por toda la región cercana.

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En Jesús se hizo patente el poder de Dios. La mani­festación de Dios suscita temor. El temor y asombro por la acción poderosa de Dios es comienzo de la glorificación de Dios.

La glorificación de Dios por los testigos proclama dos acontecimientos salvíficos: a) ha surgido un gran profeta. Dios interviene decisivamente en la historia; Jesús es, en efecto, un gran profeta, b) Dios ha visitado benignamente a su pueblo. Ahora se realiza lo que había anunciado pro- féticamente en su himno el padre del Bautista: «Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el rescate, y nos ha suscitado una fuer­za salvadora en la casa de David, su siervo» (l,68s). La fama de Jesús se extendió por toda Palestina y por la re­gión circunvecina. El que ha escuchado la palabra de Dios la propaga. La palabra acerca de Jesús tiende a llenar el mundo.

c) Mensaje del Bautista a Jesús (7,18-35).

Lucas reúne tres fragmentos de tradición para representar la grandeza de Jesús mediante la grandeza del Bautista. El Bautista pregunta por la misión de Jesús (7,18-23), Jesús se pronuncia sobre la misión del Bautista y con ello sobre su propia misión (7,24-30), y habla de la actitud del pueblo frente al Bautista y frente a él mismo (7,31-35).

18 Llevaron a Juan sus discípulos la noticia de todasestas cosas. Entonces Juan llamó a dos de ellos 18 19 y losenvió a preguntar al Señor: ¿Eres tú el que tiene que ve- nir, o hemos de esperar a otro? 20 Llegándose a él aque­llos hombres, le dijeron: Juan el Bautista nos ha enviado a ti para preguntarte: ¿Eres tú el que tiene que venir, o hemos de esperar a otro?

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Juan está en la cárcel. Por sus discípulos le llega la noticia de las poderosas obras y de la predicación de Je­sús. Estas noticias inducen a Juan a enviar a dos de sus discípulos al Señor para preguntarle si es o no el Mesías.

¿Quién es Jesús? Lucas, y sólo Lucas en este lugar, escribe: Los envió a preguntar al Señor. Aquí se expresa toda la fe de la primitiva Iglesia acerca de Jesús. La pro­fesión de fe dice, en efecto: «Jesucristo es Señor» (Flp 2,11). Como tal lo constituyó Dios después que llevó a término su obra en la tierra, después que padeció y mu­rió, y después que Dios lo resucitó y lo exaltó. A este conocimiento conduce el largo camino que va desde la predicación del Bautista hasta la resurrección y el envío del Espíritu Santo. Ahora bien, este Señor nos dice dónde termina y dónde debe terminar este camino.

Por el que tiene que venir entendía el Bautista una fi­gura mesiánica, no a Dios mismo, y designa a Jesús como el que ha de venir. «Viene el que es más poderoso que yo» (3,16). «En medio de vosotros hay uno al que no conocéis, el que viene detrás de mí» (Jn l,26s). «Un poco, un poco nada más, y el que ha de venir vendrá, y no tar­dará» (Heb 10,37). El Bautista describió a este que ha de venir como juez, que tiene ya el bieldo en la mano, que bautiza con fuego y espíritu, juzga y comunica nueva vida. ¿Qué ha sido de él? El Bautista manda a preguntar: ¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro? A Lucas le interesa esta pregunta, no precisamente el es­tado de ánimo del Bautista que late en la pregunta. ¿Quién es Jesús?

21 En aquel momento curó a muchos de sus enferme­dades y males, y de espíritus malignos, y a muchos ciegos les concedió la gracia de ver. 21 22 Y respondiendo les dijo: Id a contar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos

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ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y se anuncia la buena nueva a los pobres, 23 y bienaventurado aquel que en mi no encuentre ocasión de tropiezo.

Hechos históricos y la palabra proféticamente divina dicen quién es Jesús. El tiempo de la salud comienza a realizarse. Los enviados son testigos de las curaciones mi­lagrosas que lleva a cabo Jesús. Libra de muchas enfer­medades, quita dolencias, que se conciben como castigos de Dios (azotes), y salva de los malos espíritus. Se desta­ca expresamente la curación de ciegos, pues éstos se con­sideraban muertos. Jesús aporta la transformación de las cosas: libra de la enfermedad y de la miseria, trae recon­ciliación con Dios y quebranta el dominio de los malos espíritus.

Lo que este acontecer significa en la historia de la sal­vación, lo dice el encargo que da Jesús a los mensajeros; está expresado con palabras de la Escritura, tomadas de Isaías, el profeta de la expectación de la salvación en tiempos de Jesús. «Entonces oirán los sordos las palabras del libro, y los ciegos verán sin sombras ni tinieblas» (Is 29,18). «Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua de los mudos cantará gozo­sa» (Is 35,5s). «El espíritu del Señor, Yahveh, descansa sobre mí, pues Yahveh me ha ungido. Y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1). Je­sús actúa en vez de Dios en favor de los hombres. No vie­ne como soberano y juez, sino como siervo de Dios, que quita las enfermedades y la culpa de los hombres; como mensajero de gozo, que anuncia a los pobres la buena nue­va; como sumo sacerdote, que reconcilia y une con Dios.

La manera de presentarse «el que tiene que venir»

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produce escándalo. Bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo. La idea del que había de venir, tal como lo entreveían los discípulos de Juan, tal como lo concebían los fariseos, debe comprobarse me­diante la comparación con los hechos que pone Dios, y mediante la palabra que profiere Dios por los profetas. Bienaventurado aquel que no se cierra a la acción de Dios en Jesús, aunque ésta no responda a la idea que uno mis­mo se ha formado.

24 Cuando los enviados de Juan se fueron, comenzó él a hablar de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver en el desierto: una caña agitada por el viento? 25 Si no, ¿qué salisteis a ver: un hombre vestido con ropajes refinados? Bien sabéis que los que visten suntuosamente y viven con lujo habitan en los palacios reales. 26 Pues entonces, ¿qué salisteis a ver: a un profeta? Pues sí, yo os lo digo y mu­cho más que a un profeta.

Con una manera de hablar popular, gráfica y sin arti­ficio, con preguntas insistentes invita Jesús a su auditorio a entrar dentro de sí y a reflexionar sobre la misión del Bautista. El que la comprende, llega también a compren­der lo que significa el modo de presentarse Jesús.

¿Quién es Juan? ¿Por qué acudían a él las multitudes al desierto? ¿Qué es lo que ha dado lugar a este movi­miento? ¿No irán a ver las cañas del Jordán... ni a un hombre que se pliega y se adapta a todo viento como una caña? Juan era un hombre valiente y firme y decía de­lante de grandes y pequeños lo que le ordenaba su misión. ¿Era esa firmeza de carácter lo que arrastraba a las mul­titudes hacia él?

¿O era acaso el espectáculo de un príncipe fastuoso lo que llevaba a las gentes al desierto? Para esto no hacía

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falta ir al desierto; más bien había que ir a ver las cortes de los príncipes helenistas. Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura; su ali­mento consistía en langostas y miel silvestre (Mt 3,4s).

¿Quién es Juan? ¿Un asceta? ¿Un profeta? El pueblo ve en él un profeta que pregona la voluntad de Dios (Mt 21,16). Todos tenían a Juan por profeta (Me 11,32). Su padre Zacarías predijo que sería profeta del Altísimo (1,76). Una comisión investigadora enviada por el sane­drín le había dirigido esta pregunta; «Eres tú el profeta? (Jn 1,21). En su predicación se repite la predicación de los profetas; Juan anuncia el castigo de Dios, exige con­versión radical y habla de la salud venidera. Como pro­feta se enfrenta con el señor de la región (Me 6,17ss) y procede como Samuel frente a Saúl (ISam 15,10ss), como Natán frente a David (2Sam 12), como Elias frente a Acaz (IRe 21,17ss). Jesús confirma esta impresión: Sí, es un profeta. Pero con eso no está dicho todo. Consciente de su autoridad dice Jesús: Yo os digo, mucho más que un profeta. ¿Quién es Juan?

27 Éste es aquel de quien está escrito: He aquí que en­vío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino de­lante de ti. 28 Yo os digo: entre los nacidos de mujer, no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo, el más pe­queño en el reino de Dios es mayor que él.

En Juan se cumple el oráculo del profeta Malaquías: «Pues he aquí que voy a enviar a mi mensajero, que pre­parará el camino delante de mí.» Así dice el texto del profeta, pero la tradición que acepta Lucas adapta el oráculo a la realización. Dios habla a otro, que es envia­do por él, que viene en nombre de Dios y aporta el tiem­po final: Envío ante ti mi mensajero. Juan es el prepara-

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NT, Le I. 14

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dor del camino del portador de la salvación de los últimos tiempos, preparador enviado por Dios. Cierra la serie de los profetas y los supera. Es el profeta que está situado en el alborear del tiempo mesiánico.

Con conocimiento y autoridad lo llama Jesús el más grande de los hombres. Ve la grandeza de un hombre en su servicio a la causa de la salvación. Juan prepara la ve­nida del portador de ella. El relato de la infancia de Juan hablaba ya de esta grandeza: Juan fue anunciado por el ángel, su nacimiento estuvo rodeado de gozo por la salva­ción, desde un principio posee el Espíritu y está consagra­do a Dios, sobrepuja a Samuel y viene como otro Elias. Descuella por encima de todos los hombres, incluso por encima de todas las grandes figuras de la historia de la salvación.

Sin embargo, la grandeza de Juan tiene sus límites. El más pequeño en el reino de Dios es mayor que él. El más pequeño es Jesús. Jesús sirve a todos los hombres, se hace pequeño ante Juan al hacerse bautizar por él, no se presenta como soberano, sino como humilde siervo de Dios. A juicio de algunos discípulos de Juan, era él el menor en comparación con Juan. Él aporta el reino de Dios. Con él alborea el tiempo de la realización y se cierra el tiempo de las esperanzas, en el que todavía vivía Juan. En el empequeñecimiento es Jesús el más grande. El reino de Dios alborea en los pequeños 5S.

29 Y al oírlo todo el pueblo, incluso los publícanos re­conocieron los designios de Dios y recibieron el bautismo 58

58. Del 28 se dan diferentes explicaciones. La que hemos dado se halla ya en los padres de la Iglesia y hoy vuelve a sostenerse. La otra explicación dice: el más pequeño es un discípulo de Jesús que tiene participación en el reino de Dios. 'Éste es mayor que Juan , i>orque vive ya en el tiempo en que se inaugura el reino de Dios, m ientras (pie Juan pertenece todavía al tiempo de la espera.

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de Juan. 30 Pero los fariseos y los doctores de la ley frus­traron el plan de Dios respecto de ellos mismos y no re­cibieron el bautismo de aquél.

Mediante el bautismo de conversión para el perdón de los pecados prepara Juan el camino al que tiene que venir. Dios mismo es quien establece el bautismo de peni­tencia como camino de salvación para todos. Todo el pue­blo lo necesita, y a todo el pueblo se ofrece.

El pueblo, que era despreciado por los fariseos y los escribas por su ignorancia de la ley, y los publícanos, que pasaban por pecadores y eran despreciados como parias, daban razón a Dios y se plegaban a su designio salvífico, se convertían, hacían penitencia e iban a bautizarse. En cambio, los fariseos y los escribas rechazaban el bautismo de Juan, y así dejaban sin vigor para ellos el designio sal­vífico de Dios. Los sin ley y los pecadores aceptan la oferta de Dios para la conversión, los fariseos y los escri­bas la recusan. Los que son segregados por los fariseos son acogidos en la comunidad de salvación; los que se apartan de los otros considerándose ellos mismos como comunidad de salvación, desprecian la acogida en la ver­dadera comunidad mediante la penitencia. La oferta de salvación que se extiende a todos exige la conversión de todos. El camino lo fija para todos el designio de Dios, nadie puede fijárselo por su propia cuenta. Juan, con su actividad, aporta división y juicio; con esto anuncia tam­bién la acción de Jesús.

31 ¿A quién, pues, compararé los hombres de esta ge­neración, y a quien se parecen? 31 32 Se parecen a los niños sentados en ¡a plaza y que gritan unos a otros aquello que dice: Os tocamos la flauta y no habéis bailado; entonamos cantos lúgubres y no habéis llorado.

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¿Por qué no se acepta el designio salvífico de Dios? ¿Por qué es rechazado Juan, y en definitiva también Je­sús? La razón de esto la pone al descubierto la parábola de los niños caprichosos. Algunos niños juegan en la pla­za de una ciudad. Los unos quieren jugar a bodas, los otros a entierros. Los unos tocan la flauta e invitan a la dan­za; los otros entonan cantos lúgubres, lloran y sollozan, pero los primeros persisten en querer jugar a bodas. ¿Quién puede aprobar tal terquedad? Así también los hombres quieren algo distinto de lo fijado por el designio divino. El impedimento para recibir la salvación es el propio yo. La conversión aparta al hombre de sí mismo y lo vuelve hacia Dios y su voluntad. El camino de la salvación está en apartarse de sí y volverse a Dios.

33 Porque ha llegado Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: ¡Está endemoniado! 34 Llegó el Hijo del hombre, que come y que bebe, y decís: Éste es hom­bre comilón y bebedor, amigo de publicónos y pecadores.

La caprichosa terquedad de los contemporáneos de Jesús se muestra en el juicio que formulan sobre él y Juan. Al Bautista lo tienen por demasiado severo y lo creen loco. A Jesús lo creen poco santo y lo tienen por un vividor sin religión, que traba amistad con publícanos y pecadores. Lo llaman «comilón y bebedor», aunque Lucas usa unos términos más suaves que los de Mateo (Mt 11,19). Juan se presenta como predicador de conver­sión y de penitencia, Jesús como dispensador de la sal­vación para todos, y en particular para los que pasaban por perdidos y no tenían esperanza alguna en Israel.

En uno y otro se revela el designio salvífico de Dios. Juan el Bautista, profeta de los últimos tiempos, prepara el camino para el salvador. Jesús, en cambio, es el Hijo

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del hombre, que trae los tiempos finales; porque Dios le ha dado todo poder, todo dominio, dignidad y realeza, dominio imperecedero sobre todos los pueblos, razas y lenguas, realeza que no será destruida (Dan 7,14).

35 Pero la sabiduría jue reconocida por todos sus hijos.

Por muy enigmáticos que puedan parecemos los ca­minos de Dios en la historia de la salvación, no son arbi­trarios, son sabiduría de Dios. Jesús vino de distinta ma­nera de como se lo imaginaban los discípulos de Juan, de como lo enseñaban los fariseos y los doctores de la ley, de como lo esperaban los diferentes partidos en Israel. El Bautista vino de distinta manera de como se figuraba Is­rael al preparador del camino de la salvación venidera; porque no era Elias que volvía a aparecer, sino otro que se presentaba a la manera de Elias. «Si así lo queréis», era Elias. La Iglesia es distinta de como quieren muchos; los santos son distintos de como los hombres los imaginan.

La sabiduría de Dios en sus obras sólo la puede reco­nocer como sabiduría el que es hijo de la sabiduría, que, por decirlo así, ha nacido de la sabiduría, el que es trans­formado y penetrado por la sabiduría, el que piensa y juzga como la sabiduría.

Que el pueblo sencillo reconociera a Juan como pre­cursor del Mesías y no se escandalizara de Jesús, no es obra humana, sino don de Dios, comunicación de la sa­biduría por Dios. Por esto dice también Jesús dando gra­cias: «Te bendigo, Padre, ... porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla» (10,21). La sabiduría humana no sirve para el conocimiento y la aceptación de los planes salvíficos de Dios; es Dios mismo quien tiene que hacernos el don de su sabiduría y de su revelación.

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Las dos afirmaciones: Bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo, y: La sabiduría fue reconocida por todos sus hijos, se completan mutuamente. El juicio puramente humano encuentra tropiezo en los de­signios salvíficos de Dios; la sabiduría divina da la razón de ellos. El hombre que haya de reconocer en Juan y en Jesús el comienzo de la salvación tiene necesidad de la sabiduría divina, tiene que renunciar al pensar puramente humano. Tiene que dar marcha atrás, tiene que reformar su modo de pensar, no debe tomarse a sí mismo por me­dida de las cosas, sino a Dios, tiene que salir de sí mismo y dejarse iluminar por la palabra de Dios, despojarse de la sabiduría humana y hacerse niño. Dios, en efecto, hace que se anuncie a los pobres la buena nueva.

d) Conversión de la pecadora (7,36-50).

Sólo Lucas refiere que Jesús se sentó a la mesa con fariseos. Le gusta de hablar de conversaciones habidas a la mesa. Durante la comida se trata de lo que separa a Jesús y a los farseos: la actitud frente a los pecadores (7,36ss), las leyes de pureza (ll,39s), el reposo sabático (14,1 ss). Las disputas se convierten en conver­saciones habidas junto a la mesa (14,7ss).

El clima es distinto que en Mateo, más griego, más humano, más estimulante.

36 Cierto fariseo lo invitó a comer con él. Entró, pues,Jesús en la casa del fariseo y se puso a la mesa. 36 37 Y enesto, una mujer pecadora que había en la ciudad, al saber que él estaba comiendo en la casa del fariseo, llevó con­sigo un frasco de alabastro lleno de perfume, 38 y po­niéndose detrás de él, a sus pies, y llorando, comenzó a bañárselos con lágrimas, y con sus propios cabellos se los iba secando; luego los besaba y los ungía con el perfume.

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Jesús se puso a la mesa. Estaba invitado a comer en casa de un fariseo. Aprovecha también esta oportunidad para enseñar; Simón le da el nombre de maestro. Jesús procede de distinta manera que el Bautista. Éste vive en el desierto, lejos de los hombres, como asceta riguroso; quien quiera oírle, tiene que ir a buscarlo al desierto. Jesús despliega su actividad en las ciudades, donde viven los hombres, en las casas, en invitaciones y fiestas. Juan cita a los hombres a juicio, Jesús les trae la salvación.

La casa en que se celebraba un banquete estaba abier­ta aun a los no invitados. Podían mirar, deleitarse con la vista del espectáculo, participar en las conversaciones de los comensales. Así pudo entrar también la mujer que era conocida como pecadora en la ciudad. Parece ser que era una meretriz59.

La mujer muestra que profesa a Jesús una veneración sin límites. Llora profundamente conmovida. Besar los pies era señal de la más humilde gratitud, como la que se tiene, por ejemplo, a uno que salva la vida. La mujer se suelta los cabellos, aunque era ignominioso para una mu­jer casada soltarse los cabellos delante de hombres. Con los cabellos destrenzados seca los pies de Jesús. Se olvida de sí misma, no escatima nada y se entrega totalmente al sentimiento de gratitud a Dios. ¿Por qué todo esto? Jesús va a aludir a los antecedentes de esta conmoción interior.

39 Viendo esto el fariseo que lo había invitado, se de­cía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es ésta que le está tocando: ¿Es una pecadora! 40 Entonces tomó Jesús la palabra y le dijo: Simón, tengo

59. «Pecadora» puede ser también una m ujer que -— ella o su marido — ejerce una profesión poco honrosa, como la de publicano, vendedor ambulante, curtidor, o que desprecia la ley. Sin embargo, sus manifestaciones de dolor hacen pensar más bien en una culpa muy personal.

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que decirte una cosa. Y él contestó: Pues dímela, Maes­tro. 41 Cierto prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. 42 Como no podían pagarle, a los dos les perdonó la deuda. ¿Cuál, pues, de ellos lo amará más? 43 Simón le respondió: Su­pongo que aquel a quien más perdonó. Entoces Jesús le dijo: Bien has juzgado.

Simón ha oído lo que el pueblo dice de Jesús, que es profeta. Ahora ha podido formarse un juicio por sí mis­mo. Imposible que sea profeta, puesto que un profeta posee el don de escudriñar los corazones de los hombres y no tiene trato con los pecadores. Juzga al profeta se­gún la doctrina de los fariseos, según su propia prudencia y sabiduría, no según la sabiduría y los pensamientos de Dios.

Sin embargo, Jesús posee el conocimiento de los cora­zones propio de los profetas, pues conoció los pensamien­tos de Simón. El que mantenga relaciones con los peca­dores no se opone a su proximidad con Dios. En efecto, el tiempo de salvación es tiempo de la buena nueva para los pecadores, tiempo de perdón y de misericordia. Tene­mos que remontarnos a la palabra de Jesús, y por ella a los pensamientos de Dios, para enjuiciar los «dogmas» que nos hemos fabricado nosotros mismos y conforme a los cuales queremos juzgarlo todo, incluso los designios de Dios...

Simón desprecia a la mujer como pecadora y se cons­tituye en su juez. ¿Qué pensar de esto? Jesús es profeta y conoce los corazones de los hombres y el designio de Dios. La parábola se aplica a la situación. Se compara la culpa o deuda del pecado con la deuda pecuniaria. ¿Cuál de los dos a quienes se ha perdonado amará más al que ha perdonado? Más obvio habría sido preguntar: ¿Cuál

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de los dos estará más agradecido? En arameo no hay pa­labra especial para decir «agradecer». La gratitud se ma­nifiesta en el deseo de dar algo por lo que se ha recibido, en el amor. La pecadora a los pies de Jesús expresa gran agradecimiento con sus demostraciones de amor.

¿No debía Simón quedarse pensativo reflexionando sobre la segunda parte de la parábola? Al que se han per­donado cinco denarios... Él también es deudor. Pero no tiene conciencia de su deuda. Por eso ama poco. Aquí asoma el dicho del sermón de la montaña acerca de la paja y la viga en el ojo.

44 L volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies; ella, en cambio, me los ha bañado con lá­grimas y me los ha secado con sus cabellos. 45 No me diste un beso; ella, en cambio, desde que entré, no ha ce­sado de besarme los pies. 46 No me ungiste la cabeza con aceite; ella, en cambio, ha ungido mis pies con perfume. 47 Por lo cual, yo te lo digo, le quedan perdonados sus pecados, sus muchos pecados, porque ha amado mucho. Porque aquel a quien poco se le perdona, es que ama poco.

Las miradas de Jesús se posan en la pecadora arrepen­tida. También Simón debe de mirarla. Es un cuadro que va a sensibilizar la enseñanza. La mujer ama mucho. To­das las demostraciones de hospitalidad: lavar, los pies, be­sarlos, ungir la cabeza, todo esto lo ha practicado ella en forma personal, con humildad y entrega: lava los pies con sus lágrimas y sus cabellos, unge, con ungüento precioso que ella misma se había procurado, no la cabeza, sino los pies; ha amado mucho, personalmente conmovida hasta lo más íntimo. ¿Y el fariseo? Tú no me diste... No has cumplido conmigo ni siquiera los deberes normales de la

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hospitalidad y de la cortesía. El amor de esta mujer, a la que se desprecia como pecadora, es un amor que desbor­da de gratitud por la bondad desbordante de Dios. Se deshace de sí, se olvida de sí, Dios lo es todo para ella.

Le quedan perdonados sus pecados, porque ha amado mucho. Es cierto que son incompatibles el amor y el pe­cado. «El amor cubre multitud de pecados» (IPe 4,8). «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a nuestros hermanos» (lJn 3,14). «Al que me ama, mi Padre lo amará» (Jn 14,21). El amor borra los pecados. A ella se le perdonan los pecados, los mu­chos pecados, porque ha amado mucho.

Después de la parábola parecía que había de sacarse la conclusión: porque se le ha perdonado mucho, por eso ha amado mucho. ¿Cómo se dice, pues: Quedan perdona­dos sus pecados porque ha amado mucho? Los enigmas, las paradojas, hacen reflexionar. El amor de la pecadora es, al mismo tiempo, motivo y consecuencia del perdón. Porque por las palabras de Jesús ha comprendido que él anuncia con autoridad el perdón de los pecados, por eso ama, y porque ama recibe el perdón. La palabra del per­dón de los pecados proferida por Jesús causa lo que expre­sa. Ahora bien, para ser palabra eficaz debe al mismo tiempo infundir el amor, ya que sin amor no se perdonan los pecados. Este amor que se infunde al pecador, hace que él ame, lo convierte en amante. El amor es la nueva forma de su vida, y con ella se borra su pecado.

Aquel a quien poco se le perdona, es que ama poco. ¿Hay, pues, que tener muchos pecados para que se per­done mucho y se ame mucho? Esto se parecería a lo que se reprueba como absurdo en la carta a los Romanos: «Permanezcamos en el pecado para que la gracia se mul­tiplique» (se muestre en toda su fuerza), Rom 6,1. Ni tam­poco se quiere aludir al fariseo Simón; la frase es el

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reverso de la precedente, que así queda más iluminada. El que se fía de su justicia y cree que no tiene, o que ape­nas tiene necesidad de perdón, se halla en peligro. A este no le induce la angustia de la culpa a acoger con ansia, con gozo y gratitud la buena nueva de la misericordia de Dios; a este se le pasa muy fácilmente inadvertido el amor desbordante que se manifiesta en el reino de Dios. Los pobres son llamados por Jesús bienaventurados, y los ricos tienen que oir: ¡Ay de vosotros! Simón se halla en peligro si se tiene a sí mismo por justo y, en cambio, des­precia a la pecadora. Su amor es pequeño, porque... él es justo...

Jesús no borra la diferencia entre deuda grande y pe­queña. Llama pecado al pecado. Pero entabla su lucha contra el pecado de manera diferente que la de los fariseos. Éstos excluyen a los pecadores del santo pueblo de Dios y se apartan de ellos; Jesús, en cambio, anuncia y trae el perdón, hace a los pecadores santos y los introduce en el pueblo de Dios. Esto se efectúa por cuanto él anuncia el amor, que es don y precepto a la vez: el amor a Jesús y por él a Dios, como el que tiene la pecadora, el amor al hermano, como se insinúa en la parábola del siervo des­piadado al que se retira el perdón porque no perdona a su hermano y no lo ama. El amor entraña perdón: el amor de Dios a los pecadores, el amor de los pecadores a Dios y a los semejantes.

48 Luego dijo u ella: Perdonados te son tus pecados. 45 Y comenzaron a decir entre sí los comensales: ¿Quién es éste, que hasta perdona pecados? 50 Pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado; vete en paz.

Jesús formula el perdón del pecado. El perdón se ha producido y permanece. Jesús lo anuncia y lo efectúa.

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«El Hijo del hombre tiene poder para perdonar pecados» (5,24). Jesús es maestro, profeta, y más que profeta. Dios mismo le ha conferido el poder de perdonar pecados. ¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?

Lo que salvó a la mujer fue la je. El perdón se pro­mete al amor. «Mucho se le perdona, porque ha amado mucho.» Ahora bien, la mujer alcanzó el amor porque oyó la palabra de Jesús, se la aplicó a sí misma y la acep­tó con fe. Fe y amor van de la mano. Pero una y otro van dirigidos en primer lugar a Jesús. A nadie se le ha ocu­rrido jamás pensar en un amor a Jesús que lo venere, le dé gracias y lo adore, y a la vez sea capaz de mantenerse sin fe, en lugar de hacer creyente al hombre ante todo y sobre todo.

Jesús designa el perdón del pecado como salvación y paz. Jesús es el portador de la salvación y de la paz. En esta sección del Evangelio hay dos mujeres profundamente afligidas: la viuda de Naím y la pecadora. Las dos son li­bradas de su aflicción. Jesús es el salvador de todo sufri­miento agobiante. Él consuela a los que lloran, a la mujer que llora por su hijo difunto, a la mujer que llora por su pecado. Jesús se muestra aquí el salvador de las mujeres.

3. M ujeres que servían a J e s ú s (8,1-3).

1 Posteriormente, él continuaba su camino por ciudades y aldeas, predicando y anunciando en ellas el Evangelio del reino de Dios; con él iban los doce.

Jesús es huésped y caminante infatigable. Pasa la vida por los caminos. Recorre las grandes y pequeñas aglomera­ciones, ciudad por ciudad, aldea por aldea. El Evangelio está llamado a recorrer el mundo. Jesús va clamando la

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buena nueva, nueva de alegría y de victoria, como heraldo y pregonero del reino de Dios que se aproxima. Sus actos están al servicio del mensaje, y son signo y expresión del reino de Dios, que alborea.

En su camino le acompañan los doce. Están con él. La comunión con él les crea la base para oir y para apren­der, para predicar y actuar en el pueblo. Jesús con los doce forma el núcleo del nuevo pueblo de Dios.

2 Y algunas mujeres que habían sido curadas de espí­ritus malignos y de enfermedades: María, la llamada Mag­dalena, de la cual habían salido siete demonios; 3 Juana, la mujer de Cuza, administrador de Herodes; Susana y otras muchas, las cuales los servían con sus propios bienes.

Entre los que seguían a Jesús se contaban también mujeres. Los rabinos excluían a las mujeres del círculo de sus discípulos. No las juzgaban aptas para el estu­dio de la ley. «El que enseña a su hija la ley, le enseña el vicio.» El centro del círculo que rodea a Jesús no lo ocupa la ley, sino él mismo, que vino para salvar a los pobres y despreciados, a los parias y a los ignorantes de la ley. El séquito de las mujeres da testimonio de la voluntad y la misión de Jesús, que pone al alcance de las mujeres la doctrina y la salvación.

El grupo de las mujeres que seguían a Jesús se com­ponía de algunas que habían sido curadas de malos espí­ritus y de enfermedades, y de otras muchas. En el centro de la narración hallamos tres nombres. María Magdale­na, de la que habían salido muchos demonios, Juana, la mujer de Cuza, administrador de Herodes, y Susana. Es­tas mujeres son un eco del vasto influjo de la actividad de Jesús en Galilea. Se siente a Jesús como salvador. No se habla de llamamiento de las mujeres a seguir a Jesús como

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discípulas. Las mujeres no reciben encargo de enseñar y de desplegar actividad. Servían a Jesús y a los doce con sus bienes. Con esto adquiere libertad de acción el núcleo del nuevo pueblo de Dios, por el que la palabra fue llevada al mundo.

Estas mujeres, sirviendo con sus propios bienes pro­porcionaron gran ayuda no sólo para el desarrollo de la pa­labra de Dios en tiempo de Jesús, sino también para la futura labor misionera de la Iglesia. Lo que habían comen­zado las mujeres galileas se continuó en la propagación del mensaje de Jesús por el ancho mundo. Aquellas mujeres sirvieron de ejemplo a otras numerosas que servirían con sus bienes a los pregoneros de la palabra: Lidia (Act 16,14), Príscila (Act 18,2), Síntique y Evodia (Flp 4,2), Cloe (ICor 1,11), Febe (Rom 16,ls).

En Galilea reúne Jesús los testigos de su actividad. Le siguen en su predicación de una parte a otra, y estarán junto a él al pie de la cruz (23,49). María de Magdala, Jua­na y otras tendrán noticia de la resurrección por el mensaje de los ángeles y serán enviadas a los apóstoles con este mensaje (24,10).

Por las ordenaciones del judaismo de la época se echa de ver que la mujer no era considerada como miembro de la comunidad; podía participar en el culto, pero no estaba obligada a ello. El culto sólo tenía lugar cuando estaban presentes por lo menos diez hombres, mientras que no se tenía en cuenta a las mujeres. Las mujeres galileas per­tenecen al núcleo primitivo de la Iglesia. Lucas dejó de ellas como un monumento conmemorativo: «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, con algunas muje­res, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Act 1,14).

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III. M Á S Q U E P R O F E T A (8,4-9,17)

1. E n palabras (8,4-21).

a) Parábola del sembrador (8,4-15).

Se pronuncia la parábola del sembrador (8,4-8), cuya inter­pretación es don de Dios (8,9-10), que se otorga en primer lugar a los discípulos (8,12-15). Según Marcos, la parábola del sem­brador inaugura la predicación en el lago. De ésta no dice nada Lucas. En Marcos es el lago el centro de la actividad docente de Jesús; en Lucas sólo una vez aparece Jesús en el lago. La expo­sición está puesta al servicio de una idea de la historia de la salvación. Jesús actúa en el interior del país, en el estrecho ámbito de Palestina; después de recibir el Espíritu Santo aban­donarán los apóstoles aquella tierra y se harán a la mar para llevar la palabra de Dios por el ancho mundo. El tiempo de Cristo en la historia de la salvación está limitado a Palestina y al período de tiempo de Cristo mismo, mientras que el tiempo de la Iglesia se extiende al mundo entero y dura hasta la segunda venida de Cristo. No obstante, el tiempo de Cristo es el punto medio de los tiempos, es cumplimiento y realización de lo antiguo y raíz y fundamento de lo venidero.

4 Reunida mucha gente, y los que iban acudiendo a élde cada ciudad, les dijo mediante una parábola: 4 5 Salió elsembrador a sembrar su semilla. Y según iba sembrando,parte de la semilla cayó al borde del camino; fue pisotea­da y los pájaros del cielo se la comieron. 6 Otro poco cayó sobre la piedra; y, después de nacido, se secó, por no tener humedad. 7 Otro poco cayó en medio de las zarzas; y cuando las zarzas crecieron juntamente, la ahogaron. 8a Y otro poco cayó en tierra buena; y, después de nacido, llegó a dar fruto al ciento por uno.

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En la parábola se tiene ante la vista un sembrador típico. Han pasado las lluvias de otoño: es el período de mediados de noviembre a diciembre. El sembrador lleva la semilla en un saco colgado del cuello o en el ruedo levan­tado de su túnica. Sale de casa y va al campo, que está en barbecho y todavía no se ha arado. Allí paso a paso, según camina, va lanzando a voleo los granos, con un am­plio movimiento del brazo. Después de sembrar se labra la tierra a fin de que quede envuelta por ella la semilla. Siem­bra el labrador su simiente: trigo o cebada; en su simiente está encerrada parte del destino de su vida.

Las suertes de la semilla dependen del terreno. El campo está situado en terreno montañoso sobre el lago de Genesaret. Por el campo en barbecho se han marcado caminos. En algunos puntos escasamente cubre el mantillo las rocas calcáreas. Hay cardos de la altura de una perso­na. Parte de la semilla cayó al borde del camino. El sem­brador no tiene que preocuparse de dónde cae la semilla, pues también el camino se revolverá cuando se pase con el arado.

Lucas no se crió en Galilea. Por eso dice que la semilla fue pisoteada. A esto hay que añadir los pájaros que se comieron parte de la semilla. El evangelista escribe en estilo bíblico: las aves del cielo (Gén 1,26). Otro poco cayó sobre la piedra. La ligera capa de mantillo que cubre escasamente las rocas se caldea pronto. La planta brota pujante, pero no tarda en secarse por falta de humedad. Parte de la semilla cayó también en medio de las zarzas. También éstos se revuelven después de la siembra. Sin embargo, al germinar el trigo, crecen también con fuerza y lozanía los cardos y ahogan las tiernas plantas nacidas de los granos.

Marcos habla de un rendimiento del treinta, sesenta y hasta del ciento por uno. Lucas se contenta con dar un

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solo dato. Se atiene al más alto, desatendiendo la imagen en beneficio de la realidad representada por ella. En efecto, en la tierra de montaña no se suele cosechar más del siete por uno.

Lucas cambió más de una vez el texto de su fuente y con ello abandonó también el terreno de la realidad pa­lestina. Pensó que así podía hacer más accesible y com­prensible la parábola a sus destinatarios. Más que la fidelidad a la letra le interesa que se entienda la verdad significada. Los Evangelios quieren ser, ante todo, procla­mación de la fe a determinadas personas en una situación determinada, y no sólo reproducción literal de lo que se dijo y sucedió. Sin embargo, Lucas se limitó sólo a re­tocar un poco. El respeto a la historia vedaba modificar notablemente el cuadro, pero la proclamación permitía lo que aprovechaba al fruto del Evangelio. Lucas mira re­trospectivamente al tiempo de Jesús, pero el tiempo de Jesús ha de determinar el tiempo de la Iglesia. El evan­gelio tiene que tener vida, no ha de ser algo abstracto y estereotipado.

8b Dicho esto, exclama: El que tenga oídos para oir, que oiga. 9 Entonces sus discípulos le preguntaron qué significaba esta parábola. 10 Él les contestó: A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del reino de Dios; a los demás, en parábolas, para que viendo, no vean, y oyendo, no entiendan.

Jesús invita a prestar atención, a recogerse para oir su palabra, a reflexionar. Exclamaba. Es mensajero y heraldo del tiempo de la decisión. Las muchedumbres están toda­vía presentes. Los discípulos preguntan por el significado de la parábola. La situación que pinta Marcos parece haberse abandonado deliberadamente. Los discípulos no

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están solos con Jesús. Piden la explicación de la parábola para sí mismos y también para el pueblo.

El reino de Dios es un misterio, es designio de Dios, que estaba oculto (Mt 13,35), pero que se revela al final de los tiempos. Jesús trae el reino de Dios, por Jesús se hace presente el misterio del reino de Dios, se inicia el tiempo de salvación. El que comprende que Jesús es el porta­dor del acontecimiento final, comprende también los mis­terios del reino. Este conocimiento, esta comprensión no es fruto de la penetración personal, sino don de Dios. A vos­otros se os ha concedido... por Dios.

El conocimiento de que con Jesús se ha inaugurado el reino de Dios distingue de los demás a los discípulos. A los discípulos se ha dado comprender las parábolas que ha­blan del reino de Dios. Para los demás las parábolas ve­ladas, de modo que viendo, no vean, y oyendo, no entien­dan. Las parábolas de Jesús dan cierto conocimiento general del reino de Dios, aunque sin descubrir el misterio de que el reino ha llegado ya en Jesús. Se ve algo, pero no se ve lo esencial, se oye algo, pero no se oye lo esen­cial. Lo esencial consiste en reconocer que está ya pre­sente el reino de Dios y que Jesús es el portador del tiem­po final.

El profeta Isaías habló de que habrá quienes viendo no vean, y oyendo no oigan. ¿Por qué conocen los discí­pulos los misterios del reino y por qué los otros no? El evangelista no estudia psicología de la fe y de la incredu­lidad, sino que muestra la última razón teológica. Así está fijado por el designio de Dios, tal como aparece en la Es­critura. Dios, sin embargo, no condena a nadie a la incre­dulidad sin culpa por parte del hombre. El que viendo no ve, y oyendo no oye, se ha endurecido frente a la palabra de Dios.

La brecha que se abre entre los discípulos y los de-

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más no es infranqueable. Los discípulos preguntan por el sentido de la parábola para sí mismos y para el pueblo, delante del cual interrogan a Jesús. La explicación que reciban de Jesús la transmitirán también a los demás. La gracia del conocimiento se da por medio de ellos también a los otros, con tal que éstos sean receptivos y hayan hecho penitencia. Pedro dice en su sermón después de la ascen­sión del Señor: «Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis. Al oir esto, se dolieron de corazón y dijeron a Pedro y a los demás após­toles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les res­pondió: Convertios, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pe­cados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2,36ss).

11 Éste es el sentido de la parábola: la semilla es la palabra de Dios. 12 Los del borde del camino son los que escuchan; pero luego viene el diablo y se lleva de su co­razón la palabra, para que no crean y se salven. 13 Los de sobre la piedra son los que, al oir, reciben con alegría la palabra, pero no tienen raíz; son los que creen por algún tiempo, pero en el momento de la tentación se retiran. 14 Lo que cayó entre zarzas son los que oyeron; pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van ahogando y no llegan a madurar. 15 Lo de la tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón noble y generoso, la retienen y por su constancia dan fruto.

La palabra de Dios es la palabra acerca del reino de Dios, la palabra acerca de Jesucristo, portador del reino de Dios, el Evangelio. Como palabra que procede de Dios, tiene fuerza, crece y produce efecto en nosotros. El úl­timo fruto de esta palabra es la salvación. La palabra de

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Dios es palabra de reconciliación, de salvación, de gracia, de vida, de verdad...00.

A fin de que la palabra lleve fruto en el hombre y al­cance la meta, debe formar una comunidad de vida con los hombres. En lugar de las palabras: Los del borde del camino son los que... habríamos aguardado algo así como: La semilla que cayó en el camino significa la palabra de Dios... Bajo la fórmula algo extraña late evidentemente la idea: Los hombres son el campo en que se siem­bra, y a la vez la semilla que tiene que crecer. La palabra entra como en combinación con los hombres, transforma al hombre y le da una nueva configuración. La imagen exacta del hombre no es el terreno, sino lo que en él crece, que vive a la vez del grano de semilla y de la sus­tancia de la tierra.

El desarrollo y la fructificación están amenazados de peligros. Los peligros vienen del demonio, de la incons­tancia, de la tentación a desertar, de las preocupaciones cotidianas, de la riqueza y de los placeres. En las expli­caciones están entretejidas amargas experiencias, por las que había tenido que pasar la Iglesia en la predicación de la palabra y que todavía son impedimentos que se oponen constantemente al pleno desarrollo de la pala­bra de Dios.

Si la palabra ha de llevar fruto, debe predicarse, oírse, recibirse en el corazón y creerse. «¿Cómo podrán tener fe en aquel de quien no oyeron hablar? ¿Y cómo van a oír sin que nadie lo proclame? ¿Y cómo podrán procla­marlo, sin haber sido enviados?» (Rom 10,14s).

Para que la palabra logre el mejor desarrollo posible, hay que cumplir tres condiciones: el corazón ha de ser bello y bueno. Aquí se oye como un eco del ideal moral 60

60. 2Cor 5,19; A ct 13,26; Act 14,3; 20,32; Flp 2,16; 2Cor 6,7.

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de vida griego (kalckagathia: belleza y bondad moral). E! hombre de bien se amolda a la voluntad de la divini­dad. El hombre naturalmente bueno lleva en sí la mejor base para la acción de la palabra de Dios. La palabra debe aceptarse y retenerse, pese a las tentaciones y a las ame­nazas. Es necesario fructificar con paciencia, con cons­tancia, día tras día, con perseverancia y firmeza. Pese a todos los ataques, se realiza y se vive la palabra de Dios. La palabra de Dios transforma al hombre, pero no sin la cooperación del hombre.

Mientras se proclama y se recibe la palabra, están en acecho los enemigos de la salvación, tratando de impedir y anular su crecimiento. Quien proclama la palabra de Dios en el mundo debe contar con estos adversarios, aunque estos tampoco perdonan al que la recibe. La lucha se desencadena a todos los niveles: mientras se recibe, mien­tras se desarrolla y antes del resultado definitivo. No sin razón se pone al fin la palabra «constancia».

b) Parábola de la lámpara (8,16-18).

16 Nadie enciende una lámpara para cubrirla con una vasija o para ponerla debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. 17 Porque nada hay oculto que no haya de quedar manifies­to; ni secreto que no haya de ser conocido y salir a la luz.

Mediante la explicación de la parábola se ha produ­cido luz, ha brotado conocimiento, se ha hecho patente algo que estaba oculto. ¿Cómo han de servirse los discí­pulos de este conocimiento, de la palabra que les ha des­cubierto el misterio? A la manera de un hombre que en­ciende una luz. No la cubre con una vasija o la pone

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debajo de la cama, sino que la pone sobre un ccmdelero, bien alta, para que todos puedan verla. Quien ha recibido la palabra de Dios con su fuerza de iluminar, debe utili­zarla en servicio de los demás. El iluminado debe a su vez iluminar. Lo oculto pugna por manifestarse, lo secreto quiere ser conocido. Sería antinatural que los discípulos escondieran y ocultaran lo que se les ha revelado y lo que ellos han conocido. Lo que han experimentado en el pequeño círculo de Jesús debe darse a conocer al gran público. La acción apostólica es una «ley natural» del dis­cípulo de Cristo.

18 Mirad, pues, cómo escucháis, porque al que tenga, se le dará, y al que no tenga, aun aquello que parece tener se le quitará.

La parábola de la semilla ha puesto de manifiesto cuánto importa la manera cómo se oye. Los discípulos han de anunciar lo que han oído. Deben llegar a apropiárselo interiormente, debe ser como un capital con que trabajar. Por lo regular les sucederá como en la vida de un comer­ciante. Si tiene capital, lo aumentará, pues le dará posibi­lidad de multiplicar las operaciones y las ganancias. El que no tenga nada, no sólo no ganará nada, sino que aun lo poco que crea tener y que se le va gastando ya, aca­bará por perderlo.

El conocimiento de la revelación de Dios, que se nos confía, es como un capital con el que hay que trabajar, es un conocimiento que se debe enseñar, comunicar, sacar a la luz pública. Si se hace así, entonces Dios acrecienta el conocimiento. Si no se trabaja, quita Dios incluso lo poco que se poseía en apariencia. El conocimiento religio­so que no se da a conocer, que no se vive y se proclama, es una posesión aparente, que va desapareciendo. Vivir

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del conocimiento del Evangelio, propagarlo, hace más ricos en conocimiento y en posesión de la fe. Dar equi­vale a adquirir más.

c) La verdadera familia de Jesús (8,19-21).

19 Vino a verle su madre y sus hermanos; pero no lo­graban llegar a él, por causa de la multitud. 20 Entonces le avisaron: Tu madre y tus hermanos están ahí juera y quieren verte. 21 Pero él les contestó: Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica.

Jesús está asediado por el pueblo. Su madre y sus her­manos quieren ver sus obras maravillosas, quieren verle a él. Pero esto no es precisamente lo que importa. Desde que Jesucristo está sentado a la diestra del Padre, no po­demos ya entrar personalmente en contacto con él, no podemos ya verlo con los ojos, no podemos ya presenciar su acción.

Jesús mismo dice qué es lo que importa: oir y poner en práctica la palabra de Dios. Nosotros tenemos la pala­bra de Dios. Los discípulos la siembran todavía en el mundo. Por Jesús fue traída la palabra de Dios al mundo, hizo una carrera triunfal por el mundo, nos llegó también a nosotros. En la palabra está la acción salvífica de Jesús, él está presente como portador de salud. «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20,29).

El que escucha y pone en práctica la palabra de Dios, es madre y hermano de Jesús. No son los lazos de la san­gre los que proporcionan la comunión con Jesús, sino el oir y poner en práctica la palabra de Dios. La Iglesia es edifi­cada por la palabra de Dios. Ésta es el alma de la Iglesia, y

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la Iglesia es su fruto. De la palabra de Dios brota siem­pre Iglesia viva. Ésta viene a ser familia de Cristo oyendo y guardando la palabra de Dios.

En la historia de la infancia se presenta ya a la madre de Jesús como la tierra buena que oye y hace, pone en práctica la palabra de Dios. Es esclava del Señor, que oye la palabra de Dios y se pone a su disposición como es­clava (1,38). Guarda cada palabra y la medita en su co­razón (2,19). Lleva la palabra a Isabel, y su anuncio la hace tan rica, que desborda en un cántico (1,46-55). María es el corazón bueno, que retiene la palabra y lleva fruto con constancia. María es madre de Jesús, no sólo porque le dio la vida humana, sino también porque oyó y puso en práctica la palabra de Dios.

2. E n obras (8,22-56).

a) La tempestad calmada (8,22-25).

22 Un día subió él con sus discípulos a una barca y les dijo: vamos a pasar a la otra orilla del lago. Y navegaron hacia dentro. 23 Mientras navegaban, él se durmió. De pronto se desencadenó sobre el lago una fuerte borrasca, y se iban llenando de agua hasta encontrarse en grave peligro. 24a Acercáronse a él y lo despertaron diciendo: ¡Maestro, Maestro, que nos hundimos!

Jesús está solo con sus discípulos, como en los dos grandes milagros siguientes. A los discípulos se les revelan los misterios del reino de Dios. Cuando Dios asume su soberanía, se manifiesta esto en obras de poder.

Los discípulos se hallan en extrema necesidad. El Se­ñor, único que podría ayudarles, duerme. La borrasca se

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precipita con fuerza asoladora de los montes a la cálida depresión formada por el lago. La barca se llena de agua, el peligro rodea a los discípulos por todos lados. La doble llamada — ¡Maestro, Maestro! — indica lo apurado y ur­gente de la situación. Sin embargo, no pronuncian la me­nor palabra de queja; sencillamente: ¡Que nos hundimos! A Lucas le gusta la dignidad y la mesura; tiene a raya las excitaciones y expresiones violentas de la pasión.

24b Entonces él se levantó, increpó al viento y al oleaje del agua, y se apaciguaron, y sobrevino la calma. 25 Lue­go les dice: ¿Dónde está vuestra je? Ellos, llenos de temor y de admiración, se preguntaban unos a otros: ¿Pero quién es éste, que hasta manda a los vientos y al agua, y le obedecen?

El poder de Dios se manifiesta en Jesús. Dios es el que sosiega el alboroto del mar, el que apacigua las olas, el que calma el furor de los pueblos (Sal 65,8). Lo que las generaciones pasadas experimentaron de parte de Dios vuelve a reproducirse ahora por Jesús: «Clamaron a Yah- veh en su peligro, y los libró de sus angustias. Tomó el huracán en céfiro, y las olas se calmaron. Alegráronse porque se habían encalmado, y los guió al deseado puerto» (Sal 107,28ss).

En Jesús está presente a los discípulos el poder salví- fico de Dios. ¿Dónde estaba su fe cuando casi desespera­ban? Él los había enviado al lago; él es el dueño que les había confiado aquel trabajo y él permanecía con ellos. Quieren pasar el lago. Cuando su palabra lo ordena, deben tener valor, pues el poder de Dios está en él. En este sen­tido, toda epifanía de Dios quiere aportar paz y alegría. Jesús es la aparición de Dios en los últimos tiempos y lleva consigo la plenitud de la salvación.

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Los discípulos tienen un presentimiento: se llenan de temor y asombro. Son presa de un temor reverencial. Sólo se preguntan unos a otros. El viento y las olas le obedecen. Él es Señor y Maestro. Pero ¡qué Señor! ¿Qué señor de este mundo es capaz de imponer obediencia a la naturaleza desencadenada? Sólo Dios le manda con au­toridad, y ella obedece. ¿Quién es Jesús?

b) El endemoniado de Gerasa (8,26-39).

26 Arribaron a la región de los gerasenos, que está en la ribera opuesta de Galilea. 27 Y apenas él saltó a tierra, le salió al encuentro, procedente de la ciudad, un hombre que estaba poseído por demonios y que desde hada bas­tante tiempo no se cubría con vestido ni vivía en casa alguna, sino en los sepulcros.

El acontecimiento tiene lugar en la ribera situada frente a Galilea, en el país de los gerasenos, en tierra de gentiles, en la zona que está en poder de los demonios. Allí han de ser iniciados los discípulos en los misterios del reino de Dios, en el poder de Jesús sobre los demonios. Jesús no despliega su acción en tierra pagana; se limita a curar a un endemoniado. En esta excursión tienen que abrirse los ojos de los discípulos, de modo que comprendan que no puede hacerle resistencia ni siquiera el poder reu­nido de los demonios, en su misma zona de influencia de las colonias paganas.

El horror de los poderes demoníacos se hace visible en el poseso. Éste tiene demonios que lo llenan, lo impul­san, lo dominan. En él sofocan todo sentimiento humano normal. El poseso no lleva vestidos, no vive en casa al­guna, no tiene morada; como no tiene paz ni sosiego, anda

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por las grutas sepulcrales, rehuye la sociedad humana, la vida; vive intencionadamente allí donde a otros les in­vade el terror, donde la muerte está en su casa.

28 Cuando vio a Jesús, se echó a sus pies y dijo a grandes gritos: ¿Qué tienes tú que ver conmigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo? Por favor te ruego que no me atormentes. 29a Es que Jesús estaba mandando al espíritu inmundo que saliera de aquel hombre.

Los demonios se rebelan contra Jesús en el poseso, porque saben que tiene poder sobre ellos. Fuerzan al po­seso a echarse a los pies de Jesús. Las reglas mágicas de los antiguos prescriben que se bajen los ojos al acercarse la divinidad, que se mire al suelo para poder ejercer con­tra ella una presión tanto más eficaz. Los demonios lo intentan con la fórmula de conjuro: ¿Qué tienes tú que ver conmigo? No hay nada entre nosotros, vete por tus caminos, nosotros vamos por los nuestros. Gritando su nombre practicaban un exorcismo y tratan de tener a raya el poder de Jesús. Por eso le gritan: Jesús, Hijo del Dios altísimo, y le ruegan e imploran su misericordia: No me atormentes. Recurren al poder supremo de Jesús y al mis­mo tiempo a sus sentimientos humanos. Jesús, visto por los demonios...

29b Porque en muchas ocasiones lo forzaba de tal manera que, aunque lo ataban con cadenas y le ponían grillos en los pies para tenerlo sujeto, él rompía las ataduras, y el demonio lo empujaba hacia lugares desiertos. 30 Jesús le preguntó: ¿Cuál es tu nombre? Él contestó: legión. Porque eran muchos los demonios que habían entrado en él. 31 Y le rogaban que no les mandara irse al abismo. 32 Había por allí, paciendo en el monte, una gran piara de numerosos

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cerdos; los demonios le suplicaron que les permitiera en­trar en ellos, y él se lo permitió. 33 Salieron, pues, de aquel hombre los demonios y entraron en los cerdos; y la piara se arrojó con gran ímpetu al lago por un precipicio y se ahogó.

Una vez más vuelve a describirse la triste condición del endemoniado. A Lucas le gustan los relatos por duplicado. La prepotencia de los demonios se hace visible en el po­der y en la fuerza bruta del poseso. Tiene demonios. Esto parece una cosa anodina. Pero en muchas ocasiones se han apoderado de él los demonios, lo han arrastrado y lo han manejado a su antojo como instrumento inerme de su perniciosa inquietud. En accesos de furor rompe las ca­denas que se le habían echado. Va desolado por los de­siertos. ¿Qué logran los hombres con encadenarlo? ¿Qué puede la custodia humana, qué pueden las tentativas hu­manas de poner en orden la fuerza desencadenada de un hombre endemoniado?

El nombre del demonio revela un poder siniestro: Le­gión. En el ejército romano contaba la legión unos 6000 hombres. No un démonio solo, sino muchos dominan al poseso. La legión es una fuerza organizada, compacta, coordinada, dispuesta al ataque. Las legiones romanas do­minan el mundo mediterráneo. Los demonios forman un reino, el reino contrario a Dios.

Revelando el nombre reconocen los demonios la supe­rioridad de Jesús y abandonan al poseso. Confiesan que Jesús es su dueño, su juez, el Señor que sella su reproba­ción definitiva. Ante él su poder se convierte en impotencia, que sólo es capaz de confesar suplicante su incapacidad.

Tercera prueba del poder demoníaco: La entera pia­ra, poseída por los demonios, se precipita montaña abajo y va a acabar ahogada en las aguas del lago. En la antigua demonología se hace remontar a los demonios la rabia

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de los animales. Los demonios tienen poder, pero un poder puesto al servicio del caos y de la destrucción. El reino de Dios abarca la creación entera. Desde que Satán fue derrotado en la tentación, tiene que reconocer el señorío de Dios sobre el mundo. Los demonios rogaron a Jesús que les permitiera entrar en los animales. Reconocen el se­ñorío de Jesús sobre la creación.

34 Cuando los porqueros vieron lo que había sucedido, salieron huyendo y llevaron la noticia a la ciudad y a los caseríos. 35 Las gentes acudían a ver lo que había suce­dido; llegáronse a Jesús y encontraron al hombre del que habían salido los demonios, sentado ya, vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús, y quedaron llenos de es­panto. 36 Los que lo habían presenciado contaban a los demás cómo el endemoniado había sido curado. 37 Entonces toda la multitud de la región de los gerasenos le pidió a Jesús que se dejara de ellos; pues estaban dominados por un miedo enorme. Entró, pues, en una barca y se volvió.

En el centro de la escena se halla Jesús, y a sus pies, como un niño de escuela, el poseso sanado, que ahora está vestido y ha recobrado la razón. Gracias a Jesús se ha vuelto de nuevo verdaderamente humano. Cuando se im­pone la autoridad a los demonios, se produce orden y gran calma. Jesús es el Salvador, el Redentor, en el que la creación trastornada vuelve a restablecerse y a orde­narse. El orden se manifiesta en el hecho de que el que había estado poseído se sienta a los pies de Jesús y escu­cha su palabra.

El temor reina en torno a Jesús y al que ha sido cu­rado. Los testigos de lo sucedido huyen arrastrados por el miedo y lo cuentan por todas partes. Los que oyeron

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la noticia salieron de la ciudad y acudieron a ver lo que había sucedido. Toda la gente de la región circundante se pone en movimiento, va a donde está Jesús y se ve asaltada de gran temor. La acción de Jesús arrastra olea­das de gente cada vez mayores. Sin embargo, su poder tiene efectos inquietantes: sólo causa temor, nada de es­peranza. El poder de Jesús es inquietante e infunde temor cuando no se le reconoce como Salvador y Redentor por medio de la palabra.

La multitud no quiere tener nada que ver con el mo­lesto huésped que se impone como señor sobre todo lo que hay de inquietante en los demonios. Durante unos mo­mentos se ha tocado con la mano que bajo el acontecer de este mundo laten otros poderes y otras fuerzas. Ahora bien, el hombre es arrastrado ra esta esfera de lo siniestro y temeroso. «Revestios de la armadura de Dios, para que podáis resistir contra las asechanzas del diablo; porque vuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra... los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los seres espirituales de la maldad que están en las altu­ras» (Ef 6,1 ls). Jesucristo es para nosotros la armadura de Dios.

38 El hombre de quien habían salido los demonios le rogaba que le permitiera acompañarlo; pero él lo despidió diciéndole: 39 Vuelve a tu casa, y refiere todo lo que Dios ha hecho contigo. El hombre se fue y pregonaba por toda la ciudad lo que Jesús había hecho con él.

El hombre que había sido salvado deseaba ser uno de los apóstoles de Jesús, de los que se dice: «Constituyó a los doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a pre­dicar, con poder para arrojar a los demonios» (Me 3,14s). Estar con Jesús es lo esencial del apostolado, y esto es

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lo que desea el que ha sido sanado. En vano lo pidió a Jesús, aunque reiteraba una y otra vez su súplica. La eco­nomía de la salvación exigía aún otra cosa. Jesús lo despidió.

Jesús, sin embargo, no le rehúsa totalmente: Vuelve a tu casa, le dice, y refiere todo lo que Dios ha hecho con­tigo. Todo lo que Jesús le permite, se mantiene dentro de los límites de su actividad personal. Se evita todo lo que pueda hacer suponer misión o encargo de Jesús. Su campo de acción es su casa, su familia; su proclamación se limita a narrar. No debe en absoluto hablar de Jesús, sino solamente de Dios. Sin embargo, el hombre lo con­vierte todo en mensaje de carácter cristiano: su esfera de acción es la gran ciudad; él no se limita a referir, sino que anuncia como los apóstoles, como pregonero, habla de lo que ha hecho Jesús, no de lo que ha hecho Dios. El men­saje cristiano erumpe con fuerza incontenible, incluso en quien se ve todavía contenido por Jesús. Nada está oculto que no se haya de hacer manifiesto. ¿Qué será, pues, cuan­do Jesús haya resucitado y haya sido exaltado, cuando se abran las fronteras que separan de los paganos? ¿Cuan­do los paganos se conviertan en apóstoles? Jesús no sólo vence a los poderes demoníacos que tienen encadenados a los hombres, sino que a los que se ven librados de las cadenas los convierte en pregoneros del reino de Dios y en testigos de su poder sobre los demonios.

c) Poder sobre la enfermedad y la muerte (8,40-56).

40 Al volver Jesús, fue bien acogido por la multitud; pues todos lo estaban esperando. 41 Y entonces llegó un hombre llamado Jairo, que era jefe de la sinagoga, y echándose a los pies de Jesús, le suplicaba que fuera a

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su casa, 42a porque tenía una hija única, de unos doce años, que se estaba muriendo.

El pueblo de Israel aguarda a Jesús y lo acoge; la masa de los paganos lo habían expulsado. A través de la historia de la salvación había preparado Dios a Israel para esperar al Salvador venidero; los paganos carecían de sentido para ello.

Jairo, jefe de la sinagoga, se siente impotente ante el poder de la muerte. Su profundo dolor resuena en pala­bras como éstas; hija única, objeto de todo el cariño del padre, de doce años, en pleno desarrollo, madura ya para el matrimonio, se estaba muriendo. Aquí no puede nada el poder humano. Jesús es la última esperanza del padre. La súplica va acompañada de humilde postración a los pies de Jesús. Le rogó que fuese a su casa, contraria­mente al centurión de Cafarnáum. En Israel está Jesús en su casa.

42b Mientras iba añdando, las gentes lo apretujaban. 43 En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que no había podido ser curada por nadie, 44 acercándose por detrás, le tocó la borla del manto, e inmediatamente cesó su flujo de sangre.

Una vez más comienza el relato recordando la simpa­tía del pueblo por Jesús. Las gentes lo «apretujaban». En el original se usa la misma palabra que cuando se ha­bla de los cardos que ahogan la semilla (8,14). El pueblo había aguardado a Jesús como al gran protector, ahora lo posee; lo ha recibido cordialmente, ahora lo apretuja y casi lo ahoga.

Una vez más se destaca de la multitud una persona que sufre, una mujer. La historia de su enfermedad es triste.

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Hace doce años que sufre. Padece flujo de sangre, por lo cual es ritualmente impura y se ve esquivada por las gen­tes. Ha gastado todos sus bienes en médicos. Nadie ha podido curarla: Terrible palabra: incurable...

La única esperanza que le había quedado era Jesús. No podía como Jairo salir de entre la muchedumbre y presentarse a Jesús, echarse a sus pies y hablarle de su aflicción. Era impura y podía contaminar a o tros01, pues padecía flujo de sangre. Se acercó a Jesús por detrás en medio de aquel gentío y le tocó la borla del mantq. Los judíos debían, conforme a la ley, llevar borlas en el ruedo de sus vestidos, a fin de tener presentes todos los manda­mientos del Señor (Núm 15,38s). Jairo rogó a Jesús que fuera a su casa. Probablemente pensaba que la curación sólo podía efectuarse mediante imposición de las manos. La mujer busca el contacto con Jesús, aunque sólo sea tocando el último extremo de su vestido.

Inmediatamente cesó el flujo de sangre. Así habla el médico. Sin medicamentos, sin palabras, por el mero con­tacto alcanza la mujer lo que durante largos años había intentado en vano el arte de la medicina. Lucas, que era médico, suavizó el juicio tan duro de Marcos sobre los médicos; suprimió lo que había hallado en esta fuente: a pesar de los médicos, no había conseguido ninguna me­joría, sino que más bien iba de mal en peor (Me 5,26). Aunque también él reconoció que en este caso se había mostrado impotente la ciencia médica. Como médico que era pronuncia un dictamen pericial: Inmediatamente cesó el flujo de sangre.

45 Entonces preguntó Jesús: ¿Quién me ha tocado? Como todos negaban haber sido ellos, Pedro le contestó:

01. Ct. Lev 15,19s*.

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NT, I x I, 16

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Maestro, es la multitud la que te oprime y te apretuja. 46 Pero Jesús replicó: Me ha tocado alguien; porque yo me he dado cuenta de que una fuerza ha salido de mí. ^ Cuando la mujer vio que había sido descubierta, se acer­có toda temblorosa y echándose a sus pies, refirió delante de todo el pueblo por qué motivo lo había tocado y cómo había quedado curada repentinamente. 48 Él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz.

Lo que había sucedido ocultamente, lo saca Jesús a la luz pública. Sabe lo que ha tenido lugar. Me ha tocado alguien. Una fuerza ha salido de mí. No es el contacto físico lo que produce la curación, sino la fuerza o virtud de que él dispone. Sólo él lo sabe, no el pueblo, ni tam­poco Pedro. Jesús es maestro y Señor en un sentido mucho más profundo de lo que se figura Pedro. Antes mandó a las olas, ahora manda al flujo de sangre. Los milagros son manifestaciones del poder y del imperio de Jesús; Jesús es maestro que goza de autoridad y de poder.

La mujer que ha sido curada y que se mantenía oculta, sale a la luz pública. Reconoce la proximidad de Dios en Jesús, sabe que no puede seguir oculta, se estremece por temor de lo divino que se había manifestado y se echa a los pies de Jesús. Proclama como obra de Dios lo que le había sucedido, y lo hace en presencia de todo el pueblo. Hasta aquella mujer tímida y retraída, movida por la obra de Dios que había ejecutado Jesús con ella, se con­vierte en pregonera de los grandes hechos de Dios delante del pueblo.

La curación de la mujer no fue debida al hecho de to­car el vestido de Jesús, sino a la fe. Tu fe te ha salvado. La fe es contacto salvífico con Jesús, Salvador y Reden­tor. La mujer es hija gracias a la fe: por ella entra en la casa y en la comunidad de Jesús. Ha hallado la paz, el

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restablecimiento de su salud. Es que la paz es orden. Pero la fe le ha dado una paz de la que la curación de la en­fermedad sólo es imagen externa.

49 Todavía estaba él hablando, cuando llega uno de casa del jefe de la sinagoga para avisar a éste: Ya ha muerto tu hija; no molestes más al Maestro. 50 Pero Jesús, al oírlo, le dijo: No temas; sólo ten fe, y se salvará. 51 Lle­gó a la casa y no permitió que nadie entrara con él, fuera de Pedro, Juan y Santiago, además del padre y la ma­dre de la niña. 52 Todos lloraban y se lamentaban por ella. Pero él dijo: No lloréis más; no ha muerto, sino que está durmiendo. 53 Y se burlaban de él, porque sabían que es­taba muerta.

Ni siquiera la muerte pone límites al poder de Jesús, que está dispuesto a resucitar a la muchacha difunta si el padre está dispuesto a creer. Sólo ten fe, y se salvará. La fe es condición para salvarse. «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo tú y los de tu casa» (Act 16,31).

La resurrección de la difunta quiere reservarla Jesús a un reducido grupo de testigos. Entre ellos se cuentan tres de los apóstoles: Pedro, el primero de los apóstoles, los dos hermanos Juan y Santiago, y además los padres de la muchacha. De la misma manera que el Señor resuci­tado de entre los muertos no se hizo visible a todo el pueblo, sino únicamente a los testigos prefijados por Dios (Act 10,41), así también Jesús quiso hacerse visible como señor de la muerte, no a todos, sino únicamente a testigos especialmente elegidos. En este misterio del reino de Dios no están iniciados todavía ni siquiera todos los apóstoles, puesto que es algo que hace referencia a la resurrección, y a la pasión y muerte de Jesús.

Todos lloraban y se lamentaban. En el entierro aun

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de los más pobres tenía que haber por lo menos dos flau­tistas y una plañidera, que ejecutaran la lamentación por el dijunto. El canto fúnebre se canta alternativamente, acompañado de palmadas al son de panderetas y matracas. La lamentación comenzaba después de la muerte en la casa mortuoria y continuaba hasta la inhumación. Todos lloraban y se golpeaban el pecho en señal de dolor. Jesús hace cesar la lamentación. La niña no ha muerto, sino que está durmiendo. Ve la muerte con los ojos de Dios y ha­bla como boca de Dios. Ante el poder de Dios ha perdido la muerte su poder. Se burlaban de él, porque sabían que estaba muerta. La multitud no paraba mientes en que Je­sús pudiese tener poder sobre la muerte. Sabían que la niña estaba muerta. Según la experiencia humana, la muer­te no devuelve su presa. La multitud reía, se burlaba fun­dada en su saber humano, pero el padre tenía que creer contra toda experiencia humana.

54 Pero él, tomándola de la mano, dijo en alta voz: Niña, levántate. 55 Ysu espíritu volvió a ella y se levantó inme­diatamente; entonces mandó que le dieran de comer. 56 Sus padres quedaron llenos de estupor; pero él les encargó que a nadie dijeran lo sucedido.

El retomo de la vida gracias al gesto y a la palabra de Jesús se describe de tres maneras. El espíritu (el alma) volvió a la niña. En la muerte se separa el espíritu del cuerpo. Jesús dice antes de morir: «En tus manos enco­miendo mi espíritu» (23,46). La niña se levanta; fuerza vital penetra sus miembros. Tiene que comer. El comer convence de la realidad de la vida. Con la resurrección de Jesús sucederá lo mismo que se efectúa en esta niña. Su espíritu retornará, Jesús se levantará y comerá y beberá con sus discípulos.

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El precepto del silencio afecta sólo a los padres, evi­dentemente no a los tres apóstoles que estaban presentes. En cuanto a éstos, es natural que den a conocer lo que estaba oculto. Tienen que anunciar el misterio del reino de Dios, del que forma parte la resurrección de los muertos, la cual tiene su modelo en la resurrección de Jesús.

Jesús ha demostrado su poder frente a poderes ante los cuales se siente impotente el hombre. Ha calmado la natu­raleza alborotada, ha quebrantado el poder de los demo­nios y vencido la fuerza de la muerte y de la enfermedad incurable. Esto sucedió porque en él obraba el poder de Dios; Jesús es la manifestación de Dios en la tierra. Pedro lo llama dos veces Maestro, los demonios lo invocan como Hijo de Dios. Jesús es Salvador y Redentor. Con los tres milagros alcanza el punto culminante de su actividad en Galilea. ¿Qué hay todavía que pueda amedrantar a los hombres, supuesto que crean? Jesús quita el temor a los po­deres hostiles al hombre; a la naturaleza desencadenada, a los demonios desencadenados, y al poder de la muerte. La salvación viene por Jesús. El que cree, goza de su poder salvador. Comienzan a hacerse realidad las espe­ranzas de las bendiciones propias de los últimos tiempos.

3. L a acción de i .os doce (9,1-17).

a) La misión (9,1-6).

1 Convocó a los doce y les dio poder y potestad sobre todos los demonios y para curar enfermedades. 2 Y los envió a predicar el reino de Dios y a curar.

Jesús convocó a los doce. Éstos forman juntos una uni­dad, reunida en torno a él. Jesús quiere extender su acción

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por medio de ellos. Por eso les transmite el poder y la potestad que él mismo posee (4,36). Los envió, como él mismo había sido enviado, a proclamar el reino de Dios y a curar enfermos, como señal de que el reino está pró­ximo. Los apóstoles que lo han acompañado hasta ahora deben en adelante efectuar solos lo que él mismo ha he­cho. La actividad de Jesús se amplía y se multiplica. Aho­ra se inicia ya la separación de los discípulos de su Maestro. Después de la exaltación de Jesús irán los após­toles por el mundo, proclamarán el mensaje de Cristo y realizarán sus poderosas obras salvíficas.

3 Y les dijo: Nada toméis para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis cada uno dos túnicas.

Jesús da órdenes a los apóstoles. Con ellas les retira todo aquello a que no querría renunciar ningún caminante: bastón, alforja, provisiones, dinero, hasta vestidos para cambiarse. Dios, a cuyo servicio están, cuidará de ellos; su único pensamiento debe ser el de su misión. Cuando Jesús, al final de su actividad, los invite a mirar atrás al tiempo de su misión, reconocerán que no les ha faltado nada (22,35). Todavía no se ha producido la separación entre Jesús y el pueblo. Los apóstoles participan de la amable acogida que se dispensa a Jesús mismo (8,40.42).

4 En cualquier casa en que entréis, seguid alojados en ella, y sea de allí vuestra partida. 5 Y si algunos no os reciben, salid de la ciudad aquella y sacudid el pofvo de vuestros pies, en testimonio contra ella.

Jesús da por supuesto que los apóstoles van por las casas y que en ellas desempeñan su misión. Una vez que los acogen en una casa, no deben cambiar a otra. El hués­

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ped que cambia con frecuencia de alojamiento perjudica y se perjudica. Jesús no quiere que sus apóstoles busquen la menor ventaja personal. Sólo debe preocuparles su misión. Ahora bien, la casa en que se hospeden ha de ser un centro de actividad. La palabra de Dios no conoce reposo. Ha impulsado a Jesús a llevar a término su obra, y así ha de impulsar también a los apóstoles.

Los apóstoles no deben perder tiempo con los que no los reciban. Deben abandonar tales ciudades y tratarlas como tratan los judíos a las ciudades paganas. Hay que romper toda relación con ellas. Los judíos solían sacudir el polvo de los pies antes de abandonar tierra pagana y entrar en la tierra santa. La actividad de los apóstoles es juicio. Para las ciudades que los desechen han de ser tes­tigos de cargo. Su actividad es inicio del tiempo final.

6 Partieron, pues, y recorrían todas las aldeas, anuncian­do el Evangelio y curando por doquier.

La actividad de los apóstoles consiste en proclamar la buena nueva. Los enfermos son curados, como señal de que ya se ha iniciado el tiempo de salvación. Lo que Jesús comenzó programáticamente, lo que obró en Galilea, es ahora llevado lejos por los apóstoles. De esta acción por el mundo hablará Lucas en particular. Éste es el marco en que se sitúa la acción salvífica. Los apóstoles recorren tedas las aldeas. Jesús ha actuado en las ciudades, los após­toles llenan con el mensaje de Jesús todas las aldeas y las casas. Todas las aldeas: era un trabajo poco menos que sistemático. La frase termina con la palabra «por doquier». La tierra entera se ve envuelta en la alborada del reino de Dios, llena de proclamación y de virtud salvífica. Por do­quier: tal es el impulso de la palabra del reino de Dios.

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b) Juicio de Herodes acerca de Jesús (9,7-9).

7 Oyó hablar de todos estos sucesos el tetrarca He­rodes y andaba muy perplejo por causa de que unos de­cían: Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos. 8 Y otros: Es Elias, que se ha aparecido. Y otros, en fin: Es algún profeta de los antiguos, que ha resucitado.

La fama de Jesús llega hasta la corte del tetrarca He­rodes Antipas. ¿Quién es Jesús? Esta pregunta se la hacen el pueblo, los cortesanos y el mismo tetrarca. Esta pre­gunta deja perplejo y desconcertado a Herodes.

Los que rodeaban a Herodes obtienen varios informes. Las diferentes opiniones en el pueblo tienen un fondo común: Jesús es el profeta que se aguarda antes de los últimos tiempos. Sin embargo, a lo que parece, nadie se atrevía a afirmar que Dios había suscitado en él un nuevo profeta. Ha resucitado y ha vuelto a aparecer alguno de los antiguos profetas. La creencia popular piensa en un verdadero y maravilloso retorno del profeta con el mismo cuerpo que había tenido en su vida mortal. Se habla de Juan Bautista, cuya predicación había reanudado Jesús, se habla de alguno de los profetas de otros tiempos, final­mente de Elias, que — como se dice— no había muerto, sino únicamente había sido trasladado del mundo y cuyo retorno se aguarda al final de los tiempos.

9 Pero Herodes decía: A Juan lo decapité yo; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? y andaba deseoso de verlo.

Herodes no creía nada de lo que se decía de resu­rrección y de reanimación, ni de reaparición de alguien

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que hubiese sido trasladado. Los filósofos de Atenas se mofaban cuando Pablo les hablaba de la resurrección de los muertos: «Te oiremos hablar de esto en otra ocasión» (Act 17,32), y cuando ante el procurador Festo se defen­dió invocando la resurrección de Jesús, oyó esta respues­ta: «Tú estás loco, Pablo; las muchas letras te han sorbido el seso» (Act 26,24). Herodes reflexionaba fríamente: A Juan lo decapité yo. Así que ya no vive. El que ha muerto, muerto está.

Pero la pregunta está ahí: ¿Quién es Jesús? Las cosas inauditas que ha dicho y hecho reclaman explicación. ¿Có­mo hallarla? Única esperanza: Herodes andaba deseoso de verlo, de presenciar alguno de sus milagros (23,8). Con la experiencia ocular espera poder formarse un juicio defi­nitivo. Quiere ver sus obras, su persona, quiere hablar con él... ¿Basta todo esto para conocer a Jesús? Herodes quiere formarse un juicio sobre Jesús interesarse interior­mente por su reivindicación. El camino para llegar al co­nocimiento de Jesús no es el de la investigación experi­mental, sino el de la fe. Conocer los misterios del reino de Dios, entre los que se cuenta también el portador de salud, es un don de Dios.

c) Regreso de los apóstoles y primera multiplicación de los panes (9,10-17).

10 Regresaron los apóstoles y contaron a Jesús todo lo que habían hecho. Él los tomó consigo y se retiró a solas hacia una ciudad llamada Betsaida.

¿Cómo terminó la actividad de Jesús incrementada por los apóstoles? Salió a la luz la pregunta acerca de Jesús. Produjo inquietud hasta en la corte. Los apóstoles regre-

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san y refieren lo que han hecho. ¿Qué habían logrado? ¿Cómo terminó la actividad en Galilea? Jesús se retiró a solas con los apóstoles. Herodes representaba un peli­gro. Había mandado decapitar a Juan. La exposición de Lucas apunta hacia adelante, al proceso de Jesús. El pue­blo no alcanzó el verdadero conocimiento de Jesús. La más intensa actividad no logró el resultado que se habría podi­do esperar. El fin fue el retiro a la soledad, al borde más extremo de la tierra de Israel, hacia Betania, ciudad al nordeste del lago de Genesaret. Jesús tomó consigo sólo a los apóstoles : estos representaban lo único que podía con­siderarse como un éxito.

11 Pero al darse cuenta de ello la gente, lo siguieron. Él los acogió y les hablaba del reino de Dios, al mismo tiempo que devolvía la salud a los que tenían necesidad de curación.

Hasta entonces había buscado Jesús al pueblo, per­sonalmente o por medio de los apóstoles; ahora le busca el pueblo a él. Antes se decía que el pueblo le acogía, aho­ra acoge él al pueblo. Jesús no interrumpe su actividad. De nuevo habla del reino de Dios y de nuevo realiza cura­ciones. Sin embargo, se observa cierta reserva: curaba a los que tenían necesidad de curación. Pero todo sigue envuelto en la atmósfera luminosa de la infatigable bon­dad del Señor. Acogía amablemente al pueblo. Habla y cura sin cesar, infatigablemente, hasta el caer de la tarde, hasta que va declinando el día. Lo que hacía Jesús era también la primera instrucción sobre el modo como de­ben comportarse los apóstoles con el pueblo al que él busca. 12

12 Comenzaba ya a declinar el díu, cuando se le acer­caron los doce y le dijeron: Despide ya al pueblo, para

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que vayan a las aldeas y caseríos del contorno, a fin de que encuentren alojamiento y comida, pues aquí estamos en un lugar despoblado. 13 Él les respondió: Dadles vosotros de comer. Pero ellos replicaron: No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar alimentos para todo el pueblo. 14 Pues había unos cinco mil hombres. Dijo entonces a sus discípulos: Haced que se sienten por grupos de unos cincuenta cada uno. 15 Lo hicieron así y se sentaron todos.

Se trataba de proporcionar al pueblo en el desierto albergue y alimentos. Como solución de esta dificultad proponen los apóstoles: Despídelos. Se sienten responsa­bles del pueblo. ¿Pero era la verdadera solución la que ellos proponían de alejarlos de Jesús? La verdadera so­lución sólo puede consistir en que el pueblo vaya a Jesús.

Jesús encarga a los apóstoles que se cuiden del pueblo. Dadles vosotros de comer. ¿Pero cómo? Cinco panes y dos peces para cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños... Había otra posibilidad: la de comprar la comida para aquella muchedumbre. ¿Pero cómo reunir los me­dios para ello? Los discípulos se reconocen incapaces de remediar la necesidad. No pueden hacer nada si no inter­viene el Señor. Sólo pueden reconocer su apuro. Pero esto era necesario, pues sólo a los pobres y a los débiles se da el reino de Dios.

Los discípulos tienen que contribuir a la comida mila­grosa. Se les ordena que hagan que la gente se siente en grupos de a cincuenta. Jesús quiere preparar un banquete. A la sazón de la salida de Egipto estaba dividido el cam­pamento israelita por miles, por centenas, por cincuentenas y decenas. «Moisés eligió entre todo el pueblo a hom­bres capaces, que puso sobre el pueblo como jefes de mi­llar, de cincuentena y de decena» (Éx 18,25). La Regla

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de guerra, del mar Muerto, contiene la misma organiza­ción de los destacamentos militares en la guerra santa de los hijos de la luz °2. El banquete pascual que se acercaba exigía agrupaciones de comensales. Se despiertan reminis­cencias del gran pasado del pueblo y también esperanzas para el futuro. La gran muchedumbre que se había pues­to en movimiento, debido también a la predicación de los apóstoles, se reúne ahora y se organiza como comunidad del reino de Dios. Vuelven a repetirse los grandes tiempos del Éxodo; estamos ante los acontecimientos salvíficos de los últimos tiempos.

16 Tomó, pues, los cinco panes y los dos peces, levan­tó los ojos al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y los iba dando a los discípulos para que los sirviesen al pueblo. 17 Comieron todos hasta quedar sa­ciados, y se recogieron, de lo que les sobró, doce canas­tos de pedazos.

Jesús actúa como padre de familia en medio de la gran comunidad que está sentada a la mesa. Como tal, tomó en sus manos los panes y los peces, los bendijo, y partió el pan. Con esta comida reúne como comunidad de comen­sales de los últimos tiempos a la comunidad aunada se­gún el antiguo orden del campamento. Él mismo designó como banquete la comunidad en el reino de Dios (22,30). El evangelista pone de relieve los cuatro actos puestos por Jesús al comienzo de la comida, porque en la comida milagrosa se insinuaba ya la celebración eucarística de la antigua Iglesia con su ritual. Con la comida en el desierto se representa anticipadamente el tiempo de la salvación. Viene a ser realidad en el banquete que celebra el Señor 62

62. 1QS 2,21; CD 13,1.

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con sus apóstoles y que tiene su consumación en el reino que se espera.

Jesús bendijo los panes. Según Lucas no pronunció la acción de gracias sobre el pan, como era costumbre en­tre los judíos, sino que lo bendijo. Así se atribuye a la bendición de Jesús la alimentación de los muchos con aquellos pocos panes. Los discípulos repartieron la comida. Otorgó a los discípulos el que presidieran. Jesús es el da­dor, los discípulos los distribuidores. Todo procede de Jesús; los apóstoles son los mediadores enviados por él. Proclaman la buena nueva, curan enfermos y sacian al pueblo...

Todos quedaron saciados. Los pedazos de pan res­tantes se recogieron en canastos como los que llevaban consigo los soldados romanos como ración alimenticia del día. Cada uno de los doce apóstoles recogió todavía un canasto lleno. La comida no es un alimento que escasa­mente sacia, sino un banquete abundantísimo. Se inicia la exuberancia del tiempo mesiánico. Jesús dio de comer a su pueblo como segundo Moisés — como un Moisés más grande— en el desierto. Con poder y amor preparó una comida y los apóstoles colaboraron con sus servicios.

Con esto alcanza su punto culminante la revelación en Galilea. Jesús es el portador de la salud de los últimos tiempos. ¿Pero fue reconocido como tal?

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IV . E L M E S Í A S S U F R I E N T E (9 ,1 8 -5 0 ),

1. M esía s y sier v o de Y a h v e h (9,18-27).

a) Confesión de Pedro (9,18-20).

18 Estaba él un día haciendo oración en un lugar aparte; y los discípulos estaban con él. Y les preguntó ¿Quién dicen las gentes que soy yo? 19 Ellos le respondieron: Unos, que Juan el Bautista, otros, que Elias, y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado.

Jesús oraba en la soledad antes de situar a los discí­pulos ante grandes decisiones. Así lo hizo cuando la elec­ción de los apóstoles (6,12), así lo hace también ahora que se dispone a iniciarlos en el misterio de su misión (9,18), así lo hará también antes de que asistan a la pasión y muerte de Jesús (22,32s). Cada uno de estos momentos tiene un sentido de formación de Iglesia. La Iglesia está incorporada a la oración de Jesús.

La pregunta de Jesús quiere verificar el resultado de su actividad en Galilea y a la vez sentar las bases para la acción ulterior. La doctrina sobre el reino se concentra en su misión y en su posición en la historia salvífica. Los discípulos conocen también las opiniones del pueblo sobre Jesús, que habían llegado hasta la corte de Herodes. Los discípulos se las enumeran al Maestro. Jesús es tenido por el profeta de los últimos tiempos; representa el retorno de uno de los profetas que habían de preparar para el tiempo final.

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20 Él les dijo: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Pedro, dijo: El Mesías de Dios.

La actividad en Galilea dividió al pueblo y a los dis­cípulos. A los discípulos se dieron a conocer los misterios del reino de Dios. Pudieron presenciar los grandes hechos de Jesús en los que se manifestaba su dominio sobre la naturaleza desencadenada, sobre los demonios y la muerte. Les fue dado cooperar en la milagrosa multiplicación de los panes. Jesús tiene derecho a esperar de ellos un juicio distinto del formulado por el pueblo.

La pregunta que hizo Jesús a los apóstoles, se les había planteado con frecuencia: como pregunta que a ellos mismos se les había ofrecido ya en el asombro y en el sobrecogimiento, y en los títulos que le daban: Maes­tro, Señor, profeta. Hasta aquí han dejado hablar al pue­blo. La pregunta que #ahora se les dirige los sitúa ante una respuesta clara y decisiva. Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Pedro responde en nombre de los apóstoles. Su llama­miento representa en Lucas el comienzo de los llamamien­tos de discípulos. Pedro ocupa el primer lugar en la lista de los apóstoles; juntamente con Juan y Santiago, a los que es antepuesto, ha sido testigo de la resurrección de la hija de Jairo.

La confesión de Pedro designa a Jesús (literalmente) como ungido de Dios, que quiere decir también Cristo o Mesías. El título empalma con la predicción de Isaías: «El espíritu del Señor, Yahveh, descansa sobre mí, pues Yahveh me ha ungido. Y me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos...» (Is 61,1). Jesús es el por­tador del tiempo de la salud, provisto del espíritu de Dios, el que publica el año de perdón del Señor (Is 61,2).

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b) Primer anuncio de la pasión (9,21-22).

21 Pero él, con severa advertencia, les ordenó que a na­die dijeran esto. 22 El Hijo del hombre — añadió — tiene que padecer mucho; será reprobado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y los escribas, y ha de ser llevado a la muerte; pero al tercer día tiene que resucitar.

Jesús prohíbe severamente a los discípulos que comu­niquen a nadie la confesión de Pedro. Es que ésta recla­ma todavía un complemento esencial: el Hijo del hom­bre... ha de ser llevado a la muerte. Jesús no insiste en el título que le ha otorgado Pedro: ungido de Dios. Habla más bien del Hijo del hombre, como él mismo se designa. Este Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, tiene que ser reprobado y llevado a la muerte. Aquí se oye el eco de oráculos proféticos sobre el siervo de Yahveh: «Tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros do­lores» (Is 53,4). «Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores..., ante quien se vuelve el rostro, menos­preciado, estimado en nada» (Is 53,3). «Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muer­to por las iniquidades de su pueblo» (Is 53,8). En este so­meterse a la pasión cumple él los designios de Dios expre­sados en la Sagrada Escritura; por esto debía suceder todo así. El profeta da su profundo significado a esta pa­sión y a esta muerte: es una pasión y una muerte expia­toria; el Hijo del hombre intercede por muchos, por to­dos (cf. Is 53,12). El tercer día resucitará. «Sacado de una vida de fatigas contempla la luz, sacia a muchísimos con su conocimiento. Por eso yo le daré por parte suya mu­chedumbres y recibirá muchedumbres por botín» (cf. Is 53,1 ls).

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El comienzo de la actividad de Jesús en Galilea estaba presidido por el pasaje de la escritura relativo al salvador ungido por el Espíritu (Is 61,1); Pedro vuelve sobre esta profecía aplicada a Jesús. Pero Jesús la completa con Is 53, que habla del siervo de Yahveh que sufre y expía por los pecados de los hombres. La acción y la misión de Jesús se comprende por la palabra de Dios. Como Hijo de Dios es ambas cosas; Salvador de los últimos tiempos y siervo sufriente de Yahveh.

c) Seguir a Cristo en la pasión (9,23-27).

23 Decía luego a todos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. 24 Pues quien quiera poner a salvo su vida, la per­derá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo. 25 Porque ¿qué provecho saca un hombre ganando el mun­do entero si se echa a perder o se daña a sí mismo?

El discípulo de Jesús va en pos de Jesús, sigue a Je­sús. Puesto que él se somete a la pasión y a la muerte, también el discípulo tiene que estar dispuesto a seguir por amor de Jesús el camino de la pasión y de la muerte. Ser discípulo es seguirle en la pasión.

Seguir a Jesús en la pasión consiste en negarse uno a sí mismo y cargar con la cruz. Dado que los discípulos siguen al Maestro que es entregado a la muerte, deben estar dispuestos a no conocerse ya a sí mismos, a decir un no a sí mismos y a su vida, a odiar su propia vida (14,26) y a cargar con la cruz como Jesús63. Más aún, a dejarse

63. «C argar con su cruz» lo entendió seguram ente Le en el sentido de que el discípulo debe estar dispuesto, como Jesús, a tom ar sobre sí ios opro­bios, lo9 dolores y la m uerte que acompañan a la cruz. ¿Cómo se explica en

257NT, Le I, 17

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clavar en la cruz, que entonces se consideraba como la manera más ignominiosa, más cruel y más horrorosa de morir. El seguimiento en la pasión exige prontitud para sufrir el martirio (6, 22).

Al decir que el discípulo ha de cargar con la cruz añade Lucas: cada día. El martirio es cosa que sucede una sola vez, mientras que el seguimiento de Jesús en la pasión debe reanudarse cada día. «Por muchas tribula­ciones tenemos que pasar para entrar en el reino de Dios» (Act 14,22). El que se declara por Jesús, el que vive según su palabra y cumple Ja voluntad de Dios tal como él la proclamó, ha de tropezar con oposición desde fuera y desde dentro. Los hombres odiarán y escarnecerán a los discípulos por causa del Hijo del hombre (6,22). Hay que dar una negativa decidida a las preocupaciones excesivas, a la riqueza y al ansia de placeres, a fin de que no se ahogue la palabra de Dios (8,14).

Jesús da fuerzas para negarse a sí mismo y para car­gar con la cruz. Con lo que parece echarse a perder a sí mismo se logra salvar la vida. Por el camino de la pasión y de la cruz entra Jesús en la gloria de la resurrección. También para los discípulos, después de seguir a Cristo en la pasión viene la gloria de la vida eterna. Una paradoja acuñada por Jesús. Quien pone a salvo la vida, la pierde; sacrificándola, se gana. Quien se aferra desesperadamente a la vida y no quiere perder nada de lo que hace la vida más bella y más aceptable, el que rechaza todo lo que le resulta desagradable, éste pierde la vida en el mundo fu-

labios de Jesús este «cargar con la cruz»? En la predicción de la pasión sólo habló de que le darían muerte. ¿Quería con las palabras dirigidas a los discípulos determ inar más en concreto su muerte violenta como muerte en cruz? ¿O acaso no habló todavía de cruz, sino quizá de «yugo» (M t 11,29), o de una señal de pertenencia (cf. Ez 9,4-6; tau, T ) , m ientras que después de la muerte de Jesús, una vez entendidas mejor las cosas, se puso el té r­mino «cruz»? En todo caso, la antigua litera tura judía no tiene ninguna locución que corresponda a las palabras de Jesús.

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turo y la segura esperanza de salvación. Se salva, no el que quiere ponerse en salvo, sino el que practica la entrega; no se pone en salvo el que se apega nerviosamente al pro­pio yo y a sus propios deseos, sino el que se da. No salva la vida y el propio yo el que lo protege con ansiedad, sino el que se entrega generosamente.

Con un cálculo muy sobrio, en cierto modo mercantil, invita Jesús a su seguimiento en la pasión. El que quiera seguir al siervo sufriente de Yahveh, a Jesús, debe estar pronto al martirio, a muchas tribulaciones, a perjudicarse a sí mismo. Tal seguimiento plantea una decisión. Por un lado está como ganancia la preservación de la vida terre­na y la satisfacción del ansia de gozar, por el otro lado el logro de la vida eterna, verdadera satisfacción del ansia de vivir, en el reino de Dios. El que no quiera seguir al Cristo de la pasión, tampoco podrá entrar en el reino de Dios.

¿Cómo se ha de efectuar la elección? Lo decisivo es la salvación de uno mismo. ¿Qué provecho saca el hom­bre ganando el mundo entero, si se echa a perder a sí mismo? Lucas se sirve de dos expresiones: se echa a per­der o se daña a sí mismo. También adapta estas palabras de Cristo a la vida cristiana de cada día. No todo lo que no puede conciliarse con seguir a Jesús y con su palabra, destruye la vida eterna; algunas cosas sólo la dañan. Aun lo que sólo la daña debe descartarse con serena ponde­ración. 26

26 Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis pa­labras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria, y la de su Padre, y la de los santos ángeles. 27 Os lo digo de verdad: Hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean el reino de Dios.

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El Hijo del hombre vendrá en su gloria, y la de su Padre, y la de ¡os santos ángeles. Vendrá como juez del universo. Jesús mismo es este Hijo del hombre que viene a juzgar. Estas palabras de Jesús sobre el Hijo del hom­bre asocian su anuncio de la pasión y su venida en la glo­ria de Dios, su Padre. Entonces, en el juicio, todo depen­derá de si uno goza o no de la aprobación del Hijo del Hombre, de si el Hijo del hombre lo mira como suyo o más bien se avergüenza de él y lo repudia.

El pensamiento en el Hijo del hombre que ha de venir y que es juez debe dar fuerzas para seguirlo en su camino con la cruz a cuestas. Ahora es Jesús un crucificado, un criminal, un paria, uno que se ve abandonado. Un ciuda­dano romano no podía ser crucificado; la cruz era el cas­tigo de los infames, de los esclavos, de los desertores °4. Quien se declara por este Jesús y hace de su palabra el orden de su vida, cae como Jesús en el oprobio. El hombre se defiende contra la deshonra y la calumnia, por lo cual cae en la tentación de avergonzarse de Jesús y de sus pa­labras, de abandonarlo, de apartarse de él. Jesús quiere, con sus palabras conminatorias, poner en guardia contra la negación y la apostasía. Seguir a Cristo y reconocerlo cubierto de oprobios es lo que salvará en el juicio.

A las palabras conminatorias sigue, en discurso pro- fético, una palabra de promesa de salvación. Jesús es el Hijo del hombre y trae el reino de Dios. El que se de­clare en favor de Jesús y de su palabra, verá y experi­mentará el reino de Dios. Esta promesa es tan cierta, que algunos de los que aquí están presentes no experimentarán la muerte sin que vean el reino de Dios. El reino de Dios está ya aquí (17,21). Con la proclamación de Jesús ha ve- 64

64. Juicio de C ice r ó n sobre la crucifixión: «La pena m ás cruel e igno­miniosa» (V erres v, 64,165); «el castigo más extremo y bajo de la esclavitud» (V erres v, 66,169).

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nido el reino. Sin embargo, todavía no es visible. Con todo, algunos de los discípulos presentes — Pedro, Santiago y Juan— verán en la montaña el reino de Dios en la gloria de Jesús transfiguradoS5. Estos testigos que ven el reino de Dios en Jesús, son para nosotros garantes de que Jesús vendrá, visible para todos, en la gloria de D ios65 66.

2. M a n i f e s t a c i ó n d e i . M e s í a s s u f r i e n t e (9,28-43).

a) Transfiguración de Jesús (9,28-36).

28 Unos ocho días después de estos discursos, tomó consigo a Pedro, a Juan y a Santiago, y subió al monte para orar.

La transfiguración se pone en relación con la confesión de Pedro y el subsiguiente anuncio de la pasión: ocho días después de estos discursos. La transfiguración representa y confirma lo que ha anunciado Jesús. El monte es el lugar de las epifanías de Dios. En el monte de Dios, Horeb, vio Moisés a Dios en la zarza ardiente (Éx 3). Israel vio el monte Sinaí completamente cubierto de humo porque el Señor había descendido a él en el fuego (Éx 19,18).

Para Lucas no tiene importancia dónde está situado el monte de la transfiguración ni cómo se llama. Lo que en cambio le importaba era decir que Jesús subió al monte para orar. Antes de recibir de los discípulos la confesión de Mesías y antes de comenzar la revelación de su pasión

65. E sta antigua opinión, sostenida especialmente por los padres de la Iglesia, fue seguram ente también la idea de los evangelistas, aunque es poco probable que fuera este el sentido primigenio. Lo que con esto quería decir Jesús, es cosa que ignoramos (cf. R . S chnackenburg , Oottes H errscha ft und Reich, Friburgo de Brisgovia *1961, p. 142-144).

66. Cf. 23,42; 2Pe l,l6 ss .

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y muerte, había orado Jesús en la soledad. Ahora que va a hacerse visible aquello de que ha hablado, vuelve otra ver a orar. La proclamación y la manifestación de Jesús supone su oración, la comunión con el Padre. Aquello de que habla a los hombres lo trata primero con el Padre.

Los tres discípulos a los que toma consigo habían sido también testigos de la resurrección de la hija de Jairo. También serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Antes de que lo vean en su angustia mortal les hace el presente de contemplarlo como triunfador del po­der de la muerte. Él tiene poder sobre la muerte de la muchacha; transfigurado, triunfa también de su propia muerte. Sólo elige tres, porque tres testigos son más que suficientes para la prueba de una verdad (Dt 19,15). Pro­bablemente sólo toma a tres para que le acompañen al monte, porque la glorificación de Jesús debe ser un mis­terio de fe hasta su venida gloriosa, como también el re­sucitado sólo apareció a los testigos señalados de antema­no por Dios (Act 10,41).

29 Y mientras estaba orando, el aspecto de su rostro se transformó, y su ropaje se volvió de una blancura des­lumbrante.

El mundo divino se muestra en resplandores de luz. «Tú te cubres de luz como con un manto» (Sal 104,2; ITim 6,16). La gloria de Dios brilla como un relámpago y penetra entera la persona de Cristo, hasta sus vestidu­ras. Jesús se manifiesta como el Cristo de Dios, como ha de venir un día con el poder y el esplendor de un soberano. Lo que confesó Pedro se hace ahora visible.

Dios manifestó a Jesús, mientras éste oraba. Durante la oración vino el Espíritu sobre él en el bautismo. Oran­do muere, y ya comienza a brillar su gloria en la confe-

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sión del centurión. Del bautismo arranca un arco que, pa­sando por la transfiguración, se extiende hasta la resurrec­ción. El camino de la gloria es la confesión de la propia nada en la oración, la cual se experimenta sobre todo en la muerte. En la oración se expresa la prontitud para la entrega a la voluntad de Dios, se sientan las bases para el don de la glorificación por Dios.

30 Y he aquí que dos hombres conversaban con él; eran Moisés y Elias, 31 que, aparecidos en gloria, hablaban de la muerte que había de sufrir él en Jerusalén.

El resplandor de la gloria de Dios envuelve también a los dos hombres que se aparecen y los muestra como figu­ras celestiales. Los evangelistas ven en ellos a Moisés y Elias. De los dos se decían que habían sido trasladados al cielo. Ambos son «profetas, poderosos en obras y en palabras», ambos fueron puestos en estrecha relación con la venida del Mesías: Elias fue preparador del camino del Mesías, Moisés fue su imagen y modelo según el dicho de los doctores de la ley: Como el primer redentor (Moi­sés), así el segundo (el Mesías). Ambos son figuras de la pasión. Los Hechos de los apóstoles presentan a Moisés como siervo de Dios incomprendido y repudiado (Act 7,17-44), Elias se queja ante Dios de que sus adversarios conspiran contra su vida (IRe 19,10). La imagen de Elias asoma ya en la resurrección del hijo de la viuda de Naím, la de Moisés en la multiplicación de los panes para dar de comer al pueblo en el desierto. Las dos grandes figuras del Antiguo Testamento brillan en el resplandor de la glo­ria de Dios, pero ambos tuvieron que pasar antes por el sufrimiento. En ellos se diseña el camino de Jesús: por la pasión a la gloria de Dios, por el destino del siervo de Dios al divino esplendor del Mesías.

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Las dos grandes figuras del Mesías hablaban de la muerte que había de sufrir él en Jerusalén. Ambos con­firman el anuncio de la pasión y de la muerte. El sufri­miento y la muerte forman parte del designio trazado por Dios mismo, hacía mucho tiempo, en la Escritura, en la ley y en los profetas. Tenía que cumplirse en Jerusalén67: la muerte y la glorificación. Allí termina su camino y co­mienza su gloria. La muerte de Cristo en Jerusalén es el punto central de la historia salvífica. Hacia este punto miran los grandes hombres del tiempo anterior, hacia él mira también la Iglesia. La muerte de Jesús en Jerusalén es el comienzo del tiempo final; este, en efecto, lleva a perfección lo que había comenzado en la muerte.

32 Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño. Pero, una vez bien despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que con él estaban. 33 Y cuando éstos se disponían a separarse de él, dijo Pedro a Jesús: ¡Maes­tre>! ¡Qué bueno sería quedarnos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elias. Esto dijo sin saber lo que deda.

¿Hay que ver conexiones entre el monte de la trans­figuración y el monte de los Olivos, en el que la pasión comenzó? En ambos lugares están dormidos los tres dis­cípulos y testigos elegidos, mientras Jesús ora. Cuando «se levantó de la oración, fue hacia sus discípulos y los encontró dormidos por causa de la tristeza» (22,45). En el monte de la transfiguración despiertan y perciben su gloria; en el monte de los Olivos son despertados por el Señor, y a continuación aparece ya el traidor (22,47). El camino de la gloria pasa por el sufrimiento, por la pa­

67. Le 9,51; 13,22; 17,11; 18,31; 19,11; 24,36-53; A ct 1,4-13; 2.

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sión. Sólo los que velan en oración comprenden este ca­mino.

Pedro quiere retener la aparición en tres tiendas. Cuan­do Dios viene al hombre, habita en la tienda. Así sucedía en el desierto cuando Dios moraba con su pueblo en el tabernáculo de la Alianza, y así se dice también en for­ma figurada con respecto al tiempo final: «Aquí está la tienda de Dios con los hombres; y morará con ellos: y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo con ellos estará» (Ap 21,3).

Pedro piensa que se ha iniciado ya el reino de Dios, que ha comenzado ya la era mesiánica, que Dios y sus santos habitan ya en su pueblo, por lo cual es conve­niente que los tres discípulos estén allí. En efecto, ahora podían ellos construir las tiendas. ¡Cómo se reflejan en las representaciones humanas los grandes hechos salvífi- cos de Dios!

El apóstol no sabía lo que decía. Con Jesús ha apare­cido la gloria mesiánica, pero sólo por pocos momentos. Todavía no se puede retener. Antes hay que andar el ca­mino hasta Jerusalén, donde aguarda la muerte. Tampo­co los discípulos pueden todavía retener la gloria, también a ellos les es necesario caminar: tienen que partir a través de la muerte. Esta ley se aplica, no sólo a los tres, sino a todos los discípulos a través del tiempo de la Iglesia. To­davía no podemos retener (Jn 20, 17), sino que debemos seguir caminando con constancia decidiéndonos una y otra vez por la palabra de Dios... 34

34 Mientras él hablaba así, se formó una nube que los envolvió, y quedaron aterrados cuando se vieron dentro de ella. 35 Y de la nube salió una voz que decía: Éste es mi Hijo, el elegido; escuchadlo.

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La nube es señal de la presencia de Dios68 69, que con­fiere gracia o que castiga. Acompaña al pueblo de Dios en su peregrinación por el desierto (Éx 14,20). envuelve al monte Sinaí cuando desciende Dios en la figura del fuego para manifestar su voluntad (Éx 19,16ss). Una nube llenó el templo cuando fue consagrado; en él se posa la gloria de Dios (IRe 8,10ss). El comienzo del tiempo final está acompañado de nubes89. La nube que en el monte de la transfiguración envuelve a Moisés y a Elias manifiesta la presencia de Dios, la gloria divina de Jesús, la anticipa­ción del tiempo final. «Entonces aparecerá su gloria, y asimismo la nube, como se manifestó al tiempo de Moisés y cuando Salomón pidió que el templo fuese gloriosamente santificado» (2Mac 2,8). A los discípulos se ha dado a co­nocer el «futuro de Dios».

Sobre el monte de la transfiguración se alza un nuevo santuario. Dios establece en forma nueva su presencia en­tre los hombres, erige un nuevo templo. Ya no es el tem­plo de Jerusalén el lugar de la manifestación y del culto de Dios, sino Jesús, al que apuntaba el Antiguo Testa­mento. Cristo, que pasando por la pasión y la muerte ha sido glorificado, es presencia, manifestación y centro del nuevo culto divino.

Desde esta nueva tienda de Dios entre los hombres da Dios mismo su revelación y con su palabra declara que Jesús es su Hijo, el elegido. En él se cumple lo que había profetizado Isaías acerca del siervo de Yahveh: «He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la ley a las naciones» (Is 42,1). Los enemigos de Je­sús se mofarán de él junto a la cruz diciendo: «Que se salve a sí mismo, si él es el ungido de Dios, el elegido»

68. Cf. 1,35; Éx 16,10; 19,9.69. Sof 1,15; Ez 30,18; 34,12; J1 2,2.

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(23,35). La voz de los enemigos recusa la reivindicación mesiánica por causa de la pasión. Cristo es el elegido, no sólo en la pasión, ni tampoco sólo a pesar de la pasión, sino precisamente por la pasión. Dios lo ha elegido, lo ha hecho Hijo de Dios y ungido de Dios, porque él va a la gloria a través de la pasión y la muerte.

Escuchadlo. La voz de Dios repite lo que había dicho Moisés sobre el profeta venidero: «Un profeta os susci­tará Dios, el Señor, de entre vuestros hermanos como a mí; lo escucharéis en todo lo que os hable. Todo el que no escuche a tal profeta será exterminado del pueblo» (Act 3,22s; Dt 18,15.19). La ley que promulga Jesús a los tres apóstoles en el monte de la transfiguración reza así: Por la pasión y la muerte, a la resurrección y a la gloria. Ésta es la ley de Cristo, la ley de sus discípulos, la ley de la Iglesia, la ley de los sacramentos y de la vida cristiana.

36 Y al acabarse de oir la voz, encontraron a Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por entonces, a nadie refirie­ron nada de lo que habían visto.

La epifanía dura poco. Encontró a Jesús solo. Jesús, «siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando condi­ción de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6s). Descendió del Padre a Nazaret, después de la epifanía del bautismo se dirigió al desierto, tras la gran revelación en Nazaret fue a Cafarnaúm... estaba solo, in- ccmprendido...

Los discípulos, mientras estuvo Jesús con ellos, no hablaron a nadie de lo que habían visto. Ven el reino de Dios y sus misterios. Pero el mayor misterio es éste: que la gloria del reino se inicia con la muerte de Jesús, que el salvador da la salvación por el camino del sufrimiento.

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¿Quién estaba maduro para soportar este misterio del rei­no de Dios?

b) Curación de un epiléptico (9,31-41 a).

37 Al día siguiente, cuando bajaban del monte, le salió al encuentro una gran multitud. 38 Y de pronto, un hom­bre que estaba entre la multitud se puso a gritar: ¡Maes­tro, fíjate en mi hijo, por favor! Es mi único hijo. 39 Pero un espíritu se apodera de él, y de repente grita y lo agita con violentas convulsiones, haciéndole echar espumarajos, y cuando a duras penas se aparta de él, lo deja todo ma­gullado. 40 He rogado a tus discípulos que lo arrojaran, pero no han sido capaces.

El monte es el lugar de la manifestación de Dios. Al pie de la montaña se halla la masa del pueblo. De Moisés se refiere: «Estuvo Moisés con el Señor cuarenta días y cuarenta noches, sin comer y sin beber, y escribió Yahveh en las tablas los diez mandamientos de la ley. Cuando bajó Moisés de la montaña del Sinaí traía en sus manos las dos tablas del testimonio, y no sabía que su faz se había hecho radiante desde que había estado hablando con Yahveh» (Éx 34,28s). Pero abajo, al pie de la mon­taña se entregaba a la idolatría. Jesús, un segundo Moisés.

De en medio de la multitud grita un padre a Jesús. Le llama maestro. Quiere que Jesús mire a su hijo. Era hijo único, como el hijo de la viuda de Naím (7,12), y como la hija de Jairo (8,42). Lucas, como médico, describe el estado del muchacho con conocimiento de causa y con especial interés (cf. Me 8,18). Los síntomas de la enfer­medad muestran tres fases: El mal espíritu se apodera del muchacho (primera fase), inmediatamente grita por

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boca del muchacho, lo agita de una parte a otra y le hace echar espumarajos (segunda fase), finalmente lo echa al suelo, y el muchacho, después del ataque, está fatigado y magullado (tercera fase). Estos síntomas revelan epilepsia. El médico Lucas no cayó en la tentación de hacer en su evangelio investigaciones de ciencia médica. La enferme­dad es atribuida a demonios. Lucas nos pone en la mano el Evangelio como Evangelio que proclama la salvación sin cuidarse de investigaciones médicas.

Se ha agravado el desamparo del padre y de su hijo, porque no habían hallado remedio ni siquiera donde lo habían esperado. Los apóstoles que no habían subido a la montaña, no habían podido hacer nada a pesar de la fuer­za y poder de que estaban investidos. ¿Por qué?

41 Jesús respondió: ¡Oh generación incrédula y perver­tida! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros y so­portaros? Trae aquí a tu hijo.

La queja de Jesús reproduce la queja de Moisés: «Él (Dios) es la roca. Sus obras son perfectas. Todos sus ca­minos son justísimos. Es fidelísimo y no hay en él iniqui­dad. Es justo, es recto. Indignamente se portaron con él sus hijos, generación malvada y perversa» (Dt 32,4s). «¿Hasta cuándo voy a estar oyendo lo que contra mí mur­mura esta turba depravada, las quejas contra mí de los hijos de Israel?» (Núm 14,27). Jesús está bajo la impre­sión de la transfiguración. El Padre ha revelado su condi­ción de Mesías, lo ha destacado entre todos como a Hijo de Dios elegido, ha hecho llamamiento a creer en su pa­labra. ¿Y con qué se encuentra ahora? Halla a los demo­nios con sus estragos, a los discípulos con su fe flaca, al pueblo incrédulo y torcido (Act 2,40). Jesús, en la gloria y poder de Dios, tiene en su mano el destino del hombre,

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y a la vez se queja de la sordera del pueblo. Él es Hijo y siervo sufriente de Dios. Su camino, al ser incomprendido, podría causarle «hastío» (Me 14,33). Sin embargo, está dispuesto a mostrar misericordia. Trae aquí a tu hijo. Como Hijo elegido y ungido de Dios que es, quiere apor­tar salvación, quiere estar siempre disponible para reme­diar la miseria del pueblo.

42 Cuando éste se acercaba, el demonio lo tiró por tie­rra y lo agitó con violentas convulsiones. Entonces Jesús increpó al espíritu impuro y curó al muchacho; luego se lo devolvió a su padre. 43a Todos quedaron llenos de asom­bro ante el poder admirable de Dios.

El demonio es expulsado, la enfermedad curada, el padre aliviado. En la acción de Jesús se manifiesta la grandeza de Dios. En la montaña de la transfiguración se ha mostrado como un relámpago la majestad y la gloria de Dios; en la miseria de los hombres afligidos se mues­tra su omnipotencia. Los hombres llaman Maestro a Je­sús y confiesan que él pone de manifiesto, hace visible la grandeza de Dios; el Padre en el cielo lo ha llamado ele­gido, Mesías, Hijo de Dios. En la montaña le rodean las grandes figuras de la historia antigua y los tres apóstoles elegidos; abajo, los discípulos de poca fe, la «generación incrédula y pervertida» de los hombres, el muchacho epi­léptico, poseído por el demonio. Gran obra de Dios que envía al elegido, para que se interese por la miseria... El camino de la gloria conduce a Jesús por la miseria y el sufrimiento de los hombres, que él toma sobre sí.

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3. L a v ía d o l o r o s a d e l M e s í a s (9,436-50)

a) Segundo anuncio de la pasión (9,436-45).

43b Mientras todos estaban maravillados de todas las cosas que hacía, dijo a sus discípulos: 44 Grabad bien en vuestros oídos las palabras que os voy a decir: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres.

Todos estaban maravillados de todas las cosas que hacía. Con esto se cierra la actividad en Galilea. Una vez más se cava una profunda zanja entre todos y los discípu­los. Los discípulos no pueden dejarse arrastrar por las es­peranzas del pueblo. No sucederán hechos todavía mayo­res, sino que tendrá lugar la entrega del Hijo del hombre en manos de los hombres; éstos harán con él lo que quie­ran. ¿Quién es el que lo entrega? Dios. Tal es su designio. A través de la admiración general mira Jesús a este de­signio de Dios. En esta profecía de la pasión no se dice nada de la resurrección.

45 Pero ellos no comprendían tales palabras; y eran tan obscuras para ellos, que no captaban su sentido, y sin embargo, les daba miedo de preguntarle acerca de ellas.

Las palabras de la profecía son claras, pero lo que quieren decir es misterioso y oscuro. El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres. El Mesías, que tiene todo poder, será entregado al capricho de los hom­bres. Dios lo ha dispuesto así. «El Señor cargó sobre él (el siervo de Yahveh) la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6). ¿Por qué ha de pasar por la pasión el camino de Jesús a la gloria? ¿Por qué ha de ser este el camino de

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sus discípulos y de su Iglesia? A los discípulos les daba miedo preguntarle acerca de estas palabras, porque en su interior se rebelaban contra la muerte de Jesús, pero sa­bían que Jesús reprobaba tales pensamientos (Me 8,32).

Lucas inserta una explicación en la fuente de que toma estas palabras. Eran obscuras para ellos, de modo que no las comprendían. Dios había echado un velo sobre este misterio, de modo que no podían percatarse de él. Les descubrirá este misterio cuando resucite Jesús. En la ma­ñana de pascua dirán los mensajeros de Dios: «No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de cómo os anun­ció, cuando estaba todavía en Galilea, que el Hijo del hombre había de ser entregado en manos de pecadores y había de ser crucificado, pero que al tercer día había de resucitar. Entonces... recordaron sus palabras» (24,6ss). La humillación de Jesús sólo se comprende por su glori­ficación. El gusto del sufrimiento sólo se halla cuando se ha gustado la glorificación.

b) Seguimiento de Cristo a la luz del anuncio de la pa­sión (9,46-48).

46 Surgió entre ellos la cuestión acerca de quién sería el mayor de todos. 47 Entonces Jesús, penetrando los pen­samientos de su corazón, tomó a un niño, lo puso junto a sí 48 y les dijo: Quien acoge a este niño en mi nombre, es a mí a quien acoge, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me envió, porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es grande.

El ansia de ser el mayor entre los otros, de dominar­los, de disponer de ellos, responde a una inclinación muy arraigada en el corazón del hombre, también en el de los

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discípulos. Estos no expresan lo que les preocupa inte­riormente; el ansia de dominar se tiene escondida o se disimula tras una máscara. Los dominadores de los pue­blos se hacen llamar «bienhechores» (22,25). El hombre no quiere ser entregado en manos de los hombres, no quiere que puedan disponer de él, sino que quiere dispo­ner de los otros y dominarlos. La suerte de Jesús contra­dice a los pensamientos del corazón humano, los discípu­los del Hijo del hombre entregado en manos de los hombres tienen que modificar su modo de pensar y refor­marlo conforme al espíritu de Cristo.

Jesús hace que se le acerque un niño pequeño, que recibe a su lado un puesto honorífico, es antepuesto y preferido a los discípulos. Todas las miradas se fijan en este niño. Jesús ha acogido con honor a este niño y formula la mayor promesa para el que acoja a un niño pe­queño y le dedique sus servicios. El que quiera ser grande, debe ponerse al servicio de los más pequeños. Lo que hace grandes no es dominar, sino servir, servir a los pe­queños, a los despreciados.

Al niño se le debe acoger en nombre de Jesús, en aten­ción a él. Esto no es sólo acto de humanidad, sino tam­bién acto propio de quien es discípulo de Jesús. La humi­llación de uno mismo y el servicio propio de los discípulos de Jesús se efectúa a imitación de aquel que se humilló a sí mismo. El discípulo se entrega en manos de los hom­bres para que dispongan de él, porque Jesús fue entrega­do por Dios y él mismo se entregó.

Grandes cosas se prometen a quien sirva. El servicio prestado al niño es servicio prestado a Jesús, y el servi­cio prestado a Jesús es servicio prestado a Dios. Los pe­queños, Jesús y Dios se ponen en una misma línea; a tra­vés del pequeño se mira a Jesús, a través de Jesús, a Dios. El servicio insignificante, obscuro, prestado a un niño es

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como el de quien acoge y alberga a Dios, y aporta las ven­tajas que concede Dios a quien le alberga a él mismo. El servicio a los más pequeños de la comunidad se convierte en servicio, en culto a Dios. Jesús, por el hecho de entre­garse en manos de los hombres, realiza el culto querido por Dios...

Cuando Jesús es entregado en manos de los hombres, se efectúa esto a fin de que los pequeños, los débiles y los no redimidos sean acogidos y albergados por Dios. El que se apropia los sentimientos de Jesús, no sólo se entrega como siervo en manos de los hombres, sino que logra ser acogido por Jesús y halla albergue y comuni­dad con Dios. Ahora bien, la comunidad con Dios en Je­sús es la Iglesia. «Él (Cristo) constituyó a unos apóstoles; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, para el perfeccionamiento del pueblo santo, para la obra del mi­nisterio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,1 ls).

El que con su servicio al más humilde se constituye él mismo en el más humilde y bajo, ése es verdaderamente grande. El más pequeño entre todos vosotros, ése es gran­de. Jesús, el más grande, que fue entregado en manos de los hombres a fin de que dispusieran de él, trastorna todas las normas. Los pequeños vienen a ser los mayores, los humildes se convierten en señores, los dominadores se hacen esclavos. Esta revolución de los corazones tiene lu­gar en nombre de aquel que, siendo Hijo de Dios, fue entregado en manos de los hombres.

c) Uso del nombre de Jesús (9,49-50).

49 Entonces Juan, tomándo la palabra, dijo: Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu

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nombre y queríamos impedírselo, porque no anda con nosotros. 50 Pero Jesús le contestó: No se lo impidáis, que quien no está contra vosotros, en favor vuestro está.

La respuesta de los discípulos a las palabras de Jesús sobre el servicio es la preocupación ambiciosa por los puestos elevados. Uno de los más allegados a Jesús, Juan, que con frecuencia es nombrado por Lucas juntamente con Pedro y constantemente es antepuesto a su hermano, tampoco entiende las palabras de Jesús acerca del hacerse pequeños. El seguimiento de Jesús, que se entrega en manos de los hombres para servirlos, hace tropezar con nuevas y nuevas sorpresas causadas por las mociones del corazón.

Entre los judíos había gentes que con oraciones expul­saban los demonios de los posesos (exorcistas). Como los discípulos tenían éxito expulsando demonios en nombre de Jesús, uno de aquellos exorcistas intentó expulsar de­monios también en nombre de Jesús, aunque no pertene­cía al grupo de los discípulos. La invocación del nombre de Jesús se demuestra eficaz aun fuera de la comunidad de los discípulos.

El exorcista extraño causa desazón a los discípulos. Consideran su propia posición como una elección que los coloca por encima de todos los demás. Lo que hace el ex­traño lo consideran como algo que merma su grandeza. Ellos quieren dominar, no servir. Se quejan al maestro: No anda con nosotros. Quienquiera que trabaje por Jesús y por su obra, no debe ser impedido, aunque no pertenez­ca al grupo. La elección no debe servir a la ambición y al egoísmo, sino a Jesús y al alivio de los afligidos. El que es elegido para seguir a Jesús, es elegido para servir.

El exorcista extraño no es adversario de los apóstoles, puesto que invoca el nombre de Jesús. Por eso se le debe

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considerar como aliado. No ambición, sino objetividad; no celo por la propia posición, sino promoción de la obra de Jesús: esto es lo que debe inspirar la actitud de los após­toles. El servicio promueve la obra, la ambición la en­torpece.

Jesús se sirve de un proverbio que se había hecho co­rriente desde la guerra civil de los romanos: «Te hemos oído decir que nosotros (los hombres de Pompeyo) tene­mos por adversarios nuestros a todos los que no están con nosotros, y que tú (César) tienes por tuyos a todos los que no están contra ti.» Jesús da razón al dicho de César. El exorcista extraño procede como uno de los discípulos: en nombre de Jesús. Amplía el círculo a que se extiende la acción de los mismos. «En todo caso, como quiera que sea, por hipocresía o por sinceridad, Cristo es anunciado, y de esto me alegro» (Flp 1,18). ¿Cómo puede todavía haber aquí lugar para envidias?

Quien no está contra vosotros, en favor vuestro está. Esta frase de Lucas es algo diferente de la de Marcos: «Quien no está contra nosotros, en favor nuestro está.» Aquí está Jesús unido con los discípulos, en Lucas está separado. La meditación creyente acerca de Jesús se ha hecho más consciente de su elevada superioridad 70. ¿No tenemos necesidad de la doble configuración de la frase? ¿De la unión con Jesús y de la separación reverente? ¿De la proximidad confiada y de la distancia respetuosa?

70. Se habla de una tendencia pedagógica en el evangelio de Lucas. Éste pasa por alto casi todos los pasajes de Me que parecen perjudicar a la dignidad de Jesús: Me 3,20s. (Jesús fuera de sí), Me 13,32 (Jesús ignora el día de la parusía). También se omiten o se modifican los pasajes en que Jesús hace preguntas o recibe informaciones (compárese Me 1,30 y Le 4,38; Me 3,3 y Le 6,8; Me S1,30-32 y Le 8,45s; Me 6,38 y Le 9,13; Me 9,33 y Le 9,47). Tampoco habla Lucas de fuertes manifestaciones de sentimientos humanos: compárese Me 1,41.43 y Le 5,13; descripción de la agonía en el huerto de los Olivos, Me 14,32-42 y Le 22,40-46, etc. J . S c h m id , E l E van­gelio según san Lucas (Comentario de Ratisbona) H erder, Barcelona 1968, p. 30-31.

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La actividad de Jesús en Galilea ha llegado a su tér­mino. El breve relato acerca del exorcista extraño hace que asomen una vez más no pocas cosas de este período. Jesús es reconocido por el pueblo — incluso por el exor­cista judío, que no es su discípulo — como salvador de los poderes demoníacos. El exorcismo, que se efectúa bajo la invocación de Dios, se verifica ahora en nombre de Je­sús. Jesús actúa como profeta de Dios. Es más que pro­feta. Jesús es el Hijo de Dios y el siervo sufriente de Yahveh, que se pone al servicio de los hombres sin cui­darse de su propia honra. ¿Quién puede creer esto? Los apóstoles lo han reconocido como ungido de Dios, pero ¿pueden concebir que sea también el siervo sufriente de Yahveh? Todas las secciones de la actividad en Galilea se han cerrado con la misión apostólica. Tampoco esta sección se cierra de otra manera. La obra de los apóstoles es realizada por uno que no es de los de Jesús, pero que obra en su nombre. El mensaje y la obra de Jesús pugnan por hacer saltar todas las barreras y por poner a todos a su servicio.

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Parte tercera

CAMINO DE JERUSALÉN9 ,51- 10,27

Jesús abandona Galilea y se pone en marcha hacia Jerusalén, donde sufrirá y será glorificado. En este camino se muestra Jesús como maestro profético, que a la vista de su muerte proclama su mensaje, que será confirmado por Dios mediante la resurrección.

En tres pasajes se menciona principalmente el viaje a Jeru­salén. Jesús toma la decisión irrevocable de ir a Jerusalén (9,51). Iba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, enseñando y enca­minándose hacia Jerusalén (13,22). Mientras caminaba hacia Jeru­salén, pasó por Galilea y Samaría (17,11). En Jerusalén se desarrolla la fase decisiva del hecho salvífico; la pasión y la resu­rrección están ligadas inseparablemente. Para expresar esta aso­ciación usa Lucas el término «elevación» (9,51). Con los relatos del viaje (9,51-10,42; 13,22-35; 17,11-19) van asociadas enseñanzas de Jesús (11,1-13,21; 14,1-17,10; 17,20-19,27), que por tener un marco general sin determinación de lugar ni de tiempo, poseen un significado permanente. En el camino hacia su meta muestra Jesús a sus discípulos «caminos de vida» (Act 2,28).

I. E L COMIENZO (9,51-13,21).

1. E l M a e s t r o e n m a r c h a , y s u s d i s c í p u l o s ( 9 ,5 1 - 9 ,6 2 ) .

a) Recusación de alojamiento (9,51-56).

51 Y sucedió que, cd cumplirse el tiempo de su eleva­ción, tomó la decisión irrevocable de ir hacia Jerusalén.

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Dios asignó a Jesús una medida determinada de días en la tierra. Esta medida se va cumpliendo con el flujo del tiempo. La vida de Jesús termina con su elevación 71. La palabra significa ascensión y muerte; precisamente esta ambigüedad es apropiada para expresar lo que aguarda a Jesús en Jerusalén: la pasión y la glorificación, sufrimien­tos y muerte, resurrección y ascensión. Jerusalén prepara a Jesús la muerte, pero, por designio de Dios, también la gloria.

Jesús tomó la decisión irrevocable de ir hacia Jerusa­lén. Nada puede apartarle de este camino de la muerte. «El Señor, Yahveh, me ha socorrido, y por eso no cedí ante la ignominia e hice mi rostro como de pedernal, sa­biendo que no sería confundido» (Is 50,7). Jesús va hacia Jerusalén fortalecido con la fuerza de Dios, como fue for­talecido el profeta cuando le encargó Dios anunciar sus amenazas contra Jerusalén: «Tú, hijo de hombre, no los temas ni tengas miedo a sus palabras, aunque te sean cardos y zarzas y habites en medio de escorpiones. No temas sus palabras, no tengas miedo de su cara, porque son gente rebelde» (Ez 2,6). Jesús sabe también la glorifi­cación que allí le aguarda. Sigue su camino con confianza.

52 Y envió por delante unos mensajeros. Fueron éstos y entraron en una aldea de samaritanos, con el fin de pre­pararle alojamiento. 53 Pero no lo quisieron recibir, por­que su aspecto era como de ir hacia Jerusalén.

Jesús va hacia Jerusalén como profeta y Mesías por medio del cual Dios visita misericordiosamente a su pue-

71. El térm ino del original griego significa «elevación al cielo», conforme al verbo transitivo «elevar» (Act 1,2.11.22; Me 16,19; lT im 3,16; Eclo 48,9; 49,14) y también la m uerte (Salmos de Salomón 4 ,18); el térm ino es equí­voco a la m anera de «glorificación» en J n (cf., por ejemplo, 13,31).

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blo. Por eso se dice en estilo solemne: Envió por delante unos mensajeros, detrás de los cuales va él. Su expedi­ción es camino hacia la gloria, el camino real de la cruz.

El camino más corto de Galilea a Jerusalén pasa por Samaría. Jesús escoge este camino y pone la mira en Je­rusalén.

Los mensajeros tienen que prepararle alojamiento. Je­sús va acompañado de un grupo bastante grande: con él iban los doce, muchas mujeres, cierto número de dis­cípulos, entre los cuales elige los setenta.

Entre los samaritanos y los judíos existían tensiones religiosas y nacionales. Los samaritanos son descendientes de tribus asiáticas, que se asentaron allí cuando el reino del norte, Israel, fue conquistado por los asirios (722 a.C.), y de la población autóctona que se había quedado en el país. Habían adoptado la religión israelita de Yahveh, pero edificaron fin templo propio sobre el monte Garizim y se distinguen de los judíos también en otras muchas cosas (cf. 2Re 17,24-41). Los judíos despreciaban a los samaritanos como pueblo semipagano y evitaban el trato con ellos (Jn 4,9). Entre ambos pueblos hubo repetidas veces fricciones. Cuando oyeron los samaritanos que Jesús se dirigía hacia Jerusalén, despertó la oposición y rehusa­ron el alojamiento a Jesús.

Al comienzo de su camino en este mundo, al comien­zo de la actividad galilea en Nazaret, al comienzo del ca­mino hacia Jerusalén «no había lugar para él en la posa­da». Los caminos de Jerusalén en este mundo terminarán cuando tenga que salir de la ciudad de Jerusalén para ser crucificado, pero esta salida será a la vez el comienzo de su gloria. 54

54 Cuando vieron esto los discípulos Santiago y Juan, le dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos bajar juego del

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cielo para que los consuma? 55 Pero Jesús, volviéndose hacia ellos, los reprendió. 56 Y se fueron a otra aldea.

A Santiago y Juan exaspera la negativa dada a Jesús. Se acuerdan de que Elias pidió que bajara fuego del cielo sobre los que lo despreciaban y el fuego cayó del cielo y los consumió (2Re 1,10-14). Jesús es más que Elias (9,19.30). ¿No se debía castigar este desprecio de Jesús por la aldea samaritana? Están convencidos de que su maldi­ción será escuchada inmediatamente por Dios, puesto que Jesús les ha conferido poder (9,5). ¿Puede Dios tolerar que el Mesias, el Santo de Dios, se vea expuesto al repudio y a la arbitrariedad de los hombres? Los discípulos mues­tran cuánto trabajo les cuesta entender al Mesías sufriente. De todos modos, preguntan a Jesús si han de formular la maldición. La oposición humana contra los sufrimientos del Mesías es vencida por la palabra de Jesús. Sólo ésta puede esclarecer y hacer soportable el misterio del repu­dio del Santo de Dios por los hombres.

Jesús reprende a los discípulos. El reproche se expli­ca en algunos manuscritos con estas palabras añadidas: ¿No sabéis de qué espíritu sois? Los discípulos debían tener los sentimientos de Jesús. Él ha sido ungido para traer a los pobres la buena nueva, a los ciegos la vista... (4,18). El Hijo del hombre no ha venido para perder, sino para salvar (19,10). Los apóstoles son enviados para que salven, no para que destruyan; para que perdonen, no para que castiguen, para que rueguen por los enemigos en el espíritu de Jesús, no para que los maldigan (23,34).

Se fueron a otra aldea. No se dice si era una aldea samaritana o galilea. Lo decisivo no es el camino, sino la meta, no el repudio por parte de los hombres, sino la acogida por Dios, no el alojamiento en este mundo, sino la patria en Dios.

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b) Llamamientos de discípulos (9,57-62).

57 Mientras ellos iban siguiendo adelante, uno le dijo por el camino: Te seguiré a dondequiera que vayas. 58 Y Jesús le contestó: Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.

Este desconocido elige por su cuenta su maestro, al igual que los discípulos de los rabinos. Su decisión de hacerse discípulo de Jesús en el momento en que éste se ve repudiado en su camino hacia Jerusalén, es incondicio­nal y magnánima. Te seguiré a dondequiera que vayas. Ha entrevisto el elemento fundamental del seguimiento exigido por Jesús: la absoluta disponibilidad.

Jesús se encamina hacia su «elevación», hacia su muer­te violenta. Es un repudiado, descartado por los hombres, , sin hogar, un caminante que actúa sin reposo. El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. La condición de discípulo significa comunión de suertes con Jesús. Esto merece consideración. Para el hombre es duro carecer de patria y de hogar, no tener un albergue donde reposar tranquilo. Hasta los animales más inquietos, las zorras y las aves, tienen donde acogerse y lo buscan. «Ninguna zorra acaba al borde de su guarida», reza un proverbio judío.

El discípulo de Jesús debe estar dispuesto a pere­grinar, a ser expulsado, a renunciar al abrigo del hogar.

59 A otro le dijo: Sígueme. Éste respondió: Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. 59 60 Pero Jesús le replicó: Deja que los muertos entierren a sus muertos;pero tú, vete a anunciar el reino de Dios.

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El llamamiento para ser discípulo viene de Jesús mis­mo. Esto es lo corriente. «Llamaba a los que quería» (Me 3,14). «No me habéis elegido vosotros, sino que yo os elegí» (Jn 15,16). El que aquí es llamado está pronto, pero no inmediatamente. Quiere tan sólo acabar todavía lo que tiene entre manos: enterrar a su padre. Enterrar a los muertos es en Israel un deber riguroso. Hasta a los sacerdotes y levitas se les impone en el caso de sus pa­rientes, aunque les estaba severamente prohibido conta­minarse con un cadáver. Este deber dispensa de todos los preceptos que imponía la ley. Parece por tanto plenamente justificado el permiso que pide este hombre.

Sin embargo, Jesús no permite la dilación. Quiere que se le siga incondicionalmente. La respuesta parece falta de piedad, completamente ajena a los sentimientos, poco menos que impía para la religiosidad de los judíos. Jesús explica su negativa con una frase áspera y penetrante: Deja que los muertos entierren a sus muertos. El llama­miento a seguir a Jesús como discípulo lleva de la muerte a la vida. El que no es discípulo de Jesús, que no ha acep­tado su mensaje del reino y de la vida eterna, está en la muerte. El que se ha adherido a Jesús ha pasado a la vida por su palabra del reino de Dios. Dos mundos que no tienen ya nada que ver entre sí.

El discípulo sólo tiene una cosa que hacer: Anunciar el reino de Dios. Esto está por encima de todo. La pro­clamación del reino precede a todo lo demás y no con­siente dilación. Jesús está en camino; su misión de pro­clamar el reino de Dios no sufre verse postergada. Él tiene puesta la mira firmemente en la «elevación». La gloria que le espera lo dispensa de todas las obligaciones de la pie­dad. Más importante es anunciar la vida y resucitar a los muertos en el espíritu que enterrar a los muertos corpo­ralmente.

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61 También dijo otro: Te seguiré, Señor; pero permíte­me que vaya primero a despedirme de los míos. 62 Pero Jesús le respondió: Ninguno que ha echado la mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.

También este tercero, como el primero, se ofrece es­pontáneamente como discípulo. Llama Señor a Jesús y se muestra dispuesto a reconocer el pleno derecho de Jesús a disponer de él; está pronto a seguirle incondicionalmen­te. El primer discípulo quiere seguir a Jesús a dondequie­ra que vaya, el segundo oye el llamamiento de la fuerza que resucita y reanima, el tercero reconoce a Jesús como Señor. El que quiera ser discípulo de Jesús debe ir tras él, debe estar poseído por el llamamiento creador de Dios y ponerse plenamente a disposición de Jesús.

También este tercero que está dispuesto a seguir a Jesús pide que se le haga una concesión. Quiere despe­dirse de los suyos. Pide lo que también Elíseo pidió a Elias: «Déjame ir a abrazar a mi padre y a mi madre, y te seguiré. Elias respondió: Vuélvete, pues ya ves lo que he hecho contigo. Alejóse de Elias, y cuando volvió cogió el par de bueyes y los ofreció en sacrificio; con el yugo y el arado de los bueyes coció la carne e invitó a comer al pueblo, y levantándose, siguió a Elias y se puso a su servicio» (IRe 19,20s). Jesús no exige más que lo que el profeta exigía a su discípulo. No le permite que vaya a despedirse. La proclamación de Dios no sufre «si» ni «pero», reclama desprendimiento de los familiares, des­pego hasta de lo que exige el corazón.

Al discípulo no sólo se le muestra de qué debe sepa­rarse, sino también adonde debe dirigirse. El discípulo debe entregarse completamente a la obra de Jesús, sin reservarse nada para sí. Con un proverbio se muestra grá­ficamente esta plena disponibilidad sin la menor restric-

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ción. El arado palestino es difícil de guiar, y todavía más en la tierra laborable en los alrededores del lago de Ge- nesaret. La faena de arar exige plena entrega a la tarea. La proclamación del reino de Dios sólo puede ser confia­da a aquel que por razón de la comunión de vida con Jesús se separa de la propia familia, se desprende de todo aquello a que antes estaba apegado su corazón y vive en­teramente, sin dividirse, la obra de que se ha encargado. El reino de Dios plantea al hombre la exigencia de la entrega total del pensar y del querer, sin divisiones.

La plena sumisión al Señor es sumisión a la palabra del reino de Dios. A esta palabra sirve el Señor, a la misma sirve el discípulo del Señor. La palabra del reino encierra también la muerte y la gloria de Jesús. Quien vive para esta palabra, debe representarla en su vida y con ésta dar testimonio de la misma. En las tres senten­cias de Jesús se exige una y otra vez que se renuncie a te­ner hogar en este mundo. El hogar ofrece dónde reclinar la cabeza, el hogar está improntado por la piedad con el padre y la madre, el hogar implica abrigo y protección de los que están en su casa. El discípulo de Cristo debe, como Jesús, despedirse, caminar, sin dilación ni interrup­ción, pues Jesús tiene puesta la mira en Jerusalén, donde le aguarda la muerte, pero también la gloria de Dios, donde uno se halla verdaderamente en su casa.

La docilidad y disponibilidad incondicional es la base del seguimiento exigido por Jesús. Ya no se entiende en función de la relación entre maestro y discípulo vigente entre los doctores de la ley. Aquí llama el Señor con omnímoda autoridad, autoridad que no tiene igual, auto­ridad que no poseyó ninguno de los profetas, sino única­mente aquel a quien Dios ha dado todo poder. En los discípulos ha de hacerse visible este Señor; con su segui­miento, su obediencia incondicional y su entrega total dan

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los discípulos testimonio de que Jesús es el anunciador del reino de Dios en los últimos tiempos. Porque el reino de Dios viene con Jesús, y Jesús con el reino de Dios. Lo que exige en concreto esta docilidad y disponibilidad incondicional, lo fija en los tres llamamientos la situación particular y el llamamiento de Dios.

2. M i s i ó n d e l o s s e t e n t a (10,1-24).

a) Designación y misión (10,1-16).

1 Después de esto, designó el Señor a otros setenta y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y lugares adonde él tenía que ir. 1 Y les decía: Mucha es la mies, pero pocos los obreros; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

La misión de los doce va dirigida á Israel. Jesús de­signó además públicamente a otros setenta 72, que fueron enviados también. Para la antigua Iglesia tenía la mayor importancia saber que además de los doce había otro gru­po que tenía encargo misionero. Además de los doce tie­nen también otros el nombre de apóstoles y llevan a cabo la misión de Jesús.

La elección del número setenta hace referencia a los setenta pueblos de que se compone la humanidad según la tabla etnográfica de la Biblia (Gén 10). Jesús y su mensaje llaman a la humanidad. Los doctores de la ley estaban convencidos de que la ley se había ofrecido pri-

72. La tradición textual vacila entre 70 y 72; en todo caso es exacta la referencia a la tabla etnográfica (de que se habla a continuación), pues tam ­bién en Gén 10 existe la misma inseguridad: el texto hebreo dice 70 pueblos, los Setenta leen 72.

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meramente a todos los pueblos, pero sólo Israel la había aceptado. El tiempo final realiza y lleva a término el plan primigenio de Dios.

El Señor designó e invistió a los mensajeros, con lo cual les dio encargo oficial y dio a su misión carácter jurídico. Son enviados de dos en dos, pues tienen que ac­tuar como testigos. Si dos testigos están de acuerdo sobre una cosa, entonces su testimonio tiene plena fuerza y validez jurídica (Dt 19,15; Mt 18,16). Los discípulos van delante del Señor; son sus pregoneros y tienen que pre­parar su llegada. Van por delante de él a todas las ciudades y lugares. Se traspasan los límites de Galilea, pero la acción está todavía restringida a Palestina. Sin embargo, estos límites se borrarán cuando el Señor haya subido al cielo.

La mies es mucha. Los hombres son comparados con una mies que ha de recogerse en el reino de Dios. El campo de misión que tiene delante Jesús en Palestina, es el comienzo de un campo de recolección mucho más vasto, que se extiende al mundo entero. Jesús conoce a los muchos que tienen buena voluntad. Para el grande y apre­miante trabajo hay sólo pocos obreros. Los llamamientos de discípulos han mostrado que hasta en hombres llenos de fervor y de buena voluntad se echa de menos la entrega total.

Dios es el dueño de la mies. Dispone de todo lo re­lativo a la mies. La acogida en el reino de Dios es obra y gracia suya. Él da también las vocaciones de los discí­pulos. Por eso invita Jesús a orar para que despierte Dios en el hombre el espíritu de los discípulos que con entrega total e indivisa ayuden a introducir a los hombres en el reino de Dios. La oración por los obreros de la mies man­tiene constantemente despierta en los apóstoles y discí­pulos la conciencia de haber sido llamados y enviados por

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la gracia de Dios. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (ICor 15,10). «Lo que cuenta no es el que planta ni el que riega, sino el que produce el crecimiento, Dios... Porque somos colaboradores con Dios; y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia que Dios me ha dado... puse yo los cimientos» (ICor 3,7-10).

3 Id. Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. 4 No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; ni salu­déis a nadie por el camino.

Id. Con esto se expresa la misión. Es misión, encar­go de partir, caminar y obrar. El aprovisionamiento es sorprendente. Sencillamente: Id. Lo primero y principal de este aprovisionamiento es el hecho de ser enviados por Jesús mismo, lo cual implica que el poder de Dios también los acompañará y armará.

Se retira a los discípulos todo aprovisionamiento y to­da defensa humana. Son enviados indefensos, como corde­ros en medio de lobos. Israel se conoce como «oveja entre setenta lobos», pero confía también en que su gran pastor lo salva y lo custodia. Los setenta enviados por Jesús son el núcleo del nuevo Israel. A los sufridos e iner­mes se promete el reino de Dios (Mt 5,3ss). Jesús envía a los discípulos como pobres. Cuando no se tiene bolsa, alforja ni sandalias, es uno totalmente pobre. La pobreza es condición para entrar en el reino de Dios (6,20) y dis­tintivo de los que lo anuncian. Los discípulos deben tener constantemente ante los ojos su misión y no dejarse dis­traer por nada. No saludéis a nadie por el camino. La en­trega total a la misión no consiente las complicadas y largas fórmulas de cortesía de Oriente. En Lucas todos los mensajeros tienen prisa: María, los pastores, Felipe (Act 8,30).

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Jesús mismo y los tres llamamientos de discípulos al comienzo del relato del viaje han mostrado ya lo que caracteriza a los discípulos: de valimiento y mansedumbre frente a la hostilidad, falta de hogar y pobreza, entrega total a la misión de anunciar el reino de Dios. Las figu­ras primigenias de este anuncio son Jesús, los doce, los setenta discípulos.

5 Y en cualquier casa en que entréis, decid primero: Paz a esta casa, 6 Y si allí hay alguien que merece la paz, se posará sobre él vuestra paz; pero de lo contrario, re­tornará a vosotros. 7 Permaneced, pues, en aquella casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan; porque el obrero merece su salario. Y no os mudéis de una casa a otra.

El método de misionar es natural y sencillo. Los mi­sioneros van de casa en casa. La misión cristiana se ex­tiende de la casa a la ciudad. Paz a esta casa: esto es saludo y don. El anuncio y la proclamación comienza con defe­rencia y cortesía. Un consejo rabínico reza: «Adelántate en saludar a todos.» La paz que aporta el misionero de la salvación no da sólo salud y bienestar, que es lo que se sobrentiende en el saludo cotidiano «paz», sino el don de la salvación de los últimos tiempos. Los enviados cum­plen la misión de Jesús, de la que se dice: «Tal es el mensaje que ha enviado (Dios) a los hijos de Israel anun­ciando el Evangelio de paz por medio de Jesucristo» (Act 10,36).

Las palabras de saludo producen lo que expresan, si topan con alguien que ha sido elegido por Dios para la salvación, alguien que «merece la paz». El nacimiento de Jesús trae la paz a los hombres, objeto del amor de Dios. La paz se posa sobre aquel que la recibe, como el espíritu sobre los setenta ancianos, a los que lo había co-

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municado Moisés: Descendió Yahveh en la nube y habló a Moisés: tomando del espíritu que residía en él, lo puso sobre los setenta ancianos, y cuando sobre ellos se posó el espíritu, pusiéronse a profetizar y no cesaban» (Núm 11,26). «Los hijos de los profetas, habiéndole visto (a Elíseo), dijeron: El espíritu de Elias reposa sobre Elíseo» (2Re 2,15). La paz y el espíritu son los dos grandes dones saludables de los últimos tiempos. Aun cuando no se en­cuentre nadie que se abra a la salvación y se muestre digno de ella, no por eso carece de eficacia la palabra de salu­do; la paz retorna a los mensajeros. «Por mí lo juro: sale la verdad de mi boca y es irrevocable mi palabra» (Is 45,23). El saludo de paz no es una fórmula vana.

Al don que aportan los predicadores corresponden los hijos de la paz con hospitalidad. La primera casa en que sean acogidos los discípulos, debe ser para éstos como su propia casa. Permaneced, pues, en aquella casa. No os mudéis de una casa a otra. El gran objetivo de los mi­sioneros es el mensaje del reino de Dios. Lo decisivo no debe ser el bienestar personal, el buen trato y los cuidados de la hospitalidad. El que cambia de alojamiento muestra que el valor supremo no es para él la palabra de Dios, sino su propia persona. Perjudica y se perjudica. Desacre­dita a su huésped y se desacredita él mismo. No debe vio­larse la ley sagrada de la hospitalidad.

Los discípulos deben comer y beber de lo que se les ofrezca. No deben preocuparse pensando que molestan indebidamente a quien les da hospitalidad. El quehacer de los enviados no debe verse entorpecido por preocupa­ciones de la tierra. Lo que reciben es justa compensación por lo que ellos aportan: su don es mayor. «El obrero merece su salario» (ITim 5,18). «Si nosotros hemos sem­brado para vosotros lo espiritual, ¿qué de extraño tiene que recojamos nosotros vuestros bienes materiales?» (ICor

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9,11). Pero los discípulos deben también contentarse con lo que se les dé.

* En cualquier ciudad donde entréis y os reciban, co­med lo que os presenten, 9 curad los enfermos que haya en ella, y decidles: Está cerca de vosotros el reino de Dios. 10 Pero, en cualquier ciudad donde entréis y no quieran recibiros, salid a la plaza y decid: 11 Hasta el polvo de vues­tra ciudad que se nos pegó a los pies, lo sacudimos sobre vosotros. Sin embargo, sabedlo bien: ¡el reino de Dios está cerca! 12 Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día que para esa ciudad.

La actividad de los discípulos es misión en las casas y en las ciudades. Una ciudad que los acoge muestra buena disposición. Los discípulos deben realizar aquello para que han sido enviados. Comed lo que os presenten. Los discípulos no deben preocuparse de si los alimentos son cultualmente puros o impuros. Así parece haber entendido Lucas estas palabras, aunque difícilmente sería esta la intención de Jesús. Para la misión entre los gentiles era de gran importancia esta libertad de conciencia T3. La cu­ración de los enfermos que se encargaba a los discípulos debe preparar para la hora de la historia de la salvación que ellos anuncian, debe demostrar en la práctica su po­deroso alborear. Deben proclamar con la palabra eso a que preparan las obras: Está cerca el reino de Dios. El acercarse Jesús es acercarse el reino de Dios. Por eso dice Jesús: «Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (11,20). «El reino de Dios está en medio de vosotros» (17,21). Je­sús mismo es el reino de Dios.

73. Cf. ICor 10,27; Act 15.

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¿Y si una ciudad no acoge a los discípulos? Entonces han de expresar públicamente (por las calles) y solemne­mente su separación y su anatema. Los judíos sacuden el polvo de sus pies cuando vienen de tierra de gentiles y ponen los pies en la tierra santa de Palestina. Con esto se quiere significar que no existe vínculo alguno entre Is­rael y los gentiles. Una ciudad que no acoge a los enviados de Cristo rompe los vínculos que la unen con el pueblo de Dios, desconoce la gran hora que ha sonado: Habéis de sa­ber que el reino de Dios está cerca y que con él se acerca el juicio. Los mensajeros no anuncian que el reino de Dios está presente, sino que se acerca. Todavía es posible dar marcha atrás, pero ésta es ya la última posibilidad.

El que rechaza el anuncio del reino de Dios y así se cierra a Jesús, se atrae la sentencia de condenación. El desenlace de este juicio es más terrible que la condenación que se pronunció contra Sodoma. El juicio sobre esta ciu­dad nefanda ha venido a ser proverbial. La culpa de quien rechaza a Jesús y los bienes del reino de Dios es mayor que la culpa de Sodoma. La proclamación de los men­sajeros de Jesús ofrece la gracia más grande y sitúa ante una decisión de conciencia cuya última consecuencia es la salvación o la sentencia condenatoria.

13 ¡Ay de ti, Corozaín ¡Ay de ti, Betsaida! Porque, si en Tiro y Sidón se hubieran realizado los mismos mila­gros que en vosotras, ya hace tiempo que, sentados, cu­biertos de saco y ceniza, se habrían convertido. 14 Por eso, en el juido habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. 15 Y tú, Cafarnaúm, ¿es que te vas a encumbrar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno serás precipitada!

Las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm for­maban al norte del lago de Genesaret un triángulo, en el

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que se había desarrollado con la mayor intensidad la acti­vidad de Jesús. De ella se destacan los milagros en que se manifestó la virtud divina de Jesús. El centro de gra­vedad de la acción de Jesús estaba en Cafarnaúm. En esta ciudad se reproduce lo que se dijo acerca del rey de Ba­bilonia: «Tú, que decías en tu corazón: Subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas de Dios, elevaré mi trono; me instalaré en el monte santo, en las profundida­des del aquilón. Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo. Pues bien, al sepulcro has bajado, a las profundidades del abismo» (Is 14,13-15). Jesús elevó a Cafarnaúm al rango de «su ciudad» (Mt 9,1). A ella, como a las otras dos ciudades, ofreció Jesús salvación, poder y gloria. Las exaltó y quería darles participación en el reino de Dios. Los milagros que se realizaron en ellas estaban destinados a hacer reflexionar, a hacer re­conocer la voluntad de Dios, a situarla en el centro de su vida, a abrir sus corazones y predisponerlos para la conversión. Pero las tres ciudades dejaron de cumplir lo que exigía la oferta de gracia por Dios. Jesús las amenaza con el juicio. Cuanto más grande era la gracia que se les había demostrado, tanto más se les ha de pedir en el jui­cio final.

Tiro y Sidón, las dos ciudades paganas, que eran con­sideradas como completamente orientadas hacia lo de la tierra 74, no recibieron esta gracia de las ciudades galileas. Jesús sabe que sus habitantes habrían hecho penitencia, cubiertos de saco y de ceniza, si Dios las hubiera visitado con su oferta de gracia. En señal de luto y de penitencia llevaban las gentes una túnica de crin y se sentaban sobre la ceniza o la esparcían sobre la cabeza. Precisamente por­que sabe Dios que otros habrían usado de la gracia muy

74. Léase Is 23,1-11; Ez 26-28.

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de otra manera, por eso juzgará con una medida inexora­blemente justa, a unos con suavidad, a otros con severidad.

Conforme a este castigo que se anuncia a las ciudades galileas puede calcular cada ciudad lo que le sucederá si repudia a los enviados de Jesús. Éstas palabras las pro­nunció Jesús al abandonar Galilea, donde había trabajado en vano. Lo que había de ser salvación se convierte en sentencia de condenación, porque no se prestó atención al llamamiento a la conversión. La amenaza de castigo formulada por Jesús y sus enviados es un último llama­miento de Dios dirigido al duro corazón humano.

16 Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; pero quien me desprecia a mí, desprecia a aquel que me envió.

El enviado es como el que lo envía. En los enviados viene Jesús, y en Jesús viene Dios. La palabra que pro­nuncian los enviados, la pronuncia Jésús, y la palabra de Jesús la pronuncia Dios. Aceptación o repudio de la palabra de los enviados es aceptación o repudio de la pa­labra de Jesús, aceptación o repudio de la palabra de Dios. «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió» (Mt 10,40). «El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo envió (Jn 5,23).

Entre los enviados, Jesús y Dios existe una cadena cuyos eslabones no se pueden separar. Jesús es el media­dor. Para su mediación con el pueblo se sirve de los en­viados. El hombre es conducido a la salvación por me­dio de hombres. Cristo se reveló a Saulo, que, sin embargo, recibió este encargo: «Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer» (Act 9,6). También él es enviado al mediador humano, aunque no se menciona a

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este por su nombre, pues lo que importa no es el men­sajero, sino la palabra anunciada. Los mensajeros son «servidores de la palabra» (1,2). Entre oir y desoír, o des­preciar, no se da término medio. Nadie puede permanecer indeciso frente a la palabra de Dios. El que no está en favor de Jesús, está contra él. El que no oye la palabra, no la acepta y no la obedece, la desprecia.

b) Regreso (10,17-20).

17 Volvieron, pues, los setenta llenos de alegría dicien­do: ¡Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nom­bre! 18 Él les dijo: Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo.

De todo lo que experimentaron los setenta en su viaje de misión, sólo destacan una cosa: el poder sobre los poderes demoníacos. Hasta los demonios nos obedecen. No sólo las enfermedades se les sometían, no sólo los hombres obedecían la palabra de Dios; el colmo era la sumisión de las fuerzas satánicas. Volvieron llenos de alegría, porque habían experimentado el reino de Dios, que se había iniciado con Jesús. Los discípulos interpelan a Jesús con el nombre de Señor; al pronunciar su nombre habían recibido señorío sobre los demonios. Gracias al Señor alcanza el poder de los enviados hasta el mismo reino de los poderes y potestades que ejercen invisible­mente su influjo pernicioso sobre este mundo. El poder de Jesús y de sus discípulos domina no sólo sobre lo te­rreno, sino también sobre la esfera que influye en la de­terminación del curso de lo terreno.

En las expulsiones de demonios practicadas por los discípulos se hace visible el triunfo del reino de Dios

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sobre los poderes satánicos. Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo. En las expulsiones de demo­nios veía constantemente Jesús que había quebrantado el poder de Satán. ¿Cuándo sucedió esto? De esto no dice nada la palabra. Pero sí da a entender que es imponente el triunfo sobre Satán. La exposición recuerda las pala­bras de Isaías sobre la imponente caída de Nabucodonosor, rey de Babilonia. «Tú... dominador de las naciones... al sepulcro has bajado, a las profundidades del abismo» (Is 14,12.15). Esta victoria sobre Satán es fruto de la muerte de cruz de Cristo y de su glorificación: «Éste es el mo­mento de la condenación de este mundo; ahora el jefe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31). Es posible que Lucas pensara en las tentaciones en que fue derrotado el demonio. Con esta victoria de Jesús quedó sacudido para siempre el poder de Satán, aunque todavía no defini­tivamente. Definitivamente quedará despojado de su poder en el tiempo final, pero ya ha comenzado lo que era la gran esperanza del tiempo final: «Entonces aparecerá su reino en toda su creación, y entonces se acabará con Satán y se quitará la tristeza» 75.

19 Mirad que os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones, y contra toda la fuerza del ene­migo, sin que nada pueda haceros daño. 20 Sin embargo, no os alegréis de eso: de que los espíritus se os sometan; sino alegraos más bien de que vuestros nombres están ya inscritos en los cielos.

También los doce toman parte en el triunfo de Jesús sobre Satán; lo que se aplica a los doce quiere extenderlo Lucas también a los setenta, a todos los que colaboran en

75. A s s u m p t io M o y s is 10,1.

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la obra de Jesús. Tienen poder sobre serpientes y escor­piones. Precisamente estos animales taimados, que cons­tituyen una amenaza para la vida, se consideran en la Bi­blia y en el lenguaje influido por la Biblia, como instru­mentos de Satán. El Salvador que se espera salvará de serpientes y de escorpiones, y de malos espíritus. El Me­sías, protegido por el ángel de Dios, camina sobre víboras y áspides y huella al león y al dragón (Sal 91,13). Cuando envió Jesús a los doce les dio también participación en este poder; de esta investidura les queda como resultado permanente el no estar ya a merced del poder de Satán, sino bajo la soberanía de Dios.

Lo que se dice sobre el poder de caminar sobre ser­pientes y escorpiones se amplía con la explicación que sigue: Los doce tienen poder contra toda fuerza del ene­migo. Satán utiliza su fuerza para dañar a los hombres; su hostilidad no puede ya dañar, una vez que asoma el reino de Dios. Hay aquí un poder más grande y más fuerte. ¿Qué puede, pues, ya dañar? El canto triunfal de san Pablo tiene aquí su explicación: «Sin embargo, en todas estas cosas vencemos plenamente por medio de aquel que nos amó. Pues estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni potestades, ni altura ni profundidad, ni ninguna otra cosa podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,37-39).

La inauguración del reino de Dios es un motivo de gozo todavía más profundo que el poder sobre los malos espíritus y el quebrantamiento del señorío de Satán. Para los discípulos, la suprema razón de alegrarse es su elec­ción y predestinación a la vida eterna. Las ciudades de la antigüedad tienen listas de ciudadanos. El que está ins­crito en la lista goza de todas las ventajas que ofrece la ciudad. También en el cielo, donde se representa la mo­

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rada de Dios, se imaginan tales listas de ciudadanos, en las que están inscritos los elegidos de Dios; seguramente se identifican con lo que se llama el libro de la vida 7G. El motivo de alegría que está por encima de todo es el hecho de poder participar en el reino de Dios, de alcanzar la vida eterna y de estar en comunión con Dios.

c) Júbilo de Jesús (10,21-24).

21 En aquel momento, Jesús se estremeció de gozo en el Espíritu Santo y exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así lo has querido tú.

Con el retorno de los discípulos y con el relato del mismo están asociadas una acción de gracias (10,21), unas palabras de revelación (10,22), y una fórmula de felici­tación (10,23). En el mismo momento en que regresaron los discípulos se estremeció de gozo Jesús. Estaba pene­trado del júbilo del tiempo final y del tiempo de sal­vación que se anunciaba en la victoria sobre Satán y en la comunicación de la vida eterna. Jesús, portador de la salvación, fue ungido por el Espíritu, por lo cual salta de gozo y ora en el Espíritu Santo. Su oración es debida al influjo del Espíritu Santo; así oran Zacarías (1,67), Isabel (1,41) y María (1,47). La vida de Jesús está soste­nida por el Espíritu. «Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom 8,14). En calidad de Hijo de Dios pronuncia Jesús su acción de gracias, su revelación y su fórmula de felicitación. 76

76. Sal 69,29: «Sean borrados del libro de la vida, no sean inscritos entre los justos»; cf. Éx 32,52s; Is 4,3; 56,5; D an 12,1; Ap 3,5; 13,8, etc.

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La oración de acción de gracias comienza con una in­terpelación y termina con un encarecimiento. En el medio se halla el motivo de la acción de gracias.

La interpelación contiene alabanza de Dios y acción de gracias. Jesús alaba a Dios y con ello le da gracias. Reconoce interiormente la disposición divina y, alabando a Dios, expresa la unidad que reina entre su voluntad y la divina.

Yo te bendigo: te doy un sí con todo mi corazón. La acción de gracias y la alabanza de Dios se realiza de la mejor manera en la entrega a la voluntad de Dios.

Todas las oraciones de Jesús que nos han sido transmi­tidas por la Escritura comienzan con la invocación: Pa­dre. Esta palabra responde al arameo abba (Me 14,36), palabra balbuceada por los niños pequeños cuando se di­rigían a su padre. Jesús habla en singular intimidad con Dios, su Padre, pues regularmente nadie osaba decir abba a Dios, aunque también se le llama Padre (ab). A la in­vocación llena de confianza se añade el calificativo ma­jestuoso de Señor del cielo y de la tierra. . Dios creó el universo entero, y así dispone del universo entero. La confianza y la reverencia son los pilares de la oración.

Dios ha ocultado y ha revelado. El motivo principal de la alabanza no es el haber ocultado, sino el haber re­velado. Pero Dios oculta también por el hecho de no revelar a todos ¿Qué es lo que ha revelado y ocultado? Los misterios del reino de Dios (8,10), la inauguración del reino de Dios en Jesús, la victoria sobre Satán, la elección para el reino de Dios... Dios ha ocultado esto a los sa­bios y entendidos y lo ha revelado a los menores sujetos a tutela, a los ignorantes, a los que no son nadie. En tiempos de Jesús eran los sabios y los entendidos los doc­tores de la ley, que se designaban como sabios y pruden­tes; los menores, sujetos a tutela, eran los que formaban

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parte del «pueblo maldito», de la hez de la tierra, que no tenían el menor conocimiento de la ley, eran ignorantes y, por tanto, ni siquiera se recataban del pecado. Así, un doctor de la ley del tiempo de Jesús decía: «Un igno­rante no teme el pecado, y un am ha arez (uno que no conocía la ley a la manera de los doctores de la ley) no es piadoso.» La primitiva Iglesia hubo de experimentar que persistía esta elección de Dios en cuanto a revelar y a ocultar. En Corinto no pertenecían a la Iglesia muchos ricos, sabios y de alta alcurnia, sino los pobres, los necios, los plebeyos, los que no eran nada en este mundo (ICor 1,26ss).

Jesús alaba y bendice a Dios por el plan salvífico según el cual da la revelación del reino precisamente a los pobres. Por el hecho de que estos aceptan el mensaje de Jesús, se cumple lo que se le había prefijado como programa de su vida: «Anunciar la buena nueva a los pobres» (4,18).

La oración de acción de gracias vuelve al comienzo con encarecimiento. Sí, Padre: con esto se resume gozosa­mente lo que se había expresado hasta aquí. Jesús no revoca nada, sino que ratifica el designio de Dios con su voluntad, alabanza y acción de gracias. Así lo has querido tú.

El designio de Dios, que está fundado en su voluntad, en su beneplácito, decide el querer de Jesús. Toda ver­dadera oración termina con un sí a la voluntad de Dios, en la victoria de la voluntad de Dios sobre la voluntad del orante, en la entrega al beneplácito de Dios. Cuando Jesús da un sí al designio salvífico de Dios, que no elige a los sabios y entendidos, a los fuertes y poderosos, sino a los ignorantes, débiles y pequeños, da también un sí a la cruz. Su mira está puesta en Jerusalén, donde le aguarda su «elevación». No busca nada, sino el beneplácito de Dios.

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22 Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo.

La oración empalma con las palabras de revelación. Jesús habla de su relación con Dios. Todo le ha sido con­fiado por el Padre. Le ha sido confiado lo que él anuncia. Lo que Dios ha confiado a Jesús, no es sólo la palabra, puesto que con la palabra está asociada la acción y el poder. Como Hijo del hombre que es, todo le ha sido con­fiado por Dios: todo poder, todos los reinos de este mun­do, todos los hombres. «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Lo que Satán había ofre­cido a Jesús en la tentación, se lo confía el Padre, porque dice sí a su voluntad. El Padre ama al Hijo, y todo lo ha puesto en sus manos (Jn 3,35). La relación de Jesús con el Padre es la relación de Hijo a Padre. Como el Hijo lo ha recibido todo del Padre, de la misma manera Jesús lo ha recibido de Dios.

Jesús y el Padre están en la más estrecha comunión. Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo. Cuando nosotros conocemos a alguien, pensamos en él, recibimos su influencia, y él recibe la nuestra: recibimos de él y le damos, estamos en comunión con él, comunión que marca la existencia por ambos lados. Que el Padre conozca al Hijo y el Hijo al Padre se debe a que el Padre y el Hijo viven en la más íntima comunión. Jesús y Dios se conocen recíprocamente: el Padre conoce quién es el Hijo, y el Hijo, quién es el Padre. La vida consciente del Hijo está marcada por la co­munión con el Padre, como la vida del Padre lo está por la comunión con el Hijo. Dado que nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y nadie conoce quién es el Padre, sino el Hijo, la comunión entre Padre e Hijo es

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única y exclusiva. Es una comunión singular, en la que nadie puede tener participación fuera del Padre y del Hi­jo. Lo que se dice acerca de esta comunión recíproca entre Jesús y Dios, se expresa por la relación de Hijo a Padre. También esta se da entre Jesús y Dios de una forma que no se repite entre otro hombre y Dios. Lo que expresa esta «perla» de todas las aserciones de Cristo sobre la relación de Jesús con Dios, se halla con frecuencia for­mulado en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el buen pas­tor: yo conozco las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí, y yo conozco al Padre» (Jn 10,14s). El Padre conoce al Hijo, y el Hijo conoce al Padre, porque todo lo que Cristo llama suyo es también del Padre, y lo que es del Padre, es también suyo: «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y así soy yo glorificado» (Jn 17,10). Jesús y el Padre son «uno» (Jn 10,30).

También conoce quién es el Padre aquel a quien el Hijo quiere revelárselo. Jesús tiene también poder para dar participación en su propio conocimiento del Padre. El Hijo puede revelar este conocimiento a quien quiere revelárselo. Por sí mismo no puede el hombre tener este conocimiento. Cuando Jesús revela a una persona que Dios es el Padre de Jesús, y lo hace en forma singularí­sima y en la más íntima comunión, entonces le da también participación en la comunión en que él mismo vive con el Padre, le da participación en la vida eterna. «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti y al que tú enviaste» (Jn 17,3). El poder que se ha dado a Jesús lo utiliza él para otorgar el conocimiento del Padre y con ello dar vida eter­na (Jn 17,2). La oración de Jesús es una eflorescencia del conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, diálogo que procede de este conocimiento, júbilo del alma por esta mutua comunión de conocimiento. Aquel a quien Jesús revela quién es el Padre, llega a una oración semejante,

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que es un clamar «abba» (Rom 8,15; Gál 4,6), que es una exuberancia del conocimiento de fe y proviene del fondo de la comunidad de don con el Padre y el Hijo. El fondo más íntimo del que brota el diálogo del alma con Dios es la unión con él según el arquetipo de la unión de Jesús con Dios, del Hijo con el Padre.

23 Y vuelto hacia sus discípulos, les dijo a solas: Di­chosos los ojos que ven lo que estáis viendo. 24 Porque yo os digo: muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oir lo que vosotros estáis oyendo, y no lo oyeron.

Sólo a los discípulos reveló el Hijo quién es el Padre. Los inició en su singularísima relación con el Padre. La entera historia salvífica aguardaba la satisfacción de este anhelo. Los profetas miraban y escudriñaban sólo desde muy lejos qué nos es aportado por la salvación y quién es el que nos la trae. La soberanía de los reyes era caduca y perecedera, imperfecta y limitada; ellos miraban al rey cuya soberanía no tiene límites. Los profetas eran porta­dores de la palabra divina, los reyes eran administradores del poder divino. Jesús reúne en sí a ambas prerrogativas, la palabra y la autoridad, la palabra llena de autoridad.

Dichosos los ojos que ven lo que estáis viendo. Los discípulos deben ser y permanecer conscientes de la gra­cia de que Dios les haya revelado el conocimiento del Mesías y el comienzo del tiempo de salvación. En estas palabras resuena también el júbilo de la Iglesia primitiva, que transmitió estas palabras, porque ella misma estaba pe­netrada del gozo del don de la fe. A los pequeños y a los ignorantes se reveló lo que se negó a los sabios y a los en­tendidos. Los discípulos son dichosos porque son peque­ños y pobres.

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Oir lo que vosotros estáis oyendo. Sólo ver no basta. Al ver debe añadirse el oir. Sólo se puede ver debidamente a Jesús cuando se oye lo que dice sobre él la revelación. Ver los acontecimientos históricos y oir lo que la revela­ción de Dios dice sobre ellos: esto es lo que da al cris­tiano el verdadero conocimiento que proporciona gozo.

3. O bras y palabras (10,25-42).

Jesús va por el país dispensando beneficios y anunciando la palabra de Dios. Los discípulos sólo están pertrechados con el amor al prójimo, que se extiende al mundo entero (10,25-37), y en la palabra, que se recibe escuchando a Jesús.

a) Amor al prójimo (10,25-37).

25 Entonces se levantó un doctor de la ley que, para tentarlo, le pregunta: Maestro, ¿qué debo hacer para he­redar la vida eterna? 26 Él le contestó: ¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Cómo lees tú? 27 Y él le respon­dió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo. 28 Jesús le dijo: Bien has respondido; haz esto y vivirás.

Jesús ha hablado de la victoria sobre Satán, los dis­cípulos mismos han experimentado el reino de Dios, sus nombres están inscritos en las listas de ciudadanos del cie­lo, son llamados dichosos porque están viviendo el tiem­po de la salvación: nada más normal que preguntar qué hay que hacer para entrar en la vida eterna. Asunto serio, cuestión candente, que el rico planteó a Jesús (Me 10,17) y que dirigían a los doctores de la ley sus discípulos.

305N T, Le X, 20

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«Rabí, enséñanos los caminos de la vida, para que por ellos alcancemos la vida del mundo futuro» 77 78.

El doctor de la ley preguntó a Jesús para tentarlo. Lo interpela como maestro y doctor, y quiere probarlo y ver qué puede responder a su pregunta candente. Hace la pregunta como la hacían los judíos y pregunta por las obras. Las obras exigidas por la ley, salvan; lo que se tiene en cuenta son las obras, no la actitud interior. ¿Qué obras y qué preceptos son los que importan? Los doctores de la ley hablaban de seiscientos trece preceptos (doscientos cuarenta y ocho mandamientos y trescientas sesenta y cinco prohibiciones).

La respuesta a la pregunta del doctor de la ley indica la ley misma, la ley escrita de la Sagrada Escritura. Jesús halla la respuesta en la ley, en la que se da a conocer la voluntad de Dios. La ley muestra el camino para la vida eterna. Los doctores de la ley habían tratado de compen­diar los mandamientos y prohibiciones tan numerosos, re­duciéndolos a unas cuantas leyes. Un medio de lograrlo era la «regla áurea»: Lo que a ti no te agrada, no lo hagas a tu prójimo; esto es toda la ley, todo lo demás es ex­plicación (rabí Hilel, hacia el año 20 a.C.). Otro doctor de la ley indicaba el precepto del amor al prójimo (Lev19,18). El doctor de la ley que interrogó a Jesús resumía toda la ley en los mandamientos del amor de Dios (Dt 6,5) y del amor del prójimo (Lev 19,18), al igual que Jesús (Me 12,28). Esta manera de compendiar la ley no debía de ser conocida para el judaismo del tiempo de JesúsTS. Jesús da la razón al doctor de la ley por hallar compendiada la ley en estos dos mandamientos. Las ver­

77. B il l e r b e c k i , p. 808.78. E n el Testamento de los doce patriarcas (escrito judío no exento de

añadiduras cris tianas), Testamento de Isacar 5,2, se dice: «Amad sólo al Señor y a vuestro prójimo.»

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dades de la revelación necesitan ser compendiadas y pre­sentadas sistemáticamente a fin de que sirvan para la vida religiosa.

El precepto del amor a Dios (Dt 6,5) con entrega de todas las potencias del alma a Dios, con una existencia dedicada a él sin reserva, era formulado diariamente ma­ñana y tarde por los judíos del tiempo de Jesús en su profesión de monoteísmo. Este precepto liga al hombre con Dios hasta en lo más profundo de su ser. Con este precepto está asociado el precepto del amor al prójimo (Lev 19,18). El amor a uno mismo se presenta como me­dida del amor al prójimo.

Con esto se dice mucho. La actitud fundamental del hombre debe ser el amor. El hombre que cumple la vo­luntad de Dios y corresponde a su imagen, no es el que piensa únicamente en sí sino el que existe para Dios y para el prójimo. Dios es el centro del hombre, pues lo ama con toda su alma y con todas sus fuerzas. El amor a sí y el amor al prójimo está absorbido por esta entrega total a Dios. En el amor del prójimo se ha de expresar el amor a sí mismo y la entrega a Dios.

Todas las leyes dadas por Dios arrancan de este pre­cepto del amor y desembocan en él como en su meta. El amor es el precepto más importante, el que todo lo abarca y todo lo anima. El amor es el sentido de la ley. Si se expone la ley de tal manera que se viole el amor o no se le per­mita desarrollarse, se comete un error. Toda ley, incluso las establecidas en la Iglesia, debe servir al amor. Para llegar a la vida no basta el conocimiento del mandamiento más importante y decisivo. Se requieren también las obras. Haz esto y vivirás. 29

29 Pero él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?

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Los fariseos cuidaban mucho de su prestigio. Se jus- tijicaban. «El fariseo, erguido, oraba asi en su interior: ¡Oh Dios! Gracias te doy, porque no soy como los de­más hombres...» (18,11). Jesús les echa en cara que se justifican delante de los hombres (16,15). ¿Merecía repro­che el doctor de la ley cuando preguntaba, aunque sabía lo que hay que hacer para alcanzar la vida eterna? ¿No había todavía bastantes preguntas que reclamaban solución, aunque eran claros los mandamientos más importantes? El doctor de la ley hace una pregunta que no había ha­llado todavía una solución clara y decisiva. ¿Quién es mi prójimo? ¿Dónde están los límites del precepto del amor? La ley extiende el amor a los compatriotas y a los extran­jeros que viven en Israel (Lev 19,34). En el judaismo tardío se restringió el amor de los extranjeros a los ver­daderos prosélitos (gentiles que habían aceptado la fe en un solo Dios, se circuncidaban y observaban la ley). Los fariseos excluían también del amor al pueblo ignorante de la ley. Se negaba el amor a los contrarios al partido. La ley de Dios deja por tanto cuestiones pendientes. Sólo el espíritu de Dios puede resolverlas en la debida forma.

30 Jesús continuó diciendo: Un hombre bajaba de Je- rusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, que, además de haberlo despojado de todo y molido a golpes, se fueron, dejándolo medio muerto.

Jesús cuenta un relato. El Evangelio de Lucas narra cuatro más de este estilo. Las parábolas comparan el obrar divino con el humano. La acción de Dios se hace comprensible a partir de lo que hace el hombre. En cam­bio, en estos relatos se presenta el hombre a los hombres para que examinen su comportamiento tomando como nor­ma al hombre mostrado por Jesús.

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Jericó (350 m bajo el nivel del mar) está mil metros más bajo que Jerusalén (740 metros sobre el nivel del mar). El camino solitario y rocoso (unos 27 kilómetros) va por una región en que abundan los barrancos. Asaltos de ladrones se refieren desde la antigüedad hasta la edad moderna. Un hombre bajaba a Jericó. No se menciona su nacionalidad ni su religión. Era un hombre. Esto basta para el amor. Es posible que los ladrones fueran guerri­lleros celotas fanáticos que se ocultaban en las grutas y escondrijos de aquella región y vivían de la rapiña, pero que no quitaban a sus compatriotas más que lo que nece­sitaban para vivir y, sobre todo, no atentaban contra la vida si ellos mismos no se veían atacados. Aquí aparece la víctima de los ladrones en un estado lastimoso: des­pojado de todo, molido a golpes, medio muerto. El hom­bre debió sin duda defenderse cuando se vio asaltado por los ladrones.

31 Casualmente, bajaba un sacerdote por aquel camino, y, al verlo, cruzó al otro lado y pasó de largo. 32 Igual­mente, un levita que iba por el mismo sitio, al verlo, cruzó al otro lado y pasó de largo. 33 Pero un samaritano que iba de camino, llegó hasta él, y, al verlo, se compa­deció; u se acercó a él, le vendó las heridas, ungiéndolas con aceite y vino, lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a la posada y se ocupó de cuidarlo. 35 Al día siguien­te, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciéndole: Ten cuidado de él; y lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando vuelva.

Jericó era una ciudad sacerdotal. Sacerdotes y levitas (servidores del templo, cantores) habían desempeñado su ministerio en el templo y volvían a casa. Con gran efecto se repite: Al verlo cruzó al otro lado y pasó de largo.

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Por qué pasaron de largo sacerdotes y levitas no se dice en la narración. Quizá porque les pareció que el hombre tan malherido estaba muerto y no quisieron tocarlo, pues el contacto con un cadáver causaba impureza legal (Lev 21,1). ¿Quizá porque temían caer también en manos de los ladrones? ¿O porque no querían detenerse? En todo caso les movía más su propio interés que la compasión por el miserable, si es que la sentían. En su calidad de sacer­dotes y levitas servían a Dios, eran personas que encarna­ban el precepto del amor a Dios. Pero ¿el amor al próji­mo? Se establecía separación entre culto y misericordia.

Los samaritanos son enemigos del pueblo judío. No hay contacto entre unos y otros. Se odia por las dos par­tes. Una vez más vuelve a decirse: Al verlo. Pero inme­diatamente viene la mutación: Se compadeció. Esta com­pasión no es estéril. El samaritano obra como se debe obrar en esta situación. Cuidadosamente se describen los seis actos de amor que se practican con la mayor sencillez y naturalidad, no sólo en el momento presente, sino hasta la curación del herido. Los dos denarios dados al posa­dero era lo que se pagaba a los jornaleros por dos días de trabajo. No es mucho. En efecto, en Italia, hacia el año 140 a.C. se pagaba 1,32 denarios al día por la pen­sión completa. Lo que hace el samaritano no es precisa­mente un acto heroico, pero sí todo lo que era necesario para salvar al desgraciado.

36 ¿Cuál de estos tres te parece que vino a ser prójimo del que había caído en manos de los ladrones? 37 El doctor de la ley respondió: El que practicó la misericordia con él. Díjole Jesús: Pues anda, y haz tú lo mismo.

La pregunta de Jesús suena como algo inesperado. El doctor de la ley había preguntado: ¿Quién es mi prójimo?

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Jesús le pregunta: ¿Cuál de estos tres te parece que vino a ser prójimo del que había caído en manos de los la­drones? En la pregunta del doctor de la ley ocupa el cen­tro el que pregunta; en la pregunta de Jesús, el necesitado de socorro. Según el precepto de la ley, tal como lo inter­preta Jesús, es prójimo todo el que tiene necesidad de ayuda. Nada tienen que ver aquí la nación, la religión, el partido. Todo hombre es prójimo. Donde la necesidad llama a la misericordia, también llama a la acción el pre­cepto del amor del prójimo.

Jesús no dio una respuesta abstracta, teorética. No dijo: El prójimo es cualquier persona que se halla en es­trechez y necesita ayuda. Da más bien una indicación práctica. La pregunta de Jesús se refiere a la acción, y la acción se rige conforme a las circunstancias. Al responder el doctor de la ley no pudo menos de confesar: El que practicó la misericordia con él. Jesús invita a obrar: Haz tú lo mismo. El amor al prójimo es amor de obrar. «Hi- jitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad» (lJn 3,18). «Si un hermano o hermana se encuentran desnudos y carecen del alimento diario, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y har­taos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué servirá esto?» (Sant 2,15ss).

Los dos ministros del culto divino solemne sirvieron ciertamente a Dios, pero no al prójimo que se hallaba en la necesidad. El samaritano los aventaja en el cumpli­miento de ía ley... Jesús echa mano de la doctrina profé- tica: «Misericordia quiero, y no sacrificio» (Os 6,6).

La mejor preparación para el cumplimiento del pre­cepto del amor al prójimo es un corazón accesible a la mi­seria, el sentir misericordia o, como lo expresa la sencilla psicología de la Biblia: el «conmoverse las entrañas» a la vista de la miseria humana. Cuando un hombre se siente

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mal al ver la miseria, está preparado para el amor. «Bien­aventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).

El mayor impedimento es el corazón endurecido. La misericordia debe convertirse en amor de obras, tal como lo exige el momento. El precepto del amor no puede des­menuzarse en artículos. Lo que la realidad muestra, exige y hace posible, eso debe hacerse. Así obró el samaritano en su situación. Así se pone en práctica la entrega a la voluntad de Dios. En efecto, el que ama prácticamente y sabe responder a todo llamamiento de la miseria humana, ése es obediente a Dios.

b) Escuchar la palabra (10,38-42).

38 Siguiendo ellos su camino, entró Jesús en cierta al­dea; y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.

El comienzo de esta narración tiene semejanza con la primera del relato del viaje. Se pone de relieve el ca­minar de Jesús. Aquí halla Jesús lo que no había hallado en la aldea de Samaría: alojamiento. No se nos dice dónde se hallaba esta aldea ni cómo se llamaba. Según la tradi­ción de san Juan se trataba de Betania (Jn 11,1), que estaba situada cerca de Jerusalén. Esto no podía decirlo Lucas, aunque lo supiera. En efecto, Jerusalén es la meta de la expedición, que sólo se podía alcanzar cuando hu­biera llegado la hora de su muerte y de su ascensión al cielo.

Una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Jesús se hospedó en la casa a fin de que fuera oída su palabra. Como Marta, también otras mujeres acogieron y alojaron a los mensajeros del Evangelio: «Escuchaba una de ellas,

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por nombre Lidia, traficante en púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, y a la cual el Señor abrió el corazón para atender a lo que Pablo decía. Una vez que se hubo bautizado ella y los de su familia, nos rogó di­ciendo: Si me habéis juzgado fiel al Señor, entrad y que­daos en mi casa. Y nos forzó a ello» (Act 16,14s).

39 Tenía ella una hermana llamada María, la cual senta­da a los pies del Señor, escuchaba su palabra. 40 Marta, entre tanto, andaba muy atareada con los muchos queha­ceres del servicio; por fin, se presentó y dijo: Señor, ¿es que no te importa que mi hermana me deje sola para ser­vir? Dile, pues, que venga a ayudarme.

María, hermana de Marta, se sentó a los pies de Jesús. Estaba sentada, como Pablo a los pies de Gamaliel, su maestro (Act 22,3). Jesús es maestro, María su discípula. Los doctores judíos de la ley no explican la ley a las mujeres. El Maestro, en cambio, que es también Señor, anuncia su doctrina también a la mujer (8,2). Lucas pre­senta el hecho con palabras que procedían de la comu­nidad primitiva: Jesús es el Señor, María escucha la pa­labra. La Iglesia es la comunidad de los que no cesan de oir la palabra del Señor (8,21). Jesús se ve honrado en su visita de dos maneras. María está sentada, sin hacer nada, a los pies del Señor y escucha sin pestañear su pa­labra. Marta andaba muy atareada, preocupada por el servicio de la mesa. Jesús es honrado con las obras de un amor que presta servicios y con el hecho de escuchar su palabra, como lo dijeron los padres de la Iglesia: con la vida activa y con la vida contemplativa. Marta sirve a Jesús atareada con muchos quehaceres, María sirve sin atarearse con muchos quehaceres, como dice san Pablo cuando recomienda la virginidad: «Y esto lo digo miran­

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do a vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para una digna y solícita dedicación al Señor» (lCor 7,35).

Marta no comprende que María esté escuchando sin hacer nada, pues hay que preparar la mesa para los hués­pedes. El servicio de la mesa le importa más que el ser­vicio de la palabra, que consiste ante todo y sobre todo en escuchar. No comprende que Jesús quiere ser primera­mente el que da, no el que recibe; no comprende que ha sido enviado para anunciar la salvación y que la mejor manera de servirle consiste en oir y cumplir su palabra de salvación. Habla a Jesús con un ligero acento de repro­che y quiere que María deje de escuchar la palabra para dedicarse al servicio de la mesa. Da demasiada impor­tancia a su servicio y rebaja el hecho de escuchar la pala­bra de Jesús, antepone las obras al hecho de oir la palabra.

41 Pero el Señor le contestó: Marta, Marta, por muchas cosas te afanas y te agitas; sin embargo, una sola cosa es necesaria. María ha escogido la buena parte, que no se le ha de quitar.

La repetición del nombre: Marta, Marta, proviene de simpatía, de solicitud y de amor. Jesús no deja de apreciar lo que hace, pero en las palabras con que designa su ac­tividad muestra también cómo la enjuicia. Su acción es solicitud inquieta e inquietud solícita, dejando de lado lo principal. «Buscad su reino (el de Dios), y estas cosas se os darán por añadidura» (12,31). La palabra de Dios no puede llevar fruto si el que oye es retenido por una in­quieta solicitud (8,14).

Una sola cosa es necesaria 70; María ha escogido la 79

79. La tradición ha corregido mucho de.l versículo 42: 1) (Sólo) poco es necesario = no te preocupes por preparar muchos platos; 2) poco o sólo una

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buena parte. Jesús presenta la audición de la palabra como lo único necesario. No dice que Marta habría debido pre­parar un solo plato (o pocos) a fin de poder oir la pala­bra de Dios; más bien no habría debido preparar nada, pues sólo una cosa es necesaria: oir la palabra que anun­cia Jesús. El primer puesto corresponde a lo divino. «Ama­rás a tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuer­zas...» También la lucha de Jesús contra el amor a la riqueza proviene de su preocupación, de su temor de que Dios no sea el único pensamiento que domine la vida del hombre. Para mostrar a los hombres que sólo una cosa es necesaria envió a sus mensajeros sin bolsa, sin alforja y sin calzado. Él mismo sólo tiene un manjar: hacer la voluntad del que le envió (cf. Jn 4,31 34).

Oir la palabra es la buena parte. La palabra toma y da la salvación, la vida eterna. La buena parte, como tal, no se ha de quitar. La salvación dura siempre. En las palabras de Jesús a María laten sin duda las palabras del salmo: «La porción de mi herencia y de mi copa eres tú, Yahveh; tú eres el que cuida de mis suertes. En delicias me cayeron las medidas y mi herencia me place» (Sal 15,5s). Jesús llama bienaventurados a los que oyen la pa­labra de Dios y la guardan (11,28).

Aunque no se puede negar que son también grandes el servicio de la mesa y todas las obras de caridad, puesto que, según la palabra de Cristo, son servicios prestados a él mismo (Mt 25,40), sin embargo, no por eso hay que rebajar y descuidar el hecho de escuchar la palabra. Con­forme a esta palabra dejaron los apóstoles de servir a los pobres a la mesa a fin de quedar libres para la proclama­ción de la palabra y confiaron a los diáconos el servicio

cosa es necesaria = con jk>co nos basta; tú te fatigas demasiado; 3 ) el pasaje se suprime por completo; 4) la traducción que presentamos en el texto parece responder al texto original; cf. M t 6,33.

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de los pobres (Act 6,ls). El relato de la acción del buen samaritano tiene su necesario complemento en el relato de la visita a Marta y a María.

4. L a nueva oración (11,1-13).

Hasta 13,22 no se vuelve ya a hablar del viaje. En el relato del viaje están intercaladas enseñanzas de Jesús. Jesús trae el nuevo mensaje del Padre y del Espíritu Santo, y con ello una nueva oración (11,1-13); se anuncia a sí mismo como nuevo por­tador de salud, que es ciertamente otro y enseña de manera distinta de lo que hablan imaginado los dirigentes en Israel (11, 14-54); el seguimiento de este Mesías cobra nueva y propia forma, de la que se habla en un conjunto de palabras y sentencias de Jesús (12,1-53). El nuevo tiempo que aporta Jesús exige a todos la conversión (12,54-13,21).

a) La oración de los discípulos (11,1-4).

1 Un día estaba él orando en cierto lugar. Cuando ter­minó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos.

Por lo regular ora Jesús en la soledad80, en un monte (6,12; 9,28.29), separado de sus discípulos (9,18). No se nos dice cuándo y dónde oró Jesús en el caso presente; la mirada no debe distraerse de lo esencial; la doctrina sobre la oración.

Juan Bautista había enseñado a orar a sus discípulos. La oración había de corresponder a la novedad de su predicación, había de ser un distintivo que uniera a sus discípulos entre sí y los separara de los demás. También

80. Me 1,35; Le 5,16; M t 14,23; Me 16,46.

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los discípulos de Jesús quieren poseer una oración que fluya de la proclamación del reino de Dios y esté marcada por el hecho salvífico, cuyos testigos han venido a ser ellos. La palabra de Jesús abría nuevas perspectivas, crea­ba nuevas esperanzas, anunciaba una nueva ley. ¿No de­berá también transformar la oración? La oración es la ex­presión de la fe y de la esperanza, de la vida religiosa.

2 Él les dijo: Cuando vayáis a orar, decid: Padre, san­tificado sea tu nombre; venga tu reino.

La oración*1 comienza con la invocación: Padre, abba. Así habló Jesús en la oración a Dios (Me 14,36), así podían también hablar a Dios sus discípulos (Gál 4,6; Rom 8,15). Jesús introduce a sus discípulos en su relación con Dios. La invocación abba, padre querido, empalma quizá con oraciones de los niños judíos. Un ju­dío no osaba nunca decir la palabra abba hablando con Dios; caso que llamara a Dios Padre se servía de la pala­bra ab o abi (padre mío), que no pertenecía al arameo corriente, sino que estaba tomada del lenguaje solemne de la oración en la liturgia. La palabra abba ilustra la 81

81. La oración que enseña Jesús a sus discípulos se nos ha transm itido en dos formas, en la forma de M t 6,9-13, y en la de Le 11,2-4. Cada uno de los evangelistas la reproduce según la fórmula que en su tiempo se usaba en una u otra de las comunidades cristianas que ellos conocían. Ambas formas son copia fiel, aunque no literal, de la oración de Jesús. La forma de M t es más solemne, formalmente más acompasada, más litúrgica; la de Le es más breve y personal. Es de suponer que ésta se aproxima más a la forma origi­naria, pues se propendería más bien a alargar que a acortar el texto vene­rando. U na explicación circunstanciada del padrenuestro se halla, entre otros, en H . S chü rm an n , Das Gebet des H erm , Leipzig, 41961; Friburgo de Bris- govia 21962; H . van B u s s c h e , Das Vaterunser, M aguncia 1963; J. A lonso . Explicación exegética de las peticiones del padrenuestro, «Sal Terrae» 41 (1953) 326-333; 395-402; 659-664); E l problema literario del padrenuestro, «Estudios bíblicos» 18 (1959) 63-75; J . S taudinger , E l sermón de la mon­taña, H erder, Barcelona 1962, p. 140-170; J. S c h m id t , E l Evangelio según san Mateo, H erder, Barcelona 1967, p. 178-198.

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singularísima relación de Jesús con Dios. El tiempo de la salvación aporta también esto: «Yo me preguntaba: ¿Cómo voy a contarte entre mis hijos y a darte una tierra escogida, una magnífica heredad, preciosa entre las pre­ciosas de todas las gentes? Pensaba yo que me llamarías «Padre mío» y no volverías a apartarte de mí» (Jer 3,19). «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Santificado sea tu nombre. Estas palabras no son de­seo, sino ruego. Se invoca a Dios rogándole que santifique su nombre. Mediante la fórmula impersonal se atrae la atención más al obrar de Dios que a la persona del orante. El ruego es expresión de un anhelo ilimitado de la santifi­cación definitiva del nombre divino. El nombre es Dios, en cuanto él mismo se revela, Dios en su obrar salvífico, Dios para nosotros. Dios se santifica cuando mediante la revelación de su poder se manifiesta como el completa­mente otro. «Yo santificaré mi nombre grande, profanado entre las gentes, profanado por vosotros en medio de ellas, y sabrán las gentes que yo soy Yahveh, dice el Señor, Yahveh, cuando yo me santificare a sus ojos por causa de vosotros» (Ez 36,23). Dios se santifica cuando mediante la revelación de su misericordia se manifiesta como Padre, cuando se revela a los pequeños y los con­vierte en niños pequeños, cuando alborea el reino de Dios.

Venga tu reino. La petición de que sea santificado el nombre es preparación para esta otra petición. La petición de que venga el reino es la verdadera petición del padre­nuestro, así como la doctrina del reino de Dios ocupa el centro de la predicación de Jesús. El reino de Dios es el señorío de Dios. Cuando Dios se posesione de su reino, cuando imponga su señorío, quedará vencido Satán y habrá comenzado el tiempo de salvación. Esta revelación ha aparecido ya en Jesús. El «año de gracia del Señor»

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ha llegado ya (4,19). Los discípulos son llamados dichosos porque están viendo lo que con tanta ansia habían aguar­dado los profetas y los reyes (10,23s). Sin embargo, Jesús enseña a orar y a pedir que venga el reino, el señorío de Dios. Lo que ha traído Jesús es tiempo de salvación pero a su vez no es sino comienzo de lo que ha de venir. Lo que es el reino se puede ver por lo que Jesús trajo con su vida; la vida de Jesús es, en efecto, la manifestación de la salud en un determinado lugar en el transcurso de la historia de la salvación. La magnificencia de lo que ya se ha descubierto hace que sea tanto más ardiente el ruego de que venga el reino de Dios. El reino vendrá cuando venga Jesús mismo. El ruego de que venga el reino se identifica con el ruego de que venga Jesús. «Ven, Señor nuestro», Maraña tha (ICor 16,22).

3 Danos cada día nuestro pan cotidiano; 4 y perdóna­nos nuestros pecados, pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos lleves a la tentación.

Los discípulos viven en el período intermedio entre el tiempo de salvación, inaugurado por Jesús, y su segunda venida. En este tiempo intermedio están todavía oprimi­dos por la angustia de la existencia, por la culpa y por la tentación. Cuando se inicie plenamente el tiempo de salvación con la venida de Jesús, pasará toda angustia y toda aflicción. Así también estas peticiones de la segunda parte del padrenuestro son, en definitiva, peticiones de que venga el reino de Dios.

Danos cada día nuestro pan cotidiano. El pan significa todo lo necesario para la vida en la tierra. Pedimos el pan, porque es un don de Dios. «En gracia, amor y miseri­cordia da él (Dios) pan a toda carne, porque su gracia permanece eternamente... él da de comer y provee a to­

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dos, y otorga bienes a todos, y prepara manjares para todas sus criaturas. Seas alabado, Señor, que nos alimen­tas» (oración judía para antes de las comidas). El dis­cípulo pide nuestro pan, el pan que tanto necesita el hom­bre, él y la comunidad; no ora en la estrechez del yo, sino en la amplitud de los hijos del Padre. El pan coti­diano es el pan necesario para cada día. El discípulo sólo pide lo necesario. «No me des pobreza ni riqueza, dame aquello de que he menester» (Prov 30,8). Cada día: El discípulo ha de confesar cada día ante el Padre su ne­cesidad y pedirle cada día su pan cotidiano. Debe orar incesantemente (18,1).

Perdónanos nuestros pecados. El discípulo sabe que es pecador. Aun cuando lo haya hecho todo, no es todavía más que un siervo inútil (17,10). Tiene que confesar: Ten­ga Dios misericordia de mí (18,13). El pecado es en la Biblia desobediencia contra Dios: «Contra ti solo he pe­cado» (Sal 51,6). Por eso también sólo por Dios puede ser perdonado. Dado que el tiempo de salvación proclamado por Jesús, es tiempo de perdón y de misericordia, por eso podemos pronunciar con confianza esta petición. Precisa­mente en el Evangelio de Lucas, el gozo de Dios en perdonar es rasgo incomparable y sumamente caracterís­tico de la proclamación del reino de Dios por Jesús.

Jesús proclamó: Perdonad y seréis perdonados (6,37). Quien perdona a su hermano puede esperar que también Dios le perdone a él. La voluntad de perdonar al hermano es condición de la misericordia de Dios en el juicio. Los discípulos son tales si están penetrados de la misericor­dia del Padre. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (6,36). Por eso, cuando el discípulo pide perdón de sus pecados, añade: pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. El que peca contra otro se carga con una deuda que tiene que saldar. Tiene

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que reparar, restituir. Esto lo hace perdonando a los que se han hecho culpables contra él.

No nos lleves a la tentación. En la explicación de la parábola del sembrador habla Lucas de algunos que du­rante algún tiempo creen, pero luego decaen en el tiempo de la tentación, cuando irrumpen tribulaciones y persecu­ciones por la palabra de Dios (8,13). La tentación es ame­naza para la fe, peligro de apostasía. La petición brota del conocimiento de la propia debilidad y de la prepotencia del mal. Las tres peticiones de liberación de la miseria humana son también confesión de esta miseria. El hom­bre que confiesa su miseria ante Dios, tiene la promesa de que le alcanzará el reino de Dios. Bienaventurados los pobres, los hambrientos, los que lloran... El padrenuestro es la oración de aquellos en quienes ha alboreado y albo­rea el reino de Dios.

La entera existencia humana se presenta a Dios como una existencia angustiosa. El presente: danos cada día; el pasado: perdónanos; el futuro: no nos lleves a la ten­tación. El reino de Dios produce una gran mutación, y ésta tiene su garantía en Dios, que se santifica y muestra su poder, que, como abba, es Dios para nosotros.

b) El amigo importuno (11,5-8).

5 Y les añadió: Supongamos que uno de vosotros tie­ne un amigo y acude a él a medianoche para decirle: Amigo, préstame tres panes, Aporque un amigo mío ha llegado de viaje a mi casa, y no tengo qué ofrecerle; 7 y que el otro desde dentro le responde: No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos en la cama; no puedo levantarme para dártelos. 8 Os digo que, aunque no se levante a dárselos por ser amigo suyo, se

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levantará al menos por su importunidad y le dará cuantos necesita.

En Palestina se viaja con frecuencia de noche, porque durante la noche hace fresco. Cada día, antes de la salida del sol, la mujer cuece el pan (en forma de delgadas tortas) para el consumo del día; por eso no hay allí panaderías. Tres panes son la comida para una persona. En las pe­queñas aldeas se sabe quién tiene pan. de repuesto. Aten­der al huésped es un deber sagrado. El hombre al que se pide el favor se disgusta. Se le llama «amigo», pero él no responde en los mismos términos. La casa sólo tiene una habitación. La puerta está atrancada con una gran viga. De lecho sirve una estera que se extiende por la no­che. Los niños duermen con los padres. Abrir por la noche es muy fatigoso y ruidoso: todos tienen que levantarse. No sin razón se habla varias veces de levantarse. El de­cir «no puedo» significa: no tengo gana.

Al fin no tendrá más remedio que.levantarse y dar lo que le pide el amigo. Jesús da la razón de ello: Si ya no por la amistad, al menos por la molestia y la importuni­dad. No por amor al vecino, sino por amor al descanso nocturno. Así somos los hombres. Y Dios ¿cómo es? Si el discípulo reflexiona sobre su propio comportamiento, se le ocurrirá cómo se comportará Dios con él. Como el amigo, después de todo, acaba por atender al amigo que le pide con insistencia e importunidad, así Dios también escucha al que le pide sin cejar, importunamente. Un doc­tor de la ley dice: «El importuno vence al Maligno, ¡cuánto más al Dios todo bondad!» 82. Se ha prometido que será escuchada la oración perseverante y confiada, que no cede aunque no sea, escuchada inmediatamente.

82. B il l e r b e c k i , p. 456.

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Dios es bondadoso: no hay hombre que se le pueda com­parar. Da no sólo lo que se le pide, sino todo lo que uno necesite. De esta manera procedió también Jesús con la mujer cananea (Mt 15,21ss) y con el ciego de Jericó (18,33ss).

c) Certeza de ser escuchados (11,9-13).

9 Pues bien, yo os digo: Pedid y os darán; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán. 10 Porque todo el que pide, recibe, y el que busca, encuentra, y al que llama, te abren.

Jesús asegura que Dios escucha la oración. Al pedir responde el recibir, al buscar el encontrar, al llamar el abrir. Dios no se muestra sordo al hombre, no se le es­conde. Dios ama a los hombres.

El que ora pide, busca y llama. El hombre recurre a Dios como pobre, como extraviado, como sin hogar. El que se sabe y se siente pobre, extraviado, sin hogar, halla el camino de la oración y de Dios. El bien que, según la predicación de Jesús, puede saciar todas las ansias del hombre, que ocupa el centro de todas las promesas, es el reino de Dios. La primera condición para entrar en el reino de Dios es la confesión de la propia pobreza. En la oración se abre el reino de Dios.

En este pasaje no se dice qué es lo que se pide, qué es lo que se busca, por qué y dónde se llama. Lo impor­tante es la actitud de pedir, de buscar, de llamar. Todo el que adopta esta actitud halla lo que pide, lo que busca y lo que desea cuando llama. La oración pone al hombre en la actitud de conversión, lo hace consciente de la propia insuficiencia, le hace poner su esperanza en Dios. La ora-

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ción convierte al hombre en un hombre que, por razón de su consciente pequeñez, espera ser agraciado con lo mayor.

11 Pues ¿hay entre vosotros algún padre, que, si su hijo le pide un pescado, en lugar de un pescado le dé una serpiente? 12 O, si pide un huevo, ¿le dará un escorpión? 13 Y si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más razón el Padre que está en el cielo dará Espíritu Santo a los que le piden?

Es inconcebible que un padre no responda con cosas buenas a los ruegos de su hijo. Tanto más habrá que decir esto de Dios. Los hombres son malos, Dios es bueno. Si un padre de la tierra es bueno con su hijo que le pide, ¡cuánto más habrá de serlo Dios!

Al fin y al cabo, el padre no se burla de su hijo nece­sitado, no le hace un mal juego, no comete con él un aten­tado criminal. Dar una piedra en lugar de pan es una burla, dar una serpiente en lugar de un pescado es un mal juego, dar un escorpión en lugar de un huevo es un atentado criminal. Un padre no abusa del desvalimiento de su hijo pequeño, que no sabe distinguir todavía (a la vista) entre una piedra y un pan, entre un pescado pare­cido a una serpiente (por ejemplo, una anguila) y una ser­piente, entre un escorpión apelotonado y un huevo. Pre­cisamente porque el niño es pequeño e indefenso, le pro­diga el padre todo cuidado y cariño.

El buen don que da el Padre al que le pide, es el Espíritu Santo. Este don lo envía el Padre desde el cielo. El Espíritu Santo es el presente celestial. Por el actúa Jesús. Convierte a los discípulos en lo que deben ser. Toma su pensar y su obrar bajo su dirección. Por él cumplen ellos la voluntad de Dios. Según Mateo, da Dios cosas bue­nas (Mt 7,11), los bienes de salvación; según Lucas el

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Espíritu Santo. El don que se da a los discípulos que viven en el período intermedio entre el tiempo de salvación de Jesús y su venida al fin de los tiempos, es el Espíritu Santo. Éste es el don salvífico en el tiempo de la Iglesia. Para poder alcanzarlo se necesita la oración.

Hay estrecha conexión entre oración, Padre (abba) y Espíritu Santo. Lo nuevo que enseña Jesús sobre la ora­ción está relacionado con su proclamación del reino de Dios. Es Padre de todos los hombres, lo es para todo el que ora. Pero esto nuevo está relacionado también con el carácter del tiempo de salvación; éste es un tiempo que lleva la impronta del Espíritu Santo. El portador de la salvación está ungido con el Espíritu Santo, su potente obra es causada por el Espíritu; su don, que contiene to­dos los demás dones, es el Espíritu Santo. La oración está sostenida por el Espíritu Santo, y como oración así in­fluida por el Espíritu, está marcada por la confianza en el Padre. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debili­dad. Porque no sabemos cómo pedir para orar como es debido; sin embargo, el Espíritu mismo intercede con gemidos intraducibies en palabras» (Rom 8,26).

5 . E l M e s í a s y s u s a d v e r s a r i o s (11,14-54).

a) El más fuerte (11,14-28).

14 Estaba él expulsando a un demonio que era mudo; y apenas salió el demonio, comenzó a hablar el mudo, de suerte que las gentes se admiraron. 15 Pero de entre ellas algunos dijeron: Es por arte de Beelzebul, príncipe de los demonios, por quien éste arroja los demonios. 16 Ha­bía también otros que, para tentarlo, reclamaban de él una señal venida del cielo.

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Nos hallamos ante el hecho escueto de la curación de un poseso. El demonio ha salido del poseso, y éste, que era mudo, comienza a hablar. Jesús ha expulsado al de­monio. A éste se le llama mudo porque se creía que la enfermedad del poseso respondía a la naturaleza del de­monio que la había causado. La curación por Jesús des­pierta la admiración de las gentes. ¿Cómo es esto posible?, se preguntan. ¿Quién es Jesús, que tiene poder para arro­jar a los demonios?

La curación es un hecho incontrovertible. ¿Cómo se ha de explicar? La admiración y extrañeza del pueblo abre un camino para la fe: Jesús obra con el poder de Dios, es el Mesías. En Lucas no se formula esto, pero antes de que asomen tales aserciones surge ya la crítica. Jesús no obra por el poder de Dios, sino por el poder del príncipe de los demonios, al que se daba el nombre de Beelzebul. Precisaba alejar al pueblo de Jesús. Contra la fe en el Mesías, que se está fraguando, se formula esta objeción: Jesús no produce la señal esperada, que lo habría de acre­ditar como Mesías, la señal del cielo, como detener el sol o la luna, o una señal de los astros. Las expulsiones de demonios y las curaciones milagrosas no se valoraban como tales señales. A Jesús Se le mide con patrones humanos preconcebidos, se prescribe a Dios lo que tiene que hacer, cómo ha de convencer a los hombres. 17

17 Pero él penetró sus pensamientos y les dijo: Todo reino dividido en bandos queda devastado, y una casa se derrumba sobre otra. 18 Si, pues, Satán está dividido con­tra sí mismo, ¿cómo subsistirá su reino? Porque estáis di­ciendo que yo arrojo los demonios por arte de Beelze­bul. 19 Pero si yo arrojo los demonios por arte de Beelzebul, ¿por arte de quién los arrojan vuestros hijos? Por eso ellos mismos serán vuestros jueces.

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Jesús posee el don de escudriñar los corazones, y así conoce los pensamientos de sus críticos. Gomo se ve, Lu­cas no pone el menor empeño en conciliar las diferentes tradiciones que él combina en el texto: los críticos expre­san sus opiniones; Jesús conoce sus pensamientos. Lucas utiliza los fragmentos de tradición para formular enseñan­zas importantes, no para presentarnos cuadros bien ajus­tados.

Se refutan las críticas formuladas contra las expulsio­nes de demonios, que constituyen el punto central de todos los relatos de curaciones. Como los demás milagros de Jesús, no son magia, no son artilugios practicados con la ayuda del demonio. La primera razón de esta verdad la toma Jesús de una reflexión sobria y serena. Los demo­nios constituyen un reino, la contrapartida del reino de Dios. No es de creer que el príncipe de los demonios com­bata contra su propio reino... Esto sería una guerra civil, y las guerras civiles aniquilan los reinos, acaban con las gentes y destruyen las ciudades.

Jesús toma otra razón de la práctica del exorcismo ju­daico. Vuestros hijos, hombres del pueblo, expulsan de­monios. Esto lo intentaban con oraciones, palabras y fór­mulas de conjuro que se hacían remontar a Salomón. Hay, pues, otros medios de expulsar los demonios sin re­currir a la ayuda de Beelzebul. Jesús defiende su propia revelación con consideraciones tomadas de la experiencia humana y religiosa.

También nosotros tenemos el deber de recurrir a to­das las consideraciones que nos suministra la experiencia humana, la ciencia y la vida religiosa, para tratar de re­futar las críticas contra los hechos de la revelación. La revelación no está en contradicción con la razón ni con las leyes de la vida humana y del mundo.

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20 Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros.

Jesús expulsa los demonios con la virtud de Dios. El dedo de Dios es símbolo de la fuerza de Dios. Cuando Moisés provocó las plagas de Egipto, decían los adivinos de los egipcios: «El dedo de Dios está aquí» (Éx 8,15). A Dios le basta con mover su dedo para que surjan obras imponentes. El cielo es obra de los dedos de Dios (Sal 8,4). El triunfo sobre el señorío de Satán con el poder de Dios que actúa en Jesús, muestra que ha llegado ya el reino de Dios. Éste está ya presente, aunque todavía no se ha desarrollado plenamente. Se ha inaugurado ya el tiempo de la salvación, el reino de Dios ha reportado ya la victoria sobre el reino de Satán. De ello son señal las expulsiones de demonios.

21 Mientras un hombre fuerte y bien armado está guar­dando su palacio, sus bienes están seguros. 22 Pero cuando venga contra él otro más fuerte y lo venza, le quitará las armas en que confiaba y repartirá el botín. 23 Quien no está conmigo, está contra mí; y quien conmigo no recoge, desparrama.

La acción del Mesías se concibe como una guerra. La lucha se entabla entre Satán y el Mesías. Se toma de los hechos bélicos una imagen. Hay un palacio, una fortale­za guardada por un hombre fuerte. Éste está armado de pies a cabeza, con coraza, yelmo, escudo y lanza. Todo está en seguridad. Viene uno más fuerte y ataca. El fuer­te queda vencido. Se le quitan las armas. Todo lo que se encuentra, se toma como botín y se reparte. La segura posesión ha terminado. La idea fundamental de la pará­bola está en el contraste entre los bienes, que están segu­

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ros y el botín que se reparte. Esto tiene también lugar en las expulsiones de demonios. Satán dominaba en paz; ejercía su señorío sobre los hombres y nadie podía su­plantarlo. Ahora ha cambiado todo. Las expulsiones de demonios muestran que Satán tiene que entregar su botín, los hombres a quienes dominaba. Está por tanto vencido. Jesús podía decir en tono triunfal: «Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo» (10,18). Según Lucas, esta victoria tuvo ya lugar en la lucha entablada en la tentación del desierto (4,13). Las palabras repartirá el botín traen a la memoria el oráculo de Isaías: «Mi siervo libra a muchos de la culpa y carga con nuestras iniquida­des. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín; por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores» (Is 53,1 ls). De todos modos, si se hubiese aludido expre­samente a este pasaje, no se habría omitido la muerte que arrebata aún mejor botín a Satán. El reino de Dios se inició cuando Jesús comenzó su actividad, se profun­dizó cuando murió en la cruz y resucitó, se establecerá plenamente cuando Jesús venga en su gloria. Pero en la medida en que se va estableciendo el reino de Dios, se va derrumbando el poderío de Satán.

El combate mesiánico fuerza a cada cual a optar por Cristo o contra Cristo. No tolera neutralidad. La nece­sidad de tomar partido se expresa en un proverbio que procede de la guerra civil romana*3. El que no toma par­tido por Jesús, es contrario suyo. A esto se añaden unas palabras tomadas de la vida pastoril. El pastor que no re­coge las ovejas, las desparrama. «Y así andaban desparra­madas mis ovejas por falta de pastor, siendo presa de to­das las fieras del campo» (Ez 34,5s).

83. Cf. el comentario a 9,50.

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24 Cuando el espíritu impuro sale del hombre, vaga por los desiertos buscando reposo, y, al no encontrarlo, dice: Me volveré a la casa de donde salí. 25 Y al llegar a ella, la encuentra barrida y arreglada. 26 Entonces va, toma consigo otros siete espíritus peores que él, entran en la casa y se instalan allí, y resulta que la situación final de aquel hombre es peor que la de antes.

El demonio expulsado se comporta como un hombre que ha sido echado de su casa. Jesús no ofrece una psi­cología de Satán, ni tampoco una exposición de las ideas del pueblo sobre las maquinaciones de los demonios, si se exceptúa la convicción de que el desierto es el lugar donde habitan los demonios. El relato tiene carácter de parábola. El que ha escapado al señorío de Satán, no por ello debe creerse inexpugnable y completamente seguro. El estado final de una persona que se ha convertido puede, si no persevera como tal, ser peor que el estado anterior a la conversión. La antigua Iglesia tomó muy en serio esta verdad. La carta a los Hebreos pone en guardia con­tra la apostasía en términos que podrían ser mal inter­pretados, pero que el autor se permite usarlos para mos­trar la tremenda gravedad del caso: «Realmente, a los que ya una vez fueron iluminados, gustaron el don celes­tial, fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron la buena palabra de Dios y los portentos del siglo futuro, pero vinieron después a extraviarse, es imposible reno­varlos otra vez llevándolos al arrepentimiento» (Heb 6,4-6). 27 28

27 Mientras él estaba diciendo estas cosas, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y dijo: Bienaven­turado el seno que te llevó y los pechos qué te criaron.28 Pero él contestó: Bienaventurados más bien los que es­cuchan la palabra de Dios y la guardan.

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¿Qué es lo que salva de la recaída? ¿Qué es lo que preserva del nuevo señorío de Satán? Bienaventurado el seno que te llevó. La alabanza de la madre se dirige al Hijo. La felicidad y el honor de una mujer está en los hijos que ha engendrado y criado. La mujer del pueblo — no llevada de la crítica, como algunas otras — está su­mamente impresionada por la grandeza de Jesús. Jesús vence el poderío de Satán y trae la salvación. La gloria del hijo se extiende también a su madre.

Sí, bienaventurada, A la madre de Jesús hay que lla­marla bienaventurada. Pero esta alabanza pronunciada por la mujer podría también interpretarse falsamente. La sola maternidad corporal no es la razón de la bienaventuranza. Más bien hay que llamar bienaventurado al que escucha la palabra de Dios y la guarda. Oir, guardar y seguir la palabra de Jesús, la palabra anunciada por él, eso es lo que preserva de recaer bajo el dominio del demonio.

María escuchó, creyó y guardó la palabra de Dios. Hay que felicitarla porque es madre de Jesús, vencedor de los demonios y portador de salvación, pero todavía más porque escuchó la palabra de Dios y la guardó.

b) La señal (11,29-36).

Jesús rechaza las exigencias de signos, de señales (11, 29-30), llama a la conversión (11,31-32), expone la nece­sidad de ser iluminados por la fe (11,33-36). Jesús no se da a conocer por señales del cielo; él mismo es el signo o la señal que presupone iluminación interna para ser re­conocida. 29

29 Crecía la muchedumbre cada vez más, y él se puso a decir: Esta generación es una generación perversa; pide

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una señal, pero no se le dará más señal que la de Jonás. 30 Porque así como Jonás fue una señal para los habitan­tes de Nínive, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación.

Jesús se pronuncia acerca de la ¿xigencia de señales. Ha crecido todavía la muchedumbre que se apiña en tor­no a Jesús. La razón más profunda de la exigencia de se­ñales, el no contentarse con lo que Cristo ha hecho con poder y para asombro del pueblo, es la desobediencia a la palabra de Dios, que anuncia Jesús. Lo primero que hay que hacer es convertirse, reformarse interiormente. Sólo el que escucha y acepta de buena gana la palabra de Jesús, está capacitado y pronto para captar las señales que hace Dios por Jesús como señales de que se ha inau­gurado ya el reino de Dios. Cuando Jesús explicó las curaciones ante los discípulos de Juan como signos del tiem­po de salvación, dijo, amonestando a los oyentes: «Bien­aventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tro­piezo» (7,22s). Jesús no realiza en Nazaret las señales que se le exigen, porque sus compatriotas no creen (4,23ss). Jesús se ve en la necesidad de decir a la multitud que pide signos: Esta generación es una generación perversa, porque no quiere creer.

A esta generación incrédula dará Jesús una señal: la señal de Jonás. Jonás fue tragado por el pez, que al ter­cer día lo devolvió de nuevo. Como quien ha sido devuelto a la vida es presentado por Dios a los ninivitas como señal para que se conviertan. Como lo fue Jonás para los nini­vitas, también Jesús será señal para esta generación per­versa e incrédula. Jesús resucitará y retornará como Hijo del hombre para celebrar juicio. Cuando aparezca en po­der y gloria, nadie podrá dejar de reconocer que Dios le ha dado todo poder. En realidad, esto no será ya enton­

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ces señal o signo que conduzca a la fe y a la salvación, sino signo que condenará la incredulidad. Con esta señal previno Jesús a sus adversarios en el juicio ante el sane­drín: «Pues sí, lo soy (el Mesías, el Hijo del Bendito): y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo entre las nubes del cielo» (Me 14,62). El Hijo del hombre es la señal que aparecerá en el cielo, a cuya aparición se golpearán el pecho todas las tribus de la tie­rra (Mt 24,30).

31 La reina del sur comparecerá en el juicio con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para oir la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón. Los habitantes de Nínive comparecerán en el juicio con esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron ante la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás.

Los contemporáneos de Jesús están endurecidos contra la sabiduría y la llamada de Dios a la conversión. Por eso sólo se les da la señal que los ha de condenar en el juicio final. Jesús mismo, que obra con el poder de Dios, sería señal suficiente que podría conducirlos a la fe; pero no quieren creer en él. Los gentiles, la reina del Sur, los hom­bres de Nínive, acusarán a los contemporáneos y compa­triotas de Jesús cuando comparezcan con ellos en el juicio final. La reina de Saba buscó y acogió con avidez la sabi­duría de Salomón (IRe 10,1), los ninivitas tomaron en serio la predicación de penitencia de Jonás (Jon 3,5). Is­rael se hizo culpable ante Dios de haber rechazado a Jesús y de haber exigido señales. Las obras salvíficas que Dios realiza exigen buena voluntad, fe, aceptación. Repudiar­las es culpa. Lo que el pueblo necesita es la conversión,

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la imitación de la reina del sur y de los ninivitas, que aceptaron de buena voluntad la sabiduría y la predica­ción de penitencia.

Las palabras de Jesús son también revelación de sí mismo. Jesús es más que el sabio Salomón, más que Jo­ñas, profeta y predicador de penitencia. Es maestro de sabiduría y profeta que sobrepuja a los más grandes maes­tros de sabiduría y profetas; es el maestro de sabiduría y profeta de los tiempos finales. La sabiduría de la vida que él anuncia es la última sabiduría de Dios; la voluntad de Dios que proclama, es voluntad de Dios que decide, de cuya aceptación dependen la salvación y la ruina final.

33 Nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar escondido o debajo del almud, sino sobre el candelera, para que tos que entren vean la luz.

Jesús es la señal que ha dado Dios al mundo. Él es la luz del mundo (Jn 8,12), no escondida por Dios, sino puesta por él a la vista de todos y presentada de tal for­ma que ilumine a los hombres. La palabra y la obra de Jesús fueron proclamadas en toda la tierra de los judíos, con sabiduría y poder fueron el asombro de todos. Me­diante la misión de Jesús y la manera de presentarlo hizo Dios todo lo necesario para que pudiera reconocerse el resplandor de su luz, su divina misión de maestro de sa­biduría y de profeta de los últimos tiempos. La revela­ción de Jesús está adaptada al hombre de tal manera que éste pueda alcanzar el conocimiento de la sabiduría de Dios y venir con ella a convertirse. 34

34 La lámpara del cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano, también todo tu cuerpo está iluminado; pero cuando está enfermo, también tu cuerpo queda en tinie-

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hlas. 35 Mira, pues, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas.

¿A que se debe que los contemporáneos de Jesús no reconozcan la luz que él es, no crean en él, no acepten y sigan su palabra? Esto no se debe a deficiencias de la luz, sino a que los contemporáneos son malos. La culpa está en el hombre, no en Dios o en Jesús.

El cuerpo del hombre se concibe aquí como una casa. Los ojos son las ventanas, que dejan que penetre la luz en la casa, de modo que el cuerpo entero quede ilumina­do. Cuando el ojo está enfermo, cuando no ve distinta­mente o ve doble, todo resulta oscuro. Del modo de ser del hombre depende el que la luz se reconozca o no como tal. Jesús sólo es reconocido como el maestro de sabidu­ría y predicador de conversión en los últimos tiempos, si el interior del hombre es sencillo, si su corazón y todo su ser está entregado sencillamente a Dios; entonces puede aceptar la luz que Dios ha encendido en Jesús. En cam­bio, el que se constituye a sí mismo en centro, el que no da razón a Dios, sino que se hace él mismo medida y cri­terio de todo, no tiene órgano para percibir la voluntad de Dios que se revela en Jesús.

Mira, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas. El hombre ha sido creado para la verdad de Dios. Tiene en sí luz, tiene fuerza para reconocer la revelación de Dios como tal. «La luz de Yahveh es el espíritu del hombre» (Prov 20,27). Se requiere la solicitud del hombre, para que esta luz no se convierta en tinieblas. El hombre re­cibe luz porque Jesús apareció como portador de luz, pero él debe ser receptivo para la luz.

En las bienaventuranzas mostró Jesús cómo se ha de conservar la receptividad. «Bienaventurados vosotros, los pobres...», «¡Ay de vosotros, los ricos...!»

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36 Por consiguiente, si tu cuerpo entero es luminoso, sin que tenga parte alguna obscura, todo él resplandecerá, igual que cuando la lámpara te ilumina con su resplandor.

El que en su interior no pone ningún impedimento a la luz que envía Dios por Jesús, aquel cuyo cuerpo es todo luz, ése es iluminado por Jesús como por un relám­pago, ése es penetrado de luz por la abundancia de su revelación.

Jesús es luz, luz radiante, él comunica la abundancia de la sabiduría divina, él aporta la revelación del tiempo final, que es la plenitud de todas las revelaciones de los profetas. No solamente da la revelación, sino también el conocimiento de que Dios se revela en él. «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere re­velarlo.» Jesús es señal que se acredita ella misma como señal, como el relámpago se da a conocer como tal por su brillo. Estas palabras de Jesús acaban llenas de pro­mesas. Cuando la luz de Jesús se apodera del hombre, éste se ve penetrado e inundado de luz.

c) El verdadero Maestro de la ley (11,37-54).

Los fariseos y los escribas ejercían poderosísimo influjo. sobre el pueblo. Se creían ser los verdaderos sucesores de los profetas y de los maestros de sabiduría. Pero no lo son ellos, sino Jesús; en efecto, presentan como voluntad de Dios lo que no lo es; así, por ejemplo, en la cuestión de la pureza (11,37-41). Sobre los fariseos (11,42-44) y los escribas (11,45-52) respectivamente formula Jesús tres conminaciones amonestadoras. La conjura de los escribas y de los fariseos contra Jesús muestra cuán faltos están de sabiduría divina y de sentido para conocer la voluntad de Dios (ll,53s). Palabras análogas a las que consigna Lucas se hallan también en Mateo. Ambos utilizan una tradición común. En Mateo se presenta el discurso como sentencia judicial y con-

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denación; en Lucas todavía no se ha consumado la ruptura defi­nitiva, y las palabras son una exhortación apremiante a la con­versión. Mateo dejó el discurso para el final de la actividad pública de Jesús, Lucas la presentó como tema de conversación junto a la mesa.

37 Apenas terminó de hablar, un fariseo lo invita a co­mer en su casa; entró, pues, y se puso a la mesa. 38 El fa­riseo se extrañó cuando vio que no se había lavado antes de la comida. 39 Pero el Señor le dijo: De manera que vosotros los fariseos purificáis por fuera la copa y el pla­to, pero vuestro interior está lleno de rapacidad y malicia. 40 ¡Insensatos! ¿Acaso el que hizo lo exterior no hizo tam­bién lo interior? 41 Dad más bien limosna de lo que tenéis, y todo lo vuestro quedará purificado.

Durante su camino es invitado Jesús a la mesa. La primera comida era la del mediodía, que procedía de la usanza romana. Importantes enseñanzas se refieren aquí como conversaciones habidas junto a la mesa. Los fariseos daban gran importancia a las prescripciones relativas a la pureza legal. Antes de comer había que lavarse las manos (Me 7,2). La vajilla de comer y beber se limpiaba con un cuidado escrupuloso. Jesús no se atiene a la pres­cripción de lavarse las manos, de lo que se extraña el fariseo que lo había invitado. El que realmente quería pasar por religioso debía ante todo cumplir con las pres­cripciones de los fariseos sobre la pureza. De la crítica del comportamiento de Jesús toma él pie para hablar de la pureza delante de Dios.

¿Quién es puro delante de Dios? Los fariseos tenían por puro delante de Dios al que observa las prescripciones rituales de pureza, el que limpia el exterior del vaso y del plato. A Dios, en cambio, le importa la pureza moral, de la que los fariseos se preocupan muy poco. Vuestro

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n t . u i , ::

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interior está lleno de rapacidad y malicia. Cuando la con­ciencia está limpia de injusticia y de comportamiento in­moral, entonces es el hombre puro delante de Dios. Dios quiere una conciencia pura.

Por el hecho de preocuparse los fariseos por lo exte­rior, pero no por lo interior, descuidando así la conciencia, obran como insensatos, como gentes que no poseen la ver­dadera sabiduría, que no reconocen a Dios y lo descuidan. Los fariseos ponen la religiosidad en exterioridades, no en la conciencia del hombre. Dios no sólo hizo lo exterior, las cosas visibles, sino también lo interior, el corazón del hombre, la conciencia, por cuya calidad es como todo viene a ser bueno o malo8\ Por eso es un error y desco­nocimiento de la debida actitud para con Dios dar tanta importancia a la limpieza exterior de la vajilla, en lugar de pensar en la pureza moral del interior de la persona 8’. Dios, creador de la conciencia, dispone también sobre ésta. Exige que el hombre se le entregue totalmente.

La pureza del interior se obtiene con limosnas, con amor que se traduce en obras. Lo que hay en los vasos y en los platos, eso se debe dar como limosna; entonces será todo puro en vosotros. Lo que Dios quiere del hom­bre es un corazón puro; el corazón se purifica mediante el amor fraterno. La frase: Y todo lo vuestro quedará puri­ficado, es precursora de la osada frase: Ama y haz lo que quieras. El amor cumple toda la ley.

42 Pero ¡ay de vosotros, fariseos, que os preocupáis por el diezmo de la menta, de la ruda y de toda clase de 84 85

84. M t 23,25s contrapone el interior y el exterior de las vasijas. Le, en cambio, el ex terior de las vasijas y el interior del hombre; M t ofrece segu­ram ente la forma originaria del texto.

85. El versículo 40 es obscuro. Otros lo exponen así: Uno que ha pre­parado lo exterior, no ha preparado también su interior. Dios quiere que se prepare el interior, la conciencia; esto no se obtiene limpiando por fuera las vasijas, las m anos...

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hortalizas, y faltáis a la justicia y al amor de Dios! Esto es lo que había que practicar, y aquello no omitirlo. 43 ¡Ay de vosotros, fariseos, pues deseáis ocupar el pri­mer asiento en las sinagogas y acaparar los saludos en las plazas! 44 ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros sin indicación alguna, sobre los cuales pasan los hombres sin saberlo!

En forma plástica, con un lenguaje tomado de la vida práctica, se expresan tres reproches formulados como con­minaciones exhortatorias: los fariseos cumplen la ley con la mayor escrupulosidad en cosas pequeñas, pero la in­fringen cuando se trata de imperativos de importancia. Al exterior se muestran irreprochables, pero interiormente están muy lejos de cumplir verdaderamente la ley. Los reproches tienen un tenor muy general, y hasta es posible que hubiera fariseos que se guardaran de tales actitudes. Cuando se exige a una persona algo grande y difícil, como lo exigía sin duda la observancia de la ley mosaica, y cuando el hombre quiere influir en los otros, entonces se corre peligro de dar una sensación exterior de irrepro- chabilidad, aunque sin cumplir lo último de las prescrip­ciones.

Jesús quiere que la ley se cumpla enteramente, tam­bién en lo pequeño. Es necesario practicarlo. Según Jesús, el cumplimiento de la ley exige tres cosas: lo que es más importante en la ley debe cumplirse también en la vida como lo más importante; éste es el precepto de la cari­dad, del amor (10,27): el derecho del hombre y el amor a Dios. Éstos son los dos mandamientos y los dos impe­rativos a que apuntan todos los demás. Lo que mueve al cumplimiento de la ley no ha de ser la vanagloria, sino la voluntad del Padre que está en el cielo. «Tened cuida­do de no hacer vuestras obras delante de la gente para que

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os vean; de lo contrario no tendréis recompensa ante vues­tro Padre que está en los cielos» (Mt 6,1). No basta con cumplir exteriormente la ley de manera irreprochable, sino que se exige la transformación interior del corazón conforme a la voluntad de Dios. La voluntad de Dios reclama la reforma del corazón. La ley debe escribirse en el corazón, de modo que el hombre quede penetrado y transformado por la voluntad de Dios hasta lo más ínti­mo de su ser. Jesús aporta el nuevo cumplimiento de la ley, del que habían hablado los profetas (Jer 31,33s; Ez 36,26ss).

Los fariseos buscan su seguridad en observar exterior- mente con toda exactitud su propia interpretación de la ley; en atender a lograr la aprobación de las personas de­votas y a evitar exteriormente con la mayor escrupulosi­dad todo escándalo. A ellos se les aplica la amonestación que dirigió Jesús a los discípulos; «¡Ay cuando los hom­bres hablen bien de vosotros! Porque de la misma ma­nera trataban los padres de ellos a los falsos profetas» (6,26).

La salvación para los fariseos es la palabra de Dios pronunciada por Jesús, el profeta de los últimos tiem­pos. Si reconocieran a Jesús estarían salvos. Ahora bien, ésta es su fatalidad, que se justifican ante sí mismos y ante los hombres, pero no aceptan lo que les dice Jesús. La ley no sirve de nada si no alborea en una persona el reino de Dios mediante la palabra de Jesús. Como los fariseos no reconocen a Jesús como el verdadero legisla­dor y maestro de sabiduría, por eso no cumplen tampoco la ley. Pasan por alto precisamente lo que consideran como el contenido vital de la ley. La verdadera relación para con Dios y el entero cumplimiento de la voluntad de Dios no puede verificarse sino por Jesús.

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45 Un doctor de la ley le dice entonces: Maestro, di­ciendo tales cosas, nos ofendes también a nosotros. 46 Pero que echáis sobre los hombres cargas casi imposibles de lle­var, pero vosotros no las tocáis ni siquiera con uno de vuestros dedos! 47 ¡Ay de vosotros, que edificáis los sepul­cros de los profetas, a quienes mataron vuestros padres! 4S Con ello, vosotros sois testigos y solidarios de las ac­ciones de vuestros padres, porque ellos los mataron, pero vosotros les edificáis sepulcros. 49 Por eso dijo también la sabiduría de Dios: Yo les voy a enviar profetas y apósto­les, de los cuales matarán a unos y perseguirán a otros, 50 para que se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas que ha sido derramada desde la creación del mundo: 51 desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, asesinado entre el altar y el santua­rio. Sí, os digo que se pedirá cuenta a esta generación. 52 ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, porque os llevasteis la llave del saber! Vosotros no entrasteis, y a los que es­taban para entrar se lo impedisteis8e.

Los fariseos son los discípulos sumisos y crédulos de los doctores de la ley. Lo que éstos enseñan lo ponen ellos en práctica en la vida. Los reproches contra los fari­seos recaen también sobre los doctores de la ley. Éstos se equiparan a los profetas y exigen que se los oiga como a éstos, como a Moisés, como a la ley misma. «Están sen­tados en la cátedra de Moisés» (Mt 23,2). El doctor de la ley llama Maestro a Jesús, pero al mismo tiempo le reprocha que ofende a los doctores de la ley, que blasfe­ma contra Dios cuando los critica. La intangible santidad de la ley le hace increíble que Jesús le ataque.

Al igual que contra los fariseos, también contra los 86

86. Los versículos 53 y 54 no son textualmente seguros.

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doctores de la ley se formulan tres conminaciones. De la ley que Dios había dado para el bien y para la salvación de los hombres, hacen ellos una carga insoportable me­diante su doctrina y exposición de la ley y mediante la cerca que ponen alrededor de la misma, pero ellos mis­mos saben muy bien esquivar las obligaciones mediante interpretaciones sutiles. A los profetas, que por razón de la palabra de Dios fueron asesinados por sus abuelos, les erigen monumentos, con los que quieren expresar que ellos no tienen nada que ver con aquellos hechos pasados, pero al mismo tiempo quieren matar al mayor de los maestros y de los profetas, a Jesús. Se arrogan el derecho exclusivo de explicar la Escritura y la voluntad de Dios, y de esta manera llevar al conocimiento de Dios y consi­guientemente a la vida eterna, pero al mismo tiempo repudian a Jesús e impiden que otros lo reconozcan y así, mediante su mensaje y su obra, alcancen el conocimiento y la vida eterna.

Las conminaciones que afectan a los doctores de la ley tienen su razón más profunda en el repudio de Jesús. Él puede decir de sí mismo: «Mi yugo es llevadero, y mi carga ligera» (Mt 11,29). Él es el profeta de Dios, que compendia y sobrepasa la palabra de todos los profetas. Él tiene la llave del conocimiento, porque él da el cono­cimiento. «Nadie conoce quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo» (10,22). La culpa más grave que pesa sobre ellos es que ellos mismos no reconocen a Jesús y además impiden al pueblo reco­nocerlo. Es grande la responsabilidad de los que ostentan la autoridad de Dios.

El segundo de los tres reproches ofrece una breve his­toria de las suertes de los que anunciaron la palabra de Dios. Los profetas la anunciaron y fueron asesinados. En la época de Jesús erigen los doctores de la ley monumen-

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tos a los profetas asesinados. Los sepulcros de Amos y Habacuc eran meta de peregrinación en los días de Jesús. Aparentemente son indicio de hasta qué punto por aque­llos días se apreciaba la palabra de Dios y a los que la habían anunciado. ¿Pero qué sucedía en realidad? Jesús es más que profeta, y precisamente los que erigen monu­mentos a los profetas maquinan contra la vida de Jesús. Vosotros sois testigos de las acciones de vuestros padres, pero vosotros edificáis... Los doctores de la ley son tes­tigos de cómo ahora se presenta un profeta de Dios, pero lo repudian y así se muestran solidarios de los asesinos de los profetas. Y sin embargo erigen monumentos... Quien no reconoce a Jesús como Mesías no puede com­prender la revelación de Dios y la historia de la sal­vación.

¿Cómo es posible que sean repudiados los pregoneros de la palabra de Dios, que sea repudiado Jesús, el más grande de todos los profetas? La Escritura no investiga las razones psicológicas de los hombres, sino que se con­tenta con indicar la más profunda razón teológica: la sabia permisión de Dios. Lo predijo la sabiduría de Dios: la Sagrada Escritura. Como aconteció a los profetas del pasado, así está aconteciendo también a Jesús, y así acon­tecerá a los apóstoles enviados por Jesús. El hombre se rebela contra las exigencias de Dios. La historia de las revelaciones de Dios desde el principio hasta el fin da testimonio de que los hombres de Dios son entregados a la muerte. Al comienzo de la Biblia está la figura de Abel (Gén 1), que fue asesinado por su hermano, al final de la Biblia, que según el canon véterotestamentario se cierra con el libro de las Crónicas, está el asesinato de Zacarías (2Cró 24,20s). Los manejos de los homicidas de los hom­bres de Dios van creciendo en impiedad y en brutalidad. Abel fue abatido en pleno campo, Zacarías entre el altar

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de los holocaustos y el templo, en un lugar de asilo. El punto culminante de esta historia de la resistencia contra la palabra de Dios será la muerte violenta de Jesús, que le aguarda al término de su viaje a Jerusalén.

La historia de Israel termina con la destrucción de Jerusalén. Esta catástrofe es explicada como castigo por el violento repudio de la palabra de Dios. Se pedirá cuen­ta de la sangre de todos los profetas. La historia del mun­do es la historia de la palabra de Dios entre los hombres. Todos los desmanes de los doctores de la ley tienen su raíz aquí: en que no pusieron como centro de todo la pa­labra de Dios, sino su propia sabiduría.

6. Los DISCÍPULOS EN EL MUNDO (12,1-53).

Jesús es el más fuerte, la señal, el profeta que anuncia la voluntad de Dios. Reúne discípulos que sufrirán la misma suerte que le espera en Jexusalén. Lucas, reuniendo fragmentos de tra­dición, compone una instrucción de los discípulos. Jesús reclama una confesión intrépida (12,1-12), libertad frente a los bienes de la tierra y frente a la ansiosa preocupación por la vida (12,13-34), vigilancia y fidelidad con vistas al Señor que ha de venir, que obliga a una decisión (12,35-53).

a) Confesión intrépida (12,1-12).

Mediante breves observaciones enlaza Lucas las pala­bras de Jesús, dividiendo el discurso en tres partes: los discípulos deben estar penetrados de la palabra de Dios hasta lo más íntimo de su ser (12,1-3); deben hacer su confesión sin el menor temor de los hombres, pues Dios se cuida de ellos (12,4-7); a los confesores animosos les promete Jesús los más altos bienes (12,8-12).

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1 Y mientras la multitud seguía aumentando por mi­llares, hasta el punto de atropellarse unos a otros, prime­ro comenzó a decir a sus discípulos: Guardaos de la le­vadura de los fariseos, que es la hipocresía. 2 Pues nada hay oculto que no se descubra, y nada secreto que no se conozca. 3 Por lo cual, todo lo que dijisteis en la obscu­ridad será oído a plena luz, y todo lo que hablasteis al oído, en las habitaciones más escondidas, será proclamado desde las terrazas.

Va en aumento el número de los que se interesan por Jesús y por su palabra. Se cuentan por millares. Se apiñan hasta atropellarse. Primero habla Jesús a los discípulos antes de dirigir su palabra a las masas (12,54). Los discí­pulos han de ser intermediarios entre Jesús y el pueblo. Cuando los discípulos estén penetrados de la palabra de Dios, podrán también llevar su mensaje a las masas.

La levadura era considerada como un poder oculto, algo pernicioso y con efectos perniciosos, algo así como el mal instinto. Este poder es en los fariseos la hipocre­s ía87: se muestran al exterior distintos de lo que son. Los discípulos deben guardarse de esta simulación. Deben ser interiormente lo que enseñan y anuncian al exterior. Ade­más, ¿de qué les sirve la simulación? Lo oculto se descu­bre y lo secreto llega a conocerse. Los sentimientos ocultos pugnan por salir a la luz pública. Lo primero y fundamental que exige Jesús a sus discípulos es la transfor­mación interior.

Si el discípulo se transforma interiormente por la pa­labra de Dios, su convicción y sus sentimientos se abrirán camino para salir a la luz pública. Lo que se ha dicho ocultamente al pequeño grupo pugna por salir a la luz,

87. La hipocresía se echa en cara a los fariseos especialmente en M t; cf. M t 23,13.15.23.27.29.

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a hacerse público. Aunque los discípulos abarquen un campo de acción aparentemente pequeño y restringido, no deben preocuparse, sin embargo, temiendo que su acción no llegue a extenderse ampliamente. Si, por ejem­plo, en tiempos de persecución sólo pueden transmitir su mensaje en las horas nocturnas y en lugares obscuros en voz baja, deben tener, sin embargo, plena seguridad de que la palabra de Dios tiene poder y propende a salir a la luz sin que ninguna fuerza del mundo pueda sofocarla. La palabra de Dios está cargada de fuerza.

4 A vosotros os lo digo, amigos míos: No tengáis mie­do a los que matan el cuerpo, pero después de esto no pueden hacer más. 5 Os voy a indicar a quién habéis de temer: temed a quien, después de haber matado, tiene poder para arrojar a la gehenna. Sí, os lo repito: a ése habéis de temer. 6 ¿Acaso no se venden por dos ases cinco pajarillos? Sin embargo, ni uno de ellos queda olvidado ante Dios. 1 Más aún, hasta los cabellos de vuestra cabe­za están todos contados. ¡No tengáis miedo! Valéis más que muchos pajarillos.

Los discípulos de Jesús son sus amigos: A ellos ha de­dicado su amor, los ha iniciado en los secretos de su mensaje; ellos participarán también en su suerte. «Vos­otros'sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe qué hace su señor; os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,14s). Jesús quiere decir verdades serias a los suyos. Por eso comien­za por recordarles su amistad. Camina hacia Jerusalén, donde será «elevado». También los discípulos tendrán adversarios, que los amenazarán con la muerte.

Con una serena reflexión se les quitará el temor a la

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muerte. No hay que temer a los que pueden matar el cuer­po, pero no pueden ejercer el menor influjo en la vida eterna. A Dios hay que temer, a Dios, que puede preci­pitar en el infierno, que después de esta vida ha de decidir sobre la salvación y la perdición. Jesús contrapone un temor a otro. Más hay que temer a Dios que a los hombres.

El temor de Dios no es lo único que ha de fortalecer en las angustias de muerte. Dios mira a los discípulos y no los olvida. Dios se cuida de lo más pequeño e imper­ceptible. Se cuida de los pájaros del campo y de los ca­bellos de la cabeza. Todo le interesa. Si Dios se cuida de estas pequeñeces, mucho más se cuidará de los discípulos de Jesús. La confianza en la amorosa providencia de Dios da valor para soportar hasta lo más difícil, porque tam­bién esto entra en el plan de la amorosa solicitud de Dios.

8 Pero yo os digo: De todo aquel que se declare en mi favor delante de los hombres, el Hijo del hombre también se declarará en favor suyo delante de los ángeles de Dios. " Pero aquel que me niegue ante los hombres, también él será negado ante los ángeles de Dios. 10 Y a todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, le será per­donada; pero a aquel que blasfeme contra el Espíritu San­to, no se le perdonará. 11 Cuando os hagan comparecer ante las sinagogas, los poderes y las autoridades, no os preocupéis de cómo os defenderéis o con qué, o de qué habéis de decir. 12 Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que conviene decir.

A los discípulos se les exige confesar a Jesús, confe­sión que está amenazada de persecución. Para quitar a sus discípulos el miedo de los hombres, les recuerda Jesús el juicio futuro. Por el juez se entiende a Dios, aunque no

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se menciona expresamente a él, sino sólo a su corte, los ángeles. No se pronuncia el nombre de Dios. Los ángeles notifican la presencia del Dios innombrable e inaccesible. En este juicio, el Hijo del hombre es abogado de los buenos ante el divino juez. Aquel en cuyo favor se decla­re, será salvado; aquel en cuyo favor no se declare, estará perdido. Que el Hijo del hombre intervenga en favor de alguien o no, depende de que uno confiese a Jesús en la tierra. La confesión o la negación de Jesús en la tierra tendrá su repercusión en el juicio final.

Dios, el Hijo del hombre y Jesús se hallan en la más estrecha relación. Todo el que se declare en mi favor, tam­bién el Hijo del hombre se declarará en favor suyo. Jesús parece distinguir entre él mismo y el Hijo del hombre. ¿No deben, sin embargo, estar lo más íntimamente liga­dos, puesto que se dice: Todo el que se declare en mi fa­vor delante de los hombres, el Hijo del hombre también se declarará en favor suyo delante de los ángeles de Dios? Quien mejor explica estas palabras es quien entiende por ellas que Jesús se reconoce como el llamado por Dios a colaborar como Hijo del hombre en el juicio. Pero tam­bién Dios y el Hijo del hombre están ligados entre sí. Todo el que en el juicio se declare por el Hijo del hombre delante de Dios, se salvará; el que no lo reconozca, será condenado por Dios. Así pues, Dios ha dado poder al Hijo del hombre, un poder decisivo sobre los hombres ante él mismo. Dios, el Hijo del hombre, Jesús: ¿en qué relación se hallan entre sí?

La acción salvadora de Jesús es hasta tal punto asun­to suyo, que si bien Lucas escribe: «El Hijo del hombre también se declarará en favor suyo delante de los ángeles Dios», en cambio no escribe que el Hijo del hombre ne­gará al que no se haya declarado en favor de Jesús. Se dice impersonalmente. También él será negado. La senten-

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cia de condenación no se atribuye directamente a Jesús; en efecto, Jesús es, en primer lugar, salvador.

Todavía se dicen otras palabras terribles y estimulan­tes a la vez, palabra que ha de fortalecer a los discípulos. El discípulo, para quien Jesús es amigo y abogado, está bajo la acción del Espíritu Santo, al que enviará Jesús cuando haya sido exaltado. La confesión de Jesús por el discípulo mediante la palabra y la imitación, es impuesta como un deber por el Espíritu Santo, pero también es apoyada y sostenida por él. Las palabras, tal como las reproduce Lucas, se refieren al futuro de los discípulos. Cuando reciban al Espíritu Santo y por el hecho de reci­birlo, se les exigirá una relación con Cristo y una confe­sión de Cristo distinta de la de quienes no hayan recibido el Espíritu Santo. A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, le será perdonada. Jesús vive como hombre entre hombres, es Hijo del hombre en humildad. El que sólo le juzga con sus capacidades puramente hu­manas y sólo lo ve como hombre, es posible que no sea consciente de su transgresión al ultrajar a Jesús, Hijo del hombre. Dios le perdonará. Cuando va a morir Jerús ora: «Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen» (23,34).

En cambio, no se perdonará al que blasfeme contra el Espíritu Santo. Un discípulo que ha reconocido a Jesús como el Hijo del hombre (exaltado), blasfema contra el Es­píritu si niega a Jesús o se separa de él. En efecto el Espíritu Santo es el que ha causado en él la confesión de que Jesús es el Hijo del hombre, al que Dios da todo po­der. El que así armado con el Espíritu dice una palabra contra Jesús, ése ultraja al Espíritu Santo. Este pecado no se perdona. El perdón de los pecados y la salvación sólo pueden lograrse mediante la fe en Cristo.

Acerca del Espíritu Santo se dice también una pala­bra estimulante. Cuando por causa de su fe comparezcan

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los discípulos unte los tribunales judíos y paganos, el Es­píritu Santo se encargará de cómo hayan de defenderse. En este caso, el discípulo no dirá nada ofensivo para Je­sús. sino que más bien dará un testimonio en el que res­plandezca la gloria de Cristo. Jesús promete para ese caso la asistencia del Espíritu Santo. Él enseñará a los discípu­los lo que conviene decir 88.

El discípulo confiesa su fe delante del Dios trino: delante de Dios Padre, del Hijo del hombre y del Espí­ritu Santo. Lo imponente y tremendo del Dios trino se halla delante de él, pero también su virtud confortadora. La dignidad del discípulo se hace visible en lo serio de la responsabilidad que pesa sobre él, pero también en la so­licitud de que es objeto por parte de Dios.

b) Desapego de los bienes (12,13-21).

El hombre no deja de ser hombre por el hecho de seguir a Cristo; como hombre, está amenazado por la preocupación por los bienes de la tierra. Por eso el discípulo de Jesús debe adoptar la debida posición frente a estos bienes. Jesús se niega a hacer de árbitro en una cuestión de repartición de herencia (12,13-14), pone en guardia contra la avidez y la codicia (12,15) y con una parábola muestra cómo se asegura verdaderamente la vida (12, 16-21).

13 Díjole uno de la multitud: Maestro, dile a mi her­mano que reparta conmigo la herencia. 14 Pero él le con­testó: ¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o partidor entre vosotros?

88. Act 4,8ss; 5,29ss; 7,55ss; cf. 2Tim 4, 16s: «En la prim era vista de mi causa nadie se presentó a favor mío, sino que todos me abando­naron. ¡Que no se Ies tome en cuenta! Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas, de tal m anera que por medio de mí la proclamación quedó plenamente realizada y llegó a oídos de todos los gentiles, y yo mismo fui rescatado de las fauces del león.»

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El derecho sucesorio judío estaba regulado por la ley mosaica. Se supone una situación agrícola, en la cual el hermano mayor hereda los bienes raíces y dos tercios de los bienes muebles (Dt 21,17). En el caso que se propone a Jesús, parece ser que el hijo mayor no quiere entregar absolutamente nada. Dado que el derecho sucesorio estaba regulado por la ley, fácilmente se recurriría al dictamen y a la decisión de los doctores de la ley. El hombre del pueblo acude a Jesús, al que trata como a doctor de la ley, a fin de que en el asunto de su herencia dé un dicta­men y con su autoridad ejerza influjo sobre su hermano injusto. Jesús es considerado como acreditado doctor de la ley, que se presenta y actúa con autoridad.

Cuando el pueblo acude a Jesús con sus miserias del cuerpo y del alma, lo halla dispuesto a socorrerle. En cam­bio, el hombre que se presenta con su pleito hereditario tropieza con una repulsa. ¡Hombre! Aquí esta palabra suena áspera y dura. Jesús no quiere ser juez ni árbitro en los asuntos de los hombres. Las palabras con que lo expresa traen a la memoria las que fueran respondidas a Moisés cuando quiso dirimir una querella entre dos he­breos: «¿Y quién te ha puesto a ti como jefe y juez entre nosotros?» (Éx 2,14). En su obrar se inspira Jesús en las decisiones expresadas por la palabra de Dios en la Sa­grada Escritura. La palabra de la Escritura le muestra también los inconvenientes que tiene el constituirse árbitro en tales asuntos.

Con su palabra se niega Jesús a intervenir para poner orden en las condiciones perturbadas de este mundo y a decidir con su autoridad en favor de este o del otro orden social. Su misión y la conciencia de su vocación que le da la voluntad de Dios, la dejó ya bien establecida reite­radamente al comienzo de su actividad en Nazaret y to­davía antes en la tentación en el desierto. Ha sido en-

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viado para anunciar a los pobres el Evangelio, para llamar a los pecadores (5,32), para salvar a los que esta­ban perdidos (19,10), para dar su vida en rescate (Me 10.45), para traer al mundo la vida divina (Jn 10,10).

15 Entonces les dijo: Guardaos muy bien de toda avi­dez, pues no por estar uno en la abundancia, depende su vida de los bienes que posee.

Toda ansia de aumentar los bienes es enjuiciada como un peligro del que han de guardarse bien los discípulos. El ansia de poseer descubre la ilusión de creer que la vida se asegura con los bienes o con la abundancia de los mismos. La vida es un don de Dios, no es fruto de la posesión o de la abundancia de bienes de la tierra y de la riqueza. De hecho, no es el hombre el que dispone de la vida, sino Dios.

16 Luego les dijo esta parábola: Un hombre muy rico tenía una jinca que le dio una gran cosecha. 17 Y discurría para sí de esta forma: ¿Qué voy a hacer si ya no tengo dónde almacenar mis cosechas? 18 Y añadió: Voy a hacer esto: derribaré mis graneros para edificar otros mayores; así podré almacenar allí todo mi trigo y mis bienes. 19 Y diré a mi alma: Alma mía, ya tienes muchos bienes alma­cenados para muchos años; ahora descansa, come, bebe y pásalo bien. 20 Entonces le dijo Dios; ¡Insensato! Esta misma noche te van a reclamar tu alma; y todo lo que has preparado, ¿para quién va a ser? 21 Así sucederá con aquel que atesora riquezas para sí, pero no se hace rico ante Dios.

La narración de un ejemplo presenta gráficamente lo que se ha expresado con la sentencia: la vida no se ase-

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gura con los bienes. El rico labrador revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo: vivir es disfrutar de la vida: comer, beber y pasarlo bien; vivir es disponer de una larga vida: para muchos años; vivir es tener una vida asegurada: ahora descansa. ¡Ética del bien­estar! ¿Cómo puede alcanzarse este ideal de vida? Alma­cenaré: hay que asegurar el porvenir. Varían las formas de esta seguridad. El labrador edifica graneros. ¿El mo­derno hombre de negocios...? La economía de este labra­dor no tiene otro sentido que el de asegurar la propia vida.

La entera forma humana de proyectar flaquea. El hombre no tiene en su mano la vida como dueño y señor. No puede contentarse con hablar consigo mismo: Dios interviene también en el diálogo. Este hombre debería también tratar con otros hombres, pero le importan tan poco como Dios mismo. El hombre es insensato si piensa así, como si la seguridad de su vida estuviera en su mano o en sus posesiones. El que no cuenta con Dios, práctica­mente lo niega, y es insensato (Sal 14,1). Que nuestra vida no se asegura con la propiedad y con los bienes lo pone al descubierto la muerte. Te van a reclamar tu alma: los ángeles de la muerte, Satán por encargo de Dios. ¡Esta misma noche! El rico había contado con muchos años...

La riqueza que el hombre acumula para sí, con la que quiere asegurarse la existencia terrena, no le aprove­cha nada. Tiene que dejársela aquí, en manos de otros. «Muévese el hombre cual un fantasma, por un soplo solamente se afana; amontona sin saber para quién» (Sal 39,7). Sólo el que se hace rico ante Dios, el que acumula tesoros que Dios reconoce como verdadera ri­queza del hombre, saca provecho. “El querer el hombre asegurar nerviosamente su vida por sí mismo lleva a perder la vida, sólo la entrega a Dios y a su voluntad

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la preserva. ¿Cuáles son los tesoros que se acumulan con vistas a Dios?

c) Confianza en Dios (12,22-34).

22 Luego dijo a sus discípulos: Por eso os digo: No os afanéis por la vida: qué vais a comer; ni por vuestro cuerpo: con qué lo vais a vestir. 23 Porque la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido. 24 Fijaos en los cuervos: no siembran ni siegan, ni tienen despensa ni granero; sin embargo. Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! 25 ¿Quién de vosotros, por mucho que se afane, puede añadir una hora a su existen­cia? 26 Pues, si ni siquiera lo mínimo podéis, ¿por qué afanaros por lo demás? 27 Fijaos en los lirios: cómo ni hi­lan ni tejen. Pero yo os digo: ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. 28 Pues si Dios viste así, la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! 29 Igualmente, no andéis buscando qué habéis de comer y de beber; no os inquietéis por eso. 30 Pues todas esas cosas buscan ansiosamente los paganos del mundo; pero vuestro Padre sabe bien que tenéis necesidad de ello. 31 En cambio, buscad su reino, y estas cosas se os darán por añadidura.

El hombre conserva su vida, no gracias a sus pose­siones, sino con la ayuda de Dios. Hasta qué punto esta frase libera y da satisfacción, se expresa por medio de un poema didáctico en tres estrofas. La primera y la segunda estrofa tratan de librar al hombre de la preocu­pación angustiosa, la tercera tiene por objeto orientar hacia el debido fin la búsqueda y las ansias del hombre.

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En esta armazón fundamental se insertan motivos que pueden librar de la preocupación angustiosa y calmar la búsqueda inquieta. Se habla del cuervo y de las flores del campo con todo su esplendor. El ojo «sano» y puro de Jesús (cf. 11,34) descubre a Dios en los pájaros y en las flores y en todo reconoce su solicitud y su amor. En la última estrofa no se habla ya de Dios, sino del Padre, que sabe lo que nos hace falta.

Para el rico significan los bienes un gran peligro: el de olvidar a Dios y de vivir sólo para conservar y acre­centar la riqueza, en la que ha cifrado su seguridad. Pero también el pobre está amenazado. Su preocupación es su sustento cotidiano. Uno y otro, el rico y el pobre, están expuestos al peligro de dejarse absorber por el cuidado de las cosas de la tierra y dejar a un lado el cuidado más importante, el de buscar el reino de Dios. En estas pa­labras habla Jesús de una preocupación que desasosiega, que se apodera completamente del hombre, que procede de la ilusión de creer que el hombre puede asegurar su vida con los bines de la tierra. La frase decisiva, según la cual se ha de entender el poema entero, se halla en el versículo 10 31: buscad el reino, y estas cosas se os da­rán por añadidura. En Mt se dice: «Buscad primera­mente el reino.» Ésta es la redacción destinada al pueblo. Lucas, en cambio, suprime el primeramente, pues escribe para los discípulos, que siguiendo a Cristo deben renun­ciar a toda posesión, a fin de estar completamente libres para escuchar la palabra de Jesús y proclamar su men­saje (10,4).

La preocupación por las cosas de la tierra no debe hacer olvidar la búsqueda del reino de Dios. Por eso Dios mismo se encarga de que el hombre no se deje dominar por la solicitud por la subsistencia. Jesús proclama la providencia paternal de Dios. Lo que dice Jesús se com-

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prende fácilmente, pero estas palabras sólo se pueden vivir si sé creen. Los hombres de poca fe no lo compren­den ni se aventuran a ello. En la primera estrofa hay dos razones que tienen por objeto librar de la preocupación afanosa por la comida, la bebida y el vestido. Nosotros nos preocupamos por el alimento y por el vestido, pero no te­nemos en nuestra mano la vida a que deben servir estas cosas. Los cuervos, que eran tenidos por pájaros impuros por los judíos (Lev 11,15; Dt 14,14) y de los que se decía que son los animales más abandonados de la tierra, pues son descuidados hasta por sus mismos padres (Sal 147,9; Job 38,41), son alimentados por Dios sin que ellos mismos tomen medidas preventivas. ¿No se cuidará Dios mucho más del hombre, que al fin y al cabo vale más que un cuervo?

También la segunda estrofa, que habla dos veces de las preocupaciones afanosas, quiere inducir al abandono de Jas preocupaciones y a Ja confianza en Ja providencia de Dios mediante la consideración de. la propia vida y de la naturaleza. Por. mucho cuidado que ponga el hom­bre, no puede prolongar su vida (o aumentar su estatura). Quizá sea la frase deliberadamente ambigua; en todo caso es una verdad escueta, que todos tenemos que reconocer. Si nosotros no podemos modificar lo más mínimo la duración de nuestra vida, o nuestra estatura, ¿por qué nos preo­cupamos tanto por lo demás, por la comida y por el vesti­do, que son mucho menos que la duración de la vida o que la estatura? Los espléndidos lirios en las praderas de Galilea son testigos luminosos de la magnánima solicitud de Dois. El fasto del «rey sol» de Israel queda muy por debajo del esplendor de las flores, y sin embargo, las flores del campo no son sino pobres hierbas. El que se preocupa angustiosamente por su subsistencia, carece de fe; cree en la providencia divina, pero vive como si la

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existencia terrena fuera independiente de Dios y sólo el hombre debiera cuidar de ella.

La tercera estrofa no habla ya de preocupaciones afa­nosas, sino del buscar, del empeño desasosegado, de una vida suspendida entre el temor y la esperanza. Lo que ha de buscar el discípulo de Cristo no debe ser la co­mida y la bebida. Los paganos tienen esa preocupación. En ellos se comprende, pues no creen en el Padre, que cuida de los discípulos, que son sus hijos. Los paganos no tienen conocimiento de las promesas de Dios, por lo cual se preocupan por la vida de la tierra. El discípulo conoce una preocupación mayor, la del reino de Dios, que es lo único que busca.

Jesús quiere dar a Dios y a su reino la preferencia ante todas las cosas y librar al hombre de la preocupación agobiante que atormenta al que piensa que sólo puede y debe asegurar su existencia humana. Los discípulos de Jesús, que viven del Evangelio, saben que no se les garan­tiza una vida sin fatiga, una jauja, si buscan sólo el reino de Dios. También los santos pasaron hambre y sufrieron fatigas y necesidad (2Cor ll,23ss). Cualquier cosa que Dios disponga sobre el discípulo, siempre viene del Padre, que quiere darle lo más grande de todo, el reino, en el que está contenida la plenitud de las bendiciones.

32 No temas, pequeño rebaño: que vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.

El grupo de los discípulos es un pequeño rebaño. El pueblo de Dios de los últimos tiempos se compara con un rebaño. A pesar de su pequeño número, de su insigni­ficancia, de su impotencia y de su pobreza, ha de recibir de Dios el reino, el poder y el señorío sobre todos los reinos. Porque es el pueblo santo del Altísimo (Dan 7,27).

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Este pequeño rebaño vive en el amor de Dios, que es su Padre. Por el designio de Dios, que tiene su más pro­funda y única razón en el beneplácito de Dios, este pe­queño rebaño está llamado a lo más grande. Jesús dijo que el reino debe ser la única preocupación del discípulo; pero tampoco esta preocupación ha de ser angustiosa. No temas. El amor eterno del Padre asegura el reino a los discípulos. «¿Qué me separará del amor de Dios, mani­festado en Cristo Jesús?» (Rom 8,39). La seguridad de la vida está en manos del Padre, en su beneplácito, en su amor: Paz a los hombres, objeto del amor de Dios.

33 Vended vuestros bienes para darlos de limosna. Haceos de bolsas que no se desgastan, de un tesoro ina­gotable en los cielos, donde no hay ladrón que se acerque ni polilla que corroa. 34 Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.

Ha quedado pendiente la cuestión de cómo han de atesorarse riquezas con vistas a Dios (12,2f). Vended vues­tros bienes y con lo que obtengáis dad limosna, con lo cual acumularéis un tesoro en el cielo. Este tesoro no se pierde. De él no se puede decir: Todo lo que has pre­parado, ¿para quién va a ser? El arca no será agujereada ni agrietada, el tesoro mismo no disminuye, no está ex­puesto a ladrones y a fuerzas destructoras. Lo que ame­naza los tesoros de la tierra, el dinero, los vestidos pre­ciosos y cosas semejantes, no puede dañar al tesoro del cielo. Lo que hace el hombre con vistas a Dios, no se pierde; una vida que se ha vivido con la mira puesta en Dios se convierte en vida eterna.

El hombre tiene el corazón apegado a aquello por lo que ha aventurado mucho. El que ha vivido con la mira puesta en Dios, tiene el corazón puesto en Dios; el que

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ha expuesto mucho por el reino de Dios, piensa en el reino de Dios. El que tiene su tesoro y su riqueza en el cielo, está en el cielo con su corazón y con sus anhelos. Para quien mediante limosnas se procura un tesoro en el cielo, el reino de Dios representa el centro de su vida.

d) Vigilancia y fidelidad (12,35-53).

El discípulo de Jesús tiene la mira puesta en la venida de su Señor. En la época en que Lucas escribía su Evangelio, no espe­raban ya los cristianos la próxima venida de Jesús, sino que con­taban ya con espacios más largos de tiempo. Entre el tiempo de la acción salvífica de Jesús y su venida gloriosa transcurre el tiempo de la Iglesia. Los cristianos que viven en este tiempo de la Iglesia miran retrospectivamente a la vida de Jesús en la tierra, y prospectivamente a su futura manifestación. Las pre­ocupaciones fundamentales del tiempo final del cristiano que aguarda la pronta venida de Cristo, no deben faltar tampoco al cristiano que vive en el tiempo de la Iglesia, puesto que nadie sabe cuándo vendrá el Señor. Lucas habla de algunas de estas actitudes fundamentales: el cristiano debe ser vigilante (12,35-40); en particular, los dirigentes de la Iglesia son exhortados a la fide­lidad (12,41-48). Como el tiempo de la primera venida de Cristo fue un tiempo de decisión, asi también el cristiano debe concebir su vida como decisión por la voluntad de Dios (12,49-53).

35 Tened bien ceñida ia cintura y encendidas las lám­paras 36 y sed como los que están esperando a que su señor regrese del banquete de bodas, para abrirle inme­diatamente cuando vuelva y llame. 37 Dichosos aquellos criados a quienes el señor, al volver, los encuentre ve­lando. Os lo aseguro: él también se ceñirá la cintura, los hará ponerse a la mesa y se acercará a servirlos. 38F aun si llega a la segunda o a la tercera vigilia de la noche, y los encuentra así, ¡dichosos aquellos! 39 Entended bien esto: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar

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el ladrón, no dejaría perforar su casa. 40 Estad también vosotros preparados, que a la hora en que menos lo pen­séis vendrá el Hijo del hombre.

Los discípulos deben estar en vela y preparados para la venida de Jesús, cuya hora nadie conoce. Una imagen de tales disposiciones se halla en un criado que aguarda a su señor, que ha de volver de un banquete de bodas a alguna hora de la noche. Cuando llame el señor, deberá estar ya el criado a la puerta para abrir, dejar pasar y conducir al señor a su casa. Para esto está allí el criado y lleva la túnica recogida; como cuando se está de cami­no, se trabaja o se combate, tiene ceñida la cintura y sos­tiene en la mano una lámpara encendida. Si no llevase la túnica recogida no podría ir prontamente a la puerta, y si tuviera que ir primero a buscar la lámpara y encen­derla, pondría de mal humor a su señor. Esto, aplicado al discípulo, significa que a cada momento debe estar equipado moralmente de tal forma que pueda inmedia­tamente acudir a la llamada del Señor cuando venga a juz­gar, que debe ser claro y luminoso como el sol y sin tropiezo moral, cargado de frutos de justicia por Jesu­cristo, para gloria y alabanza de Dios (Flp l,10s).

El discípulo que está pronto es felicitado, es llamado dichoso por Jesús. Entre dos bienaventuranzas se ex­presan los bienes que aguardan al siervo que está siempre en vela, incansable y fiel. El Señor le servirá a la mesa (22,27). Cambio completo de la situación: el siervo es señor, y el Señor es siervo. Dios hace participar de su gloria a los que velan. La gloria del reino de Dios se com­para con frecuencia con un banquete de bodas, que Dios prepara para los que acoge en su reino. Dios honra a los invitados sirviéndolos y les da participación en su gloria.

Una tercera pareja de sentencias exhorta a estar pron-

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tos constantemente. El ladrón cava un corredor debajo de las paredes de la casa que se levanta sobre la tierra sin cimientos. Si el dueño de la casa supiera cuándo va a venir el ladrón, impediría la perforación. Si el discípulo de Cristo supiera exactamente cuándo va a venir el Señor, se prepararía para salirle al encuentro. Nosotros sabe­mos con seguridad que el Señor ha de venir, pero no sabemos cuándo. ¿Qué se sigue de esto?

41 Dijo entonces Pedro: Señor, ¿a quién diriges esta parábola: a nosotros o a todos? 42 El Señor contestó: Quién es, pues, el administrador fiel y sensato, a quien el Señor pondría al frente de sus criados, para darles la ración de trigo a su debido tiempo? 43 Dichoso aquel cria­do a quien su señor, al volver, lo encuentra haciéndolo así. 44 De verdad os digo: lo pondrá al frente de todos sus bienes. 45 Pero si aquel criado dijera para sí: Mi señor está tardando en llegar, y se pusiera a pegar a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a embriagarse, 46 lle­gará el señor de ese criado el día que menos lo espera y a la hora en que menos lo piensa, lo partirá en dos y le asignará la misma suerte que a los desleales. 47 Aquel cria­do que, habiendo conocido la voluntad de su señor, no preparó o no actuó conforme a esa voluntad, será casti­gado muy severamente. 48 En cambio, el que no la cono­ció, pero hizo cosas dignas de castigo, será castigado con menos severidad. Pues a aquel a quien mucho se le dio, mucho se le ha de exigir, y cd que mucho se le ha con­fiado, mucho más se le ha de pedir.

Pedro es portavoz del grupo de los discípulos. Como tal lleva también su nombre de oficio, Pedro, piedra. Con su pregunta distingue entre los discípulos y el pue­blo. Los apóstoles tienen una posición particular en la

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casa de Jesús, en su comunidad, pero también tienen una responsabilidad particular. La posición responsable de los jefes en la Iglesia se considera con vistas a la venida del Señor como juez: «A los presbíteros que están entre vosotros, exhorto yo, presbítero como ellos, con ellos testigo de los padecimientos de Cristo y con ellos parti­cipante de la gloria que se ha de revelar: Apacentad el rebaño de Dios que está entre vosotros... Y cuando se manifieste el jefe de los pastores, conseguiréis la corona inmarchitable de la gloria» (IPe 5,1-4).

Lo que se exige a los apóstoles se expresa con una parábola. El Señor de una casa está ausente, lejos. Du­rante el tiempo de su ausencia encarga a un capataz que cuide de atender con justicia y puntualidad a la servi­dumbre. Para este cargo se requiere fidelidad y sensatez: fidelidad porque el capataz sólo es administrador, no se­ñor, por lo cual debe obrar conforme la voluntad del señor; sensatez, porque no debe perder de vista que el señor puede venir de repente y pedirle cuentas. Si este capataz obra con conciencia, es felicitado, pues el señor quiere encomendarle la administración de todos sus bienes. Si, en cambio, obra sin conciencia e indebidamente, maltrata a la servidumbre y explota su posición de manera egoísta para llevar una vida sibarítica, le espera duro castigo. Según la usanza persa, se le parte el cuerpo con una espada.

La interpretación de la parábola, tal como la entendía Lucas, se desprende ya de la descripción del cuadro. El criado es administrador. Los apóstoles están al frente de la casa del Señor y llevan las llaves (11,52). «Que los hombres vean en nosotros servidores de Cristo y admi­nistradores de los misterios de Dios» (ICor 4,1). En el ad­ministrador se busca «que sea fiel» (ICor 4,2). Los após­toles se comportarán con fidelidad y prudencia si tienen

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presente la venida del Señor, si cuentan con que el Señor puede venir a cada momento, si no olvidan que tienen que rendir cuentas al Señor.

La tentación puede consistir para el administrador en que se diga: El Señor está tardando, todavía no viene. Los instintos egoístas y los impulsos del capricho le se­ducen llevándolo a la infidelidad. Lucas parece haber dado a esta observación sobre la tardanza del Señor una importancia mayor de la que tenía en la redacción origi­naria de la parábola. Es posible que en la época en que vivía Lucas más de una autoridad en la Iglesia dejara que desear tocante a la fidelidad, a la vigilancia y a la sensatez, diciéndose: el Señor está tardando. La venida del Señor en un plazo próximo no se había cumplido. Entonces se pensaba: A lo mejor ni siquiera viene. El hecho de que Jesús ha de venir es cierto. Cuándo ha de venir, es cosa que se ignora. Con la venida de Jesús está asociado el juicio, en el que cada cual ha de rendir cuen­tas de su administración. En comparación con la certeza de que ha de venir el Señor y de los bienes que aportará su venida, pasa a segundo término el conocimiento de la fecha exacta de su venida. Al Evangelio no le interesa precisamente la descripción de los hechos del tiempo final, sino la certeza de que han de tener lugar. Los dirigentes de la comunidad no deben ceder a la tentación por el retraso de la parusía.

Al siervo fiel y prudente se le pone al frente de todo lo que posee el Señor. La gloria del tiempo final consiste en una actividad intensificada, en un reinar juntamente con el Señor. En cambio, el siervo malo es castigado; se le asignará la misma suerte que a los desleales: será entregado a las penas del infierno.

¿Nos dices esta parábola a nosotros o a todos? Así había preguntado Pedro, porque pensaba que los apóstoles

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tenían la promesa segura y que no estaban en peligro. Había oído lo que había dicho el Maestro sobre el pe­queño rebaño, al que Dios se había complacido en dar el reino. También el apóstol debe dar buena cuenta de sí con fidelidad y sensatez, si quiere tener participación en el reino. También para él existe la posibilidad de castigo. La sentencia depende de la medida y gravedad de la culpa, del conocimiento de la obligación, y de la respon­sabilidad. Los apóstoles han sido dotados de mayor co­nocimiento que los otros, por lo cual también se les exige más y también es mayor su castigo si se hacen cul­pables. El que no habiendo conocido la voluntad del Señor hace algo que merece azotes, recibirá menos golpes. No estaba iniciado en los planes y designios del Señor, y por ello no será tan severa la sentencia de castigo. Pero será también alcanzado por el castigo, aunque menos, pues al fin y al cabo conocía cosas que hubiera debido hacer, pero no las ha hecho. Todo hombre es considera­do punible, pues nadie ha obrado completamente confor­me a su saber y a su conciencia. La medida de la exi­gencia de Dios a los hombres se regula conforme a la medida de los dones que se han otorgado a cada uno. Todo lo que recibe el hombre es un capital que se le con­fía para que trabaje con él.

49 Fuego vine a echar sobre la tierra. ¡Y cuánto de­searía que ya estuviera ardiendo! 49 50 Tengo un bautismocon que he de ser bautizado. ¡Y cuánta es mi angustiahasta que esto se cumpla! 51 ¿Pensáis que he venido a po­ner paz en la tierra? Nada de eso — os lo digo y o —, sino discordia. 52 Porque desde ahora en adelante, en una casa de cinco personas, estarán en discordia tres contra dos y dos contra tres: 53 el padre estará en discordia con­tra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la

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hija, y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra.

Jesús aportó el tiempo de salvación. ¿Qué se puede percibir de esto? El tiempo de salvación se anuncia como tiempo de paz; el Mesías es portador de paz. ¿Qué se ha producido en realidad? Falta de paz, discordia hasta en las mismas familias. Los discípulos no deben, sin em­bargo, perder la cabeza. El tiempo que se ha inaugurado con Jesús es en primer lugar tiempo de decisión. Jesús tiene que cumplir una misión que le ha sido confiada por Dios. La misión reza así: Echar juego sobre la tierra, traer el Espíritu Santo con su fuerza purificadora y re­novadora S9. Jesús tiene ardiente deseo de que se veri­fique este envío del Espíritu. Pero antes debe él ser bauti­zado con un bautismo, debe pasar por sufrimientos que lo azoten como oleadas de agua. Está penetrado de an­gustia hasta que se cumpla la pasión mortal. La agonía de Getsemaní envía ya por delante sus mensajeros. La salvación del tiempo final no viene sin los trabajos de la pasión. El ansia por salvarse debe infundir ánimos para soportar las angustias de la pasión. La elevación al cielo se efectúa a través de la cruz. Jesús está en camino hacia Jerusalén, donde le aguarda la gloria que seguirá a la muerte.

El Mesías es anunciado y esperado como portador de paz. Es el príncipe de la paz; su nacimiento trae paz a los hombres en la tierra89 90. La paz es salvación, orden, unidad. Ahora bien, antes de que se inicie el tiempo de paz y de salvación hay falta de paz, división y discordia, incluso donde la paz debería tener principalmente su asiento. El profeta Miqueas se expresó con las palabras siguientes

89. Se dan muy variadas explicaciones del v. 49.90. Is 9,5s; Zac 9,10; Le 2,14; E f 2,14ss.

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acerca del tiempo de infortunios y discordias que ha de preceder al tiempo de salvación: «El hijo deshonra al padre, la hija se alza contra la madre, la nuera contra la suegra, y los enemigos son sus mismos domésticos. Mas yo esperaré en Yahveh, esperaré en el Dios de mi salva­ción, y mi Dios me oirá» (Miq 7,6s). Ahora tiene lugar la división. Acerca de Jesús se dividen las familias, acer­ca de él deben decidirse los hombres (2,34). Esta división y separación es señal de que han comenzado los aconteci­mientos finales, que a cada cual exigen decisión.

7. L lamamiento a la conversión (12,54-13,21).

Jesús se dirige ahora a las multitudes, ya no a los discípulos. Si los discípulos estaban en peligro de desconocer la importancia y el significado del tiempo (12,52), mucho más lo está todavía el pueblo. Las señales que acompañan al tiempo de Jesús deben interpretarse rectamente (12,54-59). Lo que tiene lugar en este tiempo, exige a todos conversión (13,1-9). Este tiempo es tiempo de salud que comienza sin aparato y ocultamente, pero que en el futuro tendrá dimensiones arrolladoras (13,10-21).

a) Señales del tiempo (12,54-59).

54 Decía también a las multitudes: Cuando veis que una nube se levanta por poniente, en seguida decís: Va a llover, y así sucede. 55 Cuando sopla el viento sur, de­cís: Va a hacer calor, y lo hace. 56 ¡Hipócritas! Sabéis apreciar el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo, pues, no apreciáis el momento presente?

El pueblo, al observar el tiempo, sabe muy bien dis­tinguir las señales. Cuando asoma una nube por poniente,

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por donde se halla el mar, se piensa acertadamente que va a llover; si sopla viento del sur, de la parte del desierto, se concluye que va a hacer calor. El período de tiempo que ofrece ahora Dios en el transcurso de los tiempos, tiene también sus señales: el pueblo acude en masa a Jesús, éste habla con autoridad de profeta, se expulsan demonios, se practican curaciones maravillosas... El pue­blo que, acerca del tiempo y de todo lo que sucede sobre la haz de la tierra y en el firmamento, tiene penetrante fuerza de observación y se forma un juicio exacto acerca del significado de los acontecimientos, carece de este juicio cuando se trata de acontecimientos concernientes a Jesús y a la salvación. Ni siquiera se toma la molestia de verificar el significado del tiempo. Los hombres son hipócritas. Saben interpretar también estas señales, pero hacen como si no las entendieran. No quieren interpretar este tiempo como señalado por Dios para la decisión, precisamente porque rehúyen el tomar decisión, no quie­ren convertirse, sino seguir con su vieja forma de vida. La voluntad les impide juzgar.

57 ¿Y por qué no juzgáis también por vosotros mismos lo que es justo? 58 Cuando vas, pues, a presentarte al magistrado con tu contrario, trata de arreglarte con él por el camino, no sea que te arrastre hasta el juez, y el juez te entregue al ejecutor, y el ejecutor te meta en la cárcel. 59 Te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante.

Es necesario examinar y enjuiciar rectamente el tiem­po; éste es, en efecto, un tiempo de decisión, del que depende el futuro. Quien no toma la debida decisión se expone a perderse eternamente. Choca que las gentes no atribuyan por sí mismas, para su propio bien, toda su im-

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portancia al debido enjuiciamiento de la hora presente. ¿Por qué no juzgáis? ¿Y por qué no obráis conforme al recto juicio? Ahora es todavía posible ponerlo todo en regla.

Una nueva parábola ayudará a juzgar rectamente del tiempo y a hacer lo que es debido. Tú vas con tu con­trario a un proceso. Todavía existe la posibilidad de negociar con él de recurrir a su bondad, de tratar de ga­narle la voluntad y así librarte de él. Una vez que ha comenzado la vista de la causa, el pleito sigue su camino. Todo procede automáticamente. Ya no tienes manera de influir. Lucas tiene presente el proceso judicial romano; escribe para los paganos. Nadie ignora lo duro e inexora­ble del orden jurídico. Del magistrado pasa el acusado ante el juez, del juez al ejecutor de la sentencia, del eje­cutor a la cárcel, y de la cárcel no sale hasta que haya pagado el último cuadrante91. Lo único indicado en esta situación es intentar la conciliación antes de llegar al tribunal, y lograr así librarse del contrario.

b) Los acontecimientos invitan a la conversión (13,1-9).

1 En aquel tiempo se presentaron unos para anunciarle lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Piloto con la de los sacrificios que ellos ofrecían. 2 Él les respondió: ¿Pensáis que esos galileos, por haber sufrido semejante suerte, eran más pecadores que todos los demás galileos? 3 Nada de eso — os lo digo yo —; pero, si no os con­vertís, todos pereceréis igualmente.

91. E l texto original dice lepton, la moneda más pequeña de aquellos tiempos, equivalente 1/80 de denario. El denario era el jornal corriente de un peón.

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Mientras hablaba Jesús del significado de la hora presente como de un tiempo de decisión fijado por Dios, se presentaron algunos, probablemente galileos, que le re­firieron cómo el procurador romano, Pilato, había man­dado degollar a algunos galileos en el atrio del templo mientras ofrecían sacrificios. Acerca de este hecho no tenemos información fuera del relato evangélico. Sin em­bargo, no parece imposible en la historia de la adminis­tración de Pilato. Los galileos propendían a la lucha, so­bre todo si estaban afiliados al partido de los celotas, que querían imponer con la fuerza un cambio político. Pilato era duro y cruel. La acción era tanto más horrorosa, por cuanto la sangre de los sacrificantes se había «mezclado» con la sangre de los sacrificios. La cruel ejecución de los galileos tuvo lugar en una fiesta de pascua; en efecto, debido al gran número de víctimas, los hombres mismos inmolaban los corderos, cuya sangre derramaban los sacer­dotes sobre el altar. Las gentes estaban horrorizadas al ver derramada sangre humana, profanados los sacrificios, y a los romanos atentando incluso contra lo que estaba consagrado a Dios.

Las gentes refirieron a Jesús lo sucedido, seguramente porque pensaban que también él quedaría impresionado y hasta quizá podría intervenir. Se preguntaban por qué Dios había dejado matar a aquellos galileos mientras sa­crificaban y creían que la explicación estaba en que eran pecadores y habían recibido el castigo que merecían sus pecados. Los judíos decían: No hay castigo sin culpa; las grandes catástrofes presuponen graves pecados. Jesús enfoca el acontecimiento referido a la luz de su predica­ción acerca del sentido del tiempo presente. Aquí no niega la conexión entre pecado y castigo. Lo que no es correcto es concluir de este hecho que aquellos galileos castigados hubieran sido más pecadores que los demás galileos. To-

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NT, Le 1, 24

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dos son pecadores, todos son reos del castigo de Dios. Por eso todos tienen necesidad de convertirse y de hacer penitencia si quieren librarse de la condenación que les amenaza.

4 Y de aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la to­rre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? 5 Nada de eso — os lo digo y o — ; pero, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.

Tampoco de esta desgracia tenemos noticias extra­evangélicas. La muralla sur de Jerusalén corría hacia el este hasta la fuente de Siloé. Probablemente había allí un torreón de la muralla. Podemos conjeturar que este torreón se había derrumbado durante las obras de con­ducción de aguas ejecutadas por Pilato. Todavía se re­cordaba la catástrofe. En este suceso se trata de una desgracia que no se debió directamente a intervención hu­mana. En tal caso era todavía más obvio pensar que se trataba de un castigo de Dios. Jesús no niega el carácter de castigo del accidente. Sin embargo, lo sucedido es un aviso y un llamamiento a la conversión. Los dieciocho habitantes de Jerusalén que habían sido víctimas de la catástrofe no eran más culpables que los demás habitantes de la ciudad.

Los acontecimientos de la época no son interpretados por Jesús políticamente, sino sólo en sentido religioso. Da­do que Jesús está penetrado de la idea de que se ha ini­ciado el tiempo final, enjuicia el tiempo con normas pro­pias de los tiempos finales. Lo que sucede en el tiempo es evocación del tiempo final, las catástrofes políticas y cósmicas son señales de la catástrofe del tiempo final. El tiempo final exige decisión, conversión, penitencia. In-

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cluso todas las catástrofes que se producen en el tiempo son una llamada a entrar dentro de nosotros mismos, anuncian la necesidad de volverse a Dios. Es endureci­miento de los hombres el no convertirse a pesar de las pruebas. «El resto de la humanidad, los que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver ni oir ni andar. Y no se convirtieron de sus asesinatos, ni de sus male­ficios, ni de su fornicación, ni de sus robos» (Ap 9,20s).

6 Entonces les proponía esta parábola: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña; fue a buscar fruto en ella, pero no lo encontró. 1 Dijo, pues, el viñador: Y a hace tres años que estoy viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a estar ocupado inútilmente el terreno? 8 Dícele el viñador: Señor, déjala todavía este año; ya cavaré yo en derredor de ella y le echaré estiércol, 9 a ver si da fruto el año que viene; de lo contrario, entonces la cortarás.

* En las viñas de Palestina se suelen plantar también árboles frutales. Su cuidado, al igual que el de las cepas, está confiado al viñador que está al servicio del dueño de la viña. Las viñas eran lugar propicio y preferido para las higueras; por eso se explica que el propietario de la viña espere frutos de la higuera. Sin embargo, tres años había esperado en vano. Hay que arrancar el árbol que absorbe inútilmente los humores de la tierra. Sin em­bargo, el hortelano quiere hacer todavía una última tenta­tiva bondadosa, a su árbol preferido quiere tratarlo con preferencia. Si esta última prueba resulta inútil, entonces se podrá arrancar ese árbol que no da fruto.

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También esta parábola está destinada a interpretar el tiempo de Jesús. Es el último plazo de gracia que el Hijo de Dios recaba de su Padre. La elección de la imagen evoca la acción de Dios en la historia de la salvación. Los profetas habían comparado ya a Israel con una viña. «La viña de Yahveh Sebaot es la casa de Israel, y los hom­bres de Judá son su plantío escogido» (Is 5,7). La histo­ria de la salvación ha alcanzado ahora su meta. El tiempo final ha alboreado, el juicio amenaza, se ofrece la última posibilidad de conversión, la acción de Jesús es el último ruego dirigido a Dios para que tenga paciencia, es la úl­tima y fatigosa tentativa de salvación. El tiempo de Jesús es la última posibilidad de tomar decisión causada por el amor de Jesús. Su obra es intercesión por Israel y junta­mente acción infatigable encaminada a conducir a Israel a la conversión.

Todo lo que tiene lugar en el tiempo de Jesús es iluminado por el hecho salvífico que se ha iniciado con Jesús; todo: los hechos políticos, las catástrofes históri­cas, la acción de Jesús. El tiempo final ha llegado. Es la oferta hecha por Dios para que se tome decisión, es in­vitación a la conversión y a la penitencia. Como Juan, también Jesús predica que hay que hacer penitencia, que no hay que dejarlo para más tarde, que hay que dar fruto con el cambio de vida y con las obras. Jesús va más lejos que Juan. Aunque sabe que el juicio se acerca y que va a caer sobre Jerusalén la sentencia de destrucción; sin embargo, interviene en favor de su pueblo, ofrece amor, sacrificio y vida por Israel, a fin de que todavía se salve. Jesús es intercesor en favor de Pedro (22,32) y de Is­rael (23,34).

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c) Se inicia la era de salvación (13,10-21).

10 Un sábado, estaba él enseñando en una sinagoga. 11 Y precisamente había una mujer que desde hada die­ciocho años tenía una enfermedad por causa de un espí­ritu, y estaba toda encorvada, sin poder enderezarse en manera alguna. 12 Cuando la vio Jesús, la llamó junto a sí y le dijo: Mujer, ya estás libre de tu enfermedad; 13 y le impuso las manos. Inmediatamente se puso derecha, y daba gloria a Dios. 14 El jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dirigiéndose al pue­blo, decía: Seis días hay a la semana para trabajar; venid, pues, en ellos para ser curados, pero no precisamente en sábado. 15 Pero el Señor le contestó: ¡Hipócritas! ¿Acaso cualquiera de vosotros, en sábado, no desata del pesebre su buey o su asno, para llevarlo a beber? 16 Pues enton­ces, a ésta, que es hija de Abraham, a la que Satán tenía atada desde hace dieciocho años, ¿no había que desatarla de esta atadura, aunque fuera en sábado? 17 Y mientras él decía esto, todos sus adversarios se sentían avergonza­dos; pero el pueblo entero se alegraba de todas las mara­villas realizadas por él.

El tiempo de Jesús es un tiempo de decisión otorga­do por Dios: comienzo de la eterna perdición, comienzo de la salvación eterna. La curación de la mujer encorva­da es señal del alborear del tiempo de salvación. En po­cos rasgos, pero con profundo sentido, se representa lo que significa el tiempo de Jesús. Delante de Jesús, la gran miseria: una mujer que lleva dieciocho años bajo el do­minio del mal espíritu, enferma, encorvada, sin posibili­dad de erguirse, completamente inclinada hacia la tierra, sin dirigir la mirada hacia arriba. Jesús se enfrenta con

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NT. I c I. 24*

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esta miseria: mira a la mujer lleno de compasión, la llama, le dirige su palabra, le impone las manos. Con esto se es­boza todo lo que Jesús hacía siempre. La salvación albo­rea en esta mujer: ella se ve libre de las cadenas de Sa­tán y de la enfermedad, se yergue y cobra alientos, se ve en libertad para glorificar a Dios. Lo que la primera apa­rición en la sinagoga había mostrado en forma progra­mática, se cumplió también ahora: «Proclamar libertad a los cautivos y recuperación de la vista a los ciegos» (4,18). La salud está aquí.

Pero el jefe de la sinagoga no conoce las señales del tiempo. Es uno de esos hipócritas que saben interpretar correctamente las señales en la tierra y en el firmamento, pero se hacen refractarios al alborear del tiempo de sal­vación y por eso no interpretan tampoco debidamente las señales que se producen. Su interpretación de la ley, su aferrarse encarnizadamente a la tradición humana, su inac­cesibilidad al amor y a la misericordia con una persona afligida le quita la posibilidad de comprender debida­mente el tiempo. Los adversarios de Jesús acaban con­fundidos: ante el pueblo y todavía más en el juicio de Dios.

El nuevo sentido que da Jesús al sábado ilumina también el tiempo de salvación que él anuncia y aporta. La ley del reposo sabático se pone al servicio del hombre, en él se glorifica Dios mostrando misericordia a los hombres. El hombre vuelve a recuperar dignidad; no debe posponerse a los animales (al buey y al asno). Ahora se cumplen las grandes promesas que había hecho Dios a Abraham al comienzo de la historia de salvación. La mujer es tratada como hija-de Abraham. Se quebranta el dominio de Satán, el hombre se ve libre de las cadenas que le habían echado Satán y su séquito: el pecado, la enfermedad y la muerte. Jesús redime de la pesada carga que había impuesto a los

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hombres la interpretación de la ley. Por eso dice también: Hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,28). El sábado se con­vierte en día de gozo para todo el pueblo. Es la fiesta de la conclusión de la obra de la creación, la glorificación de Dios en la consideración de lo que había sucedido. «Y vio Dios que era muy bueno todo cuanto había hecho» (Gén 1,31). La obra de la creación halla su consumación en la obra salvífica del tiempo final; en la acción salvífica / de Jesús se ha dado al sábado su más profundo sentido. El pueblo entero se alegraba de todas las maravillas que se habían realizado en él. «Aún le queda al pueblo de Dios un reposo sabático. Porque el que entra en el reposo de Dios, también él descansa de sus obras, como Dios de las suyas propias» (Heb 4,9-11). Al final no se halla el juicio, sino la redención y salvación definitiva del hombre, a condición de que quiera hacerse accesible al amor de Dios.

18 Decía, pues: ¿A qué se parece el reino de Dios, y a qué lo compararé? 19 Se parece a un grano de mostaza que un hombre tomó y echó en su huerto; creció y se convirtió en árbol, y ¡os pájaros del cielo anidaron en sus ramas. 20 Y nuevamente dijo: ¿A qué compararé el reino de Dios? 21 Se parece a un poco de levadura que una mujer tomó y mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó toda la masa.

La fórmula introductoria que dice que el reino de Dios se parece a un grano de mostaza... a un poco de levadura, quiere decir que con el reino de Dios sucede como con... Lo que se compara es el contraste entre la pequeñez de los comienzos y el grandioso final. El grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas en el

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mundo entero (Me 4,31), del tamaño de una cabeza de alfiler. Si se echa en la tierra y crece, se hace como un árbol, tan grande que los pájaros pueden anidar en sus ramas. En el lago de Genesaret alcanza el arbusto de mos­taza una altura de dos metros y medio a tres. Algo pare­cido se puede decir de la levadura. La mujer hacía cada mañana el pan para la familia. La víspera metía la leva­dura dentro de la masa. Muy poco, un puñado basta para gran cantidad de harina (3 medidas = 36,44 litros). Du­rante la noche fermenta toda la masa gracias a ese poco de levadura. Se compara el comienzo insignificante y ocul­to con el grandioso resultado final.

El reino de Dios se ha iniciado con la acción de Jesús. Jesús lo anuncia y lo aporta, lo promete a los discípulos. También los discípulos lo anuncian. La acción de Jesús muestra que el reino de Dios está presente: sus curacio­nes, sus expulsiones de demonios son señales del alborear del reino de Dios. Pero esto no sucede de modo que cada cual pueda decir: Aquí está el reino de Dios. Sólo lo descubre el que tiene la sabiduría de Dios. Sólo la fe es el camino para llegar a este conocimiento. El reino de Dios es todavía un misterio en el que no son iniciados todos, sino solamente los discípulos. Los discípulos deben todavía orar para que venga el reino (11,2). Los discípu­los que tienen participación en el reino son todavía un pequeño rebaño (12,32). Como en el caso del grano de mostaza y de la levadura es pequeño el principio, pero con la seguridad de que el reino vendrá con gloria y grandeza. Brota de comienzos pequeños. Ahora sólo ha alcanzado a pocos, pero un día lo penetrará todo.

Jesús, con su predicación y su acción, trajo el reino de Dios. Su tiempo es tiempo de salud, aunque con un co­mienzo pequeño e imperceptible. Una día alcanzará el reino de Dios su gran desarrollo. La parábola no se refie-

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re sólo al comienzo y al fin, sino también al tiempo inter­medio. El grano de mostaza se desarrolla y se convierte en un gran árbol, la levadura está oculta en la masa has­ta que todo llega a fermentar; no está inactiva. El período que va desde la entrada de Jesús en el cielo hasta su ve­nida en gloria no está abandonado por la actividad del reino de Dios. El reino de Dios ha venido y todavía tiene que venir, está visible en la acción de Jesús y todavía está en camino, es real y todavía tiene que realizarse... Cierto es que la acción de Jesús es presencia del reino de Dios, Cierto también que la consumación ha de aguardarse to­davía; en cambio, sobre el período intermedio entre el principio y el fin no se ha dicho nada claro, porque Jesús se fija ante todo en el principio y en el fin. Sin embargo, crece... No hay poder capaz de detenerlo.

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El Nuevo Testamento y su mensaje

Este comentario al Nuevo Testamento, destinado a la lectura es­piritual, pretende hacer que la palabra de las Sagradas Escriturassea directamente fecunda para la vida del cristiano, en todos susaspectos. Consta de los siguientes volúmenes:

1. W. Trilling, El Evangelio según san Mateo. Dos volúmenes (2.a edición) de 288 y 352 páginas.

2. R. Schnackenburg, El Evangelio según san Marcos. Dos vo­lúmenes (2.a edición) de 224 y 348 páginas.

3. A. Stóger, El Evangelio según san Lucas. Dos volúmenes (3.a edición) de 380 y 244 páginas.

4. I. B l a n k , El Evangelio según san Juan. Tres volúmenes (en preparación el l.° y el 3.°; 300 páginas el 2.°).

5. J. Kürzinger, L os h e c h o s d e lo s a p ó s to le s . Dos volúmenes (2.a edición) de 332 y 216 páginas.

6. K. Kertelge, Carta a los Romanos. 248 páginas (2.a edición).7. E. Walter, Primera carta a los Corintios. 304 p. (2.a ed.).8. K.H. Schelkle, Segunda carta a los Corintios. 248 p. (2.a ed.).9. C. Schneider, Carta a los Gálatas. 160 páginas (2.a ed.).

10. M. Z e r w i c k , Carta a los Efesios. 192 páginas (2.a edición).11. J. G nilka, Carta a los Filipenses. 84 páginas (2.a edición).12. F. Mussner, Carta a los Colosenses. (2.a edición).

A. Stoger, Carla a Filemón. 160 páginas.13. H. Schürmann, Primera carta a los Tesalonicenses. 104 pá­

ginas. (2.a edición).14. H.A. E g e n o l f , Segunda carta a los Tesalonicenses. 108 p.15. J. Reuss, Primera carta a Timoteo. 100 páginas (2.a ed.).16. J. Reuss, Segunda carta a Timoteo. 96 páginas.17. J. Reuss. Carta a Tito, 80 páginas (2.a edición).18. F.J. Schierse, Carta a los Hebreos. 156 páginas (2.a ed.).19. O. K n o c h , Carta de Santiago. 128 páginas (2.a edición).20. B. S c h w a n k , Primera carta de san Pedro. 148 páginas21. A. Stoger, Carta de san Judas. Segunda carta de san Pedro.

132 páginas (2.a edición).22. W. Thüsing, Las cartas de san Juan. 236 páginas (2.a ed.).23. E. Schick, El apocalipsis. 288 páginas. 2.a edición).