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5 revista española de pedagogía año LXII, n.º 227, enero-abril 2004, 5-30 La Educación Moral como Pedagogía de la Alteridad La Educación Moral como Pedagogía de la Alteridad por Pedro ORTEGA RUIZ Universidad de Murcia Introducción No es posible, o al menos se hace difí- cil, entender un texto sin su contexto. Algunas cuestiones de las aquí expues- tas responden al actual debate plantea- do entre los pedagogos españoles sobre modelos (paradigmas) en educación, y específicamente en educación moral. Hoy puede afirmarse que la discusión es muy abierta. Si hasta hace tan sólo una déca- da podía hablarse de la predominancia del modelo kohlbergiano en la educación moral, hoy otros enfoques se hacen pre- sentes en la investigación pedagógica y en las propuestas educativas. La cues- tión de fondo que pretendo desarrollar es: ¿Qué tipo de relación se establece en- tre el maestro y el alumno?; ¿quién es el educando para el profesor? La respuesta que se dé a estas preguntas condiciona toda su actividad. Se ha investigado mu- cho sobre las variables que influyen en los procesos de enseñanza-aprendizaje, pero se olvida que la percepción que el profesor tiene de su relación de educador con el educando, su actitud ante él es una variable decisiva en el proceso edu- cativo, si pretende hacer «algo más» que transmitir conocimientos y enseñar des- trezas o habilidades. Mi propuesta es que la relación más radical y originaria que se establece en- tre maestro y alumno, en una situación educativa, es una relación ética que se traduce en una actitud de acogida y un compromiso con el educando, es decir, ha- cerse cargo de él. En el núcleo mismo de la acción educativa no está, por tanto, la relación profesoral-técnica del experto en la enseñanza, sino la relación ética que la define y constituye como tal acción edu- cativa. Esto nos obliga a una revisión completa tanto de los contenidos como de las estrategias actuales en educación mo- ral. Y obliga, además, a enfocar la edu- cación moral desde otro paradigma que tenga como protagonista no el sujeto au- tónomo de la moral kohlbergiana y de la ética discursiva, de raíces kantianas, sino la primacía del otro que nos constituye en sujetos morales cuando respondemos

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II, n.º 227, enero-abril 2004, 5-30

La Educación Moral como Pedagogía de la Alteridad

La Educación Moral como Pedagogíade la Alteridad

por Pedro ORTEGA RUIZUniversidad de Murcia

IntroducciónNo es posible, o al menos se hace difí-

cil, entender un texto sin su contexto.Algunas cuestiones de las aquí expues-tas responden al actual debate plantea-do entre los pedagogos españoles sobremodelos (paradigmas) en educación, yespecíficamente en educación moral. Hoypuede afirmarse que la discusión es muyabierta. Si hasta hace tan sólo una déca-da podía hablarse de la predominanciadel modelo kohlbergiano en la educaciónmoral, hoy otros enfoques se hacen pre-sentes en la investigación pedagógica yen las propuestas educativas. La cues-tión de fondo que pretendo desarrollares: ¿Qué tipo de relación se establece en-tre el maestro y el alumno?; ¿quién es eleducando para el profesor? La respuestaque se dé a estas preguntas condicionatoda su actividad. Se ha investigado mu-cho sobre las variables que influyen enlos procesos de enseñanza-aprendizaje,pero se olvida que la percepción que elprofesor tiene de su relación de educadorcon el educando, su actitud ante él es

una variable decisiva en el proceso edu-cativo, si pretende hacer «algo más» quetransmitir conocimientos y enseñar des-trezas o habilidades.

Mi propuesta es que la relación másradical y originaria que se establece en-tre maestro y alumno, en una situacióneducativa, es una relación ética que setraduce en una actitud de acogida y uncompromiso con el educando, es decir, ha-cerse cargo de él. En el núcleo mismo dela acción educativa no está, por tanto, larelación profesoral-técnica del experto enla enseñanza, sino la relación ética quela define y constituye como tal acción edu-cativa. Esto nos obliga a una revisióncompleta tanto de los contenidos como delas estrategias actuales en educación mo-ral. Y obliga, además, a enfocar la edu-cación moral desde otro paradigma quetenga como protagonista no el sujeto au-tónomo de la moral kohlbergiana y de laética discursiva, de raíces kantianas, sinola primacía del otro que nos constituyeen sujetos morales cuando respondemos

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de él. Cualquier discurso pedagógico esdeudor de una antropología y de una éti-ca, está situado y responde a un contex-to, es alimentado por las experiencias ala luz de una tradición. Por ello no haypedagogía sin experiencia ni ubicación.Nuestra propuesta de educación moralhunde sus raíces, se ubica en la éticalevinasiana, con fuerte implantación enla última década en centroeuropa y queencuentra en el reconocimiento del otrosu punto de partida, lo que nos lleva asituarnos, por coherencia, en un nuevomodelo de educación moral: la pedagogíade la alteridad.

1. La insuficiencia del paradigmatecnológico en educación

Durante décadas, se ha pensado y rea-lizado la educación desde el patrón de laeficacia. El control de las variables queoperan sobre los procesos de enseñanza-aprendizaje se ha convertido en la pre-ocupación prioritaria de la investigacióny praxis pedagógicas. «Dar cuenta», ex-plicar lo que sucede en el aula ha sido yes la gran aspiración del saber pedagógi-co. Con ello se ha aumentado, sin duda,el nivel de racionalidad y optimizaciónde la acción educativa, superando unaetapa de prácticas vinculadas exclusiva-mente al sentido común o a la experien-cia acumulada. Pero esta preocupaciónpor la eficacia y el control de los aprendi-zajes (Ainscow y otros, 2001), sin dudanecesaria en la acción educativa, no hadado lugar, en la misma medida, a unaenseñanza mejor en todas las dimensio-nes de la persona. Una pedagogía másracional y científica no ha dado paso auna pedagogía con rostro humano. Aún

siguen vigentes paradigmas que duranteaños han configurado la enseñanza in-tentando, en vano, someterla a nivelesde control y racionalidad equiparables,en sus propósitos, a los procesos indus-triales. No estoy abogando, con estas afir-maciones, por volver a tiempos pasados,ni tampoco renunciar a introducir nue-vos elementos que eleven el nivel de ra-cionalidad en los procesos educativos. Sídigo que el uso predominante de la razóntecnológica en la enseñanza (Sarramona,2003) convierte a nuestros alumnos enmáquinas especializadas de una gran efi-cacia, pero que si se quiere llegar a serun individuo más humano, no se puederelegar a un segundo plano la apropia-ción de los valores morales que hacen del«homo sapiens» un ser humano. En lasaulas existe toda una trama de relacio-nes que no pueden explicarse mediantemetodologías de corte positivista:intersubjetividad, interacción, comunica-ción, ética...; en las aulas fluye una co-rriente de vida (el mundo de la vida, enexpresión de Husserl) que se resiste aser explicada desde metodologíaspositivistas (Abdallah-Pretceille, 2001).

La creciente demanda social de unamayor profesionalización de los docentesha dado lugar a una más intensa incor-poración de las nuevas tecnologías de lainformación en las aulas, a una docenciamás regida por criterios de racionalidadtecnológica, a un control mayor de losprocesos de enseñanza-aprendizaje, a unaevaluación más ajustada de los resulta-dos académicos que, aun siendo objetivosplausibles en la enseñanza, no son, porsí mismos, criterios suficientes de cali-dad (Braslavsky y Cosse, 2003). La deno-

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minada «pedagogía tecnológica», de fuer-te implantación en la pedagogía españo-la de las últimas décadas, hunde susraíces en este enfoque racional-tecnológi-co de la educación (Vázquez, 2003). Perosi estamos seguros de haber hecho unaenseñanza más racional-tecnológica, nolo estamos tanto de haber ayudado a laformación de ciudadanos, hombres y mu-jeres libres; que si en teoría hemos asu-mido que debemos educar a la personaen todas sus dimensiones, también es ver-dad que ésta la hemos reducido, en lapráctica, a la sola inteligencia o desarro-llo de destrezas y habilidades, olvidando,como decía Ortega y Gasset (1973) quelas raíces de la cabeza están en el cora-zón. Una simple revisión de la metodolo-gía de la enseñanza, incluso de laeducación en valores, nos muestra el pre-dominio de las estrategias cognitivas so-bre las socio-afectivas. El interés por elotro, la empatía, la preocupación por losasuntos de la comunidad, la solidaridad,tolerancia, civismo, etc., no han formadoparte del equipaje de una persona educa-da. Tal enfoque ha tenido sus consecuen-cias inmediatas en una educación«intelectualista» centrada no en el alum-no, en el desarrollo de toda su persona,sino en los intereses de la escuela y de-mandas de la sociedad; y se ha traducidoen el mantenimiento de formasorganizativas que son un contrasentido,si lo que se quiere realmente es facilitarel aprendizaje valioso de todos los estu-diantes (Escudero, 2001); ha cortado loslazos de comunicación de la escuela conla realidad de su entorno, perpetuandola minoría de edad de los alumnos y hagenerado un autismo en la enseñanza quela incapacita para contribuir a la forma-

ción de personas adultas, capaces de in-sertarse en la sociedad, criticarla y trans-formarla.

2. Una nueva propuest aEntre los filósofos y teóricos de la edu-

cación se va abriendo camino la necesi-dad de abrir un gran debate sobre laincorporación de un nuevo lenguaje yunos nuevos contenidos en educación; siel adiestramiento técnico-profesional, in-dispensable como objetivo educativo enlos procesos de enseñanza, deba ir acom-pañado de otros aprendizajes morales, ysituar entonces el discurso pedagógico noya sólo en los medios, sino en el qué ypara qué (Fullat, 1997); si es necesario,en una palabra, recuperar el discursoantropológico y ético que da sentido a laacción educativa (Escámez, 2003). Hoy yase admite, al menos en el discurso peda-gógico, que educar sin antropología nodeja de ser un sinsentido, que es cami-nar sin dirección y sin meta y convertirla educación en un vulgar adiestramien-to. Ello no significa dar la espalda a loslogros que la investigación pedagógica haconseguido incorporando conocimientosde otras ciencias para la construcción desaberes propios, explicando algunos pro-cesos educativos «por algo más» que elsentido común o la experiencia acumula-da. Significa más bien que, sin renunciara hacer ciencia, la pedagogía se preocupecon la misma intensidad de los métodosde enseñanza y del para qué de la mis-ma. El positivismo ha «cosificado» la ac-ción educativa convirtiéndola en unaintervención supuestamente controladaen aras de la eficacia. Sólo ha visto unarelación didáctica, procedimental entreprofesor-alumno, ignorando que el fondo

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de la relación educativa entre ambos es odebe ser radicalmente ético. Allí dondeacontece la educación se produce un en-cuentro no del que sabe con el que nosabe, del profesor con el alumno, en unejercicio de transmisión de saberes, sinoel encuentro del que se sabe responsabledel otro, obligado a darle una respuestaen su situación de radical alteridad. Es-tamos, por tanto, ante una relación éti-ca, no sólo profesoral-técnica entreprofesor y alumno.

Hasta ahora, los máximos esfuerzosse han dedicado a cómo enseñar mejorunos determinados saberes que se hanconsiderado como tarea, si no única, síprincipal del profesorado. La competen-cia pedagógica se ha centrado en la pro-gramación de unos contenidos que sesuponen preparan mejor a los alumnospara el ejercicio de una profesión. Porello la literatura pedagógica habla siem-pre del alumno como aprendiz; de alguienque ha de adquirir prioritariamente co-nocimientos, destrezas o habilidades, yen segundo lugar actitudes y valores quese consideran necesarios para su inser-ción en la vida laboral y social. En defi-nitiva, de alguien cuya función estransmitir (profesor) y de otro cuyo pa-pel es ser receptor (alumno). Se dibujaasí una acción unidireccional que deja alalumno sin más recurso que ser benefi-ciario de la actuación supuestamente be-néfica del profesor. La responsabilidad deéste se agota en la programación de con-tenidos, la implementación de estrategiasadecuadas para el mejor aprendizaje, lacreación de un clima adecuado de claseque favorezca el trabajo en el aula, etc.El profesor se percibe, se ve como ense-

ñante, transmisor de saberes o conoci-mientos, pero no como mediador moralque facilita la construcción personal deleducando.

Es muy deseable que los procesos deenseñanza-aprendizaje se inicien, en lamedida de lo posible, a partir del conoci-miento de las variables que operan en lasituación de los educandos y de los obje-tivos o metas que se han de alcanzar, sise quiere una enseñanza regida por cri-terios de racionalidad. Sin embargo, nadade esto suple la inevitable mediación delprofesor que, desde lo que es, es decir,desde la experiencia de los valores quetransmite, se interpone entre lo queaprenden los alumnos y el modo o estra-tegias de cómo lo aprenden. Incluso lossaberes científicos, considerados neutra-les u objetivos, no se ven libres de estamediación. Podría parecer que sólo la en-señanza de los valores, por su carga sub-jetiva, estaría afectada por estadependencia, liberando al resto de los con-tenidos de la enseñanza de dicha interfe-rencia. Nada de esto sucede. El profesor,no sólo por las estrategias que utiliza sehace presente y actúa en los procesos deaprendizaje de los alumnos, sino, además,por el crédito o autoridad moral que ejer-ce ante ellos. No es posible separar com-petencia pedagógica y competencia moralen la educación. A veces, el profesor con-fía a la eficacia de las estrategias queutiliza en los procesos de enseñanza-aprendizaje la posibilidad de la apropia-ción del valor por parte de los educandos,dejando que las estrategias hagan por sísolas el milagro de la educación. Y estaacción «extraordinaria» nunca acontece.Cualquier actuación del profesor, en la

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aplicación de estrategias en el aula, apa-rece necesariamente mediada por sumodo de estar y actuar en el aula, endefinitiva, por lo que es. Es un «equipa-je» del que no puede desprenderse, quesiempre le acompaña en su actuación pro-fesional en el aula.

Educar es y supone algo más que lasimple implementación de estrategias oconducción de procesos de aprendizaje.Entiendo que la relación más radical yoriginaria que se produce entre educadory educando, en una situación educativa,es la relación ética que se traduce en aco-gida, no la relación profesoral-técnica delexperto en la enseñanza; que la relaciónética de acogida es lo que define a la re-lación profesor-alumno como relación edu-cativa. Cuando se educa no se ve aleducando como simple objeto de conoci-miento, ni como un sujeto que debo cono-cer en todas sus variables personales ysociales para garantizar el éxito de la ac-tuación profesoral, ni como un espacio va-cío que se ha de llenar de saberes, nicomo una prolongación de mi yo. «Entreeducador y educando no hay poder. Elpoder convierte la asimetría en posesióny opresión, al educador en amo y al edu-cando en esclavo» (Mèlich, 1998, 149).Educar es llevar a término la prohibiciónde reducir lo Otro a lo Mismo, lo múlti-ple a la totalidad, en palabras de Levinas(1993). «Acoger al otro en la enseñanza...es acoger lo que me trasciende y lo queme supera; lo que supera la capacidad demi yo y me obliga a salir de él, (de miyo), de un mundo centrado en mí mismo,para recibirlo» (Bárcena y Mèlich, 2000,160). Por ello, la relación educativa en-tre educador y educando no es una rela-

ción convencional, profesional que se pue-de encerrar en un lenguaje en el que to-dos los problemas, transformados encuestiones técnicas, pueden ser resuel-tos, controlados y dominados. Más alláde una actividad técnica o profesional, laeducación, en sí misma, es un aconteci-miento ético, una experiencia ética, nouna relación entre profesor y alumno «re-bosante de posibilidades morales»(Buzzelli y Johnson, 2002), ni un experi-mento en el que la referencia a la éticale venga «desde fuera».

En la relación educativa el primer mo-vimiento que se da es el de la acogida, dela aceptación de la persona del otro ensu realidad concreta, en su tradición ycultura, no del individuo en abstracto; esel reconocimiento del otro como alguien,valorado en su dignidad irrenunciable depersona, y no sólo el aprendiz de conoci-mientos y competencias. Y esta relaciónética es la que hay que salvar, si se quie-re educar y no hacer «otra cosa». Pocasveces los educadores y pedagogos nos da-mos verdadera cuenta de lo que es y su-pone situarse ante un educando comoalguien que demanda ser reconocido comotal. Educar exige, en primer lugar, salirde sí mismo, «es hacerlo desde el otrolado, cruzando la frontera» (Bárcena yMélich, 2003, 210); es ver el mundo des-de la experiencia del otro. Ello nos obligaa negar cualquier forma de poder, por-que el otro (el educando) nunca puedeser objeto de dominio, de posesión o deconquista intelectual. En segundo lugar,exige la respuesta responsable, es decir,ética a la presencia del otro. En una pa-labra, hacerse cargo del otro, asumir laresponsabilidad de ayudar al nacimiento

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o alumbramiento de una «nueva reali-dad», a través de la cual el mundo serenueva sin cesar (Arendt, 1996). Si laacogida y el reconocimiento son impres-cindibles para que el recién nacido vayaadquiriendo una fisonomía auténticamen-te humana (Duch, 2002), la acogida y elhacerse cargo del otro es una condiciónindispensable para que podamos hablarde educación. Y aquí está toda la razónde ser de la educación, su sentido origi-nario y radical. No es posible educar sinel reconocimiento del otro (el alumno),sin la voluntad de acogida. Y tampoco esposible educar (alumbrar algo nuevo) siel educando no percibe en el educadorque es reconocido como alguien con quiense quiere establecer una relación ética, ycomo alguien que es acogido por lo quees y en todo lo que es, no sólo por aquelloque hace o produce. No es, por tanto, unarelación ética que se establece respectode un deber absoluto fuera del tiempo ydel espacio; ni es un factum de la razónpura práctica al margen de toda expe-riencia, como sostiene Kant, sino rela-ción o respuesta deferente no al otro, sinodel otro concreto, singular e histórico quesiente, goza, padece y vive, aquí y ahora,como afirma Levinas.

Pero no sólo la educación se definecomo acogida, sino que la persona mis-ma, desde el punto de vista antropológico,necesita ser acogido.

«En el momento de nacer el hom-bre es un ser desvalido y desorienta-do; le faltan puntos de referenciafiables y, sobre todo, lenguajes ade-cuados para poder instalarse en elmundo, es decir, para humanizarse en

el mismo acto de humanizar su entor-no... Para llevar a cabo esa tarea, conciertas garantías de éxito, necesitaráde un conjunto de transmisiones quele faciliten la inserción en el trayectovital que le corresponde, en cuyo re-corrido deberá ser acogido en el senode una comunidad y reconocido porella» (Duch, 2002, 11-12).

Las posibilidades de ser acogido sonindispensables para la constitución delser humano como ser humano y cultural,porque éste no es sólo biología y natura-leza. Ello nos obliga a desechar cualquierinterpretación «espiritualista», desencar-nada de la persona. Esta existe en unascircunstancias concretas, históricas. Nose acoge a un ser abstracto sin pasado nipresente, sino a alguien que vive aquí yahora. Y sus «circunstancias», en su pa-sado y su presente, son inseparables delacto de la acogida. De otro modo, hacersecargo del otro no dejaría de ser una ex-presión vacía, carente de sentido o unpuro sarcasmo. Si esta relación ética deacoger al otro y hacerse cargo de él noacontece, se da sólo enseñanza, instruc-ción, pero nada más. Por ello, la acogidaen educación impulsa al realismo y nosmete de lleno en las condiciones socio-históricas en las que vive el educando.La realidad del sujeto no se reduce a suscaracterísticas o rasgos personales; tam-bién su equipaje socio-cultural, sus con-diciones de vida forman parte de «lo quees» cada individuo y no pueden perma-necer al margen de los procesos educati-vos; también estas condiciones de vidadeben estar afectadas si no se quiere re-ducir la educación a una actuación neu-tral fuera del tiempo y de la realidad.

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Esta posición intelectual me sitúa en unnuevo modelo de entender y realizar losprocesos educativos en general, y la edu-cación moral en particular: la pedagogíade la alteridad, que incorporando los ele-mentos positivos de otros modelos o en-foques en la educación, responde mejor alas exigencias éticas, originarias de laeducación. Nuevo paradigma que empie-za a abrirse espacio en la reflexión y prác-tica pedagógicas europeas (Abdallah-Pretceille, 2001).

3. La pedagogía de la alteridadEn las últimas décadas se ha produci-

do una eclosión en la producción de bi-bliografía sobre educación y valores. Elestudio sobre la naturaleza del valor ylas estrategias para su enseñanza llenanmuchas páginas en nuestras bibliotecas(Ortega y Mínguez, 2001b). A la inquie-tud primera de la enseñanza de las cien-cias ha seguido una preocupación yurgencia por la enseñanza de los valores.Pero nos hemos quedado en el cómo losenseñamos, en la didáctica; y aunque ensí misma sea una tarea necesaria quedebemos seguir mejorando, sobre todo sicontinuamos acentuando el carácter deexperiencia del valor, creo, sin embargo,que se nos ha escapado algo que deberíahaber sido primero en esta nueva anda-dura: el abandono de una concepción dela enseñanza con pretensiones impo-sitivas, marcada por la idea de que elalumno es alguien que está de paso, usua-rio o inquilino provisional de un espacioy de un tiempo que al profesor sólo lecompete administrar, reflejo de una es-cuela obsesionada por la regulación y ladisciplina, más pensada para el mante-nimiento de formas organizativas que

para facilitar el aprendizaje valioso detodos los estudiantes (Escudero, 2001).Deberíamos haber superado una escuelamás pensada para continuar y reprodu-cir, para repetir lo dado, que para crear,reinterpretar e innovar; y esto porque noes posible educar para los valores si noes desde una educación en los valores. Seha pretendido hacer una educación «dis-tinta» con la misma escuela que tenía-mos, conservando la misma estructura yformas de organización, la misma men-talidad gerencial y burocrática en su fun-cionamiento. Y esta difícil convivencia hadado como resultado una situaciónesquizofrénica en gran parte del profeso-rado que se ha visto incapaz para plani-ficar nuevos contenidos y estrategias deaprendizaje, acompañado, con frecuencia,por el desconcierto de los centros y de lapropia administración educativa que noadvirtieron a tiempo que las nuevas pro-puestas educativas exigían nuevas for-mas de organización y de enseñanza.Darling-Hammond (2001, 55) describe conacierto esta situación:

«Al igual que las industrias manu-factureras, las escuelas se desarrolla-ron como organizaciones basadas enla especialización de funciones y en lagestión mediante procedimientos cui-dadosamente prescritos y diseñadospara obtener productos estandariza-dos», olvidando que la educación esun proceso singular e irrepetible, cu-yos resultados son siempre inciertos.

Desde la pedagogía de la alteridad, elproceso educativo se inicia con la mutuaaceptación y reconocimiento de maestroy alumno, en la voluntad de responder

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del otro por parte del profesor, en la aco-gida gratuita y desinteresada que prestaal alumno de modo que éste perciba quees alguien para el profesor y que es reco-nocido en su singularidad personal. Sinreconocimiento del otro y compromiso conél no hay educación. Por ello, cuando ha-blamos de educación estamos evocandoun acontecimiento, una experiencia sin-gular e irrepetible en la que la ética senos muestra como un genuino aconteci-miento, en el que de forma predominan-te se nos da la oportunidad de asistir alencuentro con el otro, al nacimiento(alumbramiento) de algo nuevo que nosoy yo.

«En esta aventura, lo que quizásaprendemos es a disponernos, a serreceptivos, a estar preparados pararesponder pedagógicamente a las de-mandas de una situación educativa enla que otro ser humano nos reclama ynos llama» (Bárcena y Mèlich, 2000,162).

De lo dicho, parece concluirse que: a)no se puede educar sin amar porquequien sólo se busca a sí mismo o se cen-tra en su yo, es incapaz de alumbrar unanueva existencia; b) el educador es unamante apasionado de la vida, que buscaen los educandos la pluralidad de formassingulares en las que ésta se puede cons-truir; c) el educador es un escrutador in-cesante de la originalidad, de todo aquelloque puede liberar al educando de la con-formación al pensamiento único; d) edu-car es ayudar a inventar o crear modos«originales» de realización de la existen-cia, dentro del espacio de una cultura, nola repetición o clonación de modelos

preestablecidos que han de ser mimé-ticamente reproducidos y que sólo sirvena intereses inconfesables; y e) educar esayudar al nacimiento de algo nuevo, sin-gular, a la vez que continuación de unatradición que ha de ser necesariamentereinterpretada.

3.1. ¿Qué significa acoger al otro?En la pedagogía de la alteridad la aco-

gida del otro significa sentirse reconoci-do, valorado, aceptado y querido por loque uno es y en todo lo que es. Significaconfianza, acompañamiento, guía y direc-ción, pero también aceptar ser enseñadopor «el otro» (educando) que irrumpe ennuestra vida (educador). Levinas (1987,75) lo expresa con estas palabras:

«Abordar el Otro en el discurso, esrecibir su expresión en la que desbor-da en todo momento la idea que im-plicaría un pensamiento. Es pues,recibir del Otro más allá de la capaci-dad del Yo; lo que significa exacta-mente: tener la idea de lo infinito. Peroeso significa también ser enseñado. Larelación con Otro o el Discurso, es unarelación no-alérgica, una relación éti-ca, pero ese discurso recibido es unaenseñanza. Pero la enseñanza no seconvierte en la mayeútica. Viene delexterior y me trae más de lo que con-tengo. En su transitividad no-violen-ta se produce la epifanía misma delrostro».

Acoger es hacerse presente, desde ex-periencias valiosas, en la vida de loseducandos como alguien en quien se pue-de confiar. En la acogida, el educandoempieza a tener la experiencia de la com-

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prensión, del afecto y del respeto haciala totalidad de lo que es, experiencia quepuede ver plasmada también en los de-más compañeros de aula porque ellostambién son acogidos. En adelante, elaprendizaje de la tolerancia y el respetoa la persona del otro lo asociarán con laexperiencia de ser ellos mismos acogidos,y no sólo en lo que la tolerancia tiene derespeto a las ideas de los demás, sino deaceptación de la persona concreta quevive aquí y ahora y exige ser reconocidacomo tal.

La acogida, en educación, es reconoci-miento de la radical alteridad del edu-cando, de su dignidad inviolable; es salirde uno mismo para reconocerse en el otro;es pasión (del latín pati), donación y en-trega. Nunca es un «estado», sino, másbien, una «pasión», un «pasar» por la vidaescuchando, interpretando y respondien-do a las demandas del otro (Duch, 2002).Es negarse a repetirse o clonarse en elotro, para que el otro tenga su propiaidentidad. «Entre el padre y el hijo, comoentre el educador y el educando o el maes-tro y el discípulo, constituyen formas derelación que se fundan en la discontinui-dad del quién» (Bárcena, 2002, 513). Y asu vez, es también responsabilidad (dellatín respondere, responder, respuesta),compromiso, hacerse cargo del otro. Es,en su raíz, un acto ético. Pero se puederesponder al otro y del otro. En el primercaso, respondemos a una pregunta, comolo hace la ética kantiana; en el segundo,a una demanda, a una apelación, comose da en la ética levinasiana. Aquí ha-blamos, desde la pedagogía de laalteridad, de responder del otro. Y en-tonces, el modo más adecuado de definir

la educación es como un acontecimientoético, es decir, como un suceso imprevisi-ble que irrumpe de repente y llega sinprevio aviso, que nos pone delante delotro a quien no podemos dejar de mirar yresponder. A diferencia del simple «suce-so», del hecho, del que podemos «pasarde largo» y nos puede dejar indiferentes,sin afectarnos, el «acontecimiento», porel contrario, nos interpela, nos saca denuestro yo, nos afecta. Llevado este dis-curso a la educación, obliga a repensarlotodo porque el acontecimiento, al ser desuyo imprevisto, no se puede programaro planificar. Por eso, en la educación, hayun inevitable componente utópico que seresiste a la previsión y al control. Y noslleva, además, a no separar en la educa-ción lo que ésta tiene de «urdimbre» éti-ca en su misma raíz. La acogida y elhacerse cargo del otro es una cuestión deactitud, de «entrañas» que escapa a todaforma de planificación y control.

Cuando hablamos de la raíz ética enla educación no nos referimos a la simpledeontología que obliga al profesor, comoa cualquier otro profesional, al cumpli-miento de las normas establecidas o con-trato adquirido, ni de unas reglas onormas que han de orientar la acción edu-cativa en las aulas, del cumplimiento deun «deber» (Martínez, 1998). Tal obliga-ción ética vendría impuesta «desde fue-ra», sería externa a la misma accióneducativa, vendría después. Aquí se ha-bla de «otra cosa», de algo distinto que esprevio al cumplimiento del deber comoprofesor, de aquello que se sitúa en lafuente misma de la acción educativa ypor lo que ésta se define. Cuando educa-mos damos una respuesta debida al otro

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para que, en una nueva realidad, sea élmismo y vaya siendo él mismo, constru-yendo una nueva existencia en una tra-dición y en una cultura. Y entoncesinstalamos, en el núcleo mismo de la ac-ción educativa, el componente ético sinel cual no habría educación, sino mani-pulación y dominio. El educador, enton-ces, asiste al milagro de un nuevonacimiento, de una nueva criatura. Haceposible que «la sociedad humana no semantenga siempre igual, sino que se re-nueve sin cesar por el nacimiento conti-nuado, por la llegada de nuevos sereshumanos» (Arendt, 1996, 197).

La educación como experiencia de aco-gida, no sólo en el profesor sino tambiénen el alumno (reconocimiento del otro yhacerse cargo de él), facilita la creaciónde un clima moral en el centro y en lasaulas como «condición ambiental» parael aprendizaje de los valores socio-mora-les. Obviamente, no entiendo la acogidacomo un recurso útil para «moralizar» lavida del centro con un listado de pres-cripciones que regulen el comportamien-to de alumnos y profesores. Hablo de«otra moral», la que nos hace responsa-bles de los otros y de los asuntos que nosconciernen como miembros de una comu-nidad, empezando por el propio centroescolar. Interiorizar la relación de depen-dencia o responsabilidad ética para conlos otros, aun con los desconocidos, signi-fica que vivir no es un asunto «privado»,sino que tiene repercusiones inevitablesmientras sigamos viviendo en sociedad.Significa, en una palabra, que nadie mepuede ser indiferente. Frente a cualquierotro he adquirido una responsabilidad,una dependencia ética de la que no me

puedo desprender aún antes de que élme pueda pedir cuentas.

«El lazo con el otro no se anudamás que como responsabilidad, y lode menos es que ésta sea aceptada orechazada, que se sepa o no cómo asu-mirla, que se pueda o no hacer algoconcreto por el otro... yo soy respon-sable del otro sin esperar la recípro-ca, aunque ello me cueste la vida. Larecíproca es asunto suyo. Precisamen-te, en la medida en que entre el otro yyo la relación no es recíproca, yo soysujeción al otro; y soy «sujeto» esen-cialmente en este sentido» (Levinas,1991, 91-92).

Y esta responsabilidad para con elotro, «que viene sin previo aviso», es loque me constituye en sujeto moral.

La relación de alteridad, cara a cara,de la que habla Levinas es una relaciónética originaria. La expresa a través dela imagen del rostro: «El rostro se meimpone sin que yo pueda permanecer ha-ciendo oídos sordos a su llamada, ni olvi-darle; quiero decir, sin que pueda dejarde ser responsable de su miseria. La con-ciencia pierde su primacía» (1993a, 46).Y el mismo Levinas explica qué es el ros-tro: «Este no es en absoluto una formaplástica como un retrato; la relación conel rostro es una relación con lo absoluta-mente débil, lo que está expuesto absolu-tamente, lo que está desnudo y, enconsecuencia, con quien está sólo y pue-de sufrir ese supremo abandono que esla muerte» (1993b, 130). El rostro es sig-nificación, y significación sin contexto. Elotro, en la rectitud de su rostro, no es unpersonaje en un contexto concreto. El ros-

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tro es lo que no se puede matar, eso cuyosentido consiste en decir: «No matarás»(Levinas, 1991). Esta aparición del otrocomo rostro desvela su absoluta desnu-dez, su absoluta vulnerabilidad desde laque ordena «no matarás», mandato cate-górico y, a la vez, impotente. Pese a ellosuscita en su interlocutor, el yo, una res-ponsabilidad infinita que le constituye ensujeto moral singular y libre. «Singular,porque nadie puede responder por él odar en su lugar una respuesta que esabsolutamente intransferible. Libre, por-que el yo puede elegir abrirse al otro yescuchar su mandato u optar por la igno-rancia activa, la violencia o aniquilaciónsimbólicas» (Bello, 1997, 126). Con elloLevinas se distancia de la versión «inten-cionalista» del lenguaje sustituyendo larelación del hablante con su propia in-tención consciente por la relación con elotro. Al desmarcarse de ella, se aleja dela imagen tradicional de la autonomía,uno de los rasgos constitutivos de la éti-ca clásica. Levinas se sitúa en un campohasta ahora no ocupado por nadie: laheteronomía localizada en la relación conel otro que es quien al hacer, con su solapresencia, al yo responsable del otro, deforma intransferible y libre, lo constitu-ye en sujeto moral (Bello, 1997). La éti-ca, entonces, no comienza con unapregunta, sino con una respuesta, no sóloal otro, sino del otro. La moral tiene, portanto, un origen heterónomo (Levinas,1987), no en la autonomía del sujeto mo-ral ya constituido de la ética kantiana.

En Levinas hay una clara voluntadde sustituir la autorreflexión, laautoconciencia, fundamento de la éticaindividualista, por la relación con el otrocomo propuesta de una moral alternati-

va; un distanciamiento de la ética comoamor propio y el anclaje en otra que cons-truye su significado a partir de la rela-ción con el otro. Esta nueva concepciónde la ética tiene unas inevitables conse-cuencias en la educación, y específica-mente en la educación moral. Esto setraduce en el desarrollo de la empatía,del diálogo, de la capacidad de escucha yatención al otro (estar pendiente del otro),de la solidaridad compasiva como condi-ción primera de una relación ética; perotambién de la capacidad de analizarcríticamente la realidad del propio en-torno desde parámetros de justicia y equi-dad, de asumir al educando en toda surealidad, porque al ser humano no se lepuede entender si no es en su entorno,en la red de relaciones que establece conlos demás. Ser persona responsable es po-der responder del otro. Y ello no es posi-ble sin la apertura al otro como dispo-sición radical.

Entender la educación moral, desdela pedagogía de la alteridad, como acto yactitud ética de acogida, nos libera de unintelectualismo paralizante, y nos obligaa hacer recaer la actuación educativa notanto en las ideas, creencias y conocimien-tos cuanto en la persona concreta del edu-cando. Una mirada a la producciónbibliográfica sobre la educación intercul-tural nos ofrece el mejor ejemplo de lodicho. La escolarización ha situado a laeducación intercultural en el ámbito delo cognitivo como si sólo se tratara deconocer, comprender y respetar las ideas,creencias, tradiciones y lengua de unacomunidad; en una palabra, la culturadel otro, haciendo abstracción o relegan-do a un segundo plano al sujeto concretoque está detrás de esa cultura. La tradi-

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ción anglosajona y americana (del Norte)ha acentuado más los aspectos cultura-les que los antropológicos y morales. Y laeducación intercultural no se agota en elrespeto a la cultura del otro, sino quedebe llevar, además, a la aceptación yacogida de su persona. Es el ser humanoen la realización de su existencia concre-ta, dentro de una tradición y una cultu-ra, quien debe constituir el sujeto de laeducación intercultural. Esta no se redu-ce a la «comprensión intelectual» de lasdiferencias culturales. Es más bien unhacerse cargo del otro, con su realidadpresente y su pasado (Ortega y Mínguez,2001a). No es tanto una pedagogía de ladiferencia cuanto una educación para ladeferencia, para «hacerme cargo de él (elotro), de su alegría y de su dolor, de susonrisa y de su llanto, de su presencia yde su ausencia» (Mèlich, 2002, 115). G.Steiner (2001, 49) nos pone sobreavisosobre los peligros que encierra la actitudde abandonarnos a la sola fuerza de lasideas y el riesgo de quedarnos en la solacomprensión «intelectual» de las diferen-cias culturales que una educaciónintelectualista inevitablemente conlleva.

«Está comprobado, aun cuandonuestras teorías sobre la educación ynuestros ideales humanísticos y libe-rales no lo hayan comprendido, queun hombre puede tocar las obras deBach por la tarde, y tocarlas bien oleer y entender perfectamente aPushkin, y a la mañana siguiente ir acumplir con sus obligaciones en Ausch-witz y en los sótanos de la policía».

Nunca como en el pasado siglo se hahablado tanto de derechos humanos, y

nunca tanto se han atropellado. Las ideasy los argumentos no han sido suficientespara hacer posible la convivencia pacífi-ca y parar la barbarie. El otro, diferentey diverso, nos exige ser reconocido, notanto por sus ideas y creencias, sino porlo que es; más allá de cualquier razónargumentativa el otro se nos impone porla inmediatez de su rostro, por la digni-dad de su persona. Se trata, entonces, deaprender a considerar al otro como otro,y no tanto en relación a su cultura o suspertenencias diferentes; que no hay suje-to sin intersubjetividad, sin un tejido derelaciones intrínsecas con los otros suje-tos.

«Como ser en el mundo , y que noexistiría sin él, mi conciencia libre seencuentra inmersa entre otros suje-tos; ellos también, cada uno en su sin-gularidad en medio de las otrassingularidades, persiguen su propioproyecto existencial, es decir, constru-yen su identidad. La situación de unsujeto, por consiguiente, está siempreligada a la de los otros. Nunca estádeterminada por el aislamiento, porla separación, sino por una relaciónmúltiple. En una palabra, no hay su-jeto sin intersubjetividad, sin un teji-do de relaciones intrínsecas con losotros sujetos... La condición fundamen-tal para que yo sea sujeto es que to-dos los otros lo sean también»(Abdallah-Pretceille y Porcher, 1996,49-50).

Entender la educación desde la ra-dical alteridad del educando significaplantear la educación como una ac-ción responsable de afirmación del otro

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en todo lo que es, como acogida y re-conocimiento de la persona, no de unaparte de ella. Es la persona del edu-cando quien se constituye en objetode mi acogida, de mi dependencia éti-ca, no sus ideas y creencias. Estas tansólo le acompañan.

3.2. ¿Por qué la acogida en educa-ción?

Antes hemos dicho que si no hay aco-gida, reconocimiento y compromiso conel otro no puede hablarse de educación,tan sólo de enseñanza o instrucción. Perohay otras razones, si se quiere «pragmá-ticas», que justifican este enfoque en laeducación. En primer lugar, como res-puesta a la crisis de «transmisiones» queafecta a la sociedad actual. La educaciónocurre o sucede siempre en un espacio ytiempo concretos. No es, por tanto, unproceso ahistórico. Sucede aquí y ahora.Y «el aquí y el ahora» de la educaciónaparecen hoy con unas característicasmuy singulares. Si algo caracteriza alhombre de nuestros días (en la sociedady cultura occidental) es que ha perdidosus raíces, está desarraigado. Ha perdi-do los vínculos con las tradiciones que enotro tiempo servían como anclaje en unasociedad y como resorte imprescindibleen la identificación personal y cultural.

«Hoy no tenemos, escribe Sábato(2000, 50), una narración, un relatoque nos una como pueblo, como hu-manidad, y nos permita trazar lashuellas de la historia de la que somosresponsables. El proceso de seculari-zación ha pulverizado los ritosmilenarios, los relatos cosmogónicos...¿Cómo pueden ser falsedad las gran-

des verdades que revelan el corazóndel hombre a través de un mito o deuna obra de arte?»

Ya nadie duda de que se ha producidouna quiebra en los grandes principios quedurante años han vertebrado la vida in-dividual y social del hombre postmoderno;que las fundamentaciones antes válidasya han dejado de tener sentido como pun-tos de referencia obligados en la vida delos individuos y grupos sociales, para con-vertirse en meras opciones que, a menu-do, poseen una muy pequeña influenciaen los asuntos sociales y culturales denuestros días (Duch, 1997). El relato, lanarración de las experiencias de vida denuestros mayores han dejado de intere-sar a las generaciones actuales con lo quese pierden las claves de interpretaciónde «lo que está pasando», las posibilida-des de reinterpretar los valores para quehablen el lenguaje de hoy con los conte-nidos también de hoy. Las narracionesno nos retrotraen al pasado, nos ponenen condiciones de entender el presente.Sin narraciones, las jóvenes generacio-nes permanecen tartamudas, angustiadasen sus acciones y en sus palabras. «Nohay modo de entender ninguna sociedad,incluyendo la nuestra, que no pase por elcúmulo de narraciones que constitu-yen sus recursos dramáticos básicos»(MacIntyre, 1987, 267).

La imagen de la «persona eficaz» hapenetrado profundamente en las estruc-turas sociales y ha configurado un estilode vida. Se constata un debilitamientode las tradiciones comunes que en tiem-pos pasados ofrecían valores compartidosde referencia en los que, de alguna ma-

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nera, los individuos podían participar. Elproblema de fondo es que, al desapareceresas creencias fundamentales comparti-das, resulta muy difícil encontrar unanueva base general de orientación queconstituya el punto de encuentro en laconvivencia social. No sólo a nivel social,también el individuo concreto ha queda-do huérfano de modelos próximos de so-cialización. Nos encontramos metidos delleno en «tierra de nadie»: los antiguoscriterios han perdido su originaria capa-cidad orientativa, y los nuevos aún no sehan acreditado con fuerza suficiente paraproporcionar a los individuos y grupossociales la posibilidad de orientarse y si-tuarse en el entramado social. Habermas(2002, 54) hace un juicio acertado de lasituación del hombre postmoderno en lasociedad «racionalizada», huérfano de re-ferentes para orientar su conducta. «Enla medida en que la ciencia y la técnicapenetran en los ámbitos institucionalesde la sociedad, transformando de estemodo a las instituciones mismas, empie-zan a desmoronarse las viejas legi-timaciones. La secularización y el«desmoronamiento» de las cosmovisiones,con la pérdida que ello implica de su ca-pacidad de orientar la acción, y de la tra-dición cultural en su conjunto, son la otracara de la creciente «racionalidad» de laacción social». Padecemos una crisis de«transmisiones», de «destradicionaliza-ción» en la que resulta cada vez más difí-cil responder a la pregunta ¿quién soy?porque no nos reconocemos en una co-munidad en la que podamos percibir conclaridad ¿quiénes somos?. En este con-texto, la familia y la escuela desempe-ñan, todavía, una función esencial: seruna institución o estructura de acogida.

Y acoger, en la sociedad del anonimato,es hoy una tarea prioritaria.

Y en segundo lugar, como situaciónóptima para el aprendizaje de los valo-res. La acogida del educando, en tantoque experiencia, constituye la situaciónmás idónea para la apropiación o apren-dizaje del valor. Diríamos mejor: los va-lores se aprenden en la acogida.Tradicionalmente, la enseñanza de losvalores, como toda la enseñanza, ha te-nido un fuerte componente idealista. Lavieja tendencia de la filosofía occidentalque nos hace percibir la realidad subspecie cognitionis se ha hecho demasiadopresente en nuestros centros y nuestrasaulas. Toda nuestra cultura (occidental)está atravesada por estos dos enfoques:el idealista y el postidealista. Reyes Mate(1997) comenta el análisis queRosenzweig hace en su obra La estrellade la redención sobre tres figuras tan fa-miliares y aparentemente materialescomo la naturaleza, el derecho y el artepara desenmascarar la persistencia deltalante idealista en nuestra sociedad oc-cidental. Naturaleza, derecho y arte noson realidades originarias, sino represen-taciones, esto es, constructos de una acti-vidad teórica. No se puede hablar denaturaleza sin partir de una teoría; otrotanto sucede con el derecho: se refiere alos hombres, pero estos pierden sus per-files concretos, históricos. En cuanto alarte, no hay nada ingenuo en el, origi-nal, nada de mímesis. Y concluye R.Mate:

«Lo grave de esos mundos irrealesno es que, en cuanto representacionessustituyan al mundo real, sino que

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esos mundos ponen en marcha sendostipos de actividades prácticas, igual-mente extrañas a la realidad, pero conlas que tratamos de conformar el mun-do... Por lo que se ve el idealismo noacaba en Hegel. Sigue siendo nuestraheredad» (Mate 1997, 133-34).

Los valores se aprenden si estos vanunidos a la experiencia, o más exacta-mente si son experiencia. El valor no seaprende porque se tenga una idea claray precisa del mismo. No es la claridadcartesiana de los conceptos la razón sufi-ciente que mueve y hace posible el apren-dizaje del valor, sino el hecho de sutraducción en la experiencia. Y sólo cuan-do el valor es experiencia puede ser apren-dido (Ortega y Mínguez, 2001b). No otracosa nos dice Ortega y Gasset cuando noshabla de las creencias (valores morales)como estrato básico y profundo de la ar-quitectura de nuestra vida. «Vivimos deellas y, por lo mismo, no solemos pensaren ellas. Pensamos en lo que nos es máso menos cuestión. Por eso decimos quetenemos estas o las otras ideas, pero nues-tras creencias, más que tenerlas, las so-mos» (1973, 18). Los seres humanosnacemos con abundantes carencias y concasi todo por aprender. Actitudes, hábi-tos de comportamiento y valores consti-tuyen el aprendizaje imprescindible paraejercer de humanos. Nadie nace educa-do, preparado para vivir en una sociedadde seres humanos. Pero el aprendizajedel valor es de naturaleza distinta al delos conocimientos y saberes. Exige la re-ferencia inmediata a un modelo. Es de-cir, a una experiencia suficientementeestructurada, coherente y continuada quepermita la «exposición» de un modelo de

conducta no contradictoria y fragmenta-da. Más aún, se hace necesario un climade afecto, de aceptación y «complicidad»entre educador y educando. El valor seaprende porque éste aparece atractivo enla experiencia del modelo que lo repro-duce, hasta el punto de que no es tantola bondad en sí del valor la que nos mue-ve o impulsa a su realización, cuanto elhecho de que éste se nos proponga en elcontexto de una relación positiva, de afec-to, de complicidad con el testimonio deun modelo. El niño-adolescente no apren-de una conducta valiosa independiente-mente de la persona que la realiza. Sesentirá más atraído por ésta si la ve aso-ciada a una persona a la que, de algunamanera, se siente afectivamente ligado(Ortega y Mínguez, 2001b). En la apro-piación y aprendizaje del valor hay siem-pre un componente de afecto, de pasión,de amor, de complicidad entre educadory educando. Por ello, encuentro en la aco-gida la situación privilegiada para la en-señanza de los valores. Esto nos deberíallevar a una revisión profunda de la pe-dagogía de los valores, empezando porrescatar el carácter cotidiano, diríamosvulgar, del valor. Es decir, hacer del me-dio habitual de vida del educando, es de-cir, de su experiencia más inmediata, elmarco más idóneo de la educación en va-lores socio-morales, asumiendo el riesgode acercarse a una realidad, no pocas ve-ces contradictoria, en la que conviven va-lores y contravalores. Pero siempre estaserá la realidad que existe, la no inven-tada o la no convenientemente manipu-lada. Ello favorece la necesariacontextualización del valor presentado enun mundo humano. La propuesta artifi-cial, descontextualizada del valor, tan fre-

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cuente en la pedagogía tradicional,dificilmente supera el ámbito de la no-ción, de la idea, del artificio o montaje,careciendo, por tanto, de la fuerza emoti-va necesaria para mover al educando ala apropiación del valor. Y los valores nosólo se deben entender, sino tambiénamar y querer, si se pretende que lle-guen a constituir una fuerza orientadorade la propia existencia (Ortega yMínguez, 2001b).

4. La pedagogía de la alteridad y elcompromiso político

La pedagogía de la alteridad, comomodelo de educación moral, que se inspi-ra en la ética levinasiana no se queda enla relación «intimista» «yo-tú» en la quesólo intervienen individuos singulares,presentes en el mismo tiempo y espacio.«El sujeto moral no puede responder úni-camente del rostro singular cuya debili-dad o extranjería le solicita, en estepreciso momento, y abandonar a su suer-te a los demás rostros, so pena de inmo-ralidad, so pena de confusión entre ladebilidad y la tiranía» (Chalier, 2002,103). Contempla, inevitablemente, la re-lación a un «tercero».

«El lenguaje, como presencia delrostro, no invita a la complicidad conel ser preferido, al «yo-tú» suficiente yque se olvida del universo; se niegaen su franqueza a la clandestinidaddel amor en el que se pierde su fran-queza y su sentido... El tercero memira en los ojos del otro... La epifaníadel rostro como rostro, introduce lahumanidad... El rostro, en su desnu-dez de rostro, me presenta la indigen-

cia del pobre y del extranjero»(Levinas, 1987, 226).

La educación, desde la alteridad, tie-ne una necesaria dimensión social. Es éti-ca y política, es compasión y compromiso.Y despojar a la educación de estas di-mensiones es reducirla al más puroadoctrinamiento. En tanto que es ética,la educación no está desligada de los pro-blemas que afectan a los hombres con-cretos, sino que brota de ellos, de suderecho a una vida digna y justa, de suderecho a decir su palabra, la palabradel pasado, de la tradición; la palabratransformadora del presente, la que des-vela la realidad y le permite descubrirlas contradicciones que le impiden serhombre o mujer, pero también la palabradel futuro todavía no dicha, la palabrade la esperanza. La persona está intrín-secamente proyectada hacia el futuro, esanticipación, proyección de algo (Marías,1996). Y en tanto que educación, es en símisma un acto social y político. Lo políti-co forma parte de la naturaleza mismade la educación, por lo que los problemasde ésta no son exclusivamente pedagógi-cos, sino esencial y profundamente polí-ticos. Educar es necesariamente uncompromiso ético con el mundo. H.Arendt (1996, 208) se atreve a decir quees un acto de amor: «La educación es elpunto en el que decidimos si amamos almundo lo bastante como para asumir unaresponsabilidad por él y así salvarlo dela ruina que, de no ser por la renovación,de no ser por la llegada de los nuevos ylos jóvenes, sería inevitable». La finali-dad de educar no se limita, por tanto, alámbito de las características personales,«psicologizando» la educación, implica la

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formación del sujeto como ser social, in-corporando toda la realidad de éste. Yentonces, la educación no puede sustraer-se a la función de transformación de larealidad social en la que el educando vive,de modo que le permita la realización deun ideal (valioso) de persona que todaeducación lleva implícito.

En el origen de esta educación moralno está la razón, como en la moral idea-lista, sino el sentimiento, el «pathos», lasolidaridad con los otros seres humanosen cuanto dignos de felicidad y reconoci-miento. No es una facultad de la razónque nos inclina a obrar según el deber;pero tampoco es un mero sentimientoirracional. Es más bien una afección (sen-tirse afectado, sufrir) en la conciencia porel reconocimiento de los otros en sus cir-cunstancias concretas. No hay, por tan-to, una exigencia absoluta que desciendade lo alto o se imponga desde la concien-cia. Hay, más bien, una evidencia que seimpone como un hecho «natural» que esla aspiración de los seres humanos, detodos los seres vivientes a la felicidad, alreconocimiento de su dignidad inviolable.Hay un sentimiento «cargado de razón»que intentar justificarlo con argumentosconstituiría una burla o un sarcasmo paratodos aquellos a quienes se les ha nega-do la dignidad. Para Levinas, en un mun-do poblado de «otros» o de un «tercero» larespuesta a estos puede ser de indiferen-cia, de apoderamiento o de reconocimien-to y acogida. Es decir, la indiferencia queles niega cualquier estatuto de realidad,el apoderamiento que busca adueñarsede ellos a cualquier precio y la acogidapor alguien que se reconoce en el otro.En estas situaciones, la presentación de

los «otros» se hace a través de la trans-parencia de un rostro que se me presen-ta en persona. A este «espacio» de lapresentación, Levinas lo llama ética, puesla respuesta moral no es la «compren-sión», sino la «com-pasión» (cum-pati),entendida como cuestión de «entrañas»,de sufrimiento compartido, de calidad hu-mana, en definitiva, como cuestión mo-ral. En Levinas (1993b, 133), la moralencuentra en la «com-pasión» su momen-to más completo: «Para mí el sufrimientode la compasión, el sufrir porque otro su-fre, no es más que un momento de unarelación mucho más compleja, y tambiénmás completa, de responsabilidad respec-to del otro».

No es exclusiva de Levinas esta inter-pretación de la compasión. También enHorkheimer (1986), desde presupuestosdistintos, la compasión nos ofrece el ver-dadero rostro de una humanidad real.Para él, la moral tiene lugar sólo allí don-de los hombres se atienen a los senti-mientos de indignación, compasión, amory solidaridad, sin necesidad de apelar auna razón absoluta que los fundamente.Sentimiento que se expresa a través dedos formas históricas: la compasión y lapolítica (Horkheimer, 1999). Mientras lahistoria sea para una mayoría de la hu-manidad historia de sufrimiento y esasmayorías queden fuera de la felicidad,en ella habitará la compasión. Esta nosólo está en el origen de la moral, sinoque es una dimensión constitutiva de lamisma. No es, por tanto, la compasiónun sentimiento de «piedad lastimosa» pa-ralizante de respuestas morales a la si-tuación de indignidad de personasconcretas. Es, por el contrario, «un com-

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promiso político de ayuda y liberación quelleva a trabajar por transformar las es-tructuras injustas que generan sufrimien-tos y situaciones de dependencia ymarginación» (Ortega y Mínguez, 2001a,108). La compasión no suple a la justi-cia, es inseparable de ésta. En el fondode la compasión late un sentido global dela justicia que se hace presente en el serhumano concreto que tenemos delante.«La compasión remite a la justicia, no seevade de ella» (Mardones, 2003, 223). Elcompadecido reclama una «deuda pen-diente», y el que compadece no hace sinodar lo debido. Pero podríamos caer en latentación de considerar a los compadeci-dos como entes abstractos, sin historiani geografía. Estos son en realidad loshombres y mujeres de nuestro tiempo«que han atravesado infiernos de padeci-miento y de degradación a causa de suresistencia contra el sometimiento y laopresión» (Horkheimer, 1973, 169).

Si como acabamos de afirmar la éticaes compasión y política, es acogida y com-promiso, la ética discursiva, por el con-trario, se nos muestra insuficiente paradar una respuesta ética a las situacionesconcretas que afectan al hombre de hoy,para una educación moral que respondadel otro, aquí y hoy. En el proyectohabermasiano de razón universalintersubjetiva existe el riesgo real de quela razón quede reducida al dominio de laargumentación por parte de los que tie-nen poder o competencia de habla, de-jando a los «otros» al margen de todaposibilidad de participación efectiva enel discurso. Presupone una situación idealde habla, caracterizada por la simetríapragmática entre los interlocutores, es

decir, la distribución equitativa de la com-petencia comunicativa como igualdad deoportunidades para emitir y recibir actosde habla, lo que no deja de ser una «ilu-sión». ¿Qué ocurre con los que no tienenvoz para decir su palabra? Y es esta si-tuación «ideal» de diálogo la que, en lapráctica, se hace irrealizable, proyectan-do al hombre histórico a una situaciónde «exilio cósmico», y la que produce eldistanciamiento de las situaciones con-cretas donde se dan los conflictos y lavida misma de los interlocutores morales(Ortega y Mínguez, 1999). Y este «olvi-do» de las condiciones sociales que afec-tan a la vida concreta de todo ser humanoconstituye el punto más débil en la éticadiscursiva y su incapacidad para dar unarespuesta moral a las situaciones realesque hoy el hombre tiene planteadas. Porlo que habría que apostar por una prag-mática real, en lugar de centrarnos enseñalar las condiciones de posibilidad deun diálogo racional que no han de reali-zarse nunca en este mundo (Camps,1991). También A. Cortina (1990, 209) sehace eco de las dificultades que encuen-tra la ética dialógica para abordar lassituaciones históricas en las que se re-suelve la vida de cualquier ser humano.«Si la ética de que tratamos se ha ocupa-do de algo parecido a una virtud, ha sidode la formación democrática de la volun-tad, de la disponibilidad al diálogo. Peroésta es una virtud «dianoética», una vir-tud intelectual, que no guarda conexióncon posibles virtudes «éticas», con virtu-des del carácter. No es extraño que talrestricción haya merecido el nombre de«intelectualismo moral».

Esta es la razón por la que aquí se

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propone una ética material, alejada detodo planteamiento idealista, incapaz deofrecer respuestas que no sean sino razo-namientos o argumentos formales tanatractivos como insuficientes. Y ello jus-tifica nuestra explicación de la educacióncomo ética y política, como acogida y com-promiso, como acto moral. No entende-mos la educación como algo que aconteceen «tierra de nadie», sin sujeto histórico.Siempre será acción política, crítica ytransformadora de aquellas situacionesque impiden la realización de la moral,es decir, de la justicia ligada al derecho ala felicidad para estos individuos concre-tos, y para todos.

«La tarea de educar, implica uncompromiso con el mundo, con la tra-dición y con la historia. Sólo si decidi-mos que el mundo que hemos creadoy en el que vivimos todavía merece lapena y que podemos recomponerlo, sinos hacemos responsables de él, esta-mos en condiciones de transmitirlo alas nuevas generaciones. El que noquiera responsabilizarse del mundo,que no eduque» (Mèlich 1998, 37).

La pedagogía de la alteridad nos pro-hibe seguir pensando y «educando», enlas circunstancias actuales, en las quemillones de seres humanos se ven priva-dos de libertad y son excluidos social yculturalmente, o perseguidos por pensar«de otra manera», como si nada de estotuviera que ver con la acción educativa.Actuar de este modo, me parece una gra-ve irresponsabilidad y volver la espaldaa aquellos que decimos que nos preocu-pan y queremos educar, y convertir la«educación» en un arma al servicio del

poder totalitario. Educar, a la vez que esun acto ético de afirmación del ser hu-mano y de todo lo humano, de reconoci-miento de su dignidad, en una palabra,afirmación de la vida, es también unacrítica y una denuncia de las situacionesy actuaciones que degradan y ofenden alos seres humanos. Es una pedagogía ne-gativa orientada a evitar el mal, a ne-garse a aceptar la presente realidadinmoral, a resistir ante todo intento denegación de la dignidad humana. «Lacompasión (educación) solidaria si quiereser eficaz debe mantener esta dialécticanegativa sin concesiones al mínimo opti-mismo del tiempo o de la situación histó-rica. La marcha hacia la humanizaciónse hace mejor, con menos sobresaltos, porel camino de la eliminación del mal quepor el diseño del bien» (Mardones, 2003,227). Sólo así, como resistencia y recha-zo, la pedagogía negativa es creíble; enotro caso, es mera ilusión afirmativa. Perola pedagogía de la alteridad es tambiénuna pedagogía de la memoria que inten-ta hacer justicia a los olvidados de la his-toria, que las víctimas del pasado no seanolvidadas, aquellos que fueron enterra-dos en vida y sepultados en el olvido,como si jamás hubieran nacido (Arendt,1999). Intenta devolvernos la mirada deloprimido, ver el mundo con los ojos delas víctimas, de manera diferente, conotra perspectiva, invertidamente (Mate,2003). Educar es también contar una his-toria, la de aquéllos que nos han precedi-do en la lucha por la justicia y la libertad,y en los que hoy nos reconocemos comolo que somos y hemos llegado a ser comohumanos; la educación es también me-moria y narración. No se entiende unaeducación que tenga en cuenta sólo a los

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presentes en una relación ética. Tambiénlos hombres y mujeres del futuro, y losque nos han precedido demandan de no-sotros el ejercicio de la responsabilidad;éstos, para que el recuerdo, la memoriales prolonguen la existencia, los rescatendel olvido que es la muerte; aquéllos, paraforzarnos a construir y edificar desde lagratuidad.

5. Algunas dificultadesQuizás pueda atribuirse a este modo

de entender la ética y la moral tintes deun «irracionalismo romántico» al no fun-damentarnos exclusivamente en la razón.«La responsabilidad no descansa en unimpulso parcial del corazón o en una in-timidación ocasionada por la miseria: si-gue siendo inseparable de la justicia paracon el otro» (Chalier, 2002, 103), no esfruto del solo sentimiento, de la pasión.Nada tiene que ver, por tanto, con elemotivismo de Stevenson, reductor de lomoral a meros sentimientos individualesdesprovistos de componentes de raciona-lidad. Más bien se trata de «otra racio-nalidad», la de aquella que se niega aaceptar la razón como dominio,autoconservación o egoismo; la que se re-siste a reducir la razón moral a razóninstrumental que descarta y relega lo me-jor del sentimiento moral: el «pathos» yla compasión, la solidaridad y el amorcomo un resto de mitología. «Significa unaracionalidad en la que tengan cabida to-das las cuestiones, y no solamente lasque pueden expresarse conceptualmente,o matemáticamente, o técnicamente. Unaracionalidad que pueda tratar de todaslas cuestiones concebibles, las cuestionesdel ser y las cuestiones de la norma, asícomo las cuestiones de lo que se designa

como existencia» (Mèlich, 1998, 48). Setrata de resistir a que el afán de domi-nio, la imposición y el poder triunfen so-bre la compasión y la solidaridad con losseres humanos excluidos y humillados.Resistencia, dicen Horkheimer y Adorno(1994, 149), a «los enemigos de la compa-sión que no querían identificar al hom-bre con la desgracia. Para ellos laexistencia de ésta es una infamia. Su sen-sible impotencia no toleraba que el hom-bre fuese compadecido». No se trata deun sentimiento irracional, sino racional,«de otro modo» a como lo es la razón do-minante, que no habla a favor de la mo-ral, que no señala en la dirección en laque impulsa hacia delante el sentimien-to moral, sino en el sentido del egoísmo ydel poder» (Sánchez, 2001, 227). Se tra-ta, por tanto, no de la anulación de larazón, sino de la «reconstrucción» de lamisma, de la rehabilitación de una razónmoral, de una razón autorreflexiva,autocrítica y anamnética que resista a laseducción del poder, del dominio y seacapaz de reorientar el progreso hacia sufin humano, que quiebre la lógica del ol-vido y mantenga viva la memoria de losoprimidos y excluidos, el inextinguibleimpulso de los hombres hacia la felicidad(Horkheimer, 1994). En definitiva, «la es-peranza de que la injusticia que atravie-sa este mundo no sea lo último, que notenga la última palabra» (Horkheimer,2000, 169). No debería ser necesario, enuna sociedad construida sobre principioséticos, fundamentar o justificar la invio-labilidad de toda persona, su inalienabledignidad porque ello constituiría un agra-vio más a las víctimas, un desprecio aña-dido al dolor de los inocentes. «Meimagino, escribe Muguerza (2003, 20),

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que Kant se habría mostrado sorprendi-do ante la idea de que la dignidad huma-na... necesite o simplemente pueda sersometida a referendum con vistas aconsensuarla. Ante lo que crea un aten-tado contra la dignidad humana, se diríaque la conciencia individual no precisade consensos para pronunciarse en su de-fensa». Pero es que tampoco la educaciónse puede entender adecuadamente si noincluimos en ella el «pathos», el mundode los sentimientos. Estos sentimientosjuegan un papel en la historia personalmás decisivo que el que desempeña larazón; y ellos son, en alguna medida, ellugar en el que se vive, el envolvente dela vida personal desde el que se llega alos demás con posibilidades reales de pre-sencia humana (Marías, 1993).

Por otra parte, es posible que alguienquiera encontrar contradicción en el ori-gen heterónomo de la moral, como se de-duce del pensamiento de Levinas, y elcarácter materialista de la misma enHorkheimer. No creo que exista tal con-tradicción. La compasión y la acogida, esdecir, hacerse cargo del otro, responderdel otro en el pensamiento levinasiano,no se contradice con el sentimiento «na-tural» de rebelión y protesta ante las víc-timas ultrajadas y humilladas deHorkheimer. Es verdad que los términosextranjero, viuda y huérfano no son usa-dos por Levinas en modo referencial odenotativo para decir algo sobre sus ca-racterísticas socioculturales, ni tampocopretende construir conocimiento sobredeterminadas situaciones sociales. Másbien los utiliza como materia simbólicapara significar la relación de alteridaden su desnudez, más allá de la identidad

de sus términos (Bello, 1997). El huérfa-no, la viuda, el extranjero, como expre-sión del rostro de cualquier ser humanoen Levinas, son los hombres y mujeressometidos y explotados, necesitados decompasión en Horkheimer. El uno y elotro se apartan del formalismo kantiano,y frente a la situación concreta del serhumano dan la misma respuesta moral:la compasión como compromiso (hacersecargo) y denuncia. Estaríamos ante unamoral «materialista», no formal, que daprimacía al otro como sujeto moral (elextranjero, el huérfano y la viuda), y enel otro a un «tercero», es decir, a todosaquellos que comparten con él la condi-ción humana, en especial los humilladosde la tierra. Ambos transitan por cami-nos paralelos para llegar a un mismo des-tino y una misma posición intelectual: laafirmación del otro desde la compasión.

6. Nuevas demandas:6. 1. Algo debemos cambiar

Aunque la escuela no sea la panaceapara todos los males que afectan a nues-tra sociedad, sí «es el espacio en el quees posible organizar un proceso delibera-do y sistemático, orientado a que el indi-viduo adquiera las competencias que hande permitirle transformar su mundo cul-tural y dar sentido a la historia» (Yurén,1995, 9). Si se quiere realmente educar alas nuevas generaciones para hacer una«nueva sociedad», es indispensable intro-ducir no pocos cambios en la estructuray funcionamiento del sistema educativoy en la mentalidad de la mayoría de nues-tro profesorado. Se hace necesario repen-sar lo que estamos haciendo, revisar afondo la formación inicial y continuada

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del profesorado y los contenidos que seimparten, y no quedarse sólo en un cam-bio cosmético de las metodologías de laenseñanza para que todo siga igual. Su-perar «las inercias de una maquinaria es-colar burocrática y reglamentista, máspreocupada por la gestión del sistema quepor la creación de condiciones para sumejor funcionamiento» (Escudero, 2001,22) e introducir nuevos contenidos en laeducación moral, como son los problemasdel ciudadano de hoy: violencia, corrup-ción, intolerancia, drogadicción, contami-nación ambiental, pobreza, exclusiónsocial, etc., y la propuesta de valores mo-rales como la solidaridad, tolerancia, jus-ticia, libertad, etc. La sola capacitaciónde los educandos para un más justo dis-curso moral es del todo insuficiente. Larenovación pedagógica que se ha dado enlos últimos años en cuanto a las estrate-gias de enseñanza en la educación moraldebe dar paso a una discusión abiertasobre el modelo teórico de educación enel que fundamentamos nuestras propues-tas educativas. Es este el que se debecambiar para hacer una educación «dis-tinta». Pero se hace necesario tener claroel sentido del cambio, en qué dirección ypara qué, asumiendo que todo cambio enla educación tiene una inevitable dimen-sión moral e intelectual, y que cambiarlas vidas de los estudiantes requiere nosólo el saber intelectual, sino la preocu-pación, el compromiso y la pasión (Fullan,2002).

6. 2. ¿Otra antropología y otraética?

Estimo que es necesario plantear laeducación, y en especial la educación mo-

ral, desde presupuestos antropológicos yéticos distintos a los que, actualmente,inspiran la reflexión y la práctica peda-gógicas. Hoy es necesaria una seria y de-tenida reflexión sobre el modeloantropológico y ético (qué enseñamos ypara qué) que sirve de apoyo a la prácti-ca educativa. Nos hemos instalado en unmodelo que ha entendido la educacióndesde un marco conceptual que hapriorizado la planificación tecnológica ysobrevalorado los resultados académicosy el éxito profesional. Y la educación nose agota en sólo procesos de aprendizajesacadémicos o competencias profesionales;por el contrario, afecta, trastoca todas lasdimensiones de la persona. Es la totali-dad de ésta la que se ve comprometidaen un proceso de transformación positi-va, de modo que permita «un nuevo naci-miento», el alumbramiento de «algonuevo», no repetido. Ello implica enten-der y «hacer» la educación como un actoético de reconocimiento y de acogida, unhacerse cargo del otro con todo su pasa-do, con todo su futuro, pero sobre todocon todo su presente; exige concebirlacomo un compromiso con la vida, con elalumbramiento de alguien como ser nue-vo, pero también como negación de todaforma totalitaria de comprender el mun-do y al ser humano.

La pedagogía ha sido deudora, hastaahora, del pensamiento kantiano que hacondicionado la reflexión y la prácticaeducativas, impregnándola de una visiónidealista de la moral y del ser humano.En la práctica, se ha ignorado la existen-cia de otras antropologías que explicanal hombre no en sí y desde sí, en la auto-nomía o autoconciencia, sino como una

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realidad abierta al otro, con el otro y parael otro. Es evidente que cualquier opciónantropológica que se adopte tiene reper-cusiones necesarias en la ética y, por su-puesto, en las propuestas educativas.Estas no se dan «porque sí», al azar, sinoque aparecen directamente entroncadascon la posición antropológica que las ins-pira. Es un axioma que no hay educaciónsin antropología, que no hay educaciónsin una ética que la justifica. Pero ¿quéantropología, qué ética? Las imágenes yexplicaciones del ser humano son muchas,y las éticas también. El problema en elque se ha encontrado la pedagogía es quesólo ha tenido como referente o soporteantropológico y ético la explicación indi-vidualista, monádica del ser humano, másconcretamente la imagen del ser huma-no que se fraguó en la Ilustración y quela filosofía kantiana recoge en todas susversiones. La hegemonía del pensamien-to kantiano no ha hecho posible otra in-terpretación del ser humano. Laafirmación de éste en su autonomía, ensu condición de fin en sí mismo, la nece-sidad de establecer la incondicionalidadde la moral para alejarse de toda contin-gencia ha hecho del ser humano un enteabstracto, ideal, sin entorno, ahistórico.Y la necesidad de afirmar unos princi-pios ha acabado por negar una realidad:que el hombre no se explica sin los otros,sin el otro; que aquél es una realidaddialógica, y que esta apertura al otro loconstituye y lo define (Buber, Ricoeur,Lacroix, Levinas, Mounier, et.). Por otraparte, los graves acontecimientos que hanmarcado el siglo XX (las dos guerras mun-diales, el genocidio judío, los millones deseres humanos que mueren cada día pordesnutrición, etc.) han roto todas las es-

peranzas puestas por la Ilustración en laemancipación del ser humano. «El desti-no de su idea de una convivencia racio-nal de individuos autónomos, deindividuos no humillados, habría queda-do sellado por la victoria de una formade vida totalitaria», llega a decirHorkheimer en un juicio sumarísimo so-bre la Ilustración (Horkheimer, 1996,117). Hay otras explicaciones o interpre-taciones del ser humano que nos llevan,necesariamente, a otra ética y a otra mo-ral y, por tanto, a otras propuestas edu-cativas. No debería sorprendernos, portanto, si desde otros presupuestosantropológicos y éticos se hacen nuevaspropuestas educativas que responden, deotra manera, a modos distintos de enten-der al ser humano.

6. 3. La escuela y la realidad de lavida

La pedagogía necesita de una reflexiónprofunda no sólo sobre la vida en las au-las, sino también sobre lo que sucede enel contexto social e histórico en el que laacción y el discurso pedagógico necesa-riamente se insertan para que la reali-dad de la vida entre en las aulas. Hoy esnecesaria una pedagogía que se base másen la importancia del otro, que comienceen el otro, en su existencia histórica; quese pregunte por el otro. No es posible se-guir educando como si nada ocurriera fue-ra del recinto escolar, o hubiera ocurridoen el inmediato pasado, desde para-digmas que hoy se muestran claramenteinsuficientes, ignorando qué tipo de hom-bre y mujer y de sociedad se quiere cons-truir (Ortega y Mínguez, 2001b), eignorando las condiciones sociales que es-

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tán afectando a los educandos. Volver laespalda a esta realidad es tanto como re-nunciar a educar. No se educa nunca en«tierra de nadie». Y el compromiso con elotro, hacerse cargo de él exige asumirloen toda su realidad histórico-social. Deotro modo, ¿a quién pretenderíamos edu-car, para qué? La moral kohlbergiana yla ética discursiva, en su lenguaje y sucontenido, se alejan demasiado de lo que«está pasando», de las situaciones con-cretas que afectan a los educandos. Y lascircunstancias actuales exigen no sólo unnuevo lenguaje, sino, además, que la vidareal del educando entre de lleno comocontenido material en el escenario de laeducación moral, liberando a la realidaddel educando del reduccionismo psicoló-gico que, hasta ahora, le ha acompañado.

El educador no puede renunciar a sufunción más primaria: ayudar a un nue-vo nacimiento de alguien que asuma laresponsabilidad de vivir no sólo con losotros, sino también para los otros en so-ciedad para transformarla. De otro lado,no puede ignorar que conocer la realidadque envuelve al educando exige desen-mascarar las redes de «información» queocultan y deforman la realidad. Educares, también, preparar para juzgarcríticamente lo que está pasando en lascondiciones de vida de los educandos,«desinformando» respecto a los axiomasadmitidos por el statu quo que intentanhacer coincidir la verdad con un deter-minado punto de vista o con la consecu-ción de unas ventajas concretas (Duch,1998). Sin desvelamiento de la realidadhay adoctrinamiento, pero no educación.Se educa cuando se asume la totalidadde la vida de los educandos en toda su

realidad. Y ésta no se puede desvincularde sus condiciones sociales. Desde la pe-dagogía de la alteridad se entiende me-jor que educar es un acto de amor a todolo que el educando es; que educar es uncompromiso ético y político, es decir, ha-cerse cargo del otro [1].

Dirección del autor: Pedro Ortega Ruiz. Facultad de Edu-cación. Campus Universitario de Espinardo. Universi-dad de Murcia, 30100. Murcia. E-mail: [email protected]

Fecha de recepción de la versión definitiva de este artícu-lo: 15.I.2004

Notas[1] Una versión abreviada de este artículo se publicará

próximamente en el Journal of Moral Education.

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Resumen:La educación moral como pedagogíade la alteridad

En este articulo, el autor defiende quela educación se define mejor como acogi-da y responsabilidad, y que esta relaciónética entre educador y educando consti-tuye la raíz originaria o elemento esen-cial de la educación. El autor propone unnuevo paradigma, la pedagogía de laalteridad, de inspiración levinasiana,como modelo distinto a los actualmentevigentes para una praxis e investigacióneducativas. La educación como acogida yresponsabilidad facilita el aprendizaje delos valores y el clima moral del aula, y

constituye un apoyo importante para loseducandos en el momento actual de lacrisis de transmisiones. Desde este mo-delo, la educación es también denuncia ycompromiso político. Ser responsable delotro, hacerse cargo de él es asumir lascondiciones socio-históricas en las que eleducando se encuentra. De otro modo, noestaríamos hablando de educar a perso-nas de carne y hueso, sino a entidadesespirituales.

Descriptores: educación, valores, ética,alteridad, responsabilidad.

Summary:Moral education as a pedagogy ofalternity

In this paper, the author states thateducation could be better defined asreception and responsibility and that thisethic relation between educator and pupilis the root or essential element ofeducation. The author proposes a newparadigm, the pedagogy of alterity, withinspiration in Levinas, as a differentmodel for educational praxis andresearch. Education as reception andresponsibility facilitates the learning ofvalues and the moral environment in theclassroom, and it is a fundamentalsupport for the students in the actualmoment of crisis of transmissions. Fromthis model, education is also politicalcomplaint and commitment. Beingresponsible for the other, to take care ofthe other, means to accept thesociohistorical conditions of the pupil.Otherwise, we would not refer to humanpeople, but to spiritual entities.

Key Words : education, values, ethics,alterity, responsibility.