Revista Letras Raras, enero 2014

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LETRAS RARAS r e v i s t a ®

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Revista Letras Raras, diciembre 2013 Revista Letras Raras. Literatura, música, entretenimiento y todo lo demás. Una publicación conjunta de Editorial Sad Face y Her Majesty's Entertainment. Año 3, número 5.

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L E T R A S

RARAS

r e v i s t a ®  

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Dirección  editorial,  redacción,  mercadotecnia,  ventas,  diseño  y  todo  eso:  Editorial  Sad  Face  L.  Letras  Raras  es  una  marca  registrada.  2014.  Año  3,  número  5.  Fecha  de  circulación:  enero  de  2014.  Revista  editada  y  publicada  por  Editorial  Sad  Face  y  Her  Majesty’s  Entertainment.  Domicilio  conocido,  código  postal  90210.  Revista  producida  en  México.  Prohibida  su  reproducción.  Portada:  Anónimo.  Todos  los  contenidos  originales  aquí  verPdos  son  propiedad  de  sus  respecPvos  autores  y  están  protegidos  por  INDAUTOR  todo  poderoso…  ¡Así  que  no  te  fusiles  nada  o  te  freiremos  en  aceite!  

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ÍNDICE

Editorial . . . . . . . . . . . 4 Morir en Noruega . . . . . . . . . 5 Los hijos del océano . . . . . . . . 11 Karasu . . . . . . . . . . . 16 La Jacaranda . . . . . . . . . . 18 Esperando a Samuel . . . . . . . . 22 Paisaje con ruinas . . . . . . . . . 28 Autores . . . . . . . . . . . 31

¡Pásele, marchante!

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Editorial

Qué  gusto  saludarles  luego  de  unas  vacaciones  largas  y  rebosantes  de  4lojera  

—el pinche editor—

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enero 2014

(como  deben  ser  todas  las  vacaciones).  Arrancamos  2014  con  un  ejemplar  rico  en  narrativa  que,  estamos  seguros,  será  del  gusto  de  quienes  nos  siguen  de  tiempo  atrás  y  de  quienes  apenas  nos  van  conociendo.  Queremos  aprovechar  este  espacio  para  agradecer  a  autores  y  lectores  por  haber  hecho  de  2013  el  año  con  más  logros  para  Letras  Raras  y  reiterar  nuestro  compromiso  (como  políticos)  de  seguirle  echando  todas  las  ganas  en  2014.  En  serio,  gracias  por  la  lectura  y  por  participar;  ¡síganlo  haciendo!  Nos  encanta  leer  todo  lo  que  nos  envían.  Les  deseamos  a  todos  un  muy  creativo  2014  y  los  invitamos  a  conocer  el  presente  ejemplar  de  su  ya  conocida  y  muy  amigable  revista.  

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MORIR NORUEGA

en

Emanuel Bravo Gutiérrez

El célebre poeta mexicano Agustín Eleazar partió del Puerto de Veracruz en un barco rumbo a la ciudad de Oslo el día 15 de mayo de 1910. Mientras surcaba las aguas recordó tantas cosas: la turba de importantes damas que agitaban pudorosamente sus pañuelos en señal de despedida, los negros sombreros de copa, tan parecidos a las chimeneas del barco donde viajaba; recordó el vitoreo del populacho y la banda de mariachis que lo fue a despedir, a él, el poeta nacional por antonomasia. Aún sentía la mano de Don Porfirio sobre su pecho: “es un honor contar con hombres tan ilustres como usted”, anunció al público en medio de la parafernalia en que se había convertido el auditorio cuando lo nombraron “el poeta del pueblo”, el más honorable de los escritores de piel morena”, la apoteosis homérica a la cual todo escri-!

tor aspira al menos una vez en su vida. Recordaba los aplausos de años atrás cuando ganó su primer concurso por el poemario Hojas de arena, en el cual se esforzó por crear una poesía a la altura de lo que se escribía en Francia, a la altura de los poetas europeos más eminentes. Mientras las olas del mar lo llevaban a las tierras heladas de la Escandinavia recordó aquel invierno imberbe en el que publicó su segundo poemario, El malestar del crepúsculo, una selecta muestra del joven genio; la voz de una generación se forjaba en su pluma. Sus pensamientos se balanceaban!

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en aquel barco y lo llevaban y traían al pasado, al presente y al futuro; confluían las más pomposas dignidades que le habían adjudicado por su esfuerzo, por su constancia como poeta, como ilustre caballero de las más distinguidas y fastuosas sociedades —todas selectas, todas fino abolengo, la créme de la créme—. Le llegó el sonido del fru-fru de las damas mientras bailaba valses eternos en las noches de agosto. Viajaba a Noruega, pero para él era viajar por el marisma de sus recuerdos; ansió que le aplaudieran todos los días, que elogiaran cualquier palabra que fluyera de su boca, vaya, ¡que la máquina de escribir se inclinara ante él después de que terminara de escribir un soneto! Y con estos pensamientos llegó a Oslo, a la tierra de los osos, de la nieve; llegó como embajador de México, como representante ilustre del país de los aztecas, de la tierra del mole y los camotes. !

**  

! — ¿ Q u é t e d i j e r o n l a s autoridades? —preguntó Eilif. !

! —Murió a las tres de la mañana a consecuencia del frío —contestó Oskar. !

! —¿Debemos notificar al gobierno mexicano? !

!—Ya mandamos un telegrama, ahora tendremos que esperar una respuesta. !

!—¿Comenzamos a redactar el acta de defunción? !

!—Tendremos que esperar a la autopsia. !

! A los dos días Eilif se sentó frente a la desvencijada máquina de escribir. Oskar comenzó a dictar: !

! —El día 2 de diciembre del presente año (1910) el poeta y diplomático mexicano Agustín Eleazar Ramírez Arriaga murió a las tres horas como consecuencia de un e n fi s e m a p u l m o n a r y u n a pulmonía… !

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! Después de concluir el acta se dirigieron a la oficina de telégrafos. Esperaron la respuesta al telegrama que habían enviado días antes. No la hubo. Tomaron un café y consultaron el periódico: en México había estallado “la revolución”; el país era un caos. Pero para Oskar y Eilif esto no significó un gran acontecimiento, tomaron el café y se dirigieron a sus casas. Al día siguiente Eilif propuso que el cadáver del poeta fuera llevado al anfiteatro. Knud Bergslien, responsable del lugar, se opuso y llevó el cadáver con el Ministro General Henrik. Recibió a Knud en el salón. Debido al frío invierno que transcurría en Oslo, Henrik no percibió que Knud traía consigo el cadáver de Agustín; pesaba poco pese a ser un cuerpo regordete. Henrik pensó durante media hora qué hacer con el cadáver. Tomó el té y decidió aplazar el tema. Habló con Knud sobre las virtudes del clima noruego para el aprendizaje de la medicina: un cadáver tardaba tanto en descomponerse que ello suponía una gran ventaja para los estudiantes de anatomía. Henrik, anatomista aficionado, decidió revisar el cadáver de Agustín: propiamente seguía conservado; las costuras de la autopsia en el pecho parecían haber cicatrizado, pero no era más que un curioso efecto óptico. Decidió conservar el cuerpo como una curiosidad dentro de su sala. Al día siguiente convocó a una tertulia a sus amigos. Estaría en la misma un poeta —un poeta reconocido—: Agustín Eleazar. !

! —¿El embajador era poeta? —le preguntó su amigo Flos Forcetti. !

!—Tengo entendido que sí —respondió Henrik. !

! —¿De dónde dijo que era? —soltó Haldora Hakon mientras depositaba su taza de café en la mesa. !

! —De México —sonrió Henrik, aunque notó con decepción que ninguno de sus contertulios había leído alguno de sus poemas. De hecho, ni Henrik lo había leído: sus poemas no se conocían en Oslo. !

!Pero incluso así la tertulia fue un éxito: el cadáver del poeta constituyó una excentricidad sobre la cuál se habló los siguientes días; algunos lo tacharon de!

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excesivamente romántico mientras que algunas damas dijeron que sólo quería llamar la atención. Henrik devolvió el cadáver a Knud. No había llegado todavía respuesta al telegrama; la seguirían esperando. Mientras tanto, el cuerpo ya hedía y poco a poco sufría las consecuencias inevitables de la muerte. Knud decidió llevarlo a Halklel, amigo que poseía un lugar dónde guardar el cadáver hasta que el gobierno mexicano decidiera repatriarlo. Halklel se dedicaba a hacer quesos y también vendía carne de reno. Llevó el cadáver de Agustín al fondo de una cueva: era lo suficientemente fría como para detener durante otro par de semanas la descomposición. Ese día Halklel se ganó un par de coronas por resguardar el cadáver y las gastó en la taberna de la viuda Halla. Esa noche un perro entró a la cueva y se comió la mano derecha de Agustín. !

!—No estaba tan ebrio, recuerdo muy bien que la cerré, no sé cómo es que entró ese perro —trató de excusarse Halklel ante Knud. !

!Knud fue a la oficina de Henrik; quería saber si ya tenían respuesta de México. “No, aún no”, le respondió. “Es que le comieron la mano con la que escribía”, soltó lastimeramente Knud. El hecho fue visto como un accidente inevitable. Mientras tanto, el cuerpo de Agustín fue depositado en un ataúd improvisado y colocado en la sala de Henrik. Esperaron otra semana; por fin recibieron una respuesta: “Revolución, más importante, cuerpo, lo que sea”, decía en español. Tardaron una semana en encontrar alguien que tradujera el mensaje. !

***  ! Hamund conduce un trineo. El trineo

tiene campanillas. El cementerio posee la forma de una luna. Las lechuzas cantan. Profundo el canto de las lechuzas. No hay nadie. Las tripas de Hamund lloran de hambre. El caballo de Hamund está ciego de un ojo. Su ojo izquierdo es más lento que el derecho. Su media ceguera es blanca. Blanca como el invierno es su ceguera. Silencio. El trineo ha parado. Las lechuzas se apiñan como palomas frente al féretro del poeta. Hamund se esfuerza. El olor lo hace!

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gemir Las. lechuzas ríen. La nieve se carcajea y cruje ante los pasos de Hamund. !

!El féretro baja. Se mantiene en un plano inclinado y se resbala. Hamund arrastra el féretro de la misma manera que Halklel arrastra el cuerpo de una res. El crepúsculo se marca en la cara de Hamund. La sombra de la catedral es gris. Las lechuzas vuelan hacia el campanario. El frío vuelve a su trono. Hamund necesita cavar solo la tumba. Está solo. Silencio. Hamund se sienta en el ataúd. Esa noche irá a beber a la taberna de la viuda Halla. Halla tiene pechos hermosos. Quisiera beber el recuerdo de Halla como si fuera un té caliente. No hay nadie más solo que Hamund. No. El poeta está más solo. No hay nadie que le llore. Las lechuzas incluso han huido. !

! La pala hiere la tierra. La tierra está muda, pero siente. Calla y está resentida. Carga en su espalda los cadáveres de sus hijos. Hamund cava una fosa común. “México está lejos”, piensa Agustín. Hamund termina y entierra al poeta. Era un distinguido poeta. Fue enterrado en una fosa común. Había cosas más importantes que hacer. ! fin

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E.J. Valdés

Ocurrió  un  viernes.    

  Conducía   por   la   autopista   federal   en   dirección  sur,   devorando   los   kilómetros   de   ardiente   asfalto  paralelos   a   la   bahía   del   Pacífico.   Al   tomar   una   curva  divisé   un   paradero   a   orillas   del   camino,   provisto   de  una   rúsPca   escalinata   que   conducía   a   la   playa.   El   sol  no  ocuparía  el  cenit  en  por  lo  menos  un  par  de  horas,  de  modo  que  aproveché  para  detenerme  un  momento  en   el   solitario   aparcamiento   y   bajar   a   caminar   un  momento   por   la   arena.   El   calor   me   abofeteó   al  abandonar   la   fría   atmósfera   arPficial   del   automóvil.  Dejando   atrás   la   carretera,   descendí   por   los   rúsPcos  escalones   hasta   una   abandonada   estructura   de  maderos   y   palmas   secas;   capas   de   pintura   se  descarapelaban   de   las   salitrosas   paredes   de   block.  Luego  de  cruzar  bajo  la  ecmera  sombra  de  esta  ruina,  mis   pisadas   se   hundieron   en   una   duna   de   arena   gris  como   el   granito   —así   de   extrañas   son   las   orillas   de  Colima—.  Avancé  hasta  la  línea  que  separa  a  los  hom-­‐  

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bres   de   los   dominios   acuáPcos   y   la   atravesé,   adentrándome   en   el  sempiterno  oleaje,  la  espuma  salada  acariciando  mis  tobillos.  Levanté  la  mirada   hacia   las   acojinadas   nubes   y,   cerrando   los   ojos,   impregné  mis  pulmones  con  el  húmedo  aire  de  la  costa.  Al  abrirlos  y  exhalar  me  

percaté   con   sobresalto   de   una   presencia   que,   estoy   seguro,   no   se   encontraba   allí  minutos  antes:  un  hombre  de  piel  pálida  y  envejecida,  arropado  con  una  camisa  rasgada  y  un  sucio  pantalón.  Permanecía  de  pie  a  sólo  unos  metros  de  mí,  con  la  mirada  fija  en  el   horizonte   como   si,   nostálgico,   buscase   algo   en   su   inmensidad.   RepenPnamente  volteó   en  mi   dirección   y   no   pude   pasar   por   alto   el   inquietante   ángulo   que   su   cuello  formaba   con   respecto   a   sus   hombros,   entre   otras   caracterísPcas   csicas   de   lo   más  llamaPvas:   sus  ojos,   por   ejemplo,   eran   grandes   y   redondos   (me  atrevería   a   decir   que  casi  desorbitados)  y   las  dilatadísimas  pupilas  presentaban  un   insalubre  maPz;   su  nariz  era   tan  pequeña  que  uno  diría  que  ésta  no  sobresalía  entre   los  pómulos,   sino  que  se  hundía   en   el   rostro,   y   sus   labios   alargados   describían   una   inexpresiva   mueca.  Sorprendido,  le  saludé  elevando  mi  mano.  Él  solamente  me  dedicó  algo  que  no  supe  si  interpretar  como  sonrisa.  Entonces  comenzó  a  adentrarse  rápidamente  entre   las  olas,  como  si  su  baPr  no  le  representase  mayor  obstáculo,  y  le  vi  hundirse  progresivamente  hasta  que  su  cabeza  desapareció  bajo  las  aguas.  Esperaba  verle  emerger  nadando,  pero  transcurridos   un   par   de  minutos  me   pregunté   si   acaso   no   se   habría   ahogado.   Quise  arrojarme  en  su  búsqueda,  mas  me  detuve  al  escuchar  un  chapoteo  muy  cerca  de  mí:  era  el  hombre,   saliendo  de   las  aguas   tan   tranquilo   como  entró,   cargando  un  brillante  objeto   entre   sus   huesudos   brazos.   Se   acercó   a   mí   y,   esgrimiendo   nuevamente   su  peculiar  mueca,  me  ofreció  el  bulto,  que  así  entre  mis  dedos.  Se  trataba  de  una  suerte  de   espiral   dorada,   reluciente   como   el   sol,   incrustada   con   lo   que   parecían   ser   rubíes,  esmeraldas   y  otras  piedras  preciosas;   la  pieza  era   totalmente  maciza  y,   esPmo,  debía  

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pesar  alrededor  de  veinte  kilos.  ¿De  dónde  la  había  sacado?  No  tuve  Pempo  para   averiguarlo,   pues   el   hombre   rompió   el   inquietante   silencio   con   un  gruñido,   seguido   de   la   exclamación   "¡Iä,   Iä!".   Sumamente   extrañado,   le  pregunté  el  significado  de  tal  expresión,  pero  por  toda  respuesta  se  limitó  a  señalar  a  la  distancia,  revelando  algo  alarmante:  entre  las  aguas  asomaban  las  cabezas  de  otros  tres  individuos,  idénPcos  a  él  salvo  por  la  textura  de  la  piel,   siendo   la  de  ellos  más...  escamosa.   Sin  darme   cuenta,   retrocedí  unos  pasos.   El   hombre   nuevamente   enunció   el   terrible   "¡Iä,   Iä!",   esta   vez  dedicándome  una  mirada  de   lo  más  despecPva,  y  emprendió  el  camino  de  vuelta  hacia  las  profundidades,  susurrando  con  insistencia  algo  que  apenas  puedo  transcribir  como  "R'lyeh  otagn".  Haciendo  alarde  de  una   tremenda  agilidad,   nadó   hasta   reunirse   con   sus   similares   y,   tras   echar   una   úlPma  mirada  hacia  la  costa,  los  cuatro  se  perdieron  en  los  abismos  acuáPcos.    

  Entonces   analicé   detenidamente   la   voluminosa   joya   que   me   había  sido   entregada,   y   conforme  mis   ojos   acariciaban   sus   curvas   doradas   senp  como   si   me   sobreviniera   el   sueño.   De   pronto,   reflejado   en   un   ópalo   del  tamaño  de  una  uva,   vi   un   retorcido  monolito   de  basalto   cuyas   irregulares  caras   se   veían   tapizadas   de  misteriosas   inscripciones.  Más   allá   de   éste   se  levantaba  una  ciclópea  ciudad  cuya  geometría  desafiaba   toda  arquitectura  por   mí   conocida.   En   el   punto   más   alto   destacaba   una   gigantesca   bóveda  adornada  con  desconcertantes  relieves  de  oro  y  coral.  Tras  mirarla  un  rato,  me  percaté  que  de  su   interior  provenía  un  sonido   tan   intenso  que,  pensé,    

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bien  podría  hacer  retumbar  los  cimientos  del  mundo.   La   periodicidad   con   que   se   repepa  pronto  me   lo   reveló   como   una   respiración.  Al   mismo   Pempo,   escuché   un   cánPco   que  cobraba   cada   vez   mayor   intensidad,  repiPendo   con   enloquecedora   insistencia  algo   que   entendí   como   Cthulhu.   No   hacía  falta  ser  un  sabio  para  saber  que  el  lugar  que  vislumbraba  no  había  sido  creado  por  manos  humanas,  y  que,  como  tal,  esa  palabra  —ese  nombre,   supuse—   no   debía   ser   enunciado  por  mortal  alguno.  Esto  evocó  un  terror  tan  primordial   y   profundo   que   dejé   caer   la  reliquia   al   agua,   volviendo  de   inmediato   en  mí,   y   emprendí   la   carrera   de   regreso   a   mi  vehículo,   sin   atreverme   a   mirar   atrás.   Las  manos   me   temblaban   cuando   aferré   el  volante,  y  un  helado  sudor  me  escurría  de  la  frente   hasta   el   pecho.   Me   alejé   de   aquel  paraje   pisando   el   acelerador   a   fondo,  tomando   tan   pronto   me   fue   posible   una  desviación   que  me   alejase   del   océano   y   los  secretos  que  sus  aguas  encierran,  consciente  a  la  vez  de  que  ni  la  velocidad  ni  la  distancia  podrían   disipar   ese   monstruoso   eco  p roven i en te   de   l a s   en t r aña s   de l  mundo:  Cthulhu.    

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Yo, Frankenstein.

ESTÁ   USTED   LEYENDO   LETRAS   RARAS.   POR   SI   NO   SE   ACORDABA.  

I,  Frankenstein  es  una  cinta  de  fantasía  y  acción  dirigida  por  Stuart  Bearle  y  estelarizada  por  Aaron  Eckhart  y  Bill  Nighy.  Lo  primero  que  Penes  que  saber  es  que  es  producida  por  la  misma  gente  que  hizo  Underworld  (ay  Dios…).  Lo  segundo  que  Penes  que  saber  es  la  trama:  en  el  mundo  contemporáneo  se  libra  una  violenta  guerra  entre  dos  fuerzas,  los  demonios  y  las  gárgolas;  los  primeros  representando  el  mal  (¡uy,  qué  raro!)  y  las  segundas  el  bien.  Bueno,  resulta  que  durante  el  transcurso  de  su  conflicto  surge  un  personaje  llamado  Adam  (Eckhart),  quien  es  nada  menos  que  el  legendario  monstruo  de  Frankenstein  concebido  por  Mary  Shelley,  quien  se  ha  dedicado  a  merodear  el  mundo  en  sigilo  tras  los  eventos  de  la  novela.  Pronto  llama  la  atención  de  ambos  bandos,  interesados  en  reclutarlo,  y  no  le  quedará  más  remedio  que  involucrarse  en  el  pleito.  

Como dato curioso, pese a

que el monstruo no tiene nombre

en la novela, Mary Shelley llegó a

identificarle con el nombre de Adam.

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KARASU*

Armando Loreto

Cerca de la iglesia de mi pueblo, en un árbol muy viejo, vivía Karasu, un cuervo negro como la noche. A Karasu, como a cualquier otro cuervo, le gustaban las cosas brillantes, así que no perdía atención cuando en la plaza los niños gastaban brillantes monedas de oro comprando dulces o juguetes.

¡Los odio!

—Si yo tuviera una de esas monedas —pensaba Karasu— sería muy feliz.

Un domingo Karasu estaba posado en uno de los árboles del atrio de la iglesia, esperando a que saliera la gente de misa, pues quería ver si aparecía la amable ancianita que les regalaba migajas a él y a muchas de las palomas que, hambrientas, ya estaban más que puestas para al banquete.

“¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!”, sonaron las campanas y la gente salió de misa. Era poquito antes de medio día, la gente ya quería comer y para tal motivo muchos ya se dirigían a la plaza. Karasu los miraba como siempre, cuando, de repente, un niño que corría tras sus hermanos soltó por descuido una brillante moneda de cobre.

*Escrito  originalmente  en  otomí.  

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—¡Qué bonita moneda! Tiene que ser mía —dijo Karasu, y voló hasta la moneda, la recogió con el pico y, lleno de avaricia, se apresuró a volar. Ya en su nido, Karasu acomodó con mucho cuidado su nueva adquisición: aquella moneda brillante—. ¡Eres muy bonita! No voy a dejar que nadie te lleve, tú eres mía —decía Karasu repetitivamente.

Una noche, Karasu se encontraba en su nido acariciando la moneda con sus alas cuando una tormenta se desató. Relámpagos, agua y viento azotaban los árboles con furia. Karasu defendía ferozmente su moneda.

La noche se iluminaba con los relámpagos y a lo lejos Karasu logró observar algo que brillaba con gran fulgor.

—Es más bonito que esta moneducha —dijo Karasu, mal mirando la moneda—. ¡Tiene que ser mía!

Avaro, Karasu comenzó a volar hacia aquella cosa brillante, pero la tormenta hacía muy difícil que Karasu lograra volar con rapidez.

—¡Tengo que llegar, tengo que llegar! —se repetía, tratando de hacerse allegar fuerzas.

De pronto, un rayo cayó iluminando la noche tan oscura, y Karasu cayó fulminado por el mismo; la avaricia había sido su perdición.

Moraleja: la avaricia es mala.

Fin

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Adolfo Loyola Márquez

LA JACARANDA El   doblar   hueco   y   melancólico   de   las  campanas   de   la   iglesia   se   hizo   insistente.    Diego   abrió   los   ojos.   Luces   y   sombras  formaban  figuras  siniestras  en  los  defectos  de  la  superficie  del  alto  techo  de  madera.  Se   incorporó   a  medias   sobre   el   petate.   A  su   lado,   su   hermano   menor   dormía  profundamente.   Somnoliento,   observó   el  lugar   casi   en   penumbras,   iluminado  apenas  por  la  flama  temblorosa  y  débil  de  alguna  veladora  y  por  el  atardecer  que  se  filtraba   por   la   ventana   entreabierta.   Se  alegró   de   que   ésta   no   estuviera   comple-­‐  

tamente   cerrada.   No   olvidaba   la   ocasión  en   que   sus   primos   lo   encerraron   en   esa  misma  habitación:  era  pleno  día  y  aún  así  la  oscuridad   se  hizo   tan  profunda  que  no  podía   verse   las   manos   por   más   que   las  acercara  a  sus  ojos.    

 Se  levantó  y  abrió  lo  más  que  pudo  las  pesadas  hojas  de  madera.  De  un  brinco  se   sentó   sobre   el   antepecho   de   la  ventana.  Aspiró   con  agrado  el   fresco  olor  que   la   lluvia   reciente   desprendía   de   la  Perra,  de   los   techos  de  madera  y   teja,  de  las   paredes   de   adobe.   Lo   decepcionó   no  

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ver  el  auto  de  su  padre.  Asomó  más  de  la  mitad   del   cuerpo   con   la   esperanza   de  verlo   doblar   por   la   carretera   y   descender  por   el   empedrado.   La   visión   de   la   calle  vacía  ascendiendo  hacia  el  calvario  lo  hizo  evocar  con  un  vago  orgullo  la  expectación  que   provocaba   el   llegar   al   pueblo   en   ese  Ford  57:  los  adultos  los  veían  pasar  desde  sus   casas;   los   niños   —algunos   de   los  cuales   serían   sus   compañeros   de   juego  por  unos  días—  corrían  alborozados  tras  el  vehículo.   Siempre   era   un   gran   recibi-­‐miento.    

  Pero   la   sensación   de   agrado   se  desvaneció   pronto.   ¿Por   qué   no   llegaban  sus   papás?   Ya   era   muy   tarde.   Tras   la  serranía   que   se   recortaba   a   lo   lejos  asomaba   el   espectáculo   sangriento   del  atardecer.  Por  un  momento  todo  adquirió  una   rara   inmovilidad.   Se   hizo   un   silencio  extraño,  una  quietud  tan  profunda  que  ni  el  murmullo  de   la  misa  cercana  ni  el   leve  rumor   del   riachuelo   de   lluvia   que  descendía   desde   el   calvario   lograban  turbar.   Lo   invadió   una   tristeza   nunca  senPda,   una   soledad   más   allá   de   la  ausencia   de   sus   padres,   algo   incompren-­‐sible  que  lo  llenó  de  asombro  y  espanto.    

 Duró  apenas  unos  instantes.  Sin  que  pudiera   precisar   el   momento   exacto,   el  cielo   adquirió   una   tonalidad   oscura   y  amenazadora.   El   vuelo   de   cientos   de  pájaros   que   abandonaron   de   golpe   las  copas   de   los   arboles   fue   la   señal   que  

despertó   la   inconexa   sinfonía   animal   que  casi   siempre   le   pasaba   desapercibida,  como  música  de  fondo.    

  Pese   a   no   haber   luz   eléctrica,   las  noches  en  el  pueblo  eran  claras.  La  luz  de  la   luna   bastaba   para   orientarse   con   una  claridad   sorprendente.   Pero   no   en   ese  momento:  nubes  oscuras  anunciaban  otra  tempestad.   Y   al   interior   del   cuarto   la  veladora  encendida  a  SanPago  Caballerito  poco  podía  hacer  contra  las  Pnieblas.    

  SinPó   miedo.   ¿Dónde   estaban  todos?  Seguramente  sus  pos  y  sus  primos  estarían  en  la  cocina,  pero  no  le  agradaba  la   idea   de   verlos.   Pareciera   que   fueran  otros   cuando   no   estaban   sus   padres:  actuaban  disPnto,  dejaban  de  ser  amables  y     los   trataban   a   él   y   a   su   hermano   con  cierta  burla  agresiva.  Pero,  ¡qué  tonto!  ¿Y  si   su   mamá   ya   había   regresado   y   estaba  también   en   la   cocina?   Se   le   iluminó   el  rostro.   De   un   salto   bajó   de   la   ventana   y  cruzó   la   habitación.   Salió   al   pasillo   y  avanzó   decidido.   Se   detuvo   ante   los  escalones   que   daban   al   paPo   interior.   La  cocina,   al   otro   lado,   lucía   acogedora,   su  luz   amari l la   y   cál ida   parecía,   a l  entrelazarse   con   el   humo   que   se  escapaba,   una   tela   increíblemente   ligera    sacudida   por   el   viento.   Más   acá,   la  oscuridad   se   apretaba   bajo   las   ramas   de  los   arboles   que   cubrían   gran   parte   de   la  terraza:   eucaliptos,   duraznos,   naranjos,  granadales.   DisPnguió   la   silueta   de   la  frondosa   bugambilia,   ahuecada   al   centro,  que   de   día   era   su   lugar   preferido   para  

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jugar.   Evitó   deliberadamente   mirar   hacia  donde  se  alzaba  la  enorme  jacaranda  en  la  que,   según   contaba   su   abuela,   se  columpiaba  después  de  la  media  noche  el  mismísimo   Diablo.   No   es   que   ella   lo  hubiera   visto   de   lleno   —nadie   podría  hacerlo  sin  volverse   loco—,  pero  desde  el  mismo   lugar   donde   Diego   se   encontraba  ahora   había   percibido   su   nauseabundo  olor,  escuchado  el  roce  de  las  cuerdas  del  columpio  sobre  las  ramas  y,  entre  la  lluvia  violeta   de   flores   que   caían,   presenciado,    sobrecogida  de  espanto,  el  ir  y  venir  de  las  horrorosas  patas  de  chivo.    

 Una  luz  intensa  iluminó  la  escena  por  un  instante.  La  obscuridad  regresó  de  inmediato,  seguida  de  un  terrible  estruendo,  tan  fuerte  como  Diego  no  recordaba  haber  oído  jamás.  Corrió  desaforadamente  hasta  la  cocina.  Entró  casi  tropezándose.   Sus   primos,   sentados  alrededor  de  la  mesa,  lo  vieron  diverPdos.  Su  pa  preparaba   las  torPllas  en  el  pesado  comal  de  barro.    

  —Tía,   ¿no   sabes   donde   están   mis  papás?    

 —Ya  se  fueron  para  México.    

  Lo   sobresaltó   la   voz   aguardientosa  de  su  po.  En  un  primer  momento  no  había  notado  su  presencia.  Desgranaba  mazcor-­‐  

cas  acuclillado  en  una  de   las  esquinas.  Se  levantó.    

 —Los  dejaron  para  que  se  enseñen  a   trabajar,   para   que   aprendan   a   ser  hombrecitos.    

 —No  es  cierto.    

  No   era   cierto.   No   podían   haberlos  dejado.  Volteó  a  ver  a  su  pa  en  demanda  de   ayuda,   pero   ésta   seguía   atenta   a   su  labor,  sólo  una  pequeña  sonrisa  juguetea-­‐  

ba  en  sus  labios.  

—A  ver  si  así  se  les  quita  lo  chípil.  “Mamá,  mamá”  —agregó  aflautando  la  

voz—.  ¿Porqué  siempre  andas  bajo  las  enaguas  de  tu  

madre?    

—Ya  déjalo  —ordenó  su  pa—.  

¿No  quieres  cenar?    

—Bueno.    

—Debes  tener  hambre.  Se  quedaron  bien  dormidos  

desde  que  llegaron  del  río.    ¿Tu  hermano  sigue  acostado?    

 —Sí.    

 —Pues  qué  flojo  —dijo   uno  de   sus  primos.    

 —Sí  que  les  hace  falta  quedarse  un  Pempo  —agregó  otro  y  todos  rieron.    

  Té   de   pingüica   y   pan.   No   le  desagradaba,   pero   por   alguna   razón   no  podía   pasar   del   primer   bocado.   Y   el   té  estaba  casi  hirviendo.  Mientras  masPcaba  

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senpa   la   mirada   hosPl   de   su   po   sobre   su   espalda.   Intentó  aparentar   tranquilidad,   pero   conforme  pasaban   los  minutos  su   angusPa   crecía.   Comenzó   a   creer   que   era   cierto   lo   que  decía   su   po   y   estaba   a   punto   de   llorar   cuando   escuchó   el  rrrrrrrr   caracterísPco   que   producía   la   reja   de   carrizo   al  soltarse  para  franquear   la  entrada  al  paPo.  De  un  saltó  bajo  de   su   silla   y   se   apostó   en   la   entrada.   Su   padre   subía   los  escalones  de  la  cocina.    

 —¡Papá!  —se  abalanzó  sobre  él,  lo  abrazó  del  cuello  y  le  dio  un  beso  en  la  mejilla.  Olía  a  sudor  y  alcohol.    

 —Sólo  las  niñas  besan  a  los  papás  —dijo  su  po.    

 —¡Ah,  de  veras,  sáquese  de  aquí!    

  Su   padre   lo   apartó   con   brusquedad   e   ingresó   a   la  cocina  tarareando  la  canción  de  moda  de  Javier  Solís.  Diego,  con   el   rostro   encendido   por   la   humillación,   permaneció  inmóvil  bajo  el  dintel  de  la  puerta.  Nadie  más  llegó.    

  Gruesas   gotas   de   lluvia   comenzaron   a   caer.   En   un  instante   los   disPntos   sonidos   de   la   noche   —un   roce   de  cuerdas  sobre  la  superficie  de  una  rama,  el  llanto  de  un  niño  que   despierta   completamente   solo—   se   ahogan   bajo   su  furioso   golpeteo.   La   silueta   oscura   de   los   árboles   se  distorsiona  ligeramente.  En  una  esquina,  apartada,  sobresale  la   figura   imponente   de   la   enorme   jacaranda   en   la   que   se  columpia,  horrible  y  vivo,  el  Diablo.    

fin

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Helder Ariel

ESPERANDO A SAMUEL [ ]

1

Desde que éramos pequeños me tiene mucha envidia porque siempre he sido más lindo. Soy el güerito de la familia: mi piel es fina y mis ojos son grandes y azulados. Nada que ver con él que, aunque sus facc iones son parecidas a las mías, tiene ojos y cabello oscuros, su mirada es hostil y además es cacarizo.

Las amigas de mamá me chuleaban todo el tiempo, incluso muchos desconocidos nos detenían cuando caminábamos por la banqueta solo para felicitar a mamá por lo bonito que era. Todo ante las miradas de desprecio que me lanzaba Samuel, a quien nadie pelaba.

Hablar de mi relación con Samuel es algo difícil. No recuerdo un solo momento en que me haya demostrado un poco de cariño. Él es tres años mayor que yo y creo que me odia desde el día en que nací.

Mi prima Paty me contó que, al mes de haber nacido, Samuel empujó la carreola en la que yo dormía por una calle empinada. Afortunadamente, como en la película Las brujas, un niño más grande corrió para rescatarme y me salvó de morir en el fondo de un

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barranco. Probablemente te parece un poco exagerado de mi parte pensar que ése fue un intento de asesinato. Quizá tienes razón; Samuel tan solo tenía tres años, a lo mejor solo fue un accidente o una travesura. Pero eso no fue lo único que me hizo...

Me tenía tanto coraje que a mis ocho años esparció el rumor de que yo en realidad era una niña. Obviamente nadie le creyó, pero un día el muy cabrón me pintó los labios y los ojos mientras dormía una siesta; cuando desperté me dijo que mamá había ordenado que fuera a la tiendita de la esquina a comprar una barra de pan. De menso le creí y salí a la calle con la cara pintarrajeada. Los vecinos que me vieron se burlaron de mí y empezaron a decir que era joto.

En otra ocasión, el güey le robó unas barbies a Paty, las metió a mi cuarto una tarde que salí con mamá, invitó a unos vecinos a jugar a casa e hizo que vieran las barbies en mi cuarto para que se terminaran de convencer de que yo era un maricón. Por culpa de Samuel me convertí en el jotito de la colonia.

A los catorce años convencí a mamá para que me inscribiera en clases de teatro musical; desde entonces soñaba con dedicarme a actuar, bailar y cantar, pero le pedí que se lo ocultara a Samuel; sabía que ése sería un nuevo motivo para burlarse. Para mi mala suerte, a los tres meses se enteró por culpa de una compañera que llamó a casa para avisarme que ese día no habría clase, sin darse cuenta de que al otro lado de la línea telefónica quien se encontraba era Samuel.

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¡Ya te imaginarás! El cabrón no me bajaba de “puto”, “maricón” y “travesti”. Comenzó a esparcir más rumores sobre mí por toda la colonia. Decía un montón de barbaridades, desde que me travestía todas las noches y cantaba rancheras en Garibaldi hasta que chichifeaba en las calles de Zona Rosa los fines de semana. Incluso una vecina bien chismosa, la Chabuela, llegó un día a la casa bien preocupada preguntando por mí, porque había escuchado que tenía SIDA y que muy pronto me iba a morir...

¡Sí, te digo que es muy malo!

2 ¡No, mi amor! No voy a acompañar a mamá al aeropuerto para recibir a

Samuel aunque me lo rueguen las dos. En verdad no quiero verlo. No puedo perdonarlo. Lo que te conté ayer no es nada comparado con lo que me hizo después...

A los veinte años, cuando ya estudiaba en la Academia de Teatro Musical, actué como Ángel Shunard en RENT. Era mi primera presentación verdaderamente importante. Era el examen final del primer año y la montamos en un gran teatro. Como te imaginarás, yo estuve genial; al público le encantó mi interpretación y aplaudieron mucho cuando salí a hacer mi reverencia al final de la obra. Se estaban levantando de sus asientos para ovacionarme cuando Samuel y tres de sus amigos, usando máscaras de luchadores, irrumpieron en

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el teatro y comenzaron a lanzarme huevos podridos. ¡No te imaginas lo horrible que fue! Algunas personas del público se indignaron y pidieron que los de seguridad sacaran a mi hermano y sus amigos de inmediato, pero otra gran parte del público dejó de aplaudir y empezaron a reírse de mí. Salí llorando del escenario, humillado, con mi cara y vestuario embarrados de huevo podrido.

Desde entonces no le he vuelto a dirigir la palabra. Durante seis meses vivimos en casa de mamá como si viviéramos en una de esas casas de huéspedes donde está prohibido que los vecinos se hablen. Un día mamá me dio la maravillosa noticia de que Samuel se había ganado una beca y se iría a estudiar un posgrado a Madrid. No sabes cuánto me alegré por eso; ¡se lo agradecí a Dios como si de verdad existiera! Pero tardó un mes en largarse; un mes de locura. El güey no paraba de decir que le dieron esa beca porque es un chingón. A cada rato juraba que jamás regresaría a México porque éste es un país de mediocres y pendejos, que se iba a quedar a vivir en Europa y no volvería a salir de los países del primer mundo porque allá había puros chingones como él.

Cuando por fin se fue, deseé con todas mis fuerzas que Samuel cumpliera su palabra y nunca regresara a hacerme la vida imposible. Pero ya ves, ahora resulta que mañana viene de visita.

3 —¡Bueno pues, ya, sí voy! —le dije a mamá, quien llegó a tu casa a las

cuatro de la madrugada para suplicarme que la acompañara al aeropuerto. Acepté porque tu mamá se tuvo que levantar para abrirle la puerta y me dio mucha pena con ella.

—Pero ni creas que me voy a poner a platicar con él y fingir que lo quiero mucho —le dije a mamá mientras conducía hacia el aeropuerto—. Además, ¿cómo se le ocurre tomar un vuelo en el que va a llegar a las cinco de la madrugada? Seguramente sólo lo hizo por chingar.

—Ay, Darío. Es tu hermano, ya perdónalo.

—Nunca. Lo recogemos, los llevó a tu casa y de ahí me regreso a casa de Karla.

Cuando aguardábamos en Salidas Internacionales comencé a desear que Samuel nunca llegara, que todo fuera mentira y resultara ser una más de sus bromas pesadas. A las 5:05 escuchamos por el altavoz que el avión de Iberia en el que viajó había arribado. Mamá puso una cara de felicidad que apenas podía con ella.

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Comenzaron a salir los pasajeros. La mayoría eran españoles. Lo supe porque casi no comprendía lo que se decían; ya sabes cómo es su acento, apenas entre ellos se entienden. Salieron alrededor de cien personas. Cada vez tardaban más en salir. El pasillo comenzaba a vaciarse. A las 5:45 sólo quedábamos mamá y yo. Sonreí porque pensé que en verdad se había tratado de una broma. Lo malo era que mamá tenía una cara de decepción que me entristeció sobremanera.

A las seis de la mañana salió la última pasajera del vuelo de Iberia. Era una mujer bastante estrafalaria: rubia oxigenada, vestido negro que le llegaba arriba de las rodillas, sobre éste un suéter lleno de lentejuelas de todos los colores, medias moradas, tacones rojos de plataforma, cabello suelto, ondulado, y como cinco kilos de maquillaje en el rostro.

—Ya vámonos. Samuel nos jugó una mala broma —le dije a mamá.

Pero la estrafalaria mujer se paró frente a nosotros. Me percaté de que en realidad era un hombre vestido de mujer, que debajo de todas esas capas de maquillaje se encontraban los ojos de mi hermano, esos que antes me miraban con odio y recelo.

—¿Sa-Sa-Samuel? —me animé a preguntarle.

—Kika. Ahora me llamo Kika... ¡Venga! ¿No me vais a dar un abrazo? —nos dijo sonriendo, con un acento entre español y chilango, contoneando las caderas y extendiendo sus brazos hacia los lados.

Mamá se quedó inmóvil, estupefacta. Yo comencé a reírme (me sentía como si estuviera dentro de una película de Almodóvar): todo me pareció increíble. Mi deseo se había cumplido: Samuel no volvió, murió de marcha en Madrid, lo mató Kika...

¡Yo sí le di un abrazo!

fin 26

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Un ángel mira desde la cornisa del mundo. Todo es blanco. Blanco el horizonte hecho de espuma. Blancas las agujas que apuntan al cielo y sus ventanas como ojos. Blanca es la carne de los muertos enredados por raíces negras. Blanco es el mar y sus sonidos. Parece una ceguera de luz. Mira el ángel todos los destellos. Piensa que la oscuridad tiende la locura.

Da vueltas el sol sobre su oro. El ángel sigue pensando en los rayos del mundo. Aún el abismo resplandece, hecho de ónix. No puede cerrar los ojos, le duelen los párpados como espinas. Hasta la carne tiene fiebre de tanta luz. Luego ve a los hombres abrir la tierra, llagarla. Exhiben la piedra radiante, constreñida en sus átomos transparentes. Esa piedra fría es una bomba. La irradian, piedra enferma. Brilla más, como una entraña viva. La encierra en una rueda de acero. Ya no hay luz, pero se escucha. Zumba el metal. Rueda por el aire en una coordenada precisa y cae, pero nadie se da cuenta. Dura apenas un segundo. El tiempo también es cuestión de luz. Antes de que se apague todo, un destello, la gran radiografía del mundo.

Un ángel ve el mundo. Todo está oscuro. Vuela luego sobre las cenizas. Se aleja.

Paisaje con ruinas

Alberto Puebla

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La Antología Letras Raras de narrativa y

poesía reúne todos los cuentos y poemas

originales que se publicaron en la revista

durante su primer año de circulación (junio

2011-2012).

Adquiérela a un precio muy accesible en

nuestra cuenta de Twitter.

¡HEY!

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(y apresúrate porque se agota)

Page 30: Revista Letras Raras, enero 2014

Nueva ubicación en La Noria. Puebla, Puebla.

Un espacio para tomar un rico café hecho al instante. También es un centro cultural que le da cabida a

todas las expresiones artísticas.

Los Pixies lo hacen de nuevo.

Recientemente se estrenó EP2, el

nuevo material de estudio de los

Pixies que nos presenta cuatro temas

inéditos de esta legendaria banda de

rock. Este breve titulo puede

adquirirse en formato digital por sólo

cuatro dólares en el sitio oficial, y

será seguido por EP3 en abril, y así

sucesivamente hasta llegar a EP5.

Por cierto, este año tienen prevista

una breve gira por Latinoamérica,

pero ésta no contempla México.�

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Adolfo  Loyola  Márquez       Estudió  economía  en   la  UNAM  y  filosoca  en   la  Universidad   Iberoamericana.  

Ha  parPcipado  en  talleres  de  narraPva  en  la  Universidad  del  Claustro  de  Sor  Juana.  El  incluido  en  este  ejemplar  es  su  primer  texto  publicado.  

Alberto  Puebla    Pasante  de  la  licenciatura  en  Lengua  y  literaturas  hispánicas  en  la  UNAM.  Ha  

parPcipado  en  la  página  del  proyecto  Telecápita  y  de  El  Horizontal.  ManPene  el  blog  Ciudad  Abandonada  en  Blogspot.  

Emanuel  Bravo  GuSérrez     Escribe   cuento   y   ensayo.   Ha   presentado   ponencias   en   Puebla,   Tijuana   y   el  

Distrito   Federal.  Actualmente  estudia   la   carrera  de   Lengua  y   literaturas  hispánicas  en  la  BUAP.  Publica  regularmente  en  la  revista  Cinco  Centros.  

Helder  Ariel    Estudió   la   licenciatura  en  historia  en   la  UAM  Iztapalapa.  Mención  honorífica  

en   el   concurso   42   de   la   revista   Punto   de   ParBda   y   segundo   lugar   del   I   Concurso  Letras  de  mi  Primera  Vez,  organizado  por  Tusquets  Editores  y  el  FCE.  

Armando  Loreto     Estudiante   de   derecho   en   la   UNAM   FES   Acatlán.   Traductor   del   español   al  

otomí.   Pelotari   semi   profesional   y   aprendiz   de   escritor.   Lleva   el   blog  Vida   y   Color  Otomí.  

E.J.  Valdés     Tu   amigable   escritor   de   vecindario.   Colaborador   de   la   revista   de   opinión  

Effetá  y  locutor  del  programa  de  difusión  literaria  Códex,  en  Radio  Plaza  Juárez.  Seis  veces  ganador  de  premios  de  creación  literaria  del  ITESM.  

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H e r M a j e s t y ’ s -­‐    E    n    t    e    r    t    a    i    n    m    e    t    -­‐  

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Her Majesty’s Entertainment enero 2014

L E T R A S

RARAS

r e v i s t a

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