Moscoso Puello_Navarijo

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Francisco E. Moscoso Puello NAVARIJO Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc. Santo Domingo, R.D. 2001

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Francisco E. Moscoso Puello

NAVARIJOSociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.

Santo Domingo, R.D.

2001

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Primera edición Editora Montalvo Santo Domingo Año 1956

Segunda edición

Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc. Santo Domingo

Año 2001

1000 ejemplares

Edición al

cuidado de Orlando Inoa

Impreso en República Dominicana

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Introducción a la edición de la

Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.

La Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc., se complace en publicar, dentro de su

"Colección Bibliófilos 2000" la obra Navarijo, escrita por el doctor Francisco E. Moscoso

Puello, un texto poco conocido por las nuevas generaciones. La primera edición de

"Navarijo" data de 1956, y la segunda tuvo lugar en 1978.

Destacado médico e investigador, autor de una voluminosa historia de la medicina en

Santo Domingo, Moscoso Puello también incursionó en la literatura y en el ensayo de

carácter sociológico. A su pluma se debe también la novela Cañas y Bueyes, incluida en

la edición No. 41 de los Bibliófilos bajo el título de La novela de la Caña, así como el

libro Cartas a Evelina en el cual intenta esbozar una controversial teoría sobre el

dominicano y su percepción del desarrollo social.

Navarijo es un libro de carácter autobiográfico, un texto de evocación de vivencias

personales y colectivas de la capital dominicana, en el cual Moscoso Puello, al decir del

doctor Bruno Rosario Candelier -autor del prólogo para esta edición-, nos brinda una

visión panorámica del Santo Domingo de finales del siglo XIX y principios del XX

"desde la óptica de su expresión barrial, sin dejar fuera ninguna manifestación de la

sociedad, la economía, la política, la religión y la cultura".

La directiva de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc., agradece a la Fundación

Moscoso Puello, en la persona de su presidenta, la licenciada Vilma Benzo de Ferrer, su

gentileza al cedernos los derechos para la presente edición, que pasa a integrar el

volumen No. 2 de nuestra Colección Bibliófilos 2000.

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Consejo Directivo

Juan Daniel Balcácer Presidente

Juan Daniel Balcácer Presidente

Mariano Mella Vice presidente

Dennis Simó Tesorero

Octavio Amiama Castro Secretario

Virtudes Uribe Vice Secretaria

Eugenio Pérez Montás

Miguel De Camps

Margarita Cordero

Mu-Kien Sang Ben

Vocales

Eduardo Fernández Pichardo Comisario de cuentas

Gustavo Tavares Espaillat

Bolívar Báez Ortíz

Práxedes Castillo

José Alcántara Almánzar

Andrés L. Mateo Asesores

Frank Moya Pons

Juan Tomás Tavares K.

Bernardo Vega José Chez Checo

Comisión Asesores Permanentes Ex presidentes

Eleanor Grimaldi Silié Directora Eiecutiva

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Prólogo

Inspiracion generacional

Cuando los pueblos definen el perfil de su destino, los escritores asumen su talento y su

sensibilidad para canalizar las aspiraciones colectivas, encauzar su sueño anhelado y

testimoniar las realizaciones de sus inquietudes e ideales. Este fue el caso del escritor

dominicano Francisco Moscoso Pueblo (18851959), historiador, literato y hombre de

ciencia preocupado por el destino dominicano en su expresión histórica, antropológica,

literaria, científica y cultural.

Este reconocido autor nativo de Santo Domingo tiene una obra de interpretación del

hombre dominicano (Cartas a Evelina), una novela sobre la vida en los ingenios

azucareros de San Pedro de Macorís (Cañas y bueyes) y una obra de evocación de la

capital dominicana (Navarijo), que la escribió acudiendo a la memoria, a "los recuerdos

de aquellos tiempos pasados, los de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán en que

vine al mundo". 1 Graduado de médico en 1910, desde muy joven sintió inclinación por la

investigación científica, pero las condiciones materiales y culturales de San Pedro de

Macorís, donde vivió mucho tiempo, le puso en contacto con la realidad del batey y la

vida en las plantaciones cañeras, y sus inquietudes li

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terarias cobraron impulsó al influjo de la prestancia social que entonces tenían las bellas

letras en ese importante enclave sociocultural de la nación dominicana.

Francisco E. Moscoso Puello emerge al mundo de las letras en los primeros años del siglo

XX y forma parte de la generación de escritores que se desarrolla al influjo de la

intervención militar americana, de modo que esa experiencia histórica marcó a su

generación y prohijó en sus integrantes un sentimiento nacionalista que afloraría en sus

creaciones literarias, pues el sentimiento nacional como fundamentó de su devoción

patriótica es su reacción contra la intervención de fuerzas extranjeras, como se aprecia en

las obras de Domingo Moreno Jimenes, Joaquín Balaguer, Juan Bosch, Manuel A.

Amiama, Emilio García Godoy, Manuel Arturo Peña Batlle, Tomás Hernández Franco,

Emilio Rodríguez Demorizi, Pedro Troncoso Sánchez, Ramón Marrero Aristy, Héctor

Incháustegui Cabral, Pedro Mir, Néstor Caro, Octavio Guzmán Carretero, Carlos

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Federico Pérez, Manuel del Cabral, Alfredo Fernández Simó, Andrés Francisco Requena

y Francisco E. Moscoso Puello, entre otros.

Estos escritores ahondaron con el pensamiento, la imaginación y la sensibilidad en las

raíces de la dominicanidad y moldearon los perfiles de la expresión propia conformando

una visión del mundo y de la historia ajustada a nuestra idiosincrasia cultural. Esa visión

explica el hecho de que asumieran nuestra realidad sociográfica pensando en el destinó

nacional. Con esa mira escribieron novelas (Moscoso Puello, Juan Bosch, Marrero

Aristy, Fernández Simó, Amiama, Requena, Mir); poemas (García Godoy, Del Cabral,

Mir, Incháustegui, Guzmán Carretero); historia (Rodríguez Demorizi, Troncoso Sánchez,

Pérez, Balaguer, Bosch, Marrero Aristy, Moscoso Puello). Todos compartían la apelación

de la identidad nacional en sus obras de creación ó de interpretación. 2

Navarijo, como narración, responde a esa motivación. Es una obra basada en la evocación

de recuerdos y vivencias en un barrió de Santo Domingo. Es importante, entonces,

distinguir qué clase de narración aplica esta obra: si se trata de una narración histórica ó

de una narración literaria, y esta es una ocasión propicia para ello.

En toda narración se relata un hecho, un acontecimiento, un suceso ó una historia. Si esa

narración se funda en la realidad objetiva es una narración histórica, de la que la

narración periodística es una variante. Si la sustancia de la narración ha sido inventada,

aunque sea realista ó fantástica, es una narración ficticia, cómo suelen ser las narraciones

literarias que publican los creadores de ficción.

La narración de un hecho en una crónica histórica ó periodística tiene sentido en sí

mismo, es decir, su razón de ser está en su propio acontecer; en cambió, la narración de

un hecho en una ficción no centra su fin en el hecho en sí sino en la repercusión de ese

hecho en el acontecer humanó, y el hecho pasa a ser un meró instrumentó de otro fin. Ese

fin lo determina el propósito de la narración. Dicho de otra manera, en la ficción la

narración del hecho es un medió para conseguir un fin. El concepto que acabó de explicar

es el criterio que me sirve de base para afirmar que Navarijo no es una narración ficticia

sino una narración histórica.

Hay muchas formas de narración histórica, por lo cual conviene diferenciar las diferentes

variantes narrativas. En la narración literaria tenemos el cuento, el relato y la novela

como variantes de la narrativa de ficción, que se caracteriza por la narración de un

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conflicto escrito en lengua literaria con un propósito estético. En cambió, en la narración

histórica, que no es inventada sino documentada, tenemos como variantes la narrativa

historiográfica, la periodística y la testimonial. Esta última tiene entre sus variantes la

estampa, el cuadró de costumbres y el testimonio. La narrativa testimonial es objetiva,

narra un hecho no conflictivo y se escribe en lengua discursiva. Por su carácter

testimonial incluyó a Navarijo en la narrativa historiográfica.

Desde luego, por su condición narrativa encontramos en esta obra recursos narrativos -

narración, descripción y diálogo; elementos narrativos -acción, ambiente y personajes-; y

factores narrativos -punto de vista, perspectiva narrativa y tiempo de la narración-.

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políticos frente a una masa ignara y dócil, sin criterio y sin rumbo definido.

A Francisco E. Moscoso Puello le dolía su pueblo y se dispuso a explorar su situación

real dando cuenta de cuanto vieron sus ojos desde niño enfocando su desenvolvimiento,

su discurrir cotidiano, las construcciones que iban dando fisonomía urbana al contorno,

los hábitos que configuraban el perfil de una sociedad en su expresión económica, social,

religiosa, política y cultural, y ese es el valor de esta obra que nos brinda una radiografía

barrial de un sector importante del Santo Domingo finisecular del siglo XIX.

En las páginas de Navarijo se citan los periódicos de la época, como El eco de la opinión;

sociedades filantrópicas, como La Misericordiosa, o enfermedades ya superadas que

diezmaban la población, como la epidemia de viruelas, o los hombres prestantes de

entonces, como Francisco Gregorio Billini, Ulises Heureaux (Lilís), el Padre Billini,

Gregorio Luperón, Fernando Arturo de Meriño, Alejandro Woss y Gil, Horacio Vásquez

y otros.

En su interés por mostrarnos una descripción al modo de un fotograma ambiental, el

autor nos presenta la calle del Conde donde estaba su casa natal y a través de ella el

escenario por donde desfilan marchantes y compradores, oficiales y revolucionarios,

animales de carga o de montura y transeúntes diversos, que el narrador trata de mostrar

con objetividad y verismo:

Por la calle del Conde pasaban los bandos y pasaban las revoluciones triunfantes;

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pasaban los reos hasta el cementerio, cuando era menester dar un ejemplo a los

dominicanos levantiscos, y pasaba

igualmente por ella a todas horas el tranvía. Por la calle del Conde transitaban durante la

mañana numerosos campesinos que llegaban de los alrededores de la ciudad: de Haina,

de San Cristóbal, de La

Venta, de Los Minas, de Los Alcarrizos y de otros diferentes sitios que hoy se han

convertido en ensanches de la ciudad. Entraban estos campesinos por la Puerta del

Conde, montados sobre sus bestias: caballos, burros, bueyes-caballos, luciendo grandes

sombreros de canas, pañuelos de Madrás atados a la cabeza o sujetos al cuello,

cachimbos de barro o de tapitas, y a veces armados de revólveres, de cuchillos y

machetes de cabo" (p.30).

Impronta epocal de Conchoprimo

El autor de Navarijo, como la mayoría de las personas sensatas y de los intelectuales de la

época, condena las revoluciones armadas protagonizadas por las ambiciones caudillistas

por ser uno de los grandes males de la época. El tiempo histórico en que se funda el

contenido de esta obra se centra justamente en la etapa dominante de lo que entre

nosotros se conoce como Conchoprimismo, expresión que alude al tiempo de los levan-

tamientos armados y las constantes revoluciones de nuestros caudillos y caciques

trastornando la vida normal, la paz y la concordia nacional. Eran frecuentes las revueltas

armadas, los tiros de alarma con sus sitios y fusilamientos, con sus prisiones y con-

finamientos, con sus expulsiones y enfrentamientos.

Esos levantamientos armados caracterizaron un largo período histórico de nuestra vida

republicana desde mediados del siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX, y ese

procedimiento, el de resolver por la vía de las armas las diferencias y las aspiraciones

frustradas, se hizo habitual entre los políticos dominicanos hasta el punto de convertirse

en una "maña" nacional, y aunque un sector de la juventud la atizaba con su delirante

participación, los hombres maduros la repudiaban por los desastres que atraían, como la

destrucción de vidas y de bienes, la pérdida del sosiego y la concordia. Moscoso Puello

subraya los perniciosos efectos de las revoluciones armadas con la consecuente zozobra

ciudadana, la perturbación del orden público, la agitación que conllevaban los

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enfrentamientos sangrientos entre las diversas facciones contrapuestas:

La capital vivió días muy tristes -me decía mi padre-. Había dos calamidades juntas como

si hubiera sido un castigo: las viruelas, que estaban acabando con las jentes y la

revolución que ocasionaba también muchas víctimas (p.66).

Francisco E. Moscoso Puello dio demostraciones de amor a su pueblo, su historia, su

destino. Intelectual consciente de los males de su tiempo, atribuía a la ignorancia la causa

del atraso

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y de nuestros principales problemas y carencias, y así lo consigna al recordar la inquietud

que alteraba el ánimo de su progenitor. Suyas son estas afirmaciones:

Mi padre no podía discernir las cosas. Condenaba la política por los sucesos que había

visto, pero no se podía dar cuenta de que el mal no estaba en la política, estaba en la clase

de hombres que la ejercían. El grado de ignorancia del pueblo dominicano de aquella

época era el culpable de todo. De los hombres ignorantes de aquel tiempo no se podía

esperar otra cosa que crímenes, robos, persecuciones y arbitrariedades (p. 71).

Entre las curiosidades que narra Moscoso Puello en esta obra de evocación histórica está

la que tiene que ver con la manera de pensar del pueblo dominicano. Es una manera de

creer y de actuar fundada en una mentalidad mágica, precientífica y aldeana, en la que

determinadas creencias, casi siempre falsas o infundadas, determinan el comportamiento

de la gente, manera de ser que muchos años después explotaría el Realismo mágico

latinoamericano fundando su visión del mundo en la fusión de lo real y lo imaginario,

actitud que marca el talante de nuestro pueblo, como se puede apreciar en la siguiente

ilustración

Muchas personas le aconsejaron a mi padre que le diera a tomar a mi madre el Agua de

Bernardita que vendía en su establecimiento, frente a la Plaza del Mercado, Madam Siné.

El compadre Esteban Suazo hacía grandes elogios de esta agua milagrosa que hacía

tiempo utilizaba en la curación de dos hijas que tenía enfermas. Mi padre, sin embargo,

no se decidió porque D. Carlos Malespín, uno de sus buenos amigos, empleado de

confianza de Madam Siné le había dicho privadamente que el Agua de Bernardita era

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extraída del pozo de la casa de la Madama y que de Francia sólo venían las botellas y las

etiquetas, que no había tal gruta ni tal fuente de agua milagrosa como se decía (p.114).

El modo de vida y de costumbres

Otro aspecto importante es la revelación del estilo de vida y de costumbres. Cada época

viene marcada por modas, maneras

de vivir y corrientes de pensamiento y de sensibilidad que pautan un estilo, una impronta,

una marca, y tengo la convicción que en cada época se aprecia un modus vivendi

parecido en sus diversas expresiones visibles y en las diferentes sociedades del mundo y

más aún en las poblaciones de un mismo país en atención a la impronta epocal,

prácticamente la misma en las sociedades occidentales. Pienso, por ejemplo, en lo que

respecta a figuras especificas de viejos harapientos cuya vestimenta, raída y sucia o cuya

estampa, estrafalaria y atípica, suele inspirar miedo a los niños. A mí me pasó con un tal

Jayaco y al narrador de esta obra, que tiene mucho de autobiográfico, le sucedió con un

tal Cobacho:

Las primeras personas interesantes que yo vi en la calle del Conde y que me despertaron

un vivo interés, fueron José María el Loco, Mama Reina y Cobacho la Basinilla. Todas

las demás personas me

parecían vulgares y sin ningún interés. Por Mamá Reina sentía una admiración

extraordinaria. Sus collares de piedras azules me parecían preciosos. La oreja de José

María , su bombardino, el primero

que yo veía y su paletó negro se me antojaban cosas envidiables. Sólo no estaba bien que

anduviera descalzo y que se arrollara los pantalones a media canilla. Por lo que respecta a

Cobacho debo

confesar que le tenía miedo. Me parecía un hombre capaz de comerse un muchacho como

yo. Cuando yo estaba en la pulpería y oía en la calle a los muchachos gritarle:

¡"Cobacho"!, ¡la Basinilla!,

me sentía presa de un miedo atroz. Corría para ponerme al lado de mi padre, colocarme

dentro de sus piernas que me parecían de una seguridad absoluta. Puedo decir que por

mucho tiempo no le vi la

cara. Yo lo veía de lejos, cuando ya había pasado de mi casa, por las espaldas (p.15).

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Cuando vemos cuadros o fotografías de tiempos lejanos nos llama la atención el enorme

bigote con que los hombres lucían como un timbre de orgullo su varonía, una especie de

prerrogativa masculina que destacaba su condición de macho. Si los niños se

diferenciaban entonces por el uso de pantalones cortos, los adultos se distinguían por sus

largos bigotes, ya que un hombre con bigotes era "un hombre con auténticas

prerrogativas masculinas, de las que no se puede abdicar sin menoscabo del

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carácter" (p.62), y tras ponderar el uso de los bigotes que llamaban la atención, señala

que marcaban un vivo sentimiento de dignidad humana que los hacía más honrados y

menos serviles:

Los bigotes de Cesáreo Guillermo fueron célebres. Bigotes así, sólo D. Bubul Limardo

los ha podido tener en nuestros días. La mayoría de los comerciantes del Navarijo lucían

bigotes. Y como

complemento de los bigotes llevaban hermosas barbas o modestas patillas, que como las

del autor del Himno Nacional, D. José Reyes, se podían comparar hoy con las de un

cosaco ruso (p.63).

En esta obra de rememoración y testimonio también se habla de las instituciones

públicas, así como las privadas de carácter cultural o social. Algunas de las instituciones

que hoy conocemos vieron la luz pública en los años finiseculares del siglo XIX. Pienso

en el Listín Diario o en Bellas Artes, que datan de esa época. La Dirección General de

Bellas Artes tiene su origen en una modesta Academia de Dibujos y Pintura creada por

Decreto del Presidente Meriño, el brillante orador sagrado que ocupó la Presidencia de la

República y el Arzobispado de Santo Domingo. El siguiente fragmento da cuenta de los

antecedentes de Bellas Artes:

Las Bellas Artes estaban representadas en el país por Corredor y Cruz, Director de la

Academia de Dibujos y Pintura creada por el Presidente Meriño en 1880. Se cita como

una de las obras maestras

de Corredor un cuadro que pintó del Prócer Francisco del Rosario Sánchez por la suma

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de ochenta pesos, según consta en el acta del Ayuntamiento; por el Señor Demallistre,

Profesor de una Academia

particular y por Don Alejandro Bonilla, a quien se atribuye un cuadro representando a

Juan Pablo Duarte (p.150).

Esta obra de Moscoso Puello pretende reflejar una visión panorámica de Santo Domingo

desde la óptica de su expresión barrial, sin dejar fuera ninguna manifestación de la

sociedad, la economía, la política, la religión y la cultura. Y tiene también importantes

datos sobre el comportamiento humano. En todos los tiempos los mayores suelen

quejarse de los jóvenes porque según su estimación estos echan a un lado la moral y los

principios, degeneran sus costumbres y marginan sus valores, pero muy pocos saben que

la moral, que viene de la palabra latina mos y que significa costumbre, ha de ser por

tanto, diferente y específica en cada comunidad puesto que si cada pueblo establece una

manera de vivir con su peculiar costumbre de la cual emana la moral, entonces es

necesario entenderlo así, concepto que nuestro autor tuvo claro:

Porque para mi padre los hombres buenos estaban desapareciendo rápidamente. Los

hombres, en su opinión, se habían descompuesto. Mi padre ignoraba que la moral es cosa

convencional que está en el ambiente y que cada jeneración, sobre todo cuando ocurren

hechos trascendentales, que afectan a la mayoría, tiene su moral. Hoy yo no me expreso

en los mismos términos en que se expresaba mi padre hace cincuenta años. Los hombres

de hoy no son como mi padre, me digo; pero pienso en seguida, que lo que no es igual es

el ambiente. Nuevas costumbres, nuevas ideas, hacen necesariamente nuevos hombres y

nueva moral. Eso es todo (p.184).

Evocación de vivencias entrañables

El narrador de esta historia evoca los años de su infancia en su ciudad natal y reproduce

todo lo que su memoria le permite recordar del barrio capitalino donde nació y se crió,

vivencia que le permitió sentir y valorar el mundo con su encanto. Los primeros años de

nuestra vida nos marcan con su aliento telúrico, los valores dominantes, la fuerza vital

que nos vincula con la tierra, el ambiente, la gente y la impronta emocional de acon-

tecimientos y vivencias que constituyen la sal de la vida. Así lo siente nuestro autor

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cuando escribe que le fascinaba vivir en Navarijo con su ambiente animado y bullicioso,

con sus calles llenas de caballos y de burros, con sus carretas y coches y muchos

transeúntes y muchas cosas de venta y dulces en todas partes, especialmente de masitas,

bienmesabes, suspiros, piñonates, de piña, de coco y de batata. Son los dulces la cosa que

más llama la atención del niño.

En estas páginas de Navarijo vamos conociendo, por el relato vivencial del autor, los

logros del progreso material que poco

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a poco van cristalizando la industria humana y los gobiernos, como fueron el ferrocarril,

la luz eléctrica, las construcciones viales, la instalación de escuelas, la creación de

ingenios azucareros. Recordemos que el narrador toma el punto de vista de un niño,

aunque desde luego habla el adulto que era cuando escribió esta obra de evocación y

vivencias para narrar cuanto sus ojos contemplaron y por eso tiene esta obra un valor

singular.

Ese es el caso de su experiencia del autor al pasar a usar pantalones largos para dejar de

ser niño y ser considerado un joven. Es una especie de ritual de la hombría que vivían los

adolescentes de esos tiempos durante el tránsito de la niñez a la juventud cuando sus

padres les permitían vestirse como los adultos, con pantalones de ruedos hasta las

pantorrillas y no al nivel de las rodillas como vestían los niños. Dice nuestro autor:

Los pantalones largos ejercieron un poder extraordinario sobre mi persona. Se acabaron

los juegos con las muchachitas, se acabó el confinamiento en mi barrio. Poco a poco fui

conquistando la ciudad. Me familiaricé con la calle de las Mercedes. Subí a San Lázaro y

a San Miguel, conocí mejor el parque Colón y llegué hasta Santa Bárbara.

Pronto adquirí nuevas amistades y cancelé otras. Cuando me reunía con mis compañeros

que aún no se habían bajado los pantalones, lo hacía por breves momentos. Ya

únicamente deseaba estar con mis iguales. Es decir, con los que ya eran mis iguales, con

los que ya eran hombres como yo, con los que hablaban gordo, con los que les apuntaban

los vellos sobre el labio, fumaban cigarrillos y les gustaban las muchachas (p. 378).

Igualmente apreciamos en esta obra la descripción de las fiestas patronales, las travesuras

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infantiles, las rivalidades entre barrios, las enfermedades pandémicas, los festejos

populares, los oficios religiosos, las conspiraciones políticas, las precariedades

económicas, etc. Es admirable, desde luego, la fabulosa memoria de Francisco E.

Moscoso Puello para recordar tantos detalles, tantos sucesos, tantos aspectos de la vida

urbana en los tiempos de su niñez.

Como intelectual y narrador era natural que le pusiera aten

ción a la vida cultural de su comunidad. La presencia de la Sociedad Cultural "Amigos

del País", que tanta significación tuvo en la vida social del último tercio del siglo XIX en

Santo Domingo, figura en estas páginas de Navarijo con el dinamismo, la importancia y

el influjo que esa institución cultural ejerció en el desarrollo intelectual y estético de la

sociedad dominicana de la época.

A propósito de intelectuales y escritores, Moscoso Puello, que es uno de nuestros

pensadores y escritores, entre sus profesores recuerda los nombres de prestantes figuras

del pasado, como Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, Emilio Prud'homme y Federico

Henríquez y Carvajal. Y entre sus condiscípulos menciona a Juan José Sánchez y Pedro

Henríquez Ureña.

La celebración del IV Centenario del Descubrimiento y la Conquista de América fue un

acontecimiento extraordinario que marcó un hito singular en el discurrir de la vida

consuetudinaria en el Santo Domingo finisecular del siglo XIX. Esa celebración inspiró

un derroche de imaginación y pompa que el autor de esta obra presenció con emoción,

fascinación y asombro. Cuenta que se organizaron veladas líriconliterarias, vistosos

desfiles y hermosas carrocerías, con adornos de las calles, festejos populares y

participación colectiva con tanta magnitud y trascendencia que alcanzaron el toque de

grandiosidad memorable. Recuerda nuestro autor:

Iban los Arqueros a caballo en número de doce con clarines que anunciaban con sus

toques la proximidad de la comitiva. Luego seguía una banda de música tocando una

marcha. Inmediatamente

detrás seguían los Escudos de Armas de las diferentes rejiones de España y los de Cuba y

Puerto Rico.

El Escudo de los Pinzones, el de Armas de Santo Domingo y de España iban escoltados

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por tres columnas de honor que llevaban hachones. Junto con éstas iban unos pajes con

las armas de Las Ca

sas, Oviedo y Coca.

En seguida, la nao Santa María, con su bandera guión, tripulada por el Almirante y sus

compañeros. Los hermanos Puello, ebanistas de renombre, hicieron esta obra que fue

admirada por todos los que

tuvieron ocasión de contemplarla. La Carabela medía 20 pies de

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largo y la arboladura, el velamen y todos los detalles tan completamente acabados que

"producían la ilusión completa". La tripulación estaba formada por un grupo de niños

vestidos a la usanza del siglo XV (p. 247).

La expresión social, política y religiosa

Navarijo es una obra escrita al calor de lo que un autor siente por el acontecer de una

ciudad como expresión de la vida, la manera de actuar y de pensar, la forma de

comportarse, lo que de alguna manera identifica y revela a un pueblo. En ese sentido hay

muchas facetas que conocer, valorar y admirar en esta obra de evocación de Francisco E.

Moscoso Puello. Nuestro autor afirma que los españoles nos habían enseñado a ser toler-

antes, y subraya: "Nunca fué en Santo Domingo la lucha de raza tan cruel y persistente

como lo fue en Haití" (p. 340).

Los tres elementos indispensables en toda narración están presentes en Navarijo, pero

como constituye el retrato de un barrio de Santo Domingo es natural que predomine la

narración de ambiente, dando cuenta de calles, construcciones y estilos de viviendas. En

una de esas descripciones da los detalles del interior de una residencia familiar del sector

de clase pudiente de la pequeña burguesía dominicana de la época con el tipo de

mobiliario habitual: consolas, espejos, retratos, y el dato singular de la tinaja,

indispensable para tener a disposición agua potable y fresca. Veamos la descripción que

nos ofrece Moscoso Puello:

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La casa de mi tío daba la impresión de bienestar desde que uno entraba en ella. Amplia la

sala, con muebles aparentes, dos consolas doradas con espejos, un par de mesitas con

tapas de mármol y en

las paredes, retratos al creyón de sus hijos. Las puertas de la sala estaban adornadas con

cortinas de punto. A la sala seguía el comedor, amplio, ventilado, que recibía la luz del

patio cuadrado y

pequeño con dos arriates en el centro y un emparrado. Del lado del patio el comedor

estaba abierto. Tres o cuatro arcos descansaban sobre otras tantas columnas. Era un

antiguo patio español como el

que tienen muchas casas en la ciudad. La mesa del comedor era grande, de extremos

redondos. En una esquina del comedor estaba

colocada la piedra de filtro, y debajo de ésta, la tinaja dentro de una jaula de madera.

Frente a la mesa se veía un aparador de nogal con un espejo manchado. Allí siempre

había dulces, queso y mantequilla, hecha en la casa, blanca y salada" (pp.340-341).

Como buen narrador, Francisco E. Moscoso Puello no deja escapar ningún detalle,

especialmente los relacionados con los seres humanos. Se nota que desde niño fue un

agudo observador de la realidad y un hombre interesado por las cuestiones que atañen a

la cultura de los pueblos. Todo lo atrapaban sus sentidos. Singularmente lo relacionado

con el comportamiento de los hombres. Su sensibilidad era porosa al fluir de los acon-

tecimientos. Sus ojos revelan, como una cámara fotográfica, cuanto contemplaba desde

tierna edad. Por esa razón, el aspecto físico, psíquico y conductual de sus semejantes

aparecen caracterizados en su obra:

Sin embargo, a veces, la tía Mariquita, que era muy ladina y audaz, se le acercaba a mi

padre y le tiraba de la lengua. Hablaban entonces de cosas pasadas, relatos, historias,

anécdotas y hasta chascarrillos. Mi padre, con el cabello blanco ya, su nariz perfilada y

sus ojos claros, azules,, su blancura de cera, sonreía amablemente. La tía Mariquita

almidonada, luciendo chancletas nuevas, la nariz ancha, abierta y redonda, la cabeza

cubierta por un pañuelo de madrás, la manta caída sobre los hombros y los dientes

amarillos.

-Es lo que yo digo, Juan- decía sentenciosamente la tía Mariquita. Nuestros tiempos eran

otros. Estos jóvenes de ahora tienen otra crianza (p. 327).

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La lucha política, los enfrentamientos partidarios y las discordias que suele generar la

actividad que desarticula el sentido humano en los hombres, en el pasado se manifestaba

en el uso de la fuerza de quien ejercía el poder contra el adversario, sometiéndolo al

encarcelamiento, el exilio y en el peor de los casos a su ejecución física. Ese ha sido un

atributo que se abrogaban los gobernantes déspotas. Hay que imaginar el sufrimiento, el

vejamen y la humillación que provocaban quienes han ejercido el poder con mano dura

contra los adversarios, y

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esa era un conducta inveterada en la política doméstica. El padre del autor de Navarijo

era un acérrimo crítico del gobierno de Lilís y el narrador da cuenta de las visitas a su

casa de numerosos amigos y relacionados de su familia que adversaban la conducción

política del dictador dominicano y un buen día fue obligado a abandonar el país, hecho

que nuestro autor narra con suficiente objetividad pues en todos los pasajes narrativos el

autor trata de ser imparcial, antidramático, objetivo y veraz, evitando el apasionamiento y

las subjetividades de manera que su narración responda al verismo y rigor de la narración

histórica para ser fiel a los acontecimientos:

Cuando todos estuvieron listos aquella tarde, mi madre llamó un coche y entramos en él.

Pasamos por la plaza de Colón y seguimos hasta el río. Mi madre me cojió de la mano y

juntos, todos subimos a un vapor. Nos sentamos alrededor de un hombre con los ojos

verdes y con barbas. Hablaba, sonreía y fumaba mucho. Todos lo escuchaban. De vez en

cuando me agarraba por un bracito y me metía dentro de sus piernas para darme un beso.

-Estás muy grande- decía. Y muy buen mozo. Dios quiera que no se descomponga.

Y luego tocándome la cabeza con una mano, agregaba: -Compórtate bien. Y vaya a la

Escuela.

Permanecimos en el vapor hasta que unos soldados que estaban de pié cerca de nosotros

nos dijeron que ya debíamos retirarnos.

Mi madre abrazada del hombre lloraba. Mis hermanas tenían en las manos sus pañuelos;

yo veía el muelle, la jente que cruzaba por allí, las carretas, los burriqueros, y tantas cosas

que no había visto antes (p. 267).

Valor de una obra testimonial

Page 18: Moscoso Puello_Navarijo

Esta obra pone de manifiesto la significación de la Iglesia en la manera de ser de nuestro

pueblo. La iglesia ha sido siempre el centro de confluencia de los diferentes sectores

sociales, el punto de encuentro de jóvenes y viejos, mujeres y hombres, ricos y pobres, y

el ámbito donde se exhiben modas y modales, y como se lee en las obras literarias del

pasado, tal como lo re

20

vela Francisco E. Moscoso Puello en Navarijo, el templo católico era la convergencia de

la sociedad, lo mismo en la grave celebración de Semana Santa que en el oficio dominical

de la Santa Misa, y todos recordamos, desde la vivencia de nuestra infancia, la masiva

participación de los fieles devotos en misas, novenarios y oratorios, y como una reliquia

del pasado, el autor recuerda que las solemnidades se iniciaban "con misas que

empezaban en la madrugada" (p. 333), tradición que data de la época colonial cuando los

antiguos aristócratas de Santo Domingo, para disimular su mucha miseria, preferían

cumplir con el mandamiento del oficio sagrado bajo la sombra de la madrugada.

Y a propósito del santuario, el autor describe el Altar Mayor de la Iglesia del Carmen

cubierto de velas en candelabros de plata y de cristal de varios tamaños, dispuestos en

filas superpuestas. Los vecinos auxiliaban con sillas, y algunos niños, como el narrador

de esta obra, se metía entre el gentío, se subía al campanario y contemplaba todo el

panorama de un espectáculo impresionante a los ojos del imberbe. Suyas son estas pa-

labras:

Toda la aristocracia de los barrios de la Catedral y del Convento venían a la Iglesia del

Carmen. Viejas de cabeza blanca con mantillas de seda y trajes de telas costosas seguidas

por las sirvientas que

les traían las sillas y las alfombras donde se arrodillaban. Señoras elegantes con calzados

relucientes, el pecho adornado con joyas y la cabeza cubierta con grandes sombreros con

cintas y plumas. Señoritas con trajes perfumados, olorosos a cedro, provistos de elegantes

abanicos.(...)

Alrededor de la puerta se apiñaba una multitud. Había viejos vestidos de negro, provistos

de sombreros hongos apoyados en bastones o paraguas con puño de oro o de plata.

Camisas nítidas, blancas como algodón. Jóvenes perfumados con sus sombreros de paja,

Page 19: Moscoso Puello_Navarijo

sus corbatas vistosas y los zapatos brillantes. Abundaban las buenas leontinas y los

bastones criollos de granadillo, de ébano o cañas ex

tranjeras.

Junto a la entrada charlaban, fumaban y se complacían viendo la enorme concurrencia

que no cabía en la Iglesia. A veces se sentía tanto calor que la cantidad de pañuelos fuera

y dentro del templo

contribuía a la decoración (p. 334).

21

Las características que hemos apreciado en Navarijo se pueden sintetizar en los siguientes

rasgos:

1. Narración histórica de carácter vivencial y testimonial.

2. Relación de la vida de un barrio capitaleño con trasfondo autobiográfico.

3. Documento testimonial narrado con los requisitos esenciales de la narración.

4. Recuento de acontecimientos, ambientes y personajes de un barrio del Santo Domingo

finisecular decimonónico. Enfoque narrativo desde la perspectiva barrial y el punto de

vista infantil de vivencias y evocaciones de un adulto.

6. Testimonio escritural según la pauta de la lengua general y

discursiva en forma culta, ilustrativa y amena.

7. Revelación experiencial con un estilo narrativo y descriptivo

claro, objetivo, veraz, elegante y atractivo.

Navarijo revela el amor que su autor anidaba en su pecho por su pueblo, su tierra, su

historia. A Francisco E. Moscoso Puello le dolía la situación de sus contemporáneos, el

atraso, la miseria y la ignorancia de su pueblo, y movido por una apelación secreta y

entrañable a favor del desarrollo material y espiritual de la nación dominicana escribió

testimoniando sus vivencias del pasado para crear conciencia de sus males y defectos,

ponderar sus virtudes y bondades, potenciar la disposición para el trabajo productivo y la

obra creadora y propiciar el desarrollo intelectual, material y cultural del pueblo domini-

cano en la forma ilustradora de exploración y conocimiento del pasado en procura de la

inspiración de nuevas formas de superación para un mejor porvenir.

Page 20: Moscoso Puello_Navarijo

Notas:

1 Francisco E. Moscoso Puello, Navarijo, Santo Domingo, Editora Cosmos, 2da. Ed.,

1978, p. 423. Las restantes paginaciones en cada cita de esta obra refieren a esa edición.

La primera edición de esta obra la imprimió la Editora Montalvo en Ciudad Trujillo en

1956. Al término de la misma figura la fecha de 1940, fecha en que el autor terminó de

escribir esta especie de memoria autobiográfica.

2 Bruno Rosario Candelier, Valores de las letras dominicanas, Santiago de los

Caballeros, PUCMM, 1991, p. 16.

3 Aunque Francisco E. Moscoso Puello pretende dar una visión general, se trata de un

enfoque particular por estas razones: primero, es un testimonio vivencia¡ desde el punto

de vista de un niño, aunque escrito por un autor adulto. Segundo, es la visión de la vida

de un barrio, no de una ciudad y menos aún de un país, como sí lo hizo medio siglo antes

Enrique Deschamps con su obra La República Dominicana, directorio y guía general.

Bruno Rosario Candelier Moca, 7 de Agosto de 2001

22

23

A

quellos eran otros tiempos!

El Santo Domingo de Guzmán en que yo vine al mundo era otra ciudad, muy diferente de

esta en que yo estoy viviendo ahora.

Aquel Santo Domingo de Guzmán era una ciudad pequeña, que apenas contaba con

quince mil almas. No había alcanzado todavía las murallas que la rodeaban. Entre éstas y

la verdadera ciudad, se extendía una faja de tierra, cubierta de grama y matorrales, donde

pacían libremente los animales domésticos de los vecinos. Por las tardes desenganchaban

allí sus carros los carreteros y soltaban sus animales.

Aquella ciudad tenía en 1883, 1097 casas y 74 ruinas y, según D. Luis Alemar, en el año

1893, 293 casas altas, y 2361 casa bajas; 1287 eran de mampostería y 1367 de maderas;

907 estaban techadas de yaguas; 868 de hierro galvanizado; 687 de romano; 89 de tejas

de barro; 54 de tablitas y, sin techo y en ruinas 49. En toda la ciudad había 2654 casas, de

las cuales 1593 solamente, tenían caños de desagüe. La población fija de aquella ciudad

Page 21: Moscoso Puello_Navarijo

era de 14.072. Esta última fracción, 72, representaba la población de tránsito.

Había 20 Abogados, 5 Ingenieros, 5 Agrimensores y 4 Dentistas, 6 Notarios Públicos, 2

Maestros de Obras, 18 Médicos, y

25

10 Boticas. Había 23 coches de alquiler y 24 particulares. 115 carretas, 356 faroles para

alumbrado público, 1 Restaurante, 8 cafés y 2 Hoteles.

La mayoría de las casas de mampostería se encontraban en los barrios céntricos. En las

proximidades de las murallas abundaban los bohíos.

Eran las de mampostería, casas coloniales, de techo romano, con paredes anchas,

ventanas de rejas y amplios zaguanes. Los patios de estas casas eran grandes y estaban

sembrados de árboles frutales.

Se abastecían de agua los vecinos de aquella ciudad, por medio de aljibes y de pozos.

Había pozos en los patios de casi todas las casas y había pozos también en algunos sitios

públicos y aún en las mismas calles. Eran profundos muchos de estos pozos, a tal punto,

que el agua tenía que ser sacada con fuerza animal.

Los aljibes, por el contrario, eran contados. Y las casas que los tenían, eran consideradas

como casas muy principales.

Hasta 1884, a la oración, cuando se escuchaba en la ciudad el toque del Rosario, se

cerraba la Puerta del Conde y ninguna persona se atrevía a salir sin permiso de la Guardia

allí establecida, después de esa hora, fuera del recinto amurallado. La ciudad quedaba

completamente aislada de sus alrededores.

Al otro lado de la muralla se encontraba basura, montes, sabanas, botados, conucos,

estancias y hornos de carbón. A trechos, bohíos de yaguas y alguna que otra construcción

de mampostería levantada por alguno de los pocos vecinos pudientes que tenía la ciudad.

Las calles de aquella ciudad estaban en completo abandono. Cubiertas de arena,

desniveladas, llenas de zanjas, de hoyos y de yerbas; no tenían desagües y, cuando las

lluvias se precipitaban sobre la ciudad o sus alrededores, estas calles se convertían en

verdaderos ríos que arrastraban hacia el mar toda clase de desperdicios. Eran aguas

sucias, enrojecidas por el barro, y que, a veces, permanecían en los sitios bajos, durante

muchos días, formando baches que las hacían intransitables.

Durante el día recorrían estas calles unos cuantos coches de

Page 22: Moscoso Puello_Navarijo

alquiler, tirados por uno o dos caballejos flacuchos, enclenques, pobremente enjaezados,

desprovistos de herraduras. Como las llantas de estos coches eran de hierro, el ruido que

hacían, al rodar sobre la arena, parecía de molino y se oía por todas partes.

No tenían aceras todas estas calles, y las pocas que se habían construido tenían niveles

arbitrarios, por lo cual era peligroso, en cualquier tiempo, transitar por ellas.

Eran calles estrechas, como las actuales, y por lo regular, estaban sucias, llenas de

papeles, de cáscaras de frutas y de otras inmundicias, aunque, una o dos veces por mes,

los presidiarios, encadenados, eran sacados para que las barrieran con escobas hechas con

jicos de palma.

La calle en que yo nací hedía a aguardiente y a estiércol, porque había en las manzanas

próximas a mi casa, más de catorce Alambiques de cabezote, la industria más próspera de

aquellos días y, porque, era esa calle, el camino obligado de los campesinos de los

alrededores, que entraban a la ciudad montados sobre bestias, por la Puerta del Conde.

Esta calle, según Don Luis Alemar, tenía en el año 1883, 128 casas y 2 ruinas.

La ciudad se iluminaba una buena parte del mes con la luna y, las demás noches, con una

escasa cantidad de faroles de gas que se apagaban a la media noche en las orillas, y

permanecían encendidos hasta el amanecer, únicamente en los barrios céntricos.

Pero esta iluminación era tan insuficiente que dejaba a la ciudad envuelta en tinieblas, y

había sitios en que, por la ausencia de los faroles, la oscuridad en las noches sin luna, era

completa.

La cantidad de personas que transitaba durante el día por estas calles, era muy reducida, y

aún en las principales, había horas, en que se veían completamente desiertas. Después de

las nueve de la noche, apenas se encontraban en las calles otras personas que no fueran

los Serenos.

Había un reloj público, regalado por un tal Señor Villanueva, pero a determinadas horas

del día, las campanas de la Catedral y las de otros Templos, se encargaban de marcar el

tiempo.

27

Se escuchaban las campanas de la Catedral, por lo regular, a las diez de la mañana en

tiempos de Cuaresma, y en los días ordinarios, a las doce del día, a las dos, y a las tres y a

Page 23: Moscoso Puello_Navarijo

las seis de la tarde, y otra vez a las nueve de la noche.

El comienzo del día lo anunciaba el Ave María que se oía tocar en casi todas las Iglesias

a las cinco de la mañana; y, su terminación, la señalaba el toque del Rosario o del

Ángelus a las seis de la tarde.

Se conservaban estos Templos, que nos dejaron los españoles, tal como se conservan

ahora, pero los que estaban en ruinas, San Antón, San Francisco, San Nicolás, El

Convento, así como el Alcázar de los Colones y la mayoría de los Fuertes y que protegían

la ciudad, estaban convertidos en vertederos públicos, de tal modo lleno de basuras e

inmundicias, que era imposible visitarlos.

En San Nicolás había un establo que pertenecía al Presidente Heureaux y que cuidaba

Tomás el Inglés, su cochero; y cuando se estableció el Tranvía, el Fuerte de la

Concepción quedó convertido en una Estación terminal con sus caballerizas, talleres y

depósitos de carros nuevos y viejos.

La ciudad estaba dividida en barrios de diferentes tamaños y con característica propias.

Por el norte: La Fajina, El Polvorín, San Lázaro, San Miguel, San Antón, Santa Bárbara;

en el centro: La Catedral, Santa Clara, las Mercedes y el Convento; por el oeste: el

Navarijo y por el Sur, la Misericordia y Pueblo Nuevo. Cada barrio constituía una

Parroquia y contaba con su correspondiente Alcalde.

Según Don Luis Alemar, el barrio de la Misericordia contaba en 1883 con 138 y 2 ruinas.

En la mayoría de estos barrios y en sitio prominente se levantaba una gran Cruz. Las más

célebres de estas Cruces fueron la de Rejina, la de San Lázaro, la de San Miguel, la de la

Cuesta del Correo (19 de Marzo alta), la de la Cuesta del Vidrio, la de la Altagracia, la de

San Francisco, la de San Antón, la de Santa Bárbara y la de la Misericordia. En el mes de

Mayo, todos los años, estas Cruces eran adornadas y se celebran rumbosas fiestas en su

honor. La ciudad estaba consagrada al Señor.

El Santo Domingo de Guzmán en que yo vine al mundo era una ciudad pobre, humilde y

tranquila, donde se oían frecuentes toques de cornetas, y se rezaba un poco y casi no se

hacía nada.

Los habitantes eran sencillos, honestos y pundonorosos. Como único esparcimiento

tenían sus fiestas de barrio y sus procesiones. Una o dos veces al año asistían a una

corrida de toros, a un circo de maromas o iban al Teatro.

Page 24: Moscoso Puello_Navarijo

De vez en cuando les molestaba la tropa abigarrada que se alojaba en la Fortaleza, los tres

tiros de alarma y los frecuentes sitios de la ciudad. Pero los protejía su Policía, formada

por vecinos conocidos, respetuosos y abnegados. Un cuerpo de Serenos les cuidaba el

sueño y sus intereses en la noche, les anunciaba la hora, y por añadidura, les hacía saber

el estado del cielo.

El asesinato y el robo, eran, sin embargo, en aquella ciudad, confiada a estos humildes

servidores, hechos excepcionales y escandalosos. En realidad aquella ciudad en que yo

nací, era una aldea sin pretensiones, y todavía sentía temor a Dios.

Pero su vecindario contaba con una Escuela Normal, un Colejio de San Luis Gonzaga, un

Instituto Profesional, y por sus calles sucias, cubiertas de yerba, sin aceras y estrechas,

llenas de perros y en las que no faltaban burros, caballos, chivos y cerdos realengos, se

cruzaban el Padre Billini y don Manuel de Jesús Galván, Don Eujenio María de Hostos,

Don Emiliano Tejera y Don Félix María del Monte, Don José Gabriel García y Doña

Salomé Ureña de Henríquez.

Y en el Palacio Arzobispal tenía a Monseñor Fernando Arturo de Meriño.

Los hombres de aquellos tiempos podían decir con orgullo: ¡Vaya una cosa por la otra!

28

29

II

Corrían los últimos meses del año de 1879, cuando, Juan Elías Moscoso y Rodríguez, mi

padre, se estableció en el Navarijo. Por esta época ya tenía una familia numerosa, pero

estaba joven y fuerte y lleno del mayor optimismo.

Manuel de Jesús, el mayor de sus hijos varones, tenía 19 años; Juan Elías 14; Abelardo

12; Rafael 6, Arturo 2. La mayor de las hembras, Carmen, contaba 10 años; Mercedes 8,

y Anacaona, la más pequeña, solamente tenía 4 años.

Manuel de Jesús estaba interno desde 1879 en el Colejio de San Luis Gonzaga, que dirijía

el Padre Billini y allí permanecía, porque había decidido seguir sus estudios para

ordenarse de Sacerdote, de acuerdo con los deseos de mi padre. Elías y Abelardo habían

abandonado este Colejio desde hacia tiempo. Aquél se había inscrito en los cursos que

profesaba D. Carlos Nouel y éste estaba en el Colejio Salvador, de D. Federico Llinás.

Page 25: Moscoso Puello_Navarijo

Carmen y Mercedes estudiaban en el Colejio de la Señorita Socorro Sánchez; Rafael y

Arturo y Anacaona iban a las escuelitas del barrio.

En muchas ocasiones oí a mi padre lamentarse de su ignorancia y, sobre todo, del poco

interés que se tomó su tío, el Arzobispo Doctor Elías Rodríguez y Ortiz.

-No se ocuparon de enseñarme nada -me repitió varias veces mi padre con profunda

pena-. Yo no tuve Escuela.

Y, sin embargo, entre sus ascendientes hubo hombres doctos que ocuparon altas

posiciones en la Enseñanza y en la Iglesia. Su apellido se repite muchas veces en la

historia de la Colonia y de la República.

Mi padre nació en esta ciudad de Santo Domingo de Guzmán, hacia el año de 1835, el 14

de julio, pero gran parte de su infancia la pasó en el poblado de Hincha donde había ido a

establecerse mi abuelo, Juan Vicente de San Luis Gonzaga Moscoso y Alonzo Gómez -

antiguo abanderado del Ejército-, durante la ocupación haitiana, ocupado entonces en la

talla de santos para venderlos en la República de Haity.

Adolescente quedó huérfano de padre y cuando mi abuela, Doña María Mercedes

Rodríguez y Ortiz murió, mi padre quedó al cuidado de tres tías solteras, Monza, Alloza y

Trinidad, Las Moscoso, como les decían: altas, blancas, como mi padre y que murieron a

muy avanzada edad. Yo no conocí a estas tías, pero mi madre me hablaba de ellas

muchas veces.

Me contaba mi padre que, adolescente, su tío el Dr. Elías Rodríguez, lo hizo alistarse en

el Ejército Libertador y pude notar que, cuantas veces mi padre me hablaba de esta época

de su vida, se mostraba orgulloso de poder contarse entre los soldados que tomaron parte

en aquellas luchas por la Independencia de la República, y particularmente de haber

tomado parte en la batalla de Santomé, bajo las órdenes del General Cabral, a quien mi

padre admiraba por su honradez y por su gran valor.

Cuando mi padre me entretenía hablándome de estas cosas yo le escuchaba y me sentía

orgulloso de ser uno de sus hijos.

-Yo era un muchacho entonces -me decía mi padre-. Todavía no me había salido el bozo.

Mi padre me hacía la descripción de la batalla de Santomé, la más importante en que

tomó parte y, me refería, cómo se comportaron en ella las tropas y los jefes. Mi padre

atribuyó el éxito de las armas dominicanas al hecho de haberse quemado aquel día,

Page 26: Moscoso Puello_Navarijo

accidentalmente, el pajón de la sabana.

-Esa fue la suerte, -me decía- estábamos perdidos; nuestra

30

31

mi padre volvió a vivir a Santo Domingo, su ciudad natal. Y poco tiempo después, en

1860 formó su familia.

Mi madre, Sinforosa Puello, nació en Baní y su padre fué un ciudadano francés oriundo

de Burdeos. La crió su madrina Doña Altagracia Báez, la tía jobita, banileja, esposa de

Juan Alejandro Acosta, Almirante de la Marina Nacional.

Como mi abuela, mi madre era mulata, de facciones ordinarias, de pelo crespo y de ojos

más bien oscuros que claros. De estatura mediana, era más bien delgada que gruesa.

Su madrina la hizo asistir durante un tiempo a las escuelitas del Barrio de Santa Bárbara.

Allí aprendió poco, pero en cambio la tía jobita le enseñó buenas costumbres.

Cuando la ocupación haitiana mi madre vino en brazos de mi abuela a Santo Domingo y

permaneció en esta ciudad hasta la edad de cuatro años en que quedó huérfana, junto con

su hermana, la tía Mariquita, de la cual no se separó jamás.

Volvió a Baní para vivir en compañía de unas tías que tenía allí. Mi hermana Carmen me

ha contado que en más de una ocasión le oyó decir a mi madre que en esta época de su

vida sufrió innumerables calamidades. Las tías las hacían trabajar demasiado y hasta las

hacían padecer otras privaciones. Un día mi madre hizo que le escribieran una carta para

su hermano, Manuel de Regla Mejía, que vivía en la Capital. "Si no vienes a buscarnos, -

le decía- nos verás en la Puerta del Conde".

Manuel de Regla decidió ir a buscarlas y desde entonces no volvió a salir de esta ciudad.

Su madrina se hizo cargo de ella.

-Tú debiste ser hombre -le decía a veces mi padre.

Mi madre era intelijente y de un carácter firme y valeroso.

Mi padre, al revés de mi madre, tenía un carácter dulce, aunque enérgico. Era alto,

delgado, blanco, de pelo lacio, de nariz perfilada, de ojos azules. La cara de mi padre era

perfecta. Mi padre nunca gustó de la política. Detestaba los cargos de la Administración

Pública y siempre vivió una vida independiente, aun en las épocas de su mayor pobreza.

A menudo hablaba con desdén de los Gobiernos. En el año de 1874, el 7 de Mayo, go-

Page 27: Moscoso Puello_Navarijo

bernando el Gral. Ignacio María González, mi padre renunció a su grado de Capitán del

Ejército. Las razones que expuso fueron

la de tener que consagrar su tiempo a los negocios y a su familia.

Cuando mi padre abandonó su oficio de pintor (la última obra que hizo fué la pintura de

la Casa de los balcones dorados en la calle del Conde) se dedicó al comercio. Comenzó

por un ventorrillo que poco a poco se convirtió en una pulpería. Más tarde se hizo

importador. Cuando le favoreció la fortuna compró algunas pequeñas propiedades y

fabricó una casa de dos plantas en la calle del Conde para ampliar sus negocios y dar

mayores comodidades a su familia.

Cuando mi padre concluyó esta casa y se trasladó a ella, las condiciones del país no eran

buenas. Acaba de renunciar el Poder el General Cesáreo Guillermo y desde el 7 de

Octubre se había hecho cargo de la Presidencia el Gral. Gregorio Luperón. Con la

revolución todo se había paralizado y los negocios se había perjudicado notablemente.

Todavía en Diciembre El Eco de la Opinión decía:

"Nos estamos resintiendo aún de las medidas dictatoriales del pasado tren administrativo.

El ayuntamiento no ha podido pagar los sueldos de sus empleados como anteriormente y

de aquí que la ciudad esté sin escuelas, sin policía municipal y en la noche sin serenos

que impongan el orden y custodien la propiedad. Si este pueblo no fuera tan servil, en

medio de sus revueltas, ya muchas cosas se hubieran evitado".

Pero pronto se notó un cambio en la situación del país. El 14 de Diciembre el Presidente

Luperón promulgó un Decreto en virtud del cual se le concedía al General Ulises

Heureaux un voto de gracia "por cuanto el triunfo del Movimiento desconocedor de la

autoridad del General Cesáreo Guillermo y su Gobierno, iniciado en esta ciudad el 6 de

Octubre del año que cursa, implicó la restauración de las libertades y derechos de todos

los dominicanos, y la salvación del decoro de la República".

Declaraba ese Decreto "en nombre del patriotismo y la libertad, que el General Ulises

Heureaux y los jefes y Oficiales que le acompañaron... han merecido bien la Patria..."

La opinión pública consideró justo este Decreto, ya que Ulises Heureaux se había

distinguido como uno de los militares

34

35

Page 28: Moscoso Puello_Navarijo

más sobresalientes de la República por su capacidad y por su valor.

Además de este reconocimiento oficial de sus brillantes actuaciones militares, el

Gobierno resolvió regalar al General Heureaux la casa llamada de la Joven República,

propiedad de D. Juan Bautista Vicini en recompensa por sus servicios para consolidar la

paz.

El Gobierno Provisional comenzó por interesarse en asegurar la paz y con ella la

tranquilidad de las familias que tanto habían sufrido en los últimos meses del año. Se

decretó la pena de muerte para toda persona que intentara tomar las armas para derrocar

el Gobierno constituido. A este Decreto siguieron unas cuantas leyes de gran

trascendencia: La Ley del Servicio Militar Obligatorio y la del establecimiento de

Academias y Escuelas Militares para quitarle las armas a los ignorantes que habían en-

sangrentado el suelo de la República; la ley de Instrucción Pública, la de Ayuntamientos

y la que creaba por primera vez en la República los Cuerpos de Bomberos que serían de

gran utilidad para el comercio; la ley de Patentes que estaría en vigor durante el año de

1880 y la ley de Estampillas.

A estas leyes, que fueron muy oportunas, se unieron las muy importantes leyes que

concedieron un puerto franco a la Compañía del Canal de Panamá y la que solicitaba el

concurso de las naciones amigas para levantar un monumento a la memoria del Gran

Almirante Cristóbal Colón en esta ciudad y en el cual se guardarían sus venerables restos.

Los vecinos del Navarijo no estuvieron conformes con algunas de las nuevas leyes.

Consideraban que con la nueva ley de patentes sería muy difícil la determinación de las

escalas o categorías de las pulperías y que esto daría lugar a muchos inconvenientes.

Tampoco estaban conformes con la ley del dos por ciento sobre las importaciones y el

pago de contado de los derechos que fue votada en el mes de Abril. Y la Ley de

Estampillas, que años después resucitó el Ministro Velázquez, durante la Administración

de Cáceres, no sólo disgustó a los navarijeños sino a toda la República. José Gómez dijo

una noche en la pulpería de mi padre que estas leyes arruinarían el comercio.

Mi padrino Fellé criticó la ley que cobraba impuesto al jabón y al sebo por las pérdidas

que había sufrido el Estado, debido a la concesión que se había otorgado al americano

Mr. Allen H. Crosby. Se dijo que se habían perdido cerca de 250.000 pesos por falta de

pago de los derechos correspondiente a las materias primas. Los comerciantes del

Page 29: Moscoso Puello_Navarijo

Navarijo pensaban que esta ley daría lugar a que subiera el precio del jabón y que esto

sería de gran perjuicio porque apenas se usaría siendo artículo indispensable y de mucho

consumo.

Con motivo de esta ley D. Fellé le dijo un día a mi padre:

-No se apure compadre, las lavanderas usarán palo amargo, que hace muy buena espuma.

Pero la ley que causó más indignación en el Navarijo fué la que creó un impuesto de

veinte y cinco centavos para el porte de escopetas. Esta ley levantó acerbas críticas. No

veían algunos vecinos del barrio el porqué ni con qué fin se quería obstaculizar la caza de

palomas que constituía el medio de vida para muchas personas y consideraban que esto

daría lugar a que se disminuyera la caza, se escasearían las palomas y los palomeros las

venderían más caras. Mi padrino, que era uno de los mejores cazadores del Navarijo,

consideraba esta ley como un acto despótico del Gobierno.

Ya desde el año anterior los periódicos se venían ocupando de esto. En el mes de Mayo

La Actualidad parece que deseaba que se prohibiera la caza de palomas y había publicado

un suelto: "Se ha declarado guerra a muerte a las pobrecitas palomas, que en razón de una

multiplicación extraordinaria las vemos cruzar en bandadas tan seguidas que nublan el es-

pacio; pero bueno es advertir a los Señores Palomeros que, en esta lucha, cumple a ellos

impedir el tiroteo dentro de la ciudad".

Y de otras cosas más se quejaban los navarijeños. Todavía se depositaban detrás de las

murallas colchones, trapos viejos, camas y despojos de difuntos, y vagaban por las calles

diversos animales realengos. Pero había ya el propósito de corregir todo esto. En el mes

de Agosto se pasó una circular a los jefes de Cuarteles para que "bajo su más estricta

responsabilidad compelieran

36

37

a los referidos dueños de sacar los animales de la ciudad y sobre todo por viruelas en

Haity".

Los vecinos del Navarijo lamentaron que estas medidas no incluyeran a los perros, uno

de los más graves inconvenientes que tenía ese barrio: la cantidad de perros que vagaban

por todas partes. Las carnicerías de la calle del Arquillo, frente a la Iglesia del Carmen,

echaban los huesos y otros desperdicios de la carne en el calle y por ahí no se podía

Page 30: Moscoso Puello_Navarijo

dormir de noche a causa de los estrepitosos aullidos de estos animales. Ya se habían

quejado varias veces los vecinos, pero hasta ahora no se había tomado ninguna medida

para acabar con esta seria molestia.

Mi padre le expresó varias veces a su compadre Fellé sus esperanzas de que el nuevo

Ayuntamiento, que ahora presidía D. Manuel de Jesús García, se ocuparía de todas estas

cosas. Había hablado con José Mieses y éste le había dicho que sus compañeros Martín

Puche, Panchito Aybar y Toribio Mieses estaban animado del mismo propósito.

El 19 de Mayo se convocaron las Asambleas Electorales para elegir al Presidente de la

República y a mediados del año 1880, en el mes de junio y en los días 19, 20 y 21 se

celebraron las elecciones y fué electo Presidente de la República Fernando Arturo de

Meriño. El 23 del mismo mes se hizo la proclamación correspondiente.

Mi padre se alegró con esta designación. Pensó que el Gobierno que había implantado el

General Gregorio Luperón continuaría y que gracias al decreto que éste había

promulgado, en virtud del cual serían pasados por las armas los que fueran sorprendidos

con las armas en la mano, la paz no se alteraría.

Como Espaillat, Meriño no procedía del Ejército y aunque Espaillat no dió resultado, el

Padre Meriño había dado ya pruebas de su gran patriotismo y de su firmeza de carácter.

Fué él el único que se atrevió a decirle las verdades al Gran Ciudadano, Buenaventura

Báez, gesto que no había imitado nadie y que como decía la tía Mariquita, en este país

sólo se imita lo malo.

Un periódico dijo del nuevo Presidente estas palabras: "El ciudadano Meriño no ciñe una

espada. Otra garantía que es inapreciable... hay en el militarismo algo como la convicción

de

que no cumple con su deber si todo no lo resuelve con la ley de la fuerza".

El 16 de Agosto de 1880 fué celebrado con júbilo por toda la Capital. Había un doble

motivo. El Delegado, Ministro de la Guerra, Gral. Ulises Heureaux, "no escaseó medios

para que ese día de tanta gloria, el pueblo demostrara su alegría y satisfacción y se

entregara a toda clase de diversiones".

"Desde la víspera, el cañón, las cajas y las cornetas, la música militar, despertó al pueblo

en el recuerdo del acontecimiento más hermoso en los anales de la Patria de los Duarte y

los Sánchez".

Page 31: Moscoso Puello_Navarijo

El 16, el Delegado de las Provincias, acompañado de personas notables y empleados

públicos se dirijió a la Catedral, donde con toda solemnidad se cantó un Tedeum y se oyó

la palabra del Deán y Vicario, Reverendo Domingo de la Mota.

Luego, en el Palacio del Gobierno se ofreció un brindis de champagne y el Delegado,

Gral. Ulises Heureaux, pronunció un discurso lleno de palabras ardientes.

El 10 de Septiembre se juramentó el Presidente Meriño y tomó posesión de su cargo. Con

ese motivo escribió el mismo periódico:

"Hoy se abre una nueva era de paz, de libertad y de progreso para el país, el principio

sobrevive, la idea renace; y todos los hombres de buena fe deben agruparse en torno de

una convicción política altamente noble, puramente patriótica, a sostener incólume la

bandera del orden y de la ley".

Mi padre no sabía cómo expresar la confianza que el nuevo Gobierno le inspiraba. A

todos sus amigos les manifestó que estaba lleno de esperanzas y que no veía por qué el

país no alcanzaría un grado de prosperidad jamás soñado.

Ya estaba cansado de revueltas, de tiros de alarma, de cierra puertas, de sitios; de

fusilamientos, de prisiones, de confinamientos y de expulsiones que no otra cosa habían

hecho casi todos los gobiernos que le habían precedido.

En la Cruz de Rejina mi padre había pasado los Seis Años de Báez y los otros seis años

de anarquía que le siguieron. En la Cruz de Rejina, mi madre experimentó la pérdida de

su herma

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no, Manuel de Regla Mejía, asesinado en El Llano, común de Baní, por los esbirros de

Báez, el 25 de Mayo de 1872, y de quien decía mi padre que era el hombre más valiente y

honrado que había conocido.

Y en la Cruz de Rejina mi padre fué expulsado en unión de otros comerciantes, entre los

cuales estaba mi tío Pancho y Don Luis Pozo, por el Gral. Cesáreo Guillermo, por el

delito de haberse negado a dar una contribución en efectivo para sostener su dictadura.

En aquellos días la calle de Rejina era la calle por donde cruzaban las fuerzas del

Gobierno. Dos o tres veces pasaba por delante de mi casa Cesáreo Guillermo, con sus

Page 32: Moscoso Puello_Navarijo

bigotes de brocha de afeitar, vestido de blanco, detrás de las piezas de artillería, La última

Razón, El Gran Diablo, o La Cigüeña, que de tal modo designaban los cañones los

hombres de la tropa, como más tarde bautizaron otro con el de Mapembá, que se hizo

célebre en la Línea Noroeste.

Me imajino que, cuando mi padre veía al Presidente Guillermo, marchar a pie, detrás de

sus cañones, pensaría que estaría a punto de acabarse el mundo y que este hombre no

entregaría la ciudad hasta que no estuviera en ruinas.

El día que mi padre bajó al río en compañía de los demás comerciantes que recibieron la

orden de expulsión, Ulises Heureaux abrió los fuegos contra la ciudad en el preciso

momento en que ellos bajaban por la cuesta de San Diego. La ciudad estaba sitiada y

todos los días hacía fuego con los fusiles y los cañones. En la ciudad se habían producido

algunas bajas de jentes pacíficas, tales como la de la Sra. Isabel Puello, que mientras se

lavaba los pies perdió una pierna.

Contábame mi padre que cuando estuvieron en el muelle, Don Juan Salado se negó a

acompañarlos. Los tiros de Pajarito le impresionaron tanto que resolvió volver a su casa

mediante el pago de la suma que el Gobierno le había pedido. Fué el único que abandonó

la consigna.

Y cuando le preguntaron por qué se había arrepentido, respondió:

-Señores: Yo no dejo a Carlota sola, no me siento con valor para abandonarla.

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Los compañeros rieron de esta salida. Pero Juan Salado volvió a su tienda.

La expulsión de mi padre apenas duró veintiocho días. Encontrábase en medio del mar

Caribe cuando Cesáreo Guillermo ya había sido depuesto y sustituido por el Gral.

Gregorio Luperón, "demócrata, libertador y guardián de las libertades ciudadanas".

"En aquellos calamitosos días -decía un periódico de la época- cuando la brutalidad de un

hombre atropelló en esta ciudad todo lo más sagrado, con el fin de sostener su efímera

dominación, varios comerciantes fueron compelidos a contribuir con una cantidad a los

gastos de la guerra. Negados todos ellos a los deseos del sátrapa, se les amenazó con

expedirles sus pasaportes para el extranjero, y muchos prefirieron marchar al destierro

antes que dar su dinero a quien iba a emplearlo en oprimir a sus conciudadanos".

Page 33: Moscoso Puello_Navarijo

El día que mi padre regresó de su expulsión a Curazao, fué de gran alegría en mi casa. Mi

madre preparó una comida a la que asistieron un gran numeró de amigos de mi casa.

-Nunca me olvido -me decía mi madre- de la gran vergüenza que pasé ese día.

Y refería que cuando los convidados estaban sentados a la mesa, Elías echó de ver que el

compadre Esteban Suazo comía con creciente apetito. Asombrado de verlo comer sin

descansar, se echó al suelo y, avanzando sobre las rodillas se acercó a la silla en que

aquel estaba sentado y dijo algunas palabras que nadie, sólo Suazo, oyó.

Todos se asombraron cuando el compadre se puso de pie y en tono violento y en alta voz

se expresó así:

-Yo he venido aquí porque me han invitado.

Y como los presentes le clavaron los ojos interrogándole por los motivos que tenía para

hacer esa declaración, Esteban Suazo, agregó:

-Digo esto, compadre, porque Juanico me ha dicho que "he comido tanto y he bebido

tanto que voy a reventar".

Sin quitarle la vista al comensal airado, la mayoría de los presentes, que no vieron a

Elías, pensaron que al compadre Esteban Suazo, se le había subido el vino a la cabeza.

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-Siéntese, compadre -le dijo Don Fellé Velásquez, sujetándolo por un brazo.- Siéntese y

no tome más vino.

El compadre Esteban Suazo convino en sentarse y lo hizo lentamente, volviendo la

cabeza para uno y otro lado de la mesa como si se le hubiera perdido algún objeto.

Y todo pasó en medio de la mayor alegría.

Un día en que mi madre estaba de buen humor la oí comentar la expulsión de mi padre y

su participación en la guerra de Independencia.

-Tu padre -me dijo delante de él-, ha sido un hombre de mucha suerte. Cuando estuvo en

Santomé no recibió una sola bala y cuando estuvo en Curazao le aprovechó el mar. Trajo

un buen apetito.

Mi padre sonrió, pero un momento después, alzó la cabeza, se suspendió los espejuelos y

preguntó a mi madre:

-Pero dime una cosa. ¿Tú hubieras querido que me hubieran matado?

Page 34: Moscoso Puello_Navarijo

Mi madre volvió a sonreír. Nadie en mi casa podía dudar del valor de mi padre.

III

Tenía la calle del Conde, indudablemente, mayor importancia comercial que la calle de la

Cruz de Rejina. La cantidad de establecimientos que allí se encontraban era una prueba

evidente de prosperidad. A mi padre no se le pudo escapar el valor del nuevo punto

donde iba a trabajar.

Estaban establecidos en el Navarijo, entre otras personas, Don Manuel Lebrón con una

famosa panadería; Don Martín Sanlley con un excelente Alambique de cabezote; don

Juan Poupon, con otro Alambique ; don José Mieses con una gran tabaquería; don Fellé

Velázquez con una tienda mixta y un Alambique, en las inmediaciones de la Puerta del

Conde; el Sr. Marrero con otro Alambique; don Eduardo Hernández, cubano, donde

hacían tertulia Máximo Gómez y Serafín Sánchez; don Francisco Saviñón, hombre de

grandes empresas, con el gran establecimiento El Elefante, regenteado por Don Ricardo

Piñeiro y don Telesforo Alfonseca; Doña Bárbara Molina con un ventorrillo de frutas;

don Miguel Ortega con un establecimiento, La Muñeca, don Juan Matos con una

zapatería muy acreditada; don Laíto Guerrero con una Botica; don Isidoro Basil con un

establecimiento de novedades, El Globo; don Eugenio de Marchena con otro

establecimiento de novedades, La Canastilla;

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don Juan Salado en su especialidad de artículos vidriados; don Miguel Alcalá, don

Joaquín Lugo con una peletería, La Bota Blanca; don Paíno Pichardo, don Luis Pozo;

Jacinto Moreno; Delfín Galván; los hermanos Rattos, importadores de artículos españoles

y don Pancho Moscoso, el único hermano que tuvo mi padre.

Hablando de estos establecimientos, en una ocasión me dijo la tía Mariquita:

-La tienda de tu padre era una de las mejores del Navarijo. Juan Elías vendía de todo.

Y no hace mucho tiempo, el Cojo Peláez, me encontró un día en la calle y me detuvo.

-¿Usted es hijo de don Juan Elías? ¡Ah! yo conocí mucho a su padre y a su madre cuando

estaban establecidos en la calle del Conde. Yo vivía en el Navarijo y compraba allí.

Y después de una pausa.

-¡Qué tiempos aquellos!

Page 35: Moscoso Puello_Navarijo

El Cojo Peláez bajó la cabeza y enmudeció, mientras yo me quedé mirándole la barba y

la cabeza completamente encanecidas.

La tienda que tuvo mi padre en calle del Conde era una tienda mixta, como decían

entonces. Además de las provisiones que no podían faltar: arroz, habichuelas banilejas,

manteca de El Globo, mantequilla La Vaca -había allí toda clase de telas y artículos de

fantasía. La mitad del aparador estaba surtida con prusianas francesas, poplines,

bogotanas, muselinas, guingas, alvarinos, algodón amarillo, muselinas, batistilla, listados,

driles de todas clases y fuerte azul. También había cintas de todos los colores, botones de

nácar y de huesos, hilo de coser, encajes, pañuelos de Madrás, tiras de hiladillos y

perfumería. Un tramo estaba lleno de Agua de Florida de Lamman y Kemp y de Kananga

del Japón y en los párales del aparador colgados de clavos, había docenas de tacitas para

café y espejitos con tapas, que eran muy solicitados por los marchantes.

La otra mitad del aparador era una botillería: cerveza de la T, licor de Rosolio, anís

asafalte, Ginebra, ron, vinagre, aceite, y muchas cosas más.

Por fuera del mostrador había un tersón de bacalao, un barril de carne del Norte, otro de

macarelas de los tres números y finalmente uno de jaranes, que eran muy solicitados.

Además de la tienda, mi padre instaló un Alambique de Cabezote a una cuadra de su

establecimiento. Chividón, alambiquero y músico y Juanico el de Cristina,

sucesivamente, hicieron allí un excelente ron. La industria de la destilería alcanzó a fines

de siglo pasado una gran prosperidad en el país y el Navarijo contó con gran número de

alambiques, muchos de los cuales adquirieron justa fama dentro y fuera de la República.

No cabe duda de que nuestra reputación como destiladores ha decaído lamentablemente

en nuestros días. De haber seguido como entonces, nadie nos hubiera arrebatado un

puesto de honor en las Antillas.

Pero el Alambique de mi padre era uno de los más modestos del barrio. No se inauguró

con alfombras como el de Don Pancho Saviñón, ni sus alambiqueros fueron nunca

vestidos de etiqueta con gruesas leontinas de oro, como lo hacían en el alambique de don

Luis Cruz.

Los alambiqueros de mi padre fueron hombres humildes y sencillos, lo que no influyó

nunca en la calidad del ron.

Diariamente veía mi padre en la puerta de su establecimiento una cantidad apreciable de

Page 36: Moscoso Puello_Navarijo

marchantes, como no la había visto antes en la Cruz de Rejina.

Desde las primeras horas de la mañana había caballos amarrados en los aldabones de las

puertas, en las argollas de la acera, tanto del lado de la calle del Conde como del lado de

la calle de San Lázaro.

Y desde que mi padre abría su establecimiento no tenía reposo. Antes de entregarse al

despacho, destapaba los cajones en donde tenía las provisiones y observaba los daños que

pudieran haberle hecho los ratones en la noche. Veía el cajón del arroz, el de las

habichuelas que estaba junto al que contenía el almidón. Veía el azúcar parda, el rincón

donde estaba el maíz, el sitio de los quesos de Flande y de Patagrás. Por fuera del

mostrador destapaba el barril de macarelas, el de la carne del Norte y del bocoy de

bacalao. Luego, le pasaba un paño al mostrador, limpia

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ba el peso, y atendía a uno que otro cliente que olvidó comprar el día anterior sus polvos

de café o el azúcar para el mismo. Mi padre pasaba la mañana yendo de un extremo a

otro del mostrador para atender a sus marchantes con la mayor solicitud.

El cajón se iba llenando de motas poco a poco. El peso no descansaba. Y a veces el papel

de estraza en que se envolvían las provisiones se escaseaba.

Las ventas que mi padre hacía en la calle del Conde eran de más consideración que las

que hacía en la Cruz de Rejina. En el Navarijo tuvo que aumentar sus importaciones y

con más frecuencia tenía que comprar en plaza para conservar surtido el establecimiento.

Por la calle del Conde había entonces, un movimiento continuo, una actividad incesante;

un ir y venir de jentes de todas clases, por lo cual era esta vía tan importante, que era

dudoso que en ella no prosperara cualquier negocio que allí se estableciera.

Por la calle del Conde, sucia, asoleada, estrecha y polvorienta pasaba todo, desde Vidal

Gallina, Pamparruá, Juanico el Loco y Mamá Reina, hasta los próceres de la

Independencia y de la Restauración, cuando los llevaba hasta el Cementerio el gran

Balandrán, con su enorme túbano en la boca, echándole el humo a la comitiva, para

pasarlos por la Puerta del Conde, como era de rigor, dispensándoles con esto, el único

honor que hasta entonces se había otorgado a los que tenían la fortuna de morir en esta

Page 37: Moscoso Puello_Navarijo

vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán.

Por la calle del Conde pasaban los bandos y pasaban las revoluciones triunfantes;

pasaban los reos hasta el cementerio, cuando era menester dar un ejemplo a los

dominicanos levantiscos, y pasaba igualmente por ella a todas horas el tranvía.

Por la calle del Conde transitaban durante la mañana numerosos campesinos que llegaban

de los alrededores de la ciudad: de Haina, de San Cristóbal, de La Venta, de Los Minas,

de los Alcarrizos y de otros diferentes sitios que hoy se han convertido en ensanches de la

ciudad.

Entraban estos campesinos por la Puerta del Conde, montados sobre sus bestias: caballos,

burros, bueyes-caballos, lucien

do grandes sombreros de canas, pañuelos de Madrás atados a la cabeza o sujetos al

cuello, cachimbos de barro o de tapizas, y a veces armados de revólveres, de cuchillos y

machetes de cabo.

Eran estos campesinos, los compai y las comai de otros tiempos que recorrían la calle del

Conde para vender sus productos y, luego de realizar estas operaciones, visitaban las

tiendas y pulperías para proveerse de lo indispensable para sus hogares situados del otro

lado de las murallas.

Iban estos campesinos, blancos, negros, mulatos, de puerta en puerta, con sus bestias a

rebiate, ofreciendo sus artículos: melao, cazabe, morros de boruga, miel de abejas,

ajonjolí, funde, pulpa de tamarindo, cañafístula, jengibre, víveres de todas clases y frutas

de la estación. Leña, cuaba, escobas y sus palos, macutos, sogas de majagua para sacar el

agua de los pozos.

Los comerciantes más dilijentes los llamaban para que les hicieran sus compras, porque

en ese sector de la calle era grande la competencia.

A cada instante se oía en la calle del Conde en el curso de la mañana:

-¡Venga acá marchante!

-¿Por ahí se pasa, valito?

-Entre marchante, que tengo un roncito muy bueno.

-¿No quiere andullo? ¿Babalao fresco? ¿Macarelas?

-Mire cornai, tengo una pursiana buena y firme que no destiñe.

Las aceras de la calle del Conde, desiguales, estaban provistas de argollas y las monturas

Page 38: Moscoso Puello_Navarijo

eran amarradas allí. Pero a veces los marchantes las amarraban en los aldabones de las

puertas o simplemente pisaban las sogas sobre las aceras con un pie, mientras pedían

desde la puerta los artículos que necesitaban.

Por el Navarijo el tránsito en las primeras horas de la mañana era difícil. Los peatones

tenían que saltar por encima de las sogas que se tendían sobre las aceras y por en medio

de la calle, los coches, los burriqueros y los carreteros sufrían momentos desesperantes.

-Quite ese caballo de ahí, animal!

-Jale ese burro, compai!

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Alguna que otra vez los caballos se soltaban y el compai salía detrás del animal con su

vara, alarmado, por temor a una contravención.

-Caballo del Diablo!

-Bestia del Demonio!

La calle del Conde, por el Navarijo, hedía a estiércol, a sudor de bestias, a aguardiente. Y

las mismas tiendas, cuando se abrían por la mañana, despedían un fuerte olor a bacalao, a

cebollas, a andullos, a gas.

El tranvía hacía pasar a estos campesinos los mayores sustos. Los caballos, a veces, se

espantaban por el ruido que hacían los carros, y se salían encabritados. Los burros, que

toda la vida han sido los negros de la especie, echaban a correr, volcando la carga.

Cuando las bestias se detenían por delante de la vía, el Conductor no se cansaba de dar

timbrazos y vociferar.

-Salgan de ahí, animales o les echo el carro!

Los marchantes lo miraban asombrados o llenos de ira, mientras tiraban de la jáquima por

toda respuesta, y las bestias asustadas levantaban el pescuezo y giraban sus grandes ojos

hacia el carro.

Pero a medio día la calle del Conde quedaba vacía. Los campesinos habían regresado a

sus casas. Las tiendas permanecían abiertas y sin un alma.

En el verano, a las doce que no se podía atravesar esta calle sin un buen paraguas. Las

jentes de aquel tiempo le temían mucho al sol. Era causa de muchas enfermedades.

Abundaba entonces el tabardillo.

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A media tarde, la mitad de la calle del Conde estaba en sombras. Los comerciantes que

vivían en ese lado sacaban sus sillas a la puerta para tomar un poco de fresco. A veces

jugaban con su vecino una mano de tablero o dormitaban un poco. Cuando el tranvía se

estableció, estas siestas al aire libre eran imposibles, porque los carros de la Compañía de

Transporte hacían un ruído infernal.

En la época de las lluvias, en la calle del Conde, como muchas otras calles de la ciudad se

convertía en un lodazal. Las bestias que entraban a ella lo amontonaban y las aceras y

hasta las

fachadas de las casas se cubrían de manchas de barro rojo.

Y los grandes aguaceros la llenaban de basuras. El agua que descendía de los barrios

altos, de San Miguel, de San Lázaro, de la Cuesta del Vidrio, arrastraban toda clase de

desperdicios que se detenían en las vías del tranvía que les servía de represa y allí se

acumulaba de todo, bagazos de caña, petacas vacías de carbón, cáscaras de plátanos y una

infinidad de inmundicias. Esto ocurría en algunas esquinas con más frecuencia que en

otras. Las esquinas del Navarijo eran de las más sucias.

Durante la seca era polvo lo que se encontraba en la calle. Un polvo fino, colorado, que

cubría los mostradores, que ensuciaba las habitaciones y que se palpaba en todas partes

donde se pasaba una mano limpia. Todos los días tenían que dedicar un buen tiempo a la

limpieza del establecimiento y en ocasiones les era menester cubrir algunos artículos para

evitar que se empuercaran.

Las tiendas de la calle del Conde vendían muy poco en las tardes y casi nada en las

primas noches. Pero como no había leyes de cierre los comerciantes cerraban sus

establecimientos a la hora que mejor les convenía.

Ni dependientes, ni máquinas registradoras, ni Compañías por acciones, ni demasiadas

ordenanzas municipales. Eran dueños absolutos de sus negocios y permanecían en ellos

todo el tiempo que juzgaran necesario o hasta que la suerte les fuera adversa y

terminaban en otro barrio sus últimos días.

Unicamente tenían que tener presente el Calendario. Los Santos tenían entonces más

prestigio que en nuestros días, y la Semana Santa, el día de Corpus, el día de las

Mercedes, el día del Rosario, la Virgen del Carmen, la Candelaria, la Purísima y muchas

otras advocaciones eran celebradas con una pompa tan extraordinaria, que el comercio de

Page 40: Moscoso Puello_Navarijo

la Calle del Conde no podía menos que contribuir a esas solemnidades, dejando cerradas

sus puertas.

Muchos establecimientos estaban adornados con la imagen de algún Santo de la Iglesia,

para estímulo de los marchantes y como demostración de los altos sentimientos religiosos

de sus dueños.

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Las noches de la calle del Conde eran tristes. Después de las nueve la envolvía un

silencio tan profundo y una soledad tan completa que Ildefonso Sánchez no pudo menos

que tomar por un fantasma a Don Manuel Lebrón, una noche de 1880, cuando este

regresaba del Teatro La Republicana en un triciclo, con un pequeño farol en el guía,

corriendo por en medio de la calle. En vano Don Manuel gritaba:

-Alifonso! ¡Alifonso! No corra que soy yo, ¡Manuel Lebrón!

Ildefonso no se pudo detener hasta que no dobló por el callejón de la Lugo, para dar

pesados golpes en la puerta de su casa.

Aquella lucecita moviéndose a deshora de la noche en una calle tan desierta, no podía ser

otra cosa para Ildefonso que el Enemigo Malo, persiguiendo a algún cristiano.

Y fué en el calle del Conde, donde una noche, el pobre sastre Ignacio, de regreso a su

casa situada al pie de la cuesta de San Miguel, preguntó por la hora a un hombre

encapotado que caminaba en dirección contraria y recibió por respuestas, en voz ronca y

gruesa, estas tres palabras que le calaron los huesos.

-La una me dió en Madrid!

Cuando mi padre me contaba estas cosas, yo cerraba los ojos fuertemente y me hacía un

bollo entre sus piernas.

La calle del Conde tenía que ser también la calle de los fantasmas.

Para mi padre era un evidente progreso el haber podido establecerse en una calle tan

principal. Y no estaba equivocado.

IV

En 1880 había poco que ver en Santo Domingo. La vida que hacía mi padre en el

Navarijo era una vida sencilla. Pocas cosas podían distraerlo de su trabajo. La calle del

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Conde, en el Navarijo, estaba formada por unas cuantas casitas modestas de una planta y

de algunos bohíos. La casa que fabricó mi padre sustituyó uno de esos bohíos que era de

mi tío Pancho, quien lo vendió a mi padre. San Lázaro y San Miguel estaban todavía

despoblados y por el lado de El Polvorín no había casas. Frente a este establecimientos

había un gran conuco y los plátanos que allí se recogían eran hermosos y de buena

calidad. El vecindario de mi casa era pobre y escaso. Alambiques de cabezote, pulperías

y ventorrillos. Una botica y una quincallería.

Mi padre estaba entregado a su pulpería. Como acababa de establecerse en un nuevo

punto, todo su empeño estaba encaminado a hacerse de una clientela ya que había

perdido la que con tanto trabajo había levantado en la Cruz de Rejina, donde su pulpería

era una de las más conocidas.

En el Conde, sus únicos momentos de descanso y de distracción se los proporcionaban

sus amigos del barrio que en las primas noches acostumbraban a visitarlo con bastante

regularidad.

A la luz de dos lámparas de gas, sentados junto al mostrador

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o en el umbral de una de las puertas o en la acera para disfrutar del fresco de la prima

noche, el compadre Fellé, asiduo contertulio, José Gómez, José Mieses y de vez en

cuando Jacinto Moreno, o el compadre Marrero padrino de mi hermana Carmen,

esperaban allí el toque de Animas mientras cambiaban impresiones sobre política, sobre

negocios o sobre los sucesos del día.

Mi padrino, que tenía su Alambique en las proximidades de la puerta del Conde era

siempre de los primero en llegar a mi casa. Blanco, grueso, de estatura mediana, luciendo

saco y corbata negra, sombrero de Panamá. Los copiosos bigotes de mi padrino no los he

olvidado nunca.

Después de las buenas noches, mi padre lo interrogaba:

-Qué dice mi compadre?

-Ya usted vé, compadrito.

Y después de un corto silencio:

-La cosa ha estado floja hoy.

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-No ha venido mucha jente. Yo creo que se debe a las fies

tas del Espíritu Santo.

-Hombre sí! Un marchante dijo allá, en la pulpería que no

vendría hasta la semana que viene.

-Estas jentes! No se puede contar con ellos.

A poco ha cambiado el tema de la conversación.

-Eso pasó en los Seis Años, compadre -dijo mi padre con

firmeza.

-No me parece -responde mi padrino, cruzando una pierna sobre la otra. -No me parece...

Y mientras ambos hurgan en sus recuerdos, la conversación la interrumpe un muchacho.

-Don Juan, dice Basilia que le venda un cuartillo de gas.

Mi padre se levanta, le toma la botella de la mano al muchacho, se dirige al sitio donde

tiene abierta la lata de Luz Radiante, la mejor marca, introduce el embudo por el cuello

de la botella y con un jarrito de hojalata, cuidadosamente le hecha el gas, poco a poco.

-El gas es una cosa terrible -dice mi padre estrujándose los dedos en un paño que tiene

junto a la lata de gas para ese fin. Y mi padrino está de acuerdo.

-Cualquiera no vende eso, -murmura viendo a mi padre.

Mi padre toma el dinero que el muchacho ha dejado sobre el mostrador y sacando el

cajón que se desliza debajo del mismo mostrador, tira las monedas con indiferencia.

Al sentarse de nuevo dice.

-El gas está subiendo. En casa de Leyba no hay. El único que tiene un poco es D. Andrés

Aybar.

Mi padrino no responde porque está entretenido mirando el aparador.

A esa hora, mi madre está arriba en compañía de la familia. Pero a veces tienen visitas.

Mi primo José María u otra persona del barrio. Carmen tocaba en el piano Pleyer algunas

de las lecciones que su maestro D. Sebastián Morcelo le había enseñado o tocaba la

popular varsoviana para complacer a mi madre que mientras más la oía más le gustaba.

Los varones se complacían más con la caja de música que mi padre había importado del

Norte, como él decía siempre, a la casa de Geo F. Breed & Hogarth. Era una caja grande

a manera de órgano, con su correspondiente repertorio de piezas en rollos de papel

perforado que se pasaban por medio de una manivela, a la que daban vuelta hembras y

Page 43: Moscoso Puello_Navarijo

varones alternándose.

La caja de música les hacía pasar ratos muy divertidos. La tía Mariquita me contaba que

esta caja de música tenía una pieza que se llamaba Aires Populares Españoles, con la cual

se divertían mucho, porque uno de mis hermanos tenía la lengua un poco pesada y

cuando pronunciaba el título de esa pieza lo alteraba de tal modo que lo convertía en una

insolencia.

Agrupados en un rincón de la sala, Elías, Abelardo, y Arturo, llamaban a Fello, el

presunto tartamudo, que más bien lo que hacía era hablar demasiado aprisa y le

preguntaban.

-Qué pieza viene ahora?

Mi hermano sustituía letras y agregaba otras, de tal modo y en tal forma que resultaban

unos aires tan raros que mis hermanos se desternillaban de risa.

Pero a mis hermanos les encantaba las marchas. La marcha de Garfield, y la marcha de

Garibaldi, populares en aquella época,

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la repetían tanto, que mi madre tenía que llamarles la atención.

-Dejen ese órgano -les decía-. Tengo dolor de cabeza.

A las nueve de la noche la calle del Conde por lo regular estaba solitaria. Mi padre

cerraba la pulpería, si los amigos se habían retirado. Entonces subía a los altos,

conversaba un rato con mi madre y con sus hijos, se enteraba de cómo habían pasado el

día, de cómo se habían comportado en la Escuela y sobre todo de qué le habían mandado

a mi hermano Jesús al Colejio. Luego se iba a la cama para volver a hacer lo mismo al día

siguiente, tempranito, antes de que amaneciera para aprovechar los primeros marchantes

que entraran por la calle del Conde.

Otros días, mi padre cerraba temprano, porque las ventas estaban flojas, o porque había

que economizar gas. Prefería esperar la hora de irse a la cama sentado junto con mi

madre en el balcón. Desde allí veía la calle oscura y sin un alma, porque los faroles

apenas daban luz.

Y mi padre y mi madre, sentados frente por frente, se entretenían en hablar de los

incidentes del día.

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-Mañana -decía mi padre- tengo que ir al Comercio. El arroz se está acabando y veré, de

paso, si han llegado otros artículos.

-Cómpralo en otra parte -respondía mi madre-, porque el último que trajiste era muy malo

y la jente no lo quería comprar.

-Ya se lo diré a D. Martín, para que me dé del mejor.

Y continuaban sentados en el balcón hasta que oían las campanas de la Catedral, dar el

toque de Animas.

Pero a veces, antes de las nueve, ya mi padre había dormido un sueño en su mecedora y

mi madre también cabeceaba en la suya. Mercedes dormía acostada en el sofá. Carmen se

aprendía una lección y Anacaona y Arturo ya estaban en sus camas. Y Fello y Nununo

estaban abajo en el zaguán, para hacer sus paseítos a escondidas por la esquina del

Conde.

Eran estas noches del Navarijo aburridas, monótonas. La guardia de la Puerta del Conde,

las animaban de vez en cuando con sus cantos, su güira y su tambora. Pero hacía días que

permanecía callada porque el vecindario se había quejado. El Centinela se hizo eco de

estas quejas, y el Gobierno prohibió estos cantos.

Todas las mañanas mi padre se complacía en ver salir a sus hijos más pequeños para la

Escuela, con sus bultos y sus dulces, vestidos de limpio, con los zapatos en buen estado,

peinaditos y amonestados por mi madre para que se condujeran bien, no se entretuvieran

en la calle, vinieran derecho a casa, cuando los soltaran, y no dieran lugar a quejas por

parte del Maestro.

Los seguía un rato con la vista y luego que' doblaban la esquina mi padre volvía a poner

la atención en sus ocupaciones.

Mientras ellos aprendían algo, por si los planes de mi padre no salían bien, éste pasaba el

día vendiendo telas, vendiendo ron, vendiendo arroz, vendiendo quesos: sudando,

luchando, pensando, soñando detrás del mostrador. Cumpliendo con los fines de la vida

sin protestar. Quizás feliz.

Y mi madre, por su parte, hacía otro tanto. Desde que la casa quedaba sin muchachos,

bajaba a la pulpería para ayudar a mi padre. Ya hacía tiempo, desde la Cruz de Rejina,

que ambos estaban acostumbrados a esta lucha sin tregua y sin descanso.

Los sábados mi padre salía para Alla' adentro, a la Calle del Comercio, donde estaban

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establecidos los grandes almacenes de importación, para pagar sus facturas y para

comprar en casa de D. Martín Leyba, donde Namías o donde Salvuccio los artículos que

le hacían falta.

Vestido con su saco negro y pantalones blancos de dril, sombrero de panamá y su

paraguas negro debajo del brazo, recorría mi padre la calle del Conde, deteniéndose a

hablar aquí y allí, con Don Juan Salado, que le anunciaba la llegada de un partida de

lebrillos a buen precio, con D. Luis Pozo que se quejaba del frío de las últimas

madrugadas; entraba mi padre en la casa de los Rattos para dejar apartados algunos

serones de ajos españoles o algún saquito de arroz valenciano del mejor. De paso veía los

otros establecimientos y se fijaba en el movimiento que tenían.

Antes de las doce del día regresaba. Abría su paraguas por el camino para protegerse del

sol. Ya Gervasio había llegado trayendo en la carreta toda o la mayor parte de la compra

del día.

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Mi madre la había hecho descargar y ya los artículos estaban en sus lugares habituales.

Cuando la compra era pequeña, algunas cajas de jabón de cuaba o de fideos de la

Toscanella, que tenían tan buena acojida, el que la conducía era Pelón en su magnificó

burro que tanta envidia despertaba.

j

Después de comida mi padre se ocupaba de abrir algunas cajas. Inspeccionaba los quesos

de Flande y de Patagrás. Sacaba una o dos latas de gas. Llenaba los huecos del aparador.

Cambiaba las piezas de tela. Arreglaba las ristras de ajo. Llenaba los cajones de arroz, de

habichuelas, de café en grano, de maíz, de azúcar, de almidón.

Daba una ojeada por todo el aparador. Luego se sentaba en un silla, detrás del mostrador

o entraba a la pieza en que tenía su mesa y se ponía a examinar sus libros.

Entre días, por las tardes, mi padre para distraerse se iba de caza. Cerca de la Puerta del

Conde se reunía con su compadre Fellé quien tenía fama de tirador. Se posesionaban en

el Rastrillo, en la Sabana de los Caballos o en el Hoyo del Barro y allí pasaban la tarde

cazando palomas con sus escopetas de pistón.

Page 46: Moscoso Puello_Navarijo

Qué palomas tan sabrosas se encontraban por allí! Eran bandadas tras bandadas las que

cruzaban por esos lugares a la caída de la tarde en dirección a Andrés tan seguidas, decía

el periódico La Actualidad, que nublaban el cielo.

La tía Mariquita las preparaba a veces, pero era Anacleta, la mejor cocinera que tuvo mi

madre, la que las guisaba con el vino tinto que vendía Martín, de tal modo, que los que

las comían se tenían que chupar los dedos.

Los domingos no se vendía mucho. Eran días muertos. Los campesinos escaseaban. Y

por eso mi padre cerraba temprano.

Los domingos, sin embargo, estaban señalados por la presencia en la tienda de Marcelino

el albañil de mi padre y del barrio, que pasaba gran parte de la mañana junto al

mostrador.

Marcelino, a quien todo el mundo conocía y estimaba por su bondad, era un buen amigo

de mi padre.

-Don Juan Elías -decía Marcelino- es un hombre bueno y honrado. Ojalá que hubieran

muchos como él aquí en el Navarijo. Yo sé que otros venden ron tan bueno como el de

aquí, pero yo prefiero gastarle mis cuartos a Don Juan.

Marcelino era un hombre blanco, de baja estatura, y de excelente carácter, quien no tenía

otro defecto que tomar aguardiente todos los domingos. Los otros días de la semana los

consagraba al trabajo con una devoción digna de respeto.

Iba a la pulpería de mi padre a emborracharse y cuando lo lograba se improvisaba

profesor de francés. Afortunadamente para él, ya había transcurrido más de un cuarto de

siglo de la Independencia, y hablar y enseñar francés no se consideraba un delito de lesa

Patria.

Siempre he pensado que la disposición a la docencia de Marcelino se debió a la

influencia del espíritu de la época. La preeminencia que en el pensamiento de sus

contemporáneos tuviera el Colegio San Luis Gonzaga y la Escuela Normal de Santo

Domingo, debió haber despertado en el buen hombre, que era el albañil de mi padre, las

dormidas aptitudes que debió tener para el Majisterio.

Pero aquí, en este país, se malogran las más sanas intenciones.

Marcelino llamaba a mis hermanos que, en unión de Leopoldo Navarro, un huérfano

protejido del Padre Billini, que se encontraba de visita en casa esos días, y, después de

Page 47: Moscoso Puello_Navarijo

escurrirse el bigote, ancho y amarillo, con una mano, en tono doctoral, les preguntaba por

delante de un barril de macarelas:

-Vamos a ver, díganme ¿cómo se llama esto en francés?

Los muchachos miraban el barril y después de decir dos o tres disparates se quedaban

silenciosos.

Marcelino miraba a mi padre, para sorprender la impresión que sus conocimientos

pudieran producirle y exclamaba:

-Macrille!

Todos repetían en coro la misma palabra: Macrille! Macrille!

Y continuaba la lección que mi padre seguía con el rabo del ojo para no dar demasiado

alas a Marcelino, que se hacía pagar con tragos de ron su trabajo.

El nombre en francés de los artículos que estaban a la vista, habichuelas, azúcar, bacalao,

eran dichos por Marcelino con

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mayor o menor claridad, a medida que iban pasando las horas de la mañana y los tragos

se sucedían.

Cuando no daba a mis hermanos sus lecciones de francés, hablaba con alguno que otro

transeúnte que al pasar lo saludaba.

- Marcelino, cómo vamos?

-Ya puede ver, -respondía- aquí mirando y oyendo. Luego se dirijía a mi padre.

-Ese es otro que se lo está llevando el Diablo, decía.

La situación económica era muy mala. Apenas se ganaba para mal vivir. Los trabajos y el

dinero estaban escasos. Marcelino, después de asomarse a la puerta y asegurarse que no

pasaría nadie por allí, se acercaba a mi padre.

-Es lo que yo digo, Don Juan. El Gobierno nos está acabando.

El no era político, pero cuando tomaba sus tragos se le desataba la lengua.

El mejor Gobierno que él había visto era el de Luperón. Conocía bien a don Gregorio.

-Hombre bueno, Don Juan! Un caballero, pero aquí en este país, lo mejor no sirve.

Mi padre lo escuchaba de vez en cuando y con un movimiento de cabeza asentía a sus

afirmaciones.

Page 48: Moscoso Puello_Navarijo

Era la de Marcelino una borrachera tranquila, apacible. Al principio hablaba mucho,

luego se quedaba silencioso, taciturno, viendo a las jentes que pasaban por la calle.

A eso de las once del día, su mujer Baldomera solía presentarse en la pulpería a buscarlo.

Al primer requerimiento Marcelino murmuraba:

-Muchacha! ¡Muchacha!

Y después de un corto diálogo, Marcelino abandonaba el establecimiento y seguía a su

mujer hasta su casa, donde se acostaba a dormir hasta el otro día en que reemprendía su

trabajo como si nada hubiera pasado y más respetuosos que nunca.

V

Pero de tarde en tarde llegaba una Compañía para actuar en el Teatro La Republicana. En

1880 se gastaron doscientos pesos en arreglar el escenario de este Teatro. Se pintó el

frente, se arreglaron las butacas y el pintor escenográfico Góngora hizo cinco decoracio-

nes para sustituir los "mamarrachos" hechos por Clodomiro Alfaro.

Las decoraciones que hizo Góngora eran magníficas. Llamaron la atención dos de ellas

que se consideraron como la más acabadas: la de Salón regio y la de Casa pobre, las que

fueron elogiadas por la prensa.

La compañía dramática de D. Secundino Anexy y Doña Rosa Delgado de Anexy debutó

en el mes de Junio. La Señorita Delgado, dama joven, el Sr. Santigosa y el Señor

Ferrador, que era un buen artista, gustaron mucho y fueron muy celebrados. Mi padre vió

representar Las Campanas de la Almudeina, El Gran Galeoto y El Collar de Lescot. Otras

de las obras que subieron a escena en La Republicana fueron La esposa del Vengador, La

primera piedra, Hija o Madre o El Andrés el Saboyano.

Para amenizar los espectáculos de esta compañía se formó una orquesta de diez músicos

y se tocaron danzas, mazurcas, polcas y otras piezas de moda. La prensa, sin embargo,

criticó al

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güiro que desafinaba bastante y por lo cual protestó el público.

Y antes de finalizar el año, en el mes de Noviembre, algunas personas del barrio tuvieron

la oportunidad de disfrutar de otra temporada teatral. Había llegado la compañía Grilli.

Entre las obras que se pusieron en escena figuraron La Traviata y El Trovador. Estas

Page 49: Moscoso Puello_Navarijo

representaciones tuvieron un gran éxito. Una crónica apareció en El Eco de la Opinión. El

cronista copió textualmente dos versos del aria de Violeta que gustó mucho:

Gran Dio! morir cosi giavana Yo ho penato tanto!

El público hizo visar este número varias veces y pidió la repetición de la obra.

Don José Mieses le hizo a mi padre grandes elojios de esta compañía, pero de mi casa

nadie asistió al teatro.

En ese mismo año los capitaleños pudieron pasar noches muy agradables en el Circo de

Mr. Curtney. Este circo llamado Zoológico se estableció en la Plaza de Armas. Lo

componían más de veinte artistas. Había allí tigres, leones, osos, caballos amaestrados y

otros animales. Contaba este circo con trapecios, barras y cuerdas. Mi padre no se cansó

de ver trabajar a la señorita Millie. Hacía esta mujer prodigios. ¡Y qué payasos tan bue-

nos estos del Circo Zoológico! A mi padre le hacían desternillar de risa.

Una noche se produjo en este Circo una trajedia. El tigre devoró a Herr Langer, el

domador. Fué una escena horrible que no olvidaron por mucho tiempo los que tuvieron la

desgracia de presenciarla. Mi padre no asistió esa noche porque mi madre se sentía

quebrantada.

-Por casualidad no me encontré en ese zafarrancho -me repitió mi padre varias veces.-

Aquello fué la de sálvese el que pueda. En la calle del Conde se produjo un cierra puerta

como no lo habíamos visto ni en las revoluciones. Fue un miércoles, el 6 de Septiembre.

Mi hermana Carmen me ha contado que a mi padre le gustaban mucho los circos de

maromas y que cada vez que tenía la

oportunidad y actuaba alguno en la ciudad, pocas veces faltaba a las funciones.

Una vez le oí celebrar a dos prestidijitadores que, según él, no habían tenido imitadores.

Se llamaban Wallace y Taranta.

Cuando no había estos espectáculos la ciudad quedaba muerta. Entonces sólo se podía

contar con las fiestas religiosas, celebradas con inusitado esplendor y las que

periódicamente sacudían la modorra en que vivían los vecinos del barrio.

En el Navarijo, las de Nuestra Señora del Carmen, en el mes de julio eran las que más

interesaban a mi padre, porque eran las de su barrio. Se celebraban rumbosamente y los

Page 50: Moscoso Puello_Navarijo

vecinos ponían singular empeño en que todos los años se superaran y eclipsaran a la de

los otros barrios.

Estas fiestas tenían lugar en su parroquia. Esta parroquia era la Iglesia de Nuestra Señora

del Carmen. Nuestra Señora del Carmen es uno de los más modestos templos de la

ciudad. Situada en una de las esquinas que forman la calle Sánchez y la del Arquillo,

tiene un media naranja o ábside pequeña que mira al este, y su techo abovedado está

cubierto de ladrillos rojos, y la soportan unos cuantos arcos y otras tantas columnas que

no ofrecen ninguna particularidad digna de mención.

El Templo de Nuestra Señora del Carmen más bien es una Capilla que una Iglesia y su

fachada cubierta de almagre es sencilla y sobria, sin ningún detalle arquitectónico, con

excepción de la puerta, alta, ancha, que remata en una pequeña hornacina en la cual se ve

una imagen de la milagrosa Virgen, tan pequeña, que parece una muñeca.

A la derecha de la puerta principal se halla una puertecita baja, cuadrada, por donde

entran las personas que no quieren darse el honor de pasar por la puerta principal, o las

que sólo buscan un lugar apartado para sus meditaciones, y ninguno es, en este templo,

más a propósito que los bajos del coro.

El coro está situado hacia el oeste, en el fondo de la Iglesia. Un arco modesto lo soporta.

Hacia el este, debajo del ábside se levanta el altar principal o Mayor, que no tiene la

apariencia que tienen otros en la ciudad, pero en el cual, en vez de la virgen, a la que está

consagrada la iglesia, se encuentra el Nazareno, que

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61

por su admirable belleza es la imagen que se destaca, junto con su trono, y que es la más

reverenciada de ese y de todos los templos de la ciudad. El Nazareno es el orgullo del

barrio.

A cada lado de la nave central se alzan dos altares pequeños. Uno de estos altares es el

del Santísimo, el otro el de la Virgen del Carmen. Era junto a una de las ventanas de esta

capilla, que mira a la calle Santo Tomás, donde en 1880, Manuel Vallejo amarraba en los

barrotes de hierro, el cajón en que le picaba la yerba a su caballo y lo ponía a comer.

Delante del arco de la capilla del Santísimo, se encuentra el púlpito, modesto, humilde,

donde el P. Gaspar Hernández alzó un día su verbo apasionado para narrar el dolor

Page 51: Moscoso Puello_Navarijo

dominicano bajo la dominación haitiana.

Cuenta la tradición que sobre este mismo púlpito, años después, se irguió una noche la

figura combativa e ilustre del Dr. Elías Rodríguez y Ortiz, bajo amenaza de ser asesinado,

para apostrofar la tiranía. Le protejía fuera del templo un pelotón de soldados. Pero

cuando el Dr. Rodríguez estaba en la mitad de su sermón, cayó una llovizna, y la jente

que no había podido entrar al templo, porque estaba lleno, irrumpió en él súbitamente

para protegerse de la lluvia. Los que estaban dentro creyeron que había llegado la hora de

cumplirse la amenaza y se llenaron de pánico. Y fué ese el instante en que el Dr.

Rodríguez, erguido, sereno y dominante, dando muestra elocuente de gran valor y

carácter, dijo a sus fieles.

-No os alarméis! Nada puede hacerse sin la voluntad de Dios. Y Dios está en favor de

nuestra causa.

Detrás de la nave central hay un patio pequeño, limitado por una pared con una puerta

baja, por donde se hace el servicio del templo y en cuyo extremo se alza, a poca altura, el

campanario, cuadrado, con un techo piramidal formado con planchas de zinc acanalado y

pintado de rojo. Cuatro huecos pequeños se abren en su extremo y en estos huecos están

suspendidas las campanas. Este campanario semeja un palomar.

Al otro extremo, formando un ángulo, se encuentra la Capilla de San Andrés, con su

enorme Crucifijo, al que la tradición consideraba peligroso mover o tocar. Separada del

templo

del Carmen, hasta hace poco tiempo, esta Capilla tiene ahora una ancha abertura en la

pared medianera, que permite, a las Hermanas Mercedarias, oír misa del Carmen en el

propio San Andrés.

Debido al culto del Nazareno, la iglesia del Carmen era y es todavía visitada, no

solamente por los vecinos del barrio, los navarijeños, sino por todos los moradores

cristianos de los otros barrios, incluso los más distinguidos.

Yo no conozco la historia de este templo y menos aún la del Nazareno, que tanto lo

prestigia y del que mi padre me refirió una vez que la admirable cabeza del Santo había

sido encontrada en la mochila de un soldado, aunque otros afirman que, en camino de

México, esta imagen se quedó aquí a causa de una interrupción en las comunicaciones

con aquel imperio. Pero sea lo que fuere, de estas versiones, me atrevo a asegurar que por

Page 52: Moscoso Puello_Navarijo

entonces esta cabeza del Nazareno y la estatua del Gran Almirante que luce en el parque

de Colón eran las dos únicas obras de arte con que contaba la vieja ciudad de Santo

Domingo de Guzmán.

Desde tiempo inmemorial, el Navarijo consideró la posesión de esta imagen como una de

sus más prestigiosas reliquias.

Con la cabeza inclinada, los ojos hacia abajo y la boca entreabierta, el Nazareno del

Carmen provoca la admiración, el respeto y el amor de todos los que lo conocen y lo ven

por primera vez.

La devota señora Doña Eulogia Barrientos, regaló una suma para la construcción del

trono que hasta hace poco ocupaba esta imagen; y el conocido ebanista del barrio D.

Pablo Hernández tuvo el honor de construirlo en magnífica caoba. Y en el año de 1878,

D. Angel Perdomo retocó por última vez a Jesús Nazareno.

En el siglo XVIII se instaló la Hermandad de Nuestra Señora del Carmen y Jesús de

Nazareno (8 de Marzo de 1711) en el Hospicio de San Andrés, a iniciativa del Ilustrísimo

Señor Maestro Fray Francisco del Rincón, del Consejo de su Majestad. Esta Hermandad

sostuvo una polémica en 1872 con el Dr. Fray Leopoldo, Ángel Santancha de Aguasanta,

Arzobispo de

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Acrida, Delegado y Vicario Apostólico de Santo Domingo, por lo cual y en virtud de un

Decreto quedó suprimida.

Los navarijeños vivían orgullosos de su fe. Celebraban sus fiestas religiosas con pompa

inusitada. Los días de su patrona, la Virgen del Carmen, eran días memorables para todos

los que tenían el privilejio de gozarlos. Manuel Vallejo, el cacique del barrio, apoyado

por Lilís, cerraba el tránsito por las calles del Navarijo desde que se comenzaban las

fiestas y hasta que se terminaban y cuyo éxito él aseguraba por su entusiasmo y laborio-

sidad.

Las últimas fiestas que mi padre pasó en la Cruz de Rejina fueron muy buenas. Hubo

misas, alboradas, corridas de sortijas, pollo enterrado, palo encebado y música a medio

día en la puerta de la iglesia y por las calles del barrio. Se tiraron cohetes, montantes,

Page 53: Moscoso Puello_Navarijo

buscapiés y se elevaron globos. Hubo también corridas de toros con betas y en barreras,

bolas de fuego y bailes y muchas otras diversiones que mantuvieron a los vecinos por

ocho días disfrutando de las mayores alegrías. Fueron muy rumbosas, como quizás no se

repetirían.

Mi padre contribuyó para estas fiestas con todo lo que pudo. Adornó su casa con palmas,

papel picado y cordelitos.

Comentando estas fiestas del Carmen se refirieron una noche en la pulpería a los

escándalos que había producido el Padre Jandoli. Se había dirijido al Convento y allí tuvo

una violenta disputa porque dijo que las fiestas del Rosario no podían tener lugar sin que

antes correspondieran al pago que se le debía a él, y censuró a los músicos, olvidando que

estos eran fervorosos del Rosario y por tanto se prestaban a tocar de balde.

-Fué el día 8, el martes -dijo mi padrino Fellé- pero me han asegurado que ayer volvió a

tener otro escándalo y habló mucho.

Y le refirió a mi padre que el periódico se había ocupado de esto y que había dicho, entre

otras cosas, que las fiestas del Rosario habían sido siempre muy respetadas para que el

Padre Jandolio se lucrara de ellas.

El Padre Jandoli, cura de la Catedral, era un hombre que se las traía, violento y franco,

había dado motivos a muchas críticas no solamente por los feligreses y la prensa, sino por

la Superior Curia que ya le había llamado la atención varias veces por su conducta

extravagante.

Entre las muchas sátiras que se dirigieron al Padre Jandoli figuran estas dos estrofas que

fueron publicadas en El Cable:

Señor Cura, la limosna de la Virgen, dijo un día una vieja santularia al Cura di pasta fina,

y él contestó: mi signora, e como no tengo finca, por evitare venire a casa

todos los días, vendrá cada cuatro sápados y así yo daré podría una mota.

Una mota! ... Señor qué cicatería...

La procesión de los huesos el domingo no salió porque Jandoli diez pesos y ni un real

menos de eso para sacarla pidió.

Page 54: Moscoso Puello_Navarijo

Otro de los escándalos que tuvieron lugar en esos días y que entre algunas personas llegó

a producir indignación fué el propósito que abrigó el Rector del Seminario de sacar el

altar de San Andrés para llevarlo a su Colejio. Cuando se supo esto en el Navarijo fueron

muchas las protestas que se hicieron. El Rector insistió, pero al fin triunfaron los que

vieron en esto un sacrilegio.

Don Esteban Suazo, Don José Gómez, Don Jacinto Marrero y otras personas del barrio

tuvieron el propósito de hacer una exposición al Vicario Apostólico, pero desistieron tan

pronto como supieron que éste se había opuesto a que se consumara esa monstruosidad.

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65

VI

El 24 de Diciembre de 1880, a las once de la noche, mi padre se sentó por delante de la

mesa del comedor, rodeado de toda su familia y de unos cuantos amigos del Navarijo. No

pudo adivinar en aquel momento lo que le aguardaba en el próximo año de 1881.

Alegre, satisfecho de cómo iban marchando sus negocios en la nueva casa, mi padre oyó

complacido las ocurrencias que allí, junto a la mesa se producían aquella noche. Fue una

mesa espléndida. Había de todo en abundancia. Anacleta había preparado una buena

cena. Había gallina rellena, ensalada, pan de huevo que mi madre había mandado a hacer

a la panadería de D. Manuel Lebrón para ese día y para el día de pascuas, pescado al

horno que tanto le gustaba a mi padre, y sobre todo pastelitos sabrosísimo y hojuelas que

los muchachos comían con mucho gusto. Hubo también pan de frutas, lerenes y maní

congo.

Había también manzanas. Mi padre pedía un barril especial para su familia; peras, uvas

parras y dulces de todas clases, confites, dátiles, pasas y turrón de Alicante. Los vinos

eran de la casa de D. Martín Sanlley, pero había Rosolio, el mejor licor que se vendía

entonces y vino Garnache y anís Asafalde. En el balcón los muchachos quemaban fuegos

artificiales.

Domingo Morcelo a prima noche estuvo en casa y tocó al

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gunas piezas en el piano. Los muchachos, Arturo sobre todo, no quería dejar descansar el

órgano.

La calle, aunque un poco oscura por la escasez de faroles, estuvo animada hasta después

de las doce. A las once de la noche sonaron unos tiros por San Lázaro, pero no hubo

alarma.

Barbara Molina, D. José Mieses, que había sido nombrado Presidente de la junta de

Crédito Público y D. Martín Sanlley tuvieron cenas. En casa de Barbara hubo ademas

canciones acompañadas por guitarras. Varios jóvenes estuvieron allí hasta muy tarde.

Mi madre estaba alegre. Desde por la tarde los vecinos habían mandado algunos regalos.

Cerdo al horno, hallacas venezolanas, pastelones y otras cosas mas. Mi madre hizo otro

tanto. De mi casa salieron varias bandejas para las casas del vecindario.

Jesús estaba con nosotros esa noche y mi madre envió al Colejio de San Luis Gonzaga de

todo lo que tuvimos, como era su costumbre desde la Cruz de Rejina.

Como mi padre estaba cansado por el trabajo del día nadie fué en casa a la misa del gallo.

Ese día fueron muy grandes las ventas. Toda la mañana haciendo paquetes y despachando

bebidas. Mi padre notó que si hubiera tenido mayor cantidad de ciertos artículos de

Noche Buena hubiera vendido mas.

Fué pasadas las doce de la noche cuando mi familia se recojió. Las pascuas fueron muy

alegres. No se podían comparar con las del año anterior. De Los Minas vinieron muchos

negros a la ciudad. En la Iglesia de Rejina se reunió una gran cantidad de personas el

primer día de Pascuas para verlo. Mi padre llevó a los muchachos.

Eran esos negros, llamados Minas, de alta estatura, de piel de ébano, de nariz ancha y

aplastada con ventanas muy abiertas, frente estrecha y cabellos oscuros y ensortijados.

Bailaban, cantaban y tocaban los atabales, unos troncos de arboles huecos cubiertos por

uno de sus extremos con una piel de chivo. Sonaban duro y se escuchaban a larga

distancia. Llevaban los Minas el ritmo con todos los músculos del cuerpo, haciendo

muecas, golpeando los parches del Palo Grande y de los

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Alcahuetes, que así llamaban a estos instrumentos, con verdadero frenesí.

Los Minas traían a la ciudad el recuerdo de los primeros tiempos coloniales, cuando la

trata de esclavos africanos fué un lucrativo negocio más que una imperiosa necesidad.

Page 56: Moscoso Puello_Navarijo

Las gentes obsequiaban a estos negros en los días de Pascuas, en Año Nuevo y el Día de

Reyes con dulces y bebidas. Y también les daban dinero. En las fiestas del Espíritu Santo,

por el cual sentían estos negros una gran devoción, también llegaban a la ciudad.

Eran los Minas negros delicados, sencillos, impresionables, cobardes para la enfermedad.

Procedían sus antepasados de la Costa de los Esclavos, al suroeste del Dahomey. Elmina

fué la más antigua (1470) factoría negrera visitada por Cristóbal Colón antes de su viaje a

América.

Los Minas fueron dominados por los Achantis y vendidos por éstos a los negreros, según

Deniker.

Los Minas de Santo Domingo, refugiados de Haity, fundaron el poblado que lleva su

nombre en la margen oriental del río Ozama en 1719.

El día de Año Nuevo se repitió la misma cena en mi casa. Todos estuvieron despiertos a

la hora del cañonazo y la mayoría de las casas del barrio estaban abiertas por lo que la

calle del Conde en ese tramo se veía más iluminado que de costumbre.

Conversando con sus amigos, mi padre les manifestó ese día que tenía esperanzas de que

el nuevo año de 1881, sería de gran prosperidad y que los negocios seguirían como hasta

ahora, siempre que la paz no se alterara, como era de esperar en vista del buen gobierno

que tenía el país.

VII

Como los negocios de mi padre marchaban bien, un día le dijo a mi madre:

-Sinforosa, si las cosas siguen como van me parece que ganaré algo este año.

Mi padre pensaba que ya la paz no se alteraría y que los negocios no sufrirían más

descalabros a causa de las revoluciones.

Sin embargo, el 9 de Febrero se produjo un incendio en Samaná. Fueron de consideración

las pérdidas sufridas: se destruyó la Aduana y la Enramada del Puerto y quince casas

fueron reducidas a escombros. Las pérdidas habían sido calculadas en más de 5.000

pesos, según le dijo a mi padre D. Fellé.

Este incendio fué considerado como intencional y por temor a que tuviera carácter

político el Gobernador de la Provincia, Andrés Pérez, movilizó la tropa.

Muchas personas pensaron que este incendio se produjo para iniciar un movimiento

revolucionario; mi padre no lo dudó, pero su confianza en el éxito del Padre Meriño era

Page 57: Moscoso Puello_Navarijo

inalterable. Con motivo de este incendio el Gobierno dió un decreto para compensar las

pérdidas sufridas.

El Gobierno y el Ayuntamiento estaban empeñados en el adelanto del país. Se había

abierto un concurso para reparar el Vivac que estaba casi en ruina y se estaban realizando

trabajos

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en la Plaza de Armas para embellecerla. Ya se la había dotado de treinta y dos faroles.

El 15 de Febrero se dió una disposición, prohibiendo la vagancia de animales en las

calles: caballos, burros, cerdos y chivos. Los periódicos habían denunciado que en la

calle del Estudio cuatro cerdos se revolcaban en un charco que había allí y que cerca de

estos cerdos había una cabra paseándose con su cría.

El día 17 sucedió un hecho dolorosísimo que fué deplorado por la mayoría de los

habitantes de la ciudad. En el Arsenal se produjo una explosión horrible que ocasionó la

muerte del General Angel Perdomo, persona muy conocida y querida por los capitaleños.

Los primeros meses de la Administración del Presidente Meriño fueron prometedores. La

confianza pública se afirmó.

Con motivo de la guerra de Cuba en la ciudad se habían establecido muchas familias de

cubanos ricos que se estaban dedicando al fomento de la crianza y al cultivo de la caña de

azúcar.

El 27 de Febrero de 1881 decía el Presidente Meriño en su Mensaje:

"El país está en marcha y nada detendrá' su progreso... la nación prospera, la corriente del

progreso lo ha arrebatado y ya nada puede detenerlo".

Y en el mes de Mayo, El Eco de la Opinión decía:

"El impulso que está recibiendo el país se manifiesta en la fe en que por donde quiera se

emprenden los trabajos para la explotación de los elementos que éste encierra".

En efecto, la industria y el comercio estaban recibiendo grandes impulsos. Meriño había

confirmado la mayoría de las leyes que había votado el Gobierno Provisional del General

Luperón y estaba promulgando otras de gran importancia para promover la paz y el

progreso del país.

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Una de las primeras leyes votadas por el nuevo Gobierno y que fué muy bien acogida por

el pueblo fué la ley de amnistía votada el 9 de Septiembre, apenas unos días después del

juramento presidencial, ley a favor de la cual regresarían al país muchos exiliados, entre

los cuales figuraba el General Braulio Alva

tez, lo que celebró mucho mi familia por ser éste uno de los buenos amigos de mi casa.

Se había concedido franquicia a los ingenios de azúcar y a la Agricultura en general, al

mismo tiempo que se habían creado Juntas de Agricultura en todas las cabeceras de

Provincias. Se estaban dando algunas concesiones para la explotación de las minas de oro

y de las arena auríferas de varios ríos. Una compañía, la united States and Dominican

Mining and Mineral Land, bajo la administración de J. H. Roc, se había constituido con

un capital de $25.000 en acciones y se había organizado una Sociedad Aurífera para la

explotación de la mina Juana, en la sección de Maná, de San Cristóbal por los señores

Lecca y Straus. Esta mina había dado cuatro muestras de pepitas que se habían enviado a

la oficina de Ensayo, de parís, dirijida por Mr. Carnot y había dado un 90.10 de oro puro

y un 90.90 de plata, resultado que no podía ser más satisfactorio.

En estas minas ya estaban trabajando sesenta hombres de día y de noche. Cuatrocientos

pesos semanales circulaban en pago de jornales. Se habían cavado grutas de treinta

metros de profundidad y una veta aurífera de un espesor de ochenta metros se había

descubierto. Otra de quinientos metros se había encontrado, "lo que hacía suponer que

fuera mayor" decía el periódico.

Lecca y Straus habían celebrado un contrato con el banquero M. Gosselin, de París para

el estudio de esta mina Juana.

The Puerto Plata Journal of Comerce anunciaba la llegada del General Lagrange con

intenciones de inspeccionar y activar los trabajos de la mina de Bulla, para que diera el

resultado que era de esperarse. "Ya hay en aquellos lugares -decía el periódico-

manifestaciones del impulso que la industria está recibiendo con la empresa acometida

por la Compañía que dirije Mr. Blandin".

Por último se iban a explotar las minas de cobre, La Anacaona, en San Carlos, en la

sección de Santa Rosa.

Una Compañía Agrícola e Industrial se había formado para garantizar los intereses de la

naciente industria azucarera, que iba tomando tal incremento que la línea de vapores de

Page 59: Moscoso Puello_Navarijo

W P.

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Clyde estableció un nuevo servicio quincenal de vapores para conducir al extranjero este

producto de exportación. Ya habían llegado al puerto los vapores Santo Domingo y

Ozama.

El número de ingenios de azúcar había aumentado y ya operaban en los alrededores de la

ciudad estas factorías: Santa Teresa, Bella Vista, Asunción, Constanza, Santa Elena, La

Encarnación en Guabatico, La Fe, y La Esperanza.

Estos ingenios estaban pagando todos los sábados la considerable suma de 3.500 pesos

que circulaban en la ciudad.

Se iban a construir varios ferrocarriles. El 31 de Mayo se le dió una concesión a Mr.

Allen H. Crosby para establecer un ferrocarril de Santiago a Samaná, el primero con que

contaría la República. A J. de Lemos y A. Grullón se les había otorgado otra para un

ferrocarril de Santo Domingo a Azua y a Mr. Kriner se le adjudicó la de un ferrocarril de

Neyba a Barahona, cuyos trabajos se iniciarían en breve y había llegado ya el país Mr.

Edward B. Hall, representante de Mr. William P. Butter, y de Mr. Frederic Bradley.

Mi padre tenía puestas sus esperanzas en que todo este progreso no se detendría y en que

el país continuaría avanzando sin interrupción, a pesar de cierto malestar político que se

advertía, ocasionado por las críticas que hacían algunas personas ajitando la beatería.

El año se había iniciado bajo muy buenos auspicios. Todo hacía presumir que sería un

próspero año, gracias al buen Gobierno del Presidente Meriño.

La animación que se veía en el barrio desde las primeras horas de la mañana era

extraordinaria. Desde la Puerta del Conde hasta más allá de la Botica de Guerrero no se

podía caminar. Había caballos en todas las aceras. Se veían grupos de campesinos en la

pulpería de Fellé Velázquez, en la esquina del Elefante, en la esquina del Pilón y en la del

Hacha. Entraban y salían de las tiendas, apeaban cargas, compraban andullos, comproba-

ron y vendían huevos, vendían plátanos, vendían frutas.

Los comerciantes en esas horas no tenían descanso. Desde temprano permanecían detrás

de sus mostradores despachando una variedad de artículos que los marchantes iban

Page 60: Moscoso Puello_Navarijo

cuidadosamente colocando dentro de sus árganas.

La panadería de Manuel Lebrón se llenaba de gentes, entraban y salían muchachos,

sirvientas y hasta señoras con canastas, macutos, con paquetes de pan caliente. Era

famoso el pan que elaboraba D. Manuel Lebrón. Mi padre nunca se cansaba de alabarlo.

No he vuelto a comer en mi vida otro pan como el de Manuel Lebrón -decía a menudo.

Eran muchas las fundas de listado que se llenaban de café, de azúcar, de sal, de maíz.

Eran muchos los paquetes que se entregaban, de habichuelas, de arroz, de almidón. Se

vendían tajadas de queso de Flandes, pedazos de queso de Patagrás. Y sobre los

mostradores se podían ver laticas para manteca, botellas para gas y para ron. Las varas de

medir recorrían los extremos del mostrador. Los comerciantes daban ñapas y regalaban

de vez en cuando tragos de ron o medidas de andullo. Los mejores marchantes eran

obsequiados en las principales pulperías.

Doña Bárbara Molina vendía gran cantidad de frutas todos los días: melones, hicacos,

lechosas, guineos de todas clases. Con su bata ajustada a la cintura y su moño alto y

apretado, Doña Bárbara gozaba de un gran prestigio en el barrio, por su gentileza, por su

simpatía. En su casa se daban cita los jóvenes del barrio para comer un excelente

majarete que tenía fama hasta en los barrios de por allá adentro.

D. Martín Sanlley pasaba la mañana despachando botellas y más botellas de ron, de vino,

de anisado, como no había otro en toda la calle. Tapadas con tuzas de maíz, estas botellas

que llenaba Martín las colocaban los marchantes, envueltas en trapos para que no se

rompieran en el viaje en los rincones más seguros de las árganas.

D. Juan Salado era de los comerciantes madrugadores de la calle del Conde. Temprano,

antes que la calle entrara en actividad, se le veía dando paseítos por la calzada atuzándose

el bigote, negro y abundante que lo hacía un ciudadano tan respetable. Los bigotes de D.

Juan Salado eran de los más distinguidos de la calle del Conde.

Hace poco tiempo me dijo un español hablando de los vicios de nuestros días que una de

las causas a que él atribuía este cambio de principios morales, obedecía al hecho de que

los

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Page 61: Moscoso Puello_Navarijo

hombres llevaban ahora la cara completamente raspada, sin un pelo. Este afeminamiento

de la cara que se ha hecho tan de moda en nuestros días -me dijo les ha hecho perder a los

hombres la vergüenza. Y me refirió que hubo un tiempo en que un pelo de bigote era una

garantía de honor. Mientras oía a este español recordé que en mi casa me contaban que en

una ocasión D. Juan Salado tuvo un disgusto con un vecino del Navarijo y pudo evitar las

consecuencias gracias a su bigote que en verdad era abundante y recio. Habiéndose

encontrado con su adversario en una de las calles del barrio, a deshora de la noche, des-

pués de mirarlo cara a cara, se le cuadró por delante, alzó una mano hasta su boca y le

dijo:

-Si te atreves, ponle la mano a este bigotazo.

El adversario se quedó mirando los hermosos bigotes de D. Juan Salado y sea porque en

ellos midiera el coraje de D. Juan o porque pensara que con tales bigotes no se podía huir,

lo cierto fué que no dijo una palabra y Salado siguió campante por la acera, dando por

terminada la querella.

Un hombre con bigotes es un hombre con auténticas prerrogativas masculinas, de las que

no se puede abdicar sin menoscabo del carácter.

Los bigotes de D. Juan Salado fueron admirados por toda la ciudad, particularmente en la

calle del conde.

Y esta es la oportunidad de referirme a otros bigotes que me fueron muy familiares: los

bigotes de mi primo Angelito. Era un bigote abundante y negro, cuyas guías mi primo

cuidaba con esmero. Por encima de estos bigotes, de por sí notables, destacábanse los

ojos hundidos, pero provistos de un brillo tan marcado que daban a la fisonomía de

Angelito una expresión extraña, a cuantas personas lo contemplaran. Puede que esta

expresión fuera de un signo de intelijencia. Mi primo Angelito, fué un notable pendolista

y mi tía Mariquita decía que había escrito una

Gramática Castellana.

En sus últimos años de vida fué Secretario del juzgado de Instrucción de San P de

Macorís y puede que sus bigotes, durante su ejercicio, inspiraran, a los prevenidos

suficiente confianza como para esperar un justo veredicto.

H

abía en el Navarijo y en otros barrios, ejemplares muy notables. Bigotes tenía D. Miguel

Page 62: Moscoso Puello_Navarijo

Alcalá, D. Martín Sanlley, D. Juan Arvelo, D. Fermín Pereira y D. Domingo González.

Mi padre gastaba también abundantes bigotes y consecuente con su época, en sus últimos

años, se dejó de crecer la barba porque no cambió de ideas.

Los bigotes de Cesáreo Guillermo fueron célebres. Bigotes así, sólo D. Bubul Limardo

los ha podido tener en nuestros días. La mayoría de los comerciantes del Navarijo lucían

bigotes. Y como complemento de los bigotes llevaban hermosas barbas o modestas

patillas, que como las de autor de Himno Nacional, D. José Reyes, se podían comparar

hoy con las de un cosaco ruso.

Las barbas de escoba del Sr. Marrero, dueño de uno de los alambiques de la calle del

Conde, sólo podía ser comparadas con las de D. Juan Francisco Pereira, notable músico,

orgullo del barrio, clarinete y requinto distinguido de la Banda Militar y compositor de

danzas populares. Las barbas de Pereira eran las barbas más hermosas del barrio y quizás

de toda la ciudad. Pereira era un Dios Pan elevado a la categoría de un Moisés de Miguel

Angel.

Barbas gastaron también D. Gerardo Herrera, D. Joaquín Montolío y Monseñor Roque

Cocchia.

He pensado muchas veces que los pelos en la cara que con tanta distinción y orgullo

llevaban estos hombres del siglo pasado, conservaban en ellos un vivo sentimiento de

dignidad humana y por esto eran más honrados y menos serviles.

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75

VIII

Una mañana, sin embargo, ocurrió lo que no debió sorprender a mi padre. Cuando estaba

entregado a su trabajo de todos los días detrás del mostrador, oyó la noticia de que un

levantamiento se había

producido en los alrededores de la ciudad.

Ya desde el mes de Mayo circulaban propagandas por todas partes, pero mi padre no

hacía caso de ellas. Se hablaba de expediciones y de levantamientos en diferentes sitos de

la República. Mi padre tenía tal confianza en el Gobierno que en ningún momento les dió

crédito a estos rumores.

Page 63: Moscoso Puello_Navarijo

Pronto se dió cuenta de que se había equivocado. Lo que había oído en la mañana era

cierto. Varias personas que estuvieron en la pulpería le informaron de los

acontecimientos que se habían desarrollado en el Algodonal. Le mencionaron los

nombres de los cabecillas y le hablaron de la alarma que había en la ciudad.

-Mucho habían tardado -se dijo mi padre- Aquí no pueden vivir sin el desorden.

Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, mi padre dió unas cuantas vueltas

detrás del mostrador y no quiso comentar con las personas que llegaron esa mañana a la

pulpería, la noticia que le acababan de dar.

Más tarde oyó los tres tiros de alarma y vió pasar algunas personas apresuradamente por

la acera de enfrente. Unicamente habló de esto con mi madre.

-Esto -le dijo visiblemente contrariado- es un verdadero contratiempo. La revolución ha

estallado tan cerca de la ciudad que perjudicará extraordinariamente el comercio. Nos

hará mucho daño.

Y pasó el resto del día trabajando. A cada momento oía una propaganda. Los alzados son

en número considerable, están bien armados y pertrechados. Tomarán la ciudad a sangre

y fuego. En la ciudad hay mucha jente comprometida. El Gobierno no tiene dinero para

sofocar la revuelta. Es un movimiento en favor de los rojos.

Los días siguientes vió pasar por el frente de su establecimiento las tropas. Grupos de

hombres sucos, sin zapatos, vestidos como quiera y con armas de mala calidad. Iban

alegres como si fueran a una fiesta. Los jefes, montados en caballitos flacos, con sus

sables de cabo colgados de la espalda. La calle estaba alarmada con los toques de

cornetas y los ¡Viva el Gobierno! que salían de las bocas de los soldados. Era tal la

entrada y salida de jentes armadas en la ciudad que ésta parecía un campamento.

Las cárceles se llenaron rápidamente. Algunos de sus amigos y mucha jente conocida

habían sido encarcelados.

La ciudad parecía muerta desde las seis de la tarde. Nadie se atrevía a salir de su casa y

en los fuertes se escuchaba desde la oración el "¡Centinela alerta!" "¡Alerta está!"

Y por las mañanas apenas se veían dos o tres campesinos. Daban unas cuantas vueltas,

compraban lo indispensable y salían con la mayor rapidez, se iban por los caminos

extraviados porque los guardias de puesto los rejistraban.

Cuando mi padre veía, desde su mostrador la calle vacía, se cruzaba de brazos, o se daba

Page 64: Moscoso Puello_Navarijo

paseítos dentro del mostrador o se sentaba en su silla, a mover los dedos de las manos

como era su costumbre cuando tenía una gran preocupación. A veces, desde la puerta

saludaba a Martín que se entretenía en ver la calle.

-Cómo está eso por allá? -le preguntaba Martín pasándo

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se la mano por los bigotes y dibujando una sonrisa de intelijencia.

-Ya tu puedes suponer -le contestaba mi padre.

Un día se escapó un tiro en la Fortaleza y tocaron alarma. Hubo una gran corredera y un

cierra puertas. A todo lo largo de la calle del Conde se oían los golpes de los aldabones

de las puertas. Las jentes permanecieron a la expectativa más de una hora, esperando al

enemigo, porque no pasó una sola persona que viniera de allá adentro y dijera lo que

había sucedido.

El Presidente Meriño, para evitar el conato de revolución de Pablo Mamá, había salido

para Azua en viaje especial junto con el Ministro de la Guerra, Gral. Billini, y el Gral.

Heureaux se hizo cargo de la situación. Llegaron tropas del Cibao y unos cuantos

generales fueron enviados en persecución del enemigo.

Se hicieron concentraciones en Pajarito de las jentes de los campos vecinos al Algodonal.

Se libró un serio combate y se le hicieron innumerables heridos a la revolución.

Mi padre seguía todos estos acontecimientos y en su pulpería eran comentados por los

amigos todas las noches.

-La capital vivió días muy tristes -me decía mi padre-. Había dos calamidades juntas

como si hubiera sido un castigo: las viruelas, que estaban acabando con las jentes y la

revolución que ocasionaba también muchas víctimas.

Pero con pocos días de diferencia estalló otra revolución en el Este capitaneada por el

Gral. Cesáreo Guillermo, y parecía que el país se iba a anarquizar de nuevo. El Gobierno

tuvo que dividir su atención y no podía atender a dos revueltas al mismo tiempo. Había

que terminar la primera y el Gral. Heureaux, para evitar la caída del Gobierno, obró con

mano severa, dura. Los prisioneros de la revolución del Algodonal fueron fusilados en el

cementerio de la ciudad en cumplimiento de un decreto dado el 30 de mayo.

Page 65: Moscoso Puello_Navarijo

De este hecho todo el mundo se horrorizó. Fueron inútiles todas las peticiones que se

hicieron con el fin de obtener perdón para los revolucionarios. El cabecilla, Gral.

Alvarez, pidió garantías y le fueron concedidas, embarcándose el día 13 de Agosto en el

Island Start para Saint Thomas. El país deseaba paz. Un

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grupo de Generales del Sur publicó el 19 de junio en El Eco de la Opinión un suelto

concebido en estos términos:

"E! honrado Gobierno del Doctor Presidente Meriño que obra con tanta pulcritud y tanta

imparcialidad, será sostenido a todo trance por los generales que firman, porque su lema

es Patria, Libertad, Justicia, Igualdad, Progreso". Estaba firmado por J. R. Cordero,

Miguel Pereira, Juan P. Pina y Narciso Objío.

Cuando se venció la revolución del Algodonal se enviaron tropas al Este para sofocar la

otra. El Gral. Heureaux salió el día 3 de Agosto con ese propósito. Se libraron allí

algunos combates y el Gral. Heureaux resultó herido en uno de ellos. Pero los

revolucionarios fueron derrotados. El Gral. Guillermo se escapó, refugiándose en Haity;

los demás jefes fueron fusilados. La paz se restableció como se hace siempre,

descargando golpes despiadados sobre los alzados.

Los meses de julio y Agosto de 1881 -me decía mi padrefueron meses en que la sangre

corrió en gran cantidad por todas partes. Sólo el Cibao quedó tranquilo esta vez. Muchos

hogares aquí en la Capital vistieron luto. Y el Padre Billini no usó más nunca su teja por

el desaire que le hicieron.

Entre las personas que fueron fusiladas en el Cementerio figuró un joven de veinte años

que había sido dependiente de mi padre en la Cruz de Rejina. Fué hecho prisionero

después de haber sido herido en un asalto y como otros tantos traído a la ciudad para

pasarlo por las armas. Se llamaba Lico Guerra y fusilado junto con su hermano Manuel

Guerra.

Cuando cayó desplomado después de la descarga alguien dudó de que estuviera muerto y

para comprobarlo se le acercó un fósforo encendido a la nariz. Como la llama del fósforo

vacilara un poco, le dieron el tiro de gracia.

Otro de los jóvenes que fueron fusilados ese día era un dependiente de la Farmacia de D.

Page 66: Moscoso Puello_Navarijo

Emiliano Tejera. Un pobre muchacho. Cuando su abuela se enteró fué en seguida a donde

D. Emiliano y éste pensando en que habría clemencia le aseguró a la pobre viejita que

todo se arreglaría. D. Emiliano se puso su levita, tomó su sombrero y fué a Palacio para

implorar perdón por su dependiente. Como a los otros le fué negado y el pobre mu

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chachito cayó abatido a balazos junto a sus demás compañeros.

Estos trájicos sucesos que epilogaron la revolución del Algodonal y del Este afectaron

considerablemente a mi padre. Se sentía desencantado y así se lo manifestó varias veces a

sus amigos de la pulpería, con quienes únicamente hablaba mi padre de estas cosas. El

país seguiría mangas por hombro, dando tumbos. Volvería otra vez a reinar la anarquía.

Las esperanzas de paz que abrigó cuando Meriño fué elejido se habían desvanecido.

I mi padre vió pasar los días y las semanas sin que las ventas llegaran a la mitad de las

que eran antes.

La calle del Conde parecía un desierto. Los campesinos no venían al Navarijo. De diez o

doce caballos que había siempre amarrados en las puertas de la pulpería, ahora apenas

pasaban de tres. Aún sus mejores marchantes no los veía venir.

-Qué pasa? -le preguntó un día mi padre a Carlitos, el marido de Chichita la de Haina-,

¿por qué no viene jente?

Y Carlitos le contesto que había muchas propagandas todavía y que por allá decían que

todo el que entraba a la ciudad lo cogían para el fijo.

-¡No, hombre! -le respondió mi padre sonriendo.- Eso es para hacerle daño al comercio.

En uno de aquellos días de angustia y de zozobra que la revolución del Algodonal

ocasionó a las familias de la Capital, mi hermano Abelardo desapareció de mi casa. Salió

para la Escuela en la mañana y no regresó a la hora de costumbre. Mi padre lo buscó por

todas partes: en Santa Bárbara, en San Miguel, en San Lázaro, en la cuesta de la

Atarazana y por la Misericordia. Pasó casi todo el día en la calle. Nadie le dio razón. Los

amigos de mi padre se brindaron para buscarlo. Pero mi familia vió llegar la noche sin

esperanzas y sin noticias. Mi madre estaba inconsolable. Las más absurdas conjeturas se

hicieron con motivo del suceso.

Afortunadamente aquella angustia duró poco... Al día siguiente, cerca del medio día, se

Page 67: Moscoso Puello_Navarijo

presentó por delante de la puerta de la pulpería, Carlitos, sobre una bestia con Abelardo

sentado por delante. Después que cambiaron saludos, Carlitos le refirió a mi padre las

aventuras de mi hermano.

-Ayer -le dijo- a la caída de la tarde yo estaba sentado en la puerta de mi bohío. Vi pasar

un joven que me pareció de la ciudad. Fijé la vista en el muchacho. "¿Aquel no es

Abelardo, el hijo de D. Juan Elías"? -le dije a mi mujer. "Hombre sí. Me se parece", -me

respondió ella. Salí detrás del joven y cuando lo alcancé le pregunte qué buscaba por allí.

No me supo contestar. Lo invité a que durmiera en casa y le ofrecí que por la mañana lo

llevaría a donde él quisiera. A ruegos aceptó. Y tempranito mandé a preparar esta

montura y aquí se lo traigo.

Mi padre hizo bajar del caballo a Abelardo; y ese día y los siguientes trató de averiguar

las causas que motivaron esa escapada, pero fueron inútiles estos intentos. Abelardo no

dió una explicación satisfactoria de su extraña conducta.

Una semana después supo mi padre que mi hermano había sido conquistado para que se

uniera a la revolución.

-Las malas juntas -dijo mi padre-. Yo no quisiera que ninguno de mis hijos fuera político.

Un lunes que mi padre fué al comercio, se detuvo en la puerta del establecimiento de D.

Luis Pozo. Hablaron de la ocurrencia de Abelardo. Después de manifestarle lo mucho

que se alegró al saber que no le había pasado nada, le dijo a mi padre.

-El no tiene culpa. Mantener apartados de estas cosas a los hijos es una empresa difícil.

Hacen lo que ven y el mal ejemplo lo dan los de arriba.

A partir de aquel día mi padre vivió en una constante preocupación.

-Este hijo nos dará muchos dolores de cabeza -le dijo en una ocasión a mi madre.- Está

cogiendo un mal camino...

Mi madre guardó silencio.

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IX

Los sucesos del Algodonal afectaron considerablemente a mi padre y sobre todo la

conducta observada por Abelardo en aquellos días. El hecho de que uno de sus hijos pudo

haber sido una de las víctimas de esa trajedia lo preocupaba demasiado. Mi padre no

Page 68: Moscoso Puello_Navarijo

quería saber que ninguno de sus hijos fuera político y así se lo manifestó varias veces a

D. Fellé y a otros de sus amigos.

-La política no trae nada bueno y en este país menos- decía mi padre.

Mi padre no podía discernir las cosas. Condenaba la política por los sucesos que había

visto, pero no se podía dar cuenta de que el mal no estaba en la política, estaba en la clase

de hombres que la ejercían. El grado de ignorancia del pueblo dominicano de aquella

época era el culpable de todo. De los hombres ignorantes de aquel tiempo no se podía

esperar otra cosa que crímenes, robos, persecuciones y arbitrariedades.

Mi padre deseaba que sus hijos fueran como él hombres de trabajo. Que huyeran de los

empleos de Gobierno.

Fué por eso, por lo que, sin hacerse ilusiones, cuando Juan Elías le manifestó en abril de

1881 deseos de trabajar por su cuenta, mi padre sintió una gran satisfacción, porque había

deseado que alguno de sus hijos se inclinara al comercio. Después

de consultar con mi madre, mi padre decidió establecerlo en la misma casa en que estuvo

el alambique que mi padre había cerrado ya, hacía meses, despachando a Chividón,

porque eran tantos los que habían en la calle del Conde, que la competencia no permitía

ganar gran cosa.

Mi hermano Juan Elías, como para darle más formalidad a su petición, le manifestó a mi

padre que se asociaría con el joven Luis Castillo, bien conocido de mi padre, lo que fué

de su agrado.

Antes de que terminara el mes, la pulpería de mi hermano Juan Elías, situada en la otra

manzana de la misma calle del Conde, abría sus puertas e iniciaba sus negocios.

-Dios quiera -le dijo mi madre a mi padre ese día-, que Juan Elías le coja amor al

comercio, de este modo, yéndole bien a él, nos podemos defender mejor.

Pero Abelardo no quería trabajar. Tampoco quería ir a la Escuela. Salió del Colejio San

Luis Gonzaga antes de tiempo. Se inscribió después en el magnífico Colejio El Salvador,

del Sr. Federico Llinás y a pesar de haber presentado allí buen examen en 1879, no quería

seguir estudiando. Eran inútiles los consejos de mi padre. La buena posición que tenía mi

padre era un inconveniente. Abelardo tenía que gastar y esto le permitía vestir bien,

asistir a fiestas, hacer regalos y darse buena vida. Mi padre lo regañaba de vez en cuando

para que se moderara. Pero como tenía un carácter franco y divertido, estas

Page 69: Moscoso Puello_Navarijo

amonestaciones eran inútiles.

Mi hermana Carmen me refirió una vez que Abelardo desde pequeño fué vivo y travieso.

Un día jugando con otros muchachos del vecindario les quiso mostrar que se introduciría

una peronila por un oído y se la sacaría por el otro. El resultado de esta travesura fué que

la peronila se le quedó en el oído ocasionándole serias molestias por lo que hubo que

llevarlo donde diferentes médicos para que le hicieran la extracción de la peronila. Eran

tiempos atrasados y los facultativos que lo vieron no pudieron hacerle esa pequeña

operación. Fué un médico cubano que había por casualidad en la Capital, el Dr. Socarrás,

quien después de vencer algunas dificultades, pudo al fin extraer la dichosa peronila.

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Entre Angelito, el hijo de la tía de Mariquita y mis demás hermanos hubo siempre una

secreta rivalidad. Por uno de mis hermanos supe que la tía Mariquita y mi padre dejaron

de hablarse por mucho tiempo, debido a estas rivalidades que se suscitaban entre ellos y

el primo Angelito. La tía Mariquita nunca estaba conforme del trato que en mi casa le

daban a su hijo. Y lamentaba que los primos no se quisieran como debía suponer el

parentezco.

En una ocasión, me contó mi hermana, se organizó en mi casa un reinado y después de

muchas deliberaciones fué resuelto que Angel María fuera el Rey. Se hicieron grandes

preparativos para el día de la coronación. En el patio se habilitó una pieza y en ella se

construyó un trono con sus gradas. Mis hermanos invitaron a sus amiguitos del

vecindario y mi madre contribuyó con dinero para comprar los adornos con los que se

prepararía la habitación. Mi tía por otra parte hizo gastos para preparar a Angel María. Se

le hizo un traje blanco, se le compró un par de zapatos así como otros artículos de que

había menester. La alegría y el orgullo de mi tía por la elección que se había hecho de su

hijo para ocupar el puesto de honor en la fiesta no tenía límites. Por mucho tiempo se

refirió esta ocurrencia en mi casa, desde luego en ausencia de mi tía, a la cual no se le

podía recordar. El día que se iba a efectuar la coronación de Angel María fué un gran día

en mi casa, para mis hermanos y para sus amiguitos y amiguitas del vecindario. El acto se

verificaría en la prima noche. El patio estaba alumbrado con velas, el camino que iba a

Page 70: Moscoso Puello_Navarijo

recorrer el Rey se había adornado con flores de flamboyán y me parece que hasta se

habían colocado cordelitos de papel, adorno que estaba de moda en aquella época. En la

tarde se presentó mi tía con Angel María de la mano, muy bien vestido. Mi madre temía

alguna ocurrencia, porque las diferencias que mis hermanos demostraban por su primo le

parecían excesivas y además porque conocía el carácter de algunos de sus hijos, de mi

hermano Abelardo sobre todo, que era muy amigo de hacer travesuras. Pero mi tía en

cambio reventaba de satisfacción. Cuando la concurrencia fué numerosa y el cuarto

estaba repleto con la muchachería del vecindario y algunas personas mayores que gustan

de estos juegos, se dispuso a efectuar la ceremonia. Esta se comenzó de una manera

solemne. Angel María fué conducido por el camino cubierto de flamboyanes, del brazo

de una de las muchachitas más buenamozas del barrio y después de subir las gradas que

se habían fabricado con cajones procedentes del establecimiento de mi padre, fué

definitivamente instalado en la silla que se le había preparado. Este trono tenía una

regular altura, por lo cual mi primo Angel María se destacaba por encima de la

concurrencia. Mi tía estaba allí. No podía ocultar la satisfacción que le producía la

posición alcanzada por su hijo. Lo miraba extasiada. Consideraba un honor que entre

tantos muchachos de su edad hubiera sido escojido él para ocupar tan alto puesto. Su traje

blanco, que con tantos afanes habían preparado, brillaba a la luz de las velas y los ojos de

Angel María, que siempre fueron muy hermosos, brillaban como ascuas. Yo oía contar en

mi casa que mi tía estaba imposible aquella noche. Todo aquello le parecía tener una

trascendencia extraordinaria. Mientras mis hermanos sólo pensaban en la travesura que

preparaban, mi tía soñaba en la posibilidad de que aquella podría ser repetida por los

hombres en no lejano día, y que por su esfuerzo y la intelijencia del muchacho, que todos

se la reconocían, podría llegar, no a Rey, porque aquí no había eso, pero por lo menos a

Jefe, Gobernador o quien sabe si a Presidente. No se podía dudar. El padre de mi primo

era un hombre blanco que gozaba de consideración. Más tarde fué un prócer.

Iniciada la ceremonia, había, según lo dispuesto, que entregarle el bastón de mando a

Angel María. Este era el momento culminante de la fiesta. Mi hermano Abelardo era el

encargado de cumplir este acto del programa, después del cual, se había convenido en

que el Rey sería paseado por todo el patio, bajo el palio formado por los ramos de

flamboyanes y seguido de su séquito formado por toda la concurrencia. Súbitamente

Page 71: Moscoso Puello_Navarijo

Abelardo desapareció, porque el bastón o báculo de mando no estaba allí. Con el pretexto

de los adornos que llevaba y de la importancia de esa prenda, se había dejado fuera del

cuarto, de modo que constituyera una sorpresa su presentación en público. Hubo un

momento de expectación. La concurrencia silen

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ciosa aguardaba la llegada de Abelardo con la insignia. Angel María sonreía en el trono,

mi tía hervía en regocijo y mi madre, desconfiada se colocó en una esquina del cuarto,

para esperar los acontecimientos.

De pronto, casi corriendo, se presentó Abelardo con la pieza. No había tiempo que

perder. Sin más preparativos se adelantó por las gradas y le acercó el bastón al primo que,

ceremoniosamente alargó el brazo para agarrarlo. Cuando cerró la mano mi hermano haló

violentamente. Varias muchachitas se pusieron de pié. Se produjo un tumulto y se oyeron

gritos. Angel María abandonó el sitial después de proferir palabras insultantes. Algunas

velas se cayeron y produjeron pánico. La concurrencia abandonó el cuarto corriendo

desordenadamente. Se produjo cierta consternación. Y mi madre, indignada profirió: "Yo

sabía!" "Yo sabía!"

Un olor nauseabundo se esparció por la habitación y sus alrededores.

Luego, risas y gritos de la concurrencia en el patio, que no cesaba de celebrar el percance,

y mientras tanto en el aposento de mi madre, sobre la cama, mi tía Mariquita se ajitaba

presa de horribles convulsiones. Se había privado. Fué inútil intentar suministrarle agua

tibia con sal, por lo cual mi madre dispuso mandar al mismo Abelardo a llamar al Médico

de la casa, al compadre José Ramón, no sin advertirle a mi hermano que no lo impusiera

del motivo de lo ocurrido. Así terminó el reinado de mi primo Angel María. A su casa lo

llevaron casi desnudo, porque el flux quedó inservible.

Y mi padre aquella noche, y después, cuando se aludía al caso, sonreía al pensar en esta

travesura, y cuando mi tía no pudiera verlo decía:

-La cosa no hubiera tenido importancia si Mariquita no la hubiera tomado tan en serio.

Hasta hace pocos años por el vecindario se conocía al primo Angelito con el remoquete

de Angelito el "Rey Fó".

Cuando se refería a Abelardo, mi madre solía decir:

Page 72: Moscoso Puello_Navarijo

-A pesar de ser tan traviezo, es generoso y tiene muy buen corazón.

En una ocasión se estrenó un flux y como alguien le prodigara un cumplido, entró en su

aposento, se desvistió y lo regaló. Mi madre lo reprendió.

-Tú eres un alcahuete -le dijo-, un consentido de tu padre.

El único servicio que Abelardo le hacía a mi padre era cobrarle las cuentas. Aprovechaba

esto para conseguir dinero, pues cuando estaba necesitado los deudores no pagaban com-

pleto. Además aprovechaba esto como un motivo para pasear. De este modo justificaba

sus salidas y las dilaciones que sufría en la calle.

Hasta en la noche, cuando venía tarde, se justificaba con los cobros. Y mi padre tenia en

él una gran confianza. Le quería mucho. Decía mi madre que cuando Abelardo entraba y

decía: "¡Papá!", lo decía de tal modo que a mi padre se le quitaba en seguida todo el

enojo.

-¿Tú no ves la hora que es? -le decía mi padre cuando venía un poco más tarde que de

costumbre.

-Sí! -contestaba Abelardo sonreído- yo sabía la hora que era pero usted no sabe lo que me

ha pasado.

-Qué? -preguntaba mi padre curioso-. ¿Qué te ha pasado?

-Por casualidad no he tenido un serio disgusto -decía Abelardo poniéndose serio-. Un

disgusto tremendo.

Mi padre arrugaba el ceño y volvía a preguntar:

-Cómo así? ¿Qué te hicieron?

Al verlo ya interesado, Abelardo continuaba.

-Ví en la plaza de armas a Yepes. ¿Usted sabe quién es Yepes?

-Yepes? ¿Quién es ese Yepes?

-Aquel que le debe a usted. El del recibo que yo le llevé varías veces y que nunca quiso

pagar.

Mi padre exclamaba:

-Yepes! Ah!, sí, ese es un pícaro. ¿Qué te dijo?

Abelardo le hacía una historia minuciosa del encuentro. Yepes quiso insultarlo, pero él le

habló duro, muy duró y le metió los pelos para adentro.

Usted cree que no va a pagar esa cuenta. A mi padre se respeta. Usted tendrá que pagarle

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de cualquier modo. El estaba dispuesto a cualquier cosa. Tendría que ponerle un plazo

fijo.

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Volvería a verlo la semana entrante. Lo sometería a la justicia. Le quitaría cualquier cosa.

No se quedaría con lo ajeno.

Mi padre lo interrumpía en su largo relato:

-Bueno! ¿Y en qué quedaron?

-Quedamos -decía Abelardo- en que él vendría pasado mañana, el domingo por la

mañana a hablar con usted. Dice que pagará poco a poco.

Mi padre quedaba satisfecho. Abelardo, después de todo se interesaba por sus negocios.

Y de vez en cuando volvía a repetirse esta escena con Yepes, con Miranda, con González.

-Yo no sé qué hacer con este muchacho -le decía a menudo mi padre a mi madre cuando

del porvenir de la familia hablaban.- Yo no sé qué hacer. Ya le he aconsejado que evite

malas juntas. Yo tengo la seguridad -agregaba mi padre- que son los amigos los que me

lo sonsacan.

Un día que mi padre fué al comercio a pagar sus facturas y a hacer compras, se detuvo un

buen rato en casa de D. Aron Namías. A mi padre se le ocurrió ese día hablarle de

Abelardo. Namías le dijo a mi padre que aunque no tenía en esos días ninguna colocación

disponible, bastara que se tratara de su hijo para que él no pudiera negarse.

-Mándelo por aquí -le dijo-. Yo veré lo que puedo hacer por él.

Mi padre no habló de sueldo. Le confesó a Namías que su único propósito era

encaminarlo y sacarlo de ciertas compañías que a su juicio estaban perjudicándolo.

El lunes siguiente Abelardo se presentó en el gran Almacén del Sr. Namías y desde ese

día fué su empleado.

Poco a poco Abelardo se fué acostumbrando y el Señor Namías le cobró afecto, a tal

punto que a los pocos meses le dijo a mi padre:

-Estoy muy contento con Abelardo. Es muy intelijente. Mi padre regresó aquel día a su

casa contentísimo y así se lo manifestó a mi madre.

-Namías está satisfecho de Abelardo. Dios quiera que siga así.

Por la noche el tópico de la conversación en la pulpería de mi padre fué la instalación de

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la Casa de Beneficencia y Asilo de Pobres en el edificio en que estaba la Cárcel de

Mujeres.

La bendición de esta nueva institución creada por el Padre Billini tuvo lugar el 19 de

junio de 1881. Fueron padrinos mi padre, D. José Mieses, el compadre José Ramón, el

Dr. Delgado y diez o doce personas más. Bendijo la Capilla y el nuevo Asilo, Monseñor

Roque Cocchía y el Presbítero Bernardo d'Emilia.

La ceremonia se celebró a las cuatro de la tarde.

-El Padre Billini -dijo mi padre- estaba contento. Esa obra le había costado muchos

dolores de cabeza y si no hubiera sido por la ayuda que recibió de tantas jentes no la

hubiera podido llevar a cabo.

Y mi padrino Fellé Velázquez le dijo a mi padre que el Padre Billini había obtenido

donativos del Americano Crosby (Allen Howard), de D. Juan Bautista Vicini, de Doña

Mercedes de la Rocha, y de Doña Eulogia Barrientos, la que regaló el trono del Nazareno

que hizo el ebanista Pablito Hernández.

Mi padre se puso contento. La Cárcel de Mujeres era la afrenta del barrio.

Luego hablaron de la caza de palomas y mi padre y mi padrino discutieron la calidad de

las famosas escopetas que se vendían en la plaza. Mi padrino abogó por las escopetas

vizcaínas y mi padre estuvo de acuerdo. Las escopetas que no consideraron de buena

calidad eran las célebres escopetas Lafonchett.

A las nueve mi padre cerró su pulpería. Después de esa hora las jentes solían acostarse y

ya no se vendía un centavo más.

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X

Los negocios de mi padre marcharon bien hasta mediados de año. Mi padre estaba

satisfecho.

Pero, apenas se inició el mes de junio, la ciudad fué acometida por una terrible epidemia

de viruelas, como no se había visto nunca. La ciudad sé llenó de angustia y de dolor. Esta

epidemia causó a mi padre los más crueles sufrimientos.

Ya en el mes de Febrero se habían rejistrado algunos casos de esta terrible enfermedad en

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Puerto Plata y en Santiago. Y de esta última ciudad la epidemia pasó a Moca y a San Fco.

de Macorís. En el mes de Abril, el día 7, aparecieron los primeros atacados en Santo

Domingo y con la rapidez del rayo se generalizó por todas partes.

La epidemia de viruelas trajo a la ciudad innumerables calamidades. Contaba mi padre

cómo la falta de recursos del Gobierno y del Ayuntamiento impidió sofocar esta terrible

epidemia que rápidamente se extendió por todas partes. La mortalidad fué crecidísima y

la población sufrió toda clase de privaciones y calamidades.

-Las jentes -me decía mi padre- se morían de la mañana a la noche. A veces sin asistencia

médica. En la calle de San Lázaro, cerca de nuestra casa, murió una señorita muy

conocida sin

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encontrar quien le diera un vaso de agua, porque todo el mundo le tenía miedo a la

enfermedad. A los atacados los envolvían en hojas de plátanos para que no se les pegaran

las sábanas. En las calles y en las plazas se hacían zahumerios para ahuyentar la peste. Se

hicieron rogativas. Y los templos estaban llenos de jente que iban a rezar o a oír misas

que las personas pudientes mandaban a decir.

Los apestados eran cuidados por viejas que se dedicaban a esta faena mediante crecidas

remuneraciones, que sólo podían hacer las familias pudientes; pero no faltaron jóvenes

valientes y abnegados que desafiaron el peligro. Entre éstos, mi padre señalaba al popular

Hilario Espertín, que no hizo otra cosa mientras duró la epidemia, que brindarse a atender

a los atacados. El hijo de Bárbara Molina fué de los que fueron asistidos por dos o tres

amigos que no pudieron salvarlo. Pero fueron innumerables las personas que murieron

abandonadas por sus propios familiares.

Durante esa epidemia se formaron cuerpos de enterradores entre personas de los barrios.

Trabajaban constantemente sepultando cadáveres. A veces esperaban en las puertas de las

casas los últimos momentos de la agonía de las víctimas para entrar y sacarlas tan pronto

como expiraban con la rapidez del rayo. En ocasiones una que otra víctima fué sacada de

su casa todavía con vida. De los barrios se llevaban hasta los moribundos al cementerio

para que terminaran allí sus últimos momentos.

El aspecto de la ciudad en aquellos días era pavoroso. Las calles estaban desiertas. Los

campesinos no venían a la ciudad por temor de llevar la epidemia a sus casas. Por ese

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motivo la escasez de alimentos se hizo más aguda.

En las noches oscuras sólo se oían quejas y lamentos por todas partes. Y de vez en

cuando se escuchaban en las altas horas de la noche, el ruido de una carreta que conducía

uno o más cadáveres al cementerio.

Durante el día muchas casas de comercio dejaron de abrir sus puertas y otras tantas casas

de familia permanecían cerradas porque sus moradores habían huido al campo.

Los pocos Médicos que habían entonces apenas daban tre

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dicos tuvieron que hablarle al pueblo para que abandonara todas esas supersticiones.

Pero la tía Mariquita que todo lo sabía me dijo en una ocasión:

-Pero nunca falta malos cristianos. El que ayudaba a Pío, el enterrador, un tal siño

Ambrosio, se le ocurrió decir que no deseaba que se acabara la epidemia. Cobraba un

peso por cada hoyo y como ganaba tanto en esos días quiso reedificar su bohío con ese

dinero y, no lo había terminado, cuando ya los muertos por viruelas iban disminuyendo

todos los días.

El restablecimiento de Jesús le produjo a mi padre una de las mayores satisfacciones de

su vida, ya que vió casi desaparecidas las grandes ilusiones que había puesto en mi

hermano, modelo de hijos, y a quien deseaba ver pronto terminar sus estudios y recibir

las órdenes sacerdotales.

-La conducta de tu madre -me repitió muchas veces-, fué muy admirada por el

vecindario.

Y el rostro de mi padre parecía iluminado por un resplandor de justicia cuando hablaba

de esta conducta que observó mi madre.

A principios de 1882 la epidemia de viruelas había pasado. Las lluvias que cayeron en los

últimos meses del año que acababa de pasar y el frío que se sintió como pocas veces,

parece que había terminado con ella. La ultima defunción por viruela se produjo en el

mes de Mayo y con tan fausto motivo se celebró un Te-Deum el 18 de junio de 1882 en

acción de gracias en la Catedral que fué muy concurrido.

Los negocios estaban en buenas condiciones. La pulpería de mi padre estaba bien surtida.

Con las economías se habían comprado algunas pequeñas propiedades que aumentaron

sin duda el bienestar de la familia.

Page 77: Moscoso Puello_Navarijo

La autorización que dió el Congreso al Presidente Meriño para la acuñación de quince

mil pesos en moneda de níkel había hecho circular algún dinero y la Administración

pública era buena. El país seguía tranquilo. Mi padre le estaba dedicando todo su tiempo

a la pulpería.

La Semana Santa fué celebrada con gran esplendor del 10 al 7 de Abril de 1882. Fué una

de las más suntuosas que haya celebrado la Capital. Como había dinero, el comercio hizo

ventas de consideración y las calles de la ciudad se llenaron de lujo y alegría. Por todas

partes se veían vestidos riquísimos, abundan

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95

tes joyas, sombreros llenos de adornos y un sinnúmero de artículos de gran valor. Las

mujeres hicieron derroche de elegancia. Y la cantidad de levitas y de bombos de pelo fué

tan grande que el periódico hubo de hacer mención de esto. Las procesiones fueron muy

concurridas. Las Iglesias estaban llenas de jentes bien vestidas. El Miércoles Santo daba

gusto ver la Iglesia del Carmen y el Jueves Santo fué tan grande la concurrencia que las

personas se empujaban para entrar a los templos. El sábado de Gloria y el Domingo de

Pascuas fueron tan celebrados que los coches no daban abasto para pasear las jentes de la

ciudad.

Supo mi padre por D. José Mieses que la casa de Andrés Aybar había importado una gran

cantidad de levitas de paño de Sedan y las había vendido todas.

Elías hizo que mi padre le comprara una y con ella estuvo paseando toda la Semana

Santa.

El Sábado de Gloria la calle del Conde se llenó de campesinos. Como era costumbre, una

gran cantidad de animales cargados de frutos, víveres, carbón y otros artículos se fueron

agrupando desde temprano, detrás de la puerta del Conde. Todos esperaban allí el repique

de gloria. Y este año la cantidad que entró por esa puerta después de las diez de la

mañana fué muy grande. Entró ese día mucho carbón y muchos cajones de cajuiles.

El 1° de Septiembre tuvo lugar el juramento del sucesor del Padre Meriño. Esta vez fué

elejido Ulises Heureaux para la Presidencia de la República y el General Casimiro de

Moya, para la Vice-Presidencia. Las jentes sentían gran admiración por él a causa de que

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le atribuían el mérito de haber pacificado el país. El juramento fué muy celebrado, pero

hubo protestas en el Cibao. Los enemigos hicieron circular una hoja suelta con una carta

que había escrito antes de ser fusilado el General Juan Isidro Ortea. Moca recibió con

sorpresa la elección del Gral. Heureaux.

Los descontentos iniciaron una revolución en el Cibao encabezada por el General Juan

Antonio Cartagena, pero tan pronto como se tuvo noticias de esto en la Capital, el Gral.

Heureaux salió y tuvo la fortuna de sofocarla. El compadre Fellé le dijo a mi padre que

hubo traición, pero D. Esteban aseguraba que el Gral. tenía mucha suerte. Hacía muchos

años que a todas las revoluciones que le mandaban a combatir las vencía. El movimiento

de Cartagena era baecista y quizás por esto no tuvo repercusión en la República. Ya los

dominicanos pensaban con horror en Buenaventura Báez.

Pero no había transcurrido una semana del juramento del Presidente Heureaux cuando un

fuerte temporal azotó la ciudad. Mi padre notó desde la mañana de ese día que soplaba un

viento del sur acompañado de una lijera llovizna. El cielo estaba encapotado, pero por

momentos aparecía el sol. Algunas personas le dijeron que el tiempo no estaba bueno y

que parecía de tormenta. Por la tarde la lluvia fue más fuerte y por la noche el viento

adquirió una gran violencia. Después de las nueve de la noche no quedó duda de que se

había declarado una tormenta. Mi padre tuvo que asegurar las puertas de la pulpería y la

de los altos. Toda la noche estuvo lloviendo. Apenas hubo en mi casa quien pudiera

dormir. Con frecuencia tuvo mi padre que bajar al establecimiento para ver lo que allí

pudiera suceder. Y por más precauciones que en la prima noche había tomado, el agua

entró y se mojaron algunos cuantos sacos de arroz que estaban estibados por delante del

mostrador. No tuvo mi padre más pérdidas. El temporal no había sido tan fuerte como los

de otros años.

Pero al día siguiente se enteró que en la ciudad había hecho algunos daños y en San

Miguel, San Lázaro y en la Alameda se había caído unos cuantos bohíos y otros fueron

completamente destechados. El río Ozama hizo una fuerte avenida y se mojaron unos

cuantos bocoyes de bacalao y otros tantos sacos de azúcar en los depósitos del muelle.

Las pérdidas se calculaban en miles de pesos.

A mi padre le inspiraba temores el General Heureaux. Recordaba su conducta en 1881.

Pensaba que un hombre que fué tan duro de corazón que no atendió a las súplicas del

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Padre Billini, no podía ser un buen gobernante. Tampoco había olvidado lo que se decía

de su cuñado Pecunia. Lo mandó a vestir de blanco y cuando éste creía que era para

perdonarlo, le dijo: "tie

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97

nes que hacer el viaje al otro mundo vestido de limpio". Eso fué horroroso. Mi padre

temía que se repitieran las cosas de 1879. pero por otra parte, le tranquilizaba la idea de

que este hombre mantendría el país en paz. Y como mi padre pensaban la mayoría de los

hombres de trabajo. No tenían por el momento otra aspiración. Estaban cansados de

tantas revueltas, de vivir en una constante intranquilidad y sobre todo inconformes por el

hecho de que se hubiera derramado tanta sangre inútilmente.

Las tres revoluciones pasadas y la epidemia de viruelas los habían dejado horrorizados.

De todas las bocas honradas sólo se escapaba una palabra: Paz! Paz!

La prensa de la Capital había aplaudido la elección del General Heureaux y esperaba que

fuera un gobierno ejemplar.

Decía uno de estos periódicos: "El General Heureaux es hombre muy conocido como

liberal y progresista. Su administración, siendo jefe provisional del país, y después en el

Ministerio, ha sido digna de elojios. No mudará de política, porque además de no

convenirle, no está por decirlo así en su temperamento. Los que se dicen le acompañarán

en su gabinete, son personas de buenos antecedentes y entre ellos los hay de connotada

ilustración".

Transcurridos los tres primeros meses la opinión pública se manifiestaba satisfecha de las

jestiones realizadas por el gobierno y mi padre concibió las más halagüeñas esperanzas

de que continuaría la paz y que sus negocios marcharían bien durante el año de 1883.

Y era evidente que el país avanzaba ahora por la vía del progreso que el Presidente

Meriño había iniciado.

Los trabajos del Ferrocarril de Samaná a Santiago iban adelante y estaba por realizarse

una concesión para establecer un tranvía a través de la Capital hasta extramuros, para un

alumbrado de hidrójeno y por último una tercera para un gran depósito de hielo.

Y ya estaban para iniciarse los trabajos del Ferrocarril del Sur. Mr. Hall había llegado al

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país el 4 de Mayo con ese propósito. Este ferrocarril uniría a Neyba con Barahona.

La Compañía de las minas de oro de San Cristóbal había re

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cibido ya todas sus maquinarias. El Sr. Zanilli por su parte, estaba ensanchando los

muelles de sus depósitos de mieles porque el número de bocoyes que llegaban allí era

excesivo.

La caña de azúcar seguía aumentando. Ultimamente la cantidad exportada había

ascendido a 157.568 quintales y la miel a 351.550 galones.

Una inmigración hebrea estaba para llegar al país, según cartas recibidas por el General

Gregorio Luperón, del Señor Landerberry, de New York.

El estado sanitario de la ciudad había mejorado considerablemente para 1883. Abundaban

los animales en las calles: cerdos, caballos y burros. Había demasiado chivos en la Plaza

de Armas, pero ya se había dado la queja para que el Sr. Cura de la Catedral los recojiera.

Detrás de las murallas se seguían acumulando una gran cantidad de basuras. Veíanse allí

los catres, las camas y los colchones de los que habían muerto de enfermedades

contajiosas y todos los desperdicios de las casas. Pero el Ayuntamiento ordenó y

prometió quemar estas basuras de cuando en cuando y siempre que el viento no desviara

el humo hacia la ciudad.

Existían algunas fiebres, pero sus efectos mortíferos no eran tantos, ya que no tenían

carácter maligno.

Cuando el calor se hizo insoportable y comenzó la temporada de los baños, mi madre

decidió ir a Güibia con los muchachos.

Todos los años, desde la Cruz de Rejina, mi padre, como otras muchas personas,

contrataba un coche, a Guillermo casi siempre y la carreta de Juan Alonso para doce

baños corridos.

Acostumbraban salir a las cuatro de la madrugada y regresaban poco después de salir el

sol. Las muchachas venían cargadas de frutas. El camino de Güibia estaba bordeado de

gruesas matas de javillas y otro árboles frondosos que servían de linderos a las estancias.

Por este camino se encontraban la de los Báez, la de Vicini, la de Lugo, la de Saviñón, la

de Pou, la de D. Julio Read. En todas estas estancias había una gran cantidad de árboles

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frutales.

Mi padre iba uno que otro día, pero se quedaba casi siempre

99

I

para poder abrir la pulpería temprano. Cuando mi madre llegaba ya la tienda estaba

abierta y mi padre, en cuerpo de camisa, destapaba los cajones de las provisiones había

ordenado a la sirvienta barrer la calzada y estaba haciendo las primeras ventas de la

mañana.

A esa hora por la calle del Conde iban entrando con sus cargas los marchantes.

Hacía meses que D. Marcelo Alburquerque, compadre de mi padre, había traído a la

Capital y se lo entregó a mi familia, para que hiciera sus estudios junto con mi hermano

Fello, a su hijo Rafael, a quien llamaban todos en casa Nununo. Era un muchacho

intelijente y dócil, de la misma edad de Fello.

Mi padre lo había puesto en la Escuela de D. Manuel Ma. Cabral, en la Plazoleta de los

Curas. Todas las mañanas, después que mi madre regresaba de Güibia, Nununo y Fello

salían con sus bultos para la Escuela después de haber tomado el desayuno.

Sólo Arturo era el que, por estar pequeño, iba a la Escuela con mucha irregularidad. Y lo

hacía a regañadientes, porque lo que más hacía era estar metido en casa de Don Alfonso,

un viejo puertorriqueño que se había establecido frente a mi casa. En realidad no se sabía

lo que vendía Don Alfonso. Era una tienda de trastos viejos. Pero era un hombre muy

ocurrente y siempre le estaba contando cuentos a mi hermano Arturo que, por mucho

tiempo, siempre lo estuvo recordando.

Mi padre sufría con esto y a menudo le decía a mi madre:

-Hay que sacar a ese muchacho de la casa de ese viejo.

Pero mi madre le respondía que ya estaba cansada de pegarle por eso.

Cuando Arturo no estaba en casa de D. Alfonso se encontraba en casa de Doña Bárbara

Molina, comprando dulces y frutas.

Mi hermano Manuel de Jesús había terminado sus estudios junto con D. Emilio Santelises

y obtenido la nota de sobresaliente. La satisfacción de mi padre no tuvo límites. No se

hablaba de otra cosa en casa en esos días. A mi padre lo llenaban de orgullo las

numerosas felicitaciones que recibía de todos sus amigos.

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-Usted, Don Juan, debe estar muy contento, -le decían, mientras mi padre daba las gracias

y sonreía.

Y mi madre se sentía igual.

-Debe sentirse feliz, Doña Sinforosa. Lo salvó de las viruelas y lo ha visto terminar su

carrera.

Mi padre había realizado su sueño. Sobrino él del Dr. Elías Rodríguez, aspiró a que uno

de sus hijos siguiera las huellas de tan ilustre mitrado. Y Jesús ya era sacerdote.

Mi hermano, sin embargo, no pudo ordenarse en su ciudad natal y tuvo que hacer un viaje

a Cabo Haitiano para recibir las órdenes sacerdotales. Aquí no había Obispo en aquellos

días.

Cuando mi hermano regresó de Haití, mi padre se preparó para celebrar, con la mayor

solemnidad, el día que su hijo cantara la primera misa. Con mucha antelación se hicieron

en mi casa los preparativos, mi padre echó la casa por la ventana, como suele decirse y

aquel día se reunieron en mi casa un gran número de convidados, parientes, amigos y

compadres, celebrándose un banquete con la mayor esplendidez.

Estuvieron en mi casa ese día, entre otras personas, don Mauricio Alardo, don Francisco

Aybar, D. José Martín Leyba, D. Carlos Nouel, D. Adolfo Nouel, D. Juan Ramón Fiallo,

D. José Mieses, la Srta. Olimpia Arzeno que mi hermano Jesús conoció en Puerto Plata,

D. José Dolores Pichardo que preparó una nave con papel picado para que se abriera

sobre la escalera al pasar el nuevo sacerdote; y D. León Lamela, venezolano, redactor del

Eco de la Opinión. Mi tío Pancho Moscoso también estuvo presente y se complació en

llevar a muchos de sus amigos.

Tanto mi padre como mi madre hicieron lo posible para darle el mayor realce a la fiesta.

Esto ocurrió el día 12 de Agosto de 1883.

Al día siguiente -me dijo una vez la tía Mariquita, quien sentía una gran satisfacción en

hablarme de estas cosas-, ese día se repartieron pudines y dulces a todo el vecindario, se

le mandó comida a los asilados de San Lázaro, se enviaron flores para el altar de la

imagen de la Caridad de esa misma Iglesia y tu padre y tu madre dieron limosnas a los

pobres. Al Colegio San Luis

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100

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XII

1 iniciarse el segundo año del gobierno del Presidente Heureaux se dió un decreto

el 11 de Febrero por el cual se ordenó la demolición de las murallas. Este decreto no fué

bien acojido por las personas amantes de la tradición. Muchas personas criticaron esta

disposición y otras en cambio la aprobaron. Los fosos fueron suprimidos, se depositó en

ellos el material de las mismas murallas y el rastrillo desapareció por lo que se dió libre

acceso a la sabana y a todos los predios aledaños a la capital.

Otras medidas fueron tomadas por el gobierno en este año.

Con gran pompa fueron trasladados los restos de Juan Pablo Duarte, a la Capilla de los

Inmortales. Ya Francisco del Rosario Sánchez reposaba allí desde 1874.

El General Heureaux se empeñó en dar impulso a la instrucción pública y se dispuso que

las rentas de Patentes fueran totalmente dedicadas a esta rama de la administración

pública.

Y con el propósito de que avanzaran los trabajos del ferrocarril Samaná-Santiago, el

Congreso Nacional, por iniciativa del Poder Ejecutivo, dió aprobación al traspaso de la

concesión que se le había otorgado a Mr. Crosby a Mr. Alexander Baird.

Se habían ordenado igualmente el trazado de la Plaza Independencia y el Sr. Ingeniero J.

M. Castillo fué encargado de realizar el plano de Ciudad Nueva.

Todos estos logros demostraban el empeño del Gobierno por el progreso del país.

Sin embargo, cuando se aproximaron las elecciones hubo temores de que se alterara la

paz. Y mi padre tuvo una gran preocupación. Dos candidaturas se presentaron: Imbert-

Moya y Billini-Woss y Gil. La primera apoyada por el General Luperón y la segunda por

el General Lilís.

Como mi padre conocía las inclinaciones de mi hermano Abelardo, temía que se viera

envuelto en las luchas que se avecinaban. Abelardo se había descompuesto. Había

abandonado hacía mucho la casa de Namías, donde estuvo trabajando, a pesar de las

consideraciones que allí le dispensaban. Abelardo aceptó este trabajo para complacer a

mi padre. No le gustaba el comercio.

Cuando se vió libre continuó en sus paseos y sus enamoramientos y mi padre no sabía

que hacer. Hacía meses que un amigo le advirtió a mi padre que Abelardo sostenía

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relaciones con una mujer peligrosa y ya mi padre, por su parte, había notado que

Abelardo había dejado de dormir en casa algunas noches. Y se había comprado un

revólver.

Mi padre, después de pensarlo un poco, resolvió hacerlo detener con cualquier pretexto y

cuando esto se realizó, a los pocos días, le mandó a su padrino el Dr. José Ramón Luna

para que le propusiera un viaje a New York. Abelardo aceptó y mi padre no perdió

tiempo y lo embarcó.

-Quizás si por allá se hace un hombre -le dijo mi padre a mi madre.- Dios quiera que

tampoco vuelva más nunca a pensar en política.

Mi padre quedó ahora más tranquilo. Mi madre consintió en este viaje porque no podía

hacer otra cosa. Pero a los pocos días ya estaba conforme y cuando recibió las primeras

cartas donde le avisaba que había llegado sin novedad se puso muy contenta. Sin

embargo, pensaba, que su hijo no iba a permanecer mucho tiempo en el extranjero.

-Muy contento de que no estuviera aquí -le dijo mi padre a D. Luis Pozo, una noche,

mientras hablaban detrás del mos

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trador-. Yo le tenía miedo a Toño Suárez.

-Y con razón -afirmó D. Luis.

Toño Suárez se había dedicado a dar palos y golpes a todo el mundo, a título de

Comisario de Policía. La juventud de la capital le tenía miedo, particularmente la de

algunos barrios. Un día, sin embargo, los jóvenes que se reunían en casa de Bárbara

Molina se sortearon con unas hojas de maíz la suerte de Toño Suárez. El nudo que habían

hecho le tocó a Sepúlveda.

-Puesto que a mí me tocó -dijo- allá veremos!

El domingo siguiente se encontraron en la gallera. Después de una pelea, Toño, haciendo

alarde de su engreimiento le exijió a Sepúlveda que le pagara una apuesta que no había

hecho. Este se negó. Toño bajó a la vaya y también Sepúlveda. Se propinaron golpes,

pero Toño llevó la peor parte. Una semana después Sepúlveda fué herido en un brazo por

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un desconocido. Cuando se ventiló este asunto en el Tribunal, se evidenció que

Sepúlveda fué herido por Toño Suárez.

-Este, -dijo Sepúlveda delante del Juez y mirando fijamente a Suárez-es un cobarde que

sólo ataca a traición.

Cuando el abogado de Toño Suárez informó a Lilís de lo ocurrido, éste ordenó quede

dieran una mula al cobarde Comisario que tanto temor había infundido a la juventud, para

que se fuera para su casa.

Mi padre se enteró de todo esto, pero ya Abelardo estaba en New York.

-Este muchacho -le dijo a mi padre a D. Luis- me ha dado muchos dolores de cabeza.

Mi padre le abrió un crédito en Nueva York. Abelardo podía disponer de lo que quería.

De este modo quizás permanecería mucho tiempo y quizás se olvidaría de la política.

Esto era lo que más ambicionaba mi padre.

Cada vez que se recibía una carta todos en casa se llenaban de alegría, porque como

Abelardo tenía un carácter tan franco y era tan desprendido, todos en casa lo querían.

La pulpería que mi padre le estableció a mi hermano Elías duró poco tiempo. El socio

Luis Castillo era un aficionado a las letras y mi hermano también. En lugar de ocuparse

de los nego

cios se hicieron editores. Entre ambos sacaron a la luz un periódico que se llamó La

Lucha Activa.

Como era de esperarse apenas se ocuparon de la tienda. Las existencias se fueron

agotando poco a poco hasta que un día mi padre tomó la determinación de liquidarla.

A mi padre no le sorprendió el fracaso. Ya se había fijado que a este Elías sólo le gustaba

vestir bien y estar entre las jentes que escribían versos. Lo había visto varias veces con un

lápiz en la mano. Y una noche lo sorprendió, cuando él se iba a acostar, recitándole unas

décimas a Carmen, con tal entusiasmo que tuvo que llamarle la atención para que bajara

la voz.

Además de habérsele despertado estas aficiones literarias, mi hermano se había

enamorado y ya apenas se ocupaba de otra cosa. Ni siquiera de estudiar.

Un día mi padre le dijo a mi madre:

-Veo que este muchacho va por mal camino. Antes de pensar en casarse hay que hacer un

porvenir.

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Mi madre, sin embargo, guardó silencio. Ya la futura prometida se había ganado su

afecto.

Tampoco sobrevivió mucho tiempo la Lucha Activa, a pesar de su nombre, que hubiera

hecho creer que sus editores serían hombres de voluntad firme y constante.

Durante la Semana Santa mi padre hizo muy buenas ventas. El Miércoles Santo mi madre

estuvo en el Carmen y mandó a decir una misa al Nazareno. Los oficios de ese día

quedaron mejor que los del año anterior. Como se habían acabado las revoluciones y

había paz, la Iglesia estuvo muy concurrida.

Jesús ofició en las Mercedes el Viernes Santo. Habían arreglado el templo que se hallaba

en muy mal estado, cayéndose el altar. El Eco de la Opinión se había cansado de decirlo

y gracias a eso y a las quejas de los fieles, ya se habían hecho las reparaciones necesarias.

Mi padre y Carmen y Mercedes estuvieron en misa y fueron a la procesión del Santo

Entierro. También fué Fello y Arturo.

Había circulado la voz de que no sacarían ese año las procesiones y muchas personas

criticaron esas propagandas. Un periódico dijo que ya esa costumbre debía desaparecer.

Mi padre

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107

il

discutió eso en casa. Y D. Fellé, D. Luis, Martín, y D. José Mieses eran de su opinión. De

dónde se habían sacado eso? La culpa quizás la tenía el Padre Jandoli que hablaba tantos

disparates en la Catedral. Este cura estaba acabando con el culto.

Y refirieron en la pulpería que yendo en un entierro en esos días se detuvo para cobrarle a

una persona un entierro que le había hecho hacía cosa de un mes.

-Padre, entierre a ese primero, -le dijo el interpelado- y después hablaremos de mi

entierro.

El padre Jandoli, Cura de la Catedral, que llegó al país formando parte de un grupo de

sacerdotes que importó el Arzobispo Cocchia, no sabía hablar castellano y el año pasado,

en la misa del Gallo salió con un sermón que nadie entendió y que provocó burlas y risas

extraordinarias en el templo, a tal punto que la jente se salió. Entre otras cosas dijo al

principio de su sermón que, "en las espelucas de Belén, ha nacido un elefantón ", cuando

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lo que quería decir este buen cura era que en un establo de Belén había nacido un niño.

En otra ocasión dijo desde el púlpito: "San Juan, capó seis" . El Padre Pina que estaba

allí, cuando oyó esta frase se levantó y dijo:

-Monseñor, permítame retirarme, que este hombre es un indecente.

El Padre Jandoli, cada vez que predicaba convertía la Iglesia en un Teatro y por este

motivo la jente protestaba.

Mi padre y sus amigos, entendían que los fieles tenían razón y que estas cosas iban en

detrimento de la relijión.

Durante las fiestas del Rosario, el padre Jandoli pidió dinero desde el altar. Los

periódicos protestaron y recalcaron que hasta entonces esos casos, habían sido muy

repetidos.

En esos días, mi padre, que hasta entonces se había sentido fuerte y vigoroso empezó a

quejarse de algunos quebrantos. Vió a D. José Ramón y también al Dr. Arvelo, pero éstos

le dijeron que no tenía nada.

-Usted, D. Juan, debe descansar un poco. Haga un viajecito.

Pero mi padre no podía desprenderse de su negocio. En Agosto, sin embargo, hizo un

recorrido por los campos de Ba

yaguana. Un cliente de por esos lados le debía cerca de trescientos pesos. Cansado de

cobrarle se decidió a ir personalmente. Mi padre tenía entendido que el cliente era un

propietario de terrenos y que tenía conucos y un injenio. Cada vez que venía a la ciudad

ponía una excusa. Una madrugada, mi padre salió a caballo para el Este. Los caminos no

estaban malos, porque había seca. Hacía más de un mes que no caía una gota de agua. En

cambio había polvo y hasta un poco de calor. Las casas de la calle del Conde estaban

cubiertas de polvo y para mantener limpia la pulpería había que estar limpiando a cada

momento.

Mi padre regresó al día siguiente en la tarde, cansado y sin haber podido cobrar ni dos

motas de la cuenta. Su deudor no tenía nada, lo había engañado.

-Ni siquiera me dieron razón del sitio en que lo podía encontrar. Embustero y pícaro. Ni

tenía ni había tenido nunca nada, según me dijeron.

-Esto te servirá de experiencia, -le dijo mi madre-. No se le debe fiar a todo el mundo.

Pero pronto le pasó a mi padre la indignación. Lo que más le había contrariado fué el

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viaje. Qué caminos! Aquella era la ruta del infierno.

108

109

XIII

E

1 día 3 de Abril de 1884 circuló por la ciudad una hoja suelta en la cual se postulaba la

candidatura de Francisco Gregorio Billini para la Presidencia de la República.

Cuando mi padre se informó de esta hoja se puso muy contento. Hacía años que conocía

a Gollito Billini. A menudo iba a su pulpería de la calle de Rejina a comprar bebidas para

sus fiestas. Como mi madre era de Baní, lo mismo que él, de vez en cuando conversaban

y recordaban las cosas de su pueblo. Para mi padre D. Gollo era un buen hombre y por

eso sería un buen gobernante. Si triunfaba, el país seguiría adelante. Siendo Ministro de

la Guerra mi madre consiguió con él que le diera un empleo a Elías, después del fracaso

de la pulpería; y hasta ahora mi hermano iba bien sin que mi padre tuviera ninguna

preocupación por el porvenir de este hijo.

Muchos de los amigos de mi padre pensaron como él y una noche hablaron largamente en

la pulpería, Don Fellé y Luis Esteban Pozo de la candidatura de D. Gollo.

-Hombres así, -decía Fellé- son los que deben gobernar el país-. Los generales sólo sirven

para pelear.

Y D. Luis era de la misma opinión .

-Lo único que tiene D. Gollo -dijo- es que le gusta fiestar

y a mí no me parece que esto sea propio de un Presidente.

Pero todos convenían en que era un hombre intelijente y que se debía preferir a Lilís.

Mi padre recordó lo del Algodonal, lo de Pecunia en El Seibo y otras cosas más,

concluyendo:

-Yo creo que si Lilís empuña el mando, sufriremos muchos contratiempos. Es un hombre

de corazón muy duro.

Cuando mi padre hablaba así era pensando en Abelardo. Este muchacho era su

preocupación. Le gustaba la política, había heredado a su tío, porque a él no le había

interesado esto nunca.

Hacía meses que mi padre no sabía nada de Abelardo. No se recibían cartas y mi padre

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llegó a pensar que estuviera enfermo. Mi madre lo justificaba.

-Estará paseando -decía- o estará entretenido. Tendrá algunos amoritos.

Pero, a mediados de año, una mañana, una de mis hermanas estaba asomada al balcón y

alcanzó a ver un hombre alto, vestido con una levita gris y un sombrero de copa,

caminando apoyado en un bastón y que venía por la calzada en dirección a mi casa. A

poco que el hombre adelantó una cuadra más, mi hermana entró llena de asombro al

mismo tiempo que exclamó:

-Abelardo! Abelardo! Vengan a ver a Abelardo!

No se había equivocado. Abelardo al regresar de New York lo hizo por sorpresa. No

había escrito una palabra. Mi padre se encojió de hombros, aún cuando se alegraba de

verlo.

-Quise sorprenderlos -dijo, abrazándolos a todos.

Pero en verdad, lo que no quiso fué saber que mi padre se pudiera oponer a su regreso.

Apenas habían transcurrido siete meses de su ausencia.

Vino más grueso, y sobre todo más alto. Mis hermanas no se cansaban de mirarlo: Qué

elegante! Y que traje tan raro, como no lo habían visto antes.

Todos pensaron en casa en que ya Abelardo había cambiado. Sería otro hombre, sin duda.

Los primeros días de su regreso mi padre lo encontró muy formal. Todos en casa hacían

por complacerlo. Y él los entrete

110

111

nía contándoles lo que era Nueva York.

De este modo pasaron algunas semanas. La salud de mi padre no era buena. Una noche el

Dr. Luna fué llamado a casa. Mi padre, sentado en una mecedora, con la cabeza reclinada

sobre una silla en la cual mi madre había colocado una almohada, no podía respirar. Se

estaba ahogando. Ya se le habían hecho innumerables remedios caseros sin ningún

resultado. La familia estaba alarmada. El Dr. Luna lo examinó y llamando aparte a mi

madre le dijo que mi padre tenía un ataque de asma. Ordenó que cerraran las ventanas,

que lo abrigaran bien, que le pusieran algunos sinapismos y le dieran un baño de pié bien

caliente. Luego hizo una receta.

Se pasó la noche en vela. Nadie pegó los ojos, pero al día siguiente se notó una gran

Page 90: Moscoso Puello_Navarijo

mejoría. Mi madre estuvo todo el día en la pulpería. Fello y Arturo la ayudaron un poco.

Mi madre se preocupó por esto. Era la primera vez que mi padre enfermaba. Sin

embargo, a los pocos días estaba bien.

-No me preocupaba lo mío, -le dijo mi padre un día a D. Fellé.- Yo creo que esto pasará.

En realidad mi padre se preocupó poco por su quebranto. Pensaba en otra cosa.

-No sé qué será de este muchacho -le dijo mi padre a mi madre una mañana, mientras se

preparaba para bajar a la pulpería.

Abelardo no se había compuesto. Paseaba mucho, no pensaba en trabajar, asistía a fiestas,

gastaba dinero y de vez en cuando se acostaba tarde.

Apenas transcurrido el primer mes después de su regreso conoció Abelardo a la Srta.

Lucila Pelletier, de Azua, que estaba pasando una temporada en la ciudad. La visitaba

con frecuencia, la acompañaba a todas partes y en casa no hablaba de otra cosa. Cuando

la señorita Pelletier terminó su temporada y se ausentó, Abelardo desapareció un día y

fué a parar a Azua. Mi padre no pudo ocultar su disgusto y le dijo a mi madre:

-Yo no sé qué hacerme con este muchacho. No tiene fundamento. Ni el viaje al Norte le

ha valido.

A los pocos días se recibió una carta y por ella se enteró mi

padre de que se había colocado allí en la casa de D. Chicho Sturla. Mi padre recibió esta

noticia con satisfacción. Si se había colocado era porque pensaba trabajar. Mi padre

confió en que quizás allí podría formalizarse, hacer su hogar y estando lejos de la Capital

no se mezclaría más en la política.

A menudo mi padre recibía noticias de él. Estaba contento. Le gustaba aquel pueblo.

Un día se apareció. Venía a ver a la familia. En mi casa todos se alegraron. Lo hallaron

grueso, fuerte y contento; pero mi padre tuvo un gran disgusto, y mi madre sufrió un gran

desencanto. Abelardo llegó con un revólver.

-He tenido que comprarlo -dijo- para hacer mis viajes. Es muy peligroso andar

desarmado, cuando aquí todo el mundo tiene revólver.

Como mi madre no podía ver un revólver, mi hermana Carmen se lo guardó mientras

estuvo en la ciudad.

-Dios quiera que este muchacho no me ocasione algún serio disgusto -dijo un día mi

padre.

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Mi padre tenía razón para temerlo. Abelardo tenía un carácter violento, aún cuando era

jeneroso. Además era valiente y no le temía a ningún peligro.

Pasó una semana en la ciudad. Abelardo regresó un lunes a Azua. Mi padre lo amonestó.

-Ten cuidado con lo que vas a hacer. Compórtate bien y deja ese revólver. Que los

hombres desarmados nunca se encuentran en nada.

Jesús, después de su primera misa, había permanecido en casa, yendo a oficiar de vez en

cuando a alguna Iglesia de la ciudad, hasta que el 18 de Julio de 1884, el Sr.

Administrador Apostólico "llevado de sus deseos de ensanchar el culto y darle cada vez

mayor esplendor y aumentar el fervor de los fieles hacia Nuestra Señora de las Mercedes,

Patrona de la República, dispuso que, el servicio de la Iglesia dedicada en esta Capital, a

la madre de Dios, bajo esta advocación, se encomendara provisionalmente al Presbítero

Manuel de Jesús Moscoso, en calidad de Capellán hasta que otra cosa se resolviera".

Cuando mi padre veía entrar y salir a su hijo vestido de so

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tana y luciendo su teja, para ejercer su ministerio, le clavaba los ojos y se sentía un

hombre feliz, por haber alcanzado uno de los triunfos que muy contadas familias podían

obtener en aquellos días de gloria del Clero Nacional.

El domingo 24 de Agosto de ese año, a las 7:30 de la mañana, se celebró misa en la

Iglesia de las Mercedes con exposición y pública adoración del Sacramento para lo cual

fué autorizado Jesús, quien había restaurado el sagrario. Hubo reserva en la tarde,

después de la Doctrina. Con este motivo mi padre estuvo muy contento ese día. Mi padre

veía en Manuel de Jesús a su ilustre tío el Dr. Elías Rodríguez, por quien sentía una gran

admiración. Pensaría mi padre que el porvenir de Jesús sería brillante y soñaría con verlo

ocupar las más altas dignidades de la Iglesia.

Las fiestas de Agosto se celebraron como de costumbre. Cornetas, tambores, música

marcial y máscaras, sobre todo máscaras. Muchas eran interesantes, pero de los barrios

bajaron tan estrafalarias que no se podían ver. Comparsas de negritos, de vales del campo

con cáscaras de naranja en los ojos, rabos de chivos por barbas, pintados con betún

Masón y con azul de lavar. Algunos estaban tan borrachos que hubo que llevarlos al

Violón.

Page 92: Moscoso Puello_Navarijo

Después del diez y seis, pasaron unos cuantos días en que llovió copiosamente. Los

caminos se pusieron intransitables, lo mismo que las calles. En la calle Santo Tomás se

formó una laguna y otra en la de las Mercedes. Apenas se podía pasar por allí. Vinieron

pocos campesinos en esos días y las ventas disminuyeron un poco.

Afortunadamente ya las elecciones habían pasado y el nuevo Presidente había jurado el lo

de Septiembre. El Gobierno de Ulises Heureaux hizo poca cosa, pero conservó la paz.

Mi padre estaba muy contento con el resultado de esas elecciones.

Ahora iba a ocupar la Presidencia de la República Fco. Gregorio Billini y mi padre

esperaba que bajo su gobierno se estabilizaría la paz y el progreso en todo el país. Era

precisamente lo que él deseaba para que sus negocios siguieran prosperando.

Un acontecimiento sacudió el barrio en esos días. A dos cuadras de mi casa se cometió,

en circunstancias especiales, un homicidio que conmovió a todas las familias del

vecindario. Mi padre estuvo a punto de presenciarlo. Se disponía a llevar a las muchachas

al Teatro Talia, donde un grupo de aficionados ponía en escenas piezas muy divertidas.

Las muchachas estaban listas para salir aquella noche, pero un incidente de última hora

impidió que asistieran a la representación. Mi madre sufrió un quebranto momentáneo y

mi padre creyó que no debían salir.

Cuando se enteraron por haber oído las detonaciones que esto había ocurrido en el Teatro

y que habían dado muerte al Sr. Leonardo del Monte, un joven que gozaba de jenerales

simpatías por su carácter afable y cortés, mi padre, en medio de su asombro exclamó:

-Cuánto me alegro de no haber estado allí!

Y pensó que su determinación de no asistir al Teatro aquella noche había sido casi un

presentimiento.

Esa noche, desde el balcón de mi casa se vieron pasar las patrullas que andaban en busca

de los jóvenes que formaban el grupo de los Postillones. Muchas personas fueron

detenidas en las calles y otras tantas fueron llevadas a la Comisaría.

Al día siguiente nadie sabía quién fué el matador. Circularon muchas versiones. Una gran

parte del público acusaba a D. Luis Morcelo, pero otros aseguraban que fué otro el

matador. Mucho tiempo quedó el autor de este hecho desconocido, pero hoy todo el

mundo sabe quién fué el culpable. Luis Morcelo era inocente, aunque disparó con su

revólver.

Page 93: Moscoso Puello_Navarijo

El día 1 ° de Noviembre salió la Procesión de los Huesos. Desde las dos de la tarde la

cuesta de San Lázaro era cruzada por numerosos campesinos de los alrededores de la

ciudad que conducían petaquitas, sacos, y lutos con huesos humanos pertenecientes a sus

pacientes. La plaza de San Lázaro ofrecía un espectáculo interesante. Había allí caballos

y burros, amarrados en las aldabas de las puertas de las casas o sujetos de la mano de sus

dueños.

La mayoría de estas monturas lucían árganas y aparejos, aun

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115

que algunas lucían sillas de montar. Los campesinos, por lo regular, estaban vestidos de

limpio, con calzones de dril haitiano, camisas de listado y sombreros de cana.

El Cura de San Lázaro les daba la bienvenida. Muchos eran sus feligreses, con quienes

sostenía cordiales relaciones, de amistad.

El vecindario estaba en fiesta. Los vecinos asistían a los campesinos dándoles agua o café

y hasta brindándoles sillas para que, sentados en sus puertas, esperaran la hora de la

procesión.

Las campanas de la Iglesia de San Lázaro daban toques de esquila cada media hora.

Los ventorrillos vendían velas de esperma y dulces. Panelas, raspaduras, píñonates y

tabacos y andullos.

A la caída de la tarde se organizó la procesión. Una urna de madera, pintada de negro y

colocada sobre andas, contenía los huesos: cráneos, costillas, canillas y otras variedades.

A veces estaba llena esta urna que cuatro individuos la sostenían sobre los hombros.

El Cura y los monacillos iban vestidos de negro. Era una procesión fúnebre y la Orquesta

tocaba un responso.

Iba delante la Cruz, luego una doble hilera de muchachos provistos cada uno de una vela

encendida. Junto a los muchachos un policía o dos o el sacristán de la Iglesia en seguida

el Cura con dos monaguillos y detrás de urna. Seguían a ésta los vecinos de San Lázaro y

los campesinos que preferían seguir la procesión a pié. Por último seguían algunos

jinetes, veinte o treinta, que cerraban la procesión.

La orquesta iba detrás de la urna.

La calle de San Lázaro se llenaba de olor a incienso que era quemado en profusión.

Page 94: Moscoso Puello_Navarijo

La procesión del Carnero descendía la cuesta empedrada y cubierta de zanjas por donde

todo tránsito era dificultoso, tomaba la calle de San Lázaro y doblando por la esquina de

la pulpería de mi padre, pasaba por la calle y la puerta del Conde y se dirigía al

Cementerio.

Hasta hace poco, el Cementerio tenía cuatro bóvedas a manera de hornos, colocados en

cada uno de sus cuatro ángulos.

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Era en estos hornos, llamados Carneros donde se depositaban los huesos.

La procesión del Carnero era un espectáculo fúnebre, medioeval, que fué suprimida en

1894.

Yo tuve ocasión de verla una o dos veces.

Aquel día quedó muy concurrida. Mis hermanas la vieron desde el balcón. Mi padre y mi

madre permanecieron en la pulpería junto con otras personas que allí se encontraban y los

que al pasar la Cruz, salieron a la calzada para verla de cerca. Dos hombres que había allí

se quitaron el sombrero. Una mujer se arrodilló y rezó un Padre Nuestro casi en alta voz.

117

XIV

i padre tenía hacía tiempo, sin embargo, una pena que no había confiado a nadie todavía.

El año anterior había mandado al Norte, como él decía, una fotografía de mi madre para

que le hicieran un retrato al creyón.

Yo conservo este retrato que por mucho tiempo estuvo colgado en la sala de mi casa, y

que tal vez fué, en los últimos años, el único testimonio que quedó de nuestros buenos

tiempos. Es un excelente retrato, hecho por un notable artista y colocado dentro de un

marco formado por hermosas cañuelas doradas.

Mi padre tomó la determinación de mandar a hacer este retrato, porque mi madre desde la

enfermedad de Jesús se venía quejando de algunos quebrantos, que mi padre estimaba de

alguna seriedad. Mi madre hacía tiempo que no podía ayudarlo en la tienda como antes y

debido a esto pasaba la mayor parte del tiempo en los altos de la casa.

Se habían cansado de hacerle remedios. La misma Anacleta, la cocinera, se ocupaba en

Page 95: Moscoso Puello_Navarijo

traerle noticias de todo cuanto oía en la calle que fuera bueno para las dolencias de que se

quejaba mi madre.

La vió D. José Ramón y la vieron otros médicos, sin que ninguno pudiera mejorarla.

Pasaban días y mi madre estaba mejor en unos y en otros peor. Mi padre atribuía la causa

de este quebranto a la fatiga del trabajo, y sobre todo, a los sufrimientos que había tenido

desde que vió a Jesús a las puertas de la muerte.

Muchas personas le aconsejaron a mi padre que le diera a tomar a mi madre el Agua de

Bernardita que vendía en su establecimiento, frente a la Plaza del Mercado, Madam Siné.

El compadre Esteban Suazo hacía grandes elojios de esta agua milagrosa que hacía

tiempo utilizaba en la curación de dos hijas que tenía enfermas. Mi padre, sin embargo,

no se decidió porque D. Carlos Malespín, uno de sus buenos amigos, empleado de con-

fianza de Madam Siné le había dicho privadamente que el Agua de Bernardita era

extraída del pozo de la casa de la Madama y que de Francia sólo venían las botellas y las

etiquetas, que no había tal gruta ni tal fuente de agua milagrosa como se decía.

El día de las Mercedes, el 24 de Septiembre de 1884, a la hora de la cena mi madre no

quiso ir a la mesa. Estaban en mi casa reunidas algunas personas como todos los años,

oyendo tocar el piano a la muchachas tomando licores, para celebrar ese día, en unión de

Jesús, Capellán del templo. Mi padre celebraba esta fiesta todos los años.

Algunas de las visitas, que conocían el temperamento alegre de mi madre, le llamaron la

atención a mi padre sobre el estado de salud de mi madre.

-Hace tiempo que viene así -le dijo mi padre a D. Fellé-. Ha perdido el apetito.

D. Fellé le recomendó a mi padre que no perdiera tiempo y que la pusiera en buenas

manos, antes que fuera tarde.

Esa noche mi padre pensó en el Dr. Arvelo, un buen médico y amigo de la casa.

-No se preocupe usted, Don Juan -le dijo el Dr. Arvelo el día que la examinó-, todos esos

quebrantos tienen su causa y ya se quitarán con el tiempo.

-Pero usted no cree que hay peligro? -le preguntó mi padre.

-Ninguno! Su mujer está encinta, si no me equivoco.

Mi padre sonrió. Hacía tiempo que ya no esperaba tener más hijos y aunque la palabra del

Dr. Arvelo era sagrada para él,

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Page 96: Moscoso Puello_Navarijo

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en sus ojos se asomó la duda.

Por algunos días no se habló más de esto. Pero mi padre insistía en que mi madre no

bajara a la tienda.

En mi casa no se habló más de quebranto. Todos estaban conscientes de que mi madre no

tenía nada de cuidado.

A fines de Enero de 1885, el día 30, el Dean del Cabildo de la Iglesia Catedral,

Administrador Apostólico de la Arquidiócesis, nombró al Presbítero Manuel de Jesús

Moscoso cura interino de la Parroquia de San José de la Matas, en sustitución del

Presbítero D. Tomás López Paul, quien desempeñaba ese curato después de la muerte, el

22 de Febrero de 1882, del Presbítero José Eujenio Espinosa y Azcona, prócer de la

Independencia, amigo de Juan Pablo Duarte.

Mi padre no ocojió la noticia con alegría. Le causó pena tener que separarse de su hijo,

sobre todo tratándose de una Parroquia tan distante. Pero no dijo una palabra. Su hijo se

debía a la Iglesia y debía ir donde lo dispusieran las autoridades correspondientes.

Por la vía de Sánchez, hizo mi hermano su viaje a las pocas semanas.

Mi madre se entristeció, sobre todo porque pensó en que no vería nacer a su nuevo

hermanito.

La alegría que tenían mis hermanas porque mi madre iba a tener otro hijo era

extraordinaria. Ya todas mis hermanas eran adultas y esto les proporcionaría la ocasión

de tener una entretención en la casa. Todas se estaban preparando para recibir el

nuevo encargo.

-Cómo quieres que sea? -le preguntaba Mercedes a Carmen.

-Yo, varón -respondía- Quiero que sea varón!

Pero mis hermanos apenas hablaban de estos asuntos.

Una prima noche el Dr. Arvelo estuvo en mi casa, vió a mi madre y cuando bajó de los

altos se fué a la pulpería y le dijo a mi padre que mi madre daría a luz esa noche y le dejó

una receta.

Al día siguiente se presentó temprano y le preguntó a mi hermana Carmen:

-Qué dió a luz su madre?

-No ha dado a luz -le respondió en broma.

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-Qué no ha dado a luz? -exclamó con sorpresa el Dr. Arvelo.

Y Carmen le dijo entonces que había dado a luz un varón. Este Caballero era yo. Ese día

era el 26 de Marzo de 1885.

La primera persona que me ofendió en la vida fué la tía Mariquita. Cuando se presentó

esa mañana, con su vestido de prusiana morada muy bien planchado (ya ella había sido

notificada por Arturo que mi madre había dado a luz un varón), su pañuelo de madrás y

su manta de lana negra, calzada con unos zapatos de tela y de cuero que le hacía un viejo

zapatero del Callejón de la Lugo, se acercó a la cama donde ya me habían acomodado,

vistiendo los primeros lujos de mi canastilla: zapaticos de lana roja que me quedaban

muy grandes, batica de batistilla con algunos encajitos que me molestaban y una escofieta

con dos cintas rosadas atadas a la barba, dijo, después de examinarme cuidadosamente y

hasta tocarme con su mano oscura.

-Pero bueno, Sinforosa, este muchacho no se parece a nadie!

Yo no pude darme cuenta de estas palabras como era natural y creo que nadie en mi casa

la tomó en cuenta. Cuando yo pude darles el valor que pudieran tener, ya la misma

Mariquita les había quitado importancia. Yo estaba grande ya y la había oído decirme a

menudo.

-Tú, a quien te pareces es a Abelardo tu hermano. Tienes las mismas cosas, el mismo

jenio, las mismas ocurrencias, sólo que Abelardo tenía los ojos casi verdes y era mucho

más claro que tú.

La tía Mariquita tomaba muy en cuenta las cuestiones de color. La parentela con mi padre

la había hecho considerarse como perteneciente a la raza de los Conquistadores.

Como era de rigor siña Andrea Aldrian, la partera, se instaló en mi casa y la pulpería de

mi padre quedó a su disposición. Con toda la seguridad debió tomar buenas tazas de

chocolate y mejores platos de sopa de gallina.

A los escasos habitantes de esta ciudad se había sumado uno

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121

más, cuyo destino era para todos un misterio. No sé si mi padre o mi madre, o tal vez la

tía Mariquita pudieran pensar en esos días en la función que yo pudiera desempeñar, en la

familia o en la sociedad. Una cosa era cierta por lo menos: mi nacionalidad. Desde ese

Page 98: Moscoso Puello_Navarijo

instante me cobijaba el pabellón cruzado: yo era un dominicano más.

Fué en medio de estas jentes buenas del Navarijo donde yo abrí los ojos al mundo, en la

casa de dos plantas que mi padre había fabricado para trasladar su pulpería de la Cruz de

Rejina, en una de las esquinas que forman las calles del Conde y de San Lázaro, hoy

Santomé.

Hace poco tiempo tuve oportunidad de visitar esta vieja casa y, mientras recorría sus

habitaciones, recordé lo que muchas veces le oí decir a mi madre.

-Era una casa cómoda. Tenía cuatro aposentos, sala, zaguán y una terraza. La cocina y el

comedor estaban abajo. Lo único que me disgustaba de ella era que no tenía buen patio.

Y pude comprobar ese día que con algunas reparaciones y pocos cambios, esta vieja casa,

en que yo nací, se conservaba tal como me la describía mi madre.

Para los que conservaban humos de aristocracia en la segunda mitad del siglo XIX, para

los que vivían en los alrededores de la calle del Comercio y de Plateros, detrás de la

Catedral y hasta en la calle de El Tapao, hoy 19 de Marzo, incluyendo el vecindario del

Convento, el Navarijo era sinónimo de vulgaridad. Se contaba, hasta hace poco, de una

sociedad que se fundó en ese barrio bajo la denominación de El Sancocho, y que constaba

de doce miembros, cuya única finalidad era la celebración de un sancocho cada cuatro

meses, para solaz y recreo de sus miembros. Y agregaban aquellas jentes distinguidas del

centro de la ciudad, que en aquellas celebraciones se hacía gala de las más escojidas

vulgaridades.

Se han dado numerosas versiones acerca del orijen del nombre que llevó este barrio. La

más favorecida de todas es la de que este nombre se debió a un establecimiento que

existió en una de las esquinas que forman la calle del Conde y de la Luna, hoy Sánchez,

en la casa que ocupa actualmente Don Ramón Do

mínguez. Los dueños de este establecimiento eran españoles y de apellido Navar. Era una

sociedad de padres e hijos, como lo significaba el rótulo que tenía en su frente el

establecimiento y el anuncio que publicaba en un periódico de la época y que rezaba así:

F Navar e hijos. Parece que el pueblo encontró dificultad en pronunciar la e y la suprimió,

diciendo simplemente Navarijo. A la vuelta de los años, el establecimiento y el

vecindario se convirtió en El Navarijo.

Sin embargo, el nombre de Navarijo existió en Santo Domingo según he podido

Page 99: Moscoso Puello_Navarijo

averiguar, desde el siglo XVIII. Hubo a mediados de ese siglo un Antonio Navarijo que

casó con Antonia Oviedo, y tuvo descendencia: Francisco y Lorenzo. En 1791 Pablo

Navarijo y Nicolasa Ladines son padres de María Merced. Finalmente en 1827 un Ramón

Navarijo está casado con Andrea Molina.

Por último, se me ha informado igualmente, que a principios del siglo XIX, vivió en ese

tramo de la calle del Conde un anciano que respondía por Navarijo.

De todo esto se desprende que el nombre del barrio tuvo su origen con toda seguridad, en

un apellido porque la palabra navarijo no tiene ningún significado.

Sea lo que fuere de estas versiones, por Navarijo se consideró, a mediados del siglo

pasado, el tramo de la calle del Conde comprendido entre el Fuerte de San Jenaro, hoy

Baluarte del Conde, y la calle San José, hoy 19 de Marzo.

Pero esta denominación fué puramente popular y temporal, pues calle del Conde ha sido

siempre el nombre de esta importante arteria de la ciudad desde los tiempos de la

Colonia. Durante la ocupación francesa fué bautizada con el de Calle Imperial, en honor

de Napoleón I, pero luego volvió a ser calle del Conde. En el año de 1850, se la

denominó oficialmente, calle Separación en homenaje a la Independencia. Y en 1929 se

le cambió el nombre de calle Separación por el de 27 de Febrero. Finalmente en 1934 se

le restituyó su antiguo nombre de calle del Conde, bajo el cual se la designa en la

actualidad.

Ha prevalecido este nombre porque esta importantísima calle remata en el antiguo

baluarte de San Jenaro, más conocido

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por la denominación de Puerta del Conde. Según Don Luis Alemar la fundación de este

Baluarte se debió a Don Bernardino de Meneses Bracamonte y Zapata, Conde de

Peñalva, gobernador de la Isla de 1655 a 1656, vencedor de Penn y Venables en 1655.

El piso de la puerta de piedras talladas fué realizado por el Coronel Raimundo Ortega,

maestro alarife.

Las puertas de caoba fueron desprendidas por disposición del General Abelardo Nanita,

Presidente del Ayuntamiento y depositadas en Abril de 1891 en un departamento del

Palacio Municipal. Se encuentran hoy en el Museo Nacional.

Page 100: Moscoso Puello_Navarijo

Se concedió al Ayuntamiento el cuidado y la conservación de la Puerta del Conde, por

resolución del Congreso Nacional en el año de 1891. Y el 2 de Febrero se dió una

disposición municipal por la cual se prohibió que pasara por allí ninguna clase de

vehículos.

En 1891, cuando se quitaron las puertas se hicieron reparaciones al Baluarte y fué

colocada entonces la inscripción que aún tiene: Dulce et decorun est pro patria mori.

En ese mismo año se utilizaron las casetas, que hasta entonces estaban abandonadas, para

instalar una escuela, La Trinitaria, en la que estaba situada al sur, y un Puesto de Policía

en la que estaba situada hacia el norte.

Era el Baluarte del Conde el orgullo de los navarijeños y fué considerado siempre por sus

moradores como la más preciada reliquia del barrio.

Sin embargo, a pesar de comprender el barrio sólo un tramo relativamente pequeño de

una calle tan principal, los vecinos de este barrio lo subdividieron en dos secciones más

pequeñas todavía. A partir de la calle Sánchez, antes de La Luna, hacia el este se llamó:

Navarijo arriba, y en dirección Oeste, Navarijo abajo.

Estos nombres fueron muy populares a fines del siglo pasado. Un establecimiento que

tuvo en el año de 1886, D. Francisco Saviñón, en una casa contigua a la que ocupaba Don

Dionisio Camarena, se llamó El Navarijo. Y un balandro propiedad del mismo señor

Saviñón y que fué apresado en aguas de Baní por el General Luperón, llevó ese nombre.

También Don Fran

cisco Bona bautizó con el de Navarijo Arriba su tienda establecida en la misma calle del

Conde.

La antigua calle del Arquillo, hoy Arzobispo Nouel, desde la calle de la Luna, hoy

Sánchez, hacia la muralla, no estaba comprendida entonces en aquel barrio, y por un

tiempo, fué considerada como otro barrio al que se denominaba Pueblo Nuevo.

Pero años después, al finalizar el mismo siglo XIX, se consideró como Navarijo toda la

parte de la ciudad comprendida entre las calles del Conde y Sánchez hasta la muralla, y

se excluyó el ángulo del fuerte de San Gil, y, sus alrededores, que era conocido por el

barrio de La Misericordia.

En 1880 el Navarijo estaba constituido casi exclusivamente por bohíos de yaguas y sus

habitantes eran jentes pobres, humildes y laboriosas. Abundaban por allí los ventorrillos y

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las carnicerías. Frente a la Iglesia del Carmen se contaban hasta seis carnicerías. La calle

se mantenía llena de huesos y los vecinos se quejaban de la cantidad de perros que había

por allí, a causa de que les impedían algunas noches conciliar el sueño.

Manuel Vallejo, que era uno de los vecinos prominentes del barrio, se servía de una de

las ventanas del templo de Nuestra Señora del Carmen para amarrar el cajón en que le

picaba la yerba a su caballo, y allí lo ponía a comer.

En los últimos años del siglo pasado, las construcciones fueron mejorando poco a poco,

las casas de tapia y de mampostería se multiplicaron, los bohíos fueron desapareciendo y

los habitantes del barrio se dedicaron al comercio y establecieron algunas industrias.

El Navarijo fué siempre un barrio tranquilo y pacífico y, contrariamente a lo que de él

afirmaban las jentes de por allá adentro, contribuía al progreso material y cultural de la

ciudad.

En el Navarijo se instaló La Trinitaria, se dió el grito de Independencia, se oyó por

primera vez el Himno de la República, se fundó la Sociedad Hijos del Pueblo, que costeó

una Biblioteca, sostuvo una Escuela Nocturna y en el año de 1891, realizó el traslado de

los restos del prócer Ramón Matías Mella, a la Capilla de los Inmortales, con gran

solemnidad.

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125

De todo esto y algo más, se sentían orgullosos los Navarijeños.

Yo había nacido, pues, en un barrio lleno de honrosas tradiciones.

El 25 de Abril de 1885, como para que yo no permaneciera hereje demasiado tiempo, me

bautizaron. Yo no sé si este bautizo fué o no celebrado como el de mis demás hermanos.

Sin duda no debió ser muy rumboso, pero, como mi padre era un hombre espléndido,

creo que sí se debió celebrar como era costumbre en aquellos tiempos.

Fué en el año de 1935 cuando estas dudas quedaron completamente disipadas. Una

señora, amiga mía, me obsequió con una de las tarjetas que fueron repartidas el día de mi

bautizo. Era ésta, una tarjeta pequeña, modesta, adornada con un ramo de flores

estampado en colores. Las letras que lucía esta tarjeta eran doradas y en el centro estaba

vacío el sitio en que acostumbraban poner una moneda. Debajo del nombre de mis padres

figuraban los de Federico Velázquez Lagoniza y el de mi hermana Carmen, que fueron

Page 102: Moscoso Puello_Navarijo

mis padrinos. Y como mi nombre de pila, Francisco Eujenio.

Un buen rato estuve contemplando la tarjeta de mi bautizo. Estaba ya, precisamente,

dentro de la cifra que yo había temido tanto y que, durante mucho tiempo consideré

remota, tal vez, por el hecho de que no había llegado todavía.

Aquel año de 1935 yo había cumplido cincuenta años de edad, muy a mi pesar, de

acuerdo con el testimonio inexcusable de mi tarjeta de bautizo. Qué vamos a hacer!

Nací, sin embargo, bajo muy buenos auspicios. Disfrutaba el país de un réjimen liberal y

democrático. Francisco Gregorio Billini, el Presidente que nos quiso redimir de la

ignorancia y creó los maestros ambulantes, y nos quiso limpiar la sangre, trayendo una

inmigración de canarios, estaba en el Poder.

En Abril de 1885 dió aliento al más extraordinario proyecto de la época. Propició la

concesión de Mr. George H. Blake para la construcción de un ferrocarril que iba a

atravesar la República de Sur a Norte, partiendo de Las Calderas, pasando por Azua y

San Juan de la Maguana y atravesando la Cordillera

Central, llegaría a Sabaneta, desde donde seguiría en línea recta hasta la Bahía de

Manzanillo. El plano de esta obra se elaboraría en el plazo de un año.

A Mr. Blake se le otorgaba, además, la propiedad de los terrenos del Estado y cuatro

millas de largo y cuatro de fondo a uno y otro lado de la vía. Esta concesión duraría 99

años.

También se hicieron concesiones para establecer un acueducto desde el río Higüero y una

fábrica de fideos. Por esta última concesión fué Billini muy combatido.

Desgraciadamente esto duró lo que un día de verano. Cuando yo cumplía los dos

primeros meses de edad, el Presidente Billini fué obligado a renunciar.

Se caracterizó el gobierno del Presidente Billini por su gran respeto a la opinión pública,

por haber dado a la prensa completa libertad. Desgraciadamente esta libertad parece que

fue mal servida y algunos periódicos se ocuparon detractar al General Luperón, lo que

dió motivo a que éste se quejara ante el Presidente.

Un día llegó a la Capital un expreso enviado desde Puerto Plata por el General Luperón.

En el Club Unión se entrevistó con el Presidente Billini. Se le exijía que hiciera

suspender los ataques que venía haciendo la prensa contra el caudillo del Norte. Billini se

negó y como consecuencia de esta negativa se produjo su renuncia.

Page 103: Moscoso Puello_Navarijo

Adolescente conocí a este hombre de cara mongólica, calvo y con un bigote caído y

abundante, en la puerta de su casa de la calle del Arquillo, hoy Arzobispo Nouel, cuando,

olvidado del Poder, de donde lo bajaron los políticos, ya había escrito a Engracia y

Antoñita (1892), esa joya de la literatura dominicana, que leí en estos últimos años.

Gregorio Billini renunció el día 16 de Mayo de 1885, y fué sustituido por Alejandro

Woss y Gil, a quien también conocí, viejo ya, poco antes de su muerte, en la Barbería de

Torres, calle Sánchez, mientras se afeitaba. No lo oí pronunciar una palabra mientras

estuvo allí y cuando salió, Torres me dijo:

-Don Alejandro es un hombre interesante.

Lo seguí con la vista en todos sus movimientos y cuando me

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senté en el sillón para que Torrez me pelara, me quedé un instante pensando en este

hombre que había ocupado por dos veces la Presidencia de la República.

Y mientras Torrez completaba su faena me entretuvo contándome algunas anéctodas de

don Alejandro Woss y Gil.

Fué Don Alejandro el que nos enseñó a clasificar a los brutos; los había de tres clases: los

brutos de madre, los brutos de padre y finalmente los brutos de padre y madre.

Y Torres me refirió que habiéndole mandado a buscar un viejo amigo cibaeño que se

encontraba recluido en el Manicomio, don Alejandro se dirijió allí una mañana. Largo

rato estuvo conversando con su amigo Fontaine. No estaba loco. había venido a la Capital

llamado por Lilís y después de haber conversado con él lo habían llevado allí. Deseaba

Fontaine que D. Alejandro le hiciera dilijencias para que lo libertaran y D. Alejandro le

prometió dar los pasos indispensables para lograr la libertad de su amigo.

Cuando ya se había despedido D. Alejandro de su amigo Fontaine volvió a acercársele

porque había olvidado preguntarle que fué lo que conversó con el Presidente. Y Fontaine

le dijo que le había dicho que ya era hora de que abandonara el poder y diera oportunidad

a otro ciudadano para que rijiera los destinos del país.

Don Alejandro le dió la espalda. Fontaine estaba loco y era inútil que le hiciera dilijencias

para libertarlo.

En este año de mi nacimiento hubo mucho que ver en Santo Domingo. Actuó en La

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Republicana la gran compañía BiciAlbieri que puso en escena Rigoletto.

Y en el mes de julio actuaba en el mismo teatro la compañía Bordini, de la cual formaba

parte la Señora Ida Visconty, ya conocida por el público capitaleño. La compañía Bordini

puso en escena a Ruy Blas el domingo 12 de Julio de 1885.

Y el 6 de Septiembre llegó, consagrado en Roma como Arzobispo Metropolitano,

Monseñor de Meriño. Con excepción del levantamiento de Juan de Vargas, el 1885 fué

un año de paz.

x

o había cumplido yo los cuatro meses de edad, cuando, la noche del domingo 28 de junio,

se produjo una gran consternación en la ciudad, a causa de que en el calle de las

Mercedes sonaron varios

disparos de armas de fuego. Hubo un cierra puertas en el barrio. Mi padre fué de los

primeros que cerró su pulpería y como estaban con él Fellé y José Gómez, salieron los

tres a la esquina para enterarse de lo que había sucedido.

Estaban también en las puertas de sus casas, alarmados, Martín, Don Alfonso, José

Mieses y Manuel Lebrón. Por la esquina de mi casa no pasaba un alma. Mi padre estaba

cansado de esperar, cuando pasó un cochero y dijo que habían matado a un americano.

-Dónde? -le preguntó Fellé.

El cochero respondió que cerca de la Plaza de Colón.

A poco se presentó mi primo José María. Fueron a hacer preso al Gral. Cesáreo

Guillermo. Este le disparó a la lámpara y favorecido por la oscuridad que se produjo se

escapó y lo están persiguiendo. Pero los disparos de los que fueron a hacerlo preso, al

mando del Gobernador, mataron a Mr. Platt e hirieron a la mujer de Cesáreo.

Mi padre se quedó asombrado al escuchar a José María y le

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advirtió a mi primo que no repitiera eso. Pero Fellé habló. -Este, compadre, es un país

perdido. No vamos a salir de una.

Cuando mi padre subió a los altos se lo contó a mi madre. Elías estaba en la calle y mi

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padre no cerró el zaguán hasta que no regresó. Antes de que se acostara, mi padre le

llamó la atención.

-Ustedes se van a encontrar en una de momento. Cuando estas cosas pasan uno debe

recojerse en su casa.

Al día siguiente circularon muchas propagandas.

Y una semana después, el día 7 de julio de 1885, El Centinela decía en su comentario:

"No queremos por lo dicho que se derrame bárbaramente la sangre de nuestros

compatriotas como en la Dictadura del 81, no queremos pensar que bajo el amparo de la

Ley se asesine sin piedad, no, no lo queremos porque no hay necesidad de ello".

La noche que ocurrió el incidente del Gral. Cesáreo Guillermo, mi padre no pudo suponer

lo que le iba a ocurrir días después.

Cesáreo Guillermo escapó a Azua. El Gobernador Vargas se pronunció y otra revolución

tuvo lugar.

Cuando se dijo que el Gral. Heureaux saldría a combatirlo, mi padre se puso las manos en

la cabeza. Pasó días desesperados pensando en la suerte de mi hermano. Conocía el

carácter de Abelardo.

Una mañana supo mi padre que Abelardo había sido cojido como prisionero y que lo

habían fusilado. Fué este un día de consternación en mi casa. Mi madre me apretaba

contra su seno y, sin duda, pienso que me miraría con ojos de piedad. Me imajino cuantas

veces mi madre pensaría en los grandes sufrimientos que le aguardaban cuando yo fuera

ya un hombre. En cuantos peligros me vería ella y cuantos votos no haría por mi

felicidad. Afortunadamente yo no iba a ser nadie. Si me hubiera observado detenidamente

hubiera advertido que yo no prometía nada. Apenas un rasgo, una señal siquiera, de que

me aguardaban altos destinos. Era un niño vulgar y corriente que no hacía otra cosa que

comer y dormir.

Pasaron varias semanas sin que en mi casa se supiera el paradero de Abelardo. Mi madre

llegó a desesperarse y mi padre trató por todos los medios de obtener informaciones.

Visitó a algunas personas que supo habían llegado de aquel pueblo y escribió a la casa de

Chicho Sturla. Nadie le pudo decir una palabra. Sin embargo, en mi casa nadie aceptada

la idea de que hubiera sido fusilado.

Una mañana se recibió en mi casa una carta del Cibao. Mi hermano Jesús le participaba

Page 106: Moscoso Puello_Navarijo

en ella a mi padre que Abelardo estaba con él desde hacía días. El misterio quedó

aclarado. Aunque Jesús no decía las causas por las cuales Abelardo se encontraba en San

José de las Matas, todos en mi casa comprendieron. Se había escapado de Azua, sin duda

por temor a ser perseguido.

Pero la permanencia de Abelardo en el Cibao fué corta. Cuando el movimiento fué

completamente sofocado y la situación política se normalizó, apenas un mes después de

haberse desarrollado estos acontecimientos (el Gral. Cesáreo se suicidó en El Orégano).

Abelardo regresó a la Capital.

Mi padre lo aconsejó como siempre. Y en mi casa no se habló más de esta aventura.

Como las elecciones se aproximaban mi padre temía que Abelardo tomara parte en las

luchas políticas. No le decía nada, pero estaba al tanto de todo lo que hablaba.

Sin embargo, Abelardo estaba tranquilo y hablaba por esos días de dedicarse a asuntos

comerciales. Se estaba organizando en la ciudad una compañía para operar un teléfono

urbano. Como él ya dominaba el inglés se puso en relación con los promotores del

negocio y los ayudó a obtener la concesión. Era esta compañía la Santo Domingo Electric

Co.

Como mi padre lo vió en estas actividades se alegró, porque creyó que ya no volvería a

ocuparse de política. Cuando Abelardo hablaba con él de sus actividades con los

Directores de la Compañía Eléctrica mi padre se sentía complacido y lo alentaba.

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Pero al mismo tiempo que Abelardo desarrollaba estas actividades, no dejaba de la mano

otras que para él eran indispen

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sables. Estaba otra vez enamorado. Todas las tardes iba a casa de Manuel Vallejo, frente

a la Iglesia del Carmen a pasar allí horas, viendo a una haitianita que estaba de temporada

en casa de Doña Mercedes Jiménez. Esta haitianita, que se llamaba Edelí Sensitive

Ridoré y Enoc, era bien parecida e intelijente. En el barrio todos los que la conocían la

celebraban. A mi madre no le preocupaban estas cosas. Pero mi padre no estaba de

acuerdo con esos pasatiempos y ya le había llamado la atención a Abelardo varias veces.

Algunas tardes mi hermano me llevaba a la casa de Doña Mercedes Jiménez. Yo me

Page 107: Moscoso Puello_Navarijo

imajino cuantas veces la Srta. Sensitive Ridoré me besaría y me retendría en sus piernas

para mantener a su lado al rendido Abelardo y para con los mimos que yo recibía en esos

momento mantener vivo el amor en el corazón de mi hermano. Sin duda, cuando yo

estaba junto a la Srta. Ridoré y me entretenía en ver a algún perro que pasaba por la calle

o fijaba la vista en alguna gallina del patio, los amantes se clavarían los ojos incendiados

de pasión o cambiarían caricias cariñosas.

Cuando mi hermana Carmen me ha contado esas cosas, he pensado que aquellos fueron

quizás mis días en que alcancé mayor importancia. Hijo de una familia de relativa buena

posición, protejido por mi condición de niño hermano de su prometido, la Sta. Ridoré no

podía haber adivinado mi porvenir, aún cuando ella podía haber tenido vena de

clarividente por su orijen.

Pero Abelardo volvió sobre sus andadas. El proceso electoral estaba en movimiento. En

la calle de las Mercedes se había instalado una Oficina para trabajar la candidatura de

Ulises Heureaux para la Presidencia de la República. Se esperaba que las elecciones

serían muy reñidas, porque dos candidatos se disputaban el triunfo.

Abelardo se afilió, como dicen, a la candidatura de Heureaux. Allí le llevaron sus amigos.

Un día tuvo un incidente con un señor Saviñón. Disputaron. Lilís quiso que se

reconciliaran y los invitó a que se diesen las manos.

-Yo no le doy la mano a este sinvergüenza -dijo Abelardo.

Y el Sr. Saviñón se pasó a las filas contrarias. Cada día el carácter de mi hermano era más

violento. Cuando pienso en éste me acuerdo siempre de las palabras con que la tía

Mariquita me desagravió un día.

-A quien tú te pareces es a Abelardo.

Verificadas las elecciones en los días 26, 27 y 28 de junio, triunfa la candidatura de

Ulises Heureaux y Segundo Imbert.

Los partidarios de la candidatura que fué derrotada en las elecciones quedaron

disconformes y se dieron a la tarea de organizar una conspiración. Y no tardó en

producirse una nueva y sangrienta revolución.

El 21 de julio de 1886 se produjo el pronunciamiento de Monte Cristy y de los pueblos de

La Vega, Jarabacoa y parte de la Provincia de Santiago. Ulises Heureaux fué nombrado

jefe de Operaciones y Abelardo formó parte del continjente de tropas que salió de Santo

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Domingo bajo sus órdenes.

Y cuando mi padre vió a su hijo con una carabina más grande que él, sufrió uno de los

disgustos más graves de su vida.

Fué entonces cuando un día Lilís le dijo a mi hermano:

-Abelardo, te voy a poner esta plumita, -señalándole el hombro. Y lo incorporó en su

Estado Mayor.

Por aquella época Heureaux y mi hermano estaban en muy buenas relaciones.

Mi padre volvió a sus preocupaciones. Nunca dejó de ver un peligro en las inclinaciones

a la política de Abelardo. Cuando estalló la revolución le dijo a mi madre:

-Ya ves! Esas son las cosas que trae la política. A este hijo lo vamos a perder.

La revolución de Moya influyó bastante en los negocios y mi padre notó que ese año sus

ventas disminuyeron en considerable proporción. En realidad no sabía a qué atribuir esto.

A causa de la revolución importó menos que otros años y ya yo estaba en el mundo

creándole un nuevo problema. Sin duda, cada vez que mi padre me veía debió pensar en

que tal vez en cuantas revoluciones me vería yo envuelto. Y como a la tía Mariquita se le

metió en la cabeza que yo era un niño tormentoso, porque no deseaba que ella me cargara

ni me hiciera gracias, por lo

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cual ya se había quejado, mi padre se imajinó que yo sería peor que Abelardo y que tal

vez llegaría por lo menos a Ministro de la Guerra o a alguna jefatura de operaciones, si

antes no me fusilaban.

Sin embargo, los capitaleños se sentían ufanos de sus progresos por aquellos días. Nuevas

industrias se habían establecido y las existentes cobraban nuevos impulsos.

Un periódico de la época, el Boletín del Comercio, decía en su número 24: "Ya tenemos

tranvía, teléfono, ferrocarril y hielo y esto hay que conservarlo". Era poco el consumo de

este último artículo y en ediciones posteriores decía: "Sabemos que corre por ahí la

propaganda de que el hielo hace daño. En ciudades como St. Thomas se consume en gran

cantidad. Una estadística reciente muestra que cada 20,000 almas consumen 5 a 6

toneladas diarias".

Durante toda la campaña en mi casa no hubo tranquilidad. Mi padre no podía ocultar su

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disgusto y así se lo manifestaba a sus amigos.

-Es un castigo -decía-, que a este muchacho le guste precisamente lo que yo detesto.

Pero cuando se terminó la campaña Abelardo se apartó un poco de sus amigos políticos.

Mi padre volvió otra vez a concebir esperanzas de que este enfriamiento lo apartara

definitivamente de estas actividades, que tantos dolores de cabeza le habían ocasionado.

Pero Abelardo no podía sustraerse a las influencias de su medio y de su época. Era

dominicano ciento por ciento.

Cuando parecía que estaba más tranquilo, una mañana mi padre fué enterado por mi

madre que la noche anterior Abelardo había sustraído a la novia que tenía en la calle de

Santo Tomás, a la Srta. Ridoré.

-Quién te lo dijo? -exclamó mi padre indignado-. Quién ha traído ese cuento?

Mi madre le dió todos los pormenores y mi padre se quedó asombrado.

-Ese muchacho! Ese muchacho! -murmuró bajando la cabeza, mientras mi madre repetía.

-No tomes las cosas tan a pecho, vamos a ver lo que se pue

de hacer.

-Primero casarse -dijo mi padre con gravedad.

Pero un buen día se fué para Monte Cristy con la Srta. Rido

ré, y allí fijó su residencia. Había renunciado del Estado Mayor

de Heureaux y se despidió de él en bastante buenos términos. -Qué quieres Abelardo? -le

preguntó.

-Yo nada, General. Quiero solamente que se me proporcio

ne una colección de Códigos. Pienso practicar en Monte Cristy. -Muy bien! Daré orden

para que te los entreguen. Yo tenía para esta época un poco más de un año de edad. Mi

hermano Elías era para este tiempo Oficial Mayor del

Ministerio de justicia e Instrucción Pública.

-Tú -me dijo una vez la tía Mariquita- no diste mucho

tormento y comenzaste a hablar muy pronto.

Y me contaba como yo, con mi batica anudada a la espal

da, recorría toda la sala de mi casa, gateando y levantándome

cuando alcanzaba una mecedora, para que mis hermanas me

cargaran.

Page 110: Moscoso Puello_Navarijo

Y la tía Mariquita concluyó aquel día:

-Pero yo creí que tú serías más buen mozo. Tú te has des

compuesto mucho.

La miré un instante y pude comprender que me decía con

tal sinceridad que no me quedó duda de que decía la verdad. Una mañana el cartero trajo

a mi casa una agradable noticia.

Tanto mi padre como madre se sintieron muy contentos. Abe

lardo les anunciaba desde Monte Cristy que le había nacido una

niña. Pensó mi madre que quizás ahora Abelardo entraría en

juicio.

-A veces los hijos le hacen cambiar las ideas a los padres. Mi padre, sin embargo, no

pensaba así. Sabía por personas

allegadas a nosotros que Abelardo continuaba politiqueando en

Monte Cristy y que estaba en correspondencia con el General

Luperón.

-No se compone -dijo mi padre- Este muchacho me dará

todavía muchos dolores de cabeza.

Como mi familia estaba de luto, de medio luto, por la muer

134

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,,,,,,,,,,,

te de D. Juan Alejandro Acosta, el marido de tía Jovita, la madrina de mi madre, que la

había criado, algunas personas pensaron que a Abelardo le había sucedido alguna

desgracia.

-Ni quiera Dios -respondió mi madre-. Se lo tengo encomendado a la Virgen de la

Altagracia y al Santo Cristo de Bayaguana.

136

XVI

M

ientras conversaban una noche detrás del mostrador, mi padre y D. Fellé Velásquez, las

lámparas de la pulpería comenzaron` a parpadear. -Dispénseme, compadre -dijo mi

Page 111: Moscoso Puello_Navarijo

padre-. He pasado el día tan ocupado que se me había olvidado echarle gas a las

lámparas.

Mi padrino se levantó, elevó la trampa de salida del mostrador y a mi padre le pareció

que pensaba retirarse.

-No se vaya compadre. Es temprano todavía.

Y subido sobre una silla retiró una de las lámparas del aparador para ponerle gas. Cuando

terminó volvió a ocupar su silla.

-Yo creo, compadre, que con esa ley el comercio se arruinará. No se podrá importar.

El compadre Fellé era de su misma opinión.

Acababan de votar una Ley de Aduanas y Puertos que derogaba el antiguo Arancel.

Como toda innovación había encontrado sus opositores. Mi padre y mi padrino se

contaban en el número de éstos.

Corría el año de 1887. Ulises Heureaux asumió el Poder por un segundo período. En su

mensaje del 27 de Febrero, decía: "El Comercio se está beneficiando ya de la paz, a pesar

de la asonada que en la Común de Dajabón encabezó Pablo Reyes".

137

h

El periódico El Orden de ese mismo día decía en su columna editorial: "Es indudable

que, con el advenimiento del Gral. Ulises Heureaux a la Primera Magistratura del Estado,

se ha restablecido la confianza pública y principian ya, en tan corto lapso, los beneficios

de la organización de los asuntos administrativo?.

Ulises Heureaux sustituyó a Alejandro Woss y Gil. Era la segunda vez que ocupaba la

Presidencia de la República. La toma de posesión tuvo lugar el 6 de Enero de 1887,

cuando yo había cumplido dos años de edad.

Había sido tan halagüeño el primer período presidencial del Gral. Heureaux que el pueblo

no pudo menos que celebrar con alborozo su nuevo advenimiento al Poder.

El 27 de Febrero de 1887, el barrio de Navarijo vió sus calles adornadas con cordelitos y

banderas y escuchó las bandas militares y la de Manuel Vallejo, Presidente de la

Sociedad Filarmónica, que recorrieron la calle del Conde entonando vibrantes aires

marciales.

La cantidad de máscaras que circularon por las calles aquel día, fué numerosa. Por mi

Page 112: Moscoso Puello_Navarijo

casa pasaron muchas comparsas interesantes. Mis hermanos se disfrazaron también y

estuvieron dando carreras por el vecindario. Y no dejó de tener mi padre algunas quejas.

Pero apenas habían transcurrido cuatro meses de esta nueva inauguración de Ulises

Heureaux, y como para que el pueblo se diera cuenta de la pauta que iba a seguir la nueva

Administración y para que los dominicanos tuvieran una idea de lo que debían esperar,

fué fusilado, el día 4 de Mayo en el cementerio de la ciudad, el Gral. Santiago Pérez.

La tarde en que ocurrió este acontecimiento, mi hermana Carmen vió desde la celosía

pasar la comitiva y el piquete. Al lado de la víctima iba el Padre Nouel. Fué un

espectáculo digno de la inquisición. Con toda solemnidad, para dar un ejemplo a la

sociedad.

Mi hermana se desmayó detrás de la puerta y mi madre y mi padre tuvieron que

abandonar la pulpería para atenderla. Fué una tarde triste en que toda la ciudad se

consternó.

Cuando los amigos de mi padre llegaron por la noche a la pulpería, hablaron poco.

Estaban bajo el peso de este hecho doloroso, que las jentes buenas de la ciudad

condenaron con los juicios más severos.

-Lo ha matado, porque le tenía miedo, -habían dicho en la ciudad.

Fueron inútiles todas las instancias que se hicieron para evitar esta ejecución. Un

periódico de la época decía en su edición del 11 de Mayo de 1887:

"General de la República el reo, su perdón hubiera significado una especie de inmunidad

para los de su categoría que procedieran de igual modo; amigo y servidor del Gobierno,

hubieran dicho que sólo para los disidentes políticos, en cualquier caso, estarían

reservadas la ejecución de esa pena; provocador de escándalo y consternación en cuanto a

la hora, la forma y circunstancia del crimen, sólo una reparación igualmente ruidosa

hubiera dejado satisfecha la vindicta pública".

Paseaban las calles de la ciudad en aquellos días los exiliados del vapor Justicia. Se

habían familiarizado de tal modo con los habitantes de la ciudad, que las familias los

recibían con beneplácito.

-Ellos también -me dijo una vez mi hermana Carmen- fueron de casa en casa pidiendo

firmas para implorar el perdón del Gral. Pérez.

Pero lo que todos ignoraban era que en este segundo período el Gral. Ulises Heureaux

Page 113: Moscoso Puello_Navarijo

iniciaba una tiranía que iba a durar doce años.

Algunas semanas después de este acontecimiento se inició una especie de plebiscito

organizando unas cuantas manifestaciones públicas en diferentes pueblos para que

pidieran la reforma constitucional con el propósito de alargar el período presidencial de

dos a cuatro años.

También se escribieron algunas peticiones y con este motivo se recojieron firmas por las

buenas y por las malas.

Mi padre se enteraba de todas estas cosas por sus amigos, pero raras veces hacía

comentarios. Su única preocupación era Abelardo.

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Una mañana, Anacleta le dijo a mi madre que no había traído carne de la plaza, porque se

decía en toda la ciudad que uno de los carniceros había sido mordido por un perro

rabioso.

A poco repetía esto otra persona que entraba en la pulpería. La ciudad estaba alarmada.

A eso de las diez de la mañana el Dr. Luna fué llamado para que examinara la carne; y

fué después que éste declaró que la carne estaba en buenas condiciones, para el consumo,

cuando las jentes se tranquilizaron. Era el 15 de Mayo de 1887. El Diario del Comercio

publicó un suelto sobre este suceso.

-Yo no dudo -le dijo el compadre Fellé a mi padre esa noche- que estas cosas sean hechas

para combatir el Gobierno.

Días después D. José Ramón le decía a mi madre que la propaganda de la carne fué

lanzada por un enemigo del carnicero que quería hacerle perder la venta.

En esos días también se comentó una gacetilla que apareció en un periódico de Puerto

Plata. Los autores de tal asunto fueron a parar a la cárcel. La referida gacetilla daba una

Receta para embalsamar el cadáver de la Patria. La justicia, sin embargo, descargó a los

presuntos autores.

Dos o tres veces por semana mi padre iba con los muchachos a la Plaza de Toros.

Actuaba una cuadrilla de toreros que no satisfacía completamente las exijencias del

público, pero las tardes de corrida la Plaza se llenaba de jentes. Para mejorar esta cuadri-

lla habían llegado de Cuba dos renombrados diestros: el Niño y Vivato.

Page 114: Moscoso Puello_Navarijo

Mi padre iba con Arturo y en una ocasión me llevó a mí. Momo, una amiga de mi casa,

me había hecho un vestido de torero. Cuando mi hermana Carmen me ha contado esto y

me describía el traje, me quise morir de risa, porque enseguida pensé en cómo debí yo

haberme visto aquella tarde. Afortunadamente los niños son tan inocentes que yo debí

estar encantado mirándome los abalorios y sobre todo el color del vestido que debió ser

escandaloso.

El matador no era gran cosa y el público lo criticaba acerbamente.

Una tarde de corrida, al regresar Tomás Sanlley, se unió a no

sotros en el tranvía y fueron muchas las cosas que dijo.

-Esas no son corridas de toros ni cosa que se le parezca. Los bichos eran muy malos y los

toreros merecían que los llevaran a la cárcel.

Tomás venía indignado.

-Usted sabe lo que es darle siete estocadas a un toro, y terminar por asesinarlo

atravesándole el corazón por la barriga. En Barcelona, donde se dan tan brillantes

corridas, y hay toros y hay toreros de verdad, a estos los hubieran guindado.

Pero como mi padre no había salido de aquí, venía hasta cierto punto satisfecho. Vivato y

el Niño eran para él muy buenos toreros. Y las suertes que acababa de ver fueron muy

limpias.

Otras personas en el tranvía hablaron a favor y en contra de la cuadrilla.

Tomás lucía su bombín, su paletó y ajitó dos o tres veces su bastón.

Sin embargo, no había otra cosa que ver y la plaza de toros era por entonces la única

distracción que podían tener los habitantes de la Capital.

Por la noche, en la pulpería de mi padre, José Gómez criticó a Tomás.

-Ha venido con demasiadas ínfulas. Yo me atrevo a asegurar que como Vivato no hay un

torero en España.

José Gómez halló muy bien puestas las banderillas y las suertes le gustaron mucho.

Como mi padrino no era aficionado a los toros se quedó callado. Pero como mi padre era

amigo y compadre de Martín, para no ofenderlo, se limitó a decir que las cuadrillas que él

había visto antes eran peores.

Una semana tranquila para mi padre. Tuvo buenas ventas y esto lo animó a hacer algunas

importaciones.

Page 115: Moscoso Puello_Navarijo

Mi hermano Elías continuaba siendo empleado público, usaba su levita y su sombrero de

copa, estudiaba leyes en el Instituto Profesional y fiel a la vocación que sentía en los días

que editaba La Lucha Activa, se había hecho periodista.

Fello y Nununo estaban ya estudiando en la Escuela Normal.

140

141

Contaban en mi casa a este propósito que Fello les hizo pasar a todos una vergüenza.

Tenía fama de inocente y de poco despierto. El día que lo mandaron a inscribirse, el

encargado de tomar los datos (creo que fué el propio Sr. Hostos), después de preguntarle

por su edad y por sus padres, le dijo:

-Y cómo se llama usted?

El muchacho se quedó callado y sin saber lo que debía contestar. Después de un rato en

que el Sr. Hostos se quedó mirándolo de arriba abajo, respondió un tanto encojido y tem-

bloroso:

-Fello.

-Fello? -repitió el Sr. Hostos, y después de contemplarlo

otra vez, volvió a preguntarle: -¿Usted no tiene otro nombre? Confundido por esta nueva

pregunta y después de un ins

tante de silencio y de vacilación, respondió: -Yo no sé! En mi casa me dicen Fello. El Sr.

Hostos se sonrió.

Por mucho tiempo, cuando mis hermanas o hermanos querían molestarle le decían:

-Yo no sé! En mi casa me dicen Fello.

Y se ponía rojo de cólera. A veces tenía que intervenir mi

madre para evitar una batalla campal.

Las esperanzas de mi padre era que sus hijos pudieran con

tinuar estudiando. Ya no contaba con dejarles nada, porque los

negocios iban cada día peor.

Pero el 13 de julio de 1888 mi hermano Juan Elías había contraído matrimonio con la

Srta. Mariana García.

No estuvo de acuerdo mi padre con este matrimonio. Elías era todavía un muchacho.

Hacía meses que frecuentaba la casa de los García y allí se entretenía en leer novelas con

Page 116: Moscoso Puello_Navarijo

la Srta. Mariana. Comprometida con el Gral. Woss y Gil, su madre se opuso a que se

celebrara este matrimonio y fué esta oposición lo que determinó que fuera Elías el

elejido.

Fué Mercedes quien descubrió estos amores. Un día le dijo a la Srta. Mariana García:

-Tú tienes amores con Elías!

La Señorita Mariana se ruborizó. Los autores románticos del

siglo pasado fueron responsables de muchos amores.

El 26 de Junio de 1888 el Congreso Nacional otorgó a Ulises Heureaux, para que pudiera

usarlo durante toda su vida, el título de Pacificador de la Patria.

Y en el mes de Octubre se reunió la Convención Constituyente para reformar la

Constitución. Durante el tiempo que estuvo reunida sólo se habló de eso. Una gran

mayoría de la opinión pública no estaba de acuerdo en que se prolongara el período

presidencial y veían con eso un peligro de que se perpetuara Lilís en el Poder.

Ulises Heureaux era para mi padre un augurio de miseria. La nueva Constitución

establecía que en lo adelante el período presidencial sería de cuatro años en vez de dos.

Pero no había terminado el año cuando comenzaron a circular propagandas sobre una

próxima revolución. Por todas partes se decía que los políticos del Cibao estaban

inconformes con la acción de la Convención Nacional.

Mi padre abrigaba temores de que ya sería imposible derrocar al Presidente Heureaux. Y

no estaba equivocado.

Las esperanzas de las más destacadas figuras políticas estaban con el Gral. Gregorio

Luperón.

Una noche mi madre le dijo a mi padre que Elías le había informado que un amigo le dijo

a él en la calle que Ulises Heureaux había tenido algunas denuncias contra Abelardo.

Hablaba mucho. No atacaba el Gobierno, pero las cosas que decía, a juicio del General

Imbert, eran inconvenientes. Se señaló a Abelardo como simpatizador de la persona y de

las ideas de Gregorio Luperón y se le acusó de haber hablado en términos elojiosos del

Gral. Almonte, y de otras cosas.

Al día siguiente mi padre le escribió una carta dándole consejos. "Sólo debes ocuparte de

tu profesión -le decía- y ya que te has metido en familia debes tener presente que son

mayores tus deberes".

Page 117: Moscoso Puello_Navarijo

Y una mañana, a fines del año 1888, mi padre no subió a los altos al medio día como era

su costumbre. Permaneció en la pulpería. D. Sebastián Morcelo no le dio ese día a mi

hermana Carmen su lección de piano. Mi madre se pasó la mañana llorando.

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143

Mis hermanos estaban tristes y la casa permaneció en silencio.

Esa misma mañana llegó al establecimiento una persona y habló a solas con mi padre. A

poco mi padre se daba paseos por detrás del mostrador, miraba con indiferencia la calle, y

de vez en cuando, se sentaba en una silla, clavaba los ojos en el piso y con las manos

cruzadas le hacía dar vueltas a los dedos pulgares. Mi padre hacía siempre esto cuando

estaba solo y, sobre todo, cuando tenía alguna preocupación.

Después de medio día mi padre se vistió y salió a la calle. Mi madre se quedó en el

establecimiento en compañía de Carmen. A media tarde, mi padre regresó. En el aposento

de mi madre conversaron un rato.

Una amiga del vecindario, decía a mi madre:

-Tenga fe, Doña Sinforosa. No se desespere. Confíe en Dios. Y mi madre respondió:

-Cómo me voy a conformar sabiendo que está ahí... en ese Homenaje.

A las cinco de la tarde salió de mi casa una cantina, y un catre. Junto con el hambre que

llevaba estas cosas iba la sirvienta. Al bajar las escaleras mi madre le dijo.

-Pide permiso, dile que eso es para Abelardo Moscoso, y espera la cantina.

Aquel día habían traído desde Monte Cristy, preso, a mi hermano. Le habían puesto un

par de grillos y de la Cárcel le habían mandado un aviso a mi familia. El Gobernador de

Monte Cristy creyó que debía sacar a mi hermano de allí. A oídos de mi padre, llegó, sin

embargo, el rumor de que la Sra. Ridoré y Enoc podía, por sus simpatías, haber tomado

parte en el asunto. Lilís era un enamorado y Abelardo un hombre extremadamente celoso.

Mi padre pensó que eso sería un capricho de Abelardo y no dió crédito a tales versiones.

-Es un hombre sin entrañas -decía por la noche en la sala de mi casa un señor, alto,

vestido de negro. No respeta ni a sus amigos.

Mi padre se quedó callado.

-Este hombre tiene sed de sangre, va a acabar con el país -agregó el hombre.

-Con tal de que no lo fusilen ahora -murmuró mi padre.

Page 118: Moscoso Puello_Navarijo

Al día siguiente todos en casa sabían los motivos que alegaban para esta prisión. Se

habían levantado en Armas en Puerto Plata. Dirijía el movimiento el Gral. Manuel María

Almonte y en Monte Cristy, mi hermano, con un cabo de túbano, había disparado un

cañón. Era partidario de Luperón y por eso estaba en la cárcel.

La prisión de Abelardo y de otros ciudadanos produjo intranquilidad pública. En esos

días circulaban diversas propagandas. Pero los amigos de Ulises Heureaux pregonaban

que reinaba la más completa paz.

Pocos días después llegaba a mi casa con una niña nacida en Monte Cristy, la Gringa, y

en vísperas de tener otro hijo, la Sra. Sensitiva Ridoré y Enoc. Mi padre la recibió y la

alojó provisionalmente en nuestra casa.

Al día siguiente de llegar Edelí mi padre fué a la cárcel para hablar con mi hermano.

-Ha llegado Edelí -le dijo-. No puede permanecer en casa, si tú no te casas con ella lo más

pronto posible.

Mi hermano comprendió las razones que tenía mi padre para hacerle esta petición y

accedió inmediatamente.

Y antes de finalizar el mes de noviembre Abelardo contrajo matrimonio por poder con

Edelí. Mi hermano Elías lo representó. La ceremonia tuvo lugar en la Torre del

Homenaje.

Para mí esto fué un gran acontecimiento, porque yo vivía en compañía de personas que

me hacían muy poco caso. En realidad, yo no tenía con quien expansionarme. ¿A quién le

podía tirar de las greñas si me venía en ganas? ¿A quién podía yo comunicar las absurdas

ideas que a la fecha me habían entrado en la cabeza? ¿A quién arrebatarle la comida? ¿A

quién arañar si sentía deseos de hacerlo? Y Gringa vino a llenar este vacío de mi espíritu

y desde su arribo ya tenía con quién jugar a mi antojo. Desde ese día me desentendía de

todos mis hermanos, a quienes consideraba sin importancia. Es verdad que a partir de ese

día se me reprendía con más frecuencia, por que pensaron que yo no tenía ningún género

de educación y creía que mi primera sobrinita era un objeto que se me debía entregar para

satisfacer mis caprichos.

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145

Mi padre se dedicó a buscar una casa para instalar a la Sra. Sensitive, pero como esto no

Page 119: Moscoso Puello_Navarijo

se pudo realizar de inmediato, ocurrió lo que era de esperar: la señora dió a luz una

madrugada un niño. Este fué mi segundo sobrino, julio, muerto hace poco en Jacmel,

Haití, poco después de haberme enviado su fotografía. De aquel día de su nacimiento a

este en que escribo estas líneas transcurrieron cuarenta y siete años.

Abelardo estuvo esta vez unos 18 meses en la Torre del Homenaje. Un día le dijeron a mi

padre que en el Pañuelo, el cuarto en que se encontraba mi hermano, había muerto de

disentería el Gral. Malapunta, y que, el cadáver permaneció junto a los otros presos más

de cuarenta y ocho horas.

Todo este tiempo se vivió en mi casa una vida de retraimiento. Iban a casa pocas visitas y

ni mi padre ni mi madre se expansionaban con nadie.

A menudo iban jinetes desconocidos a la pulpería y mi padre decía que la ciudad estaba

llena de espías.

Los negocios seguían de mal en peor. Las ventas disminuían cada día un poco más.

Las pascuas y el año nuevo no se celebraron ese año en mi casa. Mi padre no podía

desprenderse de las preocupaciones que la prisión de Abelardo le producían.

Constantemente estaba pensando en la suerte que podía correr su hijo. Conocía la

crueldad de Ulises Heureaux y había visto ya tantos casos que siempre estaba pensando

en que de momento le podían traer una grave noticia.

Entre días el compadre Fellé le preguntaba a mi padre:

-Qué ha sabido de Abelardo? Cuándo lo sueltan?

-No sé! -respondía mi padre.- Todas las diligencias han sido inútiles. Sinforosa dice que

ya no se ocupará de eso. Que hagan lo que quieran, que Dios está en el cielo y lo ve todo.

Ya mi padre se había resignado a la situación.

Por esos días se hablaba de un empréstito y del establecimiento de un Banco. La falta de

confianza en la administración Pública dió lugar a que el comercio se abstuviera de hacer

grandes operaciones.

Los negocios de mi padre se sostenían, pero no realizaba ganancias de consideración.

La familia no tenía otra preocupación que las que le propor

cionábamos Abelardo y yo. Aquel con sus andanzas políticas y

yo con mis continuas exijencias. La tía Mariquita me dijo un día

que no había visto un muchacho más gritón, más travieso y que

Page 120: Moscoso Puello_Navarijo

comiera más que yo.

-Tú acabarás con tu padre! Tenerte a ti fué un error de

Juan Elías. Los hijos se tienen a tiempo y tú llegaste tarde, tar

de para todo.

-Qué vamos a hacer! -fué toda mi contestación.

El 26 de febrero del año 1890, el Presidente Heureaux expi

dió un Decreto en virtud del cual quedaban en libertad los de

tenidos políticos que estaban en las cárceles y podían regresar al

país los que se encontraban expulsos en el extranjero, a causa de

los disturbios que tuvieron lugar en 1886, 1888 y en 1889. Muchos de estos presos

quedaron confinados en la Capital y

más tarde volvieron a la cárcel muchos de ellos.

Favorecido por este Decreto, mi hermano Abelardo fué puesto

en libertad. Junto con la Sra. Sensitive fué a vivir en una casa que

mi padre le había alquilado a la familia Pichardo en el vecindario. Un día el Secretario

del Gral. Heureaux, amigo de mi her

mano, lo encontró en la calle.

-Hola, Abelardo -le dijo-cómo te va? Abelardo le expuso la situación. Y no vas a ver a

Lilís?

-Cómo voy a hacer eso. No ves que me ha tenido tanto

tiempo en la cárcel con un par de grillos?

El Secretario del General lo convenció y Abelardo fué a ver

al Presidente.

-Dile que pase -dijo Lilís cuando el Secretario lo anunció. Después de cambiar breves

palabras, Abelardo le manifestó

que deseaba volver a Monte Cristy.

-Eso no es de mi competencia. Hable con el Ministro de

lo Interior.

Abelardo fué a ver al Gral. Figuereo y éste le dijo por toda

contestacion:

-Si usted vuelve a Monte Cristy no le respondemos de

Page 121: Moscoso Puello_Navarijo

su vida.

146

147

En este año llegó al país Paul Ritter con el propósito de instalar un Banco Nacional y

Pellerano y Atiles habían publicado el primer número del 'Listín Diario ".

XVII

U

Una de las pocas satisfacciones que debió experimentar mi padre en la calle del Conde,

debió ser, a pesar de todo, mi nacimiento.

Mi hermana Carmen aseguraba que este suceso fué una casualidad. Algo inesperado. Y

yo he pensado muchas veces que, además, fué de mal agüero, como suelen decir las

jentes del pueblo, porque los negocios de mi padre no podían estar peores en aquellos

días.

Pero, la condición de ser yo el último vástago, la "zurrapa", como solía decir mi madre,

me hacía gozar de algunos privilegios. Todo me lo consentían.

Mis hermanas me tomaron por su cuenta. Yo era el muñeco de la caza. Mi hermana

Mercedes se encargó de hacerme ropa y siempre andaba a caza de retazos para

confeccionarme las batas que me ponían.

En una ocasión me hicieron una bata de lujo. La bata era color de vino y la habían

adornado con encajes. La tarde que me estrenaron esa bata me encontraron tan buen

mozo que decidieron llevarme a retratar. Esto fué un acontecimiento.

A una cuadra de mi caza se encontraba el taller fotográfico de Tomás, uno de los hijos de

Martín, el amigo y vecino de la familia.

148 149

Hacía poco que Tomás había regresado de España, donde su padre lo había enviado a

completar sus estudios.

Tomás era alto, un poco grueso, de tez quemada, con bigote negro y abundante. La

cabeza de Tomás, cubierta de cabellos igualmente negros, lacios y tan abundantes como

para formarle una melena, era indudablemente una cabeza de artista. Tomás era de

temperamento nervioso y hablaba con bastante rapidez. Movía bastante los brazos y con

ellos y con el bastón tenía por costumbre subrayar todo lo que decía.

Page 122: Moscoso Puello_Navarijo

Tomás reveló desde niño aptitudes para las Bellas Artes. Se hizo admirar del vecindario

porque pintaba en las calzadas y en las paredes todo cuanto veía. Un día dibujó con

carbón la cara de un carretero y los amigos de Martín no se cansaron de elogiarlo.

-Ese muchacho promete -le dijo el vecino de enfrente.

-Tomasito tiene chispa -repetían los demás.

Tanto oyó Martín estas y otras alabanzas que un buen día, lo embarcó para España.

Pasaron algunos años. Martín mostraba a sus amigos las cartas de Tomás. De vez en

cuando una fotografía. Cuando terminó sus estudios en la Academia de San Fernando,

Tomás regresó al país.

Las Bellas Artes estaban representadas en el país por Corredor y Cruz, Director de la

Academia de Dibujos y Pintura creada por el Presidente Meriño en 1880 se cita como una

de las obras maestras de Corredor un cuadro que pintó del Prócer Francisco del Rosario

Sánchez por la suma de ochenta pesos, según consta en el acta del Ayuntamiento; por el

Señor Demallistre, Profesor de una Academia particular y por Don Alejandro Bonilla, a

quien se atribuye un cuadro representado a Juan Pablo Duarte.

El 9 de Diciembre de 1883 una comisión compuesta por el Dr. Pedro A. Delgado,

Apolinar de Castro, Eujenio de Marchena, José Mieses, Manuel Pina, Martín Puche, J. A.

Bonilla y España, J. M. de Castro, J. Sánchez, A. Bonilla y Juan Ramón Fiallo,

obsequiaron a nombre del pintor Alejandro Bonilla al Ayuntamiento de la ciudad con el

magnífico cuadro La Esperanza, obra considerada como el mayor triunfo del pintor

Bonilla.

150

Con este motivo se pronunciaron varios discursos y se pidió al Consejo que dictara una

disposición por la cual se ordenará la colocación del cuadro en la sala principal del

Cabildo.

Demallistre, descendiente de familia italiana, fué igualmente un destacado artista, sobre

todo por haber realizado el que fué célebre cuadro El Purgatorio, cuadro que sin duda fué

inspirado en la Divina Comedia de Dante, su inmortal compatriota. En medio de las

llamas, con los brazos hacia el cielo, las caras mostrando el sufrimiento, el dolor y la

desesperación, se consumían las víctimas. Era un cuadro sumamente impresionante.

Demallistre había puesto todo su empeño en que este cuadro fuera su definitiva

Page 123: Moscoso Puello_Navarijo

consagración como un artista digno de ser glorificado. Cuentan que al pie de este cuadro

para completar la impresión que los espectadores hiciera su pintura, se leía esta frase:

"Imagínese el espectador que oye gritos".

Esta obra como muchas obras célebres se ha perdido.

Demallistre realizó otras obras importantes, entre las cuales se mencionaba un retrato de

Don Isidoro Basil, uno de los más renombrados comerciantes de El Navarijo. Y propósito

de este retrato se contaba que, habiéndolo expuesto con fines de exhibición en su taller de

la calle del Arquillo, para que el público lo admirara, una noche pasó por la calle el Gran

Ciudadano, Gral. Buenaventura Báez acompañado por su esposa. Se detuvieron ante el

lienzo un instante. La Sra. Báez encontró que era tal el parecido que tenía el retrato de D.

Isidoro con su marido que instó a éste para que lo adquiriera a cualquier precio. Se le hizo

la proposición al Sr. Demallistre y éste lo cedió por la modesta suma de cuarenta pesos

fuertes. Cuando D. Isidoro se enteró, días después, al reclamar la obra, se puso las manos

en la cabeza y rió a carcajadas. Tenía un doble motivo para hacerlo. El Gral.

Buenaventura Báez era su enemigo político y ahora iba él, D. Isidoro Bazil, a

representarlo en el salón de su casa. Esta ocurrencia no tenía paralelo.

En cuanto a D. Alejandro, Director de una Academia Municipal de Pintura, su obra más

popular fué un retrato de D. Juan Pablo Duarte, hecho completamente de memoria, pero

que ha sido considerado como uno de los mejores que se cono

151

cen de este ilustre trinitario. Pero, a pesar de esto, los dominicanos se han obstinado en

representarlo siempre a su antojo. De este Padre "espiritual" de la República no tenemos

una imagen auténtica.

Antes que Demallistre y Bonilla, las Bellas Artes tuvieron aquí a Corredor, quien fundó

otra Academia de Pintura y Dibujo, patrocinada por el Padre Meriño. Su discípulo más

aventajado fué Arquímedes Concha, el presunto autor de una caricatura de Ulises

Heureaux, colgado de un árbol y que fué expuesta en el Parque de Colón. Por ese hecho

fué perseguido el P. Font, a quien se atribuyó participación en este hecho "criminoso".

Pero las Bellas Artes iban a contar ahora con Tomás. Por lo menos así lo esperaba su

padre Martín. Y así lo expresaba de vez en cuando dentro del círculo de sus buenos

amigos.

Page 124: Moscoso Puello_Navarijo

Tomás vino de España luciendo la moda de Madrid. Llevaba paletó de paño, pantalones

claros y un bombín. Debajo del brazo derecho sostenía un bastón. Así cruzaba las calles

de la ciudad. Pero a nadie le llamó la atención esta elegancia Tomás. A fines del siglo

pasado no podía llamar la atención esta figura elegante en nuestra capital. El uso de la

levita era común. La usaban los Médicos, los Notarios, los Abogados y en resumen toda

la jente de significación. Se le veía en todas las ceremonias particularmente en los

entierros. Contrariamente a lo que ocurre en nuestros días en que cada cual viste como le

acomode, en aquella época se le daba la necesaria importancia al traje. Los hombres eran

más cuidadosos de su dignidad. Comprendían que con una levita no se puede hacer todo

lo que se quiere. Los trajes de hoy nos dan mayores libertades que los de antaño e in-

dudablemente son los culpables del relajamiento de las costumbres y de que se haya

rebajado el temple del carácter. En estos días somos más ligeros, más superficiales, más

serviles y nos respetamos menos. Si yo hubiera visto a D. Emiliano Tejera o a D. Joaquín

Montolío con medias de turistas, con una corbata de lazo, sin bastón y sin melena, sin

duda, no me hubieran inspirado el respeto que todavía hoy siento por ellos al recordar sus

figuras. Aquellos hombres daban carácter a nuestra sociedad.

Y así parece que lo entendió mi hermano Juan Elías pues se hizo confeccionar, él

también, en aquellos días de Hostos y del Instituto Profesional, una levita cruzada y con

ella y su sombrero de copa paseaba por la calle del Conde provocando la crítica de sus

amigos, porque ya esa pieza había pasado de moda. Mis hermanos más pequeños que él,

terminaron por usar esta levita en los días de Carnaval para imitar a algunos doctores de

la época.

La última levita cruzada y el último sombrero de copa que yo ví en las calles de la ciudad

a principios de este siglo fué la del Dr. Arístides Fiallo Cabral. Cuando la ví desaparecer

pensé que ya esta pieza era anacrónica y que la dignidad y el amor a la sabiduría que ella

representaba, no era por desgracia, la meta que soñaban las generaciones que se iban

levantando.

Y es posible que el propio Dr. Arístides Fiallo Cabral así lo comprendiera, frente a las

dificultades que a diario debió afrontar porque sustituyó su levita por la americana, como

dicen ahora al saco, con la cual debió vivir mejor sus últimos días.

El siglo XIX fué un siglo individualista. Los hombres no eran iguales. En todas las

Page 125: Moscoso Puello_Navarijo

sociedades del mundo civilizado había personas. Eran hombres distinguidos por sus

prendas morales o por su saber y hasta por su origen. Estos hombres se distinguían del

hombre común por sus bigotes, sus bastones especiales. Las levitas, sobre todo, le daban

carácter. Estas prendas de vestir la usaban los hombres que tenían personalidad, los

hombres que el pueblo respetaba y tenía como modelos.

Esos eran los tiempos que vivía mi padre. Todavía había dones. Yo conocí muchos de

estos dones, de pasos mesurados, de excelentes modales, de costumbres austeras,

hombres que hablaban en voz baja, que tenían temor a Dios. Hombres que oían misa,

comulgaban. Hombres que eran el orgullo y el prestigio de la sociedad.

Yo recuerdo a don Joaquín Montolío, uno de los ilustres hombres de este tipo.

-Cómo está mi Comadrita, -decía cuando visitaba mi casa.

Don Joaquín era el padrino de mi hermano Arturo.

A mi padre, que no fué tan distinguido y a mi madre que era

152

153

mujer de grandes aspiraciones, les gustaban estos hombres y por eso eran escojidos para

apadrinar a sus hijos. Juan Elías, Abelardo, Rafael, y todos mis hermanos tenían esta

clases de padrinos.

Hoy me ha tocado a mi vivir en el siglo XX, la mayor parte de mi vida. El siglo de la

guayabera, el siglo del hombre sin personalidad y sin ropa, el hombre desnudo. El siglo

del hombre común, del hombre de la calle, anónimo, simple individuo, apenas persona y

menos personalidad como ha dicho alguien.

Tomás no sólo regresó al país con la moda de Madrid, sino que trajo consigo las ideas de

Madrid. Era el año de 1884. todas las noches en Madrid, Tomás oía a Julián Gayarre y a

Rafael Calvo; por las tardes se paseaba por el Retiro y la Castellana; escuchó

innumerables veces a D. Emilio Castelar, y sintió una gran admiración por D. Antonio

Cánovas del Castillo, en aquella época, todo poderoso, Presidente del Consejo y

Presidente del Ateneo, dominando en el Parlamento, en las Academias y en todos los

salones.

El Madrid que vió Tomás fué el de Chueca, el de Luna Novicio, Muñoz Degrain y

Moreno Carbonero.

Page 126: Moscoso Puello_Navarijo

Por eso en casa de las amistades de sus padres, en las calles y en todas partes, Tomás se

hacía lenguas de todo lo que había visto y oído, insistiendo en los programas políticos de

la Metrópoli. Habló de libertades individuales, de palabra, de prensa, de relijión. Todo se

podía decir y escribir en Madrid, todo se podía criticar.

El entusiasmo de Tomás por todas estas cosas lo llevaron tan lejos que los amigos de

Martín le advirtieron un día que debía amonestar al pintor, y éste se vió obligado a abrirle

los ojos a su hijo.

-Ven acá, Tomás -le dijo en el seno de la familia-. Aquí en este país, no gobierna

Canovas del Castillo, aquí gobierna Lilís. No se te olvide.

Y Tomás, aunque ahogando su disgusto, sólo habló desde ese día de su arte y después de

haber transcurrido algún tiempo en que no hizo otra cosa que pasearse por las calles de la

ciudad,

imposibilitado de instalar una Academia de pintura, para seguir las tradiciones de la

academia de San Fernando, de Madrid, decidió instalar un taller fotográfico en la calle

del Conde a pocos pasos de mi casa.

Y allí fué donde me llevaron aquel día a la fuerza, con mi bata roja y los ojos llenos de

lágrimas. Fué inútil toda resistencia de mi parte. Tuvieron que empolvarme dos o tres

veces, pasarme el peine y hacerme además muchos ofrecimientos para que yo pudiera

permanecer tranquilo durante aquellos terribles minutos que duraban las exposiciones de

entonces.

Me subieron sobre una silla, me movieron varias veces la cabeza, y terminaron, si mal no

recuerdo, por amenazarme, de tal modo, que no me quedaron dudas de que el mejor

partido era estarme quieto.

Conservo esta fotografía por ser la primera que se me hizo en mi vida y por recuerdo de

Tomás, a quien mi familia siempre profesó una sincera amistad.

Cuantas veces han comentado en familia esta fotografía, mis hermanas han atribuído el

aspecto de loco que en ella muestro, a la impresión que me produjo la cámara fotográfica

que en aquella época era una caja tosca de considerable tamaño. Pero yo he pensado

siempre que esa cara mía se debió atribuir a los ojos de Tomás que eran muy expresivos y

al bigote que me infundieron miedo.

Yo he mostrado a muy pocas personas esta fotografía, a pesar de que mi hermana

Page 127: Moscoso Puello_Navarijo

Mercedes me repetía muchas veces:

-Tú no eres tan feo como te ves ahí. Cuando chiquito eras mejor que ahora. Tú te has

descompuesto. Pregúntaselo a mamá.

Sin embargo, yo estoy convencido de que no he cambiado mucho. De todos mis

hermanos he sido el más feo y el más prieto. La raza africana de mis ascendientes me

tocó a mi en mayor cantidad que a los otros. De acuerdo con la Ley de Mendel yo

pertenezco al un cuarto de la segunda generación filial.

Cuando ya muy crecidito, mi madre me presentaba a sus amistades, a menudo hacía

alusión a mi color:

-Este es el prietico de aquí -decía-. Las borras de café.

154

155

Y cuantas veces oía decir esto a mi madre me figuraba que esto sería un privilejio para mí

y que yo sería en lo adelante el orgullo de la familia. No podía sospechar a los cuatro

años que esto sería, con el tiempo, mi mayor preocupación.

XVIII

E

n los últimos años que pasamos en la calle del Conde los negocios de mi padre fueron

decayendo paulatinamente y las ventas disminuyeron a tal punto que le era cada día más

difícil atender a sus compromisos comerciales.

El aparador se fué vaciando poco a poco y muchos artículos indispensables se dejaron de

vender. La liquidación se imponía y mi padre la realizó, después de haber resuelto trasla-

darse a otra casa más pequeña, mientras decidiera lo que haría después.

La última revolución que pasó mi padre en la calle del Conde, fué la de La Vega.

En el mes de Febrero de 1889 el Gral. Samuel de Moya y Domingo Fernández se

levantaron en armas en aquella ciudad. Fué durante este movimiento que surjió el célebre

Gral. Horacio Vásquez que todos conocimos por haberle prestado en esta ocasión sus

servicios al Gral. Ulises Heureaux.

En esta ocasión la Fortaleza de San Luis, de Santiago, fué tomada por Arístides Patiño,

Francisco A. Gómez, Juan Anico y Juan E. González.

Page 128: Moscoso Puello_Navarijo

Como resultado de esta revolución, Lilís trajo a la Capital un Miércoles Santo en el mes

de Abril, a bordo del Crucero Pre

156 157

sidente setenta presos políticos que ingresaron en la Torre del Homenaje.

Mientras tanto yo pasaba los días dando carreras en el balcón observando la calle del

Conde, sin pensar que la estaba mirando por última vez desde aquel sitio.

Me entretenían los caballos, los burros, las carretas, los Cartelones de los Circos de

Maromas, el tranvía, la música, los entierros, los presos y en general todo lo que por allí

pasaba y no dudo que alguna vez entrara alguien a la tienda a dar la queja de que desde

arriba yo le había mojado el traje o el sombrero.

Felizmente a los niños no se les puede jamás atribuir malas intenciones.

Las primeras personas interesantes que yo vi en la calle del Conde y que me despertaron

un vivo interés, fueron )osé María el Loco, Mama Reina y Cobacho la Basinilla. Todas

las demás personas me parecían vulgares y sin ningún interés. Por mamá Reina sentía una

admiración extraordinaria. Sus collares de piedras azules me parecían preciosos. La oreja

de José María, su bombardino, el primero que yo veía y su paletó negro se me antojaban

cosas envidiables. Sólo no estaba bien que anduviera descalzo y que se arrollara los

pantalones a media canilla. Por lo que respecta a Cobacho debo confesar que le tenía

miedo. Me parecía un hombre capaz de comerse un muchachito como yo. Cuando yo

estaba en la pulpería y oía en la calle a los muchachos gritarle: Cobacho!, la Basinilla!,

me sentía presa de un miedo atroz. Corría para ponerme al lado de mi padre, colocarme

dentro de sus piernas que me parecían de una seguridad absoluta. Puedo decir que por

mucho tiempo no le ví la cara. Yo lo veía de lejos, cuando ya había pasado de mi casa,

por las espaldas. A veces, cuando estaba en el balcón me atrevía a permanecer firme.

Pero en ocasiones también de allí salía corriendo.

Pronto me familiaricé con los puestos de frutas y aprendí los nombres de sus dueños.

Poco a poco fui teniendo mis amistades. Los amigos de mi padre me sentaban en sus

piernas y me preguntaban mi nombre y mi edad. Me preguntaban si me gustaba el dulce y

qué clase de dulces prefería.

158

El que más confianza me inspiraba y me gustaba más era mi padrino Fellé Velázquez. De

Page 129: Moscoso Puello_Navarijo

vez en cuando me daba un medio o dos motas y ya yo sabía que con esto podía adquirir

frutas.

Mi madre me cuidaba mucho, pero era mi madrina Carmen la que se había hecho cargo

de mí. Era ella la que me bañaba en una batea que fué comprada donde Juan Salado y me

empolvaba y me vestía, poniéndome las botas que llevaban todos los muchachitos de mi

edad en esa época,

Carmen me cortaba las uñas y me peinaba. Mi pelo era abundante. Cuando me peinaba, el

peine me dolía un poco y por eso yo esquivaba esta operación. Para que el peinado que-

dara mejor me ponía una pomada amarilla que llamaba de Coudray.

Durante los escasos cinco años que viví en la casa del Conde no me ocurrió nada. Pasaba

el día subiendo y bajando las escaleras o jugando en la sala o el balcón. Me levantaba

temprano, me acostaba temprano y comía mucho, mucho de todo lo que estaba a mi

alcance.

Algunas veces me tocaban el órgano. Me gustaba mucho pero me daba sueño. Cuando

me querían mandar pronto a la cama, porque me ponía impertinente o porque esperaban

visitas, bastaba con una pieza, la marcha de Garfield u otra para que yo me rindiera.

A mediados de Agosto del año 1889, mi padre abandonó definitivamente la calle del

Conde.

-Tu padre -me decía años después la tía Mariquita- ganó dinero en la Cruz de Rejina,

pero lo perdió todo en la calle del Conde. Hay quienes no creen en que existen casas

pesadas y casas livianas, pero yo sí creo en eso.

Y me contaba muchos casos análogos al de mi padre que ella había visto en su vida.

La tía Mariquita agregaba después:

Y Lilís tuvo que ver algo en eso. Le copó con Abelardo y aquí en este país la política es

así. Yo he visto muchas cosas!

Quizás la tía Mariquita exajeraba.

Un día le oí decir a mi madre que mi padre me tenía pena, porque pensaba que yo

crecería en medio de la mayor miseria.

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11

Y no se equivocó. La consecuencia de esta actitud de mi padre con respecto a mi persona,

Page 130: Moscoso Puello_Navarijo

se evidenciaba en el hecho de que, todos en mi casa, me consentían y celebraban, por lo

cual pronto adquirí la triste fama de "muchacho malcriado".

-A ti -me decía a veces mi hermano Arturo- nadie te correjía ni te pegaba. No solamente

porque eras el más chiquito, sino porque te teníamos lástima.

Y me contaba que en los últimos años de la pulpería de la calle del Conde, todas las

tardes mi padre sacaba una silla a la acera y sentándome en sus piernas, esperaba a que

pasaran las devotas con sus bateas de dulces. Como yo llamara a todas las que veía, mi

padre adoptó la política de comprarle un solo dulce a cada una. A la oración yo subía con

un paquete de masitas, piñonates, piononos, y alfajores. Al verme, mi madre protestaba, y

mi padre solía contestarle:

-Déjalo! Quién sabe si más tarde no habrá ni con qué comprárselos.

Sin embargo, tuve mis grandes satisfacciones. Carecí de cochecitos, de velocípedos, de

juguetes costosos. Pero tuve la suerte de nacer en los días del tranvía. Gracias a la

Compañía Dominicana de Transportes, que estableció sus servicios en 1885, mi padre no

debió sentir una gran pena por no poder proporcionarme a mí también lo que le había

proporcionado a mis otros hermanos. ¿Qué más podía yo desear?

El tranvía era uno de los atractivos de la calle del Conde. Diariamente pasaban por

delante de la puerta de mi casa, tirados por una pareja de caballos o de mulas sanjuaneras,

los coches del tranvía. Desde las cinco de la mañana, y aún antes de esa hora, se

escuchaba el tintineo de los cascabeles que llevaban las bestias en sus colleras, el

chasquido agudo del látigo del cochero y el molesto ruido de trueno que producían las

ruedas de los carros al deslizarse sobre los rieles.

Los coches eran pequeños y los rieles estaban tan desniveladas, que en el trayecto, se

bamboleaban de tal modo, que los pasajeros que, por no encontrar asiento, iban de pié,

tenían que sujetarse fuertemente de las correas de cuero que pendían del techo, para no

caer de bruces sobre los otros.

Los coches se detenían cuando se les hacía una señal, pero regularmente lo hacían en las

esquinas. El conductor tiraba de una cuerda que hacía sonar un timbre en la plataforma

delantera, el cochero tiraba de las riendas de la pareja de caballos, le daba unas cuantas

vueltas a la rueda de la retranca y el coche iba lentamente deteniéndose.

Entonces se veía entrar al carro una cocinera llevando un macuto o una canasta adornada

Page 131: Moscoso Puello_Navarijo

con matas de lechuga o un par de pollos colgados de las patas. A lo mejor, bajaban dos o

tres personas, o subía un caballero, vestido con pantalón de dril blanco, saco negro de

paño y su paraguas debajo de un brazo. Al tomar asiento se encontraba con otro caballero

de levita cruzada y sombrero de copa que le hacía lugar.

La cantidad de pasajeros que este tranvía hacía circular por la ciudad no era

extraordinaria, ya que la población de entonces era escasa. Al final de la Estación el

marcador de pasajeros no pasaba del número quince, a menos que no se tratara de un día

feriado.

Los días de fiesta los carros del tranvía iban adornados con banderitas nacionales de

papel en ambas plataformas, y en el interior se colocaban cordelitos de papel picado. El

personal lucía su uniforme de gala: saco de paño azul, pantalón de dril blanco o del

mismo paño del saco, una cachucha con el distintivo de la Compañía bordado por encima

de la viscera.

Los domingos por la mañana o cualquier otro día en que me hiciera insoportable, mi

padre me entregaba a Felipillo, al mismo tiempo que le ponía una peseta en la mano para

que me diera cuatro vueltas corridas. Iba hasta Santa Bárbara y de allí regresaba al fuerte

de la Concepción. Me encantaba el tranvía. De pié sobre los asientos, con la carita

asomada a una ventanilla, para ver las casas de la calle, sacaba un bracito al pasar por mi

casa para saludar a los que veía detrás del mostrador.

Cuando se completaban los. viajes, como se decía entonces, descendía cojido del brazo

por Felipillo, (que no deseaba incurrir en responsabilidades, entregandome directamente)

mal humorado, llorando las más de las veces y ajitando las piernas en señal de protesta.

Nunca salía del coche conforme y Carmen me

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ha contado que a veces estos paseos terminaban con unas cuantas nalgadas.

En el año de 1902 este tranvía se extendió hasta San Jerónimo; pero el año siguiente la

revolución destruyó el material rodante y la Estación.

El tranvía dió lugar a muy célebres anécdotas y a un novela, La Enlutada del Tranvía, de

Francisco Ortea. Todavía se recuerda aquel cuarteto:

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"Te compro el Félix

y te pago el tranvía,

desde la puerta del Conde hasta la puerta del río".

Cuando estos rieles, por donde durante diez y ocho años circuló todo lo bueno y lo malo

que entonces tenía la ciudad, fueron levantadas, no me encontré presente y el tranvía ha

quedado en mi memoria como un sueño.

XIX

L

a casa que mi padre tomó en alquiler al abandonar la calle del Conde, era una casa baja,

de mampostería, con cuatro puertas a la calle y estaba situada en el mismo barrio, a dos

cuadras apenas de la calle del Conde, en la calle de San Lázaro que hoy se llama Santo-

mé. Mediaba el mes de agosto de 1889.

Apenas hacía unos meses que la ocupábamos. Yo iba a cumplir los cinco años y ya era un

hombrecito que podía lucir mamelucos con blusa. Se me había compuesto el cabello.

Estaba gracioso y buen mozo, lleno de salud, según decía mi hermana Carmen. Pero

demasiado consentido en opinión de todos.

Cuando algunas personas preguntaban por mí a mi madre, ésta le respondía:

-Por ahí está hija, insoportable! Cojiéndole el gusto a la calle.

Frente a nosotros vivía Jacinto Matos y descubrí que en el patio había muchos caballos.

Me entretenía viéndolos bañar, viendo cortarles la yerba, viéndolos comer. Me entretenía

ver cómo le arreglaban los cascos. Y cuando les ponían el ciar en uno de los belfos para

darles medicina en una botella, o para que se estuvieran quietos, me doblaba con las

manos apoyadas sobre los muslos, para observarlos más detenidamente. Que interesante

eran los caballos!

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Y cuando no me encontraba en el patio de D. Jacinto Matos presenciando todo lo

concerniente al cuidado y manejo de los caballos, me reunía con un par de muchachitos

que vivían al lado y con los cuales me gustaba jugar mucho.

Mi nueva casa, que me había gustado más que la que habíamos dejado, porque no tenía

Page 133: Moscoso Puello_Navarijo

escalera y la salida a la calle, que era mi encanto, se hacía más fácil, era conocida por la

casa de Salado.

Cuando se referían en mi casa sucesos ocurridos por aquella época, mi madre solía decir,

en tono que no dejaba lugar a dudas.

-No hija! Eso pasó en la casa de Salado.

Yo nunca conocí a tal señor Salado. Me lo imajinaba, sin embargo, como un todo

poderoso. Salado era para mí un hombre rico que tenía de todo y lo podía hacer todo. Y

esta idea se me afirmaba más, porque cada vez que mi madre se quejaba de que le hacía

falta algo, o de que algo le estorbaba en la casa, mi padre le respondía:

-Yo se lo diré a Salado cuando lo vea.

Para mí, Salado era, además, un hombre muy bueno, porque me había proporcionado el

patio más grande que yo había visto y donde podía dar carreras y jugar a mis anchas; y

una hermosa enramada donde mis amiguitos del vecindario se reunían conmigo a toda

hora del día, sin que nadie nos molestara. Me sentía feliz. En la calle del conde no me

dejaban bajar las escaleras. No me podía mover. Sólo tenía balcón. Había tranvía y éste

era mi peor enemigo, porque mi padre siempre estaba pensando en que uno de sus carros

me podía matar.

-Este muchacho no le tiene miedo al tranvía! -decía mi padre cuando yo me atrevía a salir

a la acera.

La enramada de la casa de Salado era hermosa. Construída de tablas de palmas y techada

de yaguas, estaba colocada en el centro del patio, lo dividía en dos: patio y traspatio.

Tenía tres grandes piezas. Una de estas piezas estaba destinada para la cocina y la otra

fué ocupada por unos cuantos cachivaches que mi padre guardaba antes de los bajos de la

escalera de la casa de la calle del Conde.

Entre los objetos que se encontraban en esa pieza de la enramada, el más importante y el

único que para mí tenía valor, era un viejo cochecito que mi padre había comprado para

uno de mis hermanos mayores. Ya estaba en tan mal estado que hacía tiempo que no se

usaba, conservándose únicamente a título de recuerdo de los buenos tiempos de la

familia. El tapacete tenía unos cuantos hoyos y apenas se podía cerrar o abrir. Había per-

dido el color, y el material de que estaba hecho se había endurecido.

Como dormían en aquella habitación las cuatro o cinco gallinas que había en mi casa, el

Page 134: Moscoso Puello_Navarijo

cochecito no se podía ver. Sobre el asiento ponía sus huevos una de las gallinas.

Un día se me ocurrió usar este cochecito, ya que era imposible obtener uno ni siquiera

parecido. Ya éramos pobres. Mi hermano Arturo adivino mi deseo y sacándolo de la

enramada lo llevó al patio y pasó una tarde limpiándolo y rejuveneciéndole para que yo

lo usara, aprovechando lo espacioso del patio.

A partir de ese día yo estaba encantado. Diariamente me paseaba en mi coche por el patio

y por el traspatio. Mis hermanas se reían de mí, me hacían burla, me ponían nombres y a

veces me hacían llorar, pero por lo general, parece que se compadecían de mi pensando,

con pena, que eso era lo que me había tocado disfrutar de los buenos tiempos de la

familia.

Yo, sin embargo, debía sentirme muy orgulloso. Y debí considerar el que se me

permitiera utilizar el cochecito como una marcada distinción a mi persona. Cuando yo me

encontraba sentado en este coche, debí haberme sentido muy satisfecho, porque cuando

cesaban los paseos, porque lo ordenaban, sin yo saber la causa, o porque mi hermano

Arturo no estaba dispuesto a seguir arrastrando a su señoría, y me sacaba de un modo

inesperado del asiento, todo el vecindario se tenía que dar cuenta. Además de gritar hasta

desesperar a los míos, daba pataditas con los pies en el suelo o me sentaba o me acostaba

en él, en señal de protesta. A veces esta protesta se hacía insoportable y entonces me

volvían a subir para pasearme de nuevo o me dejaban solo dentro del coche y en medio

del patio. Parece que esto último era bastante, porque inmediatamente me callaba, aunque

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con la cara amarrada miraba para todas partes, pero satisfecho de haber logrado imponer

mi voluntad.

Sin embargó, cuando mi madre perdía la paciencia, me agarraba por un bracito, me metía

la cabecita dentro de sus faldas y me alzaba la mía, pero cuando iba ya a pegarme, una de

mis hermanas intercedía. Esta era mi gran fortuna. Tenía demasiadas madrinas.

-Si este muchacho sigue criándose así, -decía mi madre entregándome-, se pondrá

insoportable.

Desde que salía el sol yo abandonaba la cama en que dormía juntó con mi madre y me

encaminaba al patio. A veces me olvidad del desayunó. Me llamaban varias veces y no

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hacía casó.

Pasaba las mañanas jugando con tierra, haciendo hoyos, que para mí eran pozos;

haciendo hornos; cogiendo lagartos para enterrarlos en bóvedas hechas con cenizas para

sacarlos después de algunos días, considerándolos los restos de Colón. Me trepaba en las

empalizadas que separaban los patios para curiosear la casa de los vecinos; le tiraba

piedras a los árboles que tenían frutas; y por último daba carreras a horcajadas sobre un

palo de escobas, al cual colocaba en un extremó una cabeza de caballo de trapo que le

compraba a una vieja que vivía por la Misericordia. Qué encantadoras eran estas cabezas

de caballos! Las hacían de tela de casimir oscuro y las rellenaban con trapos ó algodón.

Lucían un par de orejas, crines de la misma tela y unos ojos formados por un pedacito de

tela roja sujetó por una puntada. La boca era una cadeneta de hiló blanco grueso. Y de los

extremos de ésta salían dos tiras que hacían las veces de frenó. Cuando, después de

insistir un rato, me daban en mi casa las dos motas para comprarla, me llenaba de alegría.

Y como algunos amiguitos del vecindario también tenían de estas cabezas, hacíamos una

caballería. Entonces era pequeño el patio de Salado para contenernos y la bulla y el polvo

que las puntas de los palos levantaban, ocasionaba que se nos llamara al orden. Mi madre

se acercaba a mí y poniendo la cara seria me decía:

-Entrégame ese caballo! Se acabó este desórden!

Yo la seguía, viendo el despreció con que llevaba el palo, mi caballo!. sin dirijirle la vista

siquiera.

Pero bastaba que yo abriera con alguna insistencia la boca para que una de mis hermanas

intercediera.

-Dele el caballo a ese muchachito. Nos hace ensordecer con ese berrear constante.

Y salía otra vez al patio agarrando mi palo de escoba por el medió, un poco más

moderado y con la cara todavía húmeda. Se me secaba al viento.

Pero siempre que no saliera a la calle me permitían convidar a mis amiguitos del

vecindario para jugar en el patio. Dentro de la casa había más tolerancia.

Mi padre había dado una orden terminante.

-Si me pone un pié en la calle, le sobo las nalgas, -y me enseñaba las correas.- yo no crío

pata de perros!

Como a todos los muchachos, me encantaba estar descalzó. Nunca, sin embargó, me

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permitieron estar en cueros. Todo menos eso.

Le huía al agua y por eso había que amenazarme cuando me iban a bañar todas las tardes.

-Usted no se puede acostar así -decía mi madre, clavándome los ojos, mientras yo trataba

de esconderme ó evadirme de rincón en rincón.

-Esa agua está muy fría -era mi protesta-. Calientenla más.

Y miraba la batea con temor y con despreció.

Por lo regular, a esa hora, mis pies, mis manos y hasta la cara estaban sucias de tierra.

Cuando mi hermana Carmen me bañaba, cójía una de mis manos y me decía,

enseñándome las uñas que tenían una lista negra:

-¿A usted no le da vergüenza?

Y yo me reía, mientras miraba mis manos y luego miraba la cara de mi madrina.

Con frecuencia, mientras me bañaban, advertían en mis rodillas ó en mis pies heridas ó

rasguños, sobre los cuales yo no podía dar una explicación satisfactoria. Eran tantas las

caídas, los arañazos y los raspones que sufría en un sólo día, que las circunstancias en que

aquéllas se producían tenían que olvidarlas.

Cuando llegaba la oración estaba rendido. A poco de tomar mi cena, no podía mantener

abiertos los ojos. Buscaba inmedia

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tamente las piernas de mi madre para dormir, después de rezar el Bendito y alabado junto

con ella; Bendito y alabado que nunca terminaba, porque mis ojos no volvían a abrirse

cuando llegaba a la mitad.

Yo recé el Bendito hasta los siete u ocho años. Cuando dormía solo, porque, mi madre

me decía que ya yo era un hombre, ésta se sentaba junto a mi cama y me lo hacía rezar. Y

cuando me mandaba a acostar y no me acompañaba, no me dormía hasta que ella no

venía a hacérmelo rezar.

Cómo iba yo a exponerme a que en las noches los malos espíritus me vinieran a sacar los

ojos! Dormir en compañía de los Angelitos, como me aseguraba mi madre que dormiría

después de rezar el Bendito, era para mí una necesidad.

Pero a veces, ni aún rezando el Bendito, son completamente felices los niños!

XX

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p

or muchos años quedaron guardados dentro de una caja de hojalata los últimos libros del

establecimiento de mi padre. En varias ocasiones me tropecé con ellos buscando papeles

viejos para jugar y mi padre, al verme, con mucha gravedad me reprendía:

-Deje eso! Salga de ahí!

Eran estos unos libros grandes y gruesos, escritos con tinta y con lápiz. Mi padre los

había llenado de apuntes. En estos libros estaban anotados todos sus deudores y mi padre

parece que abrigaba la esperanza de que podría cobrar muchas de aquellas sumas.

Entre días, mi padre, sacaba uno de esto, libros, se colocaba sus espejuelos, y pasaba

muchos tiempo examinando sus hojas.

Una tarde en que mi padre estaba entregado a esta labor, mi madre se le acercó.

-Señor, Juan Elías, ¿José Ricardo te pagó?

Mi padre levantó la cabeza y alzándose los espejuelos que se le habían rodado a la punta

de la nariz, le contestó:

-Ese es un pícaro!, más nunca me dió un centavo.

Volvió luego unas cuantas hojas del libro y después de un rato agregó:

-Ahora no lo encuentro, pero por ahí está anotado.

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Y después de un silencio:

-Ya nadie se acuerda de los favores que les hice. Todos están mejor que yo.

Desde entonces los libros de mi padre me inspiraron respeto. Esos libros representaban

dinero. Y el cuidado en que mi padre los conservaba no me dejaba lugar a dudas. No les

volví a poner las manos.

Pero cambié de opinión otro día que oí a mi madre decir delante de mí:

-Yo no sé para qué Juan Elías guarda ya esos libros. Todo se acabó.

Mi padre, sin embargo, volvió la cara, miró fijamente a mi madre y como si se hubiera

contrariado respondió:

-Bótalos tú, si quieres!... Para ti nada tiene valor. Ni te preocupas por nada.

Mi madre no contestó. Atravesó el patio y entró en la cocina. Yo me quedé observando a

mi padre que se quedó pensativo mirando el suelo.

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-Tu madre -dijo a poco, clavándome los ojos como si yo fuera una persona grande- tu

madre no le tiene amor a nada. Cuando estábamos bien siempre estaba dando. Todo el

que llegaba donde ella conseguía lo que quería. Mantenía casas, regalaba cortes de

vestidos y dinero en efectivo. Al Padre Billini siempre le estaba mandando sacos de

azúcar, sacos de arroz y que se yo cuantas cosas más.

-Y no me pesa! -dijo mi madre, que oyó estas últimas palabras pronunciadas por mi padre

al regresar de la cocina.- Yo no quiero dinero. Mi única aspiración es que mis hijos no se

queden brutos.

Mi padre no replicó. Bien sabía ella que él tenía las mismas

aspiraciones para sus hijos, pero reconocía que ella había sido

botarata. Había socorrido a muchas jentes necesitadas, pero

también muchos habían abusado de su mano abierta. Menos

mal que ayudara al Padre Billini, porque se lo merecía; pero dar

le a todos los que piden? Eso no le había parecido nunca bien.

-¡Ay, hijo! -concluyó mi madre.- Tú crees que eso se ha

perdido? El día menos pensado nos meterán la mano algunas de

esas personas que tanto favorecimos. Ten paciencia y espera, que el bien no se pierde

nunca.

Mi padre volvió a examinar sus libros. Bajó la cabeza y fijó la vista en una pájina. Yo

estaba sentado en el suelo por delante de él cortando en todas direcciones un pedazo de

papel, con unas enormes tijeras que tenía en una mano.

De vez en cuando yo alzaba la vista y veía a mi padre volver despacito las pájinas de su

libro.

A ratos llevaba un dedo a sus labios y luego a la esquina del libro para alzar la hoja.

De pronto oí:

-Levántese de ahí! Deje ese papel y déle las tijeras a su madre.

Mi padre, que fué hombre honrado, consideraba que aquellos hombres que él tenía

anotados allí serían lo mismo que él. Y por esto, sin duda, estimaba que sus libros tenían

gran valor. Qué equivocado estaba!

Pero por aquellos días mi padre no tenía otra preocupación que su situación económica y

el modo de resolverla.

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Abelardo estaba libre y entraba a mi casa varias veces al día; y mi padre llegó a creer en

esos días que los sufrimientos que había tenido le habían curado de su aficción por la

política. Sin embargo, de vez en cuando le oía hablar y esto le hacía cambiar de opinión.

Abelardo comentaba amargamente la actuación del General Heureaux. Iba a hundir la

República. Los empréstitos serían fatales y las persecuciones que hacía lo caracterizaban

como un tirano.

Cuando mi padre lo escuchaba, recomendándole que fuera más moderado, pensaba que

todavía le podía proporcionar serios disgustos.

Mi hermano Fello, en cambio, estaba para terminar sus estudios en la Escuela Normal y

ya se había fijado la fecha de su graduación.

Elías seguía empleado en el Ministerio de Instrucción Pública.

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XXI

L

a casa de Salado que tan buenas impresiones me produjo por las excelentes condiciones

que ofrecía para mis juegos, me dejó, sin embargo, muy tristes recuerdos. Mucho podría

contar de las cosas que en ella me sucedieron. En esta casa conocí el miedo. Y fué de una

manera tan terrible, y en tal grado, que mi madre tuvo que ponerme atención. Mi miedo

se hizo célebre en el vecindario.

A menudo mi madre les decía a las vecinas:

-Este muchacho se va a enfermar.

A toda hora del día estaba pegado a sus faldas. Apenas podía sentirme solo. Y por

cualquier motivo lloraba y me echaba a temblar.

Dos sucesos extraordinarios se produjeron mientras vivíamos en la casa de Salado que

me afectaron considerablemente y que perduraron en mi memoria por muchos años.

Hasta qué punto pudieron influir en mi temperamento no lo he podido saber.

En el corto tiempo que vivimos en esta casa de Salado, mi pobre almita de cinco años

experimentó violentas sacudidas y, quien sabe, si estas han perdurado a través del tiempo

en mi espíritu, y se hayan manifestado en las aptitudes que a veces he adoptado frente a la

vida.

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Cuando he leído algo de lo que se ha escrito sobre estos complicados problemas de la

psicología, no he dejado de meditar sobre mi caso.

Fué viviendo en esta casa de Salado cuando ocurrió el célebre asesinato de los Chinos,

por allá atrás, como decían a las calles contiguas a los guatiportes.

Este suceso fué uno de los más escandalosos que se habían registrado en los anales de la

criminología dominicana, después del crimen de las Vírgenes de Galindo, acaecido m

:-:_nos años antes, en los días de la ocupación haitiana.

Los habitantes de esta ciudad de Santo Domingo, que eran más injenuos que ahora, se

llenaron de pánico y una ola de indignación ajitó por mucho tiempo las almas tranquilas

de todos sus vecinos, incluso la mía, chiquita, de apenas cinco años.

Las víctimas fueron, Lorenzo el Chino, un infeliz asiático a quien sus vecinos estimaban

como una excelente y cabal persona; Gertrudis, su mujer, que se encontraba en el quinto

mes de embarazo y la niña de ocho años Ana Joaquina. Y los autores de esta horrible

matanza, José del Carmen Sigarán (Niño), Martín de Avila y Zenón Ramírez, fueron

execrados y tenidos como bestias salvajes y feroces.

La consternación que este hecho produjo en la ciudad alcanzó proporciones inauditas. Me

decía mi madre que fué tal el horrible miedo que los relatos de este crimen me

produjeron, que llegó a temer que yo padeciera un ataque de alferecía.

Desde la oración nadie me podía apartar de su lado. Mi sueño fué intranquilo por mucho

tiempo y por las mañanas, cuando despertaba y me veía junto a ella, le decía lleno de

gozo.

-Amanecimos, mamá!

Muchos años después yo tuve la oportunidad de conocer a uno de los cómplices, el único

superviviente, porque los otros dos fueron condenados a muerte y fusilados: a Zenón,

arrastrando por las calles de la ciudad una pesada cadena de hierro de gruesos eslabones.

Zenón era un negro de baja estatura, más bien grueso que delgado, de cara redonda,

facciones ordinarias y pelo malo. Cuando lo conocí, ya este pelo se le había encanecido.

Llevaba

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un sombrero de canas de alas anchas. Lo vi apareado con otro delincuente, y luego lo vi

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también solo, con la cadena pendiente de la cintura al talón, donde remataba en un

grillete. Andaba descalzo y los pies, negros, se le cubrían del polvo de las calles.

Antes de que mi padre me lo mostrara, ya mis amigos del barrio me lo habían hecho

conocer.

-Mira! -me decían en voz baja- ese es Zenón, el de los chinos.

Y yo le clavaba los ojos y lo examinaba de pies a cabeza, buscando algo extraño en su

figura, porque no podía comprender como un hombre, mi padre por ejemplo, podía matar

a otro hombre, a menos que, este hombre, no fuera un verdadero hombre, sino una bestia

feroz.

Pero Zenón, por más que yo injenuamente lo examinaba, buscando en él los rasgos de

alguna fiera salvaje, era un hombre como los demás.

Zenón Ramírez barría las calles con una escoba de jicos de palma, como se acostumbraba

hacer entonces y hacía montoncitos con la basura frente a las aceras. A veces se

entretenía en esta operación más de lo necesario para poder estar más cerca de los

transeúntes, a los que le presentaba el sombrero vuelto hacia arriba, extendido el brazo,

con aparente humildad, para que le echaran en él dos o tres motas.

Me contaba mi madre, que fué por Eufrasia, la mujer de Zenón, por quien se descubrió el

crimen. Una vecina oyó cuando ella lo decía:

-Tú has cojido muchos cuartos en estos días y yo no tengo un trapo que ponerme.

Esta frase dió la pista.

Zenón fué para mí, y quizás para muchos otros muchachos de mi tiempo, la más objetiva

lección de moralidad que haya recibido en mi vida.

No sé cómo terminó sus días este hombre que por muchos años barrió las sucias calles de

la vieja ciudad de Santo Domingo, expiando su crimen a la vista de todos sus vecinos.

Quizás murió en paz con Dios, después de haber recibido la extrema unción o quizás un

buen día atravesó por última vez en la Ne

grita, la calle del Arquillo, camino del Cementerio.

-Zenón fué para mí el criminal por antonomasia. Por mucho tiempo se oyó en la ciudad

esta frase:

-Ese es más malo que Zenón.

La segunda vez que en la casa de Salado volví a sentir miedo, fué la noche del 3 de Mayo

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de 1890. En la calle Palo Hincado se declaró uno de los incendios más grandes que

presenció la ciudad. Casi todas las casas de la calle quedaron reducidas a cenizas.

Cuando en mi casa se levantaron al oír los gritos de ¡Fuego! Fuego!, las llamas, que

parecían montañas rojas, se alzaban casi por encima de la gran enramada del patio e

iluminaban completamente la calle de San Lázaro. Junto con las explosiones, los

estallidos y golpes de las construcciones que se desplomaban, se mezclaban voces, gritos,

disparos de armas de fuego, pitos de serenos y todos los ruidos que se escuchan cuando

se ajita la multitud.

Todas las casas de mi vecindario estaban abiertas e iluminadas con lámparas, con velas y

en las calles se veían hachos, encabezando procesiones de jentes que huían despavoridas

buscando refugio en los otros barrios. Los vecinos de mi calle iban de un lado para otro,

presas del mayor pánico. Hombres a medio vestir, descalzos, desabrochados. Mujeres

apenas cubiertas con sábanas, los ojos desorbitados, los cabellos en desorden, llenas de

espanto. Niños desnudos gritando.

Todo el mundo estuvo ocupado en la faena de sacar de las casas de todo lo que se podía

salvar y la calle se llenó de muebles, sillas, mecedoras, catres, camas, armarios, anafes y

líos de ropa. Los más atemorizados no se contentaron con hacer esto, buscaron coches,

carretas, burros, para llevar sus cosas lo más lejos del siniestro, que todos pensaban, se

extendería por la mayor parte de la ciudad. Tan formidable fué aquel incendio!

Muchas casas quedaron completamente vacías esa misma noche y al día siguiente la calle

en que vivíamos estaba abarrotada con todo lo que se había sacado de las casas.

Entre los objetos que fueron a parar a la calle figuró el piano del Maestro José Reyes, el

piano en que se tocó por primera

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vez el Himno Nacional. Este piano fué tirado por el balcón y con toda probabilidad quedó

desde aquel día inutilizado. Quizás a esto se deba el que no se encuentre entre los objetos

de valor del Museo Nacional.

Una de las cosas que afectó a mi padre fué la desgracia de mi padrino D. Fellé. Todas sus

propiedades fueron reducidas a cenizas. Desde la esquina del Conde, donde tenía su

pulpería, hasta la otra calle donde poseía dos casas más quedaron hechas escombros,

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incluyendo el Alambique.

-Fellé se ha arruinado -le dijo mi padre a mi madre al día siguiente, después que fué a

hacerle una visita. No ha quedado nada en pié.

Mientras duró la conflagración mi madre no se apartó de mi lado. Unas veces cargado y

otras sujeto por un brazo, me llevaba de un lado para otro, mientras fué evidente el

peligro.

La luz del día me sorprendió dormido sobre una cama improvisada con ropas, en un

rincón del aposento de mi madre.

Cuando mi padre fué a ver el sitio del desastre me llevó de la mano para que satisficiera

mi curiosidad.

El desastre debió dejarme indiferente, pero los vidriecitos, los clavitos y todas esas

chucherías que se encuentran entre los escombros de las casas quemadas, y que los

muchachos que allí se encontraban buscaban con avidez, debió, sin duda, absorber toda

mi atención aquella mañana en que las jentes no hacían otra cosas que exclamar:

-¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Porque el incendio de la calle Palo Hincado fué de considerables proporciones. Durante

muchos años oí comentar en mi casa este siniestro y cada vez para ponderar las enormes

pérdidas que ocasionó.

Se dijo que en una casa de la calle de Palo Hincado había un depósito de armas para dar

un golpe y que Lilís le mando a dar fuego, para hacer abortar el movimiento

revolucionario. Se dijo igualmente que en vez de agua se le echaba gas al fuego para au-

mentarlo. Hubo presos, entre ellos D. Federico Henríquez y Carvajal y D. Joaquín

Montolío.

Nunca se supo cuál fué la causa de este siniestro. Al día si

176

guiente el propio Lilís recojió dinero en el comercio para repartir a las víctimas. Y

también lo hizo el Gral. D. Pedro Lluberes.

Muchos años después oí decir que Matilde Miñoso, un cubano carpintero, constructor de

carretas, construyó una gran cruz y con ella al hombro como un Nazareno, recorrió las

calles de la ciudad. Hizo esta promesa porque su casa no sufrió daño alguno en el

incendio.

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Otra casa que tampoco se quemó fué la de la Sra. Pavilo, amiga de Ulises Heureaux. Las

jentes encontraron esto demasiado significativo.

El proceso que se abrió con motivo de esta catástrofe no arrojó ninguna luz acerca de las

causas que la motivaron.

La reparación de las ruinas fué lenta y yo, más grandecito, tuve la oportunidad de

pasearme muchas veces entre aquellos escombros.

177

XXII

p

ero aún tengo otros recuerdos de la casa de Salado. Las ventajas que me ofreció para mis

juegos, no compensaron los sufrimientos que allí padecí. El crimen de los Chinos y el

incendio de la calle Palo Hincado, hubieran sido suficientes, pero no fueron bastantes.

La vida, desgraciadamente, no era el tranvía, ni los alfajores que me compraba mi padre

en la calle del Conde. Para vivirla son indispensables muchas cosas.

En la casa de Salado hice mi primera enfermedad, me dieron la primera pela de

consideración y por último, en esa casa, de patio tan hermoso, en donde dí tantas carreras

en mi caballo de palo de escoba, me impusieron, no sé si para mi bien o para mi mal, la

disciplina de la Escuela. Yo no podía ser la excepción y debía en lo adelante crecer sobre

los bancos de pino, del mismo modo que deseó mi madre que crecieran mis otros herma-

nos. Era pues, mi destino manifiesto.

Un día me confinaron en una habitación con las puertas cerradas, porque mi madre

sospechó, tocándome en la frente, que yo tenía calentura. En realidad yo estaba tristón y

no quería comer nada. Por la tarde vino a verme el compadre José Ramón y encontró que

yo probablemente tenía sarampión.

Ordenó que se me mantuviera encerrado, que me pusieran

plantillas de cebo de Flandes con mostaza, que me dieran una friega en todo el cuerpo y

que en cantidad me dieran a tomar tizana de borrajas.

Era muy odioso este compadre José Ramón. A ruegos accedí a tomarme la borraja,

mediante generosas donaciones en metálico que me servirían más tarde para comprar

algunos juguetes que ya tenía vistos.

El Médico de mi casa era el compadre José Ramón. Mi padre hacía a menudo el elojio de

Page 145: Moscoso Puello_Navarijo

su médico. Y recordaba siempre cómo se condujo durante la epidemia de viruelas.

-Hombre bueno. De los pocos que quedan todavía, -decía mi padre.

Porque para mi padre los hombres buenos estaban desapareciendo rápidamente. Los

hombres, en su opinión, se habían descompuesto. Mi padre ignoraba que la moral es cosa

convencional que está en el ambiente y que cada generación, sobre todo cuando ocurren

hechos trascendentales, que afectan a la mayoría, tiene su moral. Hoy yo no me expreso

en los mismos términos en que se expresaba mi padre hace cincuenta años. Los hombres

de hoy no son como mi padre, me digo; pero pienso en seguida, que lo que no es igual es

el ambiente. Nuevas costumbres, nuevas ideas, hacen necesariamente nuevos hombres y

nueva moral. Eso es todo.

Las recetas que el compadre José Ramón hacía en mi casa se despachaban en la Farmacia

de J. José Mieses, situada en la calle del Conde.

Cuando vivíamos en la calle del Arquillo, y yo estaba más grandecito iba con frecuencia

a esa Farmacia. Había otra en mi calle: la Farmacia de Don Abelardo Piñeiro, la más

nueva de todas las Boticas del barrio, que tenía en la cornisa del aparador los nombres de

los Padres de la Medicina. Yo me detenía a veces en la puerta, cuando regresaba de la

Escuela Trinitaria, para leerlos y luego preguntar en mi casa quiénes eran esos hombres:

Galeno, Hipócrates, Avicena...

La Farmacia de D. José Mieses tenía un aparador oscuro, alto, elegante, con una potería

con rótulos blancos y letras doradas que me llamaban mucho la atención. Yo no sabía lo

que sig

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179

nificaban estos rótulos, pero los leía: co-lo-quin-ti-da-, chinchona, cu-be-ba, porque me

sonaban muy extraños esos nombres.

Mientras me despachaban veía las botellas de cristal talladas llenas de aguas azules y

amarrillas que descansaban sobre el mostrador y que me parecía como un arco iris. Me

complacía ver los frascos que contenían sanguijuelas con carbones flotando sobre la

superficie del agua.

El olor de la Farmacia me agradaba. Era un olor que no se podía comparar con ninguno,

pero que era igual en todas las boticas.

Page 146: Moscoso Puello_Navarijo

Don José Mieses me inspiraba un gran respeto, porque le suponía vastos conocimientos.

Mirándole pensaba en cómo no se equivocaría este hombre con tantos nombres raros que

yo no había oído pronunciar a nadie.

De noche yo veía a D. José sentado en una de las puertas conversando con unos cuantos

viejos que yo no conocía.

Los espejuelos que lucían muchos de ellos me provocaban envidia.

¿Cuándo podría yo usar esas cosas? Si había allí algún médico con barba y levita como se

usaba entonces, mi curiosidad se exaltaba. Eran para mí los Médicos los hombres más

grandes que podía haber. Me despertaban siempre una gran admiración.

Las medicinas del compadre José Ramón eran unas botellas de agua oscura que dejaban

un asiento borroso en el fondo. Yo le tenía odio a estas medicinas. Eran siempre malas de

tomar, agrias, amargas, dulces, hediondas, y cuando me las hacían tomar me desesperaba.

Para que yo pudiera pasarlas tenían que pagarme por cada cucharada que me

administraban. En mi casa no había escenas más desagradables que las que se producían

cuando el compadre José Ramón me indicaba una de estas pócimas infernales.

Cuando yo estaba enfermo y sentía subir por la escalera al compadre José Ramón

temblaba pensando en que cosas me iba a dar. Muchas veces tuvieron que taparme la

nariz, abrirme la boca con el mando de una cuchara y amenazarme con la correa para que

tomara estas pócimas. A veces las retenía en la boca, las botaba en seguida o las echaba

por la nariz.

180

Los gritos que yo daba se oían en el vecindario. Mis tratamientos eran a base de dinero,

de correas y de pócimas del compadre José Ramón.

Vestía pulcramente el compadre José Ramón. Llevaba una leontina de oro gruesa; sus

pies eran pequeños. Era alto, de piel quemada. Tenía la extremidad de la nariz torcida

hacia un lado y me parece recordar que en una de las ventanas tenía una cicatriz. Sus

cabellos eran lacios y escasos, de tal modo que dejaban ver dos entradas a los lados de la

cabeza y una sobre la frente. D. José Ramón se empeñaba en cubrir esta última

haciéndose un peinado especial. Los cabellos de nuestro médico brillaban como si usara

alguna pomada para que el peinado no se le desarreglara.

Era nervioso, ájil, y aún me parece que lo veo subir a saltos la escalera, cuando vivíamos

Page 147: Moscoso Puello_Navarijo

en la casa de D. Juan Ramón, hablando, gesticulando y volviendo la cabeza para todas

partes. Su voz no era grave, con un tono un tanto infantil, lo cual me causaba

provocación.

Don José Ramón era padrino de uno de mis hermanos.

Vi entrar varias veces al Dr. Luna en mi casa con su paraguas debajo de un brazo y su

sombrero de fieltro gris en una mano. Usaba zapatos de charol.

-¿Qué pasa por aquí comadrita? -decía D. José Ramón mientras depositaba sobre una silla

el paraguas y el sombrero.

-Tengo a Mercedes con un dolor de garganta.

El compadre José Ramón pedía una cuchara. Mi hermana se le resistía a abrir la boca.

Casi toda la familia se reunía en torno de ella.

-Vamos, ahora! Quédate tranquila-, indicaba mi madre.

Luego una receta y el compadre José Ramón se despedía.

-Adiosito, comadrita! Dígale a mi compadre que sentí no verlo.

Y bajaba la escalera sujetándose del pasamanos y volviendo la cara para todas partes.

Era un buen hombre, sin duda, este compadre José Ramón.

El sarampión que padecí en la casa de Salado fué de los más malos, según decía mi

madre. Tenía demasiado, se me hundieron los ojos y la erupción abundantísima me

cubría todo el

181

cuerpo. Estaba desconocido, dando grillos en medio de la cama, como si me hubiera

puesto hojas de pica pica.

-Todo lo de este niño es exajerado -decía mi madre, al verme en ese estado. Y pasándome

las manos por las piernitas agregaba: -Esto le sucede a usted por travieso. Si no se

compone, a cada rallo le darán cosas así.

Y yo que sin duda debí sentirme mal, hacía las más fervientes promesas de enmendar mi

conducta en lo sucesivo. Sin embargo, viendo el dinero que tenía debajo de la almohada

para que Mercedes no me lo sustrajera, me prometía, tan pronto como me levantara,

llenar con él la casa de juguetes.

Cuando estuve mejor, una tarde mi madre me hizo levantar violentamente y me colocó

por detrás de una puerta entreabierta para que viera un jentío que pasaba por la calle de

Page 148: Moscoso Puello_Navarijo

Rejina. Me cansé de ver pasar jentes vestidas con trajes oscuros. Era el entierro del Padre

Billini.

Todos en mi casa estaban callados, estaban tristes. Mi madre lloraba. Y mi padre repitió

varias veces en voz baja:

-¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! Los hombres así no debían morirse.

Yo volví a mi cama tranquilo sin explicarme por qué en mi casa no hablaban como de

costumbre. Mi madre se sentó junto a mi cama mientras seguía llorando. Mi padre,

sentado en una mecedora miraba hacia la calle.

-¿Y qué se van a hacer tantos pobres ahora? -murmuraba mi padre. ¿Qué se van a hacer

los pobres?

Fué una tarde triste. Me prohibieron que alzara la voz y me suplicaron que me quedara

tranquilo.

¿Quién era el Padre Billini? Nunca lo había visto en mi casa. Al día siguiente me

permitieron levantarme y me sentaron en una mecedora para que jugara. Las personas

que llegaban a mi casa para preguntar por mi salud, no se retiraban sin hablar del Padre

Billini.

-¡Qué desgracia! -decían- ¡Qué desgracia!

Y hablaban del entierro. No habían visto otro igual en toda su vida. Gentes limpias,

sucias, tullidos, mancos, limosneros, mujeres de mal vivir. Todo el mundo estaba allí. Era

una fila in

terminable y todas las iglesias tocaron a dobles.

Todo esto me era indiferente. El Padre Billini no me molestaba en lo más mínimo. Sin

embargo, cuando alguien pronunciaba en mi casa el nombre de Martín, inmediatamente

corría para donde mi madre, presa del mayor pánico. Este hombre me hacía temblar. Me

llenaba de miedo. Me intranquilizaba de un modo extraordinario.

Cuando me restablecí del sarampión mi mala crianza subió de punto. Las atenciones que

tuvieron conmigo mientras estuve en cama me hicieron formar una opinión muy elevada

sobre mi persona. Había quedado delicado, decían mis hermanas y no se me podía

reprender ahora como lo hacían antes. La tos me duró algún tiempo. Y conocí y me

encariñé con la Emulsión de Scott. ¡Qué agradable era esta medicina!

-Vengo para que me den el remedio -decía con un lagarto en la mano. Y cuando me

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tomaba la cucharada pedía más.

Pero un día me dieron una pela, a pesar de no estar repuesto de un todo. Una pela

tremenda. Mis hermanas no pudieron o no quisieron perdonarme ese día. La falta era de

una gravedad sin precedentes. No se podía dejar pasar. Mientras me sobaban las nalguitas

mi madre decía:

-Eso no se dice. Le pego por boca sucia.

Y mi padre agregaba:

-Esos son los resultados de las malas juntas. Este muchacho no debe salir a ninguna parte.

Cuando me dejaron tranquilo, mi hermano Arturo me llamó y tomándome las dos

manecillas entre las suyas, me dijo:

-Eso no se dice. Son malas palabras. Papá te quema la boca si tú la repites.

Malas palabras! Malas palabras! Yo había oído esa palabra por primera vez en boca de un

burriquero que la dijo en el momento en que le daba un garrotazo entre las orejas a su

burro porque no quería caminar. La volví a oír por segunda vez en boca de Juan

Francisco, el carpintero, un día que una tabla le cayó en un pie; y también la pronunció

un muchacho más grande que yo cuando celebraba una travesura que había hecho en esos

días.

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183

ii

Y yo no tardé en repetirla, porque la hallé bonita, sonora, fácil de pronunciar, y aunque

carecía de significado preciso para mí, porque yo no sabía qué cosa se llama así, me

parecía que se podía decir en todas las ocasiones en que pasaba una cosa grande, porque

todo el mundo la entendía, le gustaba oírla y le hacía el mismo efecto.

Malas palabras! Malas palabras! Pero yo me di cuenta de que era una de las palabras más

importantes que yo había aprendido y que pronunciarla equivalía a proclamar el fin del

mundo.

Era tan importante que me habían prohibido volver a decirla, aunque me producía placer

pronunciarla, y porque invariablemente me costaba una pela de gala o de paquete, como

solía decir a veces mi madre.

Dos días después de haberme dado esta pela que no olvidé en mucho tiempo, me

Page 150: Moscoso Puello_Navarijo

metieron a poco de levantarme en una batea, me dieron un baño con bastante jabón y

luego me vistieron, me limpiaron las uñitas que siempre tenía llenas de tierra, me

peinaron poniéndome un poco de pomada amartilla de Coudray y me entregaron, como si

yo fuera una caja o un macuto, a la sirvienta. No sabía dónde me llevaban. Por el camino

la sirvienta me dijo, respondiendo a mis preguntas, que me llevaba para la Escuela. Al

principio me quise resistir. Forcejeé para libertar mi brazo, pero fué inútil. Sentí que

Juliana me lo apretó duramente. La Escuela! La Escuela! -me dije para mí y tras una

explicación confusa que me dió la sirvienta tuve una exclamación de alegría. Qué bueno!

Qué bueno!

A partir de ese día ocupé diariamente una sillita criolla en la casa de Doña Lucía Morales,

a poca distancia de mi casa, en la misma calle de San Lázaro, y me sentí encantado de

haber encontrado allí unos tantos muchachitos como yo y sobre todo que la Escuela

tuviera en el patio una hermosa mata de jobos. El patio de Escuela no tenía que envidiarle

al de la casa de Salado y en él también se podía correr y retozar cuanto se quisiera.

Para mi hermano Arturo yo revelé una clara intelijencia desde pequeño. Tenía, según él,

una gran memoria. Y me contaba que en nuestra casa había un libro de Historia Natural

en el cual

los animales estaban reproducidos en colores. Yo hojeaba este li

bro con frecuencia, y mi hermano quedó sorprendido un día en

que, viéndome entretenido con el libro sobre las piernas, me lla

mó y me fué preguntando por el nombre de los animales, antes

de volver las hojas en que estaban representados. Con gran se

guridad y sin equivocarme yo respondía:

-El León!

-La Pantera!

Y así sucesivamente.

-Yo sabía -me dijo en una ocasión mi hermano Arturo, siendo yo un joven con mi título

de Bachiller- yo sabía que tú ibas a ser despierto.

La Morales era una viejita blanca y de baja estatura. Tenía la cara redonda, cubierta de

arrugas y la nariz puntiaguda y arqueada, parecida a la de las brujas de los cuentos. Vestía

siempre con una falda de prusiana morada y un corpiño de tela blanca adornado con

Page 151: Moscoso Puello_Navarijo

encajes. Mi maestra tenía una voz aguda, chillona, que muchos de sus discípulos trataban

de imitar.

Su casita era pequeña, de piso alto y la acera, de ladrillos, estaba rota en una esquina.

Muchas veces ví en casa de Lucía, a un viejo blanco, calvo, con una barba blanca que le

llegaba a la mitad del pecho. Por las tardes sacaba una mecedora a la acera y se sentaba

en ella a fumar en un cachimbo que yo consideraba el más grande y más bonito que yo

había visto.

Yo le tenía miedo a D. Nicolás. Cuando me soltaban por la tarde y él estaba en la puerta,

yo procuraba no pasarle cerca y cuando ya estaba en medio de la calle, lo miraba con una

mezcla de respeto, admiración y burla, sobre todo si tenía su sombrero puesto. Era un

sombrero de alas muy anchas. Para mí el viejo Nicolás se parecía a uno de los Reyes

Magos.

Lucía Morales me enseño las letras. Lo digo en su honor. Con un puntero hecho de penca

de coco me las hacía marcar sobre un abecedario que llamaban el Catón. En honor a la

verdad debo decir que no me entraron las letras con sangre; la sangre corría por otras

cosas, si es que corrió alguna vez, que no lo recuerdo. A lo sumo asomó a la piel varias,

veces, porque Lucía

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Morales tuvo en varias ocasiones que propinarme algunos correazos y dejarme también

de castigo durante las horas de medio día, y no contenta con esto, alguna que otra vez se

excedió mandándole quejas a mi madre para que me diera en casa otras cuantas pelas por

su cuenta. Es decir, para que me confirmara la que ella consideraba leve en la Escuela.

Afortunadamente, los excesos de Doña Lucía no quedaban impune. Le sacaba la lengua

con verdadera saña, lo más grande que pudiera. Se lo hacía cuando estaba de espaldas;

pero más de una vez apareció allí un pequeño judas.

-Mire, Doña Lucía, Panchito le está sacando la lengua.

Porque allí habían muchachos de todas clases y de todos colores, lo mismo que se ven en

las Escuelas de hoy, porque siguen siendo los mismos. Los trajes y los cabellos variaban

al infinito.

Page 152: Moscoso Puello_Navarijo

Nunca supe cómo la vieja Lucía abandonó este mundo. Pero Panchito aún la recuerda y

se arrepiente de haberle sacado tantas veces la lengua.

Mas tarde estuve en casa de las señoritas Pérez. Vivían en una casona con una puerta

principal ancha y dos ventanas de rejas, situada en el barrio de Rejina, casi en frente de la

Iglesia. Allí conocí a un cura, que luego supe era Fermín Pérez, que más tarde fué

General y Gobernador de varias provincias. Era hijo de Vicente Pérez, un hermano de las

señoritas Pérez y que fué político.

También habían allí sillitas para los niños. Mi estancia en esta escuelita fue corta y por

eso mis recuerdos de ella son muy vagos.

Eran varias las Pérez. Altas, blancas y delgadas. He preguntado a mi hermana por las

Pérez y me ha dicho que una se llamaba Pilar y otra Altagracia. Mi maestra era la hija de

Altagracia, conocida por Cisica.

Los hermanos varones se llamaban José, que era maestro, y Vicente, el padre de Fermín,

a quien la historia de nuestras luchas intestinas habrá de consagrarle algunas líneas. Se lo

merece.

De estas escuelitas pasé a otras Escuelas de las que conservo mejores recuerdos.

Lucía y Sisica, sin embargo, echaron los cimientos de mi de

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ficiente instrucción, porque fueron las que me enseñaron a leer, Gracias a estas dos

consagradas y olvidadas maestras rebasé la: fronteras del analfabetismo.

Dios las tenga en gloria.

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XXIII

Yo no permanecí mucho tiempo en la Escuela de la Morales. Apenas vivimos un año en

la casa de Salado. Mi padre no encontró qué hacer. Pasaba casi todo el día en casa. A

veces salía y regresaba al medio día sin decir palabra. Mi madre le hacía quitar el saco y

lo invitaba a sentarse junto a la puerta del patio para que se refrescara.

-Estás muy sudado, Juan Elías -le decía mi madre tocándole la camisa-. ¿Has caminado

mucho?

Mi padre se quejaba del calor mientras hablaba con mi madre sobre cosas que a mí no me

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interesaban. A veces yo oía algunas palabras.

-Todo se volvió música -decía mi padre mirando el patio.

que volviera mañana para darme una contestación definitiva. Mi madre pronunciaba

algunos nombres: D. Martín, D. Jo

sé, la calle del Comercio, y terminaba diciéndole:

-Ten paciencia. No te desesperes.

Y después de guardar los dos un rato de silencio, mi madre

agregaba en voz baja.

-Esto no puede durar para siempre. Este hombre tiene que caer.

-Caer? Caer? -exclamó mi padre-. Tiene mucha suerte.

Todas las revoluciones las ha sofocado hasta ahora.

La situación de mi familia era cada vez peor. Mi madre se empeñaba en que yo no

rompiera los zapatos, en que no ensuciara la ropa. No me dejaba salir a corretear por el

vecindario.

En el mes de Agosto de 1890 mi familia se trasladó al Cibao. Mi hermano mayor, Manuel

Jesús, hacía años que vivía en San José de las Matas y había invitado a mi padre para que

se estableciera en la ciudad de Santiago de los Caballeros, pensando que este cambio lo

favorecería.

Era evidente que mi familia ya no podía seguir viviendo en Santo Domingo, y mi padre,

después de pensarlo muchas veces aceptó el ofrecimiento.

Trasladarse en aquella época al Cibao era casi una empresa romana. Por tierra era

imposible que una familia como la nuestra pudiera hacer el viaje. Solamente había dos

caminos, intransitables, estrechos, en estado primitivo: el de La Gallina y el del Sillón de

la Viuda. La travesía se hacía en tres días. Y estos caminos estaban sembrados de

peligros, por lo cual solamente podían hacerlo hombres solos o con cargas moderadas.

La única vía era la marítima, utilizando los vapores de la línea Clyde que hacían servicios

de cabotaje por los puertos del Norte de la República. Contaba esta compañía con dos o

tres vapores de regular tamaño y que visitaban esos puertos una vez todos los meses. Era

un viaje largo y no exento de incomodidades. Durante mucho tiempo fué esta la única vía

que utilizaban los viajeros que se dirijían al Norte del país.

Un día se dió orden en casa de encajonar los muebles. El día anterior, Pelón, uno de los

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carreteros de mi padre, cuando trabajaba en la calle del Conde, descargó en mi casa unos

cuantos cajones vacíos que mi padre había comprado. Con estos cajones y la ayuda de un

carpintero amigo de mi familia se embalaron los muebles, incluso el piano que mi padre

no quiso vender, como hizo con unos cuantos muebles que estimó innecesario llevar. El

piano de mi casa, Pleyer, había servido a mis hermanas para recibir lecciones de D.

Sebastián Morcelo, el hermano de D. María Morcelo, una mulata que vestía prusiana

morada y lucía un elegante pañuelo de madrás en la cabeza. Yo

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quería mucho a María, porque de tarde en tarde me regalaba caramelos.

-Tiene los ojos muy lindos este muchacho -decía-. ¿A quién habrá salido?

La Morcelo era muy estimada en todo el barrio. De carácter jovial y alegre, era muy

celebrada por todas las personas que la conocían.

Una semana después de la llegada de los cajones nos embarcábamos en el Saginaw con

destino al puerto de Sánchez. Era el 15 de Agosto de 1890. El vapor se había retrasado en

su itinerario, lo que acontecía con mucha frecuencia.

Mi padre dejó la ciudad entristecido. Santo Domingo era la única ciudad donde le gustaba

vivir. La víspera y el día en que nos embarcamos mi casa se llenó de jente. Vi muchas

mujeres del vecindario y también desconocidas. Un hombre le decía a mi padre:

-No se apure D. Juan. Quizás cuando usted vuelva a la capital esto se ha acabado. Hay

que tener esperanzas.

Mi madre, en cambio, abrigaba grandes ilusiones.

-Tú verás! -le decía en esos días a mi padre.- Cambiaremos de suerte.

La casa vacía, la salida de los cajones, las carretas, Pelón, que me permitió subir en la

suya y tirar de las sogas de la mula, la libertad de que disfruté en esos días, todo eso me

llenaba de alegría. A todos los amiguitos le repetía:

-Nos vamos para el Cibao! Nos vamos!

Uno más grande que yo me preguntó que dónde era eso y yo le contesté, no sin cierto

asombro, por haberle comprendido su ignorancia:

-Oh! no sabe! En el Cibao. Para otra parte.

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Cuando me subieron en el coche sonreí de satisfacción. Hacía tiempo que yo no me

montaba en un coche. No me quería sentar. Miraba por la ventanita trasera del asiento a

los amiguitos que me miraban con los ojos muy abiertos. Y mientras mi familia no lo

había ocupado, yo los invitaba a subirse junto conmigo.

-Súbanse para que nos vayamos juntos -les decía.

Unos me miraban con sorpresa, otros con mal disimulada envidia.

-¿Tú te quieres ir? -me preguntó uno.

-Mírenlo! Está loco por irse -dijo otro clavándome los ojos.

-Loco no! -respondí yo-. ¿dónde me van a dejar? Me tengo que ir con mi papá y mi

mamá.

Fui de sorpresa en sorpresa, de alegría en alegría, y esta vez apenas me fijaba que todos

en casa, con excepción de mi padre, estaban llorando.

Abelardo nos acompañó. Estuvo a bordo con nosotros y mi padre aprovechó la

oportunidad para aconsejarlo. Que abandonara la política, que eso únicamente

proporcionaba disgustos. Que no olvidara lo que él y nosotros habíamos sufrido con su

encarcelamiento. Que debía formalizarse, sobre todo ahora que se había metido en

familia.

-Hazlo por tu madre -concluyó mi padre.

Como Abelardo era el sobrino predilecto de mi tío Pancho, mi padre se lo encargó. La

víspera de embarcarnos lo visitó. Tío Pancho, después que Abelardo había salido de la

cárcel le había hecho algunos regalos.

Un día le obsequió con siete fluses, de los cuales tuvo Abelardo que vender dos para

atender necesidades de su familia.

-Le he dicho que venga aquí a menudo y que continúe sus negocios, sin mezclarse en

política.

Abelardo, que había adquirido alguna práctica comercial en casa de Namías se estaba

sosteniendo con pequeñas operaciones comerciales que realizaba entre días.

El último pitazo del vapor abrevió la despedida. Abelardo descendió la escala y desde el

muelle ajitando un pañuelo se despidió de nosotros. Mi padre moviendo el brazo hacía lo

mismo desde la cubierta. Vestido con un saco negro, pantalones blancos y cubierta la

cabeza con un sombrero de panamá, mi padre permaneció largo rato junto a la baranda,

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mirando la ciudad con que tanta pena abandonaba en busca de la suerte que iba siéndole

hacía tiempo adversa.

Cuando el vapor despegó del muelle yo estaba durmiendo.

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El cansancio me había rendido.

Pocos son los recuerdos que he conservado de este viaje que inició la odisea de mi

familia. Pero sí recuerdo que hice una comida a bordo que me proporcionó muy

desagradables consecuencias. Había en la mesa una ensalada de remolachas y parece que

el color de éstas llamó poderosamente mi atención. Era la primera vez que las veía. Y fué

tal la cantidad que de ellas comí, que un camarero tuvo que sacarme violentamente de la

mesa y llevarme al puente. Si no hubiera hecho esto a tiempo hubiera dado un

espectáculo desagradable en el comedor.

Mi madre se alarmó por la forma en que el camarero me arrancó del asiento y fué detrás

de él hasta la barandilla. Aquello fué un contratiempo muy serio.

-Eras un gandío! -me repetía mi madre cuantas veces se refería este incidente. Nos hiciste

pasar una vergüenza. Y al mismo tiempo un susto, porque a mí me pareció que el

camarero te iba a echar al mar.

No me dí cuenta de cómo era el mar. Creo que no lo ví. Probablemente hice el viaje

dentro del camarote con mi madre. Y tengo la seguridad de que cuando llegamos al

primer puerto tuve la sospecha de que había seguido el viaje en el coche que monté días

antes en la puerta de la casa de Salado.

De las impresiones que me quedaron durante mucho tiempo de este viaje, recuerdo, que a

Sánchez me lo he representado siempre por un clarinete. La noche que pasamos allí en

una fonda, mientras mi madre me dormí en sus piernas, un clarinete sonaba en medio de

las sombras.

El inspirado músico hacía escalas y registros que me produjeron tan grata impresión, que

es posible que deba a este ignorado artista peninsular mi grande amor por la música.

La ciudad de La Vega fué para mí una noche oscura, sembrada de numerosas manchas

rojizas, formadas por la luz de las lámparas de petróleo que salía por las puertas de las

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casas.

Sin embargo, en La Vega, y en su fonda, donde nos hospedamos, dejé un recuerdo

desagradable. Mi madre por mucho tiempo me lo recordaba. Y me sentía abochornado

cuando la oía. Todo se atribuyó a que durante el viaje comí demasiadas golosinas. Pero la

señora dueña del establecimiento, cuyo nombre he olvidado, a pesar de habérmelo

repetido muchas veces, se condujo muy correctamente con mi madre.

-Yo soy madre, señora; -decía la buena mujer- y las madres tenemos que pasar por esas

cosas. No se apure.

Abandonamos La Vega una madrugada. Brillaban las estrellas y se oían chillar los

grillos. Por este camino oí por primera vez el canto de los carcajíes que no he vuelto a

escuchar otra vez.

Como hecho culminante de este viaje a lomo de bestias (mi hermano había mandado un

peón con monturas suficientes), puedo señalar el palo del mulo. Yo venía sentado sobre

las piernas del peón que montaba un mulo y habiéndole quitado el palo, (tal vez se lo pedí

prestado), en un descuido, le asesté tan tremendo palo al animal que estuvo a punto de

perder un ojo. En mi casa oí contar muchas veces este incidente que colocaban en mi ya

crecido haber de travesuras como una de las mayores.

La Vega era para mí lo mismo que Río Verde y que el Camú. Cuando conocí esta ciudad

hace ya algunos años tuve la impresión de que no la había visto nunca en mi vida. No

recordaba nada de ella; pero los nombres de sus ríos, sí me eran familiares. Me dieron la

impresión de viejos amigos.

Después Santiago. El término de nuestro viaje. En Santiago mi padre tomó en alquiler

una casa propiedad de D. Pancho Casals, un pariente del célebre Toño Suárez. Era una

casa pequeña, de maderas, pintada de rojo, en una calle ancha, llamada de Cuesta Blanca,

cerca de un depósito de carbón y de uno de los más grandes depósitos de tabaco

propiedad de D. Simón Mencía. Al lado de esta casa habitaba la familia Benoit, una de

las muchas familias de orijen francés que desde el siglo pasado se establecieron en

aquella ciudad.

Fué en el patio de esta casa de Casals donde el caballo de Jesús fué atacado una noche,

después de regresar de San José de las Matas, de torozon. Yo recuerdo la escena. El

pobre animal producía un ruido al respirar que se podía oír a larga distancia. Hasta muy

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tarde en la noche se le estuvieron administrando medicinas. Mi padre utilizó los servicios

de varias personas que le fueron recomendadas como entendidas en esta clase de enfer

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medades. Afortunadamente el animal curó y mi padre experimentó un gran regocijo

porque sabía lo mucho que estimaba Jesús su caballo. Era un animal de talla, blanco,

manso y de buen paso. Hacía años que mi hermano poseía éste caballo y en él hacía sus

viajes a Santiago y a Santo Domingo y de él se valía igualmente para visitar las secciones

de su parroquia en cumplimiento de sus obligaciones sacerdotales.

Más tarde, por razones que yo desconocí, nos trasladamos a otra casa, propiedad de un

señor Llompart. Esta era una casa de esquina y en ella estableció mi padre una pulpería.

Esta fué la casa de la nigua. En frente había un solar yermo en donde yo jugaba y junto al

solar estaba la Escuela Principal. Al lado de nosotros vivía la familia Mercader y en la

esquina de enfrente, en una casa de dos pisos, D. Onofre de Lora.

Una mañana, hace pocos años, estuve parado en la esquina de la casa de Llompart. Me la

mostró mi hermano Fello. Era una casa de planta baja. Pude observar en esa ocasión que

aún conservaban sus puertas los gruesos aldabones, con el peso de uno de los cuales se

me hizo la extracción de un diente que mi hermana Carmen me había asegurado de

antemano con una hebra de hilo de lino.

La ciudad de Santiago fué para mí, durante mucho, tiempo, el gran solar cubierto de

escobitas frente de mi casa; la Escuela, en una vieja casa de dos plantas, pintada de rojo y

contigua al solar; el Sr. D. José Sagredo, su Director; la dulcería de la familia Mercader;

Filomena, la más pequeña de la casa con quien solía yo jugar a menudo; Doña Sotera, la

abuelita, alta, delgada, luciendo siempre una bata; el Consulado de Francia, en otra casa

de dos pisos; el 14 de julio que el Cónsul celebró con un baile y fuegos artificiales; la

procesión de los restos de Ramón Matías Mella que ví desde la azotea de nuestra casa; el

caballo blanco de mi hermano Jesús y Blas, el zapatero, metido en un zaguán lleno de

sacos de carbón.

Cuando a menudo yo recordaba a Santiago, solía sentir un fuerte olor aguardiente y a

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tabaco, porque muchas veces estuve curioseando junto a la puerta del alambique de D.

Joaquín Beltrán y en otras tantas me entretenía mirando, en el depósito

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de D. Simón Mencía, a los trabajadores haciendo las estivas de serones de tabaco.

Pero me ocurrió un acontecimiento extraordinario en Santiago. Sufrí una herida en un pié

producida por una hacha. Mi hermana Carmen me curaba. Tardó, sin embargo, en

cicatrizar. Era inútil que me pusiera precipité (óxido rojo de mercurio, entonces muy

usado) remedio muy eficaz para cerrar heridas.

Un día, tras breve consulta de mi hermana con mi padre, se resolvió llevarme donde un

médico, para que me viera. Tenía que ir en la tarde. Carmen me dió un baño, y luego

después, me hizo una nueva cura con el propósito de que la herida presentara un buen

aspecto ante el médico que me iba a examinar. Esta cura fue muy minuciosa. Mientras

me enjugaba y me limpiaba el mal, mi hermana notó que en el centro de la herida había

un punto negro. Lo examinó tan detenidamente que pudo darse cuenta de que era un

cuerpo extraño. Grande fué su sorpresa y la de todos en casa cuando se descubrió esa

tarde que lo que yo tenía era una nigua. Pero qué nigua! Aseguraron que era tan grande

como un grano de maíz. Dos hoyos quedaron en el sitio en donde se encontraba

enterrada.

Como consecuencia de este descubrimiento, la visita al célebre médico quedó aplazada.

A los pocos días yo estaba curado.

-Qué vergüenza hubiéramos pasado -decía mi hermana cada vez que referían esta

ocurrencia.- Qué hubiera dicho ese médico de nosotros.

El 17 de Diciembre de 1890 mi padre hizo un viaje a Santo Domingo para regresar a

Santiago por el mismo vapor junto con mi hermano Fello que se había graduado de

Maestro Normal el día 21 de Septiembre. Era D. Félix Mejía el Director de la Escuela

Normal y a mi hermano Juan Elías le tocó pronunciar ese día un discurso durante el acto

en representación del Ministro de justicia e Instrucción Pública que no pudo asistir.

En Santiago no permanecimos mucho tiempo. A mi padre no le fué bien. Estableció una

pulpería. Hizo importaciones del Norte que debían llegar por el puerto de Sánchez. Tuvo

que ir a aquel puerto para hacer el despacho en la Aduana. Contrajo allí una disentería

Page 160: Moscoso Puello_Navarijo

que lo puso a las puertas de la muerte. Cuan

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do se restableció y pudo ocuparse de sus provisiones, ya éstas se habían perdido en su

mayor parte. Este fracaso afectó considerablemente a mi padre y lo determinó a regresar

a Santo Domingo.

Estando en Santiago se presentó allí un día Tomás que, como nosotros, había abandonado

a Santo Domingo para instalarse en esa ciudad. Se hospedó en nuestra casa. Cuando abrió

su taller fotográfico, como se decía entonces, tuve oportunidad de hacerme la segunda

fotografía de mi vida. Pero esta vez sin bata, vestido de hombre.

Con la carita siempre fea, un sombrerito de paja, un trajecito de paño hecho en el

extranjero, zapatos altos, de cordones, y un bastoncito, sentado sobre una silla, así estoy

en esta fotografía que guardo todavía entre mis papeles.

Una vez oí decir que el único beneficio que Tomás obtuvo en su estadía en Santiago, fué

que se le abriera el apetito. Tomás atribuía esto al agua del Yaque.

Ya para regresar se recibieron en casa noticias de Abelardo, a quien habíamos dejado

viviendo en San Carlos. Estaba ahora de nuevo, en la Torre del Homenaje. Desde el día

22 de Agosto.

Y mi madre con este motivo urjió a mi padre para que apresurara el regreso a Santo

Domingo.

A fines del año 1891, 25 de Septiembre, ya estábamos instalados en la calle del Tapao,

hoy 19 de Marzo, entre las esquinas de la calle Santo Tomás, hoy Arzobispo Nouel y la

calle del Conde.

Era una casa pequeña, de mampostería y provista de un par de rejas. Casita húmeda,

oscura y calle silenciosa por donde apenas pasaban coches.

No conservo muchos recuerdos de esta casa. En la calle del Tapao no había para mí nada

que ver. Por una esquina, la de la calle del Conde, veía el tranvía que pasaba a cada rato.

Por la otra, la de la calle de Santo Tomás, sólo veía coches y más allá, al final, se veía

únicamente el mar. Desde la puerta de mi casa podía ver los vapores y los bergantines

que atravesaban el Placer de los Estudios. Nunca, sin embargo, pude ver estas embarca-

Page 161: Moscoso Puello_Navarijo

ciones de cerca, porque los batiportes quedaban muy lejos y no me hubieran dejado ir

hasta allá.

El vecindario que teníamos en la calle del Tapao estaba formado por familias que tenían

casi todo el día sus casa cerradas, No me podía despertar a los seis años de edad, ningún

interés esta calle porque no había muchachos con quienes jugar, ni pulperías, ni

ventorrillos de frutas.

Sólo había de notable para mi la presencia casi constante, en esta manzana y en frente de

mi casa, de Vaporcito, blanco, coloradote, con su saco negro, su bombín, abierto el cuello

de la camisa y a quien se acusaba de estar enamorado de una de las beldades del

vecindario. Vaporcito abandonaba el sitio cuando los muchachos que por allí pasaban le

voceaban este apodo. Era un loco manso, tranquilo, que apenas hablaba y que pertenecía

a una distinguida familia de la ciudad.

Hombres y mujeres mayores eran los que por allí vivían: un hombre blanco, alto, que

siempre vestía de negro y que le decían El Mocho, porque tenía un brazo menos. En mi

casa hablaban con mucho respeto de él; Doña Josefa Perdomo, de quien mi madre recibió

muchas atenciones; Don Abelardo Recio, contable, inválido, y su hijo Abelardito que,

con Luis Tejera, eran los más jóvenes moradores del vecindario.

Otro hombre que me llamaba la atención era un viejo, blanco, de cabellos y bigotes

negros, de baja estatura, que vestía levita de dril blanco y llevaba siempre sombrero de

panamá y un paraguas debajo del brazo. Con paso menudo le veía caminar por la calzada

de enfrente, y doblar la esquina del Conde. Era D. Emiliano Tejera.

Una ferretería, de la D. Petit Delgado, una botica, la de D. Joaquín Ramírez y El Hacha,

de D. Lorenzo Valderde, eran los establecimientos más cercanos a mi casa.

Afortunadamente tuve para no aburrirme, a Damiana, que me enseñó muchas cosas. Su

figura me es imposible recordar ahora. Debía tener sus catorce años, no más. Dormíamos

en el mismo aposento. Ella en una estera y yo en un catre, pero en ocasiones Damiana me

llevaba a su estera.

Cinco meses vivimos en esta casa de la calle del Tapao. Cinco meses que fueron muy

penosos para mi familia.

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Las únicas salidas que hacía mi madre eran a la Cárcel, donde mi hermano Abelardo

permanecía recluido con un par de grillos.

En el año de 1935 llegó a mis manos una copia de la orden de prisión dada por el General

Wenceslao Figueredo, Ministro de lo Interior, para que mi hermano fuera reducido a

prisión y sometido a la justicia. Esta curiosa orden decía así:

No. 1373 Santo Domingo, 22 de Agosto de 1891.

Ciudadano:

Sírvase dar sus órdenes al objeto de que a la mayor brevedad posible se instruya sumaria

al Señor Abelardo Moscoso, quien ha proferido palabras subversivas contra el orden

público y contra la seguridad del Gobierno, en presencia del Ciudo Procurador Fiscal y el

Ciudo Comisario de Policía Gubernativa.

Una vez sustanciada dicha sumaria la remitirá V a este Despacho; procediendo desde

luego a ponerle un par de grillos a dicho individuo el que deberá ser encarcelado en un

calabozo seguro.

Le saluda atentamente, El Ministro de lo Intr. y Policía

(fdo.) W Figuereo.

Ciudo

Gobernador de la Provincia de Santo Domingo

Junto con Abelardo fueron hechos prisioneros Pablo Báez Lavastida y el Gral. Candelario

de la Rosa.

XXIV

Yo no quiero acordarme nunca de Linares -le oí decir a mi madre muchas veces.- Linares

fué mi pesadilla.

Yo no ví una sola vez en mi vida a Linares, pero sí me refirieron muchas veces sus

célebres hazañas.

A fines de 1891, las celdas del Homenaje, cuya historia completa no se podrá escribir

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nunca, estaban llenas de presos políticos entre los cuales se encontraba mi hermano

Abelardo. Los presos políticos constituyeron por aquellos tiempos, en este país, una clase

especial de dominicanos que no se parecían en nada a sus demás compatriotas que

circulaban por las calles en aparente libertad.

Mi madre no había olvidado que, cuando Abelardo estaba preso en 1891, junto con Pablo

B. Lavastida, Linares ejercía una estrecha vijilancia para evitar que entrara nada en la

prisión. Para darle alguna noticia a mi hermano, la Sra. Dolores Lavastida había mandado

a fabricar una bandeja especial, con doble fondo, en la que colocaba papelitos escritos. La

referida bandeja estuvo varias veces en mi casa y Mercedes era quien le enviaba noticias

a mi hermano.

La conducta de Linares con los detenidos políticos era horrorosa. Los trataba como

perros.

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Era Linares uno de estos hombres empecinados y arrogantes que no han faltado nunca en

este país; hombres que no tienen concepto sobre nada, y que cuando estaban al servicio

de un jefe cumplían cualquier orden como si fueran verdaderos perros de presa.

El día en que fué preso Pablo Báez Lavastida se produjo un escándalo en la ciudad. Fué

el 8 de abril de 1889, lunes del Concilio. Linares se presentó en la casa de Lavastida,

revólver en mano y como encontrara una leve resistencia descargó su arma contra el Sr.

Lavastida que escapó ese día milagrosamente. Fué un tiroteo que alarmó el vecindario. El

Gral. Braulio Alvarez, Gobernador de la Provincia, se presentó en la casa del señor La-

vastida y le dio órdenes a Linares de que se retirara. El truculento carcelero estaba

acompañado por otro individuo que también hizo uso de su revólver. Lavastida, que

estaba escondido en su propia casa, se presentó el Gobernador Alvarez y éste convino en

que lo acompañara hasta la Prevención, el Gral. Leopoldo Damirón, amigo suyo.

Por ese y otros hechos conocidos de todo el mundo, Linares se hizo de una negra

reputación y mi madre no lo podía ver ni en pintura, como ella decía a menudo.

Los presos políticos pasaban innumerables penalidades en aquellos tiempos y una frase

Page 164: Moscoso Puello_Navarijo

expresiva y muy popular, que todos los dominicanos hemos oído, por lo menos una vez

en la vida, ha consagrado el trato que esta clase de individuos estaban llamados a recibir.

-El "preso es preso" -se decía en todas las cárceles de la República.

Y entrar en ellas, por cualquier delito, era la peor de todas las desgracias que le pudiera

acontecer a un dominicano.

Yo conocí también esa desgracia. Las celdas de nuestras cárceles eran cuando yo las

conocí, de lo más inmundo que se pueda concebir. Los detenidos vivían allí como

animales. Eran estrechas, sucias, mal ventiladas y en uno de sus ángulos lucía un pequeño

barril en el cual los detenidos hacían todas sus necesidades. Este barril inundaba la

habitación con su hedor nauseabundo que era preciso soportar todo el tiempo que se

permanecía allí encerrado. Llamaban a este barril: El baché. Los bacheses se sacaban

cada veinticuatro horas y el momento en que esta operación se efectuaba era espantoso.

Los presos dormían y pasaban la mayor parte del día en catres o en hamacas, colgadas a

diferentes alturas. Estas hamacas estaban por lo regular sucias, cubiertas de parásitos,

como todo lo que se encontraba allí.

Los presos vivían casi desnudos, para no ensuciar las ropas o por el calor. Muchos

permanecían durante todo el tiempo vistiendo ropa interior solamente.

Pasaban el día estos hombres, privados de toda comunicación, haciendo cuentos,

cantando cuando sabían hacerlo, durmiendo, leyendo alguna que otra novela que un buen

día le dejaban pasar, asomados a las rejas de las ventanas, observando la ciudadela, los

cuarteles, la puerta de prevención, cuando la alcanzaban a ver o contemplando el mar y

siguiendo con la vista alguna que otra vela o vapor que entrara en la ría.

Las comidas las hacían en las cantinas colocadas sobre las piernas o en cajones, los que

les servían al mismo tiempo de mesa para jugar barajas cuando se lo permitían o los

utilizaban al costado de los catres para colocar velas, fósforos u otros de los pocos

utensilios que le permitían retener.

A lo mejor y después de sufrir frecuentes humillaciones les permitían recortarse el pelo y

bañarse dentro o fuera de la celda con una cantidad de agua medida con escrupulosidad.

Cuando el delito era considerado de alguna gravedad, a juicio del mandatario, se le

privaba de todo movimiento, colocándole uno o dos -si se consideraba lo primero

insuficiente- pares de grillos, cuyo peso era tal que para evitarse lesiones en los pies había

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que levantarlos con una cuerda, que con frecuencia se ataba a la cintura.

Con estos grillos en los pies apenas se podía mudar un paso. Cuando tenían que

trasladarse de un sitio para otro, tiraban de la cuerda para levantar de un lado el par de

grillos y entonces, dando saltos como un canguro, cambiaban de posición.

Cuando tenían familias en la localidad se les permitía recibir la comida de sus casas.

Diariamente recibían las cantinas de ma

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nos del carcelero que las tomaba al pie del Homenaje y las subía hasta la puerta de la

celda, después de llamar con un grito a los interesados.

De estas cantinas solían comer dos o tres presos porque era costumbre considerar que a la

cárcel había que mandar ración suficiente, toda vez que los presos no estaban solos y

pudieran haberlos sin que tuvieran quien se cuidara de ellos.

La comida les llegaba fría y en ocasiones en malas condiciones, porque cuando el

carcelero se le ocurría que a un detenido peligroso, se le podían mandar noticias

escondidas en algún sitio de la cantina, antes de entregarla se hacia la pesquisa, revol-

viendo todos los alimentos que venían dentro.

Las familias de los presos podían visitarlos cada quince o veinte días, previo permiso que

a veces se negaba categóricamente o era difícil de obtener. Cuando lo concedían se

indicaba la hora en que se debía hacer la visita.

Al llegar la familia, se le entregaba el permiso al oficial de guardia y éste se lo enviaba al

carcelero, que disponía de todo lo concerniente al caso.

El preso, que vestía de limpio, lo sacaban a un saloncito vecino, donde se colocaban unas

cuantas sillas. Las visitas tenían un término fijo: una hora, media hora, según que el preso

fuera persona considerada por el Alcaide u otras autoridades. Mientras hablaban, un

soldado estaba cerca del grupo, a veces indiferente, a veces escuchando todo cuanto se

decía, por orden superior.

La familia aprovechaba estas visitas para llevarle obsequios a sus deudos: fósforos,

cigarros, dulces y alguna que otra prenda de vestir.

Cuando se había agotado el tiempo, el Alcaide hacía una señal y el soldado le participaba

Page 166: Moscoso Puello_Navarijo

a la familia que era hora de retirarse. El preso iba moviendo lentamente los pies,

arrastrándolos si tenía grillos, o dando saltos como un canguro.

Desde la ventanilla de vijilancia se decían adiós por última vez.

Días y meses y años pasaban en la Torre del Homenaje muchos ciudadanos de todas las

clases sociales del país. De allí salían para ocupar un cargo en la Administración Pública,

o salían para el extranjero expulsos o salían para el patíbulo.

Vivíamos en la calle del Tapao, cuando un día mi madre obtuvo permiso para ir a visitar

a mi hermano Abelardo. Después de comida, a las tres, mi madre, haciéndose acompañar

por mi hermana Anacaona, salió en dirección de la Fortaleza.

Hacía días que entre mi hermano Abelardo, que tenía un par de grillos en aquella ocasión

y Linares, el célebre Alcaide de los tiempos de Lilís se había promovido una querella con

motivo de la comida.

Linares pensaba que mi hermano recibía papelitos en la cantina y con el propósito de

descubrirlos todos los días le removía la comida. Metía una cuchara dentro de las

cantinas y aquello tomaba un aspecto desagradable. Mi hermano le había advertido que

no le hiciera eso, porque no era necesario. Pero Linares insistía.

Ese día, a la hora en que mi hermano recibió la cantina tuvo unas cuantas palabras con

Linares. Lo insultó. Y mi hermano terminó por amenazarlo.

-Cuando vuelvas aquí a abrir la puerta tendrás que vértelas conmigo, -le dijo.

Y Linares, viéndolo por la ventanilla, se sonrió. Sin duda tuvo presente la sentencia

dominicana: Preso es preso.

Pero cuando en la tarde fué a abrir la puerta para que saliera a recibir a mi madre, mi

hermano aprovechó el momento y cumpliendo con lo que había dicho, le fué encima a

Linares y tras una breve lucha en que se repartieron golpes y bofetadas, fueron separados

por los soldados de guardia que cerca de allí se encontraban. Se provocó un escándalo. Y

se produjo algún movimiento.

Mi madre que alcanzó a ver el tumulto y hasta oyó voces, agarró a mi hermana Anacaona

por un brazo y apresurando el paso se dirijió al Homenaje, subió la primera escalera, y

aún cuando ya todo parecía terminado, alcanzó a oír al propio Linares que encolerizado,

pasándose una mano por la cara, le gritó a mi hermano:

-Ahora te voy a poner otro par de grillos. ¡A ver si te mueves!

Page 167: Moscoso Puello_Navarijo

Mi madre lo miró con ira y le respondió:

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-Ese no se lo vas tú a poner. Ahora vas a ver. Y descendió inmediatamente.

Vivía en la calle Sánchez D. Braulio Alvarez, Gobernador de la Provincia y antiguo

amigo de mi madre. Habían sido condiscípulos en una escuelita de barrio. Enterado por

mi madre de lo que acaba de suceder, se dirijió a su oficina, escribió en un papel y luego

se lo entregó a mi madre.

-Vuelve otra vez a la Fortaleza, -le dijo.- No sólo no le va poner otro par de grillos, sino

que le va a quitar los que tiene. Linares es un abusador y se toma facultades que no le

dan.

Cuando mi madre me refería esto, agregaba:

-Todavía respetaban.

El 7 de Diciembre de ese año de 1891 mi hermano Abelardo abandonó el país, expulso,

en el Vapor francés Saint Domingue con destino a Jacmel, Haití.

Mi padre y mi madre y una de mis hermanas fueron al muelle a despedirlo. Yo contaba

seis años de edad.

Aquel día ni mi padre ni mi madre, nadie en mi casa pensó que Abelardo abandonaba el

país para no volver jamás a vivir en él, como muchos otros a quienes la política aventó a

playas extranjeras.

Días después, abandonamos la casa de Quezada. La mañana que yo ví en la puerta de mi

casa dos carretas me puse muy contento. Ibamos para otra casa, y para otra parte, donde

tal vez hubiera más muchachos con quien jugar. Ya estaba cansado de Damiana, la

sirvienta de mi casa, y la única persona que me entretenía en la calle del Tapao.

XXV

Cuando mi padre le dijo a mi madre que había encontrado una casa en el Navarijo, mi

madre sintió una gran satisfacción. Era nuestro barrio.

-Es un buen punto -le dijo mi padre-. Por ahí hay varios establecimientos y, además, la

casa tiene un horno en el patio que se puede utilizar para cualquier cosa.

Hacía semanas que mi padre salía todos los días a buscar una casa apropiada para

establecer cualquier negocio que le permitiera vivir, pero regresaba sin esperanzas.

Page 168: Moscoso Puello_Navarijo

Deseaba trabajar cuanto antes. Las pérdidas que había tenido en el Cibao lo habían

contrariado, aún cuando el regreso lo había llenado de alegría, porque en ninguna parte se

sentía mi padre tan contento como en la Capital. El amor que mi padre sentía por esta

ciudad era exajerado.

Tan pronto como le entregaron la llave, después de haberle hecho a la casa ligeras

reparaciones, nos trasladamos a ella. Era una casa pequeña, pero suficientemente

espaciosa para nuestra familia. Tenía dos plantas. Su propietario era D. Juan Ramón

Fiallo.

En los altos se instaló mi familia y los bajos quedaron vacíos mientras mi padre estudiaba

el negocio que más le conviniera.

Situada en la calle del Arquillo, esta casa, en la manzana

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comprendida entre la calle Espaillat y la calle Santomé, era una de las mejores y más

aparentes del vecindario, porque por allí se encontraban todavía muchos bohíos de

yaguas.

A un lado nos quedaba la renombrada fábrica de tabacos y cigarrillos de D. José Peguero,

que hacía esquina en la calle Santomé. D. José utilizaba en la fabricación de sus

productos las renombradas hojas del Caobal y Guayabal que no he oído nombrar más

nunca, pero que en aquella época eran consideradas como las mejores hojas del país. Las

recuas que abastecían de estas hojas el establecimiento, llegaban por lo regular a media

noche. Al otro lado teníamos la carnicería de D. Domingo Hernández, a quien seguía la

familia Veloz, el gran maestro albañil D. Tomás Hernández y en la esquina, junto al

Callejón de la Lugo, Doña Pepa con una de las pulperías más importantes del barrio.

En frente vivía Doña Carlota Moreno, donde ví por primera vez la figura más distinguida

del barrio y quizás de las más distinguidas de la ciudad, el Canónigo Gabriel Moreno del

Cristo, alto, elegante, bien vestido, con zapatillas de charol con hebillas de oro y un

monóculo. Allí se hospedaba cada vez que regresaba de París. Al lado estaba la pocilga

de D. Domingo Hernández y más allá un platero, D. Ramón de Castro y luego la popular

panadería de D. José Cámpora, un español grueso, coloradote, alegre, con un notable

Page 169: Moscoso Puello_Navarijo

bigote negro, luciendo un saco a manera de chamarra, y en la esquina, D. Estaban Suazo,

viejo honorable, Grado 33.

Completaban el vecindario, Doña Catalina Arvelo, la hermana del Dr. Juan Francisco

Alfonseca, de París, con un ventorrillo; Doña Bárbara Molina con otro ventorrillo y

además venta de dulces en almíbar. Y Masú, y Prudencia, y Doña Aniceta y por último el

Orfelinato y Beneficiencia Padre Billini que ocupaba una esquina entre la calle Santomé

y el Arquillo.

La calle del Arquillo, que en las inmediaciones de mi casa fué el barrio de Pueblo Nuevo,

era ya una calle importante, y después que se abrió la muralla, tenía tanto movimiento

comercial como la del Conde en el sector correspondiente.

Todos los días recorrían esta calle numerosos campesinos. La

pulpería de Doña Pepa siempre estaba rodeada de caballos y burros, y, según decía mi

padre, era de las que más negocios hacía por allí. Por eso, la esquina de Doña Pepa era la

más sucia y movida del barrio.

Mi padre consideró que este barrio del Navarijo, que él conocía muy bien, desde hacía

tanto tiempo, era el más apropósito para desenvolver sus actividades.

Recordó una vez más sus buenos tiempos de la Cruz de Rejina. Mi padre atribuyó

siempre su falta de éxito en la calle del Conde a causas ajenas al punto. Mi padre no

podía tomar en cuenta la obra del tiempo. Y le bastó pensar que ya estaba en el Navarijo

para creer que su situación mejoraría.

Y pocos días después de habernos mudado allí, el Navarijo vió aumentado su comercio

con un nueva pulpería, la de mi padre.

Un día entró por el zaguán una madera y al siguiente un carpintero, Benito, provisto de

sus herramientas, y se dió comienzo a la construcción del aparador, después de haber

pasado las primeras horas de la mañana en compañía de mi padre, marcando el suelo con

tiza y midiendo distancias.

Una semana completa y parte de otra pasó Benito serruchando y claveteando. Y cuando

la obra quedó terminada mi padre fué al centro de la ciudad y regresó un medio día

seguido de tres carretas cargadas de sacos y cajas.

Page 170: Moscoso Puello_Navarijo

Yo estaba lleno de alegría. Quería abrir los sacos, subirme en el mostrador y clavar

clavos para colgar las hileras de tacitas de café que adornaban el aparador. De vez en

cuando metía las manos en los sacos de azúcar y me llenaba la boca. Mi padre tuvo que

esconder los confites y otros artículos para evitarse disgustos. Los días en que se estuvo

distribuyendo el surtido fueron días de fiesta para mí. Me negaba a ir a la Escuela y,

cuando obligado, no me quedaba otro remedio que ir, esperaba con ansiedad la hora de

salir para venir a ayudar a mi padre.

Este, sin embargo, no me quería ver junto a él.

-Llamen este muchacho, -decía.

Cuando su paciencia parecía llegar al límite, exclamaba:

-Salga de ahí! Váyase a jugar!

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Cuando yo obedecía enseguida su orden era porque ya había hecho mi provisión de

azúcar, confites y aceitunas. En la calle daba a mis amigos, celebrando de este modo la

prosperidad de que disfrutaban en casa, según mi opinión.

La pulpería de mi padre era pequeña. Solamente tenía dos puertas a la calle. Pero yo creo

que estaba bien surtida. Como mi padre tenía práctica en esta clase de negocios todo

estaba bien presentado. Había fabricado tapas para que los artículos se conservaran en

buenas condiciones. Todas la noches mi padre empleaba algún tiempo en dejar

completamente cubiertas las cajas donde estaba el azúcar, el arroz, el almidón, y otros

productos que los ratones y las cucarachas podían alterar.

En un extremo del mostrador había construido una especie de jaula de tela metálica

donde se guardaba el queso, la mantequilla y los dulces. Las moscas no podían entrar allí.

Había en el aparador un tramo que despertaba mi mayor interés. Cuando las

circunstancias me permitían estar cerca de ese tramo yo no le quitaba la vista. Allí

estaban las bolitas de dulce en cantidad y de tres tamaños, rojas, blancas, amarillas; de

esas bolitas que parecían un arco iris cuando se las partía, porque tenían capas de

diferentes colores; allí estaban las gomitas que tanto me gustaban y los "chuflais" con sus

agradables sorpresas. Este tramo me ocasionó muchos sinsabores. Por medida de pre-

caución mi padre lo había escojido tan alto que ni subiéndome sobre una silla yo hubiera

Page 171: Moscoso Puello_Navarijo

podido alcanzarlo. Lo demás en la pulpería carecía de interés para mí. Pero a esos frascos

los vijilaba yo, de tal modo, que estaba al tanto de las mermas que sufría su contenido,

para mí tan precioso.

Pero poco a poco me fuí acostumbrando y terminé por ver con indiferencia la pulpería.

Puesto que no me dejaban tocar nada y me echaban fuera de ella, terminé por dedicarme

a otras cosas más importantes. Era cuando partían un queso de Flandes o cuando iban a

untar mi pan de mantequilla que entraba allí por un momento. Mi padre se creía que yo

sólo iba a su pulpería a cojerme las cosas y esto hería hasta cierto punto mi amor propio.

-Yo si no me las dan no las cojo -decía yo con cierta me

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lancolía-. Aquí se creen que yo nada más pienso en dulces. Y por un momento me sentía

desgraciado.

Mi padre pasaba la mayor parte del día detrás del mostrador, pesando arroz, pesando

manteca, o haciendo paquetes, o recibiendo y devolviendo monedas. Yo le echaba a

veces el ojo al cajón y veía como caían allí las dos motas.

Mi padre discutía, hablaba o sonreía, según le ponían el humor los marchantes. A veces

yo lo veía molesto y entonces no me atrevía a pedirle nada porque tenía la seguridad de

que me lo iba a negar. En cambio, cuando yo lo veía sonreído o conversando mucho,

aprovechaba para sacarle lo que yo quería.

A ninguna hora del día se cerraba el establecimiento. Cuando mi padre iba a comer, mi

padre lo cuidaba. Por la noche lo cerraba antes de las nueve. Se vendía poco después de

la oración y mi padre decía que se gastaba mucho gas. Durante las primeras horas del día

se hacían las mejores ventas. Y a veces mi padre no podía atender solo a los clientes.

Entraban muchachas y muchachos con sus macutos a comprar la comida.

-Dos libras de arroz, -decían.

-Una cuarta de manteca, pero que sea fresca.

-Media libra de azúcar, completa.

Mi padre pesaba y mi madre retiraba los artículos del peso y hacía los paquetes para

ganar tiempo.

A veces mi padre sufría una incomodidad. Algunos le devolvían la compra porque no

estaba completa o no encontraban fresco lo que le había vendido. Mi madre intercedía, y

Page 172: Moscoso Puello_Navarijo

después de algunas explicaciones o se abría el cajón para devolver el dinero o la cliente

quedaba conforme con lo que mi madre le decía.

Las primeras semanas mi padre se sintió satisfecho. Las ventas eran buenas y todos en

casa concibieron esperanzas de recuperar el tiempo perdido.

Mi padre se complacía en hacer la propaganda de sus artículos y a menudo yo le oía

decir:

-Mis artículos son frescos y los vendo baratos.

Con el propósito de hacerse de una clientela, en un tramo

209

del aparador se colocó una docena de vasos vacíos en los cuales se echaban unos granos

de garbanzos cuyo significado yo no comprendía. Cuando las sirvientas compraban en la

pulpería le reclamaban a mi padre que les echara su garbanzo.

Cuando mi madre fijaba la vista en este tramo le decía a mi padre:

-Tus marchantes van bien.

Mi padre sonreía.

Como yo no podía entrar a la pulpería con la libertad a que aspiraba, hice del patio y de la

calle el teatro de mis operaciones. En el patio hacía pozos en la tierra imitando el gran

pozo que nos servía de abastecimiento de agua y que estaba situado al final de un callejón

que era común a la casa de la fábrica de cigarrillos y a la nuestra. Además de mi familia,

se servían de este pozo que estaba dividido en cuatro secciones a nivel del pretil, por dos

empalizadas de tablas de palma que se cruzaban en el centro. Cuatro casas se servían de

él. Era un pozo hondo, de agua cristalina, provisto, del lado de mi casa, de un carrillo

grande que sonaba mucho cuando estaban sacando el agua. Mi madre mandaba a mojarlo

a veces, porque este ruído le molestaba.

Cuando yo no hacía pozos hacía hornos con mezcla de ceniza y los calentaba con papel

de periódicos. También me entretenía en cazar lagartijos con lazos hechos de cerdas de

caballo sostenida en el extremo de una varilla de palma de coco.

Pero el patio era pequeño. Tenía una enramada y una letrina y además, mi hermana lo

había reducido aún más haciendo un jardín. Yo no tenía compañeros con quienes jugar en

mi casa. Mi hermano Arturo ya estaba muy grande y por lo regular no estaba en casa.

Page 173: Moscoso Puello_Navarijo

La calle, pues, era el sitio más apropósito para mis diversiones. Y esta me costaba muy

serios disgustos. Mi padre sufría frecuentes incomodidades por mi causa.

-Tú no respetas a tu padre -exclamaba mi madre mirándome enojada.

-¡Dios te libre que lo hagas incomodar!

XXVI

Yo estaba encantado de vivir en el Navarijo. Era mi barrio contrariamente a la calle del

Tapao, solitaria y silenciosa, el Navarijo era animado y bullicioso. Las calles de este

barrio siempre estaban llenas de caballos y de burros y por ellas pasaban carretas y

coches con mucha frecuencia; transitaban muchas jentes y sobre todo había por allí

muchas frutas: donde Catalina, donde Aniceta, donde Bárbara Molina. Y vendían dulces

en todas partes y también pasaban dulceros con bateas llenas de alfajores, masitas,

bienmesabes, suspiros, piñonates y bolitas de piña con batata que tanto me gustaban.

También pasaban por allí muchas carretas con mangos guerreros.

Mi madre me daba a menudo motas para que comprara mangos.

-Cuando pase la carreta avísame -me decía.

Las carretas llenas de mangos pasaban por la calle de Santo Tomás desde temprano. A

veces antes de irme a la Escuela. Los carreteros iban voceando:

-Mangos Guerreros! Mangos!

Y se detenían en las esquinas y en medio de la calle.

Más de una docena de muchachos rodeaban la carreta.

Hacían preguntas al carretero, metían las manos para tocar

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211

los mangos y alguno que otro, de las otras calles, se metían dos o tres mangos en los

bolsillos del pantalón y salían corriendo. El carretero los seguía con el foete en alto pero

se veía obligado a volver atrás para evitarse mayores pérdidas.

-Esos mangos están contados decía-. ¿Qué cuenta voy a dar?

Se acercaban a la carreta cocineras y sirvientas con macutos y con paños para llevar en

ellos los mangos.

Iban tocándolos y escojiéndolos, contándolos dos a dos. A veces una sola persona

Page 174: Moscoso Puello_Navarijo

compraba cuatro y cinco docenas. Los mangos se vendían en grandes cantidades, tenían

mucha demanda.

Los muchachos se los comían al pié de la carreta y luego jugaban estrujándose las

cáscaras.

Cuando mi padre me veía salir a comprarlos no dejaba de protestar.

-Tú veras por donde le van a salir esos mangos -le decía mi padre a mi madre-. Tú no ves

que ese muchacho es un macuto sin fondo. Dios quiera que no le dé disentería.

Y no me dió disentería, pero sí unas calenturas que me tuvieron más de una semana sin

sentido. Para mis hermanas yo estuve a las puertas de la muerte. Me puse amarillo como

un jenjibrillo, -decía mi madre; y la barriga se me quiso reventar.

-Gracias a mi compadre José Ramón -exclamaba mi madre llena de agradecimiento

cuando recordaba mi enfermedad.

Por el Navarijo había muchas pulperías y había muchos muchachos con quienes jugar.

Me llamó la atención la pocilga de D. Domingo y me entretenía viendo entrar las rabizas

de cerdos casi todas las semanas. Un día entré. Se pasaba por una sala llena de racimos de

palmas y luego en el patio, a un lado y a otro, estaban las casas de los cerdos. Tuve

oportunidad de verlos matar y de ayudar a sujetarles las patas. D. Domingo mataba tres o

cuatro todas las tardes. Pero tan pronto satisfice mi curiosidad no volví más no tenía

tiempo.

La plazoleta del Carmen era un sitio muy interesante. Allí me reunía con cuatro o cinco

muchachos y pasaba las tardes jugando o sacando gusanos, de los que viven junto a las

raíces de los coquillos, que por allí había en abundancia.

Por la calle de San Lázaro daba paseítos y por la Espaillat, donde estaba la tabaquería de

D. José y los depósitos de serones de tabaco.

La calle de Santo Tomás, desde la Iglesia del Carmen hasta Palo Hincado la recorría de

vez en cuando. Y veía el ventorrillo de D. Ramón Casado, la pulpería de Doña Pepa, la

casa de D. José Reyes y su tienda de sogas y quincalla. Oía el piano de D. Daniel Herrera,

y también oía cantar a la Sra. Visconti cuando daba sus clases por las mañanas.

A la Beneficiencia no se podía entrar todos los días. Los domingos primeros dejaban

visitar el Orfelinato. Una vez estuve allí y vi a los huerfanitos y conocí a dos de ellos que

fueron mis compañeros de juegos, Eligio Linares y su hermano. Nunca más los he vuelto

Page 175: Moscoso Puello_Navarijo

a ver. Se hicieron hombres y una o dos veces ví sus nombres en los periódicos.

Yo estaba contento de vivir allí. Mi casa me gustaba también. Tenía balcón y desde allí

me podía entretener viendo la calle.

Con frecuencia iba a la Iglesia del Carmen, me subía al Coro y al Campanario. Repiqué

varias veces las campanas. Pero la escalera para subir era muy peligrosa. Debajo había un

hoyo donde uno se podía caer. Además, el Sacristán era un poco repugnante y a veces me

echaba para afuera.

De noche me acostaba temprano. No me dejaban salir todavía, ni tampoco tenía donde ir

en el vecindario.

Entre días iba a la casa de la tía Mariquita. Vivía en un bohío, en una de las esquinas de la

calle Espaillat y Rejina. Vivía con Angelito. En el patio había una mata de guásima a la

que me gusta subirme para cojer fresco. La tía Mariquita me regañaba, pero yo siempre

me salía con mi gusto.

-Se lo voy a decir a tu madre -me decía, mirándome sentado entre las ramas-. Si te caes

de ahí te vas a romper un brazo y yo no quiero esa responsabilidad.

Yo no le hacía caso. Pero ella se lo decía a mi madre y entonces me ponían de castigo por

algunos días.

Durante la semana el Navarijo tenía días bulliciosos y animados. En los primeros y los

últimos de cada semana entraban desde temprano numerosos campesinos que venían de

los alre

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dedores de la ciudad. La calle se iba llenando de caballos y burros cargados de diferentes

artículos para el consumo de la ciudad. Las puertas de muchos establecimientos, como el

de Doña Pepa, se congestionaban y aún en las casas de familia se detenían algunos.

Traían estos campesinos víveres, pollos, huevos, carbón. Abundaban las cargas de

plátanos. Muchos iban sobre sus monturas y otros la seguían detrás, a pie. La mayoría

pregonaba el contenido de sus cargas:

-Carbón! Carbón!

-Plátanos!

Page 176: Moscoso Puello_Navarijo

-Huevos frescos! Llevo huevos!

La calle se llenaba de voces, relinchos de bestias y restallar de foetes.

Los que entraban más tarde por las calles del barrio eran los cocheros. Se abrían paso por

entre la caballería, profiriendo a veces palabras insolentes. Los campesinos salían de las

pulperías para sujetar sus bestias que a menudo se encabritaba expontáneamente o por

causa de los foetazos que le propinaban los cocheros para poder pasar.

Los que más temprano entraban en la ciudad eran los lecheros que por lo regular

montaban mulas. La leche sonaba en los bidones cada vez que emprendían el trote.

Los lecheros eran detenidos al entrar por el Baluarte, en el puesto de Policía que estaba

establecido allí, pero también en las esquinas, en donde quiera que el policía abrigara una

sospecha. La policía los perseguía para pesarles la leche que a menudo estaba adulterada.

Algunas veces esta operación daba lugar a serios disgustos, porque el lechero sorprendido

con leche adulterada tenía que seguir en unión del policía hasta la Comisaría para ser

multado y presenciar la botadura de la leche, cuando no se ordenaba que fuera destinada a

algún Asilo.

Un día, en la esquina de la calle Espaillat y del Arquillo, se produjo un altercado entre un

lechero que iba en una mula y un policía. El policía cojió las riendas de la mula para

obligar al lechero que lo siguiera hasta la estación de Policía de la Puerta del Conde. El

lechero hizo resistencia. No quiso obedecer. El policía sacó su revólver y le disparó. Yo

ví inclinarse hacia atrás al le

chero, ví como cayó detrás de la mula el gran sombrero de cana que llevaba puesto y ví

por último cómo este hombre se desplomó en medio de la calle, mientras la mula azorada

se sacudió al sentirse sin jinete y se quedó quieta con los ojos espantados a causa del

disparo. El lechero tenía un hilo de sangre sobre el pecho. A poco la esquina se llenó de

jente y yo regresé a mi casa, aturdido, lleno de espanto, porque había oído decir antes de

retirarme que el lechero estaba muerto.

Cuantas veces he oído decir que alguien ha sido muerto de un tiro de revólver he vuelto a

ver a aquel infeliz lechero tendido sobre la calle Espaillat, con los ojos hacia el cielo, los

brazos abiertos, tal como si fuera uno de aquellos judas del sábado de gloria.

Las aceras del barrio eran características. Cada propietario hacía la suya de acuerdo con

sus deseos y con el material que se le antojara. Por lo regular eran de ladrillos. Cubrían

Page 177: Moscoso Puello_Navarijo

solamente el frente de las casas y cuando estaban separadas por un callejón, el transeúnte

tenía que saltar de una calzada a otra. Con frecuencia estas calzadas tenían diferentes

niveles y las había tan altas que parecían balcones. No siempre estaban en buen estado y

el tránsito por ellas era peligroso, sobre todo en la noche, a causa de la oscuridad que, por

escasez de los faroles, había siempre en las calles.

Los faroles apenas daban luz. En la esquina de Doña Carlota Moreno había uno de estos

faroles. Era un palo labrado por sus cuatro caras y de doce o catorce pies de altura. El

farol de forma poligonal tenía catorce o diez y seis pulgadas. Con frecuencia el palo de

los faroles se inclinaba a causa de los diarios movimientos que hacía sobre él el farolero,

o con más frecuencia porque alguna carreta o coche chocara con él. Los faroles se

encendían a las seis de la tarde y se apagaban a las seis de la mañana. El farolero sostenía

en el hombro una escalera y llevaba en un depósito especial cierta cantidad de gas para

llenar los depósitos de las lámparas.

Muchas veces lo vi realizar su trabajo. Subido en la escalera abría el farol, lo limpiaba

con un paño que sacaba de un bolsillo, luego le quitaba el tubo a la lámpara y le pasaba

otro paño

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especial para esta operación, porque el tubo estaba más sucio que los cristales del farol a

causa del hollín que se desprendía de vez en cuando de la mecha. Llenaba enseguida el

depósito de la lámpara, recortaba la mecha con unas tijeras, sacaba su caja de fósforos y

encendía la mecha. Cuando se cercioraba de que todo marchaba bien, descendía, metía el

brazo por entre dos peldaños de la escalera y la descansaba sobre el hombro, y con otra

mano sostenía el depósito de gas. Fueron populares Hermenegildo y Catalán, entre los

que desempeñaron esos oficios por aquellos días.

Iluminaban apenas unas cuantas yardas. Pero debajo de ellos se podía leer una carta.

Eran los faroles puntos de citas y junto a ellos no faltaba un vago que se entretuviera en

dar vistazos a las cuatro esquinas o un enamorado haciendo esquina.

Las calles de mi barrio se animaban cuando cruzaban por ellas José María o Gabriel el

Mono. Una partida de pilluelos entre los que ocupaba yo un lugar prominente, salíamos a

Page 178: Moscoso Puello_Navarijo

la calle a hacerle burla. Seguíamos a José María hasta las fronteras del barrio. Era un

hombre alto blanco, de piel rosada y con un bombín sin copa sobra la cabeza, pantalones

arrollados a media canilla y con los pies descalzos. Entre días José María hacía su

aparición por las calles del Navarijo, provisto de un macuto y un palo. Cuando no de un

viejo bombardino.

José María nunca salía fuera de la Puerta del Conde. Acompañaba a la tropa cuando salía

para hacer públicos los decretos y resoluciones del Gobierno. Iba junto a la banda de

música con un bombardino, marcando el compás. A estos bandos, que me gustaban

mucho, por los soldados y por el hombre a caballo que los leía, los seguía yo durante un

rato confundido con el montó de muchachos de diferentes barrios que íbamos detrás

como si fuéramos insectos.

Al toque de corneta se detenía el batallón Ozama en una esquina. El oficial frente a los

soldados que tenían el rostro lleno de sudor y las espaldas húmedas, gritaba:

-Batallón! Tres cuartos derecha! Dereh!...

Los soldados daban el frente, se alineaban y por una de las

esquinas aparecía Eulojio Cabral montado en brioso caballo blanco que al acercarse a la

tropa ejecutaba algunas piruetas.

Sonaba un redoble de tambores, enseguida se escuchaba un aire marcial y al terminar éste

Cabral sacaba de la faltriquera un pliego de papel y leía: "Dios, Patria y Libertad,

República Dominicana"... Y después de carraspear para que la voz fuera más clara,

agregaba: "Ulises Heureaux, General de División de los Ejércitos Nacionales, Presidente

Constitucional de la República y Pacificador de la Patria"...

Yo no le ponía atención a lo que leían, porque no me interesaba. Mi vista estaba fija en el

Batallón. Casi todos los soldados eran negros y de diferentes tamaños. Vestían todos de

fuerte azul y llevaban una cachucha oscura. Las armas relucían. Y las bayonetas

despedían resplandores. Me llamaba la atención los zapatos que eran anchos y gruesos.

Pero había un bando que yo esperaba con impaciencia. El único bando que me interesaba.

Este bando, que no era para promulgar leyes ni decretos que yo no entendía, era el bando

de Lolito, como yo le llamaba, el bando de las mojigangas. Este bando era un bando

liberador. Por él podía yo dejar de ir a la Escuela y por el podía yo corretear libremente

por las calles. Cuando este bando se publicaba, Lolito Flochón podía salir ya, para

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permitir la salida de las máscaras por tres días consecutivos. Qué encanto! Yo esperaba

este bando desde las primeras horas de la mañana del 25 o del 26 de Febrero, y lo

esperaba también el 15 de Agosto, todos los años.

Por aquellos tiempos era muy popular Lolito Flochón. Este negro bajetón y sonriente

tuvo el singular privilejio de descubrir los restos del Primer Almirante. Pero este hecho

glorioso para la vida de Lolito lo supe mucho tiempo después. Casi cuando fui un

hombre. El Lolito que yo conocía era el que autorizaba con su presencia en las calles la

salida de las mojigangas. Cómo esperaba yo a Lolito! Correteaba por las esquinas de mi

casa en su busca.

-¿Cuándo saldrá Lolito? -preguntaba a mis compañeros en la esquina, en la Escuela,

mientras jugábamos al trúcamelo en un patio o hacíamos maromas.

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-Verdad que ya salió Lolito?

-Mentiroso! Me dijiste que habías visto a Lolito! -Quién te dijo que lo vió?

-Corran, que ahí viene Lolito.

Y Lolito aparecía por el callejón de la Lugo. De cara ancha, dientes blancos como

palmito. De cuerpo corto y redondo, Lolito, vestido de mamarracho, repicaba su tambora

con inusitado entusiasmo y venía rodeado de una docena de muchachos con zapatos,

descalzos, vestidos de limpio o luciendo harapos. Algunos salían de sus casas con el saco

viejo del padre o del hermano. La cabeza descubierta, el pelo revuelto. Blancos, mulatos,

negritos. Las caras alegres, los ojos brillantes. Desinquietos, dando saltos, bailando solos,

burlando al propio Lolito. Gritan, hablan en alta voz, se tocan por los hombros, se agarran

las manos, pitan. Algunos de estos pillos vienen de muy lejos. Hace horas que se han

incorporado a la extraña comitiva. Otros acaban de incorporarse. Han salido de los patios,

hasta donde llega el ruido del tambor de Lolito. Suspendieron un juego de trompos o de

bolas para salir al encuentro del aviso de las Mojigangas. Y Lolito se detiene en las

primeras cuatro esquinas y redobla, redobla, lanzando miradas para todas partes,

buscando en los rostros de todos las emociones que despierta su aviso.

Ran, Ran, Rataplán, Rataplán.

Page 180: Moscoso Puello_Navarijo

Ran, Ran, Rataplán, Rataplán.

Transeúntes se detienen. Campesinos que desconocen el significado de ese anunció.

Ciudadanos que se complacen en detallar a Lolito. Y observa sus dos círculos de naranja

alrededor de los ojos. La barba de cerda de caballo que se ha colocado. Los bigotes, el

tizne de azul de bolita que se ha puesto en los labios. La albayalde con que se ha querido

deformar la expresión. El sombrero roto, sucio, con que se cubre la cabeza redonda como

un queso de bola. Y luego se detienen en el saco. Un saco de casimir negro hecho

pedazos, cubierto de remiendos. La corbata roja, de tela ordinaria. El pantalón demasiado

largo, pisado en los ruedos. De estos pantalones "el difunto era más grande", también

llenos de remiendos. Y qué zapatos! Unos zapatos enormes, de puntera redonda,

cuadrados como si fueran cajo

nes, Colgado sobre la espalda, un letrero por el cual se esclarecía su misión.

Lolitó iba solo. Lo acompañaba su propia satisfacción. Lo rodeaba la admiración y el

respeto de todos. Los muchachos lo exaltaban.

-Viva Lolitó Flochón!

-Arriba Lolito!

Y Lolito correspondía arrancándole a la tambora los más recónditos secretos.

Plum, Plum, Plum.

Rataplúm, Rataplúm, Rataplúm.

Pun! Pun!

Verdaderos tiempos dichosos. Que no tienen comparación. Con los ojos alegres,

iluminados, después de haber acompañado a Lolito un rato a través de las calles más

cercanas de mi casa, de pié en la calzada, en cuerpo de camisa, con mis zapatos cubiertos

de polvo, puestos sin medidas, la cabeza despeinada, la boca sedienta, contemplaba cómo

se alejaba Lolito calle derecho o cómo doblaba la esquina, sintiendo por qué no confesar-

lo? sintiendo una secreta envidia. Quién fuera Lolito?

Porque Lolito tenía poderes extraordinarios. Era un libertador. Un héroe. Ya podíamos

vestirnos de mojiganga si nos lo consentían en casa, o podíamos disfrutar de las que

correteaban por las calles autorizados por él y ya descansaríamos de la tiranía de la

Escuela. Ya podíamos pasar todo el día jugando, haciendo lo que nos viniera en ganas,

gracias a Lolito Flochón. Por eso crujía Lolito sus dientes haciendo un ruido que causaba

Page 181: Moscoso Puello_Navarijo

espanto, porque de este modo mostraba su fuerza, su poderío.

Cuándo iba a compararse Lolito con esos otros tipos populares que provocaban nuestras

burlas! Lolito no se podía comparar con José María el Loco, ni con Pinta Copas, ni con

Juana la Loca, ni con Mamá Reina. Cuándo!

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219

XXVII

Yo tenía fama de travieso y malcriado. Para mi padre mi carácter era "muy recio". Eran

muy pocas las esperanza que tenía de que me "hiciera gente" como era su deseo.

Desobediente, voluntarioso y desaplicado, mis hermanos se preocupaban por mi suerte.

Eran inútiles las pelas y los castigos, tales como esconderme los zapatos, dejar sin ropas o

sentarme en una silla para que no saliera por el vecindario a jugar bolas, trompos o

similindruñe. En tiempos de huevos también aprendí a probarlos y jugarlos aunque en

pequeña escala, porque este juego era muy costoso. Los huevos siempre han estado aquí

por las nubes y yo era pobre.

Proporcionaba a mis padres continuas inquietudes.

-Dónde está Pancho? -preguntaba mi padre cuando no me veía.

-No sé! -respondía mi madre, echando la vista hacia el patio y luego se dirijía a la

habitación. Mientras estaba en esto mi padre guardaba silencio. Pasaba un rato. Mi madre

no se atrevía a confesarle a mi padre, para evitarle un disgusto, que yo no estaba en casa.

-Lo encontraste? -volvía a preguntar mi padre buscando con la vista a mi madre.

-No! -respondía ésta.- Pero si ahora mismo estaba aquí! Parece un duende. No sé dónde

se ha metido.

-Duende? Duende? -repetía mi padre.- Ese será la afrenta de la familia. Cualquier día lo

dejo en la calle.

Mi padre lanzaba una mirada hacia el patio, cruzaba las piernas y entrecruzando los

dedos de las manos permanecía silencioso un buen rato.

-Dónde se habrá metido ese muchacho? Estará cerca? Estará lejos? Mi padre miraba el

reloj. Un barrio lleno de tantos muchachos bellacos! Es malo, malcriado, travieso, pero

aunque fuera un santo lo perderían las malas juntas. Le gusta el trompo, le gusta el

trúcamelo, juega bolas le encantan las chichiguas, hace maromas. Con tal de que no esté

Page 182: Moscoso Puello_Navarijo

corriendo peligro!

Cómo no iba a preocuparse. Malas compañías, travesuras inauditas, desamor a la Escuela,

quejas de vecinos, una infinidad de contratiempos era lo que yo le proporcionaba.

La única satisfacción que podían experimentar mis padres era cuando algún compadre les

decía:

-Es muy vivo Panchito. Va a ser muy inteligente.

Mi madre siempre estaba de acuerdo con los que decían estos cumplidos, pero mi padre

se limitaba a manifestar su duda con estas palabras:

-Usted cree? Mis otros hijos no eran así. Eran más formales.

Y contaba cómo se conducían los otros cuando tenían mi edad. Ordinariamente concluía:

-Yo no tengo esperanzas. Sea lo que Dios quiera!

Yo consideraba el Navarijo como el barrio más importante de la ciudad. Yo vivía allí y

eso me parecía bastante. A menudo tuve que sostener discusiones con muchachos de

otros barrios para hacerles comprender la superioridad del mío.

Y cuando me veía un poco asediado les lanzaba la para mí más concluyente pregunta:

-Qué procesión era más grande que la del Nazareno?

Con esto los dejaba callados las más de las veces.

Santo Domingo no tenía muchas cosas que ver en aquellos tiempos. Y mi barrio tranquilo

y silencioso tenía menos.

Hice muchas travesuras. Mi padre me castigaba. Le decíamos "Inglaterra" por su enerjía.

Este nombre se lo inventaron mis hermanos mayores. Y yo lo repetía.

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-Cuidado con "Inglaterra" -me decían mis hermanos.

"Inglaterra" se sentaba en cuerpo de camisa en una mecedora al pié de la escalera, con su

tabaco encendido, y desde allí establecía sobre mí una estrecha vigilancia.

Todos los años, el 16 de julio, mi barrio vestía sus más vistosas galas para celebrar su

patrona, la Virgen del Carmen. Eran fiestas tradicionales que en épocas pasadas habían

alcanzado un esplendor inusitado. Todos los barrios de la ciudad celebraban esta clase de

fiestas y ponían empeño en superarse a los otros.

Page 183: Moscoso Puello_Navarijo

Estas rivalidades entre los barrios perduraron durante mucho tiempo. Entre los migueletes

y los barbareños hubo muchas pendencias que en más de una ocasión culminaron en

peleas con palos y piedras.

Estas querellas que permanecían enterradas durante la mayor parte del año se

exacerbaban en la época de las fiestas patronales. Era entonces cuando se exaltaban las

rivalidades. Cada barrio quería superar al vecino. Hasta fines del siglo pasado se hacían

estas celebraciones: Santa Bárbara, San Miguel, San Lázaro, Las Mercedes, el Navarijo,

la Misericordia, tenían sus fiestas patronales que duraban semanas. Consistían estas

fiestas en salves, misa cantada, alboradas, bailes, corridas de sortijas, pollo enterrado,

corrida de sacos y otras diversiones más para recreo del vecindario.

Las calles y las casas se adornaban, se embanderaban, recorría la música las calles y se

hacían sancochos, juegos de prendas y muchas otras cosas más.

En el Carmen, llegó a cerrarse el barrio impidiendo que pasara por allí hasta los coches.

De todas las diversiones que hemos anotado, eran célebres las corridas de toros en

barreras o con beta.

El día de la subida de la Virgen era el inicial de las fiestas y las corridas de toros a

menudo marcaban el fin de las mismas.

La masa popular contribuía al éxito de las fiestas y pregonaba su rumbosidad. Durante los

ocho o nueve días circulaban en profusión décimas que no sólo eran escritas en alabanzas

del Patrón o Patrona del barrio, sino también de los vecinos que mayor contribución

habían dado o que mayor entusiasmo hubieran desplegado. Muchas de esas décimas

contenían sátiras dirijidas a determinadas personas o a determinado barrio por la conducta

que hubiera observado con respecto al barrio en fiesta.

Sin embargo, pasadas éstas, la ciudad volvía a su tranquilidad medioeval que era la

característica del Santo Domingo del siglo pasado.

Una mañana me sorprendieron:

-Ya van a dar las ocho -dijo mi madre mirándome.- Es hora de la Escuela.

Desde que vivíamos en la casa de D. Juan Ramón mi madre me hizo inscribir en la única

Escuela del barrio, La Trinitaria, que estaba instalada al lado de la Puerta del Conde.

Esta Escuela era una pequeña sala cuadrada con dos puertas a la calle, una ventana en un

costado, doce bancos de pino, un pizarrón, cuatro mapas deteriorados y un globo

Page 184: Moscoso Puello_Navarijo

terrestre.

Completaban estos útiles, la mesa del Director, colocada en el fondo del salón, debajo de

la venta. Era una mesa de pino, sobre la cual había una regla, un tintero y una cajita con

dos o tres trozos pequeños de tiza.

El Director era D. Federico Velázquez. Alto, delgado, caminaba un poco inclinado hacia

adelante.

Yo sentía respeto por el Sr. Velázquez, como le decíamos en la Escuela. Nunca me dijo

nada, ni me castigó, ni me miró siquiera. Es verdad que sólo fui su discípulo algunos

meses.

Nada había en La Trinitaria que me pudiera ser agradable. Más bien parecía una cárcel

que una Escuela, pero como mi madre me pegaba si no iba, no me quedaba otro remedio.

En realidad yo era un fresco. Para pasar esas horas le tiraba bolitas de papel a mis

amigos, le ponía nombres a los muchachos que me parecían feos, le tiraba de la camisa a

los que me quedaban cerca y hacía planes para cuando me soltaran.

-Silencio! Cuidado quien habla!

A veces el Maestro golpeaba con una regla la mesa y gritaba, abriendo los ojos:

Entonces enderezábamos el cuerpo y nos quedábamos mirándolo con sorpresa.

Cuando nos ponían de pié le hacíamos muecas a los otros para que se rieran.

Leíamos el Mantilla No. 3, sumábamos y multiplicábamos en el pizarrón, con el puntero

hacíamos geografía, aunque los mapas estaban en muchos sitios reducidos a la tela. La

hora de la escritura en los cuadernos de Garnier Hermanos -yo llegué al No. 4- era muy

entretenida. Salíamos con los dedos sucios de tinta, pero conversábamos mucho bajito y

de vez en cuando escribíamos malas palabras.

Con frecuencia nos entretenía el Violón, un cuarto oscuro y asqueroso que hedía a sudor

y orines, que se cerraba con una gran puerta gris, que lucía unos cuantos clavos

gruesísimos y un enorme cerrojo pesado que llevaba un candado. Este Violón era una

cárcel preventiva, donde llevaban a los contraventores de la Ley, a los borrachos y a las

prostitutas.

Muchas veces se interrumpía la clase. Desde este Violón llegaban a la Escuela Trinitaria

las frases más vulgares y soeces que se puedan imajinar. Cuando las oíamos nos

mirábamos los unos a los otros y les prestábamos a esas frases más atención que al

Page 185: Moscoso Puello_Navarijo

Maestro.

Cuando los escándalos no se producían en el Violón, se orijinaban en la Estación de

Policía que le quedaba al lado.

Un día, vimos a una mujer casi desnuda delante de nosotros, arrodillada en la calzada y

que pedía a gritos Justicia! Justicia!, mientras se hundía los dedos en el pelo.

Cuando se lo conté a mi madre exclamó:

-Usted no va más a esa Escuela. Por lo visto usted no va ahí más que a pervertirse.

Otro día mi madre me dijo después de vestirme: -Espérese, para que se vaya junto con su

hermano.

Yo pensé que no querían que fuera sólo, por alguna queja que hubieran dado de mí, pero

cuando llegamos a la Escuela, mi hermano se sentó por delante de la mesa del Director.

Mi hermano Rafael había sustituído a D. Federico Velázquez. -Ay! -me dijeron algunos-,

que salvada te has dado. -Ya tú puedes hacer lo que quieras aquí.

Yo me froté las manos de alegría. Pero mi hermano puso la cara como si no me

conociera. Ni me miraba ni me hablaba como en casa.

-Vaya usted al pizarrón -decía.

-Siéntese derecho!

-Cállese usted!

Cuando salí a las once todo se lo conté a mi madre, pero no me hizo caso.

Al día siguiente mi hermano me mandó a cerrar las puertas de la Escuela, después que

había despachado a los demás alumnos. Cuando salí a la calle para agarrar las aldabas ví

una gran cantidad de mariposas amarillas que entraban por la puerta del Conde y me

entusiasmé tanto tratando de cojer algunas que me olvidé de que en ese momento yo era

el Conserje de la Escuela. Corría detrás de las mariposas hasta en medio de la calle y

parece que dí algunos gritos de alegría.

Al regresar a la Escuela, mi hermano que parece se había molestado por haber tenido que

esperarme o por ver como daba yo carreras detrás de las mariposas, me recibió mal. Me

agarró por una oreja y me dijo:

-Usted no será más que un carretero. De usted no sacará papá nada.

Ese día me dejó de castigo encerrado en el local de la Escuela, pero tan pronto como

llegó a casa sin mí, tuvo que dar las llaves para que vinieran a soltarme. Mi madre a su

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vez le llamó la atención. Ella, sin duda, pensó en que yo no fuera tan malo como creía mi

hermano y que la falta que cometí no era de las más graves.

Lo interesante de esta ocurrencia es que yo he vivido después haciendo todo lo posible

por evitarle la afrenta a mi hermano.

-Carretero yo? Nunca! -me decía con frecuencia.

Siempre he sentido agradecimiento hacia mi hermano por este oportuno y fuerte estímulo

que dió a mi amor propio que, desde pequeño parece que ya era exajerado.

224

225

XXVIII

una mañana fui sorprendido por los disparos de un cañón en mi vecindario. Salí a la calle

y pude ver que en una esquina de la plazoleta del Carmen habían colocado un cañón y

que lo disparaban allí mismo.

Nunca yo había visto esto. En los alrededores del cañón habían unos cuantos muchachos

y les pregunté por qué tiraban con ese cañón en esa esquina.

-Ahí, -me dijeron, señalándome una casa de alto, donde yo había visto entrar muchas

veces un coche con un gran caballo blanco-, ahí, se ha muerto un hombre y por eso están

tirando cañonazos.

Yo no le dí más importancia al hombre muerto y me entretuve en ver el cañón. Quería ver

cómo lo tiraban y esperé un rato.

Era un cañoncito pequeño, con dos ruedas y cerca de él habían tres soldados de los del

Batallón Ozama, vestidos de fuerte azul y con una cachucha. Los tres eran negros y uno

era más alto que los otros.

Cuando iban a tirar, uno de los soldados destapó el cañón por detrás, le sacó una pieza y

luego colocó un paquete. Otro le metió un palito que estaba amarrado a un cordón en un

hoyito

que tenía detrás el cañón. Se quedó un rato quieto, miró para la esquina, nos dijo que nos

quitáramos de allí y a poco tiró del cordón y disparó el cañón. Salió mucho humo por la

boca, la tierra tembló un poquito y el cañón reculó como si lo hubieran empujado por las

ruedas con las manos.

Permanecí un rato esperando otro cañonazo, pero como se dilataba, volví a casa. Un

Page 187: Moscoso Puello_Navarijo

muchacho me dijo que cuando lo oyera me tapara los oídos. Otro me dijo que el cañón

había roto los vidrios de una ventana.

En casa dijeron que no había Escuela, ese día, porque se había muerto D. Abelardo.

Yo volví otra vez a la esquina. A la casa del balcón entraba mucha jente vestida de negro.

Y en la puerta habían soldados con el briché en la punta de la carabina.

A la hora de la comida, la tía Mariquita le dijo a mi madre:

-Yo he sentido mucho la muerte de D. Abelardo. Era un hombre muy bueno.

Mi madre dijo que sí. Y después agregó:

-Si no se muere, quizás la suerte que hubiera corrido.

Todo el día estuvieron tirando cañonazos, pero ya no me interesaba el cañón ni oír los

cañonazos.

Esperaba el entierro. Sacaron el cadáver envuelto en una bandera dominicana y cuando

salía por la puerta hicieron una descarga, con las carabinas apuntando al cielo y el cañón

disparó muchas veces.

El ataúd lo pusieron sobre una cureña. Cuando venían de la Catedral, delante habían

muchos curas con la Cruz, luego un caballo con un paño negro, agarrado por un soldado,

después el ataúd sobre la cureña, detrás el catafalco nuevo que no sacaban siempre.

Seguía un gran jentío con levitas y bombos algunos y otros con ropa negra. Me dijeron

que iba el Presidente, pero yo no lo ví. Lo que más me llamó la atención fué el batallón.

Iban vestidos de azul con las bayonetas en los fusiles que brillaban como espejos.

Delante iba la banda de música y detrás los soldados, caminando despacio con la carabina

recostada de un hombro.

-Eso es la funerala -dijo un muchacho delante de mí, se

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227

ñalando a los soldados que levantaban los pies poco a poco y se inclinaban de un lado a

otro.

La banda iba tocando una cosa con tambores. Vi la bandera dominicana con un lienzo

negro y los soldados llevaban un lazo del mismo color en un brazo.

-Fué un entierro muy largo -decía yo en casa después que pasó-. Me cansé de ver gente.

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No me dejaron ir al cementerio, porque me podía pasar algo, pero supe que tiraron más

cañonazos y descargas, por mis amigos que fueron.

Ese día era el 3 de Febrero de 1892. Y el entierro era del General Abelardo Nanita,

Ministro de la Guerra del Gobierno del Gral. Ulises Heureaux.

Ese día le oí decir a mi padre que don Abelardo era muy querido en la capital. Que era un

hombre optimista y que a él se debían la restauración de la Aduana, la construcción de la

Capitanía del Puerto, los importantes arreglos que se habían hecho en el Parque de Colón,

así como el embellecimiento y limpieza de la Puerta del Conde, cuando estaba en el

Ayuntamiento, antes de ocupar el Ministerio.

Abelardo R. Nanita fué uno de los ciudadanos que se señalaban para sustituir al Gral.

Heureaux en el año 1892.

Hizo alguna propaganda y gastó algún dinero. Se ha dicho que fué inducido por el propio

Pacificador de la Patria. Pero no fué el único. Ese año el General Tomás Demetrio

Morales, oriundo del Este y el General Generoso de Marchena, hombre distinguido,

influyente e ilustrado, también figuraron como candidatos. Morales hizo trabajos

eleccionarios y he visto una décima que "Varios cotuisanos" hicieron circular para

hacerle ambiente a esta candidatura.

Dejemos la vida idiota

Y trabajemos formales

El que no quiere a Morales Seguro que no es patriota; Todo el Norte se alborota Con esta

noble lección,

Desde Higüey a Dajabón, De La Vega a Samaná Lo piden porque dará Más vida a la

Nación.

Varios Cotuisanos

Junio 22 de 1892.

En el mes de Julio, Lilís se había expresado en estos términos:

-"Quiero que la República palpe y se penetre que tengo esmero en ser honrado en mis

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procederes y que está muy lejos de mi mente escojer ni menos imponer mi sucesor".

Pero poco antes de iniciarse el proceso eleccionario Ulises Heureaux se dirijió a los

electores en estos términos.

"Electores, amigos incondicionales"

Morales dió por terminada su campaña y retiró su nombre; pero el General de Marchena

prosiguió, confiando en la palabra que le dió Lilís. Se ha dicho que en Azua estuvo a

punto de producirse una hecatombe. No estalló una revolución gracias a los buenos

oficios de algunos hombres de experiencia.

Como resultado de estas intrigas políticas, el General de Marchena fué detenido abordo

del vapor en que iba a salir voluntariamente del país. Esto ocurrió el 27 de Noviembre del

año 1892.

Generoso de Marchena permaneció desde ese día como prisionero, unas veces en la Torre

del Homenaje y otras a bordo de un crucero de la marina de guerra cuantas veces se hacía

a la mar llevando a bordo al Presidente Heureaux.

Tres meses después, en los primeros días del mes de Febrero de 1893 se registró un

acontecimiento que consternó a toda la República. El General Ignacio Ma. González, a la

sazón Ministro de Relaciones Exteriores, se embarcó clandestinamente con destino a

Puerto Rico en una cañonera española. Todo el mundo pensó que a este hecho sucedería

el derrocamiento de Ulises

228

229

Heureaux, pero la paz de que disfrutaba el país no se alteró.

Y el 27 de Febrero de ese año, habiendo triunfado la candidatura Heureaux-Figuereo,

ambos prestaron juramento y Heureaux ocupó la Presidencia por cuarta vez.

Regularmente recibíamos noticias de Abelardo. Estaba bien y contento, desentendido de

la política. Pero, por sus relaciones de aquí, mi padre se enteraba de sus actividades

políticas. Sabía que su casa en Haití era un centro revolucionario, pero a pesar de eso mi

padre estaba muy tranquilo, porque estaba fuera del país.

Page 190: Moscoso Puello_Navarijo

Un día supo mi padre por personas llegadas de aquella República que mi hermano se

había "asociado" a la Dame Carida Bicinte, dueña de un gran establecimiento en la

ciudad de Jacmel.

-Ojalá que le coja con ejercer el comercio -comentó mi padre.

Un día D. Armando Rodríguez, que estaba expulso en Haití por esa época vivió en

Jacmel, me hizo el elojio de la Dame Carida: "quería mucho a Abelardo -me dijo- y se

portó muy bien con él".

Y D. Armando me entretuvo esa mañana contándome muchas peripecias de las andanzas

de ambos, mi hermano y él, en aquella ciudad haitiana.

XXIX

Es la celebración más grande que se haya visto en el país -decía todo el mundo.

-No se volverá a ver otra igual -me repetía mi padre.

-Debe haber costado mucho dinero -decía un señor que yo no conocía en la pulpería de

mi casa.

Masú me hizo un flusito; me compraron un sombrero y me mandaron a hacer un par de

zapatos. Mercedes me regaló un par de medias y Anacaona me compró un bastoncito.

Estaba aviado de un todo. Y desesperado porque llegara el día.

Unos muchachos me habían dicho que ellos sabían donde estaban haciendo un barco

grande, igual a los que habían en el mar. Uno dijo que en San Nicolás. Otro dijo que en

San Francisco. Yo no pude ver ese barco, porque no me dieron permiso para ir tan lejos.

Las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento de América se iniciaron el domingo

nueve de octubre del año 1892, por un reparto de premios de la Sociedad Amigos del País

a los alumnos más sobresalientes de las Escuelas Públicas de la ciudad.

En la tarde hubo regatas en el Ozama y en la noche se instaló la Escuela Nocturna Colón,

bajo la dirección de D. Miguel Angel Garrido.

230

231

El día 10 se celebró una velada lírico-literaria y el día once, después de algunos actos que

tuvieron lugar en la mañana, se verificó un desfile en la tarde.

Me vistieron temprano para llevarme a la calle del Conde, por donde iba a pasar el

Page 191: Moscoso Puello_Navarijo

desfile. La esquina de mi casa estaba llena de jente. Los coches no podían pasar.

Cuando llegamos cerca de la calle del Conde yo oí unas cornetas. Luego una música

lejos. Era el desfile organizado con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de

América. No había exajeración en cuanto decían los que tuvieron la fortuna de

presenciarlo.

Ocupaba más de la mitad de la calle. Las aceras estaban intransitables. Los balcones y las

azoteas no podían contener más jemes. En todas las casas había banderas dominicanas,

españolas e italianas.

La pulpería quedó cerrada y la tía Mariquita se quedó cuidando la casa. Todos estábamos

en la esquina de D. José Mieses. Eran las siete de la noche. La calle se veía iluminada por

hachones humeantes.

Tuvimos que esperar mucho porque el desfile caminaba muy despacio. Apenas se oía la

música. Los ruídos que salían de la multitud, que era la más grande que se había visto en

la ciudad, apagaban las bandas. Entre ratos se oían muy cerca y luego parecía que

desaparecían por completo.

A mi me dolían las piernitas de estar de pie y puede que estuviera impertinente por

momentos.

Ya teníamos una hora allí cuando comenzó a pasar por delante de nosotros el gran

desfile. Abrían la marcha, Arqueros, Heraldos y Reyes de Armas con vistosos

estandartes.

Iban los Arqueros a caballo en número de doce con clarines que anunciaban con sus

toques la proximidad de la comitiva. Luego seguía una banda de música tocando una

marcha. Inmediatamente detrás seguían los Escudos de Armas de las diferentes regiones

de España y los de Cuba y Puerto Rico.

El Escudo de los Pinzones, el de Armas de Santo Domingo y de España iban escoltados

por tres columnas de honor que llevaban hachones. Junto con éstas iban unos pajes con

las armas

de Las Casas, Oviedo y Coca.

En seguida, la nao Santa María, con su bandera guiones, tripulada por el Almirante y sus

compañeros. Los hermanos Puello, ebanistas de renombre, hicieron esta obra que fué

admirada por todos los que tuvieron ocasión de contemplarla. La Carabela medía 20 pies

Page 192: Moscoso Puello_Navarijo

de largo y la arboladura, el velamen y todos los detalles tan completamente acabados que

"producían la ilusión completa". La tripulación estaba formada por un grupo de niños

vestidos a usanza del siglo XV

Al pasar la Carabela se oyó una salva estruendosa de aplausos, de vivas a España, a la

República Dominicana y a Italia. Iba tirada por bueyes y montada sobre una plataforma

con ruedas. Era alta, como las casas de la calle y los niños que iban dentro iban vestidos

de todos colores.

Seguía a la Carabela la bandera de España, llevada por el Cónsul y sujetos los cordones

que de ella pendían por unos cuantos dominicanos.

Por último, iba el Cuerpo Consular, la Colonia Española y finalmente la banda militar.

Fué un desfile maravilloso que terminó a las diez de la noche.

Las fiestas del Centenario de Colón duraron más de tres días y además de este desfile

hubo regatas en el Puerto, veladas líricoliterarias, premios escolares donados por la junta

del Pueblo, ceremonias religiosas y ofrendas a la tumba del Gran Almirante.

La celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, con tal pompa y

tal entusiasmo, fué uno de los acontecimientos más sobresalientes de la tiranía de Ulises

Heureaux. Los tiranos de todos los tiempos han tenido necesidad de proporcionar a los

pueblos que mantienen oprimidos oportunidades para olvidar sus sufrimientos. Desde los

tiempos romanos en que se cristalizó ese propósito en la conocida sentencia: Pan y Circo,

hasta los tiempos lilisianos en que la fórmula fué traducida en términos criollos, de

Mojiganga y garrote.

La celebración del Centenario fué una fiesta de carácter internacional, una fiesta ítalo-

domínico-española. Ulises Heureaux recibió en el Palacio de Gobierno a los

representantes de la Colonia italiana presidida por su Cónsul en esta ciudad y tu

232

233

vo para ella las frases melosas e hipócritas que siempre salen de los labios de los tiranos.

Tanto esta Colonia como la Colonia española, presentaron sus respetos al Presidente y lo

congratularon por sus desvelos por el progreso de la República.

El Caballero Maggiolo Gamelli izó la bandera de los Reyes Católicos en las ruinas del

Almirante, acompañado por el caballero Guarini Ventura.

Page 193: Moscoso Puello_Navarijo

De abordo del Bergantín Picota Berti salió el más conspicuo orador de la Colonia italiana

de la época, el Capitán Pío Volpeira, quien terminó su discurso con varios vivas.

Evviva lo Scudo Sabeudo! Evviva il Re!

Evviva l7talia che fa da se!

Fué muy aplaudido. En el Parque de Colon habló Gaetano Alvino:

E que le que pare la música,

E que le viva Cristoforo Colombo! E que le que siga la música!

Y fué también muy aplaudido. Fueron días en los cuales los Cambiasos y los Salvuccios

estuvieron muy elocuentes y muy activos.

La Colonia italiana se reunió a las 3 de la tarde del día 11 de octubre y salió, presidida

por el Sr. Cónsul D. Luigi Cambiaso a las oficinas del cable para dar participación de su

regocijo a la madre patria.

Le puso este cable:

'De Cambiaso a Municipio, Génova. Colonia italiana felicita cuarto Centenario".

234

La contestación a este cable no se hizo esperar:

"Síndico Génova a Cambiaso, Santo Domingo. -Cordialmente ringrazia" :

El Presidente de la Junta Popular, Sr. J. M. Pichardo Betancourt le dio las gracias a todos

en su nombre y en nombre del Gobierno.

Por mucho tiempo no se habló en la ciudad de otra cosa y se consideraba que difícilmente

serían estas fiestas superadas en mucho tiempo.

Cuando regresamos a casa aquella noche, mi madre, mientras me acostaba me decía:

-Usted no se puede quejar hoy. Ha ido a todas partes, lo ha visto casi todo y debe tener el

cuerpo medio molido, ¿no es verdad?

Y yo debí dormir feliz, pensando en lo buena que era la vida, en lo mucho que yo gozaba

y en lo que me faltaba gozar, desde que despertara al otro día.

Estaba instalado por aquellos días en la Plazoleta de San Juan de Dios, hoy plaza del

Page 194: Moscoso Puello_Navarijo

Padre Billini, el Gran Carrusel Americano de Ildefonso Ortiz. Diariamente se daban

funciones allí y mi padre me llevó una o dos veces. Ortiz había ofrecido una tarifa muy

moderada. Cobraba 10 centavos por cada cinco minutos y por persona.

Los circos y las compañías animaban la ciudad y sus visitas eran frecuentes. Una de las

más renombradas y que gustó mucho fué el de Tony Lowande que se instaló en la Plaza

Independencia. Los días de fiesta recorrían las calles los acróbatas sobre parejas de

grandes caballos blancos, los payasos, los perros amaestrados precedidos de un piquete

que llenaba de estruendo los sitios que recorría.

Como a mi padre, a mí me encantaban los circos de maromeros.

235

XXX

A menudo mi padre y mi madre conversaban acerca de los negocios. Mi padre se quejaba

de las ventas. Parecía que la pulpería no marchaba bien.

-Hoy la cosa está mala -decía mi padre mostrándole a mi madre el cajón del dinero.- Se

ha vendido menos que ayer.

Mi madre le respondía:

-Es que estos no son los tiempos de la Cruz de Regina. Ambos convenían, sin embargo,

en que la culpa de todo la tenía Lilís.

Pero por el vecindario había establecimientos más grandes y más conocidos que le hacían

la competencia. Mi padre carecía de capital. No podía comprar a precios bajos, y cuando

se le presentaban las buenas ocasiones. Mi padre además, parecía cansado y sobre todo

desencantado por los disgustos y zozobras que le producía la situación política.

Una o dos veces por semana mi padre me mandaba a buscar un pliego de papel ministro y

un sobre.

-Dile que te lo den del bueno -me decía.

Mi padre veía el papel al trasluz, le pasaba los dedos por una esquina y luego veía el

sobre y después de observarlos decía:

-Ya no traen papel bueno. Yo traía un papel ministro que no era tan fino como éste.

Se sentaba después en la mesa y se ponía a escribir. Mi padre tenía un libro, un tintero y

una pluma para su uso en el fondo de una alacena.

Algunos días, cuando mi padre escribía, mi madre me hacía una advertencia.

Page 195: Moscoso Puello_Navarijo

-No hagas bulla que tu padre está escribiendo.

Cuando mi padre estaba para terminar su carta salía del comedor, llamaba a mi madre y

le decía:

-Qué le vas a mandar a decir a Jesús?

-Ponle lo que te parezca -respondía mi madre. -que espero se encuentre bien, que tenemos

muchos deseos de verlo...

Mi padre doblaba luego el papel, lo colocaba en el sobre y después de un rato salía.

-Voy al correo -decía en voz alta para que supieran donde se encontraba.

Jesús era mi hermano mayor. Yo no lo conocía. En casa siempre estaban hablando de él.

Mi padre deseaba hacer un viaje al pueblo donde él vivía. Mi madre lo nombraba mucho.

Todos en mi casa siempre tenían en la boca su nombre.

-Recibimos carta de Jesús -decía mi madre a algunos amigos que visitaban mi casa-, Está

bien. Te mandó recuerdos.

La tía Mariquita me hablaba de él. Jesús era muy bueno. Desde que se ordenó vivía en

San José de las Matas. Para ella ninguno de nosotros se parecía tanto a mi padre. Era su

retrato. Se había ordenado cuando vivíamos en la calle del Conde.

-Tú no habías nacido -decía la tía Mariquita mirándome.

Y agregaba que en mi casa se celebró una fiesta muy rumbosa con ese motivo. Se había

ordenado en el Cabo, porque aquí no había Arzobispo. Ese día hubo en casa un banquete.

-Juan Elías estaba bien -decía la tía Mariquita y agregaba: -Y ya esos tiempos pasaron.

Comieron en casa varios compadres de papá y hubo de todo. Los vecinos de mi casa

recuerdan ese día.

-Tu padre, -decía la tía Mariquita- echó la casa por la ventana.

Cuando el cartero llegaba a casa y entregaba alguna carta, al

recibirla, mi padre, decía:

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237

-Es de Jesús.

Y los que estábamos presentes nos acercábamos para preguntarle.

-Qué dice? Está bien?

Un día mi casa se llenó de alegría. Mi padre tenía en las manos una carta acabada de

Page 196: Moscoso Puello_Navarijo

llegar. No la había terminado de leer cuando se levantó de la mecedora con una sonrisa

en el rostro.

-Oigan! -dijo, llamándonos a todos.- Viene Jesús!

-Cómo?

-Que viene Jesús el mes que viene.

Todos quisieron ver con sus propios ojos en qué lugar de la carta estaba escrita esa

promesa.

Yo, que había escuchado, dí unos saltos y palmotee, mientras gritaba:

-Qué bueno! Qué bueno!

Durante dos o tres semanas no se habló en mi casa de otra cosa. Se lo dijeron a las

amistades. La tía Mariquita lo regó por el vecindario y cuando estaba en casa sólo

hablaba de los preparativos que debían hacer para recibirlo.

-Qué apretón le vas a dar -le decía a mi madre.- Tienes que arreglar las sábanas. Si te

parece yo me las llevo a casa y me encargo de eso. Si no quieres, yo te buscaré una mujer

que las arregle.

Mi padre, por su parte, mandó a hacer un flux a Ignacio. Yo tuve que dar unos cuantos

viajes donde el sastre. La tela no alcanzaba y había que comprar unas varas más.

Por aquella época el Cibao quedaba muy distante y los caminos eran infernales. Un viaje

no duraba menos de tres días. Había dos caminos según oí decir a mi padre. Uno de estos,

el más peligros era el del Sillón de la Viuda.

-Dios quiera que coja el bueno -decía mi padre.- Y que no llueva en esos días. Los ríos

son muy peligrosos.

De noche en mi casa algunos amigos de mi padre describían el camino, hablaban de las

buenas bestias y terminaban por hacer anécdotas sobre los viajes.

Desde que se recibió la carta en que Jesús anunciaba el día de la salida, en mi casa hubo

mucha alegría y se iniciaron los

preparativos para el recibimiento. Mi padre se entretenía en hablar del viaje. Pensaba en

la hora en que saldría, si traería un peón de confianza.

-Hoy -decía mi padre- estará en el camino de Santiago. Llegará a medio día y si hace

buen tiempo tal vez seguirá.

Al día siguiente, a medio día, a la hora de la comida, mi madre preguntaba:

Page 197: Moscoso Puello_Navarijo

-Por dónde estará Jesús?

Mi padre, haciendo cálculos, miraba el reloj y decía:

-Debe estar saliendo de La Vega.

Si el cielo se nublaba, si caía alguna llovizna, en mi casa se contrariaban.

-Dios quiera! -decía mi madre, mirando el cielo.

Y mi padre la tranquilizaba mirando la llovizna.

-Eso pasa. La brisa se la lleva.

El día en que lo esperaban todos estaban nerviosos en mi casa. En la cocina se hacía una

comida especial. Se había puesto cuidado en preparar algún plato de los que a él le

gustaban. Mariquita puso su mano.

-Tú sabes que a él no le gusta la sopa muy salada, -decía con la cuchara de jigüero en la

mano.

A medio día se comió a la carrera. A las tres de la tarde todos se vestían. A mí me

metieron en una batea, me sacaron el sucio y después de ponerme los zapatos y el flux me

empolvaron.

-Cuidado si se ensucia -me dijo mi madre- Y estése quieto.

Desde las tres de la tarde en la puerta de la calle alternaban mis hermanas, papá y mamá.

-Ven a ver si es este -decía Mercedes quitándose de la puerta para llamar a otra de mis

hermanas.

Al asomarse de nuevo no veía nada.

-Y qué se hizo un hombre que venía a caballo -exclamaba.

Mi padre con su flux nuevo, poniéndole reparos porque nunca quedaba conforme con lo

que le hacía Ignacio, permanecía sentado frente a la puerta del patio.

Mi madre daba vueltas alrededor de la mesa del comedor cuidando la comida que en

parte estaba allí servida.

238

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De vez en cuando Doña Mercedes, la vecina, le preguntaba: -Todavía?

-Todavía! -repetía mi madre.- Quizá los caminos estarán muy malos.

La casa estaba tan limpia que brillaba. Los catres tendidos con sábanas bordadas. Las

camitas de mis hermanas lucían sábanas tan bien planchadas que no se les podía ver una

Page 198: Moscoso Puello_Navarijo

sola arruga.

Los pisos, que habían sido lavados con jabón y cepillo estaban amarillos. Podían verse las

fibras de la madera.

Yo, metido en mi flux iba de un lado para otro. Me preguntaba a solas: ¿Cómo será

Jesús? Y pensaba que sería alto como mi padre, y que traería dulces y muchas cosas más

que me pondrían muy contento.

-Deje eso! -me decía la tía Mariquita cuando hacía un robo en la cocina. Y me

desesperaba esperando la hora en que todo aquello que veía en los platos se pudiera

comer.

Al cerrar la noche Mercedes se retiró de la puerta en una carrera.

-Ya si es verdad que viene! -gritó.

Todos acudieron a la puerta del zaguán.

Por la esquina de la calle Palo Hincado venían dos hombres en sendas cabalgaduras. El

de delante traía un sombrero negro y venía en un mulo. El otro un sombrero de alas

anchas y venía sobre una carga. Caminaban al paso como si estuvieran cansados. -Viene

en su mulo -dijo mi padre.

Mis hermanas y mi madre permanecieron calladas. Poco a poco se fueron acercando los

jinetes. Yo me fijé en que Jesús venía vestido de negro y en que el mulo era muy grueso y

muy grande.

Cuando llegaron a la puerta mi padre salió y le dió un abrazo a Jesús. Mi madre y mis

hermanas hicieron lo mismo.

A mí me tomaron por una mano y me acercaron.

-Este es Panchito. Qué grande! Tú no te acuerdas de él? Jesús me dió un beso y unas

palmaditas en el hombro.

En las casas de al lado se asomaron a la puerta algunas personas.

240

Jesús entró arrastrando las espuelas por el piso.

Yo me quedé en la puerta mirando el peón. Era un hombre feo que sólo tenía un ojo.

Llevaba unos zapatos muy grandes, un machete largo y los pantalones lleno de lodo

colorado.

Page 199: Moscoso Puello_Navarijo

Se tiró de la montura y llamó a un hombre que pasaba para que lo ayudara a descargar las

árganas.

Mientras yo veía hacer esta operación pensaba en todo lo que vendría allí y en qué cosa

me habría traído Jesús.

Dentro, en el comedor, estaba toda mi familia reunida. La tía Mariquita vestida de limpio,

con chancletas nuevas lo abrumaba a preguntas. Mi padre oía y sonreía. Mi madre le

acercaba los platos.

-Prueba esto que está muy bueno.

-Eso te lo hice yo -decía la tía Mariquita.- Es especial para ti. Cómetelo todo.

Y estuvieron allí sentados mucho rato, mientras yo no me apartaba de la carga que ya

estaba en el cuarto que seguía al zaguán. Ardía en curiosidad por ver lo que había allí. El

peón desataba nudos. Un olor acre y raro salía de las árganas. Me olió a carne, a dulce, a

yerba.

Cuando encendieron las lámparas, Jesús estaba sentado en una mecedora haciendo una

relación de su viaje. Encontró crecido a Camú y tuvo que detenerse del otro lado hasta

que bajara. Encontró pasos muy difíciles. Lodo en cantidad. Al salir de Cotuí le cojió un

aguacero.

Todos le escuchaban. Mi padre exclamaba a cada rato.

-Es una empresa hacer ese viaje. Yo no sé cuándo tendremos caminos.

En la prima noche llegaron visitas.

-Mucho gusto de verlo -le decían a Jesús.

-Está grueso.

-¿Hace mucho tiempo que usted no venía a la Capital?

La tía Mariquita a veces alzaba la voz.

-Pero señores, déjennos hablar!

Me acosté esa noche muy tarde. Fué inútil que me mandaran a hacerlo a la hora de

costumbre. Estaba deslumbrado. Encontraba a Jesús muy extraño con su sotana. "Un

padre en ca

241

sa" me decía lleno de satisfacción. Y pensaba también en las árganas que todavía

pudieran contener alguna sorpresa.

Page 200: Moscoso Puello_Navarijo

Al día siguiente había comido demasiado roquetes, longaniza, dulce de leche y de

naranja. Estaba harto.

Y mientras Mariquita freía unos huevos en la cocina, me decía:

-Jesús es muy bueno. Yo lo quiero mucho. Tu padre no se puede quejar. Ojalá mi hijo

hubiera sido como Jesús. De todos tus hermanos él es el más santo conmigo.

La manteca saltaba. Y los huevos se arrugaban tan pronto caían en el caldero.

Jesús pasó una semana en casa. Por las mañanas temprano entraba con su sotana negra y

le pedía la bendición a mi padre. Yo pensaba que Jesús no dormía en casa y un día se lo

pregunté a la tía Mariquita.

-Cómo? -me dijo asombrada.- Es que todas las mañanas va a decir misa a la Iglesia del

Carmen y tiene que irse muy temprano.

Durante esa semana dejaron de regañarme. Me sentía feliz.

XXXI

Entre las personas que yo veía con frecuencia en mi casa, además de D. Patricio Suazo

Peña, recuerdo a D. Eduardo. Decía mi madre, cuando hablaba de él, que era miembro de

una familia muy distinguida de Santo Domingo. Su tío fué Presidente de la República.

Don Eduardo era dentista. Llegaba a casa con un paquete en las manos.

-Aquí, con los gatos en la mano, -le decía a mi madre, después de saludarla.- Qué voy a

hacer? Tengo que buscar la vida.

Los gatos de D. Eduardo eran las tenazas de sacar muelas. Un día mi madre me trajo a su

presencia para que me viera la boca, pero yo me desaparecí en un santiamén, tapándome

la boca con las manos. Me escondí de tal modo que no supieron de mí por mucho tiempo.

Mi madre se condolía mucho de D. Eduardo.

-Un padre de familia -decía.- Me da pena ese pobre hombre con una familia tan larga.

Don Eduardo era blanco, con los ojos azules, y el cabello negro. Entraba a casa algunas

mañanas a eso de las diez, se sentaba un rato y luego salía a buscar la "madre de Dios",

como él decía. Vestía siempre de dril, aunque muchas veces le ví un saco de casimir

oscuro.

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Page 201: Moscoso Puello_Navarijo

Como Patricio, don Eduardo estaba pasando la mar y morena. Y como Patricio, D.

Eduardo era un enemigo irreconciliable de la situación. No podía pasar a Ulises

Heureaux.

Siempre que don Eduardo llegaba a mi casa era portador de una gran noticia. Van a cerrar

el Banco, el país está a punto de levantarse en armas, existe un complot para derrocar a

Lilís, se han encontrado armas en varios puntos de la República; está para salir una

expedición libertadora. Las horas del tirano están contadas.

Cuando D. Eduardo notaba que en mi casa podían dudar de la veracidad de sus noticias,

exclamaba:

-Sí Sinforosa! Por los restos de mi madre. Eso es tan cierto como ese sol que está

alumbrando.

Otras veces decía:

-Créanlo, señores, por la Virgen de la Altagracia!

D. Eduardo se empeñaba en convencer a sus amigos de la realidad de sus propias

ilusiones.

Una mañana D. Eduardo entró en mi casa muy nervioso. Pasó por el pequeño zaguán. Mi

madre, al verlo, lo siguió. Antes de hablar miró para el patio y preguntó si por allí había

jente extraña. Al contestarle mi madre que no, D. Eduardo habló en voz muy baja.

Mi madre llamó a mi padre y los tres estuvieron un buen rato solos en el comedor.

Mi madre salió callada, lo mismo que mi padre D. Eduardo exclamó:

-Horroroso! Horroroso! -mientras abría sus ojos azules. Cuando D. Eduardo se fué mi

padre y mi madre se quedaron hablando detrás del aparador.

-Acabará con todos. Uno a uno -decía mi madre mirando para el suelo.- Esto no tiene

nombre.

Mi padre, con la cabeza en alto, paseando la vista por la pared del zaguán, con los ojos

muy abiertos repetía:

-Veremos a ver si es cierto. Uno no se puede llevar de todo lo que le digan. Eso es tan

tremendo que me parece imposible.

Veinte! Veinte! -repetía asombrado.

Cuando yo me estaba desayunando, de pié por delante de la mesa, oí que mi hermana

Anacaona decía que la fiesta se "aguó".

Page 202: Moscoso Puello_Navarijo

-Todos los preparativos se han suspendido -le dijo mi padre-. Acabo de recibir este

papelito de una de mis compañeras.

Patricio interrumpió esta conversación.

-Dónde está Sinforosa? -dijo. Tenía el bastón en una mano y el sombrero en la otra. Mi

madre estaba en la cocina y como mi padre lo invitó a sentarse contestó:

-No puedo sentarme. Voy para adentro a ver qué puedo oler. Qué le parece? -agregó

abriendo los ojos.- Qué le parece?

Y después de un silencio:

-A mí no me ha cojido de susto. Eso estaba escrito. Un hombre así no debió ser confiado.

Mi madre le preguntó a Patricio si quería desayunarse. Patricio rehusó. Ya lo había

hecho, por fortuna. En seguida se puso el bombín y se enganchó en un brazo el bastón.

-Yo vuelvo por aquí -dijo, ya en la puerta.

A las nueve mi hermana salió, vestida de blanco, con un traje especial.

Era el día de su investidura de Maestra Normal. En casa hacía días que no se hablaba de

otra cosa. Fueron varias veces donde la costurera, me mandaron a mí a buscar algunos

pares de zapatos a la calle del Conde para medírselos. Mi madre estaba muy contenta.

-Dios tiene que premiarme -le decía a su vecina Doña Mercedes-. Todos estos

sufrimientos tendrán que tener su recompensa. Ya que no podemos dejarle otra cosa, le

dejaremos eso.

-Es una felicidad -decía Doña Mercedes.- Yo hubiera deseado hacer lo mismo. Pero a mis

hijos no les gustaba la Escuela.

Mi madre y Doña Mercedes, conversaban por el patio. La empalizada que dividía las dos

casas, de tablas de palma, no era muy alta y había en un aposento de la casa de Doña

Mercedes una ventana que abría frente a nuestro patio.

Por esa ventana, a veces, doña Mercedes le pasaba a mi madre, entre días, un plato de

comida para mí. Me gustaba mucho la comida de Doña Mercedes.

Luego hablaron en voz baja.

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-Cómo! -exclamó Doña Mercedes.- Y entonces no habrá fiestas?

-No! Han suspendido los preparativos.

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Yo no supe nada más. No iba ese día a la Escuela. Después que mi hermana salió yo me

entretuve en la puerta mirando a Lico el Baboso que pasaba por allí. Era un puerco y no

tenía gracia. A mí me gustaba más Gabriel el Mono porque se ponía bravo cuando le

gritaban ese nombre; y me gustaba también Frijolito.

Por mi barrio había hasta media docena de estos tipos. Mamá Reina que a menudo iba a

casa, Vaporcito, José María el Loco, Monte la Chiva y Garabito salta charcos.

Mientras Anacaona estuvo fuera de casa llegaron unos cuantos regalos. Mi madre les

daba las gracias a las personas que los traían y subían algunos para arriba y otros los

dejaban en el comedor.

Mi padre permanecía en la pulpería.

En mi casa se había preparado ese día una comida. especial. Y se habían hecho algunos

dulces que me traían sin juicio.

A medio día esperábamos a Anacaona, pero antes llegó Patricio. Esta vez se sentó cerca

de la escalera.

Era Patricio uno de los amigos más consecuentes de mi familia. Patricio era un político

profesional. Cuando patricio entraba a casa, con su saco negro, su medio bombín y su

bastón, no hablaba hasta que no le prestaban mucha atención.

Patricio era un revolucionario. Conocía a todos los conspiradores y mantenía con ellos

estrechas relaciones. Patricio había hecho de los "derechos del hombre" el ideal de su

vida.

Patricio conocía muy bien la Revolución Francesa por habérsela leído muchas veces a los

tabaqueros de José Peguero. Mientras torcían los tabacos Patricio se complacía en leerles

las pájinas más brillantes de aquella cruzada de la libertad y era tal su entusiasmo cuando

leía que los tabaqueros muchas veces le hacían repetir los párrafos más significativos.

Patricio llegó a identificarse con muchos de aquellos héroes y en ocasiones repetía sin

darse cuenta las palabras encendidas que en aquella obra había aprendido.

Patricio era un enemigo declarado del Gobierno. No podía

pasar al Presidente Heureaux. Todas las mañanas salía a la calle para enterarse de la

marcha de los sucesos políticos. Recorría algunas calles, entraba en varias casas. A veces

pasaba un rato largo en una esquina con un amigo de la causa. En estas conversaciones

Patricio realizaba un cambio de impresiones. Y exponía sus puntos de vista. La cosa no

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podía seguir así. Ya estaba tocando a su fin. Los informes que tenía eran alarmantes. A

veces las personas con quienes hablaba estaban de acuerdo con él y esto le llenaba de

optimismo, pero en ocasiones sucedía lo contrario. Patricio entonces se desanimaba, se le

abatía el espíritu. Duraría mucho el réjimen? Las esperanzas de un cambio eran remotas.

Mi madre tenía fe en Patricio.

-Mientras haya hombres como él no se debe perder la fe -decía-. La actitud de Patricio

era un indicio cierto de que la protesta estaba en pié.

Y conversó largo rato. Lo habían fusilado al amanecer en La Clavellina. Además de

Generoso de Marchena habían fusilado a otros. Contaba catorce o quince. La ciudad,

según Patricio, estaba consternada. La jente que había visto no se atrevía a hablar.

-Qué más hará este hombre? -exclamó Patricio mirando a mi madre.- Ya esto no se puede

aguantar.

Cuando Patricio alzaba la voz, mi madre le llamaba la atención, recomendándole que la

bajara un poco, y diciéndole que las paredes tenían oído.

Mi madre le contó que D. Eduardo fué el primero que trajo la noticia tempranito, pero

que ella lo puso en duda. Era tan tremenda esta noticia!

La ceremonia de investidura de mi hermana fué un velorio. No hubo nada. Por la tarde oí

decir que al Sr. Mejías, el Director de la Escuela Normal, se lo habían llevado preso,

porque en el discurso que pronunció esa mañana, había hecho velada alusión al

fusilamiento de D. Generoso de Marchena.

Días después Patricio dijo en casa:

-Algunas personas aseguran que D. Abelardo Nanita fué envenenado. Y yo no lo dudo.

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Aquella mañana en que se enteró del fusilamiento de D. Generoso de Marchena, Patricio

estaba al rojo, lleno de indignación.

Antes de retirarse se asomó a la puerta del patio y alzando las manos que tenía ocupadas

con el sombrero en una y el bastón en otra, miró al cielo y dijo:

-Yo creo que todavía hay Dios, Sinforosa. A él le causará vergüenza todas estas cosas

que están sucediendo.

Mi madre no se atrevió a decirle nada. Patricio dió media vuelta, salió del pasillo,

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atravesó el zaguán y salió veloz como un rayo.

Llevaba puesto el bombín y apretaba el bastón bajo el brazo.

XXXII

Una tarde me bañaron y me vistieron muy a prisa. Mi madre iba a salir con dos de mis

hermanas y conmigo.

Aquel día mi padre salió en la mañana y regresó cerca del medio día. Pocos comieron en

casa; y la tía Mariquita, que estaba en esos días de temporada en mi casa, dijo:

-Jesús! Se ha quedado la mesa tal como se puso. Las cosas no se toman tan a pecho. Hay

que tener paciencia y confianza en Dios.

Por la mañana yo había visto a algunas personas raras en mi casa. Conversaban un rato

con mi familia y volvían a salir.

A muchas les oí decir al despedirse:

-Después de todo deben estar contentos.

La persona que vi entrar y salir más veces fué a Patricio.

-A qué hora se va el vapor? -le oí decir una de las veces que entró en casa.

Para Patricio las cosas que estaban sucediendo no tenían calificativos. Tenía noticia de

que las cárceles estaban llenas de presos, de que había un sin número de gentes

confinadas en diferentes partes de la República. Con frecuencia inaudita se cometían

asesinatos políticos. Lilís estaba sacrificando la mejor jente del país. Por otra parte, la

miseria asomaba a la mayoría de los

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hogares. No había una mota en ninguna parte. Y la prensa, tan servil, lo callaba todo.

Patricio sentía odio por los periódicos de la Capital y repetía a menudo:

-Hecharé los tipos a la calle, cuando me toque. Lo que hace falta aquí es sanción. Y se

quedaba pensativo dándole vueltas al bastón.

Cuando mi padre hablaba, que eran pocas veces, le replicaba:

-Esto no es nuevo, Patricio. Santana, Báez y quien no fué Báez hicieron lo mismo. Este

será siempre un país perdido.

-Eso es verdad, Don Juan -agregaba Patricio.- Pero debemos hacer un esfuerzo. No

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podemos cruzarnos de brazos.

Cuando todos estuvieron listos aquella tarde, mi madre llamó un coche y entramos en él.

Pasamos por la plaza de Colón y seguimos hasta el río. Mi madre me cojió de la mano y

juntos, todos subimos a un vapor. Nos sentamos alrededor de un hombre con los ojos

verdes y con barbas. Hablaba, sonreía y fumaba mucho. Todos lo escuchaban. De vez en

cuando me agarraba por un bracito y me metía dentro de sus piernas para darme un beso.

-Estás muy grande -decía.- Y muy buen mozo. Dios quiera que no se descomponga.

Y luego tocándome la cabeza con una mano, agregaba:

-Compórtate bien. Y vaya a la Escuela.

Permanecimos en el vapor hasta que unos soldados que estaban de pié cerca de nosotros

nos dijeron que ya debíamos retirarnos.

Mi madre abrazada del hombre lloraba. Mis hermanas tenían en las manos sus pañuelos;

yo veía el muelle, la jente que cruzaba por allí, las carretas, los burriqueros, y tantas cosas

que no había visto antes.

Al separarnos, el hombre me alzó con sus brazos y me volvió a besar.

-Hágase un hombre. Un hombre valiente -me dijo.

Ya en la escalera mi madre se volvió para abrazarlo otra vez. -No se apure, vieja -le dijo-.

Esto no durará para siempre. Nos quedamos en el muelle. El vapor pitó y yo me estreme-

cí. Quitaron unas sogas. Poco a poco se fué despegando del muelle el vapor. En medio

del río el hombre ajitaba un pañuelo y mis hermanas hacían lo mismo con los suyos. Mi

madre y ellas seguían llorando. Yo quise soltarme para ver unas carretillas, pero mi

madre me apretó el brazo y luego me lo alzó para que yo dijera adiós también.

Regresamos en un coche. Todos venían callados menos yo, que de vez en cuando

preguntaba:

-Qué es eso? Qué es eso?

Y no me respondían.

Por la noche llegó otra vez Patricio.

-Supongo que habrá sabido algo, Sinforosa. Qué piensa Abelardo? Creo que tú le

enterarías de todo lo que está pasando aquí.

Mi madre le respondió que como estaban vijilados por un centinela ella no se atrevió a

hablarle de política.

Page 207: Moscoso Puello_Navarijo

-Caramba! -exclamó Patricio-. Tan buena oportunidad. Pero alguien le debe haber dicho

algo. Tan buena oportunidad!

Y movía el bastón, como de costumbre. Para Patricio su bastón era una especie de

guillotina. Lo alzaba a veces con tanta indignación y con tal gesto que parecía que iba a

cercenar con él la cabeza de todos los enemigos del orden y de la libertad.

El hombre de ojos verdes que yo ví esa tarde, era mi hermano Abelardo.

Supe cuando estaba más grandecito que mi hermano pasaba ese día por el puerto de

Santo Domingo a bordo del vapor Abder Kader con destino a Europa, desde su residencia

de Jacmel. Estuvo en el puerto el tiempo que duró la escala y el Gobernador de la

Provincia nos autorizó para que subiéramos a bordo y estuviéramos con él un par de

horas. Una guardia fué establecida desde la llegada del vapor hasta que levó anclas y

abandonó el puerto.

Mi madre refería que D. Juan Francisco Díaz se condujo muy bien con la familia en esta

ocasión.

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1

XXXIII

Todas las noches, después de cerrar la pulpería, mi padre acostumbraba sentarse cerca de

la escalera en una mecedora pequeña. En cuerpo de camisa y con las piernas cruzadas

esperaba a mi hermana Mercedes que a veces se entretenía en los altos conversando con

mis otras hermanas. Era la hora del Listín. Frente al sitio en que mi padre se sentaba

arrancaba la escalera de maderas que conducía al otro piso. La lámpara que iluminaba

esta especie de pasillo que daba al patio, estaba colgada en el ángulo del primer rellano.

-Dile a Mercedes que venga -me decía mi padre cuando se cansaba de esperarla.- La

estoy aguardando.

Yo subía haciendo maromas por la escalera y a poco Mercedes bajaba con el periódico en

la mano.

Por aquellos días estaba en uno de sus periódicos más interesantes la guerra de Cuba, y

mi padre seguía con un interés mayor todos los acontecimientos que se sucedían y las

noticias y comentarios que sobre los mismos se hacían en el Listín Diario, que se había

Page 208: Moscoso Puello_Navarijo

consagrado a la defensa de la causa independentista de Cuba.

Ningún otro material le interesaba a mi padre. Ni las noticias del país, ni los artículos

sobre la política nacional le llamaban la atención.

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A veces Mercedes le leía algún decreto y mi padre al oírlo murmuraba:

-Dios nos favorezca!

Y cuando, para oírlo, le leían alguno que se refería a Ulises Heureaux, mi padre se

limitaba a guardar un profundo silencio. No podía transijir con este gobernante y aún

cuando pocas veces lo criticaba, todos sabían en casa que mi padre no lo podía pasar.

Mercedes leía de pié, recostada sobre el pasamano de la escalera o sentada en un escalón,

el más cerca de la lámpara de gas que proyectaba una luz escasa y amarillenta.

Cada vez que leía un cable mi padre lo comentaba. Recordaba las batallas que estaban en

curso las escaramuzas, los asaltos y las derrotas, el número de bajas y de prisioneros. Yo

oía los nombres de Máximo Gómez, de Maceo, de Rius Rivera. Y veía como mi padre se

exaltaba cada vez que Mercedes pronunciaba el nombre de Valeriano Weyler.

-Es un hombre muy cruel -decía mi padre.

Cuando se terminaba la lectura hablaban de lo que decía el Heraldo Español, otro

periódico que se publicaba en la ciudad.

-Es un embustero! -decía mi padre sonriendo-. Todo lo que dice se lo inventa.

Si a estas horas llegaba algún amigo a casa, la conversación se animaba. Y entonces mi

padre subía más tarde a acostarse, porque hasta que las visitas no se despedían en mi casa

no se acostaban. A veces eran las once de la noche.

-Se ha pasado el tiempo sin saberlo -decía mi padre cerrando la puerta de la calle.

Mi padre era un ardiente defensor de la causa cubana. Y aunque se sentía español, estaba

ahora a favor de los cubanos.

Cuando mi hermana terminaba la lectura del Listín y subía, ya hacía horas que yo estaba

durmiendo. Mi madre me acostaba temprano y si mi conducta había dejado algo que de-

sear en el día, la oración la escuchaba en la cama. A veces me quejaba.

-Ustedes no ven que todavía es de día -decía, subiendo las escaleras después de haberme

lavado los piés.

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-Suba y callé! -exclamaba mi madre.

Y subía, pero despacito, en son de protesta.

Pero algunas noches Mercedes no podía bajar a leerle el Listín a mi padre. Llegaban

visitas. Iba un señor de cara colorada, de nariz grande, bajito, delgado, vestido de negro,

con los pies pequeños, que en mi casa le llamaban el Sr. Penson. No me gustaba esta

visita. El Sr. Penson hablaban poco, despacito y apenas se le podía oír. Además, el Sr.

Penson sólo iba a casa a leer versos. Una vez estuvo yendo más de una semana y todas

las noches leía el mismo libro. Era un libro que mi hermana Anacaona guardaba con

mucho cuidado. No quería que nadie le pusiera la mano. Sólo lo sacaba de noche para

leer con el señor Penson. Se llamaba Tabaré. A mi hermana Mercedes le gustaba mucho

y siempre estaba diciendo:

Blanca así como tú, era la madre mía, Pero no eres tú.

Otras noches se veían más personas, pero todas hablaban de lo mismo. Una noche mi

hermana Mercedes leyó un papel y el Sr. Penson le dijo:

-Muy bueno!

Cuando no leían el libro Tabaré, leían un periódico: el periódico de D. Federico: Letras y

Ciencias.

Anacaona pasaba las primas noches leyendo cuando no iban visitas. Fello y Arturo salían

a la calle, pero venían temprano.

Ya no había piano ni nada en que entretenerse en mi casa. Cuatro mecedoras de bejuco y

doce sillas negras con filetes dorados. Una mesita de mármol, y el retrato de mi madre.

Sobre las paredes, colocadas en unas esteras pintadas con flores, se veían algunos

retratos: el de mi padre, el de mi padrino D. Fellé, el de una señorita Echenique y otros

que yo no reconocía. Sobre la mesa de mármol colocaban un florero con flores recojidas

en el jardín que mi hermana Mercedes había hecho en el patio.

Al lado de la sala estaba el aposento de mis hermanas. Un armario y tres camitas de

hierro iguales, con un armazón también de hierro para el mosquitero.

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El aposento de mi padre y de mi madre donde yo dormía quedaba detrás.

Fello y Arturo tenían otro. Había allí dos catres y una mesa sobre la cual descansaba un

armario lleno de libros, que mi hermano siempre tenía cerrado con llave. No le gustaba

que yo anduviese por allí. De ese cuarto me sacaron muchas veces, porque él tenía sobre

la mesa, flores, hojas, máquinas descompuestas y tubitos para decir cuándo iba a llover y

cuándo hacía calor.

A mí no me gustaba ir a los altos de la casa. Subía solamente a volar mis chichiguas

cuando me lo permitían y por la noche para dormir. Porque arriba no dejaban que yo le

pusiera la mano a nada.

-Baje!, que usted sólo viene aquí a ensuciar -me decían. Y yo protestaba descendiendo la

escalera.

-No voy a ir a ningún mandado que me manden. Ustedes van a ver.

Pero cuando llegaba al último peldaño ya se me había olvidado el propósito que acababa

de hacer.

Pero alguna vez me llamaban. Tenían necesidad de mí. Mis hermanas Mercedes y

Anacaona iban a salir para alguna visita y yo les prestaba mis servicios en algunas

ocasiones. Era cuando se estaban apretando el corset. Había que apretarlo para que cerra-

ra en la parte de la espalda y yo hacía un servicio importante sujetando los cordones.

Las modas del siglo pasado eran bastante extrañas. La cantidad de piezas que usaban las

mujeres era extraordinaria. Hoy no se podría comprender aquella trajedia. La mujeres

viejas usaban batas entalladas de telas blancas o de prusianas francesas. Las batas tenían

dos tiras en la cintura que se amarraban por delante. Las usaban lisas las jentes pobres;

llenas de vistosos bordados y encajes las jentes pudientes. Eran largas estas batas y a

veces con colas que arrastraban por el suelo. Otras viejas vestían con corpiños, o blusas y

faldas. Las faldas eran anchas y largas, apenas unas cuantas pulgadas del suelo. Por lo

regular cubrían el calzado. Se usaban mantas de lana, ordinariamente de color negro. La

tía Mariquita no salía a la calle sin la suya. Los pañuelos en la cabeza eran corrientes:

blancos o de Madrás ordinarios. La ca

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beza no podía estar descubierta las jentes jóvenes usaban dos enaguas y hasta tres, de

telas gruesas, almidonadas y con bastante borax para que estuvieran duras. Eran una

remembranza de la crinolina. Estas enaguas lucían bordados hechos a mano. Cuando las

enaguas no estaban duras, no estaban bien. Se usaban con polisones porque eran muy

anchas. Abajo terminaban en un círculo.

La prenda característica era el corset de buena calidad, con suficientes ballenas y a veces

el polisón. Este corset se apretaba con un par de cordones, de modo que estrechara

considerablemente la cintura. Mientras más estrecha quedaba aquélla, mejor. Sobre este

corset se ponían las enaguas; prendidas con alfileres para que quedaran a buena altura por

todos los lados.

Los zapatos eran por lo regular botas altas, de cordones o de botones. Apenas se veían

porque los vestidos los cubrían. Estos zapatos parecían polainas para montar.

Completaban estos trajes, el sombrero. Eran unos monumentos. Hechos de paja, los

adornos los cubrían por completo. Flores de tela de diferentes colores, pájaros y plumas

constituían el resto del adorno. Eran enormes, verdaderas torres. Se sujetaban a los

cabellos por medio de largos alfileres llamados pasadores cuyas cabezas semejaban

empuñaduras de espadas o cosas por el estilo. A veces había que poner dos en dirección

contraria, porque el viento en las calles era peligroso y podía dar con estos monumentos

en tierra. Venían estos sombreros en enormes cajas de cartón. Yo cargué con varias de

estas cajas, de la tienda de don Arías Gómez a mi casa para probarlos. Dos personas

tenían que cargar con ellos cuando eran tres o cuatro sombreros los que se mandaban a

enseñar.

A todos estos adornos se agregaban las prendas que eran muy comunes. Cadenas de oro,

collares de fantasía, pulseras gruesas, anillos y broches y alfileres de diferentes tamaños.

Las manos iban vacías o con un pañuelito bordado. A veces llevaban una sombrilla de

seda o un abanico.

También se veían en aquellos días mantillas para cubrirse la cabeza. Eran de tela de

punto, lisa o con motas, blancas o lijeramente cremas.

Las mujeres del siglo pasado se cubrían todo hasta la cabeza.

Cuando yo ayudaba a apretar el corset a alguna de mis hermanas, me pagaban. Yo me

hacía muy importante en esos momentos y estos servicios me valían en ciertos días

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algunas dos motas que me servían para adquirir masitas o alfajores, cuando no para

comprar chichiguas.

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XXXIV

Un día al levantarme, mi madre me abrazó y me dio un beso.

-Hoy cumple mi hijo nueve años -dijo-. Ya es un hombrecito. No será más malcriado y se

comportará bien. Verdad?

Yo sonreí. Qué cosa eran nueve años? ese día era para mí como cualquier otro.

Cuando fui a besarle la mano a mi padre que estaba en la pulpería, sacó el cajón y me dio

un real de chivita.

-Tenga -me dijo- y vea lo que hace; no vaya a comprar porquerías. Esa es su horca.

-Hoy no vas a la Escuela, me dijo Mercedes. Hoy es tu cumpleaños.

Esta noticia me produjo una gran alegría.

Mientras daba vueltas por la casa, abría la mano y contemplaba el real. Qué haría yo con

tanto dinero? Fuí donde Catalina a comprar todas las frutas que se me antojaron. Cuando

llegué a mi casa mi madre me quitó la mayor parte.

-Tú estas loco, muchacho! Cómo vas a comer tantas frutas?

Nueve años y ya era un hombrecito, me había dicho mi madre esa mañana.

Como era día de asueto debí hallarlo demasiado corto.

Me quedé descalzo y con mi ropita de entre casa. Comí frutas, comí dulces. Por la

mañana jugué con mi trompo, luego jugué al trúcamelo en la patio de Doña Juanica.

Trepé a la mata de jobo, jugué bolas, hice maromas. Me gustaban las vueltas de carnero.

Después de medio día compré una chichigua, le puse frenillos y tuve un disgusto porque

quise luego hacerle la cola con una tela que se necesitaba, aunque me lo permitieron, gra-

cias a que era día de mi cumpleaños. Dí carreras en la calle de San Lázaro mientras la

encampanaba. Sudé, grité, me ensucié, lloré, pero gocé mucho.

Por la tarde me vistieron de limpio y me mandaron a besarle la mano a mi padrino.

La acojida que me brindó aquella tarde mi padrino fué muy cariñosa.

Me miró de pies a cabeza. Yo debí considerarme una persona muy interesante.

-Dios te bendiga y te haga un hombre de bien -me dijo, pasándome la mano por la

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cabecita, mientras yo le miraba fijamente el hermoso bigote. Luego volvió la cara y le

dijo a su mujer.

-Este es Panchito, el de mi compadre Juan Elías. Ha crecido mucho, pero mi comadre

dice que es muy malcriado, que no lo puede soportar.

-No le parece. Un muchacho tan buen mozo no puede ser malcriado. No es verdad? Y me

pasó la mano por la barba.

Lucía esa tarde unos zapatos negros de cordones, unos pantaloncitos de dril planchados,

un sombrerito de paja que apenas me cubría la cabeza y el bastoncito con que salía

algunos domingos. Me habían empolvado, peinado y perfumado.

Por la noche a la hora de dormir, mi madre me repitió.

-Te has lucido hoy porque era día de tu cumpleaños, pero mañana tienes que madrugar.

Usted no puede estar sin Escuela.

Al día siguiente quise dejar de ir a la Escuela y desde temprano me metí en el cuarto de

mi hermano Arturo para que pasara la hora. Con objeto de asegurar la puntualidad de los

alumnos el Director de la Escuela los ponía de pie si llegaban tarde y

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yo me valía de esto para negarme a ir a la Escuela cuando ya habían pasado las ocho de la

mañana.

Mi hermano Arturo trabajaba en la casa en un cuarto que seguía al zaguán. Allí tenía su

fábrica como yo la llamaba. Yo me entretenía muchas veces viéndolo hacer cigarrillos.

Se ponía encima de las rodillas un cajón que sólo tenía dos patas en la parte de atrás. Este

cajón estaba divido en dos departamentos, uno grande para cigarrillos y otro pequeño

para la picadura.

Arturo se ponía en el dedo índice de la mano derecha una especie de dedal de hojalata

que llamaba uña. Para hacer un cigarrillo tomaba un papel, le ponía picadura que tomaba

con tres dedos de la mano derecha y luego le daba vueltas al papel hasta que hacía un

perfecto cilindro cuyo espesor lo determinaba el tacto. Enseguida le hacía un doblez en

un extremo, luego otro y finalmente con la uña de hojalata le hundía el pico de papel que

quedaba de modo que no se pudiera desdoblar. Con un movimiento adquirido por el

hábito, le daba un impulso que lo hacía caer dando vueltas en la parte de atrás del cajón.

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Todos los días se daba una tarea. Yo no sé qué cantidad hacía, pero el cajón se llenaba de

cigarrillos dos o tres veces en el día.

Con lo que este trabajo le producía mi hermano Arturo hacía sus gastos. Mi madre se

lamentaba a veces de que a mi hermano no le había gustado ir a la Escuela.

-Por eso -me decía- tú tendrás que aprender o te majo la cabeza. Y yo sonreía.

Fué inútil que me escondiera y que hiciera resistencia tratando de soltar el brazo por

donde me agarraban, mientras con los ojos llenos de lágrimas, gritaba.

-Y no voy! Y no voy!

Cuando las cosas se pusieron más serias y me arrastraban hacia el sitio en donde estaban

las correas, mi resistencia cesó. No me quedo más remedio que ir a la Escuela.

Por la calzada, saltando sobre las sogas de los caballos; por el medio de la calle;

deteniéndome en la puerta de las pulperías, con mi sombrerito viejo y una media caída,

iba yo, olvidado de lo que acaba de pasar, más bien alegre por el paseíto hasta el Conde

que siempre me proporcionaba una sorpresa agradable.

Era una calle muy típica. Las aceras de las casas, en su mayoría de ladrillos, eran

desiguales y muchas estaban en mal estado. Los ladrillos estaban zafados, dejando huecos

o se habían desgastado con el tiempo. No se podía transitar por ellas con seguridad. A lo

mejor habían casas que sólo conservaban pedazos de estas aceras. El transeúnte tenía que

subir y bajar y fijarse bien donde iba a poner los pies para evitar una caída. De noche eran

más peligrosas. Era preferible andar por el arroyo, lo que hacía todo el mundo

voluntariamente. Cuando estaba seca no había inconveniente, pero después de haber

llovido, había que dar saltos para no caer en uno de los numerosos charcos que a veces

persistían por varios días.

Al pasar por la esquina de El Elefante, muchas veces me detenía para ver a Nano.

En la esquina del Conde y Espaillat quedaba El Elefante con cría, un establecimiento que

al abrir sus puertas de hierro todas las mañanas debía despertar al vecindario. Era un

ruído enorme el que hacía estas puertas de las cuales pendían gruesos aldabones y

pesados cerrojos. Notable era el anuncio de este establecimiento. Un cuadro ancho y

largo en el cual lucía el enorme paquidermo con su cría a los lados.

En la esquina de El Elefante con cría no faltaba Nano, un tuerto popularísimo que allí se

estacionaba desde las primeras horas de la mañana con un trozo de palo, un cuchillo de

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mucho filo y tres o cuatro andullos escojidos, según él mismo afirmaba, pero sobre cuya

calidad corrían diferentes versiones en el barrio.

-Vive engañando a los campesinos -decían.

Nano no dejaba pasar uno sin detenerlo. Dicen que tenía gran habilidad para venderlos.

Nunca de improviso les ofrecía su andullo. Antes los entretenía preguntándoles sobre lo

que llevaban y de dónde procedían.

-Ah! Usté es de Engombe. Se me puso.

Y luego de hablar finjiéndoles desinterés, partía una medida de andullo y se la llevaba a

la nariz.

-Yo nunca había visto un andullo como éste -decía.

Y mostrándoselo al campesino y hasta acercándoselo a la nariz, agregaba:

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-Vea qué olor! Más negro que el café, con naiboa.

Luego finjía que se distraía viendo para otra parte, para despertar el interés del

marchante. Su táctica era segura, comprobada por la experiencia.

-Usted no se atreve a venderme un pedazo de ese andullo?, -preguntaba el campesino

temeroso de un desaire.

-Ese es caro -respondía Nano.- Por qué no compra del otro? De este, por ejemplo, -y

tomaba otro en la mano y se lo mostraba.

El campesino lo complacía examinándolo, pero se lo devolvía diciéndole:

-No. Yo quiero del primero.

Y esta era la oportunidad de Nano. Sólo por complacerlo lo volvía a partir, porque él lo

tenía destinado para su uso. En ese momento, se sacaba una mascada de andullo de la

boca y escupía.

-Vea! Yo no masco de otro!

De este modo, Nano se hacía pagar bien su andullo, pero no faltaba alguno que otro

campesino que prefería entrar por la calle del Arquillo para librarse de él.

-Vámono po aquí, compadre. Yo no quiero pasar por donde está ese hombrecito de los

andullos. Tiene mucha labia y es muy pícaro -decían.

Nano era mulato claro, bajo de estatura, se afeitaba poco y usaba un sombrero de alas

Page 216: Moscoso Puello_Navarijo

anchas que le ocultaba los ojos.

No sé cuándo perdió el ojo, ni cuándo desapareció. Su puesto, sin embargo, permanece

igual que hace cuarenta años. Ahí esta el viejo edificio de El Elefante con cría, que

únicamente tiene de nuevo la acera.

Muchas veces yo pasé un buen rato en esta esquina que debía doblar para ir a mi casa

mirando a Nano que, sin duda, no sabía quien era yo ni por qué lo miraba tanto. Para mí

Nano era El tuerto del Elefante con cría.

Cuando regresaba de la Escuela, entre días, mi madre me daba motas para que comprara

mangos.

Por mi barrio pasaban todos los días muchas carretas cargadas con mangos guerreros.

Cuando se detenían estas carretas frente a mi casa una can

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tidad de sirvientas con macutos y de muchachos nos acercábamos para pedir a Gollito o a

Melitón que nos diera de los más grandes y de los que no tuvieran manchas negras. No

quiero pensar cómo se me ponía la boca y la cara y cómo dejaba de limpias las semillas

para luego hacer carteras con ellas.

En los tiempos en que abundaban los mangos el tránsito por las aceras era peligroso. Los

periódicos habían llamado la atención sobre este peligro. Varias personas sufrieron

lesiones a causa de caídas producidas por las cáscaras de mangos que los muchachos y

personas mayores también, tiraban en las aceras y calles.

263

XXXV

E1 día 21 de Septiembre del año 1894 amaneció lloviznando. Pero después de las ocho de

la mañana el cielo se despejó y el sol brilló por todas partes. Se sentía un aire fresco. Mi

calle estaba llena de cordelitos y en la puerta de mi casa yo oía el ruído que hacían estos

cordelitos cuando la brisa los movía.

Era día de fiesta. Las otras calles estaban adornadas con banderitas de papel. Habían sido

barridas por los presos. Muchas casas fueron pintadas.

Hacía días que yo, al salir de la Escuela me iba lejos de casa para ver levantar los arcos

Page 217: Moscoso Puello_Navarijo

en la calle del Conde. En el Parque de Colón, en la esquina de D. Samuel Curiel estaban

levantando un castillo. Los armazones eran de madera y lo demás era de tela pintada.

Pero se veía muy bonito.

En mi casa decían que todos esos adornos que estaban poniendo en las calles eran para

recibir a Lilís.

Patricio no se cansaba de hablar de esto.

-Está gastando nuestro dinero -decía.- Es una locura lo que está haciendo.

El Presidente Heureaux había salido en recorrida al Cibao poco tiempo después que

ocurrió el fusilamiento de D. Generoso de Marchena, el asesinato de Isidro Pereyra y el

de Joaquín

Campos. Fué al Cibao para desvanecer con su presencia el efecto que esas medidas había

producido.

La Capital se preparaba para hacerle un recibimiento sin precedentes a su regreso. Se

había constituido una Junta de Festejos presidida por el poeta José Joaquín Pérez y otras

personalidades.

Los empleados públicos, el Comercio, la Industria, las Sociedades todas el pueblo en

general, estaban participando en el gran homenaje.

Mi padre oía leer los periódicos de esos días que no cesaban de pregonar sobre el

acontecimiento que se avecinaba. No comentaba. Sonreía, sobre todo cuando Patricio,

que estaba al tanto de los grandiosos preparativos llegaba a casa y decía:

-Yo le cortaría la cabeza a más de cuatro -y blandía el bastón como si lo estuviera

haciendo.

Decía un periódico: "Los señores Rocha, Levy, Báez, Vicini y León Propusieron a su

costo asear hoy lo mejor posible la calle del Comercio, que es una de las que recorrerá el

Presidente".

El Listín Diario repetía el 20 de Septiembre de 1894: "Rei

na una animación general e indescriptible en todos los ámbitos de la ciudad para recibir

mañana al Jefe del Estado".

"Los círculos sociales todos se ajitan llenos de alegría realizando todos los preparativos

necesarios, a fin de que la recepción que se haga al ciudadano Presidente sea digna de

esta culta Capital".

Page 218: Moscoso Puello_Navarijo

Y en esa misma edición el periodista redactor, Don Germán Vega escribió: "Lo que el día

de mañana simboliza, aún a despecho del odio político y de la pasión de partido, para es-

ta, hasta hace poco maltrecha y exangüe nacionalidad, dado el modo de ser de este

pueblo, que vivió siempre sujeto a luchas fratricidas, derramando su generosa sangre en

estériles combates, lo dirá con elocuencia abrumadora la Historia, ese juez cuyo fallo..."

El 19 de Septiembre a las 2:30 el Presidente había llegado a S. P de Macorís; y aquella

mañana en que soplaba una suave brisa en la capital y las calles estaban adornadas de

cordeles, arcos y castillos, era esperado de regreso.

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Toda la ciudad estaba de fiesta. Al lado de mi casa había banderas colocadas en las

puertas. Mi casa no tenía nada.

Pero yo estaba dispuesto a verlo todo. Vestido como en las grandes ocasiones, me dispuse

a ver el batallón cuando pasara por la calle del Conde y ver los arcos y el castillo y la

comitiva cuando llegara el Gral. Lilís.

A las ocho de la mañana llegó el vapor con el Presidente. El vapor rompió una cinta que

cerraba la boca de la barra y que tenía esta inscripción: Paso al Progreso. Fué obra de la

Maestranza.

Toda la ría estaba llena de banderas, de gallardetes. Desde la Puerta de San Diego hasta el

Mercado había palmas, árboles y una alfombra de flores.

La Torre del Homenaje, la Capitanía del Puerto, el Ingenio La Francia fueron adornados

con la enseña nacional y ostentaban diversas frases de salutación al Primer Majistrado.

Los adornos del Ingenio La Francia fueron ordenados por Mr. Vie y ejecutados por

Monsieur Trivier.

Al otro lado del río, en Villa Duarte, se levantó un arco en el cual se colocó esta leyenda:

Villa Duarte al Pacificador de la Patria. Loor al genio que dió paz a la República.

En medio del río los remolcadores Julieta, Jeanne, del Ingenio La Francia, luciendo

gallardetes y seguidos por más de veinte botes, adornados con banderas francesas y

dominicanas haciendo escolta al crucero Presidente. Detrás iban otros remolcadores: el

Pionette, del Ingenio San Isidro, el Ana de la Duquesa y por último el Mariposa,

propiedad de Mr. Morpert.

Page 219: Moscoso Puello_Navarijo

Comisiones del comercio, de la prensa, del Centro Benéfico Español acompañaron al

Presidente. La Junta de Festejos, presidida por José Joaquín Pérez había hecho una

invitación a la ciudadanía.

El Presidente debía pasar por los arcos levantados por los funcionarios de la Aduana, por

el del El Teléfono, levantado por D. Ricardo Roques, por el del Comercio de la Capital,

por el del Ayuntamiento y por el Castillo que se erguía en las proximidades de la Plaza de

Colón, levantado por los empleados públicos. El Arco del Ayuntamiento ostentaba este

rótulo: Nihil prius fides. El de la Colonia española que tenía 40 pies de altura rezaba: La

Colonia Española al Pacificador. Este arco en forma de Castillo, con pedestal alegórico,

trofeos representando la Industria, el Comercio, las Artes, las Ciencias estaba pintado a

imitación de granito.

Todos los edificios públicos y numerosas casas de familia lucían la enseña nacional.

Hubo recitaciones en Villa Duarte y discursos en la ciudad. Habló el Presidente del

Ayuntamiento, D. José Dolores Pichardo, el Presidente de la junta de Festejos: "Por tu

esfuerzo y por tu gloria todo aquí ha renacido", expresó el poeta Pérez.

"Faltaba a la corona del guerrero el mayor florón, el de Pacificador; a su fama de soldado

valeroso, el título de Patriota; a su renombre de caudillo insigne, la aureola de

Gobernante".

"Gobernante, Patriota, Pacificador, acaba de aclamarlo el país".

"Gloria envidiable!..."

El Presidente de la República pronunció un elocuente discurso. El Presidente dijo:

"Yo puedo exclamar como Alejandro, César o Napoleón: Si algo he destruido en la

guerra ha sido para edificarlo en la paz".

Fué muy comentado este discurso del Presidente y el principal diario de la ciudad

escribió con este motivo:

"No es corriente en América, por lo menos, que los jefes de Estado se expresen con la

lucidez que se expresó el Presidente de la República de Santo Domingo y este es el

motivo que nos ha impulsado a retener en nuestra memoria su hermoso discurso".

La recepción que se le hizo al Presidente Heureaux no tenía precedentes. No se había

visto otra igual en la República.

"Comercio y pueblo, nacionales y extranjeros, ricos y pobres han adornado las fachadas

Page 220: Moscoso Puello_Navarijo

de sus casas y acudido a recibir en procesión cívica al Presidente de la República".

"Arcos, castillos, leyendas, cuanto hay de grande y magnífico en estas solemnidades de

los pueblos, se ha hecho, pero sin preparación, sin artificio, de modo expontáneo, en

honor del General Heureaux".

Epílogo de estas fiestas extraordinarias en que se recibió al Presidente Heureaux, fué el

horror que ocasionó la noche de ese

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día un violento ciclón que se desató sobre la ciudad. Vientos de huracán y lluvias durante

toda la noche mantuvieron en zozobra a los habitantes de la ciudad que tan complacida se

había divertido ese día.

Bohíos en ruinas, edificios destruídos, árboles derrumbados, uno que otro muerto, calles

anegadas, asombro en todos los rostros, dolor en muchos hogares, y un poco de miseria,

fué el saldo que dejó este ciclón que fué bautizado con el nombre de Ciclón de Lilís.

Mi padre no durmió y mi hermano Fello leía esa noche un pasaje de Flanmarión, La

erupción del Cracatoa, mientras mi padre aseguraba las puertas, colocando catres

atravesados para amarrar en ellos las aldabas que las sujetaban.

Pero nosotros no sufrimos gran cosa, gracias a Dios!

268

Y o conocía muy bien a mi padrino, porque, entre días, pasaba por mi casa. Era un

hombre blanco, muy grueso, con un bigote abundante y con los ojos azules. Yo me sentía

satisfecho con él, porque lo creía un hombre muy importante y, aunque no le tenía miedo,

lo respetaba.

Mi padrino vestía siempre de saco negro y pantalón blanco. Llevaba un sombrero de

panamá y un paraguas.

Daba mi padrino, al pasar unos golpes en la puerta de mi casa con el paraguas.

-Adiós comadrita!

-Adiós compadrito! ¿Así se pasa?

Y mi padrino se detenía en la puerta.

-Voy para alla' adentro. En dilijencias. Y mi ahijado?

Page 221: Moscoso Puello_Navarijo

Mi madre lograba que mi padrino entrara. Y mientras alguna de mis hermanas, o mi

padre, le ponían atención a mi padrino, mi madre me buscaba.

-Hace un momento que estaba aquí. Su ahijado es tremendo, compadre. No puedo con él.

Me encontraban en algún rincón del patio o donde una vecina y hasta en la calle.

-Venga a besarle la mano a su padrino.

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Hacía mi entrada al sitio en donde se encontraba mi padrino, solo o llevado por una mano

por mi madre. Venía tal como me encontraba, empolvados los pies y las manos, revuelto

el pelo asorado, tímido, la vista fija en los ojos azules de mi padrino o en el paraguas que

retenía entre las piernas. En una mano sujetaba el bolón o el trompo con que jugaba en el

momento que me llamaron.

-No puedo con él, compadre. Su ahijado va a ser terrible.

Mi padrino me acercaba, me entraba dentro de sus piernas, que me parecían enormes. Me

colocaba una mano en la cabeza y sonriendo decía:

-Esta creciendo mucho. Y se está poniendo buen mozo. -Bésale la mano a tu padrino -

decía entre tanto mi madre. Después de hacerme repetir esta orden dos o tres veces, de

cía tímidamente, bajando la cabeza: -La bendición padrino.

-Dios me lo bendiga y me lo haga un hombre.

A poco yo me escapaba disimuladamente, mientras mi madre y mi padrino se entretenían

en hablar de mí.

-No quiere ir a la Escuela, compadre. Es muy testarudo. -Eso se le quita, comadre, él se

compone. Ya usted verá. -El otro día me lo trajeron aquí con un golpe en la cabeza.

Yo no he sabido cómo fué. El dijo que una caída. No le vale el

foete, compadre.

-Quién sabe, comadre, si ese será su bordón. Tenga paciencia.

Y mi padrino le decía a mi madre que uno de los suyos, Fellito, era una tremendidad.

-Ahora le ha cojido con irse a Güibia y temo que una de estas tardes me lo traigan

ahogado. Estos hijos!

Mi padrino vivía frente a la Puerta del Conde. Cuando yo andaba en compañía de mis

amigos del barrio, detrás de las máscaras, o en cualquier otra travesura, nunca quería

pasar por esa calle porque mi padrino se sentaba junto a la puerta en una mecedora y me

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podía ver.

Una tarde andaba yo detrás de unas máscaras. Como doblaron por la calle de mi padrino,

me detuve en la esquina y les dije a mis compañeros:

-Vamos por la otra calle.

-Y por qué? -preguntó uno de ellos.

-Porque allí vive mi padrino.

-Ay Dios! Este si es cobarde, -me replicó delante de otros muchachos-, le tiene fuá a su

padrino.

-Sonso! Es que me pegan en casa. Yo no le tengo fuá a nadie.

-Oye! Dizque no le tiene fuá a nadie. Y no se atreve a pasar por donde está su padrino.

Los que estaban oyendo rieron y saltaron porque pusieron en duda mi valor. Herido en mi

amor propio, permanecí un momento silencioso e indignado. Luego nos fuimos de

palabras con este motivo, y a poco, me encontraba yo frente a Ramoncito el de D.

Saturio, a quien los otros muchachos habían colocado una cáscara de caña sobre el

hombro.

-A que no le quitas esa pajita, -me dijeron riendo y palmoteando, los que estaban

conmigo y tres o cuatro más que a presenciar el lance concurrieron.

-Quítasela! Tú no eres tan guapo?

Yo miraba de la cabeza a los pies a Ramoncito. Era más alto que yo, más grueso, sus

zapatos tenían una puntera de cobre. A cuatro pasos de mí, Ramoncito había retirado una

pierna hacia atrás, y con los puños cerrados hacía círculos en el aire.

Así permanecimos algunos instantes. Yo me hubiera visto obligado a hacer una pública

demostración de mi valor, si la inesperada presencia de un policía no lo hubiera

impedido, poniéndonos a todos en fuga.

Por mi vecindario se podían contar hasta veinte muchachos de mi edad. Yo los conocía a

todos, a Juan, el de Doña Mauricia; a Luis, el de Doña Silveria; a Lolo, el de Doña

Candelaria; a Martín, el de las Saldaña. Porque no nos preocupaban los apellidos. Yo era

Panchito, el de Juan Elías.

-Ese malcriado hijo de Juan Elías -decía siempre la vieja Catalina- es el azote del barrio.

Ustedes no le ven los ojos de lagartijo.

Y cuando de pié, por delante de su ventorrillo, solicitaba yo que me vendiera un medio de

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guineos, paseando al mismo

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tiempo mi vista por encima de las numerosas frutas, de todos los colores, que adornaban

las bateas, Catalina no apartaba la suya de mí, tratando de averiguar qué se me iba a

ocurrir. Generalmente me daba cinco guineos y yo me llevaba otros cinco. Desplegaba

una habilidad extraordinaria. Catalina no podía dar la espalda sin riesgo, en pleno día,

porque yo tenía derecho de tocarlos para ver si estaban pintones o maduros. Y durante

esta operación lucía mi astucia. Catalina a veces no se podía contener.

-No los manosee, -decía.- Sin tocarlos se puede ver que están maduros.

Pero yo no le hacía caso. Con frecuencia la compra terminaba mal.

-Deja los guineos y toma tus cuartos. Y no vuelvas más. La miraba fijamente. Y le hacía

una mueca, procurando sacar la mayor cantidad de lengua fuera de la boca.

-Atrevido! -gruñía Catalina.- Se lo diré a tu madre.

Me retiraba a veces con ambos índices doblados en gancho dentro de la boca para

ensanchar las comisuras y hacerla más

horrible.

-Vieja hambrienta! Le gritaba desde lejos.

Enseguida corría donde mi madre para decirle que Catalina me había dicho que no quería

cuentas con nosotros porque éramos muy parejeros. De este modo yo estaba

contrarrestando el efecto que aquella podía hacer con sus quejas de mi conducta.

Catalina amanecía por delante de su venta. Frutas, víveres y recados, caimitos, mameyes,

jaguas, cajuiles solimanes, caimoní, jobos, zaona, uva de playa, nísperos, algarrobas,

hicacos, finas, sapotes, caimitos de perro, ciruelas, manzanas de oro, tamarindo,

pomarrosas, tomates, puerros, perejil, ajíes, dulces y montecinos, berenjenas, tallotas,

batatas, repollos, berros, rábanos, zanahorias, pepinos, cocombros, ahuyama, mapuey,

ñame, y honda. Una infinidad de artículos. Todo expuesto por delante de la puerta. En el

interior sobre un pequeño aparador, sogas de majagua, para pozos, macutos, esteras, y

dentro de unos frascos, bija, almidón de yuca, orégano y muchas otras chucherías. A las

doce Catalina lo guardaba todo y cerraba la puerta que tenía dos postigos, por donde

asomaba la cabeza, si en horas que no eran de trabajo, alguien llegaba a la puerta.

Page 224: Moscoso Puello_Navarijo

Bajita, gruesa, con senos desproporcionados, pañuelo de madrás en la cabeza, blanca y

buena moza. Catalina quedó sola en el mundo. Señora de su rancho, el vecindario la

estimaba y la quería.

Con Bárbara y con Prudencia compartía el afecto y las simpatías del barrio. Para mí,

Catalina era la madre de todas las frutas. Bárbara, la reina de los dulces sabrosos y

Prudencia, la casa del gofio. Me encantaba el gofio. Con él se comía y se jugaba. Servía

para las dos cosas. Cuando yo salía de donde Prudencia con mi cartucho amarillo o

rosado y me echaba en la boca el primer bocado, enseguida buscaba la primera negrita de

las muchas que por allí cruzaban, para acercármele y decirle, abriendo desmesuradamente

la boca:

-Gofio!

Y mientras la negrita mantenía los ojos cerrados, yo emprendía una carrera, con mi

cucurucho en la mano, desternillado de risa. "Qué bueno es el gofio" -pensaba.

Prudencia era además la casa de San Andrés. En ninguna parte había visto más

cascarones que allí. Se contaban por barriles. Qué barbaridad! Yo contemplaba a

Prudencia, alta, delgada, con los labios oscuros, la tez morena, el cabello apretado en mo-

ño. Siempre vestía una bata de prusiana morada, ajustada a la cintura y calzaba unas

chancletas. Qué envidia le tenía! Tan rica en cascarones! No me cansaba de echar desde

la puerta una mirada por todos los rincones cuántos, pero cuántos cascarones qué feliz

veía yo a Prudencia. Tanto trabajo que me costaba a mí conseguir media docena! Qué

injusticia! Prudencia tenía todos los cascarones del mundo! Y se atrevía a venderlos,

como si fueran dulces, como si fueran frutas. Como si ella fuera Bárbara o Catalina. Qué

cosas! En las proximidades de San Andrés, no salía yo de allí. Iba a ver si podía servir

para algún mandado, con tal que me regalaran algunos cascarones. ¡Tan hambrienta!

-De dónde sacó estos cascarones, -me dijo un día mi madre.

-Me los regaló Prudencia.

-Cuidado si usted se los ha pedido?

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Y me escurría para evitar el interrogatorio, mientras pensaba: "Yo me he ganado estos

cascarones".

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El día de San Andrés la casa de Prudencia no se entendía. En el patio, unas cuantas

mujeres, llenaban y tapaban cascarones por docenas. Se veía un caldero con cera

derretida, una paila con agua de albahaca, y un montón de tela vieja para hacer los

parches. Se contaban cuentos y se hacían chistes sobre el juego. Rafael entraba y salía,

hablaba con sus amigas, inspeccionaba los barriles de cascarones. Desde el amanecer se

ponía un flux de dril blanco. Prudencia estaba alegre al ver a su hijo satisfecho.

Desde las dos de la tarde Rafael, acompañado de dos o tres de sus amigos recorría las

calles del barrio ocupando un coche descubierto. Por delante del asiento y junto al

cochero llevaba tres o cuatro canastas llenos de cascarones. Rafael y sus amigos no

dejaban descansar el brazo disparándolos en todas direcciones: a los transeúntes, a las

puertas a las ventanas, a los balcones. A media tarde el cochero y sus ocupantes estaban

completamente empapados de agua.

En muchas calles, de los balcones, de las ventanas, de las puertas, de los callejones, salían

chorros de agua para mojar a todo el que por allí pasaba. Todo el día desde el amanecer

hasta la prima noche el agua corría en grandes cantidades por todas partes.

Una semana antes de San Andrés, andábamos en grupo, los muchachos del barrio, por las

peñas inspeccionando los tunales para hacer nuestra provisión de frutas.

Y desde el amanecer, el día de San Andrés, nos lanzábamos a la calle en persecución de

víctimas y sobre todo de las sirvientas y cocineras, las únicas personas con quienes nos

atrevíamos a jugar.

Muchas eran las negritas que llevaban el pelo lleno de almidón o de harina de trigo y las

ropas manchadas de rojo con tunas, y a las que hacíamos las más variadas burlas.

Cuando contábamos con algunos cascarones los llenábamos con agua teñida con azul de

lavar o con agua de tuna y a veces con otros líquidos de olores dudosos. La mayoría solo

disponía de elementos para echar pelucas.

Pero los más traviesos se apoderaban de las jeringas de plomo, tan comunes en aquellos

tiempos en que todavía constituía un indispensable utensilio para tratar diversas

enfermedades y con ellas, cargadas de líquidos mal olientes, mojábamos a las pobres

jentes del barrio que se recojían temprano, a través de hendijas y orificios de cerraduras.

Por mi barrio era San Andrés un gran día. Desde el alba unas lavanderas que vivían en la

calle Espaillat hacían su provisión de agua del pozo. Llenaban bateas, cubos y otros

Page 226: Moscoso Puello_Navarijo

utensilios. A media mañana el patio era un lodazal y, medio desnudas, con la escasa ropa

pegada al cuerpo, constituía nuestra mayor diversión. Nos deleitaban mostrándonos sus

formas. Yo pasaba horas viéndolas echarse jigüeras de agua unas a otras y a sus amigas

que llegaban a jugar con ellas. A veces rodaban por el suelo a causa de lo resbaloso que

se ponía el piso, pero a veces las tumbaban para ahogarlas en agua. Reían, gritaban,

gesticulaban, daban carreras del patio al bohío o se escondían llenas de fatiga. Cuando

descansaban se arreglaban el pelo o se exprimían las ropas cargadas de agua. Eran las

Batistas, una familia negra compuesta de cinco o seis mujeres que pasaban la vida junto a

la batea y bajo los cordeles, lavando y planchando. Disponían de un gran patio, donde

tendían la ropa y pasaban el día cantando.

Pero por allá adentro se gastaban perfumes en vez de agua, polvos de tocador de los más

finos en vez de harina de trigo o almidón y también agua, porque era el uso del agua lo

que caracterizaba el verdadero juego de San Andrés. En los balcones se hacía provisión

de este líquido, en baldes, bateas, baños y en cubos para arrojarlo a los jóvenes que

pasaban en coches descubiertos disparando cascarones en todas direcciones y en grandes

cantidades.

Había, sin embargo, personas opuestas a este juego y éstas protestaban. San Andrés

ocasionó muchos disgustos. Protestaba la negrita cuando le blanqueaban el pelo,

protestaba el señor que recibía un lijero salpique en su pantalón de dril blanco, protestaba

la joven que inesperadamente recibía un baño de agua, protestaba la señora que veía

invadida su casa por un grupo de jóvenes que llegaban para mojar a las hijas y

protestaban las per

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275

sonas mayores que consideraban el juego de San Andrés como una diversión vulgar y de

jente de poco más o menos.

En 1897 un grupo de jóvenes que quiso evitar que se les obligara a jugar San Andrés,

hicieron una excursión por el río Ozama. Cuando regresaron en la tarde, sus amigos,

situados en el antiguo puente les propinaron una soberbia mojadura. Estaban allí

alrededor de 3.000 personas: el Presidente de la República, algunos de sus Ministros, el

Gobernador de la Provincia, Gral. de Moya, el jefe de la Policía, el Cuerpo de Bomberos

Page 227: Moscoso Puello_Navarijo

con sus bombas, un remolcador y parte de la dotación de los cruceros de la marina de

guerra. Los periódicos de la época hicieron extensas crónicas sobre la celebración del día

de San Andrés de aquel año.

Dónde se originó este juego? No lo sabemos. Pero ya para 1578 los oidores de Santo

Domingo celebraban los "carnavales de agua", que de este modo denominaban esta

costumbre que fué observada por la mayoría de las posesiones españolas de América.

El juego de San Andrés fué suprimido en el año de 1897 por el Gobernador de la

Provincia Gral. Parahoy.

XXXVII

Poco a poco fui notando que no entraban en casa mucha gente, que no se detenían en

nuestra puerta tantos caballos como en la de Doña Pepa. Mi padre se sentaba a veces

detrás del mostrador y pasaba mucho rato sin levantarse. Entre ratos lo oía hablar.

-No hay, -decía.- la semana que viene tendré fresco, acabado de llegar.

Un día la comida no estuvo a medio día. No supe lo que pasaba.

En la pulpería ya no había confites y mi padre me mandaba a la calle a comprar azúcar.

Poco tiempo después, las dos puertas por donde entraba la jente se cerraron y el aparador

estaba vacío. Los cajones donde estuvo el arroz estaban llenos de papeles viejos. Los

clavitos que sostenían las tacitas de café estaban vacíos. Sobre el mostrador el peso

estaba cubierto por un trapo y la casita de alambre que contenía el queso, la mantequilla y

otros artículos, tenía la puerta abierta y estaba vacía.

El aparador de la pulpería, que aún permanecía vacío, me sugirió muchas ideas

importantes. Se podía jugar debajo del mostrador, utilizar los cajones vacíos para guardar

mis libros de la Escuela y mis juguetes. Ningún sitio más apropósito para esconder

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277

las cosas que yo no deseaba que nadie viera ni me tocaran.

Pero tuve una temporada en que no le hice caso. Pasaba por allí sin echarle una mirada.

Sin embargo hubo ocasiones en que lo miraba con cierta nostaljia. En sus buenos tiempos

a mí no me faltaban dos motas ni confites.

Page 228: Moscoso Puello_Navarijo

Se me ocurrió un día levantar un altar detrás del aparador y logré que me lo consintieran.

Mi padre me hizo un Crucifijo de cera negra y con cajones y fundas de papel de colores

levanté el altar que yo encontré muy lucido. Me fabriqué unas cuantas capas también de

papel y por una semana congregué allí a las muchachitas del barrio para cantar salves. El

afán con que llamaba a los fieles con un gancho de hierro galvanizado colgado de una

viga dió por resultado que se concluyeran de una manera violenta estos pujos relijiosos

que me atacaron en mi infancia.

Pero utilicé un poco más tarde estas reliquias de la pulpería. Con grandes esfuerzos

instalé una fábrica de chichiguas. Reuní unas cuantas motas, compré pendones y papel,

me hice hacer un poco de almidón por la tía Mariquita y me dediqué una semana a cortar,

armar y pegar chichiguas. Las hice de todos tamaños y de diferentes modelos. Me había

contajiado con la costumbre entonces en boga de volar pájaros en la ciudad y en las

afueras. Había tenido oportunidad de presenciar desafíos en los cuales tomaron parte

hombres y que fueron muy concurridos y los amenizó una orquesta. Eran dos bandos.

Había pájaros de colores muy vistosos, provistos de colas tejidas en negro y rojo, en

blanco y rojo, provistos de numerosas lajas hechas con cuerda de reloj o con pedazos de

fondo de botellas. Constituyó una industria por aquella época la fabricación de estos

pájaros o volantines como he aprendido a decir ahora, que era el más favorecido deporte

de los capitaleños, después de los gallos y antes de los de pelotas, que son tan populares

en nuestros días.

Mi fábrica de chichiguas no era en gran escala. Mis recursos no me permitieron fabricar

más de una docena. Sería inútil decir que no prosperé. Una a una las fuí descolgando del

aparador y en una semana terminaron éstas junto con el capital.

Estos esfuerzos me causaban no pocos disgustos. Mi padre y mi madre vivían encima de

mí y se oponían las más de las veces

278

a estas actividades que me alejaban de la Escuela.

-A este muchacho hay que tratarlo con mano dura -decía mi padre a mi madre.- De

momento le ataca tabardillo. Mírale la cara. Parece que tiene toda la sangre en la cabeza.

Yo me quedaba mirándolos. Estaba descalzo, con la camisa abierta, el pelo alborotado, y

la chichigua, con la cola en pedazos sujeta contra el pecho por un brazo.

Page 229: Moscoso Puello_Navarijo

Me quería morir en esos momentos. Acaso pretendían que yo viviera en el patio? No se

había hecho la calle para estar en ella?

-Todo lo que hago es malo -murmuraba.

-Cómo! -exclamó mi padre.- Vuelva a contestar para que usted vea, -y al hacer ademán

de levantarse yo me retiraba enseguida de su presencia.

En el fondo del patio, sentado en el suelo, arreglando la cola de mi chichigua, pensaba en

que yo era el más infeliz de mi vecindario. Si perseguía los lagartos para no salir a la

calle porque me lo tenían prohibido, era un pendenciero; si me trepaba en la empalizada

para inspeccionar los patios y distraerme, me hacían apear porque me iba a romper una

pierna; si cantaba a voz en cuello molestaba a los vecinos; si mis amiguitos venían al

patio a jugar trúcamelo o trompo conmigo, después de un momento, cuando el juego

estaba más interesante, me lo desbarataban porque no podían soportar la bulla. Qué iba a

ser de mí?

-Qué está usted hablando ahí -decía en altavoz mi padre para que yo le oyera.

-Nada! -respondía.- Yo no estoy diciendo nada!

-Nada! -exclamaba mi padre.- Siga hablando para usted vea!

Eran tiempos de chichigua y todos los días a la salida de la Escuela yo venía a

encampanar mi pájaro Cristóbal Colón. Desde que terminaba de dar mi lección yo sentía

deseos de hacer esto y al salir a la calle estos deseos se hacían más vivos, cuando veía por

el camino que otros muchachos tenían sus pájaros encampanados.

Yo encampanaba a Cristóbal Colón en la calle de San Lázaro, cuando soplaba la brisa del

mar. Y cuando ya había cojido sufi

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ciente viento y se ponía serenito, lo pasaba para el balcón de mi casa. Iba por la calzada

sin quitarle la vista de encima hasta que llegaba a los bajos de mi casa, entonces se lo

daba a agarrar a un muchacho del vecindario amigo mío y yo subía corriendo por las

escaleras para ganar el balcón. Entonces con una piedra suspendida de un hilo que hacía

descender desde el balcón para que me amarraran en ella la cuerda del pájaro, la llevaba

hasta arriba hasta que la pudiera coger con la mano. Era un operación delicada, pero yo

tenía en todas estas cosas una gran experiencia. Cuando yo tenía el hilo del pájaro en mis

manos, me pasaba horas allí, cambiándolo para uno y otro lado, sobre panadería de

Page 230: Moscoso Puello_Navarijo

Cámpora, del lado de Bárbara, haciéndolo dar vueltas, coleándolo o dejándolo deslizarse

en vanda, haciéndole coger los vientos y sobre todo exhibiendo las condiciones de mi

pájaro que yo consideraba una obra maestra por haberla hecho con mis propias manos; y

exhibiendo mis habilidades en su manejo.

Buscaba quien me lo agarrara cuando me llamaban a comer o si había mucho viento lo

amarraba de la baranda y comía a prisa, para evitarme contratiempos.

-Este muchacho no tiene peso -me decía mi padre, viéndome en la mesa.- Tenga

tranquilidad aunque sea para comer.

Yo no decía una palabra, pero me parecía que me regañaban demasiado. Cómo iba a

tener tranquilidad, si no me quitaban los ojos de encima?

Y tenía mis momentos en que me quería morir.

Mis mayores sufrimientos los padecía cuando quería que me dieran dos motas.

-No hay -me decía secamente mi padre.- Usted se cree que yo tengo fábrica de motas?

Y pasaba ratos de pié, cerca de mi padre mirándolo con insistencia, mientras él tenía la

cara en dirección a la calle. Para vencer esta resistencia yo repetía y repetía que quería

dos motas.

Casi siempre por este medio lo lograba y entonces, lleno de alegría, daba saltos y me

sobaba las manos con las motas dentro de ellas para sentirlas. Al salir por la puerta para ir

a comprar lo que se me había antojado, iba pensando en que mi padre era muy bueno.

Yo debí tener siete años más o menos cuando me consintieron poner un bazar. Conseguí

una tabla apropósito, la preparé forrándola de papel, colocándole los números y los

clavitos. Mis hermanas me obsequiaron con unas cuantas muñequitas. Yo poco a poco

logré comprar otros juguetes. Todos los días al amanecer sacaba mi tabla a la puerta. En

una bolsa de tela estaban metidos todos los números, menos uno o dos que correspondían

a los objetos más costosos. Eso sólo lo sabía yo.

Cuatro o seis muchachos permanecían frente a mi balar y no picaban. Era mayor el

número de los curiosos. Apenas vendía cinco o seis números. Cuando me iba a la Escuela

dejaba a mi hermana Mercedes encargada. Con frecuencia hallaba algunos clavitos

vacíos.

-Cuando yo no estoi aquí es que se sacan, -le decía.- Tú no te ocupas.

Mercedes se reía. El bazar perdió en pocos días sus clientes. Nadie se sacaba. Y si

Page 231: Moscoso Puello_Navarijo

sacaban era una bagatela. Me ocasionó serios disgustos y como todas mis iniciativas

terminó por una reprensión.

-Camine con eso para dentro. Aquí no hay más bazares. Coja sus libros.

Los libros! Parece que de libros es que se vive, pensaba yo, un libro viejo que ya yo me

sabía de memoria.

De este modo iban pasando los días y los meses, yo iba creciendo y aún cuando las

ocasiones en que el "gato estaba en el fogón", como decía mi madre, aumentaban, yo

apenas me daba cuenta, si no comíamos en las mismas horas en que lo hacían en las otras

casas era porque a mamá le gustaba así. Y yo tenía que conformarme.

Todos los días, en las primeras horas de la tarde, llegaba a la puerta de mi casa D.

Joaquín, un español que repartía café molido en paquetes pequeños. Era un hombre alto,

blanco, con un bigote muy grande, negro. Usaba un sombrero de alas anchas y calzaba

alpargatas, por lo cual no se sentían sus pisadas y para que lo advirtieran acostumbraba a

pitar. D. Joaquín pitaba con gran habilidad. Era un silbido agudo que hacía eco en el

zaguán de la casa y se oía hasta en la cocina. El burro en que se repar

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tía el café era un burro pequeñito, de color claro y muy intelijente. Iba este burro por la

calle solo, con sus dos cajas a los lados, y la jáquima envuelta en el pescuezo. Don

Joaquín iba detrás y no tenía necesidad de mandarlo a parar. El burro de D. Joaquín

conocía las casas en que tenía que detenerse y lo hacía con una precisión que le hacía

honor. A veces, sea porque estuviera cansado de la lucha diaria o por capricho, se detenía

en una puerta más tiempo del acostumbrado; entonces D. Joaquín producía un ruido

especial con la boca o exclamaba:

-Arre, burro!

Y dando media vuelta emprendía al trote calle abajo seguido del buen español que nunca

cruzó en mi casa dos palabras con nadie.

Un día le oí decir a mi madre que se retiraba de la puerta porque no le quería ver la cara a

don Joaquín.

-Ese es un hombre muy bueno y muy decente, -decía mi madre.- Se da cuenta de nuestra

Page 232: Moscoso Puello_Navarijo

situación y no se ocupa de cobrar el café.

Todos los días, durante mucho tiempo, don Joaquín colocaba los paquetes de café sobre

la aldaba de hoja de puerta que permanecía cerrada en el zaguán. Y no buscaba a nadie ni

se dejaba sentir.

Como yo dormía con mi madre, algunas noches me decía: -Ya usted es un hombre. Lo

voy a poner a dormir solo.

Y yo protestaba. Cuando me lo repetían y me parecía que esto se podía realizar lloraba

hasta que mi madre me consolaba diciéndome:

-Venga, súbase en la cama y no llore.

Por las mañanas sentía deseos de levantarme descalzo y dirigirme al patio, pero mi madre

me hacía poner los zapatos para que estuviera listo para irme a la Escuela a la hora en

punto.

Pero a pesar de estar ocupada, a las siete mi madre me hacía llamar. O iba ella junto a la

cama.

-Ya son las siete, levántese!

Saltaba de la cama y me iba al patio. Luego me entretenía en preparar los frenillos de las

chichiguas o en empatar el cáñamo del trompo que había escondido en un rincón. Pero

cuando más

entretenido me encontraba, oía la voz de mi padre:

Ya van a dar las ocho. Dónde estará ese muchachito?

A lo mejor, en ese momento, me estaban vistiendo. Me pasaban el peine para alisarme los

cabellos que siempre tenía en desorden o me pasaban la punta de una toalla mojada por

las orejas para sacarme la tierra que allí se depositaba, cuando "como un perro", según

decía mi madre, jugaba al toro con veta en el patio de Doña Juanica.

A poco salía para la Escuela, volviendo la cara para ver si mi madre o mi padre me

seguían los pasos desde una de las puertas de la calle.

Al medio día, apenas entraba en casa, mi padre me volvía a llamar la atención:

-Qué hacía usted en la calle?

Azorado, con el Mantilla bajo el brazo, los dedos sucios de tinta, el pelo revuelto, la piel

húmeda y los zapatos cubiertos por una capa de polvo, la boca seca y corazoncito

acelerado, respondía:

Page 233: Moscoso Puello_Navarijo

-Nada!

-Cómo nada? Usted no ve que ya son casi las doce? Voy a preguntar a su Maestra a qué

hora lo soltó. Es que usted se entretiene en la calle. Lo voy a vijilar.

En ese momento yo miraba con rabia el reloj de papá y pensaba que estaba allí solo para

que me pegaran y me regañaran. Por qué no se romperá, pensaba, o se le partirá la

cuerda.

Cuando permanecía algunos días de castigo y sin salir a la calle, buscaba un pretexto para

reanudar mis andanzas. Mi hermano Fello me mandaba a comprar cigarrillos a una

cantina de la calle del Conde.

-Tú no quieres cigarrillos? -le decía.- Dame para írtelos a comprar.

Daba un paseo muy grande en estas ocasiones. Por lo regular recorría algunas manzanas

completas ojeando todo lo que caía bajo mi vista.

Cuando no había cigarrillos que comprar me dirijía a mi hermana Mercedes que

compraba bollos de lana para hacer tejidos. Yo era un excelente muchacho de mandados,

sobre todo,

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283

los días que expresamente me prohibían salir a la calle.

A veces, para hacer estos mandados había que pedirle permiso a papá y mi hermana

Mercedes se prestaba más que ninguna otra para sacarme este permiso.

-Papá -decía-, usted deja ir a Pancho a la calle del Conde a compararme una lana?

Mi padre contestaba a veces, pero más a menudo se quedaba callado.

Lograba salir y para evitar que me descubriera algún compadre no iba por los lugares ya

conocidos. Iba hasta el pié de la cuesta de San Lázaro, recorría el último tramo de la calle

Mercedes y llegaba hasta el Polvorín. Allí entraba al Mercado 27 de Febrero, un sitio

muy entretenido que me gustaba frecuentar. Siempre estaba lleno de gente.

El Mercado 27 de Febrero estaba instalado en un extremo del barrio.

XXXVIII

p

or este tiempo la situación económica de mi familia se hacía cada vez más estrecha y era

con grandes dificultades que se me proporcionaba lo indispensable para que yo pudiera ir

Page 234: Moscoso Puello_Navarijo

más decentemente a la Escuela.

Una de las principales preocupaciones de mi madre eran los zapatos. Los zapatos han

constituido siempre uno de los problemas más importantes de las familias pobres. Tener

un hijo descalzo es una afrenta y un dolor. Para conseguir un par de zapatos se hacen

grandes sacrificios: se empeña una prenda, se vende algún objeto de valor por la mitad de

su precio, se ejecuta un trabajo mal remunerado y hasta se pasa por la humillación de

pedir un préstamo.

La falta de zapatos pregona por el vecindario la verdadera situación de la familia. Cuando

el hijo está descalzo no se puede esconder la pobreza. Todo el mundo se entera.

-Dónde está Panchito, que hace días que no lo siento?, -dice la vecina curiosa.

-Anda por ahí -se le responde con indiferencia finjida.

Pero hay quienes no se conforman con esa respuesta.

-Yo creí que tenía los pies enfermos, porque me pareció verlo descalzo.

284

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La madre enrojece de vergüenza y responde:

-No. Es que ese muchacho sólo le gusta estar descalzo cuando está en la casa.

Para evitar todas estas cosas, cuando yo estaba descalzo, mi madre me prohibía salir.

-Dios lo libre que usted me ponga un pié en la puerta de la calle, -me decía, enseñándome

las correas.- Dios lo libre!

Cuando mi padre me veía con los zapatos rotos no podía esconder su preocupación.

Yo tuve dos zapateros. A la vuelta de la esquina, en una pieza de un bohío, en la

proximidad de la calle del Conde vivía uno. Este era Blas. Cuando me estaba haciendo un

par de zapatos yo no salía del taller. Cuando no estaba en la Escuela me encontraba

donde Blas. Sentado en un banco, con los pantalones sucios y llenos de rotos, los pies

dentro de unas viejas chancletas, las rodillas juntas, sujeto el zapato, colocado dentro de

la horma, con una tira de cuero pisada con un pie, me complacía en verle limpiar la suela

con un vidrio... Mientras Blas raspaba para ponerla blanca yo paseaba la vista por el

banco. En una esquina, almidón cocido con limón. Se veían las semillas dentro de la

pasta. Al lado, clavos de varios tamaños repartidos en compartimientos apropiados. El

asentador y una colección de cuchillos de formas extrañas extremadamente afilados. Eran

Page 235: Moscoso Puello_Navarijo

cuchillos cortos, de punta aguda que en nada se parecían a los de mi casa. Blas los

repasaba cada vez que los iba a usar sobre el asentador con una maestría que yo ad-

miraba. Y como cortaba la suela. Era de verse! La cortaba al revés. Apoyábala contra el

pecho y hundía en ella el cuchillo acercándolo al cuerpo. En seguida lo pasaba y lo

repasaba por el borde para emparejarla. Me fijaba en todos los detalles. Veía la lezna, el

bollo de hilo, la pelota de cerote y los martillos que tampoco se parecían a otros que me

eran más conocidos. Y con qué gusto martillaba la suela, repicando casi. Dando golpes

alternativamente en la suela y en la plancha. Porque Blas usaba también una plancha al

revéz. Y daba duro sobre ella. Y no le dolía. Un día Blas me habló de su oficio y me

enseñó un callo.

-Este es un oficio muy duro, -me dijo.- Y no se paga, todo lo quieren regalado.

Siguió martillando. Yo asistía a todas las maniobras indispensables para hacer un zapato.

Lo veía cortar, lo vi cocer, montar, ponerle la suela. Me entretenía mirándolo trabajar con

la lezna y sobre todo preparar el hilo con cerote para que pasara bien por los hoyitos.

Cuando Blas estaba solo cantaba. Cantaba en voz baja, mientras caía el martillo o abría

los brazos para estirar el hilo. A veces llegaba un amigo y Blas le pedía un cigarrillo.

Chupaba y seguía trabajando. Cuando conversaba un rato me causaba un sufrimiento,

pensar en que ya no estarían los zapatos para el día que me dijo. "Por qué no se irá ese

hombre", pensaba entretanto.

Blas era mulato y tenía el pelo malo. Las cejas pobladas y el bigote escaso. Era de baja

estatura, más bien grueso que delgado.

Blas era miguelete, pero no le gustaba vivir en San Miguel. Su madre era la que no quería

salir de allí. Hacía tres años que Blas había dejado aquel lugar para poder separarse de

una mujer de Galindo con quien tenía dos hijos. Su madre la hallaba muy oscura y

atrasada para su hijo y nunca llevó gusto en que éste viviera con aquella mujer.

-No es posible -le dijo un día- que yo me sacrificara con un hombre a quien no quise

nunca, sólo por adelantar la casta y que tú vuelvas a saltar para atrás.

Comprendiendo que su madre tenía razón, Blas se separó de su primera mujer, a pesar de

lo mucho que la quería.

Ahora estaba enamorado aquí abajo en la ciudad, de una blanca, pero no lo quería

aceptar.

Page 236: Moscoso Puello_Navarijo

Era una muchacha que habían criado en casa de la familia Pichardo, de muy buenas

costumbres y bien parecida. Cuando Blas hablaba de ella se llenaba de entusiasmo.

Quería casarse, formar un hogar con una mujer del agrado de su madre, pero esto tenía

sus dificultades.

-Yo he tenido mala suerte -me dijo en una ocasión Blas. -Mulato y pobre aquí en Santo

Domingo es la peor de las desgracias.

En una ocasión fué reclutado para el Batallón Ozama, pero Don Braulio Alvarez era

Ministro de la Guerra y le concedió la liberación, en vista de que era hijo único.

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Por este motivo, Blas sentía un gran agradecimiento por Don Braulio, el único de los

altos empleados del Gobierno de Heureaux que podía pasar.

Hacía dos años que estaba establecido allí. Tenía casi toda la clientela del Navarijo, y su

especialidad eran los remiendos. Mi padre prefería a José Luluta para que me hiciera

zapatos nuevos y a Blas para las medias suelas y otros arreglos, porque las hacía a

conciencia y duraban más.

-A mí me gustaba estudiar -me dijo Blas un día que yo me le aparecí con una Geografía

de Smith- pero aquí en Santo Domingo los pobres son unos desgraciados. La República

es para dos o tres.

El cuarto que ocupaba Blas, su taller de zapatería, estaba dividido en dos piezas, por una

división de tela clavada sobre un armazón de listones. En la de atrás Blas tenía su catre.

La de la calle constituía el taller. Su banco, un pedazo de mostrador, varias hormas de

niños y de hombres, algún pedazo de suela, una tira de marroquín morado, y una tela de

cañamazo que le servía para haber pantuflas.

Blas me daba clavitos para tejer cordones de lana en carreteles de hilo vacíos.

-Traéme un libro bueno, -me dijo un día.- En tu casa debe haber. A mí me gusta leer. No

tengo tiempo. Por eso no lo hago siempre.

Por último, Blas recitaba versos y pitaba. Qué dulzura tenía Blas para pitar. Quise

aprender a gorjear con él, pero no puede. Pitaba para dentro y para fuera igual, con la

misma facilidad.

Page 237: Moscoso Puello_Navarijo

Sus labios eran gruesos, muy gruesos. Quizás por eso pitaba tan bien.

José Luluta era mi otro zapatero. Era negro y siempre le oía decir a mi padre:

-Aquí donde hay tantos sinvergüenzas, son pocos los hombres como José Luluta.

Vivía por la Misericordia. A éste lo observé poco. Quedaba lejos de mi casa. Pero José

Luluta significaba para mi El Tripero, los batiportes. Cuando tenía que ir allá nunca

dejaba de dar mi vuelta por las peñas. Cuánta tuna, cuánta verdolaga! Y por Luluta

conocí el Faro. Una sola vez subí hasta arriba.

Siempre estrenaba zapatos para la Semana Santa. Y ya donde Blas o donde José Luluta

pasaba las horas en que no estaba en la Escuela, vijilando la confección de mis zapatos y

apurando, apurando para que me los entregaran.

El Domingo de Ramos me paseaba por la Catedral o por la Iglesia del Carmen, la de mi

barrio, hasta que los zapatos me obligaban a regresar a casa. Rara vez los podía soportar

el primer día. A las once ya estaba yo descalzo, protestando del zapatero y preparándome

para llevárselos otra vez para que me los pusiera en la horma.

-Es que este muchacho no tiene fundamento, -decía mi madre al verme con los pies

desnudos.- Es un pata de perro. No se sienta.

Y mi padre mirándome con la cara muy seria apoyó:

-Usted tiene los pies de hierro. Para usted no hay zapatos que valgan. Cuando rompa esos

se quedará descalzo. No los cuide para que usted vea!

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XXXIX

Algunas mañanas, cuando mi hermana Mercedes estaba arreglando su jardín, yo la

vijilaba desde la puerta del patio porque en una de sus esquinas yo tenía sembrada una

mata de ñame que cuidaba

mucho y regaba dos o tres veces al día. Me gusta observar la rapidez con que crecía y

cómo iba subiendo sobre las cuerdas y tiras de tela que yo había colocado para que se

sostuviera. Contemplaba sus hojas de dos tonos y los numerosos garfios con que se

agarraba en las hendijas de las tablas de palma que formaban la empalizada que cerraba

nuestro patio.

El jardín de mi hermana Mercedes era pequeño. El patio de la casa de Don Juan Ramón

Page 238: Moscoso Puello_Navarijo

no permitió hacerlo mejor. A uno o dos metros de la empalizada mi hermana había

colocado sobre el suelo un par de gruesos horcones. Removió la tierra comprendida entre

los horcones y la empalizada que separaba nuestro patio de el patio de la casa de D.

Domingo Hernández, y luego echó unas cuantas carretillas de tierra negra y otras de es-

tiércol. Sobre los horcones colocó unas cuantas latas de gas que había llenado de tierra.

En estas latas crecían rosales.

Todas las tardes me invitaba para que la ayudara a echarles agua. A veces me negaba con

cualquier pretexto. No estaba de humor o le ponía precio a mi trabajo. Entonces las flores

no te

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nían para mí ninguna importancia. Yo las veía y las respetaba, pero no les hacía caso ni

las encontraba bellas. No dudo que cuando yo me paseaba por delante del jardín de

Mercedes lo hiciera con cierto desprecio. El único interés que para mí tenía este jardín era

que allí tenía mi mata de ñame y que había en él siempre muchos lagartijos, en cuya cala

yo pasaba horas muy entretenido.

Tenía mi hermana en su jardín rosas de Cien hojas, Estrella de León, Corazón Duro,

Miniaturas blancas y rosadas, Miosotis, jazmín de Noche, Paciencia, Botón de Nácar y

otras variedades que no recuerdo ahora. En los bordes, tocadores de todos los colores. Y

en laticas pequeñas unos cuantos Claveles, sostenidos con astillas de madera y que, por lo

regular, estaban llenos de hormigas que muchas veces me picaron las piernas. En una

esquina estaba colocada una caja donde se ponían a prender las estacas que se cubrían

con viejos vasos o con botellas rotas hasta que presentaran retoños.

Cuando regresaba a las once de la Escuela y a las cuatro de la tarde, siempre me daba una

vuelta por el jardín para contemplar mi mata de ñame.

Una tarde, cuando fuí a ver mi mata, noté que las hojas estaban caídas, como se ponen las

de algunas matas cuando no les echan agua. Esto me preocupó. Me fije en la tierra que

con tanto cuidado yo rociaba para que se conservara fresca tal como me lo había

aconsejado la tía Mariquita, a quien yo consideraba experta en materia de siembras. Al

pasarle la mano en el tronco noté que estaba desprendido. Habían sacado el ñame y

habían enterrado el tronco para que yo no lo notara. Se había acabado el mundo!

Page 239: Moscoso Puello_Navarijo

El escándalo, los gritos y las patadas que dí en el suelo debieron haber alarmado no sólo a

mi familia sino a todo el vecindario. Mientras mis hermanas reían, yo en el medio del

patio, con la cara húmeda por las lágrimas que fluían en gran abundancia, profería tales

palabras que hubo necesidad de amonestarme seriamente.

-Ladrones! -gritaba.- Atrevidos! Dónde está mi ñame? Búsquenme mi ñame. Hasta que

no me lo entreguen no me callo.

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Cuando me hube calmado me dieron una explicación que no me satisfizo, pero que era

elocuente y definitiva.

-Sacamos el ñame -me dijo Mercedes- porque hoy no había aquí en la casa con qué

comer. Ese ñame que te comiste a las doce era el tuyo. Si no lo hubiéramos sacado no

hubiéramos tenido qué darte. Comprendes?

Yo no sé en verdad qué hubiera agradecido más, que me hubieran dejado sin comer y me

hubieran respetado mi ñame o que lo cojieran -como lo hicieron- para darme qué comer.

Al día siguiente me dieron por desayuno un pan con una taza de gengibre. Mi madre me

dijo que no había queso ni mantequilla hasta el otro día, pero que al medio día comería

una cosa muy buena.

En la Escuela sentí un poco de hambre y estuve pendiente de la hora en que me iban a

soltar. Pero cuando regresé a las once, la cocina estaba sin un alma. Mercedes estaba en

los altos ocupada en terminar unos zapaticos de lana; Anacaona leyendo un libro y mi

padre y mi madre no estaban en casa.

Me dirijí al patio y allí me reuní con Carmen y Silvia, mis dos amiguitas del vecindario y

con ellas permanecí un buen rato.

Cuando mi madre llegó de la calle se quitó la manta de lana negra con que acostumbraba

salir y Mercedes bajó a verla.

-Tuve que dilatarme, hija! Don Andrés no estaba en su casa y tuve que esperarlo.

Siempre conseguí diez y doña Josefa me hizo el favor de comprármelos, sin descontarme

nada y aquí están las motas.

-Menos mal! -dijo Mercedes, mirando el dinero en las manos de mi madre.

Mi madre le entregó una parte a Mercedes y enseguida me llamó.

Page 240: Moscoso Puello_Navarijo

-Vaya a la pulpería y compre libra y media de arroz y venga pronto para que compre unos

huevos en casa de Catalina.

Cuando regresé, los fogones de la cocina estaban encendidos, me puse muy contento,

tenía hambre; pero como ya eran las dos de la tarde, tenía que ir a la Escuela.

-Vete, -me dijo mi madre, arreglándome el sombrero y echándome la vista para ver si

estaba limpio.- Cuando vengas

comerás. Toma estas dos motas para que compres dulce en el camino.

Como no era la primera vez que esto sucedía yo me fuí conforme. Sabía que cuando me

soltaran comería. Por el camino compre dos piñonates y al entrar a la Escuela tomé un

vaso de agua.

Después que regresé y comí, mi madre, al verme contento me dijo:

-Tiene mi hijo su barriguita llena, -y me la tocó con la mano.

Con estos expedientes, tomando billetes a Don Andrés Pérez, amigo de la casa y cuñado

de Patricio, vendiendo los zapaticos de lana y los abriguitos que tejía Mercedes, a veces

empeñando algo de lo que nos quedaba y en ocasiones con la pulpería o con algún

negocio que realizaba mi padre, las íbamos pasando, mientras mi madre, siempre

optimista repetía:

-Dios es más grande que palo de barco!

293

292

XL

Un medio día entraron en mi casa una caja grande que contenía una máquina. Oí decir

que mi padre iba a poner una Chocolatería. Entraron varios hombres al patio. Durante dos

semanas hubo movimiento en la enramada. La cocina se cambio de lugar.

Unos albañiles repararon el horno, por dentro y por fuera. Mi padre salía con su paraguas

bajo el brazo todos los días y llegaba sudado y cansado.

A la puerta de mi casa llegaron algunas carretas cargadas.

En la calle me preguntaron cuándo venderían chocolate en mi casa. Yo no sabía qué

responderles.

Un día se prendió el horno. El molino que estaba pintado de rojo comenzó a funcionar.

Page 241: Moscoso Puello_Navarijo

Dos hombres echaban cacao en unos pilones grandes y los majaban con dos manos tan

pesadas que yo no las podía levantar. Desnudos de la cintura para arriba, el pecho

cubierto de pelos, respirando duramente, dejaban caer las manos de los pilones. A veces

cantaban.

Por la tarde, los vecinos se apercibieron de que una nueva industria había surjido en el

Navarijo. Era La Rosita, una compañía sin acciones de mi padre y de D. Francisco

Castro, no registrada, como era costumbre en aquellos tiempos. Los tableros

convenientemente preparados, con sus casillitas llenas de pe

294

queñas mazas oscuras de chocolate, comenzaron a sonar sobre barriles vacíos que hacían

las veces de cajas de resonancia. Era un ritmo extraño que tenía algo del ataba¡ y del

tambor. Con ambas manos y marcando el compás con el cuerpo, Vicente hacía vibrar

aquellas tablas hasta que las bolas de chocolate tomaban su forma habitual de tabletas.

Todos en mi casa estaban contentos y yo comía entonces mucha azúcar parda.

Vicente era el Maestro de la Chocolatería. La Chocolatería me hace recordar a Vicente.

Tenía la cara desfigurada por enormes cicatrices. Parecía un rostro de recortes, como si

fuera una figura de rompecabezas. Por todas partes una grieta. Lo llamaban Vicente El

Quemao, porque fué el único superviviente de la explosión del Arsenal en que perdió la

vida el Gral. Angel Perdomo el 17 de Febrero de 1881. Vicente pertenecía al Cuerpo de

Serenos.

Eran los tiempos de Ulises Heureaux. Vicente entraba a mi casa temprano, se cambiaba

de ropa, tostaba el cacao en el horno, luego lo pasaba por el molino, un molino rojo que

mi padre trajo del extranjero y al cual yo daba vueltas cuando nadie me veía y estaba

vacío. Lo que más me entretenía era verle trabajar con los pilones. La hora en que se

comenzaba a mezclar la masa de cacao con el azúcar me producía una gran alegría. Vi-

cente y otro hombre, con sendas manos, el tronco desnudo y cubierto de sudor, le sacaba

a los pilones un ritmo raro y extraño que se escuchaba por todo el vecindario. Todos los

movimientos eran acompasados. Alzaban los brazos y con ellos las pesadas manos con

una precisión que me causa admiración. No concebía por qué causa no se cansaban. A

menudo Vicente, cuando estaba de humor me enseñaba su brazo.

Page 242: Moscoso Puello_Navarijo

-Toca aquí, -me decía, mientras yo pasaba mi mano por aquellas carnes que parecían

hechas de madera dura.- A veces pensaba: "si este Vicente me agarra no me queda un

solo huesito entero". Qué miedo! Y le miraba los costurones de la cara. Ocasiones hubo

en que me le que daba mirando como si fuera un ser fantástico.

En relación con este Vicente oí muchas veces referir a mi

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madre que era uno de los hombres de confianza del Presidente. A Heureaux lo

nombraban en mi casa en voz baja. Sobre todo cuando llegaba Patricio. A menudo veía a

este hombrecito bajito, moreno, casi del mismo tamaño que el bastón que llevaba,

refiriendo historias que hacían abrir los ojos a mi madre.

-Cómo? -le oía exclamar a mi madre.

-Seguro! Lo sé de buena tinta, -respondía Patricio.

No se detenía. Con el bastón y el sombrero sujeto con la mano derecha, alzaba la

izquierda para indicar que esperaran, agregando:

-Yo vuelvo por aquí. Voy a ver a una persona que debe saberlo. Y salía precipitadamente.

Porque Patricio pocas veces se sentaba en casa. A veces cuando teníamos la dulcería, mi

madre le daba a probar alguna especialidad.

-Está muy sabroso, -decía Patricio, mientras guardaba un pedazo en un bolsillo.- No se

puede pedir mejor.

Pobre Patricio! Oí decir que atravesaba una situación desesperada. Vestía de oscuro. El

saco no tenía brillo y me parecía como verdoso. Usaba el cabello largo, a manera de

melena, y se le veía gris y lustroso. Parece que se sentía feliz al verse esas hebras largas y

dóciles, que hacían estimable su abolengo.

Alguna vez le ví lanzar una mirada hacia la enramada, mientras preguntaba:

-Y Vicente?

-No te apures, habla -le decía mi madre.- Yo le tengo confianza. El es incapaz de...

-Es que yo desconfío hasta de las paredes, -murmuraba Patricio, haciendo girar los ojos

en diferentes direcciones.

Y sin embargo, mi madre no las tenía todas consigo con respecto a Vicente.

En una ocasión hablaban en la enramada mi madre y Vicente sobre las cosas del General.

Vicente le refería las andanzas que con él hizo la noche anterior.

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-Toda la noche estuve con él. Yo soy su confianza.

Y refería lo que hicieron, las calles por donde anduvieron, cómo iba vestido y a la hora en

que se separaron. Mi madre des

pués de escuchar todo lo que Vicente le informaba decía:

Mi madre aprovechaba estas oportunidades para comentar con Vicente las cosas que ella

sabía y muchas de las que se decían de Ulises Heureaux.

-Nadie lo quiere, Vicente. La gente le tiene odio.

-Es verdad, -respondía Vicente.- Yo sé que nadie lo quiere, pero como soy su confianza...

Durante el día no se hablaba más de esto. Vicente se entregaba a su trabajo. En la noche,

cuando ya iba de marcha, mi madre se le acercaba:

-Tú sabes lo que yo te aprecio, Vicente. Tú sabes todo el bien que le he hecho a tu madre.

De casa le hemos mandado muchos bocaítos.

-Sí, yo lo sé. En casa le agradecemos mucho.

Y después de dar algunas vueltas, hablándole de su familia y de su buena disposición

para ayudarla siempre, mi madre continuaba:

-Ya sabes, Vicente. Eso que te dije esta mañana es de juego. Yo no puedo desearle mal a

nadie.

Y Vicente la tranquilizaba.

-Yo lo sé. No se apure, que lo que usted me diga se queda aquí, -y señalaba el corazón.

Un día le refirió esta tontería a Patricio. Este abrió los ojos, abrió los brazos, en una mano

el bastón, en la otra el sombrero de fieltro negro, y se empinó:

-Comadre! Usted sí se atreve.

Porque Patricio, a pesar de todo, era prudente. Conocía la cárcel. Y la miseria y las

persecuciones lo habían acobardado.

-Ese Patricio! -decía mi madre.- Ese Patricio que ustedes ven ahí es un hombre tremendo.

Si aquí hubiera media docena de Patricios, otra cosa fuera!

Pero cuando yo lo veía comiendo recortes de dulces como yo, me echaba a reír. Me reía

de su cara, de su sombrero, de su saco, de su tamaño y de su bastón. Muchas veces tuve

la intención de proponerle que me hiciera una chichigua. Me gustaba tanto volar pájaros!

Pero en mi casa sentían un profundo respeto por Patricio. Y

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296

estoy seguro de que tal proposición de hacerme una chichigua me hubiera traído serias

consecuencias. Patricio debía ser un hombre importante. Cuando llegaba a mi casa todos

le ponían atención.

-Aquí está Patricio -decía mi madre buscando con la vista a mis hermanas o a mi padre.

Y Patricio se veía rodeado por todos en la casa. Más de una vez ví salir a Patricio de mi

casa incómodo, agarrando fuertemente el bastón, los ojos inyectados, nervioso, mientras

mi madre lo acompañaba hasta la puerta de la calle repitiendo:

-Cálmate, Patricio! Cálmate! Todo tiene su fin!

Otras veces entraba de buen humor. Comía sus recortes y hacía reír a mis hermanas. Al

retirarse, mi madre repetía:

-Este Patricio tiene unas cosas! -y dirigiéndose a una de mis hermanas agregaba:

-Si ustedes hubieran conocido a Patricio cuando era más joven!

Pero una mañana Patricio entró a mi casa con una cara distinta. Después de saludar a mi

madre ocupó una mecedora. Estaba serio y su semblante parecía lleno de asombro.

-Yo no quería ser el primero -dijo-, pero me parece, Sinforosa, que tengo el deber de

hacerlo -y con el bastón dentro de las piernas y el sombrero enganchado en su extremo,

silenció por un momento.- Mi madre, que había tomado una silla para sentarse cerca de

Patricio le dijo:

-Habla, dí lo que ha pasado. Han matado a Abelardo? Dímelo pronto!

Patricio exclamó:

-Ni Dios lo quiera. Todavía no.

-Y qué pasa? Habla, que yo estoy acostumbrada ya a los golpes por más fuertes que sean.

Y Patricio, en voz baja le dijo a mi madre que Abelardo estaba preso en Puerto Rico y

que lo estaban esperando aquí.

-Esperando? -exclamó mi madre ya un poco más preocupada.

A los pocos días se confirmó el rumor. Abelardo había sido reducido a prisión y se decía

que era el propósito del Goberna

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dor insular enviarlo a Santo Domingo, a requerimiento del Presidente Heureaux.

Page 245: Moscoso Puello_Navarijo

La impresión que esta noticia produjo en mi casa no es para describirla. Mis hermanas y

mi madre lloraron un poco y mi padre como siempre silencioso y resignado, por todo lo

que había sufrido con este muchacho.

-Tengan calma -decía de vez en cuando.- Dios es muy grande.

Afortunadamente, esta vez la trama falló y mi hermano fué puesto en libertad, gracias a la

intervención del Cónsul de los Estados Unidos en Ponce Don Félix Preston.

Esta vez el Gobernador de la Isla, Salas Marín, y el Alcalde de Ponce, Luis Alvarado no

pudieron complacer a Heureaux.

Pero no abandonaron su propósito y el 14 de Abril del año 1897, de nuevo fué Abelardo a

la cárcel, esta vez acusado de ser jefe de una pandilla de bandoleros y de conspirar contra

la paz de la colonia.

Esta vez fué incomunicado y entregado a la junta militar.

Fracasó, sin embargo, esta nueva estratagema. La noche del 22 de junio de 1897, mi

hermano se escapó de la prisión y recogido por un bergantín inglés que estaba anclado en

la rada de Ponce, fué llevado a Montreal, Canadá, de donde pasó después a Nueva York.

Cuando esta noticia se supo en mi casa reinó de nuevo la tranquilidad. Considerábamos

ya seguro a nuestro hermano de toda persecución. Mi padre volvió a sus luchas para

sostenernos y mi madre a alentarlo con su persistente optimismo que nunca la abandonó.

Dios aprieta pero no ahorca, solía decir mi madre cada vez que la embargaba algún

sufrimiento.

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XLI

Sinforosa, este muchacho está creciendo a la carrera -le dijo una mañana la tía Mariquita

a mi madre.

Yo estaba parado en la puerta del patio. La tía Mariquita me miró de pies a cabeza. Y yo

sonreí. Me agradó oírla decir eso, porque yo estaba cansado de ser chiquito. Quería crecer

y ser lo más pronto posible un hombre como los que yo veía en la calle. Quería tener

pantalones largos, zapatos grandes como los de mi padre, sacos con muchos bolsillos

para llenarlos de todo lo que se me antojara, y, además, usar un bastón como el que yo le

veía siempre a Patricio. Un bastón para darle vueltas entre los dedos, para estar elegante y

para defenderme de todos los que pudieran atacarme.

Page 246: Moscoso Puello_Navarijo

La tía Mariquita había reconocido un hecho que me complacía y que todos en mi casa

negaban con una obstinación que a veces me solía incomodar.

Era domingo y pedí a la tía Mariquita que me llevara a pasar la tarde con ella. En su

bohío de Regina podía pasar la tarde disfrutando de todas las prerrogativas que le

correspondían a un hombre, ya que me acababa de reconocer esta calidad.

Yo quería mucho a mi tía Mariquita. Yo conocía solamente dos tíos maternos. El tío

Genaro, un negro alto y fuerte que vivía en San Cristóbal y al cual ví solamente por dos

veces en mi casa y a la tía Mariquita, negra también, que tenía su rancho en la calle de

Regina. La tía Mariquita se pasaba temporadas en mi casa, pero por mucho tiempo vivió

independiente de nosotros y en compañía de su hijo Angelito, que tuvo por padre a un

hombre ilustre en la historia nacional.

Casi todas las mañanas, cuando vivíamos en el Navarijo, la tía Mariquita llegaba a mi

casa. La suya apenas distaba dos cuadras de la nuestra. La tía Mariquita pasaba casi toda

la mañana con nosotros ayudando a mi madre en sus quehaceres cuando estaba de humor

y no quería hablar. La tía Mariquita era muy ladina y desde que ponía el pie en la casa no

cesaba de hablar. -No sabes a quien ví? -le decía a mi madre, después de saludarnos.- A

que no me adivinas?

-Cómo voy a adivinarlo? -respondía mi madre. -Es lo que tú más conoces.

-Lo que yo más conozco? -repetía mi madre pensando. -Sí, niña! Como la palma de tu

mano. Muchas memorias me dió para ti y para Juan Elías. Yo no la conocía. Está gorda y

hasta joven.

-Pero, quién es? -preguntaba mi madre.- Acaba de decirlo. La tía Mariquita se quedaba

mirando a mi madre un rato y luego:

-A María Mota, niña. Se puso muy contenta. Y mi madre tratando de recordar,

murmuraba: -A María Mota? Qué María Mota?

-A María Mota, niña, la de Teodoro el carpintero, el de la

Misericordia. Aquel que iba al Conde siempre y compraba cla

vos a Juan Elías.

Mi madre sonrió y después de una pausa agregó:

-Ah! Un morenito de cabellos malos que andaba siempre

con una chamarra de fuerte azul?

Page 247: Moscoso Puello_Navarijo

Y como Mariquita dijera que sí, mi madre añadió: -Siempre estás tú encontrándote con

desconocidos en la calle.

-Es que yo soy consecuente con mis amistades. Yo las pro

curo, porque uno sabe de hoy y no sabe de mañana.

Cuando la tía Mariquita resolvía quedarse de visita en casa

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yo me ponía muy contento. Y si se iba a la cocina daba saltos de alegría. Comía mucho

porque me gustaba todo lo que ella hacía y además por la tarde era seguro que la tía

Mariquita preparaba su plato favorito: arroz calentado con salsa de carne, como ella sólo

lo sabía preparar y yo no le he comido más nunca en mi vida.

Pero la tía Mariquita no hacía esto con la frecuencia que yo deseaba. A veces entraba y

salía.

-Ya se tué? -me preguntaba mi padre. -Quién?

-Tu tía Mariquita. Hoy ha venido de mal humor. Parece que tiene algún chisme entre

manos.

Cuando la tía Mariquita olvidaba sus susceptibilidades volvía a reanudar sus

acostumbradas visitas.

-Vaya a besarle la mano a su tía -me decía mi padre soltando una sonrisa burlona, cuando

la veía entrar por la puerta.

La tía Mariquita entraba escamada, fijando la vista en él, que finjía no haberla visto

entrar. La tía Mariquita no apartaba los ojos de mi padre como si quisiera descubrirle

algún pensamiento.

-Dónde está tu madre? -preguntaba en alta voz cuando me encontraba en su camino,

como si quisiera que todos supiesen que sólo iba a la casa para saludar a su hermana.

Pero cuando pasaba cerca de mi padre agregaba:

-Cómo están por aquí?

A lo que él contestaba apenas sin volver la cara con un "Ya usted puede ver", seco y frío.

Luego, cuando daba la espalda, mi padre la miraba mientras me hacía un gesto burlón.

Era tan susceptible y habladora la tía Mariquita!

Page 248: Moscoso Puello_Navarijo

Las relaciones de la tía Mariquita con mi padre eran de naturaleza especial. Nunca fueron

muy cordiales. Se trataban con evidentes reservas mentales. Y no parecía que entre ellos

mediaba el grado de parentesco que tenían. Para mi padre la tía Mariquita además de ser

una cabeza vacía, llena de humo, era malagradecida y poco escrupulosa. Pero nunca se

opuso a que mi madre la protejiera. Cuando pasaba temporadas en casa, a veces

trabajaba, pero por lo regular descansaba.

302

Mi padre decía donde sólo podían oírlo uno de sus hijos, que la tía Mariquita era una

haragana.

Sin embargo, a veces, la tía Mariquita, que era muy ladina y audaz, se le acercaba a mi

padre y le tiraba de la lengua. Hablaban entonces de cosas pasadas, relatos, historias,

anécdotas y hasta chascarrillos. Mi padre, con el cabello blanco ya, su nariz perfilada y

sus ojos claros, azules, su blancura de cera, sonreía amablemente. La tía Mariquita

almidonada, luciendo chancletas nuevas, la nariz ancha, abierta y redonda, la cabeza

cubierta por un pañuelo de madrás, la manta caída sobre los hombros y los dientes

amarillos.

-Es lo que yo digo, Juan -decía sentenciosamente la tía Mariquita.- Nuestros tiempos eran

otros. Estos jóvenes de ahora tienen otra crianza.

Y mi padre asentía con un movimiento de cabeza.

Cuando Mercedes veía a la tía Mariquita conversando cordialmente con mi padre

recordaba el odio que él le tenía a los haitianos y pensaba que quizás por el grado de

parentesco que a ella lo unía la encontraba tan blanca como él.

La mayor entretención de la tía Mariquita era fumar su cachimbo criollo, de barro, pero

esto lo hacía por lo regular, en sitio apartado y en determinadas horas.

La tía Mariquita tenía fama de ser buena cocinera y muchas vecinos gustaban de los

sabrosos bocadillos que ella misma preparaba para su regalo.

Cuando la tía Mariquita me llevaba a su casa yo jugaba mucho. Me hacía dueño de su

casa. La tía Mariquita solía pasearse por el vecindario llevándome cojido de una mano.

-Sí -decía- cuando le preguntaban de quién era ese muchacho que iba con ella.- Este es

Panchito, niña. La surrapa de Sinforosa. Malcriado como él solo.

-Pero buen mozo -decía la vecina, cojiéndome la barbilla.

Page 249: Moscoso Puello_Navarijo

Pienso que la tía Mariquita debió sentirse orgullosa de mí, su último sobrino.

Desde que la tía Mariquita dejó definitivamente este mundo, yo no he dejado de echarla

de menos ni un solo día. La tía Mariquita me ha hecho mucha falta. Tengo muchas

razones pa

303

ra quejarme de esta pérdida irremediable.

Indudablemente que para la tía Mariquita yo era una persona importante, su último

sobrino. Y aunque no el mejor parecido ni el más afortunado, quizás, con excepción de

mi hermano Rafael, el que merecía más afecto y el que gozó más de sus atenciones y

cuidados.

Cuando la tía Mariquita vivía en la calle Santomé todas las tardes, después que salía de la

Escuela yo iba con mi chivo a cortarle ramas de guásuma de un frondosa mata que había

en su patio. Amarraba el animal en uno de los horcones de la empalizada de tablas de

palma y me trepaba en la mata armado de un machete que ella, me proporcionaba.

Sentada en una mecedora, la tía Mariquita me seguía con la vista, mientras me repetía dos

o tres veces:

-Ten cuidado con ese machete, no te vayas a cortar.

El machete no tenía buen filo y las ramas de guásuma se desprendían a fuerza de golpes y

más bien se desgajaban que se cortaban limpiamente.

Cuando el chivo estaba comiendo, la tía Mariquita se complacía en conversar conmigo.

-Yo no sé qué piensan en tu casa -me decía.- Ayer le dije a tu madre que tuviera más

cuidado contigo. A los muchachos no se consienten tanto. Yo estoy al tanto de todo lo

que tú haces.

Yo me sinceraba con ella y le aseguraba que todo cuanto de mí le decían eran embustes.

En el patio de la tía Mariquita había mucha sombra y un fresco. Era un patio pequeño.

Una mata de guásima, una mata de lechosa, una mata de almendras y en un rincón una

mata de salvia y unas cuantas latas con hierbabuenas, albahaca, apasote, y algunos

claveles de muerto, amarrillos y llenos de hormigas, de hormigas caribes que en varias

ocasiones me picaron despiadadamente. Frente a una de las empalizadas había una mata

de resedad que la tía Mariquita cuidaba mucho y por la cual sufrí un disgusto un día que

el chivo le dio unos cuantos mordiscos.

Page 250: Moscoso Puello_Navarijo

Lo que más me llamaba la atención en el bohío de la tía Mariquita era el aposento. La

cama sobre todo. Era un catre came

ro, como decían entonces, provisto de un colchón de lana muy grueso y de una sábana

multicolor, hecha de retazos y que lo cubría mientras no estaba en uso. Pero lo que hacía

interesante esta cama era el número de almohadas. Yo conté una vez hasta diez

almohadas. La tía Mariquita sentía un gran respeto por su comodidad. Una vez que

estuvo enferma yo la vi hundida entre sus almohadas de tal modo que apenas se le podía

ver la cara. Yo estaba seguro de que la que estaba allí era la tía Mariquita porque sus ojos

se movían bajo el pañuelo de madrás morado que usaba siempre y que me era tan

familiar.

La tía Mariquita se levantaba tarde en el día y se acostaba temprano. Doce horas era lo

menos que ella permanecía en su lecho y cuando llegaba Diciembre y el frío le hacía

reaparecer su reumatismo -enfermedad que tuvo por toda la vida y sin duda la llevó a la

tumba- la tía Mariquita sólo se levantaba un momento, para acomodar sus almohadas,

cuando el sol estaba alto y su habitación caliente.

La tía Mariquita no tenía preocupaciones. Para no tenerlas no había criado nunca un perro

ni tampoco gallinas. Su patio estaba siempre mudo. Unicamente cuando yo llevaba mi

chivo era cuando los vecinos se podían dar cuenta de que aquel patio no era un

cementerio.

Pero el agua de la tía Mariquita era muy agradable y fresca. Cuando yo descendía de la

mata de guásuma sentía una gran sed y cuando tomaba el agua de la tinaja de mi tía,

sentía una gran satisfacción; era una agua dulce, fresca, distinta al agua que yo bebía en

mi casa. La tía Mariquita recojía el agua con una plancha de zinc y la almacenaba en una

barrica, cubierta con una tapa de madera. Era esta agua clara, transparente, fría, con dos o

tres gusarapos, y yo me complacía en verme la cara en su superficie como si fuera en un

cristal.

Como todo cristiano, la tía Mariquita tenía sus virtudes y también sus dones. Siempre le

oía decía a mis hermanas que como el sazón de la tía Mariquita había pocos. Yo no sabía

en qué consistía esta cualidad que le atribuían a mi tía, pero llegué a pensar que era por

esto una persona importante.

Cuando en mi casa compraban palomas mis hermanas invi

Page 251: Moscoso Puello_Navarijo

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taban a la tía Mariquita para que viniera a cocinarlas. Palomas que no cocinaba la tía

Mariquita no eran verdaderas palomas.

Muchos otros platos hacía la tía Mariquita que no tenían iguales. Los días en que ella se

brindaba a hacer la comida en casa, después que Mercedes le hacía miles de promesas,

eran días de fiesta.

-Mañana viene Mariquita a cocinar -decían.- Ténganle todo preparado. Ustedes saben

como es ella.

Pobre tía Mariquita! Desde que dejó definitivamente este mundo, yo no he dejado de

echarla de menos ni un solo día. Jamás he comido buenas palomas, ni guisadas ni en

locrio, ni carnes como la preparaba ella. Con el tiempo me fuí dando cuenta de que con

ella se perdió el sazón que tanto alababan en mi casa y que no he vuelto a encontrar.

Años de comida insípida, de falta de apetito, de comer sin gusto y años comiendo el

celebrado congrí con salsa de carne que sabía a gloria y de arroz con habichuelas

calentado y nuevamente sazonado, que fué su especialidad.

La tía Mariquita me ha hecho pensar que muchas cosas se pierden en el transcurso de la

vida que no se volverán a tener.

XLII

La Semana Santa era en mi barrio un acontecimiento extraordinario. El Miércoles Santo

no sólo era un día solemne en todo mi barrio, sino también en toda la ciudad. Los

navarijeños lo sabían y por eso ponían tanto empeño en disponer todo cuanto fuera

necesario para lograr este fin.

Desde que se avecinaba la Semana Mayor, la hermandad del Nazareno entraba en

actividad. Se limpiaba la Iglesia, el altar, el patio y el parque que por aquel entonces no

tenía árboles ni aceras.

Se apeaba el trono y se colocaba sobre dos bancos. Era un trono de caoba torneada, con

adornos en seda morada, hilos de oro y escamas de peces. Se limpiaba y se le daba lustre

de puño o barniz. Y se le hacían los ajustes necesarios.

El Nazareno tenía un traje de lujo guardado para ese día. Regularmente se lo ponían la

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víspera. Era un traje de pana, con bordados en seda. Las parabrisas de cristal tallado que

adornaban el trono quedaban limpias, transparentes y con velas de cera acabadas de

hacer. Estas eran generalmente ofrecidas por algunas personas acomodadas, como lo era

el traje, que a menudo regalaba algún pudiente devoto del Santo.

Yo seguía todos estos preparativos. Desde la semana anterior dejaba de ir uno o dos días

a la Escuela o cuando no podía ha

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cerio, al salir de la clase entraba en la Iglesia. Algunos de los miembros de la Hermandad

me conocían. Yo ayudaba en todo lo que podía. Limpiaba candelabro, colocaba velas,

sujetaba escaleras. A veces me echaban fuera. Junto conmigo entraban otros muchachos y

hablábamos o estorbábamos en alguna forma. Entonces alguien nos decía:

-Salgan para afuera, -y nos conducían hasta la puerta que se cerraba a nuestras espaldas.

Pero nos quedábamos en el patio esperando otra oportunidad y mientras tanto nos

trepábamos en el Campanario. El Campanario sólo tenía cuatro paredes para soportar el

piso. Estaba abierto por detrás. Una escalera de madera con muchos peldaños rotos

permitía subir hasta arriba. Debajo de la escalera había un hoyo, donde se arrojaban

papeles y alguna que otra vez aparecían allí peligrosas inmundicias. No era fácil subir

esta escalera, pero los que vivíamos por allí teníamos mucha práctica para hacerlo.

Yo toqué muchas veces las campanas en la Iglesia del Carmen. Había quien lo hiciera

pero yo se las pedía prestadas. Aprendí el venid temprano, y hasta llegué a revolear el

badajo. Pero nunca logré adquirir maestría como la tenían los otros.

El miércoles Santo era mi día. Yo, que desde el domingo de Pascua había estrenada mi

percha, como decían en casa, reservaba alguna cosa para usarla ese día.

-Deje eso para el Miércoles Santo -me decía mi madre.

Y me quedaba conforme porque sentía un poco del orgullo del barrio.

Las solemnidades se iniciaban con misas que empezaban en la madrugada. Casi todos los

Curas de las otras parroquias venían al Carmen a decir misa rezada. Las campanas no

cesaban de repicar. Antes de abrir la puerta ya habían cruzado por las diferentes calles

innumerables sombras que dirijían a la plaza. Eran las viejas y las jentes pobres que

tenían que aprovechar esas horas para no mostrar sus necesidades al público.

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A medida que avanzaba el día iba cambiando el aspecto de las personas que entraban a la

Iglesia. A las nueve era la misa cantada o mayor.

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Toda la aristocracia de los barrios de la Catedral y del Convento venían a la Iglesia del

Carmen. Viejas de cabeza blanca con mantillas de seda y trajes de telas costosas seguidas

por las sirvientas que les traían las sillas y las alfombras donde se arrodillaban. Señoras

elegantes con calzados relucientes, el pecho adornado con joyas y la cabeza cubierta con

grandes sombreros con cintas y plumas. Señoritas con trajes perfumados, olorosos a

cedro, provistos de elegantes abanicos.

Mitones, sombrillas, cadenas de oro, aretes, dormilonas, anillos provistos de pedrerías se

veían por todas partes.

Los más elegantes libros de misa, con tapas de cuero o de nácar descansaban en manos

blancas y finas, de dedos afilados y uñas bien cuidadas.

Alrededor de la puerta se apiñaba una multitud. Había viejos vestidos de negro, provistos

de sombreros hongos apoyados en bastones o paraguas con puño de oro o de plata.

Camisas nítidas, blancas como algodón. Jóvenes perfumados con sus sombreros de paja,

sus corbatas vistosas y los zapatos brillantes. Abundaban las buenas leontinas y los

bastones criollos de granadillo, de ébano o cañas extranjeras.

Junto a la entrada charlaban, fumaban y se complacían viendo la enorme concurrencia

que no cabía en la Iglesia.

A veces se sentía tanto calor que la cantidad de pañuelos fuera y dentro del templo

contribuía a la decoración.

La nave era una profusión de colores, porque el Miércoles Santo no era de rigor usar

colores serios y las muchachas y las señoras aprovechaban ese día para lucir sus

combinaciones más atractivas.

Al acercarse a la puerta se oía ese ruído especial que producen las grandes

aglomeraciones.

Poco antes de comenzar la misa nadie se podía mover. Las últimas personas en llegar

tenían que emplear mucho tiempo para pasar a través de la puerta. Iban abriéndose paso

poco a poco, pidiendo excusas y hasta haciendo un ligero esfuerzo para hacerse espacio.

Page 254: Moscoso Puello_Navarijo

Cuando lograban franquear la puerta se tenían que detener un rato hasta que divisaban un

sitio desde donde pudieran oír

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la misa. Si llevaban sillas, éstas, iban por al aire de mano en mano hasta el sitio en que

podían ser colocadas.

Los vecinos del templo ofrecían las suyas a sus amistades y hasta a las personas que se

las pedían. Había casas en las cuales quedaban las salas vacías todo el tiempo que duraba

la ceremonia.

El parquecito se llenaba de grupos de personas que no podían entrar. Y junto al

campanario, en la calzada de ladrillos de la Iglesia y junto al portal de San Andrés

permanecían de pie muchas personas.

La Orquesta dirijida por el Maestro Chávez se reforzaba. Y las piezas que se ejecutaban

eran de las más selectas del repertorio sagrado.

El Altar Mayor materialmente cubierto de velas de cera blanca, en candelabros de plata y

de cristal de varios tamaños, dispuestos en filas superpuestas, dejando únicamente un

hueco que ocupaba el trono del Nazareno que brillaba por todas partes.

Yo daba vueltas de una puerta a otra, me metía por entre las personas, iba al patio, me

subía en el campanario, no estaba quieto en ningún lugar. Veía el altar admirado, y veía

al coro, a los músicos.

Siempre estrenaba un flux, zapatos de José Luluta o de Blas, un sombrerito de paja o de

panza de burro, y alguna vez un bastoncito.

Cuando los zapatos me apretaban iba a casa. También cuando tenía sed o cuando me

aburría la jente o me mareaba.

La misa duraba mucho tiempo. Oficiaban varios curas, con ornamentos muy vistosos y

muy afeitados.

Era una de las misas más grandes y más buenas que yo había oído. Mucha música, mucho

incienso y muchos cantos.

En la tarde era la procesión. Después que acababa de comer pedía que me vistieran y

mucho antes de llegar el piquete que siempre se adelantaba, llegaba yo. Me gustaba ver

los soldados. Era un batallón completo. Se detenía frente a la Iglesia. Yo observaba sus

Page 255: Moscoso Puello_Navarijo

evoluciones.

-Alto, Alt!...

-Presenten armas!

A las cuatro salía la procesión. Delante, la Cruz y tres monaguillos, uno en el centro y dos

a los lados. Junto a éstos se iniciaban las filas. Muchachos vestidos de diferentes

maneras, se iban alineando por indicación de un policía. A medida que se incorporaban

iban caminando. Había cubiertas dos cuadras cuando salía San Juan, seguido, a corta

distancia, por la virgen de los Dolores, con la Orquesta del Maestro Chávez y un buen

rato después le seguía el Nazareno, en hombros de la Hermandad, primero, luego iban

siendo sustituidos por personas distinguidas y empleados del Gobierno. Diputados,

Ministros y Jueces. Todos se disputaban el honor de cargar esas andas. Delante del trono

iba la Orquesta del Maestro Arredondo ejecutando un Motete.

El maestro Arredondo era un fervoroso del Nazareno. Con su saco cuadrado y grandes

bolsillos abiertos, de uno de los cuales sacaba un gran pañuelo de seda para secarse el

sudor, iba con su violín, usando de vez en cuando la ballestilla para marcar el compás a

sus músicos.

Con sus espejuelos a media nariz, alzaba su cabeza descubierta para ver al Nazareno,

cada vez que iniciaba una tocada. Luego le daba la espalda. Tocaba con inspiración y a

veces su entusiasmo lo llevaba a cantar los motivos al mismo tiempo que se los sacaba al

violín.

Detrás del Nazareno iban altos dignatarios del Gobierno, luego le seguían las

Comunidades. Detrás mujeres y el pueblo. Cerraba la procesión el batallón Ozama con el

arma a la funerala y con paso de marcha. La banda del ejército ejecutaba de vez en

cuando una marcha apropiada.

La procesión ocupaba seis u ocho manzanas. Al comienzo no se oía la Orquesta de

Chávez. Y cuando se oía la del Maestro Arredondo no se oía la Banda del Ejército.

Las calles ofrecían un aspecto encantador. Aceras, puertas y balcones estaban llenos de

gente.

La procesión del Nazareno congregaba la mayor cantidad de gente en la ciudad.

Yo iba en una fila a veces, y otras fuera de ella, cuando me

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cansaba y apagaba entonces la vela que me habían entregado. Cuando iba en la fila hacia

lo que los demás, echaba esperma al de delante o empujaba cuando era necesario, o me

detenía cuando eran los de atrás los que me querían hacer caer.

Pero me daba mis escapadas. A ver a Chávez como se movía con su clarinete, a ver al

Maestro Arredondo que hacía muchas muecas o a ver los soldados que me gustaban

tanto.

A la oración estaba muerto de fatiga. Me dolían los pies. Los zapatos no podían soportar

más polvo. Y la badana del sombrero estaba húmeda.

El Miércoles Santo tenía que acostarme temprano. No podía más. Era para mí el día más

grande de la Semana Santa.

XLIII

Mi tío Pancho no se vió como mi padre en la necesidad de abandonar la calle del Conde.

Unas veces más abajo, otras más arriba, vendiendo telas o con una pulpería, disfrutó

hasta su muerte de buena

posición. Como mi tía Mariquita, mi tío Pancho era sumamente orgulloso. Alto, blanco,

de facciones ordinarias, tío Pancho tenía modales distinguidos. Vestía siempre de dril

blanco y era pulcro, limpio ordenado. Mi tío Pancho no sabía gran cosa de letras, pero le

complacía el trato de las personas ilustradas.

Casó mi tío con una venezolana, Isabel Gutiérrez que, según él pertenecía a familias

distinguidas de aquel país. Yo recuerdo haberlo visto detrás del mostrador, ya viejo, con

la cabeza blanca, pero con toda la apariencia de un aristócrata.

Yo iba allí de tarde en tarde, porque el tío Pancho vivía distante de mi casa. Me daba

golosinas y la bendición y con un aire de dignidad que a mi no se me escapaba, me decía

secamente:

-Cómo está Juan Elías?

Yo no ví a mi tío en mi casa. Tampoco se me ocurrió preguntar si había estado en ella

alguna vez. Me acostumbré a verlo en la suya. Tampoco ví a mí padre en casa de mi tío

Pancho. Pero cuando vivíamos en San P de Macorís, mi padre estuvo de visi

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ta en casa de mi tío. Yo conservo una fotografía en que están los dos viejos en compañía

de Isabel y su yerna, sentado junto al jardín. En una ocasión mi padre se retrató solo y mi

tío también y esas son las únicas fotografías que de ellos he conservado.

Yo he pensado muchas veces que, como mi tío Pancho privaba en aristócrata, se sentía

tan orgulloso de sus ascendientes, debió haber visto con malos ojos la unión de mi padre

con mi madre. Yo he sospechado siempre que mi tío sentía en extremo el orgullo de su

raza.

Sin embargo, no tengo pruebas de ningún disgusto, ni de la más leve alusión. Mi tío

hablaba de mi madre con cariño y muchas veces aludía a la tía Mariquita sin que yo

pudiera adivinar la más Tijera reticencia.

En aquellos tiempos la influencia extraña no había adquirido las proporciones que tiene

hoy. Estábamos tan aislados material y mentalmente que hasta nosotros no habían llegado

las costumbres de otros pueblos.

Los españoles nos habían enseñado a ser tolerantes. Nunca fué en Santo Domingo la

lucha de raza tan cruel y persistente como lo fué en Haití.

Algunas veces me mandaban a casa de mi tío. La casa de mi tío Pancho era grande y

cómoda. La pulpería ocupaba la esquina y todo el frente de la calle del Conde. La familia,

el lado que miraba a la calle Duarte. La casa de mi tío daba la impresión de bienestar

desde que uno entraba en ella. Amplia la sala, con muebles aparentes, dos consolas

doradas con espejos, un par de mesitas con tapas de mármol y en las paredes, retratos al

creyón de sus hijos. Las puertas de la sala estaban adornadas con cortinas de punto. A la

sala seguía el comedor, amplio, ventilado, que recibía la luz del patio cuadrado y pequeño

con dos arriates en el centro y un emparrado. Del lado del patio el comedor estaba

abierto. Tres o cuatro arcos descansaban sobre otras tantas columnas. Era un antiguo

patio español como el que tienen muchas casas en la ciudad. La mesa del comedor era

grande, de extremos redondos. En una esquina del comedor estaba colocada la piedra de

filtro, y debajo de ésta, la tinaja dentro de una jaula de madera. Frente a la mesa se veía

un aparador de nogal

con un espejo manchado. Allí siempre había dulces, queso y mantequilla, hecha en la

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casa, blanca y salada.

En casa de mi tío no faltaba nada. Cuando yo tenía doce años iba allí a menudo y muchas

veces me dejaban a comer. Donde mi tío se comía bien. Todo era abundante. Al terminar

la comida Isabel me ofrecía dulces. Dulce de guayaba con queso criollo, que a mi tío le

gustaba mucho, o dulce de leche. A veces me ofrecían alguna tajada de naranjas en

almíbar. Cuando hubo hielo en la ciudad a mi tío no le faltaba el agua fría.

La casa de mi tío era un contraste con la mía. En nuestra casa faltaba de todo.

Mi tío Pancho se sentaba todos los mediodías, después de cerrar la pulpería junto a una

puerta que quedaba enfrente de la calle y que permanecía todo el día entreabierta, sujeta

por un aldabón.

Con pantuflas bordadas, pantalón blanco y en mangas de camisa. A la derecha le quedaba

un portasombreros donde él colocaba su paraguas de merino y su panamá, cuando llegaba

de la calle.

Todas las tardes mi tío Pancho se daba un paseíto por la calle Padre Billini.

Acostumbraba a salir a eso de las cuatro y regresaba a la hora de cenar. Un día la tía

Mariquita me dió a entender que mi tío tenía una mujercita por esos lados. Se hablaba de

los paseos del tío Pancho y sonrió, agregando con cierta picardía:

-Pancho no es como Juan Elías. Cualquiera no se fía de los muertos que no hacen ruido.

Mi madre la oyó y mirando a mi padre que estaba sentado en su lugar de costumbre, junto

a la puerta del patio, murmuró:

-Ustedes se están creyendo que Juan Elías es un santo!

Mi padre la miró sonriendo.

-Juan Elías es como todos, -añadió mi madre.

-Siempre estás tú con cosas -murmuró mi padre.

-Con cosas? Mejor es que no hables, -replicó mi madre.

Mi padre, todavía sonriendo, guardó silencio. Un poco más tarde dijo:

-Esta Mariquita tiene la lengua muy larga. Se mete en todo.

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Yo nunca supe que mi padre fuera un hombre de aventuras. En mi casa nunca se habló de

esas cosas. Pero indudablemente no debió ser un santo. Tengo la idea de que mi madre

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tuvo conocimiento alguna vez de algunos amores, porque otro día que se hablaba de eso,

a propósito de unas historias que hizo mi tía, mi madre de improviso le preguntó a mi

padre:

-Señor, Juan Elías, ¿cómo era que se llamaba la mujercita aquélla?

Y mi padre, después de mirarla, puso la cara muy seria y no respondió.

Un día supe por la tía Mariquita que mi tío Pancho tenía un hijo en la calle, Manuel

Emilio. Era un hombre cuando yo lo conocí. Alto, blanco, con unos bigotes negros y

abundantes, vivía por la Misericordia. Se había casado y tenía dos hijos. Se sentía

orgulloso de que mi tío fuera su padre, aún cuando oí decir que éste se había ocupado

muy poco de él. Tenía Manuel Emilio reputación de hombre bueno y honrado.

Nunca oí hablar a mi tío Pancho de Manuel Emilio. Sin duda pensaría que éste podría

afrentarlo, ya que él se estimaba tanto. No dudo que fuera objeto de críticas esa conducta.

A tío Pancho le agradaba sobremanera hablar de sus antepasados. Ya he dicho que era un

vanidoso. En un cuarto del patio, donde tenía una especie de oficina Panchito, mi primo,

había un retrato del Dr. Elías Rodríguez. Obispo que fué de Flaviopolis y Coadjutor del

arzobispado de Santo Domingo. Un día mi tío me llevó allí para que lo viera y por

delante del cuadro me hizo la historia del Mitrado. Era hermano de mi abuela y era un

hombre muy intelijente. Fué recibido y ordenado por el Papa y fue Rector del Seminario.

Para mí tío Pancho era superior a Meriño y a todos los Arzobispos que había tenido la

República. Ese retrato lo había hecho Bonilla y España y se lo habían pedido muchas

gentes. Ultimamente lo deseaba el Arzobispo para ponerlo en el Palacio Arzobispal. Pero

él no se desprendía de tan valiosa prenda.

Cuando volvimos al comedor yo aproveché la ocasión para hacerle algunas preguntas y

con una precisión que me llamó la atención me habló de sus ascendientes de tres

jeneraciones

atrás. Eran gentes intelijentes, buenas y decentes, todos blancos puros, de buena cepa. Sus

abuelos y su padre habían sido pintores y escultores. Eran jentes de gusto. El mismo tenía

esa vocación y me refirió que después de haber servido a la República, como soldado, él

y mi padre ejercieron ese oficio.

-La Casa de los balcones dorados -dijo mi tío-, fué pintada por mí y por tu padre. Unas

cuantas onzas de oro ganamos por este trabajo y fué ese el último que hicimos antes de

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dedicarnos al comercio.

Cuando me habló con tanto entusiasmo de su tío, yo recordé que mi padre hablaba de él

con tristeza. Y recordaba su reproche: "No se ocupó de nosotros. Nos dejó brutos".

Pero mi tío Pancho era incapaz de decir esto. Era muy apasionado.

Cuando mi tío Pancho no hablaba de sus parientes hablaba de política. Tío Pancho, como

mi padre y como la mayoría de las gentes que no vivían de los empleos públicos era

enemigo de Heureaux.

Tío Pancho estaba al corriente de todo lo malo que sucedía. Conocía con detalles los

crímenes más sobresalientes, sabía de las personas que estaban en prisión y comentaba

los abusos de fuerza que eran entonces tan frecuentes, y a los cuales nos tuvieron

acostumbrados de modo que ya no nos escandalizaban.

Un día que le pregunté por su expulsión, me dijo:

-Eso fué una sirvegüencería de dos o tres. Querían burlarse de nosotros. Pero les salió

caro.

La memoria de mi tío Pancho era notable. Siempre estaba rectificando fechas. Decía que

la historia que le contaban a los jóvenes estaba por lo regular alterada. Cuando yo le hacía

alguna pregunta se sonreía, se estiraba en la mecedora y mirándome me contestaba:

-Quién te contó eso? Eso no es así. Las cosas pasaron de esta otra manera. A mí si no hay

quien me cuente esas historias.

Para tío Pancho, los restauradores no habían sido tan prestantes como decían. En su

mayoría eran baecistas y lo que deseaban era que el régimen español escogiera a Báez y

lo hiciera Gobierno en vez de hacerlo con Santana. Por lo menos eso fué

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el principio.

Cuando yo leí hace algunos años un folleto que editó la Sociedad Amantes de la Luz, de

Santiago, pensé que tío Pancho no andaba equivocado. Un dominicano erudito que ha

escrito algunas obras de texto y otras de historia, me afirmó hace poco, que en realidad

los que entraron por Haití tenían la intención de derrocar a Santana para sustituirlo por

Báez.

Mi padre no se apartaba tampoco de esta idea. Yo sé que mis contemporáneos no

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aceptarán estas opiniones, pero yo las consigno para que se conozca el modo de pensar de

muchos dominicanos que quizás guardaron silencio por temor de ir contra la opinión que

se ha generalizado después.

XLIV

Una de las personalidades del Navarijo era la Sra. Ida Visconty. Conocí a la Sra.

Visconty en el ocaso de su vida, pero todavía era una persona distinguida y en ella se

notaba la dignidad de quien fué una gran artista, a pesar de sus críticos que no fueron

pocos. Uno de ellos fué tan audaz que escribió en una crónica de teatro esta irreverente

frase: "la Sra. Visconty brilló por su ausencia..." Y esta frase estaba calzada de un párrafo

a mano de un necio.

Sin embargo, la señora Visconty tuvo sus grandes admiradores. No le faltan a nadie en la

vida y le suelen sobrar a muchas que apenas si valen un desdén.

Uno de nuestros poetas del pasado siglo escribió:

"Actriz sublime y encantadora

Digna para siempre de admiración

Cuanto conmueve tu voz sonora

Tan expresiva y arrobadora

Todas las fibras del corazón".

Y en otra ocasión el mismo poeta escribió:

"Salve por siempre, mujer divina

Cuya alba frente miro brillar

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Con la aureola que el genio imprime

Y oigo mi pecho que triste gime

Porque sus lares has de dejar".

Estos versos que firmaba la poetisa Doña Josefa Perdomo se publicaron el 17 de

Noviembre de 1881.

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La Sra. Visconty era la esposa de Grosi y por primera vez había llegado al país en 1880.

En 1885 formaba parte de otra compañía de la que era empresario el tenor Bordini.

El 22 de Julio de ese año la señora Visconty celebró su función de gracia y escojió para

esa noche Il Trovatore. No dejó satisfecho a su público y el Boletín del Comercio escribió

en edición del día 20 el siguiente suelto:

"La Sra. Visconty supo interpretar la majestad real. Cantó bastante bien, pero otras veces

la hemos admirado más. Tuvo algunos momentos de decaimiento, pero fueron simples

lunares, obtuvo bastante aplausos".

El Sr. Grosi se sintió mortificado por esta y otras críticas que se le hicieron a su señora.

El Eco de la Opinión lanzó una hoja impresa con el propósito de rebatirlas.

Cuando yo me encontraba en la calle con la Sra. Visconty no le quitaba los ojos de

encima. Yo sentía por ella admiración y respeto. No se parecía a ninguna de las personas

que yo veía diariamente. No sé si sería por su indumentaria o porque le advertía un aire

de dignidad que no tenían las otras personas; lo cierto es que todas las mañanas, cuando

la Sra. Visconty pasaba frente a mi casa, por lo regular a la misma hora en que yo salía

para la Escuela, la seguía un momento con la vista. Entre el ejército de cocineras y

sirvientas, de viejas y de muchachas mal vestidas, la Sra. Visconty se destacaba de modo

singular.

Vestía la Sra. Visconty a la europea. Un falda oscura y un corpiño claro, con estampas en

colores o simplemente blanco, de organdí. Un sombrero alto, adornado con plumas y

flores de trapo, una sombrilla de largo mango, de tela estampada y encajes en los bordes

y un hermoso abanico empuñado en una mano. La señora Visconty, mezzo-soprano de

coloratura, vivía dando clases de canto y de piano a las señoritas acomodadas. No

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eran muy numerosas sus discípulas, pero podía vivir modestamente con lo que estas

clases le producían.

-Buon jiorno.

-Buenos días, doña Ida.

Hacía la artista una reverencia y continuaba por la acera erguida, con paso menudo. La

señora Visconty no era fea. Llegó aquí ya bien avanzando su eclipse como artista. La

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compañía de la cual formaba parte no realizó buenos negocios en el país y se disolvió

después de la temporada. Todavía recordaban muchas personas la exquisita Norma que

sacaba la señora Visconty.

Io mesma, signora, Ida Visconty, si no lo veduto no lo creduto.

Así decía cuando se lamentaba de su suerte. Todos los días en mi barrio sonaba

cascadamente un piano, que su compatriota Ciriaco Landolfi solía afinar de vez en

cuando, -otro extraviado que quemó las naves en la Hispaniola- y junto con la escala se

oía una vocecita de adolescente solfeando en alta voz:

-Do, re, mi, fa, sol.

Yo recuerdo haber visto a la Sra. Visconty la mañana que el policía disparó un tiro de

revólver al lechero que iba sobre un mulo por el delito de no dejar que le pesaran la leche.

En la puerta en compañía de la familia de su discípula, exclamó:

-Oh, Dío! Oh, Dío!

Los ojos se le querían saltar presa de extraordinario asombro, mientras el negro lechero

rodaba mortalmente herido por el suelo.

La señora Visconty debió sufrir mucho en este país. No solamente enterró aquí su gloria

sino que también enterró su moño. La última vez que la señora Visconty se peinó fué en

Roma. Lucía un moño alto sujeto con unos pasadores de metal. Fué este moño la

admiración de muchas damas de aquella época, porque todavía no se conocía en este país

a los peluqueros profesionales y las modas de peinados se las hacían las amigas unas a

otras con extrema dificultad. El moño alto de la Sra. Visconty, moño griego, el mismo

que luce la Venus de Milo, se ocultaba a veces bajo el sombrero. Para producir efectos, la

Sra. Visconty sólo le bastaba exhibir o ocultar su moño. Pero un día tuvo que sacrificarlo.

Los pasadores se oxidaron y no fué posible desha

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donde un horno enorme abría su boca negra o roja, según estuviera en actividad o en

reposo. Oía decir que Rafael era un buen dulcero y un buen hombre. Recuerdo que su

exuberante bigote negro le partía en dos la cara, un pedazo grande que contenía los ojos y

la nariz y otro pedacito pequeño que costaba trabajo vérselo. Era muy conversador y

siempre estaba de buen humor. Rafael hacía masitas muy sabrosas, merengues, piononos,

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bienmesabes, y matagallegos. Estos últimos eran deliciosos con su crema con gusto

pronunciado de limón. Los muchachos que salían de casa con las bateas gritaban "dulces

cubanos", porque fueron ellos los que introdujeron esas variedades aquí, haciéndole

competencia al piñonate, al jalao, a la mala rabia y otros dulces por el estilo, que eran los

más populares de aquel tiempo. Para mí este fué un período de verdadera prosperidad.

Nadie comía tanto dulce como yo. Hasta podía regalar de mis recortes a los amiguitos del

barrio. Probablemente este bienestar me duró como un año.

Una mañana noté que mi madre hablaba poco. Mis hermanas se miraban asombradas y

mi padre se mostró más indulgente conmigo. A medio día mi madre me entregó un

paquete con recortes de dulce y me dijo:

-Ve donde Ramona y entrégale eso. Dile que es para que se lo mande a Patricio.

Por el camino yo me pregunté: "Dónde estará Patricio?"

A los pocos días supe que Patricio estaba preso. Desde ese día, a la hora de recojer los

recortes de dulces mi madre murmuraba:

-Pobre Patricio! Tan buen hombre!

Oí contar una vez a una de mis hermanas que era tal la pasión que Patricio sentía por la

política que en una ocasión fué a bordo de un vapor que estaba al costado del muelle

Ozama a despedir a un amigo de causa y fué tanto lo que habló esa tarde que el tiempo

discurrió sin que se diera cuenta. Patricio estaba sentado dentro del camarote de su

amigo, para sustraerse a las miradas de los curiosos y ponerse a cubierto de cualquier

indiscreción. El vapor alzó ancla y salió fuera de la ría. Cuando Patricio subió con su

amigo a la cubierta, el vapor iba frente al

Fuerte de San Gil, en el Placer de los Estudios.

Enterado el Capitán de que iba a bordo este polizonte involuntario detuvo la marcha del

vapor, echó un bote al agua con Patricio y dió instrucciones a los marinos de que lo

dejaran en el muelle.

Las esperanzas que traía Patricio de abordo, recompensaron con creces el mal rato que

pasó.

Con frecuencia, cuando hablaba de su dedicación a la causa, "de los derechos del

hombre", Patricio hacía referencia a este episodio.

-Una vez, cuando estuve a punto de ir a Puerto Rico sin pensarlo.. .

Page 265: Moscoso Puello_Navarijo

Los que le escuchaban esperaban que declarase los motivos por los cuales iba a hacer ese

viaje que consideraban desde luego importantísimo. Abrían los ojos y redoblaban la

atención para no perder un detalle.

Al notarlo, Patricio aclaraba enseguida.

-Cuando me olvidé que había ido de visita a un vapor y me echaron por el Fuerte de San

Gil.

Lo que nunca pude averiguar fué si Patricio hizo algo más que hablar mal de los

Gobiernos que no tenían sus simpatías. Eso, sin duda, lo dirá la historia.

Entre días se detenía en la puerta de mi casa la vieja Paula que salía de misa. Llevaba la

cabeza cubierta con una manta negra y entre las manos un libro de misa y un rosario.

Conversaba un rato con mi madre y al despedirse murmuraba:

-Y no has sabido del hombre?

Mi madre le decía que no y la vieja Paula agregaba:

-Yo se lo tengo encomendado a la Virgen del Carmen.

El hombre era mi hermano Abelardo que estaba expulso.

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XLVI

Después de su regreso de Europa mi hermano Abelardo estuvo en Saint Thomas junto

con el General Luperón durante un tiempo. Allí volvió a sus actividades políticas y el 27

de Febrero de 1895

publicó en una hoja suelta una carta en la cual hacía la defensa del caudillo de la

democracia y cuyo texto aparece en los Apuntes Autobiográficos.

Abelardo había llegado a Saint Thomas el 1 0 de Febrero y el día 2 le decía en una carta a

mi hermano Juan Elías:

"Aquí estoy desde ayer y no pude seguir para Jacmel, según cartas que tengo recibidas en

las que me anuncian que se me impedirá el desembarco allí...

"De aquí, si no puedo entrar en Haití, me iré al Dahomey a fundar una Dinastía para

heredar la corona de Benhausin".

Page 266: Moscoso Puello_Navarijo

Y con el portador de esta carta, Mr. Jhon Barley, su amigo, envió dos pañuelos que

adquirió en Amberes, uno para mi madre y otro para Anacaona, como recuerdos de la

Exposición que allí se celebraba.

Un periódico de la época, El Látigo, publicó en aquellos días una caricatura en la cual se

representaba a Luperón y a mi hermano por dos perros, uno blanco y el otro negro. Este

par de canes con la cabeza en alto miraban a la Luna, el General Heu

reaux, a quien el caricaturista suponía atacado por los canes. Ladrándole a la Luna era el

título de esta caricatura.

En 1896 mi hermano pasó a Puerto Rico, donde se estableció. Allí tuvo la fortuna de

sacarse un premio de la lotería y con el importe compró una imprenta y en ella editó un

periódico para combatir a Lilís. Todos los meses, por los vapores de la compañía Ramón

de Herrera, llegaban al país hojas sueltas en que mi hermano atacaba la dictadura de El

Manco de Puerto Plata, como decía mi madre.

Ocurría muchas veces que, en los días en que arribaba uno de los vapores cubanos, se

presentaban en mi casa individuos sospechosos, solicitando ejemplares de los "escritos

muy buenos" que hacía mi hermano. Mi madre invariablemente contestaba a los

interesados que en mi casa no se recibían tales escritos y que ella no sabía nada de eso.

Sin embargo, entre días, llegaban a mi casa las cartas de mi hermano. En ellas no hablaba

nunca de política. Se limitaba el contenido de estas cartas a hablar de su situación, de su

salud y de recuerdo de familia.

Mi madre se sentía satisfecha porque Abelardo estuviera tan cerca. Su esperanza de un

pronto regreso al país era muy viva.

Uno que otro día llegaba a mi casa un desconocido y luego de las presentaciones

entregaba cartas y retratos de mi hermano. Esos días ponían una nota de alegría en mi

hogar, que habitualmente estaba triste y a veces sombrío por la situación que atra-

vesábamos en aquellos días y que no podía ser peor.

Pero el año de 1896 debió ser memorable para mi familia. El día 14 de junio a las 8:30 de

la noche mi hermano fué brutalmente agredido en la calle de La Torre. Un desconocido lo

siguió por algún tiempo y cuando estaba frente a la casa de Giol le asestó una tremenda

puñalada por la espalda.

Al día siguiente en mi casa se recibió un cable firmado por mi propio hermano. Lo que

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ocurrió en mi casa no lo puedo relatar. Todos pensaron que mi hermano había sido

muerto y esperaban de momento la confirmación de esta sospecha. Pero no ocurrió así.

Estaba aún vivo. Mi madre hizo diligencias para ir a Puerto Rico y no tuvo dificultades

para realizar su viaje. Mien

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327

tras permaneció en la isla nos mantuvo al corriente de todo lo que pasaba. Mi hermano

fué mejorando poco a poco, a pesar de que se le presentaron algunas complicaciones. Un

mes después estaba fuera de peligro y mi madre regresó a los dos meses, dejándolo

completamente restablecido. Con mi madre vino Teresa, que aún vive y he visto por la

calle Luperón en varias ocasiones, vieja ya, cansada de la vida.

Teresa era una sirvienta de mi hermano que acompañó a mi madre al regresar de Puerto

Rico.

Mi madre trajo las ropas que mi hermano tenía puestas la noche que lo hirieron y durante

muchos años las tuvo guardadas. Estas ropas fueron colocadas en el ataúd de mi madre el

día que ella fué enterrada. Vi muchas veces a mi madre mostrar estas ropas manchadas de

sangre cada vez que refería lo que aconteció en Puerto Rico a mi hermano. Las ropas

ensangrentadas de mi hermano Abelardo las tenía mi madre en el fondo de su baúl. En

muchas ocasiones la ví sola, en su aposento contemplándolas.

Teresa vivió en mi casa muchos años, hasta que un día desapareció en brazos de un

amante que no conocí. Estaba asomada en la puerta de la calle una prima noche y cuando

nos íbamos a acostar la echamos de menos. A mi madre no le sorprendió. Ya sabía que

tenía esos amores.

Teresa se hizo cargo de mí desde que llegó. Me bañaba, me vestía, me peinaba y cuando

estaba de humor me llevaba de paseo. Juntos dábamos vuelta por el Navarijo, íbamos

donde la tía Mariquita y las primas noches las pasábamos juntos. Pero Teresa tenía un

genio atroz y cuando mi madre la reconvenía, me miraba con ojos feroces.

Ahora Teresa vende a veces billetes. Está sola y vieja y cuando me ha visto en la calle del

Conde me ha pedido dinero que yo le he dado.

-A éste lo he criado yo -decía Teresa si alguna persona se me acercaba y me saludaba

Page 268: Moscoso Puello_Navarijo

delante de ella.- Era más malo este Panchito!

Una tarde me dijo:

-Ya estás viejo, pero tú te conservas mejor que yo.

328

La miré sin contestarle. Y después de un silencio lleno de recuerdos, abrí el

portamonedas y le di unas cuantas monedas.

Al separarme de Teresa seguí mi camino pensado en aquellos días tristes en que mi

familia vivió angustiada por tan profundos dolores.

Cuando mi hermano se restableció recojió en un folleto todo lo que se había publicado en

la prensa de aquel país. Para la Historia de mi Patria, tituló el folleto. Allí estaban los

artículos publicados por La Democracia, El Noticiero, La Pequeña Antilla, La Libertad,

La Revista Mercantil, de la ciudad de Ponce; El Diario Popular, El Imparcial, El

Crematístico, de la ciudad de Mayagüez, y El País, La Integridad Nacional, de San Juan y

de muchos otros.

Para qué recordar! Han pasado los años y estos hechos pertenecen a la historia.

En este mismo año de 1896 fueron fusilados en San Pedro de Macorís los Generales

Ramón Castillo y José Estay.

Cuando residía en Macorís, un amigo me llevó a la Punta de la Pasa y me enseñó el sitio

en que fueron enterrados. Al pié de un árbol de capá mediano se veían algunos terrones y

las señales de que allí se había removido la tierra.

El 30 de Marzo de ese año el Pdte. Heureaux pasó el siguiente parte a sus Gobernadores:

"Por moralidad política y para ejemplo de traidores y asesinos han sido pasados por las

armas los señores Ramón Castillo y José Estay".

La guerra de Cuba absorbía por entonces la opinión pública y mi padre, que la seguía,

continuaba interesado por los cables que publicaba el Listín Diario.

El 5 de Enero, 1896, fué inaugurado el alumbrado eléctrico de la ciudad. Desde el año

anterior se venían colocando los postes y se hacía el tendido de los alambres. Eran unos

postes altos, traídos del extranjero rematados por un raro arco que sostenía una especie de

sombrero chino que protejía un globo de cristal esmerilado dentro del cual se

aproximaban sin que llegaran a tocarse cuatro delgados cilindros de carbón.

Estaban provistos los postes de una serie de soportes de hierro colocados a regular

Page 269: Moscoso Puello_Navarijo

distancia, por donde subía un hombre

329

provisto de un saco que contenía carbones de repuesto para sustituir los que se iban

inutilizando. Esta operación se hacía regularmente porque los carbones se iban

destruyendo con el uso. Los muchachos recojían estos carbones usados, que eran tirados

a la calle.

Admiración y asombro causó este alumbrado, particularmente a Domingo Hernández,

nuestro vecino, quien no se explicaba cómo era posible que estas luces se encendieran

simultáneamente. Durante varios días se sentó en la puerta de su casa para observar cómo

se efectuaba esa operación. Le ocurría, sin embargo, que en los primeros días, un

descuido, volver la cara al interior de su casa o al levantarse para atender a alguna

llamada, le impedían sorprender el fenómeno que tanto le interesara.

-Ya veré mañana -decía retirándose con su silla de la puerta de la calle.

Yo no supe nunca si Domingo Hernández llegaría a comprender por qué los focos se

encendían sin faroleros, todos al mismo tiempo.

Por aquellos días las esquinas de la cuidad se cubrían de aves y de insectos en tal

cantidad que debajo de los postes se formaba a veces una verdadera alfombra de

coleópteros raros y extraños, que recogían los muchachos para divertirse con ellos.

Al recordar esta planta, la primera que tuvo la ciudad, viene a mi memoria el nombre de

Antonio Lluberes, el primer electricista dominicano.

XLVII

uí a la Escuela Normal cuando era su Director D. Leopoldo Navarro. El mismo Leopoldo

Navarro que por invitación de mi madre pasaba los domingos en mi casa de la calle del

Conde, en unión de

mis hermanos Manuel de Jesús, Abelardo y Juan Elías, sus condiscípulos en el Colegio

de San Luis Gonzaga. El mismo Sr. Leopoldo Navarro que me dió clases de dibujo en el

mismo Colegio años después.

Era delgado, de tez quemada, de facciones regulares, buen mozo, de cabellos lacios y

negros y de bigotes bien cuidados.

Caminaba despacio, con la cabeza baja y hablaba poco, en voz baja. Todos sus

movimientos eran moderados, suaves, delicados.

Page 270: Moscoso Puello_Navarijo

El Sr. Navarro era un hombre pulcro, discreto, comedido. Llevaba siempre un alfiler

prendido en la corbata y usaba bastón.

Todas las mañanas a las ocho en punto entraba el Sr. Navarro a la Escuela Normal.

Atravesaba la sala paso entre paso, ceremoniosamente; los alumnos que estaban allí se

ponían de pie, respetuosamente y algunos hacían una inclinación de cabeza. Todos

sentían un profundo respeto por el Sr. Navarro. Su inteligencia era reconocida por todos.

Y sus modales distinguidos sólo inspiraban simpatías.

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Yo sentía devoción por el Sr. Navarro, porque desde pequeño oía a mi madre hablar de él

con gran simpatía. Le había conocido desde niño y le había seguido hasta que se hizo un

hombre.

En Noviembre de 1894 D. Leopoldo M. Navarro fué nombrado Director de la Escuela

Normal en sustitución de Don Félix Mejía. Desempeñaba entonces el Señor Navarro el

cargo de Vice-Rector del Colegio de San Luis Gonzaga.

Nunca me dió clases el Señor Navarro en la Escuela Normal. Yo era alumno del Primer

Práctico y mis profesores fueron D. Santiago de Castro, de Geografía Patria y de

Geometría, y el Sr. Hungría de Aritmética elemental. Y el Sr. Barinas? Tengo dudas de si

fué mi profesor en la Escuela Normal o en el Liceo Dominicano. D. Pablo Barinas, tal era

su nombre.

Debido a la antigua amistad que unía a mi familia con el Sr. Navarro fuí admitido en sus

clases de dibujo que tenían lugar pasado el medio día en el Colegio de San Luis Gonzaga.

El Sr. Navarro, además de ser considerado como un excelente matemático gozaba de la

reputación de ser un notable dibujante y un buen acuarelista.

Tuvo Navarro discípulos aventajados. En cuanto a mí, no pasé en estas clases, después de

trazar líneas rectas, oblicuas y horizontales durante semanas, de dibujar ojos, narices y

bocas. Pero me permitieron descubrir que en mí había un artista y aún existe, sólo que las

circunstancias lo postergaron.

De mi maestro Navarro se conservan algunas valiosas acuarelas en las cuales predominan

tipos y paisajes españoles. Por esta época eran frecuentes estos motivos y Frade, en casa

Page 271: Moscoso Puello_Navarijo

de julio Pou, se había especializado en decorar panderetas.

Clases de dibujo daba también Cuellito, un paralítico que vivía en la calle del Arquillo y

que además era compositor de canciones, virtuoso de la guitarra y propietario de un

surtido puesto de frutas. Cuellito era un gran creyonista y tuvo como discípulos

aventajados a los hermanos Villalvas. Pero yo no tuve la oportunidad de ser uno de sus

discípulos.

Sin embargo, después que dejé estas clases por que el Sr. Navarro salió para España, las

continué con D. Luis Desangles y más tarde con Frade en casa de D. Julio Pou.

332

Vivía Desangles frente a la plaza Duarte, en una antigua casona que hacía esquina. Se

entraba allí por un portalón de arquitectura española que miraba hacia un extremo de la

plaza y al cual seguía un zaguán amplio que a su vez daba acceso, dirijiéndose a la

izquierda a un salón más amplio, alfombrado y amueblado con más de un par de cómodas

butacas acojinadas y antiguas. Limitaba este salón una pared en la que se exhibía una

hermosa panoplia compuesta por una colección de espadas para esgrima. Las demás

paredes lucían diferentes cuadros al óleo, lo que constituía la colección del pintor.

Destacaba, sin embargo, uno que descansaba sobre uno de los caballetes del estudio y el

que representaba una hermosa mujer desnuda, que muchos contertulios (allí se daban cita

aficionados al arte y amigos del pintor, todas jentes cultas) comentaban que era de

persona muy allegada al pintor. La esposa de Desangles estaba considerada como una

mujer muy bella.

Desangles era de baja estatura, de cabeza redonda, pelo lacio y escaso a los lados de la

frente; de temperamento humanitario, amigo de hacer chistes y muy aficionado al deporte

de la esgrima. Allí hacían prácticas y recibían lecciones varios jóvenes de la ciudad.

Desangles vestía en su taller una blusa blanca.

Yo no recuerdo mucho de los cuadros que en su taller había. Contaba yo entonces de diez

a doce años.

Desangles fué reducido a prisión una vez porque se le atribuyó haber pintado a Ulises

Heureaux suspendido de una horca y de haber expuesto esta pintura al pie de la estatua de

Cristóbal Colón. Es posible que fueran autores de esta ocurrencia el propio Desangles,

Page 272: Moscoso Puello_Navarijo

Arquímedes Concha, su discípulo, y el Padre Font, quizás como el autor intelectual de

tamaño desacato. Algunos contemporáneos señalaron también como participante en este

escandaloso hecho a Carlos Báez.

Eran los cuadros más célebres de Desangles, además del soberbio desnudo ya

mencionado, un cuadro que representaba a Caonabo prisionero y otro del gran Almirante

D. Cristóbal Colón.

Desangles terminó por emigrar a Cuba y allí murió no hace muchos años.

333

d

Yo hice progresos con Desangles y llegué a hacer retratos y paisajes, al lápiz, y al creyón,

por mucho tiempo conservé un estudio de viejo que me costó gran trabajo, pero del cual

siempre estuve orgulloso.

Las nociones que adquirí entonces me han sido de mucha utilidad. Desgraciadamente no

pude continuar estas clases y siempre he lamentado no haber tenido más oportunidades

en mi vida para haber desarrollado esta vocación que, sin duda, la he heredado de mi

padre y de mi abuelo, como he señalado en otra parte.

De mi estadía en la Escuela Normal conservo pocos recuerdos. El patio del Convento y el

aljibe, donde se escuchaba una gallina que llamaba sus pollitos y donde, en el fondo de

ese aljibe había sepultado un panadero. Pero yo nunca escuché la gallina ni ví el

esqueleto del panadero.

La Escuela Normal ocupaba la capilla ubicada frente a la plaza Duarte. En el presbiterio

estaba la Dirección y en la nave central algunos cursos. A la entrada, detrás de una gran

mampara, el Primer Práctico y en las capillas laterales el Segundo Práctico y los Cursos

Teóricos.

En la Normal permanecí poco tiempo. Hacia 1895 fué bautizado este plantel con el

nombre de Colegio Central y por esta época se trajo de Santiago de los Caballeros a Don

Manuel de Jesús de Peña y Reynoso para que ocupara la Dirección.

Por esos días eran varias mis actividades además de mis deberes escolares yo era como

ya he dicho dibujante y por añadidura cantante y actor. Era una estrella en los teatros del

patio de D. Ramón Casado, vecino de mi barrio, en la calle de Santo Tomás y en el patio

Page 273: Moscoso Puello_Navarijo

de D. Wenceslao Guerrero en la calle de Luna, hoy Sánchez. Marina era mi zarzuela

predilecta (El cielo está sin nubes, tranquila está la mar), la jota de La Bruja, y el

Miserere del Trovador.

Un día mi padre, alarmado, con estos arrestos llamó a D. Ramón y le dijo que le

suplicaba no me consintiera en su casa y a mí, en el patio de nuestra casa, me amonestó.

-Cuidado como Ud. me vaya a casa de Ramón Casado. Tenía mi padre entonces una

fábrica de baúles. Mi padre

nunca había sido carpintero, pero como la necesidad carece de leyes, según se afirma,

también apeló a este medio para ganarse la vida. Donde D. Samuel Curiel, mi padre

compraba los adornos de lata, esquineros y rosetas, compraba los listones especiales que

venían del extranjero y el papel con dibujos apropiados. El baúl se confeccionaba con

cajones vacíos que se compraban en los almacenes.

Un día me ocurrió una gran desgracia. Mi madre resolvió que yo debía quedarme en casa

y para lograrlo me hizo desnudar, me dió una camisa de mi padre para que me la pusiera,

y escondió mi ropa dentro de uno de los baúles que ya estaban terminados. No sabía mi

madre que ese baúl junto con otros los había vendido mi padre y que de un momento a

otro lo vendrían a buscar.

Fué en la tarde, cuando los baúles habían sido enviados a su dueño, cuando mi madre se

dió cuenta de que el baúl donde había escondido mi ropa no estaba allí.

-Cómo ni me dijiste que esos baúles estaban vendidos?, -le dijo mi madre a mi padre,

presa de la mayor preocupación.

Yo no recuerdo si se pudo recobrar la ropa, lo que sí no he olvidado es que esa tarde casi

todos en mi casa consideraron la ocurrencia como una verdadera desgracia.

Estábamos tan pobres!

335

334

XLVIII

Mi padre sentía gran satisfacción cuando alguien hablaba de su reloj.

-Le ha salido bueno, Don Juan.

Page 274: Moscoso Puello_Navarijo

-Bueno! Como ese hay pocos aquí en la Capital!

Y mi padre se complacía en hacer la historia que ya había

contado muchas veces.

Había importado dos iguales, uno para su hermano Pancho y otro para él, pero el de su

hermano recibió muy mal trato. Cayó en manos de sus hijos y apenas duró dos o tres

años. El suyo, en cambio, no había sido trasteado por nadie y quizás era mejor.

-Ya no fabricaban relojes como éste -decía mi padre contemplando la esfera de su reloj.

Por ser tan bueno y tan exacto -como decía mi padre-, por no haberse descompuesto

nunca, por no atrasar ni adelantar, únicamente servía para proporcionarme serios

disgustos.

El reloj de mi padre ocupaba un sitio prominente en la casa. Ordinariamente estaba

colocado a una altura conveniente, donde nadie pudiera alcanzarlo y en un sitio que fuera

visible desde todos los lugares en que mi padre acostumbraba sentarse. Le complacía

verlo, sobre todo, para observar su marcha. Las veces que mi padre comprobaba cómo

coincidía con el reloj público,

exclamaba:

336

-Cada día me convenzo de que son pocos los relojes como este. No adelanta. Siempre

está en punto.

El reloj de mi padre era una maravilla según él decía. De dos pies de altura, tenía la forma

de un octaedro. En la parte inferior tenía una caja adicional que terminaba en punta,

provista de una puertecita de cristal que permitía ver las oscilaciones del péndulo. En el

fondo de esta cajita se encontraba la espiral y el martillo con que daba la hora.

La esfera era blanca, visible desde lejos. Y además de las agujas ordinarias, estaba

provisto de una tercera aguja roja y larga que marcaba los días del mes. Gracias a esto, mi

padre no tenía que consultar el Almanaque de Bristol, tan popular en aquella época. La

única dificultad que no resolvía su reloj era la de indicar el día de la semana.

Todos en mi casa sentían un gran respeto por el reloj de mi padre. Nadie se atrevía a

ponerle la mano por su recomendación expresa. Cada ocho días, -mi padre tenía muy

presente esta cuenta- tomaba una silla, se subía en ella y le daba cuerda. A veces antes de

Page 275: Moscoso Puello_Navarijo

apearse lo contemplaba de cerca un momento. Por espacio de cuarenta años realizó mi

padre esta operación todas las semanas. No olvidaba el día ni la hora.

-Hoy hay que darle cuerda al reloj -decía- pero tengo que esperar la una.

Mi padre entendía que a los relojes no se les debía dar cuerda cuantas veces uno quería.

Que eran máquinas muy delicadas que no se podían confiar a todo el mundo. No se le

podía dar vuelta al revés a las agujas. Para ponerlo en hora había que detener el péndulo y

esperar. Eran muchas las precauciones que se debían tomar para que todo marchara en

buenas condiciones. Gracias a estos cuidados su reloj se mantenía en perfecto estado.

Si el reloj dejaba de marchar mi padre entendía que alguien lo había tocado.

-Quién le puso la mano al reloj? -preguntaba mi padre contrariado.- Qué tuvieron que

hacer con él?

Mi madre o alguno de mis hermanos trataban de convencerlo de que eso no había

ocurrido, pero mi padre insistía. Cómo iba a detenerse solo, si nunca le faltaba la cuerda?

337

Yo no me fío de ese muchacho -agregaba mi padre subiéndose en una silla-. Tú porque

eres una consentidora y tratas de taparlo. Más malo que ese ni Biján -exclamaba, mientras

con el índice de la mano derecha echaba a andar el péndulo y esperaba algunos minutos

para comprobar que no se detendría de nuevo.

Cuando teníamos que mudarnos a otra casa, una de las principales preocupaciones de mi

padre era el reloj. Casi siempre el reloj iba en el último viaje. Mi padre y el reloj era los

últimos que abandonaban la casa vieja.

A la hora de descolgarlo ya mi padre había escojido el carretero que debía llevarlo y

había separado los otros artículos que debían ir junto con aquél. Tenían que ser de tal

naturaleza que no pudieran causarle daño al reloj.

Muchas veces presencié esta operación. Se me antojaba una especie de descendimiento.

Sobre una silla mi padre lo descolgaba mientras una de mis hermanas esperaban a su lado

con los brazos en alto a que él se lo entregara con la inevitable advertencia:

-Cuidado si lo dejas caer.

Ya había preparado de antemano un cajón forrado en el interior con periódicos viejos.

Allí depositaba el reloj con sumo cuidado. Luego se llamaba al carretero que había sido

seleccionado para transportarlo. Era por lo regular este carretero el más cuidadoso y el

Page 276: Moscoso Puello_Navarijo

más complaciente. Al entregárselo mi padre le decía:

-Tenga cuidado. Fíjese en el vidrio. Que no se dé golpes ni lo sangolotee demasiado.

Instalados en la nueva casa, mi padre fijaba el día, el sitio y

la hora de colocar el reloj. Inspeccionaba primero las paredes, le

pasaba la mano para ver si estaban suficientemente lizas y luego

de clavar un clavo resistente, volvía a repetir la operación, sólo

que esta vez era una resurrección en vez de un descendimiento.

Los días siguientes los pasaba mi padre observando si el re

loj estaba o no a nivel; le ponía papeles o cartones en las esqui

nas, lo inclinaba a la derecha o a la izquierda, y cuando cumpli

da ya la primera semana de marcha cronométrica, sin parar, el

reloj no necesitaba otro cuidado que alimentarle la cuerda.

-Qué hora es papá?

-Las doce menos diez. No, espérate un momento, -mi padre, ya corto de vista, se ponía de

pie para verlo mejor y agregaba, -menos diez no, menos doce.

-Pero ya dieron las doce hace rato, -respondía mi hermana.

-No puede ser. Y si las han dado, esta es la hora, porque lo que es éste ni atrasa ni

adelanta-decía mi padre con autoridad. -A los relojes públicos los trastea todo el mundo.

Cómo se puede confiar en ellos!

Mi padre aludía al reloj de la Catedral. Para él, este reloj no valía nada. Le habían cortado

la cuerda porque los que los instalaron encontraron que la tenía demasiado larga y

además habían encargado de cuidarlo a un tal Sebastián, que según mi padre, servía más

para Sacristán que para relojero.

-Cómo va a marchar bien? -afirmaba mi padre.- Es un reloj loco, sin fundamento y de

mala calidad. Costó muy barato. Como todas las cosas de este país.

La ciudad de Santo Domingo tuvo dos relojes públicos. El primero instalado en el año

1862 y el segundo en el año de 1875.

Yo no sé a cual de los dos se refería mi padre, pero el hecho de que el primero fuera

sustituido tan pronto, indica que no era gran cosa. Pero aún cuando hubiera sido muy

bueno, nunca podía compararse con el de mi padre que recibía una atención esmerada.

Fue necesario que yo me hiciera un hombre para libertarme de la tiranía del reloj de mi

Page 277: Moscoso Puello_Navarijo

padre. Todavía cuando ya era un joven y tenía permiso para salir de paseo en las primas

noches, cuando me entretenía en la calle y regresaba tarde, mi padre permanecía

despierto pendiente al reloj. Al otro día, cuando me sentía despierto me decía:

-Usted vino tarde anoche.

Y yo le respondía finjiendo asombro:

-Tarde? No, papá. Acababan de dar las diez.

-Las diez? A esa hora me acosté yo. Pregúnteselo a su madre.

338

339

La respuesta era delicada, difícil. Mi madre callaba, pero mi hermana Mercedes

intercedía:

-Es que ese reloj está viejo papá. Siempre se adelanta.

Mi padre comprendía. Trataba de ocultar una lijera sonrisa. Pero agregaba enseguida:

-Qué viejo ni viejo! Yo cumplo con hacerle la advertencia. Si quiere ser un hombre

formal...

Y no agregaba una palabra más. Tomaba su café y se iba para el patio a ver sus

sembrados.

En los últimos años, mi padre había dado en la manía de sembrar árboles frutales y todos

los días, en las primeras horas de la mañana y el las últimas de la tarde, entre las siete y

las ocho, las cuatro y las seis, se entretenía en removerles la tierra y rociarlos con un

regador. Como estaba ciego, para entregarse a sus ocupaciones, esperaba oír la campana

de su reloj.

Cuando yo me gradué en 1910, mi padre tendría alrededor de 75 años y estaba

completamente ciego. Hacía meses que no salía a la calle y pasaba la mayor parte del día

sentado en una silla, junto a una mesa y frente a la puerta del patio. Con un brazo

apoyado en la mesa y el otro sobre las piernas que por lo regular mantenía cruzadas, mi

padre estaba atento a todo lo que pasaba en la casa. Sin embargo, hablaba poco. Cuando

no tenía los ojos entornados, los abría de tal modo que parecía que esperaba que de

momento entrara en ellos la luz. El especialista que lo vió por última vez le prometió

Page 278: Moscoso Puello_Navarijo

operarlo y esperaba confiado el plazo que le habían señalado. Hablaba de esto con tal

convicción que nosotros a veces llegábamos a participar de sus esperanzas.

Muerto mi padre, por algún tiempo anduvimos rodando el reloj y yo. Hoy sólo he

quedado yo. El reloj desapareció hace ya muchos años. Un día le pregunté a mi hermana

Carmen que finé la última que lo poseyó:

-Qué se hizo el reloj de papá?

-Ya no servía -me dijo.- Yo creo que se quedó en la casa de Doña Rosa con otros trastos

viejos.

Al oír esto bajé la cabeza, clavé los ojos en un rincón y me entristecí pensando en como

termina todo en la vida.

XLIX

Yo me dí cuenta de que era un hombre en la casa de Quezada. Habían tomado en mi casa

para el servicio una sirvienta de doce a quince años que se llamaba Damiana. Yo no sé si

porque la casa era pequeña o por alguna otra conveniencia Damiana y yo dormíamos en

la misma habitación. Yo ocupaba un catrecito y la sirvienta una estera. Temprano nos

recogíamos. Damiana era mulata clara, pero no me puedo acordar de su fisonomía. No sé

si era buenamoza o fea. A esa edad no se pueden hacer esas observaciones.

Cuando nos acostábamos, Damiana y yo hablábamos sobre muchas cosas. Se desvestía

delante de mí y de pie sobre su estera cubierta por una camisa gruesa que no bajaba de la

rodilla y le dejaba al descubierto los hombros, el pecho y la espalda, yo la contemplaba

mientras pensaba en el tiempo que faltaba para llegar a tener su altura. La miraba con

envidia. Damiana me llevaba más de dos cuartas.

Damiana sólo estuvo en casa algunos meses, mientras vivimos en esa casa que era la casa

de Quezada.

Por esta sirvienta tuve yo la noción de que yo iba a ser un hombre. Muchas noches y

muchas madrugadas yo abandonaba mi catre y me pasaba a la estera de Damiana. Se

sentía compla

340

341

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cida con mi compañía y me lo demostraba acercando su cuerpo al mío y estrechándome

de vez en cuando entre sus brazos. Yo consideraba esos momento como los más

agradables del día. Mientras Damiana me retenía en la estera yo me reafirmaba, por

muchas razones, en que iba a ser un hombre.

Y no me equivoqué. Esta idea fué cobrando fuerza en mi espíritu y cuando vivíamos en la

casa de Juan Ramón, Silvia y Carmen, dos muchachitas que tenían aproximadamente mi

edad se encargaron por separado de quitarme las últimas dudas que me hubieran podido

quedar.

Fué por aquellos días que yo inicié de una manera formal mi educación sexual. Adquirí

las primeras nociones acerca del papel que yo iba a desempeñar.

Había detrás del patio un callejón que conducía al pozo común del cual se abastecían de

agua varias de las casas de la vecindad.

En diferentes horas del día Carmen y yo nos paseábamos por esta callejón

comunicándonos los descubrimientos que entrambos hacíamos.

De todo aquello surjió mi deseo de bajarme los pantalones. Un día se lo propuse a mi

madre y se negó rotundamente. Yo no me daba cuenta de que era un niño todavía. Cómo

iba a llevar pantalones largos? A Santo de qué? Ante la negativa de mi madre me resigné.

Pero yo sentía la necesidad de llevarlos.

Cuando alguien me decía en la calle que yo ya era un hombre, sentía la vergüenza de

verme con unos pantaloncitos que apenas rebasaban la rodilla. Me sentía humillado. Un

día que fui a llevar un mandado a una casa del vecindario, una viejita me preguntó de

quien era yo hijo. Luego quiso saber mi edad.

-Pero usted es muy crecido, -me dijo.- Y habla ya como un hombre. Dígale a su mamá

que le baje los pantalones.

Lejos de haber enrojecido de vergüenza, salí satisfecho por lo que me había dicho la

viejecita. Todo el mundo me reconocía como un hombre, menos en mi casa.

A veces pensaba en cómo haciendo yo las cosas que hacía, en el callejón del pozo, en mi

casa se negaban a reconocer que ya yo no era un muchacho.

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Por esa época yo era alumno del Segundo Práctico del Colegio Central, nombre con el

cual se había bautizado la antigua Escuela Normal. El Director, Don Manuel de Jesús de

Peña y Reynoso, era un hombre blanco y alto, de facciones ordinarias. Vestía de negro y

gustaba de los sacos cruzados.

Todas las mañanas nos reuníamos en el Parque Duarte unos cuantos de sus discípulos,

para conversar y fumar antes de entrar a la clase. Don Manuel de Jesús, o el Señor Peña y

Reynoso, como le decíamos nosotros, asomaba, a las ocho en punto, por una de las

esquinas de la calle Hostos, con el sombrero en la mano. Al verlo nosotros tirábamos el

cigarrillo y adoptábamos actitudes más correctas. Cuando estaba cerca del grupo decía:

-Vengan, mis hijos, -mientras agitaba una mano.

El señor Peña y Reynoso era un director bondadoso a quien todos queríamos y

respetábamos.

Mi curso se instalaba a la entrada de la Escuela, detrás de la mampara que cubría la

puerta principal que era muy ancha. Nuestra labor se iniciaba con el Señor Hungría que

nos daba clase de Matemáticas. Yo creo que el Señor Hungría no fumó nunca, porque en

varias ocasiones me mandó el primero al cuadro para que realizara una operación y como

yo estuviera algo torpe, me decía:

-Siéntese! Cómo va usted a saber, los que fuman cigarrillos se idiotizan.

Era, sin duda, que el Señor Hungría, antes de entrar me había visto echando humo en el

parque.

Allí teníamos como Profesor al Señor Castro, que nos enseñaba Geografía. No lo he

olvidado nunca.

El Sr. Castro, que fué Procurador Fiscal, Diputado al Congreso Nacional y Secretario del

Ayuntamiento, era Coronel del Ejército Venezolano. Había sido un hombre valiente y

corajudo, lo que yo no hubiera podido adivinar viéndole su cara mansa y tranquila. Es

verdad que ya era viejo y sus arrestos bélicos debían estar apagados.

Supe un día, leyendo papeles viejos, que el Sr. Castro hizo la defensa de una posición

militar en la Vela de Coro, y que fué él

343

quien, otro día, gritaba en medio de un encuentro armado en las calles de una ciudad

Page 281: Moscoso Puello_Navarijo

venezolana: "Muchachas valencianas, salgan a ver cómo pelean los dominicanos". Por lo

visto, mi profesor de geografía había sido un hombre extraordinario. Sus alumnos, sin

embargo, nunca le tuvieron miedo, sino a la hora de poner las notas.

Diariamente se ponían las notas de conducta y de aplicación. La clasificación iba de 0 a

5, pero el Sr. Castro, que en esto de las notas era muy exijente, sólo nos anotaba de cero a

uno.

Inclinado sobre el pupitre, con sus espejuelos dorados y la pluma en la mano, rodeado por

el curso que se ponía de pie detrás de él para ver las notas, el Señor Castro sonriendo,

decía:

-Palo y vejiga! Palo y vejiga!

Un día mi padre me compró un flux de dril porque estaba casi desnudo y no podría

continuar asistiendo a la Escuela. Me puse muy contento. Era una tela a rayas, lo

recuerdo perfectamente. En casa tenían la costumbre de mojar estas telas para que no

encogieran, según oía decir. Metieron el corte en una batea y después de permanecer allí

un rato lo tendieron en un cordel. Por la tarde, mi padre me lo entregó para que lo llevara

a casa de Ignacio, el sastre que vivía en la calle de las Mercedes. Salí con el bulto debajo

del brazo y por el camino se me ocurrió la idea de que esa era mi oportunidad.

-Dice papá, que me haga los pantalones largos.

Ignacio se quedó mirándome, como si dudara de la autenticidad de esa orden, pero no

dijo una palabra. Al tomar las medidas sentí una gran alegría al ver que llevaba la cinta

hasta el zapato en vez de detenerla en la rodilla como era costumbre.

Fuí varias veces a la sastrería para convencerme de que Ignacio estaba cumpliendo con la

orden de mi padre.

La tarde que yo fuí a recojer el flux, estaba nervioso. Presentía que iba a sufrir un serio

contratiempo. Demasiado recta era mi madre.

Entré en casa y puse el bulto sobre la mesa murmurando un: "Aquí está" y abandonando

la habitación. Cuando mi madre abrió el paquete la oí decir:

-Y qué es esto? Largos?

Tenía el pantalón extendido y sujeto con las manos. En realidad era enorme. Tenía un

tamaño doble al de mis otros pantalones. Yo observaba la escena desde otra habitación.

-Qué es esto? -repitió mi madre.- Quién le dijo a Ignacio que hiciera esto?

Page 282: Moscoso Puello_Navarijo

Mi madre me buscó con la vista y como al verme adivinó lo que había pasado, exclamó:

-Usted es un atrevido. Quién lo autorizó a mandar a hacer pantalones largos? Estos no se

los va usted a poner.

Pude notar que mi madre se había incomodado y que las cosas podían ponerse peores.

Para evitarlo, salí y fuí a casa de al lado a contar lo que estaba pasando. Doña Mercedes

sonrió y me prometió que eso se arreglaría, que ya yo era un hombre y que por decencia

necesitaba usar pantalones largos.

-Muy gordo hablas tú -añadió- para que estés metido entre muchachitas.

Todo se arregló satisfactoriamente. Pero el día que me estrené el flux no me atrevía a

salir a la calle. Me asomaba a la puerta y volvía a entrar. Sentía las piernas como si las

tuviera forradas de trapo.

Entre mis amigos del vecindario, unos cuantos se rieron de mí y otros me admiraron.

Tuvo que transcurrir una semana, poco menos, para que yo perdiera la vergüenza y

recorriera mi barrio sin temor.

Los pantalones largos ejercieron un poder extraordinario sobre mi persona. Se acabaron

los juegos con las muchachitas, se acabó el confinamiento en mi barrio. Poco a poco fuí

conquistando la ciudad.

Me familiaricé con la calle de las Mercedes. Subí a San Lázaro y a San Miguel, conocí

mejor el parque Colón y llegué hasta Santa Bárbara.

Pronto adquirí nuevas amistades y cancelé otras. Cuando me reunía con mis compañeros

que aún no se habían bajado los pantalones, lo hacía por breves momentos. Ya

únicamente deseaba estar con mis iguales. Es decir, con los que ya eran mis iguales, con

los que ya eran hombres como yo, con los que hablaban gordo, con los que les apuntaban

los vellos sobre el la

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344

bio, fumaban cigarrillos y les gustaban las muchachas.

Mi educación de hombre la completó un cubano, dependiente de una ferretería en la calle

Palo Hincado. Hablaba cosas interesantes. Era un hombre muy competente. Supe

entonces dónde estaba El Brasil y Ponce. Fuí de paseo por los alrededores del Cisne en la

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Sabana del Estado. Y Recuerdo cómo una prima noche fuí al propio Ponce a ver cómo

funcionaban las cosas por allí.

Sin embargo, debo decir que todavía era un tímido.

Pero los pantalones largos me crearon un gravísimo problema. La escasez de ropa.

Súbitamente me ví desnudo. Eramos pobres y no se me podía comprar ropa cuando la

necesitaba sino cuando se podía. El primer pantalón largo no tenía sustituto. Cuando a los

pocos días se arrugaron y ensuciaron, me ví frente a una situación desesperada. Mi madre

pretendió resolverlo aconsejándome que podía usar el largo y los cortos que tenía según

las necesidades. Yo me negué rotundamente. Cómo iba yo a salir a la calle con pantalón

corto después que todo el mundo me había visto ya con ellos largos. Eso era exponerme a

muy amargas burlas. Era obligarme a renunciar a los derechos que con tanta lucha había

obtenido. Confieso que en realidad no era un hombre como yo me sentía y como habían

tenido que convenir mis amigos después de haberme visto por las calles con los zapatos

casi cubiertos por un pantalón, como iba todo el mundo menos los muchachos que no

habían abandonado las faldas de sus madres.

Esta circunstancia me hizo sufrir mucho. La primera semana, mientras otra cosa se

disponía, consentí en ponerme los cortos dentro de la casa, mientras me arreglaban el

único largo que tenía.

Fue, pues, debido a la fuerza de mi carácter que pude retener la posición conquistada.

Mi madre salió un día a hacer dilijencias y al regresar me mostró dos cortes de dril que

había cojido al crédito a un comerciante amigo.

-Yo no tenía necesidad de estos sacrificios, -me dijo.- Pero las madres no podemos ver

sufrir a los hijos. Así nos hizo Dios, qué vamos a hacer?

Por entonces era yo alumno del Liceo Dominicano, la Escuela que fundó el Sr.

Prud'homme "para suplir la Escuela Normal". Tuve pues el alto honor de ser discípulo del

autor de la letra del Himno Nacional, el hombre más bueno del mundo, si es que en este

mundo existe esa clases de hombres.

Prud'homme fué un ejemplar humano extraordinariamente raro. Creo que la memoria de

su nombre no necesita ningún calificativo.

Era el Liceo Dominicano una escuela de alumnos internos y semi-internos. Yo era de los

que concurrían a las horas ordinarias de clases. Por relaciones de amistad de mi familia

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con el Sr. Prud'homme mis padres estuvieron exonerados del pago.

Entre los condiscípulos vivos y los ya muertos figuraban Eduardo y Adán Creales, Juan

José Sánchez, Miguel Chalas, Pedo M. y Baldemaro Dalmau, Pedro Henríquez Ureña,

Virjilio Aponte y Baudilio Garrido. Eran internos.

Prud'homme tenía su pupitre a la entrada de la Escuela. Por lo regular vestía pantalón

oscuro y saco claro; camisa blanca, corbata oscura. Su pelo había encanecido. Su voz era

pausada, suave, sus modales distinguidos. A todos nos inspiraba respeto su figura.

El Liceo Dominicano fué establecido a mediados de Febrero del año 1895. Además de su

Director, el Sr. Prud'homme figuraban en el cuerpo de profesores D. Federico Henríquez

y Carvajal, D. Eladio Sánchez, Mister Goodyn, la Srta. Leonor M. Feltz, la Srta. Catalina

Pou, y la Srta. Encarnación Suazo, todas Maestras Normales. Más adelante fueron

profesores los Aybares, D. Angel M. Soler y D. Rafael Alburquerque.

El local estaba situado en la esquina suroeste formada por las calles Padre Billini y 19 de

Marzo.

Yo fuí inscrito en el Primer Práctico. Este curso contaba alrededor de treinta alumnos

pocos son los nombres que recuerdo ahora. Pero hay uno que no he olvidado nunca: a

Díaz.

Una mañana el Sr. Prud'homme se presentó en la clase con un hombre y lo invitó a

sentarse en nuestros bancos. Todos nos quedamos asombrados. No sabíamos con qué fin

habían llevado a este hombre donde nosotros. Era un hombre bastante al

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346

otro orden. Así el Director de un Colejio en que pasé varios años ha quedado en mi

memoria como un saco negro ya de medio uso. Pero un saco inconfundible. Amplios

bolsillos, siempre entreabiertos, cuello doblado hacia delante. Como este saco sólo

recuerdo el que usaba el Director del Colegio Central. Este saco era más amplio todavía.

Tenía mayores proporciones. El de Don Moisés era de la misma especie, pero más viejo,

de mayor uso. Todos estos sacos eran de telas oscuras.

De otro profesor recuerdo la pechera de la camisa, amplia y dura. Pechera de bórax. Con

brillo. Otro de mis profesores se caracterizaba por la poblado de las cejas. Tuve más, pero

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de ninguno de estos otros conservo ningún recuerdo. Eran tipos muy comunes.

A mi profesor de dibujo se podía reconocer por sus bigotes y su chiva. Aquellos negros y

bien atuzados, en punta retorcida y ésta corta, verdadera perilla. Su cabeza también eran

notable por su forma.

Tan pintorescas eran esas características que mis contemporáneos podrían reconocer a

estos hombres sin ningún otro detalle. Así lo creo yo.

No tengo nada más que decir de mi escolaridad. Permanecí en las escuelas públicas hasta

cerca de los diez y siete años. Toda mi infancia. No puedo quejarme. Tuve oportunidad

de aprender todo lo que por entonces se enseñaba. Mi asistencia a clases fué bastante

regular.

Yo estuve en el Liceo Dominicano hasta el año de 1898.

350

Una vez me tuvieron que sacar del Liceo Dominicano porque hice un desórden y mi

familia pensó que de este modo le daba una satisfacción al Director y a mí un castigo. Me

pusieron en casa de Don

Moisés, una escuela de las del tiempo viejo, donde se iba con un Mantilla, un cuaderno

de Hachette, un portaplumas y un tintero sujeto del dedo pulgar con un cordón. Recuerdo

que dábamos allí Gramática de Paluzie. Era un texto escrito con preguntas y respuestas

que había que aprender de memoria. Tuve que notar la diferencia. En el Liceo se

practicaban los métodos sencillos de Hostos, porque el Director había sido uno de sus

colaboradores y continuaba siendo uno de sus admiradores.

En casa de Don Moisés había un calabozo en el patio y creo que el primer día que asistí a

la Escuela lo conocí. Me parece que hice burlas del método de enseñanza del venerable

Maestro del tiempo viejo, que seguía la pedagogía de la Morales, donde aprendí las

letras.

Yo fuí pretencioso desde pequeño. Y parece que heredé la vanidad de mi madre o la de

los mulatos que es lo mismo. Me creía muy inteligente y me burlaba de todo el que

consideraba como bruto. Me agradaba sobresalir, ocupar el primer puesto en todas partes.

Sufría mucho cuando en la Escuela no me consideraban

351

Page 286: Moscoso Puello_Navarijo

el primero. Sin embargo, era desaplicado. Odiaba las Matemáticas, la Gramática y hasta

la Geografía. En cambio me gustaban las Ciencias Naturales. En ellas obtenía las mejores

notas.

Las tardes que tenía yo que dar las clases de Aritmética me huía de la Escuela. Junto con

algunos compañeros o solo me iba al Tripero, al río Ozama, hasta la fuente de Colón. En

el río me entretenía viendo pescar guabinas en el muelle y viendo a los nadadores. Una

vez me bañé en la fuente de Colón y otra cerca del Homenaje, en un sitio que quedaba

debajo de la Academia de Náutica que fundó Lilís.

Pero mi paseo favorito era ir a las Estancias y a Güibia. Pasaba la tarde en el agua,

nadando, panqueando y sabuyendo; yendo desde la playa a Curazao y desde allí a Peñita

y viceversa. Eran unos arrecifes que protegían el baño y habían sido llamados así desde

tiempo inmemorial. En aquel tiempo Güibia era una playa desierta cercada de uvero. Se

llegaba a ella por un camino sombrío, cercado de jabillas y a menudo cubierto de lodo.

Había una playa que le llamaban La Batea, donde se bañaban las mujeres. Cuando

pasábamos por allí nos deteníamos para verlas de cerca. A los muchachos les despierta

mucha curiosidad estas cosas. Se bañaban las mujeres en camisa o con enaguas sujetas al

hombro. Era difícil ver lo que más interesaba, pero a pesar de eso nos deteníamos para

luego ir comentando. Cada uno decía lo que más le había llamado la atención. Algunas

veces las mujeres, desde que oían voces o cuando nos alcanzaban a ver se sumergían

hasta el cuello en el agua y nuestra curiosidad quedaba defraudada.

Cuando me parecía que ya era hora de regresar salía del agua para vestirme. La ropa

permanecía sobre la playa. Colocábamos sobre ella un piedra o un pedazo de palo para

que el viento no separara las piezas. Encima de aquellas poníamos el sombrero para

reconocerla y vijilarla desde el agua. No teníamos con qué secarnos. Lo hacíamos

permaneciendo un rato al aire, desnudos o lo hacíamos con la camisa otra pieza del

vestido. Era imposible desembarazar algunas partes del cuerpo de la arena que a ella se

adhería y de este modo nos poníamos las medias y los zapatos. Con frecuencia teníamos

que quitárnoslos otra vez porque

la arena no nos dejaba caminar. Por lo regular regresábamos con el cabello húmedo y a

veces con la ropa en las mismas condiciones. Era sobre la marcha que nuestros cuerpos y

nuestros vestidos se secaban.

Page 287: Moscoso Puello_Navarijo

Por el Camino, si era temprano, entrábamos por paga o de favor en alguna Estancia y

comíamos, y si podíamos cargábamos frutas. Había allí mangos, pomarrosas, nísperos,

cajuiles, cocos de agua y otras frutas más. La entrada regular con permiso costaba cinco

centavos. Con esta suma era suficiente para hartarse y cargar hasta más no poder, llevar a

la casa. No tenía límites la cantidad de frutas de que uno podía disponer. Cuando se

entraba en estas condiciones, se salía satisfecho, sin espacio para comer más y con los

bolsillos cargados a toda su capacidad. Aún cuando no se pagara algunos encargados de

Estancias eran benévolos y nos permitían la entrada con la condición de que no

hiciéramos uso de piedras para tumbar las frutas ni se apalearan los árboles.

Por el camino, la conversación giraba alrededor de las maldades hechas en la playa.

-Este por poco se ahoga.

-Tragó agua de vicio.

-Mírame a los ojos, me pican, caray!

-Me duele aquí, parece que me dí con una piedra o con un palo.

Los zapatos no parecían tales. Eran pelotas de lodo, y la ropa a veces mostraba enormes

desgarres. Las mallas y alambres de púas dejaba sus huellas en nuestros vestidos.

Caminábamos muchas veces sin saco, para secarnos más pronto.

Al llegar a los alrededores de la ciudad, preguntábamos la hora para poder urdir la

mentira que nos salvaría del castigo. Si no llegábamos atrasados, estábamos en la

Escuela. Y si lo hacíamos tarde nos dejaron de castigo por no saber la lección.

-Tan odioso ese Maestro, -decíamos.

-Un abusador.

-Me tiene odio.

-Yo no vuelvo más a esa Escuela.

Pero siempre la sagacidad de los padres, su experiencia,

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triunfaba sobre nuestras mentiras inocentes.

Una vez me ocurrió que llegué a mi casa cerca de las seis de la tarde. Las lecciones eran

muy difíciles. Me habían dejado de castigo porque no supe sacar una cuenta de

multiplicar. No me valió que rogara, ni que dijera que en casa me necesitaban. Nada. No

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quisieron perdonarme.

Mi madre me oyó tranquilamente, sin decir una palabra y yo creí que todas mis mentiras

la habían dejado convencida. Salí un rato a la calle como de costumbre con mi trompo.

Jugué un rato. Varias reguiladas y otras tantas motecas... Cené con apetito. Permanecí la

prima noche muy contento hasta que me fuí a acostar. Nada me podía levantar la menor

sospecha del huracán que se avecinaba.

No pude saber si fué a las pocas horas de haberme dormido o a media noche, lo cierto es

que desperté agarrando una correa y rascándome las piernas, al mismo tiempo que

lanzaba gritos desesperados y oía decir:

-Por vagabundo. Usted se compone o lo mato a foete.

No valieron los gritos que cada vez eran más fuertes, ni mis súplicas de perdón; mi madre

no me dejó hasta que no me propinó más de una docena de correazos.

Al día siguiente me levanté azorado. Miraba a todo el mundo con sospecha y me hacía

los sesos agua pensando en cómo pudieron saberlo. Quién fué ese hablador, ese atrevido?

Qué ganaría con eso? Achuchón!

Pensé en todos mis amigos y en cuál de ellos pudiera ser el delator, pero los que me

acompañaron aquella tarde no vivían por mi barrio. Sería algún compadre, algún amigo

de mi casa.

Pasé el día sin poder averiguar.

Cuando se volvió a hablar de eso, le dije a mi madre que no se llevara de los chismes que

sobre mí le metían.

-Chismes! -exclamó mi madre-, chismes!... Usted se atreve a decir que son chismes? Y

quién le saló las orejas? Usted se cree que yo no sé cuando usted se va a Güibia? Lo

mejor será que se calle.

Y me retiré de su presencia sin responder una palabra.

Pero cuando estuve en el patio me sentí alegre al pensar que

en lo sucesivo bastaba con que me lavara la cara con agua lluvia para que pudiera volver

a Güibia sin que en mi casa lo supieran.

Un día provoqué la consternación de toda mi familia. Fué un día en que mi madre sufrió

mucho por mi causa. Mi padre me quiso dar una pela, pero mis hermanas encontraron

que la falta no era tan grave.

Page 289: Moscoso Puello_Navarijo

Por la mañana, jugando en el patio, hice de todo, pero pronto me cansé. Entré a la casa

buscando con qué entretenerme. Subí a los altos, anduve por los aposentos, entré en el

cuarto de Fello y no encontré nada para distraerme. Descendí las escaleras, de dos en dos

escalones, como era mi costumbre, cuando no se me ocurría descender deslizándome a

horcajadas sobre el pasamanos, ejercicio que también me encantaba y que hacía con

frecuencia, y cuando estuve en los bajos me dirigí al cuartico en que permanecía Arturo

haciendo cigarrillos. El estaba ausente. En un rincón había un par de botas de goma. Las

estuve mirando un rato. Eran pesadas. No sé cómo se me ocurrió sentarme en el suelo y

probar ponerme estas botas. Pude lograrlo sin gran dificultad. La bota que me puse me

llegó a la mitad del muslo. Hice un esfuerzo por levantarme y mudé algunos pasos, pero

como eran tan pesadas apenas pude cambiar de sitio. Imposible caminar con ellas.

Resolví quitármelas. Y aquí fué la de Troya. La bota no quiso salir. Sudé haciendo

esfuerzos y terminé por pedir auxilio.

Toda la familia vino al cuarto. Y todos hicieron esfuerzos por quitarme la bota. Fueron

inútiles.

Callado, oyendo todo lo que me decían, soporté todas las maniobras que se le ocurrían

hacerme. Mi hermano Arturo propuso que se cortara la bota de goma, pero mi madre y

una de mis hermanas protestaron.

-Imposible. Eso no se puede hacer.

Y como ya se habían probado otros medios inútilmente, hubo un momento de ansiedad y

confusión.

Aquel día fué terrible en mi casa. Yo había ocasionado un disgusto de grandes

proporciones a mi pobre familia que estaba ya atribulada.

La bota que yo tenía puesta era del Gobierno. Era de Lilís y

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esto nos podía traer serias consecuencias.

Hacía algunos meses que se había organizado en la ciudad un Cuerpo de Bomberos y en

mi casa existían esas botas porque a mi hermano Arturo lo habían enlistado. Era

Page 290: Moscoso Puello_Navarijo

bombero.

Y algunos pensaron que por esa causa, si se cortaba la dichosa bota, como en nuestra

familia había enemigos del Gobierno, esto nos podía traer malos resultados. Quizás

tendrían razón.

Pero una nueva tentativa de mi hermano Arturo logró sacarme la piernita, lo que trajo a

todos alegría.

-Las cosas de este muchacho no tienen nombre, -decían después riendo de la ocurrencia.

-Lo que a Pancho no se le ocurre!...

Y no me dieron una pela, en gracia, a lo que yo pude haber sufrido, aunque después de la

ocurrencia yo me quedé tan campante, con mi cara tan fresca, como si no hubiera

ocurrido nada, hasta con deseos de volver a ponerme la bota otra vez.

El primer jefe que tuvo este Cuerpo de Bomberos fué D. Angel Perdomo. Desde la

iniciativa del Gral. Luperón, durante su gobierno provisional no se había vuelto a hablar

en este país de semejante institución.

Por aquellos días tuvieron en mi casa una agradable sorpresa a la cual yo no le dí gran

importancia. Llegó a mi casa, por encargo de mi hermano Abelardo un señor vecino de

Tamboril, Don Rodolfo Hernández y provisto de un aparato para que oyéramos su voz.

Era este un fonógrafo de cilindros. En una mesita especial fué colocado este aparato que

semejaba una máquina de coser, por lo menos en tamaño. Dentro de un cajón guardaba el

Señor de Tamboril una cantidad de cilindros huecos que parecían confeccionados con

cera o cosa parecida. Se colocaban estos cilindros en un eje que daba vueltas por un

mecanismo de reloj. Sobre el cilindro se movía un diafragma y a los lados de la mesa y

sujetos a un tubo hueco que rodeaba al aparato colgaban unos auditivos a manera de

estetoscopios. Colocados éstos en el oído y puesto en movimiento el cilindro, el

diafragma recorría lentamente toda su extensión y las personas que se habían colocado

los auditivos escuchaban lo que en los cilindros estaba impreso. Como eran varios los

cilindros de

bía llevar el señor diferentes cosas impresas. Pero como el propósito de la visita era que

oyéramos la voz de nuestro hermano, éste fué el que más repetidamente escucharon. Yo

recuerdo bien esa tarde. Todo se oía quedo, como si la persona que hablara estuviera muy

lejos.

Page 291: Moscoso Puello_Navarijo

La familia experimentó una gran alegría. Hacía tanto tiempo que nuestro hermano estaba

en el extranjero que mi madre y mi padre no pudieron refrenar su emoción y algunas de

mis hermanas se echaron a llorar.

Yo contaba diez años de edad y por primera vez estuve en el Teatro La Republicana.

Actuaba la compañía de Marin Varona y una tarde noté que mis hermanas hacían

preparativo para ir a la función. Cuando salí de la Escuela me dirijí al Teatro y allí un

muchacho me indujo a que entrara, como ellos lo iban a hacer, y como se decía de chivo.

Tuve en cuenta que mis hermanas irían esa noche al Teatro y que reuniéndome a ellas no

me pasaría nada. Con los compañeros que parece eran prácticos, subimos hasta el techo

del edificio y allí permanecimos escondidos hasta la hora en que se abrieron las puertas.

Yo bajé, ya encendidas las luces y cuando ya había una regular concurrencia. Descendí

hasta el primer piso y después de reconocer a mis hermanas me le presenté. Pasada la

sorpresa todo siguió bien. Subieron a escena esa noche El Rey que Rabió. Días después

yo cantaba el Coro de doctores cuantas veces lo podía hacer. Es posible que llegara a

molestar. Por mi falta no pasé pena, mis hermanas me perdonaron.

Le cojí el gusto a estas escapadas y una noche fuí Coracero del Rey en no recuerdo qué

Zarzuela. Vestido de mamarracho con casaca y turbante y una lanza, me presenté junto

con otros muchachos de mi edad en pleno escenario. Nueve o diez muchachos

formábamos este cuerpo de Coraceros. No debo esconder que me sentí orgulloso, sobre

todo cuando el tramoyista decía:

-Los Coraceros del Rey, alerta! -y entrábamos al escenario marchando armados de

nuestras lanzas.

Acaso más tarde troqué el papel de actor por el de autor y en testimonio de lo cual ahí

está La Locura, un monólogo que escri

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bí para que fuera representado por Federico Bermúdez en el Teatro Mellor de San Pedro

de Macorís, y a quien serví de apuntador, con lo cual creía asegurar más el éxito de la

representación. Otros ensayos dramáticos que aún están archivados, confirman de modo

indudable esta otra vocación.

Page 292: Moscoso Puello_Navarijo

LI

Nunca pensó mi padre, después de su viaje a Santiago que tendría que abandonar otra vez

la ciudad que tanto él quería, la única que consideraba apropiada para el vivir. Pero qué

iba a hacer! Los negocios estaban malos y ya estaba cansado de emprender trabajos que

solamente le dejaban para mal vivir.

Un día yo noté que en mi casa se hablaba de algo importante.

-A mí me parece que es una buena oportunidad -decía una de mis hermanas.

-Hay que convencer a papá. El pueblo no es tan malo como a él le han dicho. No es cierto

que allí se cometen tantos crímenes.

-Y Panchito? -decía mi madre.- Yo temo que a ese muchacho me lo acaben las

calenturas.

-Lo mejor -dijo Mercedes- es llevarlo a él de los primeros y si le dan calenturas

regresamos de una vez.

Parece que pronto se pusieron de acuerdo todos en casa. Papá se quedaría, y Carmen y la

tía Mariquita, que estaba loca por irse y también Arturo, que no podía ni debía dejar su

colocación. Al mes de estar allí podríamos saber si los demás debían seguirnos. Era tan

mala la fama de que gozaba entonces la ciudad de San Pedro de Macorís!

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-Es verdad que tú te vas para Macorís? -me preguntaban algunos muchachos del barrio.

Y yo les contestaba que sí, mientras ellos me clavaban los ojos de tal modo que no podía

adivinar si me miraban por desprecio por abandonar el barrio o con envidia por lo que

gozaría yo en ese viaje.

-Nos vamos todos -decía yo.- Todos!

En una semana se revolvió la casa. Baúles, cajas, fundas. Una cosa extraordinaria.

Ibamos a Macorís, cuya fama de cementerio de vivos era en esa época extraordinaria, a

causa del paludismo allí reinante; en viaje de pruebas. A mis hermanas se les había

encargado de abrir en aquella localidad un plantel de instrucción primaria y secundaria

que se llamó, en recuerdo de la Escuela en que mi hermana Anacaona había hecho sus

estudios, Instituto de Señoritas.

La humilde y desconocida aldea de pescadores que se había levantado en la margen

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oriental del estuario del Higuamo, cercada por ciénagas y metida dentro de un cinturón de

cocoteros (la Punta de la Pasa, Playa de Muerto, Playa de Pitre, Buena Vista, La Isleta y

Marota), castigada por un sol impiadoso y por permanentes hordas de mosquitos, por lo

que sus escasos moradores la llamaron Mosquitisol, era conocida ahora por San Pedro de

Macorís.

La historia de esta ciudad era breve, tan breve como lo fué su prosperidad.

Primitivamente, como se ha dicho, era un asiento de pescadores que con toda

probabilidad se instalaron allí en el siglo XVII, a raíz de las devastaciones de Osorio y ha

debido su nombre al hecho de que sus fundadores procedían del norte de la Isla, y de los

sitios conocidos por los macorises desde los tiempos de la Conquista.

En 1874 se llamaba este asiento con tal nombre en diferentes documentos y consta que

era servido en sus necesidades espirituales por la parroquia de San José de Los Llanos.

En 1856 adquirió la categoría de Puesto Militar y en 1884 se le agregaron los caseríos de

Juan d'Olio, La Punta y Guayacanes.

En 1877 tuvo su primer Cura Párroco, el Pbro. Tomás de Pina.

Y en 1882 el Presidente Meriño lo elevó a la categoría de Distrito.

Pero en 1886 todavía era una aldea de pescadores. En su obra Algo, publicado en 1911,

escribió el Licdo. Quiterio Berroa Canelo, uno de sus hijos más distinguidos... "cinco

lustros atrás era (exceptuando al Alcalde, el Cura, el Sacristán y un par de moradores, una

pobre olvidada aldea de labradores, monteros y pescadores que llevaban la misma vida

semi salvaje que aún se lleva en algunos lugares del país".

Sin embargo, ya había sonado la hora de iniciarse su transformación.

Fué a partir del mes de diciembre de 1876 cuando la aldea de pescadores y sus

vecindades fueron invadidas por un grupo de extranjeros que hicieron de ella una ciudad,

que fué próspera y rica.

En el mes de Mayo de 1877, en los alrededores de la aldea se estaban cultivando 1200

tareas de tierra sembradas de caña de azúcar.

Y el 9 de Enero de 1879, se escuchó por primera vez en esas soledades el pito del primer

Ingenio de azúcar que se llamó Angelina.

Pocos meses después, el mismo año de 1879, Don Santiago Mellor compraba a

Wenceslao Cestero, uno de los inmigrantes enriquecidos allí, los terrenos en los cuales se

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fundó el segundo Ingenio que se llamó Porvenir.

A estas factorías siguieron otras, Consuelo (1881), Cristóbal Colón (1883), Santa Fe

(1884), Quisqueya (1894), y ya a fines de siglo San Pedro de Macorís se convirtió en un

poderoso centro de atracción de inmigrantes nacionales y extranjeros. Allí se dieron cita

hombres de todas clases: intelectuales, hombres de trabajo, vagabundos, delincuentes y

malhechores.

Cuentan que por esa época a San Pedro de Macorís le ocurrió algo parecido a lo que se

produjo durante la colonización de la Isla.

Allá por la última década del siglo pasado desempeñaba la Jefatura Comunal de la Villa

de San Carlos el General Isidro Pe

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reyra. Era San Carlos entonces una común relativamente distante de la antigua ciudad de

Santo Domingo y formaban parte de esta Común algunas secciones habitadas por jentes

vagas y pendencieras. Por lo general los domingos y en particular en los días de guardar,

que no eran pocos en el año, estas gentes celebraban peleas de gallos, juegos de azar y de

envite, bailes rumbosos, velaciones, novenas, etc., en las que se consumían en exceso

bebidas alcohólicas y lo que daba por resultado que era por esas secciones muy frecuente

los escándalos y las riñas, que muchas veces terminaban por hechos sangrientos.

Consta que en 1890 fueron célebres entre los bandoleros que merodeaban por las

secciones de San Carlos los Gereses, salteadores de caminos que cometieron

innumerables fechorías, asaltando y matando a los viajeros. Fueron tan frecuentes y es-

candalosas sus actuaciones que se dispuso enviar una ronda al mando del General

Francisco Lluberes para que los persiguiera y los capturara.

Consideraba el Jefe Comunal a esas gentes como gentes despreciables y peligrosas,

particularmente los de ciertas secciones en las que habitaban muchos delincuentes.

Los domingos los cepos de la Comandancia de Armas de la Común de San Carlos se

llenaban de delincuentes de ambos sexos. Allí amanecían los lunes hasta una docena de

estos sujetos que habían provocado escándalos, habían producido heridas, inferido palos

o golpes. Los Cabos del servicio los conocían de viejo.

Cuando el General Pereyra llegaba los lunes a su oficina preguntaba:

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-Ya hicieron el parte? Qué ha ocurrido? Y el Cabo Solano respondía:

-Mucho trabajo: ahí está Calisa, Silverio, mano Juan sin oreja, la Pinta con un navajazo

en la cara y Gollo que no falta y Medardo y la Lechuza.

El General oía esta relación tranquilamente y cuando al Cabo Solano terminaba:

-Vaya al muelle y vea a ver si sale alguna embarcación para Macorís.

Por la noche, bajo custodia, salían estos sujetos para la Metrópoli del Este, en una de las

embarcaciones que hacían el cabotaje entre ambos puertos.

El General se justificaba comentando:

-Los mando para que trabajen. En Macorís se necesita gente.

Dos años después, en 1892, completaba la limpieza de la Común el General Isidro

Pereyra, que más tarde fué Gobernador de aquel Distrito.

Pero ya en 1898 San Pedro de Macorís había logrado un alto nivel de prosperidad y se

había convertido en uno los principales centros de atracción de la República debido a su

rápido progreso.

Esto explicaba por qué en todo el ámbito de la República se escuchaba la misma

consigna: A Macorís! A Macorís!

Y mi familia no pudo sustraerse a ella. Deseaba vivir y trabajar. Había que terminar con

veinte años de lucha, de ansiedad, de sufrimiento y de temor.

Y en ese año, cuando yo había cumplido trece de edad, hacía mi segundo viaje marítimo,

como un emigrante, en unión de mi madre y de mis hermanas Anacaona y Mercedes a

San Pedro de Macorís, a bordo de un vapor propiedad de D. Demetrio Morales, que se

llamaba Júpiter. Era un vapor de maderas, pesado, lento y hediondo.

Era el mes de Diciembre, día 7, mes de mar tranquila y apacible. El Júpiter abandonó el

muelle del Ozama a las siete de la mañana y después de medio día entrábamos por el

puerto de aquella ciudad.

Creo que hicimos todos un buen viaje. Recuerdo que durante la travesía, permanecí la

mayor parte del tiempo recostado sobre la borda mirando el mar y mirando la costa. De

los caseríos que aparecían en ella de vez en cuando oía los nombres de Andrés, La Caleta,

Boca Chica, Juan d'Olio, Guayacanes. El vapor apenas se movía, únicamente trepidaba y

el ruido que hacían sus máquinas me complacía. Yo estaba viajando y todo lo que veía

era nuevo, interesante y despertaba mi curiosidad.

Page 296: Moscoso Puello_Navarijo

A medio día aparecieron dos vapores y pasamos muy cerca

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de ellos. Cargaban sacos de azúcar. Un vaporcito llevaba dos lanchas sujetas por largos

cabos.

Dió el Júpiter una vuelta, no sé por qué y de pronto alcancé a ver el pueblo. Ví muchos

cocales. La Isleta me pareció muy bonita y observé una casita que había allí.

Había en el puerto aquel día, dos bergantines de tres mástiles, uno de los cuales

descargaba maderas y el otro carbón de piedra. Las factorías de azúcar consumían una

gran cantidad de este combustible que todavía era el único de que se disponía, cuando

escaseaba la leña, para las industrias que utilizaban el vapor. Sobre el muelle se veía una

montaña formada por trozos de este mineral que numerosos trabajadores, una cuadrilla de

hombres negros y otros más claros, pero ennegrecidos en sus ropas y en su piel por el

polvo del carbón, en un afanoso ir y venir, con sendas carretillas, transportaban a los

vagones de un ferrocarril.

En medio del puerto una draga de pala, Doña Cora, montada sobre una lancha, extraía

fango del fondo del río y lo vaciaba en otra lancha que tenía al costado y que los

remolcadores llevaban mar afuera para su descarga. El ruido que hacía esta draga cuando

movía en cualquier dirección la pala era ensordecedor y debía ser escuchado a larga

distancia y en todo el pueblo. En vez de cabos esta draga maniobraba su pala con cadenas

de hierro y éstas chirriaban demasiado al pasar por las poleas.

Otras lanchas cargadas de maderas, provisiones y de maquinarias, remolcadas por un

vaporcito se perdían río arriba, camino de los Ingenios.

A poca distancia de la draga y en las proximidades del sitio en que había fondeado el

Júpiter, se encontraban una goleta y dos balandros que en vez de bandera dominicana

enarbolada en su palo mayor la bandera inglesa. Estas embarcaciones estaban atestadas

de gentes, hombres y mujeres, los que sin duda parecía acababan de llegar. En la cubierta,

en los sitios que no estaban ocupados, se veían canastas, líos de ropas, jaulas, cajones

pintados de colores, baúles y maletas viejas. En las jarcias, por las bordas y por la

botavara de la goleta hacía cabriolas un monito.

Lucían estos hombres ropas viejas de telas oscuras sombreros

Page 297: Moscoso Puello_Navarijo

de cana y hasta los había cubiertos con bombines. Descalsos, con los pantalones

arrollados a media canilla, con hamacas al hombro y entre las mujeres se veían tocadas

con pañuelos de madrás con cintas vistosas y originales.

Desde el Júpiter se escuchaba un gran vocerío. Todos parecían hablar a un mismo tiempo

y daban la impresión de que disputaban unos con otros.

Eran estas embarcaciones las que aportaban los contingentes de cocolos, que por aquella

época arribaban a San Pedro de Macorís para hacer la zafra.

Desembarcaban los cocolos en yolas porque sus embarcaciones no atracaban al muelle

que, por lo regular, estaba ocupado por los balandros y goletas que hacía el cabotaje con

los puertos circunvecinos.

Al muelle, donde había otras pequeñas embarcaciones, balandros y yolas, nos condujo un

bote porque el Júpiter, por su calado, no podía atracar a él. Había allí un gran ajetreo. Se

desembarcaban cajas de mercancías, traviezas para ferrocarril, sacos con provisiones.

Unas cuantas carretas tomaban cajas y otras las dejaban junto a las embarcaciones.

Circulaban por el muelle carretillas de mano cargadas de carbón, de plátanos y otros ví-

veres que procedían de una flotilla de balandros fondeados en uno de los costados del

muelle y que procedían, según supe después, de La Romana, de Bayahibe, de Cumayasa

y de otros sitios de la costa del sur. Grupos de mujeres y hombres estaban reunidos allí

junto a estas embarcaciones. Fueron orijinales los nombres de estos balandros y botes: La

Isabel, El Balay, La Felicita, de D. Wenceslao Cestero; la Mamá Antonia, La Angelina,

La nueva Rosa, El Taibe, El Libertador, La Auyama, La Chivita.

Las jentes iban en este muelle de un lado para otro. Y se oían gritos, conversaciones en

alta voz, ruidos de poleas, de velas que se le plegaban o se izaban; ruidos de todas clases

de cajas que se cambiaban de sitios pitos de remolcadores, redobles de campanas de las

locomotoras.

Un grupo de cocolos que había desembarcado al mismo tiempo que nosotros estaba en

una esquina del muelle junto a sus equipajes, raros, curiosos, hablando, jesticulando. Por

pri

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mera vez oí hablar inglés a muchas gentes. Voceaban Peter, John, William, Miky.

Page 298: Moscoso Puello_Navarijo

Esperaban allí los vagones que los conducirían directamente a las Factorías.

Este muelle era una verdadera algarabía. Daba la impresión del desembarco de un

expedición que tomaba una plaza, y lo era en verdad, sólo que se trataba de una

expedición pacífica que no llevaba otra intención que la de apoderarse de las riquezas de

aquel pueblo, en virtud de su renombre como sitio en el cual había dinero, mucho dinero

para todos en aquellos días.

Pero había otro muelle más grande, donde atracaban los vapores. Y allí cargaban sus

bodegas de sacos de azúcar y las vaciaban de toda clases de artículos. Mercancías,

maquinarias, provisiones. Una locomotora pequeña, La Chiquitina, arrastraba por este

muelle vagones y más vagones, cargados de sacos de azúcar, para colocarlos frente a un

vapor que estaba allí atracado.

Otra locomotora más grande estaba frente a los depósitos levantados a la orilla del río,

con una hilera de vagones también cargados de sacos de azúcar que provenían de las

Factorías.

Ningún puerto de la República podía ser comparado con éste donde parece que no había

reposo ni para el brazo ni para la máquina. Macorís era una ciudad a la que aguardaba un

gran porvenir.

Mientras reuníamos nuestro modesto equipaje y mis hermanas conversaban con las

personas que vinieron a recibirlas, yo miraba las jentes que cruzaban la calle, las carretas

cargadas de maderas y de cajas que iban en dirección del pueblo y la Comandancia del

Puerto con su bandera dominicana y una pequeña oficina, la Oficina del Muelle y la

Aduana y los Depósitos de Madera y los grandes Almacenes en que se estibaban los

sacos de azúcar.

En un coche de punto llegamos a la casa que nos tenían preparada. Era una casa amplia,

recién construída, apropiada para la instalación de una Escuela y de una familia corta. Su

propietario era D. Leopoldo Richiez, persona bien conocida en la ciudad.

Lo primero que me llamó la atención fué el pozo. Apenas tenía profundidad y no podía

compararse con el de la casa de D. Juan Ramón, en el cual pocas veces se podía ver el

agua. Y tam

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bién me llamó la atención el patio. Tenía un tierra blanca que allí llamaban caliche y con

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la cual enjalbegaban las casas de las orillas.

La calle en que estaba ubicada la casa que ocupamos se llamaba de San Pedro (hoy

Anacaona Moscoso) y era una calle estrecha, corta, sin aceras, corridas, sin pavimento,

llena de grandes piedras en el centro y de abundante yerba en los alrededores de las casas.

La noche de nuestro arribo se produjo un incendio en uno de sus barrios, en El Retiro

(después calle de Las Flores). Se redujo a cenizas una pulpería. La alarma nos sobrecojió,

sobre todo porque estábamos entre jentes desconocidas y porque este acontecimiento nos

pareció en el primer momento de mal augurio. Al día siguiente yo llegué hasta el sitio del

siniestro. El dueño de la pulpería pereció en medio de las llamas.

Macorís en 1898 era una ciudad alegre, trabajadora y por aquellos días era sin duda, la

más próspera y rica, la más progresista de la República.

Se habían construido numerosas viviendas y sus calles antes estrechas y cortas se habían

prolongado en todos sentidos. Su población había aumentado considerablemente. En una

palabra había crecido de una manera sorprendente.

Eran sus principales edificios la casa Freidhein y Clasing, la Gobernación Provincial en

cuyos bajos se había instalado la Administración de Correos, la casa que habitaba el

Gobernador, que más tarde fué local del Club 2 de julio. La mayoría de sus

construcciones eran de una sola planta. Las que contaban con dos no pasarían de una

docena.

Contaba con un pequeño parque, provisto de una verja de hierro que obsequió uno de los

hacendados radicados allí: D. Salvador Ros. En ese parque se celebraban conciertos

regulares dos veces a la semana, por la Banda dirijida por Fredé, famoso requinto

puertoplateño.

La Iglesia se había incendiado hacía dos años y para reemplazarla se había construido una

pequeña Ermita de maderas en la marjen oriental del río, no lejos del parque.

Contaba la ciudad con una Comandancia de Armas y con

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un Teatro-Logia que fué obsequiado por otro hacendado: D. Santiago Mellor, con cuyo

nombre fué bautizado el edifico.

Había un Mercado pequeño, construido con columnas y viguerías de hierro, techado de

zinc y pintado de rojo. Pero en la Barca, y en Playa de Pitre, y en los alrededores del

Page 300: Moscoso Puello_Navarijo

muelle, debajo de las barrancas de la calle de la Marina y en las proximidades del

pequeño muelle de cabotaje se vendían los artículos que llegaban por el río y

particularmente los pescados que traían diariamente los pescadores.

Llegaban estos pescados desde las primeras horas de la madrugada en un sin número de

embarcaciones. Había allí una variedad de peces de los cuales yo no había tenido noticias

nunca. En mi casa, en la casa de D. Juan Ramón únicamente había visto en la mesa

pescado colorado (chillo) y mojarra; esta última especie era la preferida de mi padre. Pero

aquí, en Macorís, conocí los júreles, las cojinúas, el pez Azul (Angel), los pargos, los

meros, las picúas, el carite, el bonito, la sierra, el pez ataúd y los lambí y los pulpos, los

burgaos y las langostas. Toda la fauna marina comestible, de lo que principalmente se

alimentaban los cocolos, de todo lo que pudiera extraer del mar. Con anzuelo o con redes,

estaba allí.

La mayoría de estos pescadores eran ingleses, de las Antillas Menores y la mayoría de los

compradores eran de la misma nacionalidad. Pero los nativos comían también bastante

pescado.

Desde la madrugada se escuchaba el fututo, un sonido especial producido por el caracol

del lambí, que se oía a larga distancia. En estos sitios se producían a veces serios

escándalos y se escuchaban las más groseras expresiones en inglés y en castellano.

Permanecían los cocolos, como decían en Macorís, a todos los individuos venidos de las

Antillas, en los sitios de expendio de pescado hasta muy avanzado el día.

Pero otro artículo que contribuía a la alimentación de los macorisanos en su temporada,

lo constituía los cangrejos (palomas de cueva) que tanto abundaban allí. Las grandes

extensiones de ciénagas que había alrededor del pueblo estaban pobladas por estos

crustáceos y por aquellos días hasta en los patios de muchas casas se podían ver sus

cuevas. Los cangrejos se ven

dían por las calles y era frecuente ver por ellas a los vendedores llevando racimos de este

apetitoso manjar. Y no faltó quien al notar esta abundancia de cangrejos bautizara el

poblado por Macorís de los Cangrejos.

El Mercado de frutos menores estaba situado en la Barca que por el norte del pueblo

cruzaba el río. No había allí ninguna construcción apropiada. Las canoas se varaban en el

limo del Higuamo y sobre sacos de pita se colocaban los frutos: plátanos, batatas, ñames,

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etc. Este sitio era también muy concurrido por las mañanas y a veces hasta en la tarde.

Al final de la calle del Comercio se encontraba el Cementerio. Apenas a ochocientos

metros del sitio en que estaba la antigua Iglesia. Detrás, un camino y en él la línea férrea

del Ingenio Santa Fe.

En la Punta de la Pasa, se levantaban dos o tres construcciones a manera de bungalow,

protejidos contra los mosquitos con tela metálica, donde habitaban alemanes establecidos

en el comercio. En el extremo de esta Punta estaba el vijía: una casita de dos plantas

pintada de rojo donde estaba instalado el Semáforo, semejante al de la Torre del

Homenaje. Allí se señalaban con una banderita azul o roja la dirección en que venían las

embarcaciones: de arriba o de abajo y la clase de embarcación por medio de una

combinación de discos.

Las calles llevaban nombres astronómicos o alusivos a las ambiciones del poblado: calle

de la Luna, calle del Sol, calle de la Estrella, calle de la Aurora y del Comercio, de la

Industria. Las otras llevaban nombres alusivos al sitio: de la Barca, de la Tenería, la del

Tanque, la de los Rieles, la de la Logia, la Marina, la de Las Flores. Una correspondía al

patrón del pueblo, la de San Pedro, donde fuimos a vivir y las restantes de la Libertad, de

Colón y del Correo.

Aunque pequeño, el pueblecito contaba con barrios; estos barrios eran muy

característicos, así como sus nombres, el Guapí, el Naranjito, el Toconal, el Toril, Moño

Corto, el Retiro.

Finalmente los cocolos construyeron el suyo: este barrio fundado por un tal Jack recibió

con el tiempo el nombre de Jack Town que los macorisanos convirtieron en Yocotón.

368

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Cuando conocimos a San Pedro de Macorís aún había allí muchas familias de los

fundadores. A menudo nos referían, señalándonos algunos sitios ya poblados, que allí

tuvieron sus ascendientes y aún sus padres sus mejores predios. Los barrios que

encontramos eran antiguas cercas y conucos hasta hacía pocos años.

Pero para la fecha de nuestro arribo la población de San Pedro de Macorís estaba

caracterizada por un número extraordinario de extranjeros. Había allí representativos de

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muchas nacionalidades: continentales, europeos y de las Antillas Menores. Se podía

escuchar varios idiomas, pero particularmente el inglés.

Los que no eran inmigrantes extranjeros éramos inmigrantes criollos. De todas partes de

la República había allí representativos. Las noticias de los grandes trabajos agrícolas que

allí se estaban fomentando habían corrido por todo el país. Y como a fin de siglo la

situación económica de la mayor parte de la República era mala por razones políticas,

muchas personas del interior se dirijían a San Pedro de Macorís con la esperanza de

rehacer sus vidas, a probar fortuna. De estas familias muchas se enriquecieron, otras

volvieron a emigrar muchas quedaron allí enterrados sin gloria y sin provecho. De otras

no se ha sabido nunca el fin.

El comercio principal estaba en manos de una numerosa colonia alemana que allí se había

radicado. Eran las casas de Fredhein y Clasing y la W Biederman. Por estas casas pasaron

muchos ciudadanos alemanes que ocuparon cargos municipales y presidieron sociedades

recreativas: Herr Ibssen, Herr Shumaker, Herr Van Kampen, Herr Holt, Herr Abbes y

Herr Stak y otros. Fueron estos los primeros banqueros y refraccionistas de los Ingenios

en fomento. En los Ingenios abundaban los norteamericanos.

El comercio de detalle y de telas estaba en manos de puertorriqueños, ingleses, españoles,

árabes, italianos y algunos que otro dominicano.

La vida que se hacía en San Pedro de Macorís era una vida de trabajo. Por sus calles

llenas de carretas y carretillas transpor

tando grandes cantidades de provisiones y mercancías se notaba un continuo ajetreo. De

los grandes depósitos de maderas salían diariamente cargas para los nuevos edificios que

se levantaban con asombrosa rapidez. La cantidad de inmigrantes era superior al de las

viviendas de que se podía disponer. El transporte urbano estaba encomendado a una

buena cantidad de coches que siempre estaban en buen estado.

Las noches de este pueblo eran oscuras, un reducido número de faroles en la parte

céntrica constituía todo el alumbrado.

En los barrios se organizaban fiestas, sobre todo los sábados y era frecuente oír los aires

de las pequeñas Antillas. Era popular el calipso de Trinidad. Tambores, clarinete,

cornetín, flauta, eran los instrumentos más usados. A veces aparecía un virtuoso del

violín de St. Kitts o de la Martinica.

Page 303: Moscoso Puello_Navarijo

Pero a pesar de hacerse allí una vida de trabajo Macorís tenía su centro cultural: la

Sociedad Amantes del Estudio. Organizaban actos públicos, veladas conferencias, y

tenían establecida una biblioteca pública. Su fundación databa de algunos años.

Había un club designado 2 de Julio donde la mejor sociedad celebraba bailes con bastante

regularidad y dos Lojias, la Independencia y la Aurora, que permanecía cerrada.

Abundaban también las escuelas sostenidas por las sectas relijiosas, las que tenían sus

respectivos templos: metodistas, episcopales, etc. Los domingos se llenaban estas iglesias

con la población cocola, vestidos de limpio, con telas de una blancura extraordinaria,

rigurosamente planchadas y gran cantidad de pañuelos de madrás artísticamente atados a

la cabeza y paletoses, levitas y sombreros de copa. Los pastores procedían de islas,

hombres gruesos por lo regular, bien servidos y comidos, que se expresaban en inglés de

Eaton o en negro inglish, el dialecto de esas regiones.

Los días festivos, sobre todo en pascuas, los cocolos daban la nota típica a la ciudad, la

recorrían vestidos de indios caribes, tocando sus tambores, triángulos y flautines

cubiertos con vistosas plumas y ejecutando danzas al parecer caribes.

Era característico de estas expansiones el juego de las cintas que gustaba mucho y el cual

solía reunir numeroso público.

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371

u

Pronto me familiaricé con mi vecindario. D. Pepe Morales, Doña Trifona Pichardo, D.

Lico Carbuccia, Jefe del Cuerpo de Serenos y la fragua del Sr. Larancuent, en cuya puerta

me detuve varias veces para observar el gran fuelle que animaba el brasero y para verle

manipular las barras de hierro al rojo sobre el yunque; D. Fernando Travieso, al lado de

mi casa que hacía años padecía de una dolencia en una pierna, la que mantenía siempre

sobre un cajón por indicación de su médico, y que me entretenía contándome historias del

pueblo; D. José Hernández, carpintero español y su mujer Bruna, Don Félix González y

Doña Anadina, y Don Antonio Delmonte, Agrimensor, en cuya oficina, utilizando mis

conocimientos de dibujo que adquirí con el Sr. Navarro y D. Sisito Desangles, dibujaba

con diferentes tipos de letras, las leyendas de los planos que por aquella época se

acostumbraba a poner con tinta de diferentes colores; todos en mi calle, Doña Lola

Page 304: Moscoso Puello_Navarijo

Gantier, Doña Juana Tellerías y su esposo D. Francisco Caneco, Ayudante de Plaza, D.

Abelardo Montaño, D. Antonio Carbuccia y su esposa Doña Eme, y la señorita Tula.

Y en los alrededores del solar que ocupó la Iglesia, el Club 2 de Julio, la familia Castillo,

la familia de D. Juan Mendoza, Don Santiago Rojo, la Escuela Normal, que dirijía D.

Julio Coiscou y la Botica La Macorisana, de D. Pedro Mallén y al doblar D. Bobo Leyba,

con un gran Almacén frente al río. Del otro lado la Gobernación, el Dr. Emilio Tió, la

Casa Curial, la familia de D. Manuel Mallén y la casa Biederman y Co., frente al río y a

la Ermita.

A la vuelta de la esquina había una Imprenta donde se editaba El Cable, un gran

periódico semanal en el cual colaboraban Gastón y Rafael Deligne y Don Arturo

Bermúdez, el más destacado sainetista que ha producido la República, autor del Li-

cenciado Arias, Guadalupe y Mateo, y otras comedias más que con resonante éxito

fueron estrenadas por la Compañía de Luisa Martínez Casado en el Teatro Mellor.

Salvador Pellerano y Publio Gómez eran los encargados de la Imprenta.

De otras personas oía pronunciar los nombres en mi casa: D. Rolando Martínez, Don

Wenceslao Cestero, Don José Robles y

D. Gregorio Velázquez, D. Lorenzo Bazán, D. Julio Coiscou, D. Isaac Marchena, D.

Isidro Mejía, El Diputado del Distrito, D. Manuel Asunción Richiez, Doña Silvaní

Bernardino de Richiez y muchos otros que ahora no recuerdo.

Como las demás ciudades de la República, Macorís contaba con su media docena de tipos

populares. Entre éstos recuerdo a Sie Bobito, a Mortifico, a Mayorga y a Bienerito.

Y probé los célebres dulces de Ríos y de Doña Ramona Petelí, la Sitita de San Pedro de

Macorís.

Un incidente me ocurrió al mes de mi estadía en esa ciudad. Siguiendo la costumbre que

me habían impuesto en Santo Domingo, yo podía salir en la prima noche a dar una vuelta

por el vecindario, a condición de que antes de las nueve, es decir, del toque de Animas,

estuviera en casa. Una noche me distraje paseando por sitios retirados de mi casa y me

parecía que la hora en que debía regresar había pasado. Apuré el paso y pronto entré por

la esquina más distante de mi casa. Venía preocupado pensando en que mi padre me iba a

reprender. Mientras caminaba iba pensando en el género de excusa que yo debía dar en

caso de que ya hubieran sonado las nueve de la noche. Como no había allí Iglesia, se

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había incendiado algunos años antes de nuestra llegada, y la Ermita provisional que la

sustituía estaba a la orilla del río y en esa ciudad no se acostumbraba a regirse por las

campanas de la Iglesia, yo que no podía tener reloj, no estaba seguro de la hora y me

parecía que esto de saber la hora exacta era muy importante para formular mi excusa; ya

en las proximidades de mi casa resolví dirigirme a una señora mayor, que con su bata de

prusiana morada y un pañuelo de madrás en la cabeza estaba sentada en una mecedora

junto a la puerta de su casa.

Cuando estuve cerca de la señora, respetuosamente le pregunté:

-Madama, usted me hace el favor de decirme qué hora es?

No sé por que no la interrogué en otra forma.

La vieja se indignó.

-Tenga entendido que yo no soy madama. Usted es un atrevido.

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Como yo le diera excusas y luego que la vieja se calmara, enseguida le pregunté:

-Usted me hace el favor de decirme por qué yo la he ofendido?

-Porque Madama son las mujeres que se recogen con un hombre y yo soy una señora

casada.

Entonces le expliqué a la vieja que yo no sabía eso y que por tanto me hiciera el favor de

dispensarme.

No insistí en averiguar la hora. Llegué a casa y nadie me dijo nada.

La vieja de esta historia era de Santo Domingo, oriunda de la Común de San Carlos.

Una de mi más gratas impresiones fué la de encontrar allí varios de mis antiguos

condiscípulos, que fueron internos en el Liceo Dominicano, del Sr. Prud'homme: Pedro

M. Dalmau y sus hermanos Baldomero y Carlos, a Miguel Chalas, dueño de una

Imprenta y editor de La Defensa, semanario en el cual publique el primer artículo

literario que salió de mi pluma, la primera manifestación de una vocación que fué

frustrada, un cuento, El Sueño, que fué casi una copia de parte un capítulo de Fray Filipo

Lipi, de Castelar; a Lico Vilomar y otros que ahora no recuerdo.

Habitaba yo La Leonera, un cuarto en que vivían varios jóvenes y donde yo me había

trasladado para hacer vida bohemia, tal como correspondía a mi nueva ocupación de

Page 306: Moscoso Puello_Navarijo

hombre de letras.

A este ensayo siguió un drama y más tarde el monólogo que fué interpretado por

Federico Bermúdez en el Teatro Mallor.

A la luz de un quinqué, en una vieja mesa y en un ambiente destartalado se escribió este

monólogo.

Cuando Bermúdez regresaba a su casa después de las de la noche, se iniciaba en La

Leonera el ensayo. Bermúdez declamaba en alta voz, yo servía de apuntador.

Al lado vivía un señor de la Capital de profesión sastre.

Una noche, cerca de las doce nos tocaron a la puerta. El Sastre y un policía municipal nos

saludaron:

-El señor -dijo el policía- me ha llamado para presentar

una queja: que ustedes no dejan dormir a él ni a su familia con es escándalo que hace días

tienen en ese cuarto.

Yo permanecí callado, pero Bermúdez increpó al sastre:

-Usted, señor es un iletrado. Si usted fuera un hombre de letras se deleitaría escuchando

esta obra que es un monumento.

El sastre y el policía abandonaron la puerta y nosotros continuamos el ensayo.

El Sr. Ml. De Jesús Lovelace, Corresponsal del Listín Diario dijo en una ocasión, después

de presenciar la representación, que yo era más que una promesa.

Cuándo se realizaría este vaticinio? He pasado la vida esperando ese gran momento.

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LII

La escuela que fundaron mis hermanas, como he dicho, inició sus labores el 7 de Enero

de 1899. No recuerdo si se efectuó algún acto para celebrar esa inauguración. La

iniciativa de este plantel se debió a la Junta Provisional de Estudios que presidía el

Gobernador D. Pedro A. Pérez y de la cual formaba parte el Presbítero D. Antonio

Luciani, el fundador del Hospital San Antonio, hombre siempre dispuesto, con

entusiasmo, a colaborar en toda obra de progreso.

Era Antonio Luciani, corzo, bastante culto, caritativo y con vocación para el majisterio.

Page 307: Moscoso Puello_Navarijo

Había inventado una especie de reloj para enseñar la gramática francesa. Era un cuadro

de regulares proporciones en el cual se había trazado una circunferencia dividida en

sectores que lucía diferentes colores y en cuyo centro se movía una gran aguja. En la

periferia de esta circunferencia y en el espacio que mediaba entre otras más pequeñas,

concéntricas, se leían diferentes palabras, que no recuerdo en este momento. Era

haciendo girar la aguja como se aprendían los verbos franceses. Nunca supe qué destino

tuvo este ingenioso artefacto que servía al Padre Luciani para la enseñanza del francés.

Refiriéndose el curato de San Pedro de Macorís el Lic. Qui

terio Berroa y Canelo escribió en 1897: "Era tradición corriente en San Pedro de Macorís,

seis años atrás que apenas llegaba un sacerdote, tenía que abandonar la parroquia, y no

porque esta fuera muy pobre, ni mucho menos irrelijiosa. En verdad no se explica cómo

aquel pueblo que hasta el año de 1879 se pasó la vida pescando, colgada al pecho la

oración del Carmen, monteando, cultivando la tierra que se persignaba a cada relámpago,

rezaba en los velorios, y que no iba a la Iglesia a exhibirse mutuamente oyendo sus misas

con entera fe, que creía en la virtud de la piedra imán, en las revelaciones de los muertos

y en el santigüe para curar los dolores y las lujaciones; en verdad que no era explicable en

sus resabios para con los ministros del Señor. Pero el caso es que tenía bien ganada su

fama y por eso cuando hace unos seis años el presbítero don Antonio Luciani fué

anunciado como cura de la parroquia y llegó, a ella, los fieles que dijeron de él: se irá por

do salieron los otros curas que en la villa fueron".

Pero esta vez falló la tradición y Antonio Luciani echó hondas raíces en su parroquia y en

el corazón de los macorisanos.

Los días se iban sucediendo en nuestra nueva residencia. Semanas hubo en que se

presentaron lluvias continuas que duraron más de una quincena y que tuvieron como

consecuencia grandes inundaciones. Las aguas cubrieron muchas calles y en ciertos sitios

las familias tuvieron que utilizar botes de remos para ponerse a salvo. Eran en Macorís

frecuentes estas inundaciones. Como eran muy abundantes también los mosquitos. Por

temporadas se podían ver nubes de estos insectos que obligaban a las jentes a proteger las

partes que no cubría el traje y en ocasiones hasta la boca. Por aquellos días estaba todavía

justificado el nombre de Mosquitisol, con que designaba a este pequeño poblado. Y con

los mosquitos, como ya he dicho, el parásito del paludismo en todas sus formas.

Page 308: Moscoso Puello_Navarijo

Muchos iban llegando por aquellos días de otras capitales, que como nosotros iban allí a

resolver los más apremiantes problemas de la vida.

Un día llegó a nuestra casa Tomás, el de Martín, y de Santiago, con el propósito de

establecer un estudio fotográfico. Mi

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familia recibió con esto una gran alegría. Era capitaleño como nosotros y cuando estamos

en los pueblos siempre nos alegra ver a los que nacieron en el nuestro.

Tomás era ya otro Tomás. Más viejo, más cansado, hacía tiempo que había olvidado a

Madrid. España era para él casi un sueño. Pronto encontró una casa y estableció su

galería fotográfica. No tuvo éxito. Macorís no estaba por el arte. Allí casó, tuvo hijos, y

allí murió Tomás, después de haber sostenido una batalla, casi campal, para lograr éxito

en la vida.

Otro día, estando asomado mi madre a la puerta de la calle se detuvo por delante de ella

un hombre.

-Oh! Sinforosa -exclamó con visible alegría.- Era un hombre viejo ya. Hablaba un poco

emocionado. Acababa de llegar de la Capital. La casa que habitábamos estaba situada en

la calle Colón y por allí pasaba la mayoría de las personas que llegaban por la mar a

Macorís. En su extremo sur estaba el camino del muelle donde atracaban los populares

balandros La Oliva y el Mario Emilio, de D. Isaac de Marchena, balandros que siempre

venían con pasajeros de la Capital, traían la correspondencia y los paquetes, del Listín

Diario, que era muy leído y todos esperaban a veces con ansiedad porque cuando el

tiempo no era favorable pasaban hasta tres días sin que se tuvieran noticias de la Capital.

-Cómo estás -respondió mi madre mirándole la cara como para reconocerlo.

-Ya puedes ver! Huyéndole a aquello que está muy mal. Vengo a ver qué se hace, a ver si

aquí me va bien, si me sopla la suerte.

Mi madre lo invitó a pasar adelante y el hombre entró. Mostraba este hombre gran alegría

por ver a mi madre y ésta le correspondía de la misma manera aun cuando todavía no la

había reconocido.

-En la Capital Sinforosa, no se puede vivir, créemelo. Las cosas se han puesto malas y no

hay que hacer.

Page 309: Moscoso Puello_Navarijo

Estuvieron cambiando impresiones un buen rato hasta que se presentó en la sala mi

hermana Mercedes.

-Esta es mi hija -le dijo mi madre señalándola. El hombre

estaba sentado en una mecedora y se puso de pie para saludarla y darle la mano.

A mi hermana le llamó la atención la cordialidad con que se expresaba este hombre,

como si fuera un viejo amigo de la familia y en un momento oportuno preguntó en voz

baja a mi madre quién era este señor.

Mi madre, que no había reconocido todavía a este buen amigo que con tanta familiaridad

les estaba hablando, exclamó sonreída para solucionar la situación embarazosa en que se

encontraba:

-Qué quién es? Que te lo diga él!

El hombre, contento de estar entre sus paisanos, no dejó esperar la respuesta.

-Ramón Nadal!...

Mi madre no pudo contenerse ni disimular el desconcierto que le había producido hasta

ese momento el amigo que se sentía tan satisfecho en hacerle esa visita y sin pensar que

el amigo se daría cuenta de que había sostenido con él una conversación sin conocerlo,

acercándosele ahora exclamó:

-Oh! Ramón! Cuánto gusto en verte.

Y le dio un estrecho abrazo que fué correspondido por Ramón Nadal, como si acabara de

llegar a la casa en ese momento.

Cuando se refería esto en mi casa, mi madre decía:

-Cómo lo iba a conocer? Ramón había envejecido, la miseria y los disgustos cambian las

personas. Si él no me dice su nombre, se hubiera despedido de mí sin que yo hubiera

sabido quién era.

Y mi madre contaba que Ramón Nadal había sido un joven muy conocido en el Navarijo,

de buena familia, con un taller de talabartería en el Callejón de la Lugo y que el Ramón

Nadal que se le presentó en Macorís era otro Ramón: viejo, canoso, sin afeitar, pálido y

ojeroso, como si hubiera sufrido un gran mareo durante el viaje y con un baulito como

todo equipaje, lo que le dió la impresión de que era un aventurero que le iría a pedir algún

favor.

Macorís era por esta época la Jauja, donde acudían los que

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pasaban miseria en otros pueblos y los ambiciosos que perseguían fortunas.

Contábamos un poco más de ocho meses en este pueblo, y yo, que había cumplido los

catorce años conocía ya casi todos sus rincones. Y fué en este Macorís donde por primera

vez ví a las muchachitas de una manera extraña, diferente a como las había visto hasta

entonces. Fué allí donde tuve mi primer idilio. Fueron unos ojos que al contemplarlos me

producía un lijero estremecimiento. Negros sombreados por densas pestañas, llenos de

una luz extraña que me deslumbraba y me atraía, unos ojos bellos que me decían muchas

cosas y que deseaba ver a cada instante por lo feliz que me sentía al contemplarlos. Era

también una boca fina que me inspiraba, siempre que la contemplaba, el deseo de unirla

con la mía. Era en fin, Nena, una muchachita de cara preciosa que no se parecía a

ninguna y que por vivir cerca de mi casa podía verla a cada instante y estar junto con ella

siempre.

Murió joven. Estaba enferma este es el recuerdo de mi primer amor.

Vivíamos tranquilos por aquellos días. La Escuela de mi hermana marchaba bien, mi

padre hacía pequeños negocios, mi hermano Arturo había conseguido una colocación en

el Ingenio C. Colón y yo no iba a la Escuela porque en Macorís no había Escuela

Superior por renuncia del Director.

Y estando en este Macorís, sucedió lo inesperado, lo que no habíamos ni podido imajinar.

Algo que nos asombró a todos al mismo tiempo que nos produjo un gran alivio, alivio

solamente porque nos desembarazaría de un fardo de continuas preocupaciones, nada

más.

Esto ocurrió la noche que Tomás Sanlley llegó a mi casa con los ojos desorbitados y

presa de una gran nerviosidad. Llamó a mi madre hacia un lugar apartado y en voz baja le

dijo:

-Mataron ayer a Lilís en Moca.

Mi madre llamó a los demás de la familia y todos se reunieron en la habitación.

-Cómo ha sucedido eso? -preguntó a Tomás mi madre después que un prolongado

silencio siguió a la noticia de Tomás.- Será cierto? No será propaganda?

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-No sé como ha sido -dijo Tomás que no abrigaba la menor duda de que había ocurrido el

hecho y agregó: Hay un gran movimiento en la Comandancia de Armas. Y nadie se

atreve a hablar una palabra. No digan nada, resérvenselo hasta ver lo que pasa.

Todos los que habían rodeado a Tomás se miraban unos a otros con asombro,

murmurando:

-No puede ser? Cómo? Quién? De qué manera?

Y Tomás salió, quizás en busca de la confirmación de esa noticia.

Pero al día siguiente quedó confirmada la noticia. Acuartelamiento de la tropa.

Acuartelamiento de empleados en la Gobernación. Rondas nocturnas del Cuerpo de

Serenos comandado por el Gral. Lico Carbuccia. Noches lóbregas y calles desiertas y

voces de Quién vive! de vez en cuando, no podían dejar lugar a dudas. Ulises Heureaux

estaba muerto.

Durante algunas semanas la ciudad estuvo en pie de guerra. Qué sucederá se preguntaba

todo el mundo.

El 28 de julio al amanecer corrió la voz de que el crucero Restauración se había encallado

en la pasa y a su bordo venía el Ministro de lo Interior y Policía D. Tomás Demetrio

Morales.

Yo fuí a verlo. Desde el muelle junto con una multitud de curiosos, veía las maniobras

que se hacían para sacarlo a flote.

Todo fué inútil. El Restauración no pudo ser salvado y pasaron los días y pasaron los

años hasta que a penas se veía el casco.

Macorís tuvo por mucho tiempo en su puerto este trájico símbolo, testimonio de la

transitoriedad de todas las cosas humanas.

-Si hubiéramos tenido un poco de paciencia... repitió mi padre muchas veces.

Sin duda pensaba en aquella vieja ciudad en que nació, el Santo Domingo de Guzmán

que con tanta pena abandonara dos veces.

Yo no recuerdo dónde ví por primera a Ulises Heureaux, pero sí recuerdo el día en que lo

ví más de cerca. Fué en esta ciu

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dad de San Pedro de Macorís. Iba de viaje al Cibao y era el año de 1898. Estaba vestido

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de una tela que llamaban ralladillo. Llevaba sombrero de panamá y un bastón de concha

con puño de oro. En aquella ocasión me fijé en la mano derecha que mostraba una

pequeña deformidad. No era muy oscura su piel y cometen errores los que lo han

considerado y llamado negro. Lilís era mulato claro, pero sus facciones eran un poco

ordinarias. Nariz redonda, bigote escaso, cabellos cortos y probablemente duros. Su

figura era, sin embargo, elegante y tenía buena estatura. Caminaba despacio y sus

movimientos eran distinguidos.

Salía de la casa alemana de Friedhein y Clasing. Siguió por la acera. Iba solo. Declaro

que no me produjo otra impresión que la de ser un hombre bien vestido, elegante.

A los catorce años un Presidente es un hombre cualquiera.

Doce años se cumplían en esos días desde aquel 27 de Febrero de 1887 en que los

periódicos se hicieron eco del gran regocijo que reinó en el barrio del Navarijo. Vió el

barrio ese día adornadas sus calles con cordelitos de papel y con banderas y escuchó a la

banda Militar y la de Manuel Vallejo, Presidente de la Sociedad Filarmónica, ardiente

lilisista, recorrer la calle del Conde entonando vibrantes aires marciales.

Por varios días se estuvo hablando de este acontecimiento en mi casa. Tomás nos visitaba

con frecuencia. Mi madre repetía:

-Yo sólo hubiera querido verle la cara a Patricio y a Eduardo. Quién se lo hubiera dicho!

Sin duda mi madre y Patricio se hubieran dado un fuerte abrazo. Y a D. Eduardo también.

Mi padre hablaba poco, pero parece que abrigaba un secreta esperanza. Y esta se

cumplió.

Una mañana fuimos todos los de la casa al muelle a recibir a Abelardo. Desde el año

1892 sólo una vez, cuando iba para Europa, lo había visto mi familia. Yo sólo había visto

sus retratos.

Había cumplido ya quince años y no conocía este hermano. -Este es Panchito -le dijo mi

madre.

Y Abelardo me dijo poniéndome una mano en el hombro: -Hágase un hombre, sabe

hágase un hombre!

Mi padre, sobre todo, y mi familia toda, incluso yo que me sentía muy contento, pasamos

días de extraordinaria alegría.

Después de un viaje a la Capital, en unión de mi padre, Abelardo regresó a New York y

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allí murió sin volver al país.

Mientras tanto, nosotros permanecimos allí. Cada día iban aumentando mis relaciones y

poco a poco Macorís iba sustituyendo los recuerdos de mi barrio Navarijo, que se fué

borrando hasta el punto de que años después me sentí tan macorisano como los que

habían nacido allí.

Y Panchito vió pasar en San Pedro de Macorís, por no haber sufrido calenturas, los días,

las semanas, los meses y los años hasta treinta, toda su juventud.

Pero llegó un día en que todo aquel progreso de San Pedro de Macorís se estancó.

Macorís iba en camino de convertirse en la humilde aldea que fué en sus orígenes; y los

que fueron allí en busca del vellocino de oro, la abandonaron y aquella ciudad pasó a ser

solamente el recuerdo de muchas aventuras frustradas.

Ahora, sus moradores vejetan y añoran en la mayor penuria los tiempos pasados. Esto es

lo que sucede muchas veces a jentes y a pueblos. Es lo que ha ocurrido a Monte Cristy a

Puerto Plata, a Samaná, Sánchez, a La Romana y a otros pueblos que tuvieron su hora de

engrandecimiento y de prosperidad. No sé si esto ha sido obra de la abulia o de la

imprevisión o un hecho inevitable en la evolución de los pueblos.

Yo también lo abandoné, muy a mi pesar, para regresar a mi antiguo solar nativo y a mi

antiguo barrio, donde sólo pude identificar la vieja casa de D. Juan Ramón, la que pude

visitar un día y en donde vinieron a la memoria estos recuerdos de aquellos tiempos

pasados, los de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán en que vine al mundo y que

como habéis visto, era otra ciudad muy diferente a esta en que yo estoy viviendo ahora.

Ciudad Trujillo, 1940.

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Esta edición de

NAVARIJO

de Francisco E. Moscoso Puello,

se terminó de imprimir en noviembre del 2001

en los talleres gráficos de Editora BÚHO.

Santo Domingo, República Dominicana

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