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LA LEY DEL PÉNDULO

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Llevo tres semanas llorando. Desde el catorce de agosto. Entre medias cumplí once años,pero no me importa. Me regalaron una comneta, un Madelmán y alguna cosa más, pero nisiquiera he abierto las cajas. Me dan igual. En realidad no sé si lo celebré o no lo celebré.Me parece que no, porque desde hace tres semanas mi familia no está para celebrar nada.No sé si alguna vez volveremos a celebrar algo, no sé si alguna vez nos reiremos confuerza otra vez. Parece como si, desde hace tres semanas, hubiéramos entrado en otradimensión, la dimensión de los malos sueños. A veces pienso despierto que todo lo queestoy viviendo es una broma de esas con cámara oculta; Dios es el director y de repente,cuando se cansa de la broma, se levanta de su silla plegable, da dos palmadas y ordena atodo el mundo que dejen de actuar. Entonces, como cuando cambias de cadena en latele, todo será como antes. Me despertaré, haré así con los dedos como cuando televantas de la cama, me quitaré las legañas, abriré los párpados y me despertaré en micasa de Lasarte y allí se discutirá sobre lo de siempre, que si quiero ver este programa detelevisión, que si no me gusta esa comida, hoy no has hecho los deberes, lávate bien lacara.., y seremos una familia normal, como todas. Pero no.

Por más que me intento concentrar en que todo sea un sueño, estoy despierto. Lo estoypensando, lo estoy deseando, pero la realidad no me hace caso. No hay manera. Y no loentiendo, porque me estoy portando bien, me estoy portando todo lo bien que puedo,mejor de lo que me he portado nunca, no le contesto a la abuela, me agarro a su manocuando cruzo la calle, ayudo a recoger la mesa, me voy a la cama cuando me lo dicen...

No me merezco esto. Pero seguro que algo he tenido que hacer para que sucediera lo demi hermano, Alguna fuerza del mal tenía que llevar el otro día en aquellas vías del tren,algo que yo no conozco pero que dijera lo que a mi hermano le iba a pasar. Como elDarth Vader de la guerra de las galaxias. Algo así. Seguro.

Yo me quedé ahí de pie, delante de Javi, y le miré un momentito. Le salía mucha sangrepor la cabeza. Había un charquito colorado que se hacía más y más grande con cadalatido de mi corazón. La sangre es muy roja y da mucho miedo, de verdad. Como siestuvieras viendo el infierno, Javi tenía los ojos bien abiertos, mirando al cielo, pero nome veía. Le dije, “Javi!, ¡Javi!” pero no me hizo caso. Me agaché un poco y le grité conmás fuerza. Pero no contestó nada. Se le había escapado la vida, como a los partidos cuando llega el minuto noventa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que un día se te va la vida y no puedes hacer nada.~ Se queda un pedazo de carne y nada más.

Claro que había pensado en la muerte alguna vez, ¡no te digo! pero eran de esas cosascomo cuando le preguntas a tu madre qué pasa cuando te mueres y ella te dice que vas alcielo,y a pesar de que cuando eres un enano te crees todo lo que te dice tu madre, lepreguntas dónde cabe tanta gente en el cielo y ella te responde que el cielo es muygrande y tú le dices que donde está el infierno y te dice que bajo tierra y por eso un día tepones a escaar para ver si llegas al infierno, pero a pesar de eso te entran dudas y te tirasalgunas noches pensando en lo del cielo y el infierno hasta que un día se te olvida. Peroahora es otra cosa. Cuando tienes a tu hermano mayor, ése con el que te peleas todo eldía, el que te llama “enano” y te quita los juguetes, la persona que más odias y también conla que mejor te lo pasas, cuando le tienes ahí delante, blanco como la pared, y no semueve aunque le llames “¡gilipichis!” te das cuenta de que te puedes morir. Entonces tedas cuenta de que todo lo que quieres puede desaparecer.

Me empezaron a temblar las piernas, el corazón me latía como si hubiera esprintadodoscientos metros, pero no me podía mover, como si me hubiera paralizado un rayo

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láser, como aquella parábola de la biblia de Sodoma y Gomorra. De pronto, despúes dealgunos segundos, no sé muy bien, a lo mejor fueron minutos, reaccioné. “¡HAY QUEBUSCAR AYUDA, RAPIDO!” Alberto, el chico que nos habían presentado hacía dos horas, sólo dos horas, Dios mío, el que nos había llevado a ese sitio de mierda -¿por qué no le habría dicho con más fuerza que nos fuéramos a jugar al futbol?, ¿por qué?, ¿por qué?- despertó de repente. “¿Nos lo llevamos?”, me dijo. Eché mano de una sus piernas para llevárnoslo en camilla, como los de la Cruz Roja en la guerra, pero él me dijo, “no, no podremos, pesa mucho y estamos muy lejos de casa”. Echó a correr sin decir nadá más. Y tardé unos segundos, los que tardé en despedirme con la mente de mi hermano, no sabía si para siempre, allí, en ese campo de tierra cón~ arbustos secos de colores grises y marrones donde se quedaban nuestros juegos y nuestras peleas, junto a la vía del tren,aquel tren asesino que se quedaba con mi felicidad de chaval .Ascendí rápidamente elterraplén que mi hermano no llegó a subir, y comencé a correr con todas mis fuerzas.Pensaba que si corría muy rápido, si me esforzaba mucho y corría más que SebastianCoe, me merecería un deseo, como en el cuento de Aladino: yo le diría al genio que todofuera un sueño y colorín colorado, como en los cuentos.... Alcancé a Alberto, lesobrepasé y le grité “¡Venga!, ¡rápido!, ¡rápido!” Corrí unos cuantos minutos y cuandomiré atrás el muy idiota se estaba atando los cordones. ¡Atándose los cordones! Porpoco le mato. “Qué importan los cordones?: vamos llegar rápido, mi hermano se estámuriendo, ¿no lo entiendes?, ¡se está muriendo!... No está muerto, ¿verdad?”. Albertodejó sus cordones desabrochados pero no me contestó. Yo no sabía si mi hermano habíamuerto. Por el camino pasaban por mi cabeza cachitos de peleas con almohadas, risascon la luz apagada, gamberradas a la abuela, secretos compartidos, partidos de fútbol yde palas, ahogadillas en la playa, carreras por la arena, sorpresas y descubrimientos queya no sabía si podríamos recordar juntos. Me parecía que estaba perdiendo una parte demi vida.

Llegamos con la lengua fuera al chalé de Mariblanqui, la amiga de mi madre, la que noshabía presentado a Alberto, “un vecino muy simpático”, había dicho, ese día que nodebía haber amanecido nunca. No me salían las palabras, era horrible. La cantidad decosas que quería contarles para que no perdieran un solo segundo pero era incapaz de decirnada, ¡para eso tanta carrera! Creo que Alberto consiguió contarlo antes de que yopudiera decir algo con sentido. Había perdido la capacidad de hablar. Me parece quedespués de unos minutos me puse a llorar mientras decía “Javi..., en la vía..., estátirado..., hay sangre..., el tren..., no sé si está muerto, mamá, no sé si está muerto”. ¿No sehabrá muerto, verdad? ¿No se puede morir un niño, verdad, mamá? ¿No hemos hechonada malo para que Javi se muera, verdad? no puede ser, ¿verdad? No puede ser, nopuede ser. Así estuve mucho, mucho rato, llorando en el regazo de mi madre, sin temor alo que pensaran los demás, ya tan mayor, sólo allí me sentía seguro; en esos momentosen que el mundo se resquebrajaba delante de mis ojos, sólo, aspirando el olor que me haacompañado toda mi vida, conseguí calmarme y dormirme, por fin, después de tomarmeuna medicina.

No sé muy bien lo que pasó después, creo que mi padre, el marido de Mariblanqui y elpadre de Alberto se fueron a la víá del tren, allí, donde habíamos estado jugando ytirando piedras a los trenes, yo no, que me parecía de gamberros, y allí debieronencontrar a mi hermano, el pobrecito, solo, casi muerto. Le llevaron a Madrid, a unhospital muy bueno donde me ha dicho mamá que le pueden curar porque tienen muchasmáquinas que en San Sebastián no tienen.

Por eso nos hemos quedado aquí, porque en casa no se pueden ocupar de él. El día queme dijeron que nos quedábamos a vivir en Madrid me puse a llorar con las pocas fuerzasque me quedaban después de dos semanas soltando agua. Era como al toro cuando ledan con un cuchillo muy puntiguado porque no consiguen matarle con la espada. Hala,

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para rematarte, ya vas bien servido. Me hubiera gustado berrear más, protestar, pero nopodía, nadie hubierá podido si hubiera visto la cara de mamá, esa cara tan suave y joven,tan bonita, que, de pronto, parecía haber envejecido diez años, con ojeras moradas, sinuna gota de alegría. Parece que, como a Javi, también le habían robado la vida, esa mierdade tren, esas puñeteras vías del tren.

El otro dia salió un tren en la tele, unas vias del tren, era una pelicula de un humorista de película muda, creo que se llama Baster Kiton. Fue aparecer el tren y la conversación, ya no meacuerdo sobre que era, a lo mejor lo buena que le queda la tortilla francesa a la abuela, ytodos nos fuimos quedando callados, parecía que el sonido del tren circulando por la víanos estaba golpeando a mi madre, mi padre, mi abuela y hermana, parecía que nos estabamatando a todos. El puñetero tren. Mi padre se levantó y cambió de canal.

Nunca hubiera pensado que tanta gente podría estar pasándolo mal al mismo tiempo. Yocreía que a uno se le rompía una pierna, se tiraba una temporada con escayola en elhospital con unas enfermeras muy simpaticas y te ibas de allí con las manos repletas debombones, regalos y todo. Pero en el hospital ves cosas que te cagas de miedo, o a lomejor de asco, aunque nunca se te tiene que notar porque a la familia del enfermo lesentaría fatal. Hay caras que parecen caretas de carnaval, tan exageradas que te crees queestán fingiendo y en cualquier momento van a decirte “que no que estaba de bromate lo has creído, ¿eh?”. Pero va en serio. Entra un señor con prisa que mira al infinito, ydespués una señora gorda con los labios vueltos del revés, como si se le hubiera invertidola sonrisa, ves niños llorando junto a sus abuelos, y madres con su hijo en muletas, otrosin piernas en una silla de ruedas, o con la cabeza envuelta en vendas, una señora con unmonton de tubitos que le salen de todos los sitios y una chica que debió ser muy guapa,con la cara llena de cicatrices y sentada en una silla de ruedas, con una manta encima y unaexpresión que da muchísima pena. Luego ves salir a un abuelo hecho una piltrafita queque no le queda ni un suspiro de vida.., pero a lo mejor tiene más que mi hermano.Cada de semana me paso seis o siete horas en el hospital, el sábado y el domingo, aveces en sesión de mañana y tarde, esperando, metido en un sillón de la inmensa sala deespera, con un tebeo de Zipi y Zape o de Mortadelo y Filemón. Me los leo por si acasoconsiguen sacarme una sonrisa, pero nunca lo hacen. Me dejan ahí, mi padre, mi madre ymi abuela, porque soy pequeño y no puedo subir a la UVI a ver a mi hermano. Por lovisto, lo que hay por ahí es como de película de dos rombos. Los primos, tíos cercanos ylejanos van apareciendo durante la tarde y me preguntan qué tal está mi hermano y yo noles contesto porque no me apetece hablar. A veces me preguntan si voy a subir a verlepero por la forma en que lo dicen, como si fuera una expedición al centro de la Tierra, nodebe ser nada agradable, así que no he dicho en ningún momento que quisiera. Hay genteque no conozco que me da besos y se compadece de mí, me llaman “pobrecito” y medicen “tienes que ser fuerte porque papá y mamá lo están pasando muy mal y tú les tienesque dar fuerza, así que no llores y que te vean contento, ¿verdad que lo vas a hacer?”. Encuanto a lo primero, no habrá problema, hace unos días me cansé de llorar y he decididoque no volveré a llorar mientras viva. Lo digo en serio. Cada noche me entreno conalguna historia muy fuerte que me imagino y me propongo soportarla sin sentir nada. Y si me pongotriste cierro los puños y me aguanto sin soltar una lágrima. Hoy se muere mamá en unaccidente de tráfico. Mañana entro en casa y me encuentro a la abuela chamuscadita en lacocina. Otro día se mueren todos, incluida mi hermana, por un escape de gas, al otro caeuna bomba de hidrógeno y yo soy el único superviviente en toda la ciudad y me tocabuscarme la vida entre muertos y escombros... La gente es tonta. Se cree que es felizporque tiene todo lo que quiere y todo le va bien, pero no se da cuenta de que cualquierdía eso se acaba, se te muere tu padre, o el marido, o te quedas paralítico y ¿de qué sirvetoda esa felicidad? Para que te sientas peor cuando la recuerdes, como yo cuando sueñocon mis partidos en la playa de la Concha, y el peine de los vientos, y los vígaros en el

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puerto, y el Monte Ulía y Jaizkíbel y Fuenterrabía y el Mamut y la plaza de Guipúzcoaadonde íbamos a tomar chocolate con tostadas los cinco, mi familia. Cuántos días hepasado soñando con todo eso... ¿Cuántos? ¿Para qué? Para sufrir más, sabiendo quenunca más podré disfrutar de esos sitios, ni volveré a oler el mar. Cuanto más hasdisfrutado en un sitio, más sufres al recordarlo. Así que lo mejor es prepararse para estamierda que parece ser la vida.Y para que no te pille de sorpresa, lo mejor es estarentrenado. Nunca más algo me pillará por sorpresa como lo de mi hermano. Antes eratonto, me creía que todo era muy bonito, pero ahora ya no. Ya sé que nada dura muchotiempo. Pero hay muchos tontos que todavía no se han dado cuenta. Pobrecitos, lo malque lo váis a pasar. Ya veréis, ya.

En cuanto a lo segundo, me parece muy dificil, hay cosas que por más que te esfuercesno las puedes conseguir. Reírse, por ejemplo, parece fácil, ¡eh!, extiendes la boca hacia loslados, abres la boca y ya está, ¿no? Hasta hace dos meses yo hubiera pensado que era así,en realidad lo era, pero no lo es. Hay veces, no sé bien cómo explicarlo, que esa cosa detu cerebro que le dice a tu boca que sonría, deja de funcionar. Debe ser cuando ya no tecrees la alegría. No te crees que porque tu padre te compre una coca cola o un pincho detortilla de patata tienes que ponerte contento, porque no puedes estar contento o porqueno quieres, no lo sé, el caso es que a veces intento reírme cuando veo que un jugador hafallado un gol tontísimo o una señora se resbala un día de lluvia mientras acarrea lasbolsas de la compra, pero no puedo.Ya no sé reírme, se me ha olvidado. Sólo quiero quebaje mi madre y me abrace y me diga que todo puede volver a ser como antes, quevolveremos a pelearnos porque enciende la luz desde su litera de arriba cuando mequiero dormir, que no me dejará jugar con su Excalestric, pero cada vez me lo creomenos. Las horas pasan aburridas en este hospital que se me ha quedado en el estómago,como una fabada mal digerida. Continuamente entran y salen taxis que traen a personasllorando o corriendo como toros en un rodeo americano, llevándose a quien sea pordelante. A veces aparecen familias abrazadas consolándose su pena, hablando del funeralo de las coronas de flores. En esos momentos de pena tan grande, la tristeza se extiende pordondequiera que pasan familiares apenados, te contagian, como la gripe, y deseas llorarcon fuerza. Por eso, es mejor no mirarlos. Así sufres menos. Pero a veces no te aguantasy les miras, porque las cosas más malas y más feas te cuesta mucho no mirarlas. En algúnmomento bajan mi padre o mi madre. Intentan darme conversación: me cuentan que Javiparece muy tranquilo, que sus ritmos vitales están constantes, que los médicos dicen quecualquier día puede despertarse y le tendremos con nosotros otra vez, aunque tendré quetener paciencia con él porque le costará recuperarse. El día que se despierte será comosalir de un sueño muy largo, como si te hubieras ido a la luna y regresaras doscientosaños después y tuvieras que aprender otra vez todo de nuevo sobre la vida en la Tierra.Yo me prometo tratarle mejor que nunca, aunque me haga perrerías y mienta a mi madrey me eche las culpas de cosas que no he hecho, y me quite las chapas y haga trampas alas cartas.Y me pongo a pensar en el cuento de La Bella Durmiente, ya en la cama, denuevo en casa de la abuela, después de haber visto el resumen de los partidos, y mepregunto si también tendría que aprender La Bella Dumiente otra vez todo de nuevocuando llegó el príncipe y le dio el beso. Seguro que no, porque eso es un cuento. Pero alo mejor, si llegara una princesa y le diera un beso a mi hermano...

Me han metido en un colegio de ricos que está muy lejos de Madrid en el que trabaja mitío, que es profesor. Cada día me toca levantarme a las siete de la mañana para coger elautobús, “la ruta” como le llaman aquí, y esperar en la parada un buen rato a que pase,con la cartera en la espalda y un frío que no te imaginas que pueda existir. Allí parado, sete congelan los dedos de las manos, los de los pies, las orejas y también la punta de lanariz. Se te congela hasta la mente, llega un momento en el que no piensas más que, en elpróximo semáforo en verde, aparezca el autobús o la ruta. Por favor, por favor, porfavor, como sea, pero que aparezca, que me muero de frío. Llegamos a la parada a todo

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meter, a veces sudando, porque siempre hay algo que se te ha olvidado: el bocadillo, laspinturas, el libro de historia, el ascensor que no llega, bajar andando, deprisa, no sea quese vaya a haber marchado el autobús, deprisa, deprisa... y nunca está el autobús. Cuandollegamos a la parada todavía no ha amanecido, los coches van con los faros encendidos,iluminando las calles vacías. Nunca había visto la ciudad a esa hora. Da bastante rabialevantarse tan pronto, parece como un castigo y la gente se comporta como si de verdadlo fiera. Tendrías que verles las caras. Como si hubieran tenido que repetir milquinientasveces “me he portado mal”. Vaya caras, macho... Lo único que me gusta es echar vahopor la boca, no veas, parece que estás fumando.

El primer día nos acompañó mamá a la parada. Nos dió mil besos, sobre todo a mí, y nosdió mil órdenes acerca de todo lo que no teníamos que hacer. Parecía muy nerviosa,desde que le ocurrió el accidente a mi hermano se preocupa muchísimo cada vez que nosdeja solos, no hace más que llamamos para ver si estamos bien y nos repite mil veces quemiremos a los dos lados cuando vayamos a cruzar un semáforo, aunque esté verde paralos peatones y sólo vengan coches de un lado.

Nos sentamos mi hermana y yo juntos, y no me gusta pero es que nada porque, siempreque no está mamá, mi hermana se cree que ella tiene que hacer de madre. No pongas ahíel pie que estás manchando el sillón, no hables tan alto que la gente mira, no señales ala gente con el dedo, no le hables de tú al tendero... No para la tía, no hay quien laaguante, y yo menos, porque nunca la hago caso, cuanto más me lo dice, más lo hago,para que no se crea mi madre. Por eso siempre acabamos enfadados, no hay manera detener un viaje tranquilo.

El autobús se fue llenando de niños de todas las edades, desde críos que no saben casi nihablar, chicos y chicas de mi edad, hasta mayores de bachillerato. Por el camino loscoches fueron apareciendo en las calles de Madrid como cucarachas lentas y feas,cuantas más había, más lentas se movían. Cuando se hizo de día, no había más que cochesy coches, taxis y autobuses ymás autobuses y más taxis, tocando el pito, gritándose unosa otros como si estuvieran de mal humor. Estaba deseando salir de Madrid. Qué asco desitio.Ya en la carretera, la cosa fue mejorando, cuando empiezas a ver árboles y puedesrespirar te sientes mejor y se te pasan las ganas de devolver.

Después de dejar la carretera, cogemos un desvío y nos metemos en una zona con casasmuy bonitas, con jardines repletos de flores y en algunos, hasta árboles grandes. Casillegando al colegio me entraron unas ganas increíbles de mear, no sabía cómo ponermeen el asiento, ni qué hacer con mis manos, ni a donde mirar. Creo que se me escaparonunas gotitas. No sé cómo van a ser mis compañeros, si voy a hacerme amigos tan buenoscomo los de San Sebastián... Me imagino en el recreo yo sólo y me da muchísima penade mí mismo, todos jugando y pasándoselo bien con gente que ya conocen y yo más soloque la una. El otro día me di cuenta de que lo peor que te puede pasar es ver a los demásdivertirse cuando tú no tienes ganas ni de reírte. Se me ocurrió cuando volvíamos delhospital mi padre, mi hermana y yo, después de que el médico le dijera a mis padres otravez que teníamos que estar preparados para lo peor. Lo peor nunca se dice en mi casa loque es pero yo sé que es una palabra de seis letras que empieza por “m” y acaba por “e”.Cuando te llega esa palabra no eres nada, como una película con el “The end”, aunque lapelícula la puedes volver a ver. Después de eso, no. Volvíamos escuchando los partidosen la radio, mi padre fumando y llenando el coche con el asqueroso humo de susDucados. Mi hermana y yo no teníamos ganas o fuerzas ni para protestar. Por las callespaseaban matrimonios cogidos de la mano muy contentos, grupos de chicos y chicas bienarreglados que parecían ir de discoteca, abuelitos del brazo cruzaban los semáforosdespacito pero muy juntitos, señoras con perros falderos que van a la peluquería yfamilias con hijos como nosotros riendo, entrando a cafeterías a tomar tostadas conchocolate, comiendo pipas o chupando regaliz o piruletas. ¡Y todos parecían contentos!¡Todos, todos, todos! Parecían no tener ningún problema, eran felices los muy

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asquerosos, los mierdas. Eran felices. Entonces me di cuenta de que te pone más tristever a la gente contenta y decidí no mirar a la calle por la ventanilla. Ahora, siempre quevoy en el coche con mi familia miro a las alfombrillas, aunque son feas no me ponen demal humor.

Si me quedo hoy sólo en el recreo, me iré a un lugar donde nadie me vea, apartado de lagente. Es mejor que nadie te vea cuando no te lo pasas bien. Entonces das pena y lo peorque te puede pasar es que des pena a los demás. En realidad ya no necesito estar connadie y menos con cualquier niñato que no sabe nada de la vida.

En cuanto me he despedido de mi hermana, me han empezado a entrar escalofríos. Hastaahora siempre había ido a un colegio donde conocía a mis compañeros desde queempezamos en primero y todo el mundo me conocía a mí. Tema muchos amigos, sellamaban Oricain, Borja, Suberbiola, Jon, Pablo, Hernán... Mis amigos, allí lejos, también habránempezado el curso, pero esta vez yo no estaré allí. Alguien habrá ocupado mi sitio. Quémierda. Vaya cagada.

Ahora no soy nadie, sólo soy ese chico nuevo al que todo el mundo mira como a un osopanda, que busca el perchero para dejar su abrigo y lleva una cartera y un abrigodiferentes a los de resto. La primera profesora que nos ha dado clase nos ha hechopresentarnos a los nuevos. Me he tenido que levantar y contar cómo me llamaba y dedónde era. Vaya corte. Cuando he dicho que era de San Sebastián, “no, de los Reyes no,de Guipúzcoa”, he oído cuchicheos que decían, “un vasco, un vasco, un vasco...” Laseñorita Sara se ha portado muy bien conmigo. Enseguida se ha dado cuenta de quenunca había estudiado inglés y yo creo que por eso no me ha hecho ninguna pregunta.Sólo he abierto la boca para repetir en voz alta los días de la semana y la conjugación delverbo ‘to be’. Si lo contara en casa no se lo creerían, tampoco creo que les importemucho, aunque a mí me ha parecido increíble. En la clase hay chicos que hablan inglés.Sí, hablan inglés como los del caserío hablaban euskera, no les cuesta nada. Es increíble.Pero hay más cosas increíbles en este colegio. Me he enterado de que hay algunos chicosque fuman en los recreos y uno de ellos, Richi, ¡tiene moto! De verdad, no me loinvento, tiene una moto de trial y se va por el campo con ella porque, claro, la sabeconducir. Por lo visto, su padre es director de orquesta y tiene mucha pasta. Es increíble,aquí hay muchas cosas increíbles. Hoy he oído decir a un chico, Willy, amigo de Richi,“hijo de puta” y a otro de su pandilla “cabrón”. Las niñas se tapaban la boca con la manocomo hubieran hecho todos en mi antiguo colegio pero aquí nadie les ha dicho nada yeso que había profesores cerca de la fila. A los que comentaban que estaba mal lo quehabían dicho se les miraba con cara de decir “tú eres tonto”, así que he hecho como queno me importaba. Pero no me lo podía creer, en mi colegio el insulto más grande queoías era “gilipuertas”: palabrotas como ésas no se las oías ni a los chicos más mayores.Lo más increíble de todo es que hay chicas en clase. Sí, chicas. Hasta ahora lo más cercaque había estado de una chica era con mis primas o las amigas de mi hermana pero metrataban como a un niño, así que es diferente. Estas son chavalas de mi edad y a veces lastienes muy cerca. Se ríen diferente que los chavales, con una alegría que te dejaalucinado, lo bien que suena oírlas reír, aunque en realidad son un poco tontas, muyremilgadas, muy cursis y muy creídas, sobre todo las más guapas, y eso que hay algunabastante guapa. Hay una morena que se llama Maite y una rubia que se llama Almudena.

A Almudena la tengo dos asientos más adelante y, cuando me aburro, me pongo amirarla, a seguir todos sus movimientos como si fuera una maga que contagiara sumagia. Estaba bastante a gusto observándola, copiando cada uno de sus gestos durantetodas las clases, pero llegó el recreo.Y ahora estoy aquí, sentado en un bordillocomiéndome el bocadillo de tortilla de patata que me hizo mi madre ayer, sólo. Hehablado un poquito con un chico muy delgado que me pidió la goma de borrar y otrogordito que me pidió un boli rojo, nada más. Así que no tengo más remedio que salirsólo al recreo.

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Hace sol y huele muy bien porque hay muchos árboles dentro y fuera del colegio.Estamos cerca de la sierra, por lo visto. La verdad es que no sé muy bien donde estoy.Esto parece otro planeta, donde la gente no sabe nada de hospitales ni de accidentes nide UVIs: la gente corre, ríe y salta como si no les importara nada, seguramente porqueno les importa nada más que pasárselo bien. Unos juegan a las canicas, otros al clavo, losmás mayores al futbol o al baloncesto y los pequeños se fastidian, claro. Las chicaspasean y hablan de... yo que sé de qué hablarán, de lo que hablan las chicas, digo yo,pero no todas: hay algunas, como Maite, que juega con los chicos al rescate y a lacadena. Cuando la tienen que salvar, se agarra a las manos de los chicos como si tal cosa.Por los recovecos del inmenso colegio, no me ha dado tiempo a verlo entero, haygrupitos como escondidos haciendo no sé el qué, me han dado ganas de ir a enterarmepero no creo que les gustara que fiera alguien a espiarles. Me he encontrado a mihermana y hemos charlado un poquito, me ha preguntado qué tal me lo había pasado ycómo eran los profesores.Yo le he dicho que todo estaba muy bien. Parece que se lo hacreído. Me ha preguntado por qué no jugaba y yo la he contestado que no me apetecía.Hay que ser tonta para hacerme esa pregunta. Este ha sido el único momento en el quehe hablado con alguien, después ha sonado el timbre y nos hemos tenido que poner en lafila. Había que volver a clase.

A las siete de la tarde, hemos llegado a casa. La abuela ha bajado a recogernos y hemosido a comprar los cuadernos y los libros para el colegio. Había mucha gente en todas laspapelerías y los niños protestaban a sus padres por el color de las carpetas, el tamaño desus estuches y la marca de sus mochilas. Unos idiotas. Hoy le tocaba a mi madrequedarse a dormir en el hospital, por eso he dormido con mi padre. La casa de la abuelaes muy pequeña y tenemos que compartir la cama si no queremos extender el sofá-camadel salón, que sólo deja una rendijita con el mueble de la televisión, por lo que la abuelalo tendría dificil para salir de su habitación si se levanta por la noche. Con mi padre nohablo más que de fútbol y con la abuela de poco más, así que prácticamente no hehablado con nadie en todo el día y eso que me parecía que iba a estallar, con la cantidadde cosas que he visto y que he sentido en sólo un día. Era la primera vez que me quedabaa comer en un colegio, la primera vez que me pasaba el día entero en él, la primera vezde tantas cosas... pero no creo que en estos momentos mis problemas sean importantes allado de lo que hay en casa, así que he preferido decir que todo me ha ido bien y que heestado jugando en el recreo y me he hecho muchos amigos. He cenado una tortillafrancesa con salchichas, una pera y leche con galletas. Esta noche echaban una películade los hermanos Marx en la tele, la abuela ha dicho que si la veíamos no nos dormiríamosporque era muy tarde y ha apagado la tele. La he mandado a la mierda, “¡por una cosaque quiero ver!” y me ha pegado una torta, muy fiojita eso sí, porque no tiene muchafuerza. Le he dicho de muy mala uva que es la última vez que me pega. Dice que se lo vaa decir a mamá, como se lo diga la muy chivata... Mi hermana, como de costumbre, se hapuesto de su parte, “ya verás como no te levantas mañana y no puedes ir al colegio y tepondrán falta”. Siempre metiendo miedo, siempre igual.

Y encima he tardado mucho tiempo en dormirme En la cama, el sonido de lastelevisiones rebotando por el patio, las vajillas en las cocinas y las peleas de las familiasse mezclaban con chicos mayores que fumaban y se reían de mí, chicas con tetas que sereían de mí, chicos de mi edad que podían decir tacos y me llamaban gilipollas, hijoputa ycabrón, y yo, el niño de mamá, callado para no ser malo, para no merecer que nada malole pasase a él ni a su familia... Obligado a ser bueno para que la vida te trate bien.‘Pórtate todo lo bien que puedas y ya verás como Dios, que es muy bueno, se apiadaráde nosotros y sacará a tu hermano de la UVI y le pondrá bien y volveremos a sonreír”,me dijo ayer por teléfono. Portarse bien o decir tacos, portarse bien o decir tacos,portarse bien...

Los ricos tienen mucho dinero pero son un poco tontos. A Gonzalo, el grandullón que se

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sienta a mi lado en el autobús, le encanta que le escuches con cara de idiota y que ledigas “qué bien, cómo mola” cuanto te cuenta el Mercedes que se ha comprado su padre,la cadena de alta fidelidad Pioneer que le han regalado a su hermano por aprobar la EGBo, sobre todo, la ropa tan bonita que lleva. “John, vaya zapatillas más bonitas que llevas”.“Son adidas y me han costado seis mil pesetas, mira qué suela llevan, con esto corresmucho más deprisa, macho, y se anda de cómodo... No veas cómo se anda, cómo si nonotaras el suelo y encima, ¡mira la suela!, pareces mucho más alto con ellas y a las chicasle gustan los chicos altos”. Yo le digo a todo “qué bien, qué bonito, qué suerte”, lefelicito cuando se ha cortado el pelo, el corte de pelo que más le gusta a las chicas, ycuando me dice que es el corte de pelo más moderno que se puede hacer uno ahora, quesólo lo hacen en una peluquería de Madrid, su peluquería, claro está, yo abro mucho laboca como si hubiera visto un burro volando y a cambio.... A cambio él me invita a uncuerno de chocolate, no todos los días, claro, que hay días que me quedan algunasmonedas de la paga y me puedo comprar un bollo, pero el tío suelta la pasta sin darleninguna importancia, como yo suelto el papel del báter. No le importa, siempre hay más.Le dan cinco mil pesetas de paga al mes, “pero de allí me tengo que pagar todo”, decía elotro día quejándose el muy imbécil. Lo más increíble de los ricos es que se creen quetodo el mundo tiene mucho dinero, no pueden entender que alguien no se pueda comprarun jersey Lacoste o unas zapatillas Adidas. En realidad no saben nada de la vida más quecomprar sin ningún tipo de remordimientos y vacilar por ello. Esta última palabra es muyimportante en Madrid. Si cuentas algo como lo haces en el Norte, sin adornos, no vale denada, nadie te escucha. Aquí, para hacerte notar en una conversación, tienes que contarlas cosas afiladamente, vacilando, como dicen, como el carnicero al cortar la carne, 'zaca,zaca, zaca', atacando siempre, no vale decir una cosa humildemente, como allí, si lo dicesasí, lo más seguro es que te peguen una colleja y se rían de ti. Eso sí, aquí la genterápidamente se hace tu amiga. En realidad, después de ese primer recreo no he vuelto aestar sólo en el colegio, la gente se te acerca y te pregunta de qué equipo eres, cuál es tujugador de fútbol favorito, y te coge del hombro y te da la mano como si fueran personasmayores, todo va muy deprisa, mucho más que allí, pero luego, ése que te ha dado lamano, te le encuentras como ahora a Gonzalo, rodeándote y diciendo que eres unmendigo porque llevas unas zapatillas Tórtolas. Ya le dije a la idiota de la abuela que noquería ni ver esas zapatillas, que son la peor marca del mundo. Se lo dije. Mierda deabuela, se podía haber metido las zapatillas por el culo. En cuanto llegue a casa, las tiro ala basura, prefiero llevar las rotas. Llevo ya un rato aguantando a un grupito que no hacemás que agrandarse gritando “mendigo, mendigo”, cerrando los puños, sabiendo que sile meto un puñetazo a alguno será peor. Hay que aguantar, hay que aguantar. Pasan dosminutos, tres, cuatro: la palabra “mendigo” ya es un coro, cinco. Ya no soporto más, me abro pasoentre el grupo y como no me dejan, le pego un empujón a uno, eso sí, al más bajito. Seme encara y le agarro de la pechera, amenazándole con el puño en alto, como he visto enlas películas, y le pego una bofetada en la cara. El muy niña se caga en los pantalones yse echa a llorar, los demás dejan de repetir lo de “mendigo”, se callan, les miro con odioy me voy a la fila para entrar a las dos últimas horas de clase. Tengo ganas de llorar perono lloro. No me verán llorar. Y menos hoy. Ayer vino mi madre con un rayito de alegríaen los ojos. Un médico le había dicho que habían visto un cambio en el encefalonosequé,que significaba que mi hermano estaba comenzando a despertar de su largo sueño. Haceya dos meses que sucedió el accidente. Mi padre compró pasteles para celebrarlo y, muyhumildemente, claro, todos nos permitimos el lujo de estirar la boca un poco hacia loslados como preparándonos para sonreír. Por la noche soñé que le traspasaba mi fuerza ami hermano, con esos poderes que tienen los magos que mueven las cosas y se comunicansólo con la mente. Mi madre volvió al hospital a las once de la noche. Sólo duerme encasa los fines d semana, cuandó mi padre no trabaja, el resto de los días duerme en elhospital. Mañana espero levantanne con menos fuerza, será señal de que el truco ha

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funcionado.Mucha gente se cree que meter goles es una tontería. Mi madre, por ejemplo, se piensa

que jugar al fútbol es una cosa de bestias y gamberros, que se dedican a meterle patadasa un balón y a las espinillas de los contrarios porque no saben hacer nada mejor. Mi hermana dice que es de idiotas “perseguir un balón para meterlo dentro de una portería y volver a perseguirlo para volver a meterlo otra vez”. De mi abuela ya ni hablo, porque no entiende cómo el portero puede coger el balón con la mano y los demás no. “Es injusto”, decía el otro día la muy tonta. Lo que no saben ninguna es que el fútbol tiene algo especial. Cuando juegas al fútbol puedes hacer lo que sueñas. Si eres bueno, claro, porque hay cada negado que lo pasa malísjmamente cuando tiene el balón en los pies, no se le ocurre nada. Yo creo que porque antes no ha soñado lo que haría si tuviera el balón en sus botas. Cuando te pasas las noches imaginando que te pasan un balón en mitad del campo y corres y corres con el balón pegado a los pies y te sale el portero y te paras y leamagas para un lado y te vas para el otro y esperas a que venga el defensa a toda pastillay haces como que vas a tirar y no lo haces, esperas a que el defensa se meta un tortazoContra el poste y entonces te metes en la Portería con el balón encima del pie y lo sacasen la mano y la gente salta de alegría y grita ¡qué bonito!, ¡qué bonito!... Entonces, sóloentonces, te das cuenta de que los sueños sirven para algo, que un taconazo por aquí, depared, un autopase o una bicicleta acompañada de un tiro ajustado, aunque no entre,merecen la pena, porque estás imaginando cosas diferentes y las haces y son bonitas. Telo pasas bien y encima, en ese momento, se te olvidan todos los pensamientos que pasanpor tu mente y que te impiden pensar en una sola cosa.

Los sábados es el día que juego al fútbol. Después de una semana rodeado de cocodrilos,hojas de adidas y pantalones vaqueros Lee y Lois, que preguntan “¿me has visto? ¿loves?, estoy aquí”, me voy con mi padre a un barrio cercano. Allí, en el bar donde sereúne mi equipo, el Cóndor, me esperan los chavales del barrio, Pepe, El Rubio, Santi,Lucas... Ellos llevan coreanas de marcas baratas con el forro despedazado y sietesremendados por fuera, usan zapatillas que parece que se van a poner a hablar en cuantodan dos pasos, jerseys de pico de punto que les quedan muy cortos o de lana, demasiadolargos, seguro que heredados de un hermano mayor. En el club, si uno se compra unabolsa de pipas, todos corren a pedirle como si estuvieran hambrientos y si no haces lomismo se creen que estás loco. Seguro que en el colegio les mirarían como a mendigos.Cuando alguno de los del equipo tiene cinco duros lo echa, dando alaridos, en algunamáquina de marcianos o en el comecocos, pero no sólo lo disfruta el que juega, losdemás abrazan al afortunado y le señalan los marcianos que se avecinan, le gritantácticas y le dicen que es un mierda si no hace lo que debía y le eliminan a la primerapantalla. Y, como se cabree, puede haber hostias, como el día en que Santi le pegó dosguantazos a Lucas porque le estuvo molestando cuando echó a la máquina. Cualquiercosa, por pequeña que sea, se disfruta muchísimo, porque nunca sabes cuando volverás atenerla.

Los sábados nos reunimos en el bar, una hora antes de que empiece el partido, y nosbajan a la bodega de nuestro club social para recibir la charla de Hugo, nuestroentrenador, un tío de rulos y grandísimo bigote que trabaja en una fábrica de cervezas,con la cara marcada por una cicatriz a lo largo de la mejilla y sin un cacho de uno de susdedos gordos. Por lo visto, se quedó sin ella en el curro, así, como si hubiera perdido unguante, contó el otro día. Seguro que en el colegio no han visto nunca a un tío al que lefalta un dedo, toma ya. Allí, entre cajas de botellas de vino y latas de Trinaranjus, noscuenta en qué posiciones vamos a jugar yio que hicimos mal el otro día. Todos estamosmuy serios, mirando al suelo o a las paredes mal pintadas y nadie dice nada mientrashabla porque site pilla cotorreando hay que ver cómo se pone, te echa una mirada tanseria que te parece que te vas a cagar en los pantalones, y encima sabes que tiene razón,porque si no te enteras de la táctica a ver qué partido vas a ganar.

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Con los chavales del Cóndor he aprendido unas cuantas cosas últimamente. La primeraes que la gente siente curiosidad por ti si estás callado, se creen que tienes cosas muyimportantes en la cabeza cuando los miras en silencio sin ponerte nervioso y por esointentan acercarse y contarte cosas interesantes, para que seas su amigo. Pepe me hacontado que la panadera, Catalina, la de la bata azul que sale a gritarnos cuando nosponemos a jugar delante de la tienda donde trabaja, se folla a Gustavo, uno del juvenilque lleva tupé, como a los que le gusta la música rock. El lo sabe porque les vió el otrodía en el descampado, donde están construyendo los pisos nuevos. El Gustavo le habíabajado un tirante del vestido a Catalina, la panadera, y le estaba chupando las tetas, comolos niños cuando se ponen a mamar. Me hubiera gustado estar allí y verlo, sólo de imaginarme la escena, se me hinchaba la picha. Allí, al descampado donde están haciendolos pisos nuevos, se van a menudo el Pepe, Santi y el Rubio a ver las revistas porno queroban del kiosco. Yo ponía cara como si estuviera harto de ver a tíos chupando las tetasde una chica y a chavales robando revistas. Lo que más me gustaba de todas esashistorias es que seguro que en el colegio no conocían a nadie que hiciera cosas comoésas.

Ayer ganamos cinco a cero a un equipo que no era nada malo. Iban con su trajecompleto, con camiseta y pantalón brillantes del Rayo Vallecano, con medias a juego ytodo, y hasta los suplentes llevaban un chándal muy bonito. Pero por mucho traje quellevaban no pudieron hacer nada. Con Santi atrás, con sus piernas como árboles, no haydelantero que pase, y si pasa algo será el balón, porque es de esos jugadores que laprimera vez que le ves te prometes no pasar más cerca de un metro de su lado en todo elpartido. Sus zapatillas de bota Tórtola del 43 dan más miedo que una navaja debandolero y sus greñas rizadas de gitanillo compensan los coloretes tipo Heidi que pintantoda su cara. Me encanta que juegue en mi equipo y que tire las faltas contra la barreracontraria, pobre del que se ponga por delante, ya te puedes tapar la picha porque si no tevas a acordar toda tu vida, no veas como duele, macho. El otro día, en un entrenamiento,me pegó un balonazo y creí que no iba a poder utilizar el pito en toda mi vida. El Rubio,el de las piernas como espaguetis y el pelo rizado que sólo ve un peine los domingos,hace de enlace con Pepe, que es quien me acompaña en la delantera. El primer día queme puse a jugar con Pepe supe que nos íbamos a entender. Simplemente nos pusimos atocar el bajón con el interior del pie de un lado para otro, ahí la tienes rasa, a ver cómocontrolas esta elevadita, ahora fuerte y larga, cambiándonos de lado, haciendo paredes alprimer toque, mirándonos a los ojos para adivinar lo que uno iba a intentar y lo que elotro esperaba que hiciera. Esas miradas te hacen saber que el otro lleva tu misma onda,que le gusta jugar al primer toque y buscar la portería contraria sin liarse con regatespero con imaginación suficiente para no repetir dos veces la misma jugada. Pepe echabaunas chispitas por debajo del flequillo que sólo tienen los delanteros acostumbrados ainventarse travesuras en las porterías contrarias. Mi intuición no falló. Hoy me regaló unpar de goles. El tercero me lo hice solito y no es por nada pero la gente aplaudía conganas. Celebré mis tres goles al estilo López Ufarte, sin mucha alegría, porque no meparece bien tal y como están las cosas. Además, cuando no le das importancia a losgoles, como al hablar, parece que tienes muchos más increíbles en tu mente. Después delpartido, nos invitaron en el bar a unas sardinas asadas muy ricas, con su limón y todo.

Mientras me zampaba mi ración con Pepe y Santi a la puerta del bar, pasó la panaderacon un jersey de pico muy ajustado de color blanco, que transparentaba el sujetador. ElSanti, que a veces parece un tío mayor, la silbó y después gritó con el tono de losobreros de las obras “vaya par de aldabas!”. Ella se dió la vuelta y le dijo: “¡tú estás mássalido que el pico de una plancha!”. Se me escapó una risa, la primera en cuatro meses,este Santi es la leche. Me contó que la panadera va a su clase porque ha repetido doscursos y dicen que es un poco puta porque se deja tocar las tetas en los recreos y no ledice nada al profesor. El Santi dijo que un día le va a tocar las tetas porque las tiene muy

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gordas aunque no le daría un beso porque es fea. Pepe le dijo que tuviera cuidado porqueel Gustavo podría enterarse. La verdad es que no me gustaría ver al Gustavo cabreadoporque el tío es de los que saca molla de los brazos, como Popeye el marino. Sentadossobre el respaldo del banco estuvimos hablando un rato, mientras tirábamos castañas delas malas contra algún árbol o hacia el descampado, donde hay ladrillos y restos de obrasque nunca se terminaron porque dejaron de interesarle a quién sabe quién. Allí, entre esepaisaje feo y un poco salvaje me sentí bien por primera vez en los últimos cuatro meses.Será porque me siento un poco como esa obra.

Por la tarde, en el hospital, mi padre consiguió un pase para mí. Se quedó delante míocon el cartoncito cuadriculado en la mano y comprendí sin decir nada más que no me quedaba más remedio que subir a la UVI.

Y lo he hecho. Había más luz de la que me imaginaba, hasta entonces pensaba que algoque está tan cerca del final estaría tan oscuro corno una cueva e iluminado por bombillastan pequeñas cormo velas. He caminado por pasillos perfectamente iluminados que olían ala palabra, repletos de médicos y enfermeras en bata y zuecos blancos, encontrandopersonas que parecía que no se movían desde hacía un siglo, paralizados por el miedo ala palabra, como yo, que no sentía el suelo al andar, ni la mano de mi padre por elhombro, ni podía verme a mí mismo en ese lugar del terror, hasta que llegamos a la puerta de la habitación. Me quedé a la puerta deseando que no me hicieran entrar, por favor, que no tenga que entrar, pero mi padre me dijo que pasara y allí ví a mi hermano por primera vez después de cuatro meses. Continuaba dormido, pero ahora estaba calvo, parecía mayor, le estaba saliendo bigote, a pesar de que sólo tiene doce años. Muy poco de lo que vi se le parecía. No era una persona, era una cosa rara llena de tubitos que le salían por todos los lados e iban a parar a unas botellas de plástico que colgaban de unos hierros. Tan sólo soporté esa visión unos pocos segundos aunque no me dieron ganas de llorar ni nada, estaba preparado ya después de tantos y tantos días en la sala de espera.

En lo que allí vi no podía reconocer a mi hermano, era otra cosa, como si te venden unastórtolas por unas adidas, mi hermano no se movía, ni hablaba, no sé siquiera si respirabao era alguna de esas máquinas la que lo hacía por él. En cuanto salí, intenté borrar esaimagen de mi cabeza a pesar de que ahora era la estrella del hospital y todo el mundo mepreguntaba “¿qué tal le has visto?”, “cómo está?”. Yo sabía que tenía que respondercomo una persona mayor “muy bien, va mejorando” o lo que decía mi hermana, “yo le hevisto muy tranquilo, parece como si se enterara”. Claro que sí, cómo no va a estartranquilo, si no se mueve desde hace cuatro meses, ¡imbéciles! Pero si tu hermano nocorre, ni se ríe ni te insulta, ni siquiera se mueve, ¡no sé cómo vas a decir que está muybien!, ¡vamos, digo yo!, ¡estos tíos son idiotas o lo parecen!, estaría bien si pudiera levantarlela falda a las chicas, si pudiera montar en monopatín o jugar al futbol, no te digo... Encuanto salí, me puse a pensar en mis goles del sábado y en los que metería el próximo, yen las tetas de la panadera, y en Maite, y en Almudena, y en cosas que sí están bien deverdad.

Hoy he hablado con una chica por primera vez en mi vida. Le dije “no” a Maite cuandoella me preguntó si me importaba que se pusiera delante mío en la cola, al lado de susamigas. Se lo dije claramente, sin titubear y con cara sonriente, porque me cae bien y esmuy guapa. Ella me contestó con una sonrisa de dibujos animados que lanzaron susgrandes labios rojos. En la clase a todos los chicos les gusta Almudena, la rubia, o Maite,la morena. Almudena hace gimnasia rítmica y algunos días se sube al autobús en unpueblo lleno de chaléts que están uno al lado del otro, plagados de cochazos y donde noexisten las basuras ni los papeles por las calles. En cuanto pone el pie en el autobús, sehace el silencio de lo guapa que es. Camina por el pasillo como una reina sueca, con sularga melena bien peinada o a veces recogida en una coleta. El día que le toca hacergimnasia rítmica lleva una bolsa de deporte donde esconde el gran tesoro del que no separa de hablar en los recreos: sus mallas y leotardos. Los tiene de muchos colores y de

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verdad que le quedan tan bien como a las azafatas de la televisión. Las tardes que le tocaentrenamiento, el gimnasio se llena de moscones inventando excusas para entrar yconseguir verla, aunque sea una uña del pie. Los rumores acerca de ventanas secretasque dan al gimnasio, e incluso al vestuario, circulan en el recreo como los fichajesfutbolísticos del verano. Por eso, después de comer, dejan de interesar los partidos y lascarreras y nos dejamos caer como si tal cosa por los alrededores del gimnasio. Sólo Willyy Richi se atreven a entrar, con todo su morro. Por lo visto, sus padres son amigos de losde Almudena y a veces la invitan a la piscina de Willy, lo que quiere decir que la han vistoen bañador: vaya potra. Los demás nos quedamos afuera, algunos renenegando de Richiy Willy, de su suerte y de lo chulos que son, pero en voz baja, porque si se enteran de quehay alguien que les está criticando son capaces de hacerle algo. Cuentan que el añopasado le pegaron una paliza a un chico más mayor porque intentaba ligarse a la reinasueca.

A los demás sólo nos queda esperar sentados en una acera a que pase Almudena, siempreen el centro de su grupito de amigas, y verla pasar a treinta metros de distanciasuspirando “qué buena está”, “mira qué bien le sienta el jersey rosa que lleva hoy”, y ella,con la indiferencia de la princesa de Mónaco, entrando en clase y sentándose en su sitio,dos delante del mío, y yo en las clases observando sus movimientos, ahora se apoya enun codo, con la mano abierta sobre su mejilla, ahora pone la silla sobre dos patas y lasmanos sobre la mesa, ahora bosteza y yo... yo repitiendo todos sus movimientospensando que si hacemos las cosas al mismo tiempo estaremos muy unidos y notendremos más remedio que hacemos novios. A veces me da vergüenza de mí mismo ydejo de imitarla. Entonces me pongo a mirar a Maite, que se sienta en la esquina de laventana, una fila por detrás de la mía. Maite es mucho más simpática que Almudena yseguramente tan guapa como ella pero, como es morena, parece que no es tanimportante. Maite lleva la alegría en el cuerpo: cada vez que sale a la pizarra consigueque la gente se ría y aunque no sepa hacer un problema nadie se ríe ni nada, porque lodice con tanta gracia que todo el mundo se pone a reír. Hoy ha salido a analizar unaoración con circunstancial de lugar, y no se lo sabía. Miraba para un lado, miraba para elotro y le decía a la profesora que esperara porque ya le llegaba la respuesta, la tenía en lapunta de la lengua, y todo el mundo se reía mucho porque parecía que estaba bailandocon la tiza en la mano, dando vueltas de un lado a otro de la tarima. Yo le escribí en unpapel en letras bien grandes “CL” cuando el profesor no me miraba y ella me vió y loescribió. Cuando volvió al sitio, me miró sonriente. Es una lástima que vaya en otra ruta, porque si no, me sentaría a su lado. Bueno, no, porque si no, todo el mundo empezaria a decir que somos novios. Menuda mierda.

Al llegar a casa, me esperaba una gran noticia. Mi hermano había salido de la UVI. Esoquiere decir, han dicho, que ya no se va a morir, que ya no se puede morir. “¿Volverá aestar como antes?”, le pregunté a mi madre como un rayo. “Eso no se sabe, habrá quever cómo evoluciona en los próximos meses”, me respondió, y por una vez esa respuestasirvió para tranquilizarme. Todos estábamos muy contentos, más contentos incluso de loque es normal en una familia. En la cena, nos esforzamos por ser simpáticos los unos conlos otros, la comida, tortilla de patata, estaba muy buena, el pan sabía muy rico ycrujiente, la película que echaban era muy buena y nos reíamos mucho por cualquiertontería. En el aire se podía respirar la vida que mi madre había traído del hospital, y quea todos nos había contagiado. El mundo parecía volver a ponerse en orden aunque por latele hablaran de atentados y secuestros y saliera gente llorando porque habían perdido aalguien que querían. Aunque lo sentíamos, hoy nos tocaba a nosotros estar contentos.Comimos unas rosquillas muy ricas con el colacao y me dormí tranquilo y de un tirón. Enpaz.

Había marcado cuatro goles el día anterior, uno de ellos con una volea desde el borde delárea que entró por toda la escuadra. El domingo me levanté muy temprano, cogí dinero

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del monedero de mamá y fui a comprar porras y churros. La abuela hizo chocolate ydesayunamos todos juntos. Y juntos fuimos a verle al hospital toda la familia, incluida laabuela. Llevaba ya un mes en la habitación y daba muestras de estar recuperándose muy poquito a poco. Yo esperaba que un día volviera a hablar, aunque fuera un poquito,para preguntarle qué pasó, por qué no subió el terraplén como el otro chico y yo cuandohabía tiempo de sobra, porque sólo él sabía qué es lo que fue a hacer para que el tren legolpeara y le dejara en ese estado, sólo él sabía por qué no subió la cuestecita como elotro chico y yo, y por qué esta historia comenzó y existió. En el último mes habíacomenzado a mover una pierna y después otra, más tarde fueron los brazos y por últimohabía empezado a seguir con los ojos las cosas que pasaban. A veces pensaba quecualquiera que escuchara nuestras conversaciones pensaría que estábamos locos...movido una pierna!” “Me ha mirado cuando he entrado, estoy seguro!” “¡Me seguía conlas pupilas, lo digo en serio!” Nadie sabía si se enteraba de lo que ocurría a su alrededorpero los médicos nos decían que sí, que había que hablarle como si te entendiera porqueasí se recuperaría antes. Así que cada uno llegaba con sus historias y se las contaba comosi estuviera hablando por la radio, dirigiéndose a una persona que no sabía si existía.Mamá le contaba cosas de San Sebastián, de amigos que preguntaban por él a algúnconocido y se interesaban por su estado. Yo le contaba los goles que había metido ycómo iba su equipo de fútbol, que era lo que le podía interesar. No le contaba ni lo delcolegio de ricos, ni de Almudena y Maite, ni de las tetas de la panadera porque allí,delante de todos, no podía hacerlo, aunque estaba seguro que ese tipo de historias leinteresarían mucho más.

Hoy estábamos con él, mis padres y yo. Mi madre renegaba de la gente que fumaba porlos pasillos, -“hasta los médicos lo hacen, qué falta de civismo”-, e incluso en lashabitaciones, como mi padre, y en esto que yo encontré una colilla tirada en el suelo. Lalevanté. Tenía huellas de pintalabios rojo. Miré la marca y era la que fuma mi madre. Dije“¿no es está tu marca de tabaco, mamá?”, y en ese instante él extendió los labios hacialos lados muy muy levemente. En sus labios había una clara sonrisa. Se había reído. Sehabía reído por primera vez en los últimos cinco meses. Seguro que ningún amigo podríaentender que una pequeña mueca, a la que le llamábamos risa porque significaba eso, laalegría, pudiera provocar tantas y tantas conversaciones durante varias semanas. Fuecomo un rayo de alegría que nos llegó esta mañana de domingo a las doce de la mañana.Lo de la hora es importante porque, al relatarlo, mi madre y mi padre recalcaban la horacomo cuando en el Carrusel Deportivo avisan del minuto en el que se consiguió el gol.Cuando tienes tan pocos motivos por los que alegrarte, tienes que aprovechar las pocascosas buenas que te pasen y puedo asegurar que mi madre ha aprovechado ésta más quecualquier futbolista al marcar un gol. En cuanto se repuso de la impresión y llenó debesos a mi hermano, salió a llamar a su madre, a sus hermanos, a los padres de mi padre,a contárselo a todo el mundo. ¡Se enteraba!, ¡se enteraba otra vez de lo que ocurría en elmundo! En toda mi vida no había sentido una alegría como la de esos momentos. Eracomo si te tocara de una vez el coche y el apartamento en un concurso de televisión. Lehabíamos ganado la partida a la palabra. Habíamos ganado. Había costado lo suyo peronos lo habíamos merecido como los buenos, en silencio, sin protestar al árbitro ni pedirque repitieran el partido. Ganábamos en la prórroga y lo recuperábamos en moviola,repetíamos la jugada una y otra vez y se lo contábamos a los familiares de loscompañeros de habitación que se alegraban tanto como nosotros, se lo contábamos a lostíos y a los abuelos, sacábamos las banderas al cielo del hospital y se lo decíamos almundo como en un gol de la copa del mundo. Hoy, al volver de allí, caminaba por lacalle mirando a la gente a la cara, aunque fueran personas mayores, y les decía con losojos que era fuerte, que me había hecho más fuerte, que habíamos ganado porque éramoslos buenos, estábamos con el séptimo de caballería y con John Wayne, con los que tenían

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que ganar. Ahora sólo quedaba esperar, sólo hacía falta un poco de paciencia y todovolvería a ser como antes, y con un poco de suerte, regresaríamos a San Sebastián el añoque viene. El mar me esperaba.

En el hospital se quedan los enfermos, las desgracias, las penas, y las alegrías, laspoquitas alegrías que te esforzaste por encontrar, como el agua en el desierto, cuando noveías más que arena y arena. Allí se quedan los últimos a los que les tocó la china, losque tendrán que sobreponerse a tantos días en los que creerán que nunca más volverá asalir el sol y no se podrán dar cuenta de que el sol está ahí y el cielo está muy azul ymerece la pena fijarse en él. Los cuidados intensivos son tres siglas que te acompañancomo la nube de los gafes, te marca como a los toros de las ganaderías y te hace seguirun camino negro, bien negro, del que no sabes si algún día saldrás. Salir de la UVI, o laUCI, como quieren llamarla a partir de ahora, es como recuperar la libertad, el resto delos marcados se queda al otro lado de la barrera, a esperar lo que el de arriba les tengareservado, pero sólo hay una cosa que podrá ser realmente diferente en ese estado.Nosotros ya hemos tenido suficiente, nos llevamos nuestra ración por esta vida, que yaestá bien, digo yo. Ahora le toca sufrir a otros, porque supongo que Dios se ocupará derepartir las cosas como debe ser, ¿no? Porque para eso es justo, omnipotente,omnipresente y todo eso, ¿no?

Volvemos a ser la familia de antes, con abuela incluida y con un miembro en proceso derecuperación, bastante chafado, el pobre, pero si a los doce años no tienes tiempo pararecuperarte, como dice mi madre, ¿cuándo lo vas a tener?

Durante el último mes, he marcado goles como nunca en mi vida. Un día, incluso, mesacaron a hombros del campo y después, ya en el bar Cóndor, me mantearon hasta lasalturas para celebrar mis cuatro goles. Estoy tan contento que veo huecos imensos en elcampo por donde me meto con tanta confianza como un enano de la mano de su padre.Las barreras no existen: siempre hay un lugar por donde colar la pelota, es como sijugara con un telescopio, como si viera el futbol desde el aire, como si los demás fueranhormiguitas que no ven más de dos pasos por delante de sus narices, como si su vista seredujera al alcance de un microscopio. Cuando cojo el balón, los jugadores contrarios seconvierten en puertas de un eslalón gigante, son como estatuas que se colocan a verpasar un esquiador lanzado como una bala, con el balón pegado al pie, esquivando lasbanderas con la facilidad del que desliza, hasta encontrarse en la meta con el portero, elpobre portero, ¿qué puede hacer el pobre portero para pararme si he vencido a lamuerte? Bicicletas, espuelas, autopases, taconazos, túneles, todo lo que intento seconvierte en realidad, las jugadas salen solas, no tengo por qué pensarlas, mis pies lohacen por mí. Nadie puede pararme, ni los contrarios, ni el cansancio, ni la suerte.Adivino los malos botes del balón, los rechaces inesperados, las equivocaciones delárbitro con el saque de banda, los espectadores me lanzan el balón a mí, a nadie más quea mi, los charcos me benefician y hasta el sol parece que me respeta. Me basta unachispita para escaparme del defensor por la banda. En dos zancadas, tres segundosdespués de haber lanzado un tiro al poste, me planto en mi propia portería para impedirun remate. Los defensas son como troncos muertos en el bosque, tan sólo con saltar unpoquito los supero, las patadas no llegan a mi espinilla, las veo con varios segundos deantelación y si algún defensa grandullón me mete un empujón, se encuentra con un murotan sólido como el de Berlín. Tengo tantas fuerzas que corro por todos los demás, eincluso mis compañeros llegan a contagiarse de ese pulmón transplantado que me hacecorrer y vivir más que los demás. El partido de hoy ha sido tan impresionante que lagente ha terminado coreando el nombre de nuestro equipo. Los contrarios me saludabanal terminar el partido y los espectadores me daban palmaditas en la espalda. Parece queel de arriba ha empezado a repartir justicia.

Todos estábamos mogollón de contentos por la victoria. Algunos cantaban aquello de“campeones, campeones, oé, oé, oé...” agarrados de los hombros, como los

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profesionales cuando ganan un título importante. Heliodoro, el dueño del bar, alenterarse del 7-0 dijo que la primera ronda la pagaba él y así, nos pillamos pepsi colas ymirindas y patatas y ganchitos de queso y nos fuimos a la calle para comentar las jugadasy los goles, las patadas, las zancadillas y las entradas duras, los primeros minutos deindecisión y los once en los que parecía que éramos capaces de hacer lo que nos diera lagana, cuando el balón parecía que sólo quería ir con nosotros, con nosotros y con nadiemás que nosotros. Hasta la panadera salió a la puerta para preguntamos por quéestábamos tan contentos. Cuando Santi le contó, poniendo voz de hombre, que sólo nosfaltaba una victoria para ser campeones de grupo, la Catalina se cambió la melena de unlado a otro antes de anunciar que a lo mejor se acercaba a vernos el sábado que viene.Toma ya. En cuanto regresó a la tienda, comenzamos a discutir, ¿a quien querríarealmente ver? Unos decían que a Santi, porque es el más fuerte, otros a Pepe, porquees su vecino y alguno que a mí, porque soy el máximo goleador. No hay duda, ahoraexistía de verdad. Era alguien.

Esta mañana no parábamos un momento, excitados por el recuerdo de las grandesjugadas del partido, la visita de la Catalina, los chistes de Pepe, las historias de peleas desu barrio, con los mayores, con los pequeños, con los del barrio de al lado, y, por si fuerapoco, con los gitanos. En un momento de silencio, Santi propuso “hacemos con unarevista porno”. “Pero si no tenemos ni un duro, y además no nos la van a vender”.”Andavete al cine, pringao”, le respondió a Lucas, un reserva con muy poquita sangre en lasvenas. Con un silbido, Santi nos llamó a Pepe y a mí, en una esquina, alejados del resto ypor supuesto, de los padres que habían venido a vernos. Allí, nos contó su plan. “Estáchupao, vosotros llegáis y le pedís una revista, le decís que no la encontráis, porque tienemuchas. El tendrá que levantarse de la silla, salir del kiosco y buscarla él mismo. Leentretenéis un momentito y mientras tanto, yo le quito la pinza a la revista y me la llevo”.Me entraron ganas de mear. Por un lado, pensaba que llevarnos la revista sin pagar erauna cosa mala ahora que mi hermano se empezaba a recuperar, pero en los labios deSanti sólo era una aventura, una jugada imposible, como llevarte el balón de espuela, alfin y al cabo, una revista más o una revista menos no le iba a pasar nada al quiosquero,seguro que ni se daba cuenta y encima siempre nos echaba cuando nos poníamos a jugarpor los alrededores. Santi nos miró a los dos y dando por descontada la respuesta, nosdijo “venga, vamos”. Dimos una vuelta para evitar que nos siguiera el resto del equipo yya delante del quiosco, nos dio las últimas instrucciones: “vosotros id tranquilos, como sifuérais a comprar el periódico a vuestro padre”. Pepe y yo intentamos ponernos deacuerdo acerca de quién hablaría primero, quién le diría que saliera, quién se pondría a sulado para evitar que se diera la vuelta cuando viniera Santi... No podía aguantarme lasganas de mear, quería irme de allí con cualquier excusa pero ya había dicho que sí, nopodía echarme atrás, quedaría como una niña y eso no lo podía permitir. A Pepe tambiénse le veía nervioso, así que cuando llegamos al quiosco, pregunté con la misma inocenciacon la que esperaba en el hospital noticias de mi hermano, “¿tiene el Don Balón?”. ‘Porahí debe estar”, me respondió Manolo. “Pues no la veo”, dije. “Debe estar por laderecha, allí”, dijo el quiosquero. ‘Pues no la veo”, repetí. “Búscalo bien, que allí tieneque estar”. “Aquí no está, macho”, dijo Pepe. “Bueno, voy a ver”, maldijo mientras salíade su quiosco. Cuando ya estaba Manolo entre nosotros, apareció Santi por detrás. Elmuy loco se estaba descojonando de la risa tan alto que no entiendo cómo no se enteró elquiosquero. Agarró la revista mientras Manolo rebuscaba por entre las revistas y semarchó corriendo. El quiosquero nos miró muy raro cuando encontró la revista y lecontestamos que no la queríamos porque era muy antigua. “Pero si es de este mes”,dijo. “Pero la clasificación está ya pasada”, le contesté con una sonrisa en el pecho. Santinos estaba esperando a la entrada de la obra. Abrimos la revista por las páginas centrales.Al desplegar la parte superior apareció una maravillosa rubia con unos melonesredonditos, debajo, su ombligo. Nos miramos extasiados y Pepe se abalanzó, le quitó la

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revista de las manos y desplegó la parte de abajo. Allí estaba, enterita, desnuda. Lo teníatodo. La miramos por alante, por atrás, comentamos cada una de las fotografias comolos goles de la jornada, lo que haríamos si la tuviéramos delante, porque parecía que lateníamos entre las manos de verdad. Estábamos de acuerdo. Si tuviéramos una mujercomo ésa, no iríamos al trabajo, ni nos lavaríamos, ni saldríamos de casa, estaríamostodo el día metiéndola mano, hasta que se desgastara tanto que se quedara sin tetas.Entonces, nos buscaríamos otra. Quedamos en que cada uno la conservaría una semana.A mí me tocó el último, tenía que pensar donde la guardaría en esa casa tan canija.

Mi madre siempre me dice que estudie mucho porque así seré un hombre de provecho.Yo nunca he sabido lo que quiere decir esa palabreja, pero me imagino que será algobueno, como tener dinero, una mujer muy guapa y un trabajo en el que todo el mundohaga lo que tú digas. Yo no sé si alguna vez seré un hombre de provecho pero lo que sísé es que hay cosas mucho más útiles que estudiar. Por ejemplo, jugar al fútbol. Siestudias mucho, seguro que sacarás buenas notas, que los profesores estarán muycontentos contigo, pero eso no quiere decir que cuando llegue el recreo vayas a tenermuchos amigos, ni que te llamen a voces para que juegues en un equipo, ni que te vayana contar algun secreto importante, uno de ésos que todo el mundo quiere saber antes quenadie. Seguro que cuando llegue un examen, se te acercarán muchos compañeros apreguntarte cómo se hace tal problema y te harán la pelota con todo el descaro, como aEstefanía, la empollona de la clase, pero en cuanto se haya pasado el momento depánico, nadie te hará ni el más mínimo caso, te elegirán el último cuando haya que jugaral rescate y se te colarán en la fila, tomándole el pelo, incluso. En cambio, en los equiposde fútbol te puedes encontrar a la gente con la que te lo puedes pasar mejor, la que dicequién y qué es gracioso, de quien te puedes reír y de quien no.

De la manera en la que estoy jugando, estaba claro que me iban a elegir para el equipo dela clase. Allí estaban Willy y Richi que, por supuesto, son las estrellas del equipo. Digopor supuesto porque en cuanto les ves andar, moverse de un grupo a otro en los recreosy los intercambios de clase, acercarse a las chicas para contarles cualquier mentira yescapar a toda la carrera, colarse en el comedor, bromear con el profesor de gimnasiacomo si fuera su padre, colgarse de los árboles y de las barras de la canasta debaloncesto y reírse, reírse a todas horas, como si la vida no les tuviera reservada más quecosas buenas, cuando notas todas esas cosas, que llevan escritas en los ojos y en la caracomo las tres bandas de adidas escriben la palabra “rico”, sabes que tienen que jugar biena todo. Y claro, jugaban bien al fiitbol. De una manera diferente a los chicos del Cóndorpero muy bien, en cualquier caso. A estos ricos les gusta hacer más florituras, tienen queadornarlo todo, no les basta con hacerle un túnel a un contrario, si además se pueden reírde él, volviéndoselo a hacer inmediatamente, aún a costa de perder la ocasión de meterun gol, bienvenido sea el túnel. Lo que importa es intentar lo imposible, impresionar a lagente que te está viendo, que abran la boca y proclamen lo bueno que eres. Aunque aveces tenía la impresión de que estaba trabajando para ellos, defender, robar balones,pelear, para que llegaran Wilhi y Richi y la perdieran en uno de sus múltiples regates, laverdad es que no estuvo mal. Ganamos claramente a un equipo de un curso superior ylos contrarios no pudieron buscar ni la típica excusa del árbitro; estaba claro quehabíamos sido mucho mejores. Al acabar el partido me fui con ellos dos a tomar unacoca cola.

Al ratito, entró Almudena en el bar. Llevaba la melena rubia sujeta por una diademablanca y un jersey marinero de lana muy bonito por encima de los hombros. Se compróun sandwich de ensaladilla rusa y se acercó a nosotros como si nos acabara de ver. “¡Quésorpresa!”. Les preguntó cómo habíamos quedado. Willy le contó que habíamos ganado yque habían hecho un gran fichaje, yo mismito, ése que estaba mirando a la lejanía.Almudena me lanzó una mirada parecida a la que una reina medieval dedica a uno de suslacayos, como si no me conociera, y cambió de tema sin más miramientos. Quería saber

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si iban a hacer una barbacoa en la finca de Richi como habían planeado la semana pasaday si tendría que ir con el traje largo. Richi respondió que se podía ir con vaqueros yAlmudena se puso muy contenta porque “era un rollo ponerse de largo”. Luego sepusieron a hablar de la hostia que se metió el otro día Wili con la moto, decía que podíahaberse matado. Aunque yo no me lo creí, el caso es que Willy tenía una cicatriz en lafrente bastante grande, justo debajo del tupé. Almudena le pidió que se la dejara tocar yWilly accedió después de hacerse de rogar. Le pasó su precioso dedo gordo por encimade la cicatriz tres veces, para un lado, para el otro y vuelta, al tiempo que hacíacomentarios sobre lo extraño que era al tacto, sonriendo como si hubiera tocado undiamante. ¡Quién hubiera tenido una cicatriz como ésa o cuarenta más en todo el cuerpopara que me tocara con esas manos de princesa!

No abrí la boca en veinte minutos, el tiempo que tardamos en volver a clase, durante elque hablaron de lo aburrido que era cortar el césped del jardín, sacar a pasear al perro ytener que recoger la habitación cuando la chacha se lo decía. A ratos, me venía a lacabeza la diminuta casa de la abuela donde vivíamos, en espera de que mis padresdecidieran si nos quedábamos a vivir en Madrid, el sofá-cama que se abría en el comedory prácticamente cerraba el paso de la habitación de la abuela al pasillo y de ahí al salón,donde dormían mis padres en el otro sofá-cama. Me quedaba pensando y no podíaentender muy bien por qué ellos tenían una casa de dos pisos con piscina y pista de tenisy yo vivía en un piso interior de cincuenta metros cuadrados con cuatro personas más.Era una cosa tan extraña que, simplemente, no tenía explicación, como esos goles enpropia puerta que de vez en cuando alguien tiene la mala suerte de marcar. Lo mejor detodo es que la princesa Almudena no hacía más que quejarse porque había pedido que lecambiaran los muebles por unos “de persona mayor”, porque el tacaño de su padre senegaba a comprarle un vespino y además, estaba harta de ir al colegio en la ruta. En miinterior deseaba que no supieran nunca nada de mí, que no me hicieran ninguna preguntani se interesaran por mi vida, y al mismo tiempo soñaba con una casa grande y con jardínen una calle en la que vivieran chicas rubias y guapas que lo tienen todo, comoAlmudena, que comen hamburguesas con patatas fritas y cocacolas gigantes, y van enmoto y se bajan a la piscina a tomar el sol con gafas y beben zumos para estar másguapas. La conversación me hizo enfurecerme un poco más con el mundo, pero cuandoregresé a clase con Richi y con Willy mi posición en la misma era muy diferente decuando me había ido esta mañana. Para empezar, nos habían dado permiso para faltar aTrabajos Manuales por culpa del partido. Habíamos conseguido una hora de libertadmientras el resto estaba recluido en la cárcel dé todos los días. Pero es que, además, todoel mundo me preguntaba por los goles de la pareja fantástica y así, aunque fuera derefilón, me convertí en alguien importante para el resto de la clase. Todo por el futbol, nimás ni menos.

En la ruta, me he hecho amigo de algunos niños un poco más pequeños que yo. Jugamosa cambiarle las letras a las canciones por otras en las que aparezca las palabras “cola” o“picha”. Las niñas de al lado se ríen muchísimo con las canciones aunque intentenaparentar que se escandalizan. Después jugamos a decir nombres de hombre o mujer queempiecen por una letra. Por ejemplo, con la A, y así nos pasamos el viaje entero jugandoy jugando y se hace mucho más corto el trayecto. Yo gano casi siempre porque, comosoy mayor, sé más cosas que ellos, que todavía se equivocan a veces con el “mese” y el“tese” y con algunas palabras. Los niños son majos porque te dicen todo lo que piensan ya veces notas que les caes bien y les coges de un moflete y se ríen que da gusto. Hoyveníamos los poquitos que quedábamos para bajarnos en las tres últimas paradas cuandoen la radio ha pasado una cosa rara. Estaban con lo del Congreso, todo ese rollo, saleuno y cuenta una cosa que se cree que está muy bien pero que nadie entiende, y despuéssale otro y dice que el otro es un tonto porque se cree muy listo pero en realidad no tieneni idea de nada y después se ponen a votar a pesar de que siempre saben quien va a

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ganar. Bueno, pues estaba escuchando medio dormido la votación ésa y de pronto seescucha un petardazo muy grande, como en la Navidad pero más bestia y más seco. Ydespués empieza a gritar un señor “que se tiren todos al suelo, coño”, como en los atracos,y se pone a pegar más tiros, porque eran tiros lo que sonaba y no petardos, y entonces seha hecho un silencio muy grande y el locutor de la radio ha dejado de hablar un buen ratoy cuando ha vuelto a hacerlo parecía que estaba cagado de miedo y en el autobús loschicos más mayores estaban muy serios, y hasta las mejicanas, las que se sientan atrás deltodo con los chicos de COU, las que dicen que se dejan tocar las tetas, han dejado de reíry de gritar. Después de escuchar algunas canciones ha salido otro señor diciendo que loque había pasado era que había habido un golpe de estado. Mi hermana se puso muyseria cuando bajamos del autobús porque siempre se pone seria cuando sabe que tieneque ponerse seria. Pero cuando le pregunté qué mierda era eso del golpe de estado, ellame contestó que una cosa muy mala, y yo le dije que me la explicara, y ella me respondióque era muy pequeño para entenderlo, y yo me enfadé porque si no lo intenta no puedesaber si lo voy a entender o no, pero ella me dijo que no me lo explicaba y entonces yome di cuenta de que lo que pasaba es que ella tampoco lo sabía pero se quería hacer lalista, como siempre, y cuando le dije todo esto se enfadó muchísimo y nos fuimosinsultando hasta llegar a casa. Mi madre había vuelto pronto del hospital y estaba viendola tele, esperando noticias del golpe ése de las narices. Al rato, llamó mi tío, para contarque algunos de su partido estaban preparando las maletas para marcharse a Hendaya, quees el País Vasco, pero de Francia. Mi madre se interesaba por primera vez en seis mesespor algo que no fuera el hospital. En medio año nada había conseguido sacarla de eselugar en el que vivía, fuera de este mundo, de los atascos, las noticias de atentados y lavida corriente. Por una vez, se concentró en la noticia, en tensión, pero no nerviosa,porque al fin y al cabo, su hijo se estaba recuperando y en pocos días habían dicho quevolvería a casa. Al lado de éso, el golpe ése era una tontería. La abuela sí que se pusomás nerviosa, porque, al parecer, al tío también le podía pasar algo si los del golpeganaban. Así que cuando llegó mi padre de la fábrica, todos nos colocamos delante de latelevisión con la radio encendida al mismo tiempo, esperando más informaciones sobre loque estaba pasando. Por una vez, la enfermedad de mi hermano pasó a segundo plano.Lo importante era que la democracia se salvara, que no volvieran los de Franco, el quesale en las monedas con diferentes caras, en unas más flaco que en otras, pero en todascon la impresión de que era un abuelo de esos que nunca se ríe, que está de mala leche atodas horas y no le gusta que la gente se divierta. Según mi padre, el Franco ése era unhijoputa y, cuando vivíamos en San Sebastián y se murió, la gente se puso muy contentaporque llevaba cuarenta años gobernando y no le dejaba hacer a la gente lo que quería.Solo habían pasado seis años desde que se había muerto el hijoputa ése y los que habíanestado aprovechándose cuando él vivía, no podían soportar que ahora todo el mundofuera más libre y pudiera decir lo que quisiera, y ahora llegaban con las armas paracargarse la democracia, una cosa que es como el estado, pero mejor, porque te dejahacer más cosas. Según iba oyendo hablar del hijoputa de Franco me iba cayendo peor ypeor, y así estuvimos hasta que cerca de la medianoche salió el Rey a decir que estabacon la democracia y que los militares que habían salido a la calle con los tanques y todo,tenían que volver a los cuarteles porque lo decía él, bueno, no lo decía así, porque no lo podía decir como cuando la abuela te dice que quites los pies de la mesa, pero queríadecir más o menos eso. Ese día me acosté un poco preocupado, pero preocupado de otraforma, como las personas mayores, porque no me apetecía pero es que nada vivir en unpaís en el que te dicen cómo tienes que llevar el pelo, donde los novios no pueden darsebesos en la calle, a los maricas los meten en la cárcel y, sobre todo, siempre gana elmismo equipo de futbol, porque es el equipo del hijoputa ése, ¡vaya gracia tendrá la ligasi ya antes de empezar sabes quien va a ganar, no te digo! Eso no puede ser, no señor.Por la noche, pensé que cuando fuera mayor me dejaría el pelo largo, me daría besos por

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la calle con mi novia y tendría amigos maricas. Porque me da la gana, ¡no te jiba!“Estaban todos acojonados”. “El maricón del Carrillo se cagó en los pantalones”. “Sí,

había un pestazo a mierda en el Congreso que olía en todo Madrid”. “Hoy las de lalimpieza habrán tenido trabajo para recoger tanta mierda”. “No se atrevía ni uno amoverse, pero es que ni uno”. Maite fue la única que se atrevió a interrumpir laconversación a voz en grito en la que Willy y Richi llevaban la voz cantante. “Eso esmentira, el general Gutiérrez Mellado y Suárez se levantaron e intentaron hacer frente aTejero”. “Ya ves el tiempo que estuvieron de pie, el mierda del Mellado ése y el Suárez,que es un traidor, en cuanto sacó la pistola el Tejero se cagaron en los pantalonesrápido”. “Se los tenían que haber cargado a todos, tatatatatata... Si hubiera estado allícon una metralleta, me los cargo a todos, que se quieren cargar España, a todos me loscargaba, como a los etarras”. Maite no se atrevió a volver a abrir la boca. Los vivas aEspaña y al ejército impedían que quien estuviera en contra de lo que decían Willy y Richiy la mayoría de la clase, pudiera expresar su opinión. Al que se atrevía a levantar la voz,como a Maite, le llamaban “traidor” y le mandaban “¡al paredón! ¡al paredón!”. Eraimposible hablar con esa gente, ni recordarles que si viviera Franco no iban a poder hacermuchas cosas que ahora se podían hacer, pero a ellos no les importaba porqueseguramente sí iban a poder hacerlas porque eran ricos. Por la noche, cuando me dormí,no podía imaginarme que alguien pudiera pensar de otra forma que lo que se decía encasa. ¡Cómo alguien podía ponerse a favor de un tío con ese bigote y esa pinta dehijoputa! No es que los políticos tuvieran muy buena pinta, con sus trajes y sus corbatasy esos discursos tan aburridos y cursis, pero por lo menos no iban pegando empujones alos abuelos, como el Gutiérrez Mellado. De la manera en que hablaban los fachas, que esasí como se les llama a los que les gustan la dictadura, parecía que habían ganado ellos,pero en realidad habían ganado los demócratas, los buenos, así que, pasé de meterme enla gresca porque tampoco me convenía discutir con los amos de la clase. La discusiónme la reservé para el autobús, con Gonzalo. Al pobre se le notaba que le habían comidoel coco en su casa porque no hacía más que repetir que los rojos, esos que habíanquemado las iglesias y le robaban las tierras a sus propietarios, ahora querían cargarseEspaña, entregándosela a los terroristas. Lo curioso es que hablaba de los comunistascomo si diera por descontado que ser comunista era lo peor que se podía ser en la vida.No tenía ni idea. Yo no le dije que tenía un tío comunista, claro, pero sí que no era justoque hubiera gente con varios coches cuando otros no tenían ni televisión. Él, claro, nopodía imaginar que había gente que no tenía televisión y se quedó muy callado porquesabía que eso no era justo, pero luego se repuso del golpe y dijo que “sería porque notrabajaban, porque eran unos vagos, sí, unos vagos”. Yo entonces le dije que nadie vivíasin televisión por gusto y si no tenían dinero era porque había gente que tenía mucho yganaba demasiado dinero y por eso no llegaba para todos, claro, porque el dinero no telo puedes inventar. El me respondió que el dinero lo hace el Banco de España y que hacelo que les da la gana y entonces nos callamos los dos al mismo tiempo y nos miramos conlos ojos encendidos por lucecitas y dijimos al mismo tiempo. “¡Pues que hagan másdinero!” y nos empezamos a reír como en una cascada. Primero flojito, pero a medida quenos íbamos convenciendo de que habíamos dado con la solución para la pobreza nosreíamos más y más y sólo nos parábamos para pegar puñetazos al sillón de adelante sincomprender cómo a tantos políticos como hay no se les hubiera ocurrido una solucióntan sencilla que dos niños de once años habían encontrado charlando tan tranquilos. Nonos dimos cuenta de que el resto del autobús estaba callado y el jefe de la ruta noschistaba para que nos calláramos con cara acusadora. Llevaba bastante tiempohaciéndonos esa seña.

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El otro día volvió mi hermano a casa. Sentado en el sillón del cuarto de la abuela desdeque me levanté, a las nueve de la mañana, esperaba su llegada paralizado. No tenía ganasde moverme, ni de salir a la calle, como normalmente me pasa, miraba al papel de lapared y trataba de saber qué debía hacer un chaval cuando le cambian a su hermano porotro que no habla ni anda. Luchaba por expulsar de mi cerebro la imagen de mi hermanode cinco meses atrás. Por no hacer comparaciones. No quería pensar en su sonrisamaliciosa, ni en su forma de correr descontrolada, ni en sus bromas de capullo. No queríapensar en el cambiazo que me había dado el de arriba, así, “por la cara”, como dice elSanti. Mi familia me repetía una y otra vez que tenía que ayudarle para que volviera a serel de antes, pero sabiendo que había muchas cosas que ahora no iba a poder hacer, teníaque recordarle cosas buenas pero sin que se apenara por verse así, porque nadie sabía sise acordaría de su vida antes del accidente. Procuraba pensar en Camacho, un jugadorque estuvo a punto de dejar el fútbol por una gravísima lesión pero que, a fuerza detesón, consiguió volver a ser uno de los mejores laterales izquierdos del mundo, si no elmejor. Mi madre siempre me había dicho que con tesón en esta vida todo se podíaconseguir, y en este caso ni los propios médicos sabían cual iba a ser la progresión, asíque había que armarnos de fuerza y valor para que volviera a ser como antes. Por lopronto, estaba vivo, y visto lo cerca que había estado de la muerte, esto era unabendición del señor. “Había que dar gracias a Dios”, decía la abuela cuando estábamossólos. Cuando estaba papá delante no se atrevía a decirlo porque un día habían acabadogritándose a causa de esa frase. Mi padre le contestó que si Dios era tan bueno, cómopodía hacerle eso a un niño de doce años, como podía hacerle eso a unas personas queno habían hecho nada malo, cuando había tanto hijoputa suelto. La abuela le replicó conuna frase de la Biblia que dice “los designios del Señor son inexcrutables” que noconsiguió más que mi padre se acalorara más y más hasta que llegó un momento en elque “se cagó en Dios y en la puta virgen”. Entonces la abuela le dijo muy seria que en sucasa no consentía que se dijeran esas barbaridades. Mi padre miró a mi madre esperandoque dijera algo, como por ejemplo quién creía que llevaba la razón, pero ella no podíadecir nada porque la abuela es su madre y estamos en su casa y además ella también escristiana aunque, ahora que lo pienso, hace algunos domingos que no va a misa. Mipadre se marchó dando un portazo que hizo caerse el jarrón que está encima del radiadory retumbó hasta en el patio. Regresó a las dos horas, se tropezó con el taquillón delpasillo, tiró los candelabros al suelo y se encerró en la habitación a dormir, sin despedirseni nada.

Hoy mi abuela y mi padre se han hablado con mucha educación en el desayuno. Mi padreha bajado a comprar una tarta de chocolate, que es la que más le gusta a mi hermano, yla abuela ha preparado una comida como la de Navidad, con la mesa del comedor abiertay la cubertería nueva, la de plata. Todos nos hemos duchado, peinado, perfumado yvestido bien guapos, como si viniera el rey a esta humilde morada. Aunque puede que, deverdad, viniera el rey.

El rey ha llegado en silla de ruedas, tiene demasiado bigote para un niño de doce años yuna mirada demasiado bondadosa para un pedazo de capullo que no sabía pasarse unminuto sin molestar al que tema aliado. Le han vestido con una camisa a cuadros y unjersey de pico de los que pican incluso por encima de la camisa y, por la cara que ponía,no le hacía mucha gracia, porque en cuanto le he dado dos besos y le he dicho que esejersey tenía que picar mogollón, ha movido una ceja para un lado a la vez que arrugaba lanariz, como antes hacía cuando no le gustaba la comida. Todos se han reído mucho conla escena y mi madre me ha mirado con cara de darme las gracias por haber suavizado unpoco la difícil escena. Se lo ha quitado inmediatamente y ha prometido comprarle unjersey que no pique. Seguro que antes del accidente eso no hubiera ocurrido. Su llegadaha suavizado la vida en casa, todos nos hemos vuelto un poco más condescendientes con

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los demás. Las conversaciones transcurren en un tono más suave, los “por favor” y“gracias” se suceden más de lo normal; las noticias desastrosas han dejado de tener laimportancia de antes e incluso, las derrotas de mi equipo de futbol ya no son tan trágicascomo antes. Desde que ha llegado, me esfuerzo por hablar un poco más que antes, lo queno es muy dificil, la verdad, pero lo hago como un profesional, porque sé que tengo quehacerlo, no porque me apetezca, escucho mis propias palabras y sé que estoy fingiendo,sé que mis risas son forzadas, como las de esas empollonas cuando el profesor cuenta unchiste malo, sé que me esfuerzo por aparentar que estoy muy contento y que nada de loque veo me parece extraño, que es normal que tu hermano esté en una silla de ruedas ytu madre le lave y le vista y que haga pis en una botella y que le limpie el culo como sifuera un bebé. Ver todas esas cosas, contemplar cada mañana cómo tu madre le viste y leda de comer cuando hace sólo seis meses, seis meses, medio año, te pegaba collejas y aveces patadas y puñetazos, contemplar lo que Dios puede hacer contigo si le entras malpor el ojo, es algo que te acompaña las horas, los minutos y los segundos como undefensa marcador a la estrella contraria: desde que sales hasta que te vas a la ducha.Sientes la fuerza de Dios o del diablo sobre ti a todas horas, sabes que tu vida no es tuyay que hay alguien que se la puede cargar a poco que le caigas mal. Sabes que puedehacer con tu vida lo-que-quiera. A mi familia le ha obligado a vivir a otra velocidad.Ahora somos una familia en silla de ruedas. Las aceras nos pertenecen, lo mismo que losbordillos y las escaleras. Cada una de ellas, aceras, bordillos y escaleras, es una entradade un defensa que hay que regatear. En cada una nos detenemos para superarla con ladificultad de conducir un balón en un campo embarrado. Cada parada te repite que noeres normal, que tu sitio es el hospital, aquel hospital que era nuestra casa, donde estabala gente como nosotros y del que algunas veces pienso que no deberíamos haber salido.Somos el centro de atención por donde quiera que vayamos. Al cruzarnos con la gentenos lanzan crueles miradas de sincera pena que dicen “lástima que os tocara a vosotros,pero menos mal que no me tocó a mí”. De esta manera, hacemos felices al resto de lagente, porque al ver a mi hermano prácticamente inmóvil, con la mirada casi perdida, lacabeza un poco ladeada y un hilillo de baba resbalándole por la comisura de la boca,vuelven la cabeza para ver a sus hijos y a sus hermanos y se alegran de que ese niñoinocente con bigotillo no sea su hijo ni su hermano. El taxista más malhumorado detienesu coche cuando nos ve pasar, por el paso de cebra, camino del parque. Los obreros delandamio se callan los tacos y los chicos malos de la calle detienen sus risas y susmonopatines ante la procesión de la silla de ruedas. Somos algo así como un cortejofúnebre, llevamos la muerte cercana escrita en nuestras miradas. El hospital parece ahoranuestra confortable gruta de donde no debíamos haber salido. La calle y el mundo de lagente normal no parecen hechos para nosotros, somos demasiado tristes. Sólo lasabuelas con ánimo de ganarse un sitio en el cielo parecen disfrutar con nuestra presencia.Cada día, por lo menos un par de ellas se detiene delante de nuestra cabalgata parapreguntar qué le pasó y después de recitar la consabida retahíla de “ay, pobrecito”,“angelito... con lo guapo que es”, “si es muy jovencito...” volver a la carga para conocertodos los detalles del accidente, el tiempo en el hospital y en la UVI, el camino que lequeda por recorrer a partir de ahora y lo mucho que desearían que se pusiera bien.Cuando llega el momento de mi intervención (“¿alguien lo vió? “Él estaba delante”)levanto la mirada del suelo, de donde no la despego durante todo el paseo y la clavo enlos ojos de la señora como si llevara tacos de aluminio, la presiono con fuerza hastahundírsela en la nuca, de manera que no pueda moverse, ni preguntar, ni suspirar, nirogar a Dios ni a nadie que se cure, le hundo la mirada para que le arrolle algún coche, aella, a sus hijos y a sus nietos y se queden todos paralíticos y aprendan a respetar el dolorajeno después de haberlo experimentado en su propia carne. Repetir esta acción unamedia de dos veces diarias es parecido a intentar el mismo regate una y mil veces; llegaun momento en que te sale sólo. De modo que cada día, cuando cojo el abrigo para bajar

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las escaleras y esperar a que llegue mi hermano en el ascensor, agarro también la miradade odio, siempre unos pasos por delante del cortejo, abriendo paso y despejando elcamino de curiosos y morbosos, como el guardaespaldas del presidente o del rey. Asícumplo con mi función, como un defensa leñero, no hablo ni cuento cosas, pero ayudo alequipo en una tarea fundamental.

Esas miradas son más útiles de lo que uno podría pensar. Cuando te encuentras congente dura de verdad, que no tiene aprecio por nada, para la que cada día es un insultode Dios porque a ellos no les ha dado nada más que problemas, tienes que sacar toda tumala leche para defenderte. Así es la gente que te encuentras en los campos de tierra debarrios lejanos donde ahora jugamos Santi, Pepe y yo. Hugo nos ha subido a los tres decategoría gracias a nuestra fenomenal racha del último mes. Ahora jugamos con losmayores en categoría regional, en futbol grande, con ficha y todo. Nos hemos tenido quecomprar botas de tacos recambiables y hemos debutado el otro día delante de unas cienpersonas en un campo de tierra bacheado, cerca de unas vías del tren, siempre las víasdel tren.

Hoy en el club, la charla de Hugo no fue acerca de tácticas futbolísticas. El, un hombrehecho y derecho, con tres puntos tatuados en la mano, que Santi me contó que significanque estuvo en la cárcel, se puso serio como nunca y nos advirtió. “A ver, chavales, hoyvamos a un campo dificil, allí vive gente que está bien jodida, seguramente vais a ver y aescuchar cosas fuertecitas pero así vais a demostrar que no sois unos niñatos sino unoshombres, así que comportaos como unos tíos de verdad: salid al campo a jugar yolvidaros de lo que veáis o escuchéis fuera del campo”. Se hizo un gran silencio en labodega que ni los más veteranos en el equipo se atrevieron a romper con un algúncomentario gracioso, como suele ser normal en estos casos. En lugar de eso, las miradasperdidas se dirigían al suelo y a las paredes de la destartalada bodeguilla. A la salida,Pepe y yo nos mirábamos sin comprender bien qué era eso tan duro que íbamos a ver.Santi se juntó con el resto de los compañeros para ver si se enteraba de algo y al ratovino a contarnos que, por lo visto, íbamos a un campo situado en un barrio muy pobre,donde nadie se atrevería a entrar de noche sólo, “ni siquiera la policía”. En el camino, nilos padres hablaban. Parecía que íbamos a jugar a la cárcel. A mí por poco me entraba larisa, todos tan preocupados por unos simples chavales. Aunque fueran gitanos, no erannada más que eso, unas personas de carne y hueso, ya ves qué problema, como si tefueras a encontrar con la muerte, no te jiba.

Era un día de invierno de los que a las cinco de la tarde ya casi es de noche, la nieblabajaba rápidamente hasta que se quedó a unos pocos metros del suelo, pero a pesar deeso, no había luces por las calles de aquel barrio, parecía como si se les hubiera olvidadoponerlas, como si a los operarios se le hubieran terminado justo allí, donde empezabanlas casas bajas y terminaban los arbolitos, los columpios y las canchas de baloncesto.Había caminos de tierra, descampados, como en los pueblos, con tablones y planchas demadera destartaladas, neumáticos, frigoríficos, televisiones y todos los electrodomésticosque te puedas imaginar, abiertos por la mitad, con los cables colgando y las carcasasdestrozadas. Por la calle, chavales y chicos mayores con el pelo muy largo miraban anuestro coche como si fuera el de unos ricos, con odio, ¡y eso que sólo era un Simca 1200!Tenían que haber visto los Mercedes y los BMW que aparcaban en el colegio pararecoger a algunos de mis compañeros. Pero es que allí, en ese barrio perdido no habíacoches. De vez en cuando veías un seiscientos, un ochocientos cincuenta o uncientoveinticuatro cochambroso en los que grupos de gitanillos jugaban con palos agritos, como los indios de las películas, rompían cristales y fumaban tabaco comopersonas mayores. Había veces que no sabías si eran unos adultos bajitos o unos niñosque sabían demasiado. Por fin, después de meternos por un montón de caminos llenos debaches y pedruscos, en los que olía a neumáticos quemados, hogueras de madera ycartones, llegamos al campo de futbol.

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Aquello parecía una reserva india. Las señoras llevaban vestidos y pañuelos de otras épocas, estampados en flores de colores chillones. Los hombres vestían trajes oscuros de rayas, sombreros y bastones. Los niños caminaban descalzos a pesar del frío. A veces hablaban una lengua diferente, otras, un español que no lograbas entender ni aunque te esforzaras mucho. A lo lejos, sus casitas bajas, su territorio. Puñados de señoras y hombres daban gritos de ánimo a sus hijos con eseacento tan particular que tienen los gitanos al hablar y Pepe imita tan bien. Fue decir envoz baja cuando bajamos del coche “ay, mama, que malos que son esos payos”, y Hugole lanzó una mirada que por poco le fulmina. No volvió a abrir la boca, ni siquiera en elpartido. Los cuatro padres que habían venido con nosotros se cuidaban de que noalzáramos la voz, de que no tropezáramos ni dijéramos nada que pudiera ser interpretadocomo una declaración de guerra, porque parecía que realmente íbamos a la guerra.Aquello no parecía un partido normal, en el que se bromea y se vacila.Estuvimos viendo terminar el partido anterior, más callados que en una misa. Nadie seatrevía a hablar, y si alguien lo hacía le miraban como si hablara otro idioma, como unprofesor que viene a enseñarles a hablar una lengua que no les interesa lo más mínimo.En el campo, los jugadores visitantes entraban a por el balón con muchísimasprecauciones, no se les ocurría protestar ninguna decisión del árbitro y se esforzaban porser simpáticos con los contrarios, les ayudaban a levantarse cuando chocaban, corríanlejos a por el balón aunque les tocara sacar a sus contrarios, reconocían una fuera en sucontra cuando el árbitro se había equivocado... Los gitanos, viendo tanta inocencia, seaprovechaban de ellos, claro; les birlaban saques de esquina sacando rápidamente, lesempujaban, les agarraban y después se hacían los inocentes levantando las palmas de lasmanos al aire. Marcaron un gol con un puñetazo a la salida de un saque de esquina que elárbitro tuvo que ver si es que no era el doctor Magoo, pero nadie se extrañó pero es queni un poquito de que no lo pitara. ¡A ver quién era el guapo que se hubiera atrevido adecir algo! Nosotros, que éramos imparciales, esperando a que nos tocara el turno,dijimos en voz baja, “vaya mano, vaya mano” pero, claro, no sirvió para nada. Bastantetenía el árbitro con conservar fuerzas para soplar el silbato.

Nos fuimos a cambiar. Desde el vestuario, se oían rumbas y flamenco. Afuera, encorrillos improvisados cantaban gitanas con vestidos baratos y colores llamativos, dandopalmas y diciendo “alegría”, “alegría” llamaban a sus hermanos, a sus primos y a susnovios y de vez en cuando animaban a alguno a meterse en el centro del corro y patalearun poco haciendo que bailaban, pegando taconazos en el suelo. El vestuario era unacaseta gris con tejado de uralita, sin ladrillos a la vista, levantado sobre un suelo decemento lleno de charquitos. En las paredes no había ni rastro de pintura. Las duchaseran dos chorros duros que salían de un tubo sin la alcachofa. De los báteres prefiero nohablar porque sólo de pensarlo me dan ganas de devolver. Mientras nos calzábamos lasbotas, a la pata coja, sobre las zapatillas, escuchábamos a través de una ventana sincristal al público pidiendo sangre. Decían cosas como “mátale”o “pártele por la mitá”.Me acordé de los cristianos en los circos romanos, cuando tenían que salir a la arena conla única idea de evitar la muerte y me hizo tanta gracia que me puse a reír yo solo. Losdel equipo me miraron como se mira a los locos, por eso me callé en cuanto pudecontener la risa.

La charla de Hugo esta vez fue en voz baja, porque había chonais mirando a través de laventana, -“venga, chavales, ¿os queréis ir, que tenemos que hablar del partido?”-, peroestaba claro que esos niños no conocían ningún tipo de normas, -“yo también quierooírlo”, decían-, y lo que dijera un tipo duro como el Hugo se la traía al fresco. No sólono se fueron sino que se echaron a reír, trajeron más chavalillos y todos juntoscomenzaron a tirarnos chinitas a la cabeza. El Gustavo se levantó muy cabreado porquele habían pegado en un ojo, pero Hugo le convenció de que, esta vez, era mucho másprudente callarse. “Por lo que pueda pasar”. En el pasillo de arena hacia el campo, noscruzamos con los jugadores visitantes, nuestros primos hermanos que nos miraron como

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al cerdo que llevan al matadero. No dijeron nada, pero su mirada era tan compasivacomo la de las abuelas que abordaban a mi hermano. La niebla había caído a un palmodel suelo y ahora era casi imposible ver la portería contraria desde el centro del campo.“¡Hugo, no se ve un pijo!”, “¡aquí no se puede jugar!”, le dijimos a gritos. “No se ve nada”le dije a uno de los gitanos. “Claro que no, cómo se va a ver si no nos han puesto lucesen el campo”, me contestó como si fuera idiota. ‘Pero es que aquí no se puede jugar, nose ve nada”, insistí con otro. “Cómo que no se va a jugar, por mis muertos que aquí sejuega”, contestó él. Y se fue a contarles a sus compañeros que los payos no queríanjugar.

Entonces se originó una discusión entre los entrenadores, los delegados de campo, lospadres, el árbitro y nosotros, los chavales. Hablábamos del partido pero en el fondohablábamos de algo más. No se jugaba porque lo decíamos nosotros o se jugaba porquelo decían ellos. El árbitro, el pobre, intentaba mediar en la situación, pero el lenguaje nole bastaba para poner de acuerdo a gentes muy diferentes. “Semos jugao con meno lú yno ha pasao ná. Son mú señoritos ustés. Esu é lo que pasa, que no quien jugá porquesemo gitano”. Hugo trataba de explicarles que la cosa no tenía nada que ver con la raza ysí con la luz, simplemente la luz. Pero ellos, los gitanos, se lo tomaban como una ofensaa su raza y empezó a correrse la voz de que los del equipo de verde eran unos racistasque no querían a los gitanos. Los gritos de guerra empezaron a envolver los alrededoressalvajes del campo, por donde caminaban grupillos de abuelas, chicos con motos quehacían mucho ruido y parejitas en busca de una loma donde meterse mano. Hugo nosreunió a todos al pie de campo y nos contó que había que jugar ese partido por narices.“Pero es que cada vez se ve menos”, dijo uno. “Se juega por huevos, coño, porque lodigo yo”, respondió Hugo más cabreado de lo que le he visto nunca, y luego añadió,mirando a los cuatro padres que habían venido, “vamos a hacer una cosa, vamos aencender las luces de los coches a cada lado del campo y así seguro que se ve un pocomejor”. Cuando se hizo la luz, los gitanos empezaron a dar palmas y más palmas hastaque el comienzo del partido se convirtió en una rumba futbolística. Claro, nosotros, derumba, poco, así que nos quitaban el balón en cuanto lo cogíamos, se adelantaban a lospases como si estuviéramos dormidos, como si nos hubiera paralizado un rayo o unabruja gitana nos hubiera echado el mal de ojo. El balón era una sombra invisible paranosotros, pero no para ellos. Los chicos mayores del equipo, que tanto meimpresionaron la primera vez que los vi, parecían ahora unos críos y hasta Gustavo,nuestro grandísimo defensa central, entraba a por el balón como una auténtica niña.Cuando ya perdíamos por dos a cero, Hugo nos puso a calentar a Pepe, a Santi y a mí ynos preguntó “¿queréis jugar?. Los tres asentimos con la cabeza. “¿Pero queréis jugar deverdad o vais a hacer como estos maricones? “. Me adelanté a mis amigos y le dije,“Hugo, puede que perdamos, pero nos vamos a dejar los huevos en el campo, te lo juro”.Lo dije tan convencido que me creyó. Salimos en el minuto treinta de la primera parte.Pepe y yo arriba, y Santi en el centro del campo. En cuanto entramos al choque confuerza en unas cuantas jugadas, los gitanos se dieron cuenta de que íbamos en serio. Nosmarcaron otro gol, en una indecisión tontísima entre un defensa y el portero fruto de losnervios -“yo-tú, tú-yo”- que aprovechó un gitanilio chinorri para meter el pie, peroseguimos jugando como cuando salimos, sin cortamos ni utia cala. Santi se llevó unbalón a base de empuje y me lo lanzó en profundidad. Como no se veía ni una mierda, me lo encontré cuando ya lo tenía encima, pero reaccioné a tiempo y lo controlé muy bien con la

punta de la bota, mis botas nuevecitas, qué guapas, me fui de un defensa por velocidad,me fui de otro, que me lanzó una patada asesina, me volví a mirarle con odio un segundomientras continuaba a la carrera, me interné en el área y le metí el pase de la muerte aPepe, que remató flojito pero muy ajustado al palo. Parecía que el portero la iba a pararpero cuando estaba a medio metro de la línea, el balón encontró una piedra en el camino ypegó un bote, con lo que despistó al portero y se metió dentro, tras tocar el poste. Un

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gol de chiripa, pero un gol al fin y al cabo. Cogí el balón rápidamente para llevarlo alcentro del campo, abrazándome a ratos con Santi y Pepe y dando saltos de alegría. En elcamino, el defensa del que me había escapado, me lanzó una zancadilla que por poco metira al suelo. Dije “hijo de puta” por primera vez en mi vida. En qué hora. El gitanillo demelena rizada reaccionó como un muñeco con muelle encerrado en una caja. Se fue a pormí eléctricamente, con más odio que yo haya visto a una persona en toda mi vida,lanzando alaridos como los indios y gritando “ay lo que ma dicho el malnacío”, “con mimama sa metío”. Yo reculaba ante el apache que se me venía encima, procurandoresguardarme detrás de algún compañero grandullón, pero el indio tenía muy claro quetenía que cortarme la cabellera y apartaba de su paso a empujones a cualquiera quepudiera interponerse delante de su vaquero. Tuvo que ser el árbitro quien se metió depor medio y agarró de los hombros a mi enemigo, pero el sheriff no lo metió en la cárcel.Como prácticamente se había acabado la primera parte, pitó el final esperando que en eldescanso se calmaran los ánimos.

En el vestuario, Hugo me echó una bronca tremenda por decir ese taco, no por el taco ensí, sino haber elegido precisamente ése, “a quién se le ocurre llamarle hijo de puta, eso eslo peor que le puedes decir a un gitano, no lo sabías, hombre de Dios”. Se quedó calladoun rato mirándome a los ojos hasta que añadió, ya más calmado, “no se te ocurra volvera decirle nada, ¡eh!“ .Dije que sí con la cabeza porque abrir la boca me parecía quepodía cabrearle más todavía. Me dijo que me cambiara de banda, para que no meencontrara otra vez con ese defensa, y colocó a Pepe allí, lo que no le hizo ni pizca degracia. En el vestuario, ya completamente de noche, se oían gritos cercanos que decían“no vais a salir vivos”, “sus vamos a rajá”, “pásame el bardeo, que le saque filo”. Yo meconcentraba en mi hermano, en la silla de ruedas, en la gente de los hospitales que estánbien jodidos y así, se me quitaba el miedo en un santiamén, hasta me reía de la situación,eso sí, para adentro. Hugo nos animó a seguir jugando como antes, porque en el pocotiempo que pasó desde que salimos los tres al campo, el equipo había cambiadototalmente.

Comenzamos dormidos la segunda parte, todavía un poco cagados por el incidente delgitanillo. Al rato, volvimos a cogerle el truquillo al partido. Era cuestión de tocarla ymoverla deprisa para no darles tiempo a que entraran al choque. Pepe se hizo una buenajugada por la banda, se internó en el área y, cuando fue a tirar, llegó uno con las dospiernas por delante y se lo cargó. Lo derribó como el agricultor que arranca la maleza.No había visto una entrada parecida ni en los partidos de la tele. Tuvieron que llevárselea hombros y encima la gente gritaba “ay, ay, ay” como si estuvieran cantando flamenco.Gustavo pegó un trallazo que entró por toda la escuadra. Tres a dos.

En cuanto sacaron de centro fuimos a por ellos con rabia, nos unimos todos y, por fin,empezamos a hablar entre nosotros cómo tiene que hacer un equipo, “vamos pá arriba”,“nos salimos”, “ahí tienes a uno”, “ese es para ti, fulanito”, “buena”, “ya son nuestros”,“hale, hale, hale, hale”. Los gitanos retrocedían ante nuestro empuje, se iban encerrandoen su área y empezaban a cabrearse unos con otros. Nos pegaron muchas patadas, nostiraron al suelo unas cuantas veces a cada uno de nosotros, porque, aunque no eran muyaltos, los tíos tenían muy mala leche, se notaba que tenían una carga adicional de energía,parecía que la energía eléctrica se la habían inyectado a ellos... Nosotros tambiénteníamos nuestros pequeños surtidores de energía porque el barrio donde estaba el clubtampoco era como las urbanizaciones donde vivían los del colegio. Los chavales delequipo eran hijos de albañiles, fontaneros, operarios de fábricas y criadas. Cuando ya losgitanos empezaban a pedir la hora, subí al centro del campo, harto de esperar el balónque nunca llegaba. Se lo rebañé a un centrocampista despistado en el semicírculo central,miré a un lado y a otro pero no vi ningún compañero, hacía amagos para abrir el juego ylos tíos se lo creían y me iban dejando pasar como en el desfile de las fuerzas armadas,hasta que, después de recorrer veinte metros con el balón pegado a los pies, me planté

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delante del líbero, le puse el balón delante para que fuera a por él y el tío picó, me lo pasépor detrás sin dejar de pisarlo y me lo llevé de tacón sin perder de vista la portería. Iba aentrar en el área para chutar cuando, de pronto, me entraron por detrás con los tacos pordelante. Me dejó hecho una braga. Estuve unos segundos tirado en el suelo, tragandoarena mientras se originaba otra tangana con el lateral de protagonista. Discutían, seinsultaban, se empujaban y se agarraban de la pechera. Me levanté con rabia cuandotodavía el árbitro colocaba el balón en el lugar de la falta, se ponía el silbato en la boca ysilbaba. No había barrera porque unos cuantos seguían discutiendo y los demásobservaban despistados. Sólo el portero estaba en su sitio. Me coloqué delante del balóny lancé un tiro a media altura al palo contrario de donde me encontraba. No iba fuerte,pero como el portero reaccionó tarde, no pudo hacer nada. El árbitro concedió el gol,como era normal, y nos fuimos a nuestro campo la mar de contentos. Los gitanos nohabían oído hablar de que si no se pide barrera, puedes sacar la falta cuando te déla gana. Se encararon con el árbitro, le llamaban “comprao”, “racista” y cosas más feas.Los últimos cinco minutos, el lateral se cambió de banda y volvió a colocarse a mi lado.No me dejó en paz ni un segundo, repitiéndome como un salmo: “ti voy a rajá”,“hijoputa”, “malnacío”, “como toques la pelota, te dejo paralítico”. Parecía el cura en lamisa, lo único es que sus intenciones no eran tan santas. Yo le miraba a los ojos, como alas buenas abuelas que nos cruzamos por la calle. No le contestaba ni decía nada pero letransmitía todo mi odio. En ese tiempo, sólo agarré el balón un par de veces, la primera,intenté hacerle un caño pero no picó; la segunda, lancé un pase que no llegó a sudestinatario de milagro. No me había acojonao. Cuando el partido terminó, temblaba unpoquito pero no me aparté cuando vino a chocar su hombro contra el mío, camino delvestuario. El tío sabía que tenía los huevos bien puestos.

Recogimos el equipaje como si fuera a pasar un huracán. No nos paramos ni a limpiar lasbotas, ni a cambiarnos los pantalones, ni a quitarnos el barro y la arena de la cabeza.Llenamos los coches de tierra pero no había tiempo que perder; por la ventana se oíangritos de guerra pero, al final, nos íbamos vivos y con un punto en la mochila. Sinembargo, a la salida, no había ni un alma. Parecía que para ellos ese partido había sidocomo todos. Vivían así.

Ni si hubiéramos ganado la Copa de Europa se hubiera montado una fiesta tan ruidosa enel barrio. Los padres tocaban el claxon de los coches. Los tenderos que habían abiertoese sábado por la tarde salían para preguntar cómo habíamos quedado. “¿Sólo habéisempatado?, ¿para eso tanta fanfarria?”, dijo el quiosquero. “¡Tenías que haber visto dóndehemos jugado!”. Cuando le decían el nombre del poblado, cambiaban la expresión ydecían “ah”, como si les hubieran contado que habíamos estado en el Congreso el día delgolpe de Estado. Los padres pidieron vinos y cocacola y se pusieron a beber como unoscosacos, porque por lo visto los cosacos son todos borrachos. Mi padre se puso máscontento de lo que le había yo visto en toda mi vida y me invitaba a todo lo que le pedía,daba igual unas patatas, que otra coca cola o unas avellanas. Iba sacando el botín y lorepartía con Pepe y Santi. Nos reíamos de los mayores y nos decíamos que éramos losmejores, que éramos los tíos más grandes, los más cojonudos. Ellos decían palabras queno conocía pero que rápidamente comprendía y me sonaban tan alegres que en cuantopillaba su significado las soltaba sin cortarme ni una cala. Me parecía que estabaaprendiendo más en un solo día que en muchísimos días en el colegio. Los mayoresvenían donde nosotros y nos contaban chistes y nos felicitaban por los goles, por lasjugadas, por los huevos que le habíamos echado, nos cogían de la cabeza y gritaban ennuestros oídos a lo bestia, nos manteaban bien alto, se sentaban sobre nosotros en elbanco hasta casi aplastarnos, nos contaban chistes verdes y prometían dejamos revistasporno. Estábamos la mar de contentos, así, como tíos mayores, cuando apareció laCatalina con una amiga morena, pequeña y delgada. Tenía una cara preciosa y nolevantaba la vista del suelo. Se quedó un poco apartada, apoyada en un árbol,

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contemplando cómo la Catalina, en minifalda y leotardos, se encaraba con todo el equipoy preguntaba cómo habíamos quedado. Todos se pusieron a hablar a la vez, contando sushistorias, las de los gitanos y del partido, poniéndose cada uno en el centro de la historia,haciéndose los protagonistas principales aunque no hubieran sido más que losacomodadores de la película. Nosotros les mirábamos y sonreíamos para adentro porquesabíamos que ellos no tenían nada que contar. Por fin, Gustavo consiguió hacer callar alresto y nos señaló a los tres, que estábamos a unos metros. “Aquí, los chavales, nos hansalvado el partido”. Los demás dijeron en murmullo, “sí, sí, sí, sí”. “Se lo han hechodeabuti”. “Se lo han currao, los chavalitos”. “Sí señor, mú demasiao, los tíos”. LaCatalina comprendió quienes eran los que partían el bacalao allí y se acercó a hablar connosotros. El Santi le contó lo de los goles y la Catalina nos miró a Pepe y a mí, queestábamos muy callados, como a los sabios cuando les dan el Premio Nobel. “Esto semerece un premio”, dijo la Catalina. Santi sonrió satisfecho pero Pepe y yo noentendíamos por qué. En la banco de enfrente, los mayores cuchicheaban y de vez encuando se reían. “¿Un premio guay?”, preguntó con curiosidad Santi. “Hombre, habéisempatado, el premio justo por un empate. Dentro de un cuarto de hora, os esperamos enlas casas muertas”. Y se marchó rápidamente con su amiga sin decir nada más.Santi empezó a darse palmetazos de alegría en los muslos y en nuestras mejillas y nosdecía que nos alegráramos. Pepe dijo que sí, que era cojonudo y yo dije que también, queera fenomenal, aunque no sabía por qué. Volvimos al bar un momento donde los padrescantaban jotas y coplas con letras verdes. Mi padre nos ofreció un vino a cada uno de loscampeones. “De un trago”, dijo. Santi le contestó “ahí vamos” y nos sentamos en lostaburetes, delante de las fotografias descoloridas de otros Cóndores de otras épocas,agarramos los vasitos, mientras Santi decía en voz alta “una, dos y tres”. Agarré el vasocomo los vaqueros en las cantinas y me lo tragué de una vez. Primero sentí un calorcitopor la garganta muy agradable y después, cuando llegó al estómago, sentí que era unapersona mayor y que todo el mundo me veía como una persona mayor. La gente dijo,“otro, otro”. Y nosotros, callados, dijimos, “venga”. Todos se rieron. Esta vez losaboreé un poquito, lo paladeé, como dicen los que saben. Tardé un poquito enbebérmelo ylos padres dijeron: “le ha gustao al condenao”. “De tal palo, tal astilla”. Yestaba bien rico, ahora me explico por qué nunca me dejaban beberlo, las cosas buenas selas reservan para los mayores. Solté un eructo y me relamí los labios de gusto. Albajarme del taburete, tropecé con una papelera, la volqué y salí a trompicones hasta lainmensa barriga de Hugo, que me agarró y me miró con cara muy seria. Los demás sereían mucho y me daban palmaditas en la espalda, incluido mi padre. Santi y Pepetambién estaban muy alegres y así, agarrados de los hombros y cantando una canción quedecía “maneras de vivir”, nos fuimos a las casas muertas. Meamos en una pared los tres,mientras nos despelotábamos de la risa y Santi nos contaba que la Catalina nos iba adejar tocarle las tetas. En cuanto lo dijo, se me quitaron las ganas de mear. La picha seme empezó a poner gorda, muy gorda y dura, tanto que se veían las venas y me dio unpoco de miedo porque pensaba que podían explotar. Santi y Pepe se reían mucho,muchísimo, así que decidí guardármela en la bragueta del pantalón de futtbol. Empezamosa pegamos patadas en el culo con las botas de fútbol, que hacían bastante daño, asacarnos costras de tierra de la cabeza, a perseguirnos por las escaleras a medioconstruir, a subirnos por las vigas y a tirarnos por los colchones despanzurrados que seextendían por los rincones. Estábamos tirados en unos colchones muy sucios cuandoaparecieron Catalina y la morena. Se quedaron a la entrada del edificio como esperando aque las dejáramos entrar en la vivienda, a pesar de que no había puertas ni ventanas. ElSanti hizo una reverencia y dijo “entren, entren, están en su casa. ¿Quieren quitarse losabrigos?” Las ayudó y dejó los abrigos, imitación a plumíferos, delgados como unacamisa y con algún que otro roto, colgados de un pico que sobresalía de la pared.Parecía un mayordomo de una mansión inglesa. Catalina sonreía muchísimo, pero la

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morena no se atrevía a mirarnos a los ojos. Entonces dije yo con mucha confianza,“bueno, a ver ese premio”. “Jo, qué prisas tenéis”, respondió la Catalina como hacen lasartistas de cine cuando saben que se van a ligar al galán. “Has dicho que teníamos unpremio”, dijo Pepe, “yo he marcado un gol, a ver, ¿qué me vas a dar por ese pedazo degol?”. “A ver, ¿tú qué premio quieres? ¿Hacer o ver?”. El Pepe se quedó muy callado, depronto no sabía que hacer, y eso que parecía que la respuesta estaba muy clara. Santi leagarró de la cabeza y le dijo algo al oído que debió ser muy convincente, porque el Pepedijo “ver”. “Entonces, ven”, y se fueron los dos de la mano a otra habitación. Al ratitovino Pepe muy contento. “Se lo he visto”, me dijo al oído. “Ahora te toca ti”, dijoCatalina señalando a Santi. “Yo prefiero hacer”. Se levantó, fue donde la Catalina, que sequedó muy quieta, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. Santi le sacó la blusarápidamente por entre los pantalones. Le metió las manos por debajo del jersey blanco yahí se pasó un ratito venga a tocar y a tocar. Parecía que tuviera un abrigo de visón enlas manos porque el tío estaba tan concentrado en la tarea que no hacía ningúncomentario y mira que le gusta hablar. Los demás contemplamos en silencio cómo laCatalina levantó los brazos poco a poco hasta que llegó a ponérselos en la cabeza y seempezó a manosear el pelo. Era increíble, ¡parecía que no le molestaba! Había cerradolos ojos como si acabara de hacer la comunión pero se mojaba los labios una y otra vezde una forma que no tenía nada que ver con la religión. Si tenía un éxtasis era por culpadel Santi, y el Santi no quería parar, sobaba y sobaba, como cuando de niño te mandabanhacer una figura de plastilina. Bueno, parecido, pero esto le gustaba más, mucho más.Las cosas de mayores son mucho más divertidas. Se lo estaba pasando tan bien queacercó la cabeza entre las tetas y le pegó un mordisco en una. La Catalina pegó un gritoy dijo “ya vale, te has pasao, tío”. A Pepe no le gustó nada lo que hizo el Santi, yo creoque pensaba que le había engañado. Yo, por supuesto, dije que “hacer”, porque entre veruna cosa y tocarla, siempre he preferido hacerla. Así que me levanté, fui donde laCatalina, metí las manos por entre el jersey y después por entre el sujetador, “qué fríaslas tienes”, y por fin llegué. Eran dos pedazos de carne dura y a la vez blanda, pero vivas,estaban vivitas, notabas que se movía cuando los dedos iban de un lado a otro y que algodentro de ella temblaba cuando la agarrabas por un lado y por otro, y siempre eradiferente pero siempre te gustaba, y era una sensación tan cojonuda que te imaginas porqué la gente se puede volver loca por unas tetas, porque de verdad que después de tocarunas tetas, te gustaría dormirte entre unas tetas toda tu vida, te gustaría comer entre unastetas y hasta respirar por entre los pezones. Estuve ahí, tocándolas un rato, primero conlas llemas de los dedos, después las abarqué con mi mano, aunque no conseguí llenarlaspor completo, luego las agarré con más fuerza y pillé el pezón y empecé a bajar la cabezaporque de verdad que me apetecía chupar esa cosa tan rica más que si fuera una piruleta.Estaba muy cerquita de ella, que me sacaba dos cabezas, con la picha bien cerca de suspiernas, y no me quería separar de allí ni un poquito, pero de pronto ella dijo: “ya está”,me empujó y me caí de espaldas. Por entre el chándal se notaba el bulto de mi picha y atodos les hizo mucha gracia. Se reían de mí pero me daba igual, estaba tan a gustito, tancalentito, que sólo tenía una idea en la cabeza, unas tetas, yo quería unas tetas para mísólo, para mi próximo cumpleaños o para Reyes pero yo quería unas tetas como ésas,blanditas y grandes para chuparlas todo el día como las piruletas y el palulú. Me quedéun ratito mirando al techo que era el cielo y me olvidé de que ellos se estaban riendocomo locos. Sólo veía unas tetas grandísimas. Cuando volví en mi mismo, Santi dijo envoz alta, “ahora te toca a ti”, señalando a la morena. Se dio la vuelta y se abrazó aCatalina, que dijo, “a Susi no, que es muy niña, y todavía no le han salido”. “Bueno, puesun beso en la boca”, dijo Pepe. La Susi le dijo algo al oído a la Catalina y ésta dijo, “en laboca no, que no quiere”. “Bueno, pues en la cara, pero largo”, dijo Santi. “Bueno, esosí”, admitió la Catalina después de consultarlo con la morena. Nos pusimos los tres enfila, peleándonos por ser el primero. Santi impuso su fuerza, agarró a Susi de la cintura y

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le dio un beso muy fuerte en la mejilla, que se oyó mucho. Al pasar a mi lado, se relamíade gusto. Pepe intentó dárselo en la boca, pero ella se apartó y le dijo “guarro”. Sequedó sin beso. Yo me quedé frente a ella y no supe qué hacer. Nunca había visto unachica tan guapa de cerca. Estaba a unos centímetros de su cara, mirándola a los ojos yme parecía que estaba en el paraíso.Tenía el pelo negro recogido en una coleta, su caraera tan limpia y olía tan bien que me hubiera gustado acariciarla un día entero, tenía unanariz pequeñita y plagada de pecas y unos ojos que no sabías hasta donde lograbanmirarte. Me quedé tan paralizado que la Catalina me tuvo que meter prisa, “venga, quees para hoy, Romeo”. Puse mis manos en su cuello y, muy despacito, acerqué la carahasta su mejilla izquierda, coloqué mis labios sobre su piel e intenté aspirar todo su olor,me tragué todos los sabores que, como del pitorro de la olla, salían de su piel. Era tansuave como tu almohada pero sabía mejor que tu comida favorita. La que te gustaríacomer todos los días hasta empacharte. Pero ninguna paella sabe tan rica. Ni te mira consus ojos. Al mismo tiempo, noté sus labios frescos en mi mejilla derecha, y se fueronponiendo más calientes y más húmedos y me hacían unas cosquillitas muy ricas y mehacían sentir un tío vestido de cuero y con una moto de largo manillar. Así estuvimos unrato, como en lo alto de un podium con una medalla de oro, hasta que la Catalina, elPepe y Santi nos pegaron un empujón que casi nos hizo perder el equilibrio. Susi se pusomuy colorada y se marchó corriendo, seguida por su amiga. Yo me quedé un pocoantontado, hasta que Pepe y Santi me pegaron una colleja, “casi te quedas dormido,chaval, parecías un bebé en brazos de su madre”, “tenías que haber visto la cara de julaique tenías”. Aquel cachondeo no me gustó nada porque no pararon de reírse de mí, asíque les dije que me tenía que ir, porque ya era tarde. En el bar, mi padre estaba muchomás contento de lo que es normal, gritaba entre risas a todo aquel que le quisieraescuchar que algún día podría llegar a ser un gran jugador de futbol, que iba a ganarmuchos millones con los que podríamos contratar al mejor médico para curar a mihermano. Yo también estaba muy contento, por las tetas, por los goles, por el beso, perosobre todo porque el de arriba había decidido que ya estaba bien de mandarmenubarrones. Seguro que habrá pensado que hay otros muchos que se lo merecen muchomás.

Cuando la profesora de historia dijo que la esclavitud siguió existiendo hasta el siglopasado en los Estados Unidos, muchos sonreimos en la clase. Quienes no se reían eran

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Gordillo y Estévez. Gordillo, el hijo del conserje, es uno de esos chavales tan delgadosque parece que no existen, que nunca hablan en clase y si le dicen que conteste a unapregunta, se pone colorado, y cuando le toca leer se aturulla y tartamudea tanto que alfinal tiene que dejarlo entre las risillas malvadas de toda la clase. Para acabar de liarla, esdelgado como un palillo y sus jerseys a veces llevan agujeros en los sobacos. Estévezpesa ochenta kilos, y eso todo el mundo sabe lo que significa en un colegio. A pesar desu peso tiene que soportar las bromas y las burlas de todo el mundo, incluidos los que,como Richi, no pesan ni la mitad que él. Hace tan sólo unos días, Willy adoptó a Gordillocomo esclavo. El trato fue tan sencillo que parecía hasta lógico. Gordillo llevaba unasemana para volverse loco, su aparición diaria en clase era el chupinazo de las fiestas deSan Fermín. Cada mañana, cuando Willy veía a Gordillo entrar con el terror escrito en sucara, mirando al suelo como queriendo pasar desapercibido, comenzaba el encierro. En elprimer intercambio de clases Willy iba hacia su sitio, en la primera fila, y le decía que selevantara con ese gesto tan suyo, levantando el labio por un lado, “venga, ponte de pie,no seas marica”. No paraba hasta que lo conseguía. Entonces Willy le miraba de arribaabajo, de abajo arriba, como quien va a comprar un coche, y comenzaba el comentario,como los cronistas taurinos; la calidad de su ropa, las marcas que nadie conocía, laszapatillas rotas por los costados, los chubasqueros le calaban la ropa, los pantalonessiempre le llegaban demasiado largos, las camisas demasiado cortas... Un día, Gordillo yano pudo más y le preguntó qué quería, le daría lo que quisiera, sus canicas, su clavo, losrotuladores, las plastilinas, hasta el estuche de dos pisos. Pero Willy tenía de todo engrandes cantidades, no le hacía falta de nada. Se quedó un rato pensando hasta que abriósus grandes ojos azules que encandilaban a las nenas y se dio cuenta de que sí le hacíafalta algo. Entonces, le dijo con la convicción de un emperador romano “tú, vas a ser miesclavo”. Gordillo se quedó tan extrañado por la frase que no dijo nada. “A partir deahora no me voy a meter contigo, pero a cambio harás todo lo que yo te diga”, dijomirando al resto de la clase, convencido de lo ingenioso de la propuesta. Gordillo, el hijodel conserje, debió pensar que cualquier cosa era preferible a la humillación diaria quesufría y se quedó callado. Había aceptado.

Richi, una cabeza más bajo, pelo rizado moreno y ojos verdes, llevaba unos días un poconervioso. “Yo también quiero un esclavo” le decía a todo aquél con el que se cruzara,“yo quiero un esclavo”, decía como los niños cuando piden regalos a los Reyes Magos.“¿Quién quiere ser mi esclavo?”, dijo abiertamente el otro día cuando esperábamos enfila horizontal en orden de estatura el inicio de la clase de gimnasia.Y fue paseando unopor uno delante de todos los chicos, como el rey cuando pasa revista a la tropa, y cuandose paraba delante de alguno, se quedaba callado o le hacía una broma para recordar queera su amigo, fuera alto, bajo, fuerte o enclenque. Yo estaba con Alex, que, aunque muypacífico, es bien alto y no se le podía tomar en broma. Además, por si esta protecciónfuera poca, había entrado en el equipo de fútbol, y eso impedía que yo fuera su esclavo.Pero estaba claro que alguien tenía que serlo, no era justo que Willy tuviera su esclavo, ylo bien que le iba con él, como las amas de casa con su lavadora automática, y que sumejor amigo no lo tuviera. Richi miró y remiró durante varios días a todos los varones dela clase e incluso a alguno de la de al lado pero consideró, muy inteligentemente, que aun esclavo de otra clase no le iba a sacar ni la mitad de partido que a uno de la propia.Así estuvo una semana hasta que ese día, en el partido de fútbol, dio con el elegido. Enun lance del juego se encontró con Estévez, el gordo, y le hizo una zancadilla muysencilla, una que cualquiera hubiera podido evitar, pero no Estévez. Mover ese cuerpo deleón marino era ya todo un trabajo diario, pero practicar un deporte era pedirledemasiado. Richi, treinta kilos menos, dos cabezas más bajo, se colocó encima de subarriga y empezó a montar a caballo como en los rodeos americanos, al tiempo queaullaba y aullaba. La mayoría de la gente se reía porque el tío la verdad es que teníamucha gracia, se le veía disfrutar como en el parque de atracciones y cuando ves a

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alguien gozar de esa forma hasta se te olvida qué es lo que le está haciendo pasar tanbien. Llevaba un ratito domando a ese caballo percherón, “no es un alazán ni un caballoandaluz, pero puede servir”, decía mientras Estévez se iba poniendo colorado, el pelocasi blanco del polvo del suelo. Pero Richi no paraba, montaba y montaba, le pegabacoces y le decía “arre”, “arre”, “al galope”, “al galope”. “Vamos a ganar el GrandNational, Stevie, vamos Stevie, que ya queda poco”, decía con un perfecto acento inglés.Estévez no decía nada de nada. Cerraba los ojos y continuaba el galope hasta la meta,respondiendo a las coces del jockey con nuevos bríos. Richi le daba latigazos con lamano. Willy le animaba “más rápido, más rápido”, hasta que Estévez, a punto deahogarse, le dijo lloriqueando “no puedo más, qué quieres que haga, haré lo que sea, loque quieras, lo que quieras, pero déj ame, por favor, déjame, déjame”. Richi preguntó envoz muy alta, “¿vas a ser mi esclavo?”. “Sí”, se oyó a lo lejos. “De verdad?”. “Sí, perodéjame, por favor”, suplicó. “Cómo mola, tengo un esclavo”, dijo Richi mientras leayudaba a levantarse, y le quitaba con cariño el polvo del chándal, “ya verás, te voy atratar mejor que a nadie”, le dijo como si hablara con su osito de peluche. “Mira, y esmucho más grande que el tuyo”, dijo ya en pie y mirando a Willy. “Un día podíamosechar una pelea”, le contestó. “Seguro que ganaba el mío, es más listo”. “Y una mierda,el mío es mucho más fuerte, mira qué brazos”. Los demás, a unos metros de distancia,continuamos el partido, sin querer darnos cuenta de lo que veíamos.

Desde entonces, Estévez, gran dibujante, hace los trabajos manuales de tres personas,porque a veces Willy le pide prestado a su esclavo. Gordillo, especialista en Matemáticas,resuelve problemas para sus amos. Willy y Richi ya no cargan con sus pesadas carteras enlos hombros, sus esclavos las llevan por ellos y si algún profesor les pregunta dicen queque han perdido una apuesta. Los amos cumplen con lo prometido y ya no se meten conellos. En lugar de eso, les tratan como si fueran sus mascotas, a veces les traen pipas ocaramelos y les dan palmaditas en la espalda porque hay que tenerles contentos. Un día,vi a Estévez atándole los cordones a su amo. Otro, Gordillo le partía el filete en trocitosmuy pequeños mientras Willy pinchaba con su tenedor. En la clase había un ambienteextraño, nadie se atrevía a hacer nada pero, quitando los pelotas de los amos, a todo elmundo le sentaba mal lo que estaba sucediendo.

Esta mañana, en la clase de historia, Maite levantó la mano y dijo muy seria, “eso no esverdad, señorita, la esclavitud todavía existe”. La señorita, con mucha paciencia, porqueMaite es muy respondona, le dijo, “no, te equivocas, la esclavitud ya no existe, fueabolida en el siglo XIX”. “Sí que existe, yo conozco a gente que son esclavos ahoramismo”. “Maite, por favor, no digas tonterías, ¿esclavos en este tiempo?”. La clase sequedó callada, esperando que alguien se levantara, que alguien hiciera algo, que larevolución estallara. Por fin, cuando Maite parecía que iba a añadir algo, Richi se levantócon la más conquistadora de sus sonrisas y dijo “Maite se refiere a un juego que tenemosen clase, el que se equivoca con algo tiene que hacer un día todo lo que le diga el que leha hecho la pregunta”. La señorita se quedó pensativa, esperando que alguien le aclararala situación. Después de unos segundos preguntó otra vez, “¿es un juego?”. Willy y susamigos dijeron a coro y metiendo mucho ruido “sí, es un juego, es un juego”, de maneraque parecía que había sido la clase quien había hablado. Maite esperó que alguien laapoyara pero nadie, ni yo mismo, levantamos la voz. Algo se removió en mi estómago.Al acabar la clase, Willy y Richi se fueron al sitio de Maite, donde se había juntado muchagente, entre ellas sus dos amigas. “Chivata de mierda, como vuelvas a decir algo, te vas aenterar”. “Te vamos a cortar las coletas y te vamos a hacer unas cuantas cicatrices en lacara”. “Cobardes, sois unos cobardes y unos matones”, les dijo Maite a punto de llorar.Yo contemplaba el tumulto, las amigas de Maite intentando protegerla, las de Almudenay los amigos de los matones llamándola chivata, y rápidamente pensé lo que supondríahacer lo que estaba pensando hacer, cómo influiría en mi posición en el equipo y en laclase, ahora que ya me había integrado. Lo ponía rápidamente en una balanza, como en

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el mercado, y no me decidía, me latía el corazón pero no me decidía, se trataba dejugársela ahora que me iban bien las cosas o mantenerme callado para conservar miespacio de felicidad recién ganado. Entonces se me ocurrió una idea genial. Me abrí pasoentre los corrillos desde el extremo de la clase donde contemplaba la situación y dije conel acento que había aprendido en el barrio. “Venga, tíos, dejadla ya, que es una chica”.“Tú, cállate, que nadie te ha dado vela en este entierro”, me dijo a gritos Richi. “Eso, túa callar, pobre, no vaya a ser que te vayas caliente a casa”, añadió Willy. A Maitetampoco le hizo ninguna gracia lo que dije porque, cuando terminó la trifulca, se acercóa mí y me dijo, “creía que eras diferente”. Se dio la vuelta, anduvo unos pasos, y añadió“y que sepas que porque sea una chica no eres mejor que yo, cobarde”. Después de esafrase, me sentí más tirado que la cáscara de una pipa. Me juré que nunca más volvería aintentar quedar bien con todo el mundo.

Desde ese día digo siempre lo que pienso. Cuando mi hermana me pregunta si me gustael vestido nuevo que le han comprado y me parece una mierda, se lo digo. Cuando mimadre me pregunta si voy a sacar buenas notas esta evaluación, le digo que no. Cuandome pregunta por qué, no le contesto, porque decir la verdad supondría verla llorar otravez y mentir sería ir en contra del juramento que me hice. Entonces, me quedo mirándolamuy serio y no contesto nada, como la mayor parte de las veces que me preguntan algoen mi casa. Después, se encierran en la habitación de mis padres, que por el día es salade estar, mi madre, mi abuela y, cuando la llaman, mi hermana. A mí me dicen que mequede jugando a las cartas con mi hermano, aunque en realidad es como jugar contra mímismo porque él sólo es capaz de poner una carta cualquiera, muy lentamente, sobre lamesa. Yo tengo que mirar su cartas y poner la que yo creo que es la mejor, y lo hago tanbien que a veces me gana y me mira feliz por la victoria y suelta unos balbuceos como losniños cuando aprenden a hablar, que me recuerdan a su risa cuando me hacía trampas.Como mi hermano tarda mucho tiempo en soltar sus cartas, yo doy tres pasos y coloco laoreja en la puerta y oigo que hablan de mí, de lo raro que estoy, de lo poco que mecomunico, y mi madre le pregunta a mi hermana acerca de lo que hago en el colegio yella le dice que juego al fútbol y que tengo amigos y que no se preocupe porque sólo lefaltaba ahora que tuviera que preocuparse por otro hijo cuando Javi está como está. Laabuela le dice que lo que me pasa es que estoy celoso porque ahora no soy el centro deatención, que cuando vienen los tíos sólo tienen ojos para mi hermano y eso a mí mefastidia y por eso estoy todo el día de mal humor, pero lo que tienen que hacer es nohacerme caso y ya se me pasará, como se le pasa a todos los niños pequeños cuandollega otro hermano más pequeño, que es, en definitiva, lo que le ha pasado a esta familia.Al rato salen de la habitación como si nada hubiera pasado y me dicen que hoy van ahacer tortilla de patatas, mi comida favorita, y me preguntan si no me alegra y yo les digoque sí, que me alegro mucho, pero me tengo que esforzar mucho para que mi vozparezca alegre y, en realidad, no sé si lo consigo. Al rato llega mi padre y le pregunta ami hermano lo que ha estado haciendo ese día, aunque sabe que no puede contestarle, yse ríe mucho cuando mi hermano señala el resultado de la partida de cartas en la que élha ganado y mi padre le dice que siempre ha jugado muy bien a las cartas y se ríe de míporque me ha ganado y yo sonrío para mis adentros porque tiene gracia que él me hayaganado cuando yo jugaba por los dos. Después, nos ponemos a cenar. Mi hermano haempezado a comer él solo. Agarra la cuchara a la mínima velocidad a la que una personanormal seria capaz de hacerlo y, despacito, como un policía que desactiva una bomba, lalleva al plato, la llena por la mitad de la sopa de ajo y por el camino van saltando primerogotas y después riadas soperas, de manera que cuando llega a la boca esta prácticamenteyacía. Mi familia aplaude su destreza y le limpian las primeras seis cucharadas que van aparar invariablemente a su ropa, a pesar de que le han forrado de servilletas. Después, mi

madre agarra la cuchara y le da lo que queda de la sopa, aunque a él no le hace ninguna

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gracia. Aunque parezca increíble, cuando como en casa, a mí también se me cae la sopa yeso que soy lo suficientemente mayor como para que sólo se me resbale algún hilillo porla comisura de los labios. A mi familia esto le hace mucha gracia, porque así mi padrepuede decir que soy un desastre y que como igual que mi hermano, y que, a este paso,me la van a tener que dar a mí también. A mí no me hace ninguna gracia pero sonríocomo si me lo hiciera. El resto de la cena transcurre como siempre, mi hermana cuentalas cosas de su clase, las niñas más listas, los niños más gamberros, una amiga que sabetocar el piano, otra que estuvo en Estados Unidos, una que es judía y por eso los sábadosno puede quedar, cuenta la ropa que llevan en el colegio, la que se lleva esa temporada,los exámenes que le quedan por hacer, los trabajos que tiene que entregar esta semana,las cosas que tiene que comprar para el colegio y lo mucho que se ha reído hoy en laruta. Cada vez que mi hermana termina una historia, sé que me preguntarán a mí; losexámenes que me quedan, si hay judíos en mi clase, la ropa que llevan las niñas de miclase y si hay chicos gamberros. Yo contesto a todo con monosílabos porque no puedohablar más, no puedo contar nada gracioso cuando veo a mi hermano arrastrar sucuchara hasta la boca con tanta torpeza, mi cabeza se queda en conserva, mi cerebro estáanestesiado, como cuando operaron a mi hermano, y no hay nada que pueda hacer porél, los movimientos, las voces, las preguntas, me llegan a través de una sábana que losamortigua, que les quita importancia, que los anula y así, mis respuestas salen como elcafé, descafeinadas, sin vida, muertas, a veces ni yo mismo soy capaz de reconocer lavoz que mi boca está emitiendo, ni a mí mismo me interesa lo más mínimo lo que voy adecir y así, de verdad que es imposible hablar. Mi padre también está en su propiomundo; el futbolístico. Le importan un pepino las conversaciones con tal de que ledejemos oír al comentarista, y cuando eso no es posible, comienza a subir el volumen, loque hace que eleven el tono de voz, a lo que él responde elevando más el volumen, y losconversadores igual, hasta que ya ninguno nos enteramos y empiezan los gritos y miabuela dice que como siga así va a apagar la televisión y entonces mi padre reacciona,porque sabe que la casa es de la abuela, y entonces apaga la televisión y se va a la camadando un portazo. Después, todos nos quedamos en silencio y mi madre, que, como loszombis, ha vuelto a vivir después de que mi hermano saliera del hospital, se levanta de lamesa y se va a la habitación y se les oye hablar a lo lejos, y al rato mi padre vuelve y sesienta a ver el partido con el volumen bajito y nosotros dejamos de hablar para que seescuche bien, lo que me alegra mucho, porque así no tengo que hablar. A las once de lanoche, la abuela trae la leche con galletas, que es la señal de que hay que prepararse parair a la cama. Mi hermana se va al cuarto de baño para que no la veamos en bragas aldesvestirse y allí, en el sofá-cama, nos acostaremos los tres, yo en el medio, donde sejuntan los hierros de ambas camas, porque mi hermana es mayor y mi hermano estáenfermo. Por la noche, las camas se mueven con nuestros movimientos. A veces mequedo entre las dos, donde los colchones no tapan la estructura de la cama nido, yentonces noto el frío de los hierros en contacto con mi piel. Al poco, el frío se apoderade mi cuerpo y allí, en el Polo Norte, un aluvión de ideas me golpean con mala leche,“nada va a volver a ser como antes”, “Javi no se recuperará jamás”, “por mucho que teesfuerces, no servirá de nada”. Los “nada” y los “jamases” revolotean en mi cabezacomo la nieve en la tormenta y entonces me entran escalofríos y tengo ganas de gritar yde llorar, tengo ganas de que alguien me saque del Polo y me lleve a la playa, y por esoagarro la manta y me acuruco dentro de ella para sentir calor, pero mi hermana luchapor ella y vuelve a estirar, y al final, después de muchos tiras y aflojas, un pie queda fuerade las sábanas, de la manta, del calor, en la tormenta, en el frío, en el Polo.

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Maite va sentada en el asiento de delante del mío, mirando por la ventana ensimismada,haciendo que no oye los chistes de Willy y Richi sobre el peluquín del conductor, ni lascanciones sobre el conductor de primera, ni la confianza con la que esos chavales llaman“jefe” a su padre, que es el conductor. Le ha dado un beso al entrar y ha respondido conun “sí” chiquito cuando le ha preguntado si llevaba el bocadillo. Su padre es un simpleempleado de estos equipos que van en el autobús a jugar un partido de baloncestofemenino y uno de fútbol-sala masculino. Hasta este año, en el colegio había equipo debalonmano, de baloncesto, de atletismo y de voleybol pero no de fútbol-sala. Al profesorde gimnasia no le parece el mejor deporte para desarrollar las cualidades atléticas de losalumnos. “Por eso Maradona es un enano y no sabe correr, si hubiera hecho atletismosería mucho más alto y tendría un cuerpo mejor proporcionado”, dijo el otro día. Lo quese le olvidó decir es que Maradona no tenía zapatillas para correr y con un balón haconvertido todos sus sueños en realidad, juega tan bien que no le hace falta saber nadamás, porque ahora gana un pastón. El padre de Maite no gana un pastón pero es supadre, por eso Maite no ha abierto la boca en todo el viaje, y mira que a ella le gustahablar. Así, mirando a través del cristal atravesado por gotas de lluvia se ha pasado todoel camino. A veces parecía que las gotas y sus ojos se fundían en una sola mirada.Yo hacía garabatos con el dedo en la ventana. Observándola.

Desperté cuando entraba en otro mundo.

Después de recorrer varios pueblos llenos de chaléts, con verjas altísimas y muchosaparcamientos libres, el autocar se sale de la carretera y toma un sendero por un bosqueque nos lleva a una verja parecida a las de las fincas de los lores ingleses. Un guardia conun escudo diferente al de la policía franquea el paso y le pide al conductor ladocumentación. Los chicos y chicas de mi clase se callan de repente. Cuando pasamos lacaseta del guarda y nos adentramos en el centro avanzado de enseñanza, comienzan asuspirar, envidiosos, por las instalaciones del colegio. Hay señales con dibujos queindican el camino al laboratorio, la piscina, el gimnasio, el bar y el comedor. Por lascalles del recinto, plagadas de macetas imponentes y árboles frondosos en flor, caminanchicos mayores y niños en uniformes azul marino con un escudo, sin una sola mancha, lascamisas blancas por dentro de los pantalones y los cuellos de las corbatas rayadasperfectamente anudados. Las niñas llevan las medias blancas subidas hasta las rodillas,justo hasta donde llegan sus faldas oscuras tableadas. Sus peinados relucen,perfectamente cepillados. Todos, niños y niñas, chicos y chicas, tienen las caras bienlavadas, las miradas inocentes y altivas, los cuellos erguidos y las espaldas bien rectas.Sus caras no tienen grandes defectos, no hay bizcos, ni narizotas, ni enanos, ni gordos, nideformes.Todos caminan como por una pasarela de modelos, no hay chillidos ni risas acarcajadas. Las niñas se ponen la mano en la boca cuando tienen ganas de reírse y losniños hablan con ellas como si estuvieran en una fiesta de pedida de mano. Nos dicen queesperemos a la puerta del autobús, mientras viene a buscarnos la persona encargada delas relaciones externas. Miro a mis ricos amigos y los comparo con los habitantes de estecolegio inglés. A su lado parecen unos pobretones, y ellos estoy seguro de que lo sabenporque han bajado repentinamente el tono de su voz y, de pronto, Willy y Richi hablancon la voz muy queda y charlan con las niñas como si también fueran personas mayores,como si estuvieran sus padres delante, y las niñas responden actuando como si fueranactrices de cine, como si quisieran conservar la dignidad de sus familias delante de esosaristócratas ingleses que nos miran como si fuéramos los criajos de Oliver Twist, y mehace mucha gracia porque me encanta que haya otros pollos más ricos que estosricachones de mi colegio.

Al rato llega un chaval un poquito mayor que nosotros. Nos saluda como si fuera un paje

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real y se presenta como el encargado de relaciones externas del club deportivo. Nosindica que le sigamos y se pone a hablar con nuestro profesor como si fuera él la personamayor y no nuestro profe. Es alto, lleva el pelo corto aceitoso, peinado con una raya allado tan profunda como un tajo, y su flequillo le hace una curvita encima de los ojos másrepugnante que el cuarto de baño del campo de los gitanos. El pollo comenta, sin quenadie le pregunte, las excelentes instalaciones del colegio, la piscina cubierta que acabande inaugurar, la cancha interior que en pocos segundos y accionando unos simplesmecanismos se convierte en pista de baloncesto, fútbol sala o voleibol, y la gran joya, lapista de atletismo que, además, se usa para jugar al hockey hierba, un equipo, el delcolegio, que ya ha competido a nivel internacional, “con óptimos resultados”. Mientrascamina, saluda por su nombre y moviendo elegantemente la cabeza, a Estefanía, Agatha,Esmeralda y Helga, que son chicas rubias, altas y delgadas de caras lechosas y miradasfrías. Cada uno de sus movimientos parecen producto de miles de ensayos, como sihubiera estado ensayando delante del espejo y hasta cuando habla, el tío pronuncia tanperfectamente el castellano que hay veces en que sus “eses” te dan la misma dentera queuna tiza rebelde sobre la pizarra. Cuando llegamos, después de diez minutos atravesandodecenas de uniformados con el jersey a la espalda o a la cintura, nos espera el equiporival, que nos saluda muy correctamente, como si fuéramos a compartir una experienciareligiosa. Yo ya no aguanto más y les digo a mis compañeros: “estos tíos son una pandade maricones”, y entonces Willy, Richi y todos los demás cambian el gesto serio que seles ha puesto desde que entramos y me miran sonriendo, y a partir de ahí nuestras carascambian y nuestros actos también.

Los vestuarios están más limpios que una iglesia, hay jabón en los lavabos, agua caliente,secador para el pelo, calefacción, perchas para la ropa y guardarropa para dejarla. Todoestá tan bien dispuesto que te apetece quedarte allí a dormir y no salir afuera a jugar,donde además hay que esperar a que jueguen las chicas. Nos vestimos y prometemosdarles una buena paliza a esa pandilla de maricones.

El partido de las chicas acaba de empezar cuando salimos. Los primeros puntos, despuésdel salto entre dos, los mete en su propia canasta una de nuestras compañeras, por esonos reímos como locos, aunque al público no les parece igual de divertido, porque nosmiran como el profesor, con ganas de estrangulamos. Nuestras compañeras tambiénparecen dispuestas a matarnos a la menor ocasión. El partido transcurre como suele sernormal en este tipo de partidos femeninos. Las niñas corren de un lado para otro con elbalón en las manos, haciendo pasos, dobles, agarrándose, lanzando pelotas a canasta quenunca tocan el aro, vamos, lo típico que suelen hacer las niñas cuando practicancualquier deporte. Si no fuera porque en nuestro equipo juega Maite, no valdría la penaaguantar más ese pestiño. Al descanso, el marcador es 2-0. Un balón dudoso sale por labanda y me llega directito a las manos, y en lugar de dárselo a Estefanía, que también esde mi clase, se lo envío a Maite, que me mira sonriente porque hace un rato que notocaba el balón. Al final del partido, ganan nuestras compañeras 8-6. Ahora nos toca anosotros.

Nuestros contrincantes salen al campo en fila india y saludan desde el centro del campo alos espectadores antes de empezar a calentar como enseñan los manuales de educaciónfisica. Son altos y van relucientemente peinados. Cualquier cura estaría encantado de queunos tíos como ésos hicieran la primera comunión en su iglesia aunque fueran enpantalón corto, como ahora. El primer tiempo parece un partido en la Unión Soviética,se oyen los ruidos de las zapatillas por el parqué, las faltas no se protestan, el contactono existe, ni siquiera entre los propios compañeros, no hay gritos de ánimo ni reproches.El partido está como el colegio, dormido. Los espectadores, que llenan el pabellón, sóloabren la boca para aplaudir a Gonzalo, Jonathan y Rodrigo, pero no se excitan con eljuego, nadie parece hacer nada que no le hayan dicho su entrenador, su madre o suabuela. Todos se comportan como debieran. Un partido de los que no necesitan árbitro,

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como diría Hugo. Entonces, me acuerdo de él, de Santi y de Pepe, decido dejarme detoquecitos poniendo figuritas, estirando bien el cuerpo para que te vea el respetablefemenino, me saco la camiseta por fuera y me tiro en plancha a los pies de uno de esosgrandullones, que me mira como si hubiera salido de una película de Kung-Fu. Aunque elárbitro me pita falta, me da igual, voy a por todos los balones mirando al balón y a sustobillos, me olvido de sus caras repeinadas y de sus cuerpos de ballet, le quito a uno lapelota y me voy con ella a toda leche, con mala idea y le meto un punterazo que pega enel poste. El partido se anima, mis compañeros me imitan y empiezan a entrar a lostobillos de los niñatos, que se quitan la pelota de encima como pueden, lo que quieredecir que la dejan suelta y es mucho más fácil hacerse con ella. Me hago con unoscuantos balones y se los regalo a Richi y a Willy, que se lían a hacer regates para queluego se la acaben quitando. Después de cuatro jugadas parecidas le grito a Willy: “¿lavas a pasar de una puta vez?”. Me responde con una mirada incrédula, porque estoyseguro de que pocas veces le han gritado así. Al rato es Richi, que ha empezado a entendermi juego, quien le dice que no sea chupón y la pase, y Wili, increíblemente, se defiendediciendo que no ha podido, que nos había visto pero no le ha dado tiempo a pasarla. Losingleses están desconcertados por nuestro juego y a pesar de que tienen buena técnica, eljuego de barrio que estamos poniendo en práctica les hace recular y obligarles a jugarcon miedo, no están acostumbrados a llevar moratones ni costras en las piernas, no estánacostumbrados a que les insulten ni les amenacen. Por eso, cuando uno me entra a laspiernas, le saco un dedo y le miro a los ojos como los gitanos me enseñaron y le digomuy serio y con cara de malo “mucho ojito, carapeo”, y el tío me mira con la misma caracon la que miraría a uno hablando en ruso. Después de lanzar unos cuantos tirosdesviados, conseguimos enlazar un buen contraataque, me interno en el área, me sale elportero, me voy por un lado y cuando va a salir la pelota del campo, la pongo para queWilly, que entra sólo, remache a la red. El y Richi vienen a abrazarme. Les digo en lasorejas que vayamos donde están las chicas de la clase y les dediquemos el gol, y así lohacemos, nos vamos a la esquina donde están sentadas contemplando el partido entre susamigas y les lanzamos un beso los tres juntos.

Los maricones se ponen a correr de verdad, a sudar, a dar codazos y a tirarse al suelo, pero se les nota que no saben mucho de ese tipo de juego, llegan demasiado alocados a los choques, con las partes inadecuadas de su cuerpo, dejando sus costillas o su estómago descubiertos para nuestroscodos. El público se anima y comienza a hacer lo que debe: insultarnos, reírse denosotros, ponernos nerviosos, pero son tan buenos chicos que sólo se les ocurre cosascomo “se han picao, se han picao”, “árbitro, vete al oculista, porque no ves nada” ygilipolleces de ese tipo. Nuestro juego decae un poco por su empuje y yo les repito una yotra vez a mis compañeros que los rivales son una panda de maricones y hay queganarles por huevos. Alguna vez los contrarios lo escuchan y me miran mal. Les aguantola mirada y les respondo sonriente porque hemos sacado el partido adelante e inclusomarcamos otro gol unos segundos antes de que el partido pite, cuando ellos ya handejado de correr.

El padre de Maite me felicita cuando llegamos al autobús. Le pregunto si ha visto elpartido y me contesta que sí, que fue muy buena nuestra reacción, que le gustó muchocómo cambiamos de tipo de juego y cómo amilanamos a esos pollos pera. Hablo contoda la educación que puedo hasta que él me dice que no le llame de usted y entonces letrato como a los padres del equipo del barrio y de pronto parece como si le conociera detoda la vida y nos reímos comentando las incidencias del partido. Cuando Maite sube lasescaleras, me retiro un poco para que bese a su padre. Ya estoy empezando a andar porel pasillo cuando oigo que el padre le dice que le presente a “ese figura”, entonces Maitele dice muy claramente “es Oscar, uno de los chicos más simpáticos de la clase”. “Y elmejor del equipo”, añade su padre. Yo me pongo colorado, y me quedo un momento sinsaber qué decir ni donde meterme, hasta que el resto del equipo nos mete prisa para que

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entremos, porque hace mucho frío fuera. Por eso Maite camina detrás mío por el pasillo,y cuando yo me siento en el asiento posterior a la puerta de salida, me pregunta si meimporta que se siente a mi lado y yo le digo con firmeza “no”. El autobús empieza aandar y se organiza una gran juerga porque hemos ganado los dos equipos en un campomuy dificil. Cuando vamos a atravesar la verja del colegio, hay un grupo de contrincantesque gritan a coro “chulos, chulos, chulos”. Mis compañeros abren las ventanas parareírse de ellos, “se han picao, se han picao”, “hemos, hemos ganao, el equipo colorao”, yellos continúan con el único grito que se saben “chulos, chulos”. Se hace un pequeñosilencio, que aprovecho para abrir la ventana, sacar la cabeza y gritar con todas misganas “a mucha honra, panda de maricones”.Y se quedan tan planchados que no les datiempo a decir nada más, porque el autobús ya ha echado a andar. Maite se echa a reír.Vamos los dos sentaditos en nuestros asientos, tan ricamente. Siento calorcito, de lo agusto que estoy. Voy mirando por la ventana y ella también, por eso, cuando miro alfrente, nuestras miradas se encuentran, y nos sonreimos. En las filas de atrás empieza ahaber cuchicheos. Cada vez se hacen más grande,. hasta que se oye claramente a alguiendecir “son novios”, “son novios”, “Oscar y Maite son novios”. Hacemos como que nolos oímos. Continuamos callados hasta que me cabreo. Miro a Willy muy serio a los ojos.Él baja la mirada. Al rato, los cuchicheos terminan. Entonces abro la boca por primeravez en todo el camino y le digo, “son gilipollas” y ella dice “sí, son unos críos”. Y yo mequedo muy contento porque siles dice eso a ellos y a mi no, es porque yo no soy un crío.Yo soy un tío con los huevos bien puestos.

El otro día oí a mi padre decirle a mi madre que tenían que empezar a buscar piso, él yano aguantaba más allí, la abuela le estaba haciendo la vida imposible. Mi madre le

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contestó que estábamos en su casa y teníamos que aceptar que las cosas se hicieran a sumodo, bastante hacía con dejamos vivir allí desde hace casi un año y trastocarle todassus costumbres, ella, que se había acostumbrado a vivir sola desde que murió el abuelo.Decía que todavía no estaba preparada para pensar en otra cosa, que lo primero era larecuperación de mi hermano y eso era lo único que le preocupaba por el momento. Mipadre dijo que, entonces, comenzaría él mismo a buscar piso.

Hace más de un mes de esa conversación y todavía no se ha vuelto a tocar el tema. Tansólo se habla de los progresos de mi hermano, que si ya se toca la nariz cuando se lodices, que vuelve la cabeza al teléfono cuando suena, que sonríe cuando ve que haydulces de postre... Mi madre parece que hubiera tenido otro hijo de lo contenta que sepone cuando aprende todas esas cosas que saben hacer hasta los niños del parvulario.Hace lo imposible para que mi hermano se sienta bien, le colma de regalos, le guarda losmejores bombones de la casa, le reserva los pedazos más abundantes de los postres, le dalos mejores besos y le deja elegir la cadena de televisión, aunque yo no sé si se entera dealgo, la verdad, y a veces me fastidia dejar de ver algo que me gusta para que alguien queno sabes si se entera vea un programa que no sabes si le gusta. Así es la movida. Eldomingo, mi padre nos llevó a una capea organizada por su empresa. Cada año reúnen atodos los empleados un fin de semana para contarles lo buena que es la compañía, losbeneficios que están logrando con el esfuerzo de los empleados y lo mucho que tienenque esforzarse y ayudarse unos a otros para la empresa vaya bien, tangan beneficios y asípuedan subir los sueldos. Por lo visto, a los americanos les encanta que los trabajadoresquieran mucho a su empresa y lo demuestren con aplausos y alegría, por eso nos dijomamá antes de salir que había que estar todo el rato sonriendo y aplaudiendo.Y si nospreguntaba cualquier persona, teníamos que decir que nos lo estábamos pasando‘divinamente’, que la comida era ‘magnífica’ y el lugar elegido para la fiesta era ‘unapreciosidad’. Dimos una vuelta por la plaza, donde todo el mundo parecía estarpasándoselo divinamente hasta que pasábamos con nuestra silla de ruedas. Entonces sehacía el silencio y la gente se alejaba como si tuviéramos la lepra, abriendo un pasillolleno de caras de buenas personas. Después de ver lo que poco que teníamos de quéhablar con toda esa gente feliz, buscamos un lugar en las gradas. Pusimos la silla frente aellas y las miramos como si fuéramos que escalar una pirámide egipcia. Había dosposibilidades, o intentar subir la silla con mi hermano encima o desmontarla y subir lasilla y a mi hermano por separado. Mi madre era partidaria de la segunda opción y mipadre de la primera. Se pusieron a discutir, como siempre últimamente, lo que atrajo aalgunos compañeros de mi padre. Con los ojos rojos por la sangría, se peleaban porayudarnos a subir la silla de ruedas, con mi hermano encima o toda la familia, faltaríamás. La fiesta había dejado de tener importancia y lo que ahora importaba de verdad eraagarrarse aunque fuera a un centímetro de silla con el que demostrar al resto de lasfamilias que era un buen cristiano. La situación era tan penosa que no pude soportarla yme acerqué a las mesas para probar la sangría. Desde allí vi a un señor rubio y alto quezanjó la discusión con su sola presencia. Sin ayuda de ningún látigo, el capataz organizócon cuatro órdenes a los trabajadores para acometer la faraónica tarea. Subieron la sillapor medio de una cadena de ocho trabajadores, dirigida por el gran jefe, el jefeamericano. Mi madre me vio en la arena y me acució con gestos para que fuera a saludaral gran jefe. Después de felicitar a mi padre por los progresos de mi hermano, se acercó ami hermana y a mí y nos preguntó cómo lo estábamos pasando. Mi hermana dijo‘divinamente’ sonriendo muchísimo. Yo no contesté porque no me gustaba aquel señor.El no se enfadó. Le dijo a mi madre que era un niño muy tímido y que tenía que dejarmeir con otros chicos de mi edad. Fue lo único que me gustó de aquel tío tan grande que seempeñaba en coger a mi padre de los hombros, de manera que parecía un juvenil a sulado, acompañando sus gestos de político con piropos a mi madre y lo listos queparecíamos los niños y lo mucho que había progresado mi hermano a pesar de que era la

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primera vez que le veía. Por más que se lo dijo el gran jefe americano, mi madre no medejó saltar a la arena ni separarme del resto de mi familia ni un sólo momento. Durante lalarguísima tarde, soltaron unos toros pequeños y los chavales y los padres se hicieron losvalientes delante de los jefes y de todo el personal. A mí no me dejaron porque a mimadre le daba miedo que me ocurriera algo, aunque las vaquillas tenían tantos cuernoscomo yo bigote.

Ahí nos quedamos los cinco. En las gradas, callados. Contemplando cómo los demás sedivertían y se revolcaban por el suelo corneados por las vaquillas. De vez en cuando, mipadre o mi hermana soltaban algún gritito o una risa poco convencida para amenizar elsilencio, pero volvíamos rápidamente a la calma de la inactividad. Si no pasaba nada,todo estaba bien. Hice un amago de saltar al ruedo, pero las caras de mi familia alescuchar mi propuesta me hicieron quedarme sentado el resto de horas sin decir una solapalabra. Tampoco me quejé. Durante toda la tarde no hablamos más que con un buenamigo de mi padre al que le gustaba mucho el vino, porque venía con la bota paraofrecernos cada poco tiempo. A escondidas de mi madre, le pegué unos tragos, eso fuelo único interesante que hice. Lo demás, una pérdida de tiempo. Parecíamos un equipoque, desde el principio, se conforma con el empate a cero. Colocamos el autobús delantede la portería, como se suele decir, y no permitimos a ningún delantero rival que seacercase a menos de quince metros de la portería. Con esas precauciones el partidoterminó, claro está, empate a cero. Nada malo nos ocurrió, pero tampoco nada nuevo.Mi familia se iba satisfecha a casa. El problema es que a mí siempre me ha gustadomarcar goles.

Volvimos callados, como casi siempre. Los silencios eran largos y tristes. A veces, mihermana elogiaba lo buena que estaba la comida y mi madre decía que ya se empezaba anotar el calor de la primavera. Tenían que pensar en algo que estuviera bien, teníamosque esforzarnos en ver las cosas buenas, porque si veías alrededor las demás familias y tecomparabas con ellas, no podías hacer otra cosa que cagarte en quien te hubieramandado ese condenado regalo, que te obligaba a estar contento porque ni el médicomás sabio del mundo sabía cómo ni cúando podía terminar de evolucionar. Ahora yapodía decir que sí y que no y, con muchísimo esfuerzo, lograba ponerse de pie y daralgunos pasos. Según la abuela, todo era una prueba del Señor, al final habría un finalfeliz como en los Estrenos TV, un final en una clínica americana donde son capaces decolocar un electrodo y cambiar los mecanismos del cerebro para hacerlo volver afuncionar con normalidad. No era cuestión de mosquear al de arriba, no vaya a ser que,por quejarte, te mandara más mierda encima.

Mi padre sólo había abierto la boca durante media hora para soltar el humo de cada unode los cinco cigarros que se había fumado, parecía que condujera con sus propiospensamientos. La niebla iba cayendo y se hacía más y más espesa pero no llegábamos acasa. Por fin, mi madre le preguntó: “¿sabes dónde estamos?”. “Yo qué coño sé, qué voya saber, qué voy a saber”, repitió como una letanía. “¿Vamos haciendo kilómetros y nosabes donde estamos?, pues pregunta a alguien”, insistió mi madre. Se quedó callado,conducía hacia delante, siguiendo la carretera como un robot incapaz de pensar. Íbamospasando pueblos que no pertenecían a nuestra ciudad. “Bueno, párate, que preguntemosa alguien”, dijo mi madre. “¿A quién coño voy a preguntar, si no hay nadie?”, contestó él demuy mala gana. ‘Pues salte de la carretera y busca un pueblo”. “Cago en Dios, cago enDios” era todo lo que se oía. Mi padre parecía incapaz de tomar una decisión. Loskilómetros iban pasando y ninguno se atrevía a hablar. Ya estábamos a setenta kilómetrosde Madrid, y la capea había sido a treinta. Por el tono con el que le había contestado, mimadre no quena volver a preguntarle. De la manera en la que íbamos, podíamos llegar aLa Coruña. “Papá, joer, da la vuelta o pregunta”, le dije. ‘Pregunta, pregunta, preguntadvosotros, que todo lo tengo que hacer yo”.

Lo que siguió fue una discusión acerca de quién debía preguntar a alguien que no existía,

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porque en esa carretera no pasaba un alma humana. Como mi hermano no podía, mipadre no quería y a mi madre apenas le salían las palabras, la discusión estaba entre mihermana y yo. Como mi hermana estaba triste y yo enfadado, me tocó a mí. “¿Y a quiéncoño le pregunto?”. “Niño, no digas esas palabras”, me dijo mi madre. “Si es que aquí nopasa ni una oveja”. De pronto, apareció un cartel que indicaba el camino a Madrid. Habíaque desviarse y dar la vuelta por encima de un puente. “Por aquí, por aquí”, le dije. “Queno, que es la siguiente, es la siguiente”, dijo mi hermana, “Que no, que es ésta, que esésta”. “No gritéis”. “¿Cuál coño cojo?”. Nos pasamos la salida de la carretera.Seguíamos en dirección a La Coruña. Se volvió a hacer el silencio y pasaron muchoskilómetros. Estaba hasta los cojones. “¿Por qué no has cogido la salida?”, le dije.“Cállate, hijo”, dijo mi madre. “¿Por qué no la has cogido?”. “Que te calles”, me repitió.Mi padre se salió de la carretera y dejó el coche en el arcén. “Conduce tú, si eres tanlisto”, me dijo al tiempo que me pegaba un bofetón en la frente con la mano derecha y derevés. Estábamos en mitad de un páramo castellano. Había una luna muy bonita, peroninguno se fijó en ella. Mi padre salió del coche fumando. Mi madre fue detrás de él. Alrato volvió y nos ordenó que no habláramos ni una palabra en el resto del trayecto. Mihermano empezó a reírse a carcajadas, como le pasaba a menudo. En las situaciones mástensas, se ponía a reír. Mi hermana le dijo que se callara pero él no podía evitarlo. Era delocos, todos cabreadísimos, y al mismo tiempo, una risa bestial, como el rugido de unleón. Veinte kilómetros después, encontramos el camino de regreso. Estábamos a cienkilómetros de casa.Tardamos casi tres horas en regresar a casa. Si hubiera sido elpresidente de mi equipo, hubiera cambiado a mi padre por otro aquel mismo día.

El partido de hoy es raro. Un amistoso. Los partidos amistosos suelen ser contra equiposdel amigo de algún amigo. Una oportunidad para los que no juegan y para que te luzcas

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y demuestres al entrenador los nuevos regates que has aprendido este año, para que,quien sabe, a lo mejor te vea un ojeador del Real Madrid y te ofrezca lo que siempre hassoñado, entrar en la ciudad deportiva, comenzar a escalar equipo tras equipo y terminarjugando ante cien mil personas y escuchar que corean tu nombre y te aplauden y tequieren. Que todo dios te quiera. En el vestuario, Hugo no nos dijo nada más queintentáramos dar espectáculo, que hiciéramos que la gente se lo pasara bien y que noentráramos fuerte porque era un amistoso. No tenía que decirlo porque todo el mundosabe cómo se tiene que jugar un partido de este tipo. Había muchos padres en las bandas,muchos más de los que acostumbran a venir a estos partidos. Tenían una mirada dulce,como si acabaran de salir de la iglesia, como si quisieran ser muy buenos cada día quepasa. Nos aplaudieron cuando salimos y dieron besos a sus hijos antes de empezar elpartido. Ellos, los jugadores, nuestros contrincantes, fueron a besar a sus padres sin queles importara lo que pensaran unos tíos hechos y derechos como nosotros. Lo hicieroncon tanta naturalidad que no dijimos nada. Nos cruzábamos miradas que decían queestos tíos eran muy raros, que tenían una inocencia en la mirada que no habíamos vistoantes, o mejor dicho, que ellos no habían visto antes, porque yo sí había visto esa mirada,la veía todos los días, era la mirada del que desconoce que en el mundo cada uno piensaen sí mismo, la mirada del que ve las cosas de una sola forma y no piensa en lasconsecuencias de lo que hace, que no piensa en lo que estarán pensando los demás, lamirada del que actúa pensando que todo el mundo es tan bueno como uno, la mirada deun niño, la que perdiste hace no sabes cuanto tiempo, la mirada de mi hermano. Porsupuesto, cuando juegas contra un equipo en el que todos miran con esa mirada, tepuedes inventar las jugadas más atrevidas, los regates más locos y más provocadores.Todo te sale, van cayendo los goles y cuando vas por el séptimo te da un poco devergüenza porque sabes que te estás aprovechando de alguien inferior a ti. Hay a quienno le importa, pero a mí sí, así no disfruto el futbol. El partido transcurrió de esta manerahasta la mitad de la segunda parte. Mi equipo acabó también por relajarse sin quepreviamente lo hubiéramos acordado y, de pronto, poníamos menos interés en cortar unajugada que estaba al alcance de tu pié, empujábamos menos en un balón al choque,evitábamos a los contrarios y acabábamos dejándoles pasar para ver si, de una vez,marcaban un gol. A medida que pasaba el partido y me fijaba en la nariz demasiadorespingona de alguno de ellos, los ojos hundidos y pequeños, la boca recortada y sinlabios, me fueron recordando a algunos chicos en la terapia a los queenseñaban a jugar con rompecabezas grandísimos y bolas de colores. Sus rasgos no erantan rotundos pero sus miradas si eran parecidas, sus movimientos eran torpes y susreacciones tardías, mi juego iba volviéndose más y más apático, como en la iglesia, ibaperdiendo gas en cada una de mis acciones hasta que me entró una congoja tan grandeque no podía dar un paso, veía a mi hermano en cada una de las jugadas,aprovechándome de su torpeza, de su mala suerte, y entonces intentaba regatear y nopodía, me trastabillaba, me paralizaba, les dejaba que se llevaran el balón y la gente losjaleaba porque pensaban que me habían quitado el balón a mí, el mago que habíamarcado cuatro goles en la primera parte. Me entraban ganas de llorar ante este partidojugado a ritmo de vals. Aquí todo el mundo parecía estar bailando un baile galante deesos con gente fina del siglo XVIII. Había una corrección exquisita, como dicen loslocutores, y a mí, poco a poco, me entraban ganas de llorar, quería echarme a llorar allímismo porque mi hermano quizás nunca pudiera hacer eso nunca, seguramente nuncapodría jugar al fútbol con él, y soportar una patada a mala leche y devolvérsela con todami alma, y tendría que tratarle con dulzura, como se trata a una abuela beata y no comose debe tratar a un hermano.

Ganamos el partido 11 a 1, y eso porque Santi se llevó un balón con la mano en nuestrapropio área. A la segunda, el penalty acabó en gol. También el árbitro debió pensar que

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merecían marcar un golito, así que se inventó una incorrección en el lanzamiento delpenalty a las nubes y concedió otra oportunidad para que el capitán rival pudiera marcarel gol del honor. Teníais que haber visto la alegría que se llevaron. Saltaron todos, hastael portero, para abrazar al lanzador y volvieron al centro del campo con el balón en lamano a toda prisa, como si todavía tuvieran tiempo para remontar el partido, y eso queperdían por once goles. Acabé el partido muy fastidiado.

Al llegar a casa, después de ducharme, me preguntaron por el partido. Dije con voz bajael resultado y todos me felicitaron.y cuando me preguntaron cuántos goles había metido,dije que cuatro, con mucha vergüenza, porque pensaba que marcarle cuatro goles a eseequipo no era algo de lo que estar orgulloso. Me pasé toda la tarde tirado en el sillón.

Cuando te pasas horas mirando las baldosas del suelo, llega un momento en queconfundes unas con otras, y las sacas de su espacio y las fundes con las de al lado y susdibujos sin sentido, y creas figuras diferentes que no tienen nada que ver con las delprincipio. Eso sólo te pasa cuando te pasas horas sin hacer nada, esperando que pasealgo, no sabes muy bien qué pero que pase algo en tu vida, que alguien te lleve a algúnsitio o que se te ocurra alguna idea feliz que no le parezca peligrosa a tus padres o a tuabuela.Y eso en esta casa es realmente dificil. El peligro está por todas partes,especialmente en todo aquello que sea divertido. Pero cuando no pasa absolutamentenada, ni hay televisión ni tienes ningún tebeo nuevo que leer, ni nadie con quien jugar nipuedes ver nada porque no tienes una ventana a la calle, sólo puedes mirar el estampadode flores en las paredes, el jarrón que está encima del radiador y siempre se tambaleacuando lo rozas, y si no andas avispado se cae al suelo pero nunca se rompe porque esde plástico, miras el ajedrezado del pasillo y las baldosas del salón y se te meten en lacabeza y te dan vueltas y vueltas hasta que ya no sabes si estás en otra dimensión o en laque vive la gente, mientras oyes el ruido de la olla avisar a la abuela de que la comidaestá lista y se enfada porque todavía no ha terminado de fregar la casa y están a punto deregresar los demás para cenar. La radio emite los asquerosos pitidos que indican que vana dar el parte y van a contar esas cosas que no le interesan a nadie y llaman política.Intento marcharme bien lejos, a sitios donde puedes jugar hasta que no te quede aire enlos pulmones, donde no haya ninguna persona mayor por los alrededores que intentecontarte lo que tienes que hacer. Cuando las horas no tienen ningún sentido sólo deseasestar muy lejos.

Mi padre vino una hora después de terminar de cenar. No suele llegar tan tarde de jugara las cartas. Llegaba con los ojos rojos. También me preguntó por el partido. Se lo dije yno me contestó nada. Al rato me ordenó que jugara con mi hermano. Yo no tenía ganasde hacer nada, estaba aburrido. Mi madre también me intentó convencer pero yo noquería, no quería hacer nada, porque estaba mareado de ver tanta tele, de estar tantotiempo en casa sin hacer nada. Mi padre me dijo que era un mal hermano y yo le contestéque no me apetecía sin levantar la vista del tebeo que estaba leyendo por tercera vez.Entonces me dijo una cosa que, al principio, no entendí muy bien.

-Pero jugar al fútbol bien que sabes, ¡eh! Bien que te diviertes mientras tu hermano estáahí, en una silla de ruedas.

Yo seguía sin entender qué relación podía tener una cosa con la otra. Pero cuando volvióa abrir la boca situé perfectamente lo que quería decir.

-Para marcar goles bien que estás, ¡eh! Eso sí, para marcar goles a subnormales porquepara nada más sirves. Ahí tirado toda la tarde, sin hacer nada. No puedes ni jugar con tuhermano, el pobrecillo, mira como está, el pobrecillo.

Levanté la vista para comprobar que era mi padre quien me decía esas palabras. Era él. Y

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todavía dijo:-Un mierda, eso es lo que eres. No eres más que un mierda.Mi madre había estado callada hasta ese momento, cuando dijo lo último se llevó a mi

padre a empujones a la habitación. Después vino a decirme que no le hiciera caso, que nopensaba lo que decía, que había bebido un poco.

Es muy fácil buscar excusas. Si encuentras la excusa perfecta no tienes culpa de nada delo que hagas. Si has bebido, puedes decir lo que no piensas. Si te ha ocurrido algo muymalo, puedes pasarte el resto de tu vida llorando por tu mala suerte. Esperando unmilagro. Esperando que Dios haga algo que nunca va a hacer. El mundo está lleno dellorones. Lo que faltan son tíos con un par de cojones. Que se coman la mierda sinprotestar. Como los vaqueros en el Oeste, tipos duros que esperen su momento, porquesiempre llega el momento de la venganza, como en el Oeste.

Al día siguiente, me levanté más tieso que una vela, mi mierda es mía y de nadie más.Nadie pudo ver un sólo gesto de pena en mi cara, ni un reproche, pero tampoco unasonrisa, claro. No le dirigí la palabra a mi padre y tampoco le conté la hora a la quejugaba el partido, el oficial, no el amistoso. Me fui yo sólo, en el metro. El apareció porallí, justo a tiempo del comienzo. Entre el público vi su silueta borrosa, la de un cobarderastrero, pero ni allí le saludé. Me escaqueé al terminar el partido y me quedé con miscolegas esa tarde.

Santi y Pepe me llevaron a los billares. Yo llevaba cien duros que le había quitado a mipadre del monedero cuando dormía la siesta. Así que había pasta para pasar una tardedeabuti. Primero, nos echamos unas partiditas de ping-pong. Jugaba con la cara de hielode Bjorn Borg y mis movimientos eran tan fríos y precisos como los suyos. No hacíaninguna floritura, devolvía las bolas con tranquilidad, incluso las que, ya debajo de lamesa, parecían imposibles de salvar. No me ponía nervioso ni en los tantos decisivos nicuando tenía la partida a punto de caramelo ni cuando la iba a perder. Los jugaba todosigual, sin sentimientos, sin creerme nada, sin buscar nada. La táctica dio resultado.

Durante una hora fueron desfilando los rivales al otro lado de la red, poniendo sus veinteduros religiosamente. Daba igual que fueran mayores y pegaran unos mates que te cagas,me colocaba atrás y devolvía, tranquilo, a un lado, a otro, pero siempre en la mesa, bolasblandas y altas que pasaban al otro campo ordenadas. Los contrarios terminaban poraburrirse del peloteo, lanzaban un pelotazo y la fallaban. Pasada una hora, tenía mil pelasen el bolsillo.

Subimos a la planta de arriba para jugar a las maquinitas. Les dí trescientas pelas a Santiy a Pepe y cada uno escogió una máquina, el comecocos, los marcianitos y los coches.Como profesionales, nos dedicamos a pasar pantallas, con la misma seriedad la primeraque la sexta. Me deshacía de las oleadas de marcianos como Clint Eastwood de losmalos, daba igual que me atacaran por todos los lados, yo sabía donde colocarme paraesperar mi oportunidad, el gatillo no dejaba de disparar en defensa propia y, cuandoquedaban pocos y estaban confiados, me iba a por ellos con la munición y toda la malaleche. A los tres cuartos de hora, detrás de cada uno de nosotros había un grupilloflipando con nuestro juego. Los que primero se quejaban porque no dejábamos lasmáquinas se convirtieron en admirados espectadores que alucinaban viendo cómo noscambiábamos de máquina aprisa cuando uno se cansaba de la suya. Al cabo de una hora,dejamos a tres pringados que se echaran unas partiditas a cambio de unos guiles. Salimosa la calle con la misma cara de profesionales con la que habíamos estado toda la tarde. Lecogimos el monopatín a unos chavales que se tiraban por un terraplén y nos pegamos unhostiazo que te cagas, nos levantamos sin quejamos ni un poquito y fuimos al estanco.Santi quería gastarle una broma al estanquero, que es un tío que sólo tiene muñones enlas manos. Primero pidió un sello de peseta. El estanquero fue a la caja de puros dondelos guardaba y empezó a maniobrar para cogerlo como si hiciera juegos malabares.Después de unos cuantos intentos, pareció que lo tenía bien sujeto entre los muñones

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pero se le calló al suelo. Vuelta a empezar. El tío sufría lo suyo pero era su curro, él lohabía elegido. A los cinco minutos, consiguió dárselo a Santi mientras nosotros nosmordíamos la lengua de la risa que nos daba. Después, le pedimos una piedra demechero. Volvió a repetir la operación y se tiró otros cinco minutos para agarrarlo.Cuando por fin llegó con él, todavía quería envolverlo. Le dijimos que no hacía falta,muy educadamente, y nos fuimos descojonados de la risa. Al salir, nos encontramos aSilvia y a Catalina, ¿dónde váis?”, dijeron. Como todavía llevábamos dinero, lasinvitamos a unos bocadillos de calamares. A las tías les encanta que las invites, entonceste quieren más y te dejan hacer todo lo que te dé la gana. Cuanto más las invites, máscontentas estarán, y también más suaves. Silvia y Catalina estaban tan contentas, queeran como nuestros balones. Nos las pasábamos, las tocábamos, las sobábamos, lasagarrábamos por los hombros como si fueran nuestras novias. Estuvimos paseando conellas un rato. Nos las pasábamos como si fueran el balón, como si fueran de los tres. A lomejor, Silvia se quejaba porque Pepe le habían tocado el culo y le pegaba una bofetada,pero era de broma. Catalina le quitaba la mano de encima de la teta a Santi y le gritabaque era un guarro, pero nada hacía que se enfadaran. Entonces se les ocurrió ir a la feria.Nos lo estábamos pasando tan bien que no hizo falta ni discutir. “Vamos pallá”Llegamos los cinco agarrados de los hombros y pedimos un montón de fichas. Santi semetió en uno rojo. La Catalina le pidió a gritos que le dejara ir con él. Santi se hizo elduro y le advirtió que él iba a toda hostira. Catalina juró que no iba a chillar, que iba aser una buena copiloto y le convenció. Me metí en otro coche. Silvia estaba en elbordillo. “Sube”, le grité. Y se subió.Tenía mi carro y mi chica: ¿qué más podía pedir?Era el rey. Pepe se buscó uno para él solo. En los altavoces sonaban rumbas gitanas atoda tralla. Hoy me gustaban. Estuvimos una hora conduciendo a toda hostia,pegándonos golpetazos con todos los coches de la pista. Catalina gritaba como unaposesa y Silvia se acurrucaba a mi lado como si fuera mi perrita. Santi se cansó de viajarcon copiloto y se metió en el carro de Pepe. Silvia no se separó de mí lado, se agarraba amí como si allí estuviera a salvo de todo. Ella me avisaba cuando venían Santi o Pepe,me revolvía el pelo cuando la sacaba de alguna situación, cuando la hacía sufrir, la tigresame arañaba. Nos reíamos un huevo. Yo comentaba la carrera como si fuera el locutor deun gran premiod de Fórmula 1, anticipaba los golpes, las averías, las marchás atrás cuando sehabía formado una colisión de la que nadie podía salir. Pero siempre salíamos, de todoslos sitios la sacaba. Hicimos todas las gilipolleces que se hacen en una feria. No nosprivamos de nada. Disparamos a los palillos con la escopeta de perdigones, lanzamosbolas contra los muñecos, nos montamos en todas las atracciones que nos dio la ganahasta que se nos acabó d dinero. Parecíamos unos señores con nuestras chorvas. Losamos de la feria. Los putos amos.

Fue Catalina, la muy guarra, quien propuso ir a las casas muertas. Santi y yo dijimos quesí sin darle demasiada importancia. Pepe miró al suelo. A esa hora estaba claro que notenía mucho que hacer allí. Dijo que se subía a casa. Intentamos convencerle sin muchaconvicción, y claro, no nos hizo caso.

Las tías ya se conocían la vaina del invierno pasado. Se sentaron en un colchón como siestuvieran en el colegio, esperando que el profe les mandara. Santi encendió un cigarro ynos lo fumamos entre los cuatro a dos caladas la baza. Cuando pisoteó la colilla con esaenergía que le pone a todo lo que hace se levantó, se fue a otra habitación y desde allí legritó a Catalina que fuera para allá porque le iba a enseñar una cosa que le iba a gustarmucho.

Silvia y yo nos quedamos solos, sentados sobre el colchón. Rodeaba sus piernas con lasmanos y miraba al frente. Yo estaba echado a lo largo, apoyado en el codo. Meincorporé y le dije, “ven aquí, morena”. “¿Qué haces?”, me dijo como simulando estarenfadada. “Lo que estás deseando”. “Yo no soy como Catalina”. “Ya lo sé, por eso estoycontigo, tú eres mucho más guapa”. “¿De verdad, te parezco guapa?”. “Claro, si no,

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¿qué coño crees que hago aquí?”. “Ay, como eres, no me dices nada...”. “¿Qué quieresque te diga?”, le dije un poco cabreado. “No sé, algo bonito”. “Estás muy buena”. “¿Yaestá?”. “Sí, ya está, que más quieres”. “Te gusto?”. “Pues claro, si no ¿qué crees quehago aquí”. Mientras la hablaba le iba dando besitos por el cuello, hasta llegar a la cara ya un extremo de los labios. Entonces ella giró su cara y me besó en los labios. “¿Tú sabescómo se hace?”. “Abre la boca”, le dije. La abrió y le metí la lengua. Le dimos a lalengua durante mucho mucho tiempo, como si me estuviera comiendo un polo del modomás guarro, como a una abuela le fastidiaría más que te lo comieras. Yo estaba encimade ella y, casi sin querer, maniobraba con mi picha sóbre su coño y la meneaba paradarme gustitio. Cuando ya estaba muy cachondo, le puse la mano alli. Me la quitó. Lavolví a poner. Entonces me apartó, me llamó guarro y se levantó. La seguí, le peguéunos cuantos morreos más mientras se apartaba y al rato apareció Santi con una sonrisacomo nunca le había visto. La zorra de Catalina se la había meneado.

Volvía a casa de noche. Mi madre me pregunta donde he estado y me dice que es laúltima vez que vuelvo a esa hora. Una charla. Me da igual. Había estado a punto defollar, y eso que sólo tengo doce años, todavía le gano a Borg que lo hizo a los trece.Soy una fiera. Me metí en la cama. Me sentía muy caliente. El verano iba a llegar enpoco tiempo. Seguro que me iba a divertir.

Me parece que estoy en una de esas islas donde miles de focas y leones marinos semueven entre rocas, dejando pasar el día. Me parece que estoy en la Isla de las Tortugas,

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con el comandante Cousteau, y camino con cuidado de no pisar a tantos seres quemerecen vivir, pero a los que la creación ha condenado a una existencia diferente, máspausada. Me parece que yo soy el anormal aquí. Me avergüenzo de mis movimientos,demasiado ágiles, me avergüenzo de mis piernas, que saben andar, me avergüenzo de mismanos, que agarran la pelota que se le escapó a ese chaval un poco mayor que mihermano y al que le cuesta agarrarlo como si fuera una pastilla de jabón. Llegan voceslesionadas, voces que articulan palabras después de grandes esfuerzos, que tienen quedetener su caminar para terminar una frase. La mayoría no es capaz de hablar y hacerotra cosa al mismo tiempo. Mi hermano, tampoco. A veces levanto la voz para explicarleal fisioterapeuta lo que ha querido decir: que está cansado, que le duele donde le da elmasaje o que ha visto una chica guapa. A todos les hace gracia cuando traduzco esemensaje, y eso que yo intento hablar lo peor que puedo, intento que no se note muchoque todo en mi cuerpo funciona correctamente, que no llevo ningún defecto de fábrica.Se oyen lamentos, quejas y dolores por todos los rincones del gimnasio. A veces, algunose pone a llorar y a decir que nunca lo conseguirá, que no es capaz de andar, que no escapaz de coger peso con la mano averiada. Se oyen muchos noes. Es la única palabraque se escucha de una sóla vez. Los fisioterapeutas se esfuerzan por hacer chistes, porreírse hasta de la desgracia más absoluta, les dicen que se quejan demasiado, que miren afulanito cómo trabaja sin rechistar y eso que está mucho peor que él. Siempre hayalguien peor, por muchos problemas que tenga un paralítico siempre hay otro que puedehacer menos cosas. En las jetas de muchos de los que están ahí, los que se enteran de suestado, los que se han pegado una hostia en coche o en moto y su cabeza todavía carrulacomo para darse cuenta de su mala suerte, está el pensamiento de salir de allí en cuantopuedan, de olvidar los minutos de su vida que están viviendo en ese momento, olvidaresta mala nube que les mandó el de arriba. Mi hermano, por el contrario, no parece muya disgusto y yo creo que hasta le gusta ir al gimnasio todos los días de este verano. Allíse siente en su ambiente, con otros desgraciados a los que el azar, el destino, Dios yquién sabe qué, les ha condenado a vivir una vida a otra velocidad. A este ritmo, lospensamientos se detienen en tu mente, congelados, los analizas, los das la vuelta y sequedan revoloteando como avispas. Entonces te acuerdas de que tienes piernas quehacen casi todo lo que le dices y te entra una alegría millonaria cuando te das cuenta deque vas a poder jugar un partido de fútbol y marcar goles y saltar muros para robar frutaen el pueblo y cholar chucherías en la tienda de Manolo con estas manos rápidas queagarran y sueltan como sólo los monos somos capaces de hacer. En estos momentos mealegro como nunca de haber nacido sano y poder hacer tantas cosas como apetezca. Mimadre llega en ese momento y me pregunta de qué me río. Le digo que “de nada”, claro, ydespués me entra vergüenza de que pudiera saber algún día por qué sonreía, cuál era elmotivo de que, por un momento, me hubiera marchado de ese gimnasio lleno de barras,de pasillos, de pesas y colchonetas y estuviera en un lugar de mi conciencia divertido.

Después del fisioterapeuta, acompañamos a mi hermano a la terapia ocupacional, unasala donde los enfermos juegan con juegos y juguetes que le hacen bien porque muevenlas manos y piensan lo que hacen. Yo voy detrás, por si se cae, ésa es la posición que mecorresponde desde hace un tiempo, desde que ha comenzado a dar sus primeros pasos,como esas muñecas que han salido ahora y andan como las personas. Mi hermanocamina a una velocidad parecida y, para andar los cincuenta metros que separan las dos salas, tardamos más de cinco minutos. Mis pasos son los de un muerto, mi cerebroacompaña ese ritmo y se vuelve un gandul, se niega a pensar nada interesante, divertidoni atrevido, funciona como si se le hubiera acabado la gasolina. En esa sala de terapiaocupacional, juegan con rompecabezas grandísimos, a los que un niño de ocho años se aburriría.En mi casa tampoco sonríen porque les apetece, sino porque parece que si todo elmundo sonríe, todo va mejor. Como yo no sonrío nunca, ni pego gritos cuando mihermano se cae, mi familia piensa que no me importa nada, que no deseo que mi

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hermano vuelva a ser el de antes. Siguen creyéndose que para que la vida te vaya bien,hay que ser muy bueno y portarse muy bien y llorar cuando tienes que llorar y sufrircuando tienes que sufrir.

Las once. Estoy tirado en el sillón una mañana de verano. Ya me he hartado de ir alhospital. Me levanto. La abuela me dice que no me mueva porque ha fregado el pasillo.En la radio dan unos programas aburridísimos de recetas de cocina. Muevo el dial, seoye muchísimo ruido. La radio es un transistor viejísimo que acompaña a la abuela portodas las habitaciones, donde limpia, donde cocina, donde se baña, hasta cuando seduerme la siesta, sentada en su sillón, el del rincón de su cuarto. Una señora, con la vozde un cura y una musiquilla ridícula de fondo le da consejos a otra sobre lo que tiene quehacer para ponerse más guapa y que su marido le vuelva a querer. Seguro que es unaseñora de ésas que se cuela en las tiendas y que va todas las semanas a la peluquería consu perrito faldero para que le pongan el pelo de colores. ¿Así como te va a querer elmarido? Preferirá ver el partido de futbol que a ti, claro. Cambio la emisora. Lospolíticos, el congreso y lo del golpe, que si había mucha gente implicada, que si pudohaber triunfado, de buena nos hemos librado. No hay música, no hay nada. La radio notiene FM, una mierda. El pasillo sigue húmedo. Sólo puedo dar dos pasos y meterme enla habitación de la abuela, abro su armario con cuidado para no hacer ruido y miro laropa que tiene allí, la ropa que tiene una abuela, sus vestidos de colores oscuros, suabrigo negro de astracán, los camisones, las batas, nada interesante. Miro al patio, miroal sol en todo lo alto. Qué sol. Cómo me gustaría salir, saltar y correr. La abuela no medeja. Vaya mierda. Dice que hasta que no venga mamá no puedo salir.

Miro el reloj. Las once y media. Todavía faltan dos horas y media para que mamá vuelva.La abuela me dice que juegue a algo, pero para jugar se necesita más de una persona.Pruebo con las cartas. Un solitario. Las once. Me levanto, doy dos pasos y estoy en elpasillo. Juego a saltar todo lo que puedo con las piernas juntas. Cuando caigo, hago unmedio trompo. La abuela giita “¿pero qué estás haciendo?“. “Nada, nada”. Voysuperando mis marcas en los tres intentos que duro antes de que la abuela salga de lacocina y me pille en pleno salto. Me chilla, y eso me desequilibra, Tiro el candelabro deltaquillón al suelo. Me da dos palmadas en el culo, pero sin fuerza. Eso no lo consideroque me haya pegado, ha sido como de broma, aunque está muy enfadada. “Siéntate yjuega algo”. “Jo, me aburro, dame dinero que vaya a por el pan”. “No, que eres muyloco y pasas por cualquier sitio, te pilla un coche y a ver como se lo digo a tu madre, lepilló un coche por mi culpa”. “Te esperas un rato que me vista y me acompañas almercado, y después a misa”. Pongo cara de mala leche, miro la puerta de los grandescerrojos como el Conde de Montecristo debía mirar la puerta de su celda, sólo quierosalir de aquí. Sólo quiero vivir, mierda, sólo quiero vivir. Pero no puedo. Espero. Tengoque esperar. Mi vida no me pertenece.

Doce de la mañana. Estoy tirado en el sillón, repanchingado, dando vueltas, intentandoencontrar la postura más cómoda mientras releo por enésima vez los tebeos del Jabato ydel Capitán Trueno. Si me dieran una espada, ay si me dieran una espada y unos cuantosmalos, unos ricos asquerosos como los del colegio, los iba a rebanar a todos como barrasde pan, me los iba a comer a todos. La abuela me despierta de mi ensoñación con uno deesos suspiros tan suyos que parece que le va a dar un infarto, como si la hubieras matadode un susto. “Mira cómo me estás poniendo el sillón, quita los pies de allí, levántate que

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lo arregle... y encima me has puesto los pies encima de la mesa, serás rebelde, eres unrebelde, más que rebelde”. Acompaña todas estas palabras con unos golpes en mispiernas y me las agarra para que me coloque sentado “como las personas mayores”. Locurioso de todo esto es que me llama rebelde como un insulto. Pero para mí no lo esporque rebelde eran James Dean y Elvis Presley y mira lo famosos que se hicieron y lospósters que hay de ellos, así que si eso te hace rebelde, tendré que seguir haciéndolo.Cambio de sitio; me coloco en el sillón de la habitación de mis padres, que por el día essala de estar, aunque en realidad nunca hay nadie allí salvo cuando viene una visita ycolocan el café y unas pastitas, en la mesita baja, entre el tresillo que se convierte encama y los dos sofás. Me coloco en uno de los sillones con un periódico atrasado en lasmanos, agarro mi pierna derecha y la coloco sobre mi pierna izquierda, como he visto ahacer a mi padre y a mi tío. Al principio duele un poco pero luego la pierna seacostumbra y hasta se está cómodo, mira tú por donde, me gustaría tener un espejodelante para verme, debo tener una pinta estupenda. El espejo. Me voy al espejo delcuarto de baño, me cierro con llave y me miro, me miro de frente, de un lado, del otro.Miro mi pelo, cojo el peine y me echo el flequillo todo para atrás, como Elvis Presley yJames Dean. Me río, parezco un rockero. Agarro el peine y me lo coloco detrás de laoreja, me voy a un lado y a otro del cuarto de baño sin dejar de mirarme al espejo,levantando el labio por un lado, como hace Willy, pero ahora poniendo cara de malo, meparo un momento y miro al espejo con esa jeta, con cara de matar alguien, es una buenacara, se nota que tengo motivos para poner esa cara, seguro que con esa cara más de unniñato se acojonaba muchísimo. Después me pongo el pelo todo para adelante, comoLos Beatles, casi no se me ve la cara, es graciosísimo. Me coloco las horquillas de mihermana, los rulos de la abuela, le cojo el pintalabios y me pinto los labios, después todala cara. Cuando voy a coger el lapiz de ojos, llama la abuela a la puerta, “¿qué haces alhí,vas a salir de una vez?” “Sí, ya salgo”. Me lavo rápidamente la cara, me peino otra vezpara un lado. No me gusta nada, algún día debería empezar a peinarme para atrás. Meparo un momento delante de la puerta y abro el pestillo como si no hubiera pasado nada.La abuela me mira con cara rara. Ya me tiene que mirar desde abajo, esto es una buenacosa, me siento superior a ella.

La abuela ya está preparada, sus zapatos de gruesos tacones, el grandísimo bolso negro,su vestido negro. Ella coge el ascensor. Yo bajo por la escalera, intentando adelantarla.Gano yo, claro. El ascensor es muy lento y yo voy saltando los tramos de cinco escalerasde una sola vez. En el tercero estoy a punto de tragarme a una señora que sube lacompra, pero la mujer lo evita a tiempo. Me llama gamberro y loco, pero no me paro nipara mirarla. La abuela saluda a la portera, me dice que haga lo mismo. Adiós señoraLeonor, adiós.

El sol. Hace sol. En nuestro piso se adivina el tiempo que hace pero hay veces que teequivocas: te imaginas el tiempo que hace. Porque entre imaginarse el sol a verlo deverdad va una diferencia. No es lo mismo que te cuenten que hace un día magnífico aque lo veas con tus propios ojos. Y lo sientas. El cielo es azul de verdad. Me gusta, soyfeliz sólo con verlo, si me dejaran sólo viendo el sol toda la mañana sería feliz de verdad,pero tengo que irme con la abuela al mercado. Ella tiene que cruzar por el semáforo apesar de que la calle sólo tiene dos metros de calzada. Tenemos que dar un rodeotremendo para llegar al mercado, que está a veinte metros. Y encima le tengo que dar lamano al cruzar. Es humillante. Retiro la mano y voy andando sólo. “Dame la mano”. “Nome da la gana”. “Serás rebelde, se lo voy a decir a tu madre y se va a entristecermuchísimo de que seas así”. “Me da igual”. “Te da igual, te da igual, sólo piensas en ti,sólo piensas en ti, mira a tu hermano cómo está, cómo está tu hermano, y tú sólo piensasen ti, sólo piensas en ti, en darle problemas a tu madre, sólo le das problemas, sólo

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problemas”. Me alejo unos pasos de la abuela, no la hablo. No sé por qué ha tenido quedecirme eso. No sé por qué me tienen que echar las culpas, si sólo quiero vivir. Eso notiene por qué ser tan malo si todo los chavales juegan en la calle y salen corriendo ycruzan las calles, y se suben a los bancos y le pegan fuerte a la pelota aunque le den a uncoche. La sigo por el mercado en silencio con cara de cabreo, siempre me tienen quesalir con la misma. Siempre mi hermano, siempre. La tendera conoce a la abuela. Lepregunta si soy su nieto. “Claro, ya lo había adivinado, es el hijo de tu hija pequeña, sonclavaditos, ¿cómo te llamas, mi niño”. La miro con cara de desprecio, con cara de decirlaque yo no soy su niño ni el de nadie. El tendero, que está a su lado, le dice “¡que ya es unchaval, mujer, es todo un zagal!”. “¿Cómo te llamas, salao?”. “Oscar”, digo. “Tiene carade ser una buena pieza, menudos ojos de travieso”, le dice a mi abuela. “Huy, no veas loque me alborota, me tiene hasta aquí”, y se señala la cabeza, “hasta aquí me tiene, es unniño muy nervioso que no puede estarse un momento quieto y como aquí no tieneamigos ni nadie con quien jugar...”. Mentira, eso es mentira, sí tengo amigos, se llamanPepe, Santi y El Rubio y están a tres paradas de metro de aquí, y también hay sitio dondejugar, hay un parque grandísimo aquí al lado, lo que pasa es que tú, vieja bruja, no medejas ir a ningún lado porque te importa una mierda lo que a mí me pase, que yo estéperdiendo mi vida en esa mierda de piso en el que ni siquiera se ve el sol. Ahora podríaestar con Pepe y Santi jugando al futbol, montando en alguna bicicleta y a lo mejor,quien sabe, tocando algunas tetas. “Chaval, di algo: ¿o es que te ha comido la lengua elgato?”. Miro a la tendera con cara de odio, pero no hablo. “Déjale, ¿no ves que no quierehablar?”, le dice el tendero. Mi abuela me dice, “venga, dile algo a la señora Carmina,que es muy simpática”. Miro a mi abuela con más odio todavía, cómo me puede haberdicho lo que me dijo antes y ahora pedirme que sea simpático, pero cómo puede hacerlo,no tiene ninguna lógica, ¿antes era un diablo y ahora quieres que sea simpático? LaCarmina de los cojones me da un caramelo, le digo gracias porque cuando alguien te daalgo gratis hay que decirle gracias, pero no le digo nada más. Mi abuela va de un puestopara otro saludando a todos los tenderos. En cada uno compra un par de cosas, las quetienen mejor precio, para ahorrarse un par de pesetas, sólo un par de pesetas. Por elmercado hay señoras que gritan muchísimo, que discuten con los tenderos porque el otrodía les pusieron unas manzanas malísimas y si no le pone unas buenas no va a volver allíen mucho tiempo. Otras discuten porque una se ha colado, que sí había pedido la vez,que no, que tiene mucha jeta, que no es la primera vez, que todas tienen muchas cosasque hacer y hay que tener más educación. Las señoras parecen tener todas mucha prisaporque han puesto el cocido en la olla y ya no queda mucho tiempo, y a lo mejor les va aexplotar la olla y va a salir por la ventana y va a causar un gran estropicio y acabanllegando los bomberos. Vamos, que si no le dejan colarse pueden ser las responsables deque ocurra una tragedia. Lo que pretenden las señoras es que otro se sienta mal y le entremiedo y así hagas lo que ella quiere, como mi abuela. Todas las señoras se toman lascompras como si fuera lo más importante de sus vidas y, quién sabe, posiblemente lo sea,al menos comprar unas naranjas unas pesetas más baratas hace que mi abuela se sientaorgullosa y se lo cuente a mi madre después como si hubiera ganado una medalla. Por elmercado se encuentra viejas amigas que caminan muy despacio, que se lamentan de lomal que va el mundo y lo dificil que se ha puesto vivir, lo bien que se vivía antes, cuandoeran jóvenes. Lo único que va fenomenal son los nietos que tienen, que siempre son muyestudiosos y tienen novias magníficas y trabajos muy bien pagados, donde están muy bienconsiderados. Mi abuela les presenta a su nieto muy orgullosa y éstas ya no mepreguntan por mi hermano como hace meses, sino que le preguntan directamente a miabuela y ella les cuenta que ahora va a rehabilitación y que está progresando mucho, quecada vez se le entiende más lo que dice y que ha comenzado a levantarse, ya se sostienesólo en pie, y ha comenzado a andar con la ayuda de otra persona y ya come sólo y vamuy despacito pero avanzando poco a poco, y dice que yo voy de vez en cuando con él

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al hospital y yo les digo que sí, va mejorando, y ellas se quedan muy disgustadas porqueesperaban que iba a contar la historia mejor pero, cuando te pasas cuatro horas sin hablarcon nadie desde que te levantas es muy difícil que cuentes mejor una historia, para hablarhace falta entrenamiento, como para jugar al futbol, y yo estoy muy desentrenado, estoyen muy baja forma. Subimos a casa a dejar la compra. En realidad la subo yo porque laabuela no aguanta mucho peso. Esto es lo que más me gusta. Pruebo a intentar subir lasdos bolsas, llenas hasta arriba de alimentos, sin parar, por la escalera. La abuela me diceque me pare, que me voy a reventar los brazos, que eso debe ser malísimo, que coja elascensor. Sigo, sigo y sigo hasta que los dedos están a punto de abrirse de las asas, nome detengo ni apoyo las bolsas en el suelo hasta que llego al quinto piso y dejo las bolsassatisfecho delante de la puerta. Mientras espero a la abuela, llamo a todos los timbres delpiso de arriba y después bajo deprisa, donde espero haciéndome el despistado. Cuando llega laabuela, hay una gran animación en el piso de arriba. Todas las señoras han abandonadolas tareas de la casa y se encuentran en el pasillo y comienzan a hablar de lo que estáncocinando, las lechugas tan buenas y baratas que han comprado, el día tan bueno quehace. Todas hablan a la vez y a ninguna parece importarle quien llamó al timbre ni, porsupuesto, lo que las demás tengan que decir. Mientras tanto, la abuela ha llegado, con sucaminar cansado. Coloca las cosas en la nevera, cada una en su sitio de siempre, claroestá, y me invita a bajar con ella a la iglesia. Yo tengo permiso para quedarme sólo encasa pero me apetece volver a ver el sol, ese sol tan bonito que está brillando, así quehago una de las cosas que más he odiado en mi corta vida. Ir a misa. Y con la abuela. Miabuela se pone muy contenta, debe pensar que me ha entrado una vena mística. Ella vatodos los días a la iglesia porque cuando se murió mi abuelo le hizo una promesa a Diospara que el abuelo esté a gustito allí arriba. Mira que si luego no hay nada, la cantidad dehoras que habrá perdido la abuela. Pero ella se lo pasa bien, ésa es la verdad. En laparroquia sólo hay cinco personas porque hoy es jueves. El cura habla con una voz tanmortecina como esas cinco o seis personas que no sé si le escuchan porque tienen losojos cerrados. Mi abuela parece dormida. En ese ambiente, el cerebro deja de funcionar,dejas de pensar en el mundo y te quedas en un estado como mi hermano cuando estabaen la UVI. No sabes si estás vivo o muerto. Y yo quiero estar vivo, quiero vivir cada díade mi vida antes de que me vaya, quiero vivir y sentir todas las cosas que mi hermano esposible que no pueda sentir nunca. Quiero correr, quiero saltar, quiero reírme acarcajadas y cargarme a todos los hijoputas que hay por el mundo, quiero conquistar atodas las chicas guapas, tocar todas las tetas, marcar los goles más increíbles, quierohacerlo todo. Todo.

Estoy tirado en el sillón. Llevo cinco días tirado en el sillón. La abuela ha fregado elpasillo. Estoy soñando con el Mundial. Se han lesionado todos los extremos derechos dela selección, también los de la liga, yo estoy jugando en las categorías inferiores porqueel otro día, en el partido amistoso, un ojeador se quedó con mi genial estilo. Seguro queahora me llama por teléfono. Por una de esas casualidades de la vida, están enfermos losextremos derechos de todas las categorías superiores y deciden probar a los alevines.“Son demasiado pequeños”, dice uno. “Qué se le va a hacer, no vamos a poner a undefensa de extremo derecho”, le contesta otro entrenador. Me hacen una prueba, hecogido el balón, un regate, dos, les estoy gustando, está el seleccionador español viendoel entrenamiento, yo creo que me va a llamar, me va a llamar. “Mira cómo me estásponiendo el sillón, quita los pies de allí, levántate que lo arregle... y encima me haspuesto los pies encima de la mesa, serás rebelde, eres un rebelde, más que rebelde”. Laabuela me pega las dos azotainas en las piernas, me dice que me vaya a la sala de estar.Llevo cinco días encerrado, sólo salgo a la calle para ir al mercado si es que la abuelatiene que comprar algo, y a las doce, a misa. No aguanto más. “Abuela, voy a ir a

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comprar unos cromos a la tienda de enfrente”. “¿A comprar tú sólo?, nononono...”.“Venga, abuela, que no voy a tardar nada, dentro de media hora estoy aquí”. “¿Qué meva a decir tu madre si te dejo ir sólo?, para que te pille un coche y te quedes como tuhermano y que luego me venga tu madre que yo tuve la culpa por dejarte marchar...“¡Deja de decirme eso, estoy harto, no lo repitas más!”, le chillo hasta hacerme daño en lagarganta. He abierto la puerta y la he cerrado, estoy fuera. Salgo corriendo. Cuando hebajado dos pisos, oigo a la abuela. “Se lo voy a decir a tu madre, rebelde, que eres unrebelde, y un contestón, más que contestón, cuando te coja...” Estoy fuera, soy libre.¿Los cromos? A la mierda los cromos. Me voy con Santi y con Pepe. No sé como ir.Siempre me lleva mi padre. El metro, el metro te lleva a todas partes. Había una estacióncerca del bar. Le pregunto a la cajera. Me mira desconfiada y por fin me lo explica: tienesque coger esta línea hasta esta estación. Gracias. Pago mi billete con las pocas monedasque llevo encima. No tengo dinero para volver pero me da igual. Sólo quiero pasármelobien un rato, sólo eso, voy a cumplir doce años, ¿no? Bajo por unas escaleras mecánicascomo en El Corte Inglés, por el otro lado sube mucha gente. Los miro a todos, haymuchas chicas en minifalda muy guapas, hay mucha gente mayor con caras serias, pareceque fueran a trabajar. Espero al lado de las vías a que llegue el metro con una piernaapoyada en la pared, debo tener muy buena pinta, la gente me mira con cara extraña,seguramente porque voy sólo, pero no me importa. Soy libre. Mi vida me pertenece. Enel metro, la gente se mira constantemente, se estudian, se besan y se insultan con lamirada, yo los miro a todos con descaro, sobre todo a las chicas que tienen buenas tetas,se me pone la picha dura. A veces algunas tetas me rozan por la espalda, estonces se mepone más dura todavía. Pasan una, dos, tres estaciones. Me lo estoy pasando muy bien.Me encanta viajar en el metro, cuántas cosas me estaba perdiendo en esa casa oscura,cuántas cosas pasan en el mundo y cuántas te pierdes cuando no te dejan hacer nada,para que un día te mueras y te hayas perdido un montón de cosas que podías haber visto,que podías haber hecho, no señor, yo no me las voy a perder. Llego a mi estación. Mebajo, llevo la cabeza bien alta, me he atado el jersey a la cintura porque hacía muchocalor. Es el rojo que pone Mundial 82, yo creo que es un jersey muy bonito y que tengoque estar bastante chulo. Debajo llevo una camiseta de anchas franjas blancas y azulesque me sienta fenomenal, en serio. Cuando salgo a la calle, me parece que estoy en otraciudad. No conozco nada. Me entran ganas de mear, miro para un lado, me doy lavuelta, miro para otro, doy vueltas alrededor de mí mismo, hace un día buenísimo. Se meacerca un viejo con boina y cachaba y me pregunta si busco algo, le digo que sí, qué tíomás simpático, me trata como a una persona mayor. “¿El bar Cóndor sabe dónde está?”“Sí, hombre, tira todo recto hasta que llegues a una clínica, cruzas la calle, atraviesas dosbloques y allí está, al lado de una farmacia”. “Muchísimas gracias”. Yo creo que es laprimera vez que digo muchísimas gracias pero me hubiera gustado darle un beso a eseabuelo, le quería de verdad.

Voy saltando por la calle, de un lado a otro, llego al semáforo, miro cuatro veces a cada lado y por fin cruzo por entre los coches, en el otro lado están atascados, tocan el claxon y chillan, la gente cruza aunque el semáforo está en rojo, yo hago lo mismo, es la primera vez que cruzo un semáforo en rojo, me encanta, todo me encanta. Un poco antes de llegar al bar, veo a Santi, viene corriendo y se lanza sobre mí, me tira al suelo, después vienen los demás, todos están encima de mí. Me despeinan, me muerden las orejas, me chillan en los oídos, me van a dejar sordo, meestoy riendo muchísimo. Me preguntan qué hago aquí y yo les digo que me he escapadoporque estaba harto de la abuela. Les hace mucha gracia. Sin perder un momento, memeten en un equipo del partido de bancos que están echando. El juego consiste en metergoles por debajo del banco, hay que tirar bien raso porque si no es imposible que entre lapelota. Hay verdaderos especialistas en este tipo de juego que practicamos antes de lospartidos. Juego dejándome la piel, tantos días de inactividad me pedían marcha al cuerpo.Gana mi equipo en el gol decisivo, el que mete gana. Nos sentamos en el banco los doce

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que jugábamos, contamos chistes, vamos a ver a Catalina a la tienda, después a Susi, queva a clases de recuperación en una academia muy cerquita. Queda una hora para lacomida. Santi propone ir al Corte Inglés a mangar algunas cosillas. El Pepe y el Rubio seaniman, yo también, por qué no, los del Corte Inglés tienen mucho dinero, no va aquebrar la empresa si nos llevamos unas cuantas movidas “Yo quiero unos cascos”. “Yoquiero un balón”, dice El Rubio. “Gilipollas, ¿cómo vas a sacar una balón?, ¿en elpaquete? Tiene que ser una cosa pequeña”, le chilla Santi. Catalina nos ha pedido que letraigamos unos calentadores, el que le traiga unos calentadores se llevará un regalito desu parte. “De tus partes”, le dijo Pepe con malicia. Por el camino, todos reímos.Entramos en el Corte Inglés después de colarnos en el metro, caminando en cuclillas pordebajo de la taquilla. Subimos a la entreplanta, damos paseos, curioseamos, nosprobamos cinturones, sombreros, pañuelos, máscaras. Bajamos a la planta del sonido.Cubrimos a Santi mientras se mete un walkman en el bolsillo, después de sacarlo de lacaja con toda la confianza. Ahora acompañamos a Pepe a por los calentadores: cogeunos rojos cuando el dependiente se ha dado la vuelta para atender a una señora muyfina. Esto está chupado. Hay tantas cosas que me gustaría llevarme, que no sé por cualdecidirme. Encuentro unos pendientes muy bonitos. “Para mi hermana, que va a ser sucumpleaños el próximo día”. “Sí, sí, seguro que son para Susi”. “Menudo es el Oscar”.“Menudo”. El Rubio está como una cabra. Va al quiosco de la entreplanta, coge tresrevistas pornográficas y se las mete por dentro de la camiseta. Como quien no quiere lacosa, salimos del Corte Inglés con todos nuestros regalos. Ya estamos fuera. Hemosengañado a esos gilipollas, a todos los millonarios que se forran vendiendo las cosas tancaras. Lo hemos conseguido. Como estamos al lado de mi casa, me voy andando hastaallí. El Mundial continúa. Esta tarde juega la selección. Todavía tenemos posibilidades.

De nada sirvieron mis rezos. Hicimos el ridículo en el Mundial. Sólo ganamos un partidoy encima, con la ayuda del árbitro. Los jugadores parecían tan paralizados como mihermano. El país entero les pedía a gritos que ganaran, que ganaran como fuera, quecorrieran como gacelas, que embistieran como toros, que saltaran como pumas, peroellos no podían. Los rebotes siempre iban a parar a los pies de los contrarios, los pasessiempre iban demasiado flojos, siempre demasiado fuertes. Había veces que dosjugadores iban a por el mismo balón; otras, los dos se quedaban mirando, esperando queel otro corriera a por él. Cada jugador parecía jugar a un ritmo diferente. Unos al toque,a lo brasileño, otros como ingleses, a la cabeza, otros como alemanes, con fuerza. Todoslos días esperaba con ansiedad la llegada del día del partido, soñaba los goles deSantillana de cabeza, que se proclamaría pichichi, por supuesto, los de falta de LópezUfarte, el pequeño diablo. En la iglesia, le pedía a Dios que, sólo por esta vez, fuera conEspaña, que nos diera una alegría después de la guerra civil, lo de Franco y el golpe deestado, ya estaba bien de tanta desgracia, nos merecíamos un premio por haberaguantado tantas putadas, una ayudita, tan sólo una ayudita, uno de esos balones que sequedan muertos en el área para que llegue un interior desmarcado y los remate, esa manode un defensa que se desprende de la cintura cuando salta para impedir un centro, esebarullo dentro del área que se resuelve con una pierna nadie sabe de quien. Lo que fuera,pero que ganáramos. A veces, interrumpía mis oraciones y, de repente, pensaba queseguro que los irlandeses, los hondureños, los ingleses y los alemanes estarían rezando aDios, al mismo Dios y le estarían pidiendo que ganara, nos han fastidiado, porque todo elmundo quiere ganar, lo saben hasta los tontos. Entonces pensaba que Dios lo tendríamuy dificil para hacerle caso a todo el mundo, porque si hacía ganar a unos, los demáspensarían que menudo Dios era ése, que quiere más a unos que a otros, así que todos los

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partidos tendrían que acabar en empate, y si todos los partidos terminaban en empatesería imposible que alguien ganara el Mundial, y al final siempre tiene que ganar uno.Después del partido contra Honduras dejé de rezar. Si no eran capaces de ganar comoDios manda a un equipillo como ése, de campesinos, que juegan al futbol en sus ratoslibres, aunque tuvieran a un jugador que hacia magia con el balón, si la selecciónespañola no era capaz de ganar a un equipo como ése es que Dios no iba con nosotros.Seguro que había otra nación que se había merecido más su ayuda o a lo mejor habíanrezado más gente, en eso seguro que los alemanes y los brasileños tenían ventaja, o talvez no, tal vez no había ningún Dios, ni había suerte, y el problema era que no eransuficientemente buenos, que los magníficos nombres de nuestra alineación, que tealegraban la vista cuando los veías en el periódico del día, esos nombres que te hacíansoñar con grandes jugadas, con goleadas de escándalo, con gestas como las de losCaballeros de la Tabla Redonda, no eran más que unos hombres y en los demás equiposhabía otros, que en sus países eran tan importantes como los nuestros para nosotros e,33incluso, sabían jugar mejor que los nuestros. Después del partido contra Hondurasempecé a ver los partidos de una manera diferente, más alejada. Me ponía mucho menosnervioso los minutos antes de empezar, no me entraban ganas de mear ni me comía lasuñas. Cuando el árbitro pitaba, veía un partido de fútbol, olvidándome de cuál era miequipo. Por supuesto que sabía cuál era, y quería que ganaran, pero veía los pases de losjugadores, veía sus jugadas y sus caras y sabía que no íbamos a hacer nada. Tenían miedode que los regates no salieran y por eso siempre les quitaban la pelota. Tenían miedo delperiódico del día siguiente, de que dijeran que eran unos mantas, que no eran tan buenoscomo pensábamos. Por eso, cuando nos eliminaron me enfadé un poco, sólo un poco.Por la noche, en la cama, pensé que, de cualquier modo, había ocurrido lo que debía. Noéramos buenos y no merecíamos ganar ese Mundial. Si hubieran llevado a otrosjugadores, si hubiéramos tenido otro entrenador... Pero no fue así, es más, no me habíagustado su juego ni un sólo minuto, así que me puse a ver los partidos con otra cara,dispuesto a disfrutar del juego de los brasileños, con Zico, Eder y Sócrates, y losfranceses, qué centro del campo el suyo, Tigana, Platini y Giresse, y de los brasileños.Mi casa cada vez se parece más a la selección española. Cada uno juega a un ritmodiferente y como equipo es un perfecto desastre. Mi madre es el portero, obsesionadocon que la vida le vaya a meter una goleada. Ve peligrosos delanteros por todas partesdispuestos a marcarle goles a la menor oportunidad; se pasa el partido repitiendo a susjugadores de campo que tengan cuidado con los semáforos, con los coches, con losbordillos, con los policías, los perros, las golosinas, la televisión, los ladrones, losgamberros, los violadores, la mayoría de los minutos del partido de nuestra vida son unpeligro constante que ella tiene que detener, el resto de su vida lo dedica a cuidar de suportería, su refugio, aquello que tiene que defender para que no perdamos el partido ytengamos derecho a continuar en este Mundial que nos ha tocado jugar. Mi hermano escomo una portería a cero, tranquila, ajena a las malicias del fútbol de hoy en día,contemplando el partido desde su estática posición. Mi padre es ese jugador que deberíaresolver los partidos y se ha refugiado en la banda, que no quiere que le pasen el balónporque lo que de verdad desea es que se acabe el partido y marcharse con los amigos... acomentar los partidos en el bar. De vez en cuando hace una jugada simpática: le dicealgo a mi hermano, nos lleva a tomar una gambas a la plancha o cuenta algún chiste, perocomo el número diez que debería haber comandado el equipo, son sólo retazos de lo quepodría hacer pero no quiere, o no sabe, nunca se sabrá si porque el 10 que llevaba a laespalda le viene un poco grande. La abuela es ese viejo entrenador a quien nadie hacecaso, y si alguna vez se lo haces es porque sabes que lo es, que puede decirte lo quetienes que hacer porque si no, no podrás jugar el siguiente partido. Reparte sus consejosacerca de lo que tienes que hacer con tu vida, lo que tienes que decir a los tenderos,cómo te debes sentar, dónde tienes que llevar las manos, cómo tienes que llevar la

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camiseta, siempre por dentro, con qué jugadores tienes que jugar, a quien tienes queevitar, en fin, pretende dirigir la táctica del equipo pero todo el mundo sabe que el tipode fútbol en el que ella vive, pasó hace mucho tiempo a la historia. Mi hermana es uncaso claro de joven jugador que ha pasado rápidamente de ser uno más en el vestuario aconvertirse en el favorito del entrenador y del portero. Recibe las órdenes delguardameta y las del entrenador y las ejecuta sin contemplaciones, no importa que seanestúpidas o no tengan ningún sentido, lo importante es hacer caso a los que mandan, daigual que nuestro juego no tenga ningún color, que nunca nos acerquemos a la porteríacontraria, que nos metamos en nuestro área y saquemos el balón al patadón, olvidandolos consejos del juego por la banda, el toque de balón con el interior del pié, buscar a loscentrocampistas, las enseñanzas de Cruyff, Pelé y Di Stéfano, lo que importa es quenuestra portería siga a cero y confiar en que, Dios lo quiera, haya algún rechace, algúnpenalti inesperado, un gol en propia puerta, cualquier cosa que nos haga ganar algúnpartido, conseguir UnOS puntos que nos mantengan en el campeonato.

Yo, mientras tanto, me mantengo en el banquillo. Esperando. Esperando mi momento,comiéndome las uñas, matando las hormigas que pasan por la arena, soñando con losgoles que meteré cuando me toque salir y juegue como hay que hacerlo. Ningúnentrenador me podrá decir nada, ningún defensa ni portero acojonados, ningún capitánpasota. Me lanzaré a por la portería contraria sin miedo, a ganar, sin contemplaciones,con la pelota delante, bien visible, como cuando jugué contra los gitanos, sacando pecho,y si hace falta pegar una patada, la pegaré, nadie me atacará sin respuesta. Yo sé qué tipode juego se lleva por aquí, sé lo que les ocurre a quienes juegan con los brazos bajados,los que entran con miedo al balón, los que confian en la suerte.

Pero, mientras llega ese momento, continúo en el banquillo. Mis amigos se fueron a suspueblos y me quedé sólo en Madrid. Mis padres no tenían ganas de ir al pueblo,seguramente porque no querían aguantar más preguntas y miradas de lástima hacia estasilla de ruedas en la que reposa nuestro jugador lesionado. Algunas tardes fuimos a beberhorchata al bulevar o a comer gambas a la plancha. Otras, llevamos al parque a mihermano. Allí, en un banco apartado de los caminos más transitados, retirábamos la sillade ruedas y le incorporábamos hasta que se ponía de pie, se mantenía unos instantes enequilibrio, como los equilibristas, y daba un paso, y luego otro, hacia los brazos de mimadre, y cuando llegaba, todos aplaudíamos y le felicitábamos, y él sonreía con una risaque recordaba un poco a su risa de capullo. Otras veces lo hacía cuando no nos dábamoscuenta y oíamos un estruendo tremendo contra el suelo y le levantábamos sangrando porla cabeza, y entonces mi madre le echaba la culpa a mi padre por estar leyendo elperiódico sin atenderle, y él le respondía que no tenía la culpa porque era la abuela quientenía que estar cuidando de él, y entonces todos nos callábamos y nos quedábamosmirando a las familias que paseaban con sus niños en bicicletas de cuatro ruedas, a losenamorados que paseaban de la mano, a los abuelitos que protestaban por el calor tanespantoso que hacía y a los deportistas que hacían footing, que es como corren losamericanos, así, por correr, para mantenerse en forma y lucir sus músculos. Después,cuando ya nos habíamos hartado de comer pipas y patatas fritas, volvíamos a casa,alabando los progresos de mi hermano, el buen día que hacía yio bien que se estaba en lacalle. Las pocas cosas que, en fin, van bien en este equipo.

Este verano fui diez días a misa con mi abuela. El décimo era jueves. Mi abuela meesperaba en la puerta, el bolso negro de cuero, el pelo morado y bien peinado de lapeluquería de esa mañana. “Hala, vámonos, Oscar”. “No”, respondí ese vigésimos día.

Desde que la acompañaba a la iglesia me había convertido en un buen nieto que ellarecompensaba con veinte duros a la semana, así que me miró comprensiva, como al

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jugador que ha fallado un penalty, y me dijo que me compraría unas patatas fritasdespués de la celebración. Le dije con voz de persona mayor, “no, no voy a volver a misanunca más en toda mi vida”. A la abuela se le cambió la expresión de la cara, aparecióuna más dura para repetirme por enésima vez que cuando no estuviera mi madre en casa,tenía que hacerle caso a ella. “No, nunca más voy a volver a ir a misa”, le repetíimpasible. Ella, muy soliviantada, pero tratando de comprender al jugador descarriado,se adelantó hacia mí y me preguntó por qué no quería. La respondí, muy tranquilo, “nopuedo ir”. Ella insistió, fingiendo ser más comprensiva, preguntándome por qué nopodía. “Porque me he hecho ateo”, dije muy serio. Se echó las manos a la cabeza, se lesaltaron los ojos de las órbitas sin poder decir palabra, hasta que por fin reaccionó con su voz más desagradable: “niño, tú estás locos: no quiero oír más tonterías”. Y se marchó.

Me dejó solo. No me dijo que tenía que ir con ella porque estaba en su casa, ni porque mi madre se lo había dicho, ni nada por el estilo. Simplemente, se marchó.

Me quedé en casa solo, riéndome, saqué el balón de cuero del armario, y me puse a jugarpor la casa, regateando sofás, muebles, sillas, pisándolo, elevándolo, jugando a que nocayera, dando toques con la cabeza, tiré un jarrón al suelo, que se rompió en pedazos ycontinué riéndome, riéndome y riéndome, era libre, nadie podía decirme lo que tenía quehacer, había una parte de mí que nadie podía controlar y esa parte iba a seguir siendolibre lo quisieran o no el entrenador, el portero, el capitán y la madre que los parió.Podrían dejarme en el banquillo, pero en los entrenamientos, iba a hacer mi santavoluntad.

Hoy hace un año del accidente, Mi madre dijo en el desayuno, con esa voz que se le haquedado, como la del soldado que pasó por la guerra del VietNam, “parece que hace unsiglo”. Aunque la abuela y mi hermana también estaban en la mesa, ninguna fue capaz dedecir nada, seguro que en esos segundos sus pensamientos viajaron por la máquina deltiempo y se trasladaron unas horas, sólo unas horas antes, o unos días, quien sabe, a eseviaje interminable en coche desde San Sebastián, esperando encontrar un hueco paraadelantar a un camión, mi madre chillando, diciéndole a mi padre que no fuera loco ynosotros, mi hermano y yo, animándole a adelantar, a ir más deprisa, a llegar cuantoantes a Madrid, donde estaban los grandes almacenes, las escaleras mecánicas, las barcasdel Retiro, los rascacielos, todas esas cosas grandiosas que hacían del regreso a nuestracasa cada verano, un suplicio. Qué idiota era; yo que me quería quedar en esta mierda deciudad. Seguro que se acordaron del día anterior, que fuimos a las barcas del Retiro, dela pelea que tuvimos mi hermano y yo porque me salpicó con el remo y me mojóenterito, que estuvimos esa mañana sin hablarnos. De la llamada esa noche deMariblanqui, la amiga de mis padres, que nos invitaba a pasar el día en un pueblo deAvila donde se habían comprado un chalét “monísimo”. Del momento en que nospresentó a Alberto, un chico de nuestra edad. De todas esas cosas que procuras olvidarpara que no te hagan daño, porque si te paras a pensar, por un momento, sólo unmomentito, que la vida podría haber sido diferente si tú hubieras hecho algo, si hubierasdicho “no” y te hubieras impuesto como es debido cuando el gilipollas ése de Albertonos dijo que fuéramos a las vías del tren, si no nos hubieran dejado ir a jugar, si nohubiéramos ido a ese chalét, si nos hubiéramos ido de veraneo a otro sitio, si, si, si..Todo podría haber sido diferente pero no hay nada que hacer. Esto es lo que tenemos,una silla de ruedas, una persona que se puede poner en pie, que puede decir que si y queno, que sonríe y se enfada, y poco más...

A mí no me parece que haya pasado un siglo del accidente, lo me parece es que nos han

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colocado en otra vida, de una en la que todos reíamos a otra en la que te esfuerzas porno llorar, los actores somos los mismos pero la película es muy diferente, algunos noencajan con los papeles que les toca desempeñar, parece como si no se hubieran dadocuenta de que ahora hay que dejarse de correcciones y esperar la oportunidad paraaprovecharse de la situación.

Mi madre todavía se cree que respetando las normas, sin pegar patadas ni engañando alárbitro, nos mantendremos en la categoría. A eso se le llama confiar en los milagros; loque hacen los que están condenados a perder. Hoy nos ha llevado a mi hermano y a mí alcine de al lado, a ver una película de ciencia ficción. Siempre que hay un plan como éste,en el que hay que salir a la calle con la silla de medas, intento buscarme una excusa parano ir. No me gusta que la gente nos mire, no me gustan sus miradas, no me gustannuestras miradas de pena, no me gusta que nos dejen pasar en la cola, no me gusta quenos ayuden a subir la silla por los bordillos, ni que nos ayuden a recogerla cuando mihermano se ha sentado en la butaca, no me gusta que la gente se dé la vuelta en susbutacas para contemplar todo ese espectáculo. Por fin, se apagaron las luces. Qué alivio.La película era un invento sobre una nave que se metía en el cuerpo humano y navegabapor las venas y las arterias, la piel, los órganos y el cerebro, para curar al cuerpo humanode un virus que le enfermaba. Todo mentira. Y yo sabía lo que estaba pensando mi madrecuando salimos. Por eso le pregunté. Las palabras tardaron en salir de mi boca, sobretodo la primera. La falta de costumbre.

-Mamá, ¿tú crees que lo que ha salido en la película será posible algún día?Yo creo que se quedó un poco sorprendida de que le preguntara algo por la calle y que

la llamará mamá, después de tanto tiempo sin hablar prácticamente de nada.-La ciencia no tiene límites, hijo. Cuando yo era una niña no nos podíamos imaginar que

el hombre llegara algún día a la luna, y mira...-Sí, pero una cosa es llegar a la luna y otra, meterse en el cuerpo humano.-Eso nadie lo sabe, pero si alguien imagina algo un día, otra persona llegará que lo haga

posible.-Entonces, ¿tú crees que algún día se podrá curar la enfermedad de Javi?Me miró severa, reprochándome que dijera eso en voz alta, porque no sabíamos si él se

enteraba de lo que hablábamos. Contestó en voz baja.-Nadie lo sabe.Por la noche, esperé el momento en el que estuviera sola en la cocina. Un año después,

mi madre se había convertido en una extraña para mí. Era como ir a hablar con unprofesor, peor incluso, porque ella me conocía y podía saber lo que estaba pensando,podía notar mi debilidad. Intenté apostar la voz pero salió temblorosa.

-Mamá.-¿Qué?Por un instante, me entró miedo de ese rayito de esperanza que había aparecido en esa

mierda de película.-Nada, nada.-¿Qué quieres, hijo?Insistió sin mucha convicción. Seguramente por eso, porque no me insistió, me olvidé de

que era la primera vez en mucho tiempo que me animaba a contarle algo.-Era sobre la película, Javi y todo eso, ¿Tú crees que alguna vez se pondrá bien?-Nadie lo sabe, hijo, pero hoy día la ciencia está avanzando muchísimo, nadie sabe si

algún día los americanos inventarán algo que pueda solucionar lo de Javi.-Tendría que ser una nave de ésas que se mete dentro del cerebro y le arregla lo que se le

abolió en el accidente, como los mecánicos de la Fórmula 1.-Algo así, hijo, algo así.-Pero costará mucho dinero.-Sí, seguro que costará mucho dinero.

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-Ah.-Lo que hay que hacer es ser todos muy buenos y así, seguro que todo se arregla algún

día.Me revolvió un poco el cabello y se marchó corriendo al comedor, donde mi hermano se

había caído al intentar levantarse. No se cargó el televisor de milagro.Me pasé el resto del verano imaginando cómo conseguiría tener cien millones para

cuando se inventara la maquimta de marras. Estaba seguro de que trabajando en unafábrica como mi padre, sería imposible. Lo más fácil sería jugando al fútbol. Tendría quecrecer para pegarle tan ftierte a la pelota como los mayores y esperar a que, algún día, unojeador se fijara en mí. Allí estaba la solución. Seguro.

Y crecí. Mis tres pantalones, los vaqueros, los de pana azules y los de tela de verano, sehan alargado con dos líneas de dos centímetros cada una. He crecido cuatro centímetrosen los últimos cuatro meses, justo desde que me compré los últimos vaqueros, unosJesus que me sientan fenomenal. Es la señal de que algo está cambiando, de que algo semueve dentro de mí. Mi cuello se ha estirado tanto que parezco una jirafa, mis piernas seven largas y delgadas como las de un saltador de altura. Al salir de la ducha, cuando memiro al espejo, veo unos huesos que se alargan y me alegro muchísimo porque sé queahora tengo más posibilidades de salir bien parado de una pelea, que correré más rápido,que podré alcanzar más fácilmente a Maite en los recreos y me marcharé de máscontrarios en los partidos. Mi voz también ha comenzado a cambiar, a veces aparecemuy aguda, como un canario, y otras, en cambio, me pega un susto el mugido de unavaca.

El primer día en el colegio ha sido muy diferente al año anterior. Me he encontrado aAlex en el autobús y hemos estado hablando de nuestras vacaciones. Bueno, en realidad,él me ha hablado de sus vacaciones. Me contaba sus aventuras en Mallorca, que estaballena de turistas en top less a las que no les importaba que las miraran ni nada. “Esas tíasson unas guarras, de verdad que no les importa. Tío, ¿sabes qué?”. “No”. “Pues le hiceuna fotografia a una, haciendo que sacaba el paisaje. Mira”. Rebuscó entre un montón yla encontró. En una esquina de una fotografia borrosísima aparecía una rubia recostadade lado sobre una tumbona, parecía que de verdad estaba en top-less pero algunos bikinisdejaban ver mucho más que esa fotografia. La fotografia era malísima. “Jo, macho, cómomola, vaya tetas, te tuviste que poner muy cachondo”, le dije aparentando estarimpresionadísimo. El pollo estaba muy contento de que me diera mucha envidia, así quecontinuó hablando de las paellas que se comieron, los paseos en el yate de un amigo desu padre, el curso de vela y el de pesca submarina. Yo ponía cara de asombro a todo loque decía y él parecía que en cualquier momento iba a escaparse del autobús por unaventana, tal era su orgullo al comprobar por mis comentarios que se lo había pasado muybien. El momento culminante fue cuando se calló. Creía que en ese momento me iba apreguntar por mi veraneo, aunque pensándolo mejor, lo temía, porque, exceptuandoaquella escapada al Cóndor, no podría contar prácticamente nada, y por si fuera poco,esas historias no eran para contarlas en el colegio. Alex se me quedó mirando con unamirada rematadamente idiota que pretendía parecerse a la de uno de esos actores durosque salen en las películas en blanco y negro, después se mordió una de sus uñas, la de ésededo gordo mordisqueado y asqueroso que tiene, y me dijo. “Macho, no te lo vas acreer”. “Qué”, le dije casi por obligación. “Me ligué a una chica”. “Sí, no me digas”, ledije llevándome las manos a la cabeza. “Y encima, francesa”. “No fastidies”, le dije, yaun poco más interesado. “Sí, como te lo digo”. “tY qué hiciste?”. “La besé con lengua y

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le toqué las tetas”. La cosa ya no me gustaba nada, yo en ese parque con la familiaaguantando mecha y este panoli tocando tetas y dando morreos. El mundo era injusto.No quise hacerle más preguntas. Me había enfadado de verdad. Me puse a mirar por laventana para que se diera cuenta de que la conversación ya no me interesaba, pero élinsistía, quería contármelo todo. “Estaba en el mismo hotel que nosotros, bajábamos a lapiscina todos los días y cada vez que nos cruzábamos, ella me sonreía. Un día me empujóa la piscina, ¿tú te lo crees? Llegó por detrás cuando estaba decidiendo en qué estilotirarme de cabeza, porque yo sé tirarme a carpa, haciendo el ángel o el típico de cabeza.Bueno, pues estaba esperando y va la tía y me empuja a la piscina, ya ves la tía, despuésestuvimos jugando a hacernos aguadillas y a echar carreras nadando a todos los estilos,no veas cómo nadaba, había ido a una escuela de pequeña, y el último día, porque ella semarchaba a Marbella, estuvimos bailando, porque había una orquesta, y nos fuimosdetrás de los setos y la dí un beso”. Me lo tenía que contar todo el desgraciado. Todo melo tenía que contar. Mierda de ricos, lo tienen todo, se van de vacaciones, se bañan en elmar y encima se ligan francesas, no hay derecho, qué mundo más injusto. Cuando acabó,no aguantaba más y le dije “¿pues quieres saber lo que hice yo?”. Se puso a mirar a otrolado, no parecía importarle nada de lo que le fuera a contar. “Pues estuve con mis amigosdel equipo de fútbol, y un día nos colamos en el metro”. Alex se dio la vuelta y me mirócomo si estuviera hablando con un delincuente, entonces apreté un poco más la tuerca yle dije “¿Y a que no sabes lo que hicimos después?”. “Qué”, me dijo. “Fuimos a robar alCorte Inglés”. A Alex se le cambió de cara. Me miró con la misma cara que la abuelacuando me hice ateo, preocupado, pero también con miedo, y me dijo. “Estás de broma,¿no?”. “No, va en serio”. “Pero tío, te pueden meter en la cárcel”. “No seas tonto, si estáchupao, sólo tienes que ...“ Alex no quiso saber nada más, se levantó de su sitio y sesentó con otro. Desde entonces ya no vamos juntos. Y no me importa. Así que llegué alcolegio como el año pasado, sólo. La diferencia es que ahora recordaba los momentos denerviosismo de aquel día y me parecían lejanos, muy lejanos. Esta parecía otra película.

Las cosas cambian bastante de un año para otro. Solamente hay que sabérselo hacer yperderle el miedo a ver la realidad tal y como es. Hay gente con huevos y hay mariquitas.Los que no tienen miedo, mandan. Y si mandas, te lo pasas bien.

Desde que me quité el peso de encima dei giipollas de Alex, voy por el colegio como elcaballero ése Ivanhoe. Solo, pero dispuesto a meterme en todo lo que me interese.Hoy me pongo a jugar con los que sacan algún suspenso pero todavía no se atreven ahablar con las niñas. Mañana se me junta José Ignacio y le dejo flipado con mi técnicapara robar los pastelillos del bar. Te colocas en la barra, muy cerca del expositor, comosi estuvieras esperando a un amigo. Cuando la camarera se va al otro lado a atender a lagente que la llama, lo coges como si te hubieras cansado de esperar y lo fueras a pagar.Lo bajas a la repisa y, cuando decides que te has hartado de esperar, te lo llevas como silo hubieras pagado. Así, tan tranquilo. José Ignacio va de chulo con las tías, se fuma suscigarritos pero lo de los mangues le supera. Me miraba como si fuera su padre aunqueme saca media cabeza.

Al otro día, me encuentro con Richi, vacilamos un rato sobre las tías de la clase, yo me loharía con ésta, yo con la otra, hay una de BUP que está que te cagas, “la señorita Saratiene unas tetas impresionantes”... Me lleva a donde ha quedado con Willy. Llega en sumoto, manchada por el polvo de los caminos de la sierra. Se desmelena para quitarse elpolvo que le ha transformado en un viejo canoso. Nos fumamos un cigarrito y me subo ala moto como si tal cosa. Willy me dice que tenga cuidado. Yo le digo que controlo, que

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ci ¿con esa burra me marcaba unos tumbaos que ni Angel Nieto. Después, Willy le deja lamoto a Richi y me lleva detrás. Saliendo rectos de una curva, nos metemos directos porla carretera, y pasamos un instante frente a la valla del colegio. Hay unos cuantos de laclase jugando al rescate muy cerquita. Maite me ha visto. Gritamos y saludamos con losbrazos. Volvemos donde Richi. Están hablando de lo que tienen en sus habitaciones, latele que le han comprado a Willy, de la cancha de baloncesto que tiene el porche Richi,los dos quieren que sus padres construyan una pista de tenis en el jardín. Me preguntan sitengo cancha de tenis. Les digo que no es nuestra, es de todos los vecinos de lamancomunidad. “Vaya mierda, entonces tienes que esperar a que esté libre para jugar”.“Si”, digo “vaya mierda”. Vaya par de gilipollas que sois, chulos de mierda. Todos losque van a este colegio de magia son unos pedazos de membrillos. El colegio de lossobresalientes regalados, de los suspensos que se convierten en aprobados después deque un coche de seis metros de largo aparque delante de la puerta principal y de ellasalgan un matrimonio envuelto en la magia del dinero. Así sois los imbélices que vais aeste colegio. Así vivís, en el limbo de esas vidas que no conocerán la rabia de no tenerunas preciosas zapatillas Adidas, en el limbo de las risas perpetuas, de las comodidadesque os han caído del cielo, como a mí las penas, ricos de mierda. Algún día, alguiendeberá empezar a hacer justicia, a colocar alguna piedra en vuestros zapatos para que nocaminéis por un mundo de colchonetas eternamente. Algún día tendréis que conocer loque es la vida de verdad. Ya me gustará ver donde queda vuestra felicidad, vuestrassonrisas, seguro que ya no son tan ni redondas, ni tan tranquilas.

Yo sigo al trote, poniendo orden en mis filas, las de los reservas de la clase. Almudena ytoda la recua de ricachones son cosa de esos dos chulos, pero los gorditos, los enanos,las feas, las empollonas, y Maite, por supuesto, Maite, son cosa mía. Ella me deja losproblemas a mí el primero. A mí me deja agarrarla cuando jugamos al rescate. En misbrazos se queda unos segundos más que en los de los demás. Conmigo se pone en laclase de gimnasia como quien no quiere la cosa, cuando el profesor nos ordena que noscoloquemos chico-chica, y todos los chicos decimos que es una mierda y las niñas seponen a píar de la emoción. Y yo la sujeto de las piernas cuando tiene que hacer el pino,muy serio, y cuando tiene que hacer abdominales, y la llevo a caballito cuando hay queechar una carrera y la dejo que me achuche para ganar la carrera, y que me toque unpoco un hombro en felicitación por la monta. A ella le di los pendientes que robé en elCorte Inglés. Es ella la que no se los ha quitado desde entonces, la que me mira desde lafila todos los días y a la que miro con la única mirada que soy capaz de mirar. No sécomo será, pero seguro que no tiene sonrisa. La sonrisa es para los ricos. A ella, sólo aella le paso las sonrisas, ella se las gana cada día porque sabe algo de la vida, el resto delrecreo son sólo tontos ricos, reservas que tienen que acercarse a contarme chistes porqueyo sé quienes son Willy y Richi, y ellos saben quien soy yo, saben que me llevo los bollosde la cafetería, que sé fumar, jugar al futbol y besar con la lengua.

Por lo demás, nada de lo que pase en el colegio me interesa. Las cosas interesantes mepasan los fines de semana, allí es donde aprendo y vivo, donde me recargo de energía yorgullo. Cuando el lunes llego al colegio retrocedo al parvulario, son como mi hermano,enanos a los que tengo que explicar de qué va esto de la vida, cómo tienes que tratar conlos profesores, las niñas y los mayores, con qué tono tienes que hablarles para que notoquen tu balón, ni te quiten la canasta, ni se rían de ti. Por eso me quieren en suspartidos, porque saben que me puedo enfrentar a los mayores y de mí no se van a reír.De mí ya no se ríe nadie.

Al salir a la calle, le he pegado una patada a un perro felpudo de esos que van a lapeluquería. ¡Se me había tirado encima, el hijoputa! La asquerosa señora requetepintada

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me ha llamado gamberro y delincuente y yo la he sacado un dedo, el índice. TENÍA QUEHABERTE PASADO A TI. He cogido el metro para buscar a mis amigos. Hemoscomprado un petardo de los gordos. Hemos agarrado una mierda que te cagas de grandey la hemos colocado, recogiéndola en un papel de periódico, al lado de la terraza de unacervecería. Como es sábado, había mucha gente tomando raciones. La hemos puesto ados metros, disimulando. He cogido la caja de cerillas y he prendido la mecha como sime fuera a abrochar los cordones. Me he levantado tranquilamente y nos hemos idodetrás del seto. La mierda ha estallado corno si fiera diarrea. Han llegado cachos demierda a los platos, a las sillas, a los vestidos y a los trajes. Nos hemos reído un huevo.TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Después, hemos ido a una placita cercana a lanuestra, una de esas de tierra en la que los bancos están partidos por la mitad y delrespaldo sólo quedan trozos de madera. Hemos empezado a hacer aviones de papel conuna revista que encontramos en la basura. Al Rubio se le ocurrió prenderles fuego.Hacíamos una batalla de aviones en llamas, como en la Segunda Guerra Mundial. Uno deellos se ha colado por una trampilla que da al garaje que hay debajo de la placita. Hancomenzado a prenderse fuego otros papeles que por allí había. Es un pequeño basurero.Qué pena que ya no haya coches. Tenía que haberse organizado un infierno que te cagas,tenía que haberse quemado todo el garaje y el barrio, y la ciudad entera. Todo se teníaque haber prendido. Hubieran tenido más curro los bomberos. Lo que me hubiera reído.TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Nos hemos escondido en las casas muertas,por si alguien nos hubiera visto.Teníamos un paquete de tabaco que se le había caído aun señor del bolsillo. Nos hemos fumado la mitad allí, tan ricamente, mientrashablábamos de lo bien que se viviría si atracaras un banco y te llevaras cien millones,como esos chorizos que salen en las películas y se escapan de las cárceles en cochespreparados, que quiere decir que les han cambiado el motor para correr más. El Santidice que él sabría abrir un coche, que lo vió el otro día en una película y que Gustavo,que es mecánico, le enseñó en un coche abandonado qué cables tienes que conectar.TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. A los ricos les sobran los coches, laszapatillas de marca, los relojes y los plumíferos, yo lo sé muy bien, les decía a misamigos, así que El Torete y El Vaquilla hacen lo que tienen que hacer, hacen comoRobin Hood, le quitan a los ricos para quedárselo los pobres, que son los que no tienen.Eso es lo justo. Si no te dan lo que necesitas, tendrás que buscártelo por tu cuenta, ¿no?TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI. Nos pusimos a jugar a los indios y a losvaqueros con las pistolas de petardos que nos habíamos comprado. Nosotros éramos losapaches, los que se tienen que buscar la vida por su cuenta. Matábamos vaqueros quetenían las mejores armas y al sheriff de su parte, vivían en los mejores fuertes con todosolucionado pero, nosotros, los indios, sabíamos cómo manejarnos por las sierras y cómoconseguir los caballos. Sabíamos cómo escapar de todo los polis. TENÍA QUEHABERTE PASADO A TI.

Volví a las doce de la noche. Mi madre estaba levantada. “Estaba muy preocupada”, medijo casi temblando. Intentó besarme, pero no la dejé. No estuvo conmigo cuando teníaque haberlo hecho. No levantó la voz cuando lo dijo. TENÍA QUE HABERTEPASADO A TI. Ahora no sabía si alguien en la casa pensaba que yo tenía que estar enuna silla de ruedas, que el destino se había equivocado de chaval y yo estaba llevandouna vida que no me pertenecía, que no estaba aprovechando la que tenía. Ahora yo yasabía que había una persona que pensaba así. Claro que casi es mejor saber quienes sontus amigos y tus enemigos. Así no te equivocas. TENÍA QUE HABERTE PASADO ATI. Ya no importa lo que ocurrió antes, que mi hermano se abriera la cabeza al levantarsede la silla sin avisar a nadie. Todos se pusieron a gritar histéricos. ¡Ay dios mío, ay diosmío!, ¿te has hecho daño? ¿te has hecho daño? Yo estaba sentado porque no podía hacernada, ya habían traído el alcohol, las gasas, el algodón y la mereromina. Estaba dispuesto

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a ir a la farmacia si hubiera hecho falta pero observaba la situación a distancia, como unapelícula que ya has visto, porque la escena se repite varias veces a la semana. Le habíancortado la hemorragia cuando mi padre se volvió hacia mí y me dijo:

-¿Qué, tú tranquilo, eh, como un señor ahí sentado!-Claro, no se puede hacer nada.-Te podrías preocupar un poco, por lo menos, disimular que te importa algo tu hermano.-Yo no disimulo.-A ti lo que te pasa es que te da igual todo. Tú vives como un señor, un señor jeta, no

pegas ni golpe en el colegio, juegas tus partidos de fútbol y de lo que pase aquí ná de ná.-¿Qué quieres?, ¿que haga magia y le cure y le deje como antes?Entonces mi padre se enfadó y alzó la voz.-Un egoísta, eso es lo que eres, sólo piensas en ti y nadie más que en ti. Mierda, que eres

un mierda y un gamberro, que ya sé lo que haces con tus amigos, ya sé cómo vas aacabar, hecho un mal...

Mi madre no le dejó terminar. Le dijo que se callara e intentó llevárselo de la habitaciónpero yo me levanté antes de que se largara.

-Pues mira que tú, mira que tú haces mucho. Ponerte de vinos, es lo que haces.Me pegó un tortazo.-Eso es, muy valiente, pegar a un chaval de doce años.Me pegó otro.-Eres una mierda, le dije.Me fui haçia la puerta. Me agarró de la pechera.-¿A dónde vas?-A donde me sale de los huevos.-Tú te quedas aquí a jugar con tu hermano.Me lo quité de encima, agarré la puerta y salí escopetado por la escalera.-Mierda, eres un mierda, TENÍA QUE HABERTE PASADO A TI.

-No le he tocado, se lo juro, -le dije al árbitro mirándole con cara de pena. Los gritosdesde la banda arreciaban, pidiéndole que me echara del campo. Pero mi cara de bueno le

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convenció y sólo me mostró una tarjeta amarilla. No estaba mal, después del empujónque le había metido a ese niñato de colegio de curas que me había estado insultando todoel partido.

No os creáis que uno pierde los nervios por cualquier cosa. Lo del “chulo” y “chupón”podía pasar. Al fin y al cabo, eso es lo que dicen los mierdas, los perdedores y losenvidiosos cuando están delante de lo que ellos querrían ser, y más si ese pedazo defutbolista está en el equipo contrario. Este año, Lolo ha retrasado mi posición al centro delcampo. Allí, junto a Santi, organizo el equipo, distribuyo la pelota a un lado y a otro y,cuando lo veo claro o me da la gana, me abro paso con la zancada que he estrenado esteaño. Si hace falta regatear en corto, ahí tengo el regate de mis tiempos de delantero, sihace falta marcharse por velocidad, cambio de marcha y mis nuevas piernas me llevan adonde quiera. Cuando hace falta entrar fuerte, que tengan cuidado porque me voy allevar lo que pille por delante. Si al equipo contrario le gusta jugar, le pongo samba alpartido. Como quieran leña, que se anden con cuidado. El partido era mío, por eso no esextraño que me gritaran desde la banda. Al niñato ése le tenía fichado desde el primertiempo, cuando no me quiso dar el balón para sacar de banda. Me quedé delante suyocon los brazos en jarras y le dije: “tú, pintamonas, ¿a qué juegas? Después de eso, meestuvieron gritando todo el partido, el baboso ése y sus colegas. Aunque eso no afectabami juego y seguía dominando el partido, le miraba por el rabillo del ojo, esperando laocasión para despejar algún balón al centro de sus piernas. Pero las cosas no siempresalen como uno desea y la jugada del primer tiempo se repitió en el segundo. Tampocoes que yo la estuviera buscando, que quede claro: no era extraño que volviera al mismositio porque al tener plena libertad de movimientos me movía por todo el campo. Fui apor el balón con paso decidido, él se quedó parado con el cuero en sus brazos, como sifuera su bebé, mientras sus amigos le achuchaban diciendo “tíraselo, tíraselo”. Me plantémuy chulo delante de él, mirándole con desprecio, con los brazos bajados pero dispuestoa desenfundar una mano en cuanto fuera necesario. Se me adelantó. Me tiró el balón a lacara y me dió de lleno en la napia. Salté como un resorte y le pegué un empujón en lacara que le tiró al suelo como en un bar del oeste americano. El árbitro no pudo ver nadaporque yo estaba en medio de aquel grupito de opusinos. Ninguno se atrevió a tocarme.Les tenía acojonados a esos cristianos de mierda. Después de la hostia, ni el niñato ni suscolegas volvieron a abrir la boca, Lolo me cambió al ratito y me ordenó que me fuera a lacaseta. Antes de que acabara el partido, con el marcador resuelto, fue a buscarme allí, sesentó a mi lado en el banquillo y empezó a hablarme.

-¿Qué coño te pasa?-¿No estoy jugando bien?-No te estoy hablando de futbol.-Pero aquí jugamos al futbol ¿no? ¿He chupado mucho?-Estás jugando de puta madre, hoy había un tío del Atleti que me ha preguntado por ti,

pero a mí eso no me parece lo más importante.-No jodas, ¿me va a hacer una prueba?-¿Qué hostias de prueba, eso no es importante!. ¿Qué coño te pasa? ¿por qué le has

metido el empujón a ese chico?-¿No lo has visto? Me ha tirado el balón a la cara el muy cabrón, ¿te parece poco?-Chaval, estás muy violento últimamente, estás metiendo muchas patadas y entrando con

mucha mala leche.-Eso es lo que nos decías tú...-¿Cómo que lo que os decía yo?-Tú siempre nos dices...Empezó a chillarme.-Yo siempre os he dicho que hay que jugar con picardía y con virilidad, entrar fuerte

pero no ir a por el tobillo del rival, como has hecho hoy, y menos, pegarte con los

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espectadores.-Bueno, el caso es que hemos ganado, ¿no? A lo mejor el baboso ése me ha calentado un

poco.-¿Te pasa algo? -me dijo cambiando el tono.-No, nada, ¿qué me va a pasar?-Tu padre ya no viene a verte jugar.-¿Y a mi que me dices?, se quedará jugando a las cartas con sus amigos.Entraron el resto de mis compañeros. Santi me felicitó por el empujón pero Lolo le cortó

en seco alzando la voz y marcando la pronunciación para que se le entendiera bien claro.-No quiero macarras en mi equipo. Al primero que vuelva a hacer algo parecido, le echo

del equipo.Y eso también va por ti, Oscar.Era la segunda amenaza de echarme del equipo en dos días. Ayer entregué las notas en

casa, dos semanas después de haberlas recibido. Mi madre se había acordado de que nohabía recibido ningunas desde que empecé el curso y estábamos cerca de Navidad. Nohabía escapatoria, tenía que enseñárselas o llamaría al colegio. Se enfadó muchísimocuando vió los seis suspensos. Me dijo que como no cambiara de actitud en el colegio, seacababa el equipo. Era lo único que me faltaba, ahora que estaba a punto de dar el salto aun equipo de primera. Desde que había comprendido las verdaderas reglas del juego, lospartidos eran míos. Las reglas las ponía yo, es decir, valía todo siempre que no tepillaran. A los árbitros me los camelaba cuando iba a darles la mano en el sorteo decampos, les hablaba como un tío mayor y les prometía que mi equipo iba a jugar alfútbol.Y así era: mientras los contrarios jugaran como era debido, porque si algunoentraba a mala leche, Santi y yo nos mirábamos y corríamos la voz entre el equipo, “alseis”, “al seis”. Unas cuantas jugadas más tarde, el seis se iba al suelo con unos tacosclavados. Esto sólo ocurría si eran unos guarros o unos gilipollas niñatos que protestabanpor nada. Si el equipo contrario jugaba al fútbol, el partido transcurría normalmente, esdecir, con nuestra victoria, pero allí nadie se mosqueaba ni nada. La mala hostia sóloaparecía con quien se la merecía.

Veía muy claras todas las tácticas mientras hacía que estudiaba. En realidad no le mentíaa mi madre: estudiaba, claro que estudiaba, estudiaba los partidos y mi juego mientras elequipo de la familia iba descendiendo de categoría cada mes, cada semana, cada día. Mipadre le había llamado ‘bruja’ a mi abuela un día que había llegado tarde y ella le habíaechado en cara que no se ocupara de nosotros. Elle había contestado “¿quién te creesque se levanta todos los días a las seis de la mañana? ¿tú, cacho bruja? ‘¡Que no sabesmás que cotillear y meterte donde no te llaman!”. Mi abuela le había dicho que tenía unmes para buscarse otra casa.

Alguien debería deshacerlo. poner a otro entrenador, traer a otro capitán, cambiar a todos los del equipo y fichar a nuevos jugadores. Hacía tiempo que no le ganábamosningún partido a la tristeza, los progresos de mi hermano se habían detenido y laesperanza de mi madre parecía haberse evaporado como la confianza de una afición enun fichaje millonario. Sólo quedaba mi hermana, agarrada a sus sobresalientes, suejemplar comportamiento, su fe religiosa y en la familia, ese jugador recién salido de lacantera que llega a la Primera División creyéndose que el fútbol es como cuando estabaen los juveniles. No se daba cuenta de que en Primera, en la vida real, hay que meterpatadas, mentir y fingir para conseguir victorias. La única escapatoria era mi fútbol,marcar muchos goles, un fichaje a un equipo de categoría, ascender rápidamente por lascategorías inferiores y llegar a Primera División, con dieciocho, diecisiete años, cincoaños, como mucho. Saber que el destino de todos estaba en mis manos, me producía unaintensa emoción. Ahora lo sabía: el Atleti estaba detrás de mí, sólo me quedaban cincoaños. Quizás cuatro.

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Voy mirando el suelo. Otra vez estoy mirando el suelo. Hay charcos, chicles, papeles,bolsas de chucherías, alguna mierda de perro. Cuando levanto la vista, las caras setensan, las cejas se levantan, las manos se tapan las bocas. Después, oigo algunas risas.Sin perder una milésima de segundo, vuelvo la mirada al suelo. Intento recordar mi cararebuscando por el álbum de mi memoria. Mi nariz, mis ojos, mi boca, mi frente, miscarrillos. Todo está difuminado. A mi mente sólo llegan imágenes procedentes de espejosdistorsionados. Los que vi en la sala del jefe de estudios cuando me quitaron el pañuelorepleto de hielo que cubría mi nariz y movía por el resto de mi cara. El grande, el espejogrande que estaba encima del sillón donde reposaba, me devolvió una imagenmonstruosa. La nariz, es decir, las derivaciones de mi nariz, ocupaban la mitad del anchode mi cara. En realidad, mi napia no era una napia sino una cadena montañosa de la queemergía una colinita. A la misma altura estaban mis ojos, o mejor dicho, dos ranurascomo las de una hucha que intentaban abrirse paso entre unas rocas negras como las queexpulsan los volcanes y conectaban las orejas con la nariz. Mi cara era una especie demeseta con todos los colores que se pueden encontrar en la naturaleza. Gotas de sangre,manchas rojizas en la barbilla. Lo único que permanecía blanco, muy blanco, eran misdientes. Abrí la boca, busqué mi mano derecha y la encontré, la levanté con la laizquieda, porque pesaba mucho, la acerqué a la boca, que para entonces se había abiertocon la pesadez de una puerta de garage, toqué los dientes centrales, me fui a loscolmillos y después a las muelas. Allí estaban, toditos. Hice un amago de sonrisa perodesistí, los puñeteros músculos no querían hacerlo. En los meses posteriores al accidente,las risas tampoco aparecían pero entonces quien se negaba era mi alma. Hoy no era unproblema de alegría, el que se negaba a sonreír era mi cuerpo. Volví a verme en elespejo. Aunque llevaba unos segundos contemplándome, siguiendo el curso de mi lentopensamiento, no me estaba viendo. Lo que ví no me gustó pero es que nada. Hasta esemomento había guipado una máscara de los horrores, como en un laboratorio o unmuseo de cera, pero ahora tenía delante mi propia máscara, la que iba a tener que llevardurante semanas, quien sabe si meses, puede que toda mi vida guardaría el recuerdo delo que esos dos hijos de puta habían hecho con mi careto. Estuve a punto de agarrar elpisapapeles de la mesa del despacho y liarme a golpes contra el espejo, pero lo pensémejor. Me echarían del colegio y nunca más volvería a ver a ese par de niños de papá.Necesitaba volver a verlos. Me fui a la mesa, rebusqué entre los papeles sin saber muybien qué buscaba, y apareció un espejo de esos que utilizan las mujeres para maquillarse,necesitaba otro espejo que confirmara el primero, podía estar equivocado. Reflejó migeromo y vi todo lo horrible que era. Era un monstruo. Una especie de boxeador sonado.El perdedor, el que se las ha llevado todas. Di unas vueltas por la habitación con lacabeza llena de ideas. Se metió como un rayo el momento en el que le llamé cobarde aWilly, cuando hacía que le daba por culo a Estévez. Se dió la vuelta, me miró sincomprender muy bien lo que pretendía y me dijo, “a ver si te voy a dar a ti también”.“¿Sí? ¿tú y cuántos más como tú?”. “Pobretón, te voy a dejar más chafado a un niño deEtiopía”. Me metió un empujón en el pecho. Lo aguanté bien. Pegué un salto entre lagente que venía a separarnos y le metí un puñetazo en la nariz. Le había pegado unpuñetazo al amo de la clase.

Se armó un revuelo enorme en el patio. Llegaron profesoras chillando histéricas altiempo que los ecos propagaban el mensaje. “Pelea”, “pelea” “hay pelea”. “Oscar le hametido un puñetazo a Willy”. “¿A Willy?, no me digas, macho”. “Sí, está sangrando”.“No puede ser”. “Que sí, que sí, que me lo ha dicho...” Nos llevaron a los dos al mismodespacho en el que estaba ahora. Sólo. Nos dijeron que si volvíamos a pelearnos nosecharían una semana. Así que, si queríamos continuar en el colegio debíamos darnos lamano y volver a ser amigos. Así de fácil. Los mayores se creen que puedes arreglar unapelea tan sencillamente como una disputa por ver quién saca un córner, me gustaría ver

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qué pasaría si a uno que le han puesto los cuernos y se quiere separar le dijera el juez quele diera la mano al amante de su mujer, “venga, que no es nada, chaval, no seas niño, hayque compartir las cosas con los demás”.

Nos miramos como los tahúres en la mesa de juego. El no extendió su mano y yotampoco. Fueron viniendo uno por uno todos nuestros profesores, tratando deconvencernos, las profesoras con dulzura, los profesores, echando mano de la hombría:“hay que ser muy hombre para perdonar”, dijo el de matemáticas. Después de variosintentos fallidos, no se les ocurrió otra cosa que dejarnos solos para que arregláramos lascosas civilizadamente. Allí estábamos. El amo de la clase y el pobretón que había osadoenfrentársele. Lo primero que me dijo en cuanto la puerta quedó cerrada fue “en cuantosalgamos, te vas a cagar”. No me dio miedo. Sabía que podía hacerme daño perotambién sabía que si le había metido un puñetazo podría meterle más. Si estábamos solos,claro. No contesté. Le miré fijamente. Nos estuvimos mirando un minuto por lo menos.Entonces se levantó como un resorte, con esa alegría suya del que sabe que todo le salebien, abrió la puerta, llamó a los profesores y les dijo, “ya nos hemos arreglado”. Los seisprofesores fueron entrando, satisfechos con la gran sonrisa que Willy les dedicaba. “Apartir de ahora vamos a ser buenos amigos, amores reñidos son los más queridos,¿verdad, Oscar?” Todos sonrieron ante la ocurrencia del simpatiquísimo Willy que meofrecía amablemente su mano de pianista. No tuve otro remedio que estrechársela, perono pude repetir su sonrisa. Desde ese momento, sabía que me la tenía guardada.En la clase, se hizo el silencio en cuanto entramos. El se sentó en su esquina, y yo en lamía. El se puso a hablar con Richi y yo me quedé callado. Su amigo no hacía más quetocarle la espalda y darle ánimos, mi compañero, José Ignacio, no se atrevió ni a mirarmea los ojos hasta la siguiente hora. Entonces dijo “tú estás loco”. Le miré como si mirara aun niño pequeño. En el intercambio de clases, se restableció el orden natural de la clase.Se hicieron los típicos grupitos, se intecambiaron apuntes y soluciones de problemas, seenseñaron dibujos y todas esas tonterías. Yo no me moví del sitio. Richi se acercó pordetrás a mi silla y me susurró al oído, “Willy quiere hablar contigo a la hora de lacomida”. Yo seguí mirando el libro que tenía delante, aunque no me enteraba de nada delo que leía. Me volvió a repetir. “Tú, mierda, en cuanto acabe la clase, Willy te va a partirla cara”. Me di la vuelta. Le miré a los ojos. “Vete a tomar por el culo”. “Te vas a cagar,te vas a cagar como no te has cagado en tu vida”, me dijo en voz más alta. La clase secalló y todas las miradas confluyeron en la esquina. Willy, al otro lado, se reíacínicamente. Levanté la voz para que lo oyera todo el mundo. “Por lo menos, ten cojonesy ven a decírmelo tú, no mandes a tu criada”. Richi se dio la vuelta con ganas de venir apegarme, pero en ese momento, entró el profesor de historia. Toda la clase volvió aponerse seria. “¿Qué pasa aquí?” Nadie contestó.

Durante la hora siguiente, Willy me estuvo haciendo una señal con el dedo índice sobreel cuello que sólo se puede interpretar de una forma. Iba a por mí. Richi se reía, y a vecescontribuía, enseñándome los puños, a ponerme más nervioso. El resto de la clase nohacía más que darse la vuelta para captar alguno de los gestos y luego cuchichearlo. Sepasaban papelitos y recaditos al oído. Mi compañero, el muy gallina, volvió a hablar. “Yoque tú, me cambiaba de colegio”. Le tiré la goma contra la pizarra. Ya no volvió a decirnada más. Mientras el profesor describía la España romana, yo sopesaba misposibilidades de salir con vida de esta mañana. Podía llegar al comedor antes que ellos,andando todo lo deprisa que pudiera. Podía comer tan despacio que ellos se cansaran ytuvieran que salir del comedor y me dieran tiempo a esconderme en algún lugar. Pero loque no podía de ninguna manera era rellenar tres horas de recreo sin cruzarme con ellosen ningún momento ni que adivinaran donde me encontraba. En alguna ocasión tendríaque encararme con ellos y utilizar mis armas, el delantero no puede estar huyendo deldefensa leñero eternamente. Pensé en Santi y en Pepe. Me planteé qué harían en esasituación. Seguro que lo último, huir. “El miedo se huele tanto como la mierda”, me dijo

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Santi el día del partido con los gitanos. Vale, no iba a escapar, si venían a por mí, se ibana encontrar conmigo, el mismo del día de los gitanos, el que había ido a robar al CorteInglés, el que le había tocado las tetas a Catalina y había besado a Silvia. Pero luego mequerrían pegar, me iban a pegar hostias hasta hartarse... Me puse a pensar en las películasde kung-fu, en Bruce Lee, en Chuck Norris y en Rambo. Le pegaría a uno una patada enla cara y, en el mismo movimiento, un golpe seco al otro. Después me daría la vuelta, ycon el tacón de mis pisamierdas, les pegaría en los cojones, uno-dos, eso es, en loscojones, allí les daría bien fuerte, de ésa no se repondrían. Por un rato, vi más clara lasituación y el movimiento de mis tripas se calmó. Levanté la cabeza con determinación.El profesor debió yerme contento y me hizo una pregunta. Contesté “Julio César”.Hubiera contestado “Julio César” aunque me hubieran preguntado por el nombre del Reyde España. La pregunta no estaba muy relacionada con mi respuesta, porque la claseentera comenzó a reírse. Willy y Richi eran los que más alto se reían, y aprovechabanpara levantarse de la silla y cortarme el cuello con los dedos. El profesor me preguntó enqué estaba pensando. Por aquel entonces les estaba pegando una patada en los huevos aesos dos hijoputas, pero me quedé callado y me dijo que prestara más atención. Repetí elmovimiento cincuenta veces. Les empujaba, me abría espacio y les pegaba una patada acada uno en los cojones. Era perfecto.

Los minutos de la clase se alargaron más que una prórroga. Estaba deseando quellegaran los penaltis cuanto antes, que se acabara la agonía y se decidiera el partido.Y lospenaltis llegaron. El profesor pitó el final del partido y los jugadores se desparramaronpor el campo en grupitos para comentar las incidencias de la clase. Ninguno de misconocidos se acercó a mí en el trayecto hasta el comedor. Me coloqué en la fila, mirandode reojo para atrás. Nada de nada. No estaban por ninguna parte. Agarré mi bandeja yme senté en una mesa apartada. Ni Willy ni Richi aparecieron por allí, y aquello me pusomucho más nervioso. A veces se iban a comer a sus chaléts, pensé. Es posible quehubieran ido a por los nunchakos que un día Richi se había llevado a clase, unos palosagarrados a unas gomas que usan los que saben de artes marciales y hacen un daño de lahostia. Decidí alargar el yogurt natural todo lo que pudiera. Fui agarrando cucharadastan minúsculas que a veces me parecía que había lamido únicamente metal, como mihermano. Pero el yogurt se acabó, las camareras me dijeron que recogiera la bandejaporque tenían que limpiar y no había nadie más en el comedor. Salí de allí sólo, di unavuelta al colegio siguiendo la verja, porque me daba seguridad, era como miguardaespaldas. Hacía mucho frío y nadie más andaba por los alrededores. No habíanadie jugando al futbol, ni al baloncesto. No había nadie jugando al rescate y ni siquieraniñas jugando a la comba. Decidí levantar las piedras para encontrar algún amigo, peroen cada rincón al que me acercaba temía encontrarme un par de escalopendras. Subía losmontículos temiendo encontrarme a los dos vaqueros, los bajaba a saltos, preparado parasalir al galope. Me acerqué a las vallas que daban al colegio del Opus Dei que lindabacon el nuestro, donde los más malos daban besos con lengua a las mejicanas y tocabanlas tetas a las chicas mayores, fui detrás de todos los pabellones pero no encontré anadie. En un buen rato sólo oí unas pisadas. Eran las de un conserje, el padre deGordillo, que me preguntó lo que hacía por allí. “Nada”, le dije casi sin voz por el susto.“¿No sabes que hay una reunión en el salón de actos?”. ¡La reunión!Me había olvidado dela reunión en la que iban a explicar las obras que iban a comenzar, una piscina nadamenos. Tenía la solución y, enfrascado en mis preocupaciones, no había sido capaz deverla. Estaba salvado. Salvado. Seguro que al día siguiente Willy estaría más calmado ytodo volvería a la normalidad. Recuperé el paso firme, balanceando los hombros comoen el barrio, y me fui al pabellón del salón de actos. Estaba un poco apartado, pero encinco minutos estaría salvado, como cuando de niño jugabas a “tú la llevas” y llegabas acasa. Al lugar donde nadie te puede tocar. Fui pegando saltitos como Heidi cuandobajaba de las montañas con la cabritas, me colgué de un árbol, cogí unas bellotas y las

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lancé por encima del pabellón. Estaba viendo cómo caían al tiempo que me acercaba a lapuerta cuando me los encontré. Eran tres. Willy, Richi y el hermano mayor de Willy. Mequedé tan paralizado como si hubiera fallado el penalty decisivo de una Copa del Mundo.Si me hubiera ocurrido ahora, hubiera continuado corriendo, como en un rescate, leshubiera toreado y hubiera entrado en el salón de actos, jadeando, pero hubiera entrado,con los moros detrás, pero en el castillo, salvado. Apenas lo tenía a once metros, podíahaberlo hecho si no me hubiera quedado petrificado. Fue el miedo, si no hubiera sido porel miedo no me hubiera pasado nada. Pero me quedé quieto, intenté aparentar que no lestemía, que era invulnerable, como Superman, que tenía un superpoder que ellosdesconocían y me sacaría del apuro, que les pondría en órbita y sería yo quien lesperdonaría la vida porque, en el fondo, era muy superior a esos mierdas que viven enchaléts porque sé más de la vida. Pero no lo hice.

Y ellos no perdieron el tiempo.Willy se fue hasta mí directamente y me pegó un empujón. “Ahora qué, mierda”. “¿Quién

es el cobarde?”. “¿Ahora que no hay nadie te vas a atrever a pegarme un puñetazo?”.Me pegó uno en la nariz. Me tiré sobre él. Rodamos por el suelo. Por una de esas leyesde la fisica, él se quedó encima. Se revolvió y de un salto, me puso las rodillas sobre misbrazos. Estaba inmovilizado. Me empezó a pegar bofetadas de niño, “¿Ahora qué,pobretón? ¿ahora qué?” después, puñetazos de hombre. Eran las hostias del orden. Paraque las cosas volvieran a donde debían estar. Por un momento, me revolví pero Richi y elhermano me inmovilizaron. El mandaba. Yo sólo podía aguantarlas. Cuando se cansó,invitó a su hermano y a Richi a que participaran de la diversión. Me pegaron patadas enla cara y en la cabeza. Ya no me resistía. Procuraba pensar en otra cosa, pero no podía,las hostias no acababan. Me metieron tantas leches que llegó un momento en el que mepareció que le pegaban a otra persona. Estaba fuera de la historia y veía cómo treshijoputas ricos pegaban a un chaval de barrio, legal. Entonces empecé a soñar con Pepe,con Santi, tal vez Gustavo y algún otro mayor. Nos los encontrábamos y la historia sedaba la vuelta. La palabra venganza se quedó marcada en mi frente desde que comenzó asalir gente del salón de actos y los tres se integraron en los grupillos, como si hubieranestado todo el tiempo en la reunión. La siguiente escena que recuerdo fue en el despachodel jefe de estudios. Me preguntaba qué había pasado, quién me había hecho esabarbaridad. Me había caído, una caída de la barra de la canasta, cuando intentabacolgarme de un salto. Mi hermana vino a verme y no dijo más que una cosa: “pobremamá, cuando te vea. No le das más que disgustos”.

Estuve tres semanas sin ir a clase, recuperándome, y también pensando. El primer díadespués de la paliza fue uno de los más felices de mi vida. Llegué con mis gafas de solcomo si hubiera estado un año en Hawai. Tan tranquilo iba que contrastaba todavía máscon los agobios de mis compañeros por la cercanía de los exámenes de esa evaluación deantes de Semana Santa. Entré tan despacio en el colegio, observándolo todo desde misgafas de sol como un jeque árabe en Marbella, que llegué tarde a clase. Al verme, se hizoun gran silencio. La profesora se calló cuando puse un pie en la habitación. Después mepreguntó qué tal estaba. Le contesté “muy bien” con voz firme. Era la voz de un hombrela que sonaba. En tres semanas había crecido varios centímetros más, un bulto muygrande había aparecido en mi estirado cuello y había convertido mi voz en la de uncantante latino. Sonreí a la profesora, después a cada uno de mis compañeros, y caminémuy lentamente por el pasillo hacia mi sitio. Las caras se daban la vuelta esperando elgran momento. Me hice esperar. Me quité la cazadora despacito, porque todavía teníadolores en la espalda. Pero además, esa lentitud fruto de los hematomas que todavíatenía, daban a mis movimientos un aspecto de mafioso de barrio. Cuando conseguíquitármelo, llevé el abrigo sobre el brazo hasta el perchero en lugar de dejarlo en el

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respaldo de mi silla. Caminé hasta la esquina contraria, donde se encontraba el percheroen el que todos los alumnos tenían derecho a dejar sus abrigos, y, como había muchos yla única percha que había libre era la de la mismísima esquina, penetré hasta el punto depenalty, allí donde Willy ponía el respaldo de su silla. Le dije con la elegancia con la queLópez Ufarte conduce el balón:

-¿Me dejas un poquito, que ponga el abrigo, por favor?Era tal el silencio en la clase que parecía que había eco. Me miró con incredulidad y se

echó hacia delante obedientemente, poniendo su silla sobre las cuatro patas. Colgué elabrigo y le dije con la corrección de un lord inglés “gracias”. Volví hacia mi sitio contreinta y cinco miradas sobre mi espalda. Retiré la silla, me senté, les miré y llevé mismanos hasta las patillas de mis gafas de sol nuevecitas, una auténtica chulada concristales de espejo, como la de los caminoneros americanos. Me las quité. Hubo unossegundos de ansiedad, como antes del lanzamiento del penalty y después,ordenadamente, las caras se fueron, poco a poco, girando hacia la pizarra, como cuandopaseábamos con la silla de ruedas. Algunos, incluso, volvían la cabeza inmediatamente,igual que con la silla de ruedas, a comprobar que lo que habían visto era verdad y, alinstante, se me quedaban mirando con una mueca parecida, en la que se leía conmayúsculas la palabra ‘ENTENDER’. Parecía que entendían ‘algo’, todo el mundo sabía cuál era elsecreto de mi tranquilidad, de mi determinación. Entre los colores negros y morados quetodavía adornaban las cuencas de mis ojos y mi nariz, brotó una pequeña sonrisa, la queme había fortalecido durante los días encerrado, la que brotaba cuando me miraba alespejo y veía los días que me habían robado ese par de hijoputas. En mi casa mepreguntaban una y otra vez qué era lo que realmente había pasado. Del colegio llamabandiariamente con la esperanza de que les dijera quienes habían sido los culpables. Pero yono soy ningún chivato, ellos habían jugado en su campo con todas sus armas perotodavía faltaba el partido de vuelta, no había necesidad de ir al Tribunal de Apelación.Un día me agobiaron tanto que me puse a gritar que se fueran a tomar por culo.Después, tiré el plato de sopa por el patio. Ya no volvieron a preguntarme. Ese día, enmi casa empezaron a mirarme de otra forma. La tranquilidad que trae un nuevo enfermose apoderó de mi casa. Los continuos caprichos de mi hermano dejaron de ser fuente deproblemas. Ya no discutía porque los mejores postres nunca llegaban a mis manos, por elnúmero de patatas fritas que caían en mi plato, por el programa que se ponía en latelevisión ni por quién se sentaba en el mejor sitio del sillón. Ahora estaba bien lejos,estaba muy tranquilo porque sabía que tenía una misión, como Supermán, había queganar una eliminatoria, disponer los jugadores en sus puestos, esperar a los contrarios enel momento apropiado y disparar cuando la situación fuera propicia. Sólo había queesperar. Mientras tanto, calma. La tranquilidad me siguió al colegio. Cuando uno sabeque le espera la venganza y el tiempo corre a su favor, la tregua se convierte en unplacer. Los exámenes dejan de ser una preocupación y hasta las niñas dejan de ponertenervioso. Estévez y Gordillo dejaron de ser acosados y Willy y Richi dejaron de hacergracias. Evitaban mi contacto en la fila, evitaban entrarme cuando jugábamos al fútbol,no chocaban conmigo al entrar y salir de clase. Se comportaban con la cortesía de unpartido amistoso, atentos a los movimientos que pudiera hacer el mago Zico. El mismodía que volví, empecé a hablar con Maite y con las demás chicas que me caían bien. Meprestaron los apuntes de las tres semanas en las que había faltado casi sin pedírselo y meanimaron para que estudiara porque todavía podía aprobar alguno de los exámenes.Yoles sonreía y les decía a todo que sí, apoyado contra sus pupitres con chulería, las piernascruzadas en aspa. Les decía que los exámenes no eran importantes, que lo que había quehacer era pasárselo bien y me miraban alucinadas porque la máxima preocupación de unachica como Maite es aprobar todas las asignaturas para dejar contentos a sus padres. Yome estiraba en clase poniendo en orden los músculos y los huesos que tanto estabancambiando esos días, bostezaba cuando me apetecía y los profesores no se atrevían a

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decirme ni mu. Faltaban días para que Supermán hiciera justicia.

Mi convalecencia no fue tan mala, después de todo. El tercer día que me quedé sólo conla abuela fui a buscar a Santi y a Pepe a la salida del colegio. Se llevaron una gransorpresa, porque no nos veíamos más que los sábados en esta época, a esa hora tenía queestar en mi colegio. Al principio ni me conocieron. Me acerqué al grupillo donde Pepecontaba una película de zombis y me quedé parado a un metro, con mis grandes gafas deespejo reflejando sus caretos, como si fuera un policía secreta descarado. Uno de susamigos me vió, y les debió preguntar por ese tío que les estaba mirando. Pepe dejó decontar la película y todos levantaron la vista hacia mí. Se miraron, dudaron, y de prontocayeron en la cuenta. Se echaron a reír, me pegaron unas collejas y me llamaron chulo ymafioso. Nos apartamos los tres del resto y me empezaron a preguntar qué hacía allí, porqué llevaba esas gafas si casi estábamos en invierno.

Mi respuesta fue quitarme las lupas. Santi y Pepe se quedaron callados y me miraronmuy tristes. Esa mañana no hicieron más bromas. Me trataron como el resto de la tropatrata a un herido de guerra. Como un compañero. A ellos se lo conté todo. Santi meagarró por los hombros y me juró que eso no iba a quedar así. Al momento, me preguntódónde podíamos encontrar a esos hijoputas. Vivían lejos de alli, yo ya lo tenía todoplaneado, lo único que me faltaba saber era si podía contar con ellos y ahora ya lo sabía.Pasé esas tres semanas dando vueltas por los alrededores del colegio, esperando que misamigos salieran al recreo o pasaran de ir a clase. A esas horas había muchos drogadictosque iban y venían con mucha prisa por los descampados. Me preguntaban la hora y yo,sin miedo, sentado sobre el respaldo de algún destartalado banco, les decía que no losabía. Me miraban con respeto y eso me gustaba. Esos días conocí a uno que se llamabaAntón, un tío muy simpático que soltaba frases al ritmo que trabaja una taladradora y medecía que le recordaba a él cuando tenía mi edad. Una vez me pidió que fuera con él ahacer unos “bisnes”, que es como se llama cuando los drogadictos van a pillar la droga.Le dije que sí, claro. No tenía nada mejor que hacer. Anduvimos un buen rato hasta unpoblado de chabolas que quedaba cerca de un campo de fútbol, me dejó en un montículoy entró a negociar. Cuando salió con ella, ni me habló ni nada, se puso en cuclillas y seinyectó la droga a cincuenta metros. Al volver estaba mucho más contento y mástranquilo, pero a pesar de que se le notaba muy bien, empezó a decirme que yo nunca medrograra, que, como mucho, fumara algún porro, pero que nunca probara la drogaporque una vez que la hubiera probado, no podría parar. LLegó a ponerse bastantepesado, la verdad, me acuerdo que pensé que debía ser algo como las tetas, así de buenodebía ser. Cuando mis amigos pasaban de ir a clase, nos íbamos a jugar al fútbol a algúnsitio donde sus madres no les vieran, otras veces andábamos hasta un altozano desde elque se veían las casuchas a las que iban los yonquis, los drogadictos, a comprar su droga.Era mejor que estar en el cine. Siempre había alguna discusión, alguna pelea que seresolvía después de muchos gritos, siempre había alguno que se marchaba enfadadodiciendo que iba a matar a alguien. Al cabo de unos días, me quité las gafas de sol yenseñé mi desfigurada cara. Lo curioso es que por allí nadie me miraba, parecía quetodos tenían una cara tan monstruosa como la mía. Aquellos días supe que no necesitabade ningún amigo más que Pepe y Santi, con ellos podía estar seguro hasta en aquel sitio,con yonquis, camellos y mangutas. Ese era mi equipo.

La liga del barrio había acabado, por eso dije que sí cuando me invitaron a jugar con elequipo del colegio. Llevaba varios meses sin jugar. Desde la paliza, le había puesto

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diferentes excusas al profesor para no jugar en el mismo equipo que aquellos doshijoputas. Ellos parecían haberse olvidado de todo. Al fin y al cabo, mi cara habíaquedado prácticamente igual, esas cosas pasan en los colegios, debían pensar. A cambiode mi silencio, ellos habían dejado de putear a Estévez y a Gordillo, por lo que habíaconseguido su liberación con mi sacrificio. La clase parecía estar más unida. Cuando elprofesor quería poner una fecha demasiado cercana a un examen todos respondían,incluidos Willy y Richi. Yo ahora era un tío mucho más gracioso que tres meses atrás,me reía de los profesores cuando se equivocaban o hacían un chiste malo y me permitíael lujo de olvidarme de hacer los deberes bastante a menudo sin temor a ser castigadocomo a los demás. En mi casa habían dejado de molestarme, porque en cuanto se poníandemasiado pesados, abría la puerta, cogía el metro y me marchaba con mis colegas.Como lo que querían era que en casa no se oyeran gritos, mi madre sólo se atrevía apreguntarme, un poco mosqueada, si no me habían puesto deberes. Le decía que loshabía hecho en el autobús y asunto arreglado. Hace dos semanas Willy me felicitó por unremate de chilena que intenté en un recreo y no entró de mi milagro. Le miré a los ojospor primera vez en los últimos meses y le dí las gracias por el cumplido. La semanapasada se rió muy alto cuando se me escapó un bostezo en la clase de historia. Esanoche, mi hermano se había caído cuando iba al servicio y no había podido dormir desdelas cinco de la mañana. La profesora me puso de cara a la pared el resto de la clase, y mela pasé apoyado contra el perchero lleno de abrigos hojeando una revista porno que mehabía pasado Santi. Cuando la señorita se ponía a escribir en la pizarra, se la mostraba alresto de la clase. Se oían “halas” femeninos y suspiros de admiración masculinos. Alterminar, Richi me pidió echar un vistazo a la revista. Se la dejé encantado y cuando vinoa devolvérmela, le dije que se la podía quedar. Me puso la mano sobre el hombro. Habíafirmado la paz. Esta semana, las cosas habían vuelto al curso pasado. Volvía a estarincluido en la rueda de los deberes resueltos que ellos dos conseguían todas las mañanas,antes de empezar la primera clase. Me volvían a llamar para jugar al fútbol y a veces, albaloncesto, que se estaba poniendo de moda. No es extraño que intentaran convencermepor todos los medios para que jugara este sábado. Les dije que me daba perezalevantarme pronto este sábado porque la liga en la que jugaba justo acababa de terminarel pasado fin de semana, era el primer sábado en mucho tiempo que podía dormir hastatarde. “Pero si te pilla cerquísima, vamos a jugar en Madrid”, me dijo Willy como siquisiera ligar conmigo. “El campo es de hierba, hay muchas gradas, suelen ir chicas a verlos partidos, va a ir Almudena...” Cuando me dijeron el lugar donde íbamos a jugar, unalucecita que había permanecido apagada durante los pasados meses, se iluminó. Me hiceel remolón un poquito más hasta que acepté, resignado, como si me hubieran convencidocon sus explicaciones. “Venga, voy”, le dije. El resto de la semana habíamos vuelto a serun trío de coleguillas. Jugábamos en el mismo equipo en los recreos, ya fuera el fútbol, elrescate o el baloncesto, el que ganaba. Un día incluso, me invitaron a jugar a la botella,un jueguecito en el que te dabas morreos con la chica que te mostrara la punta de labotella. No tuve la suerte de besar a Almudena, pero estuve a punto de meter la lenguaen dos lenguas bastante apetecibles. En la clase, a veces pillaba a Maite mirándome comosin comprender qué estaba haciendo. Esos días evité siquiera mirarla.

El sábado llegó y me sentí muy fuerte. Me comí una docena de churros y me bebí uncolacao con dos cucharadas soperas. Arreglé la bolsa de deporte y me puse las gafas desol, que no me ponía desde hacía un mes. Hicimos un partido bastante apañadito.Yo lehabía cogido el tranquillo al fútbol grande, al de verdad. Ese día me coloqué pegadito ala banda derecha e hice auténticas diabluras con el balón, como hacían los extremos deantes. Ahora ya era capaz de colocar el balón en el área desde una banda con un golpeseco. Willy, que de cabeza iba bastante bien, pudo comprobar cómo se habíanmultiplicado mis fuerzas. Mis centros salían tan templados como mi corazón, el fútbolera cuestión de no precipitarse y aprovechar las ocasiones cuando llegaban: así jugaba

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ahora. No me preocupaba de responder a una entrada dura, tenía piernas para evitar laspatadas y el campo tan grande que volvería a encontrar a ese capullo en otra situaciónque me permitiera devolvérsela sin correr el riesgo de ser expulsado. Las combinacionesal primer toque se repetían y los espectadores acabaron jaleándonos con olés deadmiración. Ganamos 4-3. Al terminar, había una caja de cocacolas enteritasesperándonos. Nos bebimos unas cuantas en las gradas los tres juntos, mientrascomentábamos las jugadas y los golpes en las piernas. Les propuse salir a ver una cosaque no habían visto en su vida. “Está muy cerca de aquí, ya veréis”. Al principio sequedaron un poco flipados, como sorprendidos por la propuesta pero cuando les dije quepodían ver drogadictos que andaban como sonámbulos, casi muertos, les faltó tiempopara dejarles las mochilas a los demás y decirles que volveríamos dentro de un ratito.Cruzamos la carretera, atravesamos los descampados que conocía tan bien de aquellosdías desfigurados y ascendimos hasta el altozano. Les gustaba tanto la aventura que noparaban de darme palmetazos en la espalda y decir “qué flipe”, “qué flipe”, “menudositio”, “parece de película”, “no me lo puedo creer”. No se podían creer que un sitiocomo éste existiera, claro que no, esto era un mundo de la tele para ellos, no era un lugarreal, como su vida. A Richi le entró un poco de miedo cuando vio de cerca a un trío deyonquis con el pelo muy largo y muñequeras de pinchos. Les advertí que no les miraran yanduvieran como si tal cosa. Richi intentó decirle algo a Willy pero éste le cortó en seco.Nos sentamos al borde del barranco y nos pusimos a observarlos. Yo les explicaba todaslas cosas que sabía de los yonquis, parecía Félix Rodríguez de la Fuente contándole a unpar de cocodrilos cómo vivían los leones y los buitres de la sabana. Ellos escuchaban contanta atención como si yo fuera su profesor de Ciencias Naturales. Entonces sonó unavoz Potente por detrás de nosotros. Dijo, “hey, maricones ya me estáis dando todo loque llevéis encima”. Willy y Richi perdieron el color de sus caras, las sonrisas redondas ytranquilas, perdieron la felicidad de toda su infancia. Los cocodrilos tenían delante a unajauría de perros de la Pradera, eran más bajitos que ellos pero las rajas de sus abrigos, lasbrechas en sus cejas y sus frentes, las pelotillas de sus ojos y los orificios de sus zapatillasdaban más miedo que las marcas de los cocodrilos. Me quedé callado, esperando queWilly abriera la boca, con la misma atención con la que contemplaba una pelea entre unleón y un tigre de Bengala. Willy me miró a mí, me cedió los galones con su mirada,esperando que yo supiera qué hacer en una situación que debía saber manejar. Entoncesme bajé los pantalones, “ay, no, no, no nos hagáis nada, mira, yo no llevo nada, mira”:saqué el interior agurejeado de los bolsillos delanteros, me miré atrás y encontré cuatrocromos de la liga de fútbol, “mira, toma, son últimos fichajes”, rebusqué entre losbolsillos de la coreana y encontré dos canicas cubanas, de las guapas, y un bolón dehierro, “toma, mira, son de puta madre, por si le quieres pegar a alguien en la cabeza”.La cosa les hizo bastante gracia a los cuatro choricillos. Se rieron. “Tú te puedes ir”. Nocontesté, me fui por patas y me subí a un montículo no lejos de allí, tumbado, desde elque contemplé el resto de la escena. El corazón me latía muy deprisa. De alegría.“Venga, tú”, le dijo el de las botas Tórtolas del 43 a Richi. Casi no le salían las palabrasde la boca. “Tú, el reloj”. Le dio el reloj. Willy le miró decepcionado por la pocaresistencia que había ofrecido su lugarteniente. “A ver, ¿qué llevas en los bolsillos,membrillo?”. Sacó quinientas pesetas entre billetes y calderilla. “Qué chupa más maja.¡Una Karhu Thinsulate! Me la quedo”, dijo uno rubio con las piernas como fideos. Lacogió del perchero,se la probó y se la quedó, parecía que estaba en una tienda. Unopequeñajo se fijó en las zapatillas: “¡ay va, las Adidas Ivan Lendl”. “~¿Qué número usas?dijo el más alto. “El 41”, contestó Richi medio llorando. “A ti te están grandes, éstaspara mí”, dijo el de los coloretes. “Pero yo las he visto primero”, se resistió el pequeñajo.“¿Qué vas a hacer, esperar cinco años para ponértelas?”. “Las puedo vender...”. Nadie lehizo ni caso. Mientras discutían, Richi miró a Willy y éste le dijo “no, no, no”, con lacabeza. Richi intentó hablar pero sólo le salían moqueos. “Venga, macho, ya te he dado

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quinientas pesetas, por favor, por favor, no me hagas esto, venga, por favor, por favor”.El tono de su súplica iba sonando cada vez más lastimoso, como el de los minusválidosen el hospital, como el de la cabra montesa ante el águila imperial, cuanto máslloriqueaba, más se reían los perros de la pradera. Alguno, incluso, mordía al caimán pordetrás, con una colleja, una patada en el culo, un tirón de pelo de un salto. El caimánempezó a dejar caer lágrimas, de cocodrilo, claro. Pero la naturaleza es así, los perros nose conmovieron. Dejaron al caimán sin piel, sin patas, sin colmillos casi, estaba intactopero ya no era un caimán. Entonces, se dirigieron hacia el gran cocodrilo. Su piel era tanfina, sus modales tan majestuosos que por un momento pensé que los perros de lapradera no podrían ni tocarle. Aparentemente, se mantenía imperturbable. “Tú, chulito,niñopera, ¿no te ha dicho tu mamá que compartir es vivir?”. “Esto qué es, ¿el día delDomund?”, le solió Willy con todo su morro. “Gracioso, el julai”, djio Santi volviéndosehacia el resto. Con el mismo gesto con el que se volvió a poner de cara le endiñó unpuñetazo en toda la cara. Willy trastabilló hacia atrás y por poco se cae. Creo que entonces se dióverdaderamente cuenta de que no estaba en su pantano, que no había césped recortadopor un jardinero, ni guardas, ni chaléts, que lo que había era tierra chunga y muchaschabolas. Por un instante, pareció que se iba a levantar rápidamente para pegarle, pero selo pensó mejor. Era un tío listo y podía salir de la situación a base de ingenio. Fueincreíble lo bien que se recuperó del golpe y cómo volvió a sonreír como si nada. Cambiósu pronunciación e intentó hablar como ellos. “Venga, macho, aquí todos somos amigos,mira, toma” -sacó un billete de mil pesetas- “venga, os lo lleváis, os podéis tomarcocacolas hasta que os salga la espuma por las orejas, venga, machos, aquí no pasa nada,nos vamos, y asunto terminado”. Santi le quitó el billete de la mano, que se quedóagarrando ridículamente aire. Entonces aspiré profundamente el oxígeno que me habíaguardado durante los últimos tres meses. “La cazadora”. Willy respondió “no” muy bajito. Erauna cazadora de cuero, debía valer una millonada. “¿Cómo has dicho?”, le chilló en laoreja Santi como si fuera su general. Willy le agarró del cuello y le tiró al suelo.Empezaron a revolcarse. Mis amigos le pegaban patadas en la cabeza, en el cuello, en laespalda. A Willy, a Willy. Santi decía “no”, “no”, “no”, “dejádmelo a mí solo”. Dieronvueltas por la tierra hasta que Santi quedó encima. Entonces empezó la tunda depuñetazos. Del primero le abrió la nariz, del segundo le cerró un ojo. Richi intentómoverse, pero Pepe, El Rubio y Lucas le tiraron al suelo y empezaron a fostiarle. Micorazón se fue calmando hasta que ya no sintió nada. Willy estaba en el suelo, encamiseta, sin zapatillas, moqueando y lloriqueando. Un sentimiento de pena recorrió mimente, pero inmediatamente pensé en mí mismo, con la cara desfigurada, metido en casa,humillado y me alegré de la venganza. Se había hecho justicia. La calle había hechojusticia.

Me encontré con mis amigos al otro lado de la carretera. Teníamos mil quinientas pesetaspara gastar, zapatillas, chupas nuevas. Alguien me dijo “¿quieres esto?” pero dije que no.Al fin y al cabo, yo no había hecho nada. Sólo pedí una cosa, que me regalaran unanavaja. Nunca más alguien me iba a meter una paliza.

El lunes siguiente, Willy y Richi no fueron a clase, ni al otro, ni al otro, ni al otro. Elviernes apareció Richi. Al término de la primera clase me acerqué a él para preguntarle

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qué había pasado después. Me hizo un pequeño resumen quitándole importancia a lascosas que les habían robado y, por supuesto, sin mencionar las hostias que se habíanllevado. Willy llegó en el intercambio de la segunda clase con gafas de sol. Eran muchomás feas que las mías y seguro que más caras. Le saludé y le pregunté lo mismo, pero sedio la vuelta. No quería hablar conmigo, decía que había sido un cobarde por no habermequedado con ellos. “¿Qué querías, que me hubiera pegado por ti?”, le dije, “¿desdecuándo somos amigos tú y yo?”. No me volvió a preguntar nada más.

Ahora sí que me siento bien. ¡Tan libre! Tan poderoso como Carl Lewis en la pista deatletismo. He recuperado la sensación de mí mismo, de hacer todo lo que se me pasa porla cabeza. Cuando me llega un balón perdido en el recreo, lo elevo, le pego toquecitoshasta que me canso y después lo devuelvo de un puntapié, con una espuela o cualquiertoque mágico que se me ocurra. A un gilipollas ricachón se le ha ocurrido amenazarmecon soltarme una hostia si no se lo devolvía. Le he mirado a veinte metros como en losduelos del oeste. “Venga, ven a por él si tienes huevos”. Al tío le soprendió mogollónque un chinorri como yo fuera capaz de vacilarle de esa forma. A pesar de que erabastante más mayor que yo, se lo pensó un poco. Miró a sus compañeros y debió pensarque un tío de bachillerato como él, con pelos en la barba, no se podía acojonar delante deun chaval de doce años. Se acercó andando apresurado y dispuesto a meterme unasomanta de hostias. Cuando le tenía a un metro, le tiré el balón a la cara de una perfectavolea. “Hijo de...”. Entonces se la enseñé. La polla no, claro. Le enseñé el regalito delotro día. El tío retrocedió sin dejar de mirarme, bien calladito. Sus amigos, que se habíanacercado a ver lo que creían que sería una pelea, también retrocedieron. Alguno de ellosle dijo, “no vale la pena”, “déjale, es un chulo”, “ya le pillarás otro día”. Ya sabes, ellostan acojonados y yo más tranquilo que en una tumbona de la playa. Así son las cosascuando no tienes miedo a nada. Me apunto al partido que me interesa y me coloco en elequipo que más me gusta. Regateo todo lo que me da la gana y nunca voy a por la bolacuando sale fuera del colegio. Siempre hay alguien dispuesto a hacerlo por mí, y sin tenerque pedírselo ni ordenárselo. Hoy me salté la primera clase. Llegué sudando por elpedazo de partido que me había echado. La profesora me preguntó por qué llegabatarde. Le conté una bola de que habían llamado de mi casa porque mi abuela se habíacaído y se había roto la cadera. Fui a sentarme a mi sitio. Cuando pasé por la mesa deMaite me dijo, “¡cómo estás sudando..!”. “¡Ya ves, si me quieres oler el sobaco!”, lecontesté. En realidad no sé por qué, pero estaba tan excitado con los goles del recreo,con lo del gilipollas ése, que se me ocurrían las cosas más bestias, se me ocurrían lascosas más locas e increíbles, mi mente ya no tenía barreras ni miedos, Maite me miró concara de no comprender nada. Hacía tiempo que no hablábamos. Un día de éstos a lomejor la pegaba un buen repaso.

Me bajé del autobús silbando una canción. Estaba mogollón de contento. Ese par dericachones de mierda se habían llevado lo suyo y encima, no me podían acusar de nada.Tenían más pasta pero yo era más listo que ellos. Hay cosas que allí, en esos chaléts conjardines y piscina nunca iban a aprender, y lo que ellos sabían yo lo estaba aprendiendomás rápidamente de lo que nadie podía imaginar. Lo de las tías, por ejemplo. Hoy lehabía tocado las tetas a una de las mexicanas. Ni más ni menos. Y tiene catorce años,para cumplir quince. A las tías, hay que saber tratarlas. Mirarlas lo justo, porque si lohaces, saben que te tienen en el bolsillo. Y cuando las miras, poner cara de que la vas amatar. Que sienta tu mirada. Vamos, una mirada párecida a la que pones cuando unchorvo se tropieza contigo en la feria, a mala leche, claro, Ella y su hermana ibansentadas en la fila de atrás, como siempre. Yo me había sentado un asiento por delante yescuchaba sus comentarios sobre lo buenos que estaban los actores y cantantes quesalían en una revista de niñas pijas. Me preguntaron por alguna chavala que salía en larevista y les dije que “tenía un polvo que te cagas”. Se pusieron a reír como hienas. Leshizo mogollón de gracia “el niño”, como me dijo una de ellas. “¿Cómo has dicho?”, le

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dije congelándola con la mirada. “Que tienes mucha gracia”. “Que tiene mucha gracia,¿quién?”, insistí como si fuera a arañarla la pupila. “Pues, pues, pues, tú, tú tienes muchagracia, me ha hecho gracia lo que has dicho”. Se puso incómoda porque parecía que laiba a matar. “Lo que ha dicho, ¿quién?”, me estaba cabreando, después de todo, esta tíaparecía tonta, “¿qué es lo que has dicho después?”. “Niño, ¿no eres un niño?”. “¿Niño?,yo soy un tío, ¿está claro?, y si quieres que te lo demuestre ya te estás abriendo depatas”. “Ay, hijo, como te has puesto por nada, tú eres un niño y yo soy una niña”. “Yono soy ningún niño, hace un par de años puede que fuera un niño, pero ahora, no, ¿estáclaro?”. “Bueno, mi amor, no te pongas así, no te lo volveré a decir, ¡qué mal genio!”Volví a mirar por la ventana, haciéndome el despistado. Ellas se habían quedado calladas,pero son tan cotorras que al ratito volvieron a la cháchara. Querían hacer un crucigramay no tenían bolígrafo. Me lo pidieron. “Seguro que tienes, lo que pasa es que no tequieres molestar en sacarlo”, le contesté. “Te lo saco en cuanto quieras”, le dije congracia maliciosa. “Ay, qué gracioso”, dijo una. “Te voy a abrir la cremallera”, dijo la otrasin dejar de reírse. Me abrió la cremallera, de la cartera, y sacó el boli bic de cuatrocolores. Me revolví. “Trae aquí”, le dije de mala hostia. Ella se echó a reír. Quería jugar.Se lo escondió entre la ropa y me dijo que, para recuperarlo, tenía que darle algo acambio. Yo sabía lo que en realidad quería, pero me hice el tonto. Le dije que me lohabían comprado el otro día, que mi madre me iba a matar si lo perdía y toda esamonserga. Como se ponía tontita, la agarré de la muñeca y se la retorcí hasta queempezó a chillar. Después me tiré encima de ella, allí, sentados en la parte derecha de laúltima fila del autobús. Su hermana nos hizo sitio y se echó al otro lado. La tumbé a lolargo de dos asientos y empecé a rebuscar por los bolsillos de los pantalones vaqueros,“aquí no está, aquí tampoco”, como si fuera el amo y ella la esclava, conteniéndose larisa, pero sin rechistar. Como no lo encontraba, le puse las manos encima del ombligo yfui subiendo, subiendo, hasta que las puse encima de las tetas, las tenía muy grandesaunque un poco blandas. “Guarro”, me dijo, “se lo voy a decir al jefe de la ruta” me dijosusurrando enfadadísima. Si me hubiera fijado sólo en sus palabras, me hubieraacojonado. ¡La bronca que me podían echar por tocarle las tetas a una tía! Pero lamexicana ésta es una guarrilla, un día la había visto, sentada debajo de una encina, consu hermana y dos tíos de COU, intercambiando lenguas entre risas. Por eso, porqueconozco de qué van estas tías, le dije “como no me devuelvas el bolígrafo, te busco pordebajo del jersey”. Ella se negó, como yo imaginaba. Entonces me incorporé un poco,todavía con ella entre mis rodillas, la miré a los ojos como si la fuera a violar, leentresaqué el jersey del pantalón y, sin dejar de mirarla, metí mi mano por debajo de lacamiseta. Fui palpando, palpando por su piel, rechoncha pero tersa, hasta que llegué a lastetas. Abrí el sujetador lo justo por la parte de arriba y metí la mano allí. Estrujé confuerza ese pedazo de teta y ella cerró los ojos. Yo también. Mi picha se puso dura y ellase acercó un poco más a ella. Se puso muy cerca pero quería estar más cerca todavía, yempezó a balancearse. Metí la otra mano y me agaché un poco, mis dos manosrestregaban los pechos de la mejicana y ella, no sólo no protestaba sino que empezaba aronronear y a acercar sus labios a los míos. Su aliento a chicle de fresa ácida megolpeaba en la cara. Puse los labios sobre los suyos y, cuando me quise dar cuenta, sulengua me pegaba golpetazos de un lado a otro de la boca, como un minero picando enbusca de oro. Así que solté las manos de las tetas y me tiré encima de ella, olvidándomede su hermana, del autobús y de todo lo demás. Le pegué un repaso de la rehostia. Ellase lo pasaba tan bien con la caña que le estaba dando que bajó su mano y me agarró lapicha, la apretó muy ffierte, como si fuera suya, la muy zorra. Pero era mía, ese cañóncargado con dinamita es del menda y estaba a punto de cargarse la puerta de la fortaleza.Entonces sonó una voz, la del jefe de la ruta. “¡A ver por ahí atrás!, ¿qué estánhaciendo?”. Nos incorporamos como rayos y nos quedamos callados. Contestó lahermana, que estaba viendo la escena como si tal cosa, “nada que se nos ha perdido un

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bolígrafo y lo estamos buscando”.El autobús paró y nos bajamos. Ni siquiera nos dijimos adiós, porque llegó mi hermana.

Debía saber lo que hacía por detrás, en el autobús, para ella las mexicanas eran unasguarras y sólo dirigirlas la palabra le parecía una deshonra. Por suerte, mi hermana ya nome decía nada, ni siquiera cuando silbaba por la calle. No me decía nada en ningúnmomento del día.

Abrí la puerta con mi llave, me encontré a mi madre, muy seria. Me ordenó que entraraen el salón. Cerró la puerta. Me entró un acojone que por poco me cago en lospantalones pero mantuve la expresión seria de los momentos complicados.

-Han llamado del colegio, -dijo abofeteándome con la mirada.Esperaba que yo hablara pero no dije nada, yo no tenía por qué saber nada de nada.-Ya sabes por qué.-No, -contesté con indiferencia.-No me mientas, Oscar, no me mientas.Continué sin contestar.-Sabes perfectamente de lo que te hablo.Estuvimos como un minuto mirándonos a los ojos sin hablar. Yo no movía ni una

pestaña.-Vas a terminar conmigo. Con todos los problemas que hay en casa, encima tú te dedicas-El otro dia te encontré unos rotring en tu cartera.-Esos me los dejó un amigo además, ¿quién te da derecho a rebuscar en mi cartera?-Mentiroso, dijo. Apartó la vista de mis ojos y miró al suelo. Le

empezaron a caer lágrimas, hijo mío, pero ¿qué te ha pasado? ¿por qué has cambiado? Tú no eras así. Cuéntamelo hijo, cuéntaselo a tu madre,

Se acercó a mí para abrazarme o para darme un beso, o para hacer las dos cosas perome aparté. No me gustan los lloros, ni los llorones. Sus lamentaciones son parte delmundo que odio, el mundo de la resignación el de los que agachan la cabeza para recibirhostias. Sus lágrimas no consiguieron penetrar en la roca en la que me había convertidoseguramente por su culpa. A fuerza de solucionar mis problemas yo solito, había dejadode necesitarla y lo mejor de todo, ya no sufría por su sufrimiento ni por el de nadie. Eraincapaz de sentir nada por nadie. Sólo me importaban mis propios problemas. Y ya eransuficientes.

Mi madre levantó sus ojos, encharcados en lágrimas y manchados de rímel corrido.Intentó por segunda vez abrazarme pero me escabullí y me levanté. Antes de queagarrare la puerta, levantó la VOZ y me gritó:

-Hasta que no cambies de actitud no vas a volver a jugar al fútbol.Abrí la puerta y salí de la habitación. Mi hermana me miraba como si fuera un

delincuente, mi abuela, sin embargo, siempre en Babia, me preguntó qué pasaba.Falté al partido una semana. A la siguiente me escapé.

Ese sábado había ido a jugar. No fue un gran partido. Hacía tiempo que no me salía unobueno de verdad. Me cambiaron en la segunda parte por Lucas, un mierda que no sabe

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dar un pase en condiciones. Pero tampoco era para morirse, estábamos de fiesta, lasfiestas de Madrid. Dejamos las bolsas en el Cóndor y nos fuimos a un concierto de lasfiestas de Madrid. Era en un parque de las afueras .Gratis.

Llegamos como a las siete. Buscamos una bodegita donde comprar vino y coca cola, quejuntos en una botella de Plástico y bien revueltos hacen otra bebida que se llamacalimocho. Cuando llegué allí, veía peligros por todas partes, tipos con melenas conbrazos como árboles con chicas vestidas como putas, como si fueran desnudas, a las quele veías el canalillo de las tetas, los culos y los coños: iban muy pintadas y decían muchostacos, se agarraban a los tíos, le colocaban la pierna por entre los pantalones de pitillo delmenda, mientras el tío hablaba con sus amigos o fumaba. La tía le intentaba besar un ratosacándose la lengua y restregándosela por la boca del tío. El atendía de vez en cuando ala tía, pero le interesaba mucho más los amigos que se reían y las botellas que iban yvenían a sus manos. Las bandas de melenudos subían y bajaban las cuestas del parquecon sus botellas, andando como si fueran con esquíes y las botellas fueran sus palos,balanceándose mucho hacia los lados. Gritaban mucho y hablaban por un lado, como elSanti, y cantaban canciones sobre el rock and roll, un barón rojo y el infierno. De verdadque el sitio daba miedo porque alli no veías a nadie normal, es decir, que pareciera quetuviera familia y fuera con ella a misa o a comprar el pan, el periódico, los churros y laleche. De vez en cuando se veía un remolino y gente que se interponía entre otra genteporque se querían pegar, y más gente corría para ver lo que pasaba y nosotros también ynos colábamos entre las piernas de la gente para ver de cerca una pelea, pero no tuvimossuerte porque cuando llegábamos ya habían acabado y se separaban y se decían que otravez, cuando se vieran, se iban a enterar, aunque al rato los que parecían que se iban amatar estaban bebiendo con sus colegas, tranquilos y esperando que empezara elconcierto. Nos sentamos en una ladera del parque donde se celebraba el conciertomientras esperábamos a que comenzara, contemplando a todos esos tíos, riéndonos consus gestos, sus pintas y sus manera de andar.

Cuando se hizo de noche, se encendieron las luces y anunciaron al primer artista. Alprincipio, te crees que todo el mundo te mira y se está riendo de ti. El grupo que estásobre el escenario mete un ruido parecido al de una motocicleta antigua cuando arranca yel cantante pega unos gritos peores que un perro después de ser atropellado, mientrasagarra el pie del micrófono como si fuera su novia. Dice que va a estallar un obús o quetiene una pesadilla porque va a estallar una bomba nuclear. La gente sigue el ritmo de lamúsica con las cabezas, de un lado para otro, como los burros o los caballos que tiran delos carros. Parece que vas a un sitio, pero en realidad estás parado, no te mueves másque para los lados. En un momento dado, el guitarrista comienza a hacer unos ruidosmás melodiosos y la gente pone las manos como si entre ellas tuvieran unas guitarras,pero no las tienen, y se lo pasan muy bien, porque compiten a ver quién sabe tocar mejory quién pone las posturas más raras, a pesar de que, como digo, nadie lleva guitarra.

Entonces, el cantante eleva la voz por encima de los guitarristas y corea el estribillo de lacanción, y la gente deja lo que estuviera haciendo, o sea, la guitarra, y saca los cuernos oel dedo índice que quiere decir que están de acuerdo con lo que dice el cantante que esmás o menos, que la vida es una mierda, que están hartos de todo, que se pueden irtodos a tomar por culo, y así, tan fácilmente, la gente se vuelve loca de contenta yempiezan a abrazarse y a saltar, y suben en sus hombros a sus novias, que son muymacizas y van de negro, y tienen unas tetas a punto de saltar de los sujetadores. El Santile cogió rápido el truquillo a la historia. Al poco del primer concierto parecía uno deellos. Se había comprado una camiseta negra de un grupo que se llama ACDC. Hasta suspintas eran perfectas. Llevaba una muñequera de pinchos que robó el otro día en elvestuario de un partido y unos vaqueros muy ajustados que se llaman elásticos.

Para cuando empezó el concierto mi visión del mundo había cambiado, caminaba seguropor entre los cristales y las piernas tumbadas sobre el césped y a pesar de que no hacía

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más que pisar carnes humanas, decía “perdona, perdona” y todo el mundo sonreía,porque detrás llegaba Pepe, que casi no era capaz de dar dos pasos en la misma direccióny los mayores se reían, yo creo que porque nos debían ver un poco pequeños para llevaresas pedazo de borracheras. Cuando empezó a tocar el segundo grupo, Santi dijo quehabía que ir a la primera fila, porque allí es donde suenan de verdad los conciertos. Y eracierto. No podías ni hablar con el que tenías al lado de lo alta que estaba la música.Como por arte de magia, se colgó la guitarra y comenzó a tocar como si fuera él elartista. A mí me parecía la cosa más ridícula del mundo: era como jugar a las cartas conmi hermano y que me ganara, una pura actuación, pero se le veía tan entusiasmado queme decidí a seguirle. Al minuto de agarrar la guitarra se me había olvidado que estabaagarrando un pedazo de humo y de polvo. Miraba al guitarrista y seguía sus dedos pordonde quiera que éstos fueran y cuando ya me conocía sus movimientos, me dejaballevar por mis intuiciones y dejaba que la música llevara mis manos por el mástil de laguitarra y, cuando volvía a mirar al guitarrista, tenía las manos donde yo, me estabacopiando, lo juro, estoy seguro de que me veía mover la guitarra y se inspiraba en mismovimientos y cuando Santi me subió a hombros y saqué los cuernos, el cantante me vióy me sacó los cuernos también y estuvimos bailando los dos, moviendo la cabeza de unlado para otro entre un ruido increíble que ya me parecía como el sonido de la caja demúsica de mi hermana, un ruido del infierno que me había mandado más lejos de lo quenunca había llegado, más incluso que con el fútbol, que con el mejor de mis goles. Lostres sudábamos las camisetas tanto que nos las quitamos, como los tíos de losalrededores. Me hubiera gustado tener algunos pelos en el pecho, algún collar con uncolmillo, alguna muñequera de pinchos, me hubiera gustado llevar el pelo largo para quetodo el mundo supiera que era uno de ellos, que me lo estaba pasando de puta madre,“de puta madre”, “de puta madre”, y se lo decía a los tíos mayores, les agarraba delcuello y les decía, “son de puta madre, de puta madre”, y los tíos se reían y me daban desus bebidas. Y yo le pegaba grandes tragos y se las pasaba a Pepe y Santi que memiraban con unos ojos que no eran suyos. Cuando acabó el concierto nos fuimosdirectos detrás del escenario. Pepe estaba tan mal que de camino soltó un poco de potaencima de una pareja que se besaba sobre el césped, pero estaban tan metidos en lasfaena que ni se dieron cuenta. Devolvimos casi al mismo tiempo, en una esquinita,tapados por una valla. Lo echamos todo, todo. Cuando acabamos, nos pasamos lamuñeca por la boca para limpiarnos los últimos restos y nos echamos a reír. Volvimos ala ladera. Nuestros pantalones y nuestras camisetas llenas de churretes parecían las de losgitanillos de aquel partido de fútbol. En el escenario había aparecido un tío que era el reydel pollo frito. Era muy gracioso porque le escupía al público y la gente de las primerasfilas le escupía a él. Llevaba la cara pintada y, en un momento del concierto, se bajó lospantalones. Nosotros nos reíamos con todo, parecía que hubiera estallado alguna válvulaen nuestro interior que nos obligaba a reírnos, aquella válvula que se oxidó hace dosaños, cuando lo de mi hermano. Había reencontrado la alegría, las ganas de reírme, dereírme de todo, porque había que reírse de todo. Toda la vida era un gran chiste del quetenias que reírte simplemente para no acordarte de llorar. Porque si lo pensabas bien,nada era verdad, nada duraba, por eso, esta gente, todos, se reían, se reían a carcajadasporque sabían que estos momentos no duran mucho y había que aprovecharlos, antes deque llegara cualquier amargado y te los jodiera, y el mundo está lleno de amargados, degente que no ha superado una pena y se lo hace pasar mal a los de al lado. El rey delpollo frito era un tío que había decidido pasar de todo y reírse con todo aquello que aotros escandalizaba, nosotros lo entendíamos y por eso nos reíamos con las cosas quedecía y nos gustaban las historias de chavales de la calle que contaba, porque eranchavales como el Gustavo, el Pepe y el Santi. El tío sabía lo que hacía y al final, cuandoveía que la gente ya no podía con su cuerpo, se dió la vuelta y nos enseñó el culo. Nosenseñó el culo no porque le cayéramos mal sino porque a él le parecía que había muchas

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cosas que eran una auténtica mierda. Nosotros, entonces, nos dimos la vuelta y leenseñamos los nuestros. La gente de nuestro alrededor también se reía.

Nos fuimos dando tumbos de aquel parque. Nos apoyábamos en los hombros para nocaernos y así, a tropezones, llegamos a un banco que estaba cerca de una discoteca.Había tíos y tías de por lo menos diecisiete o dieciocho años. Salían y entraban con supareja de la mano y se ponían a morrear a la puerta de la discoteca. Los tíos metían manoen las tetas y en el culo, pero las tías les retiraban las manos. Había cocodrilos, Levi’s,plumíferos de oca, zapatillas Nike y Adidas. Podían ser los hermanos mayores de los demi colegio, o sus primos o sus vecinos. Contemplábamos con envidia cómo se divertían,las tetas de sus novias, las relucientes zapatillas, sus vaqueros de marca y los gordísimosplumíferos. Nos pusimos de acuerdo sin hablar. Bastó con una mirada y un ligeromovimiento de la cabeza. Nos levantamos como unos relámpagos, nos abrimos paso aempujones entre aquellos ricos de mierda y nos fuimos a la esquina de esa misma calle, aveinte metros. Yo saqué mi navaja del bolsillo. La tenía cerrada y me sudaba un poquito.Pepe se sentó encima de un coche justo al lado de la esquina. Al ratito, anunció quevenían dos tíos con plumíferos. “¿Son altos?”, le preguntó Santi. “Como así”, le indicóPepe señalando una altura cabeza y media más alta que la mía. “No nos sirven, seguroque no nos valen las zapatillas”. Nos sentamos encima del coche en el recodo de nuestraesquina y los vimos pasar como el león que ve pasar a una suculenta gacela. Despuéspasó una pareja dándose besitos. El tío era bajito, por eso Santi quería ir por él, pero yole dije que a una chica yo no la robaba. Eso era de cobardes, de mierdas. Empezamos adiscutir en susurros hasta que oímos sus pasos. Pasaron por nuestro lado y nos miraroncon miedo. Ella se cogió el bolso. Durante un buen rato dejamos pasar unos cuantosgrupos. Ellos no sabían que teníamos en nuestra mano que esa noche acabara bien o mal.Aunque tuvieran mucho dinero, esa noche nosotros teníamos el poder, no lo tenía ni supasta, ni Dios, ni sus padres ni nadie, nosotros teníamos el poder de decidir quien se iba alibrar y quien no. Esa sensación me gustaba y me daba ganas de mear a la vez. Ahora yomandaba. Pepe se acercó muy contento. “Estos molan, son dos, con gafas, tienen unapinta de empollones que no pueden con ella, llevan una chupa de cuero que te cagas y unplumas. Los dos llevan zapatillas de marca, seguro que están forrados”. Por unmomento, me dieron ganas de llorar pero, al instante, me llegaron las peleas en elcolegio y en mi casa, el accidente, el hospital, la cantidad de hijoputas y gilipollas a losque todo les va bien, todos esos a los que no les pasa nada malo en su puta vida, comoestos dos pijos que estaban a punto de llegar a los que sus padres les compran todo loque quieren y que viven en chaléts. Había que repartir un poco las penas y las alegrías. yaestaban casi encima. Tocaba actuar.

-Venga, las pelas - les dije mientras enseñándoles mi navaja como si fueran unos cromosdificiles.

Los muy panolis por poco se cagan encima.-Ya estáis soltando todo lo que lleváis -les miré con la mirada de defensa central,

acercando la navaja al estómago de uno.No podían ni hablar. Uno de ellos estaba a punto de llorar. Pepe aprovechó la situación.-Mira que éste se pone muy nervioso y se le puede escapar un sirlazo...-No, por favor, no nos hagáis nada. Tomad, tomad.Soltaron dos billetes de quinientas pesetas.-La calderilla también, -dijo Santi.Sacaron como trescientas pesetas entre los dos.-Las chupas.Uno se puso a lloriquear cuando se la quitaba. El otro estaba muy serio.-Ahora, seguid andando hacia allá y no miréis atrás. Si se os ocurre a alguno de los dos

hacerlo os clavamos un navajazo por la espalda que os manda al otro barrio.Salimos corriendo. La cosa había ido bien. Entramos a un bar a comermos unos

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bocadillos de calamares y dos jarras de cerveza. Después, nos repartimos el dinero yescondimos las chupas en las casas muertas. La semana siguiente las venderíamos en elrastro.

Desde que me prohibió jugar con el equipo, no había vuelto a hablar con ella ni con nadie más en la casa. Me ponían la comida, me respetaban cuando estaba viendo un programaen la tele, me iba al cuano de mis padres a hacer que es~diaba y no me dirigían lapalabra. Vivía ajeno a todo lo que ocurría en esa casa y el resto del mundo,Esa mañana, sin embargo, mi madre se levantó con tanta energía que me pareció estarviendo a la misma persona de dos años atrás. Me encargó que fuera a por churros y elperiódico Nos estábamos tomando el chocolate con churros cuando me comentó que mipadre tenía dos entradas para ir a ver al Real Madrid contra la Real Sociedad, unpartidazo. Le dije “no pienso ir”, sin dejar de mirar el chocolate,

-Pero si es tu equipo... Me dijo con muchísima pena. Oscar, por favor, qué te pasaLa abuela, mi hermana y hasta mi hermano me miraron. Esperaban que diera señales devida, encontrar un ser humano detrás de esa máscara de Darth Vader, pero allí no habíanada. Respiraba, como los seres humanos, pero allí, en mi casa, ese era el único rasgohumano que mantenía.

Se levantó de la mesa y se fue a la cocina. A llorar, Se escuchaban sus moqueos desde elcomedor.

Mi hermana tomó el mando de las operaciones-¿Pero es que no tienes sentimientos? ¿No ves lo que está sufriendo? ¿Te parece poco,

después de lo que pasó con Javi?Sentimientos, sufriendo, Javi.... Veía pasar las palabras por delante de mi jeta pero no me

apenaban, nada me conmovía. Vivía en una película del salvaje oeste y ellos estaban en“Qué bello es vivir”. No me incomodaba ni el silencio acusador que flotaba en la sala.Pasaba de todo y de todos.

Mi madre volvió con los ojos hinchados de tanto llorar. Me llamó, muy seria.-Oscar, ven al salón.Ella se sentó en un sillón y yo en el tresillo, repanchingado para atrás.-~¿Por qué no quieres ir al fútbol con tu padre?-Porque no.-¿No quieres ver ese partido?-No.-Pero si es tu equipo de futbol.-No.-¿Quieres que vayamos al cine?-No.-Hijo, ¿qué te pasa?-Nada.-Sabes que estamos buscando un piso para vivir nosotros solos? ¿Has visto que tu

hermano ya puede andar él solo?Continuó al cabo de unos segundos.-¿No te alegras? ¿Ya no te alegras por nada?Miraba al suelo. De pronto, levantaba un segundo la vista y creía encontrar algo

conocido, algo que había perdido hacía mucho tiempo. Pero no podía ser cierto, era unespejismo, como tantas veces Dios nos había enseñado unos reflejos acuosos que no eranmás que arenas mentirosas. Estaba inmóvil como una esfinge, no parpadeaba, notemblaba, no movía un dedo. No me alegraba, claro que no me alegraba, no me alegraba

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porque sabía que todo era mentira, nos había tocado sufrir y ése era el papel que teníareservado Dios a esta familia. La libertad, la alegría, las locuras estaban en otros lugares.Mi madre, sin embargo, luchaba por encontrar a su hijo en ese androide que teníadelante.

-Venga, hijo, yo sé que tú también has sufrido mucho y que tienes muchas cosas dentro.¿por qué no me las cuentas?

Resoplé. Unas gotas de agua estuvieron a puntode escaparse del muro, pero el diqueaguantó. En ese momento, entró mi padre. El tono de la conversación cambió.

-¿Cómo que no quieres ir al fútbol? Vaya que si vas a ir.-Déjale, déjale, estamos hablando, déjanos solos.-Déjamele a mí. Vas a venir al fútbol conmigo y no vas a volver a salir sin permiso, a

partir de ahora vas a andar tieso como una vela, y como no te reformes, te vamos amandar interno a un colegio de curas, vaya que si vas a ir. ¿Qué dices?

-Nada.-Nada, nada, no dices nada, no haces nada más que fechorías. A este mierda le estáis

contemplando demasiado, un chorizo, un vago, un delincuente, lo que necesita es manodura. Eso es lo que necesita.

-Déjale, déjale, que estamos hablando.-~¿Hemos terminado ya?, -dije como pude.-Luego seguimos hablando.Me sentí aliviado. Mi padre me había dado la razón. Nada de lo que pudiera encontrar

allí iba a ser bueno. Entre la resignación y la vida salvaje, tenía muy claro lo que iba aelegir.

Últimamente me expulsan de muchos sitios. Me echaron del colegio una semana por lode los rotring, hoy me han expulsado del partido y encima me han abierto la cabeza

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cuando iba hacia el vestuario: fue el tío que había pegado una patada al balón cuando ibaa lanzar un córner, ése al que había llamado hijoputa. Me la tenía jurada. Parece que haymucha gente que no me quiere ver cerca de ella. Susi sí quería estar conmigo. Me esperóa la salida del vestuario, cuando ya todos se habían marchado al bar y a mí me estabancurando la herida, que me había abierto la ceja derecha. Estaba sentada en un banquito, ala salida del polideportivo, con las manos apoyadas en la explanada que hacía el vestidode florecitas entre sus piernas.

-~¿Estás bien? -me dijo casi tan bajo que no se oía.-¡Cómo voy a estar bien, si me han pegado una hostia que te cagas!. ¿Tú estarías bien si

te hubieran metido un palazo en toda la frente? ¡Eh! ¿Lo estarías? ¿Lo estarías?¡Contesta, di algo!

-No -dijo más bajjito todavía.-Pues entonces, ¿para qué haces esas preguntas tan gilipollas si sabes lo que te voy a

contestar? Las chicas es que no tenéis ni idea de nada.Empezamos a andar, ella iba a mi lado, casi me tocaba con su hombro. No podía

soportarla, no podía soportar a nadie a mi alrededor.-~¿Qué haces aquí? ¿A quién estás siguiendo?No contestaba, pero me seguía, seguía detrás mío como una perrita faldera, pero yo no

soportaba a un ser humano cerca de mí.-¡Lárgate ya, ya te estás largando!, ¿me has oído? ¡Que te vayas de una puta vez!.

Se alejó lloriqueando y por fin me quedé tranquilo, con mi mala hostia y mispensamientos. Me veía en peleas con personas mayores, padres incluso, como el que mehabía pegado con el palo esta mañana. Me veía haciendo llaves de kárate y de kung fu.Me veía enfrentado a mi padre y lanzándolo por las escaleras. Todo aquél que mecruzaba por la calle era un enemigo y a todos vencía con las armas adecuadas. De laseñora con la compra me reía en su cara recordándole al borracho de su marido. A laniña le recordaba que estaba más lisa que una plancha. El coche del panadero estabacomo él: para el desguace. La gente con la que me cruzaba eran unos pobres imbécilesque soportaban a sus jefes y a sus familias, con las que se llevaban de puta pena, eragente débil, que no merecían más que la lástima y unos cuantos palos para quereaccionaran de su estupidez. Idiotas que metían su dinero en el banco para que llegara lagente lista y se la llevara sin pegar un palo al agua. Toda esa gente no iban a salir depobres en su puta vida, no iban a conseguir ser más guapos ni más felices. Estabancondenados desde que nacieron, a trabajar para los ricos, para que ellos se llevaran todolo bueno y encima, no se daban cuenta de nada, eran tan tontos que no se daban cuenta,por eso parecían tan despreocupados, porque no sabían nada, ni de los ricos, ni de loshospitales, ni de la muerte, ni de nada.

Yo sí sabía, ahora sabía lo que me faltaba por saber, que el trabajo sólo te va a llevar a lamala hostia, como a mi padre y a los demás padres del equipo. Las sonrisas y la buenasalud estaban del lado del dinero y el dinero sólo se puede hacer si se lo quitas a alguien.Así eran las cosas, no se podía fabricar todo el dinero que se quiere como creí aquel díaen el autobús, tenía que haber poco para que unos trabajaran y los otros se aprovecharan.Para poner a la gente como Willy y Richi en su sitio había que hacer algo más. Echarleun par de huevos y dar un salto adelante. De verdad. Como esta noche, esta noche daríaun buen salto hacia otra vida.

Nos encontramos en el banco, enfrente de la panadería, a las doce en punto de la noche.No había nadie por la calle, las tiendas hacía tiempo que babian cerrado, los niños

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estaban en sus casas, los currantes hacía tiempo que habían vuelto del trabajo. Estuveesperando un rato hasta que apareció Santi. Me sonrió como los días de partido, como sifuéramos a hacer la cosa más normal del mundo. Me volvió a contar la historia como sifuera una excursión por Madrid, como si fuéramos a ir a un concierto. “Está chupao,sólo hay un conserje que vive en una caseta, pero a esta hora seguro que estará sobao.Conozco a su hijo, que es colega mío, y me ha contado que su padre siempre se quedadormido en el primer intermedio de la película. Entraremos por la valla que te enseñé elotro día, hay un hueco que han hecho la basca que juega por allí para poder saltarcuando se les cuela el balón en el colegio. Sólo hay que encaramarse hasta el bordillo,que quedará como a dos metros y desde allí, ayudar a los otros a meter la cabeza y pegarun saltito. Está chupao, ya verás”. “Bueno, y luego dentro, ¿cómo nos lo hacemos?”.“Está todo controlado, chaval, el Gustavo ha hablado con su nueva novia, que va a esecolegio, y le ha contado que siempre se queda abierta una ventana del cuarto de baño pordonde se entra a la sala de los ordenadores. No hay más que colarse por allí, sacar losordenadores que queramos, llevárnoslos, esconderlos en las casas muertas y despuéscolocarlos donde podamos”. En mi cabeza se agolpaban las preguntas: cómoconseguiríamos metemos por esa ventana, cómo podríamos sacar los ordenadores, queseguro que pesaban un huevo, cómo nos los llevaríamos sin que nos viera nadie, cómo,cómo.. Pero sabía que en el fondo, ni Santi ni Gustavo sabrían contestarme a todas esascosas. Sabía que preguntarle por ellas habría sido lo mismo que desconfiar de suspalabras, habría que dejarlas a la improvisación, como cuando pegamos el palo a lospijos, siempre había que dejar abierta una puerta a lo inesperado, por eso este era untrabajo dificil, si no lo podría hacer cualquiera, esto era un trabajo para gente con un parde pelotas y lista, porque otro se echaría para atrás en una situación así, había que ir paraadelante y pillar esos ordenadores como ftiera. Después, con el dinero, me podríacomprar unas adidas, un plumífero y, quien sabe, si eran muy buenos y nos llevábamoslos suficientes, puede que también una moto como las de los hijoputas del colegio. LlegóGustavo con un gorro de lana en la cabeza, como los que utilizan los que descargan enlos muelles el pescado y la mercancía. Tenía muy buena pinta el tío, seguro que si lolleváramos los tres, el palo tenía más posibilidades de salir bien, parecíamos más... másprofesionales, no es que Maradona no pueda hacer cien regates con unas tórtolas y unacamiseta rota, pero seguro que con unas buenas botas y una camiseta en condiciones lacosa parece mucho más seria, ¿no? Pues eso. Gustavo llegó muy serio, nos dió la manoagarrando del dedo gordo, me miró, le preguntó a Santi si me lo había explicado todo, sitenía alguna pregunta, le contesté que sí y que no y, acto seguido, le dijo a Santi quefuera a echar un vistacillo a ver como estaba la cosa. “Ahora vuelvo, jefe”, le contestó.Al rato volvió Santi con una gran sonrisa, parecía que se lo estaba pasando bien, el tío.“No hay moros en la costa, socio”. ‘Pues entonces, vamos”, dijo Gustavo. “Yo subiréprimero mientras vigiláis que no venga nadie. Después, cuando ya esté arriba, os ayudaréa subir a vosotros. En cuanto entremos ni respiréis, nada de hablar, nada de saltar, nicorrer. Andad como si os levantárais por la noche en vuestra casa. Hay que hacerlorápido pero es preferible tardar más que hacer ruido: ¿habéis entendido?”. Asentimos conla cabeza y nos pusimos a andar. Por el camino, me venía a la mente la cara de mi madre,que estaría preocupada por mi tardanza. Al mismo tiempo, me llegaban retazos dediscusiones con mi padre, cuando me pegó el tortazo, los portazos, la pelea con Richi,los crueles paseos con mi hermano, y esto me daba ánimos y me hacía sentir más fuerte,yo también tenía derecho a tener mi parte en este mundo de hijoputas. Ahora se iban aenterar de lo que valía un peine, y de lo que podía hacer si me tocaban mucho loscojones. Aspiraba hondo, metía aire en los pulmones y pensaba mentalmente en la valla,tenía que estar bien ágil para pasar el menor tiempo posible delante del muro, elmomento que nos delataría como ladrones. Ladrones. Por fortuna, el muro por el queíbamos a entrar estaba muy apartado, en una esquina a donde iba a parar un callejón con

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tres portales de cuatro pisos. No se veía el camino para ir al metro ni había ningún pubpor los alrededores por donde podía haber venido alguien. Tan sólo algún currantevolviendo del trabajo podría aparecer por allí.

Nos colocamos Santi y yo en las esquinas de la entrada del callejón. Gustavo cogiócarrerilla, apoyó un pie en la pared y se agarró al saliente del muro. Trepó a través de él yse encaramó colocándose a horcajadas sobre él. Entonces le dijo a Santi: “venga”. Dejósu puesto y me quedé sólo, vigilando. Las compuertas de mi picha parecían a punto dedesbordarse. Por momentos, gotitas de pis se derramaban al calzoncillo, pero, aunqueparezca increíble, al mismo tiempo me estaba divirtiendo, como cuando copiaba en unexamen. Al tiempo que atendía al callejón, miraba de reojo a Santi subir. Le costó unpoco más que a Gustavo pero al final subió, se coló por el cuello de la valla y saltó alotro lado. Sonó un gran estrépito. Gustavo me dijo: “venga, te toca”. Fui corriendo hastadonde estaba Gustavo. Me fui unos pasos para atrás, coloqué el pie para impulsarmepero no llegué. Me puse un poco nervioso. Gustavo me animó. “Venga, que te ha faltadopoco”. Probé otra vez. Tampoco. Me iba entrando más y más miedo. Otra vez. Nada.Entonces sonaron pasos por la calle. Ya la había cagado, me iban a detener, me iban allevar a la policía, me iban a llevar a la cárcel. Gustavo me apremió: “venga, venga, queviene alguien”. Tenía que hacerlo. No iba a acabar en la cárcel y joderme el resto de mivida en mi primera cosa seria. No iba a ser tan tonto de ser el primero al que pillan en suprimer currillo. Me fui atrás con furia, puse un pie y agarré la mano de Gustavo, con laotra, el muro. Gustavo tiraba y tiraba y, por fin, consiguió ponerme arriba. Me introdujepor el hueco y salté al otro lado en un santiamén. Santi me recibió con una gran sonrisa yse echó el índice a la boca en señal de silencio. Nos colamos por un callejón entre dosedificios, bordeamos uno de ellos hasta aparecer en su parte trasera. En lo alto de unmuro, como había dicho la novia de Gustavo, había una ventana corredera abierta. Peroera muy estrecha. Estaba claro que por ahí sólo podía entrar un chaval delgado. Les mirédesesperado, ellos miraban con gesto de cabreo. “Por ahí no entramos, tío”, dije yo.“¿Cómo que no?”, dijo Gustavo, “como me llamo Gustavo que yo entro por ahí, nos hanjodío mayo”. Pegó un salto y metió su cabeza. No cabía. “Me cago en todo lo que estáescrito, prueba tú”, le dijo a Santi, que tenía la cabeza un poco más pequeña. Perotampoco. Me miraron. No hizo falta que me dijeran nada más. El salto era bastante mássencillo que el anterior. Me agarré a los rieles de la ventana, trepé un poco y recé paraque no me cupieran los hombros. Entraba. Miré atrás desde lo alto, apoyando mis pies ensus manos. Gustavo y Santi levantaron el dedo gordo. Sonreían contentísimos. Gustavodijo: “vete sacándolos y nosotros los llevamos al otro lado”. “¿Cuántos?”. “De momentosaca uno, y luego ya veremos”. Estaba en una sala oscura, donde se adivinaban pantallasde televisión y unas cajas, eso debían ser las computadoras o los ordenadores, o comocoño se llamaran los cacharros ésos: era la primera vez que veía un ordenador en toda mivida. El otro día vi en la tele que hay personas que pueden llegar a morir cuando les latemuy deprisa el corazón. Yo debía estar a punto de superar el máximo ritmo cardíacoadmitido por cualquier médico. Corría al ritmo de la batería de un grupo de heavy metal,casi no se diferenciaba un latido del anterior. Estaba parado, en mitad de la sala, rodeadode máquinas enormes que no sabía ni cuanto pesaban. Estaba metido en el infierno, iba arobar, a hacer algo muy malo, podía fastidiarme la vida para siempre, podía estarhaciendo algo de lo que me arrepintiera mientras viviera, y en ese momento, al ritmo quelatía mi corazón, se sucedieron todas las cosas que me habían pasado los últimos dosaños, desde aquel día que nunca debió haber existido. Vi en mi mente todos esos hechoscomo una cadena, seguidos como fichas del dominó, cada una golpeando a la anterior yempujándome hasta aquí, hasta donde estoy ahora, haciendo algo que hace dos años,sólo dos años, me hubiera horrorizado hacer. De pronto, me desperté. Miré a los lados,escuché los susurros de Santi y Gustavo y mi corazón se ralentizó, recuperé latranquilidad de las miradas de defensa leñero, la seguridad del Robin Hood que roba a

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los ricos, la libertad del rock and roll y el odio, el odio a esta puta mierda que es la vida,que no deja más opción que pensar en ti, aprovechar todo lo que puedas lasoportunidades que se presentan porque nadie piensa en ti. Así que, bien pensado, qué meimportaba de quién fueran estos ordenadores, sus dueños son ricos, y los ricos siempretienen más dinero para comprar lo que les dé la gana, siempre hay más, como Alex, lomáximo que les puede pasar es un cabreo que les dure una hora, siempre habrá un padreo una empresa que les dé lo suficiente, y éste era un colegio de ricos, de los que vanuniformados, no tanto como el mío, pero ricos, que es lo que importa, no les estabarobando a los pobres, les estaba robando a los ricos para que otros pudieran tener unosordenadores más baratos, mira por donde, iba a hacer de Robin Hood, y si me pillaban,pues me pillaban, cualquier cosa sería mejor que vivir en esa familia donde nada iba bien,donde nadie sonreía ni deseaba ser feliz, y encima nadie tenía la culpa, porque siempre,otra cosa había tenido la culpa de estar como estaba. Seguro que en cualquier sitio iba aser más feliz que allí. De pronto, me pegó un subidón como la primera vez que me toméun calimocho. Recorrí la habitación como si estuviera en mi propia tienda, miré lasmarcas de los ordenadores intentando reconocer el mejor, levanté un par de ellos paraver cuánto pesaban y, por fin, me decidí por uno. Ponía IBM, la marca me sonaba. Me lollevé en brazos hasta la ventana. Mis amigos estaban muy nerviosos, tanto como yo unosminutos antes, “Qué te ha pasado, tío?, creíamos que te había pasado algo, ¿por qué nocontestabas”. “Tranqui, tranqui, sólo estaba eligiendo el mejor, éste parece deabuti,¿no?”. “Da igual, dámelo”, me dijo Gustavo.

Lo agarraron del otro lado y lo pusieron en el suelo. “Voy a pillar otro”, dije. “No, conéste vale”, dijo Santi. “Sí, venga, nos piramos”. “Vamos a pillar otro, que con ése nohacemos nada”, insistí con un par de huevos. “Tío, que nos la estamos jugando”, dijoGustavo. “Sólo uno”, le dije, y me fui a por otro que había visto con buena pinta. “Oscar,alguien viene”, oí a Santi a lo lejos. Me detuve como los indios cuando oían el paso delos búfalos, pero no escuché nada. Continué con el segundo ordenador en las manos,acercándome a la ventana. Cuando estaba debajo de ella, chisté: la señal que habíamosconvenido. Nadie contestó. La cena de esa noche bajó repentinamente por mis intestinosy se quedó en las puertas de mi culo. Volví a chistar. Nada. Me tiré una traca de pedos.El corazón se me heló. Tenía mucho frío. Ya no estaba nervioso, simplemente, norespiraba. Me sentía como si me hubieran soltado del vientre de mi madre directamente aun estadio de fútbol el día de la final de la copa, como si me tiraran de un avión sinparacaídas. Estaba cayendo y sin embargo no sentía miedo. Sabía donde estaba y dondeiba a caer. Sabía el camino que había recorrido y donde me conducía. Sabía que llegabaal infierno y, pensé: a lo mejor no se está tan mal allí. Las fichas del dominó eran claras,allí me iban a colocar y allí tendría que aprender a vivir. En realidad, el infierno nodebería ser muy diferente a lo que había vivido en los últimos años.

Cuando el guarda entró, le esperaba de pie. Le miré a los ojos a cinco metros, pero desdemucho más lejos. Llevaba una garrota. Nos quedamos mirándonos durante unossegundos. Quizás tardó medio minuto en abrir la boca. “Te has caído con todo el equipo,chaval”. Levanté un poco el labio como si no me importara nada. “La policía ya estáavisada. En un rato estarán aquí”. Me senté en una silla de la sala. El se quedó de pie,delante de la puerta. “Como te muevas, te suelto un garrótazo que te dejo frito”. Nocontesté y continué mirándole directamente a los ojos. “¿Donde están los otros?”. Nocontesté. “¿Cuántos ibáis?”. “Maricón, ¿dónde se han metido los otros?. No contestas,eh, te crees muy duro, eh, pero cuando venga la policía te vas a enterar de lo que vale unpeine. Esos no se andan con chiquitas, te van a empapelar por una temporada y esodespués de pegarte una curra que te vas a cagar por la pata baja”. Le hablé con toda laseriedad que pude, como si fuera una persona de su edad. “Están todos los ordenadores,¿no?, ¿pues a usted qué le importa?”. “Sois gentuza, y la gentuza no puede juntarse con lagente de bien, sois carne de cañón y esa gente prefiero que no ande con la calle,

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mezclándose con la gente que se gana la vida honradamente. A la gentuza como tú habíaque enchironarlos y no dejarlos salir en toda su vida”. Esas frases me sonaban bastante.No valía la pena hablar con él. Al rato comenzó a sonar una sirena de la policía que sefue haciendo más y más presente, hasta que su luz azul comenzó a reflejarse en el murode enfrente. El no hizo ningún comentario. Entraron dos policías. Me pusieron lasesposas, como el sheriff a los salteadores de bancos. Esto me hizo gracia por unosinstantes. “Y encima se ríe el hijo de puta”, dijo el guarda. “Venga, que es sólo unchaval”, dijo el policía. “Sí, sí, un chaval, espérate tú un par de años y ya verás tú el pedazode delincuente en el que se ha convertido”. Un delincuente. Eso no me gustó. No megustó nada. Me metieron en la parte de atrás del coche de la policía, sin violencia,esperaba alguna bofetada como en las peliculas de mafiosos y algo así como “¿dóndeestán tus compinches?”, pero los policía parecían más unos serenos que unos matones.Me quitaron las esposas: “no intentes escapar ni tirarte en marcha porque las puertas nose pueden abrir desde dentro”. Entonces me dí cuenta de que estaba encerrado, quierodecir que estaba preso, como el verano en casa de mi abuela. No era libre. Ya no podíacorrer, ni besar a Silvia, ni jugar al futbol, ni ir a conciertos, ni escaparme en el metro porla ciudad, ni entrar a los grandes almacenes. Ahora ya no podía hacer nada de eso. Ytodavía no había cumplido trece años. Entonces me vinieron a la cabeza mi madre, mihermano, los sufrimientos de estos dos años, la cantidad de basura que me había comido,y una pena lenta pero profunda fue apoderándose de mí. Sin que pudiera controlarlo, laslágrimas volvieron a aparecer por mis ojos. Hacía dos años que no lloraba, había evitadoen todas esas ocasiones las lágrimas, la señal de que algo ha podido contigo, de que algote ha hecho daño y se ha metido en ti, pero ahora no podía. Y lo peor de todo es queahora era yo mismo quien me había hecho el daño. O tal vez no. Habían sido las fichasdel dominó las que me habían conducido a esta situación. Había sido yo o el destino. Elcaso es que aquí estaba. Sólo. Estuve llorando en silencio, sin gemir, tranquilo, duranteun rato. El policía que conducía me vió por el espejo retrovisor. No hizo ningúncomentario. Le hizo una seña a su compañero. Este se giró. “¿Quieres una calada?”, medijo. Me extrañó que un policía diera de fumar a un chaval como yo. “Venga, no medigas que todavía no te has echado un pitillo”. Lo cogí, por supuesto, esto me calmó unpoco. “¿Es la primera vez que te pillan?”. “Sí”. “Pues entonces tranquilo, que si no teencuentran ningún otro robo, te soltarán pronto”.

El libro termina aquí. El autor se ha tomado la licencia de escribir un corolario a estanovela con evidentes deseos moralizantes y con intención de justificar su título. No

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obstante, la historia admite todos los finales que la imaginación del lector sea capaz dedesarrollar. Lo que sigue es pues, simplemente, una sugerencia tan válida cómo cualquierotra.

Entre las chispas que salían del cortafríos, reconoció un dedo gordo sin una falange.Cuando se destapó la cara de la máscara, apareció ante él una cabellera ensortijada queconocía muy bien. Era la primera vez que Hugo iba a verle desde que había llegado aeste sitio. Miró a los ojos del chaval, la cara más afilada, la frente donde empezaba aaparecer el ácne, el largo pelo ondulado que había comenzado a peinar para atrás, unapequeña cicatriz en la mejilla, esa tez transformada en la de una persona repetinamenteadulta, y trató de encontrar aquel niño huidizo y tristón que había aparecido por el club,de la mano de su padre, tan sólo dos años atrás. El adolescente que ahora le miraba erauna copia endurecida de ese niño desesperanzado. El odio de su mirada ahora se llamabaescepticismo. En un parpadeo creyó ver un atisbo de aquel futbolista sobre el que teníauna cierta autoridad.

-¿Cómo estás, fiera?-Como un león enjaulado.Hugo asintió con la cabeza dos veces. Permaneció callado unos segundos en los que

aprovechó para darle dos caladas a su cigarro.-¿Qué tal por ahí?-El equipo está un poco agilipollao. Han entrado unos chavales nuevos y estamos

intentando que pillen el estilo del Cóndor. Pero no es lo mismo.Volvieron a quedarse callados. No era un silencio molesto sino cariñoso.-Debísteis flipar cuando os enterásteis.-Más fliparía tu familia.El chaval miró para todos lados intentando evitar el lanzallamas que le enviaba los ojos

de Hugo.-Tú no tienes ni idea.-¿De qué no tengo ni idea?-De nada. Tú no tienes ni idea de nada.Hugo se echó a reír con malicia. Con mucha malicia. El chaval reaccionó como un rayo.-¿De qué coño te ríes? Este sitio no es como para reírse, ¿sabes?. De aquí no se puede

salir si no es con permiso. Esto es una cárcel, tío, la trena. -Era la primera vez que lehablaba así a Hugo, afuera no hubiera sido capaz de decirle aquello.

Él no dejó de reírse. Se diría que le estaba provocando.-Aquí hay tíos que han robado bancos, que han matado, y hay uno que violó a una piba.

Esto es la cárcel, tío, la ¡cárcel!Hugo dejó de sonreír, creía que iba a ponerse a llorar, la contracción de los músculos de

los párpados, los aleteos de las comisuras de los labios, los continuos parpadeos. Elchaval notó cómo todas las arterias de su cuerpo le transmitían una pena inmensa, quebrotaban de los lugares más lejanos de su organismo. Los manantiales de la pena,largamente atascados, se desbordaban y se encaminaban a la cabeza, concretamente hacialos lagrimales. El chaval se contrajo, apretó tan fuerte los puños que consiguió levantarmúltiples diques frentes a los que la riada no tuvo más remedio que calmarse. Los puños,en cambio, comenzaron a golpear el material de carpintería que se apilaba en la pared deltaller donde mantenían la conversación. Los demás chavales continuaron su trabajo,impertérritos ante el aluvión de patadas y puñetazos que acompañaron los “mierda”,“mierda”, “me cago en mi puta vida”, “me cago en Dios y en todo lo que se mueve”,“cago en esta mierda de vida que me ha tocado vivir”, “mierda” que, a empellones,descargaba el chaval.

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De repente, Hugo cambió su semblante. Se acercó al chaval, le agarró del brazo confuerza. Era tanta que no se pudo mover hasta que, pasados unos segundos, el brazo sedestensó, después los puños y progresivamente el resto del cuerpo. Se quedó mirando elsuelo, calmado. Hugo comenzó a hablar en ese momento.

-¿Te acuerdas de las tácticas del equipo? ¿Te acuerdas cuando decía que, cuando unequipo ataca y busca el gol al final tiene su premio? ¿Te acuerdas cuando me contestabasque a veces juegas muy bien y no ganas? ¿Yo qué te contestaba?

El chaval levantó un poco la vista, lo justo para contemplar de reojo a su entrenador.Seguía siendo su entrenador.

-Te decía que a lo mejor en ese partido no te llega la compensación a tu esfuerzo, a lomejor, por alguna casualidad de la vida, no ganas, pero en otro partido, al final, te llega.Se acaba haciendo justicia. Eso sí, sólo si continuas jugando lo mejor que sabes. Túsabes lo que es un péndulo, ¿verdad? Pues esto es como un péndulo, chaval, en unmomento está a un lado pero después se desplaza al otro y cuanto más alta es lainclinación de un lado, más alto subirá después al otro lado. Cuanto más te esfuerces,más resultados obtendrás. Cuanto menos hagas, menos goles meterás.

-Eso es fútbol. La vida es muy diferente. -Respondió airado el chaval.-La vida es igual, gilipollas, es igual... Si te esfuerzas, consigues. Si te dejas llevar por la

corriente, no progresas como persona, site mueves en el lado negativo, te pasarán cosasnegativas.

-Pero si la vida te está dando por culo constantemente, ¿qué coño vas a hacer?,¿responder a todo con buena cara? ¿Vas a decir que sí a todo cuando sabesperfectamente que el de arriba te ha marcado como al toro que tiene que morir en laplaza?

-Chaval, cuanto más altas sean las dificultades que tienes que vencer, más grande será elpremio que te tiene reservada la vida. Ahora, si no tienes cojones y te dejas vencer por loque te viene y no respondes con valentía, tendrás que moverte por el péndulo del odio yallí, todo lo que te espera es eso, odio.

-Qué fácil es hablar desde fuera. Como le gusta a todo el mundo.-No seas soberbio, chaval. Trágate tu orgullo y piensa en cómo quieres que sea tu vida.

¿Quieres que el odio te trague o piensas sacarle algún jugo a la vida?-Tú no tienes ni idea de cómo ha sido mi vida. No tienes ni puta idea.El chico volvió a levantar el muro de contención. Hugo comprendió que su tiempo había

pasado. Se volvieron a mirar durante unos segundos en los que el entrenador le miró contoda la verdad que era capaz de transmitir.

-Piensa en ello, chaval. -Le dio la mano como a un hombre y la apretó con fuerza. Se diola vuelta, caminó tres pasos y se dió la vuelta al oír su nombre.

-Hugo, ¿vendrás a verme otro día?-Claro, chaval. No quiero que cuando salgas te hayas buscado otro equipo.El chico sonrió. Si existía un péndulo, Hugo estaba dentro del bueno, no había duda. Lo

que él no sabía es si a cada uno le endosaban un péndulo al nacer, a unos de los buenos ya otros, de los malos. O no, quién sabe.

El caso es que tendría que hacerse con uno, como fuera. Un péndulo deabuti. . .FIN r

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