Velázquez, una ascensión en la corte.

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1 Josep Maria Ràfols _________________________________________ Asignatura: Poder, conflictos y jerarquía Profesora: María de los Ángeles Pérez Samper Máster de Estudios Históricos. Universidad de Barcelona. Diciembre 2012

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Este trabajo narra los desvelos que tuvo Velázquez a lo largo de su carrera para lograr, al mismo tiempo que el triunfo artístico en la corte, el reconocimiento social con su aceptación como miembro de una orden militar

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Josep Maria Ràfols

_________________________________________ Asignatura: Poder, conflictos y jerarquía Profesora: María de los Ángeles Pérez Samper Máster de Estudios Históricos. Universidad de Barcelona. Diciembre 2012

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Índice ______________________________________________________ Propósito I. Sevilla 1617-1622 Un taller humanista El artista, al nivel del herrero Interés por la vida cotidiana II. Madrid 1622-1629 Retratista en la corte La austeridad del retrato oficial Atacado por sus colegas veteranos Rubens, la estrella Retratos ecuestres de Felipe IV, por Velázquez y Rubens Los borrachos III. Italia 1629-1630 Primer viaje, para aprender Vulcano, sorprendido por la infidelidad de su mujer IV. Madrid 1631-1648 Tras el regreso sigue siendo el número uno El vencedor afable de „Las lanzas‟ Las dudas sobre el encargo del „Cristo crucificado‟ V. Italia 1648-1651 Segundo viaje, como decorador de la corte De nuevo a Italia, en busca de cuadros y del ascenso social Antonio, el hijo ilegítimo VI. Madrid 1651-1660 El desafío de la araña Las Meninas El ascenso social, la gran aspiración Conclusión Bibliografía

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Propósito El propósito de este trabajo es demostrar que Velázquez (Sevilla 1599 - Madrid 1660) fue un pintor adelantado a su tiempo, pero que al mismo tiempo tuvo muy claro en todo momento un propósito que iba más allá de su trabajo artístico. Lo que él quería era lograr, a través de la pintura, una ascensión social que le llevara a ser integrado en la más alta sociedad. Este propósito lo llevó a cabo a través de su ascensión en la corte y de la admiración que su obra despertaba en el monarca, Felipe IV. Una voluntad de ascensión social que, unida a su enorme talento artístico y a su gran capacidad de trabajo, le permitió alcanzar este reconocimiento que para él se concretaba en la integración en una orden militar, un estamento que en aquella época estaba reservado, en exclusiva, a la nobleza. En el siglo XVII el oficio de pintor estaba escasamente valorado en la corte y en el resto de la sociedad. La pintura se consideraba como un oficio artesanal y, por tanto, una actividad indigna de un caballero de la nobleza. Es por esto que Velázquez se vio obligado a emplear todos los contactos que le permitían su labor artística y su proximidad al poder para encaminarlos al logro de su pretensión. Veremos cómo, para conseguir este propósito, no duda en recabar primero el explícito apoyo de la corona e incluso, más tarde, el del mismo Vaticano. Comprobaremos, también, como a través de la pintura consiguió el reconocimiento de la corte y del mismo monarca, que le apoyó con decisión, y como incluso en un momento dado fue capaz de orillar su dedicación a la obra artística para adquirir otras responsabilidades que, aunque le alejaran de los pinceles, iban a permitirle progresar en su empeño. Finalmente, este trabajo se propone recoger las informaciones que los cuadros de Velázquez aportan sobre la corte y la sociedad en la que le tocó vivir, desde el rey y la familia real hasta el más humilde de sus súbditos. En este aspecto el trabajo prestará atención al vestuario y a los elementos decorativos que llevan los personajes representados en los cuadros, así como el resto de elementos decorativos que adornan las pinturas.

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I. Sevilla 1617-1622

Un taller humanista No poseemos prácticamente nada que nos permita conocer la faceta humana de Velázquez ni sus opiniones sobre cuestiones artísticas. Son muy pocas las cartas personales que se conservan del pintor sevillano, a diferencia de las numerosas que se conservan de otros artistas como Rubens o de Poussin. Además las pocas cartas que han llegado hasta nuestros días no se refieren nunca a lo que más nos interesa de ellas: sus objetivos y sus planteamientos como artista y como cortesano. Jonathan Brown, considerado como uno de los máximos conocedores de la vida y la obra del pintor, reconoce que "sin noticia alguna de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus reacciones ante los hechos y las personalidades de su tiempo, apenas nos es dado el conocimiento de la faceta humana de Velázquez”1. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, conocido como Diego Velázquez, nació en la ciudad de Sevilla en 1599. Sus progenitores pretendían ser descendientes de la baja nobleza, pretensión que estaba bien fundada y que el pintor mantendría y trataría de demostrar posteriormente en su empeño por ser admitido como miembro de una orden militar. En 1610 empezó a trabajar de aprendiz con el pintor Francisco Pacheco, admirador del pensamiento y el saber humanistas. Su taller era a menudo un lugar de reunión de intelectuales, donde coincidían desde poetas hasta teólogos jesuitas, pasando por historiadores, anticuarios y artistas aficionados. Los miembros de la academia de Pacheco eran, en muchos aspectos, típicos humanistas del Renacimiento que centraban sus estudios en disciplinas como las lenguas clásicas, la literatura y la historia. Como el artista precoz que fue, Velázquez podría haber aprendido el oficio con cualquier pintor de experiencia, pero solo en casa de Pacheco, por la que circulaban curtidos hombres de letras, pudo haber encontrado un desarrollo intelectual parejo al desarrollo de su mano. Además de una obvia base de cultura literaria del humanismo renacentista, le familiarizó con una amplia gama de fuentes de textos a las que acudía a la hora de concebir sus cuadros. Pero fue, principalmente, el acceso al método de pensamiento crítico lo que le dio la capacidad para analizar, evaluar y articular la condición del hombre. La naturaleza, finalmente, fue la que le permitió reelaborar los principios y la práctica del arte de la pintura. El 14 de marzo de 1617 Velázquez, que aún no había cumplido los 19 años, se casó en Sevilla con Juana Pacheco, de 15, la hija de su maestro, con la que tuvo dos hijas, Francisca, en 1619, e Ignacia, en 1621. Entre los pintores

1 BROWN, Jonathan. Velázquez: pintor y cortesano. Madrid: Alianza, 1986, pág IX. ISBN: 8420690317

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sevillanos de aquel momento no eran raros los matrimonios con hijas de sus maestros, con lo que se formaba una red de intereses que facilitaba trabajos y encargos. El artista, al nivel del herrero Desde el punto de vista práctico, la clase dominante de la sociedad española de la época tenía a los pintores en la misma consideración en la que tenía a los herreros, toneleros o carpinteros. Este hecho estaba relacionado con el prejuicio aristocrático, profundamente arraigado, contra el comercio y la actividad manual. Los gremios de pintores mantenían aún la organización medieval de asociaciones sindicales de artesanos. Además, en aquella época la clientela de los pintores era básicamente eclesiástica. La iglesia española, que se había adjudicado el papel de defensora de la ortodoxia católica, era especialmente sensible a la exactitud de las representaciones de las escrituras y el dogma que se exhibían en las catedrales, parroquias y monasterios. Este sistema dejaba poco margen de maniobra a los artistas y condicionó enormemente la evolución estilística, de tono conservador, del arte español en este periodo. El artista era más un ejecutor que un creador. En España pocas veces se confiaba al pintor la concepción intelectual de su obra. Con las excepciones de los que habían residido en Italia, como Alonso Berruguete y El Greco, los pintores españoles no eran hombres de cultura porque sus clientes no se lo exigían ni recompensaban. Por tanto, estaban condenados a que se les considerase artesanos y no artistas. En este sentido se puede apreciar hasta qué punto fue importante para Velázquez la fortuna de poder estudiar el arte de la pintura en un entorno de unión de las artes y las letras. De esta forma tuvo, de manera pareja, una formación artística e intelectual. El pensamiento crítico que adquirió fue el que, en última instancia, le permitió reelaborar los principios y la práctica del arte de la pintura. Sevilla era entonces la ciudad española con mayor población y un importante centro de actividad económica e intelectual. En el campo pictórico convivieron los últimos representantes del manierismo con artistas receptivos a las nuevas corrientes naturalistas. Velázquez fue uno de estos, como demuestran sus obras, en las que existe un énfasis en la descripción precisa de personajes y objetos, un gusto por los colores terrosos y un interés por escenas y personajes tomados de la experiencia cotidiana. Interés por la vida cotidiana Ese interés por la vida cotidiana la expresó Velázquez en escenas de taberna o de vendedores callejeros y también en pinturas religiosas en las que muestra una gran interacción entre la experiencia de lo real y la historia sagrada, y en

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las que el artista dio pruebas de su gusto precoz por la paradoja narrativa. Tanto en Cristo en casa de Marta y María, como en La cena de Emaús, el primer término lo ocupan escenas de cocina, a través de las que se muestra, al fondo, a los personajes evangélicos. Se trata de un recurso que Velázquez pudo aprender de cuadros y estampas flamencas, que demuestra su interés por reflexionar sobre las fronteras entre la realidad y la historia. Son obras que van en contra del principio clásico según el cual el motivo principal debe ocupar el lugar principal en la composición, y que muestran el deseo de singularidad que inspiró a su autor. En Cristo en casa de Marta y María podemos ver, en primer plano, a una mujer anciana que está dando órdenes a una chica que está triturando un alimento en un almirez de metal, en lo que parece la preparación de una salsa, ante un plato de pescado fresco. Otro plato contiene huevos y ajos. Al mismo tiempo, la señora señala con un dedo el fondo de la escena donde, a través de una ventana, se puede apreciar a Jesús, junto a Marta y María. Los personajes llevan vestidos típicos de la época. La mujer mayor se cubre la cabeza con un paño de rostro, un atuendo que solían llevar las mujeres de edad. Al fondo del cuadro, Marta viste un jubón de paño marrón, con mangas, y una saya parda

que lleva terciada, es decir, doblada, para no ensuciarla, y deja ver la faldeta que lleva debajo. La joven que aparece en primer plano lleva saya de paño burdo, bruneta y corpezuelo de haldetas, y en la cabeza, recogiendo el cabello, una albanega población en la defensa de una creencia común; y al mismo tiempo, la iconografía que utilizó manifiesta su cercanía a Francisco Pacheco (1564-1644), su maestro y suegro, y formó parte de las elites intelectuales de la ciudad. En estas obras o en La Adoración de los Reyes exploró de nuevo las relaciones entre la narración histórica y la vida cotidiana, y dotó a sus personajes de rasgos de gran realismo, pues están tomados muy probablemente de personas reales. En el caso de La Adoración de los Reyes, el aspecto del rey de mayor edad coincide con los retratos conocidos de Pacheco y probablemente la Virgen, el Niño y

Cristo en casa de Marta y María La cena de Emaús 1618. National Gallery . Londres c. 1620. National Gallery of Ireland. Dublín

Adoración de los Reyes 1619. Museo del Prado. Madrid

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el rey joven sean el propio pintor, su mujer y su primera hija recién nacida, aunque esta opinión no es aceptada por algunos estudiosos.de malla, conocida también como almófar2. A través de los primeros cuadros religiosos asistimos a los inicios de Velázquez como pintor y nos asomamos, también, a aspectos importantes relacionados con su formación intelectual y con las expectativas devocionales de la sociedad sevillana. La Inmaculada Concepción y San Juan Evangelista en Patmos tienen como tema una devoción mariana que logró unir a casi toda la De esta última considera Jonathan Brown que es la demostración perfecta de las virtudes y los defectos del Velázquez de juventud porqué, por un lado, muestra un imponente realismo de los rostros, pero, tras una primera visión, se ven los defectos de la ejecución. Según este crítico los defectos son, básicamente, la mala resolución del cuerpo del niño, todo torso, sin que se le vean las piernas, y la representación de las distancias no por medio de una perspectiva sino por medio de la altura de los personajes. Lo que Brown denomina „efecto tarta nupcial‟ y que él aprecia especialmente en las cuatro figuras a la izquierda de la escena3. La tensión entre cotidianeidad e historia sagrada fue estimulada por la Iglesia contrarreformista y muy querida por algunas órdenes religiosas, como los jesuitas, para quienes se pintó esta obra. En Sevilla, el lenguaje poderosamente realista de estos cuadros resultaba una novedad, pues muchos de los artistas se movían todavía dentro de códigos de idealización como los que expresa el San Juan Bautista de Martínez Montañés, la personalidad artística más importante de ese momento. Pero Velázquez supo ser receptivo a todo tipo de estímulos creativos, como muestra La imposición de la casulla a

san Ildefonso, que realizó después de un corto viaje a Madrid donde tuvo ocasión de estudiar al Greco. De esa época sus obras más importantes

2 BANDRÉS OTO, Maribel. La moda en la pintura: Velázquez. Usos y costumbres del siglo XVII, pág.

113. Barañaín (Navarra): Ediciones Universidad de Navarra, 2002. ISBN: 84-313-2038-9 3 BROWN, pág. 21

El aguador de Sevilla c. 1620. Apsley House. Londres

Vieja friendo huevos 1618. National Gallery of Scotland. Edimburgo

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son Tres músicos y Vieja cocinando o (Vieja friendo huevos), El aguador de Sevilla y Dos hombres a la mesa, cuadros que en el momento de su ejecución estaban totalmente alejados de las normas artísticas vigentes en Sevilla en aquel momento. En el cuadro Vieja friendo huevos, la mujer viste saya y corpezuelo, igual que la moza del cuadro de Cristo en casa de Marta y María. La vieja se cubre la cabeza con una toca blanca4. Es decir, que el pintor vuelve a mostrar a una mujer de pocos recursos que vestía igual que las mujeres de clase baja de su época. El aguador va ataviado con prendas corrientes. Destaca, sobre la camisa blanca, un capote de dos haldas, con capucha, conocido también como capuz. El vestido, cerrado por delante y abierto por los lados, tiene mangas perdidas o bobas. Por la textura podría ser de paño burdo o bruneta, tejido muy usado en aquel tiempo. El muchacho lleva un capotillo oscuro y camisa con cuello de recambio5. II. Madrid 1622-1629

Retratista en la corte En el momento en que Velázquez se decidió a probar fortuna en Madrid debió encontrar unas perspectivas espléndidas para un artista innovador porque el rey estaba rodeado de pintores que, aunque eran competentes, eran notoriamente conservadores, como Santiago Morán, que detentaba el título de pintor de cámara, Vicente Carducho y Eugenio Cajes, pintores reales junto a Bartolomé González, Rodrigo de Villandrando y Francisco López. En una primera visita que el pintor sevillano hizo a Madrid las cosas no funcionaron como él habría querido. Según la información que dejó Francisco Pacheco, Velázquez hizo, a instancias suyas, un retrato del literato Luis de Góngora que fue muy celebrado en Madrid. Pero “por entonces no hubo lugar de retratar a los reyes, aunque se procuró"6. El joven artista contó durante su estancia en la ciudad castellana con el apoyo de tres amigos de su suegro entre los que destacaba Juan de Fonseca, clérigo de cuna noble establecido en la capital que ejercía el cargo de sumiller de cortina, ocupación que se denominaba de esta forma porqué consistía en atender a los reyes cuando iban a la capilla real y, especialmente,

4 BANDRÉS, págs. 122 y 123

5 BANDRÉS, págs. 129 y 130

6 PACHECO, Francisco. Arte de la pintura, pág. 154. Madrid: Instituto de Valencia de Don Juan, 1956,

Retrato de Luis de Góngora y Argote 1622. Museum of Fine Arts. Boston

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correr las cortinas de la tribuna donde se colocaban los monarcas7. Pero poco después de ese primer viaje se produjo una circunstancia que iba a favorecer y sería determinante para el acceso de Velázquez a la corte. En diciembre de 1622 falleció Rodrigo de Villandrado, uno de los cinco pintores del rey, con lo que se produjo una vacante entre los artistas que rodeaban al monarca. Fonseca había recomendado vivamente a Velázquez al valido del rey, Gaspar de Guzmán, el conde-duque de Olivares, la única persona que podía garantizar el éxito de su causa. Ante la necesidad de rellenar el vacío que se había producido entre los pintores reales, Olivares aceptó la sugerencia y llamó a Velázquez a Madrid. El Madrid de entonces contaba con una docena de iglesias y alguna que otra casa palaciega, pero estaba plagado de casuchas de tapial y tablas. Había algunas calles y plazas empedradas, pero la mayoría tenía el suelo de tierra y un sucio arroyuelo dividía la urbe. Aquel Madrid era el de Lope de Vega y de Quevedo. Al llegar a la corte, el pintor sevillano sorprendió a propios y extraños, pasando de ser un pintor de escenas costumbristas a un retratista capaz de captar y expresar con mucha elegancia a los más importantes personajes de la corte, dándoles un halo de grandeza y un porte aristocrático. Al poco de llegar a la capital, Velázquez realizó un retrato de su protector Fonseca, hoy perdido, que por medio de nobles de la corte se hizo llegar a palacio. En menos de una hora el cuadro fue presentado al rey y a sus hermanos, que dieron su aprobación. El pintor recibió entonces, finalmente, el encargo de retratar al monarca. Este primer retrato de Felipe IV gustó al

monarca, fue un éxito y tuvo como consecuencia el puesto en la corte tan esperado. El 6 de octubre 1623 Velázquez fue nombrado pintor del rey, fijándosele un salario de 20 ducados mensuales, más pagos por las pinturas que realizara por encargo. Pacheco afirma que se le dio el derecho exclusivo a pintar los retratos del monarca. Este primer retrato que hizo a Felipe IV no está plenamente identificado en la actualidad. Según Pacheco8, el cuadro lo pintó en un solo día, lo que sugiere que probablemente se trataba de una obra de pequeñas proporciones. Para Brown, el candidato más probable a la identificación con este estudio del natural del rey, en busto, es un retrato, que se encuentra muy deteriorado, que se expone

7 REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Diccionario de la lengua española (22ª ed.) [en línea]. Madrid: Real

Academia Española, 2001. <http://lema.rae.es/drae/?val=sumiller%20de%20cortina> [Consulta: 25

noviembre 2012] 8 PACHECO, pág. 154

Felipe IV 1623-24. Meadows Museum, Dallas, Texas

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en el Meadows Museum, Suthern Methodist University, en Dallas. Después Velázquez hizo otro retrato del monarca de cuerpo entero. En este el rey posa de frente, con una amplia capa que ensancha su figura, y a su izquierda aparece una mesa con un sombrero de copa a la altura de su mano. Una radiografía realizada sobre el cuadro ha

permitido comprobar que fue retocado posteriormente, reduciéndose la longitud de la cabeza y suavizando la saliente mandíbula, sello característico de los Habsburgos españoles. La decisión de retocar este retrato se tomó, al parecer, unos años después de su ejecución. No sabemos ni quién tomó la decisión ni en qué circunstancias se produjo, pero sí está claro que el objetivo que pretendía la iniciativa fue embellecer la figura del monarca ante sus súbditos, aunque dejara de transmitir la imagen auténtica del rey. Cuando el sevillano llegó a la capital la pintura de la corte estaba dominada por los pintores de más edad, Carducho y Cajés, quienes ostentaban el cargo de pintores del rey desde el reinado de Felipe III y cultivaban un estilo conservador y en cierta medida pasado de moda. Ya en la década de los 20 su modo de pintar resultaba anacrónico, al menos para los observadores de gustos avanzados. La llegada de Velázquez a la corte no debió resultar de su agrado, y mucho menos la acogida que tanto el rey como el conde-duque le depararon9. Velázquez había iniciado su andadura en la corte al más alto nivel, retratando al monarca y del éxito de la empresa da fe el hecho de que el siguiente retrato de importancia que se le encargó fue el de la segunda persona que mandaba en palacio y en toda España: el conde-duque de Olivares. En esta obra Olivares aparece casi totalmente de frente, de cuerpo entero. Lleva una mano en la espada y la otra la tiene sobre la mesa, como henchido de su propia importancia, mostrando ostensiblemente los símbolos de su poder: la llave de oro del sumiller de corps y las espuelas de oro del caballerizo mayor. En

9 BROWN, Jonathan, y ELLIOTT, John H. Un palacio para el rey: el Buen Retiro y la corte de Felipe

IV, pág. 49. Madrid: Revista de Occidente - Alianza, 1981

Felipe IV Felipe IV en armadura 1623-28. Museo del Prado. Madrid 1628 c. Museo del Prado. Madrid

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definitiva, un retrato que supone una afirmación total de su fuerte personalidad que Brown llega a calificar de “casi excesiva”10. Viste jubón-coleto con golilla, calzas amplias, ajustadas por debajo de la rodilla, y capa terciada, todos de color negro. Lleva bordada en el pecho la cruz roja de la orden de Calatrava, a la que pertenecía. En un segundo retrato del conde-duque lo pintó también de cuerpo entero, pero mejorando su imagen a base de girar el cuerpo, con lo que reduce su ostentoso volumen y dinamiza la composición por medio de una fusta de montar que mantiene en posición vertical y contrasta con la figura del valido. Velázquez recibió un buen trato durante los seis años que estuvo en la corte antes de su viaje a Italia, con muestras grandes y pequeñas del favor real, como la residencia que se le concedió. En unos momentos en que los demás pintores de la corte percibían sus salarios con grandes retrasos, a Velázquez le llovían el dinero y los favores.

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BROWN, Velázquez, pág. 52.

El conde-duque de Olivares El conde-duque de Olivares 1624. Museo de Arte de São Paulo. Brasil 1624-26. Hispanic Society. Nueva York

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La austeridad del retrato oficial La corte madrileña había adoptado la tipología de retrato oficial que inició Antonio Moro durante el reinado de Felipe II. Siguieron el mismo modelo Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz con Felipe III, y lo continuaron Rodrigo de Villandrando y Bartolomé González11. Se trata de austeros retratos de ceremonia con trajes negros y con las figuras pintadas hasta la altura de las rodillas. Los fondos, por lo general, son oscuros y procuran resaltar el rostro y el blanco de las gorgueras y puños. La preferencia por el color negro provenía de las recomendaciones que el diplomático italiano Baltasar de Castiglione daba en su tratado de comportamiento El cortesano. Los vestidos debían ser serios y sobrios más que vistosos y el color negro era considerado el más seductor. En este sentido, los cortesanos españoles le hicieron mucho más caso que sus compatriotas italianos y el cortesano español se acostumbró a aparecer más discreto y grave que el italiano y el de muchas partes de Europa. Felipe III llegó a manifestar tal gusto por el negro que las clases aristocráticas no vistieron otro color, como podemos ver en la mayoría de los retratos anteriores a Velázquez. En los cuadros velazqueños los dignatarios aparecen junto a una mesa forrada de terciopelo rojo con galones dorados, sobre la que apoyan la mano derecha. La otra sostiene un bastón de mando o sujeta el puño de la espada. Las damas también aparecen apoyando una mano en la mesa, mientras que con la otra sostienen un pañuelo, un ramillete de flores o un abanico. En todos los cuadros se busca conseguir un efecto de grandiosidad, aumentando la escala de la imagen y haciendo resaltar el traje del personaje, pues, aunque la clientela real española era austera, amaba el lujo y exigía que los detalles del atuendo estuviesen bien resueltos. Los símbolos de la majestad eran los mismos en todos los países: la mesa, atributo de la majestad y la justicia; el trono, representado en España por un simple sillón; la corona, que en la austeridad de los Austrias era un sombrero; el cortinaje, la columna y el espejo, símbolo de la prudencia, una virtud que debe adornar al príncipe que, según Saavedra Fajardo, debe ser el espejo público en el que se mira el mundo. Los reyes españoles, a diferencia de los de otras cortes, no necesitaban destacar por su majestad, con atributos y recargamiento de elementos, si no que preferían proyectar una imagen de moderación. Velázquez revolucionó el esquema tradicional practicado en la corte española hasta entonces, pero mantuvo el retrato oficial de cuerpo entero, con armadura o traje de gala para los hombres, y traje de corte para las mujeres.

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BANDRÉS, pág. 147

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Sus figuras se muestran alargadas, con la cabeza proporcionalmente más pequeña. Tienen una actitud relajada y suave, y la sombra desempeña un papel de fijación espacial, destacando el relieve con un poco de color tenebrista12. Sus personajes no dan muestras de emotividad, igual que tampoco presentan ningún tipo de idealización. Atacado por sus colegas veteranos El trato de favor que la admiración de su obra deparó a Velázquez en las altas instancias del palacio no le procuraban, desde luego, el reconocimiento del resto de los pintores reales, sino bien al contrario. Despertó el resentimiento de los demás pintores, mayores que él, que compartían las estancias palaciegas. Uno de sus compañeros, Carducho, ni siquiera le cita en su libro Diálogos de la pintura (1633), en el que hizo una amplia exposición sobre los artistas de su época. En cambio, condena de manera furiosa el nuevo realismo. Deplora, particularmente, la influencia de Caravaggio considerando que, con su imitación de la naturaleza, amenazaba con arruinar la pintura. Carducho también denigra a los retratistas porque tienen que someterse a la imitación de un individuo, tanto si es bueno como si no, y violenta el propósito moral del arte. Aunque no menciona a Velázquez en ninguno de los dos casos, su ataque a los pintores de retratos sugiere que se encontraba entre los celosos rivales del sevillano que habían difundido el estribillo de que solo era capaz de pintar cabezas13. Según cuenta Enriqueta Harris en su libro Velázquez, el estilo con el que el pintor sevillano consiguió el nombramiento real fue la causa de un violento ataque de uno de sus colegas de más edad, Cassiano del Pozzo, que censuró abiertamente su estilo. Pero lo peor de sus relaciones con los demás pintores reales aún estaba por llegar. En 1627 se organizó una competición que iba a poner a prueba la rivalidad entre los artistas de palacio. El rey quiso retar a sus creadores para comprobar quién era el mejor. O, dicho de otra forma, cuál de ellos tenía mayor habilidad a la hora de exaltar a los Habsburgos. El concurso se centraba en la elaboración de una tela que representara la expulsión de España de los moriscos por Felipe III. Crescenzi y Maino fueron los jueces de este concurso y su veredicto eligió al cuadro de Velázquez. Este resultado resultó ser un gran triunfo para el sevillano, que fue honrado con el puesto de ujier de cámara, su primer nombramiento en la casa del rey. Poco después los documentos empiezan a mencionarle como pintor de cámara. Este cuadro fue una de las dos únicas representaciones de hechos históricos que hizo Velázquez. El veredicto del jurado hizo que el resto de pintores de la corte aumentaran de manera definitiva su desprecio por el sevillano. El concurso consolidó el cambio del

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CHECA, Fernando, y MORÁN, José Miguel. El barroco, pág. 161. Madrid: Istmo, 1982. ISBN:

9788470901225 13

HARRIS, Enriqueta. Velázquez, págs. 64 y 66. Madrid: Ediciones Akal, 2003. ISBN: 84-460-1506-4

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gusto de la corte sobre pintura, que abandonó su pasión por el viejo estilo y aceptó el nuevo que representaba Velázquez. El cuadro fue colgado en el Alcázar. Pero cuando se incendió el palacio en 1734 la obra fue pasto de las llamas. De las obras de esta contienda solo se conserva como testimonio el dibujo a lápiz que Carducho hizo para su cuadro. Rubens, la estrella En 1627 se produjo en la corte madrileña un hecho que iba a suponer un shock para Velázquez. Un impacto importante porque le iba a demostrar que, aunque como había quedado demostrado él era el número uno entre los pintores de la corte y, por tanto, de la sociedad española del momento, no era, ni mucho menos, el número uno más allá de las fronteras españoles. En otras palabras, que le quedaba aún mucho por aprender. En septiembre de aquel año llegó a la corte Peter Paul Rubens (1577-1640) con el objetivo de realizar una gestión diplomática. Su objetivo era lograr que España e Inglaterra alcanzaran la paz y acabara el conflicto que desangraba la economía y una enorme cantidad de vidas en los Países Bajos (la llamada Guerra de los Ochenta Años). Su misión era convencer a Felipe IV, al que de entrada no le hacía mucha gracia que un pintor se entrometiese en cuestiones políticas. Pero Rubens se trajo consigo, aparte de su encanto natural y su don de gentes, varios de sus cuadros a modo de regalo y se plantó en el Alcázar, la casa Real, que entonces ocupaba el lugar donde hoy se alza el Palacio de Oriente. Estudios posteriores14 han demostrado que Rubens ocultaba, tras sus aires de pintor excelente y cortesano exquisito, una faceta menos brillante: actuaba como espía sonsacando información a los altos dignatarios. La pintura le proporcionaba una tapadera perfecta para el trabajo clandestino: podía presentarse en cualquier corte extranjera y utilizar su arte para disipar toda sospecha que apuntara a motivaciones ocultas. El pintor flamenco, que en aquel momento tenía 51 años, 22 más que Velázquez, se encontraba en la plena madurez de su proyección artística y de su reconocimiento. Acababa de enviudar y se había volcado en el trabajo y en sus misiones diplomáticas, que acostumbraba a realizar desde que en su juventud sirvió durante nueve años (de 1601 a 1610) a Vincenzo Gonzaga, duque de Mantua (Italia), amante del arte y de los artistas y con quien atendió tanto cuestiones artísticas como diplomáticas. Él, que había empezado a ganarse la vida con 13 años como paje al servicio de la condesa Margarita de la Ligne d‟Aremberg en Oudenaarde, era ahora la pieza clave para la paz en Europa. En el terreno artístico y cortesano Rubens rompió, de entrada, el monopolio que el pintor sevillano venía ostentando como retratista exclusivo de su

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LAMSTER, Mark. Rubens, el maestro de las sombras. Arte e intrigas diplomáticas en las cortes

europeas del siglo XVII, pág. 20. Barcelona: Tusquets Editores, 2012

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majestad. Pero, al mismo tiempo, también introdujo novedades pictóricas que van bastante más allá de donde había llegado Velázquez. Por ejemplo, aportó elementos que proporcionan sensación de movimiento agitado en sus cuadros y, por comparación, deja los retratos de Velázquez faltos de espacio, sentimiento dramático y delicadeza. Rubens intentó, no está claro si abiertamente o de manera sutil, dar una lección al joven artista, que entonces tenía 29 años. El retrato ecuestre que Rubens hizo de Felipe IV fue colocado en el lugar que ocupaba el retrato ecuestre del monarca que había realizado Velázquez. Al sevillano se le compensó de la retirada de su retrato ecuestre incluyendo en la exposición su obra La expulsión de los moriscos por Felipe III, que al mismo tiempo recuperaba la figura de este monarca, el eslabón que faltaba en la sucesión de reyes retratados desde Carlos V a Felipe IV. Pero la biógrafa de Rubens Kristin Lohse Belkin15 no considera que Velázquez se sintiera humillado por la patente superioridad que mostró la capacidad artística de Rubens sobre la suya propia, sino que se la tomó como un desafío para superarse y mejorar su estilo a través de lo que pudiera aprender del genio flamenco. Belkin afirma que los dos artistas establecieron una gran amistad. Rubens se muestra a los ojos de Velázquez como el ideal de pintor al que él mismo aspira: un artista que simultáneamente es un diplomático, un cortesano y un humanista. De esta forma, Velázquez pudo observar en una persona a la que admiraba la realización del sueño que él mismo quería alcanzar desde que, siendo muy joven, aprendió en las tertulias del taller de Pacheco, en Sevilla, que un pintor que pretendiera estar a la altura de las exigencias del momento no podía limitarse a pintar, sino que debía completar su sabiduría artística con un amplio nivel de conocimientos generales y de cultura. Fue el mismo pintor flamenco el que persuadió al sevillano de la conveniencia de viajar a Italia para completar su formación. De hecho, acordaron desplazarse allí los dos juntos al año siguiente, aunque finalmente Rubens regresó a Amberes y Velázquez tuvo que hacer el viaje sin él. Aparte de realizar las tareas diplomáticas que tenía encargadas, Rubens realizó importantes pinturas, tanto para Felipe IV como para miembros de su corte, en especial para Diego Mesía y Guzmán, primer marqués de Leganés y gran entusiasta de su obra. Además comenzó un estudio de la pintura de Tiziano, pintor renacentista fallecido un año antes de que él naciera, al que admiraba profundamente. En Madrid, Rubens copió muchos de los cuadros de Tiziano que tenía la colección real. Pacheco dice en su libro que Rubens copió todos los tizianos que había en la colección, y que a menudo lo hizo en presencia del propio Velázquez.

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BELKIN, Kristin Lohse. Rubens, págs. 217 y 218. Londres: Phaidon Press Limited, 2005.

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Los retratos ecuestres de Felipe IV, por Velázquez y Rubens Mientras que los lienzos de Rubens tenían, en su mayor parte, una gran carga emocional y una energía llena de dinamismo y color, las obras de Velázquez se caracterizaban por un distanciamiento controlado, casi médico, según el crítico de arte Mark Lamster16. Especialmente ilustrativo es el debate sobre los retratos ecuestres que ambos pintores realizaron a Felipe IV. Sobrio el del sevillano y, en cambio, rebosante de figuras alegóricas el del flamenco.

En el cuadro de Rubens Felipe IV aparece con el caballo en corveta (con las patas delanteras elevadas), posición simbólica del dominio y el control sobre el Estado. Viste armadura y porta el cetro de mando y la banda de general. El monarca aparece rodeado de figuras alegóricas: la Fe, sosteniendo en su mano izquierda una cruz sobre el globo terráqueo y coronando con laurel al monarca como defensor de la Iglesia; otra figura femenina presenta el rayo y el águila, los atributos de Júpiter, que también simbolizan la dinastía Habsburgo. En la zona derecha de la composición se encuentra un paje que sostiene el casco del rey. Al fondo se ve una vista del río Manzanares. El dinamismo que caracteriza la obra del maestro flamenco se manifiesta de manera clara, especialmente en las figuras alegóricas y los amorcillos que coronan al monarca, mientras que el caballo se estructura en una acentuada diagonal en profundidad. El rostro del rey se convierte en uno de los centros de atención, captando la personalidad del monarca, aunque en este punto la obra no alcanza la maestría de Velázquez. El éxito obtenido por Rubens con este trabajo le permitió realizar, poco después, los retratos ecuestres de Felipe II y el del cardenal-infante don Fernando, años más tarde.

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LAMSTER, pág. 246

Velázquez. Felipe IV a caballo Mazo ? Retrato ecuestre de Felipe IV Copia de un Rubens desaparecido 1634-35. Museo del Prado. Madrid c. 1645. Galleria degli Uffizi. Florencia

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Rubens pasó nueve meses en Madrid, más de lo que tenía previsto. Se convirtió en cómplice y confidente del también llamado Rey Planeta que, pese a tener como pintor oficial de la corte al veinteañero Velázquez, le hizo múltiples encargos, tanto de retratos como de copias de cuadros de otros pintores italianos. La admiración y la devoción de Felipe IV por Rubens creció inmediatamente. En total, durante su estancia en Madrid el afamado pintor barroco hizo 40 obras, muchas de las cuales se exhiben actualmente en el Museo del Prado. El Escorial fue la única excursión que hizo Rubens estando en Madrid, pero en aquellos meses pasó largas tardes en el Palacio del Buen Retiro, por ser el lugar de recreo y relajo del rey, y visitó a nobles ilustres como el conde de Monterrey, el príncipe de Esquilache, el almirante de Castilla o el marqués de Leganés, este último gran aficionado al arte. Parece que la autoestima de Rubens se vio tan favorecida durante su estancia en Madrid que llegó a escribir en una de sus cartas: "No me interesa nada de la ciudad, salvo el rey". El pintor de Flandes realizó algo insólito. Cuando llegó se encontró con que uno de sus cuadros, La Adoración de los Magos, colgaba en una pared del Alcázar. Y decidió modificar el cuadro para incluirse a sí mismo. Se colocó, montado a caballo, en la esquina superior derecha. Fue precisamente el pintor de Amberes quien presionó al rey para que dejase que el minucioso Velázquez viajase a Italia y ampliara sus conocimientos. Aquel viaje marcó un antes y un después en el pintor español. Del mismo modo que aquellos meses de Rubens en Madrid posiblemente cambiaron la historia del arte en España. Los borrachos El triunfo de Baco fue el primer cuadro mitológico importante que hizo Velázquez. Lo realizó cuando Rubens aún estaba en la corte. Esta tela ha sido interpretada como una parodia de los dioses del Olimpo o como un sermón sobre los males de la bebida. Pero, según Brown17, Velázquez solo quiso representar a Baco como alguien que obsequia al hombre con el vino que le libera, temporalmente, de la dura e implacable lucha por la vida diaria. Esta idea la podría haber sacado Velázquez de dos fuentes. Por un lado, de un grabado que hizo el artista manierista Jan Saenredam a partir de un diseño de Hendrik Goltzius que va acompañado de un poema: En tierra, oh Padre Baco, postrados nuestros cuerpos, Y humildes el favor de tus dones suplicamos,

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BROWN, Velázquez, págs. 66 y 67

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Para con ellos aplacar nuestro dolor y nuestra pena, Y liberar el corazón de las cuitas que lo aquejan. Esta misma interpretación del cuadro la propuso, muchos años antes, el mitólogo español Juan Pérez de Moya cuando en 1585, escribió su obra La philosophia secreta. El libro fue encontrado en la biblioteca de Velázquez tras su muerte, por lo que se cree que el pintor lo leyó y pudo inspirarse en él a la hora de diseñar sus borrachos. Velázquez recupera el tema como una rústica escena de género. La potencia del cuadro se ve intensificada por el contraste entre la fría y marmórea figura del joven Baco y los correosos y curtidos rostros de los borrachos. Pero, desde el punto de vista artístico, el cuadro presenta, también, defectos insoslayables. La composición, según Brown, es estática y excesivamente plagada de figuras. “Una vez más, Velázquez no ha conseguido resolver satisfactoriamente la relación entre el primer plano y el plano del fondo. También resulta extraña la colocación de los objetos inanimados en el centro de la escena”. El plato y la jarra parecen, realmente, pegados al lienzo sin relación alguna de la construcción espacial que los circunda. En esta obra, Velázquez parece retomar la afición al retrato de personajes populares que había practicado en Sevilla antes de trasladarse a la corte.

El triunfo de Baco o Los borrachos 1628-29. Museo del Prado. Madrid

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III. Italia 1629-1630

Primer viaje, para aprender Consciente de que aún le queda por mejorar su estilo pictórico, dos meses después de la partida de Rubens, Velázquez se va a Italia a aprender. Su deseo es perfeccionar su arte en el centro reconocido de la pintura europea. Allí permanecerá 18 meses, a caballo de 1629 y 1630. Según Brown y Elliott, Felipe IV envió a Velázquez a Italia para “asegurarse, al igual que había hecho Jacobo I al enviar allí a Van Dyck en 1621, que su corte estuviese absolutamente al día en cuestiones de gusto y estilo”18. El hecho de llegar proveniente de la corte madrileña le abrió muchas puertas. En numerosos lugares le acogieron como pintor del rey de España. Esto le permitió acceder a lugares que solo los más privilegiados de sus colegas podían frecuentar. Flavio Atti, embajador en Madrid de Eduardo I Farnesio, duque de Parma, acostumbrado a ver a pintores que ejercían, también, actividades diplomáticas, creyó que Velázquez iba a Italia a ejercer de espía para el monarca español. Velázquez estuvo primero en Venecia, donde se dedicó a estudiar la obra de Tiziano en esta ciudad, después fue a Ferrara y, finalmente, se instaló en Roma donde se aseguró el acceso a los frescos de Rafael y Miguel Ángel. Pasó muchos días ante estos cuadros, haciendo copias. Durante mucho tiempo se consideró que copiar estos grandes frescos era un requisito universal de la formación del artista. Del techo de la Sixtina aprendió Velázquez las sutilezas del dibujo anatómico y las posibilidades de la figura humana para la expresión de ideas y emociones. Pero, desgraciadamente, no se ha conservado ninguno de estos trabajos. Aparte del estudio de los maestros del pasado, la segunda parte de su programa en Roma era el contacto con los grandes maestros contemporáneos. Pero de estos posibles contactos no ha quedado ninguna constancia. En este viaje el sevillano da un giro decisivo a su carrera, con una transformación que algunos especialistas han considerado como radical. Vulcano, sorprendido por la infidelidad de su mujer La repercusión que tuvo el arte italiano en el estilo de Velázquez se observa de manera inmediata en La fragua de Vulcano, que pintó en Roma. En este cuadro realiza la representación de la emoción a través de la expresión y el gusto.

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BROWN y ELLIOTT, pág. 50

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El cuadro toma como punto de partida el mito en el que se narra la infidelidad de Venus, que traicionó a su esposo Vulcano acostándose con Marte. Los pintores del siglo XVII se acercaron a este tema eligiendo, de forma abrumadora, el momento en que los dos amantes, sorprendidos en el lecho, quedan atrapados en la fina malla de acero que ha tejido Vulcano. Velázquez, en cambio, evita acercarse al hecho desde esta perspectiva burlesca y prefiere

plasmar el momento, devastador pero psicológicamente delicado, en que el tullido herrero escucha de la boca de Apolo la noticia de la infidelidad de su esposa. El impacto del mensaje parece recorrer el lienzo a la vez que llega a los oídos de Vulcano y sus ayudantes, que quedan como paralizados en su actividad por lo que acaban de oír. Aunque de todas las figuras que aparecen en primer plano solo se muestra el rostro completo de Vulcano, es imposible no advertir el sentimiento de sorpresa y preocupación que embarga a los demás. Esta forma de aproximarse al mito de Vulcano la saca Velázquez de las Metamorfosis de Ovidio que en 1660 ya había recogido Antonio Tempesta en su grabado La fragua de Vulcano.

La fragua de Vulcano. 1630. Museo del Prado. Madrid

Antonio Tempesta La fragua de Vulcano 1606. Ilustración impresa de La Metamorfosis de Ovidio

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El artista sevillano realza hábilmente la potencia de la escena trasladando el mito a un contexto de la vida cotidiana. El escenario realista que tanto contribuye a la impresión del cuadro sobre el espectador se ve alzado en esta pintura con la creación del oscuro ambiente de la fragua, que aparece en desorden, llena de herramientas del oficio y objetos a medio hacer. Las figuras, aunque correctamente plasmadas, son las de hombres corrientes, no estatuas con vida como las que hubieran hecho muchos de los pintores romanos del momento. Pero, aunque algunos de los elementos realistas nos recuerdan, como en el cuadro de Los borrachos, las pinturas de género del periodo sevillano, La fragua es claramente una importante ruptura con toda la obra anterior del artista. Aquí Velázquez ya ha conseguido una transición suave desde el primer plano hasta el plano del fondo y los intervalos entre las figuras están correctamente medidos. Es especialmente digno de resaltar como, en relación con sus obras anteriores, el pintor ha conseguido ya huir del estatismo de las figuras, dándoles un aire dinámico que genera un efecto de movimiento detenido que contribuye al dramatismo de la escena. Vale la pena observar el cíclope del centro al que la sorpresa por lo que cuenta Apolo le hace quedar, literalmente, con la boca abierta. IV. Madrid 1631-1648

Tras el regreso sigue siendo el número uno Tras su regreso a Madrid, a principios de 1631, el pintor se fue a ver a Olivares y al rey, quienes le dispensaron una calurosa acogida según cuenta Pacheco. A Velázquez le complació saber que en su ausencia el rey no había permitido que ningún otro artista le retratara. Ni tampoco al príncipe Baltasar Carlos, nacido mientras él se encontraba en Italia. El pintor se puso de inmediato a trabajar en un trato del joven príncipe, identificado, aunque con algunas dudas, con el lienzo conocido con el nombre de Baltasar Carlos y un enano. En cualquier caso este cuadro tiene una gran importancia artística porque es el primer retrato hecho en la corte en el que Velázquez da sensación de movimiento a alguna de sus figuras. Opta por mantener estático al príncipe pero, en cambio, pone en movimiento al enano que le acompaña. Baltasar Carlos, nacido el de 17 octubre de 1629, era el primer hijo varón de Felipe IV y de Isabel y su llegada fue acogida con gran alegría porque aseguraba la sucesión y la

El príncipe Baltasar Carlos con un enano 1631. Museum of Fine Arts. Boston

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continuidad de la línea dinástica. El enano que se encuentra al lado de Baltasar Carlos, probablemente uno de los compañeros del príncipe, tiene en las manos un sonajero y una manzana. Brown destaca que estos dos elementos pueden considerarse como juguetes que el enano acaba de arrebatar al príncipe, no en vano Baltasar Carlos había recibido el juramento de fidelidad de las cortes castellanas en marzo de 1632, cuando aún no tenía dos años y medio. En el momento en que se efectúa el juramento, este niño se convierte en heredero de la monarquía más poderosa de Europa y, por tanto, ya no necesita juguetes. Esta implícita referencia al futuro como rey que tiene ante sí el personaje está también sugerida por el paralelismo formal entre el sonajero y la manzana que sostiene el enano y el cetro y la esfera, símbolos del poder terrenal. Brown añade que "quizás podamos ver también una alusión a la difícil elección entre placer y deber que, como a todo buen gobernante, se le planteará un día a este niño. Por tanto nos encontramos ante un nuevo enfoque del retrato cortesano que enriquece el repertorio tradicional de posturas y escenario mediante la utilización de un discreto y alusivo simbolismo"19. A nivel formal pueden observarse otros detalles de interés. Sobre el fondo adamascado la cara del niño príncipe resplandece, mientras el enano ejerce como elemento de contraste. La torsión del cuerpo subraya la rígida verticalidad del príncipe y las sombras del rostro contrastan con la tez suave del heredero. El contraste entre la perfección de una figura y la imperfección de la otra se convierte casi inevitablemente en una metáfora del orden social y natural. El niño viste un vaquerillo, nombre que se daba al conjunto infantil de falda y sayo, de tonos oscuros con bordados en hilo de oro. Luce un cuello-valona, plano, de encaje de puntas, igual que los puños. Debajo del cuello lleva una barbera, pieza de metal damasquinado y guadamecí, propia de la armadura militar, nada apropiada para un niño, pero que apunta que un día debería ser el jefe de los ejércitos. El bastón de mando y la espada le dan connotaciones de fuerza y autoridad. Sobre el cojín reposa un sombrero de plumas, símbolo de la corona real. El enano viste vaquerillo largo, adornado con servillas de hilo de oro, con golilla y delantal. Tiene mangas atacadas (añadidas) que salen de los alerillos de las sisas. Sabemos también que por la misma época en que Velázquez pintó este cuadro participó en la representación de una obra de teatro que se representó en la corte, en el Palacio del Buen Retiro. Se trata de una pieza del género burlesco, de autor anónimo, denominada Mojiganga de la boda. El pintor interpretó a un personaje femenino, algo habitual en las representaciones de esta época.

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BROWN, Velázquez, pág. 83

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Isabel de Borbón, una francesa que se aficionó a los toros Llamada la Deseada por su gran belleza, inteligencia y simpatía, Isabel de Borbón era hija del rey de Francia Enrique IV y de su segunda esposa, María de Médicis. Se casó con Felipe IV cuando tenía 13 años. Procedía de la corte francesa, llena de lujo y extravagancia, pero supo acomodarse a la vida española, acomodándose a sus costumbres y llegando a aficionarse a las corridas de toros.

Era de carácter alegre y jovial, pero vivió preocupada por los enormes gastos de las guerras, llegando a entregar joyas personales para pagar a los soldados. Soportó con amargura las infidelidades de su esposo, aunque supo llevarlas con gran dignidad. El rey la quería a su manera y apreciaba su valía, llegando a confiarle asuntos de estado y la presidencia de las reuniones de gobierno, en su ausencia. Velázquez la retrató por primera vez en 1630, poco después del nacimiento de su hijo Baltasar Carlos, cuando contaba 28 años y atravesaba un período de felicidad por el vástago tanto tiempo esperado, que aseguraba la sucesión de la corona. En el cuadro la reina aparece de pie, con un abanico en la mano izquierda, símbolo de cortesía, y apoyando la derecha en el respaldo de un sillón, a manera de trono. La postura es algo rígida a causa del traje ajustado y pesado que viste y la enorme gorguera de aspecto sumamente incómodo. Es un traje de aparato, un vestido de corte, muy estructurado, de sayo ajustado y amplia basquilla sostenida con un verdugado redondo. El cuerpo, muy ceñido, es un sayo con pechera, que baja en punta por delante, que lleva un cartón engomado entre el forro y la tela para darle rigidez. De esta forma

La reina Isabel de Borbón La reina Isabel de Borbón a caballo 1630. Colección Fascione, Florencia 1634-35. Museo del Prado. Madrid

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desaparecen las formas naturales del cuerpo, mostrando el pecho totalmente liso. Lleva por delante una ballena central muy larga que la obliga a ir erguida. Las piezas redondas de las sisas son alerillos y de ellos salen las mangas perdidas o bobas, armadas de crinolina y terminadas en punta. Van forradas de raso de seda en color contrastado. Las segundas mangas, estrechas y de brocado, pertenecen al jubón que lleva debajo. Los puños y la gorguera son de gasa y forman abanillos recortados. Tiene el pelo ahuecado a lo bobo, con un airón de plumas formando el perico. Además de la botonadura de pedrería lleva dos sortijas y un collar de perlas de cuatro vueltas, sujeto con pasadores y seguramente cosido al vestido para evitar que se mueva. Lleva un colgante con el joyel rico de los Austrias, formado por el diamante cuadrado conocido como el Estanque y la perla en forma de pera llamada la Peregrina. En el retrato ecuestre, Isabel lleva también un modelo de corte suntuoso y recargado, apropiado para un retrato de representación pero muy rígido para montar a caballo. Se trata de un conjunto de basquiña, jubón, del que solo se ven las mangas estrechas, y un sayo con amplias mangas colgantes de quita y pon. Lleva dos cuellos superpuestos. El superior es una gran gorguera. El de debajo es un cuello Médicis, llamado así porque lo puso de moda su madre, María de Médicis, que se alza por detrás de la cabeza y baja por delante a manera de pechera. Las mangas del sayo están formadas por dos partes. Una que sale de los alerillos y llega hasta el codo y la otra que van en forma de colgantes o perdidas. La falda es muy larga y está hecha en forma de capa para poder abarcar la grupa del caballo. El peinado es del tipo denominado bobo, ahuecado por dentro. Lleva en el pecho el joyel de los Austrias y pendientes en forma de estrella, probablemente con algún brillante. El vencedor afable de ‘Las lanzas’ En el arte del Renacimiento abundan las escenas de rendiciones militares y su finalidad es casi siempre la de subrayar la capacidad del rey para aplastar a sus enemigos. Pero cuando Velázquez pinta La rendición de Breda, conocida también como Las lanzas, opta por una vía totalmente distinta. A diferencia de los cuadros precedentes, el vencedor no aparece en una situación elevada sobre el vencido, y el perdedor no aparece humillado y suplicando clemencia a quien le ha derrotado, como puede interpretarse en obras anteriores como Juan Fedrico, elector de Sajonia, prisionero de Carlos V después de la batalla de Mühlberg, de Maerten van Heemskerck, o en La rendición de Julich, de Jusepe Leonardo.

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En Las lanzas, en cambio, vencedor y vencido confluyen en un encuentro de sorprendente benevolencia. Además, el hombre que está al mando de los holandeses, Justino de Nassau, aparece acompañado de una escolta de sus propios hombres, situados a la izquierda con sus picas y alabardas de enseña anaranjada. Las fuentes de esta insólita representación se encuentran tanto en los hechos que la precedieron como en la ficción. El sitio de la ciudad holandesa de Breda por las tropas españolas y borgoñonas, que llevaba ya un año de duración, concluyó felizmente el 2 de junio de 1625, nueve años antes de que Velázquez lo pintara. Se redactaron unas condiciones de rendición considerablemente generosas para los vencidos, a los que se permitió abandonar la ciudad tres días después y de manera ordenada, entre el

La rendición de Breda o Las lanzas 1634-35. Museo del Prado. Madrid

Maarten van Heemskerck Juan Federico, elector de Sajonia, prisionero de Carlos V después de la batalla de Mühlberg 1547. Biblioteca Nacional. Madrid

Jusepe Leonardo La Rendición de Juliers 1635. Museo del Prado. Madrid

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tronar de los tambores y el ondear de las banderas. La clemencia que Velázquez recoge en su cuadro tuvo así su origen en datos históricos, pero el punto central de la ceremonia, la entrega de las llaves de la plaza, introduce una variación con respecto a los hechos reales. La idea empezó a circular por la corte gracias a una obra de Pedro Calderón de la Barca, que se representó en 1625 para conmemorar la victoria. En el clímax del drama, titulado El sitio de Breda, Nassau entrega las llaves de la ciudad a Spínola, quien las recibe con estas palabras:

Justino yo las recibo y conozco que valiente sois; que el valor del vencido hace famoso al que vence

El triunfo de las armas está presente en las enhiestas picas españolas, cuyo número y destacada presencia contrastan con pocas y decaídas armas que llevan las tropas holandesas de la izquierda. Pero en el centro del cuadro, Spínola coloca una mano amable sobre el hombro de Nassau y de esta manera le impide que se arrodille para hacerle entrega de las llaves. Igualmente destaca la visión central del caballo de Spínola, sin montura, subrayando este vacío ya que lo normal habría sido mostrar a Spínola a horcajadas sobre el animal mientras mira desde la altura al enemigo vencido, como vemos en La rendición de Jülich. En la obra de Velázquez, en cambio, los dos hombres se encuentran en condiciones de igualdad. Con estos sutiles detalles el pintor transforma por completo la escena: ya no es un cuadro del poder militar español, sino una metáfora de la superioridad moral y caballeresca española, que refleja la gloria del monarca en cuyo nombre Spínola manda a sus tropas y que glorifica la fe que él y sus antepasados han jurado defender. Cabe subrayar, también, como Velázquez ha sabido captar las reacciones de unos hombres corrientes ante lo que parecía uno de los hechos decisivos de la guerra con los holandeses. Algunos soldados y oficiales observan la ceremonia con profunda atención, mientras otros parecen distraídos por cosas que ocurren fuera del cuadro, bien por sus propios pensamientos y emociones. La orquestación de este complejo conjunto está perfectamente sintonizada con su significado; todas las personas y todas las cosas están situadas en el lugar adecuado. Los personajes de los dos bandos no van ataviados como para ir a la guerra sino para participar en una parada militar. Ni las lujosas armaduras de los españoles ni los encajes de los holandeses hubiesen resultado prácticos para el combate. Los guerreros, en este caso, van vestidos como galanes20.

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BANDRÉS OTO, págs. 260-263

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En los Países Bajos los hombres solían usar prendas hechas de paños gruesos, muy pesados, de gran calidad, a tono con la excelente industria pañera que tenían. Las hechuras eran más ampulosas que las de los españoles. El español era más austero en cuanto a hechuras y colores. Justino de Nassau lleva un sayo cortado por la cintura, con haldetas solapadas para dar amplitud y facilidad al movimiento. Las amplias calzas son botargas picadas a la flamenca, es decir, con pequeños acuchillados, seguramente de cuero recortado. Van sujetas con agujetas, cordoncitos que unen las prendas entre sí, que asoman en forma de lazadas. Los demás soldados holandeses visten trajes variopintos de distintos modelos. Destaca, en primer plano de espaldas, un joven con un sayo entero de paño marrón claro, con costura por la cintura y un cuello valona. A su izquierda hay un joven que viste una ropilla de paño verde, abierta por los lados, y también un cuello valona blanco. En el lado español Spínola, igual que los demás oficiales, lleva armadura de parada damasquinada de metal bruñido y cuero. Luce una banda de seda rosa con pasamanos de oro y en la mano izquierda sostiene la bengala, o bastón de mando, y un amplio sombrero-montera. El resto de los tercios españoles llevan coletos, calzas y ferreruelos y también monteras y sombreros de plumas de influencia flamenca. Los holandeses calzan botas altas, de cuero suave tipo borceguí con suela, amplias y con vuelta. Las de los españoles son finas, ajustadas y flexibles. Cabe añadir que dos años después de la finalización de este cuadro, Breda fue tomada de nuevo por los holandeses. Las dudas sobre el encargo del ‘Cristo crucificado’ El Cristo crucificado, que desde finales del siglo XVIII se encuentra en el Museo del Prado, es un cuadro que procede del monasterio madrileño de la Encarnación benita, llamado de San Plácido sobre el que existe la incógnita de en qué circunstancias fue encargado. Sobre él pesa la leyenda de que fue un regalo al convento del propio rey Felipe IV para hacerse perdonar un grave pecado que habría cometido entre las cuatro paredes del recinto. Este episodio, que se ha ido repitiendo a lo largo de la historia, se publicó en 1841 en el periódico madrileño El Bibliotecario y el Trovador español21. Entonces no se le hizo mucho caso. Pero, veinte años más tarde, en 1861, lo recogió el escritor costumbrista madrileño Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882) en una guía de la capital, El antiguo Madrid. Paseos históricos-

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ANÓNIMO. Felipe IV. En El bibliotecario y el trovador español., págs. 67 y 68 [en línea] Madrid,

1841 http://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=hvd.hwrr3g;view=1up;seq=69;q1=Felipe;start=1;size=10;

page=search;num=59 [Consulta: 16 noviembre 2012]

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anecdóticos por las calles y casas de esta villa22, citando como fuente “un manuscrito anónimo de la época (que no sabemos hasta qué punto merezca fe)”. En el apéndice del libro Mesonero transcribe el manuscrito anónimo donde se cuenta, con muchos detalles, el episodio que presuntamente protagonizó Felipe IV en el convento de San Plácido. Jerónimo de Villanueva, hombre de confianza del conde-duque de Olivares, protonotario del Consejo de Aragón y secretario del despacho universal (cargo equivalente al de ministro que suponía despachar con el rey), contó que en el convento se encontraba ingresada como religiosa una hermosísima dama. La descripción despertó la curiosidad del monarca, que quiso verla. Aprovechando la facilidad de acceso al monasterio que Villanueva tenía como patrono del cenobio, el rey entró disfrazado en el locutorio. Vio a la joven dama y se enamoró de ella perdidamente, siempre según el relato del documento de autor desconocido. Las visitas nocturnas se repitieron y aumentó su frecuencia hasta llegar a ser diarias, aprovechando un acceso que llevaba de la casa del patrono hasta una carbonera situada en la bóveda del edificio. El galanteo del rey acabó encendiendo su apetito y su deseo de mantener relaciones íntimas con la religiosa. Esta dio parte del acoso a la abadesa que trató por todos los medios de disuadir del sacrilegio al conde-duque y al patrono del monasterio. Pero ellos, resueltos a complacer al monarca, rechazaron los argumentos de la superiora. La noche en que estaba previsto el asalto final del rey, Villanueva accedió una vez al convento a través del túnel secreto para comprobar que el camino estaba expedito para que el monarca pudiera acceder sin tropiezos. Cuando

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MESONERO ROMANOS; Ramón de. El antiguo Madrid. Paseos históricos-anecdóticos por las calles

y casas de esta villa. Apéndice nº 5º, págs. 376 a 379 [en línea]. Madrid: F. de P. Mellado. 1861.

Redroducido en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. <http://es.scribd.com/doc/32077056/Mesonero-

Romanos-Ramon-de-El-antiguo-Madrid> [Consulta: 23 noviembre 2012]

Cristo crucificado c. 1632. Museo del Prado. Madrid

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llegó a la celda de la joven se encontró, para su sorpresa, con una especie de catafalco encima del cual yacía la religiosa, sobre almohadas, con un crucifijo al lado y cirios prendidos a su alrededor. A la vista del espectáculo, Villanueva regresó confuso y el plan quedó suspendido. El anónimo comunicante no detalla que ocurrió luego, pero deja entrever que el ardid solo sirvió para refrenar puntualmente las apetencias reales. Mesonero asegura que “siguió aquel galanteo y criminales relaciones por largo tiempo”. Después, “los prelados de la religión confusos averiguaron el todo” y la noticia llegó al santo Tribunal de la Inquisición, siendo el inquisidor general, el dominico fray Ramón de Sotomayor, que a la sazón ocupaba el puesto de confesor del rey. El fraile tuvo repetidas audiencias secretas con el rey “advirtiéndole de los muchos errores que se habían cometido en el cuento” y Felipe IV acabó dando palabra de abstenerse de cualquier nuevo contacto con la religiosa. Luego “se lo participó al conde-duque para que dispusiera la enmienda”. El encargado de purgar la penitencia fue Jerónimo de Villanueva, a quien el Santo Tribunal abrió causa, y en las declaraciones secretas que se le tomaron “resultó culpado y pasó a prenderle”. Por otra parte, el conde-duque se presentó una noche en casa del inquisidor general y le puso delante dos decretos del rey. En el primero, su majestad le concedía 12.000 ducados de renta a cambio de que renunciase al cargo y se retirase a Córdoba, su ciudad natal. La segunda opción era partir al destierro en el plazo de 24 horas. El arzobispo prefirió la primera de las posibilidades. Por aquellos días Urbano VIII, un cardenal proclive a Francia , fue elegido papa por un cónclave que vivió un radical enfrentamiento entre cardenales franceses y españoles y solo logró resolver la elección papal ante el peligro de una epidemia de malaria que se expandía con rapidez por las calles de Roma. Enterado del proceso que se estaba llevando a cabo en Madrid y temiendo un apaño, el nuevo pontífice dio orden para que la Inquisición cesase las diligencias y remitiese la causa a Roma. El Santo Tribunal obedeció la disposición papal eligiendo a Alfonso Paredes, notario del consejo, para que marchase a Roma llevando la causa contra Villanueva en una arquilla cerrada y sellada. Cuando el conde-duque supo de la misión encomendada a Paredes, ordenó de inmediato a un pintor de la Corte que realizase el retrato del enviado de la inquisición y numerosas copias del mismo. Olivares mandó una copia al embajador de España en Génova, otra al virrey de Sicilia, otra al de Nápoles y una más al embajador de Roma. Junto con el retrato iba la orden del rey para que “en cualquier paraje donde pudiese ser hallado” prendiesen a Paredes y lo remitiesen al virrey de Nápoles “con suficiente guardia y gran secreto” para ponerle preso en la impresionante fortaleza napolitana conocida como Castel del Ovo. La orden fijaba, también, que la arquilla se remitiese de inmediato a las manos del rey.

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Paredes, que había embarcado en Alicante, desembarcó en Génova a los pocos días. Fue prendido la misma noche del día de su llegada y llevado a la fortaleza napolitana donde pasó los últimos 15 años de su vida. La arquilla fue reenviada por medio de un capitán confidente al conde-duque, quien la llevó ante el rey. Los dos, encontrándose solos, la quemaron en la chimenea de los aposentos del monarca. Por instancias de la reina, Isabel de Borbón, Diego de Arce y de Reinoso fue nombrado nuevo inquisidor general, en sustitución del dimitido que evitó el exilio retirándose a su Córdoba natal. Mientras, el Vaticano asumió que la causa contra Villanueva ya nunca iba a llegar a sus manos y el nuevo director del Santo Oficio dispuso que se celebrara la vista de la causa en la sala de la inquisición de Toledo. Allí compareció Jerónimo de Villanueva y “sin leerle causa fuese gravemente reprendido” por haber incurrido en casos de irreligión sacrilegios y supersticiones y otros pecados enormes, aunque “por usar de misericordia” el Santo Oficio le absolvió de todo a cambio de que durante un año ayunase los viernes, no volviese a entrar en el convento de las monjas y repartiese 2.000 ducados de limosna. “Y fue suelto”. A un hijo que Alonso de Paredes dejó en España el rey le dio un empleo decoroso con el que “se mantuvo con toda decencia”, según relata el anónimo escribiente citado por Mesonero. Las benitas de San Plácido también tuvieron su recompensa: un cuadro que Villanueva encargó a Velázquez antes de caer en desgracia. Ni más ni menos que el Cristo crucificado. En los dos importantes libros en los que Jonathan Brown pormenoriza la vida del artista no hace ninguna referencia al supuesto incidente del rey en el convento. Se inclina por creer que el cuadro lo donó Villanueva a las monjas “a manera de pieza votiva y de prueba de buena fe” con ocasión de haber salido de un proceso en el que se vio implicado por las posesiones diabólicas que años antes había habido en el referido convento. Se trataría de una simbólica penitencia como castigo por su intervención en los hechos. El conde-duque En el marco de la Guerra de los Treinta años, tropas francesas sitiaron la plaza fortificada y fronteriza de Fuenterrrabía. Olivares hizo un gran esfuerzo para reclutar efectivos que le permitieran desalojar a los invasores, lo que finalmente consiguió. Después de que los franceses huyeran, el conde-duque se apresuró a cosechar los frutos de la única victoria militar que podía presentar como propia. El rey reconoció el triunfo personal de su valido y declaró que todos los años, en el aniversario de la victoria, Olivares y sus descendientes serían invitados a comer a la mesa real, orden que selló con un brindis en una copa de oro por el “liberador de la patria”. Es posible que con este motivo se encargara a Velázquez la realización de este retrato del conde-duque.

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El artista muestra a Olivares a lomos de un caballo alazán, con las manos alzadas, honor generalmente reservado a los monarcas y que muestra el poder que alcanzó el conde-duque. El valido parece estar al frente de un contingente militar que va a entrar en una batalla el fragor de la cual se puede intuir a lo lejos y mira al espectador como para asegurarse de que sea testigo de su hazaña. Gaspar de Guzmán se muestra visto desde abajo, con lo que parece más esbelto y mejora la imagen de cuerpo macizo y más bien torpe con que aparece en los anteriores retratos de Velázquez. El pintor hubo de esmerarse especialmente, pues Olivares era el máximo cargo político

del país después del monarca y le había apoyado desde sus inicios en la corte. El valido se cubre con un sombrero de ala ancha emplumado y lleva la banda de general. En la mano sostiene un bastón de mariscal con el que señala la dirección de la batalla. Viste una reluciente y adamasquinada armadura negra y pantalones de montar con bordados de oro. V. Italia 1648-1651

Segundo viaje a Italia, en busca de cuadros y de ascenso social Velázquez partió de nuevo hacia Italia en noviembre de 1648. En esta ocasión su viaje tenía dos misiones: una oficial, la de obtener pinturas y esculturas para decorar las nuevas salas del Alcázar; y otra, personal, la de conseguir ser nombrado caballero de una orden militar. El encargo de Felipe IV para que fuera a buscar objetos con los que decorar su palacio se enmarcaba dentro del interés creciente del monarca en que el pintor le asesorara en coleccionismo y exhibición de obras de calidad. Pero esta nueva faceta supuso para el artista la pérdida de la dedicación exclusiva a la pintura. Pero esta nueva función del pintor como decorador real empezó mucho antes del segundo viaje a Italia. A partir de 1640 se constata un notable descenso

Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo c. 1638. Museo del Prado

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cuantitativo de su producción artística. Palomino23 ofreció una primera explicación de este hecho por las crecientes responsabilidades de Velázquez al servicio de la casa real, que le arrebataban el tiempo antes dedicado a la pintura. Entre aproximadamente 1630 y el final de su reinado, Felipe adquirió una extraordinaria cantidad de cuadros, muchos de los cuales eran obras maestras. A mediada que la colección crecía el monarca se iba interesando por el modo de exhibirla, circunstancia que afectó de forma decisiva a la orientación de la carrera del pintor sevillano. Quedó constancia en numerosos documentos de que el pintor dedicaba una atención cada vez mayor a su actividad de decorador de la corte. Respecto a los motivos que pudieron inducir a Velázquez a tomar un camino que le alejaba del arte de la pintura, los datos de que se disponen ofrecen una explicación. Es evidente que el pintor sabía muy bien lo que hacía. Trataba de ascender en la jerarquía del servicio a la corona. En su intento de conciliar las exigencias, con frecuencia contradictorias, que le planteaba su deseo de que se le considerara a la vez un gran caballero y un gran artista en esta época dio prioridad a la primera opción. Sus esfuerzos para alcanzar una meta más prosaica que el reconocimiento del valor de su obra le llevaron, en Roma, a intentar obtener el apoyo del Vaticano a su pretensión de pertenecer a una orden militar española. Habida cuenta de su profesión de pintor, su deseo de alcanzar tal honor es significativo por cuanto que las tres órdenes militares existentes, Alcántara, Calatrava y Santiago, eran bastiones de los privilegios aristocráticos. A pesar de la ampliación de los títulos de nobleza propiciada durante el reinado de Felipe IV, y del consiguiente suavizamiento de los antes inflexibles criterios de admisión, la pertenencia a una de estas órdenes seguía considerándose como un sello de nivel social y de prestigio. Los deseos de Velázquez al respecto revelan lo mucho a que aspiraba, y constituyen los primeros pasos de un gran esfuerzo por acceder a los escalones superiores de una sociedad cuyas puertas estaban, por lo general, cerradas a los artistas. En este contexto hay que enmarcar los dos retratos que hizo al papa Inocencio X, que había sido nuncio en España y era conocido de Velázquez. Este papa tuvo una importante aportación a la España de la época porque corrigió la política antiespañola y favorable a Francia de su antecesor, Urbano VIII, como se ha dicho anteriormente. Como indica con claridad una carta que escribió el cardenal Panciroli al nuncio en Madrid el 17 de diciembre de 1650, el Vaticano apoyaba de buen grado, y con todas sus fuerzas, las pretensiones del pintor. Velázquez, dice el texto de la carta, ha demostrado su extraordinario mérito en el retrato de Su Santidad. El motivo de la misiva no es otro, por consiguiente, que expresar su apoyo a los deseos del artista. Merece la pena señalar que Panciroli apoyaba a Velázquez por el mismo motivo por el que se le rechazaba en España, por su talento artístico.

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PALOMINO, Antonio A. Vida de don Diego Velázquez de Silva, págs. 45-46. Madrid: Ediciones Akal,

2008

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Cuando consideró que ya había hecho su trabajo en el Vaticano, Velázquez se ocupó de la otra tarea que le había llevado a Italia, la adquisición de cuadros para el rey. Antonio, el hijo ilegítimo Pero la estancia romana de Velázquez, pese a haber superado los límites temporales que el rey Felipe IV había dispuesto, no fue lo suficientemente larga como para que el pintor pudiera ver concluidas las esculturas que había encargado. El 17 de febrero de 1650, el rey escribía a su embajador en Roma, el VII duque del Infantado, transmitiéndole la orden de que Velázquez regresase a España a finales de mayo o principios de junio de ese mismo año, orden que no fue respetada por el maestro. A Velázquez no sólo le retenían en Roma la misión que le había encargado el monarca y su pasión por el arte, sino también asuntos personales. El pintor mantuvo en aquella estancia una relación amorosa, probablemente con una viuda llamada Marta, de la que nació el único hijo ilegítimo que se le conoce, un niño llamado Antonio24. También Juan de Córdoba, el agente con el que el pintor gestionaba la realización de las esculturas para Felipe IV, asumió una cierta responsabilidad sobre este niño tras la marcha de Velázquez. El 13 de noviembre de ese año Córdoba se encargó en Roma de retirar legalmente la tutela del niño Antonio Velázquez a la viuda Marta, quizá su madre o puede que tan sólo su cuidadora, decisión drástica motivada, al parecer, por considerar que el pequeño no estaba recibiendo los cuidados oportunos. La estudiosa de Velázquez Jennifer Montagu que buscó infructuosamente un registro bautismal de este niño, igual que intentó sin éxito identificar a la madre. Tampoco encontró más referencias del pequeño por lo que llegó a la conclusión que el niño debió morir durante su infancia. El pintor regresó a Madrid a finales de junio de 1651. VI. Madrid 1651-1660

La Venus del espejo La aparición de un desnudo en el arte español del siglo XVII tiene mucho de extraordinario, no solo en las producciones de Velázquez, sino en todo el arte español. Ello no significa que estuvieran prohibidas las representaciones de mujeres desnudas. Se sabe que el pintor sevillano realizó otras tres versiones del tema, aunque ninguna de ellas ha llegada hasta el presente.

24

MONTAGU, Jennifer. Velázquez Marginalia: his slave Juan de Pareja and his illegitimate son

Antonio, págs. 683-685. The Burlington Magazine, nº 125. London: 1983, [en línea]

<http://www.jstor.org/discover/10.2307/881386?uid=3737952&uid=2134&uid=4576380777&uid=2&uid

=70&uid=3&uid=4576380767&uid=60&sid=21101527709657> [Consulta: 6 diciembre 2012]

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Coleccionistas españoles de la época adquirieron obras similares de artistas extranjeros anteriores y contemporáneos. El interés por el desnudo femenino, no obstante, se limitó en gran medida a la corte y a la producción de pintores extranjeros, en especial de Tiziano y Rubens25. En esta composición Velázquez combina dos asuntos tradicionales fundiéndolos en uno. Por una parte, el aseo de Venus, tema sobre el que antes que él habían realizado obras numerosos autores como Giovanni Bellini (Mujer desnuda frente a un espejo, 1515) Tiziano (Venus

25

SÁNCHEZ CANTÓN, Francisco J. La Venus del espejo, en Archivo Español de Arte, tomo 33, págs.

137-140. Madrid, 1960

El tocador de Venus o La Venus del espejo c. 1644-50. National Gallery. Londres

Giovanni Bellini. Mujer desnuda frente a un espejo 1515. Kunsthistorisches Museum, Viena

Tiziano. Venus con un espejo c. 1555. National Gallery of Art. Washington

Veronese. Venus con un espejo c. 1560. Joslyn Art Museum, Omaha, Nebraska

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con un espejo, c. 1555), Veronese (Venus con un espejo, c. 1560), Rubens (Venus y cupido, c. 1606-1611, y Venus del espejo, c. 1614) y Simon Vouet (El aseo de Venus, c. 1628) también innumerables representaciones de mujeres tumbadas en vista posterior, algunas de las cuales pudo probablemente conocer el artista. Sin embargo la mayoría de las fuentes de que pudo disponer Velázquez parecen insípidas al compararlas con este lienzo. La razón se encuentra en la irresistible belleza del cuerpo de Venus. La figura es inequívocamente palpable. El realzado sentido de la realidad altera sutil pero definitivamente, mediante un

estímulo de la imaginación, la relación que se establece entre el asunto y el espectador. No menos importante es la perfecta consonancia entre forma y técnica. La tersura y la tonalidad rosada y cremosa de las carbonaciones se hacen resaltar mediante la tela o colcha azul grisáceo sobre la que se reclina la diosa, mientras que los tonos más cálidos del fondo sugieren un escenario íntimo y reservado. Velázquez intensifica también el cargado erotismo de la pintura por otros medios. Por ejemplo, mostrando en su totalidad la parte posterior de la figura, pero revelando solo parcialmente, en el espejo, la vista frontal. Sin embargo evita con habilidad un grado excesivo de inmodestia alterando arbitrariamente la imagen reflejada, pues si hubiera seguido las leyes de la reflexión el espejo habría revelado no el rostro, sino otra zona de la anatomía de la diosa. Todos estos factores producen la impresión de que se trata de una estancia privada a la que ha tenido acceso una persona que tiene la ocasión de dar satisfacción a sus sentidos chafardeando. Jonathan Brown cree que la mujer retratada pudiera ser la esposa de Gaspar de Haro, Antonia María de la Cerca, hija del duque de Medinacelli, mujer de renombrada belleza, aunque el pintor hizo todo lo posible por evitar cualquier comparación entre su

figura y una mujer real, difuminando los rasgos que se reflejan en el espejo. Pero Haro era un reputado libertino y adúltero, relacionado con actrices y prostitutas, en las que arruinó su salud. El cuadro se inventarió en la casa de Gaspar de Haro, donde se encontraba instalado en el techo de una habitación. Un emplazamiento tan poco ortodoxo confirma en cierto modo su significación estrictamente erótica. López-Rey destaca las sábanas oscuras, sobre las que

Rubens. Venus y cupido c. 1606-1611 Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

Rubens. Venus del espejo c. 1614. Sammlungen des Fürsten. Liechtenstein

Simon Vouet. El aseo de Venus c. 1628. Cincinnati Art Museum

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está tendida Venus26. Recuerda que las sábanas oscuras eran algo escandaloso para la época, como demuestra que una actriz española del siglo XVII provocara un escándalo cuando se supo que usaba sábanas de tafetán negro en la cama. En 1914 Venus ante el espejo sufrió siete cortes en un atentado con una pequeña hacha que llevó a cabo Mary Richardson, una sufragista canadiense que declaró que había actuado en solidaridad con la líder del movimiento a favor del voto femenino que se encontraba en huelga de hambre27. Mariana de Austria, la sobrina y segunda esposa de Felipe IV Cuando en 1644 falleció la esposa del rey, Isabel de Borbón, el monarca no tenía ningún deseo de volverse a casar. Se sentía seguro con su heredero, el príncipe Baltasar Carlos, y se consolaba de su viudedad con devaneos amorosos con mujeres de toda condición. Pero la muerte del heredero (1646), a consecuencia de unas viruelas, cuando tenía 16 años, trastoca sus planes. Ante la falta de descendencia masculina, Felipe decide casarse de nuevo. Mariana de Austria, hija del emperador Fernando III, estaba destinada a casarse con el príncipe heredero de España, su primo Baltasar Carlos. Pero al morir el joven, el emperador la ofrece a Felipe IV. Con 14 años se casa con su tío, que tenía 44. Amante del lujo y de las diversiones, convivía con su hijastra María Teresa, que además era su prima hermana y con la que solo se llevaba cinco años. Más tarde María Teresa sería la reina de Francia por su boda con Luis XIV.

26

LÓPEZ-REY, José. Velázquez. La obra completa, pág. 156. París: Taschen, Wildenstein Institute,

1998. ISBN 3-8228-7561-9 27

GAMBONI, Dario. The destruction of art: iconoclasm & vandalism since the french revolution.

London: Reaktion Books, 1997.[en línea] <http://books.google.es/books?id=60ba0VmXVM8C&printsec

=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q=venus&f=false> [Consulta: 6

diciembre 2012]

La reina Mariana de Austria 1652-53. Museo del Prado. Madrid

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La reina vivió alegre los primeros años en España, pero su carácter se agrió con el tiempo porque no soportaba las infidelidades de su esposo. Su retrato es uno de los más suntuosos que hizo Velázquez. La reina está colocada en el marco habitual y en la postura establecida para los retratos de corte, una mano apoyada en un sillón y la otra caída y sosteniendo un enorme pañuelo. Aunque la pose es sencilla, la rigidez del traje le da un aire majestuoso y un tono solemne y grave. El vestido, una auténtica coraza que le impide cualquier movimiento, está compuesto de sayo y basquiña en negro, posiblemente terciopelo, con galones de plata. La falda llega a la exageración con el guardainfante, llamado así porque permitía ocultar los embarazos, un auténtico andamiaje para sostener la enorme basquiña. Se trata de una serie de aros cosidos a una enagua de tela o un par de armazones de metal o de ballena que se colocan a los lados de la cadera. El cuerpo, o sayo vaquero, es ajustado hasta la cintura y amplio en las haldetas. Tiene varias ballenas cortas alrededor y una más larga por delante, bajando en punta. Las mangas son dobles, unas perdidas o colgantes, abiertas de arriba abajo, y otras estrechas y con aberturas. Cubriendo el escote lleva un cuello tipo valona formado por abanicos verticales de tela fina. El colorido juega solo con cuatro tonos, negro, plata, rojo y blanco, que le dan un aire armonioso y elegante. Luce la peluca de corte con la misma forma que el guardainfante. Se hacía sobre un armazón plano de alambre encima del cual se colocaban pequeñas trenzas y guedejas sujetadas con joyas, rosetas de gasa roja y plumas tintadas. La cara está maquillada en blanco con colorete rojo en las mejillas, según la moda del momento. Lleva pulseras adornadas con lazos de gasa roja, sortijas y dos cadenas: el collar de pecho, cosido al cuello de gasa, y el collar de hombros, sujeto por un joyel de pecho. Detrás de ella hay un reloj de torrecilla que actúa como símbolo de la vanidad del mundo y alusión a las muertes de los hijos, al rey envejecido y achacoso, a los desastres políticos y a las grandes pérdidas territoriales28.

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BANDRÉS, págs. 312 a 321

El guardainfante

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La lucha por la hidalguía Como ha quedado dicho, en sus últimos años, y como medio para elevar su condición en la corte, Velázquez se apartó de la pintura en beneficio del servicio personal del rey. En lo que al monarca se refiere, esta estrategia alcanzó un éxito completo. Pero, como puede comprobarse en la documentación de sus intentos de ser admitido en la Orden de Santiago, los nobles no estaban convencidos de los méritos que le asistían para optar a la paridad con ellos. Aunque el deseo del pintor de pertenecer a una orden militar salió a la luz en 1650, cuando trató de conseguir el apoyo del secretario de estado pontificio, la necesaria designación real no se produjo hasta el 6 de junio de 1658. Las designaciones de candidatos las examinaba el Consejo de Órdenes Militares, y estaban sujetas a una investigación de la genealogía y condición social de los aspirantes. Las normas proscribían explícitamente a aquellos "que hubieran usado, o sus padres, o abuelos, por sí o por otros, oficios mecánicos, o viles aquí declarados. Y oficios viles y mecánicos se entienden platero o pintor, que lo tenga por oficio, bordador, canteros, mesoneros, taberneros, escribanos, que no sean secretarios del rey..." Esta normativa habla con contundencia de la condición social de que disfrutaba la pintura en la España del siglo XVII, y explica por qué Velázquez, deseoso como estaba de conseguir el rango de miembro de la nobleza, tuvo que hacer frente a un conflicto entre el talento propio y la jerarquía de la corte. La investigación de las credenciales del sevillano se inició en noviembre de 1658 y concluyó el 14 de febrero de 1659. Durante ese período se tomaron numerosas declaraciones en Madrid y Sevilla y en varias poblaciones situadas a lo largo de la frontera hispanoportuguesa, en las proximidades de la localidad en que habían vivido los antepasados del artista. Un total de 148 testigos declararon que descendía de linaje noble, lo que parece que era cierto, y que nunca había aceptado dinero por sus lienzos, lo que era manifiestamente falso. Dos semanas después, tras tomar en consideración los testimonios, el Consejo rechazo la petición basándose en la "no probada nobleza" del candidato. El veredicto debió de ser un duro golpe para artista; los intentos de realzar su prestigio habían tenido un humillante desenlace. Pero no tenía otra alternativa que seguir luchando. Según las normas se necesitaba en ese caso una dispensa papal que le excusara de la no probada nobleza. La obtuvo del rey y la presentó al Consejo, el cual, firme en su decisión de impedir la entrada de un pintor en las filas de la nobleza, descubrió un nuevo fallo en su genealogía. Entonces se requirió de nuevo la intervención de la Santa Sede, tras la cual obtuvo al fin, y doblemente, lo que deseaba: el rey le concedió la hidalguía, y fue admitido en la Orden de Santiago el 28 de noviembre de 1658, menos de dos años antes de su muerte.

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El desafío de la araña Otro cuadro importante para entender el reclamo de Velázquez a ascender socialmente e igualar a personas situadas muy por encima suyo en la escala social es el cuadro conocido como Las hilanderas, pero que en realidad se denomina La fábula de Aracne. La obra está basada en el mito de Aracne, que se describe en el libro sexto de Las Metamorfosis de Ovidio. La escritora e historiadora del arte inglesa Enriqueta Harris29 fue la primera en asociar esta pintura de Velázquez con el mito de Aracne, aunque creyó erróneamente que las figuras de Aracne y Minerva formaban parte del tapiz y que el conjunto de la composición era una escena de género que tenía lugar en una fábrica de tapices. La identificación correcta la realizaron por separado Charles de Tolnay30 y Diego Angulo Íñiguez31 en 1948 y 1949. En este cuadro Velázquez representó un episodio de la competición mitológica celebrada entre Minerva y una mortal. Aracne era una tejedora excepcional, pero cometió la temeridad de asegurar que era capaz de tejer como una diosa. Cuando estas palabras llegaron a oídos de Minerva, la diosa se enfureció. Disfrazada de anciana se presentó en el taller de Aracne pidiendo que se retractara. Pero la joven tejedora se negó y retó a un duelo a la misma Minerva, estuviese donde estuviese. Entonces Minerva se quitó el disfraz de vieja y aceptó el duelo. La diosa y la mortal iniciaron el duelo. Aracne se permitió la audacia de representar en su tapiz una aventura amorosa de Júpiter, el padre de Minerva, con las mortales. Al final, quedó claro que la obra de Aracne era superior a la de Minerva. La diosa montó en cólera y agredió a su rival. Esta, asustada, se colgó de una viga del taller. Minerva, compadecida, la salvó de morir ahorcada, pero la condenó a vivir colgada del techo, tejiendo sin parar. Velázquez traduce el texto de Ovidio de un modo singular por cuanto que evita la conclusión de la historia, el episodio en que Minerva convierte a Aracne en una araña. La acción que recoge el pintor es el momento en que acaba la competición. En el fondo de la escena se halla la clave interpretativa del

29

HARRIS, Enriqueta. The Prado: treasure house of the Spanish royal collections, pág. 85. London,

New York: 1938 30

TOLNAY, Charles de. Velázquez, Las hilanderas and Las meninas, an interpretacion, págs. 21-38.

Gazette des Beaux-Arts, XXXV. París, 1949 31

ANGULO ÍÑIGUEZ, Diego, Las hilanderas, en Archivo Español de Arte I. XXI, nº 81, págs. 1-19

Madrid, 1948

La fábula de Aracne o Las Hilanderas c. 1644-58. Museo del Prado. Madrid

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cuadro: un tapiz basado en el rapto de Europa de Tiziano. Al insertar el lienzo de Tiziano, Velázquez está comparando a Tiziano con Aracne, está diciendo que este pintaba como los dioses. Al mismo tiempo está diciendo que si Carlos V había nombrado a Tiziano caballero de la Espuela de Oro, Felipe IV podía hacer lo mismo con su persona. Una calculada petición de reconocimiento social por parte de un artista ambicioso. Las Meninas Las Meninas es el cuadro más famoso de Velázquez y, al mismo tiempo, el que más interpretaciones ha generado. El papel protagonista del cuadro lo tiene la infanta Margarita, aunque no es claramente el asunto único de la composición. Al fondo, reflejados en un espejo, aparecen los reyes, Mariana de Austria y Felipe IV. Con el pincel en la mano se ve a Velázquez, el autor del cuadro, autorretratado. Al lado de la infanta se encuentran dos meninas (niñas en portugués), nombre que se daba a las damas que servían a la reina o a las infantas. Son María Agustina Sarmiento de Sotomayor, a la izquierda, e Isabel de Velasco, a la derecha. La primera fila la completan la enana Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, un enano que está a punto pisar a un perro. De los dos personajes situados en segundo plano solo está identificada la mujer, Marcela de Ulloa. El hombre a su lado es un guardadamas de nombre desconocido. Al fondo del cuadro, en una actitud indefinida en las escaleras, se encuentra José Nieto. La interpretación más aceptada es que la infanta Margarita y su séquito se encuentran en el estudio del pintor a dónde han ido para ver como este retrata a la pareja real. Otros consideran, al contrario, que la escena representa el momento de la entrada de los reyes en la habitación donde Velázquez está pintando un cuadro. Ante la entrada de los monarcas, las seis figuras del primer plano reaccionan cada una a su manera. Unas mirando a los recién llegados y otras, que aún no se han dado cuenta de la llegada de los monarcas, siguen con lo que estaban haciendo. Michael Foucault sugiere que el cuadro se pintó pensando en su contemplación por el público en general, como si hubiera estado igual que hoy en un museo, una forma novedosa en aquel momento de integrar al espectador en la obra. Pero Brown considera que esta teoría no es aceptable porque cree que el cuadro fue creado como una obra privada, dirigido a un público compuesto por una sola persona, Felipe IV. El papel de la imagen de los monarcas reflejada en el espejo del fondo del cuadro ha dado mucho que hablar. Las discrepancias se centran en si el espejo refleja un trozo del lienzo que Velázquez está pintando o si la imagen

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reflejada es la de auténtica de los reyes que estarían fuera del cuadro, junto al espectador. Se cree que la idea del espejo la tomó Velázquez del cuadro de Jan van Eyck Giovanni Arnolfini y su esposa o El matrimonio Arnolfini (1434). Por lo que respecta al autorretrato del artista incluido en Las Meninas, Palomino considera que es la declaración de Velázquez de su derecho a la inmortalidad, un derecho que se apoyaba no solo en que era la más perfecta de las pinturas, sino también, y tal vez sobre todo, en el hecho de que el artista aparecía en ella en compañía de la princesa real y, más indirectamente, de los

La familia de Felipe IV o Las Meninas 1656-57. Museo del Prado. Madrid

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dos monarcas. Así el cuadro compendiaba la inmutable convicción cortesana que el acceso a la familia real podía asegurar la fama eterna. Algunos estudiosos aseguran que Velázquez se pinta en Las meninas en un homenaje a su admirado Rubens, ya que los cuadros que cuelgan al fondo en la pintura del español son réplicas de obras de Rubens. Palomino afirma que tras la muerte del artista el rey ordenó que se añadiera a su autorretrato la cruz de Santiago. Algunos llegaron a decir que el rey mismo la pintó. Sin embargo, el examen del lienzo tras la limpieza a que fue sometido en 1984 indica que la pincelada de la cruz está uniformizada con el resto de la superficie. Por tanto, es posible que el mismo Velázquez la añadiera dos o tres años después de acabar el cuadro, tras su nombramiento como caballero de la orden, en 1658. El atuendo de la infanta, las meninas y la enana son del mismo corte: sayos vaqueros sobre basquiñas-sayas, sostenidas por verdugados y guardainfantes. Margarita lleva el mismo traje con el que el pintor la había retratado poco antes, un vaquerillo de seda brocada, con el cuerpo del sayo abierto por delante y abrochado con pequeños botones de pasamanería. Es muy rígido porque va forrado, igual que las faldetas, con crinolina. Lleva mangas acuchilladas que dejan asomar las de la camisa. Las sisas están rematadas con alerillos adornados con encajes negros. La basquiña es con guardainfante, un artilugio especialmente incómodo para una niña de tan corta edad. Luce en el escote una rosa de pecho o joyel rico, cosida al vestido, y una rosa de pelo con lazo textil. Ambas son de filigrana y porcelana, nombre que se daba al esmalte pintado32. Las meninas llevan el mismo tipo de vestido con guardainfante. María Agustina (la de la izquierda) usa un sayo de raso de seda claro, con mangas acuchilladas de doble puño, en blanco y basquiña oscura adornada con galones. Isabel lleva sayo y basquiña de seda gris con tiras incrustadas en color claro, mangas también acuchilladas con puños de encaje negros. María Bárbola, la enana, viste un sayo largo de terciopelo con galones de plata, largueando costuras, delantes y bajos. Esta combinación de colores era muy habitual en la corte ya que la reina Mariana los lleva en otro cuadro pintado en 1652 y lo llevará también Margarita en uno de 1659.

32

BANDRÉS, págs. 354-361

Jan van Eyck. El matrimonio Arnolfini. 1434. National Gallery. Londres

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Nicolasillo lleva un coleto largo sin mangas, con valona de seda y calzas e terciopelo rojo con encintados. Marcela de Ulloa lleva un monjil, el tipo de hábito que solían llevar las viudas, parecido al de las monjas. Aunque los modelos femeninos son ostentosos, no puede decirse lo mismo de los masculinos, que son severos. Tanto el rey, como el pintor y el aposentador José Nieto (en la puerta del fondo) llevan trajes negros de formas austeras al uso español. Visten terno compuesto por jubón, ropilla con golilla, calzas estrechas y capa española. Por lo que respecta a los peinados, Velázquez se recreó en el peinado de la niña, con bucles rubios y naturales, haciendo resaltar su candidez. Las damas llevan el pelo natural con adornos de gasa en forma de mariposa.

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Conclusión La carrera de Velázquez gira en torno a una gran aspiración, que es su ascenso social. El pintor albergó dos ambiciones extraordinarias, pero mutuamente excluyente. Una era que se le considerara un gran pintor; la otra, que vieran en él a un gran caballero. En la rígida y jerarquizada corte de Felipe IV, en la que los pintores ocupaban un lugar de baja categoría social, la satisfacción de una de esas dos ambiciones entabló una lucha a muerte con la satisfacción de la otra. En última instancia Velázquez halló el único camino por el que podía resolver el dilema: se dedicó a servir al rey, la única persona que podía favorecer y conciliar al tiempo sus aspiraciones artísticas y sus aspiraciones sociales. Pero esta solución no dejaba de tener contrapartidas. Velázquez tuvo que robarle energías a la práctica de la pintura para entregárselas a las obligaciones de la casa del rey. Ayudando al rey a cuidar sus colecciones y a decorar sus palacios, Velázquez halló la forma de ser un artista y un caballero. Naturalmente ello exigió un compromiso, pero ¿acaso no consiste precisamente en eso la esencia del servicio real, con su respeto a la autoridad, su ejercicio de la moderación y su fiel cumplimiento del deber como medios de obtener honores, privilegios y riqueza? Velázquez acabó por conseguir todas esas recompensas, y debemos aceptar que para él la fama y la fortuna bien valían el sacrificio de parte de su tiempo para pintar. Pero fue el tiempo lo único que sacrificó a sus ambiciones. Obligado por las consecuencias de su elección a pintar solo unos pocos cuadros durante las últimas décadas de su vida, integró todos y cada uno de ellos en la búsqueda de su meta personal como artista: redefinir el medio en el que era el primer e inigualado maestro.

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Bibliografía

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Madrid, 1948

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