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En el «Problema final», la última aventura de Las memorias de SherlockHolmes, Watson anunciaba la desaparición del «mejor y más inteligente delos hombres» que hubiera conocido. Y no solo los lectores, sino incluso lapropia madre del autor, se negaron a que esto fuera así. Doyle resistiódurante diez años la presión de su personaje. Hasta que una mañana, en laprimavera de 1894, el doctor Watson cayó al suelo desmayado ante elasombro producido por una inesperada visión: su amigo Sherlock Holmeshabía vuelto a la vida.

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Arthur Conan DoyleEl regreso de Sherlock Holmes

Sherlock Holmes-6

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En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en lasmás extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo Londres yconsternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de los detallesdel crimen que habían salido a la luz durante la investigación policial; pero enaquel entonces se había suprimido mucha información, ya que el ministeriofiscal disponía de pruebas tan abrumadoras que no se consideró necesario dar aconocer todos los hechos. Hasta ahora, después de transcurridos casi diez años, nose me ha permitido aportar los eslabones perdidos que faltaban para completaraquella notable cadena. El crimen tenía interés por sí mismo, pero para mí aquelinterés se quedó en nada, comparado con una derivación inimaginable, que meocasionó el sobresalto y la sorpresa mayores de toda mi vida aventurera. Aunahora, después de tanto tiempo, me estremezco al pensar en ello y siento denuevo aquel repentino torrente de alegría, asombro e incredulidad que inundó porcompleto mi mente. Aquí debo pedir disculpas a ese público que ha mostradocierto interés por las ocasiones y fugaces visiones que yo le ofrecía de lospensamientos y actos de un hombre excepcional, por no haber compartido con élmis conocimientos. Me habría considerado en el deber de hacerlo de nohabérmelo impedido una prohibición terminante, impuesta por su propia boca,que no se levantó hasta el día 3 del mes pasado.

Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes habíadespertado en mí un profundo interés por el delito y, aun después de sudesaparición, nunca dejé de leer con atención los diversos misterios que salían ala luz pública e, incluso, intenté más de una vez, por pura satisfacción personal,aplicar sus métodos para tratar de solucionarlos, aunque sin resultados dignos demención. Sin embargo, ningún suceso me llamó tanto la atención como estatragedia de Ronald Adair. Cuando leí los resultados de las pesquisas, quecondujeron a un veredicto de homicidio intencionado, cometido por persona opersonas desconocidas, comprendí con más claridad que nunca la pérdida quehabía sufrido la sociedad con la muerte de Sherlock Holmes. Aquel extraño casopresentaba detalles que yo estaba seguro de que le habrían atraído muchísimo, yel trabajo de la policía se habría visto reforzado o, más probablemente, superadopor las dotes de observación y la agilidad mental del primer detective de Europa.Durante todo el día, mientras hacía mis visitas médicas, no paré de darle vueltasal caso, sin llegar a encontrar una explicación que me pareciera satisfactoria.Aun a riesgo de repetir lo que todos saben, volveré a exponer los hechos que sedieron a conocer al público al concluir la investigación.

El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, poraquel entonces gobernador de una de las colonias australianas. La madre deAdair había regresado de Australia para operarse de cataratas, y vivía con suhijo Adair y su hija Hilda en el 427 de Park Lane. El joven se movía en losmejores círculos sociales, no se le conocían enemigos y no parecía tener vicios

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de importancia. Había estado comprometido con la señorita Edith Woodley, deCarstairs, pero el compromiso se había roto por acuerdo mutuo unos meses antes,sin que se advirtieran señales de que la ruptura hubiera provocado resentimientos.Por lo demás, su vida discurría por cauces estrechos y convencionales, ya queera hombre de costumbres tranquilas y carácter desapasionado. Y sin embargo,este joven e indolente aristócrata halló la muerte de la forma más extraña einesperada.

A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas y jugaba constantemente,aunque nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro delos clubes de jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Quedó demostrado quela noche de su muerte, después de cenar, había jugado unas manos de whist en elúltimo de los clubes citados. También había estado jugando allí por la tarde. Lasdeclaraciones de sus compañeros de partida —el señor Murray, sir John Hardy yel coronel Moran— confirmaron que se jugó al whist y que la suerte estuvobastante igualada. Puede que Adair perdiera unas cinco libras, pero no más.Puesto que poseía una fortuna considerable, una pérdida así no podía afectarle lomás mínimo. Casi todos los días jugaba en un club o en otro, pero era un jugadorprudente y por lo general ganaba. Por estas declaraciones se supo que, unassemanas antes, jugando con el coronel Moran de compañero, les había ganado420 libras en una sola partida a Godfrey Milner y lord Balmoral. Y esto era todolo que la investigación reveló sobre su historia reciente.

La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su madre ysu hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un pariente. La doncelladeclaró que le oyó entrar en la habitación delantera del segundo piso, que solíautilizar como cuarto de estar. Dicha doncella había encendido la chimenea deesta habitación y, como salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyóningún sonido procedente de la habitación hasta las once y veinte, hora en queregresaron a casa lady Maynooth y su hija. La madre había querido entrar en lahabitación de su hijo para darle las buenas noches, pero la puerta estaba cerradapor dentro y nadie respondió a sus gritos y llamadas. Se buscó ayuda y se forzóla puerta. Encontraron al desdichado joven tendido junto a la mesa, con la cabezahorriblemente destrozada por una bala explosiva de revólver, pero no se encontróen la habitación ningún tipo de arma. Sobre la mesa había dos billetes de diezlibras, y además 17 libras y 10 chelines en monedas de oro y plata, colocadas enmontoncitos que sumaban distintas cantidades. Se encontró también una hoja depapel con una serie de cifras, seguidas por los nombres de algunos compañerosde club, de lo que se dedujo que antes de morir había estado calculando suspérdidas o ganancias en el juego.

Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para complicaraún más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la razón de que el jovencerrase la puerta por dentro. Existía la posibilidad de que la hubiera cerrado el

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asesino, que después habría escapado por la ventana. Sin embargo, ésta seencontraba por lo menos a seis metros de altura y debajo había un macizo deazafrán en flor. Ni las flores ni la tierra presentaban señales de haber sido pisadasy tampoco se observaba huella alguna en la estrecha franja de césped queseparaba la casa de la calle. Así pues, parecía que había sido el mismo joven elque cerró la puerta. Pero ¿cómo se había producido la muerte? Nadie pudo habertrepado hasta la ventana sin dejar huellas. Suponiendo que le hubieran disparadodesde fuera de la ventana, tendría que haberse tratado de un tirador excepcionalpara infligir con un revólver una herida tan mortífera. Pero, además, Park Lanees una calle muy concurrida y hay una parada de coches de alquiler a cienmetros de la casa. Nadie había oído el disparo. Y, sin embargo, allí estaba elmuerto y allí la bala de revólver, que se había abierto como una seta, comohacen las balas de punta blanda, infligiendo así una herida que debió provocar lamuerte instantánea. Estas eran las circunstancias del misterio de Park Lane, quese complicaba aún más por la total ausencia de móvil, y a que, como he dicho, aljoven Adair no se le conocía ningún enemigo y, por otra parte, nadie habíaintentado llevarse de la habitación ni dinero ni objetos de valor.

Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar algunateoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima resistencia que,según mi pobre amigo, era el punto de partida de toda investigación. Confieso queno avancé mucho. Por la tarde di un paseo por el parque, y a eso de las seis meencontré en el extremo de Park Lane que desemboca en Oxford Street. En laacera había un grupo de desocupados, todos mirando hacia una ventana concreta,que me indicó cuál era la casa que había venido a ver. Un hombre alto y flaco,con gafas oscuras y todo el aspecto de ser un policía de paisano, estabaexponiendo alguna teoría propia, mientras los demás se apretujaban a sualrededor para escuchar lo que decía. Me acerqué todo lo que pude, pero suscomentarios me parecieron tan absurdos que retrocedí con cierto disgusto. Alhacerlo tropecé con un anciano contrahecho que estaba detrás de mí, haciendocaer al suelo varios libros que llevaba. Recuerdo que, al agacharme a recogerlos,me fijé en el título de uno de ellos, El origen del culto a los árboles, lo que mehizo pensar que el tipo debía ser un pobre bibliófilo que, por negocio o por afición,coleccionaba libros raros. Le pedí disculpas por el tropiezo, pero estaba claro quelos libros que yo había maltratado tan desconsideradamente eran objetospreciosísimos para su propietario. Dio media vuelta con una mueca de desprecioy vi desaparecer entre la multitud su espalda encorvada y sus patillas blancas.

Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a resolverel enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por una tapiabaja con verja, que en total no pasaban del metro y medio de altura. Así pues,cualquiera podía entrar en el jardín con toda facilidad; sin embargo, la ventanaresultaba absolutamente inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que

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sirviera de apoyo al escalador, por ágil que éste fuera. Más desconcertado quenunca, dirigí mis pasos de vuelta hacia Kensington. No llevaba ni cinco minutosen mi estudio cuando entró la doncella, diciendo que una persona deseaba verme.Cuál no sería mi sorpresa al ver que el visitante no era sino el extraño ancianocoleccionista de libros, con su rostro afilado y marchito enmarcado por una masade cabellos blancos, y sus preciosos volúmenes, por lo menos una docenaencajados bajo el brazo derecho.

—Parece sorprendido de verme, señor —dijo con voz extraña y cascada.Reconocí que lo estaba.—Verá usted, y o soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás de

usted, y cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a saludar a estecaballero tan amable y decirle que aunque me he mostrado un poco grosero noha sido con mala intención, y que le agradezco mucho que haya recogido mislibros.

—Da usted demasiada importancia a una nadería —dije yo—. ¿Puedopreguntarle cómo sabía quién era y o?

—Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy vecinosuy o; encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de Church Street, dondeestaré encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted coleccionista,señor; aquí tengo: Aves de Inglaterra, el Catulo, La guerra santa…, auténticasgangas todos ellos. Con cinco volúmenes podría usted llenar ese hueco delsegundo estante. Queda feo, ¿no le parece, señor?

Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré denuevo hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de mi mesa.Me puse en pie, lo contemplé durante algunos segundos con el más absolutoasombro, y luego creo que me desmayé por primera y última vez en mi vida.Recuerdo que vi una niebla gris girando ante mis ojos, y cuando se despejó notéque me habían desabrochado el cuello y sentí en los labios un regusto picante abrandy. Holmes estaba inclinado sobre mi silla con una botellita en la mano.

—Querido Watson —dijo la voz inolvidable—. Le pido mil perdones. Nopodía sospechar que le afectaría tanto.

Yo le agarré del brazo y exclamé:—¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las

arregló para salir de aquel espantoso abismo?—Un momento —dijo él—. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de

charlar? Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle provocadoun terrible sobresalto.

—Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito a mis ojos. ¡Cielosanto! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted precisamente! —volví aagarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y fibroso que había debajo—.Bueno, por lo menos sé que no es usted un fantasma —dije—. Querido amigo,

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¡cómo me alegro de verle! Siéntese y cuénteme cómo logró salir vivo de aquelterrible precipicio.

Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado desiempre. Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto de aquelpersonaje había quedado reducido a una peluca blanca y un montón de librossobre la mesa. Holmes parecía aún más flaco y enérgico que antes, pero surostro aguileño presentaba una tonalidad blanquecina que me indicaba que nohabía llevado una vida muy saludable en los últimos tiempos.

—¡Qué gusto da estirarse, Watson! —dijo—. Para un hombre alto, no esninguna broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas seguidas.Ahora, querido amigo, con respecto a esas explicaciones que me pide…,tenemos por delante, si es que puedo solicitar su cooperación, una noche bastanteagitada y llena de peligros. Tal vez sería mejor que se lo explicara todo cuandohayamos terminado el trabajo.

—Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora.—¿Vendrá conmigo esta noche?—Cuando quiera y a donde quiera.—Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes

de salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no tuve grandes dificultades parasalir de él, por la sencilla razón de que nunca caí en él.

—¿Que no cay ó usted?—No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera. Tenía

pocas dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando percibí la siniestrafigura del difunto profesor Moriarty erguida en el estrecho sendero que conducíaa la salvación. Leí en sus ojos grises una determinación implacable. Así pues,intercambié con él unas cuantas frases y obtuve su cortés permiso para escribirla notita que usted recibió. La dejé con mi pitillera y mi bastón y luego eché aandar por el desfiladero con Moriarty pisándome los talones. Cuando llegamos alfinal, me dispuse a vender cara mi vida. Moriarty no sacó Ningún arma, sino quese abalanzó sobre mí, rodeándome con sus largos brazos. También él sabía que sujuego había terminado, y sólo deseaba vengarse de mí. Forcejeamos al bordemismo del precipicio. Sin embargo, yo poseo ciertos conocimientos de baritsu, elsistema japonés de lucha, que más de una vez me han resultado muy útiles. Mesolté de su presa y Moriarty lanzó un grito horrible, pataleó como un loco duranteunos instantes y trató de agarrarse al aire con las dos manos. Pero, a pesar detodos sus esfuerzos, no logró mantener el equilibrio y se despeñó. Asomando lacara sobre el borde del precipicio, le vi caer durante un largo trecho. Luegochocó con una roca, rebotó y se hundió en el agua.

Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entrechupada y chupada a su cigarrillo.

—Pero ¿y las huellas? —exclamé—. Yo vi con mis propios ojos dos series de

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pisadas que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso.—Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor me

di cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el destino. Sabía queMoriarty no era el único que había jurado matarme. Había, por lo menos, otrostres hombres, cuyo afán de venganza se vería acrecentado por la muerte de sujefe. Por otra parte, si todo el mundo me creía muerto, estos hombres seconfiarían, cometerían imprudencias y, tarde o temprano, yo podría acabar conellos. Entonces habría llegado el momento de anunciar que todavía pertenecía almundo de los vivos. Es tal la rapidez con que funciona el cerebro, que creo quey a había pensado todo esto antes de que el profesor Moriarty llegara al fondo dela catarata de Reichenbach.

Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintorescorelato que usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses mástarde, aseguraba usted que la pared era lisa, lo cual no es del todo exacto. Habíaalgunos salientes pequeños y me pareció distinguir una cornisa. El precipicio eratan alto que parecía completamente imposible trepar hasta arriba, pero tambiénresultaba imposible regresar por el sendero mojado sin dejar algunas huellas. Escierto que podría haberme puesto las botas al revés, como ya he hecho otrasveces en ocasiones similares, pero la presencia de tres series de pisadas en lamisma dirección habrían hecho sospechar un engaño. En conclusión, me parecióque lo mejor era arriesgarme a trepar. Le aseguro, Watson, que no fue unaescalada agradable. La catarata rugía debajo de mí. Soy propenso a imaginarcosas, pero le doy mi palabra que me parecía oír la voz de Moriarty llamándomedesde el abismo. El menor desliz habría resultado fatal. Más de una vez, cuandose desprendía el puñado de hierba al que me agarraba o mis pies resbalaban enlas grietas húmedas de la roca, pensé que todo había terminado. Pero seguítrepando como pude, y por fin alcancé una cornisa de más de un metro deanchura, cubierta de musgo verde y suave, donde podía permanecer tendidocómodamente sin ser visto. Allí me encontraba, querido Watson, cuando usted ysus acompañantes investigaban, de la forma más conmovedora e ineficaz, lascircunstancias de mi muerte.

Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables ycompletamente erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y y o quedé solo.Pensaba que ya habían terminado mis aventuras, pero un hecho completamenteinesperado me demostró que aún me aguardaban sorpresas. Un enorme peñascocayó de lo alto, pasó rozándome, chocó contra el sendero y se precipitó en elabismo. Por un momento pensé que se trataba de un accidente, pero un instantedespués miré hacia arriba y vi la cabeza de un hombre recortada contra el cielonocturno, mientras una segunda roca golpeaba la cornisa misma en la que y o meencontraba, a un palmo escaso de mi cabeza. Por supuesto, aquello sólo podíasignificar una cosa: Moriarty no había estado solo. Un cómplice —y me había

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bastado aquel fugaz vistazo para saber lo peligroso que era dicho cómplice habíamontado guardia mientras el profesor me atacaba. Desde lejos, sin que yo loadvirtiera, había sido testigo de la muerte de su amigo y de mi escapatoria. Habíaaguardado su momento y ahora, tras dar un rodeo hasta lo alto del precipicio,estaba intentando conseguir lo que su camarada no había logrado.

No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel siniestrorostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la caída de otra piedra.Me descolgué hasta el sendero. Creo que habría sido incapaz de hacerlo a sangrefría, porque bajar era cien veces más difícil que subir, pero no tuve tiempo depensar en el peligro, pues otra roca pasó zumbando junto a mí mientras y ocolgaba agarrado con las manos al borde de la cornisa. A la mitad del descensoresbalé, pero gracias a Dios fui a caer en el sendero, lleno de arañazos ysangrando. Eché a correr, recorrí en la oscuridad diez millas de montaña y unasemana después me encontraba en Florencia, con la certeza de que nadie en elmundo sabía lo que había sido de mí.

Sólo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones,querido Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y estoycompletamente seguro de que usted no habría podido escribir un relato tanconvincente de mi desdichado final si no hubiera estado convencido de que eracierto. Varias veces he tomado la pluma para escribirle durante estos tres años,pero siempre temí que el afecto que usted siente por mí le impulsara a cometeralguna indiscreción que traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de ustedesta tarde cuando usted tiró mis libros, porque la situación era peligrosa ycualquier señal de sorpresa y emoción por su parte podría haber llamado laatención hacia mi identidad, con consecuencias lamentables e irreparables. Encuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener el dinero que necesitaba.En Londres, las cosas no salieron tan bien como y o había esperado, y a que eljuicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus miembros máspeligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues, me dediqué a viajardurante dos años por el Tibet, y me entretuve visitando Lhassa y pasando unosdías con el Gran Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notablesexploraciones de un noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de quejamás se le ocurrió pensar que estaba recibiendo noticias de su amigo.

Después atravesé Persia, me detuve en La Meca y realicé una breve perointeresante visita al califa de Jartum, cuy os resultados he comunicado al ForeignOffice. De regreso a Francia, pasé varios meses investigando sobre los derivadosdel alquitrán de carbón en un laboratorio de Montpellier, en el sur de Francia.Habiendo concluido la investigación con resultados satisfactorios, y enterado deque sólo quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía a regresarcuando recibí noticias de este curioso misterio de Park Lane, que me hicieronponerme en marcha antes de lo previsto porque el caso no sólo me resultaba

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atractivo por sus propios méritos, sino que parecía ofrecer interesantesoportunidades de tipo personal. Llegué enseguida a Londres, me presenté enBaker Street provocándole un violento ataque de histeria a la señora Hudson, ycomprobé que Mycroft había mantenido mis habitaciones y mis papeles tal ycomo siempre habían estado. Y así, querido Watson, a las dos en punto del día dehoy me encontraba sentado en mi vieja butaca, en mi vieja habitación, deseandoque mi viejo amigo Watson ocupara la otra butaca, que tantas veces habíaadornado con su persona.

Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril, un relatoque me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo confirmado lavisión de la alta y enjuta figura y del rostro agudo y vivaz que yo habría creídoque nunca volvería a ver. De algún modo, Holmes se había enterado de la trágicapérdida que yo había sufrido, y demostró sus simpatías con sus maneras mejorque con sus palabras.

—El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson —dijo—,y esta noche tengo una tarea para nosotros dos que, si consigo rematarla conéxito, justificaría por sí sola la vida de un hombre en este mundo.

Le rogué en vano que me explicara algo más.—Antes de que amanezca habrá visto y oído lo suficiente —respondió—.

Hay mucho que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el tiempohasta las nueve y media, hora en que emprenderemos la trascendental aventurade la casa vacía.

A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo ibasentado junto a Holmes en un cabriolé, con un revólver en el bolsillo y laemoción de la aventura en el corazón. Cada vez que la luz de las farolasiluminaba sus austeras facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas ylos finos labios apretados, en señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de fierasalvaje íbamos a cazar en la tenebrosa selva del delito de Londres, pero por laactitud de aquel maestro de cazadores me daba perfecta cuenta de que laaventura era de las más serias, y la sonrisa sardónica que de cuando en cuandorompía su ascética seriedad no presagiaba nada bueno para el objeto de nuestrapersecución.

Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo detenerseel coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me fijé en que dirigíainquisitivas miradas a derecha e izquierda, y cada vez que llegábamos a unaesquina tomaba las máximas precauciones para asegurarse de que nadie nosseguía. Holmes conocía a la perfección todas las callejuelas de Londres, y enesta ocasión me llevó con paso rápido y seguro a través de una red de cocheras yestablos cuya existencia yo ni siquiera había sospechado. Salimos por fin a unacallecita de casas antiguas y fúnebres por las que llegamos a Manchester Street,y de ahí a Blanford Street. Aquí nos metimos rápidamente por un estrecho

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pasaje, cruzamos un portón de madera que daba a un patio desierto y entoncesHolmes sacó una llave y abrió la puerta trasera de una casa. Entramos en ella yHolmes cerró la puerta con llave.

Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de unacasa vacía. Nuestros pies hacían cruj ir y rechinar las tablas desnudas del suelo, yal extender la mano toqué una pared cuyo empapelado colgaba en j irones. Losfríos y huesudos dedos de Holmes se cerraron alrededor de mi muñeca y meguiaron a través de un largo vestíbulo, hasta que percibí la luz mortecina que sefiltraba por el sucio tragaluz de la puerta. Entonces Holmes giró bruscamente a laderecha y nos encontramos en una amplia habitación cuadrada, completamentevacía, con los rincones envueltos en sombras y el centro débilmente iluminadopor las luces de la calle. No había ninguna lámpara a mano y las ventanasestaban cubiertas por una gruesa capa de polvo, de manera que apenas podíamosdistinguir nuestras figuras. Mi compañero me puso la mano sobre el hombro yacercó los labios a mi oreja.

—¿Sabe usted dónde estamos? —susurró.—Yo diría que ésa es Baker Street —respondí, mirando a través de la

polvorienta ventana.—Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros

viejos aposentos.—¿Y por qué estamos aquí?—Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole.

¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la ventana,con mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a nuestrasviejas habitaciones, punto de partida de tantas de nuestras pequeñas aventuras?Veamos si mis tres años de ausencia me han hecho perder la capacidad desorprenderle.

Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posarlos ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estababajada y una fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana iluminadase distinguía claramente la negra silueta de un hombre sentado en un sillón. Lapostura de la cabeza, la forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas,todo resultaba inconfundible. Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similaral de aquellas siluetas de cartulina negra que nuestros abuelos solían enmarcar. Setrataba de una imagen perfecta de Holmes. Tan asombrado me sentía queextendí la mano para asegurarme que el original se encontraba a mi lado. Allíestaba, estremeciéndose de risa silenciosa.

—¿Qué tal? —preguntó.—¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Es maravilloso!—Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad

—dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su

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creación—. Se parece bastante a mí, ¿no cree?—Estaría dispuesto a jurar que es usted.—El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de

Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera. Elresto lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street.

—Pero ¿por qué?—Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que

ciertas personas creyeran que y o estaba aquí, cuando en realidad me encontrabaen otra parte.

—¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa?—Sabía que la vigilaban.—¿Quiénes?—Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe

yace en la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo ellos, sabenque sigo vivo. Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones, asíque montaron una vigilancia permanente y esta mañana me vieron llegar.

—¿Cómo lo sabe?—Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo

inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador debirimbao. Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, elformidable personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombreque me arrojó las rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso deLondres. Ese es el hombre que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que nosabe es que nosotros vamos a por él.

Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodoescondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. Lasilueta angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos loscazadores. Aguardamos silenciosos en la oscuridad, observando las apresuradasfiguras que pasaban y volvían a pasar frente a nosotros. Holmes permanecíacallado e inmóvil, pero yo me daba cuenta de que se mantenía en constantealerta, sin despegar los ojos de la corriente de transeúntes. Era una noche fría yturbulenta y el viento silbaba estridentemente a lo largo de la calle. Muchaspersonas iban y venían, casi todas embozadas en sus abrigos y bufandas. Una odos veces, me pareció ver pasar una figura que ya había visto antes, y me fijésobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del viento en el portal deuna casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar la atención de micompañero hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una exclamación deimpaciencia y continuó clavando la mirada en la calle. Más de una vez diopataditas en el suelo y tamborileó rápidamente con los dedos en la pared.Resultaba evidente que se estaba impacientando y que sus planes no iban saliendotal y como había calculado. Por fin, ya cerca de la medianoche, cuando la calle

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se iba vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas por la habitación,presa de una agitación incontrolable. Me disponía a hacer algún comentariocuando levanté la mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva sorpresa,casi tan fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé haciaarriba.

—¡La sombra se ha movido!Efectivamente, ya no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la

espalda. Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado lasasperezas de su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que lasuya.

—¡Pues claro que se ha movido! —bufó—. ¿Me cree tan chapucero, Watson,como para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombresmás astutos de Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en estahabitación, y durante este tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición elbusto ocho veces, es decir, cada cuarto de hora. Se acerca siempre por delantede la figura, de manera que no se vea su propia sombra. ¡Ah! —Holmes aspirócon agitación.

En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba la cabeza hacia delante,con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible que los dos hombresque y o había visto siguieran acurrucados en el portal, pero ya no los veía. Toda lacalle estaba silenciosa y oscura, con excepción de aquella brillante ventanaamarilla que teníamos enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. Enmedio del absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba unaintensa emoción reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró hacia elrincón más oscuro de la habitación y me puso la mano sobre la boca en señal deadvertencia. Los dedos que me aferraban estaban temblando. Jamás había vistotan alterado a mi amigo, a pesar de que la oscura calle permanecía aún desiertay silenciosa.

Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, yahabían captado. A mis oídos llegó un sonido bajo y furtivo que no procedía deBaker Street, sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos. Unapuerta se abrió y volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos en elpasillo, pasos que pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con fuerza en lacasa vacía. Holmes se agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la manocerrada sobre la culata de mi revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logrédistinguir los contornos difusos de un hombre, una sombra apenas más negra quela negrura de la puerta abierta. Se quedó parado un instante y luego avanzó paraentrar en la habitación, encogido y amenazador. La siniestra figura se encontrabaa menos de tres metros de nosotros, y yo ya tensaba los músculos, dispuesto aresistir su ataque, cuando me di cuenta de que él no había advertido nuestrapresencia. Pasó muy cerca de nosotros, se acercó con sigilo a la ventana y la

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alzó como un palmo, con mucha suavidad y sin hacer ruido. Al agacharse hastael nivel de la abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del cristal polvoriento,cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a causa de laemoción. Sus ojos brillaban como estrellas y sus facciones temblaban. Se tratabade un hombre de edad avanzada, con nariz fina y pronunciada, frente alta ycalva, y un enorme bigote canoso. Llevaba un sombrero de copa echado haciaatrás, y bajo su abrigo desabrochado brillaba la pechera de un traje de etiqueta.Su rostro era sombrío y atezado, surcado por profundas arrugas. En la manollevaba algo que parecía un bastón, pero que al apoyarlo en el suelo resonó conruido metálico. A continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un objetovoluminoso y se enfrascó en una tarea que concluy ó con un fuerte chasquido,como el que produce un muelle o un resorte al encajar en su sitio. Siempre conlas rodillas en el suelo, se inclinó hacia delante, aplicando todo su peso y su fuerzasobre alguna especie de palanca; el resultado fue un prolongado chirrido queterminó también con un fuerte chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vique lo que sostenía en la mano era una especie de fusil, con una culata de formaextraña. Abrió la recámara, metió algo en ella y cerró de golpe el cerrojo.Luego se volvió a agachar, apoy ó el extremo del cañón en el borde de la ventanaabierta y vi cómo sus largos bigotes rozaban la culata mientras sus ojos brillabanal enfilar el punto de mira. Oí un ligero suspiro de satisfacción cuando seacomodó la culata en el hombro y comprobé el magnífico blanco que ofrecía lasilueta negra sobre fondo amarillo, en plena línea de tiro. El hombre permaneciórígido e inmóvil durante un instante y luego su dedo se cerró sobre el gatillo. Seoyó un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un cristal hechopedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda deltirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró aHolmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con laculata de mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él y, mientras losujetaba, mi compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos quecorrían por la acera y dos policías de uniforme, más un inspector de paisano,penetraron en tromba por la puerta delantera.

—¿Es usted, Lestrade? —preguntó Holmes.—Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría

volverle a ver en Londres, señor!—Pensé que no le vendría mal un poco de ay uda extraoficial. Tres asesinatos

sin resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en elmisterio de Molesey no se comportó usted con su habitual…, quiero decir, lollevó usted bastante bien.

Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente conun fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos decuriosos. Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade

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había sacado dos velas y los policías habían destapado sus linternas. Entoncespude, por fin, echarle un buen vistazo a nuestro prisionero. El rostro que nosencaraba era tremendamente viril, pero de expresión siniestra, con la frente deun filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía detratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien como para el mal,pero resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con los párpados caídosy la mirada cínica, o la agresiva nariz en punta y la amenazadora frente surcadade arrugas, sin leer en ellos las claras señales de peligro colocadas por laNaturaleza. No hacía caso de ninguno de nosotros y mantenía los ojos clavadosen el rostro de Holmes, con una expresión que combinaba a partes iguales el odioy el asombro. Y no dejaba de murmurar entre dientes:

—¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!—¡Ah coronel! —dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa

—. Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no hetenido el gusto de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yoestaba en aquella cornisa sobre la catarata de Reichenbach.

El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.—Todavía no les he presentado —dijo Holmes—. Este caballero es el coronel

Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que hasido el mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro ImperioOccidental. ¿Me equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún ennúmero de tigres cazados?

El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a micompañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecíaprodigiosamente a un tigre.

—Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a unshikari con tanta experiencia —dijo Holmes—. Debería resultarle muy conocida.¿Nunca ha atado usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre lasramas con su rifle y aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casavacía es mi árbol y usted es mi tigre. Es posible que llevara usted rifles dereserva, por si se presentaban varios tigres o por si se daba la improbablecircunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien —dijo señalando a sualrededor—, éstos son mis rifles de reserva. El paralelismo es exacto.

El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías lehicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible decontemplar.

—Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa —continuóHolmes—. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y estaventana tan conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle, dondemi amigo Lestrade y sus alegres camaradas le estaban aguardando. Exceptuandoeste detalle, todo ha salido como yo esperaba.

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El coronel Moran se volvió hacia el inspector.—Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme y puede

que no —dijo—. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga queaguantar las burlas de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las cosas sehagan de manera legal.

—Bien, eso es bastante razonable —dijo Lestrade—. ¿No tiene nada más quedecir antes de que nos vayamos, señor Holmes?

Holmes había recogido del suelo el potente fusil de aire comprimido y estabaexaminando su mecanismo.

—Un arma admirable y originalísima —dijo—. Silenciosa y de tremendapotencia. Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que laconstruy ó por encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido desu existencia, pero hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Sela encomiendo de manera muy especial, Lestrade, junto con suscorrespondientes balas.

—Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes —dijo Lestrademientras todo el grupo se dirigía hacia la puerta—. ¿Algo más?

—Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.—¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock

Holmes.—De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el

asunto. A usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la importantísimadetención que acaba de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitualcombinación de astucia y audacia, ha conseguido usted atraparlo.

—¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?—Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel

Sebastian Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala explosiva,disparada con un fusil de aire comprimido a través de la ventana del segundo pisode Park Lane, número 427, el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación,Lestrade. Y ahora, Watson, si es usted capaz de soportar la corriente que seforma con una ventana rota, creo que le resultará muy entretenido y provechosopasar media hora en mi estudio mientras fuma un cigarro.

Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a lasupervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora Hudson.Es cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero los viejospuntos de referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón de química,con la mesa de madera manchada de ácido. Sobre un estante se veía laformidable hilera de álbumes de recortes y libros de consulta que tantos denuestros conciudadanos habrían quemado con sumo placer. Los gráficos, elestuche de violín, el colgador de pipas…, hasta la babucha persa que contenía eltabaco…, todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la habitación

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había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que nos miró radiante alvernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan importante papel habíadesempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto de mi amigo encera de color, admirablemente ejecutado y con un parecido absoluto. Estabacolocado sobre una mesita que le servía de pedestal y envuelto en una vieja batade Holmes, de manera que, visto desde la calle, la ilusión era perfecta.

—Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson —dijoHolmes.

—Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.—Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la

bala?—Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le

atravesó la cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra yaquí la tiene.

Holmes me la mostró.—Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial.

¿Quién iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de airecomprimido? Muy bien, señora Hudson, le estoy agradecido por su cooperación.Y ahora, Watson, haga el favor de ocupar una vez más su antiguo asiento, ya queme gustaría discutir con usted varios detalles.

Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejostiempos, con el batín de color parduzco con que había vestido a su efigie.

—Los nervios del viejo shikari siguen tan bien templados como siempre, y suvista igual de aguda —dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada desu busto—. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte aparte. Era el mejor tirador de la India y no creo que hay a muchos en Londresque le superen. ¿No había oído hablar de él?

—Nunca.—¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted

oído hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores cerebrosde este siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que está en eseestante.

Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento yemitiendo grandes nubes de humo con su cigarro.

—Mi colección de emes es de lo mejorcito —dijo—. Sólo con Moriartybastaría para dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, elenvenenador, Merridew, de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó elcolmillo izquierdo de un puñetazo en la sala de espera de Charing Cross. Y aquítenemos por fin a nuestro amigo de esta noche.

Me pasó el libro y leí: « Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1.ºde Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus

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Moran, C. B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford.Sirvió en la campaña de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab(menciones elogiosas), Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalayaoccidental, 1881; Tres meses en la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street.Clubes: el Anglo-Indio, el Tankerville, el Bagatelle Card Club» .

Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:« El segundo hombre más peligroso de Londres» .—Es asombroso —dije, devolviéndole el volumen—. La carrera de este

hombre es la de un militar honorable.—Es cierto —respondió Holmes—. Hasta cierto punto, se portó muy bien.

Siempre fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India lahistoria de cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido,devorador de hombres. Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta ciertaaltura y de pronto desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede amenudo con las personas. Sostengo la teoría de que el desarrollo de cadaindividuo representa la sucesión completa de sus antepasados, y que cualquiergiro repentino hacia el bien o hacia el mal obedece a una poderosa influenciaintroducida en su árbol genealógico. La persona se convierte, podríamos decir, enuna recapitulación de la historia de su familia.

—Una teoría bastante extravagante, diría yo.—Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran, empezó

a descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la India le llegó aresultar demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquiriómala reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para quienactuó durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty leproporcionaba dinero en abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos deprimerísima categoría, que quedaban fuera del alcance de un criminal corriente.Quizás recuerde usted la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No?Bueno, pues estoy seguro que Moran estuvo en el fondo del asunto; pero no sepudo demostrar nada. El coronel tenía las espaldas tan bien cubiertas que, inclusodespués de la desarticulación de la banda de Moriarty, resultó imposible acusarlede nada. ¿Se acuerda de aquella noche en que fui a su casa y cerré lascontraventanas por temor a los fusiles de aire comprimido? Sabía muy bien loque me hacía: estaba enterado de la existencia de este extraordinario fusil y sabíatambién que lo manejaba uno de los mejores tiradores del mundo. Cuandofuimos a Suiza, él nos siguió en compañía de Moriarty, y no cabe duda de que fueél quien me hizo pasar aquellos cinco minutos de infierno en la cornisa deReichenbach.

Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastanteatención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante. Mivida no tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra pesaría

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sobre mí noche y día, y tarde o temprano encontraría una oportunidad de caersobre mí. ¿Qué podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría aparar a la cárcel. Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los juecesno pueden actuar basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una sospechadisparatada. Así que no podía hacer nada. Pero seguía leyendo los sucesos,porque estaba seguro de que tarde o temprano le pillaría. Y entonces se produjola muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin había llegado mi oportunidad! Sabiendolo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que el coronel Moran era el culpable?Había jugado a las cartas con el joven; le había seguido a su casa desde el club;le había disparado a través de la ventana abierta. No cabía duda alguna. Sólo conlas balas bastaría para echarle la soga al cuello. Así que vine inmediatamente. Elhombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba seguro de que informaría a sujefe de mi presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi súbito regresocon su crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que intentaríaquitarme de en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le dejéun blanco perfecto en la ventana y, después de avisar a la policía de que susservicios podrían ser necesarios —por cierto, Watson, usted los localizó a laperfección en aquel portal—, me instalé en lo que me pareció un excelentepuesto de observación, sin imaginar que él elegiría el mismo lugar para atacar. Yahora, querido Watson, ¿queda algo por aclarar?

—Sí —dije—. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moranpara asesinar al honorable Ronald Adair.

—¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno de las conjeturas, dondela mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar su propiahipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la suy a tiene tantas posibilidadesde acertar como la mía.

—Pero usted tiene ya la suya, ¿no?—Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el

coronel Moran y el joven Adair habían ganado una suma considerable jugandode compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde hacemucho tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio cuentaque Moran era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él en privado,amenazándole con revelar la verdad a menos que Moran se diese de baja en elclub y prometiera no volver a jugar a las cartas. Es muy poco probable que unjoven como Adair provocase un escándalo de buenas a primeras denunciando aun hombre muy conocido y mucho mayor que él. Lo lógico es que actuara talcomo yo digo. Para Moran, quedar excluido de los clubes significaba la ruina, yaque vivía de lo que ganaba trampeando a las cartas. Así que asesinó a Adair, queen aquel mismo momento estaba calculando el dinero que tenía que devolver, yaque consideraba inaceptable quedarse con el fruto de las trampas de sucompañero. Cerró la puerta para que las damas no le sorprendieran e insistieran

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en que les explicara lo que estaba haciendo con la lista y el dinero. ¿Qué tal sesostiene esto?

—Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.—El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase,

el coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido deVon Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmesqueda libre de nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantesproblemillas que la complicada vida de Londres nos plantea sin cesar.

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—Desde el punto de vista del experto criminalista —dijo Sherlock Holmes—,Londres se ha convertido en una ciudad particularmente aburrida desde lamuerte del llorado profesor Moriarty.

—No creo que encuentre usted muchos ciudadanos honrados que compartansu opinión —respondí yo.

—Bien, bien, ya sé que no debo ser egoísta —dijo él, sonriendo, mientrasapartaba su silla de la mesa del desayuno—. Desde luego, la sociedad saleganando y nadie sale perdiendo, con excepción del pobre especialista sin trabajoque ve desaparecer su oficio. Mientras aquel hombre se mantuvo activo, elperiódico de cada mañana ofrecía infinitas posibilidades. Muchas veces setrataba tan sólo de una mínima huella, Watson, del indicio más leve, y, sinembargo, bastaba para que yo supiera que por allí andaba aquel magnífico ymaligno cerebro, del mismo modo que el más ligero temblor en los bordes de latelaraña nos recuerda la existencia de la repugnante araña que acecha en elcentro. Pequeños hurtos, asaltos violentos, agresiones sin objeto aparente… Paraquien conociera la clave, todo se podía encajar de un modo coherente. No existíaentonces una sola capital en Europa que ofreciera las oportunidades que Londresofrecía para el estudio científico de las altas esferas del crimen. Pero ahora… —se encogió de hombros, en burlona desaprobación del estado de cosas al que tantohabía contribuido él mismo.

En la época de la que estoy hablando, hacía varios meses que Holmes habíareaparecido, y yo, a petición suya había traspasado mi consultorio y volvía acompartir con él los antiguos aposentos de Baker Street. Un joven doctorapellidado Verner había adquirido mi pequeño consultorio de Kensington,pagando con asombrosa celeridad el precio más alto que yo me atreví a pedir, unasunto que no quedó explicado hasta varios años más tarde, cuando descubrí queVerner era pariente lejano de Holmes y que en realidad había sido mi amigo elque aportó el dinero. Nuestros meses de asociación no habían sido tan anodinoscomo Holmes afirmaba, ya que, revisando mis notas, veo que este períodoincluye el caso de los documentos del ex-presidente Murillo y también elescandaloso asunto del vapor holandés Friesland, que estuvo a punto de costarnosla vida a los dos. Sin embargo, su carácter frío y orgulloso rechazaba por sistematodo lo que se pareciera al aplauso público y me hizo prometer, en los términosmás estrictos, que no diría una sola palabra sobre él, sus métodos o sus éxitos; unaprohibición que, como ya he explicado, no levantó hasta hace muy poco.

Tras expresar su excéntrica protesta, Sherlock Holmes se arrellanó en susillón, y estaba desplegando el periódico de la mañana con aire despreocupadocuando a ambos nos sobresaltó un tremendo campanillazo en la puerta, seguidode inmediato por un fuerte repiqueteo, como si alguien estuviera aporreando conlos puños la puerta de la calle. Cuando ésta se abrió, oímos una ruidosa carrera através del vestíbulo y unos pasos que subían a toda prisa las escaleras. Un instante

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después, irrumpía en nuestra habitación un joven excitadísimo, con los ojosdesorbitados, desmelenado y jadeante. Nos miró primero al uno y luego al otro,y al advertir nuestras miradas inquisitivas cayó en la cuenta de que debía ofreceralgún tipo de excusas por su desaforada entrada.

—Lo siento, señor Holmes —exclamó—. Le ruego que no se ofenda. Estoy apunto de volverme loco. Señor Holmes, soy el desdichado John HectorMcFarlane.

Hizo esta presentación como si sólo con el nombre bastara para explicar suvisita y sus modales, pero por el rostro impasible de mi compañero me di cuentade que aquello le decía tan poco a él como a mí.

—Tome un cigarrillo, señor McFarlane —dijo Holmes, empujando su pitillerahacia él—. Estoy seguro de que, a la vista de sus síntomas, mi amigo el doctorWatson le recomendaría un sedante. Ha hecho tanto calor estos últimos días…Ahora, si se siente usted más tranquilo, le agradecería que tomara asiento en esasilla y nos contara muy despacio y con mucha calma quién es usted y qué desea.Ha pronunciado usted su nombre como si y o tuviera necesariamente queconocerlo, pero le aseguro que, aparte de los hechos evidentes de que es ustedsoltero, procurador, masón y asmático, no sé nada en absoluto de usted.

Habituado como estaba a los métodos de mi amigo, no me resultó difícilseguir sus deducciones y observar el atuendo descuidado, el legajo dedocumentos legales, el amuleto del reloj y la respiración jadeante en que sehabía basado. Sin embargo, nuestro cliente se quedó boquiabierto.

—Sí, señor Holmes, soy todas esas cosas, pero además soy el hombre másdesgraciado que existe ahora mismo en Londres. ¡Por amor de Dios, no meabandone, señor Holmes! Si vienen a detenerme antes de que haya terminado decontar mi historia, haga que me dejen tiempo de explicarle toda la verdad. Iríacontento a la cárcel sabiendo que usted trabaja para mí desde fuera.

—¡Detenerlo! —exclamó Holmes—. ¡Caramba, qué estupen…, quéinteresante! ¿Y bajo qué acusación espera que lo detengan?

—Acusado de asesinar al señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.El expresivo rostro de mi compañero dio muestras de simpatía, que, mucho

me temo, no estaba exenta de satisfacción.—¡Vaya por Dios! —dijo—. ¡Y yo que hace un momento, durante el

desay uno, le decía a mi amigo el doctor Watson que y a no aparecen casossensacionales en los periódicos!

Nuestro visitante extendió una mano temblorosa y recogió el Daily Telegraphque aún reposaba sobre las rodillas de Holmes.

—Si lo hubiese leído, señor, habría sabido a primera vista qué es lo que me hatraído a su casa esta mañana. Tengo la sensación de que mi nombre y midesgracia son la comidilla del día —desdobló el periódico para enseñarnos laspáginas centrales.

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—Aquí está y, con su permiso, se lo voy a leer. Escuche esto, señor Holmes.Los titulares dicen: « Misterio en Lower Norwood. Desaparece un conocidoconstructor. Sospechas de asesinato e incendio provocado. Se sigue la pista delcriminal» . Esta es la pista que están siguiendo, señor Holmes, y sé que conducede manera infalible hacia mí. Me han seguido desde la estación del Puente deLondres y estoy convencido de que sólo esperan que llegue el mandamientojudicial para detenerme. ¡Esto le romperá el corazón a mi madre, le romperá elcorazón! —se retorció las manos, presa de angustiosos temores, y comenzó aoscilar en su asiento, hacia delante y hacia atrás.

Examiné con interés a aquel hombre, acusado de haber cometido un crimenviolento. Era rubio y poseía un cierto atractivo, aunque fuera más bien del tipoenfermizo. Tenía los ojos azules y asustados, el rostro bien afeitado y la boca deuna persona débil y sensible. Podría tener unos veintidós años; su vestimenta y suporte eran los de un caballero. Del bolsillo de su abrigo de entretiempo sobresalíaun manojo de documentos sellados que delataban su profesión.

—Aprovecharemos el tiempo lo mejor que podamos —dijo Holmes—.Watson, ¿sería usted tan amable de coger el periódico y leerme el párrafo encuestión?

Bajo los sonoros titulares que nuestro cliente había citado, leí el siguiente ysugestivo relato:

A última hora de la noche pasada, o a primerahora de esta mañana, se ha producido en LowerNorwood un incidente que induce a sospechar ungrave crimen, cometido en la persona del señorJonas Oldacre, conocido residente de estedistrito, donde llevaba muchos años al frente desu negocio de construcción. El señor Oldacre erasoltero, de 52 años, y residía en Deep DeneHouse, en el extremo más próximo a Sydenham de lacalle del mismo nombre. Tenía fama de hombreexcéntrico, reservado y retraído. Llevaba algunosaños prácticamente retirado de sus negocios, conlos cuales se dice que había amasado unaconsiderable fortuna. No obstante, todavía existeun pequeño almacén de madera en la parte de atrásde su casa, y esta noche, a eso de las doce, serecibió el aviso de que una de las pilas demadera estaba ardiendo. Los bomberos acudieron deinmediato, pero la madera seca ardía de maneraincontenible y resultó imposible apagar la

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conflagración hasta que toda la pila quedóconsumida por completo. Hasta aquí, el sucesotenía toda la apariencia de un vulgar accidente,pero nuevos datos parecen apuntar hacia un gravecrimen. En un principio, causó extrañeza laausencia del propietario del establecimiento enel lugar del incendio, y se inició unainvestigación que demostró que había desaparecidode su casa. Al examinar su habitación, sedescubrió que no había dormido en ella. La cajafuerte estaba abierta, había un montón de papelesimportantes esparcidos por toda la habitación y,por último, se encontraron señales de una luchaviolenta, pequeñas manchas de sangre en lahabitación y un bastón de roble que tambiénpresentaba manchas de sangre en el puño. Se hasabido que aquella noche, a horas bastanteavanzadas, el señor Jonas Oldacre recibió unavisita en su dormitorio, y se ha identificado elbastón encontrado como perteneciente a unvisitante, que es un joven procurador de Londresllamado John Hector McFarlane, socio más jovendel bufete Graham & McFarlane, con sede en el 426de Gresham Buildings, E. C. La policía creedisponer de pruebas que indican un móvil muyconvincente para el crimen, y no cabe duda de quemuy pronto se darán a conocer noticiassensacionales.

Última hora. —A la hora de entrar en máquinasha corrido el rumor de que John Hector McFarlaneha sido detenido ya, acusado del asesinato de Mr.Jonas Oldacre. Al menos, se sabe a ciencia ciertaque se ha expedido una orden de detención. Lainvestigación en Norwood ha revelado nuevos ysiniestros detalles. Además de encontrarseseñales de lucha en la habitación del desdichadoconstructor, se ha sabido ahora que seencontraron abiertas las ventanas del dormitorio(situado en la planta baja), y huellas queparecían indicar que alguien había arrastrado un

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objeto voluminoso hasta la pila de madera. Porúltimo, se dice que entre las cenizas delincendio se han encontrado restos carbonizados.La policía maneja la hipótesis de que se hacometido un crimen, y supone que la víctima fuemuerta a golpes en su propia habitación, tras locual el asesino registró sus papeles y luegoarrastró el cadáver hasta la pila de madera,incendiándola para borrar todas las huellas de sucrimen. El trabajo de investigación policial seha encomendado en las expertas manos delinspector Lestrade, de Scotland Yard, que siguelas pistas con su energía y sagacidad habituales.

Sherlock Holmes escuchó este extraordinario relato con los ojos cerrados ylas puntas de los dedos juntos.

—Desde luego, el caso presenta algunos aspectos interesantes —dijo con suacostumbrada languidez—. ¿Puedo preguntarle en primer lugar, señorMcFarlane, cómo es que todavía sigue en libertad, cuando parecen existirpruebas suficientes para justificar su detención?

—Vivo en Torrington Lodge, Blackheath, con mis padres; pero anoche, comotenía que entrevistarme bastante tarde con el señor Jonas Oldacre, me quedé enun hotel de Norwood y fui a mi despacho desde allí. No supe nada de este asuntohasta que subí al tren y leí lo que usted acaba de oír. Me di cuenta al instante delterrible peligro que corría y me apresuré a poner el caso en sus manos. No mecabe duda de que me habrían detenido en mi despacho de la City o en mi casa.Un hombre me ha venido siguiendo desde la estación del Puente de Londres yestoy seguro… ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?

Era un campanillazo en la puerta, seguido al instante por fuertes pisadas en laescalera. Al cabo de un momento, nuestro amigo Lestrade apareció en elumbral. Por encima de su hombro pude advertir la presencia de uno o dospolicías de uniforme.

—¿El señor John Hector McFarlane? —dijo Lestrade.Nuestro desdichado cliente se puso en pie con el rostro descompuesto.—Queda detenido por el homicidio intencionado del señor Jonas Oldacre, de

Lower Norwood.McFarlane se volvió hacia nosotros con gesto de desesperación y se hundió de

nuevo en su asiento, como aplastado por un peso.—Un momento, Lestrade —dijo Holmes—. Media hora más o menos no

significa nada para usted, y el caballero se disponía a darnos una informaciónsobre este caso tan interesante, que podría servirnos de ay uda para esclarecerlo.

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—No creo que resulte nada difícil esclarecerlo —dijo Lestrade muy serio.—A pesar de todo, y con su permiso, me interesaría mucho oír su

explicación.—Bueno, señor Holmes, me resulta muy difícil negarle nada, teniendo en

cuenta la ayuda que ha prestado al Cuerpo en una o dos ocasiones. Scotland Yardestá en deuda con usted —dijo Lestrade—. Pero al mismo tiempo debopermanecer junto al detenido, y me veo obligado a advertirle que todo lo quediga puede utilizarse como prueba en contra suy a.

—No deseo otra cosa —dijo nuestro cliente—. Todo lo que les pido es queescuchen y reconocerán la pura verdad.

Lestrade consultó su reloj .—Le doy media hora —dijo.—Antes que nada, debo explicar —dijo McFarlane— que yo no conocía de

nada al señor Jonas Oldacre. Su nombre sí que me era conocido, porque mispadres tuvieron tratos con él durante muchos años, aunque luego se distanciaron.Así pues, me sorprendió muchísimo que ayer se presentara, a eso de las tres dela tarde, en mi despacho de la City. Pero todavía quedé más asombrado cuandome explicó el objeto de su visita. Llevaba en la mano varias hojas de cuaderno,cubiertas de escritura garabateada —son éstas—, que extendió sobre la mesa.

—Este es mi testamento —dijo—, y quiero que usted, señor McFarlane, loredacte en forma legal. Me sentaré aquí mientras lo hace.

Me puse a copiarlo, y pueden ustedes imaginarse mi asombro al descubrirque, con algunas salvedades, me dejaba a mí todas sus propiedades. Era unhombrecillo extraño, con aspecto de hurón y pestañas blancas, y cuando alcé lavista para mirarlo encontré sus ojos grandes y penetrantes clavados en mí conuna expresión divertida. Al leer los términos del testamento, no di crédito a misojos. Pero él me explicó que era soltero, que apenas le quedaban parientes vivos,que había conocido a mis padres cuando era joven y que siempre había oídodecir que y o era un joven de muchos méritos, por lo que estaba seguro de que sudinero quedaría en buenas manos. Por supuesto, no pude hacer otra cosa quebalbucir algunos agradecimientos. El testamento quedó debidamente redactado yfirmado, con mi escribiente respaldándolo como testigo. Es este papel azul, yestas hojas, como y a he explicado, son el borrador. A continuación el señorOldacre me informó de la existencia de una serie de documentos —contratos dearrendamiento, títulos de propiedad, hipotecas, cédulas y esas cosas— que erapreciso que y o examinase. Dijo que no se sentiría tranquilo hasta que todo elasunto hubiera quedado arreglado, y me rogó que acudiese aquella misma nochea su casa de Norwood, llevando el testamento, para dejarlo todo a punto.« Recuerde, muchacho, no diga ni una palabra de esto a sus padres hasta que todoquede arreglado. Entonces les daremos una pequeña sorpresa» . Insistió muchoen este detalle y me hizo prometérselo solemnemente.

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Como podrá imaginar, señor Holmes, yo no estaba de humor para negarlenada que me pidiera. Ante semejante benefactor, lo único que y o deseaba eracumplir su voluntad hasta el menor detalle. Así que envié un telegrama a casa,diciendo que tenía un trabajo importante y que me resultaba imposible saber aqué hora podría regresar. El señor Oldacre me dijo que le gustaría que yo fuera acenar con él a las nueve, ya que antes de esa hora no se encontraría en su casa.Pero tuve algunas dificultades para encontrar la casa y eran casi las nueve ymedia cuando llegué. Lo encontré…

—¡Un momento! —interrumpió Holmes—. ¿Quién abrió la puerta?—Una mujer madura, supongo que su ama de llaves.—Y supongo que fue ella la que facilitó su nombre.—Exacto —dijo McFarlane.—Continúe, por favor.McFarlane se enjugó el sudor de la frente y prosiguió con su relato:—Esta mujer me hizo pasar a un cuarto de estar, donde ya estaba servida una

cena ligera. Después de cenar, el señor Oldacre me condujo a su habitación,donde había una pesada caja de caudales. La abrió y sacó de ella un montón dedocumentos, que empezamos a revisar juntos. Serían entre las once y las docecuando terminamos. Oldacre comentó que no debíamos molestar al ama dellaves y me hizo salir por la ventana, que había permanecido abierta todo eltiempo.

—¿Estaba bajada la persiana? —preguntó Holmes.—No estoy seguro, pero creo que sólo estaba medio bajada. Sí, recuerdo que

él la levantó para abrir la ventana de par en par. Yo no encontraba mi bastón, y élme dijo: « No se preocupe, muchacho, a partir de ahora espero que nos veamoscon frecuencia, y guardaré su bastón hasta que venga a recogerlo» . Allí lo dejé,con la caja abierta y los papeles ordenados en paquetes sobre la mesa. Era tantarde que no pude volver a Blackheath; así que pasé la noche en el « AnerleyArms» y no supe nada más hasta que leí la horrible crónica del suceso por lamañana.

—¿Hay algo más que quiera usted preguntar, señor Holmes? —dijo Lestrade,cuy as cejas se habían alzado una o dos veces durante la sorprendente narración.

—No, hasta que haya estado en Blackheath.—Querrá usted decir en Norwood —dijo Lestrade.—Ah, sí, seguramente eso es lo que quería decir —respondió Holmes, con su

sonrisa enigmática.Lestrade había aprendido, a lo largo de más experiencias que las que le

gustaba reconocer, que aquel cerebro afilado como una navaja podía penetrar enlo que a él le resultaba impenetrable. Vi que miraba a mi compañero conexpresión de curiosidad.

—Creo que me gustaría cambiar unas palabras con usted ahora mismo, señor

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Holmes —dijo—. Señor McFarlane, hay dos de mis agentes en la puerta y uncoche aguardando.

El angustiado joven se puso en pie y, dirigiéndonos una última miradasuplicante, salió de la habitación. Los policías lo condujeron al coche, peroLestrade se quedó con nosotros.

Holmes había recogido las hojas que formaban el borrador del testamento ylas estaba examinando, con el más vivo interés reflejado en su rostro.

—Este documento tiene su miga, ¿no cree usted, Lestrade? —dijo, pasándolelos papeles.

El inspector los miró con expresión de desconcierto.—Las primeras líneas se leen bien, y también éstas del centro de la segunda

página, y una o dos al final. Tan claro como si fuera letra de imprenta —dijo—.Pero entre medias está muy mal escrito, y hay tres partes donde no se entiendenada.

—¿Y qué saca de eso? —preguntó Holmes.—Bueno, ¿qué saca usted?—Que se escribió en un tren; la buena letra corresponde a las estaciones, la

mala letra al tren en movimiento, y la malísima al paso por los cambios deagujas. Un experto científico dictaminaría en el acto que se escribió en una líneasuburbana, ya que sólo en las proximidades de una gran ciudad puede haber unasucesión tan rápida de cambios de agujas. Si suponemos que la redacción deltestamento ocupó todo el viaje, entonces se trataba de un tren expreso, que sólose detuvo una vez entre Norwood y el Puente de Londres.

Lestrade se echó a reír.—Me abruma usted cuando empieza con sus teorías, señor Holmes —dijo—.

¿Qué relación tiene esto con el caso?—Para empezar, corrobora el relato del joven en lo referente a que Jonas

Oldacre redactó el testamento durante su viaje de ay er. Es curioso, ¿no leparece?, que alguien redacte un documento tan importante de una forma tan a laligera. Parece dar a entender que el hombre no pensaba que aquello fuera atener mucha importancia práctica. Como si no pretendiera que el testamento sellevase a efecto.

—Pues al mismo tiempo estaba redactando su sentencia de muerte —dijoLestrade.

—¿Eso cree usted?—¿Usted no?—Bueno, es bastante posible; pero aún no veo claro el caso.—¿Que no lo ve claro? Pues si esto no está claro, no sé qué puede estarlo.

Tenemos un joven que se entera de repente de que si cierto anciano fallece, élheredará la fortuna. ¿Qué es lo que hace? No le dice nada a nadie y se lasarregla, con cualquier pretexto, para visitar a su cliente esa misma noche; espera

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hasta que se haya acostado la única otra persona de la casa y entonces, en lasoledad de la habitación, asesina al viejo, quema el cadáver en la pila de maderay se marcha a dormir a un hotel cercano. Las manchas de sangre encontradas enla habitación y en el bastón son muy ligeras. Es probable que crey era que elcrimen no había derramado sangre, y confiara en que si el cuerpo quedabaconsumido desaparecerían todas las huellas del método empleado, huellas quepor una u otra razón lo señalarían a él. ¿No resulta evidente todo esto?

—Mi buen Lestrade, para mi gusto es un pelín demasiado evidente —dijoHolmes—. La imaginación no figura entre sus grandes cualidades, pero sipudiera por un momento ponerse en el lugar de este joven, ¿habría ustedescogido para cometer el crimen precisamente la primera noche después deredactar el testamento? ¿No le habría parecido peligroso establecer una relacióntan próxima entre los dos hechos? Y lo que es más: ¿habría usted elegido unaocasión en la que se sabía que estaba usted en la casa, ya que un sirviente le haabierto la puerta? Y por último: ¿se tomaría usted tantas molestias para hacerdesaparecer el cuerpo, dejando al mismo tiempo su bastón para que todossupieran que es usted el asesino? Confíese, Lestrade, todo eso es muyimprobable.

—En cuanto al bastón, señor Holmes, usted sabe tan bien como y o que loscriminales a veces se ofuscan y hacen cosas que un hombre sereno no haría.Probablemente, le dio miedo entrar otra vez en la habitación. A ver si puedepresentarme otra teoría que encaje con los hechos.

—Podría presentarle media docena con toda facilidad —respondió Holmes—. Aquí tiene, por ejemplo, una muy posible, e incluso probable. Se la ofrezcogratis, como regalo. Un vagabundo que pasa por allí los ve a través de la ventana,que sólo tiene la persiana medio bajada. El abogado se marcha. El vagabundoentra. Coge un bastón que encuentra por ahí, mata a Oldacre y se larga despuésde quemar el cadáver.

—¿Para qué iba el vagabundo a quemar el cadáver?—¿Y para qué iba a quemarlo McFarlane?—Para hacer desaparecer alguna prueba.—Puede que el vagabundo quisiera ocultar el hecho mismo de que se había

cometido un asesinato.—¿Y cómo es que el vagabundo no se llevó nada?—Porque se trataba de documentos no negociables. Lestrade sacudió la

cabeza, aunque me pareció que ya no sentía la misma seguridad absoluta queantes.

—Bien, señor Sherlock Holmes, puede usted buscar a su vagabundo, ymientras lo busca nosotros nos quedaremos con nuestro hombre. El futuro diráquién tiene razón. Pero fíjese tan sólo en esto, señor Holmes: hasta dondesabemos, no falta ninguno de los papeles, y el detenido es la única persona del

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mundo que no tenía ningún motivo para llevárselos, ya que, como heredero legal,pasarían a su poder de todas formas.

Mi amigo pareció impresionado por este comentario.—No pretendo negar que, en algunos aspectos, las pruebas se inclinan hacia

su teoría —dijo—. Lo único que quiero hacer ver es que existen otras teoríasposibles. Como usted ha dicho, el futuro decidirá. Buenos días. Creo poderasegurar que en el transcurso de la jornada me dejaré caer por Norwood paraver cómo le va.

Cuando el policía se hubo marchado, mi amigo se puso en pie y comenzó suspreparativos para la jornada de trabajo, con el aire animado de quien tiene pordelante una tarea que le encanta.

—Mi primer movimiento, Watson —dijo mientras se enfundaba en su levita—, será, como ya he dicho, en dirección a Blackheath.

—¿Y por qué no a Norwood?—Porque en este caso tenemos un suceso muy curioso que viene pisándole

los talones a otro suceso igualmente curioso. La policía está cometiendo el errorde concentrar su atención en el segundo, porque da la casualidad de que es elúnico verdaderamente criminal. Pero para mí resulta evidente que la únicamanera lógica de abordar el caso es comenzando por arrojar alguna luz sobre elprimer suceso: ese extraño testamento, redactado tan aprisa y con un herederotan inesperado. Eso podría contribuir a aclarar lo que sucedió después. No,querido amigo, no creo que pueda usted ayudar. No se vislumbra ningún peligro;de lo contrario, ni se me ocurriría dar un paso sin usted. Confío en que, cuandonos veamos esta tarde, pueda comunicarle que he conseguido hacer algo enfavor de este desdichado joven que ha venido a ponerse bajo mi protección.

Era ya tarde cuando regresó mi amigo, y se notaba a primera vista, por suexpresión preocupada y ansiosa, que las grandes esperanzas con que había salidode casa no se habían cumplido. Se pasó una hora sacándole sonidos al violín, enun intento de apaciguar sus excitados ánimos. Por último, dejó a un lado elinstrumento y me soltó un relato detallado de sus desventuras.

—Todo va mal, Watson. No podría ir peor. Mantuve el tipo ante Lestrade, peropor mi alma que parece que, por una vez, el tipo anda por buen camino ynosotros por el malo. Todos mis instintos apuntan en una dirección y todos loshechos en la otra, y mucho me temo que los jurados británicos aún no hanalcanzado el nivel de inteligencia necesario para que den preferencia a misteorías sobre los hechos de Lestrade.

—¿Ha estado usted en Blackheath?—Sí, Watson, estuve allí y no tardé en averiguar que el difunto y llorado

Oldacre era un pájaro de mucho cuidado. El padre había salido a ver a su hijo.La madre estaba en casa: una mujercita tierna, de ojos azules, que temblaba demiedo e indignación. Naturalmente, se negaba a admitir la mera posibilidad de

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que su hijo fuera culpable, pero tampoco manifestó ni sorpresa ni pena por lasuerte de Oldacre. Por el contrario, habló de él con tal rabia que, sin darsecuenta, estaba reforzando considerablemente la hipótesis de la policía, ya que sisu hijo la hubiera oído hablar del muerto en semejantes términos, no cabe dudade que se habría sentido predispuesto al odio y a la violencia. « Más que un serhumano, era un mono astuto y maligno —dijo—, y siempre lo fue, desde que erajoven» .

—¿Lo conoció usted entonces? —pregunté yo.—Sí, lo conocí muy bien; en realidad, fue pretendiente mío. Gracias a Dios

que tuve el buen sentido de dejarlo y casarme con un hombre mejor, aunquefuera más pobre. Estábamos prometidos, señor Holmes, pero entonces mecontaron una historia espantosa sobre él: que había soltado un gato dentro de unapajarera, y aquella crueldad tan brutal me horrorizó tanto que no quise sabernada más de él —se puso a rebuscar en un escritorio y por fin sacó unafotografía de una mujer, toda cortada y apuñalada con un cuchillo—. Estafotografía es mía, dijo. Él me la envió en este estado, junto con una maldición, lamañana de mi boda.

—Bueno —dije y o—, al menos parece que al final la perdonó, puesto que ledejó a su hijo todo lo que poseía.

—Ni mi hijo ni yo queremos nada de Jonas Oldacre, ni vivo ni muerto —exclamó ella con mucha dignidad—. Hay un Dios en los cielos, señor Holmes, yese mismo Dios, que ha castigado a ese malvado, demostrará a su debido tiempoque las manos de mi hijo no se han manchado con su sangre.

Procuré seguir una o dos pistas, pero no encontré nada a favor de nuestrahipótesis, y sí varios detalles en contra. Por último, me rendí y me dirigí aNorwood. La casa en cuestión, Deep Dene House, es una residencia grande ymoderna, de ladrillo descubierto, con terrenos propios y un césped delante, en elque hay plantados varios grupos de laureles. A la derecha, y a cierta distancia dela carretera, se encuentra el almacén de madera donde se produjo el incendio.Aquí tiene un plano aproximado, en esta hoja de mi cuaderno. Esta ventana de laizquierda es la de la habitación de Oldacre. Como puede ver, la habitación se veperfectamente desde la carretera. Es el único detalle consolador que he obtenidoen todo el día. Lestrade no estaba allí, pero un cabo de la policía me hizo loshonores. Acababan de hacer un gran descubrimiento. Se habían pasado lamañana hurgando entre las cenizas de madera quemada y, además de los restosorgánicos carbonizados que tenían, encontraron varios discos metálicosdesconocidos. Los examiné con atención y no cabía la menor duda de que setrataba de botones de pantalón. Hasta se distinguía en uno de ellos la marca« Hy ams» , que es el nombre del sastre de Oldacre. A continuación, examinéminuciosamente el césped, en busca de rastros y huellas, pero esta sequía lo hadejado todo duro como el hierro. No se veía nada, exceptuando que un cuerpo o

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un bulto grande había sido arrastrado a través de un seto bajo de aligustre quehay delante de la pila de madera. Todo eso, por supuesto, concuerda con la teoríaoficial. Me arrastré por el césped bajo el sol de agosto. Pero al cabo de una horatuve que levantarme, sin haber sacado nada en limpio.

Después de este fracaso, pasé al dormitorio y lo inspeccioné también. Lasmanchas de sangre eran muy ligeras, meras gotitas borrosas, pero recientes sinlugar a dudas. Se habían llevado el bastón, pero sabemos que también en él lasmanchas eran pequeñas. No hay duda de que el bastón pertenece a nuestrocliente. Él mismo lo reconoce. En la alfombra se advertían las pisadas de los doshombres, pero no había ni rastro de una tercera persona; otra baza para la partecontraria. Ellos no paran de anotarse tantos y nosotros seguimos parados. Sólovislumbré una chispita de esperanza, y aun así se quedó en nada. Examiné elcontenido de la caja fuerte, que estaba casi todo sacado y colocado sobre lamesa. Los papeles se habían distribuido en sobres lacrados, uno o dos de loscuales habían sido abiertos por la policía. Por lo que pude apreciar, no teníanmucho valor, y tampoco la cuenta bancaria indicaba que el señor Oldacre seencontrara en una situación muy boyante. Sin embargo, me dio la impresión deque allí faltaban documentos. Encontré alusiones a ciertas escrituras —posiblemente las más valiosas— que no aparecían por ninguna parte.Naturalmente, si pudiéramos demostrar esto, volveríamos el argumento deLestrade en contra suya, porque ¿quién iba a robar una cosa que sabe que notardará en heredar?

Por último, tras husmear por todas partes sin llegar a olfatear nada, probésuerte con el ama de llaves, la señora Lexington, una mujer pequeña, morena ycallada, de ojos recelosos y mirada torva. Si quisiera, podría decirnos algo, estoyconvencido de ello. Pero se cerró como una tumba. Sí, había abierto la puerta alseñor McFarlane a las nueve y media. Ojalá se le hubiera secado la mano antesde hacerlo. Se había ido a la cama a las diez y media. Su habitación está al otroextremo de la casa y no oyó nada de lo que ocurría. El señor McFarlane habíadejado en el vestíbulo su sombrero y, según creía recordar, también su bastón. Sehabía despertado al oír la alarma de incendio. Era indudable que su pobre yquerido señor había sido asesinado. ¿Tenía Oldacre algún enemigo? Bueno, todoel mundo tiene algún enemigo, pero el señor Oldacre sólo se ocupaba de susasuntos y no se trataba con nadie más que por cuestiones de negocios. Había vistolos botones y estaba segura de que pertenecían a la ropa que Oldacre llevabapuesta aquella noche. La madera estaba muy seca, porque llevaba un mes sinllover. Ardió como la estopa, y cuando ella llegó al almacén no se veían más quellamas. Tanto ella como los bomberos habían notado el olor a carne quemada. Nosabía nada de los documentos, ni de los asuntos privados del señor Oldacre.

Y aquí tiene, querido Watson, el informe completo de mi fracaso. Y sinembargo…, y sin embargo… —apretó sus huesudas manos en un paroxismo de

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convicción—, yo sé que todo es un error. Lo siento en los huesos. Hay algo queno ha salido a la luz, y esa ama de llaves está enterada de ello. Había en sus ojosuna especie de desafío rencoroso que siempre acompaña al sentimiento de culpa.Sin embargo, de nada sirve seguir hablando de ello, Watson; como no tengamosun golpe de suerte, mucho me temo que el Caso de la Desaparición de Norwoodno figurará en esta futura crónica de nuestros éxitos que el paciente públicotendrá que soportar tarde o temprano.

—Supongo —dije yo— que el aspecto del joven influirá favorablemente encualquier jurado.

—Ese argumento es muy peligroso, querido Watson. Acuérdese de BertStevens, aquel terrible asesino que pretendió que le sacásemos de apuros en el 87.¿Ha conocido a algún hombre de modales tan suaves, tan de catequesis, comoaquél?

—Es cierto.—A menos que consigamos establecer una hipótesis alternativa, nuestro

hombre está perdido. Resulta difícil encontrar un punto flaco en la acusación queahora mismo puede presentarse contra él, y todas las investigaciones realizadashan servido para reforzarla. Por cierto, existe un detalle curioso en esos papelesque quizás podría servirnos de punto de partida para nuestras pesquisas. Alexaminar la cuenta bancaria, descubrí que el saldo tan bajo que presenta se debeprincipalmente a una serie de cheques por cantidades importantes que se hanlibrado durante el último año a favor de un tal Cornelius. Confieso que megustaría mucho saber quién puede ser este señor Cornelius al que un constructorretirado transfiere sumas tan elevadas. ¿Es posible que tenga algo que ver en elasunto? Podría tratarse de un agente de bolsa, pero no hemos encontrado ningúntítulo que corresponda a dichos pagos. Mucho me temo, querido camarada, quenuestro caso tenga un final poco glorioso, con Lestrade ahorcando a nuestrocliente, lo cual, sin duda, constituirá un triunfo para Scotland Yard.

Ignoro si Sherlock Holmes llegó a dormir algo aquella noche, pero cuandobajé a desayunar me lo encontré, pálido e inquieto, con sus brillantes ojos aúnmás brillantes a causa de las oscuras ojeras que los rodeaban. Alrededor de susilla, la alfombra estaba cubierta de colillas y de las primeras ediciones de losperiódicos de la mañana. Sobre la mesa había un telegrama abierto.

—¿Qué le parece esto, Watson? —preguntó, extendiéndomelo.Venía de Norwood y decía lo siguiente:

«Nuevas e importantes pruebas. Culpabilidad McFarlane demostradadefinitivamente. Aconsejo abandone caso.

Lestrade».

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—Parece que va en serio —dije.—Es el cacareo de victoria de Lestrade —respondió Holmes con una sonrisa

amarga—. Sin embargo, sería prematuro abandonar el caso. Al fin y al cabo, laspruebas nuevas e importantes son un arma de doble filo, y bien pudiera ser quecortaran en dirección muy diferente a la que Lestrade imagina. Tómese eldesayuno, Watson, e iremos juntos a ver qué podemos hacer. Me parece que hoyvoy a necesitar su compañía y su apoyo moral.

Mi amigo no había desay unado, porque una de sus manías era la de no tomaralimento alguno en los momentos de más tensión, y alguna vez lo he visto confiaren su resistencia de hierro hasta caer desmayado por pura inanición. « En estosmomentos no puedo malgastar energías y fuerza nerviosa en una digestión» ,solía decir en respuesta a mis recriminaciones médicas. Así pues, no mesorprendió que aquella mañana dejara el desayuno sin tocar y saliera conmigohacia Norwood. Todavía había un montón de mirones morbosos en torno a DeepDene House, que era una típica residencia suburbana, tal como yo me la habíaimaginado. Lestrade salió a recibirnos nada más cruzar la puerta, con la victoriareflejada en el rostro y los modales agresivos de un triunfador.

—Y bien, señor Holmes, ¿ha demostrado ya lo equivocados que estamos?¿Encontró ya a su vagabundo? —exclamó.

—Todavía no he llegado a ninguna conclusión —respondió mi compañero.—Pero nosotros ya llegamos a la nuestra ay er, y ahora se ha demostrado que

era la acertada. Tendrá que reconocer que esta vez le hemos sacado un poco dedelantera, señor Holmes.

—Desde luego, da usted la impresión de que ha ocurrido algo extraordinario—dijo Holmes.

Lestrade se echó a reír ruidosamente.—No le gusta que le venzan, como a cualquiera —dijo—. Pero uno no puede

esperar salirse siempre con la suya, ¿no cree, doctor Watson? Pasen por aquí, porfavor, caballeros, y creo que podré convencerles de una vez por todas de que fueJohn McFarlane quien cometió este crimen.

Nos guió a través de un pasillo que desembocaba en un oscuro vestíbulo.—Por aquí debió venir el joven McFarlane a recoger su sombrero después de

cometer el crimen —dijo—. Y ahora, fíjese en esto.Con un gesto dramático, encendió una cerilla e iluminó con su llama una

mancha de sangre en la pared encalada. Era la huella inconfundible de un dedopulgar.

—Examínela con su lupa, señor Holmes.—Sí, eso hago.—Estará usted al corriente de que no existen dos huellas dactilares iguales.—Algo de eso he oído decir.—Muy bien, pues entonces haga el favor de comparar esta huella con esta

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impresión en cera del pulgar derecho del joven McFarlane, tomada por ordenmía esta mañana.

Colocó la impresión en cera junto a la mancha de sangre, y no hacía faltaninguna lupa para darse cuenta de que las dos marcas estaban hechas, sin lugar adudas, por el mismo pulgar. Tuve la seguridad de que nuestro desdichado clienteestaba perdido.

—Esto es definitivo —dijo Lestrade.—Sí, es definitivo —repetí yo, casi sin darme cuenta.—Es definitivo —dijo Holmes.Creí percibir algo raro en su tono y me volví para mirarlo. En su rostro se

había producido un cambio extraordinario. Estaba temblando de regocijocontenido. Sus ojos brillaban como estrellas. Me pareció que hacía esfuerzosdesesperados por contener un ataque convulsivo de risa.

—¡Caramba, caramba! —exclamó por fin—. ¡Vaya, vaya! ¿Quién lo iba apensar? ¡Qué engañosas pueden ser las apariencias, ya lo creo! ¡Un joven deaspecto tan agradable! Debe servirnos de lección para que no nos fiemos denuestras impresiones, ¿no cree, Lestrade?

—Pues sí, hay gente que tiende a creerse infalible, señor Holmes —dijoLestrade.

Su insolencia resultaba insufrible, pero no podíamos darnos por ofendidos.—¡Qué cosa más providencial que el joven fuera a apretar el pulgar derecho

contra la pared al coger su sombrero de la percha! ¡Una acción tan natural, si nosponemos a pensar en ello! —Holmes estaba tranquilo por fuera, pero todo sucuerpo se estremecía de emoción reprimida mientras hablaba—. Por cierto,Lestrade, ¿quién hizo este sensacional descubrimiento?

—El ama de llaves, la señora Lexington, fue quien se lo hizo notar al policíaque hacía la guardia de noche.

—¿Dónde estaba el policía de noche?—Se quedó de guardia en el dormitorio donde se cometió el crimen, para que

nadie tocase nada.—¿Y cómo es que la policía no vio esta huella ayer?—Bueno, no teníamos ningún motivo especial para examinar con detalle el

vestíbulo. Además, no está en un lugar muy visible, como puede apreciar.—No, no, claro que no. Supongo que no hay ninguna duda de que la huella

estaba aquí ayer.Lestrade miró a Holmes como si pensara que éste se había vuelto loco.

Confieso que yo mismo estaba sorprendido, tanto de, su comportamiento jocosocomo de aquel extravagante comentario.

—A lo mejor piensa usted que McFarlane salió de su celda en el silencio de lanoche con objeto de reforzar la evidencia en su contra —dijo Lestrade—.Emplazo a cualquier especialista del mundo a que diga si ésta es o no la huella de

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su pulgar.—Es la huella de su pulgar, sin lugar a discusión.—Bien, pues con eso me basta —dijo Lestrade—. Soy un hombre práctico,

señor Holmes, y cuando reúno mis pruebas saco mis conclusiones. Si tiene ustedalgo que decir, me encontrará en el cuarto de estar, redactando mi informe.

Holmes había recuperado su ecuanimidad, aunque todavía me parecíadetectar en su expresión destellos de regocijo.

—Vaya por Dios, qué mal se ponen las cosas, ¿no cree, Watson? —dijo—. Ysin embargo, existen algunos detalles que parecen ofrecer alguna esperanza anuestro cliente.

—Me alegra mucho saberlo —dije yo, de todo corazón—. Me temía y a quetodo había terminado para él.

—Pues yo no diría tanto, querido Watson. Lo cierto es que existe un falloverdaderamente grave en esta evidencia a la que nuestro amigo atribuye tantaimportancia.

—¿De verdad, Holmes? ¿Y cuál es?—Tan sólo esto: que me consta que esa huella no estaba ahí cuando yo

examiné esta pared ayer. Y ahora, Watson, salgamos a dar un paseíto al sol.Con la mente confusa, pero sintiendo renacer en el corazón una llama de

esperanza, acompañé a mi amigo en su paseo por el jardín. Holmes examinó unaa una y con gran interés todas las fachadas de la casa. A continuación, entró enella e inspeccionó todo el edificio, desde el sótano a los áticos. La mayoría de lashabitaciones estaban desamuebladas, pero aun así, Holmes las examinóminuciosamente. Por último, en el pasillo del piso superior, al que daban treshabitaciones deshabitadas, volvió a acometerle el espasmo de risa.

—Desde luego, esta casa tiene aspectos muy curiosos, Watson —dijo—. Creoque va siendo hora de que pongamos al corriente a nuestro amigo Lestrade. Él hapasado un buen rato a costa nuestra, y puede que nosotros lo pasemos a costasuya, si mi interpretación del problema resulta ser correcta. Sí, sí, creo que y a sécómo tenemos que hacerlo.

El inspector de Scotland Yard estaba aún escribiendo en la salita cuando llegóHolmes a interrumpirle.

—Tengo entendido que está usted redactando un informe sobre este caso —dijo.

—Así es.—¿No le parece que quizá sea un poco prematuro? No puedo dejar de pensar

que sus pruebas no son concluyentes.Lestrade conocía demasiado bien a mi amigo para no hacer caso de sus

palabras. Dejó la pluma y le miró con gesto de curiosidad.—¿Qué quiere usted decir, señor Holmes?—Sólo que hay un testigo muy importante, al que usted todavía no ha visto.

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—¿Puede usted presentármelo?—Creo que sí.—Pues hágalo.—Haré lo que pueda. ¿Cuántos policías tiene usted aquí?—Hay tres al alcance de mi voz.—¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntar si son todos hombres

grandes y fuertes, con voces potentes?—Estoy seguro de que sí, aunque no sé qué tienen que ver sus voces con esto.—Tal vez yo pueda ayudarle a comprender eso, y una o dos cosillas más —

dijo Holmes—. Haga el favor de llamar a sus hombres y lo intentaré.Cinco minutos más tarde, los tres policías estaban reunidos en el vestíbulo.—En el cobertizo de fuera encontrarán una considerable cantidad de paja —

dijo Holmes—. Les ruego que traigan un par de brazadas. Creo que resultarán desuma utilidad para convocar al testigo que necesitamos. Muchas gracias. Watson,creo que lleva usted cerillas en el bolsillo. Y ahora, señor Lestrade, le ruego queme acompañe al piso de arriba.

Como y a he dicho, en aquel piso había un amplio pasillo al que daban treshabitaciones vacías. Sherlock Holmes nos condujo hasta un extremo de dichopasillo. Los policías sonreían y Lestrade miraba a mi amigo con una expresión enla que se alternaban el asombro, la impaciencia y la burla. Holmes se plantó antenosotros con el aire de un mago que se dispone a ejecutar un truco.

—¿Haría el favor de enviar a uno de sus agentes a por dos cubos de agua?Pongan la paja aquí en el suelo, separada de las paredes. Bien, creo que todo estálisto.

La cara de Lestrade había empezado a ponerse roja de irritación.—¿Es que pretende jugar con nosotros, señor Sherlock Holmes? —dijo—. Si

sabe algo, podría decirlo sin tanta payasada.—Le aseguro, mi buen Lestrade, que tengo excelentes razones para todo lo

que hago. Tal vez recuerde usted el pequeño pitorreo que se corrió a costa míacuando el sol parecía dar en su lado de la valla, así que no debe reprocharmeahora que yo le eche un poco de pompa y ceremonia. ¿Quiere hacer el favor,Watson, de abrir la ventana y luego aplicar una cerilla al borde de la paja?

Hice lo que me pedía, y pronto se levantó una columna de humo gris, que lacorriente hizo girar a lo largo del pasillo mientras la paja seca ardía y crepitaba.

—Ahora, veamos si logramos encontrar a su testigo, Lestrade. Hagan todos elfavor de gritar « fuego» . Vamos allá: uno, dos, tres…

—¡Fuego! —gritamos todos a coro.—Gracias. Por favor, otra vez.—¡Fuego!—Sólo una vez más, caballeros, todos a una.—¡¡Fuego!! —el grito debió resonar en todo Norwood.

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Apenas se habían extinguido sus ecos cuando sucedió algo asombroso. Depronto se abrió una puerta en lo que parecía ser una pared maciza al extremo delpasillo, y un hombrecillo arrugado salió corriendo por ella, como un conejo de sumadriguera.

—¡Perfecto! —dijo Holmes muy tranquilo—. Watson, eche un cubo de aguasobre la paja. Con eso bastará. Lestrade, permita que le presente al testigofundamental que le faltaba: el señor Jonas Oldacre.

El inspector miraba al recién llegado mudo de asombro. Éste, a su vez,parpadeaba a causa de la fuerte luz del pasillo y nos miraba a nosotros y al fuegoa punto de apagarse. Tenía una cara repugnante, astuta, cruel, maligna, con ojosgrises e inquietos y pestañas blancas.

—¿Qué significa esto? —dijo por fin Lestrade—. ¿Qué ha estado ustedhaciendo todo este tiempo, eh?

Oldacre dejó escapar una risita nerviosa, retrocediendo ante el rostro furiosoy enrojecido del indignado policía.

—No he causado ningún daño.—¿Qué no ha causado daño? Ha hecho todo lo que ha podido para que

ahorquen a un inocente. Y de no ser por este caballero, no estoy seguro de que nolo hubiera conseguido.

La miserable criatura se puso a gimotear.—Se lo aseguro, señor, no era más que una broma.—¿Conque una broma, eh? Pues le prometo que no será usted quien se ría.

Llévenselo abajo y ténganlo en la salita hasta que yo llegue. Señor Holmes —continuó cuando los demás se hubieron ido—, no podía hablar delante de losagentes, pero no me importa decir, en presencia del doctor Watson, que esto hasido lo más brillante que ha hecho usted en su vida, aunque para mí sea unmisterio cómo lo ha logrado. Ha salvado la vida de un inocente y ha evitado unescándalo gravísimo, que habría arruinado mi reputación en el Cuerpo.

Holmes sonrió y palmeó a Lestrade en el hombro.—En lugar de verla arruinada, amigo mío, va usted a ver enormemente

acrecentada su reputación. Basta con que introduzca unos ligeros cambios en eseinforme que estaba redactando, y todos comprenderán lo difícil que es pegárselaal inspector Lestrade.

—¿No desea usted que aparezca su nombre?—De ningún modo. El trabajo lleva consigo su propia recompensa. Quizás yo

también reciba algún crédito en un día lejano, cuando permita que mi lealhistoriador vuelva a emborronar cuartillas, ¿eh, Watson?, ahora, veamos cómoera el escondrijo de esa rata.

A unos dos metros del extremo del pasillo se había levantado un tabique delistones y yeso, con una puerta hábilmente disimulada. El interior recibía la luz através de ranuras abiertas bajo los aleros. Dentro del escondrijo había unos pocos

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muebles, provisiones de comida y agua y una buena cantidad de libros ydocumentos.

—Estas son las ventajas de ser constructor —dijo Holmes al salir—. Unopuede arreglarse un escondite sin necesidad de ningún cómplice…, exceptuando,por supuesto, a esa alhaja de ama de llaves, a la que yo metería también al sacosin pérdida de tiempo, Lestrade.

—Seguiré su consejo. Pero ¿cómo descubrió usted este lugar, señor Holmes?—Llegué a la conclusión de que el tipo estaba escondido en la casa. Y cuando

medí este pasillo, contando los pasos, y descubrí que era dos metros más cortoque el del piso de abajo, me resultó evidente dónde se encontraba. Pensé que lefaltarían agallas para quedarse quieto al oír la alarma de fuego. Naturalmente,podríamos haber irrumpido por las buenas y detenerlo, pero me pareció divertidala idea de hacer que se descubriera él mismo. Y además, Lestrade, le debía austed una pequeña mascarada por sus chuflas de esta mañana.

—Pues la verdad, señor, ahora hemos quedado en paz. Pero ¿cómo demoniossabía que ese individuo estaba en la casa?

—La huella del pulgar, Lestrade. Usted mismo dijo que era definitiva, y ya locreo que lo era, aunque en otro sentido. Yo sabía que el día anterior no estaba ahí.Presto mucha atención a los detalles, como quizás haya observado, y habíaexaminado la pared. Me constaba que el día anterior estaba limpia. Por tanto, lahuella se había dejado durante la noche.

—Pero ¿cómo?—Muy sencillo. Cuando estuvieron lacrando esos paquetes, Jonas Oldacre

hizo que McFarlane sujetara uno de los sellos colocando el dedo pulgar sobre ellacre aún caliente. Debió de suceder de manera tan rápida y natural que meatrevería a decir que el joven ni se dio cuenta. Lo más probable es que ocurrieracomo le digo, y que ni el mismo Oldacre pensara en sacarle partido. Pero luego,mientras le daba vueltas al asunto en esa madriguera suya, se le debió ocurrir depronto que la huella del pulgar podía servirle para aportar una pruebaabsolutamente condenatoria contra McFarlane. Era la cosa más fácil del mundosacar una impresión en cera del sello, humedecerla con la sangre que saliera deun pinchazo y aplicar la marca a la pared durante la noche, bien por su propiamano, bien por la de su ama de llaves. Si examina estos documentos que se llevóa su refugio, le apuesto lo que quiera a que encuentra el sello con la huella delpulgar.

—¡Maravilloso! —exclamó Lestrade—. ¡Maravilloso! Tal como usted loexpone, está claro como el agua. Pero ¿qué objeto tenía este siniestro engaño,señor Holmes?

Resultaba divertidísimo ver cómo los modales presuntuosos del inspector sehabían transformado de pronto en los de un niño que hace preguntas a sumaestro.

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—Bueno, no creo que sea difícil de explicar. Ese caballero que nos aguardaabajo es una persona de lo más astuta, maligna y vengativa. ¿Sabía usted que lamadre de McFarlane lo rechazó hace tiempo? ¡Claro que no! Ya le dije queprimero había que ir a Blackheath y luego a Norwood. Pues bien, aquel insulto,que es como él lo consideraba, quedó enquistado en su mente malvada ycalculadora. Toda su vida ha anhelado vengarse, pero nunca se le presentó laoportunidad. Durante los últimos años, las cosas no le han ido bien —especulaciones secretas, supongo— y se encontraba en situación apurada.Entonces decidió defraudar a sus acreedores, y para ello pagó fuertes cantidadesa un tal señor Cornelius, que sospecho que es él mismo con otro nombre. Aún nohe seguido la pista de estos cheques, pero estoy seguro de que el propio Oldacrelos cobró en algún pueblo de provincias donde, de cuando en cuando, lleva unadoble vida. Se proponía cambiar definitivamente de nombre, recoger el dinero ydesaparecer, para iniciar una nueva vida en otra parte.

—Parece bastante verosímil.—Debió ocurrírsele que desapareciendo se libraba para siempre de sus

acreedores y, al mismo tiempo, podría disfrutar de una cumplida y demoledoravenganza contra su antigua novia, si conseguía dar la impresión de que el hijo deésta lo había asesinado. Como canallada, era una obra maestra y la ha llevado acabo como un auténtico maestro. La idea del testamento, que aportaría un móvilconvincente para el crimen, la visita secreta sin que los padres lo supieran, elescamoteo del bastón, la sangre, los restos de animales y los botones encontradosentre las cenizas… todo ha sido admirable. Pero le ha faltado el don supremo delartista, el de saber cuándo hay que pararse. Quiso mejorar lo que ya eraperfecto, estrechar aún más el lazo en torno al cuello de su desgraciadavíctima… y lo echó todo a perder. Bajemos, Lestrade, hay una o dos preguntasque me gustaría hacerle a ese tipo.

La maligna criatura estaba sentada en su propia sala, con un policía a cadalado.

—Era una broma, señor, nada más que una broma —gemía sin cesar—. Leaseguro, señor, que me escondí sólo para ver qué efecto producía midesaparición, y estoy seguro de que no cometerá usted la injusticia de imaginarque yo habría permitido que le ocurriese nada malo al pobre joven McFarlane.

—Eso lo decidirá el jurado —dijo Lestrade—. En cualquier caso, vamos adetenerlo bajo la acusación de conspiración, si es que no le acusamos deasesinato frustrado.

—Y es muy probable que se encuentre con que sus acreedores embargan lacuenta bancaria del señor Cornelius —dijo Holmes.

El hombrecillo dio un respingo y clavó sus malignos ojos en mi amigo.—Tengo mucho que agradecerle —dijo—. Puede que algún día ajustemos

cuentas.

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Holmes sonrió con aire indulgente.—Me temo que durante unos cuantos años va a estar muy ocupado —dijo—.

Por cierto, ¿qué es lo que metió en la pila de madera, junto a sus pantalonesviejos? ¿Un perro muerto, conejos o qué? ¿No quiere decirlo? ¡Vay a por Dios,qué poco amable es usted! En fin, me atrevería a decir que con un par deconejos bastaría para explicar la sangre y los restos calcinados. Si alguna vezescribe usted un pequeño relato de esto, Watson, puede apañarse con los conejos.

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Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga y delgada espaldadoblada sobre un recipiente químico en el que hervía un preparadoparticularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y, desde dondeyo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho, con plumaje gris mate y uncopete negro.

—Y bien, Watson —dijo de repente—, ¿de modo que no piensa usted invertiren valores sudafricanos?

Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las asombrosasfacultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis pensamientos másíntimos resultaba completamente inexplicable.

—¿Cómo demonios sabe usted eso? —pregunté.Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un humeante tubo

de ensayo en la mano y un brillo burlón en sus hundidos ojos.—Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente estupefacto.—Así es.—Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo.—¿Por qué?—Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo.—Estoy seguro de que no diré nada semejante.—Verá usted, querido Watson —colocó el tubo de ensay o en su soporte y

comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su clase—, la verdades que no resulta muy difícil construir una cadena de inferencias, cada una de lascuales depende de la anterior y es, en sí misma, muy sencilla. Si después dehacer eso se suprimen todas las inferencias intermedias y sólo se le presentan alpúblico el punto de partida y la conclusión, se puede conseguir un efectosorprendente, aunque puede que un tanto chabacano. Pues bien: lo cierto es queno resultó muy difícil, con sólo inspeccionar el surco que separa su dedo pulgardel índice, deducir con toda seguridad que no tiene usted intención de invertir sumodesto capital en las minas de oro.

—No veo ninguna relación.—Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los eslabones

que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó anoche del club, teníausted tiza entre el dedo pulgar y el índice. Dos: usted se aplica tiza en ese lugarcuando juega al billar, para dirigir el taco. Tres: usted no juega al billar más quecon Thurston. Cuatro: hace cuatro semanas, me dijo usted que Thurston tenía unaopción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que expiraría al cabo de unmes y que deseaba compartir con usted. Cinco: su talonario de cheques estáguardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la llave. Seis: por tanto, notiene usted intención de invertir su dinero en este negocio.

—¡Pero si es sencillísimo! —exclamé.—Ya lo creo —dijo él, un poco escocido—. Todos los problemas le parecen

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infantiles después de que se los hay an explicado. Pues aquí tiene uno sinexplicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson.

Arrojó sobre la mesa una hoja de papel y volvió a enfrascarse en sus análisisquímicos. Yo miré desconcertado el absurdo jeroglífico dibujado en el papel.

—¡Pero, Holmes, si es un dibujo hecho por un niño! —exclamé.—Ah, ¿eso le parece?—¿Qué otra cosa puede ser?—Eso es precisamente lo que le gustaría saber al señor Hilton Cubitt, de

Ridling Thorpe Manor, Norfolk. Este pequeño rompecabezas llegó con el primerreparto del correo, y el caballero en cuestión iba a venir en el siguiente tren. Hanllamado a la puerta, Watson. No me extrañaría que fuera él.

Se oyeron fuertes pasos en la escalera y un instante después entró en lahabitación un caballero alto, colorado, bien afeitado, con ojos claros y mejillassonrosadas que indicaban que vivía lejos de las nieblas de Baker Street. Al entrar,pareció que entraba con él un soplo del aire fresco, sano y vivificante de la costaeste. Después de estrecharnos las manos a los dos, se disponía a sentarse cuandosu mirada fue a posarse en el papel con los extraños dibujos, que yo acababa deexaminar y había dejado sobre la mesa.

—Y bien, señor Holmes ¿qué ha sacado de eso? —preguntó—. Me dijeronque le gustaban a usted los misterios extravagantes, y no creo que puedaencontrar uno más extravagante que éste. Le envié el papel por delante para quetuviera tiempo de estudiarlo antes de que llegara yo.

—Desde luego, se trata de un documento muy curioso —dijo Holmes—. Aprimera vista, podría pensarse que no es más que un juego de niños. Son unaserie de monigotes ridículos que parecen estar bailando. ¿Por qué le atribuyeusted tanta importancia a una cosa tan grotesca?

—No soy yo, señor Holmes, es mi esposa. Esto la tiene muerta de miedo. Nodice nada, pero puedo advertir el terror en sus ojos. Por eso quiero llegar al fondodel asunto.

Holmes levantó el papel para que le diera de lleno la luz del sol. Era unapágina arrancada de un cuaderno. Los dibujos estaban hechos a lápiz y eran talcomo sigue:

Holmes examinó el papel durante un buen rato y después lo dobló concuidado y lo guardó en su cuaderno de bolsillo.

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—Este promete ser un caso de lo más interesante e insólito —dijo—. En sucarta me informaba usted de algunos pormenores, señor Cubitt, pero leagradecería muchísimo que lo repitiera todo, en beneficio de mi amigo el señorWatson.

—No se me da muy bien contar historias —dijo nuestro visitante, cerrando yabriendo con nerviosismo sus grandes y fuertes manos—, así que no vacile enpreguntarme si algo no queda claro. Empezaré por mi boda, que tuvo lugar haceun año. Pero, antes que nada, quiero decirles que, aunque no soy un hombre rico,mi familia lleva viviendo en Ridling Thorpe desde hace cinco siglos, y no existeuna familia más conocida en todo el condado de Norfolk. El año pasado vine aLondres para la Fiesta de Aniversario y me alojé en una casa de huéspedes deRussell Square, porque allí era donde se alojaba Parker, el vicario de nuestraparroquia. También estaba allí una señorita americana apellidada Patrick, ElsiePatrick. No sé cómo, nos hicimos amigos, y antes de un mes y o estaba tanenamorado como puede estarlo un hombre. Nos casamos discretamente en elregistro civil y regresamos a Norfolk convertidos en matrimonio. Le parecerá austed una locura, señor Holmes, que un hombre perteneciente a una antigua eilustre familia se case de esta manera, sin saber nada del pasado ni de la familiade su esposa; pero si la viera y la conociera, no le costaría tanto entenderlo.

Ella se portó con absoluta honradez. No se puede decir que no me diera todaclase de facilidades para romper el compromiso si y o lo deseaba. He tenido enmi vida algunas compañías muy desagradables —me dijo—. Quiero olvidarmede ellas y preferiría no mencionar nunca el pasado, porque me resulta muydoloroso. Si me aceptas, Hilton, te llevarás una mujer que no tiene nada de quéavergonzarse personalmente; pero tendrás que aceptar mi palabra y permitirmeguardar silencio sobre todo lo que sucedió hasta el momento en que llegué a sertuy a. Si estas condiciones te resultan inaceptables, regresa a Norfolk y déjameseguir con la vida solitaria que llevaba cuando me encontraste. Estas fueron laspalabras exactas que me dijo el día antes de nuestra boda. Yo le contesté queaceptaba gustoso sus condiciones, y hasta ahora he cumplido mi palabra.

Pues bien, llevamos y a casados un año y hemos sido muy felices. Pero haceaproximadamente un mes, a finales de junio, advertí las primeras señales de quealgo andaba mal. Un día, mi esposa recibió una carta de América. Pude ver elsello. Se puso pálida como un muerto, leyó la carta y la arrojó al fuego. No hizoningún comentario y tampoco lo hice yo, porque una promesa es una promesa;pero desde aquel momento, mi mujer no ha conocido un instante de sosiego.Tiene una expresión constante de miedo, como si estuviera esperando algoterrible. Lo mejor que podría hacer es confiar en mí; descubriría que soy sumejor amigo. Pero mientras no hable, y o no puedo decir nada. Le aseguro, señorHolmes, que es una mujer sincera, y que si en el pasado se vio metida en algúnlío, no fue por culpa suya. No soy más que un simple hacendado de Norfolk, pero

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no existe en Inglaterra un hombre que valore más que y o el honor de su familia.Ella lo sabe bien, y lo sabía antes de casarse conmigo. Jamás arrojaría unamancha sobre nuestro honor…, de esto estoy seguro.

Y ahora llegamos a la parte extravagante de la historia. Hace como unasemana, el martes de la pasada semana, encontré en el alféizar de una ventanaun conjunto de monigotes bailarines, como los de este papel, dibujados con tiza.Pensé que los habría dibujado el mozo de cuadras, pero éste juró que no sabíanada del asunto. En cualquier caso, los pintaron durante la noche. Hice que losborraran y no se lo comenté a mi mujer hasta más tarde. Con gran sorpresa pormi parte, ella se lo tomó muy en serio y me rogó que si aparecían más se losdejara ver. No sucedió nada durante una semana, pero ayer por la mañanaencontré este papel sobre el reloj de sol del jardín. Se lo enseñé a Elsie y cayódesmay ada al instante. Desde entonces parece como sonámbula, medio aturdiday con el terror constantemente pintado en los ojos. Fue entonces cuando decidíescribirle y enviarle el papel, señor Holmes. No es una cosa que se puedadenunciar a la policía, porque se habrían reído de mí, pero usted me dirá qué sepuede hacer. No soy rico, pero si algún peligro amenaza a mi mujercita, gastaríahasta el último penique para protegerla.

Era un gran tipo aquel hijo de la antigua Inglaterra, sencillo, honesto yamable, con sus grandes y expresivos ojos azules y su rostro amplio y simpático.Llevaba reflejados en el rostro el amor y la confianza que sentía por su esposa.Holmes había escuchado su relato con la máxima atención, y luego se quedó unbuen rato callado, sumido en profundas reflexiones.

—¿No cree usted, señor Cubitt —dijo por fin—, que lo mejor sería abordardirectamente a su esposa y pedirle que le confíe su secreto?

Hilton Cubitt sacudió su enorme cabeza.—Una promesa es una promesa, señor Holmes. Si Elsie quisiera decírmelo,

me lo diría. Si no, no seré y o quien viole su confianza. Pero tengo derecho aactuar por mi cuenta, y pienso hacerlo.

—Entonces, le ay udaré de todo corazón. En primer lugar, ¿sabe usted si haaparecido algún extranjero por su vecindario?

—No.—Supongo que se trata de un lugar muy tranquilo, y que una cara nueva

provocaría comentarios.—En la vecindad inmediata, sí. Pero no muy lejos hay varios pueblos con

balnearios, y los granjeros aceptan huéspedes.—Es evidente que estos jeroglíficos significan algo. Si se trata de una clave

arbitraria, puede resultarnos imposible descifrarla. Pero si es sistemática, no mecabe duda de que llegaremos al fondo del asunto. Sin embargo, esta muestra enparticular es tan pequeña que no puedo hacer nada con ella, y la información queusted me ha dado es tan inconcreta que carecemos de base para una

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investigación. Yo le aconsejaría regresar a Norfolk, mantenerse ojo avizor yhacer una copia exacta de todo nuevo monigote que aparezca. Es una verdaderalástima que no dispongamos de una copia de los que se dibujaron con tiza en elalféizar de la ventana. Además de esto, investigue discretamente acerca de lapresencia de extranjeros por los alrededores. Cuando hay a reunido algún datonuevo, vuelva a verme. Es el mejor consejo que puedo darle, señor Cubitt. Si sepresentara alguna novedad apremiante, me tendrá siempre dispuesto a acudircorriendo a su casa de Norfolk.

La entrevista dejó a Sherlock Holmes muy pensativo, y durante los díassiguientes le vi en varias ocasiones sacar la hoja de papel de su cuaderno ycontemplar durante largo rato y con gran interés las curiosas figuras dibujadas enella. Sin embargo, no volvió a hacer mención del asunto hasta una tarde, unosquince días después. Yo me disponía a salir cuando él me llamó.

—Será mejor que se quede, Watson.—¿Por qué?—Porque esta mañana he recibido un telegrama de Hilton Cubitt. ¿Se acuerda

usted de Hilton Cubitt, el de los monigotes? Ha debido llegar a la estación deLiverpool Street a la una y veinte. Estará aquí de un momento a otro. Sutelegrama parece sugerir que se han producido novedades de importancia.

No tuvimos que esperar mucho. Nuestro caballero de Norfolk vinodirectamente desde la estación, tan rápido como pudo llevarlo un coche dealquiler. Se le veía angustiado y deprimido, con los ojos fatigados y la frente llenade arrugas.

—Este asunto me está destrozando los nervios, señor Holmes —dijo,dejándose caer en una butaca como si estuviera agotado—. Ya es bastante malosentirse rodeado por gente invisible y misteriosa que parece estar tramando algocontra uno; pero si, además, uno sabe que eso está matando poco a poco a suesposa, la cosa se hace verdaderamente insoportable. Elsie se estáconsumiendo…, se está consumiendo ante mis propios ojos.

—¿Todavía no ha dicho nada?—No, señor Holmes, no ha dicho nada. Y sin embargo, ha habido momentos

en que la pobre chica quería hablar, pero no acababa de decidirse a dar el paso.He intentado ayudarla, pero me temo que no fui muy hábil y sólo conseguíasustarla y que siguiera callando. Me hablaba de la antigüedad de mi familia, denuestra reputación en el condado, del orgullo que sentimos por nuestro honorintachable, y siempre me parecía que estaba a punto de explicarse; pero por unacosa o por otra, nunca llegaba a hacerlo.

—Y usted, ¿ha descubierto algo por su cuenta?—Mucho, señor Holmes. Traigo varios dibujos nuevos de monigotes para que

usted los examine y, lo que es más importante, he visto al sujeto.—¡Cómo! ¿Al hombre que los dibuja?

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—Sí, lo sorprendí en plena faena. Pero es mejor que se lo cuente todo enorden. Cuando regresé después de visitarle a usted, lo primero que vi a la mañanasiguiente fue una nueva cosecha de monigotes. Estaban dibujados con tiza en lapuerta negra de madera del cobertizo donde se guardan las herramientas, queestá junto al césped, bien a la vista desde las ventanas. Saqué una copia exacta yaquí la tengo —desplegó un papel y lo extendió sobre la mesa—. He aquí eljeroglífico:

—¡Excelente! —dijo Holmes—. ¡Excelente! Por favor, continúe.—Después de copiarlos, borré los dibujos. Pero dos días después apareció una

nueva inscripción. Aquí tengo la copia:

Holmes se frotó las manos y soltó una risita de placer.—Vamos acumulando material con mucha rapidez —dijo.—Tres días después, apareció un mensaje dibujado en papel, que dejaron

sobre el reloj de sol, sujeto con una piedra. Como ve, las figuras son exactamentelas mismas que en el dibujo anterior. Después de eso, decidí ponerme al acecho;cogí mi revólver y me senté en mi estudio, desde donde se domina el césped y eljardín. A eso de las dos de la mañana, seguía sentado junto a la ventana,completamente a oscuras, excepto por la luz de la luna que brillaba fuera, cuandooí pasos a mi espalda y allí estaba mi mujer en camisón. Me rogó que fuera a lacama y y o le dije sin rodeos que quería averiguar quién estaba jugando connosotros un juego tan absurdo. Me respondió que se trataba de alguna bromaidiota y que no debía prestarle atención.

—Si tanto te molesta, Hilton, podríamos irnos de viaje los dos, y nosevitaríamos esta molestia.

—¿Qué? ¿Dejar que un bromista nos expulse de nuestra casa? —dije—.

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¡Seríamos el hazmerreír de todo el condado!—Vamos, ven a acostarte —dijo ella—, y ya lo discutiremos por la mañana.De pronto, mientras ella hablaba, vi que su rostro, ya pálido, se ponía aún más

pálido a la luz de la luna, y su mano se aferró a mi hombro. Algo se movía en lasombra del cobertizo. Distinguí una figura negra y encogida que doblaba laesquina arrastrándose y se agachaba delante de la puerta. Cogí mi revólver y medisponía a salir a la carrera cuando mi esposa me rodeó con los brazos,sujetándome con una fuerza histérica. Intenté desprenderme de ella, pero seagarraba a mí con absoluta desesperación. Por fin logré soltarme, pero paracuando abrí la puerta y llegué al cobertizo, el individuo había desaparecido. Sinembargo, había dejado huellas de su presencia: en la puerta se veía el mismoconjunto de monigotes que ya había aparecido dos veces y que está copiado enese papel. Por lo demás, no se veía ni rastro del intruso, a pesar de que recorrí lafinca de cabo a rabo. Y sin embargo, lo asombroso es que debió de estar allí todoel tiempo, porque cuando volví a examinar la puerta por la mañana habíadibujado varias figuritas más bajo la serie que y o ya había visto.

—¿Tiene usted ese nuevo dibujo?—Sí. Es muy breve, pero hice una copia y aquí está.Sacó un nuevo papel. La nueva danza tenía la siguiente forma:

—Dígame —dijo Holmes, y se veía en sus ojos que estaba excitadísimo—,¿esto era un añadido al primer dibujo, o parecía simplemente independiente?

—Estaba dibujado en una tabla distinta de la puerta.—¡Excelente! Para nuestros propósitos, esto es de la máxima importancia.

Me llena de esperanzas. Ahora, señor Cubitt, le ruego que continúe con suinteresantísima narración.

—No tengo nada más que decir, señor Holmes, excepto que me irrité con mimujer por haberme sujetado cuando podría haber atrapado a aquel granujamerodeador. Me dijo que tuvo miedo de que pudieran hacerme algún daño, y porun instante me asaltó el pensamiento de que tal vez lo que ella temía en realidades que pudiera hacerle algún daño a él, porque estaba convencido de que ellasabía quién era aquel hombre y lo que significaban sus extraños mensajes. Sinembargo, señor Holmes, hay algo en la forma de hablar de mi esposa y en lamirada de sus ojos que disipa toda duda, y ahora estoy convencido de que

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pensaba verdaderamente en mi seguridad. Esto es todo lo que hay, y ahoraespero que usted me aconseje lo que debo hacer. Por mi gusto, pondría mediadocena de peones escondidos entre los arbustos, y cuando volviera ese fulano ledarían tal paliza que nos dejaría en paz para siempre.

—Me temo que el caso es demasiado grave para remedios tan simples —dijoHolmes—. ¿Cuánto tiempo puede usted quedarse en Londres?

—Tengo que regresar hoy mismo. Por nada del mundo dejaría sola a miesposa por la noche. Está muy nerviosa y me ha suplicado que vuelva.

—Creo que hace usted bien. Pero si hubiera podido quedarse, es posible quedentro de uno o dos días yo habría podido regresar con usted. Mientras tanto,déjeme esos papeles, y creo muy probable que pueda ir a visitarle muy pronto yarrojar alguna luz sobre el caso.

Sherlock Holmes mantuvo su actitud serena y profesional hasta que nuestrovisitante se hubo marchado, aunque y o, que le conocía bien, veía perfectamenteque se encontraba excitadísimo. En cuanto las anchas espaldas de Hilton Cubittdesaparecieron por la puerta, mi compañero corrió a la mesa, extendió todos lospapeles con monigotes dibujados y se enfrascó en intrincados y laboriososcálculos.

Durante dos horas le vi llenar hojas y hojas de papel con figuras y letras, tanabsorto en su tarea que resultaba evidente que se había olvidado de mi presencia.De cuando en cuando hacía progresos y entonces silbaba y cantaba al trabajar;otras veces se quedaba desconcertado y permanecía sentado durante largo ratocon la frente fruncida y la mirada ausente. Por fin, saltó de su asiento con ungrito de satisfacción y se puso a dar zancadas por la habitación mientras sefrotaba las manos. A continuación, escribió un largo mensaje en un impreso paratelegramas.

—Si esto recibe la contestación que espero, Watson, podrá usted añadir unprecioso caso a su colección —dijo—. Espero que mañana podamos acercarnosa Norfolk para llevarle a nuestro amigo información muy concreta sobre estesecreto que tanto le atormenta.

Confieso que me sentía lleno de curiosidad, pero sabía bien que a Holmes legustaba hacer las revelaciones en su momento y a su manera, así que esperé aque tuviera a bien confiarme sus conocimientos.

Sin embargo, el telegrama de respuesta se retrasó y vivimos dos días deimpaciencia, durante los cuales Holmes estiraba las orejas cada vez que sonabael timbre de la puerta. El segundo día por la tarde nos llegó una carta de HiltonCubitt. Todo seguía tranquilo, pero aquella mañana había aparecido una largainscripción en el pedestal del reloj del sol. Incluía una copia, que reproduzco aquí:

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Holmes estudió este absurdo friso durante unos minutos y de pronto se pusoen pie de un salto, con una exclamación de sorpresa y desaliento. Su rostroexpresaba una terrible ansiedad.

—Hemos dejado que esto vaya demasiado lejos —dijo—. ¿Hay algún trenpara North Walsham esta noche?

Consulté el horario de ferrocarriles. El último tren acababa de salir.—Entonces, desay unaremos temprano y tomaremos el primero de la

mañana —dijo Holmes—. Nuestra presencia es necesaria con la máximaurgencia. ¡Ah, aquí está el telegrama que esperábamos! Un momento, señoraHudson, quizás hay a respuesta… No, es justo lo que esperaba. Este mensajehace aún más imprescindible que no perdamos un momento en informar a HiltonCubitt del estado de las cosas, porque nuestro simpático hacendado de Norfolk seencuentra enredado en una extraña y peligrosa telaraña.

Los hechos demostraron que tenía razón. Aun ahora, al acercarme a laconclusión de la historia que al principio me había parecido una fantasía infantil,vuelvo a experimentar la angustia y el horror que entonces sentí. Ojalá hubieratenido un final más feliz para comunicárselo a mis lectores; pero la crónica debeatenerse a los hechos, y yo debo seguir hasta su siniestro desenlace la extrañacadena de sucesos que durante unos días convirtieron a Ridling Thorpe Manor entema de conversación a todo lo largo y ancho de Inglaterra.

Apenas si habíamos descendido del tren en North Walsham y mencionadonuestro lugar de destino, cuando el jefe de estación se acercó corriendo anosotros.

—¿Son ustedes los policías de Londres? —preguntó.Por el rostro de Holmes cruzó una expresión de preocupación.—¿Qué le hace pensar semejante cosa?—Es que acaba de pasar por aquí el inspector Martin, de Norwich. Pero tal

vez sean ustedes los médicos. Ella no ha muerto… por lo menos, esto es lo últimoque se supo. Quizás aún lleguen a tiempo de salvarla, aunque sea salvarla para lahorca.

La frente de Holmes se nubló de ansiedad.—Nos dirigimos a Ridling Thorpe Manor —dijo—, pero no sabemos nada de

lo que ha ocurrido allí.—Una cosa terrible —dijo el jefe de estación—. Heridos a tiros los dos, el

señor Cubitt y su esposa. Ella le disparó y luego se pegó un tiro, al menos esodicen los criados. Él ha muerto y a ella no hay muchas esperanzas de salvarla.¡Señor, Señor! ¡Una de las familias más antiguas del condado de Norfolk, y una

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de las más honorables!Sin decir palabra, Holmes corrió hacia un coche de alquiler y no abrió la

boca en todo el largo recorrido de siete millas. Pocas veces lo he visto tanabatido. Se había mostrado inquieto durante todo el viaje desde Londres, y mehabía llamado la atención la ansiedad con que hojeaba los diarios de la mañana;pero el hecho de que sus peores temores se hubieran convertido en realidad demanera tan brusca lo dejó sumido en una ciega melancolía. Permanecíarecostado en su asiento, perdido en fúnebres especulaciones. Sin embargo, habíamuchas cosas interesantes a nuestro alrededor, ya que atravesábamos uno de lospaisajes más curiosos de Inglaterra, en el que unas pocas casas desperdigadasrepresentaban a la población actual, mientras que a ambos lados del camino sealzaban enormes iglesias de torres cuadradas, que surgían del paisaje verde yllano pregonando la gloria y la prosperidad de la antigua East Anglia. Por findivisamos el borde violáceo del mar del Norte sobre el verde de la costa deNorfolk, y el cochero señaló con su látigo dos viejos tejadillos de ladrillo ymadera que sobresalían de un bosquecito.

—Esa es Ridling Thorpe Manor —dijo.Cuando el coche se detuvo frente a la puerta principal, pude ver, junto al

campo de tenis, el cobertizo negro y el reloj de sol con su pedestal, que tansiniestro significado encerraban para nosotros. Un hombrecillo bien vestido, deaspecto sagaz y con bigote engomado, acababa de apearse de un carricoche. Sepresentó como el inspector Martin, de la comisaría de Norfolk, y se sorprendiómuchísimo al oír el nombre de mi compañero.

—¡Caramba, señor Holmes, pero si el crimen se ha cometido a las tres de lamañana! ¿Cómo es posible que se hay a enterado en Londres y haya llegado almismo tiempo que yo?

—Es que lo preveía. Vine con la esperanza de poder impedirlo.—En tal caso, debe disponer de importante información, de la que nosotros

carecemos. Por aquí se decía que eran una pareja muy bien avenida.—El único dato de que dispongo son los monigotes —dijo Holmes—. Ya se lo

explicaré más tarde. Mientras tanto, dado que ya es demasiado tarde para evitarla tragedia, lo que me urge es utilizar la información que poseo para procurar quese haga justicia. ¿Colaborará usted conmigo en la investigación, o prefiere que y oactúe por mi cuenta?

—Será para mí un orgullo que actuemos juntos, señor Holmes —dijo elinspector de todo corazón.

—En ese caso, me gustaría escuchar los testimonios y examinar la casa sinperder un instante.

El inspector Martin tuvo el buen sentido de dejar que mi amigo hiciera lascosas a su manera, y se conformó con tomar cuidadosa nota de los resultados. Elmédico de la localidad, un anciano de cabellos blancos, acababa de bajar de la

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habitación de la señora Cubitt y nos comunicó que sus heridas eran graves,aunque no mortales de necesidad. La bala había atravesado el cráneo por delantedel cerebro y lo más probable era que tardara algún tiempo en recuperar laconciencia. Al preguntársele si se había disparado ella misma o lo había hechootra persona, no se atrevió a dar una opinión definitiva. Desde luego, el disparo sehabía hecho desde muy cerca. En la habitación sólo se había encontrado unrevólver, con dos casquillos vacíos. El señor Hilton Cubitt había recibido un tiro enel corazón. Tan verosímil era que él hubiera disparado contra su mujer paradespués matarse, como que fuera ella la asesina, ya que el revólver estaba caídoen el suelo entre ellos, a la misma distancia de los dos.

—¿Han movido el cadáver?—No hemos movido más que a la señora. No podíamos dejarla tirada

estando herida.—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, doctor?—Desde las cuatro.—¿Ha venido alguien más?—Sí, el policía de aquí.—¿Y no han tocado ustedes nada?—Nada.—Han actuado ustedes con mucha prudencia. ¿Quién le hizo llamar?—La doncella, Saunders.—¿Fue ella la que dio la voz de alarma?—Ella y la señora King, la cocinera.—¿Dónde están ahora?—Creo que en la cocina.—Entonces, me parece que lo mejor es oír cuanto antes su testimonio.El antiguo vestíbulo de paredes de roble y altas ventanas se había

transformado en un juzgado de instrucción. Holmes se sentó en un enorme yanticuado sillón, con sus inexorables ojos brillando desde el fondo de su rostroapesadumbrado. Se leía en ellos el firme propósito de dedicar su vida a estainvestigación, hasta que quedara vengado el cliente al que él no había logradosalvar. El atildado inspector Martin, el anciano y barbudo médico rural, un obtusopolicía del pueblo y yo componíamos el resto de aquel extraño equipo.

Las dos mujeres contaron su historia con bastante claridad. Estabandurmiendo y se habían despertado al oír un estampido, al que siguió otro uninstante después. Dormían en habitaciones contiguas, y la señora King habíacorrido a la de Saunders. Bajaron juntas las escaleras. La puerta del estudioestaba abierta y había una vela encendida sobre la mesa. Su señor estaba caídoboca abajo en el centro de la habitación, muerto. Cerca de la ventana estabaacurrucada su esposa, con la cabeza apoyada en la pared. Estaba gravementeherida, con todo un lado de la cabeza rojo de sangre. Respiraba

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entrecortadamente, pero fue incapaz de decir nada. Tanto el pasillo como lahabitación estaban llenos de humo y olor a pólvora. La ventana estaba biencerrada y asegurada por dentro, las dos mujeres estaban seguras de eso. Habíanhecho llamar inmediatamente al doctor y al policía y luego, con ayuda dellacayo y el mozo de cuadras, habían trasladado a su maltrecha señora a suhabitación. Tanto ella como su marido habían estado acostados en la cama. Laseñora estaba en camisón y él tenía puesto un batín encima del pijama. No sehabía tocado nada en el estudio. Por lo que ellas sabían, jamás se había producidouna riña entre marido y mujer. Siempre los habían considerado como una parejamuy unida.

Estos eran los principales detalles del testimonio de las sirvientas. En respuestaa las preguntas del inspector Martin, aseguraron que todas las puertas estabancerradas por dentro y que nadie podía haber escapado de la casa. En respuesta alas de Holmes, las dos recordaron haber notado el olor a pólvora desde elmomento en que salieron de sus habitaciones en el piso alto.

—Le recomiendo que preste especial atención a este detalle —le dijo Holmesa su colega—. Y ahora, creo que podemos proceder a un concienzudo examende la habitación del crimen.

El estudio resultó ser un cuartito pequeño, con tres de sus paredes cubiertas delibros y con un escritorio situado frente a una ventana corriente qué daba aljardín. En primer lugar, dedicamos nuestras atenciones al cadáver deldesdichado hacendado, cuyo voluminoso cuerpo seguía tendido en medio de lahabitación. Su desordenada vestimenta indicaba que se había despertado ylevantado a toda prisa. Le habían disparado de frente, y la bala había quedadodentro del cuerpo después de traspasar el corazón. Su muerte tuvo que serinstantánea y sin dolor. No se veían señales de pólvora ni en su batín ni en susmanos. Según el médico rural, la señora tenía marcas de pólvora en la cara, perono en las manos.

—La falta de marcas no significa nada, aunque su presencia puedesignificarlo todo —dijo Holmes—. A menos que hay a un cartucho mal encajadoque deje salir la pólvora hacia atrás, se pueden disparar muchos tiros sin quequede marca. Yo diría que se puede retirar el cuerpo del señor Cubitt. Supongo,doctor, que no habrá usted extraído la bala que hirió a la señora.

—Para hacerlo se necesitaría una operación muy delicada. Pero todavíaquedan cuatro cartuchos en el revólver. Se han disparado dos y se han infligidodos heridas, de manera que sabemos qué ha sido de cada bala.

—Al menos, eso parece —dijo Holmes—. Quizás sepa usted también qué hasido de la bala que, como puede verse, ha pegado en el borde de la ventana.

Había dado media vuelta de pronto, y su largo y fino dedo señalaba unorificio que atravesaba el marco inferior de la ventana, a unos dos centímetrosdel borde.

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—¡Por San Jorge! —exclamó el inspector—. ¿Cómo ha podido encontrar eso?—Porque lo estaba buscando.—¡Admirable! —dijo el médico rural—. Desde luego, tiene usted razón,

señor. Entonces, se hizo un tercer disparo y, por tanto, tuvo que estar presente unatercera persona. Pero ¿quién puede haber sido y cómo pudo escapar?

—Ese es el problema que intentamos resolver ahora —dijo Sherlock Holmes—. ¿Recuerda usted, inspector Martin, que cuando las sirvientas dijeron quehabían notado el olor a pólvora nada más salir de su habitación yo le comentéque se trataba de un detalle de suma importancia?

—Lo recuerdo, pero confieso que no sé a qué se refería.—Eso indica que, en el momento de hacerse los disparos, tanto la puerta

como la ventana del estudio estaban abiertas. De lo contrario, el humo de lapólvora no se habría difundido por la casa con tanta rapidez. Para eso se necesitauna corriente de aire. Sin embargo, la puerta y la ventana sólo estuvieron abiertasdurante un espacio de tiempo muy corto.

—¿Cómo demuestra usted eso?—Porque la vela no ha chorreado.—¡Fantástico! —exclamó el inspector—. ¡Fantástico!—Como tenía la seguridad de que la ventana había estado abierta en el

momento de la tragedia, supuse que pudo haber intervenido una tercera persona,que estaría fuera y habría disparado a través de la ventana. Los disparos dirigidoscontra esta persona podrían haber dado en el marco. Busqué allí y, comoesperaba, encontré la señal del balazo.

—¿Y cómo es que la ventana se encontró cerrada y asegurada?—El primer impulso de la mujer debió de ser cerrar y asegurar la ventana.

Pero… ¡Ajá! ¿Qué es esto?Era un bolso de mujer sobre la mesa del estudio. Un bolsito muy elegante, de

piel de cocodrilo y plata. Holmes lo abrió y volcó sobre la mesa su contenido.Había veinte billetes de cincuenta libras del Banco de Inglaterra sujetos con unagoma, y nada más.

—Habrá que guardar esto para presentarlo en el juicio —dijo Holmes,entregando al inspector el bolso con su contenido—. Ahora es necesario queintentemos arrojar alguna luz sobre esta tercera bala que, resulta evidente por elastillamiento de la madera, ha sido disparada desde el interior de la habitación.Me gustaría hablar de nuevo con la señora King, la cocinera… Dijo usted, señoraKing, que las despertó un fuerte estampido. Al decir eso, ¿quería usted decir quele pareció más fuerte que el segundo?

—Bueno, señor, y o estaba dormida y me despertó, así que resulta difíciljuzgar… Pero me pareció muy fuerte.

—¿Podría haberse tratado de dos tiros, disparados casi al mismo tiempo?—No sabría decirle, señor.

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—Yo creo que eso fue, sin duda, lo que sucedió. Me parece, inspector Martín,que hemos agotado ya las posibilidades de esta habitación. Si tiene la amabilidadde acompañarme, veremos qué nueva información nos ofrece el jardín.

Había un macizo de flores que llegaba hasta la ventana del estudio, y alacercarnos, todos dejamos escapar una exclamación. Las flores estabanpisoteadas, y la tierra blanda estaba cubierta de marcas de pisadas. Pisadasgrandes, masculinas, con punteras particularmente largas y puntiagudas. Holmeshusmeó entre la hierba y las hojas como un perro de caza que busca un aveherida. De pronto, con un grito de satisfacción, se agachó y recogió del suelo unpequeño cilindro de latón.

—Lo que pensaba —dijo—. La pistola tenía un expulsor, y aquí está el tercercasquillo. Creo, inspector Martín, que nuestro caso está casi terminado.

El rostro del inspector del condado había ido reflejando su intenso asombroante el rápido y magistral avance de las investigaciones de Holmes. Al principio,había mostrado cierta tendencia a afirmar su propia posición, pero ahora seencontraba abrumado de admiración y dispuesto a seguir a Holmes donde fuerasin hacer preguntas.

—¿De quién sospecha usted?—Ya llegaremos a eso. Hay varios aspectos del problema que aún no he

tenido ocasión de explicarle. Pero ahora que hemos llegado hasta aquí, creo quelo mejor será que conduzca el asunto a mi manera, y luego se lo aclararé todo deuna vez por todas.

—Como usted desee, señor Holmes, siempre que atrapemos a nuestrohombre.

—No es mi intención hacerme el misterioso, pero cuando llega el momentode actuar resulta imposible entretenerse en largas y complicadas explicaciones.Tengo en la mano todos los hilos del asunto. Aunque la señora no llegara arecuperar la conciencia, todavía podríamos reconstruir lo que sucedió anoche yencargarnos de que se haga justicia. En primer lugar, necesito saber si por estosalrededores hay alguna posada que se llame « Elrige’s» .

Se interrogó a los sirvientes, pero ninguno de ellos había oído hablar desemejante lugar. Sin embargo, el mozo de cuadras aclaró la cuestión al recordarque a varios kilómetros de allí, en dirección a East Rust, vivía un granjero que seapellidaba así.

—¿Es una granja aislada?—Muy aislada, señor.—¿Incluso es posible que aún no se hayan enterado de lo que sucedió aquí

esta noche?—Puede que no, señor.Holmes reflexionó un momento y una curiosa sonrisa apareció en su rostro.—Ensilla un caballo, muchacho —dijo—. Quiero que lleves una nota a la

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granja de Elrige.Sacó de un bolsillo una serie de papeles con los dibujos de monigotes, los

colocó delante de él en la mesa del estudio y estuvo trabajando durante un rato,al cabo del cual le pasó una nota al mozo, encargándole que la entregara enpropia mano a la persona a quien iba dirigida, e insistiéndole de manera especialen que no respondiera a ninguna pregunta que pudieran hacerle. Pude ver elsobre de la carta, escrito con letra irregular y desordenada, que no se parecíanada a la letra pulcra de Holmes. Iba dirigido al señor Abe Slaney, Granja Elrige,East Ruston, Norfolk.

—Creo, inspector —comentó Holmes—, que lo mejor será que telegrafíepidiendo refuerzos, pues si mis cálculos son correctos, puede usted tener queconducir a la cárcel del condado a un preso muy peligroso. Seguro que el mismomuchacho que lleva esta carta puede llevar su telegrama. Si sale esta tarde algúntren para Londres, Watson, creo que haríamos bien en cogerlo, porque tengo queterminar un análisis químico bastante interesante y esta investigación está a puntode concluir.

Cuando el joven hubo partido con la nota, Sherlock Holmes dio instrucciones ala servidumbre. Si llegaba alguna visita preguntando por la señora Cubitt, no se ledebía dar ninguna información sobre su estado, sino que tenían que hacerla pasarinmediatamente al recibidor. Puso la máxima insistencia en que se grabaran estoen la mente. Por último, nos condujo al recibidor, mientras comentaba que elasunto había quedado ya fuera de sus manos y que procurásemos pasar eltiempo lo mejor que pudiéramos hasta que viésemos lo que nos aguardaba. Eldoctor se había marchado a atender a sus pacientes y sólo quedábamos elinspector y yo.

—Creo que puedo ayudarles a pasar una hora muy entretenida y provechosa—dijo Holmes, acercando su silla a la mesa y extendiendo delante de él losdiversos papeles donde habían quedado registrados los bailes de los monigotes—.En cuanto a usted, querido Watson, le debo toda clase de reparaciones por haberdejado transcurrir tanto tiempo sin satisfacer su natural curiosidad. A usted,inspector, el asunto le resultará muy atractivo como estudio profesional. Antesque nada, debo informarle de las interesantes circunstancias relativas a lasconsultas que el señor Hilton Cubitt me hizo en Baker Street.

A continuación, Holmes resumió en pocas palabras los hechos que el lectory a conoce.

—Tengo aquí delante estas curiosas obras de arte, que nos harían sonreír si nohubieran demostrado ser el anuncio de una tragedia tan terrible. Estoy bastanteversado en todos los tipos de escritura secreta, e incluso he escrito una modestamonografía sobre el tema, en la que analizo ciento sesenta cifrados diferentes,pero confieso que éste era completamente nuevo para mí. Al parecer, laintención de los inventores del sistema era que nadie notara que los dibujos

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encerraban un mensaje, dando la impresión de que se trataba de meros dibujosinfantiles hechos al azar.

Sin embargo, una vez que sabemos que los símbolos representan letras yaplicando las reglas que se utilizan para descifrar toda clase de escrituras enclave, la solución resulta bastante sencilla. El primer mensaje que llegó a mí eratan corto que me resultó imposible hacer nada con él, excepto determinar conrelativa confianza que el símbolo X correspondía a la letra E. Como sabenustedes, la letra E es la letra más corriente del alfabeto inglés, y predomina de talmanera que, incluso en las frases muy cortas, podemos tener la seguridad de queaparecerá con más frecuencia que las demás. De los quince símbolos quecomponían el primer mensaje, cuatro eran iguales, por lo que cabía suponer querepresentaban la letra E. Es cierto, en algunos casos la figurita aparece llevandouna bandera y en otros casos no, pero por el modo en que estaban distribuidas lasbanderas, parecía razonable suponer que servían para separar las palabras de lafrase. Partí, pues, de la hipótesis de que la siguiente figura representaba la E:

Pero ahora venía lo verdaderamente difícil del problema. Después de la E, elorden de frecuencia de las demás letras en el idioma inglés no es tan claro, y laspreponderancias que pueden advertirse en una hoja de texto impreso pueden nopresentarse en una frase breve. Hablando en general, el orden numérico defrecuencia de las letras sería T, A, O, I, N, S, H, R, D y L; pero la T, la A y la Oaparecen casi con la misma frecuencia, y resultaría interminable probar una auna todas las combinaciones hasta obtener una frase que tuviera sentido. Enconsecuencia, esperé a disponer de más material de estudio. En mi segundaentrevista con el señor Hilton Cubitt, éste me proporcionó otras dos breves fases yun mensaje que, puesto que no tenía banderas, parecía consistir en una solapalabra. Aquí están los símbolos. Ahora bien, en esta única palabra tenemosdos E, en segunda y cuarta posición de una palabra de cinco letras. Podríatratarse de sever, lever o never. No cabe duda de que la última posibilidad es lamás probable, como respuesta a una petición, y las circunstancias parecíanindicar que se trataba de una respuesta escrita por la señora. Si aceptamos estocomo correcto, podemos ya afirmar que los siguientes símbolos corresponden,respectivamente, a las letras N, V y R:

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Aun así, las dificultades seguían siendo considerables, pero una ideaafortunada me proporcionó varias letras más. Se me ocurrió que, si estaspeticiones procedían, como yo sospechaba, de alguien que había conocidoíntimamente a la dama en su vida anterior, era muy probable que lacombinación formada por dos E y tres letras intermedias significara el nombreELSIE. Examinando los dibujos, descubrí este tipo de combinación al final delmensaje que se había repetido tres veces. No cabía duda de que se trataba de unllamamiento a « Elsie» . De este modo conseguí la L, la S y la I. Pero ¿qué podíaestarle pidiendo? La palabra que venía delante de « Elsie» tenía sólo cuatro letrasy terminaba en E. Lo más probable era que se tratara de COME (ven). Probécon otras muchas palabras terminadas en E, pero ninguna parecía adecuada alcaso. Así pues, disponía ya de la C, la O y la M, y me encontraba ya en situaciónde atacar de nuevo el primer mensaje, dividiéndolo en palabras y colocandopuntos en lugar de símbolos aún no descifrados. Una vez sometido a estetratamiento, el mensaje arrojó el siguiente resultado:

.M .ERE ..E SL.NE.

Ahora bien, la primera letra no podía ser más que la A, lo cual constituía undescubrimiento utilísimo, ya que se repite no menos de tres veces en esta frasetan breve. Además, la H se hace evidente en la segunda palabra, con lo cual, elmensaje queda así:

AM HERE A.E SLANE.

Y rellenando los huecos evidentes del nombre:

AM HERE ABE SLANEY

Ahora ya disponía de tantas letras que podía acometer con bastante confianzael segundo mensaje, que quedó de la siguiente manera:

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A. ELRI.ES

Esto sólo cobraba sentido sustituyendo los puntos por las letras T y G, ysuponiendo que se trataba del nombre de alguna casa o posada en la que se alojael autor del mensaje.

El inspector Martin y yo escuchábamos con el máximo interés la clara ycompleta explicación de cómo mi amigo había obtenido los resultados que lehabían proporcionado un control tan completo de nuestra difícil situación.

—¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el inspector.—Tenía toda clase de razones para suponer que este Abe Slaney era

americano, ya que Abe es un diminutivo norteamericano y además sabíamosque una carta procedente de Estados Unidos había sido el punto de partida de todoel problema. También tenía razones de sobra para sospechar que el asuntoencerraba algún secreto criminal. Las alusiones de la dama a su pasado y sunegativa a confiarle su secreto al marido señalaban en la misma dirección. Asípues, telegrafié a mi amigo Wilson Hargreave, del Departamento de Policía deNueva York, que más de una vez se ha beneficiado de mis conocimientos sobre eldelito en Londres, y le pregunté si conocía algo del nombre Abe Slaney. Aquíestá su respuesta: « El maleante más peligroso de Chicago» . La misma tarde querecibí esta respuesta, Hilton Cubitt me envió el último mensaje de Slaney.Utilizando las letras y a conocidas, quedó de esta forma:

ELSIE .RE .ARE TO MEET THY GO.

Añadiendo una P y una D se completaba el mensaje (Elsie prepare to meetthy god = Elsie, prepárate a comparecer ante Dios), que demostraba que elcanalla había pasado de la persuasión a las amenazas; y, conociendo comoconozco a los granujas de Chicago, estaba seguro de que no tardaría en pasar delas palabras a la acción. Así que vine a toda prisa a Norfolk con mi amigo ycompañero el doctor Watson, pero, por desgracia, sólo llegamos a tiempo decomprobar que ya había sucedido lo peor.

—Es un privilegio colaborar con usted en la resolución de un caso —dijo elinspector con gran convicción—. Sin embargo, me perdonará que le hable confranqueza. Usted sólo tiene que responder ante sí mismo, pero yo debo responderante mis superiores. Si este Abe Slaney que vive donde Elrige es, efectivamente,el asesino, y consigue escapar mientras yo me quedo aquí sentado, me veré sinduda en un grave apuro.

—No debe usted preocuparse. No intentará escapar.—¿Cómo lo sabe?—Huir equivaldría a confesar su crimen.

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—Entonces, vay amos a detenerlo.—Estoy esperando que venga él aquí, de un momento a otro.—¿Por qué habría de venir?—Porque le he escrito pidiéndole que venga.—¡Pero esto es increíble, señor Holmes! ¿Cree que va a venir sólo porque

usted se lo pida? ¿No ve que una petición semejante despertará sus sospechas y leimpulsará a huir?

—Creo que he sabido presentar la carta del modo adecuado —dijo SherlockHolmes—. De hecho, o mucho me equivoco o aquí tenemos al caballero enpersona, que viene por el sendero.

En efecto, un hombre avanzaba por el sendero que llegaba hasta la puerta.Era un tipo alto, apuesto y moreno, que vestía un traje de franela gris, consombrero panamá, barba negra y encrespada, nariz grande, aguileña y agresivay un bastón con el que hacía florituras al andar. Por los aires que se daba alcaminar por el sendero, se diría que el lugar le pertenecía, y llamó a la puertacon un campanillazo fuerte y lleno de confianza.

—Creo, caballeros —dijo Holmes en voz baja—, que lo mejor será tomarposiciones detrás de la puerta. Toda precaución es poca cuando se trata de unsujeto como éste. Necesitará usted sus esposas, inspector. Deje que sea yo el quehable.

Aguardamos en silencio un momento —uno de esos momentos que ya no seolvidan— y luego se abrió la puerta y entró nuestro hombre. Al instante, Holmesle aplicó una pistola a la cabeza y Martin cerró las esposas en torno a susmuñecas. Todo se hizo con tal rapidez y destreza que el individuo se encontróindefenso antes de poder darse cuenta de que le atacaban. Nos miró con sus ojosnegros y llameantes y entonces estalló en una amarga carcajada.

—Bien caballeros, esta vez me han ganado por la mano. Parece que fui atopar con algo duro. Pero vine aquí en respuesta a una carta de la señora HiltonCubitt. ¿No me dirán que ella está metida en esto? ¿No me dirán que ella losayudó a tenderme esta trampa?

—La señora Cubitt está gravemente herida y se encuentra a las puertas de lamuerte.

El hombre soltó un alarido de dolor que resonó en toda la casa.—¡Está usted loco! —exclamó con ferocidad—. ¡Fue él quien resultó herido,

no ella! ¿Quién iba a hacerle daño a la pequeña Elsie? Yo podía amenazarla, queDios me perdone, pero jamás le habría tocado ni un pelo de su preciosa cabeza.¡Retire lo que ha dicho! ¡Dígame que no está herida!

—La encontraron malherida al lado del cadáver de su esposo.El hombre se dejó caer en el sofá, lanzando un profundo gemido y hundiendo

el rostro en sus manos esposadas. Permaneció en silencio durante cinco minutos.Luego volvió a alzar el rostro y habló con la fría compostura que da la

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desesperación.—No tengo por qué ocultarles nada, caballeros —dijo—. Si le disparé a ese

hombre, también él me disparó a mí, y no veo que eso sea un crimen. Pero sipiensan ustedes que yo habría sido capaz de hacerle daño a esa mujer, es que nonos conocen ni a mí ni a ella. Les aseguro que jamás hubo en el mundo unhombre que amara a una mujer como yo la amaba a ella. Y tenía mis derechossobre ella, porque nos habíamos prometido hace años. ¿Quién era este inglés parainterponerse entre nosotros? Les aseguro que yo tenía más derecho, y sólo estabareclamando lo que era mío.

—Perdió usted su influencia sobre ella cuando ella descubrió la clase dehombre que es usted —dijo Holmes con tono severo—. Huyó de Norteaméricapara librarse de usted y se casó en Inglaterra con un caballero honorable. Ustedle siguió la pista, la acosó y le hizo insoportable la vida, con la intención deinducirla a abandonar al marido al que amaba y respetaba para fugarse conusted, a quien temía y odiaba. Y lo que ha conseguido es provocar la muerte deun hombre honrado y empujar a su esposa al suicidio. Esta ha sido suparticipación en el asunto, señor Abe Slaney, y tendrá usted que responder de elloante la justicia.

—Si Elsie muere, no me importa lo que me pase a mí —dijo el americano. Acontinuación, abrió una mano y miró un papel arrugado que llevaba en ella—.¡Oiga usted! —exclamó con un brillo de sospecha en la mirada—. ¿No estaráusted tratando de asustarme, eh? Si la señora está tan malherida como usted dice,¿quién escribió esta nota? —preguntó, arrojándola sobre la mesa.

—La escribí yo para atraerlo aquí.—¿Que la escribió usted? Fuera de la banda, nadie en el mundo conoce el

secreto de los monigotes. ¿Cómo pudo usted escribirla?—Lo que un hombre inventa, otro lo puede descifrar —dijo Holmes—. Aquí

viene un coche que lo llevará a Norwich, señor Slaney. Pero, mientras tanto,tiene usted tiempo de reparar una pequeña parte del mal que ha causado. ¿Se dausted cuenta de que sobre la señora Cubitt han recaído fuertes sospechas de quehubiera asesinado a su esposo, y que sólo mi presencia aquí, con losconocimientos que sólo yo poseía, la ha librado de la acusación? Lo menos quepuede usted hacer por ella es dejar claro ante todo el mundo que ella no ha sidoresponsable, ni directa ni indirectamente, del trágico final de su marido.

—No deseo otra cosa —respondió el americano—. Creo que lo que más meconviene a mí mismo es decir la verdad absoluta.

—Es mi deber advertirle que lo que diga se utilizará en contra suya —exclamó el inspector, con la admirable deportividad del sistema legal británico.

Slaney se encogió de hombros.—Correré ese riesgo —dijo—. En primer lugar, quiero que sepan ustedes que

conozco a esta mujer desde que era niña. Éramos siete en nuestra cuadrilla, allá

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en Chicago, y el padre de Elsie era el jefe de la banda. Un tipo listo, el viejoPatrick. Fue él quien inventó esa escritura, que parecía garabatos de niños amenos que tuviera uno la clave. Pues bien, Elsie se enteró de algunas de nuestrasandanzas, pero no le gustaba ese tipo de negocios y disponía de un poco de dinerohonrado, así que nos dejó plantados y se largó a Londres. Había sido novia mía, yestoy seguro de que se habría casado conmigo si yo me hubiera dedicado a otracosa; pero no quería saber nada de negocios turbios. No conseguí localizarla hastadespués de que se hubiera casado con el inglés. La escribí, pero no me contestó.Entonces me vine para acá y, como las cartas no servían de nada, empecé adejar mensajes donde ella pudiera leerlos.

Llevo aquí ya un mes. Me alojaba en esa granja, donde disponía de unahabitación en la planta baja y podía entrar y salir por las noches sin que nadie seenterara. Intenté convencer a Elsie por todos los medios. Yo sabía que ella leía losmensajes, porque una vez me escribió una respuesta debajo de uno de ellos. Porfin, perdí la paciencia y empecé a amenazarla. Ella entonces me envió una cartaimplorándome que me marchara y asegurando que le rompería el corazón ver asu esposo envuelto en un escándalo. Decía que bajaría a las tres de la mañana,cuando su esposo estuviera dormido, para hablar conmigo a través de la ventanasi luego yo me marchaba y la dejaba en paz. Bajó y trajo dinero, intentandosobornarme para que me marchara. Aquello me sacó de quicio; la agarré delbrazo y traté de sacarla por la ventana, pero en aquel momento llegó corriendo elmarido con el revólver en la mano. Elsie cayó al suelo y nosotros quedamosfrente a frente. Yo también iba armado, y saqué mi revólver para asustarlo y queme dejara ir. Él disparó y falló. Yo disparé casi al mismo tiempo y lo tumbé. Meescabullí por el jardín, y mientras me retiraba oí que la ventana se cerraba a misespaldas. Esa es la pura verdad, caballeros, hasta la última palabra, y no supenada más hasta que llegó ese chico a caballo con una nota que me hizo venir aquícomo un primo, para caer en sus manos.

Mientras el americano hablaba, un coche había llegado hasta la puerta. En suinterior venían dos policías de uniforme. El inspector Martin se puso en pie y tocóel hombro del detenido.

—Es hora de irse.—¿Puedo verla antes?—No, está inconsciente. Señor Holmes, mi único deseo es que si alguna otra

vez me cae un caso importante, tenga la suerte de tenerlo a usted a mano.Nos quedamos de pie junto a la ventana, mirando cómo se alejaba el coche.

Al volverme, mi mirada cay ó sobre la bola de papel que el detenido había tiradosobre la mesa. Era la nota que Holmes había usado como reclamo.

—A ver, Watson, si es usted capaz de leerla —dijo sonriente.No contenía palabras, sino esta pequeña hilera de monigotes.

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—Si utiliza el código que les he explicado —dijo Holmes—, verá que significasimplemente Come here at once (« Ven aquí al instante» ). Estaba convencido deque se trataba de una invitación que no rechazaría, ya que no podía sospecharque viniera de nadie más que de la dama. Y así, querido Watson, hemosconseguido sacar algún bien de estos monigotes que con tanta frecuencia fueronagentes del mal, y creo haber cumplido mi promesa de proporcionarle algofuera de lo corriente para su archivo. Nuestro tren pasa a las tres cuarenta.Podemos llegar a Baker Street a tiempo para la cena.

Unas breves palabras a manera de epílogo:El norteamericano Abe Slaney fue condenado a muerte en la sesión de

invierno del Tribunal de Apelación de Norwich; pero se le conmutó la pena porotra de trabajos forzados, teniendo en cuenta ciertas circunstancias atenuantes yla convicción de que Hilton Cubitt había disparado el primer tiro.

De la señora de Hilton Cubitt, sólo sé que oí decir que se recuperó porcompleto y ha permanecido viuda, dedicando su vida al cuidado de los pobres yla administración de las propiedades de su esposo.

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Entre los años 1894 y 1901, ambos incluidos, Sherlock Holmes se mantuvo muyactivo. Podría decirse que durante estos ocho años no hubo caso público de ciertadificultad en el que no se le consultase, y fueron cientos los casos privados —algunos de ellos, los más complicados y extraordinarios— en los que desempeñóun papel destacado. Muchos éxitos sorprendentes y unos pocos fracasosinevitables fueron el resultado de este largo período de continuo trabajo. Dadoque he conservado notas muy completas de todos estos casos, y que intervinepersonalmente en muchos de ellos, podrán imaginar que no resulta fácil decidircuáles debería seleccionar para presentarlos al público.

No obstante, me atendré a mi antigua norma, dando preferencia a aquelloscasos cuy o interés no se basa tanto en la brutalidad del crimen como en elingenio y las cualidades dramáticas de la solución. Por esta razón, me decido aexponer al lector los hechos referentes a la señorita Violet Smith, la ciclistasolitaria de Charlington, y el curioso curso que tomaron nuestras investigaciones,que culminaron en una tragedia inesperada. Es cierto que las circunstancias no seprestaron a ninguna exhibición deslumbrante de las facultades que hicieronfamoso a mi amigo, pero el caso presentaba algunos detalles que lo hacendestacar en los abundantes archivos del delito de los que saco el material paraestas pequeñas narraciones.

Consultando mi libro de notas del año 1895, compruebo que la primera vezque oímos hablar de la señorita Violet Smith fue el sábado 23 de abril. Recuerdoque su visita incomodó muchísimo a Holmes, que en aquel momento seencontraba inmerso en un abstruso y complicadísimo problema referente a lamisteriosa persecución de que era objeto John Vincent Harden, el célebremagnate del tabaco. Mi amigo, que valoraba la precisión y concentración delpensamiento por encima de todas las cosas, no soportaba que nada distrajera suatención del asunto que se traía entre manos. Sin embargo, so pena de incurrir engrosería, lo cual no hubiera sido propio de él, resultaba imposible negarse aescuchar la historia de aquella mujer joven y guapa, alta, simpática ydistinguida, que se presentó en Baker Street a última hora de la tarde, solicitandosu ayuda y consejo. De nada sirvió insistir en que se encontraba completamenteocupado, y a que la joven había venido absolutamente decidida a contar suhistoria, y resultaba evidente que sólo por la fuerza podríamos sacarla de lahabitación antes de que lo hubiera hecho. Con expresión resignada y una ciertasonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y nosinformara de aquello que tanto la preocupaba.

—Al menos, sabemos que no se trata de su salud —dijo, clavando en ella suspenetrantes ojos—. Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de energía.

La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozaduraproducida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.

—Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con

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esta visita que le hago.Mi amigo tomó la mano sin guante de la joven y la examinó con tanta

atención y tan poco sentimiento como un científico examinando una muestra.—Estoy seguro de que me perdonará. Es mi oficio —dijo al soltarla—. Casi

cometo el error de suponer que escribía usted a máquina. Pero se nota con todaclaridad que toca un instrumento musical. ¿Se ha fijado, Watson, en que elaplastamiento de las puntas de los dedos es común a ambas profesiones? Sinembargo, el rostro expresa una espiritualidad —al decir esto, la hizo volversehacia la luz— que la máquina de escribir no genera. Esta señorita se dedica a lamúsica.

—Sí, señor Holmes, soy profesora de música.—En el campo, deduzco del color de su piel.—Sí, señor; cerca de Farnham, en los límites de Surrey.—Una zona preciosa, llena de recuerdos interesantes. ¿Se acuerda usted,

Watson, que fue cerca de allí donde agarramos a Archie Stamford, elfalsificador? Y bien, señorita Violet, ¿qué es lo que le ha ocurrido cerca deFarnham, en los límites de Surrey?

Con gran claridad y presencia de ánimo, la joven inició el siguiente y curiosorelato:

—Mi padre murió, señor Holmes. Se llamaba James Smith y dirigía laorquesta del antiguo Teatro Imperial. Mi madre y yo quedamos sin ningúnpariente en el mundo, con excepción de un tío llamado Ralph Smith, que semarchó a África hace veinticinco años, sin que desde entonces hayamos sabidouna palabra de él. Cuando murió mi padre, quedamos en la pobreza, pero un díanos dijeron que había salido un anuncio en el Times interesándose por nuestroparadero. Ya podrá imaginarse lo emocionadas que estábamos, pensando quealguien nos había legado una fortuna. Acudimos de inmediato al abogado cuyonombre figuraba en el anuncio, y allí nos presentaron a dos caballeros, el señorCarruthers y el señor Woodley, que habían llegado de Sudáfrica. Dijeron queeran amigos de mi tío, el cual había fallecido pocos meses antes enJohannesburgo, en la más absoluta pobreza, y que con su último aliento les habíapedido que localizasen a sus familiares y se asegurasen que nada les faltara. Nospareció muy raro que el tío Ralph, que jamás se preocupó de nosotras en vida, semostrase tan atento al morir; pero el señor Carruthers nos explicó que la razónera que mi tío acababa de enterarse de la muerte de su hermano y se sentíaresponsable de nosotras.

—Perdone —dijo Holmes—, ¿cuándo tuvo lugar esta entrevista?—En diciembre; hace cuatro meses.—Continúe, por favor.—El señor Woodley me pareció una persona despreciable. Todo el tiempo se

lo pasó haciéndome guiños… Es un joven sin modales, con el rostro hinchado, un

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bigote pelirrojo y el pelo repeinado a los lados de la frente. Me resultóabsolutamente odioso, y estoy segura de que a Cy ril no le gustaría nada que y ome tratase con semejante individuo.

—¡Oh, así que él se llama Cyril! —dijo Holmes, sonriendo.La joven se sonrojó y se echó a reír.—Sí, señor Holmes; Cy ril Morton, ingeniero electrotécnico. Esperamos

casarnos a finales de verano. ¡Cielo santo! ¿Cómo hemos llegado a hablar de él?Lo que quería decir es que el señor Woodley me pareció absolutamente odioso,pero el señor Carruthers, que era mucho may or, resultaba más agradable. Era unhombre moreno, cetrino, bien afeitado y muy callado, pero tenía buenosmodales y una sonrisa simpática. Preguntó por nuestra situación económica, y alenterarse de lo pobres que éramos me propuso ir a su casa para darle clases demúsica a su hija de diez años. Yo dije que no me gustaba la idea de dejar sola ami madre, y él respondió que podía ir a visitarla los fines de semana, y meofreció cien libras al año, que desde luego es un salario espléndido. Así que acabépor aceptar y me trasladé a Chiltern Grange, a unas seis millas de Farnham. Elseñor Carruthers es viudo, pero tiene contratada un ama de llaves, una ancianarespetable que se llama señora Dixon, para que cuide de la casa. La niña es unencanto y todo prometía ir bien. El señor Carruthers era muy amable y muyaficionado a la música, y pasamos juntos veladas muy agradables. Cada fin desemana, yo volvía a Londres para visitar a mi madre.

La primera grieta en mi felicidad fue la llegada del señor Woodley y subigote rojo. Vino para pasar una semana y le aseguro que a mí me parecierontres meses. Es un tipo horrible… Se portaba como un matón con todo el mundo,pero conmigo era algo infinitamente peor. Me hacía la corte de la manera másodiosa, presumía de su riqueza, me decía que si me casaba con él tendría losmejores diamantes de todo Londres y, por último, viendo que no quería sabernada de él, un día, después de comer, me sujetó entre sus brazos (esasquerosamente fuerte) y juró que no me soltaría hasta que le diese un beso.Apareció el señor Carruthers y le obligó a soltarme, pero él entonces se revolviócontra su propio anfitrión, derribándolo y produciéndole un corte en la cara.Como podrá imaginar, allí se terminó su visita. Al día siguiente, el señorCarruthers me presentó sus excusas, y me aseguró que jamás volvería a vermeexpuesta a semejante ofensa. Desde entonces no he vuelto a ver al señorWoodley.

Y ahora, señor Holmes, llegamos por fin al extraño suceso que me ha hechovenir hoy a solicitar su ayuda. Debe usted saber que todos los sábados por lamañana voy en bicicleta hasta la estación de Farnham para tomar el tren de las12,22 a Londres. El camino desde Chiltern Grange es bastante solitario, sobretodo en un trecho de algo más de una milla, que pasa entre los descampados deCharlington Heath y los bosques que rodean la mansión de Charlington Hall. Sería

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difícil encontrar un tramo de carretera más solitario que ése. Es rarísimocruzarse con un carro o con un campesino hasta que se sale a la carretera quepasa cerca de Crooksbury Hill. Hace dos semanas, iba yo por ese tramo cuando,al volver la cabeza por casualidad, vi que a unos doscientos metros detrás de mívenía un hombre, también en bicicleta. Parecía un hombre de edad madura, conbarba corta y negra. Miré de nuevo hacia atrás antes de llegar a Farnham, peroel hombre había desaparecido y no volví a pensar en él. Pero puede ustedimaginarse mi sorpresa, señor Holmes, cuando al regresar el lunes lo vi de nuevoen el mismo tramo de carretera. Mi asombro fue en aumento cuando el incidentese repitió, exactamente igual que la primera vez, el sábado y el lunes siguientes.El hombre mantenía siempre la distancia y no me molestó en modo alguno, peroaquello seguía pareciéndome muy raro. Se lo comenté al señor Carruthers, quepareció interesado y me dijo que había encargado un coche de caballos, demanera que en el futuro no tendría que recorrer sin compañía esos caminossolitarios.

El coche y el caballo tendrían que haber llegado esta semana, pero poralguna razón se retrasó la entrega y otra vez tuve que hacer en bicicleta eltray ecto a la estación. Esto ha sido esta misma mañana. Como podrá suponer,estuve muy atenta al a llegar a Charlington Heath y, en efecto, allí estaba elhombre, exactamente igual que las dos semanas anteriores. Se mantiene siemprea tanta distancia de mí que no puedo verle la cara con claridad, pero estoy segurade que no lo conozco. Va vestido de oscuro, con una gorra de paño. Lo único quehe podido distinguir bien es su barba negra. Yo no estaba asustada, pero sí muyintrigada, así que decidí averiguar quién era y qué pretendía. Aminoré lamarcha, pero él también lo hizo. Entonces me detuve, y él se detuvo también.Decidí tenderle una trampa. Al llegar a una curva muy pronunciada, la doblé atoda velocidad y luego me paré a esperar. Suponía que él tomaría la curva tanrápido que me pasaría antes de poder detenerse, pero el caso es que no apareció.Volví hacia atrás y miré al otro lado de la curva. Se veía una milla de carretera,pero de él no había ni rastro. Y lo más extraño del caso es que no existe allíninguna desviación por la que hubiera podido marcharse.

Holmes soltó una risita y se frotó las manos.—Desde luego, el caso presenta algunos aspectos originales —dijo—. ¿Cuánto

tiempo transcurrió desde que usted dobló la curva hasta que descubrió que nohabía nadie en la carretera?

—Dos o tres minutos.—Entonces, no pudo haber retrocedido por donde vino, y dice usted que no

hay desviaciones.—Ninguna.—Tuvo que meterse por algún sendero, a un lado o a otro.—No pudo ser por el lado del descampado, porque lo habría visto.

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—En tal caso, por el procedimiento de exclusión, tenemos que suponer que sedirigió hacia Charlington Hall, que, según tengo entendido, es una mansión conterrenos propios, situada a un lado de la carretera. ¿Algo más?

—Nada, señor Holmes, excepto que me quedé tan perpleja que sentí que noquedaría satisfecha hasta haberle visto a usted y recibido sus consejos.

Holmes permaneció callado durante un rato.—¿Dónde trabaja el caballero con el que va usted a casarse? —preguntó al

fin.—Trabaja en la Compañía Eléctrica Midland, de Coventry.—¿No se le habrá ocurrido darle una sorpresa?—¡Oh, señor Holmes! ¿Cree que y o no lo iba a reconocer?—¿Ha tenido usted otros admiradores?—Tuve varios antes de conocer a Cy ril.—¿Y después?—Bueno, está ese horrible Woodley, si es que a eso se le puede llamar un

admirador.—¿Y nadie más?Nuestra bella cliente pareció un poco confusa.—¿Quién es él? —insistió Holmes.—Bueno, quizás sean puras figuraciones mías, pero a veces me ha dado la

impresión de que mi patrón, el señor Carruthers, está muy interesado en mí.Pasamos bastante tiempo juntos. Yo le acompaño al piano por las tardes. Nuncaha dicho nada, es un perfecto caballero, pero las chicas siempre nos damoscuenta.

—¡Ajá! —Holmes parecía serio—. ¿Y de qué vive este señor?—Es rico.—¿Y no tiene coches ni caballos?—Bueno, por lo menos tiene una posición bastante acomodada. Pero viene a

Londres dos o tres veces por semana. Le interesan mucho las acciones de minasde oro sudafricanas.

—Señorita Smith, le ruego que me mantenga informado de cualquier nuevogiro de los acontecimientos. Por el momento, me encuentro muy ocupado, peroencontraré tiempo para hacer algunas averiguaciones sobre su caso. Mientrastanto, no dé ningún paso sin hacérmelo saber. Hasta la vista, y espero que norecibamos de usted más que buenas noticias.

—El que a una chica como ésa la siga alguien forma parte del ordenestablecido de la Naturaleza —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa demeditación—, pero no precisamente en bicicleta y por solitarios caminos rurales.Sin duda alguna, se trata de algún enamorado secreto. Pero el caso presentaalgunos detalles curiosos y sugerentes, Watson.

—¿Como que sólo aparezca en ese punto concreto?

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—Exacto. Nuestro primer paso debe consistir en averiguar quiénes son losinquilinos de la mansión Charlington. Tampoco estaría mal enterarse de larelación que existe entre Carruthers y Woodley, dos hombres que parecen tandiferentes. ¿Cómo es que los dos se muestran tan interesados por los familiares deRalph Smith? Y otra cosa: ¿Qué clase de casa es esta, que le paga a una institutrizel doble de lo normal, pero no dispone ni de un caballo estando a seis millas de laestación? Es raro, Watson, muy raro.

—¿Va usted a ir allí?—No, querido amigo, va a ir usted. Podría muy bien tratarse de una intriga

sin importancia, y no puedo interrumpir por ella esta otra investigación, que síque es importante. El lunes llegará usted a Farnham a primera hora; se esconderácerca de Charlington Heath; observará con sus propios ojos lo que ocurra yactuará como le indique su buen criterio. Y después, tras averiguar quién ocupala mansión, regresará a informarme. Y ahora, Watson, ni una palabra más sobreel asunto hasta que dispongamos de algún asidero firme que nos permita avanzarhacia la solución.

Sabíamos por la propia joven que regresaría el lunes en el tren que sale deWaterloo a las 9,50, de manera que yo madrugué para tomar el de las 9,13. Unavez en la estación de Farnham, no tuve dificultades para que me indicaran elcamino a Charlington Heath. Resultaba imposible confundirse respecto alescenario de la aventura de la joven ciclista, ya que la carretera discurría entreun brezal abierto por un lado y un antiguo seto de tejo por el otro, un seto querodeaba un parque repleto de árboles magníficos. Había una entrada principal, depiedra cubierta de liquen, con los pilares de cada lado rematados por vetustosemblemas heráldicos; pero además de esta entrada principal para carruajes,observé varias aberturas más en el seto, de las que partían senderos. La casa nose veía desde la carretera, pero todo el entorno daba una impresión de tristeza ydecadencia.

El descampado estaba cubierto de manchones dorados de tojos en flor, quebrillaban de un modo magnífico a la radiante luz del sol primaveral. Me situédetrás de uno de estos grupos de arbustos, desde donde podía controlar la entradaal parque de la mansión y un buen tramo de carretera a cada lado. La carreteraestaba vacía cuando yo salía a ella, pero ahora se veía un ciclista que venía endirección contraria a la que yo había traído. Iba vestido de oscuro y pude ver quetenía barba negra. Al llegar al final de los terrenos de Charlington Hall, se apeóde su máquina y se metió con ella por una abertura del seto, desapareciendo demi vista.

Transcurrió un cuarto de hora y entonces apareció un segundo ciclista. Estavez se trataba de la señorita Smith, que venía de la estación. Al acercarse al seto,la vi mirar a su alrededor. Un instante después, el hombre salió de su escondite,montó en su bicicleta y empezó a seguirla. En todo el extenso paisaje, aquellas

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eran las únicas figuras en movimiento: la atractiva muchacha, sentada muyderecha en su máquina, y el hombre que la seguía, doblado sobre el manillar,con un misterioso aire furtivo en todos sus movimientos. Ella se volvió paramirarlo y redujo la velocidad. Él la redujo también. La chica se detuvo. Elhombre se detuvo al instante, manteniéndose a unos doscientos metros detrás deella. El siguiente movimiento de la muchacha fue tan inesperado como valeroso:hizo girar bruscamente su bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia él. Pero elhombre actuó con igual rapidez y salió disparado en una huida desesperada. Pocodespués, la muchacha volvió a aparecer carretera arriba, con la cabezaorgullosamente erguida, sin dignarse a reconocer la presencia de su silenciosoacompañante. También él había dado la vuelta, y siguió manteniendo la distanciahasta que la curva de la carretera los ocultó de mi vista.

No me moví de mi escondite, e hice muy bien, porque al poco ratoreapareció el hombre pedaleando despacio. Se metió por la entrada a la mansióny desmontó de su bicicleta. Tenía las manos alzadas y parecía estar arreglándosela corbata. Luego montó de nuevo en la bicicleta y se alejó por el camino quellevaba a la mansión. Yo atravesé corriendo el brezal y atisbé entre los árboles.Pude ver a lo lejos algunos retazos del antiguo edificio gris, con sus erguidaschimeneas Tudor, pero el camino atravesaba una zona muy frondosa y no volvía ver a mi hombre.

Sin embargo, me pareció qué había aprovechado bastante bien la mañana yregresé a Farnham muy animado. El agente local de la propiedad no pudo darmeninguna información acerca de Charlington Hall, y me remitió a una conocidafirma de Pall Mall. Pasé por ella al regresar a Londres y fui recibido por unrepresentante muy educado. No, no podían alquilarme Charlington Hall para elverano. Llegaba un poco tarde. La habían alquilado hacía aproximadamente unmes. El inquilino era un tal señor Williamson, un caballero mayor y respetable.El atento agente lamentaba no poder decirme más, ya que no estaba autorizado acomentar los asuntos de sus clientes.

Sherlock Holmes escuchó con atención el largo informe que le presentéaquella misma tarde, pero que no consiguió arrancarle las breves palabras deelogio que yo había esperado y que tanto habría apreciado. Por el contrario, surostro austero adoptó una expresión más severa que de costumbre al comentartodo lo que yo había hecho y dejado de hacer.

—Su escondite, querido Watson, estuvo muy mal elegido. Debió ustedesconderse detrás del seto; de ese modo habría podido ver de cerca a esepersonaje tan interesante. En cambio, se situó usted a varios cientos de metros dedistancia y me trae aún menos información que la señorita Smith. Ella cree noconocer al hombre; yo estoy convencido de que lo conoce. De lo contrario, ¿porqué iba a poner tanto empeño en que ella no se le acerque lo suficiente comopara verle la cara? Usted lo describe doblado sobre el manillar. Más

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ocultamiento, como puede ver. La verdad es que lo ha hecho usted fatal. El tipovuelve a casa y usted quiere averiguar quién es. ¡Y no se le ocurre más queacudir a una agencia de Londres!

—¿Qué tendría que haber hecho? —pregunté algo irritado.—Entrar en el bar más cercano. Ese es el centro de todos los cotilleos del

pueblo. Allí le habrían dado todos los nombres, desde el del propietario hasta el dela última fregona. ¡Williamson! Eso no me dice nada. Si se trata de un anciano,entonces no puede ser él el activo ciclista que escapa a toda velocidad de laatlética joven que le persigue. ¿Qué hemos sacado en limpio de su expedición?Sólo que la chica decía la verdad. Eso y o nunca lo dudé. Que existe una relaciónentre el ciclista y la mansión. Tampoco tenía dudas sobre eso. Que el inquilino dela mansión se llama Williamson. ¿Qué adelantamos con eso? Vamos, vamos,querido amigo, no ponga esa cara. Poco más podemos hacer hasta el próximosábado, y mientras tanto quizás yo pueda averiguar una o dos cosas.

A la mañana siguiente llegó una carta de la señorita Smith, relatando entérminos breves y precisos los hechos que yo había presenciado. Pero la miga dela carta estaba en la posdata:

« Estoy segura, señor Holmes, de que respetará usted la confidencia que voya hacerle. Mi situación se ha vuelto incómoda, debido a que mi patrón me hapedido que me case con él. Estoy convencida de que sus sentimientos sonsinceros y completamente honrados. Pero, por supuesto, yo ya estoycomprometida. Se tomó muy a pecho mi negativa, pero se mostró muy amable.No obstante, lo comprenderá, la situación es un poco tensa» .

—Parece que nuestra joven amiga está metida en un buen lío —dijo Holmes,pensativo, al acabar la carta—. La verdad es que el caso presenta más aspectosinteresantes y más posibilidades de lo que yo suponía al principio. No me sentaríanada mal pasar un día tranquilo y apacible en el campo, y estoy por acercarmeallí esta tarde para poner a prueba una o dos teorías que se me han ocurrido.

El tranquilo día de campo de Holmes tuvo un desenlace inesperado, y a quellegó a Baker Street bastante tarde, con un labio partido y un chichón amoratadoen la frente, además de presentar un aspecto general tan desastrado que supersona habría despertado las justificadas sospechas de Scotland Yard. Se habíadivertido muchísimo con sus aventuras y se reía alegremente al relatarlas.

—Hago tan poco ejercicio que siempre resulta gratificante —dijo—. Comosabe, poseo ciertos conocimientos del noble y antiguo deporte británico delboxeo. De cuando en cuando resultan útiles. Hoy, por ejemplo, lo habría pasadobochornosamente mal de no ser por ellos.

Le rogué que me contara lo que había sucedido.—Localicé ese bar de pueblo que le había recomendado visitar, y allí inicié

mis discretas averiguaciones. Me instalé en la barra y el charlatán del propietariome fue dando toda la información que deseaba. Williamson es un hombre de

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barba blanca que vive solo en la mansión, con unos pocos sirvientes. Corre elrumor de que es o ha sido clérigo, pero uno o dos incidentes ocurridos durante subreve estancia en la mansión me parecieron muy poco eclesiásticos. He hechoya algunas indagaciones en una agencia eclesiástica, y allí me han dicho queexistió un clérigo con ese apellido, que tuvo una carrera particularmenteturbulenta. Además, el tabernero me dijo que a la mansión solían acudir visitasde fin de semana, « gente de pasta» , según él, y en especial cierto caballero conbigote rojo apellidado Woodley, que estaba siempre por allí. Hasta aquí habíamosllegado cuando ¿quién dirá que vino a entrometerse? Pues el propio caballero encuestión, que estaba bebiendo una cerveza allí mismo y había escuchado toda laconversación. ¿Quién era yo? ¿Qué quería? ¿A qué venían tantas preguntas?

Su lenguaje era de lo más fluido y sus adjetivos muy vigorosos, y remató unasarta de insultos con un revés traicionero que no pude esquivar del todo. Losminutos siguientes fueron deliciosos. Mis directos de izquierda contra los porrazosdel rufián. Yo acabé como usted ve. Al señor Woodley se lo llevaron en un carro.Así terminó mi excursión al campo, y debo confesar que, aunque ha sido muydivertida, mi expedición a los límites de Surrey no ha resultado mucho másprovechosa que la suya.

El jueves nos llegó otra carta de nuestra cliente:

«Señor Holmes, no creo que le sorprenda saber que voy a dejar miempleo en casa del señor Carruthers. Ni siquiera un sueldo tan alto puedecompensarme de lo incómodo de mi situación. El sábado iré a Londres y notengo intención de regresar. El señor Carruthers ha comprado uncochecito, de manera que los peligros de la carretera solitaria, si es quealguna vez existieron, han desaparecido. En cuanto al motivo concreto deque me vaya, no se trata sólo de la tensa situación con el señor Carruthers,sino que además ha vuelto a aparecer ese odioso señor Woodley. Siemprefue repugnante, pero ahora está más feo que nunca, porque parece que hatenido un accidente y está todo desfigurado. Lo he visto por la ventana,pero gracias a Dios aún no he coincidido con él. Tuvo una largaconversación con el señor Carruthers, que después de eso parecía muyexcitado. Woodley debe de estar alojado por aquí cerca, porque no durmióen casa y, sin embargo, lo volví a ver esta mañana, merodeando entre losarbustos. Preferiría que anduviese suelta una fiera salvaje antes que él. Leodio y le temo más de lo que soy capaz de expresar. ¿Cómo puede el señorCarruthers soportar ni por un segundo a semejante bicho? Menos mal queel sábado se acabarán mis problemas».

—Eso espero, Watson, eso espero —dijo Holmes muy serio—. Alrededor deesta mujercita se está tramando alguna turbia intriga, y nuestro deber es procurar

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que nadie la moleste en este último viaje. Creo, Watson, que debemos prepararlotodo para desplazarnos allí el sábado por la mañana y asegurarnos que estacuriosa e incipiente investigación no tenga un final trágico.

Confieso que hasta aquel momento no me había tomado muy en serio elcaso, que me parecía más grotesco y extravagante que verdaderamentepeligroso. Que un hombre acechara y siguiera a una mujer tan guapa no teníanada de nuevo, y si el tipo era tan poco decidido que no sólo no se atrevía aabordarla sino que incluso huía cuando ella se le acercaba, no podía tratarse deun asaltante muy peligroso. Aquel rufián de Woodley era muy diferente, pero,excepto en una ocasión, nunca había molestado a nuestra cliente y ahora visitabala casa de Carruthers sin importunarla a ella. El hombre de la bicicleta tenía queser uno de los que visitaban la mansión los fines de semana, como había dicho eltabernero, aunque seguíamos sin saber quién era y qué pretendía. Sin embargo,la actitud grave de Holmes y el hecho de que al salir de nuestras habitaciones semetiera un revólver en el bolsillo me hizo pensar por primera vez en laposibilidad de que detrás de aquella curiosa cadena de sucesos acechase latragedia.

Después de una noche de lluvia amaneció un día espléndido, y los camposcubiertos de brezo y salpicados de vistosos matorrales de tojo en flor parecíanaún más hermosos a unos ojos hastiados de los pardos sombríos y el gris pizarrade Londres. Holmes y yo avanzábamos por la ancha y arenosa carretera,aspirando el aire fresco de la mañana y disfrutando del canto de los pájaros y lasuave brisa primaveral.

Desde una altura del camino en la ladera de la colina Crooksbury pudimosdivisar la sombría mansión, sobresaliendo entre los añosos robles que, aun siendomuy viejos, eran más jóvenes que el edificio que rodeaban. Holmes señaló ellargo tramo de carretera que formaba una franja rojo-amarillenta entre el colorpardo del brezal y el verde primaveral del bosque. A lo lejos se veía un puntonegro que resultó ser un vehículo que avanzaba hacia nosotros. Holmes soltó unaexclamación de impaciencia.

—Yo había calculado un margen de media hora —dijo—, pero si aquél es sucarricoche, es que debe de haber decidido tomar un tren anterior. Me temo,Watson, que va a pasar por Charlington antes de que podamos encontrarnos conella.

Desde el momento en que dejamos la elevación, perdimos de vista elvehículo, pero avanzamos a un paso tan rápido que mi vida sedentaria empezó ahacerse sentir, y me fui quedando rezagado. Holmes, sin embargo, se manteníasiempre en forma, porque disponía de reservas inagotables de energía nerviosa alas que recurrir. Ni por un momento aminoró su paso elástico hasta que, depronto, cuando y a iba unos cien metros por delante de mí, se detuvo y le vilevantar el brazo con un gesto de dolor y desesperación. En aquel mismo

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momento, por la curva de la carretera apareció un carricoche vacío, con elcaballo al trote y las riendas colgando, que se acercó rápidamente a nosotros.

—¡Demasiado tarde, Watson, demasiado tarde! —exclamó Holmes mientrasyo corría resoplando hacia él—. ¡Qué idiota he sido en no pensar en el trenanterior! ¡Secuestro, Watson! ¡Secuestro! ¡Asesinato! ¡Dios sabe qué! ¡Ciérreleel paso y pare al caballo! Muy bien. Ahora monte, y veremos si puedo remediarlas consecuencias de mi estupidez.

Subimos los dos al coche y Holmes hizo que el caballo diera la vuelta, dio untrallazo con el látigo y salimos volando carretera adelante. Al doblar la curvaquedó visible todo el tramo de carretera que discurría entre el brezal y lamansión. Yo agarré a Holmes del brazo.

—¡Allí está el hombre! —jadeé.Un ciclista solitario venía hacia nosotros. Traía la cabeza agachada y los

hombros encorvados y pedaleaba con todas sus fuerzas. Volaba como uncorredor de carreras. De pronto, levantó el rostro barbudo, nos vio cerca de él yfrenó, saltando a continuación de su máquina. La barba, negra como el carbón,contrastaba de manera extraña con la palidez de su rostro, y los ojos le brillabancomo si tuviera fiebre. Se quedó mirándonos a nosotros y al carruaje y en surostro se formó una expresión de asombro.

—¿Qué es esto? ¡Alto ahí! —gritó, cerrándonos el paso con su bicicleta—.¿De dónde han sacado este coche? ¡Pare usted! —vociferó, sacando una pistoladel bolsillo—. ¡Pare le digo, o por San Jorge que le meto un tiro al caballo!

Holmes arrojó las riendas sobre mis rodillas y saltó del coche.—Usted es el hombre al que queríamos ver. ¿Dónde está la señorita Violet

Smith? —dijo con su característica rapidez y claridad.—Eso mismo le pregunto y o. Viene usted en su coche y tiene que saber

dónde está.—Encontramos el coche en la carretera, pero no había nadie en él. Hemos

venido para ayudar a la señorita.—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? —exclamó el desconocido,

frenético de angustia—. ¡La han atrapado, ese demonio de Woodley y el curarenegado! Venga usted, venga, si de verdad es su amigo. Ayúdenme y lasalvaremos, aunque tenga que dejar mi pellejo en el bosque de Charlington.

Corrió como un loco, pistola en mano, hacia una abertura en el seto. Holmesle siguió y yo seguí a Holmes, dejando al caballo pastando junto a la carretera.

—Se han metido por aquí —dijo Holmes, señalando las huellas de varios piesen el sendero embarrado—. ¡Caramba! ¡Quietos un momento! ¡Hay alguiencaído en los matorrales!

Se trataba de un joven de unos diecisiete años, vestido como mozo decuadras, con pantalones y polainas de cuero. Yacía caído de espaldas, con lasrodillas dobladas y una terrible brecha en la cabeza. Estaba sin sentido, pero vivo.

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Me bastó una mirada a la herida para saber que no había penetrado en el hueso.—Es Peter, el lacay o —exclamó el desconocido—. Él conducía el coche.

Esos salvajes le han hecho bajar y lo han golpeado. Dejémoslo aquí; no podemoshacer nada por él, pero a ella aún podemos salvarla de lo peor que le puedeocurrir a una mujer.

Corrimos frenéticamente por el sendero, que serpenteaba entre los árboles.Habíamos llegado a los arbustos que rodeaban la casa cuando Holmes se detuvoen seco.

—No han ido a la casa. Sus pisadas van hacia la izquierda. ¡Allí, junto a loslaureles! ¡Ah, lo que yo decía!

Mientras él hablaba, del verde macizo de arbustos que teníamos delantesurgió un alarido de mujer, un alarido que vibraba con un paroxismo de horror, yque se cortó de golpe en la nota más aguda, con un gemido de ahogo.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Está en la pista de bolos! —gritó el desconocido,lanzándose de cabeza entre los arbustos—. ¡Perros cobardes! ¡Síganme,caballeros! ¡Demasiado tarde! ¡Por todos los diablos!

Habíamos salido de pronto a un precioso claro cubierto de césped y rodeadode viejos árboles. En el punto más alejado, a la sombra de un corpulento roble,había un curioso grupo de tres personas. Una era una mujer, nuestra cliente,amordazada con un pañuelo y con aspecto de estar a punto de desmayarse.Frente a ella se erguía un hombre joven de aspecto brutal, rostro macizo y bigotepelirrojo, con las piernas bien abiertas y enfundadas en polainas. Tenía un brazoen jarras y con el otro hacía ondear una fusta. Su actitud era la de un fanfarrónen un momento de triunfo. Entre los dos había un hombre mayor, con barbablanca, que vestía una sobrepelliz corta sobre un traje claro de lana, y que alparecer acababa de celebrar un rito nupcial, y a que al aparecer nosotros seguardó en el bolsillo el libro de oraciones y felicitó jovialmente al siniestro noviocon una palmada en el hombro.

—¡Se han casado! —balbucí.—¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó nuestro guía.Atravesó corriendo el claro, con Holmes y yo pisándole los talones. Al

acercarnos, la joven se tambaleó y tuvo que apoyarse en el tronco del árbol.Williamson, el ex sacerdote, nos saludó con una reverencia burlona, y elfanfarrón de Woodley nos salió al paso con una brutal carcajada de júbilo.

—Ya puedes quitarte esa barba, Bob —dijo—. Se te conoce perfectamente.Pues bien, tú y tus amigos llegáis justo a tiempo para que os presente a la señoraWoodley.

La respuesta de nuestro guía fue sorprendente. Se arrancó la barba negra quele servía de disfraz y la tiró al suelo, dejando al descubierto un rostro alargado,cetrino y bien afeitado. A continuación, levantó su revólver y apuntó al jovenrufián, que avanzaba hacia él blandiendo su peligrosa fusta.

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—Sí —dijo nuestro aliado—. Soy Bob Carruthers y pienso defender a estamujer aunque me ahorquen por ello. Ya te advertí lo que haría si volvías amolestarla, y por Dios que cumpliré mi promesa.

—Llegas tarde. ¡Es mi esposa!—No, es tu viuda.El revólver detonó y vi brotar la sangre de la pechera del chaleco de

Woodley. Giró sobre sus pies con un gemido y cayó de espaldas, mientras surostro odioso y enrojecido adquiría de repente una terrible palidez. El anciano,que todavía vestía su sobrepelliz, estalló en una sarta de blasfemias como no heoído jamás y sacó también un revólver, pero antes de que pudiera levantarlo seencontró frente a los ojos el cañón del arma de Holmes.

—¡Se acabó! —dijo mi amigo fríamente—. Tire esa pistola. Recójala,Watson, y apúntele a la cabeza. Gracias. Usted, Carruthers, deme ese revólver.Ya está bien de violencia. Vamos, entréguemelo.

—Pero ¿quién es usted?—Me llamo Sherlock Holmes.—¡Santo Dios!—Veo que ha oído hablar de mí. Hasta que llegue la policía, yo actuaré en

representación suy a. ¡Eh, muchacho! —le gritó al asustado lacayo, que acababade aparecer en el borde del claro—. Ven aquí. Lleva esta nota a Farnham lo másdeprisa que puedas —garabateó unas cuantas palabras en una hoja de sucuaderno—. Entrégasela al inspector jefe del puesto de policía. Y mientras élllega, todos ustedes quedan bajo mi custodia personal.

La personalidad fuerte y arrolladora de Holmes dominaba la trágica escena,y todos por igual éramos como marionetas en sus manos. Williamson yCarruthers cargaron con el herido Woodley para meterlo en la casa y yo ofrecími brazo a la asustada muchacha. Tendieron al herido en una cama y, a peticiónde Holmes, lo examiné. Presenté mi informe en el antiguo comedor adornadocon tapices, donde Holmes se había instalado con sus dos prisioneros delante.

—Vivirá —dije.—¿Cómo? —gritó Carruthers, poniéndose en pie de un salto—. Entonces

subiré a rematarlo antes que nada. No me digan que esa muchacha, ese ángel, vaa quedar atrapada para toda su vida a Jack Woodley « el Rugiente» .

—No debe preocuparse por eso —dijo Holmes—. Existen dos excelentesrazones para que no se la pueda considerar su esposa, bajo ningún concepto. Enprimer lugar, tenemos motivos de sobra para poner en duda el derecho del señorWilliamson a celebrar un matrimonio.

—He sido ordenado —exclamó el viejo granuja.—Y también suspendido.—Cuando uno es sacerdote, es sacerdote para siempre.—No lo veo yo así. ¿Y qué hay de la licencia?

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—Sacamos una licencia de matrimonio. La tengo en el bolsillo.—La conseguiría con engaños. Pero, en cualquier caso, un matrimonio

forzado no tiene validez; en cambio, constituy e un delito muy grave, comocomprobará usted antes de que esto termine. O mucho me equivoco, o tendrátiempo de sobra para reflexionar sobre el tema durante los próximos diez años,más o menos. En cuanto a usted, Carruthers, más le habría valido guardarse lapistola en el bolsillo.

—Empiezo a creer que sí, señor Holmes, pero cuando pensé en todas lasprecauciones que había tomado para proteger a esta muchacha…, porque yo laamaba, señor Holmes, y es la única vez en mi vida que he sabido lo que es elamor… me volví loco al saber que estaba en poder del matón más brutal deSudáfrica, un tipo cuyo solo nombre infunde un terror supersticioso desdeKimberley a Johannesburgo. Sí, señor Holmes, usted no lo creerá, pero desdeque esta chica empezó a trabajar para mí, ni una sola vez dejé que pasaradelante de esta casa, donde yo sabía que se ocultaban estos canallas, sin seguirlaen mi bicicleta para asegurarme de que no le ocurriera nada malo. Me manteníadistanciado de ella, y me ponía una barba postiza para que no me reconociera,porque se trata de una joven decente y orgullosa, que no se habría quedadomucho tiempo en mi casa de haber sabido que yo la iba siguiendo por lascarreteras rurales.

—¿Por qué no la advirtió del peligro?—Porque también en este caso se habría marchado, yo no podía soportar la

idea. Aunque no me amara, significaba mucho para mí ver su preciosa figurapor la casa y oír el sonido de su voz.

—Usted llama a eso amor, señor Carruthers —dije yo—, pero yo lo llamoegoísmo.

—Puede que las dos cosas vayan unidas. Fuera como fuere, no quería que semarchara. Además, con esta gente por aquí, convenía que hubiera alguien cercapara cuidar de ella. Y cuando llegó el telegrama, tuve la seguridad de que prontoentrarían en acción.

—¿Qué telegrama?—Este —dijo Carruthers, sacándolo del bolsillo. El texto era breve y conciso:

«El viejo ha muerto».

—¡Hum! —dijo Holmes—. Creo que ya sé cómo se desarrollaron las cosas,y me doy cuenta de que este telegrama debió impulsarlos a entrar en acción,como usted dice. Pero, mientras aguardamos, podría usted explicarme algunosdetalles.

El viejo renegado de la sobrepelliz soltó una explosiva descarga de palabrotas.—Por mi alma, Bob Carruthers —dijo—, que si nos delatas te voy a hacer lo

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mismo que tú le hiciste a Jack Woodley. Puedes rebuznar todo lo que quierasacerca de la chica, porque ese es asunto tuyo, pero si traicionas a tus compañeroscon este poli de paisano, será la peor faena que has hecho en tu vida.

—No se excite, reverendo —dijo Holmes, encendiendo un cigarrillo—. Loscargos contra usted están bastante claros, y sólo quiero preguntar unos cuantosdetalles por curiosidad personal. Sin embargo, si existe algún problema en queustedes me lo cuenten, seré yo quien hable y veremos qué posibilidades tienen deocultar sus secretos. En primer lugar, tres de ustedes llegaron de Sudáfrica paradar este golpe: usted, Williamson, usted, Carruthers, y Woodley.

—Error número uno —dijo el anciano—. Yo no conocía a ninguno de los doshasta hace dos meses, y jamás en mi vida he estado en África, así que puedemeter eso en su pipa y fumárselo, señor Metomentodo Holmes.

—Es cierto lo que dice —confirmó Carruthers.—Bien, bien, vinieron sólo dos. El reverendo es un producto del país. Ustedes

conocieron a Ralph Smith en Sudáfrica y tenían motivos para suponer que noviviría mucho. Entonces averiguaron que su sobrina heredaría su fortuna. ¿Quétal voy?

Carruthers asintió y Williamson soltó una palabrota.—No cabe ninguna duda de que ella era el pariente más próximo, y ustedes

estaban seguros de que el viejo no haría testamento.—No sabía ni leer ni escribir —dijo Carruthers.—Así que ustedes dos se plantaron aquí y localizaron a la chica. El plan era

que uno de los dos se casara con ella y el otro recibiría una parte del botín. Poralguna razón, Woodley salió elegido como marido. ¿Cómo fue eso?

—Nos la jugamos a las cartas en el viaje. Él ganó.—Comprendo. Usted tomó a la joven a su servicio, y así Woodley podría

cortejarla. Pero ella se dio cuenta de que era un bruto borracho y no quiso sabernada de él. Mientras tanto, su plan se trastornó porque usted mismo se enamoróde la chica, y no podía soportar la idea de que este rufián se la quedase.

—¡No, por San Jorge, no podía!—Hubo una pelea entre ustedes. Woodley se marchó enfurecido y comenzó

a hacer sus propios planes sin contar con usted.—Empiezo a pensar, Williamson, que no hay mucho que podamos decirle a

este caballero —dijo Carruthers con una risa amarga—. Sí, nos peleamos y élme derribó. Pero ahora ya estamos en paz. Entonces lo perdí de vista. Fueentonces cuando él reclutó a este padre renegado. Descubrí que se habíaninstalado juntos aquí, en el trayecto que ella recorría para ir a la estación. A partirde entonces, no la perdí de vista, porque sabía que se estaba cociendo algunadiablura. Hace dos días, Woodley se presentó en mi casa con este telegrama, quenos comunicaba la muerte de Ralph Smith. Me preguntó si estaba dispuesto aseguir adelante con el trato. Le respondí que no. Preguntó entonces si accedería a

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casarme con la chica y darle a él una parte. Le dije que lo haría de muy buenagana, pero que ella no me aceptaba. Entonces, Woodley dijo: « Primero vamos acasarla, y puede que al cabo de una o dos semanas vea las cosas de diferentemanera» . Le respondí que me negaba a utilizar la violencia, y se marchómaldiciendo, como el canalla malhablado que siempre ha sido, y jurando quesería suya de un modo u otro. Ella se iba a marchar de mi casa esta semana y yohabía conseguido un coche para llevarla a la estación, pero me sentía tanintranquilo que la seguí en bicicleta. Sin embargo, dejé que me tomarademasiada delantera, y antes de que pudiera alcanzarla el mal ya estaba hecho.No supe nada más hasta que los vi a ustedes dos regresando con el coche.

Holmes se puso en pie y tiró la colilla de su cigarrillo a la chimenea.—He sido un obtuso, Watson —dijo—. Cuando me presentó usted su informe

dijo que le había parecido ver al ciclista arreglarse la corbata entre los arbustos.Sólo con esto tendría que haberlo comprendido todo. Sin embargo, podemosfelicitarnos por haber intervenido en un caso bastante curioso y en algunosaspectos único. Veo venir por el sendero a tres policías del condado, y me alegracomprobar que el pequeño mozo de cuadras se mantiene a su paso; es probableque ni él ni el fascinante novio sufran daños permanentes a causa de lasaventuras de esta mañana. Creo, Watson, que en su calidad de médico deberíaatender a la señorita Smith y decirle que si se encuentra suficientementerecuperada tendremos mucho gusto en acompañarla a casa de su madre. Y si surecuperación no es completa, ya verá usted como una ligera alusión a laposibilidad de enviar un telegrama a cierto joven electricista de las Midlands ladeja curada del todo. En cuanto a usted, señor Carruthers, creo que ha hecho todolo que ha podido por reparar su participación en un plan maligno. Aquí tiene mitarjeta, y si mi declaración puede servirle de ayuda en el juicio, me tendrá a sudisposición.

El lector probablemente habrá observado que, sumido en el torbellino denuestra incesante actividad, suele resultarme difícil redondear mis relatosañadiendo esos detalles finales que tanto aprecian los curiosos. Cada caso haservido de preludio a otro y, una vez pasada la crisis, los actores desaparecenpara siempre de nuestras ajetreadas vidas. Sin embargo, al final de losmanuscritos referentes a este caso he encontrado una breve anotación queconfirma que la señorita Violet Smith heredó una gran fortuna y que actualmentees la esposa de Cyril Morton, socio principal de Morton & Kennedy, conocidoselectricistas de Westminster. Williamson y Woodley fueron procesados porsecuestro y agresión; al primero le cayeron siete años y al segundo diez. Noconsta ningún dato acerca de Carruthers, pero estoy seguro de que el tribunal nojuzgaría con mucha severidad su agresión, teniendo en cuenta que Woodley teníareputación de ser un maleante peligrosísimo, y creo que con unos meses bastaríapara satisfacer las exigencias de la justicia.

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En nuestro pequeño escenario de Baker Street hemos presenciado entradas ysalidas espectaculares, pero no recuerdo ninguna tan repentina y sorprendentecomo la primera aparición del doctor Thorneycroft Huxtable, M. A., Ph. D., etc.Su tarjeta, que parecía demasiado pequeña para soportar el peso de tanto títuloacadémico, le precedió en unos segundos y luego entró él: tan grande, tanpomposo y tan digno que parecía la encarnación misma del aplomo y la solidez.Y sin embargo, lo primero que hizo en cuanto la puerta se cerró a sus espaldasfue tambalearse y apoyarse en la mesa, tras lo cual se desplomó en el suelo yallí quedó su majestuosa figura, postrada e inconsciente sobre la alfombra de pielde oso colocada delante de nuestra chimenea.

Nos pusimos en pie de un salto y durante unos instantes contemplamos consilencioso asombro aquel enorme resto de naufragio, que parecía el resultado deuna repentina y letal tempestad ocurrida en algún lugar lejano del océano de lavida. Luego corrimos a socorrerlo, Holmes con un almohadón para la cabeza yyo con brandy para la boca. El rostro blanco y macizo estaba surcado porarrugas de preocupación, las fláccidas bolsas de debajo de los ojos tenían uncolor plomizo, la boca entreabierta se curvaba en una mueca de dolor y susrollizas mejillas estaban sin afeitar. La camisa y el cuello mostraban lasmugrientas señales de un largo viaje, y el cabello se encrespabadesordenadamente sobre la bien formada cabeza. El hombre que y acía antenosotros había sufrido sin duda un duro golpe.

—¿Qué tiene, Watson? —preguntó Holmes.—Agotamiento total, puede que simple hambre y cansancio —respondí,

tomándole el pulso y verificando que el torrente de vida se había reducido a undébil goteo.

—Billete de ida y vuelta desde Mackleton, en el norte de Inglaterra —dijoHolmes, sacándoselo del bolsillo del reloj—. Y aún no son ni las doce. No cabeduda de que ha madrugado.

Los párpados fruncidos empezaron a temblar y un par de ojos grises yausentes alzaron su mirada hacia nosotros. Un instante después, nuestro hombrese ponía en pie con dificultades y rojo de vergüenza.

—Perdone esta muestra de debilidad, señor Holmes; temo que me hanfallado las fuerzas. Gracias. Si pudiera tomar un vaso de leche y una galleta,estoy seguro de que me pondría bien. He venido personalmente, señor Holmes,para asegurarme de que me acompañará usted a la vuelta. Temía que un simpletelegrama no lograría convencerlo de la absoluta urgencia del caso.

—Cuando se haya repuesto usted del todo…—Ya me siento perfectamente otra vez. No me explico cómo me dio este

desfallecimiento. Señor Holmes, quiero que venga usted a Mackleton conmigo enel primer tren.

Mi amigo sacudió la cabeza.

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—Mi compañero, el doctor Watson, podrá decirle que en estos momentosestamos ocupadísimos. No puedo dejar este caso de los documentos Ferrers, yademás está a punto de comenzar el juicio por el crimen de Abergavenny. Sóloun asunto muy importante podría sacarme de Londres en estos momentos.

—¡Importante! —nuestro visitante levantó las manos—. ¿No se ha enteradodel secuestro del único hijo del duque de Holdernesse?

—¿Cómo? ¿El que fue ministro?—Exacto. Hemos tratado de ocultárselo a la prensa, pero anoche el Globe

publicaba algunos rumores. Pensé que tal vez estuviera usted al corriente.Holmes estiró su largo y delgado brazo y sacó el volumen « H» de su

enciclopedia de consulta.—« Holdernesse, sexto duque de K. G., P. C…; barón de Beverley, conde de

Carston… ¡Caramba, menuda lista!… Señor de Hallamshire desde 1900. Casadocon Edith, hija de sir Charles Appledore, en 1888. Hijo único y heredero: lordSaltire. Propietario de unos 250,000 acres. Minas en Lancashire y Gales.Residencias: Carlton House Terrace, Londres; Mansión Holdernesse, enHallamshire; castillo de Carston, en Bangor, Gales. Lord Almirante en 1872.Primer secretario de Estado…» . ¡Vaya, vaya! Se trata, sin duda, de uno de losgrandes personajes del reino.

—El más grande, y puede que el más rico. Ya sé, señor Holmes, que es ustedun profesional de primera fila y que está dispuesto a trabajar por mero amor altrabajo. Sin embargo, puedo decirle que su excelencia ha prometido entregar uncheque de cinco mil libras a la persona que pueda indicarle el paradero de suhijo, y otras mil a quien pueda identificar a la persona o personas que lo hansecuestrado.

—Una oferta principesca —dijo Holmes—. Watson, creo queacompañaremos al doctor Huxtable al norte de Inglaterra. Y ahora, doctorHuxtable, en cuanto se hay a terminado la leche, le agradecería que nos contaralo que ha ocurrido, cuándo ocurrió, cómo ocurrió y, por último, qué tiene que veren ello el doctor Thorneycroft Huxtable, del colegio Priory, cerca de Mackleton,y por qué viene a solicitar mis humildes servicios tres días después del suceso,como se deduce del estado de su barba.

Nuestro visitante había dado cuenta de su leche y sus galletas. Recuperado elbrillo de sus ojos y el color de sus mejillas, comenzó a explicar la situación conconsiderable energía y lucidez.

—Debo informarles, caballeros, de que el Priory es un colegio preparatorio,del que soy fundador y director. Tal vez les resulte más familiar mi nombre si loasocian a los Comentarios a Horacio por Huxtable. El Priory es el mejor y másselecto colegio preparatorio de Inglaterra, sin excepción alguna. Lord Leverstoke,el conde de Blackwater, sir Cathcart Soames…, todos ellos me han confiado a sushijos. Pero cuando me pareció que mi colegio había alcanzado el cenit fue hace

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tres semanas, cuando el duque de Holdernesse envió a su secretario, el señorJames Wilder, para notificarme la intención de poner a mi cargo al joven lordSaltire, de diez años de edad, hijo único y heredero suy o. ¡Qué poco imaginabay o que aquello iba a ser el preludio de la desgracia más terrible de mi vida!

El muchacho llegó el 1 de mayo, que es cuando comienza el semestre deverano. Era un joven encantador, que se adaptó en seguida a nuestras normas.Debo decirle…, espero no estar cometiendo una indiscreción, pero en un casocomo éste es absurdo andarse con medias verdades…, que el chico no era muyfeliz en su casa. Es un secreto a voces que la vida matrimonial del duque no hasido muy apacible y acabó desembocando en una separación por mutuoacuerdo. La duquesa se ha establecido en el sur de Francia. Esto ocurrió hacemuy poco, y se sabe que las simpatías del muchacho estaban del lado de lamadre. Cuando ella se marchó de la mansión Holdernesse, el chico se quedómuy deprimido, y por eso decidió el duque enviarlo a mi colegio. A los quincedías se había adaptado por completo y parecía absolutamente feliz con nosotros.

Se le vio por última vez la noche del 13 de may o, es decir, la noche del lunespasado. Su cuarto está en el segundo piso y para llegar a él hay que pasar porotra habitación más grande, en la que duermen dos alumnos. Estos muchachos novieron ni oyeron nada, de manera que es imposible que el joven Saltire pasarapor allí. La ventana de su cuarto estaba abierta y hay una hiedra bastante sólidaque llega hasta el suelo. No encontramos pisadas abajo, pero no cabe duda deque esta es la única salida posible.

Su ausencia se descubrió a las siete de la mañana del martes. Se notaba quehabía dormido en su cama. Antes de marcharse se había vestido del todo, con eluniforme escolar de chaqueta negra, estilo Eton, y pantalones gris oscuro. No seadvertían señales de que hubiera entrado alguien en su habitación y estamosseguros de que si hubiera habido gritos o forcejeo se habrían oído, porqueCaulder, el mayor de los dos muchachos que duermen en la habitación interior,tiene el sueño muy ligero.

Cuando descubrimos la desaparición de lord Saltire, pasé listainmediatamente a todo el personal del colegio: alumnos, profesores y servicio. Yentonces nos dimos cuenta de que lord Saltire no se había fugado solo. Faltabatambién Heidegger, el profesor de alemán. Su habitación está también en elsegundo piso, al otro extremo del edificio, pero dando a la misma fachada que lade lord Saltire. También había dormido en su cama; pero al parecer se habíamarchado a medio vestir, porque su camisa y sus calcetines estaban tirados en elsuelo. No cabe duda de que bajó descolgándose por la hiedra, porqueencontramos pisadas suy as abajo en el césped. Junto a este césped hay unpequeño cobertizo donde guardaba su bicicleta, que también ha desaparecido.

Llevaba con nosotros dos años, y había llegado con las mejores referencias.Pero era un tipo callado y poco simpático, que no se llevaba muy bien ni con los

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alumnos ni con los profesores. No se pudo encontrar ni rastro de los fugitivos, yhoy, jueves, sabemos tan poco como el martes. Naturalmente, fuimos deinmediato a preguntar a la mansión Holdernesse. Se encuentra a sólo unas millasde distancia, y pensamos que un repentino ataque de nostalgia le habría hechovolver con su padre. Pero allí no sabían nada de él. El duque está excitadísimo, yen cuanto a mí, ya han visto ustedes el estado de postración nerviosa al que mehan reducido la incertidumbre y la responsabilidad. Señor Holmes, si alguna vezse ha empleado usted a fondo, le suplico que lo haga ahora, porque nunca en suvida encontrará un caso que más lo merezca.

Sherlock Holmes había escuchado con el may or interés el relato del afligidodirector de escuela. Sus cejas fruncidas y el profundo surco que había entre ellasdemostraban que no era preciso insistirle para que concentrase toda su atenciónen un problema que, aparte de las enormes sumas que en él se barajaban, teníaforzosamente que atraerle, dada su afición a lo enigmático y lo extraño. Sacó sucuaderno de notas y garabateó en él algunas anotaciones.

—Ha sido una torpeza por su parte no acudir a mí antes —dijo en tono severo—. Me obliga a iniciar mi investigación con una grave desventaja. Esimpensable, por ejemplo, que esa hiedra y ese césped no le revelaran nada a unobservador experto.

—No ha sido culpa mía, señor Holmes. Su excelencia estaba empeñado enevitar a toda costa un escándalo público. Le asustaba que sus desgraciasfamiliares quedaran expuestas a la vista de todos. Siente horror por ese tipo decosas.

—¿Pero se ha realizado alguna investigación oficial?—Sí, señor, pero sin ningún resultado. Al principio pareció que se había

encontrado una pista, y a que alguien declaró haber visto a un hombre joven y unniño saliendo de una estación cercana en uno de los primeros trenes. Pero anochesupimos que se había seguido la pista de la pareja hasta Liverpool, y se hacomprobado que no tienen nada que ver con el asunto. Entonces fue cuando,desesperado, defraudado y tras una noche sin dormir, decidí tomar el primer treny venir directamente a verle.

—Supongo que la investigación sobre el terreno aflojaría mientras se seguíaesa pista falsa.

—Se interrumpió por completo.—Con lo cual se han perdido tres días. No se podía haber manejado peor el

asunto.—Eso me parece a mí, lo reconozco.—Sin embargo, debería poderse resolver el problema. Tendré mucho gusto

en echarle un vistazo. ¿Ha descubierto usted alguna conexión entre el chicoperdido y este profesor alemán?

—Absolutamente ninguna.

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—¿Ni siquiera estaba en su clase?—No; por lo que y o sé, jamás intercambiaron una palabra.—Desde luego, esto es muy curioso. ¿Tenía bicicleta el chico?—No.—¿Se ha echado en falta alguna otra bicicleta?—No.—¿Está usted seguro?—Completamente.—Vamos a ver: ¿no pensará usted en serio que este alemán se marchó en

bicicleta en plena noche con el chico en brazos?—Claro que no.—Entonces, ¿cuál es su teoría?—Lo de la bicicleta pudo ser un truco para despistar. Pueden haberla

escondido en cualquier parte y luego marcharse a pie.—Desde luego; pero parece un truco bastante absurdo, ¿no cree? ¿Había más

bicicletas en ese cobertizo?—Varias.—¿Y no cree que si hubieran querido dar la impresión de que se marcharon

de ese modo habrían escondido un par de bicicletas?—Supongo que sí.—Desde luego que sí. La teoría del truco para despistar no se sostiene. Sin

embargo, el incidente constituy e un magnífico punto de partida para unainvestigación. Al fin y al cabo, una bicicleta no es fácil de esconder o destruir.Otra pregunta: ¿Recibió el chico alguna visita el día antes de su desaparición?

—No.—¿Recibió alguna carta?—Sí, una.—¿De quién?—De su padre.—¿Abren ustedes las cartas de los alumnos?—No.—Y entonces, ¿cómo sabe que era de su padre?—Porque el sobre llevaba el escudo de armas y la dirección estaba escrita

con la letra del duque, que es característicamente rígida. Además, el duquerecuerda haber escrito.

—¿Recibió otras cartas antes de ésa?—Ninguna en varios días.—¿Y alguna vez ha recibido carta de Francia?—No, nunca.—Supongo que se da usted cuenta de hacia dónde apuntan mis preguntas. Una

de dos: o se llevaron al chico a la fuerza o se marchó por su propia voluntad. En

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este último caso, cabría suponer que sólo una llamada de fuera podría empujar aun muchacho tan joven a hacer semejante cosa. Si no recibió visitas, la llamadatuvo que llegar por carta. Por tanto, estoy intentando averiguar quién la escribió.

—Me temo que no puedo ayudarle mucho. Que yo sepa, el único que leescribía era su padre.

—El cual le escribió el mismo día de su desaparición. ¿Se llevaban muy bienel padre y el hijo?

—Su excelencia no se lleva bien con nadie. Vive sumergido por completo enlos grandes asuntos públicos y resulta bastante inaccesible a las emocionesnormales. Pero, a su manera, siempre se portó bien con el niño.

—Sin embargo, las simpatías de éste se inclinaban por la madre, ¿no?—Sí.—¿Lo dijo él?—No.—Entonces, ¿el duque?—¡Santo cielo, no!—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?—Tuve algunas conversaciones confidenciales con el señor James Wilder,

secretario de su excelencia. Fue él quien me informó acerca de los sentimientosde lord Saltire.

—Ya veo. Por cierto, esa última carta del duque, ¿se encontró en la habitacióndel muchacho después de que éste desapareciera?

—No, se la había llevado. Creo, señor Holmes, que deberíamos ponernos encamino hacia la estación de Euston.

—Pediré un coche. Dentro de un cuarto de hora estaremos a su servicio. Y siva usted a telegrafiar, señor Huxtable, convendría que la gente de por allícrey era que las investigaciones aún siguen centradas en Liverpool, o dondequieraque conduzca esa pista falsa. De ese modo, yo podré trabajar tranquilamente enlas puertas de su establecimiento, y tal vez el rastro no esté tan borrado comopara que no podamos olfatearlo dos viejos sabuesos como Watson y y o.

Aquella noche la pasamos en la fría y vigorizante atmósfera de la región dePeak, donde se encuentra el famoso colegio del doctor Huxtable. Ya habíaoscurecido cuando llegamos. Sobre la mesa del vestíbulo había una tarjeta, y elmay ordomo susurró algo al oído del director, que se volvió hacia nosotros con laalegría reflejada en todos sus macizos rasgos.

—¡El duque está aquí! —dijo—. El duque y el señor Wilder están en midespacho. Vengan, caballeros, y los presentaré. Como es natural, yo había vistomuchos retratos del famoso estadista, pero el hombre de carne y hueso era muydistinto de sus imágenes. Se trataba de una persona alta y majestuosa, vestida demanera inmaculada, con un rostro flaco y chupado, y una nariz grotescamentelarga y encorvada. La mortal palidez de su piel contrastaba con la larga y

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ondulada barba roja que le caía por encima del chaleco blanco, en el que unacadena de reloj brillaba a través de las guedejas. Así era el majestuosopersonaje que nos miraba con fría mirada desde el centro de la alfombra de lachimenea del doctor Huxtable. A su lado había un hombre muy joven, quesupuse que sería Wilder, el secretario privado. Era pequeño, nervioso, inquisitivo,con ojos inteligentes de color azul claro y expresión cambiante. Fue él quieninició en el acto la conversación, en tono cortante y decidido.

—Vine esta mañana, doctor Huxtable, pero llegué demasiado tarde paraimpedirle partir hacia Londres. Me enteré de que tenía la intención de solicitar alseñor Sherlock Holmes que se hiciera cargo del caso. A su excelencia lesorprende, doctor Huxtable, que haya usted dado un paso semejante sinconsultarlo.

—Al saber que la policía había fracasado…—Su excelencia no está en modo alguno convencido del fracaso de la policía.—Pero señor Wilder…—Sabe usted muy bien, doctor Huxtable, que su excelencia tiene especial

interés en evitar todo escándalo público. Prefiere que su intimidad la conozcan lasmenos personas posibles.

—La cosa tiene fácil remedio —dijo el acobardado doctor—. El señorSherlock Holmes puede regresar a Londres en el tren de la mañana.

—Nada de eso, doctor, nada de eso —dijo Holmes con su voz más meliflua—. Este aire del Norte resulta muy vigorizante y agradable, y me parece quevoy a pasar unos días en estos páramos, ocupando la mente lo mejor que pueda.Naturalmente, a usted le toca decidir si me alojo bajo su techo o en la posada delpueblo.

Pude darme cuenta de que el pobre doctor se encontraba sumido en la másprofunda indecisión, de donde fue rescatado por la voz grave y sonora del duquebarbirrojo, que resonó como un gong llamando a comer.

—Doctor Huxtable, estoy de acuerdo con el señor Wilder en que tendríausted que haberme consultado. Pero ya que el señor Holmes está enterado detodo, sería verdaderamente absurdo no aprovechar sus servicios. En lugar de ir ala posada, señor Holmes, me agradaría mucho que se quedara conmigo en lamansión Holdernesse.

—Gracias, excelencia. Pero, a efectos de la investigación, creo que será másjuicioso que me quede en el escenario del misterio.

—Como desee, señor Holmes. Por supuesto, cualquier información que elseñor Wilder o yo podamos proporcionarle está a su disposición.

—Lo más probable es que tenga que ir a visitarlos a la mansión —dijoHolmes—. Por el momento, señor, sólo deseo preguntarle si tiene formadaalguna hipótesis que explique la misteriosa desaparición de su hijo.

—No, señor; ninguna.

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—Perdóneme si hago alusión a algo que le resulta doloroso, pero no tengomás remedio. ¿Cree usted que la duquesa puede tener algo que ver con el asunto?

El ilustre ministro dio claras muestras de vacilación.—No creo —dijo por fin.—La otra explicación más evidente es que el chico haya sido secuestrado con

objeto de pedir rescate por él. ¿No ha recibido ninguna petición en ese sentido?—No, señor.—Una pregunta más, excelencia. Tengo entendido que escribió usted a su hijo

el día mismo del incidente.—No; le escribí el día antes.—Eso es. ¿Pero él recibió la carta ese día?—Sí.—¿Había algo en su carta que pueda haberlo trastornado o inducido a dar ese

paso?—No, señor, claro que no.—¿Echó usted mismo la carta al correo?La contestación del aristócrata quedó interrumpida por el secretario, que

intervino algo acalorado.—Su excelencia no tiene por costumbre llevar personalmente las cartas al

correo —dijo—. La carta se dejó con las demás en la mesa del despacho, y y omismo las eché al buzón.

—¿Está usted seguro de haber echado esta carta?—Sí; me fijé en ella.—¿Cuántas cartas escribió su excelencia aquel día?—Veinte o treinta —dijo el duque—. Mantengo mucha correspondencia. Pero

¿no le parece esto un poco irrelevante?—No del todo —respondió Holmes.—Por mi parte —prosiguió el duque—, he aconsejado a la policía que dirija

su atención hacia el sur de Francia. Ya he dicho que no creo que la duquesa hay aincitado un acto tan monstruoso, pero el chico tenía ideas muy equivocadas, y esposible que haya huido para irse con ella, inducido y ayudado por ese alemán.Bien, doctor Huxtable, nos volvemos a la mansión.

Me di cuenta de que a Holmes aún le habría gustado hacer algunas preguntasmás, pero el brusco comportamiento del noble daba a entender que la entrevistahabía terminado. Era evidente que aquello de discutir sus intimidades familiarescon un extraño le resultaba absolutamente aborrecible a su exquisito carácteraristocrático, y que temía que cualquier nueva pregunta arrojara unadesagradable luz sobre los rincones discretamente oscurecidos de su historiaducal.

En cuanto el aristócrata y su secretario se marcharon, mi amigo se lanzó deinmediato a la investigación, con su vehemencia habitual.

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Examinamos minuciosamente la habitación del muchacho, que no nosproporcionó información alguna, aparte de dejarnos convencidos de que sólopudo haber escapado por la ventana. Tampoco la habitación y los objetospersonales del profesor alemán nos ofrecieron ninguna pista nueva. En este caso,un tallo de hiedra había cedido bajo su peso, y a la luz de la linterna pudimos veren el césped la huella dejada por sus talones al bajar al suelo. Aquella marcasolitaria en el bien cortado césped constituía el único testimonio material de lainexplicable fuga nocturna.

Sherlock Holmes salió del colegio solo y no regresó hasta después de las once.Se había hecho con un mapa militar de la zona y lo trajo a mi cuarto, lo extendió

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sobre la cama, colgó encima una lámpara y se puso a fumar mientras loexaminaba, señalando de cuando en cuando los puntos de interés con lahumeante boquilla de ámbar de su pipa.

—Cada vez me gusta más este caso, Watson —dijo—. Decididamente,presenta aspectos muy interesantes. En esta fase inicial, quiero que se fije enestos detalles geográficos, que pueden tener mucha importancia para nuestrainvestigación. Mire este mapa. Este cuadrado oscuro es el colegio Priory. Voy amarcarlo con un alfiler. Y esta línea es la carretera principal. Ya ve que corre deEste a Oeste, pasando frente a la escuela, y que en ninguna de las dos direccionesexiste una desviación en más de una milla. Si los dos fugitivos se marcharon porcarretera, tuvo que ser por esta carretera.

—Exacto.—Por una curiosa y afortunada casualidad, podemos saber hasta cierto punto

lo que pasó por esta carretera durante la noche de autos. Aquí, donde señalo conla pipa, había un policía rural de servicio desde las doce hasta las seis. Comopuede ver, se trata del primer cruce que existe por el lado este. El guardiadeclara que no se movió de su puesto ni un instante, y está seguro de que ni elhombre ni el niño pudieron pasar por allí sin que él los viera. He hablado estanoche con el policía en cuestión, y me ha parecido una persona de absolutaconfianza. Con eso queda descartado este camino. Pasemos a ocuparnos del otro.Aquí hay una fonda, « El Toro Rojo» , cuya propietaria estaba enferma. Habíahecho llamar al médico de Mackleton, pero éste no llegó hasta por la mañana,porque estaba ocupado con otro caso. La gente de la fonda pasó toda la noche envela, aguardando su llegada, y parece que en todo momento había alguienvigilando la carretera. También ellos han declarado que no pasó nadie. Si hemosde creer en su declaración, podemos descartar también el lado oeste, y estamosen condiciones de asegurar que los fugitivos no utilizaron para nada la carretera.

—¿Y la bicicleta, qué? —objeté.—Eso es. Ahora llegaremos a la bicicleta. Continuemos nuestro

razonamiento: si estas personas no se marcharon por la carretera, tuvieron que ircampo a través, hacia el norte o hacia el sur del colegio. De eso no cabe duda.Consideremos las dos posibilidades. Al sur del colegio, como puede ver, hay unagran extensión de tierra cultivable, dividida en campos pequeños, separados portapias de piedra. Por ahí hay que reconocer que la bicicleta no sirve para nada.Podemos descartar la idea. Veamos ahora el terreno que hay al Norte. Aquítenemos una arboleda, señalada en el mapa como Ragged Shaw, más allá de lacual comienza un extenso páramo, Lower Gill Moor, que se prolonga unas diezmillas con una pendiente gradual hacia arriba. Aquí, a un lado de esta desolación,está la mansión Holdernesse, a diez millas de distancia por carretera, pero sólo aseis atravesando el páramo. Toda esta llanura es tremendamente árida. Hay unospocos granjeros que tienen arrendadas pequeñas parcelas en el páramo, donde

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crían ovejas y vacas. Exceptuándolos a ellos, los únicos habitantes que unoencuentra hasta llegar a la carretera de Chesterfield son chorlitos y zarapitos.Aquí, como ve, hay una iglesia, unas pocas granjas y otra posada. Más allácomienzan a empinarse las montañas. Así pues, nuestra investigación debedirigirse hacia aquí, hacia el Norte.

—¿Y la bicicleta, qué? —insistí.—¡Ya va, y a va! —dijo Holmes con impaciencia—. Un buen ciclista no

necesita carreteras. Hay muchos senderos que atraviesan el páramo, y esanoche había luna llena. ¡Caramba! ¿Qué pasa?

Alguien llamaba frenéticamente a la puerta, y un instante después el doctorHuxtable había entrado en la habitación. Traía en la mano una gorra azul debicicleta, con una insignia blanca en lo alto.

—¡Al fin tenemos una pista! —exclamó—. ¡Gracias al cielo, por fin hemosencontrado el rastro del pobre chico! ¡Esta es su gorra!

—¿Dónde la encontraron?—En el carromato de unos gitanos que habían acampado en el páramo. Se

marcharon el martes. Hoy los localizó la policía, que registró la caravana yencontró esto.

—¿Qué explicación dieron?—Evasivas y mentiras… Dicen que la encontraron en el páramo el martes

por la mañana. ¡Los muy canallas saben dónde está el chico! Gracias a Dios,están a buen recaudo, guardados bajo siete llaves. El miedo a la justicia o la bolsadel duque acabarán por hacerles soltar todo lo que saben.

—De momento, no está mal —dijo Holmes cuando el doctor salió por fin dela habitación—. Por lo menos, concuerda con la teoría de que es por el lado delpáramo donde podemos esperar obtener resultados. La verdad es que la policíade aquí no ha hecho nada, aparte de detener a esos gitanos. ¡Mire aquí, Watson!Hay una corriente de agua que atraviesa el páramo. Aquí la tiene, marcada en elmapa. En algunas partes se ensancha, formando una ciénaga. Con este tiempotan seco sería inútil buscar huellas en cualquier otro sitio; pero aquí sí que esposible que haya quedado algún rastro. Vendré a despertarlo mañana temprano yveremos si entre usted y yo podemos arrojar alguna luz sobre este misterio.

Apenas había amanecido cuando me desperté, descubriendo junto a mi camala figura alta y delgada de Holmes. Estaba completamente vestido y, al parecer,ya había salido.

—Ya he visto el césped y el cobertizo de las bicicletas —dijo—. También hedado un paseo por la arboleda de Ragged Shaw. Y ahora, Watson, tenemosservido chocolate en el cuarto de al lado. Debo rogarle que se dé prisa, porquenos aguarda un gran día.

Le brillaban los ojos y tenía las mejillas coloreadas por la excitación con laque un maestro artesano contempla la tarea preparada ante él. Aquel Holmes

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activo y despierto era un hombre muy diferente del soñador pálido eintrospectivo de Baker Street. Al mirar su elástica figura, que irradiaba energíanerviosa, tuve la sensación de que, en efecto, nos aguardaba un día agotador.

Y sin embargo, comenzó con una terrible decepción. Nos adentramos llenosde esperanza en la turba color canela del páramo, surcada por millares desenderos de ovejas, hasta llegar a la ancha franja de color verde clarocorrespondiente a la ciénaga que se extendía entre nosotros y Holdernesse.Indudablemente, si el muchacho se hubiera dirigido a su casa, habría pasado porallí, y no habría podido pasar sin dejar huellas. Pero no se veía ni rastro de él nidel alemán. Mi amigo recorrió los bordes de la ciénaga con expresión abatida,inspeccionando con ansiedad cada mancha de barro en el musgo que cubría elsuelo. Abundaban las huellas de ovejas, y varias millas más abajo encontramostambién huellas de vacas. Nada más.

—Chasco número uno —dijo Holmes, mirando con expresión abatida laondulante extensión de páramo—. Allí abajo hay otra ciénaga, con un estrechocuello entre las dos. ¡Caramba, caramba, caramba! ¿Qué tenemos aquí?

Habíamos llegado a un corto y negro tramo de sendero, en cuyo centro,perfectamente impresa sobre la tierra húmeda, se veía la huella de una bicicleta.

—¡Hurra! —exclamé—. ¡Ya lo tenemos!Pero Holmes estaba sacudiendo la cabeza y su expresión, más que de alegría;

era de desconcierto y curiosidad.—Una bicicleta, desde luego, pero no la bicicleta —dijo—. Conozco a la

perfección cuarenta y dos huellas de neumáticos diferentes. Esta, como puedever, es de un Dunlop con un parche en la parte de fuera. La bicicleta deHeidegger llevaba neumáticos Palmer, que dejan una huella con franjaslongitudinales. Aveling, el profesor de matemáticas, estaba seguro de eso. Portanto, no son las huellas de Heidegger.

—¿Las del niño, entonces?—Podría ser, si pudiéramos demostrar que disponía de una bicicleta. Pero en

este aspecto hemos fracasado por completo. Esta huella, como puede usted ver,la ha dejado un ciclista que venía desde la zona del colegio.

—O que iba hacia allí.—No, no, querido Watson. La impresión más profunda es, naturalmente, la de

la rueda de atrás, que es donde se apoy a el peso del cuerpo. Fíjese en que envarios puntos ha pasado por encima de la huella de la rueda delantera, que esmenos profunda, borrándola. No cabe duda de que venía del colegio. Puede queesto tenga relación con nuestra investigación y puede que no, pero lo primero quevamos a hacer es seguir esta huella hacia atrás. Así lo hicimos, pero a los pocoscientos de metros salimos de la zona pantanosa del páramo y perdimos la pista.Recorrimos el sendero en dirección inversa y encontramos otro punto por dondelo atravesaba un arroyo. Allí volvimos a descubrir las huellas de la bicicleta,

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aunque casi borradas por las pezuñas de las vacas. Más allá no se veía ni rastro,pero el sendero penetraba en el bosque de Ragged Shaw, situado detrás delcolegio. De este bosque tenía que haber salido la bicicleta. Holmes se sentó sobreuna piedra y apoyó la barbilla en las manos. Antes de que volviera a moverse,y o ya me había fumado dos cigarrillos.

—Bien, bien —dijo por fin—. Desde luego, entra dentro de lo posible que unhombre astuto cambie los neumáticos de su bicicleta para dejar huellasdiferentes. Un delincuente al que se le ocurriera esto sería un hombre con el queme sentiría orgulloso de medirme. Dejaremos pendiente esta cuestión yvolveremos a nuestra ciénaga, porque hemos dejado mucho sin explorar.

Continuamos nuestra sistemática inspección de las orillas de la zona cenagosadel páramo, y nuestra perseverancia no tardó en verse magníficamenterecompensada. Un sendero embarrado cruzaba la parte baja de la ciénaga. Alacercarnos a él, Holmes dejó escapar un grito de alegría. En su mismo centro seveía una huella que parecía un fino haz de cables de telégrafo. Era el neumáticoPalmer.

—¡Aquí sí que tenemos a Herr Heidegger! —exclamó Holmes, radiante dejúbilo—. Parece, Watson, que mi razonamiento ha estado bastante acertado.

—Le felicito.—Pero aún nos queda mucho camino por andar. Haga el favor de salirse del

sendero. Y ahora, sigamos la pista. Me temo que no nos llevará muy lejos.Sin embargo, según avanzábamos, descubrimos que en aquella parte del

páramo abundaban las zonas blandas, y aunque perdíamos la pista confrecuencia, siempre conseguíamos encontrarla de nuevo.

—¿Se fija usted —dijo Holmes— en que el ciclista está apretando la marchade manera inequívoca? No cabe ninguna duda. Fíjese aquí, donde las dos huellasse ven con claridad. Están las dos igual de marcadas. Eso sólo puede significarque el ciclista está doblado sobre el manillar, como en una carrera de velocidad.¡Por Júpiter! ¡Se ha caído!

Un manchón de forma irregular cubría algunos metros de sendero. Más alláhabía unas pocas pisadas y luego reaparecían los neumáticos.

—Un patinazo de costado —aventuré.Holmes recogió una rama aplastada de tojo en flor. Observé horrorizado que

las flores amarillas estaban todas manchadas de sangre. También en el sendero yentre los brezos se veían manchas de sangre coagulada.

—¡Mala cosa! —dijo Holmes—. ¡Mala cosa! ¡Apártese, Watson! ¡No quieropisadas innecesarias! ¿Qué sacamos de aquí? Cayó herido, se levantó, volvió amontar y siguió su camino. Pero no se ve ninguna otra huella. Sí, por aquí hapasado ganado. ¿No le habrá corneado un toro? ¡Imposible! Pero no se veninguna otra clase de huellas. Sigamos adelante, Watson. Ahora que tenemosmanchas de sangre además de las huellas de neumáticos, no es posible que se nos

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escape.No tuvimos que buscar mucho. Las huellas de la bicicleta empezaron a

describir fantásticas curvas sobre el sendero húmedo y brillante. De pronto, almirar hacia adelante, distinguí un brillo metálico entre los espesos arbustos, dedonde sacamos una bicicleta, con neumáticos Palmer, un pedal doblado y toda laparte delantera espantosamente manchada y embadurnada de sangre. Por el otrolado de los arbustos asomaba un zapato. Dimos corriendo la vuelta al matorral yallí encontramos al desdichado ciclista. Era un hombre alto, con barba poblada ygafas, uno de cuyos cristales se había desprendido. La causa de su muerte habíasido un terrible golpe en la cabeza que le había aplastado el cráneo. El hecho deque hubiera sido capaz de seguir adelante después de recibir semejante heridadecía mucho de la vitalidad y el valor de aquel hombre. Llevaba zapatos, pero nocalcetines, y bajo su chaqueta desabrochada se veía una camisa de noche. Sinduda alguna, se trataba del profesor alemán.

Holmes dio la vuelta al cuerpo con respeto y lo examinó con gran atención.Después permaneció bastante tiempo sentado, sumido en profundas reflexiones,y de su frente arrugada pude deducir que, en su opinión, aquel macabrodescubrimiento no nos había hecho avanzar gran cosa en nuestra investigación.

—Es un poco difícil decir qué hacer ahora, Watson —dijo por fin—. Si fuerapor mí, seguiríamos adelante con nuestra investigación, porque ya hemos perdidotanto tiempo que no podemos perder ni una hora más. Sin embargo, nuestraobligación es informar a la policía de este descubrimiento y procurar que elcuerpo de este pobre hombre reciba las atenciones debidas.

—Yo podría llevar una nota.—Pero es que necesito su compañía y su ayuda. ¡Un momento! Allá lejos

hay un tipo cortando turba. Hágalo venir aquí y él traerá a la policía.Fui a buscar al campesino y Holmes lo envió, muerto del susto, con una nota

para el doctor Huxtable.—Y ahora, Watson —dijo—, esta mañana hemos encontrado dos pistas. Una,

la de la bicicleta con los neumáticos Palmer, que ya hemos visto a dónde lleva.Otra, la de la bicicleta con el neumático Dunlop parcheado. Antes de ponernos ainvestigar ésa, hagamos balance de lo que sabemos para tratar de sacarle elmáximo partido y poder separar lo esencial de lo accidental. En primer lugar,quiero que quede bien claro para usted que el muchacho se marchó, sin dudaalguna, por su propia voluntad. Se descolgó por la ventana y se largó, solo oacompañado. De eso no cabe la menor duda.

Asentí con la cabeza.—Muy bien, pasemos ahora a este desdichado profesor alemán. El chico

estaba completamente vestido cuando huyó. Pero el alemán salió sin calcetines.Está claro que tuvo que actuar con mucha precipitación.

—No cabe duda.

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—¿Por qué salió? Porque presenció la fuga del chico desde la ventana de sudormitorio. Porque quería alcanzarlo y hacerle volver. Montó en su bicicleta,salió en persecución del muchacho y, persiguiéndolo, encontró la muerte.

—Eso parece.—Ahora llegamos a la parte crítica de mi argumentación. Lo natural es que

un hombre que persigue a un niño eche a correr detrás de él. Sabe que podráalcanzarlo. Pero este alemán no actúa así, sino que coge su bicicleta. Me handicho que era un excelente ciclista. No habría hecho eso de no haber visto que elchico disponía de algún medio de escape rápido.

—La otra bicicleta.—Continuamos con nuestra reconstrucción. Encuentra la muerte a cinco

millas del colegio… no de un tiro, fíjese, que eso tal vez podría haberlo hecho unmuchacho, sino de un golpe salvaje, asestado por un brazo vigoroso. Así pues, elmuchacho iba acompañado en su huida. Y la huida fue rápida, ya que unconsumado ciclista necesitó cinco millas para alcanzarlos. Sin embargo,examinamos el terreno en torno al lugar de la tragedia y ¿qué encontramos?Nada más que unas cuantas pisadas de vaca. Eché un buen vistazo alrededor, yno hay ningún sendero en cincuenta metros. El crimen no pudo cometerlo otrociclista. Y tampoco hay pisadas humanas.

—¡Holmes! —exclamé—. ¡Esto es imposible!—¡Admirable! —dijo él—. Un comentario de lo más esclarecedor. Es

imposible tal como yo lo expongo, y por tanto debo haber cometido algún erroren mi exposición. Sin embargo, usted ha visto lo mismo que y o. ¿Es capaz desugerir dónde está el fallo?

—¿No podría haberse roto el cráneo al caerse?—¿En una ciénaga, Watson?—No se me ocurre otra cosa.—¡Bah, bah! Peores problemas hemos resuelto. Por lo menos, disponemos de

material abundante, siempre que sepamos utilizarlo. En marcha, pues, y puestoque el Palmer ya no da más de sí, veamos lo que puede ofrecernos el Dunlopcon el parche.

Encontramos la pista y la seguimos durante un buen trecho; pero en seguidael páramo empezó a elevarse, formando una larga curva cubierta de brezo, ydejamos atrás la corriente de agua. En aquel terreno, las huellas ya no podíanayudarnos más. En el punto donde vimos las últimas señales de neumáticosDunlop, éstas lo mismo habrían podido dirigirse a la mansión Holdernesse, cuyasseñoriales torres se alzaban a varias millas de distancia por nuestra izquierda, quea una aldea de casas bajas y grises situada frente a nosotros y que indicaba lasituación de la carretera de Chesterfield.

Al acercarnos a la destartalada y cochambrosa posada, sobre cuya puerta seveía la figura de un gallo de pelea, Holmes soltó un súbito gemido y se agarró a

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mi hombro para no caer. Había sufrido una de esas violentas torceduras de tobilloque le dejan a uno incapacitado. Cojeando con dificultad, llegó hasta la puerta,donde un hombre moreno, achaparrado y entrado en años, fumaba una pipa dearcilla negra.

—¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes.—¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el

campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos.—Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota

cuando un hombre es el dueño de la casa. Supongo que no tendrá usted en susestablos nada parecido a un coche.

—No, no lo tengo.—Apenas puedo apoyar el pie en el suelo.—Pues no lo apoye en el suelo.—Entonces no podré andar.—Pues salte.Los modales del señor Reuben Hayes no tenían nada de graciosos, pero

Holmes se lo tomó con un buen humor admirable.—Mire, amigo —dijo—. Me encuentro en un apuro algo ridículo y no me

importa cómo salir de él.—A mí tampoco —dijo el huraño posadero.—Se trata de un asunto muy importante. Le pagaría un soberano si me dejara

una bicicleta.El posadero aguzó el oído.—¿Dónde quiere ir usted?—A la mansión Holdernesse.—Supongo que son amigos del duque —dijo el posadero, observando con

mirada irónica nuestras ropas manchadas de barro.Holmes se echó a reír alegremente.—En cualquier caso, se alegrará de vernos.—¿Por qué?—Porque le traemos noticias de su hijo desaparecido.—¿Cómo? ¿Le siguen ustedes la pista?—Se han tenido noticias suyas en Liverpool y esperan encontrarlo de un

momento a otro.De nuevo se produjo un rápido cambio en el rostro macizo y sin afeitar. Sus

modales se hicieron de pronto más simpáticos.—Tengo menos motivos que casi nadie para desearle buena suerte al duque

—dijo—, porque en otro tiempo fui su jefe de cocheras y se portó muy malconmigo. Me echó a la calle sin un certificado, fiándose de la palabra de untratante de piensos mentiroso. Pero me alegra saber que se ha localizado al jovenseñor en Liverpool, y les ayudaré a llevar la noticia a la mansión.

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—Se lo agradezco —dijo Holmes—. Pero primero comeremos algo. Luegome traerá usted la bicicleta.

—No tengo bicicleta.Holmes le enseñó un soberano.—Le digo que no tengo, hombre. Les prestaré dos caballos para llegar a la

mansión.Fue asombrosa la rapidez con que aquel tobillo torcido se curó en cuanto nos

quedamos solos en la cocina embaldosada. Estaba a punto de anochecer y nohabíamos probado bocado desde primeras horas de la mañana, de manera quededicamos un buen rato a la comida. Holmes estaba sumido en sus pensamientos,y un par de veces se acercó a la ventana para mirar con gran interés hacia fuera.Daba a un patio mugriento, en cuyo rincón más alejado había una herrería,donde trabajaba un muchacho muy sucio. Al otro lado estaban los establos.Holmes acababa de sentarse después de una de estas excursiones, cuando depronto saltó de la silla, lanzando una ruidosa exclamación.

—¡Por el cielo, Watson, creo que y a lo tengo! ¡Sí, sí, tiene que ser así!Watson, ¿recuerda usted haber visto hoy huellas de vaca?

—Sí, bastantes.—¿Dónde?—Bueno, por todas partes. Las había en la ciénaga, y también en el sendero,

y también cerca de donde murió el pobre Heidegger.—Exacto. Y ahora, Watson, ¿cuántas vacas ha visto usted en el páramo?—No recuerdo haber visto ninguna.—Qué raro, Watson, que hayamos visto huellas de vaca por todo nuestro

recorrido, pero ni una sola vaca en todo el páramo. ¿No le parece muy raro,Watson?

—Sí, es raro.—Ahora, Watson, haga un esfuerzo. Intente recordar. ¿Puede ver esas pisadas

en el sendero?—Sí que puedo.—¿Y no recuerda, Watson, que a veces las pisadas eran así —colocó una

serie de miguitas de pan de esta forma :::::—, y otras veces así : · : · : · y muy decuando en cuando así .·.·.? ¿Se acuerda de eso?

—No, no me acuerdo.—Pues yo sí. Podría jurarlo. No obstante, podemos volver cuando queramos

a comprobarlo. He estado más ciego que un topo al no darme cuenta antes.—¿Y de qué se ha dado cuenta?—De lo extraordinaria que es esa vaca, que tan pronto anda al paso como al

trote como al galope. ¡Por San Jorge, Watson, que una treta como ésa no hapodido salir del cerebro de un tabernero rural! Parece que el terreno estádespejado, con excepción de ese chico de la herrería. Escurrámonos fuera, a ver

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qué encontramos.En el destartalado establo había dos caballos de pelo áspero y alborotado.

Holmes levantó la pata trasera de uno de ellos y se echó a reír en voz alta.—Zapatos viejos, pero recién calzados: herraduras viejas, pero clavos

nuevos. Este caso merece pasar a la historia. Acerquémonos a la herrería.El muchacho seguía trabajando sin fijarse en nosotros. Vi que la mirada de

Holmes pasaba como un rayo de derecha a izquierda, revisando los fragmentosde hierro y madera que había desparramados por el suelo. Pero de pronto oímospasos detrás de nosotros y apareció el propietario, con las pobladas cejasfruncidas sobre sus feroces ojos y sus morenas facciones retorcidas por la ira.Llevaba en la mano una garrota corta con puño metálico y avanzaba de maneratan amenazadora que me alegré de palpar el revólver en mi bolsillo.

—¡Condenados espías! —gritó el hombre—. ¿Qué están haciendo aquí?—¡Caramba, señor Reuben Hayes! —dijo Holmes muy tranquilo—.

Cualquiera pensaría que tiene usted miedo de que descubramos algo.El hombre se dominó con un violento esfuerzo y su crispada boca se aflojó en

una risa falsa, aún más amenazadora que su ceño.—Pueden ustedes descubrir lo que quieran en mi herrería —dijo—. Pero

mire, señor, no me gusta que la gente ande fisgando por mi casa sin mi permiso,así que, cuanto antes paguen ustedes su cuenta y se larguen de aquí, más contentoquedaré.

—Muy bien, señor Hayes, no teníamos intención de molestar —dijo Holmes—. Hemos estado echando un vistazo a sus caballos; pero me parece que,después de todo, iremos andando. Creo que no está muy lejos.

—No hay más que dos millas hasta las puertas de la mansión. Por lacarretera de la izquierda.

No nos quitó de encima sus ojos huraños hasta que salimos de suestablecimiento. No llegamos muy lejos por la carretera, y a que Holmes sedetuvo en cuanto la curva nos ocultó de la vista del posadero.

—Como dicen los niños, en esa posada se estaba caliente, caliente —dijo—. Acada paso que doy alejándome de ella, me siento más frío. No, no; de aquí yo nome marcho.

—Estoy convencido —dije yo— de que ese Reuben Hayes lo sabe todo. Enmi vida he visto un bandido al que se le note tanto.

—¡Vaya! ¿Esa impresión le dio, eh? Y además, tenemos los caballos, ytenemos la herrería. Sí, señor, un sitio muy interesante este « Gallo de Pelea» .Creo qué deberíamos echarle otro vistazo sin molestar a nadie.

Detrás de nosotros se extendía una prolongada ladera, salpicada de peñascosde caliza gris. Habíamos salido de la carretera y empezábamos a subir la cuestacuando, al mirar en dirección a la mansión Holdernesse, vi un ciclista que seacercaba a toda velocidad.

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—¡Agáchese, Watson! —exclamó Holmes, posando una pesada mano sobremi hombro.

Apenas nos había dado tiempo a ocultarnos cuando el ciclista pasó como unrayo ante nosotros. En medio de una turbulenta nube de polvo pude vislumbrar unrostro pálido y agitado, con la boca abierta y los ojos mirando enloquecidos haciadelante. Era como una extraña caricatura del impecable James Wilder quehabíamos conocido la noche anterior.

—¡El secretario del duque! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, a ver quéhace!

Nos escabullimos de roca en roca y en pocos momentos alcanzamos unaposición desde la que podíamos divisar la puerta delantera de la posada. Junto aella, apoyada en la pared, estaba la bicicleta de Wilder. No se advertía ningúnmovimiento en la casa ni pudimos distinguir ningún rostro en las ventanas.

Poco a poco, el crepúsculo fue avanzando y el sol hundiéndose tras las altastorres de Holdernesse Hall. Entonces, en la oscuridad, vimos que en el patio de laposada se encendían los dos faroles laterales de un carricoche y poco despuésoímos el repicar de los cascos, mientras el coche salía a la carretera y se alejabaa galope tendido en dirección a Chesterfield.

—¿Qué piensa usted de esto, Watson? —susurró Holmes.—Parece una huida.—Un hombre solo en un cochecillo, por lo que he podido ver. Y desde luego,

no era el señor James Wilder, porque está ahí, en la puerta.En la oscuridad había surgido un rojo cuadrado de luz, y en medio de él se

encontraba la negra figura del secretario, con la cabeza adelantada, escudriñandoen la noche. Era evidente que estaba esperando a alguien. Por fin se oyeronpasos en la carretera, una segunda figura se hizo visible por un instante, recortadaen la luz, se cerró la puerta y todo quedó de nuevo a oscuras. Cinco minutos mástarde se encendió una lámpara en una habitación del primer piso.

—La clientela del « Gallo de Pelea» parece de lo más curiosa —dijoHolmes.

—El bar está por el otro lado.—Efectivamente. Éstos deben de ser lo que podríamos llamar huéspedes

privados. Ahora bien, ¿qué demonios hace el señor James Wilder en ese antro aestas horas de la noche, y quién es el individuo que se cita aquí con él? Vamos,Watson, tenemos que arriesgarnos y procurar investigar esto un poco más decerca.

Nos deslizamos juntos hasta la carretera y la cruzamos sigilosamente hasta lapuerta de la posada. La bicicleta seguía apoyada en la pared. Holmes encendióuna cerilla y la acercó a la rueda trasera. Le oí reír por lo bajo cuando la luzcay ó sobre un neumático Dunlop con un parche. Por encima de nosotros estabala ventana iluminada.

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—Tengo que echar un vistazo ahí dentro, Watson. Si dobla usted la espalda yse apoya en la pared, creo que podré arreglármelas.

Un instante después, tenía sus pies sobre mis hombros. Pero apenas se habíasubido cuando volvió a bajar.

—Vamos, amigo mío —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por hoy. Creoque hemos cosechado todo lo posible. Hay un largo tray ecto hasta el colegio, ycuanto antes nos pongamos en marcha, mejor.

Durante la penosa caminata a través del páramo, Holmes apenas si abrió laboca. Tampoco quiso entrar en el colegio cuando llegamos a él, sino queseguimos hasta la estación de Mackleton, desde donde Holmes envió variostelegramas. Aquella noche, y a tarde, le oí consolar al doctor Huxtable, abrumadopor la trágica muerte de su profesor, y más tarde entró en mi habitación, tandespierto y vigoroso como cuando salimos por la mañana.

—Todo va bien, amigo mío —dijo—. Le prometo que antes de mañana por latarde habremos dado con la solución del misterio.

A las once de la mañana del día siguiente, mi amigo y yo avanzábamos por lafamosa avenida de los tejos de Holdernesse Hall. Nos franquearon el magníficoportal isabelino y nos hicieron pasar al despacho de su excelencia. Allíencontramos al señor James Wilder, serio y cortés, pero todavía con algunashuellas del terrible espanto de la noche anterior acechando en su mirada furtiva ysus facciones temblorosas.

—¿Vienen ustedes a ver a su excelencia? Lo siento, pero el caso es que elduque no se encuentra nada bien. Le han trastornado muchísimo las trágicasnoticias. Ayer por la tarde recibimos un telegrama del doctor Huxtableinformándonos de lo que ustedes habían descubierto.

—Tengo que ver al duque, señor Wilder.—Es que está en su habitación.—Entonces, tendré que ir a su habitación.—Creo que está en la cama.—Pues lo veré en la cama.La actitud fría e inexorable de Holmes convenció al secretario de que era

inútil discutir con él.—Muy bien, señor Holmes; le diré que están ustedes aquí.Tras media hora de espera, apareció el gran personaje. Su rostro estaba más

cadavérico que nunca, tenía los hombros hundidos y, en conjunto, parecía unhombre mucho más viejo que el de la mañana anterior. Nos saludó con señorialcortesía y se sentó ante su escritorio, con su barba roja cayéndole sobre la mesa.

—¿Y bien, señor Holmes? —dijo.Pero los ojos de mi amigo estaban clavados en el secretario, que permanecía

de pie junto al sillón de su jefe.—Creo, excelencia, que hablaría con más libertad si no estuviera presente el

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señor Wilder.El aludido palideció un poco más y dirigió a Holmes una mirada malévola.—Si su excelencia lo desea…—Sí, sí, será mejor que se retire. Y ahora, señor Holmes, ¿qué tiene usted que

decir?Mi amigo aguardó hasta que la puerta se hubo cerrado tras la salida del

secretario.—El caso es, excelencia, que mi compañero el doctor Watson y yo recibimos

del doctor Huxtable la seguridad de que se había ofrecido una recompensa, y megustaría oírlo confirmado por su propia boca.

—Desde luego, señor Holmes.—Si no estoy mal informado, ascendía a cinco mil libras para la persona que

le diga dónde se encuentra su hijo.—Exacto.—Y otras mil para quien identifique a la persona o personas que lo tienen

retenido.—Exacto.—Y sin duda, en este último apartado están incluidos no sólo los que se lo

llevaron, sino también los que conspiran para mantenerlo en su actual situación.—¡Sí, sí! —exclamó el duque con impaciencia—. Si hace usted bien su

trabajo, señor Sherlock Holmes, no tendrá motivos para quejarse de que se le hatratado con tacañería.

Mi amigo se frotó las huesudas manos con una expresión de codicia que mesorprendió, conociendo como conocía sus costumbres frugales.

—Me parece ver el talonario de cheques de su excelencia sobre la mesa —dijo—. Me gustaría que me extendiera un cheque por la suma de seis mil libras,y creo que lo mejor sería que lo cruzase. Tengo mi cuenta en el Capital andCounties Bank, sucursal de Oxford Street.

Su excelencia se irguió muy serio en su sillón y dirigió a mi amigo unamirada gélida.

—¿Se trata de una broma, señor Holmes? No es un asunto como para hacerchistes.

—En absoluto, excelencia. En mi vida he hablado más en serio.—Entonces, ¿qué significa esto?—Significa que me he ganado la recompensa. Sé dónde está su hijo y

conozco por lo menos a algunas de las personas que lo retienen.La barba del duque parecía más rabiosamente roja que nunca, en contraste

con la palidez cadavérica de su rostro.—¿Dónde está? —preguntó con voz entrecortada.—Está, o al menos estaba anoche, en la posada del « Gallo de Pelea» , a unas

dos millas de las puertas de su finca.

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El duque se dejó caer hacia atrás en su asiento.—¿Y a quién acusa usted?La respuesta de Sherlock Holmes fue asombrosa. Dio un rápido paso hacia

delante y tocó al duque en el hombro.—Lo acuso a usted —dijo—. Y ahora, excelencia, tengo que insistir en lo del

cheque.Jamás olvidaré la expresión del duque cuando se levantó de un salto

agarrando el aire con la mano, como quien cae en un abismo. Después, con unextraordinario esfuerzo de aristocrático autodominio, se sentó y sepultó la cabezaentre las manos. Transcurrieron algunos minutos antes de que hablara.

—¿Cuánto sabe usted? —preguntó por fin, sin levantar la cabeza.—Los vi a ustedes dos juntos anoche.—¿Lo sabe alguien más, aparte de su amigo?—No se lo he contado a nadie.El duque tomó una pluma con sus dedos temblorosos y abrió su talonario de

cheques.—Cumpliré mi palabra, señor Holmes. Voy a extenderle su cheque, por

mucho que me desagrade la información que usted me ha traído. Pocosospechaba, cuando ofrecí la recompensa, el giro que iban a tomar losacontecimientos. Supongo, señor Holmes, que usted y su amigo son personasdiscretas.

—Temo no entender a su excelencia.—Lo diré claramente, señor Holmes. Si sólo ustedes dos están al corriente de

los hechos, no hay razón para que esto siga adelante. Creo que la suma que lesdebo asciende a doce mil libras, ¿no es así?

Pero Holmes sonrió y sacudió la cabeza.—Me temo, excelencia, que las cosas no podrán arreglarse con tanta

facilidad. Hay que tener en cuenta la muerte de ese profesor.—Pero James no sabía nada de eso. No puede usted culparle de ello. Fue obra

de ese canalla brutal que tuvo la desgracia de utilizar.—Excelencia, y o tengo que partir del supuesto de que cuando un hombre se

embarca en un delito es moralmente culpable de cualquier otro delito que sederive del primero.

—Moralmente, señor Holmes. Desde luego, tiene usted razón. Pero no a losojos de la ley, sin duda. No se puede condenar a un hombre por un crimen en elque no estuvo presente y que le resulta tan odioso y repugnante como a usted. Encuanto se enteró de lo ocurrido me lo confesó todo, lleno de espanto yremordimiento. No tardó ni una hora en romper por completo con el asesino.¡Oh, señor Holmes, tiene usted que salvarle! ¡Tiene que salvarle, le digo quetiene que salvarle! —el duque había abandonado todo intento de dominarse ydaba zancadas por la habitación, con el rostro convulso y agitando furiosamente

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los puños en el aire. Por fin consiguió controlarse y se sentó de nuevo ante suescritorio—. Agradezco lo que ha hecho al venir aquí antes de hablar con nadiemás. Al menos, así podremos cambiar impresiones sobre la manera de reducir almínimo este horroroso escándalo.

—Exacto —dijo Holmes—. Creo, excelencia, que eso sólo podremos lograrlosi hablamos con absoluta y completa sinceridad. Estoy dispuesto a ay udar a suexcelencia todo lo que pueda, pero para hacerlo necesito conocer hasta el últimodetalle del asunto. Creo haber entendido que se refería usted al señor JamesWilder, y que él no es el asesino.

—No; el asesino ha escapado.Sherlock Holmes sonrió con humildad.—Se nota que su excelencia no está enterado de la modesta reputación que

poseo, pues de lo contrario no pensaría que es tan fácil escapar de mí. El señorReuben Hay es fue detenido en Chesterfield, por indicación mía, a las once enpunto de anoche. Recibí un telegrama del jefe local de policía esta mañana antesde salir del colegio.

El duque se recostó en su silla y miró atónito a mi amigo.—Parece que tiene usted poderes más que humanos —dijo—. ¿Así que han

cogido a Reuben Hay es? Me alegro de saberlo, siempre que ello no perjudique aJames.

—¿Su secretario?—No, señor. Mi hijo.Ahora le tocaba a Holmes asombrarse.—Confieso que esto es completamente nuevo para mí, excelencia. Debo

rogarle que sea más explícito.—No le ocultaré nada. Estoy de acuerdo con usted en que la absoluta

sinceridad, por muy penosa que me resulte, es la mejor política en estadesesperada situación a la que nos ha conducido la locura y los celos de James.Cuando yo era joven, señor Holmes, tuve un amor de esos que sólo se dan unavez en la vida. Me ofrecí a casarme con la dama, pero ella se negó, alegando queun matrimonio semejante podría perjudicar mi carrera. De haber seguido ellaviva, jamás me habría casado con otra. Pero murió y me dejó este hijo, al queyo he cuidado y mimado por amor a ella. No podía reconocer la paternidad anteel mundo, pero le di la mejor educación y desde que se hizo hombre lo hemantenido cerca de mí. Descubrió mi secreto, y desde entonces se haaprovechado de la influencia que tiene sobre mí y de su posibilidad de provocarun escándalo, que es algo que y o aborrezco. Su presencia ha tenido bastante quever en el fracaso de mi matrimonio. Por encima de todo, odiaba a mi joven ylegítimo heredero, desde el primer momento y con un odio incontenible. Sepreguntará usted por qué mantuve a James bajo mi techo en semejantescircunstancias. La respuesta es que en él veía el rostro de su madre, y por

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devoción a ella aguanté sufrimientos sin fin. No sólo su rostro, sino todas susmaravillosas cualidades… no había una que él no me sugiriera y recordara. Perotenía tanto miedo de que le hiciera algún daño a Arthur…, es decir, a lordSaltire… que, por su seguridad, envié a éste al colegio del doctor Huxtable.

James se puso en contacto con este individuo Hayes, porque el hombre eraarrendatario mío y James actuaba como apoderado. Este sujeto fue siempre uncanalla, pero por alguna extraña razón James hizo amistad con él. Siempre leatrajeron las malas compañías. Cuando James decidió secuestrar a lord Saltire,recurrió a los servicios de este hombre. Recordará usted que yo escribí a Arthurel último día. Pues bien, James abrió la carta e introdujo una nota citando aArthur en un bosquecillo llamado Ragged Shaw, que se encuentra cerca delcolegio. Utilizó el nombre de la duquesa y de este modo consiguió que elmuchacho acudiese. Aquella tarde, James fue al bosque en bicicleta —le estoycontando lo que él mismo me ha confesado— y le dijo a Arthur que su madrequería verlo, que le aguardaba en el páramo y que si volvía al bosque amedianoche encontraría a un hombre con un caballo que lo llevaría hasta ella. Elpobre Arthur cay ó en la trampa. Acudió a la cita y encontró a este individuo, conun poni para él. Arthur montó, y los dos partieron juntos. Parece ser, aunque deesto James no se enteró hasta ayer, que los siguieron, que Hayes golpeó alperseguidor con su bastón y que el hombre murió a consecuencia de las heridas.Hay es llevó a Arthur a esa taberna, « El Gallo de Pelea» , donde lo encerraronen una habitación del primer piso, al cuidado de la señora Hay es, una mujerbondadosa pero completamente dominada por su brutal marido.

Pues bien, señor Holmes, así estaban las cosas cuando nos vimos por primeravez, hace dos días. Yo sabía tan poco como usted. Me preguntará usted quémotivos tenía James para cometer semejante fechoría. Yo le respondo que habíamucho de locura y fanatismo en el odio que sentía por mi heredero. En suopinión, él era quien debería heredar todas mis propiedades, y experimentaba unprofundo resentimiento por las ley es sociales que lo hacían imposible. Pero, almismo tiempo, tenía también un motivo concreto. Pretendía que yo alterase elsistema de herencia, creyendo que entraba dentro de mis poderes hacerlo, y seproponía hacer un trato conmigo: devolverme a Arthur si yo alteraba el sistema,de manera que pudiera dejarle las tierras en testamento. Sabía muy bien que yo,por iniciativa propia, jamás recurriría a la policía contra él. He dicho quepensaba proponerme este trato, pero en realidad no llegó a hacerlo, porque todoocurrió demasiado deprisa para él y no tuvo tiempo de poner en práctica susplanes.

Lo que dio al traste con toda su malvada maquinación fue que usteddescubriera el cadáver de ese Heidegger. La noticia dejó a James horrorizado.La recibimos ayer, estando los dos en este despacho. El doctor Huxtable envió untelegrama. James quedó tan abrumado por el dolor y la angustia, que las

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sospechas que yo no había podido evitar sentir se convirtieron al instante encerteza, y lo acusé del crimen. Hizo una confesión completa y voluntaria, y acontinuación me suplicó que mantuviera su secreto durante tres días más, paradarle a su miserable cómplice una oportunidad de salvar su criminal vida. Accedía sus súplicas, como siempre he accedido, y al instante James salió disparadohacia « El Gallo de Pelea» para avisar a Hayes y proporcionarle medios dehuida. Yo no podía presentarme allí a la luz del día sin provocar comentarios,pero en cuanto se hizo de noche acudí corriendo a ver a mi querido Arthur. Loencontré sano y salvo, pero aterrado hasta lo indecible por el espantoso crimenque había presenciado. Ateniéndome a mi promesa, y de muy mala gana,consentí en dejarlo allí tres días, al cuidado de la señora Hayes, ya que,evidentemente, era imposible informar a la policía de su paradero sin decirlestambién quién era el asesino, y yo no veía la manera de castigar al criminal sinque ello acarreara la ruina a mi desdichado James. Me pidió usted sinceridad,señor Holmes, y le he cogido la palabra. Ya se lo he contado todo, sincircunloquios ni ocultaciones. A su vez, sea usted igual de sincero conmigo.

—Lo seré —dijo Holmes—. En primer lugar, excelencia, tengo que decirleque se ha colocado usted en una posición muy grave a los ojos de la ley. Haocultado un delito y ha colaborado en la huida de un asesino. Porque no me cabeduda de que si James Wilder llevó algún dinero para ayudar a la fuga de sucómplice, este dinero salió de la cartera de su excelencia.

El duque asintió con la cabeza.—Se trata de un asunto verdaderamente grave. Pero en mi opinión,

excelencia, aún más culpable es su actitud para con su hijo pequeño. Lo hadejado tres días en ese antro…

—Bajo solemnes promesas…—¿Qué son las promesas para esa clase de gente? No tiene usted ninguna

garantía de que no se lo vuelvan a llevar. Para complacer a su culpable hijomay or, ha expuesto a su inocente hijo menor a un peligro inminente einnecesario. Ha sido un acto absolutamente injustificable.

El orgulloso señor de Holdernesse no estaba acostumbrado a que lo tratasende ese modo en su propio palacio ducal. Se le subió la sangre a su altiva frente,pero la conciencia le hizo permanecer mudo.

—Le ay udaré, pero sólo con una condición: que llame usted a su lacay o yme permita darle las órdenes que yo quiera.

Sin pronunciar palabra, el duque apretó un timbre eléctrico. Un sirviente entróen la habitación.

—Le alegrará saber —dijo Holmes— que su joven señor ha sido encontrado.El duque desea que salga inmediatamente un coche hacia la posada « El Gallo dePelea» para traer a casa a lord Saltire. Y ahora —prosiguió Holmes cuando eljubiloso lacay o hubo desaparecido—, habiendo asegurado el futuro, podemos

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permitirnos ser más indulgentes con el pasado. Yo no ocupo un cargo oficial ymientras se cumplan los objetivos de la justicia no tengo por qué revelar todo loque sé. En cuanto a Hay es, no digo nada. Le espera la horca, y no pienso hacernada para salvarlo de ella. No puedo saber lo que va a declarar, pero estoyseguro de que su excelencia podrá hacerle comprender que le interesa guardarsilencio. Desde el punto de vista de la policía, parecerá que ha secuestrado al niñocon la intención de pedir rescate. Si no lo averiguan ellos por su cuenta, no veopor qué habría y o de ay udarlos a ampliar sus puntos de vista. Sin embargo, deboadvertir a su excelencia de que la continua presencia del señor James Wilder ensu casa sólo puede acarrear desgracias.

—Me doy cuenta de eso, señor Holmes, y ya está decidido que me dejarápara siempre y marchará a buscar fortuna en Australia.

—En tal caso, excelencia, puesto que usted mismo ha reconocido que fue supresencia lo que estropeó su vida matrimonial, le aconsejaría que procuraraarreglar las cosas con la duquesa e intentara reanudar esas relaciones que fuerontan lamentablemente interrumpidas.

—También eso lo he arreglado, señor Holmes. He escrito a la duquesa estamañana.

—En tal caso —dijo Holmes, levantándose—, creo que mi amigo y y opodemos felicitarnos por varios excelentes resultados obtenidos en nuestrapequeña visita al Norte. Hay otro pequeño detalle que me gustaría aclarar. Esteindividuo Hay es había herrado sus caballos con herraduras que imitaban laspisadas de vacas. ¿Fue el señor Wilder quien le enseñó un truco tanextraordinario?

El duque se quedó pensativo un momento, con una expresión de intensasorpresa en su rostro. Luego abrió una puerta y nos hizo pasar a un amplio salón,arreglado como museo. Nos guió a una vitrina de cristal instalada en un rincón yseñaló la inscripción.

« Estas herraduras —decía— se encontraron en el foso de Holdernesse Hall.Son para herrar caballos, pero por abajo tienen la forma de una pezuña hendidapara despistar a los perseguidores. Se supone que pertenecieron a alguno de losbarones de Holdernesse que actuaron como salteadores en la Edad Media» .

Holmes abrió la vitrina, se humedeció un dedo, lo pasó por la herradura.Sobre su piel quedó una fina capa de barro reciente.

—Gracias —dijo, volviendo a cerrar el cristal—. Es la segunda cosa másinteresante que he visto en el Norte.

—¿Y cuál es la primera?Holmes dobló su cheque y lo guardó con cuidado en su cuaderno de notas.—Soy un hombre pobre —dijo, dando palmaditas cariñosas al cuaderno antes

de introducirlo en las profundidades de un bolsillo interior.

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Nunca he visto a mi amigo en mejor forma, tanto mental como física, como enel año 95. Su creciente fama atraía a una inmensa clientela y sería indiscreto pormi parte hacer la más ligera alusión a la identidad de algunos de los ilustresclientes que cruzaron nuestro humilde umbral de Baker Street. Sin embargo,Holmes, como todos los grandes artistas, vivía para su arte y, excepto en el casodel duque de Holdernesse, casi nunca le vi pedir un pago importante por susinestimables servicios. Era tan poco materialista, o tan caprichoso, que confrecuencia se negaba a ayudar a los ricos y poderosos cuando su problema no leresultaba interesante, mientras que dedicaba semanas de intensa concentración alos asuntos de cualquier humilde cliente cuyo caso presentara aquellos aspectosextraños y dramáticos que excitaban su imaginación y ponían a prueba suingenio.

En aquel memorable año de 1895, una curiosa y extravagante serie de casoshabía atraído su atención: desde la famosa investigación sobre la súbita muertedel cardenal Tosca, investigación que llevó a cabo por expreso deseo de SuSantidad el Papa, hasta la detención de Wilson, el conocido amaestrador decanarios, con la que eliminó un foco de infección en el East End de Londres.Pisándoles los talones a estos dos célebres casos llegó la tragedia de Woodman’sLee, con las misteriosísimas circunstancias que rodearon la muerte del capitánPeter Carey. La crónica de las hazañas del señor Sherlock Holmes quedaríaincompleta si no incluyera algunos informes sobre este caso tan insólito.

Durante la primera semana de julio, mi amigo se estuvo ausentando denuestros aposentos tan a menudo y durante tanto tiempo que comprendí que algose traía entre manos. El hecho de que durante aquellos días se presentaran varioshombres de aspecto patibulario preguntando por el capitán Basil me dio aentender que Holmes estaba operando en alguna parte bajo uno de los numerososdisfraces y nombres con los que ocultaba su formidable identidad. Tenía por lomenos cinco pequeños refugios en diferentes partes de Londres en los que podíacambiar de personalidad. No me contaba nada de sus actividades y y o no teníapor costumbre sonsacar confidencias. La primera señal concreta que me dioacerca del rumbo de sus investigaciones fue verdaderamente extraordinaria.Había salido antes del desayuno, y yo me había sentado a tomar el mío cuandoentró dando zancadas en la habitación, con el sombrero puesto y una enormelanza de punta dentada bajo el brazo, como si fuera un paraguas.

—¡Válgame Dios, Holmes! —exclamé—. No me irá usted a decir que haestado andando por Londres con ese trasto.

—Fui en coche a la carnicería y volví.—¿La carnicería?—Y vuelvo con un apetito excelente. No cabe duda, querido Watson, de lo

bueno que es hacer ejercicio antes de desayunar. Pero apuesto a que no adivinausted qué clase de ejercicio he estado haciendo.

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—No pienso ni intentarlo.Holmes soltó una risita mientras se servía café.—Si hubiera usted podido asomarse a la trastienda de Allardyce, habría visto

un cerdo muerto colgado de un gancho en el techo y un caballero en mangas decamisa dándole furiosos lanzazos con esta arma. Esa persona tan enérgica erayo, y he quedado convencido de que por muy fuerte que golpeara no podíatraspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le interesaría probar a usted?

—Por nada del mundo. Pero ¿por qué hace usted esas cosas?—Porque me pareció que tenía alguna relación indirecta con el misterio de

Woodman’s Lee. ¡Ah, Hopkins!, recibí su telegrama anoche y le estabaesperando. Pase y únase a nosotros.

Nuestro visitante era un hombre muy despierto, de unos treinta años de edad,que vestía un discreto traje de lana, pero conservaba el porte erguido de quienestaba acostumbrado a vestir uniforme. Lo reconocí al instante como StanleyHopkins, un joven inspector de policía en cuyo futuro Holmes tenía grandesesperanzas, mientras que él, a su vez, profesaba la admiración y el respeto de undiscípulo por los métodos científicos del famoso aficionado. Hopkins traía ungesto sombrío y se sentó con aire de profundo abatimiento.

—No, gracias, señor. Ya desayuné antes de venir. He pasado la noche enLondres, porque llegué ay er para presentar mi informe.

—¿Y qué informe tenía usted que presentar?—Un fracaso, señor, un fracaso absoluto.—¿No ha hecho ningún progreso?—Ninguno.—¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un vistazo al asunto.—Hágalo, señor Holmes, por lo que más quiera. Es mi primera gran

oportunidad y y a no sé qué hacer. Por amor de Dios, venga y écheme una mano.—Bien, bien, da la casualidad de que ya he leído con bastante atención toda la

información disponible, incluyendo el informe de la investigación policial. Porcierto, ¿qué le parece a usted esa petaca encontrada en el lugar del crimen? ¿Nohay ahí ninguna pista?

Hopkins se mostró sorprendido.—Era la petaca del muerto, señor Holmes. Tenía sus iniciales en la parte de

dentro. Y además, era de piel de foca y él había sido cazador de focas.—Pero no tenía pipa.—No, señor, no encontramos ninguna pipa; la verdad es que fumaba muy

poco. Sin embargo, es posible que llevara algo de tabaco para sus amigos.—Sin duda. Lo menciono tan sólo porque si yo hubiera estado encargado del

caso me habría sentido inclinado a tomar eso como punto de partida de miinvestigación. Sin embargo, mi amigo el doctor Watson no sabe nada de esteasunto y a mí no me vendría mal escuchar una vez más el relato de los hechos.

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Háganos un breve resumen de lo más esencial.Stanley Hopkins sacó del bolsillo una hoja de papel.—Tengo unos cuantos datos que resumen la carrera del difunto, el capitán

Peter Carey. Nació en el 45, así que tenía cincuenta años. Había sido un valerosoy próspero cazador de ballenas y focas. En 1883 mandaba el vapor Sea Unicorn,de Dundee, dedicado a la caza de focas. Realizó varios viajes seguidos, bastanteprovechosos, y al año siguiente, 1884, se retiró. Después se dedicó a viajardurante unos años, y por fin adquirió una pequeña propiedad llamada Woodman’sLee, cerca de Forest Row, en Sussex. Allí ha vivido durante seis años, y allímurió, hoy hace una semana.

El hombre tenía algunas facetas bastante peculiares. En su vida privada eraun estricto puritano, un tipo callado y sombrío. Vivía con su esposa, su hija deveinte años y dos sirvientas. Estas dos cambiaban constantemente, y a que la vidaen su casa no era muy alegre y, a veces, resultaba totalmente insoportable. Elhombre se emborrachaba con frecuencia, y cuando le daba el ataque seconvertía en un completo demonio. Más de una vez sacó de casa a su mujer y asu hija en mitad de la noche, persiguiéndolas a latigazos por el jardín hasta quetodo el pueblo se despertaba con los gritos.

Una vez compareció ante el juez por haber agredido brutalmente al ancianovicario, que había ido a casa a reprenderle por su conducta. En pocas palabras,señor Holmes, costaría trabajo encontrar un tipo más peligroso que el capitánPeter Carey, y me han dicho que tenía el mismo carácter cuando estaba almando de su barco. En el oficio se le conocía como Peter el Negro, no sólo porsu rostro atezado y el color de su poblada barba, sino también por sus arrebatos,que eran el terror de todos los que le rodeaban. Ni que decir tiene que todos susvecinos lo odiaban y procuraban evitarlo, y que no he oído una sola palabra delamentación por su terrible final.

Seguramente, señor Holmes, en el informe de la indagación habrá leídoacerca del camarote de Carey, pero puede que su amigo no sepa nada de esto. Sehabía construido una cabaña de madera, que él siempre llamaba el « camarote» ,a unos cientos de metros de la casa, y dormía en ella todas las noches. Era unacabañita pequeña, con una sola habitación de dieciséis pies por diez. Guardaba lallave en el bolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba y no permitía quenadie más traspasara el umbral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas,cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían. Una de estas ventanas daba a lacarretera, y la gente que veía la luz por la noche solía señalarla, preguntándosequé estaría haciendo allí Peter el Negro. Esta, señor Holmes, es la ventana quenos proporcionó uno de las pocas informaciones concretas que salieron a reluciren la indagación.

Recordará usted que un albañil llamado Slater, que venía andando desdeForest Row a eso de la una de la madrugada, dos días antes del crimen, se detuvo

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al pasar junto al terreno y se fijó en el cuadrado de luz que brillaba entre losárboles. Este albañil jura que a través de la cortina se veía claramente la siluetade un hombre con la cabeza girada hacia un lado, y que esta silueta no era deningún modo la de Peter Carey, al que él conocía muy bien. Era la silueta de unhombre barbudo, pero de barba corta y erizada hacia delante, muy diferente dela del capitán. Eso es lo que dice, pero había estado dos horas en el bar y haybastante distancia desde la carretera hasta la ventana. Además, esto sucedió ellunes, y el crimen se cometió el miércoles.

El martes, Peter Carey se encontraba en uno de sus peores momentos,cegado por la bebida y tan peligroso como una fiera salvaje. Anduvo rondandopor la casa y las mujeres salieron huyendo al oírlo venir. A última hora de latarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la mañana, su hija, que dormía conla ventana abierta, oy ó un grito espantoso que venía de aquella dirección; perocomo no tenía nada de extraño que aullara y vociferara cuando estaba borracho,no hizo caso. A las siete, al levantarse, una de las sirvientas se fijó en que lapuerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel hombreinspiraba que hasta mediodía nadie se atrevió a acercarse a ver qué le habíasucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un espectáculo que las hizo salircorriendo hacia el pueblo con el rostro lívido de espanto. En menos de una horay o ya estaba allí y me había hecho cargo del caso.

Bueno, como usted sabe, señor Holmes, y o tengo los nervios bastante bientemplados, pero le doy mi palabra de que me estremecí cuando metí la cabezaen aquella cabaña. Estaba llena de moscas y moscardones que zumbaban comoun armonio, y las paredes parecían las de un matadero. Él la llamaba elcamarote, y verdaderamente era un camarote; cualquiera podría pensar queestaba en un barco. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas ycartas de navegación, una fotografía del Sea Unicorn, una hilera de cuadernos debitácora en un estante…; exactamente todo lo que uno esperaría encontrar en elcamarote de un capitán. Y en medio de todo ello estaba él, con el rostrocontorsionado como un alma condenada y sometida a tormento, y la frondosabarba apuntando hacia arriba en un gesto de agonía. Su ancho pecho estabaatravesado por un arpón de acero, que le salía por la espalda y se hundíaprofundamente en la pared que tenía detrás. Estaba clavado igual que unescarabajo de colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde elinstante en que lanzó aquel último grito de agonía.

Conozco sus métodos, señor, y los apliqué. Sin permitir que nadie tocase nada,examiné con la máxima atención los alrededores de la cabaña y el suelo de lamisma. No había ninguna pisada.

—Quiere usted decir que no encontró ninguna.—Le aseguro, señor, que no las había.—Mi buen Hopkins, he investigado muchos crímenes, pero aún no he

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encontrado ninguno cometido por un ser volador. Y mientras el criminal sesostenga sobre dos piernas, siempre quedará alguna señal, alguna rozadura, algúnminúsculo desplazamiento detectable por un investigador científico. Resultaincreíble que esta habitación embadurnada de sangre no contuviera ningunahuella que pudiera ay udarnos. Sin embargo, tengo entendido, por el informe de laindagación, que había ciertos objetos que usted no dejó de examinar.

El joven inspector acusó los comentarios irónicos de mi compañero con unestremecimiento.

—He sido un tonto al no acudir a usted en su momento, señor Holmes. Sinembargo, ya de nada vale lamentarse. En efecto, había en la habitación variosobjetos que exigían especial atención. Uno de ellos era el arpón con el que secometió el crimen. Lo habían cogido de un armero en la pared; allí había otrosdos y quedaba un espacio vacío para el tercero. En el mango tenía grabadas laspalabras « S. S. Sea Unicorn, Dundee» . Esto parecía indicar que el crimen secometió en un arrebato de furia y que el asesino había echado mano a la primeraarma que encontró a su alcance. El hecho de que el crimen se cometiera a lasdos de la madrugada y que, a pesar de la hora, Peter Carey estuvieracompletamente vestido, permitía suponer que se había citado con su asesino, locual parece confirmado por la presencia en la mesa de una botella de ron y dosvasos vacíos.

—Sí —dijo Holmes—. Creo que las dos inferencias son aceptables. ¿Habíaalgún otro licor en la habitación aparte del ron?

—Sí, encima del cofre de marino había un botellero con brandy y whisky;pero no tiene interés para nosotros, porque las frascas estaban llenas y, por tanto,no se habían usado.

—Aun así, su presencia tiene algún significado —dijo Holmes—. Sinembargo, oigamos algo más acerca de los objetos que, según usted, parecenguardar relación con el caso.

—Tenemos la petaca de tabaco, que estaba encima de la mesa.—¿En qué parte de la mesa?—En el centro. Era de piel de foca, piel áspera con pelo tieso, con una

correíta de cuero para cerrarla. En la parte de dentro tenía las iniciales « P. C.» .Contenía una media onza de tabaco fuerte de marinero.

—¡Excelente! ¿Qué más?Stanley Hopkins sacó del bolsillo un cuaderno de notas con tapas grisáceas

muy gastadas y hojas descoloridas. En la primera página estaban escritas lasiniciales « J. H. N.» y la fecha « 1883» . Holmes lo puso sobre la mesa y loexaminó con su minuciosidad habitual, mientras Hopkins y y o mirábamos, cadauno por encima de sus hombros. La segunda página llevaba estampadas lasiniciales « C. P. R.» , y a continuación venían varias hojas llenas de números.Había un encabezamiento que decía « Argentina» , otro « Costa Rica» y otro

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« San Paulo» , todos ellos seguidos por páginas llenas de signos y cifras.—¿Qué le dice a usted esto? —preguntó Holmes.—Parecen ser listas de valores de Bolsa. Es posible que « J. H. N.» sean las

iniciales de un corredor de Bolsa, y « C. P. R.» las de su cliente.—¿Y qué opina de « Canadian Pacific Railway» ? —dijo Holmes.Stanley Hopkins soltó un taco entre dientes y se golpeó el muslo con el puño

cerrado.—¡Qué estúpido he sido! —exclamó—. ¡Claro que es lo que usted dice!

Ahora sólo nos quedan por descifrar las iniciales « J. H. N.» . Ya he examinadolas listas antiguas de la Bolsa, pero no he encontrado ningún corredor, ni de losoficiales ni de los de fuera, cuyas iniciales coincidan con ésas. Sin embargo,tengo la impresión de que esta es la pista más importante con la que cuento.Reconocerá usted, señor Holmes, que existe la posibilidad de que estas inicialescorrespondan a la otra persona allí presente…, es decir, al asesino. Insisto,además, en que la aparición en el caso de un documento referente a grandescantidades de acciones de gran valor nos proporciona la primera indicación de unposible móvil para el crimen.

El rostro de Sherlock Holmes revelaba que este nuevo giro del asunto le habíadesconcertado por completo.

—Tengo que admitir esos dos argumentos suyos —dijo—. Confieso que estecuaderno, que no se mencionaba en el informe, modifica cualquier opinión quey o me pudiera haber formado. Había elaborado y a una teoría sobre el crimen enla que esto no tiene cabida. ¿Se ha molestado usted en seguir la pista a alguno delos valores que aquí se mencionan?

—Se está investigando en las oficinas, pero me temo que las listas completasde los accionistas de estos valores sudamericanos estén en Sudamérica, ytardaremos varias semanas en seguir la pista de las acciones.

Holmes había estado examinando con su lupa las tapas del cuaderno.—Parece que aquí hay una mancha de color —dijo.—Sí, señor, es una mancha de sangre. Ya le he dicho que recogí el cuaderno

del suelo.—¿La mancha estaba encima o debajo?—Por el lado del suelo.—Lo cual, naturalmente, demuestra que el cuaderno cayó al suelo después

de cometerse el crimen.—Exacto, señor Holmes. Me di cuenta de ese detalle y supuse que se le

caería al asesino cuando éste huyó precipitadamente. Estaba muy cerca de lapuerta.

—Supongo que no se habrá encontrado ninguna de estas acciones entre laspropiedades del difunto.

—No, señor.

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—¿Tiene alguna razón para sospechar que el móvil fue el robo?—No, señor. No parece que hay an tocado nada.—Caramba, caramba, sí que es un caso interesante. Había también un

cuchillo, ¿no es así?—Un cuchillo metido en su vaina. Se encontraba caído a los pies de la

víctima. La señora Carey lo ha identificado como perteneciente a su esposo.Holmes se sumió en reflexiones durante un buen rato.—Bueno —dijo por fin—, supongo que tendré que acercarme a echar un

vistazo.Stanley Hopkins soltó una exclamación de alegría.—Gracias, señor. No sabe el peso que me quita de encima.Holmes amonestó al inspector con el dedo.—La tarea habría resultado más sencilla hace una semana —dijo—. Pero,

aun ahora, puede que mi visita no sea del todo infructuosa. Si dispone usted detiempo, Watson, me gustaría mucho que me acompañara. Haga el favor dellamar un coche, Hopkins; estaremos listos para salir hacia Forest Row en uncuarto de hora.

Tras apearnos en una pequeña estación junto a la carretera, recorrimos encoche varias millas a través de lo que quedaba de un extenso bosque que en otrotiempo formó parte de la gran selva que durante tanto tiempo mantuvo a raya alos invasores sajones: la impenetrable región arbolada, que fue durante sesentaaños el baluarte de Gran Bretaña. Se habían talado grandes extensiones, ya queen esta zona se instalaron las primeras fundiciones de hierro del país, los árbolesse utilizaron como leña para fundir el mineral. En la actualidad, los ricosyacimientos del Norte han absorbido esta industria, y sólo los bosques arrasadosy las grandes cicatrices de la tierra dan testimonio del pasado. En un claro que seabría en la verde ladera de una colina se alzaba una casa de piedra baja yalargada, a la que se llegaba por un sendero curvo que atravesaba el terreno. Máscerca de la carretera, rodeada de arbustos por tres de sus lados, había unapequeña cabaña con la puerta y una ventana orientadas en nuestra dirección.Aquel era el lugar del crimen.

Stanley Hopkins nos condujo primero a la casa, donde nos presentó a unamujer ojerosa, de cabellos grises: la viuda del hombre asesinado, cuyo rostrodemacrado y surcado por profundas arrugas, con una furtiva mirada de terror enel fondo de sus ojos enrojecidos, revelaba los años de sufrimiento y malos tratosque había soportado. Con ella se encontraba su hija, una muchacha rubia ypálida, cuy os ojos llamearon desafiantes al decirnos que se alegraba de que supadre hubiera muerto y que bendecía la mano que lo había abatido. Peter Careyel Negro se había creado un ambiente doméstico terrible, y sentimos verdaderoalivio al salir de nuevo a la luz del sol y recorrer el sendero que los pies deldifunto habían ido abriendo a través de los campos. La cabaña era una

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construcción de lo más sencillo, con paredes de madera, tejado a un agua, unaventana junto a la puerta y otra en el lado contrario. Stanley Hopkins sacó la llavedel bolsillo, y se había inclinado hacia la cerradura cuando de pronto se detuvo,con una expresión de curiosidad y sorpresa en el rostro.

—Alguien ha estado manipulando esto —dijo.No cabía la menor duda: la madera estaba rayada y las rayas estaban

blancas por debajo de la pintura, como si se hubieran hecho un momento antes.Holmes había estado inspeccionando la ventana.

—También han intentado forzarla. Pero quien fuera no consiguió entrar. Tieneque haber sido un ladrón muy torpe.

—Esto es muy sorprendente —dijo el inspector—. Podría jurar que estasmarcas no estaban ayer por la tarde.

—Puede haber sido algún curioso del pueblo —sugerí.—No lo creo. Muy pocos se atreverían a poner el pie en este terreno, y

mucho menos a intentar forzar la entrada de la cabaña. ¿Qué opina de esto, señorHolmes?

—Opino que la suerte nos ha sido muy propicia.—¿Quiere decir que esta persona volverá?—Es muy probable. Vino esperando encontrar la puerta abierta. Trató de

forzarla con la hoja de una navaj ita de bolsillo y no lo consiguió. ¿Qué va a hacera continuación?

—Volver a la noche siguiente con una herramienta más eficaz.—Eso me parece a mí. Sería un fallo por nuestra parte no estar aquí para

recibirlo. Mientras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña.Se habían borrado las huellas de la tragedia, pero el mobiliario de la pequeña

habitación seguía igual que la noche del crimen. Durante dos horas, Holmesexaminó con la máxima concentración todos los objetos, uno por uno, pero alfinal su expresión demostraba que la búsqueda no había dado frutos. Sólo una vezhizo una pausa en su concienzuda investigación.

—¿Ha sacado algo de este estante, Hopkins?—No; no he tocado nada.—Se han llevado algo. En la esquina del estante hay menos polvo que en el

resto. Puede haber sido un libro que estaba tumbado. O una caja. En fin, nopuedo hacer más. Demos un paseo por este hermoso bosque, Watson, ydediquemos unas horas a los pájaros y a las flores. Nos reuniremos aquí mismomás tarde, Hopkins, y veremos si podemos entablar contacto con el caballero quevino de visita anoche.

Eran más de las once cuando tendimos nuestra pequeña emboscada. Hopkinsera partidario de dejar abierta la puerta de la cabaña, pero Holmes opinaba queaquello despertaría las sospechas del intruso. La cerradura era de las mássencillas, y bastaba con un cuchillo fuerte para hacerla saltar. Además, Holmes

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propuso que no aguardáramos dentro de la cabaña, sino fuera, entre los arbustosque crecían en torno a la ventana del fondo. De este modo podríamos observar anuestro hombre si éste encendía la luz y descubrir cuál era el objeto de su furtivavisita nocturna.

Fue una guardia larga y melancólica, pero aun así sentimos algo de laemoción que experimenta el cazador cuando acecha junto a la charca de agua,en espera de la llegada de la fiera sedienta. ¿Qué clase de bestia salvaje podíacaer sobre nosotros desde la oscuridad? ¿Sería un feroz tigre del crimen, al quesólo podríamos capturar tras dura lucha con uñas y dientes, o resultaría ser untaimado chacal, peligroso tan sólo para los débiles y descuidados? Permanecimosagazapados en absoluto silencio entre los arbustos, esperando que llegara lo quepudiera llegar. Al principio, los pasos de algunos aldeanos rezagados o el sonidode voces procedentes de la aldea entretenían nuestra espera; pero, poco a poco,estas interrupciones se fueron extinguiendo, y quedamos envueltos en un silencioabsoluto, con la excepción de las campanas de la lejana iglesia, que nosinformaban del avance de la noche, y del repiqueteo de una fina lluvia que caíaentre el follaje que nos cobijaba.

Acababan de sonar las dos y media, en las horas más oscuras que precedenal amanecer, cuando todos nos sobresaltamos al oír un ligero pero inconfundiblechasquido procedente de la puerta de la finca. Alguien había entrado en elsendero. De nuevo se hizo un largo silencio, y yo empezaba a temer que hubierasido una falsa alarma, cuando oímos pasos sigilosos al otro lado de la cabaña,seguidos al instante por roces y chasquidos metálicos. ¡El desconocido trataba deforzar la cerradura! Esta vez fue más hábil o contaba con un instrumento mejor,porque se oy ó un brusco chasquido y el chirriar de las bisagras. Luego seencendió una cerilla, y un instante después la firme llama de una vela iluminabael interior de la cabaña. Nuestros ojos se clavaron, a través de los visillos de gasa,en la escena que se desarrollaba dentro.

El visitante nocturno era un hombre joven, delgado y frágil, con un bigotenegro que acentuaba la palidez mortal de su rostro. No podía tener mucho más deveinte años. Jamás he visto un ser humano que diera tan patéticas muestras demiedo: le castañeteaban los dientes y temblaba de pies a cabeza. Iba vestidocomo un caballero, con chaqueta Norfolk y pantalones de media pierna, y setocaba con una gorra de paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojos asustados.A continuación colocó el cabo de vela sobre la mesa y desapareció de nuestravista, hacia uno de los rincones. Reapareció con un libro voluminoso, uno de loscuadernos de bitácora alineados sobre los estantes, se apoyó en la mesa y fuepasando hojas rápidamente hasta encontrar la anotación que buscaba. Entonceshizo un gesto iracundo con el puño, cerró el libro, volvió a colocarlo en el rincóny apagó la luz. Apenas había dado media vuelta para salir de la cabaña, cuandola mano de Hopkins cayó sobre su cuello y pude oír el fuerte gemido de espanto

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que el individuo dejó escapar al comprender que estaba atrapado. Se encendió denuevo la vela y contemplamos a nuestro miserable prisionero, tembloroso yencogido en manos del policía. Se dejó caer sobre el cofre de marino y nos miróuno a uno con expresión de desamparo.

—Y ahora, querido amigo —dijo Stanley Hopkins—, ¿quién es usted y québusca aquí?

El hombre se recompuso y se enfrentó a nosotros, esforzándose por mantenerla serenidad.

—Son ustedes policías, ¿verdad? —dijo—. Y creen que estoy complicado enla muerte del capitán Peter Carey. Les aseguro que soy inocente.

—Eso ya lo veremos —dijo Hopkins—. En primer lugar, ¿cómo se llamausted?

—John Hopley Neligan.Vi que Holmes y Hopkins intercambiaban una rápida mirada.—¿Qué está usted haciendo aquí?—¿Puedo hablar confidencialmente?—No, desde luego que no.—¿Y por qué iba a decírselo?—Si no tiene respuesta, puede pasarlo muy mal en el juicio.El joven se estremeció.—Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habría de hacerlo? Aunque me repugna la

idea de que el viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Han oído hablar de Dawson & Neligan?

Por la expresión de Hopkins, me di cuenta de que él conocía el nombre; peroHolmes mostró un vivo interés.

—¿Se refiere usted a los banqueros del West Country? —dijo—. Sedeclararon en quiebra dejando a deber un millón, arruinando a la mitad de lasfamilias del condado de Cornualles, y Neligan desapareció.

—Exacto. Neligan era mi padre.Por fin estábamos llegando a algo concreto, aunque todavía parecía existir un

largo trecho de distancia entre un banquero fugitivo y el capitán Peter Carey,clavado a la pared con uno de sus propios arpones. Todos escuchamos con lamáxima atención las palabras del joven.

—Mi padre era el verdadero responsable. Dawson estaba ya retirado. Yo sólotenía diez años por entonces, pero era lo bastante mayor para sentir la vergüenzay el horror del asunto. Siempre se ha dicho que mi padre robó todas las accionesy huyó, pero no es verdad. Él creía que si le daban tiempo para negociarlas todoiría bien y se podría pagar a todos los acreedores. Zarpó rumbo a Noruega en suyatecito justo antes de que se dictara su orden de detención. Aún me acuerdo deaquella última noche, cuando se despidió de mi madre. Nos dejó una lista devalores que se llevaba y juró que regresaría con su honor reparado y que

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ninguno de los que habían confiado en él saldría perjudicado. Pero ya no sevolvió a saber nada de él. Tanto él como el yate desaparecieron por completo. Mimadre y yo creímos que ambos estaban en el fondo del mar, junto con lasacciones que se había llevado. Sin embargo, teníamos un amigo de confianza quese dedica a los negocios y que descubrió hace algún tiempo que algunos de losvalores que se llevó mi padre habían reaparecido en el mercado de Londres.Pueden ustedes imaginarse nuestro asombro. Me pasé meses intentando seguirlesla pista, y por fin, tras muchas decepciones y dificultades, descubrí que elvendedor original había sido el capitán Peter Carey, propietario de esta choza.

Como es natural, hice algunas averiguaciones acerca de este hombre, y asísupe que había estado al mando de un ballenero que regresaba del Árticoprecisamente cuando mi padre navegaba hacia Noruega. El otoño de aquel añofue muy tormentoso, con una larga serie de galernas del Sur. Cabía la posibilidadde que hubieran arrastrado el yate de mi padre hacia el Norte, donde pudoencontrarse con el barco del capitán Carey. Y si esto fue lo que ocurrió, ¿quéhabía sido de mi padre? En cualquier caso, si la declaración de Peter Carey meservía para demostrar cómo habían llegado al mercado aquellas acciones, podríademostrar que mi padre no las había vendido y que no se las llevó con afán delucro personal.

Vine a Sussex con la intención de ver al capitán, pero justo entonces ocurriósu terrible muerte. En el informe de la indagación leí una descripción de estacabaña, en la que se decía que aquí se guardaban los viejos cuadernos debitácora de su barco. Se me ocurrió entonces que, si podía enterarme de lo queocurrió a bordo del Sea Unicorn en el mes de agosto de 1883, podría resolver elmisterio de la desaparición de mi padre. Vine anoche, dispuesto a mirar los libros,pero no conseguí abrir la puerta. Esta noche lo volví a intentar, con éxito, perodescubrí que las páginas correspondientes a ese mes habían sido arrancadas dellibro. Y en ese momento caí preso en sus manos.

—¿Eso es todo? —preguntó Hopkins.—Sí, es todo —dijo el joven, desviando la mirada.—¿No tiene nada más que decirnos?El joven vaciló.—No, nada.—¿No había estado aquí antes de anoche?—No.—Entonces, ¿cómo explica esto? —exclamó Hopkins, esgrimiendo el

cuaderno acusador, con las iniciales de nuestro prisionero en la primera hoja y lamancha de sangre en la cubierta.

El desdichado se desmoronó. Sepultó la cara entre las manos y se puso atemblar de pies a cabeza.

—¿De dónde lo ha sacado? —gimió—. No lo sabía. Creía que lo había perdido

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en el hotel.—Con esto basta —dijo Hopkins secamente—. Si tiene algo más que decir,

podrá decírselo al tribunal. Ahora tendrá que venir andando conmigo hasta lacomisaría. Bien, señor Holmes, le quedo muy agradecido a usted y a su amigopor haber venido a ay udarme. Tal como han salido las cosas, su presencia haresultado innecesaria, y yo habría podido llevar el caso a buen término sinustedes; pero a pesar de todo, les estoy agradecido. He hecho reservarhabitaciones para ustedes en el hotel Brambletye, así que podemos ir todos juntoshasta el pueblo.

—Bien, Watson, ¿qué opina usted de todo esto? —me preguntó Holmes a lamañana siguiente, durante el viaje de regreso a Londres.

—Me doy cuenta de que usted no ha quedado satisfecho.—Oh, sí, querido Watson, estoy muy satisfecho. Claro que los métodos de

Stanley Hopkins no me convencen. Me ha decepcionado este Stanley Hopkins;esperaba mejores cosas de él. Siempre hay que buscar una posible alternativa yestar preparado para ella. Es la primera regla de la investigación criminal.

—¿Y cuál es aquí la alternativa?—La línea de investigación que yo he venido siguiendo. Puede que no

conduzca a nada, es imposible saberlo, pero al menos la voy a seguir hasta elfinal.

Varias cartas aguardaban a Holmes en Baker Street. Echó mano a una deellas, la abrió y estalló en una triunfal explosión de risa.

—Excelente, Watson. La alternativa se va desarrollando. ¿Tiene ustedimpresos para telegramas? Escriba por mí un par de mensajes: « Sumner, agentenaviero, Ratcliff Highway. Envíe tres hombres, que lleguen mañana a las diez dela mañana. Basil» . Ese es mi nombre por esos barrios. El otro es para elinspector Stanley Hopkins, 46 Lord Street, Brixton: « Venga a desayunar mañanaa las nueve y media. Importante. Telegrafíe si no puede venir. —SherlockHolmes» . Ya está, Watson, este caso infernal me ha estado atormentandodurante diez días. Con esto lo destierro por completo de mi presencia y confío enque a partir de mañana no volvamos ni a oírlo mencionar.

El inspector Stanley Hopkins se presentó a la hora exacta y los tres nossentamos a degustar el excelente desayuno que la señora Hudson habíapreparado. El joven policía estaba muy animado por su éxito.

—¿Está usted convencido de que su solución es la correcta? —preguntóHolmes.

—No podría imaginar un caso más completo.—A mí no me pareció concluyente.—Me asombra usted, señor Holmes. ¿Qué más se puede decir?—¿Es que su explicación abarca todos los hechos?—Sin duda alguna. He averiguado que el joven Neligan llegó al hotel

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Brambletye el mismo día del crimen. Alegó que venía a jugar al golf. Aquellamisma noche se presentó en Woodman’s Lee, vio a Peter Carey en la cabaña, sepeleó con él y lo mató con el arpón. Después, horrorizado por lo que había hecho,huyó de la cabaña, y al huir se le cayó el cuaderno de notas que había llevadocon el fin de interrogar a Peter Carey acerca de esos valores. Se habrá fijadousted en que algunos de ellos estaban marcados con una ray ita, y otros, la granmayoría, no lo estaban. Las acciones marcadas se han localizado en el mercadode Londres; las otras, seguramente, estaban todavía en poder de Carey, y eljoven Neligan, según su propia declaración, estaba ansioso por recuperarlas paraquedar en paz con los acreedores de su padre. Después de huir no se atrevió aacercarse a la cabaña durante algún tiempo; pero por fin se decidió a hacerlo,para poder obtener la información que necesitaba. ¿No le parece bastantesencillo y evidente?

Holmes sonrió y negó con la cabeza.—Me parece que sólo tiene un fallo, Hopkins: que es intrínsecamente

imposible. ¿Ha probado usted a atravesar un cuerpo con un arpón? Ay, ay, señormío, debería usted prestar atención a estos detalles. Mi amigo Watson podrádecirle que yo me pasé toda una mañana practicando ese ejercicio. No es cosafácil, y exige un brazo fuerte y experimentado. Ese golpe se asestó con talviolencia que la punta del arpón se clavó a bastante profundidad en la pared.¿Cree usted que ese jovenzuelo anémico es capaz de una violencia tan tremenda?¿Es este el hombre que estuvo bebiendo ron y agua mano a mano con Peter elNegro en mitad de la noche? ¿Es su perfil el que fue visto a través de la cortinados noches antes? No, no, Hopkins; a quien tenemos que buscar es a otra persona,mucho más formidable.

La cara del policía se había ido poniendo cada vez más larga durante laparrafada de Holmes. Sus esperanzas y ambiciones se derrumbaban a sualrededor. Pero no estaba dispuesto a abandonar sus posiciones sin lucha.

—No puede usted negar, Holmes, que Neligan estuvo presente aquella noche.El cuaderno lo demuestra. Creo disponer de pruebas suficientes para satisfacer aun jurado, aunque usted aún pueda encontrarles algún fallo. Además, señorHolmes, yo ya le he echado el guante a mi hombre. En cambio, ese terriblepersonaje suyo, ¿dónde está?

—Yo diría que está subiendo la escalera —dijo Holmes muy tranquilo—.Creo, Watson, que lo mejor será que tenga ese revólver al alcance de la mano —se levantó y colocó un papel escrito sobre una mesita lateral—. Ya estamos listos.

Se oyó una conversación de voces roncas fuera de la habitación y, de pronto,la señora Hudson abrió la puerta para anunciar que había tres hombres quepreguntaban por el capitán Basil.

—Hágalos pasar de uno en uno —dijo Holmes.El primero que entró era un hombrecillo rechoncho como una manzana, de

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mejillas sonrosadas y sedosas patillas blancas. Holmes había sacado una cartadel bolsillo y preguntó:

—¿Su nombre?—James Lancaster.—Lo siento, Lancaster, pero el puesto está ocupado. Aquí tiene medio

soberano por las molestias. Haga el favor de pasar a esta habitación y esperarunos minutos.

El segundo era un individuo alto y enjuto, de pelo lacio y mejillas hundidas.Dijo llamarse Hugh Pattins. También él recibió una negativa, medio soberano yla orden de esperar.

El tercer aspirante era un hombre de aspecto poco corriente, con un ferozrostro de bulldog enmarcado en una maraña de pelo y barba, y un par de ojososcuros y penetrantes que brillaban tras la pantalla que formaban unas cejasespesas, greñudas y salientes. Saludó y permaneció en pie con aire marinero,dándole vueltas a la gorra entre las manos.

—¿Su nombre? —preguntó Holmes.—Patrick Cairns.—¿Arponero?—Sí, señor. Veintiséis campañas.—De Dundee, tengo entendido.—Sí, señor.—¿Dispuesto a zarpar en un barco explorador?—Sí, señor.—¿Cuál es su tarifa?—Ocho libras al mes.—¿Podría embarcar inmediatamente?—En cuanto recoja mi equipaje.—¿Ha traído sus documentos?—Sí, señor —sacó del bolsillo un fajo de papeles desgastados y grasientos.

Holmes los echó una ojeada y se los devolvió.—Es usted el hombre que yo buscaba —dijo—. En esa mesita está el

contrato. No tiene más que firmarlo y asunto concluido.El marinero cruzó la habitación y tomó la pluma.—¿Tengo que firmar aquí? —preguntó, inclinándose sobre la mesa.Holmes miró por encima de su hombro y pasó las dos manos sobre el cuello

del hombre.—Con esto bastará —dijo.Se oyó un chasquido de acero y un bramido como el de un toro furioso. Un

instante después, Holmes y el marinero rodaban juntos por el suelo. Aquelhombre tenía la fuerza de un gigante, e incluso con las esposas que Holmes habíacerrado tan hábilmente en torno a sus muñecas habría dominado con facilidad a

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mi amigo si Hopkins y y o no hubiéramos corrido en su ay uda. Sólo cuandoapreté el frío cañón de mi revólver contra su sien comprendió al fin que suresistencia era inútil. Le atamos los tobillos con una cuerda y nos incorporamosjadeando por el esfuerzo de la pelea.

—La verdad es que tengo que pedirle disculpas, Hopkins —dijo SherlockHolmes—. Me temo que los huevos revueltos se habrán quedado fríos. Sinembargo, estoy seguro de que saboreará mejor el resto de su desayuno pensandoen que ha logrado resolver su caso de manera triunfal.

Stanley Hopkins estaba mudo de asombro.—No sé qué decir, señor Holmes —balbuceó por fin con el rostro enrojecido

—. Me da la impresión de que he estado haciendo el ridículo de principio a fin.Ahora me doy cuenta de algo que nunca debí olvidar: que yo soy el alumno yusted el maestro. Aun ahora, veo lo que usted ha hecho, pero no sé cómo lo hizoni lo que significa.

—Bien, bien —dijo Holmes de buen humor—. Todos aprendemos a fuerza deexperiencia, y esta vez su lección es que nunca se debe perder de vista laalternativa. Estaba usted tan absorto en el joven Neligan que no tuvo tiempo parapensar en Patrick Cairns, el verdadero asesino de Peter Carey.

La ruda voz del marinero interrumpió nuestra conversación.—Alto ahí, amigo —dijo—. No me quejo de la forma en que se me ha

maltratado, pero me gustaría que llamaran a las cosas por su nombre. Dice ustedque yo asesiné a Peter Carey ; yo digo que maté a Peter Carey, que es algo muydistinto. A lo mejor no me creen ustedes. A lo mejor se piensan que les estoycolocando un cuento.

—Nada de eso —dijo Holmes—. Oigamos lo que tiene usted que decir.—Se cuenta en pocas palabras, y por Dios que cada palabra es la pura

verdad. Yo conocía bien a Peter el Negro, así que cuando él sacó el cuchillo y o loatravesé de parte a parte con un arpón, porque sabía que era su vida o la mía. Asíes como murió. A ustedes puede parecerles un asesinato. Al fin y al cabo, tantoda morir con una cuerda al cuello como con el cuchillo de Peter el Negroclavado en el corazón.

—¿Cómo llegó usted allí? —preguntó Holmes.—Se lo contaré desde el principio. Pero permitan que me incorpore un poco

para que pueda hablar con más facilidad. Todo sucedió en el 83…, en agosto deaquel año, Peter Carey era capitán del Sea Unicorn y yo era segundo arponero.Acabábamos de dejar los hielos con rumbo a casa, con vientos en contra y unagalerna de Sur cada semana, cuando divisamos una pequeña embarcación quehabía sido arrastrada hacia el Norte. Sólo llevaba un hombre a bordo, un hombrede tierra firme. La tripulación había creído que el barco se iba a pique y habíatratado de alcanzar las costas de Noruega en el bote salvavidas. Seguramente seahogaron todos. Bien, izamos a bordo a aquel hombre, y el capitán mantuvo con

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él varias conversaciones bastante largas en el camarote. El único equipaje querecogimos con él era una caja de lata. Por lo que yo sé, jamás se llegó apronunciar el nombre de aquel hombre, y a las dos noches desapareció como sinunca hubiera estado allí. Se dio por supuesto que se habría arrojado al mar o quehabría caído por la borda a causa del temporal que sufríamos. Sólo un hombresabía lo que había sucedido, y ese hombre era yo, que había visto con mispropios ojos cómo el capitán lo volteaba y lo arrojaba por la borda, durante lasegunda guardia de una noche oscura, dos días antes de que avistáramos los farosde las Shetland.

Pues bien, me guardé para mí lo que sabía y esperé a ver en qué iba a pararel asunto. Cuando regresamos a Escocia, se echó tierra al asunto y nadie hizopreguntas. Un desconocido había muerto por accidente y nadie tenía por quéandar haciendo averiguaciones. Poco después, Peter Carey dejó de navegar ytardé muchos años en dar con su paradero. Supuse que había hecho aquello paraquedarse con el contenido de la caja de lata, y que ahora podría permitirsepagarme bien por mantener la boca cerrada.

Descubrí dónde vivía gracias a un marinero que se lo había encontrado enLondres, y me planté allí para exprimirlo. La primera noche se mostró bastanterazonable, y estaba dispuesto a darme lo suficiente para no tener que volver almar por el resto de mi vida. Íbamos a dejarlo todo arreglado dos noches después.Cuando llegué, lo encontré casi completamente borracho y con un humor deperros. Nos sentamos a beber y hablamos de los viejos tiempos, pero cuanto másbebía él, menos me gustaba la expresión de su cara. Me fijé en el arpón colgadode la pared y pensé que quizás lo iba a necesitar antes de que pasara muchotiempo. Y por fin se lanzó sobre mí, escupiendo y maldiciendo, con ojos deasesino y un cuchillo grande en la mano. Pero antes de que lo pudiera sacar de lavaina, yo lo atravesé con el arpón. ¡Cielos! ¡Qué grito pegó! ¡Y su cara todavíano me deja dormir! Me quedé allí parado, mientras su sangre chorreaba portodas partes, y esperé un poco; todo estaba tranquilo, así que fui recuperando elánimo. Miré a mi alrededor y descubrí la caja de lata en un estante. Yo teníatanto derecho a ella como Peter Carey, así que me la llevé y salí de la cabaña.Pero fui tan estúpido que me dejé la petaca olvidada en la mesa.

Y ahora voy a contarles la parte más rara de toda la historia. Apenas habíasalido de la cabaña cuando oí que alguien se acercaba y me escondí entre losarbustos. Un hombre llegó andando con sigilo, entró en la cabaña, soltó un gritocomo si hubiera visto un fantasma y salió corriendo a toda la velocidad de suspiernas hasta perderse de vista. No tengo ni idea de quién era y qué quería. Pormi parte, caminé diez millas, tomé un tren en Turnbridge Wells y llegué aLondres sin que nadie se enterara.

Cuando me puse a examinar el contenido de la caja, vi que no había en elladinero, nada más que papeles que yo no me atrevía a vender. Ya no podía sacarle

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nada a Peter el Negro y me encontraba embarrancado en Londres sin un chelín.Lo único que me quedaba era mi oficio. Leí esos anuncios para arponeros a buensueldo, así que me pasé por la agencia y ellos me enviaron aquí. Eso es todo loque sé, y repito que la justicia debería darme las gracias por haber matado aPeter el Negro, ya que les he ahorrado el precio de una cuerda de cáñamo.

—Una narración muy clara —dijo Holmes, levantándose y encendiendo supipa—. Creo, Hopkins, que debería usted conducir a su detenido a lugar seguro sinpérdida de tiempo. Esta habitación no reúne condiciones para servir de celda, yel señor Patrick Cairns ocupa demasiado espacio en nuestra alfombra.

—Señor Holmes —dijo Hopkins—, no sé cómo expresarle mi gratitud.Todavía no me explico cómo ha obtenido usted estos resultados.

—Pues, sencillamente, porque tuve la suerte de encontrar la pista correctanada más empezar. Es muy posible que si hubiera sabido que existía esecuaderno, me habría despistado como le pasó a usted. Pero todo lo que yo sabíaapuntaba en una misma dirección: la fuerza tremenda, la pericia en el manejodel arpón, el ron con agua, la petaca de piel de foca con tabaco fuerte…, todoaquello hacía pensar en un marinero, y más concretamente, en un ballenero.Estaba convencido de que las iniciales « P. C.» grabadas en la petaca eran puracoincidencia, y que no eran las de Peter Carey, porque ése casi no fumaba y nose encontró ninguna pipa en la cabaña. Recordará usted que le pregunté si habíawhisky y brandy en la cabaña, y que dijo usted que sí. ¿Cuántos hombres de tierraadentro conoce usted que prefieran beber ron habiendo a mano otros licores? Sí,estaba seguro de que se trataba de un marinero.

—¿Y cómo pudo encontrarlo?—Querido amigo, el problema era muy sencillo. Si se trataba de un

marinero, tenía que ser uno que hubiera navegado con él en el Sea Unicorn. Porlas noticias que yo tenía, Carey no había navegado en ningún otro barco. Me pasétres días poniendo telegramas a Dundee, y al cabo de ese tiempo disponía ya delos nombres de todos los tripulantes del Sea Unicorn en 1883. Cuando encontré unPatrick Cairns entre los arponeros, comprendí que mi investigación se acercaba asu fin. Deduje que lo más probable era que mi hombre se encontrara en Londresy deseara ausentarse del país durante algún tiempo. Así que me pasé unos días enel East End, corriendo la voz de una expedición al Ártico y ofreciendo pagastentadoras a los arponeros dispuestos a embarcarse a las órdenes del capitánBasil. Y aquí puede ver los resultados.

—¡Maravilloso! —exclamó Hopkins—. ¡Maravilloso!—Tiene usted que hacer que pongan en libertad al joven Neligan lo antes

posible —dijo Holmes—. Confieso que opino que le debe usted algunas disculpas.Habrá que devolverle la caja de lata, aunque, por supuesto, las acciones quePeter Carey vendió están perdidas para siempre. Aquí viene el coche, Hopkins,ya puede usted llevarse a su hombre. Si me necesita para el juicio, nos

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encontrará a Watson y a mí en alguna parte de Noruega. Ya le enviaré detallesconcretos.

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Han transcurrido años desde que tuvieron lugar los acontecimientos que medispongo a relatar, a pesar de lo cual aún siento cierto reparo en comentarlos.Durante mucho tiempo habría resultado imposible sacar a la luz pública estoshechos, ni siquiera con la mayor discreción y prudencia; pero ahora, la personamás implicada se encuentra ya fuera del alcance de las leyes humanas y, con lasdebidas supresiones, se puede contar la historia de manera que no perjudique anadie. Constituyó una experiencia absolutamente única, tanto en la carrera deSherlock Holmes como en la mía. El lector sabrá disculpar que oculte la fecha ycualquier otro dato que pudiera servirle para identificar el verdadero suceso.

Holmes y yo habíamos salido a uno de nuestros vagabundeos vespertinos, yhabíamos regresado a eso de las seis de la tarde de un día crudo y frío deinvierno. Al encender Holmes la lámpara, la luz cayó sobre una tarjeta dejadaencima de la mesa. Le echó un vistazo y, soltando una exclamación derepugnancia, la tiró al suelo. Yo la recogí y leí:

CHARLES AUGUSTUS MILVERTONAPPLEDORE TOWERS

HAMPSTEADAgente.

—¿Quién es? —pregunté.—El hombre más malo de Londres —respondió Holmes, sentándose y

estirando las piernas hacia el fuego—. ¿Dice algo al dorso de la tarjeta?Le di la vuelta y leí:—« Pasaré a verlo a las 6,30. —C.A. M» .—¡Hum! Es casi la hora. Dígame, Watson: ¿no siente usted una especie de

escalofrío o estremecimiento cuando mira las serpientes en el parque zoológico yve esos bichos deslizantes, sinuosos, venenosos, con su mirada asesina y susrostros malignos y achatados? A lo largo de mi carrera he tenido que vérmelascon cincuenta asesinos, pero ni el peor de todos ellos me ha inspirado la repulsiónque siento por este individuo. Y sin embargo, no puedo evitar tener tratos con él…La verdad es que viene porque yo le invité.

—Pero ¿quién es?—Se lo voy a decir, Watson. Es el rey de los chantaj istas. ¡Que Dios se

apiade del hombre, y aún más de la mujer, cuyos secretos y reputación caiganen manos de Milverton! Con una sonrisa en los labios y un corazón de mármol,los exprimirá y seguirá exprimiendo hasta dejarlos secos. A su manera, el tipo esun genio, y habría destacado en cualquier oficio más digno. Utiliza el métodosiguiente: hace correr la voz de que está dispuesto a pagar sumas muy elevadaspor cartas que comprometan a personas ricas o de alta posición. Recibe estamercancía no sólo de criados y doncellas que traicionan a sus señores, sino

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también de rufianes elegantes que se han ganado la confianza y el cariño demujeres demasiado confiadas. No es nada tacaño en sus tratos. Sé, por ejemplo,que le pagó setecientas libras a un lacayo por una nota con sólo dos líneas detexto, y el resultado fue la ruina de una distinguida familia. Todo lo que sale almercado va a parar a Milverton, y hay cientos de personas en esta gran ciudadque se ponen blancos con sólo oír su nombre. Nadie sabe dónde caerá su garra,porque es lo bastante rico y lo bastante astuto para no actuar con apremios. Escapaz de guardarse una carta durante años, para jugarla en el momento en quelas apuestas sean más sustanciosas. Ya le he dicho que es el hombre más malo deLondres, y ahora le pregunto si se puede comparar al rufián que en un momentode arrebato le atiza un garrotazo a su compinche, con este hombre que, demanera metódica y a sangre fría, tortura el alma y retuerce los nervios con el finde seguir llenando sus ya hinchados sacos de dinero.

Pocas veces había y o oído a mi amigo hablar con tal intensidad desentimiento.

—Pero supongo yo que la justicia podrá echarle el guante —dije.—Técnicamente, qué duda cabe, pero en la práctica no. ¿Qué ganaría una

mujer, por ejemplo, con que le cayeran unos pocos meses de cárcel, si laconsecuencia inmediata es su propia ruina?

Sus víctimas no se atreven a devolver los golpes. Si alguna vez extorsionara auna persona inocente, entonces sí, le tendríamos cogido. Pero es tan astuto comoel mismo demonio. No, no, tendremos que encontrar otras maneras decombatirlo.

—¿Y por qué viene aquí?—Porque un ilustre cliente ha puesto su lamentable caso en mis manos. Se

trata de lady Eva Brackwell, la más bella de las jóvenes que fueron presentadasen sociedad la temporada pasada. Va a casarse dentro de quince días con elconde de Dovercourt. Este monstruo dispone de varias cartas imprudentes(imprudentes, Watson, y no algo peor), que fueron dirigidas a un joven caballerode provincias que no tiene un céntimo. Con esas cartas bastaría para romper elcompromiso. Milverton enviará las cartas al conde, a menos que se le pague unafuerte suma de dinero. A mí se me ha encargado entrevistarme con él y llegar almejor arreglo posible.

En aquel instante se oyó un traqueteo y ruido de cascos abajo en la calle. Measomé a mirar y vi un lujoso carruaje tirado por un magnífico par de caballos,con brillantes faroles cuy a luz se reflejaba en las lustrosas ancas de los noblesanimales. Un lacayo abrió la puerta y un hombre bajo y corpulento, con unpeludo abrigo de astracán, descendió del coche. Un minuto más tarde estaba ennuestra habitación.

Charles Augustus Milverton era un hombre de cincuenta años, de cabezavoluminosa con aire intelectual, cara redonda, regordeta y afeitada, perpetua

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sonrisa fría y dos ojos grises e inquisitivos, que brillaban intensamente a través deunas gruesas gafas con montura de oro. Había en su aspecto algo de labenevolencia de míster Pickwick, estropeada tan sólo por la insinceridad de lasonrisa fija y por el brillo metálico de aquellos ojos inquietos y penetrantes. Suvoz era tan suave y untuosa como sus facciones cuando avanzó con unagordezuela mano extendida, murmurando lamentaciones por no habernosencontrado en casa en su primera visita.

Holmes hizo caso omiso de la mano extendida y le miró con rostro pétreo. Lasonrisa de Milverton se ensanchó; se encogió de hombros, se quitó el abrigo, lodobló con gran parsimonia sobre el respaldo de una silla y tomó asiento.

—Este caballero… —dijo, haciendo un gesto en dirección mía—. ¿Esdiscreto? ¿Es de confianza?

—El doctor Watson es mi amigo y mi socio.—Muy bien, señor Holmes. Tan sólo protestaba en interés de su cliente. Se

trata de una cuestión tan delicada…—El doctor Watson ya está al corriente.—Entonces, vayamos al grano. Dice usted que actúa en nombre de lady Eva.

¿Le ha autorizado ella a aceptar mis condiciones?—¿Cuáles son sus condiciones?—Siete mil libras.—¿Y la alternativa?—Querido señor, me resulta doloroso hablar de ello; pero si no me ha pagado

esa cantidad el día catorce, puede estar seguro de que no habrá boda eldieciocho.

Su insufrible sonrisa se hizo más meliflua que nunca. Holmes reflexionó unmomento.

—Me parece —dijo por fin— que da usted por seguras demasiadas cosas.Como es natural, conozco el contenido de esas cartas. Y, desde luego, mi clientehará lo que y o la aconseje. Y yo la aconsejaré que se lo cuente todo a su futuroesposo y confíe en su generosidad.

—Milverton soltó una risita ahogada.—Está claro que no conoce usted al conde —dijo.La expresión de desconcierto que apareció en la cara de Holmes me

demostró que sí lo conocía.—¿Qué tienen de malo esas cartas? —preguntó.—Son divertidas, muy divertidas —respondió Milverton—. La dama escribe

unas cartas encantadoras. Pero puedo asegurarle que el conde de Dovercourt nosería capaz de apreciarlas en lo que valen. Sin embargo, puesto que usted opina locontrario, dejémoslo estar. Es una simple cuestión de negocios. Si cree usted quelo que más conviene a los intereses de su cliente es poner esas cartas en manosdel conde, no cabe duda de que sería una idiotez pagar una suma de dinero tan

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elevada por recuperarlas.Se levantó y recogió su abrigo de astracán. Holmes se había puesto gris de

rabia y humillación.—Aguarde un momento —dijo—. Va usted demasiado deprisa. Desde luego,

estaríamos dispuestos a hacer todo lo posible por evitar el escándalo en un asuntotan delicado.

Milverton volvió a dejarse caer en su asiento.—Estaba seguro de que lo vería usted desde ese punto de vista —ronroneó.—Pero, al mismo tiempo —continuó Holmes—, lady Eva no es una mujer

rica. Le aseguro que un desembolso de dos mil libras agotaría sus recursos, y quela cifra que usted menciona está por completo fuera de sus posibilidades. Leruego, pues, que modere sus exigencias y devuelva las cartas al precio que y o leindico, que le aseguro que es el más alto que podrá conseguir.

La sonrisa de Milverton se ensanchó aún más y sus ojos centellearondivertidos.

—Me consta que es cierto lo que usted dice acerca de los recursos de la dama—dijo—. Pero, al mismo tiempo, tiene usted que reconocer que la boda de unadama es ocasión muy propicia para que sus amigos y parientes hagan algúnpequeño esfuerzo en su beneficio. Puede que aún no sepan qué regalo de bodashacerle. Yo les aseguro que este pequeño fajo de cartas le proporcionará másalegría que todos los candelabros y mantequilleras de Londres.

—Es imposible —dijo Holmes.—¡Señor, Señor, qué desgracia! —exclamó Milverton, sacando del bolsillo un

abultado cuaderno—. No puedo evitar pensar que las señoras están malaconsejadas al no hacer un esfuerzo. ¡Fíjese en esto! —mostró una cartita con unescudo de armas en el sobre—. Pertenece a… bueno, quizás no sea correctodecir el nombre hasta mañana por la mañana. Pero para entonces estará y a enmanos del esposo de la dama. Y todo porque ella no quiso molestarse enconseguir una suma miserable, que podría haber obtenido en una horaconvirtiendo sus diamantes en dinero. Es una lástima tan grande. Por cierto,¿recuerda usted cómo se rompió de pronto el compromiso entre la honorableseñorita Mils y el coronel Dorking? Sólo dos días antes de la boda apareció unanoticia en el Morning Post anunciando que todo había terminado. ¿Y por qué?Resulta casi increíble, pero todo se podría haber arreglado con la ridícula sumade mil doscientas libras. ¿No es una pena? Y aquí está usted, señor Holmes, unhombre inteligente, regateando las condiciones, cuando están en juego el futuro yel honor de su cliente. Me sorprende usted, señor Holmes.

—Le estoy diciendo la verdad —respondió Holmes—. No se puede conseguirese dinero. Yo creo que sería mejor para usted aceptar la respetable suma que leofrezco, en lugar de arruinar el porvenir de esta mujer sin sacar de ello ningúnbeneficio.

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—En eso se equivoca, señor Holmes. Dar a conocer los hechos me reportaríaconsiderables beneficios de manera indirecta. Tengo ocho o diez casos similares,aún madurando. Si corriera entre ellos la voz de que he hecho un severoescarmiento con lady Eva, los encontraría a todos mucho más dispuestos arazonar. ¿Comprende mi punto de vista?

Holmes saltó de su silla.—Póngase usted detrás de él, Watson. No lo deje escapar. Y ahora, señor,

veamos el contenido de ese cuaderno. Milverton se había escurrido, rápido comouna rata, hacia un costado de la habitación, colocándose con la espalda contra lapared.

—¡Señor Holmes, señor Holmes! —dijo, abriéndose la chaqueta y dejandover la culata de un enorme revólver, que sobresalía del bolsillo interior—. Yoesperaba que hiciera usted algo original. Esto lo han hecho tantas veces… ¿Y dequé ha servido? Le aseguro que estoy armado hasta los dientes y que estoyperfectamente dispuesto a utilizar el arma, sabiendo que la ley estará de miparte. Además, está muy equivocado si supone que iba a traer aquí las cartasdentro de un cuaderno de notas. Jamás haría una tontería semejante. Y ahora,caballeros, todavía me aguardan una o dos entrevistas esta noche y hay un largocamino hasta Hampstead.

Dio un par de pasos hacia adelante, recogió su abrigo, apoyó la mano en elrevólver y se volvió hacia la puerta. Yo levanté una silla, pero Holmes negó conla cabeza y volví a dejarla en el suelo. Milverton salió de la habitación con unareverencia, una sonrisa y un guiño de ojos, y unos momentos después oímoscerrarse de golpe la puerta del carruaje y el traqueteo de las ruedas que sealejaban.

Holmes se quedó sentado e inmóvil ante la chimenea, con las manos metidasen los bolsillos de los pantalones, la barbilla caída sobre el pecho y los ojosclavados en el brillo de las brasas. Así permaneció, callado y sin moverse,durante media hora. Entonces, con el aire de quien ha tomado una decisión, sepuso en pie de un salto y se metió en su alcoba. Al poco rato, un joven obrero deaspecto disoluto, con perilla y andares fanfarrones, encendía su pipa de arcilla enla lámpara antes de salir a la calle.

—Ya volveré, Watson —dijo antes de desvanecerse la noche. Comprendí quehabía iniciado su campaña contra Charles Augustus Milverton; pero pocosospechaba y o el extraño giro que habría de tomar dicha campaña.

Durante varios días, Holmes estuvo yendo y viniendo a todas horas con aqueldisfraz, pero y o no sabía nada de sus andanzas, aparte de un comentario suyo queindicaba que pasaba el tiempo en Hampstead y que no era tiempo perdido. Porfin, una noche de furiosa tempestad, cuando el viento gemía y hacía golpear lasventanas, regresó de su última expedición y, después de quitarse el disfraz, sesentó ante el fuego y se echó a reír de buena gana, con su característica risa

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silenciosa y hacia dentro.—¿Verdad, Watson, que no me considera usted un hombre propenso al

matrimonio?—Desde luego que no.—Pues le interesará saber que estoy comprometido.—¡Querido amigo! Le feli…—Con la criada de Milverton.—¡Cielo santo, Holmes!—Necesitaba información, Watson.—Pero ¿no habrá ido demasiado lejos?—Era preciso hacerlo. Soy un fontanero llamado Escott, con un negocio que

prospera. He salido con ella todas las tardes y he hablado con ella. ¡Santo cielo,qué conversaciones! Sin embargo, he conseguido lo que quería. Ahora conozco lacasa de Milverton como la palma de mi mano.

—¿Y la chica, qué, Holmes?Él se encogió de hombros.—No se puede evitar, querido Watson. Habiendo tanto en juego, hay que

jugar las cartas lo mejor que se pueda. Sin embargo, me alegra decirle que tengoun odiado rival que se apresurará a quitarme la novia en cuanto y o le vuelva laespalda. ¡Qué noche tan maravillosa hace!

—¿Le gusta este tiempo?—Viene muy bien para mis propósitos, Watson. Me propongo entrar a robar

en casa de Milverton esta noche.Me quedé en silencio y sentí un escalofrío al escuchar estas palabras,

pronunciadas lentamente, en un tono de absoluta decisión. De la misma maneraen que un relámpago en la noche nos permite ver en un instante todos los detallesde un extenso paisaje, a mí me pareció vislumbrar de golpe todas las posiblesconsecuencias de semejante acción: el descubrimiento, la detención, el final deuna honrosa carrera en medio del fracaso y la vergüenza irreparables, mi amigoquedando a merced del odioso Milverton.

—¡Por amor de Dios, Holmes, piense en lo que hace! —exclamé.—Querido amigo, lo he meditado muy a fondo. Yo jamás me precipito en

mis acciones y no adoptaría un método tan drástico, y desde luego tan peligroso,si existiera otra posibilidad. Consideremos el asunto de manera clara e imparcial.Supongo que usted reconocerá que se trata de un acto moralmente justificable,aunque técnicamente delictivo. Lo único que pretendo al entrar en la casa esapoderarme de aquel cuaderno de bolsillo…, algo en lo que usted mismo estabadispuesto a ay udarme.

Le di vueltas a la idea en la cabeza.—Sí —dije—, es moralmente justificable, siempre que no nos propongamos

robar más objetos que los que se utilizan con fines ilícitos.

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—Exacto. Y puesto que es moralmente justificable, sólo tengo que considerarla cuestión del riesgo personal. Y un caballero no debe pensar mucho en esocuando una dama necesita desesperadamente su ayuda, ¿no cree?

—Se colocará usted en una posición muy dudosa.—Bueno, eso forma parte del riesgo. No existe otra manera posible de

recuperar las cartas. La desdichada dama no dispone del dinero y no puedeconfiar en ninguno de sus allegados. Mañana se cumple el plazo y si noconseguimos las cartas esta noche, ese canalla cumplirá su palabra y ledestrozará la vida. Así pues, o abandono a mi cliente a su suerte o tengo que jugaresta última carta. Entre nosotros, Watson, se trata de una competición deportivaentre ese Milverton y yo. Como ha podido ver, él ha salido ganando en losprimeros asaltos, pero mi amor propio y mi reputación me obligan a luchar hastael final.

—En fin, no me gusta, pero supongo que no queda más remedio —dije—.¿Cuándo salimos?

—Usted no viene.—Entonces, usted tampoco. Le doy mi palabra de honor, y no he faltado a

ella en mi vida, de que cogeré un coche e iré directo a la comisaría adenunciarle, a menos que me permita compartir con usted esta aventura.

—Usted no puede ayudarme.—¿Cómo lo sabe? No puede saber lo que va a suceder. En cualquier caso, mi

decisión ya está tomada. No es usted el único que tiene amor propio e, incluso,reputación.

Al principio, Holmes pareció molesto, pero luego desarrugó la frente y mepalmeó el hombro.

—Muy bien, querido camarada, que sea como usted dice. Hemos compartidoel mismo alojamiento durante años, y tendría gracia que acabáramoscompartiendo la misma celda. ¿Sabe, Watson? No me importa confesar quesiempre he tenido la impresión de que habría podido ser un delincuente muyeficaz. Esta es la oportunidad de mi vida en ese sentido. ¡Mire! —sacó de uncajón un bonito maletín de cuero y lo abrió, dejando ver una buena cantidad deherramientas relucientes—. Este es un equipo de ladrón de primera clase yúltimo modelo, con palanqueta niquelada, cortacristales con punta de diamante,llaves adaptables y todos los adelantos modernos que exige el progreso de lacivilización. Y aquí tengo mi linterna sorda. Todo está preparado. ¿Tiene usted unpar de zapatos silenciosos?

—Tengo zapatillas de tenis con suela de goma.—Excelente. ¿Y antifaz?—Puedo hacer un par con seda negra.—Veo que tiene usted una fuerte disposición natural para este tipo de cosas.

Muy bien; haga usted los antifaces. Tomaremos un poco de cena fría antes de

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salir. Ahora son las nueve y media. A las once tomaremos un coche más o menoshasta Church Row. Desde allí hay un cuarto de hora de camino hasta AppledoreTowers. Podremos estar trabajando antes de medianoche. Milverton tiene elsueño muy pesado y se va siempre a dormir a las diez y media. Con un poco desuerte, podremos estar aquí de vuelta a las dos, con las cartas de lady Eva en mibolsillo.

Holmes y yo nos vestimos de etiqueta para parecer dos hombres que salíandel teatro y regresaban a su casa. En Oxford Street paramos un coche, que nosllevó a una dirección de Hampstead. Allí nos apeamos, y con nuestros abrigosbien abrochados —porque hacía un frío terrible y el viento parecía pasar a travésde nosotros— caminamos a lo largo del seto.

—Este asunto exige actuar con mucha delicadeza —dijo Holmes—. Losdocumentos están encerrados en una caja fuerte en el despacho de nuestrohombre, y el despacho es la antesala de su dormitorio. Por otra parte, como todoslos tipos bajos y gordos que se dan buena vida, el hombre duerme a pierna suelta.Agatha, que así se llama mi prometida, dice que todo el servicio hace chistesacerca de lo difícil que resulta despertar al señor. Tiene un secretario que cuidade sus intereses y que no sale del despacho en todo el día. Por eso tenemos queactuar de noche. También tiene un perro muy feroz que ronda por el jardín. Lasdos últimas veces que vi a Agatha era bastante tarde, y tuvo que encerrar a lafiera para que yo pudiera pasar. Esa es la casa, esa grande con terreno propio.Nos metemos por la puerta y vamos hacia la derecha, por entre los laureles. Lomejor será que nos pongamos los antifaces aquí. Como ve, no hay luz en ningunade las ventanas y todo marcha sobre ruedas.

Una vez puestos los negros antifaces de seda, que nos convertían en dos de lasfiguras más truculentas de Londres, nos acercamos furtivamente a la casa oscuray silenciosa. A uno de los lados había una especie de terraza embaldosada, a laque daban varias ventanas y dos puertas.

—Ese es su dormitorio —susurró Holmes—. Esta puerta da directamente aldespacho. Lo mejor sería entrar por ella, pero está cerrada con llave y concerrojo y haríamos demasiado ruido al forzarla. Venga por aquí. Hay, uninvernadero que da a la sala de estar.

El invernadero estaba cerrado, pero Holmes cortó un círculo de cristal yabrió el pestillo por dentro. Un instante después, había cerrado la puerta anuestras espaldas y nos habíamos convertido en delincuentes a los ojos de la ley.El aire denso y caluroso del invernadero, cargado con la fuerte y sofocantefragancia de plantas exóticas, se pegó a nuestras gargantas. Holmes me tomó dela mano en la oscuridad y me guió con rapidez a lo largo de hileras de arbustoscuy as ramas nos rozaban la cara. Mi amigo poseía una notable facultad,laboriosamente cultivada, para ver en la oscuridad. Sin soltarme de la mano,abrió una puerta y tuve la confusa sensación de que habíamos entrado en una

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habitación espaciosa en la que poco tiempo antes se había fumado un cigarro.Holmes avanzó a tientas entre los muebles, abrió la puerta y la cerró a nuestrasespaldas. Extendí la mano y palpé varios abrigos que colgaban de la pared, por loque comprendí que estábamos en un pasillo. Avanzamos por él y Holmes abriócon mucho cuidado una puerta del lado derecho. Algo echó a correr hacianosotros y casi se me sale el corazón por la boca, aunque estuve a punto deecharme a reír al darme cuenta de que se trataba del gato. En esta nuevahabitación había una chimenea encendida, y también el ambiente estaba cargadode humo de tabaco. Holmes entró de puntillas, esperó a que yo pasara tras él ycerró la puerta con el mayor cuidado. Estábamos en el despacho de Milverton, yen el extremo más alejado había un cortinaje que indicaba la entrada a sudormitorio.

El fuego ardía bien, iluminando la habitación. Cerca de la puerta vi brillar uninterruptor eléctrico, pero no hacía falta encender la luz ni hubiera sido prudentehacerlo. A un lado de la chimenea había una gruesa cortina que tapaba elventanal que habíamos visto desde fuera. Al otro lado estaba la puerta quecomunicaba con la terraza. En el centro de la habitación había un escritorio conun sillón giratorio de reluciente cuero rojo. Enfrente de él, una gran librería conun busto de mármol de la diosa Atenea encima. En el rincón que quedaba entrela librería y la pared había una gran caja fuerte de color verde, en cuy ostiradores de latón pulido se reflejaba la luz de la chimenea. Holmes cruzó consigilo la habitación y contempló la caja. Luego se acercó con igual cautela a laentrada del dormitorio y escuchó atentamente con la cabeza ladeada. No se oíani un sonido en el interior. Mientras tanto, a mí se me ocurrió que lo más prudentesería asegurarnos la retirada por la puerta que daba al exterior y me acerqué aexaminarla. Con gran sorpresa comprobé que no estaba cerrada ni con llave nicon cerrojo. Le di un toque a Holmes en el brazo y él volvió su rostroenmascarado en aquella dirección. Pude ver que se sobresaltaba, y resultabaevidente que aquello le sorprendía tanto como a mí.

—No me gusta —susurró acercando los labios a mi oído—. No sé quésignifica esto. Sea lo que sea, no tenemos tiempo que perder.

—¿Puedo hacer algo?—Sí; quédese junto a la puerta. Si oye venir a alguien, ciérrela por dentro, y

ya saldremos por donde entramos. Si vienen por el otro lado, podemos salir por lapuerta si es que hemos terminado o escondernos detrás de las cortinas de estaventana si no hemos terminado aún. ¿Ha comprendido?

Asentí con la cabeza y me quedé junto a la puerta. Mi primera sensación demiedo había desaparecido y ahora me sentía excitado, con una emoción aún másintensa que la que había experimentado en cualquiera de las ocasiones en las queactuábamos como defensores de la ley y no como infractores. La noble finalidadde nuestra misión, el saber que se trataba de un acto altruista y caballeroso, la

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personalidad canallesca de nuestro adversario, todo ello acentuaba el interésdeportivo de nuestra aventura. Lejos de sentirme culpable, me recreaba yregocijaba en el peligro. Contemplé con admiración cómo Holmes desplegaba suinstrumental y escogía la herramienta adecuada con la tranquilidad y precisióncientífica de un cirujano que realiza una delicada operación. Yo sabía que abrircajas fuertes era una de sus aficiones favoritas, y me di cuenta de la alegría conque se enfrentaba a aquel monstruo verde y dorado, el dragón que encerrabaentre sus fauces la reputación de tantas hermosas doncellas. Arremangándose lospuños de su chaqueta —había dejado el abrigo encima de una silla—, Holmessacó dos taladros, una palanqueta y varias llaves maestras. Yo permanecí junto ala puerta central, sin dejar de vigilar todas las demás, atento a cualquieremergencia, aunque lo cierto es que no tenía muy claro lo que iba a hacer sialguien nos interrumpía. Holmes trabajó durante media hora con concentradaenergía, dejando un instrumento, tomando otro, manejándolos todos con el vigory la delicadeza de un experto mecánico. Por fin oí un chasquido, la gruesa puertaverde se abrió de par en par y pude vislumbrar en el interior un gran número depaquetes de papeles, todos ellos atados, sellados y etiquetados. Holmes sacó unode los paquetes, pero resultaba difícil leer a la luz vacilante del fuego, así querecurrió a su pequeña linterna sorda, ya que encender la luz eléctrica habríaresultado demasiado peligroso estando Milverton en la habitación contigua. Depronto vi que se interrumpía, escuchaba con atención y un instante después habíacerrado la puerta de la caja fuerte, recogía su abrigo, guardaba todas lasherramientas en los bolsillos y se lanzaba como una flecha a esconderse detrásde la cortina de la ventana, indicándome con gestos que hiciera lo mismo.

Sólo después de ocultarme a su lado oí lo que había provocado la alarma ensus sentidos, más agudos que los míos. Se oían ruidos en algún lugar de la casa.Primero, una puerta que se cerraba a lo lejos; luego, un confuso y apagadorumor que acabó por convertirse en el rítmico resonar de unos pasos decididosque se acercaban con rapidez. Llegaron al pasillo que había fuera de lahabitación y se detuvieron ante la puerta. La puerta se abrió. Se oyó un fuertechasquido al girar el interruptor eléctrico y se encendió la luz. Volvió a cerrarsela puerta y llegó a nuestras narices el aroma picante de un cigarro fuerte.Entonces se iniciaron de nuevo los pasos, andando de un lado a otro, a pocosmetros de nosotros. Por fin se oyó el cruj ido de un sillón y los pasos cesaron. Acontinuación oímos una llave que entraba en una cerradura y luego el cruj ir delos papeles. Hasta aquel momento, yo no me había atrevido a mirar, peroentonces separé con mucho cuidado las cortinas y miré a través de la abertura.Holmes apretó su hombro contra el mío y comprendí que también él estabamirando. Delante de nosotros, y casi al alcance de la mano, vimos la ancha yredondeada espalda de Milverton. No cabía duda de que habíamosmalinterpretado sus movimientos y que durante todo aquel tiempo él no había

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estado en su dormitorio, sino pasando el rato en algún salón o sala de billar en elotro extremo de la casa, cuyas ventanas no habíamos visto. Su voluminosacabeza entrecana, con una reluciente calva en la coronilla, ocupaba el primerplano de nuestra visión. Estaba recostado hacia atrás en su sillón de cuero rojo,con las piernas extendidas y un largo cigarro negro saliendo oblicuamente de suboca. Vestía una chaqueta de corte militar y color rosado, con cuello deterciopelo negro. Sostenía en la mano un largo documento legal, que leía demanera indolente mientras lanzaba por la boca anillos de humo. Por lacomodidad de su postura y la tranquilidad de su actitud, no parecía que tuvieraintenciones de marcharse pronto.

Sentí que la mano de Holmes agarraba la mía y le daba un apretóntranquilizador, como para indicarme que podía controlar la situación y que noestaba preocupado. Pero yo no estaba seguro de si él había visto lo que, desde miposición, saltaba a la vista: que la puerta de la caja había quedado mal cerrada yMilverton podía fijarse en ello en cualquier momento. Decidí por mi propiacuenta que en el mismo instante en que Milverton diera señales de haberloadvertido, yo saltaría de mi escondite, le echaría el abrigo sobre la cabeza parainmovilizarlo y dejaría el resto en manos de Holmes. Pero Milverton no levantóla mirada. Permanecía vagamente interesado en los papeles que tenía en lamano y pasaba una página tras otra, siguiendo la argumentación del abogado.« En fin —pensé—; cuando termine el documento y el cigarro se marchará a suhabitación» . Pero antes de que pudiera terminar ninguna de las dos cosas ocurrióalgo extraordinario, que desvió nuestra atención por otros caminos.

Yo me había fijado en que Milverton consultaba varias veces su reloj y enuna ocasión se había levantado, para volverse a sentar con un gesto deimpaciencia. Sin embargo, no se me había ocurrido que pudiera tener una cita ahoras tan intempestivas hasta que llegó a mis oídos un débil sonido procedente dela terraza de fuera. Milverton dejó sus papeles y se puso rígido en su asiento. Serepitió el sonido y a continuación unos golpecitos en la puerta. Milverton selevantó para abrirla.

—Bueno —dijo secamente—. Llega usted con casi media hora de retraso.Así que ésta era la explicación de la puerta sin cerrar y de la vigilia nocturna

de Milverton. Se oy ó el suave roce de un vestido de mujer. Yo había cerrado laabertura entre las cortinas cuando Milverton volvió el rostro en nuestra dirección,pero ahora me aventuré a abrirla de nuevo con mucho cuidado. Milverton sehabía vuelto a sentar, con el cigarro todavía insolentemente colocado en lacomisura de sus labios. Frente a él, iluminada de lleno por la luz eléctrica, habíauna mujer alta y delgada, vestida de oscuro, con un velo sobre el rostro y unacapa que le cubría la barbilla. Respiraba entrecortadamente y su esbelta figuratemblaba de emoción de pies a cabeza.

—Muy bien —dijo Milverton—. Me ha hecho usted perder unas buenas horas

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de sueño, querida. Espero que haya valido la pena. ¿No podía venir a otra hora,eh?

La mujer negó con la cabeza.—Bien, si no se puede, no se puede. Y si la condesa la ha tratado mal, ahora

tiene la oportunidad de desquitarse. Pero… ¡Pobre muchacha! ¿Por qué tiemblade ese modo? ¡Vamos, serénese! Y ahora, vayamos al negocio —sacó una notadel cajón de su escritorio—. Dice usted que tiene cinco cartas que comprometena la condesa D’Albert. Quiere usted venderlas. Yo quiero comprarlas. Hasta aquítodo va bien. Sólo falta fijar el precio. Como es natural, me gustaría ver antes lascartas. Si son buenas de verdad… ¡Cielo santo! ¡Es usted!

Sin decir una palabra, la mujer se había levantado el velo y dejado caer lacapa que cubría su barbilla. El rostro que se enfrentaba a Milverton era moreno yatractivo, de facciones bien dibujadas, nariz aguileña, cejas marcadas y oscurassobre unos ojos que brillaban con dureza, y una boca de labios finos y rectos,curvada en una sonrisa peligrosa.

—Sí, soy yo —dijo—. La mujer cuya vida ha destrozado.Milverton se echó a reír, pero en su voz había una vibración de miedo.—Ha sido usted tan obstinada —dijo—. ¿Por qué me obligó a llegar a tales

extremos? Le aseguro que yo, por propia iniciativa, soy incapaz de hacer daño auna mosca, pero todo el mundo tiene su negocio y ¿qué podía yo hacer? Fijé unprecio que estaba perfectamente dentro de sus posibilidades, y usted no quisopagar.

—Así que envió las cartas a mi marido, y él, el caballero más noble quejamás ha existido, un hombre al que yo no era digna ni de atarle los zapatos,murió con el corazón destrozado. ¿Recuerda usted la última noche que pasé poresa puerta? Rogué y supliqué, pidiéndole compasión. Y usted se rió en mi cara,como pretende reírse ahora, sólo que ahora su corazón de cobarde no puedeimpedir que le tiemblen los labios. Sí, nunca pensó que volvería a verme por aquí,pero aquella noche aprendí la manera de llegar hasta usted para encontrármelocara a cara y a solas. Bien, Charles Milverton, ¿qué tiene usted que decir?

—No piense que puede intimidarme —dijo él poniéndose en pie—. Sólo tengoque dar una voz para llamar a mis sirvientes y hacer que la detengan. Pero estoydispuesto a disculpar su natural irritación. Salga de mi habitación por donde vinoy no diré una palabra más.

La mujer siguió donde estaba, con la mano hundida en el pecho y la mismasonrisa mortal en sus finos labios.

—No volverá a destrozar más vidas como destrozó la mía. No torturará máscorazones como ha torturado el mío. Voy a librar al mundo de un bichovenenoso. ¡Toma esto, perro, y esto! ¡Y esto, y esto, y esto!

Había sacado un pequeño y reluciente revólver y vació un cilindro tras otroen el cuerpo de Milverton, con el cañón a dos palmos escasos de la pechera de su

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camisa. El hombre retrocedió encogiéndose y luego cay ó de cara sobre la mesa,tosiendo con fuerza y crispando las manos entre los papeles. Se volvió a levantartambaleante, recibió otro tiro y cayó rodando al suelo.

—¡Me has matado! —gimió, y quedó inmóvil.Nuestra intervención no habría podido, de ninguna manera, salvar a aquel

hombre de su destino. Sin embargo, al ver cómo la mujer descargaba una balatras otra en el cuerpo encogido de Milverton, yo había estado a punto de saltar,pero entones sentí la fría y fuerte mano de Holmes que me agarraba de lamuñeca y comprendí todo lo que quería decir aquella presa firme y disuasoria:que aquello no era asunto nuestro; que se había hecho justicia con un canalla; quenosotros teníamos nuestra propia tarea y nuestros propios objetivos, y que nodebíamos perderlos de vista. Apenas había acabado la mujer de salir de lahabitación, cuando Holmes, de un par de zancadas rápidas y silenciosas, se plantóen la otra puerta e hizo girar la llave en la cerradura. En aquel mismo instanteoímos voces en la casa y el sonido de pasos apresurados. Los disparos derevólver habían despertado a la servidumbre. Con absoluta tranquilidad, Holmesse dirigió a la caja, cogió todos los papeles de cartas que pudo abarcar con ambosbrazos y los arrojó al fuego. Repitió la operación una y otra vez, hasta que la cajaquedó vacía. Alguien estaba intentando girar el picaporte y golpeando la puertapor fuera. Holmes miró rápidamente a su alrededor. La carta que había servidocomo mensajera de la muerte para Milverton estaba sobre la mesa, todasalpicada de sangre. Holmes la arrojó también entre los papeles que ardían.Luego sacó la llave de la puerta exterior, salió por ella detrás de mí y la cerró porfuera.

—¡Por aquí, Watson! —dijo—. ¡Podemos escalar la tapia del jardín!Jamás había creído que una alarma pudiera propagarse con tanta rapidez.

Cuando miré hacia atrás, la enorme casa tenía todas las luces encendidas, lapuerta principal estaba abierta y se veían figuras corriendo por el sendero deentrada. Todo el jardín estaba lleno de gente, y cuando nosotros salimos de laterraza un tipo gritó: « ¡Aquí están!» , y se lanzó en nuestra persecución,pisándonos los talones. Holmes parecía conocer a la perfección el terreno y seabrió camino con rapidez por entre una plantación de arbolitos, conmigosiguiéndole los pasos y nuestro perseguidor más adelantado resoplando detrás denosotros. La tapia que nos cerraba el paso medía casi dos metros de altura, peroHolmes saltó por encima sin dificultad. Cuando yo intentaba hacer lo mismo,sentí que la mano del hombre que nos perseguía me agarraba del tobillo; medesembaracé de él a patadas y trepé como pude sobre el borde sembrado decristales. Caí de cara entre unos arbustos, pero Holmes me hizo ponerme de pieal instante y echamos a correr juntos por el extenso brezal de Hampstead Heath.Creo que debimos correr unas dos millas antes de que Holmes se detuviera porfin y escuchara con atención. Detrás de nosotros el silencio era absoluto.

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Habíamos despistado a nuestros perseguidores y estábamos a salvo.Acabábamos de desayunar y estábamos fumando nuestra pipa matutina del

día siguiente al de la extraordinaria aventura que acabo de relatar cuando elseñor Lestrade, de Scotland Yard, muy solemne y ceremonioso, se hizo anunciaren nuestro modesto cuarto de estar.

—Buenos días, señor Holmes —dijo—. Buenos días. ¿Puedo preguntarle si enestos momentos se encuentra muy ocupado?

—No tanto como para no poder escucharle.—Se me ha ocurrido que, tal vez, si no tiene nada especial entre manos, no le

importaría ayudarnos en un caso de lo más extraordinario que ha ocurrido estamisma noche en Hampstead.

—¡Caramba! —exclamó Holmes—. ¿Y de qué se trata?—Un asesinato…, un asesinato de lo más dramático y misterioso. Ya sé lo

mucho que le interesan estas cosas, y consideraría un gran favor que pasara porAppledore Towers para echarnos una mano con sus consejos. No se trata de uncrimen vulgar. Hace bastante tiempo que le teníamos echado el ojo a ese señorMilverton, que, entre nosotros, era un pedazo de canalla. Sabemos que guardabadocumentos que utilizaba para hacer chantaje. Los asesinos han quemado todosestos papeles. No se han llevado nada de valor, y es bastante probable que loscriminales fueran hombres de buena posición, cuy o único objeto era evitar elescándalo.

—¡Criminales! —exclamó Holmes—. ¿En plural?—Sí, eran dos. Estuvieron a punto de cogerlos con las manos en la masa.

Tenemos huellas de sus pisadas, tenemos sus descripciones…; le apuesto diez auno a que los encontramos. El primero era demasiado rápido, pero el segundofue alcanzado por el ayudante del jardinero y tuvo que forcejear para escaparse.Era un hombre de estatura media, complexión atlética, mandíbula cuadrada,cuello grande, bigote y un antifaz sobre los ojos.

—Eso es bastante inconcreto —dijo Sherlock Holmes—. ¡Si hasta podría seruna descripción de Watson!

—Es cierto —dijo el inspector muy divertido—. La descripción podríaaplicarse a Watson.

—Bien, me temo que no puedo ayudarle, Lestrade —dijo Holmes—. Laverdad es que yo ya conocía a ese Milverton, y lo consideraba uno de loshombres más peligrosos de Londres. Creo que existen ciertos crímenes queescapan al alcance de la ley y que, por tanto, justifican hasta cierto punto lavenganza particular. No, no vale la pena discutir. Ya está decidido. Mis simpatíasse inclinan más por los criminales que por la víctima y no pienso encargarme deeste caso.

Holmes no había dicho una sola palabra acerca de la tragedia que habíamospresenciado, pero me fijé en que pasó toda la mañana muy pensativo y, con su

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mirada ausente y su comportamiento abstraído, daba la impresión de estaresforzándose por recordar algo. Estábamos a la mitad de la comida cuando, depronto, se puso en pie de un salto.

—¡Por Júpiter, Watson! ¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Coja su sombrero yvenga conmigo!

Bajó a toda velocidad por Baker Street y luego dobló por Oxford Street hastallegar casi a Regent Circus. Allí, a mano izquierda, había un escaparate lleno defotografías de las celebridades y bellezas del momento. Los ojos de Holmes seclavaron en una de ellas y, siguiendo la dirección de su mirada, vi la fotografía deuna dama majestuosa y altiva, con vestido de corte y una alta diadema debrillantes en su noble cabeza. Contemplé la delicada curva de la nariz, las cejasmarcadas, la boca recta y la fina y enérgica mandíbula bajo la boca. Y mequedé sin respiración al leer el título, con siglos de historia, del eminentearistócrata y estadista con el que había estado casada. Mi mirada se cruzó con lade Holmes y éste se llevó un dedo a los labios mientras nos alejábamos delescaparate.

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No tenía nada de raro que el señor Lestrade, de Scotland Yard, pasara a visitarnospor las tardes, y sus visitas eran muy bien acogidas por Sherlock Holmes, porquele permitían mantenerse al día de lo que sucedía en la dirección de la policía. Acambio de las noticias que Lestrade traía, Holmes se mostraba siempre dispuestoa escuchar con atención los detalles del caso en el que estuviera trabajando elinspector, y de cuando en cuando, sin intervenir de manera activa, leproporcionaba algún consejo o sugerencia, sacados de su vasto arsenal deconocimientos y experiencia.

Aquella tarde en concreto, Lestrade había estado hablando del tiempo y delos periódicos, y después se había quedado callado, chupando pensativo sucigarro. Sherlock Holmes le miró con interés.

—¿Tiene algo especial entre manos? —preguntó.—Oh, no, señor Holmes, nada de particular.—Está bien, cuéntemelo todo.Lestrade se echó a reír.—De acuerdo, señor Holmes, no puedo negar que hay algo que me tiene

preocupado. Y sin embargo, se trata de un asunto tan absurdo que no me decidíaa molestarle con ello. Por otra parte, si bien es un asunto trivial, no cabe duda deque es raro, y ya sé que a usted le gusta todo lo que se sale de lo corriente.Aunque, en mi opinión, cae más en el campo del doctor Watson que en el suyo.

—¿Una enfermedad? —pregunté yo.—Locura, más bien. Y una locura bastante extraña. ¿Se imaginan que exista a

estas alturas una persona que sienta tanto odio por Napoleón que se dedique aromper todas las imágenes suyas que encuentra?

Holmes volvió a recostarse en su asiento.—No es asunto para mí —dijo.—Exacto. Eso decía yo. Sin embargo, cuando este hombre asalta casas para

poder romper imágenes que no le pertenecen, la cosa escapa de la jurisdiccióndel médico para entrar en la del policía.

Holmes se enderezó de nuevo.—¡Asaltos! Eso es más interesante. Cuénteme los detalles.Lestrade sacó su cuaderno de notas reglamentario y refrescó la memoria

consultando sus páginas.—El primer caso denunciado tuvo lugar hace cuatro días —dijo—. Ocurrió

en la tienda de Morse Hudson, un establecimiento de Kennington Road dedicadoa la venta de cuadros y esculturas. El dependiente había pasado un momento a latrastienda cuando oyó un ruido de rotura. Acudió corriendo y encontró, hechopedazos en el suelo, un busto de escayola de Napoleón que había estado expuestoen el mostrador junto con otras obras de arte. Salió corriendo a la calle, pero, apesar de que varios transeúntes declararon haber visto a un hombre salir conprisas de la tienda, no pudo localizarlo ni identificarlo. Parecía uno de esos actos

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de vandalismo gratuito que ocurren de cuando en cuando, y así lo hizo constar elpolicía de servicio en su informe. La escay ola no valía más que unos chelines, yla cosa parecía demasiado infantil como para investigarla.

Sin embargo, el segundo caso fue más grave, y también más extraño.Ocurrió anoche mismo. En la misma Kennington Road, a unos cientos de metrosde la tienda de Morse Hudson, vive un médico muy conocido, el doctor Barnicot,que tiene una de las clientelas más numerosas al sur del Támesis. Su residencia yconsultorio principal están en Kennington Road, pero tiene también un quirófanoy dispensario en Lower Brixton Road, a dos millas de distancia. Resulta que estedoctor Barnicot es un ferviente admirador de Napoleón, y tiene la casa llena delibros, retratos y reliquias del emperador. Hace poco tiempo, compró a MorseHudson dos reproducciones en escayola de la famosa cabeza de Napoleónesculpida por el francés Devine. Colocó una en el vestíbulo de su casa deKennington Road y la otra en la repisa de la chimenea del quirófano de LowerBrixton. Pues bien, cuando el doctor Barnicot se levantó esta mañana se quedóestupefacto al descubrir que su casa había sido asaltada por la noche, pero que nose habían llevado nada más que la cabeza de Napoleón del recibidor. La habíansacado al jardín y la habían estrellado contra la pared, al pie de la cualencontramos sus fragmentos.

Holmes se frotó las manos.—Esto sí que es una novedad —dijo.—Ya supuse que le gustaría el asunto. Pero aún no hemos terminado. El

doctor Barnicot tenía que estar en su quirófano a las doce, y puede ustedimaginarse su asombro al descubrir que alguien había abierto una ventanadurante la noche y encontrar los pedazos de su segundo busto esparcidos por todala habitación. Lo habían reducido a átomos allí mismo. En ninguno de los doscasos encontramos huellas que pudieran darnos alguna pista sobre el delincuente,o lunático, autor del desaguisado. Y éstos son los hechos, señor Holmes.

—Son curiosos, por no decir grotescos —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntarlesi los dos bustos destrozados en las dependencias del doctor Barnicot eranidénticos al destruido en la tienda de Morse Hudson?

—Todos salieron del mismo molde.—Este dato contradice la teoría de que la persona que los rompe actúa

impulsada por un odio genérico a Napoleón. Si consideramos los cientos defiguras del emperador que deben existir en Londres, es mucho suponer que uniconoclasta imparcial se tope, por pura casualidad, con tres ejemplares delmismo busto nada más empezar.

—Yo pensé lo mismo que usted —dijo Lestrade—. Pero, por otra parte, esteMorse Hudson es el proveedor de bustos de esta zona de Londres, y ésos eran losúnicos que había tenido en su tienda en varios años. De manera que, si bien escierto, como usted dice, que existen en Londres cientos de figuras de Napoleón,

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es muy probable que estas tres fueran las únicas en todo el distrito. Así que unfanático del barrio empezaría por ellos. ¿Qué le parece a usted, doctor Watson?

—Las posibilidades de la monomanía no tienen límites —respondí—. Es loque los psicólogos franceses modernos llaman « idée fixe» , que puede ser algocompletamente trivial, acompañado por una normalidad absoluta en todos losdemás aspectos. Un hombre que haya leído mucho sobre Napoleón, o cuyafamilia hay a sufrido alguna desgracia hereditaria por culpa de la gran guerra,puede llegar a concebir una « idée fixe» de éstas, y bajo su influencia cometertoda clase de extravagancias.

—Eso no cuela, querido Watson —dijo Holmes, negando con la cabeza—. Nicon todas las « idées fixes» del mundo, su monomaníaco sería capaz de localizarel paradero de estos bustos.

—¿Y cómo lo explica usted, entonces?—No pretendo hacerlo. Me limito a hacer notar que existe un cierto método

en las excéntricas actividades de este caballero. Por ejemplo, en el vestíbulo deldoctor Barnicot, donde el ruido podría despertar a la familia, sacó el busto de lacasa antes de romperlo; sin embargo, en el quirófano, donde había menos peligrode provocar una alarma, lo rompió en el mismo sitio donde estaba. El asuntoparece ridículo y trivial, pero yo no me atrevería a calificar nada de trivial,teniendo en cuenta que algunos de mis casos más clásicos han tenido comienzosmuy poco prometedores. Recuerde usted, Watson, que lo primero que supimosdel espantoso caso de la familia Abernetty fue que el perej il se había hundido enla mantequilla un día de mucho calor. En consecuencia, no puedo permitirmesonreír ante sus tres bustos rotos, Lestrade, y le quedaría muy agradecido si meinforma de cualquier novedad que se presente en esta curiosa cadena deacontecimientos.

Las novedades que pedía mi amigo llegaron mucho antes, y con un aspectoinfinitamente más trágico, de lo que y o habría podido imaginar. A la mañanasiguiente, cuando todavía estaba vistiéndome en mi habitación, Holmes llamó ami puerta y entró con un telegrama en la mano. Lo ley ó en voz alta.

«Venga inmediatamente, 131 Pitt Street, Kensington. —LESTRADE».

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.—Ni idea. Puede ser cualquier cosa. Pero sospecho que se trata de la

continuación de la historia de los bustos. En cuy o caso, nuestro amigo eliconoclasta ha comenzado a operar en otro barrio de Londres. Hay café en lamesa, Watson, y tengo un coche en la puerta.

Media hora después llegábamos a Pitt Street, un pequeño remanso detranquilidad junto a una de las zonas más animadas de la vida londinense. El

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número 131 formaba parte de una hilera de casas todas iguales, todas de fachadalisa, respetables y nada románticas. Al acercarnos vimos una multitud decuriosos que se agolpaba contra la verja que había delante de la casa.

Holmes soltó un silbido.—¡Por San Jorge! ¡Se trata, por lo menos, de un intento de asesinato! Por

menos de eso, un mensajero de Londres no se para a mirar. Ha habido un acto deviolencia, como se deduce de los hombros caídos y el cuello estirado de aquelindividuo. ¿Qué es eso, Watson? El escalón más alto está fregado y los demásestán secos. Y hay pisadas por todas partes. Bueno, ahí tenemos a Lestrade en laventana delantera, y pronto nos enteraremos de todo.

El inspector nos recibió con una cara muy seria y nos hizo pasar a una sala deestar, donde un hombre may or, desgreñado y nerviosísimo, vestido con un batínde franela, daba zancadas de un lado a otro. Lestrade nos lo presentó como elpropietario de la casa, señor Horace Harker, del Sindicato Central de Prensa.

—Es otra vez el asunto de los Napoleones —dijo Lestrade—. Anoche parecióusted interesado, señor Holmes, y pensé que tal vez le gustaría estar presenteahora que el caso ha tomado un giro mucho más grave.

—¿Qué giro ha tomado?—El de asesinato. Señor Harker, ¿quiere usted explicar a estos caballeros

exactamente lo que ha ocurrido?El hombre del batín se volvió hacia nosotros con una expresión de profunda

melancolía.—Es algo extraordinario —dijo— que, habiéndome pasado la vida

recogiendo noticias sobre otra gente, ahora que me cae encima una verdaderanoticia me encuentro tan trastornado y tan fastidiado que no puedo ligar dospalabras seguidas. Si hubiera venido aquí como periodista, me habría entrevistadoa mí mismo y habría colocado dos columnas en todos los periódicos de la tarde.En cambio, así estoy regalando un material valioso, contando la historia una yotra vez a toda una serie de personas diferentes, sin sacarle y o ningún provecho.No obstante, he oído hablar de usted, señor Holmes, y si consigue usted explicareste asunto tan raro me sentiré compensado por la molestia de tener que contarlela historia.

Holmes tomó asiento y escuchó.—Todo parece centrarse en este busto de Napoleón que compré para esta

misma habitación, hace unos cuatro meses. Lo conseguí barato en HardingBrothers, a dos puertas de la estación de High Street. Gran parte de mi trabajoperiodístico lo hago de noche, y a veces me quedo escribiendo hasta altas horasde la madrugada. Eso es lo que hice hoy. Estaba en mi cuchitril, en la partetrasera del piso alto, a eso de las tres de la mañana, cuando tuve la seguridad dehaber oído ruidos abajo. Me puse a escuchar, pero no se repitieron, y llegué a laconclusión de que habían venido del exterior. De pronto, unos cinco minutos más

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tarde, se oyó un grito espantoso, el sonido más horroroso que he oído en mi vida,señor Holmes. Me seguirá resonando en los oídos mientras viva. Me quedéhelado de espanto uno o dos minutos, y luego cogí el atizador y bajé la escalera.Al entrar en esta habitación, encontré la ventana abierta de par en par, y me fijéal instante en que el busto y a no estaba en la repisa. Que un ladrón se lleve unacosa así es algo que escapa a mi comprensión, ya que se trataba tan sólo de unacopia de escayola sin ningún valor. Como usted mismo puede ver, el que salgapor esa ventana abierta puede llegar al escalón de la puerta con sólo dar unazancada larga. Evidentemente, eso era lo que el ladrón había hecho, así que di lavuelta y fui a abrir la puerta. Al salir a la oscuridad, casi me caigo encima de uncadáver que había tendido allí. Retrocedí corriendo a buscar una luz y pude ver alpobre desgraciado, con un enorme tajo en el cuello, en medio de un charco desangre. Estaba tumbado de espaldas, con las rodillas dobladas y la bocahorriblemente abierta. Estoy seguro de que se me aparecerá en sueños. Tuve eltiempo justo para tocar mi silbato de policía y después debí desmayarme, porqueno recuerdo nada más hasta que vi al policía mirándome, de pie en el vestíbulo.

—Bien, ¿quién era el hombre asesinado? —preguntó Holmes.—No tenemos nada que indique su identidad —respondió Lestrade—. Podrá

usted ver el cadáver en el depósito, pero hasta ahora no hemos sacado nada enlimpio. Es un hombre alto, tostado por el sol, muy fuerte y de treinta años comomáximo. Estaba mal vestido, pero no parece un obrero. Junto a él, caída en elcharco de sangre, una navaja con cachas de asta. No sabemos si se trata delarma del crimen o si pertenecía al difunto. Sus ropas no tienen ninguna marca, yen los bolsillos no llevaba nada más que una manzana, un trozo de cuerda, unplano de Londres de los que cuestan un chelín, y una fotografía. Aquí la tiene.

Se trataba, sin lugar a dudas, de una instantánea tomada con una cámarapequeña. En ella se veía a un hombre de aspecto despierto, rasgos pronunciadosy simiescos, cejas tupidas y un curioso prognatismo en la parte inferior de lacara, que parecía el hocico de un babuino.

—¿Y qué ha sido del busto? —preguntó Holmes, tras estudiar atentamente lafotografía.

—Hemos tenido noticias de él un momento antes de que llegaran ustedes. Lohan encontrado en el jardín delantero de una casa deshabitada en CampdenHouse Road. Estaba hecho pedazos. Ahora me disponía a ir a verlo.

—Desde luego. Pero antes tengo que echar un vistazo por aquí —examinó laalfombra y la ventana—. O se trataba de un hombre muy ágil o tenía las piernasmuy largas. Teniendo debajo la entrada al sótano, no debió ser fácil llegar alantepecho de la ventana y abrirla. La salida resulta ya un poco más fácil. ¿Vieneusted con nosotros a ver los restos de su busto, señor Harker?

El desconsolado periodista se había sentado ante un escritorio.—Tengo que intentar sacar algún partido de esto —dijo—, aunque no me

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cabe duda de que las primeras ediciones de los periódicos de la tarde y a traerántodos los detalles. ¿Recuerdan ustedes cuando se hundió la tribuna en Doncaster?Pues yo era el único periodista que había en la tribuna y mi periódico fue elúnico que no sacó la noticia del suceso, porque y o estaba demasiado alteradopara escribirla. Y ahora voy a llegar demasiado tarde con un asesinato cometidoen la puerta de mi propia casa.

Al salir de la habitación oímos el rascar de su pluma sobre la cuartilla delpapel. El lugar donde habían aparecido los fragmentos del busto se encontraba aunos cientos de metros de distancia. Por primera vez, nuestros ojos se posaron enaquella representación del gran emperador que parecía despertar un odio tanfrenético y destructivo en la mente del desconocido. Los pedazos estabandesparramados sobre la hierba. Holmes recogió unos cuantos y los examinó conmucha atención. Por su expresión concentrada y sus movimientos intencionados,tuve la convicción de que por fin había dado con una pista.

—¿Y bien? —preguntó Lestrade.—Todavía nos queda mucho camino por andar —respondió Holmes—. Y sin

embargo…, y sin embargo…, la verdad es que tenemos algunos datos muysugerentes para empezar a actuar. Para este extraño criminal, la posesión de esteinsignificante busto tenía más valor que una vida humana. Este es el primerpunto. Después, tenemos el hecho curioso de que no lo rompiera en la casa, ni alas puertas de la misma, si lo único que quería era romperlo.

—El encuentro con ese otro individuo debió alterarlo y ponerlo nervioso.Seguramente, no sabía lo que se hacía.

—Sí, eso es bastante probable. Pero me gustaría llamar su atención demanera muy especial hacia la situación de esta casa, en cuyo jardín se destrozóel busto.

Lestrade miró a su alrededor.—La casa está desocupada, así que estaba seguro de que nadie le molestaría

en el jardín.—Sí, pero hay otra casa vacía más arriba, y tuvo que pasar delante de ella

para llegar a esta otra. ¿Por qué no lo rompió allí, dado que es evidente que acada metro que lo siguiera llevando aumentaba el riesgo de tropezarse conalguien?

—Me rindo —dijo Lestrade.Holmes señaló la farola situada sobre nuestras cabezas.—Aquí podía ver lo que hacía, pero allí no. Esa fue la razón.—¡Por Júpiter, es verdad! —exclamó el inspector—. Ahora que lo pienso, el

busto del doctor Barnicot lo rompieron cerca de una lámpara roja. Y bien, señorHolmes, ¿qué vamos a hacer con este dato?

—Recordarlo. Tenerlo en cuenta. Puede que más adelante demos con algoque encaje con él. ¿Qué medidas se propone tomar ahora, Lestrade?

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—En mi opinión, la manera más práctica de abordar el asunto es identificaral muerto. No creo que nos resulte muy difícil. Cuando hayamos averiguadoquién era y con quién se relacionaba, dispondremos de un buen punto de partidapara averiguar qué estaba haciendo anoche en Pitt Street y quién se tropezó conél y lo mató a la puerta de la casa del señor Horace Harker. ¿No lo cree usted así?

—Sin duda alguna. Sin embargo, no es así, ni mucho menos, como y oabordaría el caso.

—¿Y qué es lo que haría usted?—Oh, no deje usted que yo le influy a en modo alguno. Propongo que usted

actúe a su manera y yo a la mía. Más adelante podemos comparar notas, y losdatos de cada uno complementarán los del otro.

—Muy bien —dijo Lestrade.—Si vuelve usted a Pitt Street y ve al señor Horace Harker dígale de mi parte

que y a he sacado una conclusión y que no cabe duda de que anoche entró en sucasa un peligroso maníaco homicida que se cree Napoleón. Eso le vendrá bienpara su artículo.

Lestrade se le quedó mirando fijamente.—¿No dirá en serio que se cree eso?Holmes sonrió.—¿Que no? Bueno, tal vez no. Pero estoy seguro de que interesará al señor

Harker y a los suscriptores del Sindicato Central de Prensa. Y ahora, Watson,creo que tenemos por delante una jornada larga y bastante complicada. Megustaría mucho, Lestrade, que pudiera usted pasarse por Baker Street a hacernosuna visita a las seis de esta tarde. Hasta entonces, me gustaría conservar estafotografía encontrada en el bolsillo de la víctima. Es posible que tenga quesolicitar su compañía y su ay uda para una pequeña expedición que, si mi cadenade razonamientos resulta ser correcta, tendremos que emprender esta noche.Hasta entonces, adiós y buena suerte.

Sherlock Holmes y yo caminamos juntos hasta High Street, y allí nosdetuvimos ante la tienda de Harding Brothers, donde se había adquirido el busto.Un joven dependiente nos comunicó que el señor Harding estaría ausente hasta latarde, y que él era nuevo y no podía darnos ninguna información. El rostro deHolmes dio señales de decepción y fastidio.

—Bueno, Watson, no podemos esperar que todo nos salga bien a la primera—dijo por fin—. Si el señor Harding no viene hasta la tarde, tendremos quevolver por la tarde. Como ya habrá sospechado, estoy intentado seguir la pista deesos bustos hasta su fuente de origen, con el fin de averiguar si existe algunaparticularidad que explique su curioso destino. Vay amos a la tienda de MorseHudson en Kennington Road, y veamos si él puede arrojar algo de luz sobre elproblema.

Tardamos una hora en coche en llegar al establecimiento del vendedor de

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cuadros. Era un hombre bajo y rechoncho, de rostro colorado y carácterirascible.

—Sí, señor, en mi mismo mostrador —dijo—. No sé para qué pagamosimpuestos, si luego cualquier rufián puede entrar y romper las propiedades deuno. Sí, señor, fui yo quien le vendió al doctor Barnicot las dos figuras. ¡Es unavergüenza, señor! Es una campaña nihilista, estoy seguro. Sólo a un anarquista sele ocurriría ir por ahí rompiendo estatuas. Republicanos rojos, eso es lo que son.¿Que a quién le compré las figuras? ¿Y eso qué tiene que ver? Está bien, si seempeña en saberlo, se las compré a Gelder & Co., de Church Street, Stepney.Una firma muy conocida en el negocio, y desde hace veinte años. ¿Qué cuántascompré? Tres…, dos y una son tres…, dos del doctor Barnicot y una querompieron a plena luz del día en mi propio mostrador… ¿Que si conozco a estehombre de la fotografía? No, no lo conozco. Pero… sí, me parece que sí… ¡Perosi es Beppo! Era una especie de italiano que trabajaba por libre y que hizoalgunos trabajos para la tienda. Sabía tallar un poco, dorar un marco, cosas por elestilo. Me dejó la semana pasada y desde entonces no he sabido nada de él. No,no sé de dónde vino ni a dónde fue. Mientras estuvo por aquí no tuve ningunaqueja de él. Se marchó dos días antes de que rompieran el busto.

—Bien, eso es todo lo que razonablemente podemos esperar sacar de MorseHudson —dijo Holmes al salir de la tienda—. Tenemos a este Beppo como factorcomún, tanto en Kennington como en Kensington, así que no hemos recorridoestas diez millas en vano. Ahora, Watson, vamos a Gelder & Co., de Stepney, lafuente de origen de los bustos. Mucho me extrañaría que no sacásemos algo enlimpio de allí.

Cruzamos en rápida sucesión el borde del Londres elegante, el Londreshotelero, el Londres teatral, el Londres literario, el Londres comercial y, porúltimo, el Londres marítimo, hasta llegar a una ciudad de cien mil almas junto alrío, en cuyas casas de apartamentos sudan y se sofocan desplazados de todaEuropa. Allí, en una amplia avenida donde en otros tiempos residían loscomerciantes ricos de la ciudad, encontramos el taller de escultura que íbamosbuscando. La parte exterior era un gran patio lleno de piedras monumentales. Enel interior había un local muy espacioso, en el que cincuenta operarios sededicaban a tallar o moldear. El encargado, un alemán rubio y corpulento, nosrecibió educadamente y respondió con claridad a todas las preguntas de Holmes.Una consulta a los libros reveló que se habían hecho cientos de escayolas a partirde una reproducción en mármol de la cabeza de Napoleón esculpida por Devine,pero que las tres enviadas a Morse Hudson, aproximadamente un año atrás,formaban parte de una partida de seis, y que las otras tres se habían enviado aHarding Brothers, de Kensington. No existía razón alguna para que esas seisfueran diferentes de las demás escayolas. No se le ocurría ningún posible motivopara que alguien quisiera destruirlas…, es más, la idea le daba risa. El precio de

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venta al por mayor era de seis chelines, pero el minorista podía sacar doce omás. La copia se sacaba en dos moldes, uno de cada lado de la cara, y luego sejuntaban los dos perfiles de escayola para formar el busto completo. El trabajosolían realizarlo obreros italianos en el mismo local donde nos encontrábamos.Una vez terminados, los bustos se ponían a secar sobre una mesa en el pasillo, ydespués se almacenaban. Eso era todo lo que podía decirnos. Pero lapresentación de la fotografía tuvo un notable efecto sobre el encargado. Su caraenrojeció de ira y sus cejas se fruncieron sobre sus azules y teutónicos ojos.

—¡Ah, granuja! —exclamó—. Sí, y a lo creo, le conozco muy bien. Este hasido siempre un establecimiento respetable, y la única vez que hemos tenido aquía la policía fue por culpa de este individuo. Eso fue hace más de un año. Apuñalóa otro italiano en la calle, y luego vino al taller con la policía pisándole los talones,y aquí lo detuvieron. Se llamaba Beppo…, nunca supe su apellido. Me está bienempleado por contratar a un tipo con esa cara. Pero era buen trabajador…, unode los mejores.

—¿Qué le cayó?—El otro no murió, así que le cayó sólo un año. Seguro que y a está libre.

Pero por aquí no se ha atrevido a asomar la nariz. Tenemos aquí a un primo suy oy estoy casi seguro de que él podría decirle por dónde anda.

—No, no —dijo Holmes—. Ni una palabra al primo…, ni una palabra, se loruego. Se trata de un asunto muy importante, y cuantos más progresos hago, másimportante parece. Cuando consultó usted en el libro la venta de esas escayolasme fijé en que la fecha era el 3 de junio del año pasado. ¿Podría usted decirmeen qué fecha fue detenido Beppo?

—Podría decirse aproximadamente consultando los pagos de jornales. Sí —continuó, después de pasar páginas durante un rato—. Recibió su última paga el20 de mayo.

—Gracias —dijo Holmes—. Creo que y a no necesito seguir abusando de sutiempo y su paciencia.

Con una última advertencia de que no dijera nada de nuestras averiguaciones,nos dirigimos de nuevo hacia el oeste. Hasta bien avanzada la tarde no pudimostomar un apresurado almuerzo en un restaurante. A la entrada, el cartelón de unvendedor de periódicos anunciaba: « Atrocidad en Kensington. Asesinado por unloco» , y el contenido del periódico demostraba que el señor Horace Harkerhabía conseguido, después de todo, hacer llegar su relato a la imprenta. Lanarración del incidente, en un estilo sumamente sensacionalista y florido,ocupaba dos columnas. Holmes apoy ó el periódico en las vinagreras y lo ley ómientras comíamos. En una o dos ocasiones se rió por lo bajo.

—Esto está muy bien, Watson —dijo—. Escuche esto: « Es un consuelo saberque en este caso no pueden darse disparidades de opiniones, ya que tanto el señorLestrade, uno de los funcionarios más expertos del cuerpo de policía, como el

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señor Sherlock Holmes, detective particular de fama mundial, han llegado, cadauno por su parte, a la conclusión de que esta grotesca serie de incidentes, que tantrágico desenlace ha tenido, es fruto de la locura y no de un delito premeditado.Sólo la aberración mental puede explicar los hechos» . La prensa, Watson, es unainstitución valiosísima, si uno sabe cómo utilizarla. Y ahora, si ya ha terminadousted, volveremos a Kensington y veremos lo que tiene que decir sobre el asuntoel encargado de Harding Brothers.

El fundador de aquella gran empresa resultó ser un hombrecillo menudo yvivaracho, muy atildado y perspicaz, con la mente clara y la lengua suelta.

—Sí, señor, ya he leído la noticia en los periódicos de la tarde. El señorHorace Harker es cliente nuestro. Le vendimos el busto hace unos meses.Adquirimos tres de estos bustos a Gelder & Co., de Stepney, pero y a los hemosvendido todos. ¿A quién? Supongo que si consulto los libros de ventas se lo podrédecir sin dificultad. Sí, aquí está apuntado. Uno al señor Harker, como puede ver;otro, al señor Josiah Brown, de Laburnum Lodge, Laburnum Vale, Chiswick, yotro, al señor Sandeford, de Lower Grove Road, Readiag. No, jamás he visto aeste hombre de la fotografía. Una cara así no se olvidaría fácilmente, ¿no cree?En mi vida he visto alguien tan feo. ¿Que si tenemos empleados italianos? Pues sí,hay varios entre los obreros y el personal de la limpieza. Supongo que, si se lopropone, cualquiera de ellos podría echar un vistazo a este libro de ventas; noexiste ningún motivo para tener el libro vigilado. En fin, este es un asunto muyraro, y confío en que me avise si sus investigaciones dan algún fruto.

Holmes había tomado varias notas durante las declaraciones del señorHarding, y pude darme cuenta de que se sentía plenamente satisfecho con elrumbo que iban tomando los acontecimientos. Sin embargo, no hizo ningúncomentario, exceptuando el de que, si no nos dábamos prisa, íbamos a llegartarde a nuestra cita con Lestrade. Y efectivamente, cuando llegamos a BakerStreet, el inspector ya se encontraba allí, dando zancadas de un lado a otro de lahabitación, consumido de impaciencia. Su aspecto solemne daba a entender quesu jornada de trabajo no había sido infructuosa.

—¿Qué tal? —preguntó—. ¿Ha habido suerte, señor Holmes?—Hemos tenido un día muy ocupado, pero no todo ha sido tiempo perdido —

explicó mi amigo—. Hemos visto a los dos comerciantes, y también a losfabricantes de los bustos. Ahora puedo seguirle la pista a cada uno de los bustosdesde el principio.

—¡Los bustos! —exclamó Lestrade—. Bueno, bueno, usted tiene sus propiosmétodos, señor Sherlock Holmes, y no seré yo quien diga una palabra en contrade ellos, pero me parece que y o he aprovechado la jornada mejor que usted. Heidentificado al muerto.

—¡No me diga!—Y he descubierto un móvil para el crimen.

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—¡Espléndido!—Uno de nuestros inspectores está especializado en Saffron Hill y el barrio

italiano. Pues bien, el cadáver llevaba colgado del cuello un símbolo católico, yesto, junto con el tono de su piel, me hizo pensar que era latino. El inspector Hilllo identificó nada más verlo. Se llamaba Pietro Venucci, natural de Nápoles, yera uno de los peores asesinos de Londres. Estaba relacionado con la Mafia, que,como usted sabe, es una organización política secreta que impone sus reglas pormedio del asesinato. Como ve, las cosas empiezan a aclararse. Lo más probablees que el otro tipo sea también italiano, y miembro de la Mafia. Ha debidoromper alguna de sus reglas, y la organización envió a Pietro para ajustarle lascuentas. Es muy posible que la fotografía que encontramos en el bolsillo delmuerto sea de nuestro hombre, y que la llevara para asegurarse de que noapuñalaba a otra persona. Pietro va siguiendo al tipo, lo ve meterse en una casa,espera a que salga, y en la pelea que se entabla es él quien recibe una heridamortal. ¿Qué le parece, señor Holmes?

Holmes palmoteó en señal de aprobación.—¡Excelente, Lestrade, excelente! —exclamó—. Pero no sé si he entendido

muy bien su explicación de la destrucción de los bustos.—¡Los bustos! ¿No hay quien le saque esos bustos de la cabeza? Al fin y al

cabo, eso no es nada; hurto menor, seis meses como máximo. Lo que de verdadestamos investigando es el asesinato, y le digo que ya casi tengo todos los hilos enmis manos.

—¿Qué va a hacer a continuación?—Muy sencillo. Iré con Hill al barrio italiano, encontraremos al hombre de la

fotografía, y lo detendremos, acusado de asesinato. ¿Quiere venir con nosotros?—Creo que no. Me da la impresión de que podemos lograr nuestro objetivo

de un modo más sencillo. No puedo estar seguro, porque todo depende…, en fin,depende de un factor que está completamente fuera de nuestro control. Perotengo grandes esperanzas…, de hecho, podría apostar dos contra uno a que siusted nos acompaña esta noche podré ayudarle a echarle el guante.

—¿En el barrio italiano?—No; creo que en Chiswick nos será mucho más fácil encontrarlo. Si viene

usted conmigo a Chiswick esta noche, Lestrade, le prometo ir mañana con ustedal barrio italiano; con ese pequeño retraso no se pierde nada. Y ahora, creo queunas pocas horas de sueño nos vendrían muy bien a todos, porque no pienso salirhasta las once y es poco probable que regresemos antes de que amanezca.Quédese a cenar con nosotros, Lestrade, y después puede echarse en el sofáhasta que llegue la hora de salir. Mientras tanto, Watson, le agradecería quellamase a un mensajero, porque tengo que enviar una carta y es importante quesalga cuanto antes.

Holmes se pasó la tarde rebuscando entre los diarios atrasados que llenaban

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uno de nuestros trasteros. Cuando por fin bajó, sus ojos tenían una expresión detriunfo, pero no nos dijo nada sobre el resultado de sus indagaciones. Por miparte, yo había seguido paso a paso los métodos con los que habíamos seguido losdiversos vericuetos de este complicado caso y, aunque todavía no intuía cuál eranuestro objetivo, me daba perfecta cuenta de que Holmes esperaba que elgrotesco criminal intentara apoderarse de los dos bustos que quedaban, uno de loscuales, como yo recordaba, se encontraba en Chiswick. Sin duda, el objeto denuestro viaje era atraparlo con las manos en la masa, y no podía dejar deadmirar la astucia con que mi amigo había insertado una pista falsa en elperiódico de la tarde, para que nuestro hombre pensara que podía seguir adelantecon su plan impunemente. No me sorprendí cuando Holmes sugirió que llevarami revólver. Él ya se había equipado con la pesada fusta de caza, que era suarma favorita.

Un coche nos aguardaba a las once en la puerta, y en él llegamos hasta unlugar al otro lado del puente de Hammersmith, donde dij imos al cochero que nosesperara. Una corta caminata nos llevó hasta una calle solitaria, flanqueada porbonitas casas, cada una con su terreno propio. A la luz de una farola leímos« Laburnum Villa» en la entrada de una de ellas. Evidentemente, sus ocupantesse habían retirado a dormir, porque todo estaba oscuro, a excepción de una luzsobre los cristales de la puerta del vestíbulo, que arrojaba un borroso círculo deluz sobre el sendero del jardín. La valla de madera que separaba el jardín de lacalle proyectaba una densa sombra negra hacia la parte de dentro, y allí fuedonde nos agazapamos.

—Me temo que tendremos que esperar mucho tiempo —susurró Holmes—.Podemos dar gracias al cielo de que no llueva. No creo que sea prudente fumarpara pasar el rato. Sin embargo, hay dos posibilidades contra una de queobtengamos una compensación por tanta molestia.

Sin embargo, nuestra guardia no resultó tan larga como Holmes nos habíahecho temer, y terminó de un modo repentino y extraño. En un instante, sin elmás ligero ruido que nos advirtiera de su llegada, se abrió la puerta del jardín ypor ella entró una figura oscura y atlética, tan rápida y ágil como un mono, queavanzó velozmente por el sendero. La vimos cruzar frente a la luz que salía porencima de la puerta y desaparecer, confundida con la negra sombra de la casa.Hubo una larga pausa, durante la cual estuvimos conteniendo la respiración, yluego llegó a nuestros oídos un cruj ido muy débil. Estaban abriendo una ventana.El ruido cesó, y de nuevo se produjo un largo silencio. El individuo había entradoen la casa. Vimos el súbito resplandor de una linterna sorda dentro de lahabitación. Evidentemente, lo que buscaba no estaba allí, porque enseguida vimosel resplandor a través de otra ventana, y después, de otra.

—Acerquémonos a la ventana abierta. Lo atraparemos cuando vuelva a salir—cuchicheó Lestrade.

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Pero antes de que pudiéramos hacer un movimiento, el hombre salió denuevo. Al pasar por el círculo de luz, vimos que llevaba un objeto blanco bajo elbrazo. Miró furtivamente a su alrededor, y el silencio de la calle desierta letranquilizó. Dándonos la espalda, dejó en el suelo su carga, y al instante oímos ungolpe seco, seguido por un ruido de rotura. El hombre estaba tan concentrado enlo que hacía que no oyó nuestros pasos, que avanzaban sigilosamente por elcésped. Con un salto de tigre, Holmes cayó sobre su espalda, y un segundodespués Lestrade y yo lo teníamos agarrado por las muñecas y le habíamoscolocado las esposas. Cuando le dimos la vuelta, vimos una cara cetrina yrepugnante, que nos miraba temblando de furia, y comprendí que habíamoscapturado al hombre de la fotografía.

Pero Holmes no estaba prestando atención a nuestro prisionero. Agachadojunto al umbral de la puerta examinaba con la máxima atención el objeto que elhombre había sacado de la casa. Se trataba de un busto de Napoleón, igual al quehabíamos visto por la mañana, y roto en fragmentos similares. Con muchocuidado, Holmes acercó a la luz cada pedazo, pero éstos en nada sediferenciaban de cualquier otro trozo de escayola rota. Acababa de terminar suinspección cuando se encendieron las luces del vestíbulo, se abrió la puerta, yapareció en el umbral el dueño de la casa, un hombre grueso y jovial en mangasde camisa.

—El señor Josiah Brown, supongo —dijo Holmes.—Sí, señor; y usted, sin duda, es Sherlock Holmes. Recibí la carta que me

envió por mensajero, e hice exactamente lo que usted me indicaba. Cerramostodas las puertas por dentro y aguardamos a ver qué ocurría.

—Vaya, me alegra comprobar que han agarrado a ese granuja. Supongo,caballeros, que entrarán a tomar algo.

Pero Lestrade estaba ansioso por poner a su hombre a buen recaudo, así quea los pocos minutos habíamos hecho venir a nuestro coche y los cuatro íbamoscamino de Londres. Nuestro cautivo no dijo una sola palabra; se limitó amirarnos con furia desde la sombra de sus desgreñados cabellos, y una vez quemi mano le pareció a su alcance, le lanzó un mordisco como un lobo hambriento.Nos quedamos en la comisaría el tiempo suficiente para enterarnos de que, alregistrar sus ropas, no se había encontrado nada más que unos pocos chelines yuna enorme navaja, en cuyas cachas se veían abundantes huellas de sangrereciente.

—Esto va bien —dijo Lestrade al despedirnos—. Hill conoce a toda esta gentey sabrá cómo se llama. Ya verá usted cómo mi teoría de la Mafia resulta cierta.Pero, desde luego, le estoy agradecidísimo, señor Holmes, por la manera tanprofesional con que le ha echado el guante. Todavía no lo comprendo bien todo.

—Me temo que es muy tarde para explicaciones —dijo Holmes—. Además,aún quedan uno o dos detalles por aclarar, y este es uno de los casos que vale la

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pena apurar hasta el final. Si se pasa una vez más por mis aposentos mañana a lasseis, creo que podré demostrarle que aún no ha captado usted todo el significadode este asunto, que presenta algunos aspectos que lo convierten en un casoabsolutamente original en la historia del crimen. Si alguna vez le autorizo aescribir más crónicas de mis pequeños problemas, Watson, estoy seguro de queel relato de la singular aventura de los bustos de Napoleón animaráconsiderablemente sus páginas.

Cuando volvimos a reunirnos a la tarde siguiente, Lestrade venía provisto deabundante información acerca de nuestro detenido. Al parecer, se llamabaBeppo, de apellido desconocido. Era un truhán bastante conocido en la coloniaitaliana. En otros tiempos había sido un hábil escultor que se ganabahonradamente la vida, pero se había torcido por el mal camino y ya había estadodos veces en la cárcel; una por hurto y la otra, como ya sabíamos, por apuñalar aun compatriota. Hablaba inglés a la perfección. Todavía se ignoraban los motivosque le impulsaban a destrozar los bustos, y se negaba a responder a cualquierpregunta sobre el tema; pero la policía había descubierto que era muy probableque los bustos hubieran sido hechos por sus propias manos, y a que había realizadotrabajos de este tipo en el establecimiento de Gelder & Co. Holmes escuchó conatención y cortesía toda esta información, gran parte de la cual ya conocíamos,pero yo, que le conocía bien, me daba perfecta cuenta de que sus pensamientosestaban en otra parte, y detecté una mezcla de desasosiego e impaciencia bajo lamáscara que asumía de manera habitual. Por fin, se levantó de su asiento con losojos chispeantes. Había sonado la campanilla de la puerta. Un minuto después,oímos pasos en la escalera, y al momento penetró en la habitación un hombre yamay or, de rostro sonrosado y patillas entrecanas. Llevaba en la mano derechauna anticuada bolsa de viaje, que depositó sobre la mesa.

—¿Está aquí el señor Sherlock Holmes?Mi amigo hizo una inclinación de cabeza y sonrió.—El señor Sandeford, de Reading, ¿verdad? —dijo.—Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero los trenes han sido un

desastre. Me escribió usted acerca de un busto que obra en mi posesión.—Exacto.—Tengo aquí su carta. Dice usted: « Deseo obtener una copia del Napoleón

de Devine, y estoy dispuesto a pagarle diez libras por la que usted posee» . ¿Esasí?

—Desde luego.—Me sorprendió mucho su carta, porque no puedo imaginar cómo se enteró

usted de que yo poseía semejante objeto.—Es natural que le hay a sorprendido, pero la explicación es muy sencilla. El

señor Harding, de Harding Brothers, me dijo que le había vendido a usted elúltimo ejemplar y me dio su dirección.

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—Ah, ¿con que fue así? ¿Le dijo lo que pagué por él?—No, no me lo dijo.—Mire, yo soy un hombre honrado, aunque no sea muy rico. Sólo pagué

quince chelines por el busto, y creo que tiene usted derecho a saberlo antes deque y o acepte sus diez libras.

—Sus escrúpulos le honran, señor Sandeford, pero yo ofrecí ese precio yestoy dispuesto a mantenerlo.

—Vaya, es usted muy espléndido, señor Holmes. He traído el busto, comousted me pedía. Aquí lo tiene.

Abrió la bolsa y, por fin, vimos sobre nuestra mesa un ejemplar completo deaquel busto que y a habíamos contemplado más de una vez hecho pedazos.Holmes sacó un papel del bolsillo y puso un billete de diez libras sobre la mesa.

—Haga usted el favor de firmar este papel, señor Sandeford, en presencia deestos testigos. Es una simple declaración de que me transfiere a mí todos losderechos que haya podido tener sobre este busto. Soy un hombre metódico, ¿sabeusted?, y nunca se sabe qué giro pueden tomar las cosas más adelante. Muchasgracias, señor Sandeford; aquí tiene su dinero, y le deseo muy buenas tardes.

Cuando nuestro visitante hubo desaparecido, Sherlock Holmes inició una seriede movimientos que nosotros seguimos fascinados. Comenzó por sacar de uncajón un mantel blanco y limpio, y extenderlo sobre la mesa. A continuación,colocó el recién adquirido busto en el centro del mantel. Por último, tomó su fustade caza y asestó con ella un fuerte golpe en la cabeza de Napoleón. La figura serompió en pedazos, y Holmes se inclinó ansioso sobre los destrozados restos. Alinstante, con un fuerte grito de triunfo, levantó un fragmento que llevaba pegadoun objeto redondo y oscuro, como si fuera una ciruela en un pastel.

—Caballeros —exclamó—, permítanme que les presente la famosa perlanegra de los Borgia.

Lestrade y yo nos quedamos callados por un momento, y luego, con unareacción espontánea, estallamos en aplausos como si estuviéramos presenciandoel elaborado desenlace de una obra dramática. Un súbito rubor asomó en laspálidas mejillas de Holmes, que se inclinó ante nosotros como un dramaturgo querecibe el homenaje de su público. En momentos como aquél, Holmes dejaba porun momento de ser una máquina de razonar y sucumbía a la debilidad humanapor la admiración y el aplauso. Aquel personaje tan peculiarmente orgulloso yreservado, que rechazaba con desprecio la notoriedad pública, era capaz deconmoverse hasta las entrañas ante la admiración y los elogios espontáneos de unamigo.

—Sí, caballeros —continuó—. Esta es la perla más famosa que existe hoy díaen todo el mundo y, mediante una cadena continua de razonamientos inductivos,he tenido la suerte de poder seguir su pista desde la alcoba del príncipe Colonna,en el hotel Dacre, donde fue robada, hasta el interior de éste, el último de los seis

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bustos de Napoleón fabricados por Gelder & Co., de Stepney. Seguro que usted,Lestrade, se acuerda de la sensación que causó la desaparición de esta valiosajoya, y de los vanos esfuerzos de la policía de Londres por recuperarla. Yomismo fui consultado al respecto, pero no conseguí arrojar ninguna luz sobre elcaso. Las sospechas recayeron sobre la doncella de la princesa, que era italiana,y se supo que tenía un hermano en Londres, pero no se pudo demostrar queexistiera ningún contacto entre ellos. La doncella se llama Lucrezia Venucci, y nome cabe la menor duda de que ese Prieto que fue asesinado hace dos noches erael hermano. He estado consultando las fechas en los viejos archivos de prensa, yhe comprobado que la desaparición de la perla se produjo exactamente dos díasantes de la detención de Beppo por una agresión violenta…, detención que tuvolugar en la fábrica de Gelder & Co., en el mismo momento en que se estabanfabricando estos bustos. Ahora ya pueden ver con toda claridad la secuencia delos hechos, aunque, por supuesto, los contemplan en el orden inverso al que se mefueron presentando a mí. Beppo tenía en su poder la perla. Tal vez se la robó aPietro, tal vez fuera cómplice de Pietro, incluso es posible que actuara deintermediario entre Pietro y su hermana. La verdadera situación no tienedemasiada importancia para nosotros. Lo importante es que él tenía la perla, yque la llevaba encima en aquel momento, cuando le perseguía la policía. Sedirigió a la fábrica en la que trabajaba, y sabía que disponía sólo de unos pocosminutos para ocultar este valiosísimo botín, que de otro modo sería descubiertocuando le registraran. En el pasillo había seis Napoleones de escayola secándose.Uno de ellos aún estaba blando. En un instante, Beppo, que era un trabajadormuy hábil, hizo un agujerito en el yeso húmedo, metió en él la perla y, con unospocos toques, tapó de nuevo la abertura. El escondrijo era perfecto: nadie podríadescubrirlo. Pero Beppo fue condenado a un año de cárcel y, mientras tanto, losseis bustos quedaron desperdigados por Londres. Era imposible saber cuál deellos contenía el tesoro; sólo rompiéndolos podía averiguarlo. Ni siquierasacudiéndolos podía descubrir nada, porque como el y eso estaba húmedo, lo másprobable era que la perla hubiera quedado adherida a él…, como, efectivamente,ha sucedido. Beppo no se dio por vencido, y llevó a cabo su investigación conconsiderable ingenio y perseverancia. Por medio de un primo que trabaja enGelder, se informó de los minoristas que habían adquirido los bustos. Se lasarregló para conseguir trabajo en Morse Hudson, y de este modo siguió la pista atres de ellos. La perla no estaba en ninguno. Entonces, con ayuda de algúnempleado italiano, logró averiguar dónde habían ido a parar los otros tres bustos.El primero estaba en casa de Harker. Allí fue acosado por su compinche, queconsideraba a Beppo responsable de la pérdida de la perla, y en el forcejeo quese produjo a continuación Beppo lo apuñaló.

—Si Pietro era su cómplice, ¿para qué llevaba la fotografía? —pregunté yo.—Para seguirle la pista si tenía necesidad de preguntar por él a terceras

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personas. Es la explicación más obvia. Pues bien, después del asesinato, mefiguré que lo más probable sería que Beppo apresurara sus acciones, en lugar deproceder despacio. Tendría miedo de que la policía averiguase su secreto, así quese daría prisa antes de que le tomaran la delantera. Por supuesto, yo no podíasaber si había encontrado o no la perla en el busto de Harker. Ni siquiera estabaseguro de que se tratara de la perla; pero era evidente que andaba buscando algo,puesto que se llevó el busto a varias casas de distancia, para romperlo en unjardín que tuviera una farola al lado. Puesto que el busto de Harker era uno de lostres que quedaban, las posibilidades eran exactamente las que yo les dije: doscontra uno a que la perla no se encontraba allí. Quedaban dos bustos, y lo naturalera que fuera primero a por el de Londres. Avisé a los habitantes de la casa, conel fin de evitar una segunda tragedia, y allá fuimos nosotros, con magníficosresultados. Pero entonces, desde luego, yo ya estaba seguro de que andábamosdetrás de la perla de los Borgia. El apellido del hombre asesinado conectaba uncaso con el otro. Sólo quedaba y a un busto, el de Reading, y en él tenía que estarla perla. Se lo compré a su propietario en presencia de ustedes, y ahí lo tienen.

Permanecimos unos momentos sentados en silencio. Al fin, Lestrade dijo:—Bueno, Holmes, le he visto manejar un buen número de casos, pero no

creo haber visto jamás uno tan bien llevado como éste. No tenemos celos deusted en Scotland Yard; no, señor, nos sentimos orgullosos de usted, y si se pasapor allí mañana, no habrá un solo hombre, desde el inspector más viejo alguardia más joven, que no se alegre de estrecharle la mano.

—Gracias —dijo Holmes—. Gracias.Y mientras se volvía de espaldas, me pareció que jamás le había visto tan

cerca de dejarse llevar por las más tiernas emociones. Pero un instante después,volvía a ser el pensador frío y práctico de siempre.

—Ponga la perla en la caja fuerte, Watson —dijo—, y saque los papeles delcaso de falsificación de Conk-Singleton. Adiós, Lestrade. Si tiene algúnproblemilla, le haré encantado, si me es posible, una o dos sugerencias que leayuden a solucionarlo.

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En el año 95, una sucesión de acontecimientos sobre los que no es preciso entraren detalles nos llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar unas semanas en una denuestras grandes ciudades universitarias, y durante este tiempo nos aconteció lapequeña pero instructiva aventura que me dispongo a relatar. Como fácilmente secomprende, todo detalle que pudiera ayudar al lector a identificar con exactitudla universidad o al criminal, resultaría improcedente y ofensivo. Lo mejor que sepuede hacer con un escándalo tan penoso es que caiga en el olvido. Sin embargo,con la debida discreción, se puede referir el incidente en sí, y a que permite ponerde manifiesto algunas de las cualidades que dieron fama a mi amigo. Así pues,procuraré evitar en mi narración la mención de detalles que pudieran servir paralocalizar los hechos en un lugar concreto o dar indicios sobre la identidad de laspersonas implicadas.

Residíamos por entonces en unas habitaciones amuebladas, cerca de unabiblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas investigacionessobre documentos legales de la antigua Inglaterra…, investigaciones quecondujeron a resultados tan sorprendentes que bien pudieran servir de tema deuna de mis futuras narraciones. Allí recibimos una tarde la visita de un conocido,el señor Hilton Soames, profesor y tutor del colegio universitario de San Lucas. Elseñor Soames era un hombre alto y enjuto, de temperamento nervioso yexcitable. Yo siempre había sabido que se trataba de una persona inquieta, peroen esta ocasión se encontraba en tal estado de agitación incontrolable queresultaba evidente que había ocurrido algo muy anormal.

—Confío, señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas horas de suvalioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente muy lamentable en San Lucas y, laverdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se encuentre usted en la ciudad,no habría sabido qué hacer.

—Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones —respondiómi amigo—. Preferiría, con mucho, que solicitara usted la ayuda de la policía.

—No, no, amigo mío; bajo ningún concepto podemos hacer eso. Una vez quese recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se trata de uno de esoscasos en los que, por el prestigio del colegio, resulta esencial evitar el escándalo.Usted es tan conocido por su discreción como por sus facultades, y es el únicohombre del mundo que puede ayudarme. Le ruego, señor Holmes, que haga loque pueda.

El carácter de mi amigo no había mejorado al verse privado de susacogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de notas, sus productosquímicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se encogió de hombroscon un gesto de forzada aceptación, mientras nuestro visitante exponía su historiacon frases precipitadas y toda clase de nerviosas gesticulaciones.

—Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día deexámenes para la beca Fortescue. Yo soy uno de los examinadores. Mi

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asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en traducir un largofragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes. Este texto estáimpreso en el papel de examen y, como es natural, el candidato que pudieraprepararlo por anticipado contaría con una inmensa ventaja. Por esta razón,ponemos mucho cuidado en mantener en secreto el ejercicio. Hoy, a eso de lastres, llegaron de la imprenta las pruebas de este examen. El ejercicio consiste entraducir medio capítulo de Tucídides. Tuve que leerlo con atención, ya que eltexto debe ser absolutamente correcto. A las cuatro y media todavía no habíaterminado. Sin embargo, había prometido tomar el té en la habitación de unamigo, así que dejé las pruebas en mi despacho. Estuve ausente más de una hora.Como sabrá usted, señor Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienenpuertas dobles: una forrada de bay eta verde por dentro y otra de roble macizopor fuera. Al acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro unallave en la cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí mipropia llave, pero al palpar en mi bolsillo comprobé que estaba en su sitio. Queyo sepa, la única copia que existía era la de mi criado, Bannister, un hombre quelleva diez años encargándose de mi cuarto y cuy a honradez está por encima detoda sospecha. En efecto, comprobé que se trataba de su llave, que había entradoen mi habitación para preguntarme si quería té, y que al salir se había dejadoolvidada la llave en la cerradura. Debió de llegar a mi cuarto muy poco despuésde salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor importanciaen otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha tenido unasconsecuencias de lo más deplorables.

En cuanto miré al escritorio, me di cuenta de que alguien había estadorevolviendo mis papeles. Las pruebas venían en tres largas tiras de papel. Yo lashabía dejado juntas, y ahora una estaba tirada en el suelo, otra en una mesitacerca de la ventana y la tercera seguía donde yo la había dejado.

Holmes dio muestras de interés por primera vez.—La primera página del texto, en el suelo; la segunda, en la ventana; y la

tercera, donde usted la dejó —dijo.—Exacto, señor Holmes. Me asombra usted. ¿Cómo es posible que sepa eso?—Por favor, continúe con su interesantísima exposición.—Por un momento pensé que Bannister se había tomado la imperdonable

libertad de examinar mis papeles. Sin embargo, él lo negó de la manera másterminante, y estoy convencido de que decía la verdad. La otra posibilidad es quealguien, al pasar, advirtiera la llave en la puerta y, sabiendo que yo no estaba,hubiera entrado para mirar los papeles. Está en juego una considerable suma dedinero, ya que la beca es muy elevada, y una persona sin escrúpulos podría muybien correr un riesgo para obtener una ventaja sobre sus compañeros.

A Bannister le afectó mucho el incidente. Estuvo a punto de desmayarsecuando comprobamos, sin ningún género de dudas, que alguien había estado

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enredando con los papeles. Le di un poco de brandy y lo dejé desplomado en unsillón mientras yo inspeccionaba con más detenimiento la habitación. No tardé endescubrir que el intruso había dejado otras huellas de su presencia, además de lospapeles revueltos. En la mesa de la ventana había varias virutas de un lápiz al quehabían sacado punta. También encontré un trozo de mina rota. Evidentemente, elmuy granuja había copiado el texto a toda prisa se le había roto la mina del lápizy se había visto obligado a sacarle punta de nuevo.

—¡Excelente! —exclamó Holmes, que empezaba a recuperar su buen humora medida que el caso iba captando su atención—. Ha tenido usted mucha suerte.

—Eso no es todo. Tengo un escritorio nuevo, con una superficie perfecta, decuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, y Bannister también, que estaba impecable ysin ninguna mancha. Y ahora me encuentro que tiene un corte limpio de unas trespulgadas de largo, no un simple arañazo, sino un corte con todas las de la de ley.Y no sólo eso: también encontré en la mesa una bolita de masilla o arcilla negra,con motitas que parecen de serrín. Estoy convencido de que todos esos rastros losdejó el hombre que estuvo husmeando en los papeles. No encontramos huellas depisadas ni ningún otro indicio sobre su identidad. Yo ya no sabía qué hacer,cuando de pronto me acordé de que usted estaba en la ciudad, y he venido deinmediato a poner el asunto en sus manos. ¡Ayúdeme, señor Holmes! Dese ustedcuenta de mi problema: o descubro quién ha sido o tendremos que aplazar elexamen hasta que preparemos nuevos ejercicios, y como esto no se puede hacersin dar explicaciones, nos veremos envueltos en un desagradable escándalo, quearrojará una mancha no sólo sobre el colegio, sino sobre la universidad entera.Por encima de todo, es preciso solucionar este asunto callada y discretamente.

—Tendré mucho gusto en echarle un vistazo y ofrecerle los consejos quepueda —dijo Holmes, levantándose y poniéndose el abrigo—. Este caso nocarece por completo de interés. ¿Fue alguien a visitarle a su habitación despuésde que recibiera usted los exámenes?

—Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en la misma escalera,vino a preguntarme algunos detalles acerca del examen.

—¿Se presenta él al examen?—Sí.—¿Y los papeles estaban encima de su mesa?—Estoy casi seguro de que estaban enrollados.—¿Pero se notaba que eran pruebas de imprenta?—Es posible.—¿No había nadie más en su habitación?—No.—¿Sabía alguien que las pruebas estaban allí?—Nadie más que el impresor.—¿Lo sabía ese tal Bannister?

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—No, seguro que no. No lo sabía nadie.—¿Dónde está Bannister ahora?—El pobre hombre está muy enfermo. Lo dejé tirado en un sillón, porque

tenía mucha urgencia por venir a verle a usted.—¿Ha dejado la puerta abierta?—Antes guardé las pruebas bajo llave.—Entonces, señor Soames, la cosa se reduce a esto: a menos que el

estudiante indio se diera cuenta de que aquel rollo eran las pruebas del examen,el hombre que estuvo husmeando las encontró por casualidad, sin saber queestaban allí.

—Eso me parece a mí.Holmes exhibió una sonrisa enigmática.—Bien —dijo—. Vay amos a ver. Este caso no es para usted, Watson; es

mental, no físico. De acuerdo, si se empeña puede venir. Señor Soames, estamosa su disposición.

—El cuarto de estar de nuestro cliente tenía una ventana larga y baja concelosía, que daba al patio del antiguo colegio, con sus viejas paredes cubiertas delíquenes. Una puerta gótica daba acceso a una gastada escalera de piedra. Lahabitación del profesor se encontraba en la planta baja. Encima residían tresestudiantes, uno en cada piso. Estaba casi anocheciendo cuando llegamos a laescena del misterio. Holmes se detuvo y observó con interés la ventana. Seacercó a ella y, poniéndose de puntillas y estirando el cuello, miró al interior de lahabitación.

—Tiene que haber entrado por la puerta. Por aquí no hay más abertura que lade un panel de cristal —dijo nuestro erudito guía.

—Vay a por Dios —dijo Holmes, mirando a nuestro acompañante con unacuriosa sonrisa—. Bien, pues si aquí no podemos averiguar nada, más vale queentremos.

El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar a su habitación. Nosquedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la alfombra.

—Me temo que aquí no hay huellas —dijo—. Ya sería difícil que las hubieracon un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado. Ha dicho usted quelo dejó en un sillón. ¿En cuál?

—En éste que está junto a la ventana.—Ya veo. Cerca de esta mesita. Ya pueden entrar, he terminado con la

alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego, está muy claro lo queha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja, de la mesa delcentro. Los trajo a esta mesa, junto a la ventana, porque desde aquí podía ver sise acercaba usted por el patio, y tendría tiempo de escapar.

—Pues, en realidad, no podía verme —dijo Soames—, porque entré por lapuerta lateral.

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—¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que él pensaba.Déjeme ver las tres tiras de papel. No hay huellas de dedos, no señor. Vamos aver, cogió primero ésta y la copió. ¿Cuánto tiempo pudo tardar en hacerlo,utilizando todas las abreviaturas posibles? Como mínimo, un cuarto de hora. Unavez copiada, la tiró al suelo y cogió la segunda tira. Debía de ir por la mitadcuando usted regresó y él tuvo que retirarse a toda prisa…, con muchísima prisa,puesto que no tuvo tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que usted noadvirtiera que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por laescalera al entrar?

—Pues la verdad es que no.—Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y, como

usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es interesante, Watson. Ellápiz era de marca, de tamaño más o menos normal, con mina blanda; azul porfuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y la parte que queda notendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque ese lápiz, señorSoames, y tendrá a su hombre. Como pista adicional, le diré que posee unanavaja grande y muy poco afilada.

El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de información.—Todo lo demás lo entiendo —dijo—, pero, la verdad, ese detalle de la

longitud…Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un espacio en

blanco detrás.—¿Lo ve?—No, me temo que ni aun así…—Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales. ¿Qué podrían

significar estas NN? Están al final de una palabra. Como todo el mundo sabe,Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido. ¿No resulta evidente quelo que queda del lápiz es sólo lo que viene detrás de « Johann» ? —inclinó lamesita de lado para que le diera la luz eléctrica y continuó—: Confiaba en quehubiera utilizado un papel lo bastante fino como para que quedara alguna marcaen esta superficie pulida. Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada másde aquí. Veamos ahora la mesa del centro. Supongo que este pegote es la masillanegra que usted mencionó. De forma más o menos piramidal y ahuecada, por loque veo. Como bien dijo usted, parece haber granitos de serrín incrustados. Vaya,vaya, esto es muy interesante. Y el corte…, un buen tajo, sí señor. Empieza conun fino rasguño y acaba en un auténtico desgarrón. Señor Soames, estoy endeuda con usted por haber dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adónde da esapuerta?

—A mi alcoba.—¿Ha entrado usted ahí después del suceso?—No, fui directamente a buscarle a usted.

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—Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al estilo antiguo! ¿Leimportaría aguardar un momento mientras examino el suelo? No, no veo nada.¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás. Si alguien se viera obligadoa esconderse en esta habitación, tendría que hacerlo aquí, porque la cama esdemasiado baja y el armario tiene muy poco fondo. Supongo que no habrá nadieaquí…

Cuando Holmes descorrió la cortina pude advertir, por una cierta rigidez yactitud de alerta en su postura, que estaba en guardia contra cualquieremergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se ocultaban más quetres o cuatro trajes, colgados de una hilera de perchas. Holmes se dio la vuelta y,de pronto, se agachó hacia el suelo.

—¡Caramba! ¿Qué es esto?Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie de masilla negra,

exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho. Holmes la sostuvoen la palma de la mano y la acercó a la luz eléctrica.

—Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba, y no sólo en sucuarto de estar, señor Soames.

—¿Qué podía buscar aquí?—Creo que está muy claro. Usted regresó por un camino inesperado y él no

se percató de su llegada hasta que usted estaba y a en la misma puerta. ¿Quépodía hacer? Recogió todo lo que pudiera delatarle y corrió a esconderse en eldormitorio.

—¡Cielo santo, señor Holmes! No me diga que todo el tiempo que estuve aquíhablando con Bannister tuvimos atrapado a ese individuo, sin nosotros saberlo.

—Así lo veo yo.—Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé si se ha fijado usted

en la ventana de mi alcoba.—Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles separados, uno de ellos con

bisagras para abrirlo y lo bastante grande para que pase un hombre.—Exacto. Y da a un rincón del patio, de manera que queda casi invisible. El

tipo pudo haber entrado por aquí, dejó ese rastro al cruzar el dormitorio ydespués, al encontrar la puerta abierta, escapó por ella.

—Seamos prácticos —dijo—. Me pareció entender que hay tres estudiantesque utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante de su puerta.

—En efecto.—¿Y los tres se presentan a este examen?—Sí.—¿Tiene usted razones para sospechar de alguno de ellos más que de los

otros?Soames vaciló.—Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta difundir sospechas

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cuando no existen pruebas.—Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas.—En tal caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres hombres

que residen en esas habitaciones. En la primera planta está Gilchrist, muy buenestudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y en el de criquet del colegio, yrepresentó a la universidad en vallas y salto de longitud. Un joven agradable yvaronil. Su padre era el famoso sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en las carreras.Mi alumno quedó en la pobreza, pero es muy aplicado y trabajador y saldráadelante.

En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo callado e inescrutable,como la mayoría de los indios. Lleva muy bien sus estudios, aunque el griego essu punto débil. Es serio y metódico.

El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo brillante cuando le da portrabajar…, uno de los mejores cerebros de la universidad; pero es inconstante,disoluto y carece de principios. En su primer año estuvo a punto de ser expulsadopor un escándalo de cartas. Se ha pasado todo el curso holgazaneando y no debesentirse muy tranquilo ante este examen.

—En otras palabras, usted sospecha de él.—No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería quizás el menos

improbable.—Exacto. Y ahora, señor Soames, veamos cómo es su sirviente, Bannister.Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, pálido, bien

afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había recuperado de aquella bruscaperturbación de la tranquila rutina de su vida. Sus fofas facciones temblaban conespasmos nerviosos y sus dedos no podían estarse quietos.

—Estamos investigando este lamentable incidente, Bannister —dijo elprofesor.

—Sí, señor.—Tengo entendido —dijo Holmes— que dejó usted su llave olvidada en la

cerradura.—Sí, señor.—¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día en que estaban

aquí esos papeles?—Ha sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha ocurrido alguna otra vez.—¿A qué hora entró usted en la habitación?—A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor Soames.—¿Cuánto tiempo estuvo dentro?—Al ver que él no estaba, salí inmediatamente.—¿Miró usted los papeles de encima de la mesa?—No, señor, le aseguro que no.—¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta?

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—Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé volver luego a recoger lallave. Pero se me olvidó.

—¿La puerta de fuera tiene picaporte?—No, señor.—¿De manera que permaneció abierta todo el tiempo?—Sí, señor.—Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se alteró usted mucho?—Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son muchos, nunca había

sucedido una cosa así. Estuve a punto de desmayarme, señor.—Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó a sentirse mal?—¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta.—Es muy curioso, porque fue a sentarse en aquel sillón que hay junto al

rincón. ¿Por qué no se sentó en cualquiera de estas otras sillas?—No lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba.—No creo que se fijara en nada, señor Holmes —dijo Soames—. Tenía muy

mal aspecto…, completamente cadavérico.—¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el profesor?—Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta con llave y me

fui a mi habitación.—¿De quién sospecha usted?—Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta universidad un

caballero capaz de hacer algo así para obtener ventaja. No, señor, no lo creo.—Gracias. Con eso basta —dijo Holmes—. Ah, sí, una cosa más. ¿No le

habrá usted dicho a ninguno de los tres caballeros que usted atiende que algo vamal, verdad?

—No, señor; ni una palabra.—¿Ha visto a alguno de ellos?—No, señor.—Muy bien. Y ahora, señor Soames, si le parece bien, daremos un paseo por

el patio.Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre nosotros en medio de la

creciente oscuridad.—Sus tres pájaros están todos en sus nidos —dijo Holmes, mirando hacia

arriba—. ¡Vaya! ¿Qué es eso? Uno de ellos parece bastante inquieto.Se trataba del indio, cuya oscura silueta había aparecido de pronto a través de

los visillos, dando rápidas zancadas de un lado a otro de la habitación.—Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones —dijo Holmes—.

¿Sería posible?—Sin ningún problema —respondió Soames—. Este conjunto de habitaciones

es el más antiguo del colegio, y no es raro que vengan visitantes a verlas.Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía.

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—Nada de nombres, por favor —dijo Holmes mientras llamábamos a lapuerta de Gilchrist.

La abrió un joven alto, delgado y de cabello paj izo, que nos dio la bienvenidaal enterarse de nuestros propósitos. La habitación contenía algunos detallesverdaderamente curiosos de arquitectura doméstica medieval. Holmes quedó tanencantado que se empeñó en dibujarlo en su cuaderno de notas; durante laoperación, se le rompió la mina del lápiz, tuvo que pedir uno prestado a nuestrojoven anfitrión y, por último, le pidió prestada una navaja para sacarle punta a sulápiz. El mismo curioso incidente le volvió a ocurrir en las habitaciones del indio,un individuo pequeño y callado, con nariz aguileña, que nos miraba de reojo y nodisimuló su alegría cuando Holmes dio por terminados sus estudiosarquitectónicos. En ninguno de los dos casos me pareció que Holmes hubieraencontrado la pista que andaba buscando. En cuanto a nuestra tercera visita,quedó frustrada. La puerta exterior no se abrió a nuestras llamadas, y lo únicopositivo que nos llegó del otro lado fue un torrente de palabrotas.

—¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al infierno! —rugió una voziracunda—. ¡Mañana es el examen y no puedo perder el tiempo con nadie!

—¡Qué grosero! —dijo nuestro guía, rojo de indignación, mientrasbajábamos por la escalera—. Naturalmente, no se daba cuenta de que era y oquien llamaba, pero aun así su conducta resulta impresentable y, dadas lascircunstancias, bastante sospechosa.

La reacción de Holmes fue muy curiosa.—¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? —preguntó.—La verdad, señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más alto que el indio,

aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que alrededor de cinco pies y seispulgadas.

—Eso es muy importante —dijo Holmes—. Y ahora, señor Soames, le deseoa usted buenas noches.

Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto.—¡Santo cielo, señor Holmes! ¡No irá usted a dejarme así de repente! Me

parece que no se da usted cuenta de la situación. El examen es mañana. Tengoque tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo permitir que secelebre el examen si uno de los ejercicios está amañado. Hay que afrontar lasituación.

—Tiene que dejar las cosas como están. Mañana me pasaré por aquí aprimera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es posible que paraentonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de actuación.Mientras tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada.

—Muy bien, señor Holmes.—Y quédese tranquilo. No le quepa duda de que encontraremos la manera de

solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la masilla negra, y también las

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virutas de lápiz. Adiós.Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos de nuevo las

ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los otros dos estabaninvisibles.

—Bien, Watson, ¿qué le parece? —preguntó Holmes en cuanto salimos a lacalle—. Es como un juego de salón, algo así como el truco de las tres cartas, ¿nocree? Ahí tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno de ellos. Elija. ¿Porcuál se decide?

—El individuo mal hablado del último piso. Es el que tiene el peor historial.Sin embargo, ese indio también parece un buen pájaro. ¿Por qué estará dandovueltas por el cuarto sin parar?

—Eso no quiere decir nada. Muchas personas lo hacen cuando estánintentando aprenderse algo de memoria.

—Nos miraba de una manera muy rara.—Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de desconocidos

cuando estuviera preparando un examen para el día siguiente y no pudieraperder ni un minuto. No, eso no me dice nada. Además, los lápices y lascuchillas…, todo estaba como es debido. El que sí me intriga es ese individuo…

—¿Quién?—Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en este asunto?—A mí me dio la impresión de ser un hombre completamente honrado.—A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba un hombre

completamente honrado a…? Bueno, bueno, aquí tenemos una papeleríaimportante. Comenzaremos aquí nuestras investigaciones.

En la ciudad sólo había cuatro papelerías de cierta importancia, y en cadauna de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y ofreció un alto precio por unlápiz igual. En todas le dijeron que podían encargarlo, pero que se trataba de untamaño poco corriente y casi nunca tenían existencias. El fracaso no pareciódeprimir a mi amigo, que se encogió de hombros con una resignación casidivertida.

—No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que era la mejor y lamás concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad, estoy casi segurode que, aun sin ella, podremos elaborar una explicación suficiente. ¡Por Júpiter!Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra patrona dijo algo acerca deguisantes a las siete y media. Estoy viendo, Watson, que con esa manía de fumarconstantemente y esa irregularidad en las comidas, van a acabar por pedirle quese largue, y yo compartiré su caída en desgracia…, aunque no antes de que hay aresuelto el problema del profesor nervioso, el sirviente descuidado y los tresintrépidos estudiantes.

Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso aquel día, aunquepermaneció sentado y sumido en reflexiones durante mucho rato, después de

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nuestra retrasada cena. A las ocho de la mañana siguiente entró en mi habitacióncuando y o estaba terminando de asearme.

—Bien, Watson —dijo—. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede prescindir deldesay uno?

—Desde luego.—Soames estará hecho un manojo de nervios hasta que podamos decirle algo

concreto.—¿Y tiene usted algo concreto que decirle?—Creo que sí.—¿Ha llegado y a a alguna conclusión?—Sí, querido Watson; he solucionado el misterio.—Pero… ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar?—¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan intempestivas

como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo y herecorrido no menos de cinco millas, pero algo he sacado en limpio. ¡Fíjese enesto!

Extendió la mano, y en la palma tenía tres pequeñas pirámides de masillanegra.

—¡Caramba, Holmes, ayer sólo tenía dos!—Y esta mañana he conseguido otra. No parece muy aventurado suponer

que la fuente de origen del número tres sea la misma que la de los números unoy dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y libremos al amigoSoames de su tormento.

Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un estado nerviosolamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas horascomenzarían los exámenes, y él todavía vacilaba entre dar a conocer los hechoso permitir que el culpable optase a la sustanciosa beca. Tan grande era suagitación mental que no podía quedarse quieto, y corrió hacia Holmes con lasmanos extendidas en un gesto de ansiedad.

—¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se hubieradesentendido del caso. ¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen?

—Sí, sí; siga adelante, desde luego.—Pero… ¿y ese granuja?—No se presentará.—¿Sabe usted quién es?—Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer público, tendremos que

atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra cuenta, en un pequeño consejode guerra privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga el favor! ¡Usted ahí, Watson!Yo ocuparé este sillón del centro. Bien, creo que ya parecemos lo bastanteimpresionantes como para infundir terror en un corazón culpable. ¡Haga el favorde tocar la campanilla!

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Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente sorpresa y temor antenuestra pose judicial.

—Haga el favor de cerrar la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, Bannister,¿será tan amable de decirnos la verdad acerca del incidente de ayer?

El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo.—Se lo he contado todo, señor.—¿No tiene nada que añadir?—Nada en absoluto, señor.—En tal caso, tendré que hacerle unas cuantas sugerencias. Cuando se sentó

ayer en ese sillón, ¿no lo haría para esconder algún objeto que habría podidorevelar quién estuvo en la habitación?

La cara de Bannister parecía la de un cadáver.—No, señor; desde luego que no.—Era sólo una sugerencia —dijo Holmes en tono suave—. Reconozco

francamente que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable siconsideramos que en cuanto el señor Soames volvió la espalda usted dejó salir alhombre que estaba escondido en esa alcoba.

Bannister se pasó la lengua por los labios resecos.—No había ningún hombre.—¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que hubiera dicho la verdad,

pero ahora me consta que ha mentido.El rostro de Bannister adoptó una expresión de huraño desafío.—No había ningún hombre, señor.—Vamos, vamos, Bannister.—No, señor; no había nadie.—En tal caso, no puede usted proporcionarnos más información. ¿Quiere

hacer el favor de quedarse en la habitación? Póngase ahí, junto a la puerta deldormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la amabilidad de subir a lahabitación del joven Gilchrist y le diga que baje aquí a la suya.

Un minuto después, el profesor regresaba, acompañado del estudiante. Eraéste un hombre con una figura espléndida, alto, esbelto y ágil, de paso elástico ycon un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos azules vagaron de uno aotro de nosotros, y por fin se posaron con una expresión de absoluto desaliento enBannister, situado en el rincón más alejado.

—Cierre la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, señor Gilchrist, estamos solosaquí, y no es preciso que nadie se entere de lo que ocurre entre nosotros, demanera que podemos hablar con absoluta franqueza. Queremos saber, señorGilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor, haya podido cometeruna acción como la de ayer.

El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a Bannister unamirada llena de espanto y reproche.

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—¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra! ¡Ni una palabra,señor! —exclamó el sirviente.

—No, pero ahora sí que lo ha hecho —dijo Holmes—. Bien, caballero, sedará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su postura esinsostenible, y que la única oportunidad que le queda es hacer una confesiónsincera.

Por un momento, Gilchrist, con una mano levantada, trató de contener eltemblor de sus facciones. Pero un instante después había caído de rodillas delantede la mesa y, con la cara oculta entre las manos, estallaba en una tempestad deangustiados sollozos.

—Vamos, vamos —dijo Holmes amablemente—. Errar es humano, y por lomenos nadie puede acusarle de ser un criminal empedernido. Puede que resultemenos violento para usted que yo le explique al señor Soames lo ocurrido, yusted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así? Está bien, está bien, nose moleste en contestar. Escuche, y comprobará que no soy injusto con usted.

Señor Soames, desde el momento en que usted me dijo que nadie, ni siquieraBannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación, el caso empezó acobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos descartar alimpresor, puesto que éste podía examinar los ejercicios en su propia oficina.Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las pruebas estaban en un rollo, espoco probable que supiera de qué se trataba. Por otra parte, parecía demasiadacoincidencia que alguien se atreviera a entrar en la habitación, de manera nopremeditada, precisamente el día en que los exámenes estaban sobre la mesa.También eso quedaba descartado. El hombre que entró sabía que los exámenesestaban aquí. ¿Cómo lo sabía?

Cuando vinimos por primera vez a su habitación, yo examiné la ventana porfuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo contemplaba la posibilidad deque alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz del día y expuesto a las miradasde todos los que ocupan esas habitaciones de enfrente. Semejante idea eraabsurda. Lo que yo hacía era calcular lo alto que tenía que ser un hombre paraver desde fuera los papeles que había encima de la mesa. Yo mido seis pies ytuve que empinarme para verlos. Una persona más baja que yo no habría tenidola más mínima posibilidad. Como ve, y a desde ese momento tenía motivos parasuponer que si uno de sus tres estudiantes era más alto de lo normal, ése era elque más convenía vigilar.

Entré aquí y le hice a usted partícipe de la información que ofrecía la mesitalateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que usted, al describir aGilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud. Entonces todo quedó claroal instante, y ya sólo necesitaba ciertas pruebas que lo confirmaran, y que notardé en obtener.

He aquí lo que sucedió: este joven se había pasado la tarde en las pistas de

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atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las zapatillas de saltar, que,como usted sabe, llevan varios clavos en la suela. Al pasar por delante de laventana vio, gracias a su elevada estatura, el rollo de pruebas encima de su mesa,y se imaginó de qué se trataba. No habría ocurrido nada malo de no ser porque,al pasar por delante de su puerta, advirtió la llave que el descuidado sirvientehabía dejado allí olvidada. Entonces se apoderó de él un repentino impulso deentrar y comprobar si, efectivamente, se trataba de las pruebas del examen. Nocorría ningún peligro, porque siempre podría alegar que había entradoúnicamente para hacerle a usted una consulta. Pues bien, cuando hubocomprobado que, en efecto, se trataba de las pruebas, es cuando sucumbió a latentación. Dejó sus zapatillas encima de la mesa.

—¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la ventana?—Los guantes —respondió el joven.Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister.—Dejó sus guantes en el sillón y cogió las pruebas, una a una, para copiarlas.

Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal y que lo vería venir.Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral. Cuando lo oyó, usted estaba yaen la puerta. No había escapatoria posible. Dejó olvidados los guantes, perorecogió las zapatillas y se precipitó dentro de la alcoba. Se habrán fijado en queel corte es muy ligero por un lado, pero se va haciendo más profundo endirección a la puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente de que alguienhabía tirado de las zapatillas en esa dirección, e indicaba que el culpable habíabuscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra que rodeaba a unclavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en el dormitorio. Puedoagregar que esta mañana me acerqué a las pistas de atletismo, comprobé que elfoso de saltos tiene una arcilla negra muy adherente y me llevé una muestra,junto con un poco del serrín fino que se echa por encima para evitar que el atletaresbale. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist?

El estudiante se había puesto en pie.—Sí, señor; es verdad —dijo.—¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? —exclamó Soames.—Sí, señor, tengo algo, pero la impresión que me ha causado el quedar

desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado aturdido. Tengoaquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una noche sinpoder dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había sido descubierto.Aquí la tiene, señor. Verá que en ella le digo: « He decidido no presentarme alexamen. Me han ofrecido un puesto en la policía de Rhodesia y parto deinmediato hacia África del Sur» .

—Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse de una ventajatan mal adquirida —dijo Soames—. Pero ¿qué le hizo cambiar de intenciones?

Gilchrist señaló a Bannister.

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—Este es el hombre que me puso en el buen camino —dijo.—En fin, Bannister —dijo Holmes—. Con lo que ya hemos dicho, habrá

quedado claro que sólo usted podía haber dejado salir a este joven, puesto queusted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta al marcharse. No hayquien se crea que pudiera escapar por esa ventana. ¿No puede aclararnos esteúltimo detalle del misterio, explicándonos por qué razón hizo lo que hizo?

—Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía saberlo; ni con toda suinteligencia lo habría podido saber. Hubo un tiempo, señor, en el que fuimayordomo del difunto sir Jabez Gilchrist, padre de este joven caballero. Cuandoquedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente en la universidad, pero nuncaolvidé a mi antiguo señor porque hubiera caído en desgracia. Hice siempre todolo que pude por su hijo, en recuerdo de los viejos tiempos. Pues bien, señor,cuando entré ayer en esta habitación, después de que se diera la alarma, loprimero que vi fueron los guantes marrones del señor Gilchrist encima de esesillón. Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí el mensaje queencerraban. Si el señor Soames los veía, todo estaba perdido. Así que medesplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que el señorSoames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su escondite mi pobre señorito,a quien yo había mecido en mis rodillas, y me lo confesó todo. ¿No era natural,señor, que yo intentara salvarlo, y no era natural también que procurase hablarlecomo lo habría hecho su difunto padre, haciéndole comprender que no podíasacar provecho de su mala acción? ¿Puede usted culparme por ello, señor?

—Desde luego que no —dijo Holmes de todo corazón, mientras se ponía enpie—. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño problema, y en casanos aguarda el desayuno. Vamos, Watson. En cuanto a usted, caballero, confío enque le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia. Por una vez ha caído ustedbajo. Veamos lo alto que puede llegar en el futuro.

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Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienennuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal abundancia dematerial, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismosy que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares facultadesque dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que toméacerca de la repulsiva historia de la sanguijuela roja y la terrible muerte delbanquero Crosby ; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlentony el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden a esteperíodo el famoso caso de la herencia de los Smith-Mortimer y la persecución ycaptura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió a Holmesuna carta autógrafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de laLegión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato,pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos einteresantes como el episodio de Yoxley Old Place, que no sólo incluye lalamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posterioresderivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del crimen.

Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y y ohabíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar conuna potente lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto, yyo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el vientoaullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra lasventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en plenocorazón de la ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia dediez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosalde los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de toposque salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía.Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientesaceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremoque da a Oxford Street.

—¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! —dijoHolmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto—. Ya he hechobastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, setrata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la segundamitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto?

Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongadochirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que y o había vistoacababa de detenerse ante nuestra puerta.

—¿Qué puede buscar? —exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.—¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson,

ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorioinventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el

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de esta noche. Pero… ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavíaquedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho esperar.Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la gente de bienhace mucho que se fue a la cama.

Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno,le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y prometedorinspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una ocasión uninterés muy real.

—¿Está él? —preguntó ansioso.—Suba, querido amigo —dijo desde lo alto la voz de Holmes—. Espero que

no tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta.El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo

bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba lallama de los troncos de la chimenea.

—Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y eldoctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es manode santo en noches como ésta. Tiene que ser un asunto importante el que le hatraído aquí con semejante temporal.

—Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora.¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los periódicos?

—Hoy no he visto nada posterior al siglo quince.—Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parrafito y todo está

equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies. La cosa haocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de ferrocarril.Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las cinco, llevéa cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último tren y vinedirectamente en coche a verle usted.

—Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro elasunto.

—Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, setrata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso queal principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señorHolmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil.Tenemos un muerto…, sobre eso no cabe ninguna duda…, pero, por más quemiro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algúnmal al difunto.

Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento.—A ver, cuéntenos —dijo.—Para mí, los hechos están muy claros —dijo Stanley Hopkins—. Lo único

que me falta saber es qué significan. La historia, por lo que he podido averiguar,es la siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue

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alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estabainválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueandopor la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedasempujada por el jardinero. Gozaba de las simpatías de los pocos vecinos que ibana visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico locomponían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella,llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos parecen serexcelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito, y hace cosa deun año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos primeros que encontrófueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién salido de la universidadllamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que el profesor andababuscando. Su trabajo consistía en escribir durante toda la mañana lo que elprofesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse buscando referencias ytextos relacionados con la tarea del día siguiente. Este Willoughby Smith no tieneningún antecedente negativo, ni de muchacho en Uppingham ni de joven enCambridge. He leído sus certificados y parecen indicar que ha sido siempre untipo decente, callado y trabajador, sin ninguna mancha en su historial. Y sinembargo, éste es el joven que ha encontrado la muerte esta mañana, en eldespacho del profesor, en circunstancias que sólo pueden interpretarse comoasesinato.

El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercamos másal fuego, mientras el joven inspector, poco a poco y con todo detalle, ibadesgranando su curioso relato.

—Aunque buscásemos por toda Inglaterra —continuó—, no creo quepudiéramos encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influenciasexteriores. Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta deljardín. El profesor vivía absorto en su trabajo y no existía para él nada más. Eljoven Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy similara la de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, eljardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, unveterano de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en unacasita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicaspersonas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por otraparte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de Londresa Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que alguien entre.Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton, que es la únicapersona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por lamañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada encolgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coramtodavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levantaantes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior de

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la casa. Willoughby Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, quetambién utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella leoy ó salir al pasillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de laalcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos firmesy rápidos resultaban inconfundibles. No oy ó cerrarse la puerta del despacho,pero aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito espantoso en lahabitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y poco natural quelo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al mismo tiempo, seoy ó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y después todo quedó ensilencio. La doncella se quedó petrificada unos instantes, pero luego recuperó elvalor y corrió escaleras abajo. La puerta del despacho estaba cerrada; la abrió yencontró al joven Willoughby Smith tendido en el suelo. Al principio no advirtióque tuviera ninguna herida, pero al intentar levantarlo vio que brotaba sangre dela parte inferior del cuello, donde presentaba una herida pequeña, pero muyprofunda, que había seccionado la arteria carótida. El instrumento causante de laherida estaba tirado en la alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esoscuchillitos para el lacre que suele haber en los escritorios antiguos, con mango demarfil y hoja muy rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa delprofesor.

Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba y a muerto, perocuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió los ojospor un instante y murmuró: « El profesor… ha sido ella» . La doncella estádispuesta a jurar que ésas fueron las palabras exactas. El hombre hizo esfuerzosdesesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano derecha, pero cay ódefinitivamente muerto.

Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunquedemasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susanjunto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentadoen la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darsecuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está dispuesta ajurar que el profesor todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que leresultaba imposible vestirse sin la ay uda de Mortimer, que tenía orden depresentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo lejos,pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras deljoven, « El profesor… ha sido ella» , pero supone que fueron producto del delirio.Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en el mundo,y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo fue enviar aMortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el jefe delpuesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se dieronórdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que conducen a la casa.Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus teorías, señor Holmes; no

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faltaba nada.—Excepto Sherlock Holmes —dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a

amarga—. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo?—Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado,

que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otrosdetalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis investigaciones.

Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas deHolmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encimade su hombro.

—Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluy e más que los detallesque a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo másadelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o asesinaviniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero del jardín ypor la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al despacho. Cualquierotra ruta habría presentado muchísimas complicaciones. La retirada tambiéntuvo que efectuarse por el mismo camino, y a que, de las otras dos salidas quetiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que corría escaleras abajo, yla otra conducía directamente al dormitorio del profesor. Así pues, dirigí deinmediato mi atención al sendero del jardín, que estaba empapado por la recientelluvia y sin duda presentaría huellas de pisadas.

Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal expertoy precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda deque alguien había caminado sobre el arriate de césped que flanquea el sendero, y

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que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada parecido a unaimpresión clara, pero la hierba estaba aplastada y resulta evidente que por allíhabía pasado alguien. Y sólo podía tratarse del asesino, porque ni el jardinero nininguna otra persona habían estado por allí esta mañana, y la lluvia habíaempezado a caer durante la noche.

—Un momento —dijo Holmes—. ¿Adónde conduce este sendero?—A la carretera.—¿Qué longitud tiene?—Unas cien yardas.—Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la

puerta exterior.—Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.—¿Y en la carretera misma?—Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada.—Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían?—Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno.—¿Pie grande o pequeño?—No se podía distinguir.Holmes soltó una interjección de impaciencia.—Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un verdadero

huracán —dijo—. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, esoy a no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que noestaba seguro de nada?

—Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien habíaentrado furtivamente en la casa desde el exterior. A continuación, examiné elcorredor. Está cubierto con una estera de palma y no han quedado en él huellasde ninguna clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con pocosmuebles, y el que más destaca es una mesa grande con escritorio. Este escritorioconsta de una doble columna de cajones con un armarito central, cerrado. Segúnparece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se guardaba nada devalor. En el armarito había algunos papeles importantes, pero no presentabaseñales de haber sido forzado, y el profesor me ha asegurado que no falta nada.Tengo la seguridad de que no se ha robado nada.

Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio,un poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestadoen el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es casiimposible que se hiriera él mismo.

—A menos que se cayera sobre el cuchillo —dijo Holmes.—Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a

varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además, laspalabras del propio moribundo. Y por último, tenemos esta importantísima

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prueba que se encontró en la mano derecha del muerto.Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo

desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetansolamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando desus extremos.

—Willoughby Smith tenía una vista excelente —prosiguió—. No cabe dudade que esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino.

Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máximaatención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, seacercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente ala luz de la lámpara y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa yescribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó aStanley Hopkins.

—No puedo hacer nada mejor por usted —dijo—. Quizás resulte de algunautilidad.

El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:« Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz

bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de miopey, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que durante losúltimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico. Puesto que susgafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente numerosos, nodebería resultar difícil localizarla» .

El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado en mi cara, hizosonreír a Holmes.

—Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma —dijo—. Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que unpar de gafas, y más un par de gafas tan particular como éste. Que pertenecen auna mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimaspalabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona refinada ybien vestida…, como ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y no cabesuponer que una persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otrosaspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, locual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la base. Estaclase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen excepciones lo bastantenumerosas como para impedir que me ponga dogmático e insista en este aspectode mi descripción. Yo tengo una cara bastante estrecha, y aun así no consigo quemis ojos coincidan con el centro de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestradama tiene los ojos muy juntos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que loscristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que hay apadecido toda su vida tan graves limitaciones visuales presentará, sin duda,ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como son la frente

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arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados.—Sí —dije yo—. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no

entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico.Holmes levantó las gafas en la mano.—Fíjese —dijo— en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para

suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada, perola otra está nueva. Es evidente que una tira se desprendió y hubo de poner otranueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que unos pocosmeses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió almismo establecimiento a que le pusieran la segunda.

—¡Por San Jorge, es maravilloso! —exclamó Hopkins, extasiado deadmiración—. ¡Pensar que he tenido todas esas evidencias en mis manos y nome he dado cuenta! Aunque, de todas maneras, tenía intención de recorrermetodas las ópticas de Londres.

—Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más quedecirnos sobre el caso?

—Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como y o…,probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún forastero por lascarreteras de la zona o en la estación de ferrocarril, pero por ahora no hemostenido noticias de ninguno. Lo que me desconcierta es la absoluta falta de móvilespara el crimen. Nadie es capaz de sugerir ni la sombra de un motivo.

—¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero supongo que querráque nos pasemos por allí mañana.

—Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chatham que sale deCharing Cross a las seis de la mañana. Llegaríamos a Yoxley Old Place entre lasocho y las nueve.

—Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos aspectosmuy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es casi la una, y másvale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que podrá arreglarseperfectamente en el sofá que hay delante de la chimenea. Antes de salir,encenderé mi mechero de alcohol y le daré una taza de café.

A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun asíhacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo selevantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del Támesis y loslargos y tétricos canales del río, que y o siempre asociaré con la persecución delnativo de las islas Andaman, allá en los primeros tiempos de nuestra carrera.Tras un largo y fatigoso tray ecto, nos apeamos en una pequeña estación a pocasmillas de Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido desayuno mientrasenganchaban un caballo al coche, y cuando por fin llegamos a Yoxley Old Placenos encontrábamos listos para entrar en acción. Un policía de uniforme nosrecibió en la puerta del jardín.

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—¿Alguna novedad, Wilson?—No, señor, ninguna.—¿Nadie ha visto a ningún forastero?—No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se marchó

ningún forastero.—¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas?—Sí, señor; no hay nadie que no pueda dar razón de su presencia.—En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata.

Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la atención. Este es elsendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ay er no habíani una huella en él.

—¿A qué lado estaban las pisadas en la hierba?—A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sendero y el macizo

de flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las vi con todaclaridad.

—Sí, sí; por aquí ha pasado alguien —dijo Holmes, agachándose junto alcésped—. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho cuidado, ¿no cree?,porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y por el otro las habríadejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de flores.

—Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha sangre fría.Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de concentración.—¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino?—Sí, señor; no hay otro.—¿Por esta misma franja de hierba?—Pues claro, señor Holmes.—¡Hum! Una hazaña notable…, muy notable. Bien, creo que ya hemos

agotado las posibilidades del sendero. Sigamos adelante. Supongo que esta puertadel jardín se suele dejar abierta, ¿no? Con lo cual, la visitante no tenía más queentrar. No traía intenciones de asesinar a nadie, pues en tal caso habría venidoprovista de alguna clase de arma, en lugar de tener que recurrir a ese cuchillitodel escritorio. Avanzó por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma, yvino a parar a este despacho. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos manerade saberlo.

—Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que laseñora Marker, el ama de llaves, había estado limpiando aquí poco antes…, comoun cuarto de hora, según me contó ella.

—Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la habitación y¿qué hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le interesa nada de los cajones;si hubiera en ellos algo que valiera la pena robar, no los habrían dejado abiertos.No, ella busca algo en ese armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es este rasponazo enla superficie? Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me dijo nada de

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esto, Hopkins?La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la

derecha del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas, rayandoel barniz de la madera.

—Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuentran marcasalrededor del ojo de la cerradura.

—Ésta es reciente…, muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los bordes dela ray a. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que la superficie.Obsérvelo con mi lupa. También el barniz tiene como polvillo a los lados delarañazo. ¿Está por aquí la señora Marker?

Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación.—¿Le quitó usted el polvo ayer por la mañana a este escritorio?—Sí, señor.—¿Se fijó usted en este rasponazo?—No, señor; no me fijé.—Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado este polvillo de

barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio?—La tiene el profesor, colgada de su cadena de reloj .—¿Es una llave corriente?—No, señor, es una llave Chubb.—Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos progresando algo.

Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o al menosintenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación, entra el jovenWilloughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la dama hace esta señal en lapuerta. Smith la sujeta y ella, echando mano del objeto más próximo, que resultaser este cuchillo, le golpea para obligarle a soltar su presa. El golpe resultamortal. Él cae y ella escapa, con o sin el objeto que había venido a buscar. ¿Estáaquí Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa puerta después deque usted oyera el grito, Susan?

—No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a quienfuera en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo habría oído.

—Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se marchópor donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo conduce a lahabitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí?

—No, señor.—Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Caramba, Hopkins!

Esto es muy importante, pero que muy importante. El pasillo del profesortambién tiene una estera de palma.

—Bueno, ¿y eso qué?—¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien, no insisto

en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de parecerme sugerente.

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Venga conmigo y presénteme.Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que conducía al

jardín. Al final había un corto tramo de escalones que terminaba en una puerta.Nuestro guía llamó con los nudillos y luego nos hizo pasar a la habitación delprofesor.

Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas porinnumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en losrincones o formaban rimeros en torno a la base de las estanterías. La cama seencontraba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre almohadas,estaba el dueño de la casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto máspintoresco. Un rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes,que acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas.Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba curiosasmanchas amarillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo blanco brillaba uncigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a humo rancio de tabaco. Cuando letendió la mano a Holmes, advertí que también la tenía manchada de amarillo porla nicotina.

—¿Fuma usted, señor Holmes? —dijo, hablando un inglés esmerado y con uncierto tonillo de afectación—. Coja un cigarrillo, por favor. ¿Y usted, caballero?Puedo recomendárselos, porque los prepara especialmente para mí Ionides deAlejandría. Me envía mil cada vez, y deploro tener que confesar que encargo unnuevo suministro cada quince días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero unanciano tiene pocos placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo…, eso es todolo que me queda.

Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas miradas por toda lahabitación.

—El tabaco y el trabajo, pero ahora sólo el tabaco —exclamó el anciano—.¡Ay, qué interrupción más fatal! ¿Quién habría podido imaginar una catástrofetan terrible? ¡Un joven tan agradable! Le aseguro que después de los primerosmeses de adaptación resultaba un ayudante admirable. ¿Qué opina usted delasunto, señor Holmes?

—Todavía no he llegado a ninguna conclusión.—Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de luz

sobre esto que nosotros vemos tan oscuro. A las ratas de biblioteca, y más si soninválidas como y o, un golpe así nos deja paralizados. Pero usted es un hombre deacción…, un aventurero. Cosas así forman parte de la rutina cotidiana de su vida.Usted puede mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una verdaderasuerte tenerle de nuestro lado.

Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a otro de lahabitación. Observé que estaba fumando con extraordinaria rapidez.Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los cigarrillos de

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Alejandría recién hechos.—Sí, señor, un golpe aplastante —continuó el anciano—. Esta es mi magnum

opus…, ese montón de papeles que hay sobre la mesita de allá. Es un análisis delos documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, untrabajo que profundiza en los fundamentos mismos de la religión revelada. Conesta salud tan débil, y a no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me hanarrebatado a mi ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún másque yo!

Holmes sonrió.—Soy un entendido —dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto) y

encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar—. No tengo intenciónde molestarle con largos interrogatorios, profesor Coram, porque ya estoyinformado de que usted se encontraba en la cama en el momento del crimen yno puede saber nada al respecto. Sólo le preguntaré una cosa: ¿Qué supone ustedque quería decir el pobre muchacho con sus últimas palabras: « El profesor… hasido ella» ?

El profesor meneó la cabeza en señal de negativa.—Susan es una chica del campo —dijo—, y ya sabe usted lo increíblemente

estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho debiómurmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella las retorció,convirtiéndolas en este mensaje sin sentido.

—Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia?—Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede entre

nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos. Tal vez algúnasunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me parece una explicaciónmás probable que la del asesinato.

—Pero ¿y las gafas?—¡Ah! Yo no soy más que un estudioso…, un soñador. No soy capaz de

explicar las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos sabemos que lasprendas de amor pueden adoptar formas muy extrañas. Pero, por favor, cojausted otro cigarrillo. Es un placer encontrar a alguien que sabe apreciarlos. Unabanico, un guante, unas gafas…, ¿quién sabe las cosas que un hombre puedellevar como recuerdo o como símbolo cuando decide poner fin a su vida? Estecaballero habla de pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácilequivocarse en una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos delcuerpo del hombre cuando éste cayó al suelo. Puede que esté diciendo tonterías,pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la muerte por su propiamano.

Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuópaseando de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones yconsumiendo un cigarrillo tras otro.

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—Dígame, profesor Coram —preguntó por fin—, ¿qué hay en ese armaritodel escritorio?

—Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas demi pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido honores…Aquí tiene la llave. Puede verlo usted mismo.

Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió.—No, no creo que me sirva de nada —dijo—. Preferiría salir tranquilamente

a su jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se puede descartar del todoesa teoría del suicidio que usted acaba de exponer. Le pido perdón por estaintromisión, profesor Coram, y le prometo que no volveremos a molestarle hastadespués de la comida. A las dos vendremos a verle y le informaremos de todo loque pueda haber ocurrido de aquí a entonces.

Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen ratoestuvimos yendo y viniendo en silencio por el sendero del jardín.

—¿Tiene alguna pista? —pregunté por fin.—Todo depende de esos cigarrillos que he fumado —me respondió—. Es

posible que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo harán saber.—¡Querido Holmes! —exclamé yo—. ¿Cómo demonios…?—Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado

nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hayque aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señoraMarker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con ella.

Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería,podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres ytardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que habíamencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estabacharlando con ella como si se conocieran desde hacía años.

—Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible.Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas mañanas…Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el pobre señor Smithfumaba, aunque no tanto como el profesor. Su salud…, bueno, la verdad es queno sé si fumar es bueno o malo para la salud.

—Desde luego, quita el apetito —dijo Holmes.—Bueno, yo no sé nada de eso, señor.—Apuesto a que el profesor apenas come.—Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir.—Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y después

de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que toque la comida.—Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta

mañana ha desay unado más que nunca. No creo haberle visto jamás comertanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy

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sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señorSmith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para todoy, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito.

Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se habíamarchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujerforastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la mañanaanterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía haberleabandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una manera tandesganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante las novedades quetrajo Hopkins, que había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar adudas, a una mujer que respondía exactamente a la descripción de Holmes y quellevaba gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, alservirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señorSmith había salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado tansólo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba elsignificado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo estabaincorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto, selevantó de su silla y consultó su reloj .

—Las dos en punto, caballeros —dijo—. Vamos a liquidar este asunto connuestro amigo el profesor.

El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío dabatestimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de llaves. Presentaba unaspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blancamelena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarrillo. Se habíavestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea.

—Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado,

sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los doshicieron caer la caja al suelo.

Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de lossitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí que a Holmesle brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Sólo en losmomentos críticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla.

—Sí —dijo—. Lo he resuelto.Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones

del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisaburlona.

—¿De verdad? ¿En el jardín?—No, aquí mismo.—¿Aquí? ¿Cuándo?—En este preciso instante.

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—¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que esteasunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.

—He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesorCoram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles sonsus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto. Pero,probablemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia boca.Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que sepa cuáles la información que aún me falta. Ayer entró una mujer en su despacho. Vinocon la intención de apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados ensu escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido oportunidad de examinar lasuy a, y no presenta la ligera descoloración que habría producido la rozaduracontra el barniz. Así pues, usted no participó en su entrada y, por lo que yo hepodido interpretar, ella vino sin que usted lo supiese, con intención de robarle.

El profesor lanzó una nube de humo.—¡Cuán interesante e instructivo! —dijo—. ¿No tiene más que añadir? Sin

duda, habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos tambiénlo que ha sido de ella.

—Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendida por su secretarioy lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar esta catástrofe como unlamentable accidente, pues estoy convencido de que la dama no tenía intenciónde infligir una herida tan grave. Un asesino no habría venido desarmado.Horrorizada por lo que había hecho, huyó enloquecida de la escena de latragedia. Por desgracia para ella, había perdido sus gafas en el forcejeo y, comoera muy corta de vista, se encontraba del todo perdida sin ellas. Corrió por unpasillo, creyendo que era el mismo por el que había llegado (los dos estánalfombrados con esteras de palma), y hasta que no fue demasiado tarde no se diocuenta de que se había equivocado de pasillo y que tenía cortada la retirada.¿Qué podía hacer? No podía quedarse donde estaba. Tenía que seguir adelante.Así que siguió adelante. Subió unas escaleras, empujó una puerta y se encontróaquí en su habitación.

El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes comoalelado. En sus expresivas facciones se reflejaban tanto el asombro como elmiedo. Por fin, haciendo un esfuerzo, se encogió de hombros y estalló en una risanada sincera.

—Todo eso está muy bien, señor Holmes —dijo—. Pero existe un pequeñofallo en esa espléndida teoría. Yo estaba en mi habitación y no salí de ella en todoel día.

—Soy consciente de eso, profesor Coram.—¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta

de que ha entrado una mujer en mi habitación?—No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la

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reconoció. Y usted la ayudó a escapar.Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había puesto en

pie y sus ojos brillaban como ascuas.—¡Usted está loco! —exclamó—. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la

ay udé a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora?—Está aquí —respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que

había en un rincón de la habitación.El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrieron una terrible

convulsión y cayó desplomado en su butaca. En el mismo instante, la librería queHolmes había señalado giró sobre unas bisagras y una mujer se precipitó en lahabitación.

—¡Tiene usted razón! —exclamó con un extraño acento extranjero—. ¡Tieneusted razón! ¡Aquí estoy !

Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían desprendidode las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad, peroni en las mejores condiciones habría sido hermoso, y a que presentabaexactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con elañadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía,agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado comodeslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y quiéneséramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había ciertanobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su desafiante mandíbulay su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración. StanleyHopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola detenida, pero ellale hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan dominante que imponíaobediencia. El anciano se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, yla miró con ojos afligidos.

—Sí, señores, estoy en sus manos —dijo—. Desde donde estaba he podidooírlo todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso todo. Yomaté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Nisiquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada yeché mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer queme soltara. Les estoy diciendo la verdad.

—Señora —dijo Holmes—, estoy seguro de que dice la verdad, pero metemo que usted no se encuentra bien.

El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscurasmanchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a sentarse en elborde de la cama y reanudó su relato.

—Me queda poco tiempo aquí —dijo—, pero quiero que sepan ustedes toda laverdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre no selo voy a decir.

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Por primera vez el anciano pareció conmovido.—¡Dios te bendiga, Anna! —exclamó—. ¡Dios te bendiga!Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección.—¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? —

dijo—. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar aninguna…, ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hiloantes del momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre miconciencia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo quehablar antes de que sea demasiado tarde. Como he dicho, caballeros, soy laesposa de este hombre. Cuando nos casamos, él tenía cincuenta años y yo erauna alocada muchacha de veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en unauniversidad…; pero no voy a decir dónde.

—¡Dios te bendiga, Anna! —murmuró de nuevo el anciano.—Éramos reformistas…, revolucionarios…; en fin, nihilistas, ya me

entienden. Él y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un policíaresultó muerto, hubo muchas detenciones, se buscaron pruebas y para salvar suvida y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido nos traicionó, a supropia esposa y a sus compañeros. Sí, nos detuvieron a todos gracias a suconfesión. Algunos acabaron en la horca y otros en Siberia. Yo me encontrabaentre estos últimos, pero mi condena no era para toda la vida. Mi marido se vinoa Inglaterra con sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamentedesde entonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no setardaría ni una semana en hacer justicia.

El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo.—Estoy en tus manos, Anna —dijo—. Siempre has sido buena conmigo.—Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza —continuó la mujer

—. Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi amigo delalma. Era noble, generoso, atento…, todo lo que mi marido no era. Odiaba laviolencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que se puede hablar de culpa,menos él. Me escribía constantes cartas tratando de disuadirme de seguir poraquel camino. Aquellas cartas le habrían salvado, y también mi diario, donde yoiba dejando constancia día a día de mis sentimientos hacia él y de las opinionesde cada uno. Mi marido encontró el diario y las cartas y los escondió. Juró todo loque hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a muerte. No consiguió suspropósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún sigue, trabajando en una minade sal. Piensa en ello, canalla, más que canalla. Ahora mismo, en este precisoinstante, Alexis, un hombre cuyo nombre no eres digno ni de pronunciar, llevauna vida de esclavo…, y sin embargo, tengo tu vida en mis manos y te dejo vivir.

—Siempre has sido noble, Anna —dijo el anciano sin dejar de chupar sucigarrillo.

La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un gemido

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de dolor.—Tengo que terminar —dijo—. Cuando cumplí mi condena, me propuse

recuperar el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso y conseguirla puesta en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo había venido a Inglaterra.Me pasé meses haciendo averiguaciones y al fin descubrí su paradero. Meconstaba que aún tenía el diario, porque estando en Siberia recibí una carta suyahaciéndome reproches y citando algunos párrafos de sus páginas. Sin embargo,conociendo su carácter vengativo, estaba segura de que jamás me lo devolveríade buen grado. Tenía que apoderarme de él por mis propios medios. Con esteobjeto, acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un agente, que seintrodujo en la casa de mi marido como secretario… Fue tu segundo secretario,Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este hombre descubrió que losdocumentos se guardaban en el escritorio y sacó un molde de la llave. No quisopasar de ahí. Me proporcionó un plano de la casa y me dijo que por la mañana eldespacho estaba siempre vacío, porque el secretario trabajaba aquí arriba. Asípues, hice acopio de valor y vine a recuperar los papeles con mis propias manos.Lo conseguí, pero ¡a qué precio! Acababa de apoderarme de los papeles yestaba cerrando el armario cuando aquel joven me agarró. Ya nos habíamosvisto aquella misma mañana. Nos encontramos en la carretera y y o le preguntédónde vivía el profesor Coram, sin saber que era empleado suyo.

—¡Exacto! ¡Eso es! —exclamó Holmes—. El secretario volvió a casa y lehabló a su jefe de la mujer que había visto. Y luego, con su último aliento, intentótransmitir el mensaje de que había sido ella…, la « ella» de la que acababa dehablar con el profesor.

—Tiene que dejarme hablar —dijo la mujer en tono imperativo, mientras surostro se contraía como por efecto del dolor—. Cuando él cay ó al suelo, yo salícorriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a la habitación de mimarido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que si lo hacía, su vida estaba enmis manos: si él me delataba a la policía, yo le delataría a la Hermandad. Si yoquería vivir no era pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mipropósito. Él sabía que yo cumpliría mi amenaza, que su propio destino estabaligado al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese oscuroescondite, una reliquia de otros tiempos que sólo él conocía. Pidió que le sirvieranlas comidas en su habitación y así pudo darme parte de las mismas. Quedamosde acuerdo en que en cuanto la policía dejase la casa, yo me escabulliría por lanoche y me marcharía para no volver más. Pero, no sé cómo, parece que ustedha adivinado nuestros planes —sacó un paquetito de la pechera de su vestido ycontinuó—: Estas son mis últimas palabras. Aquí está el paquete que salvará aAlexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia. Tómenlo y entréguenlo enla embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con mi deber, yo…

—¡Quieta! —gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y

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arrebatándole de la mano un frasquito.—Demasiado tarde —dijo ella derrumbándose en la cama—. Demasiado

tarde. Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la cabeza…,me voy … Confío en usted, señor, acuérdese del paquete.

—Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos —comentóHolmes durante el viaje de regreso a Londres—. Desde un principio, todo girabaen torno a las gafas. De no haberse dado la afortunada circunstancia de que elmoribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la solución.Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su propietariatenía que haber quedado ciega e indefensa al verse privada de ellas. Cuandousted pretendió hacerme creer que una persona así pudo recorrer una estrechafranja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le comenté, como recordará,que me parecía una verdadera hazaña. Por mi parte, decidí que se trataba de unahazaña imposible, a menos que dispusiera de un segundo par de gafas, lo cualparecía muy improbable. En consecuencia, me vi obligado a considerarseriamente la hipótesis de que se hubiera quedado dentro de la casa. Al observarla semejanza entre los dos corredores comprendí que era muy probable que lamujer se hubiera equivocado, en cuyo caso era evidente que habría ido a parar ala habitación del profesor. De manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosaque pudiera apoyar esta suposición, y examiné cuidadosamente la habitación enbusca de algún posible escondite. La alfombra parecía de una sola pieza y bienclavada, así que descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existirun hueco detrás de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes enlas antiguas bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo portodas partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar lapuerta. No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía uncolor pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montónde esos excelentes cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio quequedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar deefectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted no sedio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el consumo dealimentos del profesor Coram había aumentado…, como cabría esperar de quientiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir a la habitación y melas arreglé para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve ocasión de examinarel suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las huellas dejadas sobre laceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la prisionera había salido de suagujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing Cross y le felicito por haberllevado el caso a tan feliz conclusión. Supongo que irá usted a Jefatura. Watson,creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta la embajada rusa.

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En Baker Street estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas extraños,pero recuerdo uno en particular que nos llegó una sombría mañana de febrerohace ocho años y que tuvo bastante desconcertado a Sherlock Holmes durante unbuen cuarto de hora. Venía dirigido a él y decía lo siguiente:

«Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Desaparecido tres cuartosala derecha. Indispensable mañana. —OVERTON».

—Sellado en el Strand y despachado a las diez treinta y seis —dijo Holmes,releyéndolo una y otra vez—. Evidentemente, el señor Overton se encontrabaconsiderablemente excitado cuando lo envió y, en consecuencia, algoincoherente. En fin, me atrevería a decir que lo tendremos aquí antes de quetermine de echarle un vistazo al Times, y entonces nos enteraremos de todo. Entiempos de estancamiento como éstos, hasta el más insignificante problema esbien venido.

Era cierto que últimamente no habíamos estado muy activos y yo habíaaprendido a temer aquellos períodos de inactividad porque sabía por experienciaque la mente de mi amigo era tan anormalmente inquieta que resultaba peligrosodejarle privado de material con el que trabajar. Con los años, yo habíaconseguido irle apartando poco a poco de aquella afición a las drogas que en uncierto momento había amenazado con poner en jaque su brillante carrera. Ahorame constaba que, en condiciones normales, Holmes ya no tenía necesidad deestímulos artificiales; pero yo sabía que el demonio no estaba muerto, sino sólodormido, y había tenido ocasión de comprobar que su sueño era muy ligero y sudespertar inminente cuando, en períodos de inacción, el rostro ascético deHolmes se contraía y sus ojos hundidos e inescrutables adoptaban una expresiónmelancólica. Así pues, bendije a este señor Overton, quienquiera que fuese, quecon su enigmático mensaje venía a romper la peligrosa calma, que para miamigo encerraba más peligro que todas las tempestades de su turbulenta vida.

Tal como esperábamos, tras el telegrama no tardó en llegar su remitente: latarjeta del señor Cy ril Overton, del Trinity College de Cambridge, anunció laentrada de un mocetón gigantesco, más de cien kilos de hueso y músculo macizo,que obstruía todo el hueco de la puerta con sus anchos hombros mientras nosmiraba a Holmes y a mí con un rostro simpático pero contraído por la ansiedad.

—¿El señor Holmes?Mi compañero hizo una inclinación de cabeza.—He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector Stanley

Hopkins, y él me ha recomendado que acudiese a usted. Dice que el caso, por loque él ha podido entender, está más dentro de su campo que del de la policía.

—Siéntese, por favor, y explíqueme de qué se trata.—¡Es espantoso, señor Holmes, sencillamente espantoso! No sé cómo no se

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me ha vuelto el pelo blanco. Godfrey Staunton…, sabrá usted quién es,naturalmente… Ni más ni menos que el eje sobre el que gira todo el equipo. Nome importaría prescindir de dos hombres del montón con tal de tener a Godfreyen la línea de tres cuartos. No hay quien pueda hacerle sombra, ni pasando, nirecibiendo, ni regateando, y encima tiene cabeza y sabe mantenernosconjuntados. ¿Qué puedo hacer? Eso es lo que le pregunto, señor Holmes. EstáMoorhouse, el primer reserva, pero está entrenado como medio y siempre seempeña en meterse de lleno en el barullo, en lugar de ceñirse a la banda. Tienebuen pie para los saques, de acuerdo, pero no se entera y le falta punta develocidad. Seguro que Morton o Johnson, los puntas de Oxford, lo dejan tirado.Stevenson corre bastante, pero no podría tirar desde la línea de veinticinco, y novoy a meter un tres cuartos que ni centra ni empalma sólo porque corra mucho.No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que usted me ayude a encontrar aGodfrey Staunton.

Mi amigo había escuchado con divertido asombro este largo parlamento, quefue pronunciado con una fuerza y una seriedad extraordinarias, remachandocada declaración con una vigorosa palmada en la rodilla del orador. Cuandonuestro visitante acabó de hablar, Holmes estiró la mano y tomó la letra « S» desu archivo de datos. Pero, por una vez, no le sirvió de nada excavar en aquellamina de información variada.

—Aquí tengo a Arthur H. Staunton, el joven y prometedor falsificador —dijo—. Y estaba también Henry Staunton, a quien ayudé a colgar; pero este GodfreyStaunton es un nombre nuevo para mí.

Ahora era nuestro visitante el que se sorprendía:—¡Pero cómo, señor Holmes! ¡Le suponía un hombre bien informado! —

exclamó—. Y ahora que lo pienso, si no le suena el nombre de Godfrey Staunton,puede que tampoco haya oído hablar de Cy ril Overton.

Holmes, con expresión divertida, negó con la cabeza.—¡Válgame Dios! —exclamó el deportista—. ¡Pero si fui primer reserva de

Inglaterra contra Gales y llevo todo el año de capitán de la « Uni» ! Claro que esono es nada. Jamás imaginé que hubiera una sola persona en Inglaterra que noconociera a Godfrey Staunton, el tres cuartos rompedor del Cambridge, delBlackheath, y cinco veces internacional. ¡Santo Dios, señor Holmes! ¿En quémundo vive usted?

Holmes se echó a reír ante el ingenuo asombro del joven gigante.—Señor Overton, usted vive en un mundo diferente al mío, más agradable y

más sano. Las ramificaciones de mi mundo se extienden por muchos sectores dela sociedad, pero me alegra decir que jamás habían penetrado en el campo deldeporte aficionado, que es lo mejor y más sólido que hay en Inglaterra. Sinembargo, su inesperada visita me demuestra que incluso en ese mundo de airepuro y juego limpio puede haber trabajo para mí; así pues, señor mío, le ruego

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que se siente y me explique despacio, con tranquilidad y con detalle, lo que haocurrido y qué clase de ayuda espera usted de mí.

El rostro del joven Overton había adoptado la expresión incómoda de quienestá más acostumbrado a usar los músculos que el ingenio; pero poco a poco, connumerosas repeticiones y pasajes oscuros que más vale omitir en este relato, fueexponiéndonos su extraña historia.

—La situación es la siguiente, señor Holmes. Como ya le he dicho, soy elcapitán del equipo de rugby de la Universidad de Cambridge, y Godfrey Stauntones mi mejor jugador. Mañana jugamos contra Oxford. Ay er llegamos a Londresy nos instalamos en el hotel de Bentley. A las diez hice la ronda para asegurarmede que todos estaban recogidos, porque creo que el entrenamiento riguroso y elsueño abundante son fundamentales para mantener el equipo en forma. Cambiéunas palabras con Godfrey antes de que se retirara a dormir. Me pareció pálido ypreocupado, y le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que todo iba bien, que erasólo un pequeño dolor de cabeza. Le deseé buenas noches y lo dejé. Media horadespués, según dice el portero, llegó un tipo barbudo y de aspecto patibulario, conuna carta para Godfrey. Éste todavía no se había acostado, así que le subieron lacarta a su habitación. Nada más leerla, cayó desplomado en un sillón, como si lehubieran pegado un hachazo. El portero se asustó tanto que hizo intención de salira buscarme, pero Godfrey lo detuvo, bebió un trago de agua y se recompuso.Luego bajó al vestíbulo, habló unas palabras con el hombre que aguardaba allí ylos dos se marcharon juntos. Cuando el portero los vio por última vez, iban casicorriendo calle abajo, en dirección al Strand. Esta mañana, la habitación deGodfrey estaba vacía, su cama estaba sin deshacer y todas sus cosas estaban talcomo yo las había visto la noche antes. Se largó con aquel desconocido a laprimera de cambio y desde entonces no hemos tenido noticias de él. Yo no creoque vuelva. Este Godfrey era un deportista hasta la médula, y no habríaabandonado sus entrenamientos y dejado plantado a su capitán de no ser por unmotivo irresistible. No, me da la sensación de que se ha ido para siempre y no lovolveremos a ver.

Sherlock Holmes escuchaba con la máxima atención este curioso relato.—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó.—Telegrafié a Cambridge, por si allí habían sabido algo de él. Ya me han

contestado, y nadie lo ha visto.—¿Pudo haber regresado a Cambridge?—Sí, hay un tren nocturno a las once y cuarto.—Pero, hasta donde usted sabe, no lo tomó.—No, nadie lo ha visto.—¿Qué hizo usted a continuación?—Envié un telegrama a lord Mount-James.—¿Por qué a lord Mount-James?

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—Godfrey es huérfano, y lord Mount-James es su pariente más próximo. Sutío, creo.

—¿Ah, sí? Esto arroja una nueva luz sobre el asunto. Lord Mount-James esuno de los hombres más ricos de toda Inglaterra.

—Eso he oído decir a Godfrey.—¿Y su amigo es pariente próximo?—Sí, es su heredero, y el viejo ya tiene casi ochenta años… y además está

podrido de la gota. Dicen que podría darle tiza al taco de billar con los nudillos.Jamás en su vida le dio a Godfrey un chelín, porque es un avaro sin remisión,pero cualquier día lo recibirá todo de golpe.

—¿Ha recibido contestación de lord Mount-James?—No.—¿Qué motivo podría tener su amigo para ir a casa de lord Mount-James?—Bueno, algo le tenía preocupado la noche anterior, y si se trataba de un

asunto de dinero, es posible que recurriera a su pariente más próximo, que tienetanto; aunque, por lo que yo he oído, tenía bien pocas posibilidades de sacarlealgo. Godfrey no se llevaba muy bien con el viejo, y no iría a verlo si pudieraevitarlo.

—Bien, eso lo aclararemos pronto. Pero aun suponiendo que fuera a ver a supariente lord Mount-James, todavía tiene usted que explicar la visita de eseindividuo patibulario a una hora tan intempestiva y la agitación que provocó sullegada.

Cy ril Overton se apretó la cabeza con las manos.—¡No se me ocurre ninguna explicación! —exclamó.—Bien, bien, tengo el día libre y será un placer echarle un vistazo al asunto —

dijo Holmes—. Le recomiendo encarecidamente que haga usted sus preparativospara el partido sin contar con este joven caballero. Como usted bien dice, tieneque haber surgido una necesidad ineludible para que se marchara de esa forma,y lo más probable es que esa misma necesidad lo mantenga alejado. Vamos aacercarnos juntos al hotel y veremos si el portero puede arrojar alguna luz sobreel asunto.

Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de conseguir que untestigo humilde se sintiera cómodo, y tardó muy poco, en la intimidad de lahabitación abandonada de Godfrey Staunton, en sacarle al portero todo lo queéste tenía que decir. El visitante de la noche anterior no era un caballero, ytampoco un trabajador. Era, sencillamente, lo que el portero describía como « untipo vulgar» ; un hombre de unos cincuenta años, barba entrecana y rostro pálido,vestido con discreción. También él parecía nervioso; el portero había observadoque le temblaba la mano cuando entregó la carta. Godfrey Staunton se habíaguardado la carta en el bolsillo. No le había dado la mano al hombre alencontrarlo en el vestíbulo. Habían intercambiado unas pocas frases, de las que el

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portero sólo llegó a distinguir la palabra « tiempo» . Luego se habían marchado atoda prisa, de la manera y a descrita. Eran exactamente las diez y media en elreloj del vestíbulo.

—Vamos a ver —dijo Holmes, sentándose en la cama de Staunton—. Ustedes el portero de día, ¿no es así?

—Sí, señor; acabo mi turno a las once.—Supongo que el portero de noche no vería nada.—No, señor; de madrugada llegó un grupo que venía del teatro, pero nadie

más.—¿Estuvo usted de servicio todo el día de ay er?—Sí, señor.—¿Llevó usted algún mensaje al señor Staunton?—Sí, señor; un telegrama.—¡Ah! Eso es interesante. ¿A qué hora?—A eso de las seis.—¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió?—Aquí, en su habitación.—¿Se encontraba usted presente cuando lo abrió?—Sí, señor; me quedé a esperar por si había contestación.—¿Y qué? ¿La hubo?—Sí, señor; escribió una respuesta.—¿Se hizo usted cargo de ella?—No. La llevó él mismo.—¿Pero la escribió en su presencia?—Sí, señor. Yo me quedé junto a la puerta, y él escribió en esa mesa, vuelto

de espaldas. Al terminar de escribir, dijo: « Muy bien, portero; y a lo llevaré yomismo» .

—¿Qué utilizó para escribir?—Una pluma, señor.—¿Utilizó un impreso de esos que hay sobre la mesa?—Sí, señor; el de encima.Holmes se levantó, tomó los impresos para telegramas, los acercó a la

ventana y examinó con mucha atención el que estaba encima del montón.—Es una pena que no escribiera con lápiz —dijo por fin, dejándolos en su

sitio con un resignado encogimiento de hombros—. Como sin duda habráobservado con frecuencia, Watson, la escritura suele quedar marcada a travésdel papel, un fenómeno que ha ocasionado la disolución de más de un felizmatrimonio. Pero aquí no ha quedado ni rastro. No obstante, me complaceadvertir que escribió con una plumilla de punta ancha, así que estoy casiconvencido de que encontraremos alguna impresión en este secante. ¡Ajá,seguro que es esto!

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Arrancó una tira de papel secante y nos mostró el siguiente jeroglífico:

—¡Póngalo frente al espejo! —exclamó Cyril Overton, muy excitado.—No hace falta —dijo Holmes—. El papel es fino y podremos leer el

mensaje en el reverso. Aquí está.Dio la vuelta al papel y leímos esto:

—Así que esto es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió pocashoras antes de su desaparición. Nos faltan por lo menos seis palabras delmensaje, pero lo que queda…, « No nos abandone, por amor de Dios» …,demuestra que este joven sentía la inminencia de un formidable peligro, del quealguien podía protegerle. ¡Fíjense que dice nos! Luego existe otra personaafectada. ¿Quién podría ser sino ese hombre pálido y barbudo que parecía tannervioso? ¿Qué relación existe entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién esesta tercera persona a la que ambos piden ayuda contra el peligro inminente?Nuestra investigación ha quedado ya concretada en eso.

—No tenemos más que averiguar a quién iba dirigido ese telegrama —sugeríy o.

—Exacto, mi querido Watson. Su idea, con ser tan profunda, ya se me habíapasado por la cabeza. Pero tal vez no se haya parado usted a pensar que, si sepresenta en una oficina de Telégrafos y pide que le enseñen el resguardo de untelegrama enviado por otra persona, puede que los funcionarios no se muestrendemasiado dispuestos a complacerle. ¡Hay tanto tiquismiquis en este tipo decosas! Sin embargo, no me cabe duda alguna de que con un poco de delicadeza ymano izquierda se podría conseguir. Mientras tanto, señor Overton, me gustaríainspeccionar en su presencia esos papeles que hay encima de la mesa.

Había una cierta cantidad de cartas, facturas y cuadernos de notas, que

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Holmes examinó uno por uno, con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos ypenetrantes.

—Nada por aquí —dijo por fin—. A propósito, supongo que su amigo era unjoven saludable. ¿No sabe si tenía algún problema?

—Estaba hecho un toro.—¿Le ha visto alguna vez enfermo?—Ni un solo día. Una vez tuvo que guardar reposo a causa de una patada, y

otra vez se dislocó la rótula, pero eso no es nada.—Puede que no estuviera tan fuerte como usted supone. Me siento inclinado a

pensar que tenía algún problema secreto. Con su permiso, me voy a guardar unoo dos de estos papeles, por si resultan de utilidad en nuestras futuras pesquisas.

—¡Un momento, un momento! —exclamó una voz quejumbrosa.Al volvernos a mirar, vimos a un anciano estrafalario que temblequeaba y se

estremecía en el umbral de la puerta. Vestía de riguroso negro, con ropas raídas,sombrero de copa de ala muy ancha y una chalina blanca y floja. El efectogeneral era el de un párroco de pueblo o un ayudante de funeraria. Sin embargo,a pesar de su aspecto desastrado e incluso absurdo, su voz chirriaba de modo tanagudo y sus modales tenían tal intensidad que resultaba obligado prestarleatención.

—¿Quién es usted, señor, y con qué derecho anda husmeando en los papelesde este caballero? —preguntó.

—Soy detective privado y estoy intentando aclarar su desaparición.—Ah, ¿conque eso es usted? ¿Y quién le ha autorizado, eh?—Este caballero, amigo del señor Staunton, vino a verme por recomendación

de Scotland Yard.—¿Quién es usted, señor?—Soy Cyril Overton.—Entonces es usted el que me envió el telegrama. Yo soy lord Mount-James.

He venido todo lo deprisa que ha querido traerme el ómnibus de Bay swater. ¿Demanera que ha contratado usted a un detective?

—Sí, señor.—¿Y está usted dispuesto a afrontar ese gasto?—Estoy seguro, señor, de que mi amigo Godfrey responderá de ello en

cuanto lo encontremos.—¿Y si no lo encuentran? ¿Eh? ¡Contésteme a eso!—En tal caso, seguro que su familia…—¡De eso nada, señor mío! —chilló el hombrecillo—. ¡A mí no me pida ni un

penique! ¡Ni un penique! ¿Se entera usted, señor detective? Este muchacho notiene más familia que y o, y yo le digo que no me hago responsable. Si tienealguna aspiración a heredar se debe al hecho de que yo jamás he malgastado eldinero, y no tengo intención de empezar ahora. En cuanto a esos papeles con los

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que tantas libertades se toma, le advierto que si hay entre ellos algo de valor,tendrá usted que responder puntualmente de lo que haga con ellos.

—Muy bien, señor —respondió Sherlock Holmes—. Mientras tanto, ¿puedopreguntar si tiene usted alguna teoría que explique la desaparición del joven?

—No, señor, no la tengo. Tiene ya edad y tamaño suficientes para cuidar desí mismo, y si es tan imbécil que se pierde, me niego por completo a aceptar laresponsabilidad de buscarlo.

—Me doy perfecta cuenta de su posición —dijo Holmes, con un brillomalicioso en los ojos—. Pero tal vez usted no comprenda bien la mía. Segúnparece, este Godfrey Staunton carece de medios económicos. Si lo hansecuestrado, no puede haber sido por algo que él posea. La fama de sus riquezas,lord Mount-James, se ha extendido más allá de nuestras fronteras, y es muyposible que una banda de ladrones se haya apoderado de su sobrino con el fin desacarle información acerca de su casa, sus costumbres y sus tesoros.

El rostro de nuestro menudo y antipático visitante se volvió tan blanco comosu chalina.

—¡Cielos, caballero, qué idea! ¡Jamás se me habría ocurrido semejantecanallada! ¡Qué gentuza tan inhumana hay en el mundo! Pero Godfrey es unbuen muchacho, un chico de fiar…; por nada del mundo traicionaría a su viejotío. Haré trasladar toda la plata al banco esta misma tarde. Mientras tanto, señordetective, no escatime esfuerzos. Le ruego que no deje piedra sin remover pararecuperarlo sano y salvo. En cuanto a dinero, bueno, siempre puede recurrir amí, mientras no pase de cinco o, todo lo más, diez libras.

Ni aun después de verse obligado a adoptar esta humilde actitud pudo elavariento aristócrata proporcionarnos alguna información útil, y a que sabía muypoco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista era el fragmento detelegrama, y Holmes, llevando una copia del mismo en la mano, se puso enmarcha dispuesto a encontrar un segundo eslabón para su cadena. Nos habíamosquitado de encima a lord Mount-James, y Overton había ido a discutir con losdemás miembros de su equipo la desgracia que les había sobrevenido. A pocadistancia del hotel había una oficina de telégrafos. Nos detuvimos a la puerta.

—Vale la pena intentarlo, Watson —dijo Holmes—. Claro que con una ordenjudicial podríamos exigir ver los resguardos, pero aún no hemos llegado a esosniveles. No creo que se acuerden de las caras en un sitio tan concurrido. Vamos aarriesgarnos.

Se dirigió a la joven situada tras la ventanilla y habló con su tono más dulzón.—Perdone que la moleste. Ha debido haber algún error en un telegrama que

envié ayer. No he recibido respuesta, y mucho me temo que se me olvidaraponer mi nombre al final. ¿Podría usted confiarme si fue así?

La muchacha echó mano a una pila de impresos.—¿A qué hora lo puso?

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—Poco después de las seis.—¿A quién iba dirigido?Holmes se llevó un dedo a los labios y me lanzó una mirada.—Las últimas palabras eran « por amor de Dios» —susurró en tono

confidencial—. Me tiene muy angustiado el no recibir contestación.La joven separó uno de los impresos.—Aquí está. No lleva firma —dijo, alisándolo sobre el mostrador.—Claro, eso explica que no me hayan respondido —dijo Holmes—. ¡Qué

estúpido he sido! Buenos días, señorita, y muchas gracias por haberme quitadoesa preocupación.

En cuanto estuvimos de nuevo en la calle, Holmes se echó a reír por lo bajo yse frotó las manos.

—¿Y bien? —pregunté yo.—Vamos progresando, querido Watson, vamos progresando. Tenía siete

planes diferentes para echarle el ojo a ese telegrama, pero no esperaba teneréxito a la primera.

—¿Y qué ha sacado en limpio?—Un punto de partida para la investigación —alzó la mano para detener un

coche y dijo—: a la estación de King’s Cross.—¿Así que nos vamos de viaje?—Sí, creo que tendremos que darnos una vuelta por Cambridge. Todos los

indicios parecen apuntar en esa dirección.—Dígame, Holmes —pregunté mientras rodábamos calle arriba por Gray ’s

Inn Road—, ¿tiene ya alguna sospecha sobre la causa de la desaparición? Nocreo recordar, entre todos nuestros casos, ninguno que tuviera unos motivos tanpoco claros. Supongo que no creerá usted en serio eso de que le puedan habersecuestrado para obtener información acerca de la fortuna de su tío.

—Confieso, querido Watson, que esa explicación no me parece muyprobable. Sin embargo, se me ocurrió que era la única que tenía posibilidades deinteresar a ese anciano tan desagradable.

—Y ya lo creo que le interesó. Pero ¿qué otras alternativas existen?—Podría mencionar varias. Tiene usted que admitir que resulta muy curioso

y sugerente que esto haya ocurrido en la víspera de un partido importante y queafecte precisamente al único hombre cuya presencia parece esencial para lavictoria de su equipo. Naturalmente, puede tratarse de una coincidencia, pero nodeja de ser interesante. En el deporte aficionado no hay apuestas organizadas,pero entre el público se cruzan muchas apuestas bajo cuerda, y es posible quealguien haya considerado que vale la pena anular a un jugador, como hacen conlos caballos los tramposos del hipódromo. Esta sería una explicación. Hay otrabastante evidente, y es que este joven es, efectivamente, el heredero de una granfortuna, por muy modesta que sea su situación actual, de manera que no se

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puede descartar la posibilidad de un secuestro para obtener rescate.—Estas teorías no explican lo del telegrama.—Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo el único elemento concreto

del que disponemos, y no debemos permitir que nuestra atención se desvíe porotros caminos. Si vamos a Cambridge es precisamente para tratar de arrojar algode luz sobre el propósito de ese telegrama. Por el momento, nuestra investigaciónno tiene un rumbo muy claro, pero no me sorprendería mucho que de aquí a lanoche lo aclarásemos o, cuando menos, realizásemos un avance considerable.

Ya había oscurecido cuando llegamos a la histórica ciudad universitaria.Holmes alquiló un coche en la estación e indicó al cochero que nos llevara a casadel doctor Leslie Armstrong. A los pocos minutos, nos deteníamos frente a unagran mansión en la calle más transitada. Nos hicieron pasar y, tras una largaespera, fuimos admitidos en la sala de consulta, donde encontramos al doctorsentado detrás de su mesa.

El hecho de que no me sonase el nombre de Leslie Armstrong demuestrahasta qué punto había y o perdido contacto con mi profesión. Ahora sé que no sóloes una figura de la facultad de Medicina de la Universidad, sino también unpensador con fama en toda Europa en más de una rama de la ciencia. Noobstante, aun sin conocer su brillante historial, resultaba imposible no quedarimpresionado con sólo echarle un vistazo: rostro macizo y cuadrado, ojosmelancólicos bajo unas cejas pobladas, mandíbula inflexible tallada en granito…Un hombre de fuerte personalidad, un hombre de inteligencia despierta, serio,ascético, controlado, formidable…, así vi y o al doctor Leslie Armstrong. Sosteníaen la mano la tarjeta de mi amigo y nos miraba con una expresión no muycomplacida en sus severas facciones.

—He oído hablar de usted, señor Holmes, y estoy al tanto de su profesión,que no es, ni mucho menos, de las que yo apruebo.

—En eso, doctor, coincide usted con todos los delincuentes del país —respondió mi amigo, muy tranquilo.

—Mientras sus esfuerzos se orienten hacia la eliminación del delito, señor,pueden contar con el apoy o de todo miembro razonable de la sociedad, aunqueestoy convencido de que la maquinaria oficial es más que suficiente para esepropósito. Cuando sus actividades empiezan a ser criticables es cuando seentromete en los secretos de personas particulares, cuando saca a relucir asuntosfamiliares que más valdría dejar ocultos y cuando, por añadidura, hace perder eltiempo a personas que están más ocupadas que usted. Ahora mismo, porejemplo, yo tendría que estar escribiendo un tratado en lugar de conversar conusted.

—No lo dudo, doctor; pero es posible que la conversación acabe porparecerle más importante que el tratado. Dicho sea de paso, lo que nosotroshacemos es justo lo contrario de lo que usted nos achaca: procuramos evitar que

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los asuntos privados salgan a la luz pública, como sucede inevitablemente cuandoel caso pasa a manos de la policía. Podría usted considerarme como unexplorador independiente, que marcha por delante de las fuerzas oficiales delpaís. He venido a preguntarle acerca del señor Godfrey Staunton.

—¿Qué pasa con él?—Usted lo conoce, ¿no es verdad?—Es íntimo amigo mío.—¿Sabe usted que ha desaparecido?—¿Ah, sí? —las ásperas facciones del doctor no mostraron ningún cambio de

expresión.—Salió anoche de su hotel y no se ha vuelto a saber de él.—Ya regresará, estoy seguro.—Mañana es el partido de rugby entre las universidades.—No siento el menor interés por esos juegos infantiles. Me interesa, y

mucho, el futuro del joven, porque lo conozco y lo aprecio. El partido de rugbyno entra para nada en mis horizontes.

—En tal caso, apelo a su interés por el joven. ¿Sabe usted dónde está?—Desde luego que no.—¿No lo ha visto desde ayer?—No; no le he visto.—¿Era el señor Staunton una persona sana?—Absolutamente sana.—¿No le ha visto nunca enfermo?—Nunca.Holmes plantó ante los ojos del doctor una hoja de papel.—Entonces, tal vez pueda usted explicarme esta factura de trece guineas,

pagada el mes pasado por el señor Godfrey Staunton al doctor Leslie Armstrong,de Cambridge. La encontré entre los papeles que había encima de la mesa.

El doctor se puso rojo de ira.—No veo ninguna razón para que tenga que darle explicaciones a usted, señor

Holmes.Holmes volvió a guardar la factura en su cuaderno de notas.—Si prefiere una explicación pública, tendrá que darla tarde o temprano —

dijo—. Ya le he dicho que yo puedo silenciar lo que otros no tienen más remedioque hacer público, y obraría usted más prudentemente confiándose a mí.

—No sé nada del asunto.—¿Tuvo alguna noticia del señor Staunton desde Londres?—Desde luego que no.—¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! ¡Ese servicio de Telégrafos! —suspiró Holmes con

aire cansado—. Ayer, a las seis y cuarto de la tarde, el señor Godfrey Staunton leenvió a usted desde Londres un telegrama sumamente urgente…, un telegrama

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que, sin duda alguna, está relacionado con su desaparición…, y usted no lo harecibido. Es una vergüenza. Voy a tener que pasarme por la oficina local ypresentar una reclamación.

El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto, con su enorme rostrorojo de rabia.

—Tengo que pedirle que salga de mi casa, señor —dijo—. Puede decirle a supatrón, lord Mount-James, que no quiero tener ningún trato ni con él ni con susagentes. ¡No, señor, ni una palabra más! —hizo sonar con furia la campanilla—.John, indíqueles a estos caballeros la salida.

Un pomposo mayordomo nos acompañó con aire severo hasta la puerta ynos dejó en la calle. Holmes estalló en carcajadas.

—No cabe duda de que el doctor Leslie Armstrong es un hombre con energíay carácter —dijo—. No he conocido otro más capacitado, si orientase su talentopor ese camino, para llenar el hueco que dejó el ilustre Moriarty. Y aquí estamos,mi pobre Watson, perdidos y sin amigos en esta inhóspita ciudad, que no podemosabandonar sin abandonar también nuestro caso. Esa pequeña posada situada justoenfrente de la casa de Armstrong parece adaptarse de maravilla a nuestrasnecesidades. Si no le importa alquilar una habitación que dé a la calle y adquirirlo necesario para pasar la noche, puede que me dé tiempo a hacer algunasindagaciones.

Sin embargo, aquellas indagaciones le llevaron mucho más tiempo del queHolmes había imaginado, porque no regresó a la posada hasta cerca de lasnueve. Venía pálido y abatido, cubierto de polvo y muerto de hambre ycansancio. Una cena fría le aguardaba sobre la mesa, y cuando hubo satisfechosus necesidades y encendido su pipa, adoptó una vez más aquella actitudsemicómica y absolutamente filosófica que le caracterizaba cuando las cosasiban mal. El sonido de las ruedas de un carruaje le hizo levantarse a mirar por laventana. Ante la puerta del doctor, bajo la luz de un farol de gas, se habíadetenido un coche tirado por dos caballos tordos.

—Ha estado fuera tres horas —dijo Holmes—. Salió a las seis y media, yahora vuelve. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y sale todos los días, yalgunos días dos veces.

—No tiene nada de extraño en un médico.—Pero, en realidad, Armstrong no es un médico con clientela. Es profesor e

investigador, pero no le interesa la práctica de la medicina, que le apartaría de sutrabajo literario. Y siendo así, ¿por qué hace estas salidas tan prolongadas, quedeben resultarle un fastidio, y a quién va a visitar?

—El cochero…—Querido Watson, ¿acaso puede usted dudar de que fue a él a quien primero

me dirigí? No sé si sería por depravación innata o por indicación de su jefe, perose puso tan bruto que llegó a azuzarme un perro. No obstante, ni a él ni al perro

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les gustó el aspecto de mi bastón, y la cosa no pasó de ahí. A partir de aquelmomento, nuestras relaciones se hicieron un poco tirantes y y a no parecíaindicado seguir haciéndole preguntas. Lo poco que he averiguado me lo dijo unindividuo amistoso en el patio de esta misma posada. Él me ha informado de lascostumbres del doctor y sus salidas diarias. En aquel mismo instante, y comopara confirmar sus palabras, llegó el coche a su puerta.

—¿No pudo usted haberlo seguido?—¡Excelente, Watson! Está usted deslumbrante esta noche. Sí que se me pasó

por la cabeza esa idea. Como tal vez haya observado, junto a nuestra posada hayuna tienda de bicicletas. Entré a toda prisa, alquilé una y conseguí ponerme enmarcha antes de que el carruaje se perdiera de vista por completo. No tardé enalcanzarlo, y luego, manteniéndome a una discreta distancia de cien yardas,seguí sus luces hasta que salimos de la ciudad. Habíamos avanzado un buentrecho por la carretera rural cuando ocurrió un incidente bastante mortificante. Elcoche se detuvo, el doctor se apeó, se acercó rápidamente hasta donde yo mehabía detenido a mi vez, y me dijo con un excelente tono sarcástico que temíaque la carretera fuera algo estrecha y que esperaba que su coche no impidiera elpaso de mi bicicleta. No lo habría podido expresar de un modo más admirable.Me apresuré a adelantar a su coche, seguí unas cuantas millas por la carreteraprincipal y luego me detuve en un lugar conveniente para ver si pasaba elcarruaje. Pero no se veía la menor señal de él, así que no cabe duda de que setuvo que meter por alguna de las varias carreteras laterales que y o había visto.Volví atrás, pero no encontré ni rastro del coche. Y ahora, como ve, acaba deregresar. Por supuesto, en un principio no tenía ninguna razón especial pararelacionar estas salidas con la desaparición de Godfrey Staunton, y sólo medecidí a investigarlas porque, de momento y en términos generales, nos interesatodo lo que tenga que ver con el doctor Armstrong. Pero ahora que he podidocomprobar lo atentamente que vigila si alguien le sigue en esas excursiones, lacosa parece más importante, y no me quedaré satisfecho hasta haberla aclarado.

—Podemos seguirle mañana.—¿Usted cree? No es tan fácil como usted piensa. No conoce usted el paisaje

de la región de Cambridge, ¿verdad que no? Se presta muy mal al ocultamiento.Toda la zona que he recorrido esta noche es llana y despejada como la palma dela mano, y el hombre al que queremos seguir no es ningún idiota, como hademostrado sin ningún género de dudas esta noche. He telegrafiado a Overtonpara que nos transmita a esta dirección cualquier novedad que surja en Londres,y mientras tanto, lo único que podemos hacer es concentrar nuestra atención enel doctor Armstrong, cuyo nombre pude leer, gracias a aquella señorita tanatenta de Telégrafos, en el resguardo del mensaje urgente de Staunton.Armstrong sabe dónde está el joven, podría jurarlo…; y si él lo sabe, será fallonuestro si no llegamos a saberlo también nosotros. Por el momento, hay que

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reconocer que nos va ganando por una baza, y ya sabe usted, Watson, que notengo por costumbre abandonar la partida en esas condiciones.

Sin embargo, el nuevo día no nos acercó más a la solución del misterio.Después del desayuno llegó una carta que Holmes me pasó con una sonrisa.Decía así:

«Señor:

Puedo asegurarle que está usted perdiendo el tiempo al seguir mismovimientos. Como tuvo ocasión de comprobar anoche, mi coche tieneuna ventanilla en la parte de atrás, y si lo que quiere es hacer un recorridode veinte millas que le acabe dejando en el mismo punto de donde salió, notiene más que seguirme. Mientras tanto, puedo informarle de queespiándome a mí no ayudará en nada al señor Godfrey Staunton, y estoyconvencido de que el mejor servicio que podría usted hacerle a dichocaballero sería regresar inmediatamente a Londres y comunicarle al que lemanda que no ha logrado encontrarlo. Desde luego, en Cambridge pierdeusted el tiempo. Atentamente,

LESLIE ARMSTRONG».

—Un antagonista honrado este doctor, y sin pelos en la lengua —dijo Holmes—. Caramba, caramba. Ha conseguido excitar mi curiosidad y no lo soltaré sinhaber averiguado más.

—Ahora mismo tiene el coche en la puerta —dije y o—. Está subiendo a él.Le he visto mirar hacia nuestra ventana. ¿Y si probara y o suerte con la bicicleta?

—No, no, querido Watson. Sin ánimo de menospreciar su inteligencia, no meparece que sea usted rival para el ilustre doctor. Tal vez pueda conseguir nuestroobjetivo realizando algunas investigaciones independientes por mi cuenta. Metemo que tendré que abandonarle a usted a su suerte, ya que la presencia de dosforasteros preguntones en una apacible zona rural podría provocar máscomentarios de lo que sería conveniente. Estoy seguro de que podrá entretenersecontemplando los monumentos de esta venerable ciudad, y espero poderpresentarle un informe más favorable antes de esta noche.

Sin embargo, mi amigo iba a sufrir una nueva decepción. Regresó ya denoche, cansado y sin resultados.

—He tenido un día nefasto, Watson. Después de fijarme en la dirección quetomaba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos que hay por eselado de Cambridge y cambiando comentarios con taberneros y otras agenciaslocales de noticias. He cubierto bastante terreno: Chesterton, Histon, Waterbeachy Oakington han quedado investigados, y todos ellos con resultados negativos.Sería imposible que en esas balsas de aceite pasara inadvertida la presencia

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diaria de un coche de lujo con dos caballos. Otra baza para el doctor. ¿Hay algúntelegrama para mí?

—Sí; lo he abierto y dice: « Pregunte por Pompey a Jeremy Dixon, TrinityCollege» . No lo he entendido.

—Oh, está muy claro. Es de nuestro amigo Overton y responde a unapregunta mía. Le enviaré una nota al señor Jeremy Dixon y estoy seguro de queahora cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿hay alguna noticia del partido?

—Sí, el periódico local de la tarde trae una crónica excelente en su últimaedición. Oxford ganó por un gol y dos ensay os. Escuche el final del artículo: « Laderrota de los Celestes se puede atribuir por completo a la lamentable ausenciade su figura internacional Godfrey Staunton, que se notó en todos los momentosdel partido. La falta de coordinación en la línea de tres cuartos y las debilidadesen el ataque y la defensa neutralizaron con creces los esfuerzos de un equipoduro y esforzado» .

—Ya veo que los temores de nuestro amigo Overton estaban justificados —dijo Holmes—. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong: elrugby no entra en mis horizontes. Hay que acostarse pronto, Watson, porquepreveo que mañana será un día muy agitado.

A la mañana siguiente, lo primero que vi de Holmes me dejó horrorizado:estaba sentado junto a la chimenea con su jeringuilla hipodérmica en la mano.Pensé en aquella única debilidad de su carácter y me temí lo peor al ver brillar elinstrumento en su mano. Pero él se rió de mi expresión de angustia y dejó lajeringuilla en la mesa.

—No, no, querido compañero, no hay motivo de alarma. En esta ocasión,esta jeringuilla no será un instrumento del mal, sino que, por el contrario, será lallave que nos abra las puertas del misterio. En ella baso todas mis esperanzas.Acabo de regresar de una pequeña exploración y todo se presenta favorable.Desayune bien, Watson, porque hoy me propongo seguir el rastro del doctorArmstrong y, una vez sobre la pista, no me pararé a comer ni a descansar hastaverlo entrar en su madriguera.

—En tal caso —dije yo—, más vale que nos llevemos el desayuno, porquehoy parece que sale más temprano. El coche ya está en la puerta.

—No se preocupe. Déjele marchar. Muy listo tendrá que ser para metersepor donde yo no pueda seguirle. Cuando haya terminado, baje conmigo al patioy le presentaré a un detective que es un eminente especialista en el tipo de tareaque nos aguarda.

Cuando bajamos, seguí a Holmes a los establos. Una vez allí, abrió la puertade una caseta e hizo salir a un perrito blanco y canelo, de orejas caídas, queparecía un cruce de sabueso y zorrero.

—Permítame que le presente a Pompey —dijo—. Pompey es el orgullo delos rastreadores del distrito. No es un gran corredor, como se deduce de su

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constitución, pero jamás pierde un rastro. Bien, Pompey, aunque no seas muyveloz, me temo que serás demasiado rápido para un par de maduros caballeroslondinenses, así que voy a tomarme la libertad de sujetarte por el collar con estacorrea. Y ahora, muchacho, en marcha: enséñanos lo que eres capaz de hacer.

Cruzamos la calle hasta la puerta del doctor. El perro olfateó un instante a sualrededor y, con un agudo gemido de excitación, salió disparado calle abajo,tirando de la correa para avanzar más deprisa. Al cabo de media hora, habíamosdejado atrás la ciudad y recorríamos a paso ligero una carretera rural.

—¿Qué ha hecho usted, Holmes? —pregunté.—Un truco venerable y gastadísimo, pero que resulta muy útil de cuando en

cuando. Esta mañana me metí en las cocheras del doctor y descargué mijeringa, llena de esencia de anís, en una rueda trasera de su coche. Un perro decaza puede seguir el rastro del anís de aquí al fin del mundo, y nuestro amigoArmstrong tendría que conducir su coche por el río Cam para quitarse de encimaa Pompey. ¡Ah! ¡Qué granuja más astuto! Así es como me dio esquinazo la otranoche.

El perro se había salido de pronto de la carretera principal para meterse porun camino cubierto de hierba. A una media milla de distancia, el caminodesembocaba en otra carretera ancha, y el rastro torcía bruscamente a laderecha, en dirección a la ciudad que acabábamos de abandonar. Al sur de lapoblación, la carretera formaba una curva y continuaba en dirección contraria ala que habíamos tomado al partir.

—De manera que este rodeo iba dedicado exclusivamente a nosotros, ¿eh? —dijo Holmes—. No me extraña que mis indagaciones en todos esos pueblos nocondujeran a nada. Desde luego, el doctor se está empleando a fondo en estejuego, y me gustaría conocer las razones de tanto disimulo. Ese pueblo de laderecha debe de ser Trumpington. Y… ¡Por Júpiter! ¡Ahí viene el coche,doblando la esquina! ¡Rápido, Watson, rápido, o estamos perdidos!

De un salto, Holmes se metió por un portillo que daba a un campo,arrastrando tras él al indignado Pompey. Apenas habíamos tenido tiempo deocultarnos detrás del seto cuando el carruaje pasó traqueteando delante denosotros. Tuve una fugaz visión del doctor Armstrong en su interior, con loshombros caídos y la cabeza hundida entre las manos, convertido en la vivaimagen del desconsuelo. La expresión seria del rostro de mi compañero me hizocomprender que también él lo había visto.

—Empiezo a temer que nuestra investigación tenga un mal final —dijo—. Notardaremos mucho en saberlo. ¡Vamos, Pompey! ¡Ajá, es esa casa de campo!

No cabía duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompeydaba vueltas y vueltas, gimoteando ansiosamente frente al portillo, donde aún sedistinguían las huellas del coche. Un sendero conducía hasta la solitaria casita.Holmes ató el perro al seto y avanzamos presurosos hacia ella. Mi amigo llamó a

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la rústica puertecita y volvió a llamar sin obtener respuesta. Sin embargo, la casano estaba vacía, porque a nuestros oídos llegaba un sonido apagado…, unaespecie de monótono gemido de dolor y desesperación, indescriptiblementemelancólico. Holmes vaciló un instante y luego se volvió a mirar hacia lacarretera que acabábamos de recorrer. Por ella venía un coche, cuyos caballostordos resultaban inconfundibles.

—¡Por Júpiter, ahí vuelve el doctor! —exclamó Holmes—. Esto decide lacuestión. Tenemos que averiguar qué ocurre antes de que llegue.

Abrió la puerta y penetramos en el vestíbulo. El sordo rumor sonó con másfuerza, hasta convertirse en un largo y angustioso lamento. Venía del piso alto.Holmes se lanzó escaleras arriba, y yo subí tras él. Abrió de un empujón unapuerta entornada y los dos nos quedamos inmóviles de espanto ante la escena queteníamos delante.

Una mujer joven y hermosa yacía muerta sobre la cama. Su rostro pálido ysereno, con ojos azules muy abiertos y apagados, miraba hacia arriba entre unaabundante mata de cabellos dorados. Al pie de la cama, medio sentado, medioarrodillado, con el rostro hundido en la colcha, había un joven cuyo cuerpo seestremecía en constantes sollozos. Se encontraba tan inmerso en su pena que nisiquiera levantó la mirada hasta que Holmes le puso la mano en el hombro.

—¿Es usted el señor Godfrey Staunton?—Sí…, sí…, pero llegan ustedes tarde. ¡Ha muerto!El pobre hombre estaba tan aturdido que sólo se le ocurría pensar que

nosotros éramos médicos enviados en su ayuda. Holmes estaba intentandopronunciar unas palabras de consuelo y explicarle la inquietud que su repentinadesaparición había provocado entre sus amigos, cuando se oyeron pasos en laescalera, y el rostro macizo, severo y acusador del doctor Armstrong aparecióen la puerta.

—Bien, caballeros —dijo—. Ya veo que se han salido con la suya, y no cabeduda de que han elegido un momento particularmente delicado para su intrusión.No me gusta armar alboroto en presencia de la muerte, pero les aseguro que siyo fuera más joven, su monstruoso comportamiento no quedaría impune.

—Perdone, doctor Armstrong, creo que ha habido un pequeño malentendido—dijo mi amigo con dignidad—. Si quisiera usted venir abajo con nosotros, talvez podríamos aclararnos el uno al otro las circunstancias de este doloroso asunto.

Un minuto más tarde, el severo doctor se encaraba con nosotros en el cuartode estar de la planta baja.

—¿Y bien, caballero? —dijo.—En primer lugar, quiero que sepa que no trabajo para lord Mount-James y

que mis simpatías en este asunto están por completo en contra de ese noble señor.Cuando desaparece una persona, mi deber es averiguar qué le ha ocurrido; perouna vez que lo he hecho, el caso está concluido por lo que a mí concierne.

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Mientras no se haya cometido ningún delito, soy mucho más partidario desilenciar los escándalos privados que de darles publicidad. Si aquí no se ha violadola ley, como parece ser el caso, puede usted confiar plenamente en mi discrecióny mi cooperación para que el asunto no llegue a oídos de la prensa.

El doctor Armstrong dio un rápido paso adelante y estrechó con fuerza lamano de Holmes.

—Es usted un buen tipo —dijo—. Le había juzgado mal. Doy gracias al cielopor haberme arrepentido de dejar al pobre Staunton aquí solo con su dolor yhaber hecho dar la vuelta a mi coche, porque así he tenido ocasión de conocerle.Sabiendo ya lo que usted sabe, el resto es fácil de explicar. Hace un año, GodfreyStaunton pasó una temporada en una pensión de Londres, se enamoróperdidamente de la hija de la patrona y se casó con ella. Era una muchacha tanbuena como hermosa y tan inteligente como buena. Ningún hombre seavergonzaría de una esposa semejante. Pero Godfrey era el heredero de eseviejo aristócrata avinagrado y estaba completamente seguro de que la noticia desu matrimonio daría al traste con su herencia. Yo conocía bien al muchacho y loapreciaba por sus muchas y excelentes cualidades. Hice todo lo que pude paraay udarle a arreglar las cosas. Procuramos, por todos los medios posibles, quenadie se enterase del asunto, porque una vez que un rumor así se pone enmarcha, no tarda mucho en ser del dominio público. Hasta ahora, gracias a estacasita aislada y a su propia discreción, Godfrey había conseguido lo que seproponía. Nadie conocía su secreto, excepto yo y un sirviente de toda confianza,que en estos momentos ha ido a Trumpington a buscar ayuda. Pero, de pronto,una terrible desgracia se abatió sobre ellos: la esposa contrajo una graveenfermedad, una tuberculosis del tipo más virulento. El pobre muchacho estabamedio loco de angustia, a pesar de lo cual tenía que ir a Londres a jugar esepartido, porque no podía faltar sin dar explicaciones que revelarían el secreto.Intenté animarlo por medio de un telegrama, y él me respondió con otro, en elque me suplicaba que hiciera todo lo posible. Ese fue el telegrama que usted, dealgún modo inexplicable, parece haber visto. Yo no le había dicho lo inminenteque era el desenlace, porque sabía que su presencia aquí no serviría de nada,pero le conté la verdad al padre de la chica, y él, sin pararse a pensar, se la contóa Godfrey, con el resultado de que éste se presentó aquí en un estado rayano enla locura, y en ese estado ha permanecido desde entonces, arrodillado al pie de lacama, hasta que esta mañana la muerte puso fin a los sufrimientos de la pobremujer. Eso es todo, señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en sudiscreción y en la de su amigo.

Holmes estrechó la mano del doctor.—Vamos, Watson —dijo.Y salimos de aquella casa de dolor al pálido sol de la mañana de invierno.

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Una cruda y fría mañana del invierno de 1837 me desperté al sentir que alguienme tiraba del hombro. Era Holmes, la vela que llevaba en la mano iluminaba elrostro ansioso que se inclinaba sobre mí, y me bastó una mirada paracomprender que algo iba mal.

—¡Vamos, Watson, vamos! —me gritó—. La partida ha comenzado. ¡Ni unapalabra! ¡Vístase y venga conmigo!

Diez minutos después, íbamos los dos en un coche de alquiler, rodando porcalles silenciosas, camino de la estación de Charing Cross. Comenzaban aaparecer las primeras y débiles luces de la aurora invernal y, de cuando encuando, alcanzábamos a ver la figura borrosa de algún obrero madrugador quese cruzaba con nosotros, difuminada en la bruma iridiscente de Londres. Holmesse arrebujaba en silencio en su grueso abrigo, y yo le imitaba de buena gana,porque hacía un frío intenso y ninguno de los dos habíamos desay unado. Hastaque no hubimos tomado un poco de té caliente en la estación y ocupado nuestrosasientos en el tren de Kent, no nos sentimos lo suficientemente descongelados, élpara hablar y y o para escuchar. Holmes sacó una carta del bolsillo y la leyó envoz alta:

«ABBEY GRANGE, MARSHAM, KENT, 3,30 de la mañana.

QUERIDO SR. HOLMES: Me gustaría mucho poder contar cuantoantes con su ayuda en lo que promete ser un caso de lo más extraordinario.Parece que entra de lleno en su especialidad. Aparte de dejar libre a laseñora, procuraré que todo se mantenga exactamente como lo encontré,pero le ruego que no pierda un instante, porque es difícil dejar aquí a lordEustace.

Le saluda atentamente,

Stanley HOPKINS».

—Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y en todas ellas su llamadaestaba justificada —dijo Holmes—. Creo que todos esos casos han pasado aformar parte de su colección, y debo reconocer, Watson, que posee un ciertosentido de la selección que compensa muchas cosas que me parecen deplorablesen sus relatos. Su nefasta costumbre de mirarlo todo desde el punto de vistanarrativo, en lugar de considerarlo como un ejercicio científico, ha echado aperder lo que podría haber sido una instructiva, e incluso clásica, serie dedemostraciones. Pasa usted por encima de los aspectos más sutiles y refinadosdel trabajo, para recrearse en detalles sensacionalistas, que pueden emocionar,pero jamás instruir al lector.

—¿Por qué no los escribe usted mismo? —dije, algo picado.—Lo haré, querido Watson, lo haré. Por el momento, como sabe, estoy

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demasiado ocupado, pero me propongo dedicar mis años de decadencia a lacomposición de un libro de texto que compendie en un solo volumen todo el artede la investigación. La que tenemos ahora entre manos parece ser un caso seasesinato.

—Entonces, ¿cree usted que este sir Eustace está muerto?—Yo diría que sí. La letra de Hopkins indica que se encuentra muy alterado,

y no es precisamente un hombre emotivo. Sí, me da la impresión de que hahabido violencia y que no han levantado el cadáver, en espera de que lleguemosa examinarlo. No me llamaría por un simple suicidio. En cuanto a eso de dejarlibre a la señora…, parece como si se hubiera quedado encerrada en unahabitación durante la tragedia. Vamos a entrar en las altas esferas, Watson: papelcruj iente, monograma « E. B.» , escudo de armas, casa con nombre pintoresco…Creo que el amigo Hopkins estará a la altura de su reputación y nosproporcionará una interesante mañana. El crimen se cometió anoche, antes delas doce.

—¿Cómo puede saber eso?—Echando un vistazo al horario de trenes y calculando el tiempo. Primero

hubo que llamar a la policía local, ésta se puso en comunicación con ScotlandYard, Hopkins tuvo que llegar hasta allí, y luego me hizo llamar a mí. Todo esoocupa buena parte de la noche. Bien, ya llegamos a la estación de Chislehurst, ypronto saldremos de dudas.

Un trayecto en coche de unas dos millas por estrechos caminos rurales nosllevó hasta la puerta exterior de un amplio jardín, que nos fue franqueada por unanciano guardés, cuyo rostro macilento reflejaba los efectos de algún terribledesastre. La avenida de acceso a la mansión atravesaba un espléndido parqueentre hileras de añosos olmos y terminaba ante un edificio bajo y extenso, conuna columnata frontal que recordaba el estilo de Palladio. Saltaba a la vista que laparte central, toda cubierta de hiedra, era muy antigua, pero los grandesventanales demostraban que se habían realizado reformas en tiempos modernos,y un ala de la mansión parecía completamente nueva. La puerta estaba abierta,y en ella nos aguardaba la figura juvenil del inspector Stanley Hopkins, con surostro despierto y sagaz.

—Me alegro mucho de que haya venido, señor Holmes. Y usted también,doctor Watson. Aunque, la verdad, de haber sabido lo que iba a ocurrir, no leshabría molestado, porque en cuanto la señora volvió en sí nos dio una explicacióntan clara del asunto que poco nos queda ya por hacer. ¿Se acuerda usted de labanda de ladrones de Lewisham?

—¿Quiénes, los tres Randall?—Exacto; el padre y dos hijos. Han sido ellos, no cabe la menor duda. Hace

quince días dieron un golpe en Sydenham y fueron vistos e identificados. Hacefalta mucha sangre fría para dar otro golpe tan pronto y tan cerca. Y esta vez les

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va a costar la horca.—¿Así que sir Eustace está muerto?—Sí; le aplastaron la cabeza con su propio atizador de chimenea.—Según me ha dicho el cochero, se trata de sir Eustace Brackenstall.—Exacto; uno de los hombres más ricos de Kent. Lady Brackenstall se

encuentra en la sala de estar. La pobre mujer ha sufrido una experienciaespantosa. Cuando la vi por primera vez, parecía medio muerta. Creo que lomejor será que la vea usted y escuche su versión de los hechos. Luegoexaminaremos juntos el comedor.

Lady Brackenstall no era una persona corriente. Pocas veces he visto unafigura tan elegante, una presencia tan femenina y un rostro tan bello. Era rubia,de cabellos dorados y ojos azules, y no cabe duda de que su cutis habríapresentado la tonalidad perfecta que suele acompañar a estos rasgos de no serporque su reciente experiencia la había dejado pálida y demacrada. Sussufrimientos habían sido tanto físicos como mentales, porque encima de un ojo sele había formado un tremendo chichón de color violáceo, que su doncella, unamujer alta y austera, mojaba constantemente con agua y vinagre. Yacía tendidade espaldas sobre un diván, con aspecto de total agotamiento, pero en cuantonosotros entramos en la habitación, su mirada rápida y observadora y laexpresión de alerta de sus hermosas facciones nos hicieron comprender que laterrible experiencia no había quebrantado ni su ingenio ni su valor. Estabaenvuelta en una amplia bata de colores azul y plata, pero a su lado, sobre eldiván, colgaba un vestido de noche negro con lentejuelas.

—Ya le he contado todo lo que sucedió, señor Hopkins —dijo con voz cansada—. ¿No podría usted repetirlo por mí? Bien, si usted cree que es necesario,explicaré a estos caballeros lo ocurrido. ¿Han estado ya en el comedor?

—Me ha parecido mejor que oyeran primero su historia, señora.—Me sentiré mucho mejor cuando hay a arreglado usted todo esto. Es

horrible pensar que todavía sigue ahí tirado.La mujer sufrió un estremecimiento y se cubrió el rostro con las manos. Al

hacerlo, la manga de su bata se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto elantebrazo.

Holmes dejó escapar una exclamación.—¡Señora, tiene usted más heridas! ¿Qué es esto?Dos marcas de color rojo intenso resaltaban sobre el blanco y bien torneado

brazo. Lady Brackenstall se apresuró a cubrirlo.—No es nada. No tiene nada que ver con el espantoso suceso de anoche. Si

usted y su amigo hacen el favor de sentarse, les contaré todo lo que pueda. Soy laesposa de sir Eustace Brackenstall. Nos casamos hace aproximadamente un año.Supongo que no tendría sentido tratar de ocultar que nuestro matrimonio no hasido feliz. Me temo que todos nuestros vecinos se lo dirían, aunque y o intentara

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negarlo. Tal vez parte de la culpa sea mía. Me crié en el ambiente más libre ymenos convencional de Australia del Sur, y esta vida inglesa, con sus protocolosy su etiqueta, no va conmigo. Pero la principal razón era un hecho conocido portodos: que sir Eustace era un borracho empedernido. Pasar una hora con unhombre así ya resulta desagradable. ¿Se imaginan lo que puede representar parauna mujer sensible y cultivada verse atada a él día y noche? Defender la validezde un matrimonio así es un sacrilegio, un crimen, una infamia… Les aseguro queestas monstruosas ley es suyas acabarán atray endo una maldición sobre su país.El cielo no consentirá que perdure tanta maldad.

Se incorporó por un instante, con las mejillas encendidas y los ojosdespidiendo fuego bajo el terrible golpe de la frente. Pero la mano firme ycariñosa de la austera doncella le colocó de nuevo la cabeza sobre la almohada yel arrebato de furia se diluy ó en apasionados sollozos. Por fin pudo continuar:

—Voy a contarles lo de anoche. Seguramente y a sabrán que en esta casatoda la servidumbre duerme en el ala moderna. En este bloque central vivimosnosotros; la cocina está en la parte de atrás y nuestro dormitorio arriba. Teresa,mi doncella, duerme encima de mi habitación. No hay nadie más en esta partede la casa, y ningún ruido podría despertar a los que están en el ala más apartada.Los ladrones tenían que saberlo, pues de lo contrario no habrían actuado como lohicieron.

Sir Eustace se retiró aproximadamente a las diez y media. La servidumbrey a se había marchado a su sector. La única que seguía levantada era mi doncella,que permanecía en su habitación del piso alto hasta que y o necesitara susservicios. Yo me quedé en esta habitación hasta después de las once, absorta en lalectura de un libro. Luego di una vuelta por la casa para asegurarme de que todoestaba en orden antes de subir a mi cuarto. Tenía la costumbre de hacerlo yomisma, porque, como ya les he explicado, sir Eustace no siempre estaba encondiciones. Revisé la cocina, la despensa, el armero, la sala de billar y, porúltimo, el comedor. Al acercarme a la ventana, que tiene cortinas muy gruesas,sentí de pronto que me daba el viento en la cara y comprendí que estaba abierta.Descorrí las cortinas y me encontré cara a cara con un hombre ya mayor,ancho de hombros, que acababa de penetrar en la habitación. La ventana es unventanal francés, que en realidad forma una puerta que da al jardín. Yo llevabaen la mano una palmatoria con la vela encendida, y a su luz pude ver a otros doshombres que venían detrás del primero y estaban entrando en aquel momento.Retrocedí, pero el hombre se me echó encima al instante. Me agarró primero porla muñeca y después por la garganta. Abrí la boca para gritar, pero él me dio unpuñetazo tremendo encima del ojo, que me derribó por el suelo. Debí depermanecer inconsciente durante unos minutos, porque cuando volví en mídescubrí que habían arrancado el cordón de la campanilla y me habían atado conél al sillón de roble situado a la cabecera de la mesa del comedor. Estaba tan

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apretada que no podía moverme, y me habían amordazado con un pañuelo paraimpedir que hiciera ruido. En aquel preciso instante, mi desdichado esposo entróen el comedor. Sin duda, había oído ruidos sospechosos y venía preparado parauna escena como la que, efectivamente, se encontró. Estaba en mangas decamisa y empuñaba su bastón favorito, de madera de espino. Se lanzó contra unode los ladrones, pero otro, el más viejo, se agachó, cogió el atizador de lachimenea y le pegó un golpe terrible según pasaba a su lado. Cay ó sin soltar ni ungemido y ya no volvió a moverse. Me desmay é de nuevo, pero también esta vezdebieron de ser muy pocos minutos los que permanecí inconsciente. Cuando abrílos ojos, vi que se habían apoderado de toda la plata que había en el aparador yque habían abierto una botella de vino. Cada uno de ellos tenía una copa en lamano. Ya les he dicho, ¿o no?, que uno era viejo y barbudo, y los otros dosmuchachos imberbes. Podrían haber sido un padre y sus dos hijos. Estabancuchicheando entre ellos. Luego se acercaron a mí y se aseguraron de queseguía bien atada. Y por fin se marcharon, cerrando la ventana al salir. Tardé porlo menos un cuarto de hora en quitarme la mordaza de la boca, y cuando loconseguí, mis gritos hicieron bajar a la doncella. No tardó en acudir el resto delservicio y avisamos a la policía, que inmediatamente se puso en contacto conLondres. Esto es todo lo que puedo decirles, caballeros, y espero que no seránecesario que vuelva a repetir una historia tan dolorosa.

—¿Alguna pregunta, señor Holmes? —preguntó Hopkins.—No quiero abusar más de la paciencia y el tiempo de lady Brackenstall —

dijo Holmes—. Pero antes de pasar al comedor, me gustaría oír lo que puedausted contarnos —añadió, dirigiéndose a la doncella.

—Yo vi a esos hombres antes de que entraran en la casa —dijo ésta—. Estabasentada junto a la ventana de mi habitación y vi a tres hombres a la luz de la luna,junto al portón de la casa del guardés, pero en aquel momento no le diimportancia. Más de una hora después, oí gritar a la señora y bajé corriendo,encontrándola como ella dice, pobre criatura, y al señor en el suelo, con lasangre y los sesos desparramados por todo el comedor. Cualquier otra mujer sehabría vuelto loca, allí atada y con el vestido salpicado de sangre; pero a laseñorita Mary Fraser de Adelaida nunca le faltó valor, y lady Brackenstall deAbbey Grange no ha cambiado de manera de ser. Creo, caballeros, que ya lahan interrogado bastante, y ahora se va a retirar a su habitación con su viejaTeresa para tomarse el descanso que tanto necesita.

Con ternura maternal, la sombría mujer pasó el brazo alrededor de loshombros de su señora y la ay udó a salir de la habitación.

—Lleva con ella toda la vida —dijo Hopkins—. La cuidó de pequeña y vinocon ella a Inglaterra cuando partieron de Australia, hace año y medio. Se llamaTeresa Wright, y ya no se encuentran doncellas de su clase. Por aquí, señorHolmes, haga el favor.

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Del expresivo rostro de Holmes había desaparecido toda señal de interés, ycomprendí que, al esfumarse el misterio, el caso había perdido todo su encanto.Todavía faltaba practicar una detención, pero ¿qué tenían de especial aquellosvulgares maleantes para que él se ensuciara las manos con ellos? Un especialistaen enfermedades raras y difíciles que descubriera que le han llamado para tratarun sarampión experimentaría una desilusión semejante a la que yo leí en los ojosde mi amigo. Aun así, la escena que nos aguardaba en el comedor de AbbeyGrange era lo bastante extraña como para atraer su atención y despertar denuevo su apagado interés. Se trataba de una habitación muy espaciosa y de techomuy alto, con artesonado de roble tallado, revestimiento de paneles de roble, yun notable surtido de cabezas de ciervo y armas antiguas adornando las paredes.En el extremo más alejado de la puerta se encontraba el ventanal francés del quehabíamos oído hablar. A la derecha, tres ventanas más pequeñas llenaban laestancia de fría luz invernal. A la izquierda había una chimenea ancha yprofunda, con una enorme repisa de roble. Junto a la chimenea había un pesadosillón, también de roble, con travesaños en la base. Entrelazado en los espacios dela madera había un grueso cordón de color escarlata, atado con fuerza a ambosextremos del travesaño de abajo. Al desatar a la señora, había aflojado elcordón, pero los nudos que lo sujetaban al sillón seguían intactos. En estos detallesno reparamos hasta más adelante, porque, por el momento, toda nuestra atenciónhabía quedado concentrada en el espantoso objeto que yacía sobre la alfombrade piel de tigre extendida delante de la chimenea.

Dicho objeto era el cadáver de un hombre alto y bien constituido, de unoscuarenta años de edad. Estaba caído de espaldas, con el rostro vuelto hacia arribay los blancos dientes asomando en una especie de sonrisa entre la barba negra ybien recortada. Tenía las manos cerradas y levantadas por encima de la cabeza,empuñando un grueso bastón de madera de espino. Sus facciones morenas,atractivas y aguileñas estaban retorcidas en un espasmo de odio vengativo que ledaba a su muerto rostro una horrible expresión demoníaca. Parecía evidente quese encontraba en la cama cuando percibió que algo ocurría, ya que vestía unacamisa de noche con muchos bordados y perifollos, y sus pies descalzosasomaban bajo los pantalones. La cabeza presentaba una herida espantosa, ytoda la habitación daba testimonio de la ferocidad salvaje del golpe que lo habíaderribado. Caído junto a él, se veía un pesado atizador de hierro, curvado por lafuerza del golpe. Holmes examinó el instrumento y el indescriptible destrozo quehabía ocasionado.

—Este viejo Randall tiene que ser un hombre muy fuerte —comentó.—Sí —dijo Hopkins—. Tengo algunos datos suyos y es un tipo de cuidado.—No debería resultar difícil echarle el guante.—Ni lo más mínimo. Le anduvimos buscando durante algún tiempo, y llegó a

decirse que había huido a América, pero ahora que sabemos que la banda está

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aquí, no hay manera de que se nos escape. Ya hemos dado aviso en todos lospuertos de mar, y antes de esta noche se ofrecerá una recompensa. Lo que noentiendo es cómo han podido hacer una salvajada semejante, sabiendo que laseñora daría su descripción y que nosotros teníamos que reconocerla por fuerza.

—Exacto. Lo más lógico habría sido asesinar también a lady Brackenstallpara callarle la boca.

—Tal vez no se dieran cuenta de que se había recuperado de su desmayo —aventuré yo.

—Parece bastante probable. Si crey eron que seguía inconsciente, no teníanpor qué matarla. ¿Qué me dice de este pobre hombre, Hopkins?

—Era un hombre de buen corazón cuando estaba sobrio, pero un verdaderodemonio cuando estaba borracho o, mejor dicho, cuando estaba medio borracho,porque casi nunca se emborrachaba hasta el límite. En esas ocasiones parecíaposeído por el diablo y era capaz de cualquier cosa. Por lo que he oído, a pesarde su fortuna y de su título, ha estado una o dos veces a punto de cruzarse ennuestro camino. Hubo un escándalo que costó bastante acallar, porque se dijo quehabía rociado de petróleo a un perro y le había prendido fuego (para empeorarlas cosas, se trataba del perro de la señora). Y en otra ocasión le tiró una garrafaa la cabeza a Teresa Wright, la doncella; también entonces se armó un buen lío.En general, y esto que quede entre nosotros, la casa resultará más agradable sinél. ¿Qué mira usted ahora?

Holmes se había puesto de rodillas y examinaba con gran interés los nudosdel cordón rojo con el que habían atado a la señora. A continuación, inspeccionóconcienzudamente el extremo que había quedado roto y deshilachado cuando elasaltante arrancó el cordón.

—Al arrancar esto, la campanilla de la cocina tuvo que hacer un ruidotremendo —comentó.

—Nadie podía oírlo. La cocina está en la parte de atrás de la casa.—¿Y cómo sabía el ladrón que no lo iba a oír nadie? ¿Cómo se atrevió a tirar

del cordón de una campanilla de manera tan insensata?—Exacto, señor Holmes, eso es. Acaba usted de plantear la misma pregunta

que yo me vengo haciendo una y otra vez. No cabe duda de que este sujetoconocía la casa y sus costumbres. Tiene que haber estado completamente segurode que toda la servidumbre se había acostado ya, a pesar de ser relativamentetemprano, y de que nadie podía oír sonar la campana de la cocina. De lo que sededuce que tenía que estar compinchado con alguno de los sirvientes. Esto, desdeluego, es de cajón. Lo malo es que hay ocho sirvientes, y todos tienen buenasreferencias.

—En igualdad de condiciones —dijo Holmes—, uno se inclinaría a sospecharde la persona a quien le tiraron una garrafa a la cabeza. Sin embargo, esosupondría una traición a su señora, por quien esta mujer parece sentir devoción.

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Bueno, bueno, este detalle carece de importancia, porque cuando agarre usted aRandall no creo que le resulte difícil averiguar quiénes fueron sus cómplices.Desde luego, todos los detalles que tenemos a la vista parecen corroborar elrelato de la señora, si es que necesitaba corroboración —se acercó al ventanalfrancés y lo abrió de par en par—. Aquí no se ven huellas, pero el terreno esdurísimo y no es de esperar que las hay a. Veo que esas velas que hay encima dela repisa de la chimenea han estado encendidas.

—Sí, los ladrones se alumbraron con ellas y con la palmatoria de la señora.—¿Y qué se llevaron?—Pues no se llevaron gran cosa…, como media docena de artículos de plata

que había en ese aparador. Lady Brackenstall opina que la muerte de sir Eustacelos debió impresionar, y que por eso no saquearon la casa, como habrían hechoen otras circunstancias.

—Seguro que fue eso. Y sin embargo, se pusieron a beber vino, según tengoentendido.

—Para calmarse los nervios.—Ya. Supongo que nadie ha tocado estas tres copas que hay sobre el

aparador.—Así es; y la botella está tal como la dejaron.—Vamos a ver… ¡Caramba, caramba! ¿Qué es esto?Las tres copas estaban juntas, todas ellas con rastros de vino, y una de ellas

contenía bastantes posos. La botella estaba cerca de las copas, llena en sus dosterceras partes, y junto a ella había un tapón de corcho, largo y muy manchado.El aspecto de la botella y el polvo que la cubría indicaban que los asesinos habíansaboreado un vino nada corriente. La actitud de Holmes había cambiado depronto. Su expresión de indiferencia había desaparecido y de nuevo pude advertiruna chispa de interés en sus ojos hundidos y penetrantes. Cogió el corcho y loexaminó minuciosamente.

—¿Cómo sacaron el corcho? —preguntó.Hopkins señaló un cajón a medio abrir. En su interior había unas cuantas

piezas de mantelería y un enorme sacacorchos.—¿Ha dicho lady Brackenstall que usaron ese sacacorchos?—No; recuerde que estaba inconsciente mientras ellos abrían la botella.—Es cierto. La verdad es que no utilizaron este sacacorchos. Esta botella se

abrió con un sacacorchos de bolsillo, probablemente de los que van incorporadosa una navaja, y que no tendría más de una pulgada y media de largo. Si examinausted la parte superior del corcho, verá que tuvieron que meter el sacacorchostres veces para poder sacar el tapón. No han llegado a atravesarlo. Estesacacorchos tan grande habría atravesado el tapón y lo habría sacado de un solotirón. Cuando atrape usted a ese tipo, verá cómo lleva encima una de esasnavajas de múltiples usos.

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—¡Magnífico! —exclamó Hopkins.—Pero estas copas confieso que me desconciertan. Lady Brackenstall vio

beber a los tres hombres, ¿no dijo eso?—Sí; eso lo dejó muy claro.—Entonces, eso zanja la cuestión. ¿Qué más podríamos decir? Y sin

embargo, Hopkins, tiene usted que admitir que estas tres copas son muy curiosas.¿Cómo, que no ve usted nada de curioso en ellas? Está bien, dejémoslo correr. Esposible que cuando un hombre posee facultades y conocimientos especiales,como los míos, tienda a buscar explicaciones complicadas aunque tenga una mássencilla a mano. Lo de las copas, naturalmente, podría ser pura casualidad. Enfin, buenos días, Hopkins. No creo que pueda serle útil para nada y parece que y atiene usted el caso aclarado. Ya me avisará cuando detengan a Randall, y esperoque me informe de cualquier otra novedad que pueda presentarse. Confío enpoder felicitarle pronto por haber llevado el caso a una conclusión satisfactoria.Vamos, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en casa.

Durante nuestro viaje de regreso pude darme cuenta, por la expresión deHolmes, de que se encontraba muy intrigado por algo que había observado. Decuando en cuando, y haciendo un esfuerzo, lograba desembarazarse de aquellaimpresión y hablar como si el asunto estuviera muy claro, pero de pronto volvíana acometerle las dudas, y sus cejas fruncidas y su mirada abstraída indicabanque sus pensamientos habían volado de nuevo hacia el gran comedor de AbbeyGrange, escenario de aquella tragedia nocturna. Por fin, con un impulsorepentino, y en el preciso momento en que nuestro tren empezaba a arrancar enuna estación de las fueras, saltó al andén y me arrastró a mí tras él.

—Perdóneme, querido amigo —dijo mientras veíamos desaparecer tras unacurva los vagones de cola de nuestro tren—. Lamento mucho hacerle víctima delo que quizás parezca un mero capricho, pero, por mi vida, Watson, que meresulta sencillamente imposible dejar el caso como está. Todos mis instintos serebelan contra ello. Hay un error, todo es un error…, ¡le juro que es un error! Ysin embargo, la declaración de la señora no tiene cabos sueltos, la confirmaciónde la doncella parece suficiente, casi todos los detalles concuerdan… ¿Qué puedoyo oponer a eso? Tres copas de vino, eso es todo. Pero si yo no hubiera dadociertas cosas por sentadas, si lo hubiera examinado todo con la atención quededico cuando abordo un caso desde cero, sin dejarme influir por una historiaperfectamente construida…, ¿acaso no habría encontrado algo más concreto enque basarme? Pues claro que sí. Siéntese en este banco, Watson, hasta que paseun tren hacia Chislehurst, y deje que le exponga mis razones. Pero, antes quenada, le ruego que borre de su mente la idea de que todo lo que nos han contadola doncella y la señora tiene que ser necesariamente cierto. No debemos permitirque la encantadora personalidad de la dama influya en nuestro buen juicio.Desde luego, hay en su relato algunos detalles que, si los consideramos en frío,

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resultan bastante sospechosos. Estos ladrones dieron un golpe importante enSydenham hace quince días. Los periódicos hablaron de ellos y publicaron susdescripciones, y parece natural que si alguien desea inventar una historia en laque intervienen ladrones imaginarios se inspire en ellos. Pero en realidad, ycomo regla general, los ladrones que acaban de dar un buen golpe se conformancon disfrutar de su botín en paz y tranquilidad, sin embarcarse en nuevasempresas arriesgadas. Además de esto, no es normal que los ladrones actúen auna hora tan temprana; no es normal que golpeen a una señora para impedir quegrite, y a que a cualquiera se le ocurre que ese es el medio más seguro de hacerlagritar; no es normal que cometan un asesinato cuando son lo bastante numerosospara reducir a un solo hombre sin tener que matarlo; no es normal que seconformen con un botín reducido cuando tienen mucho más a su alcance; y, porúltimo, y o diría que no es nada normal que unos hombres de esa clase dejen unabotella medio llena. ¿Qué le parecen todas esas anormalidades, señor Watson?

—Desde luego, su efecto acumulativo es considerable, y sin embargo, cadauna de ellas por sí sola es perfectamente posible. A mí lo que me parece menosnormal de todo es que ataran a la señora al sillón.

—Bueno, de eso no estoy tan seguro, Watson. Es evidente que, una de dos: otenían que matarla, o tenían que inmovilizarla para que no pudiera dar la alarmaen cuanto ellos escaparan. Pero, de cualquier modo, creo haber demostrado queexiste un cierto factor de improbabilidad en la historia de la dama, ¿no le parece?Y luego, para colmo, viene el detalle de las copas de vino.

—¿Qué pasa con las copas de vino?—¿Puede usted representárselas mentalmente?—Las veo con toda claridad.—Nos dicen que tres hombres bebieron de ellas. ¿Le parece a usted probable?—¿Por qué no? Había vino en las tres.—Exacto. Pero sólo había posos en una copa. Tiene usted que haberse fijado

en ello. ¿Qué le sugiere eso?—La última copa que se llenó tendría más poso.—Nada de eso. La botella tenía poso en abundancia, y resulta inconcebible

que en las dos primeras copas no caiga nada y la tercera quede llena de poso.Existen dos explicaciones posibles, y sólo dos. La primera es que, después dellenar la segunda copa, agitaran la botella, con lo cual la tercera copa recibiríatodo el poso. Esto no parece probable. No, no; estoy seguro de tener razón.

—¿Y qué es lo que supone usted?—Que sólo se utilizaron dos copas, y que las heces de ambas se echaron en

una tercera copa, para dar la falsa impresión de que allí habían estado trespersonas. De ser así, todo el poso habría quedado en esta última copa, ¿no escierto? Sí, estoy convencido de ello. Pero si he acertado con la verdaderaexplicación de este pequeño fenómeno, entonces el caso se eleva al instante

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desde el plano de lo vulgar al de lo excepcional, ya que eso sólo puede significarque lady Brackenstall y su doncella nos han mentido deliberadamente, que nodebemos creer ni una sola palabra de su historia, que tienen alguna razón de pesopara encubrir al verdadero asesino, y que tendremos que reconstruir el caso pornuestros propios medios, sin ninguna ayuda por su parte. Esta es la misión queahora nos aguarda, Watson, y ahí viene el tren de Chislehurst.

Los habitantes de Abbey Grange se sorprendieron mucho de nuestro regreso,pero Sherlock Holmes, al enterarse de que Stanley Hopkins había ido a presentarsu informe en la jefatura, tomó posesión del comedor, cerró la puerta por dentroy se enfrascó durante dos horas en una de aquellas minuciosas y concienzudasinvestigaciones que formaban la sólida base en la que se apoyaban sus brillantestrabajos deductivos. Sentado en un rincón, como un estudiante aplicado queobserva una demostración del profesor, yo seguía paso a paso aquella admirableexploración. El ventanal, las cortinas, la alfombra, el sillón, la cuerda… Todo fueexaminado al detalle y debidamente ponderado. Ya se habían llevado el cadáverdel desdichado baronet, pero todo lo demás continuaba tal como lo habíamosvisto por la mañana. En un momento dado, y con gran asombro por mi parte,Holmes se subió a la repisa de la chimenea. Muy por encima de su cabezacolgaban las pocas pulgadas de cordón rojo que permanecían unidas al cable. Sequedó un buen rato mirando hacia arriba y luego, con intención de acercarsemás, apoyó la rodilla en una moldura de la pared de madera. De este modollegaba con la mano a pocas pulgadas del extremo roto del cordón; pero lo quemás pareció interesarle no fue esto, sino la moldura misma. Por último, saltó alsuelo con una exclamación de satisfacción.

—Ya está, Watson —dijo—. Tenemos el caso resuelto, y es uno de los másnotables de nuestra colección. ¡Pero hay que ver lo torpe que he sido y lo cercaque he estado de cometer el mayor disparate de mi vida! Ahora creo que, a faltade unos pocos eslabones, mi cadena está ya casi completa.

—¿Ya tiene usted a sus hombres?—A mi hombre, Watson, a mi hombre. Sólo uno, pero un tipo de cuidado.

Fuerte como un león…, fíjese en ese golpe, que ha doblado el atizador. Unonoventa de estatura, ágil como una ardilla, hábil con los dedos y, sobre todo, conun talento más que notable, ya que toda esta ingeniosa historia es invención suy a.Sí, Watson, nos hemos topado con la obra de un individuo verdaderamenteextraordinario. Y sin embargo, en ese cordón de campanilla nos ha dejado unapista que tendría que habernos sacado de dudas al instante.

—¿Dónde estaba esa pista?—Vamos a ver, Watson, si fuera usted a arrancar un cordón de campanilla,

¿por dónde cree que se rompería? Sin duda, por el punto donde está unido alcable. ¿Por qué habría de romperse a tres pulgadas del extremo, como ha hechoéste?

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—¿Quizás porque estaba gastado en ese punto?—Exacto. Este extremo, que es el que podemos examinar, está deshilachado.

Ha sido lo bastante astuto como para deshilacharlo con su navaja. Pero el otroextremo no lo está. Desde aquí no se puede ver, pero si se sube usted a la repisa,verá que está cortado limpiamente, sin señal alguna de deshilachamiento. Es fácilreconstruir lo ocurrido. Nuestro hombre necesita una cuerda. No se atreve aarrancarla de un tirón por temor a dar la alarma al hacer sonar la campanilla.¿Qué es lo que hace? Se sube a la repisa de la chimenea, pero desde ahí todavíano alcanza bien; apoya la rodilla en la moldura (se puede apreciar la huella en elpolvo), y saca la navaja para cortar el cordón. A mí me han faltado por lo menostres pulgadas para llegar al punto del corte, de lo que deduzco que este hombrees, por lo menos, tres pulgadas más alto que y o. ¡Fíjese en esa marca en elasiento del sillón de roble! ¿Qué es eso?

—Sangre.—Ya lo creo que es sangre. Sólo con eso queda desacreditado el relato de la

señora. Si ella estaba sentada en este sillón cuando se cometió el crimen, ¿cómocayó ahí esa mancha? No, no; ella se sentó en el sillón después de la muerte de sumarido. Apostaría a que el vestido negro tiene una mancha que coincide con ésta.Este todavía no es nuestro Waterloo, Watson, sino más bien nuestro Marengo,porque empieza en derrota y acaba en victoria. Ahora me gustaría cambiar unaspalabras con la doncella Teresa. Vamos a tener que proceder con cautela durantealgún tiempo si queremos obtener la información que necesitamos.

Aquella severa doncella australiana era todo un personaje: taciturna,recelosa, de modales bruscos… Tuvo que transcurrir un buen rato antes de que laactitud amistosa de Holmes y su franca aceptación de todo lo que ella decía ladescongelaran hasta el punto de corresponder a su simpatía. No hizo ningúnintento de ocultar el odio que sentía hacia su difunto señor.

—Sí, señor, es verdad que me tiró una garrafa a la cabeza. Le oí insultar a miseñora y le dije que no se atrevería a hablar así si el hermano de la señoraestuviese aquí. Entonces fue cuando me tiró la garrafa. A mí me habría dadoigual que me tirase una docena, con tal de que dejara tranquila a mi pajarita.Estaba siempre maltratándola, y ella tenía demasiado orgullo para quejarse. Nisiquiera a mí me contaba todo lo que él le hacía. Nunca me enseñó esas marcasen los brazos que usted vio esta mañana, pero yo sé muy bien que son pinchazoshechos con un alfiler de sombrero. ¡Monstruo traicionero! Que Dios me perdonepor hablar así de él ahora que está muerto, pero si alguna vez ha habido unmonstruo en el mundo, ha sido él. Cuando lo conocimos era todo dulzura. Hanpasado sólo dieciocho meses, pero a nosotras dos nos han parecido dieciochoaños. Ella acababa de llegar a Londres… Sí, era su primer viaje, la primera vezque se alejaba de su país. Él la conquistó con su título y su dinero y sus hipócritasmodales londinenses. La pobre señora cometió un error, y lo ha pagado como

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ninguna mujer pagó jamás. ¿En qué mes le conocimos? Ya le he dicho que fuenada más llegar a Inglaterra. Llegamos en junio, así que fue en julio. Se casaronen enero del año pasado. Sí, la señora ha vuelto a bajar a la sala de estar, yseguro que accederá a recibirle, pero no debe usted exigirle mucho, porque yaha soportado todo lo que una persona de carne y hueso es capaz de aguantar.

Lady Brackenstall se encontraba reclinada en el mismo diván, pero parecíamás animada que por la mañana. La doncella había entrado con nosotros ycomenzó de nuevo a aplicar paños a la magulladura que su señora tenía en lafrente.

—Espero —dijo la dama— que no habrá venido usted a interrogarme denuevo.

—No, lady Brackenstall —respondió Holmes en su tono más suave—. Notengo intención de ocasionarle ninguna molestia innecesaria, y mi único deseo esfacilitarle las cosas, porque estoy convencido de que ha sufrido usted mucho. Siquisiera usted tratarme como a un amigo y confiar en mí, vería que yo puedocorresponder a su confianza.

—¿Qué quiere usted de mí?—Que me diga la verdad.—¡Señor Holmes!—No, no, lady Brackenstall, eso no sirve de nada. Es posible que conozca

usted mi modesta reputación. Pues bien, me la apostaría toda a que la historia queusted nos contó es pura invención.

Tanto la señora como la doncella miraban a Holmes con el rostroempalidecido y los ojos aterrados.

—¡Es usted un insolente! —exclamó Teresa—. ¿Se atreve a decir que miseñora ha mentido?

Holmes se levantó de su asiento.—¿No tiene nada que decirme?—Ya se lo he contado todo.—Piénselo mejor, lady Brackenstall. ¿No sería preferible ser sincera?Por un instante, el hermoso rostro dio muestras de vacilación. Pero en

seguida, algún nuevo y poderoso proceso mental lo dejó fijo como una máscara.—Le he contado todo lo que sé.Holmes recogió su sombrero y se encogió de hombros.—Lo siento mucho —dijo, y sin pronunciar otra palabra salimos de la

habitación y de la casa.El jardín tenía un estanque y hacia él se encaminó mi amigo. Estaba

congelado, pero había quedado un único agujero en el hielo, para beneficio de uncisne solitario. Holmes se quedó mirándolo, y luego se acercó al pabellón deguardia. Garabateó una breve nota para Stanley Hopkins y se la dejó al guardés.

—Puedo acertar o equivocarme, pero tenemos que hacer algo por el amigo

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Hopkins, aunque sólo sea para justificar esta segunda visita —dijo—. Todavía nole puedo confiar todas mis sospechas. Creo que nuestro próximo campo deoperaciones será la oficina de la línea marítima Adelaida-Southampton, que seencuentra al final de Pall Mall, si mal no recuerdo. Hay otra línea de vapores quehace el servicio entre Australia del Sur e Inglaterra, pero consultaremos primeroen la más importante.

La tarjeta de Holmes nos procuró al instante la atención del gerente, y notardamos en obtener toda la información que mi amigo necesitaba. En junio del95, sólo un barco de esa línea había llegado a un puerto inglés: el Rock ofGibraltar, el más grande y mejor de los transatlánticos. Una consulta a la lista depasajeros permitió corroborar que en él había viajado la señora Fraser, deAdelaida, en compañía de su doncella. En aquellos momentos, el barco navegabarumbo a Australia, por aguas situadas al sur del canal de Suez. Los oficiales eranlos mismos que en el 95, con una sola excepción: el primer oficial, Jack Croker,había ascendido a capitán y estaba a punto de tomar el mando de su nuevo barco,el Bass Rock, que zarparía de Southampton dentro de dos días. Residía enSy denham, pero lo más probable era que se pasara aquella misma mañana porla oficina para recibir instrucciones, de modo que si queríamos podíamosaguardarlo.

No, el señor Holmes no deseaba hablar con él, pero sí que le gustaría saberalgo más acerca de su historial y su carácter.

Su historial era magnífico. No había en toda la flota un oficial que pudieracompararse con él. En cuanto a su carácter, era de absoluta confianza cuandoestaba de servicio, pero fuera de su barco era un tipo alocado, temerario,nervioso e irascible, aunque sin dejar de ser leal, honrado y de buen corazón.Esta era, en sustancia, la información con la que Holmes salió de la oficina de laCompañía Naviera Adelaida-Southampton. Desde allí nos dirigimos a ScotlandYard, pero en lugar de entrar, Holmes se quedó sentado en el coche, con lascejas fruncidas, sumido en profundos pensamientos. Por último, se hizo llevar ala oficina de telégrafos de Charing Cross, donde cursó un telegrama, yregresamos al fin a Baker Street.

—No he sido capaz de hacerlo, Watson —dijo cuando nos hubimos instaladode nuevo en nuestro cuarto—. Una vez cursada la orden de detención, nada en elmundo habría podido salvarlo. Una o dos veces a lo largo de mi carrera he tenidola impresión de que había hecho más daño yo descubriendo al criminal que ésteal cometer su crimen. Así que he aprendido a ser cauto y ahora prefierotomarme libertades con las leyes de Inglaterra antes que con mi propiaconciencia. Es preciso que sepamos algo más antes de actuar.

Antes de que anocheciera recibimos la visita del inspector Stanley Hopkins.Las cosas no le iban muy bien.

—Holmes, estoy convencido de que es usted un brujo. Le aseguro que a

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veces pienso que posee usted poderes que no son humanos. Vamos a ver: ¿cómodemonios sabía usted que la plata robada estaba en el fondo de ese estanque?

—No lo sabía.—Pero me dijo que lo inspeccionara.—¿Así que la encontró, eh?—Sí, la encontré.—Me alegro mucho de haberle podido ayudar.—¡Pero es que no me ha ayudado! ¡Lo que ha hecho es complicar

muchísimo más el asunto! ¿Qué clase de ladrones son éstos que roban la plata yluego la tiran al estanque más próximo?

—No cabe duda de que su proceder es bastante excéntrico. Yo me limité arazonar a partir de la idea de que si la plata la habían robado personas que enrealidad no la querían, sino que únicamente la estaban utilizando como pantalla,lo más natural era que procuraran deshacerse de ella lo antes posible.

—Pero ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza semejante idea?—Bueno, me pareció que era posible. Nada más salir por el ventanal francés

tuvieron que encontrarse el estanque, con su tentador agujerito en el hielo,delante de sus mismas narices. ¿Qué mejor escondite que aquél?

—¡Ah, un escondite! ¡Eso es otra cosa! —exclamó Stanley Hopkins—. Sí,claro, ahora lo entiendo. Era muy pronto, había aún gente por los caminos, ytuvieron miedo de que alguien los viera con la plata, de manera que la echaron alestanque, con la intención de regresar a por ella cuando no hubiera moros en lacosta. Magnífico, señor Holmes, esto está mejor que esa idea de la pantalla.

—Seguro. Ha elaborado usted una admirable teoría. No cabe duda de que misideas eran completamente disparatadas, pero tiene usted que reconocer que handado como resultado la recuperación de la plata.

—Sí, señor, sí; todo el mérito es suy o. En cambio, y o he sufrido un graveresbalón.

—¿Un resbalón?—Sí, señor Holmes. La banda de los Randall ha sido detenida esta mañana en

Nueva York.—Vaya por Dios, Hopkins. Esto sí que parece rebatir su teoría de que anoche

cometieron un asesinato en Kent.—Es un golpe mortal, señor Holmes, absolutamente mortal. Sin embargo,

hay otras cuadrillas de tres hombres, aparte de los Randall, e incluso podríatratarse de una banda nueva, que la policía aún no conoce.

—Seguro; es perfectamente posible. ¿Cómo, se marcha usted?—Sí, señor Holmes; no habrá descanso para mí hasta que haya llegado al

fondo del asunto. Supongo que no tiene usted ninguna sugerencia que hacerme.—Ya le he hecho una.—¿Cuál?

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—Bueno, he sugerido la posibilidad de una pantalla.—Pero ¿por qué, señor Holmes, por qué?—Ah, ésa es la cuestión, desde luego. Pero le recomiendo que piense en esa

idea. Puede que descubra que tiene su miga. ¿No se queda a cenar? Está bien,adiós y háganos saber cómo le va.

Hasta después de haber cenado y haber quedado recogida la mesa, Holmesno volvió a mencionar el asunto. Había encendido su pipa y acercado los pies,enfundados en zapatillas, al reconfortante fuego de la chimenea. De pronto,consultó su reloj .

—Espero novedades, Watson.—¿Cuándo?—Ahora mismo…, dentro de unos minutos. Seguro que piensa usted que me

he portado muy mal con Hopkins hace un rato.—Confío en su buen juicio.—Una respuesta muy sensata, Watson. Tiene usted que mirarlo de este modo:

lo que yo sé es extraoficial; lo que él sabe es oficial. Yo tengo derecho a decidirpor mí mismo, pero él no. Él tiene que revelarlo todo, o se convertiría en untraidor al cargo que ocupa. En caso de duda, preferiría no colocarle en unaposición tan penosa y por eso me reservo lo que sé hasta que haya llegado a unaconclusión clara sobre el asunto.

—¿Y eso cuándo será?—Ha llegado el momento. Va usted a presenciar la última escena de un

pequeño e interesante drama.Se oyeron ruidos en la escalera, y nuestra puerta se abrió para dejar paso a

uno de los ejemplares masculinos más espléndidos que jamás han entrado porella. Era un hombre joven y muy alto, con bigote rubio, ojos azules, piel tostadapor el sol de los trópicos y andares elásticos, que demostraban que aquellapoderosa estructura era tan ágil como fuerte. Cerró la puerta después de entrar yse quedó de pie, con los puños apretados y el pecho palpitando, como tratando dedominar una emoción avasalladora.

—Siéntese, capitán Croker. ¿Recibió usted mi telegrama?Nuestro visitante se dejó caer en una butaca y nos miró con ojos inquisitivos.—Recibí su telegrama y he venido a la hora que usted indicaba. Me han dicho

que ha estado usted hoy en la oficina. No hay manera de escapar de usted.Oigamos ya las malas noticias. ¿Qué piensa hacer conmigo? ¿Detenerme?¡Hable, hombre! No se quede ahí sentado, jugando conmigo como el gato con elratón.

—Dele un cigarro —me dijo Holmes—. Muerda eso, capitán Croker, y no sedeje llevar por los nervios. Puede estar seguro de que yo no me sentaría a fumarcon usted si lo considerase un criminal vulgar. Sea sincero conmigo y saldráganando. Trate de engañarme y lo aplastaré.

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—¿Qué quiere usted que haga?—Que me cuente toda la verdad de lo sucedido anoche en Abbey Grange.

Toda la verdad, fíjese bien, sin añadir ni omitir nada. Es ya tanto lo que sé, que sise desvía usted una pulgada del camino recto, tocaré este silbato de policía desdela ventana y el asunto quedará fuera de mis manos para siempre.

El marino meditó un momento y luego se dio una palmada en la pierna consu enorme mano tostada por el sol.

—Correré el riesgo —dijo—. Creo que es usted un hombre de palabra y unhombre justo, y le voy a contar toda la historia. Pero antes tengo que decirle unacosa. Por lo que a mí respecta, no me arrepiento de nada, no temo nada, volveríaa hacer lo que hice, y me sentiría orgulloso de haberlo hecho. ¡Maldita bestia!Aunque tuviera más vidas que un gato, no le bastaría con todas ellas para pagar loque hizo. Pero está la señora, Mary…, Mary Fraser…, porque jamás me haránllamarla por ese otro maldito apellido… Cuando pienso los problemas que estopuede ocasionarle…, yo, que daría la vida sólo por hacer brotar una sonrisa en suamado rostro…, es que se me hace la sangre agua. Y sin embargo…, y sinembargo… ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Voy a contarles mi historia,caballeros, y después les preguntaré, de hombre a hombre, si podía haber hechootra cosa.

Tengo que retroceder un poco. Parece que ustedes lo saben todo, así quesupongo que ya saben que la conocí cuando ella era pasajera y yo primer oficialdel Rock of Gibraltar. Desde que la vi por vez primera no existió otra mujer paramí. Cada día del viaje la amaba más, y muchas veces, durante la oscuridad de laguardia nocturna, me he arrodillado para besar la cubierta del barco allí dondesus queridos pies la habían pisado. Ella nunca me prometió nada. Me trató contoda la honradez con que una mujer puede tratar a un hombre. No tengo ningunaqueja. Por mi parte, todo era amor; por la suy a, buena camaradería y amistad.Cuando nos separamos, ella era una mujer libre, pero yo ya no podría ser librejamás.

Al regreso de mi siguiente viaje me enteré de su matrimonio. ¿Y por qué noiba a poderse casar con quien quisiera? Título y dinero… ¿A quién iban a sentarlemejor que a ella? Nació para todo lo bello y delicado. Me alegré de su buenasuerte y de que no se hubiera echado a perder entregándose a un vulgar marinosin un céntimo. Así es como yo amaba a Mary Fraser.

En fin, pensaba que no la volvería a ver; pero al concluir mi último viaje fuiascendido a capitán y mi nuevo barco aún no se había botado, de manera quetuve que esperar un par de meses, y fui a pasarlos con mi familia en Sydenham.Y un día, en un camino rural, me encontré con Teresa Wright, su vieja doncella,que me contó cosas de ella, de él, de todo. Les aseguro, caballeros, que casi mevuelvo loco ¡Ese perro borracho! ¡Atreverse a ponerle la mano encima, él, queno era digno ni de lamerle los zapatos! Volví a ver a Teresa. Después vi a la

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propia Mary… y la volví a ver por segunda vez. A partir de entonces ella ya noquiso que siguiéramos viéndonos. Pero el otro día recibí el aviso de que mi barcozarparía en una semana, y decidí verla una vez más antes de partir. Teresasiempre estuvo de mi parte, porque quería a Mary y odiaba a ese canalla casitanto como yo. Por ella me enteré de las costumbres de la casa. Mary solíaquedarse a leer en su salita de la planta baja. Anoche me acerqué hasta allíarrastrándome y arañé el cristal de la ventana. Al principio, ella no queríaabrirme, pero ahora sé que en el fondo me ama y no fue capaz de dejarmefuera en una noche tan helada. Me susurró que diera la vuelta hasta el ventanaldelantero y lo abrió para dejarme pasar al comedor. Una vez más, escuché desus labios cosas que me hicieron hervir la sangre, y una vez más maldije a esebruto que maltrataba a la mujer que yo amaba. Pues bien, caballeros, allíestábamos los dos, de pie junto al ventanal, y pongo al cielo por testigo de que enuna actitud absolutamente inocente, cuando ese hombre se precipitó en lahabitación como un loco, le dijo los peores insultos que un hombre puede dirigir auna mujer y la golpeó en la cara con el bastón que traía en la mano. Yo di unsalto para coger el atizador y entablamos una lucha bastante igualada. Aquí en mibrazo puede ver dónde cayó su primer golpe. Pero entonces me tocó pegar a míy le partí el cráneo como si hubiera sido una calabaza podrida. ¿Creen ustedesque lo lamenté? ¡Ni lo más mínimo! Era su vida o la mía… Más aún: era su vidao la de ella, porque, ¿cómo iba yo a dejarla en poder de aquel loco? Así lo maté.¿Hice mal? Si es así, caballeros, díganme qué habrían hecho ustedes deencontrarse en mi situación. Ella había gritado cuando él la golpeó, y eso hizobajar a la vieja Teresa de la habitación de arriba. En el aparador había unabotella de vino y yo la abrí para verter un poco en los labios de Mary, que estabamedio muerta del susto. Yo también bebí un poco. Pero Teresa se mantenía fríacomo el hielo, y la idea fue tan suya como mía. Teníamos que aparentar quehabían sido los ladrones. Teresa no paró de repetirle la historia a su señora,mientras y o trepaba para cortar el cordón de la campanilla. Luego la até al sillón,e incluso deshilaché el extremo del cordón para que pareciera natural y nadie sepreguntara cómo había podido un ladrón trepar hasta allí para cortarlo. Cogí unoscuantos platos y cacharros de plata para reforzar la historia del robo, y las dejésolas, indicándolas que dieran la alarma un cuarto de hora después demarcharme yo. Tiré la plata al estanque y me volví a Sy denham con lasensación de que, por una vez en mi vida, había aprovechado bien la noche. Yesta es la verdad y toda la verdad, señor Holmes, aunque me cueste el cuello.

Holmes siguió fumando en silencio durante un rato. Luego cruzó la habitacióny estrechó la mano de nuestro visitante.

—Esto es lo que pienso —dijo—. Sé que todo lo que me ha dicho es verdad,porque prácticamente no ha dicho ni una palabra que yo no supiera ya. Nadiemás que un acróbata o un marinero podía haber trepado para cortar ese cordón

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desde la moldura, y nadie más que un marino podía haber hecho esos nudos paraatar el cordón a la silla. La señora no había estado en contacto con marinos másque una vez en su vida, y eso fue durante su viaje. Y tenía que tratarse de alguiende su misma categoría humana, por el empeño que ponía en encubrirle, lo cual,de paso, demostraba que le amaba. Ya ve lo fácil que me ha resultado dar conusted en cuanto me puse a seguir la pista adecuada.

—Yo creí que la policía nunca conseguiría descubrir nuestro engaño.—Y no lo ha conseguido, ni creo que lo consiga. Pero mire, capitán Croker:

este es un asunto muy serio, aunque estoy dispuesto a admitir que usted actuóbajo la provocación más extrema a la que pueda verse sometido un hombre.Tratándose de defender su vida, es muy posible que su acción se puedaconsiderar legítima. Sin embargo, eso debe decidirlo un jurado británico.Mientras tanto, me inspira usted tanta simpatía que si decidiera desaparecer enlas próximas veinticuatro horas yo le prometo que nadie le molestaría.

—¿Y después, todo saldría a relucir?—Desde luego que saldrá a relucir.El marino se puso rojo de ira.—¿Cree usted que se le puede proponer algo así a un hombre? Conozco la ley

lo suficiente como para saber que Mary sería detenida como cómplice. ¿Piensaque yo la dejaría sola para afrontar el escándalo mientras yo me escabullo? No,señor; que hagan lo que quieran conmigo, pero, por amor de Dios, señor Holmes,tiene usted que encontrar alguna manera de librar a mi pobre Mary de lostribunales.

Por segunda vez, Holmes estrechó la mano del marino.—Sólo estaba poniéndole a prueba, y también esta vez ha respondido. Bien,

estoy asumiendo una gran responsabilidad, pero ya le he proporcionado aHopkins una pista excelente, y si no es capaz de sacarle partido, yo ya no puedohacer más. Vamos a ver, capitán Croker, hagamos esto como es debido. Usted esel acusado. Watson, usted es un jurado británico, y le aseguro que nunca heconocido a una persona mejor capacitada para ejercer esa función. Yo soy eljuez. Y ahora, caballeros del jurado, han oído ustedes la relación de los hechos.¿Consideran al acusado culpable o inocente?

—Inocente, su señoría —dije yo.—Vox populi, vox Dei. Este tribunal le absuelve, capitán Croker. A no ser que

la justicia encuentre un falso culpable, está usted a salvo de mí. Vuelva usteddentro de un año a visitar a la señora, y ojalá que el futuro de ustedes dosjustifique la sentencia que hemos pronunciado esta noche.

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Mi intención era que « La aventura de Abbey Grange» hubiera sido la última delas aventuras de mi amigo Sherlock Holmes que y o diera a conocer al público.Esta decisión no se debía a la escasez de material, y a que dispongo de notasacerca de varios centenares de casos que nunca he llegado a mencionar, nitampoco a que mis lectores hayan ido perdiendo interés por la personalidad únicay los métodos extraordinarios de este hombre inigualable. La verdadera razónhay que buscarla en el poco entusiasmo demostrado por el propio señor Holmesante la continua publicación de sus experiencias. Mientras estuvo ejerciendo suprofesión, la relación de sus éxitos tenía para él una cierta utilidad práctica; perodesde que se retiró definitivamente de Londres, para dedicarse al estudio y laapicultura en las tierras bajas de Sussex, la notoriedad le ha llegado a resultaraborrecible, y ha insistido de manera terminante en que se respeten sus deseos eneste aspecto. Sólo cuando le recordé que yo había prometido que « La aventurade la segunda mancha» se publicaría cuando llegase el momento adecuado, y lehice notar la conveniencia de que esta larga serie de episodios culminara en elmás importante caso internacional que jamás se le encomendó, conseguí obtenersu autorización para exponer al público una versión del asunto que hasta ahora seha mantenido celosamente oculta. Si en algún momento del relato parece quesoy algo inconcreto en ciertos detalles, el lector sabrá comprender que existe unaexcelente razón para mi reticencia.

Sucedió, pues, que un martes de otoño por la mañana, en un año y unadécada que quedarán sin precisar, recibimos en nuestros humildes aposentos deBaker Street a dos visitantes famosos en toda Europa. Uno de ellos, austero,solemne, dominante y con ojos de águila, era nada menos que el ilustre lordBellinger, dos veces primer ministro de Gran Bretaña. El otro, moreno, elegantey de rasgos muy marcados, apenas entrado en la madurez y dotado de toda clasede cualidades físicas y mentales, era el muy honorable Trelawney Hope,ministro de Asuntos Europeos y el estadista más prometedor del país. Se sentaronuno junto al otro en nuestro sofá lleno de papeles revueltos, y se notaba a primeravista, por sus expresiones preocupadas y ansiosas, que el asunto que los habíatraído era de la máxima importancia. Las manos delgadas del primer ministro,surcadas por venas azules, apretaban con fuerza el puño de marfil de suparaguas, y su rostro demacrado y ascético nos dirigía sombrías miradas,primero a Holmes y después a mí. El ministro de Asuntos Europeos se tiraba,nervioso, del bigote y jugueteaba con los dijes de la cadena de su reloj .

—Cuando descubrí la pérdida, señor Holmes, lo cual sucedió a las ocho deesta mañana, informé inmediatamente al primer ministro. Ha sido idea suya quevengamos a verle.

—¿Han informado ustedes a la policía?—No, señor Holmes —respondió el primer ministro, con la manera de hablar

rápida y tajante que le había hecho famoso—. Ni lo hemos hecho ni es posible

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hacerlo. Informar a la policía equivaldría, a la larga, a informar al público, y estodeseamos evitarlo de manera muy especial.

—¿Y eso por qué, señor?—Porque el documento en cuestión tiene una importancia tan tremenda que

su publicación podría provocar fácilmente…, yo diría que casi con seguridad…,complicaciones de suma gravedad en el escenario europeo. No exagero al decirque podrían estar en juego decisiones de guerra o de paz. Si no podemos intentarrecuperarlo en absoluto secreto, lo mismo da que no lo recuperemos, porque loque se proponen los que lo han robado es, precisamente, dar a conocer sucontenido.

—Comprendo. Y ahora, señor Trelawney Hope, le agradecería mucho queme explicara con exactitud las circunstancias en que desapareció estedocumento.

—Se puede decir en muy pocas palabras, señor Holmes. La carta…, porquese trata de una carta de un dirigente extranjero…, se recibió hace seis días. Eratan importante que ni siquiera la he querido dejar en mi caja fuerte, sino que lahe llevado todas las noches a mi casa de Whitehall Terrace y la he tenido en mihabitación, dentro de un maletín cerrado con llave. Anoche estaba allí, de esoestoy seguro, porque abrí el maletín mientras me vestía para cenar y vi dentro eldocumento. Esta mañana ya no estaba. El maletín se quedó toda la noche sobrela mesa del tocador, al lado del espejo. Yo tengo el sueño muy ligero, y miesposa también. Los dos estamos dispuestos a jurar que nadie pudo entrar ennuestra habitación durante la noche. Y sin embargo, le repito que el documentoha desaparecido.

—¿A qué hora cenó usted?—A las siete y media.—¿Cuánto tiempo tardó en irse a la cama?—Mi esposa había salido al teatro, y yo me quedé esperándola. No subimos a

nuestra habitación hasta las once y media.—¿Así que el maletín permaneció sin vigilancia durante cuatro horas?—A nadie se le permite entrar en esa habitación, exceptuando a la mujer que

la limpia por la mañana, y a mi ayuda de cámara y la doncella de mi esposadurante el resto del día. Y los dos son servidores de confianza, que llevan bastantetiempo con nosotros. Además, ninguno de ellos podía saber que en el maletínhubiera nada más importante que el papeleo normal del ministerio.

—¿Quién conocía la existencia de esa carta?—En mi casa, nadie.—¿Ni siquiera su esposa?—No, señor; no le dije nada hasta esta mañana, cuando eché en falta el

documento.El primer ministro asintió en señal de aprobación.

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—Hace mucho que conozco su elevado sentido del deber en cuestiones de sucargo, señor —dijo—. Estoy convencido de que, tratándose de un secreto tanimportante como éste, lo pondría por encima incluso de sus lazos familiares másíntimos.

El ministro de Asuntos Europeos correspondió con una inclinación de cabeza.—Con eso no me hace usted más que justicia, señor. Hasta esta mañana no le

había dicho a mi esposa ni una palabra del asunto.—¿No podría ella haberlo adivinado?—No, señor Holmes, ni ella ni nadie podría haberlo adivinado.—¿Había perdido usted antes algún documento?—No, señor.—¿Quién conocía en Inglaterra la existencia de esa carta?—Ayer se informó a todos los ministros del Consejo. Pero el juramento de

secreto que rige en todas las reuniones del Gabinete se reforzó ayer con unasolemne advertencia del primer ministro. ¡Dios mío! ¡Y pensar que a las pocashoras, yo mismo iba a perderlo! —su atractivo rostro se contrajo en una muecade desesperación, mientras se mesaba el cabello con las manos. Por unmomento, tuvimos una fugaz visión de cómo era aquel hombre por dentro:impulsivo, ardiente, extremadamente sensible. Pero al instante había adoptado denuevo la máscara aristocrática y volvía a oírse su voz suave—. Además de losmiembros del Consejo de Ministros, hay dos, o tal vez tres, altos funcionarios queestán enterados de la existencia de la carta. Nadie más en toda Inglaterra, señorHolmes, se lo aseguro.

—¿Y en el extranjero?—Me inclino a creer que no la ha visto nadie más que la persona que la

escribió. Estoy convencido de que sus ministros…, de que no se han utilizado loscauces oficiales habituales.

Holmes reflexionó durante unos momentos.—Bien, señor, tengo que pedirle detalles más concretos sobre ese documento,

y saber por qué su desaparición puede acarrear tan graves consecuencias.Los dos estadistas intercambiaron una rápida mirada, y las hirsutas cejas del

primer ministro se contrajeron en un ceño fruncido.—Verá, señor Holmes, está en un sobre largo y delgado, de color azul claro.

Tiene un sello de lacre rojo, con un león rampante estampado. La dirección estáescrita a mano, en letra grande y firme…

—Me temo —interrumpió Holmes— que, por muy interesantes e inclusoesenciales que sean esos detalles, mi pregunta debe llegar a la raíz del asunto.¿De qué trataba esa carta?

—Eso es un secreto de Estado de la máxima importancia, y me temo que nopuedo decírselo, y tampoco me parece que sea necesario. Si usted, valiéndose delas facultades que se dice que posee, es capaz de encontrar el sobre que le he

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descrito, con su contenido, habrá prestado un gran servicio a su país y se habráhecho merecedor de cualquier recompensa que esté en nuestra manoconcederle.

Sherlock Holmes se puso en pie, sonriente.—Son ustedes dos de los hombres más ocupados del país —dijo— y y o

mismo, en mi modestia, también tengo mucho trabajo por hacer. Lamentomuchísimo no poder ayudarles en este asunto, y prolongar esta entrevista seríauna pérdida de tiempo.

El primer ministro se puso en pie de un salto, con aquel mismo brillo rápido yferoz en sus ojos hundidos que acobardaba a los consejos de ministros.

—¡No estoy acostumbrado…! —empezó a decir, pero logró dominar sucólera y se sentó de nuevo. Durante un minuto, o más, todos permanecimos ensilencio. Por fin, el anciano estadista se encogió de hombros.

—Tendremos que aceptar sus condiciones, señor Holmes. No cabe duda deque tiene usted razón y no podemos esperar que se ponga en acción a menos quele otorguemos nuestra plena confianza.

—Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo el estadista más joven.—En tal caso, se lo contaré, confiando por completo en su honor y en el de su

compañero, el doctor Watson. También podría apelar a su patriotismo, ya que nose me ocurre una desgracia peor para nuestro país que la que podría producirse sisaliera a la luz este asunto.

—Puede usted confiar en nosotros.—Pues bien, la carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por algunos

sucesos coloniales en los que ha intervenido recientemente nuestro país. La haescrito en un arrebato y bajo su propia responsabilidad. Por lo que hemos podidoaveriguar, sus ministros no saben nada del asunto. Lo malo es que está redactadade un modo tan poco afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si sepublicaran darían lugar, sin duda, a un estado de opinión muy peligroso. Seproduciría en el país una ebullición de tal calibre que me atrevería a decir que, ala semana de publicarse la carta, este país se vería envuelto en una terribleguerra.

Holmes escribió un nombre en una hoja de papel y se la pasó al primerministro.

—Exacto. Ha sido él. Y su carta, esta carta que puede significar un gasto demiles de millones y la pérdida de cientos de miles de vidas humanas, es la que seha perdido de manera tan inexplicable.

—¿Han informado usted al remitente?—Sí, señor; hemos enviado un telegrama en clave.—Tal vez él desee que la carta se publique.—No, señor; tenemos razones de peso para creer que él se ha dado cuenta de

que actuó de manera acalorada e imprudente. Para él y su país, la publicación de

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esta carta supondría un golpe aún más duro que para nosotros.—En ese caso, ¿a quién le interesa que se publique la carta? ¿Por qué puede

desear alguien robarla o publicarla?—Ahí, señor Holmes, nos metemos en el campo de la alta política

internacional. Pero si considera usted la situación en Europa, no le resultará difícilcomprender el motivo. Europa entera es un campamento armado. Existen dosalianzas con una potencia militar bastante equilibrada. Gran Bretaña se encuentraen condiciones de inclinar la balanza. Si se viera arrastrada a la guerra contra unade las dos confederaciones, esto aseguraría la supremacía de la otra, tanto si éstaentra en guerra como si no. ¿Me sigue usted?

—Con toda claridad. Así pues, a los enemigos de este gobernante lesinteresaría apoderarse de la carta y publicarla, con el fin de crear unenfrentamiento entre su país y el nuestro.

—Eso es.—¿Y a quién se le enviaría este documento, en caso de caer en manos

enemigas?—A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Probablemente, en

estos instantes y a va camino de una de ellas, a toda la velocidad a la que puedallevarla un vehículo de vapor.

El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y suspiró en vozalta. El primer ministro apoy ó una mano consoladora en su hombro.

—Ha tenido usted mala suerte, querido amigo. Nadie le culpa de nada. No haomitido usted ninguna precaución. Y ahora, señor Holmes, y a dispone usted detodos los datos. ¿Qué medidas recomienda?

Holmes movió la cabeza con expresión triste.—¿Está usted convencido, señor, de que si no se recupera ese documento

habrá guerra?—Lo considero muy probable.—Entonces, señor, prepárese para la guerra.—Esas son palabras muy duras, señor Holmes.—Considere los hechos, señor. Es completamente imposible que lo robaran

después de las once y media de la noche, y a que, según he creído entender, elseñor Hope y su esposa permanecieron en su habitación desde esa hora hasta quese descubrió el robo. Así pues, lo tuvieron que robar ayer, entre las siete y mediay las once y media, probablemente más cerca de la primera hora, y a que esobvio que quien se lo llevó sabía que estaba allí, y lo más natural es queprocurara apoderarse de él lo antes posible. Ahora bien, dada la hora en que serobó y la importancia del documento, ¿dónde puede estar ahora? Nadie tienemotivo alguno para retenerlo. Es preciso hacerlo llegar rápidamente a manos dequienes lo necesitan. ¿Qué posibilidades tenemos a estas alturas de alcanzarlos, nisiquiera de seguirles la pista? Ni la más mínima.

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El primer ministro se levantó del sofá.—Lo que dice es completamente lógico, señor Holmes. A mí también me

parece que el asunto está fuera de nuestras posibilidades.—Supongamos, sólo a manera de hipótesis, que lo hubiera robado la doncella

o el ay uda de cámara.—Los dos son sirvientes antiguos y de confianza.—Me pareció entender que su habitación se encuentra en la segunda planta,

que no se puede entrar desde fuera de la casa, y que nadie habría podido llegardesde dentro sin que le vieran. En tal caso, la carta tiene que haberla robadoalguien de la casa. ¿A quién se la pudo entregar el ladrón? A cualquiera de losvarios espías internacionales y agentes secretos, con cuy os nombres estoyrelativamente familiarizado. Hay tres de ellos que podrían considerarse como lasestrellas de su profesión. Comenzaré mis indagaciones intentado averiguar sitodos ellos continúan en sus puestos. En caso de faltar alguno de ellos, y sobretodo si falta desde anoche, dispondremos de algún indicio sobre el lugar dedestino del documento.

—¿Por qué no habría de continuar en su puesto? —preguntó el ministro deAsuntos Europeos—. Podría perfectamente haberlo llevado a alguna embajadaen Londres.

—No creo que lo haya hecho. Estos agentes trabajan por libre, y muchasveces sus relaciones con las embajadas son algo tirantes.

El primer ministro asintió en señal de aprobación.—Creo que tiene usted razón, señor Holmes. Tratándose de un botín tan

valioso, lo llevaría personalmente. Su línea de acción me parece excelente.Mientras tanto, Hope, no podemos descuidar nuestros otros deberes a causa deesta desgracia. En caso de producirse alguna novedad durante el día de hoy, nospondremos en comunicación con usted. Y usted, naturalmente, nos tendrá alcorriente de los resultados de sus investigaciones.

Los dos estadistas hicieron una inclinación de cabeza y salieron de lahabitación con aire solemne.

Cuando nuestros ilustres visitantes se hubieron marchado, Holmes encendió supipa sin pronunciar palabra y se quedó un buen rato sumido en profundasreflexiones. Yo me había puesto a hojear el periódico de la mañana y meencontraba inmerso en un crimen sensacional que se había cometido en Londresla noche antes, cuando mi amigo soltó una exclamación, se puso en pie de unsalto y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.

—Sí —dijo—; no hay mejor manera de abordarlo. La situación es muygrave, pero no desesperada. Si pudiéramos estar seguros de cuál de ellos latiene…, porque todavía es posible que no haya salido de sus manos. Al fin y alcabo, estos tipos se mueven por dinero, y y o cuento con el respaldo del TesoroNacional. Si está a la venta, puedo comprarla, aunque ello signifique que todos

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paguemos un penique más de impuestos. Es perfectamente posible que nuestrohombre esté aguardando a escuchar las ofertas de este bando antes de probarsuerte con el otro. Y sólo existen tres hombres capaces de jugar un juego tanarriesgado: Oberstein, La Tothiere y Eduardo Lucas. Tendré que verlos a los tres.

Yo eché un vistazo al periódico.—¿Se refiere usted a Eduardo Lucas, de Godolphin Street?—Sí.—Pues a ése no lo verá usted.—¿Por qué no?—Esta noche ha sido asesinado en su casa.Eran tantas las veces que mi amigo me había asombrado en el transcurso de

sus aventuras, que sentí verdadera satisfacción al darme cuenta de que esta vezera y o quien le había dejado completamente atónito. Me miró como alucinado yme arrebató el periódico de las manos. Esto era lo que estaba ley endo cuando élse levantó de su asiento:

«ASESINATO EN WESTMINSTER

La pasada noche se cometió un crimen encircunstancias misteriosas en el número 16 deGodolphin Street, una vetusta y solitaria callede edificios del siglo XVIII, situada entre elrío y la Abadía, casi a la sombra de la grantorre del Parlamento. La pequeña pero señorialmansión llevaba varios años habitada por el señorEduardo Lucas, muy conocido en los círculossociales por su atractiva personalidad y portener merecida fama de ser uno de los mejorestenores aficionados del país. El señor Lucas erasoltero, de treinta y cuatro años, y su servicioestaba formado por la señora Pringle, su ancianaama de llaves, y un ayuda de cámara llamadoMitton. La primera se retira pronto y duerme enel piso alto. El ayuda de cámara había salido avisitar a un amigo que reside en Hammersmith. Asípues, el señor Lucas se quedó solo en casa desdelas diez de la noche. Todavía no se sabe lo queocurrió en ese tiempo, pero a las doce menoscuarto, el agente de policía Barrett, que hacíala ronda por Godolphin Street, observó que lapuerta del número 16 se encontraba entreabierta.

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Llamó sin obtener respuesta y, al advertir unaluz en la habitación delantera, avanzó por elpasillo y llamó de nuevo a la puerta de estahabitación, con idéntico resultado negativo.Entonces abrió la puerta de un empujón y penetróen la estancia. La habitación se encontraba enabsoluto desorden, con todos los mueblesamontonados a un lado y una silla volcada en elcentro. Junto a esta silla, aferrado todavía auna de sus patas, yacía el desdichado inquilinode la casa. Había recibido una puñalada en elcorazón, que debió producirle la muerteinstantánea.

El cuchillo con el que se cometió el crimen esuna daga india de hoja curva, descolgada de unapanoplia de armas orientales que adornaba una delas paredes. En cuanto al móvil del crimen, noparece haber sido el robo, ya que no faltaninguno de los objetos de valor que contenía lahabitación. El señor Eduardo Lucas era tanconocido y apreciado que su violenta y misteriosamuerte ha provocado una gran consternación en suextenso círculo de amistades».

—Bien, Watson, ¿qué le parece esto?—Una coincidencia asombrosa.—¡Una coincidencia! Aquí tenemos a uno de los tres hombres que habíamos

señalado como posibles participantes en este drama, y resulta que muere de unamanera violenta durante las mismas horas en que el drama se representaba. Lasposibilidades de que se trate de una coincidencia son tan ínfimas que no existennúmeros para representarlas. No, querido Watson, los dos sucesos estánrelacionados…, tienen que estar relacionados. A nosotros nos toca descubrir larelación.

—Pero ahora la policía estará enterada de todo.—Nada de eso. La policía sabe lo que ha visto en Godolphin Street. No sabe,

ni sabrá, nada de lo sucedido en Whitehall Terrace. Sólo nosotros estamos al tantode los dos sucesos, y podemos intentar descubrir la relación entre ambos. Detodas maneras, hay un detalle evidente que habría bastado para orientar missospechas hacia Lucas. Godolphin Street está en Westminster, a pocos minutos deWhitehall Terrace. Los otros dos agentes secretos que he mencionado viven alextremo del West End. Por tanto, a Lucas le resultaba más fácil que a los otros

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establecer un contacto o recibir un mensaje de la casa del ministro de AsuntosEuropeos. Es poca cosa, pero cuando los hechos se concentran en tan pocas horaspuede resultar esencial. ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí?

Había aparecido la señora Hudson, trayendo en bandeja una tarjeta demujer. Holmes le echó un vistazo, levantó las cejas y me la pasó a mí.

—Dígale a lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de pasar —dijo.Un momento después, nuestro humilde apartamento, que ya se había visto

honrado aquella mañana, se honró aún más con la entrada de la mujer másencantadora de Londres. Yo había oído hablar con frecuencia de la belleza de lahija menor del duque de Belminster, pero ni las descripciones ni las fotografíasen blanco y negro me habían preparado para el sutil y delicado encanto y elhermoso colorido de aquella cabeza exquisita. Sin embargo, tal como nosotros lavimos aquella mañana de otoño, no era su belleza lo primero que impresionaba alobservador; el cutis era admirable, pero se veía pálido de emoción; los ojosbrillaban, pero su brillo era febril; la delicada boca se apretaba y fruncía en unintento de mantener la calma. El terror, y no la belleza, era lo primero quesaltaba a la vista cuando nuestra hermosa visitante quedó momentáneamenteencuadrada en el marco de la puerta.

—¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes?—Sí, señora, ha estado aquí.—Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido. Holmes respondió

con una fría inclinación de cabeza y le ofreció un asiento.—Señora, me coloca usted en una situación muy delicada. Le ruego que se

siente y me explique qué desea; pero me temo que no puedo hacerle promesasincondicionales.

La dama cruzó la habitación y se sentó de espaldas a la ventana.Verdaderamente, aquella mujer alta, elegante e intensamente femenina tenía elporte de una reina.

—Señor Holmes —dijo mientras cruzaba y descruzaba las manos,enfundadas en guantes blancos—, voy a hablarle con sinceridad, y confío en queusted, a cambio, sea sincero conmigo. Entre mi marido y y o existe absolutaconfianza en todos los aspectos, excepto en uno: la política. Para este tema, suslabios están sellados, no me cuenta nada. Ahora bien, me consta que anocheocurrió en nuestra casa un incidente sumamente deplorable. Sé que hadesaparecido un documento. Pero como se trata de asunto político, mi esposo seniega a contarme los detalles. Sin embargo, es esencial…, esencial, repito…, queyo me entere de todo. Usted es la única persona, aparte de esos políticos, queconoce los hechos. Le ruego, pues, señor Holmes, que me informe con exactitudde lo sucedido y sus posibles consecuencias. Cuéntemelo todo, señor Holmes. Nose calle por consideración a los intereses de su cliente, porque le aseguro que,aunque él no se dé cuenta, lo más conveniente para sus intereses sería confiar

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plenamente en mí. ¿Qué papel es ése que han robado?—Señora, lo que me pide es completamente imposible.Ella dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos.—Tiene que comprenderlo, señora. Si su marido considera que debe

mantenerla al margen de este asunto, ¿cómo voy a contarle lo que él ha decididoocultar, habiendo conocido los hechos bajo promesa de secreto profesional? Noestá bien que me lo pida. Tendría que preguntárselo a él.

—Ya se lo he preguntado. He acudido a usted como último recurso. Peroaunque no me diga nada concreto, señor Holmes, puede usted hacerme un granservicio si me aclara un único detalle.

—¿Cuál, señora?—¿Puede este incidente perjudicar la carrera política de mi marido?—Bueno, señora, desde luego, a menos que se resuelva favorablemente,

puede tener efectos muy lamentables.—¡Ah! —exclamó ella, respirando hondo, como quien acaba de ver resueltas

sus dudas—. Una pregunta más, señor Holmes: por un comentario que se leescapó a mi esposo bajo la primera impresión del desastre, he creído entenderque la pérdida de este documento podría acarrear terribles consecuencias para lanación.

—Si él lo dijo, no seré y o quien lo niegue.—¿Qué clase de consecuencias?—Lo siento, señora, otra vez me pregunta usted más de lo que yo puedo

responder.—En tal caso, no le haré perder más tiempo. No le culpo, señor Holmes, por

negarse a hablar más abiertamente, y estoy segura de que usted, por su parte, nopensará mal de mí por intentar compartir los problemas de mi marido, aun encontra de su voluntad. Una vez más, le ruego que no le diga nada de mi visita.

Al llegar a la puerta se volvió para mirarnos y tuve una última visión de aquelrostro hermoso y atormentado, con los ojos asustados y la boca apretada. Uninstante después se había ido.

—Bueno, Watson, el bello sexo es su especialidad —dijo Holmes con unasonrisa cuando el ondulante frufrú de las faldas concluyó con un portazo—. ¿Aqué juega esta dama?

—Me parece que lo ha dicho bien claro, y su ansiedad es muy natural.—¡Hum! Piense en su aspecto, Watson, en su manera de actuar, en su

excitación contenida, su inquietud, su insistencia en hacer preguntas. Recuerdeque pertenece a una casta que no suele exteriorizar sus emociones.

—Desde luego, venía muy alterada.—Recuerde también el curioso convencimiento con que nos aseguró que

sería mejor para su marido que ella lo supiera todo. ¿Qué quería decir con eso? Yse habrá fijado usted, Watson, en cómo se situó para tener la luz a la espalda. No

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quería que leyésemos su cara.—Sí, se sentó en la única silla de la habitación.—Sin embargo, los motivos de las mujeres son tan inescrutables… ¿Se

acuerda de aquella mujer de Margate, de la que yo sospeché por la mismarazón? Y lo que sucedía era que no se había empolvado la nariz. ¿Cómo puedesconstruir algo sobre bases tan movedizas? Sus actos más triviales puedensignificar una inmensidad, y sus comportamientos más extraordinarios puedendepender de una horquilla o un rizador de pelo. Buenos días, Watson.

—¿Va usted a salir?—Sí; pienso pasar la mañana en Godolphin Street, en compañía de nuestros

amigos de la policía. La solución de nuestro problema depende de EduardoLucas, aunque confieso que aún no tengo ni idea de la forma que pueda adoptar.Es un error garrafal teorizar antes de conocer los hechos. Quédese en guardia,Watson, por si llegan nuevas visitas. Si me es posible, vendré a comer con usted.

Durante todo aquel día, el siguiente y el otro, Holmes se mantuvo de unhumor que sus amigos llamarían taciturno y los demás malhumorado. Entraba ysalía sin dejar de fumar, tocaba fragmentos de violín, se sumía en ensoñaciones,devoraba bocadillos a horas intempestivas y apenas respondía a las preguntas queyo le hacía de cuando en cuando. Era evidente que su investigación no marchabapor buen camino. No decía ni palabra sobre el caso, y tuve que enterarme por losperiódicos de los detalles de la indagación y de la detención y posterior puesta enlibertad de John Mitton, el ayuda de cámara de la víctima. El jurado deinstrucción pronunció el evidente veredicto de « homicidio intencionado» , perolos autores seguían siendo desconocidos. No se pudo hallar ningún móvil. Lahabitación estaba llena de objetos de valor, pero no habían robado ninguno.Tampoco se habían tocado los papeles del muerto. Dichos papeles fueronexaminados minuciosamente, y demostraron que el fallecido era un verdaderoexperto en política internacional, un chismoso incorregible, un notable lingüista yun infatigable escritor de cartas. Conocía íntimamente a los políticos másdestacados de varios países. Pero no se pudo encontrar nada sensacional entre losabundantes documentos que llenaban sus cajones. En cuanto a sus relaciones conmujeres, parecían haber sido numerosas, pero superficiales. Tenía muchasconocidas, pero pocas amigas, y no parecía haber amado a ninguna. Era hombrede costumbres ordenadas y conducta inofensiva. Su muerte constituía un absolutomisterio, y lo más probable era que continuara siéndolo.

En cuanto a la detención de John Mitton, el ayuda de cámara, había sido unamedida desesperada, como única alternativa a no hacer nada. Pero no se pudomantener la acusación. Aquella noche, Mitton había estado visitando a unosamigos en Hammersmith y disponía de una coartada perfecta. Es cierto queemprendió el regreso a casa con tiempo de sobra para llegar a Westminster antesde la hora en que se descubrió el crimen, pero alegó que había hecho parte del

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camino andando, lo cual parecía bastante probable, dado que hacía una nochedeliciosa. El caso es que llegó a casa a las doce de la noche, y pareció quedarabrumado por la inesperada tragedia. Siempre se había llevado bien con su señor.En sus cajones se habían encontrado varios artículos pertenecientes a la víctima,entre ellos, un estuche con navajas de afeitar, pero él explicó que se trataba deregalos de la víctima, y el ama de llaves corroboró esta versión. Mitton llevabatres años trabajando al servicio de Lucas. Llamaba la atención que éste nunca lollevase con él al Continente. Lucas hacía ocasionales viajes a París, que podíandurar hasta tres meses, pero Mitton se quedaba al cuidado de la casa deGodolphin Street. En cuanto al ama de llaves, no había oído nada la noche delcrimen. Si su señor había recibido alguna visita, tuvo que abrirle la puerta élmismo.

Así pues, por lo que yo pude leer en los periódicos, el misterio llevabadurando y a tres días. Si Holmes sabía algo más, se lo guardaba para sí mismo.No obstante, me había dicho que el inspector Lestrade le mantenía informado delcaso, así que me constaba que estaba al tanto de los detalles de la investigación.Al cuarto día, el Daily Telegraph publicó un largo comunicado de su corresponsalen París, que parecía resolver todo el asunto:

« La policía de París acaba de realizar un descubrimiento que levanta el velodel misterio que envolvía la trágica muerte de Eduardo Lucas, asesinado durantela noche del pasado lunes en Godolphin Street, Westminster. Como recordaránnuestros lectores, el señor Lucas fue encontrado apuñalado en su habitación, y sellegó a sospechar de su ayuda de cámara, aunque éste disponía de una coartadaque disipó toda sospecha. Ayer, en París, la servidumbre de una mujer,identificada como la señora de Henri Fournaye, que reside en una pequeñamansión de la Rue Austerlitz, comunicó a las autoridades que su señorapresentaba síntomas de locura. Tras someterla a un examen, se comprobó que,efectivamente, padecía una manía de carácter peligroso y permanente. Lapolicía ha podido averiguar que la señora de Henri Fournaye había llegado deLondres el martes, y existen indicios que la relacionan con el crimen deWestminster. La comparación de fotografías ha demostrado de maneraconcluyente que los señores Henri Fournaye y Eduardo Lucas eran una mismapersona y que, por alguna razón, el fallecido llevaba una doble vida entreLondres y París. La señora Fournay e, que es de origen criollo, tiene un caráctermuy excitable, y en ocasiones ha sufrido ataques de celos de tipo histérico. Sesospecha que durante uno de estos ataques cometió el crimen que tanta sensaciónha causado en Londres. No se han reconstruido aún sus movimientos durante lanoche del lunes, pero se sabe con certeza que una mujer que responde a sudescripción causó un gran revuelo el martes por la mañana en la estación deCharing Cross con su aspecto enloquecido y sus gestos violentos. Así pues, pareceprobable que cometiera el crimen en un ataque de locura, o que perdiera el

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juicio a consecuencia de su acción. Por el momento, la infeliz mujer se hamostrado incapaz de hacer una declaración coherente, y los médicos no abriganesperanzas de que recupere la razón. Se ha sabido que la noche del lunes se vio auna mujer, que bien podría haber sido madame Fournaye, vigilando durantevarias horas la casa de Godolphin Street» .

—¿Qué le parece esto, Holmes? —pregunté, después de haberle leído elartículo en alta voz mientras él terminaba el desayuno.

—Querido Watson —respondió, levantándose de la mesa y dando zancadaspor la habitación—, yo sé lo mucho que está usted sufriendo, pero si no le hecontado nada en estos tres días es porque no hay nada que contar. Y tampoco esteinforme de París nos sirve de mucha ayuda.

—Pues parece que aclara de manera concluyente la muerte de ese hombre.—La muerte de ese hombre no es más que un mero incidente, un episodio

trivial en comparación con nuestra auténtica tarea, que consiste en seguir la pistade ese documento y salvar a Europa de la catástrofe. En estos tres días sólo haocurrido una cosa importante, y es que no ha ocurrido nada. Recibo informes delgobierno casi cada hora, y en ninguna parte de Europa se ha advertido señalalguna de agitación. En cambio, si esta carta estuviera circulando…, no, no puedeestar circulando, pero en ese caso, ¿dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Por qué lamantiene oculta? Esa pregunta me golpea el cerebro como un martillo. ¿Ha sidouna coincidencia que Lucas muriera asesinado la misma noche en quedesapareció la carta? ¿Llegó la carta a sus manos? ¿Acaso se la llevó esa esposaloca que resulta que tenía? Y si se la llevó ella, ¿estará en su casa de París?¿Cómo podría yo registrarla sin despertar las sospechas de la policía francesa?Este es un caso, querido Watson, en el que la ley nos resulta tan peligrosa comolos propios criminales. Estamos solos contra todos, pero lo que está en juego estremendo. Si lograra resolverlo de manera satisfactoria, no cabe duda de que estecaso representaría el broche de oro a mi carrera. ¡Ah, aquí llega el último partede guerra! —echó un vistazo a la nota que acababan de entregarle—. ¡Vaya!Parece que Lestrade ha descubierto algo interesante. Póngase el sombrero,Watson, que vamos a dar un paseíto hasta Westminster.

Era mi primera visita al escenario del crimen: una casa alta y estrecha, algodeslucida, cursi, correcta y sólida como el siglo que la vio nacer. El rostro debulldog de Lestrade nos miraba desde la ventana delantera. Un corpulento policíade uniforme nos abrió la puerta y el inspector nos salió a recibir efusivamente.Nos hizo pasar a la habitación en la que se había cometido el crimen, pero ya noquedaba ninguna huella del mismo, con excepción de una fea mancha de formairregular sobre la alfombra. Dicha alfombra era una pieza india, pequeña ycuadrada, situada en el centro de la habitación, y rodeada por amplios márgenesde precioso entarimado antiguo, formado por bloques cuadrados de madera muypulimentados. Sobre la chimenea colgaba una magnífica panoplia llena de

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armas, una de las cuales era la que se había utilizado aquella trágica noche. Juntoa la ventana había un suntuoso escritorio, y todos los detalles de la habitación —cuadros, alfombras y colgaduras— indicaban un gusto por lo fastuoso querondaba los límites de la afectación.

—¿Ha leído las noticias de París? —preguntó Lestrade.Holmes asintió.—Esta vez parece que nuestros amigos franceses han dado en el clavo. No

cabe duda de que ocurrió como ellos dicen. Supongo que ella llamó a la puerta…,una visita sorpresa, porque el hombre mantenía sus dos vidas en compartimentosestancos…, y él la dejó entrar, porque no podía dejarla en la calle. Ella le explicócómo había logrado dar con él, le reprochó su conducta, una cosa llevó a la otra,y con esa daga tan al alcance de la mano pasó lo que tenía que pasar. Sinembargo, no debió suceder de buenas a primeras, porque todas estas sillasestaban corridas hasta allí, y el hombre tenía una en las manos, como si con ellahubiera intentado mantener a la mujer a distancia. Está todo tan claro como si lohubiéramos visto.

Holmes arqueó las cejas.—¿Y sin embargo, me ha hecho llamar?—Ah, sí, es por otra cosa… Una pequeñez, pero de ésas que a usted le

interesan… Una cosa bastante rara, ¿sabe?, podríamos decir que extravagante.No tiene nada que ver con el asunto principal…, nada que ver, eso salta a la vista.

—¿Y de qué se trata, pues?—Pues bien, ya sabe usted que cuando se comete un crimen de este tipo

ponemos mucho cuidado en dejarlo todo como estaba. No se ha cambiado nadade sitio. Hay un agente de guardia día y noche. Esta mañana, después de enterrara la víctima y dar por terminadas las investigaciones en lo que a este cuarto serefiere, se nos ocurrió adecentarlo un poco. ¿Ve esa alfombra? Fíjese en que noestá clavada al suelo, sólo colocada encima. Así que pudimos levantarla. Yencontramos…

—¿Sí? ¿Qué encontraron?El rostro de Holmes se estaba poniendo tenso de ansiedad.—Estoy seguro de que no lo adivinaría ni en cien años. ¿Ve usted esa mancha

en la alfombra? Es de suponer que una buena parte debió de atravesar laalfombra hasta el suelo, ¿no le parece?

—Desde luego que sí.—Pues bien, le sorprenderá saber que no hay ninguna mancha en la madera

del suelo.—¡Que no hay mancha! ¡Pero si tiene que haberla!—Sí, eso pensaría cualquiera. Pero lo cierto es que no hay mancha.Agarró la punta de la alfombra y la levantó para demostrar lo que decía.—Sin embargo, la alfombra está tan manchada por debajo como por encima.

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Tiene que haber dejado alguna marca.Lestrade se rió por lo bajo, encantado de tener tan desconcertado al famoso

experto.—Ahora verá la explicación. Sí que hay una segunda mancha, pero no está

debajo de la primera. Véalo usted mismo.Y diciendo esto, levantó otra parte de la alfombra y, efectivamente, allí había

una gran mancha escarlata sobre la madera blanca del antiguo entarimado.—¿Qué le parece esto, señor Holmes?—Bueno, es muy sencillo. Las dos manchas coincidían, pero alguien ha

girado la alfombra. Era fácil hacerlo, siendo cuadrada y no estando sujeta alsuelo.

—Hombre, señor Holmes, no hace falta que usted nos diga que alguien hagirado la alfombra. Eso está clarísimo, ya que las manchas coinciden a laperfección con sólo poner la alfombra de esta otra manera. Lo que yo querríasaber es quién giró la alfombra y por qué.

El rostro rígido de Holmes indicaba que mi amigo estaba vibrando deexcitación interna.

—Vamos a ver, Lestrade —dijo—. ¿Ese policía del pasillo ha estado deguardia en la casa todo el tiempo?

—Pues sí.—Bien, siga mi consejo. Interróguelo a fondo. No lo haga delante de nosotros.

Llévelo a la habitación de atrás y nosotros nos quedaremos esperando aquí.Pregúntele cómo se ha atrevido a dejar que entrase aquí gente y se quedara solaen esta habitación. No le pregunte si ha dejado entrar a alguien. Delo por hecho.Dígale que usted sabe que aquí ha estado alguien. Apriétele. Dígale que la únicaoportunidad que tiene de obtener el perdón es haciendo una confesión completa.¡Haga exactamente lo que le digo!

—¡Por San Jorge, que si sabe algo yo se lo sacaré! —exclamó Lestrade,saliendo disparado hacia el vestíbulo. A los pocos segundos oímos su vozautoritaria, procedente de la habitación de atrás.

—¡Ahora, Watson, ahora! —gritó Holmes con ansia frenética.Toda la fuerza demoníaca que aquel hombre disimulaba bajo su máscara de

indiferencia estalló en un paroxismo de energía. Apartó de un tirón la alfombraindia, y un instante después estaba a cuatro patas, hurgando con las uñas lastablillas del suelo. Una de ellas se movió hacia un lado al introducir Holmes lasuñas en la juntura, y giró hacia atrás como la tapa de una caja, descubriendo unapequeña y negra cavidad bajo el suelo. Holmes introdujo su ansiosa mano en elhueco y volvió a sacarla con un gruñido de disgusto y decepción. Estaba vacío.

—¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Hay que volverla a colocar!Volvió a tapar el hueco y apenas habíamos tenido tiempo de colocar en su

sitio la alfombra cuando oímos la voz de Lestrade en el pasillo. Al entrar,

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encontró a Holmes lánguidamente apoy ado en la repisa de la chimenea, conexpresión resignada y paciente, como si le costara trabajo disimular susirreprimibles bostezos.

—Lamento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que se estámuriendo de aburrimiento con este asunto. Bien, pues sí que ha confesado.Acérquese, MacPherson, quiero que estos caballeros se enteren de suinexcusable conducta.

El enorme policía, sonrojadísimo y muy arrepentido, entró comoarrastrándose en la habitación.

—Lo hice sin mala intención, señor, se lo aseguro. La señorita llamó anoche ala puerta…, se había equivocado de casa, ¿sabe usted? Y nos pusimos a hablar. Sesiente uno muy solo cuando tiene que estar de guardia todo el día.

—Bien, ¿y qué sucedió luego?—Quería ver el lugar donde se había cometido el crimen…, dijo que había

leído la noticia en los periódicos. Era una señorita muy respetable y muybienhablada, señor, y no vi nada de malo en dejarla que echara un vistazo.Cuando vio la mancha en la alfombra cayó desmayada al suelo y se quedócomo muerta. Corrí a la parte de atrás y traje un poco de agua, pero no conseguíhacerla volver en sí. Entonces fui al « lvy Plant» , el bar de la esquina, para pedirun poco de brandy. Pero cuando regresé a la casa la joven había vuelto en sí y sehabía marchado. Supongo que se sintió avergonzada y no se atrevió a encararseconmigo.

—¿Y qué me dice de lo de mover esa alfombra?—Verá, señor, desde luego estaba un poco arrugada cuando yo volví. Como

ella se cay ó encima, y la alfombra está sobre un suelo pulido, sin nada que lasujete… Así que la estiré un poco.

—Esto le enseñará que no puede usted engañarme, agente MacPherson —dijo Lestrade, muy digno—. Seguro que pensaba que nunca se descubriría quehabía faltado usted a su deber; pero ya ve que me ha bastado una simple miradaa esa alfombra para saber, sin ningún género de dudas, que en esta habitaciónhabía entrado alguien. Tiene usted suerte, joven, de que no falte nada, pues de locontrario las iba a pasar negras. Lamento haberle hecho venir por una tonteríacomo ésta, señor Holmes, pero pensé que podría interesarle el hecho de que lasegunda mancha no coincidiera con la primera.

—Ya lo creo, ha sido interesantísimo. Dígame, agente: ¿esa mujer sólo haestado aquí una vez?

—Sí, señor, sólo una vez.—¿Quién era?—No sé cómo se llama, señor. Venía por un anuncio en el que pedían una

mecanógrafa, y se equivocó de número… Era una señorita muy agradable yeducada, señor.

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—¿Alta? ¿Guapa?—Sí, señor, era una joven muy crecidita. Y supongo que se podría decir que

era guapa. Quizás hubiera quien dijera que era muy guapa. « ¡Oh, agente, porfavor, déjeme echar un vistazo!» , me dijo. Era muy simpática y, ¿cómo lediría?, persuasiva, y no me pareció que hubiera nada de malo en dejarle asomarla cabeza por la puerta.

—¿Cómo iba vestida?—Muy discreta, señor…, con una capa larga que le llegaba a los pies.—¿Qué hora era?—Empezaba a oscurecer. Estaban encendiendo las farolas cuando yo

regresaba con el brandy.—Muy bien —dijo Holmes—. Vamos, Watson, creo que tenemos cosas más

importantes que hacer en otra parte.Lestrade se quedó en la habitación delantera mientras el arrepentido agente

nos abría la puerta para que saliéramos de la casa. En el escalón de entrada,Holmes dio media vuelta y enseñó algo que tenía en la mano. El policía lo miró yse quedó de piedra.

—¡Cielo santo, señor! —exclamó, con el asombro pintado en el rostro.Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo

del pecho y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos calle abajo.—¡Excelente! —dijo—. Vamos, amigo Watson, está a punto de levantarse el

telón para el último acto. Le tranquilizará saber que no habrá guerra, que el muyhonorable Trelawney Hope no verá truncada su brillante carrera, que elindiscreto gobernante no será castigado por su indiscreción, que el primerministro no tendrá que enfrentarse a ningún conflicto en Europa, y que con unpoco de tacto y habilidad por nuestra parte nadie saldrá perjudicado por lo quepodría haber sido un incidente gravísimo.

Mi mente se llenó de admiración por aquel hombre extraordinario.—¡Lo ha resuelto usted! —exclamé.—No del todo, Watson. Todavía hay algunos detalles que continúan tan

oscuros como antes. Pero tenemos ya tanto que será culpa nuestra si noconseguimos el resto. Vamos derechos a Whitehall Terrace y pondremos fin alasunto.

Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos, Holmespreguntó por lady Hilda Trelawney Hope. Nos hicieron pasar a una sala de estar.

—¡Señor Holmes! —dijo la señora, con el rostro encendido de indignación—.Esto es muy indiscreto y desconsiderado por su parte. Creí haberle explicado quedeseaba mantener en secreto la visita que hice, para que mi esposo no fuera acreer que me entrometo en sus asuntos. Y a pesar de ello, me compromete ustedviniendo aquí y dando a entender que existen relaciones profesionales entrenosotros.

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—Por desgracia, señora, no tenía alternativa. Se me ha encomendadorecuperar ese importantísimo documento y me veo obligado, señora, a pedirleque tenga la amabilidad de entregármelo.

La dama se puso en pie de un salto y todo el color desapareció de su hermosorostro. Se le pusieron los ojos vidriosos, se tambaleó y pensé que iba adesmayarse. Pero en seguida, con un tremendo esfuerzo, se recuperó del golpe,y el asombro y la indignación más completos borraron cualquier otra expresiónde sus facciones.

—¡Eso…, eso es un insulto, señor Holmes!—Vamos, vamos, señora, es inútil. Entrégueme la carta.Ella se precipitó hacia la campanilla.—El mayordomo les indicará la salida.—No le llame, lady Hilda. Si lo hace, frustrará mis sinceros esfuerzos por

evitar un escándalo. Entrégueme la carta y todo saldrá bien. Si colaboraconmigo, yo lo arreglaré todo. Si se me enfrenta, tendré que descubrirla.

Ella se irguió desafiante, con la dignidad de una reina, y clavó sus ojos en losde Holmes como si pretendiera leer en su alma. Tenía la mano en la campanillapero no se decidía a hacerla sonar.

—Está intentado asustarme. No es muy de hombres, señor Holmes, eso devenir aquí a intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. A ver, ¿qué es lo quesabe?

—Le ruego que se siente, señora. Si se cae, puede hacerse daño. No hablaréhasta que se haya sentado. Gracias.

—Le concedo cinco minutos, señor Holmes.—Con uno me bastará, lady Hilda. Estoy enterado de su visita a Eduardo

Lucas, de que usted le entregó el documento, de su ingenioso regreso de ayer a lahabitación de Lucas, y de cómo sacó la carta del escondrijo que hay debajo dela alfombra.

Ella se le quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó saliva dos vecesantes de poder hablar.

—Está usted loco, señor Holmes…, ¡loco! —consiguió exclamar por fin.Holmes sacó del bolsillo un trocito de cartulina. Era el rostro de una mujer

recortado de una fotografía.—Llevaba esto encima porque me pareció que podría resultarme útil —dijo

—. El policía la ha reconocido.Lady Hilda se quedó boquiabierta y dejó caer la cabeza hacia atrás.—Vamos, lady Hilda. Usted tiene la carta. Aún se puede arreglar todo. No

deseo causarle problemas. Mi misión habrá concluido cuando le entregue la cartaa su esposo. Siga mi consejo y sea sincera conmigo; es su única oportunidad.

Había que descubrirse ante el valor de aquella dama. Ni siquiera entonces sedio por vencida.

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—Le repito, señor Holmes, que comete usted un error absurdo.Holmes se levantó de su asiento.—Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho lo que he podido, pero y a veo que

todo es en vano.Hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo.—¿Está el señor Trelawney Hope en casa?—Llegará a la una menos cuarto, señor.Holmes consultó su reloj .—Todavía falta un cuarto de hora —dijo—. Muy bien, le esperaré.Apenas había terminado el mayordomo de cerrar la puerta cuando lady

Hilda cayó de rodillas a los pies de Holmes, con las manos extendidas y su bellorostro alzado e inundado de lágrimas.

—¡Tenga piedad de mí, señor Holmes! ¡Tenga piedad! —suplicaba demanera frenética—. ¡Por amor de Dios, no se lo diga! ¡Usted no sabe cómoquiero a mi marido! ¡Por nada del mundo querría verle sufrir, y sé que esto ledestrozará el corazón!

Holmes la hizo levantar.—Gracias a Dios, señora, ha recuperado usted su buen juicio, aunque haya

sido en el último momento. No hay un instante que perder. ¿Dónde está la carta?Ella corrió hacia un escritorio, lo abrió y sacó un sobre azul y alargado.—Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!—¿Cómo podemos devolverla? —murmuró Holmes—. ¡Pronto, pronto,

tenemos que encontrar la manera! ¿Dónde está el maletín de documentos?—Sigue en el dormitorio.—¡Qué buena suerte! Rápido, señora, tráigalo aquí.Un momento después, la señora reaparecía con un maletín rojo en la mano.—¿Cómo lo abrió la otra vez? ¿Tiene una copia de la llave? Sí, claro que la

tiene. Ábralo.Lady Hilda se había sacado del pecho una llavecita, con la que abrió el

maletín. Estaba repleto de papeles. Holmes metió el sobre azul en medio delmontón, entre las páginas de algún otro documento. Una vez cerrado, el maletínregresó al dormitorio.

—Ya estamos preparados —dijo Holmes—. Todavía nos quedan diez minutos.Lady Hilda, yo voy a hacer todo lo que esté de mi parte por encubrirla. Acambio, usted puede emplear estos minutos en explicarme con sinceridad quésignifica todo este terrible embrollo.

—Se lo contaré todo, señor Holmes —gimió ella—. ¡Ay, señor Holmes, y ome cortaría la mano derecha antes que darle un disgusto a mi marido! No hay entodo Londres una mujer que ame a su esposo como yo amo al mío, y sinembargo, si él supiera lo que he hecho… lo que me he visto obligada a hacer…,no me lo perdonaría nunca. Tiene un sentido del honor tan alto que no es capaz de

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olvidar ni de perdonar un acto deshonroso de otra persona. ¡Ay údeme, señorHolmes! ¡Está en juego mi felicidad, su felicidad, nuestras mismas vidas!

—¡Dése prisa, señora, que se acaba el tiempo!—Todo se debió a una carta mía, señor Holmes, una carta imprudente que

escribí antes de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla impulsiva yenamorada. Yo la escribí de manera inocente, pero a mi marido le habríaparecido monstruosa. Si la hubiera leído, habría perdido para siempre laconfianza en mí. Hace años que la escribí y creía que el asunto estaba olvidado.Pero entonces apareció este hombre, Lucas, y me dijo que la carta había caídoen sus manos y que se la iba a enseñar a mi marido. Le supliqué que no lohiciera, y él me dijo que me devolvería mi carta si yo le proporcionaba ciertodocumento que, según él, había en el portafolios de mi marido. Tenía algún espíaen el ministerio, que le había informado de su existencia. Me aseguró que mimarido no sufriría ningún perjuicio. Póngase en mi lugar, señor Holmes. ¿Quépodía yo hacer?

—Contárselo todo a su marido.—¡No podía, señor Holmes, no podía! Por un lado, la catástrofe me parecía

segura; por el otro, y aunque me resultara terrible robarle papeles a mi marido,se trataba de un asunto de política y sus consecuencias se me escapaban,mientras que en un asunto de amor y confianza las consecuencias me parecíanmuy claras. ¡Lo hice, señor Holmes! Saqué un molde de su llave y ese hombre,Lucas, me hizo una copia. Abrí el maletín, saqué el documento y lo llevé aGodolphin Street.

—¿Y qué sucedió allí, señora?—Llamé a la puerta como habíamos convenido. Lucas abrió. Lo seguí hasta

su habitación, dejando entreabierta la puerta del vestíbulo, porque me dabamiedo quedarme a solas con aquel hombre. Recuerdo que al entrar me fijé enuna mujer que había en la calle. Nuestro negocio quedó concluido en un instante:él tenía mi carta sobre el escritorio; yo le entregué el documento; él me dio lacarta. Y en aquel momento oímos un ruido en la puerta y pasos en el pasillo.Lucas levantó a toda prisa la alfombra, metió el documento en alguna especie deescondrijo que tenía allí, y lo tapó de nuevo.

Lo que sucedió a continuación es como una espantosa pesadilla. Conservo lavisión de una cara morena y desencajada, y el sonido de una voz de mujer quegritaba en francés: « ¡Mi espera no ha sido en vano! ¡Por fin te he encontradocon ella!» . Se entabló una lucha feroz. Recuerdo que él cogió una silla, y que enlas manos de ella brillaba un cuchillo. Escapé corriendo de aquella terribleescena, huí de la casa y no supe más hasta la mañana siguiente, cuando leí en elperiódico el terrible desenlace. Sin embargo, aquella noche dormí feliz, porquehabía recuperado mi carta y no sabía aún lo que me reservaba el futuro.

A la mañana siguiente me di cuenta de que no había hecho más que cambiar

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un problema por otro. La angustia de mi marido cuando descubrió ladesaparición de ese papel me llegó al alma. Tuve que contenerme para noarrodillarme a sus pies allí mismo y confesarle lo que había hecho. Pero aquellosignificaría tener que confesar también el pasado. Aquella mañana fui a visitarlea usted para hacerme una idea del alcance de mis actos. Cuando comprendí laenormidad del asunto, ya no pensé en otra que no fuera recuperar el documentode mi marido. Tenía que seguir estando donde Lucas lo había dejado, ya que loguardó antes de que aquella terrible mujer entrara en la habitación. De no habersido por su repentina llegada, yo no me habría enterado de dónde estaba elescondrijo. ¿Cómo podía volver a entrar en aquella habitación? Vigilé la casadurante dos días, pero la puerta nunca se quedaba abierta. Anoche hice el últimointento. Ya sabe usted cómo me las arreglé para conseguir mi objetivo. Me trajeel documento a casa, y había pensado destruirlo, porque no se me ocurríaninguna manera de devolverlo sin tener que confesárselo todo a mi marido.¡Cielos, oigo sus pasos en la escalera!

El ministro de Asuntos Europeos irrumpió muy nervioso en la habitación.—¿Alguna noticia, señor Holmes? ¿Alguna noticia? —preguntó.—Tengo algunas esperanzas.—¡Ah, gracias a Dios! —se le iluminó el rostro—. El primer ministro ha

venido a comer conmigo. ¿Podemos hacerle partícipe de sus esperanzas? A pesarde que tiene nervios de acero, me consta que apenas ha dormido desde queocurrió este terrible suceso. Jacobs, ¿quiere pedirle al primer ministro que suba?Lo siento, querida, me temo que se trata de un asunto político. Nos reuniremoscontigo en el comedor dentro de unos minutos.

El primer ministro parecía tranquilo, pero por el brillo de sus ojos y eltemblor de sus huesudas manos se notaba que estaba tan nervioso como su jovencolega.

—Tengo entendido que dispone usted de alguna información, señor Holmes.—Puramente negativa, por el momento —respondió mi amigo—. He

investigado en todos los lugares donde podría encontrarse el documento, y estoyseguro de que no hay peligro de que caiga en malas manos.

—Pero eso no es suficiente, señor Holmes. No podemos seguir viviendopermanentemente sobre semejante volcán. Necesitamos algo concreto.

—Tengo esperanzas de conseguirlo. Por eso estoy aquí. Cuanto más pienso eneste asunto, más convencido estoy de que la carta no ha salido de esta casa.

—¡Señor Holmes!—De haber salido, es indudable que a estas alturas ya se habría publicado.—Pero ¿por qué iba nadie a robarla sólo para dejarla en esta casa?—No estoy convencido de que hay a sido robada.—Entonces, ¿cómo pudo salir del portafolios?—No estoy convencido de que hay a salido del portafolios.

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—Señor Holmes, si es una broma, no tiene gracia. Puedo asegurarle que saliódel maletín.

—¿Ha examinado usted el maletín desde el martes por la mañana?—No; no hacía ninguna falta.—Es posible que la haya pasado por alto.—Eso es absolutamente imposible.—Pues y o no estoy convencido. He visto casos parecidos. Supongo que habrá

otros papeles en ese maletín. Puede haberse mezclado con ellos.—Estaba encima de todos.—Alguien puede haber movido el maletín, descolocando su contenido.—Le digo que no. Lo saqué todo.—De todas maneras, es fácil comprobarlo, Hope —intervino el primer

ministro—. Que traigan aquí ese maletín.El ministro hizo sonar la campanilla.—Jacobs, tráigame el maletín de los documentos. Esto es una ridícula pérdida

de tiempo, pero si no se va a quedar satisfecho de otra manera, haremos lo quedice. Gracias, Jacobs; déjelo ahí. Siempre llevo la llave en la cadena del reloj .Mire, aquí están todos los papeles: carta de lord Merrow, informe de sir CharlesHardy, memorándum de Belgrado, notas acerca de los impuestos sobre loscereales en Rusia y Alemania, carta de Madrid, nota de Lord Flowers… ¡Cielosanto! ¿Qué es esto? ¡Lord Bellinger! ¡Lord Bellinger!

El primer ministro le arrebató de la mano el sobre azul.—¡Sí, es ésta! ¡Y la carta está intacta! Hope, le felicito.—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué peso me he quitado de encima! ¡Pero esto es

inconcebible…, es imposible! Señor Holmes, es usted un mago…, ¡un brujo!¿Cómo sabía que estaba aquí?

—Porque sabía que no estaba en ninguna otra parte.—¡No puedo creer lo que ven mis ojos! —corrió frenético hacia la puerta—.

¿Dónde está mi mujer? ¡Hilda! ¡Hilda! —su voz se perdió por la escalera.El primer ministro miró a Holmes con un centelleo en los ojos.—Vamos, vamos —dijo—. Aquí hay más de lo que salta a la vista. ¿Cómo

volvió la carta a meterse en el maletín?Sonriendo, Holmes se volvió para eludir el intenso escrutinio de aquellos ojos

extraordinarios.—También nosotros tenemos nuestros secretos diplomáticos —dijo.Y recogiendo su sombrero, se encaminó hacia la puerta.

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SIR ARTHUR IGNATIUS CONAN DOYLE fue un escritor escocés, célebre porcrear al detective ficticio más famoso del mundo: Sherlock Holmes.

Nació el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo. Su madre lo envió a la Escuelapreparatoria de los Jesuitas en Hodder Place (Stonyhurst) a los nueve años.Arthur permaneció allí hasta los 16 años (1875), edad a la que empezó a estudiarmedicina hasta 1881 en la Universidad de Edimburgo, donde conoció al profesorque le inspiraría la figura de su famoso personaje, Sherlock Holmes, el médicoforense Joseph Bell. Destacó en los deportes, especialmente rugby, golf y boxeo.En este período también trabajó en Aston (actual distrito de Birmingham) ySheffield.

A principios de 1880 se embarcó en un ballenero llamado The Hope para ejercerde cirujano en sustitución de un amigo suyo y a los 22 años (1881) se graduócómo médico naval, aunque recibió el doctorado cuatro años más tarde. Fue enestos años cuando hizo una gran amistad con el también escritor escocés J. M. Barrie.

Mientras estudiaba comenzó a escribir historias cortas. La primera, « TheMystery of the Sasassa Valley» , apareció publicada en 1879 en el Chambers’sEdinburgh Journal antes de que cumpliera los 20 años. En Plymouth instaló unaconsulta junto con su camarada y socio George T. Budd; pero ajeno a losmétodos comerciales de Budd terminó por establecerse por su cuenta en junio de1882, ya con 23 años, en Portsmouth. Debido al poco éxito inicial, dedicó su

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tiempo libre a escribir historias nuevamente.

Después de su etapa universitaria se empleó como médico del buque SSMayumba en su viaje a las costas de África Occidental en 1885. Ese mismo añose casó con Louise Hawkins, más conocida como Louie, y tuvieron dos hijos:Mary Louise (1889-1906) y Alleyne Kingsley (1892-1918). Tras una largaestancia en Suiza de la familia desde 1893 para que la madre se repusiera, Louisemurió de tuberculosis el 4 de julio de 1906; un año más tarde, después de 20 añosde amor platónico con una mujer llamada Jean Leckie, Arthur y ella se casarony tuvieron tres hijos más: Jean Lena Annette, Denis Percy Stewart (1909-1955)y Adrian Malcolm. Su segunda mujer moriría años después que él, el 27 de juniode 1940.

En 1891 se mudó a Londres para ejercer de oftalmólogo. En su biografía, aclaróque ningún paciente entró a su clínica. Por lo tanto, esto le dio más tiempo paraescribir.

En 1900, escribió su libro más largo, « La guerra de los Bóers» . Ese mismo año,se presentó como candidato para la Unión Liberal; a pesar de que era uncandidato muy respetado, no fue elegido. Tras La Guerra de los Bóers escribióun artículo, « La guerra en el sur de África: causas y desarrollo» , justificando laparticipación de Gran Bretaña, que fue ampliamente traducido. En su opinión,fue esto lo que provocó que le nombraran Caballero del Imperio Británico en1902 otorgándole el tratamiento de Sir.

Murió el 7 de julio de 1930, con 71 años, de un ataque al corazón, enCrowborough, East Sussex (Inglaterra). Una estatua suy a se encuentra en esalocalidad donde residió durante 23 años. Fue enterrado en el cementerio de laiglesia de Minstead en New Forest, Hampshire.