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Universidad de Chile Facultad de Ciencias Sociales Departamento de Psicología Una aproximación a la muerte y el morir desde una mirada batesoniana Memoria para optar al título de Psicólogo Investigadores responsables Miguel Campillay Magaly Fuentes Académico Patrocinante Sonia Pérez Tello Académico Guía Felipe Gálvez Sánchez Fecha de Presentación

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Universidad de Chile

Facultad de Ciencias Sociales

Departamento de Psicología

Una aproximación a la muerte y el morir

desde una mirada batesonianaMemoria para optar al título de Psicólogo

Investigadores responsablesMiguel Campillay

Magaly Fuentes

Académico PatrocinanteSonia Pérez Tello

Académico Guía Felipe Gálvez Sánchez

Fecha de Presentación 14 de Marzo de 2007

____________________________Firma Académico Patrocinante

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A nuestros muertos

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RESUMEN

La presente investigación pretende dar cuenta de la muerte como fenómeno relacional,

considerando las formas en las que el ser humano ha significado y se ha comportado

respecto a ella en distintos contextos, mirada provista principalmente por una revisión

de la perspectiva historiográfica. A partir de esto se establecen reflexiones orientadas a

considerar aquellos elementos que están a la base de los distintos modos en los que la

muerte, en tanto fenómeno colectivo, se ha podido -y se podría- vivenciar, todo esto

desde la epistemología propuesta por Gregory Bateson.

PALABRAS CLAVE:

Contextos, Muerte, Relación.

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INDICE

1. Introducción 5

2. Formulación de Objetivos 9

2.1 Objetivos Generales

2.2 Objetivos Específicos

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3. Antecedentes Teóricos 10

3.1. Epistemología

3.1.1 Gregory Bateson, epistemólogo

3.1.2 La Ecología de la Mente

3.1.2.1 La pauta que conecta

3.2. Contextualización: La muerte como tema de estudio

3.3. Actitudes: Las muertes en Occidente

3.3.1 Muerte domesticada

3.3.2 Hacia una muerte prohibida

3.4. Enfrentando la muerte de otro: Ritos funerarios

3.4.1 Velatorio y funerales

3.4.2 Duelo y Luto

3.5. Disposición del cadáver

3.5.1 Orígenes

3.5.2 La ciudad de los muertos

3.6. Contexto Actual

3.6.1 Modernidad o Posmodernidad

3.6.2 El lugar de la muerte

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3.6.3 El ‘Renacimiento’ de la muerte

3.7. Miradas sobre la muerte

3.7.1 Muerte y religión

3.7.1.1 La muerte en el catolicismo

3.7.2 Filosofía de la Muerte

3.7.3 Psicología y Muerte

3.8. Algunas prácticas frente a la muerte en el contexto local

3.8.1 Los ritos fúnebres

3.8.1.1 Velorio

3.8.1.2 Velorio de angelitos

3.8.1.3 Funeral

3.8.1.4 Duelo/Luto

3.8.2 El Cementerio en Chile

3.8.2.1 El día de Todos los Santos

3.8.2.2 Disfrazando la Muerte: el Cementerio-Parque

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4. Discusiones 60

5. Referencias Bibliográficas 72

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1. INTRODUCCIÓN

Quienes nacen,contraen la deuda de morir

PROVERBIO VASCO

Al momento de revisar las distintas definiciones de la muerte, es fácil notar que la

respuesta a la pregunta sobre qué es la muerte ha sido distinta en diferentes contextos.

En este sentido distintas culturas han establecido distintos criterios para sostener cuándo

alguien ha muerto: los griegos utilizaban como criterio mayor la ausencia de pulso, lo

que estaba asociado con la pérdida del alma vital. Para los antiguos judíos la muerte se

presentaba junto con el cese de la respiración. En la sociedad occidental de los siglos

XVIII y XIX, se esperaba el inicio de un proceso de descomposición celular para afirmar

que una persona había muerto.

Conceptualizar la muerte es, evidentemente, una labor que presenta dificultades. Según

el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la muerte, proveniente del

latín mors, mortis, es la “cesación o término de la vida”, definición poco útil en la

medida en que se basa en el opuesto y la negación de la vida, obligando además a una

nueva definición, de orden médico o biológico respecto del momento en el que la vida

ha cesado. De esta manera, actualmente frente a la pregunta sobre qué es la muerte, las

respuestas más aceptables provendrán de los médicos.

Por otra parte, en el estudio de las reflexiones centradas en la muerte, es usual encontrar

la idea de que el hombre es tal en la medida en que es conciente de que va a morir. Con

independencia de posibles discusiones al respecto, esta idea puede entenderse en

función del valor que la muerte tiene en la existencia –en la vida- del hombre. Toma

importancia entonces la definición de la muerte cuando algunos autores relacionan la

concepción que las personas tienen sobre ésta con la que tienen, en un nivel más global,

de la vida. Nuevamente ambas definiciones se ven enlazadas, en una relación cuyos

límites parecen estar poco claros. Esta situación evidencia la dificultad de estudiar la

muerte ‘en sí misma’, quedando como única alternativa la observación de lo que sucede

cuando se aproxima, con el entendido de que se convierte en un acontecimiento que

altera la cotidianeidad de la existencia.

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La dificultad de estudiar la muerte de manera aislada obliga a enfocar aquellos

elementos con los que se relaciona, elementos que se pueden conceptualizar en la

noción de contexto. En este sentido cobra valor el estudio de la historia, herramienta que

da la posibilidad de establecer las diferencias entre las distintas muertes que acontecen

en diferentes épocas. De la misma forma, al observar el hecho de que el hombre siempre

ha hecho algo cuando alguien muere, se entiende que entierros, cremaciones y velorios

dan cuenta de que la muerte se configura como un momento importante no sólo para

quien la vive o sus cercanos, sino que también para la comunidad toda. Más allá de las

complejidades de los ritos, es posible entender también que éstos dan cuenta no sólo del

valor de la muerte en cuanto ocasión, sino que también la actitud que frente a ésta se

sostiene.

El considerar la muerte-en-relación obliga a observarla primero no en función de

particularidades, sino en cuanto a aquellos antecedentes que contribuyen a una mirada

global. En este sentido la historia diferencia los distintos momentos y las distintas

actitudes, asociándolos con distintos ritos y quizás con distintas vivencias de la muerte.

En palabras de Barley, “la muerte es algo más que un hecho. Para resultar coherente y

hallar su lugar, tiene que integrarse en un orden de cosas más amplio” (2000, p.197).

Esta propuesta no sólo es útil en tanto puede dar cuenta de fenómenos que desde una

mirada individual se pierden, sino que también es coherente con la búsqueda de una

posibilidad para el estudio de aquella muerte indefinible. Así, a pesar de la antes

mencionada limitante, la muerte se convierte en una variable posible de estudiar.

En cuanto a los contextos de la muerte, uno de los elementos más interesantes que se

evidencian en los estudios al respecto es que con el establecimiento de la

industrialización como forma de vida, la muerte fue expulsada, negada, escondida; fue

entregada a contextos asépticos, alejados del cotidiano y de la conversación coloquial:

La muerte ha sido expulsada de las representaciones públicas. Sin embargo,

el vitalismo imperante tiene un curioso efecto, opuesto al buscado: se niega

la muerte creyendo escaparle para afirmar la positividad de la vida, pero el

esfuerzo desmedido de preservación causa una inmovilidad social muy

parecida al rigor mortis. Por eso la vida cotidiana, en el ápice del confort,

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tiene un tono gris y un carácter aburrido. De la paranoia vitalista a la noia

hay un solo paso. El que antes se derrochaba para alcanzar un bel morir hoy

se desvive para poder durar en la rutina (…) La muerte ha pasado a ser un

hecho semiclandestino (Aizcorbe, 1992, p. 13-14).

En esta concepción, el absurdo de la expulsión de la muerte de la cotidianeidad se

manifiesta en la desidia de una existencia que aparentemente no tiene límites,

enfrentándose de vez en cuando, quizás con estupor, con la inexorable realidad y

presencia de la muerte. De este modo, la muerte moderna, temida, se ve sometida al

mismo trato que en la sociedad enfrenta la locura y la delincuencia: el encierro y -ojalá-

el olvido. A pesar de ello, existen investigaciones que sostienen que la temática de la

muerte y el morir estarían resurgiendo en el ideario colectivo (Walter, 1991, 1994,

1996; Seale, 1998; Simpson, 1987), situación que se refleja en aquellas personas que

buscan quitarle a los médicos el poder que tienen sobre su muerte, resurgiendo así la

posibilidad de volver a brindarle un lugar privilegiado en la existencia.

Las aproximaciones a la muerte desde la psicología usualmente se han enfocado, por

una parte, en tratar de facilitar el bien morir, atenuando el malestar del moribundo y su

núcleo familiar; por otra, en establecer las formas ‘adecuadas’ de realizar procesos

asociados a la muerte, como por ejemplo el duelo, proceso propio de la pérdida de un

otro significativo. Estos acercamientos si bien en muchos casos útiles, parecen no tener

una mirada global de la muerte en cuanto fenómeno en sí misma, que abarque mucho

más de la sola experiencia en la vida de las personas. Puede entenderse que esta

situación se dé debido al prejuicio de que los fenómenos psicológicos ocurren ‘al

interior’ de los individuos, prejuicio que en el presente estudio se abandona desde la

epistemología propuesta. De aquí entonces que a través de esta investigación se busque

otra forma de acercarse a esta temática, siempre con el esfuerzo orientado a elaborar una

aproximación a la muerte que sea de utilidad en el trabajo clínico.

Así, esta búsqueda es relevante en tanto responde a la necesidad de reflexión sobre la

muerte, necesidad que puede asociarse, en el nivel del trabajo clínico, a la existencia de

motivos de consulta ligados a esta temática. Por ejemplo, en un estudio expuesto en las

Quintas Jornadas del Centro de Atención Psicológica de la Universidad de Chile

(CAPs), se presentó una investigación realizada por uno de los equipos de este centro

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durante el año 2000, en el que se encontró que un 12.5% de los casos refieren al duelo

como motivo de consulta (Kühne & Leiva, 2003). La posibilidad de reflexionar sobre la

concepción de la muerte-en-contexto invita a que, cuando se presenten problemáticas

asociadas al fallecimiento de alguien, se pueda trabajar orientando las intervenciones

hacia la comprensión del contexto de la muerte y, por ende, de la muerte misma. Sin

esta posibilidad se corre el riesgo de dar por sentado que se trata de la muerte que el

terapeuta concibe, dificultando la posibilidad de ver, más allá de los propios prejuicios,

a los consultantes.

De este modo, la presente investigación tiene por objetivo responder a la pregunta, ¿De

qué manera ciertos comportamientos, significados y concepciones asociados a la muerte

con los contextos en los que se dan, pueden ser comprendidos desde una mirada

relacional? Las reflexiones se realizarán desde la epistemología batesionana, en base a

la información extraída de la revisión bibliográfica. La investigación, de tipo teórico, se

orienta a establecer conexiones entre distintos elementos, a partir de las cuales se

presentan reflexiones en cuanto al contexto actual y las conversaciones terapéuticas en

dicho contexto. Así, el presente estudio puede proyectar futuras investigaciones que

mantengan la mirada de la muerte como fenómeno relacional y en contexto, abriendo

también la posibilidad de otros estudios que abarquen dimensiones específicas de esta

conceptualización.

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2. FORMULACIÓN DE OBJETIVOS

2.1. Objetivos Generales

Considerar los comportamientos, significados y concepciones asociados a la

experiencia de muerte desde una perspectiva relacional, haciendo emerger sus

conexiones con los contextos en los que ocurren, desde una epistemología

batesoniana.

2.2. Objetivos Específicos

Reconstruir la evolución del concepto de muerte y sus usos sociales desde una

perspectiva historiográfica.

Describir comportamientos, significados y emociones asociados a la muerte.

Relacionar dichos comportamientos, significados y emociones asociados a la

muerte, entre sí y con el contexto.

Reflexionar en torno al fenómeno de la muerte en el contexto actual.

Seleccionar algunos elementos propios de la epistemología batesoniana y hacer

uso de ellos respecto de la muerte en tanto fenómeno relacional.

Reflexionar respecto del rol de las premisas en la significación de la experiencia

de muerte y la importancia de éstas en la labor psicoterapéutica.

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3. ANTECEDENTES TEÓRICOS

3.1. Epistemología

3.1.1. Gregory Bateson, epistemólogo

El paradigma desde donde se entiende la muerte como fenómeno relacional se basa en

los postulados de Gregory Bateson (1904-1980), antropólogo, biólogo y epistemólogo

inglés, uno de los principales referentes de las teorías y prácticas sistémicas. Del

pensamiento del autor, un pensamiento complejo y referido a temáticas diversas en

distintas disciplinas, se seleccionan algunos elementos que sirven de utilidad para

conceptualizar y reflexionar respecto de la muerte en términos relacionales. A lo largo

de su vida, Bateson se acercó a diferentes campos de investigación, por lo que su

pensamiento cuenta con una cualidad poco común en tiempos de una extrema

fragmentación del saber, razón por la cual resulta difícil enmarcar la obra de Bateson en

algún campo de trabajo, al mismo tiempo que resulta factible encontrar aportes que

pueden ser útiles a distintas disciplinas.

Bateson nació en el seno de una familia marcada por su padre, William, prestigioso

biólogo especializado en genética, que siendo discípulo de Gregor Mendel se encargó

de dar las primeras noticias en Inglaterra de sus investigaciones y sugirió el término

‘genética’ para la ciencia de la herencia y la variación. Gregory Bateson (que fue así

nombrado en honor a Mendel), siendo el tercer hijo varón de William, heredó la

tradición de convertirse en un eminente hombre de ciencia, ya que uno de sus hermanos

mayores murió tempranamente en la guerra y el otro se dedicó al arte y posteriormente

se suicidó. Sin embargo, el camino trazado por Bateson en el desarrollo de sus ideas

dista mucho del de un científico especializado: luego de estudiar biología y de recibir su

formación científica en Cambridge, se acercó a la antropología, específicamente a la

etnología, llevando a cabo estudios de campo en Nueva Guinea sobre las culturas

iatmul, baining y balinesa, de los cuales se puede encontrar evidencia en su primera

obra con la que obtuvo reconocimiento, publicada en 1936: Naven. A partir de los

hallazgos recogidos en la mencionada obra, Bateson siente la necesidad de encontrar

categorías adecuadas para la interpretación del material obtenido en el trabajo en Nueva

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Guinea, lo que lo lleva a plantearse los problemas epistemológicos de la investigación

en la antropología.

Posteriormente, a partir del encuentro con algunos teóricos de la cibernética en las

famosas Conferencias Macy, Bateson se aleja, aparentemente, de los temas asociados

con la etnología y se traslada al campo de la psiquiatría, primero, y luego al de la

comunicación, desde donde emerge uno de los temas más conocidos de la obra de

Bateson: la hipótesis del doble vínculo. Paralelamente, el interés por la epistemología y

el acercamiento a la cibernética y la Teoría General de Sistemas, aproximan a Bateson a

las ideas que serán la base de la Ecología de la mente, una mirada sobre el mundo

mental, el hombre como ser social, la interacción y sus niveles lógicos. Es por este

desarrollo ‘a saltos’ de las ideas de Bateson, que resulta difícil captar y transmitir la

riqueza y complejidad del pensamiento batesoniano. Desde esta mirada, entonces, no

resulta difícil suponer que, ante el estudio de algún fenómeno, el buscar posicionarse

desde la epistemología de Bateson se convierta en un aporte:

Stephen Toulmin […] declara que ‘lo que vuelve tan significativa la obra de

Gregory Bateson es que fue el profeta de una ciencia posmoderna, y vio que

para dar el primer paso hacia la indispensable reorientación filosófica de las

ciencias humanas se necesitaba de una nueva epistemología (Keeney, 1987,

citado en Jutoran, 1994).

En el desarrollo de sus propuestas, Bateson llega a sostener que lo que él propone no

son cuestiones lógicas, sino que ecológicas, en la medida en que las preguntas están

orientadas a los modos en los que los procesos estudiados se relacionan, son parte de

sistemas y/o subsistemas. Esta idea, en un sentido amplio, da el paso al análisis del

concepto ecología de la mente.

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3.1.2. La Ecología de la mente

Toda distinción trazable sobre la obra de Bateson no se puede realizar sin tener en

cuenta el marco que ofrece la Ecología de la mente, cosmovisión batesoniana que se

apoya en la noción de que los distintos organismos y sistemas vivos se encuentran en

relación y forman, a su vez, parte de un sistema mayor, noción que le da el carácter

ecológico a esta propuesta. A estos organismos y sistemas, Bateson los denomina

mentes (minds).

La definición de mente (mind) propuesta por Bateson refiere a la suma de componentes

que están en interacción en un proceso, generando información. Cuando habla de mente

lo hace de manera amplia, entendiendo que el proceso evolutivo, la vida, el

pensamiento, son fenómenos que ocurren en sistemas mentales. La mente es, entonces,

todo sistema puesto en relación; por lo que un hombre, un parque, una comunidad, una

biosistema, son una mente, en la medida en que se pueden clasificar dentro de

“cualquier tipo de sistema interconectado que en cualquier modo se adapta al ambiente”

(Bertrando, comunicación personal, 15 noviembre, 2005). De este modo, mente

trasciende lo individual a través del flujo de interacciones que se proyectan a toda la

biósfera:

Considero que la delimitación de una mente individual depende siempre de

cuáles son los fenómenos que queramos comprender o explicar. Es obvio

que existen cantidades de vías de mensajes fuera de la piel, y éstas, junto

con los mensajes que transportan, deben ser incluidas como parte del

sistema mental, toda vez que sean pertinentes (Bateson, 1972, p. 489)

De este modo, la conceptualización que Bateson introduce de mente, supone una

cualidad de inmanencia a toda vía de información, por lo cual la mente individual,

tradicionalmente unida al cuerpo en la dualidad cartesiana, trasciende los límites

corporales. En este sentido, Bateson afirma que la mente de un ciego, mientras está

caminando, comprende tanto su cuerpo como el bastón, la calle por donde camina, etc.

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(Bateson, 1972). Entonces, la mente se convierte en una parte de una mente mayor, que

puede ser, en distintos sentidos, el sistema social, la ecología del mundo o el proceso de

evolución.

Para Bateson, la reflexión y el estudio sobre la epistemología es ineludible en la medida

en que todo proceso mental, en un ser vivo, está ‘encerrado’ en el mundo al que puede

acceder desde su propia epistemología. En consecuencia, Bateson afirma que este

‘encierro’ supone la codificación del mundo circundante y, por lo tanto, lo que se

informa de él, cuestionando así la posibilidad de un conocimiento objetivo: “los objetos

son creación mía, y mi experiencia de ellos es subjetiva, no objetiva” (Bateson, 1979,

p.42). Sin embargo, si bien existe la posibilidad de entender la distancia entre lo que es

representado y su representación, resulta imprescindible entender cómo esta distancia se

produce: “¿Qué decir si la ‘verdad’, en un sentido muy amplio y para nosotros muy

general, es información, no sobre lo que percibimos (las hojas verdes, las rocas, esa voz,

ese rostro), sino sobre el proceso de percepción?” (Bateson, 1991, p. 298). De esta

manera, en la relación con el mundo, existe una gama de premisas o presupuestos que

se aplican a cualquier elemento percibido.

Esta mirada pone bajo cuestionamiento la noción de ciencia, entendiendo que, para

Bateson, ésta opera con una serie de supuestos desde los cuales observa ‘la realidad’,

por lo que es posible clasificarla como un método de percepción, más que un método de

producción de conocimiento significativamente válido en comparación con otros:

La ciencia, como método de percepción –y no puede reclamar ser otra cosa-

está limitada, al igual que todos los demás métodos de percepción, por su

capacidad para recoger los signos exteriores y visibles de la verdad, sea lo

que fuere esto último. La ciencia indaga, no prueba (Bateson, 1979, p. 40).

Esta concepción implica que existen tantos mundos como observadores, en la medida en

que son éstos quienes trazan las distinciones y, más aún, tantos mundos posibles como

distinciones trazables por los diferentes observadores. Al trazar distinciones podemos

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observar las secuencias de hechos desde distintas perspectivas. Posteriormente,

Maturana (1988) hablará de multiverso como concepto más exacto desde una

epistemología de segundo orden, que corresponde a todas las ‘realidades’ o dominios

explicativos, que son legítimos y posibles.

En este sentido, la posibilidad de explicar un fenómeno –el gran aporte de la ciencia

moderna- queda en entredicho: “La explicación debe nacer siempre de la descripción,

pero la descripción de la que nace contendrá siempre, necesariamente, características

arbitrarias” (Bateson, 1979, p. 51).

Watzlawick (1967), siguiendo las ideas de Bateson, habla de puntuación, para referirse

al hecho de que es el observador quien establece las secuencias de hechos que observa.

Dicho observador traza ciertas distinciones, que pueden ser distintas a las que define

otro observador, por lo que cada secuencia de hechos puede ser puntuada de distinta

manera por los distintos partícipes de ella e incluso de varias formas por la misma

persona.

Respecto de la relación entre la epistemología y el observador, Bateson (1979) sostiene

que, como la epistemología es usualmente inconciente, el investigador puede caer en el

error de obviar el hecho de que en toda observación hay una serie de premisas que el

observador aplica sobre lo observado, estableciendo una distancia en lo captado y ‘la

realidad’.

De este modo, esta nueva epistemología marca una diferencia fundamental con la

epistemología lineal progresiva, entendida como atomista, reduccionista y

anticontextual, que opera con una lógica analítica definiendo causas y efectos. En la

epistemología batesoniana, lo fundamental reside en la cibernética, la recursividad y,

por lo tanto, se presenta como congruente con la interrelación, la complejidad y el

contexto, poniendo el acento en la ecología, la relación y los sistemas totales. Así,

Bateson define la epistemología como

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Una rama de la ciencia combinada con una rama de la filosofía. Como

ciencia, la epistemología es el estudio de cómo los organismos particulares

o agregados de organismos conocen, piensan y deciden. Como filosofía, la

epistemología es el estudio de los límites necesarios y otras características

de los procesos del conocer, pensar y decidir (Bateson, 1979, p.242).

Así, la propuesta de Bateson se convierte en una epistemología que niega el dualismo

cartesiano mente/cuerpo, buscando reintegrar al hombre al sistema total del que forma

parte, pensando no en individuos artificialmente ‘recortados’ de sus ambientes, si no en

individuos en contexto de relaciones, en los contextos de esos contextos y así

sucesivamente, estableciendo una mirada unificadora que permite entender que, para

Bateson, la epistemología es una metaciencia integral que, entre otros elementos,

considera el mundo de la evolución y el pensamiento, buscando siempre la conexión

entre un conocimiento particular y “un conocimiento integral más amplio que entrama a

toda la biosfera o creación”. (Bateson, 1979, p. 102). Esta mirada da la posibilidad para

que diferentes enunciados, provenientes de distintas fuentes, convivan de manera

coherente: es así como en el trabajo de Bateson se pueden recoger argumentos propios

de precisos instrumentos metodológicos, como la Teoría de los Tipos Lógicos de

Whitehead y Russell, y otros provenientes de William Blake, Lewis Carroll o William

Shakespeare, artistas evidentemente muy lejanos a la estrictez científica.

3.1.2.1. La pauta que conecta

Para Bateson (1979), una mente se define como un agregado de partes interactuando, lo

que supone un proceso, que se conceptualiza como proceso mental. A su vez, estas

partes en interacción se pueden entender también como procesos mentales, de acuerdo a

la puntuación que el observador haga, según cuál sea su sistema de referencia: “[el

proceso mental] es inmanente a la interacción de ‘partes’ diferenciadas. Las

‘totalidades’ son constituidas por esa interacción combinada” (Bateson, 1979, p. 106),

entendiendo que las ‘partes’ y las ‘totalidades’ son siempre definidas por un observador.

Por ejemplo, el mundo desde el punto de vista de un ser humano es un todo, mientras

que desde el punto de vista del sistema solar es una parte. Entender que todo proceso

mental se establece en una relación, es importante para la comprensión del concepto de

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pauta (pattern)1, que supone patrones de interacción entre estas ‘partes’: “[Un proceso

mental] es siempre una secuencia de interacciones entre partes. La explicación de los

fenómenos espirituales debe residir siempre en la organización e interacción de

múltiples partes” (Bateson, 1979, p. 106).

Cuando se considera la variable temporal, siempre presente en la interacción, se puede

distinguir que en un sistema de ‘partes’, los patrones de interacción son distintos. En

este punto emerge la pauta que conecta, que por lo tanto se debe considerar

“primordialmente como una danza de partes interactuantes y sólo secundariamente

fijada por diversas clases de límites físicos y por los límites que imponen de manera

característica los organismos” (Bateson, 1979, p. 23). Así, la pauta es la relación y todas

las pautas, y las relaciones entre las pautas –o sea, las metapautas- son la ecología de la

mente. En concordancia, Bateson se pregunta: “¿Qué pauta conecta al cangrejo con la

langosta y a la orquídea con el narciso, y los cuatro conmigo? ¿Y a mí contigo? ¿Y a

nosotros seis con la ameba, en una dirección, y con el esquizofrénico retardado, en la

otra?” (1979, p. 18). La noción de pauta se encuentra entonces en la base de la

concepción acerca de la Ecología de la mente antes referida: “La ecología es todas estas

pautas que conectan, el conjunto de todas estas pautas” (Bertrando, comunicación

personal, 15 noviembre, 2005).

Bateson sostuvo que son las descripciones múltiples las que permiten que construyamos

una concepción sistémica del vínculo, además de la interacción entre los sistemas

mentales, visión a la que llamó doble descripción. Esta idea se origina en el estudio de

la visión binocular, que implica la comparación de los datos recogidos por cada ojo, que

agrega la dimensión de la profundidad. Esta será el método utilizado para analizar los

fenómenos, entendiendo que para la obtención de conocimiento el utilizar la

combinación de diversas piezas de información proveerá un enfoque de enorme eficacia

para aprehender la pauta que conecta. Así, se entiende que “una relación es siempre un

producto de doble descripción.” (Bateson, 1979, p. 147).

1 “El término inglés pattern tiene diversos significados y puede ser entendido como ‘un modelo, guía o patrón utilizado para hacer algo’; es también “el ordenamiento o disposición formal de las partes o elementos” (…) En general pattern parecería corresponder al concepto de una configuración captada de acuerdo con algún modelo ideacional o ideal.” [N. del T. en Bateson, 1979, p.33]

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La visión del mundo de Bateson es entonces una visión unificadora, estética, ecológica,

en la que existe una suerte de ‘sabiduría’ inherente a la naturaleza. A esto refiere

Marcelo Pakman, cuando en el prólogo a la edición española de Una unidad sagrada

(1993) dice que:

En Bateson […] esa intuición estética se vuelve una indagación intelectual

(que para él no era muy distinto de una poética) como búsqueda incansable

del secreto de esa ‘pauta’ que une al mundo de lo viviente, incluyéndonos a

nosotros mismos, que tratamos de entenderlo, y entendernos (p.11).

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3.2. Contextualización: La muerte como tema de estudio

Tradicionalmente, el estudio de la muerte se ha centrado en elementos antropológicos

y/o sociológicos de costumbres, ideas, rituales, asociados a ésta. Uno de los primeros

antecedentes que existen al respecto data de finales del siglo XIX, cuando se publica

The dying of death2, provocador artículo de Joseph Jacobs (1899) en el que proclama la

desaparición de los pensamientos de muerte como una influencia directa en la vida

práctica, al afirmar que la muerte como motivo de vida estaba moribunda, en

contraposición a épocas precedentes en las que se vivía orientado hacia la muerte.

Posteriormente Geoffrey Gorer, a quien se le atribuye el inicio de la sociología de la

muerte como tal, plantea en La pornografía de la muerte (1955) sus ideas respecto del

rol que ésta ocupa en la sociedad. Para Gorer, la muerte se transformó en el tabú del

siglo XX, reemplazando al sexo en dicho rol. En épocas anteriores, a los niños se les

contaban historias respecto del origen de la vida: se les decía que nacían de una semilla

o que los había traído la cigüeña, sin embargo podían asistir al morir de sus cercanos.

Era muy poco común que alguien llegara a la edad adulta sin haber presenciado la

muerte de algún pariente. Desde mediados del siglo XX, a los niños se les comienza a

enseñar la fisiología del sexo y del nacimiento, pero se los aleja de la muerte, que por lo

general no asisten a los funerales y es probable que ni siquiera se les diga la verdad

sobre el fallecimiento de un familiar.

Por su parte, un trabajo importante desde la antropología es el realizado por Louis-

Vincent Thomas (1983), quien considera la amplificación de la muerte como un hecho

social por excelencia, ya que la muerte biológica como hecho natural se ve

constantemente desbordada por la muerte como hecho de cultura. En este sentido,

apunta que la muerte ocurre no sólo cuando el ser humano deja de existir, sino que se da

cada vez que una persona deja de pertenecer a un grupo dado, ya sea por muerte

biológica, degradación, destierro u olvido. Un ejemplo afín con esta idea de muerte

social lo entrega Barley (2000), quien indica que “en la Bretaña medieval, a quienes se

les diagnosticaba la lepra se les hacía pasar por una especie de servicio funerario

atenuado en el que ‘morían’, con lo que se convertían así, formalmente, en parias” (p.

218).

2 El morir de la muerte.

18

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Otro referente, desde una aproximación psicológica, lo da la doctora Elisabeth Kübler-

Ross, quien a partir de su trabajo con enfermos terminales se encontró con que el trato

que ellos recibían distaba mucho de lo que se consideraría aceptable; se les evitaba o se

les mentía acerca de su pronóstico, por lo que centró su labor en acompañarlos y

escucharlos. Comenzó impartiendo seminarios en los que participaban enfermos

terminales que contaban al público acerca de su situación y cómo la atravesaban. En su

primer libro, Sobre la muerte y los moribundos (1969) profundizó en las características

de los procesos psicológicos que ocurrirían en las personas que saben que van a morir,

distinguiendo distintas etapas en dichos procesos.

También desde la etología se ha estudiado la muerte, en los últimos años numerosas

investigaciones han tratado de buscar si existe una concepción de la muerte más allá de

la humana, realizando investigaciones en animales, específicamente cetáceos, primates

mayores tales como gorilas y chimpancés, y elefantes (véase por ejemplo Connor &

Smolker, 1990; Goodall, 1993, 2000; Warren & Williamson, 2004).

Entre los chimpancés se ha observado que muestran aflicción por la muerte de un ser

querido, la que manifiestan en la forma en la que se acercan al herido o moribundo, y la

preocupación y sensibilidad hacia las necesidades de los demás (Boesch & Boesch,

2000; Bering, 2001; Boesch, 2003). Entre los elefantes se ha encontrado que no van a

morir a ningún sitio en específico, sino que los animales enfermos van a lugares en los

que encuentran agua, comida y sombra, lo que ayudaría a explorar los hallazgos de

cementerios de elefantes (Moss, 1992). Sin embargo, sí son capaces de reconocer restos

de esqueleto de algún miembro muerto de su manada. Además parecen reaccionar

siempre ante el cuerpo de un elefante muerto: “Si un grupo se encuentra con un elefante

muerto hace unos días se quedan quietos y se aproximan nerviosos, huelen y tocan los

restos y patean en torno al cadáver excavando en la tierra y lanzándola al cuerpo”

(Maté, 2005, p. 128). La habilidad que permitiría a otros mamíferos experimentar

sentimientos relativos a la pérdida de un congénere sería la capacidad emocional, dentro

de la cual serían universales, al menos, el placer, el miedo y la tristeza. Frente a estas

evidencias se podría abrir la posibilidad de que estas especies puedan tener cierta

comprensión de la muerte.

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Para el estudio de los elementos sociológicos o antropológicos asociados a la muerte

muchos autores han utilizado la mirada historiográfica, que permite entender los

cambios que han tenido las actitudes, comportamientos o emociones respecto del

inevitable momento. Una de las síntesis fundamentales de estos estudios la provee el

historiador francés Philippe Ariès, quien ha entregado uno de los mayores aportes en el

estudio de la muerte en Occidente, en el amplio período comprendido entre la Edad

Media y la primera mitad del siglo XX (1975; 1977). Siguiendo la sistematización

propuesta por este autor, se presentará el siguiente desarrollo histórico del morir.

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3.3. Actitudes: Las muertes en Occidente

3.3.1. La muerte domesticada

He llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados

no tiene sentido; así fue siempre, así es para todos.

MARGUERITE YOURCENAR, Memorias de Adriano.

Durante la Edad Media, la relación que las personas tenían con la muerte se basaba en

un sentimiento de familiaridad, considerándola como una etapa más de la vida y que

debía sortearse de la mejor manera posible. Este concepto prescribía una ritualización

del morir que daba cuenta de esta relación, al mismo tiempo que permitía al moribundo

controlar lo que sucedía con su propia muerte: “Ni el médico, ni los compañeros, ni los

sacerdotes, estos últimos ignorados y ausentes, saben tan bien como él. Sólo el

moribundo mide el tiempo que le queda” (Ariès, 1977, p. 14).

Al acercarse el momento de la muerte, el moribundo, de acuerdo con las viejas

costumbres, se ocupaba de aquello que ‘debía’ hacer antes de morir: acostarse con la

cabeza hacia el Oriente a esperar su muerte. Mientras tanto, se lamentaba de una manera

sintética, triste y discreta por el hecho de abandonar la vida. Es posible encontrar

ejemplos de ello en los cantares de gesta donde usualmente el caballero, sabiendo que

su muerte se aproxima, se quita las armas y se acuesta cuidadosamente en el suelo. Si es

que este ritual de muerte es asistido por alguna persona, ella llora y suspira ante la

evocación triste del moribundo, expresión emotiva que es parte del ritual por lo que

queda circunscrita a este momento. Con posterioridad a la evocación, vendrá el acto de

perdonar y encomendar a Dios a los sobrevivientes, para luego pedirle perdón por las

culpas y rogar por la propia alma.

En otras ocasiones, en las que la espera se llevaba a cabo en el lecho, todo este ritual se

convertía en una ceremonia pública y organizada, donde el rol principal recaía en el

propio moribundo, a quien la cercanía de la muerte lo investía de cierto poder, lo que le

permitía dar órdenes y consejos tales como disponer de sus bienes materiales y elegir su

sepultura. En este ceremonial se encontraban además vecinos y niños, e incluso

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cualquier persona que pasase cerca, quienes se sumaban a un ritual que carecía de

dramatismo y emociones excesivas. Esta familiaridad con la muerte implicaba una

noción colectiva de destino, asociada a la ya mencionada idea de la muerte como una

etapa importante de la vida.

Este control y este ritual permitían al moribundo prepararse para el momento de la

muerte y disponer de las circunstancias que lo rodeaban en el mismo. Esta muerte

domesticada, propiedad del moribundo, podía acompañarse de visiones o sueños de

personas muertas que servían de signos de la inexorable vecindad del fin de la vida en la

tierra. En ese entonces se creía que los muertos, en forma de espectros, estaban siempre

cerca de los vivos, pero sólo quienes iban a morir se daban cuenta. Esto convertía a la

persona sometida a este tránsito en un observador de signos y de sí mismo (Guitton,

1941 citado en Ariès, 1977), ya que esta convicción íntima sobre la propia muerte se

daba mediante una suerte de propiocepción, que indicaba la agonía y el tiempo de vida

restante. De esta manera, se veían mezclados distintos signos, naturales o maravillosos,

que en el contexto de la familiaridad con la muerte no se veían separados en nivel

alguno. Con posterioridad, en el siglo XVII, los pensadores de la época establecerán la

distinción en la que se separan los ‘verdaderos signos de muerte’ de la mera superstición

popular. Sin embargo, Ariès consigna que la creencia de que la muerte ‘avisa’ se

mantuvo incluso hasta el siglo XX.

Esta muerte común, esta muerte normal, no genera grandes expresiones de temor o de

emoción descontrolada. El temor que se asociará posteriormente a la muerte, aparecía

cuando se pensaba respecto de una muerte repentina, imprevista, ya que quitaba la

posibilidad de arrepentirse, además de privar a la persona de su propia experiencia de la

muerte. Ésta era una muerte vil, atemorizante, extraña, de la que no se debía hablar: “Su

muerte súbita le marca con una maldición” (Ariès, 1977, p.18).

Otra muerte temible era la muerte sin testigos. Entendida como una muerte clandestina,

se oponía al normal proceso que suponía un ritual socializado en el que el muerto tenía

la posibilidad de despedirse de la vida y de las personas que lo acompañaban en este

paso. La muerte absurda del viajero solitario en el camino, del desconocido cuyo

cadáver simplemente aparece, se convertía también en una maldición, importando poco

la condición en vida del muerto: “La víctima no puede ser inocente, está necesariamente

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mancillada por la ‘villanía’ de su muerte” (Ariès, 1977, p.18). Sin embargo, la muerte

súbita en campo de batalla se entendía de manera contrapuesta: la muerte de un

caballero en combate era como la muerte de un santo.

De este modo, la mors repentina rompía el orden del mundo, instituyéndose como un

absurdo azar que hacía de ésta una muerte atemorizante, vergonzosa, condenable y

prohibida. Es fácil suponer que frente a un suceso entendido como tan familiar, tan

normal y aceptado como la muerte en esta época, un quiebre pueda ser asumido como

una violación a una norma implícita, una profanación. En este sentido, hay que destacar

que los posibles temores no estaban asociados a la muerte en sí misma, sino a las

situaciones que la rodean, a diferencia de los siglos venideros:

Cuando llamamos a esta muerte familiar la muerte domada, no entendemos

por ese término que fuera antaño salvaje y que luego haya sido domada.

Queremos decir por el contrario que hoy se ha vuelto salvaje mientras que

antes no lo era. La muerte más antigua estaba domada (Ariès, 1977, p.32).

3.3.2. Hacia una muerte prohibida

Al acercarse el fin de la Edad Media, la antigua noción de destino común comenzó a

cambiar. Respecto del morir, la idea de una ceremonia que de alguna forma involucraba

a la comunidad entera como parte del proceso se modificó en pos de la individualidad

del moribundo (Ariès, 1975). De este modo, si bien se mantuvo el valor en el hacerse

partícipe de la propia muerte, ésta era entendida como un momento en el que la

individualidad tomaba su forma final: las personas eran dueñas de su vida sólo en la

medida en que eran dueñas de su muerte. Aproximadamente en el siglo XII, las pinturas

de la época que recrean el momento de morir, dan cuenta de la relación entre la

individualidad y la muerte, en la que el hombre está puesto a prueba en el trance que

está sorteando. Esta suerte de ‘última tentación’ reemplaza al Juicio Final ya que el

modo de sobrellevarlo definirá el porvenir de su alma. Así, la imagen descrita toma dos

sentidos: por una parte mantiene la comunión de un rito colectivo, y por otra, expone

una inquietud personal e individual frente a lo venidero. Asimismo, la muerte se

convierte en el momento en el que el hombre toma conciencia de sí mismo. Para Ariés

(1975), ésta es la muerte propia.

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Posteriormente, durante los siglos XV y XVI, la muerte comienza a entenderse como

una transgresión, a la vez que en el arte y la literatura de la época ésta se representa

asociada al erotismo. Si bien antiguamente el morir se acompañaba de la solemnidad de

los grandes momentos de la vida, ahora la pasión invade a los asistentes, los que lloran,

se derrumban, gritan, todos poseídos por un dolor único en su especie. Este cambio se

convertirá, posteriormente, en la raíz del culto a los muertos, costumbre que se

mantendrá hasta el siglo XXI, en la medida en que el valor no se pone en la muerte

propia, sino en la muerte del otro y en el duelo como uno de los más importantes ritos

funerarios.

A contar del siglo XVII, el sentimiento familiar comienza a cobrar mayor relevancia,

aún cuando el moribundo seguía presidiendo el rito de su muerte. Sin embargo, al tener

más peso la familia, éste comienza a delegar en ella muchas de las responsabilidades

que antes le correspondían, que se relacionaban principalmente con lo que se debía

hacer con él y sus pertenencias después de fallecer. Se puede decir que lentamente fue la

familia la que se fue haciendo cargo del moribundo, a diferencia de los siglos

precedentes. A pesar de ello, el rol soberano del moribundo asociado al trance por el

que está pasando se mantuvo hasta el siglo XIX.

El hecho de que la familia estuviese cada vez más a cargo del moribundo, junto con el

cambio en la noción de muerte que la convierte en objeto de censura, en un sin sentido

del que hay que protegerse, sirven de antecedentes para entender que posteriormente, en

los siglos XIX y XX, la familia se haga cargo de esconderle al moribundo su condición,

evitando por todos los medios que éste se entere de lo que está pasando, en coalición

con los médicos, nuevos dueños de la muerte. De esta manera, comienza a ser

recurrente la presencia de una mentira basada en el amor, que es justificada por la

intención de seguir viviendo como si nada estuviese pasando.

Asimismo, en consonancia con los avances de la medicina, la muerte se traslada al

hospital, modificando también la situación en la que se da el morir, ya no rodeado de

familiares y amigos, sino en el entorno aséptico del recinto clínico: la muerte-

convertida en una cuestión técnica-, pierde su sentido, su fuerza y su dramatismo, al ser

fragmentada en una serie de etapas (como la pérdida de la conciencia, la pérdida de la

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capacidad respiratoria), que hacen difícil ver cuál es la verdadera muerte. Esta situación

va de la mano con la necesidad de prolongar el tiempo de vida en el momento de la

agonía.

Ésta es la muerte prohibida (Ariès, 1975), frente a la cual todos los involucrados hacen

su mejor esfuerzo por hacerla ‘aceptable’: la familia intenta por todos los medios evitar

que se note su paso -esfuerzo del que incluso puede hacer parte el mismo moribundo, si

tiene la posibilidad de darse cuenta de lo que sucede- por lo que se hace intolerable e

inclusive embarazoso alguna clase de expresión emocional del dolor intenso que supone

la presencia conmovedora de la muerte: “La muerte de antaño era una tragedia –a

menudo cómica- donde se jugaba al que va a morir. La muerte es hoy una comedia –

siempre dramática- donde se juega al que no sabe que se va a morir” (Ariès, 1975,

p.208). Esta evasión se basa en el establecimiento de un estilo de morir en el que figura

la discreción como una forma moderna de dignidad: el esconder la muerte y los

sentimientos asociados a ella en el seno de la familia es percibido como más digno que

hacerla pública. Así, comportamientos que antes estaban prescritos se convierten, en la

modernidad (establecida según Ariès en torno al siglo XX), en objetos de prohibición y

rechazo. La tesis de este autor concibe que la concepción de la muerte se ha ‘invertido’,

se ha desvirtuado de su sentido original, donde era parte de la cotidianidad del hombre.

Los comportamientos ritualizados (que serán revisados en el siguiente apartado),

pueden entenderse como representativos del lugar de la muerte en la vida de las

sociedades. Esta relación se evidencia en las distinciones trazadas respecto de las

actitudes frente a la muerte en la historia y los comportamientos ligados a éstas. Así, los

ritos no debieran ser minimizados al lugar de prácticas caprichosas o aisladas de

contextos, sino ser entendidos como ecos del ideario colectivo.

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3.4. Enfrentando la muerte de otro: Ritos funerarios

Existen y han existido una multiplicidad de ritos en las distintas culturas y épocas en la

historia de la humanidad tanto para enfrentar el tránsito de la vida hacia la muerte, como

para ayudar a los sobrevivientes a atravesar este momento, manteniendo de alguna

forma el vínculo entre quienes permanecen y quienes ya no están. Es así como de

acuerdo a la concepción de la muerte en cada tiempo y lugar, las personas han hecho

distintas cosas en concordancia con la actitud y sentimientos que ésta evoca en ellas.

Sólo a modo de ejemplo se puede considerar la diferencia entre los rituales del pueblo

warramunga en Australia, donde las muestras de dolor llegan al extremo de

autoinflingirse heridas de todos los cercanos al difunto (Spencer y Gillen, 1912), y el

tratamiento que se da a los muertos y sus deudos en la sociedad occidental.

Las funciones de estos ritos se relacionan con reforzar los vínculos sociales y resaltar la

pertenencia y dependencia del individuo frente al grupo. Por ejemplo, Durkheim

puntualiza que el dolor mostrado en esas ocasiones obliga a los integrantes del grupo a

compartir y mostrar emociones que quizá no sintiesen espontáneamente (Barley, 2000).

Es así como después de revisar la evolución de las actitudes hacia la muerte, es

necesario poner el foco en aquello que las personas han hecho cuando alguien fallece,

en los contextos que las distintas épocas proveen.

Si bien aquel comportamiento que exhibía el moribundo, cuando ya cierto sobre la hora

de su muerte se dedicaba a despedirse de la vida y los suyos encomendándose a Dios, es

entendido como un rito mortuorio, no será considerado en este apartado debido a la

evidente relación con la actitud frente a la muerte domesticada. De este modo,

consideraremos como rituales mortuorios a todos aquellos comportamientos que las

personas llevan a cabo con ocasión de la muerte, con posterioridad al momento del

fallecimiento, específicamente respecto de los velatorios y funerales, que son los únicos

que tienen antecedentes en aquella época –y antes- y hasta hoy subsisten (Ariès, 1975).

3.4.1. Velatorio y Funerales

Los rituales mortuorios característicos del mundo occidental actual tienen un importante

antecedente en la Edad Media. Cuando el moribundo exhalaba su último aliento,

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comenzaba un rito que consistía en cuatro momentos identificables (Ariés, 1975).

Primero el momento dramático del rito, en el que las personas expresaban todo su dolor

de manera violenta, inmediatamente después de la muerte, rasgando sus vestiduras,

arrancándose cabello, desmayándose y besando el cuerpo del fallecido, intercalando

entre tales expresiones palabras de elogio para el muerto y su obra en vida. En un

segundo momento, de carácter religioso, el fallecido recibe la absoute o absolución de

los muertos, que al finalizar da el paso al tercer momento, el cortejo fúnebre. Herencia

pagana, el cortejo consistía simplemente en trasladar el cuerpo desde el lecho de muerte

al lugar de entierro, cuando ya la expresión de emociones se había calmado. Finalmente,

en el cuarto momento, se llevaba a cabo la inhumación misma, brevemente y de manera

poco solemne, aunque en algunas ocasiones en este momento se da otra absoute. Este

ritual común a ricos y pobres, simple y poco cargado de emociones, da cuenta de la

actitud frente a la muerte domesticada ya descrita, mostrando el abandono y resignación

propios de esta mirada.

Con el paso del tiempo y los cambios venideros, estos rituales se vieron parcialmente

modificados, especialmente respecto de las expresiones de la emocionalidad. Cuando el

morir comienza a centrarse en la individualidad y en el trance particular que enfrenta el

fallecido, aquellos aspectos religiosos orientados a ‘ayudar’ al alma para que alcance la

salvación aumentaron. Así, por ejemplo, se puede consignar que el uso de las velas

(velorio), se asocia con la creencia de que el alma puede ser guiada en su camino,

mediante la luz que éstas proveen. Dicha creencia puede encontrarse con mayor fuerza

en culturas rurales, sin embargo es una costumbre común incluso a velorios de la

actualidad, en los que las velas se simbolizan a través de lámparas que imitan esa forma.

En el mismo sentido de ‘ayudar’ al alma, a partir del siglo XII, se comienzan a realizar

en el velorio una gran cantidad de misas. Cada vez que una vida llegaba a su término,

comenzaba una seguidilla de misas rezadas, ya fuera al principio de la agonía o

inmediatamente después del deceso y se sucedían durante días semanas, meses o incluso

un año (Ariés, 1977). En el siglo XIX, cuando la muerte se ha convertido en una

transgresión sin sentido, las expresiones de dolor frente a la muerte alcanzan ya no sólo

al momento mismo de la muerte, sino que también al resto del ritual que termina en la

inhumación. De este modo, las personas poseídas por un dolor inconmensurable, gritan,

lloran, gesticulan, conmovidos y afectados de manera sin igual por la sentida pérdida.

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Al revisar los distintos matices que los ritos tienen a lo largo de la historia, es posible

entender que si bien en términos generales siguen siendo los mismos y con igual sentido

de aquellos de los inicios de la Edad Media -un rito de despedida, recuerdo y

encomendación-, sus variaciones responden a los cambios en los conceptos y actitudes

respecto de la muerte. Si bien el sentido del rito se mantiene, los cambios se aprecian

más bien en las formas. El hecho de que aparezcan estas variaciones en los conceptos y

las actitudes frente a la muerte no cambiarán el sentido global del rito.

Es así como con la llegada del siglo XX y la prohibición de la muerte, el rito se ve

modificado justamente en aquello que indica el paso de ésta. Así, el velorio se convierte

en un momento íntimo, en el que el dolor por la pérdida se expresa de la manera más

atenuada posible. Ya no hay gritos, llantos ni desmayos, y aquellas maneras de antaño,

en las que la muerte invadía el espacio cotidiano, no van mucho más allá: la vida sigue

(Ariès, 1975).

Respecto de los cortejos, los cambios principalmente se asocian con la individualización

de la muerte. Así, el rito simple de la Edad Media que, como ya se mencionó, era

común a ricos y pobres, se diferenció en función del estatus social del muerto. Estas

diferencias, a partir del siglo XIII, se ritualizaron cuando, por ejemplo, se instauran las

plañideras –popularmente conocidas como lloronas- que debían acompañar el cortejo

fúnebre. Asimismo, la extensión del cortejo da cuenta de la importancia del muerto:

cuando una personalidad importante de una comunidad muere, quienes acompañan al

cuerpo se constituyen como un grupo que interrumpe el normal funcionamiento de la

ciudad, dando la despedida de rigor en conformidad con el valor de la pérdida en un

nivel social.

3.4.2. Duelo y luto

Etimológicamente la palabra duelo refiere a dollus, que significa dolor y a duellum, que

alude a enfrentarse en una batalla. Por otra parte, en la lengua inglesa, hay varias

acepciones para la palabra duelo: grief, que hace referencia al dolor sentido, mourning

que alude a los comportamientos relacionados con el duelo tales como el uso de ropas

de luto y la expresión de pena, y bereavement que se refiere al duelo como proceso

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personal. Resulta interesante observar que en la lengua castellana todos estos

significados son condensados en una única palabra, la que muchas veces es utilizada sin

precisar a qué duelo se refiere. Quizás, en un juego de palabras, podría entenderse que

necesariamente, subyacente a la noción de duelo se encuentra el enfrentamiento con el

dolor y la muerte.

Respecto de este enfrentamiento, Malinowski (1926) sugiere que en ciertos grupos

primitivos el duelo, entendido como comportamientos que se realizan a partir de la

muerte, era considerado como obligación, haciendo de la muestra de emoción pública

una parte de la vida ceremonial de la comunidad. Durante la Edad Media, las

demostraciones de dolor en el duelo sufrieron cambios importantes: hasta antes del siglo

XI, frente a la muerte de un cercano los deudos lloraban, se desvanecían, rasgaban

vestiduras, ayunaban. Así, las escenas de duelo buscaban expresar sentimientos

personales, con énfasis en la espontaneidad del comportamiento: “el duelo era salvaje o

debía parecerlo” (Ariés, 1977, p. 125). En cuanto se constataba la muerte estallaban

violentas escenas de desesperación.

Aproximadamente por siete siglos, hasta el siglo XIX, estas escenas fueron atenuadas,

lo que no le quitó al duelo su doble función: obligaba a los familiares del difunto a

manifestar de distintas maneras, durante un período definido, una pena que no

necesariamente experimentaban; al mismo tiempo que permitía, al realmente

conmovido por la pérdida, tener un espacio de tiempo seguro en el que sobrellevar su

dolor, definiendo a través de ciertas convenciones sociales aquello que podía hacer. Así,

se establecían períodos de luto completo y parcial, diferencia que tenía que ver con la

rigidez con la cual el luto debía cumplirse: “Se consideraba correcto un año de luto

completo para un cónyuge o un pariente muerto, nueve meses para los abuelos, seis para

hermanos y tres para tíos. Se llevaban anillos de luto y espadas ennegrecidas” (Barley,

2000, p. 179). Junto con la ritualización del duelo, se impone un período de reclusión

que incluso excluye a la familia de los funerales, donde se reemplaza por sacerdotes,

llorones, religiosos o personas a las que se les pagaba. La reclusión tenía por objeto

permitir a los sobrevivientes resguardaran su dolor, además de impedirles que olvidaran

muy pronto al muerto. Durante el siguiente siglo esta reclusión continuó siendo estricta,

sin embargo ya “no era tanto padecida como voluntaria, y no prohibía la participación

de los parientes y la familia en el gran drama de los funerales” (Ariès, 1975, p. 217).

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Hasta el siglo XVII estas formas de lamentaciones públicas solían ser la regla, y no

guardar luto en la manera debida podía traer el descrédito público de forma sutil o

declarada. Estos comportamientos podían ser “de gran valor para sobrevivir; no

lamentarse acarrearía con toda seguridad la acusación de ser responsable de la muerte

por hechicería (Barley, 2000, p.28).

Durante el siglo XIX volvieron las expresiones características de siglos anteriores, en

las que las personas, dominadas por un profundo dolor, hacían de la muerte una ocasión

para demostraciones excesivas y espontáneas, lo que supone una nueva dificultad frente

a la aceptación de la muerte, que ya no es sólo la muerte de otro, sino la muerte tuya, de

un otro significativo (Ariés, 1975).

De ahí en adelante, sin embargo, comenzará un proceso en el cual las expresiones

emotivas abiertas serán condenadas. A partir de entonces, la expresión de dolor sobre el

lecho de muerte no será admitida:

Ritualizado, socializado, el duelo no juega ya siempre, ni completamente

(...) el papel de liberación que había sido el suyo. Impersonal y frío, en lugar

de permitir al hombre expresar lo que siente ante la muerte, se lo impide y le

paraliza. El duelo juega el papel de una pantalla entre el hombre y la muerte

(Ariés, 1977, p. 272).

Durante el siglo XX, la necesidad del duelo fue reemplazada por su prohibición, la

misma que recayó sobre cualquier tema que indicase la presencia de la muerte: “lo que

ordenaba la conciencia individual o la voluntad general, en adelante está prohibido. Y lo

que estaba prohibido ahora se lo recomienda. No conviene ostentar la pena, y ni siquiera

hacer ver que se la experimenta” (Ariès, 1975, p. 219). Por su parte, Gorer plantea que

la persona en duelo

tiene más necesidad de la asistencia de la sociedad que en ningún otro

momento de su vida desde su infancia y su primera juventud, y sin embargo

es entonces cuando nuestra sociedad le retira su ayuda y le niega asistencia.

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El precio de este desfallecimiento en miseria, soledad, desesperación,

morbidez, es muy elevado (1963, citado en Cortazzo, 2004).

De este modo, resulta fundamental esconder el paso de la muerte, por lo que las

expresiones antes tradicionales de duelo se han suprimido: ya no se cambia la

vestimenta ni las actividades por el luto, evitando atentar contra la obligación moral de

contribuir con el gran valor colectivo de la felicidad. La obligación ahora es controlar

toda manifestación de dolor y abreviar lo más posible el período de luto.

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3.5. Disposición del cadáver

3.5.1. Orígenes

Probablemente los antecedentes más antiguos que se conocen respecto de la muerte en

las sociedades primitivas se relacionan con el acto de enterrar a los muertos. Existe

evidencia que muestra que desde la época del hombre de Neardenthal, hace 35.000

años, los homínidos enterraban a sus muertos. Asimismo, desde la época de los

Cromagnon, hace 28.000 años, se encuentran enterramientos regulares y elaborados que

podrían sugerir que los primeros humanos entendían la muerte como algo inevitable,

albergando creencias en la vida después de la muerte, ya que depositaban junto al

cadáver utensilios y ornamentos (Vernon, 1970).

Además del entierro, otra práctica para la disposición del cuerpo del fallecido es la de

cremar el cadáver, que también data de antiguos tiempos. Hay evidencias de que en las

sociedades neolíticas en Europa y Asia practicaban la cremación desde el 2500 A. C.

(Bidney, 1960 citado en Vernon, 1970). Posteriormente en Grecia, durante los períodos

homérico y clásico fue el principal método de disposición del cadáver. Entre los indios

norteamericanos se incineraba sólo a quienes habían sido víctimas de brujería, guerreros

muertos en batalla o personas con ciertas enfermedades. Entre los indios sudamericanos

no se practicó ampliamente la cremación, sino sólo en algunas partes al norte del

Amazonas (Vernon, 1970). En occidente no era una actividad generalizada y comenzó a

gozar de mayor aceptación sólo hacia fines del siglo XIX debido a razones estéticas, de

higiene y económicas (Ariès, 1975).

De este modo, en distintas épocas y culturas se han realizado distintos procedimientos

para la disposición de los restos del fallecido, por lo que en el estudio de la muerte

resulta necesario revisar los elementos asociados a aquello que se hace con los

cadáveres. Así, el cementerio se convierte, simbólicamente, en espejo de

representaciones, creencias y actitudes frente a la muerte y a los muertos.

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3.5.2. La ciudad de los muertos

Como fue expuesto anteriormente, durante milenios existió una actitud que indicaba una

relación de familiaridad con la muerte, de ingenua resignación al destino y a la

naturaleza, entendiendo a la muerte, o mejor dicho al morir, como una etapa más de la

vida que se debía superar de la mejor manera posible. Sin embargo, la relación con los

muertos era muy diferente. A partir de la idea de que el mundo de los vivos y el de los

muertos debían permanecer separados y de que se debía evitar que los muertos

volvieran a perturbar la existencia de los vivos, el objetivo de los ritos funerarios

radicaba en que los muertos se fueran y se mantuvieran alejados de este mundo. En

concordancia con ello, los cementerios estaban ubicados fuera de las ciudades, en las

rutas que conducían a éstas. Durante siglos, los distintos códigos prohibían el ingreso de

los muertos a las ciudades. Por ejemplo, la Ley de las Doce Tablas prescribía que

“ningún muerto sea inhumado ni incinerado en el interior de la ciudad” (Ariès, 1977, p.

33).

Posteriormente, a raíz de las muertes de misioneros en África, la doctrina católica

permite el ingreso de los muertos a las ciudades al promover el culto a los mártires.

Antes, los primeros cristianos se sumaron a la idea de distanciar los cementerios, pero al

santificar a los mártires el lugar donde eran enterrados se convirtió en una zona de

procesión, en tierra santa. Las primeras basílicas construidas en recuerdo de los

mártires, ubicadas en las zonas periféricas -los barrios populares-, se convirtieron en los

cementerios donde los cristianos deseaban ser enterrados. De este modo, si bien no hubo

un cambio en la relación con esta muerte domesticada, sí lo hubo en la relación con los

muertos, a quienes se les perdió el temor y la necesidad de poner distancia con ellos, por

lo que los vivos pudieron cohabitar con los ya fallecidos en el espacio delimitado por

los muros de la ciudad. Este cambio de actitud, primeramente propio de los cristianos,

puede relacionarse con la idea de la vida después de la muerte y la resurrección, lo que

se plasma en el culto a las tumbas de los mártires.

Con el paso del tiempo la idea de ser enterrado en lugares santos posibilitó que las

iglesias se convirtieran en cementerios, bajo el entendido, para los cristianos, que el ser

enterrado ad sanctos permitía y facilitaba el paso al paraíso, protegiendo las tumbas de

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la profanación gracias a la intercesión de los mártires. Ariés cita a Máximo de Turín, un

historiador de la época:

Nos cuidarán, a nosotros que vivimos con nuestros cuerpos, y nos tomarán a

su cargo, cuando los hayamos abandonado. Aquí nos impiden caer en el

pecado; allá nos protegen del horrible infierno. Por eso, nuestros

antepasados buscaron asociar nuestros cuerpos a las osamentas de los

mártires (Ariés, 1975, p. 30).

Así, cuando la palabra cementerio comenzó a designar el patio de la iglesia, los muertos

alcanzaron los cascos históricos, los lugares más importantes de la ciudad. Si bien el

cementerio estaba asociado principalmente al patio, hubo ocasiones en las que los

muros de la catedral servían de sepulcro para las personalidades locales importantes.

Históricamente existen antecedentes del ingreso de los cementerios a las ciudades en

torno al siglo V, en tanto que la relación iglesia-cementerio está asociada al siglo VII.

Existe una diferencia relevante que se genera a partir del ingreso de los cementerios a

las iglesias en las ciudades. En la Antigüedad, el valor del espacio funerario estaba en el

edificio mismo donde se enterraba a los muertos. Con el paso a las iglesias, el valor está

puesto en el espacio cerrado alrededor de las tumbas, que es el camposanto en sí mismo.

Esto tuvo una consecuencia importante para establecer una distinción con la actualidad:

hasta ese momento, dado que lo importante era ser enterrado en un lugar santo, no se

pensaba en términos de identificar el lugar donde había un muerto, ya que se desconocía

la idea de que éste debía quedar en una suerte de ‘casa propia’. Así, era a la iglesia a la

que se le entregaba el cuerpo –y el alma-; lo que ésta hiciera con él no era relevante,

siempre y cuando el cadáver quedara enterrado ad sanctos.

La misma cualidad de lugar santo le daba al cementerio otro uso: en la medida en que se

entiende que es un lugar para estar en paz con Dios, se convierte en un punto de

encuentro social, un lugar de asilo y paz para el alma. El posterior derecho de asilo

convirtió al cementerio ya no sólo en un lugar de reunión, sino que también de mercado

y de feria. De este modo, a pesar de que era recurrente que restos humanos se asomaran

a la superficie, no existía la actual sensibilidad que indica al cementerio como un lugar

de recogimiento, miradas al suelo y silencioso respeto.

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Si bien en principio el entierro en las iglesias derivó de la necesidad de dejar el cuerpo

cerca de los mártires, la posterior relación iglesia-cementerio modificó dicha necesidad,

por lo que se pasó de un entierro ad sanctos a un entierro ad eclessium, donde lo

importante era estar enterrado en una iglesia y no tanto cerca de un santo. En este

sentido, la actitud frente a la muerte y el morir se mantuvo, pero la motivación para

elegir el lugar de entierro cambió. Esta nueva actitud dio pie para que la elección de la

iglesia para el entierro tuviera que ver con que en ella estuviesen enterrados familiares o

amigos. Con el fin de la Edad Media, este cambio es el paso previo a la costumbre de

precisar donde se ha sido enterrado. Primero, a través de una suerte de testamento, se

dejaban instrucciones detalladas del lugar exacto donde se deseaba ser enterrado, en la

iglesia misma o en el cementerio. Luego, después del final del siglo XVIII, se

encuentran antecedentes de una costumbre ya generalizada en ese momento: la

inscripción del lugar donde ha sido enterrada una persona.

A modo de síntesis, antes del inicio de la Edad Media las tumbas, lejos de las ciudades,

se entendían como monumentos a los que habían muerto, que por ende se identificaban

en honor a aquellos. Con el inicio de la Edad Media, el hecho de ser enterrado ad

sanctos era más que suficiente, por lo que las tumbas pasaron al anonimato, anonimato

del que escaparon con el cambio en la noción del entierro ad eclessium, junto con la

necesidad de ser enterrado en el mismo lugar que los seres queridos. Sin embargo, hasta

ese momento, si bien la tumba era individualizada, no era para siempre. Se sabía que en

algún momento los huesos serían extraídos de la tumba, luego de la descomposición del

cuerpo.

Después del fin de la Edad Media, cuando ya aparecían las primeras tumbas familiares,

apareció una nueva forma de entender el entierro. De ahí en adelante, la necesidad de

estar a perpetuidad con la familia va a permitir que se levanten panteones donde por

siempre se van a enterrar a sus miembro, extendiendo el sentimiento familiar más allá

de la muerte. De este modo, los deudos adquieren un compromiso de unión con aquellos

parientes muertos. Esta nueva comprensión sirve de antecedente para un cambio

importante en el desarrollo de los cementerios. Dado que el sepulcro familiar tenía

importancia en tanto que permitía a la familia mantenerse unida más allá de la muerte,

el sitio y la santidad del mismo carecía de importancia; al mismo tiempo, el

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cuestionamiento a la iglesia católica por el hecho de prohibir enterrar en sus espacios

funerarios a quienes no profesaran esta fe, obligó a reformular la noción de cementerio

y el vínculo moral de éste con la iglesia. Así, la iglesia y el cementerio comenzaron a

separarse, en un proceso de laicización de este último que se mantiene hasta la

actualidad.

Al mismo tiempo, en torno al siglo XVII, aparecen una serie de cuestionamientos a las

prácticas funerarias que vienen desde la Edad Media, que son manifestaciones de una

nueva sensibilidad frente a los muertos, la que se manifiesta claramente en el temor a la

pestilencia de las tumbas abiertas. Este temor se generaliza a los muertos, expulsándolos

momentáneamente de las ciudades. La asociación entre los muertos y la pestilencia se

fundamenta en una curiosidad mórbida respecto de la química de los muertos, que las

investigaciones se encargaron de aclarar en cuanto a la imposibilidad de ‘contagio’ entre

muertos y vivos. De este modo, la vecindad de los muertos, entendida ya no como un

riesgo, se convierte en objeto de culto. De ahí en adelante, en pleno siglo XVIII, no se

concibe una ciudad sin su cementerio.

El cementerio del siglo XVIII, entonces, se convierte en un lugar de culto, donde los

vivos van a rendir honores a la memoria de los muertos. Éste es quizás el único culto

común a creyentes y escépticos, que toma la fuerza de un tipo de obligación moral

basada en el recuerdo de los seres queridos, los héroes patrióticos, las grandes

personalidades. Ir al cementerio se convierte, entonces, en parte de un ritual. Durante

los siglos venideros, con algunas variaciones, se mantiene la misma relación de los

vivos con el cementerio. Éste ya no es un lugar de ferias y celebraciones, ni un lugar al

que se deba temer. El cementerio es un lugar de recogimiento, que infunde respeto. La

idea de mantener en la memoria a los muertos obliga a mantener y, de alguna forma,

rendir culto, al preciso lugar donde está el cuerpo del fallecido, que se mantiene como la

casa propia del muerto tanto como sea posible.

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3.6. Contexto Actual

3.6.1. Modernidad o Posmodernidad

Para poder situar el contexto actual del fenómeno de la muerte, es necesario definir

algunas características de dicho contexto. En este sentido, cobra relevancia la discusión

abierta respecto de los conceptos de modernidad y posmodernidad. La idea de

posmodernidad aparece hacia finales del siglo XX como movimiento sociocultural,

filosófico y político que critica el modernismo y las ideas a la base de éste de progreso

lineal y verdades últimas, un profundo escepticismo sobre la validez universal de cada

componente narrativo singular o versión teórica de cada situación humana (Lyotard,

1979 citado en Bertrando & Toffanetti, 2000). Sin embargo, no existe consenso para

definir cuál es la relación entre estas dos ideas. Por ejemplo, autores como Mecacci

(1998) sostienen que lo moderno y lo posmoderno no son dos fases cronológicas sino

dos modos antitéticos de ver la realidad y el conocimiento. Así, resultaría antojadizo

sostener que la época actual es posmoderna. De cualquier modo, se considera la noción

de posmoderno desde Vattimo (1990) quien argumenta que es una herramienta

conceptual útil que se constituye como una nueva actitud y no una radical ruptura con la

modernidad y lo moderno. El pensamiento posmoderno es, por lo tanto, un pensamiento

que busca “distanciarse y se declara escéptico acerca de conceptos como verdad,

conocimiento, poder, yo y lenguaje” (Bertrando & Toffanetti, 2000, p. 293).

3.6.2. El lugar de la muerte

En el contexto del pensamiento posmoderno, el individualismo llega a su más lógica

conclusión afirmando la autoridad del individuo respecto de su muerte, no sólo en

cuanto a la religión sino también sobre la medicina: sólo las personas pueden determinar

cómo quieren morir, a diferencia de la muerte tradicional que estaba basada en la

comunidad y era discutida en el lenguaje de la religión (Walter, 1994). En este

entendimiento, la buena muerte era una oportunidad para decir adiós a la familia y

prepararse para unirse al creador, a diferencia del ideal moderno de muerte que indica

que ésta debe ser rápida, sin conciencia ni dolor. En la era moderna los ritos comunales

fueron reemplazados por la privacidad para el moribundo o el deudo, mientras que la

autoridad de la iglesia fue reemplazada por la del médico (Angiola, 2000; Piñeira, 1999;

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Vélez, 1996). La tasa de muerte más reducida (así como el promedio de vida más largo)

junto a la muerte circunscrita al espacio del hospital, la alejó de la cotidianeidad,

volviéndola más impersonal y relegando al duelo al espacio de la soledad.

En oposición, Walter (1994) sostiene que la muerte posmoderna es mejor si es ‘a la

propia manera’, pero hay una preferencia por un estilo particular: conciente, sin dolor,

terminando los asuntos personales psicológicos. Esta idea se complementa con la noción

de muerte apropiada, donde se considera que el cuerpo humano, al considerarse como

un objeto más de consumo, debe intentar ser reutilizado: “En gran medida la idea de la

buena muerte va desapareciendo al ser sustitutita por la de la muerte apropiada, basada

en la cantidad razonable de provecho que se le saque a un cuerpo cuidadosamente

mantenido” (Barley, 2000, p. 223).

3.6.3. El ‘Renacimiento’ de la muerte

...y en ese momento comprendí que no viviría eternamente. Se tarda mucho en aprender eso,

pero cuando finalmente lo aprendes, todo cambia.

PAUL AUSTER, El Palacio de la Luna

Distintas investigaciones dan sustento a la ampliamente aceptada idea de que la muerte

en nuestra sociedad es algo que se evita, de lo que no se habla ni se piensa. Entre las

razones que pueden contextualizar el lugar de ‘tabú’ de la muerte pueden encontrarse la

secularización, la medicalización, el nacimiento de la burocracia y del individualismo,

junto con un decaimiento de las redes sociales estables. Sin embargo, en las últimas dos

décadas esta tesis ha sido puesta en duda, a través de otras investigaciones que sostienen

que la muerte está teniendo una suerte de renacimiento o revival (Walter, 1991, 1994,

1996; Seale, 1998; Simpson, 1987).

Walter (1994) plantea que ni la religión tradicional ni los procedimientos médicos

modernos han logrado dar sentido cabal a la experiencia personal de quienes están

muriendo o atravesando un duelo. A propósito de ello ha habido un renacimiento

masivo del interés en desarrollar nuevas formas de hablar de la muerte. Este

renacimiento reinstaura algunas prácticas tradicionales –tales como el morir

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acompañado por la familia- y desafía la experticia médica, buscando la autoridad en el

individuo más que en instituciones externas. La nueva muerte es personal, facilitada por

cuidados paliativos, con funerales centrados en la vida y consejería para el luto.

También ha cambiado quien se hace cargo del funeral: si tradicionalmente era la

comunidad, desde el posmodernismo es el consumidor quien toma el control:

En un mundo en el que la muerte ha sido primero teocratizada y después

medicalizada, quizá ahora vaya a privatizarse [...] La gente no está contenta

con los rituales fúnebres vigentes y busca una forma de muerte que encaje

con su experiencia emocional de la vida (Barley, 2000, p. 228).

La consejería para el luto (bereavement counselling) es una práctica que se ha extendido

en Europa y Estados Unidos, y que puede ser tomada como un ejemplo de este revival.

Se supone que así los individuos pueden enfrentarse con la pérdida y la muerte,

profesionalizando tareas que antes se encontraban en el grupo social. Sin embargo, este

tipo de instancias también puede ser entendido como una forma social de dominación en

la que se exhorta a los sujetos a relacionarse con ellos mismos y con otros como una

clase particular de sujeto, en la paradojal obligación de ser libres (Árnason &

Hafsteisson, 2003), lo que por ejemplo supone el tener que encontrar una manera propia

de vivir el duelo y el luto que se aleje de la tradición.

De esta manera, el lugar del ritual en las sociedades modernas se haya en crisis ya que

se encuentra arraigado en la comunidad y en la aprobación social, y no en la emoción

individualmente expresada, en símbolos más que en recuerdos, principalmente en

acciones y no tanto en palabras (Walter, 1991). El renacimiento de la muerte en las

sociedades posmodernas trae consigo que los rituales comiencen a tomar formas cada

vez menos estandarizadas y más particulares, alejándose de su función social: “el

número de quienes asisten al funeral de cualquier persona es cada vez más pequeño,

puesto que refleja los lazos afectivos antes que los roles sociales” (Barley, 2000, p.

208).

Es así que se cuestiona el lugar que tienen los ritos en la sociedad y las funciones que

cumplen o debieran cumplir ciertas estructuras:

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Mientras otros muchos pueblos consideran que los ritos son necesarios para

el paso de los muertos a otro estado, los investigadores occidentales han

insistido en su necesidad para el proceso de luto, mediante el cual se

proporcionan a los vivos una serie de etapas que conducen de nuevo a la

vida plena. Esto permite a los psicólogos justificar el horror de los funerales

dentro de un marco más general, puesto que el modelo occidental común de

la adicción y los trastornos mentales exige que el enfermo ‘toque fondo’

antes de poder levantarse de nuevo y curarse de verdad (Barley, 2000, p.

129).

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3.7. Miradas sobre la muerte

3.7.1. Muerte y Religión

La religión, como elemento fundamental de la cultura (Barguetto, 2006), es básica para

la significación de aquellos fenómenos de la existencia humana que están más allá del

entendimiento o la experiencia. En este sentido, Durkheim (1912), concibe la religión

como un sistema de prácticas y creencias relativas a las cosas sagradas, que se

encuentran separadas de la experiencia común. Así, el elemento religioso se constituye

como aquel que responde a las preguntas existenciales, sean éstas respecto de la

libertad, el amor o la muerte (Bell, 1977, citado en Sánchez, 1998).

Sin embargo, la religión no se constituye sólo como un sistema articulado de creencias,

sino que también prescribe una serie de comportamientos a sus adherentes, que en el

caso de la muerte se pueden caracterizar como ritualísticos. En términos generales,

puede decirse que la religión no es unívoca y por ende las distintas formas en la que ésta

se relaciona con la muerte varían de acuerdo a diferentes factores. Siendo así, resulta

necesario considerar las concepciones de antiguas civilizaciones, en las que el morir y la

muerte eran generalmente entendidos desde las religiones, las que, explícitamente, se

referían a lo que sucedía al morir, lo que venía después de la muerte y lo que debían

hacer los deudos:

La religión es una fuente de innegable influencia en las creencias o

conceptos que pueden tener las personas, en especial respecto de la muerte

ya que es un tema que se tiene muy en cuenta en las distintas religiones en

tanto atañería a la vida espiritual de las personas, y que a partir de las

representaciones que se tengan de ésta, la determinada religión marcará las

pautas de vida de sus feligreses (Pinto & Veizaga, 2005).

Así, distintas tradiciones enfrentan de manera diferente la muerte, por ejemplo los

judíos no debieran dejar el cuerpo solo, rezan por el difunto, lavan el cadáver, ocultan

los espejos, no utilizan zapatos de cuero, se dejan crecer la barba; los mapuches realizan

una celebración que incluye un asado en un velorio que dura cuatro días, consagrando

cada día a un elemento de la tierra; los evangélicos pentecostales se alegran por la

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partida al encuentro del Señor, alegría que se manifiesta a través de cánticos con

mensajes de triunfo de la vida sobre la muerte; los musulmanes preparan el cuerpo

lavándolo con agua, para luego enterrarlo el mismo día de su muerte y antes de la puesta

del sol; los hindúes creman el cuerpo y la viuda, en un último acto de fidelidad, se arroja

al fuego a la espera de su muerte; los zoroastristas transportan el cuerpo al lugar de

entierro el mismo día de su muerte, para que salga de su casa lo más pronto posible

(Prado, 2005).

Si bien en occidente la religión más importante es la católica, apostólica y romana,

Sánchez (1998) habla de la multiplicidad de rostros que puede adoptar la religión, en su

constante transformación contextualizada a la sociedad. Hasta antes de la llegada del

siglo XX, esta religión ejercía una hegemonía basada en el poder que tenía sobre el

Estado. Sin embargo, con la llegada de la modernidad y la consiguiente secularización

del Estado, ésta perdió su poder limitándose sólo a responder aquellas preguntas que

van de la mano con la existencia humana, como son todas aquellas respecto de la

muerte. En este sentido, no se puede obviar el hecho de que en un país latinoamericano

como Chile, el elemento religioso oficial, de origen europeo, se encuentra con aquellos

propios de las comunidades originarias, creando una religiosidad sincrética que en los

mencionados ritos da cuenta de símbolos y comportamientos que no son propiamente de

una cultura ni de la otra, como es el caso, a modo de ejemplo, de Chiloé (León, 1999).

3.7.1.1. La muerte en el catolicismo

Dado que en Chile la religión oficial es la católica, apostólica y romana, y que de

acuerdo con el Censo de 2002, los habitantes mayores de 15 años que se declararon

adherentes a ella corresponden al 70% de la población total, resulta importante entender

cómo esta tradición entiende y trata la muerte.

El mundo cristiano se constituye en la creencia de la vida después de la muerte, con el

entendido de un alma inmortal que tras el término de la vida terrena es sometido a un

juicio individual para acceder a la salvación o castigo eternos. De este modo, la muerte

se entiende como un paso necesario para acercarse a Dios. El juicio, por su parte, tiene

dos momentos: un juicio particular, que se produce en el momento de morir y un juicio

universal, en el que resucitarán todos los muertos para ser juzgados por Cristo, quien

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dictaminará la sentencia eterna para todos, quienes en ese momento han de resucitar

(Barguetto, 2006).

Los ritos prescritos por esta tradición son las misas en las que se recuerda al difunto, se

ruega por el descanso de su alma, porque encuentre el camino hacia Dios y porque su

familia encuentre consuelo. Barguetto distingue cuatro momentos en estas exequias

(2006, pp. 30-31):

a) La acogida de la comunidad: los familiares son acogidos por la

comunidad para ser consolados.

b) La liturgia de la palabra: el Catecismo recomienda que se debe

privilegiar el misterio de la muerte cristiana a la luz de Cristo resucitado

por sobre la alabanza fúnebre.

c) El sacrificio eucarístico: esta acción permite que se produzca la

comunión eficaz entre los vivos y el difunto. Se pide para que el difunto

sea purificado y admitido en la plenitud pascual.

d) El adiós: consiste en la recomendación que se hace a Dios por el difunto.

Es el último saludo antes de llevarlo al sepulcro.

3.7.2. Filosofía de la Muerte

La muerte ha constituido uno de los temas filosóficos por excelencia. Cicerón, por

ejemplo, consideraba toda la filosofía como un comentario mortis. Esto, aun cuando

existen filósofos que, como Spinoza, consideran que éste no es un problema filosófico y

que esta reflexión es incluso malsana y un poco perversa, ya que la sabiduría no es la

meditación de la muerte sino la meditación de la vida (citado en Jankélévitch, 1967).

También Epicuro afirmaba que se debe ignorar la muerte ya que mientras uno existe, la

muerte no existe y cuando la muerte existe uno ya no existe. Siguiendo esta postura, se

puede plantear la dificultad e imposibilidad de pensar continua y seriamente en la

muerte: “Un ser que en cada momento de su existencia tuviese ante los ojos la evidencia

íntimamente vívida de su muerte, viviría y obraría de manera completamente distinta al

hombre normal.” (Scheler, 1934, p. 49). Se toma entonces a la muerte como parte

esencial del proceso de vivir, pero al mismo tiempo como opuesta a él en tanto, aun

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cuando es una preocupación básica, es difícil encontrarla de manera constante en la

conciencia cotidiana. En la misma línea, el francés Vladimir Jankélévitch afirma que en

relación a la muerte, lo mejor que se puede hacer es “no pensar en ella, ante todo porque

no hay nada que pensar de ella, nada que decir, ella desafía el discurso, desafía el

pensamiento” (1970, p. 103).

Por otra parte, Martin Heidegger, probablemente el filósofo más importante del siglo

XX, articula su pregunta por el Ser en torno a la relación entre el ser y la muerte,

apuntando al morir como lo que define al Ser (Dasein):

El finar mentado con la muerte no significa un haber llegado al fin el ser ahí,

sino un ser relativamente al fin de este ente. La muerte es un modo de ser

que el ser ahí toma sobre sí tan pronto como es. (1927, p.268).

Heidegger además se pregunta por la relación de ésta con el lenguaje, definiendo a los

mortales como los que pueden experimentar la muerte como muerte, es decir tener

conciencia de ésta. Los animales no pueden hacerlo ni pueden hablar. Esto daría luces

de la existencia de una relación esencial entre la muerte y el lenguaje que permanece

impensada (Heidegger, 1979). Sin embargo la relación del lenguaje con la vida es

inevitable, por lo que la muerte podría ser entonces la ausencia de lenguaje, no pudiendo

imaginarse muerte y lenguaje al mismo tiempo.

La muerte se constituiría, entonces, como la posibilidad más inminente e insuperable del

Dasein, por lo que la muerte se transformaría en el acontecimiento fundamental de la

vida, definiéndose el ser humano por su mortalidad intrínseca, seres vueltos hacia la

muerte, de cara a la muerte, afectando la manera de actuar y de estar en el mundo del ser

humano.

Para Heidegger la muerte no se remite al instante de la defunción, sino que constituye

un acontecer que se encuentra siempre dentro de la vida misma: La muerte es una

posibilidad actual para el ser, no está fuera, significa ser mortal. Sin embargo en lo

cotidiano este estar vuelto hacia la muerte se expresa como una fuga ante la muerte,

como una ‘indiferente tranquilidad’. Por lo que la propuesta de Heidegger será una

exhortación a asumir la existencia, a considerar la muerte como algo que lleva dentro el

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ser humano, inminente y seguro. Esto no significa pensar continuamente en la muerte

sino que llevar la existencia “como la llevaría un mortal, es decir, asumiendo las

ocupaciones del día a día como posibilidades” (Ramírez, 1998, p. 85).

Desde una postura cercana, el catalán Josep Ferrater Mora considera también la muerte

como un núcleo central en la existencia humana, señalando que “la muerte configura

nuestro existir no porque sea lo único que importa, si no porque nada importa gran cosa

sin ella” (1962, p. 88). Es esta posición en la temporalidad un punto que es resaltado

frecuentemente ya que, al encontrarse lo humano con el límite impuesto por la muerte,

la vida se hace más apasionante:

El hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, es la presencia latente

de esa muerte la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor,

su ardor, su tono. Se puede decir entonces que lo que no muere no vive

(Jankélévitch, 1967, p. 18).

No es la muerte entonces, sino la conciencia de ésta lo que le da al animal humano la

característica de asombrarse de su propia existencia y de su finitud.

El pensamiento heideggeriano será retomado por la escuela existencialista desde otro

prisma, considerando la muerte como la anulación de las posibilidades, mediante la cual

se hace patente el sinsentido de la existencia. También desde el existencialismo francés,

Simone de Beauvoir reflexiona en torno al valor cotidiano que posee el ocurrir de la

muerte:

No existe algo que pueda llamarse muerte natural. Nada de lo que pueda

ocurrirle a un hombre será nunca natural, ya que su presencia pone el

mundo en tela de juicio. Todos los hombres han de morir, pero para cada

uno de ellos su muerte es un accidente y, por más que lo sepa y lo consienta,

es una violación injustificable (1989, p. 106).

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3.7.3. Psicología y Muerte

La psicología se ha encontrado con la temática de la muerte en tanto ésta forma parte de

las preocupaciones del ser humano. Esta preocupación, que se afirma en la conciencia

de muerte, incluso puede entenderse como aquello que define lo humano como tal. Sin

embargo, dada la imposibilidad de acceder a la muerte como fenómeno en sí, se puede

señalar, siguiendo a Flugel, que nada se ha dicho ni se puede decir sobre la psicología

de la muerte (citado en Morin, 1951) ya que no hay acceso al estudio de esa experiencia

de manera directa. Dado lo anterior, las aproximaciones a esta temática desde la

psicología han sido desde un lente más pragmático que teórico y se han relacionado con

el morir (como en el abordaje a pacientes que tienen diagnósticos terminales) y con los

que experiencian la muerte de otro (como en los estudios acerca del duelo y de las

actitudes hacia la muerte). De todas formas se pueden encontrar acercamientos de

algunos autores, como Freud, Jung y Fromm, que desde la psicología se aventuraron a

teorizar sobre la muerte.

Sigmund Freud, fundador del psicoanálisis, uno de los primeros y más importantes

teóricos dentro de la psicología, otorgó un lugar central dentro de su obra a temas

atingentes a la muerte, por ejemplo en su clásica conceptualización del duelo (1915b)

escrita poco después de comenzada la Primera Guerra Mundial, donde lo define como

“la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus

veces, como la patria, la libertad, un ideal, etcétera” (p. 241). Señala que el duelo es un

proceso que posee una secuencia de tiempos lógicos y que sería inoportuno y dañino

perturbarlo. Existiría un primer momento, en el que la pérdida se hace insoportable por

lo que se reniega que haya ocurrido. El segundo momento del duelo sería la parte más

dolorosa, es el tiempo en el que el dolor se manifiesta en su peor vertiente, donde la

certidumbre de que lo perdido no volverá lleva al dolor más extremo.

A partir de la segunda tópica conceptualiza la existencia de una pulsión de muerte

(Tánatos) que existiría en todos los seres humanos como opuesto a la pulsión de vida o

líbido (Eros). Esta pulsión de muerte llegan a constituir un concepto fundamental dentro

de su concepción del funcionamiento psíquico, considerándolo como base de éste,

siendo el fin de la vida el retorno al punto de partida, una tendencia que empuja al

organismo a volver a su origen, a su estado primero de no vida, es decir, a la muerte:

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Si nos es lícito admitir como experiencia sin excepciones que todo lo vivo

muere, regresa a lo inorgánico, por razones internas, no podemos decir

otra cosa que esto: La meta de toda vida es la muerte y;

retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo (Freud,

1920, p. 38).

Por otra parte, el mismo Freud (1915a) en sus reflexiones en torno a la guerra y la

muerte se preguntaba si un individuo es capaz de conceptuar su propia muerte. Sostuvo

que sería posible para el individuo concebir la muerte de otros, pero no la propia.

Apuntaba que los seres humanos siempre sobreviven como espectadores en cualquier

intento de esta naturaleza, o sea, no se podría aislar el hecho de que es un ser viviente

quien está intentado pensar en su muerte. Afirma que “en el fondo, nadie cree en su

propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros

está convencido de su inmortalidad” (p. 290) adjudicando una vez más, como en toda su

metapsicología, al inconciente la última palabra en la vida de los seres humanos. Tal vez

Freud estaba aludiendo a la característica intrínseca de atemporalidad del inconciente, lo

que le daría calidad de eterno.

Desde un prisma más filosófico se ha conceptualizado la muerte por distintos autores,

existiendo frente al mismo fenómeno visiones más holísticas y otras más dualistas. Una

muestra de ello son las propuestas de autores como Carl Jung y Erich Fromm, ambos

situados dentro de la corriente psicoanalítica, aunque desde distintos lugares. Jung, por

ejemplo, considera a la muerte como el sentido de la vida, ya que es el objetivo de ésta,

donde termina: “Como la trayectoria del proyectil termina en el objetivo, así también la

vida termina en la muerte (…). Incluso el ascenso y el punto culminante de ésta son sólo

etapas encaminadas a alcanzar un fin, a saber, la muerte” (Jung, 1934, p. 407). En su

conceptualización de la muerte, Jung intenta colocar vida y muerte como partes de un

mismo proceso, como inextricablemente unidas más allá de las atribuciones culturales

que las consideran antagónicas, puntualizando que:

A partir de la mitad de la vida sólo permanece vivo aquel que quiere

morir con la vida. Pues lo que sucede en la hora secreta de la mitad de la

vida es la inversión de la parábola: el nacimiento de la muerte. La vida

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de esta segunda mitad no significa ascenso, despliegue, multiplicación ni

exaltación de la vida, sino muerte, pues su objetivo es el final. No querer

la altura que se ha alcanzado en la vida es lo mismo que no querer el

final. Ambas cosas significan lo mismo: no querer vivir. No querer vivir

significa lo mismo que no querer morir. Nacer y morir forman la misma

curva (Jung, 1934, p. 406).

Erich Fromm, quien en su pensamiento unió las visiones freudianas y marxistas, difiere

del planteamiento de Jung, entendiendo la muerte como parte de una dicotomía, que

constituiría la dicotomía existencial más fundamental del ser humano: aquella entre la

vida y la muerte. Para él, a pesar de que el hombre esté consciente de que va a morir y

esta conciencia influencie su vida profundamente, o precisamente debido a ello, “la

muerte permanece como lo opuesto de la vida y es ajena e incompatible con la

experiencia de vivir” (Fromm, 1947, p.42). La metáfora que ocupa para ejemplificar

esto es la de una lucha, en la que al final la muerte, en lo que concierne a cada vida,

siempre gana. Apunta que el ser humano ha tratado de negar esta dicotomía por medio

de ideologías tales como el concepto cristiano de inmortalidad que al postular un alma

inmortal niega el hecho trágico de que la vida humana termina con la muerte.

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3.8. Algunas prácticas frente a la muerte en el contexto local

3.8.1. Los ritos fúnebres

El acontecer de la muerte se constituye como un fenómeno que alcanza distintas

dimensiones de la vida de la comunidad. En este sentido, León (1999), define la muerte

como un hecho religioso, social y económico. Hecho religioso porque en torno a ésta se

despliegan una serie de conductas y explicaciones propiamente religiosas. Sin embargo,

frente a la muerte de alguien, aquello prescrito por la religión oficial no es lo único que

define el quehacer: “todo rito mortuorio es una síntesis de contenidos culturales

heterogéneos, que pueden provenir de las autoridades oficiales de una Iglesia (en este

caso la Iglesia Católica), o ser la expresión de costumbres religiosas propias de una

comunidad” (León, 1999, p. 37). Hecho social porque la muerte de un miembro de la

comunidad se convierte en un espacio de encuentro e intercambio sociales, en torno a

los distintos ritos que la ocasión supone. Hecho económico por las diferencias que esta

dimensión impone sobre los rituales que se llevan a cabo, reproduciendo, incluso en la

muerte, aquellas diferencias que existen en toda sociedad.

3.8.1.1. Velorio

La idea de un ritual de ‘último adiós’ ha formado parte de aquello que en Chile se hace

cuando alguien muere. Si bien el velorio se entiende como el momento en el que el

difunto es despedido por los vivos en el que subyacen el dolor y el pesar de la pérdida,

el origen del velorio o velatorio estaría centrado en la propia persona y se remonta a

la necesidad de trazar una divisoria clara entre el sueño y la muerte [que] se

señala a través de “velatorios” en los que los vivos permanecen despiertos

junto a los muertos y donde el castigo por quedarse dormido puede ser la

muerte (Barley, 2000, p.220).

Alrededor del siglo XIX, el velorio implicaba la modificación del espacio y del tiempo.

Sea cual fuere el lugar del rito (en las mismas casas de los fallecidos, en el caso de

localidades rurales o en sectores populares; o en las iglesias, cuando se trataba de clases

acomodadas), la ocasión suponía una mutación física que implicaba no sólo el luto en

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las vestimentas de los deudos, sino que también en el decorado del lugar del velorio

(León, 1997). Así, por ejemplo, el color negro invadía los cortinajes, las ventanas, todo

con la intención de cubrir cualquier espacio decorativo, ambientando así el lugar en

función del pesar y del dolor ocasionado por el fallecimiento, lo que creaba el ambiente

propicio para el ineludible acto de despedida final. En cuanto a la temporalidad, el

velorio induce la interrupción de las actividades cotidianas, razón por la cual el cocinar,

por ejemplo, se deja de lado. Así, la alimentación de los familiares y de quienes

participen del velorio queda a merced de los aportes –donaciones- de la comunidad.

Lo primero que se hacía era la divulgación del fallecimiento. En el siglo XIX bastaba

con la transmisión de la noticia a viva voz o a través del tañer de las campanas de la

iglesia. Cuando las ciudades crecieron y se industrializaron, ya en el siglo XX, esta

divulgación se realizaba a través de la prensa escrita, antecedente de los actuales

obituarios de los periódicos. Con independencia del modo a través del cual se da la

divulgación, a través de ésta se hace una doble invitación a la comunidad: por una parte,

el ya mencionado acto de despedida al difunto; por otra, dar las condolencias a los

familiares, ‘acompañándolos’ en su dolor (con-dolencia). En este ambiente de encuentro

social, las principales temáticas de la conversación giran en torno al difunto y sus

virtudes. Sin embargo, además de espacio social, la reunión tenía un objetivo

importante: ayudar al alma del difunto a la esperada vida eterna. Este objetivo se

alcanzaba a través de los rezos y la luz de las velas. Estas velas encendidas, se decía,

facilitaban que el difunto encontrase el camino a la salvación, de ahí la denominación de

velorio. De este modo, todos los cercanos al moribundo se unían en torno al rito,

dejando a la familia un rol preponderante no sólo en la organización del velorio y de

conseguir el realce de la ceremonia, sino que también dejando a su cargo el destino del

alma del difunto, de lo que se desprende que un velorio bien hecho ayuda a ésta a

conseguir el acercamiento a la divinidad (León, 1997).

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3.8.1.2. Velorio de angelitos

Cuando se muere la carne el alma busca en la altura,la explicación de su vida cortada con tal premura

la explicación de su muerte prisionera en una tumba,cuando se muere la carne el alma se queda a oscuras.

VIOLETA PARRA, El rin del angelito

Cuando un niño menor muere, o cuando un niño nace fallecido, se realiza lo que se

denomina un velorio de angelitos, ceremonias de origen rural que se trasladaron a

Santiago con los desplazamientos de la población hacia la capital y que se hicieron parte

de los ritos propios de los sectores populares de la población santiaguina. Sin embargo,

ya que existen antecedentes que describen dichos velorios en distintas culturas (Badilla

& Pérez, 2002; Colin, 2001; Dannemann, 1973; Coluccio, 1954), es posible entender

que éstos tengan vínculos con los pueblos originarios de cada país, evidentemente

mezcladas con la simbología y las creencias traídas al continente americano por los

conquistadores. En el caso de este ritual existen antecedentes que indican su presencia

en la cultura española, específicamente en Valencia, Alicante y Murcia (Orellana,

1992).

En el velorio del angelito el cuerpo del niño, ornamentado con un par de alas a modo de

ángel y vestido con una túnica blanca, era sentado en una silla o simplemente recostado

sobre una mesa revestida con un mantel blanco también, en torno a la cual se

desarrollaba una fiesta en la que el alcohol y los cantos populares creaban el ambiente

propicio para el desarrollo del rito. De hecho esta festividad está ampliamente

documentada en el folclor nacional en una serie de canciones tradicionales para la

ocasión que se le cantan al angelito y otras en las que se dicen las palabras que él mismo

se despide de su familia, tranquilizándola: “Maire yo le digo adiós y usted por mí no

haga duelo, espero en Dios que en el Cielo nos hamos de ver los dos, en el tránsito

veloz ya se cumplió mi destino, purificando al divino a la gloria entraré y antes de

partir diré adiós, adiós mundo indino” (del folclor chileno, ceremonia del velorio del

angelito).

El angelito, de acuerdo con la creencia popular, debido a su corta edad y su pureza,

podía ir directamente al Cielo, por lo que era importante el modo en el cual era

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despedido. Así, se constituía un ambiente festivo, que se entrecruzaba con el pesar de

los padres, y que ayudaría en el viaje del angelito:

La fiesta del velorio de angelitos, que ciertamente es alegre, pues se juega y

se canta toda la noche, es una fiesta ritual, que tiene por propósito hacer más

soportable esa terrible noche para los padres. Los asistentes se divierten.

Pero los padres sólo se distraen de su pena (Colin, 2001, p.2).

De este modo, en este rito se enmarca el encuentro entre el nacimiento y la muerte;

entre lo escatológico y la fiesta.

Durante el siglo XIX, la duración de los velorios fue reglamentada: no debía comenzar

después de 24 horas de ocurrido el deceso y no debía durar más allá de las 48 horas

(León, 1997). Esta legislación tenía como fin evitar que el cuerpo fuese expuesto

cuando el proceso de descomposición se comenzara a evidenciar a simple vista.

Además, se buscaba limitar los excesos en los que estas fiestas caían cuando se

congregaban amigos y familiares como ya se ha descrito. Respecto de esto último, cabe

destacar que a veces los velorios se extendían incluso por más de una semana. Esta

costumbre es asociable con la idea de mantener la celebración, pero parece más

importante la idea de evitar un entierro en vida (León, 1999).

3.8.1.3. Funeral

El traslado del cadáver al lugar del entierro, el funeral, comprende diversas

manifestaciones de carácter ritualista: la procesión al cementerio, las misas y los

discursos previos al entierro. Desde sus primeras manifestaciones en la República de

Chile, el sentido del funeral “en especial aquel que hacía gala de la ostentación en todo

su desarrollo, involucró la idea de generar un impacto y recuerdo visual a través de la

magnificencia del cortejo, del número de oradores o del tipo de tumba” (León, 1997, p.

142). En este sentido, de manera similar al funeral, se debía hacer público el momento

exacto en el que el funeral se iba a llevar a cabo, invitando a la comunidad a participar

en el cortejo, para así lograr el mencionado impacto y recuerdo colectivos.

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Además, esta intención de hacer del funeral algo importante se lograba mediante la

expresión catártica del dolor provocado por la muerte, por lo cual en el cortejo las

expresiones exacerbadas de llanto se llevaban a cabo incluso mediante la inclusión de

lloronas. Esta costumbre comenzó a desaparecer hacia el fin del siglo XIX, ya cuando el

incipiente sentido comercial del rito tuvo sus primeros pasos, especialmente en la

preparación del cadáver y el traslado mismo. De este modo, se comienza a gestar un

cambio en el que el dolor expresado es sustituido por la melancolía y el silencio.

3.8.1.4. Duelo/Luto

También durante el siglo XIX, cuando la muerte alcanzaba a un miembro de la

comunidad, era menester que sus familiares y amigos cercanos se ocuparan no sólo de

llevar a cabo todo aquello que se necesitaba para que el cadáver tuviese un apropiado

velorio y posterior funeral. Las personas próximas al difunto también debían mantener

la presencia del muerto, razón por la cual se recurría al uso de símbolos, las misas post-

mortem y el luto. Los símbolos podían ser cualquier objeto que sirviera de vínculo entre

el recuerdo del ser querido y las emociones de añoranza.

Las misas en recuerdo del fallecimiento, usualmente circunscritas al aniversario de la

fecha de muerte, fueron fundamentales durante parte del siglo XIX. En un principio

asociadas al sentido religioso de la vida después de la muerte, tenían como fin, entre

otros, orar por el alma del difunto. Cuando la fe religiosa perdió terreno en la sociedad,

pasó lo mismo con este sentido, quedando subyugado a las ideas de traer al presente la

memoria del difunto, dejando en claro el vacío generado por su partida.

El luto fue quizás la forma más importante de conmemorar la presencia del difunto entre

sus seres queridos, que no sólo cumplía con un protocolo asociado el recuerdo, sino que

también con la identificación de los deudos en cuanto tales frente al resto de la

comunidad. El luto consistía básicamente en una modificación de la vestimenta

cotidiana de principalmente los familiares del difunto, que por su pesar vestían de

negro: “El negro representaba la pena, la pérdida, el lado tenebroso y oscuro de la

existencia, es decir, la muerte misma” (León, 1997, p. 160). Asimismo, dicha

vestimenta debía llevarse por un tiempo en el cual el dolor de la pérdida se mitigase.

Estos tiempos eran definidos por los fallecidos o por convención social, definiendo

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incluso distintas fases que permitían ir dejando el duelo lentamente: “el duelo por un

esposo exigía de la viuda toda una serie de normas en el vestir muy detalladas, con

tiempos fijos, desde el gran duelo hasta el momento de la libertad, pasando por el duelo

completo y el semiduelo” (Foillet, 1968, p. 417). Todo este período podía durar incluso

tres años, pero estas reglamentaciones variaban si el muerto era un hijo, tío, hermano o

padre, casos en los cuales el luto era un poco más flexible y por menos tiempo (León,

1997).

3.8.2. El Cementerio en Chile

En concordancia con ideas de origen medieval, en el Chile anterior al 1900, los espacios

de entierro se situaban en torno a las iglesias, que en tanto espacios sagrados,

establecían un vínculo entre la sepultura y la santidad, lo que permitía un culto definido

por la sacralidad del espacio funerario, alejada de la mundanidad de épocas precedentes.

De este modo, el entierro intramuros se convierte en evidencia de la creencia que asocia

el descanso en suelo bendito con la posibilidad cierta de acercarse a la divinidad:

Cuando la iglesia recibe en sus brazos el cadáver de uno de sus hijos, lo

mira como cosa santa, lo espera á las puertas del templo con solemnes

ceremonias, lo coloca al pié de los altares, enciende á su alrededor [sic] los

cirios que simbolizan la luz inextinguible de la inmortalidad. Derrama sobre

el cadáver el agua de purificación eterna y quema el incienso que eleva al

cielo las súplicas de los fieles, y ofrece por su eterno descanso el Santo

Sacrificio, haciendo correr sobre el altar la sangre preciosa de Jesucristo

para el perdón de sus pecados (Boletín Eclesiástico del Arzobispado de

Santiago, 1898; citado en León, 1997, p. 203).

Evidentemente esta creencia es parte de la cosmovisión católica de la época, que entró

en conflicto con otras orientaciones religiosas ya presentes en aquellos años. Incluso

antes del proceso de Independencia, a Chile ya habían arribado extranjeros que, desde

su tierra natal, traían consigo concepciones religiosas diferentes a la religión oficial del

país. Dado que estos primeros espacios funerarios, como menciona la cita, recibían a

sus hijos, el entierro de protestantes, que por ejemplo llegaron desde Inglaterra por

motivos comerciales, se convertía en un problema. Esta situación llevó a que sus

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entierros fueran realizados en sus mismos terrenos habitacionales o cerros aledaños a

sus lugares de residencia. Incluso en Valparaíso hay antecedentes que indican que

muchos cuerpos fueron lanzados al mar y luego devueltos a la playa por la marea,

provocando escenas dolorosas y macabras (Donoso, 1975). Esta situación junto a otras

se convirtieron en antecedentes importantes para la secularización del Estado, asociada

principalmente a la década entre 1870 y 1880.

Cuando se inaugura el Cementerio General de Santiago en 1821, la idea del espacio

funerario asociado a la santidad, herencia católica-barroca, se mantenía, por lo que este

lugar estaba destinado para el entierro de religiosos y fieles de la iglesia. Así, el cambio

que originó la creación de este cementerio estaba basado en ideas ilustradas europeas,

que indicaban la poca conveniencia del entierro en las iglesias, específicamente por

motivos sanitarios; la desigualdad que reinaba en el entierro en las iglesias, que daban

preferencia al entierro de grandes personalidades de las ciudades por sobre aquellas

provenientes de sectores populares, que eran enterrados en fosas comunes. El lugar

elegido para el Cementerio en la época, era periférico a la ciudad, lo que le otorgó la

cualidad, en su origen, de un cementerio extramuros, el primero republicano en la

historia de Chile, construido bajo decreto del entonces Director Supremo Bernardo

O`Higgins. En las décadas sucesivas, bajo el trinomio racionalización, laicización e

higiene (León, 1997), la Iglesia perdió cada vez más poder frente al tema del espacio

funerario. Es así por ejemplo, como se permite la construcción de cementerios para

personas que no profesaban la fe católica, lo que se tradujo en una cada vez mayor

tensión entre el Gobierno y la Iglesia, al amparo de ideas provenientes de Europa. Esta

tensión, representada en una serie de leyes y decretos que dan cuenta de un proceso de

laicización del Estado, encuentra un punto de inflexión respecto del tema de los

cementerios en 1883, año en el que se promueve la ley de los cementerios:

Art. único. En los cementerios sujetos a la administración del Estado o de

las Municipalidades, no podrá impedirse, por ningún motivo, la inhumación

de cadáveres que hayan adquirido o adquieran sepulturas particulares o de

familia, ni la inhumación de los pobres de solemnidad (Boletín Eclesiástico

del Arzobispado de Santiago, 1898; citado en León, 1997, p. 56)

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Con esta ley, la Iglesia se ve impedida de evitar el entierro de cualquier persona por

razones de índole religiosa, lo que generó como respuesta el impedimento del entierro

de personas no adherentes al catolicismo en el Cementerio Católico, frente a lo cual el

Estado clausuró dicho cementerio temporalmente.

Hacia el fin del siglo XIX, la tensión Estado-Iglesia disminuyó y el espacio del

cementerio se comenzó a convertir, lentamente, en un lugar de encuentro para distintas

expresiones de distinto origen, que abarcan no sólo a aquellas asociadas a rituales

propios del momento en el que ha muerto alguien, sino también en fechas

conmemorativas como el Día de Todos los Santos, que rigen hasta la actualidad

3.8.2.1. El Día de Todos los Santos

En el momento en el que el cementerio es instalado fuera de la ciudad, extramuros,

aparece un ritual particular asociado a éste, que se constituye en la visita a la ciudad de

los muertos. En el caso del Día de Todos los Santos, el origen de la fiesta une creencias

católicas y paganas. Respecto de las primeras, como ya se mencionó, en el origen de la

cristiandad el culto estaba asociado a los mártires y los santos (de ahí el nombre de la

festividad), con el objetivo de recordar y honrar sus acciones. Por otra parte, creencias

de origen celta, que festejaban a los difuntos los últimos días de octubre, se convirtieron

en una práctica sobre la cual la iglesia tuvo que intervenir. Así, ésta definió en principio,

la fiesta del primero de noviembre para el culto a los santos más importantes. Una

reforma posterior, durante la Edad Media, estableció como fecha conmemorativa de los

fieles difuntos el día dos de noviembre. Quizás la costumbre, aliada con la poca

diferencia entre ambas fechas, terminó por acotar la celebración de los difuntos al

primer día de noviembre.

Durante el siglo XIX, cuando la construcción de cementerios se constituyó en una

novedad, los visitantes acudían a éstos no sólo con fines relacionados con alguna

práctica funeraria; también lo hacían con el fin de disfrutar de la ocasión social que

generaba dicha novedad. De hecho, tras la inauguración del Cementerio General de

Santiago, habitantes de la misma ciudad y de poblados aledaños, se acercaban al

camposanto para la celebración, con lo que el lugar se convirtió en un espacio de

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sociabilidad, en la que el acto de la autoridad de turno se mezcló con los preparativos de

la gente que llegaba a celebrar:

Como se suponía que las festividades podían extenderse más allá de cierto

límite, la gente llegó preparada, quitando al lugar el silencio que hasta

entonces lo había caracterizado y dando viva expresión al intercambio de

ideas, historias, emociones o simples chismes al calor de una fogata, de un

trago de alcohol y, por supuesto, de una buena comida, elementos todos

infaltables en estas situaciones (León, 1997, p. 174).

Sin embargo, estas festividades primero validadas, fueron posteriormente cuestionadas

por los excesos como por ejemplo la embriaguez y desórdenes que de éstas derivaban,

además del entendimiento religioso de profanación que la fiesta provocaba en un

reducto sagrado destinado al entierro.

Cuando el primero de noviembre se convierte en la fecha de visita al cementerio, se

genera el contexto en el que estas manifestaciones en torno al mismo se

institucionalizan, convirtiéndose en ocasiones para el abandono de la cotidianeidad y

para el encuentro social en un contexto diferente. Esta condición facilitaba que incluso

el dolor frente al recuerdo de la muerte de una persona significativa se mitigara en el

contexto festivo que se creaba, es una suerte de ‘quitapenas’ popular (León, 1997).

Un elemento importante, de orden ritualístico, tiene que ver con la evidencia que deja la

visita de los vivos al espacio de los muertos. Desde el origen de la costumbre de visitar

a los muertos, “la presencia de los vivos debía quedar marcada mediante algún objeto

físico que indicara la asistencia individual o familiar a la tumba” (León, 1997). Lo que

posibilitó que en torno al Día de Todos los Santos, el cementerio se convirtiera en un

lugar lleno de vida, usualmente abandonado al olvido durante el resto del año. Respecto

de esta visita, no se aprecian mayores variaciones respecto del rito mismo de la visita al

cementerio, pero sí de las condiciones en las que ésta se desarrollaba. Originalmente, en

el caso del Cementerio General de Santiago, los preparativos se realizaban con semanas

de anticipación, considerando el ‘viaje’ que suponía la visita al cementerio. Con el

crecimiento de la ciudad, ésta terminó incluyéndolo dentro de su espacio, por lo cual

dicha visita puede ser contextualizada al espacio de la cotidianeidad, incluso

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posibilitando que personas convivan con el cementerio, como ocurre actualmente en el

barrio Recoleta. Otras variaciones en torno a esta festividad que ver con vestimentas,

medios de transporte, tumbas, arreglos florales, entre otras (León, 1997).

3.8.2.2. Disfrazando la Muerte: el Cementerio-Parque

Durante el siglo XX, las características de los cementerios se mantuvieron relativamente

constantes, a excepción del aumento de entierros particularmente en ciudades

industrializadas, centros urbanos que explosivamente comenzaron a crecer en espacio y

número de habitantes. Sin embargo, cabe destacar la aparición de los cementerios

parque, de los cuales hay antecedentes desde la década de los ‘80 (Lihn, 1992) y que se

caracterizan principalmente por grandes extensiones de terreno cubiertas sólo con pasto,

las que sirven de espacio funerario para pequeñas lápidas recordatorias del lugar donde

yace el difunto. Este nuevo modelo de cementerio, cuyo origen está en los lugares de

entierro de las religiones protestantes anglo-americanas, se aleja significativamente de

las imágenes que proveen los cementerios tradicionales, buscando quizás dar una

imagen totalmente opuesta, destacando extensos jardines y árboles, muy distinto de los

mausoleos monumentales, los pasillos oscuros y grises, y las nicherías de los

cementerios del siglo XIX. Asimismo, en este tipo de cementerio no se refleja la

diversidad social: si en el cementerio tradicional los grandes mausoleos han estado

reservados para familias con poder económico y político, y las nicherías para las clases

menos favorecidas; en el cementerio parque no existe ninguna diferencia en las tumbas,

aparentando ‘igualdad’ ante la muerte. Respecto a estos cementerios, Abarca (1995)

afirma que:

En el caso de un Parque Jardín, está muy presente este afán de eficiencia

que quita espacio a la solemnidad y a la conmemoración explícita de la

muerte […] Falta la definición tajante que dé al lugar un carácter sacro y lo

diferencie explícitamente de un lugar de esparcimiento (p. 19).

En este sentido es interesante considerar el testimonio dado por Eliana Tapia en el

programa documental Chile íntimo, donde explicita las razones para preferir o no este

tipo de cementerio:

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Mi esposo nunca quiso uno de estos cementerios, los encontraba como poco

silenciosos, que las flores se las botaban, que no había un lugar para poner

siempre flores, que pasaban máquinas por encima, y un poco...gringo. Y eso

a él no le agradaba […] porque para él esto no era paz. Que mi marido esté

en un cementerio tradicional […] lo encuentro un poco tétrico […] Aquí te

meten, te tocan la música y te vas. Después que te pasan el carro, que te

echan tierra, tú no estás. Elegí esta fracción del parque por tener vida

después de la muerte. Yo sé que la otra vida está en el cielo, pero aquí tu

vienes el día domingo cuando hay sol, está lleno de niños, niños afuera,

vienes a conversar, te puedes quedar tirado en el pasto toda la tarde y allá

no poh’. Pones tu florcita y tienes que irte porque es diferente.3

De este modo, el fenómeno del cementerio ha dado cuenta del contexto histórico, socio-

cultural y actitudinal respecto de la muerte. En este sentido, el considerar dicho

fenómeno centrado en la ciudad de Santiago permite evidenciar con mayor fuerza el

modo en el que tales contextos se relacionan con el fenómeno, en la medida en que se

entiende que esta ciudad permanece abierta a los vaivenes socio-culturales del resto de

Occidente: antes con la influencia europea traída a través de los conquistadores y luego

conservada con los primeros criollos, todos herederos y exponentes de tal influencia;

hoy, en un mundo globalizado, en el que la adquisición de modos extranjeros se facilita

cuando todo el resto del mundo parece estar ‘a un click’ de distancia.

3 Testimonio extraído desde el programa “Chile Íntimo”, emitido el 10 de Octubre de 2006.

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4. DISCUSIONES

A partir de los contenidos revisados en los apartados anteriores, intentaremos establecer

algunas conexiones que permitan dar cuenta del fenómeno de la muerte entendida como

un fenómeno relacional. De este modo, desde los distintos matices que la muerte ha

tenido a través de la historia y la condición de ésta en la actualidad, vistas a través del

lente proporcionado por la epistemología propuesta por Gregory Bateson, emergerán

reflexiones que permitan establecer relaciones que tradicionalmente podrían no ser

consideradas relevantes.

El utilizar el recurso de la historia es útil en tanto permite acceder a elementos

comportamentales, afectivos, comunitarios, discursivos, entre otros, los que

encontramos referenciados en los distintos antecedentes presentados. En este sentido, la

mirada historiográfica contribuye a dar cuenta de cómo los seres humanos hemos vivido

la muerte en distintas épocas. Desde luego esta visión tiene la salvedad de ser

generalizadora: al hablar de una muerte domesticada o prohibida, no se hace referencia

más que a una categorización que en cuanto tal se limita a la imposibilidad de revisar

cada una de las muertes que podrían ser vivenciadas por cada persona. Dicho de otro

modo la consideración de esta perspectiva, si bien permite tener una visión

globalizadora del fenómeno de la muerte, claramente puede cuestionarse bajo el

entendido de que al enfocar los grandes procesos, al generalizar las épocas,

necesariamente se cae en la imprecisión. Al respecto, Bateson establece la distinción

entre los fenómenos convergentes, posibles de ser estudiados a través de la ciencia

moderna en tanto son los fenómenos de la regularidad y la repetición, y los fenómenos

divergentes, que son aquellos en los que aparece la excepción y la individualidad.

Evidentemente esta mirada pasa por alto la diferencia que hace el individuo frente a

fenómenos macro, de orden social o cultural. Así, esta perspectiva provee un recurso y

una limitación a la vez, pasando a ser la historia una de muchas posibles. Sin embargo

esta misma historia, en tanto contexto, abandona el lugar alejado de aquello que ya

pasó, posicionándose como un marco dentro del cual se desarrollan los eventos en la

actualidad. Sin este marco sería fácil caer en el riesgo de entender que el fenómeno de la

muerte ha sido siempre el mismo y que no hay opciones en el modo de enfrentarse a

ella.

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Referente a las diferentes posibilidades de lidiar con la muerte, existen y han existido

una gran variedad de actitudes y comportamientos: las sociedades occidentales de la

Edad Media enfrentaban una muerte muy distinta a la actual; las emociones, ideas y

comportamientos que aparecían (respecto de la muerte propia o la de otro) pueden

resultar incluso curiosas desde el tiempo presente. Si bien es imposible aislar causas

últimas que expliquen por qué la actitud frente a la muerte muestra diferencias

importantes entre una época y otra, es posible hipotetizar, considerando estas mismas

evidencias, sobre la importancia del rol de contextos locales en los cambios frente a la

muerte.

De esta manera, la consideración de una muerte en contexto y en relación permite ir

desde la generalización en Occidente hacia contextos locales, sobre todo si se observan

algunos aspectos de lo acontecido en Chile, específicamente en zonas urbanas como

Santiago. Cuando se observa que esta ciudad, quizás la más expuesta al contacto con el

resto de Occidente, hace eco de aquello que en Europa o Estados Unidos ocurre

respecto de la muerte (por ejemplo con la laicización de los cementerios, los rituales

funerarios o la aparición del Cementerio Parque), aunque siempre con el matiz que

entrega nuestra vertiente cultural local, es posible hipotetizar una noción respecto de la

muerte primeramente como un encuentro, un encuentro entre culturas, desde el cual

emerge para luego transformarse en un fenómeno cuando se le observa en un contexto

dado. Las variaciones encontradas entre las diferentes actitudes hacia la muerte pueden

ser leídas, en tanto variaciones, como un cambio.

La síntesis del trabajo de la historia de la muerte en la cultura occidental, considerada

desde la Edad Media hasta la mitad del siglo XX, arroja entonces una relación entre el

contexto socio-cultural y las actitudes frente a la muerte, actitudes revisadas siempre en

función de los comportamientos asociados a ésta, en un sentido amplio:

comportamientos en tanto expresión de emociones y comportamientos en tanto ritos,

tanto de quien va a morir como de su círculo social (que a su vez puede incluir a la

familia directa y/o a toda la comunidad). Esta relación, que quizás puede parecer

explicar el fenómeno con la consecuente tautología en su argumento (la muerte

domesticada era tal porque se tenía una relación de familiaridad con la muerte; la

relación de familiaridad con la muerte hacía de esta última una muerte domesticada),

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sólo puede pretender dar el contexto para que dicho fenómeno se presente. Así, la

muerte es entendida como contextualizada por una relación, al mismo tiempo que

participa de una relación: la muerte es la muerte de otro, aún cuando ese otro sea uno

mismo. Afirmar que la muerte es la muerte de otro supone el entendimiento de que la

idea de pérdida implica necesariamente un nivel relacional, con el entendido que el

nivel experiencial de la muerte no es accesible: por muy obvio que parezca nadie que ha

muerto ha vivido para contarlo. Luego, el entender la muerte como un fenómeno

relacional, implica comprender que al morir un hombre, no muere sólo un individuo,

sino también el padre de sus hijos, el amigo de sus amigos, el partícipe de una

comunidad: todas estas relaciones, y seguramente otras más, se hacen presentes en el

momento de su muerte. De este modo la pérdida supone también la pérdida de una

relación, de la posibilidad de mantener un vínculo de una u otra manera significativo.

Además, considerar a la muerte desde una perspectiva relacional en un sentido

batesoniano, puede suponer ir mucho más allá del asociarla sólo con relaciones

personales significativas y con la pérdida de ellas. En este sentido es factible

preguntarnos por la posibilidad de que el acontecer de la muerte –que ocurre siempre en

términos colectivos y no sólo individuales, en tanto se estructura como fenómeno

social- dé señales de una pauta que conecta diferentes sistemas, entendiendo siempre

que la distinción entre sistemas corresponde al observador y no a los sistemas mismos.

Así, el que existan mamíferos que comparten con el ser humano el realizar ciertos

comportamientos particulares cuando ocurre la muerte (y que tal vez posean una

concepción de ella), se constituye como una evidencia de que los sentimientos y las

emociones que provoca la pérdida de un ser querido no son patrimonio exclusivo de los

seres humanos. Si es ésta una característica compartida filogenéticamente entonces

podríamos refutar la aseveración de Morin que afirma que lo que hace humano al

hombre es su conciencia de la muerte. De esta manera, podemos decir que la muerte

trasciende lo humano, que la conciencia de ésta no es una cualidad exclusiva de los

hombres y que se relaciona no sólo con elementos culturales. El hecho de que existan

especies de mamíferos que realicen ‘rituales’ cuando un par muere permite visualizar un

sistema, una totalidad distinta, conectada transversalmente por el fenómeno de la muerte

y que invita a cuestionar la arraigada distinción entre el ser humano y el resto de los

animales.

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Del mismo modo, al asumir esta concepción ecológica donde se entienden los sistemas

como conectados íntimamente entre sí y como parte de sistemas mayores, también se

puede plantear una mirada ecológica sobre la muerte. Si consideramos el ‘yo’ como

superando las barreras físicas y relacionado con las conexiones que se establecen con el

ambiente, y no con algo confinado a un cuerpo, entendiéndose a las personas (o a un

bosque, un país o cualquier sistema mental) como partes de una mente más amplia,

podemos entender que al ocurrir la muerte –y debido a que el yo es considerado un nexo

o un conjunto de nexos- se rompe una cadena de la cual ese yo es parte, por lo que el

sistema mayor debe reacomodarse. Cuando Bateson afirma que la muerte tiene un lado

positivo, en tanto que sin ella el hombre se convertiría en un perjuicio para el sistema

del que es parte4, está considerando la muerte más que como una instancia asociada al

término de la vida como una posibilidad de movimiento en el sistema mayor. De este

modo, la muerte se constituye, al considerarla desde una perspectiva más amplia, como

un hecho necesario para la continuación y evolución de los sistemas, como parte del

funcionamiento armónico de éstos, en tanto que al conllevar una pérdida de

organización interna, es el fin de los microcosmos que dejan de estar en armonía con el

macrocosmos mayor.

En síntesis, la presente propuesta invita a observar el fenómeno de la muerte en un nivel

relacional, nivel que se manifiesta cuando al utilizar el recurso de la perspectiva

historiográfica, la idea de una sola y misma muerte con independencia de los contextos

en los que se presenta, se pierde. Siendo concretos, la muerte de la Edad Media no es la

misma de la moderna; probablemente morir en el campo no es exactamente igual a

morir en un país islámico; que se muera alguien a los cuarenta años no reviste la misma

conmoción en una u otra época. De este modo nos parece evidente que la noción de

muerte está asociada a ciertos contextos y, por ende, la vivencia de la misma, ya en el

terreno de la hipótesis, probablemente también variará de acuerdo con ellos. Sin

embargo, la mirada batesoniana no deja a la muerte atrapada en un sentido social o

presa de un determinismo cultural, ya que invita también a entender que ella, más allá

de valoraciones de orden social, puede permitir establecer vínculos con otros sistemas

4 “Y, por supuesto, la muerte tiene su lado positivo. Por bueno que sea el hombre, se convierte en un tóxico perjuicio si anda rondando demasiado tiempo. El pizarrón donde se acumula toda la información debe ser borrado, y las pequeñas letras escritas en él, reducidas a un aleatorio polvo de tiza” (Bateson, 1979).

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con los cuales probablemente nosotros, en tanto seres humanos, tendemos a marcar

diferencias a priori. Asimismo la muerte, a la que muchas veces se le ha buscado un

sentido profundo en la existencia a través de, por ejemplo, la filosofía, muestra un ‘lado

positivo’, una utilidad, en último término un sentido para la conservación y el

movimiento de los sistemas, de los que entendida así, termina siendo parte. De esta

manera, desde una perspectiva sistémica, cobra sentido el considerar la concepción

histórica de la muerte, ya que las creencias, las definiciones y por lo tanto las acciones

que se desprenden de ella en la actualidad, acarrean consigo la historia y el manejo

histórico que se ha hecho del concepto. Esto podría ser relevante a la hora de revisar,

tanto a nivel macro-social el cómo se ha llevado adelante el concepto de muerte, por

ejemplo en Chile, como así también en términos personales o familiares, de cuál ha sido

el trato que se le ha dado a la muerte, al morir y a la experiencia de haber vivido la

muerte.

Cuando se plantea el entendimiento de una muerte en contexto y se le da importancia al

hecho de que en distintas épocas la noción de la muerte ha cambiado, y por

consecuencia las actitudes, las emociones y comportamientos vinculados al acontecer de

ésta se han modificado de manera concordante, es posible interpretar, erróneamente, que

la propuesta presentada supone que lo social determina la experiencia personal de la

muerte. Que de alguna manera la muerte domesticada se convierte en una meta-

narración que opera como criterio de verdad respecto de la vivencia de muerte y que las

diferencias individuales en dicha vivencia desaparecen. Por el contrario, consideramos

que las nociones respecto de la muerte van poniéndose en un juego relacional con las

narrativas locales o individuales, lo que implica una relación bidireccional que permite

que las ideas respecto de la muerte se muevan y varíen, situación ya planteada en los

antecedentes teóricos, específicamente en los cambios de actitud frente a la muerte en

distintas épocas.

De este modo, la reflexión de la muerte en distintos contextos se complejiza al centrar el

análisis en el individuo, respecto del cual emerge un elemento interesante que se

presenta en la coherencia en la experiencia de la muerte. Parafraseando la distinción

propuesta por Rafael Echeverría, se considerará el trinomio comportamientos-ideas-

emociones y la relación existente en estas tres dimensiones entre sí y con el contexto.

Así por ejemplo, cuando la muerte era entendida como parte natural de la vida, las

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emociones y los ritos daban cuenta de aquello. Posteriormente, cuando la muerte es

prohibida, dicha prohibición recae también sobre aquello que se siente y, por

consiguiente, sobre aquello que se hace. La posibilidad de ir más allá de la experiencia

individual se abre en tanto se entiende que dicha experiencia entra en relación con el

contexto, apareciendo así un nuevo nivel en el que todos estos elementos se encuentran

conectados. El sistema de creencias, por una parte; los patrones de comportamiento, por

otra, se ven relacionados de manera tal que se enlazan al contexto socio-cultural y a la

relación entre éste y las actitudes. En otros términos, el contexto sociocultural se

posiciona entonces como un metacontexto para las actitudes; la relación entre estos dos

elementos se convierte en un contexto para emociones, ideas y comportamientos que la

muerte provoca.

Específicamente respecto a la relación entre las dimensiones social y personal de la

experiencia de la muerte, se puede reflexionar sobre del rol de ciertos discursos sociales

que suelen ser considerados como relevantes en estas ocasiones. Por ejemplo, el

discurso religioso que cobra importancia en tanto la religión, siguiendo a Schopenhauer,

puede entenderse como un intento de lidiar con la muerte; es así como el catolicismo

entrega explicaciones que le dan un sentido, haciéndola más llevadera. Si se considera

nuevamente el trinomio comportamientos-ideas-emociones podría suponerse que el

discurso religioso, como un entendimiento de la muerte, sólo abordaría una de las tres

dimensiones antes mencionadas. Sin embargo no se puede desconocer que la religión no

sólo aporta una explicación de la muerte, sino que además prescribe ciertos rituales, por

lo que, a nuestro entender, toma un rol importante en la medida en que ofrece la

posibilidad de encontrar coherencia en el qué hacer, el qué sentir y el cómo actuar frente

a la muerte.

Es así como las narrativas, o las historias que hacemos para explicarnos el mundo y

actuar en él dan cuenta, en términos batesonianos, de las premisas que se tienen,

premisas que generalmente se encuentran implícitas en las acciones, sentimientos y

significados. De esta forma, ya que cualquier entendimiento sobre la muerte está

vinculado de modo inseparable con los contextos en los que se presenta y la reacción

frente a ella es acorde con las premisas que se tengan al respecto, resulta al menos

cuestionable, si no insostenible, hablar de formas ‘correctas’ o ‘sanas’ de enfrentar la

muerte. En ese sentido, a primera vista aparece que algunas premisas en torno a la

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muerte tienen que ver con la cercanía que se tiene con ella y con ciertos ‘clichés’ que se

manejan desde el sentido común. Por ejemplo, las dificultades para enfrentar la muerte

pueden ser consideradas distintas según el grado de cercanía que ésta tenga; que se

muera alguien significativo es doloroso, pensar en la propia muerte puede ser

angustiante. En ese sentido, Jankèlèvitch afirmaba que la muerte más propicia sobre la

cual reflexionar es la muerte del otro, ya que la muerte propia resulta inimaginable

como para conseguir pensar en ella. La muerte ajena, aquella que ocurre en catástrofes

naturales, anónimamente en un accidente automovilístico, el suicidio del que se es sólo

testigo a través de la televisión o los asesinatos que se convierten en información

noticiosa, pueden ser considerados como sucesos muy lejanos por lo que no causan

mayor perturbación. Asimismo, el sentido común indica también que existen muertes

que son menos dolorosas: morir ‘de viejo’ puede considerarse normal, una muerte

‘natural’, nada perturbador. Incluso algunas muertes se valoran positivamente, como

cuando se manifiesta cierto alivio frente a la muerte de alguien que padeció una

enfermedad grave durante largo tiempo, porque se entiende como una liberación frente

al dolor ocasionado por la enfermedad. Por el contrario, la muerte de nonatos, de niños,

parece fuera de toda lógica natural. Hay algo de injusto en ella y conmueve a pesar de

que se trate de una muerte ajena.

En todos los ejemplos antes mencionados, resulta de utilidad la reflexión en torno a la

premisa de base: si se considera que dichas premisas participan en la forma de percibir y

dar sentido a una relación, es posible afirmar que también lo hacen en la pérdida de ésta,

ya que la muerte constituye la pérdida de una pauta, al tener toda relación una historia

que va conformando el patrón de la relación. Entonces la propia epistemología (en

sentido batesoniano) se convierte en un elemento central al momento de enfrentar la

muerte. En la misma línea, aquellas premisas que se tengan respecto de la muerte

(propia o del otro) serán parte de la configuración de elementos que se ponen en juego

al momento de definir ideas o actitudes frente a ésta. En otras palabras, frente al

acontecer de la muerte, las personas, familias, comunidades, ponen en juego una serie

de concepciones previas que operan como filtro en la vivencia de dicha experiencia y

que se relacionan con las meta-narraciones de la época.

Cuando en el espacio de lo cotidiano la muerte emerge como tema de conversación, es

usual encontrar historias respecto de que cuando ha muerto alguien no se sabe si asistir

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al funeral, dar un pésame, llorar, vestirse o no de negro, etcétera. Incluso en cuanto a la

posibilidad de empatizar con el clima emocional se presentan dificultades. Al revisar el

análisis historiográfico, resulta difícil establecer lo sucedido con la muerte desde la

mitad del siglo XX hasta la actualidad, debido a que no se encontraron estudios que

sistematizaran las distintas fuentes recopiladas. Sin embargo es posible observar que,

por una parte, se mantienen algunos de los elementos que caracterizaban la muerte

prohibida propuesta por Phillipe Ariès; por otra, existen antecedentes que indican que la

muerte está renaciendo no sólo como tema de estudio (de lo cual la presente

investigación podría ser un ejemplo), sino como tema de interés general, lo que se puede

advertir en el surgimiento y proliferación de ciertos grupos juveniles cuya estética y

temáticas son afines a la muerte, como en el caso de los góticos. Estos antecedentes, que

en comparación con las épocas anteriores indican una contraposición entre maneras

distintas de considerar a la muerte, pueden ser de utilidad para esbozar algunas

reflexiones respecto del momento y lugar actual de la muerte en las sociedades

occidentales, reflexiones que podrían ser de utilidad respecto de la dificultad con la que

suele enfrentarse la muerte de otro, dificultad expresada en el no saber qué hacer.

Así, respecto del momento actual, es posible proponer la idea de tránsito entre una etapa

marcada por una muerte moderna, escondida y prescrita a la asepsia del espacio

hospitalario, y otra, enmarcada en un argumento posmoderno, en el que la forma de

morir y de entender la muerte no se desprende de la omnipresencia de un discurso u

otro, sino que desde contextos locales, microsociales, relacionales. Además, si se

considera la utilidad de la coherencia entre el hacer, el pensar y el sentir, es posible

hipotetizar que el lidiar con la muerte puede simplificarse en la medida en que esté claro

qué se debe pensar, qué se debe sentir y qué se debe hacer cuando un fenómeno tan

inescrutable como la muerte aparece. De alguna manera esta omnipresencia ha

desarrollado en el tiempo una modalidad de hacerle frente a la muerte a través de la cual

lo que menos se logra es precisamente el enfrentarla. Sin embargo, la ambigüedad al

respecto puede convertirse en una oportunidad, al poder elegir qué hacer de acuerdo a

los marcos de referencia particulares de una localidad, una comunidad o un individuo.

De este modo, es posible que frente al sufrimiento por la muerte de un ser querido, las

expresiones admisibles de aquello incluyan posibilidades en otros tiempos prohibidas.

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Es en este marco en el que, si bien el lugar donde la muerte suele ocurrir en las culturas

urbanas de Occidente sigue siendo el hospital, con la medicina y los médicos como los

principales referentes, no es difícil encontrar relatos de personas que han querido morir

de un modo distinto, en un contexto más cálido y familiar, acompañadas por sus más

cercanos. Un ejemplo de esto lo da el mismo Gregory Bateson, quien celebró su muerte

en un templo zen, buscando quizás domesticarla, actitud concordante con su

pensamiento. Otro ejemplo, desde nuestro contexto local, lo entrega Myriam, quien

anhelaba morir a la propia manera:

“El diagnóstico que me dio el doctor fue cáncer al estómago en cuarto grado, o sea estoy en el último y no hay vuelta [...] es triste pensar que te vas a ir. Que vas a dejar a los tuyos, que no los vas a ver más. Es difícil.

Estamos como más unidos, más íntimos, más nosotros. Ya no es tanto pensar no hay plata pa’ esto, no hay plata pa’ esto otro. No, ahora es pensar qué rico, un día más.

Lo que más pido yo es que el día que me llegue mi hora de despedirme de la tierra, que sea tranquilo. Que sea sin pena, sin…como….haber dejado todo ok, todo en limpio […] Si me da un infarto, que no me revivan, déjenme tranquilita porque es mi momento, mi hora.

Me gustaría estar en mi casa, en mi dormitorio. Y con mi familia, con la gente que me quiere, y estar tranquila.

Mi funeral me lo imagino no triste, no quiero viejas llorando en mi funeral. Lo quiero aquí, en el living de mi casa, que me velen. Y música, me gusta la música, Víctor Jara.

Se podría decir que tengo el privilegio de saber que voy a morir. Pero el dejar de existir no significa desaparecer [...] Pienso que va por ahí, por ahí las ganas de dejar algo con mi muerte” (Myriam Hernández, 1957-2006)5

Si en la actualidad el rol de la muerte en el ideario colectivo está pasando por un

momento de tránsito desde la prohibición hacia el readueñarse de la propia muerte, el

foco sobre las premisas se convierte en una posibilidad interesante de análisis, ya que en

el contexto socio-cultural actual éstas parecieran no estar del todo definidas. El

testimonio antes citado posiblemente sería difícil de encontrar y de entender en otra

época, que no reuniera las condiciones recién mencionadas.

5 Testimonio extraído desde el programa “Chile Íntimo”, emitido el 10 de Octubre de 2006.

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Siguiendo la línea del análisis enfocado en las premisas, es factible preguntarse por la

relación de éstas con aquellas situaciones en las que la muerte de alguien genera algún

grado de sufrimiento, pregunta de importancia para la práctica psicoterapéutica, en tanto

el rol social del psicólogo está asociado con su alivio. En ese sentido, sería posible

conjeturar erróneamente que el sufrimiento está basado en premisas ‘poco adecuadas’

respecto de las experiencias vividas, específicamente en este caso con la muerte. Sin

embargo, desde una perspectiva batesoniana, es la ignorancia de las premisas que

participan de los procesos de percepción y de otorgamiento de sentido a la experiencia,

y no en la asunción de premisas indicadas como ‘erradas’, lo que puede generar

dificultades en la valoración de la vivencia, por lo que al trabajar con ellas no se debería

buscar sustituir una premisa por otra que se considere más adecuada –ya que esta

consideración también está basada en premisas-, sino explicitarlas a través del

preguntar. La noción respecto de la ignorancia a propósito de las propias premisas se

basa en la idea de que la epistemología suele operar sin que las personas se den cuenta,

por lo que también es importante que el terapeuta tenga nociones respecto de cuáles son

las premisas que tiene en cuanto a la problemática de sus consultantes. Dado que la

vivencia de la pérdida experienciada por los consultantes es inaccesible para el

terapeuta, es posible al menos acceder a aquello que la sostiene.

El no intentar cambiar las premisas de los consultantes implica evidentemente que el

entendimiento que cada persona tenga de la muerte, debe ser respetado en la práctica

psicoterapéutica. En este sentido, aquellas aproximaciones que buscan homogeneizar

procesos, como el duelo por ejemplo, pueden caer en el peligro de no respetar los

tiempos ni las formas particulares que desde las premisas del consultante podrían

hacerse comprensibles. Cuando en el contexto psicoterapéutico la motivación para

consultar está asociada a la muerte de personas significativas, se vuelve vital el

establecer ciertas posibilidades de lectura alternativas, más allá de las clásicas acciones

terapéuticas orientadas a la contención y/o intervención en crisis. Consideramos que lo

urgente y lo importante para el terapeuta no necesariamente corresponde a lo urgente y

lo importante para sus consultantes, por lo que proponemos que el terapeuta sea flexible

con sus propios prejuicios (ya que es él quien está llamado a abandonar sus urgencias),

cuestionando y poniendo de manifiesto sus propias premisas, abriendo también la

invitación a readueñarse de la propia muerte.

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Para finalizar, es importante afirmar que si bien la propuesta de entender la muerte

como un fenómeno relacional que se da siempre contextualizado puede parecer que

invita a relativizar dicho fenómeno, entendemos que la vivencia personal, que involucra

emociones, ideas, experiencias previas, entre otras, difícilmente podría relativizarse y

ciertamente no es la invitación que se hace a través del presente documento.

Comprender el contexto y su rol en la propia percepción y juicio sobre la experiencia de

la muerte, así como reflexionar sobre aquellas premisas que sostienen la valoración de

la experiencia, invitan a asumir la responsabilidad sobre la propia experiencia y los

propios juicios respecto de ella. Cuestionar la idea de que la muerte es y ha sido una

sola, en cuanto a fenómeno social, permite que quien se pronuncie al respecto disponga

de la posibilidad de posicionarse desde distintas perspectivas, especialmente ya que el

contexto actual, en tanto contexto con ‘verdades’ resquebrajadas, lo permite. Desde la

propia experiencia, podemos señalar que la experiencia de la muerte de otro

significativo es poco común hasta antes de la edad adulta. En ese sentido, el hecho de

que algunas personas vivan esta experiencia con mayor frecuencia -lo que implicaría

salir de la norma-, debiera tener algún tipo de repercusión en sus vidas, quizás en sus

muertes. Respecto de esta repercusión, podrían plantearse algunas conjeturas: una de

ellas podría indicar que existe algún tipo de vulnerabilidad frente al tema, debido a la

cual después del morir de otro significativo, cualquier experiencia que al relacionarse

con dicha situación la evoque, ocasionará una vivencia propiamente más intensa que

otra persona que no establezca dicha relación. Otra posibilidad podría ser la de un

aprendizaje vinculado a la experiencia de la muerte de otro, facilitando que quienes

atraviesen por esta situación nuevamente, estén en mejores condiciones para enfrentarla

que quienes no la han atravesado. La invitación que se realiza a través de la mirada

propuesta es que, si bien la muerte parece como un hecho de indudable importancia, la

dirección que tome tiene que ver con elementos con los que la muerte se pone en

relación y no sólo con la muerte en sí.

Cuando se propone que la muerte en tanto fenómeno relacional está pasando por un

tránsito y que se abre la posibilidad de readueñarse de la propia muerte, se plantea

también la posibilidad de reflexionar sobre el sentido que se le da a ésta. La muerte

como fenómeno existencial, tantas veces revisada por la filosofía, usualmente implica la

necesidad de encontrarle un sentido al hecho de que la vida se acabe. Si entendiéramos

que la muerte puede tener un sentido en sí misma, no estaríamos considerando las

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nociones de contexto: la muerte de hace siglos podría ser significada, pensada, sentida y

actuada como la misma de hoy en día. Hemos intentado proponer que la muerte ha

cambiado, que no tiene una existencia per se independiente de quienes la vivencian e

independiente de sus contextos. Al considerar la evolución histórica y las premisas,

cuando se adopta una mirada relacional, la posibilidad de sentido aparece sólo en

función de contextos locales, familiares o personales. De esta manera, la posibilidad de

readueñarse de la propia muerte es fundamentalmente la posibilidad de crearle sentido,

de hacerla propia y parte de la vida. De acercar aquello sobre lo que pudiera parecer no

tenemos nada que decir.

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5. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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