Fragmentos barcos en la llanura

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Fragmentos de la novela: Barcos en la Llanura. Cortesía del Autora: Asier Aparicio Fernández. Asier Aparicio Fernández, autor de varias novelas históricas, comparte con nosotros algunos fragmentos de su última obra publicada, "Barcos en la llanura", cuya historia se ambienta en el periodo de construcción del Canal de Castilla. Una obra de fácil lectura y bien documentada, que bien puede constituir un recurso para el aula, al que pueden acceder nuestros alumnos. Os enviamos dichos fragmentos, así como el enlace a las web del autor, donde está el resto de su producción literaria. Página web: http://asieraparicio.wix.com/asieraparicio Blog: http://asierapafer.blogspot.com.es/

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Novela histórica que se desarrolla durante el proceso de construcción del Canal de Castilla

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Fragmentos de la novela: Barcos en la Llanura. Cortesía del Autora: Asier Aparicio Fernández.

Asier Aparicio Fernández, autor de varias novelas

históricas, comparte con nosotros algunos fragmentos de

su última obra publicada, "Barcos en la llanura", cuya

historia se ambienta en el periodo de construcción del

Canal de Castilla.

Una obra de fácil lectura y bien documentada, que bien

puede constituir un recurso para el aula, al que pueden

acceder nuestros alumnos.

Os enviamos dichos fragmentos, así como el enlace a las

web del autor, donde está el resto de su producción

literaria.

Página web: http://asieraparicio.wix.com/asieraparicio

Blog: http://asierapafer.blogspot.com.es/

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Lo primero que oteé fue una mesa repleta de mapas, y de

no ser por el previo aviso, hubiera afirmado que

tornábamos a la guerra. La rodeaban otros hombres, por su

atuendo militares, y un muchacho de menor edad, que

como yo, mantenía su dignidad en medio de aquellos

gigantes. Pude leer en sus ojos la misma incertidumbre, y

la misma perplejidad de bisoño, lanzado hacia cumbres no

imaginadas. Me introdujeron a los presentes, casi todos

lozanos, provenientes del Cuerpo de ingenieros: Pedro

Ara, Carlos Saliquet, Cayetano Paveto, Sebastián Rodolfo

y el brigadier don Pedro de Lucuce, director de la

Academia barcelonesa. El aprendiz se denominaba José

Urrutia y las Casas. Ensenada se erigió como maestro de

ceremonias y ordenó a Lemaur que se aproximara;

después arengó: “Amigos, la ordenanza del catastro nos ha

obsequiado un panorama del país bastante desigual.

Nuestra metrópoli recibe riquezas de sus colonias, pero a

menudo los que la habitamos, observamos cómo esa

bendición se escurre como agua entre los dedos, y algunas

de nuestras ciudades gozan de un inapropiado esplendor...

cuando no aguzadas hambrunas, como la del año

precedente. ¿Por qué? Malas cosechas y pésimas

comunicaciones. Nuestro rey Fernando está decidido a

disminuir las trabas en las veredas, procurando que

nuestros productos no se encarezcan o se estropeen a

causa de corruptelas y demoras, y también desea que se

aprovechen nuestros recursos hidrológicos al máximo,

puesto que no hay tierra más seca que España y donde hay

agua, abunda la vida. Un país próspero es un país fértil y

comunicado. Hablo de calzadas, de ríos, de canales y

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caminos reales... Fernando cuenta con un eximio Cuerpo

de ingenieros y está dispuesto a utilizarlo para colocar a

esta nación a la altura de otras. ¿No es un ejemplo Francia,

con su canal de Languedoc, que cruza de mar a mar la

llanura francesa? De allí, precisamente, proviene nuestro

colega Carlos Lemaur; ordené a Antonio Ulloa que

convenciese a un eficaz ingeniero franco, no por desmérito

de los nuestros, sino por escasez de éstos en nuestro

territorio. Él podrá aconsejarnos sobre la navegabilidad de

nuestros ríos y el trazado de nuestra red de estradas”.

Ensenada dio paso al ilustre invitado; Lemaur, sin poder

disimular su acento, se expresó con humildad, aunque

lleno de convicción: “En efecto, no quisiera desbancar al

Real Cuerpo español, sino más bien tender una mano con

vistas a una estrecha colaboración. Compañeros, como

sabéis la ingeniería de hoy no se basa en la creatividad,

sino en el cálculo matemático; no ideamos para la belleza,

sino para la rentabilidad. Es por eso que antes de elaborar

un plan ambicioso de dotación de recursos, debemos

calcular con realismo y exactitud con cuáles contamos. Es

un sueño cruzar montañas, unificar lechos naturales,… no

obstante, sin renunciar al proyecto, debemos ajustarlo a la

viabilidad y al presupuesto, con el fin de no gestar

quimeras. ¿Y cómo se hace esto? Vosotros lo conocéis:

observando desde el propio terreno”.

Ensenada volvió a tomar la palabra, con el fin de rubricar

como hombre de Estado las razones del experto.

“Fernando otorga su parabién y amplios recursos a este

propósito, y es tal su ímpetu, que él mismo me ha

trasladado sus intenciones. Acercaos todos, por favor.”

Removió los mapas de la mesa en busca de una carta

global de la Península. “Castilla es el granero de España, y

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el pan es producto básico contra las hambrunas.

Abriremos paso para un canal desde Segovia hasta

Santander, a través del norte de la Meseta. Ese canal

cruzará el Duero, dando navegabilidad hacia el oeste, y

será unido a la capital a través de otro en Guadarrama.

Desde Madrid, trazaremos otro canal hacia el sur para

unirlo con Sevilla, y no olvidaremos la unión entre el

Mediterráneo y el Cantábrico, propiciando una conducción

en el alto Ebro. Respecto a las estradas, hora es ya de

efectuar el plan de nuestro fallecido Felipe, salvando de

modo solvente obstáculos como Despeñaperros, la

cordillera norte y otros sistemas montañosos. En efecto,

los planes pueden parecer grandiosos, pero, ¿no se ha

hecho lo mismo en Francia? Nada que no se intenta puede

probarse imposible. Sé que todos sois hombres de ciencia,

y como tal deseo vuestros estudios, no obstante, mal

avanzaría la erudición si no retara a la realidad, y en este

caso disfrutáis de la planicie en el peor de los escollos: la

cuestión monetaria. ¡Adelante, os he dicho, máxima

prioridad!” Todos quedamos absortos tras las palabras de

Ensenada; Antonio Ulloa quebró el momento:

“Dedicaremos el tiempo preciso para ensayar sobre el

terreno. Tenemos una gran responsabilidad, que consiste

en materializar lo imposible. El rey confía en nosotros y

no podemos defraudarle”. “En efecto”, prosiguió

Ensenada, “y no sólo el monarca, sino la grandeza de

España, y el bien de sus gentes. Tomadlo como una

inversión de futuro”. “Suele ocurrir, no obstante”,

interrumpió Pedro de Lucuce, director de la Academia de

Barcelona, “que lo que se muestra plausible en un mapa,

resulte insostenible en el terreno, pues es ocioso remover

tierras y unir ríos sin conocer su inclinación, la

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composición de su estrato y otras tantas vicisitudes previas

a una construcción”. “Decís lo correcto; por eso son tan

importantes los estudios precedentes, y a eso vais a

dedicar los siguientes meses, tal vez años”, matizó

Ensenada. “Sin embargo”, insistió Lucuce, “¿y si en algún

caso resulta inaccesible? ¿Se admite un “no” como

respuesta?” “Se admiten una y mil variaciones en los

planes, nada más; considerad que estáis ante una fortaleza,

y que, por inexpugnable que parezca, debéis abrir una

brecha. Haced cuenta de que ésta, a falta de otras, es ahora

vuestra guerra”. “No obstante”, intervino Lemaur, “a

priori observo que hay múltiples diferencias orográficas

entre España y Francia, y por tanto, no es descabellada la

objeción de mi colega…” “Amigo Lemaur”, propinó

Ulloa, “dejemos que el tiempo nos diga lo que es o no

imposible. Ya habrá espacio para las discusiones”. Percibí

que al francés no le había agradado la intervención del

marino (quizá por eso, por no ser más que un militar), y el

futuro me mostraría que esa tensión iba a constituir una

constante latente en la relación de ambos. Ensenada

despachó el tema y la reunión: “He escrito un despacho

con instrucciones para cada uno de vosotros; no os

marchéis sin recogerlo”.

Dormimos en el Real Sitio y nos despedimos a la mañana

siguiente. En mi cabeza se habían cocinado durante la

noche sentimientos tan dispares como orgullo e

incertidumbre. Ulloa me anunció que debía acompañar a

su hermano, Fernando, a Abarca y a Lemaur, a las tierras

de Castilla. “¿Y vos?”, le cuestioné. “Yo no soy ingeniero,

otras investigaciones me llaman. Pero estaré cerca, y mi

hermano y tú haréis buenas migas”. En cuanto a Jorge

Juan, su despacho lo obligaba en El Ferrol, pues

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demandaban su experiencia londinense para erigir un

nuevo astillero.

VII - De cómo un canal se muestra tan complejo como

necesario (y otras cosas): (...)

Jamás concebí la profunda marca que habría de legar en

mi el paso por Castilla, ni sabía yo hasta aquel momento lo

vital que resultaba el agua para una economía tan agrícola.

En efecto, siempre había disfrutado de pan (lo cual

suponía un lujo), y en ningún instante, ni siquiera en mis

años niños junto al puerto de Buenos Aires, imaginé que

nuestro gran Imperio pendía tan abultadamente de las

cosechas. Por entonces, apreciaba la grandeza de las

naciones por el número de barcos o por la cantidad de

hombres sabios, pero ¿qué es una nación sino gentes que

viven y se alimentan del fruto de su trabajo? ¿De qué

sirven sus palacios, sus flotas, sus vestidos y sus libros si

no se alimentan sus bocas? Y allí, en medio de la Meseta,

vislumbré las entrañas de la metrópoli: un ejército de

laboriosos campesinos, tan a menudo mal tratados, que

constituyen la base de nuestra economía. Con gran razón

afirma en la actualidad Jovellanos que España precisa una

acuciante reforma agraria, pues jamás vi pueblo próspero

sin una fundada y segura industria alimentaria. Algo de

esto debió intuir el marqués de Ensenada cuando nos

concedió el encargo de un canal en la alta Meseta, y con

tino denominan a estos parajes el granero de España… Así

pues, con esa misión caímos en las tierras de Castilla y de

León en el año de 1752, para dotar al granero y despensa

de nuestros reinos de un inteligente aprovechamiento para

su escasa agua, y a fe que nuestra estancia nos dio

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sobradas pruebas de cuán frágil resultaba la línea entre

prosperidad y ruina, e hizo más que necesario el informe

que, al término de la visita, llevamos a Aranjuez.

Aquel año asoló la región una suerte de vacuas cosechas,

por causa de la meteorología adversa, de la escasez de

agua y de la deficiente planificación de los recursos

finitos, y ya se sabe que a una mala recogida le sigue un

periodo de pésima supervivencia. Vino en llamarse la

hambruna del 52, y no es que fuese la única en el siglo,

pero sí la que más me impresionó, ya que la viví muy de

cerca, en compañía de Fernando Ulloa, Silvestre Abarca y

Lemaur. Arribamos en marzo, al municipio de Palencia. El

intendente de la pequeña población nos atendió con

diligencia y satisfizo nuestra curiosidad acerca de

pormenores logísticos, como las posadas cercanas, los

pueblos, las exiguas fuentes y regadíos, así como los pasos

de ganado. Lemaur y Abarca quisieron inspeccionar las

cuencas y parajes de primera mano, así que exigimos

cuatro caballos y todos los mapas que tuvieran de la zona

(a mayores de los que él poseía, del catastro de Ensenada),

en un radio de veinte leguas. El funcionario nos ayudó

hasta donde pudo y nos instó a que, para lograr más

acopio, preguntásemos en los poblados por donde

pasáramos, tales como Monzón, Husillos, Becerril o

Paredes de la Nava. Era marzo, y aunque el año se

adelantaba seco (por falta de nieves), aún se soñaba con

las lluvias de la primavera.

(...)

VIII - De cómo todo es empezar y no basta con eso:

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A mediados del 53, todo parecía posible. Lemaur ilustró a

Antonio Ulloa merced a nuestras anotaciones y el

sevillano comenzó a otorgar cuerpo al "Proyecto General

de los Canales de Navegación y Riego para los Reinos de

Castilla y León". Resultaba confusa aquella maraña

imprecisa de datos, mas todo cuadra cuando recibe

coherencia y para eso servía la ingeniería ilustrada. El

marino no pertenecía por vocación al Cuerpo de

ingenieros, aunque escribió y firmó el proyecto. No

obstante (y aunque seguí profesando gran cariño hacia mi

mentor), en virtud de la verdad, he de reconocer que su

labor hubiera resultado harto dificultosa sin los apuntes

técnicos y el trabajo de campo de Lemaur. Era el francés

un hombre modesto, pero con carácter, y a razón de las

posteriores desavenencias entre ellos a pie de obra, me

hago la idea de que no le satisfizo su colaboración, tan

poco reconocida. Por mi parte, profesaba una profunda

admiración por aquel gabacho de pocas palabras e intuía

(como así fue) que bregaría lejos en los reinos

peninsulares, y no desmerecía tampoco mi estima por

Fernando Ulloa, con quien pude colaborar, años después,

de un modo más estrecho.

El caso es que para primeros de julio, tras un reconfortante

asueto en Aranjuez, regresamos a la alta Meseta, y fue

colocada la primera piedra de la magna construcción en el

lugar que hoy denominan Calahorra de Ribas, bañado por

el río Carrión (de él se nutriría, mediante un dique o

inclusa, el futuro ramal). Afirmar que lucía el sol es poco,

pues resplandecía el astro en aquel 16 de julio como pocas

veces y golpeaba las espaldas de los veintisiete operarios

que picaban la zanja trapezoidal (se diseñó en esa forma

para que el agua no desprendiese las tierras laterales).

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Había que avanzar a buen ritmo, y lo haríamos en

dirección al sur, pues la orografía era más llana y

benévola, y no requería de más misterio que el plano de

inclinación, anchura y profundidad, que no es poco. Para

mí, eso de enfilar hacia el meridional no suponía un plato

de gusto, y a cada instante temía el reencuentro con mi

Dulcinea, a esas alturas ya casada, y quién sabe si

embarazada. “¡Qué rauda corre la vida!”, pensaba mi

autocompasión. Sin embargo, el cauce te conduce donde

no quieres ir, y ante la necesidad de obreros para el

proyecto, Lemaur me pidió que cabalgase por los pueblos

cercanos y anunciase las condiciones para nuevos

contratos. Comencé por Monzón, y a lo largo de la

semana, pasé por Husillos, Villaumbrales, Becerril y

Paredes. En todos los lugares, me allegaba a la casa del

principal y le transmitía las condiciones de los contratos.

El siguiente paso consistía en escribir un bando y anunciar

por vía del pregonero que quien mostrara acuerdo con las

condiciones y paga, se aproximase a las inmediaciones de

Calahorra. Se costearía a los voluntarios puntualmente, a

razón de vara cúbica; percibirían al día una ración de pan

y vino, así como real y medio. Cada trabajador tenía el

límite de extracción en cuatro varas por jornada y se

alojarían en dos campamentos próximos a la construcción.

Acudieron muchos (unos mil quinientos), campesinos

desocupados tras la cosecha, que aquel verano resultaba

más prolija que la anterior. Por fin, me tocó el turno de

Grijota, y si hubiera ordenado mi voluntad, habría pasado

de largo, ¡y que el demonio se llevara a aquellos

desagradecidos! Pero vestía como militar y me debía a mis

superiores. “Te verás en peores batallas”, me consolaba.

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Accedí al consistorio y, maldita sea mi estampa, me topé

en las escaleras con “el vivillo”; su atuendo se mostraba

lustroso y juraría que su familia no pasaba ya ninguna

necesidad. Me saludó como si tal cosa y hubo un instante

de tensión. Adivinó mi enfado y me espetó: “Ea, zagal,

que tú eres joven y no entiendes de ciertas cosas”. Mi

indignación se incrementó y sólo pude contestar: “Ella me

quería…” “Qué sabréis de estas cosas”, volvió a señalar, y

continuó escaleras abajo. Aún permanecí un momento en

actitud de pasmo, hasta que cierta luz invadió mis

entendederas. Parecía meridiano que el “ciertas cosas” que

los jóvenes no alcanzábamos no eran sino la

supervivencia. Me habían utilizado, estaba claro, pero no

menos que a Rosa, a quien habían casado con un mejor

partido, y me vino la idea de que mi rival había de ser el

alcalde con quien estaba a punto de platicar. El rencor

abandonó mi cabeza y se instaló en ella una profunda

compasión por mi amada, a quien, como tantas jóvenes en

el siglo, habían sacrificado como garantía de preservación.

Deploré profundamente tener que entrevistarme con el

intendente, aquel que era dueño de mi felicidad, mas en

honor a mi obediencia, tragué bilis y toqué con los

nudillos. Era como me imaginaba, un hombre mayor y de

físico desmejorado. (…) Con el tiempo sólo he podido

consolarme al saber que, gracias a mi sacrificio, algunas

familias de la localidad se sustentaron con el trabajo, y que

tal vez ciertas jóvenes, bellas pero miserables, ganaron una

tregua ante un inevitable matrimonio de conveniencia.

La obra marchaba con el viento en la popa y a fines de

noviembre pudimos abrir los dos primeros tramos. No

obstante, la bonanza se interrumpió con el advenimiento

de Antonio Ulloa desde París, y no por su falta de ímpetu,

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sino por el choque de dos gigantes con diferente criterio.

Hasta ese momento, Carlos Lemaur había sido fiel al

proyecto, pero tenía las manos libres para solventarlo a su

manera. Con Ulloa, el plan ganó rigidez, y cobró tanta

importancia lo plasmado en el papel que el ingeniero

francés hubo de soportar ciertas reprimendas a causa del

trazado, pues, a decir del marino, había abandonado la

línea recta. Yo estuve presente en aquellas discusiones y,

aunque entonces callé por miedo a contradecir a mi

mentor, hoy hubiese apoyado al francés, que no es lo

mismo imaginar algo en un papel que llevarlo a efecto en

la práctica. Hubo un día en que la disputa elevó su tono: la

chispa voló en relación a la principal utilidad del Canal, si

para navegación o para regadío. No era asunto baladí, ya

que variaban las medidas, la inclinación y la construcción

de los caminos de sirga, así como de las almenaras para el

riego de las acequias. Antonio lo concebía tal y como fue

soñado en la cabeza de Ensenada, como salida hacia el

mar de las cosechas, por lo que su criterio se centraba en

la navegabilidad. Lemaur (y también yo, aunque callado)

opinaba que la carestía de agua constituía un hecho, y que

habiendo vivido, como era el caso, dos hambrunas

sucesivas en la zona, se requería más esmero en la

irrigación. El resto guardaba recato, incluido Fernando

Ulloa. Venció el criterio militar, aunque sin desoír la

propuesta civil, puesto que también Ensenada deploraba

en muchas ocasiones la aridez de España. En todo caso y a

pesar de todo, la obra avanzaba a buen ritmo y a principios

de 1754 contábamos con dos mil peones y torcíamos hacia

el oeste en el Serrón, con dirección a Villaumbrales.

Los problemas no cesaron, y en la nueva acometida,

topamos con un escollo prominente. Se trataba de la vieja

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laguna de la Nava, a la que los antiguos nombraban “Mar

de Castilla”. Se precisaba desecar una buena porción de

ella, ya que estorbaba el trazado de nuestras obras. Los

terrenos a desaguar eran en parte desocupados durante las

temporadas de estío, pero con las lluvias retomaban sus

fueros, por tanto se procuró la construcción de diques de

contención para tales momentos, y también hubo que

desviar el cauce del río Valdeginate, surtidor de la Nava,

de modo que vaciara su torrente en el Carrión por vía

alternativa. Costó sudor y brazos de reserva, mas en

aquella primera etapa de construcción, la ilusión rebosaba

en sobras y no existía obstáculo que mermara la

determinación.

Temo que el posible lector se pierda en mis explicaciones,

con lo que me obligo a ilustrar a cerca del proyecto que

llevábamos entre manos. Como he dicho antes, en la

cabeza de Ulloa y de Ensenada, el Canal de Castilla y

León era una magna creación para comunicar Madrid con

el mar Cantábrico. En aquel año, habían decidido

comenzar las obras por el terreno menos accidentado y la

intención era conducir por el sur un ramal hacia Valladolid

y Segovia, y otro hacia Medina de Rioseco, base para la

carga y abastecimiento en las tierras de León, Toro y

Zamora. Ambos ramales se fundirían en las inmediaciones

de Villaumbrales (el Serrón) y enfilarían hacia el norte, en

dirección a Santander. Nosotros, arrumbamos el canal sur

y apuntamos hacia occidente (hacia Medina), a través de la

Nava. Pues bien, estas cepas profesaban un apelativo:

Ramal del Sur, de Campos y del Norte, respectivamente, y

circulaban los trabajos tan expeditivos en el de Campos

que se alumbraba tocar Sahagún el Real (en las

inmediaciones de Paredes) a fin de año, de acuerdo a las

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previsiones de Ulloa. Lemaur concentraba sus fuerzas en

el diseño de caminos, acueductos, sifones y futuras

esclusas. Una obra resaltó por encima de todas: el puente

de la Venta de Valdemudo. Lo realizó para el paso de la

cañada leonesa y su sillería, asentada sobre los terraplenes

excavados, se sustentaba por magia matemática. En fin,

todo funcionaba, al margen de disensiones, hasta que

ocurrió una desgracia política, ajena al proyecto. De ella

hablaré en lo sucesivo, aunque no sin antes rememorar

otra anécdota que ocupó mis días jóvenes. Ignoro si

interesan mis desventuras, y habrá quien sienta en ellas la

parálisis de mi relato. Lea quien se descubra con ganas y

quien no, pase a lo que viene después…

Ya acerté en comunicar que se erigieron campamentos

para los asalariados. Pues bien, suele acaecer muy a

menudo que allí donde se amontona una pila de gente la

pulcritud hace mutis y los piojos, pulgas o garrapatas

descuellan a sus anchas. La suciedad procura focos de

infección, y las enfermedades que de ellos surgen no sólo

malogran a quienes las padecen, sino que se propagan con

el viento por toda la comarca. Por esta razón, recibí

órdenes de mantener y hacer cumplir un mínimo de

limpieza en los barracones del Serrón, de modo que

aunque los obreros fueran civiles, se atuviesen a las

costumbres de una campaña castrense. Algunos habían

servido en el ejército de su majestad, con lo que no costó

meterlos en cintura, pero los más jóvenes se mofaban de

ciertas costumbres higiénicas y las tachaban de

“refinadas”, como si limpieza y aristocracia fuesen

vocablos adjuntos (¡cuántos nobles he observado disimular

con perfume su descuido, y cuántas madres, como la mía,

obligan al baño de su prole, siendo la quincena el límite

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para su cuita!). Procuré que se pelaran la barba, que

ventilaran su catre y que cambiaran sus paños internos a

media semana. Mas no sé si logré la mitad de lo dicho,

pues muchos solían acostarse con la misma ropa de labor y

no adiviné si los paños que lavaban eran de anteayer o de

Pascuas a Santiago. No obstante, lo que más quebraderos

me ofreció era la insana costumbre de arrojar toda basura

y desperdicio donde mejor les cuadraba. Había escuchado

que en Madrid Fernando VI exigía amontonar los detritos

en ciertos lugares para que las vías no semejaran

estercoleros insalubres, con lo que tomé la misma

determinación y habilité dos espacios para ello, fuera del

campamento. Además, consigné una gran fosa a modo de

letrina, pues cada cual defecaba donde encontraba apretón.

Al principio, obtuve tímidas victorias, y hasta me hice la

ilusión de que aquello se presentaba como una cuestión de

tiempo. Más tarde descubrí que cuesta más educar a un

corcel enviciado que a un potro de natural esquivo, y que

mis laureles eran sólo espejismos; Ulloa y los ingenieros,

alertados por un fuerte olor, encontraron tras su campo

toda suerte de inmundicias, y hubo que mover el puesto de

control. Los campesinos me habían obedecido, pero

juzgaron sus costumbres como previas a nuestra presencia

y entendieron que no éramos quiénes para imponer “el

agujero en que se caga”… “Quizá la próxima

generación…”, traté de serenarme.

En julio de 1754 el marqués de la Ensenada fue acusado

de traición a la corona. Ciertas intrigas proinglesas lo

apuntaban como instigador de guerra contra Gran Bretaña;

tres meses antes había fallecido su colega Carvajal,

elemento estabilizante en la política neutral entre Francia e

Inglaterra, y sin ese contrapeso la caída del “omnipotente”

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se apresuró. El marqués fue desterrado de la corte y se

buscaron sustitutos para la Secretaría de Estado y la de

Hacienda: Ricardo Wall y el conde de Valparaíso. Al

enterarse de la noticia, Antonio Ulloa, que se apuntaba

como “ensenadista”, empezó a plantearse su dimisión

como director de obras. En aquellos días solía afirmar: “no

te engañes, chico, un gallo sin cabeza es un gallo acabado,

aunque lo veas correr”; de este modo, dejaba claro su

desencanto por el proyecto. Jamás lo había notado así, y

comprendí hasta qué punto era aquel propósito un sueño

personal. “El rey”, pensé, “sólo ha dado el parabién”. Con

Ensenada perdimos un hombre de perspectiva, y a finales

del 54, con el abandono de Ulloa, dudábamos de si el

entusiasmo derrochado en el Ramal de Campos atracaría

en buen puerto.

XIV - De cómo senté la cabeza y puse pie en tierra

firme: En marzo de 1760, mi compromiso con la obra del Canal

ya era pleno. Fernando Ulloa me participó su proyecto y

visité de primera mano los avances de la construcción.

Dos cosas me impresionaron por su inesperado adelanto:

la presa de Nogales para solventar las aguas del Pisuerga y

la dársena de embarque a los pies del campamento. Por

cierto que esta vez el asentamiento de obreros ofrecía un

aspecto más perenne, ya que la intención era mantenerlo

en el mismo lugar durante todo el proceso, y se planeaba

que fuese el centro logístico de toda nuestra misión. Los

operarios lo habían bautizado como “Alar”, y por ser

nuestra faena de factura real, “Alar del Rey”. Después

surgirían otros, al ritmo de las obras, como Barrialba y

Nestar, junto a Herrera, y en torno a Olmos de Pisuerga (al

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margen de los de reos y soldados, que también tributaban

su fuerza).

Se notaba de lejos que el tramo actual presentaba mucha

más dificultad y requería mayor capacidad organizativa.

En el norte, a diferencia del canal de Campos, había que

sortear la altura del terreno, para lo cual la solución más

antigua y solvente constituía el uso de esclusas, y esto

requería, a su vez, mayor cantidad de piedras, ¡y labradas

como sillar! Hubo, por tanto, que buscar proveedores y

canteros en la cercana provincia de Burgos, y también por

la comarca de Campoo. Para tal objeto, contamos con la

ayuda de Ventura Padierne, del Cuerpo de ingenieros, que

se había unido a nuestro cometido en enero. Mi trabajo

consistía, al igual que en la etapa anterior, en acrecentar el

número de operarios, ordenar su estancia en el campo de

labor y consignar el registro de las vituallas necesarias

para su sustento; en general, procuraba ser eficiente en mi

tarea, aunque no se adecuase a la de un guardiamarina.

Echaba de menos la acción naval... hasta que algo removió

mi monótona existencia.

(...)

Respecto al Canal, las obras circulaban a ritmo de

fandango, y repicaban las mazas y picos como el zapateo

de un gaucho. En todo el periodo que laboramos hasta

alcanzar Herrera (cosa que yo no vi, en agosto del 61),

sólo hubo que lamentar tres o cuatro accidentes; el peor se

produjo a causa del cargamento de sillares para los

puentes y las esclusas: un operario fue aplastado por el

carromato que transportaba las piedras. El vehículo

viajaba con sobrepeso y adquirió demasiada velocidad en

una pendiente. (…) Así que, antes de concluir el primer

tramo, vislumbraba Fernando Ulloa el siguiente, hasta

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Fragmentos de la novela: Barcos en la Llanura. Cortesía del Autora: Asier Aparicio Fernández.

Osorno la Mayor (éste costaría más tiempo, pues se

extendía tres veces en espacio). Se acometió su

construcción con ganas, pero esos arranques se disiparon

con celeridad, y no por causa de los operarios, sino por la

que es la madre de todas las decepciones: volvían a faltar

los dineros. España había ingresado en la Guerra de los

Siete Años del lado de Francia. Merced a un nuevo pacto

de familia (el tercero) con los galos, Carlos III y Luís XV

aunaban fuerzas contra Gran Bretaña. Para entonces, había

recibido yo una orden desde Cádiz: el “Vencedor” partía

para Cuba y debía incorporarme con la tripulación. Era el

mes de marzo y apenas había gozado de mi reciente

enlace. Es cierto, volvería a ver a mi hermano Pedro,

hecho ya un guardiamarina, pero abandonaba a mi esposa

en el cambio, y no era el momento adecuado, pues se

hallaba encinta y esperábamos un vástago para el verano.

Lloramos y nos despedimos, y presiento que sólo mi

suegro se alegraba, en el fondo, de mi nuevo despacho.

XVI - De cómo encuentra la calma quien evita la

zozobra (si puede):

Aún permanecí un tiempo en el Caribe, pero después del

dañino Tratado de París, muchos de los efectivos

trasladados a la zona recibimos el emplazo de

abandonarla. Ese fue mi caso, por lo que, en junio de

1763, zarpé en el navío “Castilla” en dirección a Cádiz.

(...)

Fernando Ulloa salió a mi paso en Valladolid y me

acompañó todo el camino hasta Herrera. Me puso al día

sobre los pausados progresos del Canal y lamentó mi

prolongada ausencia. “Enviaron a otros, pero ninguno

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supo imponerse; el poblado de Alar ha estado sucio y

desatendido desde que marchaste”. Ignoro si afirmaba eso

para animarme o si, en verdad, había resultado cierto. Lo

curioso es que no me importó, y permití que mi mente

gozase con la autocomplacencia; regresaba al hogar, y yo,

cuya morada había sido cualquier parte de la tierra,

comenzaba a vislumbrar el significado de ese vocablo.

Prosiguió Ulloa con el relato de incidencias: “La obra de

más envergadura durante este período ha sido la Presa de

San Andrés; hubo que levantarla para evitar que las aguas

del Pisuerga inundaran nuestro trabajo. Ahora nos

ocupamos con la esclusa número siete, a media legua al

sur de Herrera”. Distinguí que aquella medida constituía

todo lo avanzado durante la guerra, y calibré que, de

continuar al mismo ritmo la empresa, nunca se alcanzaría

la costa ni Madrid, ni siquiera lo escavado una década

atrás, en el ramal de Campos (al menos en vida nuestra).

Debí traslucir mi decepción de modo inconsciente, con lo

que Fernando se adelantó a mi expresión: “Sé lo que

opinas; ¿lograremos algún día dar visibilidad a los planes

de Ensenada? Francamente, lo dudo, pero no sé si

recuerdas que ya Lemaur y mi hermano discutían por algo

parecido. Nunca lo he confesado, pero el ingeniero francés

guardaba más razón que Antonio: desconozco si

navegarán o no barcos en esta llanura, sin embargo, no

cabe duda de que las gentes regarán sus campos. Es por

eso que cuidamos las almenaras de riego tanto como la

anchura, la profundidad y los caminos de sirga. Sirva o no

nuestro Canal para transportar el grano, al menos hará que

florezca, y traeremos a este páramo algo de fertilidad”. Me

parecieron motivos muy acertados y abracé su filosofía

como maestra de existencia: el grado de frustración

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depende del montante de ambiciones, y más deploramos

cuanto más alto apuntamos. ¿Y no eran el esfuerzo y la

superación consignas del ser humano? Lo eran y lo son,

mas si por ellas se empeña, dará al traste con su paz y sólo

entrará en zozobras (¿acaso no entran en guerra las

naciones cuando compiten por lo que carecen? ¡Cuánta

muerte se evitaría si apreciaran lo que ya gozan!). Perdone

quien esto lea el decurso de mis divagaciones; sólo

pretendo anotar que desde entonces otorgué a la

construcción del Canal la importancia que merecía, y junto

a ella, descubrí la de mi propia vida: nada (ni nadie)

resulta tan imprescindible como para descuidar lo

importante. O dicho de otro modo, decidí que ser alférez

no oscurecería mi condición de padre, y no deseaba que

mi alma de aventurero nublara otra vez mi amor de

esposo. Cumplía los 29, era tiempo de reposo.

(...)

Aún pasamos unos días en el hogar de Salustiano

Ceballos, en Herrera, aunque mi intención era trasladarme

con Paula e Ignacín a mi lugar de trabajo, Alar del Rey.

Logré por fin que el deseo se cumpliese, aunque antes

organicé una casa en condiciones. (…) El poblado reunía

todas las pautas para resultar habitable: médicos, maestros,

tiendas y hasta un sacerdote. Pasaban los carros por sus

calles amplias y repartían las vituallas, o bien corrían de

largo, hacia el sur, en busca del Canal en construcción. La

gente allí afincada provenía de los pueblos cercanos y su

flujo, tan dependiente del dinero asignado al proyecto,

variaba, aunque de todos modos, jamás alcanzaba el de los

primeros años, cuando la obra merecía el cénit de su

inversión. En los años posteriores al 63, el Canal arrugaba

el hocico; respiraba, sí, mas resultaba tan tenue su aliento

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que temimos se evaporara. (…) Así cuidábamos al

enfermo, que para mí era garantía de un destino tranquilo

y una existencia confiada. De ese tiempo sólo tengo

recuerdos sosegados y complacientes junto a Paula y a mi

hijo, tanto que hasta otorgué alguna libra de más a mi tripa

descansada. El cielo nos bendijo con un nuevo retoño, una

niña, a la que nombramos Cristina. Paz..., aunque

incertidumbre

Al fin surgió la alarma, como era lo previsto, para 1766, y

en Madrid cerraron el grifo de caudales, tornando el Canal

a sufrir un desagüe pecuniario. Los escudos, que hasta

entonces llegaban en cuentagotas, cesaron de arrimarse al

proyecto. Detuvimos el trazado en Hinojal, justo antes de

la octava esclusa. Fernando recibió una misiva de

Esquilache recomendando un paréntesis en las obras, por

motivos, decía, “de quiebra en la Hacienda pública”. Y es

que la situación del país había caído en los tres últimos

años en una espiral de pérdida económica, y no sólo por

parte de las cifras cortesanas, sino que además cada

hombre y mujer del reino calculaba sus tenencias en

retroceso. A raíz del Decreto del Libre Comercio de

granos, aprobado en el 65, se había dado la supresión de la

tasa del trigo, con lo cual el mercado de algo tan básico

como el pan sufrió la invasión de los especuladores. En

toda España juzgamos peor el remedio que la enfermedad,

porque si bien el control estatal en la venta de cosechas no

estimulaba el trabajo del labriego, abandonar su precio a la

libre concurrencia sólo provocó la ruina de pequeños y

medianos, repartiéndose el triunfo entre quienes

presionaban con fuerza en los mercados (quien más

poseía, más bajo vendía). En fin, que invadió

especialmente las tierras de Castilla, tradicional granero

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Fragmentos de la novela: Barcos en la Llanura. Cortesía del Autora: Asier Aparicio Fernández.

del reino, una suerte de malestar, hambre y pobreza que,

supusimos, sólo podía acabar en algarada. Las gentes

maldecían al rey, y cargaban tintas contra sus ministros

extranjeros, que nada sabían de estas tierras y en todo

querían mandarlas. Un nombre constituía el principal de

los reos, el del marqués de Esquilache, y había dos cosas

que de él no se indultaban: ser secretario de Hacienda y

haber nacido en Italia. Por entonces, a primeros de 1766,

planeábamos Fernando y yo un viaje a la Corte, con objeto

de pedir razones ante nuestro parón y aire renovado para el

proyecto del Canal. Si fue oportuna o no nuestra entrada

en la capital, repútelo el lector; lo cierto es que de aquellos

sucesos y de cómo me afectaron a título personal, daré

cuenta en el próximo apartado.

XIX - De cómo se salvan los ríos y se remansa el

caudal:

(...)

Aunque todavía restaban muchos avatares a mi vida, en

aquella época, en torno a los cuarenta, me acomodé de

modo que mis referencias al pasado se acrecentaban,

mientras disfrutaba el presente como remanso. Supongo

que a todo hombre le sucede como a los ríos, que aceleran

su curso en cauce de piedras y duermen cuando el lecho se

aplana, y aunque mi trabajo no estaba exento de desvelos,

ninguno se comparaba con el furioso balanceo de una

tempestad o el olor a pólvora en medio de una acometida.

Las cuitas que de mi puesto surgían, se arrimaban por la

gestión del abastecimiento o por la ladina convivencia. Y

es que aún no he referido que durante el período que me

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ocupa, casi toda la década, me asignaron la gestión de un

campamento de reos, provenientes de penales cercanos,

como Burgos o Palencia. Durante esta parte del Canal, se

generalizó aún más el uso de condenados, aparte de los

que cobraban por su labor, y también aumentó el número

de soldados de infantería. Se pretendía empujar el

proyecto todo lo posible, y no se reparaba en medios

humanos, pues suelen ser más cuantiosos, baratos, y de

más fácil acceso. Así pues, me sumé a la intendencia de

los presos y trabajé en estrecho contacto con el capitán

Méndez, que era el oficial a cargo de la caterva.

La faena era pesada. Transitaba la jornada, ya fuese

invierno o verano, en un constante repiqueteo de picos

contra el piso. A veces, golpeaban en piedra, aunque en su

mayoría el suelo se dejaba moldear (nunca sin esfuerzo),

pues era de naturaleza arcillosa. Las dimensiones de la

zanja variaban para ciertos segmentos en función del

terreno o de los usos otorgados, aunque su anchura se

perfilaba entre las trece y las veintiséis varas, y su

profundidad entre más de dos y cuatro. Todo ello con

vistas a ser transitable, para que las futuras barcazas no

encallaran en el lecho fangoso ni se estorbaran en su

cruce. Mención a parte merecen las esclusas, ideadas en

forma circular para aprovechar la subida y bajada de los

niveles de agua con al menos dos barcas en paralelo.

Estaban construidas con perfectos sillares y requerían de

compuertas de madera, aliviaderos y puentes para el

franqueo de caminos. En ciernes, la creación de artefactos

para los saltos, ya que suponía un desperdicio de fuerzas

tanto líquido en caída, ya fuesen molinos, batanes para los

tejidos o martillos para fraguas. Sobre tal asunto, bullían

en la frente de Fernando ciertos bocetos, no obstante el

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Fragmentos de la novela: Barcos en la Llanura. Cortesía del Autora: Asier Aparicio Fernández.

capítulo para la ulterior explotación de la obra ganó con la

presencia de un joven ingeniero, recién llegado, que se

esmeraba por aprender y no temía proponer. Su nombre

era Juan de Homar, y tiene su apellido tanta importancia

que insto al lector para que lo retenga, pues fue él quien

ideó cada máquina que hoy funciona, y merced a su genio

el sueño de Ensenada sobrepasa el riego y la

navegabilidad. Algunos lo llaman industria, pero sólo es

sentido común, y considero factura de bobos mirar el

curso del agua sin sacarle provecho. Por mi parte, he

exprimido cada momento de mi existencia, y de no ser por

la determinación frente a los saltos de mi vida, a batanes y

molinos que me obligaron, hubiese muerto como río sin

vertiente, arrumbado en la tripa de un labriego. La muerte

a todos nos llega, pero no del mismo modo, y ahora que

veo mi cauce con perspectiva, no me arrepiento de lo que

soy, sólo de lo no vivido.

Como he dicho, abastecía un campamento de reos, por

nombre San Carlos el Real, y fue a ellos a quienes

Fernando asignó la construcción del hito más complejo en

todo el ramal Norte: se trataba del acueducto de Abánades,

cerca de Melgar de Fernamental. De acuerdo con los

planos, el vado aéreo debía salvar un barranco, el del río

Valdavia, y el reto consistía en otorgar al puente la

solvencia suficiente para soportar el paso del agua, no sólo

por debajo sino, lo más importante, por encima. Dicho de

otro modo, que no sólo discurriría líquido entre sus

pilares, sino superpuesto a ellos. El entramado debía gozar

de una fantástica resistencia, puesto que su derrumbe al

paso de las barcazas, provocaría un catastrófico desagüe

de buena parte del Canal e inundaría la vega del Valdavia,

con sus casas, gentes y sembrados. Había, por tanto, que

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Fragmentos de la novela: Barcos en la Llanura. Cortesía del Autora: Asier Aparicio Fernández.

concebir y labrar unos pilares de dimensiones y holgura

considerables y calcular muy bien los empujes en juego

para contrarrestarlos con una hechura maciza. Conocimos

el plan de Fernando Ulloa hacia mediados de 1775: se

levantaría un acueducto de cinco ojos, con una luz de

treintaiséis pies; su altura total sería de unos cincuenta pies

y sus dimensiones de trescientas varas de largo, incluidas

dos aletas antes y después de él; además, se reforzaría todo

el conjunto con unos diques descomunales a cada lado

para tolerar todo el peso de la construcción y su tráfico

posterior. Empezamos a trabajar sin demora, y no hubo

obstáculos en el ambiente, por dos razones principales:

quienes sabíamos del proyecto creíamos en las luces del

progreso y nuestra fe disipaba las dudas a cerca de la

gestación (¿un río sobre otro?; no era el primero: los

franceses lo habían hecho posible en Réprude, en el Canal

de Languedoc, casi un siglo antes). La otra razón pendía

de la ignorancia de los reos, que, a buen seguro, hubieran

arrancado un motín de conocer la dificultad de la empresa

a la que se encomendaban, pues fue larga, ardua y no

exenta de accidentes. En total, un fatigoso lustro. Yo no

contemplé el final, al menos en su inauguración, sin

embargo su perpetuidad me concedió el privilegio de

disfrutarlo hace menos de un año (y navegar sobre él),

aunque eso supone un salto en mi relato. Regreso al año

75, en el instante en que el mismísimo Sabatini nos visitó.

En junio de 1775 se había rematado el segundo tramo del

ramal Norte, a la altura de Osorno la Mayor, y se disponía,

sin dilaciones, la génesis del tercero (que nos llevaría hasta

Frómista). Nos anunciaron que el rey Carlos se había

interesado en persona por las obras y que, con objeto de

informarse, enviaba a finales del verano a su Maestro

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Mayor de Obras Reales, Francesco Sabatini. El mismo que

rubricó la construcción del Palacio Real, se había ganado

el amparo como favorito del monarca, y ostentaba además

el rango de Teniente Coronel en el Cuerpo de Ingenieros,

así como el honor de ser nombrado miembro de la

Academia de San Fernando. Para nosotros, el examen

constituía una prueba de fuego, y quien más sufría ante el

hecho era, como es lógico, el director de obras, Fernando

Ulloa. “De él depende”, afirmaba con mucho tino, “el

destino del Canal”. Y así era, ya que si su opinión

resultaba favorable, se salvaría el peor de los barrancos

para el proyecto: su asignación económica. La visita se

realizó y fue tal la satisfacción de nuestro auditor que

portó un informe favorable al entonces secretario de

Hacienda, Miguel de Múzquiz, quien incrementó la suma

dedicada al Canal. Con buenos cimientos, y lo mismo que

un barco se beneficia del viento orientando su vela, la

construcción avanzó a gran velocidad en los años

posteriores (tanto, que el menor de los Ulloa ambicionó

alcanzar Reinosa, al norte de Aguilar).