Enrique Anderson Imbert

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 SALA DE ESPERA Costa y Wright roban una casa. Costa asesina a Wright y se queda con la valija llena de joyas y dinero. Va a la estación para escaparse en el primer tren. En la sala de esp era una señora se le sienta a la izq uie rda y le da conversación. Fastidiado, Costa finge con un bostezo que tiene sueño y que se dispon e a dormi r, pero oye que la señora, como si no se hubiera dado cuenta, sigue conversando. Abre entonces los ojos y ve, sentado, a la derecha, el fan tasma de Wr ight. La señora atraviesa a Costa de lado a lado con su mirada y dirige su charla al fantasma, quien contesta con gestos de simpatía. Cuando llega el tren Costa quiere lev antarse, pero no puede. Está paralizado, mudo; y observa atónito cómo el fantasma agarra tranquilamente la valija y se aleja con la seño ra hacia el andén, ahora hablando y riéndose. Suben y el tren parte. Costa los sigue con la vista. Viene un peón y se pone a limpiar la sala de espera, que ha quedado completamente desierta. Pasa la aspiradora por el asiento donde está Costa, invisible. LA MONTAÑA El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en su butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie. - ¡Papá, papá!- llamó a punto de llorar. Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía. - ¡Papá, papá! El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña. LA MUERTE La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago), la automovilista vio en el camino una muchacha que hacía señas para que parara. Paró. --¿Me llevas? Hasta el pueblo, no más--dijo la muchacha. --Sube--dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña. --Muchas gracias-dijo la muchacha, con un gracioso mohín—pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto! --No, no tengo miedo. --¿Y si levantas a alguien que te atraca? --No tengo miedo.

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SALA DE ESPERA

Costa y Wright roban una casa. Costa asesina a Wright y se queda con lavalija llena de joyas y dinero. Va a la estación para escaparse en el primertren. En la sala de espera una señora se le sienta a la izquierda y le daconversación. Fastidiado, Costa finge con un bostezo que tiene sueño y que se

dispone a dormir, pero oye que la señora, como si no se hubiera dado cuenta,sigue conversando. Abre entonces los ojos y ve, sentado, a la derecha, elfantasma de Wright. La señora atraviesa a Costa de lado a lado con sumirada y dirige su charla al fantasma, quien contesta con gestos de simpatía.Cuando llega el tren Costa quiere levantarse, pero no puede. Está paralizado,mudo; y observa atónito cómo el fantasma agarra tranquilamente la valija y sealeja con la señora hacia el andén, ahora hablando y riéndose. Suben y el trenparte. Costa los sigue con la vista. Viene un peón y se pone a limpiar la sala deespera, que ha quedado completamente desierta. Pasa la aspiradora por elasiento donde está Costa, invisible.

LA MONTAÑA

El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estabaamodorrado en su butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio.Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro paraofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: seapoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en losbrazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevadade la cabeza, el niño no vio a nadie.

- ¡Papá, papá!- llamó a punto de llorar.Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería

caminar y no podía.- ¡Papá, papá!El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

LA MUERTE

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero conla cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiesedetenido un relámpago), la automovilista vio en el camino una muchacha quehacía señas para que parara. Paró.

--¿Me llevas? Hasta el pueblo, no más--dijo la muchacha.--Sube--dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por elcamino que bordeaba la montaña.

--Muchas gracias-dijo la muchacha, con un gracioso mohín—pero ¿no tienesmiedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacertedaño. ¡Esto está tan desierto!

--No, no tengo miedo.--¿Y si levantas a alguien que te atraca?--No tengo miedo.

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--¿Y si te matan?--No tengo miedo.--¿No? Permíteme presentarme--dijo entonces la muchacha, que tenía los

ojos grandes, límpidos, imaginativos. Y, en seguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa.--Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente.En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muertaentre las piedras. La automovilista siguió y al Ilegar a un cactus desapareció.

LA PIERNA DORMIDA Esa mañana, al despertarse, F él ix se miró las piernas, abiertas sobre la

cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: "y si dejara la izquierda aquí?»Meditó un instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que vaa arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba."

 Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna

izquierda siguió dormida sobre las sabanas.

TABÚ

El ángel de la guarda le susurró a Fabián por detrás del hombro:-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la

palabra zangolotino.--¿Zangolotino?--pregunta Fabián, azorado. Y muere.

LA OTRA VIDA

Desesperados por los tormentos y trabajos que les imponían los españoles –el español Las Casas es quien cuenta- los indios de las Antillas empezaron ahuir de las encomiendas. De nada les valía: con perros los cazaban ydespedazaban. Entonces los indios decidieron morir. Unos incitaban a otros, yasí pueblos enteros se colgaron de los árboles, seguros de que, en la otra vida,gozarían de descanso, libertad y salud. Los españoles se alarmaron al ver quese iban quedando sin esclavos. Una mañana cierto encomendero advirtió queun gran número de indios abandonaban las minas y marchaban hacia el

bosque, con sogas para ahorcarse. Los siguió y cuando ya estaban eligiendolas ramas más fuertes, se les presentó y dijo:- Por favor, dame una soga. Yo también me voy a ahorcar. Porque si

vosotros os ahorcáis, ¿para qué quiero vivir acá, sin vuestra ayuda? Me dais decomer, me dais oro... No, quiero irme a la otra vida con vosotros, para noperder lo que allá tendréis que darme.

Los indios, para evitar que el español se fuera con ellos y durante toda laeternidad les mandara y fatigara, acordaron por el momento no matarse.

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EL FANTASMA

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo,como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y laarrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, enmedio de la habitación.

¿Con que eso era la muerte?¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otromundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad delos muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de lalluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a sumuerte lo objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida,el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y supropio cadáver, cara al cielo raso.

Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo.¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada!

- Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos

ennobleciera otra vez el cuerpo - pensó.- Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas dela nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estabanrevelándole su aborrecida condición de mamífero.

- Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mihumilde morada.

- Y con buen humor se aproximó a su cadáver - jaula vacía - y fue a entrarpara animarlo otra vez.

¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismoinstante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido desilla y cuerpo caídos.

- ¡No entres! - gritó él, pero sin voz.Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y

lloró.- ¡Cállate! ¡lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz.

¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llavedurante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estabamuerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!

Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver,con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñasirrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe,poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También

él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto escomo estar vivo, pero solo, muy solo.

Salió de la habitación, triste.¿Adónde iría? Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún

misterio. Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguidocreyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como

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perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quisoprobar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire.Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, lasinsobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera;simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos loscanales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a

sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas.Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos;sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista.¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía comocuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó aretomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de sucuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, delas distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocabaasí a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido laspupilas.Esa noche veló al, lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a

sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante,cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y locubrieron.ÉI había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, decasa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues,tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el granhormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de lapaz de los suyos.

Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Lebastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de lapared.

A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquierapara cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todaspartes e iba al cine con las niñas.

En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía laesperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y semurió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Seconsoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado,contemplando también a las hijas comunes... ¿Se daría cuenta su mujer de queél estaba allí? Si... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!

Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa

sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogidocuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanosparientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidadespiando las huérfanas?

Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano era una cuevade gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unasencimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aireque respiraban sus hijas!

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Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguiódespreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas.Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, unatras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carneque en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio enel campo.

Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, quetodos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos asu cuñada como náufragos al último leño.

 También murió su cuñada.Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía

como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadieen el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Yano había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no habíaesperanzas Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujery de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio yvoló noche arriba.

ARTE Y VIDA

 Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado enel reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias deSheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad deLondres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en unataberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad decaballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabradura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí ycontradiciéndose, le gritó a Stewart:

-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decorodel arte!

A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimiblesarrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundoen su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:

El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público.Piensa: "Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland,desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto,resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza conlas manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa,hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión deNewgate, queda colgado de la horca.

CUERNO Y MARFIL

Penélope le dice a Odiseo:-Hay dos puertas para los sueños: una, construida de cuerno; otra, de

marfil. Los que vienen por la de marfil nos engañan; los que vienen por la decuerno nos anuncian verdades.

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En Homero (Odisea, XIX) esas puertas eran alegóricas: no existían sinocomo imágenes de ideas. Ahora sabemos que existieron de verdad. Elperiódico de hoy trae la noticia de que el arqueólogo Michael Ventris, en lasexcavaciones de Knossos, acaba de encontrar dos enormes puertas labradas,una sobre un solo cuerno y la otra sobre un solo colmillo. Interrogado por unperiodista, Ventris ha dicho que su impresión, más que de asombro, es de

horror, al pensar, en vista de ese cuerno, de ese colmillo, en el tamaño quedebieron de haber tenido los rinocerontes y elefantes pre-homéricos.

VUDÚ

Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Sóloella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haberconseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla.Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:

-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, conotra mujer. Quiero que muera.

-¿Estas segura que anda lejos?-Sí.-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?-Sí.Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a

Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde

habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manossobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

-¡Me dijiste que estaba lejos! -Protestó el Brujo; y mascullando un insultoamargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a laida había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habíanmurmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insultoque al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era unárbol sonoro:

-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no más estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder.Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar alPoder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya nome sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás-una legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca querepresentaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.

LAS ESTATUAS

En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de lafundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio,dormido- una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó

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sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos demujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacenel amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo,regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Lascaras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que lashuellas habían sido lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron

las manos a la estatua de la señorita fundadora.

UNA PLAZA EN EL CIELO

Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvinase resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan losaños y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita.Está atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan lascampanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento.(No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvinaconserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la

ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la delbarrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirseporque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro laresucita, vieja otra vez.

ESPIRAL

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todoobscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalerade caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón

dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acasosoñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la últimavuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado enla cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos dehito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también mepesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueñacon quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. Enese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nosmetimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que veníasubiendo, que era yo otra vez.

LAS ÚLTIMAS MIRADAS

El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Seseca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de sumujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio.Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos.La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas

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parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes dePicasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel,muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Sedetiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grandecomo un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas lascuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano

acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre elestante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son lascuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte dondeles da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puertade salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estardiscutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿Noeran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tieneimportancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antesde dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

LA FOTO

 Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paulase moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime,para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, queestaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentadacon la maceta en la falda sonreía y...

¡Clic!Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de

Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita denoche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido unamanchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde:¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote quedentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió enmiedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si,en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cadamañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiadacrecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.