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Biblioteca Digital DIBRI -UCSH por Universidad Católica Silva Henríquez UCSH -DIBRI . Esta obra está bajo una licencia Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia, visite http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/ Temas Sociológicos N 4-5 QUIEBRA DE LOS MODELOS DE MODERNIDAD, GLOBALIZACIÓN E IDENTIDADES COLECTIVAS 1 Isidoro Moreno 2 1. De qué hablamos al decir "crisis civilizatoria" El título general de este simposio, Hacia una ideología para el siglo xxi, supone, ya de partida, la asunción de lo que, para mí, es una evidencia, pero no lo es tanto, y menos aún en sus consecuencias, para una buena parte de los pensadores y científicos sociales del mundo occidental o directamente influidos por el pensamiento euronorteamericano: que están en bancarrota las dos grandes ideologías que han alentado los intereses, las luchas, las pasiones y los sueños de cientos de millones de seres a lo largo del siglo que concluye. Sobre una de ellas, a buen seguro que encontraríamos un muy generalizado consenso respecto a su fracaso, reflejado en la caída del muro y la rápida instauración de formas de capitalismo salvaje en los países de la extinta U.R.S.S. y, en general, en todo el Este euro- peo. Muy pocos estarán en desacuerdo con esta evaluación de las experiencias de "socialismo de Estado" que, basadas en la ideología socialista-marxista, inauguró la Revolución de Octubre. Pero no faltan quienes achacarán dicho fracaso a la existencia de una serie de factores, tanto internos como externos, que habrían impedido la construcción de regímenes políticos que respondieran realmente, y no sólo en la autodefinición, al modelo socialista. La propia expresión, muy extendida, de "socialismo real" expresaba y expresa precisamente la idea de que nunca hubo un verdadero socialismo en dichos países. Formas diversas de capitalismo de estado, perversiones burocráticas, involuciones totalitarias o beligerancia desde el 1 Tomado con autorización del autor José de Alcina (ed.), Hacia una ideología para el siglo va, Ed. Akal, Madrid, 1998. 2 Catedrático de Antropología Social, Universidad de Sevilla.

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Temas Sociológicos N 4-5

QUIEBRA DE LOS MODELOS DE MODERNIDAD, GLOBALIZACIÓN E IDENTIDADES COLECTIVAS 1

Isidoro Moreno 2

1. De qué hablamos al decir "crisis civilizatoria"

El título general de este simposio, Hacia una ideología para el siglo xxi, supone, ya de partida, la asunción de lo que, para mí, es una evidencia, pero no lo es tanto, y menos aún en sus consecuencias, para una buena parte de los pensadores y científicos sociales del mundo occidental o directamente influidos por el pensamiento euronorteamericano: que están en bancarrota las dos grandes ideologías que han alentado los intereses, las luchas, las pasiones y los sueños de cientos de millones de seres a lo largo del siglo que concluye. Sobre una de ellas, a buen seguro que encontraríamos un muy generalizado consenso respecto a su fracaso, reflejado en la caída del muro y la rápida instauración de formas de capitalismo salvaje en los países de la extinta U.R.S.S. y, en general, en todo el Este euro-peo. Muy pocos estarán en desacuerdo con esta evaluación de las experiencias de "socialismo de Estado" que, basadas en la ideología socialista-marxista, inauguró la Revolución de Octubre. Pero no faltan quienes achacarán dicho fracaso a la existencia de una serie de factores, tanto internos como externos, que habrían impedido la construcción de regímenes políticos que respondieran realmente, y no sólo en la autodefinición, al modelo socialista. La propia expresión, muy extendida, de "socialismo real" expresaba y expresa precisamente la idea de que nunca hubo un verdadero socialismo en dichos países. Formas diversas de capitalismo de estado, perversiones burocráticas, involuciones totalitarias o beligerancia desde el

1 Tomado con autorización del autor José de Alcina (ed.), Hacia una ideología para el siglo va, Ed. Akal, Madrid, 1998.

2 Catedrático de Antropología Social, Universidad de Sevilla.

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exterior, serían las causas de que realmente no se instaurase o con-solidase en ninguno de ellos el socialismo. Con lo que el modelo y la construcción teórica que constituye su base quedaría a salvo de la debacle, al menos en sus principales ejes. Simplemente, no habría podido encarnarse en la realidad social por un cúmulo de razones históricas y, por tanto, contingentes.

Desde esta perspectiva, para que pudiera construirse el socia-lismo en el siglo venidero, en algún escenario hoy difícilmente predecible, lo necesario sería aprender de los errores, efectuar la consabida "autocrítica" e incorporar al modelo teórico, enrique-ciéndolo y actualizándolo, una serie de ideas-fuerza que son ya hoy reconocidas como emancipatorias, aunque no nacieran en su propia tradición sino como base de los denominados —no siempre adecuadamente— "nuevos movimientos sociales": el ecologismo, el feminismo3, los frentes de liberación homosexuales... e, inclu-so, de algunos grupos cristianos. Como algunos señalan gráfica-mente —siguiendo la inercia de traducirlo todo mentalmente a pas-quines electorales—, se trataría de añadir al rojo de siempre, que permanecería vigente a pesar de haber sido muchas veces traicio-nado o pervertido, unas tonalidades de verde y de morado. Desde mi análisis, quienes defienden estas posiciones no han entendido la verdadera naturaleza de la crisis civilizatoria de nuestro tiem-po.

La otra Luan corriente ideológico-política de nuestro siglo —que, como la socialista-marxista, fue construida básicamente en el

xix, aunque sus raíces se remonten al pensamiento del siglo XVIII— es la liberal-burguesa. Se trata, como es sabido, de la ideolo-gía que viene acompañando hegemónicamente al sistema econó-mico, social y político capitalista en sus diversas fases, y que, tras la debacle del (supuesto) mundo socialista, se ha convertido, se-

3 En realidad. el movimiento feminista no deberla entenderse como "nuevo-, ya que esto sería desconocer o, al menos, minusvalorar, los diversos feminismos del sido Nix. el papel de las sufragistas y otras realidades históricas en las que las mujeres han presionado por su reconocimiento como sujeto colectivo. (Agradezco cl comentario. en este aspecto y en varios otros de este trabajo, a la profesora Lourdes Méndez).

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gún no pocos, en "pensamiento único". Éste caracterizaría, sin alternativa posible, tanto a nuestro presente corno a nuestro futuro, representando, por ello, el 'fin de la historia".

Esta hegemonía actual del pensamiento neoliberal —que, en rea-lidad, mejor deberíamos llamar ultra/ibera!— y de su lógica aplicada a todas las dimensiones de la vida colectiva y personal, ha im-pregnado fuertemente a todos los sectores de las sociedades occidentales, incluidas las clases y capas otrora potencialmente revolucionarias, y a sus organizaciones políticas y sindicales. Los antiguos partidos "de izquierda" que representaron alternativas antisistema, se encuentran ya plenamente integrados en el orden social contra el que nacieron y funcionan hoy corno legitimadores del sistema económico-social dominante y del tipo de Estado que lo garantiza. Los socialdemócratas se convirtieron en social-libe-rales, los comunistas en socialdemócratas, y las diferencias entre ellos, y de todos ellos con los partidos tradicionalmente conserva-dores, "de derechas", estriba, aparte de en las palabras —aunque en esto las diferencias sean también cada vez menores—, en mati-ces cualitativamente poco significativos sobre cómo paliar las aris-tas más duras del sistema y no en el planteamiento y defensa de un modelo de sociedad diferente. Matices que son sobredimen-sionados desde los poderes mediáticos para dar una imagen de plu-ralidad y de enfrentamientos sobre cuestiones de fondo que en realidad no existen. La pugna se restringe, básicamente, a la compe-tición por ocupar cargos públicos con el objetivo no de realizar políticas cualitativamente diferentes sino para "estar en la políti-ca", controlar partidas presupuestarias y, a veces, traficar influen-cias o recaudar comisiones, y a rivalizar en descalificaciones o frases supuestamente ingeniosas para conseguir titulares de pren-sa más destacados que el adversario.

A pesar del desmoronamiento de la ideología que durante más de un siglo se presentó como su alternativa, la ideología liberal-burguesa también se encuentra en una profunda, y en mi opinión irreversible, crisis: no es capaz de promover, tras la finalización de la guerra fría, un orden internacional al menos relativamente equi-librado y justo, distinto al de un poder unipolar; ha provocado un

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nuevo auge del racismo, la xenofobia, el sexismo y los integrismos en todo el planeta; y ha acentuado la brecha entre el Norte y el Sur 4.

Para que no haya duda alguna respecto a la posición de la que parto, afirmo que, consideradas en su globalidad, las dos propuestas ideológico-políticas cuyo desarrollo y enfrentamiento han produci-do tanto los más importantes avances tecnológicos y sociales como las más sangrientas guerras de siglo xx, son hoy construcciones ideo-lógicas obsoletas, incapaces de servir de base para construir sobre ellas alternativas a las desigualdades, a las injusticias y, en definiti-va, a la barbarie. Y no quiero decir con esto solamente que hayan fallado en su traducción práctica sino que, como tales construccio-nes ideológicas, están basadas en pilares que, lejos de ser sólidos, se han demostrado frágiles, parciales e inadecuados para entender el mundo y las sociedades humanas que formamos éste 5. No es, pues, únicamente, un problema de práctica social y política, de praxis: lo que ha fallado es, primeramente, la propia teoría. Y sobre teorías cuyos ejes centrales no son hoy científicamente aceptables, porque no han resistido el contraste con la realidad —ni son éticamente asumibles, aunque en esto, a pesar de su importancia, no voy a en-trar ahora—, ningún proyecto ideológico ni político de futuro puede ser construido, salvo que queramos engañar a otros o engañarnos a nosotros mismos.

4 En este último aspecto, los casos que supuestamente demostrarían la capacidad de los países del antes llamado "Tercer Mundo" para conseguir desarrollarse, mediante su inserción plena en los mercados de capitales y tecnología transnacionales, han mostrado su debilidad, como lo refleja la actual profunda crisis en que se hallan sumidos los hasta hace poco denominados "tigres" del sureste asiático, mostrando la falsa equivalencia entre crecimiento económico, medido en términos de P.I.B.. y desarrollo.

5 Esto no significa negar la adecuación y vigencia de contenidos parciales, tanto conceptuales como metodológicos, de ambas construcciones, en especial de la so-cialista-marxista: y menos aún rehusar a los avances que una y otra han promovido, por ejemplo en cuanto a la afirmación de la existencia de Derechos Humanos. Lo que afirmo, como trataré de demostrar a continuación, es que, como sistemas globales, ni uno ni otro son asumibles, ni siquiera si aceptaran importantes modifi-caciones. ya que fallan sus elementos teóricos centrales.

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2. La quiebra de los modelos burgués-liberal y socialista-marxista de modernidad

Insisto en que debemos partir necesariamente de la constatación de que han quebrado los dos modelos, el burgués-liberal y el socia-lista-marxista, cuyo despliegue y confrontación explican, en gran parte, los últimos doscientos arios de civilización occidental. Úni-camente es adecuado hablar hoy de crisis civilizatoria si se asume que ésta consiste, precisamente, en la evidencia de la quiebra de los pilares fundamentales sobre los que ambos modelos fueron cons-truidos6. Quienes no sean conscientes de ello estarán refiriéndose a otra cosa, que podrá ser también importante, pero que no debería-mos llamar "crisis civilizatoria". Ésta, además, es planetaria porque ambas ideologías, aunque se generaron y enfrentaron primeramen-te en Europa, han sido exportadas e impuestas por ésta, y luego la liberal-burguesa por los Estados Unidos de Norteamérica, al resto del mundo, sobre civilizaciones, países e individuos con tradicio-nes diferentes a las "occidentales", mediante una occidentalización coactiva a través tanto del colonialismo económico y político como, sobre todo, de la colonización intelectual. Por ello, lo que en princi-pio es una crisis específicamente europea se ha convertido también en crisis planetaria.

Se hace preciso considerar, y esto lo entiendo fundamental, que ambas ideologías, aunque han sido alentadas por intereses dife-rentes y han supuesto proyectos societarios contrapuestos, no son otra cosa que ramas de un mismo tronco común de pensamiento, el de la ilustración europea, y poseen, por tanto, unas bases o pila-

6 Una anterior aproximación teórica al tema, con el título "La crisis mundial actual y la quiebra de los modelos civilizatorios occidentales", la realizamos en las Jorna-das Internacionales celebradas en 1995 en Courmayeur. Valle de Aosta, organiza-das por la Comissione Nazionale Italiana per l'uNEsco y el Centro Nazionale di Prevenzione e Difesa Sociale. Las diversas ponencias fueron publicadas en el libro colectivo Memorie e ldentitá: prospettive nei percorsi del mutamento. Para una aplicación del análisis al caso concreto andaluz, véase mi trabajo "Andalucía en la encrucijada de un mundo en crisis", en Revista de Estudios Regionales, N°44, pp. 371-385, Universidades de Andalucía, 1996 y "Andalucía en la era de la Globalización y la Localización", VIII Congreso sobre el Andalucismo Histórico, Córdoba, 1997, Fundación Blas Infante, Sevilla, e. p.

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res básicos comunes, que son aquéllos sobre los que se ha cons-truido el concepto de modernidad. Representan no dos modelos irreductibles, sino dos versiones de una misma estructura de mo-delos: la que ha caracterizado a la civilización occidental durante los dos últimos siglos. De aquí que hayan quebrado, a la vez, aun-que, aparentemente, la ideología liberal (hoy presentada corno neoliberal) haya triunfado sobre la socialista.

Tanto las teorías elaboradas por Durkheim y Max Weber como por Marx, por citar solamente a los tres más importantes "clási-cos", poseen, más allá de sus diferencias innegables, unos pilares comunes. Y ninguna de ellas ha superado la prueba de la praxis, ninguna ha visto traducidos sus planteamientos y previsiones a la realidad social. Nuestro mundo contemporáneo no responde a los modelos construidos teóricamente por aquéllos. En modo alguno se ha producido la predicción optimista de Condorcet de que el avance de las ciencias y las artes produciría no sólo el control hu-mano de las fuerzas naturales sino, también, un conocimiento ra-cional del mundo y del propio yo, el progreso moral de la humani-dad, la justicia de las instituciones y la felicidad de las personas. Por el contrario y, aunque en nuestro mundo contemporáneo pode-mos constatar la existencia de elementos, aspectos y dinámicas que sí podemos inscribir en dichas teorías, la materialización de éstas en las realidades sociales ha sido sólo parcial e, incluso, exis-ten dinámicas y fenómenos de importancia hoy fundamental que no fueron previstos, y ni siquiera considerados, por aquéllas.

En apretada síntesis y, aun, a riesgo de ser esquemático, convie-ne explicitar que el modelo general de la modernidad y, por ello, las dos contrapuestas versiones teórico-ideológicas que se han cons-truido sobre éste, están basados en los siguientes cuatro pilares fundamentales.

El primero y central es la firme creencia en que el avance de la ciencia y la tecnología podría producir un crecimiento económico indefinido; crecimiento de la riqueza que habría de traer consigo un avance correlativo en los planos social y moral. Fue en esta creencia en la que se basaron tanto la idea evolucionista de pro-

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greso, con su fe en el Hombre en cuanto dominador de la naturale-za, con el único límite del grado de conocimiento científico y de desarrollo tecnológico existentes en cada época, como el concepto marxista de desarrollo de las fuerzas productivas, que podrían cre-cer indefinidamente si se lograba romper el obstáculo representa-do, también en cada época, por las relaciones sociales de produc-ción dominantes que serían su único freno estructural. Las diversas elaboraciones teóricas y sus correspondientes concreciones en pro-yectos políticos, tanto en la tradición burguesa-liberal como en la socialista-marxista, aunque opuestas en importantes aspectos y utilizaciones, responden, en realidad, a esta misma raíz ideológi-ca, asentada en un optimismo desbordado —o, mejor, en una prepo-tencia ciega— respecto a las posibilidades de las capacidades hu-manas para la explotación de la naturaleza sin otros límites que los representados, respectivamente, por el desconocimiento e ideas in-adecuadas a superar y por las estructuras sociales que debían ser transformadas. Ninguna fuerza ni constricción exterior a lo hu-mano (a su inteligencia y/o a las estructuras sociales construidas por los humanos), natural ni sobrenatural, podría impedir el avan-ce indefinido del progreso, apoyado en la ciencia y la tecnología. El que los beneficios de dicho progreso estuvieran destinados a favorecer especialmente a una minoría social o fueran socializa-dos en provecho de la mayoría señala la diferencia principal, en el plano ético y político, al menos en el discurso, entre las dos ideo-logías que estamos considerando; pero ello no invalida el hecho de que los planteamientos de fondo de ambas proceden de una fuente común.

El segundo pilar de los modelos de modernidad lo constituye la creencia en que el avance de ésta tenía que producir, irremisible-mente, el avance de la racionalización: un creciente reinado de la razón, cada vez más libre de irracionalismos, de falsas percepcio-nes de la realidad y de fantasmas metafísicos o religiosos. El desencantamiento del mundo, el ateísmo o, en cualquier caso, la profundización en el proceso de secularización, harían ineludiblemente de la sociedad moderna una real idad desacralizada, regida solamente por la lógica racionalista.

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El avance hacia la uniformización cultural sería el tercer pilar del proceso modernizador. De forma explícita y directa, o de modo más indirecto, pero también indudable, las distintas teorías e ideo-logías de la modernidad han afirmado como algo no sólo inexcu-sable sino, también, globalmente positivo el avance en la homoge-neización cultural. Y ello, a pesar de las consecuencias negativas que este avance pudiera producir en contextos concretos. Fuese lograda por medio de "presión civilizatoria o por "aculturación" —eufemismos que han enmascarado durante un tiempo las situaciones de dominación colonialista y neocolonialista—, o a través de la creación revolucionaria del "hombre nuevo", la homogeneización cultural formaría parte esencial de la unificación del mundo y de la construcción de una única sociedad humana, que vendría a superar la maldición bíblica de Babel —explicación mítica, pero profundamente interiorizada, y ahora racionalizada, de la he-terogeneidad cultural y la pluralidad lingüística, entendidas como maldición y castigo—.

El cuarto y último pilar de la modernidad ha consistido en la afirmación de la existencia de un único motor histórico del cambio social. En el modelo burgués-liberal éste no es otro que el indivi-duo —siempre entendido, implícitamente, como varón y blanco—, en continua lucha competitiva con los otros individuos —varones y blancos— e, incluso, consigo mismo, por la superación y el progre-so. En el modelo marxista, este motor único lo es la clase social; en cada época histórica aquélla que representara "el sentido de la historia", en permanente lucha, abierta o latente, pero vigente siempre, con su clase antagónica; y no había duda alguna que bajo el modo de producción capitalista esta clase era la obrera —por supuesto, también formada por hombres blancos, aunque esto no se explicitara casi nunca abiertamente—. Así, el individuo, en un caso, y la clase, con su vanguardia el partido, en el otro, han sido considerados, respectivamente, en nuestro mundo contemporáneo, como los únicos sujetos sociales y, por ello, como los únicos titu-lares de derechos. La exaltación de los valores individualistas, en el modelo liberal, y la reducción de los individuos a su dimensión de clase, con la consiguiente reificación de ésta, en el marxista, fueron las consecuencias directas del axioma.

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Como el individuo o la clase, exclusiva y excluyentemente, son definidos, respectivamente desde ambas teorías, como los únicos sujetos para el reconocimiento de derechos, ello ha comportado, en los regímenes regidos por el liberalismo capitalista, la negación de los derechos, sobre todo políticos, de los colectivos sociales. Y con-dujo, en aquéllos que se reclamaron socialistas a la minimización de los derechos e, incluso, a la descalificación de las aspiraciones de cada ser humano concreto. Además, las sociedades actuales y sus dinámicas fueron explicadas, respectivamente, en el marco teórico-ideológico liberal como resultado del funcionamiento de un sistema de estratos con funciones complementarias y amplias posibilidades de movilidad social entre ellos, de acuerdo con los méritos persona-les, y en el marco marxista como producto prácticamente exclusivo del conflicto permanente entre clases sociales antagónicas, rígida-mente jerarquizadas y con un destino histórico insoslayable, cuya relación asimétrica era la fuente de todas las demás desigualdades.

La actual quiebra de las dos ideologías, que han sido los modelos teóricos fundamentales que la civilización occidental ha construido para entender el mundo y tratar de perpetuarlo o de transformarlo, responde, precisamente, al hecho constatable, de que nuestras so-ciedades contemporáneas, tanto internamente como en la relación entre ellas, no responden, en sus dimensiones y ámbitos fundamen-tales, a lo que sería esperable desde los análisis, afirmaciones y predicciones contenidos en dichos modelos. Y ello es así porque se han demostrado muy poco sólidos los cuatro pilares o ejes que acabamos de describir, los cuales constituían el núcleo duro del paradigma de la modernidad. No es necesaria una mirada dema-siado profunda a nuestro mundo actual para constatar el hecho cier-to de que éstos, que fueron el cimiento común para las dos grandes construcciones teóricas en pugna, han quebrado totalmente o, al menos, se han mostrado sólo muy parcialmente adecuados para construir sobre ellos algo sólido y riguroso.

El primero y más central de dichos pilares se ha venido abajo ante la evidencia, hoy incontestable, de que existen límites objeti-vos para el crecimiento indefinido de la explotación de los recursos naturales, incluidos los energéticos, por los humanos. Límites y um-

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brales que son exteriores al grado de conocimiento que poseamos, e independientes también de las estructuras sociales sobre las que or-ganicemos la sociedad. Límites que tienen que ver con el hecho de que, lejos de ser reyes de la creación o materia inteligente separada de toda la demás materia, viva o inerte, y destinada a dominar ésta, los seres humanos formamos parte de ecosistemas que pueden rom-perse como resultado de nuestras acciones, poniendo en grave peli-gro la propia existencia humana y la vida en el planeta. Límites cuyo traspaso acarrea consecuencias irreversibles, cuyos primeros efectos estamos comenzando ya a sufrir: ampliación del agujero de ozono, aumento de la radioactividad, efecto invernadero, cambio climático... Aunque los poderes políticos de los Estados, presiona-dos por los intereses de las grandes corporaciones trasnacionales, apenas sean sensibles a esta realidad, y el modelo consumista conti-núe siendo el único contemplado por las grandes masas de pobla-ción —mantenerlo e incluso intensificarlo en los países del norte y acceder a él desde el sur constituyen hoy los objetivos centrales de la gran mayoría de los humanos—, no existe duda alguna de que no es posible que el sur acceda a los estándares de vida predominantes actualmente en el norte, y no ya sólo por obstáculos sociopolíticos sino por imposibilidad ecológica. Como tampoco podrá por mucho tiempo mantenerse la dinámica del actual modo de vida de los paí-ses "desarrollados", que hemos interiorizado como una conquista irreversible del progreso y que tiene como base un despilfarro cre-ciente de recursos que no es posible mantener, y mucho menos acre-centar, sin poner en serio riesgo el equilibrio ecológico, la vida en el planeta.

En este ámbito, el empeño por mantener invariables, en vísperas del siglo xxi, unas concepciones nacidas en el pensamiento europeo del siglo xvm, no sólo constituye un sinsentido histórico sino que es una verdadera agresión contra las generaciones futuras, que habrán de sufrir las consecuencias de la fiebre destructora de hoy, sólo ex-plicable por el objetivo de la obtención del máximo beneficio en el menor tiempo, no importa con qué consecuencias a medio y largo plazo. En cualquier caso, la explotación de los recursos está ya cla-ro para todos que no puede responder a un proceso de intensifica-ción indefinida: por esa vía no es posible acrecentar el bienestar

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sino acercarnos al borde de la barbarie social y de la catástrofe ecológica. No son ya viables, pues, ni defendibles, las ideologías que tenían su base en la fe y el optimismo ciego —fruto del descono-cimiento— en la posibilidad de crecimiento indefinido de la riqueza como resultado de la explotación crecientemente intensiva de la naturaleza. Se hace indispensable revisar el propio concepto de des-arrollo, que no puede continuar siendo definido casi exclusivamente con parámetros económicos, la mayoría de las veces, además, unilaterales. Y, paralelamente, es preciso también revisar todo el conjunto de valores que define la calidad de vida.

El segundo de los pilares sobre los que se construyeron los mode-los e ideologías de la modernidad era el proceso de racionalización y secularización que habría de acompañar, de forma indisoluble e in-eludible, al avance de aquélla. Respecto a esto, la realidad ha desau-torizado el axioma, porque, como venimos insistiendo desde hace años7, lejos de existir hoy un mundo secularizado, libre de sacraliza-ciones, es decir, sin absolutos sociales, lo que ha ocurrido es que, junto a un proceso de parcial laicismo —hoy confrontado por la ofen-siva de los varios fundamentalismos religiosos—, se han desarrollado diversos procesos de sacralización de ideas y valores no religiosos, procedentes del mundo laico, que han sustituido en buena parte a los elementos y creencias religiosas como absolutos. Ya en el siglo xvi la mayoría de los enciclopedistas e ilustrados, a la vez que promovieron intelectualmente el laicismo, provocaron también, aunque no fueran conscientes de ello, la sacralización de la razón, elevando el car-tesianismo a doctrina sagrada (absoluta) al definir una única lógica racional. De igual modo, la gran mayoría de los marxistas sacraliza-ron, desde un siglo más tarde, la historia, al dar a ésta una significa-

7 I. Moreno, "¿Proceso de secularización o pluralidad de sacralidades en el mundo contemporáneo?", en El mito y lo sagrado en el pensamiento y la literatura con-temporáneos, Sevilla, 1993, e. p. También en "Secularización y persistencia de lo religioso en el Estado Español y América Latina", en XI II Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas, Abstract, México, 1993, p. 301 y "Mo-dernidad, secularización y perduración de las fiestas religiosas populares: el caso de la semana santa sevillana-, en P. Antes, P. De Marco y A. Nesti (comp.), ldetztitá europea e diversidad religiosa nel mutamento contemporaneo, Firenze, 1995, pp. 353-375.

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ción teleológica. En ambas ideologías, respectivamente, la racionali-dad (burguesa) y la historia (con un único motor, la lucha de clases), sustituyeron a la religión en el lugar central del ámbito de lo sagrado. Lo que sucedió, en realidad, es que junto a un proceso, aunque in-completo, de secularización y de laicismo reales, que reflejaba la pér-dida parcial de protagonismo de lo religioso en la reproducción so-cial, se dio paralelamente una sacralización, apenas percibida, pero no menos real, de lo racional-natural y de lo histórico-societario, que pasaron a ser las nuevas formas de trascendencia, los nuevos absolu-tos sociales. Sobre estas nuevas formas de sacralidad se apoyaron, respectivamente, los Estados basados en la ideología liberal-burguesa y en la marxistasocialista. A la íntima imbricación que existió durante milenios entre Estado y religión —los dos absolutos tradicionales—, sucedió, tras la caída del Ancient Regime, la estrecha imbricación entre Estado y racionalidad y entre Estado e historia (cuyo sentido representaría la clase y, en su nombre, el partido). A la alianza e, incluso, a veces, fusión, entre el trono y el altar, encarnados uno y otro en reyes y sacerdotes, sucedió la fusión entre Estado burgués y lógica racionalista (en cuyo nombre hablan los ilustrados, los buró-cratas, los científicos, los juristas, los economistas y los tecnócratas), y entre Estado socialista, o supuestamente socialista, y sentido de la historia, es decir, entre el Estado y el partido (a través de sus ideólo-gos y funcionarios) que representaba por definición a la clase que también, por definición, era designada por la ideología marxista como encarnación de dicho sentido8.

A la altura del final de nuestro siglo xx, es ya el Mercado el sacro central, el absoluto dominante. Con sus leyes pretendida-mente incontrovertibles, sacralizadas —que asumen el mismo pa-pel también incontrovertible y sagrado que tienen o tuvieron, para los seguidores de los otros sacros, las leyes de la Razón, las leyes

8 El Estado estuvo sacralizado —se constituyó en absoluto y, como tal, se autoleLitimó-desde su aparición, aunque para reproducirse y, a la vez, mantener opaca su verdade-ra naturaleza de hecho factual de poder, fundiera su sacralidad con la sacralidad reli-giosa. En la transición al capitalismo en Europa, la religión dejó de ser cl eje central de la legitimación y reproducción del sistema económico, social y político, siendo desplazada de la centralidad de esa función, aunque no eliminada, por la nueva sacralidad racionalista. Ello se produjo en cl contexto de un fuerte proceso de laicis-mo, que inadecuadamente fue interpretado como secularización.

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de la Historia, y la ley de Dios—; con sus mitos y ritos legitimado-res; con sus espacios sagrados y con sus pontífices y expertos (a quienes se aplican denominaciones "modernas" y laicas, pero no por ello dejan de ser funcionarios de la sacralidad y mediadores entre ésta y el común de los humanos). Las falsas equivalencias entre lo sagrado y lo religioso, por una parte, y entre lo secular y lo laico por otra, están en la base de una confusión que distorsiona por completo los análisis. Una brillante frase al respecto del escri-tor andaluz Antonio Gala podría expresar, en lenguaje literario, buena parte de nuestro razonamiento: "los hombres nunca han de-jado de adoran lo que ocurre es que antes adoraban al becerro de oro y hoy adoran el oro del becerro".

En cualquier caso, ni gobierno exclusivo de la racionalidad sobre los comportamientos e ideas, ni sociedad secularizada es lo que ca-racteriza a nuestro mundo contemporáneo, sino pluralidad de sacralidades y fragmentación del ámbito de lo sacro, aunque con el Mercado y sus "leyes" ocupando el espacio central e imponiendo, por ello, su lógica a la de los demás sacros. Como se demuestra en que los gobiernos de los Estados no sean hoy capaces de controlar a las fuerzas del mercado, sobre todo del mercado de capitales, y se plieguen a sus dictados, legitimándolas. Ello fue la principal causa de la caída de los regímenes políticos no basados en la economía de mercado y lo que explica que en los países occidentales las religio-nes no sólo estén hoy compitiendo entre sí y con las llamadas "sec-tas" dentro de un mercado espiritual —para lo cual, aunque en no pocos casos fortalezcan su interpretación integrista, utilizan las más diversas técnicas del mercado—, sino que dentro de ellas sea posible, para cada quien, aunque no sin enojo de las jerarquías, practicar una religiosidad parcialmente secularizada y subjetivista que se expresa en la noción de "religión a la carta". (A su vez, los fundamentalismos religiosos no occidentales tienen como principal significado el de-fender a la religión propia como sacro único, en contra de las otras sacralidades, todas ellas nacidas en Occidente o a las que Occidente impuso coactivamente su modelo, como es el caso del Estado).

El proceso de homogeneización cultural era el tercero de los ejes o pilares sobre los cuales habría de avanzar obligatoriamente

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la modernidad. En este sentido, es obvio que el colonialismo cul-tural, la acción de los grandes medios de propaganda (en la mayo-ría de los casos, mal denominados medios de comunicación) y las grandes migraciones desde la segunda mitad del siglo xix hasta hoy, entre otros factores, han hecho posible el que en casi cual-quier lugar del mundo, siempre que se posea la capacidad econó-mica necesaria, puedan consumirse unos mismos productos, man-tener un mismo confort e igual temperatura en las viviendas, vestir unos mismos pantalones de marca, escuchar la misma canción o tomar la misma bebida on the rocks. Y también que unos mismos espectáculos, musicales o deportivos, o un tipo de fast food gocen del interés y el favor de millones de personas, sobre todo jóvenes, con muy diferentes raíces culturales. Para no hablar de los progra-mas que se repiten en las televisiones de los más diferentes países, o de la consagración del inglés como lengua obligada en todos los foros internacionales. Todo ello es cierto, real, pero constituye sólo una cara de la realidad. Porque, además de esta dinámica, induda-blemente uniformizadora —que nada, o bien poco, tiene que ver con la interculturalidad, y sí mucho con el imperialismo cultural y con los intereses de las grandes compañías transnacionales—, esta-mos asistiendo, también, al creciente protagonismo de la dinámica justamente contraria: cada día son más valoradas y utilizadas por sus hablantes las lenguas minoritarias, hay más participación activa en los rituales y fiestas de reproducción de las identidades cul-turales especificas, resurge la música y la alimentación "étnicas"; y adquieren una fuerte carga simbólica viejos o nuevos símbolos de identidad y referentes de identificación de los pueblos y etnonaciones sin Estado y de los colectivos que se autodefinen a través del género, de la opción sexual, de la edad o de la religión

9.

Y es que, junto al proceso indudable de uniformización cultural, funciona el no menos evidente proceso de reafirmación de las cul-

9 El estudio de las identidades colectivas, de sus condiciones de aparición y reprodu-cción, y de los contenidos y mecanismos de la matriz estructural identitaria —que considero integrada por las identidades etnonacionales, las identidades de género y las identidades definidas a través de las culturas del trabajo— es, desde hace ya varios años, cl objeto central de nuestro trabajo personal y del grupo de investigación G.E.I.S.A. (Grupo para el Estudio de las Identidades Socioculturales en Andalucía), que dirijo en el Departamento de Antropología Social de la Universidad de

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turas específicas por los grupos identitarios que se definen a través de ellas.

Así, la uniformización, lejos de ser hoy la única tendencia so-bre la que se sitúa la evolución de los modos de vida y las expresio-nes culturales de las diferentes sociedades y grupos humanos, no es sino una de las dos dimensiones, contradictorias, pero igual-mente ciertas y pujantes, de nuestra realidad contemporánea.

En ningún modo, por tanto, puede aceptarse que la uniformiza-ción sea el único eje o pilar axiomático sobre el qué basar la expli-cación de nuestro mundo actual en el ámbito de lo cultural y lo identitario.

El cuarto y último de los pilares o ejes sobre los que se constru-yeron los modelos e ideologías de la modernidad también se ha mostrado débil, por insuficientemente explicativo y porque, en ninguna de sus dos variantes, ha llevado a una sociedad más igualitaria y justa. En el interior de las sociedades basadas en el individualismo y la competitividad, ni todas las personas gozan realmente de los derechos que han sido definidos universalmente como Derechos Humanos —sobre todo de los derechos sociales y culturales, los denominados derechos de segunda y tercera gene-ración—, a pesar de que éstos se hallen recogidos formalmente en las constituciones políticas "democráticas", ni los individuos son realmente libres para decidir, aunque sean definidos como ciuda-danos "libres", entre otras razones por la permanente presión de la ideología dominante y de la publicidad y por los déficits educati-vos de todo tipo. A su vez, es creciente la presión, por parte de los movimientos sociopolíticos de los sectores sociales minorizados — movimientos étnicos o etnonacionalistas, feministas, religiosos, de minorías sexuales y, en el futuro, previsiblemente, también de

Sevilla. Un primer intento de teorización fue publicado con el título de "Identidades y rituales. Estudio introductorio" en el libro colectivo del que fui coeditor, junto a los profesores: Joan Prat, Jesús Contreras y Ubaldo Martínez, Antropología de los pueblos de España, Madrid, Ed. Taurus, 1991, pp. 601-636. Más recientemente, "La matriz estructural identitaria: un marco teórico-metodolószico y su aplicación en la investigación empírica" (inédito).

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desempleados, jubilados, jóvenes y otros sectores crecientemente excluidos del mercado y, por tanto, de la sociedad— para ser reco-nocidos como sujetos de derechos, lo que implica la reafirmación de la existencia no sólo de derechos individuales sino, también, de derechos colectivos. Dichas "minorías" plantean con fuerza su carácter de sujetos colectivos y no de simples problemas a resol-ver o a ignorar.

Por su parte, en las sociedades socialistas (supuestamente so-cialistas), sólo la clase fue considerada como sujeto de derechos. Por eso fueron tan escasamente respetadas las libertades indivi-duales, al ser contempladas las personas concretas corno simples partículas de aquélla, sin apenas significación en sí mismas. Y, por ello, tampoco fueron reconocidos, más allá de vacías declaracio-nes retóricas, los derechos de los pueblos-naciones existentes en el interior de cada Estado o "unión de repúblicas". Como no lo fueron los derechos de las mujeres como tales, ni de los homose-xuales, ni de los colectivos religiosos.

Tampoco ha sucedido lo previsto desde las respectivas ideolo-gías en el campo de las relaciones sociales. En las sociedades libe-ral-burguesas no se han atenuado las líneas de fractura social, me-diante la pregonada movilidad social ascendente de "los mejores" y la cristalización del melting-pot, corno afirmaban las teorías li-berales, especialmente las funcionalistas. Ni el conjunto de la so-ciedad se ha polarizado crecientemente en dos bloques nítidos, capitalistas versus proletarios, como predijeron las corrientes mar-xistas. Más bien, las sociedades occidentales se están consolidan-do, en su funcionamiento, como estructuras tripartitas compuestas por tres bloques —que no corresponden a tres clases sociales— defi-nidos principalmente por su posición estructural en relación no sólo, ni fundamentalmente de forma directa, con los medios de producción sino respecto al Mercado y al acceso diferencial a los bienes y servicios, y a las posibilidades de participación social. El primero de estos bloques es el de los integrados aquéllos que están incorporados al sistema, a "la sociedad", más allá de la clase so-cial a la que objetiva o subjetivamente puedan pertenecer. En este bloque se incluyen colectivos pertenecientes a diferentes clases y

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estratos, incluyendo las denominadas "clases medias" y la "clase obrera tradicional" (la caracterizada por tener un empleo fijo y acceso a los servicios conquistados por su lucha de más de un si-glo). El segundo bloque es el de los precarios, en crecimiento constante debido al funcionamiento cada día más salvaje de las "leyes" del mercado, con el deterioro consiguiente del llamado Estado del Bienestar. Componen este bloque los trabajadores con empleos temporales o discontinuos, los prejubilados, los subsidia-dos de diverso tipo, los pensionistas, así como la mayor parte de los "autoempleados"; todos ellos con muy graves problemas de inserción social y de acceso al Estado del Bienestar. Y el tercer bloque, también cada vez más amplio, es el de los excluidos el de quienes sufren la marginación en prácticamente todos los aspectos de la vida económica, social, política y cultural. Pertenecen a él sectores de población que cayeron primero en la precarización y luego en la marginación, junto a jóvenes que no encuentran posibilidades de integración laboral y social, a minorías étnicas y nacionales, y a un contingente cada vez mayor de inmigrantes pro-cedentes de países del sur a los cuales, incluso, se les niega la cate-goría legal de ciudadanos.

El mantenimiento de metodologías de análisis incapaces de en-tender e, incluso, de percibir estas nuevas realidades, convierte en estéril cualquier esfuerzo de intervención política o sindical sobre la misma.

3. Globalización y localización como dinámicas centrales de la actual fase del proceso de mundialización

Tras la bancarrota, hace una década, de los regímenes auto-considerados la encarnación de la ideología marxista-socialista, la ideología liberal-burguesa, en su versión "neoliberal" —o más bien, como ya señalamos, ultraliberal—, se nos presenta hoy no sólo como dominante sino como supuestamente única. Y ello, a pesar de la evidencia del no cumplimiento de las previsiones, en los planos económico, social, cognitivo e identitario, que "tenían necesaria-mente que cumplirse" conforme avanzara el proceso de moderni-dad sobre los ejes o pilares axiomáticos anteriormente expuestos.

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Y es esta ideología neoliberal, que en realidad no es otra cosa que la adaptación de la vieja ideología liberal-burguesa a la actual fase de capitalismo financiero, especulativo y neotecnológico10-11, la que ha acuñado, como uno de sus ele mentos centrales, el concepto (o mejor seudoconcepto, tal como es más frecuentemente utilizado) de Globalización.

Desde casi todos los foros e instancias se afirma que la única dinámica explicativa de nuestro mundo contemporáneo es la globa-lización; que sólo esta dinámica, de la que se dice que creciente-mente se intensifica y expande a todas las dimensiones de la vida social y de la existencia individual y colectiva, es real, positiva y, en todo caso, inevitable. Y que cuanto se opone a ella no tiene otra significación que la de ser revivals imposibles, folclorismos irrele-vantes, estériles nostalgias, irracionales integrismos o reaccionaris-mos peligrosos.

Por globalización se entiende, generalmente, el avance hacia la instauración en el planeta de un único sistema en lo económico, lo político, lo cultural y lo comunicacional10. La globalización sería la última fase, la culminación, del proceso de mundialización comen-zado hace varios siglos, en la época de los grandes descubrimientos geográficos y del inicio del colonialismo europeo, e intensificado con la consolidación del modo de producción capitalista. Sería el resultado final de la modernidad, desplegada sobre los cuatro ejes que hemos ya descrito —y comprobado su debilidad—.

Quienes no hayan rehusado a utilizar su intelecto, deberían pre-guntarse, aun, si no estuvieran de acuerdo con los análisis que aquí

10-11 Alfonso Ortí, -De la dualización a la democratización del trabajo", en Éxodo, N°22, pp. 40-46.

En los aspectos que aquí más nos interesan, cl concepto de globalización ha sido desarrollado, entre otros, por M. Featherstone y R. Robcrtson. El libro más influ-yente del primero es Global Culture: Nationalism. Globalizatioa and Moderan); Londres, 1991 y del segundo, escrito tras varios otros artículos y trabajos sobre el lema. Globalizalioa: Social Theory and Global Culture, Londres,1992.Una buena síntesis del desarrollo e implicaciones del concepto puede verse en Peter Kloos y Purnaka L. de Silva. Globalization, localization and violeace. Aii anoleated hibliography, VII University Press, Amsterdam. 1995.

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presentamos, si nos encontramos realmente ante un verdadero pro-ceso de globalización en todas las citadas dimensiones o si la idea misma de globalización, tal como señala, entre otros, Alain Tourai-ne12, no sería sino la construcción ideológica central del pensa-miento neoliberal (entendido aquí el calificativo ideológico en su significación marxista de visión deformada y deformante de la rea-lidad).

Trataremos, brevemente, de señalar lo que de cierto y de falso, de realidad y de manipulación ideológica, tiene el concepto de globalización. Por una parte, es verdad que nos hallamos hoy en un mundo fuertemente interdependiente, como resultado del pro-ceso antes citado, cuyos orígenes se remontan, al menos, a fines del siglo xv. Esta interdependencia es, sin duda, resultado de una creciente mundialización, pero ésta se ha venido efectuando siem-pre en un marco desigualitario, bajo unas relaciones de poder cla-ramente asimétricas, que generaron un sistema de intercambios desiguales entre áreas y países, y acentuaron la dominación de cla-se y de género preexistentes. Es por esto que el aumento de la interdependencia ha significado, para unos (los Estados-nación oc-cidentales, los varones y la clase capitalista), mayores cuotas de dominación y, para otros (especialmente las etnonaciones, las mu-jeres y las clases oprimidas), la acentuación de la dependencia y la subalternidad.

Pero la mundialización no ha provocado solamente una dinámica globalizadora, de incorporación de territorios y poblaciones a los moldes impuestos por la civilización construida por los Estados, la clase y el género dominantes —Estados-nación occidentales, clase capitalista y género masculino—; sino que, por su misma naturaleza desigualitaria, ha generado también la dinámica opuesta, una diná-mica de resistencia y reafirmación por parte de los colectivos identitarios dominados, oprimidos, minorizados o marginalizados, en especial de los pueblos o etnonaciones que, cada vez más depen-dientes en lo económico, lo político y lo cultural, han activado su

12 A. Touraine, Crítica de la modernidad, Madrid, 1993 y "La globalización como ideología", El País, 29 septiembre de 1996, p. 17.

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potencialidad étnica, es decir, han reafirmado crecientemente sus propias identidades, cargando simbólicamente aspectos diferencia-dos de sus culturas que se han convertido en referentes de identidad. No es admisible, pues, hacer equivalente proceso de mundialización con globalización. La mundialización es real y conlleva un aumento verdadero de la interdependencia: pero de una interdependencia no basada en la reciprocidad, el equilibrio y la igualdad sino fuerte-mente desigualitaria. Por ello, el concepto de globalización, tal como se nos intenta presentar, enmascara el carácter asimétrico y desigualitario de la mundialización, presentando a ésta como un pro-ceso de aproximación creciente e irreversible a un mundo regido por un único orden lógico y racional en lo económico, lo social, lo político, lo cultural y lo identitario. Un orden en el que la interde-pendencia entre pueblos, entre géneros y entre agentes de los proce-sos de trabajo se encaminaría hacia la fusión de los elementos caracterizadores de cada uno de ellos: hacia la globalización en una única sociedad planetaria en la que todos tendríamos una única iden-tidad, la de "ciudadanos del mundo"; una única cultura, la difundida por los mass-media; un único género —me temo que andrógino— y una única "clase", la de los consumidores; bajo el gobierno de una única sacralidad, la del mercado. Si acaso, se mantendrían algunas notas de pintoresquismo "étnico" con destino al ocio vacacional.

Sabemos, sin embargo, que todo esto no es más que un discurso retórico o simple literatura de ficción, no inocentes; en realidad, el proceso de mundialización, contrariamente a como lo presentan las teorías ideológicas del neoliberalismo, no ha generado una sola dinámica sino dos dinámicas complementarias y opuestas: la diná-mica de la globalización y la dinámica de la reafirmación iden-titaria, la que suele denominarse dinámica de la localización.

El discurso dominante insiste en que sólo la globalización es resultado verdadero de la mundialización. Por ello, cuanto se opo-ne a ésta es definido como espúreo y se le adjudica automática-mente un significado reaccionario, anacrónico, contrario al pro-greso. Pero nada podrá evitar el avance hacia la conformación de una única economía mundial, una única sociedad mundial y una única cultura mundial.

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Conviene analizar críticamente, aunque sea con brevedad, lo que de realidad y de falacia tiene este discurso. Vayamos por partes.

En lo económico, es obvio que debido a la muy acentuada tras-nacionalización del capital, el flujo de éste se da ya hoy en un mercado prácticamente globalizado. Y también está globalizado el mercado de nuevas tecnologías y el de la mayor parte de materias primas y de mercancías manufacturadas. Esto, unido a una deslocalización creciente de los procesos de producción, tiene como resultados, entre otros, que no sea posible el mantenimiento o la construcción de economías productivas con marcos estatales y que no sea posible desde los poderes políticos de los Estados el controlar los flujos y maniobras del capital. No todo lo que se en-cuentra en el mercado, sin embargo, responde al principio de libre circulación a escala mundial, ni está, por tanto, globalizado. Un factor económico tan central como es la fuerza de trabajo no sólo queda fuera de la dinámica de la globalización sino que está ins-crita en una tendencia inversa, hacia una creciente segmentación, debido a la multiplicación de barreras a su circulación y también por la acentuación de los factores que la dividen en su composi-ción interna. Baste considerar las crecientes trabas que la Unión Europea, Estados Unidos o Japón levantan frente a los inmigrantes del sur para constatar este fenómeno. O los mecanismos mediante los cuales el acceso a los mercados de trabajo en cada país o terri-torio se consolida como claramente diferenciado para las distintas fracciones de la fuerza de trabajo según sexo, etnia, edad y otros factores.

Mientras que el mercado de capitales y los flujos de éste son cada día más abiertos —especialmente del capital puramente finan-ciero, que representa hoy más del noventa por ciento del volumen total de dicho mercado, en contraste con la cada vez menor aporta-ción relativa del capital industrial—, y se acrecientan los intercam-bios mundiales de productos —aunque sigue siendo un intercambio claramente desigual—, los mercados de fuerza de trabajo se cierran y segmentan de forma creciente. El mercado de capitales y el de la mayor parte de las mercancías sí están ya globalizados, en el sen-tido de constituir, o estar cerca de ello, un único mercado a escala

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planetaria regido por una única lógica; pero no así el mercado de trabajo. Sólo es, pues, adecuado hablar de mundialización de la economía, sobre bases desigualitarias y éticamente injustas, pero no es correcto hablar de globalización total de la economía. Quie-nes afirman esto, realizan dos reduccionismos: el de la economía al mercado y el del mercado al mercado de capitales. Un doble reduccionismo que es inaceptable, no ya por razones éticas o teó-ricas sino porque no responde a la realidad de las cosas. Esta reali-dad nos muestra una acentuación de la mundialización de la eco-nomía que provoca en ésta tanto fenómenos de globalización como fenómenos de segmentación, según convenga a la lógica económi-ca dominante, que es la del capital financiero. Nada parecido, pues, a una globalización que significara interdependencia recíproca, in-tercambios económicos igualitarios, libre circulación de todos los factores de la producción en todas las direcciones, y autorregu-lación de los desequilibrios. Respecto a esto último, son muy cier-tas las palabras del citado Touraine: "constatar el aumento de los

intercambios mundiales, el papel de las nuevas tecnologías y la

multipolarización del sistema de producción es una cosa; decir

que constituye un sistema mundial autorregulador y, por tanto,

que la economía escapa y debe escapar a los controles políticos,

es otra muy distinta"13

.

En realidad, es la afirmación de que la economía —en realidad, el mercado— se autorregula por sí misma, o a través de institucio-nes y mecanismos exclusivamente económicos (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, grandes bancos centrales, etc.), lo que conduce a afirmar que es inadecuada y perturbadora, incluso, sacrílega cualquier intervención política sobre lo económico. Es sobre esta afirmación, puramente axiomática, sólo posible por la consideración del mercado como absoluto y, por tanto, como sa-cro, sobre la que se basa la actual ofensiva contra la función redistribuidora del Estado, con el argumento falaz de que existe ya una economía globalizada cuyo libre funcionamiento, sin interfe-rencias políticas, garantiza por sí mismo no sólo el crecimiento sino, también, el equilibrio y el desarrollo. El que hasta hace po-

13 A. Touraine, op. cit., 1996.

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cos meses Corea del Sur, Singapur, Thailandia y otros países del sudeste asiático hayan sido puestos abiertamente como ejemplos de un "desarrollo" conseguido, según se nos afirmaba, gracias a que en ellos existía una economía totalmente libre, es decir, des-regulada y sujeta solamente a las leyes del mercado, muestra sin ambages qué situaciones y contextos consideran idóneas las mo-dalidades del neo(ultra)liberalismo. Como en Europa y otros luga-res no es posible, al menos en un horizonte próximo, conseguir la desregulación total del mercado y la anulación de los derechos conseguidos por los trabajadores en más de un siglo de luchas, la estrategia pasa por el cuestionamiento y deterioro del Welfare State: por la privatización creciente de los servicios públicos, por la descarga de responsabilidades en organizaciones privadas (0.N.G.s, voluntariado, etc.) y por la reconversión de la ideología sobre el trabajo, sustituyendo los valores propios de las diversas culturas del trabajo de los trabajadores por otros provenientes de la ideología ultraliberal14.

Al igual que ocurre en la economía, donde existen ámbitos y factores que sí están ya hoy globalizados, o sujetos a un rápido proceso de globalización, pero no así otros, igualmente sucede en las demás dimensiones. Con la diferencia de que en ellas la diná-mica de la localización es más fuerte que en el ámbito económico y son, por tanto, más evidentes sus resultados, contrapuestos a los resultados de la globalización.

Si nos detenemos en la dimensión política, es evidente la existen-cia creciente de instancias e instituciones supraestatales que, a nivel mundial, o en grandes áreas económico-políticas, están asumiendo competencias que hasta hace poco eran exclusivas de los Estados y formaban parte del núcleo mismo de la llamada "soberanía nacio-nal". El caso de la Unión Europea es bien significativo: práctica-mente han desaparecido o están en trance de hacerlo las fronteras entre los Estados miembros; éstos van a rehusar en un próximo futu-ro a tener moneda propia; y su política exterior es también

14 • Moreno, "Trabajo, ideologías sobre el trabajo y culturas del trabajo, en Trabajo. Revista Andaluza de Relaciones Laborales, N° 3, Sevilla, 1997, pp. 9-28,.

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crecientemente común. Y,aunque lo económico siga primando es-candalosamente hoy sobre lo social y lo político, no hay duda que también en estos terrenos, aunque más lentamente que en aquél, el marco europeo y no el de cada Estado-nación (o supuesto Estado-nación) será el más importante ámbito legislativo y de toma de deci-siones políticas en un más o menos próximo futuro.

Pero, paralelamente, se está dando en todo el mundo, Europa occidental incluida, otro fenómeno político de no menor importan-cia, que no estaba previsto en los modelos de modernidad y que en modo alguno se inscribe en la dinámica de la globalización: el cre-ciente protagonismo de los pueblos o etnonaciones en territorios subestatales o divididos por fronteras entre Estados. El auge de los nacionalismos "periféricos" o etnonacionalismos —así denomina-dos por estar basados principalmente en las identidades culturales y para distinguirlos de los nacionalismos de Estado, que son, más bien, estatalismos— no supone hoy, como muchos pretenden hacer ver, un anacronismo ni una imposible vuelta a un pasado "tribal" (?) sino, precisamente, una consecuencia de la forma en que la mundialización misma se está produciendo. Más allá del hecho de que algunos, o muchos, de sus referentes simbólicos, en cada caso concreto, puedan pertenecer a la tradición cultural e, incluso, ha-ber sido mitificados —la historia, la religión, etc.—, los etnonaciona-lismos constituyen realidades tan nuevas y definidoras de nuestra contemporaneidad como lo son las instituciones supraestatales. La eclosión actual de los etnonacionalismos es consecuencia tanto de la toma de conciencia identitaria de pueblos secularmente coloni-zados, o negados como tales por parte de Estados supuestamente uninacionales, como de procesos de etnogénesis que están tenien-do lugar ante nuestros ojos. Y se explica no por voluntarismos ideo-lógicos de minorías intelectuales, o por intereses reaccionarios, como los apóstoles de la ideología de la globalización pretenden, sino por la combinación de cambiantes factores económicos y po-líticos que activan la potencialidad étnica, es decir, la conciencia de identidad cultural y política de dichos pueblos, haciendo que éstos reivindiquen su derecho a hacerse oír con voz propia y a tomar el protagonismo en las decisiones que les afectan.

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En especial, y a lo largo de todo el siglo xx, dos han sido las situaciones más propicias para la reafirmación de la identidad cultu-ral y la consolidación de la conciencia política nacionalista. La pri-mera, refiere a la no coincidencia entre centros económicos y centro político en el interior de Estados supuestamente nacionales. La se-gunda, al debilitamiento del poder de un Estado como consecuencia de su derrota en guerras interestatales o por el derrumbe de un régi-men político que se hubiera fusionado con el Estado mismo y que mantuviera coactivamente silenciadas las realidades etnonacionales existentes en su interior. Es esto último lo que explica la rápida des-membración de la U.R.S.S. o Yugoeslavia tras la caída de los regíme-nes totalitarios supuestamente comunistas.

Hoy, es ya evidente el carácter caduco y obsoleto del modelo de Estado-nación que ha sido el modelo político-jurídico de Estado que se impuso en Europa desde fines del siglo xvin, como compo-nente fundamental de la modernidad, y que Europa (Occidente) ha impuesto al mundo. A pesar de la hegemonía total del modelo, muy pocos han sido, y son, los casos de Estados verdaderamente nacionales: la mayoría de los existentes, incluidos los europeos, son Estados plurinacionales. La negación de esta realidad, el in-tento de anularla, ha producido etnocidios e, incluso, genocidios planificados desde el poder estatal y realizados a través de las ins-tituciones legales, educativas y militares. Pero, más allá de las te-rribles consecuencias que han tenido los intentos etnocidas de crear naciones a partir de los Estados, la obsolescencia del Estado-na-ción es ya un hecho debido a la pérdida de competencias y prota-gonismo tanto por arriba, hacia las instancias supraestatales, como por abajo, hacia los pueblos-naciones, tradicionalmente definidos, cuando más, como "regiones", que todavía hoy los integran. Esta situación de doble vaciamiento provoca, sin duda, resistencias y tensiones que, a veces, pero no necesariamente, pueden desembo-car en violencia. Sobre todo, en aquellos casos en que los propios movimientos etnonacionales tengan como único objetivo la cons-trucción de un Estado para su etnonación que responda al modelo de Estado-nación que, hemos visto, resulta ya obsoleto. Y en la medida, también, en que los derechos de los individuos sean defi-nidos como secundarios respecto al derecho colectivo, nacional, a

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la autodeterminación en lugar de contemplar ambos exactamente al mismo nivel, como es lo adecuado y democrático.

El doble vaciamiento tiene que ver, asimismo, aunque no sea el único factor, con la evidente crisis profunda de la democracia repre-sentativa y con la deslegitimación del sistema de partidos. Ni una ni otro se están adaptando a unas condiciones y un contexto como los actuales, que son radicalmente distintos a los existentes a finales del siglo xix y durante gran parte del siglo xx, que es la época en que nacieron y se desarrollaron. En la dimensión política, pues, la mundialización ha generado, también, dos dinámicas opuestas, pero complementarias. La una conduce a la consolidación de las instan-cias supraestatales —en las que es evidente el déficit democrático, precisamente porque se están construyendo, al menos por ahora, con el mismo modelo de globalización que ha adoptado el mercado—. La otra lleva a la emergencia, o reemergencia, de los marcos políticos etnonacionales, hoy subestatales, algunos de los cuales existen desde antiguo mientras otros son resultado de procesos actuales de etnogénesis —cuya dimensión, densidad de redes sociales, proximi-dad a los problemas e, incluso, mayor homogeneidad, al menos re-lativa, de los mismos, podría hacerlos especialmente adecuados para reinventar en ellos la democracia, hoy falseada, cuando no prostituida o convertida en simple ritual vacío en todos los ámbitos políticos—.

En la dimensión cognitiva y de las expresiones culturales, es totalmente cierto, como ya señalábamos páginas atrás, que los mass-media, las nuevas tecnologías, los programas informáticos, la música rock, la coca-cola, los jeans, las tiendas Mac Donald o la hegemonía de la lengua inglesa, representan, en su extensión por todo el planeta, ejemplos incuestionables de mundialización, que no de globalización, ya que son, básicamente, consecuencia directa de la acción de la gran industria cultural y de los mass-inedia —en manos del capital financiero globalizado— para imponer el ame-rican way of life y los valores que sustentan a la ideología de la globalización. Sin embargo, y constituyendo una inexplicable pa-radoja para aquéllos que confunden las identidades colectivas con el contenido cultural que éstas poseen en cada época y contexto

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concretos, junto a todos los fenónemos que parecerían apuntar en la dirección de una única "cultura mundial" y una única "identidad planetaria", lo que está sucediendo hoy es, también, una reafirma-ción creciente de las identidades diferenciadas y la valorización, cada vez mayor, de contenidos culturales específicos, en muy di-versos ámbitos, que habían sido desprestigiados por no situarse en los ejes de la modernidad y que ahora adquieren una significación simbólica como nunca antes la tuvieron.

Lo que conviene tener claro es que esta reafirmación identitaria y cultural no está reñida con la asunción y el uso, sobre todo ins-trumental, de elementos culturales que si podemos considerar que están ya hoy globalizados. Antes al contrario, sobre todo en un plano político, éstos son asumidos y utilizados desde lo "local", es decir, desde los intereses etnonacionales, sin que ello signifique rehusar a la identidad propia, sino, cada vez más, como instrumen-tos no sólo de resistencia sino de reafirmación y defensa precisa-mente de "lo local", de lo específico, de lo propio; en otras palabras, de los derechos económicos, políticos y culturales de los pueblos minorizados, negados por el colonialismo y el estatalismo eurocen-tristas durante los cinco siglos de mundialización. Esta reafirma-ción se hace hoy, precisamente, cada vez más, utilizando como medios una serie de elementos de la técnica, del derecho y de los valores que sí formarían parte de lo ya globalizado. La utilización por muchas etnias y pueblos-naciones del Derecho Internacional, la búsqueda del apoyo de organizaciones no gubernamentales y de instancias supraestatales que responden a valores éticos globales (con vocación universal), o el uso de Internet por el movimiento revolucionario chiapaneco, son ejemplos de la creciente imbrica-ción de lo "global" en la lógica de "lo local".

En este sentido, está ya siendo cuestionada una regla que ha sido axiomática en el pensamiento racionalista occidental: la de que había que tratar lo "local", lo concreto, como un caso particu-lar de lo general, de lo "global". Ésta ha sido la regla de oro, tanto en el nivel teórico-conceptual como en el de la praxis social, in-cluida la praxis con intención revolucionaria. Cómo entender cada realidad, cómo actuar sobre ella, era hasta ahora algo que había de

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deducirse, necesariamente, de la aplicación a cada caso de unos mismos modelos pertenecientes a alguna de las grandes corrientes teórico-ideológicas que se han presentado como de alcance uni-versal. Esta lógica deductiva olvidaba que, en realidad, las leyes y teorías generales han sido siempre construidas, de hecho, median-te un procedimiento inductivo, a partir del estudio de realidades y experiencias concretas, "locales". Pero ello había sido fácilmente olvidado, o silenciado, desde el momento en que las explicaciones se convirtieron en pretendidas leyes y las teorías en escolástica, con el objetivo de servir de doctrina legitimadora a un absoluto: primero la razón científica y ahora el mercado, en el caso de las teorías liberales, y la historia entendida como teleología, en el de las teorías marxistas. Es ahora cuando, tanto desde el análisis teórico como, sobre todo, desde la propia praxis, comienza a plantearse, para escándalo de modernos y progresistas, que lo adecuado es "pensar localmente y actuar globalmente": justo a la inversa de como se exigía, y se exige, desde los principales modelos teórico-ideológicos que son hijos de la Ilustración europea.

Por otra parte, ya había señalado Fredrik Barth, en su conocida obra de 1969, que la intensificación de los contactos étnicos y los cambios en el contenido cultural de las identidades no conllevaba la disolución de éstas, sino su fortalecimiento y redefinición al ac-tivar las conciencias de etnicidad15. Así, las grandes migraciones actuales y la extensión del turismo de masas no han producido homogeneización ni globalización culturales, salvo en aspectos li-mitados, sino que han puesto de manifiesto el pluriculturalismo que siempre ha existido y han hecho emerger a las conciencias, de forma más generalizada e intensa que en ningún otro momento histórico, la existencia de identidades socioculturales diferencia-das entre pueblos, que están, además, en una relación de interde-pendencia desigualitaria. Y, como señala Peter Kloos, estas identi-dades "no son un simple legado del pasado, aunque en la construcción de la identidad social puedan utilizarse, y a menudo se utilicen, elementos del pasado...”16.

15 F. Barth (comp.), Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las diferencias culturales, México, 1976 (P Ed., Oslo, 1969).

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Todo lo anterior nos está mostrando que, sin lugar a dudas, en todas las dimensiones —económica, social, política, cultural e iden-titaria— podemos encontrar hoy ámbitos y elementos que están su-jetos a una dinámica de globalización y otros que responden a la dinámica opuesta de reafirmación de las identidades colectivas, de localización. Tanto unos como otros han sido generados a partir de un mismo proceso: el de despliegue de las estructuras y formas concretas que adoptó el proceso de mundialización desde el siglo xvi y, sobre todo, a partir de la consolidación del capitalismo como sistema mundial. Proceso que se ha realizado, como no podía ser de otra manera, sobre los ejes del modelo de modernidad. Afirmar, pues, que la globalización es la única dinámica en que están inmersas todas las sociedades y grupos humanos del planeta no responde a un análisis correcto de la realidad sino al interés por oscurecer una de las dos dinámicas producidas por el proceso de mundialización. Ambas dinámicas, de globalización y de locali-

zación, son opuestas, pero complementarias, y su desarrollo y con-secuencias están en la base de todos los fenómenos, contradiccio-nes y paradojas contemporáneos. Las formas de inserción, no de anulación, de lo local en lo global, y los modos de asimilación e, incluso, de instrumentalización, de lo global en y desde lo local

deberían ser hoy el objeto central de atención y estudio de cuantos desde las ciencias sociales estamos interesados en entender nues-tro mundo... y en contribuir a su transformación.16

La imbricación entre los dos ámbitos provoca, sin duda, tensio-nes y desajustes que potencialmente pueden desembocar en vio-lencia. Ésta será tanto más posible en aquellos contextos en que la sacralización del mercado y/o la sacralización del Estado —de Es-tados hoy existentes o de estados que se intenta construir— conduz-ca a posiciones fundamentalistas, pero ello no es en modo alguno inevitable.

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16 Peter Kloos y P. L. de Silva, op. cit., p. 8.

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4. Estados y pueblos-naciones. ¿Es posible un nuevo proyecto civilizatorio en la era de la globalización y la localización?

Creo haber dejado clara mi posición respecto a que la crisis civilizatoria actual tiene como base la quiebra de la afirmación axiomática de que la única dinámica que caracteriza a nuestra época es la globalización. Esta afirmación, planteada desde la lógica doctrinaria de la modernidad, es la que explica que cuanto no se sitúa en ella sea automáticamente definido como retardatario, chauvinista, folclórico, irracional, tribalista, reaccionario o, cuan-do menos, anacrónico. Así, desde la ideología ultraliberal domi-nante, se etiqueta como fundamentalismo solamente a los funda-mentalismos (reales o supuestos) de los Otros, sin aceptar que el fundamentalismo del mercado —con su exigencia de que todo ha de insertarse en él, desde la fuerza de trabajo hasta los sentimien-tos personales— y la globalización como ideología son los factores de compulsión más potentes hoy existentes en nuestro mundo.

Reactivamente a esta compulsión, y generada, por tanto, por el mismo proceso mundializador, se ha acentuado la reafirmación de identidades e identificaciones colectivas que potencialmente, y no pocas veces también en la realidad, desembocan en violencia funda-mentalista, racismo, xenofobia, limpiezas étnicas, integrismos reli-giosos y políticos... Fenómenos que no son exclusivos de países y grupos sociales no occidentales, situados en la periferia del sistema, sino que, también, tienen una presencia cada vez más significativa y peligrosa en el desarrollado Norte. Esto se refleja, entre otros he-chos, en la creciente fuerza de la ultraderecha ideológica y política; en la criminalización de inmigrantes y otros colectivos de excluidos sociales, con el consiguiente aumento de la violencia legal y social contra ellos; en la proliferación de "sectas" y el aumento del integrismo de amplios sectores de las iglesias, tanto de la católica como de las iglesias reformadas; y en los crecientes niveles de la violencia urbana, resultado de la desvertebración social. Fenóme-nos, todos ellos, que no deben ser considerados como frutos de un supuesto despliegue independiente e irracional de la dinámica de la localización, que haría resurgir situaciones propias de épocas histó-

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ricas pasadas o produjera revivals tribalistas, sino, principalmente, como respuestas involutivas, airadas y sin brújula a la compulsión globalizadora, cuyos efectos negativos son sentidos por parte de cada vez más amplios sectores de la población de las sociedades desarrolladas que no son capaces de analizar sus mecanismos pro-fundos y reaccionan defensivamente, vigentemente, contra los sín-tomas, equivocando el blanco.

Por otra parte, la no comprensión de la dialéctica entre las dos dinámicas, y la no asunción de que ambas son las dos caras insepa-rables de un mismo proceso único, el de mundialización desiguali-taria, regido por el sacro mercado, impide el reconocimiento, en el ámbito de lo político, del carácter ya obsoleto del modelo de Esta-do-nación. Y este no reconocimiento desemboca en tensiones y, no pocas veces, en violencia. Las más veces, aunque permanezca opaco para muchos, ejercida "legalmente" desde el poder de los Estados, al empeñarse éstos en el imposible histórico de mantener la estructura tradicional de Estado-nación sobre realidades que son plurinacionales en lo cultural y lo político, en un tiempo histórico en que los Estados están perdiendo las características definidoras de la soberanía, por la cesión de una serie de competencias básicas a instancias supraestatales y por haber rehusado a otras ante las exigencias del mercado globalizado, al cual no controlan, pero sí legitiman. Y violencia, otras veces, desencadenada por aquellos sectores de movimientos etnonacionalistas que continúan aferra-dos al espejismo de la vigencia de dicho modelo de Estado-nación y del concepto de "soberanía nacional", por lo que tratan de cons-truir su propio Estado sobre la base de este modelo ya obsoleto, mediante la lucha armada o el simple terrorismo autojustificado con el objetivo del reconocimiento del derecho a la autodetermi-nación.

Sin duda, frente al poder de los Estados y la presión compulsiva de la globalización, los movimientos sociales y políticos que tie-nen su base en el proceso de localización, principalmente los mo-vimientos que reafirman las identidades etnonacionales, pero tam-bién los que se basan en las identidades de género y en torno a elementos de identificación que pueden estar situados en el ámbi-

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to de lo religioso, de la lengua, de la edad, del deporte, del espec-táculo..., o de la exclusión social, pueden acentuar su dimensión reactiva y actuar corno una reafirmación premoderna, dando lugar entonces a opciones reaccionarias social, política e ideológicamen-te. Pero ello, contrariamente a lo que señalan muchos fundamenta-listas de la globalización, no es algo fatalmente necesario ya que la dinámica de reafirmación identitaria —de localización— puede su-poner, y supone efectivamente otras veces, una palanca de resis-tencia contra los efectos más negativos y alienantes de la mundia-lización desigualitaria —de la globalización— y la más vigorosa fuerza emancipatoria de nuestro tiempo.

Si mirarnos a las últimas décadas y, aunque ello se haya manteni-do casi siempre en la opacidad, es una evidencia que las más impor-tantes luchas antiimperialistas y de liberación social y política habi-das desde principios de los arios cuarenta de nuestro siglo hasta hoy, desde la heroica defensa de la Madre Rusia frente a los ejércitos de Hitler, pasando por la guerra de liberación argelina, la victoria viet-namita sobre Francia y luego los Estados Unidos o la debacle del ejército soviético en Afganistán, hasta llegar a la actual experiencia zapatista, tienen como componente central no sólo una opción ideo-lógica, digamos, simplificando un tanto, socialista, sino, sobre todo, una reafirmación identitaria nacional frente a la invasión externa o la opresión del Estado. Con esto no quiero decir que aquella ideolo-gía estuviera ausente en la conciencia de algunos o muchos de los dirigentes y luchadores, pero sí que la principal fuerza aglutinante de la lucha de masas ha sido el nosotros etnonacional. Incluso quie-nes quieran cuestionar esto habrán de reconocer, en todo caso, que las macroideologías se materializan en marcos y con características nacionales. (El propio mantenimiento del régimen político cubano año, tras años de bloqueo y de durísimas condiciones de vida para los habitantes de la isla no podría entenderse sin tener en cuenta la reafirmación nacionalista frente al coloso del norte).

En los países occidentales, una parte de aquéllos, principalmente intelectuales, que sí percibieron el fracaso del proyecto de mo-dernidad y el derrumbe consiguiente de los dos grandes modelos teórico-ideológicos generados en su despliegue, ha tratado de es-

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capar de los efectos más deshumanizadores de éstos sin atreverse a profundizar en las razones estructurales de su fracaso. Hago re-ferencia a quienes, con no pequeño riesgo de simplificación, suele denominárseles, cuando no ellos mismos se denominan, posmo-dernos. Para la mayoría de éstos, a la modernidad —cuyas raíces apenas analizan— ha sucedido ya la posmodernidad, como una nue-va fase dentro del mismo proceso evolutivo, que no se cuestiona, aunque se rechacen algunos de sus efectos. Ante la proximidad, primero, y la evidencia, luego, de la quiebra de los dos grandes modelos ideológicos de nuestro siglo, han escapado de encarar el problema del análisis de las causas profundas de dicha quiebra, refugiándose en el "pensamiento débil". Ante el desplome de los grandes axiomas y paradigmas, han rehusado a toda aspiración de objetividad, convirtiéndose, no pocas veces, en fundamentalistas del subjetivismo; lo que, por ejemplo, en el ámbito de la antropo-logía ha significado la sustitución del método científico por la her-menéutica, de la ciencia social por el ensayo literario, y de la meta del descubrimiento de otras lógicas y códigos culturales por el óbjetivo del autodescubrimiento del yo en el otro —un otro que sufre ahora una nueva cosificación al ser considerado, sobre todo, como espejo para el conocimiento del ego—. Y ante la creciente separación entre las esferas de la ciencia, la política, la moralidad y el arte, los posmodernos han decidido abandonar todo esfuerzo por reintegrarlas y procurar su reapropiación por los ciudadanos, refugiándose en el ámbito, por demás ilusorio, de la vida privada como supuestamente desconectada de la pública, y en el intimismo estético elitista.

Premodernos y posmodernos se presentan hoy como abandera-dos de las dos opciones críticas a la modernidad, pero ni unos ni otros parten de un análisis profundo de la quiebra de sus ejes y conceptos. Para el discurso dominante, parecería que no existe otra alternativa que adscribimos a una u otra opción o, bien, empeci-narnos en que siguen vigentes los axiomas de la modernidad, en su versión liberal o en su versión marxista. A quienes hacen esto últi-mo, parece bastarles con efectuar algunos pequeños retoques y corregir algunas "disfunciones" y "errores" en alguno de los dos modelos para seguir manteniendo el edificio de nuestra civiliza-

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ción sin necesidad de efectuar en él transformaciones profundas. Por mi parte, estimo que ninguna de estas tres opciones responden a un análisis adecuado de nuestras realidades contemporáneas, en sus dinámicas y problemas. Y considero, además, que no es posi-ble siquiera plantearnos el esbozo de un nuevo edificio ideacional para el futuro —convendría quizá no utilizar el término "ideológico"

por la ambivalencia de su significado, que puede prestarse a con-fusión—, sin antes realizar un ajuste de cuentas, riguroso y profundo, no sólo con los modelos históricos en que cristalizó el pensamiento de la modernidad sino, también, con sus ejes o pilares, como hemos intentado realizar siquiera sea someramente.

Ni el pensamiento posmoderno ni la opción premoderna son posiciones válidas de futuro, porque ambas son vías escapistas del núcleo del problema: una por caminos de estéril individualismo y la otra por el de una ilusoria vuelta atrás en el proceso de individua-ción. Desde la no aceptación de ninguna de estas dos posturas, podríamos quizá preguntarnos, como se preguntaba hace unos arios Habermas17, si la cuestión era que "el proyecto de modernidad to-

davía no ha sido completado", para contestamos, como él, que, si ello es así, entonces nuestro esfuerzo deberíamos orientarlo en la búsqueda de "una nueva conexión de la cultura moderna con una

praxis cotidiana que todavía depende de herencias vitales", ha-ciendo posible el que la gente sea capaz de "desarrollar institu-

ciones propias que pongan límites a los imperativos de un sistema

económico casi autónomo". Aunque comparto estos objetivos de Habermas, considero que, para alcanzarlos, no es suficiente, como él sugiere, con reorientar el proyecto de modernidad que surgió en los círculos ilustrados y librepensadores de la Europa del diecio-cho y se plasmó en las ideologías liberal-burguesa y socialista-marxista, y en sus correspondientes experiencias prácticas. Se hace necesario, en mi opinión, replantear el proyecto totalmente, sobre nuevas bases, ya que los pilares comunes de aquéllas se han veni-do completamente abajo al demostrarse inadecuados. En este caso, estaríamos no ya ante un proyecto de modernidad modificado, sino

17 Jürgen Habermas, Modernidad contra posmodernidad, New German Critique, 1981.

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ante un nuevo proyecto, al que quizá podríamos denominar "pro-yecto de contemporaneidad" para el futuro. Éste, aunque ha de recoger una serie de logros de la modernidad, que son, sin duda, irrenunciables, supone, obligatoriamente, rechazar el núcleo duro del pensamiento occidental, el tipo de racionalidad que sacralizó la Ilustración, la idea de progreso tal como fue por ésta definida, el concepto alienante de universalismo como máscara del eurocen-trismo y el androcentrismo impuestos coactivamente, y la nega-ción de los sujetos colectivos. El nuevo proyecto civilizatorio, por el contrario, debe plantearse como un cambio radical de la estruc-tura y las formas del proceso de mundialización: ha de impulsar éste no en el sentido de una acentuación de la globalización del capital financiero libre de todo control, y de la imposición impe-rialista de formas de vida, cultura y pensamiento únicos, sino como avance de la interdependencia no desigualitaria entre pueblos y culturas que puedan desarrollarse y comunicarse utilizando instru-mentos globales libremente aceptados. Debe aspirar a la intercul-turalidad, desde el respeto, y no sólo la tolerancia, entre todas las culturas, cuya existencia representa para la humanidad lo que la biodiversidad es para el ecosistema. Entendiendo, a su vez, la inter-culturalidad no en una sola dimensión sino teniendo en cuenta las dimensiones étnica, de sexo-género y las culturas del trabajo.

Todo ello parecería ilusorio si no partimos de la base —como venimos insistiendo— de que la mundialización no genera una úni-ca dinámica sino una dinámica doble: de globalización y de locali-zación, que son complementarias y opuestas, pero no fatalmente incompatibles. Los gravísimos conflictos actuales responden, pre-cisamente, a la estructura y las formas que ha adoptado el proceso de mundialización y al empeño en imponer la globalización como ideología única. Para que la contradicción entre los opuestos-com-plementarios, globalización y localización, no desemboque en vio-lencia, en etnocidio y barbarie con una u otra "legitimación", es necesario que el nuevo proyecto se edifique como una articulación creativa de elementos y fenómenos situados en las dos sobre la negación de alguna de ellas. Y esto, en todos los ámbitos: econó-mico, social, político, cultural e identitario.

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En el nuevo proyecto civilizatorio, el proceso de mundializa-ción, de ser un proceso desigualitario y etnocida, pasaría a ser un proceso de interdependencia recíproca, sobre el respeto de las dife-rencias culturales e identitarias entre los pueblos (las etnias y etno-naciones), que habrían de estar en pie de igualdad, y sobre la ga-rantía de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales tanto de los individuos como de los colectivos identitarios. Por ello, sería un proyecto incompatible con el eurocentrismo y sólo podría estar basado en la interculturalidad, la cual, para ser algo más que una palabra vacía, tendría que ser resultado de la poten-ciación del libre desarrollo de las culturas diferentes en igualdad de derechos y del reconocimiento de las identidades etnonaciona-les, con su correspondiente correlato político del derecho a la libre autodeterminación. Por decirlo de otra forma, la interculturalidad, así como el reconocimiento universal de unos valores y una auto-ridad moral a nivel planetario, respaldada por aquéllos, únicamen-te será posible como resultado de la interacción no asimétrica ni desigualitaria entre los procesos de globalización y de localiza-ción y no como simple resultado de la dinámica del primero.

Conviene subrayar que no se trataría de dar marcha atrás al irre-versible proceso de mundialización, sino de conseguir que estuviera basado en la reciprocidad y respetara las constricciones y umbrales de nuestro ecosistema. Ello supondría una forma de relación con la naturaleza que estaría próxima a la existente en las culturas de la mayoría de los pueblos no occidentales y que éstos han sabido pre-servar, al menos en buena parte, a pesar de la compulsión coloniza-dora, esquilmante e imperialista de Occidente. Conllevaría la susti-tución del intercambio desigual y de la sobreexplotación de los pueblos en beneficio del capital trasnacional globalizado, como ocu-rre ahora, por la reciprocidad y el desarrollo sostenible de todos los pueblos. Así como la desaparición de la actual segmentación nacio-nal, étnica y sexista de los mercados de trabajo.

Supondría también, en lo político, ahondar en la ya comenzada sustitución de los "estados nacionales" —la mayoría de los cuales, como hemos señalado repetidamente, han sido y son sólo supues-tamente nacionales— por instancias supraestatales cuyas, unidades

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componentes sean los pueblos-naciones, y no los Estados, con un adecuado reparto de competencias y niveles de decisión entre am-bas instancias y una radical democratización de las estructuras y mecanismos de participación y representación políticas, a ambos niveles. Ello pasaría por una profunda transformación del obsole-to, por anacrónico y necesariamente corrupto, sistema actual de partidos —convertidos en maquinarias electorales y de manipula-ción mediática, que no representan realmente a intereses colecti-vos ni a sectores sociales diferenciados— y por un replanteamiento de las formas y mecanismos de la participación democrática.

En dicho proyecto de contemporaneidad habría de ser también objetivo básico, junto a los anteriores, la reversión del proceso que ha llevado en el mundo occidental a la autonomización perversa de la esfera cognitiva (la ciencia), de la esfera moral de la práctica (la política) y de la esfera expresiva (el arte y las emociones) y a la monopolización de cada una de ellas por "expertos", para conseguir su reintegración y reapropiación cotidiana por el común de los hu-manos, haciendo desaparecer esa muralla que hoy define y asigna espacios y éticas separadas a lo público y lo privado. Como también tendría que avanzar hacia una sociedad no generizada ni compul-sivamente heterosexista, en la que cada individuo pudiera combinar con arreglo a su propia personalidad y características únicas los di-ferentes elementos culturales, tanto cognitivos como expresivos, de su identidad étnica y socioprofesional, actualmente generizados, y realizar su libre opción sexual. Y donde los procesos de trabajo pue-dan desarrollarse bajo relaciones de producción que no sean de do-minación, y una nueva ética haga posible el desarrollo de los com-ponentes no alienados y más creativos de las culturas del trabajo.

El nuevo proyecto ideacional para el siglo xxi significaría, asi-mismo, avanzar en el proceso de una verdadera secularización, ya que implicaría el rechazo de todo absoluto y, por tanto, de los fun-damentalismos doctrinarios que corresponden a toda sacralidad, sea ésta ideática, política o económica.

Todo lo anterior es, evidentemente, incompatible con el mante-nimiento de los ejes o pilares de la modernidad como proyecto, en

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cualquiera de sus versiones. Habría de construirse sobre otras ba-ses y no a la manera de los posmodernos, que abjuran de la moder-nidad, pero que en realidad se reafirman en los aspectos más indi-vidualistas y estériles de ésta. Quizá muchos puedan tachar este planteamiento de utópico, pero estoy convencido que es el único posible para un futuro distinto al de la barbarie. En todo caso, a quienes así puedan calificarlo, los invitaría a distinguir claramente entre propuesta utópica y discurso ilusorio. Lo utópico es lo poten-cialmente realizable sobre pilares distintos a aquéllos en que se basa la realidad presente. Por eso las utopías son social e ideacion-almente necesarias, y mueven al mundo. Todo lo contrario de lo que representan los discursos ilusorios, que no son viables sobre ninguna base imaginable y por eso tienen una función alienante y paralizadora.

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