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la independencia del juez: ¿una fábula? Un relato escrito para personas curiosas y legas Francisco Sosa Wagner La Esfera de los Libros

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la independencia

del juez:

¿una fábula?

Un relato escrito para personas curiosas y legas

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CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ O CÓMO EL PODER POLÍTICO

SE RESISTE A ASUMIR LA INDEPENDENCIA DE LOS JUECES

A modo de introducción

Este es un libro, como se advierte en su subtítulo, para legos. Es decir, para personas cultas no necesariamente especializadas en Derecho, pero que sienten interés por el funcionamiento de ese mundo algo hermético y pleno de jeroglíficos que se conoce con el nombre de «poder judicial». Entiendo que los destina-tarios de mi libro han de contarse por miles, en primer lugar porque conocer la organización de los poderes del Estado en el que vivimos es un saber atractivo para toda persona intelectual-mente curiosa. Pero, también, porque hay centenares de pelícu-las, a menudo entretenidas, que protagonizan gentes de la curia y, en fin, porque los medios de comunicación nos abruman a diario con noticias procedentes de los tribunales y de los jueces, desde los de más alto rango que en Madrid imparten justicia en salas imponentes por su magnificencia y boato, hasta los más humildes que trabajan —como pueden, en medio de dificulta-des— en los más remotos rincones de España.

Todos ellos tienen atribuida la eminente potestad de pro-nunciar las palabras sagradas de la ley, salpicadas de latines, las

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«divinas palabras» que dan título a una obra del inmortal teatro de Valle-Inclán. Ante ellas se han de inclinar los poderosos y los humildes, pues por encima de las sentencias judiciales está tan solo el cielo, con sus inquietantes enigmas, o Dios, el más tur-bador de esos enigmas.

Piénsese que dos de los grandes valores que mueven la vida humana condicionándola desde su principio hasta su fin —la libertad y la propiedad— están en última instancia en manos de los magistrados. Ellos deciden sobre nuestra fortuna, sobre la herencia que recibimos o la que dejamos, sobre los renglones más minúsculos de nuestro patrimonio... siempre que en torno a estos asuntos surja el más mínimo conflicto. Deciden asimis-mo si pueden entrar en nuestro domicilio unos funcionarios y hacer entre sus muros y respecto de nuestras pertenencias lo que les pete; o pinchar nuestro teléfono para oír nuestras inti-midades; o decidir si a un ser humano se le desconecta de la máquina que le permite mantener un hilo de vida... En fin, de-terminan la siguiente bagatela: si hemos de ingresar en prisión o quedar en libertad pagando una fianza. Y cuando las cosas se enredan, si hemos de pasar años paseando nuestra desesperación y descrédito entre los muros de una institución penitenciaria.

Porque en eso ha consistido uno de los avances mejor apa-rejados de la civilización: como los hombres —y lo mismo las mujeres— somos bastante malos y egoístas (aunque es verdad que vivimos también breves intervalos de bondad y generosi-dad) hemos dado en crear un mecanismo para no desollarnos mutuamente y evitar dar mordiscos al vecino. Ese mecanismo es el recurso a un juez, un señor (hoy día muchas veces señora) a quien confiamos la mediación en nuestras cuitas y la decisión sobre las mismas. Impagable avance si se tiene en cuenta nues-tro carácter vehemente e insolidario y nuestros prontos más bien fogosos.

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LA INDEPENDENCIA DEL JUEZ: ¿UNA FÁBULA? 13

Para que todos nos atengamos con disciplina a lo que tal señor o señora decide es muy importante que confiemos en su trabajo y que le creamos independiente. Es decir, que no esté ligado por vínculo de jerarquía con ninguna autoridad y, ade-más, que no esté involucrado personalmente en los asuntos acerca de los cuales su palabra se convierte en mandato inex-cusable. También debemos considerar que aplica a nuestro ca-so una regla general y abstracta y no su capricho o una ocu-rrencia.

Hoy todo esto nos parece claro como la luz del día, una «creencia» en el sentido orteguiano de la palabra, pero a lo lar-go de la Historia no siempre ha sido así. La época anterior a las revoluciones modernas se conoce como Antiguo Régimen y abarca —muy apretadamente enunciada— todo el periodo en que el poder del rey (luego lo llamaremos Estado) se va cons-truyendo a base de pelear por un lado contra los señores feu-dales y por otro contra los poderes «internacionales» represen-tados por el papado y, en los países centroeuropeos, por el Sacro Imperio Romano Germánico. Dura hasta que llega ese momento temporal, mágico para la construcción de la moder-nidad, que fueron las revoluciones: inglesa (desarrollada a lo largo de buena parte del siglo xvii), estadounidense y francesa (acaecidas a finales del xviii).

Pues bien, en todos esos siglos anteriores a las grandes re-voluciones existió la función judicial, aunque confundida con otras que podían ejercer los poderes públicos en una etapa his-tórica en la que convivían la autoridad territorial feudal con la real, que trataba de empinarse sobre aquella. Así, en la España hispano-goda el rey ejercía las funciones judiciales supremas y, por debajo de su autoridad, administraban justicia agentes que se llamaban comes civitatis o el vicarius de ese comes, los iudices te-rritorii o iudices locorum, sin descartar las limitadas funciones ju-

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risdiccionales atribuidas a los obispos —en las causas de los po-bres— o las más amplias de los telonarii en los pleitos relacionados con los comerciantes extranjeros. Y estaba en fin la justicia ejercida por los grandes señores —eclesiásticos o lai-cos—, supuesta la endeblez del poder real.

En la España de la Reconquista convivieron también estas jurisdicciones, a las que es preciso añadir la municipal en los territorios que gozaron de fuero propio. Si queremos resumir mucho, como es obligado en este libro, puede decirse que en tan dilatado periodo se fue afinando el oficio de juez ligándo-lo al conocimiento del Derecho fomentado por el renacimien-to y expansión del Derecho Romano a partir de los estudios que firmaron los juristas de la Escuela de Bolonia (siglo xii). De otro lado, la complejidad de las causas obligó a crear órga-nos especializados y, entre ellos, en España son de destacar las Reales Chancillerías de Valladolid y de Granada (esta sustituyó a la inicialmente instituida en Ciudad Real), todo ello ya en el siglo xv. El nombramiento de los oficiales encargados de ad-ministrar justicia fue atribución real, viéndose desplazados pronto los jueces elegidos. Por lo que se refiere a la justicia se-ñorial, esta fue perdiendo relevancia a medida que se creaban mecanismos como los recursos de apelación ante el rey o la avocación por su autoridad de causas locales, técnicas procesa-les todas ellas puestas al servicio de la erosión de los poderes feudales.

Siendo el Derecho —como es en parte— un instrumento al servicio del poder, es lógico que el afianzamiento de la au-toridad real, semilla de la que florecería el Estado moderno, se apoyara en la creación de un Derecho propio que desplazara las reglas jurídicas dispersas y mayormente de origen consue-tudinario propias del viejo orden. El Derecho Romano, con sus sutiles técnicas, prestó un concurso de valor inapreciable en

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una evolución histórica fecunda de la que son muestras en Es-paña textos legales tan relevantes como Las Partidas (discutida su terminación, pero en todo caso iniciadas en el reinado de Alfonso X el Sabio, en el siglo xiii), el Ordenamiento de Alcalá (1348) o las Leyes de Toro, ya en la época de los Reyes Católi-cos. Este era el Derecho que debían aplicar los jueces.

Acabo de citar el Estado moderno. Su arbotante, al que es preciso dedicar atención y respetuoso homenaje, es el concep-to de soberanía, una idea que viene del siglo xvi (Bodino y sus Seis libros sobre la República, de finales de ese siglo) y que ha ren-dido servicios inestimables en la teoría del pensamiento polí-tico porque sirvió para afianzar el poder del Estado (aunque Bodino habla todavía de «república») sobre un territorio, ex-pulsando a quienes llevaban siglos disputándolo. Sobre él se edifica —con todas las limitaciones que el concepto tiene y que han destacado los especialistas— la monarquía absoluta, pues signo distintivo de esa soberanía era el hecho de que su titular carecía de superior, hallándose tan solo sometido a las leyes fundamentales (Derecho Natural, tratados...) que no po-día infringir. El fin del Estado —o de la República— será jus-tamente el ejercicio del poder soberano orientado por el De-recho. Se ponía así en circulación una tesis revolucionaria pues, en su inocente apariencia, estaba liquidando la concepción medieval según la cual el poder servía para ejecutar los desig-nios de Dios.

Este poder, indivisible y eterno, tiene su fundamento en el contrato social (aquí el nombre de J. J. Rousseau es capital). El humus que permitiría llegar nada menos que a las revolu-ciones americana y francesa se forma dando vueltas a estas ideas. La polémica acerca de si el titular de esa soberanía era el príncipe o el pueblo fue tan viva que cavó las trincheras desde las que se estuvieron disparando tiros y muriendo en

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ellas seres de carne y hueso durante buena parte del siglo xix. Estaba en juego el poder. En el liberalismo clásico la soberanía sería compartida entre el rey y el pueblo para acabar atribu-yéndose sin más al pueblo o a la nación (así en España, por ejemplo, en la Constitución de 1869, aunque la de 1876 vuel-ve por los fueros tradicionales, que a su vez se rompen en 1931 y en la vigente de 1978).

La victoria del Estado

A partir de este momento, cuando ya tenemos instalado al Es-tado que ha logrado neutralizar a quienes habían osado hacer-le sombra, son fundamentales las aportaciones de dos autores. Otros arbotantes —ya que estamos con esta palabra traída de la arquitectura gótica—, ahora del pensamiento político y fi-losófico: John Locke y Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu. Inglés uno; francés, el otro. Teorizan ambos so-bre la división de poderes en ese Estado. ¿Quiénes fueron estos señores tan recordados? Conviene colocarlos en su momen-to histórico para saber cuál fue el origen de sus preocupacio-nes intelectuales y hacia dónde iban dirigidas unas propuestas como las suyas, que gozan de tal influencia que hasta hoy si-guen siendo invocadas como si fueran sus autores poco menos que conciudadanos nuestros a los que pudiéramos mandar un whatsapp para interesarnos por su salud.

El primero de ellos, John Locke, vivió las turbulencias in-glesas del siglo xvii porque, estudiante inquieto de las ciencias naturales, participó activamente en la vida política en una épo-ca que va desde los últimos Estuardo hasta la llegada al trono de la casa de Orange. Sin embargo, no fue un hombre concen-trado en los problemas de su país, pues tuvo la oportunidad de

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viajar por Alemania y por Francia, lo que aprovechó para po-nerse en contacto con las ideas que se propagaban por esos tiempos entre las mentes más originales, ideas que podemos calificar de «liberales». En cierta manera eran las fundadoras de esa corriente de pensamiento que tantos buenos frutos daría en los siglos posteriores. Por eso se designa a Locke por la ma-yor parte de los estudiosos como un auténtico precursor del Estado liberal, aunque estas sean expresiones que no se cono-cían ni de lejos en su vida y que a buen seguro le habrían asombrado. Cristiano pero anticatólico, teorizó sobre los efec-tos benéficos de la tolerancia, si bien administrada de forma contenida, porque siempre tuvo muy claro que el ateo era un individuo «fuera de la ley».

A nosotros nos interesan sus estudios sobre el gobierno civil que, como no podía ser de otra forma, estuvieron muy condicionados por lo que veía y por lo que vivía. No siem-pre experiencias dichosas, pues conoció el exilio en Holan-da, amarga circunstancia de la que vino a sacarle la revolu-ción de 1688. Defiende en sus escritos la soberanía del rey frente al origen divino de la realeza, al ser el poder el resul-tado del acuerdo libre entre los asociados. Un poder que consiste en legislar, aplicar esa legislación y proteger a la so-ciedad contra toda forma de violencia. Sostiene que el fin del Estado no es la salvación de las almas ni la defensa de la verdad, sino asuntos más prosaicos y más cercanos a los ve-cinos como la defensa de la vida, de la libertad y de la pro-piedad de los individuos. Es decir, el bien del pueblo. Con estas palabras —no enteramente originales cuando él escri-bía— se comprenderá el vuelco producido en la concepción del poder público, que se aleja de los mandatos divinos y re-ligiosos. Su alcance es de tal intensidad que ya nos acompa-ñará para siempre.

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En la obra de Locke están claras para el Estado las funcio-nes legislativas, también las ejecutivas y sus controvertidas opi-niones sobre el derecho de resistencia, que se activará cuando el poder legislativo se convierta en arbitrario. Es decir, cuando extienda sus atribuciones a confines extraños al bien público y las libertades esenciales. Este poder es distinto del ejecutivo, obligatorio si se piensa que la acción del poder ha de ser cons-tante y el legislativo actúa de forma discontinua, ligado como está a las sesiones parlamentarias. Y advierte que «pudiera ser tentación harto grande para la humana fragilidad y para las personas que tienen el poder de hacer las leyes, tener también en su mano el poder de ejecutarlas, con lo cual pudieran ellas eximirse de su obediencia y sentirse inclinadas ya al iniciarlas, ya al hacerlas, ya al cumplirlas, en su propia ventaja». Difumi-nadas están las funciones judiciales porque «lo que saca a los hombres del estado de naturaleza y los pone en un Estado es el establecimiento de un juez terrenal investido de autoridad para decidir las controversias y además castigar las injurias que afecten a cualquier miembro del Estado, y dicho juez es la le-gislatura o el magistrado por ella nombrado».

Habría un último poder, el de la «prerrogativa», que actúa con libertad, desvinculado de la ley y aun en contra de ella. Se trata al cabo del poder residual que habría de conservar la mo-narquía inglesa después de las convulsiones vividas. Fuera de este espacio, el rey no puede hacer aquello que le apetezca, si-no que queda obligado por las leyes fundamentales del reino, por los antiguos derechos y libertades. Adviértase que la ley quedaba así —en ese paisaje político descrito por Locke— por encima del rey. Una obsesión la de Locke, esta de la primacía del poder legislativo, que estaba relacionada con la competen-cia para la aprobación del presupuesto, instrumento por el que el ejecutivo quedaba atado. Y también incapacitado para dedi-

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carse a organizar guerras y conflictos, lo que se confiaría a otro poder que Locke llama «federativo». Un poder encargado de declarar la guerra y la paz, pactar alianzas y en general todos los acuerdos que acampen fuera de los territorios de la «comuni-dad política».

Queda así resumida la gran idea, la doctrina fecunda acer-ca del ejercicio equilibrado del poder, es decir, del reparto de poderes, que tanto maravilló a ese francés que se llamaba Char-les Louis de Secondat. Un hombre, además, perteneciente a la aristocracia: barón de La Brède y de Montesquieu, nacido en las cercanías de Burdeos en 1689 (quien hoy visite esta ciudad encontrará numerosos testimonios de su ilustre hijo). Su vida se extiende por los reinados de Luis XIV y Luis XV. Formado como jurista, ejerció el cargo de consejero en el parlamento de Burdeos, denominación esta que no debe confundirnos, por-que los parlamentos franceses del Antiguo Régimen eran una especie de audiencias provinciales, aunque unían al ejercicio de funciones judiciales otras de carácter administrativo y aun po-lítico. Ejercían, por ejemplo, el droit de remontrance, que impedía la aplicación de los edictos reales, aunque ya este droit no era, al menos desde la época de Richelieu, lo que había sido. Es de-cir, Montesquieu fue en su juventud un magistrado de provin-cias. Pronto se aburrió de resolver pleitos irrelevantes y vendió su cargo, que a su vez él había heredado de un familiar. Esto parecerá extraño porque hoy tales cargos se obtienen por me-dio de pruebas públicas, pero en la Francia anterior a la Revo-lución (como en toda Europa) lo que ahora llamamos empleo público era objeto de comercio y por ello se heredaba o se po-día vender. Hoy se cometen con tales empleos otras tropelías, pero aquellas tan burdas las tenemos más o menos desterradas.

Liberado de obligaciones rutinarias, se dedica a viajar y a escribir obteniendo un éxito espectacular con un libro que ti-

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tuló Cartas persas, donde un filósofo y viajero persa (no un tu-rista de a cien monumentos la hora de los que hoy abundan) va contando en cartas minuciosas y entretenidas a sus amigos de Persia las costumbres francesas, las instituciones que rigen en el país, las leyes... Todo ello acompañado de implacables apreciaciones críticas. Fueron las tales cartas un best-seller, como diríamos hoy. Después de esto publica otras obras e ingresa en la Académie convirtiéndose en inmortal.

No obstante, la obra que le ha dejado instalado en la hor-nacina de la verdadera inmortalidad es El espíritu de las leyes (De l’esprit des lois, 1748). En Burdeos, en el centro de la ciudad, hay una calle que se llama así precisamente. Es ahí —en el libro, no en la calle— donde se dedican páginas de eterno recuerdo a la descripción de los poderes del Estado y a su mutua relación. A menudo se conoce su teoría como la de la «separación de po-deres», pero esta expresión es algo inexacta, porque el barón bordelés de lo que en rigor habla es de «distribución» (reparto) del poder. O de su concierto: «Los tres poderes deberían pro-ducir reposo o inactividad. Pero las cosas están, por su movi-miento necesario, obligadas a la acción. Por la misma razón han de concertarse».

¿De qué pozo saca Montesquieu el agua de su inspiración? Claramente de la Inglaterra de su tiempo. No es una casuali-dad. Las relaciones de Burdeos con Inglaterra eran muy fluidas si se tiene en cuenta que sus célebres vinos tenían entre los in-gleses miles de entusiastas degustadores. Es decir, que el barón, propietario de viñedos, se beneficiaba largamente de esta fina afición inglesa. Y tal era su admiración por el país situado tras el canal de La Mancha que ordenó convertir en un jardín in-glés el que tenía ante sus ojos en su castillo. El mismo lugar donde escribió El espíritu de las leyes. Hay un momento en el que afirma, en un arranque lírico-ecológico, que «quien lea la

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admirable obra de Tácito De las costumbres, sitios y pueblo de la Germania, se dará cuenta de que los ingleses han tomado de ellos la idea de su gobierno político. Este magnífico sistema fue hallado en los bosques».

La tesis de Montesquieu se fundamenta en tres principios fundamentales: primero, el control del poder por el poder (le pouvoir arrête le pouvoir); segundo, el equilibrio o concierto en-tre los poderes, porque solo así se aseguran la libertad y la se-guridad; y tercero, la introducción de elementos «democráti-cos» en un sistema de constitución mixta y reparto de poder. Todo poder tiende al abuso, por lo que es preciso limitarlo con otros poderes. Este principio central conduce a la moderación y al control del poder dejando espacio a la libertad de los ciu-dadanos.

Su modelo incluye, pues, los siguientes ingredientes: los poderes del Estado, entre los que hay que distinguir el legisla-tivo, el ejecutivo (relativo a los asuntos que dependen del De-recho de Gentes o del Derecho Civil) y el judicial. En el uso del poder legislativo, el príncipe (o el magistrado) hace las leyes con un plazo de vigencia determinado o corrige o simple-mente deroga las ya existentes. Cuando el que actúa es el eje-cutivo se puede hacer la paz o declarar la guerra, prevenir las invasiones y garantizar la seguridad. El poder de juzgar sirve, por su parte, para castigar los crímenes y dirimir las disputas entre particulares. Su sentencia final es definitiva y se ha recor-dado muchas veces: «Todo estaría perdido si un mismo hombre o un mismo cuerpo de nobles o del pueblo ejerciese esos tres poderes».

Tras este esquema se hallan las fuerzas sociales representa-das por la corona, la nobleza y la burguesía, y la traducción de esta realidad en órganos concretos, fundamentalmente cámaras —de nobles y populares— y jueces. Y, por supuesto, la asigna-

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ción de competencias concretas a estos órganos. La combi-nación de tales elementos y su mutuo equilibrio dibujan el modelo perfecto que Montesquieu preconiza exagerando (o contando a su estilo) las bondades del inglés: el poder legisla-tivo está atribuido al pueblo (entiéndase: burguesía propieta-ria), nobleza y rey. Es decir, a la cámara popular, a la de los no-bles y al monarca, que lo ejercen de una forma equilibrada, siendo el mayor poder el que ostenta la cámara popular y el menor el del propio monarca. También el poder ejecutivo está en manos de las tres mencionadas fuerzas sociales: cámara po-pular, cámara nobiliaria y los ministros que colaboran con el rey. El poder judicial se expresa en tribunales del pueblo y de los nobles, sin que el rey tenga en él participación alguna, por-que si así fuera «los poderes intermedios quedarían aniquilados, el temor se apoderaría de todas las almas y se vería la palidez en todos los rostros».

Tal poder debe atribuirse —salvo los privilegios que afec-tarían a los nobles— a personas extraídas del pueblo, nombra-das temporalmente, que pueden incluso ser elegidas por sorteo y que ejercen un poder «en buena medida nulo». Es una idea que repite en varias ocasiones a lo largo del —a mi juicio— mejor capítulo de su libro (el xi). Se trata de una expresión que no tiene en Montesquieu contenido peyorativo, sino que sim-plemente significa la independencia respecto de una fuerza so-cial concreta; y además, que el juez se limita a pronunciar las palabras de la ley: «Los jueces son seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes». Quiérese decir que la potestad de juzgar es nula desde el punto de vista político, porque solo las cámaras y el Gobierno son órganos con sustancia política y a los que se atribuye una función po-lítica. Los jueces, por el contrario, no son fuerzas políticas, es decir, la justicia no es un poder en el sentido político.

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