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1 EL SINODO DIOCESANO (estudio canónico) Juan Durán Rivacoba Licenciado en Derecho Doctor en Derecho Canónico

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EL SINODO DIOCESANO (estudio canónico)

Juan Durán Rivacoba Licenciado en Derecho

Doctor en Derecho Canónico

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PRESENTACIÓN

El objeto de este trabajo es explicar lo que a mi juicio es un Sínodo diocesano, desde

un punto de vista sobre todo jurídico, pero también eclesiológico y pastoral, acudiendo para ello a los antecedentes históricos y a los posicionamientos doctrinales que me parecen más convincentes. Adopto como guía expositiva la Instrucción sobre los Sínodos diocesanos, publicada por la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos del 19 de marzo de 1997. Sin embargo, no me limito a hacer un comentario de sus indicaciones – el centro de mi interés es el Sínodo mismo, no la Instrucción –, sino que me propongo reflexionar, aunque sea con modesta pericia, en los diversos temas implicados de una manera u otra en la realidad de los Sínodos modernos. El tipo de lector que tengo presente al redactar estas páginas no es el especialista, sino el sacerdote o la persona con formación jurídica o teológica que tenga interés por conocer este instituto: por este motivo, he procurado que el texto, con sus notas, reproduzcan toda la información relativa al tema en estudio, sobre todo el texto de los cánones y otras indicaciones normativas. Probablemente, pocas instituciones canónicas muestren un contraste mayor entre la teoría legal y la praxis como los Sínodos diocesanos. La lectura de los cánones que le dedica el Código de Derecho Canónico sugiere la idea de organismo eclesial sencillo en su configuración, aunque sea grande en sus dimensiones. En cambio, la impresión que se recaba del estudio de la praxis organizativa contemporánea y de las nociones eclesiológicas que se han dado cita para justificarla no es de sencillez, sino de notable complejidad.

Valga lo anterior para excusar en alguna medida las limitaciones de este trabajo. Para empezar, afronta temas muy amplios, cada uno de los cuales justificaría una monografía separada y un estudio quizá más riguroso, pues me mueve un deseo de clarificar las cuestiones más que de investigarlas a fondo. Hay también reiteraciones, debidas a la necesidad de abordar los temas en distintos contextos y perspectivas. Concedo a ciertos argumentos teóricos un espacio que puede parecer excesivo en relación con otros de mayor incidencia práctica, por el sencillo argumento de que han despertado en mí un mayor interés.

Agradezco sentidamente al Prof. D. José María González del Valle, Catedrático de la Universidad de Oviedo, la ayuda que me prestó en la elaboración del presente estudio, tanto poniendo a mi disposición los fondos y la sede de su Departamento, como formulando útiles observaciones sobre el borrador inicial, que espero haber sabido aprovechar.

Algunas advertencias previas: - La exposición de mi trabajo va precedido por el texto de la normativa vigente relativa a los Sínodos Diocesanos, a saber: los cánones del Código de Derecho y la Instrucción sobre los Sínodos Diocesanos. Para evitar confusiones, la trascripción de estos textos se hace en un tipo distinto de letra (“verdana”). - Para el estudio de los precedentes históricos de la normativa del Codex de 1917, he acudido a la conocida compilación de la Fontes hecha por el Cardenal Gasparri, que, como es sabido, fue el principal colaborador de los Papas para llevar a cabo aquel ingente trabajo. - En las notas, he optado por transcribir – salvo excepciones – el nombre del autor, las palabras iniciales de la obra y la indicación de la página, dejando para el final la información completa. Me he permitido muchas veces aludir al Sínodo diocesano con las siglas “SD”, para no cansar al lector. El actual Código de Derecho Canónico viene siempre en castellano, mientras que el Código de 1917 aparece siempre en la versión latina, Codex. Los documentos del Vaticano II se citan normalmente por sus siglas (LG, GS, PO etc.).

Y una última consideración: el Sínodo diocesano ha sido durante siglos el escenario privilegiado para la formulación del derecho diocesano. Como veremos a lo largo de este estudio, ésta sigue siendo su finalidad (no la única) en el momento actual. Por eso, los breves

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cánones que le dedica el actual Código de Derecho Canónico asumen la mayor importancia a la hora de encauzar la formación de la identidad jurídica de la Iglesia particular, dentro del marco del derecho universal. Por lo que se refiere la Instrucción romana, se trata de un instrumento, que – aunque modesto en su propósito y seguramente imperfecto como todas las cosas humanas – puede llegar a tener una decisiva influencia para la recta comprensión de este instituto jurídico y para mejorar la praxis organizativa de los Sínodos contemporáneos. Por ello, creo que ha merecido la pena dedicarle este esfuerzo.

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Código de Derecho Canónico. Del sínodo diocesano Can. 460. El sínodo diocesano es una asamblea de sacerdotes y de otros fieles escogidos de una Iglesia particular, que prestan su ayuda al Obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana, a tenor de los cánones que siguen. Can. 461. 1. En cada Iglesia particular debe celebrarse el sínodo diocesano cuando lo aconsejen las circunstancias a juicio del Obispo de la diócesis, después de oír al consejo presbiteral. 2. Si un Obispo tiene encomendado el cuidado de varias diócesis, o es Obispo diocesano de una y Administrador de otra, puede celebrar un sínodo para todas las diócesis que le han sido confiadas. Can. 462. 1. Sólo puede convocar el sínodo el Obispo diocesano, y no el que preside provisionalmente la diócesis. 2. El Obispo diocesano preside el sínodo, aunque puede delegar esta función, para cada una de las sesiones, en el Vicario general o en un Vicario episcopal. Can. 463. 1. Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros sinodales y tienen el deber de participar en él:

1º) el Obispo coadjutor y los Obispos auxiliares; 2º) los Vicarios generales y los vicarios episcopales, así como

también el Vicario judicial; 3º) los canónigos de la iglesia catedral; 4º) los miembros del consejo presbiteral; 5º) fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida

consagrada, a elección del consejo pastoral, en la forma y número que determine el Obispo diocesano, o, en defecto de este consejo, del modo que determine el Obispo;

6º) el rector del seminario mayor diocesano; 7º) los arciprestes; 8º) al menos un presbítero de cada arciprestazgo, elegido por todos

los que tienen en él cura de almas; asimismo se ha de elegir a otro presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de impedimento;

9º) algunos Superiores de institutos religiosos y de sociedades de vida apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en el número y de la manera que determine el Obispo diocesano. 2. El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros del mismo a otras personas, tanto clérigos como miembros de institutos de vida consagrada, como fieles laicos.

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3. Si lo juzga oportuno, el Obispo diocesano puede invitar al sínodo, como observadores, a algunos ministros o miembros de Iglesias o de comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia católica. Can. 464. Si un miembro del sínodo se encuentra legítimamente impedido, no puede enviar un procurador que asista en su nombre; pero debe informar al Obispo diocesano acerca de ese impedimento. Can. 465. Todas las cuestiones propuestas se someterán a la libre discusión de los miembros en las sesiones del sínodo. Can. 466. El Obispo diocesano es el único legislador en el sínodo diocesano, y los demás miembros de éste tienen sólo voto consultivo; únicamente él suscribe las declaraciones y decretos del sínodo, que pueden publicarse sólo en virtud de su autoridad. Can. 467. El Obispo diocesano ha de trasladar el texto de las declaraciones y decretos sinodales al Metropolitano y a la Conferencia Episcopal. Can. 468. 1. Compete al Obispo diocesano, según su prudente juicio, suspender y aun disolver el sínodo diocesano. 2. Si queda vacante o impedida la sede episcopal, el sínodo diocesano se interrumpe de propio derecho hasta que el nuevo Obispo diocesano decrete su continuación o lo declare concluido.

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INSTRUCCIÓN SOBRE LOS SÍNODOS DIOCESANOS De las Congregaciones para los Obispos y para la Evangelización de los Pueblos

19 de marzo de 1997. AAS 79 (1997) 706-727

INDICE

PROEMIO

I. INTRODUCCIÓN SOBRE LA NATURALEZA Y FINALIDAD DEL SÍNODO DIOCESANO

II. COMPOSICIÓN DEL SÍNODO

III. CONVOCATORIA Y PREPARACIÓN DEL SÍNODO A. Convocatoria B. Comisión preparatoria y reglamento del sínodo C. Fases de preparación del sínodo

IV. DESARROLLO DEL SÍNODO

V. LOS DECRETOS Y DECLARACIONES SINODALES

APÉNDICE

PROEMIO

En la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulgaba el actual Código de Derecho Canónico, el Santo Padre Juan Pablo II colocaba entre los principales elementos que, según el Concilio Vaticano II, caracterizan la verdadera y propia imagen de la Iglesia «la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios y a la autoridad jerárquica como un servicio; igualmente, la doctrina que muestra a la Iglesia como “comunión” y en virtud de ello establece las mutuas relaciones entre la Iglesia particular y la universal, y entre la colegialidad y el primado; también la doctrina de que todos los miembros del Pueblo de Dios, cada uno a su modo, participan del triple oficio de Cristo, a saber, como sacerdote, como profeta y como rey»[1].

Fiel a la enseñanza conciliar, el Código de Derecho Canónico ha dado también un rostro renovado a la institución tradicional del sínodo diocesano, en la que, con diversos títulos, convergen los trazos eclesiológicos antes recordados. En los cánones 460-468 se encuentran las normas jurídicas que se han de observar en la celebración de esta asamblea eclesial.

En los tiempos recientes, y particularmente tras la promulgación del Código de Derecho Canónico, se han multiplicado las Iglesias particulares

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que han celebrado o se proponen celebrar el sínodo diocesano, reconocido como un importante medio para la puesta en práctica de la renovación conciliar. Una mención particular merece el II Sínodo Pastoral de la diócesis de Roma, concluido en la solemnidad de Pentecostés del año 1993, de cuya celebración Juan Pablo II se ha servido para impartir preciosas enseñanzas. Por otra parte, los últimos decenios han contemplado la aparición de otras formas de expresión de la comunión diocesana, conocidas a veces como “asambleas diocesanas”, que, aun presentando aspectos en común con los sínodos, carecen sin embargo de una precisa configuración canónica.

Se ha considerado muy oportuno, con relación al sínodo diocesano, aclarar las disposiciones de la ley canónica así como desarrollar y determinar las formas de su ejecución[2], quedando siempre a salvo la plena vigencia de cuanto dispone el Código de Derecho Canónico. Es además sumamente deseable que las “asambleas diocesanas” u otras reuniones, en la medida que su finalidad y composición las asemejen al sínodo, encuentren su puesto en el marco de la disciplina canónica, merced a la recepción de las prescripciones canónicas y de la presente Instrucción, como garantía de su eficacia para el gobierno de la Iglesia particular.

Por el interés que puede tener en la preparación del sínodo diocesano, a la presente Instrucción se adjunta un Apéndice, de significado meramente indicativo, en el que se enumeran las principales materias que el Código de Derecho Canónico encomienda a la normativa diocesana.

Por tanto, la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, competentes en lo que toca al ejercicio de la función episcopal en la Iglesia latina[3], presentan esta Instrucción a todos los Obispos de la Iglesia latina. De esta manera se quiere responder al deseo expresado por muchos Obispos de disponer de una ayuda fraterna en la celebración del sínodo diocesano y también contribuir a remediar los defectos e incongruencias a veces advertidos.

I. INTRODUCCIÓN SOBRE LA NATURALEZA Y FINALIDAD DEL SÍNODO DIOCESANO

El canon 460 describe el sínodo diocesano como «reunión (“coetus”) de sacerdotes y de otros fieles escogidos de una Iglesia particular, que prestan su ayuda al Obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana»[4].

1. La finalidad del sínodo es prestar ayuda al Obispo en el ejercicio de la función, que le es propia, de guiar a la comunidad cristiana.

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Tal finalidad determina el particular papel que en el sínodo corresponde a los presbíteros, en cuanto «próvidos cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios»[5]. Pero el sínodo también ofrece al Obispo la ocasión de llamar a cooperar con él, juntamente con los sacerdotes, a algunos laicos y religiosos escogidos, como un modo peculiar de ejercicio de la común responsabilidad de los fieles en la edificación del Cuerpo de Cristo[6].

El Obispo ejercita, también en el desarrollo del sínodo, el oficio de gobernar la Iglesia encomendada: decide la convocatoria[7], propone las cuestiones a la discusión sinodal[8], preside las sesiones del sínodo[9]; finalmente, como único legislador, suscribe las declaraciones y decretos y ordena su publicación[10].

De este modo, el sínodo «es a la vez y de modo inseparable acto de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole de comunión jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la Iglesia»[11]. El Pueblo de Dios no es, en efecto, un agregado informe de discípulos de Cristo, sino una comunidad sacerdotal, orgánicamente estructurada desde el origen conforme a la voluntad de su Fundador[12], que en cada diócesis tiene al frente al Obispo como fundamento y principio visible de su unidad y único representante suyo[13]. Por ello, cualquier tentativo de contraponer el sínodo al Obispo, en virtud de una pretendida “representación del Pueblo de Dios”, es contrario al orden auténtico de las relaciones eclesiales.

2. Los sinodales «prestan su ayuda al Obispo de la diócesis»[14] formulando su parecer o “voto” acerca de las cuestiones por él propuestas; este voto es denominado “consultivo”[15] para significar que el Obispo es libre de acoger o no las opiniones manifestadas por los sinodales. Sin embargo, ello no significa ignorar su importancia, como si se tratara de un mero “asesoramiento externo”, ofrecido por quien no tiene responsabilidad alguna en el resultado final del sínodo: con su experiencia y consejos, los sinodales colaboran activamente en la elaboración de las declaraciones y decretos, que serán justamente llamados “sinodales"[16], y en los cuales el gobierno episcopal encontrará inspiración en el futuro.

Por su parte, el Obispo dirige efectivamente las discusiones durante las sesiones sinodales y, como maestro auténtico de la Iglesia, enseña y corrige cuando es necesario. Tras haber escuchado a los miembros, a él corresponde realizar una tarea de discernimiento, es decir, de «probarlo todo y retener lo que es bueno»[17], en relación con los diversos pareceres expuestos. Suscribiendo, terminado el sínodo, las declaraciones y

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decretos, el Obispo empeña su propia autoridad en todo lo que allí se enseña o manda. De este modo, la potestad episcopal es ejercitada conforme a su significado auténtico, a saber, no como una imposición arbitraria sino como un verdadero ministerio, que comporta «oír a sus súbditos» y llamarlos a «cooperar animosamente con él»[18], en la común búsqueda de lo que el Espíritu pide a la Iglesia particular en el momento presente.

3. Comunión y misión, en cuanto aspectos inseparables del único fin de la actividad pastoral de la Iglesia, constituyen el «bien de toda la comunidad diocesana», que el can. 460 indica como finalidad última del sínodo.

Los trabajos sinodales se ordenan a fomentar la común adhesión a la doctrina salvífica y a estimular a todos los fieles al seguimiento de Cristo. Como la Iglesia es «enviada al mundo a anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye»[19], así también el sínodo mira por favorecer el dinamismo apostólico de todas las energías eclesiales bajo la guía de los legítimos Pastores. En la convicción de que toda renovación en la comunión y en la misión tiene como indispensable presupuesto la santidad de los ministros de Dios, no deberá faltar en él un vivo interés por el mejoramiento de las costumbres y formación del clero y por el estímulo de las vocaciones.

El sínodo, pues, no sólo manifiesta y traduce en la práctica la comunión diocesana, sino que también es llamado a “edificarla” con sus declaraciones y decretos. Es por ello necesario que los documentos sinodales propongan el Magisterio universal y apliquen la disciplina canónica a la diversidad propia de la concreta comunidad cristiana. En efecto, el ministerio del Sucesor de Pedro y el Colegio episcopal no son una instancia extraña a la Iglesia particular, sino un elemento que pertenece “desde dentro” a su misma esencia[20] y está en el fundamento de la comunión diocesana.

De esta manera, el sínodo contribuye también a configurar la fisonomía pastoral de la Iglesia particular, dando continuidad a su peculiar tradición litúrgica, espiritual y canónica. El patrimonio jurídico local y las orientaciones que han guiado el gobierno pastoral son en el sínodo objeto de cuidadoso estudio, al fin de poner al día o restablecer el vigor de cuanto lo requiera, de colmar eventuales lagunas normativas, de verificar la consecución de los objetivos pastorales antaño formulados y de proponer, con la ayuda de la gracia divina, nuevas orientaciones.

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II. COMPOSICIÓN DEL SÍNODO

1. «El Obispo diocesano preside el sínodo, aunque puede delegar esta función, para cada una de las sesiones, en el Vicario general o en un Vicario episcopal»[21], prefiriendo entre ellos a quienes tengan dignidad episcopal (Obispo coadjutor y Obispos auxiliares).

2. Son miembros de iure del sínodo, en base al oficio que desempeñan:

— el Obispo coadjutor y los Obispos auxiliares; — los Vicarios generales, los Vicarios episcopales y el Vicario judicial; — los canónigos de la iglesia catedral; — los miembros del consejo presbiteral; — el rector del seminario mayor; — los arciprestes o decanos[22].

3. Son miembros electivos:

1). «Fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida consagrada, a elección del consejo pastoral, en la forma y número que determine el Obispo diocesano, o, en defecto de este consejo, del modo que determine el Obispo»[23].

En la elección de estos laicos (hombres y mujeres), es menester seguir, en lo posible, las indicaciones del canon 512 § 2[24], asegurando en cualquier caso que tales fieles «destaquen por su fe segura, buenas costumbres y prudencia»[25], pues sólo así podrán prestar una válida contribución al bien de la Iglesia. La situación canónica regular de estos laicos debe considerarse requisito indispensable para formar parte de la asamblea.

2). «Al menos un presbítero de cada arciprestazgo (decanato), elegido por todos los que tienen en él cura de almas; asimismo se ha de elegir a otro presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de impedimento»[26].

Como evidencia el texto canónico, por este título son elegibles solamente los presbíteros, no los diáconos o los laicos.

Por consiguiente, el Obispo deberá determinar el número concreto para cada arciprestazgo (decanato). Si se trata de una Iglesia particular de pequeñas dimensiones, nada impide la convocatoria de todos sus presbíteros.

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3). «Algunos Superiores de institutos religiosos y de sociedades de vida apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en el número y de la manera que determine el Obispo diocesano»[27].

4. Sinodales de libre nombramiento episcopal: «El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros del mismo a otras personas, tanto clérigos, como miembros de institutos de vida consagrada, como fieles laicos»[28].

Al escoger a estos sinodales, se procurará hacer presentes las vocaciones eclesiales o los peculiares compromisos apostólicos no suficientemente expresados por vía electiva, de modo que el sínodo refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular; por esto, se pondrá cuidado en asegurar que, entre los clérigos, no falte una congrua presencia de diáconos permanentes. No se descuide escoger también fieles que destaquen por su «conocimiento, competencia y prestigio»[29], cuya ponderada opinión enriquecerá sin duda las discusiones sinodales.

5. Los sinodales legítimamente designados tienen el derecho y la obligación de participar en las sesiones[30]. «Si un miembro del sínodo se encuentra legítimamente impedido, no puede enviar un procurador que asista en su nombre; pero debe informar al Obispo diocesano acerca de este impedimento»[31].

El Obispo tiene el derecho y el deber de remover, mediante decreto, cualquier sinodal, que con sus opiniones se aparte de la doctrina de la Iglesia o que rechace la autoridad episcopal, salva la posibilidad de recurso contra el decreto, según la norma del derecho.

6. «Si lo juzga oportuno, el Obispo diocesano puede invitar al sínodo como observadores, a algunos ministros o miembros de Iglesias o de comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia católica»[32].

La presencia de los observadores contribuirá a «introducir aun más la preocupación ecuménica en la pastoral normal, incrementando el conocimiento recíproco, la caridad mutua y, en la medida de lo posible, la colaboración fraterna»[33].

Para su determinación, será normalmente conveniente ponerse de acuerdo previamente con los cabezas de tales Iglesias o comunidades, que señalarán la persona más idónea para representarlas.

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III. CONVOCATORIA Y PREPARACIÓN DEL SÍNODO

A. Convocatoria

1. El sínodo diocesano puede ser celebrado «cuando lo aconsejen las circunstancias a juicio del Obispo de la diócesis, después de oír al consejo presbiteral»[34]. Queda, pues, a la prudente decisión del Obispo decidir sobre la mayor o menor frecuencia de convocatoria, en función de las necesidades de la Iglesia particular o del gobierno diocesano.

Tales circunstancias pueden ser de naturaleza diversa: la falta de una adecuada pastoral de conjunto, la exigencia de aplicar a nivel local normas u orientaciones superiores, la existencia en el ámbito diocesano de problemas que requieren solución, la necesidad sentida de una más intensa y activa comunión eclesial, etc. Para evaluar la oportunidad de la convocatoria, reviste particular importancia el conocimiento recabado en las visitas pastorales: en efecto, las visitas permitirán al Obispo -mejor que cualquier investigación o encuesta- identificar las necesidades de los fieles y la respuesta pastoral más apta para satisfacerlas.

Así pues, cuando el Obispo perciba la oportunidad de convocar el sínodo diocesano, pedirá al Consejo presbiteral —representación del presbiterio al objeto de ayudar al Obispo en el gobierno de la diócesis[35]— un ponderado juicio acerca de su celebración y del tema o temas que deberán ser estudiados en él.

Tras determinar el tema del sínodo, el Obispo procederá a emitir el decreto de convocatoria y lo anunciará a su Iglesia, sirviéndose por lo común de una fiesta litúrgica de particular solemnidad.

2. «Sólo puede convocar el sínodo el Obispo diocesano, y no el que preside provisionalmente la diócesis»[36].

«Si un Obispo tiene encomendado el cuidado de varias diócesis, o es Obispo diocesano de una y Administrador de otra, puede celebrar un sínodo para todas las diócesis que le han sido confiadas»[37].

B. Comisión preparatoria y reglamento del sínodo

1. Desde los primeros momentos, constituya el Obispo una comisión preparatoria.

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El Obispo escogerá los miembros de la comisión preparatoria entre sacerdotes y otros fieles que destaquen por prudencia pastoral y competencia profesional, procurando que, en lo posible, reflejen la variedad de carismas y ministerios del Pueblo de Dios. No falte entre ellos algún perito en derecho canónico y en liturgia.

La comisión preparatoria tendrá el cometido de ayudar al Obispo, principalmente en la organización de la preparación del sínodo y en la provisión de subsidios para la misma, en la elaboración del reglamento sinodal, en la determinación de las cuestiones que se han de proponer a las deliberaciones sinodales y en la designación de los miembros. Sus reuniones estarán presididas por el propio Obispo o, en caso de impedimento, por un delegado suyo.

El Obispo podrá disponer la constitución de una secretaría, dirigida por un miembro de la comisión preparatoria. A ella corresponderá atender a los aspectos organizativos del sínodo: transmisión y archivo de la documentación, redacción de las actas, predisposición de los servicios logísticos, financiación y contabilidad. También resultará útil la constitución de una oficina de prensa, que asegure una adecuada información de los medios de comunicación y evite las eventuales interpretaciones erróneas sobre los trabajos sinodales.

2. Con la ayuda de la comisión preparatoria, el Obispo proveerá a la redacción y publicación del reglamento del sínodo[38].

Este deberá establecer, entre otras cosas:

1) La composición del sínodo. El reglamento asignará un número concreto para cada categoría de sinodales y determinará los criterios para la elección de los laicos y miembros de institutos de vida consagrada[39], y de los Superiores de los institutos religiosos y sociedades de vida apostólica[40]. Al hacerlo, se evitará que una presencia excesiva de sinodales impida la efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos.

2) Las normas sobre el modo de efectuar las elecciones de los sinodales y, eventualmente, de los titulares de los oficios que se han de ejercitar en el sínodo. A este respecto, se observarán las prescripciones de los cánones 119, 11 y 164-179, con las oportunas adaptaciones[41].

3) Los diversos oficios de la asamblea sinodal (presidencia, moderador, secretario), las varias comisiones y su respectiva composición.

4) El modo de proceder en las reuniones, con indicación de la duración y de la modalidad de las intervenciones (orales, escritas) y de las votaciones (“placet", “non placet", “placet iuxta modum").

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La utilidad que el reglamento puede tener para la organización de la fase preparatoria, aconseja elaborarlo en estos estadios iniciales del itinerario sinodal, sin perjuicio de las eventuales modificaciones o añadidos que la experiencia ulterior podrá sugerir.

Resulta en general conveniente proceder seguidamente a la designación de los sinodales, al fin de poder contar con su ayuda en los trabajos de preparación.

C. Fases de preparación del sínodo

Los trabajos preparatorios del sínodo están orientados, en primer lugar, a facilitar al Obispo la determinación de las cuestiones que deben ser propuestas a las deliberaciones sinodales.

Con todo, es preciso notar que conviene organizar esta fase de tal manera que las diversas instancias diocesanas e iniciativas apostólicas presentes en la Iglesia particular vengan en ella implicadas, del modo que en cada caso aconsejen las circunstancias. Así los trabajos sinodales se traducirán en un adecuado aprendizaje práctico de la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II[42] y, además, los fieles estarán bien dispuestos a aceptar, concluido el sínodo, «aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes»[43].

Acto seguido se ofrecen algunas orientaciones generales sobre el modo de proceder, que cada Pastor sabrá adaptar y completar como mejor convenga al bien de la Iglesia particular y a las características del sínodo proyectado.

1. Preparación espiritual, catequística e informativa.

Convencido de que «el secreto del éxito del sínodo, como de cualquier otro acontecimiento e iniciativa eclesial, está en la oración»[44], el Obispo invitará a todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos, y en particular a los monasterios de vida contemplativa, a una «constante intención común: el sínodo y los frutos del sínodo»[45], que de este modo se convertirá en un auténtico evento de gracia para la Iglesia particular. No dejará de exhortar a este propósito a los pastores de almas, poniendo a su disposición los oportunos subsidios para las asambleas litúrgicas, solemnes y cotidianas, a medida que se avanza en el camino sinodal.

La celebración del sínodo ofrece al Obispo una oportunidad privilegiada de formación de los fieles. Se proceda, así pues, a una articulada catequesis acerca del misterio de la Iglesia y de la participación de todos en su

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misión, a la luz de las enseñanzas del Magisterio, especialmente conciliar. A tal efecto, se podrán ofrecer orientaciones concretas para la predicación de los sacerdotes.

Sean también todos informados sobre la naturaleza y finalidad del sínodo y sobre el ámbito de las discusiones sinodales. A este propósito, podrá ser útil la publicación de un fascículo informativo, sin descuidar el uso de los medios de comunicación social.

2. Consulta de la diócesis.

Se ofrezca a los fieles la posibilidad de manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo[46]. Además, se solicitará separadamente al clero de la diócesis a formular propuestas sobre el modo de responder a los desafíos de la cura pastoral.

El Obispo dispondrá las modalidades concretas de tal consulta, procurando llegar a todas las “energías vivas” de la Iglesia de Dios que están presentes y operan en la Iglesia particular[47]: comunidades parroquiales, institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, asociaciones eclesiales y agrupaciones de relieve, instituciones de enseñanza (seminario, universidades o facultades eclesiásticas, universidades y escuelas católicas).

Al proveer con oportunas indicaciones a la consulta, el Obispo deberá prevenir el peligro -por desgracia a veces bien real- de la formación de grupos de presión, y evitará crear en los interpelados expectativas injustificadas sobre la efectiva aceptación de sus propuestas.

3. Definición de las cuestiones.

El Obispo procederá seguidamente a fijar las cuestiones sobre las cuales versarán las discusiones. Un modo apto para este propósito será elaborar cuestionarios, divididos por materias, cada uno introducido por una relación que ilustre su significado a la luz de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia y de los resultados de las consultas precedentes[48]. Esta tarea será encomendada, bajo la dirección de la comisión preparatoria, a grupos de expertos en las diversas disciplinas y ámbitos pastorales, que presentarán los textos a la aprobación del Obispo.

Finalmente, la documentación preparada será trasmitida a los sinodales, para garantizar su adecuado estudio antes del inicio de las sesiones.

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IV. DESARROLLO DEL SÍNODO

1. El verdadero sínodo consiste justamente en las sesiones sinodales. Es preciso, por ello, procurar un equilibrio entre la duración del sínodo y la de la preparación y, además, disponer las sesiones en un arco de tiempo suficiente que permita estudiar las diversas cuestiones e intervenir en la discusión.

2. Pues «Quibus communis est cura, communis etiam debet esse oratio»[49], la celebración misma del sínodo arraigue en la oración. Para las solemnes liturgias eucarísticas de inauguración y de conclusión del sínodo y en las demás que acompañarán las sesiones sinodales, se observen las prescripciones del Caeremoniale Episcoporum, que trata específicamente de la liturgia sinodal[50]. Sean abiertas a todos los fieles y no solamente a los miembros del sínodo.

Conviene que las sesiones del sínodo —las más importantes al menos— tengan lugar en la iglesia catedral, sede de la cátedra del Obispo e imagen visible de la Iglesia de Cristo[51].

3. Antes del inicio de las discusiones, los sinodales emitan la profesión de fe, a norma del canon 833, 1°[52]. No descuide el Obispo ilustrar este significativo acto, a fin de estimular el sensus fidei de los sinodales y encender su amor por el patrimonio doctrinal y espiritual de la Iglesia.

4. El examen de cada uno de los temas será introducido de breves relaciones, que centren los diversos puntos en cuestión.

«Todas las cuestiones propuestas se someterán a la libre discusión de los miembros en las sesiones del sínodo»[53]. El Obispo cuidará que los sinodales dispongan de la efectiva posibilidad de expresar libremente sus opiniones sobre las cuestiones propuestas, si bien dentro de los términos temporales determinado en el reglamento[54].

Teniendo presente el vínculo que une la Iglesia particular y su Pastor con la Iglesia universal y el Romano Pontífice, el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones —planteadas quizá con la pretensión de trasmitir a la Santa Sede “votos” al respecto— que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica[55].

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Concluidas las intervenciones, se cuidará de resumir ordenadamente las diversas aportaciones de los sinodales, a fin de facilitar su ulterior examen.

5. Durante las sesiones del sínodo, en diversos momentos será preciso solicitar a los sinodales que manifiesten su parecer mediante votación. Dado que el sínodo no es un colegio con capacidad decisoria, tales sufragios no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario vinculante, sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas, y así debe ser explicado[56].

El Obispo queda libre para determinar el curso que deba darse al resultado de las votaciones, aunque hará lo posible por seguir el parecer comúnmente compartido por los sinodales, a menos que obste una grave causa, que a él corresponde evaluar coram Domino.

6. El Obispo, dando las oportunas indicaciones, encomendará a diversas comisiones de miembros la composición de los proyectos de textos sinodales.

Al hacerlo, se deberán buscar fórmulas precisas, que puedan servir como guía pastoral para el futuro, procurando evitar el lenguaje genérico o limitarse a meras exhortaciones, lo que sería en menoscabo de su eficacia.

7. «Compete al Obispo diocesano, según su prudente juicio, suspender y aun disolver el sínodo diocesano»[57], si acaso surgen obstáculos graves para su continuación, que hagan conveniente o incluso necesaria esta decisión: por ejemplo, una orientación insanablemente contraria a la enseñanza de la Iglesia o circunstancias de orden social que perturben el pacífico desarrollo del trabajo sinodal.

Si no existen particulares motivos que lo desaconsejen, antes de emanar el decreto de suspensión o de disolución, el Obispo solicitará el parecer del consejo presbiteral —el cual debe ser consultado en los asuntos de mayor importancia[58]—, pero quedando él libre de adoptar o no la decisión.

«Si queda vacante o impedida la sede episcopal el sínodo diocesano se interrumpe de propio derecho, hasta que el nuevo Obispo diocesano decrete su continuación o lo declare concluido»[59].

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V. DECLARACIONES Y DECRETOS SINODALES

1. Terminadas las sesiones del sínodo, el Obispo procede a la redacción final de los decretos y declaraciones, los suscribe y ordena su publicación[60].

2. Con las expresiones “decretos” y “declaraciones”, el Código contempla la posibilidad de que los textos sinodales consistan, por una parte, en auténticas normas jurídicas —que podrán denominarse “constituciones” o de otro modo— o bien en indicaciones programáticas para el porvenir y, por otra parte, en afirmaciones convencidas de las verdades de la fe o moral católicas, especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia para la vida de la Iglesia particular.

3. «Únicamente él (el Obispo diocesano) suscribe las declaraciones y decretos del sínodo, que pueden publicarse sólo en virtud de su autoridad»[61]. Por tanto, las declaraciones y decretos del sínodo deben llevar sólo la firma del Obispo diocesano y las palabras usadas en estos documentos deben poner en evidencia que su autor es justamente aquél.

Habida cuenta de la intrínseca conexión del sínodo con la función episcopal, es ilícita la publicación de actos no suscritos por el Obispo. Éstos no pueden considerarse en sentido alguno declaraciones “sinodales”.

4. Mediante los decretos sinodales, el Obispo promueve y urge la observancia de las normas canónicas que las circunstancias de la vida diocesana reclaman[62], regula las materias que el derecho confía a su competencia[63] y aplica la disciplina común a la diversidad de la Iglesia particular.

Sería jurídicamente inválido un eventual decreto sinodal contrario al derecho superior[64], a saber: la legislación universal de la Iglesia, los decretos generales de los concilios particulares y de la Conferencia Episcopal[65] y los de la reunión de los Obispos de la provincia eclesiástica, en los términos de su competencia[66].

5. «El Obispo diocesano ha de trasladar el texto de las declaraciones y decretos sinodales al Metropolitano y a la Conferencia Episcopal»[67], a fin de favorecer la comunión en el episcopado y la armonía normativa en las Iglesias particulares del mismo ámbito geográfico y humano.

Todo concluido, el Obispo tendrá a bien trasmitir, mediante el Representante Pontificio, copia de la documentación sinodal a la

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Congregación para los Obispos o a la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, para su oportuna información.

6. Si los documentos sinodales —especialmente los normativos— no se pronuncian acerca de su aplicación, el Obispo diocesano será quien determine, una vez concluido el sínodo, las modalidades de ejecución, confiándola eventualmente a determinados órganos diocesanos.

* * *

Las Congregaciones para los Obispos y para la Evangelización de los Pueblos esperan haber contribuido, de este modo, al adecuado desarrollo de los sínodos diocesanos, institución eclesial siempre tenida en gran consideración en el curso de los siglos y hoy considerada con renovado interés, cual valioso instrumento orientado, con la ayuda del Espíritu Santo, al servicio de la comunión y de la misión de las Iglesias particulares.

La presente Instrucción entrará en vigor para los sínodos diocesanos que comenzarán a partir de tres meses desde la fecha de publicación...

APÉNDICE A LA INSTRUCCIÓN SOBRE LOS SÍNODOS DIOCESANOS

Ámbitos pastorales que el C.I.C. encomienda

a la potestad legislativa del Obispo diocesano

El presente Apéndice elenca las materias cuya ordenación a nivel diocesano se considera necesaria o generalmente conveniente, habida cuenta del tenor de los cánones del Código. Se excluyen de él las prescripciones codiciales que requieren más bien la adopción de disposiciones de carácter singular[68], como aprobaciones, concesiones particulares, licencias, etc.

Es preciso advertir, sin embargo, que «al Obispo diocesano compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral, exceptuadas aquellas causas que por el derecho o por decreto del Sumo Pontífice se reserven a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica»[69]. En consecuencia, el Obispo diocesano podrá ejercitar su potestad legislativa no solamente para completar o determinar las normas jurídicas superiores que expresamente lo imponen o lo permiten, sino también para reglar - en función de las necesidades de la Iglesia local o de

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los fieles- cualquier materia pastoral de alcance diocesano, a excepción de las reservadas a la suprema o a otra autoridad eclesiástica. Naturalmente, en el ejercicio de tal potestad el Obispo está obligado a observar y respetar el derecho superior[70].

Se ha de tener presente, no obstante, la regla de buen gobierno que aconseja ejercitar la potestad legislativa con discreción y prudencia, para no imponer por fuerza lo que se podría conseguir con el consejo y la persuasión. Es más, tantas veces el Obispo deberá emplearse, antes que en promulgar nuevas normas, en promover la disciplina común a toda la Iglesia y en urgir, cuando sea preciso, a la observancia de las leyes eclesiásticas: esta tarea es un auténtico deber, que le alcanza en cuanto custodio de la unidad de la Iglesia universal y que se refiere en particular al ministerio de la palabra, la celebración de los sacramentos y sacramentales, el culto de Dios y de los Santos y la administración de los bienes[71].

No es superfluo añadir que el Obispo diocesano tiene libertad para dictar normas sin previo sínodo diocesano o al margen de él, ya que la potestad legislativa le es propia y exclusiva en el ámbito diocesano. Por el mismo motivo, debe él ejercitarla personalmente[72], sin que le sea permitido legislar juntamente con otras personas, órganos o asambleas diocesanas.

De las materias que se señalan seguidamente, no todas podrán encontrar en el sínodo diocesano la sede apropiada de discusión. Así, no sería prudente someter indiscriminadamente al examen de los sinodales cuestiones relativas a la vida y al ministerio de los clérigos. En otros ámbitos pastorales específicos, será conveniente que el Obispo diocesano consulte el sínodo acerca de los criterios o principios generales, dejando para un momento ulterior, concluido aquél, la emanación de normas precisas. Como se dice en la Instrucción[73], queda a la prudencia del Obispo la determinación de los temas de la discusión sinodal.

I. Acerca del ejercicio del munus docendi

El Obispo es, en la diócesis que se le ha encomendado, «moderador de todo el ministerio de la palabra»[74]. A él toca proveer a fin de que las prescripciones canónicas sobre el ministerio de la palabra sean diligentemente observadas y la fe cristiana sea trasmitida en la diócesis recta e íntegramente[75]. El Código de Derecho Canónico explicita este cometido, otorgando amplias competencias al Obispo diocesano, en los ámbitos siguientes:

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1. Ecumenismo: corresponde a los Obispos, individualmente o reunidos en Conferencia Episcopal, impartir normas prácticas en materia ecuménica, respetando siempre cuanto la suprema autoridad de la Iglesia haya dispuesto a este propósito (cfr. can. 755 § 2).

2. Predicación: al Obispo diocesano compete promulgar normas sobre el ejercicio de la predicación, que han de ser observadas por cuantos ejercitan ese ministerio en la diócesis (cfr. can. 772 § 1). Son manifestaciones particulares de esta tarea:

— La eventual restricción del ejercicio de la predicación (cfr. can. 764);

— la ordenación de lo que se refiere a las modalidades particulares de predicación, adecuadas a las necesidades de los fieles, como son los ejercicios espirituales, las misiones sagradas, etc. (cfr. can. 770);

— la solicitud a fin de que la palabra de Dios sea anunciada a los fieles que no pueden gozar suficientemente de la cura pastoral común y también a los no creyentes (cfr. can. 771).

3. Catequesis: compete al Obispo diocesano, ateniéndose a las prescripciones de la Sede Apostólica, dictar normas en materia catequética (cfr. can. 775 § 1), según diversas modalidades adecuadas a las necesidades de los fieles (cfr. cans. 777 y 1064), y disponiendo también sobre lo referente a la adecuada formación de los catequistas (cfr. can. 780).

4. Actividad misional: corresponde al Obispo la promoción, en la diócesis, de la actividad misional de la Iglesia (cfr. can. 782, 2) y, si la diócesis se encuentra en territorio de misión, la dirección y la coordinación de la actividad misional (cfr. can. 790).

5. Educación católica: al Obispo diocesano compete, observando las eventuales disposiciones dictadas al respecto por la Conferencia Episcopal, regular lo que toca a la enseñanza y a la educación religiosa católica, que se imparte en cualesquiera escuelas o se lleva a cabo en los diversos medios de comunicación social (cfr. can. 804 § 1)[76]. Le concierne también la organización general de las escuelas católicas y la vigilancia para que éstas mantengan siempre su identidad (cfr. can. 806).

6. Instrumentos de comunicación social: es un deber de los Obispos la vigilancia acerca de las publicaciones y el uso de los medios de comunicación social (cfr. can. 823).

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II. Acerca del ejercicio del munus sanctificandi

Los Obispos son «en la Iglesia a ellos encomendada, los moderadores, promotores y custodios de toda la vida litúrgica»[77]. Al Obispo diocesano compete, observando las disposiciones de la autoridad suprema de la Iglesia, dar normas en materia litúrgica para su diócesis, a las cuales todos están obligados[78]. El Código de Derecho Canónico encomienda a la potestad normativa del Obispo algunas tareas particulares:

— regular lo referente a la participación de los fieles no ordenados en la liturgia, observando cuanto haya dispuesto a propósito el derecho superior (cfr. can. 230 § 2 y 3)[79];

— establecer, si la Conferencia Episcopal no lo ha hecho ya, los casos de "grave necesidad" para la administración de algunos sacramentos a los cristianos no católicos (cfr. can. 844 § 4 y 5);

— determinar las condiciones para que se pueda conservar la Eucaristía en una casa privada o llevarla consigo en los viajes (cfr. can. 935);

— allí donde el número de ministros sagrados sea insuficiente, regular lo que se refiere a la exposición de la Eucaristía por parte de fieles no ordenados (cfr. can. 943);

— dar normas sobre las procesiones (cfr. can. 944 § 2);

— teniendo presente los criterios concordados con los otros miembros de la Conferencia Episcopal, determinar los casos en que se verifica la necesidad de la absolución colectiva (cfr. can. 961 § 2);

— dar prescripciones sobre la administración del sacramento de la Unción de Enfermos para varios enfermos al mismo tiempo (cfr. can. 1002);

— establecer normas para las celebraciones dominicales en ausencia de presbítero, observando cuanto sea prescrito en la legislación universal de la Iglesia (cfr. can. 1248 § 2).

III. Acerca del ejercicio del munus pascendi

1. Sobre la organización de la diócesis.

Además de las múltiples disposiciones de diversa naturaleza, requeridas para la adecuada organización pastoral de la diócesis, está concretamente encomendado al Obispo diocesano:

— la normativa particular sobre el cabildo catedral (cfr. cans. 503, 505 y 510 § 3);

— la constitución del consejo pastoral diocesano y la elaboración de sus estatutos (cfr. cans. 511 y 513 § 1);

— las normas por las que se provea a la atención de la parroquia durante la ausencia del párroco (cfr. can. 533 § 3);

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— la normativa sobre los libros parroquiales (cfr. can. 535 § 1; cfr. también cans. 895, 1121 § 1 y 1182);

— la decisión sobre la constitución de los consejos pastorales parroquiales y la determinación de las normas por las que se rigen (cfr. can. 536);

— las normas por las que se regulan los consejos parroquiales de asuntos económicos (cfr. can. 537);

— la determinación complementaria de los derechos y deberes de los vicarios parroquiales (cfr. can. 548);

— la determinación complementaria de las facultades de los arciprestes o decanos (cfr. can. 555; cfr. también can. 553).

2. Sobre la disciplina del Clero.

En relación con los presbíteros, el can. 384 establece que el Obispo diocesano «cuide de que cumplan debidamente las obligaciones propias de su estado, y de que dispongan de aquellos medios e instituciones que necesitan para el incremento de su vida espiritual e intelectual, y procure también de que se provea, conforme a la norma del derecho, a su honesta sustentación y asistencia social».

Otros cánones determinan diversos aspectos de estos ámbitos encomendados a la cura episcopal:

— Por lo que se refiere al cumplimiento de las obligaciones propias del estado clerical, véanse los cánones: can. 277 § 3 (tutela del celibato); can. 283 § 1 (duración de las ausencias de la diócesis); can. 285 (abstención de cuanto desdiga del estado clerical).

— En cuanto a los medios para el incremento de su vida espiritual e intelectual, véanse los cánones: can. 276 § 2, 41 (asistencia a retiros espirituales); can. 279 § 2 (formación doctrinal permanente); can. 283 § 2 (tiempo de vacaciones).

— Sobre la sustentación y asistencia social de los clérigos, véase el can. 281.

Finalmente, compete al Obispo determinar los modos de relación y de mutua colaboración entre todos los clérigos que trabajan en la diócesis (cfr. can. 275 § 1).

3. Sobre la administración económica de la diócesis.

En los límites del derecho universal y particular, el Obispo es responsable de organizar todo lo referente a la administración de los bienes eclesiásticos sometidos a su potestad (cf. can. 1276 § 2). En materia económica es también competencia suya:

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— Imponer tributos moderados en el ámbito diocesano, observando las condiciones canónicas (cfr. can. 1263);

— si la Conferencia Episcopal nada ha dispuesto al respecto, emanar normas sobre las subvenciones (cfr. can. 1262);

— establecer, cuando convenga, cuestaciones especiales en favor de las necesidades de la Iglesia (cfr. cans. 1265 y 1266);

— dictar normas sobre el destino de las ofertas recibidas de los fieles, con ocasión de las funciones litúrgicas "parroquiales" y sobre la retribución de los clérigos que cumplen tales funciones (cfr. can. 531);

— determinar condiciones más específicas para la constitución y aceptación de las fundaciones (cfr. can. 1304 § 2).

Notas [1] Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges, del 25 de enero de 1983 (AAS 75 [1983], vol. II, pp. VII-XIV). [2] Cfr. can. 34 §1. [3] Cfr. Constitución Apostólica Pastor Bonus, del 28 de junio de 1988 (AAS 80 [1988], pp. 841-912), arts. 75, 79 y 89. [4] "Coetus delectorum sacerdotum aliorumque christifidelium Ecclesiae particularis, qui in bonum totius communitatis dioecesanae Episcopo dioecesano adiutricem operam praestant". [5] Constitución Dogmática Lumen Gentium n. 28; cfr. Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis nn. 2 y 7. [6] Cfr. Constitución Dogmática Lumen Gentium nn. 7 y 32; cfr. can. 463 §§ 1 y 2. [7] Cfr. cans. 461 § 1 y 462 § 1. [8] Cfr. can. 465. [9] Cfr. can. 462 § 2. [10] Cfr. can. 466. [11] Juan Pablo II, homilía del 3 de octubre de 1992, en L'Osservatore Romano (edic. española), del 13 de noviembre de 1992, pp. 11-12. [12] Cfr. Constitución Dogmática Lumen Gentium n. 11. [13] Cfr. Ibídem n. 23. [14] Can. 460. [15] Cfr. can. 466. [16] Cfr. cans. 466 y 467. [17] Constitución Dogmática Lumen Gentium n. 12, que cita I Thess 5,12 y 19-21. [18] Cfr. Ibídem n. 27. [19] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, carta a los Obispos de la Iglesia Católica "Communionis notio", del 28 de mayo de 1992 (AAS 85 [1993] pp. 838-850), n. 4. [20] Cfr. Ibídem n. 13. [21] Can. 462 § 2. [22] Cfr. can. 463 § 1, 1°, 2°, 3°, 4°, 6° y 7° [23] Can. 463 § 1, 5°. [24] Can. 512 § 2: «Los fieles que son designados para el consejo pastoral deben elegirse de modo que a través de ellos quede verdaderamente reflejada la porción del pueblo de Dios que constituye la diócesis, teniendo en cuenta sus distintas regiones, condiciones sociales y profesionales, así como también la parte que tienen en el apostolado, tanto personalmente como asociados con otros».

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[25] Can. 512 § 3. [26] Can. 463 § 1, 8°. [27] Can. 463 § 1, 9°. [28] Can. 463 § 2. [29] Can. 212 § 3. [30] Cfr. can. 463 § 1. [31] Can. 464. [32] Can. 463 § 3. [33] Juan Pablo II, audiencia del 27 de junio de 1992, en L'Osservatore Romano (edic. española) del 17 de julio de 1992, pp. 3-4. [34] Can. 461 § 1. [35] Cfr. can. 495 § 1. [36] Can. 462 § 1. [37] Can. 461 § 2. [38] Sobre la noción de reglamento, véase el can. 95. [39] Cfr. can. 463 § 1, 5°. [40] Cfr. can. 463 § 1, 9°. [41] Téngase presente que el texto de algunos de estos cánones deja libertad de disponer de modo diverso en el reglamento del sínodo. [42] Cfr. Juan Pablo II, alocución del 29 de mayo de 1993, en L'Osservatore Romano (edic. española) del 4 de junio de 1993, pp. 1 y 4. [43] Constitución dogmática Lumen Gentium n. 37. [44] Juan Pablo II, homilía del 3 de octubre de 1992, cit. nota 11. [45] Juan Pablo II, audiencia del 27 de junio de 1992, cit. nota 33. [46] Cfr. can. 212 §§ 2 y 3. [47] Cfr. Juan Pablo II, audiencia del 27 de junio de 1992, cit. nota 33. [48] Se puede proceder de manera diversa, por ejemplo elaborando ya en esta fase los proyectos de documentos sinodales. Esta alternativa reúne indudables ventajas, pero se debe atender también al riesgo de reducir de hecho la libertad de los sinodales, que deberán pronunciarse sobre un texto prácticamente acabado. [49] Caeremoniale Episcoporum n. 1169. [50] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, Pars VIII, Caput I De Conciliis Plenariis vel Provincialibus et de Synodo Dioecesana, nn. 1169-1176. [51] Cfr. Constitución Apostólica Mirificus eventus, del 7 de diciembre de 1965 (AAS 57 [1965], pp. 945-951). [52] Cfr. AAS 81 (1989) pp. 104-105, que trae el texto de la profesión de fe que se ha de usar en el sínodo. [53] Can. 465. [54] Cfr. más arriba III, B, 2. [55] Cfr. Decreto conciliar Christus Dominus n. 8; cfr. también can. 381. [56] A este propósito, resulta útil advertir que la regla formulada en el can. 119, 3°, "lo que afecta a todos y a cada uno, debe ser aprobado por todos", no se refiere para nada al sínodo, sino a la toma de ciertas decisiones comunes en el seno de un auténtico colegio con capacidad decisoria. [57] Can. 468 § 1. [58] Cfr. can. 500 § 2. [59] Can. 468 § 2. [60] Cfr. can. 466. [61] Ibídem. [62] Cfr. can. 392. [63] Cfr. el Apéndice de esta Instrucción.

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[64] Cfr. can. 135 § 2. [65] Para que las decisiones de los concilios particulares y de las Conferencias Episcopales sean normas jurídicas obligatorias, esto es, auténticos decretos generales, es necesario que hayan sido reconocidas ("recognitae") por la Santa Sede: cfr. cans. 446 y 455. [66] Acerca de las competencias normativas de la reunión de los Obispos de la provincia, cfr. los cans. 952 § 1 y 1264. [67] Can. 467. [68] Cfr. can. 35. [69] Can. 381 § 1. [70] Cfr. can. 135 § 2; cfr. también Instrucción sobre los sínodos diocesanos V, 4. [71] Cfr. can. 392. [72] Cfr. can. 391 § 2. [73] Cfr. Instrucción sobre los sínodos diocesanos III, A, 1; III, C, 3. [74] Can. 756 § 2. [75] Cfr. can. 386. [76] El elenco de los cánones del C.I.C., adjunto a la carta del Cardenal Secretario de Estado a los Presidentes de las Conferencias Episcopales del 8 de noviembre de 1983, incluía este canon 804 en la lista de los casos en que las Conferencias no "deben" sino que "pueden" emanar normativa complementaria; sin embargo la elaboración de las normas de que aquí se trata resulta muy conveniente. Se tenga presente, por lo demás, que el mencionado elenco fue redactado con una finalidad meramente ilustrativa, para ayudar a las Conferencias Episcopales a determinar las materias de su competencia. [77] Can. 835 § 1. [78] Cfr. can. 838 §§ 1 y 4; cfr. también can. 841. [79] Sobre el servicio en el altar de las mujeres y la intervención del Obispo diocesano al respecto, cfr. el responsum del Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos del 11 de julio de 1992, junto con la nota aneja de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, publicados en AAS 86 (1994), pp. 541-542.

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INDICE CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN

1. Esbozo del Sínodo Diocesano 2. Resumen histórico 3. Encuadres conceptuales. a) El Sínodo y los Consejos diocesanos. b) El SD en la sistemática del Código.

CAPÍTULO II. NATURALEZA DEL SD

1. El SD en la comunión eclesial 2. El SD, evento de comunión jerárquica 3. El SD imagen de la Iglesia particular 4. El SD ¿exigencia constitucional? La “sinodalidad” del SD 5. ¿Es el SD un colegio? 6. “Lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos” 7. La analogía del SD con el Sínodo de los Obispos

CAPÍTULO III. FINALIDAD DEL SD A. FINALIDAD ÚLTIMA DEL SD

1. El bien de toda la comunidad diocesana 2. La comunión y la misión como finalidad del SD 3. El SD, comunión eclesial y “autonomía privada” 4. Autonomía de medios, autonomía de fines

B. FINALIDAD PRÓXIMA DEL SD 1. El SD, asamblea consultiva 2. Naturaleza del “consejo” de los sinodales 3. Régimen del voto consultivo CAPÍTULO IV. LA COMPOSICIÓN DEL SD A. CUESTIONES BÁSICAS SOBRE LA COMPOSICIÓN DEL SD

1. El Obispo en el SD 2. Los presbíteros en el SD

3. Los “otros fieles” (can. 460) en el SD. 1) La colaboración de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen. 2) La corresponsabilidad de todos los fieles en la misión de la Iglesia. 4. Los criterios para la designación de los sinodales. La cuestión de la representación

B. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DEL ENCARGO DE SINODAL

1. La idoneidad del candidato (can. 149) 2. Las elecciones para el encargo de sinodal. a) Mecánica de la elección según el can. 119. b) Especificaciones reglamentarias a partir de los cans. 164-179. c) Modalidad de elección.

3. El control episcopal de la idoneidad de los elegidos 4. Pérdida de la condición de sinodal. a) La renuncia; b) La remoción; c) Interrupción del Sínodo por vacancia o impedimento de la sede episcopal; d) La pérdida del “oficio-presupuesto”; e) Otras posibles causas.

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C. LOS DIVERSOS TIPOS DE SINODALES EN LAS NORMAS VIGENTES 1. Los presbíteros 2. Los fieles (“laicos”) elegidos 3. Los representantes de la Vida Consagrada

4. Los sinodales convocados por el Obispo CAPÍTULO V. EL OBJETO DEL SD A. LA MATERIA OBJETO DE CONSULTA 1. La amplitud del objeto de la consulta 2. Las cuestiones de ámbito público y la “mejora de las costumbres” 3. El ministerio y la vida de los ministros sagrados B. LOS TEXTOS SINODALES.

1. Naturaleza de los textos sinodales 2. Los decretos sinodales 3. El estilo redaccional de los decretos 4. El patrimonio jurídico local 5. Las “declaraciones” sinodales

C. LA LABOR DE PRODUCCIÓN CANÓNICA EN EL SD 1. ¿SD “aplicador” o SD “innovador”? 2. Concesión versus reserva 3. El procedimiento de creación de normas locales D. REVOCACIÓN E IMPUGNACIÓN DE LOS DECRETOS SINODALES 1. La revocación mediante ley diocesana posterior

2. La impugnación de los decretos sinodales CAPÍTULO VI. DESARROLLO DEL SD 1. Inicio y conclusión normal del Sínodo 2. Conclusión anómala del Sínodo A. EL DESARROLLO DEL SD A LA LUZ DE LA HISTORIA 1. Esquema de desarrollo del SD preconciliar 2. Esquema de desarrollo en la praxis sinodal posconciliar 3. Esquema de desarrollo propuesto por la Instrucción romana B. LA PREPARACIÓN DEL SD

1. Providencias organizativas. Constitución de los oficios preparatorios del Sínodo. Elaboración del Reglamento del Sínodo. Designación de los sinodales. Convocatoria del Sínodo 2. Desarrollo de la fase preparatoria (Instrucción, III, C). 1. Preparación espiritual,

catequística e informativa de los fieles. 2. Modo de efectuar la Consulta a la Diócesis. 3. Definición de las cuestiones.

C. LA CELEBRACIÓN DEL SD

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1. Cuestiones generales 2. Modelo organizativo de la celebración del SD. Comparación con el Sínodo de los Obispos y con el Sínodo de la Diócesis de Roma 3. Las intervenciones de los sinodales: libertad de expresión

4. Las votaciones en el aula sinodal 5. La unanimidad 6. La libertad del Obispo en relación con las votaciones D. DILIGENCIAS EPISCOPALES ULTERIORES 1. La elaboración y aprobación de los documentos sinodales 2. La transmisión de la documentación

3. La interpretación y la ejecución de los decretos

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN 1. Esbozo del Sínodo diocesano Empezando por la etimología, la voz synodos, como es bien sabido, es de origen griego y significa “caminar juntos” o “camino en común”, y así lo explican autores tan antiguos como Isidoro de Sevilla en el s. VII y el Decreto de Graciano en el XII1. Sin embargo, es más esclarecedor preguntarse por el uso original de esta voz en el lenguaje corriente, no eclesiástico, pues este término no es invención canónica sino que los autores eclesiásticos la tomaron de la vida civil, y en este ámbito, synodos significaba “reunión para deliberar, con un sentido similar al de ecclesia, pero sin relación estricta con una ciudad, pues también puede referirse a una corporación deportiva o de artesanos, aunque siempre con una connotación religiosa”2. Ya en el ámbito cristiano, este término se usó desde el principio con un significado genérico, para aludir a muy diversos tipos de asambleas reunidas al objeto de examinar los problemas de la vida eclesial3. Esta amplitud semántica se mantuvo a lo largo de la historia hasta prácticamente nuestros días, aunque en el lenguaje canónico – tan necesitado siempre de precisión – el uso de la voz “sínodo” fuera progresivamente restringiéndose para referirse al diocesano4.

De manera coherente con este breve apunte etimológico, podemos bosquejar dos características del SD, que nos acompañarán a lo largo del presente trabajo:

- El SD puede ser contemplado bien como una “reunión” o asamblea transitoria, bien como un “órgano” diocesano, desde el momento que, una vez convocado, hay un grupo de personas que comparten una misma función jurídica y están dotadas de unos derechos y deberes. Por eso, tanto vale para designarlo la voz latina coetus (“grupo”) que emplea el can. 4605, como la de “asamblea”, que emplea la versión aprobada por la Conferencia Episcopal Española, en continuidad con la definición de Sínodo empleada comúnmente por la doctrina canónica durante la época moderna6.

- Como sugiere la semántica griega de “camino en común”, el SD puede ser también contemplado como un “proceso” que se inicia con la preparación o “fase preparatoria” y culmina sin solución de continuidad en la “celebración” del Sínodo. Por usar una comparación con la función judicial, “sínodo” estaría para significar tanto la suma de de actuaciones o proceso como el tribunal que finalmente juzga. El Código solamente detiene su atención en la reunión final, pero eso no significa que podamos ignorar el resto, pues ésta es la realidad del SD, no sólo en la hora presente sino también antaño, como se expondrá más adelante.

1 Cfr. Beyer, J., De Synodo, p. 382 2 García Hervás, D., Régimen jurídico, p. 90 3 Cfr. Corbellini, G., Comentario exegético, pp. 993-4. 4 Cfr. Fuentes Caballero, J.A., El Sínodo, p. 548. Arrieta, J.I., El Sínodo de los Obispos, 32-33. Pontal, O., Évolution, 523. Ya D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. I, I, acredita que en su tiempo (primera mitad del s. XIX) la voz “sínodo” sin adjetivo se reservaba para el diocesano. 5 La versión del Código hecha por la C.E.E. siempre traduce el “coetus” latino por “grupo”: cfr. los cánones 127,1; 158,2; 160,2; 165; 166; 169; 173,1; 174,2; 175; 176; 177,1 y 2; 182, 2; 183,1; 294; 352, 2; 374; 476; 495 (el consejo presbiteral, como coetus-grupo de sacerdotes); 543; 545,2; 560; 564; 647, 3; etc. 6 Valga por todos P. Lambertini en el De Synodo Lib. I, cap. I, n. IV): “legitima congregatio, ab Episcopo coacta ex presbyteris et clericis suae Dioecesis aliisve quae ad eam accedere tenentur, in qua de his quae curae pastorali incumbunt, agendum et deliberandum est”. Esta definición fue citada habitualmente por la doctrina canónica, antes y después del Codex de 1917, en su forma latina o en la versión española de “reunión”. También el primer Directorio para los Obispos de 1973 usaba esta expresión.

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Una cuestión final antes de empezar con nuestro estudio: ¿debemos añadir el adjetivo “pastoral” para definir adecuadamente el SD contemporáneo? Así se ha hecho en más de una ocasión reciente, seguramente inspirándose en el Concilio Vaticano II y como para marcar distancias respecto de la orientación normativa (“demasiado jurídica”) de los SD tradicionales. Sin embargo, parece que está de más añadir calificativo alguno, por las siguientes razones:

- primera, porque los codificadores quisieron revalidar el significado “jurídico” del SD, en cuanto “institución normal para la actualización de la legislación particular de la diócesis”7, sin excluir otras finalidades legítimas y aún necesarias de tipo exhortativo, programador o didáctico; - segunda, porque la atenuación de los rasgos marcadamente disciplinares y un estilo de gobierno más apoyado en la convicción y en la exhortación, es hoy día cosa común en la vida de la Iglesia y sus instituciones, no sólo del SD;

- y finalmente, porque supondría oponer la dimensión “pastoral” – más sensible a las necesidades de las personas y a su bienestar espiritual – a la “jurídico-normativa”, con grave injuria de ésta: como veremos en su momento, la labor estrictamente jurídica es tan pastoral como cualquier otra. 2. Resumen histórico8

Como muchas otras instituciones canónicas, el Sínodo diocesano nace con suma naturalidad y sencillez. Sus primeras manifestaciones, dentro del ámbito latino, tienen lugar en el s. VI, cuando la Iglesia está expandiéndose en los pagos rurales, fuera de las áreas urbanas que vieron su nacimiento. Entonces los Obispos sienten la necesidad de encontrarse con su clero en la ciudad-sede de la diócesis, mediante reuniones formales en las que se informe, discuta y resuelva acerca de las necesidades de la evangelización y de la cura pastoral. Un medio complementario será el de la las visitas pastorales, mediante las cuales el Obispo recorre los diversos lugares de su diócesis para hacerse cargo, sobre el terreno, del estado moral y espiritual de las parroquias y ayudar a los clérigos allí destinados en su tarea. Así, el Sínodo consiste desde un principio en un medio de comunicación del Obispo con el clero, de información sobre el estado de la vida cristiana en las diversas comunidades, de vigilancia sobre el ejercicio del ministerio, de instrucción episcopal sobre el modo de conducir al pueblo cristiano. Brinda también la ocasión de solucionar los litigios y las denuncias, con lo que se le añade un aspecto jurisdiccional, que no le abandonará hasta tiempos recientes.

En la Edad Media, los Sínodos ven acentuarse sus perfiles jurídicos y se convierten en buena medida en órganos de difusión de los Concilios provinciales, que a su vez adquieren la fisonomía de correas de transmisión del Concilio universal, de manera que “Concilia

7 Corbellini, G., Comentario, 992-3: este autor explica que en los trabajos de elaboración del CIC, “alguno propuso que el sínodo tuviese una índole más pastoral (...), pero a otros no les agradaba el calificativo de 'pastoral', porque en ese caso era un término de significado poco claro, teniendo en cuenta que el sínodo diocesano debe ser sobre todo un órgano 'jurídico' diocesano (cf. Comm. 24 [1992], p. 224). Esta naturaleza del sínodo fue afirmada durante la revisión del Schema canonum Libri II De Populo Dei (de 1977); en efecto, se habló del sínodo diocesano como de la 'institución normal para la actualización de la legislación particular de la diócesis”. 8 Para los aspectos hitos históricos de este epígrafe, pueden consultarse los trabajos de Fuentes Caballero, J.A., El sínodo; Pontal, O., Évolution; Tinebra, L., Il Sinodo; Durand, J.-P., Un Regain; Ferrer, L., voz “Sínodo”; Beyer, J. De Synodo, 385-386; G. Le Bras-J. Gaudemet, Le Droit et les institutions, T. XVI, pp. 262-264 y T. XVII, pp. 153-169. Sobre la praxis de los SD después del Vaticano II según diversos países existe una preciosa fuente de información: El Congreso Internacional de Derecho Canónico, reunido en París del 21 al 28 de septiembre de 1990 (Las diversas aportaciones del Congreso están editadas en L'Année Canonique, vol. “hors série” de 1992). El entonces profesor J. I. Arrieta fue quien se ocupó de los SD españoles.

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Provincialia, et Dioecesana olim fuisse ita inter se colligata ut unum alterum consequeretur (...). In Provincialibus enim Universalium, in Dioecesanis Provincialium Synodorum definitiones et decreta promulgabantur”9. Este significado debe ponerse en relación con los sucesivos episodios y tentativos de “reforma”, que, partiendo de la cabeza de la cristiandad debían llegar escalonadamente a todos los niveles de la Iglesia. Así lo contempla igualmente el Concilio de Trento y, de hecho, tras la celebración de este Concilio se produce una revitalización del Instituto, especialmente en algunas regiones, con figuras señeras en Europa como Carlos Borromeo en Milán o Francisco de Sales en Ginebra, contribuyendo de este modo a remediar los impedimentos que las monarquías y príncipes opusieron a la recepción de los textos conciliares. Mención aparte merece la labor sinodal en la América Hispana, donde las necesidades evangelizadoras reproducían la situación que contempló el nacimiento del Sínodo en Europa.

Desde mediados del s. XVII hasta finales del XIX la institución cae en un prolongado letargo, aunque con excepciones según los lugares10. Las causas son múltiples: la tendencia a convertir el Sínodo en escenario de controversias doctrinales y de tensiones entre el Obispo, el clero, religiosos y poderes laicos, cada uno a la defensa de lo que cada uno entendía por sus derechos o privilegios; los entorpecimientos nacidos del regalismo del poder civil, que pretendía controlar las reuniones eclesiásticas; quizá también el creciente centralismo de la curia romana, que era llamada a resolver cuestiones que podrían tener remedio a nivel local. Mención aparte merece el Jansenismo que se manifestó en el Sínodo de Pistoia (1786), pues alertó a los Obispos de los peligros que suponían las reuniones de clérigos. Ante estas y otras dificultades, en algunas regiones se recurrió a celebrar – previo indulto de la S. Sede – reuniones o asambleas “prosinodales”, a las que eran convocados solamente los arciprestes y los miembros del cabildo.

Sin embargo, es en esos mismos años cuando se publica una obra que ha tenido gran impacto en la configuración del Sínodo de la época moderna, el De Synodo dioecesana, de Prospero Lambertini. Este ilustre canonista, siendo arzobispo de Bolonia, celebró Sínodos anuales en su diócesis y elaboró un extenso manual para ser usado en tales ocasiones, que constituía además un extenso y pormenorizado tratado sobre el derecho canónico particular. El De Synodo fue publicado tras haber asumido su autor la Sede Romana en 1740 con el nombre de Benedicto XIV, por lo que se convirtió en texto de referencia obligado para la praxis celebrativa de los Sínodos y, en general, para la teoría canónica acerca de la potestad jurídica del Obispo diocesano: basta una ojeada a los manuales en uso al tiempo de la primera codificación canónica para percatarse de su enorme influencia11.

Viniendo al caso de España, la reforma eclesiástica que en nuestro país precede y sigue al Concilio de Trento tuvo su corolario en la abundante celebración de SD desde fines del s. XV a mediados del XVII, cuando el proceso se lentifica, por las causas apenas mencionadas. Durante el s. XIX el instituto en general languidece, una deriva que puede ponerse en relación con las convulsiones sociales y políticas que sufrió España durante este período.

9 P. Lambertini, De Synodo, Lib. V, cap. I. 10 G. Le Bras-J. Gaudemet, Le Droit et les institutions, T. XVII (de la fin du s. XVIII siècle a 1978), p. 157 relata que durante el siglo y pico que va de 1789 a 1907, se celebraron en torno a los 511 SD, de los cuales 427 corresponden a sólo tres países: Francia, U.S.A. e Italia. No puede considerarse una cifra grande, si tenemos en cuenta el número total de diócesis y la obligación legal entonces vigente de celebrar anualmente el SD. 11 El Pontificado de Benedicto XIV no convierten el De Synodo en fuente legislativa, pues no fue compuesto con esa finalidad. De hecho, la edición de las Fontes del Codex de 1917, editada por el Card. Gasparri, no incluye esta obra y en cambio sí cita dos constituciones del mismo Benedicto XIV: la Const. Unigenitus, de 26 nov. 1749, y la Const. Firmandis, de 6 nov 1744. Sin embargo, no es menos cierto que los autores precodiciales invocaban el De Synodo como fuente de primer orden, con una autoridad superior a la de cualquier autor prestigioso.

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La promulgación del Codex de 1917 supuso un cierto impulso a la celebración de Sínodos, motivada por la necesidad de adaptar la disciplina diocesana a los cambios introducidos por la ley canónica universal. Eso hicieron muchas diócesis, y de una manera muy obsequiosa respecto del Codex, del que elaboraron una especie de réplica particular con las precisiones normativas que permitía la ley universal. A esta floración sigue un período de paulatina decadencia, sólo animada por el final de la segunda guerra mundial, que alentó de nuevo a bastantes Iglesias a convocar Sínodo para enfrentarse a las dificultades creadas por la conflagración.

Antes de continuar con este breve recorrido histórico, es oportuno subrayar lo que ya es un tópico en la historiografía de este instituto: la falta de adecuación entre la norma y la praxis en cuanto a la frecuencia de celebración. Un somero vistazo a la historia sugiere que la praxis va permanentemente rezagada respecto de la norma, lo que obliga a modificar ésta para evitar que la distancia entre ambas se haga clamorosa. De la antigua celebración semestral prescrita en diversos documentos de la antigüedad12, se pasa al precepto anual establecido por el Concilio IV de Letrán de 1215 y reiterado por el de Trento – incluso con amenaza de penas canónicas –, y de éste al decenal ordenado por el Codex de 1917. Pero tampoco ese plazo resultó realista, si atendemos a la praxis subsiguiente, por lo que el actual Código opta finalmente por prescindir de la periodificación. A la vista de las estadísticas, parece claro que el Sínodo, en la época moderna y en la generalidad de las regiones, fuera por incuria o por objetiva dificultad13, no era de hecho celebrado como un medio habitual de gobierno episcopal – tal como preveía la ley – sino un instituto al que se acudía en circunstancias extraordinarias, al cesar las cuales iba perdiendo progresivamente el pulso: tales serían la aplicación de las grandes novedades disciplinares de la Iglesia o una situación crítica para la vida social y eclesial.

Volviendo a la primera codificación canónica, ésta no fue promovida – como es sabido – por un deseo innovador, sino que se propuso ante todo recoger la doctrina canónica tradicional, de manera ordenada y adaptada a los nuevos tiempos. Así, el Codex consagra las líneas maestras del Sínodo, tal como se venía considerando y celebrando hasta entonces: una reunión periódica del clero de la Diócesis, que tenía por objetivo tanto aconsejar al Obispo como recibir de él las normas diocesanas, y en la que éste era el único legislador. Quiso además agregar una breve exposición del itinerario preparatorio mediante la facultativa constitución de unas “commissiones... qui res in Synodo tractandas parent”.

Como ocurrió después de los anteriores Concilios Ecuménicos, tras la celebración del Vaticano II el Sínodo pareció que iba a cobrar nuevo auge, como el medio de aplicar en la Diócesis los cambios conciliares. Sin embargo, una serie de factores parecen haber desanimado tempranamente a muchas diócesis de celebrarlo: inicialmente, la falta de indicaciones normativas que pudieran suplir a los, en la práctica, caducados cánones del Codex, pues ni los documentos conciliares ni el M. P. Ecclesiae Sanctae de 1966 – que trataba de darles una primera aplicación jurídica – contenían nada al respecto14; luego, la situación de turbulencia eclesial, especialmente en los años del inmediato posconcilio, que precavía a los Pastores de convocar asambleas potencialmente reivindicativas; añádase el desarrollo progresivo de la doctrina conciliar debida a los Sínodos de los Obispos, que pudo inhibir las

12 Cfr. P. Lambertini, De Synodo, Lib. I, cap. VI, I-II. 13 El habitual incumplimiento de esta norma forzaba al canonista a buscar motivos jurídicos para excusar a los Obispos incumplidores, aunque D. Bouix (mediados del s. XIX) las considera en su mayor parte insuficientes: cfr. Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. II. 14 Es conocida la exhortación genérica del Vaticano II (CD, 36) de que los sínodos y los concilios particulares cobrasen nuevo vigor. Pero, por todos los indicios, este texto se refiere a los “Sínodos y Concilios particulares” en el sentido de reuniones de Obispos, no al Sínodo diocesano, aunque éste pueda ser comprendido en el espíritu del texto.

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iniciativas locales: en suma un escenario inestable, poco propicio para celebrar un Sínodo que se propusiese trasladar la reforma conciliar a la Diócesis15.

El primer óbice con que se encontraron los Obispos del posconcilio deseosos de convocar un Sínodo era que el Codex entonces vigente configuraba el Sínodo como una reunión exclusivamente clerical que se ocupaba de asuntos estrictamente eclesiásticos, contra lo que parecía la apertura a los laicos promovida por el Concilio y sus afanes evangelizadores16. Para salvarlo, decidieron con el asentimiento expreso o tácito de Roma hacer participar en él a un cierto número de laicos. Cuando la Santa Sede fue llamada a intervenir para permitir esta notable novedad, respondió limitando la presencia laical al 50 por ciento de los sinodales.

En este contexto de indefinición legislativa, no es extraño que algunas diócesis optaran por celebrar “Asambleas diocesanas”, como fórmula praeter ius que esquivara las limitaciones impuestas por el Codex todavía en vigor. Los Obispos Alemanes convocaron un “Sínodo Alemán”, a fines de la década de los 60, para “procurar con esmero poner por obra los decretos del Concilio Vaticano II”, y que sería “General” debido a la semejanza de los problemas y la necesidad de buscar soluciones comunes. Una solución parecida se escogió en Holanda. En Suiza se decidió que cada diócesis celebrase un Sínodo propio, pero la estructura de tales Sínodos debería ser homogénea y la preparación hecha en común. También en Austria se planteó esta posibilidad, aunque finalmente se desechara, y en su lugar se celebró un Sínodo en la Archidiócesis de Viena que tuvo mucha trascendencia para todo el país17.

La celebración del Vaticano II incidió en la historia de la praxis sinodal de otra manera: no sólo como fuente de doctrina, sino modelo a cuya imagen se celebraron los Sínodos posconciliares. Esto produjo unas novedades de tal calado en la configuración del instituto sinodal, que algunos autores llegan a cuestionar la continuidad entre el SD preconciliar y el posconciliar18. Este “nuevo estilo” podría sintetizarse en los siguientes puntos:

- la misma generalidad temática. Si el Concilio tuvo como idea inspiradora el aggiornamento, también el Sínodo se propone una general “toma de conciencia” de la situación contemporánea para darle un respuesta pastoral, asignándose, más que la función de emanar normas nuevas, la de suscitar un nuevo espíritu, tanto mediante los documentos resultantes cuanto por medio de los mismos trabajos sinodales;

- la pretensión de que el Sínodo viene a ser la mejor y más completa expresión de la communio local (“asamblea del pueblo de Dios”), con una hondura teológica a escala particular análoga a la del propio Concilio;

- el trabajo centrado desde el inicio en la redacción de documentos de carácter “pastoral”, entendiendo por tal una temática y un estilo discursivo, que se aleja de los modos expositivos de inspiración codicística.

15 Así se explica que L. Jennings, A Renewed, p. 319 cifre en menos de 50 el número de los SD celebrados entre 1970 y 1980. 16 De la insuficiencia del modelo vigente de SD da prueba la escasa trascendencia que tuvo el Sínodo de la diócesis de Roma en 1959, convocado por el Papa Juan XXIII ( AAS 51 [1959] 868). Ante las novedades introducidas por el Concilio, sus conclusiones fueron rápidamente arrumbadas. 17 Tomo la información de: para Alemania, Braun, K.H., De Communi dioecesium, p. 133; para Suiza y Holanda, Fürer, I., De Synodis dioecesanis in Helvetia; para Austria Krätzl, H., De synodo dioecesana Vindobonensi. 18 Ferrari desarrolla esta idea en su trabajo I Sinodi diocesani in Italia, donde afirma: “...la stella polare della nuova costellazione in cui si inscrivono i sinodi degli ultimi due decenni (estamos en 1993) non è più il Codice ma il Concilio: tra i sinodi pre e post-conciliari corre una distanza analoga a quella che separa il Codex del 1917 dai documenti del Vaticano II” (p. 715). J.M. Martí añade que, en el caso de los SD posconciliares españoles, los de Sevilla (concluido en 1973) y de Valencia (en 1987) sirvieron de modelo próximo a los que vinieron después (Sínodos, p. 82).

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En el año 1973 fue publicado el primer Directorio para los Obispos (“Ecclesiae imago”). Dice del Sínodo su n. 163: “El Obispo, sirviéndose de la colaboración de expertos de teología, pastoral y derecho, y utilizando los consejos de las diversos componentes de la comunidad diocesana, ejercita de manera solemne el oficio y el ministerio de apacentar la grey que se le ha confiado, adaptando las leyes y las normas de la Iglesia universal a las situaciones particulares de la diócesis, indicando los métodos a adoptar en el trabajo apostólico diocesano, resolviendo las dificultades inherentes al apostolado y al gobierno, estimulando obras e iniciativas de carácter general, corrigiendo, si acaso serpeasen, errores sobre la fe y la moral”. Después, en el n. 164, diseña un modus operandi preparatorio que habría de tener gran influjo práctico: “El Obispo constituye tempestivamente las comisiones preparatorias, formadas no sólo por clérigos, sino también por religiosos y laicos cuidadosamente escogidos: ellas estudiarán tanto en la capital de la diócesis como en los decanatos foráneos los temas a proponer en el Sínodo, examinarán sus diversos aspectos (teología, liturgia, derecho canónico, actividad socio-caritativa, apostolado especializado, vida espiritual) y redactarán los esquemas de los decretos, resoluciones, providencias, etc., que el Obispo, juntamente con el Consejo presbiteral y también, si lo cree conveniente, el Consejo pastoral, examinará y decidirá si presentar o no a la asamblea sinodal”.

Como vemos, el Directorio convalidaba normativamente la praxis posconciliar en cuanto a la participación de los laicos y el estilo más “pastoral” que jurídico. Además, esbozaba un iter preparatorio que la praxis sinodal subsiguiente adoptará de manera bastante uniforme: las comisiones preparatorias se parecen más a equipos de estudio constituidos en las más diversas áreas de la diócesis que al selecto coetus virorum estrechamente controlado por el Obispo que el Codex contemplaba; y para el examen de los esquemas de documentos propuestos por los grupos de trabajo o comisiones, el Obispo es acompañado por el Consejo presbiteral y, si es el caso, también por el Pastoral, de manera que estos Consejos vienen a ocupar el lugar del coetus virorum del Codex. Como resultado, el Obispo pierde protagonismo de facto en el desarrollo del Sínodo. En 1983 fue promulgado el actual Código de Derecho Canónico. Sus prescripciones, si bien respetan las líneas maestras del Sínodo anterior, aportan algunas importantes novedades que iremos viendo a lo largo de este estudio, y que podemos resumir ahora: introduce una interesante definición del Sínodo en cuanto asamblea convocada para ayudar al Obispo en su tarea, convoca a fieles laicos a participar en el mismo junto a los clérigos, suprime del deber de celebrarlo periódicamente, omite deliberadamente toda mención a las comisiones preparatorias.

Si el silencio del Código acerca de la preparación del Sínodo obedecía, como es probable, a un deseo de simplificar las cosas y de dejar las manos más libres al Obispo19, no parece que tal designio haya tenido éxito, pues – a falta de normas canónicas – las diócesis han seguido recurriendo a las indicaciones contenidas en el primer Directorio para los Obispos. Por tal motivo, no puede dejar de advertirse una falta de correspondencia entre la sencilla imagen que los cánones ofrecen del Sínodo como una asamblea – por nutrida que sea – reunida para aconsejar al Obispo, y la realidad compleja e imponente que sigue siendo nota de la praxis sinodal aún en los tiempos recientes. Pero si la complejidad organizativa y las experiencias negativas de algunos Sínodos podía ser una rémora para su celebración, la clarificación teórica aportada por el Código y la recomendación del Sínodo de los Obispos de 1985 de convocarlos para promover un mejor conocimiento y una más extensa recepción del

19 Cfr. J.I. Arrieta, Órganos de participación, p. 575.

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Concilio pueden ser las causas del repunte de la actividad sinodal que se registra desde mediados de los años 8020.

Hacía falta un documento normativo de ámbito universal que salvara en lo posible la praxis sinodal contemporánea, de manera que acertara a expresar tanto fidelidad a la tradición canónica, como realismo en la adecuación a la vida eclesial; una síntesis donde se conjugase el enfoque eclesiológico con las prescripciones legales, y ofreciera un modelo organizativo sencillo que estimulara a las diócesis a su celebración mientras disuadiera – sin prohibirlas – de experiencias asamblearias extra-vagantes21. Una labor de significado en buena medida pedagógico, que reivindicara la vigencia de la ley canónica y sirviera de ilustración a quienes debían aplicar la ley más que imponerles nuevas obligaciones o restricciones. El instrumento escogido fue, por tanto, el de una “instrucción”22. Para elaborarla se contaba con la reciente experiencia del Sínodo de la diócesis de Roma, cuya celebración había ofrecido a Juan Pablo II la ocasión de pronunciar discursos en los que trataba de la naturaleza eclesiológica del Sínodo. No era para él experiencia nueva, pues siendo Arzobispo de Cracovia había presidido un “Sínodo pastoral” (1972-1979) de amplias repercusiones y consideraba el Sínodo como el mejor medio para poner localmente en práctica el Concilio Vaticano II y guiar a la Iglesia particular en el estadio posconciliar.

Así vio la luz la Instrucción para los Sínodos diocesanos, de las Congregaciones para los Obispos y para la Evangelización de los pueblos, de fecha 19 de marzo de 1997, cuyo texto se completa con un “Apéndice” con útiles observaciones introductorias sobre el ejercicio de la potestad episcopal. Si la desaparición o atenuación de algunas de las dificultades coyunturales ya mencionadas y la promulgación del Código parecen haber producido un incremento del número de los Sínodos, puede razonablemente esperarse que la Instrucción romana contribuya – esté ya contribuyendo – a la recuperación de la actividad sinodal, y a que ésta sea plenamente conforme con los trazos básicos de la tradición canónica. El último hito normativo en relación con el Sínodo diocesano es la publicación del nuevo Directorio para el Ministerio pastoral del Obispo diocesano Apostolorum Successores, de fecha 9 de marzo de 2004, que, aunque se limita a sintetizar lo dispuesto en el Código y en la Instrucción, recoge indicaciones muy interesantes sobre el modo de ejercer el oficio episcopal, por lo que su estudio sirve de útil complemento de uno y otra.

20 J.H. Provost, The Ecclesiological, p. 540, nota 7 cifra más de 60 los SD iniciados o concluidos entre los años 85 y 90, sólo en Francia, Italia y U.S.A. Añade que para muchas diócesis se trataba del primer SD de su historia o, al menos, el primero en muchos años. 21 La Instrucción expresa el deseo de que “las asambleas diocesanas u otras reuniones, en la medida que su finalidad y composición las asemejen al sínodo, encuentren su puesto en el marco de la disciplina canónica, merced a la recepción de las prescripciones canónicas y de la presente Instrucción, como garantía de su eficacia para el gobierno de la Iglesia particular” (Proemio). No proscribe las asambleas diocesanas, pues, de suyo, son reuniones praeter legem, pero manifiesta la natural desconfianza ante un escenario atípico de discusión eclesiástica cuando ya existen suficientes medios reglados por el derecho. Ya el Papa Pío X en la Enc. Pascendi de 8-IX-1907, n 23 había mandado “Los obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdotes sino rarísima vez; y si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada potestad...” (ASS, T. XLI, p. 361). G. Corbellini informa de que, con fecha 31.I.1976, fueran dadas por la Congregación para los Obispos, en virtud de disposición superior y de acuerdo con otros dicasterios, unas “Direttive per Sinodi interdiocesani”. Entre ellas, se enunciaba la siguiente: “3) Cualquier otro tipo de asamblea eclesial, sin las características jurídicas propias del sínodo o del concilio (particular), no podrá ni siquiera tomar ese nombre, y deberá enunciar claramente su naturaleza exclusivamente consultiva y de estudio”. Vemos que tampoco entonces se prohibieron, probablemente por el mismo motivo (Comentario, T. II, pp. 1001-2). 22 Establece el can. 34, 1: “Las instrucciones, por las cuales aclaran las prescripciones de las leyes, y se desarrollan y determinan las formas en que ha de ejecutarse la ley, se dirigen a aquellos a quienes compete cuidar que se cumplan las leyes, y les obligan para la ejecución de las mismas; quienes tienen potestad ejecutiva pueden dar legítimamente instrucciones, dentro de los límites de su competencia”. Nada que objetar, por tanto, en cuanto a la correspondencia del documento con el concepto de instrucción que trae el Código.

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3. Encuadres conceptuales Una vez hecho el recorrido histórico, es conveniente completar esta introducción con dos breves encuadres del SD actual. Las instituciones canónicas no son elementos mostrencos que se deban ni puedan aislar de su entorno para mejor analizarlas, como pueda hacer un científico con un microorganismo; son elementos de un conjunto, como nudos de una malla compleja en que consiste el ordenamiento eclesiástico. El primer encuadre es situar el Sínodo en el actual organigrama diocesano, determinado por la existencia de los nuevos Consejos diocesanos presbiteral y pastoral. El segundo consiste en examinar la sistemática del Código de Derecho Canónico, que nos da una cierta clave para la comprensión doctrinal del Sínodo. a) El Sínodo y los Consejos diocesanos. Como es sabido, los mencionados Consejos diocesanos deben su origen al Concilio Vaticano II. El Consejo presbiteral guarda una íntima semejanza con el Sínodo que estaba vigente hasta la reforma del Código propiciada por el Concilio Vaticano II, por lo que en cierto modo puede considerarse su heredero: ambos consisten en una reunión de sacerdotes con el Obispo para tratar los asuntos del gobierno pastoral de la diócesis23. En relación con el Consejo pastoral – organismo que no es impuesto por el Concilio ni por la ley vigente, pero que se ha establecido pacíficamente en muchos lugares – es de advertir la semejanza de composición y de finalidad con el Sínodo actual.

La presencia de los Consejos diocesanos condiciona en gran medida la fisonomía del Sínodo contemporáneo y seguramente será en el futuro un elemento determinante de su celebración, en el sentido de consolidar su carácter de medio de gobierno diocesano reservado para situaciones extraordinarias o momentos estelares de la vida eclesial. Y pensamos que no servirá para impedirlo el patente deseo de simplificación que inspira a la Instrucción romana. Es también una de las claves para entender lo que podría llamarse “la búsqueda del espacio eclesiológico propio del Sínodo” determinado por las angosturas que provoca la existencia de los Consejos: no es infrecuente asignar al SD la naturaleza de órgano de representación del pueblo de la Diócesis, que labora juntamente con el Obispo en la guía de la comunidad diocesana, ocupando, por tanto, un “espacio eclesiológico” de primera magnitud, que ni el Consejo presbiteral por su carácter clerical ni el Consejo pastoral por su insuficiente representatividad podría colmar. Como luego se expondrá, esta imagen no parece corresponder a la realidad del Sínodo, aunque no falte en él un elemento de representatividad y deba tenerse en mucho valor – conceptual y práctico – dicha colaboración. La razón de ser del Sínodo en nuestros días debe buscarse más bien en la conveniencia grande de convocar a todos los fieles a la renovación de la vida cristiana y al apostolado (comunión y misión), haciéndoles de algún modo colaborar en la búsqueda de caminos aptos para tan amplio objetivo.

Contemplado desde esta perspectiva, la función del Sínodo excede a la finalidad (o finalidades) asignadas a los Consejos. Pero en cuanto al modus operandi, bien se puede decir que el Sínodo viene a ser, en cierto modo, la suma y síntesis de la labor de aquéllos24:

23 Cfr. A. Fernández, Nuevas estructuras, p. 167. 24 Expone S. Berlingò, I Consigli pastorali, p. 729, que la conveniencia de conjugar los esfuerzos de todos los fieles, tanto clérigos como laicos, en orden al bien común eclesial, y que esta conspiración de fuerzas se tradujera en un organismo eclesial que aunase los dos Consejos diocesanos, el Presbiteral y el Pastoral fue propuesta en su día, aunque el Código no asumió la idea: casi podría decirse que aplicó esta idea en la configuración del SD. Por su parte, T. Pieronek: “El Consejo pastoral tiene como objeto de su solicitud el bien mismo de la diócesis que se confía al Consejo presbiteral, pero al Consejo pastoral toca aquella parte de la solicitud por el bien de la diócesis que consiste en el estudio de los problemas pastorales, mientras que el consejo presbiteral los examina en la perspectiva de las decisiones tomadas por el Obispo: no se puede por tanto hablar de identidad de los cometidos de los dos consejos” (La Dimensión, p. 402).

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- El Consejo pastoral tiene por objetivo “estudiar y valorar lo que se refiere a las actividades pastorales en la diócesis, y sugerir conclusiones prácticas sobre ellas” (can. 511). Eso es lo que se espera del período sinodal preparatorio, centrado en el análisis de la realidad y de las necesidades pastorales, y que concluye – merced al trabajo de las comisiones preparatorias – en unas orientaciones incoativas o conclusiones prácticas, necesariamente genéricas.

- La misión del Consejo presbiteral consiste en “ayudar al Obispo en el gobierno de la diócesis conforme a la norma del derecho, para proveer lo más posible al bien pastoral de la porción del pueblo de Dios que se le ha encomendado” (can. 495, 1). Es lo que corresponde a las asambleas propiamente sinodales: un juicio acabado, que se formula a la luz de la disciplina eclesial y que genera unas soluciones concretas y armónicas con la normativa vigente. b) El SD en la sistemática del Código. La ubicación sistemática del epígrafe “de Synodis” en el actual Código de Derecho Canónico marca una llamativa la diferencia con el pasado. El Codex de 1917 contemplaba el Sínodo como una manifestación de la potestas del Obispo y ocasión de su ejercicio, en un contexto ideológico de fuerte sesgo jerárquico; en cambio, el vigente Código – inspirándose en el Concilio Vaticano II – ubica la potestad episcopal en el marco de la comunión eclesial, del pueblo de Dios, lo que significa anteponer la Iglesia a los oficios destinados a su gobierno, situar a éstos en el marco de aquélla:

- En el Codex de 1917: LIBER SECUNDUS: DE PERSONIS - PARS PRIMA: DE CLERICIS - SECTIO II: DE CLERICIS IN SPECIE - TITULUS VIII: DE POTESTATE EPISCOPALI DEQUE IIS QUI DE EADEM PARTICIPANT - CAPUT III: DE SYNODO DIOECESANA.

- En el Código actual: LIBRO II: DEL PUEBLO DE DIOS - PARTE II: DE LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA - SECCIÓN II: DE LAS IGLESIAS PARTICULARES Y DE SUS AGRUPACIONES - TÍTULO III: DE LA ORDENACIÓN INTERNA DE LAS IGLESIAS PARTICULARES - CAPÍTULO I: DEL SÍNODO DIOCESANO. Como vemos, según el enfoque del Código actual, la Jerarquía eclesiástica es – en un sentido ontológico – posterior a la Iglesia. La potestad eclesiástica no está puesta por encima del Pueblo de Dios, sino que expresa la dimensión jerárquica de la comunión eclesial y se debe ejercer como un servicio al Pueblo de Dios. Esto tiene indudables repercusiones a la hora de entender la naturaleza del SD en cuanto momento de gobierno eclesial. Explica también que la Instrucción sobre los Sínodos Diocesanos encabece su Proemio con esta larga cita de la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulgaba el actual Código de Derecho Canónico: “el Santo Padre Juan Pablo II colocaba entre los principales elementos que, según el Concilio Vaticano II, caracterizan la verdadera y propia imagen de la Iglesia ‘la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios y a la autoridad jerárquica como un servicio; igualmente, la doctrina que muestra a la Iglesia como comunión y en virtud de ello establece las mutuas relaciones entre la Iglesia particular y la universal, y entre la colegialidad y el primado; también la doctrina de que todos los miembros del Pueblo de Dios, cada uno a su modo, participan del triple oficio de Cristo, a saber, como sacerdote, como profeta y como rey’”.

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CAPÍTULO II. NATURALEZA DEL SD

El Sínodo “es a la vez y de modo inseparable acto de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole de comunión jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la Iglesia”. Estas palabras de Juan Pablo II que cita la Instrucción romana sitúan el Sínodo Diocesano en el marco de la comunión eclesial. A la incidencia del tema de la communio sobre la naturaleza del SD dedicaremos este capítulo del presente trabajo. 1. El SD en la comunión eclesial

Ha sido por siglos habitual un enfoque institucional de la Iglesia, contemplada primariamente como medio de salvación. Con “institución” se alude a una importante dimensión de la sociedad eclesial, a saber: la de tener unos rasgos permanentes y propios, determinados por la finalidad que le asignó su Fundador, y que no están a merced de la voluntad de las personas que forman parte de ella. Tales elementos (un derecho, unos órganos sociales, etc.) la definen intemporalmente y trascienden a las personas que actualmente la integran, sin que éstas puedan cambiar sus caracteres constitutivos. Desde este prisma, la Iglesia se presenta como “Madre” que engendra a sus hijos, los alimenta y enseña haciendo uso de los medios salvíficos (Palabra, Sacramentos) que le ha proporcionado su Esposo, a manera de un patrimonio imperecedero.

Huelga decir que este enfoque “institucional” no sólo es legítimo, sino que está en plena consonancia con la imagen que de la Iglesia nos ofrece la Revelación. Pero debía ser complementado con un punto de vista diferente, no menos inspirado en fuentes bíblicas y tradicionales, y que gira en torno a la idea de “comunión”. Como es sabido, la “eclesiología de comunión” cobra protagonismo a partir del Concilio, y de manera explícita con el Sínodo extraordinario de los Obispos del año 198525.

De este modo, la Iglesia puede ser entendida como medio que comunica la salvación de Cristo (“medium salutis”), pero también en cuanto comunión de personas que resulta de esa comunicación de la caridad (“fructum salutis”)26. “Es un doble misterio, de comunicación y de comunión: por la comunicación de los sacramentos, de las cosas santas (sancta), ella es la comunión de los santos (sancti). Es un redil y un rebaño. Es madre y pueblo: la madre que nos engendra a la vida divina y la reunión de todos los que, participando en diferentes grados de esta vida, forman el ‘Pueblo de Dios’. La Iglesia es, pues, nuestra madre – y nosotros mismos somos la Iglesia. Es un seno maternal y es una fraternidad”27.

En la Iglesia-comunión, las personas asumen el debido protagonismo, sin dejar por ello de lado los elementos institucionales, pues estos constituyen el nexo de unión entre los discípulos del Maestro. A pesar de su significado genérico, la idea de comunión es sumamente útil, pues permite abrazar conceptualmente el misterio en su globalidad: expresa conjuntamente la unidad visible, fundada en la participación en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico, y la unidad invisible, que consiste en la comunión

25 J. Ratzinger, Convocados, p. 135, resume la historia reciente del concepto: “Se puede decir que aproximadamente desde el Sínodo extraordinario del año 1985, que debía intentar una especie de balance de los veinte años posteriores al Concilio, domina un intento de resumir la totalidad de la eclesiología conciliar en un concepto fundamental: en la expresión Eclesiología de comunión”. Aclara, en primer lugar que “el término communio no ocupó un lugar central en el Concilio”. Añade: “correctamente interpretado puede servir como síntesis de los elementos esenciales de la eclesiología conciliar”. 26 Pienso que el habitual binomio convocatio – congregatio empleado modernamente para describir la naturaleza de la Iglesia expresa la misma idea. 27 H. De Lubac, Meditación sobre la Iglesia, cap. III, p. 103.

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de cada hombre con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, y con los demás hombres, copartícipes de la naturaleza divina, de la pasión de Cristo, de la misma fe, del mismo espíritu28. Además, pone el centro de la Iglesia en la Eucaristía, que es “fuente y fuerza creadora de comunión”29.

La idea de comunión tiene, además, otras connotaciones importantes, pues: - se dice primeramente de los miembros singulares y derivadamente de la unidad ya

formada entre ellos, como pide una sana antropología: la comunión es una acción que necesita un sujeto y ese sujeto no es el colectivo mismo sino sus miembros;

- sirve de dique contra pretensiones uniformadoras, pues afirma la diversidad: solamente los que son diversos y precisamente desde su diversidad pueden construir la unión común30;

- la comunión se realiza necesariamente en torno a unos bienes compartidos y necesita de una autoridad que ordene la participación respectiva en tales bienes: es comunión “en algo”, que no está a merced de la voluntad de los miembros. En otras palabras, la comunión es de suyo “jerárquica”;

- por fin, comunión es también una “noción dinámica”: se entiende como una acción de sujetos diversos que tiende a la construcción de la unidad. Con ello se pone de manifiesto que no se trata solamente de una realidad ya dada, sino también de una tarea cuya realización se encomienda a los hombres y que puede realizarse según grados diversos.

Bajando ahora al terreno más contingente del Derecho, el acento puesto en los aspectos institucionales propiciaba antaño la habitual tendencia a identificar la Iglesia y sus fines con la Jerarquía y sus funciones propias, de donde la presentación de la Iglesia como una “sociedad desigual”, en la que el clero ocupaba una posición activa (de santificación, enseñanza y gobierno), mientras que los demás fieles y particularmente los laicos asumían un papel pasivo o, si acaso, de colaboración material con el clero. En tiempos recientes y gracias a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, este planteamiento ha sido modificado, al proponer una visión de la Iglesia que prima la dimensión comunional sobre la institucional-jerárquica y que subraya la proyección misional, en la que todos los fieles deben colaborar, cada uno según su posición propia en la Iglesia y en el mundo.

La Iglesia-comunión conduce a afirmar una igualdad “radical”, es decir básica y previa respecto de la concreta función que cada uno desempeña dentro del cuerpo eclesial, y por la cual no hay personas más o menos comprometidas ni una gradación de responsabilidades: todos los fieles lo son por igual. En cambio, en la dimensión institucional sí hay una distinción original y una diferenciación nativa, no debida a ninguna concesión por parte de la comunidad sino al Sacramento del Orden: los ministros sagrados tienen encomendado el ejercicio de las funciones públicas eclesiásticas – la Palabra, los Sacramentos, el gobierno – aunque los demás fieles puedan colaborar con ellos, de manera en cada caso diferente31.

28 Afirma J. Ratzinger, Convocados, p. 136: “La comunión con Dios viene mediada por la comunión de Dios con los hombres, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con Él mismo, y así, con el Padre en el Espíritu Santo”. El mismo autor precave ante una versión “horizontalista” que puede darse al concepto: “los años posteriores (al sínodo de 1985) mostraron que ninguna expresión está libre de malentendidos, ni siquiera la mejor y más profunda. En la medida que communio se convirtió en lema usual, se fue adulterando y perdiendo en trivialidades (…) se pudo observar una creciente horizontalización, la exclusión de Dios en el concepto”. 29 CDF, carta Communionis notio, n. 5. Cfr. ibidem n. 4. 30 “La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de ‘comunión’”: Juan Pablo II, aloc. en la audiencia general de 27.IX.1989, cit. en CDF, carta Communionis notio, n. 15. 31 A propósito de visión preconciliar y de las consecuencias constitucionales que se derivan de la igualdad radical de los fieles, cfr. A. de la Hera, La función ministerial.

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Viniendo al caso del SD, de modo consonante con cuanto llevamos dicho, antes del Vaticano II resultaba natural constituirlo como una asamblea de clérigos que se preocupase de la recta administración de los medios salvíficos y de la atención a las necesidades espirituales de los fieles32. A partir del Concilio, y de manera formal con el nuevo Código, el horizonte de las reflexiones sinodales se amplía y extiende al “bien de toda la comunidad diocesana” (can. 460), y lo que antes era una reunión básicamente presbiteral deviene en asamblea representativa del pueblo de Dios que constituye la diócesis, con las precisiones que estudiaremos a lo largo del presente trabajo. 2. El SD, evento de comunión jerárquica

La Instrucción cita unas palabras pronunciadas por Juan Pablo II con ocasión del Sínodo de la diócesis de Roma: el sínodo diocesano es a la vez y de modo inseparable “acto de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole de comunión jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la Iglesia”.

Explica la misma Instrucción (I, 1): “El Pueblo de Dios no es... un agregado informe de discípulos de Cristo, sino una comunidad sacerdotal, orgánicamente estructurada desde el origen conforme a la voluntad de su Fundador”. ¿Qué significado tiene la expresión “organice exstructa” en este documento? Pensamos que designa el orden de las partes que se integran armónicamente entre sí para formar un conjunto ordenado, y derivadamente el criterio o principio según el cual la sociedad se ordena. En tal sentido, equivale a “jerárquica”, que alude tanto a la existencia de una potestad organizadora (“la Jerarquía”), como al orden mismo de la sociedad33. Añade la frase citada que la Iglesia asume esta forma “desde el origen”, lo que comporta que la Jerarquía no adviene a la sociedad como un segundo momento, siendo el primero el de la igualdad de los cives in Ecclesia: la comunión eclesial es, a un tiempo y desde el origen, “horizontal” (“todos vosotros sois hermanos”) y “vertical” (“lo que atareis...”). Los planos de “igualdad” y de “distinción de funciones” son ambos connaturales y originales en la Iglesia34.

No es posible aplicar a la Iglesia teoría social de tipo contractual o pactista, del tipo de que sea. En la Iglesia no ocurre como en la sociedad político-civil, donde se entiende que el poder político o la soberanía reside originalmente en los ciudadanos y que éstos encomiendan su ejercicio a ciertas personas o partidos mediante los mecanismos de la representación política, sino que el principio comunitario y el principio jerárquico son consustanciales y se dan simultáneamente.

A la luz de estas reflexiones, se desmiente la hipótesis de un SD concebido como una asamblea “popular” de iguales, puesta “frente” o “ante” el Obispo, porque no incluiría la dimensión jerárquica, que es esencial a la noción de “Pueblo de Dios”, y decir “Pueblo de Dios” es decir Iglesia. Un SD separado del Obispo no obedece a la realidad porque no responde a realidad alguna de la que pueda ser expresión. De aquí que la Instrucción afirme

32 A. Viana, La Instrucción, p. 728, hace una síntesis de los objetivos que perseguía el sínodo tradicional: “la mutua comunicación entre el Obispo y su presbiterio; la aplicación de las disposiciones de los concilios generales y particulares al ámbito diocesano; la promoción de la disciplina, sobre todo en lo que se refiere al estilo de vida de los clérigos; el ejercicio de funciones judiciales hasta que, a partir del siglo XIII, esta tarea fue encomendada a oficiales establemente constituidos; la publicación de disposiciones ('constituciones sinodales'), que con fórmulas breves, claras y fácilmente accesibles, pudieran ayudar al clero en el ejercicio de sus tareas pastorales, de acuerdo con las circunstancias de la diócesis...”. 33 Cfr. E. Sauras, El Carácter, p. 25. 34 Ya en 1970 el entonces Prof. Ratzinger alertaba contra una aplicación de la expresión “pueblo” a la Iglesia hecha en clave de una democracia moderna: El “pueblo de Dios” como colectivo de iguales que personificaría a la Iglesia misma y que sería el depositario de la soberanía eclesial. Según este esquema, la Jerarquía quedaría en una posición subordinada en relación a los fieles: la de quien ejerce un servicio de naturaleza accesoria en pro de la comunidad: cfr. ¿Democracia...?, pp. 32 ss.

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en el mismo capítulo introductorio: “cualquier tentativo de contraponer el Sínodo al Obispo, en virtud de una pretendida ‘representación del Pueblo de Dios’, es contrario al orden auténtico de las relaciones eclesiales”.

Digo que el SD es un acto de comunión “jerárquica”. En realidad, todos los acontecimientos sociales de la Iglesia son expresión del ser de la Iglesia, son actos de comunión; y, por ser la Iglesia esencialmente jerárquica, todos manifiestan de algún modo esa dimensión. Pero el SD no sólo manifiesta la dimensión jerárquica, sino que es en sí mismo – por su composición, por las normas que lo regulan, por el objetivo al que sirve – un “acto jerárquico”, un acto de gobierno, “quia de re agitur ad gubernium dioecesi pertinente” 35.

Hechas estas precisiones, añadamos finalmente unas palabras de Javier Otaduy que nos parecen muy acertadas: “(la communio) es un concepto abierto y omnicomprensivo, capaz de reflejar toda la institución eclesial, en la misma medida en que la noción sirve precisamente para connotar a la Iglesia misma”. Pero, precisamente por eso, añade el mismo autor: “No es un concepto que sirva para caracterizar y especificar, porque ha nacido para unir. No distingue a una institución de otra, no presta un apoyo específico de calificación, porque en todas las materias e instituciones canónicas se encuentra presente la comunión”36. En definitiva, aludir a la comunión jerárquica como fundamento del SD nos dice poco sobre la especificidad de este instituto canónico, y para averiguarlo deberemos seguir indagando cuáles son sus caracteres propios. Tampoco se puede pretender que el SD sea sic et simpliciter “el órgano” por antonomasia de la comunión jerárquica a nivel particular. Es un medio del gobierno pastoral de la Iglesia particular, el más importante si se quiere: una magna asamblea constituida en función y al servicio del ministerio episcopal, como éste está – a su vez – al servicio del pueblo de Dios.

3. El SD imagen de la Iglesia particular No es infrecuente encontrarse, tanto en artículos especializados como en la

documentación de algunos Sínodos, con un modo superlativo de definir este encuentro eclesial: “Asamblea del Pueblo de Dios”, “Iglesia en marcha”, etc. Se entiende el deseo de ponderar la importancia del SD y también de animar a los fieles a participar en lo diversos trabajos sinodales, pero tales encomios entrañan tal vez el peligro obvio de inculcar una idea exagerada de lo que supone el SD. Cuando tratemos más tarde de la Composición del Sínodo, nos detendremos en el tema de la representación, pero en este apartado examinaremos brevemente la relación del SD con la fisonomía de la Iglesia particular que lo celebra.

Hay que advertir, para empezar, que el SD no está necesariamente ligado a una sola Iglesia particular. Lo testimonia el can. 461, 2, que recoge la tradición canónica37: “Si un Obispo tiene encomendado el cuidado de varias diócesis, o es Obispo diocesano de una y Administrador de otra, puede celebrar un sínodo para todas las diócesis que le han sido confiadas”. La sola posibilidad de celebrar un SD para varias Iglesias particulares desbarata la idea de que sea necesariamente un evento diocesano (“la voz de la Iglesia local”), aunque sí lo será en la generalidad de los casos.

Es propósito inequívoco del Código que en el SD estén de alguna manera “presentes” las diversas posiciones eclesiales, los diversos carismas, los distintos campos de iniciativa apostólica. A este propósito, es reveladora la comparación con el Codex de 1917: mientras que éste, con un criterio netamente jerárquico, reservaba a los párrocos la representación del

35 Así lo afirman los redactores del Código para justificar que fuera consultado el Consejo presbiteral como requisito previo a la convocatoria del SD: cfr. Communicationes 16, (1982). 36 Javier Otaduy, La Comunidad, p. 64. 37 Esta posibilidad era ya admitida en el can. 356, 2 del Codex de 1917, que se inspiraba en las diversas fuentes históricas citadas en la edición de Fontes del Card. Gasparri.

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clero y a los Superiores provinciales la designación de los presbíteros religiosos (también ellos Superiores)38, el can. 463, 1 de Código actual, además de encomendar al Consejo pastoral la elección de los fieles laicos, otorga a todos los presbíteros con cura de almas la elección de sus representantes (n. 8º) y abre la posibilidad a la elección de los sinodales religiosos por parte de los mismos religiosos (n. 9º). En definitiva, el cambio expresa una tendencia a configurar los distintos sectores del cuerpo sinodal más cercanos a las “bases” respectivas y, en este sentido, más representativos.

Como veremos más adelante, la Instrucción abunda en este deseo de que “el sínodo refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular” (Instrucción, II, 4).

Pero conviene precisar que no se trata de un órgano dotado de una representación en sentido jurídico, sino acaso en sentido “moral”39 o del SD considerado en su totalidad respecto del pueblo cristiano. Y ni siquiera esta “representación moral” se da en sentido estricto, porque no hay adecuada correspondencia entre la cosa y su imagen, debido al peso que la ley otorga a la participación presbiteral. Digamos que están presentes todos los elementos – y de manera más auténtica que en el pasado – pero no en su proporción real. El motivo de este posicionamiento radica en que el SD no está llamado a abrazar todas las manifestaciones de la comunión eclesial, sino – como decimos – su dimensión estrictamente gubernativa o “pastoral”, respecto de la cual no todos los fieles son iguales40.

En síntesis, más que de “representación”, y para evitar confusiones, podría hablarse de una “representatividad limitada” del SD sobre la Iglesia particular41.

4. El SD ¿exigencia constitucional? La “sinodalidad” del Sínodo De lo anterior podemos extraer una conclusión: el SD, tal como está configurado por

las normas vigentes, responde a razones de conveniencia, no de necesidad. Hay órganos canónicos que se siguen de precisas exigencias de orden digamos “constitucional”, como el Concilio Ecuménico o, hasta cierto punto, los Consejos presbiterales, porque no es posible en la práctica dejar sin alguna forma institucional la colegialidad episcopal y la existencia del

38 Codex, can. 358, “1. Ad Synodum vocandi sunt ad eamque venire debent: (...) 6º. Parochi civitatis in qua Synodus celebratur; 7º Unus saltem parochus ex unoquoque vicariatu foraneo eligendus ab omnibus qui curam animarum actu inibi habeant; parochus autem electus debet pro tempore absentiae vicarium substitutum sibi sufficere ad normam can. 465, §4; 8º. Abbates de regimine et unus e Superioribus cuiusque religionis clericalis qui in dioecesi commorentur, designatus a Superiore provinciali, nisi domus provincialis sit in dioecesi et Superior provincialis interesse ipse maluerit”. 39 Expresión que emplea G. Corbellini, Comentario, pp. 994-995. J.I. Arrieta, Organos de participación, pp. 573-574, emplea la misma expresión de “representación moral”, o “de conjunto a conjunto” para referirse a los consejos pastoral y presbiteral, oponiéndola a la representación jurídica. Añade en la nota 55 que Pieronek habla de “representación sociológica'“, mientras que Corecco prefiere hablar de “testimonio eclesial”. 40 J.I. Arrieta, Los Sínodos, p. 574, alude a esta cuestión a la luz de la praxis reciente: “...es necesario estar precavidos ante el espejismo de identificar - el riesgo está sobre todo en las consecuencias - los participantes del Sínodo con la comunidad diocesana. Los datos de participación en los Sínodos que se han facilitado (el autor se refiere al período que va desde el Vaticano II al año 1990) muestran hasta qué punto no es fácil involucrar sino a un número de fieles relativamente reducido; y evidencian también que la mecánica participativa que se instaura sólo resulta soportable desde una actitud personal altamente motivada. Además, con mucha frecuencia, los debates se han orientado - como decíamos - hacia temáticas más bien abstractas y complejas, sólo accesibles a los iniciados en problemáticas eclesiásticas no raramente alejadas de la realidad de la vida de la gran parte del pueblo cristiano. La preparación del Sínodo no pone en contacto con la comunidad diocesana, sino más bien con un sector caracterizado de la misma”. 41 El Diccionario de la RAE comprende entre otras acepciones de la voz “Representación” la de “imagen o idea que sustituye a la realidad”, y define “Representar” como “Ser imagen o símbolo de una cosa o imitarla perfectamente”. Por “Representativo” entiende también: “que tiene condición ejemplar o de modelo”. Así, se dice que en un desfile “están representados los distintos cuerpos del ejército” o que en una recepción alguien toma la palabra “en representación de los empleados”.

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presbiterio42. En el caso de otros institutos – el Sínodo, la Conferencia episcopal, etc. – no se puede hablar en rigor de “exigencia”, porque no son la necesaria respuesta canónica a un presupuesto ontológico, sino una entre las diversas determinaciones concretamente posibles que puede adoptar el Derecho para hacer operativos ciertos principios generales, y su elección obedece inmediatamente a ciertos motivos de conveniencia pastoral (en algunos casos, muy importantes). Para tales asambleas la constitución de la Iglesia no es fundamento directo, sino que más bien constituye un marco de actuación y ofrece una finalidad última, lo que en definitiva quiere decir simplemente que su estructura y normas de funcionamiento deben adecuarse a los elementos basilares y perennes de la sociedad eclesial43.

En el antiguo Sínodo, precisamente por ser una reunión representativa del presbiterio, sí podía buscarse un cierto carácter constitucional, pero la inclusión de los “otros fieles” por obra del Código (can. 460) supone es un cambio crucial a este respecto. Resulta entonces tentador afirmar que el SD ha pasado de representar al Ordo a representar al Pueblo de Dios, pero, si así fuera, deberíamos admitir que la mera condición de fiel habilita a una persona a participar en el SD y que los sinodales fueran elegidos por sufragio universal, cosa imposible en la práctica. En definitiva, la teología no puede dar cuenta cabal de los rasgos propios del SD contemporáneo. Lo más que se puede decir es que el SD “manifiesta” ciertos principios tanto teológicos como naturales, por ejemplo: que el Obispo llame a los fieles a cooperar en su labor o que los titulares de la potestad eclesiástica se dejen aconsejar por quienes están en contacto estrecho con las necesidades del pueblo cristiano44. Pero tales objetivos genéricos no se traduce necesariamente en ninguna solución institucional concreta y se pueden alcanzar hoy día por muchas vías, tanto informales como canónicas (se piense en los Consejos diocesanos), por lo que ninguna de ellas podrá reclamar un “categoría constitucional”, aunque cada una exprese con mayor o menor precisión la constitución de la Iglesia. ¿Significa esto que el Sínodo diocesano “pierda categoría”? No me parece que la “categoría” de una institución canónica dependa de la vinculación más o menos directa a ciertos postulados teológicos. Las instituciones canónicas no son simple “eclesiología en acción” y el derecho canónico no es simple lenguaje jurídico con el que envolver realidades

42 Según LG, n. 28, la unión del Obispo con el presbiterio de la diócesis tiene raíces sacramentales, por lo que, en cierto sentido, pertenece a la naturaleza de las cosas. Por su parte, PO, n. 7 afirma que la cooperación del presbiterio con el Obispo no brota de conveniencias pastorales, sino “propter donum quod receperunt in sacra ordinatione”, pues los presbíteros son necesarios cooperadores del ministerio episcopal. De aquí que la existencia de un órgano de representación del presbiterio como es el consejo presbiteral no es ejercicio de mero pragmatismo jurídico, sino una cierto imperativo eclesiológico. 43 Como ha hecho notar Javier Hervada, El Derecho del Pueblo de Dios, p. 46, a veces se alude al “derecho divino” de ciertos organismos eclesiales de una manera que trasluce una cierta confusión sobre qué sea el “derecho divino”: “La aplicación excesivamente literal de una concepción normativista del derecho canónico (que ha sido justamente criticada) provoca en algunos teólogos una representación un tanto curiosa del derecho divino que hace incomprensible esta noción a quien tenga un mínimo de sensibilidad eclesiológica. Parece como si el derecho divino fuera una especie de código de estereotipados preceptos que pudiera redactarse mediante una condensación de textos de la Escritura y de testimonios de la tradición concretados a la luz del Magisterio. Esto nos ofrecería una visión rígida y estática del derecho divino muy insuficiente. La expresión derecho divino no significa otra cosa que aquellos aspectos de la voluntad fundacional de Cristo y del designio divino acerca de la Iglesia, que tienen consecuencias relacionables con lo que en el lenguaje propio de la cultura de los hombres llamamos derecho”. Estos principios de “derecho divino” son muy heterogéneos y tienen un nivel de concreción muy dispar: compárese, por ejemplo, el principio rector de la salus animarum como valor supremo del ordenamiento con la naturaleza colegial del Episcopado. Un ejemplo de la confusión denunciada por Hervada lo encontramos citado por el De Synodo de P. Lambertini (Lib. VI, cap. I, II): en los decretos sinodales preparados por un Obispo “prudentia, ac doctrina praeclarus” se preceptuaba el deber de residencia de los párrocos en la parroquia por ser de derecho divino, como consecuencia necesaria del deber que incumbe al Pastor de conocer a las propias ovejas, sentencia a la Lambertini rehúsa adherirse. 44 Cfr. LG nn. 7 y 32 y Código can. 463, 1 y 2, citados en la nota 6 de la Instrucción.

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teológicas. La teología es el mundo de lo necesario y permanente, mientras que el derecho se fundamenta sobre unas bases reveladas inalterables pero se adapta a las contingencias y “conveniencias” de la vida social, lo que le da un carácter esencialmente histórico y mudable. En sus instituciones se dan cita postulados de fe, principios naturales de convivencia, reglas nacidas de la sabiduría jurídica tradicional y acomodaciones al clima social y cultural del presente: todo ello, no sólo teología. Así también en la configuración canónica del Sínodo diocesano45. Algunos autores encuentran esa exigencia constitucional que daría vida al SD en la “estructura sinodal de la Iglesia”, lo que requiere un análisis más detenido. Como ya sabemos, “sínodo” es una expresión históricamente aplicada con generalidad a muchos tipos de reunión pública eclesial. Quizá por ello, algunos autores acuden a la “sinodalidad” para referirse a una característica que atravesaría la entera organización pública de la Iglesia y que vendría a comprender todas las manifestaciones institucionales de colaboración en el gobierno eclesiástico, tanto del entero cuerpo episcopal con su cabeza (concilio ecuménico), como de los Obispos entre sí; del Obispo con su presbiterio y, por fin el mismo SD46. Frente a ellos, Corecco y otros circunscriben la sinodalidad a las manifestaciones orgánicas del Orden, por lo que el SD quedaría fuera de esta atribución47. Cattaneo matiza, a mi juicio muy acertadamente, que esta sinodalidad es muy diferente según se trate de la Iglesia universal o de la Iglesia particular: mientras que la sinodalidad de ámbito universal es resultado del carácter colegial del ministerio episcopal, la sinodalidad a nivel de Iglesia particular se cimienta en la solidaridad que une a los presbíteros entre sí y en la colaboración corporativa que les corresponde en relación con el Obispo: hay entre ambas analogía, pero no una simple diferencia de escala48. Ërdo, por su parte, aun admitiendo que pueda hablarse de una sinodalidad en un sentido más amplio, reserva el sentido estricto a las “asambleas constituidas esencialmente por Obispos y que son una expresión de la colegialidad episcopal, al menos efectiva”49. Este somero examen pone de manifiesto que, al tratar de la “sinodalidad”, lo que en realidad se cuestiona es la naturaleza del régimen eclesial sin introducir nuevos elementos de discusión: para unos autores, sinodalidad vendría ser otro modo de llamar a la colegialidad episcopal; para otros sería más bien la vertiente jurisdiccional del Orden o un cierto aspecto de la misma; para un tercer grupo, una manera de traducir la “corresponsabilidad” de todos los fieles (con las mismas dificultades de comprensión que ésta). Usar la “sinodalidad” como categoría que aúne el Concilio Ecuménico y el SD, lejos de aportar claridad, lo que hacer es oscurecer la discusión eclesiológica y difuminar los perfiles de cada instituto. En conclusión, es un término que quiere comprender tanto que apenas expresa nada más allá de la communio jerárquica y que, por este motivo, sirve de poco para fundamentar el Sínodo diocesano. 5. ¿Es el SD un colegio? Inquirirse si el SD es un verdadero “colegio” canónico puede parecer una cuestión más bien teórica y desprovista de consecuencias prácticas. Lo sería si se agotase, sin más, en

45 En los últimos decenios, la corriente doctrinal que tiende a contemplar el Derecho como una disciplina integrada completamente en la Teología ha conseguido una notable difusión. Una crítica brillante y profunda de la insuficiencia de este modo de pensar puede encontrarse en los sucesivos trabajos publicados por P. Gherri en la rev. Ius Canonicum y que se consignan en la bibliografía, al final de este estudio. 46 Cfr. P. Valdrini, La Synodalité. 47 E. Corecco, Articolazione, p. 863: “La sinodalidad puede ser afrontada correctamente sólo como dimensión inherente al Sacramento del orden”, y como “una dimensión derivada, aunque necesaria, de la dimensión y responsabilidad personal del Obispo, primariamente inherente al Sacramento del orden”. Cfr. G. Chantraine, Synodalitè, p. 55. 48 Cfr. A. Cattaneo, Il Presbiterio, pp. 498-502. 49 P. Erdö, La Partecipazione sinodale, p. 90.

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verificar si es posible adjudicar al SD un nombre con solera canónica. Pienso, sin embargo, que se trata de algo de mayor envergadura: lo que late tras ella es si debe reconocerse al colectivo sinodal el carácter de un “todo” jurídico que presenta unitariamente su parecer al Obispo, como propio del mismo Sínodo y distinto del de sus miembros, en definitiva la subjetividad propia de los colegios. Examinemos, por tanto, si corresponde o no al Sínodo la calificación de colegio. No sin una advertencia previa: al hacerlo, es inevitable partir del dato positivo, interpretado a partir de la información de que dispongamos acerca de la mens de los codificadores y también – en distinta medida – de lectura que Instrucción romana hace del dictado codicial. No puede hacerse de otra manera porque – como vimos – es SD no es la epifanía jurídica de una subjetividad subyacente, como pueda ser el Pueblo o el Presbiterio de la Diócesis. Si el SD actual es criatura del Legislador, solamente servirá a nuestro propósito una argumentación construida a partir de las normas vigentes.

Afirma el can. 115, 2: “La corporación, para cuya constitución se requieren al menos tres personas, es colegial si su actividad es determinada por los miembros, que con o sin igualdad de derechos participan en las decisiones a tenor del derecho y de los estatutos; en caso contrario, es no colegial”. Este canon se refiere a los colegios que son un tipo de persona jurídica, pero es válido (a falta de otro) para definir al colegio en sí mismo, aunque no sea persona jurídica50. A la vista del texto, parece indudable afirmar que un colectivo, para ser colegio, debe poder adoptar “decisiones” que sean imputables al colegio mismo como distinto de sus miembros y así lo interpreta la doctrina canónica51. A ello hay que añadir que, a tenor del can. 11952, para la formación de la voluntad común del colegio (“acto colegial”) el colectivo debe seguir, en principio, un criterio mayoritario.

Para empezar, nos podemos preguntar qué deba entenderse por “decisión”. En una primera aproximación, podemos decir que “decidir” pertenece al campo de lo volitivo (querer), no de lo puramente intelectivo (opinar, juzgar). Pero parece que los redactores del Código manejaron una noción más estricta de decisión, entendiendo por tal una “voluntad jurídicamente eficaz”, como son los actos de gobierno eclesiástico (o de dirección de una persona jurídica) y también de consentimiento necesario para la adopción de ciertas

50 Además de las personas jurídicas colegiales, se dan también colegios sin personalidad: se piense, por ejemplo en un dicasterio romano, que resuelve sus competencias propias mediante decisiones mayoritarias (es colegio) y que, sin embargo, no tiene personalidad jurídica propia, sino que pertenece a la persona jurídica “Sede Apostólica” (cfr. 363, 2). En términos amplios, se afirma con fundamento que la temática de la personalidad jurídica no agota la de la subjetividad canónica de los entes colectivos: cfr. G. Lo Castro, Comentario a los cánones 113-119, especialmente al can. 114. 51 G. Chantraine, que remite a Mörsdorf, Aymans y Corecco, afirma que el acto colegial está caracterizado por la integración de las voluntades de los miembros del colegio en orden a formar un acto jurídico único, imputable como sujeto propio al colegio mismo: cfr. Synodalitè, pp. 55-56. Por su parte, A. Bettetini, Collegialità, p. 497: “Perché si abbia un collegio ai sensi di cui al can. 115, e un atto collegiale, è invero necessario che le dichiarazioni dei membri concorrano a formare una dichiarazione di volontà che sia imputabile ad un soggetto distinto da loro”. 52 Can. 119. “Respecto a los actos colegiales, mientras el derecho o los estatutos no dispongan otra cosa: 1º. Cuando se trata de elecciones, tiene valor jurídico aquello que, hallándose presente la mayoría de los que deben ser convocados, se aprueba por mayoría absoluta de los presentes; después de dos escrutinios ineficaces, hágase la votación sobre los dos candidatos que hayan obtenido mayor número de votos, o si son más, sobre los dos de más edad; después del tercer escrutinio, si persiste el empate, queda elegido el de más edad. 2º. cuando se trate de otros asuntos, es jurídicamente válido lo que, hallándose presente la mayor parte de los que deben ser convocados, se aprueba por mayoría absoluta de los presentes; si después de dos escrutinios persistiera la igualdad de votos, el presidente puede resolver el empate con su voto; 3º. mas lo que afecta a todos y a cada uno, debe ser aprobado por todos”.

Este canon, aunque se refiere a los actos colegiales, es necesario punto de referencia para todas las votaciones en organismos eclesiales. En todo caso y para disipar cualquier duda sobre la aplicación del canon 119 a los SD, la Instrucción romana remite expresamente al mismo.

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providencias gubernativas de que trata el can. 127, 2, 1º53. Al decir del que hoy es Cardenal Herranz, quien formó parte desde el principio de la Comisión de reforma del Código y pasó luego a desempeñar el cargo de Presidente del P. C. para la Interpretación de los Textos Legislativos, la mente de la Comisión de reforma cifraba la naturaleza colegial de un ente en el poder de “adoptar decisiones” en común, razón por la cual debía excluirse que el SD tuviera tal condición54. De hecho, reservaron esta denominación de colegio para los órganos que tienen alguna función deliberativa (así, el Colegio cardenalicio o el Colegio diocesano de consultores), mientras evitaron atribuirla a los órganos de puro consejo (así los Consejos diocesanos). En conclusión, parece intención de los codificadores excluir de la consideración de colegios los organismos inscritos en la esfera del régimen eclesiástico con funciones sólo consultivas y, por ende, el Sínodo55.

La misma opción se manifestó en las sesiones que condujeron a la redacción del actual can. 391, que encomienda personalmente al Obispo la potestad legislativa en la diócesis. El primer borrador rezaba: “Los Obispos ejercitan la potestad legislativa bien en el SD, bien fuera del mismo...”, pero un consultor llamó la atención sobre el hecho de que esta expresión podía ser entendida en el sentido de que el Sínodo tiene un carácter colegial, por lo que el texto fue enmendado de la siguiente manera: “Es el mismo Obispo (ipse Episcopus) quien ejercita la potestad legislativa, bien en el SD, bien fuera del mismo...”. Ulteriormente, se suprimió la mención del SD, presumiblemente porque carecía de significado una vez modificado el texto56. Por fin un argumento que puede pasar inadvertido, pero que no deja de resultar significativo: cuando el Código quiere regular los derechos de un colectivo, sobre todo al tratar de la formación de los actos comunes mediante sufragio, acude repetidamente a la expresión “colegio o grupo (coetus)”, de significado disyuntivo57, y, a la hora de definir el Sínodo, el can. 460 emplee la expresión “coetus delectorum etc.”, lo que hace presumir una intencionalidad excluyente de la caracterización de colegio.

Por lo visto hasta ahora, los redactores del Código rehúsan atribuir al SD la naturaleza colegial sobre la base de una comprensión general del significado de la colegialidad, que serviría sólo para calificar a los órganos deliberativos, o sea aquellos que “deciden en común”. Nos podemos preguntar, sin embargo, si las fronteras entre el “decidir” y el “aconsejar” son tan infranqueables como puede suponerse: ¿no es acaso una “decisión” la que toman los miembros de un órgano consultivo de presentar corporativamente un dictamen al Obispo? Además del acto de gobierno (“quiero-hágase”) y el consejo (“opino”, “opinamos”), ¿no hay espacio para un tertium quid consistente en un “queremos” no vinculante, una “declaración de voluntad” formulada por un cuerpo consultivo? Cuando un colectivo “decide hacer una propuesta” al órgano decisorio ¿es consejo, decisión o ambas cosas?58.

53 Can. 127, 2, 1º: “Cuando el derecho establece que, para realizar ciertos actos, el Superior necesita el consentimiento o consejo de algunas personas individuales: 1º. si se exige el consentimiento, es inválido el acto del Superior en caso de que no pida el consentimiento de esas personas o actúe contra el parecer de las mismas o de alguna de ellas”. 54Cfr. J. Herranz, Génesis, pp. 510-512. 55 Sí serán colegios, en cambio, las numerosas corporaciones de significado público – por dedicarse al ejercicio de funciones públicas, pero no gubernativas – como son las asociaciones públicas, Universidades, cofradías, incluso el propio Cabildo diocesano, que se gobiernan por mayoría y que tendrán una relación eventual con el régimen eclesiástico cuando sean requeridas por los Pastores a dar su opinión en un asunto determinado o llamadas a formar parte de los órganos y asambleas consultivas. Es en estas corporaciones y en tales ocasiones cuando podrá hablarse de “colegios que aconsejan” es decir corporaciones permanentes que se gobiernan colegialmente en orden a sus fines propios y que, cuando son requeridos a aconsejar a los Pastores, lo hacen de la manera que les es propia. Nada que ver, a mi juicio, con una asamblea o un órgano cuya función exclusiva sea la de aconsejar a la “autoridad”. 56 Cfr. Communicationes, 18 (1986) 146-147, 165. 57 Cfr. cans. 127; 158, 2; 160, 2; 165; 169; 173, 1; 174, 2; 175; 177, 2; 182, 2; 183, 1; 58 Cfr. Communicationes 24 (1992), p. 266.

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En apoyo del carácter colegial de los órganos de consejo, algunos especialistas sostienen que, tanto en sus orígenes romanos – de donde la noción de colegio trae origen – como canónicos, los colegios eran órganos de saber o “autoridad” – no de gobierno o “potestad” –, cuya función no era decisoria sino consultiva respecto de los titulares de potestad canónica, por lo que el SD sería uno de ellos59. También podemos sostener la misma posición sin acudir a remotos antecedentes, pues un órgano de consejo puede estar llamado – y será lo normal – a presentar un juicio corporativo en determinadas materias previstas por la ley, para cuya formulación sigue el “procedimiento colegial” del sufragio mayoritario: así ocurre, por ejemplo, en el Consejo presbiteral y en el Sínodo de los Obispos. Y si debe seguir un procedimiento colegial ¿no merecería la denominación de colegio, aunque no adopte decisiones con fuerza de obligar?60.

Pero, desde la opinión contraria (y aún a riesgo de enrevesar la cuestión), preguntémonos ahora: ¿acaso es parangonable la toma de decisiones jurídicamente eficaces a la adopción conjunta de dictámenes, por mucho que en ambos casos caso se siga el mismo procedimiento? Como veremos en un epígrafe posterior, es grande diferencia que media entre el voto deliberativo y el consultivo. Un dictamen es siempre una opinión, tanto provenga de una persona física como de un colectivo personificado, y como opinión será tenida por el “superior” que lo recibe, mientras que una decisión eficaz es el ejercicio de un poder decisional, que ha de ser por fuerza obedecido. Atribuir una opinión a un grupo no deja de envolver alguna ficción, porque los juicios son siempre personales, por lo que – a diferencia de los colegios deliberativos – se deberá tener siempre en cuenta el grado de concordancia entre los miembros del órgano y evaluar el peso de las opiniones discordantes de la mayoría. Por tanto, el grado real de “subjetividad colectiva” es muy diverso según que el colegio sea deliberativo o consultivo. ¿Deberemos, pues, distinguir una “colegialidad lato sensu” o de baja intensidad para los órganos consultivos?

Sea cual fuere la respuesta que se dé a la cuestión general de la colegialidad, parece claro también que tanto el Código como la Instrucción evitan atribuir al SD una subjetividad propia, cifrada en la formación de un “parecer corporativo”. Esto se percibe en la sintaxis de los cánones que lo regulan, pues no encomiendan al Sínodo la prestación de ayuda al Obispo, sino a los sinodales (can. 460), y también a ellos reconoce – no al “Sínodo” – la libre discusión de las cuestiones (can. 465). Además, consta que en el proceso de elaboración de estos cánones se evitó positivamente establecer que los sinodales se pronunciaran mediante sufragio, pues eso sería tanto como decir que los miembros del Sínodo “votum deliberativum habere ad votum consultivum efformandum”, lo que resultaba demasiado complejo y difícil de entender61. La Instrucción es, en este punto, bastante concluyente: “Durante las sesiones del sínodo, en diversos momentos será preciso solicitar a los sinodales que manifiesten su parecer mediante votación... tales sufragios no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario vinculante, sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas, y así debe ser explicado” (IV, 5). En definitiva, los pareceres singulares o las “declaraciones de voluntad” expresados por los sinodales no quedan absorbidos en un “parecer común” que pueda llamarse “sinodal”, aunque muchas veces haya de proceder al voto para medir el “grado de concordancia” entre los miembros del SD.

59 D. García Hervás, Régimen Jurídico; R. Domingo, Teoría de la “Auctoritas”. Desde una perspectiva más estrictamente canónica, también A. Viana, La Instrucción. Sobre la extensión de la noción de colegio en el derecho romano, cfr. F.M. De Robertis, voz “collegium” en Novíssimo Digesto Italiano. 60 Sobre el carácter colegial del Consejo presbiteral, cfr. M. Marchesi, Comentario Exegético, vol. II, al can. 495. Sobre el carácter colegial del Sínodo de los Obispos, cfr. A. Viana, Las Nuevas normas. 61 Communicationes 24 (1992), p. 266. En efecto, la fórmula es difícil de entender, pero – a mi juicio – no a causa de dificultades sintácticas, sino a una cierta incongruencia de fondo. En el sentido de negar el carácter “estrictamente colegial” del SD, cfr. G. Corbellini, Comentario Exegético, vol. II, al can. 465.

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En conclusión, a la vista de los textos normativos que lo regulan y de la concepción de los redactores del Código, puede afirmarse que el SD no es un colegio. Esta exclusión no está guiada, a mi juicio, por el prurito de restar protagonismo al colectivo sinodal a favor del Obispo, sino en el hecho ya explicado de que el SD no es órgano de expresión de un colectivo constitucionalmente llamado a prestar consejo a un órgano principal – como es el caso de episcopado en el Sínodo de los Obispos y del presbiterado en el Consejo presbiteral – y del que no se puede decir en rigor que ostente la representación del pueblo que constituye la Diócesis. Por lo demás, no es ésta una posición innovadora, pues el SD tradicional – que sí podía ser entendido entonces como colectivo idóneo para asesorar, pues ostentaba una cualificada representación del clero – tampoco podía ser calificado de colegio, si atendemos a lo que sabemos de la praxis que entonces se seguía: el Obispo sometía unos textos, previamente elaborados, a la discusión de los miembros del Sínodo; luego, libremente decidía lo que debía hacerse y presentaba a la asamblea sus decisiones en forma de constituciones sinodales. No se verificaba, por tanto, la formación de una voluntad común de los miembros del Sínodo y, a lo que parece, ni tan siquiera se esperaba de ellos un juicio compartido62. Ya tendremos ocasión de examinar este punto más adelante.

A lo que acabamos de exponer se podría oponer un argumento de hecho: es obvio que en el seno de las comisiones y reuniones sinodales o pre-sinodales se observa un procedimiento colegial cuando, por ejemplo, se aprueba por mayoría el borrador de un documento o se elige el cargo de secretario, por lo que – más allá de los deseos e intenciones – habremos de concluir que SD es un colegio. No me parece que este dato sea suficiente: dejando aparte el hecho de que una comisión sinodal o pre-sinodal no es el Sínodo mismo, cuando se trata – como es el caso – de un organismo inscrito en la esfera del ejercicio de la potestad de régimen, lo definitorio no son las decisiones organizativas internas sino aquellas que tienen que ver con su finalidad transitiva o ad extra, en nuestro caso, con el asesoramiento que el SD presta al Obispo63.

Ahora, si abandonamos la perspectiva jurídico-exegética y atendemos a la realidad de las cosas, no podemos menos de reconocer una cierta subjetividad fáctica al colectivo sinodal, en la medida en que las inevitables votaciones sobre las propuestas y borradores tienden a perfilar la opinión común de los sinodales. A este dato se agrega el hecho del distinto grado de vinculación sociológica a la Diócesis por parte de los sinodales y Pastor diocesano, debido a que éste frecuentemente procede de fuera y rige la Diócesis de manera temporal, lo que inevitablemente crea una cierta separación – que no confrontación – entre el uno y los otros, y el colectivo sinodal se presenta como un todo “ante” el Obispo. Por eso, podríamos decir que si el Derecho no discierne, sí lo hace la vida, y que la libertad jurídica del Obispo frente a los

62 Así puede interpretarse una fuente históricas del Codex de 1917 recogida en la edición de Gasparri, a propósito de la afirmación legal que presenta al Obispo como “unus legislator in synodo”: S.C.C., Algaren., 12-I-1595. “Si acaso los canónigos y los rectores de las parroquias y los vicarios perpetuos, al hacer las constituciones sinodales faciant unum votum in Synodo o por el contrario cada uno tenga un voto propio”. Resp.: “El Obispo puede en el SD hacer constituciones sin el consenso ni la aprobación del Clero, pero debe pedir el consilium del Cabildo, aunque no esté obligado a seguirlo, a no ser en algunos casos iure expressis”. En definitiva, la respuesta deja de lado la cuestión planteada y se limita a reformular el principio “unus legislator”. 63 Afirma Juan Calvo, Naturaleza del votum, p. 764: “(El voto en un organismo consultivo) puede tener unas finalidades o exigencias internas al propio órgano, para su ordenado funcionamiento, o estar motivado y dirigido ad extra, siendo este último el que justifica la propia existencia de dichos organismos, y, por tanto, el que tiene mayor interés jurídico”. Caso distinto es el de las corporaciones, ya mencionadas en una nota anterior, dedicadas a actividades eclesiales o incluso “funciones públicas”, pero de suyo ajenas al ejercicio de la potestad de régimen: una universidad, una escuela confesional, el consejo de cofradías, una asociación católica, etc. Estas entidades se podrán gobernar colegialmente y podrán ejercer una función “consultiva” de la autoridad eclesial en la medida que sean requeridas para ello. Para ellas sí que es válido decir que las decisiones ad intra – de autogobierno – las definen como colegios.

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sinodales se ve muy limitada en la práctica: ¿qué Obispo se podrá sentir libre de volver la espalda al parecer compartido por los miembros del principal organismo asesor de la Diócesis, máxime cuando lo convocó libremente y sin obligación legal de hacerlo?

6. “Lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos” Así reza un antiguo aforismo romano que la Iglesia incorporó al Corpus Iuris Canonici como una regula iuris, es decir como un principio general que inspira el ordenamiento y sirve de criterio interpretativo de sus normas64. Hoy figura en el can. 119 del Código como un aspecto particular del régimen de los colegios, pero no en su formulación original, sino con el inciso “uti singuli”, que se ha traducido al castellano “y a cada uno”: “lo que afecta a todos y a cada uno, debe ser aprobado por todos”.

A primera vista, este aforismo, en cualquiera de sus dos formulaciones, tiene poco que ver con la realidad de un SD, pues parece suponer la existencia de unas competencias en el organismo y de unos derechos en los sinodales de los que no hay mención en el Código: en definitiva, un colegio con un obrar deliberativo. Sin embargo, la Instrucción ha querido advertir expresamente su inadecuación para el caso del SD, aunque sea en una modesta nota (nota 56 al pie de IV, 5), afirmando que: “...no se refiere para nada al Sínodo, sino a la toma de decisiones comunes en el seno de un auténtico colegio con capacidad decisoria”. Entiendo que la intención de la Nota no es hacer aclaraciones conceptuales sobre la “colegialidad auténtica”, sino evitar que se invoque para sostener una hipotética capacidad decisoria del Sínodo basada en mayorías de votos, a manera de un “parlamento eclesial”, y probablemente su redacción se deba al conocimiento que las Congregaciones tenían de las actas de algunos Sínodos y a la necesidad de salir al paso de este problema.

Con ello, podíamos dar por acabado el comentario de la Nota, pero quizá no esté de más hacer un breve excursus sobre el origen histórico de dicha regla y su significado actual, lo que intentaremos a continuación65.

Esta regla revistió históricamente diversos significados que conviene analizar separadamente:

1) De manera conforme al sentido romano original, la regla fue empleada como criterio básico del funcionamiento interno de las universitates de la Iglesia, es decir de los colectivos que compartían un mismo interés y una misma posición jurídica, por lo que debían ser tratados en una u otra medida como centros de imputación de derechos y deberes, “a la manera de las personas”. En ellas, lo que afectaba a todos los miembros debía ser aprobado por todos.

Es importante observar que el “por todos” no necesariamente significaba que las decisiones se tomasen por unanimidad, sino que en unos casos significaba más bien “por el todo” corporativo y, en otros, “por todos y cada uno”. Es decir, que, atendiendo a la naturaleza del asunto, tanto podía amparar un régimen mayoritario como otro unanimitario. Para determinar cuál en concreto debía seguirse, se acudió a la distinción entre dos tipos de asuntos: de una parte, los que interesaban a los miembros “uti universi”, es decir que les concernía no en cuanto privados sino en cuanto formaban una corporación y, en consecuencia, afectaban a la persona moral misma, en cuyo caso se imponía el mayoritario; y, de otra, los que les interesaban “uti singuli”, es decir que les afectaban individualmente y no como componentes de la persona moral, para los cuales se debía acudir al criterio unanimitario.

El Código vigente omite la regla en su versión primitiva (sin el uti singuli), seguramente por tratarse de un criterio elemental y carente de consecuencias prácticas, dado

64 Liber sextus de Bonifacio VIII, regula XXIX iuris. 65 A este propósito, cfr. el profundo estudio de O. Giacchi, La Regola; el no menos profundo y más pormenorizado de A. González-Varas, “Consejo...”; cfr. también G. Lo Castro, Comentario, vol I, Canon 119.

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el actual sistema canónico. La recoge, en cambio, en el can. 119, para referirla solamente a las cuestiones que afectan singularmente a los miembros de un colegio, es decir uti singuli: “quod omnes uti singuli tangit, ab omnibus approbari debet”. Se resuelve, por tanto, en un principio de defensa de la libertad individual de los miembros de un colegio frente a la posición mayoritaria de los demás miembros, cuando están en juego los derechos individuales: una mayoría de colegiales no puede, por grande que sea, despojar a un miembro de los derechos que la ley le reconoce o le otorga66. Así formulada, parece obvio que esta regla que tiene muy poca aplicación – si tiene alguna – en el SD67.

2) Llevada a la esfera pública de gobierno, la regla adoptó un significado muy amplio como axioma básico de organización social, que impone contar con el parecer de los administrados en el régimen eclesiástico. Así entendida, motivó o justificó la existencia de órganos colegiales que asesorasen a los Oficios capitales en la toma de decisiones, bien fuera en forma de consejo o en la de consenso. Si eran órganos de consenso, la regla se aplicaba en un sentido más propio, en cuanto consentir significa dar su aprobación (“ab omnibus approbari”); si eran órganos de consejo, la regla se usaba en su sentido más lato y se traducía en la obligación de convocar a los miembros del órgano y en el deber de éstos de acudir a la convocatoria.

No hay inconveniente en sostener que la regla “quod omnes tangit” fundamenta la celebración de los Sínodos, si la entendemos en este sentido lato de principio básico de organización social aplicado a la petición de consejo. En este contexto puede inscribirse la insistencia de las fuentes históricas en el deber episcopal de convocar periódicamente el SD y en el deber de asistencia que incumbe a los que son convocados. Pero es preciso tener en cuenta los cambios estructurales que ha introducido el Código actual: desaparecida hoy la obligación de celebrar periódicamente el SD y habiéndose creado otros órganos diocesanos que ocupan el lugar que antaño ocupara el SD, es difícil afirmar que esta regla – en cualquiera de sus significados – imponga deber alguno al Obispo en relación con la convocatoria del SD.

Desde luego, es claro que la res eclesial sí “toca” a los fieles, pues son partícipes de su vida y corresponsables en su misión. De aquí que el régimen eclesiástico no haya de ser nunca arbitrario y haya de contar con el parecer del pueblo cristiano, que vendría a ser el “omnes” de la regla, arbitrando cauces aptos de consulta y ninguno mejor que el Sínodo. Pero una aspiración tan genérica debe cotejarse con la realidad sociológica de la mayor o menor formación de los cristianos, de la mayor o menor aptitud para aconsejar, del mayor o menor compromiso cristiano de sus vidas, lo que impide acudir a criterios verdaderamente representativos en la convocatoria de los laicos de la diócesis. Un nudo gordiano que la Instrucción trata de resolver llamando a cooperar en los trabajos sinodales a las “energías vivas” de la diócesis, tanto institucionales como asociativas.

66 Hay un caso particular de la aplicación de la regla “Quod omnes” que puede servir de ilustración, el can. 455, 4: “En los casos en los que ni el derecho universal ni un mandato peculiar de la Santa Sede haya concedido a la Conferencia Episcopal la potestad a la que se refiere el par.1, permanece íntegra la competencia de cada Obispo diocesano, y ni la conferencia ni su presidente pueden actuar en nombre de todos los Obispos a no ser que todos y cada uno hubieran dado su propio consentimiento”. Cfr. en este mismo sentido, A. Bettetini, Collegialità, p. 497. 67 Quizás pudiera encontrarse en el SD un campo - restringido - para la aplicación de la regla cuando se trate de los derechos que el reglamento otorgue a los que ya son miembros. Por ejemplo, la regla impediría que una mayoría de miembros impidiera la participación de algunos en los debates en el seno de una comisión. En este sentido parece pronunciarse A. Viana, La Instrucción..., pp. 741-742. Pero en un caso semejante lo que estaría en juego no sería un puro derecho subjetivo, sino también un deber jurídico (derecho-deber), como tal irrenunciable por el sólo arbitrio del titular del mismo: no encajaría, por tanto, en la hipótesis a que se aplica la regla.

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7. La analogía del SD con el Sínodo de los Obispos Como ya se explicó en la Introducción, después del Vaticano II muchas diócesis quisieron celebrar un SD que sirviera para aplicar localmente las reformas conciliares, pero se encontraron con unas indicaciones normativas – las del Codex de 1917 – a todas luces insuficientes para su propósito, porque eran herederas de una Eclesiología en ciertos aspectos caduca. Para encontrar un modelo que les sirviera a su propósito y mientras no fuera promulgado el nuevo Código, adoptaron precisamente el del Concilio, de manera que el SD vino a contemplarse como una especie de “concilio de la Iglesia particular”.

Sin embargo, esta asimilación no parece acertada, porque tales institutos tienen un parentesco muy lejano, tanto en el plano teológico como en el canónico. Si queremos buscar un órgano que se asemeje al SD, que nos permita entender sus características propias y, eventualmente, resolver algún problema interpretativo, lo propio es acudir al Sínodo de los Obispos, que comparte con aquél no solamente la denominación canónica, sino también algunos de sus principales rasgos: en ambos casos, se trata de una asamblea ampliamente representativa a la que se encomienda una tarea de ayuda y consejo respecto de un órgano capital; ambos tienen en común que los sinodales adiutricem operam praestant (cans. 342 y 460), en el primer caso al Romano Pontífice y en el segundo al Obispo diocesano68, y, en principio, no para cuestiones delimitadas y concretas, sino con un alcance muy general: para el bien de la Iglesia universal o de la Diócesis69.

Las analogías entre los dos tipos de sínodo parecen claras, pero también hay que contar con las diferencias: el Sínodo de los Obispos es un organismo prevalentemente episcopal, aunque también sean convocados algunos “Padres” no Obispos (can. 346). Se da en él una representación en sentido propio, desde el momento que la mayoría de sus miembros son elegidos por las Conferencias Episcopales, y que, además, deben presentar e ilustrar en el aula sinodal no el parecer suyo personal, sino de las Conferencias que los han elegido70. Responde a una cierta exigencia de colaboración habitual de los Obispos en el vértice de la Iglesia y da forma a un dato teológico previo, pues es expresión adecuada de la colegialidad episcopal, aunque no de manera completa71. Hay una segunda diferencia entre ambos: el Papa puede delegar en el Sínodo una potestad legislativa, sometida a refrendo ulterior por parte de él mismo (can. 343)72, mientras que el Obispo diocesano no puede delegar su potestad

68 Según J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, p. 180, el consejo que presta el Sínodo de los Obispos al Papa no consiste en una mero “asesoramiento externo”, sino que “interviene en la integración del acto de voluntad del Papa”, por lo que, según categorías expresadas por Pablo VI, supondría una participación en la responsabilidad, aunque no en el gobierno. Una explicación igualmente válida para el SD, según la Instrucción romana. 69 Así, el can. 342 asigna al Sínodo de los Obispos la misión de “ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo”: En definitiva, una tarea de mucha amplitud, cifrada en ayudar al ejercicio del ministerio del Papa en todos sus aspectos. 70 Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 23, 3: la “opinión común” de cada Conferencia “será expuesta en la asamblea del Sínodo por cada uno de los Miembros designados para el Sínodo”. 71 En palabras de Juan Pablo II, es “una expresión particularmente fructuosa y un instrumento de la colegialidad episcopal” (Discurso al Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 30 de abril de 1983: L'Osservatore Romano, 1 de mayo de 1983). J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, pp. 142-5, pone manifiesto que el M.P. Apostolica Sollicitudo, que regula el Sínodo de los Obispos, no se invoca en ningún momento LG 22 (donde habla de colegialidad), sino LG 23, donde habla de manifestaciones de colaboración entre los Obispos y de éstos con el Papa, y que trata también de Conferencia Episcopal. De donde concluye que el Sínodo de los Obispos no es, en puridad, una institución jurídica del Colegio Episcopal, aunque esté “basado” en ella. 72 Can. 343: “Corresponde al sínodo de los Obispos debatir las cuestiones que han de ser tratadas, y manifestar su parecer, pero no dirimir esas cuestiones ni dar decretos acerca de ellas, a no ser que en casos determinados le haya sido otorgada potestad deliberativa por el Romano Pontífice, a quien compete en este caso ratificar las decisiones del sínodo”. Parece claro que éste es un supuesto de delegación de potestad legislativa: así, J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, pp. 184-188 y A. Viana, Las Nuevas normas, p. 666.

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legislativa en el SD, porque debe ejercerla personalmente (can. 391, 2). Finalmente, los padres sinodales están llamados a pronunciar un voto colegial, es decir propio del Sínodo como institución, y obtenido mediante sufragio mayoritario73, lo que no ocurre en el SD. La vinculación esencial que el Sínodo de los Obispos tiene respecto del ministerio petrino, acarrea la estrecha dependencia que establece Ordo Synodi Episcoporum: es el Papa quien lo convoca y determina su agenda, preside sus sesiones, confirma (el Ordo dice “ratifica”) la elección de sus miembros y designa los titulares oficios. A él toca también decidir qué se ha de hacer de las opiniones y votos allí expresados. En definitiva, “El Sínodo guarda (...) una total dependencia orgánica, material, funcional y personal respecto del papa”74. Esto nos lleva a la siguiente consideración: si es tan grande el protagonismo del Papa en el desarrollo y en las conclusiones del Sínodo de los Obispos, resulta coherente que el Código y la Instrucción atribuyan al Obispo diocesano un papel tan relevante en el desarrollo del SD, del que – como decimos – no se puede afirmar una densidad eclesiológica semejante a la del Sínodo de los Obispos.

73 Así, el Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 23, 4: “El consenso de los Padres, al final del debate sinodal, se expresa en Proposiciones o bien en otros documentos, sometidos a votación y después ofrecidos al Romano Pontífice como conclusiones del Sínodo”. 74 J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, p. 208. A tenor del Reglamento del Sínodo de los Obispos, actualizado por Benedicto XVI el 29 de septiembre de 2006, art. 1: Al Romano Pontífice corresponde “1º convocar el SO cada vez que lo considere oportuno y designar el lugar de las reuniones; 2º establecer (...) las cuestiones que han de ser tratadas; 3º ratificar la elección de los miembros (...) y también nombrar los otros miembros; (...) 5º establecer el orden del día; 6º presidir el Sínodo, personalmente o a través de otros; 7º decidir sobre las propuestas, etc.”.

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CAPÍTULO III. FINALIDAD DEL SD

El can. 460 nos hace ver cuál es la finalidad del SD cuando lo define como una “asamblea de sacerdotes y otros fieles... que prestan su ayuda al Obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana”.

Tras estas palabras podemos advertir algo que en la actualidad nos resulta obvio, pero que en la historia del SD no parece haber estado tan presente: el Código propone el SD como un medio consultivo al que acude el Obispo con carácter previo a la adopción de medidas de gobierno y para la elaboración de tales medidas. En la antigua praxis procedimental que recoge el Codex de 1917, el SD tenía, en cambio, un cierto carácter sucesivo a la adopción de las providencias episcopales, pues el Obispo comunicaba a los sinodales las decisiones provisionalmente adoptadas por él para obtener su anuencia, a la manera como hoy día el Obispo acude al Colegio de Consultores y al Consejo presbiteral cuando desea tomar una resolución de importancia. Con una salvedad importante: a diferencia de estos órganos, no existía materia o asunto del gobierno episcopal que requiriera el consenso del SD.

Estos precedentes históricos explican que el can. 466, haciendo suya una fórmula ya presente en el Codex, presente el SD como “espacio” del ejercicio de la potestad legislativa del Obispo (“único legislador en el sínodo”). ¿Son acaso los sinodales los destinatarios de los decretos sinodales? Obviamente no. La expresión se entiende si tenemos presente que el SD se configuraba tradicionalmente como un escenario en que el Obispo ejercitaba solemnemente su potestad, un medio de publicación de los decretos episcopales de manera que llegase prontamente a conocimiento de los clérigos y, a través de éstos, del pueblo fiel. En cierto sentido, el Sínodo se desarrollaba en el “antesínodo”, en sede de las comisiones preparatorias, mientras que las sesiones sinodales tenían un significado casi formal respecto de aquellas: lo veremos más detenidamente en el capítulo dedicado al Desarrollo del Sínodo.

Dice Lamberto de Echeverría: “El Derecho particular es, más aún que el universal, permeable a la realidad de la Sociedad que circunda a la Iglesia. Salta a la vista que, a cualquier escala, Iglesia y Sociedad se influyen mutuamente. Es ya tópico hablar de la huella que el Derecho romano dejó indeleble en el origen del Derecho canónico. ¿Quién no vio en la Acción católica fuertemente unificada y centralizada de los años 30 un cierto reflejo del Partido Único en boga por aquellos años, o quien no ve en la Iglesia pluralista y permisiva del posconcilio un cierto reflejo de la sociedad que nos rodea?”75. Quizá los ejemplos del Autor no sean los más adecuados para el tema que nos ocupa, pero sus palabras nos sirven para comprender un cierto “estilo parlamentario” (con todos los matices que quieran añadirse) del SD contemporáneo. Con ello no me refiero a un gobierno basado en la mayoría de votos, cosa imposible en la Iglesia dada la Potestad episcopal, sino más bien a la configuración del SD como una asamblea donde se elaboran los borradores de normas y orientaciones eclesiásticas, que recibirán finalmente la aprobación del Obispo, necesaria para que alcancen fuerza jurídica.

A tenor del texto del can. 460 arriba citado, podemos distinguir entre una finalidad última, que sería proveer al bien de la comunidad diocesana, y una finalidad próxima u objeto del SD, la de prestar consejo al Obispo.

75 El Derecho particular, p. 195, n. 11.

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A. FINALIDAD ÚLTIMA DEL SD 1. El bien de toda la comunidad diocesana

La finalidad última del SD la describe el can. 460 allí donde dice que ayuda al Obispo “para bien de toda la comunidad diocesana”. Estas palabras podrían parecer un recurso retórico de los redactores del canon para redondear la descripción del SD, pero no es así: significan una acotación del bien que se persigue, que no es el “bien de la Iglesia” en general, sino el bien de la concreta porción del pueblo de Dios que constituye la diócesis. En este sentido, parece acertada la precisión de Corbellini cuando afirma que en esta frase se vuelve a proponer, sólo que en forma positiva, lo establecido por el Codex de 1917, can. 356, 1: en el SD “de iis tantum agendum quae ad particulares cleri populique dioecesis necessitates vel utilitates referuntur”76. Así pues, el SD no pretende finalidades que van más allá del marco diocesano. No más, pero tampoco debe pretender menos. No se reúne para atender a asuntos intranscendentes o cuestiones puntuales. Eso no sería consonante con las dimensiones de la asamblea y la calidad de de los convocados. El inciso “para bien de toda la comunidad diocesana” impide contemplar el SD como una suerte de asesoramiento privado, una especie de “cámara” del Obispo. Aunque los sinodales “prestan su ayuda al Obispo de la diócesis”, el instituto no mira solamente a favorecer al Obispo en su cometido de gobierno, sino al bien común de toda la diócesis. No está diseñado para aconsejarle al Obispo la mejor manera de ejercer su ministerio “frente” a la comunidad diocesana o frente a los órganos dotados de competencias propias por derecho universal, sino que los sinodales se ponen en la posición de “clero y pueblo” junto a su Obispo para la guía de la diócesis. En definitiva, el SD es un momento estelar de reflexión y decisión sobre el bien común eclesial en su dimensión particular. 2. Comunión y misión como finalidad del SD Unas palabras de la Instrucción explicitan algo más el significado del “bien de la comunidad diocesana”: “Comunión y misión, en cuanto aspectos inseparables del único fin de la actividad pastoral de la Iglesia, constituyen el ‘bien de toda la comunidad diocesana’, que el can. 460 indica como finalidad última del sínodo” (I, 3). El SD está orientado a construir la comunión diocesana como su finalidad última: a afianzar los lazos que ligan a los creyentes entre sí, con sus Pastores y en última instancia con Cristo. Pero también se ordena a estimular la misión, es decir a difundir el mensaje cristiano en el medio social de la diócesis. La “comunión” describe su naturaleza o forma íntima de la Iglesia, mientras que “misión” se refiere a la finalidad de la Iglesia in hoc saeculo.

Quisiéramos traer a colación, en este epígrafe, algunos puntos fundamentales sobre el significado de la misión eclesial, aunque se trate de cosas para algunos muy conocidas, porque los creemos importantes para la adecuada comprensión del SD de nuestros días y del objetivo que persigue.

Es algo bien sabido que en nuestros días la evangelización o re-evangelización ocupa un lugar central en cualquier reflexión que se haga sobre la Iglesia y en toda iniciativa pastoral. Si las cuestiones de orden intra-eclesial y las preocupaciones del buen gobierno podían ocupar antaño buena parte de las energías de los Pastores, mientras que las “misiones” quedaban para lugares y personas determinadas (los misioneros), hoy día se siente cada vez con mayor intensidad que la misión se ha de desarrollar en cualquier entramado humano donde se encuentre instalada la Iglesia, tanto en los lugares de frontera como en los tradicionalmente considerados “católicos”. El aspecto misional es, pues, una de las principales

76 Cfr. G. Corbellini, Comentario, p. 996.

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novedades del SD de nuestros días, si lo comparamos con el estilo y los intereses del SD preconciliar, que se movía (al menos en los países de tradición católica), en el horizonte de “las necesidades del clero y del pueblo”, según rezaba el ya citado can. 356 del Codex.

La comunión y la misión conciernen a toda la Iglesia y a todos los fieles. Expresan los dos movimientos de un corazón, que se expande y contrae en una permanente sístole y diástole. Resultaría erróneo asignarlas a sujetos distintos, reservando la custodia de la comunión al orden clerical y la misión a los laicos, con la vida consagrada que participase de algún modo de ambos frentes. Pero si es errónea la contraposición y el abrir simas operativas y conceptuales77, sí podemos distinguir entre actividades que están orientados al mantenimiento de la comunión social de la Iglesia y al robustecimiento de la vida espiritual de los fieles, y otras dirigidas a atraer a quienes están fuera de la Iglesia (o de la vida eclesial) y a la “construcción de la ciudad terrena según Dios”. También parece innegable que hay una cierta asignación de espacios propios según la condición de las personas: mientras a la Jerarquía y sus ministros corresponde el ejercicio de las funciones públicas que miran a la edificación de la comunión eclesial mediante la Palabra, los Sacramentos y la ordenación jerárquica, a los laicos corresponde como propio el “vasto campo” de la acción laical en el mundo, en el que la acción de los clérigos y de los religiosos está restringida por las normas canónicas, de manera consonante a la peculiaridad de su función eclesial78. De esta manera, puede decirse que la colaboración entre los ministros y los laicos no se desarrolla en un único sentido, pues si en el ámbito de la comunión jerárquica los seglares son colaboradores de los ordenados, éstos lo son de aquéllos en la esfera del apostolado seglar79.

La moderna afirmación de la llamada de todos los fieles a la misión eclesial no hubiera sido posible sin distinguir dos elementos que antaño estaban confusa y extrañamente unidos, al menos en la práctica: “función de la Jerarquía” y “misión de la Iglesia”. El tema de la difusión de la fe cristiana y de la impregnación de las estructuras seculares con el espíritu cristiano, es tan antiguo como la Iglesia, pero lo peculiar de la hora presente es la toma de conciencia de que se trata de una responsabilidad que atañe a todos los fieles por igual, y a cada uno según su vocación: a los ministros sagrados como pastores del Pueblo de Dios; a los consagrados como depositarios de un carisma eclesial propio. Y de un modo peculiar a los laicos, por ser ellos los que están presentes “secularmente” en el mundo: el “mundo” es ciertamente el escenario y la misión de toda la Iglesia, pero las actividades seculares son algo “propio y peculiar” de los laicos80.

Hablar de misión es, por consiguiente, hablar del “mundo”, que es su escenario propio, en cuanto ámbito de socialización, de trabajo y desarrollo personal del cristiano y, en consecuencia, también el espacio de vida cristiana y “territorio de misión”81. Desde una óptica cristiana, las actividades seculares no son como esas imágenes imprecisas y semi-reales que, según el mito Platónico, se reflejan en el fondo de la cueva, mientras que las “actividades

77 En este sentido, S. Berlingò, I Fedeli laici, pp. 849-850. 78 Cfr. la E. P. Christifideles Laici especialmente los nn. 15 y 23. Sobre la naturaleza y límites de la colaboración laical en el sagrado ministerio, cfr. la Instrucción Varios Dicasterios “Algunas cuestiones sobre la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes”, de 15-VIII-1997, especialmente el n. 2. Es necesario una comprensión previa de la dimensión teológica del mundo y de las tareas mundanas para enfocar debidamente y en toda su amplitud la “misión” de la Iglesia.. 79 Pensamos que ésta es una buena lectura de la conocida frase de LG 10: “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro”. La E.P. Pastores dabo vobis n. 16, por su parte: “el ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejericicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios”. A propósito del servicio que los ministros sagrados están llamados a prestar en el apostolado típicamente laical, cfr. A. Cattaneo, El sacerdote al servicio. 80 Cfr. LG n. 31 y E.P. Christifideles Laici n. 34. 81 Afirma la E.P. Christifideles laici n. 15: “estar y actuar en el mundo constituyen una realidad no sólo antropológica, sino también específicamente teológica y eclesial”. Sobre el alcance y la dimensión teológica de la misión del cristiano en el mundo, cfr. Javier Otaduy, El reinado de Cristo.

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eclesiales” serían las cosas llenas de luminosidad y densidad cristiana que se hallan fuera de ella. No hay “momentos fuertes” de vida cristiana, si prescindimos de la liturgia y sus misterios82. Basta pensar en la mayor parte de la vida de Cristo mismo para percatarse de la verdad de estas afirmaciones: a menos que consideremos su vida “oculta” como una mera preparación de sus años de predicación, carente de significado por sí misma, habremos de concluir que el trabajo, la familia, las relaciones sociales tienen en sí mismas una potencialidad santificadora, un significado plenamente eclesial y una dimensión misionera83.

Estas consideraciones pueden considerarse doctrina recepta a nivel teórico, pero no parecen haber sido enteramente asumidas en la práctica cotidiana de las reuniones eclesiales. No es difícil compartir el juicio sociológico de J.R. Villar84: “Bastaría preguntar informalmente en qué consiste la participación de los laicos en la misión de la Iglesia para recibir respuestas que en su mayoría se mueven tendencialmente en el marco de algún tipo de participación en tareas intraeclesiales. Lo cual es evidentemente positivo y necesario -nunca se insistirá bastante en esto- pero resulta incompleto. Y no solucionaría, en principio, la disociación y la vida, misión eclesial y vida secular, que sigue siendo una dolorosa herida, al menos en las Iglesias de occidente (...). También llama la atención el criterio casi exclusivamente institucional con que se mide la participación de los laicos en la misión. La ‘recuperación de los laicos para la Iglesia’, valga la expresión, no debería olvidar que su compromiso en el mundo, en tanto que cristiano, es también misión eclesial”. De otro modo, cuando la misión de todos los bautizados se pone en relación directa con las funciones públicas eclesiásticas, se corre el riesgo de una “clericalización” del fiel cristiano, pues – en el afán por hacer partícipe al laico de la “actividad eclesial” – se tiende a encomendar a los seglares tareas que son propias de los ordenados, peligro ya denunciado en la E.P. Christifideles Laici n. 2385.

Concluyendo, comunión y misión son la finalidad del SD: se trata en él de que todos los fieles se unan más estrechamente a Cristo y de que, tanto los fieles singularmente como la Iglesia “corporativamente” expandan sus energías apostólicas. La finalidad de comunión se logra en parte con la celebración misma del SD, cuyos trabajos – preparatorios y celebrativos – ofrecen una ocasión de “aprendizaje práctico de la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II” (Instrucción III, C). 3. El SD, comunión eclesial y “autonomía privada”

Unas palabras para justificar la inclusión de este epígrafe. Una de los objetivos prácticos del SD consiste en organizar la vida diocesana. Este afán organizador ¿tiene algún límite, además de la debida obediencia a las normas superiores? La respuesta a esta pregunta nos introduce en el tema de la esfera de libertad que los fieles tienen frente a la Jerarquía eclesiástica, y, para tratarlo, pienso que una manera apta es abordar la cuestión a partir de un

82 Ambas imágenes las tomo de P. Donati, Senso. 83 “El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana (...). Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra”: GS 32. 84 La Participación de los laicos, p. 651 85 En tiempos recientes en algunos lugares se ha generalizado un fenómeno: la asunción por parte de laicos de algunas tareas que, aunque no requieran indispensablemente el orden sagrado, sin embargo pertenecen naturalmente a la esfera ministerial (administrar la comunión, celebrar el Bautismo, la dirección de comunidades cristianas, predicación litúrgica, etc.). Algunas de estas actividades eran práctica común en territorios de misión, por la carencia de sacerdotes, pero el fenómeno se ha extendido a otros lugares donde no existe esa carencia y, además, en función de unas supuestas exigencias teológicas. La Santa Sede ha respondido en 1997 con la ya citada Instrucción Algunas cuestiones, donde dichos supuestos se enmarcan en la categoría de “actividades de suplencia”, exigiendo que se den, para ser legítimas, unas condiciones precisas.

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concepto cuya aplicación al ámbito canónico ha sido objeto de debate: la “autonomía privada”.

Antes dijimos que el ejercicio de las funciones públicas que edifican la comunión eclesial (Palabra, Sacramentos, régimen) es el ámbito propio de la actuación jerárquica, en definitiva del ministerio ordenado, al que los no ordenados pueden “cooperar” según la norma de derecho. Pero es obvio que hay muchos aspectos del ser y del hacerse de la Iglesia (la comunión visible) que no son ejercicio de las funciones públicas. La Iglesia es “comunión orgánica”, en el sentido de que “su vida es parangonable, por analogía, a un cuerpo donde hay diversas funciones, pero todas cooperan al único fin, que es perseguido por todo el cuerpo en su conjunto, unido a una cabeza”86. Todos los cristianos edifican la Iglesia con su vida cotidiana y con múltiples iniciativas en el orden educativo, caritativo, testimonial etc., en un plano de común responsabilidad87.

Es en este contexto donde, a mi juicio, debe encuadrarse la llamada “autonomía privada”88. Un concepto que tiene su origen en la distinción entre los ámbitos “público” y “privado” de lo jurídico, que si parece haber sido ignorada en la tradición canónica89, tiene extensa aplicación en el ordenamiento jurídico civil, aunque sus límites conceptuales y prácticos estén en discusión, como ocurre con todas las construcciones científicas.

Se ha discutido mucho sobre la legitimidad de trasladar la distinción entre lo público y lo privado al ámbito eclesial, y con razón, pues la Iglesia es muy distinta de la sociedad política. Si el “respeto a la autonomía privada” se entendiera según un esquema pactista-liberal de relaciones en que la función de la estructura pública se redujera al laisser faire a los particulares, este principio sería completamente inadecuado para el orden eclesial y sus estructuras de gobierno, cuyo cometido trasciende con mucho el de “asegurar espacios de libertad ordenada”. El ordenamiento jurídico eclesial no cumple una función de señalar límites externos a la libre acción de los “individuos”, a la manera de mero “dique” dentro de 86 G. Ghirlanda, Il Sinodo diocesano, p. 578. 87 Can. 208: “Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.” 88 El asunto aquí tratado también podría denominarse “el principio de subsidiariedad”, pues las fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia entienden por este principio tanto el respeto a la iniciativa de los particulares como a la función de instancias sociales “intermedias”. De aquí que en algunos autores, la defensa de la subsidiariedad es la defensa de lo que aquí llamamos autonomía privada: así, J. Herranz en Génesis, p. 511 y ss., y A. Viana, en El Principio. A mi entender, en el ámbito eclesial es mejor distinguir entre los dos principios, pues tienen un fundamento distinto: en el primer caso (autonomía de los fieles), el fundamento es la libertad personal y la dignidad del fiel; mientras que en el segundo, es la estructura “bipolar” de la Iglesia (Iglesia universal-Iglesia particular) y el criterio de buen gobierno que aconseja encomendar la dirección de la comunidad a las instancias más cercanas. Y las consecuencias canónicas prácticas son también diferentes: la defensa antropológica de la prioridad de la persona genera el reconocimiento de los “derechos fundamentales del fiel”, mientras que la subsidiariedad da lugar (sobre todo) al llamado “principio de reserva”, por el que la Santa Sede retiene solamente las competencias que ha reservado para sí y deja para las instancias locales la regulación de las materias canónicas “no reservadas”. Además, al separar ambos principios parece disolverse la polémica entre los sostenedores y los detractores de la vigencia del principio de subsidiariedad en la Iglesia, pues los primeros argumentan en pro de la autonomía de la persona y los segundos cifran su crítica en la imposibilidad de contemplar el primado sólo en clave supletoria respecto de las Iglesias particulares. O. Condorelli, Sul Principio, pp. 954-961, aclara esta doble vertiente del principio de subsidiariedad, y su diferente fundamento. 89 La falta de una clara distinción conceptual entre lo público y lo privado puede detectarse en las obras de autores tan influyentes en el período que precede a la primera codificación canónica como Wernz (Ius Decretalium), D’Annibale (Summula Theologiae Moralis), Bargilliat (Praelectiones Iuris Canonici), Bouix (Tractatus de Principiis Iuris Canonici), De Angelis (Prealectiones Iuris Canonici). La misma lex privata era entendida en un sentido diametralmento opuesto al original romano, pues referían esta expresión al privilegio, que consiste en un acto normativo emitido por vía de autoridad, mientras que la lex privata clásica “es aquella que declara el que dispone de lo suyo en un negocio privado” (A. D’Ors, Derecho Privado Romano, EUNSA, Pamplona 1981, p. 63, n. 33).

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cuyos márgenes cualquier comportamiento resultara indiferente. Incluso una visión más moderada de la autonomía privada, cifrada en la atención a los propios fines e intereses individuales (legítimos) en cuanto diferentes de la finalidad común o corporativa, es difícilmente asumible en el ámbito eclesial, pues en la Iglesia no existen “intereses particulares” que puedan configurarse al margen del bien común eclesial90.

Ello se explica porque la Iglesia tiene – a diferencia del Estado – una finalidad corporativa que se proyecta al exterior, la de propagar el mensaje evangélico. Su derecho no puede limitarse a la búsqueda del mayor bien de los ciudadanos-fieles, sino que debe también aunar los esfuerzos de todos en esa dirección común. Por eso, se puede decir que el orden canónico es un sistema de “deberes” más que de “derechos”, no solamente por su vinculación irrenunciable a la moral, sino porque los fieles están unidos en orden a una misión de la que todos son responsables, cada uno según su modo y vocación propios.

Ahora bien, ¿significa eso que toda la vida social cristiana se agota en la contribución al “bien público” eclesial? No. Junto al bien público eclesial existen también unos bienes e intereses personales o asociativos, ordenados al logro del “bien común” (que no “público”), que es preciso tutelar91. De aquí que además de la iniciativa jerárquica quepa también una libre iniciativa de los fieles, aislada o asociadamente. Si es quizá impropio distinguir entre un derecho público y un derecho privado eclesial, es en cambio obligado postular la existencia de un ámbito jurídico de libertad en los fieles, tanto frente a la Jerarquía como frente a otros fieles, precisamente en orden a la consecución del fin de la Iglesia.

Por consiguiente, la expresión “autonomía privada” puede resultar equívoca en el ámbito canónico, pero debe aceptarse que, junto a la función de guía que respecta a los órganos de gobierno eclesiástico y al ejercicio de los munera que corresponde en conjunto al ministerio sacro, en la Iglesia existen amplios espacios para la libre actuación de los fieles, no en pro de intereses de parte, sino precisamente para llevar a cabo la misión eclesial. Si así no fuera, poco sentido tendrían las previsiones canónicas relativas al derecho de asociación y de reunión de los fieles (can. 215), a la libertad de emprender iniciativas apostólicas (can. 216), o de fundar escuelas de inspiración cristiana (can. 802, 1) y a la suplencia que la Jerarquía debe asumir, cuando falte la “iniciativa privada” (can. 301, 2), etc. Estos espacios de autonomía son “reconocidos” (no “otorgados”) por ley canónica y están en plena consonancia con una recta antropología, que mientras subraya la dimensión comunitaria de las relaciones humanas, no deja por eso de reconocer el protagonismo de la persona dentro de un marco compartido de convivencia. En definitiva, la cuestión que subyace a esta problemática es la noción correcta de comunión, que remite a la persona en cuanto sujeto de acción que no debe ser absorbido por la comunidad, y una noción de persona como ser relacional, cuyos actos todos deben estar animados por una proyección al bien ajeno y al bien común92.

90 Una crítica de la noción de autonomía privada aplicada a la Iglesia puede encontrarse en P. Bellini, L’Autonomia privata. W. Schulz, Problemi, p. 871, nota por su parte que el calificativo “privado” aplicado al mundo asociativo eclesial, podría crear “una mentalidad eclesial torcida (distorta) y no dar razón del sacerdocio común de todos los fieles”. 91 En el texto se distingue entre el “bien público” y el “bien común” eclesial. Para entender a qué nos referimos, bastan aquí unas palabras de W. Schulz, Problemi, 871: “Para caracterizar las finalidades de las personas jurídicas públicas, el legislador canónico exige finalmente que éstas cumplan los cometidos a ellas encomendados en vista del bien público de la Iglesia. En el can. 116, 1 se utiliza intencionalmente el concepto de bonum publicum en lugar del término más frecuente bonum commune para evidenciar la correspondencia con el carácter público de la persona en cuestión”. Por tanto, junto al bonum publicum debemos distinguir otro bonum que inevitablemente llamaremos privatum, ambos al servicio de bonum commune: cfr. E. Molano, El Principio. 92 Afirma G. Lesage, L'Autonomie privée: “Dans l'Eglise comme dans l'Etat, l'autonomie privée est, donc, concrètement, le champ libre laissé à la personne; elle est le lieu où l'individu fait sa propre loi. Cette autonomie s'exerce dans l'acte d'implication juridique -acto negocial-. Le negocio jurídico est, en effet, la manifestation de l'autonomie d'une personne dans ses rapports avec autrui” (p. 192). “Le concept de l'autonomie privée implique une vue caractéristique de l'Eglise-société, comme aussi du droit canonique: celle de la transcendence de la

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Esa centralidad de la persona provoca que, junto a las relaciones jurídicas “verticales” del fiel con la Institución eclesial, surjan relaciones entre los fieles en un plano “horizontal” y que las normas canónicas, además de regular lo que atañe a los elementos de comunión (Palabra, Sacramentos, gobierno), tengan la función de tutelar “la paz y la concordia entre los fieles” (Lombardía)93. En este sentido nos parece que deben entenderse las palabras del Vaticano II: “Es misión de la Jerarquía fomentar el apostolado de los laicos, dar los principios y las ayudas espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y vigilar para que se guarden la doctrina y el orden” (AA, n. 24). Así fue también percibido por la tradición canónica, inspirándose en la sabiduría jurídica romana, cuando afirmaba que la finalidad de la ley consiste en que el hombre “honeste vivat, alterum non laedat, ius suum unicuique tribuat”94. 4. Autonomía de medios, autonomía de fines

La autonomía de los fieles no se limita a los medios, sino que puede comprender también fines particulares: educativos, apostólicos, culturales, etc. No basta defender que cada fiel o cada ente eclesial persiga “a su manera” y “según su carisma” unos objetivos prefijados por los pastores o acordados comunitariamente, sino que es preciso aceptar la libertad de los fieles para emprender y dirigir obras propias: para “obrar por su cuenta”, por decirlo de modo coloquial95. Siempre, huelga decirlo, dentro de los límites y normas de la legislación canónica. Eso no significa “ir por libre” o al margen de la comunión eclesial, sino aceptar la pluralidad en el seno de ésta.

La comunión, entendida como movimiento convergente, entraña la diversidad de sujetos y ésta, a su vez, la diversidad de caminos hacia un mismo objetivo: entre elementos homogéneos e indiferenciados difícilmente puede hablarse de comunión, de “conspiratio” hacia los mismos objetivos. Por utilizar una imagen, diríamos que la Iglesia, antes que una empresa o un ejército, es una familia, en la que, junto a la unidad de creencias y la obediencia a los Pastores, debe estar presente la diversidad y el mutuo respeto. El “espíritu de empresa”, que significa aunar esfuerzos en pro del único fin superior que todos comparten, debe ir de la mano de un “espíritu de familia”, que entraña asumir las diferencias y dejar que cada uno siga su propio camino hacia la meta común de la santificación personal y la misión.

Citemos al respecto por extenso unas reflexiones avaladas por la categoría de su autor. J. Ratzinger, en un trabajo suyo de 1970, ponía en guardia respecto de la idea de “integración total de todas las iniciativas (de los fieles) dentro de un régimen sinodal que lo abarca todo, que regula todo en las comunidades perfectamente integradas...”, y comparaba este proceso al que en sentido inverso se estaba produciendo en el campo civil y político, donde “se impone la tendencia de limitar cada vez más el campo de lo estrictamente estatal en favor de las

personne par rapport à l'organisation institutionnelle du peuple de Dieu” (p. 181). En el mismo sentido de fundar el principio de autonomía en una correcta antropología, cfr. E. Molano, El Principio. 93 Podríamos añadir también a R. Sobanski Charisma, 83-84: “Legislatio canonica duobus scopis prospicere eosque congruere debet. Unus: tutela communionis per assecurationem authenticitatis mediorum salutis, scilicet verbi et sacramenti. Alter: tutela iurium personarum in Ecclesia”. 94 Máxima de Ulpiano, que recoge Gregorio IX en el proemio de su Liber Decretalium. 95 El actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo (n.v., de 2004) insiste repetidamente en la libertad de que deben gozar los fieles tanto aisladamente como asociados para promover y sostener iniciativas, unida al sentido de responsabilidad por el bien común eclesial: cfr. n. 59; n. 63, par. 6º; n. 164, par. 2º. Refiriéndose al Consejo pastoral diocesano, afirma: “El trabajo del Consejo (...) se debe caracterizar por un delicado respeto de la jurisdicción episcopal y de la autonomía de los fieles, solos o asociados, sin pretensiones de dirección o coordinación extrañas a su naturaleza” (n. 184). Por eso, me parece insuficiente la idea de “corresponsabilidad diferenciada”, que, si bien supone admitir la diversidad de funciones de laicos, religiosos y clérigos, sin embargo parece exigir la participación de todos en un mismo proyecto eclesial. ¿Es que es preciso establecer programas conjuntos de todos los fieles más allá del Evangelio?

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iniciativas sociales, que encuentran en el estado su marco y su árbitro: nos encontramos ante una creciente exoneración del estado en favor de la sociedad y yo creo que esta tendencia debe ser favorecida de modo decisivo”. Y añadía: “Esto no significa de ninguna manera, por más que se haya afirmado con mucha seguridad y con cierto desdén, una privatización del Evangelio; más bien significa que el contenido y la explosividad pública, social y política del Evangelio no se realiza a través de unas formas impuestas sinodalmente, sino que obliga y libera como una llamada a los creyentes para desarrollar sus propias iniciativas. (...) La comunidad como tal, o también la Iglesia, puede y debe intervenir aquí como guía y árbitro, pero no como sujeto propiamente dicho”96.

Trayendo cuanto antecede al tema que nos ocupa, el SD trata de juntar y dirigir las energías apostólicas de los fieles a un objetivo común, eso es verdad. El problema aparece cuando se trata de definir qué se quiere decir con “objetivo común”. Si por tal se entiende promover la misión evangelizadora de todos, no hay nada que objetar, el apostolado es deber básico de todo cristiano; pero si consistiera en imponer la colaboración de los fieles y de sus agrupaciones en la realización de unos objetivos concretos y contingentes, aunque fueran diseñados con la colaboración de todos (mediante el trabajo sinodal), entonces habría reparos que oponer, porque un planteamiento así pondría en entredicho la libre autonomía de los fieles en el perseguir la finalidad evangelizadora97.

Es patente que a menudo convendrá plantear iniciativas eclesiales “globales” y buscar la colaboración de todos los fieles y no sólo de los ministros y los agentes pastorales, para sacarlas adelante: se trata nuevamente de la necesaria colaboración de los fieles a la misión de la Jerarquía, pues el SD tiene por objeto – no hay que olvidarlo – ayudar al Obispo al ejercicio de su función. Pero esa colaboración no debe presentarse como simple traducción de la “misión de la Iglesia”, porque eso sería olvidar las múltiples esferas evangelizadoras que no son responsabilidad directa de la sociedad eclesial en su conjunto. Estamos de nuevo en el tema de la distinción entre la estructura institucional y su función, por una parte, y la comunión eclesial y la misión de la Iglesia, por otra. O, desde otro punto de vista, en la distinción entre la solidaridad “ontológica”, que se basa en la inmanencia recíproca de los redimidos por Cristo, y la justicia, que se funda en la distinción y la autonomía de las personas singulares: si la solidaridad impulsa a considerar a los demás como “parte de mí” y yo de ellos y a actuar en consecuencia, la justicia se basa en la distinción de las personas y en el reconocimiento de “lo suyo”, que conduce al respeto y al favorecimiento de las iniciativas particulares. ¿Cómo compaginar estos valores que parecen ir en direcciones opuestas: la unidad de acción eclesial y respeto de la autonomía de los fieles? Para responder a esta

96 J. Ratzinger, ¿Democracia en la Iglesia?, pp. 44 y 46. Concluye el autor afirmando la necesidad de la delimitación del campo de acción de la función espiritual y libertad que de ahí se sigue para la sociedad eclesial, en la realización de las iniciativas conformes al Evangelio (cfr. p. 50). 97 A este propósito, unas palabras sobre la “Pastoral de Conjunto”, expresión que hoy parece haber perdido parte del encanto que tuvo hace unos decenios, pero que sigue muy presente en la mente de muchos. La Iglesia particular necesita unos objetivos y una dirección común, pero es también necesario que cada institución eclesial (instituto de vida consagrada, asociación, movimiento, etc.) lo haga según su espíritu y con arreglo a sus propios métodos. ¿Cómo fijar los lindes? Por una parte, prestando atención al derecho propio de esos instituciones, más cuando esas normas hayan sido aprobadas por el Legislador Superior; por otra, percatándose de que la pastoral de conjunto básica y más importante es “la que ya se practica” por los fieles responsables y que se concreta básicamente en los tradicionales “mandamientos de la Santa Madre Iglesia”, tal como los “impone” y regula el derecho universal de la Iglesia. Naturalmente, sobre este esquema básico cabrá y se deberán añadir prioridades, urgencias, acentos en la predicación, canales nuevos de participación y “convivencia”, útiles servicios ministeriales, medios catequéticos y actividades formativas, etc. Y tales ofertas deberán presentarse y ser acogidas por los fieles en un clima de libertad y estímulo, no de imposición o de presión. La vivencia comunitaria-externa de la fe no es un fin en sí mismo; en lo que toda actividad comunitaria ha de acabar es en la vivencia personal de la fe y en la irradiación - también personal - en los diversos ambientes en que un cristiano desenvuelve su existencia: la familia, el trabajo, las relaciones sociales y cívicas.

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pregunta, más que remontarse a planteamientos teóricos, es necesario atender a lo prescrito por la ley universal de la Iglesia, que ha fijado ya límites y distribuido competencias98.

Para concluir este epígrafe, podemos decir que el SD, como la misma potestad del Obispo diocesano, tiene dos límites: un “límite superior”, que es la potestad Primacial del Papa y la Ley universal, y un “límite inferior”, que son los derechos y libertades de los fieles. Valen para él y sus decretos las palabras de un conocido autor del pasado: “quae sunt necessaria ad finem plene consequendum, exigere iure possit; quae non sunt necessaria, non possit; quae vero necessaria sunt, sed pertinent ad ordinem quendam superiorem, ea per se ordinare et determinare non valeat” 99.

B. FINALIDAD PRÓXIMA DEL SD 1. El SD, asamblea consultiva

“El Obispo es el único legislador en el sínodo diocesano”, afirma el can. 466 del Código actual sobre la estela del Codex de 1917 (can. 362). Una afirmación consonante con el principio de que el Obispo ejercita por sí mismo la potestad legislativa sobre la Iglesia particular (can. 391, 2).

Afirmar este punto equivale a decir que el SD no es un cuerpo legislativo. Si tenemos en cuenta que dar leyes es tanto como dotar de un orden propio a la comunidad cristiana, concluimos que este principio responde a una exigencia de mayor calado que una prudente distribución de funciones jurídicas. De hecho, la fuente más directa e importante de este punto se encuentra en un documento de carácter no canónico sino teológico: la Const. Auctorem Fidei de 28-VIII-1794, por la que el Papa Pío VI condenó la doctrina del Sínodo de Pistoya, según la cual “los párrocos y los otros sacerdotes congregados en el SD se pronuncian a una con el Obispo como jueces de la fe y el juicio de las causas de la fe les competen a ambos como propio derecho”100. En la actualidad podemos invocar un fundamento magisterial de primer orden, pues el Vaticano II afirma que los Obispos son los titulares de la sacra potestas para regir las Iglesias particulares encomendadas a ellos como vicarios y legados de Cristo (LG 27): si hubiera un órgano diocesano que pudiera imponer su voluntad al Obispo, este principio carecería de vigor.

Una precisión más: si el SD tiene una finalidad consultiva, parece obvia su inclusión en la categoría de los “órganos consultivos”, dado que “la característica peculiar de los organismos consultivos consiste en emitir declaraciones de juicio, no en formular manifestaciones de voluntad”101. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar el carácter

98 Cfr. para toda esta cuestión C.J. Errázuriz, La Persona nell'ordinamento. 99 Tarquini, cit. por P.A. Bonnet, Diritto , nota 84. 100 Cfr. Edición de las Fontes del Codex de 1917, al can. 362. El Sínodo de Pistoya de 1786 situaba en el mismo plano al Obispo y a los párrocos en cuanto a la toma de decisiones del sínodo, por lo que afirma el principio de que el Obispo es “unicus legislator in synodo” y que no está obligado a seguir los pareceres de los sinodales. Cfr. G. Corbellini, Comentario, pp. 1022-1023.

La Auctorem Fidei no es la única fuente al respecto, sino la culminación de una serie de intervenciones anteriores por parte de la Santa Sede. El Pontifical Romano promulgado por Clemente VIII, aunque no era un texto propiamente jurídico, contenía normas detalladas sobre la celebración de los SD: Durante la celebración, el Obispo proclamaba los decretos que habían de ser promulgados y los presentes habían de manifestar su consentimiento. Esta prescripción provocó la cuestión: ¿qué se esperaba de los sinodales? ¿Debían manifestar simplemente su asentimiento al acto definitivo del Obispo o bien podían manifestarse en contra y con ello invalidar la propuestas episcopal? Se consultó a Roma y la respuesta de la Santa Sede fue que el único legislador en el SD es el Obispo y, por tanto, el consentimiento de los sinodales no era necesario: cfr. S.C.C., Venetiarum, 21-IV-1592., elencado entre la Fontes de Gasparri, al que siguió una cascada de respuestas de la S. Congregación del Concilio en el mismo sentido. Cfr. también al respecto Jennings, L.J., A Renewed, p. 328. 101 J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, p. 177.

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transitorio de la Asamblea y que, como hemos visto, el Código no encomienda al Sínodo en cuanto tal la prestación de un parecer colegial o corporativo. 2. Naturaleza del “consejo” de los sinodales

Son dos las maneras que arbitra la Ley canónica para contar con el parecer de personas singulares o de órganos colectivos: el consentimiento (consensum) y el consejo (consilium). El consentimiento es una voluntad permisiva jurídicamente eficaz sobre la pretensión del órgano que detenta la potestad eclesial, mientras que el consejo consiste en un asesoramiento no vinculante. Hay órganos típicos de consensum, como el Colegio de consultores, y hay órganos de simple consilium, como los llamados Consejos diocesanos.

Reza la Instrucción (I, 2): “Los sinodales ‘prestan su ayuda al Obispo de la diócesis’ (can. 460) formulando su parecer o ‘voto’ acerca de las cuestiones por él propuestas; este voto es denominado ‘consultivo’ (can. 466) para significar que el Obispo es libre de acoger o no las opiniones manifestadas por los sinodales. Sin embargo, ello no significa ignorar su importancia, como si se tratara de un mero ‘asesoramiento externo’, ofrecido por quien no tiene responsabilidad alguna en el resultado final del sínodo: con su experiencia y consejos, los sinodales colaboran activamente en la elaboración de las declaraciones y decretos, que serán justamente llamados ‘sinodales’, y en los cuales el gobierno episcopal encontrará inspiración en el futuro”. En apretada síntesis, este párrafo trasmite más de una idea: - Primero, que la ayuda que los sinodales prestan al Obispo consiste en un “consejo”, es decir, en un juicio razonado. Lo suyo no es decidir sino aconsejar. Los sinodales no toman la iniciativa para determinar cuáles han de ser las pautas del gobierno pastoral y proponerlas al Obispo, sino que responde a la iniciativa del Obispo que les convoca al efecto. Tampoco se reúnen para prestar un consentimiento mayoritario a las iniciativas del Obispo, de manera que resulte una decisión consensuada entre ambos. Están llamados a pronunciar su parecer sobre las cuestiones propuestas, quedando éste libre para decidir lo que más convenga102. Eso no significa, naturalmente, que el estilo deliberativo esté ausente en los trabajos sinodales, porque muchas veces, tanto en sede de las comisiones preparatorias como en los “círculos menores” sinodales (de los que se tratará en el capítulo dedicado al “Desarrollo del Sínodo”) habrán de intercambiar puntos de vista y debatir cuestiones a fin de presentar al Obispo una postura compartida, pero la deliberación no es el encuadre último de las labores sinodales; lo es la prestación de consejo sobre los temas previamente definidos por el Obispo. - Segundo, que este consejo no consiste en una suerte de dictamen pericial, el que puede pedirse al experto o al técnico. La pericia técnica es un refuerzo, una garantía, que se orienta a asegurar una toma de posición: un “asesoramiento externo”, en palabras de la Instrucción, mientras que la actividad del SD se inscribe en el proceso formativo del acto de gobierno, consiste propiamente en la elaboración de las resoluciones o indicaciones que emerjan finalmente103. Para llegar a la decisión final del Obispo es preciso pasar por diversas etapas:

102 La praxis tradicional de la Curia romana es constante en asignar al SD una función de simple consilium, no de consensum. Basten para confirmarlo las fuentes del Codex de 1917: S.C.C. Urgellen., año 1581; S.C.C., Venetiarum, 21-IV-1592; S.C.C.., Algaren., 12-I-1595; S.C.C. Ianuen., 2-XII-1604; S.C.C. Oriolen., 26-VII-1614; S.C.C. Burgen., 5-VI-1627; S.C.C. Savonen., 19-II-1628; S.C.C., Oriolen, 27-V-1632. 103 S. Berlingò, Consilium, p. 111, denomina al consilium que se presta en el SD “parte di un'unità o di una sintesi procedurale, in via di svolgimento”. Años antes de la Instrucción, pero con una sorprendente semejanza de lenguaje, comentaba G. Ghirlanda, Il Sinodo diocesano, pp. 591-2: “El hecho de que el Sínodo tenga sólo una función consultiva no disminuye su importancia (...). Los pareceres expresados por la asamblea sinodal entran a formar parte del proceso de formación de las leyes promulgadas por el Obispo, de las declaraciones y de los decretos, llamados propiamente 'sinodales', suscritos por él mismo, que obligan a todos los pastores y los fieles de la Iglesia particular que ha celebrado el Sínodo”. Estas palabras parecen una glosa ad pedem litterae de las

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primero comprender con precisión las necesidades, después descubrir las diversas posibilidades de actuación que se ofrecen para atender tales necesidades, finalmente escoger el camino concreto entre los posibles, excluyendo las soluciones ideales pero irrealizables. Todos los que participan en un SD ponen manos a la obra en esta tarea compleja y todos tienen responsabilidad en el éxito final. Al Obispo le corresponde la tarea última y definitoria para la que es precisa la “prudencia”, virtud propia del gobernante, y la potestad de quien tiene encomendado el gobierno de la Iglesia. Cierto, esto no supone que el Obispo pueda dar la espalda a la orientación compartida por los sinodales, pero sí dejar correr ciertas propuestas cuando no sea posible llevarlas a cabo104.

No se espera del SD una respuesta precisa a ciertas cuestiones puntuales planteadas por el Obispo por importantes que sean, sino una verdadera colaboración en la guía de la comunidad cristiana: en este sentido, el voto consultivo es parte integrante y constitutiva del proceso del cual nace el juicio de la autoridad. - Esto, a su vez, significa que el colectivo de los sinodales no es un elemento extraño al ejercicio del régimen eclesiástico, pues, de un modo propio, participan del mismo desde el momento que son convocados al SD. Si, como vimos más arriba, resulta pretencioso erigir el SD como “órgano de representación de la diócesis”, no se puede negar que el SD ofrece un cauce para una real cooperación pueblo – Pastor en la guía de la comunidad diocesana, en forma de consulta a los fieles: algo que viene exigido por la misma naturaleza de la Iglesia, aunque las modalidades concretas de dicha consulta pueden cambiar históricamente. Explica el actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo: “Existe, en efecto, una reciprocidad, entre el Obispo y todos los fieles. Éstos, en virtud de su bautismo, son responsables de la edificación del Cuerpo de Cristo y, por eso, del bien de la Iglesia particular, por lo que el Obispo, recogiendo las instancias que surgen de la porción del Pueblo de Dios que le está confiada, propone con su autoridad lo que coopera a la realización de la vocación de cada uno”105. De esta manera se pone en evidencia el significado de “servicio” que reviste el ejercicio de la potestad eclesiástica, pues servir no es otra cosa que responder a las necesidades (reales) manifestadas por los fieles106.

No es éste el único caso de diálogo pueblo – Jerarquía rastreable en la disciplina canónica: ahí está la figura de la costumbre para demostrarlo, pues ésta consiste en un juicio de la comunidad que alcanza valor normativo contando con la “aprobación” de la autoridad. En ambos casos, al titular de la potestad eclesiástica se reserva la decisión última, la determinación final. El Pastor de la Iglesia, con la vista puesta tanto en el patrimonio espiritual y doctrinal de la Iglesia – al que debe ser fiel – como en las necesidades del Pueblo – al que debe servir – procura que la lex divina se encarne en las circunstancia mudables del momento histórico y sociológico en que desarrolla su ministerio. que emplearía después la Instrucción; con una diferencia: el autor se refiere al sínodo como a un colegio que expresa corporativamente su parecer, mientras que la Instrucción evita este enfoque y habla de los pareceres de los sinodales singularmente considerados. 104 Cfr. R. Kennedy, Shared, passim, con el sentido práctico y la experiencia americana en la conducción de encuentros y reuniones de gestión, explica que en tales ocasiones no es difícil escuchar la cuestión siguiente: “¿estamos aquí para tomar decisiones o para ofrecer un mero asesoramiento o consejo?”. Naturalmente la pregunta es legítima, pero en el SD no se trata ni de lo uno ni de lo otro. El autor distingue entre elaborar las decisiones (“decision-making”) y hacer una opción (“choice-making”), afirmando que ésta - la adopción final de la decisión - no es sino una etapa, la definitiva, del complejo proceso en que consiste la elaboración de las decisiones. 105 Num. 66. Cfr. también n. 165. 106 E. Corecco, Sinodalità, nota 24, fundamenta la necesidad de la consulta a los fieles en que el sacerdocio común de los fieles es primario respecto del sacerdocio ministerial, “en el sentido de que este último existe sólo en función de la realización del sacerdocio común”.

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3. Régimen del voto consultivo La expresión “voto” tiene diversas acepciones. “En su sentido originario, votum es la promesa que se hace a una divinidad y, por tanto, no requería aceptación expresa (...). Este sentido religioso, mutatis mutandis, se ha conservado en el lenguaje de la Iglesia en relación con el ofrecimiento de algo que es mejor que su contrario, y constituye un acto de la virtud de la religión, según dispone el c. 1191. Votum significa también un deseo y la exteriorización formal del mismo deseo. Por último, votum es sinónimo de suffragium, pues significa la expresión de una opinión personal emitida para formar una resolución común”107. Estos tres significados se conservan en los textos modernos108. Pero aún se podría añadir un significado más, cercano al de suffragium, pero que se distingue de él porque no consiste en la emisión de un deseo o voluntad, sino de una sentencia o dictamen109. Si al primero puede denominarse “voto deliberativo” y es propio de los Colegios, este segundo es el “voto consultivo” que se pronuncia en el seno de los Consejos.

El voto deliberativo supone un poder compartido, por lo que: - es admisible que los miembros de los colegios deleguen en otros (procuradores) y que varios deleguen en uno (compromisario)110; - todos los votos valen lo mismo y lo que realmente importa es que sean emitidos con libertad (cans. 170 y 172, 1, 1º), sin importar cuáles sean las motivaciones del votante111; - en consecuencia, la voluntad colegial se determina mediante la suma de los votos.

En cambio, el voto consultivo que se pronuncia en un Consejo se fundamenta en un “saber”, no en el poder. Este es el propio de las reuniones sinodales. De aquí derivan algunas consecuencias concretas relativas al voto de los sinodales: - está unido inseparablemente a la persona, de manera que no se admite la procuración (can. 464) y no tiene sentido el compromiso. - el Obispo puede y debe sopesar cada uno de los pareceres expresados en el aula sinodal, tanto en su valor intrínseco como en relación con la autoridad de la persona de que lo pronuncia, según el clásico brocardo “argumenta non numerantur, sed ponderantur”. - por no estar ordenados los votos a formar una voluntad común vinculante, su cómputo tiene un objetivo modesto, que consiste en “verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas” (Instrucción IV, 5).

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Para terminar esta parte dedicada a la finalidad del SD, unas palabras de Juan Pablo II en la E. A. Postsinodal Pastores Gregis, n. 58, pronunciadas en relación con el Sínodo de los Obispos, pero que se pueden aplicar al SD guardadas las debidas proporciones: El hecho de que “el Sínodo (de los Obispos) tenga normalmente sólo una función consultiva no disminuye 107 R. Domingo, Teoría de la Auctoritas, p. 182. En el mismo sentido, cfr. D. García Hervás, Régimen jurídico, pp. 128-132. 108 La segunda acepción (de “formulación de un deseo”) es la menos usual, pero la misma Instrucción la emplea cuando establece: “el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones —planteadas quizá con la pretensión de trasmitir a la Santa Sede ‘votos’ al respecto— que sean discordantes, etc.” (IV, 4). 109 Juan Calvo, Naturaleza del votum, p. 765: “El votum como expresión de la actividad de (los organismos con funciones consultivas), en un sentido técnico, se podría dividir en sententia (si se emite un parecer u opinión) y en suffragium (cuando se manifiesta una voluntad)”. 110 Cfr. cans. 167, 1 y 174, 1. 111 Como dice J. Miñambres, Comentario Exegético, vol. I, al can. 168: “En otras palabras, la opinión de cada uno de los colegas sólo es jurídicamente relevante en cuanto se manifiesta en un voto. Las intervenciones individuales a lo largo del procedimiento colegial son muchas y de diversa especie (relaciones, observaciones, reflexiones, etc.) (...). Pero en cuanto que el acto es colegial, el proceso individual de formación de la voluntad de cada miembro es indiferente mientras no s manifieste en el voto”.

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su importancia. En efecto, en la Iglesia, el objetivo de cualquier órgano colegial, sea consultivo o deliberativo, es siempre la búsqueda de la verdad o del bien de la Iglesia. Además, cuando se trata de verificar la fe misma, el consensus Ecclesiae, no se da por el cómputo de votos, sino que es el resultado de la acción del Espíritu, alma de la única Iglesia de Cristo”.

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CAPÍTULO IV. LA COMPOSICIÓN DEL SD Dedicamos este capítulo a la consideración del Sínodo en cuanto coetus o grupo de personas estructurado en diversos sectores o categoría, indagando las razones que justifican su presencia en el Sínodo, estudiando cómo adquieren su condición y cómo pueden llegar a perderla, tratando de caracterizar jurídicamente cada uno de los tipos de miembro que señala el Código de Derecho Canónico. No estará de más empezar por una consideración histórica general. El Codex de 1917 y las fuentes aportadas por el Card. Gasparri contemplaban la participación en el Sínodo bajo el prisma de una obligación, conminando la ausencia de los sinodales incluso con penas canónicas112. Es una prueba ulterior de la impronta fuertemente disciplinar del SD preconciliar, y hace dudar de que entonces se esperase primariamente de los sinodales una colaboración activa al gobierno episcopal, en lo que supone de privilegio más que de carga. La actual normativa alude, sí, al deber de acudir a la convocatoria sinodal (can. 463), pero – aparte de que omite toda alusión a penas canónicas – trata de la asistencia al Sínodo más bien como un derecho, del que regula las condiciones de ejercicio y los supuestos de suspensión. Dividimos este capítulo en tres secciones: una primera (A) dedicada a estudiar las “Cuestiones básicas sobre la composición del SD” en que se trata de fundamentar de algún modo la presencia de las diversas categorías de fieles en el SD y las peculiaridades de cada una; una segunda (B) de carácter jurídico exegético, donde se trata de la adquisición y pérdida del encargo de sinodal, a la luz de las normas generales del Código sobre el oficio canónico; y una sección tercera (C), que se ofrece como un comentario al Código y a la Instrucción sobre los diversos sectores de sinodales.

A. CUESTIONES BÁSICAS SOBRE LA COMPOSICIÓN DEL SD

Nos dice el can. 460 que el SD es “Asamblea de sacerdotes y otros fieles escogidos... que ayudan al Obispo”. Obispo, sacerdotes y otros fieles están presentes en el SD. 1. El Obispo en el SD

El hecho de que el Obispo presida el SD podría persuadir a algunos de que él forma parte del Sínodo, precisamente como su cabeza. Sin embargo, no parece que esta posición sea conforme al tenor literal del canon citado, según el cual la “asamblea de sacerdotes y fieles” se predica del sujeto “sínodo”, sin comprender al Obispo113.

A mi juicio, en la afirmación de la capitalidad orgánica del Obispo en el SD yace un equívoco: se piensa en el SD sólo en clave estática, como si fuera estructura permanente, y no en el significado “dinámico” que le es más propio, en cuanto”acto de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión” (Juan Pablo II). Un organismo estable sugiere la idea de cuerpo y éste la de una “cabeza”; en cambio, a una reunión le corresponde una “presidencia” y a un proceso le basta una “dirección” y ambas – presidencia y dirección – pueden corresponder tanto a uno que pertenece al grupo como al Superior del mismo, que no pertenece a él.

112 Codex, can. 359, 2: “Negligentes Episcopus potest iustis poenis compellere et punire, nisi de religiosis exemptis agatur qui parochi non sunt”. Son numerosas las fuentes que aluden a la obligación de asistir al SD; algunas de ellas de significado punitivo, como Concilio de Trento, ses. XXIV, de ref., cap. 2; Benedicto XIV, Const. Firmandis, 6-XI-1744; S.C.C. Segovien., 1-IV-1656. 113 Podría objetarse que, si la intención del canon es la de excluir al Obispo de la asamblea, la sintaxis debería ser diferente: “asamblea que presta (en singular) su ayuda al Obispo”. Pero entendemos que el uso del plural “prestan” es debido al designio de evitar la apariencia de colegio, como expusimos en su momento.

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En realidad, podría afirmarse sin juego de palabras que no es que el Obispo forme parte del Sínodo, sino que “el Sínodo forma parte del Obispo”, entendiendo por “Obispo” la función capital en la Iglesia particular: es él quien decide la convocatoria (can. 461), propone las cuestiones a la discusión sinodal (can. 465), preside las sesiones sinodales (can. 462), como único legislador, suscribe las declaraciones y decretos y ordena su publicación (cfr. can. 466). La Instrucción explicita aún más la dirección episcopal del SD en todo su itinerario: él dispone lo concerniente a la preparación y dota de normas reglamentarias al SD; él “dirige efectivamente las discusiones durante las sesiones sinodales y, como maestro auténtico de la Iglesia, enseña y corrige cuando es necesario” (I, 2); es él, a quien “tras haber escuchado a los miembros, corresponde realizar una tarea de discernimiento, es decir, de ‘probarlo todo y retener lo que es bueno’, en relación con los diversos pareceres expuestos” (I, 2).

En definitiva, el Obispo ejercita “el oficio de gobernar la Iglesia encomendada” (I, 1), no sólo en la constitución del SD y para dar efectividad a sus conclusiones, sino en todo el itinerario sinodal114. De este modo, la Instrucción excluye todo atisbo de contraposición entre “el Sínodo” y el Obispo115 y no hay necesidad alguna de atribuir al Obispo una capitalidad peculiar en el Sínodo, sino solamente la genérica del Pastor sobre la diócesis y sobre todo acontecimiento eclesial de significado público.

A pesar del estrecho contacto y entrelazamiento entre sinodales y Obispo en los trabajos sinodales, unos y otro asumen una posición diferente, que se podría sintetizar muy bien con un conocido aforismo de Álvaro D’Ors: el Obispo “pregunta” y los sinodales “responden”; aquél pide consejo y los sinodales se lo prestan. No puede haber contra-posición, pero sí hay alteridad. No una alteridad de sujetos, pero sí de posiciones que son diferenciables, pero también complementarias porque ambas se ordenan a un único objetivo116. No se espera de los sinodales que conformen corporativamente un único dictamen, fruto quizá de un proceso de cesiones que lima las diferencias o expresión de una opinión mayoritaria, y que deba ser aprobado o ratificado por un órgano de algún modo distinto y superior, que sería el Obispo. Como se dijo más arriba, estamos ante un caso semejante del Sínodo de los Obispos, que no sólo no decide, sino que no toma postura corporativamente, al menos no con relevancia jurídica. 2. Los presbíteros en el SD

El canon 460 distingue significativamente a los sacerdotes de los “otros fieles”. Ya hemos visto, en el capítulo dedicado a la historia que el SD ha sido tradicionalmente integrado por clérigos, por lo que este ensanchamiento de la participación es quizá la principal novedad del SD en el Código actual. Podría objetarse que en realidad esta novedad es sólo aparente, desde el momento que la condición clerical, antes de la reforma propiciada por el Concilio Vaticano II, abrazaba tanto a los que habían recibido uno de los grados del sacramento del Orden como a los que solamente habían recibido las entonces llamadas “órdenes menores”, 114 No habría inconveniente incluso (otra cosa es que sea prudente), en que el Obispo estuviera presente en las sesiones para la elección de los sinodales. El can. 169 dispone que “para que la elección sea válida, ninguna persona ajena al colegio o grupo puede ser admitida a votar”, pero una cosa en votar y otra asistir al desarrollo de la votación. En este sentido, cfr. J. Miñambres, Comentario Exegético, vol. I, al can. 169. 115 L. Tinebra, Il Sinodo, p. 188: “Stando alla lettera del testo (del canon 460) sembrerebbe infatti che il perno su cui si basa l'intera struttura sinodale sia l'assemblea dei sacerdoti e degli altri fedeli, mentre il Vescovo sarebbe soltanto il destinatario (e come tale un elemento esterno) del aiuto prestato da questi soggetti che risulterebbero i soli artefici dell'opera sinodale. È contro questo pericolo che la recente Istruzione sui sinodi diocesani interviene, riaffermando la piena risponsabilità del capo della Chiesa particolare e il suo potere di determinare l'esito del sinodo”. 116 G. Corbellini, Il Sinodo, p. 456: “...non si può parlare della comunità diocesana e del suo Vescovo come di due soggetti adeguatamenrte distinti o addirittura quasi contraposti. (Nel sinodo) si tratta, quindi, di vedere come la comunità cristiana, riunita in sinodo dal e con il suo Vescovo, deve laborare a costruire o a rafforzare la sua comunione...”.

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fieles que hoy serían laicos. Pero no es así: con la desaparición de la tonsura y de las órdenes menores, la categoría canónica de “clérigo no ordenado in sacris” simplemente no existe, por lo que no se les puede atribuir la condición laical. “Clero” era entonces y es ahora un orden de personas destinado en cuanto tal al ejercicio de las funciones públicas eclesiásticas y que constituye un estado canónico distinto por definición del laicado, con independencia de que abarcase entonces a ciertas clases, ya desaparecidas.

La admisión codicial de los “otros fieles” al Sínodo ¿puede interpretarse como un cauteloso primer paso que conducirá en el futuro a una apertura del SD a todos los fieles por igual? No parece que ese sea el caso, o al menos no hay indicios actuales de semejante deriva. El reciente Directorio para el ministerio pastoral del Obispo (a. 2004), haciendo una síntesis del contenido de la Instrucción, afirma: “Siempre en el respeto de las prescripciones canónicas, es necesario actuar de modo que la composición de los miembros del Sínodo refleje la diversidad de vocaciones, de tareas apostólicas, de origen social y geográfico que caracteriza la diócesis, aunque procurando confiar a los clérigos un rol prevalente, según su función en la comunión eclesial” (n. 169).

Por consiguiente, es “su función en la comunión eclesial” la que otorga a los clérigos, y en particular a los presbíteros, un título peculiar de participación en el SD.

Si, como enseña el Decreto Presbyterorum Ordinis n. 2: - la Jerarquía (el ministerio ordenado) desempeña en la Iglesia la función capital de

Cristo, es decir, ejercita el triple encargo de regir, enseñar y santificar a la comunidad de los fieles117;

- dentro de la Jerarquía, los presbíteros tienen como misión propia colaborar subordinadamente con los Obispos, de los que son “necesarios colaboradores y consejeros en el pueblo de Dios” (PO 7);

- para el ejercicio de esa función suya, los presbíteros forman un Ordo, es decir, prestan esa colaboración no como individuos aislados sino como una tarea “corporativa”, de la que son todos solidarios118; en palabras de la E. P. Pastores Dabo Vobis 17, “tiene una radical forma comunitaria’ y puede ser ejercido sólo como una tarea colectiva”.

. . . La consecuencia natural es la existencia, a nivel particular, del “presbiterio diocesano”, cuerpo de los presbíteros llamado en cuanto tal a colaborar con la misión del Obispo en su triple función de santificar, regir y enseñar119. Dado que el SD está ordenado al ejercicio de la potestad episcopal, la conclusión viene de suyo. Ese “especial ligamen” entre los presbíteros y el SD tiene su traducción positiva, no sólo en la amplia participación 117 Entre el ministerio de los Obispos y el de los presbíteros existe una especial unidad, por cuanto “por su naturaleza espiritual, es idéntico al de los Apóstoles”: J. Ratzinger, La Iglesia, p. 113. No hace falta detenerse aquí sobre las diversas maneras de explicar esta conexión y sobre la unidad de los tria munera. Baste mencionar la ya citada Instrucción Algunas cuestiones, donde se afirma la “indisoluble unidad” de las funciones del ministerio sagrado y su vinculación al sacramento del Orden. Por otra parte, que los presbíteros participen del munus regendi no significa que, en cuanto tales, detenten algún tipo de potestad canónica de régimen, pues para ello necesitan, además, la missio canonica consistente en la adjudicación de un oficio gubernativo. 118 El concepto de Ordo tiene su origen en el Derecho Romano y habría sido introducido en la teología por los Padres latinos: cfr. A. Fernández, Munera, p. 98 y ss. Afirma J. A. Marqués, Función pastoral p.161: “El ordo era entonces [el autor se refiere a los primeros siglos del cristianismo] un rango dentro de una comunidad de lo que hoy llamaríamos de derecho público; un grupo de personas, con una función peculiar”.

Los presbíteros forman un Ordo, pero, a diferencia de los Obispos, no constituyen un colegio, pues éste requiere, además de unas funciones comunes, el ejercicio conjunto de las mismas, de manera que no valen como actos del colegio los que cada uno ejercita por separado y con independencia de los demás.

La solidaridad debida a la pertenencia al ordo comporta, en cada ministro, un deber general de atender las necesidades de los fieles, aun de aquellos que no tengan con él una particular relación canónica (por ser feligrés de su parroquia, etc.), dentro del orden fijado por las normas canónicas. 119 J.R. Villar, Ordo Presbyterorurm, explica de manera convincente que la existencia de un “presbiterio” en el ámbito de la Iglesia particular se fundamenta inmediatamente en el “vínculo sacramental de los presbíteros en su conjunto con los Obispos en su conjunto” (p. 86).

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numérica que las normas vigentes les reservan, sino también en los especiales cometidos que les asignan en su desarrollo.

Código e Instrucción reservan un ámbito peculiar para los clérigos en las distintas fases del SD. Por una parte, el Código exige que el Consejo presbiteral sea consultado sobre la conveniencia de convocarlo (can.461, 1)120. Por otra, la Instrucción establece: que la Comisión Preparatoria esté integrada por “sacerdotes y otros fieles” (III, B, 1); que, en la fase preparatoria, “se solicitará separadamente al clero de la diócesis a formular propuestas sobre el modo de responder a los desafíos de la cura pastoral” (III, C, 2); y que el Obispo pida el parecer del Consejo presbiteral antes de decretar la suspensión o disolución del SD (IV, 7). Finalmente, el Apéndice de la misma Instrucción indica que “...no sería prudente someter indiscriminadamente al examen de los sinodales cuestiones relativas a la vida y al ministerio de los clérigos”. Al tratar del Objeto del SD estudiaremos esta frase más detenidamente, baste ahora decir que parece reservar a los clérigos el examen del ejercicio del ministerio sagrado, bien dentro del SD bien fuera del mismo. Pero querría hacer una precisión: si es verdad que los presbíteros tienen un título propio de participación en el SD, sería forzar las cosas suponer que ello otorgue una cualidad especial a su intervención. Clérigos y laicos participan en Sínodo de igual manera, sin distinción de grados. Los presbíteros son tan sinodales como los demás miembros no ordenados y sus intervenciones no tienen un peso particular por el hecho de provenir de un ministro sagrado, descontadas todas las demás cualificaciones personales debidas a la experiencia, prudencia personal, etc. Una cosa es que, por su lugar en la Iglesia, estén llamados a colaborar con el Obispo en el ejercicio del munus regendi y otra que esa colaboración sea, de por sí, diferente de la que pueden prestar los demás fieles. Sostener lo contrario comportaría introducir grados entre los sinodales, lo que no tiene apoyo en la actual normativa sinodal121. Unos y otros aconsejan igualmente, y el consejo de cada cual irá avalado por los argumentos en que se apoye y por la autoridad personal de quien lo emite. 3. Los “otros fieles” (can. 460) en el SD La presencia de fieles no ordenados en el SD actual es, a mi juicio, el punto de encuentro de dos líneas argumentativas distintas que emergen con igual fuerza en la teoría y en la vida de la Iglesia en nuestros días: por una parte, la capacidad de todo fiel para colaborar en el ejercicio de la potestad de régimen; por otra, la corresponsabilidad de todos los fieles sin distinción en la misión eclesial. Se trata de dos imperativos distintos, que no tienen las mismas raíces ni son aspectos de un mismo tema, que incluso se mueven en esferas del saber diferentes (el primero, del derecho canónico; el segundo, de la eclesiología), pero que están sin duda interrelacionados. Veámoslos separadamente: 1) La colaboración de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen.

Se ha dicho en alguna ocasión que en los antiguos SD y en otras asambleas eclesiásticas, junto a los clérigos, eran convocados también los laicos, y que en la época moderna se verifica un proceso de clericalización que cristaliza en el Codex de 1917, el cual reservaba en exclusiva a los clérigos cualquier participación en el ejercicio de la potestas iurisdictionis y en general en la sacra potestas (cans. 118 y 145). De este modo, la admisión de los laicos en el SD actual vendría a repristinar de algún modo la práctica más antigua.

120 En los trabajos de elaboración del Código se propuso que, además del Consejo presbiteral fuera consultado el Pastoral y esta propuesta no fue aceptada: cfr. Communicationes 14 (1982), p. 210. 121 En las labores de redacción del Código se apuntó en un primer momento la idea de que la participación de los laicos en el Sínodo no fuese “cum eadem auctoritate” que la de los ministros sagrados y fue rechazada: cfr. Communicationes 24 (1992), p. 252, can. 1.

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A este punto de vista hay que oponer que la presencia laical en concilios y sínodos de la época antigua y medieval no se debía a hipotéticas exigencias de representatividad de todo el cuerpo eclesial, sino que los mentados “laicos” (mejor “señores” o “magnates”) eran dignatarios de la única sociedad político-religiosa o “cristiandad”, cuya asistencia era motivada por la necesidad de asegurar la aplicación de los decretos o por la peculiaridad de la materia, que afectaba tanto al gobierno eclesial como al secular122. En el De Synodo dioecesana, Prospero Lambertini refuta el argumento histórico y afirma que, en principio, los laicos no deben ser convocados al SD, y que, cuando por costumbre o por conveniencia se les invite, ha de ser en calidad de meros “auditores seu testes” y siempre con cautela123.

En los últimos siglos, al distinguirse con mayor nitidez la sociedad eclesial de la política, se produce consiguientemente la atribución exclusiva a los clérigos de toda participación en el gobierno eclesiástico y la convocatoria de los laicos al SD dejó de estar justificada. Cuando, tras el Vaticano II (LG 30 y 37), se abran en la Iglesia perspectivas jurídicas de colaboración de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen, la presencia en el SD de los laicos en cuanto tales empieza a cobrar sentido, pero obviamente sobre un escenario socio-eclesial que poco tiene que ver con la idea de cristiandad. Hoy día parece que la presencia de laicos en los SD se ha hecho numéricamente al menos equiparable a la de clérigos124.

La cuestión de la colaboración laical en las tareas de gobierno, tal como se recoge en los cans. 129 y 228125, consiste en una capacidad y se formula como un “nada obsta”. No es una exigencia dimanante del bautismo, como si los no ordenados tuvieran un derecho, genérico pero nativo, a participar en el gobierno de la Iglesia al que hubiera de encontrarse necesariamente una concreción jurídica126. Desde el punto de vista subjetivo, no estamos en el plano de los derechos, sino de las capacidades; no se trata de una necesidad moral, sino de una

122 Cfr. al respecto J.M. González del Valle, Descentralización, pp. 500-508; LJ. Jennings, A Renewed, p. 322 y ss; A. González-Varas, Consejo, pp. 226-258. J. Miñambres incluso afirma, citando a B. Ojetti, a M. Conte a Coronata y a F. Maroto, que “la doctrina solía precisar el concepto de laico refiriéndolo a la autoridad civil, o laica potestas, por contraposición con la potestas sacra” (Comentario Exegético, vol I, al can. 170). I. Fürer parece asumir la opinión histórica contraria, pero en realidad se refiere no a los laicos comunes, sino a los “optimates”, “ reges” y “ principes” (De Synodo, p. 122). 123 De Synodo, Lib. III, cap. IX. Por “testes synodales” (a los que equivaldrían los auditores) se entendían “homines scilicet probatae fidae, ab Episcopo in Synodo designati, ut custodes quodammodo sint decretorum, quae a Synodo eduntur”, añadiendo: “absque ullius prorsus iurisdictionis exercitio” y con una función principalmente informativa para con la Autoridad eclesiástica (ibid. Lib. IV, cap. III). Contra la objeción de que en los antiguos Concilios de Obispos los laicos sí eran convocados, responde aduciendo abundancia de testimonios doctrinales y distinguiendo entre los Concilios universales y los particulares: tratándose de los Concilios universales, “non adfuerunt... tamquam Iudices ut vel de fidei dogmatibus sententiam ferrent, aut de rebus Ecclesiasticis iudicarent”, sino más bien “ad honorandam et confortandam Ecclesiam, atque ad ea, quae ibi decreta fuerint, quantum in eis est, exequendum”; si de los Concilios particulares (por ejemplo, los Toledanos de la época visigótica), su presencia se justificaba porque en ellos se trataba de cuestiones políticas, además de las estrictamente religiosas. De sus palabras se deduce que por “laicos” se refiere a los representates de los poderes públicos, no al pueblo cristiano común. 124 Cfr. J.P. Durand, Un Regain, p. 577; A. Longhitano, I Sinodi, nota (35). 125 Can. 129: 1. “De la potestad de régimen, que existe en la Iglesia por institución divina, y que se llama también potestad de jurisdicción, son sujetos hábiles, conforme a la norma de las prescripciones del derecho, los sellados por el orden sagrado. 2. En el ejercicio de dicha potestad, los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho”. Can. 228: 1. “Los laicos que sean considerados idóneos tienen capacidad para ser llamados por los sagrados Pastores para aquellos oficios eclesiásticos y encargos que puedan cumplir según las prescripciones del derecho. 2. Los laicos que se distinguen por su ciencia, prudencia e integridad tienen capacidad para ayudar como peritos y consejeros a los Pastores de la Iglesia, también formando parte de consejos, conforme a la norma de derecho”. 126 Como dice Arrieta, Funzione pubblica, p. 109: “Né si puo ritenere que in base al battesimo esista un diritto dei fedeli cristiani a realizzare funzioni pubbliche ministeriali, né tantommeno si può affermare che un tale esercizio sia il modo teologicamente proprio dei fedeli laici di partecipare alla missione della Chiesa”.

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posibilidad jurídica. Es el descubrimiento moderno de que una reserva absoluta a los ministros sagrados de cualquier manifestación de ejercicio de la potestad de régimen era ir más allá de lo que impone la naturaleza de las cosas. Un ámbito de reserva existe realmente, pero no tan amplio como antaño se suponía.

La participación de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen se configura, según el can. 129, 2, como una “cooperación” (o “colaboración”), expresión que fue escogida cuidadosamente por los redactores del Código127. Dicha colaboración tiene, sin duda, un ámbito de aplicación en la colación de oficios canónicos a laicos individuales: ecónomo de la diócesis, notario, etc. Pero la más importante esfera de colaboración se da en los órganos consultivos, y en particular en el SD, pues es en ellos donde se cumple con más propiedad el significado de “trabajar conjuntamente”: en rigor, las personas “cooperan” cuando la actividad de cada uno es incompleta y solamente encuentra su sentido en la obra común. Esto es lo que ocurre justamente en el SD128.

Situar en este marco jurídico positivo – de colaboración en el ejercicio de la potestad de régimen – la presencia de los fieles no ordenados en el SD arroja también luz para entender que la Instrucción opte por establecer criterios de idoneidad personal para la selección de los sinodales, además de la mera representatividad sociológica, como luego veremos. Al hacerlo, es coherente a la exigencia de “ciencia, prudencia e integridad” que el can. 228, 1 impone, en general, para que los laicos puedan formar parte de los Consejos que asesoran a los Pastores de la Iglesia. 2) La corresponsabilidad de todos los fieles en la misión de la Iglesia. El tema de la “corresponsabilidad de todos los bautizados” es un tópico recurrente cuando se trata de justificar la participación de los fieles no ordenados en las labores sinodales. Aunque está estrechamente ligada al de la colaboración en el ejercicio de la

127 Excede a los límites de este trabajo interesarse por el complejo debate en torno a la relación entre el sacramento del Orden y la potestad de régimen en la Iglesia: un examen somero de los términos de la discusión y los respectivos representantes puede consultarse en M.E. Olmos, La Participación. En Communicationes 14 (1982), p. 148 se comprueba que la Comisión de reforma del Código evitó atribuir a los laicos una “participación” en la potestad de régimen, y se optó en cambio por la idea de “colaboración”. E. Malumbres, en su trabajo La potestad, explica el significado que la Comisión de reforma quiso dar a la expresión “colaboración” como diversa de la “participación”, originalmente adoptada, y el protagonismo que el entonces Card. Ratzinger desempeñó en el cambio de ésta por aquélla. 128 La voz “cooperación” es empleada por el Código para referirse a dos supuestos: a) la coordinación de esfuerzos entre diversos sujetos puestos en una plano de igualdad: cfr. cc. 275, 1 (mutua cooperación entre los clérigos que trabajan en la misma obra); 328 (cooperación entre asociaciones laicales); 434 (cooperación entre Obispos de una misma región); 680 (cooperación entre los institutos religiosos); 708 (cooperación de las conferencias de Superiores religiosos con las conferencias episcopales); 820 (cooperación entre facultades eclesiásticas y entre universidades y 1274, 4 (cooperación entre instituciones financieras de las diócesis); b) la labor de los que auxilian subordinadamente al agente principal: los Obispos cooperan con le Romano Pontífice, los presbíteros con el Obispo, etc. (cfr. J.H. Provost, The Participation, pp. 434-5). En el primer caso podría hablarse de una “cooperación entre diversos sujetos” y, en el segundo, con una “cooperación a la función ajena”, como ocurre en el caso del Sínodo. G. Ghirlanda, Il Sinodo diocesano, p. 590, prefiere acudir a la noción de “participación” para referirse a aquella situaciones en que se dan “responsabilidades diversas entre diversos sujetos implicados en la relación: uno está investido de una plena responsabilidad personal respecto de un objeto particular, los otros participan parcialmente en dicha responsabilidad”.

El Catecismo de la Iglesia Católica, n. 911 cifra la participación laical en el ejercicio de la potestad de régimen del can. 129, 2 en la pertenencia a órganos colegiales o colectivos, más que en el desempeño de oficios, es decir: “con su presencia en los Concilios particulares (can. 443, 4), los Sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los Consejos pastorales (can. 511-512; 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los Consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 537); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.”.

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potestad de régimen, la cuestión de la “corresponsabilidad” nos traslada a una esfera de reflexión más eclesiológica que canónica129.

Si nos atenemos al significado propio de las palabras, es obvio que podrá hablarse de “corresponsabilidad” allí donde nos encontremos con una “responsabilidad compartida” y la responsabilidad es consecuencia de la existencia previa de un deber de cuyo cumplimiento se ha de responder: “corresponsabilidad indica que varios sujetos tienen todos la misma capacidad o el mismo poder, y por ende los mismos derechos y deberes, en relación con un objeto” (Ghirlanda)130. Esta responsabilidad compartida se extiende a todos los niveles de la organización eclesial: de los Obispos, de los miembros del presbiterio diocesano, del pueblo cristiano, pero en cada caso tiene “distinto fundamento teológico y consiguientemente distinta incidencia jurídica” (Arrieta)131. Nos topamos, por tanto, con parecidas dificultades de generalidad e imprecisión que vimos al tratar de la “sinodalidad”, que vendría a ser como un cierto trasunto orgánico de la “corresponsabilidad”.

Los fieles son corresponsables en la medida a que alcancen sus deberes. Los deberes de los fieles en relación con la Iglesia abarca, por una parte, la dimensión comunitaria, es decir la vida de la Iglesia misma como sociedad y se manifiesta de muchas maneras: en forma de consejo, de corrección, de iniciativas asociativas, educativas, etc., actividades todas ellas que no son de suyo ministeriales; por otra, se extiende también a la difusión del mensaje evangélico y la “ordenación del mundo” según el espíritu del Evangelio, es decir a la misión “externa” de la Iglesia. En cambio, la responsabilidad del gobierno pastoral de la Iglesia incumbe a los Pastores, contando siempre con la ayuda-colaboración de los fieles, según las modalidades establecidas por la ley canónica (consejo, consentimiento, oficios personales) una de las cuales es la participación en el SD.

En resumen, la “corresponsabilidad” de los fieles es relativa al bien común y a la misión de la Iglesia, y no debe ponerse en referencia directa con el ejercicio público de los munera Ecclesiae y en particular con el gobierno eclesiástico. En esta esfera, más que de corresponsabilidad indiferenciada debe hablarse de “colaboración”, con todos los matices que acabamos de exponer al tratar de la colaboración de los laicos en la potestad de régimen132.

De los dos ámbitos de común responsabilidad de los fieles, apenas reseñados, resulta oportuno – repitiendo desde otro ángulo ideas expuestas precedentemente – detenerse en un análisis somero del que versa sobre la misión eclesial; o, en otras palabras, el deber común de hacer apostolado. Y lo es porque, a mi juicio, aquí radica uno de las más determinantes

129 La idea de corresponsabilidad ha venido siendo usada, en los años que nos separan del Concilio, de una manera bastante amplia, pero especialmente para referirse a la colaboración de los laicos con los Pastores en la guía de la comunidad eclesial. H. Müller, Comunione ecclesiale, explica: “En los 16 documentos emanados por el Concilio no se encuentra nunca formalmente este término (corresponsabilidad). El concepto es usado, sin embargo a menudo en las publicaciones posconciliares, como consecuencia de la eclesiología de comunión. Finalmente, también el Sínodo de los Obispos de 1985 lo ha usado, diciendo: 'Porque la Iglesia es una communio, debe haber a todos los niveles participación y corresponsabilidad' (C. 6) (...). Para una precisión de lo que se entiende por 'estructuras de corresponsabilidad' desde el punto de vista canónico, se prestan mucho mejor algunos textos del del mismo Concilio” (p. 27). A continuación el autor cita el texto de LG 37 a) que da origen al canon 212: “en la medida de la ciencia, competencia y prestigio, los laicos, etc” (el Concilio habla de los laicos, el Código de los fieles). En este sentido, “estructuras de corresponsabilidad” serían aquellas en que los fieles pueden colaborar con los pastores en forma de ayuda y consejo, y donde no hay participación de la potestad en cuanto tal, pero sí participación en el ejercicio de la potestad (cfr. p. 29) y habría que “distinguirlas claramente de aquellas instituciones que tienen potestad colegial” (p. 28), refiriéndose a las manifestaciones de la colegialidad episcopal en sentido estricto (de nuevo, las mismas dificultades que la “sinodalidad”). Por este mismo sentido de corresponsabilidad, cfr. G. Feliciani, Corresponsabilidad. 130 Il Sinodo diocesano, p. 589. 131 Primado, p. 79. 132 Es de notar que la E. P. Christifideles Laici ya no habla de “corresponsabilidad” sino de “colaboración”: ver n. 24, 25, 27, donde se augura que “el principio de colaboración” sea aplicado de manera más extensa y más fuerte.

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justificaciones de la presencia laical en los SD: la convicción actual de que la vida de la Iglesia debe manifestarse no sólo comunitariamente sino también “misionalmente”, y es en esa misión que los laicos ocupan un lugar plenamente responsable y singular, pues, como afirma el can. 204, 1 recogiendo la doctrina conciliar: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”.

El SD, principal foro de discusión de los problemas pastorales a nivel particular, no podía ser ajeno a estos “descubrimientos” hasta cierto punto contemporáneos: la esencial dimensión misionera de la Iglesia y la corresponsabilidad de todos los fieles en la misión, lo que se ha traducido en la llamada de los laicos a formar parte del SD, y a hacerlo a “a pleno título” pues ellos participan a pleno título de la misión, ni más ni menos que los ministros sagrados. Si, como ocurría en el SD tradicional, se tratase solamente de regular las relaciones eclesiales y la vida de los fieles desde el punto de vista de la honestidad de costumbres, entonces la participación de los laicos sería meramente accesoria, pues esa tarea es propia de Pastores y ministros. Pero el SD moderno no se plantea solamente cómo atender mejor las necesidades de los fieles (“ministerio”), sino cómo llegar mejor a los creyentes inconsecuentes, a los creyentes poco formados y a los no creyentes (“misión”). La perspectiva misional del SD hace imprescindible la aportación de los laicos, tanto de los que colaboran en la pastoral diocesana o parroquial y de los representantes de asociaciones católicas, cuanto de aquellos que se saben llamados a propagar la fe y el espíritu cristiano por medio de su actividad secular, sin un particular encargo jerárquico o responsabilidad asociativa. 4. Los criterios para la designación de los sinodales. La cuestión de la representación Se trató en su momento del SD como “imagen” de la Iglesia particular y – en tal sentido – como asamblea en cierta medida “representativa” de la misma. Ahora nos planteamos la cuestión de la “representación de los sinodales”, de carácter más estrictamente jurídico y que no afecta primariamente al Sínodo en cuanto tal, sino a sus miembros. Desde luego, hay que negar de partida que los miembros del SD sean, en general, representantes de los fieles diocesanos y ya en los mismos trabajos de reforma del Código se excluyó esta idea133. Si por representación entendemos la posición “de aquellos que poseen un título para ejercitar un poder en virtud de un mandato, obtenido mediante la elección por parte del sujeto que ostenta la base de ese poder”, es decir la representación política, única aplicable por hipótesis al SD134, estos elementos están ausentes en el SD: buena parte de los mismos son miembros ex officio o de libre designación episcopal, e incluso cuando son miembros elegidos, su elección se efectúa por algunos cuerpos selectos, no por la generalidad de los fieles. Puede hablarse, sin embargo, de una “representación parcial” en los miembros del Consejo presbiteral y los presbíteros elegidos a norma del can. 463, 1, 8º, como veremos más abajo.

Por otra parte es claro que el can. 463, 1 asume un elemental criterio sectorial para las elecciones de los sinodales, al separar los grupos electivos de presbíteros, consagrados y

133 En Communicationes 24 (1992), pp. 251-252 se nos informa que la fórmula originalmente propuesta para el actual can. 460 presentaba a los miembros del SD como “partes agentes” del clero y del pueblo de la diócesis, expresión que fue eliminada porque “idem significat ac ‘repraesentantes’, quod quidem verum non esse”. Se buscó una alternativa con la frase “qui nomine totius communitatis dioecesanae”, que fue rehazada unánimemente por el mismo motivo. 134 M. Marchesi, Comentario al can. 495: vol II, p. 1144. No es el caso de entrar en las perplejidades que en el ámbito civil suscita el cotejo de la teoría de la representación como expresión de la soberanía popular y la realidad de la praxis política de nuestros días: cfr. al respecto, p. ej., Novíssimo Digesto Italiano, voz “Rappresentanza politica”.

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laicos. Y que el Reglamento del Sínodo podrá diseñar un método de elección de los “fieles laicos” (ibid. n. 5º) que atienda a los diversos sectores de apostolado corporativo: centros de enseñanza, asociaciones, obras de caridad, etc. Sin embargo, los elegidos por tales conceptos no son convocados para que “representen y defiendan” unas posiciones corporativas o intereses de grupo: por el contrario, de cada uno se espera que tenga por mira “el bien de la diócesis” (can. 469) en su integridad, más que la utilidad o el interés particular, sea personal o de grupo135. Aunque es natural que se den cita en el SD intereses divergentes y los sinodales serán a menudo elegidos por su compromiso en un sector pastoral particular y con la intención de que hagan presentes en el aula sinodal los puntos de vista y las necesidades de dicho sector, cada sinodal debe prestar libremente su parecer en las reuniones sinodales, y el afán compartido de todos ha de ser el bien de la Iglesia en cuanto tal, evitando todo enfrentamiento dialéctico de intereses particulares y – por supuesto – cualquier juego de alianzas y de estrategias.

Excluido que pueda hablarse del Sínodo como de una cámara de representantes, nos preguntamos a continuación cuáles son los criterios de selección de los sinodales que pueden individuarse en las normas vigentes. Tres nos parece que son tales criterios: 1) Las dotes personales: una suma de cualidades que no consiste en el bagaje de conocimientos propios de un especialista, sino en algo más complejo y más identificado con la personalidad misma del sujeto, algo que “se es”, más que “se tiene”: la prudencia pastoral, la sabiduría humana y cristiana, la experiencia... Esa “autoridad personal” es el fundamento de la designación basada en el oficio canónico (sinodales ex officio), pero según la Instrucción también es un criterio, no el único, para la designación de sinodales por parte del Obispo diocesano: “No se descuide escoger también fieles que destaquen por su ‘conocimiento, competencia y prestigio’ (can. 212, 3), cuya ponderada opinión enriquecerá sin duda las discusiones sinodales” (II, 4). Esto explica que el can. 464, siguiendo la praxis precedente136, excluya la posibilidad de que el sinodal impedido mande al SD un procurador en nombre suyo: “el saber, es personalísimo e intransferible..., ya que resulta absurdo el reenvío de la propia autoridad a otra persona, la sustitución de un saber personal por el de otro ‘como si fuera el mío’”137. 2) La representación presbiteral. De cuanto se explicó arriba acerca de la función del presbiterio se sigue que los presbíteros de la diócesis tienen un lugar particular en el SD, en el que no solamente deben “estar presentes”, sino de algún modo “representados” por vía electiva. La razón de limitar a los presbíteros la representación en el SD debe buscarse, a mi juicio, en los breves apuntes expuestos más arriba sobre la eclesiología del presbiterado: en el Sínodo, los presbíteros electos ponen en acto su peculiar posición en la Iglesia, no su condición de fieles, como resulta natural en un organismo cuyo fin es el ejercicio de la potestas regendi138.

La representación del presbiterio en el SD se efectúa por dos cauces diferentes: mediante la convocatoria del Consejo presbiteral y mediante la elección en sede arciprestal por sus hermanos en el sacerdocio (can. 463, 1, 4º y 8º):

135 G. Olivero, Lineamenti, muestra que en la tradición canónica el criterio de selección de quienes han de desempeñar un oficio gubernativo, también de los designados mediante elección, no es la representación de unos intereses sectoriales ni el commodum vel utilitas electorum ni el sínodo el bien común de la Iglesia. 136 Cfr. Codex de 1917, can. 359, 1, que a su vez se inspira en S.C. de Prop. Fide, litt. Ad Archiep. Milvaukien, 29-VII-1889 y en la doctrina del De Synodo de P. Lambertini. 137 D. García Hervás, Régimen jurídico, p. 62. 138 Otra cosa son los presbíteros o diáconos que son escogidos libremente por el Obispo – sinodales de libre designación –, que deberán su presencia a una cualificación peculiar, su sabiduría teológica o su experiencia en la dirección de centros docentes o en actividades caritativas.

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a) En cuanto a los miembros del Consejo presbiteral, el can. 495, 1 afirma que este Consejo es “como el senado del Obispo, en representación del presbiterio”. Sin embargo, el carácter representativo estricto sólo se da en el caso de los miembros elegidos, que componen “la mitad aproximada” (can. 497) del Consejo139.

b) En el caso de los sacerdotes elegidos en sede arciprestal, el requisito de tener cura de almas (can. 463, 1, 8º) no parece realmente un criterio excluyente, sino más bien una garantía de que estén representados en el SD los presbíteros “en ejercicio del ministerio” y con la capacidad necesaria para colaborar en el gobierno pastoral140. La calidad de “representantes” de estos sinodales es lo que explica que el can. 463, 1, 8º establezca que “se ha de elegir a otro presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de impedimento”, lo que supone en cierto modo una excepción a la regla ya examinada del can. 464, que prohíbe la procuración141. 3) La representatividad. En tercer lugar, la Instrucción (II, 4) añade un criterio de representatividad que podríamos llamar “icónica”, de manera que la composición del SD refleje la fisonomía de la Iglesia particular, asegurando la presencia de fieles pertenecientes a los diversos sectores de la pastoral y del apostolado diocesano.

Lo hace en dos lugares distintos: - El primero, al referirse a los fieles elegidos por el Consejo pastoral, mediante una

remisión al can. 512, 2, que introduce con un templado “en lo posible”: “Los fieles que son designados para el consejo pastoral deben elegirse de modo que a través de ellos quede verdaderamente reflejada la porción del pueblo de Dios que constituye la diócesis, teniendo en cuenta sus distintas regiones, condiciones sociales y profesiones, así como también la parte que tienen en él apostolado, tanto personalmente como asociados con otros” (Instrucción II, 3, 1). - El segundo, al tratar de las condiciones que deben reunir los sinodales elegidos por el Obispo: “Al escoger a estos sinodales, se procurará hacer presentes las vocaciones eclesiales o los peculiares compromisos apostólicos no suficientemente expresados por vía electiva, de

139 A. Fernández, Nuevas estructuras, p. 99, 103-104, explica que los padres conciliares tuvieron mucho cuidado en evitar que se concibiera el Consejo presbiteral como un órgano de representación stricto sensu de los sacerdotes: la respuesta de la Comisión consistió en afirmar el carácter representativo, pero con una misión de consejo. Más tarde, el M.P. Ecclesiae Sanctae (AAS 58 [1966], 757-787), que, como es sabido, traducía las conclusiones conciliares en normas canónicas, y la carta circular de la Congregación para el Clero a los Presidentes de las Conferencias Episcopales (AAS 62 [1970] 459-465) confirmaban esta “representatividad”, entendida como expresión de todo el presbiterio de la diócesis, según los diversos ministerios, zonas pastorales, edades, etc. J.I. Arrieta, Órganos de participación, p. 570, aduce las mismas fuentes para llegar a idéntica conclusión: la expresión “coetus sacerdotum...presbyterium repraesentans”del can. 495 debe entenderse referida “al Consejo en sí mismo considerado, no a sus miembros o a determinados sectores de componentes”.

No se trata en rigor de una representación política, porque el presbiterio carece de un “poder” (potestas) que pueda delegar en unos mandatarios para que lo ejerzan en su nombre: lo que caracteriza al presbítero en cuanto tal no es el poder sino la auctoritas, que es de suyo personal e indelegable y que se traduce en la idoneidad para aconsejar. Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que el carácter electivo de buena parte de los miembros del Consejo supone una “representación” de pareceres y opiniones, basada en la existencia de un “presupuesto ontológico” que es preciso encauzar orgánicamente: precisamente la autoridad de los presbíteros. Lo cual sugiere que este organismo es algo más que una genérica “expresión del presbiterado diocesano” y justifica el empleo de la expresión “representación” para referirse a los miembros del Consejo en el can. 495: cfr. en este sentido Marchesi, en Comentario, vol. II, can. 495, pp. 1144-1147. 140 Esta interpretación queda avalada por el tenor del can. 358, 1, 7º del Codex de 1917 que exigía tener “cura animarum actu”, es decir “en ejercicio actual” o “de hecho”: cfr. R. Naz, Traité, T. I, n. 655. La palabra actu se suprime en el Código actual probablemente para evitar confusiones sobre su exacto alcance. 141 Es verdad que no es lo mismo la procuración que se prohíbe en el can. 464 que la sustitución que se impone en el 463, 1, 8º. Pero en ambos casos se trata de “ocupar el lugar de otro”, de una cierta “fungibilidad” en el cargo, que es posible en la representación política.

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modo que el sínodo refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular; por esto, se pondrá cuidado en asegurar que, entre los clérigos, no falte una congrua presencia de diáconos permanentes” (II, 4).

Quizá no habría estado de más que la Instrucción aludiera explícitamente a la variedad de la Vida Consagrada, por el enorme peso que su obra tiene en la pastoral diocesana, por ejemplo en el sentido que lo hace el actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo: “los organismos consultivos diocesanos reflejen adecuadamente la presencia de la vida consagrada en la diócesis, en la variedad de sus carismas, dando normas oportunas al respecto: disponiendo, por ejemplo, que los miembros de los Institutos participen según la actividad apostólica que cada uno lleva a cabo, asegurando al mismo tiempo una presencia de los diversos carismas” (n. 99).

B. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DEL ENCARGO DE SINODAL En la presente sección se tratará de algunos temas que consideramos útiles en relación con el acceso a la condición de sinodal y con su pérdida, no todos. Lo haremos desde la perspectiva de las normas generales del Código acerca del oficio canónico: en particular las relativas a la adquisición del oficio (condiciones que debe reunir el candidato y reglas sobre las elección canónica) y a las causas de pérdida del oficio.

Pero esta aplicación requiere de una justificación previa, porque parece cuestionable que la condición de sinodal consista en un verdadero oficio canónico, en concreto si el carácter eventual y no permanente del SD pueda ser incompatible con la estabilidad exigida por el can. 145, 1 (“munus stabiliter constitutum”) para que pueda hablarse en rigor de un verdadero oficio142. Por lo que toca en particular a las reglas sobre la elección canónica como medio de acceso al oficio, su válida aplicación a las elecciones sinodales se sostiene por razones autónomas, que veremos en el epígrafe correspondiente.

Es obvio que el encargo de sinodal no corresponde al tipo común de oficio eclesiástico, ése en el que piensa el legislador al diseñar su régimen en los cans. 145 y ss. Pero, con independencia que se dé a esta cuestión teórica, no parece que haya dificultades insuperables para considerar aplicable al sinodal las normas codiciales relativas al oficio, con las adaptaciones que la peculiaridad de su caso requiera. Considero que vale para nuestro caso lo dispuesto en el can. 19: “Cuando, sobre una determinada materia, no exista una prescripción expresa del derecho universal o particular o una costumbre, la causa, salvo que sea penal, se ha de decidir atendiendo a las leyes dadas para los casos semejantes...”: en definitiva, la analogía de los supuestos permitiría la aplicación a los sinodales de las normas relativas al oficio canónico.

1. La idoneidad del candidato (can. 149)

El can. 149, 1, que parece pensado para todo encargo eclesiástico y no sólo para los oficios, establece: “Para que alguien sea promovido a un oficio eclesiástico, debe estar en comunión con la Iglesia y ser idóneo, es decir, dotado de aquellas cualidades que para ese oficio se requieren por derecho universal o particular, o por la ley de fundación”.

142 Sobre las características propias del oficio eclesiástico y los diversos tipos de oficio, cfr. Arrieta en Comentario Exegético, vol. I, al can. 145. En cambio, el autor no pone en duda la naturaleza de oficio de los encargos hechos para la buena marcha del Sínodo: secretario de una comisión, notario, etc. El mismo Arrieta, en Funzione pubblica, pp. 104-109, exige – creo que con razón – que el oficio se configure como un “sujeto abstracto” o “centro abstracto de de imputación” de ciertas funciones públicas eclesiales, lo que parece difícil de verificar en la mera condición de sinodal, y más bien podría predicarse del Sínodo mismo si se entiende la subjetividad en un sentido lato.

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Como vemos, este canon distingue entre dos condiciones básicas que ha de reunir el candidato: “estar en comunión con la Iglesia” y la “idoneidad”, que cifra en la posesión de las “cualidades” requeridas por la ley, aunque ambas podrían merecer el nombre de “idoneidad” con que titulamos este epígrafe. Luego, el parágrafo 2 del can. 149 (a mi entender de manera sorprendente) liga la invalidez de la provisión solamente a la carencia de las antedichas cualidades143, pero un mínimo sentido común eclesial la extiende también a la falta de comunión eclesial, y así lo confirmaría el can. 171, 1, 4º, al establecer la inhabilidad para participar en una votación de “el que se ha apartado notoriamente de la comunión de la Iglesia”: si es inhábil para elegir, obviamente también lo es para ser elegido.

En cuanto a las “cualidades requeridas para el oficio”, advertimos que el Código no exige unas precisas cualidades personales válidas para todos los sinodales, de modo que lo relevante será, para los sinodales que lo son por su oficio (vicario, arcipreste, etc.), la efectiva posesión del mismo y, para los demás, la legitimidad de su nombramiento (elección o designación episcopal). Más adelante nos detendremos en algunos de los requisitos legales para acceder a condición de sinodal por algunos capítulos particulares, como son los sacerdotes elegidos en el arciprestazgo o los fieles elegidos por el Consejo pastoral.

Ahora quisiera fijar la atención en la exigencia común a todos de “estar en comunión con la Iglesia” y su significado.

La doctrina ha indicado que tanto el “estar en comunión con la Iglesia” del can. 149 como el “apartamiento notorio de la comunión de la Iglesia” del can. 171 son expresiones de difícil interpretación y aplicación a supuestos reales144. Sin embargo, sí puede afirmarse de ambas que comprenden un espectro más amplio de supuestos además de la excomunión145. A continuación trataré de ofrecer mi propia explicación:

- En primer lugar, estamos tratando de la comunión eclesial en su dimensión jurídica, no moral (aunque la jurídica sabemos que implica la moral), lo que supone hechos públicos o notorios que provocan una respuesta igualmente pública del ordenamiento eclesiástico. Por eso, entiendo que estas expresiones son la cara y la cruz de la misma moneda y que el no “estar en comunión con la Iglesia” se traduce en el “apartamiento notorio de la comunión de la Iglesia”, porque alguna forma de notoriedad es imprescindible para que la falta de comunión con la Iglesia sea eficaz en el plano jurídico.

- De manera coherente con su carácter jurídico, no puede concebirse la falta de comunión eclesial como algo graduable según un más o un menos, o dejarse a la libre estimación de la Autoridad, pues de otro modo se abre la vía a interpretaciones arbitrarias y se pone en jaque la seguridad jurídica146. Esto significa presumir la comunión eclesial en quien

143 Can. 149, 2: “La provisión de un oficio eclesiástico hecha a favor de quien carece de las cualidades requeridas solamente es inválida cuando tales cualidades se exigen expresamente para la validez de la provisión por el derecho universal o particular, o por la ley de fundación; en otro caso, es válido, pero puede rescindirse por decreto de la autoridad competente o por sentencia del tribunal administrativo”. 144 Cfr. Comentario Exegético, vol I, al can. 149 (a cargo de J. I. Arrieta) y al can. 171 (a cargo de J. Miñambres). 145 Esto parece obvio en el caso del “apartamiento notorio de la comunión de la Iglesia” del can. 171, pues este mismo canon configura la excomunión (aunque sólo la impuesta o la declarada) como supuesto distinto que también inhabilita. Con más razón podrá decirse del no “estar en comunión con la Iglesia” del can. 149, que no alude expresamente a la notoriedad. 146 Por eso, me resulta difícil aceptar en pleno la opinión de P. Lombardía, cuando afirma que la comunión eclesial, al que el can. se refiere, no consiste en el “puro dato negativo de no hallarse en situación jurídica de excomulgado. Más bien se trata de una exigencia positiva, constatable por la unión del candidato con los legítimos pastores, por el asentimiento a su magisterio, y en la participación en los medios que realmente vivifican y congregan a la comunidad eclesial” (Edición anotada del Código de Derecho Canónico, EUNSA, Pamplona 1992, comentario al can. 149). En parecidos términos se expresa. J.I. Arrieta, Comentario Exegético, vol. I. al can. 149. Y me resisto a aceptarla porque las expresiones que usa sugieren una gradualidad del “estar en comunión”.

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no incurra en causas concretas que excluyen objetivamente de la vida eclesial plena y, por ende, la participación en el SD. Con lo cual volvemos de nuevo a lo afirmado más arriba: “no estar notoriamente apartado” es el criterio para hacer jurídicamente eficaz la condición de “estar en comunión con la Iglesia”.

- Entiendo que la falta de comunión eclesial, así entendida, comprende el rechazo del Magisterio y la desobediencia a la disciplina eclesial, y encuentra su criterio práctico de discernimiento en la prohibición de recibir la Eucaristía, que es la expresión consumada de la comunión eclesial147. En consecuencia, la falta del “estar en comunión con la Iglesia” tiene un modo concreto de acreditarse que consiste en la exclusión de la comunión eucarística debido a situaciones públicas objetivamente opuestas a la comunión eclesial. En tal sentido, vendría a coincidir con los supuestos descritos en el can. 915: “No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”, pues “manifiesto” es otro modo de decir “notorio” y la “obstinación” crea una situación estable: un “no estar” en comunión. Entre tales supuestos pueden incluirse algunos de especial publicidad y que provocan mayor escándalo: los que se encuentran en lo que se suele llamar “situación canónica irregular”, de la que enseguida trataremos, y aquellos que de manera pública manifiesten abierto rechazo de la doctrina de la Iglesia o de la disciplina eclesial, como pueden ser los gobernantes, legisladores, escritores y docentes.

La exigencia común de “estar en comunión con la Iglesia” que se pide para todos los que hayan de ocupar un oficio eclesiástico es explicitada en la Instrucción solamente para los fieles elegidos por el Consejo pastoral, seguramente porque se da por supuesto en los demás sinodales, que lo son ex officio o Superiores religiosos o designados libremente por el Obispo. Así, además de indicar que se asegure que tales fieles “destaquen por su fe segura, buenas costumbres y prudencia”, como exige el can. 512, 3 para ser miembro del mismo Consejo, añade que “la situación canónica regular de estos laicos debe considerarse requisito indispensable para formar parte de la asamblea” (II, 3, 1). ¿Qué se entiende por “situación canónica regular”? El Código de Derecho Canónico no nos ofrece criterios para discernirla148, pero el uso común de la expresión alude a la conformidad del estado de vida de la persona respecto de la disciplina eclesial. En particular, reconocemos indudablemente que esta expresión remite al Magisterio reciente sobre el matrimonio y particularmente la E.P. Familiaris consortio, allí donde indica una serie de “situaciones irregulares” que impiden la participación en la Eucaristía. Entre tales “situaciones irregulares” mencionados por la E. P. se cuentan “los católicos unidos con mero matrimonio civil” y “los divorciados casados de nuevo”. Pienso que a éstas habría que añadir “las uniones libres de hecho” (n. 81), en la medida que se trate de una relación de convivencia marital estable149. Fuera del ámbito

Debido a las dificultades interpretativas del “apartamiento notorio”, y teniendo en cuenta que, por ser

una norma inhabilitante, la prohibición (de participar en la votación) se ha de interpretar estrictamente (cans. 10 y 18), J. Miñambres, Comentario Exegético, vol. I, al can. 171, en una anotación que valdría también para el can. 149, señala como más seguro “no aplicar esta norma codicial, a no ser que la legislación particular, estatutaria o reglamentaria ofrezcan criterios inequívocos de interpretación, que garanticen la seguridad jurídica”. Aun participando de sus dudas, pienso que ello no elude del deber de aplicar el canon, sino más bien interpretarlo adecuadamente. 147 La Eucaristía no sólo es “fuente” de la vida cristiana, sino también su realización perfecta: “cima” de la vida cristiana (LG, n. 11). “La Iglesia se construye en la Eucaristía; sí, la Iglesia es Eucaristía. Comulgar quiere decir llegar a ser Iglesia porque significa llegar a ser un solo cuerpo con Él”: J. Ratzinger, Convocados, pp. 107-108. 148 El Código solamente trata de las “irregularidades” (no de “situaciones irregulares”) como impedimentos para acceder a las Sagradas Órdenes. 149 Cfr. E.P. Familiaris consortio, nn. 79 y ss. Entre tales “situaciones irregulares” también enuncia “los separados y divorciados no casados de nuevo” y “el matrimonio a prueba”. Pero estas dos circunstancias no parecen que puedan estimarse impedimentos para participar en el SD: la primera porque no se opone a la participación en la vida sacramental de la Iglesia y la segunda porque se trata de un fenómeno que se da en la

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conyugal, se encontrarían igualmente comprendidos bajo la denominación de “situación irregular” los clérigos y los religiosos que abandonan su estado de espaldas a la Autoridad de la Iglesia.

De esta manera, la “situación regular” aludida por la Instrucción en relación con los elegidos por Consejo pastoral sería una particular especificación del “estar en comunión con la Iglesia” (can. 149, 1), exigible en cualquier candidato a sinodal. 2. Las elecciones para el encargo de sinodal

El can. 463,1 enumera los diversos tipos de sinodales que acceden al cargo mediante elección: los laicos elegidos por el Consejo pastoral (n. 5º), los presbíteros elegidos en sede arciprestal (n. 8º) y los Superiores de IR y de SVA (n. 9º). En este epígrafe nos detendremos a estudiar las diversas cuestiones que tales elecciones pueden suscitar.

Al tratar de la elaboración del Reglamento del Sínodo, la Instrucción establece que “se observarán los cánones 119, 1º y 164-179 con las oportunas adaptaciones” (III, B, 2). Así pues, son estos cánones los que proporcionan una guía básica para disponer lo pertinente a las elecciones en el Reglamento del Sínodo:

- El can. 119,1º se refiere a las elecciones en el seno de los colegios, pero contiene prescripciones útiles para cualquier asamblea electiva. Así lo indica la remisión del can. 176: “Si no se dispone otra cosa en el derecho o en los estatutos, se considera elegido, y ha de ser proclamado como tal por el presidente del colegio o del grupo, el que hubiera logrado el número necesario de votos, conforme a la norma del can. 119 n. 1”.

- Los cans. 164-179 regulan la elección de los titulares de oficios eclesiásticos, pero – careciendo el Código de reglas electivas más generales – la doctrina entiende que son aplicables a toda elección canónica150.

Estos datos, sumados a la remisión expresa de la Instrucción (arriba citada) y a las consideraciones hechas al inicio de esta parte B, eliminan cualquier duda práctica sobre la aplicabilidad de estos lugares del Código a las elecciones sinodales.

Advirtamos que estos cánones del Código no establecen normas de obligado cumplimento, sino derecho supletorio: “nisi iure vel statutis aliud caveatur” (can. 119, 1º); “nisi aliud provisum fuerit” (can. 164)151. Sin embargo, la Instrucción remite imperativamente a estos cánones (“se observarán”), añadiendo que podrá ser objeto de adaptaciones. A decir verdad, este juego de remisiones (de la Instrucción al Código y del Código al derecho particular) parece resolverse en una cierta incongruencia por parte de la Instrucción. Quizá se entiende mejor si se tiene presente su finalidad pedagógica: su propósito es señalar a los organizadores del SD dónde encontrar un procedimiento seguro para efectuar las elecciones, pero sin impedirles introducir las acomodaciones que juzguen prudentes. Veamos acto seguido una serie de puntos relativos a las elecciones que parecen interesantes: a) Mecánica de la elección según el can. 119. El canon 119, 1º reza: “Respecto a los actos colegiales, mientras el derecho o los estatutos no dispongan otra cosa: 1º. Cuando se trata de elecciones, tiene valor jurídico aquello que, hallándose presente la mayoría de los que deben ser convocados, se aprueba por mayoría absoluta de los presentes; después de dos escrutinios

intimidad de la conciencia o de las relaciones entre los cónyuges y, por ello, no tiene de suyo incidencia en el fuero externo. En cuanto a las “uniones libres de hecho”, la E.P. no impone su alejamiento de la Eucaristía, seguramente porque, al ser una unión carente de formalidad, puede albergar muy diferentes tipos de relaciones: desde el encuentro más o menos ocasional a la convivencia estable notoria. 150 Cfr. J. Miñambres, Comentario Exegético, vol I, al can. 164 y al can. 167. 151 El art. 3 “De la elección” se inicia con este can. 164 estableciendo con carácter general el carácter supletorio de todo su contenido, y lo reitera en diversos lugares de su articulado (can. 165, 167, 174, 176, 179 par. 5). Hay sin embargo algunas prescripciones que pueden considerarse ineludibles porque recogen principios de derecho natural: así, las normas sobre la libertad e integridad volitiva recogidas en los cans. 170-172.

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ineficaces, hágase la votación sobre los dos candidatos que hayan obtenido mayor número de votos, o si son más, sobre los dos de más edad; después del tercer escrutinio, si persiste el empate, queda elegido el de más edad”. Creo muy útil como indicación complementaria que convendría incluir en el Reglamento del Sínodo, la que aporta el Reglamento del Sínodo de los Obispos: “Si hay que elegir varios Miembros, se debe hacer un escrutinio para cada una de las elecciones, de modo que no sea elegido un segundo Miembro antes de la elección del primero” (art. 6, 1). b) Especificaciones reglamentarias a partir de los cans. 164-179. Estos cánones están para regular las elecciones celebradas por cualquier colegio “o grupo”, como reiteradamente afirman. Como vimos antes, el Reglamento del Sínodo podrá hacer las acomodaciones que sean oportunas, lo que parece especialmente interesante en algunos puntos:

- La posibilidad o no de la procuración y del voto por escrito: “Hecha legítimamente la convocatoria, tienen derecho a votar quienes se hallen presentes en el lugar y el día señalados en la convocatoria, quedando excluida la facultad de votar por carta o por procurador, si los estatutos no disponen legítimamente otra cosa” (can. 167, 1). Vemos que el canon exige en principio la personación de los electores, para asegurar que el voto corresponde realmente a la voluntad del que lo emite. Pero el Reglamento puede disponer contrariamente a esta previsión general, para lo que – suponemos – habrá de concurrir alguna causa justa, como podría ser la dificultad de comunicaciones.

- La posibilidad o no de usar de la mediación de compromisarios: “La elección, si no disponen otra cosa el derecho o los estatutos, puede hacerse también por compromiso, siempre que los electores, previo acuerdo unánime y escrito, transfieran por esa vez el derecho de elección a una o varias personas idóneas, de entre sus miembros o no, para que, en virtud de la facultad recibida, procedan a la elección en nombre de todos” (can. 174, 1). El compromiso es un recurso para facilitar el éxito de un sufragio, especialmente cuando el número de electores y/o de elegibles sea tan elevado que pueda dificultar o alargar indebidamente el proceso, lo que puede darse alguna vez en las elecciones para sinodales. En caso de que el Reglamento nada disponga al respecto, habrá de permitirse esta posibilidad sin restricciones – a tenor de lo dispuesto por el canon – pero téngase presente que deberá ser acordada por todos los electores sin excepción, y además por escrito para asegurar que lo hacen sin coacción alguna. - Si cabe que una misma persona pueda participar en más de una elección de sinodales. Hay personas llamadas a participar como electores de sinodales por títulos diversos: así los religiosos que además tengan cura de almas (can. 463, 1, nn. 8º y 9º) o los sacerdotes con cura de almas que sean miembros del Consejo pastoral (ibid, nn. 5º y 8º). El tenor del can. 168 es taxativo al disponer que “aunque alguien tenga derecho a votar en nombre propio por varios títulos, únicamente podrá emitir un voto”, con lo que, a primera vista, parece impedir absolutamente la posibilidad de participar en las dos elecciones. Pero, en mi opinión, no es así: por una parte, la cláusula “nisi aliud provisum fuerit” del can. 164 parece abarcar también este punto, por lo que también esta prohibición sería derecho supletorio; por otra, la participación en dos elecciones para sinodales no coincide con el supuesto contemplado por el canon: éste se refiere a una única elección que se realiza en el seno de un mismo colegio, mientras que en el Sínodo se trata en realidad de dos elecciones distintas, cada una atribuida a un colegio diferente, en los que las personas intervienen por una calidad distinta en cada caso.

Las peculiaridades de la Diócesis podrían inducir en algún caso a disponer la participación de unas mismas personas en distintos sufragios electivos. Pienso, por ejemplo, en una Iglesia particular de tipo misional, con una fuerte presencia de religiosos en la pastoral diocesana, donde se permitiera que los mismos participen – en alguna medida – tanto en la

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elección de los Superiores religiosos como en la de los presbíteros del arciprestazgo, con el fin de asegurar la equilibrada representatividad de uno y otro grupo. c) Modalidad de elección152. El canon 463 establece, tanto para la elección de los fieles por el Consejo pastoral como de los Superiores religiosos, que serán elegidos “modo et numero” determinados por el Obispo (nn. 5º y 9º). Por consiguiente, deja margen al Reglamento del SD para configurar la modalidad concreta de elección a emplear en cada caso, bien colativa o absoluta, bien confirmativa153.

En cambio, el n. 8º relativo a la elección de los presbíteros por arciprestazgos omite esta cláusula, aun cuando es obvio que, también en este caso, alguna determinación numérica y procedimental deberá ser mencionada en el Reglamento154. En mi opinión, esta omisión no debe ser pasada por alto y manifiesta una cierta mens en relación con la modalidad de elección de los presbíteros, y concretamente la inclinación – al menos – a configurarla como una elección colativa, es decir no necesitada de confirmación, lo que probablemente se debe – como ya se ha explicado – a la condición de “consejero natural” del presbiterio diocesano respecto del Obispo, por lo que la idoneidad del elegido debe en principio presumirse. Sin embargo, no creo que pueda excluirse absolutamente la confirmación expresa también de los presbíteros elegidos, habida cuenta de que en el caso hasta cierto punto análogo del Sínodo de los Obispos, el can. 344 impone el requisito de la “ratificación” del Romano Pontífice para aquellos que han sido elegidos a pesar de que éstos tienen una “original aptitud” por ser miembros del Colegio Episcopal155, y que el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma, celebrado bajo Juan Pablo II, exigía explícitamente la confirmación para los presbíteros elegidos de igual modo que para los Superiores religiosos y los laicos escogidos por el Consejo pastoral (art. 5, 2). 3. El control episcopal de la idoneidad de los elegidos

Cualquiera que sea la modalidad de elección, el Obispo no debe conformarse con aceptar pasivamente su resultado, sino que está llamado a ejercer una labor de control. Como afirma Arrieta, cualquiera que sea el modo de provisión del oficio, debe haber un “otorgamiento (conferimento) del título a la persona designada para ocupar el oficio. Este es el acto central y jurídicamente eficaz de la provisión del oficio, razón por la cual le ha sido aplicado por transposición el nombre de provisión. La concesión del título de modo conforme al can. 149 requiere un previo juicio de la autoridad acerca de la legalidad del procedimiento de designación, y sobre la idoneidad del candidato”156. Este control episcopal sobre el

152 Para las cuestiones de fondo relativas a la elección canónica en sus diversas formas, resulta muy interesante el estudio de G. Olivero, Lineamenti. Escrito en 1953 y, por consiguiente, inserta en una Eclesiología de fuerte signo jerárquico y privada de los enriquecimientos que el Concilio aportó sobre la colegialidad episcopal y sobre todo de la naturaleza del presbiterio, sin embargo, aporta consideraciones muy útiles para comprender algunos aspectos de la elección canónica a la luz de la historia. 153 Como es sabido, cuando se trata de una elección colativa o no necesitada de confirmación, el elegido obtiene inmediatamente el oficio de pleno derecho con la aceptación (can. 178). Si la elección necesita ser confirmada, el elegido no adquiere el oficio hasta tanto no sea confirmado y hasta ese momento solamente tiene un ius ad rem. 154 Dice el n. 8º que ha de ser elegido “al menos un presbítero de cada arciprestazgo”, lo que puede hacerse de múltiples maneras que el Reglamento deberá concretar. 155 No es claro qué signifique precisamente “ratificación” (ratam habere), pero la podemos muy bien asimilar a la confirmación, pues consiste en un acto posterior de convalidación, que seguramente no se limita a la comprobación de la regularidad de la elección (una mera formalidad, pues la irregularidad es difícilmente imaginable cuando los colegios electorales de los padres sinodales son órganos de representación del Episcopado), sino que puede extenderse a un juicio de idoneidad del elegido, como en el caso de la elección-confirmación (cfr. can. 179, 2). 156 Arrieta en Funzione pubblica, pp. 111-112.

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resultado de las elecciones variará en intensidad según el tipo de elección que el Reglamento haya establecido para la selección de los sinodales:

- Si se trata de una elección simple o colativa, dicho control deberá limitarse a verificar que la elección se ha desarrollado conforme a derecho y – si acaso hubiera dudas al respecto – que la identidad del elegido corresponde a la exigida por el canon, a saber: se trate de un laico (n. 5º), de un presbítero del arciprestazgo correspondiente (n. 8º) o de un Superior de un IR o de un SVA (n. 9º). El régimen general de la elección canónica extiende la verificación a las cualidades de idoneidad “cuando tales cualidades se exigen expresamente para la validez de la provisión por el derecho universal o particular, o por la ley de fundación”, pues su falta invalidaría la elección. Pero, faltando en los cánones dedicados al SD toda referencia a unas cualidades invalidantes, en caso de que el elegido carezca de la idoneidad naturalmente necesaria para desempeñar el encargo de sinodal, sólo le queda al Obispo la posibilidad de rescindir la elección por decreto157.

- Si el Reglamento impone el requisito de la confirmación del elegido, el Obispo deberá verificar, no solamente que la designación electiva ha sido formalmente regular, sino también que el candidato tiene las cualidades naturalmente necesarias, y, en caso negativo, rehusar el nombramiento158. La confirmación no es una mera proclamación del elegido, sino el acto constitutivo de la provisión canónica, por lo que impone a la Autoridad confirmante el deber de examinar la idoneidad del candidato, aunque – podríamos decir – abocada a una calificación de “suficiencia”, y sin pretender que le venga propuesto “el mejor y más dotado”. En términos procedimentales, el requisito de la confirmación permite al Obispo verificar de oficio la idoneidad del elegido y, en su caso, impedir que obtenga el oficio, sin necesidad de abrir un procedimiento posterior de exclusión del mismo, como ocurre en el caso de la elección colativa. - Si acaso hubiera sido establecido el procedimiento de presentación para la designación de ciertos sinodales, el Código confiere al Obispo un amplio margen de discrecionalidad sobre la idoneidad del candidato, pues, a tenor del can. 163: “La autoridad a la que, según derecho, compete instituir al presentado, instituirá al legítimamente presentado que considere idóneo y que haya aceptado...”159. 4. Pérdida de la condición de sinodal

Acerca de la pérdida de la condición de sinodal, es preciso hacer algunas observaciones previas: la primera es preguntarnos si son aplicables a este caso las causas de pérdida del oficio contempladas por el Código en el can. 184160. Naturalmente, en la medida que resulte posible, lo que en la práctica ciñe los supuestos a la remoción y a la renuncia.

157 Can. 149, 2: “La provisión de un oficio eclesiástico hecha a favor de quien carece de las cualidades requeridas solamente es inválida cuando tales cualidades se exigen expresamente para la validez de la provisión por el derecho universal o particular, o por la ley de fundación; en otro caso, es válido, pero puede rescindirse por decreto de la autoridad competente o por sentencia del tribunal administrativo”. 158 El can. 179, 2 obliga a la “autoridad competente” a confirmar al elegido, pero siempre y cuando la elección se haya hecho “según derecho” (como en el caso de la elección colativa) y “si halla idóneo al elegido conforme a la norma del c. 149, 1”. Por consiguiente, el Obispo no está obligado a confirmar mecánicamente a quien haya sido, limitándose a comprobar la corrección de la elección sólo desde el punto de vista procedimental, ni debe entenderse en este sentido el “ius ad rem” que el can. 178 otorga al elegido. Para el significado del ius ad rem, cfr. J. Miñambres, Concorso, pp. 122-123. 159 A este propósito, comenta J. I. Arrieta, Edición Anotada del Código de EUNSA (al can. 158): “El derecho de presentación... alcanza exclusivamente a la sola presentación, y se agota con ella, sin que de su ejercicio se derive un especial ius ad rem en el presentado, ni quede vinculada la autoridad por el derecho de presentación mismo...”. 160 Can.184: “1. El oficio eclesiástico se pierde por transcurso del tiempo prefijado, por cumplimiento de la edad determinada en el derecho y por renuncia, traslado, remoción o privación. 2. El oficio eclesiástico no se pierde al cesar de cualquier modo el derecho de la autoridad que lo confirió, a no ser que el derecho disponga otra cosa”.

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En segundo lugar, hay que advertir que buena parte de los sinodales lo son en virtud del oficio que previamente ostentan: todos los sinodales a iure, comprendidos en el can. 463, 1, nn. 1º, 2º, 3º, 4º, 6º, a los que se pueden agregar los “Superiores” de IR y SVA aunque accedan al SD mediante elección. Será, pues, preciso plantearse en qué medida influye la pérdida del oficio-presupuesto para la pérdida de la condición de sinodal. También es preciso indagar en qué medida afectan a la posesión del cargo de sinodal la interrupción del Sínodo a causa de la vacancia o impedimento de la sede y su posterior continuación (can. 468, 2).

Finalmente, podría argüirse que toda esta cuestión reviste poco interés práctico, desde el momento que el SD se celebra en un lapso de tiempo reducido, por lo que pocas veces se planteará la necesidad de estudiar el tema. A este argumento puede responderse que es deseo de la Instrucción que las sesiones del Sínodo se desarrollen en un arco temporal más amplio y, sobre todo, que recomienda proceder al nombramiento de los sinodales al inicio de las labores preparatorias (III, B in fine), por lo que puede pasar mucho tiempo (incluso años) desde que los sinodales son nombrados hasta que se concluye el Sínodo. (Este factor pone en cuestión si la ventaja que la misma Instrucción asigna al adelanto temporal del nombramiento – la de “poder contar con la ayuda de los sinodales en los trabajos de preparación” – compensa las dificultades interpretativas u organizativas a que puede dar lugar el cese de los mismos). Veamos, por tanto, las diversas hipótesis de pérdida de la condición de sinodal: a) La renuncia. La primera pregunta que nos hacemos en torno a la renuncia a la condición de sinodal es si deba ser aceptada por el Obispo o su delegado, o baste su mera presentación por parte del interesado para que sea eficaz161. El Código admite la renuncia absoluta (no necesitada de aceptación) como posibilidad, pero solamente conoce dos casos: la del Romano Pontífice (can. 332, 2) y la del Administrador diocesano (can. 430, 2). Para el caso de los sinodales, entiendo que la aceptación es formalmente necesaria, desde el momento que el sinodal, o bien es titular de un oficio cuyos deberes incluyen la participación en el Sínodo (en el caso de los sinodales ex officio), o bien aceptó libremente el nombramiento por lo que no parece legítimo que pueda desentenderse a su arbitrio162.

La aceptación de la renuncia tampoco debe ser un acto arbitrario. El can. 189 exige una “causa justa y proporcionada” para que la autoridad pueda aceptarla, y la doctrina ilustra la “proporcionalidad” por referencia a la importancia del oficio y a los daños que la renuncia puede causar163. Pienso que la evaluación de los motivos aducidos debe ser modulada atendiendo a un factor peculiar del SD: la condición clerical, religioso o laical del sinodal renunciante, pues los vínculos de dependencia jurídica y el grado de disponibilidad para ejercer tareas eclesiásticas no son los mismos en los tres supuestos. En particular en el caso de los laicos, la alegación de una dificultad cifrada en el deber de atender a las obligaciones familiares o profesionales escaparía en la práctica al control de la autoridad eclesial. b) La remoción. Puede ser removido cualquier sinodal si concurre causa suficiente, también los que hayan sido nombrados mediante elección o presentación164.

El Código contempla dos modalidades de remoción: - La remoción a iure del can. 194: “1. Queda de propio derecho removido del oficio

eclesiástico: 1º. Quien ha perdido el estado clerical; 2º. Quien se ha apartado públicamente de

161 No todas las renuncias exigen aceptación, como se deduce del texto del can. 189, 1. 162 Obviamente esa necesidad es compatible con la personal decisión del sinodal de abstenerse de participar en los trabajos sinodales por causa de fuerza mayor. 163 Cfr. P. Gefaell, Comentario Exegético, al can. 187 (n. 2). El can. 187 solamente exige una “causa justa” para presentar la renuncia, sin mencionar la proporcionalidad. No hay contradicción entre los dos cánones (187 y 189): la “justicia” o gravedad de la causa en sí misma pueden y deben apreciarla tanto el renunciante como el aceptante. En cambio, la “proporcionalidad” es una estimación que requiere un suficiente conocimiento de las implicaciones del bien común eclesial y, por tanto, corresponde al que detenta la autoridad eclesial. 164 Cfr. P. Gefaell, Tutela, pp. 138-139.

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la fe católica o de la comunión de la Iglesia165; 3º. El clérigo que atenta contraer matrimonio, aunque sea sólo civil. – 2. La remoción de que se trata en los nn. 2 y 3 sólo puede urgirse si consta de ella por declaración de la autoridad competente”.

- La remoción mediante decreto, que, en el caso de un sinodal, ha de estar motivada en una “causa grave” – como corresponde a un oficio o encargo conferido “para un tiempo determinado” (can. 193, 2)166– pero no necesariamente de naturaleza culposa, sino también por razones de salud, de incapacidad, etc.167.

La Instrucción explicita algunas causas de remoción, al reconocer al Obispo su “derecho y deber de remover, mediante decreto, cualquier sinodal, que con sus opiniones se aparte de la doctrina de la Iglesia o que rechace la autoridad episcopal, salva la posibilidad de recurso contra el decreto, según la norma del derecho” (II, 5)168. El mencionado can. 193, 1 señala que se ha de observar para la remoción “el procedimiento determinado por el derecho”. Obviamente el derecho no “determina” un procedimiento específico para la remoción de sinodales, pero se han de observar los imperativos genéricos de la forma escrita y de la alegación de los motivos (can. 193, 4, y can. 51). c) Interrupción del Sínodo por vacancia o impedimento de la sede episcopal. Según el can. 468, la vacancia o el impedimento de la sede acarrea ipso iure la “interrupción” del Sínodo, y el nuevo Obispo podrá “decretar su continuación” o “declarar su conclusión”. Al tratar del Desarrollo del SD nos detendremos a examinar el significado de estas voces empleadas por el canon y procuraremos determinar en qué momento se ha de fijar el inicio del Sínodo, punto importante para saber si el Sínodo ha sido realmente “interrumpido”. Ahora nos centramos en una cuestión particular: en caso de que el Obispo decida continuar el Sínodo, ¿lo deberá hacer con los sinodales ya nombrados?

La cuestión depende del significado que se atribuya a la “continuidad” entre la anterior situación y la nueva. A mi juicio, cualquier respuesta que se dé incluye inevitablemente la permanencia de los mismos sinodales, y así lo confirmaría el cotejo con el “lugar paralelo”, el can. 347, 2 referido al Sínodo de los Obispos, que añade un inciso significativo: “La asamblea del sínodo queda suspendida ipso iure cuando, una vez convocada o durante su celebración, se produce la vacante de la Sede Apostólica; y asimismo se suspende la función confiada a los miembros en ella hasta que el nuevo Pontífice declare disuelta la asamblea o decrete su continuación”. Vemos que los mismos miembros ya nombrados quedan suspendidos en su función, no en cesados en su cargo.

165 No es fácil determinar con precisión en qué consista este “abandono público”. En caso de duda, el Obispo siempre puede recurrir a emitir un decreto de remoción, como explica el texto a continuación. 166El tiempo puede ser “determinado” no sólo en unidades de calendario (años, meses), sino también por la duración de un evento como es el SD, y de este modo distinguirse del “tiempo que queda a prudente discreción de la autoridad” (can. 193, 3). 167 El can. 1741 indica las principales causas de remoción de un párroco, que pueden servir de orientación: “1º. un modo de actuar que produzca grave detrimento o perturbación a la comunión eclesiástica; 2º. la impericia o una enfermedad permanente mental o corporal, que hagan al párroco incapaz de desempeñar útilmente sus funciones; 3º. la pérdida de la buena fama a los ojos de los feligreses honrados y prudentes o la aversión contra el párroco, si se prevé que no cesarán en breve; 4º. la grave negligencia o transgresión de los deberes parroquiales, si persiste después de una amonestación; 5º. la mala administración de los bienes temporales con daño grave para la Iglesia, cuando no quepa otro remedio para este mal”. 168 El recurso contra el decreto ¿suspende la ejecución del mismo, de manera que el sinodal removido puede seguir participando en el SD? Se trata de una cuestión compleja y que difícilmente se planteará en un Sínodo, en que la doctrina suministra argumentos para responder tanto de manera positiva como negativa. Personalmente me inclino por esta última, debido sobre todo a la naturaleza consultiva del SD. Cfr. el Comentario Exegético al can. 193, n. 4 (a cargo de P. Gefaell) y al can. 143, 2 (a cargo de H. Franceschi).

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Así pues, la “interrupción” del SD seguida de la “declaración de continuación” del mismo no sería causa autónoma de pérdida de la condición de sinodal y, por lo tanto, el “decreto de continuación” del Sínodo diocesano revalidaría ipso facto a los sinodales ya nombrados para continuar con ellos las labores sinodales. Pero este principio general tiene sus excepciones. En primer lugar, los vicarios general y episcopales, que cesan automáticamente con el cese del Obispo (can. 481), dejarán por tal motivo de ser miembros del SD y deberán ser sustituidos por los vicarios que nombre el Obispo que accede a la sede169. En segundo lugar, los miembros del Consejo presbiteral, organismo que cesa igualmente al quedar vacante la sede y cuyas funciones pasan a ser cumplidas por el Colegio de consultores (can. 501, 2). Cabría plantearse si acaso los sinodales que hubieran sido escogidos directa y personalmente por el Obispo cesante, haciendo uso del derecho que le confiere el can. 463, 2, deberían igualmente cesar al decretar el nuevo Obispo la continuación del Sínodo. No parece que deba ser así, pues – si asumimos la explicación expuesta sobre el significado de la “continuación del Sínodo” – vendría a significar la privación de un derecho ya adquirido. Además, la Instrucción exhorta a usar criterios objetivables de representatividad y de capacidad personal para la designación de tales sinodales, que los hace consejeros igualmente válidos cualquiera que sea el Obispo que ocupe la sede. Eso sí, nada obsta a que el nuevo Obispo incorpore otros sinodales, además de los nombrados por su predecesor. d) La pérdida del “oficio-presupuesto”. Como sabemos, hay una serie de sinodales ex lege que lo son en virtud del oficio que desempeñan en la Diócesis. La pregunta entonces se formula: si estos sinodales cesan en el oficio en virtud del cual son sinodales, ¿pierden también la condición de sinodal? Parece que la respuesta debe ser afirmativa, desde el momento que el oficio que desempeñan es la causa de su presencia en el SD y vale para el caso el aforismo clásico “cessante causa cessat effectus”.

Pienso que otro tanto se puede decir de los Superiores de IR y de SVA elegidos a tenor del n. 9º: si dejan de ser Superiores pierden la condición de sinodal y se ha de proceder a elegir un nuevo Superior. Para la selección de estos sinodales se emplea el sufragio, pero eso no altera que son escogidos por su condición previa de Superiores, por lo que su posición es en parte asimilable a los sinodales ex officio. e) Otras posibles causas. - Un caso particular, en cierta medida semejante a los anteriores, es el que plantea el n. 8º, al establecer que, en la elección de presbíteros por arciprestazgos “se ha de elegir a otro presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de impedimento”. ¿Puede entenderse como tal impedimento, que vetaría al primer elegido continuar desempeñando el cargo de sinodal, el hecho de que se trasladase a otro arciprestazgo, por lo que deba ser relevado y sustituido por el suplente? Creo que se pueden aportar argumentos suficientes para responder negativamente: - el texto del n. 8º dice que han de ser convocados al SD “unus saltem presbyter, ex unoquoque vicariato foráneo eligendus...”. De esta dicción se concluye que la “pertenencia” del presbítero elegido a la demarcación arciprestal es circunstancial, no se refiere a la identidad misma del sinodal170.

- el significado obvio de “impedimento” a que alude el canon es el de una dificultad personal (enfermedad, lejanía forzosa, etc.) que obstaculiza seriamente el ejercicio de la

169 En la doctrina tradicional se entendía que todo oficio vicario, y no solamente los mencionados en el texto, se perdían por el cese del “superior” que lo confirió. P. Gefaell, Comentario Exegético, al can. 184 (n. 4), explica con sólidos argumentos que hoy día esa posición no puede ser mantenida. 170 En cambio, la traducción española hace un leve giro sintáctico que modifica el sentido de la frase, sobre todo por el desplazamiento de la coma: “al menos un presbítero de cada arciprestazgo, elegido por todos etc.”.

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función encomendada al sinodal. Ahora bien, la función que se confía al sinodal no es la de representar unos intereses sectoriales (en este caso “arciprestales”), sino la de ayudar al Obispo en la búsqueda del “bien de toda la comunidad diocesana”, lo que no resultaría impedido por el cambio de lugar. En conclusión, no parece que el traslado a otro arciprestazgo del presbítero elegido deba considerarse un impedimento para desempeñar la función de sinodal para la que ha sido elegido. El Reglamento del Sínodo podrá establecer criterios complementarios de selección de sinodales, por ejemplo de aquellos que deban ser elegidos por el Consejo pastoral (“representantes” de asociaciones, de centros de enseñanza, etc.). Para determinar si la pérdida de la cualidad-presupuesto causa la cesación de la condición de sinodal habrá que estar al texto del mismo Reglamento. - Puede ocurrir, aunque se trate de supuestos más bien extravagantes, que un laico elegido por el n. 5º o que un presbítero elegidos por el n. 8º pierdan su condición laical o presbiteral. En tal caso, entiendo que cesarían automáticamente en su cargo de sinodal, pues carecerían de la calidad personal que los define o identifica legalmente para ser miembros del SD. - En cuanto a la edad, contemplada en el can. 186 como causa de pérdida del oficio, huelga decir que nada tiene que ver con el encargo de sinodal, aunque sólo fuera porque no es causa suficiente y autónoma de pérdida del oficio, pues “sólo produce efecto a partir del momento en que la autoridad competente lo notifica por escrito” (can. 186). Naturalmente, podrá determinar la pérdida del oficio-presupuesto, lo que nos remite al apartado d) de este epígrafe. Para finalizar este epígrafe dedicado a la pérdida de la condición de sinodal, podemos preguntarnos si el sinodal cesado deba ser sustituido. Es obvia la respuesta positiva para los sinodales ex officio, e igualmente obvia la negativa para los que hayan sido designados libremente por el Obispo. En el caso de los presbíteros elegidos por arciprestazgos, el mismo Código resuelve la cuestión disponiendo la elección conjunta de sinodales y de sustitutos. ¿Qué decir de los elegidos por el Consejo pastoral y de los Superiores consagrados? ¿Se ha de proceder a la elección de un suplente? Desde luego, habrá que estar a lo que disponga el Reglamento, pero puede ocurrir que pase por alto la cuestión. Dado que, como se expuso en su momento, la presencia de tales sinodales no está motivada por razones de representación corporativa o de “intereses” y que todos los sinodales, cualquiera que sea su situación en la Iglesia, son llamados para ocuparse del “bien de toda la comunidad diocesana”, no parece que sea necesario proceder a la suplencia de tales sinodales.

C. LOS DIVERSOS TIPOS DE SINODALES SEGÚN LAS NORMAS VIGENTES Como se anunció al comienzo de este capítulo IV, a continuación se analizan los diversos tipos de sinodales, desde una perspectiva exegética de las prescripciones del Código y de la Instrucción romana. Nuestro propósito principal es dilucidar el significado de las expresiones que utiliza el Código para definir los diferentes tipos de sinodal. No estamos, por consiguiente, en el tema de las condiciones de idoneidad sino en un plano más básico, relativo a la “identidad” de los sujetos llamados a intervenir en el Sínodo. 1. Los presbíteros Como sabemos, los presbíteros están presentes en el SD a través del Consejo presbiteral en pleno y mediante la elección en sede arciprestal. La Instrucción añade, incluso, que todos los presbíteros de la diócesis pueden ser convocados (II, 3), con lo que se vuelve a

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una posibilidad ya contemplada en la praxis anterior a la primera codificación canónica y consagrada por ésta para los sacerdotes seculares (can. 358, 2 del Codex).

No parece que la presencia del Consejo presbiteral en pleno suscite problemas interpretativos en lo relativo a la composición del SD, y lo que concierne a la composición del mismo Consejo es una cuestión que excede a la materia del presente estudio. Pero sí hay un punto que conviene tratar por la incidencia que puede tener, como luego veremos, sobre la representación en el SD de los sacerdotes “con cura de almas”: el canon 497 establece que son elegibles y electores para el Consejo “aquellos sacerdotes seculares no incardinados en la diócesis, así como los sacerdotes miembros de un instituto religioso o de una sociedad de vida apostólica que residan en la diócesis y ejerzan algún oficio en bien de la misma”. Así pues, podrán ser miembros del Consejo tanto los sacerdotes que estén incardinados en la diócesis como los que lo estén en otra estructura pastoral, sin importar que el “oficio” que desempeñen haya sido conferido por el Obispo diocesano o por otro171.

En cuanto al segundo título de presencia presbiteral en el SD, el can. 463, 1 establece: “Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros sinodales... 8º) al menos un presbítero de cada arciprestazgo, elegido por todos los que tienen en él cura de almas”. Acerca de esta frase, nos detenemos en examinar dos puntos: - Por “cura de almas” se entiende la prestación de un servicio estrictamente sacerdotal, que comprende la administración de sacramentos, la predicación y la atención espiritual de los fieles, excluidas por tanto las tareas técnicas, administrativas, docentes, etc. A nuestro juicio, la acotación “tener allí” es empleada por el canon para significar una posesión estable, no el desempeño eventual del ministerio sagrado, por lo que vendría a equivaler a un oficio presbiteral, en el sentido lato que lo entiende el can. 145: “cualquier cargo, constituido establemente por disposición divina o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin espiritual”. Según J. I. Arrieta, dentro de la cura pastoral se comprenden tanto la ordinaria, que “sería aquella que la Iglesia ofrece a todo bautizado a través del Ordinario y del párroco propio correspondientes según la regla del domicilio o cuasi-domicilio (cfr. c. 107, 1)”, como la extraordinaria, que “sería aquella que la misma organización jerárquica de la Iglesia ofrece además a algunos de esos fieles en atención a peculiares situaciones pastorales”. Dentro de esta segunda, el autor incluye el rector de una iglesia, capellán de centro de enseñanza, de emigrantes, etc. y la atención que se imparte mediante circunscripciones eclesiásticas de tipo personal, como el ordinariato castrense o una prelatura personal172. - Cabe también preguntarse si bajo este capítulo se comprenden también – como en el caso de los miembros del Consejo presbiteral – los presbíteros no incardinados ni trasladados

171 El legislador quiso ensanchar el Consejo precisamente con la presencia de los sacerdotes no incardinados que no tienen nombramiento diocesano, pues la de quienes sí lo tienen es algo obvio (de otro modo se les haría un agravio respecto de los incardinados). Así, consta en Communicationes 13 (1981), p. 130 y 14 (1982), p. 216 que la expresión, aparecida en esquemas penúltimos, “qui in dioecesi officium aliquod ab Episcopo dioecesano collatum exercent” fue sustituida por la que ahora aparece: “in eiusdem bonum aliquod officium exercent”.

Por lo que se refiere al requisito de “ejercer algún oficio”, parece que la noción de “oficio” se ha de entender en términos amplios, de manera que comprenda no sólo los contemplados por el Código (párroco, capellán de nombramiento episcopal, etc.), sino “cualquier cargo constituido establemente por disposición divina o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin espiritual” (can. 145). Además, por lo que hace específicamente a los miembros del Consejo, el can. 498 emplea la expresión “algún oficio (aliquod officium), que da a entender una voluntad más extensiva que restrictiva. 172 J.I. Arrieta, en Comentario exegético, vol I, al can. 150. Pienso que esta exigencia de la posesión de un “oficio” está en la línea de la tradición testimoniada por P. Lambertini, de Synodo, Lib. III, cap. VI, al indicar que los clérigos que carecían de beneficio (es decir, de oficio) no debían ser convocados al Sínodo, salvo costumbre en contrario o “quando in Synodo agendum est de reformatione morum sive de aliqua re concernente totum Clerum, vel de intimandis decretis factis in Synodi Provinciali”.

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establemente en la diócesis según la norma del can. 271173, o que no tienen un oficio conferido por el Obispo diocesano. A nuestro juicio, y salvo opinión mejor fundada, no se debería establecer discriminación alguna entre presbíteros, siempre y cuando cumplan la primera condición, es decir que ejerzan “cura de almas”. Son varias las razones que justifican esta respuesta:

a) Si el Código hubiera querido restringir la capacidad electiva, tanto activa como pasiva, contaba con medios expresivos bien claros: bastaría haber dicho “un presbítero incardinado en la diócesis” o bien “que ejerza un oficio conferido por el Ordinario del lugar” (o ambas cosas). Bien podemos entender aplicable a este caso el aforismo: “ubi lex non distinguit nec nos debemus distinguere”. Otra interpretación parecería restrictiva del tenor literal, que no es adecuada cuando se trata de posibles derechos individuales174.

b) Si, como acabamos de ver, todos los sacerdotes son electores y elegibles en el Consejo presbiteral (cfr. can. 498), no se encuentra motivo por el que se deba usar un criterio más restrictivo por este otro capítulo, siempre y cuando cumplan la condición común de “tener cura de almas”.

c) Además de estos argumentos de orden exegético, hay una razón que podríamos llamar de justicia para sostener la inclusión de unos y otros presbíteros. Todos los presbíteros con cura de almas, con independencia de su mayor o menor vinculación jerárquica con el Obispo diocesano, están igualmente al servicio de la “porción del pueblo de Dios” que constituye la Diócesis; todos están también sometidos a las mismas normas universales y diocesanas en el ejercicio de su ministerio. ¿No resulta injustamente discriminatorio privilegiar – de cara a la participación en el SD – la posición de unos presbíteros sobre otros cuando todos se ocupan de la “cura de almas”?

Estas consideraciones nos llevan de la mano a la noción moderna de “presbiterio”, como traducción orgánica del orden presbiteral presente en la dimensión particular de la Iglesia, que se corresponde con la noción de Diócesis, entendida en su sentido propio de porción del pueblo de Dios que comprende al Obispo que la preside, al clero que en él sirve y al pueblo que en él reside175; Iglesia local en la que el Obispo “ejerce la presidencia sacramental del presbyterium en relación con todos los presbíteros que lo forman cualquiera que sea su status jurídico-pastoral”176.

Por lo demás, esta posición es coherente con la tradición sinodal precedente: la interpretación común de Trento, Ses. XXIV, de ref., cap. 2177, hasta la promulgación del

173 Can. 271, 2: “El Obispo diocesano puede conceder a sus clérigos licencia para trasladarse a otra Iglesia particular por un tiempo determinado, que puede renovarse sucesivamente, de manera, sin embargo, que esos clérigos sigan incardinados en la propia Iglesia particular y, al regresar, tengan todos los derechos que les corresponderían si se hubieran dedicado en ella al ministerio sagrado”. 174 Valga para el caso la regula XV iuris “odia restringi et favores convenit ampliari”. 175 Explica la C.D.F., en la carta Communionis Notio, que las Iglesias particulares tienen su origen “in et ex” la Iglesia universal, por lo que las estructuras pastorales y misionales que operan en la diócesis y se radican en el ministerio petrino (y por ende los sacerdotes que tenga a su servicio) de ninguna manera son un cuerpo extraño a la diócesis, sino íntimamente entrañados en ella. Es por ese motivo que, como acabamos de constatar, el Consejo presbiteral, constituido a manera de “senado del Obispo, en representación del presbiterio” (can. 495), incluye entre sus miembros a miembros del clero no incardinado en la diócesis.

En definitiva, si en una diócesis hay un presbiterio, éste deberá estar compuesto por todos los sacerdotes que en ella prestan su servicio ministerial: cfr. CD 34; Código, cans. 495, y 713, 3; E. P. Pastores Dabo Vobis 17 y 74. Es verdad que estos lugares del Concilio y del Código se refieren al “presbiterio” sin ningún adjetivo, es decir, no lo denomina “presbiterio diocesano”, dicción ésta que parece reservarse a los sacerdotes con dependencia jerárquica del Obispo, pero eso no empece lo que acabamos de afirmar. Sobre la noción de presbiterio, cfr. J.R. Villar, Ordo presbyterorum y A. Cattaneo, Il Presbiterio. 176 J.R. Villar, Ordo presbyterorum, p. 92. 177 C. de Trento, Ses. XXIV, de ref., cap. 2: “Celébrense también todos los años sínodos diocesanos, y deban asistir también a ellos todos los exentos, que deberían concurrir en caso de cesar sus exenciones, y no estén

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Codex, admitía al Sínodo a todos los clérigos, seculares o regulares, incluso los exentos, que ejercieran el ministerio pastoral en alguna iglesia, tanto parroquial como no parroquial, también las encomendadas establemente a las Órdenes religiosas178. El Codex (can. 358, 1, 7º) restringió la convocatoria a los párrocos, pero que serían elegidos “por todos los que tengan allí (en el arciprestazgo) cura de almas en acto”, de manera que la cura de almas era requisito suficiente para elegir pero no para ser elegido. El can. 463, 1, 8º de actual Código vuelve a la situación anterior al no exigir el oficio de párroco en el elegido, sino sólo la cura de almas. Vemos, pues, que el criterio de selección en las sucesivas etapas históricas es la efectiva cura de almas, no la incardinación ni la posesión de un oficio conferido por el Ordinario del lugar.

Una objeción podría hacerse a lo expuesto: que el canon se refiere a los presbíteros que tienen cura de almas “en el arciprestazgo”, lo que vendría a significar “clero parroquial”, dado que el arciprestazgo es un conjunto de parroquias. Pero, aparte que la misma noción de parroquia (que sostiene a la de arciprestazgo) consiste en una comunidad de fieles individuada en principio por la referencia a un lugar, a imagen de la portio populi Dei que representa la Diócesis respecto de la iglesia universal (can. 515), según aquella interpretación deberíamos excluir tanto a los clérigos no incardinados como a los incardinados que sean titulares de un oficio no parroquial: los capellanes de hospitales y de cárceles, los rectores de Iglesias, etc. ¿Con qué motivo?

Y una segunda objeción: la “diocesaneidad” en sentido amplio, es decir la que abarca a todos los presbíteros que trabajan en la diócesis, ya tiene un cauce representativo en el SD a través del Consejo presbiteral, por lo que la elección para el SD de representantes de clero arciprestal vendría a expresar la “diocesaneidad en sentido estricto”, es decir la del clero que está sometido orgánica y funcionalmente al Obispo diocesano. Pero, aun prescindiendo de que el Consejo presbiteral ostenta una representatividad limitada, que alcanza – más o menos – a la mitad de sus miembros, no encontramos argumentos para defender esta interpretación, desde el momento que el canon establece como solo criterio de discernimiento la cura de almas, que no depende del “grado de diocesaneidad” del presbítero. El motivo de que se haya querido separar los miembros del Consejo de los representantes de los arciprestazgos se debe probablemente a los antecedentes históricos del SD actual, que atribuía al Cabildo un lugar propio en el Sínodo, en cuando “senado” del Obispo, y que ha sido sucedido por el Consejo en esa condición “senatorial” (can 495)179.

Pensamos, por tanto, que la referencia el arciprestazgo sirve en este caso al fin de organizar la elección del modo más simple, es decir, con arreglo a un criterio territorial. Por consiguiente, el clero no parroquial que tiene cura de almas en los términos de un arciprestazgo intervendrá en la elección de sinodales por este arciprestazgo, y si desempeña su

sujetos a capítulos generales. Y con todo, por razón de las parroquias, y otras iglesias seculares, aunque sean anexas, deban asistir al sínodo los que tienen el gobierno de ellas, sean los que fueren”. 178 P. Lambertini, De Synodo, Lib. III, cap. I, IX: “”Nullam vero distinctionem adhibendam censuit Tridentinum quod illos Regulares, qui curam gerunt animarum; sed hos omnes, sive subiecti, sive non subiecti sint Capitulo generali, universim, promiscue, et indistincte, Synodo interesse debere, decrevit...”. Y poco después, en los nn. XI y XII, precisa que entre los “regulares, qui curam gerunt animarum” se incluyen no sólo los adscritos a una parroquia, sino también los religiosos titulares de una “capellanía” y dependientes de Prelados regulares y los Vicarios regulares de una Iglesia unida a un monasterio. Caso límite que sirva de ilustración a esta amplitud de la convocatoria, sirva lo referido ibidem Lib. II, cap. XII, donde se afirma con profusión de antecedentes que los Obispos latinos podían celebrar un SD contando con los clérigos de rito oriental que desempeñaban su ministerio en la Diócesis. Para ulterior confirmación, pueden consultarse los manuales anteriores al Codex de: M. Bargilliat, Praelectiones juris canonici, n. 593; D. Craisson, Elementa Iuris Canonici, n. 411; S. De Santi, Istituzioni di Diritto Canonico, p. 56. El mismo juicio formulan G. Le Bras-J. Gaudemet, para el período que va desde Trento hasta el Codex: Le Droit et les institutions, T. XVII (de la fin du s. XVIII siècle a 1978), p. 154. 179 En estas líneas asumimos el doble sentido del término “presbiterio diocesano”, tal como explican los dos trabajos apenas citados de J.R. Villar y Ordo presbyterorum y A. Cattaneo, Il Presbiterio, inspirándose en diversos pasajes del Concilio.

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tarea en varios arciprestazgos, lo hará por el que determine el reglamento del Sínodo, con independencia de que esté incardinado en la diócesis, en Institutos de vida consagrada o en otra estructura pastoral180. 2. Los fieles (“laicos”) elegidos

Reza el can. 463, 1: “Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros sinodales... 5º. fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida consagrada, a elección del Consejo pastoral, en la forma y número que determine el Obispo diocesano, o, en defecto de este consejo, del modo que determine el Obispo”. Como vemos, con la voz “laicos” este canon se refiere a los fieles no ordenados, sean consagrados o fieles corrientes181.

A propósito de estos sinodales nos podemos plantear la siguiente cuestión: el Consejo pastoral está llamado a elegir tales laicos, pero los elegidos ¿deben ser también ellos miembros del Consejo pastoral? La respuesta parece negativa, sobre la base de los siguientes argumentos: - el Código no lo dice, y podría muy bien haberlo dicho. De nuevo, debe en principio excluirse una interpretación restrictiva del significado literal. - la Instrucción II, 3 establece: “En la elección de estos laicos (hombres y mujeres), es menester seguir, en lo posible, las indicaciones del canon 512 § 2, asegurando en cualquier caso que tales fieles ‘destaquen por su fe segura, buenas costumbres y prudencia’ (Can. 512, p. 3)”. Por tanto, remite a los criterios imperantes para escoger los miembros del Consejo, remisión que resultaría superflua si fueran elegibles solamente los miembros del Consejo, en los que ya se cumplen tales criterios y cualidades.

Sin embargo, en la práctica parece difícil que el Consejo elija miembros ajenos al mismo, pues – además de que nada asegura la disponibilidad del fiel elegido para asumir la tarea – el número de elegibles sería tan elevado como el de los fieles católicos, y lo natural es que los miembros de Consejo ignoren si una persona eventualmente propuesta tiene la aptitud para ejercer el oficio. En otras palabras, faltaría una “candidatura” públicamente postulada, lo que dificulta sobremanera la elección. Por consiguiente, aunque la ley no parece impedirlo, resulta difícil – aunque no imposible – que la elección recaiga sobre alguien que no pertenece al propio Consejo. Esta dificultad puede salvarse hasta cierto punto, por ejemplo acudiendo a la “candidatura natural” de los representantes del asociacionismo católico182, o bien insertando en el Reglamento algún criterio praeter legem de selección de candidatos183. 180 Esta es la orientación que sigue el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma, aprobado por Juan Pablo II el 15.II.1992, que no hace distinción de clero incardinado en la Diócesis y restante clero a los efectos de la elección de los representantes del presbiterio. 181 Como es sabido, el Código emplea la voz “laico” en un doble sentido: de una parte, quien no es clérigo; de otra, quien no es clérigo ni consagrado. Esta dúplice manera de conceptuar al laico es debido a que el Código se sirve de dos criterios diferentes para clasificar a los fieles: la pertenencia o no al Ordo y las distintas vocaciones cristianas (lo que supone un peculiar régimen de vida). Si atendemos a la pertenencia al Ordo clericorum, el laico se define negativamente: quien no es clérigo (cfr. cans. 207 y 711); 2) si atendemos al segundo criterio, los laicos son los que están llamados a buscar el reino de Dios, ordenando según Dios los asuntos temporales (LG n. 31) y compartiendo con los demás hombres un género común de vida: la secularidad. En esta segunda noción de laico está pensando el Código cuando trata de los derechos y deberes de los laicos. 182 En este sentido, A. Longhitano, I Sinodi, p. 607. 183 Así, el Reglamento del Sínodo Romano (art. 4, 3, 7º y 8º) establece, por una parte, que el Consejo pastoral diocesano elija un número de sinodales (sean laicos, clérigos o religiosos) entre sus miembros y, por otra, que cada parroquia elija uno o dos laicos en asamblea abierta (aunque este n. 8º del artículo indica que es el consejo pastoral parroquial quien elige, las “Disposiciones para las Elecciones” que acompañan al Reglamento otorga el voto a otros fieles que no pertenecen al consejo y deseen participar en la elección). Desde luego, la regla es inteligente, pues permite elegir a laicos que no son miembros del Consejo. Pienso, sin embargo, que se trata de una interpretación demasiado amplia de lo dispuesto en el Código, pues ninguna de las dos vías escogidas por el Reglamento se adecúa a lo dispuesto en Código: la primera porque permite la elección de clérigos y laicos

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En todo caso, el hecho de encomendar la elección de tales sinodales al Consejo pastoral y la fuerte probabilidad de que buena parte de los elegidos sean miembros del mismo Consejo, nos dice algo sobre el tipo de colaboración que de estos sinodales se espera y que se desprende de la función que el mismo Consejo está llamado a desempeñar. Afirma el can. 511 que es misión del Consejo pastoral “estudiar y valorar lo que se refiere a las actividades pastorales en la diócesis, y sugerir conclusiones prácticas sobre ellas”. Su ámbito de reflexión son las “actividades pastorales”, es decir jerárquicas. Es un caso típico de colaboración de los fieles no ordenados en la función jerárquica y no tiene por objeto el apostolado típicamente laical, que se ejercita en las estructuras seculares y a través de medios informales, sino la pastoral que se desarrolla en la diócesis bajo la dirección del Obispo y que el mismo Obispo proponga a su consideración184. Por consiguiente, los sinodales que van de parte del Consejo pastoral serán, en el común de los casos, fieles que colaboran en la pastoral diocesana y parroquial. Su mejor aportación al debate sinodal derivará precisamente de su participación en los diversos “ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transformación de la fe y de las estructuras pastorales de la Iglesia” (E. P. Christifideles laici, n. 23). 3. Los representantes de la Vida Consagrada El can. 463, 1, 9º establece que sean convocados “algunos Superiores de institutos religiosos y de sociedades de vida apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en el número y de la manera que determine el Obispo diocesano”. Vemos que el Código ha querido combinar el criterio “jerárquico”, al exigir la condición de Superior en el elegido, con el representativo, al establecer la elección como medio de designación.

Son diversas las cuestiones que el Código deja abiertas en relación con estos sinodales, y que el Reglamento del Sínodo habrá de resolver: - En cuanto a los elegidos, llama la atención que no especifique más a qué nivel de “Superior” se refiere, si de provincia, de casa, etc., por que podrán serlo personas con diverso grado de responsabilidad dentro de los Institutos. En todo caso, parece que tales Superiores deberían residir en la Diócesis, porque de esta manera se asegura que tienen un conocimiento más inmediato de las necesidades locales185. - ¿Quiénes son electores, los mismos Superiores o los miembros de los Institutos? Caso de que sean los miembros ¿la elección debe hacerse dentro de cada Instituto, o agrupados por género de vida (contemplativos, activos, hombres y mujeres, etc.), o constituyendo un colectivo único de fieles consagrados?

Para resolver estos interrogantes, nos parece buena opción – entre las posibles – la propuesta en el Reglamento del Sínodo Pastoral de la Diócesis de Roma (febrero de 1992) art. 4, 3, 5º, al establecer que los Superiores vengan elegidos por la “asamblea general de los mismos”, es decir en una reunión conjunta de los Superiores. 4. Los sinodales “convocados por el Obispo”

Establece el can. 463, 2: “El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros del mismo a otras personas, tanto clérigos, como miembros de institutos de vida consagrada, como fieles laicos”186. indistintamente; la segunda porque el colegio electivo no sería el consejo pastoral, sino las asambleas parroquiales. Claro que la solución puede ser salvada como modalidad curiosa de la libre designación episcopal contemplada en el can. 463, 2: “El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros del mismo a otras personas, tanto clérigos, como miembros de institutos de vida consagrada, como fieles laicos”. 184 En este sentido, cfr. F. Loza, en Comentario Exegético, vol II, al can. 511. 185 En este sentido, Marchesi, Comentario Exegético, vol. II, al can. 463. 186 Adviértase que aquí el Código distingue entre consagrados y laicos, a diferencia del pár. 1, 5º del mismo canon.

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En primer lugar, conviene advertir que la Instrucción denomina a estos sinodales “sinodales de libre nombramiento episcopal” (II, 4), lo que podría sugerir que tales sinodales deben necesariamente acceder al encargo mediante nombramiento directo del Obispo (“libre colación”). Entiendo, en cambio, que el tenor intencionalmente vago del canon, que no especifica el mecanismo de selección de los “convocados”, autoriza al Reglamento a encomendar a ciertos colectivos la presentación de candidatos (cans. 158-163), y que este mecanismo no disminuye la “libertad del nombramiento” pretendida por la Instrucción, desde el momento que es el propio Obispo el que aprueba el Reglamento y que el régimen general de la presentación, como expusimos en su momento, deja en libertad al Obispo para apreciar la idoneidad del presentado (can. 163).

Esta posibilidad no parece un ejercicio arbitrario de imaginación: el Obispo en unos casos conocerá personalmente a quienes llame a participar en el SD, pero en otras ocasiones (y será lo normal si lleva poco tiempo en el cargo) deberá encomendarse al consejo de otras personas que le recomienden fieles idóneos, lo que puede hacer siguiendo unos cauces informales de consulta o bien pidiendo a ciertos colectivos (asociaciones, cofradías, centros de enseñanza, etc.) que se los propongan formalmente, es decir a través del mecanismo de la presentación canónica. Un presentación entendida, por tanto, más como una ayuda para el Obispo que debe nombrar, que como un “derecho” otorgado a ciertos colectivos o colegios. Esta fórmula tiene, además, un particular interés en la designación de laicos, pues el can. 159 establece que, antes de ser “presentado”, el candidato sea consultado y pueda rechazar su designación, lo que parece muy a propósito para el caso de personas que no puedan dejar desatendidas ciertas obligaciones familiares o profesionales, quienes de este modo están en condiciones de rehusar el ofrecimiento con una mayor libertad.

Para la designación de estos sinodales, la Instrucción II, 4 indica dos criterios: - “Al escoger a estos sinodales, se procurará hacer presentes las vocaciones eclesiales o los peculiares compromisos apostólicos no suficientemente expresados por vía electiva, de modo que el sínodo refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular; por esto, se pondrá cuidado en asegurar que, entre los clérigos, no falte una congrua presencia de diáconos permanentes”.

Por esta vía, la Instrucción busca la presencia de todas las situaciones público-eclesiales y especialmente de las diversas formas de colaboración en la pastoral, como pueden ser (aparte el Diaconado) la catequesis, los ministerios instituidos, las obras de caridad de la Iglesia, la enseñanza católica y la dirección de las escuelas confesionales, la participación en organismos consultivos, etc. Y por supuesto, la vida consagrada, que habrá de estar presente en sus diversas formas canónicas, tanto la vida contemplativa como la activa, en la medida que valgan estas distinciones.

Estos sinodales tienen un perfil, como vemos, semejante al de los elegidos por el Consejo pastoral y su designación por el Obispo viene a completar las eventuales carencias de la elección. - “No se descuide escoger también fieles que destaquen por su ‘conocimiento, competencia y prestigio’ (can. 212, 3), cuya ponderada opinión enriquecerá sin duda las discusiones sinodales”. Es significativa la remisión que aquí se hace al can. 212, el cual enuncia un verdadero “derecho”, lo que comporta la necesidad de arbitrar cauces idóneos para su ejercicio, uno de los cuales es, sin duda, la presencia de tales fieles en el SD.

Dentro de esta categoría, se habría de incluir sobre todo aquellos laicos de acreditada capacidad, especialmente los que desempeñan una profesión fuertemente ligada al bien común de la sociedad, como son los profesores, los periodistas, los médicos, sostenedores de iniciativas de promoción humana no vinculadas a la Iglesia, etc. Son personas con un perfil

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simplemente “eclesial” más que “eclesiástico”187, y su presencia es la más “estrictamente laical”, precisamente porque desarrollan su misión cristiana en las estructuras seculares. Son los “laicos civiles”, es decir los que carecen de un encargo oficial y no tienen atributos institucionales ni pueden ser colocados en estratos u “órdenes” eclesiales188. No acuden en calidad de representantes de ninguna entidad (tampoco de estado de vida, pues no tienen ninguno en particular), pues “precisamente la representación es un primer elemento distintivo entre la condición laical y no-laical”189. Por fuerza, su número ha de ser poco expresivo en relación con el laicado católico, que es el “pueblo” de la Iglesia.

La presencia de estos laicos en el SD sin duda resultará de ayuda, pues pueden aportar su experiencia secular para mejorar la administración eclesiástica, por ejemplo en el área económica, de los medios de comunicación, etc., pero su utilidad no se limita a una asistencia meramente técnica, pues ellos están en condiciones de juzgar la actuación de la Iglesia desde dentro del “mundo secular” que conocen en profundidad: “el complejo mundo de la política, de la realidad social y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento” (E. P. Christifideles laici, 23). Se podría decir que estos laicos que no tienen una particular relación con las actividades pastorales son llamados al Sínodo ut tales, y de ellos se espera que aporten lo que les es característico: su experiencia de cristianos que tratan de santificarse y de hacer apostolado en las condiciones normales de la existencia secular, pero enriquecida por su prestigio personal, que les hace idóneos para aconsejar a los Pastores.

Para terminar esta parte dedicada al examen de las normas sobre la composición del SD, un criterio de sobriedad que nos sirve la Instrucción, allí donde trata de los criterios para la elección de los sinodales: “El reglamento asignará un número concreto para cada categoría de sinodales y determinará los criterios para la elección... Al hacerlo, se evitará que una presencia excesiva de sinodales impida la efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos” (III, B, 2). Basten como comentario las palabras de J. Beyer, buen conocedor de nuestro tema, escritas con antelación al documento romano: “Es difícil que un grupo de numerosos sinodales sea apto para el diálogo y la discusión. Por lo que se ha de evitar, ante todo – en la medida de lo posible – un número excesivo de participantes”190. No podemos menos de reconocer la validez de este juicio, pero parece una tarea poco menos que imposible, en una diócesis media, reducir el número de sinodales para hacer del Sínodo un escenario de diálogo donde todos puedan hacer aportaciones personales. La solución puede encontrarse en la constitución de “círculos menores”, como veremos al tratar del Desarrollo del Sínodo.

187 Me parece muy útil la distinción entre lo “eclesiástico” y lo “eclesial”. Afirma P. Erdö, Sacra ministeria, p. 862: “Cuando los fieles obran con propia responsabilidad y autonomía, sobre todo los laicos cuando cumplen su vocación que se refiere a la situación intramundana (can. 225, 2; LG 31 b; AAC 24 etc.), desarrollan una acción eclesial, pero no eclesiástica, no oficial, no hecha en nombre de la Iglesia”. Por su parte, J.R. Villar, La Participación, p. 662: “Teológicamente, todo cristiano es siempre ‘Iglesia’, y su acción es radicalmente eclesial, aunque no sea propiamente ‘eclesiástica’y/o representativa a ciertos efectos del sujeto eclesial”. 188 No parece aceptable concebir la entera trama social de la Iglesia sobre la base de tales “órdenes”: primero porque se relega a un segundo término al fiel común, que no tiene asignada función o ministerio eclesial, a menos que se quiera institucionalizar canónicamente cualquier posición existencial con relevancia eclesial: esposo, madre, médico, maestro, etc. Segundo, porque no se pone de relieve lo que es propio del ordo eclesiástico, a saber, la solidaridad de sus miembros en el desempeño de una función pública eclesial; o, al contrario, se introduce una visión corporativa y solidaria de la actuación y apostolado laical, lo que es a todas luces insuficiente para comprender el papel de los laicos, tal como se recoge en la E.P. Christifideles laici nn. 15 y 23. 189 P. Donati, Senso, p. 253. 190 J. Beyer, De Synodo, p. 395

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CAPÍTULO V. EL OBJETO DEL SD Este capítulo se dedica al objeto material del Sínodo, es decir de las cuestiones que pueden ser en él tratadas (parte A) y a los documentos resultantes del mismo (parte B). Se añade una parte C, “la labor canónica” del SD, dedicada al exponer el carácter propio de producción normativa a nivel particular.

A. LA MATERIA OBJETO DE CONSULTA

1. La amplitud del objeto de la consulta El SD histórico estaba orientado principalmente a resolver lo que afecta al ministerio

sagrado. En ellos, “junto con una preocupación preliminar por la fe (...) tenían un puesto prevalente la disciplina clerical, la organización eclesiástica y la administración de los sacramentos”191. Como natural corolario, se componía de clérigos: la finalidad y la composición del SD se implican mutuamente, tanto en el SD tradicional como en el moderno.

El SD actual podrá debatir cualquier cuestión que afecte a la diócesis, pues el can. 460 no ciñe la reflexión sinodal a ningún ámbito particular y, según el can. 461, debe celebrarse el SD “cuando lo aconsejen las circunstancias”: cualquier situación de necesidad o de conveniencia eclesial legitima la convocatoria del SD y puede constituir su temática de reflexión. Como se dijo en un capítulo precedente, la comunión y la misión de la Iglesia constituyen las grandes temáticas sinodales, lo que se traducirá, por una parte, en la regulación de las relaciones intraeclesiales, y por otra en el fomento del apostolado en los capítulos de mayor importancia o actualidad: familia, juventud, enseñanza, justicia social, cuestiones bioéticas, migración etc. A cada una de estas dos esferas corresponden unos medios diferentes de expresión, pues mientras los diversos aspectos de la comunión eclesial son susceptibles de una regulación normativa (aunque no sólo), para los aspectos misionales habitualmente no valdrán los instrumentos jurídicos sino la enseñanza, la exhortación, el compromiso, etc.

Esta amplitud de posibilidades temáticas no significa, como ya hemos visto, que no haya zonas de exclusión, pues el SD no debe interesarse por cuestiones que están fuera de la competencia del Obispo. Así lo indica la misma Instrucción, donde afirma (IV, 4) que se debe

191 Lamberto de Echeverría, El Derecho Particular, n. 19, p. 209, donde afirma que así fue “durante muchísimos siglos”. J.A. Fuentes, El Sínodo, pp. 561-563, en relación con los SD españoles, hace un muestreo del contenido de los “memoriales” (propuestas del clero para ser sometidas a las discusiones sinodales en los sínodos históricos españoles): “derechos y deberes de los arcedianos, arciprestes, vicarios, visitadores, curas de iglesias y clérigos en general, formación y atención espiritual del clero, sistema beneficial, dignidad y solemnidad del culto sagrado, prohibición de enajenar objetos de culto, catequesis, formación cristiana y administración de los sacramentos, calendario y fiestas litúrgicas, detalles concretos de la preparación, celebración y acción de gracias de la misa. Aparecen en las sinodales prescripciones detalladas sobre la organización de las parroquias (archivos, inventarios, mayordomías, límites parroquiales, funcionamiento de cofradías y hospitales), asociaciones parroquiales, caridad asistencial, devociones y fomento de la vida cristiana, audiencias episcopales y su organización, penas de excomunión a los contestatarios de homilías y sermones, diezmos, etc.”. Añade ibidem, nota 102 que los SD también se interesaban por la vida espiritual del sacerdote: oración y lectura espiritual, dirección espiritual. Esta atención a la misión jerárquica puede comprobarse hasta en el Sínodo romano celebrado a mediados del s. XX, bajo el pontificado de Juan XXIII. Así define el Papa los objetivos del SD: “El sínodo es la reunión del obispo y sus sacerdotes para estudiar los problemas de la vida espiritual de los fieles, dar nuevo vigor a las leyes eclesiásticas, a fin de corregir los abusos, promover la vida cristiana, favorecer el culto divino y la práctica religiosa” (el texto lo tomo de D.M. Ross, The Diocesan, p. 564, que recoge la traducción inglesa y la francesa).

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evitar la discusión sobre las “materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica”, prohibición ésta que puede ponerse en relación con lo que afirma el actual Directorio para el Ministerio Pastoral del los Obispos, n. 14: “Consciente de su responsabilidad por la unidad de la Iglesia y teniendo presente con cuánta facilidad cualquier declaración llega hoy a conocimiento de amplios estratos de la opinión pública, se guarde el Obispo de poner en discusión aspectos doctrinales del magisterio auténtico o disciplinares, para no dañar la autoridad de la Iglesia y la suya propia; si tiene cuestiones que plantear respecto a dichos aspectos doctrinales o disciplinares, recurra más bien a los canales ordinarios de comunicación con la Sede Apostólica y con los otros Obispos”. Así, pues, el asunto propio de los SD son los problemas diocesanos, no los que afectan a la Iglesia universal192. Una última consideración en torno a la temática sinodal, tanto en fase de consultas preliminares como en la celebración. Es verdad que la Instrucción, al indicar la conveniencia de consultar a los diocesanos en la preparación del SD, expresa el deseo que de ello resulte un “aprendizaje práctico de la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II” (III, C), pero ello no debe significar un interés tan desmedido por la “problemática eclesiástica” que distraiga las miradas de lo que debe construir el punto focal en las discusiones: la salus animarum de los fieles y el anuncio evangélico. Escribía en 1970 el entonces profesor Ratzinger, en relación con los debates del Sínodo General Alemán: “El proceso necesario de la reforma, es decir, de la adaptación o aggiornamento de la Iglesia para realizar su misión en la tan cambiada situación actual, ha concentrado todo el interés en la autorrealización de la Iglesia de tal manera que sólo parece estar ocupada consigo misma (...). Muchos se quejan de que la gran masa de los fieles manifiesta en general muy poco interés por la preparación y actividad del Sínodo. Yo debo confesar que a mí esta reserva me parece un signo de salud. Es muy poco lo que se gana para la causa cristiana, es decir para la auténtica causa del Nuevo Testamento, por el hecho de que haya personas que discuten apasionadamente los problemas del Sínodo, de la misma manera que uno no se convierte en deportista por más que se ocupe intensamente en la formación del comité olímpico”193. 2. Las cuestiones de ámbito público y la “mejora de las costumbres”

La Instrucción, al ejemplificar las “circunstancias” (can. 461) que pueden aconsejar la celebración del SD, señala: “la falta de una adecuada pastoral de conjunto, la exigencia de aplicar a nivel local normas u orientaciones superiores, la existencia en el ámbito diocesano de problemas que requieren solución, la necesidad sentida de una más intensa y activa comunión eclesial, etc.” (III, A). Un tipo de problemática, como vemos, que afecta globalmente a la diócesis. Pero esta atención a lo general no excluye que el SD se preocupe también por la rectitud de la vida de los fieles desde un enfoque más personal. Si, como afirma la Instrucción, “El sínodo no sólo manifiesta y traduce en la práctica la comunión diocesana, sino que también es llamado a ‘edificarla’ con sus declaraciones y decretos...”, no debe dejar de lado la consideración del bienestar espiritual de las personas, cifrado en la honestidad de las costumbres, la adhesión a la fe común, la participación de los medios de

192 Es verdad que la Instrucción no excluye de las intervenciones sinodales los temas que excedan del marco diocesano, sino solamente “tesis o proposiciones... que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica “ (IV, 4), pero es difícil imaginar un tema de discusión que no esté sometido a reserva de una autoridad superior y al mismo tiempo exceda del ámbito diocesano. Podría objetarse al respecto que es deseable la formación de una “opinión pública eclesial”, pero este deseo hay que cotejarlo con el hecho de que la Iglesia no es “de los fieles” (como podría decirse de los ciudadanos respecto del Estado) sino de Jesucristo, por lo que hay cosas de las que por naturaleza no se puede discutir: aquellas sobre las que ya se haya pronunciado el Magisterio. 193 J. Ratzinger, ¿Democracia...?, pp. 28-29.

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salvación y la unión con los legítimos Pastores. En la vida de los fieles todo se relaciona e implica mutuamente, ya que no es posible construir la comunión eclesial solamente con iniciativas organizativas, ni es dado promover la evangelización sin procurar previamente un mejoramiento de la vida de unión con Cristo: el reino de Dios debe arraigar primero en el interior de cada uno para que pueda expandirse luego en las relaciones humanas. La difusión del mensaje y de la vida cristiana es un fenómeno de “contagio” del afán de unión con Dios, más que de mera comunicación de ideas, sobre todo en nuestros días, tan de vuelta de los sistemas y de las ideologías.

Todo ello explica el interés de los SD de antaño por la mejora y corrección de las “costumbres” del pueblo cristiano, entendiendo por tales los hábitos de vida, los usos y comportamientos comunes. Afirmaba P. Lambertini que “en su Sínodo, el Obispo debe disponer (constituere) lo que juzgue necesario y útil para la combatir los vicios, promover las virtudes, reformar las costumbres (mores) depravadas del pueblo y restablecer o fomentar la disciplina eclesiástica”194. Actualmente el horizonte de la atención a las necesidades personales de los fieles se ha ensanchado en gran medida, al integrarse los aspectos espirituales con los humanos y doctrinales y percibirse con más claridad la unidad que existe entre santidad cristiana y el apostolado personal, de manera que la temática de la “mejora de las costumbres” se ha visto enriquecida con la de “formación” en sus diversas dimensiones y concebida como una tarea permanente.

Corregir las costumbres no es lo mismo que fomentar la formación. Para lo primero en vale el lenguaje moral o jurídico, que prescribe lo que ha de hacerse y evitarse, mientras que, para lo segundo, dentro de la común obediencia a los preceptos de la Iglesia, tiene primacía la libertad de cada fiel: se trata de un ámbito de “privacidad” donde no es aconsejable ejercitar la actividad normativa. Pero abstenerse de imponer normas no significa dejar de lado la vida moral y espiritual de las personas y los medios para mejorarla: la preocupación del Sínodo se dirigirá, entonces, a favorecer esta formación, mediante la organización de los medios adecuados, y a promocionar la asistencia entre los fieles. 3. El ministerio y la vida de los ministros sagrados La formación de los ministros sagrados tiene unas connotaciones singulares: - Por lo que se refiere a los medios de preparación doctrinal, nadie duda que el conocimiento de las diversas disciplinas teológicas y el enriquecimiento de la experiencia pastoral es condición ineludible para el correcto ejercicio del ministerio. - En cuanto a los medios que favorecen la santidad de vida, es preciso tener presente que el sagrado ministerio no es una simple “profesión”, cuyo ejercicio guarde poca o ninguna relación con la vida personal del profesional, pues no se puede ser un buen sacerdote al tiempo que se descuida la propia unión espiritual con Cristo. Ministerio y vida son una misma cosa, de manera que el empeño por la propia vida espiritual forma parte del ministerio195. Por lo tanto, este tema tiene su lugar propio en el SD por un motivo particular que se añade a la general preocupación por el bienestar espiritual del pueblo cristiano, y parece perfectamente legítimo y algunas veces necesario que el SD se ocupe de la vida personal de los ministros

194 P. Lambertini, De Synodo, Lib. VI, cap. I. Explica más tarde el mismo autor que unas veces se tratará de reprobar comportamientos, lo que podrá resultar oneroso para el Obispo, cuando tales abusos prácticos se han convertido en habituales y son defendidos como si de costumbres canónicas se tratasen, pero que no son tales si “rompen el nervio de la disciplina eclesiástica” (Ibidem, Lib. XI, cap. I, II). Si se trata, en cambio, de buenas costumbres conformes a la ley canónica (secundum legem), el Obispo hará bien en alabarlas y fomentarlas, y si de costumbres simplemente no contrarias a la disciplina canónica (praeter legem), habrá de respetarlas. 195 Nuestro Señor vino “a hacer y enseñar” (Hech 1, 1). Podríamos decir que vino a enseñar haciendo, pues en él vida y mensaje son una y la misma cosa. “La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Esta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida”: E. P. Pastores Dabo Vobis, n. 18.

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sagrados, unas veces urgiendo al cumplimiento de sus deberes, otras indicando medios concretos para alimentar su vida interior y su formación, como era habitual en los SD tradicionales.

Por consiguiente, en el caso de los clérigos, pensamos que esta exigencia de respeto a la libertad personal es también válida hasta cierto punto, pero debe ser matizada. A lo expuesto hasta aquí podría oponerse una objeción. El Apéndice de la Instrucción establece que, de las materias que el Código encomienda a la regulación diocesana, “no todas podrán encontrar en el Sínodo diocesano la sede apropiada de discusión. Así, no sería prudente someter indiscriminadamente al examen de los sinodales cuestiones relativas a la vida y al ministerio de los clérigos”. ¿Significa esto que dicha temática debe quedar al margen del SD? Desde luego, eso supondría un importante recorte del objeto de las discusiones sinodales y un cambio de rumbo notable respecto del SD tradicional. Pero no parece que sea ésta la intención de las Congregaciones romanas, pues la misma Instrucción (I, 3) afirma: “En la convicción de que toda renovación en la comunión y en la misión tiene como indispensable presupuesto la santidad de los ministros de Dios, no deberá faltar en él un vivo interés por el mejoramiento de las costumbres y formación del clero y por el estímulo de las vocaciones”: si “las costumbres y formación del clero” deben ser objeto de la atención del SD, ¿cómo es que se deben excluir de los debates las “cuestiones relativas a la vida y el ministerio de los clérigos”?

Parece que deba encontrarse el modo de armonizar ambas prescripciones, sin conformarse con señalar su aparente contraposición. En mi opinión, la mente de las Congregaciones romanas no es contradictoria: por una parte, desea que se trate en el SD del ejercicio del ministerio y de la rectitud de vida de los sacerdotes, porque es un aspecto muy importante de toda renovación de la vida eclesial, pero al mismo tiempo quiere evitar que los fieles no ordenados entren a debatir sobre las cuestiones estrictamente ministeriales porque eso supondría una injustificada invasión de las competencias del clero: la discusión de cuestiones estrictamente ministeriales incumbe a los Pastores196. Por lo que se refiere a las “costumbres”, téngase además presente que un debate indiscriminado puede ser ocasión de indiscreciones y poner en peligro la buena fama de los ministros, bien precioso de la Iglesia197.

Para concordar esas indicaciones de la Instrucción se podrían seguir dos vías: - La de abordar la temática ministerial desde un punto de vista objetivo, es decir no

como algo propio de los ministros sino como deberes y funciones institucionales regulados por las normas canónicas. Sin embargo, si hay aspectos “objetivables” del ministerio, tales como las modalidades y características de la administración de los sacramentos, de la predicación, de los medios de formación de los ministros, etc., las “costumbres” y ciertas dimensiones formativas son un terreno que entra de lleno en campo de lo personal y “subjetivo”.

- Restringir algunas reuniones sinodales a los clérigos, que se ocupen en exclusiva de tales cuestiones, solución que parece más adecuada. Sin perjuicio de que los debates de la “asamblea plenaria” traten de los aspectos más externos y canónicamente reglados de la función ministerial, sobre todo cuando puedan estar en juego el derecho de los fieles “a recibir

196 Esta es la línea seguida por la Santa Sede desde el Vaticano II al responder a las consultas que le formulaban las diócesis a propósito de la posible admisión de laicos: respuesta afirmativa, pero poniendo el límite de que su presencia no excediera del 50%, tanto en la comisiones como en las sesiones plenarias y que fueran excluidos de la discusión de las cuestiones reservadas a los clérigos: cfr. I. Fürer, De Synodo, p. 122. 197 A lo que aquí se dice podría replicarse que otro tanto hacen los ministros cuando debaten en torno a las costumbres del pueblo cristiano. Pensamos que se trata de cosas diferentes: por una parte, el “pueblo cristiano” es un sujeto demasiado amplio para suscitar denuncias de difamación, por otra el cuidado del bienestar espiritual de los fieles es justamente la responsabilidad de los ministros sagrados

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de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos” (can. 213).

Todavía podría objetarse que la sede más apropiada para el estudio de tales cuestiones es el Consejo presbiteral, en cuanto órgano reservado al clero y de carácter representativo. Indudablemente dicho Consejo es un escenario idóneo, pero también – y quizás mejor – puede serlo el Sínodo, que aborda dicha temática en el contexto más amplio del “bien de la diócesis” y presumiblemente de una manera más profunda.

B. LOS TEXTOS SINODALES 1. Naturaleza de los textos sinodales

El Código usa la denominación de “declaraciones y decretos” para referirse a la documentación resultante del Sínodo. La Instrucción V, 2 explica: “Con las expresiones ‘decretos’ y ‘declaraciones’, el Código contempla la posibilidad de que los textos sinodales consistan, por una parte, en auténticas normas jurídicas – que podrán denominarse ‘constituciones’ o de otro modo – o bien en indicaciones programáticas para el porvenir y, por otra parte, en afirmaciones convencidas de las verdades de la fe o moral católicas, especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia para la vida de la Iglesia particular”. A juzgar por la generalidad de las expresiones aquí utilizadas, se diría que la Instrucción intenta, más que acotar y definir los términos excluyendo posibilidades, abrazar con ellos todo tipo de decisiones que razonablemente cabe esperar de un SD.

Por consiguiente, la documentación resultante del Sínodo podrá comprender tanto textos de naturaleza magisterial-declarativa como jurídico-impositiva. Y también un género intermedio entre las normas jurídicas y los textos didácticos, que es de amplio uso en nuestros días: las “exhortaciones”, que se pueden definir como aquellas indicaciones que señalan un deber genérico, a cuyo cumplimiento se incita sin determinar medios concretos. Aunque no están dotadas de aquella concreción que las convertiría en fuentes normativas, no falta en ellas la indicación de un deber externo y de relieve social: en definitiva, no carecen de significado jurídico, pero dejan espacio a la libertad para que bien los fieles o los gobernantes escojan las maneras más adecuadas para llevarlo a la práctica198.

No parece que haya nada que objetar a esta diversidad de medios expresivos de los SD. Al cabo, quien toma las decisiones en el SD es el Obispo, y los recursos de que goza el Obispo para la guía de la comunidad cristiana son muy diversos: “Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada” (LG 27). Por consiguiente, son diversos los medios a través de los cuales se ejercita el régimen eclesiástico y no siempre los jurídico-coactivos serán los más apropiados. En el mismo sentido se manifestaba uno de los “Principios” que el Sínodo de los Obispos de 1967 definió para la reforma legislativa: “Las normas canónicas no impongan deberes, cuando las instrucciones, las exhortaciones, la persuasión y otros instrumentos, mediante los cuales de desarrolla la comunión entre los fieles, aparezcan suficientes para conseguir más fácilmente el fin de la Iglesia” (principio 3º)199. La misma Instrucción, al explicitar en el Apéndice las 198 En este sentido, cfr. P.G. Caron, Il Valore, n. 6, p. 140. Hay que advertir que el autor denomina “consejos” a los aquí llamamos “exhortaciones”, por parecernos más apropiado: las exhortaciones se refieren a un deber genérico, a cuyo cumplimiento “se exhorta”, sin determinar medios concretos; el consejo más bien tiende a señalar un medio concreto - sin imponerlo - como el más idóneo para el cumplimiento de un deber genérico. 199 Texto en Communicationes I (1969), p. 79. El mismo Card. Castillo Lara, que tan relevante papel desempeñó en la elaboración del Código, explicaba en unas declaraciones de 1983 que en Código recién aprobado se encontraban afirmaciones de carácter doctrinal y teológico, más que estrictamente jurídico, y otras de tipo exhortativo más que preceptivo y que ello respondía a un deseo de pastoralidad, que no negaba sino que

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materias encomendadas a la actividad normativa particular, precave al Obispo de un uso inmoderado de los instrumentos jurídicos: “Se ha de tener presente, no obstante, la regla de buen gobierno que aconseja ejercitar la potestad legislativa con discreción y prudencia, para no imponer por fuerza lo que se podría conseguir con el consejo y la persuasión”. Y el actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo indica un criterio de sobriedad legislativa: no imponer otras cargas que “lo que Cristo y la Iglesia prescriben y lo que es verdaderamente necesario o muy útil para resguardar los vínculos de la caridad y de la comunión” (n. 65).

Así pues, es natural que los documentos sinodales comprendan exhortaciones genéricas, recomendaciones o declaraciones de intención. Añadamos ahora que no parece conveniente limitarse a ellas, so pena de hacer depender la fuerza reguladora de tales textos del grado de compromiso, entusiasmo o buena voluntad de quienes están llamados a aplicarlos, quienes difícilmente mostrarán estas disposiciones si no han estado personalmente implicados en los trabajos sinodales200. Es preciso evitar que los documentos sinodales perezcan de muerte lenta conforme las personas que trabajaron en él – empezando por el Pastor de la Diócesis – dejen de ocupar los oficios o encargos que motivaron su participación en el SD201. De aquí que la Instrucción advierta de la necesidad de usar “fórmulas precisas” en la redacción de los documentos sinodales, evitando el “lenguaje genérico o limitarse a meras exhortaciones, lo que sería en menoscabo de su eficacia” (IV, 6). Si se quieren introducir cambios perdurables en la vida de la diócesis, es inevitable utilizar también instrumentos normativos.

En definitiva, tanto las declaraciones como los decretos tienen su lugar entre los documentos del Sínodo y se deben evitar los excesos de uno u otro signo, tanto el juridicismo denunciado en relación con los Sínodos de antaño, como el antijuridismo que diversas voces atribuyen al estilo sinodal de los últimos tiempos202. 2. Los decretos sinodales

Al emplear la expresión “decretos y declaraciones”, el Código indica que los documentos sinodales tengan, siquiera en parte, un carácter normativo o establezcan precisos deberes jurídicos: esos serán los llamados “decretos”.

La primera cuestión que nos podemos plantear afecta al mismo nombre de “decretos” que emplea el Código. El antiguo Codex usaba una vez esta denominación y la de “constituciones” para referirse a los documentos resultantes del Sínodo203, y al parecer con un

complementaba la fuerza vinculante de las normas estrictamente jurídicas (citado por Gorini, A., Dal giuridismo, p. 108). 200 “Papers don't move people”, dice A.F. Rehrauer, The Diocesan synod, p. 13, pero las normas jurídicas claras son el presupuesto de una ordenada conviviencia y organización eclesial, contando naturalmente con la obediencia de fieles y ministros. 201 Cfr. a este propósito, cfr. J.H. Provost, The Ecclesiological, 549. 202 Refiriéndose a los SD del posconcilio, advierte J.M. Martí: “Se observa que los sínodos más recientes (el autor publica en 1994) han renunciado casi por completo a producir derecho particular reservándose la tarea de trazar las líneas maestras de la pastoral diocesana; un efecto no deseado de esta evolución sería la confusión entre afirmaciones doctrinales, directivas pastorales y prescripciones normativas” (Sínodos españoles, p. 63). Por su parte, I. Fürer afirmaba en 1973 que los sínodos que siguen al Vaticano II se ocupaban de una temática muy genérica: “elaborandis regulis potius generalioribus pro actione pastorali, aedificationi Populi Dei, 'promulgationi' doctrinae et disciplinae Concilii Vaticani secundi” (De Synodo, pp. 11118-119). L.J. Jennings, en lo que respecta a los SD posconciliares de ámbito angloparlante, afirma que “pocos sínodos, de los celebrados en los últimos años, han funcionado como foro legislativo” (A Renewed, p. 340). También A. Gorini se hace eco del un “desplazamiento de tendencia desde el derecho canónico a la teología pastoral” a partir del Vaticano II, y expresa el temor de que este fenómeno reste eficacia a las conclusiones sinodales en el momento aplicativo (Dal Giuridismo, pp. 116-117). 203 Can 360, 2: “Ante Synodi sessiones Episcopus omnibus qui convocati sunt et convenerunt, decretorum schema tradendum curet”. Can 362: “... unus ipse (Episcopus) subscribit synodalibus constitutionibus...”.

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significado sinónimo, pues así eran tomadas en su tiempo204. La Instrucción aclara que, en lugar de “decretos”, pueden emplearse otras voces comunes en la tradición sinodal moderna, como “constituciones” o también “estatutos”205.

Todas estas expresiones, tomadas en su conjunto y en su carácter permutable, indican que los decretos consisten en decisiones de alcance general o destinatario genérico, que podemos entender incluidas en la categoría de “decretos generales”, que “son propiamente leyes” (can. 29). También parece sostenerlo la afirmación, presente en la tradición sinodal y en el Código actual, de que el Obispo es “legislator in synodo”. Los redactores del Código parecen asumir que la actividad legislativa es (o sigue siendo) función importante del SD, seguramente con el propósito de poner un dique a la excesiva deriva pastoralista de los últimos decenios206. Esta interpretación del carácter normativo de los decretos sinodales encontraría un ulterior refrendo en el nuevo Directorio para el ministerio pastoral del Obispo, donde afirma: “El Sínodo diocesano es el instrumento por excelencia para prestar ayuda al Obispo en la determinación del ordenamiento canónico de la Iglesia diocesana” (n. 67). No sería óbice al respecto el hecho de que el Código haya escogido la denominación “decreto” sin adjetivos, que usa sobre todo para los actos gubernativos singulares, pues también la emplea – como se hacía en el pasado – para los actos de carácter legislativo del Concilio ecuménico y del Colegio Episcopal (can. 341).

Hechas estas precisiones, nos preguntamos: ¿cabe como hipótesis que, entre los “decretos sinodales” se incluyan también “decisiones o provisiones” sinodales hechas “para un caso particular”, es decir los decretos singulares contemplados en los cans. 48 y ss.?

Si atendemos a la historia moderna del Sínodo que recoge el De Synodo dioecesana de Lambertini, las constituciones sinodales eran, en principio, leyes diocesanas en sentido moderno, en el sentido de que “non unam, aut alteram personam, sed universam respiciant dioecesim” 207. Sin embargo, el antiguo Derecho no distinguía de manera tajante entre las leyes generales y ciertas decisiones singulares si eran producidos por el Legislador, y tendía a incluir ambos en la esfera de ejercicio de la potestad legislativa, por lo que no existían grandes dificultades en comprender bajo el título de constituciones sinodales actos de diversa especie208. No se oculta, por otra parte, que también hoy día la distinción entre provisiones “para un caso particular” y “prescripciones comunes para la comunidad”, si resulta clara en general y en abstracto, puede no serlo tanto en algunos supuestos particulares: pongamos por caso la erección de una parroquia personal para un cierto colectivo de fieles o la creación de un oficio canónico particular de la Diócesis.

204 Cfr. D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. I, III. 205 En cambio, según P. Lambertini, De Synodo Lib. I, cap. III, III, debe evitarse la denominación cánones: “ut canonis nomine sola denotentur constituciones, quae universae obstringunt Ecclesiae, quales illae sunt, quae aut Conciliis generalibus aut a Summo Pontifice promanant”. 206 Cfr. Communicationes 12 (1980), 315. 207 P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. V, XII, refiriéndose a la denominación constitutiones. 208 Como es sabido, el Código actual (can. 135, 1) establece la distinción de funciones en legislativa, judicial y administrativa (o ejecutiva), que ha tomado en préstamo del derecho constitucional moderno, porque de algún modo hacer valer el principio de legalidad y el control jurisdiccional de los actos administrativos. La distinción, no es debida, por tanto, a una supuesta exigencia teórica de separación de poderes, pues los oficios capitales (Papa y Obispos) concentran en sí, íntegras, todas las funciones de gobierno, y pueden realizar actos de cualquier especie.

El antiguo Sínodo podía comprender entre sus constituciones medidas de gobierno de difícil calificación, como lo prueban diversas respuestas de las Congregaciones romanas, recogidas por D. Bouix en su Tractatus de Episcopo, Sect. I., cap. XVI, al exigir que para ciertos actos, como alienaciones, erección de parroquias, peticiones de subsidios, supresión de beneficios y otras, fueran observados los requisitos que la ley imponía, sobre todo en relación con el consejo o consentimiento del Cabildo, sin por ello excluir tales asuntos de las constituciones sinodales.

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En todo caso, hay que advertir que la inclusión de decisiones singulares de gobierno entre los decretos sinodales no estaría exenta de dificultades, debidas al derecho aplicable a los decretos singulares: entre otras, la necesidad de oír “en la medida de lo posible” a aquellos cuyos derechos puedan resultar lesionados (can. 50), y aún de los demás afectados209, y la observancia de los requisitos que la ley general impone a cierto tipo de providencias: licencia para enajenaciones, pedir separadamente el consejo o el consentimiento de los órganos diocesanos para algunas decisiones importantes (lo que debería hacerse previamente al Sínodo, para salvaguarda de la libertad de los organismos consultores), etc.210. A ello se ha de añadir que el régimen de los recursos contra los decretos y actos administrativos singulares (cans. 1732 y ss.) es diferente del procedimiento para la impugnación de las leyes particulares, que sería en principio el adecuado contra una “constitución” sinodal y del que luego trataremos. Por todo ello, pienso que el Sínodo – o, con más propiedad, el Obispo en el Sínodo – debería abstenerse de emitir providencias concretas, y contentarse con anunciar entonces la intención de hacerlo y dejar su puesta en práctica para cuando el Sínodo haya concluido.

Volvamos, pues, al significado normativo de los decretos sinodales. Con una primera consideración general ya adelantada en la introducción a este trabajo, pero en la que ahora quisiéramos abundar: para lograr la pacífica aceptación de la dimensión normativa o legislativa del SD es preciso evitar el espejismo de contraponer “lo pastoral” y lo “jurídico”, la caridad y el derecho, ya que son dos aspectos de una misma realidad. Las normas jurídicas no son una cortapisa arbitraria, sino traducción de la experiencia gubernativa eclesial, pues el derecho canónico ha nacido y se ha desarrollado como respuesta a las necesidades organizativas del Pueblo de Dios, de manera que “también la justicia y el estricto derecho (...) son exigidos en la Iglesia para el bien de las almas y son, por tanto, realidades intrínsecamente pastorales”211. De otra parte, el gobierno pastoral no debe ser arbitrario, sino observante de las normas establecidas, “ya que las leyes canónicas en la sociedad eclesial están al servicio de un orden justo, donde el amor, la gracia y los carismas pueden desarrollarse armoniosamente”212. Finalmente, hay que tener presente que, si hay un cuerpo normativo que se caracterice por la sensibilidad a las circunstancias personales ése es el canónico, cuyo supremo principio, a que todo otro criterio eclesial se somete, no es la observancia literal de la norma, sino la salus animarum: mientras los ordenamientos estatales modernos tienen una notable rigidez formal, por exigencias de la llamada “seguridad jurídica”213, es nota del canónico la “elasticidad”, que se expresa en institutos tales como la dispensa, la epiqueya, etc., por los cuales el gobernante o el juez pueden prescindir en un caso particular de la letra de la ley por motivos de justicia o de equidad (“justa causa”).

Son muchos los temas susceptibles de regulación jurídica sinodal y abarcan el ejercicio de los tria munera Ecclesiae: la organización diocesana, la predicación, la catequesis de los sacramentos, la formación cristiana en las escuelas y de los profesores de religión; la 209 Cfr. J. Mira, Comentario exegético, vol I., al can. 50, sostiene, con buenos argumentos, la conveniencia de interpretar tanto la cláusula “en la medida de lo posible” como la noción de “aquellos cuyos derechos puedan resultar lesionados” en los términos más beneficiosos para los administrados, de manera que se de audiencia a todos los posibles afectados por la medida. 210 El mismo problema se planteaba en el derecho histórico moderno, como se señala en la nota 210. 211 Juan Pablo II, discurso del 24-I-2003. Cfr. el comentario profundo a este discurso de Rincón-Pérez, T., Sobre el carácter pastoral del Derecho de la Iglesia, en Ius Canonicum XLVII, 94 (2007), pp. 403-413. 212 Directorio para el ministerio pastoral del Obispo (n.v. de 2004), n. 65. 213 La “seguridad jurídica” es un valor muy estimado en el derecho moderno. Entre sus muchas manifestaciones, se cuentan la igualdad estricta de todos ante unas mismas leyes claramente formuladas, de manera que todos sepan a qué atenerse (campo normativo), y la gran importancia que cobra la forma como elemento constitutivo de los actos jurídicos, para garantizar la certidumbre en las relaciones jurídicas (campo negocial). Sin preterir tales valores abstractos, el ordenamiento canónico es muy sensible a la justicia real y concreta y a la valoración de la intención para la eficacia de los actos.

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colaboración de los laicos en las actividades ministeriales, los lugares de culto (construcción, conservación y dotación de las Iglesias, régimen de los cementerios, horarios de apertura de los templos, imágenes sagradas, cultura y turismo en las iglesias), los actos de culto (horarios de confesiones, disponibilidad para los sacramentos, bodas, funerales, bautismos, música sagrada); santuarios, piedad popular, cofradías; la administración económica de la diócesis, y un largo etcétera de asuntos de la mayor actualidad. El Apéndice de la Instrucción hace un elenco exhaustivo de las materias que el Código encomienda expresamente a la normativa particular.

En su tarea de proposición normativa, el Sínodo ha de estar atento a observar el principio de legalidad. Al respecto, la Instrucción declara: “Sería jurídicamente inválido un eventual decreto sinodal contrario al derecho superior, a saber: la legislación universal de la Iglesia, los decretos generales de los concilios particulares y de la Conferencia Episcopal y los de la reunión de los Obispos de la provincia eclesiástica, en los términos de su competencia” (V, 4). Este texto parece tener una finalidad pedagógica, la de explicar qué se entiende por “derecho superior” o “de rango superior” según el can. 135, 2 al que expresamente remite214. Debe admitirse que aquí la Instrucción ha hecho una lectura algo restrictiva del precepto codicial: al decir “derecho superior”, el Código parece incluir no solamente la “legislación” superior, es decir las normas que son formalmente “leyes canónicas” por proceder del Legislador superior, sino también los decretos generales e instrucciones de la Curia romana que se insertan en la categoría de los actos administrativos (como es el caso, por cierto, de la propia Instrucción para los SD) 215, a lo que habría que sumar los privilegios concedidos por la Sede Apostólica (can. 79). 3. El estilo redaccional de los decretos

Sobre la manera de expresarse en la redacción de los decretos, algunas consideraciones pueden hacerse: - Como consecuencia de la “pastoralidad” que es intrínseca a la labor normativa canónica, es conveniente que las normas no se redacten de una manera seca y descarnada, sino acompañadas de una justificación previa o “exposición de motivos”, que ponga de manifiesto su necesidad y los criterios seguidos para su elaboración. De esta manera, los ministros y fieles no solamente serán impelidos a ponerlas en práctica por un deber de obediencia, sino convencidos en su fuero íntimo de la conveniencia de esa línea de actuación216.

214 Can. 135, 2: “La potestad legislativa se ha de ejercer del modo prescrito por el derecho, y no puede delegarse válidamente aquella que tiene el legislador inferior a la autoridad suprema, a no ser que el derecho disponga explícitamente otra cosa; tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria al derecho de rango superior”. 215 Cfr. Javier Otaduy, La Prevalencia, p. 477, que cita a E. Labandeira, (Tratado de Derecho Administrativo canónico, Pamplona 1988, p. 374): “sea cual sea el rango formal del ‘derecho’ superior (por ejemplo, aunque se trate de una norma general administrativa) prevalece sobre el derecho inferior de mayor categoría formal (una ‘ley’ diocesana o sinodal, por ejemplo)”. Pero precisa con finura el mismo Otaduy (ibidem p. 479): “Esta línea de subordinación (la establecida en el can. 135, 2) no puede llevarnos a pensar que el derecho particular constituya un fenómeno jurídico esencialmente subordinado o dependiente, como si encontrara su fundamento o su fuerza de obligar en el derecho universal que lo sustenta o le otorga su legitimidad originaria (...). La subordinación de la que hablamos no es por lo tanto una subordinación absoluta; es relacional: opera precisamente en la medida en que el derecho particular entra en relación con el derecho universal. Se trata de un régimen técnico (aunque no meramente técnico, porque responde al ejercicio jurídico del ministerio petrino) para la coherencia normativa del ordenamiento canónico”. 216 S. Ferrari cita unas palabras recogidas en el Sínodo 46º de la Diócesis de Milán, que expresaban el deseo de que las normas canónicas fueran “no solamente enunciadas en su valor imperativo, sino también penetradas en su fuerza persuasiva, mediante la indicación de los motivos que son su razón de ser y de los fines que con ellas se quieren alcanzar, en modo tal de solicitar una obediencia iluminada y corresponsable” (Diritto canonico, p. 509).

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- Sin embargo, se ha de tener presente que “el Legislador, en cuanto tal, decide, no enseña”217. Los redactores de las normas canónicas deben usar el lenguaje que es propio del derecho, que se caracteriza – advierte el Directorio para el ministerio pastoral del Obispo – por la “precisión y rigor técnico-jurídico, evitando las contradicciones, las repeticiones inútiles o la multiplicación de disposiciones sobre una misma materia”; atendiendo también “a la necesaria claridad, a fin de que sea evidente la naturaleza obligatoria u orientativa de las normas y se conozca con certeza cuáles conductas están prescritas o prohibidas”218. - Parece importante matizar que la precisión que ha de buscarse es la propia de un documento jurídico, que no es la misma que de uno teológico-dogmático. Pensamos que se ha de tener presente esta diferencia para evitar que los textos que están destinados a ordenar la vida eclesiástica o a prescribir conductas externas – es decir los normativos – sean redactados con una preocupación estilística que le es ajena, y para distinguir con claridad entre las prescripciones normativas del SD y las meras directivas pastorales y otras declaraciones219.

Documentos doctrinales, indicaciones programáticas y normas jurídicas son cosas muy distintas, y la palabra escrita asume significados diferentes en el ámbito teológico-dogmático y en el jurídico. Un texto magisterial remite siempre a la Revelación, de la que quiere ser cauce y explicación; en él, las palabras tienen una importancia capital, pues ellas remiten a una Verdad trascendente y – en cuanto procedente de Dios mismo – siempre susceptible de ulteriores comprensiones. En la ley humana, en cambio, las palabras son meros vehículos de una mente y una voluntad (una razón imperativa o una voluntad razonable), que se proyecta sobre necesidades históricas de la vida social: en este sentido, la ley es un “producto” humano220. Se podría decir que la vinculación del significante (palabras, texto) con el significado es más estrecho en el mundo teológico-dogmático que en el jurídico: mientras que en aquel la precisión consiste en explicar adecuadamente la Palabra de Dios; el legislador humano se mueve en la esfera de lo prudencial y, para él, la precisión consiste en explicar bien lo que él mismo pretende.

La idea de “interpretación” también asume significados diferentes en la esfera teológico-dogmática y en la jurídica: la interpretación teológica parte de la Palabra revelada y se esfuerza por obtener una mejor comprensión de su significado y, a su luz, juzgar la realidad: “Para la teología, el punto de partida y la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la

217 P. Lombardía, Norma jurídica, p. 76. 218 Núm. 67. A propósito de la necesidad de emplear un lenguaje preciso cuando se trata de redactar normas canónicas, advierte el Card. Pericle Felici, Norma giuridica e “Pastorale”, p. 21: “Ius canonicum suam habet scientiam et propriam dicendi formam, quae si neglegatur haud facile verborum vim significationemque intellegas. Ut exemplum afferam quod nostrum respicit laborem (ego fui Secretarius Generalis Concilii: non potestis me accusare de parco amore erga Concilum...), Concilium Vaticanum Secundum, quod indolem pastoralem prae se ferre visum est, de multis rebus disseruit gravis quidem ponderis et plura disciplinae capita vel statuit vel indicavit. Sed modus loquendi Concilii non semper aptus invenitur qui normas canonicas pro sua indole exprimere valeat (alius erat scopus Concilii, alia itaque dicendi forma adhibenda erat)”. Por su parte, advierte J. Beyer, De Synodo, p. 402: “La experiencia demuestra que los decretos sinodales (es decir, los textos de naturaleza directiva y preceptiva) tienen tanta mayor fuerza cuanto menor es su número y más incisivo y completo su contenido (...). Se ha de advertir tempestivamente a los sinodales que, en orden a su mayor eficacia, los textos no sean demasiado largos”. También J.P Durand, Un Regain, p. 593, recoge la dificultad de traducir las buenas intenciones (“voeux pieux”) en proposiciones operativas. 219 J.M. Martí, Sínodos españoles, p. 63 denuncia la necesidad de esta distinción en los documentos sinodales contemporáneos de España. 220 En la Enc. Caritas in veritate de Benedicto XVI se encuentra una expresión que tiene pleno sentido en el discurso teológico: la verdad “se encuentra o, mejor aún, se recibe” (n. 34). El discurso jurídico, en cambio, no distingue solamente lo verdadero y lo falso, sino que cuenta también con los criterios de mayor o menor conveniencia, oportunidad, etc. En ese sentido, la norma positiva sí es, hasta cierto punto, un “producto humano”.

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inteligencia de ésta, profundizada a través de las generaciones”221. La interpretación de la norma jurídica es una operación intrínsecamente ligada a la aplicación: el receptor de la norma naturalmente debe comprender el significado del texto, pero su disposición no es propiamente la de aprender, sino la de aplicar y, para ello, de interpretar. La interpretación de las normas no consiste en una operación de simple intelección del texto sino de penetración del sentido “al que apuntan” y de cotejo práctico con la vida: el intérprete se interroga sobre la mens legislatoris, aventurándose incluso allende el texto, con un espíritu de obediencia, en la búsqueda de un criterio de justicia que sea conforme con el fin a que apunta la norma o el conjunto de ellas. De esta manera, la realidad no solamente es juzgada por la norma, sino que hasta cierto punto juzga la norma222.

Estas consideraciones tienen su corolario práctico: cuando el Sínodo se proponga elaborar textos de carácter jurídico, organizativo o programático, las discusiones sinodales deben versar más sobre la sustancia de la norma, de la indicación o de la orientación que sobre las palabras que se empleen, aunque no se ha de descuidar, en un segundo momento, la precisión en el modo de expresarlas, de manera que “omnem excludant ambiguitatem, conditorisque mentem, ac voluntatem subditis perspicue exhibeant” 223. 4. El patrimonio jurídico local

Instrucción I, 3: “... el sínodo contribuye también a configurar la fisonomía pastoral de la Iglesia particular, dando continuidad a su peculiar tradición litúrgica, espiritual y canónica. El patrimonio jurídico local y las orientaciones que han guiado el gobierno pastoral son en el sínodo objeto de cuidadoso estudio, al fin de poner al día o restablecer el vigor de cuanto lo requiera, de colmar eventuales lagunas normativas, de verificar la consecución de los objetivos pastorales antaño formulados y de proponer, con la ayuda de la gracia divina, nuevas orientaciones”.

Este párrafo es un reclamo a la continuidad de la tradición jurídica local y precave de tentaciones innovadoras donde no haya lugar, de manera consonante con la “sobriedad normativa” a que antes aludimos224. Se refiere, además, con respeto a la existencia de un “patrimonio jurídico” propio de la Diócesis: podríamos decir que a estas palabras subyace una visión de la comunidad eclesial como una realidad que precede a los Pastores que en un determinado momento histórico la gobiernan, los cuales ejercen su potestad “en ella” pero no “sobre ella”. El orden eclesial está esencialmente fijado por su Fundador, pero se encarna de muy diversa manera en los distintos ámbitos humanos, dando lugar a un peculiar “patrimonio jurídico y pastoral” que conforma la identidad misma de la Diócesis en cuanto persona moral. Ello hace que: “...las legítimas tradiciones existentes en las Iglesias particulares no puedan ser modificadas por el titular de la potestas o tengan, al menos, un especial control a través de las exigencias de consentimiento o de consulta previa de ciertos órganos de la misma Iglesia

221 Enc. Fides et Ratio, n. 73. 222 Sobre las diversas cuestiones que suscita el conocimiento del derecho, la interrelación norma – realidad social y la interpretación de la ley canónica, vid. los diversos trabajos publicados en Ius Canonicum, XXXV, n. 70, 1995. 223 P. Lambertini, De Synodo, Lib. VI, cap. II, III. No sin ironía añade al final de este pasaje: “alias multas invenimus Synodos, longo, et asiatico, ut vocant, elucubratas stilo; qui utique rudiorum captui videtur magis accomodatus”. 224 P. Lambertini, De Synodo, Lib. VI, cap. I, II, advierte: “non enim necesse est, ut in qualibet Synodo novae semper condantur leges, sed quamdoque expedit antiquas tantum instaurare, earumque insistere observationi”. Cita a continuación el caso de un Obispo tarraconense que en el Sínodo celebrado en 1423 decidió “nihil de novo, praeter unum inferius descriptum ad praesens (statuere); sed potius... ipsa statuta dictorum Praedecessorum nostrorum... et alia, quae de iure procedunt... laudamus, et approbamus, ipsaque, iuxta forum formas, et tenores, volumus, et precipimus, a subditis nostris inviolabiliter observari”. Entonces estaba vigente la norma de la celebración anual del SD, lo que a primera vista justifica ampliamente este criterio, pero recuérdese que tal norma no era observada.

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particular, que garantiza así la adecuada actividad del poder”225, como ocurre justamente en el SD. Estas consideraciones son plenamente conformes con la moderna acentuación de la importancia de lo jurídico local, que es necesaria consecuencia del “redescubrimiento” de la Iglesia particular226.

Sin embargo, tales aspiraciones tropiezan en el presente con dificultades no pequeñas: las constituciones sinodales han constituido a lo largo de los siglos la fuente principal de producción del derecho particular227, por lo que la accidentada historia de los Sínodos no puede sino reflejarse en la escasez y discontinuidad del derecho histórico diocesano. Además, aún en la hipótesis de que existiera un corpus normativo tradicional de la diócesis, difícilmente podría encontrarse el nexo entre tales normas y la situación creada por el actual Código de Derecho Canónico: ¿Qué puede haber de permanente en unas normas diocesanas caracterizadas por una fuerte intencionalidad “aplicativa” (sobre todo las promulgadas en ejecución del Codex de 1917), elaboradas en un escenario legislativo universal ya derogado por efecto del Vaticano II y del vigente Código? Pensamos que muy poco, aunque siempre podrá enuclearse un cierto “espíritu” o ciertas tendencias subyacentes que respondan a las necesidades permanentes de la diócesis. Sí podrán encontrarse, en cambio, casos incluso numerosos de costumbres locales o de usos inveterados (seguramente en el ámbito rural y en la piedad popular: santuarios, cofradías, procesiones, etc.), que unas veces convendrá confirmar y otras rectificar, o bien simplemente dejar como están – una vez asegurada su concordancia con la disciplina eclesial – sin cambiar su estatuto jurídico consuetudinario.

Volviendo ahora la atención a la situación de la hora presente y del previsible futuro, las perspectivas de desarrollo de un cuerpo normativo particular de cada diócesis no parecen más halagüeñas: llama la atención la paradoja de que, al tiempo que se desarrolla la mencionada línea teórico-teológica que privilegia lo particular, las circunstancias sociales tienden a una mayor comunicación entre las comunidades humanas, a la uniformación de las condiciones de vida, a la semejanza de situaciones y dificultades: en suma, a la “globalización eclesial” (venia verbi). Paralelamente, a raíz de la toma de conciencia de la colegialidad episcopal, han cobrado impulso los encuentros de Pastores a todos los niveles, lo que propicia el intercambio de información y de soluciones para unos problemas ampliamente compartidos, a lo que cabe añadir la labor tanto de la Curia Romana como de las Conferencias y otros organismos episcopales en su empeño por ilustrar y aplicar el Concilio y el Código a las diversas situaciones del presente. El resultado inevitable de este proceso complejo es una acentuada homogeneización de los problemas y de las soluciones. Con tal premisa, cabe preguntarse si podemos hablar de “peculiaridades” locales que reclaman soluciones propias y si las citadas palabras de la Instrucción pueden considerarse algo más que un pium desiderium.

En todo caso, parece clara la intención de la Instrucción de favorecer en lo posible el acervo cultural de la Iglesia particular, “lo que no puede hacerse si cada diócesis no conoce mejor su propia identidad. Este conocimiento supone y exige investigaciones históricas, reflejo de su tradición espiritual y apostólica”228. Junto a ello, no ha de faltar una ponderada evaluación de las modernas leyes y normativas diocesanas, sobre todo de significado organizativo, que pueden ofrecer un amplio campo a la reflexión sinodal.

225 Juan Calvo, Naturaleza del votum, pp. 763-4. 226 Cfr. L. De Echeverría, El Derecho Particular, n.13. 227 Cfr. S. Ferrari, Diritto Canonico, p. 504 228 J. Beyer, De Synodo, p. 409.

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5. Las “declaraciones” sinodales Por “declaraciones”, entiende la Instrucción (V, 2): “afirmaciones convencidas de las

verdades de la fe o moral católicas, especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia para la vida de la Iglesia particular”. Consisten, por tanto en proposiciones que se mueven en ámbito del “munus docendi”, a diferencia de los “decretos”, que pertenecen al ámbito del “munus regendi”.

El ejercicio de cada uno de tales “munera” en el ámbito de la Iglesia particular es bien diferente: los actos de régimen son de suyo innovadores del ordenamiento jurídico local, mientras que el ejercicio de la función de enseñar es esencialmente declarativo de la doctrina común y católica. Se entiende bien, por tanto, el sesgo “conservador” que adopta este párrafo de la Instrucción y de la misma expresión “declaraciones” usada para referirse a los pronunciamientos doctrinales229.

Es natural, por tanto, que la Instrucción establezca en otro lugar (IV, 4): “Teniendo presente el vínculo que une la Iglesia particular y su Pastor con la Iglesia universal y el Romano Pontífice, el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones – planteadas quizá con la pretensión de trasmitir a la Santa Sede ‘votos’ al respecto – que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio...”. Eso no sería ejercicio de la libertad de discusión reconocida en el can. 465, pues, cuando estamos en el ámbito de lo magisterial, dicha libertad se refiere a la conveniencia de proponer y enseñar este o aquel punto doctrinal y de los medios más adecuados al efecto, no de modificarlo230. Podría objetarse a este punto, que es doctrina común que el Espíritu Santo asiste no solamente a los Pastores in docendo, sino a todos los fieles in credendo, y que en ocasiones señaladas se ha consultado a los fieles, aunque fuera indirectamente, sobre la proposición de una verdad de fe231. Pero sería un grave dislate confundir el sensus fidei con la “opinión pública” o con una formulación de la doctrina católica obtenida mediante consenso social: el sensus fidei se ejercita sub ductu sacri magisterii (LG 12), de donde toma el punto de partida; y el Magisterio jerárquico se apoya en la fe del pueblo de Dios como “voz de la Tradición”, según la conocida expresión de J.H. Newman.

Algunos quisieran ver reflejado en el SD el espíritu que suponen al Concilio Vaticano II, cifrado en una “búsqueda animada por el Espíritu”. Pero si esta idea motriz requiere matices en cuanto aplicada a los debates conciliares (no olvidemos que fue convocado por Juan XXIII para adaptar la proposición de la verdad perenne a los nuevos tiempos, una tarea de lenguaje más que de contenido), más aún los necesita en cuanto referida al SD, donde la “búsqueda” o los “descubrimientos” no puede extenderse al ámbito doctrinal y más bien se limita a los medios más aptos dentro de la doctrina y la disciplina general. Si es lícito inquirir “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2, 7), no podemos olvidar las promesas de asistencia de Cristo a Pedro y a los Apóstoles y, en ellos, a sus sucesores (cfr. Mt 16, 18-19; 18, 18; Jn 20,21; 21, 15-17). No estamos en el eon fundacional de la Iglesia, sino de comunicación de la buena nueva y de la doctrina católica a los cuatro puntos cardinales.

Otros postulan que del SD emerja un cierto cuerpo de enseñanzas doctrinales que puedan ser usadas como recursos pedagógicos o catequéticos en la diócesis. Nada hay que objetar a esta postura, salvo que quizás adolece de falta de realismo. Los documentos Conciliares, el Catecismo de la Iglesia Católica, el Magisterio Pontificio contemporáneo 229 P. Lambertini, De Synodo dedica el entero libro VII, con sus 16 capítulos al tema « De cavendis quoad quaestiones nondum definitas » en la argumentación de las constituciones sinodales, aportando numerosos ejemplos de su tiempo. 230 T. Pieronek afirma: “En la norma del can. 465 no se da el consentimiento a la consulta, por parte del sínodo diocesano, de las cuestiones pastorales de la Iglesia universal, y tanto menos de aquellas ligadas al contenido de la fe, de la moral cristiana y de la disciplina eclesiástica común. Estos temas pueden ser objeto de la catequesis sinodal, pero no pueden ser puestas en discusión o sometidas a una votación” (La Dimensione, p. 399). 231 Como en el conocido caso de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción.

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(constituciones, encíclicas pontificias, exhortaciones postsinodales, etc.), los documentos de la Curia romana, los diversos documentos elaborados por las Conferencias Episcopales, el material pedagógico y catequético de edición tanto pública como privada que tratan de difundir todo lo anterior: en suma, la abundante documentación que tanto ha enriquecido la doctrina católica en este mundo nuestro caracterizado por la universalización de los problemas pastorales, y que hace casi ilusoria la tentativa de unas declaraciones que sienten una “doctrina propia” para su difusión en la diócesis.

Así, pues, el SD está llamado a enseñar y recordar la doctrina teológica y moral de la Iglesia, también en forma de juicio sobre determinadas situaciones que se viven o padecen en la diócesis y modos de comportamiento comunes en ese ámbito humano232, guiando de esta manera la conciencia de los fieles “especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia para la vida de la Iglesia particular”, como reza el pasaje de la Instrucción citado al inicio de este epígrafe.

C. LA LABOR DE PRODUCCIÓN CANÓNICA EN EL SD En este apartado nos proponemos comentar con algún detenimiento algunas orientaciones de la Instrucción que señalan el camino a seguir en el SD cuando se trata de elaborar los “decretos”. 1. ¿SD “aplicador” o SD “innovador”?

Tradicionalmente los Sínodos han sido contemplados como un medio de aplicar las leyes superiores. En palabras del Decreto de Graciano, estaban orientados “a la exhortación y la corrección”, pues, “aunque no tienen fuerza constitutiva, tiene sin embargo autoridad de imponer y declarar lo que en otros lugares está estatuido”233. Además, el Sínodo era puesto en relación de dependencia institucional de los Concilios provinciales, a la manera de último eslabón de una cadena normativa: las grandes innovaciones universales eran recibidas y aplicadas en los Concilios particulares y éstos, a su vez, en los Sínodos: así lo testimonian las Decretales de Gregorio IX, donde afirman que los SD “hagan observar las cosas que los Obispos en los Concilios provinciales hubieran estatuido; lo cual habrá de ser publicado en los sínodos que han de celebrarse anualmente en cada diócesis”234. Ya en época moderna, el impulso para la celebración de los SD no suele proceder de la Diócesis y de sus necesidades internas, sino más bien de la necesidad de adecuar la normativa diocesana a los grandes cambios disciplinares de la Iglesia universal: los Concilios Ecuménicos (Trento y los dos Vaticanos) y la promulgación del primer Código de Derecho Canónico. Hay que matizar, sin embargo, que algunas fuentes documentales importantes y más próximas a nuestros días, como el De Synodo dioecesana de P. Lambertini y la Enc. Singulari quidem de Pío IX (1856), 232 Can. 747, 2.: “compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas”. 233 Decreto C. 16, D. XVIII: aunque referido a los Concilios Provinciales, Gasparri lo elencaba entre las fuentes de los cánones relativos al SD: “Sunt enim necessaria episcoporum concilia ad exortationem et correctionem, quae etsi non habent vim constituendi, habent tamen auctoritatem imponendi et indicendi, quod alias statutum est et generaliter seu specialiter observari preceptum”. Esto mismo refleja otra de las fuentes: León X en el Conc. de Letrán V, Const. Regimini universalis (4 mayo 1515): “...pro morum correctione, et controversiarum decisione, et determinatione, ac mandatorum Domini observatione, (Episcopi) fieri debere Concilium Provinciale, ac Synodum Episcopalem, ut depravata corrigerentur, et ita facere negligentes, Canonicis poenis subiacerent”. 234 Lib. V, Tit. 1, cap. 25, invocado por Gasparri como fuente del can. 356 del Codex de 1917. La misma orientación sigue otra de las fuentes: Pio IX, Enc. Cum Nuper, 20-I-1858. Cfr. L.J. Jennings, A Renewed, pp. 322-325.

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respiran un aire distinto, más atento a la búsqueda directa de soluciones para los problemas diocesanos, y sostienen decididamente – contra lo que el texto citado de Graciano parecía afirmar – que el Obispo diocesano tiene verdadera potestad legislativa, sentencia que ya en su tiempo era comúnmente admitida 235.

Seguramente, esta acentuada dependencia respecto de las instancias superiores de gobierno eclesial que se verifica en la historia moderna del SD, puede ponerse en relación con una cuestión más amplia: la de entender que la potestad episcopal tenía su origen en la Pontificia, de la que derivaba por vía de missio canonica. Doctrina que encuentra un correlato magisterial en la en C. D. Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I, al establecer las relaciones primado-episcopado sobre la base de la potestad pontificia “plenam, supremam, ordinariam et immediatam in universam Ecclesiam”, añadiendo que se trata de una potestad “vere episcopalis”236. Además, durante los decenios que siguen a la promulgación del primer Codex, se constata en los Sínodos diocesanos un ambiente de obsequiosa acogida del derecho universal y rígida asunción de sus normas237.

Como es sabido, el Vaticano II se propuso completar el magisterio del anterior Concilio – interrumpido por las circunstancia políticas – centrándose en el significado de la Colegialidad episcopal y de la dimensión particular de la Iglesia. Como resultado, el oficio episcopal ya no es presentado como vicario del Papa, sino “de Cristo”, es decir un munus original en la Iglesia, y no derivado de otro (el pontificio). Esto comportó el necesario corolario jurídico que aparece consagrado en CD 8, reproducido casi al pie de la letra por el can. 381: “al Obispo diocesano compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral, exceptuadas aquellas causas que por el derecho o por decreto del Sumo Pontífice se reserven a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica”.

De esta manera, la cuestión de las relaciones entre lo jurídico-local y lo jurídico-universal tendría un primer encuadre en el marco de las relaciones entre dos polos de la potestad eclesiástica: el Romano Pontífice y el Obispo local. En tiempos recientes, a este marco se ha añadido otro algo diferente y de no menor importancia: el de las relaciones entre Iglesia Universal e Iglesias particulares. Pero al cambiar los términos de relación, que no serían ya personas u oficios, sino comunidades (Universal-particular), se hace necesario acudir a un orden conceptual distinto del tradicional, labor ésta que se ha desarrollado en el terreno de la teología, gracias al Magisterio romano reciente, pero que en lo canónico parece haber tropezado con mayores dificultades conceptuales, quizá por la inexistencia de

235 El De Synodo Dioecesana manifiesta este espíritu en diversos pasajes. Valga por todos Lib. VI, cap. I: “Rem nedum difficilem, sed plane impossibilem aggrederemur, si in animo nobis esset, cuncta singillatim exponere, quae in Synodo dioecesana constitui possint”. Por lo que se refiere a la potestad legislativa del Obispo y en contra de lo sentado por Graciano, cfr. Lib. XIII, cap. IV, III. Pio IX se dirige a los Obispos austríacos en la Enc. Singulari quidem, 17-III-1856 en los siguientes términos: “Nec dissimilem diligentiam impendite in Dioecesanis Synodis iuxta sacrorum Canonum normam celebrandis ea praecipue statuentes, quae ad maius cuiusque vestrae Dioecesis bonum spectare pro vestra prudentia duxeritis”. 236 Cfr. J.I. Arrieta, Primado, pp. 61 ss. Como se sabe, el Concilio no pudo prolongar sus trabajos en relación con el episcopado y la cosa quedó ahí. 237 S. Ferrari afirma que el patrón de los SD preconciliares de los tiempos modernos “es único, inspirado en una eclesiología de sello jurídico que exalta el momento jerárquico de la comunidad cristiana” (I Sinodi diocesani, p. 718). Añade después que en ellos se daba una “marcada tendencia a importar y aplicar a nivel local las directivas provenientes del centro”, de manera que la realidad socio-religiosa diocesana no se capta en tales SD, sino sólo “por medio de una atenta lectura entre líneas (in filigrana) de constituciones ampliamente uniformes”. El mismo autor, en otro trabajo (Diritto canonico, p. 507), certifica que, tras la promulgación del primer Codex, la legislación sinodal tiende a convertirse en una repetición literal (“pedissequa ripetizione”) de las norma codiciales, al punto de perder casi por entero su utilidad. Cfr. también, entre otros, D.M. Ross, The Diocesan synod, p. 563.

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categorías adecuadas en el común acervo jurídico para dar cuenta de este aspecto del misterio de la Iglesia238.

En un esbozo sin pretensiones, podemos decir que, así como la misma Iglesia está compuesta de “Iglesias particulares”, el Derecho Canónico es uno y diverso: hay un Derecho universal y también Derechos particulares. Y así como las Iglesias particulares son algo más que simples partes homogéneas de la Iglesia universal239, el Derecho particular no consiste en la mera “aplicación” del universal, sino que tiene su propia justificación. Es más, el ejercicio de la potestad del Papa y de los oficios centrales de la Iglesia debe guiarse, en líneas generales, por el principio de “subsidiariedad”, de manera que sea el órgano capital de la Iglesia particular el que tome la iniciativa en el gobierno de la comunidad que le está encomendada, dentro del marco general de la legislación canónica universal240.

Lo anterior no significa, naturalmente, que el SD no se deba ocupar además de la aplicación de las normas y orientaciones provenientes de una instancia superior, pues los Obispos son también custodes sacrarum regularum (Benedicto XIV), y tienen la responsabilidad de “promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia” (LG, n. 23). Esta exigencia de “aplicación” de las normas universales en la realidad concreta de la diócesis tiene además una fundamentación eclesiológica bien precisa que va más allá del común principio de obediencia jerárquica: “El derecho universal no es una magnitud ajena y limitadora de las Iglesias particulares, sino constitutiva de su esencia y de su eficacia operativa; desde el punto de vista jurídico, el derecho universal forma parte del ‘inest et operatur’ de la Iglesia universal en las Iglesias particulares”241. De tal manera que “la competencia sobre la constitución y revocación de la norma universal es cosa del ministerio petrino; pero (...) la competencia sobre la implantación, promoción y urgencia del derecho universales es tarea propia del ministerio episcopal (...). Por tanto – y esto es más que una frase – el derecho universal es tan propio e íntimo a las Iglesias particulares como el derecho particular”242. El Obispo, incluso cuando “aplica” el derecho universal, no obra como

238 Cfr. las clarificaciones de la carta Communionis notio, ya citada. J. Hervada y P. Lombardía en su innovador manual de 1970 El Derecho del Pueblo de Dios, acudieron en su día a la fórmula de la “desconcentración”, que es muy útil para explicar la génesis de la capitalidad de cada Obispo sobre su Iglesia, pero que no se refiere directamente a las relaciones entre la dimensión universal y particular (pp. 341-345). Éstos y otros autores adoptan la noción de “descentralización” para explicar la distribución de competencias dentro de la organización eclesiástica, lo que naturalmente conduce a postular la “autonomía” de la Iglesia particular (cfr. Ibidem, pp. 379-381), pero ya J. M. González del Valle señaló la insuficiencia de esta postura, al no contar con la communio Ecclesiarum como punto de partida (cfr., Descentralización, pp. 491 y ss.). La noción misma de “autonomía” al uso en la esfera política tampoco es satisfactoria, tanto se entienda como reparto competencial entre el poder central y el autonómico o como mutuo reconocimiento de esferas normativas originales, pues no parece compatible con la potestad plena e inmediata que se reconoce al Papa y con la “plenitud subordinada” del Obispo (cfr. por ejemplo Novissimo Digesto Italiano, voces “Autonomia privata” y “Decentramento amministrativo”). 239 LG 23 dice de las Iglesias particulares que están formadas “a imagen de la Iglesia universal”, y AG 20: “La Iglesia particular tiene que representar perfectamente a la Iglesia universal”. Las Iglesias particulares serían “partes que reproducen el todo”, según la fórmula expresada por Y. Congar en 1964. Esto es lo que hace peculiar a la Iglesia particular, que la convierten en una “parte” del todo inasimilable a cualquier división territorial político-civil. La Iglesia particular no es tampoco “órgano” de la Iglesia porque no tiene asignada una función particular, sino que asume todas. Dicho con palabras canónicamente más precisas, la Iglesia particular tiene un ordenamiento jurídico, aunque derivado, y una verdadera auto-nomía (de “nomos”, norma), aunque subordinada. Se comprende la dificultad de encontrar imágenes adecuadas para describir la relación entre la Iglesia particular y la universal. La más expresiva tal vez sea la de madre-hija, que aparece en Communionis Notio. Cfr. sobre esta cuestión E. Tejero, La Estructura, p. 1010. 240 Cfr. O. Condorelli, Sul Principio, passim; A. Viana, El Principio, pp. 158 ss. 241 Javier Otaduy, La Prevalencia, p. 482 242 Javier Otaduy, La Relación, p. 475. A este propósito, cfr. el actual Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos, n. 13, par 2º y n. 58. El mismo Directorio da las pautas generales para aplicar correctamente las indicaciones superiores: “tratándose de leyes y de otras disposiciones normativas, es necesaria una especial

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delegado de una “potestad superior”, a la que él fuera ajeno: es miembro del colegio episcopal, suprema potestad en la Iglesia. No es mandatario suyo, sino más bien un colega que se hace cargo de una porción, guardando la comunión con la cabeza y los otros miembros243. 2. Concesión versus reserva

Según acabamos de ver, el Obispo (en nuestro caso, el SD) no debe limitar su tarea a la “aplicación” de cuantas normas y orientaciones provengan de la Instancia central del gobierno eclesiástico, sino que está llamado a ordenar motu proprio las relaciones jurídicas en Iglesia particular. Sin embargo, unas palabras de la Instrucción parecen ir en contra de esta tesis: “Mediante los decretos sinodales, el Obispo promueve y urge la observancia de las normas canónicas que las circunstancias de la vida diocesana reclaman, regula las materias que el derecho confía a su competencia y aplica la disciplina común a la diversidad de la Iglesia particular” (V, 4). ¿Significa esto que la Instrucción quiere volver al viejo modelo de Sínodo, atento sólo a colmar los espacios libres que le dejara el Derecho universal? Si así fuera, la Diócesis “se perdería en una infinidad de temáticas, no siempre armonizables en un proyecto unitario”244.

El Apéndice de la misma Instrucción nos saca de dudas al comentar en sus líneas introductorias el citado can. 381: “En consecuencia, el Obispo diocesano podrá ejercitar su potestad legislativa no solamente para completar o determinar las normas jurídicas superiores que expresamente lo imponen o lo permiten, sino también para reglar – en función de las necesidades de la Iglesia local o de los fieles – cualquier materia pastoral de alcance diocesano, a excepción de las reservadas a la suprema o a otra autoridad eclesiástica. Naturalmente, en el ejercicio de tal potestad el Obispo está obligado a observar y respetar el derecho superior”. Esta opción queda refrendada por el nuevo Directorio para el ministerio pastoral del Obispo, que insiste en la misma doctrina, cimentándola en “la naturaleza misma de la Iglesia particular” 245.

Con estas palabras que acabamos de citar, Instrucción y Directorio recogen el régimen canónico denominado “de reserva”, que actualmente rige las relaciones entre la Potestad Central y la del Obispo: si anteriormente se entendía que corresponde al Obispo regular aquellas materias que le son expresamente encomendadas (régimen de concesión), ahora se entiende que el Obispo puede obrar con autonomía jurídica dentro del marco del Derecho

atención para asegurar la inmediata observancia desde el momento de su entrada en vigor, eventualmente mediante oportunas normas diocesanas de aplicación. Si se trata de documentos de otro género, por ejemplo de orientación general, el Obispo mismo deberá valorar con prudencia el mejor modo de proceder, en función del bien pastoral de su grey” (n. 14). 243 Cfr. J.I. Arrieta, Primado, passim. Álvaro D'Ors explica el paso histórico de la potestad universal compartida por los Apóstoles a la potestad del Obispo sobre su Iglesia como el tránsito de un sistema jurídico de solidaridad estricta (“a todos y a cada uno”) al régimen de potestad plena pero subordinada de cada Obispo sobre su Iglesia, lo que parece una buena manera de explicar jurídicamente la génesis de la plenitud de la potestad episcopal sobre la diócesis (cfr. Iglesia universal e Iglesia particular). 244 A. Longhitano, I Sinodi, p. 611. 245 “Como consecuencia de la naturaleza misma de la Iglesia particular, el significado de la potestad legislativa no se agota en la determinación o aplicación local de las normas emanadas por la Santa Sede o por la Conferencia Episcopal, cuando éstas sean normas jurídicamente vinculantes, sino que se extiende también a la regulación de cualquier materia pastoral de ámbito diocesano que no esté reservada a la suprema o a otra autoridad eclesiástica” (n.67). Como vemos, este texto repropone lo establecido en el Código y en la Instrucción, a los que cita expresamente, y además lo presenta como una exigencia eclesiológica.

De manera concorde con el criterio definido en el can. 381, el can. 20 establece: “...la ley universal no deroga en nada el derecho particular ni el especial, a no ser que se disponga expresamente otra cosa en el derecho”. Y can. 135, 2: “...tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria al derecho de rango superior”. Ambos lugares suponen que el Legislador local no se limita a una actividad “reglamentaria” o de mera aplicación del derecho universal, sino que opera con autonomía dentro del marco del derecho común.

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universal, salvas aquellas materias o “causas” que el Legislador Supremo se haya reservado246. Y esto, no solamente como un principio de realismo jurídico que reconoce el mejor gobierno en el más próximo a los hechos y personas, sino – según ya hemos explicado – como el necesario corolario de la Eclesiología conciliar. Este criterio de distribución de competencias legislativas se completa, en el Derecho actual, por la amplia atribución al Obispo diocesano de la facultad de dispensar de las leyes universales, exceptuadas aquellas que hayan sido reservadas especialmente a la Santa Sede o a otra Autoridad (can. 87)247.

En paralelo a cuanto se expuso en el epígrafe precedente, hay que afirmar que el régimen de reserva no excluye la necesidad de “completar y determinar las normas jurídicas superiores”, como reza el paso del Apéndice arriba citado. Las normas universales serán muchas veces de contenido genérico u orientativo, porque la Iglesia es grande y las situaciones en que se encuentran las comunidades católicas son muy variadas, y es justamente el derecho particular el que puede traducir lo abstracto o genérico en indicaciones prácticas y concretas que atiendan a las reales necesidades de la Iglesia local, en vez de conformarse con reproducir – quizá con algunos retoques de lenguaje – el texto de tales normas universales o superiores248.

Ahora bien, una vez afirmado teóricamente este régimen de “reserva”, es preciso un cotejo con la realidad práctica: fuera de aquellas materias que el Código encomienda al Obispo (régimen de concesión) ¿es posible una legislación diocesana que no tenga un significado de algún modo “aplicador” o ejecutor de la ley universal? Si el Código se hubiera propuesto regular solamente algunas cuestiones canónicas dejando al margen otras, entonces la respuesta sería seguramente positiva, pero no es ésa su intención, sino la de afrontar, con mayor o menor generalidad o minuciosidad, el entero arco de las relaciones canónicas. Además, las normas diocesanas encuentran un segundo límite a su esfera de actuación, que son los derechos fundamentales del fiel, en cuanto ámbitos de autonomía personal que no deben ser franqueados, en principio, por la reglamentación jerárquica249. Así las cosas ¿queda realmente espacio para una ordenación legislativa auténticamente originaria? Corecco sostiene que, a pesar de las declaraciones de principio que hace el Código recogiendo la 246 P. Lambertini, De Synodo, Lib I, cap. I, n. V, refiere expresamente al Sínodo el “régimen de concesión” que antes se aplicaba a las competencias legislativa del Obispo diocesano, al censurar como errónea la opinión de quienes afirmaban: “Quidquid potest Pontifex in universo orbe, si ea excipias, quae totius Ecclesiae statum respiciunt, uti Fidei articulum definire, potest Episcopus in sua dioecesi, nisi specialiter Papa sibi illud reservavit”. A lo que responde alegando, entre otros argumentos: “...ex eo dumtaxat, quod aliquid non sit expresse Episcopis prohibitum, non licet inferre, idem esse eisdem positive concessum” (n. VII). 247 En el texto me permito simplificar el régimen de dispensa episcopal para no complicar la exposición. Establece el can.87: “1. El Obispo diocesano, siempre que, a su juicio, ello redunde en bien espiritual de los fieles, puede dispensar a éstos de las leyes disciplinares, tanto universales como particulares, promulgadas para su territorio o para sus súbditos por la autoridad suprema de la Iglesia; pero no de las leyes procesales o penales, ni de aquellas cuya dispensa se reserva especialmente a la Sede Apostólica o a otra autoridad. “2. Si es difícil recurrir a la Santa Sede y existe además peligro de grave daño en la demora, cualquier Ordinario puede dispensar de tales leyes, aunque la dispensa esté reservada a la Santa Sede, con tal de que se trate de una dispensa que ésta suela conceder en las mismas circunstancias, sin perjuicio de lo prescrito en el can. 291”. 248 Dice L. de Echeverría: “Para colmar el pretendido espacio entre lo pastoral y lo jurídico puede servir perfectamente la legislación particular. Aquí en cada territorio, en contacto con la realidad inmediata, las disposiciones generales dadas con alcance universal se adaptan, se acomodan, se interpretan, de manera que puedan servir a la vida pastoral cotidiana” (El Derecho particular n. 26, p. 216). Pensamos, sin embargo, que es menos apropiada la expresión “adaptar las disposiciones generales”, porque sugiere un operar sobre el contenido de la norma superior, que sería modificada para mejor servir a los objetivos locales. En cambio, “aplicar” quiere decir respetar la norma superior y concretarla o ejecutarla a nivel local. 249 Nos referimos a los derechos de los fieles reconocidos en de los cans. 215 (asociación y reunión); can. 216 (“libre iniciativa apostólica”); can. 218 (libertad de investigación y transmisión de conocimientos); can. 219 (inmunidad de coacción para la elección de estado); can. 220 (derecho a la buena fama y a la intimidad personal). La existencia de esos “espacios de libertad del fiel” comporta un segundo límite al gobierno local de la Iglesia.

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doctrina conciliar (“Al Obispo diocesano compete toda la potestad...”: can. 381), el sistema codicial es, en realidad, de concesión más que de reserva250. Puede que no le falte razón, si analizamos en concreto y con sentido realista el espacio que el ordenamiento canónico universal, tomado en su conjunto y aplicando sus principios, deja a la legislación particular. La misma idea de Código como cuerpo de leyes dotado de plenitud e integridad, capaz por tanto de suministrar reglas para solucionar todo tipo de cuestiones que se planteen, gracias a los mecanismos previstos para colmar las posibles “lagunas” normativas, parece abonar este punto de vista escéptico en cuanto a la real virtualidad del principio de reserva251.

Por otra parte, el antiguo “régimen de concesión”, aunque afirmado en la teoría, en la práctica tenía numerosas quiebras consideradas legítimas, que ampliaban en grado no pequeño la potestad legislativa episcopal, lo que pone en cuestión que la distancia entre ambos “regímenes” sea tan grande como su formulación respectiva hace suponer. Que el Obispo, fuera o dentro del SD, podía legislar en algunos casos al margen del mandato expreso de la Ley universal (secundum legem), lo testimonia Lambertini en su obra De Synodo, ilustrándolo con numerosos casos concretos: así, era legítima una constitución praeter legem “ad ecclesiasticam disciplinam in concredita sibi Dioecesi aut reparandam, aut promovendam”, a manera de “robur et fulcimentum” de los sagrados cánones: por ejemplo, podía añadir penas al incumplimiento de la ley universal o determinar el tiempo de cumplir una obligación que aquella fijara de manera imprecisa. Incluso en algunos casos muy particulares, podía un Obispo promulgar una constitución sinodal contraria al tenor de ciertas leyes o bien publicar y confirmar una costumbre contra legem que hubiera prescrito legítimamente252.

En fin, lo que parece sí puede afirmarse – más allá de las explicaciones globales – es que actualmente se ha contraído el ámbito de la legislación universal de la Iglesia y, paralelamente, ensanchado la esfera legislativa particular.

Sin embargo, pienso que hay otro modo de afrontar la cuestión de las relaciones entre el derecho universal y el particular que salva la autonomía reconocida a las instancias locales y que sitúa la labor jurídica de éstas en parámetros muy alejados de la pura “aplicación” del derecho universal. Se trata del procedimiento de creación de leyes particulares, al que dedicamos el siguiente epígrafe porque arroja mucha luz sobre la tarea normativa asignada al SD. 3. El procedimiento de creación de normas locales

Séanos permitido transcribir de nuevo una frase del Apéndice de la Instrucción: “el Obispo diocesano podrá ejercitar su potestad legislativa no solamente para completar o determinar las normas jurídicas superiores que expresamente lo imponen o lo permiten, sino también para reglar - en función de las necesidades de la Iglesia local o de los fieles- cualquier materia pastoral de alcance diocesano, a excepción de las reservadas a la suprema o a otra autoridad eclesiástica. Naturalmente, en el ejercicio de tal potestad el Obispo está obligado a observar y respetar el derecho superior”.

Aquí se sugiere un modus procedendi – un estilo de trabajo – para la formalización jurídica a nivel particular que se aparta de la idea de “aplicación”, entendida a la manera de silogismo deductivo en que la “primera premisa” sería la norma universal, la cual, puesta en 250 Cfr. Ius universale. 251 Álvaro D’Ors explica con claridad y con acentos críticos esta actitud jurídica que impregna la ciencia moderna del Derecho, consistente en considerar “que la vida social requiere una ordenación total, para que nada quede fuera de la previsión del bien público y de la justicia”, de manera que “cuando, en un caso determinado, se echa de menos una ley exactamente aplicable al caso, de momento y en tanto no se pueda hacer aquella ley que falta, tiendan a extraer del mismo sistema positivo un criterio para enjuiciar el caso huérfano de ley” (Una Introducción, p. 147). 252 Cfr. De Synodo, Lib XII, capp. VI-VIII.

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relación con las condiciones locales (“segunda premisa”) aboca a una “conclusión”, que concreta y particulariza la indicación general.

Si de verdad son “leyes” las que promulga el Obispo diocesano, la producción normativa particular no debe hacerse (o no necesariamente) según este modo syllogistico, sino con una manera de razonar “estimativa”, que mire tanto a la situación y necesidades de la Iglesia particular como al conjunto del sistema canónico, a sus principios y a los fines que persiguen sus preceptos253. Una manera de proceder que tiene plena concordancia con lo que se espera de los trabajos sinodales, los cuales están orientados desde el inicio de la “fase preparatoria” a cobrar conciencia de las reales necesidades de la comunidad humana que constituye la Iglesia particular y cotejarlas con la doctrina y disciplina eclesial, de manera que, finalmente, se llegue a unas conclusiones operativas que puedan servir de guía para el futuro. En otras palabras, el SD, en cuanto itinerario de elaboración normativa, está llamado a comenzar su trabajo “desde abajo”, desde la situación real de la diócesis, más que “desde arriba”, desde los textos normativos universales, aunque también este segundo será en ocasiones necesario. Usando una imagen, podríamos decir que el legislador local se conduce unas veces como matemático que “aplica” una formula y otras como artista que “crea” una composición original a partir del material de que dispone y siguiendo una idea que se le ocurre, claro que respetando unos cánones universales de belleza. Podríamos denominar a este método, con una expresión acuñada por Lo Castro, de “elaboración creativa de la juridicidad”254.

En realidad, tal manera de proceder está presente en todas las áreas de la vida jurídica, de la realización práctica del Derecho, pues, como dice A. Ollero, “la actividad jurídica es más búsqueda activa de una solución real, que aplicación técnica de una realidad previamente disponible”255. También guía – mutatis mutandis – el comportamiento ético, del que lo jurídico es una manifestación peculiar256. No estamos en la esfera de las ciencias de la naturaleza, con su sistema de leyes fijas cuyo dominio asegura el conocimiento de los hechos particulares, sino en la de las opciones éticas, que parten del conocimiento de la realidad para descubrir su dimensión de justicia.

Esto no es nuevo. En Tomás de Aquino encontramos una explicación acerca de los distintos modos como la ley humana deriva de la ley natural, que fácilmente pueden trasladarse al tema que nos ocupa, bastando con sustituir “ley natural” por “ley universal”,

253 Cfr. R. Sobanski, Charisma, pp. 87-88. Es verdad que el autor se refiere a la labor judicial y a los decretos de la potestad ejecutiva, pero son consideraciones que se pueden trasladar – y con mayor razón – a la elaboración de las leyes particulares. 254 Cfr. G. Lo Castro, Conocimiento, pp. 385-6. 255 ¿Tiene Razón el Derecho?, p. 487. Añade el mismo autor: “El punto alfa del proceso de realización del derecho no es una norma sino una actitud judicial” (p.460), es decir, una actitud que parte de los hechos, los enjuicia y les busca una solución, que naturalmente ha de ser concorde con el sistema jurídico en su conjunto. Desde otro punto de vista – el de la ciencia del Derecho – pero en el fondo coincidente, dice P. Gherri, Canonistica, p. 214: “Non potendo dubitare della natura ‘fenomenica’ (o fattuale) del diritto come realtà tipicamente antropologica, è necesario ricondurne lo studio primariamente all’ambito scientifico che, recependo dall’esperienza i ‘fatti’, ne coglie ed approfondisce gli elementi strutturali, funzionali, sociali, culturali e storici così come rilevano sotto lo specifico profilo giuridico (ex facto oritur ius)”. Poco más abajo, cita a F. D’Agostino: “i Romani chiamavano la scienza del diritto iurisprudentia: una prudentia, dunque, una forma di sapere non formale ed astratta (come la scientia), ma sapienziale, volta esclusivamente al mondo della vita umana e alla sua infinita varietà”. 256 A. Rodríguez Luño en su libro Cultura política y conciencia cristiana: “El ejercicio directo de la razón práctica (...) no consiste en conocer un objeto, la moral en este caso, sino en ordenar, proyectar y organizar la acción, la conducta y la vida” (p. 16). Añade poco despúes: “La lógica específica de la ratio practica in actu exercito se fundamenta en principios, no en premisas, es decir su punto de partida son bienes o fines, no juicios” (p. 20).”Tanto las normas como el deber son realidades derivadas, propios del saber moral que se constituye mediante la reflexión sobre la actividad directa de la razón práctica (...). Tanto las normas cuanto el deber están en función de la vida según la virtud, no viceversa” (p. 23).

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porque el mecanismo es el mismo: “algo puede derivar de la ley natural de dos modos distintos: un primer modo, como las conclusiones derivan de los principios; un segundo modo, a manera de ciertas determinaciones de lo que es más común. El primer modo es semejante al que se sigue en las ciencias para sacar conclusiones demostrativas a partir de principios. El segundo modo es parecido al de las artes, que de las formas comunes determinan una cosa especial”257. La misma historia del derecho, en general, y del derecho canónico, en particular, acreditan que las normas positivas tienen su origen en las respuestas dadas – “a modo de sentencia” – a casos particulares, que al cabo del tiempo pasan a convertirse en criterios generales de comportamiento: en definitiva, una labor originalmente animada por un espíritu “inventivo” y “creador” más que “aplicador”258. Vamos concluyendo: los decretos sinodales,

- unas veces aplicarán las normas superiores, detallando “reglamentariamente” lo que en ellas es más general;

- otras, implementarán el mandato legal de regular ciertas materias que el Código u otras leyes universales encomiendan a la competencia del Obispo, a manera de “legislación delegada”;

- y siempre, regularán los diversos asuntos a partir de las necesidades propias de la diócesis, poniendo buen cuidado en actuar dentro de los límites de las normas superiores.

Pensamos que las consideraciones precedentes pueden pecar de prolijas, pero no de inútiles, si tenemos en cuenta la praxis que ha sido bastante habitual en los Sínodos diocesanos, tanto en la historia como en el presente259.

257 “A lege naturali dupliciter potest aliquid derivari: uno modo, sicut conclusiones a principiis; alio modo, sicut determinationes quaedam aliquorum communium. Primum quidem modus similis est ei, quo in scientiis ex principiis conclusiones demonstrativae producuntur. Secundum vero modo simile est, quod in artibus formae communes determinantur in aliquid speciale: sicut artifex formam communem domus necesse est quod determinet ad hanc, vel illam domus figuram; derivantur ergo quaedam a principiis communibus legis naturae per modum conclusionum: sicut hoc quod est non occidendum, ut conclusio quaedam derivari potest ab eo quod est, nulli esse faciendum malum: quaedam vero per modum determinationis: sicut lex naturae habet, quod ille qui peccat, puniatur; sed quod tali poena, vel tali puniatur, hoc est quaedam determinatio legis naturae: utraque igitur inveniuntur in lege humana posita: sed ea quae sunt primi modi, continentur in lege humana, non tamquam sint solum lege posita, sed habent etiam aliquid vigoris ex lege naturali: sed ea quae sunt secundi modi, ex sola lege humana vigorem habet” (Summa Theologiae. I-II, q. 95, a 2). 258 Como es sabido, las normas canónicas deben su origen a las respuestas y soluciones dadas por la Jerarquía para casos particulares, que con el tiempo pasan a ser adoptadas como ley general. Refiriéndose al sistema normativo de la Iglesia, explica Lamberto de Echevarría: “No hay unos esquemas preestablecidos que se vayan luego realizando, sino más bien al contrario. La sistematización viene como a remolque, a explicar y coordinar lo que ya se ha producido” (El Derecho Particular, p. 194). 259 J. I. Arrieta destaca una serie de características comunes, en cuanto al objeto, de los SD españoles 1983-1990: “1) Los temas tratados han tenido preponderantemente carácter de globalidad, en el sentido de que se han considerado más los aspectos generales y esenciales de los problemas (...) y menos las manifestaciones específicas y peculiares que los problemas tienen en la concreta realidad de cada Iglesia local. “2) Puede constatarse también una notable similitud de los temas tratados en cada uno de los Sínodos, habiéndose abordado en cada uno de ellos prácticamente todos los argumentos pastorales tópicos en el momento actual...” (él atribuye esto en parte a la real homogeneización de los problemas). “3)... una marcada tendencia a la abstracción y a la consideración de las cuestiones de principio, a lo que habría que añadir un marcado descuido del método inductivo, particularmente necesario en la fase institucional del Sínodo para prescribir concretos modelos de conducta, y acomodar a la diócesis la legislación universal” ( Los Sínodos, pp. 570-571).

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D. REVOCACIÓN E IMPUGNACIÓN DE LOS DECRETOS SINODAL ES

Examinamos en este apartado algunos de los modos en que un decreto puede perder su vigor, atendiendo sobre todo a lo que pueda haber de peculiar sobre los modos comunes de cesación de una ley diocesana. Para ello debemos acudir a los elementos de juicio que nos sirven las “Normas Generales” del libro I del Código de Derecho Canónico y la C. A. Pastor Bonus, que establece el régimen de la Curia Romana, interpretadas por los especialistas e ilustradas con algunos apuntes históricos. 1. La revocación mediante ley diocesana posterior Una ley diocesana puede ser derogada o abrogada por otra ley diocesana posterior. Así es en el Código actual (can. 20) y lo era bajo la vigencia del anterior Codex (can. 22). Los decretos sinodales, ¿tienen un régimen revocatorio diferente? No parece haber argumento jurídico-positivo para sostenerlo, desde el momento que “unus legislator in Synodo”, de manera que la intervención del Sínodo (o de los sinodales) es condición previa para la emisión del decreto, pero éste tiene por único autor al Obispo. En el De Synodo de P. Lambertini (Lib. III, cap. V) encontramos la misma respuesta: refiriéndose precisamente a los modos de cesar los decretos sinodales, nos dice que “(los decretos) toman su fuerza y eficacia solamente de la autoridad y jurisdicción del Obispo, que es la misma tanto se ejerza en el Sínodo como fuera del mismo” (n. I). La “perpetuidad” del decreto sinodal – expresión a veces empleada – no tiene otro significado que la estabilidad propia de la ley, que no está vinculada a la persona del Obispo, pues puede ser revocada tanto por el mismo que la promulgó como por sus sucesores (n. II). A propósito de la dispensa de los decretos sinodales, afirma igualmente que siguen el régimen común de la dispensa de las leyes diocesanas, alegando un aforismo muchas veces usado en la doctrina histórica para sostener la reserva al legislador de la dispensa sobre sus propias leyes: “omnis res, per quascumque causas nascitur, per easdem dissolvitur” (n. VII). Sin embargo, del actual contexto normativo podremos extraer una limitación a la libre derogación de los decretos sinodales por el Obispo: la preceptiva audiencia al Consejo presbiteral, que debe ser oído en los asuntos de mayor importancia (can. 500, 2), entre los cuales deberíamos contar la derogación de un decreto sinodal, no sólo por la (presumible) relevancia objetiva de la materia, sino también por la importancia de la implicación diocesana que se ha verificado en su elaboración. Hasta aquí, lo que podemos concluir del dato legal y de la historia reciente. Otra cosa es que la prudencia gubernativa aconseje revocar leyes sinodales relevantes acudiendo a un escenario de pareja importancia y solemnidad. Claro que esto será menos necesario cuando se haya producido un cambio en las circunstancias que motivaron la antigua regulación, o ésta se haya revelado poco realista, provocando quizá una prolongada desuetudo o inaplicación práctica: circunstancias que pueden motivar un cambio normativo que de algún modo certifique la defunción de aquélla y la sustituya por otra. 2. Impugnación de los decretos sinodales El procedimiento de impugnación de un decreto sinodal es el mismo que puede seguirse contra una ley diocesana, a tenor de art. 158 de la C. A. Pastor Bonus: solicitar al P. C. para la Interpretación de los Textos Legislativos que declare su conformidad o disconformidad con las leyes universales de la Iglesia260.

260 Art. 158 de la C.A. Pastor Bonus: “A petición de los interesados, (el Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos) determina si las leyes particulares y los decretos generales dados por los legisladores inferiores a la autoridad suprema son conformes o no con la leyes universales de la Iglesia”. Sobre el procedimiento seguido en este recurso, cfr. J. Herranz, El Pontificio Consejo.

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Está legitimado para solicitar la declaración un arco muy amplio de sujetos: “Iis quorum interest”, lo que englobaría tanto a las “personas sujetas a la ley en cuestión, o que tengan al respecto un interés legítimo que tutelar”261. Eso significa que también podría hacerlo un Dicasterio romano que tuviera conocimiento del decreto, lo que queda muy facilitado por el traslado de la documentación sinodal a la Congregación correspondiente, trámite que examinaremos al final de este trabajo.

Como decimos, la persona o el órgano solicitante pide al Pontificio Consejo que dictamine la falta de “conformidad con las leyes universales” del decreto sinodal. Pienso que no se trata de un juicio de estricta legalidad – es decir, de contravención del dictado expreso de una norma universal –, pues éste no abarca la tutela de la justicia en todas sus dimensiones, al no prever las leyes universales todos los hipotéticos casos de injusticia real: por ejemplo, un decreto sinodal que retribuyera de manera poco equitativa a los presbíteros o que asignara a ciertos colectivos una carga aparentemente injustificada. De otra parte, un examen de estricta legalidad parecería restrictivo en relación con el derecho moderno anterior a la primera codificación, que admitía la “appellatio” contra los decretos sinodales que se estimaran “irracionales, demasiado graves y onerosos o infectos de otro vicio”262.

Por consiguiente, bien puede entenderse como un juicio de conformidad o disconformidad no sólo con el tenor expreso de una concreta prescripción de ámbito universal, sino – de una manera más amplia – con los criterios de justicia de algún modo contenidos en la Ley universal. Esto puede afirmarse tanto en consideración al sentido genérico de la noción de “ley canónica”, que puede ser referida a toda norma o criterio jurídico aplicable a una situación dada263, como en virtud de los medios enunciados en el can. 19, que permiten “colmar las lagunas” del ordenamiento jurídico universal, supliendo las insuficiencias de la ley escrita y capacitándolo en cierta medida para juzgar cualquier lesión de la justicia que pueda presentarse en la sociedad eclesial264.

Ahora, nos podemos preguntar: ¿Es suficiente este procedimiento para proteger los derechos de las personas o la justicia de una decisión sinodal? Los decretos sinodales, salvo excepciones, consistirán en leyes diocesanas de destinatario genérico, no en decretos singulares, por lo que – en principio – sólo cabría seguir esta vía de impugnación, ante el Pontificio Consejo. Sin embargo, no parece irreal la hipótesis de un decreto sinodal que, aunque formulado con la generalidad y abstracción de una ley, contenga lesiones de derechos adquiridos o irroguen daños injustificados a ciertas personas o colectivos: habida cuenta de que lo que se pretende es defender situaciones particulares, acaso individuales, ¿no parecería desproporcionado pedir al Pontificio Consejo la declaración de ilegalidad del mismo decreto general? De otro lado, la reclamación podría fundarse en títulos jurídicos de origen local, como concesiones históricas o costumbres debidamente prescritas: ¿cómo encajar esta argumentación con el esquema de trabajo propio del Pontificio Consejo, que consiste en el cotejo del decreto sinodal con la Ley universal de la Iglesia?

261 J. Herranz, La Interpretación auténtica, p. 524. 262 Cfr. P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. V, nn. XII-XIII. Las palabras entrecomilladas están tomadas del n. XIII. El autor advierte que dicha apelación no tenía efecto suspensivo del decreto sinodal. 263 Así lo afirma J. Miras, El Contencioso-administrativo, 417-418, en relación con un caso paralelo del que tratamos poco después: la impugnación de decretos singulares ante la Signatura Apostólica por motivos de “infracción de ley”. 264 Can. 19: “Cuando, sobre una determinada materia, no exista una prescripción expresa de la ley universal o particular o una costumbre, la causa, salvo que sea penal, se ha de decidir atendiendo a las leyes dadas para los casos semejantes, a los principios generales del derecho con equidad canónica, a la jurisprudencia y práctica de la Curia Romana, y a la opinión común y constante de los doctores”. Es verdad que según este canon la “plenitud” se predica del entero ordenamiento jurídico, sumadas las normas universales y las particulares, pero las fuentes supletorias que menciona son suficientes para colmar las “lagunas” del ordenamiento universal, haciendo que sea en sí mismo suficiente y “pleno” para juzgar de cualquier norma inferior.

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En definitiva, cabe cuestionarse si no será posible recurrir un decreto sinodal siguiendo el procedimiento diseñado en los cans. 1732 y ss. “contra los decretos administrativos”265. Esto sería posible si se entendiera que lo verdaderamente relevante para poder interponerlo fuera la posible lesión de unos derechos adquiridos o un daño injusto para ciertas personas, con independencia de que dicha lesión esté contenida en una disposición que se presente formalmente como ley particular o como acto administrativo singular266.

En todo caso, siempre le queda al pretendidamente lesionado por un decreto general del Sínodo la posibilidad de provocar sucesivamente un acto concreto del Obispo (en forma de respuesta a su petición de revocación de aquél, etc.), que podría ser objeto material de impugnación, por consistir ya en un “acto administrativo singular”267. Veamos someramente, por tanto, cómo es el procedimiento contra los decretos y otros actos administrativos singulares contemplado en los cans. 1732 y ss.: - El órgano llamado a conocer del recurso contra un decreto episcopal es el Dicasterio romano competente según la materia de que trate el recurso (Pastor Bonus, artt. 19, 1 y 14). Está legitimado para elevar el recurso “quien se considera perjudicado por un decreto” y puede hacerlo fundándose “en cualquier motivo justo” (can. 1733, 1), lo que puede albergar una gama muy amplia de personas físicas o jurídicas, y de razones favorables a la pretensión268. - Si la respuesta del Dicasterio no satisficiera la pretensión de recurrente, éste podría acudir al llamado recurso contencioso-administrativo ante la Signatura Apostólica. Los motivos alegables para recurrir ante este Tribunal no son tan amplios como ante el Dicasterio, pues deben circunscribirse a la “violación de alguna ley” (Pastor Bonus, art. 123). Sin embargo, como en el caso de la impugnación ante el PCITL, tampoco ahora la Signatura está limitada a emitir un juicio de escueta legalidad formal, pues la expresión “legem aliquam” puede entenderse referida de modo genérico al ordenamiento canónico en su conjunto269.

265 La lectura directa de los cans. 1732 y ss. no parecen excluir de su regulación el recurso contra un “decreto general”, pues aluden siempre al “decreto”, sin más precisiones. Es verdad que el can. 1732 determina: “Lo que se establece en los cánones de esta sección sobre los decretos, ha de aplicarse también a todos los actos administrativos singulares que se producen en el fuero externo extrajudicial...”, pero esta redacción admite diversas lecturas (también la versión oficial latina). Sin embargo, expertos en la materia como E. Labandeira (El Recurso jerárquico, n. 10) y J. Miras (Comentario exegético, vol. IV/2, al can. 1732, n. 1) parecen no albergar dudas al respecto y lo presentan como una tesis pacífica. 266 Quizá vengan al caso unas palabras del propio J. Miras, El Objeto del recurso, p. 561, referidas al recurso sucesivo ante la Signatura Apostólica: “...en la determinación material del objeto del recurso contencioso-administrativo habría que privilegiar el contenido y las reales consecuencias jurídicas de los actos (impugnados), por encima de sus aspectos formales o su género documental, siempre que no lo impida una norma explícita en contrario. Esto debería significar, en la práctica, que no cabría denegar la posibilidad de recurso contra ningún acto de autoridad que sea apto para producir consecuencias propias de un acto administrativo...”. El autor no parece pensar en el supuesto que nos planteamos, pero ¿no valdrían estas consideraciones suyas para justificar un recurso administrativo contra ciertos puntos contemplados en un decreto sinodal “general”? 267 Vide texto de J. Miras en la nota precedente. 268 Según E. Labandeira, El Recurso jerárquico, la lectura de los cans. 1733, 1734 y 1737 aboca a la conclusión de que basta un interés legítimo, consistente en un perjuicio supuestamente causado por el acto o como un beneficio justo que se espera obtener, para interponer el recurso (p. 457). La “causa justa” es de contenido muy amplio: “abarca no sólo los motivos de justicia y legalidad, sino también los basados en razones de oportunidad, conveniencia o buena administración” (p. 462). La interpretación auténtica del PCITL sobre el can. 1737, del 20-V-1987, explicita que sólo pueden recurrir ante el Superior las personas físicas o jurídicas, y que, si un colectivo no personificado quiere recurrir, debe hacerlo “en cuanto fieles singulares que actúan bien individualmente bien conjuntamente, con tal que hayan padecido realmente un gravamen” (AAS, 80, 1988, 1818). 269 Explica J. Miras, El Contencioso-administrativo, p. 418: “...no se puede dar a las palabras legem aliquam el valor de una referencia estrictamente ceñida a la ley en sentido formal – entre otros motivos, porque no se avendría semejante interpretación con un ordenamiento canónico que prescinde de la delimitación cuidadosa de las características que definen la ley en sentido formal, absolutamente ausente de las normas generales del Código en lo relativo a las leyes –, sino más bien un sentido genérico, referido a toda norma jurídica aplicable a la situación a la que afecta el acto recurrido”.

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CAPÍTULO VI. DESARROLLO DEL SD

Como ya sabemos, el Sínodo puede ser contemplado como asamblea y como órgano,

y también como un proceso, es decir, como una sucesión de actos humanos concatenados y ordenados a una finalidad bien precisa. Al desarrollo del proceso sinodal dedicamos este capítulo. Para ello, nos serviremos en buena medida de la Instrucción romana, pues ofrece un itinerario claro de desarrollo de las labores sinodales tanto preparatorias como celebrativas, y procurando contrastarla con las fuentes históricas, para así poner en evidencia el significado de las novedades recientemente introducidas. Pero hay un punto importante para cuya definición debemos evitar toda visión evolutiva del Sínodo: precisamente la determinación del inicio y de la conclusión del Sínodo, con el que abrimos este capítulo. 1. Inicio y conclusión normal del Sínodo

La primera pregunta que nos debemos hacer al tratar del desarrollo del Sínodo es la siguiente: ¿en qué momentos se debe fijar el inicio y el fin normales (o naturales) del Sínodo? Es una cuestión que el Código no resuelve – únicamente trata de la conclusión anómala del Sínodo – quizá porque la considera de interés exclusivamente especulativo. Sin embargo, sí puede tener una notable relevancia práctica, precisamente por su incidencia sobre los “mecanismos” de conclusión anómala previstos por en el cuerpo legal: concretamente, si el Sínodo no hubiera comenzado realmente o ya hubiera terminado, el Obispo no tendría necesidad de decretar la suspensión o la disolución, aunque se hubieran realizado una serie de labores preparatorias (can. 468,1); del mismo modo, la situación de sede vacante o impedida no interrumpirá un Sínodo que en rigor no había comenzado o ya se había terminado, por lo que el Obispo que suceda no necesitará “decretar su continuación” o “declarar su conclusión” (can. 468, 2). También podría añadirse que, de no haber acabado realmente, no habrá lugar a la promulgación-publicación de decretos y declaraciones sinodales, que, si bien no es un deber jurídico, al menos sí podemos considerarlo una cierta obligación moral.

Para responder a este interrogante no es pertinente la consideración del Sínodo en el sentido apuntado de “proceso de actuaciones”, que se iniciaría con el anuncio del Obispo y las primeras provisiones preparatorias y terminaría con la promulgación-publicación de los decretos y declaraciones. Tampoco es adecuado el punto de vista ceremonial, en cuyo caso abarcaría el arco temporal que va desde la ceremonia inaugural hasta la ceremonia de clausura señaladas por el Caeremoniale Episcoporum. Debemos, en cambio, adoptar una perspectiva jurídica, que atienda a la naturaleza y objeto del Sínodo tal como vienen enunciados en el Código, es decir, una asamblea o grupo (congregatio, coetus) que tiene por cometido “prestar ayuda al Obispo” (can. 460) en forma de consejo.

Así considerado, el Sínodo quedaría constituido con la convocatoria del Obispo, pues es entonces cuando se configura el grupo y los miembros adquieren los derechos y obligaciones de sinodal. Para determinar el momento de la conclusión normal del Sínodo debemos seguir la misma lógica, lo que, a primera vista, nos conduce a ponerlo en la disolución de la asamblea. Sin embargo, me inclino por una respuesta algo diferente, que sitúa el final en la entrega de los borradores de documentos al Obispo por parte de las Comisiones nombradas al efecto: es entonces cuando se puede dar por concluida la misión de asesoramiento del Obispo, pues tales comisiones están formadas por miembros del Sínodo y su cometido consiste en sintetizar y transformar en textos las diversas aportaciones hechas en el aula sinodal; un coronamiento, por tanto, de las sesiones sinodales. En esta misma línea parece situarse el Reglamento del Sínodo de los Obispos art. 41, que pone la conclusión del

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mismo en la presentación al Romano Pontífice de la Relación hecha por el Secretario General, “en la cual se describen los trabajos realizados sobre el argumento o los argumentos examinados y se presentan las conclusiones a las que hayan llegado los Padres”.

Así parece entenderlo también la Instrucción romana: es significativo que la Instrucción cierre el capítulo IV dedicado al “Desarrollo del Sínodo” con la “composición de los proyectos de textos sinodales” a cargo de las comisiones sinodales (n. 6), mientras que la aprobación episcopal de los decretos y declaraciones es contemplada en el capítulo siguiente. Sin embargo, no pensamos que esta cesura responda necesariamente a la intención de configurar la firma y promulgación de los textos sinodales como un acto temporalmente sucesivo a la clausura formal del Sínodo, pues nada impide al Obispo publicar la documentación en ese momento, a la manera como en el antiguo modelo sinodal se solían promulgar “en el Sínodo” los decretos (Codex, can. 362)270. 2. Conclusión anómala del Sínodo

El Código can. 468 contempla la posibilidad de una conclusión anómala del SD: “1. Compete al Obispo diocesano, según su prudente juicio, suspender y aun disolver el sínodo diocesano. 2. Si queda vacante o impedida la sede episcopal el sínodo diocesano se interrumpe de propio derecho, hasta que el nuevo Obispo diocesano decrete su continuación o lo declare concluido”. Sobre las circunstancias que aconsejen la suspensión o disolución del SD, la Instrucción explicita: “por ejemplo, una orientación insanablemente contraria a la enseñanza de la Iglesia o circunstancias de orden social que perturben el pacífico desarrollo del trabajo sinodal”. Y añade finalmente: “Si no existen particulares motivos que lo desaconsejen, antes de emanar el decreto de suspensión o de disolución, el Obispo solicitará el parecer del Consejo presbiteral —el cual debe ser consultado en los asuntos de mayor importancia —, pero quedando él libre de adoptar o no la decisión” (IV, 7).

En este tema es importante analizar el significado de las expresiones que emplea el canon para describir los distintos casos y sus consecuencias. Expresiones que, por una parte, no eran empleadas por el Codex, el cual no regulaba tales supuestos, y que, por otra, son semejantes a las usadas en el can. 347, 2 para el Sínodo de los Obispos en el caso de vacancia de la Sede Apostólica (“declarar la disolución”, “decretar la continuación”), con una interesante diferencia: la vacancia de la Sede produce la “suspensión ipso iure” (no la “interrupción”) hasta que el nuevo Papa resuelva qué hacer. - En primer lugar la “interrupción”. “Interrumpir” no es una expresión que tenga una particular significado jurídico, a diferencia de “suspender” o “disolver”. Por lo tanto, hemos de tomarlo en su significado común de paralización de un proceso o de un trabajo, sin que tales concluyan. En este sentido, sería equivalente a la noción jurídica de suspensión, y el hecho de que el mencionado can. 347 emplee “suspensión” más parece confirmar esta tesis que negarla. - El nuevo Obispo que quiera proseguir el trabajo ya iniciado no convoca un nuevo Sínodo, sino que debe decidir su “continuación”, lo que significaría que nunca pereció, sino que se mantuvo en estado latente. Y, sin embargo, debe hacerlo por decreto, mientras que en el caso de que decida concluirlo es suficiente que así lo “declare”. Emitir un decreto es siempre innovar la situación existente, mientras que “declaración” sugiere que simplemente se formaliza la conclusión del SD ya operada por el cese del Obispo anterior. ¿No resulta contradictorio? Si el Sínodo había quedado simplemente “paralizado” ¿Cómo es que se

270 Suponiéndolo praxis habitual a mediados del s. XIX, D. Bouix Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. XVI, propositio XIVª afirma, fundándose en la autoridad de Lambertini: “Statuta synodalia, ut obligare incipiant, non alia indigent promulgatione, praeter eam quae fit in ipsa Synodo”. Pero tengamos presente que entonces los decretos sinodales estaban preparados de antemano por el Obispo.

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precisa un acto de algún modo innovador para continuarlo y, en cambio, basta una declaración que certifique que ha concluido?

Al margen de la confusión que producen las voces empleadas por el canon, una conclusión se puede sacar de este breve examen: el Código concibe la existencia de un SD como una asamblea unida a una persona, la del concreto Obispo que lo convocó, y no a una diócesis y ni siquiera a un oficio objetivado (el de Obispo diocesano), por lo que, al faltar el Obispo, en realidad cesa también el Sínodo. En consecuencia, el nuevo Obispo podrá optar tanto por “declararlo” concluido (pienso que concluiría igualmente si no lo declarase), como convocar un nuevo Sínodo y proceder al nombramiento de nuevos sinodales, como decretar su continuación con los mismos ya nombrados.

A. EL DESARROLLO DEL SD A LA LUZ DE LA HISTORIA Si nos preguntamos por la estructura básica que debe tener un SD en cuanto asamblea consultiva, la respuesta podría ser:

- el Obispo pregunta - los sinodales responden - y el Obispo dispone

Este es, indudablemente, el esquema sinodal que el actual Código asume implícitamente. Al Obispo corresponde fijar el objeto o las cuestiones que se someterán a consulta; luego los sinodales debaten las cuestiones y proponen soluciones o textos; finalmente el Obispo decide lo que ha de hacerse. Así debe ser, porque se adecua a la naturaleza de las cosas: el preguntar inicial y el disponer final corresponden al titular de la potestad eclesiástica, mientras que el consejo es propio de aquellos que tienen autoridad moral y jurídica para formularlo271. La Instrucción romana hace propia de manera explícita esta estructura, al encomendar al Obispo la “definición de las cuestiones” (III, C, 3); a los sinodales, la libre discusión de las mismas (IV, 4); y de nuevo al Obispo, la “redacción final” de los decretos y de las declaraciones (V, 1). Sin embargo, no parece que este esquema básico haya sido seguido en los SD anteriores al Concilio Vaticano II ni tampoco en los que vinieron después, aunque por razones opuestas: el modelo consagrado por la letra del Codex de 1917 primaba el papel del Obispo y parecía relegar a los sinodales a una función punto menos que aclamatoria; en la praxis posconciliar, por el contrario, es el Obispo el que parece quedar relegado, mientras que son los documentos redactados en la fase preparatoria y “aprobados” por los sinodales los que asumen protagonismo y prevalencia. Es de notar un punto en que ambos modelos concuerdan: los trabajos preparatorios son determinantes del resultado del Sínodo, a expensas de la celebración sinodal, aunque, en el caso del primero, la reiteración obligatoria de los Sínodos (cada 10 años, según el Codex) condujese a una preparación modesta para los parámetros actuales.

Veamos someramente cada uno de estos modelos, el preconciliar y el inmediatamente posconciliar, y procedamos después a compararlos con el que ofrece la Instrucción romana. 1. Esquema de desarrollo del SD preconciliar

Como decimos, los SD anteriores al Concilio Vaticano II privilegiaban la posición del Obispo, pues los sinodales eran solicitados a pronunciarse sobre textos ya preparados por él con la ayuda de comisiones de expertos por él nombrados. Así lo confirmaría una lectura

271 Álvaro D’Ors lo formula a manera de aforismo: “Pregunta quien puede, responde quien sabe”: cfr. Una Introducción, p. 19.

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atenta del Codex de 1917 y de sus fuentes normativas272. Era en esta sede preparatoria, firmemente controlada por el Obispo, donde se tenían las discusiones y era a los miembros de las comisiones preparatorias a quienes el Codex reconocía explícitamente la libertad de expresión (can. 361)273. Un experto estudioso de los Sínodos celebrados en Italia en los últimos siglos, da cuenta de la ausencia de todo debate sinodal acerca de las propuestas del Obispo y añade que no hay traza de que las constituciones sinodales preparadas de antemano hayan sido sometidas por el Obispo a la crítica de los sinodales274. Ciertamente, poco espacio podía haber para la discusión en un Sínodo que, según el Pontificale Romanum de Clemente VIII, se resolvía en tres días y que, en principio, debía celebrarse en la Catedral (Codex, can. 357). En definitiva, en el modelo sinodal que consagra el Codex, la intervención de los sinodales no revestía la forma de un “consilium” previo a la adopción de medidas pastorales, sino de un “consensum” sucesivo a la propuesta episcopal y no vinculante.

¿Un Sínodo, pues, controlado por el Obispo ab ovo usque ad mala, donde no quedaba al clero diocesano otra opción que asentir pasivamente a las “propuestas” del Obispo? No hay que confundir los trabajos sinodales contemplados por el Codex (incluida la labor de las commissiones preparatorias) con la realidad de los hechos. Hay elementos para estimar que sí se daba una real participación activa del clero, sólo que ésta era antecedente respecto de la constitución de las comisiones preparatorias, en una etapa que correspondería a lo que hoy es la “consulta de la Diócesis”275. Así lo señalan algunas fuentes doctrinales significativas: el De Synodo de P. Lambertini indica la conveniencia de que, antes de afrontar los trabajos sinodales, se solicite a los arciprestes, a los párrocos de la ciudad, a los confesores de monjes y a otros “probis, et prudentibus viris” que averigüen todo aquello que, a su juicio, deba ser enmendado en la Diócesis276. Fuentes Caballero, buen conocedor de los Sínodos históricos, sobre todo españoles, nos informa de que la labor de las comisiones preparatorias eran precedidas por los “memoriales” o propuestas del clero, reunido en arciprestazgos; la Comisión o comisiones preparatorias elaboraban estos memoriales y los presentaba a la decisión del Obispo; finalmente, el Obispo aprontaba los textos y consultaba sobre los mismos al Sínodo277. Entre los Sínodos organizados para aplicar el Codex de 1917, un botón de muestra del mismo hecho nos lo ofrece el celebrado en la Diócesis de Oviedo en 1923 bajo la Presidencia del Obispo D. Juan Bautista Pérez, cuyo itinerario preparatorio se inicia con una carta Circular del Obispo, de fecha 2-XII-1922, “comunicando a los Arciprestes y Clero

272 Una prueba casi anecdótica nos la suministra P. Lambertini, De Synodo, Lib. IV, cap. I, al tratar de la constitución de los oficios sinodales: “Ad evitandas turbas et precavendo tumultos, qui certe florent, si singulis de Clero venia daretur reclamandi adversus decreta (preparados con antelación), quae in Synodo promulgantur, solet Episcopus aliquem constituere totius Cleri Procuratorem, qui omnium nomine, ea tamen qua decet modestia, et reverentia, dicat in Synodo, quae Clero displicent, quaeque ex iis, quae aut statuta, aut statuenda sunt, difficiliora, et aspera videantur; simulque modum suggerat, quo ea emollliri Clerus optaret: omnia porro, quae nomine Cleri petierit, scripta tradat Synodi Secretario” (se tenga en cuenta que al Sínodo de entonces contaba con una amplísima presencia del clero diocesano y “extradiocesano”). 273 Este punto puede suscitar sorpresa en el lector, pero el tenor de los cans. 360 y 361 del Codex era inequívoco: “Can 360, 1. Episcopus, si id ipsi expedire videatur, opportuno ante Synodum tempore, unam vel plures e clero civitatis et dioecesis commissiones nominet, seu coetus virorum qui res in Synodo tractandas parent”. “Can 361. Propositae quaestiones omnes, praesidente vel per se vel per alium Episcopo, liberae adstantium disceptationi in sessionibus praeparatoriis subiiciantur”. 274 Cfr. S. Ferrari, I Sinodi diocesani, pp. 722-23. 275 J. Gaudemet, Le Droit canonique, p. 262, testimonia que ya en la Edad Media: “En el curso de esta asamblea (el SD)... son leídos y publicados por el Obispo los estatutos diocesanos”. Y se pregunta: “¿En qué condiciones han sido éstos preparados? No se sabe. Canónicamente el Obispo es la sola autoridad para ‘decir el derecho’ en su diócesis. ¿Podía ser que se rodease de consejos, consultar, hacer redactar unos proyectos, luego discutidos por el clero o más ampliamente en la asamblea sinodal? Nada se oponía a ello”. 276 De Synodo, Lib. VI, cap. I, I. 277 Cfr. El Sínodo, pp. 556 ss.

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de la Diócesis el propósito de celebrar un Sínodo Diocesano e invitándoles a informar sobre los puntos que pudieran ser objeto de estudio en el mismo”.

Como vemos en todos estos casos, es el Obispo quien lleva la voz cantante, pero los consultados – en última instancia, el presbiterio diocesano – no son una simple masa coral ni meros destinatarios pasivos de sus decisiones. Por consiguiente, parece justo afirmar, en relación con los Sínodos de entonces: “Las constituciones sinodales – su elaboración y definitiva publicación – es el resultado de esfuerzos comunes. El Obispo que legisla y promulga las constituciones, el clero sinodal que, con sus orientaciones, propuestas y sugerencias, ha servido de ayuda insustituible al prelado en el desempeño de su función de gobierno”278. En definitiva, la cuestión de la mayor o menor dependencia del SD respecto del Obispo no se puede resolver sólo atendiendo a los textos normativos, sino también a la praxis preparatoria que se haya seguido en cada caso, y también al talante del Obispo diocesano. Volviendo ahora la mirada a las sesiones mismas de Sínodo, D. Bouix nos informa de que, en tiempos ya cercanos a la promulgación del Codex, en Francia era sentida la necesidad de una más efectiva participación de los sinodales, lo que se traducía en la praxis de constituir “comisiones” para la discusión de los diversos temas particulares, además de las asambleas generales donde se examinaba “sensum totius Synodi”. Y advierte que, aunque legalmente no era necesario que el Obispo solicitara el consejo ni el consentimiento de los sinodales sobre el contenido de las constituciones, sí era muy conveniente el hacerlo y que, de hecho, ésta era práctica habitual a mediados del s. XIX279. Ya bajo la vigencia del Codex, un manual del prestigio de Wernz-Vidal testimoniaba la perplejidad suscitada por los cánones, al suponer que la libertad de expresión, reservada por can. 361 a las comisiones preparatorias, debía extenderse también a las “congregationes generales omnium synodalium” y a las “commissiones particulares” constituidas dentro del Sínodo”280. 2. Esquema de desarrollo en la praxis sinodal posconciliar 281

Los SD que se han venido celebrando después del Vaticano II ha cargado igualmente el peso del SD en el platillo de la preparación, pero – a diferencia del Sínodo histórico – a menudo limita la intervención del Obispo al final del proceso, para convalidar, con las oportunas correcciones si fuera el caso, los documentos y elaborados. Detengámonos en algunos aspectos de esta praxis: - La temática de estudio sinodal suele ser fijada sobre la base de una amplia consulta a los fieles. - La fase preparatoria comprende un arco temporal prolongado (varios años) y se estructura a manera de una red capilar de reuniones celebradas en las parroquias y otras comunidades, a las que siguen frecuentemente otras en una esfera superior (arciprestazgo, zonas, etc.), con el objeto de debatir libremente los temas sinodales a manera de “minisínodos”. El fruto de su trabajo es sintetizado por una o varias comisiones diocesanas, que preparan unos borradores de documentos para su estudio en el SD propiamente dicho. - El Sínodo propiamente dicho suele estar integrado por un número alto de sinodales (normalmente, varios centenares) y su celebración abarca unos pocos días. Su labor consiste en la votación y aprobación por mayoría cualificada de los borradores elaborados a la conclusión de la fase preparatoria, sin que – por lo común – haya ocasión para un debate 278 J.A. Fuentes Caballero, ibidem pp. 563-564. 279 D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. XIII y cap. XVI, propositio Vª. 280 Cfr. Ius Canonicum, T. II, n. 628. 281 Para conocer el modus procedendi de los SD posconciliares, que a continuación exponemos, cfr. La Synodalité. La participation au gouvernement dans l'Èglise, que trae una exposición particularizada de la experiencia sinodal posconciliar según los países hasta el inicio de la década de los 90. En particular, cfr. las colaboraciones de J.I. Arrieta, Los Sínodos (para España); R. Pagé, Les Synodes, y J.H. Provost, The Ecclesiological (para Norteamérica); A. Longhitano, I Sinodi (para Italia). Cfr. también J.M. Martí, Sínodos.

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auténticamente sinodal282. Borradores extensos, elevado número de sinodales y brevedad del tiempo entrañan el peligro de reducir el trabajo sinodal a unas votaciones anónimas que apenas pueden aspirar a algo más que maquillar los textos. - El proceso sinodal se presenta como una labor conjunta que tiene por sujeto a la Iglesia local. Asimismo, los documentos sinodales se expresan en términos colectivos, como procedentes de un grupo283. El Obispo suele limitar a un mínimo su intervención activa en el proceso, reservándose para el final del mismo, cuando llega la hora de aprobar los documentos preparados. Por decirlo con una imagen, el desarrollo del SD, desde sus fases iniciales hasta su término, se asemeja al decurso de un río en que las reuniones preparatorias son como los regatos y torrentes que van confluyendo para dar lugar a corrientes mayores, las cuales finalmente se juntan en el cauce definitivo de las sesiones sinodales. 3. Esquema de desarrollo propuesto por la Instrucción romana Este esquema de desarrollo ha sido modificado en buena medida por la Instrucción romana. Para empezar, la sección IV se abre con una advertencia, genérica pero importante: “El verdadero sínodo consiste justamente en las sesiones sinodales. Es preciso, por ello, procurar un equilibrio entre la duración del sínodo y la de la preparación y, además, disponer las sesiones en un arco de tiempo suficiente que permita estudiar las diversas cuestiones e intervenir en la discusión”. Así, pues, más esfuerzos y tiempo dedicado a las sesiones sinodales y menos a la preparación, de manera que la fase celebrativa adquiera tanta o más importancia práctica que la preparatoria y – podríamos también colegir – se abrevie la suma total de tiempo dedicado al Sínodo284. En un análisis más particularizado: - la temática general es determinada de antemano por el propio Obispo, aunque nada obsta a que sea fijada tras una previa consulta (III, A, 1). - La fase preparatoria no consiste en “minisínodos” donde se debaten las cuestiones, sino una especie de encuesta a los fieles acerca de “sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo” (Instrucción II, C, 2). Una tarea, pues, de significado informativo más que deliberativo, semejante a los “memoriales” que antaño el clero elevaba al Obispo, pero ahora elaborados mediante reuniones y en un marco eclesial abierto a todos los fieles. - La consulta termina en la obra de síntesis que se encomienda a la Comisión Preparatoria del Sínodo, que para ello usará los servicios de “grupos de expertos en las diversas disciplinas y ámbitos pastorales” (III, C, 3). Se rescatan, de esta manera, las comisiones preparatorias contempladas en el Codex de 1917, que los redactores del actual Código omitieron para dejar las manos libres al Obispo. - Al final de la fase preparatoria, la Instrucción (III, C, 3) requiere una intervención personal y decisoria del Obispo para “definir las cuestiones” a partir de la información recabada hasta entonces. Por “definición de las cuestiones”, entiende primariamente la elaboración de unos “cuestionarios” que permitan una discusión abierta en las sesiones sinodales, aunque también admite la posibilidad de presentar a los sinodales unos borradores de documentos.

282 Sin embargo, para los sínodos celebrados en Italia, A. Longhitano, I Sinodi, p. 603, afirma que también se han dado Sínodos en los que prevalecía la “fase celebrativa”, con sesiones sinodales prolongadas e investidas de mayor responsabilidad sobre la documentación sinodal. 283 Este punto lo acredita el tenor de los lemas o slogans usados para el SD: “caminando juntos en la fe”, “juntos en Cristo”, “vivir nuestro Bautismo”, etc. y la denominación de los documentos resultantes del SD: “recomendaciones” “resoluciones”, “proposiciones”, “objetivos”, etc. Cfr. R. Pagé, Les Synodes. 284 A. Longhitano, I Sinodi, pp. 603-604, alerta del riesgo de que, debido a la duración de la preparación, el Obispo deba abandonar la sede por traslado o por renuncia canónica dejando el SD a medio hacer o bien completo pero sin que sus disposiciones hayan sido llevadas a efecto, lo que puede mermar mucho su eficacia.

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- Terminadas las intervenciones del aula sinodal, el Obispo constituye diversas comisiones de sinodales para la composición de los documentos, “dando las oportunas indicaciones” al efecto (IV, 6). Finalmente, “procede a la redacción final de los decretos y declaraciones, los suscribe y ordena su publicación” (V, 1)285.

Volviendo a usar la comparación del Sínodo-río, la Instrucción introduce en el desarrollo del SD una serie de presas que interrumpen el flujo y fijan el caudal aguas abajo. Es el Obispo quien, por un acto personal: al inicio del desarrollo, señala la temática general del Sínodo; al final de la fase preparatoria y antes de las sesiones sinodales, define las cuestiones que serán el objeto de los debates; terminadas las intervenciones sinodales, encarga personalmente la redacción de los textos.

Podemos decir que, según la Instrucción, el SD se desarrolla a manera de un “diálogo”, inicialmente abierto, al que se tratará de ir paso a paso dando concreción. Un diálogo cuyos interlocutores son, por una parte, el Obispo, y, por la otra, el Consejo presbiteral (para decidir la convocatoria), los fieles de la diócesis (en la fase de preparación) y finalmente los miembros del Sínodo (en la celebración del Sínodo). En este diálogo, el Obispo lleva siempre la iniciativa formal: es él quien impulsa el inicio del SD, lo dirige en su desarrollo y lo corona finalmente con las declaraciones y decretos. A él corresponde la “recapitulación”, la última y definitiva palabra, no sólo en la clausura del Sínodo sino también en la conclusión de cada fase del iter sinodal: una función que podíamos llamar “determinativa” o – usando una expresión de Berlingó – “apical” (de ápice)286, que la instrucción justifica con las palabras de San Pablo “probarlo todo y retener lo que es bueno” (I, 2)287.

Por su parte, los sinodales (y, en cierta medida, la comunidad cristiana) asumen su papel propio en el SD, participando corresponsablemente en el proceso que aboca a las decisiones del Obispo: no ocupan la posición de destinatarios de las decisiones legislativas más solemnes del Obispo, sino de colaboradores del mismo en la adopción de decisiones288. No es un instrumento para que el Obispo “conciencie” a los clérigos y fieles de la necesidad de unas soluciones preconcebidas e inducirles a que las acepten, sino para ayudar al Obispo a encontrar la solución a los problemas. Tiene que ver con la génesis de las decisiones, no propiamente con la publicación, difusión y aplicación de las mismas.

Como conclusión de estas consideraciones introductorias del desarrollo del SD, diremos, con Corbellini, que en el SD “se verifica una relación especial e irrepetible entre el

285 Llama la atención la similitud entre el modelo de itinerario sinodal propuesto por la Instrucción y el que ofrecía el Prof. Jean Beyer – consultor de la Congregación para los Obispos, coautora de la Instrucción – en un trabajo precedente (De Synodo, p. 391ss.). Por eso mismo, es significativa una diferencia que se observa entre ambos modelos, porque manifiesta una intención bien meditada por parte de las Congregaciones: Beyer proponía que se constituyeran comisiones preparatorias, a la manera de las propuestas en el antiguo Codex de 1917 (can. 360), que, previamente al inicio del SD, preparasen unos borradores que sirvieran de base a los debates sinodales. La Instrucción, en cambio, contempla las comisiones redactoras de los documentos como “comisiones de sinodales” y ubica su trabajo al final de la celebración del SD. Es obvio que la parte más importante de los trabajos sinodales se desplaza de la preparación a la celebración.

A este propósito, dice A.F. Rehrauer, The Diocesan: “En el proceso sinodal necesitamos hacer entender a la gente que unas 'conclusiones preliminares' o unos 'borradores' de documentos son simplemente eso y no más, y que la tarea más importante de discusión y consenso está aún por llegar”. 286 S. Berlingò, Consensus. 287 R. Kennedy compara la función del “líder” en el desarrollo de los procesos de toma de decisiones con la del director de orquesta: “El director de orquesta no toca ningún instrumento ni canta un aria; no recita un texto; no aparece en un coro o en un ballet (...). Sin embargo, efectúa un servicio indispensable. Él saca fuera los dones de los demás; él coordina, motiva, inspira; silenciosamente y sin ser notado, él hace posible que el acontecimiento se produzca” (Shared, p. 22). 288 Cfr. A. Viana, La Instrucción, p. 746.

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Obispo y su Iglesia particular, en el sentido de que ella es simultáneamente objeto, y sujeto juntamente con el Obispo, de su servicio pastoral”289.

Después de este cotejo histórico, pasamos a analizar las diversas las fases en que se despliega el “proceso sinodal”. No sin antes notar que, para impulsar cada una de las etapas, serán precisos actos formales del Obispo. Pueden contarse entre ellos el Anuncio público de la decisión de celebrarlo y una serie de decretos preliminares: de constitución de los oficios preparatorios, de fijación del itinerario de preparación, de aprobación del Reglamento del Sínodo. A éstos seguiría el Edicto de Convocatoria del Sínodo, el Decreto de “determinación de las cuestiones” que serán propuestas a la reflexión sinodal (o de aprobación de los borradores de documentos) y de Conclusión del Sínodo. Finalmente la Promulgación-publicación de los decretos y declaraciones290.

B. LA PREPARACIÓN DEL SD

Como ya sabemos, el Código evita toda alusión a la preparación del SD, para dejar libertad al Obispo de hacerlo como bien le parezca291, y que la Instrucción suministra al efecto algunas orientaciones. A continuación hacemos un examen más detallado de los diferentes hitos de la fase preparatoria, distinguiendo entre dos tipos de actuaciones, advirtiendo que no son temporalmente secuenciales las segundas respecto de las primeras: por una parte, las “providencias organizativas”, o relativas a la arquitectura jurídica del Sínodo (convocatoria, reglamento, etc.); por otra, el “desarrollo de la fase preparatoria”, consistente en la interpelación de las instancias diocesanas y para cuya exposición seguiremos la guía de Instrucción romana.

Conviene señalar preliminarmente que, al analizar el desarrollo de la Preparación del SD en esta parte B y de la Celebración en la parte C, aludiré a “Comisiones” de diversos tipos: la “Comisión Preparatoria”, las “comisiones preparatorias temáticas” y las “comisiones

289 G. Corbellini, Il Sinodo, p. 457. 290 Véase como ilustración, la sucesión de actos formales del Obispo Juan Bautista Pérez en la celebración del Sínodo diocesano de Oviedo de 1929: - Se inicia con una carta Circular del Obispo, de fecha 2-XII-1922, “comunicando a los Arciprestes y Clero de la Diócesis el propósito de celebrar un Sínodo Diocesano e invitándoles a informar sobre los puntos que pudieran ser objeto de estudio en el mismo”. Lo que equivaldría a la actual “consulta a la Diócesis”. - el “Decreto de Preparación del Sínodo Diocesano”, de 1º de enero de 1923. En dicho decreto, “habidas en consideración las informaciones recibidas..., nombramos, elegimos e instituimos las siguientes Comisiones” (se elencan las comisiones preparatorias y los eclesiásticos que formarán parte de ellas, todos ellos titulares de oficios diocesanos y eclesiásticos de nota); entre ellas, se cuenta la Comisión Central, a la que se encomienda la coordinación de las otras comisiones y la síntesis final del Proyecto de Constituciones. - El “Edicto de Convocatoria para el Sínodo Diocesano”, que es una llamada dirigida a los que han sido nombrados sinodales para que asistan al Sínodo. -Por fin, una Circular de fecha 9-X-1923, que expone el Proyecto de Constituciones Sinodales (lo que hoy sería la “determinación de las cuestiones”): “Con el fin de que todos los convocados al SD puedan ver y examinar cómodamente el proyecto de Constituciones Sinodales (preparados por las Comisiones Preparatorias), que han de ser aprobadas en las sesiones solemnes del mismo... se pondrán a disposición de los Padres, en la Sala de Conferencias del Palacio Episcopal, varios ejemplares del mencionado proyecto...”. -En el “Acta General del Sínodo” publicado en el mismo volumen se indica con claridad que las sesiones del SD consistieran en actos de significado fuertemente litúrgico y protocolario (Procesión inicial, Celebraciones Eucarísticas, relaciones solemnes, bendición final) donde las Constituciones ya preparadas fueran aprobadas todas por unanimidad. 291 Los redactores del Código actual aprontaron un esquema sobre la preparación del sínodo, sobre la falsilla del antiguo c. 360 del Codex, pero fue finalmente suprimido. El motivo: dejar en libertad al Obispo para que organizase el SD según las necesidades de la Diócesis: cfr. Communicationes XVI, n. 2 (1982), p. 211.

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de sinodales”. En todos estos casos, pese a la confusión que puede crear, he preferido usar el mismo término de “comisión”, para atenerme al texto de la Instrucción o para subrayar – en el caso de las “preparatorias temáticas” – su continuidad con las “comissiones” contempladas en el antiguo Codex (can. 360). Pero es preciso advertir que son grupos de muy diferente composición, cometidos y escenario operativo. Aparte están los que, en consonancia con algunos precedentes modernos, denominamos “círculos menores de sinodales”. 1. Providencias organizativas La celebración del Sínodo requiere de una serie de providencias previas de tipo organizativo. Pero antes de tomar la decisión, el Código impone el deber de consultar al Consejo presbiteral. Las fuentes históricas son concordes en rechazar la necesidad de una consulta previa al órgano que entonces podía ser adecuado al efecto, el cabildo catedral292, lo que se entiende bien si se tiene presente que la celebración periódica estaba preceptuada por ley universal y habida cuenta de las tensiones recurrentes entre Obispos y capítulos. Al crearse un órgano consultivo presbiteral de amplia base cual es el Consejo presbiteral y desaparecer el precepto de la celebración decenal, la consulta no vinculante al Consejo aparece perfectamente razonable.

La Instrucción precisa algo más el objeto de dicha consulta: “un ponderado juicio acerca de su celebración y del tema o temas que deberán ser estudiados en él” (III, A, 1). Por consiguiente, el Obispo, tras detectar las necesidades más acuciantes de la diócesis, formula la finalidad genérica que ha de perseguir el SD y procede a la consulta al Consejo presbiteral. Recibida su respuesta, el Obispo estará en condiciones de decidir si conviene celebrar el Sínodo y de precisar en alguna medida su objeto o temática.

Las providencias organizativas son básicamente la constitución de los oficios preparatorios, la elaboración del Reglamento, la designación de los miembros del Sínodo y, finalmente, la Convocatoria del Sínodo:

- Constitución de los oficios preparatorios del Sínodo (Instrucción, III, B, 1).

A juzgar por sus atribuciones, la Comisión Preparatoria es un órgano capital para el buen éxito del Sínodo. Es cometido suyo “ayudar al Obispo, principalmente en la organización de la preparación del sínodo y en la provisión de subsidios para la misma, en la elaboración del reglamento sinodal, en la determinación de las cuestiones que se han de proponer a las deliberaciones sinodales y en la designación de los miembros”.

Como vemos, esta Comisión concentra todas las tareas preparatorias del Sínodo y desempeña el papel de longa manus del Obispo en el ejercicio de las funciones a él reservadas. Sus tareas que son de muy diversa especie: unas son de tipo técnico y consisten en la organización del Sínodo mismo y de sus prolegómenos, mientras que la “determinación de las cuestiones que se han de proponer a las deliberaciones sinodales” se proyecta sobre la temática sinodal. Para esta última, será inevitable constituir unas “comisiones temáticas” que examinen y elaboren la documentación resultante de la consulta a la Diócesis – lo veremos más tarde – y que podrán ser constituidas en un momento más avanzado.

La Comisión debe estar integrada por “sacerdotes y otros fieles”: como el Sínodo mismo, así la Comisión debe tener una relevante presencia de clérigos. Para seleccionar a los miembros, la Instrucción combina la cualificación personal, la representatividad y la pericia técnica como criterios de idoneidad: “El Obispo escogerá los miembros de la comisión preparatoria entre sacerdotes y otros fieles que destaquen por prudencia pastoral y competencia profesional, procurando que, en lo posible, reflejen la variedad de carismas y

292Cfr. entre las fuentes del Codex: S.C.C., Virundunen, XII-1585; S.C.C. Fulginaten., 26-II-1630; S.C.C., Oriolen, 27-V-1632; S.C.C., Fulginaten., 26-II-1639.

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ministerios del Pueblo de Dios. No falte entre ellos algún perito en derecho canónico y en liturgia”.

El segundo oficio mencionado por la Instrucción es la Secretaría del Sínodo. La Instrucción detalla la conveniencia de que esté dirigida por un miembro de la Comisión Preparatoria, que de este modo podrá cumplir mejor su función de “atender a los aspectos organizativos del sínodo: transmisión y archivo de la documentación, redacción de las actas, predisposición de los servicios logísticos, financiación y contabilidad”.

Además de Comisión Preparatoria y Secretaría, la Instrucción aconseja la constitución de una “Oficina de Prensa” – que, según el tamaño de la diócesis, podrá ser un simple “Portavoz del Sínodo” – con el cometido de “asegurar una adecuada información de los medios de comunicación y evite las eventuales interpretaciones erróneas sobre los trabajos sinodales”. Junto a estos oficios previstos por la Instrucción y cuyo cometido se extiende a todo el desarrollo de las labores presinodales y sinodales, también convendrá constituir, en estos momentos iniciales o al acercarse el inicio de las sesiones, algunos otros presentes tradicionalmente en el Sínodo: el notario, que puede recaer en el canciller de la Diócesis, que autentifique las actuaciones conforme se van realizando, un “juez de quejas” (seguramente con otro nombre) que resuelva las reclamaciones e interprete el reglamento, un maestro de ceremonias para los aspectos rituales y protocolarios293. Habida cuenta de la importancia del acontecimiento para la vida de la diócesis puede ser conveniente instituir también el oficio de “cronista” del Sínodo, de manera que quede constancia para la posteridad no sólo de las decisiones tomadas, sino también de los hechos más significativos del proceso y vaya haciendo acopio ordenado e ilustrado de los acta. - Elaboración del Reglamento del Sínodo (Instrucción, III, B, 2)294.

“La utilidad que el reglamento puede tener para la organización de la fase preparatoria, aconseja elaborarlo en estos estadios iniciales del itinerario sinodal, sin perjuicio de las eventuales modificaciones o añadidos que la experiencia ulterior podrá sugerir”. Por tanto, el reglamento podrá comprender normas referidas a la preparación del SD y otras atinentes a la celebración. Dada la importancia demostrada de la fase preparatoria para el buen éxito del SD, es comprensible que la Instrucción no haya querido dejarla en situación “anómala”, aunque nada impide que las indicaciones relativas figuren fuera del Reglamento295.

La Instrucción asigna al Reglamento la determinación, entre otros, de los siguientes puntos:

“1). La composición del Sínodo. El reglamento asignará un número concreto para cada categoría de sinodales y determinará los criterios para la elección de los laicos y miembros de institutos de vida consagrada, y de los Superiores de los institutos religiosos y sociedades de vida apostólica. Al hacerlo, se evitará que una presencia excesiva de sinodales impida la efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos.

“ 2). Las normas sobre el modo de efectuar las elecciones de los sinodales y, eventualmente, de los titulares de los oficios que se han de ejercitar en el sínodo. A este

293 Cfr. S. De Santi, Istituzioni, p. 57; M. Bargilliat, Praelectiones, T. I, n. 596; F. X. Wernz-P. Vidal, Ius Canonicum, T. II, n. 626; J.B. Ferreres, Instituciones, T. I, nn. 667-668; R. Naz, Traité, T. I, n. 657. Para conocer los cometidos entonces asignados a cada oficial, vide D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. IX 294 La Instrucción denomina “reglamento” a las normas rectoras del SD, de manera consonante con la dimensión dinámica y procesual del SD, pues “reglamento” según el Código (c. 95) es la regla que dirige una actividad, a diferencia de “estatuto”, que entiende más bien como norma que caracteriza jurídicamente un ente eclesiástico. 295 Así, el reglamento del último Sínodo de la diócesis de Roma, celebrado bajo el Pontificado de Juan Pablo II, omite lo referente a la preparación, aunque es en la fase preparatoria donde se elaboró el importante Instrumentum laboris que sirvió de base, a la manera de un borrador de documento, a los estudios propiamente sinodales.

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respecto, se observarán las prescripciones de los cánones 119, 1º y 164 - 179, con las oportunas adaptaciones”. En el capítulo relativo a la Composición del SD ya nos detuvimos a examinar la aplicabilidad de estos cánones.

“3). Los diversos oficios de la asamblea sinodal (presidencia, moderador, secretario), las varias comisiones y su respectiva composición.

“4). El modo de proceder en las reuniones, con indicación de la duración y de la modalidad de las intervenciones (orales, escritas) y de las votaciones (‘placet’, ‘non placet’, ‘placet iuxta modum’)”. - Designación de los sinodales (Instrucción, III, B, 2)

Tras la aprobación del Reglamento, “resulta en general conveniente proceder seguidamente a la designación de los sinodales, al fin de poder contar con su ayuda en los trabajos de preparación”. De esta manera, la aprobación del Reglamento y la designación de los sinodales se ubican en un estadio preliminar, al inicio de las labores de preparación296. ¿A qué “trabajos de preparación” se refiere la frase citada? Podemos figurarnos que a la participación en las “comisiones temáticas” ya mencionadas: de esta manera, al contar con la presencia en el aula sinodal de quienes han estado implicados en la redacción de los borradores, se asegura la correcta comprensión de los mismos por parte de los sinodales297. - Convocatoria del Sínodo. Consiste en un acto formal por el que se anuncia la celebración del SD, al tiempo que se “llama” o convoca a los que en él deben participar. Como dijimos más arriba, la convocatoria es el acto constituyente del Sínodo y debe hacerse mediante un decreto formal de especial solemnidad, por lo que el Obispo hará bien en servirse de una fiesta litúrgica señalada, que tradicionalmente era Epifanía298.

La Instrucción contempla la convocatoria más bien en su carácter de “edicto público” genéricamente dirigido al pueblo cristiano, pero no se debe olvidar que es también “llamada” concreta a los que deben participar en los trabajos sinodales, por lo que su ubicación procedimental debería ser, en todo caso, después del nombramiento de los sinodales.

Para la convocatoria del SD, pienso que es de aplicación el can. 127, 1: “Cuando el derecho establece que, para realizar ciertos actos, el Superior necesita el consentimiento o consejo de algún colegio o grupo de personas, el colegio o grupo debe convocarse a tenor del can. 166, a no ser que, tratándose tan sólo de pedir el consejo, dispongan otra cosa el derecho particular o propio...”. Y lo es porque, desde el momento en que se emite formalmente el anuncio del SD, éste queda constituido en su naturaleza propia, es decir como asamblea destinada a prestar consejo al Obispo y los sinodales quedan investidos del derecho de manifestar su parecer sobre las cuestiones que el Obispo les proponga (can. 464): en otras palabras, ya existe un “derecho” que establece la necesidad de pedir consejo, tal como demanda el canon 127. Por consiguiente, vale para el SD la remisión al can. 166: “El presidente del colegio o del grupo debe convocar a todos sus miembros; y la convocatoria cuando deba ser personal, será válida si se hace en el lugar del domicilio, cuasidomicilio o

296 Esta secuencia parece novedosa, al menos si atendemos a los SD españoles posconciliares: J.M. Martí, Los Sinodos, p. 66, testimonia que en el sínodo sevillano clausurado en 1973 (que sirvió de pauta para la organización de los sínodos posconcilaires españoles), el decreto de convocatoria y la promulgación del Reglamento tuvieron lugar “ya en el período sinodal”, es decir cuatro años más tarde del inicio de los trabajos con la constitución de la Comisión Antepreparatoria y de las Comisiones Preparatorias. 297 I. Fürer, en su trabajo de 1973 De Synodo, p. 124, refiriéndose a las comisiones preparatorias del antiguo Codex (equivalentes a las actuales comisiones preparatorias “temáticas”) afirma: “Difficultates oriuntur ex eo, quod comissiones non componuntur synodalibus et opiniones synodalium ignorant”. 298Cfr. D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. II, cap. I, II, interpretando el Caeremoniale entonces vigente.

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residencia”, aun cuando, por ser ésta norma una norma supletoria, el Obispo podrá determinar una modalidad distinta de comunicación a la aquí prevista299.

2. Desarrollo de la fase preparatoria (Instrucción, III, C)

La Instrucción sí ofrece algunas indicaciones al respecto, pero no quiere imponer taxativamente un modelo organizativo detallado, sino más bien proponer unas “orientaciones generales sobre el modo de proceder, que cada Pastor sabrá adaptar y completar como mejor convenga al bien de la Iglesia particular y a las características del sínodo proyectado”300. Establece, además, un criterio general organizativo: “...conviene organizar esta fase de tal manera que las diversas instancias diocesanas e iniciativas apostólicas presentes en la Iglesia particular vengan en ella implicadas, del modo que en cada caso aconsejen las circunstancias”.

La fase preparatoria del SD tiene su centro en lo que la Instrucción denomina “Consulta a la Diócesis”, cuando todos los fieles están llamados a pronunciarse sobre la temática sinodal. Su ejecución hace posible la “Determinación de las cuestiones” que han de ser debatidas en el aula sinodal, finalidad a la que sirve todo el proceso preparatorio. Considero importante distinguir bien la naturaleza y los objetivos de la “Consulta a la Diócesis” y de la consulta propiamente sinodal. En la primera, los encuestados son solicitados a “manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo”: su finalidad es sobre todo informativa, de “plantear cuestiones” más que de resolverlas, aunque naturalmente ello no se puede desligar de un apunte de solución. En cambio, los sinodales están llamados a una labor “ideativa”, de búsqueda de soluciones a las cuestiones propuestas.

Como todas las artes, ésta del buen gobierno precisa primero conocer la realidad y elaborar un bosquejo general de medidas posibles, para luego arbitrar las soluciones en su forma final y definitiva. La preparación tiene por objetivo conocer los hechos y hacerlos inteligibles de cara a su enjuiciamiento posterior, labor que inicialmente requiere de una interpelación a las diversas instancias diocesanas y después el tratamiento de esa información por parte de las comisiones preparatorias “temáticas”; finalmente viene el juicio sobre esos mismos hechos y la búsqueda de una solución, lo que se encomienda a los sinodales, reunidos bien por “círculos menores” bien en asamblea plenaria301. Este significado preliminar y preparatorio de la Consulta a la Diócesis permite entender que la Instrucción nos diga: “Al proveer con oportunas indicaciones a la consulta, el Obispo... evitará crear en los interpelados expectativas injustificadas sobre la efectiva aceptación de sus propuestas”.

La Instrucción alude a los siguientes pasos: 1. Preparación espiritual, catequística e informativa de los fieles (III, C, 1).

Señala la Instrucción: “...el Obispo invitará a todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos, y en particular a los monasterios de vida contemplativa, a una ‘constante intención común: el sínodo y los frutos del sínodo’, que de este modo se convertirá en un auténtico evento de gracia para la Iglesia particular. No dejará de exhortar a este propósito a los pastores de almas, poniendo a su disposición los oportunos subsidios para las asambleas litúrgicas, solemnes y cotidianas, a medida que se avanza en el camino sinodal.

299 D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. II, cap. I, I, refiriéndose obviamente al SD anterior a la primera codificación, pensaba de otro modo. Refiriéndose a los sinodales, afirmaba: “Sufficiunt autem litterae convocationis quas curat Episcopus ad eorum notitiam pervenire, qui ad Synodum accedere tenetur”. 300 El significado de las expresiones “adaptar” y “completar” revelan a las claras esta intención. Además, a lo largo del texto se emplea una sintaxis que deja margen de libertad al Obispo. 301 El sentido de la consulta a la diócesis de la fase preparatoria corresponde a las palabras de LG 37: El Concilio pide a los Obispos que “consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos”.

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“La celebración del sínodo ofrece al Obispo una oportunidad privilegiada de formación de los fieles. Se proceda, así pues, a una articulada catequesis acerca del misterio de la Iglesia y de la participación de todos en su misión, a la luz de las enseñanzas del Magisterio, especialmente conciliar. A tal efecto, se podrán ofrecer orientaciones concretas para la predicación de los sacerdotes.

“Sean también todos informados sobre la naturaleza y finalidad del sínodo y sobre el ámbito de las discusiones sinodales. A este propósito, podrá ser útil la publicación de un fascículo informativo, sin descuidar el uso de los medios de comunicación social”.

A la vista de estas palabras, advertimos que la Instrucción, en continuidad con la praxis reciente, aspira a lograr diversas finalidades, alguna de las cuales tienen poco de jurídico: en esta etapa inicial de la preparación se lleva a cabo una catequesis general que tiende a provocar una toma de conciencia de los fieles, por lo que alguna vez se ha comparado a las tradicionales “sagradas misiones”302. 2. Modo de efectuar la Consulta a la Diócesis (III, C, 2).

Sobre la manera de llevar a cabo la Consulta, dispone la Instrucción: “Se ofrezca a los fieles la posibilidad de manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo. Además, se solicitará separadamente al clero de la diócesis a formular propuestas sobre el modo de responder a los desafíos de la cura pastoral.

“El Obispo dispondrá las modalidades concretas de tal consulta, procurando llegar a todas las ‘energías vivas’ de la Iglesia de Dios que están presentes y operan en la Iglesia particular: comunidades parroquiales, institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, asociaciones eclesiales y agrupaciones de relieve, instituciones de enseñanza (seminario, universidades o facultades eclesiásticas, universidades y escuelas católicas)”.

Como vemos, la Instrucción no contempla la implicación institucional del Consejo pastoral en la Preparación del SD, lo que parece una preterición voluntaria, dada la finalidad que el Código asigna al Consejo. De nuevo, parece que el criterio que ha guiado a los Dicasterios romanos autores de la Instrucción ha sido dar desahogo al Obispo en la organización del Sínodo. Pero conviene notar que este Consejo puede proporcionar una apreciable ayuda al Obispo precisamente en esta etapa: si la “consulta a la diócesis” tiene como objetivo conocer “las necesidades, los deseos y el pensamiento (de los fieles) acerca del tema del sínodo”, la función propia del Consejo es la de “estudiar y valorar lo que se refiere a las actividades pastorales en la diócesis y sugerir conclusiones prácticas sobre ellas” (can. 511).

¿Es conforme a la Instrucción hacer una segunda consulta a la diócesis a partir de los resultados de la primera, una vez hayan sido éstos elaborados por las comisiones? Pienso que se impone la prudencia al arbitrar consultas sucesivas porque pueden entrañar el riesgo de un cierto “control popular” sobre el Sínodo, que en la Iglesia pecaría de irrealismo, incluso desde una perspectiva meramente sociológica, pues la relación conceptual de los grupos de discusión presinodal – muchas veces espontáneos – con “el pueblo” de la Iglesia particular es cuando menos problemática. Aunque la Instrucción no parece impedirlo, sí precave expresamente (III, C, 2) del “peligro – por desgracia a veces bien real – de la formación de grupos de presión”, y de la creación “de expectativas injustificadas sobre la efectiva aceptación de las propuestas (de los fieles)”.

En la praxis del Sínodo de los Obispos y la de algún Sínodo español reciente vemos una modalidad de doble consulta que en cambio no suscita reservas:

a) Primera etapa, finalizada a la determinación general de los temas que han de ser objeto del SD. Podría llevarse a cabo mediante una primera encuesta a los organismos y 302 En este sentido, J.I. Arrieta, Órganos de participación, p. 577; T. Pieronek, La Dimensione, p. 398. Ambos autores se refieren a la praxis de los SD posconciliares.

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estructuras diocesanas acerca del estado de la diócesis. El resultado de tal encuesta se sintetizaría en unos lineamenta, o líneas de orientación de alcance necesariamente genérico, cuyo texto se presentaría al Obispo para su aprobación.

b) En una segunda etapa, los lineamenta serían remitidos a las diversas instancias diocesanas para ser objeto de una consulta más extensa. Recibidas las respuestas a la consulta, se elaboraría un Instrumentum laboris, que, una vez aprobado por el Obispo, sería la base de la discusión propiamente sinodal303.

Según el deseo expresado por la Instrucción y siguiendo la praxis del Sínodo de los Obispos, este Instrumentum laboris, o comoquiera que se llame, no sería tanto un borrador de conclusiones finales, sino sólo un texto finalizado a enfocar e ilustrar la discusión sobre el tema sinodal. 3. Definición de las cuestiones (III, C, 3) “El Obispo procederá seguidamente a fijar las cuestiones sobre las cuales versarán las discusiones”. Pretender concebir el SD con un brain storming ilimitado es condenar la discusión al fracaso. Es necesario acotar previamente las cuestiones que se someten a deliberación304, lo que es obra de las comisiones temáticas.

La definición de las cuestiones es la culminación de toda la fase preparatoria y requiere la intervención personal del Obispo, que de este modo se dispone a “preguntar al Sínodo”. La instrucción nos dice que “un modo apto para este propósito será elaborar cuestionarios, divididos por materias, cada uno introducido por una relación que ilustre su significado a la luz de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia y de los resultados de las consultas precedentes. Esta tarea será encomendada, bajo la dirección de la comisión preparatoria, a grupos de expertos en las diversas disciplinas y ámbitos pastorales, que presentarán los textos a la aprobación del Obispo”.

Estos “grupos de expertos” o “comisiones temáticas” corresponden a las que Codex de 1917 encomendaba “preparar los asuntos que hayan de tratarse en el Sínodo” (can. 360). El Codex dejaba abierta la cuestión de si tales comisiones debían estar compuestas de sinodales o bien de otras personas (en aquel entonces, siempre clérigos: can. 361) y tampoco la Instrucción se pronuncia al respecto, pero ya advertimos más arriba de la conveniencia de una cierta presencia de sinodales en las mismas.

El cometido asignado a estas “comisiones temáticas” no consiste en una labor mecánica que se agotaría en el mero ordenar y sintetizar el material recibido, pues la mera acumulación de datos y propuestas sirve de poco: es preciso “evaluar la información” para darles el significado correcto según sus causas. Además, “el proceso de educación exige que nosotros atendamos a las necesidades que el pueblo percibe y también que les guiemos a un nivel superior de comprensión de las necesidades”305.

La nota 48 de la Instrucción contempla una fórmula alternativa a los cuestionarios, que en realidad ha sido el medio casi universal de preparar el objeto de las sesiones sinodales en los SD recientes: “Se puede proceder de manera diversa, por ejemplo, elaborando ya en esta fase los proyectos de documentos sinodales. Esta alternativa reúne indudables ventajas, pero

303 I. Fürer, De Synodo, p. 125, aconseja hacer la “consulta a la diócesis” después que unas comisiones preparatorias hayan elaborado los esquemas de documentos, y sobre el contenido de tales esquemas. No es ésta la opción escogida por la Instrucción, que en cambio contempla la dicha consulta como un paso procedimental precedente, no subsiguiente, a la redacción de los esquemas, y cuyo significado se limita a ofrecer a los fieles “la posibilidad de manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo” (II,C,2). 304 Algún autor denuncia lo que llama “falsas participaciones”: aquellas en que un promotor determina previamente el proyecto o la temática sobre la cual los consultados habrán de pronunciarse: en una palabra, las consultas “pilotadas”. Sin embargo, toda reunión precisa de un tema en torno al cual discutir, so pena de no discutir de nada. 305 A.F. Rehrauer, The Diocesan, p. 11.

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se debe atender también al riesgo de reducir de hecho la libertad de los sinodales, que deberán pronunciarse sobre un texto prácticamente acabado”.

La documentación preparada, una vez aprobada por el Obispo, “será trasmitida a los sinodales, para garantizar su adecuado estudio antes del inicio de las sesiones”.

C. LA CELEBRACIÓN DEL SD El Código no ofrece norma alguna sobre la manera de celebrar del SD306, por lo que

debemos acudir de nuevo a la Instrucción para obtener algún criterio práctico sobre el particular (capítulo IV). Y lo primero que advertimos al estudiar el capítulo IV de la Instrucción es la escasez de indicaciones organizativas, en contraste con las relativamente numerosas orientaciones que el documento ofrece para la preparación. 1. Cuestiones generales

Antes de entrar en los aspectos organizativos, la Instrucción, IV, 2 formula algunas indicaciones: - La celebración del SD comience y sea en todo momento acompañada por la oración: “Pues ‘Quibus communis est cura, communis etiam debet esse oratio’, la celebración misma del sínodo arraigue en la oración”. Al significado – obvio para un cristiano – que reviste la impetración de la gracia divina307, podríamos añadir algo que es condición previa para el éxito de todo debate eclesial, a saber, que los sinodales se pongan en la disposición correcta y en la “perspectiva justa” para afrontar problemas y encontrar soluciones: es decir, que abandonen todo espíritu de partido, si acaso lo tuvieran, y adopten como propio el bien común eclesial. - En cuanto a los aspectos litúrgicos de la celebración, la Instrucción remite al Caeremoniale Episcoporum (Parte VIII, cap. I) y recuerda expresamente que la inauguración y la conclusión del SD tienen lugar mediante una liturgia solemne y pública. Las indicaciones del Caeremoniale son sencillas y podrán completarse según convenga en cada caso, para lo que pueden servir de inspiración las normas y usos tradicionales para este tipo de asambleas308. - Sobre la ubicación del aula sinodal, adopta la norma tradicional: “Conviene que las sesiones del sínodo – las más importantes al menos – tengan lugar en la iglesia catedral, sede de la cátedra del Obispo e imagen visible de la Iglesia de Cristo” (IV, 2). Habida cuenta del deseo expresado en la Instrucción de ampliar la celebración del Sínodo de manera proporcionada a la duración de la preparación, parece inevitable habilitar estancias más prácticas para las sesiones ordinarias, especialmente de los “círculos menores”, de modo que se favorezca la libre discusión309.

306 En este punto, el actual Código sigue la estela del Codex de 1917, que, si dedicaba un canon a la preparación del SD, nada decía a propósito de la organización del SD en sí mismo. 307 “Los SD son preparados por adelantado con la plegaria; habitualmente se abren con la invocación al Espíritu Santo; las sesiones son conducidas en una atmósfera de oración y discernimiento de la voluntad de Dios. Lejos de ser una formalidad, esta atención al Espíritu constituye uno de los elementos distintivos de un SD, una reunión de pueblo precisamente en calidad de pueblo de Dios”: J.H. Provost, The Ecclesiological, p. 553. 308 Una exposición muy completa de la praxis celebrativa que se seguía en los Sínodos de mediados del s. XIX puede encontrarse en D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sectio II, “Celebrandae Synodi ordo seu forma describitur”. En la Sectio III se recogen las diversas fórmulas entonces al uso para los actos principales del Sínodo. 309 El Codex precedente establecía que el Sínodo debía celebrarse en la Catedral, a no ser que una causa razonable persuadiese de otro lugar (cf. c. 352, 2). Si atendemos a la praxis tradicional, recogida en el De Synodo de P. Lambertini por “otro lugar” de debía entender “otra iglesia” de la Diócesis que no fuera la catedral, admitiéndose no sólo el interior del templo sino también “omnis locus sacer ecclesiae adjuntus, et ad ecclesiam pertinens”, como el batisterio, la sacristía, el atrio (Lib I, cap. V). Pero téngase presente que esto valía para las sesiones sinodales (“plenarias”), que seguían al trabajo de las comisiones y que se resolvían en tres días.

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2. Modelo organizativo de la celebración del SD Establece la Instrucción: - “Antes del inicio de las discusiones, los sinodales emitan la profesión de fe, a norma del canon 833, 1°. No descuide el Obispo ilustrar este significativo acto, a fin de estimular el ‘sensus fidei’ de los sinodales y encender su amor por el patrimonio doctrinal y espiritual de la Iglesia” (IV, 3). Lejos de ser algo meramente protocolario o expresión de una “fe formularia”, como pretendían los heterodoxos en tiempos de Benedicto XIV, se trata de un acto grávido de significado que acompaña a la asunción de responsabilidades en la Iglesia310. - Sigue el examen de cada uno de los temas propuestos, que “será introducido de breves relaciones, que centren los diversos puntos en cuestión” (IV, 4).

Es la ocasión de que los sinodales intervengan ordenadamente y hagan sus personales aportaciones. “El Obispo cuidará que los sinodales dispongan de la efectiva posibilidad de expresar libremente sus opiniones sobre las cuestiones propuestas, si bien dentro de los términos temporales determinado en el reglamento” (IV, 4). - “Concluidas las intervenciones, se cuidará de resumir ordenadamente las diversas aportaciones de los sinodales, a fin de facilitar su ulterior examen” (IV, 4). El Obispo examina estas síntesis y, “dando las oportunas indicaciones, encomendará a diversas comisiones de miembros la composición de los proyectos de textos sinodales” (IV, 6). Como ya dijimos, la presentación al Obispo de los textos elaborados por estas comisiones se puede considerar el momento jurídicamente conclusivo del Sínodo, aunque nada obste a que haya una ceremonia de “Clausura del Sínodo” donde se promulguen y publiquen solemnemente los documentos. Para completar la Instrucción, dos documentos nos parecen especialmente aptos: por una parte, el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma, aprobado por Juan Pablo II el 15-II-1992; por otra, el Reglamento del Sínodo de los Obispos, dada la analogía entre ambos institutos canónicos. Además, es sorprendente la similitud que se puede observar entre ambos Reglamentos, aunque se refieran a dos órganos de naturaleza diferente, lo que se entiende si tenemos en cuenta la proximidad temporal y local de su elaboración. A continuación destacamos en dos columnas sus indicaciones básicas:

Advertía J. Beyer, antes de la Instrucción: “Como causa razonable se puede contar, entonces y ahora, el favorecer la libre discusión, que en otra aula, más adecuada a esta finalidad, se puede llevar a cabo más fácilmente” (De Synodo, p. 397). 310 P. Lambertini, De Synodo, Lib. V, cap. II, IX.

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Sínodo Romano

1. De las “consultas presinodales” resulta

un “Instrumento de trabajo”, que contiene

la primera propuesta de documento sinodal

a someter al SD.

2. Una vez examinado por la Asamblea

Sinodal o “Congregación General”, los

Círculos Menores trabajan sobre el

Instrumento y presentan una “Relación

conclusiva”, que se pasa de nuevo al

estudio de la asamblea.

3. La Asamblea plenaria del Sínodo o

“Congregación General” examina, vota y

decide sobre el documento resultante. El

Documento final ha de alcanzar la mayoría

de 2/3 de los sufragios. Dicho documento

se presenta a la aprobación del Papa.

Sínodo de los Obispos

1. De las consulta a los órganos

episcopales resulta un “Instrumento de

trabajo”, que sería un texto finalizado a

focalizar e ilustrar la discusión sinodal.

2. Tras una primera reunión plenaria del

SO, se constituyen los Círculos Menores,

que elaboran un “Lista de proposiciones”,

una vez unificadas por los órganos del

propio Sínodo.

3. La lista de proposiciones u

orientaciones compartidas por los Padres

es presentado al Santo Padre para que éste

decida libremente qué curso dar a tales

propuestas. La praxis habitual es que el

propio Papa redacte un documento propio

sobre la base de las propuestas en forma de

“Exhortación Postsinodal”.

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De esta tabla sinóptica podemos concluir que la Instrucción parece, en cierta medida, inspirada en ambos modelos, aunque se acerca más al del Reglamento del Sínodo de los Obispos311. Merece recalcarse la importancia que tienen los “círculos menores”, contemplados en ambos Reglamentos. No son “comisiones” especializadas que se dedicaran al estudio de un cierto sector pastoral o una parte del documento, sino más bien una “miniatura de Sínodo”, donde se estudian todos los temas propuestos. Así debe ser, pues “el bien de toda la comunidad diocesana” (can. 460) no puede diseccionarse en sectores independientes ni las cuestiones afrontarse con un enfoque meramente técnico312. Pensamos, por tanto, que la constitución de los “círculos menores” es una idea válida, trasladable al SD de cualquier diócesis, que sirve para paliar los inconvenientes derivados del excesivo número de sinodales y permitir “la efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos” (Instrucción III, B, 2). 3. Las intervenciones de los sinodales: libertad de expresión

Reza el can.465: “Todas las cuestiones propuestas se someterán a la libre discusión de los miembros en las sesiones del sínodo”313.

Se afirma aquí un derecho de los sinodales, que es también un deber; así lo afirma el can. 127, 3: “Todos aquellos cuyo consentimiento o consejo se requiere están obligados a manifestar sinceramente su opinión...”. Este derecho-deber consiste en responder libre y sinceramente a las cuestiones que les han sido previamente propuestas. Quisiera prestar atención a un punto de este canon: la libertad de expresión que aquí se reconoce a los sinodales no es un derecho ilimitado, sino que tiene por marco o ámbito de ejercicio “las cuestiones propuestas”. La pregunta a formular sería entonces: ¿quién está facultado para “proponer cuestiones” en el SD? Una posible respuesta, que a primera vista favorece la libertad de expresión, es que cualquier sinodal puede hacerlo, pero no parece razonable: si los sinodales – aparte de pronunciarse sobre las cuestiones propuestas por el Obispo – tienen derecho a proponer libremente otras cuestiones al aula sinodal, el SD adquiere un perfil “asambleario” que desborda a la finalidad de consulta. Por consiguiente, las “cuestiones” de que habla aquí el canon no son cualquier cuestión suscitada por los miembros, individualmente o en grupo, sino solamente los temas de discusión propuestos formalmente por Obispo al Sínodo, bien al inicio bien durante el transcurso de las sesiones (también a iniciativa de los sinodales). Ésta es la interpretación de la Instrucción romana, que atribuye en exclusiva al Obispo la facultad de “definir las cuestiones” antes del inicio del SD y la dirección efectiva de las sesiones en el aula, de manera que pueda vetar las que desbordan el marco del gobierno pastoral diocesano. Así se entiende que la misma Instrucción excluya la posibilidad que los sinodales formulen “votos” que exceden a las cuestiones propuestas, votos que serían eventualmente enviados por el Obispo a la Santa Sede como propios del colectivo sinodal (IV, 4), al margen de los “decretos y declaraciones” por él

311 L. DiNardo, The Diocesan, también llama la atención sobre la semejanza de la estructura del SD, tal como aparece en la Instrucción, con el Ordo Synodi Episcoporum celebrandae. 312 Así, el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma afirma que los “Círculos Menores”: son grupos de trabajo en que se divide la asamblea sinodal, a fin de “favorecer la más amplia participación de los sinodales”. No les asigna una temática particular, sino que cada uno de estos CM “examina todo el Instrumento de trabajo” y da su parecer sobre el mismo (artt. 13-14). 313 Como sabemos, este canon del Código vigente se inspira en el Can 361del antiguo Codex, que, curiosamente reconocía la libertad de expresión no a los sinodales y durante el SD propiamente dicho, sino a los miembros de las comisiones preparatorias y durante los trabajos de preparación del SD: “Propositae quaestiones omnes, praesidente vel per se vel per alium Episcopo, liberae adstantium disceptationi in sessionibus praeparatoriis subiiciantur”.

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firmados. Por lo demás, es obvio que tras esta prohibición alienta una preocupación que excede al mero rigor procedimental314. Lo deseable en el Sínodo es que el Obispo, bien por sí mismo, bien por sus colaboradores, siga de cerca los debates del aula sinodal y no como un personaje pasivo, sino como Pastor que ejerce su oficio en el desarrollo del SD como en cualquier importante evento eclesial y participa activamente en el mismo, sin quitar por ello libertad a los sinodales315. Obrando de este modo se evitan dos riesgos: el primero, de relegar al Obispo al papel de refrendario o confirmante de las “decisiones” de los sinodales; la segunda, la de convertir el SD en un mero órgano asesor del Obispo, de quien serían en exclusiva las declaraciones y los decretos. Ni gobernante autocrático que simplemente escucha a sus consejeros y luego decide lo que bien le parece, ni fedatario público que añade la formalidad de su firma a lo decidido por otros. El procedimiento para conseguir esa vía media consiste, como insta la Instrucción, en hacer participar al Obispo de todo el proceso sinodal, de manera que, trabajando a veces simultánea y a veces sucesivamente, Obispo y sinodales (o miembros de las comisiones preparatorias), todos embarcados en la misma nave y cada uno cumpliendo la misión encomendada, lleven a buen puerto el SD316.

Así, pues, la regulación del SD se aleja del modelo de “parlamento eclesial” y opta por una imagen más conforme al presupuesto eclesiológico de una Iglesia “organice exstructa”. De modo también conforme con la naturaleza de una asamblea consultiva (“pregunta quien puede, responde quien sabe”) y consecuente con la propia tradición del SD, tal como aparecía recogida en el can. 361 del antiguo Codex317. 4. Las votaciones en el aula sinodal

Dice la Instrucción, IV, 5: “Durante las sesiones del sínodo, en diversos momentos será preciso solicitar a los sinodales que manifiesten su parecer mediante votación. Dado que el sínodo no es un colegio con capacidad decisoria, tales sufragios no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario vinculante, sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas, y así debe ser explicado”.

Al inicio de este trabajo dedicamos un capítulo a la cuestión del hipotético carácter colegial del SD. Como dijimos entonces, no es una mera cuestión de nombre, sino que entraña un problema de envergadura práctica: si se ha de reconocer la asamblea sinodal una subjetividad jurídica, de manera que pueda hablarse de una voluntad propia

314 L. de Echeverría informaba en 1976: “temas como el divorcio vincular, la ordenación de los hombres casados para el sacerdocio, la moral sexual, las modernas corrientes económicas, etc., son discutidas, en ocasiones, con un enfoque abiertamente político” (El Derecho Particular, n. 20, p. 209). Probablemente lo mismo puede decirse de más de un SD celebrado posteriormente. 315 “Es propio del Obispo, bien por sí mismo bien por sus colaboradores, ‘premonere atque informare’ a los sinodales para que la oposición (entre Obispo y miembros del SD) sea imposible. Esta unidad de mente y de acción no se consigue sino con una asidua presencia del Obispo en el Sínodo y su directa participación en el mismo”: J. Beyer, De Synodo, pp. 403-4 316 Recuérdese la Instrucción I, 2: “Por su parte, el Obispo dirige efectivamente las discusiones durante las sesiones sinodales y, como maestro auténtico de la Iglesia, enseña y corrige cuando es necesario. Tras haber escuchado a los miembros, a él corresponde realizar una tarea de discernimiento, es decir, de ‘probarlo todo y retener lo que es bueno’, en relación con los diversos pareceres expuestos”. El Obispo diocesano no deja de ser Maestro cuando ejercita el cargo de Pastor; en él, potestad y autoridad están indisolublemente unidos. 317 El Can. 361 recogía el principio de libertad en la discusión (“Propositae quaestiones omnes, praesidente vel per se vel per alium Episcopo, liberae adstantium disceptationi in sessionibus praeparatoriis subiiciantur”) en un contexto y momento histórico en que hubiera resultado impensable imponer al Obispo una temática de estudio sinodal no deseada y establecida por él mismo.

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del SD que trascienda la voluntad de los sinodales tomados singularmente. Como vemos en este párrafo apenas citado, la Instrucción responde negativamente.

En definitiva, para la Instrucción (y, antes, para el Código) el Obispo no pregunta propiamente “al Sínodo”, sino a los sinodales; y son ellos los que responden, no “el Sínodo” en cuanto tal, aunque no habrá inconveniente en atribuir a veces tal o cual posición al colectivo unitario por mor de brevedad. Por este motivo, nos parece poco adecuado fijar un mínimo de votos afirmativos – por ejemplo de dos tercios – para que una propuesta del pleno sinodal al Obispo “sea válida”, lo que supondría la admisión tácita del carácter colegial del Sínodo318. Esto podrá tener sentido para las reuniones de la fase preparatoria, donde se trata de responder colectivamente a una encuesta, pero no en las sesiones sinodales.

Sobre el modo práctico de efectuar las votaciones, la Instrucción pide que el Reglamento se pronuncie al respecto, sugiriendo las fórmulas “placet”, “non placet”, “placet iuxta modum” (III, B, 2). Huelga explicar que, según las aclaraciones de la Instrucción y conforme a las fuentes históricas, el uso de estas fórmulas no convierte el consilium de los sinodales en un consensum sobre la propuesta episcopal319.

Un buen comentario práctico sobre el uso de estas fórmulas lo encontramos en el Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 25:

“1. En el Sínodo los votos se emiten según la fórmula: placet, non placet, placet iuxta modum, si se trata de la aprobación de un esquema, en su totalidad o dividido en parte; pero se emiten según la fórmula: placet, non placet, para aprobar enmiendas o modos y en las otras votaciones.

“2. Quien habrá votado según la fórmula: placet iuxta modum se obliga a presentar su modo por escrito, de forma clara y concisa.

“3. Los votos se manifiestan con fichas especialmente preparadas, a no ser que el Presidente Delegado haya decidido otro modo, por ejemplo, poniéndose en pie o levantando la mano”. 5. La unanimidad

Una vez hechas todas las precisiones precedentes, hay que reconocer la necesidad práctica de recurrir a los sufragios dentro del Sínodo y de presentar al Obispo una postura común y compartida, cuando éste demanda a los sinodales que se pronuncien acerca de una propuesta suya. Aunque parezca una propuesta poco consonante con la cultura política al uso, lo deseable en un encuentro eclesial no es el enfrentamiento entre facciones, sino la unanimidad moral, que no es sino expresión de

318 Dice J.M. Martí: “...se ha difundido en algunos sínodos recientes la exigencia de un cierto quórum para la aprobación de las deliberaciones sinodales - frecuentemente de dos tercios de los votos emitidos -, práctica que puede chocar con el c. 466 y la facultad legislativa que el Obispo se reserva” (Sínodos españoles, pp. 63-64). Advertimos, sin embargo, que el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma art. 3, 2) exigía un quorum de 2/3 de los sufragios emitidos para someter un documento a la aprobación del Santo Padre. Pero téngase presente que este Sínodo se celebró antes de la vigencia de la Instrucción romana y que la complejidad de la Diócesis de Roma pueda justificar un régimen especial en este punto. 319 Así lo aclara, por si hubiera dudas, una de las fuentes citadas para la elaboración del Codex de 1917: S.C.C., Venetiarum, 21-IV-1592: después de reafirmar que el Obispo no está obligado a seguir el parecer de los sinodales, añade: “No importa a este efecto que según el Pontifical Romano se establezca que los sinodales están llamados a confirmar las constituciones por la palabra placet”. También el De Synodo de P. Lambertini (Lib. XIII, cap. I) alude a la costumbre introducida por aquel entonces en algunas diócesis de pedir el parecer de los sinodales con la fórmula placet, en relación con las propuestas formuladas por el Obispo, para comentar que, en todo caso, la respuesta de los sinodales no es vinculante para aquél.

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la unidad de la Iglesia y de la búsqueda compartida de una sintonía con el Espíritu320. Se piense en el último Concilio Ecuménico y en sus abultadísimas mayorías.

Esta unanimidad moral se logra mediante el estudio común de los problemas y de las soluciones; se logra también cuando cada uno de los sinodales acepta las limitaciones del propio entendimiento y de la propia experiencia y valora la experiencia y conocimiento ajenos; se logra, en fin, cuando buscan la sintonía con el Pastor de la Diócesis. Es muy natural que los sinodales coincidan en las líneas básicas de las soluciones pastorales, pero también lo es que haya discrepancias menores en cuanto a los medios concretos: ante una situación de falta de candidatos al sacerdocio y de clero, ¿qué es mejor, de momento: enviar los seminaristas propios a un seminario interdiocesano o bien proveer adecuadamente de formadores al seminario diocesano con el escaso clero disponible? Para muchos problemas no existe una única solución, sino diversas, y todas ellas tienen sus pros y sus contras. En tales casos, parece razonable prestar especial atención a las razones de los demás y – hasta cierto punto – saber “transigir” y buscar el compromiso en ciertos aspectos de la cuestión; es también razonable ponerse en lo posible de parte del Obispo cuando la posición de éste es conocida y sobre ella interroga. Esto no tiene nada de servilismo, “acriticismo”, o dejación de la propia responsabilidad, sino que es muestra de una racionalidad que es consciente de los límites de la propia razón, de la conciencia de que una misma meta puede alcanzarse siguiendo diversos caminos, y de un “sentido de Iglesia” que lleva a estimar en mucho la gracia de estado de quien gobierna la Diócesis.

Cuando todo este proceso conscientemente asumido por los miembros del Sínodo, el resultado natural será la práctica unanimidad. Cuando los sinodales hacen propio el bien de la Iglesia en su conjunto, pasando por encima de intereses personales o corporativos, cuando – en definitiva – “se ponen en la situación del Pastor”, de quien comparten temporalmente la carga, es bien comprensible que coincidan en la diagnosis de los problemas y compartan la solución, al menos en sus líneas generales. Esto podrá ser extraño en un parlamento político, donde parece legítima la confrontación debida a intereses contrapuestos, pero no lo es en otros colectivos que están llamados a formular un juicio o tomar una decisión: piénsese en el consejo de varios médicos ante la enfermedad grave de un paciente o de unos economistas prestigiosos ante una situación de crisis nacional.

Otro elemento que ayuda a comprender la unanimidad en las decisiones eclesiales es la gracia del Espíritu Santo. El SD se celebra tras una larga preparación de oraciones y sus mismas sesiones se inician invocando la inspiración divina, al Espíritu Santo, alma de la Iglesia y factor de la unidad de los creyentes. La unanimidad espiritual (“un alma sola”: Hech 4, 32) ¿no tendrá como necesario correlato la concordancia básica de pareceres? Así ocurrió durante los primeros siglos de la historia eclesiástica cuando se trataba de la elección de los Pastores y en los otros actos de la vida cultual de los cristianos. Por tanto – de nuevo – la apelación a la “oración común” que hace la

320 El Directorio para el ministerio pastoral del Obispo de 2004, cita la C.A. Novo millenio ineunte para referirse a los órganos diocesanos de participación y consulta: “La recíproca escucha entre los pastores y los fieles los unirá ‘a priori en todo aquello que es esencial, (...) y a converger normalmente también en lo opinable hacia elecciones ponderadas y compartidas’” (n. 165). Dice A. Viana: “la participación colegial es - debería ser - ajena a modos de actuar desafiantes o reivindicativos, luchas y enfrentamientos entre ‘poderes’. Esos fenómenos que a veces se expresan en la sociedad civil conforme a las patologías del régimen parlamentario, son superados en la comunión eclesial por la promoción firme de la unidad y del consenso (...). El consenso (...) no es simple armonización o síntesis de intereses contrapuestos, algo así como fórmulas de compromiso para superar las normales dificultades del trabajo en equipo. Por el contrario, el consenso entendido como concurrencia de voluntades al servicio de la misión común es signo de verdadera comunión” (El Gobierno, pp. 497-498).

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Instrucción no es un elemento en absoluto extraño a las tareas sinodales ni un ornato sobreañadido en ese texto normativo: es, a la vez, causa y expresión de una comunión de espíritus que naturalmente conduce a la armonía en los juicios321. Pienso, finalmente, que la concordancia no se ha de buscar simplemente en la fijación de unos mínimos de carácter vago y genérico, una vez despejado cualquier asomo de opinión propia. No se trata de podar el árbol de toda exhuberancia, pues se corre el riesgo de quedarse con un tocón desnudo que todos comparten pero que a ninguno satisface. Más que restando diferencias, la unidad se logra en lo posible sumando: suma que deriva del recíproco respeto, de la aceptación de los dones ajenos y de la común adhesión a los Pastores. 6. La libertad del Obispo en relación con las votaciones

En este epígrafe nos situamos en un escenario distinto. No se trata ya de que los sinodales busquen la sintonía con el Pastor cuando éste toma la iniciativa, sino de la necesidad de que el Obispo acepte la posición moralmente unánime adoptada por el colectivo sinodal cuando es éste el que propone.

Afirma la Instrucción: “El Obispo queda libre para determinar el curso que deba darse al resultado de las votaciones, aunque hará lo posible por seguir el parecer comúnmente compartido por los sinodales, a menos que obste una grave causa, que a él corresponde evaluar coram Domino” (V, 5). En este texto cuidadosamente redactado se afirma, en primer lugar, la libertad jurídica del Obispo respecto del parecer de los sinodales. Nos dice que, si a los sinodales pertenece emitir un juicio, al Obispo corresponde determinar qué se ha de hacer, “qué curso dar” al resultado de las votaciones, pues no todo lo que es bueno es hacedero. Puede parecer una insistencia excesiva en el protagonismo del Obispo, pero es conforme a la realidad de las cosas: a quien ostenta la potestad de gobierno se le debe reconocer la evaluación de las posibilidades de aplicación práctica de los “votos” de los sinodales.

La libertad jurídica del Obispo tiene el contrapeso del deber de seguir el parecer común, es decir moralmente unánime322, de los sinodales, “a menos que obste una grave causa”, que, según el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos, puede ser de “carácter doctrinal, disciplinar o litúrgico” (n. 171). La Instrucción pide al Obispo que “haga lo posible por seguir”, es decir por llevar a la práctica lo aconsejado, porque una cosa es adherirse al juicio unánime sobre “lo que debería hacerse” y otra estar en condiciones de llevarlo a cabo o de hacerlo inmediatamente. Solamente quien manda conoce de qué medios reales dispone para alcanzar una meta deseable y cuáles son los tiempos para ello323. En este punto, la Instrucción no se aleja de la regla general enunciada por el can. 127, 2 sobre la posición del “Superior” en relación con los dictámenes consultivos: “no apartarse del dictamen sobre todo si es concorde, sin una razón que, a su juicio, sea más poderosa”324.

321 Un profundo estudio sobre estas cuestiones puede encontrarse en G. Olivero, Lineamenti, especialmente n. 15, pp. 244-246; y n. 23, pp. 262-270. Sobre la “aclamación” como modo de expresar el consenso en la Iglesia, cfr. J. Hervada, Elementos, pp. 264-265. 322 Al decir “parecer común” no se está refiriendo a una mayoría conforme, aunque fuera cualificada, seguramente porque eso sería tanto como remitir a la idea de “voto”, que se ha querido expresamente evitar: la idea de resolver las cuestiones por mayorías aritméticas es ajena al documento. Se trata de algo menos diáfano, pero real, que se podría asimilar a la de “unanimidad moral” en torno a ciertas cuestiones. 323 “Una decisión de potestad no puede tomarse contra la voluntad del jefe, pues es él precisamente quien debe ejecutar tal decisión” (Álvaro D'Ors, cit. en R. Domingo, Teoría, p. 68) 324 A primera vista podría pensarse que el tenor de este canon guarda poca relación con el sínodo, habida cuenta de que se refiere a aquellos actos para los cuales “el superior necesita el consejo de personas

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Deber moral, pues, del Obispo. El actual régimen de convocatoria discrecional del SD por parte del Obispo diocesano, derogadas las anteriores imposiciones de convocatoria regular cada cierto ciertos años, corrobora la existencia de este deber moral: el Obispo llama, libremente y sin imposiciones, a colaborar con él a una asamblea diocesana fuertemente representativa (en el sentido expuesto en otro lugar): ¿tendría algún sentido renegar luego de la opinión “común” de los sinodales? La Instrucción afirma muy justamente que unos hipotéticos actos no suscritos por el Obispo “no pueden considerarse en sentido alguno declaraciones “sinodales” (V, 3). ¿Podría llamarse, en cambio, “sinodal” una decisión tomada por el Obispo contra el consejo de los sinodales? Parece difícil responder afirmativamente, una vez sentado en el can. 460 que los “sinodales... prestan su ayuda al Obispo”, y en la Instrucción que “los sinodales colaboran activamente en la elaboración de las declaraciones y decretos”. No tenemos más remedio que afirmar con J.H. Provost: “al convocar un SD, el Obispo se compromete a hacer caso de su consejo”325. Si este compromiso y la consecuente obligación moral no existieran, se desmoronaría la arquitectura del SD actual, que está fundado sobre la idea de una co-laboración con la función episcopal. Por tanto, el principio de la libertad del Obispo respecto del parecer de los sinodales, al inscribirse en el nuevo contexto conceptual y normativo, debe ser interpretado matizadamente.

Pero no siempre la posición de los sinodales será común y compartida. ¿Qué hacer cuando las opiniones en el Sínodo están enfrentadas? ¿Debe el Obispo limitarse a “contar” los votos y seguir una opinión apuradamente mayoritaria? Pensamos que no: la Instrucción ha advertido que las votaciones son un simple medio para “verificar el grado de concordancia de los sinodales”, porque el SD es un espacio de manifestación de juicios, más que de expresión de voluntades y, si éstas pueden ser contadas, los consejos deben ser sopesados, no sólo en cuanto a su racionalidad intrínseca (es decir, en cuanto tales razones son bien comprendidas por el Superior), sino también en cuanto a la “autoridad” de quien los emite326. Una cuestión más: ¿Es posible regular reglamentariamente – es decir, a través del Reglamento del Sínodo – la disensión entre el Obispo y los sinodales?327. Parece que

singulares”. Pero desde el momento que el Obispo convoca el sínodo asume la naturaleza “consultiva” de este instituto y, por ende, se obliga (o le obliga el derecho) a contar con el parecer de los sinodales en la manera que las propias normas indican. Incluso puede decirse que la obligación moral del Obispo de seguir el parecer compartido por los sinodales se agrava, desde el momento que ha sido él quien libremente lo ha convocado, a diferencia de los consejos diocesanos que le vienen impuestos. De otro modo, la naturaleza misma del sínodo quedaría desfigurada. 325 The Ecclesiological, p. 550. 326 Este punto puede ponerse en relación con un concepto canónico muy presente en la historia del derecho canónico: el de la sanior pars de los votantes (electores), que era capaz de sobreponerse a la mayoría numérica. El valor de la sanior pars ha caído en desuso en los tiempos modernos y ha sido cambiada por el criterio de la mayoría numérica, pues se supone que todos los electores son igualmente “sanos” y capaces cuando deciden sobre algo que pertenece a todos por igual: por ejemplo, una asociación. Sin embargo, cobra todo su sentido cuando es la autoridad la que debe sopesar las distintas opiniones de cara a la adopción de decisiones. Es verdad que esta sanioritas tiene ya un campo de influencia en el seno mismo del cuerpo sinodal, pues el prestigio de las personas condicionará naturalmente la toma de posición de muchos sinodales, de manera que, al final, la mayoría numérica tiene una presunción de mayor correspondencia a la verdad. Pero se trata siempre de una presunción, no de un hecho absoluto, y no puede negarse al Pastor diocesano la posibilidad de una evaluación independiente de las distintas aportaciones. Sobre el criterio de la pars sanior en el derecho canónico, cfr. G. Olivero, Lineamenti, nn. 16-17, pp. 246-254. 327 En el Estatuto común elaborado para los Sínodos diocesanos que se celebraron en Suiza enseguida después del Concilio, se encuentra la siguiente disposición: “Si Episcopus decisioni Synodalium consentire non potest, eam simul proponens suam exceptionem synodalibus remittit. Hae Commissionem instituit quae textum decisionis proponat cui et synodales et Episcopus consentire possunt” (cit. en I.

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no hay inconveniente en la Instrucción para establecer alguna regla procedimental para el caso de que el Obispo no consienta a una propuesta mayoritaria de los sinodales, o para el caso de conflicto entre diversos sectores de sinodales. Pero siempre dejando a salvo dos elementos:

a) que el Obispo quede libre para aceptar o no las propuestas basadas en una posición simplemente mayoritaria de sinodales;

b) que la posición compartida por los sinodales no aparezca como una decisión ya tomada, que necesite de la ulterior “aprobación formal” del Obispo. La intervención del Obispo no es condición previa, tampoco aprobación o confirmación ulterior de una decisión de los sinodales, sino que es parte y culminación del proceso formativo del acto (decreto o declaración).

D. DILIGENCIAS EPISCOPALES ULTERIORES 1. La aprobación de los documentos sinodales

Establece el can. 466: “Únicamente el Obispo diocesano suscribe las declaraciones y decretos del sínodo, que pueden publicarse sólo en virtud de su autoridad”. La Instrucción precisa: “Por tanto, las declaraciones y decretos del sínodo deben llevar sólo la firma del Obispo diocesano y las palabras usadas en estos documentos deben poner en evidencia que su autor es justamente aquél” (V, 3). En la sintaxis de los documentos sinodales no puede figurar como sujeto el Sínodo (menos aún “la iglesia particular”) ni el colectivo sinodal, sino sólo el Obispo.

Como vemos, Código e Instrucción excluyen la suscripción de los documentos por los sinodales con la razón de que la firma designa al autor de los mismos. No sería suficiente motivo para obrar diversamente el deseo laudable de manifestar colectivamente la adhesión de los sinodales al Pastor diocesano o su conformidad a la obra común. En este punto, la actual normativa es conforme con la tradición canónica recogida y abundantemente ilustrada por el De Synodo de P. Lambertini, donde explica que no corresponde suscribir a quienes intervienen “ tamquam meri Episcopi consiliarii, non vero ut Iudicis partes”, a diferencia de lo que ocurre en el Concilio Universal o Provincial en que los Obispos son verdaderos “veri Judices” que adoptan colegialmente una decisión. Precisamente por tal motivo, los Obispos que habían participado en un Concilio Provincial debían firmar los decretos aunque hubieran votado en contra de los mismos, sin que ello les impidiera acudir en apelación contra los mismos ante la Sede Apostólica328.

¿Hemos de concluir de estos argumentos que la aprobación de los documentos, o, para ser más exactos, la promulgación y publicación de los documentos sinodales, es un acto propio y exclusivo del Obispo, consiguiente a la celebración del Sínodo, pero independiente de cuanto en él se haya dicho, discutido y votado? Como se ha procurado explicar a lo largo del presente trabajo, la respuesta no puede ser afirmativa: los documentos sinodales tienen por autor, sí, al Obispo, pero no son simples decretos episcopales, sino “sinodales”, por lo que el Obispo no puede hacer caso omiso del parecer de los miembros sinodales. No parece, incluso, que pueda el Obispo – a menos que suspenda o disuelva formalmente el Sínodo según el can. 467 – abstenerse de emitir algún tipo de decreto o declaración que de algún modo responda a los trabajos

Fürer, De Synodo, pp. 127-128). No parece que una disposición de este género sea posible bajo la vigencia del actual Código. 328 Cfr. P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. II, nn. I-IV.

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sinodales: esta posibilidad es admitida en el caso del Sínodo de los Obispos329, y de hecho las primeras ediciones de este instituto posconciliar no abocaron a documento alguno, pero en este caso está por medio la peculiar posición de la Sede Romana en la Iglesia. Además, el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de redactar los decretos y declaraciones deban ser escogidos de entre los miembros del Sínodo, supone una intención clara de vincular estrechamente el Obispo al Sínodo a la hora de determinar el contenido de los documentos. 2. La transmisión de la documentación

El Código impone al Obispo el deber “de trasladar el texto de las declaraciones y decretos y declaraciones al Metropolitano y la Conferencia Episcopal” (can. 467). La Instrucción explica que el objetivo de este acto es meramente informativo: “a fin de favorecer la comunión en el episcopado y la armonía normativa en las Iglesias particulares del mismo ámbito geográfico y humano” (V, 5). Se atiende así al dato básico de la fuerte homogeneidad sociológica que en nuestros días se da en las distintas diócesis que pertenecen a la misma Conferencia Episcopal y – más aún – a la misma Provincia, lo que aconseja el intercambio de soluciones antes unos problemas que son por todos igualmente compartidos330.

La Instrucción añade: “Todo concluido, el Obispo tendrá a bien trasmitir, mediante el Representante Pontificio, copia de la documentación sinodal a la Congregación para los Obispos o a la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, para su oportuna información”. Conviene detenerse en este texto, que ha suscitado algunas críticas, como si arbitrase un nuevo procedimiento de control sobre las diócesis, imponiéndoles una obligación no contemplada por el Código y ajena a la tradición canónica331. A mi juicio, se trata de una interpretación exagerada:

Que no se trata de un deber jurídico imperativo lo testimonia la fórmula “tendrá a bien” de la versión española y lo mismo se diga de las demás versiones – todas aprontadas por las mismas Congregaciones romanas autoras de la Instrucción – que usan un tono cortés y exhortatorio: “Il Vescovo vorrà trasmettere... per loro tempestiva conoscenza”; “The diocesan Bishop will transmit... for their information”; “L’Evêque voudra bien trasmettre... pour connaissance opportune”.

En cuanto a la finalidad de la transmisión, nada hay que permita suponer una intención de control jurídico de los decretos sinodales por parte de los Dicasterios, a la manera de la “recognitio” que se exige para los decretos de las Conferencias Episcopales y de los Concilios particulares. Si así fuera, ciertamente supondría una innovación de no pequeño calibre, pues no hay huella de semejante imposición en la tradición sinodal que de los tiempos precedentes recoge P. Lambertini y que llega a nuestros días332.

329 En efecto, Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 23, 4 establece que éste concluye con la entrega al Santo Padre de las “Proposiciones” u otros documentos. 330 Cfr. G. Ghirlanda, La Diocesi, al can. 467. 331 En efecto, hay un decreto de la S.C. del Concilio, incluida en la edición de Fontes del Codex, que rechazaba expresamente esta posibilidad. Se trata de S.C.C. Strongolen., 17-VI-1645, donde se afirma: “Hanc S. Congregationem non consuevisse revidere et approbare nisi Synodos Provinciales (es decir, los Concilios Provinciales) ex constitutione Sixti V. Ideo Episcopus utatur iure sibi ex Concilio (Trento, sess. XXIV, de ref., c. 2, ya conocido) competente”. 332 Cfr. De Synodo, Lib. XIII, cap. III, donde ya se alude como una práctica laudable, pero no obligatoria, a la remisión de los decretos de los Concilios Provinciales a la Sede Apostólica para que fueran confirmados, “recognita” o aprobados, al tiempo que excluye dicha praxis para los decretos sinodales, fundándose en el obvio argumento de que “liberam habet Episcopus facultatem ferendi, et promulgandi leges, quas opportunas duxerit ad rectam suae dioecesis administrationem independenter ab ulla

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Por tanto, la finalidad de la transmisión es sólo informativa333, por lo que naturalmente se encuadra en el mismo marco de la presentación de la Relación Quinquenal que los Obispos deben enviar a la Santa Sede como preparación de la Visita ad Limina (cfr. can. 399). En el Formulario aprontado por la Congregación para los Obispos para la elaboración de dicha Relación334 encontramos las siguientes cuestiones: “Sínodo diocesano.- Cuando fue celebrado el último y cuestiones importantes allí tratadas. Si ha sido celebrado durante el quinquenio: composición; en particular, proporción entre presbíteros y otros fieles y entre participantes de iure e invitados por el Obispo; información acerca de la organización y el desarrollo del sínodo; juicio sobre su resultado (riuscita) y dificultades encontradas. Otras eventuales asambleas diocesanas” (I, D). Y al final del Formulario: “Señalar los objetivos principales del trabajo pastoral efectuado durante el quinquenio y formular un juicio global acerca de la eficacia de los medios empleados para llevarlos a término. Existencia o no de un plan de pastoral” (XXII, 2). Tampoco este punto es una novedad, pues ya el De Synodo de P. Lambertini exponía que los Obispos “se referre solent ad constituciones in Synodo editas circa varium rerum capita, quae eiusdem relationis obiectum constituunt”335, según pedía también el Formulario usado en su tiempo (lo podía decir con fundamento pues, según él mismo relata, fue el propio Lambertini quien se ocupó de redactarlo cuando era Secretario de la Congregación del Concilio, antecedente de la actual Congregación para el Clero).

Es verdad que la transmisión facilita la eventual impugnación de los decretos sinodales ante el P. C. para la Interpretación de los Textos Legislativos, a norma de art. 158 de la C. A. Pastor Bonus, pero éste es un procedimiento ordinario que puede seguirse en relación con cualquier ley o decreto general de un Legislador particular336. La transmisión se produce a Sínodo terminado (“cuando todo ha sido concluido”), y los decretos ya promulgados, por lo que la eventual función de control del citado Dicasterio Romano no sale de lo que es habitual en él, aunque puede facilitar el ejercicio de su tarea, al posibilitar que una Congregación conozca tempestivamente el contenido de los decretos y proceda a su impugnación. Una tarea, por lo demás, que de ningún modo puede ser contemplada como cortapisa de la libertad, pues el primer deseo de todo Obispo es proceder según las normas universales de la Iglesia. Desde otro punto de vista, el hecho de haber enviado la documentación a Roma y recibido una respuesta

Superioris confirmatione” (n. VI). En el mismo sentido, D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. XVI, propositio IXª.

Sobre el significado de la recognitio en cuanto requisito de validez de los decretos de las Conferencias Episcopales y de los Concilios particulares, según J. Herranz, La interpretación auténtica, p. 515, consiste en un examen de la norma bajo el doble aspecto de la “congruencia con las leyes universales (...) y de precisión terminológica y conceptual”. P. Kramer, Las Conferencias Episcopales, p. 172, por su parte afirma: “(Mediante la recognitio) la Santa Sede no se apropia de la decisión, sino únicamente examina si se ajusta a derecho (aunque también examina su oportunidad), declara que no existen reservas frente a la decisión de una Conferencia Episcopal”. 333 Así lo entiende J. Beyer, De Synodo, p. 405: “Parece no solamente útil sino necesario el conocimiento de las actas sinodales para disponer de mejor información de la vida de las diócesis”. En la pag. 406 añade que ese conocimiento es necesario para preparar y llevar a cabo con fruto la visita “ad limina” a la que los Obispos están obligados cada 5 años., a norma del Art. 32 de la C.A. Pastor Bonus. 334 Manejamos la edición italiana editada por la Tipografía Políglotta Vaticana, Città del Vaticano 1997. 335 Lib. XIII, cap. VI, I. 336 Art. 158 de la C.A. Pastor Bonus: “A petición de los interesados, (el Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos) determina si las leyes particulares y los decretos generales dados por los legisladores inferiores a la autoridad suprema son conformes o no con la leyes universales de la Iglesia”. En particular por lo que se refiere a los decretos o estatutos sinodales, la posibilidad de impugnación por parte de quien los estimare lesivos de sus derechos era admitida tradicionalmente, aunque sin efecto suspensivo: P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. 5, XII-XIII.

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laudatoria de la Congregación correspondiente, de ningún modo impediría la posibilidad de que cualquiera que se considerase perjudicado ilegítimamente por un decreto sinodal elevara recurso al mencionado Dicasterio para pedir la declaración de ilegalidad337.

En conclusión, la exhortación contenida en la Instrucción no parece que altere en modo alguno el régimen jurídico de los decretos sinodales, ni supone una merma para las competencias del Obispo o los derechos los fieles.

Ciertamente, el texto de la versión latina (“Exemplar curabit Episcopus... perferendum”) tiene un tono más imperativo que las fórmulas vernáculas antedichas y que la voz “inspicere” puede sugerir una intervención de control338, pero, de una parte, no hay por qué considerar la versión latina de la Instrucción como el texto de referencia exclusivo, si tenemos presente que las otras también provienen de los Dicasterios romanos autores de la Instrucción; y, de otra, el verbo “inspicere” no tiene primariamente otro significado que el de “examinar” y puede perfectamente ser entendido en el marco de la comunicación periódica de la Diócesis con la Curia romana. Y aun si aceptáramos que la versión latina es “la oficial”, no podemos menos de considerar las otras versiones como la interpretación auténtica del dictado latino, por provenir de los mismos autores. En realidad, el comentario que hace la Instrucción, si por una parte incluye una exhortación nueva al pedir el traslado de la información a la Santa Sede, por otra interpreta de manera benigna la obligación codicial de dar traslado de la documentación al Metropolitano y la Conferencia episcopal, cuyo significado sería (también) meramente informativo339. No parece, por tanto, que limite los márgenes de la libertad episcopal establecidos por el Código. 3. La interpretación y la ejecución de los decretos

Estudiamos conjuntamente ejecución e interpretación de los decretos, pues se trata de dos actividades jurídicas íntimamente ligadas: toda ejecución se basa en una previa interpretación de lo querido por el legislador y la interpretación está motivada por la necesidad de aplicar adecuadamente las normas. a) Interpretación de los decretos. El Código encomienda al mismo legislador la llamada “interpretación auténtica”, es decir aquella que es definitiva e incontrastable (can. 16,

337 Así lo afirma con claridad P. Lambertini, en el caso de que el Obispo hubiera enviado, por propia iniciativa, los decretos a la Santa Sede. Sentencia que reitera D. Bouix 338 “Exemplar curabit Episcopus synodalium documentorum per Legationem Pontificiam ad Congregationem pro Episcopis vel pro Gentium Evangelizatione perferendum, quae opportune ab iis inspiciatur”. Así traduce A. Viana: “Todo concluido, el Obispo cuidará de trasmitir, a través de la Legación pontificia, copia de los documentos sinodales a la Congregación para los Obispos o de la Evangelización de los Pueblos, para su oportuno examen” (La Instrucción, 746, nota 21). Dejando de lado algunas otras variantes, que carecen de importancia, parece claro que no tiene el mismo significado “cuidará de” que “tendrá a bien”: si ésta parece una fórmula de ruego cortés (como también la versión italiana) la primera contiene acentos imperativos indudables. Lo mismo se puede decir de la fórmula traída por Viana “para su oportuno examen” respecto de la versión española “para su oportuna información”. “Examen” parece una actividad que mira al control jurídico de las decisiones sinodales, algo muy distinto de la mera “información” al Dicasterio competente, tarea que se relaciona naturalmente con los informes quinquenales que todos los Obispos deben enviar a la Congregación correspondiente, sea la de Obispos o de Evangelización de los Pueblos. 339 Antes de la Instrucción podía pensarse que el envío de la documentación sinodal al Metropolitano y a la Conferencia tenía un cierto sentido de control, dado que al Arzobispo corresponde una función de vigilancia sobre las diócesis sufragáneas (cfr. can. 436) y que la Conferencia tiene competencias que pueden verse lesionadas por las disposiciones sinodales: cfr. G. Corbellini, Comentario, vol II, pp. 1026-1028, al c. 467.

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1)340. Dado que “unus in synodo dioecesana legislator est Episcopus dioecesanus”, la conclusión es evidente: es al Obispo a quien compete interpretar auténticamente los documentos del SD.

La reserva al Obispo de la interpretación definitiva de los decretos sinodales viene avalada por una fuente de notable valor por tratarse de una Constitución Pontificia, citada entre las Fontes del Codex de 1917: León XIII, Const. Romanos Pontifices, 8-V-1881: “Authentica namque interpretatio quae manat ab Episcopis, qui Synodorum auctores sunt, tanti profecto est, quanti sunt ipsa decreta”. b) Ejecución de los decretos. Como expusimos en su momento, el interés del SD no consiste sólo en el resultado “inmanente” – que se alcanza con la realización misma de los encuentros y consultas sinodales – de estrechar los lazos de comunión entre los fieles de la Iglesia, sino que apunta a la finalidad “trascendente” de ordenar mejor la vida de la Iglesia y de impulsar la misión cristiana de todos los fieles.

Pienso que la amplia participación de fieles que se verifica en el SD contemporáneo, unida al carácter directivo más bien que preceptivo de sus documentos y a los abundantes medios de información y comunicación de que hoy día disponen los Obispos, hará a menudo innecesario constituir oficios y arbitrar medios institucionales específicos para dar a conocer y vigilar la aplicación de las decisiones sinodales. Serán los oficios diocesanos, los ministros sagrados y las “energías vivas” que han participado en las labores sinodales, quienes a través de su labor ordinaria las pondrán en práctica y los harán llegar a los fieles todos de la Iglesia. Pero otras veces no será así. La Instrucción V, 6 contempla dos situaciones en que son precisos actos ulteriores de aplicación de las normas y directivas sinodales: 1) “Si los documentos sinodales – especialmente los normativos – no se pronuncian acerca de su aplicación”, lo que puede entenderse en el sentido de que contengan indicaciones normativas precisas, pero cuyo cumplimiento haya de ser facilitado y vigilado por ciertas personas (pongamos por caso, la informatización de los registros parroquiales). Para este caso, dispone: “Si el Obispo diocesano será quien determine, una vez concluido el sínodo, las modalidades de ejecución, confiándola eventualmente a determinados órganos diocesanos” (V, 6). 2) “En otros ámbitos pastorales específicos, será conveniente que el Obispo diocesano consulte al sínodo acerca de los criterios o principios generales, dejando para un momento ulterior, concluido aquél, la emanación de normas precisas.” (Introducción al Apéndice). En este segundo caso, se reserva al Obispo las determinaciones aplicativas de las normas sinodales, lo que podrá hacer por sí o por otros: por ejemplo la elaboración de un directorio diocesano.

En ambos casos, la Instrucción está seguramente animada del deseo de garantizar la libertad del Obispo en la aplicación de unas normas cuyo contenido y promulgación son responsabilidad suya341.

340 Afirmar que “interpretación auténtica” significa sin más “la realizada por el legislador” convierte el dictado del can. 16, 1 (“interpretan auténticamente las leyes el legislador y aquél a quien éste encomendado la potestad de interpretarlas auténticamente”) en una inútil tautología. Aunque las raices etimológicas de “autoridad” y de “autenticidad” son diferentes, desde la edad media se entiende lo authenticum viene a significar “auctoritate plenum”, como lo es la copia fiel respecto del original: cfr. R. Domingo, Teoría de la auctoritas, pp. 57-58 y 217-218. 341 J.M. Martí, Los Sinodos, pp. 66 y 71, informa de la experiencia del Sínodo de Sevilla, concluido en 1973: “La experiencia del sínodo hispalense nos servirá para exponer un esquema organizativo que se ha seguido con fidelidad (...). Posteriormente (en 1971, dos años antes de la conclusión del sínodo) se crea la Comisión Ejecutiva – para que colabore con el Cardenal en la materialización de sus decisiones (del sínodo)” (p. 66). A la Junta de Gobierno pastoral el sínodo encomienda la responsabilidad de “ejecutar,

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De esta manera, corresponde directamente al Obispo disponer lo pertinente a la interpretación y la aplicación de los decretos, bien sea en los textos sinodales bien por actos posteriores. Si constituyera un oficio de interpretación y aplicación de los decretos, pensamos que debería estar integrado exclusiva o principalmente de sinodales, que son los que mejor pueden comprender el alcance y la finalidad de las innovaciones.

Como colofón, quisiera terminar este trabajo con unas palabras procedentes de

las Constituciones sinodales del Arzobispado de Los Reyes (Lima - Perú) de 1613. Estas incorporaban unas instrucciones para los “visitadores episcopales”, que contienen una frase llena de realismo: “Manifiesto es que las leyes e instrucciones por justas y santas que sean, si no tienen ejecutores que las celen y hagan cumplir, están callando así como muertas, sin hacer algún fruto, antes daño”342. La efectiva y correcta puesta en práctica de las indicaciones, orientaciones y exhortaciones sinodales es lo que decide el verdadero éxito del Sínodo.

interpretar, urgir y coordinar la aplicación” (p. 71) del sínodo en la diócesis. Esto no tiene sentido si tenemos en cuenta que el Obispo es el autor de los decretos o constituciones. 342 Citado por S. Dubrowsky, Los Sínodos.

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