El Fauvismo

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El Fauvismo Rodrigo Rafael Ramírez Villanueva [Concepto] El término fauvismo (fauve en francés es fiera), lo acuñó el crítico Louis Vauxcelles al contemplar en el Salón de Otoño en París del año 1905 una serie de pinturas cromáticamente exaltadas que contrastaban violentamente en relación a una pequeña escultura de corte clásico dispuesta en la misma sala. Al entrar el crítico exclamó: "Donatello entre las fieras". 1 Y a partir de ese momento empezó a emplearse el término fauvismo al aludir a la obra del grupo de artistas que trabajaba en torno a Henri Matisse. 2 Lo que pretendía ser un insulto fue aceptado por los pintores como una definición muy acertada de sus métodos y objetivos, y el fauvismo se convirtió en la etiqueta estilística que acompañaba la obra transgresora de este poco cohesionado grupo de artistas franceses, activo entre 1904 y 1908 aproximadamente. Los más importantes entre ellos fueron Matisse (1869 - 1954), André Derain (1880 - 1954) y Maurice Vlaminck (1876 - 1958), aunque con frecuencia se incluyen otros a quienes Vauxcelles denominaba "fauvettes", como Albert Marquet, Charles Camoin, Henri-Charles Manguin, Othon Friesz, 1 El crítico empezaba su crónica de la exposición proclamando: "Contamos hoy con una exuberante generación de jóvenes pintores, dibujantes honestos, coloristas vigorosos, algunos de ellos serán los maestros del mañana. 2 Lourdes Cirlot. Primeras vanguardias artísticas. 1995. Editorial Labor. España. p. 13.

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El Fauvismo

Rodrigo Rafael Ramírez Villanueva

[Concepto]

El término fauvismo (fauve en francés es fiera), lo acuñó el crítico

Louis Vauxcelles al contemplar en el Salón de Otoño en París del año

1905 una serie de pinturas cromáticamente exaltadas que contrastaban

violentamente en relación a una pequeña escultura de corte clásico

dispuesta en la misma sala. Al entrar el crítico exclamó: "Donatello entre

las fieras".1 Y a partir de ese momento empezó a emplearse el término

fauvismo al aludir a la obra del grupo de artistas que trabajaba en torno

a Henri Matisse. 2 Lo que pretendía ser un insulto fue aceptado por los

pintores como una definición muy acertada de sus métodos y objetivos,

y el fauvismo se convirtió en la etiqueta estilística que acompañaba la

obra transgresora de este poco cohesionado grupo de artistas franceses,

activo entre 1904 y 1908 aproximadamente. Los más importantes entre

ellos fueron Matisse (1869 - 1954), André Derain (1880 - 1954) y

Maurice Vlaminck (1876 - 1958), aunque con frecuencia se incluyen

otros a quienes Vauxcelles denominaba "fauvettes", como Albert

Marquet, Charles Camoin, Henri-Charles Manguin, Othon Friesz, Jean

Puy, Louis Valtat, Raoulf Dufy, Georges Rouault, Georges Braque y el

holandés Kees van Dongen. 3

El carácter innovador del fauvismo residía precisamente en no ser

un arte imitativo, así como en subrayar la importancia de la autonomía

del color con respecto a la forma. Se trata por consiguiente, de

presentar sensaciones o vivencias a través del vigor cromático. 4

1 El crítico empezaba su crónica de la exposición proclamando: "Contamos hoy con una exuberante generación de jóvenes pintores, dibujantes honestos, coloristas vigorosos, algunos de ellos serán los maestros del mañana.2 Lourdes Cirlot. Primeras vanguardias artísticas. 1995. Editorial Labor. España. p. 13.3 Amy Dempsey. Estilos, escuelas y movimientos. 2002. Editorial Blume. España. p. 664 Op. cit., Lourdes Cirlot, p. 14

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[Contexto artístico y orígenes]

Francia era un caso especial. Desde por lo menos el tiempo de Luis

XIV, las artes allí habían estado fomentadas por el Estado en una escala

formidable; habían sido discutidas con pasión por los miembros de la

intelligentsia y exploradas por sus practicantes con un vigor jamás

obtenido de forma tan consistente en ningún otro país europeo. La

pintura francesa, marcada en el siglo XVIII por la elegancia y la

delicadeza visual, estuvo caracterizada en el XIX por un dinamismo

evolutivo. Estimulada por la especial atmósfera social y cultural de París

- con sus museos y galerías, sus escuelas de arte que aún trabajaban

con el sistema tradicional del atelier, su comunidad abigarrada de

artistas en constante contracto social por medio de una extensa red de

cafés -, la pintura francesa evolucionó con una velocidad y variedad

sorprendentes, estableciendo un diálogo que duró más de un siglo entre

lo romántico y lo clásico, lo duro y lo blando, lo emocional y lo

intelectual. El modelo que se había establecido en el contraste entre

Ingres y Delacroix persistió bajo muchos aspectos diferentes.

Los impresionistas en los años setenta habían hecho la

contribución más espectacular a lo que se podría llamar la revolución

perceptiva, creando una nueva forma de humanismo visual al vindicar la

primacía de la sensibilidad individual. Como resultado, el impresionismo

nunca fue coherente y homogéneo. Las tensiones entre pensamiento y

sentimiento, entre línea y color, entre análisis y síntesis, estuvieron allí

todo el tiempo presentes, expresadas no sólo en la diferencia, digamos,

entre Pisarro y Sisley, sino entre fases de la obra de un mismo artista,

como en los casos de Manet y Renoir. El ansia por una estructura

ordenada era el más aparente de los elementos disruptivos, produciendo

el puntillismo o el divisionismo de Seurat y Signac, con su rigidez

jerárquica de estructura y su uso dogmático de puntos de colores puros

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complementarios y esas exploraciones de forma que con el tiempo

llevaron de Cézanne al cubismo. Pero su antítesis complementaria

también estuvo muy presente. 5 Aún en 1905, el impresionismo seguía

siendo el estilo con que tenía que vérselas cualquier aspirante a

moderno. Naturaleza o imaginación: tal era uno de los principales

dilemas postimpresionistas. La actitud de los artistas con respecto a

Cézanne seguiría siendo importante durante algunos años.

En Francia y en lo demás países , la corriente buscaba

fuertemente la dirección de una sensibilidad emocional. Una generación

que admiraba a Baudelaire no podía sino darse cuenta del hecho, y,

hacia el último cuarto de siglo, el deseo de exprimir hasta la última gota

de la sensación tomó las mismas formas en París que en toda Europa.

Debajo de la superficie de la vida convencional existía un underground

tan activo en sus exploraciones como cualquier otro de hoy día. A las

drogas le conferían un cachet cultural los lectores de Poe, Coleridge y

Baudelaire; el alcoholismo estaba tan extendido en Montparnasse y

Montmartre como en las zonas rurales pobres de Francia. Había un ansia

por vicios innombrables y experiencias extrañas; hasta existió una

pasión bastante común por el anarquismo. 6

Un importante pintor fauve, Maurice de Vlaminck, escribió una vez:

"La pintura era un absceso que me sacó todo el mal. Lo que yo podría

haber logrado en un contexto social con sólo arrojar una bomba, lo he

tratado de expresar con el arte, con la pintura, usando colores puros

directamente del tubo. De ese modo he podido, utilizar mis instintos

destructivos a fin de recrear un mundo sensible, vivo y libre.

Que se calificara de anarquistas a los fauves o que se les

denominara 'fieras salvajes', no tenía mucha justificación en los asuntos

5 Bernard Denvir. Expresionismo y Fauvismo. 1975. Editorial Labor. España. p. 76 Ibídem. p. 8

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de sus pinturas ni tampoco en su estilo. La ideología izquierdista juvenil

de Vlaminck y Derain no se reflejó para nada en su obra. Es cierto que

sus cuadros de bulliciosas escenas portuarias enlazan el interés por lo

urbano y lo proletario de los neoimpresionistas con el de artistas como

Léger, Delaunay y La Fresnaye. No obstante, se mantuvieron apartados

del círculo de la abbayer de Créteil, contemporáneo suyo, cuya

preocupación por temas específicamente modernos, por un vitalismo

whitmaniano y un arte relacionado con lo social atrajeron a algunos de

los futuros cubistas. En cualquier caso, si lo específicamente socialista y

moderno no ocupó el interés de los fauves, lo vitalista, sí. El anarquismo,

en su sentido social o político, ejerció finalmente una tenue influencia en

la pintura fauve, aunque hubo una indudable asociación entre el

fauvismo y el sentido de la propia individualidad, la expresión de la

propia personalidad y la vitalidad juvenil, asociación que fue advertida

por los críticos de la época y reconocida por los propios artistas. Los

críticos vincularon en muchas ocasiones al fauvismo con los excesos de

juventud. Muchos les recriminaban que fueran como niños que jugaban

con su caja nueva de colores. 7

Como esta agonía romántica tomó forma en el contexto de la

cultura francesa, alcanzó a un amplio espectro de artistas. La música de

Debussy y de Fauré palpitaba de nuevos entusiasmos y el tema de

Salomé tal cual está expresado en el drama en verso de Oscar Wilde

atrajo no sólo a Aubrey Beardsley, sino también a Gustave Moreau,

descrito muy a menudo como un pintor tradicional de salón. 'La misma

naturaleza tiene poca importancia; simplemente es un pretexto para la

expresión artística. El arte es una búsqueda incesante de la expresión

del sentimiento interior por medio de una simple ductilidad'. Estos

sentimientos eran la base de las enseñanzas de Moreau, y su pupilo

7 John Elderfield. El fauvismo. 1976. Editorial Alianza. España p. 46

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Henri Matisse los encontró profundamente inquietantes; iban a

convertirse en el credo indiscutible del fauvismo.

Había numerosos antecesores aparentes. Vincent van Gogh nunca

tuvo la presunción de que su arte fuera otra cosa que la expresión del

sentimiento interior. 'No sé si puedo pintar al cartero como lo siento',

escribió una vez a su hermano Theo, y el fervor de su color, la violencia

emotiva de sus formas tuvieron un impacto que se puso de manifiesto

en la primera exposición retrospectiva celebrada en la galería Bernheim-

Jeune en 1901, durante la cual el joven pintor André Derain presentó

Matisse a Vlaminck.

En 1889 Paul Gauguin, quien vivía en Pont-Aven, en Bretaña, se

estaba acercando a un estilo que combinaría la espontaneidad, el

misticismo y un completo desdén por la 'fidelidad de la naturaleza' con

el uso de colores no-descriptivos, tal como se ve en el cristo amarillo. La

motivación bien puede haber sido literaria y simbolista: 'Encuentro todo

poético y es en los rincones oscuros de mi corazón, que a veces son

misteriosos, donde percibo la poesía', escribió a Van Gogh en ese

tiempo. Los orígenes estilísticos pertenecían al arte japonés y primitivo,

aunque el efecto total fue de excitación emocional de esos rincones

oscuros del corazón, originando, a medida que pasaba el tiempo, una

total independencia del artista respecto de cualquier punto de referencia

que no fuera el de su propia sensibilidad.

La revolución técnica que se llevaba a cabo fue expresionista en

quizás el sentido más puro de la palabra: no tenía una relación exclusiva

con ninguna clase especial de temática, sino que se ocupaba del uso

directo del color y la forma, no para sugerir, sino para expresar. Fue un

paso necesario en la emancipación del arte de la descripción literal. La

esencia de lo que se llegó a conocer como fauvismo, que cada pintor

interpretó a su manera, era el uso nada inhibido del color a fin de definir

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la forma y expresar el sentimiento. Los contactos personales fueron la

chispa que encendió el fauvismo. Las experiencias comunes del estudio

de Moreau se extendieron en 1899 a la Académie Carriére donde

Matisse conoció dos pintores del suburbio parisiense de Chatou, André

Derain y el autodidacta Maurice de Vlaminck; los dos estaban haciendo

osados experimentos visuales en la misma dirección bajo la influencia

de Van Gogh. Vlaminck, un hombre vital, explosivo, naturalmente

dotado, físicamente fuerte, un anarquista y un campeón de ciclismo, que

una vez había dicho que amaba más a Van Gogh que a su propio padre,

obviamente debía algo a su antepasado flamenco. Consumido por una

pasión por la verdad brutal, crucificaba a sus modelos con algo próximo

al deleite y manejaba la pintura con una energía parecida a la de

Chardin.8

El fauvismo surgió definitivamente en Collioure en el verano de

1905. Después de los Indépendants de la primavera, Matisse viajó al sur

con su familia. En junio se reunió con ellos Derain. Ambos artistas

iniciaron entonces un periodo de cooperación asombrosamente

productivo, que les llevó más allá de los confines del neoimpresionismo,

y pintaron la obras que tanta sensación causaron cuando se expusieron

en el Salón d'Automne de aquél año.

El 28 de julio Derain escribió a Vlaminck desde Collioure,

resumiendo todo lo que había aprendido hasta entonces. Es una carta

importante para comprender el desarrollo del fauvismo: "1. Una nueva

concepción de la luz que consiste en la negación de sombras. La luz aquí

es muy fuerte, las sombras muy luminosas. Cada sombra es todo un

mundo de claridad y luminosidad que contrasta con la luz solar: lo que

se conoce como reflejos. Hasta ahora los dos hemos pasado esto por

8 Op. cit., Bernarnd Denvir. p 10

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alto, pero contribuirá en el futuro a renovar la expresión en lo que se

refiere a la composición. 2. Trabajando con Matisse, me he dado cuenta

de que debo desechar cuanto concierne a la división de tono. El sigue

con ello, pero yo ya estoy completamente harto y casi nunca lo uso.

Tiene su lógica en un cuadro luminoso, armonioso. Pero estropea las

cosas que deben su expresión a disonancias deliberadas. Es una

realidad, un mundo que lleva el germen de su propia destrucción en

cuanto se lleva al límite." 9

[Fauvismo en sí]

El arte verdaderamente nuevo implica siempre un desafío; a veces

llega incluso a resultar escandaloso a quienes no están preparados para

recibirlo. En 1905, los visitantes de museos de talante conservador se

escandalizaron ante las pinturas de Matisse, Derain, Vlaminck y sus

amigos.10

9 Op. cit., Elderfield, p 5510 Op. cit., Elderfield, p 15

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Conviene tener en cuenta, no obstante, que las obras que hoy nos

parecen exquisitamente decorativas, en 1905, y a un público que estaba

aún por decidirse a hacer las paces con van Gogh y los otros pintores

postimpresionistas, parecieron brutales y violentas. Aún comparadas con

las postimpresionistas, las pinturas fauves poseen un carácter directo y

una claridad individual que siguen pareciendo hoy día, sino descarnados,

sí elocuentes, y de una asombrosa inmediatez y pureza. 'La valentía

para volver a la pureza de recursos fue el punto de partida del

fauvismo', diría más tarde Matisse.

El fauvismo no fue sólo, ni tampoco inmediatamente, una

simplificación de la pintura, aunque después lo fuera. Inicialmente era

un intento de recrear, en una época dominada por la estética simbolista

y literaria, una pintura con la misma libertad y desembarazo de teorías

que había tenido el arte de los impresionistas, contando, no obstante,

con el conocimiento de la yuxtaposiciones de colores exaltados, y la

emotiva concepción de la pintura que suponía la herencia del

postimpresionismo.

El fauvismo fue un movimiento sintético, que trató de usar y

englobar los métodos del pasado inmediato. El primer estilo

verdaderamente fauve, sustancialmente la obra de Matisse y Derain de

1905 -que podría definirse más adecuadamente como fauvismo de

técnica mixta-, combinó características derivadas de Seurat y van Gogh,

con la pincelada restregada, frotada, y las divisiones arbitrarias de color

que recuerdan a Cézanne. El color plano característico del fauvismo de

1906 - 1907 no hubiera podido darse sin el ejemplo de Gauguin.

Ciertamente el fauvismo fue un movimiento sintético, pero no dejó de

ser por ello un movimiento radical.

El fauvismo no fue un movimiento que tuviera la autosuficiencia ni

la relativa autonomía que han tenido casi todos los movimientos

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modernos. Aunque su existencia se basó en las amistades y los

contactos profesionales, no hizo nunca declaraciones teóricas o de

intenciones como el futurismo, por ejemplo. Tampoco tuvo un único

estilo común que pueda describirse racionalmente, como, por ejemplo,

el cubismo, por lo que sus límites no son nada nítidos. 11

Ciertamente el fauvismo compartió con otros movimientos algunas

de sus ambiciones generales; con todo, fue un movimiento artístico

único que requiere una definición como tal. Lo que plantea una

auténtica dificultad es la determinación de su relación con la vanguardia

parisiense contemporánea, y el discernimiento de si sólo la amistad, o

sólo la semejanza estilística, bastan para denotar la pertenencia al grupo

fauve.

Rouault, por ejemplo, fue uno de los que expusieron en el Salón

fauve, aunque sus emotivas y dramáticas figuraciones de prostitutas y

payasos parecen separarle de los otros fauves. Bajo los efectos de

claroscuro de este artista se esconde una auténtica brutalidad de la

pincelada, a veces de color, que sobrepasa la de los fauves

generalmente considerados como tales. Si el criterio básico para incluir

a un artista en el fauvismo estriba en la liberación del color puro,

Rouault está correctamente excluido de la mayoría de las historias del

fauvismo. 12

Tampoco cabe considerar únicamente la liberación del color puro

para definir el fauvismo. Si nos fijamos en lo que describe este color,

descubriremos nuevas contradicciones. Muchos pintores fauves

celebraron sin rebozo los deleites del mundo del paisaje, pero esto no

significa que el color intenso en sí excluya una iconografía emotiva y

cargada de contenido.

11 Ibídem p. 1812 Ibídem p. 19

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La historia del fauvismo es en gran parte la historia de este

periodo de Matisse, el único en que este artista esencialmente aislado

mantuvo una cooperación con la vanguardia parisiense; un lapso

ciertamente muy corto. En su transcurso se puede constatar la

atribución de una importancia fundamental a la autonomía del color,

prácticamente nueva en el arte occidental, una preocupación por la

naturalidad de la expresión que se plasmó en técnicas mixtas y

dislocaciones formales, por mor de una sensibilidad personal, y una

petulancia realmente juvenil, que en su búsqueda de lo vital y de lo

nuevo descubrió la virtualidad de lo primitivo. Está su firme creencia que

fraguó ese extraordinario equilibrio entre interés por la sensación

puramente visual e interés por la emoción personal e íntima que le llevó

a redescubrir la tradición de un arte esencialmente decorativo, que ha

inspirado algunas de las pinturas más sublimes y expresivas del siglo

XX. 13

La Ventana abierta de Matisse, una de las obras más

controvertidas del Salon d' Automne de 1905, presenta una técnica más

diversificada que la de sus paisajes de Collioure, pues contiene toques

de color impresionistas y neoimpresionistas en el panorama que se ve

por la ventana, mientras que el interior de la habitación está realizado a

base de manchas toscamente aplicadas y zonas de tonos planos y

bastante uniformes. Es muy probable que en este caso concreto fuera el

asunto mismo del cuadro lo que le sugiriera a Matisse tal contraste de

métodos. Con todo, la forma en que las amplias áreas de colores

complementarios quedan separadas por el motivo central tiene

precedentes en su obra protofauve. 14

En 1907, Matisse le comentó a Apollinaire: 'Repasando mis

primeras obras descubrí mi personalidad artística. Encontré en ellas algo

13 Ibídem p. 2014 Ibídem p. 59

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que se mantenía siempre igual, lo que a primera vista me pareció una

repetición monótona; pero era la marca de mi personalidad, que

reaparecía sistemáticamente fuera cual fuera mi forma de pensar en las

distintas épocas'.15 Sin duda una de las constantes que descubrió en si

mismo fue esa manera de organizar la composición en la que los colores

intensos no sólo podían yuxtaponerse, sino también mantenerse

separados, equilibrándose a través de la superficie plana de la tela,

comunicándose entre sí desde los lados. El mismo sistema de

disposición de colores aparece en el Retrato de Derain de Collioure. En

ésta las tintas complementarias se equilibran de lado a lado del cuadro.

En el retrato se emplea la oposición verde-azul de su obra temprana

pero la división de zonas es doble, no con un motivo central, sino con

dos. El rojo del sombrero complementa al verde, y el naranja de la cara

al azul; al mismo tiempo hay manchas de los dos colores del fondo que

recorren el motivo central con objeto de trabar toda la obra. En Mujer

con sombrero, que Matisse pintó en París en otoño de 1905, puede

verse una evolución de este método colorista. A la sensación de que

hubiera empezado con un dibujo del contorno sumariamente esbozado y

que a partir de ahí hubiera seguido trabajando tanto a un azul, luego

pintó encima con un rojo más intenso, posiblemente tras haber aplicado

ese mismo rojo debajo, en la cesta, o después de que los verdes llegaran

a dominar los más llamativos violetas y azules ultramar. Es como si

Matisse hubiera estado 'buscando el medio de existencia en que los

colores flotan juntos y explorando asimismo una cualidad humana:

investigando el sentido de la elegancia y descubriendo taciturnidad de la

pose a la moda'. 16 Toda la obra posterior de Matisse fue una

permanente investigación de las propiedades de esta finísima película

15 Guillaume Apollinaire. Henri Matisse. 1907. P 31 (citado por Elderfield).16 Lawrence Gowing. Henri Matisse. p 9 (citado por Elderfield).

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de la superficie del cuadro, que resiste la penetración óptica y que invita

al ojo a recorrerla una y otra vez sin que se rompa nunca su unidad. 17

En 1908, Matisse ya había empezado a replantearse una vez más

su estilo. En sus 'Notas de un pintor', dijo que los impresionistas

registraban impresiones fugaces y añadió: 'Una interpretación rápida de

un paisaje sólo representa un momento de su existencia. Yo insisto en

su carácter esencial, porque me parece preferible arriesgarme a una

pérdida de encanto a cambio de ganar un mayor estabilidad'. A Matisse

le había empezado a disgustar la fugacidad y la excitación; es posible,

como sugiere Aldred Barr, que la crítica de Vauxcelles a la Mujer con

sombrero de que en él se hubiera sacrificado la forma al color le indujera

a adoptar un estilo más estable.

Respecto a Vlaminck, habría que apuntar que pintó una obra

maestra en 1905 Las casas de Chatou, cuadro en el que es perceptible

una influencia de van Gogh pero que logra encontrar en éste, el más

personal de los pintores, el estímulo para algo igualmente personal. En

esta obra vemos los naranjas y rojos ladrillo de van Gogh, sus

espléndidos verdes grisáceos, el estilo de dibujo ágil con abruptos

acentos oscuros, e incluso un asunto característico de Gogh, pero vemos

a Vlaminck en el modelado de la superficie, en la creación de lo que casi

es un relieve plano, con tintas uniformemente intensificadas,

enérgicamente contrastadas, sin sombras. El espacio de la

representación se ha restringido. El asunto, un trabajador, se ha

transformado en algo de estricta significación pictórica. 'Exalté todos

mis tonos y traduje todos los sentimientos de que era consciente en una

orquestación de colores puros', diría el propio Vlaminck.18

17 Op. cit., Elderfield. p 60.18 Vlaminck. Dangerous corner. p 74 (citado por Elderfield).

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La inquietud de este artista por lo inmediato le llevó a

fundamentar su pintura en una combinación de los tres colores

primarios, especialmente los cobaltos y los bermellones con los que

quería, según dijo, prender fuego a la escuela de bellas artes. Pudo

haber rechazado en teoría la disciplina convencional, pero sus pinturas

de 1906 no sólo revelan al artista más instintivamente acordado a la

substancia de la pintura de todos los fauves, si exceptuamos a Matisse,

sino también al único que logró consolidar y renovar la expresión de la

pincelada suelta impresionista, que los otros habían rechazado. Y, en

cierto modo, esto le convierte en el más conservador de los grandes

pintores fauves. Fue, no obstante, el único miembro que mantuvo la

espontaneidad pura de la visión fauve original, y que logró la enérgica

apertura pictórica y el dilatado carácter plano que son distintivos del

segundo estilo fauve dentro de las limitaciones del primero. Y lo logró

sobre todo merced a tres atributos esenciales de su arte: su paleta

limitada, dominada por los colores primarios; sus superficies

enérgicamente modeladas, y su instintivo, aunque excéntrico, sentido

de la composición y desplazamiento del color, en que, en último

término, se fundamenta la calidad de sus pinturas fauves. 19

El impacto de los fauves en París fue enorme pero breve, ya que

cada uno de los artistas siguió su propio camino por separado y la

atención del mundo del arte pasó a decantarse por el cubismo. Aunque

sería erróneo describir el fauvismo como un movimiento coherente,

durante el mismo los artistas experimentaron una fase de emocionante

liberación, lo que les permitió seguir después su propia visión personal

del arte. Derain, por ejemplo, se acercó a Pablo Picasso y más tarde se

inclinó por un enfoque más clásico. Vlaminck abandonó los colores

fauvistas y se concentró en los paisajes, en una especie de realismo

expresivo que aproximó su obra al expresionismo alemán. Otros fauves,

19 Op. cit., Elderfield p 78

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como Van Dongen, quien se convirtió en miembro del grupo alemán Die

Brücke, destacó las afinidades entre los dos movimientos que

revolucionaron el arte en el siglo XX. Por su parte, Matisse, el rey de los

fauves, se mantendría en el fauvismo, convirtiéndose en uno de los

artistas más admirados e influyentes del siglo XX.

[Notas de un pintor]20

Cuando un pintor se dirige al público, no tanto para mostrarle sus obras

como para desvelarle algunas de sus ideas sobre el arte de la pintura, se

expone a múltiples peligros.

En primer lugar, como no ignoro que la mayoría de las personas se

complacen en considerar la pintura como algo que depende de la

literatura y le piden que exprese, ya no ideas generales de acuerdo con

sus posibilidades, sino ideas específicamente literarias, mucho temo que

el hecho de un pintor se atreva a adentrarse en el territorio del hombre

de letras, como es ahora mi caso, produzca cierta extrañeza. Soy

20 Las 'Notas de un pintor' aparecieron publicadas en La grande revue el 25 de diciembre de 1908. En ellas Matisse emplea un lenguaje claro y directo, fácilmente comprensible por el gran público. En el texto el artista deja perfectamente aclarada su postura con respecto al proceso imitativo, rechazándolo de plena, en favor de un arte que exprese sus sensaciones.

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plenamente consciente, en efecto, de que la mejor demostración que

pueda ofrecer de su estilo será la que resulte de sus lienzos.

No obstante, artistas como Signac, Desvallieres, Denis, Blanche,

Guerin, o Bernard han escrito algunas páginas que fueron

favorablemente acogidas en las revistas especializadas. En cuanto a mi,

intentaré exponer llanamente mis sentimientos y deseos de pintor, sin

preocuparme por el estilo literario de mis escritos.

Pero otro peligro que empiezo ahora a entrever es el de dar la

impresión de contradecirme. Conozco y siento profundamente el vínculo

que une a mis cuadros más recientes con los que pinté en otro tiempo.

Sin embargo, no pienso lo mismo que pensaba entonces. O mejor, lo

esencial de mi pensamiento, no ha cambiado pero ha evolucionado y

con el mi medios de expresión. Debo decir que no me arrepiento de

ninguno de mis cuadros y no pintaría de otro modo ni uno solo de ellos si

tuviera que volver a hacerlo. He tendido hacia el mismo objetivo si bien

los caminos que he tomado para llegar a el no han sido nunca iguales.

Por fin, si en alguna ocasión cito el nombre de tal o cual artista es

únicamente para resaltar las diferencias que puedan existir entre su

estilo y el mío. El lector opinará, quizás, que no me ocupo demasiado de

las obras de los otros pintores, pero si así lo hiciera, me arriesgaría a ser

acusado de opiniones injustas respecto a pintores en los cuales admiro

seguramente su búsqueda y disfruto plenamente de sus realizaciones.

Me he limitado, pues, a tomarlos como ejemplo y no para atribuirme

ninguna superioridad sobre ellos, sino para destacar más claramente,

mostrando lo que ellos han hecho, lo que yo he intentado por mi parte.

Aquello que persigo por encima de todo es la expresión y en varias

ocasiones se me ha reconocido cierta habilidad aún a pesar de sostener

que mi ambición estaba limitada y no iba más allá de la satisfacción de

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orden puramente visual que puede procurar la contemplación de un

cuadro. Pero el pensamiento de un pintor nunca debe ser juzgado al

margen de los medios que le son propios, porque solo tiene valor si está

asistido por tales medios que deben ser tanto más completos (y por

completos no quiero decir complicados) cuanto más profundo sea su

pensamiento. Yo no soy capaz de distinguir entre el sentimiento que

tengo de la vida y la manera como lo traduzco.

Para mí, la expresividad no reside en la pasión que está a punto de

estallar en un rostro o que se afirmará por un movimiento violento. Se

encuentra, por el contrario, en toda la distribución del cuadro. El lugar

que ocupan los cuerpos, los vacíos a su alrededor, las proporciones, todo

tiene un papel que representar. La composición no es más que el arte de

disponer de manera decorativa los diversos elementos con los que un

pintor cuenta para expresar sus sentimientos. En un cuadro, cada

elemento ha de estar a la vista y representar el papel que le

corresponda, ya sea principal o secundario. Aquello que no tenga una

utilidad concreta, dentro del cuadro es, por esta misma razón, molesto.

Toda obra comporta una armonía de conjunto y cualquier detalle

superfluo podría tomar en el espíritu del espectador el lugar de otro

detalle esencial.

La composición, que debe estar encaminada a lograr la

expresividad, se modifica según la superficie a cubrir. Si yo tomo una

hoja de papel de unas dimensiones determinadas, el dibujo que trace

tendrá una relación necesaria con su formato. No podría repetir el

mismo dibujo en otra hoja cuyas proporciones fueran diferentes,

rectangular por ejemplo, en vez de una cuadrada. Pero tampoco

quedaría satisfecho con una simple ampliación en el caso de que tuviera

que trasladarlo a una hoja de igual formato pero diez veces más grande.

El dibujo ha de poseer una fuerza de expansión capaz de vivificar las

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cosas que le rodean. El artista que desee trasladar de una tela a otra,

una composición deberá, si quiere conservar toda su expresión,

concebirla de nuevo, modificar su aspecto y no simplemente ampliarla.

A través de los colores, basándose en su parentesco o bien en sus

contrastes, pueden obtenerse efectos muy sugerentes. A menudo,

cuando me dispongo a trabajar advierto, en el curso de la primera

sesión, una serie de sensaciones directas y superficiales. Hace algunos

años, sólo este resultado bastaba para satisfacerme. Si hoy me

contentara tan solo con esto, cuando pienso que veo más lejos, quedaría

un vacío en mi cuadro. No habría hecho más que registrar las

sensaciones fugaces de un instante, que no servirían para dar una

imagen real de mí y que ni siquiera podría reconocer al día siguiente.

Lo que pretendo es llegar a ese grado de concentración de todas

las sensaciones, que conforma el cuadro. Podría contentarme con una

obra en un primer bosquejo pero me aburriría enseguida y prefiero

retocarla para poder reconocerla más tarde como una representación de

mi espíritu. En otro tiempo, no colgaba nunca mis telas en la pared

porque me recordaban momentos de sobreexcitación y no me gustaba

verlas de nuevo cuando me había tranquilizado. Hoy trato de trabajar en

ellas con más calma y las reemprendo sin ninguna dificultad hasta que

están concluidas.

Si por ejemplo he de pintar un cuerpo de mujer, primero le daré la

gracia y el encanto característico, pero si se trata de infundirle algo más,

de concentrar el significado de este cuerpo buscando sus líneas

esenciales. El encanto será entonces menos aparente a primera vista,

pero irá surgiendo a lo largo de la nueva imagen que habré obtenido y

adquirirá un significado más total, más plenamente humano. Al haber

desaparecido todo lo característico de un cuerpo femenino, el encanto

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El Fauvismo

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ya no será tan notable, pero a pesar de ello, existirá contenido en la

concepción general de mi figura.

El atractivo, la ligereza, la frescura, no son más que sensaciones

fugaces. Si tengo empezado, por ejemplo, un cuadro de colores frescos y

al cabo de un tiempo lo reanudo, el tono se hará, sin duda, más pesado.

Al tono de antes le sucede otro que por su mayor densidad lo reemplaza

ventajosamente, si bien no resulta tan seductor a la vista. Los pintores

impresionistas, Monet y Sisley, en particular, reflejan una serie de

sensaciones delicadas que no difieren mucho las unas de las otras: de

ahí que sus cuadros se parezcan tanto entre sí. "Impresionismo" se

describe perfectamente sus estilo que consiste en reflejar impresiones

fugaces. Pero ya no sirve, en cambio, para designar a ciertos pintores

más recientes que rechazan la primera impresión por considerarla falaz.

Una traducción rápida de un paisaje no refleja más que un instante de

su duración. Yo siempre prefiero insistir sobre su naturaleza y sus

características para conseguir así una mayor estabilidad en mi cuadro,

aún a riesgo de que pierda parte de su atractivo.

Bajo esta sucesión de momentos que componen la existencia

superficial de los seres y de las cosas y que los reviste de apariencias

cambiantes, pronto desvanecidas, es posible describir un carácter más

verdadero, más esencial, en el que el artista debe aplicarse para obtener

una interpretación más duradera de la realidad. Cuando en el Louvre

entramos en la salas dedicadas a la escultura de los siglos XVII o XVIII y

observamos, por ejemplo, un Puget, es fácil darse cuenta de que la

expresión es forzada y que se exagera hasta el punto de inquietar.

Algo parecido, aunque distinto, nos ocurre al entrar en los jardines

de Luxemburgo: la actitud en que los escultores han tomado el modelo

es siempre aquella que comporta un gran desarrollo de todos los

miembros del cuerpo y una fuerte tensión en los músculos. Pero el

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movimiento así interpretado no corresponde a nada en la naturaleza:

cuando lo sorprendemos en una instantánea, la imagen que retenemos

no recuerda a nada que hayamos visto nunca. El movimiento captado en

el momento de su acción no tiene sentido para nosotros si no aislamos

la sensación presente de aquélla que le precede y de aquélla que le

sigue.

Hay dos modos de expresar la cosas: mostrarlas brutalmente o

evocarlas con arte. Alejándose de la representación literal del

movimiento es posible alcanzar un ideal más elevado de belleza.

Miremos una estatua egipcia: nos parece rígida; sin embargo sentimos

en ella la imagen de un cuerpo dotado de movimiento, animado a pesar

de su rigidez. También el arte de los antiguos griegos se caracteriza por

su serenidad: un hombre que lanza el disco es representado en el

movimiento en que se incorpora, o por lo menos en el caso de que el

escultor haya querido tomarlo en la posición más tensa y precaria de su

movimiento, lo habrá hecho "resumiéndolo" en un escorzo capaz de

restituir el equilibrio y suscitar la idea de duración. El movimiento en sí

mismo es inestable y no es coherente con una realidad inmóvil como

una estatua, a menos de que el artista no haya tenido plena consciencia

de todo el desarrollo de la acción, del que solo sorprende un instante.

Es necesario que decida con mucha precisión el carácter del objeto

o del cuerpo que quiero pintar. Para ello estudio rigurosamente los

medios de que dispongo: si marco un punto negro sobre una hoja en

blanco, por mucho que me aleje de la hoja el punto continuará siendo

visible: es una escritura clara. Pero si junto a ese punto añado otro y

después un tercero, empieza a haber confusión. Para que el punto

conserve su valor, es necesario que lo vaya agrandando a medida que

añado algún otro signo sobre el papel.

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El Fauvismo

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Si sobre una tela blanca extiendo diversas "sensaciones" de azul,

verde, rojo, a medida que añada más pinceladas, cada una de las

primera irá perdiendo importancia. He de pintar por ejemplo, un interior:

tengo ante mí un armario que me produce una sensación de rojo

vivísimo y utilizo entonces un tono rojo que me satisface. Entre ese rojo

y el blanco de la tela se establece una relación. Si luego pongo al lado

un verde o bien pinto el suelo de amarillo, seguirían existiendo entre el

verde o el amarillo y el blanco de la tela relaciones que me satisfagan.

Pero estos tonos diferentes pierden fuerza en contacto con los otros, se

apagan mutuamente. Es necesario, pues, que las diversas tonalidades

que emplee estén equilibradas de tal manera que no puedan anularse

recíprocamente. Para ello debo poner orden en mis ideas: la relación

entre los diferentes tonos ha de establecerse de manera que sea capaz

de exaltarlos en vez de anularlos. Una nueva combinación de colores

sucederá entones a la primera y ofrecerá la totalidad de mi

representación. Me he sentido obligado a transponer los colores y por

eso parece que mi cuadro ha cambiado totalmente cuando, a

consecuencia de sucesivas modificaciones, el rojo ha reemplazado al

verde como tonalidad dominante, por ejemplo. No consigo copiar

servilmente la naturaleza sino que me siento forzado a interpretarla y

someterla al espíritu del cuadro. Una vez que he dado con todas las

relaciones tonales, el resultado es un acorde vivo de colores, una

armonía análoga a la de una composición musical.

En mi opinión, todo el problema reside en la concepción. Así pues,

es necesario tener desde el principio una visión clara del conjunto.

Podría citar a un gran escultor que nos ha dejado fragmentos

admirables, pero para el que una composición no era más que eso: un

conjunto de fragmentos. La expresión resultante es entonces

necesariamente confusa. Observemos en cambio un cuadro de Cézanne:

todo está tan bien combinado que, a cualquier distancia, y sea cual

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El Fauvismo

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fuere el número de personajes, se pueden distinguir claramente los

distintos cuerpos y apreciar cómo se enlazan sus miembros. Si hay

orden y claridad en el cuadro es porque desde el principio ese orden y

esa claridad ya existían en el espíritu del pintor, o bien porque el pintor

tenía consciencia de esta necesidad. Los miembros pueden cruzarse,

enlazarse, pero cada uno de ellos permanece siempre, para el

espectador, unido al mimo cuerpo y participando de la idea de cuerpo:

desaparece así toda confusión.

El color debe tender ante todo a servir lo mejor posible a la

expresión. Siempre coloco todos mis tonos sin juicio previo. Si al

principio, posiblemente sin ser consciente de ellos, un determinado tono

me seduce u obsesiona más que otro, cuando he concluido

definitivamente el cuadro me doy cuenta de que he respetado ese tono

mientras modificaba y transformaba progresivamente todos los demás.

La cualidad expresiva de los colores se me impone de manera

puramente instintiva. Para pintar un paisaje otoñal no intentaré recordar

cuáles son los tonos que corresponden a esta estación, sino que me

inspiraré únicamente en la sensación que el otoño me procura: la pureza

glaciar del cielo, de un azul agrio, expresará esta estación también como

los matices del follaje. Mi misma sensación puede variar: el otoño puede

ser dulce y cálido como una prolongación del verano, o por el contrario,

fresco con un cielo helado y árboles amarillo limón que dan

precisamente impresión de frío y anuncian el invierno.

La elección de mis colores no descansa en teorías científicas; se

basa en la observación, en el sentimiento, en la experiencia de mi

sensibilidad. Inspirándose en ciertas páginas de Delacroix, una artista

como Signac se interesa por los colores complementarios cuyo

conocimiento teórico le induce a emplear aquí tal tono y más allá tal

otro. Yo, en cambio, trato simplemente de emplear los colores capaces

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de transcribir mis sensaciones. Existe una proporción necesaria de tono

que mientras no la he obtenido en todas las partes de mi cuadro, me

induce constantemente a modificar la forma de una figura, a transformar

mi composición y proseguir indefinidamente mi trabajo. Después llega el

momento en que todas las partes han encontrado sus relaciones

definitivas y a partir de entonces ya me sería imposible realizar el más

mínimo retoque en el cuadro sin rehacerlo totalmente.

En realidad estoy convencido de que la teoría misma de los

complementarios no es absoluta. Estudiando las obras de los pintores

cuyo conocimiento de los colores se basa en el instinto y el sentimiento,

en una constante analogía de sus sensaciones, podrían concretarse

algunos aspectos de las leyes del color y ampliar los límites de la teoría

cromática, tal como es aceptada actualmente.

Lo que más me interesa no es la naturaleza muerta ni el paisaje:

es la figura humana. Sólo ella me permite expresar bien el sentimiento,

por así llamarlo, religioso que tengo de la vida. No me entrego en

detallar todos los pormenores de un rostro ni en pintarlos uno a uno en

toda su exactitud anatómica. Si tengo por ejemplo un modelo italiano

que a primera vista solo sugiere la idea de una existencia puramente

animal, no tardaré mucho en descubrir en él sus rasgos esenciales y en

penetrar entre las líneas de su rostro, aquéllas que traducen el carácter

de profundidad que existe en todo ser humano. Una obra debe llevar en

si misma todos su significado e imponerlo al observador antes de que

éste conozca el tema. Cuando contemplo los frescos del Giotto en

Padua, no me interesa averiguar de qué episodio de la vida de Cristo se

trata, pues comprendo inmediatamente el sentimiento que se desprende

de cada pintura, porque está en las líneas, en la composición, en el

color, y el título no hará más que confirmar mi expresión.

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Sueño con un arte equilibrado, puro, apacible, cuyo tema no sea

inquietante ni perturbador, que llegue a todo trabajador intelectual,

tanto al hombre de negocios, como al artista, que sirva como lenitivo,

como calmante cerebral, algo semejante a un buen sillón que le

descanse de sus fatigas físicas. A menudo se discute acerca del valor de

los diferentes procedimientos y sobre sus relaciones con los distintos

modos de ser de cada uno. Se distingue entonces entre los pintores que

trabajan directamente del natural y los que únicamente utilizan la

imaginación. Por mi parte, no creo que haya que adoptar uno de estos

dos métodos con exclusión del otro. Puede muy bien darse el caso del

artista que emplea a veces uno y veces otro, ya porque siente la

necesidad de la presencia de los objetos para recibir sensaciones y así

estimular sus facultades creadoras, ya porque su sensaciones estén

previamente clasificadas; tanto en un caso como el otro podrá llegar a

aquélla síntesis que constituye el cuadro. Con todo, creo que la vitalidad

y la fuerza de un artista pueden ser valorados en la medida en que, bajo

la impresión directa de un espectáculo natural, sea capaz de organizar

sus sensaciones y volver repetidas veces y en días distintos a un mismo

estado de ánimo que le permita continuar expresando las mismas

sensaciones: semejante poder requiere un hombre lo suficientemente

dueño de sí mismo como para imponerse una disciplina.

Los medios más simples son los que permiten al pintor expresarse

de la mejor manera. Si teme la trivialidad, no escapará a ella

presentándose con rarezas, ni abandonándose a extravagancias y a

excentricidades en el color ni el dibujo. Sus medios deben derivar

necesariamente de su temperamento. Debe poseer esa simplicidad de

espíritu que le llevará a creer que no ha pintado más que lo que ha visto.

Siempre me ha gustado la frase de Chardin: "utilizo toda la pintura que

hace falta hasta conseguir el parecido", y esta otra de Cézanne: "quiero

dar la imagen", y también aquella de Rodin: "Copiad la naturaleza". Vinci

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decía: "quien sabe copiar, sabe crear". Los artistas que siguen un estilo

de ideas preconcebidas y se apartan voluntariamente de la naturaleza

están de espaldas a la verdad. El artista debe darse cuando, cuando

razona, de que su cuadro es ficticio, pero cuando se pone a pintar, ha de

sentir que está copiando la naturaleza. Y si alguna vez se aparta de ella,

debe hacerlo con la convicción de que de esta manera conseguirá

reflejarla más ampliamente.

Quizás el lector de estas notas esperaba encontrar otros puntos de

vista diferentes sobre la pintura, y me recrimine el haber insistido una y

otra vez sobre lugares comunes. A esto, le respondería que no existen

verdades nuevas. El papel del artista, como el del erudito, consiste en

tomar las verdades comunes que le han sido repetidas una y otra vez,

pero que le cobrarán para él un nuevo sentido y que hará suyas el día

que haya captado su significado profundo. Si los aviadores nos

explicaran sus descubrimientos, nos relatarán como pudieron abandonar

la tierra y lanzarse al espacio, nos confirmarían simplemente los

principios más elementales de la física que otros inventores menos

afortunados descuidaron.

Para un artista nunca está de más que alguien le ponga al

corriente sobre sí mismo y por esto me alegra tanto de haberme

enterado de cuál es mi punto flaco. En la Revue Hebdomadaire, el señor

Peladan reprocha a unos cuantos pintores, entre los cuales creo que

debo incluirme, hacerse llamar "fauves" y vestirse como todo el mundo,

de forma que su prestancia no está muy por encima de la del encargado

de sección de unos grandes almacenes. ¿Tan sólo en esto reside el

genio? por lo que a mí respecta, que el señor Peladan se tranquilice: a

partir de mañana mismo, me haré llamar Zar y me vestiré de

nigromante.

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En el mismo artículo, este excelente escritor afirma que no pinto

honestamente, afirmación por lo que tendría todo el derecho de

molestarme si no hubiera tenido el cuidado de completar su parecer con

una definición restrictiva: "por honestamente entiendo el respeto del

ideal y de las reglas". Pero lamentablemente no nos dice donde están

esas reglas. Si existieran realmente y fuera posible aprenderlas, tal

como sería mi deseo, ¡cuántos artistas sublimes tendríamos entre

nosotros!.

No existen reglas al margen de los individuos: si no cualquier

profesor tendría el mismo genio de Racine. No hay nadie que no sea

perfectamente capaz de repetir hermosas sentencias, pero sólo unos

poco penetrarán su sentido. Estoy dispuesto a admitir que de la obra de

un Rafael o de un Tiziano se desprende un conjunto de reglas más

completo que de la de un Manet o de un Renoir, sin embargo las reglas

que encontramos en Manet o en un Renoir son aquéllas que convenían a

su naturaleza y prefiero la menor de sus pinturas a todas las de aquéllos

pintores que se contentaron con plagiar la Venus del perrito o La Virgen

del gilguero. Éstos últimos no habrían marcado un cambio para nadie,

porque queramos o no queramos, pertenecemos a nuestro tiempo y

compartimos su opiniones, sus sentimientos e incluso sus errores. Todos

los artistas llevan la huella de su época, pero los grandes artistas son

aquéllos en los que está marcada más profundamente. La que ahora

vimos, la refleja mejor Courbet que Flandir, Rodin que Fremiet. Tanto si

queremos como si no, y por mucho que insistamos en considerarnos

exiliado, se establece entre nuestra época y nosotros una solidaridad a

la cuál ni siquiera el señor Peladan puede escapar. Ya que puede que

sean sus libros los que los estudiosos del futuro tomarán como ejemplo,

cuando quieran demostrar que nadie en nuestros días comprendió

absolutamente nada del arte de Leonardo da Vinci.

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