Viaje al centro de la Tierra - One More Library

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Viaje al centro de la Tierra Julio Verne

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Viaje al centro dela Tierra

Julio Verne

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Capítulo I

El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío,el profesor Lidenbrock, regresó precipitada-mente a su casa, situada en el número 19 de laKönig-strasse, una de las calles más antiguasdel barrio viejo de Hamburgo.

Marta, su excelente criada, se azaró deun modo extraordinario, creyendo que se habíaretrasado, pues apenas si empezaba a cocer lacomida en el hornillo.

“Bueno” pensé para mí, “si mi tío vienecon hambre, se va a armar la de San Quintínporque dificulto que haya un hombre de menospaciencia.”

—¡Tan temprano y ya está aquí el señorLidenbrock! —exclamó la pobre Marta, llena deestupefacción, entreabriendo la puerta del co-medor.

—Sí, Marta; pero tú no tienes la culpa deque la comida no esté lista todavía, porque aún

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no son las dos. Acaba de dar la media en SanMiguel.

—¿Y por qué ha venido tan pronto elseñor Lidenbrock?

—Él nos lo explicará, probablemente.

—¡Ahí viene! Yo me escapo. Señor Axel,hágale entrar en razón.

Y la excelente Marta se marchó presuro-sa a su laboratorio culinario, quedándome yosolo.

Pero, como mi carácter tímido no es elmás a propósito para hacer entrar en razón almás irascible de todos los catedráticos, me dis-ponía a retirarme prudentemente a la pequeñahabitación del piso alto que me servía de dor-mitorio, cuando giró sobre sus goznes la puertade la calle, crujió la escalera de madera bajo elpeso de sus pies fenomenales, y el dueño de lacasa atravesó el comedor, entrando presurosoen su despacho, colocando, al pasar, el pesado

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bastón en un rincón, arrojando el mal cepilladosombrero encima de la mesa, y diciéndome contono imperioso:

—¡Ven, Axel!

No había tenido aún tiempo material demoverme, cuando me gritó el profesor conacento descompuesto:

—Pero, ¿qué haces que no estás aquí ya?

Y me precipité en el despacho de miirascible maestro. Otto Lidenbrock no es malapersona, lo confieso ingenuamente; pero, comono cambie mucho, lo cual creo improbable, mo-rirá siendo el más original e impaciente de loshombres.

Era profesor del Johannaeum, dondeexplicaba la cátedra de mineralogía, enfure-ciéndose, por regla general, una o dos veces encada clase. Y no porque le preocupase el deseode tener discípulos aplicados, ni el grado deatención que éstos prestasen a sus explicacio-

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nes, ni el éxito que como consecuencia de ella,pudiesen obtener en sus estudios; semejantesdetalles le tenían sin cuidado. Enseñaba subjun-tivamente, según una expresión de la filosofíaalemana; enseñaba para él, y no para los otros.Era un sabio egoísta; un pozo de ciencia cuyapolea rechinaba cuando de él se quería sacaralgo. Era, en una palabra, un avaro.

En Alemania hay algunos profesores deeste género.

Mi tío no gozaba, por desgracia, de unagran facilidad de palabra, por lo menos cuandose expresaba en público, lo cual, para un ora-dor, constituye un defecto lamentable. En susexplicaciones en el Johannaeum, se detenía a lomejor luchando con un recalcitrante vocabloque no quería salir de sus labios; con una deesas palabras que se resisten, se hinchan y aca-ban por ser expelidas bajo la forma de un taco,siendo éste el origen de su cólera.

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Hay en mineralogía muchas denomina-ciones, semigriegas, semilatinas, difíciles depronunciar; nombres rudos que desollarían loslabios de un poeta. No quiero hablar oral deesta ciencia; lejos de mí profanación semejante.Pero cuando se trata de las cristalizacionesromboédricas, de las resinas retinasfálticas, delas selenitas, de las tungstitas, de los molibda-tos de plomo, de los tunsatatos de magnesio yde los titanatos de circonio, bien se puede per-donar a la lengua más expedita que tropiece yse haga un lío.

En la ciudad era conocido de todos estebien disculpable defecto de mi tío, que muchosdesahogados aprovechaban para burlarse de él,cosa que le exasperaba en extremo; y su furorera causa de que arreciasen las risas, lo cual esde muy mal gusto hasta en la misma Alemania.Y si bien es muy cierto que contaba siempre congran número de oyentes en su aula, no lo esmenos que la mayoría de ellos iban sólo a di-vertirse a costa del catedrático.

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Como quiera que sea, no me cansaré derepetir que mi tío era un verdadero sabio. Auncuando rompía muchas veces las muestras deminerales por tratarlos sin el debido cuidado,unía al genio del geólogo la perspicacia delmineralogista. Con el martillo, el punzón, labrújula, el soplete y el frasco de ácido nítrico enlas manos, no tenía rival. Por su modo de rom-perse, su aspecto y su dureza, por su fusibili-dad y sonido, por su olor y su sabor, clasificabasin titubear un mineral cualquiera entre lasseiscientas especies conque en la actualidadcuenta la ciencia.

Por eso el nombre de Lidenbrock goza-ba de gran predicamento en los gimnasios yasociaciones nacionales. Humphry Davy, deHumboldt y los capitanes Franklin y Sabine nodejaban de visitarle a su paso por Hamburgo.Becquerel, Ebejmen, Brewster, Dumas y Milne-Edwards solían consultarle las cuestiones máspalpitantes de la química. Esta ciencia le eradeudora de magníficos descubrimientos, y, en

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1853, había aparecido en Leipzig un Tratado deCristalografía Trascendental, por el profesor OttoLidenbrock, obra en folio, ilustrada con nume-rosos grabados, que no llegó, sin embargo, acubrir los gastos de su impresión.

Además de lo dicho era mi tío conser-vador del museo mineralógico del señor Struve,embajador de Rusia, preciosa colección quegozaba de merecida y justa fama en Europa.

Tal era el personaje que con tanta impa-ciencia me llamaba. Imaginaos un hombre alto,delgado, con una salud de hierro y un aspectojuvenil que le hacía aparentar diez años menosde los cincuenta que contaba. Sus grandes ojosgiraban sin cesar detrás de sus amplias gafas;su larga y afilada nariz parecía una lámina deacero; los que le perseguían con sus burlas de-cían que estaba imanada y que atraía las lima-duras de hierro. Calumnia vil, sin embargo,pues sólo atraía al tabaco, aunque en granabundancia, dicho sea en honor de la verdad.

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Cuando haya dicho que mi tío caminabaa pasos matemáticamente iguales, que medíacada uno media toesa de longitud, y añadidoque siempre lo hacía con los puños sólidamenteapretados, señal de su impetuoso carácter, loconocerá lo bastante el lector para no desear sucompañía.

Vivía en su modesta casita de König-strasse, en cuya construcción entraban por par-tes iguales la madera y el ladrillo, y que daba auno de esos canales tortuosos que cruzan elbarrio más antiguo de Hamburgo, felizmenterespetado por el incendio de 1842.

Cierto que la tal casa estaba un poco in-clinada y amenazaba con su vientre a los tran-seúntes; que tenía el techo caído sobre la oreja,como las gorras de los estudiantes de Tugend-bund; que la verticalidad de sus líneas no era lomás perfecta; pero se mantenía firme gracias aun olmo secular y vigoroso en que se apoyaba

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la fachada, y que al cubrirse de hojas, llegada laprimavera, la remozaba con un alegre verdor.

Mi tío, para profesor alemán, no dejabade ser rico. La casa y cuanto encerraba, eran desu propiedad. En ella compartíamos con él lavida su ahijada Graüben, una joven curlandesade diecisiete años de edad, la criada Marta y yo,que, en mi doble calidad de huérfano y sobrino,le ayudaba a preparar sus experimentos.

Confieso que me dediqué con gran en-tusiasmo a las ciencias mineralógicas; por misvenas circulaba sangre de mineralogista y nome aburría jamás en compañía de mis valiosospedruscos.

En resumen, que vivía feliz en la casitade la König-strasse, a pesar del carácter impa-ciente de su propietario porque éste, indepen-dientemente de sus maneras brutales, me pro-fesaba gran afecto. Pero su gran impaciencia nole permitía aguardar, y trataba de caminar másaprisa que la misma naturaleza.

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En abril, cuando plantaba en los potesde loza de su salón pies de reseda o de convól-vulos, iba todas las mañanas a tirarles de lashojas para acelerar su crecimiento.

Con tan original personaje, no tenía másremedio que obedecer ciegamente; y por esoacudía presuroso a su despacho.

Capítulo II

Era éste un verdadero museo. Todos losejemplares del reino mineral se hallaban rotu-lados en él y ordenados del modo más perfecto,con arreglo a las tres grandes divisiones que losclasifican en inflamables, metálicos y litoideos.

¡Cuán familiares me eran aquellas chu-cherías de la ciencia mineralógica! ¡Cuántasveces, en vez de irme a jugar con los mucha-chos de mi edad, me había entretenido en qui-tar el polvo a aquellos grafitos, y antracitas, yhullas, y lignitos y turbas! ¡Y los betunes, y re-

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sinas, y sales orgánicas que era preciso preser-var del menor átomo de polvo! ¡Y aquellos me-tales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valorrelativo desaparecía ante la igualdad absolutade los ejemplares científicos! ¡Y todos aquellospedruscos que hubiesen bastado para recons-truir la casa de la König-strasse, hasta con unabuena habitación suplementaria en la que mehabría yo instalado con toda comodidad!

Pero cuando entré en el despacho, esta-ba bien ajeno de pensar en nada de esto; mi tíosolo absorbía mi mente por completo. Se halla-ba arrellanado en su gran butacón, forrado deterciopelo de Utrecht, y tenía entre sus manosun libro que contemplaba con profunda admi-ración.

—¡Qué libro! ¡Qué libro! —repetía sincesar.

Estas exclamaciones me recordaron queel profesor Lidenbrock era también bibliómanoen sus momentos de ocio; si bien no había

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ningún libro que tuviese valor para él como nofuese inhallable o, al menos, ilegible.

—¿No ves? —me dijo—, ¿no ves? Es uninestimable tesoro que he hallado esta mañanaregistrando la tienda del judío Hevelius.

—¡Magnífico! —exclamé yo, con entu-siasmo fingido.

En efecto, ¿a qué tanto entusiasmo porun viejo libro en cuarto, cuyas tapas y lomoparecían forrados de grosero cordobán, y decuyas amarillentas hojas pendía un descoloridoregistro?

Sin embargo, no cesaban las admirativasexclamaciones del enjuto profesor.

—Vamos a ver —decía, preguntándosey respondiéndose a sí mismo—, ¿es un buenejemplar? ¡Sí, magnífico! ¡Y qué encuaderna-ción! ¿Se abre con facilidad? ¡Sí, permaneceabierto por cualquier página que se le deje! Pe-ro, ¿se cierra bien? ¡Sí, porque las cubiertas y las

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hojas forman un todo bien unido, sin separarseni abrirse por ninguna parte! ¡Y este lomo quese mantiene ileso después de setecientos añosde existencia! ¡Ah! ¡He aquí una encuaderna-ción capaz de envanecer a Bozerian, a Closs yaun hasta al mismo Purgold!

Al expresarse de esta suerte, abría y ce-rraba mi tío el feo y repugnante libraco; y yo,por pura fórmula, pues no me interesaba lomás mínimo:

—¿Cuál es el título de ese maravillosovolumen? —le pregunté con un entusiasmodemasiado exagerado para que no fuese fingi-do.

—¡Esta obra —respondió mi tío animán-dose— es el Heimskringla, de Snorri Sturluson,el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es lacrónica de los príncipes noruegos que reinaronen Islandia!

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—¡De veras! —exclamé yo, afectando ungran asombro—; ¿será, sin duda, alguna tra-ducción alemana?

—¡Una traducción! —respondió el pro-fesor indignado—. ¿Y qué habría de hacer yocon una traducción? ¡Para traducciones esta-mos! Es la obra original, en islandés, ese magní-fico idioma, sencillo y rico a la vez, que autori-za las más variadas combinaciones gramatica-les y numerosas modificaciones de palabras.

—Como el alemán —insinué yo conacierto.

—Sí —respondió mi tío, encogiéndosede hombros—; pero con la diferencia de que lalengua islandesa admite, como el griego, lostres géneros y declina los nombres propios co-mo el latín.

—¡Ah! —exclamé yo con la curiosidadun tanto estimulada—, ¿y es bella la impresión?

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—¡Impresión! ¿Pero cómo se te ocurrehablar de impresión, desdichado Axel? ¡Buenofuera! ¿Pero es que crees por ventura que setrata de un libro impreso? Se trata de un ma-nuscrito, ignorante, ¡y de un manuscrito rúniconada menos!

—¿Rúnico?

—¡Sí! ¿Vas a decirme ahora que te ex-plique lo que es esto?

—Me guardaría bien de ello —repliqué,con el acento de un hombre ofendido en suamor propio.

Pero, quieras que no, me enseñó mi tíocosas que no me interesaban lo más mínimo.

—Las runas —prosigue— eran unos ca-racteres de escritura usada en otro tiempo enIslandia, y, según la tradición, fueron inventa-dos por el mismo Odín. Pero, ¿qué haces, imp-ío, que no admiras estos caracteres salidos de lamente excelsa de un dios?

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Sin saber qué responder, iba ya a pros-ternarme, género de respuesta que debe agra-dar a los dioses tanto como a los reyes, porquetiene la ventaja de no ponerles en el compromi-so de tener que replicar, cuando un incidenteimprevisto vino a dar a la conversación otrogiro.

Fue éste la aparición de un pergaminograsiento que, deslizándose de entre las hojasdel libro, cayó al suelo.

Mi tío se apresuró a recogerlo con inde-cible avidez. Un antiguo documento, encerradotal vez desde tiempo inmemorial dentro de unlibro viejo, no podía menos de tener para él unelevadísimo valor.

—¿Qué es esto? —exclamó emocionado.

Y al mismo tiempo desplegaba cuidado-samente sobre la mesa un trozo de pergaminode unas cinco pulgadas de largo por tres de

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ancho, en el que había trazados, en líneastransversales, unos caracteres mágicos.

He aquí su facsímile exacto. Quiero dara conocer al lector tan extravagantes signos, porhaber sido ellos los que impulsaron al profesorLidenbrock y a su sobrino a emprender la ex-pedición más extraña del siglo XIX:

El profesor examinó atentamente, du-rante algunos instantes, esta serie de garabatos,y al fin dijo quitándose las gafas:

—Estos caracteres son rúnicos, no mecabe duda alguna; son exactamente iguales a

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los del manuscrito de Snorri Sturluson. Pero...¿qué significan?

Como las runas me parecían una inven-ción de los sabios para embaucar a los ignoran-tes, no sentí que no lo entendiese mi tío. Así, almenos, me lo hizo suponer el temblor de susdedos que comenzó a agitar de una maneraconvulsa.

—Sin embargo, es islandés antiguo —murmuraba entre dientes.

El profesor Lidenbrock tenía más razónque nadie para saberlo; porque, si bien no pose-ía correctamente las dos mil lenguas y los cua-tro mil dialectos que se hablan en la superficiedel globo. Hablaba muchos de ellos y pasabapor ser un verdadero políglota.

Al dar con esta dificultad, iba a dejarsellevar de su carácter violento, y ya veía yo veniruna escena desagradable, cuando dieron lasdos en el reloj de la chimenea.

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En aquel mismo momento, abrió Martala puerta del despacho, diciendo:

—La sopa está servida.

—¡El diablo cargue con la sopa —exclamó furibundo mi tío—, y con la que la hahecho y con los que se la coman!

Marta se marchó asustada; yo salí detrásde ella, y, sin explicarme cómo, me encontrésentado a la mesa, en mi sitio de costumbre.

Esperé algunos instantes sin que el pro-fesor viniera. Era la primera vez, que yo sepa,que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Yqué comida, Dios mío! Sopas de perejil, tortillade jamón con acederas y nuez moscada, solomi-llo de ternera con compota de ciruelas, y, depostre, langostinos en dulce, y todo abundan-temente regado con exquisito vino del Mosa.

He aquí la apetitosa comida que se per-dió mi tío por un viejo papelucho. Yo, a fuer de

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buen sobrino, me creí en el deber de comer porlos dos, y me atraqué de un modo asombroso.

—¡No he visto en los días de mi vidauna cosa semejante! —decía la buena Marta,mientras me servía la comida. ¡Es la primeravez que el señor Lidenbrock falta a la mesa!

—No se concibe, en efecto.

—Esto parece presagio de un graveacontecimiento —añadió la vieja criada, sacu-diendo sentenciosamente la cabeza.

Pero, a mi modo de ver, aquello lo quepresagiaba era un escándalo horrible que iba apromover mi tío tan pronto se percatase de quehabía devorado su ración.

Me estaba yo comiendo el último lan-gostino, cuando una voz estentórea me hizovolver a la realidad de la vida, y, de un salto,me trasladé del comedor al despacho.

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Capítulo III

—Se trata sin duda alguna de un escritonumérico decía el profesor, frunciendo el entre-cejo. Pero existe un secreto que tengo que des-cubrir, porque de lo contrario...

Un gesto de iracundia terminó su pen-samiento.

—Siéntate ahí, y escribe —añadió in-dicándome la mesa con el puño.

Obedecí con presteza.

—Ahora voy a dictarte las letras denuestro alfabeto que corresponden a cada unode estos caracteres islandeses. Veremos lo queresulta. ¡Pero, por los clavos de Cristo, cuida deno equivocarte!

Él empezó a dictarme y yo a escribir lasletras, unas a continuación de las otras, for-mando todas juntas la incomprensible sucesiónde palabras siguientes:

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mm.rnlls esreuel seecJdesgtssmf unteief niedrkekt,samn atrateS Saodrrnerntnael nuaect rrilSaAtvaar .nxcrc ieaabsCcdrmi eeutul frantudt,iac oseibo kediiY

Una vez terminado este trabajo me arre-bató vivamente mi tío el papel que acababa deescribir, y lo examinó atentamente durante bas-tante tiempo.

—¿Qué quiere decir esto? —repetía ma-quinalmente.

No era yo ciertamente quien hubierapodido explicárselo, pero esta pregunta no ibadirigida a mí, y por eso prosiguió sin detenerse:

—Esto es lo que se llama un criptogra-ma, en el cual el sentido se halla oculto bajoletras alteradas de intento, y que, combinadasde un modo conveniente, formarían una frase

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inteligible. ¡Y pensar que estos caracteres ocul-tan tal vez la explicación, o la indicación, cuan-do menos, de un gran descubrimiento!

En mi concepto, aquello nada ocultaba;pero me guardé muy bien de exteriorizar miopinión.

El profesor tomó entonces el libro y elpergamino, y lo comparó uno con otro.

—Estos dos manuscritos no estánhechos por la misma mano —dijo—; el cripto-grama es posterior al libro, tengo de ello la evi-dencia. En efecto, la primera letra es una dobleM que en vano buscaríamos en el libro de Stur-luson, porque no fue incorporada al alfabetoislandés hasta el siglo XIV. Por consiguiente,entre el documento y el libro median por laparte más corta dos siglos.

Esto me pareció muy lógico; no trataréde ocultarlo.

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—Me inclino, pues, a pensar —prosiguió mi tío—, que alguno de los poseedo-res de este libro trazó los misteriosos caracteres.Pero, ¿quién demonios sería? ¿No habría escritosu nombre en algún sitio?

Mi tío se levantó las gafas, tomó unapoderosa lente y pasó minuciosa revista a lasprimeras páginas del libro. Al dorso de la se-gunda, que hacía de anteportada, descubrióuna especie de mancha, que parecía un borrónde tinta; pero, examinada de cerca, se distingu-ían en ella algunos caracteres borrosos. Mi tíocomprendió que allí estaba la clave del secreto,y ayudado de su lente, trabajó con tesón hastaque logró distinguir los caracteres únicos que acontinuación transcribo, los cuales leyó de co-rrido:

—¡Arne Saknussemm! —gritó en son detriunfo— ¡es un nombre! ¡Un nombre irlandés,por más señas! ¡El de un sabio del siglo XVI! ¡Élde un alquimista célebre!

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Miré a mi tío con cierta admiración.

—Estos alquimistas —prosiguió—, Avi-cena, Bacán, Lulio, Paracelso, eran los verdade-ros, los únicos sabios de su época. Hicierondescubrimientos realmente asombrosos. ¿Quiénnos dice que este Saknussemm no ha ocultadobajo este ininteligible criptograma alguna sor-prendente invención? Tengo la seguridad deque así es.

Y la viva imaginación del catedrático seexaltó ante esta idea.

—Sin duda —me atreví a responder—;pero, ¿qué interés podía tener este sabio enocultar de ese modo su maravilloso des-cubrimiento?

—¿Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿Nohizo Galileo otro tanto cuando descubrió a Sa-turno? Pero no tardaremos en saberlo, pues nohe de darme reposo, ni he de ingerir alimento,

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ni he de cerrar los párpados en tanto no arran-que el secreto que encierra este documento.

“Dios nos asista” —pensé para mi capo-te.

—Ni tú tampoco, Axel —añadió.

—Menos mal —pensé yo—, que he co-mido ración doble.

—Y además —prosiguió mi tío—, espreciso averiguar en qué lengua está escrito eljeroglífico. Esto no será difícil.

Al oír estas palabras, levanté vivamentela cabeza. Mi tío prosiguió su soliloquio.

—No hay nada más sencillo. Contieneeste documento ciento treinta y dos letras, delas cuales, 53 son vocales, y 79, consonantes.Ahora bien, esta es la proporción que, poco máso menos, se observa en las palabras de las len-guas meridionales, en tanto que los idiomas delNorte son infinitamente más ricos en conso-

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nantes. Se trata, pues, de una lengua meridio-nal.

La conclusión no podía ser más justa yatinada.

—Pero, ¿cuál es esta lengua?

Aquí era donde yo esperaba ver vacilara mi sabio, a pesar de reconocer que era un pro-fundo analizador.

—Saknussemm era un hombre instruido—prosiguió—, y, al no escribir en su lenguanativa, es de suponer que eligiera pre-ferentemente el idioma que estaba en boga en-tre los espíritus cultos del siglo XVI, es decir, ellatín. Si me engaño, recurriré al español, alfrancés, al italiano, al griego o al hebreo. Perolos sabios del siglo mentado escribían, por logeneral, en latín. Puedo, pues, con fundamento,asegurar a priori que esto está escrito en latín.

Yo di un salto en la silla. Mis recuerdosde latinista se sublevaron contra la suposición

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de que aquella serie de palabras estrambóticaspudiesen pertenecer a la dulce lengua de Virgi-lio.

—Sí, latín —prosiguió mi tío—; pero unlatín confuso.

“Enhorabuena” pensé; “si logras poner-lo en claro, te acreditarás de listo”.

—Examinémoslo bien —añadió, co-giendo nuevamente la hoja que yo había escri-to—. He aquí una serie de ciento treinta y dosletras que ante nuestros ojos se presentan en unaparente desorden. Hay palabras como la pri-mera, mm.rnlls, en que sólo entran consonantes;otras, por el contrario, en que abundan las vo-cales: la quinta. por ejemplo, unteief o la penúl-tima, oseibo. Evidentemente, esta disposición noha sido combinada, sino que resulta matemáti-camente de la razón desconocida que ha presi-dido la sucesión de las letras. Me parece indu-dable que la frase primitiva fue escrita regu-larmente, y alterada después con arreglo a una

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ley que es preciso descubrir. El que poseyera laclave de este enigma lo leería de corrido. Pero,¿cuál es esta clave, Axel? ¿La tienes por ventu-ra?

Nada contesté a esta pregunta, por unasencilla razón, mis ojos se hallaban fijos en unadorable retrato colgado de la pared: el retratode Graüben. La pupila de mi tío se encontrabaa la sazón en Altona, en casa de un parientesuyo, y su ausencia me tenía muy triste; por-que, ahora ya puedo confesarlo, la bella cur-landesa y el sobrino del catedrático se amabancon toda la paciencia y toda la flema alemanas.Nos habíamos dado palabra de casamiento sinque se enterase mi tío, demasiado geólogo paracomprender semejantes sentimientos. EraGraüben una encantadora muchacha, rubia, deojos azules, de carácter algo grave y espíritualgo serio; mas no por eso me amaba menos.Por lo que a mí respecta, la adoraba, si es queeste verbo existe en lengua tudesca. La imagende mi linda curlandesa se transportó en un

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momento del mundo de las realidades a la re-gión de los recuerdos y ensueños.

Volvía a ver a la fiel compañera de mistareas y placeres; a la que todos los días meayudaba a ordenar los pedruscos de mi tío, ylos rotulaba conmigo. Graüben era muy enten-dida en materia de mineralogía, y le gustabaprofundizar las más arduas cuestiones de laciencia. ¡Cuán dulces horas habíamos pasadoestudiando los dos juntos, y con cuánta fre-cuencia había envidiado la suerte de aquellosinsensibles minerales que acariciaba ella consus delicadas manos!

En las horas de descanso, salíamos losdos de paseo por las frondosas alamedas delAlster, y nos íbamos al antiguo molino alqui-tranado que tan buen efecto produce en la ex-tremidad del lago. Caminábamos cogidos de lamano, refiriéndole yo historietas que provoca-ban su risa, y llegábamos de este modo hastalas orillas del Elba; y, después de despedirnos

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de los cisnes que nadaban entre los grandesnenúfares blancos, volvíamos en un vaporcitoal desembarcadero.

Aquí había llegado en mis sueños,cuando mi tío, descargando sobre la mesa unterrible puñetazo, me volvió a la realidad deuna manera violenta.

—Veamos —dijo—: la primera idea quea cualquiera se le debe ocurrir para descifrar lasletras de una frase, se me antoja que debe ser elescribir verticalmente las palabras.

—No va descaminado —pensé yo.

—Es preciso ver el efecto que se obtienede este procedimiento. Axel, escribe en ese pa-pel una frase cualquiera; pero, en vez de dispo-ner las letras unas a continuación de otras,colócalas de arriba abajo, agrupadas de modoque formen cuatro o cinco columnas verticales.

Comprendí su intención y escribí inme-diatamente:

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T o b l a üe r e s G ba o l i r ed , l m a n

—Bien —dijo el profesor, sin leer lo queyo había escrito—; dispón ahora esas palabrasen una línea horizontal. Obedecí y obtuve lafrase siguiente:

Toblaü eresGb aolire d,lman

—¡Perfectamente! —exclamó mi tío,arrebatándome el papel de las manos—; esteescrito ya ha adquirido la fisonomía del viejodocumento; las vocales se encuentran agrupa-das, lo mismo que las consonantes, en el mayordesorden; hay hasta una mayúscula y una co-ma en medio de las palabras, exactamente igualque en el pergamino de Saknussemm.

Debo de confesar que estas observacio-nes me parecieron en extremo ingeniosas.

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—Ahora bien —prosiguió mi tío, diri-giéndose a mí directamente—, para leer la fraseque acabas de escribir y que yo desconozco, mebastará tomar sucesivamente la primera letrade cada palabra, después la segunda, enseguidala tercera, y así sucesivamente.

Y mi tío, con gran sorpresa suya, y sobretodo mía, leyó:

Te adoro, bellísima Graüben.

—¿Qué significa esto?—exclamó el pro-fesor.

Sin darme cuenta de ello, había cometi-do la imperdonable torpeza de escribir unafrase tan comprometedora.

—¡Conque amas a Graüben! ¿eh? —prosiguió mi tío con acento de verdadero tutor.

—Sí... No.. —balbucí desconcertado.

—¡De manera que amas a Graüben —prosiguió maquinalmente—. Bueno, dejemos

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esto ahora y apliquemos mi procedimiento aldocumento en cuestión.

—Abismado nuevamente mi tío en suabsorbente contemplación, olvidó de momentomis imprudentes palabras. Y digo imprudentes,porque la cabeza del sabio no podía compren-der las cosas del corazón. Pero, afortunadamen-te, la cuestión del documento absorbió porcompleto su espíritu.

En el instante de realizar su experimen-to decisivo, los ojos del profesor Lidenbrocklanzaban chispas a través de sus gafas; sus de-dos temblaban al coger otra vez el viejo perga-mino; estaba emocionado de veras. Por último,tosió fuertemente, y con voz grave y solemne,nombrando una tras otra la primera letra decada palabra, a continuación la segunda, y asítodas las demás, me dictó la serie siguiente:

mmessunkaSenrA.icefdoK.segnittamurtn

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ecertswrrette, rotaivxadua,ednecsedsadneIacartniiiluJsitatracSarbmutabiledmeiliMeretarcsilucoYsleffenSnl

Confieso que, al terminar, me hallabaemocionado. Aquellas letras, pronunciadas unaa una, no tenían ningún sentido, y esperé a queel profesor dejase escapar de sus labios algunapomposa frase latina.

Pero, ¡quién lo hubiera dicho! Un vio-lento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó latinta y la pluma se me cayó de las manos.

—Esto no puede ser —exclamó mi tío,frenético—; ¡esto no tiene sentido común!

Y, atravesando el despacho como unproyectil y bajando la escalera lo mismo que unalud, se engolfó en la König-strasse, y huyó atodo correr.

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Capítulo IV

—¿Se ha marchado? —preguntó Marta,acudiendo presurosa al oír el ruido del portazoque hizo retemblar la casa.

—Sí —respondí—, se ha marchado.

—¿Y su comida?

—No comerá hoy en casa.

—¿Y su cena?

—No cenará tampoco.

—¿Qué me dice usted, señor Axel?

—No, Marta: ni él ni nosotros volvere-mos a comer. Mí tío Lidenbrock ha resueltoponernos a dieta hasta que haya descifrado unantiguo pergamino, lleno de garrapatas, que, ami modo de ver, es del todo indescifrable.

—¡Pobres de nosotros, entonces! ¡Vamosa perecer de inanición!

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No me atreví a confesarle que, dada latestarudez de mi tío, esa era, en efecto, la suerteque a todos nos esperaba.

La crédula sirvienta, regresó a su cocinasollozando.

Cuando me quedé solo, se me ocurrió laidea de írselo a contar todo a Graüben; mas,¿cómo salir de casa? ¿Y si mi tío volvía y mellamaba, con objeto de reanudar aquel trabajologogrífico capaz de volver loco al viejo Egipto?¿Qué sucedería si yo no le contestaba?

Me pareció lo más prudente quedarme.Precisamente, daba la casualidad de que unmineralogista de Besanzón acababa de remitir-nos una colección de geodas silíceas que erapreciso clasificar. Puse manos a la obra, y es-cogí, rotulé y coloqué en su vitrina todas aque-llas piedras huecas en cuyo interior se agitabanpequeños cristales.

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Pero en lo que menos pensaba era en loque estaba haciendo: el viejo documento no seapartaba de mi mente. La cabeza me daba vuel-tas y me sentía sobrecogido por una vaga in-quietud. Presentía una inminente catástrofe.

Al cabo de una hora, las geodas estabancolocadas en su debido orden, y me dejé caersobre la butaca de terciopelo de Utrecht, con losbrazos colgando y la cabeza apoyada en el res-paldo. Encendí mi larga pipa de espuma, querepresentaba una náyade voluptuosamenterecostada, y me entretuve después en observarcómo el humo iba ennegreciendo mi ninfa deun modo paulatino. De vez en cuando escucha-ba para cerciorarme de si se oían pasos en laescalera, siempre con resultado negativo.¿Dónde estaría mi tío? Me lo imaginaba co-rriendo bajo los frondosos árboles de la calzadade Altona, gesticulando, golpeando las tapiascon su pesado bastón, pisoteando las hierbas,decapitando los cardos a interrumpiendo elreposo de las solitarias cigüeñas.

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¿Volvería victorioso o derrotado?¿Triunfaría del secreto o sería éste más podero-so que él?

Y mientras me dirigía a mí mismo estaspreguntas, cogí maquinalmente la hoja de pa-pel en la cual se hallaba escrita la incomprensi-ble serie de letras trazadas por mi mano, di-ciéndome varias veces:

—¿Qué significa esto?

Traté de agrupar las letras de maneraque formasen palabras; pero en vano. Era inútilreunirlas de dos, de tres, de cinco o de seis: deninguna manera resultaban inteligibles. Sinembargo, noté que las letras decimocuarta, de-cimoquinta y decimosexta formaban la palabrainglesa ice, y las vigesimocuarta, vigésimo quin-ta y vigesimosexta la voz sir perteneciente almismo idioma. Por último, en el cuerpo deldocumento y en las líneas segunda y tercera, leítambién las palabras latinas rota, mutabile, ira,nec y atra.

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¡Demonio! —pensé entonces—. Estasúltimas palabras parecen dar la razón a mi tíoacerca de la lengua en que está redactado eldocumento. Además, en la cuarta línea veotambién la voz luco que quiere decir bosque sa-grado. Sin embargo, en la tercera se lee la pala-bra tabiled, de estructura perfectamente hebrea,y en la última mer, arc y mere que son netamentefrancesas.

¡Aquello era para volverse loco! ¡Cuatroidiomas diversos en una frase absurda! ¿Quérelación podía existir entre las palabras hielo,señor, cólera, cruel, bosque sagrado, mudable, ma-dre, arco y mar? Sólo la primera y la última pod-ían coordinarse fácilmente, pues nada tenía deextraño que en un documento redactado enIslandia se hablase de un mar de hielo. Peroesto no bastaba, ni con mucho, para compren-der el criptograma.

Luchaba, pues, contra una dificultad in-superable; mi cerebro echaba fuego, mi vista se

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obscurecía de tanto mirar el papel; las cientotreinta y dos letras parecían revolotear en tornomío como esas lágrimas de plata que vemosmoverse en el aire alrededor de nuestra cabezacuando se nos agolpa en ella la sangre.

Era víctima de una especie de alucina-ción; me asfixiaba; sentía necesidad de aire pu-ro. Instintivamente, me abaniqué con la hoja depapel, cuyo anverso y reverso se presentabande este modo alternativamente a mi vista.

Júzguese mi sorpresa cuando, en una deestas rápidas vueltas, en el momento de quedarel reverso ante mis ojos, creí ver aparecer pala-bras perfectamente latinas, como craterem yterrestre entre otras.

Súbitamente se hizo la claridad en miespíritu: acababa de descubrir la clave delenigma. Para leer el documento no era ni si-quiera preciso mirarlo al trasluz con hoja vueltadel revés. No. Podía leerse de corrido tal comome había sido dictado. Todas las ingeniosas

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suposiciones del profesor se realizaban; habíaacertado la disposición de las letras y la lenguaen que estaba redactado el documento. Habíafaltado poco para que mi tío pudiese leer decabo a rabo aquella frase latina, y este poco melo acababa de revelar a mí la casualidad.

No es difícil imaginar mi emoción. Misojos se turbaron y no podía servirme de ellos.Extendí la hoja de papel sobre la mesa y sólome faltaba fijar la mirada en ella para poseer elsecreto.

Por fin logré calmar mi agitación. Re-solví dar dos vueltas alrededor de la estanciapara apaciguar mis nervios, y me arrellanédespués en el amplio butacón.

“Leamos” me dije enseguida, despuésde haber hecho una buena provisión de aire enmis pulmones.

Me incliné sobre la mesa, puse un dedosucesivamente sobre cada letra, y, sin titubear,

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sin detenerme un momento, pronuncié en altavoz la frase entera. ¡Qué inmensa estupefaccióny terror se apoderaron de mí! Quedé al princi-pio como herido por un rayo. ¡Cómo! ¡Lo queyo acababa de leer se había efectuado! Unhombre había tenido la suficiente audacia parapenetrar...

—¡Ah! —exclamé dando un brinco—;no, no; ¡mi tío jamás lo sabrá! ¡No faltaría mássino que tuviese noticia de semejante viaje! En-seguida querría repetirlo sin que nadie lograsedetenerlo. Un geólogo tan exaltado, partiría apesar de todas las dificultades y obstáculos,llevándome consigo, y no regresaríamos jamás;¡pero jamás!

Me encontraba en un estado de sobreex-citación indescriptible.

—No, no; eso no será —dije con energ-ía—; y, puesto que puedo impedir que semejan-te idea se le ocurra a mi tirano, lo evitaré a todotrance. Dando vueltas a este documento, podría

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acontecer que descubriese la clave de una ma-nera casual. ¡Destruyámoslo!

Quedaban en la chimenea aún rescol-dos, y, apoderándome con mano febril no sólode la hoja de papel, sino también del per-gamino de Saknussemm, iba ya a arrojarlo todoal fuego y a destruir de esta suerte tan peligro-so secreto, cuando se abrió la puerta del despa-cho y apareció mi tío en el umbral.

Capítulo V

Apenas me dio tiempo de dejar otra vezsobre la mesa el malhallado documento.

El profesor Lidenbrock parecía en ex-tremo preocupado. Su pensamiento dominanteno le abandonaba un momento. Había eviden-temente escudriñado y analizado el asunto po-niendo en juego, durante su paseo, todos losrecursos de su imaginación, y volvía dispuestoa ensayar alguna combinación nueva.

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En efecto, se sentó en su butaca, y. conla pluma en la mano, empezó a escribir ciertasfórmulas que recordaban los cálculos algebrai-cos.

Yo seguía con la mirada su mano tem-blorosa, sin perder ni uno solo de sus movi-mientos. ¿Qué resultado imprevisto iba a pro-ducirse de pronto? Me estremecía sin razón,porque una vez encontrada la verdadera, laúnica combinación, todas las investigacionesdebían forzosamente resultar infructuosas.

Trabajó durante tres horas largas sinhablar, sin levantar la cabeza, borrando, vol-viendo a escribir, raspando, comenzando denuevo mil veces.

Bien sabía yo que, si lograba coordinarestas letras de suerte que ocupasen todas lasposiciones relativas posibles, acabaría por en-contrar la frase. Pero no ignoraba tampoco quecon sólo veinte letras se pueden formar dosquinquillones, cuatrocientos treinta y dos cua-

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trillones, novecientos dos trillones, ocho milciento setenta y seis millones, seiscientas cua-renta mil combinaciones.

Ahora bien, como el documento consta-ba de ciento treinta y dos letras, y el númeroque expresa el de frases distintas compuesta deciento treinta y tres letras, tiene, por la partemás corta, ciento treinta y tres cifras, cantidadque no puede enunciarse ni aun concebirsesiquiera, tenía la seguridad de que, por estemétodo, no resolvería el problema.

Entretanto, el tiempo pasaba, la nochese echó encima y cesaron los ruidos de la calle;mas mi tío, abismado por completo en su tarea,no veía ni entendía absolutamente nada, ni aunsiquiera a la buena Marta que entreabrió lapuerta y dijo:

—¿Cenará esta noche el señor?

Marta tuvo que marcharse sin obtenerninguna respuesta. Por lo que respecta a mí,

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después de resistir durante mucho tiempo, mesentí acometido por un sueño invencible, y medormí en un extremo del sofá, mientras mi tíoproseguía sus complicados cálculos.

Cuando me desperté al día siguiente, elinfatigable peón trabajaba todavía. Sus ojosenrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desor-denados por sus dedos febriles, sus pómulosamoratados delataban bien a las claras la luchadesesperada que contra lo imposible había sos-tenido, y las fatigas de espíritu y la contencióncerebral que, durante muchas horas, había ex-perimentado.

Si he de decir la verdad, me inspirócompasión. A pesar de los numerosos motivosde queja que creía tener contra él, me sentíconmovido. Se hallaba el infeliz tan absorbidopor su idea, que ni de encolerizarse se acorda-ba. Todas sus fuerzas vivas se hallaban recon-centradas en un solo punto, y como no hallabansalida por su evacuatorio ordinario, era muy de

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temer que su extraordinaria tensión le hicieseestallar de un momento a otro.

Yo podía con un solo gesto aflojar elférreo tornillo que le comprimía el cráneo. Unasola palabra habría bastado, ¡y no quise pro-nunciarla!

Hallándome dotado de un corazónbondadoso, ¿por qué callaba en tales circuns-tancias? Callaba en su propio interés.

“No, no” repetía en mi interior; “nohablaré”. Le conozco muy bien: se empeñaríaen repetir la excursión sin que nada ni nadiepudiese detenerle. Posee una imaginación ar-dorosa, y, por hacer lo que otros geólogos nohan hecho, sería capaz de arriesgar su propiavida. Callaré, por consiguiente; guardaré eter-namente el secreto de que la casualidad me hahecho dueño; revelárselo a él sería ocasionarlela muerte. Que lo adivine si puede; no quiero eldía de mañana tener que reprocharme el habersido causa de su perdición.

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Una vez adoptada esta resolución,aguardé cruzado de brazos. Pero no había con-tado con un incidente que hubo de sobreveniralgunas horas después.

Cuando Marta trató de salir de casa pa-ra trasladarse al mercado, encontró la puertacerrada y la llave no estaba en la cerradura.¿Quién la había quitado?; evidentemente mi tíoal regresar de su precipitada excursión.

¿Lo había hecho por descuido o con de-liberada intención? ¿Quería someternos a losrigores del hambre? Esto me parecía un pocofuerte. ¿Por qué razón habíamos de ser Marta yyo víctimas de una situación que no habíamoscreado? Entonces me acordé de un precedenteque me llenó de terror. Algunos años atrás, enla época en que trabajaba mi tío en su gran cla-sificación mineralógica, permaneció sin comercuarenta y ocho horas y toda su familia tuvoque soportar esta dieta científica. Me acuerdoque en aquella ocasión sufrí dolores de estóma-

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go que nada tenían de agradables para un jovendotado de un devorador apetito.

Me pareció que nos íbamos a quedar sinalmuerzo, como la noche anterior nos habíamosquedado sin cena. Sin embargo, me armé devalor y resolví no ceder ante las exigencias delhambre. Marta, en cambio, se lo tomó muy enserio y se desesperaba la pobre. Por lo que a mírespecta, la imposibilidad de salir de casa mepreocupaba mucho más que la falta de comida,por razones que el lector adivinará fácilmente.

Mi tío trabajaba sin cesar; su imagina-ción se perdía en un dédalo de combinaciones.Vivía fuera del mundo y verdaderamente apar-tado de las necesidades terrenas.

A eso del mediodía, el hambre me agui-joneó seriamente. Marta, como quien no quierela cosa, había devorado la víspera las provisio-nes encerradas en la despensa; no quedaba,pues, nada en casa. Sin embargo, el pundonorme hizo aceptar la situación sin protestas.

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Por fin sonaron las dos. Aquello se ibahaciendo ridículamente intolerable, y empecé aabrir los ojos a la realidad. Pensé que yo exage-raba la importancia del documento; que mi tíono le daría crédito: que sólo vería en él una far-sa; que, en el caso más desfavorable, lograría-mos detenerle a su pesar; y, en fin, que era po-sible diese él mismo con la clave del enigma,resultando en este caso infructuosos los sacrifi-cios que suponía mi abstinencia.

Estas razones, que con indignaciónhubiera rechazado la víspera, me parecieronentonces excelentes; llegué hasta juzgar un ab-surdo el haber aguardado tanto tiempo, y re-solví decir cuánto sabía.

Andaba, pues, buscando la manera deentablar conversación, cuando se levantó elcatedrático, se caló su sombrero y se dispuso asalir.

¡Horror! ¡Marcharse de casa y dejarnosencerrados en ella...! ¡Eso nunca!

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—Tío —le dije de pronto.

Pero él pareció no haberme oído.

—Tío Lidenbrock —repetí, levantandola voz.

—¿Eh? —respondió él como el que sedespierta de súbito.

—¿Qué tenemos de la llave?

—¿Qué llave? ¿La de la puerta?

—No, no; la del documento.

El profesor me miró por encima de lasgafas y debió observar sin duda algo extraño enmi fisonomía, pues me asió enérgicamente delbrazo, y, sin poder hablar, me interrogó con lamirada.

Sin embargo, jamás pregunta alguna fueformulada en el mundo de un modo tan expre-sivo.

Yo movía la cabeza de arriba abajo.

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Él sacudía la suya con una especie deconmiseración, cual si estuviese hablando conun desequilibrado.

Yo entonces hice un gesto más afirmati-vo aún.

Sus ojos brillaron con extraordinariofulgor y adoptó una actitud agresiva.

Este mudo diálogo, en aquellas circuns-tancias, hubiera interesado al más indiferenteespectador.

Si he de ser franco, no me atrevía ahablar, temeroso de que mi tío me ahogase en-tre sus brazos en los primeros transportes dejúbilo. Pero me apremió de tal modo, que tuveque responderle.

—Sí —le dije—, esa clave... la casualidadha querido...

—¿Qué dices? —exclamó con indescrip-tible emoción.

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—Tome —le dije, alargándole la hoja depapel por mí escrita—; lea usted.

—Pero esto no quiere decir nada —respondió él, estrujando con rabia el papel en-tre sus dedos.

—Nada, en efecto, si se empieza a leerpor el principio; pero si se comienza por el fin...

No había terminado la frase, cuando elprofesor lanzó un grito... ¿Qué digo un grito?¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerseen su cerebro. Estaba transfigurado.

—¡Ah, ingenioso Saknussemm! —exclamó—; ¿conque habías escrito tu frase alrevés?

Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo eldocumento, con la vista turbada y la voz en-ronquecida de emoción, subiendo desde laúltima letra hasta la primera.

Se hallaba concebido en estos términos:

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In Sneffels Yoculis craterem kem delibatumbra Scartaris Julii intra calendas descende,audax viator, el terrestre centrum attinges.Kod feci. Arne Saknussemm.

Lo cual, se podía traducir así:

Desciende al cráter del Yocul de Sneffels quela sombra del Scartaris acaricia antes de las calendasde Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de latierra, como he llegado yo.

Arne Saknussemm.

Al leer esto, pegó mi tío un salto, cual sihubiese recibido de improviso la descarga deuna botella de Leyden. La audacia, la alegría yla convicción le daban un aspecto magnífico.Iba y venía precipitadamente; se oprimía lacabeza entre las manos; echaba a rodar las si-llas; amontonaba los libros: tiraba por alto,aunque en él parezca increíble, sus inestimables

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geodas: repartía a diestro y siniestro patadas ypuñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y,agotadas sus energías, se desplomó en la buta-ca.

—¿Qué hora es? —me preguntó, des-pués de unos instantes de silencio.

—Las tres —le respondí.

—¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfa-llecido de hambre. Vamos a comer ahora mis-mo. Después...

—¿Después qué...?

—Después me prepararás mi equipaje.

—¿Su equipaje?—exclamé.

—Sí; y el tuyo también —respondió eldespiadado catedrático, entrando en el come-dor.

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Capítulo VI

Al escuchar estas palabras, un terribleescalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me con-tuve, sin embargo, y resolví ponerle buena cara.Sólo argumentos científicos podrían detener alprofesor Lidenbrock, y había muchos y muypoderosos que oponer a semejante viaje. ¡Ir alcentro de la tierra! ¡Qué locura! Pero me reservémi dialéctica para el momento oportuno, y esome ocupó toda la comida.

No hay para qué decir las imprecacionesde mi tío al encontrarse la mesa completamentevacía. Pero, una vez explicada la causa, devol-vió la libertad a Marta, la cual corrió presurosaal mercado y desplegó tal actividad y diligenciaque, una hora más tarde, mi apetito se hallabasatisfecho y me di exacta cuenta de la situación.

Durante la comida, dio muestras el pro-fesor de cierta jovialidad, permitiéndose esoschistes de sabio, que no encierran peligro

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jamás; y, terminados los postres, me hizo señaspara que le siguiese a su despacho.

Yo obedecí sin chistar.

Se sentó él a un extremo de su mesa deescritorio y yo al otro.

—Axel —me dijo, con una amabilidadmuy poco frecuente en él— eres un muchachoingenioso: me has prestado un servicio excelen-te cuando, cansado ya de luchar contra lo im-posible, iba a darme por vencido. No lo olvi-daré jamás y participarás de la gloria que va-mos a conquistar.

“Bien” pensé; “se halla de buen humor:éste es el momento oportuno para discutir estagloria.”

—Ante todo —prosiguió mi tío—, te re-comiendo el más absoluto secreto, ¿me entien-des? No faltan envidiosos en el mundo de lossabios, y hay muchos que quisieran emprender

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este viaje, del cual, hasta nuestro regreso notendrán noticia alguna.

—¿Cree usted —le dije— que es tangrande el número de los audaces?

—¡Ya lo creo! ¿Quién vacilaría en con-quistar una fama semejante? Si este documentollegara a conocerse, un ejército entero de geólo-gos se precipitaría en pos de las huellas de Ar-ne Saknussemm.

—No opino yo lo mismo, tío, pues nadaprueba la autenticidad de ese documento.

—¡Qué dices! Pues, ¿y el libro en que lohemos encontrado?

—¡Bien: no niego que el mismo Saknus-semm pueda haber escrito esas líneas; pero,¿hemos de creer por eso que él en persona hayarealizado el viaje? ¿No puede ser ese viejo per-gamino una superchería?

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Me arrepentí, ya tarde, de haber aventu-rado esta última palabra; frunció el profesor supoblado entrecejo, y creí que había malogradoel éxito que esperaba obtener de aquella con-versación. No fue así, por fortuna. Se esbozóuna especie de sonrisa en sus delgados labios, yme respondió:

—Eso ya lo veremos.

—Bien —dije algo molesto—; peropermítame formular una serie de objecionesrelativas a ese documento.

—Habla, hijo mío, no me opongo. Tepermito que expongas tu opinión con enteralibertad. Ya no eres mi sobrino, sino un colega.Habla, pues.

—Ante todo, le agradeceré que me digaqué quieren decir ese Yocul, ese Sneffels y eseScartars, de los que nunca oí hablar en los díasde mi vida.

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—Pues, nada más sencillo. Precisamenterecibí, no hace mucho, una carta de mi amigoPaterman, de Leipzig, que no ha podido llegaren fecha más oportuna. Ve, y coge el tercer atlasdel segundo estante de la librería grande, serieZ, tabla 4.

Me levanté, y, gracias a la gran precisiónde sus indicaciones, di con el atlas enseguida.Lo abrió mi tío y dijo:

—He aquí el mapa de Handerson, unode los mejores de Islandia, el cual creo que nosva a resolver todas las dificultades.

Yo me incliné sobre el mapa.

—Fíjate en esta isla llena toda de volca-nes —me dijo el profesor—, y observa que to-dos llevan el nombre de Yocul, palabra quesignifica en islandés ventisquero. Debido a laelevada latitud que ocupa Islandia, la mayoríade las erupciones se verifican a través de lascapas de hielo, siendo ésta la causa de que se

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aplique el nombre de Yocul a todos los montesignívomos de la isla.

—Conforme —respondí yo—, mas, ¿quésignifica Sneffels?

Creí que a esta pregunta no sabría quéresponderme mi tío; pero me equivoqué demedio a medio, pues me dijo:

—Sígueme por la costa occidental de laisla. ¿Ves su capital, Reykiavik? Bien; pues re-monta los innumerables fiordos de estas costasescarpadas por el mar, y detente un momentodebajo del grado 75 de latitud. ¿Qué ves?

—Una especie de península que semejaun hueso pelado y termina en una rótula enor-me.

—La comparación es exacta, hijo mío; yahora, dime, ¿no ves nada sobre era rótula?

—Veo un monte que parece surgir delmar.

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—Pues ese es el Sneffels.

—¿El Sneffels?

—Sí, una montaña de 5.000 pies de ele-vación. Una de las más notables de la isla, y, abuen seguro, la más célebre del mundo entero,si su cráter conduce al centro del globo.

—Pero eso es imposible —exclamé, en-cogiéndome de hombros y rebelándome contrasemejante hipótesis.

—¡Imposible! ¿Y por qué? —replicó contono severo el profesor Lidenbrock.

—Porque ese cráter debe estar eviden-temente obstruido por las lavas y las rocas can-dentes, y, por tanto...

—¿Y si se trata de un cráter apagado?

—¿Apagado?

—Sí. El número de los volcanes en acti-vidad que hay en la superficie del globo nopasa en la actualidad de trescientos: pero existe

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una cantidad mucho mayor de volcanes apaga-dos. El Sneffels figura entre estos últimos, y nohay noticia en los fastos de la historia de quehaya experimentado más que una sola erup-ción: la de 1219. A partir de esta fecha, sus ru-mores se han ido extinguiendo gradualmente, yha dejado de figurar entre los volcanes activos.

Ante estas afirmaciones no supe qué ob-jetar, y traté de basar mis argumentos en lasotras obscuridades que contenía el escrito.

—¿Qué significa era palabra Seartaris —le pregunté—, y, qué tiene que ver todo eso conlas calendas de julio?

Tras algunos momentos de reflexión,que fueron para mí un rayo de esperanza, merespondió en estos términos:

—Lo que tú llamas obscuridad resultapara mí luz, pues me demuestra el ingeniodesplegado por Saknussemm para precisar sudescubrimiento. El Sneffels está formado por

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varios cráteres, y era preciso indicar cuál deellos era el que conducía al centro de la tierra.Y, ¿qué hizo el sabio islandés? Advirtió que enlas proximidades de las calendas de julio, esdecir, en los últimos días del mes de junio, unode los picos de la montaña, el Scartaris, proyec-taba su sombra hasta la abertura del cráter encuestión, y consignó en el documento estehecho. ¿Es posible imaginar una indicación másexacta? Una vez que lleguemos a la cumbre delSneffels, ¿podemos titubear acerca del camino aseguir teniendo esta advertencia presente?

Decididamente mi tío había respondidoa todo. Me convencí de que no había posibili-dad de atacarle en lo referente a las palabrasdel antiguo pergamino. Cesé, pues de seguirlepor este lado: mas, como era preciso convencer-le a toda costa, pasé a hacerle otras objecionesde carácter científico, en mi concepto, más gra-ves.

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—Bien —dije— tengo que convenir enque la frase de Saknussemm es perfectamenteclara y no puede dejar duda alguna al espíritu.Estoy conforme también en que el documentotiene todos los caracteres de una autenticidadperfecta. Ese sabio bajó al fondo del Sneffels,vio la sombra del Scartaris acariciar los bordesdel cráter antes de las calendas de julio y le en-señaron las leyendas de su tiempo que aquelcráter conducía al centro del globo: hasta aquí,estamos conformes; pero admitir que él en per-sona fue al centro de la tierra y que volvió deallá sano y salvo, eso no; ¡mil veces no!

—¿Y en qué fundas tu negativa? —dijomi tío, con un tono singularmente burlón.

—En que todas las teorías de la cienciademuestran que la empresa es impracticabledel todo.

—¿Todas las teorías dicen eso? —replicóel profesor, haciéndose el inocente—. ¡Ah, píca-ras teorías! ¡Cuánto van a darnos que hacer!

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Aun comprendiendo que se burlaba demí, proseguí:

—Es un hecho por todos admitido quela temperatura aumenta un grado por cadasetenta pies que se desciende en la corteza te-rrestre; y admitiendo que este aumento seaconstante, y siendo de 1.500 leguas la longituddel radio de la tierra, claro es que se disfruta ensu centro de una temperatura de dos millonesde grados. Así, pues, las materias que existenen el interior de nuestro planeta se encuentranen estado gaseoso incandescente, porque losmetales, el oro, el platino, las rocas más duras,no resisten semejante calor. ¿No tengo, pues,derecho a afirmar que es imposible penetrar enun medio semejante?

—¿De modo, Axel, que es el calor lo quea ti te infunde respeto?

—Sin ningún género de duda. Con sólodescender a una profundidad de diez leguas,habríamos llegado al límite de la corteza terres-

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tre, porque ya la temperatura sería allí superiora 300°.

—¿Es que temes liquidarte?

—Mi terror no es infundado —le con-testé algo mohíno.

—Te digo —replicó el profesor, adop-tando su aire magistral de costumbre—, que nitú ni nadie sabe de manera cierta lo que ocurredentro de nuestro globo, ya que apenas se co-noce la docemilésima parte de su radio. Laciencia es eminentemente susceptible de per-feccionamiento y cada teoría es a cada momen-to obstruida por otra teoría nueva. ¿No secreyó, hasta que demostró Fourier lo contrario,que la temperatura de los espacios interpla-netarios decrecía sin cesar, y no se sabe hoy quelas temperaturas inferiores de las regiones eté-reas nunca descienden de cuarenta o cincuentagrados bajo cero? ¿Y por qué no ha de sucederotro tanto con el calor interior? ¿Por qué, a par-tir de cierta profundidad, no ha de alcanzar un

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límite insuperable, en lugar de elevarse hasta elgrado de fusión de los más refractarios minera-les?

Como mi tío colocaba la cuestión en unterreno hipotético, nada podía responderle.

—Pues bien —prosiguió—, te diré queverdaderos sabios, entre los que se encuentraPoisson, han demostrado que si existiese en elinterior de la tierra una temperatura de dosmillones de grados, los gases de ignición, pro-cedentes de las substancias fundidas, adquirir-ían una tensión tal que la corteza terrestre nopodría soportarla y estallaría como una calderabajo la presión del vapor.

—Eso, tío, no pasa de ser una opiniónde Poisson.

—Concedido; pero es que opinan tam-bién otros distinguidos geólogos que el interiorde la tierra no se halla formado de gases, ni deagua, ni de las rocas más pesadas que conoce-

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mos, porque, en este caso, el peso de nuestroplaneta sería dos veces menor.

—¡Oh! por medio de guarismos es bienfácil demostrar todo lo que se desea.

—¿Y no ocurre lo mismo con los hechos,hijo mío? ¿No es un hecho probado que elnúmero de volcanes ha disminuido con-siderablemente desde el principio del mundo?¿Y no es esto una prueba de que el calor central,si es que existe, tiende a debilitarse por días?

—Si sigue usted engolfándose en el marde las hipótesis, huelga toda discusión.

—Y has de saber que de mi opinión par-ticipan los hombres más competentes. ¿Teacuerdas de una visita que me hizo el célebrequímico inglés Humfredo Davy, en 1825?

—¿Cómo me he de acordar, si vine almundo diecinueve años después?

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—Pues bien, Humfredo Davy vino averme a su paso por Hamburgo, y discutimoslargo tiempo, entre otras muchas cuestiones, lahipótesis de que el interior de la tierra se halla-se en estado líquido, quedando los dos deacuerdo en que esto no era posible, por unarazón que la ciencia no ha podido jamás refu-tar.

—¿Y qué razón es esa?

—Que esa masa líquida se hallaría ex-puesta, lo mismo que los océanos, a la atracciónde la luna produciéndose, por tanto, dos mar-cas interiores diarias que, levantando la cortezaterrestre, originaría terremotos periódicos.

—Sin embargo, es evidente que la su-perficie del globo ha sufrido una combustión, ycabe, por lo tanto, suponer que la corteza exte-rior se ha ido enfriando, refugiándose el caloren el centro de la tierra.

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—Eso es un claro error —dijo mi tío—;el calor de la tierra no reconoce otro origen quela combustión de su superficie. Se hallaba éstaformada de una gran cantidad de metales, talescomo el potasio y el sodio, que tienen la pro-piedad de inflamarse al solo contacto del aire ydel agua; estos metales ardieron cuando losvapores atmosféricos se precipitaron sobre ellosen forma de lluvia, y, poco a poco, a medidaque penetraban las aguas por las hendedurasde la corteza terrestre, fueron determinandonuevos incendios, acompañados de explosionesy erupciones. He aquí la causa de que fuesentan numerosos los volcanes en los primerosdías del mundo.

—¡Es ingeniosa la hipótesis! —hube deexclamar sin querer.

—Humfredo Davy me la demostró pal-pablemente aquí mismo mediante un experi-mento sencillo. Fabricó una esfera metálica, encuya composición entraban principalmente los

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metales mencionados poco ha, y que tenía exac-tamente la forma de nuestro globo. Cuando sehacía caer sobre su superficie un finísimo rocío,se hinchaba aquélla, se oxidaba y formaba unapequeña montaña, en cuya cumbre se abríamomentos después un cráter. Sobrevenía unaerupción y era tan grande el calor que ésta co-municaba a la esfera, que se hacía imposible elsostenerla en la mano.

Si he de ser del todo franco, empezabana convencerme los argumentos del profesor,cuya pasión y entusiasmo habituales les comu-nicaba mayor fuerza y valor.

—Ya ves, Axel —añadió—, que el esta-do del núcleo central ha suscitado muy diver-sas hipótesis entre los mismos geólogos: no haynada que demuestre la existencia de ese calorinterior; a mi entender, no existe ni puede exis-tir; pero ya lo comprobaremos nosotros, y, asemejanza de Arne Saknussemm, sabremos aqué atenernos sobre tan discutida cuestión.

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—Sí, sí: ya lo veremos —le contesté,dejándome arrastrar por su entusiasmo—; loveremos, dado caso que se vea en aquellosapartados lugares.

—¿Y por qué no? ¿No podremos contarpara alumbrarnos con los fenómenos eléctricos,y aun con la misma atmósfera, cuya propiapresión puede hacerla luminosa en las proxi-midades del centro de la tierra?

—En efecto —respondí—, es muy posi-ble.

—No posible, sino cierto —replicó triun-falmente mi tío—; pero silencio, ¿me entiendes?Guarda el más impenetrable sigilo acerca detodo esto, para que a nadie se le ocurra la ideade descubrir antes que nosotros, el centro denuestro planeta.

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Capítulo VII

Tal fue el inesperado final de aquellamemorable sesión que hasta fiebre me produjo.Salí como aturdido del despacho de mi tío, y,pareciéndome que no había aire bastante en lascalles de Hamburgo para refrescarme, me dirigía las orillas del Elba, y me fui derecho al sitiodonde atraca la barca de vapor que pone encomunicación la ciudad con el ferrocarril deHamburgo.

¿Estaba convencido de lo que acababade oír? ¿No me había dejado fascinar por elprofesor Lidenbrock? ¿Debía tomar en serio suresolución de bajar al centro del macizo terres-tre? ¿Acababa da escuchar las insensatas elucu-braciones de un loco o las deducciones científi-cas de un gran genio? En todo aquello, ¿hastadónde llegaba la verdad? ¿Dónde comenzaba elerror?

Nadaba yo entre mil contradictoriashipótesis sin poder asirme a ninguna.

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Recordaba, sin embargo, que mi tío mehabía convencido, aun cuando ya comenzaba adecaer bastante mi entusiasmo. Hubiera prefe-rido partir inmediatamente, sin tener tiempopara reflexionar. En aquellos momentos, no mehubiera faltado valor para preparar mi equipa-je.

Es preciso, no obstante, confesar queuna hora después cesó la sobreexcitación porcompleto, se aplacaron mis nervios, y desde losprofundos abismos de la tierra subí a su super-ficie.

—¡Es absurdo! —exclamé—. ¡No tienesentido común! No es una proposición formalque pueda hacerse a un muchacho sensato. Noexiste nada de eso. Todo ha sido una mera pe-sadilla.

Entretanto, había caminado por lasmárgenes del Elba, rodeando la ciudad; y, des-pués de rebasar el puerto, me encontré en elcamino de Altona. Me guiaba un presentimien-

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to, que bien pronto quedó justificado, pues notardé en descubrir a mi querida Graüben que, apie, regresaba a Hamburgo.

—¡Graüben! —le grité desde lejos.

La joven se detuvo turbada, sin dudapor oírse llamar de aquel modo en medio deuna gran carretera. De un salto me puse a sulado.

—¡Axel! —exclamó sorprendida—.¡Conque has venido a buscarme! ¡Está bien,caballerito!

Pero, al fijarse en mi rostro, le llamó laatención en seguida mi aire inquieto y preocu-pado.

—¿Qué tienes? —me preguntó, ten-diéndome la mano.

En menos de dos segundos puse a minovia al corriente de mi extraña situación. Ellame miró en silencio durante algunos instantes.

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¿Latía su corazón al unísono del mío? Lo igno-ro; pero su mano no temblaba cual la mía.

Caminamos en silencio unos cien pasos.

—Axel —me dijo al fin.

—¿Qué, mi querida Graüben?

—¡Qué viaje tan hermoso es el que vas aemprender!

Tan inesperadas palabras me hicierondar un salto.

—Sí, Axel; y muy digno del sobrino deun sabio. ¡Siempre es bueno para un hombre elhaberse distinguido por alguna gran empresa!

—¡Cómo, Graüben! ¿No tratas de di-suadirme con objeto de que renuncie a seme-jante expedición?

—No, mi querido Axel; por el contrario,os acompañaría de buena gana si una pobremuchacha no hubiese de constituir para voso-tros un constante estorbo.

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—Pero, ¿lo dices de veras?

—¡Ya lo creo!

¡Ah, mujeres! ¡Corazones femeninos, in-comprensibles siempre! Cuando no sois losseres más tímidos de la tierra, sois los más arro-jados. La razón sobre vosotras no ejerce el me-nor poderío. ¿Era posible que Graüben meanimase a tomar parte en tan descabellada ex-pedición, que fuese ella misma capaz de aco-meter, sin miedo, la aventura, que me incitase aella, a pesar del cariño que decía profesarme?

Me hallaba desconcertado y, hasta, ¿porqué no decirlo? sentía cierto rubor.

—Veremos, Graüben —le dije—, sipiensas mañana lo mismo.

—Mañana, querido Axel, pensaré lomismo que hoy.

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Y cogidos de la mano, aunque sin des-pegar nuestros labios, reanudamos ambos lamarcha.

Yo me hallaba quebrantado por lasemociones del día.

“Después de todo” pensaba, “las calen-das de julio están aún lejos, y, de aquí a enton-ces, pueden ocurrir muchas cosas que hagandesistir a mi tío de la manía de viajar por deba-jo de la tierra”.

Era ya noche cerrada cuando llegamos acasa.

Esperaba encontrarla tranquila, con mitío ya acostado, como era su costumbre, y conla buena Marta dándole al comedor el últimorepaso antes de retirarse a la cama.

Pero no había contado con la impacien-cia del profesor, a quien hallé gritando y co-rriendo de un lado para otro, en medio de laporción de mozos de cordel que descargaban

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en la calle una multitud de objetos. Marta esta-ba atolondrada, sin saber adónde atender.

—Vamos, Axel: ¡date prisa, por Dios! —gritó mi tío, en cuanto me vio venir a lo lejos—.¡Y tu equipaje sin hacer, y mis papeles sin or-denar, y la llave de mi maleta sin aparecer ymis polainas sin llegar!

Me quedé estupefacto, me faltó la vozpara hablar, y a duras penas pude articularestas palabras:

—¿Pero es que nos marchamos?

—Sí, criatura de Dios: y en lugar de es-tar aquí preparándolo todo, te vas de paseo.

—¿Pero partiremos tan pronto? —repetícon voz ahogada.

—Sí, pasado mañana al amanecer.

Incapaz de escucharle por más tiempo,me refugié en mi habitación.

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No era posible dudar: mi tío había em-pleado la tarde en adquirir una serie de objetosy utensilios necesarios para nuestro viaje: lacalle estaba llena de escalas, de cuerdas connudos, de antorchas, de calabazas para líqui-dos, de grapas de hierro, de picos, de bastones,de azadas y de otros objetos para cuyo trans-porte se precisaban por lo menos diez hombres.

Pasé una noche terrible. A la mañana si-guiente me llamaron muy temprano. Estabadecidido a no abrirle a nadie la puerta pero,¿quién es capaz de resistir a los encantos deuna voz adorable que nos dice:

—¿No me quieres abrir, querido Axel?

Salí de mi habitación. Creí que mi aireabatido, mi palidez, mis ojos enrojecidos por elinsomnio producirían sobre Graüben un dolo-roso efecto y le haría cambiar de parecer, peroella, por el contrario, me dijo:

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—¡Ah, mi querido Axel! Veo que estásmucho mejor —y que lo ha calmado la noche.

—¡Calmado! —exclamé yo.

Y corrí a mirarme al espejo.

En efecto, no tenía tan mala cara comome había imaginado. Aquello no era creíble.

—Axel —me dijo Graüben—, he estadomucho tiempo hablando con mi tutor. Es unsabio arrojado, un hombre de gran valor, y nodebes echar en olvido que su sangre corre portus venas. Me ha dado a conocer sus proyectos,sus esperanzas, y el cómo y el por qué esperaalcanzar su objetivo. Y lo alcanzará, no hayduda. ¡Ah, mi querido Axel! ¡Qué hermoso esconsagrarse de ese modo al estudio de las cien-cias ¡Qué gloria tan inmensa aguarda al señorLidenbrock, que se reflejará sobre su compañe-ro! Cuando regreses serás un hombre, Axel:serás igual a tu tío, con libertad de hablar, conlibertad de obrar, con libertad, en fin, de...

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La joven se ruborizó y no terminó la fra-se. Sus palabras me reanimaron. No quería, sinembargo, creer, que nuestra partida era cierta.Hice entrar conmigo a Graüben en el despachodel profesor Lidenbrock, y dije a éste:

—Tío, ¿está usted decidido, por fin, aque emprendamos la marcha?

—¡Cómo! ¿Lo dudas aún?

—No —le dije con objeto de no contra-riarle— pero quisiera saber qué le induce a pro-ceder con tal precipitación.

—¡Toma! ¿Qué ha de ser? ¡El tiempo! ¡Eltiempo, que transcurre con una rapidez deses-perante!

—Pero si estamos aún a 26 de mayo, yhasta fines de junio...

—¿Crees, ignorante que es tan fácil tras-ladarse a Islandia? Si no te hubieses marchadocomo un necio, hubieras venido conmigo a la

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oficina de los señores Liffender y Compañía,donde habrías visto que de Copenhague a Rey-kiavik no hay más que una expedición men-sual, el 22 de cada mes; y que, si esperásemos ala del 22 de junio, llegaríamos demasiado tardepara ver la sombra del Scartaris acariciar elcráter del Sneffels; es precise llegar a Copen-hague lo antes posible para buscar allí un me-dio de transporte. Anda a hacer tu equipaje enseguida.

No era posible objetar. Subí a mi habita-ción, seguido de Graüben, y ella fue la que seencargó de colocar en una maleta los objetosque precisaba para tan largo viaje, con la mismatranquilidad que si se tratase de hacer una ex-cursión a Lubeck o a Heligoland. Sus manosiban y venían sin precipitación; conversaba conabsoluta calma y me daba las más discretasrazones a favor de nuestra expedición. Me em-belesaba y enfurecía a intervalos. A veces trata-ba de enfadarme, pero ella aparentaba no ad-

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vertirlo y proseguía su tarea con toda tranqui-lidad.

A las cinco y media, se oyó fuera el ro-dar de un carruaje, deteniéndose en nuestrapuerta un espacioso coche que había de condu-cirnos a la estación del ferrocarril de Altona. Enun momento se llenó con los bultos de mi tío.

—¿Y tu maleta? —me dijo.

—Está lista —le respondí, con voz des-fallecida.

—¡Pues bájala en seguida! ¿No ves quevamos a perder el tren?

Me pareció que no había manera de lu-char contra mi destino. Subí, pues, a mi cuarto,y cogiendo la maleta, la dejé que se deslizasepor los peldaños de la escalera, y bajé detrás deella.

En aquel preciso momento, ponía mi tío,con toda solemnidad, las riendas de su casa en

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manos de Graüben, quien conservaba su calmahabitual. Abrazó a su tutor, pero no pudo con-tener una lágrima al rozar mi mejilla con susdulcísimos labios.

—¡Graüben! —exclamé yo.

—Vete tranquilo, Axel ——dijo ella—.Ahora dejas a tu novia pero, a la vuelta,hallarás a tu mujer.

Estreché entre mis brazos a Graüben yfui a sentarme en el coche. —Marta y mi pro-metida, desde el umbral de la puerta, nos en-viaron un postrimer adiós. Después, los doscaballos, excitados por los silbidos del cochero,se lanzaron a galope por la carretera de Altona.

Capítulo VIII

De Altona, verdadero arrabal de Ham-burgo, arranca el ferrocarril de Kiel que debíaconducirnos a la costa de los Belt. En menos de

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veinte minutos penetramos en el territorio deHolstein.

Una vez todo listo y cerrada la maleta,bajamos al piso interior.

Durante todo el día no habían cesado dellegar los abastecedores de instrumentos defísica y de aparatos eléctricos, y de armas ymuniciones. Marta no sabía qué pensar de todoaquello.

—¿Es que se ha vuelto loco el señor? —me preguntó, por fin.

Yo le hice un ademán afirmativo.

—¿Y le lleva a usted consigo?— Le Re-petí el mismo signo.

—¿Y adónde?

Entonces le indiqué con el dedo el cen-tro de la tierra.

—¿Al sótano? —exclamó la antiguacriada.

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—No —le contesté yo—, más abajo to-davía.

Llegó la noche. Yo no tenía ya concien-cia del tiempo transcurrido.

—Hasta mañana temprano —me dijo mitío—; partiremos a las seis en punto.

A las diez me dejé caer en mi lecho co-mo una masa inerte.

Durante la noche, mis terrores me asal-taron de nuevo.

La pasé soñando con precipicios enor-mes, presa de un espantoso delirio. Me sentívigorosamente asido por la mano del profesor,y precipitado y hundido en los abismos. Meveía caer al fondo de insondables precipicioscon esa velocidad creciente que van adquirien-do los cuerpos abandonados en el espacio. Mivida no era otra cosa que una interminable caí-da.

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Me desperté a las cinco rendido de emo-ción y de fatiga. Me levanté y bajé al comedor.Mi tío se hallaba ya sentado a la mesa y comíacon devorador apetito. Lo contemplé con unsentimiento de horror. Graüben estaba allí. Nodespegué mis labios ni me fue posible comer.

A las seis y media, se detuvo el carruajedelante de la estación. Los numerosos bultos demi tío, así como sus voluminosos artículos deviaje, fueron descargados, pesados, rotulados ycargados nuevamente en el furgón de equipa-jes, y, a las siete, nos hallábamos sentados fren-te a frente en el mismo coche. Silbó la locomo-tora y el convoy se puso en movimiento. Yaestábamos en marcha.

¿Iba resignado? Aún no. Sin embargo, elaire fresco de la mañana, los detalles del cami-no, renovados rápidamente por la velocidaddel tren, me distrajeron de mi gran preocupa-ción.

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La mente del profesor avanzaba másaprisa que el convoy, cuya marcha se le antoja-ba lenta a su impaciencia. Íbamos en el cochelos dos solos, pero sin dirigirnos la palabra. Mitío se registró los bolsillos y el saco de viaje conminuciosa atención, y observé que no le faltabaninguno de los mil requisitos que exigía la eje-cución de sus arriesgados proyectos.

Pude ver, entre otras cosas, una hoja depapel, cuidadosamente doblada, que ostentabael membrete de la cancillería danesa, con lafirma del señor Cristiensen, cónsul de Dina-marca en Hamburgo y amigo del profesor. Estacarta debía facilitarnos, en Copenhague, la ta-rea de obtener recomendaciones para el gober-nador de Islandia.

Vi asimismo el famoso documento, cui-dadosamente guardado en la más oculta divi-sión de su cartera. Lo maldije desde el fondo demi corazón y me dediqué otra vez a contemplarel paisaje. Constituían éste una extensa serie de

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llanuras sin interés, monótonas, cenagosas ybastante fértiles: una campiña en extremo favo-rable al tendido de una línea férrea y que seprestaba de un modo maravilloso a esas rectasque son las delicias de las empresas explotado-ras de los caminos de hierro.

Pero esa monotonía no llegó a fatigar-me, porque, tres horas después de nuestra par-tida, el tren se detenía en Kiel, a dos pasos delmar.

Como nuestros equipajes habían sidofacturados hasta Copenhague, no tuvimos queocuparnos de ellos para nada. Esto no obstante,mi tío no les quitó la vista de encima mientraslos trasbordaron al vapor, en cuyas bodegasdesaparecieron.

Mi tío, en su precipitación, había calcu-lado las horas de correspondencia del ferroca-rril y del buque de un modo tan detestable, queteníamos que perder un día entero. El vaporEllenora no salía hasta la noche. Esta no prevista

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espera hizo que se apoderase del irascible viaje-ro una fiebre de nueve horas, durante las cualesenvió a todos los diablos a las administracionesde vapores y ferrocarriles, y a los Gobiernosque toleraban abusos semejantes. Yo tuve quehacer coro cuando la emprendió con el capitándel Ellenora, a quien quiso obligar a levar anclasy zarpar inmediatamente. El capitán lo envió apaseo.

En Kiel, como en todas partes, es precisobuscar la manera de matar el tiempo. A fuerzade pasearnos por las verdes costas de la bahía,en cuyo fondo se eleva la pequeña ciudad; derecorrer los espesos bosques que le dan el as-pecto de un nido colocado entre un grupo deramas; de admirar las quintas, provistas todasellas de su caseta de baños de mar, y de correry aburrirnos, sonaron, por fin, las diez de lanoche.

Los penachos de humo del Ellenora seelevaban en la atmósfera; su cubierta retembla-

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ba bajo los estertores de la caldera; estábamos abordo, instalados en dos literas colocadas en laúnica cámara que poseía el vapor.

A las dos y cuarto, largó el buque susamarras y avanzó rápidamente sobre lassombrías aguas del Gran Belt.

La noche estaba obscura: la brisa sopla-ba fresca levantando imponente marejada; al-gunas luces de la costa se distinguían en mediode las tinieblas: más tarde, no sé qué faro nosenvió sus destellos por encima de las olas. Heaquí cuanto recuerdo de aquel primer viaje.

A las siete de la mañana desembarca-mos en Korsör, pequeña ciudad situada en lacosta occidental, donde trasbordamos a otroferrocarril que nos condujo a través de un paísno menos llano que las campiñas de Holstein.

Aún faltaban tres horas de viaje parallegar a la capital de Dinamarca. Mi tío no había

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pegado los ojos en toda la noche. Creo que, ensu impaciencia, empujaba el vagón con los pies.

Por fin, se descubrió un brazo de mar.

—¡El Sund! —exclamó entusiasmado.

Había a nuestra izquierda un vasto edi-ficio que parecía un hospital.

—Es un manicomio —dijo uno de nues-tros compañeros de viaje.

"¡Muy bien!" pensé. "He aquí un estable-cimiento donde habremos de concluir nuestrosdías. Por muy grandes que sean sus dimensio-nes, no será nunca lo suficientemente ampliopara contener toda la inmensidad de la locuradel profesor Lidenbrock".

Por fin, a las diez de la mañana, descen-dimos en Copenhague; los equipajes fueroncargados en un coche y conducidos con noso-tros al hotel del Fénix, en Bred-Gade. En esto se

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invirtió media hora, porque la estación estásituada fuera de la ciudad.

Después de asearse un poco y de cam-biarse de traje, mi tío me mandó que le siguie-se. El portero del hotel hablaba alemán e inglés;pero el profesor, en su calidad de políglota, leinterrogó en dinamarqués correcto, y en estemismo idioma le indicó el otro la situación delMuseo de Antigüedades del Norte.

El director de este curioso estableci-miento, donde se hallan acumuladas tantas ytales maravillas que permitirían reconstruir lahistoria del país con sus viejas armas de piedra,sus cuencos y sus joyas, era el profesor Thom-son, un verdadero sabio, amigo del cónsul deHamburgo.

Mi tío llevaba para él una carta muy efi-caz de recomendación. Por regla general, lossabios no se acogen muy bien unos a otros; pe-ro, en el caso actual, ocurrió todo lo contrario.El señor Thomson, a fuer de hombre servicial,

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dispensó una favorable acogida al profesorLidenbrock y hasta a su sobrino. No creo nece-sario decir que mi tío tuvo buen cuidado de norevelar su secreto al director del museo: deseá-bamos, sencillamente, visitar a Islandia en viajede recreo, sin otro objeto que admirar las nu-merosas curiosidades que encierra.

El señor Thomson se puso a nuestradisposición por completo, y juntos recorrimoslos muelles buscando un buque que fuese apartir en breve.

Aún abrigaba yo la esperanza de que enabsoluto no hallásemos medio alguno de trans-porte; pero no fue así, por desgracia.

Una pequeña goleta danesa, la Valkyria,debía hacerse a la vela el 2 de Julio con rumbo aReykiavik. Su capitán, el señor Biarne, se en-contraba a bordo, y su futuro pasajero le es-trechó la mano hasta casi estrujársela en untransporte de júbilo. El viejo lobo de mar sesorprendió ante tan extemporánea alegría, pa-

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reciéndole la cosa más natural del mundo el ir aIslandia, toda vez que aquel era su oficio. Perocomo a mi tío le parecía una cosa sublime, eltaimado del capitán aprovechó su entusiasmopara cobrarnos el doble de lo que el pasaje valíade ordinario. El profesor, sin embargo, pagó sinregatear.

—Estad a bordo el martes, a las siete dela mañana —dijo el señor Biarne, después deembolsarse una respetable suma.

Dimos en seguida las gracias al señorThomson por todas sus atenciones, y regresa-mos al hotel del Fénix.

—Hasta ahora, todo nos sale bien —decía el profesor—; ¡todo marcha a pedir deboca! ¡Qué feliz casualidad el haber encontradoeste buque que se dispone a partir! Ahora al-morcemos, y vamos a visitar la ciudad.

Nos trasladamos a Tongens-Nye-Torw,plaza irregular donde existe un cuerpo de

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guardia con dos inofensivos cañones fijos queno asustan a nadie. Muy cerca, en el número 5,había una restauración francesa, establecimien-to dirigido por un cocinero llamado Vincent, enel cual almorzamos por la módica suma de cua-tro marcos cada uno.

Recorrí después la ciudad con el entu-siasmo de un niño, seguido de mi tío, que, aun-que se dejaba arrastrar, no fijó su atención ni enel insignificante palacio real; ni en el hermosopuente del siglo XVII, tendido sobre el caudal,delante del Museo; ni en el inmenso cenotafiode Torwaldsen, donde se conservan las obrasde este escultor, y cuyas pinturas murales sonhorribles: ni en el casi microscópico castillo deRosenborg; ni en el admirable edificio de laBolsa, estilo Renacimiento; ni en su campana-rio, formado por las colas entrelazados de cua-tro dragones de bronca: ni en los grandes moli-nos instalados en las murallas, cuyas dilatadasalas se hinchan, cual las velas de un buque alsoplo de la brisa del mar.

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¡Qué deliciosos paseos habría dado conmi bella curlandesa por los muelles de aquelpuerto, donde dormían tranquilos navíos yfragatas bajo sus rojas techumbres, junto a lasverdes orillas del estrecho, en medio de las es-pesas sombras entre las cuales se oculta la ciu-dadela, cuyos cañones asoman sus negras bocasa través de las ramas de los saucos y sauces!

Pero, ¡ay, qué lejos estaba mi Graüben!Y ni aun esperanzas tenía de volver a verlajamás.

Sin embargo, aunque ninguno de estosdeliciosos parajes llamaron la atención de mitío, le causó viva impresión la vista de un cam-panario que se erguía en la isla de Amak, queforma parte del barrio SO de Copenhague.

Marchamos por orden suya en direcciónhacia él, nos embarcamos en un vaporcito quetransportaba pasajeros a través de los canales,y, algunos momentos después, atracamos almuelle de Dock-Yard.

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Después de atravesar algunas calles es-trechas en donde los galeotes, con pantalonesamarillos y grises por partes iguales, trabajabanbajo la amenaza de la vara de los sotacómitres,llegamos delante de Vor-Frelsers-Kirk. Estaiglesia no ofrecía nada notable: pero su campa-nario había llamado la atención del profesorporque, a partir de su base, una escalera exte-rior subía dando vueltas alrededor de su cuer-po central, desarrollándose sus espirales al airelibre.

—Subamos —dijo mi tío.

—¿No nos acometerá el vértigo? —repliqué.

—Razón de más; es preciso que noshabituemos a él.

—Sin embargo...

—Vamos, no perdamos tiempo insistióel profesor con ademán imperioso.

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Tuve que obedecer. Un guardia, quepermanecía apostado en el otro lado de la calle,nos entregó una llave y comenzó la ascensión.

Mi tío me precedía con paso lento. Yo leseguía no sin cierto terror, porque se me solía irla cabeza con facilidad deplorable. No mehallaba dotado del aplomo de las águilas ni dela insensibilidad de sus nervios.

Mientras marchamos por la hélice inter-ior que formaba la escalera, todo fue bien; perodespués de haber subido ciento cincuenta pel-daños, el aire me azotó la cara: habíamos llega-do a la plataforma del campanario donde co-menzaba la escalera aérea, que no tenía másresguardo que una frágil barandilla, y cuyosescalonas cada vez más estrechos, parecían su-bir hasta lo infinito,

—¡Me es imposible subir! —exclamémedio aterrado.

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—Pero, ¿tan cobarde eres? ¡Sube inme-diatamente! —me respondió el cruel profesor.

No tuve más remedio que seguirle,agarrándome a la barandilla con ansia. El vien-to me atolondraba; sentía el campanario oscilarbajo sus ráfagas; las piernas me flaqueaban; notardé en subir de rodillas y acabé por trepararrastrándome y con los ojos cerrados; el vérti-go de las alturas se había apoderado de mí.

Por fin, con la ayuda de mi tío, que tira-ba de mí, asiéndome por el cuello de la chaque-ta, llegué cerca de la cúpula.

—Mira —me dijo mi verdugo—, y fíjatebien en todo; es preciso aprender a contemplarel abismo sin la menor emoción.

Entonces abrí los ojos y vi las casas co-mo aplastadas por efecto de una terrible caída,en medio de la niebla producida por los humosde las chimeneas. Por encima de mi cabeza pa-saban desgarradas las nubes, y, por una ilusión

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óptica que invertía los movimientos, me parec-ían inmóviles, en tanto que el campanario, lacúpula y yo éramos arrastrados con una veloci-dad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por unlado la campiña, tapizada de verdura y brilla-ba, por el otro, el azulado mar bajo un haz derayos luminosos. El Sund se descubría por lapunta de Elsenor surcado por algunas velasblancas, que semejaban gaviotas, y entre lasbrumas del Este se esbozaba apenas las ondu-lantes costas de Suecia. Toda esta inmensidadse arremolinaba confusamente ante mis ojos.

Esto no obstante, tuve que ponerme depie y pasear en derredor la mirada. Mi primeralección de vértigo duró una hora. Cuando, alfin, me permitieron bajar y sentar mis pies en elsólido piso de las calles, estaba desfallecido.

—Mañana repetiremos la prueba —medijo el profesor.

Y en efecto, durante cinco días tuve querepetir tan vertiginoso ejercicio, y, de grado o

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por fuerza. hice sensibles progresos en el artede las altas contemplaciones.

Capítulo IX

Llegó el día de la marcha. La víspera, elseñor Thomson, con su amabilidad acostum-brada, nos había llevado cartas de recomenda-ción muy eficaces para el conde Trampe, go-bernador de Islandia, el señor Pictursson, coad-jutor del obispo, y el señor Finsen, alcalde deReykiavik. En prueba de gratitud, mi tío leprodigó fuertes apretones de manos con el ma-yor entusiasmo.

El día 2, a las seis de la mañana, nues-tros inestimables equipajes se encontraban ya abordo de la Valkyria. El capitán nos condujo aunos camarotes exageradamente pequeños,instalados bajo una especie de puente.

—¿Tenemos buen viento? —preguntómi tío.

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—Inmejorable —respondió el capitánBiarna—. Brisa fresca del Sudeste. Vamos asalir del Sund con todo el aparejo largo y elviento entre el través y la aleta.

Algunos instantes después, largó al ve-lacho, el juanete, los foques y la cangreja, y,después de largar las amarras, orientó conve-nientemente el aparejo y penetró a toda vela enel estrecho. Una hora más tarde, la capital deDinamarca parecía sumergirse en las lejanasolas, y la Valkyria rozaba casi la costa de Else-nor. Efecto de la disposición en que se encon-traban mis nervios, creía ver la sombra deHamlet errar sobre el legendario terrado.

—¡Oh sublime insensato! —pensabayo—; ¡tú aprobarías sin duda nuestra empresa!¡Tú nos seguirías tal vez ganoso de encontraren el centro de la tierra una solución a tu dudasempiterna!

Mas nada descubrí sobre las antiguasmurallas; el castillo es, además, mucho más

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moderno que el heroico príncipe de Dinamarca.Sirve en la actualidad de suntuoso alojamientoal portero de este estrecho del Sund, por el quepasan cada año quince mil buques de todas lasnaciones.

El castillo de Krongborg no tardó endesaparecer entre la bruma, así como la torrede Helsinborg, que se eleva en la costa sueca, yla goleta se inclinó ligeramente, impedida porlas brisas del Cattegat.

La Valkyria era un buque muy velero,pero con esta clase de barcos nunca puede pre-decirse lo que va a durar el viaje. Conducía aReykiavik carbón, utensilios de cocina, loza,vestidos de lana y un cargamento de trigo; e ibatripulada por cinco lobos de mar, todos ellosdaneses, que bastaban para maniobrar su apa-rejo.

—¿Cuánto durará la travesía?—preguntó mi tío al capitán.

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—Diez días, poco más o menos —respondió este último—, si a la altura de lasFeroe no arrecia al Noroeste.

—Pero, ¿suele usted experimentar re-trasos considerables?

—No, señor Lidenbrock; no pase ningúncuidado, ya llegaremos.

A eso del anochecer la goleta dobló elCabo Skagen, que constituye el extremo septen-trional de Dinamarca, cruzó el Skager Rak,bordeó la costa meridional de Noruega, la-miendo al Cabo Lindness, y penetró en el mardel Norte.

Dos días después divisamos las costasde Escocia, reconocimos el promontorio de Pe-terhead, y arrumbó la Valkyria a las Faroe, pa-sando entre las Orcadas y las Shetland.

No tardaron las olas del Atlántico enazotar los costados de nuestra goleta; y como,al mismo tiempo, tuvimos que navegar de vuel-

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ta y vuelta para avanzar hacia el Norte, ven-ciendo la resistencia que el viento nos oponía,nos costó gran trabajo el llegar a las Feroe.

El día 3 reconoció el capitán la isla My-ganness, que es la más oriental de este grupo, y,a partir de este momento, hizo rumbo al caboPortland, situado en la costa meridional de Is-landia.

La travesía no ofreció ningún incidentenotable. Soporté bastante bien las inclemenciasdel mar; pero mi tío se pasó todo al viaje ma-reado, lo que, a más de llenarle de vergüenza,contribuyó a agriar más todavía su carácter.

Esto no le permitió interrogar al capitánBiarne acerca de la cuestión del Sneffels, losmedios de comunicación y la facilidad de lostransportes, y tuvo que aplazar para más ade-lante todas estas investigaciones; se pasó todoel viaje tendido en su camarote, cuyos mampa-ros crujían a cada cabezada del buque. Preciso

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es confesar que se tenía muy bien merecida susuerte.

El día 11 montamos al cabo Portland,permitiéndonos la claridad del tiempo distin-guir el Myrdals Yocul, que lo domina. Este cabose halla formado por un enorme peñasco, deescarpadas pendientes, que se alza aislado en laplaya.

La Valkyria, manteniéndose a una dis-tancia razonable de las costas, las fue barajandohacia el Oeste, navegando entre numerosasmanadas de ballenas y tiburones. No tardamosen descubrir un inmenso peñasco, horadado departe a parte, a través del cual pasaba enfureci-do el espumoso mar. Los islotes de Westmanparecieron surgir del Océano como rocas sem-bradas sobre la planicie líquida. A partir de estemomento, la goleta tomó el rumbo de fuerapara dar un respetable rodeo al cabo de Reyk-janess, que forma el ángulo occidental de Islan-dia.

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La fuerte marejada no permitía a mi tíosubir sobre cubierta con objeto de admiraraquellas costas bravías, azotadas y hendidaspor los vientos y mares del Sudoeste.

Cuarenta y ocho horas después, sortea-da una tempestad que obligó a la goleta a co-rrer a palo seco, descubrimos por el Este la ba-liza de la punta Skagen, cuyos peligrosos arre-cifes se prolongan a gran distancia por debajodel mar. Subió a bordo un práctico islandés, y,tres horas más tarde, fondeaba la Valkyria de-lante de Reykiavik, en la bahía de Faxa.

Entonces salió por fin el profesor de sucamarote, algo pálido y quebrantado, pero conel mismo entusiasmo de siempre y con la satis-facción retratada en su semblante.

Los habitantes de la ciudad, a quienesinteresaba en extremo la llegada del buque, delque todos tenían algo que recoger, se agru-paron en el muelle.

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Mi tío se apresuró a abandonar su pre-sidio flotante, por no decir su hospital; pero,antes de dejar la cubierta de la goleta, me llevóhasta la proa, y desde allí, mostrándome con eldedo en la parte septentrional de la bahía unaelevada montaña, que remataba en dos picosun doble cono cubierto da nieves eternos, medijo entusiasmado:

—¡El Sneffels! ¡Ahí tienes el Sneffels!

Y después de haberme recomendadocon un gesto que guardase el más impenetrablesilencio, bajó al bote que nos aguardaba. Yo leseguí cabizbajo y nuestros pies no tardaron enhollar el suelo de Islandia.

De improviso, apareció un hombre debuena presencia, vestido de general. Sin em-bargo, no era más que un sencillo magistrado,el gobernador de la isla, el señor barón deTrampe en persona. El profesor lo reconoció alinstante. Le entregó las cartas que traía de Co-penhague, y se entabló entre ellos una corta

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conversación en danés, en la cual no tomé par-te, como era natural. Esta primera entrevistadio por resultado que el barón de Trampe sepusiese por completo a las órdenes del profesorLidenbrock.

El alcalde señor Finsen, no menos mili-tar por su indumentaria que el gobernador,pero tan pacífico como éste, hubo de dispensara mi tío la más favorable acogida.

En cuanto al coadjutor, señor Picturs-son, giraba a la sazón una visita pastoral a laregión septentrional de su diócesis, y tuvimosque renunciar, por lo pronto, al gusto de serlepresentados. Pero, en cambio, trabamos cono-cimiento con un bellísimo sujeto, el señor Fri-driksson, catedrático de ciencias naturales de laescuela de Reykiavik, cuyo concurso nos fue deinestimable valor. Este modesto sabio sólohablaba el islandés y el latín. Me ofreció susservicios en el idioma de Horacio, y comprendíen seguida que estábamos creados para com-

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prendemos mutuamente. Y, en efecto, ésta fuela única persona con quien pude conversar du-rante mi estancia en Islandia.

—Como ves, querido Axel —hubo dedecirme mi tío—, todo va como una seda: lomás difícil ya lo tenemos hecho.

—¿Cómo lo más difícil?—exclamé yo es-tupefacto.

—Pues claro: ¡sólo nos resta bajar!

—Mirado desde ese punto de vista, tie-ne usted mucha razón; mas supongo que, des-pués de bajar, tendremos que subir nueva-mente.

—¡Bah! ¡bah! ¡Lo que es eso no me in-quieta! Conque, manos a la obra, que no haytiempo que perder. Me voy a la biblioteca. Talvez se conserve en ella algún manuscrito deSaknussemm que me gustaría consultar.

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—Entretanto, yo recorreré la ciudad.¿No piensa usted visitarla?

—¡Oh! eso me interesa muy poco. Lascuriosidades de Islandia no se encuentran sobresu superficie, sino debajo de ella.

Salí y eché a andar sin rumbo fijo.

No habría sido fácil perderse en las doscalles de Reykiavik de suerte que no tuve nece-sidad de preguntar a nadie el camino lo cual,hecho por signos, expone las más de las veces amuchas equivocaciones.

Se extiende la ciudad, en medio de doscolinas, sobre un terreno muy bajo y pantanoso.Una inmensa ola de lava la cubre por un lado ydesciende hasta el mar en declive suave. Por elotro, se extiende la amplia bahía de Faxa limi-tada por el Norte por el enorme ventisquero delSneffels, y en la que, a la sazón, no había fon-deado más buque que la Valkyria. De ordinariose hallan resguardados en ella los guardapescas

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ingleses y franceses, pero entonces se hallabanprestando servicio en las costas orientales de laisla.

La calle más larga de Reykiavik es para-lela a la playa, y en ella se hallan instalados losmercaderes y negociantes, en cabañas de made-ra, hechas de vigas rojas horizontalmente dis-puestas; la otra calle, situada más al Oeste correhacia un pequeño lago, pasando entre la casadel obispo y las de otros personajes extraños alcomercio.

No tardé en recorrer aquellas callessombrías y tristes. A veces entreveía una man-cha de césped descolorido, que semejaba unavieja alfombra de lana, raída a consecuencia deluso, o algo que parecía un huerto cuyas raraslegumbres, patatas, coles y lechugas, sólo erandignas de una mesa liliputiense. Algunos alhel-íes enfermizos pugnaban también por recibiralgún rayo de sol.

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Hacia la mitad de la calle no ocupadapor el comercio, encontré el cementerio público,rodeado de una tapia de adobes, el cual es bas-tante espacioso. Pocos pasos después, me en-contré delante de la casa del gobernador, que esuna mala choza si se la compara con la casaAyuntamiento de Hamburgo: pero que resultaun palacio al lado de las cabañas en las cualesse aloja la población islandesa.

Entre la ciudad y el lago, se elevaba laiglesia, edificada con arreglo al gusto protestan-te y construida con cantos calcinados que losvolcanes arrojan. Las tejas coloradas de su te-cho seguramente se dispersarían por los aires,con vivo sentimiento de los fieles, al arreciar losvientos del Oeste.

Sobra una eminencia inmediata vi la Es-cuela Nacional, donde, según supe después pornuestro huésped, se enseñaba el hebreo, elinglés, el francés y el danés, cuatro lenguas delas cuales no conocía una palabra, cosa que me

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llenaba de bochorno, pues hubiera sido el másatrasado de los cuarenta alumnos matriculadosen el pequeño colegio, e indigno de acostarmecon ellos en aquellos armarios de dos compar-timientos donde otros más delicados se as-fixiarían la primera noche.

En tres horas recorrí no sólo la ciudad,sino sus alrededores también. Su aspecto gene-ral era singularmente triste. No había árboles ninada que mereciese el nombre de vegetación.Por todas partes se veían picos de rocas volcá-nicas. Las cabañas de los islandeses estánhechas de tierras y de turba, y tienen sus pare-des inclinadas hacia dentro, de suerte que pare-cen tejados colocados sobre al suelo. Emperoestos tejados son praderas relativamente férti-les, pues, gracias al calor de las habitaciones,brota en ellos la hierba con bastante facilidad,siendo preciso segarla en la época de la recolec-ción para que los animales domésticos no pre-tendan pacer sobre estas verdes mansiones.

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Durante mi excursión, encontré muypocas personas; mas cuando volví a pasar porla calle del comercio, vi que la mayoría de lapoblación se hallaba ocupada en secar, salar ycargar bacalaos, que constituyen allí el princi-pal artículo de exportación. Los hombres parec-ían vigorosos, pero tardos; una especie de ale-manes rubios, de mirada pensativa, que se cre-en separados de la humanidad, infelices deste-rrados en aquellas heladas regiones, a quienesla naturaleza hubiera debido hacer esquimales,ya que los condenó a vivir dentro de los límitesdel Círculo Polar Artico. Traté en vano de sor-prender una sonrisa en sus rostros; reían a ve-ces mediante una contracción involuntaria desus músculos; pero no sonreían jamás.

Sus vestidos consistían en una bastachaqueta de lana negra, conocida en todos lospaíses escandinavos con el nombre de vadmel,sombrero de amplias alas, pantalón orillado derojo y unos trozos de cuero arrollados en lospies a manera de calzado.

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Las mujeres, de rostro triste y resignado,y cuyo tipo es bastante agradable, aunque care-cen de expresión, usan una chaqueta y una fal-da de vadmel de color obscuro. Las solteras lle-van sobre el trenzado cabello un gorrito depunto de color pardo, y las casadas se cubren lacabeza con un pañuelo de color sobre el cual secolocan una especie de cofia blanca.

Cuando, tras un largo paseo, regresé ala casa del señor Fridriksson, mi tío se encon-traba ya en compañía de este último.

Capítulo X

La mesa estaba servida, y el profesorLidenbrock, cuyo estómago parecía un abismosin fondo, efecto de la dieta que a bordo habíasufrido, devoró con avidez. La comida, másdanesa que islandesa, nada tuvo de notable;pero nuestro anfitrión, más islandés que danés,me hizo recordar a los héroes de la antiguahospitalidad. Sin género alguno de duda, nos

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encontrábamos en su casa con más libertad yconfianza que él mismo.

Se conversó en islandés, intercalando mitío algunas palabras en alemán y el señor Fri-driksson otras en latín, para evitar que yo mequedase por completo en ayunas de lo que de-cían. Hablaron de cuestiones científicas, comoera natural tratándose de dos sabios; pero elprofesor Lidenbrock guardó la más escrupulosareserva, y sus ojos a cada frase me recomenda-ban el más absoluto silencio en todo lo relativoa nuestros futuros proyectos.

De repente, interrogó el señor Fridriks-son a mi tío acerca de los resultados de las in-vestigaciones por él practicadas en la biblioteca.

—Vuestra biblioteca —exclamó el profe-sor—, sólo contiene libros descabalados en es-tantes casi vacíos.

—¡Cómo! —respondió el señor Fridriks-son—, poseemos ocho mil volúmenes, muchos

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de los cuales son ejemplares tan preciosos comoraros, obras escritas en escandinavo antiguo, ytodas las publicaciones nuevas que Copen-hague nos envía anualmente.

—¿De dónde saca usted esos ocho milvolúmenes? Por mi cuenta...

—¡Oh! señor Lidenbrock, esos librosandan recorriendo constantemente el país. ¡Ennuestra pobre isla de hielo existe una gran afi-ción al estudio! No hay pescador ni labriegoque no sepa leer, y todos leen. Opinamos quelos libros, en vez de apolillarse tras una verja dehierro, lejos de las miradas de los curiosos, hansido escritos e impresos para que los lea todo elmundo. Por eso los de nuestra biblioteca vancorriendo de mano en mano, son leídos una ycien veces, y tardan con frecuencia uno o dosaños en regresar a sus respectivos estantes.

—Entretanto —respondió mi tío conmal reprimido enojo—, los extranjeros...

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—¡Y qué le hemos de hacer! Los extran-jeros poseen sus bibliotecas en sus respectivospaíses, y, sobre todo, es preciso en primertérmino que nuestros compatriotas se instru-yan. Se lo repito a usted, los islandeses tienen elamor al estudio inoculado en la sangre. En 1816fundamos una Sociedad Literaria que funcionaadmirablemente, siendo muchos los sabios ex-tranjeros que se honran con pertenecer a ella,Esta sociedad publica obras destinadas a edu-car a nuestros compatriotas y presta verdaderosservicios al país. Si quiere ser usted uno denuestros miembros correspondientes, nos haráun gran honor, señor Lidenbrock.

Mi tío, que pertenecía ya a un centenarde corporaciones científicas, aceptó el ofreci-miento con tales muestras de agrado, que elseñor Fridriksson se sintió conmovido.

—Ahora —dijo este último—, tenga us-ted la bondad de indicarme qué libros esperabaencontrar en nuestra biblioteca, y tal vez me sea

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posible darle acerca de ellos algunas referen-cias.

Miré a mi tío, y vi que vacilaba en res-ponder. Esto atañía directamente a sus proyec-tos. Sin embargo, después de reflexionar uninstante, se decidió a hablar por fin.

—Señor Fridriksson, quisiera saber si,entre las obras antiguas, poseéis las de ArneSaknussemm.

—¡Ame Saknussemm! —respondió elprofesor de Reykiavik—. ¿Se refiere usted aaquel sabio del siglo XVI que fue un gran al-quimista, un gran naturalista y un gran explo-rador a la vez?

—Precisamente.

—¿Una de los glorias de la literatura yde la ciencia islandesas?

—Sin duda de ningún género.

—¿El más ilustre de los hombres?

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—No trataré de negarlo.

—¿Y cuya audacia corría pareja con sugenio?

—Veo que le conoce bien a fondo.

Mi tío no cabía en sí de júbilo al oírhablar de su héroe de un modo tan encomiásti-co, y devoraba con los ojos al señor Fridriksson.

—¿Y qué ha sido de sus obras? —le pre-guntó, por fin, impaciente.

—¡Ah! ¡Sus obras no las tenemos!

—¡Cómo! ¿No están en Islandia?

—Ni en Islandia ni en ningún otro sitio.

—¿Por qué?

—Porque Arna Saknussemm fue perse-guido como hereje, y quemadas, en 1573, susobras en Copenhague por la mano del verdugo.

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—¡Bravo! ¡Magnífico! —exclamó mi tío,con gran escándalo del profesor de cienciasnaturales.

—¿Qué dice usted? —murmuró esteúltimo.

—¡Sí! Todo se explica, todo se aclara,todo se concatena. Ahora me explico por quéSaknussemm, al verse inscrito en el índice yobligado a ocultar los descubrimientos de sugenio, decidió sepultar su secreto en un incom-prensible criptograma...

—¿Qué secreto? —preguntó vivamenteel señor Fridriksson.

—Un secreto que... cuyo.. —balbuceó mitío.

—¿Pero es que posee usted algún do-cumento especial? —replicó el profesor is-landés.

—No... Era una mera suposición.

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—Bien —dijo el señor Fridriksson, quetuvo la bondad de no insistir al ver la turbaciónde su interlocutor—. Espero que no se ausen-tará usted de la isla sin haber estudiado susriquezas mineralógicas.

—Naturalmente —respondió mi tío—;pero llego algo tarde: otros sabios han pasadopor aquí antes que yo.

—En efecto, señor Lidenbrock; los traba-jos de los señores Olafsen y Povelsen, ejecuta-dos por orden del rey; los estudios de Troil; lamisión científica de los señores Gaimard y Ro-bert, a bordo de la corbeta francesa Recherche1;y, por último, las observaciones de los sabiosembarcados en la fragata Reine Hortense, hancontribuido poderosamente al conocimiento de

1 La Recherche fue enviada, en 1835, por el almirante Duparrépara buscar las huellas de una expedición perdida, la del señorBlosseville y de la Lilloise de la que no se ha vuelto a tener másnoticias.

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Islandia. Pero, créame, hay aún mucho quehacer.

—¿Cree usted? —preguntó mi tío conafectado candor, procurando moderar el brillode su mirada.

——¡Sin duda alguna! Existen numero-sas montañas, ventisqueros y volcanes muypoco conocidos que se es necesario estudiar. Sinir más lejos, mire usted ese monte que en elhorizonte se eleva: ¡es el Sneffels!

—Sí señor; uno de los volcanes más cu-riosos y cuyo cráter raramente se visita.

—¿Apagado?

—Apagado hace ya quinientos años.

—Pues bien —respondió mi tío, cruzan-do las piernas con fuerza para no saltar en elaire—, deseo empezar mis estudios geológicospor ese Saffel... o Fessel... ¿cómo le llama usted?

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—Sneffels —respondió el excelente se-ñor Fridriksson. Esta parte de la conversaciónse había desarrollado en latín, de manera queme enteré de todo, y tuve que contenerme parano soltar el trapo a reír al ver cómo mi tío con-tenía su satisfacción que pugnaba por escapár-sele por todas partes adoptando un aire can-doroso que parecía la mueca de un diablo.

—Sí —dijo—, sus palabras de usted medeciden; procuraremos escalar ese Sneffels, yhasta estudiar su cráter tal vez.

—Siento en el alma —dijo el señor Fri-driksson— que mis ocupaciones no me permi-tan ausentarme; porque, de lo contrario, lesacompañaría con gusto y con provecho.

—¡Oh, no, no! —respondió vivamentemi tío—; no queremos molestar a nadie, señorFridriksson; se lo agradezco infinito. La presen-cia de un sabio como usted nos hubiera sidomuy útil; pero los deberes de su profesión...

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Me inclino a creer que nuestro huésped,en la inocencia de su alma islandesa, no com-prendió la grosera malicia de mi tío.

—Apruebo, señor Lidenbrock —respondió—, que comience usted por esevolcán, donde cosechará gran número de ob-servaciones curiosas. Pero, dígame, ¿cómopiensa usted llegar a la península de Sneffels?

—Atravesando por mar la bahía. Es elcamino más rápido.

—Sin duda, pero no es posible seguirlo.

—¿Por qué?

Porque en Reykiavik no existe un solobote.

—¡Demonio!

—Tendrá usted que ir por tierra, con-torneando la costa, lo que será más largo, peromás interesante.

—Bueno. Veré de procurarme un guía.

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Precisamente puedo ofrecerle a usteduno.

—¿Un hombre inteligente y fiado?

—Sí, un habitante de la península. Es unhábil cazador de gansos, del cual quedará ustedsatisfecho. Habla perfectamente el danés.

—¿Y cuándo podré verle?

—Mañana, si usted quiere.

—¿Por qué no hoy mismo?

—Porque hasta mañana no llega.

—¡Hasta mañana! —exclamó mi tío,dando un profundo suspiro.

Esta importante conversación terminóalgunos instantes después dando el profesoralemán las más expresivas gracias al profesorislandés.

Durante la comida, mi tío acababa desaber cosas en extremo importantes, entre otras

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la historia de Saknussemm, la razón de su mis-terioso documento, que el señor Fridriksson nole acompañaría en su expedición y que desde eldía siguiente podría contar ya con un guía a susórdenes.

Capítulo XI

Al anochecer di un corto paseo por lasplayas de Reykiavik, y me recogí temprano,acostándome en mi cama de gruesas tablas, endonde me dormí profundamente.

Cuando me desperté, oí que mi tío char-laba por los codos en la habitación inmediata.Me vestí a toda prisa y fui a reunirme con él.

Conversaba en dinamarqués con unhombre de elevada estatura y constitución vi-gorosa; un mocetón que debía hallarse dotadode unas fuerzas hercúleas. Sus ojos soñadores yazules me parecieron inteligentes y sencillos. Suvoluminosa cabeza se hallaba cubierta por una

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larga cabellera de un color que hubiera pasadopor rojo hasta en la misma Inglaterra y que caíasobre sus espaldas atléticas. Aunque sus mo-vimientos eran fáciles, movía poco los brazos,cual hombre que ignora o desdeña el lenguajede los gestos. Todo en él revelaba temperamen-to perfectamente sosegado; tranquilo, aunqueno indolente. Se veía claramente que no pedíanada a nadie, que trabajaba cuando le convenía,y que, dada la calma con que se tomaba las co-sas, era fácil que nada le causase sorpresa nisobresalto.

Comprendí su manera de ser por el mo-do como escuchaba el islandés la apasionadafacundia de su interlocutor. Permanecía in-móvil y con los brazos cruzados ante los múlti-ples gestos de mi tío; para negar, movía la ca-beza de izquierda a derecha, y para afirmar, lainclinaba; apenas se movía; era la economía delmovimiento llevada hasta la avaricia.

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La verdad es que, al ver a aquel hombre,no hubiera adivinado jamás su profesión decazador; a buen seguro que no espantaría lacaza; mas, ¿cómo la buscaba?

Todo me lo expliqué, sin embargo,cuando supe por el señor Fridriksson que aqueltranquilo personaje sólo se dedicaba a la cazadel ganso llamado eidero, cuyo plumón consti-tuye la principal riqueza de la isla. En efecto,para recoger esta pluma, que se llama edredón,no es preciso desplegar una actividad asom-brosa.

En los primeros días del verano, lahembra de este ganso, notable por su extraor-dinaria belleza, construye su nido entre las ro-cas de los fiordos que tanto abundan en las cos-tas de la isla. Una vez construido su nido, loforra con finísimas plumas que del vientre searranca ella misma. En seguida llega el cazador,o, mejor dicho, el cosechero, se apodera delnido y se ve precisada el ave a comenzar de

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nuevo su trabajo, y la operación se repite mien-tras aquélla conserva algún plumón. Cuando loagota del todo, le llega la vez al macho de des-pojarse del suyo; sólo que, como la pluma deéste es dura y grosera, y carece de valor comer-cial, no se toma el cazador la molestia de robar-le el lecho de sus pequeñuelos, y el nido se con-cluye por fin. Pone la hembra sus huevos, na-cen los pollos después, y se reanuda al año si-guiente la cosecha del edredón.

Ahora bien, como estas aves no eligenpara la construcción de sus nidos las rocas es-carpadas, sino las de pendiente suave que van aperderse en el mar, el cazador islandés podíaejercer su oficio sin darse mucho trabajo. Era unlabrador que sólo tenía que recolectar la mies,sin necesidad de sembrarla ni cortarla.

Este personaje grave, silencioso y flemá-tico se llamaba Hans Bjelke, y venía recomen-dado por el señor Fridriksson. Era nuestro fu-turo guía.

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Sus maneras contrastaban singularmen-te con las de mi tío.

Esto no obstante, se entendieron fácil-mente. Ni uno ni otro repararon en el precio: eluno, dispuesto a aceptar lo que le ofreciesen, yel otro, decidido a dar lo que le pidieran. Jamásse cerró trato alguno con tanta facilidad.

En virtud de lo acordado, se comprome-tió Hans a conducirnos a la aldea de Stapi, si-tuada en la costa meridional de la península deSneffels, al pie del mismo volcán. Era precisorecorrer unas 22 millas por tierra, en lo cualemplearíamos dos días, según opinión de mitío.

Pero, cuando se enteró de que se tratabade millas dinamarquesas, de 24.000 pies, tuvoque rehacer sus cálculos y contar con que em-plearíamos siete a ocho días en hacer aquel re-corrido, dado el pésimo estado de las vías decomunicación.

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Hans, que, según su costumbre, iría apie, debía facilitar cuatro caballos: uno para mitío, otro para mí y dos para el transporte denuestra impedimenta. Perfecto conocedor deaquella parte de la costa, prometió conducirnospor el camino más corto.

Su compromiso con mi tío no expiraba anuestra llegada a Stapi; sino que permaneceríaa su servicio todo el tiempo que exigiesen nues-tras excursiones científicas, mediante una retri-bución de tres rixdales semanales. Pero se esti-puló expresamente que esta suma sería abona-da a Hans los sábados por la noche, condiciónsine qua non de su compromiso.

Se fijó la partida para el día 16 de junio.Quiso mi tío entregar al cazador las arras delcontrato; pero éste las rechazó con una solapalabra.

—Efter —dijo secamente.

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Después la tradujo el profesor en voz al-ta, para que me enterase.

Una vez cerrado el trato, se retiró nues-tro guía, sin mover más que las piernas, cual sifuese de una sola pieza.

—He aquí un hombre famoso —exclamó— mi tío al verle ir—; pero lo que me-nos sospecha es el maravilloso papel que elporvenir le reserva.

—¿Nos acompañará hasta...?

—Sí, hasta el centro de la tierra.

Aún tenían que transcurrir cuarenta yocho horas, que, con harto sentimiento mío, mevi precisado a invertir en los preparativos demarcha. Pusimos nuestros cinco sentidos y po-tencias en disponer cada objeto del modo másventajoso: los instrumentos a un lado, las armasal otro, las herramientas en este paquete, losvíveres en aquel otro, agrupándolo todo encuatro divisiones principales.

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Los instrumentos eran:

1°. Un termómetro centígrado de Eigel,graduado hasta 150°, lo cual me pareció dema-siado e insuficiente. Demasiado, si el calor delambiente había de alcanzar esta temperatura,pues en semejante caso pereceríamos asados.Insuficiente, si se trataba de medir la tempera-tura de los manantiales o de cualquier otra ma-teria en fusión.

2°. Un manómetro de aire comprimido,dispuesto de manera que marcase las presionessuperiores a las de la atmósfera al nivel delmar, toda vez que, debiendo aumentar la pre-sión atmosférica a medida que descendiésemosbajo la superficie de la tierra, el barómetro or-dinario no sería suficiente.

3°. Un cronómetro de Boissonnas el me-nor, de Ginebra, perfectamente arreglado almeridiana de Hamburgo.

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4°. Las brújulas de inclinación y de de-clinación.

5°. Un anteojo para observaciones noc-turnas.

6°. Los aparatos de Ruhmkorff, que,mediante una corriente eléctrica, daban una luzportátil, muy segura y poco embarazosa2.

2 El aparato de Ruhmkorff consiste en una pila de Bunsenpuesta en acción por medio de bicromato de potasa, que no daningún olor. Una bobina de inducción pone la electricidad pro-ducida por la pila en comunicación con una interna de disposi-ción especial en la que existe un serpentina de cristal en el cual seha hecho el vacío, quedando en su interior solamente un residuode gas carbónico o ázoe. Cuando el aparato funciona se haceluminoso produciendo una luz continua y blancuzca. La pila y labobina se colocan dentro de un saco de cuero que lleva en bando-lera el viajero. La linterna situada en el exterior, alumbra suficien-temente en las más profundas obscuridades; permite aventurarsesin temor a ninguna explosión, a través de los gases más inflama-bles, y no se extingue ni aun en el seno de las más profundascorrientes de agua. El señor Ruhmkorff era un físico tan hábilcomo sabio. Su principal descubrimiento es la bobina de induc-ción que lleva su nombre, la cual permite producir electricidad aalta tensión. En 1864, obtuvo el premio quinquenal de 50.000

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Las armas consistían en dos carabinasde Purdley More y Compañía, y dos revólveresColt. ¿Qué objeto tenían estas armas? Supongoque no tendríamos que habérnoslas con salva-jes ni animales feroces. Pero mi tío parecía mi-rar con el mismo cariño su arsenal que sus ins-trumentos, y especialmente una buena cantidadde algodón pólvora inalterable a la humedad,cuya fuerza explosiva es notablemente superiora la de la pólvora ordinaria.

Como herramientas llevábamos dos pi-cos, dos azadones, una escala de seda, tres bas-tones herrados, un hacha, un martillo, una do-cena de cuñas y armellas de hierro, y largascuerdas con nudos de trecho en trecho. Todojunto formaba un voluminoso fardo, pues laescala medía trescientos pies de longitud.

El paquete que contenía las provisionesno era demasiado grande; pero esto no me pre-

francos ofrecidos por Francia a la más ingeniosa aplicación de laelectricidad.

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ocupaba, pues sabía que encerraba una canti-dad de carne concentrada y galleta suficientepara alimentarnos seis meses. El único liquidoque llevábamos era ginebra, con absoluta ex-clusión de toda agua: pero íbamos provistos decalabazas, y mi tío contaba con encontrar ma-nantiales en donde llenarlas, siendo inútilescuantas observaciones le hice relativas a su ca-lidad, a su temperatura y hasta sobre su ausen-cia absoluta.

Para completar la nomenclatura exactade nuestros artículos de viaje, haré mención deun botiquín portátil que contenía unas tijerasde punta redonda, tablillas para fracturas, unapieza de cinta de hilo crudo, vendas y compre-sas, esparadrapo, y una lanceta para sangrar,cosas que ponían los pelos de punta. Llevába-mos, además, una serie de frascos que conten-ían dextrina, árnica, acetato de plomo líquido,éter, vinagre y amoníaco, drogas todas cuyoempleo no era muy deseable por cierto. Por

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último, no faltaban tampoco los ingredientesnecesarios para los aparatos de Ruhmkorff.

Tampoco olvidó mi tío el aprovisionarsede tabaco, de pólvora de caza y de yesca, ni uncinturón de cuero, que llevaba ceñido a los ri-ñones, y encerraba una buena cantidad de mo-nedas de oro y plata, y de billetes de banco. Enel grupo de las herramientas figuraban tambiénseis pares de zapatos de excelente calidad, im-permeabilizados merced a una capa de al-quitrán y goma elástica.

—Equipados, vestidos y calzados de es-ta suerte —me dijo, al fin, mi tío—, no existeninguna razón que nos prive de llegar a la me-ta.

Todo el día 14 lo empleamos en arreglarestos diversos objetos. Por la tarde, comimos encasa del barón de Trampe, en compañía delalcalde de Reykiavik y del doctor Hyaltalin, elmédico más célebre de la isla. El señor Fridriks-son no se hallaba entre los invitados; pero supe

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más tarde que el gobernador y él se hallaban endesacuerdo acerca de una cuestión administra-tiva, por lo que no se trataban. No tuve, pues,ocasión de comprender ni una palabra de nadade lo que se dijo durante aquella comida semi-oficial; pero observé que mi tío no cesó dehablar un momento.

Al día siguiente, 15, quedaron termina-dos todos los preparativos. El señor Fridrikssonprestó a mi tío un gran servicio regalándole unmapa de Islandia incomparablemente más per-fecto que el de Henderson: el mapa de OlafNikolás Olsen, hecho en escala de 1/480.000, yeditado por la Sociedad Literaria Islandesa, consujeción a los trabajos geodésicos del señorScheel Frisac y la nivelación topográfica delseñor Bjorn Gumlaugsonn. Era un documentoprecioso para un mineralogista.

Pasamos la última velada en íntimaconversación con el señor Fridriksson, que meinspiraba una íntima simpatía. A la charla, des-

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pués, siguió un sueño bastante agitado, al me-nos por parte mía.

A las cinco de la mañana me desperta-ron los relinchos de cuatro caballos que bajo miventana piafaban.

Me Vestí a toda prisa y bajé en seguida ala calle, donde Hans estaba acabando de cargarnuestra impedimenta, moviéndose lo menosposible, aunque dando muestras de poseer unaextraordinaria destreza. Hacía mi tío más ruidodel que era necesario; pero el guía prestaba, alparecer, poca o ninguna atención a sus reco-mendaciones.

A las seis, estaba todo listo. El señorFridriksson nos estrechó las manos. Mi tío ledio, en islandés, las gracias más expresivas porsu amable hospitalidad. Yo, por mi parte, lesaludé cordialmente en mi latín macarrónico.Montamos a caballo, y el señor Fridriksson meespetó con su último adiós este verso de Virgi-lio, que parecía hecho expresamente para noso-

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tros, pobres viajeros que mirábamos con incer-tidumbre el camino:

El quacumque viam dederit fortuna sequa-mur.

Capítulo XII

Habíamos partido con el tiempo cubier-to, pero fijo. No había que temer calores ener-vantes ni lluvias desastrosas. Un tiempo apropósito para hacer excursiones de recreo.

El placer de recorrer a caballo un paísdesconocido me hizo sobrellevar fácilmente elprincipio de la empresa. Me entregué por com-pleto a las delicias que la Naturaleza nos ofrece,ya que no tenía libertad para disponer de mímismo. Empecé a tomar mi partido y a mirarlas cosas con calma.

“Después de todo” me preguntaba a mímismo, “¿que es lo que arriesgo yo con viajarpor el país más curioso del mundo, y escalar la

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montaña más notable de la tierra? Lo peor es eltener que descender al fondo de un cráter apa-gado. Sin embargo, no cabe duda alguna queSaknussemm hizo lo mismo. En cuanto a laexistencia de un túnel que conduce al centro delglobo... ¡eso es pura fantasía! Por consiguiente,lo mejor será aprovecharse de todo lo buenoque haya en la expedición y poner buena caraal mal tiempo”.

Apenas había terminado de hacer estosraciocinios, cuando salimos de Reykiavik.

Hans marchaba a la cabeza, con pasorápido, uniforme y continuo. Le seguían los doscaballos que llevaban nuestra impedimenta, sinque fuese necesario guiarlos. Por último,marchábamos mi tío y yo, y la verdad que nohacíamos muy mala figura montados en aque-llos animalitos vigorosos, a pesar de su cartaalzada.

Es Islandia una de las grandes islas deEuropa; mide 1.400 millas de superficie y sólo

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tiene 60.000 habitantes. Los geógrafos la handividido en cuatro regiones, y teníamos queatravesar casi oblicuamente la llamada País delSudoeste, Sudvestr Fjordúngr.

Al salir de Reykiavik, nos guió Hans porla orilla del mar, marchando sobre pastos muypoco frondosos que pugnaban por parecer ver-des sin poder pasar de amarillos. Las rugosascumbres de las masas traquíticas se esbozabanen el horizonte, entre las brumas del Este; aveces, algunas manchas de nieve, concentrandola luz difusa resplandecían en las vertientes delas cimas lejanas; ciertos picos más osados queotros, atravesaban las nubes grises y reaparec-ían después por encima de los movedizos va-pores, cual escollos que emergiesen en las lla-nuras etéreas.

Con frecuencia, aquellas cadenas de ári-das rocas avanzaban una punta hacia el mar,mordiendo la pradera sobre la cual cami-nábamos; pero siempre quedaba espacio sufi-

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ciente para poder pasar. Nuestros caballos eleg-ían instintivamente los lugares más propiciossin retardar su marcha jamás. Mi tío no tenía niel consuelo de excitar a su cabalgadura con ellátigo a la voz; le estaba vedada la impaciencia.Yo no podía evitar el sonreírme al contemplarletan largo montado en su jaquilla; y, como susdesmesuradas piernas rozaban casi el suelo,parecía un centauro de seis pies.

—¡Magnífico animal! —me decía—. Yaverás, Axel, cómo no existe ningún bruto queaventaje en inteligencia al caballo islandés; ninieves, ni tempestades, ni rocas, ni ventisque-ros… no hay nada que le detenga. Es sobrio,valiente y seguro. Jamás da un paso en falso nirecula. Cuando tengamos que atravesar algúnfiordo o algún río, ya le verás arrojarse al aguasin titubear, lo mismo que un anfibio, y llegar ala orilla opuesta. Mas no los hostiguemos;dejémosles caminar a su albedrío, y ya veráscómo hacemos nuestras diez leguas diarias.

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—Nosotros no cabe duda, pero el guía...

—No te inquietes por el guía. Estas gen-tes caminan sin darse cuenta de ello. Este nues-tro, se mueve tan poco, que no debe fatigarse.Además, si es preciso, yo le cederé mi montura.Así como así, si no me muevo un poco, prontome acometerán los calambres. Los brazos vanmuy bien, pero no hay que echar en olvido laspiernas.

Avanzábamos con paso rápido, y el paísiba estando ya casi desierto. De trecho en trechoaparecía el margen de una hondonada, cualpobre mendigante, alguna granja aislada, algúnböer3 solitario, hecho de madera, tierra y lava.Estas miserables chozas parecían implorar lacaridad del transeúnte y daban ganas de darlesuna limosna. En aquel país no hay caminos, nitan siquiera senderos, y la vegetación, a pesar

3 Casa de campesino irlandés

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de ser tan lenta, no tarda en borrar las huellasde los escasos viajeros.

Sin embargo, esta parte de la provincia,situada a dos pasos de la capital, es una de lasporciones más pobladas y cultivadas de Islan-dia. ¡Júzguese lo que serán las regiones des-habitadas de aquel desierto! Habíamos recorri-do ya media milla sin haber encontrado ni unlabriego sentado a la puerta de su cabaña, ni unpastor salvaje apacentando un rebaño menossalvaje que él; tan sólo habíamos visto algunasvacas y carneros completamente abandonados.¿Qué serían las regiones trastornadas, removi-das por los fenómenos eruptivos, hijas de lasexplosiones volcánicas y de las conmocionessubterráneas?

Destinados nos hallábamos a conocerlasmás tarde: pero, al consultar el mapa de Olsen,vi que siguiendo los tortuosos contornos de laplaya nos apartábamos de ellos, toda vez que elgran movimiento plutónico se ha concentrado

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especialmente en el interior de la isla, donde lascapas horizontales de rocas sobre puestas, lla-madas en escandinava trapps, las fajas traquíti-cas, las erupciones de basalto, de toba y de to-dos los conglomerados volcánicos, las corrien-tes de lava y de pórfido en fusión, han formadoun país que inspira un horror sobrenatural.Entonces no sospechaba el espectáculo que nosesperaba en la península del Sneffels, en dondeestos residuos de naturaleza volcánica formanun caos espantoso.

Dos horas después de nuestra salida deReykiavik, llegamos a la villa de Gufunes, lla-mada aoalkirkja o iglesia principal, que no ofre-ce cosa alguna de notable. Sólo tiene algunascasas que no bastarían para formar un lugarejoalemán.

Hans se detuvo allí media hora,aproximadamente, compartió con nosotrosnuestro frugal almuerzo, respondió con mono-sílabos a las preguntas de mi tío relativas a la

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naturaleza del camino, y cuando le preguntódónde tenía pensada que pasásemos la noche,respondió secamente:

—Gardär.

Consulté el mapa para ver lo que eraGardär, y viendo un caserío de este nombre aorillas del Hvalfjörd, a cuatro millas de Reykia-vik, se lo mostré a mi tío.

—¡Cuatro millas nada más! —excla-mó—. ¡Tan sólo cuatro millas de las veintidósque tenemos que andar! ¡Es un bonito paseo!

Quiso hacer una observación al guía;pero éste, sin escucharle, volvió a ponerse de-lante de los caballos y emprendió de nuevo lamarcha.

Tres horas más tarde, sin dejar nunca decaminar sobre el descolorido césped, tuvimosque contornear el Kollafjörd, rodeo más fácil yrápido que la travesía del golfo. No tardamosen entrar en un pingtaoer, lugar de jurisdicción

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comunal, nombrado Ejulberg, y cuyo campana-rio habría dado las doce del día si las iglesiasislandesas hubiesen sido lo suficientementericas para poseer relojes pero, en esto, se aseme-jan a sus feligreses, que no tienen reloj y se pa-san perfectamente sin él.

Allí dimos descanso a los caballos, loscuales, tomando después por un ribazo com-prendido entre una cordillera y el mar, nos lle-varon de un tirón al aoalkirkja de Brantar y unamil más adelante, a Saurböer annexia, iglesiaanexia, situada en la orilla Sur del Hvalfjörd.Eran a la sazón las cuatro de la tarde y había-mos avanzado cuatro millas.

El fiordo en aquel punto tenía de longi-tud media milla por lo menos; las alas se estre-llaban con estrépito sobre las agudas rocas. Estegolfo se abría entre murallas de piedra cortadasa pico, de tres mil pies de elevación, y notablespor sus capas obscuras que separaban los le-chos de toba de un matiz rojizo. Por muy gran-

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de que fuese la inteligencia de nuestros caba-llos, no me hacia mucha gracia el tener queatravesar un verdadero brazo de mar sobre ellomo de un cuadrúpedo.

—Si realmente son tan inteligentes, notratarán de pasar —dije yo—. En todo caso, yome encargo de suplir su falta de inteligencia.

Pero mi tío no quería esperar y hostigósu caballo hacia la orilla. El animal fue a hus-mear la última ondulación de las olas y se de-tuvo. El profesor, que también tenía su instinto,quiso obligarlo a pasar, pero el bruto se negó aobedecerle, moviendo la cabeza. A los juramen-tos y latigazos de mi tío contestó encabri-tándose la bestia, faltando poco para que des-pidiese al jinete: y por fin el caballejo, doblandolos corvejones, se escurrió de entre las piernasdel profesor, dejándole plantado sobre dos pie-dras de la orilla como el coloso de Rodas.

—¡Ah! ¡maldito animal! —exclamó en-colerizado el jinete transformado inopinada-

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mente en peatón, y avergonzado como un ofi-cial de caballería que se viese convertido eninfante de improviso.

—Farja —dijo nuestro guía, tocándoleen el hombro.

—¡Cómo! ¿Una barca?

—Der —respondió Hans mostrándoleuna embarcación.

—Sí —exclamé yo—, hay una barca.

—Pues, hombre, ¡haberlo dicho! Estábien, prosigamos.

—Tidvatten —replicó el guía.

—¿Qué dice?

—Dice marea —respondió mi tío, tradu-ciéndome la palabra danesa.

—¿Será, sin duda, preciso esperar a quecrezca la marea?

—¿Förbida? —preguntó mi tío.

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—Ja —respondió Hans.

El profesor golpeó el suelo con el pie, entanto que los caballos se dirigían hacia la barca.

Comprendí perfectamente la necesidadde esperar, para emprender la travesía del fior-do, ese instante en que la marea se para, des-pués de haber alcanzado su máxima altura.Entonces el flujo y reflujo no ejercen acción al-guna sensible, y no hay, por tanto, peligro deque la barca sea arrastrada por la corriente nihacia el fondo del golfo, ni hacia el mar.

Hasta las seis de la tarde nos llegó elmomento propicio; y, a esta hora, mi tío, yo, elguía, dos pasajeros y los cuatro caballos nosinstalamos en una especie de barca del fondoplano, bastante frágil. Como estaba acostum-brado a los barcos a vapor del Elba, me parecie-ron los remos de los barqueros un procedimien-to anticuado. Echamos más de una hora enatravesar el fiordo; pero lo pasamos, al fin, sinaccidente ninguno.

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Media hora después llegábamos al aoal-kirkja de Gardä.

Capítulo XIII

Ya era hora de que fuese de noche, peroen el paralelo 65°, la claridad diurna de las re-giones polares no debía causarme asombro; enIslandia no se pone el sol durante los meses dejunio y julio.

La temperatura, no obstante, había des-cendido; sentía frío, y, sobre todo, hambre.¡Bien haya el böer que abrió para recibirnos sushospitalarias puertas!

Era la mansión de un labriego, pero, porlo que a la hospitalidad se refiere, no le iba enzaga a ningún palacio real. A nuestra llegadavino el dueño a tendernos la mano, y, sin másceremonias, nos hizo señas pare que le siguié-semos.

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Y le seguimos, en efecto, cada vez queacompañarle hubiera sido imposible. Un corre-dor largo, estrecho y obscuro daba acceso a estacabaña, construida con maderos apenas labra-dos, y permitía llegar a todas sus habitaciones,que eran cuatro: la cocina, el taller de tejidos, labadstofa, alcoba de la familia, y la destinada alos huéspedes, que era la mejor de todas. Mi tío,con cuya talla no se había contado al construirla cabaña, dio en tres o cuatro ocasiones con lacabeza contra las vigas del techo.

Nos introdujeron en nuestra habitación,que era una especie de salón espacioso, de sue-lo terrizo, y que recibía la luz a través de unaventana cuyos vidrios estaban hechos de mem-branas de carnero bien poco transparentes.

Consistían las camas en un poco deheno seco, amontonado sobre los bastidores demadera pintada de rojo y ornamentada consentencias islandesas. No esperaba yo cierta-mente tanta comodidad, pero, en cambio, rein-

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aba en el interior de la casa un penetrante olor apescado seco, a carne macerada y a leche agriaque repugnaba de un modo extraordinario a miolfato.

Cuando nos hubimos desembarazadode nuestros arreos de viaje, oímos la voz deldueño de la casa que nos invitaba a pasar a lacocina, única pieza en que se encendía lumbre,hasta en los mayores fríos.

Mi tío se apresuró a obedecer la amisto-sa invitación, y yo le seguí al momento.

La chimenea de la cocina era de antiguómodelo: el hogar consistía en una piedra en elcentro de la habitación, con un agujero en eltecho por el cual se escapaba el humo. Esta co-cina servía de comedor al mismo tiempo.

Al entrar, nuestro huésped, como si nonos hubiese visto hasta entonces, nos saludócon la palabra soellvertu, que significa "sed feli-ces'", y nos besó en las mejillas.

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A continuación, su esposa pronunció lasmismas palabras, acompañadas de igual cere-monial; y después, los dos esposos, colocándo-se la mano derecha sobre el corazón, se inclina-ron profundamente.

Me apresuro a decir que la islandesa eramadre de diecinueve hijos, todos los cuales, asílos grandes como los pequeños, corrían y salta-ban en medio de los torbellinos de humo quellenaban la estancia. A cada instante veía salirde entre aquella niebla una cabecita rubia y untanto melancólica. Se habría dicho que forma-ban un coro de ángeles insuficientemente asea-dos.

Mi tío y yo dispensamos una excelenteacogida a aquella abundante parva, y al pocorato teníamos tres o cuatro de ellos sobre nues-tras espaldas, otros tantos sobre nuestras rodi-llas y el resto entre nuestras piernas. Los que yasabían hablar, repetían soellvertu en todos los

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tonos imaginables, y los que aún no habíanaprendido, gritaban con todas sus fuerzas.

El anuncio de la comida interrumpió es-te concierto. En este momento entró el cazadorque venía de tomar sus medidas para que loscaballos comiesen, es decir, que los habíaeconómicamente soltado en el campo, dondelos infelices animales tendrían que contentarsecon pacer el escaso musgo de las rocas y algu-nas ovas bien poco nutritivas; lo cual no seríaobstáculo, para que, al día siguiente, viniesenvoluntariamente a reanudar, sumisos, el trabajode la víspera.

—Soellvertu —dijo Hans al entrar.

Después, tranquilamente, automática-mente, sin que ninguno de los ósculos fuesemás acentuado que cualquiera de los demás,besó al dueño de la casa, a su esposa y a susdiecinueve hijos.

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Terminada la ceremonia, nos sentamos ala mesa en número de veinticuatro, y por con-siguiente, los unos sobre los otros en el verda-dero sentido de la expresión. Los más favoreci-dos sólo tenían sobre sus rodillas dos mucha-chos.

La llegada de la sopa hizo reinar el si-lencio entre la gente menuda, y la taciturnidadcaracterística de los islandeses, incluso entre losmuchachos, recobró de nuevo su imperio.Nuestro huésped nos sirvió una sopa de liquenque no era desagradable, y después, una enor-me porción de pescado seco, nadando en man-tequilla agria, que tenía lo menos veinte años, ymuy preferible, por consiguiente, a la fresca,según las ideas gastronómicas de Islandia. Hab-ía además skyr, especie de leche cuajada y sa-zonada con jugo de bayas de enebro. En fin,para beber, nos ofreció un brebaje, compuestode suero y agua, conocido en el país con elnombre de blanda. No sé si esta extraña comidaera o no buena. Yo tenía buen hambre y, a los

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postres, me di un soberbio atracón de una espe-sa papilla de alforfón.

Terminada la comida, desaparecieronlos niños, y las personas mayores rodearon elhogar donde ardían brazas, turba, estiércol devaca y huesos de pescado seco. Después decalentarse de este modo, los diversos gruposvolvieron a sus habitaciones respectivas. Ladueña de la casa se ofreció, según era costum-bre, a quitarnos los pantalones y medias; perorenunciamos a tan estimable honor, dándole,sin embargo, las gracias del modo más expresi-vo; la mujer no insistió, y pude, al fin, arrojar-me sobre mi cama de heno.

Al día siguiente, a las cinco, nos despe-dimos del campesino islandés, costándole grantrabajo a mi tío el hacerle aceptar una remune-ración adecuada, y dio Hans la señal de parti-da.

A cien pasos de Gardär, el terreno em-pezó a cambiar de aspecto, haciéndose panta-

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noso y menos favorable a la marcha. Por la de-recha, la serie de montañas se prolongaba inde-finidamente como un inmenso sistema de forti-ficaciones naturales cuya contraescarpa segu-íamos, presentándose a menudo arroyuelos queera preciso vadear sin mojar demasiado la im-pedimenta.

El país iba estando cada vez más desier-to; sin embargo, aun a veces alguna sombrahumana parecía huir a lo lejos. Si las revueltasdel camino nos acercaban inopinadamente auno de estos espectros, sentía yo una invenciblerepugnancia a la vista de una cabeza hinchada,una piel reluciente, desprovista de cabellos, yde asquerosas llagas que dejaban al descubiertolos grandes desgarrones de sus miserablesharapos.

La desdichada criatura, lejos de tender-nos su mano deformada, se alejaba; pero no tande prisa que Hans no tuviese tiempo de salu-darla con su habitual soellvertu.

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—Spetelsk —decía después.

—¡Un leproso! —repetía mi tío.

Tan sólo la palabra produce de por sí unefecto repulsivo. Esta horrible afección de lalepra es bastante común en Islandia. No es con-tagiosa, pero sí hereditaria, y por eso a estosdesgraciados les está prohibido el casarse.

Estas apariciones no eran las más apropósito para alegrar el paisaje cuya tristeza sehacía más profunda a cada instante. Los últi-mos copetes de hierba acababan de morir deba-jo de nuestros pies. No se veía ni un árbol, puesni merecían tal nombre algunos abedules ena-nos que más parecían malezas. Aparte de algu-nos caballos que erraban por las tristes llanuras,abandonados por sus amos que no los podíanmantener, tampoco se veían animales. De vezen cuando se cernía un halcón entre las nubesgrises, y huía rápidamente hacia las regionesdel Sur. Yo me dejé arrastrar por la melancolía

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de aquella naturaleza salvaje y mis recuerdosme condujeron a mi país natal.

Hubo después que cruzar algunos pe-queños fiordos que carecían de importancia, y,por último, un verdadero golfo; la marea, para-da a la sazón, nos permitió pasarlo y llegar alcaserío de Alftanes, una milla más allá.

Al anochecer, después de haber vadea-do dos ríos donde abundaban las truchas y lossollos, el Alfa y el Heta, nos vimos precisados ahacer noche en una casucha ruinosa y abando-nada, digna de estar habitada por todos losduendes y espíritus de la mitología escandina-va. Sin duda alguna, el genio del frío había fija-do en él su residencia, pues hizo de las suyastoda la noche.

Durante la jornada inmediata no ocurrióningún incidente especial. Siempre el mismoterreno pantanoso, la misma fisonomía triste, lamisma uniformidad. Al llegar la noche había-

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mos recorrido la mitad de la distancia total, ypernoctamos en el anejo de Krösolbt.

El 10 de junio recorrimos una milla, so-bre poco más o menos, por un terreno de lava.Esta disposición del suelo se llama en el paíshraun. La lava arrugada de la superficie afecta-ba la forma de calabrotes, unas veces prolonga-dos, otras veces adujados. De las montañas ve-cinas descendían inmensas corrientes, ya solidi-ficadas, de lava, procedentes de volcanes, ac-tualmente apagados, pero cuya violencia pasa-da pregonaban estos vestigios. Esto no obstan-te, los humos de algunos manantiales calientesse elevaban de distancia en distancia.

Nos faltaba el tiempo para observar es-tos fenómenos; era necesario avanzar, y loscascos de nuestros caballos no tardaron enhundirse de nuevo en terrenos pantanosos,sembrados de pequeñas lagunas. Marchábamosa la sazón hacia el Oeste, después de haber ro-deado la gran bahía de Faxa, y la doble cima

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blanca del Sneffels se erguía entre las nubes amenos de cinco millas.

Los caballos marchaban bien, sin que lesdetuvieran las dificultades del suelo. Yo empe-zaba a sentirme fatigado, mas mi tío permanec-ía firme y derecho como el primer día, ins-pirándome una sincera admiración, lo mismoque el cazador, que consideraba aquella expe-dición como un sencillo paseo.

El sábado 20 de junio, a las seis de latarde, llegamos a Büdir, aldea situada a la orilladel mar, y el guía reclamó el salario convenido.Mi tío le pagó en el acto.

Aquí fue la familia misma de Hans, esdecir, sus tíos y primos, quienes nos hospeda-ron en su casa. Fuimos muy bien recibidos, y,sin abusar de la amabilidad de aquellas buenasgentes, de buena gana hubiera permanecido ensu compañía algún tiempo con objeto de repo-nerme de las fatigas del viaje; pero mi tío, queno experimentaba necesidad de descanso, no lo

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entendió de igual modo, y a la mañana siguien-te no hubo otra solución que montar nueva-mente nuestras pobres cabalgaduras.

El suelo se encontraba afectado por laproximidad de la montaña, cuyas raíces degranito salían de la tierra cual las de una viejaencina. Íbamos contorneando la base delvolcán. El profesor no le perdía de vista; gesti-culaba sin cesar y parecía desafiarle y decirle“¡He aquí el gigante que voy a sojuzgar!”. Porfin, después de veinticuatro horas de marcha,se detuvieron espontáneamente los caballos a lapuerta de la rectoría de Stapi.

Capítulo XIV

Es Stapi un lugarejo compuesto de unastreinta chozas, edificado sobre un mar de lava,bajo los rayos del sol reflejados por el volcán.Se extiende en el fondo de un pequeño fiordo,encajado en una muralla que hace el más extra-ño efecto.

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Sabido es que el basalto es una roca obs-cura de origen ígneo, afectando formas muyregulares cuya disposición causa extrañeza. LaNaturaleza procede al formar esta substanciade una manera geométrica, y trabaja de un mo-do semejante a los hombres, como si manejasela escuadra, el compás y la plomada. Si en to-das sus otras manifestaciones desarrolla su arteformando moles inmensas y deformes, conosapenas esbozados, pirámides imperfectas cuyaslíneas generales no obedecen a un plan deter-minando, por lo que respecta al basalto, que-riendo dar, sin duda, un ejemplo de regulari-dad, y adelantándose a los arquitectos de lasprimeras edades, ha creado un orden severoque ni los esplendores de Babilonia ni las ma-ravillas de Grecia han sobrepujado jamás.

Había oído hablar de la Calzada de losGigantes, de Irlanda, y de la Gruta de Fingal, enuna de las islas del grupo de las Hébridas; peroel aspecto de una estructura basáltica no sehabía presentado nunca a mis ojos. En Stapi

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este fenómeno se me mostró en todo su hermo-so esplendor.

La muralla del fiordo, como toda la cos-ta de la península, se hallaba formada por unaserie de columnas verticales de unos treintapies de altura.

Estos fustes, bien proporcionados y rec-tos, soportaban una arcada de columnas hori-zontales, cuya parte avanzada formaba unasemibóveda sobre el mar. A ciertos intervalos, ydebajo de aquel cobertizo natural, sorprendía lamirada aberturas ojivales de un admirable di-bujo, a través de las cuáles venían a precipi-tarse, formando montañas de espuma, las olasirritadas del mar. Algunos trozos de basaltosarrancados por los furores del Océano, yacían alo largo del suelo cual ruinas de un templo an-tiguo; ruinas eternamente jóvenes, sobre lascuales pasaban los siglos sin corroerlas.

Tal era la última etapa de nuestro viajeterrestre. Hans nos había conducido a ella con

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probada inteligencia, y me tranquilizaba la ideade que nos seguiría acompañando.

Al llegar a la puerta de la casa del cura,cabaña sencilla y de un único piso, ni más bellani más cómoda que las otras, vi un hombreherrando un caballo, con el martillo en la manoy el mandil de cuero a la cintura.

—Soellvertu —le dijo el cazador.

—God dag —respondió el albéitar enperfecto danés.

—Kyrkoherde —dijo Hans, volviéndosehacia mi tío.

—¡El rector! —repitió este último—.Paréceme, Axel, que este buen hombre es elcura.

Entretanto, ponía Hans al kyrkoherde alcorriente de la situación; suspendió entonceséste su trabajo, lanzó una especie de grito enuso, sin duda alguna, entre caballos y chalanes,

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y salió de la cabaña en seguida una mujer queparecía una furia; no le faltaría mucho paramedir seis pies de estatura.

Temí que viniese a ofrecer a los viajerosel ósculo islandés: pero no fue así, por fortuna;al contrario, nos puso muy mala cara al intro-ducirnos en la casa.

La habitación destinada a los huéspe-des, infecta, sucia y estrecha, me pareció queera la peor de la rectoría; pero fue necesariocontentarse con ella, pues el rector no parecíapracticar la hospitalidad antigua.

Antes de terminar el día vi que tenía-mos que habérnoslas con un pescador, unherrero, un cazador, un carpintero... todo me-nos un ministro del Señor. Verdad es que eradía de trabajo; tal vez se desquitase los domin-gos. No quiero hablar mal de estos pobres sa-cerdotes que, al fin y al cabo, son unos infelices;reciben del Gobierno danés una asignaciónridícula y perciben la cuarta parte de los diez-

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mos de sus parroquias, lo que en total ni llega asumar sesenta marcos. Necesitan, por consi-guiente, trabajar para vivir; pero pescando,cazando y herrando caballos, se acaba por ad-quirir las maneras, los hábitos y el tono de lospescadores, cazadores y otras gentes no menosrudas; y por eso aquella misma noche advertíque entre las virtudes del párroco no se hallabala de la templanza.

Mi tío no tardó en darse cuenta de laclase de hombre con quien tenía que habérse-las; en vez de un digno y honrado sabio, hallóun grosero y descortés campesino, y resolvióemprender lo más pronto posible su gran ex-pedición, y abandonar cuanto antes a aquelcura tan poco hospitalario. Sin fijarse siquieraen su propio cansancio, decidió ir a pasar algu-nos días en la montaña.

Desde el día siguiente al de nuestra lle-gada a Stapi, comenzaron los preparativos demarcha. Contrató Hans tres islandeses que deb-

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ían reemplazar a los caballos en el transportede nuestra impedimenta pero, una vez llegadosal fondo del cráter, estos indígenas debían des-andar el camino y dejarnos a los tres solos. Estepunto quedó perfectamente aclarado.

Entonces tuvo mi tío que decir al caza-dor que tenía la intención de reconocer el cráterdel volcán hasta sus últimos límites.

Hans se contentó con inclinar la cabezaen señal de asentimiento. El ir a un sitio o aotro, el recorrer la superficie de su isla o des-cender a sus entrañas, le era indiferente deltodo. En cuanto a mí, distraído hasta entoncespor los incidentes del viaje, me había olvidadoalgo del porvenir; pero ahora sentí que la zozo-bra se apoderaba de mí nuevamente. ¿Quéhacer? En Hamburgo hubiera sido ocasión deoponerme a los designios del profesor Liden-brock; pero al pie del Sneffels, no había posibi-lidad.

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Una idea, sobre todo, me preocupabamás que todas las otras; una idea espantosa,capaz de crispar otros nervios mucho menossensibles que los míos.

"Veamos" me decía a mí mismo: "nosvamos a encaramar en la cumbre del Sneffels.Está bien. Vamos a visitar su cráter. Soberbio:otros lo han hecho y aún viven. Mas no paraaquí la cosa: si se presenta un camino para des-cender a las entrañas de la tierra, si ese mal-hadado Saknussemm ha dicho la verdad, nosvamos a perder en medio de las galerías sub-terráneas del volcán, Ahora bien, ¿quién es ca-paz de afirmar que el Sneffels está apagado deltodo? ¿Hay algo que demuestre que no se estápreparando otra erupción? Del hecho de queduerma el monstruo desde 1229, ¿hemos dededucir que no pueda despertarse? Y si se des-pertase, ¿qué sería de nosotros?"

Valía la pena de pensar en todo esto, ymi imaginación no cesaba de dar vueltas a estas

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ideas. No podía dormir sin soñar con erupcio-nes, y me parecía tan brutal como triste el tenerque representar el papel insignificante de cacer-ía.

Incapaz de callar por más tiempo, decidífinalmente someter el caso a mi tío con la ma-yor prudencia posible, y en forma de hipótesisperfectamente irrealizable.

Me aproximé a él, le manifesté mis te-mores y retrocedí varios pasos para evitar losefectos de la primera explosión de su cólera.

—En esto estaba pensando —me res-pondió simplemente.

¿Qué interpretación debía dar a estasinesperadas palabras? ¿Iba, al fin, a escuchar lavoz de la razón? ¿Pensaría suspender sus pro-yectos? ¡No sería verdad tanta belleza!

Tras algunos instantes de silencio, queno me atreví a interrumpir, añadió:

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—Sí; en eso estaba pensando. Desdenuestra llegada a Stapi, me he preocupado de lagrave cuestión que acabas de someter a mi jui-cio, porque no conviene cometer imprudencias.

—No —respondí con vehemencia.

—Hace seiscientos años que el Sneffelsestá mudo; pero puede hablar otra vez. Ahorabien, las erupciones volcánicas van siempreprecedidas de fenómenos perfectamente cono-cidos; por eso, después de interrogar a los habi-tantes del país y de estudiar el terreno, puedoasegurarte, Axel, que no habrá por ahora erup-ción.

Al oír estas palabras, me quedé estupe-facto y no pude replicar.

—¿Dudas de mis palabras? —dijo mitío—; pues sígueme.

Obedecí maquinalmente. Al salir de larectoría, tomó el profesor un camino directoque, por una abertura de la muralla basáltica,

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se alejaba del mar. No tardamos en hallarnos encampo raso, si se puede dar este nombre a uninmenso montón de deyecciones volcánicas.Los accidentes del suelo parecían como borra-dos bajo una lluvia de piedras, de lava, de ba-salto, de granito y de toda clase de rocas pi-roxénicas.

Se veían de trecho en trecho ciertas co-lumnas de humo elevarse en el seno de laatmósfera. Estos vapores blancos, llamadosreykir en islandés, procedían de manantialestermales, y su violencia indicaba la actividadvolcánica del suelo, lo cual me parecía confir-mar mis temores; júzguese, pues, cuál no seríami sorpresa cuando mi tío me dijo:

—¿Ves esos humos, Axel? Pues bien,ellos nos demuestran que no debemos temer losfurores del volcán.

—¡Cómo puede ser eso! —exclamé.

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—No olvides lo que voy a decirte —prosiguió el profesor—: cuando una erupciónse aproxima, todas estas humaredas redoblansu actividad para desaparecer por completomientras subsiste el fenómeno; porque los flui-dos elásticos, careciendo de la necesaria ten-sión, toman el camino de los cráteres en lugarde escaparse a través de las fisuras del globo.Si, pues, estos vapores se mantienen en su esta-do habitual, si no aumenta su energía, y si aña-des a esta observación que la lluvia y el vientono son reemplazados por un aire pesado y encalma, puedes desde luego afirmar que nohabrá erupción próxima.

—Pero...

—Basta. Cuando la ciencia ha hablado,no se puede replicar.

Volví a la rectoría con las orejas gachas;mi tío me había anonadado con argumentoscientíficos. Sin embargo, todavía conservaba laesperanza de que, al bajar al fondo del cráter,

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nos fuese materialmente imposible el proseguirla endiablada excursión por no existir ningunagalería, a pesar de las afirmaciones de todos losSaknussemm del mundo.

Pasé la noche inmediata sumido en unahorrible pesadilla, en medio de un volcán; ydesde las profundidades de la tierra, me sentílanzado a los espacios interplanetarios en for-ma de roca eruptiva.

Al día siguiente, nos esperaba Hans consus compañeros cargados con nuestros víveres,utensilios e instrumentos. Dos bastones herra-dos, dos fusiles y dos cartucheras nos estabanreservados a mi tío y a mí. Nuestro guía, queera hombre precavido, había añadido a nuestraimpedimenta un odre lleno que, unido a nues-tras calabazas, nos aseguraba agua para ochodías.

Eran las nueve de la mañana. El rector ysu gigantesca furia, esperaban delante de lapuerta, deseosos, sin duda, de darnos su último

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adiós, pero este adiós tomó la inesperada formade una cuenta formidable, en la que se nos co-braba hasta el aire, bien infecto por cierto, quehabíamos respirado en la casa rectoral. Ladignísima pareja nos desolló como un hostelerosuizo, cobrándonos a precio fabuloso su ingratahospitalidad.

Mi tío pagó sin regatear. Un hombreque partía para el centro de la tierra no habíade parar la atención en unos miserables rixda-les. Arreglado este punto, dio Hans la señal departida, y algunos instantes después habíamossalido de Stapi.

Capítulo XV

Tiene el Sneffels 5,000 pies de elevación,siendo, con su doble cono, como la terminaciónde una faja traquítica que se destaca del sistemaoreográfico de la isla. Desde nuestro punto departida no se podían ver sus dos picos pro-yectándose sobre el fondo grisáceo del cielo.

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Sólo distinguían mis ojos un enorme casquetede nieve que cubría la frente del gigante.

Marchábamos en fila, precedidos del ca-zador, quien nos guiaba por estrechos sende-ros, por los que no podían caminar dos perso-nas de frente. La conversación se hacía, pues,poco menos que imposible.

Más allá de la muralla basáltica del fior-do de Stapi, encontramos un terreno de turbaherbácea y fibrosa, restos de la antigua vegeta-ción de los pantanos de la península. La masade este combustible, todavía inexplotado, bas-taría para calentar durante un siglo a toda lapoblación de Islandia. Aquel vasto hornaguero,medido desde el fondo de ciertos barrancos,tenía con frecuencia setenta pies de altura, ypresentaba capas sucesivas de detritus carboni-zados, separados por vetas de piedra pómez ytoba.

Como digno sobrino del profesor Li-denbrock, y a pesar de mis preocupaciones,

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observaba con verdadero interés las curiosi-dades mineralógicas expuestas en aquel vastogabinete de historia natural, al par que rehacíaen mi mente toda la historia geológica de Islan-dia.

Esta isla tan curiosa, ha surgido real-mente del fondo de los mares en una épocarelativamente moderna, y hasta es posible queaún continúe elevándose por un movimientoinsensible. Si es así, sólo puede atribuirse suorigen a la acción de los fuegos subterráneos, yen este caso, la teoría de Hunfredo Davy, eldocumento de Saknussemm y las pretensionesde mi tío iban a convertirse en humo. Esta hipó-tesis me indujo a examinar atentamente la na-turaleza del suelo, y pronto me di cuenta de lasucesión de fenómenos que precedieron a laformación de la isla.

Islandia, absolutamente privada de te-rreno sedimentario, se compone únicamente detobas volcánicas, es decir, de un aglomerado de

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piedras y rocas de contextura porosa. Antes dela existencia de los volcanes, se hallaba forma-da por una masa sólida, lentamente levantada,a modo de escotillón, por encima de las olaspor el empuje de las fuerzas centrales. Los fue-gos interiores no habían hecho aún su irrupcióna través de la corteza terrestre.

Pero más adelante, se abrió diagonal-mente una gran senda, del sudoeste al noroestede la isla, por la cual se escapó lentamente todala pasta traquítica. El fenómeno se verificó en-tonces sin violencia; la salida fue enorme, y lasmaterias fundidas, arrojadas de las entrañas delglobo, se extendieron tranquilamente, forman-do vastas sabanas o masas apezonadas. En estaépoca aparecieron los feldespatos, los sienitos ylos pórfidos.

Pero, gracias a este derramamiento, elespesor de la isla aumentó considerablementey, con él, su fuerza de resistencia. Se concibe lagran cantidad de fluidos elásticos que se alma-

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cenó en su seno, al ver que todas las salidas seobstruyeron después del enfriamiento de lacostra traquítica. Llegó, pues, un momento enque la potencia mecánica de estos gases fue tal,que levantaron la pesada corteza y se abrieronelevadas chimeneas. De este modo quedó elvolcán formado gracias al levantamiento de lacorteza, y después se abrió el cráter en la cimade aquél de un modo repentino.

Entonces sucedieron los fenómenosvolcánicos a los eruptivos; por las recién for-madas aberturas se escaparon, ante todo, lasdeyecciones basálticas, de las cuáles ofrecía anuestras miradas los más maravillosos ejempla-res la planicie que a la sazón cruzábamos. Ca-minábamos sobre aquellas rocas pesadas, decolor gris obscuro, que al enfriarse habíanadoptado la forma de prismas de bases hexa-gonales. A lo lejos se veía un gran número deconos aplastados que fueron en otro tiempootras tantas bocas ignívomas.

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Una vez agotada la erupción basáltica,el volcán, cuya fuerza se acrecentó con la de loscráteres apagados, dio paso a las lavas y aaquellas tobas de cenizas y de escorias cuyosamplios derrames contemplaban mis ojos es-parcidos, por sus flancos cual cabellera opu-lenta.

Tal fue la serie de fenómenos que for-maron a Islandia. Todos ellos reconocían pororigen los fuegos interiores, y suponer que lamasa interna no permaneciese aún en un esta-do perenne de incandescencia líquida, era unaverdadera locura. Por lo tanto, el pretenderllegar al centro mismo del globo sería una in-sensatez sin ejemplo.

Así, pues, mientras marchábamos alasalto del Sneffels, me fui tranquilizando res-pecto del resultado de nuestra empresa.

El camino se hacía cada vez más difícil;el terreno subía, las rocas oscilaban y era preci-

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so caminar con mucho tiento para evitar caídaspeligrosas.

Hans avanzaba tranquilamente como sifuese por un terreno llano; a veces desaparecíadetrás de los grandes peñascos, y le perdíamosde vista un instante; pero entonces oíamos unagudo silbido salido de sus labios, que nos in-dicaba el camino que debíamos seguir. Confrecuencia también recogía algunas piedras, lascolocaba de modo que fuese fácil reconocerlasdespués, y fijaba de esta suerte jalones destina-dos a indicarnos el camino de regreso. Esta pre-caución era de por sí excelente; pero los aconte-cimientos futuros probaron su inutilidad.

Tres fatigosas horas de marcha se invir-tieron tan sólo en llegar a la falda de la monta-ña. Allí dio Hans la señal de detenerse, y al-morzamos frugalmente. Mi tío se llenaba laboca para concluir más pronto; pero comoaquel alto tenía también por objeto el repararnuestras fuerzas, tuvo que someterse a la vo-

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luntad del guía que no dio la señal de partidahasta después de una hora.

Los tres islandeses, tan taciturnos comosu camarada el cazador, no desplegaron suslabios y comieron sobriamente.

Entonces comenzamos a subir las ver-tientes del Sneffels; su nevada cumbre, por unailusión de óptica frecuente en las montañas, meparecía muy próxima, a pesar de lo cual nosrestaban aún muchas horas de camino ymuchísimas fatigas, sobre todo, para llegar has-ta ella. Las piedras que no se hallaban ligadaspor hierbas ni por ningún cimiento de tierra,resbalaban bajo nuestros pies y rodaban hastala llanura con la velocidad de un alud.

En algunos parajes, las vertientes delmonte formaban con el horizonte un ángulo de36° lo menos. Era materialmente imposible tre-par por ellos, siendo preciso rodear estos pe-dregosos obstáculos, para lo cual encontrába-mos no pocas dificultades. En estas ocasiones

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nos prestábamos mutuo auxilio con nuestrosherrados bastones.

Debo advertir que mi tío permanecíasiempre lo más cerca posible de mí; no meperdía de vista, y, en más de una ocasión, en-contré un sólido apoyo en su brazo. Por lo querespecta a él, tenía sin duda alguna el senti-miento innato del equilibrio, pues no tropezabajamás. Los islandeses, a pesar de ir cargados,trepaban con agilidad asombrosa.

Al contemplar la altura de la cumbre delSneffels, me parecía imposible poder llegar poraquel lado hasta ella, si el ángulo de inclinaciónde las pendientes no se cerraba algo. Afortuna-damente, tras una hora de trabajos y de inaudi-tos esfuerzos, en medio de la vasta alfombra denieve que se extendía sobre la cumbre delvolcán, descubrieron nuestros ojos de improvi-so una especie de escalera que simplificó nues-tra ascensión. Estaba formada por uno de esostorrentes de piedras arrojadas por las erup-

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ciones, cuyo nombre islandés es stinâ. Si estetorrente no hubiese sido detenido en su caídapor la disposición especial de los flancos de lamontaña, habría ido a precipitarse en el mar,formando nuevas islas.

Tal como era, nos fue en extremo útil.La rapidez de las pendientes iba cada vez enaumento, pero aquellos escalones de piedrapermitían remontarlos fácilmente y hasta conrapidez tal que, como me retrasase un momen-to mientras que mis compañeros proseguían laascensión, llegué a verlos reducidos a una pe-queñez microscópica por efecto de la distancia.

A las siete de la tarde habíamos ya sub-ido los dos mil peldaños que tiene esta escalera,y dominábamos un saliente de la montaña, es-pecie de base sobre la cual se apoyaba el conodel cráter.

El mar se extendía a una profundidadde 3.200 pies. Habíamos traspasado el límite delas nieves perpetuas, bien poco elevado en Is-

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landia a consecuencia de la humedad constantedel clima. Hacía un frío espantoso y el vientosoplaba con fuerza. Me hallaba agotado. El pro-fesor comprendió que mis piernas se negaban aseguir prestándome servicio, y, a pesar de suimpaciencia, decidió hacer alto allí. Hizo señasa Hans en tal sentido; pero éste sacudió la ca-beza, diciendo:

—Ofvanför.

—Parece que es preciso subir más —dijomi tío.

Después preguntó a Hans el motivo desu respuesta.

—Mistour —repuso el guía.

—La místour —repitió uno de los islan-deses, con acento de terror.

—¿Qué significa esa palabra? —pregunté, inquieto.

—Mira —dijo mi tío.

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Dirigí hacia la llanura la vista y vi unainmensa columna de piedra pómez pulveriza-da, de arena y de polvo que se elevaba girandocomo una tromba; el viento la empujaba haciael flanco del Sneffels sobre el cual nos en-contrábamos; aquella cortina opaca, tendidadelante del sol, producía una gran sombra quese proyectaba sobre la montaña. Si la tromba seinclinaba, nos envolvería sin remedio entre sustorbellinos. Este fenómeno, bastante frecuentecuando el viento sopla de los ventisqueros, seconozca con el nombre de mistour en islandés.

—Hostigt, has tíg —gritó nuestro guía.

A pesar de no poseer el danés, com-prendí que era preciso seguir a Hans sin demo-ra. El guía comenzó a circundar el cono delcráter, pero descendiendo con objeto de facili-tarnos la marcha.

No tardó mucho la tromba en chocarcontra la montaña, que se estremeció a su con-tacto; las piedras, suspendidas por los remoli-

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nos del viento, volaron en forma de lluvia, co-mo en las erupciones. Nos hallábamos, por for-tuna, en la vertiente opuesta y al abrigo de todopeligro; pero, a no ser por la precaución delguía, nuestros cuerpos, desmenuzados, conver-tidos en polvo impalpable, hubieran ido a caerlejos como el producto de algún desconocidometeoro.

Esto no obstante, no consideró Hansprudente que pasásemos la noche en la vertien-te del cono. Proseguimos nuestra ascensión enzigzag; empleamos aún cerca de cinco horas enrecorrer los 1.500 pies que nos quedaban quesubir todavía; en revueltas, contramarchas ysesgos perdimos lo menos tres leguas.

Yo no podía más; me moría de frío y dehambre. El aire un tanto rarificado de tan ele-vadas regiones no bastaba a mis pulmones.

Por fin, a las once de la noche, en plenaobscuridad, llegamos a la cumbre del Sneffels;y, antes de buscar abrigo en el interior del

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cráter, tuve tiempo de ver el sol de la medianoche en la parte inferior de su carrera, proyec-tando sus pálidos rayos sobre la isla dormida amis pies.

Capítulo XVI

Cenamos rápidamente y se acomodócada cual todo lo mejor que pudo. La cama erabien dura, el abrigo poco sólido y la situaciónmuy penosa a 5.000 pies sobre el nivel del mar.Sin embargo, mi sueño fue tan tranquilo aque-lla noche, una de las mejores que había pasadodesde hacía mucho tiempo, que ni siquierasoñé.

A la mañana siguiente nos despertó,medio helados, un aíre bastante vivo; el solbrillaba espléndidamente. Abandoné mi lechode granito y me fui a disfrutar del magníficoespectáculo que se desarrollaba ante mi vista.

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Me situé en la cima del pico sur delSneffels, desde el cual se descubría la mayorparte de la isla. La óptica, común a todas lasgrandes alturas, hacía resaltar sus contornos, entanto que las partes centrales parecían obscure-cerse. Hubiérase dicho que tenía bajo mis piesuno de esos mapas en relieve de Helbesmer.Veía los valles profundos cruzarse en todossentidos, ahondarse los precipicios a manera depozos, convertirse los lagos en estanques y enarroyuelos los ríos.

A mi derecha se sucedían innumerablesventisqueros y multiplicados picos, algunos delos cuales aparecían coronados por un penachode humo. Las ondulaciones de estas infinitasmontañas, cuyas capas de nieve les daban unaspecto espumoso, me recordaban la superficiedel mar cuando las tempestades la agitan. Si mevolvía hacia el Oeste, contemplaba las aguasdel océano, en toda su majestuosa extensión,cual si fuese continuación de aquellas aborre-gadas cimas. Apenas distinguían mis ojos

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dónde terminaba la tierra y daban comienzo lasolas.

Me abismé, de esta suerte, en el éxtasisalucinador que producen las altas cimas, y estavez sin vértigo alguno, pues, al fin, me iba acos-tumbrando a estas contemplaciones sublimes.Mis deslumbradas miradas se bañaban en latransparente irradiación de los rayos solares;me olvidé de mi propia persona y del lugar enque me encontraba para vivir la vida de lostrasgos o de los silfos, imaginarios habitantesde la mitología escandinava; me embriagué conlas voluptuosidades de las alturas, sin acor-darme de los abismos en que dentro de pocome sumergiría mi destino. Pero la llegada delprofesor y de Hans, que vinieron a reunirseconmigo en la extremidad del pico, me volvió ala realidad de la vida.

Mi tío se volvió hacia el Oeste y me se-ñaló con la mano un ligero vapor, una bruma,

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una apariencia de tierra que dominaba la líneade las olas.

—Groenlandia —me dijo.

—¿Groenlandia? —exclamé yo.

—Sí; sólo dista de nosotros 35 leguas, y,durante los deshielos, llegan los osos blancoshasta Islandia sobre los témpanos que arrastranlas corrientes hacia el Sur. Pero esto importapoco. Nos hallamos en la cumbre del Sneffels;aquí tienes sus dos picos, el del Norte y el delSur. Hans va a decirnos ahora qué nombre danlos islandeses a éste en que nos encontramos.

Formulada la pregunta, el cazador res-pondió.

—Scartaris.

Mi tío me dirigió una mirada de triunfo.

—¡Al cráter! —exclamó entusiasmado.

El cráter del Sneffels tenía forma de co-no invertido, cuyo orificio tendría aproxima-

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damente media legua de diámetro. Calculé suprofundidad en 2.000 pies, sobre poco más omenos. ¡Júzguese lo que sería semejante reci-piente cuando se llenase de truenos y llamas!

El fondo de este embudo no debía medirarriba de 500 pies de circunferencia, de suerteque sus pendientes eran bastante suaves ypermitían llegar fácilmente a su parte inferior.

Involuntariamente comparaba yo estecráter con un enorme trabuco ensanchado, y lacomparación me llenaba de espanto.

"Introducirse en el interior de un trabu-co" pensaba en mi fuero interno, "que puedeestar cargado y dispararse al menor choque,sólo puede ocurrírsele a unos locos".

Pero para retroceder era tarde. Hans,con aire indiferente, se colocó de nuevo al fren-te de la caravana; yo le seguía sin despegar loslabios.

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A fin de facilitar el descenso, describía elcazador, dentro del cono, elipses muy prolon-gadas. Era preciso marchar por entre rocaseruptivas, algunas de las cuales, desprendidasde sus alvéolos, se precipitaban a saltos hasta elfondo del abismo. Su caída determinaba reper-cusiones de extraña sonoridad.

Algunas partes del cono formaban ven-tisqueros interiores. Hans avanzaba entoncescon la mayor precaución, sondando el suelocon su bastón herrado para descubrir las grie-tas. En ciertos pasos dudosos se hizo necesarioatarnos unos a otros por medio de una largacuerda a fin de que si alguno resbalaba de im-proviso, quedase sostenido por los otros. Estasolidaridad era una medida prudente; mas noexcluía todo peligro.

Sin embargo, y a pesar de las dificulta-des del descenso por pendientes que Hans des-conocía, se efectuó aquél sin el menor incidente,si se exceptúa la caída de un lío de cuerdas que

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se le escapó al islandés de las manos y rodó sindetenerse hasta el fondo del abismo.

A mediodía ya habíamos llegado. Le-vanté la cabeza y vi el orificio superior del conoa través del cual se descubría un pedazo decielo de una circunferencia en extremo reduci-da pero casi perfecta. Solamente en un punto sedestacaba el pico del Scartans, que se hundía enla inmensidad.

En el fondo del cráter se abrían treschimeneas a través de las cuáles arrojaba el fococentral sus lavas y vapores en las épocas de laserupciones del Sneffels. Cada una de estas chi-meneas tenía aproximadamente unos cien piesde diámetro y abrían ante nosotros sus tenebro-sas fauces. Ya no tuve valor para hundir mismiradas en ellas; pero el profesor Lidenbrockhabía hecho un rápido examen de su disposi-ción, y corría jadeante de una a otra, gesticu-lando y profiriendo palabras ininteligibles.Hans y sus compañeros, sentados sobre trozos

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de lava, le contemplaban en silencio, tomándolesin duda, por un loco.

De repente, lanzó un grito mi tío; yo meestremecí, temiendo que se hubiera resbalado yhubiese desaparecido en alguna de las simas.Pero no; lo vi en seguida con los brazos exten-didos y las piernas abiertas, de pie ante unaroca de granito que se erguía en el centro delcráter como un pedestal enorme hecho parasustentar la estatua de Plutón. Se hallaba en laactitud de un hombre estupefacto su estupefac-ción se trocó inmediatamente en una alegríainsensata.

—¡Axel! ¡Axel! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven!

Acudí inmediatamente. Ni Hans ni losislandeses se movieron de sus puestos.

—¡Mira! —me dijo el profesor.

Y, participando de su asombro, aunqueno de su alegría, leí sobre la superficie de laroca que miraba hacia el Oeste, grabado en ca-

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racteres rúnicos, medio gastados por la accióndestructora del tiempo, este nombre mil vecesmaldito:

—¡Arne Saknusemm! —exclamó mitío—; ¿dudarás todavía?

Sin responderle, me volví a mi banco delava, consternado. La evidencia me anonadaba.

Ignoro cuánto tiempo permanecí sumi-do en mis reflexiones; lo que sé únicamente esque, al levantar la cabeza, sólo vi a mi tío y aHans en el fondo del cráter. Los islandeses hab-ían sido despedidos, y bajaban a la sazón laspendientes exteriores del Sneffels, para volver aStapi. Hans dormía tranquilamente al pie deuna roca, sobre un lecho de lava; mi tío dabavueltas por el fondo del cráter como la fiera quecae en la trampa de un cazador. Yo no tenía niganas de levantarme ni fuerzas para hacerlo, y,siguiendo el ejemplo del guía, me entregué a

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un doloroso sopor, creyendo oír ruidos o sentirsacudidas en los flancos de la montaña.

De este modo transcurrió aquella pri-mera noche en el fondo del cráter.

A la mañana siguiente, un cielo gris, ne-buloso y pesado se extendía sobre el vértice delcono. Aunque no lo hubiera notado por la obs-curidad del abismo, la cólera de mi tío me lohabría hecho ver.

Pronto comprendí el motivo, y un rayode esperanza brilló en mi corazón. Ved por qué.

De las tres rutas que ante nosotras seabrían, sólo una había sido explorada por Sak-nussemm. Según el sabio islandés, debía reco-nocérsela por la particularidad, señalada en elcriptograma, de que la sombra del Seartarisacariciaba sus bordes durante los últimos díasdel mes de junio.

Se podía considerar, pues, aquel agudopico como el gnomon de un inmenso cuadrante

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salar, cuya sombra de un día determinado se-ñalaba el camino del centro de la tierra.

Ahora bien, oculto el sol, toda sombraera imposible, faltando, por consiguiente, laanhelada indicación. Estábamos a 25 de junio.Si el cielo permanecía cubierto por espacio deseis días, sería necesario aplazar la observaciónpara otro año.

Renuncio a describir la cólera impotentedel profesor Lidenbrock. Transcurrió el día sinque ninguna sombra viniese a proyectarse so-bre el fondo del cráter. Hans no se movió de supuesto; sin embargo, debía llamarle la atenciónnuestra inactividad. Mi tío no me dirigió ni unasola vez la palabra. Sus miradas, dirigidas inva-riablemente hacia el cielo, se perdían en su ma-tiz gris y brumoso.

El 26 transcurrió del misma modo. Unalluvia mezclada de nieve cayó durante el díaentero. Hans construyó con trozos de lava unaespecie de gruta. Yo me entretuve en seguir con

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la vista los millares de cascadas naturales quedescendían por las costados del cono, cada pie-dra del cual acrecentaba sus ensordecedoresmurmullos.

Mi tío ya no podía contenerse. Había enrealidad motivo para hacer perder la pacienciaal hombre más cachazudo; porque aquello eranaufragar dentro del puerto.

Pero con los grandes dolores el cielomezcla siempre las grandes alegrías y reserva-ba al profesor Lidenbrock una satisfacción tanintensa como sus desesperantes congojas.

Al día siguiente, el cielo permaneciótambién cubierto; pero el domingo 28 de junio,el antepenúltimo del mes, con el cambio deluna varió el tiempo. El sol derramó a manosllenas sus rayos en el interior del cráter. Cadamontículo, cada roca, cada piedra, cada aspere-za recibió sus bienhechores efluvios y proyectóinstantáneamente su sombra sobre el suelo.Entre todas estas sombras, la del Scartaris se

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dibujó como una arista viva y comenzó a girarde una manera insensible, siguiendo el movi-miento del astro esplendoroso.

Mi tío giraba con ella.

A mediodía, en su período más corto,vino a lamer dulcemente el borde de la chime-nea central.

—¡Ésta es! ¡ésta es! —exclamó el profe-sor entusiasmado—. Al centro de la tierra —añadió en seguida en danés.

Yo miré a Hans.

—Forüt —dijo éste con su calma acos-tumbrada.

—Adelante —respondió mi tío.

Era la una y trece minutos de la tarde.

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Capítulo XVII

Comenzaba el verdadero viaje. Hastaentonces, las fatigas habían sido mayores quelas dificultades; ahora éstas iban verda-deramente a nacer a cada paso.

Aún no había osado hundir mi investi-gadora mirada en aquel pozo insondable enque me iba a sepultar. Había llegado el momen-to. Todavía estaba a tiempo de decidirme a to-mar parte en la empresa o renunciar a intentar-la. Pero sentí vergüenza de retroceder delantedel cazador. Hans aceptaba con tal tranquilidadla aventura, con tal indiferencia, con tan perfec-to desprecio de todo lo que significase un peli-gro, que me abochornaba la idea de ser menosarrojado que él. Si me hubiese hallado solo,habría recurrido a la serie de los grandes argu-mentos; pero, en presencia del guía, no desple-gué mis labios. Envié un cariñoso recuerdo a mibella curlandesa, y me aproximé a la chimeneacentral.

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Ya he dicho que medía cien pies dediámetro, o trescientos pies de circunferencia.Me incliné sobre una roca avanzada hacia suinterior y dirigí hacia abajo mi mirada. Mis ca-bellos se erizaron instantáneamente. El senti-miento del vacío se apoderó de mi ser. Sentídesplazarse en mí el centro de gravedad y sub-írseme el vértigo a la cabeza como una borra-chera. No hay nada que embriague tanto comola atracción del abismo. Ya iba a caer, cuandome retuvo una mano: la de Hans. Decidida-mente las prácticas que yo había efectuado enla Frelsers-Kirk de Copenhague, no habían sidosuficientes.

Aunque mis ojos permanecieron tan po-co tiempo fijos en el interior del pozo, me dicuenta de su conformación. Sus paredes, corta-das casi a pico, presentaban, no obstante, nu-merosos salientes que debían facilitar el des-censo; pero si no faltaban escaleras, las rampasno existían en absoluto. Una cuerda amarradaal orificio hubiera bastado para sostenernos;

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pero ¿cómo desatarla al llegar a su extremidadinferior?

Mi tío puso en práctica un medio muysencillo para obviar esta dificultad. Desenrollóuna cuerda del grueso del pulgar y de cuatro-cientos pies de longitud; dejó caer primero lamitad, la arrolló después alrededor de un sa-liente que la lava formaba, y echó al pozo laotra mitad. De este modo podíamos bajar todosconservando en la mano las dos mitades de lacuerda, que no podía desligarse; y después quehubiésemos descendido doscientos pies, nadanos sería tan fácil como recuperarla, soltandouna extremidad y halando de la otra. Despuésse reanudaría este ejercicio usque ad infinitum.

—Ahora —dijo mi tío después de haberterminado sus preparativos—, ocupémonos enla impedimenta. Vamos a dividirla en tres far-dos, y cada uno de nosotros nos amarraremosuno a la espalda. Me refiero solamente a losobjetos frágiles.

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Evidentemente, el audaz profesor nonos consideraba comprendidos en esta ultimacategoría.

—Hans —prosiguió—, va a encargarsede las herramientas y de la tercera parte de lasprovisiones; Axel, de otro tercio de éstas y delas arenas; y yo, del resto de los víveres y de losinstrumentos delicados.

—Pero, ¿y la ropa? ¿Y este montón decuerdas?—dije yo—. ¿Quién se encargará debajarlas?

—Todo eso bajará solo.

—¿De qué modo? —pregunté todoasombrado.

—Vas a verlo ahora mismo.

Mi tío no vacilaba en recurrir a los me-dios más radicales. A una orden suya, hizoHans un solo lío con los objetos no frágiles, y

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después de bien amarrado el paquete, se le dejócaer en el abismo.

Oí el sonoro zumbido que produce eldesplazamiento de las capas de aire. Mi tío,inclinado sobre el abismo, siguió con satisfechamirada el descenso de su impedimento, y no seretiró hasta haberla perdido de vista.

—Bueno —dijo por fin—, ahora nos tocaa nosotros.

¡Ruego a los hombres de buena fe queme digan si era posible escuchar sin estreme-cerse palabras semejantes!

El profesor se ató a las espaldas el pa-quete de los instrumentos; Hans tomó el de lasherramientas y yo el de las arenas, y, en mediode un profundo silencio turbado sólo por lacaída de los trozos de roca que se precipitabanen el abismo, dio principio el descenso en elsiguiente orden: Hans, mi tío y yo.

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—Me dejé, por decirlo así, resbalar,oprimiendo frenéticamente la doble cuerda conuna mano, y asiéndome con la otra a la paredpor medio de mi bastón herrado. La idea deque me faltase el punto de apoyo era la únicaque me dominaba. Aquella cuerda me perecíademasiado frágil para soportar el peso de trespersonas; por eso la utilizaba lo menos posible,realizando milagros de equilibro sobre los sa-lientes de lava, a los cuales trataba de agarrar-me con los pies cual si éstos fuesen manos.

Cuando alguno de estos resbaladizospeldaños oscilaba bajo los pies de Hans, decíaéste con voz tranquila.

—Gf akt!

—¡Cuidado! —repetía mi tío.

Al cabo de media hora sentamos nues-tros pies sobre la superficie de una roca fuerte-mente adherida a la pared de la chimenea.

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Hans tiró de la cuerda por uno de susextremos; se elevó el otro en el aire, y, despuésde haber rebasado la roca superior, volvió acaer, arrastrando consigo numerosos pedazosde piedras y de lavas, que cayeron a manera delluvia, o mejor, de granizada, con grave peligronuestro.

Al asomar la cabeza fuera de la estrechaplataforma donde nos encontrábamos, observéque no se veía aún el fondo del precipicio.

Volvió a comenzar otra vez la maniobrade la cuerda, y, al cabo de media hora, había-mos descendido otros doscientos pies.

No sé si el más entusiasta geólogohubiera sido capaz de estudiar, durante estedescenso, la naturaleza de los terrenos que nosrodeaban. Por lo que respecta a mí, no me pre-ocupé de ello: me importaba muy poco quefuesen pliocenos, miocenos, eocenos, cretáceos,jurásicos, triásicos, pérmicos, carboníferos, de-vonianos, silúricos o primitivos. Pero el profe-

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sor hizo algunas observaciones o tomó ciertasnotas, sin duda, porque, en uno de los altos, medijo:

—Cuanto más veo, mayor es mi con-fianza; la disposición de estos terrenos volcáni-cos confirma en absoluto la teoría de Devy. Noshallamos en pleno suelo primordial, suelo en elcual se ha producido el fenómeno químico de lainflamación de los metales al contacto del aire ydel agua. Rechazo en absoluto la teoría de uncalor central; por otra parte, pronto vamos averlo.

¡Siempre la misma conclusión! Como esde suponer, no quise entretenerme en discutir.Mi tío interpretó mi silencio como muestra deasentimiento, y se reanudó el descenso.

Al cabo de tres horas no se entreveíaaún el fondo de la chimenea. Cuando levanté lacabeza observé que su abertura decrecía sensi-blemente; sus paredes; a consecuencia de su

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ligera inclinación, tendían a aproximarse. Laobscuridad crecía por momentos.

Nuestro descenso no se interrumpía unsolo instante. Me parecía que las piedras des-prendidas de las paredes se hundían produ-ciendo un sonido más apagado, y que llegabanmás pronto al fondo del abismo.

Como había tenido cuidado de anotarescrupulosamente las veces que cambiábamosla cuerda, pude calcular con toda exactitud laprofundidad a que nos encontrábamos y eltiempo transcurrido.

Habíamos repetido catorce veces estamaniobra, que duraba media hora aproxima-damente. Eran, pues, siete horas, más catorcecuartos de hora de descanso, o tres horas y me-dia. En total, diez horas y media; y como hab-íamos emprendido el descenso a la una debíanser en aquel momento las once.

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En cuanto a la profundidad a que nosencontrábamos, los catorce cambios de unacuerda de 200 pies representaban un descensode 2.800.

En este momento se oyó la voz de Hans.

Me detuve en el instante en que iba agolpear con mis pies la cabeza de mi tío.

—Hemos llegado ya —dijo éste.

—¿Adónde? —pregunté yo, dejándomeresbalar el lado suyo.

—Al fondo de la chimenea perpendicu-lar.

—¿No hay, pues, otra salida?

—Sí, una especie de corredor que entre-veo, y que se dirige oblicuamente hacia la dere-cha. Mañana veremos esto. Cenemos ante todoy dormiremos después.

La obscuridad no era completa todavía.Abrimos el saco de las provisiones, cenamos, y

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nos tendimos después a dormir sobre un lechode piedras y de trozos de lava.

Cuando, tumbado boca arriba, abrí losojos, vi un punto brillante en la extremidad deaquel tubo de 3,000 pies de longitud, que setransformaba en un gigantesco anteojo.

Era una estrella despojada de todo cen-telleo, y que, según mis cálculos, debía ser labeta de la Osa Menor.

Después me dormí profundamente.

Capítulo XVIII

A las ocho de la mañana nos despertóun rayo de luz. Las mil facetas de lava de lasparedes la recogían a su paso y la esparcíancomo una lluvia de chispas.

Esta luz era lo suficientemente intensapara permitirnos ver los objetos que nos rodea-ban.

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—Y bien, Axel —me dijo mi tío, frotán-dose las manos—, ¿qué dices a todo esto? ¿Haspasado jamás una noche más apacible en nues-tra casa de la König-strasse? ¡Ni ruido de ca-rruajes, ni gritos de los vendedores ni vocifera-ciones de los barqueros!

—Sin duda; en el fondo de estos pozosestamos muy tranquilos; pero esta misma cal-ma tiene algo de espantoso.

—¡Vamos! —exclamó mi tío—, si teasustas tan pronto, ¿qué dejas para más tarde?Aún no hemos penetrado ni una pulgada si-quiera en las entrañas de la tierra.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que sólo hemos llegadoal suelo de la isla. Este largo tubo vertical, quefinaliza en el cráter del Sneffels, se detieneaproximadamente al nivel del Océano.

—¿Está usted cierto?

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—Certísimo. Examina el barómetro, yverás.

En efecto, el mercurio, después de habersubido poco a poco en su tubo a medida que seefectuaba nuestro descenso, se había detenidoen la división correspondiente a 29 pulgadas.

—Ya lo ves —prosiguió el profesor—,sólo soportamos la presión de una atmósfera, yno veo el momento en que tengamos que re-emplazar las indicaciones de este instrumentopor las del manómetro.

El barómetro, en efecto, iba a sernos in-útil en el momento en que el peso del aire sehiciese superior a su presión calculada al niveldel mar.

—Pero, ¿no es de temer —insinué yo—,que esta presión siempre creciente llegue a ser-nos insoportable?

—No. Descenderemos lentamente, ynuestros pulmones se habituarán a respirar una

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atmósfera más comprimida. A los aeronautas,acaba por faltarles el aire cuando se elevan a lascapas superiores de la atmósfera: a nosotros, esposible que nos sobre. Pero esto es preferible.No perdamos un instante. ¿Dónde está el fardoque bajó por delante de nosotros?

Entonces recordé que la víspera lo hab-íamos buscado inútilmente. Mi tío interrogó aHans, quien, después de escudriñarlo todo consus ojos de cazador, contestó:

—Der huppe!

—Allá arriba.

En efecto, el mencionado bulto se halla-ba detenido sobre un saliente de las rocas, a uncentenar de pies encima de nuestras cabezas.Entonces el islandés, con la agilidad de un gato,trepó por la pared, y al cabo de algunos minu-tos caía entre nosotros el fardo.

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—Ahora —dijo mi tío— Almorcemos:pero almorcemos como personas que tal veztengan que hacer una larga jornada.

La galleta y la carne seca fueron regadascon algunos tragos de agua mezclada con gine-bra.

Terminado el almuerzo, sacó mi tío delbolsillo un pequeño cuaderno destinado a lasobservaciones. Examinó sucesivamente los di-versos instrumentos y anotó los datos siguien-tes:

LUNES 1° DE JULIO.

Cronómetro: 8 h. 17 m. de la mañana.

Barómetro: 29 p. 71.

Termómetro: 6°.

Dirección: ESE.

Este último dato se refería a la direcciónde la galería obscura y fue suministrado por labrújula.

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—Ahora, Axel —exclamó el profesor en-tusiasmado—, es cuando vamos a sepultarnosrealmente en las entrañas del globo. Este es,pues, el momento preciso en que empieza nues-tro viaje.

Dicho esto, tomó con una mano el apa-rato de Ruhmkorff, que llevaba suspendido delcuello: puso en comunicación, con la otra, lacorriente eléctrica del serpentín de la linterna, yuna luz bastante viva disipó las tinieblas de lagalería.

Hans llevaba el segundo aparato, quefue puesto también en actividad. Esta ingeniosaaplicación de la electricidad nos permitiría ircreando, por espacio de mucho tiempo, un díaartificial, aun en medio de los gases más infla-mables.

—¡En marcha! —dijo mi tío.

Cada cual cogió su fardo. Hans se en-cargó de empujar por delante de sí el paquete

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de las ropas y las cuerdas, y, uno detrás de otro,yo en último lugar, entramos en la galería.

En el momento de abismarme en aqueltenebroso corredor, levanté la cabeza y vi porúltima vez, en el campo del inmenso tubo,aquel cielo de Islandia "que no debía volver aver jamás".

La lava de la última erupción de 1229 sehabía abierto paso a lo largo de aquel túnel,tapizando su interior con una capa espesa ybrillante, en la que se reflejaba la luz eléctricacentuplicándose su intensidad natural.

Toda la dificultad del camino consistíaen no deslizarse con demasiada rapidez poraquella pendiente de 45° de inclinación sobrepoco más o menos. Por fortuna, ciertas abolla-duras y erosiones servían de peldaños, y noteníamos que hacer más que bajar dejando quedescendiesen por su propio peso nuestros far-dos y cuidando de retenerlos con una largacuerda.

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Pero los que bajo nuestros pies servíande peldaños, en las otras paredes se convertíanen estalactitas; la lava, porosa en algunos luga-res, presentaba en otros pequeñas ampollasredondas: cristales de cuarzo opaco, ornados delímpidas gotas de vidrio y suspendidos de labóveda a manera de arañas, parecían encender-se a nuestro paso. Se habría dicho que los ge-nios del abismo iluminaban su palacio pararecibir dignamente a sus huéspedes de la tierra.

—¡Esto es magnífico! —exclamé invo-luntariamente—. ¡Qué espectáculo, tío! ¿No lecausan a usted admiración esos ricos maticesde la lava que varían del rojo obscuro al másdeslumbrante amarillo, por degradaciones in-sensibles? ¿Y estos cristales que vemos comoglobos luminosos?

—¡Ah, hijo mío! ¡Por fin te vas conven-ciendo! Conque te perece esto espléndido! ¡Yaverás otras cosas mejores! ¡Vamos! ¡Vamos!¡Prosigamos sin vacilar nuestra marcha!

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Mejor debiera haber dicho nuestro res-balamiento, pues nos dejábamos ir sin fatigapor pendientes inclinadas. Aquello era el facilisdescensus Averni, de Virgilio. La brújula, queconsultaba yo con frecuencia, marcaba invaria-blemente la dirección SE. Aquella senda de lavano se desviaba hacia un lado ni otro; poseía lainflexibilidad de la línea recta.

Sin embargo, el calor no aumentaba deuna manera sensible, lo que venía a confirmarlas teorías de Devy, y, en más de una ocasión,consulté con asombro el termómetro. A las doshoras de marcha, sólo marcaba 10°, es decir,que había experimentado una subida de 4º, locual me inducía a pensar que nuestra marchaera más horizontal que vertical. Nada más fácilque conocer con toda exactitud la profundidadalcanzada; el profesor medía con la mayor es-crupulosidad los ángulos de desviación a incli-nación del camino; pero se reservaba el resulta-do de sus observaciones.

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Por la noche, a eso de las ocho, dio laseñal de alto. Se colgaron las lámparas en laspuntas salientes de la lava, y Hans se sentó enseguida. Nos hallábamos en una especie decaverna donde no faltaba el aire. Por el contra-rio, llegaba hasta nosotros una intensa corrien-te. ¿Qué causas la producían? ¿A qué agitaciónatmosférica debíamos atribuir su origen? Heaquí una cuestión que no traté siquiera de re-solver en aquellos momentos; el cansancio y elhambre me incapacitaban para todo raciocinio.Un descenso de siete horas consecutivas no seefectúa sin un gran derroche de fuerzas, y meencontraba agotado: así que la palabra altosonó en mi oído como una melodía.

Esparció Hans algunas provisiones so-bre un bloque de lava, y todos devoramos conexcelente apetito. Sin embargo, una idea meinquietaba: habíamos ya consumido la mitadde nuestras previsiones de agua. Mi tío contabacon rellenar nuestras vasijas en los manantialessubterráneos; pero, hasta aquel instante, no

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habíamos tropezado con ninguno, y el fin medecidí a llamarle la atención sobre el particular.

—¿Te sorprende esta ausencia de ma-nantiales? —me dijo.

—Sin duda, y hasta me inquieta; no te-nemos agua más que para cinco días.

—Tranquilízate, Axel; te respondo deque encontraremos agua, y más de la que qui-siéramos.

—¿Cuándo?

—Cuando hayamos salido de esta en-voltura de lava. ¿Cómo quieres que surjan ma-nantiales a través de estas paredes?

—Pero, ¿no podría ocurrir que esta en-voltura se prolongue a grandes profundidades?Me parece que no hemos avanzado mucho to-davía en sentido vertical.

—¿Por qué supones eso?

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—Porque, si hubiéramos penetrado mu-cho en el interior de la corteza terrestre, el calorsería más intenso.

—Eso según tu teoría; ¿y qué señala eltermómetro?

—Apenas 15°, lo que supone un aumen-to de 9º solamente desde nuestra partida.

—¿Y qué deduces de ahí?

—He aquí mi deducción: según las ob-servaciones más exactas, el aumento que expe-rimente la temperatura en el interior del globoes de 1° por cada cien pies de profundidad.Ciertas condiciones locales pueden, no obstan-te, modificar esta cifra; así, en Yakoust, en Sibe-ria, se ha observado que el aumento de 1° severifica cada 36 pies, lo cual depende eviden-temente de la conductibilidad de las rocas.Añadiré, además, que en las proximidades deun volcán apagado, y a través del gneis, se haobservado que la elevación de la temperatura

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era sólo de 1° por cada 125 pies. Aceptemos,pues, esta última hipótesis, que es la más favo-rable, y calculemos.

—Calcula cuanto quieras, hijo mío.

—Nada más fácil —dije, trazando en milibreta algunas cifras—. Nueve veces 125 piesdan 1.125 pies de profundidad.

—Indudable.

—Pues bien...

—Pues bien, según mis observaciones,nos hallamos a 10.000 pies bajo el nivel del mar.

—¿Es posible?

—Sí; los guarismos no mienten.

Los cálculos del profesor eran exactos;habíamos ya rebasado en 6.000 pies las mayo-res profundidades alcanzadas por el hombre,tales como las minas de Kitz-Babl, en el Tirol, ylas de Wuttemherg, en Bohemia.

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La temperatura, que hubiera debido serde 81° en aquel lugar, era apenas de 15º, lo cualsuministraba motivo para muchas reflexiones.

Capítulo XIX

Al día siguiente, martes 30 de junio, alas seis de la mañana, reanudamos nuestro des-censo.

Continuamos por la galería de lava,verdadera rampa natural, suave como esosplanos inclinados que reemplazan aún a lasescaleras en las casas antiguas. Así prosiguió lamarcha hasta las doce y diez minutos de la no-che, instante preciso en que nos reunimos conHans, que acababa de detenerse.

—¡Ah! —exclamó mi tío—, hemos lle-gado al extremo de la chimenea.

Miré alrededor mío; nos hallábamos enel centro de una encrucijada, en la que desem-bocaban dos caminos, ambos sombríos y estre-

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chos. ¿Cuál deberíamos seguir? Difícil era sa-berlo.

—Mi tío, sin embargo, no quería, al pa-recer, que ni el guía ni yo le viésemos vacilar, ydesignó con la mano el túnel del Este, en el quepenetremos los tres en seguida.

La verdad es que toda vacilación anteaquellos dos caminos se habría prolongadoindefinidamente, porque no existía indicio al-guno que aconsejase el dar la preferencia a unoa otro. Era preciso confiarse por completo a lasuerte.

La pendiente de esta nueva galería erapoco sensible, y su sección bastante desigual. Aveces se desarrollaba delante de nuestros pasosuna sucesión de arcadas que recordaban lasnaves laterales de una catedral gótica; los artis-tas de la Edad Media hubieran podido estudiarallí todas las formas de esa arquitectura religio-sa que tiene por generatriz a la ojiva.

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Una milla más lejos, nuestra cabeza seinclinaba bajo los arcos rebajados del estilo ro-mano, y gruesos pilares, embutidos en la pared,sostenían las caídas de las bóvedas.

En ciertos lugares, esta disposición cedíael puesto a subestructuras bajas que recordabanlas obras de los castores, y teníamos, paraavanzar, que arrastrarnos a lo largo de estre-chos pasadizos.

El grado de calor se mantenía soporta-ble. Involuntariamente pensaba en cuán grandedebía ser su intensidad cuando las lavas vomi-tadas por el Sneffels se precipitaban por aquellavía tan tranquila en la actualidad. Me imagina-ba los torrentes de fuego que se estrellaríancontra los ángulos de la galería, y la acumula-ción de los vapores recalentados en aquel estre-cho lugar.

"¡Con tal" pense "que el viejo volcán nose vea asaltado por algún capricho senil!"

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Me guardaba muy bien de comunicar ami tío semejantes reflexiones, porque no lashubiera comprendido. Su único pensamientoera avanzar. Caminaba, se deslizaba y hastarodaba a veces con una convicción admirable.

A las seis de la tarde, tras un paseo pocofatigoso, habíamos avanzado dos leguas haciael Sur, pero apenas un cuarto de milla en pro-fundidad.

Mi tío dio la señal de descanso. Comi-mos sin abusar de la charla y nos dormimos sinentregarnos a grandes reflexiones.

Nuestros preparativos para pasar la no-che no podían ser más sencillos: una manta deviaje, en la que nos envolvíamos, era todo nues-tro lecho. No había que temer ni frío ni visitasinoportunas. Los viajeros que se ven precisadosa engolfarse en los desiertos del Africa, o en lasselvas del Nuevo Mundo, tienen que velar losunos el sueño de los otros; pero allí, la soledadera absoluta y la seguridad completa. No había

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necesidad de precaverse contra salvajes ni fie-ras, que son las razas más dañinas de la tierra.

A la mañana siguiente, nos despertamosdescansados y ágiles, y reanudamos en seguidala marcha, a lo largo de una galería cubierta delava, lo mismo que la víspera.

Imposible se hacía reconocer los terre-nos que atravesábamos. El túnel, en vez dehundirse en las entrañas del globo, tendía ahacerse horizontal por completo. Hasta me pa-reció observar que subía hacia la superficie dela tierra. Esta disposición se hizo tan patente aeso de las diez de la mañana, y tan fatigosa portanto, que me vi precisado a moderar la mar-cha.

—¿Qué es eso, Axel? —dijo, impaciente,mi tío.

—Que no puedo más —le respondí.

—¡Cómo es eso! ¡Al cabo de sólo treshoras de paseo por un camino tan liso!

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—Liso, sí; pero fatigoso en extremo.

—¡Cómo fatigoso, cuando siempre ca-minamos cuesta abajo!

—¡Cuesta arriba, si no lo toma usted amal!

—Cuesta arriba —dijo mi tío, encogién-dose de hombros.

—Sin duda. Hace media hora que sehan modificado las pendientes. Y, de seguir así,no tardaremos en salir nuevamente a la super-ficie de Islandia.

El profesor sacudió la cabeza comohombre que no quiere dejarse convencer. Tratéde reanudar la conversación, pero no me con-testó y dio la señal de marcha. Comprendí quesu silencio era sólo la manifestación exterior desu mal humor concentrado.

Tomé otra vez mi fardo con denuedo yseguí con paso rápido a Hans, que precedía a

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mi tío, procurando no distanciarme, pues miprincipal cuidado era no perder jamás de vistaa mis compañeros. Me estremecía ante la ideade extraviarme en las profundidades de aquellaberinto.

Por otra parte, si bien el camino ascen-dente era más fatigoso, me consolaba el pensarque, en cambio, nos acercaba a la superficie dela tierra. Era ésta una esperanza que veía con-firmada a cada paso.

A mediodía cambiaron de aspecto lasparedes de la galería. Me di cuenta de ello alobservar la debilitación que sufrió la luz eléctri-ca reflejada por ellas. Al revestimiento de lavasucedió la roca viva. El macizo se componía decapas inclinadas y a menudo verticalmente

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dispuestas. Nos hallábamos en pleno períodode transición, en pleno período silúrico.4

—¡Es evidente —exclamé— que los se-dimentos de las aguas han formado, en la se-gunda época de la tierra, estos esquistos, estascalizas, y estos asperones! ¡Volvemos la espaldaal macizo de granito! Hacemos como los veci-nos de Hamburgo que, para trasladarse a Lu-beck, tomasen el camino de Hannover.

Preferible habría sido que me hubiesereservado mis observaciones: pero mi tempe-ramento de geólogo pudo más que la pruden-cia, y el profesor Lidenbrock oyó mis exclama-ciones.

—¿Qué tienes? —me preguntó.

4 Así llamado porque los terrenos de este período abundanmucho en Inglaterra, en las regiones en otro tiempo habitadas porla tribu céltica de los silurus.

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—Mire usted —le contesté, mostrándolela variada sucesión de los asperones, las calizasy los primeros indicios de terrenos pizarrosos.

—¿Y qué tenemos con eso?

—Que hemos llegado al período en queaparecieron las primeras plantas y los primerosanimales.

—¿Lo crees así?

—Véalo usted mismo; ¡examínelo¡¡obsérvelo!

Obligué al profesor a pasear su lámparapor delante de las paredes de la galería. Espe-raba que se escapase de sus labios alguna ex-clamación; pero, lejos de esto, no dijo una pala-bra y prosiguió su camino.

¿Me había comprendido o no? ¿Era que,por vanidad de sabio y de tío, no quería conve-nir conmigo en que se había equivocado al ele-gir el túnel del Este, o que deseaba reconocer

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hasta el fin la galería aquella? Era evidente quehabíamos abandonado el camino de las lavas, yque el que seguíamos no podía conducir al focodel Sneffels.

Pero, ¿daría yo acaso demasiada impor-tancia a esta modificación de terreno? ¿No es-taría equivocado? ¿Atravesábamos realmenteaquellas capas de roca superpuestas al macizode granito?

—Si tengo razón —pensaba—, fuerzaserá que halle restos de plantas primitivas, yentonces no habrá más remedio que rendirse ala evidencia. Busquemos.

No habría dado aún cien pasos, cuandodescubrieron mis ojos pruebas irrefutables. Eralógico que así sucediese, porque, en el períodosilúrico encerraban los mares más de mil qui-nientas especies vegetales o animales. Mis pieshabituados al duro suelo de la lava, pisaron derepente un polvo formado de desójes de plan-tas y de conchas. En las paredes se veían distin-

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tamente huellas de ovas y licopodios; el profe-sor Lidenbrock no podía engañarse; pero meparece que cerraba los ojos y proseguía su ca-mino con paso invariable.

Era la terquedad llevada hasta el últimolímite. No pude reprimirme por más tiempo;tomé una concha perfectamente conservada,que había pertenecido a un animal semejante ala cucaracha actual, me aproximé a mi tío, y,mostrándosela, le dije:

—Mire usted.

—¿Qué me muestras ahí? —respondiótranquilamente—; eso es la concha de uncrustáceo perteneciente al orden ya extinguidode los trilobites, ni más ni menos.

—¿Pero no deduce usted de su presen-cia aquí...?

—¿Eso mismo que deduces tú? Conve-nido. Hemos abandonado la capa de granito yel camino de las lavas. Es posible que me haya

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equivocado: pero no me convenceré de mi errorhasta que no haya llegado al extremo de estagalería.

—Haría usted perfectamente en proce-der de ese modo, y yo aprobaría en un todo suconducta, si no fuese de temer un peligro cadavez más inminente.

—¿Cuál?

—La falta de agua.

—Pues bien, quiere decir que nos pon-dremos a media ración, Axel.

Capítulo XX

En efecto, era preciso economizar estelíquido, pues nuestra previsión no podía durarmás de tres días, como pude comprobar por lanoche, a la hora de cenar. Y lo peor del caso eraque había pocas esperanzas de encontrarningún manantial en aquellos terrenos del per-íodo de transición.

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Durante todo el día siguiente, nosmostró la galería sus interminables arcadas.Caminábamos casi sin despegar nuestros la-bios. Hans nos había contagiado su mutismo.

El camino no ascendía, por lo menos deuna manera sensible, y hasta, a veces, parecíaque bajábamos. Pero esta tendencia, no muymarcada por cierto, no debía tranquilizar alprofesor porque la naturaleza de las capas no semodificaba, y el período de transición se afir-maba cada vez más.

La luz eléctrica arrancaba vivos deste-llos a los esquistos, las calizas y los viejos aspe-rones rojos de las paredes; parecía que noshallábamos dentro de una zanja profunda,abierta en el condado de Devon, que da sunombre a esta clase de terrenos. Magníficosejemplares de mármoles recubrían las paredes:unos de color gris ágata, surcados de venasblancas caprichosamente dispuestas; otros decolor encarnado o amarillo con manchas roji-

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zas; mas lejos, ejemplares de esos jaspes de ma-tices sombríos, en los que se revela la existenciade la caliza con más vivo color.

En la mayoría de estos mármoles se ob-servaban huellas de animales primitivos; pero,desde la víspera, la creación había progresadode una manera evidente. En lugar de los trilobi-tes rudimentarios, vi restos de un orden másperfecto, entre otros, de peces ganoideos y deesos sauropterigios en los que la perspicacia delos paleontólogos ha sabido descubrir las pri-meras manifestaciones de los reptiles. Los ma-res devonianos estaban habitados por grannúmero de animales de esta especie, que depo-sitaron a miles en las rocas de nueva formación.

Era evidente que remontábamos la esca-la de la vida animal, cuyo último y más elevadopeldaño ocupan las criaturas humanas: pero elprofesor Lidenbrock no parecía fijar mientes enella.

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Esperaba que ocurriese alguna de estasdos cosas: o que se abriera de repente ante suspies un pozo vertical que le permitiese reanu-dar su descenso, o que un inesperado obstáculole impidiese continuar por el camino empren-dido. Pero llegó la noche sin que se realizaraesta esperanza.

El viernes, después de una noche duran-te la cual empecé a experimentar los tormentosde la sed, reanudamos nuestro viaje a lo largode la misma galería.

Después de diez horas de marcha, ob-servé que la reverberación de nuestras lámpa-ras sobre las paredes decrecía de una maneranotable. El mármol, el esquisto, la caliza y elasperón de las murallas cedían el puesto a unrevestimiento mate y sombrío. En un paisaje enque el túnel se estrechó demasiado, me apoyéen la pared.

Cuando retiré la mano, vi que la teníatoda negra. Miré desde más cerca, y adquirí el

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convencimiento de que nos encontrábamos enun yacimiento de hulla.

—¡Una mina de carbón! —exclamé.

—Una mina sin mineros —respondió mitío.

—¡Quién sabe! —observé yo.

—Yo lo sé —replicó el profesor con aireconvencido—; tengo la seguridad de que estagalería, perforada a través de estos yacimientosde hulla, no ha sido construida por los hom-bres. Pero poco nos importa que sea o no obrade la Naturaleza. Ha llegado la hora de cenar.Cenemos.

Hans preparó algunos alimentos. Yoapenas probé bocado y bebí las escasas gotas deagua que constituían mi ración. El odre del gu-ía, lleno solamente a medias, era lo único quequedaba para apagar la sed de tres hombres.

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Después de la cena, se envolvieron misdos compañeros en sus mantas y hallaron en elsueño un remedio a sus fatigas. Por lo que a mírespecta, no pude pegar los párpados, y contétodas las horas hasta la siguiente mañana.

El sábado a las seis emprendimos nue-vamente la marcha. Veinte minutos más tarde,llegamos a una vasta excavación, y me convencíentonces de que la mano del hombre no podíahaber abierto aquella mina, supuesto que susbóvedas no estaban apuntaladas y no se de-rrumbaban por un verdadero milagro de equi-librio.

Esta especie de caverna media cien piesde longitud por ciento cincuenta de altura. Elterreno había sido violentamente removido poruna conmoción subterránea. El macizo terrestrese había dislocado cediendo a alguna violentaimpulsión y dejando este amplio vacío en elque penetraban por primera vez los habitantesde la tierra.

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Toda la historia del período de la hullaestaba escrita sobre aquellas paredes sombrías,cuyas diversas fases podía seguir fácilmente ungeólogo. Los lechos de carbón se hallaban sepa-rados por capas muy compactas de arcilla o deasperón, y como aplastados por las capas supe-riores.

En aquella edad del mundo que prece-dió al período secundario, la tierra se cubrió deinmensas vegetaciones, debidas a la accióncombinada del calor tropical y de una hume-dad persistente. Una atmósfera de vapores ro-deaba por todas partes al globo, privándole delos rayos del sol.

Este es el fundamento de la teoría deque las temperaturas elevadas no provenían dedicho astro, el cual es muy posible que aún nose hallase en estado de desempeñar su esplen-doroso papel. Los climas no existían todavía, yen toda la superficie del globo reinaba un calortórrido, que media la misma intensidad en él

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Ecuador que en los polos. ¿De dónde procedía?Del interior de la tierra.

A pesar de las teorías del profesor Li-denbrock, existía un fuego violento en las en-trañas de nuestro esferoide, cuya acción se hac-ía sentir hasta en las últimas capas de la cortezaterrestre. Privadas las plantas del benéfico in-flujo de los rayos del sol, no daban flores niexhalaban perfumes; pero absorbían sus raícesuna vida muy enérgica de los terrenos ardien-tes de los primeros días.

Había pocos árboles, pero abundabanlas plantas herbáceas, como céspedes inmensos,helechos, licopodios, siguarias y asterofilitas,familias raras cuyas especies se contaban en-tonces por millares.

A esta exuberante vegetación debe suorigen la hulla. La corteza aún elástica del glo-bo obedecía a los movimientos de la masalíquida que le cubría, produciéndose numero-sas hendeduras y grietas; y las plantas, arras-

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tradas debajo de las aguas, formaron poco apoco masas considerables.

Entonces intervino la acción de la quí-mica natural en el fondo de los mares, las acu-mulaciones vegetales se convirtieron primeroen turba; después, gracias a la influencia de losgases y el calor de la fermentación, se minerali-zaron por completo.

De este modo se formaron esas inmen-sas capas de carbón que el consumo de todoslos pueblos de la tierra no logrará agotar enmuchos siglos.

Estas reflexiones asaltaban mi mentemientras consideraba las riquezas hullerasacumuladas en esta porción del macizo terres-tre, las cuales, probablemente, no serían jamásdescubiertas. La explotación de estas minas tandistantes exigiría sacrificios demasiado consi-derables.

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Por otra parte, ¿qué necesidad había deello, toda vez que la hulla se halla repartida,por decirlo así, por toda la superficie de la tie-rra, en un gran número de regiones? Era, pues,de suponer que al sonar la última hora delmundo se hallasen aquellos yacimientos car-boníferos intactos y tal cual los contemplaba yoentonces.

Entretanto, seguíamos caminando, y erayo, a buen seguro, el único de los tres que olvi-daba la largura del camino para abismarme enconsideraciones geológicas. La temperaturaseguía siendo aproximadamente la misma quecuando caminábamos entre lavas y esquistos.En cambio, se notaba un olor muy pronunciadoa protocarburo de hidrógeno, lo que me hizoadvertir en seguida la presencia en aquella ga-lería de una gran cantidad de ese peligrosofluido que los mineros designan con el nombrede grisú, cuya explosión ha causado con fre-cuencia tan espantosas catástrofes.

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Afortunadamente, nos íbamos alum-brando con los ingeniosos aparatos de Ruhm-korff. Si, por desgracia, hubiésemos impru-dentemente explorado aquella galería con an-torchas en las manos, una explosión terriblehubiera puesto fin al viaje, suprimiendo radi-calmente a los viajeros.

La excursión a través de la mina duróhasta la noche. Mi tío se esforzaba en refrenarla impaciencia que le producía la horizontali-dad del camino. Las profundas tinieblas que aveinte pasos reinaban no permitían apreciar lalongitud de la galería, y ya empezaba yo a creerque era interminable, cuando, de repente, a lasseis, tropezamos con un muro que nos cerrabael camino. Ni a derecha, ni a izquierda, ni arri-ba, ni abajo se veía paso alguno. Habíamos lle-gado al fondo de un callejón sin salida.

—¡Bueno! ¡tanto mejor —exclamó mitío—; al menos, ya sé a qué atenerme. No eséste el camino seguido por Saknussemm, y no

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queda otro remedio que desandar lo andado.Descansemos esta noche, y, antes que transcu-rran tres días, habremos vuelto al punto dondela galería se bifurca.

—Si —dije yo—, ¡si nos alcanzan lasfuerzas!

—¿Y por qué no nos han de alcanzar?

—Porque mañana no tendremos ni unagota de agua.

—Y valor, ¿no tendremos tampoco? —exclamó el profesor, dirigiéndome una miradasevera.

No me atreví a contestarle.

Capítulo XXI

Al día siguiente, partimos de madruga-da. Teníamos que darnos prisa, porque noshallábamos a cinco jornadas del punto de bifur-cación de la galería subterránea.

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No me detendré a detallar los sufri-mientos de nuestro viaje de vuelta. Mi tío lossoportó con la cólera de un hombre que no sesiente ya más fuerte que ellos mismos; Hans,con la resignación de su naturaleza pacífica; yo,fuerza es que lo confiese, quejándome y deses-perándome, sin valor para luchar contra mimala estrella.

Como lo había previsto, faltó el aguapor completo al finalizar la primera jornada;nuestra provisión de líquido quedó entoncesreducida a ginebra; pero este licor infernal nosabrasaba el gaznate, y ni siquiera su vista podíasoportar. La temperatura ambiente me parecíasofocante. El cansancio paralizaba mis miem-bros. Más de una vez estuve a punto de caer sinmovimiento. Entonces hacíamos alto, y mi tío yel islandés me animaban todo lo mejor quepodían. Pero yo bien veía que el primero ape-nas podía defenderse contra el extremado can-sancio y las torturas nacidas de la privación deagua.

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Por fin, el 8 de julio, arrastrándonos so-bre las rodillas y las manos, llegamos, mediomuertos, al punto de intersección de las dosgalerías. Allí permanecí como una masa inerte,tendido sobre la lava. Eran las diez de la maña-na.

Hans y mi tío, recostados contra la pa-red, trataron de masticar algunos trozos de ga-lleta. Prolongados gemidos se escapaban demis labios tumefactos, y acabé por caer en unprofundo sopor.

Al cabo de algún tiempo, mi tío seaproximó a mí y me levantó en sus brazos.

—¡Pobre criatura! —murmuró con acen-to de no fingida piedad.

Estas palabras me conmovieron, puesno estaba acostumbrado a oír ternezas al terri-ble profesor. Estreché entre las mías sus tem-blorosas manos, y él me miró con cariño. Susojos se humedecieron.

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Le vi entonces coger la calabaza que lle-vaba colgada de la cintura, y con gran asombromío, me la aproximó a los labios, diciéndome:

—Bebe.

¿Había entendido mal? ¿Se había vueltoloco mi tío? Lo contemplaba con una miradaestúpida sin querer comprenderle.

—Bebe —repitió él.

Y, alzando la calabaza, vertió su conte-nido entre mis labios.

¡Oh gozo incomparable! Un sorbo deagua exquisita humedeció mis ardorosas fau-ces; uno solo, es verdad, pero bastó para devol-verme la vida que ya se me escapaba.

Di gracias a mi tío con las manos cruza-das.

—Sí —dijo él— ¡un sorbo de agua, elúltimo! ¿Te enteras? ¡El último! Lo guardabacomo un tesoro precioso en el fondo de mi ca-

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labaza. Cien veces he tenido que refrenar losirresistibles deseos que me acometían debebérmela; pero, al fin. Axel, pudo mas el cari-ño que el deseo, y la reservé para ti.

—¡Tío! —murmuré enternecido, llenán-doseme los ojos de lágrimas.

—Sí, hijo mío; bien sabía que al llegar aesta encrucijada te desplomarías medio muerto,y reservé mis últimas gotas de agua para re-animarte.

—¡Gracias! ¡Gracias! —exclamé.

Aquel sorbo de agua, aunque no aplaca-se mi sed, me hizo recuperar algunas fuerzas.Se distendieron los músculos de mi garganta,contraídos hasta entonces, y cedió un poco lairritación de mis labios, permitiéndome hablar.

—Veamos —dije—; no podernos tomarmás que un partido; faltándonos el agua, ten-dremos que retroceder.

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Mientras yo me expresaba de esta suer-te, evitaba mi tío mis miradas; bajaba la cabezay sus ojos huían de los míos.

—Es preciso retroceder —exclamé—, ytomar nuevamente el camino del Sneffels. ¡Diosquiera darnos fuerzas para subir hasta la cimadel cráter!

—¡Retroceder! —exclamó mi tío, comosi, más bien que a mí, se respondiese a sí mis-mo.

—Sí, sí; retroceder, y sin perder un ins-tante.

Hubo una pausa bastante prolongada.

—¿De modo, Axel —repuso el profesorcon tono extraño—, que esas gotas de agua note han devuelto el valor y la energía?

—¡El valor!

—Te veo abatido lo mismo que antes, ypronunciando aún palabras de desesperación.

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¿Con qué clase de hombre tenía que en-tendérmelas y qué proyectos acariciaba aúnaquel espíritu audaz?

—¡Cómo! ¿No quiere usted...?

—¿Renunciar a esta expedición en elmomento en que todo parece anunciarme quepuedo llevarla a cabo felizmente? ¡Jamás!

—¿De suerte que es preciso resignarse aperecer?

—¡No, Axel, no! Parte tú. No deseo tumuerte. Que te acompañe Hans. ¡Déjame solo!

—¡Abandonarle a usted!

—¡Déjame repito! Iniciado este viaje, es-toy dispuesto a perecer en él o darle cima. ¡Ve-te, Axel, vete!

Mi tío se expresaba con extraordinariocalor. Su voz, enternecida un instante, adquiriónuevamente su dureza habitual. ¡Luchaba con-tra lo imposible con incontrastable energía! No

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quería abandonarle en el fondo de aquel abis-mo; pero, por otra parte, el instinto de conser-vación me impulsaba a huir.

El guía presenciaba esta escena con suhabitual indiferencia; pero dándose cuenta delo que entre sus compañeros pasaba. Nuestrosgestos indicaban claramente las diferentes ca-minos que cada cual proponía, pero a Hansparecía interesarle muy poco una cuestión de lacual dependía tal vez su existencia, y se hallabadispuesto a partir, si así se le ordenaba, o aquedarse, si ésta era la voluntad de quien letenía a su servicio.

¡Lástima grande que no pudiera enten-derme en aquellos decisivos instantes! Mis pa-labras, mis gemidos, mi acento, habrían triun-fado de su naturaleza indiferente. Le habríahecho comprender y tocar con el dedo los peli-gros que no parecía sospechar. Entre ambos, esposible que hubiéramos logrado convencer al

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obstinado profesor. En caso necesario, le hubié-ramos obligado a volver a la cima del Sneffels.

Me aproximé a Hans, y coloqué sobre sumano la mía; pero no se movió. Le mostré elcamino del cráter, y permaneció impasible. Mianhelante rostro expresaba todos mis sufri-mientos. El islandés sacudió lentamente la ca-beza, y, señalando, con flema, a mi tío, exclamó:

—Master.

—¡El amo! —exclamé yo—. ¡Insensato!¡No, no es dueño de tu vida! Es necesario huir!¡Es preciso llevarle con nosotros! ¿Me entien-des?

Había asido a Hans por el brazo y trata-ba de obligarle a que se pusiera de pie, soste-niendo con él un pugilato. Entonces intervinomi tío.

—Calma, Axel —me dijo—. Nada con-seguirías de este servidor impasible. Así, escu-cha lo que voy a proponerte.

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Yo me crucé de brazos, contemplando ami tío cara a cara.

—La falta de agua —dijo— es el únicoobstáculo que se opone a la realización de misproyectos. En la galería del Este, formada delavas, esquistos y hullas, no hemos hallado niuna sola molécula de líquido. Es posible quetengamos más suerte siguiendo el túnel delOeste.

Yo sacudí la cabeza con un aire de per-fecta incredulidad.

—Escúchame hasta el fin —añadió elprofesor esforzando la voz—. Mientras yacíasahí, privado de movimiento, he ido a reconocerla conformación de esa otra galería. Se hundedirectamente en las entrañas del lobo, y, enpocas horas, nos conducirá al macizo granítico,donde hemos de encontrar abundantes manan-tiales. Así lo exige la naturaleza de la roca, y elinstinto se alía con la lógica para apoyar miconvicción. He aquí, pues, lo que quiero pro-

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ponerte: cuando Colón pidió a sus tripulacionesun plazo de tres días para hallar las nuevastierras, aquellos esforzados marinos, a pesar dehallarse enfermos y consternados, accedieron asu demanda, y el insigne genovés descubrió elNuevo Mundo. Yo, Colón de estas regionessubterráneas, sólo te pido un día. Si, transcurri-do este plazo, no he logrado encontrar el aguaque nos falta, te juro que volveremos a la super-ficie de la tierra.

A pesar de mi irritación, me conmovie-ron estas palabras de mi tío y la violencia quetenía que hacerse a sí mismo para emplear se-mejante lenguaje.

—Está bien —exclamé—, hágase en to-do la voluntad de usted, y que Dios recompen-se su energía sobrehumana. Sólo dispone ustedde algunas horas para probar su suerte. ¡Enmarcha!

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Capítulo XXII

Emprendimos en seguida el descensopor la nueva galería. Hans marchaba delante,como era su costumbre. No habíamos avanzadoaún cien pasos, cuando exclamó el profesor,paseando su lámpara a lo largo de las paredes:

—¡Aquí tenemos los terrenos primiti-vos! ¡Vamos por buen camino! ¡Adelante! ¡Ade-lante!

Cuando la tierra se fue enfriando poco apoco, de los primeros días del mundo, la dis-minución de su volumen produjo en su cortezadislocaciones, rupturas, depresiones y sendas.La galería que recorrimos entonces era una deesas grietas por la cual se derramaba en otrotiempo el granito eruptivo; sus mil recodosformaban un inextricable laberinto a través delterreno primordial.

A medida que descendíamos, la suce-sión de las capas que formaban el terreno pri-

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mitivo se mostraban con mayor claridad. Laciencia geológica considera este terreno primi-tivo como la base de la corteza mineral, y hadescubierto que se compone de tres capas dife-rentes: los esquistos, los gneis y los micaesquis-tos, que reposan sobre esa inquebrantable rocaque llamamos granito.

Jamás se habían encontrado los minera-logistas en tan maravillosas circunstancias parapoder estudiar la Naturaleza en su propio seno.La parte de la contextura del globo que la son-da, instrumento ininteligente y brutal, no podíatrasladar a su superficie, íbamos a estudiarlocon nuestros propios ojos, a palparlo con nues-tras propias manos.

A través de la capa de los esquistos, co-loreados de bellos matices verdes, serpenteabanfilones metálicos de cobre y de manganeso conalgunos vestigios de oro y de platino. Esto mehacía pensar en las inmensas riquezas sepulta-das en las entrañas del globo, que la codicia

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humana no disfrutará jamás. Los cataclismosde los primeros días hubieron de enterrarlas entales profundidades, que ni el azadón ni el picolograrán arrancarlas de sus tumbas.

A los esquistos sucedieron los gneis, deestructura estratiforme, notables por la regula-ridad y paralelismo de sus hojas; y después losmicaesquistos, dispuestos en grandes láminas,cuya visibilidad realzaban los centelleos de lamica blanca.

La luz de los aparatos, reflejada por laspequeñas facetas de la masa rocosa, cruzababajo todos los ángulos sus efluvios de fuego, yme parecía que viajábamos a través de un dia-mante hueco, en cuyo interior se quebraban losrayos luminosos en mil caprichosos destellos.

Hacia las seis de la tarde, este derrochede luz disminuyó sensiblemente y casi cesódespués. Las paredes adquirieron un aspectocristalino, pero sombrío; la mica se mezcló másíntimamente con el feldespato y el cuarzo para

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formar la roca por excelencia, la piedra másdura de todas, la que soporta sin quebrarse elpeso enorme de los cuatro órdenes del globo.Nos hallábamos encerrados en una inmensaprisión de granito.

Eran las ocho de la noche y el agua nohabía parecido. Yo padecía horriblemente; mitío seguía marchando sin quererse detener.Aguzaba el oído tratando de sorprender elmurmullo de algún manantial; mas en vano.

Mis piernas se negaban ya a sostenerme,a pesar de lo cual me sobreponía a mis torturaspara no obligar a mi tío a hacer alto. Estohubiera sido para él el golpe de gracia, porquetocaba a su fin la jornada que él mismo señalaracomo plazo.

Por fin me abandonaron las fuerzas;lancé un grito, y caí.

—¡Socorro, que me muero! —exclamé.

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Mi tío volvió sobre sus pasos. Me con-templó con los brazos cruzados, y salieron des-pués de sus labios estas palabras fatídicas.

—¡Todo se ha acabado!

Un gesto espantoso de cólera hirió porpostrera vez mis miradas, y cerré resignado losojos.

Cuando los volví a abrir, vi a mis doscompañeros inmóviles y envueltos en sus man-tas. ¿Dormían? Por lo que a mi respecta, nopude conciliar el sueño un momento. Padecíademasiado, y me atormentaba, sobre todo, laidea de que mi mal no debía tener remedio. Lasúltimas palabras de mi tío resonaban aún enmis oídos. Todo se había acabado, en efecto;porque, en semejante estado de debilidad, nohabía que pensar siquiera en volver a la super-ficie de la tierra.

¡Había que atravesar legua y media na-da menos de corteza terrestre! Me parecía que

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esta enorme masa gravitaba con todo su pesosobre mis espaldas y me aplastaba, agotandolas escasas energías que me quedaban los vio-lentos esfuerzos que hacía para librarme deaquella inmensa mole de granito.

Transcurrieron varias horas. Un silencioprofundo reinaba en torno nuestro: ¡el silenciode las tumbas! Ningún rumor podía llegar através de aquellas paredes, la más delgada delas cuales me diría, por lo menos, cinco millasde espesor.

Sin embargo, en medio de mi sopor, creípercibir un ruido; el túnel se quedaba a obscu-ras. Miré con mayor atención y me pareció verque desaparecía el islandés con su lámpara enla mano.

¿A dónde encaminaba sus pasos? ¿Tra-taría de abandonarnos? Mi tío dormía a piernasuelta. Quise gritar, pero mi voz se ahogó entremis secos labios. La obscuridad se había hechoprofunda, y se extinguieron los últimos ruidos.

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—¡Hans nos abandona! —exclamé—.¡Hans! ¡Hans!

Estas palabras sólo pude gritarlas con lamente, así que no pudieron salir de mi pecho.Sin embargo, después del primer instante deterror, me avergoncé de mis sospechas contraun hombre cuya conducta hasta entonces no sehabía hecho sospechosa. Su partida no podíaser una fuga. En lugar de dirigirse hacia la bocade la galería, se internaba más en ella. De abri-gar criminales designios, habría marchado enopuesta dirección. Este razonamiento me tran-quilizó un poco y entré en otro orden de ideas.

Sólo un grave motivo hubiera podidoarrancar de su reposo al pacifico Hans. ¿Iba ahacer una descubierta? ¿Habría oído en el si-lencio de la noche algún murmullo que no hab-ía llegado hasta mí?

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Capítulo XXIII

Durante una hora entera cruzaron pormi delirante cerebro todas las razones quehabrían podido impulsar el flemático cazador.Bullían en mi mente las ideas más absurdas.¡Creí volverme loco!

Por fin, escuché ruido de pasos en lasprofundidades del abismo. Hans regresaba sinduda. Su luz incierta comenzó a reflejarse sobrelas paredes, y brilló luego en la abertura delcorredor, tras ella, apareció el guía.

Se aproximó a mi tío, le puso la mano enel hombro y le despertó con cuidado. Mi tío selevantó, preguntando:

—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede?

—Watten —respondió el cazador.

Sin duda, bajo la impresión de los vio-lentos dolores todos nos hacemos políglotas. Yoignoraba en absoluto el danés, y, sin embargo,

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entendí instintivamente la palabra pronunciadapor nuestro guía.

—¡Agua! ¡Agua! —exclamé palmotean-do, gesticulando como un insensato.

—¡Agua! —repitió mi tío—. Hvar?—preguntó al islandés.

—Neat! —respondió éste.

¿Dónde? ¡Allá abajo! Todo lo com-prendí. Me había apoderado de las manos delcazador y se las oprimía con cariño, mientras élme miraba con calma.

Breves fueron los preparativos de mar-cha, internándonos en seguida por un corredorque tenía una pendiente de dos pies por toesa.

Una hora más tarde, habíamos avanza-do unas mil toesas, aproximadamente, y des-cendido dos mil pies.

En aquel preciso momento, oímos dis-tintamente un insólito ruido que se transmitía a

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lo largo de las paredes de granito de la galería,una especie de mugido sordo, como un truenolejano.

Durante esta primera media hora demarcha, al ver que no tropezábamos con el ma-nantial anunciado, se reprodujeron mis angus-tias; pero entonces me explicó mi tío el origende los ruidos que escuchábamos.

—Hans no se ha engañado —me dijo—;ese rumor que oyes es el mugido de un torren-te.

—¿Un torrente? —exclamé.

—Sin duda de ningún género. Un ríosubterráneo circula en torno a nosotros.

Apresuramos el paso, hostigados por laesperanza. El solo ruido del agua ejerció sobremi organismo un efecto temperante, y dejé desentir toda fatiga. El torrente, después de habercorrido mucho tiempo por encima de nuestrascabezas, se cambió a la pared de la derecha,

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mugiendo y dando saltos. Yo pasaba a cadainstante la mano por la roca, esperando hallaren ella señales de filtración o humedad; pero envano.

Transcurrió todavía media hora, duran-te la cual avanzamos otra media legua.

Entonces quedó evidenciado que el ca-zador, durante su ausencia, no había tenidotiempo de llevar más adelante sus investigacio-nes. Guiado por un instinto peculiar a los mon-tañeses y a los hidroscopios, sintió, por decirloasí, este torrente a través de las rocas, pero novio, en realidad, el líquido precioso; así que nohabía bebido.

Pronto se echó de ver que, si prosegu-íamos la marcha, nos alejaríamos del torrentetoda vez que su murmullo tendía a disminuir.

Retrocedimos un poco y Hans se detuvoen el preciso lugar donde el torrente parecíaestar más próximo.

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Tomé asiento al lado de la pared, en tan-to que las aguas corrían a dos pies de distanciade mí con una violencia extrema. Pero un murode granito nos separaba aún de ellas.

Sin reflexionar, sin preguntarme siquie-ra si no habría algún medio de procurarseaquel agua me abandoné otra vez, momen-táneamente, a la desesperación.

Me miró Hans, y creí descubrir en suslabios una ligera sonrisa.

Se levantó, tomó la lámpara y se dirigióa la pared. Yo le seguí sin quitarle la vista deencima. Aplicó el oído a la piedra seca y lo pa-seó por ella lentamente, escuchando con sumaatención. Comprendí que buscaba el punto pre-ciso en que se oyera con más claridad el ruidodel torrente.

Por fin, encontró este punto en la paredlateral de le izquierda, a tres pies de elevación.

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¡Que emoción tan grande la mía! ¡Noosaba adivinar lo que quería hacer el cazador!Pero no tuve más remedio que comprenderlo yaplaudirle, y hasta animarle con mis caricias,cuando le vi coger en sus manos el pico parahoradar la roca.

—¡Salvados! —grité—, ¡salvados!

—Sí —repitió mi tío con júbilo frenético!¡Hans tiene mucha razón! ¡Bien por el cazador!¡A nosotros no se nos hubiese ocurrido!

—¡Ya lo creo que no! Por sencillo quefuese el expediente, no habríamos caído en ello.Nada más peligroso que atacar con el pico elarmazón del globo. ¡Y si sobrevenía un hundi-miento que nos aplastase! ¡Y si el torrente, alencontrar salida a través de la roca, nos ahoga-ba! Estos peligros nada tenían de quiméricos;pero, en aquellas circunstancias, los temores deprovocar una inundación o un hundimiento nopodían detenernos, y era nuestra sed tan inten-sa que, con tal de aplacarla, hubiéramos sido

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capaces de abrir un orificio en el fondo delmismo Océano.

Hans acometió esta empresa, a la que nimi tío ni yo hubiésemos sido capaces de darcima. Nuestras manos, impulsadas por la im-paciencia, hubieran imprudentemente acelera-do nuestros golpes y hecho volar la roca en milpedazos. El guía, por el contrario, tranquilo ymoderado, desgastó poco a poco la roca me-diante una serie de pequeños golpes repetidos,hasta abrir un orificio de medio pie de diáme-tro.

El ruido del torrente aumentaba pormomentos, y ya creía sentir que el agua bien-hechora humedecía mis ardorosos labios.

No tardó la piqueta en penetrar dos piesen la pared de granito. Una hora duraba ya ladifícil operación y yo me retorcía de impacien-cia. Mi tío quería recurrir a las medidas extre-mas, costándome no poco el detenerle; pero alir a empuñar su piqueta, oyóse de repente un

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silbido, y surgió del orificio, con violencia, ungran chorro de agua que fue a estrellarse contrala pared opuesta.

Hans, medio derribado por el choque,no pudo reprimir un grito de dolor. Cuandosumergí mis manos en el líquido, lancé a mivez una exclamación violenta y me expliqué ellamento del guía: el agua estaba hirviendo.

—¡Agua a 100° de temperatura! —exclamé.

—¡Ya se enfriará! —me respondió mitío.

La galería se llenaba de vapores, en tan-to que se formaba un arroyo que iba a perderseen las sinuosidades subterráneas. No tardamosen gustar nuestros primeros sorbos.

—¡Oh, qué placer tan grande! ¡Qué in-comparable voluptuosidad! ¿Qué agua eraaquélla? ¿De dónde venía? Poco nos importaba.Era agua, y, aunque caliente aún, devolvía al

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corazón la vida que casi se le escapaba. Yo beb-ía sin descanso y sin saborearla siquiera.

Hasta después de un minuto de goce, noexclamé:

—Es agua ferruginosa.

—Excelente para el estómago —replicómi tío—, y de una mineralización muy intensa.He aquí un viaje que nos reportará los mismosfrutos que si hubiésemos ido a Spa o a Toeplitz.

—¡Oh, qué buena es!

—¡Ya lo creo! como extraída a dos le-guas debajo de tierra; tiene un sabor a tinta queno es desagradable, por cierto. ¡Qué problemanos ha resuelto este Hans! Propongo que ledemos su nombre a este saludable arroyuelo.

—Me perece muy bien —exclamé yo.

Y quedó bautizado el arroyo con elnombre de Hans-Bach.

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Hans no se envaneció demasiado. Des-pués de apagar su sed, se recostó en un rincóncon su calma acostumbrada.

—Ahora —dije yo—, convendría no de-jar perder esta agua.

—¿Para qué la queremos? —respondióel profesor—, Creo que este manantial debe serinagotable.

—No importa. Llenemos las calabazas yel odre, y tratemos en seguida de taponar laabertura.

Se siguió mi consejo. Hans, con trozosde granito y estopa, trató de obstruir el orificioabierto en la pared. Mas no era cosa fácil: elagua abrasaba las manos, la presión era extra-ordinaria y nuestros reiterados esfuerzos resul-taron infructuosos.

—Es evidente —observé—que las capassuperiores de este caudal de agua se hallan agran altura, a juzgar por la fuerza con que sale.

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—La cosa no es dudosa —replicó mitío—; si esta columna de agua tiene 32.000 piesde altura, su presión en este orificio es de 1.000atmósferas. Pero tengo una idea.

—¿Cuál?

—¿Por qué obstinamos en taponar estaapertura?

—Pues, porque...

La verdad es que no pude encontrarninguna razón convincente.

—Cuando hayamos llenado nuestrasvasijas. ¿estamos seguros de volver a encontrardonde llenarlas de nuevo?

—Evidentemente, no.

—Pues entonces, dejemos correr estaagua, que, al descender siguiendo su curso na-tural, nos servirá de guía, al par que atempe-rará nuestra sed.

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—¡Muy bien pensado! —exclamé—; yteniendo por compañero a este arroyo, no hayninguna razón para que nuestros proyectos noobtengan un éxito lisonjero.

—¡Ah, hijo mío! Veo que te vas conven-ciendo —dijo el profesor, sonriente.

—No me ves convenciendo; estoy con-vencido ya, tío.

—¡Un instante! Empecemos por tomar-nos algunas horas de reposo.

Me había olvidado por completo de queera de noche. El cronómetro se encargó de ad-vertírmelo. Satisfecha la sed y el apetito, notardamos en sumirnos los tres en un profundosueño.

Capítulo XXIV

Al día siguiente no nos acordábamos yade nuestros dolores pasados. Me maravillaba elhecho de no sentir sed, y no se me alcanzaba la

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causa de este fenómeno. El arroyo que corría amis pies murmurando, se encargó de explicár-melo.

Almorzamos, y bebimos de aquella ex-celente agua ferruginosa. Me sentí regocijado ydecidido a ir muy lejos. ¿Por qué un hombreconvencido como mi tío no había de salir airosode su empresa, con un guía ingenioso, comoHans, y un sobrino decidido, como yo? ¡Vedque bellas ideas brotaren de mi cerebro! Si mehubiesen propuesto regresar a la cima del Snef-fels, habría renunciado con indignación.

Pero por fortuna nadie pensaba más queen bajar.

—¡Partamos! —grité despertando conmis entusiastas acentos a los viejos ecos delglobo.

Se reanudó la marcha el jueves a lasocho de la mañana. La galería de granito, for-mando caprichosas sinuosidades, presentaba

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inesperados recodos simulando la confusión deun laberinto: pero en definitiva, seguía siemprela dirección Sudeste. Mi tío no dejaba de con-sultar con el mayor cuidado su brújula parapoderse dar cuenta del camino recorrido.

La galería se deslizaba casi horizontal-mente con un declive de dos pulgadas por toe-sa, a lo sumo. El arroyo corría murmurando anuestros pies sin gran celeridad. Lo comparabayo a algún genio familiar que nos guiase através de la tierra y acariciaba con mi mano latibia náyade cuyos cantos acompañaban nues-tros pasos. Mi buen humor tomaba espontá-neamente un giro mitológico.

Por lo que respecta a mi tío, renegaba dela horizontalidad del camino, cosa que en él, nopodía llamar la atención. conociendo que era elhombre de los verticales. Su ruta se alejaba indefi-nidamente y, en vez de deslizarse a lo largo deun radio terrestre, según su propia expresión,se marchaba por la hipotenusa. Pero no éramos

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dueños de elegir, y en tanto que nos apro-ximásemos al centro, por muy poco que fuese,no había derecho a quejarse.

Además, las pendientes se hacían de vezen cuando más rápidas: y entonces, nuestranáyade aceleraba su peso, mugiendo al saltarde roca en roca, y descendíamos con ella a pro-fundidades mayores.

En suma, aquel día y el siguiente avan-zamos bastante en el sentido horizontal y rela-tivamente poco en el vertical.

El viernes 10 de julio, por la tarde, deb-íamos, según nuestros cálculos, encontramos atreinta leguas de Reykiavik, y a una profundi-dad de diez leguas y media.

Entonces se abrió entre nosotros un po-zo bastante imponente. Mi tío no pudo abste-nerse de palmotear como un niño, calculando larapidez de sus pendientes.

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—He aquí un pozo —exclamó—, quenos llevará muy lejos, y con facilidad, porquelos salientes de las rocas forman una verdaderaescalera.

Hans preparó las cuerdas a fin de pre-venir todo accidente, y dio principio el descen-so, que no me atrevo a calificar de peligroso,porque me encontraba ya familiarizado coneste género de ejercicio.

Era este pozo una angosta fenda practi-cada en el macizo, una de esas grietas conoci-das en mineralogía con el nombre de padrastros,producida evidentemente por la contracción dela armadura terrestre; en la época de su enfria-miento. Si en otro tiempo dio pase a las mate-rias eruptivas vomitadas por el Sneffels, no meexplico cómo éstas no dejaron en él rastro algu-no. Bajábamos por una especie de escalera decaracol que perecía obra de la mano del hom-bre.

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De cuarto en cuarto de hora era precisodetenerse para descansar y devolver la elastici-dad a nuestras corvas. Entonces nos sentába-mos sobre algún saliente rocoso, con las piernascolgando, conversábamos, mientras hacíamosalguna frugal comida, y apagábamos despuésnuestra sed en el arroyo.

No es preciso decir que dentro de aque-lla grieta el Hans-Bach se había convertido encascada, con detrimento de su volumen; peroaún bastaba con creces a satisfacer nuestra sed.Además, era seguro que cuando se presentasendeclives menos pronunciados, recobraría nue-vamente su pacífico curso. En aquel momento,me recordaba a mi dignísimo tío, con sus impe-tuosidades y cóleras: mientras que, en las pen-dientes suaves, su calma me hacía pensar en ladel cazador islandés.

Los días 6 y 7 de julio seguimos descen-diendo por las espirales de la grieta, penetran-do dos leguas más en la corteza terrestre, lo que

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nos colocaba a cinco leguas bajo el nivel delmar. Pero el 5, a eso del mediodía, tomó el pozouna inclinación mucho menos acentuada, deunos 40° aproximadamente, en dirección Su-deste.

El camino se hizo entonces tan fácil co-mo monótono. Era lo natural. Nuestro viaje nopodía distinguirse por la variedad del paisaje.

Por fin, el miércoles 15 nos hallábamos asiete leguas bajo tierra y a cincuenta del Snef-fels, sobre poco más o menos. Aunque algofatigados, nuestra salud se conservaba en esta-do satisfactorio, y aún no había sido precisoestrenar el botiquín de viaje.

Mi tío anotaba cada hora las indicacio-nes de la brújula, del cronómetro del manóme-tro y del termómetro, las mismas que ha publi-cado en la narración científica de su viaje: desuerte que podía fácilmente darse cuenta de susituación. Cuando me dijo que nos hallábamos

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a una distancia horizontal de cincuenta leguas,no pude reprimir una exclamación.

—¿Qué tienes? —me preguntó.

—Nada; pero me asalta una idea.

—¿Qué idea es esa, hijo mío?

—Que si sus cálculos de usted son exac-tos, no nos hayamos ya bajo el suelo de Islan-dia.

—¿Lo crees así?

—Bien fácil es comprobarlo.

Tomé con el compás mis medidas sobreel mapa, y dije en seguida a mi tío:

—No me engañaba, no; hemos rebasadoel Cabo Portland, y estas cincuenta leguas ca-minadas hacia el Sudeste nos sitúan en plenoOcéano.

—¡Debajo del Océano! —replicó mitío—, frotándose las manos.

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—De suerte —añadí yo—, que el Océa-no se extiende sobre nuestras cabezas.

—¿Y qué tiene de extraño? No es nin-guna cosa nueva. ¿No hay en Newcastle minasde carbón que avanzan por debajo del agua?

Muy dueño era el profesor de encontrarnuestra situación muy sencilla; pero la idea depasearme por debajo de la enorme masa líquidame tenía preocupado. Sin embargo, lo mismoera que gravitasen sobre nuestras cabezas lasllanuras y montañas de Islandia o las olas delAtlántico, si el armazón granítico que nos cobi-jaba era lo bastante sólido. Por lo demás, notardé en habituarme a esta idea, porque el co-rredor, unas veces sinuoso, otras recto, tan ca-prichoso en sus pendientes como en sus revuel-tas, pero marchando siempre en dirección Su-deste y hundiéndose más cada vez, nos condu-jo rápidamente a grandes profundidades.

Cuatro días después, el sábado 15 de ju-lio, llegamos por la tarde, a una especie de gru-

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ta bastante espaciosa. Mi tío entregó a Hans sustres rixdales de la semana, y se decidió que elsiguiente día fuese de reposo absoluto.

Capítulo XXV

Me desperté, pues, el domingo por lamañana sin la preocupación habitual de tenerque emprender inmediatamente la marcha; ypor más que esto ocurriese en el más profundoabismo, no dejaba de ser agradable. Por otraparte, ya estábamos habituados a esta existen-cia de trogloditas. Para nada me acordaba delsol, de la luna, de las estrellas, de los árboles, delas casas, de las ciudades, ni de ninguna de esassuperfluidades terrestres que los seres que vi-ven debajo del astro de la noche consideran deimprescindible necesidad. En nuestra calidadde fósiles, nos burlábamos de estas maravillasinútiles.

Formaba la gruta un espacioso salón so-bre cuyo pavimento granítico se deslizaba dul-

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cemente el arroyuelo fiel. A aquella distancia,se hallaba el agua a la temperatura ambiente yno había dificultad en beberla.

Después de almorzar, quiso el profesorconsagrar algunas horas a ordenar sus anota-ciones diarias.

—Ante todo —me dijo—, voy a haceralgunos cálculos, a fin de determinar con todaexactitud nuestra situación; quiero, a nuestroregreso, poder trazar un plano de nuestro viaje,una especie de sección vertical del globo, queseñalará el perfil de nuestra expedición.

—Será curiosísimo, tío; pero, ¿tendránsus observaciones de usted un grado de preci-sión suficiente?

—Sí. He anotado cuidadosamente losángulos y las pendientes; estoy seguro de nocometer un error. Vamos a ver, ante todo,dónde estamos. Toma la brújula y observa ladirección que indica. Cogí el indicado instru-

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mento, y después de un examen atento, res-pondí:

—Este cuarta al Sudeste.

—Bien —dijo el profesor anotando laobservación y haciendo algunos cálculos rápi-dos—. No hay duda: hemos recorrido ochentay cinco leguas,

—Según eso, caminamos por debajo delAtlántico.

—Exacto.

—Y es muy posible que en los actualesmomentos se esté desarrollando sobre nuestrascabezas una tempestad horrible, y que muchosnavíos sean juguete de las olas y del viento.

—Perfectamente posible.

—Y que vengan las ballenas a azotarcon sus colas formidables las paredes de nues-tra prisión.

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—Tranquilízate, Axel, que no lograránquebrantarnos. Empero, prosigamos nuestroscálculos. Nos hallamos al sudeste del Sneffels ya ochenta y cinco leguas de distancia de su ba-se; y, a juzgar por mis notas precedentes, esti-mo en dieciséis leguas la profundidad alcanza-da.

—¡Dieciséis leguas! —exclamé.

—Sin duda de ningún género.

—Pero ése es el máximo limite asignadopor la ciencia a la corteza terrestre.

—No trato de negarlo.

—Y aquí, según la ley que rige al au-mento del calor, deberíamos tener una tempe-ratura de 1.500°.

—Deberíamos, hijo mío; tú lo has dicho.

—Y todo este granito no podría conser-var su estado sólido y estaría en plena fusión.

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—Ya ves que no es así y que los hechos,como acontece siempre, vienen a desmentir lasteorías.

—No tengo más remedio que conveniren ello; mas no deja de llamarme la atención.

—¿Qué marca el termómetro?

—Veintisiete grados y seis décimas.

—Sólo faltan 1.474 grados y cuatrodécimas para que los sabios tengan razón.Queda, pues, establecido que el aumento de latemperatura proporcionalmente a la profundi-dad es un error. Por consiguiente. HunfredoDavy no se equivocaba, y yo, por tanto, no hicemal en darle crédito. ¿Qué tienes que respon-der?

—Nada.

En realidad habría tenido que decir mu-chas cosas. Era opuesto a la teoría de Davy, ydefensor de la del calor central, aun cuando no

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sintiese sus efectos. Me inclinaba a creer queaquella chimenea de volcán apagado se hallabarecubierta por las lavas de un forro refractarioque impedía que el calor se propagase a travésde sus paredes.

Pero sin detenerme a buscar nuevos ar-gumentos, me limité a tomar la situación talcual era.

—Tío —dije tras una pausa—, no dudoni un momento de la exactitud de sus cálculos,pero permítame usted que deduzca de ellosuna consecuencia rigurosamente exacta.

—Saca todas las consecuencias quequieras.

—En el lugar en que nos encontramos,en la latitud de Islandia, el radio terrestre mide1.583 leguas aproximadamente, ¿no es cierto?

—Mil quinientas ochenta y tres leguas yun tercio.

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—Pongamos en cifras redondas 1.600,de las cuáles hemos andado doce, ¿no es así?

—Así es, en efecto.

Y para esto hemos tenido que recorrerochenta y cinco en sentido diagonal, ¿no esverdad?

—Exactamente.

—¿En veinte días, más o menos?

—En veinte días.

—Y como quiera que dieciséis leguasson la centésima parte del radio de la tierra, decontinuar así, emplearemos dos mil días, queson cerca de cinco años y medio, en llegar alcentro del globo.

El profesor no respondió una palabra.

—Y esto sin contar —proseguí— conque, si para obtener una vertical de dieciséisleguas es preciso recorrer horizontalmenteochenta, tendríamos que caminar nada menos

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que ocho mil en dirección Sudeste, para alcan-zar nuestra meta y, mucho antes de lograrlo,habríamos salido por algún punto a la super-ficie.

—¡Vete al diablo con tus cálculos! —replicó mi tío con un movimiento de cólera—.¡Al infierno tus teorías! ¿Sobre qué base des-cansan? ¿Quién te dice que esta galería no vadirectamente a nuestra meta? Yo tengo a mifavor un precedente, y es que, lo que quierohacer, otro lo ha hecho primero: y si el éxitocoronó sus esfuerzos, de esperar es que premietambién los míos.

—Así lo espero y deseo; pero, en fin,¿me estará permitido...?

—Te está permitido callarte, y no desba-rrar de esa suerte.

Comprendí que el terrible profesoramenazaba mostrarse bajo la piel del pariente,y hube de ponerme en guardia.

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—Ahora, consulta el manómetro —añadió mi tío— ¿Qué marca?

—Una presión considerable.

—Bien. Ya ves cómo, bajando lentamen-te, nos vamos acostumbrando poco a poco a ladensidad de esta atmósfera, y no experimenta-mos molestias.

—Excepción hecha de algunos doloresde oídos.

—Eso no es nada, y fácilmente harásdesaparecer ese malestar poniendo en comuni-cación rápida el aire exterior con el contenidoen tus pulmones.

—Perfectamente —respondí, decidido ano contrariar a mi tío. Hasta se experimenta unverdadero placer en sentirse sumergido en estaatmósfera más densa. ¿Ha observado usted conqué intensidad se propagan en ella los sonidos?

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—Un sordo acabaría aquí por oír perfec-tamente.

—¿Pero esta densidad seguirá aumen-tando?

—Sí, siguiendo una ley no muy bien de-terminada; es verdad que la intensidad de lagravedad perecerá a medida que bajemos. Yasabes que en la misma superficie de la tierra esen donde su acción se deja sentir con más fuer-za, y que en el centro del globo los objetos care-cen de peso.

—Lo sé; pero, dígame usted, este aire,¿no acabará por adquirir la densidad del agua?

—Sin duda, bajo una presión de sete-cientas diez atmósferas.

—¿Y más abajo?

—Más abajo, esta densidad será mayortodavía.

—¿Y cómo bajaremos entonces?

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—Llenándonos de piedras los bolsillos.

—A fe, tío, que tiene usted respuestapara todo.

No me atreví a avanzar más en el campode las hipótesis, porque hubiera tropezado conalguna otra imposibilidad que habría hecho darun salto al profesor.

Era, sin embargo, evidente que el aire,bajo una presión que podía llegar a ser de mi-llares de atmósferas, acabaría por solidificarse,y entonces, aun dando de barato que hubiesenresistido nuestros cuerpos, sería necesario de-tenerse a pesar de todos los razonamientos delmundo.

Pero no hice valer este argumento, puesmi tío me hubiera en seguida sacado a colacióna su eterno Saknussemm, precedente sin valor,porque, aun suponiendo que fuese cierto suviaje, siempre podría responderse que, nohabiéndose inventado el barómetro ni el

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manómetro en el siglo XVI, ¿cómo pudo deter-minar este sabio islandés su llegada al centrodel globo?

Mas guardé para mí esta objeción, y re-solví esperar los acontecimientos.

El resto de la jornada transcurrió enconversaciones y cálculos, mostrándome siem-pre conforme con el parecer del profesor, y en-vidiando la perfecta indiferencia de Hans, que,sin meterse a buscar las causas de los efectos,marchaba ciegamente por donde le llevaba eldestino.

Capítulo XXVI

Preciso es confesar que hasta entoncestodo había marchado bien, no existiendo elmenor motivo de queja. Si las dificultades noaumentaban, era seguro que alcanzaríamosnuestro objeto. ¡Qué gloria para todos en elcaso afortunado! ¡Ya me iba habituando a ra-

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ciocinar por el sistema Lidenbrock! ¿Sería debi-do al extraño medio en que vivía? ¡Quién sabe!

Durante algunos días, pendientes mu-cho más rápidas, algunas de ellas de aterradordeclive, nos internaron profundamente en elmacizo de granito llegando algunas jornadas aavanzar legua y media o dos leguas hacia elcentro. En algunas bajadas peligrosas, la des-treza de Hans y su maravillosa sangre fría nosfueron de utilidad suma. El flemático islandésse sacrificaba con una indiferencia incompren-sible, y, gracias a él, franqueamos más de unpaso difícil del cual no habríamos salido noso-tros solos.

Su mutismo aumentaba de un día enotro, y hasta creo que nos contagiaba a noso-tros. Los objetos exteriores ejercen una acciónreal sobre el cerebro. El que se encierra entrecuatro paredes acaba por perder la facultad deasociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos presosencerrados en estrechos calabozos se han vuel-

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to imbéciles o locos por la imposibilidad deejercitar las facultades mentales!

Durante las dos semanas que siguierona nuestra última conversación no ocurrióningún incidente digno de ser mencionado. Noencuentro en ninguna memoria más que unsolo acontecimiento de suma gravedad, cuyosmás insignificantes detalles me sería imposibleolvidar.

El 7 de agosto, nuestros sucesivos des-censos nos habían conducido a una profundi-dad de treinta leguas; es decir, que teníamossobre nuestras cabezas treinta leguas de rocas,de mares, de continentes y de ciudades. Deb-íamos, a la sazón, encontrarnos a doscientasleguas de Islandia.

Aquel día seguía el túnel un plano pocoinclinado.

Yo marchaba delante; mi tío llevaba unode los aparatos Ruhmhorff, y yo el otro, y con

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él me entretenía en examinar las capas de gra-nito.

De repente, al volverme, vi que me en-contraba solo.

—Bueno —dije para mí—, he caminadodemasiado de prisa, o tal vez sea que el profe-sor y Hans se han detenido en algún sitio. Voya reunirme con ellos. Afortunadamente, el ca-mino no tiene aquí mucho declive.

Volví a desandar lo andado. Caminédurante un cuarto de hora sin encontrar a na-die. Llamé, y no me respondieron, perdiéndosemi voz en medio de los cavernosos ecos queella misma despertaba.

Empecé a sentir inquietud. Un fuerte es-calofrío me recorrió todo el cuerpo.

—¡Calma! —me dije en voz alta—. Ten-go la seguridad de encontrar a mis compañe-ros. ¡No hay más que un solo camino. Y puestoque me había adelantado, procede retroceder.

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Subí por espacio de media hora, escu-chando atentamente si me llamaban, que debien lejos se oía en aquella atmósfera tan densa.Un silencio extraordinario reinaba en la inmen-sa galería.

Me detuve sin atreverme a creer en miaislamiento. Deseaba estar extraviado, no per-dido. Extraviado, aún pueden encontrarle auno.

—Veamos —repetía—; puesto que noexiste más que un camino, que es el mismo quesiguen ellos, por fuerza he de encontrarlos. Bas-tará con seguir retrocediendo. Al menos que,no viéndome, y olvidando que yo les precedía,se les haya ocurrido la idea de retroceder... Peroaun en este caso, apresurando el paso, me re-uniré con ellos. ¡Es evidente!

Y repetía las últimas palabras como sino estuviera realmente convencido. Por otraparte, para asociar estas ideas tan sencillas y

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darles la forma de un raciocinio, tuve que em-plear mucho tiempo.

Entonces me asaltó una duda. ¿Iba yopor delante de ellos? Ciertamente. Me seguíaHans, precediendo a mi tío. Hasta recordabaque se había detenido unos instantes, para ase-gurarse sobre las espaldas el fardo. Entoncesdebí proseguir solo el camino, separándome deellos.

—Además —pensaba yo—, tengo unmedio seguro de no extraviarme, un hilo queme guíe en este laberinto, y que no puede rom-perse: este hilo es mi fiel arroyo. Bastará queremonte su curso para dar con las huellas demis compañeros.

Este razonamiento me infundió nuevosbríos, y resolví reanudar mi marcha ascendentesin pérdida de momento.

¡Cómo bendije entonces la previsión demi tío, impidiendo que el cazador taponase el

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orificio practicado en la pared de granito! Deesta suerte, aquel bienhechor manantial, des-pués de satisfacer nuestra sed durante todo elcamino, iba a guiarme ahora a través de lassinuosidades de la corteza terrestre.

Antes de ponerme en marcha, penséque una ablución me haría provecho.

Me agaché para sumergir mi frente en elagua del Hans-Bach, y, ¡júzguese de mi estu-por! En vez del agua tibia y cristalino, encon-traron mis dedos un suelo seco y áspero.

¡El arroyo no corría ya a mis pies!

Capítulo XXVII

Imposible pintar mi desesperación. Nohay palabras en ningún idioma del mundo paraexpresar mis sentimientos. Me hallaba enterra-do vivo, con la perspectiva de morir de hambrey de sed.

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Maquinalmente, paseé por el suelo mismanos calenturientas. ¡Qué seca me parecióaquella roca!

Pero, ¿cómo había abandonado el cursodel riachuelo? Porque la verdad era que elarroyo no estaba allí. Entonces comprendí larazón de aquel silencio extraño, cuando es-cuché la vez última con la esperanza de que amis oídos llegase la voz de alguno de ellos. Alinternarme por aquel falso camino, no habíanotado la ausencia del arroyuelo. Resultabaevidente que, en un cierto momento, el túnel sehabía bifurcado, y, mientras el Hans-Bach, obe-deciendo los caprichosos mandatos de otrapendiente, había proseguido su ruta hacia pro-fundidades desconocidas, en unión de miscompañeros, yo me había internado solo en lagalería en que me hallaba.

¿Cómo regresar nuevamente al puntode partida? No había huellas, ni mis pies lasdejaban grabadas en aquel suelo de granito. Me

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devanaba los sesos buscando una solución a tanirresoluble problema. Mi situación se resumíaen una sola palabra: ¡Perdido!

¡Sí! ¡Perdido a una profundidad que meparecía inmensurable! Aquellas treinta leguasde corteza terrestre gravitaban sobre mis espal-das con un peso terrible! Me sentía aplastado.

Traté de guiar mis ideas hacia las cosasde la tierra pero apenas si pude conseguirlo.Hamburgo, la casa de la König-strasse, mi po-bre Graüben, todo aquel mundo bajo el cual meencontraba perdido desfiló rápidamente pordelante de mi imaginación enloquecida. En mialucinación, volví a ver los incidentes del viaje,la travesía del Atlántico, Islandia, el señor Fri-driksson, el Sneffels. Pensé que si, en mi situa-ción, aún conservaba una sombra de esperanza,sería signo evidente de locura, y que era prefe-rible, por tanto, desesperar del todo.

En efecto, ¿qué poder humano podríaconducirme de nuevo a la superficie de la tie-

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rra, y abrir las enormes bóvedas que sobre micabeza se cerraban? ¿Quién podría señalarme elbuen camino y reunirme a mis compañeros?

—¡Oh tío! —exclamé con desesperadoacento.

Esta fue la única palabra de reprocheque se escapó de mis labios; porque comprendíque el pobre hombre debía padecer tambiénbuscándome sin descanso.

Cuando me vi, de esta suerte, lejos detodo socorro humano, incapaz de intentar nadapara lograr mi salvación, pensé en la ayuda delCielo. Los recuerdos de la infancia, los de mimadre, a quien sólo conocí en la época de lascaricias, acudieron a mi memoria. Recurrí a laoración, por derechos que tuviese a ser escu-chado por Dios, de quien me acordaba tan tar-de, y le imploré con fervor.

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Aquella invocación a la Providencia medevolvió algo la calma y pude llamar en miauxilio a todas las energías de mi inteligencia.

Tenía víveres para tres días y mi calaba-za estaba llena de agua. Sin embargo, no podíapermanecer más de este tiempo solo. Ahora sepresentaba otro problema: ¿debería descendero subir?

Subir sin duda alguna! ¡Subir sin des-cansar!

De este modo, debía necesariamente lle-gar al punto donde me había separado delarroyo; a la funesta bifurcación. Una vez enaquel sitio, una vez que tropezase con las aguasdel Hans-Bach, bien podía regresar a la cumbredel Sneffels.

¡Cómo no se me había ocurrido esto an-tes! Había evidentemente una probabilidad desalvación. Lo más apremiante era, pues, volvera encontrar el cauce de las aguas.

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Me levanté decidido, y, apoyándome enmi bastón herrado, empecé a subir la pendientede la galería, que era bastante rápida. Camina-ba lleno de esperanza y sin titubear, toda vezque no había otro camino que elegir.

Por espacio de media hora no me detu-vo obstáculo alguno. Trataba de reconocer elcamino por la forma del túnel, por los picossalientes de las rocas, por la disposición de lasfragosidades: pero ninguna señal especial mellamó la atención, y pronto me convencí de queaquella galería no podía conducirme a la bifur-cación. Era un callejón sin salida, y, al llegar asu extremidad, tropecé contra un muro impe-netrable y caí sobre la roca.

Imposible expresar el espanto, la deses-peración que se apoderó de mí entonces. Mipostrer esperanza acababa de estrellarse contraaquella muralla de granito, dejándome anona-dado.

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Perdido en aquel laberinto cuyas sinuo-sidades se cruzaban en todos sentidos, era in-útil volver a intentar una evasión imposible.¡Era preciso morir de la más espantosa de lasmuertes! Y, cosa extraña, pensé que si se encon-traba algún día mi cuerpo en estado fósil, suaparición en las entrañas de la tierra, a treintaleguas de su superficie, suscitaría graves cues-tiones científicas.

Quise hablar en alta voz, pero sólo en-ronquecidos acentos salieron de mis labios ar-dorosos. Jadeaba.

En medio de mis angustias, vino unnuevo terror a apoderarse de mi espíritu. Milámpara, en mi caída, se había estropeado, y notenía manera de repararla. Su luz palidecía pormomentos e iba a faltarme del todo.

Veía debilitarse la corriente luminosadentro del serpentín del aparato. Una procesiónfatídica de sombras movedizas se desfiló a lolargo de las obscuras paredes, y no me atreví ni

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a pestañear, temiendo perder el menor átomode la fugitiva claridad. Por instantes creía se ibaa extinguir y que la obscuridad me circundaba.

Por fin lució en la lámpara un últimoresplandor. Lo seguí, lo aspiré con la mirada,reconcentré sobre él todo el poder de mis ojos,cual si fuese la última sensación de luz que lesfuera dado gozar, y quedé sumergido en lasmás espantosas tinieblas.

¡Qué grito tan terrible se escapó de mipecho! Sobre la superficie de la tierra, en lasnoches más tenebrosas, la luz no abandonajamás sus derechos por completo; se difunde, sesutiliza, pero, por poca que quede, acaba porpercibirla la retina. Allí, nada. La obscuridadabsoluta hacía de mí un ciego en toda la acep-ción de la palabra.

Entonces perdí la cabeza. Me levantécon los brazos extendidos hacia delante, bus-cando a tientas y dando traspiés dolorosos;eché a huir precipitadamente, caminando al

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azar por aquel intrincado laberinto, descen-diendo siempre, corriendo a través de la corte-za terrestre como un habitante de las grietassubterráneas, llamando, gritando, aullando,magullado bien pronto por los salientes de lasrocas, cayendo y levantándome ensangrentado,procurando beber la sangre que me inundaba elrostro, y esperando siempre que mi cabeza es-tallase al chocar con cualquier obstáculo im-previsto.

¿Adónde me condujo aquella carrera in-sensata? No lo he sabido jamás. Al cabo de va-rias horas, agotado sin duda por completo, medesplomé como uno masa inerte a lo largo de lapared, y perdí toda noción de la existencia.

Capítulo XXVIII

Cuando volví a la vida, mi rostro estabamojado, pero mojado de lágrimas. No sabríadecir cuánto duró este estado de insensibilidad,puesto que ya no tenía medio de darme cuenta

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del tiempo. Jamás soledad alguna fue semejan-te a la mía: nunca hubo abandono tan comple-to.

Desde el momento de mi caída habíaperdido gran cantidad de sangre. Me sentíainundado. ¡Ah! ¡Cuánto lamenté no estar yamuerto y tener aún que pasar por este amargotrance! Sin ánimos para reflexionar, rechacétodas las ideas que acudían a mi cerebro y, ven-cido por el dolor, rodé hasta la pared opuesta.

Sentía ya que me iba a desvanecer nue-vamente, y que el aniquilamiento supremo seme apoderaba, cuando llegó hasta mí un vio-lento ruido semejante al retumbar prolongadodel trueno: y oí las ondas sonoras perderse po-co a poco en las lejanas profundidades delabismo.

¿De dónde procedía aquel ruido? Sinduda de algún fenómeno que estaba verificán-dose en el seno del gran macizo terrestre. Tal

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vez la explosión de un gas o la caída de algúnpoderoso sustentáculo del globo.

Volví a escuchar, deseoso de cerciorar-me de si se repetía aquel ruido Pasó un cuartode hora. Era tan profundo el silencio que rein-aba en el subterráneo, que hasta los latidos demi corazón oía.

De repente, mi oído, que por casualidadapliqué a pared, creyó sorprender palabras va-gas, ininteligibles, remotas, que me hicieronestremecer.

"Es una alucinación" pensé yo.

Pero, no. Escuchando con mayor aten-ción, oí realmente un murmullo de voces, aun-que mi debilidad no me permitiese entender loque me decía. Hablaban, sin embargo no mecabía duda.

Temí por un instante que las palabras deaquellos no fuesen las mismas mías, devueltaspor el eco. ¿Habría yo gritado sin saberlo?

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Cerré con fuerza los labios y apliqué nueva-mente a la pared el oído.

—Sí, no cabe duda; ¡hablan! ¡hablan! —murmuré.

Avancé algunos pies más a lo largo de lapared y oí más distintamente. Llegué a oír pa-labras inciertas, incomprensibles, extrañas, quellegaban a mí como pronunciadas en voz baja,como cuchicheadas, por decirlo así. Oí repetirvarias veces la voz, förlorad con acento de dolor.

¿Cuál era su signifcado? ¿Quién la pro-nunciaba? Mi tío o Hans, sin duda alguna. Pe-ro, evidentemente, si yo los oía, ellos tambiénpodrían oírme a mí.

—¡Socorro! —grité, con todas mis energ-ías—. ¡Socorro!

Escuché, esperé en la sombra una res-puesta, un grito, un suspiro: mas nada logréoír. Transcurrieron algunos minutos. Todo unmundo de ideas había germinado en mi mente.

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Pensé que mi voz debilitada no podría llegarhasta mis compañeros.

—Porque son ellos, no hoy duda —medecía—. ¿Qué otros hombres habrían descendi-do a treinta leguas debajo de la superficie delglobo?

Me puse otra vez a escuchar. Al pasearel oído a lo largo de la pared, hallé un puntomatemático donde las voces parecían adquirirsu máximo intensidad. La palabra förlorad vol-vió a sonar en mi oído, y oí después aquel fra-gor de trueno que me había sacado de mi ale-targamiento.

—No —me dije—; estas voces no seoyen a través de la pared. Su estructura graníti-ca no se dejaría atravesar por la más fuerte de-tonación. Este ruido llega a lo largo de la mis-ma galería. Preciso es que exista en ella un efec-to de acústica especial.

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Escuché nuevamente, y lo que es estavez ¡oh, sí! esta vez oí mi nombre claramentepronunciado!

¿Era mi tío quien lo pronunciaba?Hablaba con el guía y la palabra förlorad era unavoz danesa.

Entonces me lo expliqué todo. Parahacerme oír era preciso que hablase a lo largode aquella pared que transmitiría mi voz comoun hilo conduce la electricidad.

No había tiempo que perder. Si miscompañeros se alejaban algunos pasos, elfenómeno acústico quedaría destruido. Meaproximé, pues, a la pared y pronuncié estaspalabras con la mayor claridad posible:

—¡Tío Lidenbrock!

Y esperé presa de la mayor ansiedad.

El sonido no se propaga con una rapi-dez excesiva. La densidad de las capas de aire

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aumenta su intensidad, pero no su velocidadde propagación.

Transcurrieron algunos segundos, queme parecieron siglos. y, al fin, llegaron a mioído estas palabras:

—¡Axel! ¡Axel! ¿Eres tú?

—¡Sí! ¡Sí! —le respondí.

—¡Pobre hijo mío! ¿Dónde estás?

—¡Perdido en la obscuridad más pro-funda!

—Pues, ¿y la lámpara?

—Apagada.

—¿Y el arroyo?

—Ha desaparecido.

—¡Pobre Axel! ¡Ármate de valor!

—Espérese usted un poco: estoy com-pletamente agotado y no me quedan fuerzas

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para articular las palabras: mas no deje ustedde hablarme.

—Valor —prosiguió mi tío—: no hables,escúchame. Te hemos buscado subiendo y ba-jando la galería, sin que hayamos podido darcontigo. ¡Ah, cuánto he llorado, hijo mío! Porfin, suponiendo que te encontrarías al lado delHans-Bach, hemos remontado su curso dispa-rando nuestros fusiles. En el momento actual,si, por un efecto de acústica, nuestras vocespueden oírse, nuestras manos no pueden estre-charse. Pero no te desesperes, Axel, que ya te-nemos mucho adelantado con habernos puestoal habla.

Durante este tiempo, yo había reflexio-nado, y una cierta esperanza, vaga aún, renacíaen mi corazón. Ante todo, me importaba cono-cer una cosa; aproximé mis labios a la pared ydije:

—¡Tío!

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—¿Qué quieres, hijo mío? —me contestóal cabo de algunos instantes.

—Es preciso saber, ante todo, qué dis-tancia nos separa.

—Eso es bastante fácil.

—¿Tiene usted su cronómetro?

—Sí.

—Pues bien, tómelo en la mano, y pro-nuncie usted mi nombre, anotando con todaexactitud el momento en que lo pronuncie. Yolo repetiré, y usted anota asimismo el instantepreciso en que oiga mi respuesta.

—Me parece muy bien. De este modo, lamitad del tiempo que transcurra entre mi pre-gunta y tu respuesta será el que mi voz empleapara llegar hasta ti.

—Eso es, tío.

—¿Estás listo?

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—Sí.

—Pues bien, mucho cuidado, que voy apronunciar tu nombre.

Apliqué el oído a la pared, y tan prontocomo oí la palabra “Axel” repetí a mi vez,“Axel”, y esperé.

—Cuarenta segundos —dijo entoncesmi tío—; han transcurrido cuarenta segundosentre las dos palabras, de suerte que el sonidoemplea veinte segundos para recorrer la distan-cia que nos separa. Calculando ahora a razónde 1.020 pies por segundo, resultan 20.400 pies,o sea, legua y media y un octavo.

—¡Legua y media! —murmuré.

—No es difícil salvar esa distancia, Axel.

—Pero, ¿debo marchar hacia arriba ohacia abajo?

—Hacia abajo: voy a explicarte por qué.Hemos llegado a una espaciosa gruta a la cual

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van a dar gran número de galerías. La que hasseguido tú no tiene más remedio que conducir-te a ella, porque parece que todas estas fendas,todas estas fracturas del globo convergen haciala inmensa caverna donde estamos. Levántate,pues, y emprende de nuevo el camino; marcha,arrástrate, si es preciso, deslízate por las pen-dientes rápidas, que nuestros brazos te esperanpara recibirte al final de tu viaje. ¡En marcha,pues, hijo mío! ¡ten ánimo y confianza!

Estas palabras me reanimaron.

—Adiós, tío —exclamé—: parto inme-diatamente. En el momento en que abandoneeste sitio, nuestras voces dejarán de oírse.¡Adiós, pues!

—¡Hasta la vista, Axel! ¡Hasta la vista!

Tales fueron las últimas palabras que oí.

Esta sorprendente conversación, soste-nida a través de la masa terrestre, a más de unalegua de distancia, terminó con estas palabras

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de esperanza, y di gracias a Dios por habermeconducido, por entre aquellas inmensidadestenebrosas, al único punto tal vez en que podíallegar hasta mí la voz de mis compañeros.

Este sorprendente efecto de acústica seexplicaba fácilmente por las solas leyes físicas;provenía de la forma del corredor y de la con-ductibilidad de la roca; existen muchos ejem-plos de la propagación de sonidos que no seperciben en los espacios intermedios. Recuerdovarios lugares donde ha sido observado estefenómeno, pudiendo citar, entre otros, la gale-ría interior de la cúpula de la catedral de SanPablo, de Londres, y, sobre todo, en medio deesas maravillosas cavernas de Sicilia, de esaslatomías situadas cerca de Siracusa, la más no-table de las cuales es la denominada la Oreja deDionisio

Todos estos recuerdos acudieron enton-ces a mi mente, y vi con claridad que, supuestoque la voz de mi tío llegaba hasta mí, no existía

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ningún obstáculo entre ambos. Siguiendo idén-tico camino que el sonido, debía lógicamentellegar lo mismo que él, si antes no me faltabanlas fuerzas.

Me levanté, pues, y comencé más bien aarrastrarme que a andar. La pendiente era bas-tante rápida y me dejé resbalar por ella.

Pero pronto la velocidad de mi descensocreció en proporción espantosa. Aquello simu-laba más bien una caída, y yo carecía de fuerzaspara detenerme.

De repente, el terreno faltó bajo mispies, y me sentí caer, rebotando sobre las aspe-rezas de una galería vertical, de un verdaderopozo: mi cabeza chocó contra una roca aguda, yperdí el conocimiento.

Capítulo XXIX

Cuando volví en mí, me encontré enuna semiobscuridad, tendido sobre unas man-

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tas. Mi tío velaba, espiando sobre mi rostro unresto de existencia. A mi primer suspiro, meestrechó la mano: a mi primera mirada, lanzóun grito de júbilo.

—¡Vive! ¡Vive! —exclamó.

—Sí —respondí con voz débil.

—¡Hijo mío! —dijo abrazándome—, ¡tehas salvado!

Me conmovió vivamente el acento conque pronunció estas palabras, y aun me impre-sionaron más los asiduos cuidados que hubo deprodigarme. Era preciso llegar a tales trancespara provocar en el profesor semejantes expan-siones de afecto.

En aquel momento llegó Hans: y, al vermi mano entre las de mi tío, me atreveré aafirmar que sus ojos delataron una viva satis-facción interior.

—God dag —dijo.

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—Buenos días, Hans, buenos días —murmuré—. Y ahora, tío, dígame usted dóndenos encontramos en este momento.

—Mañana, Axel, mañana. Hoy estásdemasiado débil aún; te he llenado la cabeza decompresas y no conviene que se corran: duer-me, pues, hijo mío; mañana lo sabrás todo.

—Pero dígame usted, por lo menos, quédía y qué hora tenemos.

—Son las once de la noche del domingo9 de agosto, y no te permito que me interroguesde nuevo antes del día 10 de este mes.

La verdad es que estaba muy débil, ymis ojos se cerraban involuntariamente. Necesi-taba una noche de reposo, y, convencido deello, me adormecí pensando en que mi aisla-miento había durado nada menos que cuatrodías.

—A la mañana siguiente, cuando medesperté, paseé a mi alrededor la mirada. Mi

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lecho, formado con todas las mantas de que sedisponía, se hallaba instalado en una gruta pre-ciosa, ornamentada de magníficas estalagmitas,y cuyo suelo se hallaba recubierto de finísimaarena. Reinaba en ella una semiobscuridad. Apesar de no haber ninguna lámpara ni antorchaencendida, penetraban, sin embargo, en la gru-ta, por una estrecha abertura, ciertos inexplica-bles fulgores procedentes del exterior. Oía,además, un murmullo indefinido y vago, seme-jante al que producen las olas al reventar en laplaya, y a veces percibía también algo así comoel silbido del viento.

Me preguntaba a mí mismo si estaríabien despierto, si no soñaría aún, si mi cerebropercibiría sonidos puramente imaginarios, efec-to de los golpes recibidos en la caída. Sin em-bargo, ni mis ojos ni mis oídos podían engañar-se hasta tal extremo.

"Es un rayo de luz" pensé, "que penetrapor esa fenda de la roca. Tampoco cabe duda

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de que esos ruidos que escucho son efectiva-mente mugidos de las olas y silbidos de losvientos. ¿Se engañan mis sentidos, o es quehemos regresado a la superficie de la tierra?¿Ha renunciado mi tío a su expedición o la haterminado felizmente?"

Me devanaba los sesos pensando en to-do esto, cuando penetró mi tío.

—Muy buenas dios, Axel —me dijo ale-gremente—. Apostaría cualquier cosa a que tesientes bien.

—Perfectamente—contesté, incorporán-dome sobre mi duro lecho.

—Así tenía que ocurrir, porque hasdormido mucho, un sueño muy tranquilo.Hans y yo hemos velado alternativamente, yhemos visto progresar tu curación de un modobien sensible.

—Así es, efectivamente; me siento yarepuesto del todo, y la prueba de ello es que

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sabré hacer los honores al almuerzo que tengausted a bien servirme.

—Almorzarás, hijo mío, puesto que notienes fiebre. Hans ha frotado tus heridas conno sé qué maravilloso ungüento cuyo secretoposeen los islandeses, y se han cicatrizado conuna rapidez prodigiosa. ¡Nuestro guía no tieneprecio!

Mientras hablaba, me iba presentandoalimentos que yo devoraba, y, entretanto, nocesaba de hacerle preguntas, a las que respond-ía con suma amabilidad.

Supe entonces que mi providencial caí-da me había conducido a la extremidad de unagalería casi perpendicular, y, como había llega-do en medio de un torrente de piedras, la me-nor de las cuáles hubiera bastado para aplas-tarme, había que deducir que una parte delmacizo se había deslizado conmigo. Este espan-toso vehículo me transportó de esta suerte has-

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ta los mismos brazos de mi tío, en los cuales caíensangrentado y exánime.

—En verdad que es asombroso que note hayas matado mil veces —me dijo el profe-sor—. Pero, por amor de Dios, no nos separe-mos más, pues nos expondríamos a no volver-nos a ver nunca.

¡Qué no nos separásemos más! Pero, ¿nohabía terminado el viaje? Y al hacerme estapregunta, abrí desmesuradamente los ojos, enlos cuáles se retrató el espanto; y, observadopor mi tío, me preguntó:

—¿Qué tienes Axel?

—Tengo que hacerle a usted una pre-gunta. ¿Dice usted que estoy sano y salvo?

—Sin duda de ningún género.

—¿Tengo todos mis miembros intactos?

—Ciertamente.

—¿Y la cabeza?

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—La cabeza, aunque con algunas contu-siones, la tienes sobre los hombros en el másperfecto estado.

—Pues bien, tengo miedo de que mi ce-rebro no funcione como es debido.

—¿Por qué?

—¿No hemos vuelto a la superficie delglobo?

—No, ciertamente.

Entonces, necesariamente estoy loco,porque veo la luz del día y oigo el ruido delviento que sopla y del mar que revienta en laplaya.

—Si sólo se trata de eso...

—¿Me lo explicará usted?

—¿Cómo he de explicarte yo lo que esinexplicable? Pero ya lo verás con tus ojos ycomprenderás entonces que la ciencia geológicano ha pronunciado aún su última palabra.

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—Salgamos, pues — exclamé, levantán-dome bruscamente.

—¡No, Axel, no! El aire libre podría per-judicarte.

—¿El aire libre?

—Sí. Hace demasiado viento, y no quie-ro que te expongas de este modo.

—¡Pero si le aseguro a usted que me en-cuentro perfectamente!

—Un poco de paciencia, hijo mío. Unarecaída podría retrasarnos mucho, y no es cosade perder tiempo, porque la travesía puede serlarga.

—¿La travesía?

—Sí, sí. Descansa aún todo el día dehoy, y nos embarcaremos mañana.

—¡Embarcarnos!

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Esta última palabra me hizo dar un gransalto.

¡Cómo! ¡Embarcamos! ¿Teníamos porventura algún río, algún lago o algún mar anuestra disposición? ¿Había fondeado un bu-que en algún puerto interior?

Mi curiosidad se excitó de una maneraasombrosa. En vano trató mi tío de retenermeen el lecho: cuando se convenció de que mi im-paciencia me sería más perjudicial que la satis-facción de mis deseos, se decidió a ceder.

Me vestí rápidamente, y, para mayorprecaución, me envolví en una manta y salí dela gruta en seguida.

Capítulo XXX

Al principio no vi nada. Acostumbradosmis ojos a la obscuridad, se cerraron brusca-mente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de

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nuevo, me quedé más estupefacto que maravi-llado.

—¡El mar! —exclamé.

—Sí —respondió mi tío—, el mar de Li-denbrock. Y me vanaglorio al pensar queningún navegante me disputará el honor dehaberlo descubierto ni el derecho de darle minombre.

Una vasta extensión de agua, el princi-pio de un lago o de un océano, se prolongabamás allá del horizonte visible. La orilla, suma-mente escabrosa, ofrecía a las últimas ondula-ciones de las olas que reventaban en ella, unaarena fina, dorada, sembrada de esos pequeñoscaparazones donde vivieron los primeros seresde la creación. Las olas se rompían contra ellacon ese murmullo sonoro peculiar de los gran-des espacios cerrados, produciendo una espu-ma liviana que, arrastrada por un viento mode-rado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playaligeramente inclinada, a cien toesas, aproxima-

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damente de la orilla del agua, venían a morirlos contrafuertes de enormes rocas que, en-sanchándose, se elevaban a una altura tremen-da. Algunos de estos peñascos, cortando la pla-ya con sus agudas aristas, formando cabos ypromontorios que las olas carcomían. Más lejos,se perfilaba con gran claridad su enorme molesobre el fondo brumoso del horizonte.

Era un verdadero océano, con el capri-choso contorno de sus playas terrestres, perodesierto y de un aspecto espantosamente salva-je.

Mis miradas podían pasearse a lo lejossobre aquel mar gracias a una claridad especialque iluminaba los menores detalles.

No era la luz del sol con sus haces bri-llantes y la espléndida irradiación de sus rayosni la claridad vaga y pálida del astro de la no-che, que es sólo una reflexión sin calor. No. Elpoder iluminador de aquella luz, su difusióntemblorosa, su blancura clara y seca, la escasa

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elevación de su temperatura, su brillo superioren realidad al de la luna, acusaban evidente-mente un origen puramente eléctrico. Era unaespecie de aurora boreal, un fenómeno cósmicocontinuo que alumbraba aquella caverna capazde albergar en su interior un océano.

La bóveda suspendida encima de mi ca-beza, el cielo, si se quiere, parecía formado porgrandes nubes, vapores movedizos que cam-biaban continuamente de forma y que, por efec-to de las condensaciones, deberían convertirseen determinados días, en lluvias torrenciales.Creía yo que, bajo una presión atmosférica tangrande, era imposible la evaporación del agua;pero, en virtud de alguna ley física que ignora-ba, gruesas nubes cruzaban el aire. Esto no obs-tante, el tiempo estaba bueno. Las corrienteseléctricas producían sorprendentes juegos deluz sobre las nubes más elevadas: se dibujabanvivas sombras en sus bóvedas inferiores, y, amenudo, entre dos masas separadas, se desli-zabas hasta nosotros un rayo de luz de notable

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intensidad. Pero nada de aquello provenía delsol, puesto que su luz era fría. El efecto era tris-te y soberanamente melancólico. En vez de uncielo tachonado de estrellas, adivinaba por en-cima de aquellos nubarrones una bóveda degranito que me oprimía con su peso, y todoaquel espacio, por muy grande que fuese, nohubiera bastado para una evolución del menosambicioso de todos los satélites.

Entonces recordé aquella teoría de uncapitán inglés que comparaba a la tierra conuna vasta esfera hueca, en el interior de la cualel aire se mantenía luminoso por efecto de supresión, mientras dos astros, Plutón y Proser-pina, describían en ella sus misteriosas órbitas.¿Habría dicho la verdad?

Estábamos realmente aprisionados enuna enorme excavación, cuya anchura no podíasaberse exactamente, toda vez que la playa sedilataba hasta perderse de vista, ni su longitudtampoco, pues la vista no tardaba en quedar

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detenida por la línea algo indecisa del horizon-te. Por lo que respecta a su altura, debía ser devarias leguas.

¿Dónde se apoyaba esta bóveda sobresus contrafuertes de granito? La vista no alcan-zaba a verlo; pero había algunas nubes suspen-didas en la atmósfera cuya elevación podía serestimada en dos mil toesas, altitud superior a lade los vapores terrestres y debida, sin duda, ala considerable densidad del aire.

La palabra caverna evidentemente noexpresa bien mi pensamiento para describireste inmenso espacio; pero los vocablos dellenguaje humano no son suficientes para losque se aventuran en los abismos del globo.

No tenía, por otra parte, noticia deningún hecho geológico que pudiera explicar laexistencia de semejante excavación. ¿Habríapodido producirla el enfriamiento de la masaterrestre? Conocía perfectamente, por los rela-tos de los viajeros, ciertas cavernas célebres:

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pero ninguna de ellas tenía semejantes dimen-siones.

Si bien es cierto que la gruta de Guacha-ra, en Colombia, visitada por el señor de Hum-boldt, no había revelado el secreto de su pro-fundidad al sabio que la reconoció en una lon-gitud de 2.500 pies, no es verosímil que se ex-tendiese mucho más allá. La inmensa cavernadel Mammouth, en Kentucky, ofrecía propor-ciones gigantescas. Toda vez que su bóveda seelevaba 500 pies sobre un lago insondable, yque algunos viajeros la recorrieron en una ex-tensión de más de diez leguas sin encontrarle elfin. Pero, ¿qué eran estas cavidades compara-das con la que entonces admiraban mis ojos,con su cielo de vapores, sus irradiaciones eléc-tricas y un vasto mar encerrado entre sus flan-cos? Mi imaginación se sentía anonadada anteaquella inmensidad.

Yo contemplaba en silencio todas estasmaravillas. Me faltaban las palabras para mani-

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festar mis sensaciones. Creía hallarme transpor-tado a algún planeta remoto, a Neptuno o Ura-no, por ejemplo, y que en él presenciaba fenó-menos de los que mi naturaleza terrenal notenía noción alguna.

Mis nuevas sensaciones requerían pala-bras nuevas, y mi imaginación no me las sumi-nistraba. Lo contemplaba todo con muda admi-ración no exenta de cierto terror.

Lo imprevisto de aquel espectáculo hab-ía devuelto a mi rostro su color saludable: meencontraba en vías de combatir mi enfermedadpor medio del terror y de lograr mi curaciónpor medio de esta nueva terapéutica. Por otraparte, la viveza de aquel aire tan denso me re-animaba, suministrando más oxígeno a mispulmones.

Se comprenderá fácilmente que, des-pués de un encarcelamiento de cuarenta y sietedías en una estrecha galería, era un goce infini-

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to el aspirar aquella brisa cargada de húmedasentanaciones salinas.

No tuve, pues, motivo para arrepentir-me de haber abandonado la obscuridad de migruta. Mi tío, acostumbrado ya a aquellas ma-ravillas, no daba muestras de asombro.

—¿Sientes fuerzas para pasear un poco?—me preguntó.

—Sí. Por cierto —le respondí—, y nadame será tan agradable.

—Pues bien, cógete a mi brazo, y siga-mos las sinuosidades de la orilla.

Acepté inmediatamente, y empezamos acostear aquel nuevo océano.

A la izquierda, los peñascos abruptos,hacinados unos sobre otros, formaban unaaglomeración titánica de prodigioso efecto. Porsus flancos se deslizaban innumerables casca-das; algunos ligeros vapores que saltaban de

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unas rocas en otras marcaban el lugar de losmanantiales calientes, y los arroyos corrían si-lenciosos hacia el depósito común buscando enlos declives la ocasión de murmurar más agra-dablemente.

Entre estos arroyos reconocía nuestrofiel compañero de viaje, el Hans-Bach, que iba aperderse tranquilamente en el mar, como sidesde el principio del mundo no hubiese hechootra cosa.

—En adelante, nos veremos privados desu amable compañía —dije lanzando un suspi-ro.

—¡Bah! — respondió el profesor—. ¡Quémás da un arroyo que otro!

La respuesta me pareció un poco ingra-ta.

Pero en aquel momento, solicitó miatención un inesperado espectáculo.

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A unos quinientos pasos, a la vuelta deun alto promontorio, se presentó ante nuestrosojos una selva elevada, frondosa y espesa, for-mada de árboles de medianas dimensiones, queafectaban la forma de perfectos quitasoles, debordes limpios y geométricos. Las corrientesatmosféricas no parecían ejercer efecto algunosobre su follaje, y, en medio de las ráfagas deaire, permanecían inmóviles, como un bosquede cedros petrificados.

Aceleramos el paso.

No acertaba a dar nombre a aquellassingulares especies. ¿Por ventura no formabanparte de las 200.000 especies vegetales conoci-das hasta entonces, y sería preciso asignarles unlugar especial entre la flora de las vegetacioneslacustres? No. Cuando nos cobijamos debajo desu sombra, mi sorpresa se trocó en admiración.

En efecto, me hallaba en presencia deespecies conocidas en la superficie de la tierra,pero vaciadas en un molde de dimensiones

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enormes. Mi tío les aplicó en seguida su verda-dero nombre.

—Esto no es otra cosa —me dijo— queun bosque notabilísimo de hongos.

Y no se engañaba, en efecto. Imagínesecuál sería el monstruoso desarrollo adquiridopor aquellas plantas tan ávidas de calor y dehumedad. Yo sabía que el Lyco perdon giganteumalcanzaba, según Bulliard, ocho o nueve pies decircunferencia: pero aquéllos eran hongos blan-cos, de treinta a cuarenta pies de altura, conuna copa de este mismo diámetro. Había milla-res de ellos, y, no pudiendo la luz atravesar suespesa contextura, reinaba debajo de sus cúpu-las, yuxtapuestas cual los redondos techos deuna ciudad africana, la obscuridad más com-pleta.

Quise, no obstante, penetrar más haciadentro. Un frío mortal descendía de aquellascavernosas bóvedas. Erramos por espacio demedia hora entre aquellas húmedas tinieblas, y

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experimenté una sensación de verdadero placercuando regresé de nuevo a las orillas del mar.

Pero la vegetación de aquella comarcasubterránea no era sólo de hongos. Más lejos seelevaban grupos de un gran número de otrosárboles de descolorido follaje. Fácil era recono-cerles, pues se trataba de los humildes arbustosde la tierra dotados de fenomenales dimensio-nes licopodios de cien pies de elevación, sigila-rias gigantescas, helechos arborescentes, deltamaño de los abetos de las altas latitudes, le-pidodendrones de tallo cilíndrico bifurcado,que terminaban en largas hojas y erizados depelos rudos como las monstruosas plantas gra-sientas.

—¡Maravilloso, magnífico, espléndido!—exclamó mi tío— He aquí toda la flora de lasegunda época del mundo, del período de tran-sición. He aquí estas humildes plantas queadornan nuestros jardines convertidas en árbo-les como en los primeros siglos del mundo.

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¡Mira, Axel, y asómbrate! Jamás botánico algu-no ha asistido a una fiesta semejante.

—Tiene usted razón, tío; la Providenciaparece haber querido conservar en este in-vernáculo inmenso estas plantas antediluvianasque la sagacidad de los sabios ha reconstruidocon tan notable acierto.

—Dices bien, hijo mío, esto es un in-vernáculo; pero es posible también que sea, almismo tiempo, un parque zoológico.

—¡Un parque zoológico!

—Sin duda de ningún género. Mira esepolvo que pisan nuestros pies, esas osamentasesparcidas por el suelo.

—¡Osamentas! —exclamé—. ¡Sí, en efec-to, osamentas de animales antediluvianos!

Me apresuré a recoger aquellos despojosseculares, hechos de una substancia mineralindestructible (fosfato de cal), y apliqué sin

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vacilar sus nombres científicos a aquellos hue-sos gigantescos que parecían troncos de árbolessecos.

—He aquí —dije— la mandíbula infe-rior de un mastodonte; he aquí los molares deun dineterio; he aquí un fémur que no puedehaber pertenecido sino al mayor de estos ani-males: al megaterio. Sí, nos hallamos en unparque zoológico, porque estas osamentas nopueden haber sido transportadas hasta aquípor un cataclismo: los animales a los cualespertenecen han vivido en las orillas de este marsubterráneo a la sombra de estas plantas arbo-rescentes. Pero espere usted: allí veo esqueletosenteros. Y sin embargo...

—¿Sin embargo? —dijo mi tío.

—No me explico la presencia de seme-jantes cuadrúpedos en esta caverna de granito.

—¿Por qué?

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—Porque la vida animal no existió sobrela tierra sino en los períodos secundarios,cuando los aluviones formaron los terrenossedimentarios, siendo reemplazadas por ellaslas rocas incandescentes de la época primitiva.

—Pues bien, Axel, la respuesta a tu ob-jeción no puede ser más sencilla: este terreno esun terreno sedimentario.

—¡Cómo! ¿A semejante profundidad ba-jo la superficie de la tierra?

—Sin duda de ningún género, y estehecho se explica geológicamente. En determi-nada época, la tierra sólo estaba formada poruna corteza elástica, sometida a movimientosalternativos hacia arriba y hacia abajo, en vir-tud de las leyes de la atracción. Es probable quese produjesen ciertos hundimientos del suelo, yque una parte de los terrenos sedimentariosfuese arrastrada hasta el fondo de los abismossúbitamente abiertos.

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—Así debe ser. Pero si en estas regionessubterráneas han vivido animales antediluvia-nos, ¿quién nos dice que algunos de estosmonstruos no anden todavía errantes por estasselvas umbrosas o detrás de esas rocas escar-padas?

Al concebir esta idea, escudriñé, no sincierto pavor, los diversos puntos del horizonte:pero ningún ser viviente descubrí en aquellasplayas desiertas.

Me encontraba un poco fatigado, y fui asentarme entonces en la extremidad de unpromontorio a cuyo pie las olas venían a estre-llarse con estrépito. Desde allí mi mirada abar-caba toda aquella bahía formada por una esco-tadura de la costa. En su fondo existía un pe-queño puerto natural, formado por rocas pira-midales, cuyas tranquilas aguas dormían alabrigo del viento, y en el cual hubieran podidohallar seguro asilo un bergantín y dos o tresgoletas. Hasta me parecía que iba a presenciar

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la salida de él de algún buque con todo el apa-rejo desplegado y que lo iba a ver navegar a unlargo, empujado por la brisa del Sur.

Empero esta ilusión se disipó rápida-mente. Nosotros éramos los únicos seres vi-vientes de aquel mundo subterráneo. En ciertosrecalmones del viento, un silencio más profun-do que el que reina en los desiertos descendíasobre las áridas rocas y pasaba sobre el océano.Entonces procuraba penetrar con mi mirada lasapartadas brumas, desgarrar aquel telón corri-do sobre el fondo del misterioso horizonte.¡Cuántas preguntas acudían en tropel a mislabios! ¿Dónde terminaba aquel mar? ¿Dóndeconducía? ¿Podríamos alguna vez reconocer lasorillas opuestas?

Mi tío, por su cuenta, no dudaba de ello.En cuanto a mí, lo temía y lo deseaba a la vez.

Después de contemplar por espacio deuna hora aquel maravilloso espectáculo, em-prendimos otra vez el camino de la playa para

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regresar a la gruta, y bajo la impresión de lasmás extrañas ideas, me dormí profundamente.

Capítulo XXXI

Al día siguiente, me desperté comple-tamente curado. Pensé que un baño me seríaaltamente beneficioso, y me fui a sumergir,durante algunos minutos, en las aguas de aquelmar que es, sin género de duda, el que tienemás derecho que todos al nombre de Medi-terráneo.

Volví a la gruta con un excelente apeti-to. Hans estaba cocinando nuestro frugal al-muerzo. Como disponía de agua y fuego, pudodar alguna variación a nuestras ordinarias co-midas. A la hora de los postres, nos sirvió al-gunas tazas de café, y jamás este delicioso bre-baje me pareció tan exquisito al paladar.

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—Ahora —dijo mi tío—, ha llegado lahora de la marea, y no debernos desperdiciar laocasión de estudiar este fenómeno.

—¡Cómo la marea! —exclamé.

—Sin duda.

—¿Hasta aquí llega la influencia del soly de la luna?

—¿Por qué no? ¿Acaso no se hallan loscuerpos sometidos en conjunto a los efectos dela gravitación universal? Pues, siendo así, nopuede substraerse esta masa de agua a la leygeneral. Por consiguiente, a pesar de la presiónatmosférica que se ejerce en su superficie vas averla subir como el Atlántico mismo.

En aquel momento pisábamos la arenade la playa, y las olas avanzaban cada vez mássobre ella.

—Ya comienza a subir la marea —exclamé.

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—Sí Axel, y a juzgar por estas marcas deespuma, puedes ver que han de elevarse lasaguas aproximadamente diez pies.

—¡Es maravilloso!

—No, es lo más natural.

—Usted dirá lo que quiera, pero a mitodo esto me parece extraordinario, y apenas sime atrevo a dar crédito a mis ojos. ¿Quiénhubiera imaginado jamás que dentro de la cer-teza terrestre existiera un verdadero océano,con sus flujos y reflujos, sus brisas y sus tem-pestades?

—¿Por qué no? ¿Existe por ventura al-guna razón física que se oponga a ella?

—Ninguna, desde el momento que espreciso abandonar la teoría del calor central.

—¿De suerte que, hasta aquí, la teoríade Davy se encuentra justificada?

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—Evidentemente, y siendo así, no haynada que se oponga a la existencia de mares ode campiñas en el interior del globo.

—Sin duda, pero inhabitados.

—Pero, ¿por qué estas aguas no han depoder albergar algunos peces de especies des-conocidas?

—Sea de ello lo que quiera, hasta elmomento actual no hemos visto ni uno solo.

—Podemos improvisar algunos apare-jos, y ver si los anzuelos obtienen aquí abajo tanbuen éxito como en los océanos sublunares.

—Lo ensayaremos, Axel porque es pre-ciso penetrar todos los secretos de estas regio-nes nuevas.

—Pero, ¿dónde estamos tío? Porque nole he dirigido hasta ahora esta pregunta que susinstrumentos de usted han debido contestar.

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—Horizontalmente, a trescientas cin-cuenta leguas de Islandia.

—¿Tan lejos?

—Tengo la seguridad de no habermeequivocado en quinientas toesas.

—¿Y la brújula sigue indicando el Su-deste?

—Sí, con una inclinación occidental dediecinueve grados y cuarenta y dos minutos,exactamente igual que en la superficie de latierra. Respecto a su inclinación ocurre unhecho curioso que he observado con la mayorescrupulosidad.

—¿Qué hecho?

—Que la aguja, en vez de inclinarsehacia el polo, como ocurre en el hemisferio bo-real, se levanta, por el contrario.

—Eso parece indicar que el centro deatracción magnética se encuentra comprendido

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entra la superficie del globo y el lugar dondenos hallamos.

—Exacto; y, probablemente, si llegáse-mos bajo las regiones polares, hacia el grado 70en que Jacobo Ross descubrió el polo magnéti-co, veríamos la aguja en posición vertical. Así,pues, este misterioso centro de atracción no sehalla situado a una gran profundidad.

—Cierto, y éste es un hecho que la cien-cia no ha sospechado siquiera.

—La ciencia, hijo mío, está llena de erro-res; pero de errores que conviene conocer, por-que conducen poco a poco a la verdad.

—Y, ¿a qué profundidad nos hallamos?

—A una profundidad de treinta y cincoleguas.

—De esta suerte —observé—, estudian-do atentamente el mapa, tenemos sobre nues-tras cabezas la parte montañosa de Escocia,

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donde están los montes Grampianos, cuyascimas cubiertas de nieve se elevan a una alturaprodigiosa.

—Sí —respondió el profesor sonrien-do—, la carga es algo pesada; pero la bóveda essólida. El sabio arquitecto, autor del universo,la construyó con buenos materiales, y jamáshubieran podido los hombres darle dimensio-nes tan grandes. ¿Qué son los arcos de lospuentes y las bóvedas de las catedrales al ladode esta nave de tres leguas de radio, bajo la cualpuede desarrollarse libremente un océano contodas sus tempestades?

—¡Oh! No temo por cierto, que el cielopueda caérseme encima de la cabeza. Y, ahora,dígame, tío, ¿cuáles son sus proyectos de us-ted? ¿No piensa usted regresar a la superficiedel globo?

—¿Regresar? ¡Qué disparate! Por el con-trario, proseguir nuestro viaje, ya que todo,hasta ahora, nos ha salido tan bien.

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—Sin embargo, no veo el medio de pe-netrar por debajo de esta llanura líquida.

—No te imagines que pienso arrojarmea ella de cabeza. Pero si los océanos no son,propiamente hablando, más que lagos, puestoque se hallan rodeados de tierra, con mayorrazón lo es este mar interior que se halla cir-cunscrito por el macizo de granito.

—Eso no cabe duda.

—Pues bien, en la orilla opuesta tengo laseguridad de encontrar nuevas salidas.

—¿Qué longitud le calcula usted a esteocéano?

—Treinta o cuarenta leguas.

—¡Ah! —exclamé yo, sospechando queeste cálculo bien podía ser inexacto.

—De manera que no tenemos tiempoque perder, y mañana nos haremos a la mar.

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Involuntariamente, busqué con los ojosel barco que habría de transportarnos.

—¡Ah! —dije—. ¿Nos vamos a embar-car? Me parece muy bien. Y, ¿en qué buquetomaremos pasaje?

—No será en ningún buque, hijo mío,sino en una sólida balsa.

—Una balsa —exclamé—; una balsa escasi tan difícil de construir como un buque: y,por más que miro, no veo...

—Cierto que no ves, Axel; pero si escu-chases, oirías

—¿Oír?

—Sí, ciertos martillazos que te demos-trarían que Hans no está con los brazos cruza-dos.

—¿Está construyendo una balsa?

—Sí.

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—Cómo ¿Ha derribado ya algunosárboles con el hacha?

—¡Oh! los árboles estaban ya derriba-dos. Ven y verás su obra.

Después de un cuarto de hora de mar-cha, descubrí a Hans trabajando, al otro ladodel promontorio que formaba el puerto natural;y unos momentos después, me hallaba a sulado. Con gran sorpresa mía, contemplé sobrela arena una balsa, ya medio terminada, cons-truida con vigas de una madera especial: y ungran número de maderos de curvas y de liga-duras de toda especie cubrían materialmente elsuelo. Había allí para construir una flota entera.

—Tío —dije—, ¿qué madera es esta?

—Son pinos, abetos, abedules y todaslas especies de coníferas de los países septen-trionales, mineralizadas por la acción del aguadel mar.

—¿Es posible?

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—Esto es lo que se llama surtarbrandr, omadera fósil.

—Pero entonces deberán tener, comolignitos, la dureza de la piedra, y no podránflotar.

—A veces ocurre eso. Hay maderas deéstas que se convierten en verdaderas antraci-tas; pero otras, como las que ves, no han expe-rimentado aún más que un principio de fosili-zación. Ya verás.

Y acompañando la acción a la palabra,anejó al mar uno de aquellos trozos de madera,el cual, después de sumergirse, volvió a subir ala superficie del agua, donde flotó mecido porlas olas.

—¿Te has convencido? —me preguntómi tío.

—Convencido principalmente de quetodo lo que veo es increíble.

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Al anochecer del siguiente día, gracias ala habilidad de Hans, estaba terminada la balsa,que medía diez pies de longitud por cinco deancho. Las vigas de surtarbrandr, amarradasunas a otras con resistentes cuerdas, ofrecíanuna superficie bien sólida, y una vez lanzada alagua, la improvisada embarcación flotó tran-quilamente sobre las olas del mar de Liden-brock.

Capítulo XXXII

El 13 de agosto nos levantamos muy demañana. Se trataba de inaugurar un nuevogénero de locomoción rápida y poco fatigosa.

Un mástil hecho con dos palos jimelga-dos, una verga formada por una tercera perchay una vela improvisada con nuestras mantas,componían el aparejo de nuestra balsa. Lascuerdas no escaseaban, y el conjunto ofrecíabastante solidez.

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A las seis, dio el profesor la señal deembarcar. Los víveres, los equipajes, los ins-trumentos, las arenas y una gran cantidad deagua dulce habían sido de antemano acomoda-dos encima de la balsa. Largué la amarra quenos sujetaba a la orilla, orientamos la vela y nosalejamos con rapidez.

En el momento de salir del pequeñopuerto, mi tío, que asignaba una gran impor-tancia a la nomenclatura geográfica, quiso darlemi nombre.

—A fe mía —dije yo—, que tengo otromejor que proponer a usted.

—¿Cuál?

—El nombre de Graüben: Puerto-Graüben; creo que es bastante sonoro.

—Pues vaya por Puerto-Graüben.

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Y he aquí de qué manera hubo de vincu-larse a nuestra feliz expedición el nombre de miamada curlandesa.

La brisa soplaba del Nordeste, lo cualnos permitió navegar viento en popa a unagran velocidad. Aquellas capas tan densas de laatmósfera poseían una considerable fuerza im-pulsiva, y obraban sobre la vela como un po-tente ventilador.

Al cabo de una hora, pudo mi tío darsecuenta de la velocidad que llevábamos.

—Si seguimos caminando de este modo—dijo—, avanzaremos lo menos treinta leguascada veinticuatro horas, y no tardaremos en verla orilla opuesta.

Sin responder, fui a sentarme en la partedelantera de la balsa. Ya la costa septentrionalse esfumaba en el horizonte; los dos brazos delgolfo se abrían ampliamente como para facilitarnuestra salida. Delante de mis ojos se extendía

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un mar inmenso; grandes nubes paseabanrápidamente sus sombras gigantescas sobre lasuperficie del agua. Los rayos argentados de laluz eléctrica, reflejados acá y allá por algunasgrietas, hacían brotar puntos luminosos sobrelos costados de la embarcación.

No tardamos en perder de vista la tierra,desapareciendo así todo punto de referencia; y,a no ser por la estela espumosa que tras sí deja-ba la balsa, hubiera podido creer que perma-necía en una inmovilidad perfecta.

A eso del mediodía, vimos flotar sobrela superficie del agua algas inmensas. Me eraconocido el poder vegetativo de estas plantas,que se arrastran, a una profundidad de mas de12.000 pies, sobre en fondo de los mares, sereproducen bajo una presión de cerca de 400atmósferas y forman a menudo bancos bastanteconsiderables para detener la marcha de losbuques; pero creo que jamás hubo algas tangigantescas como las del mar de Lidenbrock.

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Nuestra balsa pasó al lado de ovas de3.000 y 4.000 pies de longitud, inmensas ser-pientes que se prolongaban hasta perderse devista. Me entretenía en seguir con la mirada suscintas infinitas, con la esperanza de descubrirsu extremidad; mas, después de algunas horas,se cansaba mi impaciencia, aunque no mi ad-miración.

¿Qué fuerza natural podía producir ta-les plantas? ¡Qué fantástico aspecto debió pre-sentar la tierra en los primeros siglos de suformación, cuando, bajo la acción del calor y lahumedad, el reino vegetal sólo se desarrollabaen su superficie!

Llegó la noche, y, como había observadola víspera la luz no disminuyó. Era un fenóme-no constante con cuya duración indefinida sepodía contar.

Después de la cena, me tendí al pie delmástil, y no tardé en dormirme, arrullado pormágicos sueños.

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Hans, inmóvil, con la caña del timón enla mano, dejaba deslizarse la balsa, que, impe-lida por el viento en popa cerrada, no necesita-ba siquiera ser dirigida.

Desde nuestra ida de Puerto-Graüben,me había confiado el profesor Lidenbrock latarea de llevar el Diario de Navegación, anotandoen él las menores observaciones, y consignandolos fenómenos más interesantes, como la direc-ción del viento, la velocidad de la marcha, elcamino recorrido, en una palabra, todos losincidentes de aquella extraña navegación.

Me limitaré, pues, a reproducir aquí es-tas notas cotidianas, dictadas, por decirlo así,por los mismos acontecimientos, a fin de queresulte más exacta la narración de nuestra tra-vesía.

Viernes 14 de agosto. Brisa igual deNO. La balsa se desliza en línea recta y a granvelocidad. Queda la costa a 30 leguas a sota-vento. Sin novedad en la descubierta de hori-

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zontes. La intensidad de la luz no varía. Buentiempo, es decir, que las nubes son altas, pocoespesas y bañadas en una atmósfera blanca queparece de plata fundida.

Termómetro: +32° centígrados.

A mediodía, prepara Hans un anzueloen la extremidad de una cuerda, le ceba con unpoco de carne y lo echa al mar. Pasan dos horassin que pique ningún pez. ¿Estarán deshabita-das estas aguas? No. Se siente una sacudida,Hans cobra el aparejo y saca del agua un pezque pugna con vigor por escapar.

—¡Un pez! —exclama mi tío.

—¡Es un sollo! —exclamo a mi vez—,¡un sollo pequeñito!

El profesor examina atentamente alanimal y no es de mi misma opinión. Este peztiene la cabeza chata y redondeada, y la parteanterior del cuerpo cubierto de placas óseas;carece de dientes en la boca, y sus aletas pecto-

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rales, bastante desarrolladas, se ajustan a sucuerpo desprovisto de cola. Pertenece induda-blemente al orden en que los naturalistas hanclasificado al sollo, pero se diferencia de él endetalles bastantes esenciales.

Mi tío no se equivoca, porque, despuésde un corto examen, dice:

—Este pez pertenece a una familia ex-tinguida hace ya siglos, de la cual se encuen-tran restos fósiles de los terrenos devonianos.

—¡Cómo! —digo yo—. ¿Habremos co-gido vivo uno de esos habitantes de las maresprimitivos?

—Sí —responde el profesor, reanudan-do sus observaciones—, y ya ves que estos pe-ces fósiles no tienen ningún parecido con lasespecies actuales; de suerte que, el poseer unode estos seres vivos, es una verdadera dichapara un naturalista.

—Pero, ¿a qué familia pertenece?

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—Al orden de los ganoideos, familia delos cefalospidos, género...

—¿Lo dirá usted?

—Género de los pterichthys; sería capazde jurarlo. Pero éstos ofrecen una particulari-dad que dicen que es privativa de los peces delas aguas subterráneas.

—¿Cuál?

—Que son ciegos.

—¡Ciegos!

—No solamente ciegos, sino que carecenen absoluto de órgano de la visión.

Miro y veo que es verdad; pero estopuede ser un caso aislado.

Ceba el guía nuevamente el anzuelo y loecha al agua. En este océano debe abundar lapesca de un modo extraordinario, porque, endos horas, cogemos una gran cantidad de pte-richthys, y de otros peces pertenecientes a otra

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familia extinguida también, los diptéridos, mascuyo género no puede determinar mi tío. Todosellos carecen de órgano de la visión. Esta ines-perada pesca renovó ventajosamente nuestrasprovisiones.

Parece, pues, demostrado que este marsolamente contiene especies fósiles, en las cua-les los peces, lo mismo que los reptiles, son tan-to más perfectos cuanto más antigua es su crea-ción.

Tal vez encontremos algunos de esossaurios que la ciencia ha sabido rehacer con unfragmento de hueso o de cartílago.

Tomo el anteojo y examino el mar. Estádesierto. Sin duda nos encontramos aún dema-siado próximas a las costas.

Entonces miro hacia el aire. ¿Por qué nobatirían con sus alas estas pesadas capas at-mosféricas esas aves reconstruidas por Cuvier?Los peces les proporcionarían un excelente ali-

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mento. Examino el espacio, pero los aires estántan deshabitados como las playas.

Mi imaginación, sin embargo, me arras-tra a las maravillosas hipótesis de la paleonto-logía. Sueño despierto. Creo ver en la superficiede las aguas esos enormes quersitos, esas tortu-gas antediluvianas que semejan islotes flotan-tes. Me parece ver transitar por las sombríasplayas a los grandes mamíferos de los primerosdías de la creación: el leptoterio, encontrado enlas cavernas del Brasil; el mericoterio, venidode las regiones heladas de Siberia. Más allá elpaquidermo lofiodón, ese gigantesco tapir quese oculta detrás de las rocas para disputar supresa al anoploterio, animal extraño que parti-cipa del rinoceronte, del caballo, del hipopóta-mo y del camello, como si el Creador, querien-do acabar pronto en los primeros días delmundo, hubiese reunido varios animales enuno solo. El gigantesco mastodonte hace girarsu trompa y tritura con sus colmillos las pie-dras de la orilla, en tanto que el megaterio, sos-

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tenido sobre sus enormes patas, escarba la tie-rra despertando con sus rugidos el eco de lossonoros granitos. Más arriba, el protopiteco,primer simio que hizo su aparición sobre lasuperficie del globo, se encarama a las más em-pinadas cumbres. Más alto todavía, el pterodác-tilo, de manos aladas, se desliza como unenorme murciélago sobre el aire comprimido.Por último, en las últimas capas, inmensas aves,más potentes que el casoar, más voluminososque el avestruz, despliegan sus amplias alas yvan a dar con la cabeza contra la pared de labóveda de granito.

Todo este mundo fósil renace en miimaginación. Me remonto a las épocas bíblicasde la creación, mucho antes del nacimiento delhombre, cuando la tierra incompleta no era aúnsuficiente para éste. Mi sueño se remonta des-pués aún más allá de la aparición de los seresanimados. Desaparecen los mamíferos, despuéslos pájaros, más tarde los reptiles de la épocasecundaria, y, por fin, los peces, los crustáceos,

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los moluscos y los articulados. Los zoófitos delperíodo de transición se aniquilan a su vez.Toda la vida de la tierra queda resumida en mí,y mi corazón es el único que late en este mundodespoblado. Deja de haber estaciones, desapa-recen los climas; el calor propio del globo au-menta sin cesar y neutraliza el del sol. La vege-tación se exagera; paso como una sombra enmedio de los helechos arborescentes, hollandocon mis pasos inciertos las irisadas arcillas y losabigarrados asperones del suelo; me apoyo enlos troncos de las inmensas coníferas; me acues-to a la sombra de los esfenofilos, de los asterofi-los y de los licopodios que miden cien pies dealtura.

Los siglos transcurren como días; meremonto a la serie de las transformaciones te-rrestres; las plantas desaparecen; las rocasgraníticas pierden su dureza: el estado líquidova a reemplazar al sólido bajo la acción de uncalor más intenso; las aguas corren por la su-perficie del globo; hierven y se volatilizan; los

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vapores envuelven la tierra, que lentamente sereduce a una masa gaseosa, a la temperaturadel rojo blanco, de un volumen igual al del soly con brillo igual al suyo.

En el centro de esta nebulosa, un millóncuatrocientas mil veces más voluminosa que elglobo que ha de formar un día soy arrastradopor los espacios interplanetarios; el cuerpo sesutiliza, se sublima a su vez, y se mezcla comoun átomo imponderable a estos inmensos va-pores que trazan en el infinito su órbita inflada.

¡Qué sueño! ¿Adónde me lleva? Mi ma-no febril vierte sobre el papel sus extrañospormenores. Lo he olvidado todo: ¡el profesor,el guía, la balsa...! Una alucinación base apode-rada de mi espíritu...

—¿Qué tienes?—me pregunta mi tío.

Mis ojos desencajados se fijan sobre él,sin verlo.

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—¡Ten cuidado, Axel, que te vas a caeral mar!

Al mismo tiempo, me siento vigorosa-mente cogido por la mano de Hans. A no serpor este auxilio, me habría precipitado en elmar bajo el imperio de mi sueño.

—Pero, ¿es que se ha vuelto loco? —pregunta el profesor.

—¿Qué ocurre? —exclamé volviendo amí.

—¿Estás enfermo?

—No; he tenido un momento de aluci-nación, pero ya se me ha pasado. ¿No hay no-vedad ninguna?

—No. La brisa es favorable y el mar estácomo un plato. Marchamos a una velocidadconsiderable, y, si mis cálculos no me engañan,no tardaremos mucho en llegar a la orillaopuesta.

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Al oír estas palabras, me levanto y ex-amino el horizonte; pero la línea del agua sesigue confundiendo con la que forman las nu-bes.

Capítulo XXXIII

Sábado 15 de agosto. El mar conservasu monótona uniformidad. No se ve tierra al-guna. El horizonte parece extraordinariamenteapartado.

Tengo todavía la cabeza aturdida por laviolencia de mi sueño.

Mi tío no ha soñado, pero está de malhumor; escudriña todos los puntos del espaciocon su anteojo, y se cruza luego de brazos conaire despechado.

Observo que el profesor Lidenbrocktiende a ser otra vez el hombre impaciente deantes, y consigno el hecho en mi diario. Sólomis sufrimientos y peligros despertaron en él

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un rasgo de humanidad; pero, desde que mepuse bien del todo, ha vuelto a ser el mismo.Sin embargo, no me explico por qué se impa-cienta. ¿No estamos realizando el viaje en lasmás favorables circunstancias? ¿No camina labalsa con una velocidad asombrosa?

—¿Está usted inquieto, tío? —le pregun-te al ver la frecuencia con que se echa el anteojoo la cara.

—¿Inquieto, dices? No.

—¿Impaciente, tal vez?

—Para ello no faltan motivos.

—Sin embargo, marchamos con una ve-locidad...

—¿Qué me importa? Lo que me pre-ocupa a mí no es que la velocidad sea pequeña,sino que el mar es muy grande.

Me acuerdo entonces que el profesor,antes de nuestra partida, calculaba en treinta

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leguas la longitud de aquel mar subterráneo, yhabíamos recorrido ya un espacio tres vecesmayor sin que las costas del Sur se divisasenaún.

—Es que no descendemos —prosiguióel profesor—. Todo esto es tiempo perdido, y,como comprenderás, no he venido tan lejospara hacer una excursión en bote por un estan-que.

¡Llama a esta travesía una excursión enbote, y a este mar un estanque!

—Pero —le contesto yo—, desde elmomento en que hemos seguido el camino in-dicado por Saknussemm

—Esa es precisamente la cuestión.¿Hemos realmente seguido este camino? ¿Hubode encontrar Saknussemm esta extensión deagua? ¿La atravesó? ¿No nos habrá engañadoese arroyuelo que tomamos por guía?

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—En todo caso, no nos debe pesar elhaber llegado hasta aquí. Este espectáculo esmagnífico, y...

—¿Quién piensa en espectáculos? Me hepropuesto un objetivo y mi deseo es alcanzarlo.¡No me hables, pues, de espectáculos!

Tomo de la advertencia buena nota, ydejo al profesor que se muerda los labios deimpaciencia. A las cinco, reclama Hans su paga,y se le entregan tres rixdales.

Domingo 16 de agosto. No ocurre no-vedad. El mismo tiempo. El viento tiene unaligera tendencia a refrescar. Mi primer cuidado,al despertarme, es observar la intensidad de laluz, pues siempre temo que el fenómeno eléc-trico se debilite y extinga. Pero no ocurre así; lasombra de la balsa se dibuja distintamente so-bre la superficie de las aguas.

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¡Verdaderamente este mar es infinito!Debe tener la longitud del Mediterráneo, yquién sabe si del Atlántico. ¿Por qué no?

Mi tío sondea con frecuencia; ata un pi-co al extremo de una cuerda, y deja salir dos-cientas brozas sin encontrar fondo, costándonosgran trabajo izar nuestra sonda.

Cuando tenemos a bordo el pico, mehace notar Hans unas señales claramente ma-readas que se observan en él. Se diría que estetrozo de hierro ha sido vigorosamente oprimi-do entre dos cuerpos duros.

Yo miro al cazador.

—Tänder! —me dice.

Como no lo comprendo, me vuelvohacia mi tío, que se halla completamente absor-bido en sus reflexiones, y no me atrevo a sacar-le de ellas. Interrogo de nuevo con la vista alislandés, y éste, abriendo y cerrando varios

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veces la boca me hace comprender su pensa-miento.

—¡Dientes! —exclamo asombrado, exa-minando con más atención la barra de hierro.

¡Sí! ¡Son dientes cuyas puntas han que-dado impresas en el duro metal ¡Las mandíbu-las que guarnezcan deben poseer una fuerzaprodigiosa! ¿Será un monstruo perteneciente aalguna especie extinguida que se agita en lasprofundidades del mar, más voraz que el ti-burón y más terrible que la ballena? No puedoapartar mi mirada de esta barra medio roída.¿Se va a convertir en realidad mi sueño de lanoche última?

Durante todo el día, me agitan estospensamientos, y apenas logra calmar mi imagi-nación un sueño de algunas horas.

Lunes 17 de agosto. Procuro recordarlos instintos particulares de estos animales an-tediluvianos de la época secundaria, que suce-

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dieron a los moluscos, crustáceos y peces, yprecedieron a la aparición de los mamíferossobre la superficie del globo. El mundo perte-necía entonces a los reptiles monstruos quereinaron como señores en los mares jurásicos5.Les había dotado la Naturaleza de la más com-pleta organización. Qué gigantesca estructura.¡Qué fuerzas prodigiosas! Los saurios actuales,caimanes o cocodrilos, mayores y más temibles,no son sino reducciones debilitadas de sus pro-genitores de las primeras edades.

Me estremezco nada más que al recor-dar estos monstruos. Nadie los ha visto vivos.Hicieron su aparición sobre la tierra mil siglosantes que el hombre; pero sus osamentas fósi-les, encontradas en esas calizas arcillosas quelos ingleses llaman lias, han permitido recons-truirlos anatómicamente y conocer su confor-mación colosal.

5 Mares del período secundario que dominaron los terrenosde que se componen las montañas de Jurá.

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He visto en el museo de Hamburgo elesqueleto de uno de estos saurios que medíatreinta pies de longitud. ¿Estaré por venturadestinado yo, habitante de la superficie terres-tre, a encontrarme cara a cara con algún repre-sentante de una familia antediluviana? ¡No!¡Eso es un imposible! Y, sin embargo, la señalde unos dientes poderosos está bien marcadaen la barra de hierro, y bien se echa de ver, porsus huellas, que son cónicos como los del coco-drilo.

Mis ojos se fijan con espanto en el mar;temo ver lanzarse sobre nosotros uno de estoshabitantes de las cavernas submarinas.

Supongo que el profesor Lidenbrockparticipa de mis ideas, si no de mis temores;porque, después de haber examinado el pico,recorre con la mirada el Océano.

"¡Mal haya!" pienso yo "la idea que hatenido de sondar". Ha turbado en su retiro a

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algún animal marino, y si durante el viaje nosomos atacados...!

Echo una mirada a las armas, y me ase-guro de que están en buen estado. Mi tío obser-va mi maniobra y la aprueba con un gesto.

Ya ciertos remolinos que se advierten enla superficie del agua denuncian la agitación desus capas interiores. El peligro se aproximo. Espreciso vigilar.

Martes 18 de agosto. Llega la noche, o,por mejor decir, el momento en que el sueñoquiere cerrar nuestros párpados; porque en estemar no hay noche, y la implacable luz fatiganuestros ojos de una manera obstinada, como sinavegásemos bajo el sol de los océanos árticos.Hans gobierna el timón, y, mientras él hace suguardia, yo duermo.

Dos horas después, me despierta unasacudida espantosa. La balsa ha sido empujada

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fuera del agua con indescriptible violencia yarrojada a veinte toesas de distancia.

—¿Qué ocurre? —exclama mi tío—¿Hemos tocado en un bajo?

Hans señala con el dedo, a una distanciade doscientas toesas, una masa negruzca que seeleva y deprime alternativamente.

Yo miro en la dirección indicada, y ex-clamo:

—¡Es una marsopa colosal!

—Sí —replica mi tío—, y he aquí ahoraun lagarto marino de tamaño extraordinario.

—Y más lejos un monstruoso cocodrilo.¡Mire usted qué terribles mandíbulas, guarne-cidas de dientes espantosos! Pero, ¡ah! ¡desapa-rece!

—¡Una ballena! ¡Una ballena! —exclamaentonces el profesor—. Distingo unas enormes

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aletas. ¡Mira el aire y el agua que arroja por lasnarices!

En efecto, dos líquidas columnas se ele-van a considerable altura sobre el nivel del mar.Permanecemos atónitos, sobrecogidos, estupe-factos ante aquella colección de monstruos ma-rinos. Poseen dimensiones sobrenaturales, y elmenos voluminoso de ellos destrozaría la balsade una sola dentellada. Hans quiere virar enredondo con objeto de esquivar su vecindadpeligrosa; pero descubre por la banda opuestaotros enemigos no menos formidables: unatortuga de cuarenta pies de ancho, y una ser-piente que mide treinta de longitud, y alarga suenorme cabeza por encima de las olas.

Es imposible huir. Estos reptiles seaproximan; dan vueltas alrededor de la balsacon una velocidad menor que la de un tren ex-preso, y trazan en torno de ella círculos concén-tricos. Yo he cogido mi carabina; pero, ¿qué

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efecto puede producir una bala sobre las esca-mas que cubren los cuerpos de estos animales?

Permanecemos mudos de espanto. ¡Yavienen hacia nosotros! Por un lado, el cocodrilo;por el otro, la serpiente. El resto del rebaño ma-rino ha desaparecido. Me dispongo a hacerfuego, pero Hans me detiene con mi signo. Lasdos bestias pasan a cincuenta toesas de la balsa,se precipitan el uno sobre el otro y su furor nola permite vernos.

El combate se empeña a cien toesas de labalsa, y vemos claramente cómo los dos mons-truos se atacan.

Pero me parece que ahora los otros ani-males acuden a tomar parte en la lucha la mar-sopa, la ballena, el lagarto, la tortuga; los entre-veo a cada instante. Se los muestro al islandés,y éste mueve la cabeza en sentido negativa.

—Tra —dice con calma.

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—¡Cómo! ¡Dos! Pretende que sólo losanimales...

—Y tiene mucha razón —exclama mitío, que no aparta el anteojo del grupo.

—¿Es posible?

—¡Ya lo creo! El primero de estos mons-truos tiene hocico de marsopa, cabeza de lagar-to, dientes de cocodrilo, y por esto nos ha en-gañado. Es el ictiosauro, el más temible de losanimales antediluvianos.

—¿Y el otro?

—El otro es una serpiente escondida ba-jo el caparazón de una tortuga; el plesiosauro,implacable enemigo del primero.

Hans tiene mucha razón. Sólo dosmonstruos turban de esta manera la superficiedel mar, y tengo ante mis ojos dos reptiles delos primitivos océanos. Veo el ojo ensangrenta-do del ictiosauro, que tiene el tamaño de la ca-

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beza de un hombre. La Naturaleza le ha dotadode un aparato óptico de extraordinario poder,capaz de resistir la presión de las capas de aguaen que habita. Se le ha llamado la ballena de lossaurios, porque posee su misma velocidad ytamaño. Su longitud no es inferior a cien pies,y, cuando saca del agua las aletas verticales desu cola, me hago cargo mejor de su enormemagnitud. Sus mandíbulas son enormes, y,según los naturalistas, no posee menos de 182dientes.

El plesiosauro, serpiente de troncocilíndrico, tiene la cola corta y las patas dis-puestas en forma de remos. Su cuerpo se hallatodo él revestido de un enorme carapacho, y sucuello, flexible como el del cisne, yérguesetreinta pies sobre las olas.

Los dos animales se atacan con indes-criptible furia. Levantan montañas de agua quellegan hasta la bolsa, y nos ponen veinte veces apunto de zozobrar. Se oyen silbidos de una

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intensidad prodigiosa. Las dos bestias se en-cuentran enlazadas, no siéndome posible dis-tinguir la una de la otra. ¡Hay que temerlo todode la furia del vencedor!

Transcurre una hora, dos, y continúa lalucha con el mismo encarnizamiento. Los com-batientes se aproximan a la balsa unas veces yotras se alejan de ella. Permanecemos inmóvi-les, dispuestos a hacer fuego.

De repente, el ictiosauro y el plesiosaurodesaparecen produciendo un enorme remolino.¿Va a terminar el combate en las profundidadesdel mar?

Pero, de improviso, una enorme cabezalánzase fuera del agua: la cabeza del plesiosau-ro. El monstruo está herido de muerte. No des-cubro su inmenso carapacho. Sólo su largo cue-llo se yergue, se abate, se vuelve a levantar, seencorva, azota la superficie del mar como unlátigo gigantesco y se retuerce como una lom-briz dividido en dos pedazos. Salta el agua a

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considerable distancia y nos ciega materialmen-te; pero pronto toca a su fin la agonía del reptil;disminuyen sus movimientos, decrecen suscontorsiones, y su largo tronco de serpiente seextiende como una masa inerte sobre la serenasuperficie del mar.

En cuanto al ictiosauro, ¿ha regresadode nuevo a su caverna submarina o va a reapa-recer otro vez?

Capítulo XXXIV

Miércoles 19 de Agosto. El viento, porfortuna, que sopla con bastante fuerza, nos hapermitido huir rápidamente del teatro delcombate. Hans sigue siempre empuñando lacaña del timón. Mi tío, a quien los incidentesdel combate han hecho olvidar de momento susabsorbentes ideas, vuelve a examinar el marcon la misma impaciencia que antes.

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El viaje recobra de nuevo su uniformi-dad monótona que no deseo ver interrumpidopor peligros tan inminentes como el que corri-mos ayer.

Jueves 20 de agosto. Brisa NNE bastan-te desigual. Temperatura elevada. Marchamosa razón de tres leguas y media por hora.

A eso de mediodía, óyese un ruido leja-no.

Consigno el hecho sin saber cuál puedaser su explicación. Es un mugido continuo.

—Hay —dice el profesor—, a algunadistancia de aquí, alguna roca o islote contra elcual se estrellan las olas.

Hans sube al extremo del palo, pero nodescubre ningún escollo. La superficie del maraparece toda lisa hasta el mismo horizonte.

Así transcurren tres horas. Los mugidosparecen provenir de una catarata lejana.

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Manifiesto mi opinión a mi tío, que sa-cude la cabeza. Esto no obstante tengo la con-vicción de que no me equivoco. ¿Correremostal vez hacia una catarata que nos precipitaráen el abismo? Es posible que este género dedescenso sea del agrado del profesor, porque seacerca a la vertical; pero lo que es a mí...

En todo caso, se produce no lejos deaquí un fenómeno ruidoso, porque ahora losrugidos se oyen con gran violencia. ¿Procedendel Océano o del cielo?

Dirijo mis miradas hacia los vaporessuspendidos en la atmósfera, y trato de sondarsu profundidad. El cielo está tranquilo; la nu-bes, transportadas a la parte superior de labóveda, parecen inmóviles y se pierden en laintensa irradiación de la luz. Es preciso, portanto, buscar por otro lado la explicación deeste extraño fenómeno.

Examino entonces el horizonte que estálimpio y sin brumas. Su aspecto no ha cambia-

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do. Pero si este ruido proviene de una cataratao de un salto de agua; si todo este Océano seprecipita en un estuario inferior; si estos mugi-dos son producidos por la caída de una granmasa de agua, debe la corriente activarse, y sucreciente velocidad puede darme la medida delpeligro que nos amenaza. Observo la corriente,y veo que es nula. Una botella vacía que arrojoal mar, se queda a sotavento.

A eso de los cuatro, levántase Hans,aproximase al palo y trepa por él hasta el tope.Recorre desde allí con la mirada el arco decírculo que el Océano describe delante de labalsa y se detiene en un punto. Su semblante noexpresa la más leve sorpresa; pero sus ojospermanecen fijos.

—Algo ha visto —exclama mi tío.

—Así lo creo también.

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Hans desciende, y señala hacia el Surcon la mano, diciendo:

—Der nere!

—¿Allá abajo? —responde mi tío.

Y cogiendo el anteojo, mira con la ma-yor atención durante un minuto, que a mí meparece un siglo.

—¡Sí, sí! —exclama después.

—¿Qué ve usted?

—Una inmensa columna de agua que seeleva por encima del Océano.

—¿Otro animal marino?

—Puede ser.

—Entonces, arrumbemos más hacia elOeste, porque ya sabemos a qué atenernos porlo que respecta al peligro de tropezar con estosmonstruos antediluvianos.

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—No enmendemos el rumbo —responde mi tío.

Vuelvo la vista hacia Hans, y veo quesigue impertérrito con la caña del timón en lamano.

Sin embargo, si a la distancia que nossepara de este animal, que puede calcularse endoce leguas lo menos, puede verse la columnade agua que arroja por las narices, debe tenerun tamaño sobrenatural. La más elementalprudencia aconsejaría alejarse; pero no hemosvenido hasta aquí para ser prudentes.

Seguimos, pues, el mismo rumbo. Cuan-to más nos aproximamos, más crece el surtidor.¿Qué monstruo puede tragar tan gran cantidadde agua y arrojarla de este modo sin interrup-ción alguna?

A los ocho de la noche nos hallamos amenos de dos leguas de él. Su cuerpo enorme,negruzco, monstruoso, se extiende sobre el mar

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como un islote. ¿Es ilusión? ¿Es miedo? Su lon-gitud me parece que pasa de mil toesas. ¿Quécetáceo es, pues, éste que ni los Cuvier ni losBlumenbach han descrito? Se halla inmóvil ycomo dormido. El mar parece que no puedelevantarlo, rompiendo contra sus costados lasolas. La columna de agua, proyectada a qui-nientos pies de altura, desciende con ensorde-cedor estrépito. Corremos como insensatoshacia esta imponente mole que necesitaría di-ariamente para su alimentación cien ballenas.

El terror se apodera de mí. No quieroavanzar más. Cortaré, si es preciso, la driza dela vela. Me rebelo contra el profesor, que no meresponde.

De repente, levántase Hans, y, señalan-do con el dedo el punto amenazador, dice:

—Holme!

—Una isla —exclama mi tío.

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—¡Una isla! —repito a mi vez, enco-giéndome de hombros.

—Evidentemente —responde el profe-sor, lanzando una sonora carcajada.

—Pero, ¿y esta columna de agua?

—Géiser 6 —exclama Hans.

—Un géiser, sin duda alguna —responde mi tío—; un géiser semejante a los deIslandia.

Al principio, no quiero confesar que mehe engañado una manera tan burda. Habertomado un islote por un monstruo marino. Pe-ro la cosa está clara y tengo que concluir pordar mi brazo a torcer. Se trata de un fenómenonatural, simplemente.

A medida que nos aproximamos, aque-lla columna líquida adquiere dimensionesgrandiosas. El islote presenta, en efecto, un

6 Manantial muy célebre que brota al pie del Hecla con violencia.

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exacto parecido con un inmenso cetáceo cuyacabeza domina las olas elevándose sobre ellas auna altura de diez toesas. El géiser, palabra quelos islandeses pronuncian cheisir y que signifi-ca furor, se eleva majestuosamente en su extre-mo. Resuenan a cada instante sordas detona-ciones, y el enorme chorro, acometido de másviolentos furores, sacude su penacho de vaporsaltando hasta las primeros capas de nubes. Sehalla solo, sin que le rodeen humaredas ni ma-nantiales calientes, y toda la potencia volcánicaestá resumido en él. Los rayos de la luz eléctri-ca vienen a mezclarse con esta deslumbrantecolumna de agua, cuyas gotas adquieren, alrecibir su caricia, todos los matices del iris.

—Atraquemos —dice el profesor.

Pero es preciso evitar con cuidado estatromba de agua que, en un instante, haría zo-zobrar la balsa. Hans, maniobrando con pericia,nos lleva a la extremidad del islote.

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Salto sobre las rocas; mi tío me sigue en-seguida, en tanto que el cazador permanece ensu puesto, a fuer de hombre curado ya de es-panto.

Caminamos sobre un granito mezcladocon toba silícea; el suelo quema y trepida bajonuestros pies, como los costados de una calderaen cuyo interior trabaja el vapor recalentado.Llegamos ante un pequeño estanque central dedonde se eleva el géiser. Sumerjo un termóme-tro en el agua que corre borbotando, y marcauna temperatura de 163°.

Este agua sale, pues, de un foco ardien-te, lo que está en contradicción con las teoríasdel profesor Lidenbrock, no puedo resistir latentación de hacérselo notar.

—Está bien —me replica—, ¿y quéprueba eso contra las doctrinas?

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—Nada, nada —contesto con tono seco,viendo que me estrellaba contra una obstina-ción sin ejemplo.

Debo confesar, sin embargo, que hastaahora hemos tenido mucha suerte y que, porrazones que no se me alcanzan, se efectúa esteviaje en condiciones especiales de temperatura;pero para mí es evidente que algún día habre-mos de llegar a esas regiones en que el calorcentral alcanza sus más altos límites y superatodas las graduaciones de los termómetros.

Allá veremos, que es la frase sacramen-tal del profesor; quien, después de haber bauti-zado este islote volcánico con el nombre de susobrino, da la señal de embarcar.

Permanezco algunos minutos todavíacontemplando el géiser. Observo que su chorroes irregular, disminuyendo a veces de intensi-dad, para recobrar después mucho vigor; lo queatribuyo a las variaciones de presión de losvapores acumulados en su interior.

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Al fin, partimos bordeando las rocas es-carpadas del Sur. Hans ha aprovechado estadetención para reparar algunas averías de labalsa.

Pero antes de pasar adelante, hago al-gunas observaciones para calcular la distanciarecorrida y las anoto en mi diario. Hemos reco-rrido 270 leguas sobre la superficie del mar, apartir de Puerto-Graüben, y nos hallamos deba-jo de Inglaterra, a 620 leguas de Islandia.

Capítulo XXXV

Viernes 21 de agosto. Al día siguiente,perdimos de vista el magnífico géiser. El vientoha refrescado, alejándonos rápidamente delIslote de Axel, cuyos mugidos se han ido extin-guiendo poco a poco.

El tiempo amenaza cambiar. La atmós-fera se carga de vapores que arrastran consigola electricidad engendrada por la evaporación

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de las aguas salinas; descienden sensiblementelas nubes y tornan un marcado color de aceitu-na; los rayos de luz eléctrica apenas puedenatravesar este opaco telón corrido sobre la es-cena donde va a representarse el drama de lastempestades.

Me siento impresionado, como ocurresobre la superficie de la tierra cada vez que seaproxima un cataclismo.

Los cúmulus7 amontonados hacia el Surpresentan un aspecto siniestro; esa horripilanteapariencia que he observado a menudo al prin-cipio de las tempestades. El aire está pesado yel mar se encuentra tranquilo.

A lo lejos, se ven nubes que parecenenormes balas de algodón, amontonadas en unpintoresco desorden, las cuales se van hin-chando lentamente y ganan en volumen lo quepierden en número. Son tan pesadas, que no

7 Nubes de contornos redondeados.

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pueden desprenderse del horizonte; pero, alimpulso de las corrientes superiores, fúndensepoco a poco, se ensombrecen y no tardan enformar una sola capa de aspecto en extremoimponente. De vez en cuando, un globo de va-pores, bastante claro aún, rebota sobre esta al-fombra parda, y no tarda en perderse en la ma-sa opaca.

Evidentemente la atmósfera se halla sa-turada de fluido, del cual también yo me en-cuentro impregnado, pues se me eriza el cabe-llo como si me hallase en contacto con unamáquina eléctrica. Me parece que si, en estemomento, me tocasen mis compañeros, recibir-ían una violenta conmoción.

A las diez de la mañana se acentúan lossignos precursores de la tempestad; se diría queel viento descansa para tomar nuevo aliento; lanube parece un odre inmenso en el cual seacumulasen los huracanes.

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No quiero creer en las amenazas del cie-lo; mas no puedo contenerme y exclamo:

—Mal tiempo se prepara.

El profesor no responde. Tiene unhumor endiablado al ver que aquel océano seprolonga de un modo indefinido delante de susojos. Contesta a mis palabras encogiéndose dehombros.

—Tendremos tempestad —digo yo, se-ñalando con la mano el horizonte—. Esas nubesdescienden sobre el mar como para aplastarlo.

Silencio general. El viento calla. La Na-turaleza parece un cadáver que ha dejado derespirar. La vela cae pesadamente o lo largo delmástil, en cuyo tope empiezo a ver brillar unligero fuego de San Telmo. La balsa permaneceinmóvil en medio de un mar espeso y sin ondu-laciones. Pero, si no caminamos, ¿a qué conser-var izada esta vela que puede hacernos zozo-brar al primer choque de la tempestad?

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—Arriemos la vela —digo—, y abata-mos el palo; la prudencia más elemental loaconseja.

—¡No, por vida del diablo! —ruge ira-cundo mi tío— ¡No, y mil veces no! ¡Que nossacuda el viento! que la tempestad nos arreba-te! ¡Pero que vea yo, por fin, las rocas de unacosta, aunque deba nuestra balsa estrellarsecontra ellas!

No ha acabado aún mi tío de pronunciarestas palabras, cuando cambia de improviso elaspecto del horizonte del Sur; los vapores acu-mulados se resuelven en lluvia, y el aire, vio-lentamente solicitado para llenar los vacíosproducidos por la condensación conviértese enhuracán. Procede de los más remotos confinesde la caverna. La obscuridad se hace tan inten-sa, que apenas si puedo tomar algunas notasincompletas.

La balsa se levanta dando saltos, quehacen caer a mi tío. Yo me arrastro hasta él. Le

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hallo asido fuertemente a la extremidad de uncabo y parece contemplar con placer el espectá-culo de las desencadenados elementos.

Hans no se mueve siquiera. Sus largoscabellos, desordenados por el huracán y acu-mulados sobre su inmóvil semblante, le dan unextraño aspecto, porque en cada una de suspuntas brillo un penachilla luminoso. Su espan-tosa fisonomía recuerda la de los hombres an-tediluvianos, contemporáneos de los ictiosau-rios, de los megiterois.

El palo, sin embargo, resiste. La vela sedistiende, como una burbuja próxima a reven-tar. La balsa camina con una velocidad que nopuedo calcular, aunque no tan grande como lade las gotas de agua que despide en sus movi-mientos, las cuáles describen líneas perfecta-mente rectas.

—¡La vela! ¡La vela! —grito, indicandopor señas que la arríen

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—¡No! —responde mi tío.

—Nej —dice Hans, moviendo lentamen-te la cabeza.

La lluvia forma, entretanto, una mugi-dora catarata delante del horizonte hacia el cualcomo insensatos corremos; pero antes de quellegue hasta nosotros, se desgarró el velo for-mado por las nubes, entra el mar en ebullición,y entra en juego la electricidad producida poruna vasta acción química que se opera en lascapas superiores de la atmósfera. A las cente-lleantes vibraciones del rayo, se mezclan losmugidos espantosos del trueno: un sinnúmerode relámpagos se entrecruzan en medio de lasdetonaciones; la masa de vapores se pone in-candescente; el pedrisco que choca contra elmetal de nuestras armas y herramientas, ad-quiere luminosidad; y las hinchadas olas pare-cen cerros ignívomos en cuyas entrañas se in-cuba un fuego en extremo violento y cuyascrestas ostentan un vivo penacho de llamas.

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La intensidad de la luz me deslumbralos ojos, y el estrépito del trueno me destrozalos oídos; no tengo más remedio que asirmefuertemente al mástil de la balsa, que se doblacomo una débil caña bajo la violencia delhuracán.

(Aquí se hacen en extremo incompletaslas notas de mi viaje. No he encontrado ya másque algunas observaciones fugaces y tomadas,por decirlo así, maquinalmente. Pero por subrevedad, y hasta por su falta de claridad, cons-tituyen una prueba de la emoción que me do-minaba y me dan una idea más cabal que lamemoria, de la situación en que nos encontrá-bamos.)

Domingo 23 de agosto. ¿Dónde esta-mos? Somos arrastrados con una velocidadprodigiosa.

La noche ha sido terrible. La tempestadno amaina. Vivimos en medio de una detona-

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ción incesante. Nuestros oídos sangran y nopodemos entendernos.

Los relámpagos no cesan. Veo deslum-brantes zigzags que, tras una fulminación ins-tantánea, van a herir la bóveda de granito. ¡Ohsi se desplomase! Otros relámpagos se bifurcan,o toman la forma de globos de fuego, que esta-llan como bombas. No por eso aumenta el rui-do, porque ha rebasado ya el límite de intensi-dad que puede percibir el oído humano, y aun-que todos los polvorines del mundo hiciesenexplosión a la vez, no lo oiríamos.

Existe una emisión constante de luz enla superficie de las nubes, la materia eléctrica sedesprende, incesante, de sus moléculas: se hanalterado los principios gaseosas del aire; innu-merables columnas de agua se lanzan a laatmósfera y caen luego cubiertas de espuma.

¿A dónde vamos...? Mi tío se halla ten-dido, largo es, en la extremidad de la balsa.

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El calor aumenta. Miro el termómetro yveo que señala... (La cifra está borrada.)

Lunes 24 de agosto. Por lo visto, esto noacabará nunca. ¿Por qué el estado de estaatmósfera tan densa, una vez modificada, noserá definitivo?

Estamos rendidos de fatiga. Hans sigueimperturbable. La balsa corre imperturbable-mente hacia el Sudeste. Hemos recorrido másde doscientas leguas desde que abandonamosel islote de Axel.

El huracán arreció o mediodía, y es pre-ciso trincar sólidamente todos las objetos quecomponen el cargamento. Nosotros nos ama-rramos también. Las olas pasan par encima denuestra cabezas.

Hace tres días que no podemos cambiarni siquiera una sola palabra. Abrimos la boca,movemos los labios pero no producimos

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ningún sonido apreciable. Ni aun hablando aloído es posible entendernos.

Mi tío se ha aproximado a mí, y ha arti-culado algunos palabras. Creo que me ha di-cho: “Estamas perdidos” pero no estoy seguro.

Tomo el partido de escribirle estos pala-bras: “Arriemos la vela.” Me dice por señas quebueno.

Pero, apenas he tenido tiempo de incli-nar la cabeza para decirme que sí, cuando abordo de la balsa aparece un disco de fuego. Lavela es arrancada, juntamente con el palo, yparten ambas cosas, formando un solo cuerpo,elevándose a una altura prodigiosa cual nuevopterodáctilo, esa ave fantástica de los primerossiglos.

Nos quedamos helados de espanto. Laesfera, mitad blanca y mitad azulada, del tama-ño de una bomba de diez pulgadas, se pasealentamente, girando con velocidad sorprenden-

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te bajo el impulso del huracán. Va de un ladopara otro, sube una de los bordes de la balsa,salta sobre el saco de las provisiones, desciendeligeramente, bota, roza la caja de pólvora.¡Horror! ¡Vamos a volar! Pero no: el disco des-lumbrador se separa; se aproximo o Hans, quela mira fijamente; a mi tío, que se pone de rodi-llas para evitar su choque; a mí, que palidezco ytiemblo bajo la impresión de su luz y su color;dí vueltas alrededor de mi pie, que trato deretirar sin poderlo conseguir.

La atmósfera está llena de un olor degas nitroso que penetra en la garganta y lospulmones. Nos asfixiamos. ¿Por qué no puedoretirar el pie? ¿Estará por ventura clavado a labalsa? ¡Ah! La caída del globo eléctrico ha ima-nado todo el hierro de a bordo; los ins-trumentos, los herramientas, las armas se giran,entrechocándose con un tintineo agudo: losclavos de mis zapatos se hallan fuertementeadheridos a una placa de hierra incrustada enla madera. ¡No puedo retirar el pie! Haciendo

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un violento esfuerzo, consigo, por fin, arrancar-la en el momento mismo en que el globo iba acogerlo en su movimiento giratorio y arras-trarme, si...

¡Ah! ¡Qué luz tan intensa! ¡El globo esta-lla! Nos cubre un mar de llamas

Después se apaga todo. ¡He tenidotiempo de ver a mi tío tendido sobre la balsa, ya Hans con la caña del timón en la mano, escu-piendo fuego bajo la influencia de la electrici-dad que le invade!

¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?

Martes 25 de agosto. Salgo de un des-vanecimiento prolongado. La tempestad con-tinúa; los relámpagos se desencadenan comouna nidada de serpientes que alguien hubierasoltado en la atmósfera.

¿Estamos aún en el mar? Sí, y arrastra-dos con una velocidad incalculable. ¡Hemospasado por debajo de Inglaterra, del canal de la

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Mancha, de Francia, de Europa entera, tal vez!¡Se escúcha un nuevo ruido! ¡Evidentemente, elmar se estrella contra las rocas... Pero enton-ces...

Capítulo XXXVI

Aquí termina lo que le he llamado miDiario de Navegación, tan felizmente salvado delnaufragio, y vuelvo o recordar mi relato comoantes.

Lo que ocurrió al chocar la balsa contralos escollos de la costa, no sería capaz de expli-carlo. Me sentí precipitado en el agua, y, si melibré de la muerte, si mi cuerpo no se destrozócontra los agudos peñascos, fue porque el brazovigoroso de Hans me sacó del abismo.

El valeroso islandés me transportó fueradel alcance de las olas sobre una arena ardorosadonde me encontré, al lado de mi tío.

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Después salió a las rocas, sobre las cuá-les se estrellaba el oleaje furioso, con objeto desalvar algunos restos del naufragio. Yo no pod-ía hablar: me hallaba rendido de emoción y defatiga, y tardé más de una hora en reponerme.

Seguía cayendo un verdadero diluvio,con esa redoblada violencia que anuncia el finde las tempestades. Algunas rocas superpues-tas nos brindaron un abrigo contra las cataratasdel cielo.

Hans preparó alimentos, que yo no pu-de tocar, y todos, extenuados por tres nochesde insomnio, nos entregamos a un dudoso sue-ño. Al día siguiente, el tiempo era magnífico. Elcielo y el mar se habían tranquilizado decomún acuerdo. Toda huella de tempestad hab-ía desaparecido. Al despertar, mi tío, que esta-ba radiante de júbilo, me saludó satisfecho.

—¿Qué tal —me dijo—, hijo mío? ¿Hasdescansado bien?

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¿No hubiera dicho cualquiera que noshallábamos en nuestra casita de la König-strasse, que bajaba a almorzar tranquilamente yque mi matrimonio con la pobre Graüben se ibaa verificar aquel día mismo?

¡Ay! ¡Por poco que la tempestad hubiesedesviado la balsa hacia el Este, habríamos pa-sado por debajo de Alemania, por debajo de miquerida ciudad de Hamburgo, por debajo deaquella calle donde habitaba la elegida de micorazón! ¡En este caso, me habrían separado deella cuarenta leguas apenas! ¡Pero cuarenta le-guas verticalmente contadas a través de unamole de granito, que para franquearlas tendríaque recorrer más de mil!

Todas estas dolorosas reflexiones atra-vesaron rápidamente mi espíritu, antes querespondiese a la pregunta de mi tío.

—¡Cómo es eso! —repitió—. ¿No mequieres decir cómo has pasado la noche?

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—Muy bien —le respondí—; todavía meencuentro molido, pero eso no será nada.

—Absolutamente nada; un poco de can-sancio, y nada más.

—Pero le encuentro a usted muy alegreesta mañana, tío.

—¡Encantado, hijo mío, encantado de lavida! ¡Por fin hemos llegado!

—¿Al término de nuestra expedición?

—No tan lejos, pero sí al término de estemar que nunca se acababa. Ahora vamos a via-jar de nuevo por tierra y a hundirnos verdade-ramente en las entrañas del globo.

—Permítame usted una pregunta, tío.

—Pregunta cuento quieras, Axel.

—¿Y el regreso?

—¡El regreso! Pero, ¿piensas en volvercuando aún no hemos llegado?

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—No; mi idea no es otra que preguntar-le a usted cómo se efectuará.

—Del modo más sencillo del mundo.Una vez llegados al centro del esferoide ohallaremos otra nueva vía para volver a la su-perficie de la tierra, o efectuaremos el viaje deregreso por el mismo camino que ahora vamosrecorriendo. Supongo que no se cerrará detrásde nosotros.

—Entonces será preciso poner en buenestado la balsa.

—¡Por supuesto!.

—Pero, ¿nos alcanzarán los víveres paraver esos grandes proyectos realizados?

—Ciertamente. Hans es un muchachomuy hábil, y tengo la seguridad de que ha sal-vado la mayor parte de la carga. Vamos a cer-ciorarnos de ello.

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Salimos de aquella gruta abierta a todoslos vientos. Abrigaba yo una esperanza, que eraal mismo tiempo un temor: me parecía imposi-ble que en el terrible choque de la balsa no sehubiese destrozado todo lo que conducía. No leengañaba, en efecto. Al llegar a la playa, vi aHans en medio de una multitud de objetos per-fectamente ordenados. Mi tío le estrechó la ma-no impulsado por un vivo sentimiento de grati-tud. Aquel hombre, cuya abnegación era enrealidad sobrehumana, había estado trabajandomientras descansábamos nosotros, y había lo-grado salvar los objetos más preciosos con gra-ve riesgo de su vida.

No quiere decir esto que no hubiésemossufrido pérdidas bastante sensibles: nuestrasarmas, por ejemplo; pero, en resumidas cuen-tas, bien podríamos pasarnos sin ellas. En cam-bio, la provisión de pólvora se encontraba in-tacta, después de haber estado a punto de ex-plotar durante la tempestad.

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—¡Bueno! —exclamó el profesor—; co-mo nos hemos quedado sin fusiles, tendremosque abstenernos de cazar.

—Sí; pero, ¿y los instrumentos?

—He aquí el manómetro, el más útil detodos, a cambio del cual habría dado los otros.Con él puedo calcular la profundidad a que nosencontramos y conocer el instante en que lle-guemos al centro. Sin él, nos expondríamos arebasarlo, y a salir por los antípodas.

La jovialidad de mi tío me resultaba fe-roz.

—Pero, ¿y la brújula?—pregunté.

—Hela aquí, sobre esta roca, en estadoperfecto, lo mismo que los termómetros y elcronómetro. ¡Ah! ¡Nuestro guía no tiene precio!

Fuerza era reconocerlo, porque, graciasa él, no faltaba ningún instrumento. En cuantoa las herramientas y utensilios, vi, esparcidos

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por la playa, picos, azadones, escalas, cuerdas,etc.

Quedaba por dilucidar, sin embargo, lacuestión relativa a los víveres.

—¿Y las provisiones? —dije.

—Veamos las provisiones —respondiómi tío.

Las cajas que las contenían se hallabanalineadas sobre la arena, en perfecto estado deconservación; el mar las había respetado casi ensu totalidad; y, entre galleta, carne salada, gi-nebra y pescado seco, se podía calcular queteníamos aún víveres para unos cuatro meses.

—¡Cuatro meses! —exclamó el profe-sor—. Tenemos tiempo para ir y volver, y conlo que nos sobre pienso dar un espléndido ban-quete a todos mis colegas de Johannaeum.

Desde mucho tiempo atrás debía estaracostumbrado al carácter de mi tío, y, sin em-

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bargo, aquel hombre siempre me causabaasombro.

—Ahora —dijo—, vamos a reponernuestras provisiones de agua con la lluvia quela tempestad ha vertido en todos estos reci-pientes de granito; por consiguiente, tampocotenemos que temer que la sed nos atormente.Por lo que respecta a la balsa, voy a recomen-dar a Hans que la repare lo mejor que le seaposible, aunque tengo para mí que no ha deservimos más.

—¿Cómo es eso? —exclamé.

—¡Es una idea que tengo, hijo mío! Seme antoja que no hemos de salir por dondeentramos.

Miré con cierto recelo a mi tío, pensandosi se habría vuelto loco; aun cuando, bien pen-sado, ¡quién sabe si decía una gran verdad sinsaberlo!

—Vamos a almorzar —añadió.

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—Seguí hasta mi pequeño promontorio,después que comunicó sus instrucciones al gu-ía, y allí, con carne seca, galleta y té, confeccio-namos un almuerzo excelente, uno de los mejo-res, he de decir la verdad, que he hecho en todami vida. La necesidad, el aire libre y la tranqui-lidad, después de las agitaciones pasadas, des-pertaron en mí un devorador apetito.

Durante el almuerzo, propuso mi tíoque calculásemos el lugar en donde a la sazónnos hallábamos.

—Creo que nos será fácil calcularlo —ledije.

—Con toda exactitud, no, no es fácil —respondió—; resulta hasta materialmente im-posible, porque durante los tres días que habíadurado la tempestad, no he podido tomar notade la velocidad ni del rumbo de la balsa; pero,no obstante, podemos calcular nuestra situa-ción de un modo aproximado.

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—En efecto, la última observación lahicimos en el islote del géiser.

—En el islote de Axel, hijo mío; no re-nuncies al honor de haber dado tu nombre a laprimera isla descubierta dentro del macizo te-rrestre.

—¡Bien! Pues, en el islote de Axel, hab-íamos recorrido 270 leguas sobre la superficiedel mar, y nos encontrábamos a más de seis-cientas leguas de Islandia.

—Partamos, pues, de este punto y con-temos cuatro días de borrasca durante los cuá-les nuestra velocidad no ha debido ser menorde ochenta leguas cada veinticuatro horas.

—Así lo creo. Tendríamos, pues, queañadir 300 leguas.

—De donde deducimos en seguida queel mar de Lidenbrock mide aproximadamenteseiscientas leguas de una orilla a otra. Ya ves,

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Axel, que puede competir en extensión con elMediterráneo.

—¡Ya lo creo! Sobre todo si lo hemosatravesado en sentido transversal.

—Lo cual es muy posible.

—Y lo más curioso es —añadí—, que sinuestros cálculos son exactos, estamos en estemomento debajo del Mediterráneo.

—¿De veras?

—Sin duda alguna; porque nos encon-tramos a 900 leguas de Reykiavik.

—He aquí un bonito viaje, hijo mío; pe-ro no podemos afirmar que nos hallemos deba-jo del Mediterráneo, y no de Turquía o delAtlántico, más que en el caso de que nuestrorumbo no haya sufrido alteración.

—No lo creo; el viento parecía constan-te, y opino, por lo tanto, que esta costa debehallarse situada al Sudeste de Puerto Graüben.

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—De eso es fácil cerciorarse consultandola brújula. Vamos a verla en seguida.

El profesor se dirigió hacia la roca sobrela cual había Hans depositado todos los ins-trumentos. Estaba alegre y contento, se frotabalas manos y adoptaba posturas estudiadas. ¡Pa-recía un mozalbete! Le seguí con gran curiosi-dad de saber si me había equivocado en miscálculos.

Cuando llegó a la roca, mi tío tomó elcompás, lo colocó horizontalmente y observó laaguja, que, después de haber oscilado, se detu-vo en una posición fija bajo la influencia delmagnetismo.

Mi tío miró atentamente, después sefrotó los ojos, volvió a mirar de nuevo, y acabópor volverse hacia mí, estupefacto.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

Entonces me dijo por señas que exami-nase yo el instrumento. Una exclamación de

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sorpresa se escapó de mis labios. ¡La agujamarcaba el Norte donde nosotros suponíamosque se encontraba el Sur! ¡La flor de lis mirabahacia la playa en lugar de dirigirse hacia el mar

Moví la brújula y la examiné con tododetenimiento, cerciorándome de que no habíasufrido el menor desperfecto. En cualquier po-sición que se colocase, la aguja volvía a tomaren seguida la inesperada dirección.

Así, pues, no había duda posible. Du-rante le tempestad se había rolado el viento sinque nos diésemos cuente de ello, y había empu-jado la balsa hacia las playas que mi tío creíahaber dejado a su espalda.

Capítulo XXXVII

Imposible me sería describir la serie desentimientos que agitaron al profesor Liden-brock: la estupefacción, primero, la increduli-dad, después, y, por último, la cólera. Jamás

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había visto un hombre tan chasqueado al prin-cipio, tan irritado después. Las fatigas de latravesía, los peligros corridos en ella, todo re-sultaba inútil; era preciso empezar de nuevo.¡Habíamos retrocedido un punto de partida!

Pero mi tío se sobrepuso enseguida.

—¡Ah! —exclamó—; ¡Conque la fatali-dad me juega tales trastadas! ¡Conque los ele-mentos conspiran contra mí! ¡Conque el aire, elfuego y el agua combinan sus esfuerzos paraoponerse a mi paso! Pues bien, ya se verá de loque mi voluntad es capaz. ¡No cederé, no retro-cederé una línea, y veremos quién puede más,si la Naturaleza o el hombre!

De pie sobre la roca, amenazador, colé-rico, Otto Lidenbrock, a semejanza del indoma-ble Ajax, parecía desafiar a los dioses. Mas yocreí oportuno intervenir y refrenar aquel ardorinsensato.

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—Escúcheme usted, tío —le dije con vozenérgica—; existe en la tierra un límite paratodas las ambiciones, y no se debe luchar encontra de lo imposible. No estamos bien prepa-rados para un viaje por mar: quinientas leguasno se recorren fácilmente sobre una mala balsa,con una manta por vela y mi débil bastón pormástil y teniendo que luchar contra los vientosdesencadenados. No podemos gobernar nues-tra balsa, somos juguete de las tempestades, ysólo se le puede ocurrir a unos locos el intentarpor segunda vez esta travesía imposible.

Por espacio de diez minutos pude des-arrollar esta serie de razonamientos todos ellosrefutables, sin ser interrumpido: pero esto sedebió a que, absorbido por otras ideas, no oyómi tío ni una palabra de mi argumentación.

—¡A la balsa! —exclamó de improviso.

Y ésta fue la única respuesta que obtu-ve. Por más que supliqué y me exasperé, me

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estrellé contra su voluntad, más firme que elgranito.

Hans acababa entonces de reparar labalsa. Perecía enteramente que este extrañoindividuo adivinaba los pensamientos de mitío. Con algunos trazos surtarbrandr había con-solidado el artefacto, el cual ostentaba ya unavela con cuyos flotantes pliegues jugueteaba labrisa.

Dijo el profesor algunas palabras al gu-ía, y éste comenzó enseguida a embarcar la im-pedimenta y a disponerlo todo para la partida.La atmósfera se hallaba despejada y el viento sesostenía del Nordeste.

¿Qué podría yo hacer? ¿Luchar solocontra dos? ¡Si al menos Hans se hubiera pues-to de mi parte! Pero no; parecía como si el is-landés se hubiese despojado de todo rasgo devoluntad personal y hecho voto de consagra-ción a mi tío. Nada podía obtener de un servi-dor tan adicto a su amo. Era preciso seguirles.

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Me disponía ya a ocupar en la balsa mi sitioacostumbrado, cuando me detuvo el profesorcon la mano.

—No partiremos hasta mañana —me di-jo.

Yo adopté la actitud de indiferencia delhombre que se resignó a todo.

—No debo olvidar nada —añadió—, ypuesto que la fatalidad me ha empujado a estaparte de la costa, no la abandonaré sin haberlareconocido.

Para que se comprenda esta observaciónserá bueno advertir que habíamos vuelto a lascostas septentrionales; pero no al mismo lugarde nuestra primera partida. Puerto-Graübendebía estar situado más al Oeste. Nada másrazonable, por tanto, que examinar con cuidadolos alrededores de aquel nuevo punto de reca-lada.

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—¡Vamos a practicar la descubierta! —exclamé.

Y partimos los dos, dejando a Hans en-tregado a sus quehaceres.

El espacio comprendido ante la líneadonde expiraban las olas y las estribaciones delacantilado era bastante ancho, pudiéndose cal-cular en una media hora el tiempo necesariopara recorrerla. Nuestros pies trituraban innu-merables conchillas de todas formas y tamaños,pertenecientes a los animales de las épocasprimitivas. Encontrábamos también enormescarapachos, cuyo diámetro era superior, confrecuencia, a quince pies, que habían perteneci-do a los gigantescas gliptodonios del períodopliocénico, de los que la moderna tortuga essólo una pequeña reducción. El suelo se hallabasembrado, además de una gran cantidad dedespojos pétreos, especies de guijarros redon-deados por el trabajo de las olas y dispuestosen líneas sucesivas, lo que me hizo deducir que

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el mar debió, en otro tiempo ocupar aquel es-pacio. Sobre las rocas esparcidas y actualmentesituadas fuera de su alcance, habían dejado lasolas señales evidentes de su paso.

Esto podía explicar, hasta cierto punto,la existencia de aquel océano a cuarenta leguasdebajo de la superficie del globo. Pero, en miopinión, aquella masa de agua debía perdersepoco a poco en las entrañas de la tierra, y pro-venía, evidentemente, de las aguas del Océanoque se abrieron paso hasta allí a través de algu-na fenda. Sin embargo, era preciso admitir queesta fenda estaba en la actualidad taponada,porque, de lo contrario, toda aquella inmensacaverna se habría llenado en un plazo muy cor-to. Tal vez esta misma agua, habiendo tenidoque luchar contra los fuegos subterráneos, sehabía evaporado en parte. Y ésta era la explica-ción de aquellas nubes suspendidas sobre nues-tras cabezas y de la producción de la electrici-dad que creaba tan violentas tempestades en elinterior del macizo terrestre.

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Esta explicación de los fenómenos quehabíamos presenciado me parecía satisfactoriaporque, por grandes que sean las maravillas dela Naturaleza, hay siempre razones físicas quepuedan explicarlas.

Caminábamos, pues, sobre una especiede terreno sedimentario, formado por lasaguas, como todos los terrenos de este período,tan ampliamente distribuidas por toda la su-perficie del globo. El profesor examinaba aten-tamente todos los intersticios de las rocas, son-deando con marcado interés la profundidad decuantas aberturas encontraba.

Habíamos costeado por espacio de unamilla las playas del mar de Lidenbrock, cuandoel suelo cambió súbitamente de aspecto. Parecíaremovido, trastornado por una sacudida vio-lenta de las capas inferiores. En muchos puntos,los hundimientos y protuberancias delatabanuna dislocación poderosa del macizo terrestre.

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Avanzábamos con dificultad sobreaquellas fragosidades de granito, mezclado consílice, cuarzo y depósitos aluvionarios, cuandodescubrió nuestra vista una vasta llanura cu-bierta de osamentas. Parecía un inmenso ce-menterio donde se confundían los eternos des-pojos de las generaciones de veinte siglos. Ele-vados montones de restos se extendían, cualmar ondulado, hasta los últimos límites delhorizonte, perdiéndose entre las brumas. Seacumulaba allí, en un espacio de unas tres mi-llas cuadradas, toda la vida de la historia ani-mal, que apenas si ha empezado a escribirse enlos demasiado recientes terrenos del mundohabitado.

Una curiosidad impaciente nos atraíasin embargo. Nuestros pies trituraban con unruido seco los restos de aquellos animales pre-históricos; aquellos fósiles cuyos raros a intere-santes despojos se disputarían los museos delas grandes ciudades. Las vidas de un millar deCuvieres no hubieran bastado para reconstruir

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los esqueletos de los seres orgánicos hacinadosen aquel magnífico osario.

Yo estaba estupefacto. Mi tío había ele-vado sus descomunales brazos hacia la espesabóveda que nos servía de cielo. Su boca desme-suradamente abierta, sus ojos que fulgurabanbajo los cristales de sus gafas, su cabeza que semovía en todas direcciones, toda su actitud, enfin, demostraba un asombro sin límites. Se veíaante una inapreciable colección de lepoterios,mericoterios, mastodontes, protopitecos, pte-rodáctilos y de todos los monstruos antedilu-vianos acumulados allí para su satisfacciónpersonal. Imaginaos a un apasionado biblió-mano transportado de repente a la famosa bi-blioteca de Alejandría, incendiada por Omar, yque un portentoso milagro hubiera hecho rena-cer de sus cenizas, y tendréis una idea del esta-do de ánimo del profesor Lidenbrock.

Pero mayor fue su asombro cuando, co-rriendo a treves de aquel polvo volcánico, le-

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vantó un cráneo del suelo, y exclamó con voztemblorosa

—¡Axel! ¡Axel! ¡Una cabeza humana!

—¡Una cabeza humana, tío! —respondí,no menos sorprendido.

—¡Sí, sobrino! ¡Ah, señor Milne-Edwards! ¡Ah, señor de Quatrefages! ¡Quélástima que no os encontréis aquí donde meencuentro yo, el humilde Otto Lidenbrock!

Capítulo XXXVIII

Para comprender esta evocación dirigi-da por mi tío a los ilustres sabios franceses, espreciso saber que, poco antes de nuestra parti-da, había tenido lugar un hecho de trascenden-tal importancia para la paleontología.

El 28 de marzo de 1863, unos trabajado-res, haciendo excavaciones en las canteras deMoulin-Quignon, cerca de Abbeville, en el de-partamento del Soma de Francia, bajo la direc-

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ción del señor Boucher de Perthes, encontraronuna mandíbula humana a catorce pies de pro-fundidad. Era el primer fósil de esta clase saca-do a la luz del día. Junto a él, fueron halladashachas de piedra y sílices tallados, coloreados yrevestidos por el tiempo de una especie de bar-niz uniforme.

Este descubrimiento produjo gran rui-do, no solamente en Francia, sino en Alemaniae Inglaterra también. Varios sabios de Institutofrancés, los señores de Quatrefages y Milne-Edwards entre otros, tomaron el asunto muy apecho, demostraron la incontestable autentici-dad de la osamenta en cuestión, y fueran losmás ardientes defensores del proceso de la quija-da, según la expresión inglesa.

A los geólogos del Reino Unido señoresFalconer, Busk, Carpenter, etc., que admitieronel hecho como cierto, se sumaron los sabiosalemanes, destacándose entre ellos por su calory entusiasmo mi tío Lidenbrock.

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La autenticidad de un fósil humano dela época cuaternaria parecía, por consiguiente,incontestablemente demostrada y admitida.

Cierto es que este sistema había tenidoun adversario encarnizado en el señor Elías deBeaumont, sabio de autoridad bien sentada,quien sostenía que el terreno de Moulin--Quignon no pertenecía al diluvium, sino a unacapa menos antigua, y, de acuerdo en este par-ticular con Cuvier, no admitía que la especiehumana hubiese sido contemporánea de losanimales de la época cuaternaria. Mi tío Liden-brock, de acuerdo con la gran mayoría de losgeólogos, se había mantenido en sus trece, sos-teniendo numerosas controversias y disputas,en tanto que el señor Elías de Beaumont sequedó casi solo en el bando opuesto.

Conocíamos todos los detalles del asun-to, pero ignorábamos que, desde nuestra parti-da, había hecho la cuestión nuevos progresos.Otras mandíbulas idénticas, aunque pertene-

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cientes a individuos de tipos diversos y de na-ciones diferentes, fueron halladas, en las tierraslivianas y grises de ciertas grutas, en Francia,Suiza y Bélgica, como asimismo armas, herra-mientas, utensilios y osamentas de niños, ado-lescentes, adultos y ancianos. La existencia delhombre cuaternario se afirmaba, pues, máscada día.

Pero no era esto sólo. Nuevos despojosexhumados del terreno terciario plioceno hab-ían permitido a otros sabios más audaces aúnasignar a la raza humana una antigüedad muyremota. Cierto que estos despojos no eran osa-mentas del hombre, sino productos de su in-dustria, como tibias y fémures de animales fósi-les, estriados de un modo regular, esculpidos,por decirlo así, y que ostentaban señales evi-dentes del trabajo humano.

El hombre, pues, subió de un solo saltoen la escala de los tiempos un gran número desiglos; era anterior al mastodonte y contem-

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poráneo del elephas meridionalis; tenía, en unapalabra, cien mil años de existencia, toda vezque ésta es la antigüedad asignada por los másafamados geólogos a la formación de los terre-nos pliocénicos.

Tal era a la sazón el estado de la cienciapaleontológica, y lo que conocíamos de ellabastaba para explicar nuestra actitud en pre-sencia de aquel osario del mar de Lidenbrock.Se comprenderán, pues, fácilmente el júbilo y laestupefacción de mi tío, sobre todo cuando,veinte pasos más adelante, encontró frente a síun ejemplar del hombre cuaternario.

Era un cuerpo humano perfectamentereconocible. ¿Había sido conservado durantetantos siglos por un suelo de naturaleza espe-cial, como el del cementerio de San Miguel, deBurdeos? No sabría decirlo. Pero aquel cadáverde piel tersa y apergaminada, con los miembrosaún jugosos —por lo menos a la vista—, con losdientes intactos, la cabellera abundante y las

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uñas de los pies y de las manos prodigiosamen-te largas, se presentaba ante nuestros ojos talcomo había vivido.

Quedé sin hablar ante aquella apariciónde un ser de otra edad tan remota. Mi tío, tanlocuaz y discutidor de costumbre, enmudeciótambién. Levantamos aquel cadáver, lo endere-zamos después; palpábamos su torso sonoro, yél parecía mirarnos con sus órbitas vacías.

Tras algunos instantes de silencio, el ca-tedrático se sobrepuso al tío. Otto Lidenbrock,dejándose llevar de su temperamento, olvidólas circunstancias de nuestro viaje, el medio enque nos hallábamos, la inmensa caverna quenos cobijaba; y, creyéndose sin duda en el Jo-hannaeum, dando una conferencia a sus discí-pulos, dijo en tono doctoral, dirigiéndose a unauditorio imaginario:

—Señores: tengo el honor de presenta-ros un hombre de la época cuaternaria. Gran-des sabios han negado su existencia, y otros, no

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menos ilustres, la han afirmado y defendido. Sise hallasen aquí los Santo Tomás de la paleon-tología lo tocarían con el dedo y se verían obli-gados a reconocer su error. Sé muy bien que laciencia debe ponerse en guardia contra estosdescubrimientos. No ignoro la inicua explota-ción que han hecho de los hombres fósiles losBarnum y otros charlatanes de su misma ralea.Conozco perfectamente la historia de la rótulade Ajax, del supuesto cadáver de Orestes,hallado por los esparteros, y del cadáver deAsterio, de diez codos de largo de que noshabla Pausanias. He leído las memorias relati-vas al esqueleto de Trapani, descubierto en elsiglo XIV, en el cual se creyó reconocer a Poli-femo, y la historia del gigante desterrado du-rante el siglo XVI en los alrededores de Paler-mo. Conocéis, lo mismo que yo, el análisis prac-ticado cerca de Lucerna, en 1577, de las grandesosamentas que el célebre médico Félix Platerdijo pertenecían a un gigante de diecinuevepies. He devorado los tratados de Cassanion, y

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todas las memorias; folletos, discursos y con-tradiscursos publicados a propósito del esque-leto del rey de los cimbrios, Teutoboco, el inva-sor de la Galia, exhumado en 1613 de un arenaldel Delfinado. En el siglo XV hubiera combati-do con Pedro Campet la existencia de los prea-damitas de Scheuchzer. He tenido entre mismanos el escrito titulado Gigans...

Aquí reapareció el defecto peculiar demi tío, quien, cuando hablaba en público, nopodía pronunciar los nombres difíciles.

—El escrito —prosiguió titulado— Gi-gan?...

Pero se atascó de nuevo.

—Giganteo...

¡Imposible! ¡El enrevesado vocablo noquería salir cuánto se hubieran reído del pobreprofesor en el Johanaeum!

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—Gigantosteología —concluyó por fin elprofesor Lidenbrock, entre dos juramentos te-rribles.

Y animándose después, prosiguió:

—¡Sí señores, no ignoro nada de eso! Sétambién que Cuvier y Blumenbach han recono-cido en estas osamentas simples huesos demamut y de otros animales de la época cuater-naria. Pero, en el caso actual, la duda solo seríauna injuria a la ciencia. ¡Ahí tenéis el cadáver!¡Podéis verlo, tocarlo! No se trata de un esque-leto, sino de un cadáver intacto, conservadoúnicamente con un fin antropológico.

No quise contradecir esta aserción.

—Si pudiese lavarlo en una solución deácido sulfúrico añadió el profesor—, haría des-aparecer todas las partes terrosas y esas conchi-llas resplandecientes incrustadas en él. Pero noposeo de momento el precioso disolvente. Sin

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embargo, este cadáver, tal como le veis ahora,nos referirá su historia.

El profesor entonces cogió el cadáverfósil, manejándolo con la destreza de los que sededican a mostrar curiosidades.

—Ya lo veis —prosiguió—, no tiene seispies de altura, y nos encontramos, por tanto, agran distancia de los pretendidos gigantes. Porlo que respecta o la raza a la cual pertenece, esincontestablemente caucásica: la raza blanca, ¡lanuestra! El cráneo de este fósil es regularmenteovoideo, sin un desarrollo excesivo de lospómulos, ni un avance exagerado de la mandí-bula. No presenta ninguna señal de progma-tismo que modifica el ángulo facial8. Medid esteángulo, y hallaréis que tiene cerca de 90°. Pero

8 El ángulo facial está formado por dos planos, uno de ellosmás o menos vertical que es tangente a la frente y a los incisivos,y el otro horizontal que pasa por una apertura de los conductosauditivos y la espina nasal inferior. Llámase progmatismo, en ellenguaje antropológico a la proyección de la mandíbula quemodifica el ángulo facial.

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de ir todavía más lejos en el camino de las de-ducciones, y me atrevería a afirmar que esteejemplar humano pertenece a la familia que seextiende desde la India hasta los límites de laEuropa Occidental. ¡No os sonriáis, señores!

No se sonreía nadie; pero, ¡era tal la cos-tumbre que el profesor tenía de ver sonreír atodo el mundo durante sus sabias disertacio-nes!

—Si —prosiguió, animándose de nue-vo—; se trata de un hombre fósil y contem-poráneo de los mastodontes cuyas osamentasllenan este anfiteatro. Pero no osaré deciros porqué vía han llegado aquí; de qué modo esascapas donde yacían se han deslizado hasta estaenorme caverna del globo. Sin duda, en la épo-ca cuaternaria, se verificaban aún trastornosconsiderables en la corteza terrestre: el enfria-miento continuo del globo producía grietas,sendas, hendeduras por las cuales se escurríaprobablemente una parte del terreno superior.

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No quiere esto decir que sustente yo esta teoría,pero el hecho es que aquí tenemos al hombre,rodeado de las obras de su propia mano, deesas hachas, de esos sílices tallados, que hanconstituido la edad de piedra, y, a menos queno haya venido como yo, como un excursionis-ta, como un cultivador de la ciencia, no puedoponer en duda la autenticidad de su remotoorigen.

Enmudeció el profesor y prorrumpieronmis manos en unánimes aplausos. Por otra par-te, mi tío tenía razón, y otros bastante más sa-bios que su sobrino habrían tenido que tentarsela ropa antes de tratar de combatirle.

Otro indicio. Aquel cadáver fosilizadono era el único que había en aquel inmensoosario. A cada paso que dábamos, encontrába-mos otros nuevos, de suerte que mi tío teníadonde elegir el más maravilloso ejemplar paraconvencer a los incrédulos.

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A decir verdad, era un asombroso es-pectáculo el que ofrecían aquellas generacionesde hombres y de animales confundidos enaquel cementerio. Pero se nos presentaba unagrave cuestión que no osábamos resolver.Aquellos seres animados, ¿se habían deslizado,mediante una conmoción del suelo, hasta lasplayas del mar de Lidenbrock cuando ya esta-ban convertidos en polvo, o vivieron allí, enaquel mundo subterráneo, bajo aquel cielofantástico, naciendo y muriendo como los habi-tantes de la superficie de la tierra? Hasta enton-ces, sólo se nos habían presentado vivos lospeces y los monstruos marinos; ¿erraría aúnpor aquellas playas desiertas algún hombre delabismo?

Capítulo XXXIX

Nuestros pies siguieron hollando duran-te media hora aún aquellas capas de osamentas.Avanzábamos impulsados por una ardiente

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curiosidad. ¿Qué otras maravillas y tesorospara la ciencia encerraba aquella caverna? Mimirada se hallaba preparada para todas lassorpresas, y mi imaginación para todos losasombros.

Las orillas del mar habían desaparecido,hacía ya mucho tiempo, detrás de las colinasdel osario. El imprudente profesor se alejabademasiado conmigo sin miedo de extraviarse.Avanzábamos en silencio bañados por las on-das eléctricas. Por un fenómeno que no puedoexplicar, y gracias a su difusión, que entoncesera completo, alumbraba la luz de una manerauniforme las diversas superficies de los objetos.Como no dimanaba de ningún foco situado enuna punta determinada del espacio, no produc-ía efecto alguno de sombra. Todo ocurría comosi nos encontrásemos en pleno mediodía y enpleno estío, en medio de las regiones ecuatoria-les, bajo los rayos verticales del sol. Todos losvapores habían desaparecido. Las rocas, lasmontañas lejanas, algunas masas confusas de

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selvas alejadas adquirían un extraño aspectobajo la equitativa distribución del fluido lumi-noso. Nos parecíamos al fantástico personaje deHoffmann que perdió su sombra.

Después de una marcha de una milla,llegamos al lindero de una selva inmensa, queen nada se parecía al bosque de hongos próxi-mo a Puerto-Graüben.

Contemplábamos la vegetación de laépoca terciaria en toda su magnificencia. Gran-des palmeras, de especies actualmente extin-guidas, soberbios guanos, pinos, tejos, cipresesy tuyas representaban la familia de las conífe-ras, y se enlazaban entre sí por medio de unainextricable red de bejucos. Una alfombra demusgos y de hepáticas cubría muellemente latierra. Algunos arroyos murmuraban debajo deaquellas sombras, si es que puede aplicárselestal nombre, toda vez que, en realidad, no habíasombra alguna. En sus márgenes crecían hele-chos arborescentes parecidos a los que se crían

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en los invernáculos del mundo habitado. Sólofaltaba el color a aquellos árboles, arbustos yplantas, privados del calor vivificante del sol.Todo se confundía en un tinte uniforme, par-dusco y como marchito. Las hojas no poseíansu natural verdor, y las flores, tan abundantesen aquella época terciaria que las vio nacer, sincolor ni perfume a la sazón, parecían hechos depapel descolorido bajo la acción de la luz.

Mi tío Lidenbrock se aventuró bajoaquellas gigantescas selvas. Yo le seguí no sincierta aprensión. Puesto que la Naturaleza hab-ía acumulado allí una abundante alimentaciónvegetal, ¿quién nos aseguraba que no había ensu interior formidables mamíferos? Veía en losamplios claros que dejaban los árboles derriba-dos y carcomidos por la acción del tiempo,plantas leguminosas acerinas, rubráceas y milotras especies comestibles, codiciadas por losrumiantes de todos los períodos. Después apa-recían confundidos y entremezclados los árbo-les de las regiones más diversas de la superficie

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del globo. Crecía la encina al lado de la palme-ra, el eucalipto australiano se apoyaba en elabeto de Noruega, el abedul del Norte entrela-zaba sus ramas con las del kauris zelandés.Había suficiente motivo para confundir larazón de los más ingeniosos clasificadores de labotánica terrestre.

De repente, me detuve y detuve con lamirada a mi tío.

La luz difusa permitía distinguir losmenores objetos en la profundidad de la selva.Había creído ver... ¡no! ¡veía en realidad conmis ojos unas sombras inmensas agitarse deba-jo de los árboles! Eran. efectivamente, animalesgigantescos; todo un rebaño de mastodontes,no ya fósiles, sino vivos, parecidos a aquellascuyos restos fueron descubiertos en 1801 en laspantanos del Ohio. Contemplaba aquellos ele-fantes monstruosos, cuyas trompas se movíanentre los árboles como una legión de serpientes.Escuchaba el ruido de sus largos colmillos cuyo

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marfil taladraba los viejos troncos. Crujían lasramas, y las hayas, arrancadas en cantidadesenormes, desaparecían por las inmensas faucesde aquellos enormes monstruos.

¡El sueño en que había visto renacer to-do el mundo de los tiempos prehistóricos, delas épocas ternaria y cuaternaria tomaba formareal! Y estábamos allí, solos, en las entrañas delglobo, a merced de sus feroces habitantes

Mi tío miraba atónito.

—Vamos —dijo de repente, asiéndomepor el brazo—. ¡Adelante! ¡Adelante!

—No —exclamé—; carecemos de armas.¿Qué haríamos en medio de ese rebaño de gi-gantescos cuadrúpedos? ¡Venga, tío, venga!¡Ninguna criatura humana podría desafiar im-punemente la cólera de esos monstruos!

—¡Ninguna criatura humana! —respondió mi tío bajando la voz—. ¡Te engañas,Axel! ¡Mira! ¡Mira hacia allí! Me parece que veo

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un ser viviente Un ser semejante a nosotros.¡Un hombre!

Miré, encogiéndome de hombros, re-suelto a llevar mi incredulidad hasta los últi-mos limites: pero no tuve mas remedio querendirme a la evidencia.

¡En efecto, a menos de un cuarto dehora, apoyado sobre el tronco de un enormekauris, un ser humano, un Proteo de aquellassubterráneas regiones, un nuevo hijo de Nep-tuno, apacentaba aquel innumerable rebaño demastodontes!

Inmanis pecoris custos inmanior ipse!

¡Si! inmanior ipse! No se trataba ya delser fósil cuyo cadáver habíamos levantado en elosario, sino de un gigante capaz de imponer suvoluntad a aquellos monstruos. Su talla eramayor de doce pies. Su cabeza, del tamaño dela de un búfalo, desaparecía entre las espesurasde una cabellera inculta, de una melena de cri-

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nes parecida a la de los elefantes de las primiti-vas edades.

Blandía en su mano un enorme tronco,digno de aquel pastor antediluviano.

Habíamos quedado inmóviles, estupe-factos; podíamos ser de un momento a otrodescubiertos; había que huir.

—¡Venga usted! ¡Venga usted! —exclamé, tirando de mi tío, quien, por primeravez, hubo de dejarse arrastrar.

Un cuarto de hora más tarde, nos hallá-bamos fuera de la vista de aquel formidableenemigo.

Y ahora que pienso en ello con tranqui-lidad, ahora que ha renacido la calma en miespíritu, y han transcurrido meses desde esteextraño y sobrenatural encuentro, ¿qué debopensar, qué creer? ¡No! ¡Es imposible! ¡Hemossido juguetes de una alucinación de los senti-dos! ¡Nuestros ojos no vieron lo que creyeron

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ver! ¡No existe en aquel mundo subterráneoningún hombre! ¡No habita aquellas cavernasinferiores del globo una generación humana,que no sospecha la existencia de los pobladoresde la superficie ni se encuentra con ellos encomunicación! ¡Es una insensatez! ¡Una locura!

Prefiero admitir la existencia de algúnanimal cuya estructura se aproxime a la huma-na, de algún enorme simio de las primeras épo-cas geológicas, de algún protopiteco, de algúnmesopiteco parecido al que descubrió el señorLartet en el lecho osífero de Sansan. Sin embar-go, la talla del que vimos nosotros excedía atodas las medidas dadas por la paleontologíamoderna. Mas, no importa, era un simio; sí, unsimio, por inverosímil que sea. Pero ¡un hom-bre, un hombre vivo, y con él toda una gene-ración sepultada en las entrañas de la tierra, escompletamente imposible! ¡Eso, jamás!

Entretanto, habíamos abandonado laselva clara y luminosa, mudos de asombro,

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anonadados bajo el peso de una estupefacciónrayana en el embrutecimiento. Corríamos apesar nuestro. Era aquello una verdadera hui-da, semejante a esos arrastres espantosos quecreemos sufrir en ciertas pesadillas. Instintiva-mente, nos dirigíamos hacia el mar de Liden-brock, y no sé en qué divagaciones se hubieraextraviado mi espíritu, a no ser por una pre-ocupación que me condujo a observaciones másprácticas.

Aunque estaba seguro de pisar un sueloque jamás hollaron mis pasos, advertía con fre-cuencia ciertos grupos de rocas cuya forma merecordaba los de Puerto-Graüben. A veces, hab-ía motivo sobrado para equivocarse. Centena-res de arroyos y cascadas se precipitaban sal-tando entre las rocas. Me parecía ver la capa desurtarbrandr, nuestro fiel Hans-Bach y la grutaen que había yo recobrado la vida. Algunospasos más lejos, la disposición de las estriba-ciones del monte, la aparición de un mochuelo,

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el perfil sorprendente de una roca venía a su-mergirme de nuevo en un piélago de dudas.

El profesor participaba de mi indecisión:no podía orientarse en medio de aquel unifor-me panorama. Lo comprendí por algunas pala-bras que hubieron de escapársele.

—Evidentemente —le dije—, no hemosvuelto a nuestro punto de partida; pero no cabeduda de que, contorneando la playa, nosaproximaremos a Puerto-Graüben.

—En ese caso —respondió mi tío—, esinútil continuar esta exploración, y me parecelo mejor que regresemos a la balsa. Pero, ¿no teengañas, Axel?

—Difícil resulta el dar una contestacióncategórica, porque todas éstas rocas se parecenunas a otras. Creo reconocer, sin embargo, elpromontorio a cuyo pie construyó Hans el arte-facto en que hemos cruzado el Océano. Debe-mos encontrarnos cerca del pequeño puerto, si

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es que no es este mismo —añadí examinandoun surgidero que creí reconocer.

—No, Axel —dijo mi tío— encontraría-mos nuestras propias huellas, al menos, y yo novea nada...

—¡Pues yo sí veo! —exclamé arroján-dome sobre un objeto que brillaba sobre la are-na.

—¿Qué es eso?

—¡Mire usted! —exclamé, mostrando ami tío un puñal que acababa de recoger.

—¡Calma! —dijo este último—. ¿Habíastú traído esa arma contigo?

—No ciertamente; supongo que la habrátraído usted.

—No, que yo sepa; es la primera vezque veo semejante objeto.

—Lo mismo me ocurre a mí, tío.

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—¡Es extraño!

—No, por cierto: es sumamente sencillo;los islandeses suelen llevar consigo esta clasede armas, y ésta pertenece sin duda a nuestroguía, que la ha perdido en esta playa...

—¡A Hans! —dijo mi tío con acento deduda, sacudiendo la cabeza.

Después examinó el arma atentamente.

—Axel —me dijo, al fin, con grave acen-to—, este puñal es un arma del siglo XVI; unaverdadera daga de las que los caballeros lleva-ban a la cintura para asestar el golpe de graciaal adversario: es de origen español, y no hapertenecido ni a Hans, ni a ti, ni a mí.

—¡Como! ¿Quiere usted decir...?

—Mira, si hubiera sido hundida en lagarganta de un ser humano no se habría mella-do de esta suerte; la hoja está cubierta de una

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capa de herrumbre que no data de un día ni deun año, ni de un siglo.

El profesor se animaba, según su cos-tumbre, dejándose arrastrar por su imagina-ción.

—Axel —prosiguió en seguida—, ¡nosencontramos en el verdadero camino del grandescubrimiento! Este puñal ha permanecidoabandonado sobre la arena por espacio de cien,doscientos, trescientos años, y se ha melladocontra las rocas de este mar subterráneo.

—Mas no habrá venido solo ni se habrámellado por sí mismo —exclamé—; ¡alguiennos habrá precedido...!

—Sí. Un hombre.

—Y ese hombre, ¿quién ha sido?

—¡Ese hombre ha grabado su nombrecon este puñal! ¡Ese hombre ha querido seña-larnos otra vez, con su propia mano, el camino

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del centro de la tierra! ¡Busquémosle! ¡Busqué-mosle!

E impulsados por un vivo interés, em-pezamos a recorrer la elevada muralla, exami-nando atentamente las más insignificantes grie-tas que podían ser principio de alguna galería.

De esta suerte llegamos a un lugar enque se angostaba la playa, llegando el mar casia bañar las estribaciones del acantilado, y nodejando más que un paso de una toesa a lo su-mo de anchura.

Entre dos protuberancias avanzadas dela roca, encontramos entonces la entrada de untúnel obscuro; y en una de estas peñas de grani-to descubrieron nuestras ojos, atónitos, dosletras misteriosas, medio borradas ya: las dosiniciales del intrépido y fantástico explorador:

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—¡A. S.! — exclamó mi tío— ¡Arne Sak-nussemm! ¡Siempre Arne Saknussemm!

Capítulo XL

Desde el principio de aquel accidentadoviaje había experimentado tantas sorpresas, quecreí que ya nada en el mundo podría maravi-llarme. Y, sin embargo, ante aquellas dos letras,grabadas tres siglos atrás, caí en un aturdimien-to cercano a la estupidez. No sólo leía en la rocala firma del sabio alquimista, sino que teníaentre mis manos el estilete con que había sidograbada. A menos de proceder de mala fe, nopodía poner en duda la existencia del viajero yla realidad de su viaje.

¡Mientras estas reflexiones bullían en mimente, el profesor Lidenbrock se dejaba arras-trar por un acceso algo ditirámbico en loor deArne Saknussemm.

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—¡Oh maravilloso genio! —exclamó—,¡no has olvidado ninguno de los detalles quepodían abrir a otros mortales las vías de la cor-teza terrestre, y así, tus semejantes puedenhallar, al cabo de tres siglos, las huellas que tusplantas dejaron en el seno de estos subterráneosobscuros ¡Has reservado a otros miradas dis-tintas de las tuyas la contemplación de tan ex-trañas maravillas! Tu nombre, grabado de eta-pa en etapa, conduce derecho a su meta al via-jero dotado de audacia suficiente para seguirte,y, en el centro mismo de nuestro planeta, estarátambién tu nombre, escrito por tu propia mano.Pues bien, también yo iré a firmar con mi manoesta última página de granito! Para que, desdeahora mismo, este cabo, visto por ti, junto a estemar por ti también descubierto, sea para siem-pre llamado el Cabo Saknussemm.

Estas fueron, sobre poco más a menos,las palabras que sus labios pronunciaron, y, aloírlas, me sentí invadido por el entusiasmo querespiraba en ellas.

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Sentí que renacía una nueva fuerza en elinterior de mi pecho; olvidé los padecimientosdel viaje y los peligros del regreso. Lo que otrohombre había hecho también quería hacerlo yo,y nada que fuese humano me parecía imposi-ble.

—¡Adelante! ¡Adelante! —exclamé llenode entusiasmo.

E iba a internarme ya en la obscura ga-lería, cuando el profesor me detuvo, y él, elhombre de los entusiasmos, me aconsejó pa-ciencia y sangre fría.

—Volvamos, ante todo —me dije—, abuscar a nuestro fiel Hans, y traigamos la balsaa este sitio.

Obedecí esta orden, no sin contrariedad,y me deslicé rápidamente por entre las rocas dela playa.

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—Verdaderamente, tío —dije mientrascaminábamos—, que hasta ahora las circuns-tancias todas nos han favorecido.

—¡Ah! ¿Lo crees así, Axel?

—Sin duda de ningún género; hasta latempestad nos ha traído al verdadero camino.¡Bendita la tempestad que nos ha vuelto a estacosta de donde la bonanza nos habría alejado!Supongamos por un momento que nuestraproa —la proa de la balsa— hubiera llegado aencallar en las playas meridionales del mar deLidenbrock ¿qué habría sido de nosotros?Nuestros ojos no hubieran tropezado con elnombre de Saknussemm y actualmente nosveríamos abandonados en una playa sin salida.

—Sí, Axel; es providencial que, nave-gando hacia el Sur, hayamos llegado al Norte, yprecisamente al Cabo Saknussemm. Debo con-fesar que es sorprendente, y que hay aquí unhecho cuya explicación desconozco en absolu-to.

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—¡Bah! ¡Qué importa! Lo que debemosprocurar es aprovecharnos de los hechos, noexplicárnoslos.

—Sin duda, hijo mío, pero…

—Pero vamos a emprender otra vez elcamino que conduce hacia el Norte; a pasarnuevamente por debajo de los países sep-tentrionales de Europa: Suecia, Rusia, Siberia...¡qué sé yo! en vez de engolfarnos bajo los de-siertos de África o las alas del Océano, de lascuales no quiero oír hablar más.

—Sí, Axel, tienes razón, y todo ha veni-do a redundar en provecho nuestro, toda vezque vamos a abandonar este mar que, por suhorizontalidad, no podía conducirnos al lugarapetecido. Vamos a bajar otra vez, a bajar sindescanso, ¡a bajar siempre! Bien sabes que, parallegar al centro del globo, sólo nos quedan queatravesar 1.500 leguas.

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—¡Bah! —exclamé yo— ¡no vale verda-deramente la pena hablar de esa pequeñez! ¡Enmarcha! ¡En marcha!

Este insensato diálogo duraba todavíacuando nos reunimos con el cazador. Todo es-taba preparado para la marcha inmediata; to-dos los bultos habían sido embarcados. Toma-mos asiento en la balsa, y, una vez izada la vela,navegamos, barajando la costa, en demanda delCabo Saknussemm, llevando Hans el timón.

El viento no era favorable para aquel ar-tefacto que no lo podía ceñir, así que en mu-chos lugares tuvimos que avanzar con la ayudade los bastones herrados. A menudo, las pie-dras situadas al filo del agua nos obligaban adar rodeos importantes. Por fin, después detres horas de navegación, es decir, las seis de latarde, llegamos a un lugar propicio para el des-embarco.

Salté a tierra, seguido de mi tío y del is-landés. Esta travesía no disminuyó mi entu-

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siasmo; al contrario, hasta propuse quemarnuestras naves a fin de cortarnos la retirada;pero mi tío se opuso a ello. Le encontré muyfrío.

—Al menos —dije—, partamos sin per-der un momento.

—Sí, hijo mío; pero antes, examinemosesta nueva galería, con objeto de saber si espreciso preparar las escalas.

Mi tío puso en actividad su aparato deRuhmkorlf; dejamos la balsa bien amarrada a laorilla, y nos dirigimos, marchando yo a la cabe-za, a la boca de la galería que sólo distaba deallí veinte pasos.

La abertura, que era casi circular, teníaun diámetro de cinco pies aproximadamente; elobscuro túnel estaba abierto en la roca viva ycuidadosamente barnizado por las materiaseruptivas a las cuales dio paso en otra época suparte inferior se encontraba al nivel del suelo,

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de tal suerte que podía penetrarse en él sin difi-cultad alguna.

Caminábamos por un plano casi hori-zontal, cuando, al cabo de seis pasos, nuestramarcha se vio interrumpida por la interpo-sición de una enorme roca.

—¡Maldita roca! —exclamé con furor, alverme detenido de repente por un obstáculoinfranqueable.

Por más que buscamos a derecha a iz-quierda, por arriba y por abajo, no dimos conningún paso, con ninguna bifurcación. Experi-menté una viva contrariedad, y no me resigna-ba a admitir la realidad del obstáculo. Meagaché, y miré por debajo de la roca sin hallarningún intersticio. Examiné después la partesuperior, y tropecé con la misma barrera degranito. Hans paseó la luz de la lámpara a lolargo de la pared, pero ésta no presentaba lamenor solución de continuidad.

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Era preciso renunciar a toda esperanzade descubrir un paso.

Yo me senté en el suelo, en tanto que mitío recorría a grandes pasos aquel corredor degranito.

—Pero, ¿Saknussemm? —exclamé yo.

—Eso estoy pensando yo —dijo mi tío—. ¿Se vería detenido quizá por esta puerta depiedra?

—¡No, no! —repliqué vivamente—. Estaroca debe haber obstruido la entrada de unamanera brusca a consecuencia de alguna sacu-dida sísmica o de uno de esos fenómenosmagnéticos que agitan todavía la superficieterrestre. Han mediado largos años entre elregreso de Saknussemm y la caída de esta pie-dra. Es evidente que esta galería ha sido en otrotiempo el camino seguido por las lavas, y que,entonces, las materias eruptivas circulaban porella libremente. Mire usted, hay grietas recien-

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tes que surcan este techo de granito, construidocon trazos de piedras enormes, como si la manode algún gigante hubiera trabajado en esta obs-trucción; pero un día, el empuja fue más fuerte,y este bloque, cual clave de una bóveda quefalla, se deslizó hasta el suelo, dejando obstrui-do el paso. Henos, pues, ante un obstáculo ac-cidental que no encontró Saknussemm, y, si nola removemos, somos indignos de llegar al cen-tro del mundo.

Este era mi lenguaje, cual si el alma delprofesor se hubiese albergado en mí toda ente-ra. Me inspiraba el genio de los descu-brimientos. Olvidaba lo pasado y desdeñaba loporvenir. Ya nada existía para mí en la superfi-cie del esferoide en cuyo seno me había engol-fado: ni ciudades, ni campos, ni Hamburgo, nila König-strasse, ni mi pobre Graüben, que, a lasazón, debía creerme para siempre perdido enlas entrañas de la tierra.

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—Abrámonos camino a viva fuerza —dijo mi tío—; derribemos esta muralla a golpesde azadón y de piqueta.

—Es demasiado dura para eso —exclamé yo.

—Entonces...

—Recurramos a la pólvora. Practique-mos una mina y volemos el obstáculo.

—¡La pólvora!

—¡Sí, sí! ¡Sólo se trata de volar un trozode roca!

—¡Manos a la obra, Hans! —exclamóentonces mi tío.

Volvió el islandés a la bolsa y pronto re-gresó con un pico, del cual hubo de servirsepara abrir un pequeño barreno. No era trabajosencillo. Se trataba de abrir un orificio lo bas-tante considerable para contener cincuenta li-bras de algodón pólvora cuya fuerza expansiva

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es cuatro veces mayor que la de la pólvora or-dinaria.

Me hallaba en un estado de sobreexcita-ción espantoso. Mientras Hans trabajaba ayudéactivamente a mi tío a preparar una larga me-cha hecha de pólvora mojada y encerrada enuna especie de tripa de tela.

—¡Pasaremos! —decía yo.

—¡Pasaremos! —repetía mi tío.

A media noche, nuestro trabajo de zapaestaba terminado por completo; la carga dealgodón pólvora había sido depositada en elbarreno, y la mecha se prolongaba a lo largo dela galería hasta salir al exterior.

Sólo faltaba una chispa para provocar laexplosión.

—¡Hasta mañana! —dijo el profesor en-tonces.

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Fue preciso resignarse, y esperar todav-ía durante seis largas horas.

Capítulo XLI

El siguiente, jueves 27 de agosto, fueuna fecha célebre de aquel viaje subterráneo.No puedo acordarme de ello sin que el espantohaga aún palpitar mi corazón.

A partir de aquel momento, nuestrarazón, nuestro juicio y nuestro ingenio dejaronde tener participación alguna en los aconteci-mientos, convirtiéndonos en meros juguetes delos fenómenos de la tierra.

A las seis, ya estábamos de pie. Seaproximaba el momento de abrirnos paso através de la corteza terrestre, por medio de unaexplosión.

Solicité para mí el honor de dar fuego ala mina. Una vez hecho esto, debería reunirmea mis compañeros sobre la balsa que no había

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sido descargada, y enseguida nos alejaríamos,con el fin de substraemos a los peligros de laexplosión, cuyos efectos podrán no limitarse alinterior del macizo.

La mecha, según nuestros cálculos, deb-ía tardar diez minutos en comunicar el fuego ala mina. Tenía, pues, tiempo bastante para re-fugiarme en la balsa.

Me preparé, no sin cierta emoción, adesempeñar mi papel.

Después de almorzar muy deprisa, seembarcaron mi tío y el cazador, quedándomeya en la orilla, provisto de una linterna encen-dida que debía servirme para dar fuego a lamecha.

—Anda, hijo mío —me dijo el profe-sor—. Prende fuego al artificio y regresa inme-diatamente.

—Esté usted tranquilo, tío, que no meentretendré en el camino.

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Me dirigí en seguida hacia la aberturade la galería, abrí la linterna y cogí la extremi-dad de la mecha.

El profesor tenía el cronómetro en lamano.

—¿Estás listo? —me gritó.

—¡Listo! —le respondí.

—Bien, pues, ¡fuego!, hijo mío.

Acerqué rápidamente a la llama mi pun-ta de la mecha que empezó a chisporrotear en-seguida, y corriendo como una exhalación,volví a la orilla.

—Embarca —me dijo mi tío—, que va-mos a desatracar.

Salté a bordo, y Hans, de un violentoempujón, nos impulsó hacia el mar, alejándosela balsa unas veinte toesas.

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Fue un momento de viva ansiedad; elprofesor no apartaba la vista de las manecillasdel cronómetro.

Faltan cinco minutos —decía—. Faltancuatro. Faltan tres.

Mi pulso latía con violencia.

—¡Faltan dos! ¡Falto uno...! ¡Desplom-áos, montañas de granito!

¿Qué sucedió entonces? Me parece queno oí el ruido de la detonación; pero la formade las rocas se modificó de pronto. Pareció co-mo si se hubiese descorrido un telón.

Vi abrirse en la misma playa un inson-dable abismo. El mar, como presa de un vértigohorrible. Se convirtió en una ola enorme, sobrelo cual se levantó la bolsa casi perpendicular-mente.

Las tres nos desplomamos. En menos deun segundo, se extinguió la luz y quedamos

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sumidos en las más espantosas tinieblas. Sentídespués que faltaba el punto de apoyo, no amis pies, sino a la balsa. Creí que se nos iba apique; pero no fue así, por fortuna. Hubieradeseado dirigir la palabra a mi tío; pero el rugirde las olas le habría impedido el oírme.

A pesar de las tinieblas, del ruido, de lasorpresa y de la emoción, comprendí la queacababa de ocurrir.

Al otro lado de la roca que habíamos vo-lado existía un abismo. La explosión había pro-vocado una especie de terremoto en aquel te-rreno agrietado; el abismo se había abierto, yconvertido en torrente, nos arrastraba hacia él.

Me consideré perdido.

Una hora, dos horas... ¡qué se yo! trans-currieron así. Nos entrelazamos los brazos, nosasíamos fuertemente con las manos a fin de noser despedidos de la balsa. Se producían con-mociones de extremada violencia cada vez que

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esta última chocaba contra las paredes. Estoschoques, sin embargo. eran raros, de dondededuje que la galería se ensanchaba considera-blemente. Aquél era, a no dudarlo, el caminode Saknussemm; pero en vez de descender no-sotros solos, habíamos arrastrado todo un marcon nosotros, gracias a nuestra imprudencia.

Bien se comprenderá que estas ideasasaltaron mi mente de un modo vago y obscu-ro, costándome mucho trabajo asociarlas du-rante aquella vertiginosa carrera que parecíauna caída. A juzgar por el aire que me azotabala cara, nuestra velocidad debía ser superior ala de los trenes más rápidos. Era, pues, imposi-ble encender una antorcha en tales condiciones,y nuestro último aparato eléctrico se había des-trozado en el momento de la explosión.

Grande fue, pues, mi sorpresa al ver re-pentinamente brillar una luz a mi lado, queiluminó el semblante de Hans. El hábil cazadorhabía lograda encender la linterna, y, aunque

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su llama vacilaba, amenazando apagarse, lanzóalgunas resplandores en aquella espantosa obs-curidad.

La galería era ancha, cual ya me habíafigurado. Nuestra insuficiente luz no nos per-mitía ver sus dos paredes a un tiempo. La pen-diente de las aguas que nos arrastraban excedíaa la de los rápidos más insuperables de Améri-ca; su superficie parecía formada por un haz deflechas líquidas, lanzadas con extremada vio-lencia. No encuentro otra comparación queexprese mejor mi idea. La balsa corría a vecesdando vueltas, al impulso de ciertos remolinos.Cuando se aproximaba a las paredes de la ga-lería, acercaba a ellas la linterna, y su luz mepermitía apreciar la velocidad que llevábamosal ver que los salientes de las rocas trazabanlíneas continuas, de suerte que nos hallábamos,al parecer, encerrados en una red de líneas mo-vedizas. Calculé que nuestra velocidad debíaser de treinta leguas por hora.

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Mi tío y yo nos mirábamos con inquie-tud, agarrados al trozo de mástil que quedaba,pues, en el momento de la explosión, este últi-mo se había roto en dos pedazos. Marchábamoscon la espalda vuelta al aire, para que no nosasfixiase la rapidez de un movimiento queningún poder humano podía contrarrestar.

Las horas, entretanto, transcurrían, y lasituación no cambiaba, hasta que un nuevoincidente vino a complicarla.

Como tratase de arreglar un poco lacarga, vi que la mayor parte de los objetos quecomponían nuestro impedimento habían des-aparecido en el momento de la explosión,cuando fuimos envueltos por el mar. Quisesaber exactamente a qué atenerme respecto alos recursos con que contábamos, y, con la lin-terna en la mano, empecé a hacer un recuento.De nuestros instrumentos, solamente quedabanla brújula y el cronómetro. Las escalas y lascuerdas se reducían a un pedazo de cable enro-

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llado alrededor del trozo de mástil. No queda-ba un azadón, ni un pico ni un martillo, y ¡ohdesgracia irreparable!, no teníamos víveres másque para un solo día.

Me puse a registrar los intersticios de labalsa, los más insignificantes rincones forma-dos por las vigas y las juntas de las tablas. ¡Pe-ro, nada! Nuestras provisiones consistían úni-camente en un trozo de carne seca y algunasgalletas.

Me quedé como alelado, sin querercomprender. Y, bien mirado, ¿porqué preocu-parme de aquel peligro? Aun cuando hubiése-mos tenido víveres suficientes para meses yaun para años, ¿cómo salir de los abismos a quenos arrastraba aquel irresistible torrente? ¿Aque temer las torturas del hambre cuando yame amenazaba la muerte bajo tantas otras for-mas? ¿Acaso teníamos tiempo de morir de ina-nición?

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Sin embargo, por una inexplicable rare-za de la imaginacion, olvidé los peligros inme-diatos ante las amenazas de lo porvenir quehubieran de mostrárseme con todo su espanto-so horror. Además, ¿No podríamos escapar alos furores del torrente y volver a la superficiedel globo? ¿De qué manera? Lo ignoro.¿Dónde? ¡El lugar no hacía al caso! Una proba-bilidad contra mil no deja de ser siempre unaprobabilidad; en tanto que la muerte por ham-bre no nos dejaba siquiera ni un átomo de espe-ranza.

Se me ocurrió la idea de decírselo todo ami tío, de manifestarle el desamparo en que nosencontrábamos, y de hacer el cálculo exacto deltiempo que nos quedaba de vida; pero tuve elvalor de callarme. Quise que conservase todasu serenidad.

En aquel momento, se debilitó poco apoco la luz de la linterna, hasta que se extin-guió por completo. La mecha se había consu-

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mido hasta el fin. La obscuridad se hizo denuevo absoluta. No había que soñar ya conpoder desvanecer sus impenetrables tinieblas.Nos quedaba una antorcha todavía; pero habríasido imposible el mantenerla encendida. En-tonces cerré los ojos, como un niño pequeño,para no ver las tinieblas.

Después de un período de tiempo bas-tante considerable, se redobló la velocidad denuestra vertiginosa carrera. La mayor fuerzacon que el aire me azotaba la cara me lo hubode hacer notar. La pendiente de las aguas sehacía cada vez mayor. Creo verdaderamenteque caíamos en vez de resbalar. La impresiónque sentía era la de una caída casi vertical. Lasmanos de mi tío y las de Hans, fuertementeaferradas a mis brazos, me retenían con vigor.

De repente, después de un espacio detiempo que no puedo precisar, sentimos comoun choque; la balsa no había tropezado conningún cuerpo duro, pero se había detenido de

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repente en su caída. Una tromba de agua, unainmensa columna líquida cayó entonces sobreella. Me sentí sofocado; me ahogaba.

Esta inundación momentánea no duró,sin embargo, mucho tiempo. Al cabo de algu-nos segundos me encontré de nuevo al airelibre, que respiraron con avidez mis pulmones.Mi tío y Hans me apretaban los brazos hastacasi rompérmelos, y los tres nos hallábamosaún encima de la balsa.

Capítulo XLII

Calculo que serían entonces las diez dela noche. El primero de mis sentidos que volvióa funcionar después de la zambullida fue eloído. Oí casi enseguida —porque fue un ver-dadero acto de audición—, oí, repito, restable-cerse el silencio dentro de la galería, reempla-zando a los rugidos que durante muchas horasaturdieron mis oídos. Por fin llegó hasta mícomo un murmullo la voz de mi tío, que decía:

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—¡Subimos!

—¿Qué quiere usted decir? —exclamé.

—¡Que subimos, sí, que subimos!

Extendí entonces el brazo, toqué la pa-red con la mano y la retiré ensangrentada. Su-bimos, en efecto, con una velocidad espantosa.

—¡La antorcha la antorcha! —exclamó elprofesor.

Hans no sin dificultades, logró, al fin,encenderla, y, aunque la llama de la luz se diri-gió de arriba abajo, a consecuencia del movi-miento ascensional, produjo claridad suficientepara alumbrar toda la escena.

—Todo sucede como me lo había ima-ginado —dijo mi tío— nos hallamos en un es-trecho pozo que sólo mide cuatro toesas dediámetro. Después de llegar el agua al fondodel abismo, recobra su nivel natural y nos elevaconsigo.

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—¿A dónde?

—Lo ignoro en absoluto; pero convieneestar preparados para todos los acontecimien-tos. Subimos con una velocidad que calculo endos toesas por segundo, o sea ciento veinte toe-sas por minuto, a más de tres leguas y mediapor hora. A este paso, se adelanta bastante ca-mino.

—Sí, si nada nos detiene; si tiene salidaeste pozo. Pero si está taponado, si el aire secomprime poco a poco bajo la presión enormede la columna de agua, vamos a ser aplastados.

—Axel —respondió el profesor, conmucha serenidad—, la situación es casi deses-perada; pero hay aún algunas esperanzas desalvación, que son las que examino. Si es muycierto que a cada instante podemos perecer, nolo es menos que a cada momento podremostambién ser salvados. Pongámonos, pues, ensituación de aprovechar las menores circuns-tancias.

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—Pero, ¿qué podemos hacer?

—Preparar nuestras fuerzas, comiendo.

Al oír estas palabras, miré a mi tío conojos espantados. Había sonado la hora de decirlo que había querido ocultar.

—¿Comer? —repetí.

—Sí, ahora mismo.

El profesor añadió algunos palabras endanés.

—¡Cómo! —exclamó mi tío—. ¿Se hab-ían perdido las provisiones?

—Sí, he aquí todo lo que nos resta ¡untrozo de cecina para los tres!

Mi tío me miró sin querer comprendermis palabras.

—¿Qué tal? —le pregunté— ¿Cree ustedtodavía que podremos salvarnos?

Mi pregunta no obtuvo respuesta.

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Transcurrió uno hora más y empecé aexperimentar un hambre violenta. Mis compa-ñeros padecían también, a pesar de lo cual nin-guno de las tres nos atrevíamos a tocar aquelmiserable resto de alimentos.

Entretanto, subíamos sin cesar con terri-ble rapidez. Faltándonos a veces la respiración,como a los aeronautas cuando ascienden convelocidad excesiva. Pero si éstos sienten un fríotanto más intenso cuanto mayor es la altura aque se elevan en las regiones aéreas, nosotrosexperimentábamos un efecto absolutamentecontrario. Crecía la temperatura de una manerainquietante, y en aquellos momentos no debíabajar de 40°.

¿Qué significaba aquel cambio? Hastaentonces, los hechos habían dado la razón a lasteorías de Davy y de Lidenbrock; hasta enton-ces las condiciones particulares de las rocasrefractarias, de la electricidad, del magnetismo,habían modificado las leyes generales de la

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Naturaleza, proporcionándonos una tempera-tura moderada; porque la teoría del fuego cen-tral siendo; en mi opinión, la única verdadera,la única explicable. ¿Ibamos a penetrar enton-ces en un medio en que estos fenómenos secumplían en todo sin rigor, y en el cual el calorreducía las rocas a un estado completo de fu-sión? Así me lo temía, y por eso dije al profesor:

—Si nos ahogamos o nos estrellamos, ysi no nos morimos de hambre, nos queda siem-pre la probabilidad de ser quemados vivos.

Pero él se contentó con encogerse dehombros, y se abismó de nuevo en sus reflexio-nes.

Transcurrió una hora más, y, salvo unligero aumento de la temperatura no vinoningún nuevo incidente a modificar la situa-ción. Al fin, rompió el silencio mi tío.

—Veamos —dijo— preciso tomar unpartido.

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—¿Tomar un partido? —repliqué.

—Sí; es preciso reparar nuestras fuerzas.Si tratamos de prolongar nuestra existenciaalgunas horas, economizando ese resto de ali-mentos, permaneceremos débiles hasta el fin.

—Sí, hasta el fin, que no se hará esperar.

—Pues bien, si se presenta una ocasiónde salvarnos, ¿dónde hallaremos la fuerza ne-cesaria para obrar, si permitimos que nos debi-lite el ayuno?

—Y una vez que devoremos este pedazode carne, ¿qué nos quedará ya, tío?

—Nada, Axel, nada; pero, ¿te alimen-tará más comiéndolo con la vista? ¡Tus razo-namientos son propios de un hombre sin vo-luntad, de un ser sin energía!

—Pero, ¿aún conserva usted esperan-zas? —le pregunté, irritado.

—Sí —replicó el profesor, con firmeza.

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—¡Cómo! ¿Cree usted que existe algúnmedio de salvación.

—Sí, por cierto. Mientras el corazón lata,mientras la carne palpite, no me explico que unser dotado de voluntad se deje dominar por ladesesperación.

Qué admirables palabras El hombre quelas pronunciaba en circunstancias tan críticas,poseía indudablemente un temple poco común.

—Pero, en fin —dije yo—, ¿qué preten-de usted hacer?

——Comer lo que queda de alimentoshasta la última migaja para reparar nuestrasperdidas fuerzas. Si está escrito que esta comi-da nuestra sea la última, tengamos resignación;pero, al menos, en vez de estar extenuados,volveremos o ser hombres.

—¡Comamos, pues! —exclamé.

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Tomó mi tío el trozo de carne y las po-cas galletas salvados del naufragio, hizo trespartes iguales y las distribuyó. Nos cupo,próximamente una libra de alimentos a cadauno. El profesor comió con avidez, con unaespecie de entusiasmo febril; yo, sin gusto, apesar de mi hambre, y casi con repugnancia;Hans, tranquilamente, con moderación, a boca-dos menudos que masticaba sin ruido y sabo-reaba con la calma de un hombre a quien loporvenir no le inquieta. Huroneando bien, hab-ía encontrado una calabaza mediada de ginebraque nos ofreció, y aquel licor benéfico logróreanimarme un poco.

—Föttraflig! —dijo Hans, bebiendo a suturno.

—¡Excelente! —respondió mi tío.

Había recobrado algo la esperanza; peronuestra última comida acababa de terminarse.Eran entonces las cinco de la mañana.

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La constitución del hombre es tal, quesu salud es un efecto puramente negativo; unavez satisfecha la necesidad de comer, es difícilimaginarse los horrores del hambre; es precisoexperimentarlos para comprenderlos. Al salirde prolongada abstinencia, algunos bocados degalleta y de carne triunfaron de nuestros pasa-dos dolores.

Sin embargo, después de este banquete,cada cual se entregó a sus reflexiones. ¿En quésoñaba Hans, el hombre del extremo Occidente,quien poseía la resignación fatalista de losorientales? Por lo que a mí respecta, mis pen-samientos se encontraban llenos de recuerdos yéstos me conducían a la superficie del globo,que nunca hubiera debido abandonar. La casade la König-strasse, mi pobre Graüben, la exce-lente Marta pasaron, cual visiones, por delantede mis ojos, y, en los lúgubres ruidos que setransmitían a través del macizo de granito, cre-ía sorprender el ruido de las ciudades de latierra.

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Por lo que respecta a mi tío, aferradosiempre a su idea, examinaba con escrupulosaatención la naturaleza de los terrenos; tratabade darse cuenta de su situación, observando lascapas superpuestas. Este cálculo, o por mejordecir esta apreciación, tan sólo podía seraproximada para un sabio que es siempre unsabio, cuando logra conservar su sangre fría, yhay que reconocer que el profesor Lidenbrockposeía esta cualidad en un grado poco común.

Le oía murmurar palabras de la cienciageológica, que me eran bien conocidas; y estoera causa de que, aun a mi pesar, me interesaseen aquel supremo estudio.

—Granito eruptivo —decía—; noshallamos aún en la época primitiva; pero, comoascendemos sin cesar, ¿quién sabe, todavía?

¡Quién sabe! Aún no había perdido laesperanza. Palpaba con la mano la pared verti-cal, y algunos instantes después, proseguía:

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—He aquí los gneis. He aquí los micaes-quistos. ¡Bueno! Pronto llegarán los terrenos dela época de transición, y entonces...

¿Qué quería decir el profesor? ¿Podíamedir el espesor de la corteza terrestre suspen-dida sobre nuestras cabezas? ¿Poseía algúnmedio de hacer semejante cálculo? No. Le fal-taba el manómetro, y la mera apreciación nopodía suplir sus preciosas indicaciones.

Sin embargo, la temperatura aumentabaen progresión importante, y me sentía bañadode sudor en medio de una atmósfera abrasado-ra. Sólo podía compararla al calor que despidenlos hornos de una fundición cuando se efectúanlas coladas. Poco a poco, Hans, mi tío y yo noshabíamos ido despojando de nuestros chaque-tas y chalecos; la prenda más ligera causaba ungran malestar, por no decir sufrimiento.

—¿Será acaso que subimos hacia un fo-co incandescente? —exclamé, en un momentoen que el calor aumentaba.

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—No —respondió mi tío—; es imposi-ble, ¡imposible!

—Sin embargo —insistí yo, palpando lapared—, esta muralla quema.

Al decir esto, rozó mi mano la superficiedel agua y tuve que retirarlo a todo prisa.

—¡El agua abrasa! —exclame.

El profesor esta vez respondió solamen-te con un gesto de cólera.

Un terror invisible se apoderó entoncesde mi mente y ya no me fue posible verme librede él. Presentía una catástrofe próxima, tanespantosa como la imaginación más audaz nohubiera podido concebir. Una idea, incierta yvaga primero, se trocó en certidumbre en miespíritu. La rechacé, mas tornó con obstinaciónnuevamente. No me atrevía a formularla sinembargo, algunas observaciones involuntariasme hicieron adquirir la convicción. A la dudosaluz de la antorcha, advertí en las capas graníti-

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cas movimientos desordenados; iba evidente-mente a producirse un fenómeno en el que laelectricidad desempeñaba un papel; además,aquel calor excesivo, aquel agua en ebullición...Decidí observar la brújula, pero estaba comoloca.

Capítulo XLIII

¡Si, sí! ¡Estaba como loca! La aguja salta-ba de un polo al otro con bruscas sacudidas;recorría todos los puntos del cuadrante, y gira-ba como si se hallase poseída de un vértigo.

Sabía que, según las teorías más acepta-das, la corteza mineral del globo no se encuen-tra jamás en estado de reposo absoluto. Lasmodificaciones originadas por la descomposi-ción de las materias internas, la agitación pro-ducida por las grandes corrientes líquidas, laacción del magnetismo, tienden incesantementea conmoverla, aunque los seres diseminados ensu superficie no sospechen siquiera la existen-

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cia de estas agitaciones. Así, pues, por sí solo,este fenómeno no me habría causado susto, o,por lo menos no me habría hecho concebir unaidea tan terrible.

Mas otros hechos, ciertos detalles sui ge-neris, no pudieron engañarme por más tiempo;las detonaciones se multiplicaban con una es-pantosa intensidad; sólo podía compararlas conel ruido que producirían un gran número decarros arrastrados rápidamente sobre un bruscoempedrado. Era un trueno continuo.

Después, la brújula, enloquecida, sacu-dida por los fenómenos eléctricos, me confir-maba en mi opinión; la corteza mineral amena-zaba romperse; los macizos graníticos, juntarse;el vacío, llenarse; el pozo, rebosar, y nosotros,pobres átomos, íbamos a ser triturados en aque-lla formidable compresión.

—¡Tío, tío! —exclamé—; ¡ahora sí queestamos perdidos!

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—¿Que motiva tu nuevo terror? —merespondió con calma sorprendente—. ¿Quétienes? ¿Qué te pasa?

—¡Que qué tengo! Observe usted esasparedes que se agitan, ese macizo que se dislo-ca, esa agua en ebullición, los vapores que seespesan, esta aguja que oscila, este calor insu-frible, indicios todos de tan enorme terremoto.

Mi tío sacudió la cabeza con calma.

—¿Un terremoto has dicho? —me pre-guntó.

—Sí, ciertamente.

—No, hijo mío; me parece que te enga-ñas.

—¡Cómo! ¿No son éstos los signos pre-cursores...?

—¿De un terremoto? ¡No! Espero algomás grande.

—¿Qué quiere usted decir?

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—¡Una erupción, Axel!

—¡Una erupción! —exclamé—. ¿Noshallamos en la chimenea de un volcán en acti-vidad?

—Así lo creo —dijo el profesor sonrien-do—: y a fe que es lo mejor que pudiera ocu-rrirnos.

¡Lo mejor que pudiera ocurrirnos! ¡Peroentonces mi tío se había vuelto loco! ¿Qué sig-nificado tenían sus palabras? ¿Cómo explicarsesu sonrisa?

—¡Cómo! —exclamé—, nos hallamosenvueltos en una erupción volcánica, la fatali-dad nos ha arrojado en el camino de las lavasincandescentes, de las rocas encendidas, de lasaguas hirvientes, de todas las materias erupti-vas; vamos a ser repelidos, expulsados, arroja-dos, vomitados, lanzados al espacio entre rocasenormes, en medio de una lluvia de cenizas yde escorias, envueltos en un torbellino de lla-

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mas, ¡y aún se atreve usted a decir que es lomejor que pudiera sucedernos!

—Sí —dijo el profesor, mirándome porencima de las gafas—, ¡porque es la única pro-babilidad que tenemos de volver a la superficiede la tierra!

Renuncié a enumerar las mil ideas quecruzaron entonces por mi mente. Mi tío teníarazón en todo absolutamente, y jamás me pare-ció ni más audaz ni más convencido que enaquellos instantes en que esperaba y veía venircon calma las temibles contingencias de unaerupción.

Entretanto, seguíamos subiendo, no ce-sando en toda la noche nuestro movimientoascensional; el estrépito que nos rodeaba crecíaconstantemente; me sentía casi asfixiado, y es-taba convencido de que mi última hora se acer-caba; sin embargo, la imaginación es tan rara,que me entregué a una serie de reflexiones ver-daderamente pueriles. Pero lejos de dominar

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mis pensamientos, me encontraba subordinadoa ellos.

Era evidente que subíamos, empujadospor un aluvión eruptivo; debajo de la balsahabía aguas hirvientes, y debajo de éstas, unapasta de lavas, un conglomerado de rocas que,al llegar a la boca del cráter, se dispersarían entodas direcciones. Nos encontrábamos, pues, enla chimenea de un volcán. Sobre esto, no habíaduda.

Pero en esta ocasión, no se trataba delSneffels, volcán apagado ya, sino de otro volcánen plena actividad. Por eso me devanaba lossesos pensando en cuál podía ser aquella mon-taña y en qué parte del mundo íbamos a servomitados.

En las regiones del Norte, sin duda deningún género. Antes de volverse loca la brúju-la, nos había indicado siempre que mar-chábamos hacia el Norte; y, a partir del CaboSaknussemm, habíamos sido arrastrados cente-

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nares de leguas en esta dirección. Ahora bien,¿nos hallábamos otra vez debajo de Islandia?¿Ibamos a ser arrojados por el cráter del Hecla,o por alguno de los siete montes ignívomos dela isla?

En un radio de 500 leguas, al Oeste, noveía, bajo aquel paralelo, más que los volcanesmal conocidos de la costa noroeste de América.Al Este, sólo existía uno en el 80° de latitud elEsk, en la isla de Juan Mayen, no lejos de Spitz-berg. Cráteres no faltaban, ciertamente, y bas-tante espaciosos para vomitar un ejército ente-ro; pero yo pretendía adivinar por cuál de ellosíbamos a ser arrojados.

Al amanecer, se aceleró el movimientoascensional. El hecho de que aumentara el ca-lor, en vez de disminuir, al aproximarnos a lasuperficie del globo, se explica por ser local ydebido a la influencia volcánica. Nuestro géne-ro de locomoción no podía dejar en mi ánimo lamás ligera duda sobre este particular; una fuer-

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za enorme, una fuerza de varios centenares deatmósferas, engendrada por los vapores acu-mulados en el seno de la tierra, nos impulsabacon energía irresistible. Pero, ¡a qué innumera-bles peligros nos exponíamos!

No tardaron en penetrar en la galeríavertical, que iba aumentando en anchura, refle-jos amarillentos, a cuya luz distinguía a derechaa izquierda, profundos corredores que semeja-ban túneles inmensos de los que se escapabanespesos vapores, y largas lenguas de fuego lam-ían chisporroteando sus paredes.

—¡Mire usted! ¡Mire usted, tío! —exclamé.

—¡No te importe. Son llamas sulfurosasque no faltan en ninguna erupción.

—Pero, ¿y si nos envuelven?

—No nos envolverán.

—Pero, ¿y si nos asfixian?

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—No nos asfixiarán; la galería se ensan-cha, y, si fuere necesario, abandonaríamos labalsa para guarecernos en alguna grieta.

—¿Y el agua? ¿Y el agua que sube?

—Ya no hay agua ninguna, Axel, sinouno especie de pasta de lava que nos eleva con-sigo hasta la boca del cráter.

En efecto, la columna líquida había des-aparecido, siendo reemplazado por materiaseruptivas bastante densas, aunque hirvientes.La temperatura se hacía insoportable, y untermómetro expuesto en aquella atmósferahabría marcado más de 70°. El sudor me inun-daba, y si la ascensión no hubiera sido tanrápida, nos habríamos asfixiado sin duda.

No insistió el profesor en su propósitode abandonar la balsa, e hizo bien. Aquel pu-ñado de tablas mal unidas ofrecían una superfi-cie sólida, un punto de apoyo que, de otro mo-do, no hubiéramos hallado.

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A eso de las ocho de la mañana, sobre-vino un nuevo incidente. Cesó el movimientoascensional de improviso y la balsa quedócompletamente inmóvil.

—¿Qué es esto? —pregunté yo, sacudi-do por aquella parada repentina que me hizo elefecto de un choque.

—Un alto —respondió mi tío.

—¿Es que la erupción se calma?

—Me parece que no.

Me levanté y traté de averiguar lo queocurría en torno nuestro. Tal vez la balsa, dete-nida por alguna roca saliente, oponía una resis-tencia momentánea a la masa eruptiva. En estecaso, era preciso apresurarse a librarla cuantoantes del tropiezo.

Mas no había obstáculo alguno. La co-lumna de cenizas, escorias y piedras, había de-jado de subir de una manera espontánea.

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—¿Se habrá detenido la erupción porventura?—dije yo.

—¡Ah! —exclamó mi tío, apretando losdientes— si tal temes, tranquilízate, hijo mío!;esta calma no puede prolongarse; hace cincominutos que dura, y no tardaremos en reanu-dar nuestra ascensión hacia la boca del cráter.

Al hablar así, el profesor no cesaba deconsultar su cronómetro, y tampoco esta vez seequivocó en sus pronósticos. Pronto volvió aadquirir la balsa un movimiento rápido y des-ordenado que duró dos minutos aproximada-mente y se detuvo de nuevo.

Bueno —dijo mi tío, mirando la hora—,dentro de diez minutos nos pondremos enmarcha nuevamente.

—¿Diez minutos?

—Sí. Nos hallamos en un volcán deerupción intermitente, que nos deja respirar almismo tiempo que él.

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Así sucedió en efecto. A los diez minu-tos justos, fuimos empujados de nuevo con unavelocidad asombrosa.

Era preciso agarrarse fuertemente a lastablas para no ser despedidos de la balsa. Des-pués, cesó otra vez la impulsión.

Más tarde he reflexionado acerca de esteextraño fenómeno, sin podérmelo explicar deun modo satisfactorio. Sin embargo, me pareceevidente que no nos encontrábamos en la chi-menea principal del volcán, sino en algún con-ducto accesible donde repercutían los fenóme-nos que en aquélla tenían efecto.

No puedo precisar cuántas veces se re-pitió esta maniobra; lo que sí puedo decir esque, cada vez que se reproducía el movimiento,éramos despedidos con una violencia mayorrecibiendo la impresión de ser lanzados dentrode un proyectil.

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Mientras permanecíamos parados, measfixiaba; y, durante las ascensiones, el aireabrasador me cortaba la respiración. Pensé uninstante en el placer inmenso de volverme aencontrar súbitamente en las regiones hiperbo-reales a una temperatura de 30° bajo cero. Miimaginación exaltada se paseaba por las llanu-ras de nieve de las regiones árticas, y anhelabael momento de poderme revolcar sobre la hela-da alfombra del polo.

Poco a poco, mi cabeza, trastornada portan reiteradas sacudidas, se extravió, y a no serpor los brazos vigorosos de Hans, en más deuna ocasión me habría destrozado el cráneocontra la pared de granito.

No he conservado ningún recuerdo pre-ciso de lo que ocurrió durante las horas si-guientes. Tengo una idea confusa de detona-ciones continuas, de la agitación del macizo degranito, del movimiento giratorio que se apo-deró de la balsa, la cual se balanceaba sobre las

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olas de lava, en medio de una lluvia de cenizas.La envolvieron llamas crepitantes. Un vientohuracanado, como despedido por un ventiladorcolosal activaba los fuegos subterráneos.

Por vez postrera vi el semblante deHans alumbrado por los resplandores de unincendio, y no experimenté más sensación queel espanto siniestro del hombre condenado amorir atado a la boca de un cañón, en el mo-mento en que sale el tiro y dispersa sus miem-bros por el aire.

Capítulo XLIV

Cuando volví a abrir los ojos, me sentíasido por la cintura por la mano vigorosa deHans, quien, con la otra, sostenía también a mitío. No me encontraba herido gravemente, perosi magullado por completo cual si hubiera reci-bido una terrible paliza.

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Me encontré tendido sobre la vertientede una montaña, a dos pasos de un abismo enel cual me habría precipitado al menor movi-miento. Hans me había salvado de la muertemientras rodaba por los flancos del cráter.

—¿Dónde estamos? —preguntó mi tío,dando muestras de gran irritación por habersalido a la superficie de la tierra.

El cazador se encogió de hombros paramanifestar su ignorancia.

—¿En Islandia? —dije yo.

—Nej —respondió Hans.

—¡Cómo que no! —exclamó el profesor.

—Hans se engaña —dije yo levantán-dome.

Después de las innumerables sorpresasde aquel viaje, todavía nos estaba reservadaotra nueva estupefacción. Me esperaba ver enun cono cubierto de nieves eternas, en medio

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de los áridos desiertos de las regiones septen-trionales, bajo los pálidos rayos de un cielo po-lar, más allá de las más elevadas latitudes: mas,en contra de todas mis suposiciones mi tío, elislandés y yo nos hallábamos tendidos hacia lamitad de la escarpada vertiente de una monta-ña calcinada por los ardores de un sol que nosabrasaba.

No quería dar crédito a mis ojos, pero latostadura real que sufría mi organismo no de-jaba duda alguna. Habíamos salido medio des-nudos del cráter, y el astro esplendoroso, cuyosfavores no habíamos solicitado durante los dosúltimas meses, se nos mostraba pródigo de luzy de calor y nos envolvía en oleadas de susespléndidos rayos.

Cuando se acostumbraron mis ojos aaquellos resplandores, a los cuales se habíandeshabituado, me valí de ellos para rectificarlos errores de mi imaginación. Por lo menos

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quería hallarme en Spitzberg, y no había mane-ra de convencerme de lo contrario.

El profesor fue el primero que tomó lapalabra, diciendo:

—En efecto, este paisaje no se parece ennada a los de Islandia.

—¿Y a la isla de Juan Mayen? —respondí yo.

—Tampoco, hijo mío. No es éste unvolcán del Norte, con sus colinas de granito ysu casquete de nieve.

—Sin embargo...

—¡Mira, Axel, mira!

Encima de nuestras cabezas, a quinien-tos pies a lo sumo, se abría el cráter de unvolcán, por el cual se escapaba, de cuarto encuarto de hora, con fuerte detonación, una altacolumna de llamas, mezcladas con piedrapómez, cenizas y lavas. Sentía las convulsiones

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de la montaña, que respiraba como las ballenas,arrojando de tiempo en tiempo fuego y aire porsus enormes respiraderos. Debajo, y por unapendiente muy rápida, las capas de materiaseruptivas se precipitaban a una profundidad de700 u 800 pies, lo que daba para el volcán unaaltura inferior a 100 toesas. Su base desaparecíaen un verdadero bosque de árboles verdes, en-tre los que distinguí olivos, higueras y videscargadas de uvas rojas.

Preciso era confesar que aquél no era elaspecto de las regiones árticas.

Cuando rebasaba la vista aquel cinturónde verdura, iba rápidamente a perderse en lasaguas de un mar admirable o de un lago, quehacían de aquella tierra encantada una isla queapenas medía de extensión unas leguas. Por laparte de Levante, se veía un pequeño puerto,precedido de algunas casas, en el que a impulsode las alas azules, se mecían varios buques deuna forma especial. Más lejos, emergían de la

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líquida llanura tan gran número de islotes, quesemejaban un inmenso hormiguero.

Hacia poniente, lejanas costas se divisa-ban en el horizonte, perfilándose sobre algunasde aquellas montañas azules de armoniosa con-formación, y sobre otras, más remotas aún, seelevaba un cono de prodigiosa altura, en cuyacima se agitaba un penacho de humo.

Por el Norte, se divisaba una inmensaextensión de mar, que relumbraba al influjo delos rayos solares, sobre la cual se veía de trechoen trecho la extremidad de un mástil o la con-vexidad de una vela hinchada por el viento.

Lo imprevisto de semejante espectáculocentuplicaba aún sus maravillosas bellezas.

—¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? —repetía yo.

Hans cerraba, con indiferencia, los ojos,y mi tío lo escudriñaba todo, sin darse apenascuenta de nada.

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—Sea cual fuere esta montaña —dijo alfin— hace bastante calor; las explosiones nocesan, y no valdría la pena de haber escapadode las peligros de una erupción para recibir lacaricia de un pedazo de roca en la cabeza. Des-cendamos, y sabremos a qué nos atenernos. Porotra parte, me muero de hambre y de sed.

Decididamente, el profesor no era unespíritu contemplativo. Por lo que a mí respec-ta, olvidando las fatigas y las necesidades,habría permanecido en aquel sitio durante mu-chas horas aún; pero me fue preciso seguir amis compañeros.

El talud del volcán presentaba muyrápidas pendientes; nos deslizábamos a lo largode verdaderos barrancos de ceniza, evitando lascorrientes de lava que descendían como ser-pientes de fuego; y yo, mientras, conversabacon volubilidad, porque mi imaginación sehallaba demasiado repleta de ideas, y era preci-so darle algún desahogo.

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—¿Nos encontramos en Asia —exclamé—, en las costas de la India, en las islasde la Malasia, en plena Oceanía? ¿Hemos atra-vesado la mitad del globo terráqueo para salirde él por las antípodas de Europa?

—Pero, ¿y la brújula? —respondió mitío.

—¡Sí, sí! ¡Fiémonos de la brújula! A darcrédito a sus indicaciones, habríamos marchadosiempre hacia el Norte.

—¡Según eso, ha mentido!

—¡Oh¡ ¡Mentido! ¡mentido!

—¡A menos que este sea el Polo Norte.

—¡El Polo! No; pero...

Era un hecho inexplicable; yo no sabíaqué pensar.

Entretanto, nos aproximábamos a aque-lla verdura que tanto recreaba la vista. Meatormentaba el hambre, como asimismo la sed.

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Por fortuna, después de dos horas de marcha,se presentó ante nuestras ojos una hermosacampiña, enteramente cubierta de olivos, degranados y de vides que parecían pertenecer atodo el mundo. Por otra parte, en el estado dedesnudez y abandono en que nos encontrába-mos, no era ocasión de andarse con muchosescrúpulos. ¡Con qué placer oprimimos entrenuestros labios aquellas sabrosas frutas, aque-llas dulces y jugosísimas uvas! No lejos, entre lahierba, a la sombra deliciosa de los árboles,descubrí un manantial de agua fresca, en la quesumergimos nuestras caras y manos con inde-cible placer.

Mientras nos entregábamos a todas lasdelicias del reposo, apareció un chiquillo entredos grupos de olivos.

—¡Ah! —exclamé—, un habitante de es-te bienaventurado país.

Era una especie de pordioserillo misera-blemente vestido, de aspecto bastante enfermi-

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zo, a quien nuestra presencia pareció intimidarextraordinariamente; cosa que a la verdad, notenía nada de extraña, pues medio desnudos ycon nuestras barbas incultas, teníamos muy malcariz; y al menos que no nos hallásemos en unpaís de ladrones, nuestras extrañas figuras ten-ían necesariamente que amedrentar a sus habi-tantes.

En el momento en que el rapazuelo em-prendió, asustado, la huida, corrió Hans detrásde él y lo trajo nuevamente, a pesar de sus pun-tapiés y sus gritos.

Mi tío comenzó por tranquilizarlo comoDios le dio a entender, y, en correcto alemán, lepreguntó:

—¿Cómo se llama esta montaña, ami-guito?

El niño no respondió.

—Bueno —dijo mi tío—; no estamos enAlemania.

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Formuló la misma pregunta en inglés, ytampoco contestó el chiquillo. A mí me devora-ba, la impaciencia.

—¿Será mudo? —exclamó el profesor,quien, orgulloso de su poliglotismo, repitió enfrancés la pregunta.

El mismo silencio del niño.

—Ensayemos el italiano —dijo entoncesmi tío. Y le pregunto en esta lengua:

—Dove siamo?

—Sí, ¿dónde estamos? —repetí con im-paciencia. Pero el niño no respondió tampoco.

—¡Demontre! —exclamó mi tío, queempezaba a encolerizarse, dándole un tirón deorejas—, ¿acabarás de reventar de una vez?Come si noma qaesta isola?

—Strombolí —repitió el pastorcillo, es-capándose de las manos de Hans y empren-diendo veloz carrera a través de los olivos hasta

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llegar a la llanura, sin que nos volviéramos aocupar más de él.

¡El Estrómboli! ¡Oh, qué efecto produjoen mi imaginación aquel nombre inesperado!Nos hallábamos en pleno Mediterráneo, enmedio del archipiélago eolio, de mitológicamemoria, en la antigua Strongyle, donde Eolotenía encadenados los vientos y tempestades. Yaquellas montañas azules que se veían por elEste eran las montañas de Calabria. Y aquelvolcán que se erguía en el horizonte del Sur eranada menos que el implacable Etna.

—¡El Estrómboli! —repetía yo—, ¡elEstrómboli!

Mi tío me acompañaba con sus gestos ypalabras. Parecía que estábamos cantando undúo.

—¡Oh, qué viaje! ¡qué maravilloso viaje!¡Entrar por un volcán y salir por otro, situado amás de 1.200 leguas del Sneffels, de aquel árido

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país de Islandia, enclavado en los confines delmundo! Los azares de la expedición nos habíantransportado al seno de las más armoniosascomarcas de la tierra. Habíamos trocado la re-gión de las nieves eternas por la de la verdurainfinita, y abandonado las nieblas cenicientasde las zonas heladas para venir a cobijarnosbajo el cielo azul de Sicilia.

Después de una deliciosa comida com-puesta de frutas y agua fresca, volvimos a po-nernos en marcha con dirección al puerto deEstrómboli.

No nos pareció prudente divulgar lamanera cómo habíamos llegado a la isla: elespíritu supersticioso de los italianos no hubie-ra visto en nosotros otra cosa que demoniosvomitados por las entrañas del infierno: así quenos resignamos a posar por pobres náufragos.Era menos gloriosa, pero mucho más seguro.

Por el camino, oí murmurar a mi tío:

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—¡Pero esa brújula! ¡Esa brújula que se-ñalaba el Norte! ¿Cómo explicarse este hecho?

—A fe mía —dije yo con el mayordesdén—, que no vale la pena que nos deva-nemos los sesos tratando de buscarle una expli-cación.

—¡Qué dices, insensato! ¡Un catedráticodel Johannaeum que no supiera dar una expli-cación de un fenómeno cósmico sería un bo-chorno inaudito!

Y al expresarse de este modo; mi tío,medio desnudo, con la bolsa de cuero alrede-dor de la cintura, y afianzándose las gafas sobrela nariz, volvió o ser otra vez el terrible profe-sor de mineralogía.

Una hora después de haber abandonadoel bosque de los olivos, llegamos al puerto deSan Vicenzo, donde Hans reclamó el importede su décimotercia semana de servicio, que le

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fue religiosamente pagado, cruzándose entretodos los más calurosos apretones de manos.

En el momento aquel, si no participó denuestra natural y legítima emoción, se dejóarrastrar por lo menos por un impulso de ex-traordinaria expansión.

Estrechó ligeramente nuestras manoscon las puntas de sus dedos y se dibujó en suslabios una ligera sonrisa.

Capítulo XLV

He aquí la conclusión de un relato queno querrán creer ni aun las personas más acos-tumbradas a no asustarse de nada. Pero me hepuesto en guardia de antemano contra la credu-lidad de los hombres.

Fuimos recibidos por los pescadores deEstrómboli con las consideraciones debidas aunos náufragos. Nos proporcionaron vestidos yvíveres: y, después de cuarenta y ocho horas de

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espera, el 31 de agosto, una embarcación pe-queña nos condujo a Mesina, donde algunosdías de reposo bastarán para reponer nuestrasfuerzas.

El viernes 4 de septiembre, nos embar-camos a bordo del Volturne, uno de los vaporesde las mensajerías imperiales de Francia, y, tresdías más tarde tomamos tierra en Marsella, sinmás preocupación en nuestro espíritu quenuestra maldita brújula. Aquel hecho inexpli-cable no cesaba de inquietarnos seriamente. El9 de septiembre, por la noche, llegamos, por fin,a Hamburgo.

Imposible describir la estupefacción deMarta y la alegría de Graüben al vernos entrarpor las puertas.

—¡Ahora que eres un héroe —me dijomi adorada prometida—, no tendrás necesidadde separarte más de mí, Axel!

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La miré, y ella me sonrió entre suslágrimas.

Puede calcular el lector la sensación queproduciría en Hamburgo la vuelta del profesorLidenbrock. Gracias a las indiscreciones deMarta, la noticia de su partida para el centro dela tierra se había esparcido por el mundo ente-ro. Pero nadie la creyó, y, al verle de regreso,tampoco se le dio crédito.

Sin embargo, la presencia de Hans y lasinformaciones de Islandia modificaron la públi-ca opinión.

Entonces mi tío llegó a ser un personajeimportante, y yo, el sobrino de un ilustre sabio,lo que ya es alguna cosa. La ciudad de Ham-burgo dio una fiesta en nuestro honor. Se ce-lebró una sesión pública en el Jahannaeum, enla que el profesor hizo un detallado relato de suexpedición, omitiendo, naturalmente, loshechos extraordinarios relativos a la brújula.Aquel mismo día depositó en los archivos de la

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ciudad el documento de Saknussemm, expre-sando el vivo sentimiento que le causaba elhecho de que las circunstancias, más poderosasque su voluntad, no le hubiesen permitido se-guir hasta el centro de la tierra las huellas delexplorador islandés. Fue modesto en su gloria,la cual hizo aumentar su reputación.

Tantos honores tenían necesariamenteque suscitarle envidiosos. Así sucedió, en efec-to, y, como sus teorías, basadas en hechos cier-tos, contradecían los sistemas establecidos porla ciencia sobre la cuestión del fuego central,sostuvo verbalmente y por escrito muy nota-bles polémicas con los sabios de todos los paí-ses.

Por lo que a mí respecta, no puedo acep-tar su teoría relativa al enfriamiento; a pesar decuanto he visto, creo y seguiré creyendo siem-pre en el calor central; pero confieso que ciertascircunstancias, aún no muy bien definidas,

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pueden modificar esta ley bajo la acción de cier-tos fenómenos naturales.

En el momento en que más enconadaseran las discusiones, experimentó mi tío unverdadero disgusto. Hans, a pesar de sus rue-gos, se marchó de improviso de Hamburgo. Elhombre a quien todo se lo debíamos no quisopermitir que le pagásemos nuestra deuda, mi-nado por la nostalgia que le producía el recuer-do de su querida Islandia.

—Färval! —nos dijo un día; y, sin másdespedida, partió para Reykiavik adonde llegófelizmente.

Profesábamos un verdadero afecto aaquel hombre singular que nos había salvado lavida en varias ocasiones; su ausencia no noshará olvidar la deuda de gratitud que tenemoscon él contraída, y abrigo la esperanza de noabandonar este mundo sin volver a verle otravez.

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Para concluir, añadiré que este viaje alcentro de la Tierra produjo una unánime sensa-ción en el mundo. Fue traducido e impreso entodas las lenguas; los más importantes periódi-cos publicaron sus principales episodios, quefueron comentados, discutidos, atacados y de-fendidos con igual entusiasmo por los creyen-tes a incrédulos. Y, cosa rara, mi tío disfrutótodo el resto de su vida de la gloria que habíaconquistado, y no faltó un señor Barnuim quele propusiese exhibirle, a muy elevado precio,en los Estados Unidos.

Pero un profundo disgusto, un verdade-ro tormento amargaba esta gloria. El hecho dela brújula seguía sin explicación, y el que seme-jante fenómeno no hubiese sido explicado cons-tituía verdaderamente un suplicio para la inte-ligencia de un sabio. El Cielo, sin embargo, re-servaba a mi tío una felicidad completa.

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Un día, arreglando en su despacho unacolección de minerales, descubrí la famosabrújula y me puse a examinarla.

Hacía seis meses que estaba allí, en unrincón, sin poder sospechar los quebraderos decabeza que estaba proporcionando.

¡Qué estupefacción la mía! Lancé un gri-to que hizo acudir al profesor.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Esta brújula!

—¿Qué? ¡Acaba!

—¡Que su aguja señala hacia el Sur, envez de señalar hacia el Norte!

—¿Qué dices?

—¡Mire usted! ¡Sus polos están inverti-dos!

—¡Invertidos!

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Mi tío miró, comparó y pegó un saltoque hizo retemblar la cosa

¡Qué luz tan viva iluminó de repente suinteligencia y la mía!

—¿De suerte —exclamó cuando pudorecuperar el use de la palabra, que desde nues-tra llegada al cabo Saknussemm, la aguja deesta condenada brújula señalaba hacia el Sur,en vez de señalar hacia el Norte?

—No cabe duda alguna.

—Nuestro error se explica entonces deun modo satisfactorio. Pero, ¿qué fenómeno hapodido producir esta inversión de sus polos?

—La cosa no puede ser más sencilla.

—Explícate, hijo mío.

—Durante la tempestad que hubo dedesarrollarse en el mar de Lidenbrock, aquelglobo de fuego que imanó el hierro de la balsa,

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desorientó nuestra brújula, invirtiendo sus po-los.

—¡Ah! —exclamó el profesor, soltandola carcajada—, ¡buena nos lo ha jugado la elec-tricidad!

A partir de aquel día, fue mi tío el másfeliz de los sabios, y yo el más dichoso de loshombres; porque mi bella curlandesa, renun-ciando a su calidad de pupila, ocupó en la mo-desta casa de König-strasse el doble puesto desobrina y de esposa. No creo necesario añadirque su tío fue el ilustre profesor Otto Liden-brock, miembro correspondiente de todas lassociedades científicas, geográficas y mineraló-gicas de las cinco partes del mundo.

F I N