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Cuhna, Juan Ignacio Anomia. - 1a ed. - Gobernador Virasoro : el autor, 2013. E-Book. ISBN 978-987-33-2920-3 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863

©2013

República de Corrientes

Diseño de Portada: Sebastián N. Cuhna

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A n o m i a

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PREFACIO Recorrer la obra de Juan Ignacio es adentrarse un poco en su corazón e instalarse en porciones de su alma, que revela en cada cuento. Las revela en pequeñas gotas que, conociendo o no a la persona de autor, se puede ir jugando a adivinar cuánto de él hay en cada personaje, en un párrafo, una oración, una línea… “Como un pájaro libre, de libre vuelo, como un pájaro libre, ¡así te quiero!...” reza una parte de su canción de cuna preferida cuando niño, y en este vuelo libre de su imaginación, agiganta sus vivencias, y lleva al lector desde lo cotidiano a lo abstracto, de la sonrisa a la emoción, y se pasea por los sentimientos con la misma tranquilidad y con la misma seguridad en sus convicciones que lo han inspirado a su corta edad a explorar el mundo de una forma tal, que ha logrado una alquimia casi perfecta en su cosmovisión. Vida, renacer, aurora, soledad, frío, cansancio, locura, muerte, palabras a las que Juan Ignacio no les teme, rompe tabúes y desmitifica, transitando cómodamente en este universo que ha creado, donde todo parece estar a su disposición y, por momentos escapársele de las manos, para seguir despertando el asombro, la perplejidad, el llanto contenido, la frustración de finales abiertos que rompen el hechizo de los cuentos de hadas, de los finales felices del pensamiento ingenuo. Juan Ignacio se anima, se atreve, toma envión, y va más allá, en libre vuelo. Y no teme poner a consideración su obra, y retar al desafío de recorrer intrincados laberintos, emociones encontradas, rutas serenas, hasta el descubrimiento de un amanecer a la orilla del majestuoso río Paraná, donde invita a un silencio casi religioso ante ese momento que excede las palabras. Hijo de Virasoro, lugar de extraños conjuros que atrapa con su verde, su tierra colorada, sus contrastes, se hizo hijo adoptivo de Posadas, tal vez por eso de “¡qué tienes mi tierra roja, que a todas partes te llevo…!”, tal vez por ir detrás del descubrimiento de esos duendes que habitan el misterio de la selva, las cascadas y las siestas. Y entre un camino y otro, fue dejando que las palabras fluyan, se confundan, se reconozcan, para ir modelando la arcilla de esta obra. Pues bien, ahora no queda más que dar el primer paso, dar vuelta la página, y sumergirse en ese mundo real, de sueños y vigilia, que generosamente despliega ante nuestros ojos. Traté de ser objetivo, como me lo pediste, espero haberlo logrado.

Prof. Hilario R Cuhna

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RETIRADA

El cielo estaba tan gris como siempre y la llovizna helada no cesaba de caer desde hacía varios días. Los truenos de obuses y morteros hacían temblar el suelo y enceguecían con su resplandor en el horizonte negro de otra madrugada en las Islas. Asomé la cabeza por encima del montículo. Las balas arrancaban terrones y me llenaban la cara de barro. Escuché un sonido metálico ensordecedor y caí acostado a un charco sucio, mi casco cayó frente a mi cara un segundo después; pude ver que tenía un surco abierto y abollado en un costado. Me senté con gran esfuerzo y me dejé caer contra la montaña de tierra. Todo se veía borroso y no podía oír más que el murmullo de las caracolas marinas mientras el mundo giraba con una lentitud impresionante. Recuerdo la cara del sargento gesticulando en cámara lenta frente a mí, como si gritara, pero no decía nada. Finalmente se habrá cansado de ordenar en vano, porque me tomó con fuerza del cuello de la campera y me llevó arrastrando por el barro mientras disparaba una 45 hacia la cortina de llovizna. Mientras retrocedíamos, el sordo rumor se fue apagando en mis oídos para dar lugar a un insoportable pitido, como el que te acosa en las noches de insomnio, pero podía oír las explosiones y los disparos, y la voz del sargento, que puteaba mientras tiraba al pasto mojado su arma vacía. Un jirón del cielo que se deslizaba sobre mí se desprendió flameante, pero éste estaba sucio de barro y hollín, agujereado por decenas de balas. Me pareció ver en el centro un sol que ya no reía. -¡La bandera!- Mi propia voz sonaba muy lejana.- ¡La bandera, sargento! El sargento se dejó caer acostado a mi lado, estábamos a unos pocos metros del mástil. - Ah, no. La bandera no… ¡La bandera no, hijos de puta!- repetía el sargento una y otra vez corriendo agazapado en medio de esa tormenta de plomo. Recibió varios disparos y cayó sentado, recostado contra el mástil. Entonces apareció Palacio, que no sé de dónde salió, y yo vi la ametralladora plantada detrás de unos sacos de arena a pocos pasos de la bandera. Me paré como pude y llegué a la ametralladora. Tenía una cinta de munición recién colocada. Me arrodillé y empecé a disparar como loco. Las trazadoras que salieron entre el tableteo, el fogonazo y el olor a pólvora cada vez más intenso quebraron en mil pedazos el aire que hasta ese momento se mantenía fresco. Vi de reojo que el sargento estaba de pié de nuevo, recostado contra el mástil, sangrando, arriando la bandera, mientras Palacio, con una rodilla hincada en el suelo lo cubría con el FAL. La última bala que salió de la ametralladora trazó una línea de vapor en la llovizna antes de darme vuelta y empezar a correr. Me sorprendió ver que el hombre que me estiraba del brazo y me llamaba era nuevamente el sargento. Tenía varios orificios en la campera recubiertos de barro y sangre. Llevaba arrastrando a Palacio de la misma forma en que me había arrastrado a mí, pero a diferencia mía, Palacio tenía un balazo en la rodilla y, salvando el hecho de no poder caminar, no daba la más mínima muestra de dolor o de miedo. Seguía cubriendo la retirada con fuego de su FAL, y llevaba la bandera prolijamente plegada sobre su regazo. Lo último que vi al mirar hacia atrás fue un estandarte extranjera izada en nuestro mástil, en nuestras islas. Para cuando llegamos a Puerto Argentino, el sol estaba alto en el cielo y yo me encargaba de llevar a Palacio. El Sargento apenas caminaba arrastrando los pies. Los tres nos sentamos en el pasto húmedo mientras esperábamos una camilla para que lo lleven a Palacio. Ninguno decía nada. El sargento se tendió en la hierba, exhausto. Apretaba con fuerza, en su puño derecho, unas hebras húmedas de pasto recién arrancado, y otra vez movía la boca sin que yo lograra escucharle. Pero esta vez era él quien no producía sonido alguno. Me di cuenta de eso porque palacio también lo observaba preocupado.

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Me acerqué a su rostro para tratar de entender lo que decía, los ojos le brillaban y repetía lo mismo una y otra vez. - La bandera, soldado, la bandera… - Ahí está, señor, la tiene Palacio- Tanteé con mi mano buscando su puño tembloroso. Él soltó las hojas de hierba, tomó mi mano con firmeza, y sonrió por última vez. Palacio ya no hacía ningún esfuerzo por contener el llanto. Minutos después nos hicieron saber que nos habíamos rendido. Entonces yo también me largué a llorar. Pero él ya no pudo oír la noticia. Su mirada aún guardaba ese extraño resplandor de gloria del que no sabe que ha sido vencido.

Le cerré los ojos y lo cubrí con la bandera. Descansaba por fin el sargento, ajeno a toda derrota, en el mejor lugar que un héroe como él pudiera pedir. Entre la hierba húmeda de la perla austral y ese retazo de cielo por el cual había entregado su vida.

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CRUZANDO LA AVENIDA Alisó una vez más su pelo rubio, tratando de ver su reflejo en la ventanilla del colectivo antes de que éste saliera del túnel, haciendo que la luz invadiera el exterior y el vidrio volviera a ser transparente. Seis meses sin verlo, ¡Y estaba llegando tarde! Con lo poco que a él le gustaba esperar… Lento, pesado, el colectivo se iba acercando al puerto. Apenas se hubo abierto la puerta trasera, bajó de un salto. Con esfuerzo contenía las lágrimas de emoción; y fue recorriendo los muelles con la vista, los grandes barcos que llegaban o zarpaban, la gente que corría de aquí para allá, los camiones de carga que iban y venían... pero él no aparecía. El Buque Posadas estaba vacío ya, a excepción de unos pocos marineros rezagados que brindaban con cerveza. - ¡María! El llamado provenía de sus espaldas, cruzando la avenida. Giró sobre sus talones. Allá estaba el marino, que habría cruzado, tal vez, para llamarla por teléfono.

Sin poder contener ya más la emoción, se largó corriendo a recibirlo. No vio el camión que venía por la izquierda.

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DA IGUAL Se despertó. La oscuridad impenetrable se extendía infinita a su alrededor, imposible adivinar la dimensión del ambiente, de las cosas. La dimensión de la nada. Ni un rayo de luna se filtraba por la ventana… Si es que existía ventana alguna. No podía moverse, o no quería, da igual cuando el primer paso puede hacer a uno perder la fe, perder el alma. Le costaba pensar, las ideas daban vueltas en su cabeza. No recordaba, no sentía, solo sabía. Sabía que estaban ahí, aunque no los viera, y que lo observaban. Personas de ropas oscuras, inmóviles en la negrura que todo lo invade, esperando de él quién sabe qué. Sintió primero el ardor en las muñecas, la opresión en el pecho. Oyó luego los apagados sollozos y el terrible silencio detrás. Entonces, comenzó a recordar. Borrosas imágenes de horas pasadas, días, siglos. Da igual cuando se tiene la certeza de que nunca volverán. Los ojos tristes de una chica, las lágrimas golpeando el suelo. Una hoja de afeitar resbalando entre los dedos. El agua teñida de rojo.

Sólo un remordimiento atroz recorría sus venas vacías. Pero da igual ese remordimiento cuando el primer puñado de tierra cae sobre la tapa cerrada de tu ataúd.

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YÉSICA Ahí llegaba Yésica, con su saquito amarillo brillando al sol de la mañana, y sus rizos que mantenía con empeño saltando de aquí para allá con la caminata alegre y enérgica. Yésica, la muchachita simpática, hiperactiva y regordeta que nunca lograba entender una palabra de lo que se le explicaba, que trataba siempre de ser simpática, y que a nadie llegaba a caer del todo bien, aunque tampoco a nadie le caía del todo mal. Los pasillos de la escuela estaban abarrotados de alumnos del segundo y tercer años, profesores y algunos directivos que esperaban ansiosos la llegada del colectivo. En realidad, una exposición de carreras de las universidades en el centro de convenciones de la ciudad no prometía una gran diversión, pero todos esperábamos emocionados la oportunidad de perder un día entero de clases. El colectivo llegó por fin, mis compañeros y yo fuimos los primeros en subir. Nos ubicamos en los asientos del fondo. Yo leía, mientras el resto de los pasajeros conversaba animadamente, cuando quién sabe por qué razón me acordé de ella. “¡Nos olvidamos de Yésica!”, comenté con una gran sonrisa. La carcajada fue general e instantánea, primero solo en un grupo, luego en todo el transporte, y no paramos de reírnos y hacer bromas sobre el tema hasta llegar al lugar. La exposición transcurrió sin pena ni gloria, llevándose lentamente la mañana entre stands de ciencias exactas, publicidad y todo tipo de profesorados, y, claro, alguna que otra broma sobre Yésica. Al salir, ya cerca el mediodía, caminaba despacio, unos metros detrás del grupo principal, cuando a alguien se le ocurrió soltar otro comentario risueño sobre “la gordita”. Nuevamente el grupo estalló en risotadas. Yo reía por lo bajo también –debo admitirlo- mientras sacaba un chicle del envoltorio. De pronto oí que las risas se apagaban. Primero las del frente del grupo, luego todos se fueron callando, y el silencio dio paso a un murmullo de expresiones de asombro. Todos se habían detenido a un costado del colectivo, sorprendidos, asustados, quién sabe.

Me acerqué abriéndome paso entre la gente, más con intención de ganarme un asiento que de ver qué los detenía. Cuando vi, yo también, el saquito amarillo desgarrado y un par de rizos rubios colgando del paragolpes trasero.

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LUNA DE PLATA La mujer se miró con tristeza en el espejo. Su hermoso cabello negro caía lacio a los costados de su fino rostro hasta la altura de sus hombros. El vestido rojo escotado se ajustaba a su figura, llegando a cubrirle apenas los delicados muslos. Se acercó a la puerta de la habitación y entró silenciosa, para no despertarlo. El niño dormía profundamente, tapado hasta el cuello con las frazadas que su madre le había cedido, como todas las noches. Ella no las necesitaba. Se sentó al borde de la cama y pasó su mano por los cabellos del chico, rojos como el fuego, como los de su padre. Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez. Como todas las noches. Su mirada desolada paseó por la pintura resquebrajada y las manchas de humedad en las paredes y se posó, como siempre, en el portarretratos que descansaba sobre la mesita de luz. Un hombre apuesto y corpulento, de barba muy roja, le sonreía inmóvil desde la fotografía, con un encantador niñito recién nacido en brazos. Unas pocas lágrimas amargas le humedecieron los labios, y otras tres cayeron sobre su falda y rodaron hasta las sábanas. Se levantó y salió del pequeño departamento, escaleras abajo, hacia la calle. Soplaba un viento helado que arrastraba hojas secas y polvo hacia ninguna parte. Un auto gris se detuvo frente a ella, estaba de suerte hoy.

La luna de plata se alzaba solitaria en un cielo sin estrellas.

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UNA MONEDA

Lleva ya horas así, sentado a los pies del ángel de cemento que adorna el centro de la plaza. La llovizna helada no cesa, y le duele. En el alma. Tampoco le importa demasiado, un rato más y estará adormecido. Sus ojos vacíos se clavan en la nada, la gente pasa a su lado en todas direcciones. Nadie lo nota. Lo salpican con sus pasos de hora pico, apenas reparando en los charcos formados en los baches de la vereda. Su cabello enmarañado se mezcla con la barba descuidada. El agua de lluvia corre por su cabeza desnuda y cae sobre su raída campera que alguna vez fue verde. A veces recuerda, entre trago y trago, a sus compañeros caídos; las explosiones que hacían temblar todo el campo, su brazo desprendido, tirado en el barro… Al principio creía que el infierno no podría ser peor, pero luego regresó a casa. Ignorado, objeto de burla, juguete roto y olvidado por completo, el héroe se fue perdiendo de a poco en una nube de alcohol, siempre a los pies del ángel de cemento, pidiendo perdón. Un tintineo lo obliga a regresar al presente. La persona se aleja ya, sin mirar atrás, perdiéndose en la bruma y la fría lluvia.

Toma la moneda de la taza, y se va tropezando hasta el almacén de la esquina.

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DIARIO Viernes, 16 de junio. De noche. Hoy el psicólogo se enojó mucho cuando le dije que todavía no había comenzado con el diario. Los ojos le brillaban, me levantó la voz diciendo que el diario era indispensable para la terapia, y luego la sesión continuó en completo silencio otra media hora. Cuando me despidió parecía más amable que de costumbre, pero tenía algo raro en la mirada. Me dijo que es necesario que escriba este diario para poder ayudarme, así que empiezo a escribir, como me lo pidió. Esta noche es sin dudas la más fría del año, la llovizna de la siesta se transformó en una fina capa de hielo en el vidrio de las ventanas. Seguramente va a nevar. No me siento del todo bien, hoy no comí en todo el día, y apenas si probé agua. Sábado, 17 de junio. Mediodía. Me desperté de un sueño extraño que no recuerdo bien y, aunque me siento cansado, ya no pude volver a dormir. Almorcé pizza fría que había en la heladera y miré la televisión media hora, pero se cortó la transmisión. Afuera está nevando. Puedo ver el movimiento de los copos de nieve cayendo, aunque el hielo de los vidrios distorsiona la visión. Voy a intentar dormir otro rato, la comida me dio un poco de sueño. Sábado, 17 de junio. De noche. Me parece que me estoy volviendo loco. Cuando me desperté de la siesta eran las ocho y media. Me vestí para salir, pero no pude dejar la casa. La puerta está asegurada por dentro con cadenas y candados, ya intenté con todo lo que tengo en casa, pero no tengo mucho y no pude moverla ni un milímetro. Llamé a mi psicólogo varias veces, pero siempre da ocupado. Todavía no tengo amigos en la ciudad, y no me atrevo a molestar a mis padres, que hace rato deben estar acostados. En el pueblo el frío debe ser peor que acá. Domingo, 18 de junio. De mañana.

Me desperté temprano. Dormí poco. Pasé casi toda la noche en vela. La nieve no para de caer y la capa de hielo en las ventanas es aún más gruesa. Ya me siento bastante bien. Ese sueño de las cadenas fue bastante feo, pero ya pasó. Después de desayunar tengo que ir a comprar comida. Domingo, 18 de junio. Mediodía. Las cadenas siguen ahí. Pasé la mañana ideando alguna manera de salir, pero no tengo más herramientas que un par de destornilladores y una pinza. El frío en todo el departamento se volvió insoportable, se está formando escarcha en las paredes del lado de la calle, la capa de hielo en las ventanas casi no deja pasar la luz. Domingo, 18 de junio. De noche. Acabo de cenar lo último que tenía. Sólo me queda una bolsa de pan y una caja de cereales, además de una botella de vino. Lo mejor va a ser que descanse esta noche. Mañana veré qué hacer. Lunes, 19 de junio. Hora desconocida. El despertador se detuvo a las tres menos cuarto. La luz ya no entra por las ventanas y la escarcha casi llega hasta mi cama, por el piso y las paredes.

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Me traje el colchón y las cobijas a la cocina. Lunes, 19 de junio. Hora desconocida. La vecina vino a golpear la puerta. No me oyó por más ruido que hice. La vi por el ojo de buey. Después vino el encargado del edificio, me dejó la última boleta de luz, que vence mañana. Tampoco me oyó. Día desconocido. Hora desconocida. Se acabó la comida. El teléfono sigue sin funcionar.

Paso las horas pegado a la cocina, que es ahora mi única fuente de luz y calor. Día desconocido. Hora desconocida. Se terminó el gas. Escribo gracias al paquete de velas que compré el mes pasado, sino, el doctor no va a poder ayudarme. Por suerte, hice un nuevo amigo. Eduardo es un bombero, así que se las arregla para salir. Hoy se fue al almacén a buscar algo para tomar, trajo cerveza negra, aunque sabe bien que no me gusta. Me muero de sed. Día desconocido. Hora desconocida. ¡EDUARDO NO EXISTE! ¡NO EXISTE! Hoy llamé a la policía. Quieren que les diga dónde vivo, pero yo sé bien lo que quieren, ¿no? sí, eso quieren. Quieren que me vaya, que deje mi casa. ¡No les voy a decir donde vivo! Los mandé a la mierda. Como si pudiera irme, de todos modos. Las cadenas siguen ahí. Va a ser mejor que se vaya Eduardo. Eduardo viene cada vez menos. Le gusta aparecer de la nada y apagarme la vela. Dice que no le gusta el fuego. Cuando la prendo, ya no está. El doctor siempre dice que mi amigo no existe. Pero Eduardo es el único que me visita ahora. ¿Y dónde está ese doctor, alguien me quiere decir? Última vela Se está por apagar la última vela. Me voy a acostar a dormir un rato mientras Eduardo busca ayuda. Le dije que se lleve el teléfono, por las dudas. Campo Santo, Lunes 26 de junio. Juan: Hoy recibí el diario de tu paciente. Todavía no he tenido tiempo de revisarlo bien, pero por lo que pude ver, sólo me queda felicitarte. ¡Excelente proyecto! Espero que después podamos implementarlo en nuestro hospital también, para cruzar resultados.

Atentamente, Andrés.

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HÉROE

La pelota pasó zumbando junto al oído del defensor y se metió en el arco. La volada del arquero quedó para la foto, inútil ante la rapidez del tiro. Estaban empatados 1 a 1 y solo quedaban unos segundos. La pelota volvió al medio de la cancha para iniciar su salida. El jugador calvo se la pasó al que llevaba en la espalda el número 10, que salió disparado a través de los jugadores del equipo contrario, moviendo los pies de un lado a otro, al compás de la música que sonaba de fondo, en algún lugar lejano. El polvo se levantaba entre rayos anaranjados de la luz del atardecer, entorpeciendo la visión en el campo. Avanzaba sorteando a los rivales uno tras otro, girando y picando el balón, pisando a un lado y al otro. Sin darse cuenta, imágenes de su infancia volvían a su mente: los partidos en la escuela, sus padres viéndolo desde un costado del campo. Se encontró frente al arquero, que había salido a recibirlo a la mitad del área grande. Tenía que definir.

Pisó hacia la derecha, amagando dar un golpe con la punta del pie izquierdo. Dio resultado, el arquero especuló una centésima de segundo, y el jugador aprovechó para plantar el pie izquierdo en tierra, y, suavemente, con el pie derecho, darle a la pelota, que se elevó sobre la cabeza del portero, picó justo en la línea de meta, antes de pasar por el arco. El movimiento le hizo caer a tierra y rodar unos metros; el tobillo le dolía, estaba hinchado. Seguramente no podría jugar por un par de semanas, quizás meses, pero no le importaba, él era el héroe hoy. Su equipo se acercaba corriendo, aplaudiéndolo y vitoreando mientras el arquero, de rodillas, vociferaba incrédulo. Le vendaron el tobillo y le ayudaron a levantarse. El sol se ocultaba detrás de los edificios, al tiempo que los faroles se encendían para llenar de luz la avenida.

Los veintidós jugadores se alejaban de la cancha del barrio a tomar la coca que le tocaba pagar al equipo perdedor.

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HUMO

Noelia saltó del camión de la mudanza apenas éste se hubo detenido, echando a correr hacia la puerta de la casa. Allí se plantó, sonriente. Mónica, mi esposa, le siguió un poco más tranquila y rebuscó en un manojo de llaves antes de hacer girar una en la cerradura. Todo el cuadro me sonaba familiar, me daba la impresión de haberlo vivido ya. No le presté atención, claro. Dicen que es una falla del cerebro nada más. Deja Vú, le llaman. Ayudé al fletero y su ayudante a bajar las cosas del camión, mientras Mónica y Noelia iban desempacando las cajas y ubicando su contenido en la casa. Cenamos empanadas y gaseosa que compré en el bar de la esquina, sentados en el suelo entre la infinidad de cajas que quedaban sin abrir y todos los muebles sin acomodar. Fue grato descubrir que el baño tenía instalada una de esas duchas eléctricas brasileras, antiestéticas pero efectivas, porque nos habían comentado que el agua caliente funcionaba con un calefón a gas (que no tardaríamos en comenzar a usar en vez del feo aparatejo eléctrico apenas estuviera lista la conexión). La entrada principal de la casa daba a una amplia sala de estar con una biblioteca y unos sillones, desde ahí se pasaba al salón comedor, y allí, a la derecha de la puerta, un pasillo angosto llevaba a las tres habitaciones de la casa y el cuarto de baño, con las puertas enfrentadas en forma de cruz. En la esquina opuesta a la entrada del comedor, se alzaba una puerta que daba a un larguísimo y oscuro pasillo que hacía las veces de cocina, y terminaba en un garage, desde el que se podía salir a los patios o ingresar al área de trabajo de los anteriores dueños. No exploré mucho esa parte del terreno, pero sabía que en total, la propiedad ocupaba aproximadamente media manzana. Estaba colocando las sábanas en nuestra cama mientras Noelia hacía lo propio en su habitación, justo frente a la nuestra. Escuché un murmullo apagado proveniente de esa pieza, pero supuse que se trataba de una conversación entre mi esposa y mi hija. El murmullo se hizo más audible. No alcancé a distinguir ninguna palabra, pero el corazón me dio un vuelco al oír una voz masculina. Di un paso rápido hacia la puerta mas me detuve al instante. Probablemente se trataba del hijo de los vecinos, de la misma edad que Noelia. Los había visto charlando a la tarde, y seguramente se había acercado a la ventana unos minutos. Mi reflexión se cortó de repente al recordar la hora. Eran casi las once, hora de dormir.

- Mañana…- me detuve en seco en la puerta de su alcoba, como si hubiera chocado con una pared de cristal. No sólo la persiana y el vidrio estaban bien cerrados, sino que (recordé tarde) la ventana daba al pasillo interno del que ya hice mención, mi hija estaba sola y ya acostada. Mónica (lo comprobé al pasar frente a la puerta del baño) estaba frente al espejo colocándose una mascarilla. - ¿Mañana qué…?- Preguntó desde su cama, tapada hasta las orejas. - Hasta mañana, digo. Que duermas bien. Me di media vuelta sin esperar su respuesta y me derrumbé en mi cama. Estaba extenuado por la mudanza., eso es todo. Todas las voces que entraron a mi cabeza durante el día ahora salían a los empujones por mis oídos. Dicen que a los maestros les sucede todos los días. Ese lunes le dimos permiso a Noelia para faltar a la escuela y Mónica dio (falso) parte de enferma en su oficina, de modo que al volver del trabajo me encontré con todas las cosas en su lugar y la casa impecable, más la noticia de que la conexión del gas ya estaba funcionando y la comida estaba lista. Almorzamos, conversamos y me retiré a dormir la siesta antes de volver al trabajo. Al regresar a la noche apenas podía arrastrar los pies. La jornada había sido agotadora.

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Saludé a mi familia y me fui a la cama sin cenar y sin bañarme. Caí en un sueño pesado y febril, lleno de voces y figuras burlonas que se desfiguraban en danzas diabólicas y risas desencajadas. Abrí los ojos. Había un silencio de muerte. Ni siquiera cantaban los grillos. Ni siquiera me zumbaban los oídos. Nada. La luz entraba por la puerta abierta. Luz… Jamás dejábamos luces encendidas por la noche. Me sentía afiebrado, abombado, débil. Hice acopio de todas mis fuerzas y me levanté. Arrastré los pies hasta la puerta del dormitorio de Noelia. Me quedé helado. A los pies de su cama, sentado en una silla de madera, un hombre de traje de vestir rojo y zapatos rojos bien lustrados la observaba con los codos apoyados en las rodillas y el mentón en los puños. No pude moverme. Sentí como se me adormecían los brazos y las piernas y se me nublaba la vista. Quise gritar. La garganta se me hinchó y comenzó a arderme. El aire apenas pasaba por ella. Él sólo giró la cabeza y me miró a los ojos. Se incorporó con calma y caminó hacia mí muy lentamente hasta quedar a más o menos medio metro. Apestaba a humo. Se inclinó hasta que su rostro casi tocó el mío y me dedicó una sonrisa malsana. El olor a humo se volvió insoportable. Pasó a mi lado y se alejó por el pasillo. Cuando me desperté estaba en mi cama y era de día. Corrí a la habitación de mi hija, desesperado. La cama estaba vacía y bien ordenada. En el comedor, sobre la mesa, encontré una esquela que decía: “Juan, no te pude despertar. Llamé a tu trabajo y les dije que estás enfermo. Si te levantás antes de que volvamos por favor poné a calentar la comida de la heladera. Besos. Moni”. “Volvamos”… Quería decir que las dos estaban bien. Sentí que el alma me volvió al cuerpo. Había sido una pesadilla. Sólo una pesadilla. Pero no me sentía tranquilo. Seguían dando vuelta en mi cabeza las imágenes de la noche anterior… el miedo, el olor… Durante el almuerzo no dije una sola palabra y a la siesta no pude pegar ojo. Le mentí a Mónica que me iba a visitar a Gómez, mi viejo amigo. En vez de eso fui a la policía a hacer una denuncia. Me sentía estúpido, pero necesitaba hacer algo. Les di la descripción del hombre de rojo, dije que me había ayudado con la mudanza, y que ese día desparecieron doscientos pesos de encima de un mueble. Les dije que lo había visto afuera de mi casa la noche anterior, “en actitud sospechosa”. Creo que al agente le gustó mi “jerga policial”, porque a partir de ese momento comenzó a tomarme más en serio. Me tomó declaración e hicieron un identikit del loco. Me dijeron que ante cualquier inconveniente estaban a mi servicio, a lo que respondí asintiendo con la cabeza. Ya me sentía mejor. Haber tenido que inventarle una historia a este personaje ya me decía cuán falso era. Además, si no era producto de mis pesadillas, la policía ya tenía su rostro. Al llegar a casa llamé desde el teléfono del comedor a AlarMas, la empresa de seguridad privada que instala alarmas en el acto. - No, no puedo esperar hasta mañana, menos mal que hacían “instalaciones en el acto”- le reproché al vendedor cuando me dijo que ya estaban cerrando. - Señor, si me deja su dirección y teléfono, mañana a primera hora estarán los operarios en su casa.

- Mañana a primera hora va a estar la policía en tu empresa, imbécil, te voy a demandar por payaso estúpido, y a tu jefe por no cumplir con el servicio que publicita.- Colgué el teléfono. Me ardían las orejas.

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En ese momento mi hija entró por la puerta de la sala de estar y caminó rumbo a su habitación por el pasillo, tarareando la horrible y pegajosa cancioncita de AlarMas. Esto ya era demasiado. Me quité el zapato y se lo arrojé. Fue a dar contra la pared justo detrás de ella, despidiendo una nubecita de talco. Se dio vuelta inmediatamente, con una expresión de sorpresa. Intenté disimular y sonreírle, pero sólo me salió una mueca patética. Me fui a bañar, para aliviar las tensiones. Dejé que la bañera se cargue hasta el tope y me sumergí por completo. Comenzaba a embargarme un sentimiento muy parecido a la histeria. Estaba haciendo denuncias sin sentido, mintiéndole a la policía y a mi familia, peleándome por teléfono con un desconocido por un tonto horario, hasta le había arrojado un zapato a mi hija… por nada. El asqueroso jingle de la compañía de seguridad daba vueltas en mi cabeza. Por alguna razón, sólo se me grabaron seis palabritas de la canción, el resto sólo era una monótona melodía absurda. “… ya no es seguro su hogar…”… la la la la…la…”…no es seguro su hogar…” Y volvía a suceder lo inevitable: recordaba la cara del loco a centímetros de la mía. Un rostro demasiado sereno, con una leve sonrisa. Los ojos grandes y azules, el saco rojo impecable sobre la camisa blanca y el moño rojo, los pantalones rojos y los zapatos rojos… y no parpadeó ni una sola vez. Aparté la idea de mi cabeza. El loco pronto sería yo si no me olvidaba de una estúpida alucinación de fiebre y seguía adelante con mi vida. - Alucinación de fiebre.- repetí en voz alta. Tenía sentido. De pronto todo el incidente me resultó gracioso. Sería una buena historia para contarle a Gómez. “…ya no es seguro su hogar… pero usted puede comprar… a los soldados más duros del lugar…” ¡Eso era! Se me ocurrió que, al recordar por fin toda la letra del glutinoso jingle de AlarMas, sería más fácil despegarlo de mi cabeza, como es más fácil despegar a un fantasma de este mundo cuando ya no tiene propósitos que cumplir ni deudas que pagar. - Así son…- Seguí canturreando la melodía de AlarMas con una letra improvisada mientras me secaba, y la bañera se vaciaba a través de un pequeño remolino- …los mother-fuckers más malos por acá…- Salí del baño con la toalla envuelta en la cintura y entré a la pieza a vestirme. Al salir de la habitación, me fui directo al comedor, con intenciones de sacar algo de la heladera. Mónica estaba sentada a la punta de la mesa y Noelia en el lugar a su izquierda. Hablaban en voz baja, con expresión bastante seria. Mi humor empezó a desinflarse.

- Los hijos de puta más duros de la comarca… pero tienen que esperar… a la primera hora de mañana…- seguí cantando en voz baja, con una pata de pollo en la mano. - ¿Qué?- madre e hija me miraban atónitas. Yo raras veces decía malas palabras, generalmente las reservaba para cuando me agarraba un dedo con el martillo, o el miembro con el cierre del pantalón. - Que… los de la seguridad no quisieron venir hoy… porque ya era tarde. La explicación pareció confundirlas más aún. - ¿Qué seguridad?- replicó Noelia. Recordé que no había hablado nada con mi familia. También noté que mi aparente buen humor sólo era hiperexcitación, una pared para cubrir mi miedo, y se estaba derrumbando. - Quería instalar alarmas en la casa. Es un lugar muy grande. Y me parece que la otra vez escuché ruidos en el techo- mentí. - Eso está bien, sí.- insistió Mónica.- Pero ¿por qué no nos consultaste? -Bueno…- De repente me atacó el sueño. Sentí que iba a dormirme sentado. El buen humor se había hecho humo y dos rostros inquisidores esperaban respuestas. La tensión de la mudanza, el terror de la noche anterior, el agotamiento y la fiebre se instalaban en mis hombros empujándome hacia abajo.-… Porque sabía que iban a estar de acuerdo.- Respondí por fin. Sus ojos dejaron ver una mezcla de comprensión y lástima.

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- Pero te noto raro, Juan- prosiguió. Noelia asentía.- Desde que nos mudamos, hablás poco, faltaste al trabajo, estabas por contratar un servicio y ni siquiera lo mencionaste… - hizo una pausa y prosiguió, ahora dejando escapar una sonrisita.- Noelia dice que hoy le tiraste un zapato. -Ah…- dejé escapar una risita nerviosa.- Pero eso fue una broma… fue con cariño. Las dos intercambiaron una mirada, y luego volvieron a observarme. Ésta vez sus rostros estaban llenos de dulzura y aún más lástima. Por una mejilla de Noelia rodó una gruesa lágrima. No pensé que estuviera en un estado tan lamentable. Hasta ese momento creía estar ocultando bien mis preocupaciones. Siguieron insistiendo un largo rato en que debía descansar, tomarme una semana. Insistieron sobre todo en que buscara ayuda, “ayuda profesional”. Supuse que se referían a un psicólogo, pero no querían decirlo en voz alta. Admitir que papá se estaba volviendo loco no debía ser tan fácil como comentar el resultado del partido. En más de una hora de charla no mencionaron la palabra ni una sola vez. Sólo “ayuda”. “Ayuda profesional”. Acabaron por convencerme de tomarme unos días libres. Y les prometí que cuando me sintiera un poco mejor buscaría un psicólogo. No supe por qué se miraron extrañadas, pero ya no quise preguntar.

Soñé con las dos. Tarareaban lentamente la molesta canción de AlarMas, mientras caminaban por el oscuro pasillo de la cocina hacia el garage, apenas iluminado por un foco amarillento. Abrí los ojos, todavía era de madrugada. En algún lugar seguía sonando la canción demencial. Desde afuera de la habitación llegaba una luz débil otra vez. Tomé el revólver de la mesa de luz y verifiqué las balas. Caminé descalzo para no hacer ruido. Salí en puntas de pié y me recosté contra la puerta de la pieza vacía que usábamos como depósito, frente al baño y de espaldas al comedor, de donde venía la luz. Con un movimiento rápido aparecí en el pasillo, apuntando hacia delante. Sentado en la cabecera de la mesa, estaba el demente, con su traje rojo y los ojos bien abiertos. Comenzó a nublárseme la vista, igual que la noche anterior, y a entumecérseme las extremidades. El olor a humo lo invadía todo. Jalé del gatillo. Estaba en la cama otra vez. Mi mujer me sacudía tomándome por los hombros. La aparté de un empujón, todavía confundido. Tomé el arma de la mesa de luz y me dirigí hacia la puerta. Noelia apareció corriendo. - ¿Qué pasó?- preguntó desesperada. Mónica estaba muda. Cerré la puerta y comprobé las balas. Cinco sanas y una mellada. Miré a mi esposa y mi hija sentadas en la cama, con los ojos grandísimos y el temor grabado en sus rostros. Removí el casquillo vacío. La bala había sido disparada. - ¿Ustedes también lo escucharon? Las dos asintieron con la cabeza, temblando, tomadas de la mano. Llegué de un salto al teléfono al lado de la cama y marqué el 101. - ¿Policía? Acabamos de escuchar un disparo en mi casa. Por Marred al mil doscientos, esquina Ciro, en la vieja tornería de Edelmann. Colgué. Mónica y Noelia intercambiaron miradas preocupadas otra vez. -Mi amor…- Mónica me tomó la mano suavemente- … ¿un disparo? Sentí ganas de vomitar. Todo daba vueltas. No habían escuchado nada. O por lo menos no lo mismo que yo. - Estabas gritando- dijo ella, adivinando mis pensamientos.- Habrás estado soñando.

Soñando. Era su manera amable de decirme que estaba loco. No pude más. Me puse a llorar en su regazo como un niño, con el olor a humo aún impregnado en la nariz. Me devolvió a la cama y salió a la vereda a esperar a la policía para aclarar el malentendido.

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Me pasé el día en cama, sin hablar. Sin fuerzas para levantarme. Sólo veía humo, la alcoba estaba llena de humo, mi vida se había llenado de humo. El olor era insufrible. Me ardía la garganta. Mónica se acercaba cada tanto a cambiar el paño frío que había puesto en mi frente. Me acariciaba el cabello o el rostro y se iba. No daba señales de notar siquiera un poco la humareda. En una de las ocasiones tomé valor y traté de comprobarlo sin que parezca que había perdido la cabeza sin remedio. - Me parece… que hay un poco de vapor… Estaba sentada en la cama, a mi lado. Se puso de pie despacio y dio unos pasos hacia la puerta. - ¿Vapor? No, mi amor…- me miró por sobre su hombro.-... es humo. Se perdió en la densa nube, haciendo sonar sus tacones en el silencio que me invadió, como el martillo de un juez que marcaba mi hora de pagar. A los pocos segundos, me llegaba un rumor casi inaudible proveniente de la cocina. Llegados a este punto decidí que el arma no haría la gran diferencia. Me levanté con un esfuerzo inhumano y avancé entre el humo arrastrando los pies, viendo como las paredes oscilaban a mi alrededor. Las tres voces se callaron de repente, cuando aparecí al final del pasillo. Ahí estaba él, en su cabecera de la mesa, y las mujeres una a cada lado. Los tres se pararon en sus lugares. Mis extremidades comenzaron a adormecerse otra vez. - ¡No!- grité, cerrando los puños.- Esta vez no, hijo de puta. Váyase de mi casa. Respiraba ruidosamente, llenando mis pulmones de humo espeso. -Papá…- me reprochó Noelia- él te puede ayudar. - Yo le puedo ayudar – repitió él.- Ayuda profesional. Imposible. Ahí estaba la famosa “ayuda”: un loco, con toda mi familia en su bolsillo. Ya no sabía qué decir. Ya no quería decir nada. Sólo esperaba que de mi cabeza a punto de estallar, de mi cuerpo dolorido y mis ojos rojos salieran un par de lágrimas. Era todo lo que pedía. Y ni siquiera eso. - No seas terco, mi amor- le había llegado el turno a Mónica.- Mirá, a ella ya la ayudaron. - Sí, pa, mirá- mi hija extendió una mano hacia mí. Tenía el brazo entero en carne viva, cubierto en quemaduras. Sólo pude articular una expresión de horror y un gruñido ronco. – No mires mi piel, papá. Mirá mi alma… te estás prendiendo fuego.

- Yo sé hacer fuego.- Agregó el demente con una sonrisa antes de salir por la puerta hacia la cocina. Caminé hacia adelante, poseído por una fuerza invisible. No podía detenerme. Por más fuerza que hacía no podía siquiera girar la cabeza. Enseguida pasé al lado de las dos mujeres y seguí hacia la cocina. A lo largo del interminable pasillo, el humo se fue disipando, dando lugar a una helada oscuridad. Bajé las escaleras al garage y entré al grandísimo galpón donde antes funcionaba la tornería, apenas iluminado por un débil foco que colgaba del tinglado. En una larga mesa, descansaban sólo una sierra eléctrica y un torno llenos de sarro. Pasé al lado de la puerta ennegrecida de un horno de fundición y seguí por un pasillo más angosto, repleto de cadenas que colgaban del techo, que chirriaban a mi paso. Me detuve frente a otra escalerilla que daba a una estancia aún más lóbrega. Miré hacia abajo. Una sierra de mano yacía en el suelo, con los dientes cubiertos de una costra seca de óxido o sangre. Acabé de bajar la escalerita. Oscuridad. Abro los ojos, bañado en sudor, agitado. Estoy en mi habitación mugrosa, sin muebles, con la pintura descascarándose en las paredes. Acostado boca arriba en un colchón sin sábanas,

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incendiándome de calor y con la cabeza cargada de plomo. El ventilador de techo averiado ronronea y despide humo negro. Me siento. Todas las noches la misma pesadilla. Todas las mañanas el mismo recuerdo. Estoy en lo de Gómez, intentando prender el fuego de su horno cerámico. - Yo le puedo ayudar. – me dice una voz. - No, gracias.- respondo sin levantar la vista. -¡No seas terco, el te puede ayudar!- me anima Gómez desde el fondo. - Yo le puedo ayudar. Yo sé hacer fuego. Pero mi orgullo y mi malhumor pueden más. Me pongo en pié frente al hombrecillo. Un ridículo personaje vestido con un antiguo esmoquin rojo, prolijamente abotonado, con un patético moño rojo en el cuello. - No gracias.- le repito.

Se inclina hasta que su rostro casi toca el mío y me dedica una sonrisa malsana. Apesta a humo. Pasa a mi lado y se aleja por la vereda. Al regresar esa noche a casa, me encuentro con una montaña de carbones humeantes y escombros, y un hervidero de curiosos, bomberos y policías. Más allá, un desesperado funcionario de AlarMas tratando de explicar a un oficial cómo un pirómano pudo haber pasado su sistema de seguridad. Todas las mañanas el mismo recuerdo. …Pero hoy van a volar… los soldados más duros del lugar… Me calzo la mochila con explosivos. El loco se para en mi camino. - Y a vos también te voy a encontrar, hijo de puta…- le digo-… algún día.

Se inclina hasta que su rostro casi toca el mío y me dedica una sonrisa malsana. Apesta a humo. Pasa a mi lado y desaparece. Por ahora.

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UN REGALO DE DIOS

-Que está saliendo el sol, te digo- Insistí. Los chicos alzaron la vista distraídamente. Detrás de unos edificios bajos, una franja púrpura apenas comenzaba a pintarse en el cielo oscuro. Soplaba una brisa fresca. Llevábamos ya varios minutos en silencio, con los hombros caídos, como si pesaran años. Varias cañas habían corrido como agua a lo largo de la noche y nos habíamos reído mucho, pero la anestesia comenzaba a disiparse junto con los últimos trazos de la madrugada. Alguien en el grupo soltó un suspiro. - Bueno, vamos- me respondí a mí mismo en voz alta y me puse de pie. Eché a andar calle abajo lentamente. El Flaco fue el primero en levantarse, los demás lo fueron siguiendo y en seguida éramos una fila de hormigas desordenada andando despacito la calle que baja hacia a la costanera. Las luces brillaban a lo largo de toda la avenida y a lo lejos en el puente, reflejando su resplandor cobrizo en el negro río Paraná. Detrás del monumento a las Malvinas ya se alzaban las primeras llamas anaranjadas. Llegamos a la vereda de la costanera y nos separamos, buscando cada uno un mejor punto para observar el amanecer. Yo me senté sobre la baranda, recostado contra un poste de luz. El Flaco saltó la cerca y se sentó unos metros más abajo. Una pequeña parte del horizonte se mostraba ya celeste, detrás de la iglesia, tornándose amarillo sobre la costa y cada vez más anaranjado al cruzar el río. Luego volvía a oscurecerse. Frente a nosotros, Encarnación estaba en penumbras. La silueta del puente se recortaba sobre el esplendor incandescente que nacía a lo lejos, cubierto en parte por espesas nubes enrojecidas y, más arriba, el cielo oscuro se negaba a iluminarse. El río agitado repetía todo el espectáculo. - Ojalá hubiésemos traído cámara...- me lamenté. - Ninguna máquina podría llegar a captar todo esto.- me respondió el Flaco desde abajo. - Ya sé, pero... algo...- extendí mi mano hacia el amanecer y la cerré. La acerqué a mi rostro y la abrí lentamente. Me quedé mirando la palma vacía.- me pone muy triste ver algo tan hermoso y saber que se termina. No hay nada que hacer. El sol no se va a quedar ahí para siempre. El fulgor anaranjado se hacía más fuerte detrás del puente. Una pequeña parte de la esfera dorada asomó sobre la superficie, rodeada de un halo áureo, casi blanco. - Dejá de mirar tu mano y aprovechá- dijo sin moverse.- Si se te ocurre agradecerle algo a Dios... que sea esto. El Flaco mencionando a Dios... Nunca llegué a comprender bien si es que vivía enojado con Él o simplemente no creía. Levanté la vista hacia la media esfera detrás del puente, que rebosaba su luz dorada sobre el cielo y el agua y sentí la tibieza en los ojos, mientras el astro continuaba solemne con su ascenso.

La brisa del río se hizo más fuerte, refrescando la mañana y trayendo consigo los primeros cantos de los pájaros. Un papelito arrugado llegó dando tumbos y levantó un corto vuelo, yendo a parar a la cara de mi camarada. Lo tomó con una mano y se quedó observándolo. Traté de ver qué decía, pero miles de puntitos amarillos y algunos borrones obstruían mi visión, y no pude enfocar la mirada. Me froté los ojos y alcancé a distinguir las palabras más grandes: Un regalo de Dios. Abolló la hojita y la soltó al viento otra vez. El sol ya empezaba a ocultarse detrás de los nubarrones, y la mañana se oscurecía de nuevo. Emprendimos el regreso, calle arriba. Todos parecían más livianos y caminaban sin pesar, conversando en voz baja o silbando bajito.

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Me acerqué al Flaco y le palmeé la espalda. Él me miró y me apoyó una mano sobre el hombro. Estaba sonriendo. - Che... ¿Qué decía el papelito ese?- le pregunté. Él se encogió de hombros. - Propaganda.

Seguimos andando hacia la plazoleta. Un colectivo vacío pasó echando humo en su primer recorrido del día.

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DIAGNÓSTICO Al levantarse de la cama se sintió débil, cansado. Se calzó con esfuerzo unas pantuflas que encontró, haciendo un esfuerzo por reconocer la habitación. Nada era familiar, todo le resultaba ajeno. Y sin embargo, ahí estaba. Era como si todo fuera parte de algún recuerdo olvidado, o de una historia ajena. Salió de la habitación y se dirigió a la cocina, puso la pava en el fuego y, como un autómata, entró a bañarse. Encontró el mate ya preparado al salir de bañarse. Lo tomó con manos temblorosas, como con miedo de que fueran a quemársele al tocar el extraño termo. Volviendo a la habitación, ya más despierto, reparó en una fotografía enmarcada. Posaban en ella un anciano y una joven de unos veintitantos años. No recordaba haberlos conocido nunca. Dejó el termo y el mate en el suelo y entró en la pieza. Revisó cada cajón, cada superficie colmada de libros viejos, cada portezuela que pudiera decirle algo sobre esa casa, hasta que al fin lo vio. Ahí, amarillento, yacía el papel.

Arrastrando los pies caminó hasta el placard y tiró de una de sus puertas. Ahí estaba el anciano de la fotografía. Se movía, lo imitaba… lloraba. Cuando se cansó del espejo, volvió al destruido papel amarillento de la cómoda. Grabado en lúgubres letras negras, estaba el epitafio de su lápida en vida, su diagnóstico: Alzheimer.

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LA LLUVIA DE ESTA TARDE

¡Cuánto me ha pesado la lluvia de esta tarde! Cuánto me ha pesado, castigo divino por estar muerto y caminar ya sin alma por las calles vacías. El agua se estrellaba contra los vidrios, luchando por entrar, como el llanto azotaba mi corazón, sin poder de salir. Y cuando al fin he abandonado mi refugio, y me han bañado las gotas de cristal que caían del cielo plomizo como lamentos llamando tu nombre, he dejado escapar dos lágrimas.

Pero no las verás nunca, ahogadas, huérfanas, perdidas para siempre en el infinito océano de mi amargura.

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FELICIDAD

-Una bolsa de hielo.- pide ella. Es de noche y está cansada. Se frota los ojos. Él abre un freezer y tantea dentro. Le pasa la bolsita. - ¿Algo más? Ella esboza una sonrisa apenas perceptible. - Felicidad, por favor. Él deja escapar una breve carcajada. Apagada pero sincera. Ella pasea la mirada por su rostro sereno. La dobla en edad, por lo menos. - Yo solía buscar la paz...- se pierde en los recuerdos pero enseguida regresa.- Pero le prometo que voy a buscar entre las cajas del fondo. Por favor vuelva mañana. Ahora sí, ella sonríe. Por un segundo sus ojeras desaparecen. Volverá mañana. Él se lo prometió.

Ella tiene ojos grandes y verdes. Él no, los perdió en alguna guerra.

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OMAR OCAMPO Omar Ocampo era maestro de primaria. Quería a sus alumnos y ellos lo querían a él. Siempre sonreía a todo el mundo y jamás buscó meterse en problemas ni supo cómo hacerlo. Nunca se le oyó decir palabrotas, y era el típico maestro calvo y risueño que corta las palomas celestes y blancas y las guirnaldas de papel crepe para los actos del 25 de mayo, o lee algún poema para el 9 de julio, o el día de la mujer. Omar Ocampo, a pesar de su nombre, jamás salía del pueblo. Le encantaba sentarse en el porche junto a su esposa, termo y mate en mano, a ver cómo el sol emergía por detrás de las casas antes de ir a su trabajo (él, no el sol), y también cuando se ocultaba tiñendo las chapas de anaranjado, como si un gran fuego se abalanzara sobre los tejados y se extinguiera en un segundo al tiempo que los faroles aumentaban gradualmente su intensidad hasta llenar de vida la plaza lejana. A Omar Ocampo le fascinaba la ensalada de frutas que preparaba su esposa en las noches de verano. Disfrutaba las caminatas juntos por el parque sobre la alfombra de hojas doradas, envueltos en la finísima llovizna bajo el sol de otoño. En primavera, adoraba ver a su compañera arreglando el jardín, regando orquídeas, hablando con las petunias. El calor del cuerpo de su mujer entre las cobijas le devolvía la vitalidad de antaño mientras la nieve golpeaba los vidrios, cuando las noches eran blancas en aquel pintoresco pueblito. Omar Ocampo siempre daba monedas a los niños de la calle, y de vez en cuando algún caramelo que tuviera en el bolsillo. Para las fiestas patrias preparaba chocolate caliente con facturas para sus chicos y también para sus colegas y los alumnos de éstos. Y no había inconveniente si se unía la directora. Y los secretarios. Y el portero. Y el policía que custodiaba la escuela. Y sus compañeros, por qué no. Y algún vecino. Y los bomberos voluntarios, siempre tan… voluntariosos. Y… bueno, ya nos vamos haciendo una imagen de Omar Ocampo, ¿verdad? Pues resulta que Omar Ocampo se despertó muerto. O al menos eso supuso. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y en ellas un ramo de flores blancas, seguramente recién cortadas de su jardín. Vestía el impecable traje que no había usado desde su casamiento y los zapatos impecablemente lustrados. Observó las paredes acolchonadas recubiertas de tela azul que se levantaban unos centímetros a su alrededor, seguramente su ataúd. Afuera, los sollozos formaban una monótona melodía. Claro que sintió el impulso de incorporarse y saludar con la mejor cara de nada, pero todos sabemos lo que pasa cuando el difunto se levanta a la mitad del velorio y él también lo sabía, así que decidió permanecer tranquilo por el momento. Para los que nunca se hayan encontrado en esta situación, voy a pasar a explicar brevemente lo que sucede cuando el muerto se levanta en pleno velorio. La cosa es más o menos así: el finado se sienta con cara de perdido. La primera reacción colectiva es de sorpresa, todos miran atónitos. La mujer grita, el muerto se asusta y grita, el cura le grita que abandone inmediatamente ese cuerpo en el nombre de la Virgen, mientras otro grita “¡volviste querido volviste!”. El tío borracho vocifera un ¡Aleluya! Mientras se sirve un poco más de vino y el que vino por compromiso se despierta, y sin comprender muy bien qué pasa, se une primero al exorcismo, después a las aleluyas y finalmente al “volviste querido volvis…”, hasta que se da cuenta de que el muerto está sentado y se une a los gritos histéricos de la mujer y sale corriendo despavorido hacia la vereda, seguido por las tres lloronas contratadas por la abuela, que ahora se arrancan los pelos mientras lloran de verdad. Por último, la mujer y el recién regresado del más allá, entre tanto ruido, mueren del susto. Saldo de la resurrección: dos muertos. Sabia decisión la de Omar Ocampo (la dinámica varía un poco de acuerdo a cada familia, sobre todo a la religión. Si hubieran sido evangélicos, el exorcismo tal vez habría sido en el nombre de Dios, y si hubieran sido adventistas, todavía estarían rellenando formularios para hacerlo. Los agnósticos lo hubieran atribuido a un espasmo muscular y lo hubieran acostado a la fuerza y cerrado la tapa, ignorando posteriores ruidos.

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Gente supersticiosa hubiera tenido a mano la estaca. Una familia de psicólogos lo hubiera convencido de que tenía problemas en la relación con su madre y que debía volver a acostarse, y finalmente, si hubiera sido un velorio de esos neogóticos, los pálidos comensales cargados de maquillaje lo hubieran recibido como a un ser superior, por fin uno de ellos que sí hubiera muerto, y todos hubieran salido felices e ilesos. Qué lástima que no eran góticos). Se pasó la noche ideando maneras de salir de ahí sin molestar, sin hacer escándalo, pero no se le ocurrió nada relativamente posible. Incluso llegó a asomar varias veces la cabeza con mucho cuidado para evaluar la situación, que no pintaba muy buena, ya que cada cinco segundos alguien se acercaba a despedirse por enésima vez. Por fin llegó el amanecer y los primeros rayos de sol se filtraron por las ventanas. Era hora de cerrar el cajón y proceder al entierro. Era ahora o nunca. Y tan atento, tan amable él, como siempre, decidió innecesario causar semejante alboroto.

Hasta oyó con cierto orgullo el comentario de alguno de sus colegas: - mirá, parece que se va sonriendo, él, siempre tan buenito.

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BALADA DE TODOS LOS DÍAS

Subo. Busco en todas la caras, en todas las ropas algún indicio, alguna pista. Policías de cinturones blancos, muchachas de cabello largo, camisolas y carteras cruzadas, rubias huecas, prostitutas, viejas locas, camisas blancas, guardapolvos sucios, zapatitos, pelo largo, labios pintados… y una mierda. Nada. Caras de tedio, ojeras, silencio. Y nada más. Todas las almas van cansadas, pesadas. Si pudiera, por lo menos, ver algo diferente, distinguirlos. Saber qué hacen, hacia qué infierno se dirigen. El colectivo se va llenando, y el tufo se vuelve insoportable en la mañana de verano. Ya no queda espacio siquiera para mirar hacia un lado. Pero yo siempre fui un caballero. ”Señora ¿Se siente bien?”, la anciana sólo responde con un suspiro, está sentada en el asiento frente al cual estoy parado. Se la ve mareada y débil. “¿Quiere mi lugar, señora?”. La ayudo a levantarse, confundida, pálida. Me siento en el lugar ahora libre. La mujer permanece de pie donde antes estaba yo, y se ve que todavía no reacciona, porque dijo “muy amable”. La gente sí se dio cuenta, y no disimulan su odio, pero nadie dice nada. A nadie le sobran fuerzas.

No me importa, voy a dormir todo lo que resta del viaje.

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NOTA ENCONTRADA EN MI BOLSILLO A los ocho años ya no quería seguir creciendo, sabía que ya nada iría mejor. Sólo quería morir, irme al cielo así, siempre niño, antes de que las olas se llevaran el castillito de arena que habían construido para mí. Mi castillito de arena. Y si algo he podido salvar de la marea, se lo han llevado mis lágrimas, oscuras en el ocaso, resbalando entre mis dedos de niño. Traté con todas mis fuerzas de mejorar, hice todo lo que pude, y cada paso me trajo inexorablemente hasta hoy, hasta esto. Cada año, cada día peor que el anterior.

Hace unos años volví al pueblo a visitar mi antigua casita. El monte ya no estaba y habían empedrado la calle de tierra. Quiero volver, pero ya no puedo. No puedo más.

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ELEGÍA

Que mis manos lastimadas corran tu negro velo, y tu alma se ilumine con el candil y el incienso. Que ardas en la penumbra, que fulgure tu silencio, Y que descanse mi frente, sobre tus labios de hielo. Que sueñes por siete noches con el horror de la nada, Y vuelvas a atormentarme con la luz de la mañana. ¡Y dances sobre la luna, y camines sobre el agua! O que me arrastre la muerte, hasta tu eterna morada. Que los cuervos del demonio, y los ángeles del Cielo Vistan de gala esta noche, y monten guardia sobre el féretro, lloren a gritos tu nombre, y te levanten en su vuelo. ¡O que me muerdan los ojos, y que me arranquen los dedos! ¡Que se consuma mi vida, que se incendie el firmamento, que se marchiten las flores, que se derrumbe este templo!

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CHAMAME DEL CAMPO SECO

El viento de la siesta iba levantando el polvaredal por el camino sinuoso. Montaba con la cabeza gacha, mirando las nubecitas que se alzaban cada vez que los cascos del caballo golpeaban el suelo, y el sol me quemaba la nuca a pesar del sombrero. Era una cruza rara, mi caballo. Más duro que un burro. Ya hacía varias horas que habíamos cruzado el Uruguay, y no habíamos encontrado una sola gota de agua después de adentrarnos en el Brasil. La bestia seguía avanzando al trotecito, sin retobarse, sin tropezar. Me quemaba la garganta. La tierra colorada se me pegoteaba en la nariz y me empastaba la boca con un gusto a sangre como hacía tiempo no sentía. El revólver se me clavaba en la cadera debajo del cinto, y el puñal dentro de la bota me estaba empezando a calar el tobillo. El facón hacía rato que iba atado a la silla. Era de hierro carbonado y pesaba más que una gorda en la caña. Según el Alemán, el cuchillón ya pasaba a ser un machete, porque se pasaba del tamaño. Decía que con el machete parecía un tarefero, y se reía hasta que se ahogaba con el vino. Nunca entendí el chiste. La mitad del pueblo trabajaba en la tarefa cada tanto. Él y yo entre medio. Que en paz descanse el Alemán, se le ocurrió pasarse de vivo una siesta y le tuve que enterrar el facón en el costado. Pero quedamos en paz. Yo soy nacido en la costa del Uruguay, y él también. Se acordó de eso justo antes de apagarse su mirada, y se fue en paz. Y ahora iba, al trote lento de mi caballo viejo, a encontrar a los parientes del Alemán, para que se hicieran cargo del huérfano. Tan distraído iba con la cabeza en ese asunto, que no noté el chamamé que flotaba en el aire hasta que estuve frente a la puerta del galpón. Y soy loco por un baile. Así que bajé de un salto del caballo, y lo llevé de la rienda hasta el bebedero. Quedó atado ahí, refrescándose la garganta, y yo empecé a subir los escalones para refrescar la mía. La puerta doble estaba abierta de par en par. Adentro estaba medio oscuro, inundado de una mezcla de humo de cigarro y la polvareda que levantaba la negrada enredada en el baile. La acordeona lloraba bien arrastrada en las manos de aquel mulato, que parecía dormido arriba del fuelle, del otro lado del salón. Entré pisando fuerte y caminando ancho. Ni bien puse el segundo pie adentro, paró el baile y toda la negrada se dio vuelta para mi lado. Hasta el gaitero levantó la cabeza, y dejó sonando en el aire una nota larguísima, como un lamento. Empecé a levantar la mano despacito hacia el revólver, tratando de acostumbrar la vista a la oscuridad, calculando entre la polvareda quién se llevaba la primera bala…. Pero en el momento justo me acordé. Seguí subiendo la mano hasta el sombrero, lo agarré por la copa y me lo saqué de la cabeza. Ahí nomás, el gaitero se dobló otra vez sobre el acordeón y se perdió en un corrido que inundó todo el galpón. Y la gente volvió a cruzarse en un arrastrapié, alzando la polvareda colorada que se mezclaba con el humo. Enfilé derecho hacia la barra y me acodé ahí, medio sentado en una butaca. Enseguida apareció un vaso con una buena caña. Increíble pero cierto, estaba fría, y me pasó por la garganta más fresca que agua de vertiente. Prendí un cigarro y terminé el vaso. Después, dos o tres más, y salí caminando para el

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centro de la pista. Enseguida mis ojos se fijaron en unos ojos bien verdes que venían en sentido contrario. Una linda polaquita, de esas que no hay en mi barrio. Y esos ojitos me venían mirando bien fijo. Cuando pasó por al lado mío, la cacé de la muñeca, y ya salimos entreverados, entre el polvo y la humareda, arrastrando las suelas por todo el galpón. Bailábamos bien apretados. Yo miraba esos ojazos, cada vez más perdido, más mareado por la belleza de la gringa que por la bebida. Respiraba el perfume de flores de su cuello, y una frescura de agua de pozo que brotaba de su pelo. Y el acordeón viejo gemía, lloraba, y cada tanto se iba apagando. Por ahí se despertaba y pegaba una resoplada, y la negrada enloquecía y arrastraba las alpargatas. La gringuita cada vez se me abrazaba con más fuerza, cerrando los ojos, apretándose contra mi pecho. Yo la tomé de la cara para poder verle los ojos. Sin dejar de mirarme, se fue acercando, abriendo los labios. Me interrumpió un grito furioso que me llegó desde atrás. Apenas tuve tiempo de voltearme para ver el facón que se me venía encima. Me tiré para un lado y caí sentado al piso. El facón pasó rozándome la camisa y me hizo saltar un botón. Desde el piso miré para arriba. El que me largó el puntazo era un gringo de dos metros, seguramente un hermano o marido de la polaquita. Y ya estaba levantando el cuchillo para tirarme otro tajo más certero. Como pude manoteé dentro de la bota y saqué el puñal. De un salto me paré y se lo enterré en el pescuezo. Quedó parado nomás, con más cara de sorprendido que de dolor. Después soltó el cuchillo y se desplomó. Por un segundo, el galpón entero quedó en silencio. Sólo el acordeón quedó estirando una nota triste y casi callada. Luego estalló la confusión. Empezaron a sonar los disparos, y las balas volaban de todos lados. La negrada corría despavorida, y el acordeón tocaba un tango frenético. Unos cuantos cayeron heridos por las balas y quedaron mordiendo el polvo. Un par cayeron muertos. Yo la agarré del vestido a la gringuita, que había quedado ahí congelada, y salí corriendo para el lado de la barra. Me esperaba uno escondido, descargando su cuarenta y cuatro. Eché mano como pude al revólver y le puse una bala en la cabeza. Llegué a la barra y salté detrás. La gringa ya estaba reaccionando, y saltó detrás de mí sin que le dijera nada. Nos quedamos ahí agachados. Retumbaban las explosiones y los golpes de las balas en la madera, mezclados con aquel tango que seguía soltando el acordeón. Asomé la cabeza entre la balacera, para ver la situación. Los que no se habían ido, estaban muertos en el piso o me estaban disparando. Me quedaban cinco balas, y se me venían acercando. Nunca me achiqué para nadie, y si estaba por morir ahí, pensaba llevarme unos cuantos conmigo. Pero tuve que darle una última mirada a la gringuita justo cuando estaba por salir a decidir cuál bugre se iba primero. Estaba llorando, la gringa. Agaché la cabeza y descargué las cinco balas contra la pared de madera, cerca del piso. Me arrastré hasta quedar bastante cerca, y terminé de romperla a patadas. No hizo falta decirle nada, ella se arrastró y salió del galpón por el hueco. Me tocaba a mí. Me arrastré, comencé a pasar. Las balas pegaban cada vez más cerca… y ya no pude seguir. Estaba trabado en el hueco. De golpe se detuvo la balacera. Respirando el polvo caliente del suelo, escuché los

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pasos que se iban acercando, y el acordeón de fondo que había vuelto a un chamamé lastimero. De la gringa ni las huellas. Sentí un pié sobre la espalda; luego el martillo del revólver poniéndose en posición. Entonces escuché un relincho, y el ruido de los cascos golpeando el suelo. Desde detrás del galpón apareció mi caballo. La gringuita lo traía. Pasó al galope a mi lado y soltó un trozo de cuerda. Me agarré fuerte. Todavía hoy, cuando hay mal tiempo, me duele la cintura de aquél tirón, pero la polaquita me salvó la vida. Me llevó arrastrando un buen trecho. Después seguimos montando hasta el Uruguay. Cruzamos el río a nado, con la ayuda del animal. Nunca más pude ni quise volver a la otra orilla, así que nunca encontré a los parientes del Alemán. Tuve que adoptar al hijo. Y ahora, cuando cuento la historia, al principio nadie me cree. Pero tengo a la gringuita como prueba, siempre al lado mío desde aquella vez.

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107 1. Tomó el cuchillo de plástico de la bandeja de la cena y le dio unos mordisquitos a la punta. Observó con satisfacción el peligroso filo hecho con los dientes, se guardó el cuchillo bajo la manga de la campera azul y descansó la mano sobre su regazo. El suave rumor de las turbinas y la calefacción del avión acompañaban los rezos de la anciana sentada a su lado, que repetía su avemaría casi inaudible mientras por sus dedos se deslizaban las cuentas de un rosario de perlas. Más lejos, no se oía más que algunos sollozos y voces apagadas. Habían pasado apenas unos minutos desde que los terroristas habían tomado el avión. El hombre tirado en el pasillo era la demostración de lo que pasaría a cualquiera que intentara algo heroico. Los pasajeros aceptaron rápidamente la promesa de que serían liberados en el próximo aeropuerto, si se cumplían las demandas de los secuestradores. Él no. Conocía bastante bien todas las artimañas de los terroristas. El muchacho de la campera azul miró fijamente a los ojos al guardia que volvía de la cabina empuñando una pistola semiautomática. Le pareció ver un destello de nerviosismo, a pesar de la expresión impasible en su rostro. El guardia pasó a su lado lentamente. Se incorporó de un salto y su cuchillo de plástico atravesó la tráquea del terrorista, mientras su mano izquierda le cubría la boca y le cerraba la nariz, lo retiró velozmente y se lo incrustó en el corazón, quitándolo casi al instante y dándole una última estocada en el costado derecho del cuello. La punta del cuchillito emergió al otro lado, goteando sangre espesa sobre el hombro. La pistola no disparó una sola vez. Dejó caer el cuerpo y recogió el arma de fuego, echando a andar lentamente hacia la cabina, sin dar tiempo a ninguna reacción. Sólo una mujer temblorosa y salpicada de sangre le asestó un puntapié al cuerpo que cada tanto se sacudía en un espasmo. Unos segundos después se oyeron dos disparos más, procedentes de la cabina. El muchacho de la campera azul salió de la cabina, ahora sí había varios curiosos que se acercaban tímidamente. Le hizo un gesto con la mano a una de las azafatas, indicando que el peligro había terminado. Lo que quedaba de la tripulación se encargó de llevar a los pasajeros de vuelta a sus asientos y de cubrir los cadáveres con mantas. El muchacho se sentó en el asiento del comandante y tomó el intercomunicador. - Hola- intentó. Nadie respondió.

Probó otra vez, sin éxito. Escuchó una risita femenina proveniente de la puerta pero no se volvió. La azafata dio dos pasos, se inclinó apoyándose en su hombro para llegar al tablero de controles y presionó un botón. - Ahora sí- le dijo. Él se palmeó la frente dejando escapar una risita. - Aibalabalatajala. Al cabo de unos segundos, una voz apagada sonó débilmente, cargada de estática. - Repita… - Ahí va la bala, atajala- repitió lentamente. Cuando al cabo de unos instantes nadie respondió, volvió a hablar.- Significa “disparo” en árabe. Recuperamos el avión. - Repita… - Éste el vuelo…- - 107 de United- le dictó la azafata. - 107 de United- repitió el. - recuperamos el avión, pero no tenemos piloto. ¿Pueden meter un piloto en nuestro avión? -Negativo. - Como en esa película de Steven Seagal- insistió.

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- Negativo. - Entonces me voy a estrellar contra el Pentágono- amenazó, jocoso. Otra vez no hubo respuesta. Se imaginó el revuelo en la torre de control y su sonrisa se amplió un poco más. Observó de reojo la cara de terror de la azafata y comprendió de inmediato que por una broma como esa, los aviones caza que sin duda los seguían los derribarían sin pensarlo dos veces. - Era una broma- se apresuró a aclarar. Otra vez pasaron varios segundos hasta que oyó una risita de alivio en la estática. - El Pentágono queda para el otro lado. - Yo puedo volar esta cosa… Pero no sabría cómo aterrizar. Probó los timones, pero no obtuvo respuesta. Nuevamente la azafata se inclinó y presionó algunos interruptores. - El piloto automático- explicó.

- Mire, me parece que mejor maneja usted, eh- le reprochó en broma el muchacho, haciendo ademán de levantarse. - Ni loca- se apresuró ella-, hay cosas que se aprenden observando, pero de ahí a volar el avión… Él se acomodó nuevamente, satisfecho. - Y ahora, señorita Torre de Control, me va a tener que decir cómo aterrizo. - Sólo déjese llevar por el piloto automático hasta llegar a sobrevolar el aeropuerto y entonces un experto le dictará las instrucciones. Él le repitió la indicación a la azafata, que volvió a encender el piloto automático y se retiró de la cabina. - ¿Cuánto falta para llegar? - Unos minutos. ¿Usted es piloto? - ¿No tiene otros aviones que atender? - Me asignaron sólo a su avión. Esto está lleno de federales. - Mejor así. ¿Cómo se llama? - Kate. - Kate- repitió.- Mire, le propongo algo: si aterrizo el avión sin romper nada, usted me va a invitar una comida casera, y si aterrizamos rompiendo todo como en las películas, yo cocino. Notó una risita imperceptible del otro lado en los auriculares. - Acepto, pero… ¿Qué pasa si se estrella? -… Vaya a McDonald’s. Ésta vez ella rió con ganas. -Soy una malísima cocinera. -Hubiera pensado en eso antes de insultar mis habilidades para volar. Se acarició la barbilla maravillado por la velocidad y puntería con que le salían las palabras. Al cabo de larguísimos segundos, la voz de Kate le llegó en un tono más serio. - ¿Quién eres, Cowboy? - Yo no soy ningún Cowboy,- le respondió secamente- soy un gaucho. - ¿Qué es un gaucho? - le preguntó desconcertada. - Imagínese el cowboy más bravo…

- Ajá… - Pero como hombre. Esperó casi un minuto hasta que recibió la respuesta acompañada del gruñido suave de la estática. -¿Te parece que me podrías enseñar a bailar tango? -No… pero tampoco me parece que los gauchos hayan bailado tango… Además, me paso el día disparando y acarreando bolsas de cadáveres, ¿qué te hace pensar que estoy en condiciones de enseñarte a bailar?

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- ¿En serio? - No, qué va… ésta fue la primera vez que tuve que matar a alguien… tengo… sangre- se miró la sangre seca en las manos y no pudo reprimir la mueca de asco- en la cara. - Creo que te vendría mejor un trago que una cena. - Supongo. Pero no va a ser esta noche. Ni bien aterrizamos van a subir los SWAT y me van a dar una buena paliza. Después seguro me encierran y me interrogan por un buen tiempo antes de largarme… si me largan. - O si no te llevan a Guantánamo y te violan- sugirió la chica y los dos estallaron en carcajadas.- No, pero en serio ¿Por qué iban a hacerte eso? Después de todo salvaste el día. Permaneció mudo observando el cielo oscuro a través del vidrio antes de contestar: - Porque soy extranjero y tengo apellido árabe.

La simple e indiscutible lógica de su declaración no tuvo discusión. Quince minutos después el avión aterrizaba suavemente en la pista. La masa de periodistas burbujeaba contra el cordón de seguridad de la policía y un equipo táctico se acercaba velozmente al avión. 2. Kate bebió otro sorbo de un café apenas tibio y muy amargo, que se deslizó con dificultad por su garganta, espeso como melaza. Llevaba más de una hora esperando a su amiga en un rincón oscuro y lleno de humo azulado de un barcito de mala muerte. Parecía ser la única persona en el local. Ni siquiera se veía a nadie detrás de la barra. Se levantó lentamente y salió a la calle sin pagar.

Mientras caminaba alisó otra vez el recorte de diario que llevaba hecho un bollo en la mano derecha. “…Nuevas pistas en el caso del vuelo 107 Los investigadores federales apuntan hacia Al-Qaeda El FBI ha conseguido pistas confiables en el caso del secuestro del vuelo 107 el pasado lunes, que dejó como saldo la muerte del piloto, el copiloto, un pasajero y tres de los secuestradores, a partir de la interrogación del único sospechoso capturado, al cual se ha vinculado a la organización terrorista Al-Qaeda. Los pasajeros continúan prestando declaración a las autoridades, pero toda información será de carácter confidencial hasta la resolución exitosa de la investigación. Según declaraciones anónimas a la prensa, se especula con la actuación de un personaje ‘misterioso’ que logró retomar por sí mismo el control del avión, contradiciendo así la versión aceptada hasta el momento, que afirma que fueron los tripulantes quienes redujeron a los terroristas y retomaron el control de la aeronave. ..” El artículo se extendía hasta ocupar toda una página del periódico, recalcando lo inverosímil e inexacto de la versión del “héroe anónimo”, el cual aún no daba señales de vida. Volvió a hacer una pelotita con el recorte y lo arrojó con fuerza dentro de un basurero. Unas cuadras más adelante, su teléfono comenzó a vibrar. Lo sacó del bolsillo para ver el nuevo mensaje. “Tu casa. 15 min.”. Era de Alex, una bibliotecaria fanática de las historias de detectives y conspiraciones. La misma Alex que la había dejado plantada más de una hora en el cuchitril perdido en la humareda. Paró un taxi y a los pocos minutos estaba subiendo la escalera hacia su departamento. -Café- fue el saludo de su compañera, que la esperaba de pie junto a la puerta tamborileando los dedos. Su cabello estaba revuelto y sus ojos abiertos como platos. -¿Una operación de contrabando de café desde Mozambique oculto en el ano de los jugadores de la selección nacional de waterpolo, dirigida por el mismísimo Papa, para ocultar una invasión extraterrestre?- la cargó riendo al tiempo que abría la puerta. Alex entró detrás sin

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prestar atención a la broma y se sentó a la mesa, sacando del bolsillo de su campera unos cuantos papeles arrugadísimos y doblados en cuatro y poniéndolos sobre la mesa.

A Kate le encantaba fastidiarla haciendo chistes sobre sus teorías de conspiraciones y engaños, pero esta vez no precisó observarla con mucho detenimiento para darse cuenta de que venía en serio. Se dirigió a la cocina y volvió a los pocos minutos con una taza humeante. - Al grano- comenzó Alex. Kate se limitó a entrelazar los dedos sobre la mesa y fijó la vista en los papeles llenos de diagramas desprolijos.- Tu hombre imaginario es el supuesto cuarto terrorista, como sospechábamos. A partir de ahí hay dos opciones: lo que dicen es cierto; o es inocente, que es lo que yo creo. Si es así, no lo pueden liberar. - No entiendo. - Ya pasaron cuatro días… Dios sabe qué le habrán hecho… Si ahora resulta que no sólo es inocente, sino además héroe, se les va a venir todo el mundo encima: miles de grupos de derechos humanos, embajada, Naciones Unidas, la OEA, y muchos más que no me acuerdo. Está todo anotado en estos papeles… Sería un conflicto a grandísima escala. - Pero… ¿y los cientos de testigos? - Los testigos son fáciles de manipular… Más de uno no va estar seguro de lo que vio, otros tantos habrán tomado alcohol, otros habrán estado llorando, algún que otro corto de vista, niños, mitómanos… - Hizo una pausa para tomar un sorbo de café y dejó escapar un largo suspiro- y ni hablar de la tripulación, unos cuantos de ahí van a pasar derechito a la NASA, otros se tomarán unos años para conocer el mundo… otros aparecerán como cómplices… Kate resopló con fuerza. Todo sonaba excesivamente elaborado e irreal, pero a la vez tan familiar… Sabía que la única explicación a todo este embrollo era la mente fantasiosa y necesitada de emoción de su amiga, y aún así… - ¡La grabación de la cabina!- exclamó triunfante. El pequeño gran detalle que había escapado a la compleja trama fabricada por su amiga insomne, pasada de vueltas y rebosante de cafeína. Alex la observó como si escuchara por enésima vez la historia más aburrida del planeta. - La grabación de la cabina - repitió como una autómata -. ¿Escuchaste algo en los noticieros sobre eso? ¿Leíste algo en los diarios? ¿Dijeron algo en la radio? Porque yo creo que no. Y eso es porque no existe. - No se puede borrar algo así tan fácilmente.- replicó Kate, decidida a no dejarse llevar así como así. - Suponiendo que no la borren, el avión es propiedad del FBI hasta que se cierre la investigación. ¿Vas a entrar con un destornillador y tu computadora portátil y salir caminando? La gente quiere que se cuelgue a alguien y tu hombre encaja perfecto. Nadie va a reclamar nada mientras todo parezca tan claro. Kate se levantó y caminó con pasos rápidos a la cocina, llevando la taza vacía. Sacó otra taza de la alacena y llenó las dos con café. Regresó a la mesa junto a Alex y volvió a arremeter: - No estás teniendo en cuenta que de todo eso hay registros en tierra.

- Todo intervenido por los federales - devolvió la bibliotecaria. Kate arrojó otro suspiro, cubriéndose la cara con las manos, y aventuró un último argumento, sabiendo de antemano que su compañera lo echaría por tierra sin mucho esfuerzo: - Las computadoras con las que trabajamos conservan su información durante siete días aproximadamente, dependiendo de la cantidad que sea. Y son de fácil acceso. Cabe una pequeña posibilidad de que aún existan los registros de ese día. Alex chasqueó los dedos y meneó la cabeza. Murmuró algunas palabras inaudibles y volvió a hojear nerviosamente sus papeles.

- Cabe una pequeñísima posibilidad- respondió al fin. 3. “...y estaban armados con pistolas. Pero había a bordo un...”

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“Y entonces este chico, bueno, hombre, le cortó el cuello a uno de los terroristas...” “...aparentemente había un agente antiterrorista encubierto en el avión. Cuando...” “...Un comando israelí, que neutralizó a mano limpia a los tres terroristas...” “... Creo que era árabe...” “...Un justiciero...” “...se presume que el héroe del vuelo 107 es un gendarme de...” “...el que por hierro mata...” Kate apagó el televisor y se derrumbó contra el respaldo del sofá. Se sentía como la protagonista de alguna película de espías. Sobre la mesa aún tenía una pila de discos con la conversación entre ella y “la sombra del 107”, como se había apresurado a llamarlo la prensa amarilla. Había hecho llegar los compactos a casi todas las emisoras de televisión, radio, y a unos cuantos diarios. El efecto fue explosivo. En un día, el mundo entero conocía la noticia, y ya sería imposible para las autoridades seguir reteniendo al muchacho. Se hizo un ovillo en el sillón y no pasaron demasiados segundos hasta que estuvo profundamente dormida.

-¡Kate! – oyó una voz lejana, aún sin llegar a despertarse del todo. Una mano le apretaba el hombro. Se sentó de un salto. Alex estaba en cuclillas frente al sofá. -Eh... ¿cómo entraste?- le preguntó, aún atontada. Toda la casa daba vueltas a su alrededor. Alex se sentó junto a ella en el sillón. - Estaba sin llave... descuidada como siempre- tomó el control remoto y encendió el televisor. En la pantalla aparecieron dos hombres sentados uno frente a otro en unos sillones individuales, en un set ambientado como una sala de estar. Los separaba una mesita ratona con dos vasos y una jarra de vidrio. Kate reconoció a uno de ellos, era el conductor del programa, uno de los talk shows sobre política más influyentes de la televisión nacional. El otro era un joven de no más de veinticinco años, vestido de manera sencilla, con vaqueros, zapatos leñadores y una cazadora verde. - Me perdí casi todo el programa por venir a despertarte- le reprochó Alex.- como no atendías tu teléfono...- y levantó el control remoto para subir el volumen. -Aún así, creo que tu historia- decía el conductor-, nos deja muchísimo para reflexionar. Después de salvar a cientos de personas arriesgando tu propia vida y sin pedir nada a cambio, nuestros funcionarios, los representantes de esas cientos de personas, de sus familias y amigos, de todos nosotros, te encerraron durante casi una semana, sin que el mundo supiera nada. Y más importante aún que el mundo, tu propia familia, tus seres queridos, tuvieron que soportar todo este tiempo sin tener noticias tuyas. A Kate siempre le divertía la manera en que ese periodista llevaba las conversaciones, en forma de monólogos, a los que el invitado respondía cada tanto asintiendo con la cabeza, o con algún “ajá” o “claro”. -Bueno- objetó el muchacho,- yo creo que siempre, y más en estos tiempos de violencia que estamos viviendo, va a ser necesario tomar medidas para defender a nuestra gente. A veces, esas medidas conllevan un daño colateral que debemos aceptar. En este caso fue retenerme unos días hasta comprobar mi inocencia. -Definitivamente, nos dejas mucho para reflexionar- el hombre se puso en pie y el muchacho lo imitó.- Pero se nos acabó el tiempo. Espero tenerte nuevamente en nuestro programa, y te repito, en nombre de todos: esta gran nación te debe una- y volviéndose hacia la cámara, agregó:- Nos vemos la próxima, gracias por acompañarnos, y para los que llegaron tarde, estuvo con nosotros el hombre que les dio una lección a los malos, ya saben quién es. El muchacho frunció el ceño, visiblemente molesto. En lugar de cortarse la transmisión, una cámara enfocó su rostro cobrizo en primer plano, buscando unos puntos más de rating.

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-¿Los malos?- sus ojos claros tomaron un fulgor casi anaranjado a la luz de los reflectores.- ¿Y quiénes son los malos? ¿Los que toman la justicia en sus manos para castigar a los “infieles”, fundamentalistas que buscan imponer su religión por medio de la violencia, o los terroristas del Pentágono que asesinan mujeres y niños por unos barriles de petróleo? ¿Serán los Boy-scouts que mandan a medio oriente a practicar tiro al blanco sobre los campesinos desde sus helicópteros Apache? Tal vez son los que incendian chozas en África sólo para prepararse los malvaviscos. -Recién hablabas de aceptar el daño colateral... -En la defensa- lo interrumpió el joven.- Dentro del propio territorio. Es muy diferente a adjudicarse el derecho a invadir y saquear naciones más débiles por unas gotas de petróleo o unos puñados de metal. -Realmente estamos ocupando tiempo ajeno, hablando de invasiones- señaló el periodista, echándole una mirada nerviosa a su reloj de pulsera.- Tenemos que irnos, pero estás más que invitado a volver para continuar esta conversación- volvió a mirar a la cámara.- Y a todos ustedes, nos vemos la próxima. En el rostro de Kate se dibujó una sonrisa triunfal. -¡Nos vemos la próxima!- saludó al televisor, y se dejó caer sobre el regazo de su amiga. - ¿Misión cumplida?- Alex la miraba desde arriba, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

- Misión cumplida. 4. El sol abrasador de la mañana se alzaba impiadoso en un cielo inmensamente limpio. Ni una sola nube osaba disputarle el lugar al astro para aliviar el terrible calor que rebotaba en todos los edificios y se alzaba también desde el pavimento. En la plaza, la multitud entusiasmada se agolpaba para recibir a su nuevo héroe. Aquí y allá flameaban banderas y banderines y varios altavoces instalados en algunos postes amplificaban la música que tocaba la banda desde el escenario. Desde las ventanas abiertas de los edificios circundantes asomaban más espectadores, y los infaltables equipos de televisión y fotógrafos recorrían el lugar en busca de una mejor posición. Detrás del escenario, varios guardias trajeados cuidaban un pequeño trailer. En su interior, el muchacho repasaba mentalmente lo que vendría a continuación, tratando de no olvidar un solo detalle. Se dirigió a una esquina del recinto y comenzó el ensayo nuevamente. - Subo por el costado...- repitió en voz baja-. Saludó a un público imaginario y caminó varios pasos hacia el centro. Se detuvo y extendió la mano derecha.

- Señor preside...- la puerta se abrió de golpe, interrumpiendo su saludo. La silueta oscura de uno de los guardias se recortó en el rectángulo de luz cegadora. - Ya llegó. - Gracias. Que pase. El guardia se hizo a un lado, dando paso a una figura más pequeña, y cerró la puerta. Cuando los ojos de Kate se acostumbraron a la oscuridad del interior, el chico ya estaba sentado en uno de los sillones, en la esquina a la derecha de la puerta. Caminó hasta él, quedando separados por una mesita ratona. - Usted me salvó la vida- rompió el silencio el muchacho.- Gracias. Ella sonrió. - Se suponía que iba a quedar en secreto, pero ya ve como son los periodistas...aunque tengo que admitir que si no fuera por los periodistas tampoco estaría usted aquí. - Todos tenemos una función precisa y bien definida dentro del plan de Dios. ¿Usted cree en Dios, Kate?

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La pregunta del muchacho la sorprendió. Cuando habían hablado por primera vez no sonaba como alguien muy religioso. Tampoco sonaba tan serio. Sin dudas, los días de reclusión lo habían afectado severamente. - Yo creo- prosiguió él- que aunque usted y yo y la gente que espera ahí afuera lo llamemos con diferentes nombres, Él es el mismo Dios para todos, y nada ni nadie está fuera de sus planes. Permanecieron en silencio varios segundos en la estancia oscura y fresca. La música de la banda se colaba por los intersticios de las puertas y las ventanas, junto con los finísimos haces de luz. - Están tocando la canción del dinosaurio Barney.- observó él al fin. Kate suspiró aliviada por el cambio en la dirección de la conversación. - Resulta que también es una marcha patriótica- respondió en un tono casi maternal. Y agregó: - El gobierno dio un giro de ciento ochenta grados a su discurso cuando salió a la luz todo este asunto. Se están asegurando las próximas elecciones. ¿Usted se imaginaba algo de esto? Yo tampoco. Pensé que iban a negar todo, como siempre. Pero aquí lo tenemos, héroe nacional, a punto de estrechar la mano del mismísimo Presidente. - ¿Alguna vez le dijeron que después de hacer una pregunta debe hacer una pausa para que su interlocutor responda?- sermoneó, impasible. - Pensé que era una pregunta retórica- se disculpó ella. - Pues resulta que no.

Kate lo observó un momento tratando de descifrar algún atisbo de broma en su rostro sereno. Él le sostuvo la mirada sin inmutarse. - Entonces... ¿sí se lo imaginaba?- interrogó sin disimular su desconcierto. - Como le dije, nada está librado al azar. La puerta se abrió de nuevo, el discurso del Presidente se oyó con más fuerza. El guardia le hizo una seña con la mano y se quedó esperando. - Ya es hora- anunció el muchacho. Se levantó con esfuerzo, dejando escapar un gruñido. El último botón de su camisa estaba desprendido y la corbata estaba floja, y Kate pudo ver los moretones y cortes recientes que el traje ocultaba. No pudo evitar sentirse culpable. - Yo... lo que le dije el primer día...- intentó en vano encontrar palabras para disculparse- que si lo llevaban a Guantánamo... - Creo que no me está prestando atención- la interrumpió él.- Usted dijo lo que tenía que decir e hizo lo que tenía que hacer. Nada está librado al azar. Pasó al lado de Kate, que se giró para verlo caminar hasta la puerta. Se detuvo justo en el umbral, quedando cara a cara con el guardia, y giró la cabeza para mirar a Kate a los ojos una vez más.

El agente le prendió el último botón de la camisa y le ajustó el nudo de la corbata. La luz del día los envolvió cuando salieron, uno detrás del otro. 5. Recorrió lentamente el pasillo formado por agentes de traje oscuro hasta la escalerita al costado del escenario. Vaciló un segundo frente a los escalones y lo invadió un ligero mareo. La claridad casi lo cegaba. Todo estaba rebosado de luz blanca y los aplausos y gritos de la gente se oían lejanos, como un rumor. Pensó que los zapatos le pesarían toneladas, sin embargo se sorprendió al levantar un pié y comprobar que se sentía flotar en el aire. Sintió el primer escalón como un colchón de hojas amontonadas en otoño, el segundo se derritió como nieve cuando se posó sobre él, el tercero era espuma de mar, el siguiente una nube, brisa tibia de primavera...

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Había vivido este momento mil veces en su mente, pero nunca había estado siquiera cerca de imaginar una sensación similar. Sacudió la cabeza, tratando de pisar tierra nuevamente, y emprendió la recta final hacia su destino, concentrando todo su esfuerzo en mantenerse lúcido.

Dio un paso, dos... tres... El Presidente lo esperaba con la mano tendida y una amplia sonrisa de juguete. La estrechó con fuerza y su mareo desapareció. La luz blanca se disipó y su vista se enfocó perfectamente en el rostro falso que tenía enfrente. La ovación de la multitud delirante cobró fuerza otra vez. Con un rápido y fuerte movimiento lo hizo girar sobre sí mismo, al tiempo que le asestaba un preciso cabezazo en la base del cráneo. Antes de que el cuerpo inerte del Presidente tocara el suelo, una bala atravesó la cabeza del muchacho.

Los dos se desplomaron al unísono bajo el sol ardiente de la mañana. 6. La turba se desintegraba en todas direcciones, presa del pánico. Los agentes corrían de un lado a otro y los periodistas intentaban a toda costa captar la mayor cantidad de material que pudieran. Sólo dos personas permanecían inmóviles, ocultas en la marea impetuosa de gente. - ¿Jaque mate?- preguntó el más joven. - Usted no sabe nada de ajedrez- respondió el viejo. - Bueno, pero... terminamos, por ahora ¿no? El viejo suspiró.

- Ojalá, mi amigo, ojalá.

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ANOMIA

Tic, tac... Tic… tac… Nada. Siguió jugando con la llave de la luz, pero nada sucedía con el foco amarillento que bañaba el comedor en una luz débil, enfermiza. La casa parecía una fotografía vieja y olvidada. Un retrato en tonos sepia de aquella casa de sus parientes lejanos. Así que miró el reloj de pared. No le sorprendió que estuviera detenido. Ni se molestó en observar su reloj de pulsera porque, por supuesto, también estaría detenido. Estaba soñando. Aún sin acabar de creérselo, se pellizcó con fuerza el dorso de la mano. Le dolió como una mierda, claro. Pero Yamim le había advertido sobre eso también. “Tu mente puede crear todo tipo de sensaciones para hacerte creer que no estás soñando”, decía Yamim, “porque a Dios no le conviene que te des cuenta. Se te abriría todo un mundo de posibilidades, sin ninguna consecuencia. Podrías hacer lo que quisieras”. Pero las luces… Por alguna razón, las luces nunca podrían cambiar en un sueño. No podrían prenderse, ni apagarse. Las llaves de luz nunca serían más que adornos. Estaban ahí porque su mente las había puesto ahí. Yamim le había enseñado eso también. Y le había enseñado cientos de técnicas diferentes para lograr un sueño lúcido. “Despertar al sueño”, decía Yamim. Y así se había pasado tanto tiempo aprendiendo, tomando Dios sabe cuánta mierda rara, meditando, durmiendo, despertando, que ya no estaba seguro de poder distinguir el momento exacto en que había comenzado a soñar. Días, meses, años… todo era borroso, y no importaba de todos modos. Porque el tiempo… “El tiempo”, decía Yamim, con los ojos entrecerrados entre la humareda espesa. “El tiempo no existe en los sueños. El día en que despiertes a tu sueño, vas a ser eterno”. Y el bendito reloj de pared seguía inmóvil. El tiempo se había ido para siempre. Pensó en echarse a volar, pero, aunque era lo que siempre había pensado hacer cuando por fin lograra dominar sus sueños, ahora que lo tenía al alcance de la mano le resulto estúpido, infantil. Seguía parado junto al interruptor de la luz, pensando en qué hacer para aprovechar mejor el sueño, cuando el sonido del agua llegó hasta sus oídos. Era el agua de la ducha, que había empezado a caer. Recordó con satisfacción que Yamim le había aclarado esto también. Involuntariamente, su mente podría crear lugares, personas, situaciones. Mientras no lograra controlar a su mente, no sería completamente libre en el sueño. Pero, aparentemente, su mente sabía lo que a él le gustaba, y estaba creando un escenario mucho mejor de lo que él habría podido imaginar. Caminó lentamente hacia el final del pasillo, hacia la puerta cerrada del baño. Últimamente también había pasado buena parte de su tiempo espiando por el ojo de esa cerradura. No había cortina, y ella se duchaba siempre tan lentamente, acariciaba su cuerpo con las manos enjabonadas, se bañaba en la espuma que caía de su cabello… Simplemente abrió la puerta. Éste era su sueño, su mundo libre de consecuencias, y ya

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no sería necesario espiar por la cerradura nunca más. Extrañamente, su prima se sobresaltó, manoteó una toalla y se cubrió como pudo. Él se echó a reír, mientras ella cerraba la canilla, confundida. -¡Salí!- fue lo único que atinó a decir la chica. Él continuó acercándose sin dejar de sonreír. - ¡Este es mí sueño! - exclamó, al tiempo que se abalanzaba sobre la muchacha. Forcejearon durante un segundo, pero los pies de la chica resbalaron en la espuma y cayó hacia un lado. Su cabeza produjo un ruido seco al chocar la pared. Se desplomó dentro de la bañera. Como un rayo, enseguida el puño cerrado del chico cayó sobre su cara. -¡Mierda!- masculló el muchacho entre dientes. -¡Se fue a la mierda el sueño!- Y descargó otro furioso golpe en el mismo lugar. Algo se rompió bajo su puño. Golpeó de nuevo. Oyó el crujido de los huesos y sintió náuseas. No se animó a mirar dentro de la bañera, pero observó con fascinación el dorso de su mano ensangrentada y ya no resistió la bocanada de vómito que salió despedida de su boca. Arrodillado en el suelo, jadeando, comenzó a notar esa cosquilla, casi imperceptible, en el centro de su cuerpo. No pasaba nada. Era un sueño, sin consecuencias, sin tiempo. Allá afuera, en la vida real, con luces que se apagan y relojes que funcionan, ella estaba viva. Miró su reloj de pulsera; estaba bañado en sangre, así que no pudo chequear la hora. De todos modos no habría diferencias. Aliviado, soltó otro golpe, con más fuerza que el anterior. Esa cosquilla en su interior se hizo más fuerte cuando sintió el crujido en sus nudillos, y siguió creciendo a medida que golpeaba y golpeaba, y sentía cada vez menos resistencia, hasta que los embates de su puño comenzaron a machacar con un ruido sordo y un chapoteo el fondo encharcado de la bañera. Se puso en pie, frotándose la mano dolorida, y observó por un largo rato. Luego dio media vuelta, salió del baño, y volvió al interruptor del pasillo. Tic, tac… tic, tac… tic… Le agradaba esa sensación de poder, de libertad absoluta. Tac… Pero ya estaba cansado de este sueño. Tendría que despertar enseguida… Tic… Mañana soñaría con ella de nuevo, y la pasarían mejor. Se ducharían juntos… Tac… tic, tac… Después de todo, ésa era la idea, no romperle la cabeza... Abrió la puerta de la calle con la mano que tenía libre. Tic. La luz de la calle se apagó. Deslizó lentamente la mano ensangrentada por la pared, hasta que sintió el otro interruptor bajo sus dedos. Tac. El foco amarillento del comedor se apagó y la casa se perdió en la noche.

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©2013

Juan Ignacio Cuhna

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