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LECCIONES DE FILOSOFÍALUIS JOSÉ DE LA PEÑA

1827

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Retrato

Luis José de la Peña

Archivo general de la Nación, Departamento documentos fotográficos, Argentina.

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LECCIONES DE FILOSOFÍALUIS JOSÉ DE LA PEÑA

1827

“Lecciones de filosofía

redactadas para el uso

de los alumnos de la

Universidad de Buenos Aires

por L. J. P. ”

Primera edición

y prólogo por

Clara Alicia Jalif de Bertranou

Instituto de filosofíaargentina y americana

Facultad de Filosofía y LetrasUniversidad Nacional de Cuyo

2005

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LECCIONES DE FILOSOFÍA

LUIS JOSÉ DE LA PEÑA

1827

Título original del manuscrito:

“Lecciones de filosofía redactadas para el uso

de los alumnos de la

Universidad de Buenos Aires

por L. J. P. 1827”

Derechos de la propedad intelectual

Instituto de filosofía argentina y americana

Facultad de Filosofía y Letras

Universidad Nacional de Cuyo

Mendoza

isbn 987-9441-18-4

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

1ª edición 400 ejemplares

Diseño de la edición

María Eugenia Sicilia & Gerardo Tovar

Editorial Qellqasqa

Impresión

Editorial Qellqasqa & Arte Impreso

Libro de edición argentina

Peña, Luis José de la

Lecciones de filosofía : Luis José de la Peña 1827 / con prólogo de:

Clara Alicia Jalif de Bertranou - 1a ed. - Guaymallén : Qellqasqa, 2006.

320 p. ; 16x23 cm.

ISBN 987-9441-20-6

1. Filosofía Argentina . I. Clara Alicia Jalif de Bertranou, prolog. II. Título

CDD 199.82

Fecha de catalogación: 06/01/2006

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AGRADECIMIENTOS

Hace ya décadas el Dr. Arturo Ardao, en distintos escritos, se refi-

rió a la labor de Luis José de la Peña, especialmente por el papel que

le cupo en la Universidad de Montevideo al momento de su fundación.

Fue inquietud de Ardao la transcripción de las “Lecciones” que hoy

damos a conocer y para ello, hace muchos años, le hizo entrega de un

microfilm que las contenían a Juan Carlos Torchia Estrada. De este co-

lega recibí el microfilm y la inquietud para que se concretase la publi-

cación.

La primera transcripción la hice a partir de ese material, pero lue-

go, en tres viajes de consulta al Archivo General de la Nación, en Mon-

tevideo, donde se halla depositado el manuscrito, pude comparar y co-

rregir, con la ayuda de Rosa Licata, entrañable amiga y compañera de

la Universidad Nacional de Cuyo, la versión lograda. Fueron días de

lectura paciente, al término de los cuales el director del Archivo me fa-

cilitó una fotocopia del original que ha servido para resolver múltiples

dudas que se han presentado en revisiones sucesivas. A él y su perso-

nal entrego mi agradecimiento, lo mismo que a Rosa.

La especialista en estudios greco-latinos, Liliana Sardi de Estrella, ha

colaborado con la correcta transcripción de citas en latín y sus corres-

pondientes traducciones. Le debo mi reconocimiento por su diligente

ayuda.

Finalmente, pero no menos importante, quiero agradecer a Torchia

Estrada la revisión completa del texto, sus múltiples observaciones y su-

gerencias en una labor que asumió como propia. Ni él, ni el resto de

las mencionadas personas, son responsables de las equivocaciones en

las que pueda haber incurrido. A todos les cabe mi reiterada gratitud.

La editora

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PRÓLOGO DE LA EDITORANoticia del texto

EL MANUSCRITO

DEDICATORIACONFERENCIA SOBRE LA GRAMÁTICA GENERALConferencia primera

Descomposición del discurso, o razonamiento.

Conferencia segundaElementos de la proposición en las lenguas

habladas y especialmente en la lengua española.

Conferencia terceraConstrucción de las proposiciones. Sintaxis.

Conferencia cuartaDe los signos durables de nuestras ideas.

LECCIONES DE FILOSOFÍAREDACTADAS PARA EL USO DE LOS ALUMNOS DE LAUNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES POR L. J. P. 1827

LECCIONES DE FILOSOFÍAIntroducción

PARTE PRIMERADe las Facultades del alma

considerada en su naturalezaLección PrimeraNecesidad de examinar estas facultades en sí mismas.

Lección SegundaSistema de Condillac sobre las facultades del alma.

Lección Tercera

Sistema de Laromiguière. Se resuelve según él

la cuestión sobre las facultades del alma.

Lección Cuarta

Continuación de la precedente

ÍNDICE

15

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53

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63

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77

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Lección Quinta

Observaciones sobre el sistema de Condillac

Lección SextaOpiniones de los Filósofos sobre las facultades del alma

PARTE SEGUNDADe las Facultades del alma

consideradas en sus efectos, o de las ideasLección SéptimaDe la naturaleza de las ideas

Lección OctavaDel origen y causa de nuestras ideas

Lección Novena

Se confirma la doctrina de la anterior, demostrando la

imposibilidad de referir todas las ideas a un solo origen

Lección Décima

De las ideas consideradas con relación

a las imágenes, los juicios y los recuerdos

Lección Undécima

Impugnación de la doctrina de Descartes y

de Locke sobre el origen de nuestras ideas

Lección Duodécima

Reflexiones sobre las causas de las ideas

Lección 13ªDistribución de las ideas sensibles, intelectuales,

y morales, en varias clases

Lección 14ªCómo nacen del sentimiento las ideas de los cuerpos,

del alma, de Dios, y algunas otras particulares

Lección 15ªDe las ideas que son la base de nuestras acciones morales

PARTE TERCERADe las facultades del alma

consideradas en sus medios, o de la LógicaLección 16Objeto de la Lógica

Lección 17De los signos naturales de nuestras ideas

94

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105

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Lección 18De los orígenes convencionales de nuestras ideas

Lección 19De la deducción de nuestras ideas

Lección 20

De los diversos grados de certidumbre y del método

PARTE CUARTA

De la RetóricaLección 21Objeto de la Retórica; importancia de este estudio

Lección 22Del estilo, su claridad y precisión

Lección 23

De la estructura de las sentencias

Lección 24Del origen y naturaleza del lenguaje figurado

Lección 25De la metáfora

Lección 26

De la hipérbole, personificación y apóstrofe

Lección 27De la comparación, antítesis, interrogación y varias otras figuras

Lección 28De los caracteres generales del estilo difuso, conciso,

débil, nervioso, árido, llano, limpio, elegante, y florido

Lección 29Del estilo sencillo, afectado, vehemente:

reglas para adquirir un estilo propio

Lección 30De los diferentes grados de elocución pública; y

en particular de la elocución de las populares

Lección 31De la elocuencia del foro

Lección 32

De la conducta de un discurso en todas sus partes

Lección 33De la recitación

171

180

183

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189

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EXTRACTO ANALÍTICO DEL CURSO DE FILOSOFÍAIntroducción

PRIMERA PARTEDe las Facultades del alma considerada en su naturaleza

Lección 1Necesidad de examinar nuestras facultades en sí mismas

Lección 2

Sistema de Condilllac sobre las facultades del alma

Lección 3Sistema de Laromiguière

Se resuelve según él la cuestión sobre las facultades del alma

Lección 4Continuación de la precedente

Lección 5Observaciones sobre el sistema de Condillac

Lección 6

Opiniones de los Filósofos sobre las facultades del alma

PARTE SEGUNDA

De las facultades del alma consideradasen sus efectos o de las IdeasLección 7

De la naturaleza de las ideas

Lección 8Origen y causa de nuestras ideas

Lección 9Se confirma la doctrina de la anterior; demostrando la

imposibilidad de referir todas las ideas a un solo origen

Lección 10De las ideas consideradas en relación a las imágenes, los juicios, y

los recuerdos

Lección 11Impugnación de la doctrina de Descartes y de Locke sobre el origen

de nuestras ideas

Lección 12Reflexiones sobre las causas de las ideas

Lección 13

Distribución de las ideas sensibles, intelectuales,

y morales en varias clases

279

279

281

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Lección 14Cómo nacen del sentimiento las ideas de los cuerpos,

del alma, de Dios, y algunas otras ideas particulares

Lección 15De las ideas que son la base de nuestras acciones morales

PARTE TERCERADe las facultades del alma consideradas

en sus medios, o de la lógicaLección 16Objeto de la Lógica

[fin del manuscrito]

303

306

309

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PRÓLOGO

por

Clara Alicia Jalif de Bertranou

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El pasado, que es toda la Experiencia,

contiene útiles enseñanzas; educa a

pensar más conscientemente

los Ideales que se anticipan al porvenir.

José Ingenieros 1

La historia de las ideas filosóficas se halla inserta en la historia

general del momento en el que aletea su vida. Ese marco más amplio

nos ayuda a comprender un momento determinado en su significación

dentro del proceso de la cultura. Es lo que acontece con el llamado

período de la Ideología en el Río de la Plata, cuyo florecimiento no

puede desprenderse de los acontecimientos independentistas, la con-

siguiente ruptura con el largo período colonial, y la exclusiva enseñan-

za de la escolástica. Atinadamente pudo decir el maestro uruguayo

Arturo Ardao que la Ideología fue así nuestra primera filosofía, con

todas las limitaciones que pudiera tener su adopción, sometida en

muchos casos a la letra de los representantes franceses de la misma.

Leemos en Ardao:

“Desplazada la enseñanza tradicional, la Ideología llegó a domi-

nar de un modo absoluto, durante un cuarto de siglo, en la

cátedra universitaria de Buenos Aires. Generaciones enteras se

modelaron en sus principios. Bien ha podido decirse que fue ella

la primera filosofía argentina”. 2

Dos razones nos parecen ser importantes en la tarea de rescatar el

texto inédito de Luis José de la Peña (1796-1871), titulado “Lecciones

de filosofía redactadas para el uso de los alumnos de la Universidad

de Buenos Aires por LJP, 1827”: 1) Pertenece, como bien se ve, al pe-

ríodo mencionado como ruptura con una tradición asentada en tres

siglos, que da inicio a los intentos de pensar bajo un módulo de ideas

1 José Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas. Buenos Aires, Talleres Grá-

ficos Argentinos de L. J. Rosso y Cía., 1918, Libro I, La Revolución, p. 7.

2 Arturo Ardao, Filosofía pre-universitaria en el Uruguay. De la escolástica al so-

cialismo utópico. 1787-1842. 2ª Edición. Montevideo, Fundación de Cultura

Universitaria /Biblioteca de Marcha, 1994, p. 49.

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acordes con los tiempos nuevos que se vivían. 2) Es parte del acervo

filosófico de la Argentina que viene a completar la clásica trilogía de

los ideólogos Juan Crisóstomo Lafinur, Juan Manuel Fernández de

Agüero y Diego Alcorta. Creemos justificada la tarea por motivos que

el mismo Ardao expuso cuando en 1946 expresaba:

“...la historia de la filosofía en América cobra para nosotros, los

americanos, un interés fundamental. Si no lo tiene como revela-

ción de doctrinas o sistemas originales, y menos como fuente de

eventuales conquistas de validez intemporal, lo adquiere, en cam-

bio, como expresión de nuestro espíritu en su historicidad

personalísima: en las ideas y en las circunstancias que han pro-

tagonizado su desenvolvimiento. Ni importa que como fórmulas

conceptuales esas ideas resulten ser copia, no todas las veces fiel,

de ideas ajenas. Quedarán siempre nuestras las circunstancias en

que su adopción fue hecha en cada caso; por tales circunstancias

es, precisamente, que dichas ideas descienden de su abstracción

para penetrarse de vida y de sentido en la experiencia histórica”.

Y reafirmando la idea, continúa:

“La recapitulación, así de nuestro pasado espiritual, se convierte

en un elemento decisivo de nuestro destino como cultura. La his-

toria bien entendida de la filosofía es siempre una vuelta a la

tradición filosófica para hacerla participar en la meditación del

presente. Para América no pierde de ningún modo esa significa-

ción la historia de la filosofía universal. Pero se le suma la de la

suya propia, que la tiene igualmente, aunque de manera especia-

lísima”. 3

La Ideología en FranciaCondillac, Destutt de Tracy y Laromiguière

La Ideología hunde sus raíces mediatas en el pensamiento inglés,

concretamente en John Locke y su interés por el origen de las ideas.

Mas el linaje inmediato debe situarse al calor del movimiento filosó-

3 Arturo Ardao, “El historicismo y la filosofía americana”, en Cuadernos Ameri-

canos, año V, v. XXVIII, nº 4, julio-agosto, 1946, p. 109-118. La cita en p. 117.

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fico a que dio lugar Etienne Bonnot de Condillac (1715-1780), tributa-

rio de la Enciclopedia dentro mismo de la filosofía iluminista y

exponente sistemático de los principios de Locke en Francia, que

Voltaire había puesto de moda. Con todo, habría que decir con

François Picavet4, que en el trasfondo lejano está la insoslayable figu-

ra de Descartes y el cartesianismo que contribuyó a crear la figura de

Locke para preparar el progreso de las ciencias, hecho que nutrió a su

vez el pensamiento filosófico en el siglo XVIII. Dice Picavet:

“En matière philosophique et scientifique, Descartes inaugure, par

la première règle de la méthode, la liberté d‘examen que le XVIIIe

siècle portera dans le domaine de la religion et de la politique. Il

accorde une importance considérable à la méthode et fait du

Cogito, ergo sum, le fondement de la science ; il distingue

profondément le monde intellectuel du monde physique, et

explique par le mécanisme les phénomènes matériels et vitaux.

Il cherche enfin dans la médecine le moyen de rendre les

hommes plus sages et plus habiles, parce que l‘esprit dépend du

tempérament et de la disposition des organes du corps’’.5

En materia filosófica y científica, Descartes inaugura, con la pri-

mera regla del método, la libertad de examen que el siglo XVIII

llevará a los dominios de la religión y de la política. Concede una

importancia considerable al método y hace del Cogito, ergo sum,

el fundamento de la ciencia; distingue profundamente el mundo

intelectual del mundo físico, y explica por el mecanismo los fe-

nómenos materiales y vitales. Busca, en fin, en la medicina el

medio para hacer a los hombres más sabios y más hábiles, por-

que el espíritu depende del temperamento y de la disposición de

los órganos de los cuerpos.

El siglo XVIII heredero del cartesianismo, en apenas quince años,

entre 1740 y 1755, desarrolla las ideas fundamentales que le darán su

4 François Picavet, Les Idéologues. Essai sur l‘histoire des idées et des théories

scientifiques, philosophiques, religieuses, etc. en France depuis 1789. Paris,

Ancienne Librarie Germer Baillière et C., Félix Alcan Éditeur, 1894,

Introduction, p. 9. Las traducciones de las citas de los textos en francés nos

pertenecen. Agradecemos a María Inés Decarré su revisión.

5 Ibid., p. 9.

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impronta, período en el que publican sus principales obras el elen-

co de filósofos de la Ilustración: Montesquieu, Hume, Condillac,

D‘Alambert, Diderot, Rousseau, Adam Smith y Buffon, por citar los

más notables.6

Contra los prejuicios que acechan la mente de los hombres, se

desea para ellos un estado de “luces” que contribuya a su avance y

felicidad. La educación, mediante el uso de la razón, será el medio

para lograr ese fin, dado que si la mente es bien dirigida puede pene-

trar todos los temas concernientes a los “misterios” del alma y de la

naturaleza. Miembros de la burguesía, los filósofos se alejarán de toda

metafísica y especulación pura, descartarán la existencia de ideas in-

natas, para acercarse a resultados prácticos y tangibles. En su clásica

Historia de la filosofía, dice Émile Brehier:

“Los rasgos en que se reconocían los lectores innumerables de es-

tas obras y que determinaron su éxito, eran: su pasión por ser

útiles a los hombres, el cuidado de su propia reputación, el tra-

bajo constante y metódico que se imponen (ejemplo Diderot y

Voltaire) para propagar sus ideas, su verdadera fobia para todo

sistema y todo lenguaje demasiado técnicos, y su deseo de trasla-

dar a la filosofía el espíritu de las ciencias y de las técnicas”. 7

Es preciso vincular el pensamiento y la acción de los ideólogos con

la irrupción de la Revolución Francesa en 1789 y la Declaración de los

Derechos del Hombre y del Ciudadano. Ligados por lazos de amistad,

pero también de voluntad hacedora, su labor constituye una comple-

ja trama de actividades políticas, educativas y científicas de las que

emergen nuevos saberes o la fijación de parámetros científicos no es-

tablecidos hasta el momento. En la turbulencia y excesos de los

hechos, con honestidad intelectual, buscan la verdad que puede pro-

porcionar el conocimiento para una mejor comprensión del hombre y

su mundo. Su tarea es echar luz donde reina la oscuridad.

Desde el punto de vista político su apogeo se inscribe dentro de

la época del Directorio y pasan a la oposición bajo el Consulado y

el Imperio, para resurgir en el liberalismo del siglo XIX. Constitu-

yen la avanzada dentro de las tendencias progresistas con su proclama

6 Émile Brehier, Historia de la filosofía. Buenos Aires, Sudamericana, 1962, t. III,

p. 67 y ss.

7 Ibid., p. 68.

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de igualdad ante las leyes, la afirmación del Estado laico, y la impor-

tancia de la instrucción pública. Como ha mostrado George Gusdorf,8

son una escuela de pensamiento, sin constituirse en partido político,

pero conocieron las persecuciones, el ostracismo y hasta la condena

a muerte. No fueron parte de ninguno de los extremos, ni de la dere-

cha, ni de la izquierda, por ello, para los socialistas radicales y comu-

nistas representaron el individualismo liberal, pequeño burgués, de la

inteligencia. En la escena pública no se distinguieron por la elocuen-

cia, dado que el mejor desempeño lo lograron desde el plano de la es-

critura como hombres de estudio. Gran parte de sus conocimientos

es volcada a la enseñanza, con lo cual aparece en la cultura france-

sa la figura moderna del profesor que guía al alumno en la adquisi-

ción de nuevos conocimientos y ejercita su razón.9 Como hombres

de gabinete, se sienten y son parte de una elite esclarecida que pre-

tende cambiar el orden social y regenerar instituciones. Creen en el

perfeccionamiento indefinido de los seres humanos y en el adveni-

miento de las luces. Por ello se les hará necesario crear una serie de

instituciones en las que pueda apoyarse el nuevo espíritu. El órgano

oficial de los ideólogos será la Décade philosophique, politique et

littéraire, cuya vida se extiende entre abril de 1794 y septiembre de

1807, a lo largo de cincuenta y cuatro volúmenes. Mientras, el 25 de

octubre de 1795, se crea el Instituto, que fue “por excelencia, el alto

lugar de la cultura ideológica”, al decir de George Gusdorf. El mismo

autor indica que reagrupó y articuló las academias del Antiguo Régi-

men, sistematizado en tres clases, subdivididas en secciones especia-

lizadas. La primera clase estaba destinada a ciencias físicas y

matemáticas, la tercera a literatura y bellas artes. Como lazo entre una

y otra se hallaba la de ciencias morales y políticas. Destinado a la in-

vestigación, componían el Instituto ciento cuarenta y cuatro miembros

dedicados a la “totalidad del saber humano”.10 Constituía una reunión

de disciplinas que no tenía precedente en la historia de Francia y una

verdadera muestra del saber enciclopédico, cuya novedad mayor eran

los estudios de ciencias morales y políticas, lugar donde se concen-

traron los ideólogos. Esta clase comprendía seis secciones con seis

miembros, donde la primera estaba destinada al análisis de las sen-

8 George Gusdorf, La conscience révolutionnaire. Les Idéologues. Paris, Payot,

1978, p. 291 y ss.

9 Ibid., p. 295.

10 Ibid., p. 307.

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saciones y de las ideas, según el plan de los ideólogos. Volney,

Cabanis, Garat, Le Breton y, luego, Destutt de Tracy, Laromiguière y

Degérando fueron parte de ella. Las otras secciones estaban destina-

das a ciencias sociales y legislación, economía política, historia, geo-

grafía, y moral. Gusdorf indica que la originalidad está aquí en la

creación de un nuevo horizonte por el reagrupamiento de campos

epistemológicos hasta el momento independientes, una suerte de

interdisciplina como ciencia del hombre para asegurar su felicidad. El

análisis del entendimiento será el centro más destacado de sus pre-

ocupaciones. La labor reformista en materia de instrucción abarcó

todos los niveles de la enseñanza, lo cual lleva a afirmar a este autor

que la educación nacional fue la obra mayor de la escuela ideológi-

ca, cuyos hombres no fueron filósofos solamente, sino también hom-

bres de acción, según las exigencias del espíritu. Una acción que en

el terreno político los acercaría a Napoleón en un primer momento,

pero luego los arrinconaría en la izquierda liberal, fiel a los valores

revolucionarios de 1789, cuando, dueño del poder, sea coronado em-

perador en 1804, quien ya en 1803 había suprimido el Instituto. So-

bre el trabajo que llevaron a cabo en toda su amplitud, se ha dicho:

“L‘ouverture de l‘espace mental sur la réalité globale est une

caractéristique de l‘école idéologique. Il serait difficile à chaque

idéologiste de posséder un savoir encyclopédique. L‘école s‘est

développée sous le régime de la division du travail intellectuel’’.11

La apertura del espacio mental sobre la realidad global es una

característica de la escuela ideológica. Sería difícil a cada ideólo-

go poseer un saber enciclopédico. La escuela se desarrolló bajo el

régimen de la división del trabajo intelectual.

Los cambios a partir de la Revolución requieren crear un cuerpo de

saberes adecuados a las nuevas circunstancias políticas y sociales. Al

mismo tiempo la Revolución es obra del espacio que abre la Ilustra-

ción y la tarea de los enciclopedistas. Los antiguos conocimientos

adquieren nuevos rumbos y surgen disciplinas que abren espacios no

explorados hasta el momento.

Condillac, destacado antecedente de la Ideología, según decimos,

se distinguió como psicólogo, lógico y economista. Destinado al sacer-

11 Ibid., p. 364.

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docio, hacia 1740 lo abandona para vivir en París, desde donde man-

tuvo trato frecuente con Diderot, Fontenelle, Rousseau y los enciclo-

pedistas. La publicación de sus Essai sur l‘origine des connaissances

humaines (1746) y el Traité des systèmes (1749) le permitió, en el tér-

mino de pocos años, ser reconocido e inclusive ser miembro de la

Academia de Berlín (1752). Dos años más tarde (1754) publica el Traité

des sensation, y en 1755 el Traité des animaux, fruto de una polémica

con Buffon. Durante nueve años (1758-1767) se desempeñó como pre-

ceptor del hijo del duque de Parma, el joven Ferdinand. De regreso en

Francia, fue elegido miembro de la Academia, en 1768, y, años más

tarde, publica su Cours d‘études (1775) en trece volúmenes, y Du

comerce et du gouvernement consideres relativement l‘un á l‘autre

(1776), obra de economía política en la que argumenta que el valor no

depende del trabajo, sino de la utilidad con relación a las necesidades.

Tanto La Logique (1780), como La Langue des calculs (1798) aparecie-

ron póstumamente. Ambas obras se complementan, pues en la prime-

ra destacó la dependencia del razonamiento con relación al lenguaje,

cuyo origen es un sistema de signos derivados de los sonidos natura-

les y de los gestos, acorde, una vez más, con las necesidades. En la

segunda, sostuvo que una ciencia no es sino una lengua bien hecha y

en ese sentido el cálculo matemático es el paradigma de todo lengua-

je. “Naturalmente” el cálculo se inicia con el uso de los dedos y todos

los otros métodos son refinamientos y transformaciones de éste al

sustituir los dedos por signos. Locke y Newton son las dos fuentes en

las que abreva la inspiración de su pensamiento. Del primero toma el

método analítico y las tesis más importantes de su gnoseología; del

segundo la necesidad de reducir a unidad el mundo espiritual del

hombre, al modo como Newton había reducido el mundo físico a la

ley de la gravitación.

Para la posteridad, y para nuestros fines, diremos que la obra más

importante de Condillac es el Tratado de las sensaciones , donde cues-

tiona la tesis de Locke, según la cual los sentidos nos brindan el co-

nocimiento intuitivo de los objetos. El eje central es que toda

operación del alma es una sensación transformada, con exclusión de

cualquier otro principio, tal como la reflexión. Esto en franca diferen-

cia con Locke, para quien el origen del conocimiento se funda en dos

fuentes: la sensación y la reflexión. Condillac se aboca al estudio de

los sentidos en forma separada con el fin de analizar qué ideas debe-

mos a cada sentido, cómo funcionan y de qué modo se sostienen o

ayudan unos a otros. En tal dirección, el análisis de cualquier sensa-

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ción le basta. A modo de hipótesis imagina una estatua cuya organi-

zación interna semeja la de un hombre o ser humano, en posesión de

un alma que es una tabula rasa porque no ha recibido idea ni impre-

sión alguna. A la estatua le confiere sus sentidos, uno por uno, comen-

zando por el considerado inferior, el olfato, en el sentido de que sería

el que contribuye en menor medida al conocimiento. En su primera

experiencia olfativa la conciencia de la estatua está completamente

ocupada por ella. Esa primera ocupación es la atención. Brehier sin-

tetiza los pasos de Condillac:

“El olor no deja de ser sentido cuando el cuerpo oloroso ha cesa-

do de actuar sobre el órgano; supongamos que, persistiendo una

sensación, se produce un nuevo olor: la impresión persistente será

la memoria. Si la estatua atiende simultáneamente a la impre-

sión presente y a la sensación pasada, esta doble atención es la

comparación; si percibe semejanzas y diferencias, nace el juicio;

si la comparación y el juicio se repiten varias veces, será la re-

flexión; si la estatua, al sentir una sensación desagradable, acude

a una sensación agradable, este recuerdo tendrá más fuerza y será

la imaginación. El conjunto de facultades así engendradas cons-

tituye el entendimiento”.12

Cabría agregar a esta síntesis de la primera sección del Tratado que

de la comparación de experiencias pasadas y presentes en relación al

placer que dan surge el deseo y es el deseo el que determina la acción

de nuestras facultades, estimula la memoria y la imaginación, y da

paso a la pasión. En fin, las pasiones son sensaciones transformadas.

Podrá observarse más tarde que nuestro De la Peña se inspira en bue-

na parte en estas ideas, aunque, como Laromiguière, no coincide

totalmente con Condillac.

En la segunda sección del libro Condillac inviste a la estatua con

el sentido del tacto, por el cual conocemos la existencia de los obje-

tos externos. El pormenorizado análisis lo lleva a la distinción de los

variados elementos en nuestras experiencias táctiles a través de las

cuales se llega a tener percepciones de extensión, distancia y forma.

En la tercera sección analiza la combinación del tacto con otros sen-

tidos. En la cuarta sección se ocupa de los deseos, actividades e ideas

de un hombre aislado que goza de la posesión de todos los sentidos.

12 Ibid., p. 74-75.

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El artificio de recurrir a la estatua le permite llegar al aspecto más

destacado de su pensamiento: la sensación posee un dinamismo y

equilibrio del cual surgen todos sus desarrollos sucesivos. Así nos dice:

“Si el hombre no tuviera ningún interés en ocuparse de sus sen-

saciones, las impresiones que los objetos causan en él, pasarían

como sombras sin dejar traza. Después de muchos años estaría

como en el primer instante, sin haber adquirido ningún conoci-

miento y sin tener otra facultad que el sentimiento. Pero la

naturaleza de sus sensaciones no le permite permanecer sumido

en este letargo. Por ser necesariamente agradables o desagrada-

bles, le interesa buscar unas y librarse de las otras; y cuanto más

vivo es el contraste de los placeres y de las penas, tanto más sir-

ve de acicate para la actividad del alma. Por esto, la privación de

un objeto, que juzgamos necesario para nuestra felicidad, nos

ocasiona ese malestar, esa inquietud que llamamos necesidad, de

la que se originan los deseos. Estas necesidades se repiten según

las circunstancias, crean a menudo nuevas necesidades, y esto es

lo que desarrolla nuestros conocimientos y nuestras facultades”.13

La conclusión, que habría de tener tanta importancia en su época,

es que la sensación contiene todas nuestras facultades, que no hay

facultades ni ideas innatas y que el hombre es lo que ha adquirido.

Si bien la Ideología es una escuela ligada directamente a estas ideas

de Condillac, ella es tributaria también de toda la constelación de fi-

lósofos que trabajan ligados al modelo de las ciencias naturales. Dice

Picavet al respecto:

“Plus encore qu‘au XVIIe siècle, les philosophes sont des savants

qui distinguent la science de la métaphysique et s‘accordent pour

accepter tout système qui apporte une explication nouvelle et

satisfaisante des phénomènes, pour l‘abandonner quand les faits

le démentent ou quand apparaît un système plus fécond, plus

simple et plus près de la vérité phénoménale’’.14

Más que nunca en el siglo XVII, los filósofos son los sabios que

distinguen la ciencia de la metafísica y acuerdan aceptar todo sis-

13 Cfr. Condillac, Traité, I, 3, 1; I, 7, 3.

14 Picavet, ob. cit., p. 13.

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tema que aporta una explicación nueva y satisfactoria de los fe-

nómenos, para abandonarla cuando los hechos la desmienten o

cuando aparece un sistema más fecundo, más simple y más cer-

ca de la verdad fenoménica.

Este es el marco que rodea la discusión del origen de las ideas que,

en palabras del mismo Picavet, nunca fue más vivamente discutido.

Tres generaciones de ideólogos distinguió este autor: 1. Una prime-

ra, con los nombres de Volney, Dupuis, Garat, Laplace y Pinel, entre

otros. 2. Una segunda generación llamada “Ideología fisiológica”, inte-

grada por Cabanis; formada por el pensamiento de Destutt de Tracy,

y la “Ideología psicológica y racional comparada y aplicada”, entre los

que indicamos los más conocidos: Daunou, Benjamín Constant, Say,

Lerminier, Thierry y Sainte-Beuve. 3. La tercera generación, llamada

“Ideología espiritualista y cristiana”, con los nombres más prominen-

tes de Degérando, Laromiguère, Taine, Renan, Littré y Ribot. Podría

decirse que en la primera generación se hallan los precursores de la

escuela, constituida propiamente por la segunda generación, siendo la

tercera una prolongación con elementos que marcan su declinación y

tránsito hacia el eclecticismo, del que Víctor Cousin sería su mayor

representante.

Preocupados por la educación pública, a ellos se deben los planes

de enseñanza en todos los estamentos para elevar el nivel educativo de

las clases más pobres. Delfina Varela Domínguez de Ghioldi expresa:

“La ciencia de la educación, en los Ideólogos, es la consecuencia

lógica de su sistema filosófico: rastrear en los dominios de la na-

turaleza, para que el hombre se conozca a sí, en la naturaleza.

Son planes docentes encaminados a sustraer al hombre de los

dominios transhumanos”.15

La Ideología debe su nombre a su fundador, Destutt de Tracy (1754-

1836), quien lo usó para indicar, como bien se sabe, el análisis del

origen de las ideas, más exactamente, la ciencia de las ideas, con el fin

de distinguirla de la vieja metafísica. El neologismo fue adoptado por

Cabanis, Daunou, Pinel y otros, y empleado por la Décade. De allí pasó

a denominar una disciplina, pero también la doctrina común de es-

15 Delfina Varela Domínguez de Ghioldi, Filosofía argentina. Los Ideólogos. Bue-

nos Aires, s/e, 1938, p. 53.

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tos pensadores. Con la intención pedagógica propia de este grupo,

Destutt escribe sus Élementes d‘Idéologie, de los que aparecieron suce-

sivamente los siguientes textos: Idéologie (1801), Grammaire genérale

(1803), Logique (1805), Traité sur la volonté (1815), y el Commentaire

de l‘Esprit des Lois des Montesquieu (publicado primero en EEUU, en

1811, en una traducción al inglés revisada por Jefferson, y luego, en

1819, en Francia).

Las partes de los Elementos de Ideología obedecen a un plan rigu-

roso: la Ideología se ocupa de las facultades del alma y su distinción;

la Gramática es el estudio de los signos cuyo objeto es el discurso; la

Lógica se ocupa de los medios para llegar a la certeza en el juicio; el

Tratado de la voluntad y sus efectos discurre sobre la moral y la eco-

nomía; y, por último, la quinta parte estudia los elementos de todas

las ciencias físicas y abstractas. Dice Destutt:

“Cette science,...., peut s‘appeler Idéologie, si l‘on ne fait

attention qu‘au sujet ; Grammaire générale, si l‘on n‘a égard

qu‘au moyen, et Logique si l‘on ne considère que le but. Quelque

nom qu‘on lui donne, elle renferme nécessairement ces trois

parties ; car on ne peut en traiter une raisonnablement sans

traiter les deux autres. ‘‘Idéologie’’ me paraît le terme générique,

parce que la science des idées renferme celle de leur expression

et celle de leur déduction’’.16

Esta ciencia puede llamarse Ideología si se atiende al sujeto; Gra-

mática general, si se mira al medio, y Lógica si se considera el

objeto. Cualquiera sea el nombre que se le dé, encierra necesaria-

mente estas tres partes; pues no se puede tratar una razonable-

mente sin tratar las otras dos. “Ideología” me parece el término

genérico, porque la ciencia de las ideas encierra la de su expre-

sión y la de su deducción.

Al modo de las ciencias físico-naturales busca, como Condillac, un

principio único: todas nuestras ideas vienen de nuestras sensaciones,

pero apartándose de él, pues no será el tacto el origen de la sensación

de los cuerpos externos, sino el movimiento:

16 Destutt de Tracy, Éléments d‘Idéologie. 1ª parte : Idéologie proprement dite. 3ª

ed., 1817, p. 4-5. Citado por Gusdorf, ob. cit., p. 364-365.

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‘‘Cette faculté ou motilité, portion de la faculté générale appelée

sensibilité, n`a pas plus rapport à un sens qu´à un autre, mais les

embrasse tous et est le seul lien entre notre moi et le reste des

étres’’.17

Esta facultad o movilidad, porción de la facultad general llama-

da sensibilidad, no tiene relación con ningún sentido más que con

otro, pero los abraza a todos y es el único lazo entre nuestro yo y

el resto de los seres.

El movimiento es el que, encontrándonos con un obstáculo exter-

no, nos muestra la existencia de objetos externos. Quien estuviese

privado de movimiento podría conocerse a sí mismo, pero no el mun-

do material. Por esta facultad se obtienen las nociones de espacio,

lugar, cuerpos, extensión, duración y tiempo.

Las facultades espirituales dependen de la diversidad de las impre-

siones sensibles, que Destutt distingue en cuatro clases: 1º La facultad

de “sentir” que es resultado de la acción de los objetos presentes so-

bre los órganos de los sentidos. 2º Las que resultan de la acción pasada

de los objetos que han dejado un rastro en los órganos, en ese caso

“recordamos”. 3º Las de los objetos que están en relación entre sí y

pueden ser comparados; relación de la que surge el acto de juzgar. 4º

Las que nacen de las necesidades y nos conducen a satisfacerlas. En

este caso hablamos del “desear” o “querer”, es decir, de la voluntad.

Tenemos así las cuatro operaciones del espíritu: percepción, memoria,

juicio y voluntad; todas ellas reductibles a la sensibilidad. En forma

concluyente, el pensamiento es una elaboración de las sensaciones y,

como en el caso de su amigo Cabanis, una actividad del sistema ner-

vioso.

Para Destutt la facultad de pensar se descompone en cinco faculta-

des distintas y primordiales: la facultad de sentir, la de recordar, la de

juzgar, la de querer, y la de moverse, que le parece tan esencial como

las otras, teniendo en cuenta, como nos dice Picavet, que la sensación

de movimiento, por oposición a la de resistencia, permite el ejercicio

de nuestra facultad de comparar o de juzgar. Es como un sexto senti-

do que no ha sido advertido porque no tiene un órgano en particular.

Al examinar las relaciones de estas facultades con la voluntad, en-

cuentra que en parte son dependientes y en parte son independientes.

17 Picavet, ob. cit., p. 306.

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Por un lado se halla la formación de nuestras ideas en tanto conoci-

miento; por otro, de nuestras ideas en tanto sentimientos y pasiones.

Picavet nos dice que para Destutt la libertad es la facultad de obrar

según la voluntad; ella, la libertad, y la felicidad, son una misma idea,

considerada según el medio y según el fin.18

Ya como expresión temporalmente más avanzada de la Ideología,

que algunos estudiosos consideran precursor del espiritualismo

ecléctico, debe mencionarse el nombre de Pierre Laromiguière (1756-

1837)19 , quien se educa con los Padres de la Doctrina Cristiana o

Doctrinarios, que en el Mediodía de Francia poseían distintos estable-

cimientos educacionales con buena reputación. En el noviciado de

Toulouse de esta Orden recibe los hábitos sacerdotales en 1785. Lee

tempranamente a Condillac, que busca asimilar y se inspira en sus

enseñanzas. En las clases que imparte no lo hace en latín, sino en un

francés “claro, alerta y sabroso”, según indica Alfaric.

En 1790 la Asamblea Constituyente suprime las Ordenes religiosas

por incompatibles con el respeto de las libertades individuales, según

lo establecido por la Declaración de los Derechos del Hombre. Hacia

1792 la secularización de Laromiguière es un hecho. Dice Alfaric:

“Elle avait dû s‘opérer tout naturellement. Laromiguière n‘avait

pris, semble-t-il, la soutane qu‘afin de pouvoir se consacrer à

l‘étude et à l‘enseignement. Du jour où cette raison n‘exista plus

pour lui, rien ne le retenait dans l‘Eglise. Depuis longtemps déjà

il s‘était fait par ses lectures une mentalité laïque,’’ 20

Ella había debido operarse naturalmente. Parece que Laromiguière

no había tomado la sotana sino con el fin de poder consagrarse

al estudio y a la enseñanza. Desde el día en que esta razón no

existió más para él, nada le retenía en la Iglesia. Desde hace lar-

go tiempo se había hecho por sus lecturas una mentalidad laica,

dedicada a los estudios especulativos. Desde los primeros escritos,

como su Projet d‘éléments de métaphysique (1794), expuso sus temas

preferidos, mantenidos a lo largo de su vida: el análisis del pensamien-

18 Ibid., p. 307.

19 Cfr. Prosper Alfaric, Laromiguière et son école. Étude biographique avec quatre

portraits. Paris, Les Belles Lettres, 1929.

20 Ibid., p. 26.

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to y el origen de las ideas, las sensaciones, el origen del alma, los ani-

males, Dios, y el arte de razonar para hallar la verdad y evitar el error,

así como el estudio de las distintas doctrinas metafísicas.

Si bien como los otros ideólogos no guarda entera fidelidad a

Condillac, sí adopta su método de análisis para tratar el origen de las

ideas. El método consiste en la descomposición de un todo en sus

partes para conocer cada una de ellas, compararlas para descubrir sus

relaciones y remontarse, de este modo, a su origen o principio. En la

senda de Locke y el mismo Condillac, rechaza la teoría de las ideas

innatas, dado que toda idea supone la sensación, pero en su caso

particular ellas provienen de la aplicación de facultades activas del

espíritu a nuestras distintas maneras de sentir. Hay un principio acti-

vo del entendimiento que les da origen: la atención, de la que surge

a su vez la comparación, la relación, el juicio, el razonamiento, la re-

flexión, la imaginación y, finalmente, el entendimiento. Del mismo

modo, de un conjunto secuencial de hechos, ordenados entre sí y que

remiten a un primer hecho, surge un sistema: un hecho, una idea, una

palabra son el germen de una ciencia.21

El hombre, situado en medio de la naturaleza y los otros seres,

es un ser independiente que posee movimiento, inquiere, atiende a

objetos con el fin de satisfacer sus necesidades por su organización

superior, dado que está dotado de razón. Sus movimientos, los de

los órganos y los sentidos, están acompañados de una sensación

agradable o desagradable. Estas varían infinitamente según su edad,

sexo, lugar, tiempo y manera de vivir. Pero su objeto no es, para

Laromiguière, reconstruir el universo entero de las mismas ni el de los

fenómenos resultantes de la sensibilidad, sino el origen de toda cien-

cia y de toda fuerza humana. Su verdadero interés está en responder

cómo la sensación se transforma en inteligencia, en moralidad, en

razón. Su afán está centrado en buscar el origen de las ideas desde un

punto de vista filosófico, distinto de las ciencias, más concretamente,

metafísico. Por esta razón colocará la atención, la reflexión y el análi-

sis como los medios por los cuales descubrimos en los objetos una

multiplicidad de puntos de vista que distinguen al hombre esclareci-

do del ignorante. Refiere Picavet:

“L‘activité, distinguée de la passivité, l‘attention indiquée comme

le principe de l‘entendement, apparaissaient comme des modifi-

21 Cfr. Picavet, ob. cit., p.526 y ss.

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cations et des additions que Laromiguière tendait à introduire

dans le condillacisme’’.22

La actividad, distinguida de la pasividad, la atención indicada

como el principio del entendimiento, aparecían como las modi-

ficaciones y adiciones que Laromiguière tendía a introducir en el

condillacismo.

Y agrega, explicando al autor, que aclarando las sensaciones el

hombre puede pasar del estado de ser sentiente al estado de ser inte-

ligente, es decir, de las sensaciones a las ideas. Ahora bien, toda idea

es una sensación o parte de ella, pero no toda sensación es una idea.

Para que se convierta en tal es preciso una relación de distinción o

apercepción, una operación del entendimiento de la cual resultará,

pero la idea misma no es una operación.

Del conjunto de ideas de Condillac, Laromiguière tomará la impor-

tancia de la lengua en la doble dimensión de comunicar y retener el

pensamiento, pero también como vía para la construcción de nuevas

ideas. Llega a decir que el arte de pensar es el arte de ordenar las

sensaciones.

El cuerpo básico de ideas de Laromiguière que llevamos comenta-

do se mantendrá en su labor posterior. En 1815 da a conocer el primer

extenso tomo de sus Leçons de Philosophie sur les principes de

l‘intelligence ou sur les causes et sur les origines des idées. Tres años

después, en 1818, publica el segundo tomo, no menos extenso. La obra

estaba destinada a la instrucción pública, de modo que tenía carácter

de manual para estudiantes. Hasta donde sabemos, recibió seis

reimpresiones, dos de ellas póstumas.23 Las Leçons sirvieron de base

para el curso de Luis José de la Peña, por lo que conviene detenernos

en sus contenidos esenciales.

Los dos tomos dividen el tratamiento en dos partes. La primera se

ocupa de las actividades del alma, o de las facultades del alma, parti-

cularmente de las facultades relativas al conocimiento. La segunda, de

22 Ibid., p. 529.

23 Ellas tienen fecha de 1820, 1822, 1826, 1833, 1844 y 1858. Utilizamos esta úl-

tima: Pierre Laromiguière, Leçons de Philosophie sur les Principes de

l‘intelligence ou sur les causes et sur les origines des idées. París, Librairie de

L‘Hachette et Co., 1858. La edición de 1833 es la última realizada con las

modificaciones introducidas por el autor. Cfr. Picavet, ob. cit.; Alfaric, ob. cit.

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la sensibilidad y de la inteligencia. Dado que nuestro primer interés

como seres humanos es conocernos a nosotros mismos, dos son las

cuestiones que indaga: “el origen y la generación de las facultades del

alma, y el origen y la generación de las ideas”. Ambas como objeto

principal de sus enseñanzas.24

En la primera parte demuestra que “las facultades del alma no tie-

nen su origen en la sensación” y en la segunda aporta la solución, en

su parecer no hallada hasta el momento, sobre el origen de nuestros

conocimientos. Se propone fundar en la observación su aporte, que

apunta, además, a descartar dos opiniones “antiguas y célebres”: que

las ideas provienen de los sentidos, y que las ideas son innatas. Lo

hará en la “lengua” –o el lenguaje– de los grandes filósofos, como

Descartes, Locke, Leibnitz o Malebranche, entre otros, partiendo de lo

más cercano y familiar, para llegar a lo más lejano y desconocido.

Las facultades se hallan unas ligadas a otras: la libertad deviene de

la preferencia; la preferencia del deseo; el deseo surge de la acción de

las facultades del entendimiento, que son la atención, la comparación

y el razonamiento. El razonamiento, nos dice, consiste de una doble

comparación; la comparación es una doble atención. La atención es la

facultad primera y principio generador de todas las facultades (p. XIV).

De la atención no es posible dar explicación o definición en pala-

bras. Escapa a esta operación. Es una luz que esclarece todas las

definiciones, las demostraciones y se proyecta sobre todos los desarro-

llos de la ciencia. Es, en realidad, una fuerza que, en el alma, modifica

las sensaciones, las ideas, y que en el cuerpo produce los movimien-

tos voluntarios. Es decir, que se deja sentir por su ejercicio o sus

efectos, como el hambre y la sed (p. XIV-XVI).

Laromiguière añade que para formar un sistema o concebirlo cuan-

do se ha formado, se necesitan tres condiciones: ideas exactas y

precisas de todas las partes, percepción distinta de sus relaciones, y el

conocimiento del principio generador.

Según se lo considere, el pensamiento es, al mismo tiempo, indi-

visible y divisible. Como principio de acción o facultad, es indivisible

y activo. Como reunión de operaciones e ideas es divisible y pasivo.

Laromiguière da un ejemplo: el juicio es un acto o una simple percep-

24 Para esta síntesis utilizamos el Extracto de las mismas, que precede la edi-

ción que tenemos a la vista. La traducción nos pertenece. En el comentario

ponemos a continuación el número de página de acuerdo con la edición men-

cionada.

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ción de relación; un acto cuando se lo confunde con la comparación

que le precede, o con la afirmación que lo pronuncia; una simple per-

cepción, o, como se ha dicho, un descanso del alma cuando se lo toma

como resultado de la comparación. Con el fin de erradicar toda con-

fusión al respecto es que procede a dividir su obra en dos partes: en

la primera aborda las facultades del alma consideradas en sí mismas.

En la segunda, hace el estudio de sus efectos que se obtienen por el

ejercicio de las facultades. Cree, en fin, que la separación de las facul-

tades del alma de sus productos nos alejará de los errores interpreta-

tivos que se han presentado hasta ese momento.

De las distintas definiciones que se han dado de la filosofía,

Laromiguière desliza la suya propia: “es una ciencia que nos muestra

los efectos de sus causas, y las causas en sus efectos” (p. XXII). Por su

parte, la metafísica es el análisis que se remonta al origen de las ideas;

la lógica es el análisis que tiene por objeto la deducción de las ideas.

De este modo dirá que la metafísica es la ciencia de los principios; y

la lógica la ciencia de las consecuencias (p. XXIX).

Las facultades del alma no derivan ni tienen su principio en la

sensación, tampoco guardan algo en común con la sensación. Entre la

sensación y las operaciones del alma hay una relación de acción, pero

no de naturaleza. Las facultades del alma y las operaciones, nos dice,

son poderes del obrar y maneras de obrar: ellas son otra cosa que

capacidades o maneras de sentir (p. XXXII).

Si se observa la actividad del alma se comprueba que ella concen-

tra sus fuerzas en un solo objeto; se distribuye en muchos; olvida,

retiene, aclara, etc. En esta madeja de actividades, Laromiguière res-

ponde que la atención, la comparación y el razonamiento son

suficientes para todo conocimiento. El deseo, la preferencia y la liber-

tad son, por otro lado, los árbitros de nuestro destino (p. XXXIII).

La atención es la primera facultad del alma y merced a ella exis-

ten las otras facultades. Se encuentra en todas las operaciones que

realizamos: en la comparación, en el razonamiento, en el deseo, en la

preferencia, en la libertad. Todos modos de estar atentos. Su anulación

implicaría la desaparición de todas las otras facultades, tanto de las

intelectuales, como de las morales (p. XXXIV).

En cuanto a las ideas, cualquiera sea la clasificación que establez-

camos (simples y compuestas, individuales y generales, sensibles e

intelectuales, concretas y abstractas, claras y oscuras, verdaderas y fal-

sas, etc.), todas, nos dice, son necesariamente absolutas o relativas y

las adquirimos inmediatamente o por la reflexión. En el primer caso

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son producto directo de la atención; en el segundo, son resultado de

la comparación, y si las obtenemos de ideas ya adquiridas, podemos

decir que son fruto del razonamiento (p. XXXIV).

Mas no basta con lo expuesto. Laromiguière nos explica que si la

atención se encuentra en todas las facultades, todas remiten a ella y

en ese remitirse o “refluir” se aproximan, se mezclan y se comunican

recíprocamente sus caracteres. Precisamente, el entendimiento recibe

el movimiento de la voluntad; la voluntad requiere sus motivos al en-

tendimiento; la atención, la comparación y el razonamiento devienen

voluntarios y libres; la libertad se alumbra de las luces de la compa-

ración y del razonamiento. De esta manera todas las facultades se

interpenetran y terminan por ser inseparables (p. XXXVIII).

A continuación y volviendo sobre sus pasos, Laromiguière nos

explicita las partes de un (su) tratado de filosofía (metafísica, lógica y

moral) y el propósito de sus Leçons: volcar la atención sobre las facul-

tades a las cuales debemos nuestras ideas, determinar la naturaleza de

esas ideas, mostrar sus orígenes, asignar sus causas, distribuirlas en

diferentes clases y explicar el modo como se forma la inteligencia del

hombre: “j‘ai voulu “rendre raison de l‘intelligence de l‘homme”” (p.

XL). Y lo hace con espíritu crítico sobre los metafísicos precedentes. Ya

respecto de la sensación, nos dirá que es un resultado de la acción de

los objetos exteriores, de la conformación de nuestros órganos y de la

sensibilidad del alma. Por su naturaleza son independientes de nues-

tra voluntad, pero podemos fortalecerlas o debilitarlas, mirarlas,

compararlas y combinarlas de diversas maneras (p. XLIV). De este tra-

bajo sobre las sensaciones, hecho al comienzo sin reglas, pero

iluminado por la experiencia, nacen las ideas sensibles. Estas ideas

conducen a nuevas maneras de sentir y a nuevas ideas que se multi-

plican hasta poder llegar a constituirse en un campo científico (p.

XLIV). Ilustrativamente dirá que las sensaciones son datos de la natu-

raleza. La metafísica, como obra del hombre, parte de esos datos, pero

no son su objeto, como las piedras no son el objeto de la arquitectura

(p. XLV). En el instante en el que el metafísico se ocupa de ellas, de-

jan de ser sensaciones para convertirse en ideas (p. XLV), y puesto que

todas las ideas son fruto de la acción de nuestras facultades comen-

zará por el estudio de estas últimas en la Segunda Parte de sus Leçons.

Las sensaciones y los sentimientos de relación son las primeras

condiciones del conocimiento del mundo físico. Este conocimiento

requiere también el empleo de dos facultades del entendimiento: la

atención y la comparación. Estas dos facultades son el punto de apo-

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yo o las palancas con las que el alma se eleva a las ideas de relación

y a las ideas sensibles. Sin ellas no conocería el orden que reina entre

los objetos exteriores, ni ningún objeto exterior. El alma existiría soli-

taria en medio de mundos que llenan el espacio (p. XLVI).

Por lo que al origen de la idea de alma se refiere –una sustancia

inmaterial, inextensa, simple y espiritual–, Laromiguière dice que está

en el sentimiento de la acción de las facultades del alma, y su causa

en el razonamiento. Sentimos la acción del principio pensante y po-

demos probar su simplicidad y espiritualidad. Del mismo modo

podemos elevarnos a la idea de Dios. Tres ideas, que en verdad son

una sola, nos conducen a ella: 1. Del sentimiento de su debilidad y de

su dependencia, el hombre, por un razonamiento inevitable, se eleva

a la idea de la soberana independencia y fuerza. 2. Del sentimiento

que producen la regularidad de las leyes de la naturaleza y la marcha

calculada de los astros, se eleva a la idea de un ordenador supremo.

3. Del sentimiento de aquello que él mismo hace, cuando dispone sus

acciones hacia un objeto, tiene la idea de una inteligencia infinita. Así,

esta idea de Dios surge de tres sentimientos diversos que dan lugar a

tres puntos de vista y constituyen tres argumentos distintos y separa-

dos. El primero se extrae del fondo de nuestra naturaleza; el segundo

emerge dentro de la magnificencia del espectáculo del universo; el

tercero nos viene con una fuerza irresistible de la consideración de las

causas finales. Pero, también hallaremos la idea en el sentimiento de

lo justo y lo injusto, en la conciencia del bien y del mal y en el senti-

miento de donde proviene en nosotros la idea de causa. Para

Laromiguière la sensibilidad humana toda entera conduce a la divini-

dad (p. XLIX). Evidentemente las tres ideas tienen a la base la idea de

causa. Esta deriva del sentimiento de relación entre una acción del

alma y un cambio del alma. Remontándonos de causa en causa surge

la de causa primera, que en su universalidad comprende a toda la

naturaleza: la idea de Dios (p. LII). Esta, junto con la idea del alma y

la idea de cuerpos, tienen su origen en el sentimiento: la idea de los

cuerpos, en el sentimiento-sensación; la idea del alma, en el senti-

miento de la acción de las facultades; la idea de Dios, en todos los

sentimientos (p. LIII).

Ya para concluir esta reseña de las Leçons, Laromiguière nos dice

que con los sentimientos y sus facultades el hombre hace una inteli-

gencia, su inteligencia: grosera y terrestre cuando toma sus materiales

de la sensación; celeste y casi divina si la forma con los elementos más

puros de la sensibilidad (p. LX).

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Este fue el contenido de las Leçons que dictó en 1811 y 1812 en la

Academia de París, como hace constar en la Advertencia que precede

la quinta edición. Se dice allí que el olvido de estas nociones condu-

ciría a las naciones a la barbarie. Y deseamos resaltar esta expresión

–barbarie– por la significación que tuvieron estos ideólogos en la en-

señanza de la filosofía dentro del nacimiento de la vida independiente

argentina. De más está señalar que esa expresión adquirió luego el

carácter de verdadera categoría, resemantizada por los románticos,

especialmente en los textos sarmientinos, opuesta, como bien sabe-

mos, a la de civilización, aunque hunde sus raíces en el momento de

la Ideología.

En Francia la Ideología parece haber sido obliterada por la histo-

ria y la historiografía posterior en opinión de Gusdorf. Esto le lleva a

afirmar:

“S‘ils ne furent pas prophètes en leur pays, les Idéologues le furent

dans un certain nombre de pays étrangers, où leur style de pensée

évoqua des échos en harmonie avec la situation locale. Dernière

expression des lumières, l‘Idéologie a pour arrière-plan historique

le renouvellement radical de l‘ordre humain par la Révolution

française ; la doctrine présuppose l‘espace mental des droits de

l‘homme et du citoyen, dont elle reconnaît l‘autorité de plein

exercice».25

Si no fueron profetas en su país, los ideólogos lo fueron en un cier-

to número de países extranjeros, donde sus estilos de pensamiento

evocan los ecos en armonía con la situación local. Ultima expre-

sión de las luces, la Ideología tiene por trasfondo la renovación

radical del orden humano por la Revolución francesa; la doctri-

na presupone el espacio mental de los derechos del hombre y del

ciudadano, del cual ella reconoce la autoridad de pleno ejercicio.

La Ideología en la ArgentinaEl lugar de Luis José de la Peña

En aquellos tempranos tiempos de la naciente Argentina, desde el

escenario político Bernardino Rivadavia (1780-1845) consideraba que

la difusión de la educación y la instrucción contribuiría a la mejora

25 Gusdorf, ob. cit., p. 544.

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social y al desarrollo. Con tal motivo solicitó la venida al país de pro-

fesores europeos y la creación de un “Establecimiento Literario”,

anunciado en la Gaceta del 9 de agosto de 1812, cuyo texto transcri-

bimos, a pesar de su extensión, porque traza claramente el espíritu del

momento. Decía ese comunicado oficial:

“Basta ser hombre para amar la libertad, basta un momento de

coraje para sacudir la esclavitud, basta que un pueblo se arme de

cólera para derribar a los tiranos; pero la fuerza, la intrepidez, y

el mismo amor de la independencia no bastan para asegurarla,

mientras el error y la ignorancia presidan el destino de los pue-

blos, y mientras se descuide el fomento de las ciencias, por entre-

garse a los desvelos que exige el arte necesario de la guerra. La

América del Sud ha dicho que quiere ser libre, y lo será sin duda;

el esfuerzo universal de un pueblo numeroso, la energía de sus

habitantes y el estado político de la Europa fundan la necesidad

de este suceso. Triunfaremos del último resto de opresores, sí,

triunfaremos, pero después de haberlos vencido, aún nos resta

triunfar de nosotros mismos. Nos resta destruir las tinieblas en

que hemos estado envueltos por más de tres siglos; nos resta co-

nocer lo que somos, lo que poseemos y lo que debemos adquirir;

nos resta, en fin, sacudir el fardo de las preocupaciones y absur-

dos que hemos recibido en patrimonio.

“De poco podría lisonjearse el celo del gobierno, si no previniese

con sus esfuerzos esta saludable regeneración, proporcionando a

los pueblos de un nuevo establecimiento por cuyo medio se difun-

dan las luces y se propague la ilustración en todos los ramos

concernientes a la prosperidad pública. Este es el único medio de

realizar las ventajas que se han anunciado tan repetidas veces:

sin él, las más sublimes teorías no pasan de la esfera de bellas

quimeras, y nuestro inmenso territorio permanecerá, como hasta

aquí, reducido a una estéril soledad, propia sólo para excitar la

compasión de un filósofo contemplativo.

“Nada importaría que nuestro fértil suelo encerrase tesoros in-

apreciables en los tres reinos de la naturaleza, si privados del

auxilio de las ciencias naturales ignorásemos lo mismo que po-

seemos.

Nada importaría que por nuestra posición geográfica pudiésemos

emular a las potencias más respetables del globo, así para nues-

tras relaciones mercantiles, como para la defensa de nuestras

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costas, si no cultivásemos los conocimientos que apoyan la per-

fección de ambos ramos. Nada importaría, en fin, que un genio

privilegiado, y un espíritu fecundo predispusiesen a los america-

nos a investigar los misterios de la naturaleza, los oráculos de la

moral y los profundos dogmas de la política, si la juventud no

empezase a ensayar esta brillante disposición por medio de un

instituto literario en el que, concurriendo el genio con las venta-

jas de nuestra edad, desplegue (sic) la razón toda su fuerza; y

rompa el espíritu humano las cadenas que ha arrastrado hasta

hoy en este suelo.

Al fin, ha llegado esa época tan suspirada por la filosofía; los

pueblos bendecirán su destino, y el tierno padre que propenda a

hacer felices los renuevos de su ser no necesitará ya desprenderse

de ellos, ni afligir su ternura para ver perfeccionado su espíritu

en las ciencias y artes, que sean propias de su genio. Cerca de sí,

a su propio lado, verá formarse al químico, al naturalista, al geó-

metra, al militar, al político, en fin, a todos los que deben ser con

el tiempo la columna de la sociedad y el honor de su familia. Este

doble objetivo en que tanto se interesa la humanidad, la patria

y el destino de todos los habitantes de la América ha decidido al

gobierno a promover, en medio de sus graves y notorias atencio-

nes, un establecimiento literario en que enseñe el derecho

público, la economía política, la agricultura, las ciencias exac-

tas, la geografía, la mineralogía, el dibujo, lenguas, etc. Con este

objeto ha determinado abrir una suscrición en todas las provin-

cias unidas para cimentar el instituto sobre el pie más benéfico

y estable, luego que lleguen los profesores de Europa, que se han

mandado venir con este intento”. 26

Las ideas contenidas en este documento son una muestra cabal de

las aspiraciones del momento, compartidas por los patriotas. Son,

además, un verdadero anticipo de las ideas que impulsaron la creación

de la Universidad de Buenos Aires e indican los deseos de cambios

que serían fundacionales, más allá de los éxitos y fracasos, como de

la lectura polémica efectuada por la historiografía posterior acerca de

Rivadavia. Las marchas y contramarchas de los hechos indican las

26 En Andrés Lamas, Rivadavia. Su obra política y cultural. Prólogo de Álvaro

Melian Lafinur. Col. La Cultura Argentina. Buenos Aires, La Cultura Argenti-

na, 1915, p. 167-169.

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dificultades que se fueron presentando. José Carlos Chiaramonte en

sus estudios sobre la Ilustración argentina expresa:

“Hay quienes reprochan a nuestros primeros políticos e intelec-

tuales por la utilización de doctrinas europeas, infecundas para

resolver los problemas locales. Pero más acertado sería conside-

rar que la infecundidad que aparece dolorosamente al final de

muchas tentativas de organización política o económica no es

consecuencia de otra cosa que de el no saber o no poder llevar

hasta el final la actitud adoptada. Es decir, la conciliación o la

deserción ante las fuerzas del pasado”.27

Esas vacilaciones no ocultan, sin embargo, los deseos de un cam-

bio que aspiraba, mediante las luces de la razón, a la prosperidad y

el bienestar general, del que la educación debía ser pieza fundamen-

tal.

Rivadavia había permanecido un período prolongado en Europa y

a su regreso al Río de la Plata llegaba influido por el reformismo de

los ministros iluministas de Carlos III y de la Ideología, especialmen-

te por la amistad que había cultivado con Destutt. Determinado a

poner en práctica esas ideas, no habría de faltar ese reformismo en la

enseñanza de la filosofía.

Controvertida figura para la historiografía nacional, según decimos,

bajo su inspiración se dispuso abolir los fueros de que gozaba el cle-

ro y el diezmo que recibía la Iglesia. En el plano social y educacional

fue creada la Sociedad de Beneficencia, se multiplicaron las escuelas

primarias y se aplicó el método lancasteriano. Para la enseñanza me-

dia se modernizó el Colegio de la Unión del Sud mediante la inclusión

de disciplinas científicas, cuyo cultivo se inició con la incorporación de

nuevo instrumental traído desde el exterior y acorde con los avances

de la época. Igualmente se fundó un colegio de agricultura con su jar-

dín botánico y un museo de ciencias naturales, pero sin dudas la obra

de mayor trascendencia fue la creación de la Universidad de Buenos

Aires.

La enseñanza de la filosofía estaría llamada a experimentar un

cambio abrupto con la creación del Colegio de la Unión del Sud, efec-

27 José Carlos Chiaramonte, Ensayos sobre la “Ilustración” argentina. Paraná,

Universidad Nacional del Litoral, Facultad de Ciencias de la Educación,

1962, p. 28.

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tuada sobre la base del Colegio de San Carlos, en 1818. Le correspon-

dió a Juan Crisóstomo Lafinur, en 1819, obtener por oposición públi-

ca la cátedra (frente a Luis José de la Peña y Bernardo Vélez) y

emprender, con espíritu innovador, bajo las “doctrinas modernas”, esa

enseñanza impartida en castellano. Era el primer laico en ocupar una

cátedra de esta naturaleza y lo hacía inspirado, fundamentalmente, en

los escritos de Condillac y Destutt de Tracy. Juan María Gutiérrez

(1809-1878), en su clásico libro sobre los orígenes de la enseñanza

pública superior en Buenos Aires dice de él:

“Lafinur no se proponía en su curso formar filósofos meditativos

ni psicólogos que pasasen la vida leyendo, como faquires de la

ciencia, los fenómenos íntimos del yo. Quería formar ciudadanos

de acción, porque sentía la necesidad de levantar diques al to-

rrente de los extravíos sociales que presenciaba, y de preparar

obreros para la reconstrucción moral que exigía la Colonia eman-

cipada. Atacar preocupaciones, dignificar al hombre, inspirarle

aliento para refrenarse y corregirse; hacer notar la íntima relación

que existe entre la felicidad individual y la pública, tales eran las

tendencias manifiestas de las lecciones del joven profesor”. 28

Testimonio escrito de esas lecciones es la edición de su Curso fi-

losófico, editado por Delfina Varela Domínguez de Ghioldi, cuyo

prólogo, a pesar del tiempo, conserva su valor, y a la cual remitimos

para todo lector interesado.29 Lo cierto es que, como indica Gutiérrez,

el joven profesor se proponía amarrar en un solo ramillete las virtu-

des personales con las virtudes cívicas, de acuerdo a las necesidades

del momento, aunque las mentes más conservadoras no comprendie-

ron el espíritu que lo animaba y lo hicieron fracasar en sus intentos.

Sin embargo, ya en 1808, el médico Cosme Argerich impartía sus cur-

sos de Fisiología en la Escuela de Medicina apoyado en ideas de Pierre

Cabanis (1757-1808) y Destutt de Tracy. Con la misma actitud ruptu-

rista, el sacerdote revolucionario Francisco José Planes abandonaba

abruptamente la enseñanza escolástica del Colegio de San Carlos, para

reemplazarla por las doctrinas iluministas, especialmente bajo el sen-

sismo de Condillac y el fisiologismo materialista de Cabanis. Hecho

que tuvo lugar entre 1809 y 1812. Precursores serán también Manuel

28 Juan María Gutiérrez, Origen y desarrollo de la Enseñanza Pública Superior en

Buenos Aires. Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915, p. 71.

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Belgrano –que había recomendado la enseñanza de la lógica de acuer-

do a Condillac– y Felipe Senillosa, por lo que cabe decir que bajo el

clima de la Ideología se produjeron las primeras manifestaciones re-

volucionarias de la naciente Argentina, aunque ya en Francia el

movimiento arrastraba tras de sí dos décadas, concretamente a partir

de 1789. Jorge Zamudio Silva nos dice sobre el tema:

“Antes de 1810 todos los ideólogos citados [Condorcet, Siéyes,

Volney, Destutt de Tracy] son conocidos, directa o indirectamen-

te, por los futuros primeros gobernantes argentinos. Así, por

ejemplo, Moreno y Belgrano demuestran una fuerte influencia de

Volney. Cabanis, ideólogo fisiologista, era familiar a Argerich y lo

mismo Destutt”.

Y agrega en párrafos más adelante:

“En todo caso, la Ideología es inseparable del contenido intelec-

tual de la Revolución de Mayo, en cuanto pudo influir para

orientar a sus gestores en la masa enorme de intereses que guar-

dar, consolidar y hacer evolucionar”. 30

Puesta en funcionamiento la Universidad de Buenos Aires mediante

decreto del 9 de agosto de 1821, bajo el gobierno de Martín Rodríguez

con la colaboración de Rivadavia, y de acuerdo al plan presentado por

29 Juan Crisóstomo Lafinur, Curso filosófico. Dictado en el Colegio de la Unión

del Sud de Buenos Aires en 1819. Primera edición, prólogo y notas de Delfina

Varela Domínguez de Ghioldi. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires,

Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Filosofía, 1938. El Curso consta de

una Advertencia al lector y dos partes: Lógica y Metafísica. Cfr. Juan Carlos

Torchia Estrada, La filosofía en la Argentina. Washington D. C., Unión Pana-

mericana, 1961, p. 72-82; Francisco Leocata, Las ideas filosóficas en Argentina.

Etapas históricas. Buenos Aires, Centro de Estudios Salesianos, 1992, p. 128-

137. Información más sucinta hallará el lector en la obra de este autor, Los

caminos de la filosofía en la Argentina. Buenos Aires, Centro de Estudios

Salesianos, 2004, p. 41-62.

30 Jorge R. Zamudio Silva, Juan Manuel Fernández de Agüero, primer profesor de

filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Col. Monografías Universitarias.

Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Ins-

tituto de Filosofía, 1940, p. 91-92.

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el presbítero Dr. Antonio Sáenz, se establecieron cinco departamentos:

1. Estudios Preparatorios; 2. Matemáticas; 3. Medicina; 4. Jurispruden-

cia; 5. Ciencias Sagradas. Sáenz fue su primer rector, hasta su muerte,

en 1825. Cargo que pasó a ocupar, entre 1825 y 1830, José Valentín

Gómez.

La Universidad agrupaba bajo una sola dirección las instituciones

de enseñanza existentes hasta el momento, desde las de primeras le-

tras hasta las de estudios superiores. Bajo su égida pasaron a funcionar

las aulas existentes en el momento. La enseñanza de la filosofía se

hallaba dentro de los Estudios Preparatorios.

“Esta obra intensa y variada, dice José Luis Romero, tenía el

apoyo de un sector intelectual vigoroso aunque minoritario. Lo

encabezaba Julián Segundo de Agüero y formaban parte de él,

además del poeta Juan Cruz Varela, Esteban de Luca, Manuel

Moreno, Antonio Sáenz, Juan Crisóstomo Lafinur, Diego Alcorta,

Cosme Argerich, todos miembros de la Sociedad Literaria, cuyo

pensamiento expresaron dos periódicos, El Argos y La Abeja Ar-

gentina”. 31

Precisamente El Argos y a propósito de la nueva cátedra de filoso-

fía señalaba los progresos del espíritu humano al desprenderse

“de aquella multitud de principios ominosos, que nos había con-

signado el fanatismo de los tiempos de las tinieblas y a los que

se nos creía vulgarmente obligados a prestar asenso como verda-

des emanadas del cielo y dictadas por la sana razón”. 32

Por decreto del 8 de febrero de 1822 fue designado su primer pro-

fesor el sacerdote Juan Manuel Fernández de Agüero (1772-1840), hasta

1827, año de su renuncia. Muchas fueron las dificultades que halló al

impartir sus clases de Lógica, Metafísica y Retórica, plasmadas en el

texto titulado Principios de Ideología Elemental, Abstractiva y Oratoria.33

31 José Luis Romero, Breve historia de la Argentina. Buenos Aires, FCE, 1999, p. 69.

32 Citado por Luis Alberto Romero, La feliz experiencia. 1820-1824. Col. Memo-

rial de la Patria. Buenos Aires, La Bastilla, 1976, p. 223-224.

33 Juan Manuel Fernández de Agüero, Principios de Ideología Elemental,

Abstractiva y Oratoria. Con un apéndice de documentos referentes a la vida y

actuación de Fernández de Agüero. Edición y prólogo de Jorge R. Zamudio

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Como en el caso de Lafinur, se podría decir, utilizando una expresión

histórica, que las brevas no estaban maduras, pese al entusiasmo con

el que dictó sus cursos y ejerció, también, la tarea legislativa (1823 y

1824). El estudio preliminar de esas lecciones, debido a su editor, Jor-

ge R. Zamudio Silva, nos exime de mayores comentarios, como las

páginas que le dedica Juan Carlos Torchia Estrada en La filosofía en la

Argentina, cuando muestra las fuentes francesas de las que se sirvió el

heterodoxo profesor.34

El texto consta de tres partes: Lógica, Metafísica y Retórica. La

primera se publicó en 1824; la segunda en 1826; la tercera vio la luz

recién en la edición completa de 1940, aunque su autor la dejó incon-

clusa. Que circulara impreso ayudó al clima de alarma e imprecaciones

de las mentes más conservadoras con el que fue recibido, hasta que,

ya sin el apoyo de Rivadavia, debió abandonar los claustros.

En un artículo donde se traza el despuntar de aquel momento en

las figuras de Lafinur y Fernández de Agüero, León Pomer expresa:

“Ni Fernández de Agüero fue un gran pensador ni lo fue el joven

Lafinur. Pero ambos pertenecieron a esa legión de intelectuales

que se competen de la tarea de divulgar un nuevo pensamiento,

una manera nueva de observar el mundo, de estar en él. [....] A

ambos se les opuso palabras duras, insultantes, reveladoras de

una visión de[l] mundo absolutamente cerrada sobre sí misma,

que si atada a poderosos intereses crudamente materiales o

crudamente simbólicos, para muchas gentes simples y honestas

representó la única manera imaginable de ser personas, de poseer

una identidad, de sentir un cierto confort en sí mismos. Todo lo

que viniera a desestabilizar ese estado de complacencia con las

cosas de este mundo, y del otro, el imaginario e imaginado, de-

bía provocar entre escozores y virulencia verbales”. 35

Silva. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Le-

tras, Instituto de Filosofía, 1940, 2 tomos. Zamudio Silva publicó su tesis doc-

toral, titulada Juan Manuel Fernández de Agüero. Primer profesor de filosofía de

la Universidad de Buenos Aires, ed. cit., que sirve de prólogo para la edición

de las Lecciones del catedrático.

34 Juan Carlos Torchia Estrada, ob. cit, p. 83-98.

35 León Pomer, “Dos transgresores argentinos: Lafinur y Agüero”, en Desmemo-

ria. Revista de Historia. Buenos Aires, año 8, nº 28, abril 2001, p. 71-88. La cita

en p. 88.

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Más apacible fue el magisterio de Diego Alcorta (1801-1842), a

quien ya hemos mencionado dentro del creciente clima renovador.

Graduado en medicina, en 1827, ese mismo año le sucedió a

Fernández de Agüero al ser designado profesor de “Ideología”, cargo

que ocupó hasta 1840. Con su muerte concluye la etapa ideológica en

la Argentina.

A pesar de los turbulentos años políticos que le tocó vivir, su ca-

rácter afable, con fuerte ascendiente sobre los alumnos, permitió que

dictara sus clases sin sobresaltos durante trece años. Es elocuente Juan

María Gutiérrez con su ágil narración:

“Aquella palabra, así aislada como fue, tuvo un gran influjo so-

bre los numerosos auditores, de entre los cuales no hay uno solo

que al recordar al profesor no experimente los sentimientos que

inspira la memoria de un padre. La alta moralidad del doctor

Alcorta, su caridad conocida de toda la población, imponía un

respetuoso cariño a sus discípulos, quienes, en demostración de

gratitud costearon la publicación litográfica de un retrato del

maestro predilecto, conservándonos así las facciones de la fisono-

mía melancólica y bondadosa de aquel excelente ciudadano”. 36

Que Alcorta no encontrara oposición se debe, quizá, a dos motivos

en opinión de Torchia Estrada: el “tono sobrio de la exposición y la

oportuna omisión de cuestiones religiosas” y al afianzamiento de la

“orientación en la enseñanza de la filosofía”. 37

Las clases impartidas por Alcorta fueron editadas por Paul

Groussac con una introducción y notas en 1902.38 El Curso de filoso-

fía consta de tres partes seguidas de una conclusión: I. “Estudio del

entendimiento humano o Metafísica”; II. “Estudio de los procederes del

entendimiento humano” (Lógica); III. “Retórica”. Cabanis, Condillac y

Destutt de Tracy son sus fuentes, muchas veces literales, especialmente

Condillac. Con su perspicacia dice Alejandro Korn:

“Las sensaciones son la fuente única de nuestro conocimiento y

para nada le preocupan las consecuencias realistas o idealistas de

36 Juan María Gutiérrez , ob. cit., p. 76.

37 Juan Carlos Torchia Estrada, ob. cit., p. 101.

38 Diego Alcorta, Curso de filosofía. Edición y notas de Paul Groussac, en Ana-

les de la Biblioteca, Buenos Aires, tomo II, 1902

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este modo de ver. Desarrolla las fases del proceso psicológico, aje-

no a todo propósito que no sea la observación práctica de un

hecho natural”. 39

Nacido en Buenos Aires en 1796, Luis José de la Peña falleció en la

misma ciudad en 1871, después de una agitada vida pública que al-

ternó entre las tareas académicas y las gubernamentales, pues fue

Ministro de Relaciones Exteriores del Presidente Urquiza, llevando a

cabo importantes misiones de paz. Realizó sus estudios en el Real

Colegio de San Carlos, donde cursó filosofía y teología, luego comple-

tados en la Universidad de Córdoba al obtener el título de doctor, en

1818. Ordenado sacerdote, no tardó en abandonar los hábitos.40 Un

año más tarde participó del concurso para optar a la cátedra de filo-

sofía en el Colegio de la Unión del Sud, que obtuvo Lafinur, como

dijimos. Siete años más tarde, en 1826, al dividir Rivadavia el curso en

dos en el Colegio de Ciencias Morales, fue nombrado para desempe-

ñarse en el primero, hasta 1830, siendo asimismo vicerrector. Tarea

docente que cumplió al mismo tiempo que Fernández de Agüero al

frente del segundo curso durante 1827, y con Alcorta después. Si

Fernández de Agüero fue el inaugural profesor de filosofía en la Uni-

versidad, De la Peña fue el segundo, como puede apreciarse.

Por otra parte, quiso la historia y sus hacedores que Luis José de

la Peña fuera el primer profesor de filosofía de la Universidad de Mon-

tevideo, llamada luego Universidad de la República. Había llegado al

suelo Oriental durante el rosismo, en 1830, cuando ya había pasado

por los claustros superiores en Buenos Aires. Instalado inmediatamente

en Mercedes, Uruguay, se dedicó a la enseñanza primaria. En 1837

debió marchar en un segundo destierro al Brasil, junto con Bernardino

39 Alejandro Korn, Influencias filosóficas en la evolución nacional, en Obras com-

pletas. La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1940, tomo 3, p. 164.

40 Vicente Fidel López tiene juicios adversos sobre De la Peña en su “Autobio-

grafía”: “Debí decir antes que, al regresar de Mercedes, pude haberme incor-

porado al curso de filosofía que dictaba en la Universidad el clérigo (si es que

se le puede llamar clérigo) don Luis José de la Peña. Pero mi padre prefirió

que esperase a la apertura del segundo bienio correspondiente al doctor

Alcorta; y tuvo razón. Ese doctor Peña, hábil explotador de favores, no era con-

siderado como hombre de buenas costumbres, y su competencia no tenía

nada de seguro para hombres como mi padre”. Evocaciones históricas. Col.

Grandes Escritores Argentinos. Buenos Aires, El Ateneo, 1929, p. 32.

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Rivadavia y un grupo de unitarios argentinos, de donde regresó a

Montevideo en 1839. Convertido en estrecho colaborador del Ministro

de Gobierno, Manuel Herrera y Obes, intervino en la redacción del

reglamento orgánico de 1849 que dio lugar a la Universidad. Fue in-

tegrante de su primer Consejo Universitario con otros dos argentinos:

Esteban Echeverría y Alejo Villegas.

Arturo Ardao, al trazar la evolución histórica de la Universidad de

Montevideo escribió que

“De la Peña fue además la figura central del movimiento educa-

cional que del 47 al 49 llevó al establecimiento definitivo de la

Universidad, y cuando en 1852 regresó a la Argentina para ocu-

par el Ministerio de Relaciones Exteriores en el gobierno de

Urquiza, era Vicerrector de la institución y profesor de filosofía y

matemática”. 41

La creación de la Universidad de Montevideo venía precedida por

la fundación del Gimnasio Nacional, oficializado luego con el nombre

de Colegio Nacional, del que había sido De la Peña fundador y direc-

tor, con apoyo gubernamental. Tuvo allí en sus manos, a partir de abril

de 1848, la enseñanza de la filosofía. El dictado de sus clases lo hizo

siguiendo el Cours de Philosophie de Eugenio Geruzez, que respondía

a lo que conocemos como espiritualismo ecléctico, cuyo mentor era

Víctor Cousin. Al año siguiente, con la creación de la Universidad, el

Colegio Nacional constituyó su base y con el decreto de su inaugura-

ción del 14 de julio de 1849, De la Peña fue nombrado en la naciente

institución su primer profesor de filosofía. Desempeñó el magisterio

hasta el año 1851, siguiendo los lineamientos con los que lo había

iniciado. Con el comienzo de 1852, depuesto Rosas, renunció a sus

obligaciones en el Uruguay y regresó a la Argentina, donde pasó a

desempeñarse como Ministro de Relaciones Exteriores de la Confede-

ración a partir del 7 de abril de ese mismo año. Lo hacía después de

haber anudado fuertes lazos con la nación Oriental, a cuya Universi-

dad donó, el 24 de septiembre de 1850, el extenso manuscrito –no

editado hasta hoy– que contiene sus clases dadas, en décadas anterio-

res, en la Universidad de Buenos Aires, al que vamos a referirnos

ahora.

41 Arturo Ardao, La Universidad de Montevideo. Su evolución histórica. Montevi-

deo, Universidad de la República, 1950, p. 45.

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47

El manuscrito se abre con una bella dedicatoria dirigida a “amigos

y discípulos” que firma “vuestro maestro y amigo”, datada el 3 de oc-

tubre de 1848. Dice guiarlo “el amor a la patria; el amor a la

humanidad, el deseo vehemente de que la nueva generación se pre-

sente digna de la alta misión que le está confiada, y que ella vuelva

una mirada de amistad, y de aprecio hacia aquellos que se han esfor-

zado para disponerla a que la llene fielmente”. 42

A continuación encontramos una Conferencia sobra la Gramática

general, elaborada desde el Colegio Nacional en Montevideo, con fe-

cha final del 14 de mayo de 1850. Está desbrozada en cuatro conferen-

cias, la primera de las cuales tiene fecha del 22 de septiembre de 1848.

Dos observaciones nos parecen oportunas: 1. La importancia otorga-

da al lenguaje para “penetrar los arcanos de la inteligencia”, según nos

dice, pues como afirma en sus Lecciones, “el espíritu humano se en-

cuentra todo entero en el artificio del lenguaje”( §372). Hay que recor-

dar aquí que el estudio del lenguaje, o de la lengua, como decían, era

un hecho importante porque, como lo había afirmado Condillac, en-

cierra las claves del pensamiento. 2. Sigue en buena medida, a veces

literalmente, la Grammaire de Destutt de Tracy, en el Extrait Raisonné

del tomo II de sus Éléments d‘Idéologie.

Se suceden luego en el manuscrito las extensas páginas de las “Lec-

ciones” propiamente dichas, dictadas en 1827, que abarcan 796

parágrafos, divididas en cuatro partes: Metafísica (§ 1-129), Moral (§

130-394), Lógica (§ 395-500) y Retórica (§ 501-796). Todo ello a lo lar-

go de treinta y tres lecciones, a las que se añade un Extracto Analítico

del curso, incompleto, dado que se interrumpe en la Lógica. Es preci-

so aclarar, sin embargo, que la Retórica parece haberla escrito varios

años después por fechas intercaladas al final de ciertos parágrafos,

cuya datación final es el 12 de septiembre de 1849.

El objeto de sus “Lecciones”, y con él el de la filosofía misma, es

“el estudio de nuestra inteligencia, o el análisis de nuestro pensamien-

to”. Lo que él llama el estudio de lo que se da en el interior del

hombre, por contraposición al estudio de los objetos exteriores, que

son materia de la física. Parte de un interrogante básico: cuáles son las

operaciones que elevan a un ser a la dignidad de ser racional (§ 1).

El estudio de nuestras facultades se le presenta desde tres aspec-

tos: 1. En su naturaleza; 2. En sus efectos; y 3. En sus medios. Los dos

primeros darán lugar a la Metafísica y la Moral; el tercero será objeto

42 “Lecciones”, Introducción.

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de la Lógica y la Retórica, con lo cual nos da las cuatro partes de sus

“Lecciones” que hemos mencionado. Contra lo que era tradición, la

Lógica no inaugura el texto porque prefiere partir de los hechos, de la

observación de nosotros mismos, antes que optar por una precepti-

va. Tres son los filósofos fundamentales que tendrá en cuenta para

situar sus ideas: Condillac, Destutt de Tracy y Laromiguière.43 El aná-

lisis de cada uno de ellos en sus ejes esenciales le lleva a disentir en

algunos puntos con los dos primeros y acordar con lo afirmado por

Laromiguière en sus Leçons de Philosophie. Aquéllos reducen todo el

proceso a sensaciones, donde el alma se comporta en forma pasiva,

mas hay un principio activo que reacciona a las impresiones obrando

sobre ellas, y eso es la atención, principio del conocimiento y origen

de las ideas. Ahora bien, cuando dos o más ideas se relacionan surge

la comparación. Si el espíritu se eleva de relación en relación hasta el

principio de todas nos hallamos ante el razonamiento. En síntesis,

“Atención, comparación y razonamiento son todas las únicas facultades

que forman nuestra inteligencia”; “El alma obra por medio de la aten-

ción, que concentra la sensibilidad en un solo punto; de la comparación

que es una doble atención; y del razonamiento que es una doble com-

paración” (Extracto, § 47 y 48 respectivamente).

Pero el hombre no se contenta con conocer, desea también ser fe-

liz. Cuando orienta sus facultades hacia un objeto que cree contribuir

a su felicidad desea. Al juzgar entre distintos objetos que pueden sa-

tisfacer su deseo elige uno de ellos, prefiere. De esta facultad surge la

libertad (Extracto § 60). De este modo tenemos el cuadro completo de

las facultades del alma que “se compone de dos sistemas particulares:

el del entendimiento, y el de la voluntad. Forman el primero la aten-

ción, la comparación y el razonamiento; constituyen el segundo el

deseo, la preferencia y la libertad” (Extracto, § 65). Concluye la Metafí-

sica afirmando que estos dos sistemas no son independientes, pues las

facultades morales están subordinadas a las intelectuales. Ambas cons-

tituyen el pensamiento. El principio al que deben su existencia es la

atención.

En la segunda parte de las “Lecciones”, es decir en la Moral, espe-

cíficamente en la Lección 14, De la Peña aborda las ideas de alma y

Dios. Ha mostrado ya que la inteligencia abarca las ideas sensibles, las

intelectuales y las morales.

43 Según el parecer de De la Peña correspondió a Condillac el mérito de bus-

car en el espíritu humano un solo principio.

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De las sensaciones nacen las ideas sensibles por las cuales cono-

cemos los cuerpos en sus cualidades, pero limitadas esas ideas a

solamente las sensaciones y sin el sentimiento de relación no sería po-

sible verdaderamente el conocimiento. Para conocer los cuerpos se

necesita el concurso de dos facultades: la atención y la comparación.

“Sin estos dos puntos de apoyo, nos dice, sin estas dos palancas, ni

podríamos tener ideas de relación, ni ideas sensibles: nuestra alma no

conocería ni el orden que reina entre los objetos exteriores, ni estos

mismos objetos” (§ 316).

Del mismo modo, apoyándonos en el sentimiento, tenemos idea

del alma y sabemos que es “incorporal, inextensa, simple, espiritual”.

El conocimiento de su espiritualidad es para De la Peña “consecuen-

cia necesaria de su actividad, y de su sensibilidad” (§ 319). Conocer el

alma es conocer el fundamento de la moral. Extraemos la idea de ella

de “un triple convencimiento, una triple certidumbre...–el sentimiento

íntimo, la idea del tiempo y la sensación de los objetos exteriores–.”

(§ 326). Contra el materialismo, para De la Peña el alma se modifica

de muchas maneras –“de mil modos diferentes”–, pero nuestro senti-

miento nos dice que es un ser indivisible: “Ese yo que advierte, que

compara y que razona, debe ser simple, porque no es ninguno de los

objetos sobre quienes ejerce aquellas operaciones” (§328).

Entiende De la Peña que “podemos elevarnos a la [idea] del supre-

mo autor del universo”( §334). La certidumbre de su existencia la

toman los seres humanos de tres puntos de vista: 1. De la constitución

de nuestra propia naturaleza, que es el sentimiento de nuestra debili-

dad y dependencia. 2. Del espectáculo del universo con la regularidad

de las leyes de la naturaleza que nos conduce “a la idea de un orde-

nador supremo”( §335). 3. De la demostración de las causas finales o,

si se quiere, de una “causa primera que en su universalidad abrace a

toda la naturaleza”( §344), “infinita en todas sus perfecciones”( §354).

La última lección de la Moral –Lección 15–, desarrolla las ideas que

a su entender son la base de las acciones morales, asentadas en la li-

bertad.

La primera idea que adquirimos es la de nuestro yo, y el primer

deseo –dado que no somos indiferentes al dolor y al placer–, es el de

nuestra felicidad, del cual se derivan los restantes deseos y “la elección

de los medios para satisfacerlos” (§374).

El amor de sí mismo es la primera ley de la naturaleza. Tiene por

objeto la conservación del individuo. De ella nacen y se derivan todas

las demás. No surge de la razón, sino que es “un efecto inmediato del

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sentimiento”( §377). Pero así como es “la base de todas las virtudes”,

de su abuso devienen los vicios (§381). Como es parte del orden del

universo, es preciso que el hombre esté en armonía con ella, como

todas las “leyes naturales” que son “anteriores a todas las institucio-

nes humanas, y éstas deben conformarse a ellas”( §384).

Por otro lado, dado que el hombre no se basta a sí mismo, “es por

necesidad un ser social; y protege con sus fuerzas individuales la so-

ciedad a que pertenece, para ser protegido a su vez por la fuerza

general”. Inmediatamente a continuación De la Peña incluye la idea de

pacto social: “Entre los pueblos y cada individuo hay un contrato tá-

cito, de cuya fiel observancia depende la felicidad del universo”( §387).

El bien general de la sociedad debe prevalecer sobre el bien individual.

De ese bien general se derivan sus deberes como amigo, hijo, ciuda-

dano, etc. (§388). En fin, ya finalizando la Lección, De la Peña dirá: “El

amor de sí mismo es la base de la unión familiar, la fuente del patrio-

tismo más puro, y el origen de esa benevolencia universal, que hace

del hombre sabio un verdadero Cosmopolita” (§392). Pero cerrará la

sección de la Moral con unas palabras de Condillac en el sentido de

que “la verdadera filosofía no puede ser jamás contraria a la fe” (§394).

El racionalismo teísta no abandonaba a Condillac ni tampoco a De la

Peña. Ese racionalismo teísta no se animaba a contradecir los dicta-

dos de la fe, pero iniciaba el camino que llevaría al racionalismo deísta

y, luego, al racionalismo ateo, desprendido definitivamente de la fe,

con la aparición del positivismo.

Este es el núcleo central de sus ideas, que el lector del texto podrá

apreciar in extenso.

Rescatar un texto inédito que corresponde a la etapa de nuestra

primera filosofía no es un hecho menor. Aquellos primeros ensayos

significaban una ruptura con una tradición de tres siglos en el intento

de acercar a los jóvenes al conocimiento, por ello trabajan con las

categorías de “hombre esclarecido/hombre ignorante”. Se intentaba

iniciar estudios bajo un dispositivo de ideas acordes con los tiempos

inaugurales que se vivían, después de la larga etapa colonial, en este

caso apelando a la Ideología. Contra toda metafísica especulativa, se

deseaba ser útiles para forjar mejores ciudadanos a través del traba-

jo metódico y ordenado. La secularización de las aulas que había co-

menzado con Lafinur, tuvo en De la Peña un digno representante del

cual habría que decir que, como los mismos ideólogos, no fue ente-

ramente un seguidor del pensamiento precursor de Condillac, ni del

creador de la escuela, Destutt de Tracy. Sigue en sus Lecciones a

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Laromiguière, pero por momentos sus rastros no aparecen. En ese

sentido De la Peña es en esta etapa un ecléctico avant la lettre: bus-

ca encontrar la verdad donde cree hallarla, sin guardar entera fideli-

dad a un exclusivo filósofo francés. Esto no implica negar –cómo

hacerlo– que su pensamiento se nutre de la filosofía pre y post Res-

tauración. Un punto lo une a ellos: el método, tal como había ocu-

rrido en Francia en torno al pensamiento de Condillac y la relación

que mantuvieron todos los ideólogos con él.

Laromiguière, el autor de las Leçons de philosophie, será la fuente

principal de De la Peña, quien viene a completar el ciclo de la Ideo-

logía, junto a los nombres ilustres de Lafinur, Fernández de Agüero y

Alcorta, hasta su definitiva extinción, en 1842, con la muerte de éste.

Que siguiera a Laromiguière, precursor del espiritualismo ecléctico

junto con Paul Roger Collard (1763-1843), explicaría que la Ideología

entraba ya en su fase de declinación, por un lado; y, por otro, que De

la Peña anticipaba su tránsito hacia esta escuela de pensamiento, ela-

borada en Francia durante la Restauración. Singularmente le tocó vivir

la etapa romántica, sin pertenecer a ella.

De la Peña siente su actividad pedagógica como una misión de

servicio a la Patria y al tema se refiere expresamente. Es que estos

servidores de la enseñanza pública sentían la dimensión política y

social de la educación para un pueblo que necesitaba cultivarse. La

novel nación lo requería. Cabe decir que no se sentían filósofos. Más

modesto y también más generoso era el campo de acción al conducir

a los jóvenes hacia un camino de luz que les proveyera las armas para

pensar libremente.

Quisiéramos terminar con un párrafo de Arturo Ardao entresacado

de uno de sus tantos bellos libros:

“El espíritu liberal, laico y cientista del Ideologismo tuvo en la

evolución ulterior del pensamiento francés un gran desquite. Se

lo dieron, recogiendo su herencia, las nuevas corrientes que se

oponen y finalmente vencen a mediados del siglo, al Eclecticismo:

la filosofía social de Saint Simon, Fourier, Leroux, y, muy especial-

mente el Positivismo de Augusto Comte. Pero antes, la Ideología

como escuela iba a conocer todavía, al otro lado de los mares, un

triunfo histórico inesperado”. 44

44 Arturo Ardao, Filosofía pre-universitaria en el Uruguay. De la Escolástica al So-

cialismo Utópico. 1787-1842, ed. cit., p. 53.

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A un fragmento de ese triunfo histórico inesperado hemos queri-

do referirnos por la importancia que tuvo en nuestra historia

intelectual y porque sus “Lecciones” lo ameritan.

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NOTICIA SOBRE EL TEXTO

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El texto de las “Lecciones de filosofía redactadas para el uso de

los alumnos de la Universidad de Buenos Aires por L. J. P. 1827” se debe

a la letra de distintos copistas, e inclusive del propio Luis José de la

Peña. Posee 116 páginas numeradas sólo en las páginas pares. Bajo su

firma, De la Peña hace constar que es ejemplar único, donado a la Uni-

versidad de Montevideo con fecha 24 de septiembre de 1850. El Curso

se publica, pues, más de siglo y medio después de su donación.

La calidad de la copia y su grafía original presentaron muchos pro-

blemas hasta que se pudo eliminar la casi totalidad de los espacios que

quedaban en blanco debido a pasajes que eran poco legibles. Fue ne-

cesario revisar los propios originales en reiteradas oportunidades.

Decidimos, para comenzar, modernizar la ortografía del texto y

explicitar sus abreviaturas, para facilitar su lectura aunque sin alterar el

contenido del original. Agregamos entre corchetes algunos signos de

puntuación, pero en general respetamos la puntuación del manuscrito.

Se han corregido los nombres propios y las palabras en francés que

aparecen mal escritos. El lector encontrará a veces paréntesis vacíos que

remitirían a parágrafos anteriores sin que el copista los haya llenado.

Cuando los puntos suspensivos van sin corchetes pertenecen al manus-

crito. Cuando van entre corchetes se debe a palabras que no hemos

podido dilucidar. Las defectuosas citas de frases y expresiones latinas

que aparecen, especialmente en la Retórica, ha obligado a su búsque-

da y reconstrucción, cuyos orígenes y traducciones hemos colocado a

pie de página. Igualmente nos ha parecido oportuno confeccionar un

índice general para el manuscrito.

Como anticipamos en el Prólogo, hay partes de la obra en que el

autor sigue de cerca, para el dictado de sus “Lecciones”, a Destutt de

Tracy y Laromiguière, muy en especial al segundo. Las principales des-

viaciones respecto del texto de Laromiguière las incluimos entre

corchetes, sea para reforzar el sentido del original, sea para que el lec-

tor actual pueda juzgar sobre esas variantes. Es también una manera de

remitir a la génesis del texto. El procedimiento de basar las lecciones

en los autores europeos que se querían difundir no fue infrecuente en-

tre nuestros ideólogos. Sin mayor tradición, porque se inauguraban

rompiendo el molde de la enseñanza escolástica, y en tiempos de ines-

tabilidad institucional, recurrieron al expediente de basarse en las obras

que juzgaban más apropiadas para transmitir a los alumnos la nueva

orientación. Además, no debe olvidarse, estos profesores coincidían con

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sus maestros franceses en la importancia que daban a poner su labor

al servicio de la enseñanza. Y en el momento que vivía el Río de la Pla-

ta, la función educativa era mucho más oportuna y necesaria que en el

Viejo Mundo. Medir a estos autores nuestros exclusivamente con la vara

de la producción filosófica, sería ignorar la realidad histórica que vivían

y los disminuiría en su verdadero significado.

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� EL MANUSCRITO �

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Amigos y discípulos:

Después de 2 años de un completo abandono de estudios

científicos sobre nuestra inteligencia: después que muchos de ellos han

sido perdidos en una vida puramente material, y todos, indudablemen-

te todos, pasados en una vida de sufrimientos, no puedo ofrecer más

que los esfuerzos de una pasión que se vigoriza, la misma en propor-

ción que las demás se debilitan –que crece cuando las demás mueren:

–el amor a la patria; el amor a la humanidad, el deseo vehemente de

que la nueva generación se presente digna de la alta misión que le está

confiada, y que ella vuelva una mirada de amistad, y de aprecio hacia

aquellos que se han esforzado para disponerla a que la llene fielmente.

Aceptad pues estos esfuerzos que se debilitan más y se hacen

de menos valer, porque me veo precisado a compartirlos con la niñez;

–con esa proporción preciosa en todos nos vemos revivir, y reúne todas

nuestras esperanzas. Aceptad al menos los votos sinceros que hace por

vuestro progreso, y porque obtengáis el resultado de vuestros esfuerzos

el que une a ellos los propios y se complace en ser vuestro maestro y

amigo.

Octubre 3/848

A la Biblioteca

de la

Universidad de Montevideo

Luis J. de la Peña

Septiembre 24 de 1850 único original

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Septiembre 22/848

CONFERENCIAS SOBRE LA GRAMATICA GENERAL

� Conferencia 1ªDescomposición del discurso, o razonamiento.

El pensamiento, y su expresión están ligados de un modo tan

estrecho que no es posible estudiar ninguno de ellos sino examinando

el otro. Si podemos pensar en los arcanos de la inteligencia es por me-

dio del lenguaje, y si el lenguaje puede convertirse en un sistema de

signos que sea la expresión completa y fiel del pensamiento [es la inte-

ligencia] quien lo coordina, perfecciona, reduce a sistema más que

complejo [,] y es estudiando el pensamiento que descubrimos el senti-

do de las formas del lenguaje.

Aunque pueda concebirse el pensamiento sin el lenguaje no

es posible comprenderlo ordenado[,] metodizado sin el empleo de éste:

y esta ligera observación muestra por sí sola la importancia y aun la ne-

cesidad de que el estudio de los principios del lenguaje haga parte del

de los de nuestra inteligencia.

No es un sistema particular de signos, en una lengua dada,

donde debe estudiarse esa influencia recíproca y general, es preciso re-

montar hasta las ideas fundamentales que deben dirigir la formación, y

el mejoramiento de todo sistema de signos. Este es el objeto de la Gra-

mática general, de que todas las de los diversos idiomas no son sino

aplicaciones más o menos exactas.

Bajo este punto de vista el estudio de la expresión de nues-

tras ideas debió seguir inmediatamente al de su formación y generación:

como el de la deducción de unas de otras, al de su expresión.

Volvamos pues a comprender el análisis de nuestro pensa-

miento, y teniendo presente lo establecido en los parágrafos XXVI y

XXVII considerémoslo en su expresión completa.

Juzgar es todo para el hombre y sin esa facultad no podría ad-

quirir ni una sola idea compuesta. Todo lenguaje pues debe empezar

expresando por un solo signo un juicio entero: debe ser una proposición

completa. La descomposición de esos signos da lugar a la formación de

otros que expresan las ideas aisladamente.

En el lenguaje articulado ciertas palabras expresan una pro-

posición entera, es decir, dos ideas, y el acto de juzgar de ellas: otras

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representan una idea única y completa: otras finalmente no son más que

[...] de ideas. Todas cambian frecuentemente de oficio, y muchas [...].

De aquí resulta que la expresión del pensamiento se disfraza

por la forma de que se reviste. Sin embargo la proposición manifiesta

siempre un juicio, y en su estado primitivo lo hace por un solo signo.

Ese signo único encierra necesariamente otros dos: uno que

representa una idea existente por sí misma, con una existencia absolu-

ta, al menos para nuestra inteligencia: y el otro que manifiesta otra idea,

como existente en la primera, con una existencia relativa. Los sustanti-

vos son los que hacen el primer oficio, y sólo ellos o los signos que los

reemplazan pueden ser sujetos en nuestras proposiciones.

Los adjetivos explican una idea como debiendo pertenecer a

otra, como que no puede existir sino con ella; pero no como pertene-

ciéndole efectivamente, ni como existiendo simultáneamente. No

pueden por lo mismo ser atributos completos, si no llevan consigo el

signo de la existencia, Ser; –atributo general con todas nuestras propo-

siciones, y que por lo mismo se llama verbo, –palabra por excelencia.

Las demás palabras que lo contienen se llaman verbos

atributivos, o adjetivos. Son susceptibles de tiempos y de modos, por-

que comprenden la idea de existencia, y sólo en este carácter son

atributos.

Cuando el verbo se halla en un modo indefinido no es más

que un adjetivo, o un sustantivo. El llamado infinitivo es el nombre del

verbo, es un sustantivo. El modo definido del verbo es el signo del acto

de juzgar, del acto que une dos ideas, que afirma que una idea existe

en otra.

Así pues los elementos esenciales de la proposición son un

sujeto y un atributo, el sustantivo, y el verbo. Ambos contienen la idea

de existencia; el uno absolutamente, el otro de un modo relativo. Al pri-

mero no corresponden tiempos ni modos, porque siempre está en el

indicativo, y en el tiempo presente; único tiempo y modo que convie-

nen a una idea existente de un modo absoluto en el momento en que

se expresa.

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Octubre 3/848

� Conferencia 2ªElementos de la proposición en las lenguashabladas y especialmente en la lengua española.

Siguiendo los principios que quedan establecidos, no debería

haber más que tres clases de palabras, porque no hay más que tres es-

pecies de ideas que representar. Pero sin empeñarnos en una discusión

sobre esto ni sobre las definiciones dadas a cada especie de palabra, exa-

minemos cuáles son sus oficios, empezando por una proposición en su

primer estado, en una lengua naciente.

Un solo signo, la comprendía toda: primero un gesto, un mo-

vimiento; enseguida un movimiento acompañado de un grito, y

últimamente éste solo convertido en una palabra, vino a ser la expre-

sión del pensamiento. Esas voces se encuentran hoy todavía en el

lenguaje; pero están aisladas [,] no tienen relación alguna, ni pueden

ofrecer base para fundar las reglas de construcción. Contienen implíci-

tamente un sujeto, y un atributo, no admiten modificación alguna, y sólo

se emplean cuando la vehemencia de la pasión no da lugar a desenvol-

ver las ideas, ni descomponer el pensamiento.

Pero no siendo éste el estado habitual del hombre la interjec-

ción no podía bastarle: era preciso designar el objeto que causaba la

emoción, y nacieron los nombres que representan los sujetos de las pro-

posiciones. Esas palabras fueron en su origen gritos imitativos, voces

onomatópicas [onomatopéyicas] de que aún nos quedan rastros en el es-

tado actual de las lenguas. Tenemos en la nuestra el relincho del caballo,

el mugido del toro, y otros muchos.

Los nombres son susceptibles de modificaciones para repre-

sentar el género; y el número; distinción fundada en la naturaleza

misma; e independiente de toda convención. Los nombres son por con-

siguiente las únicas voces variables por causas propias: todas las demás

lo son para indicar sus relaciones con aquéllos. En efecto, las palabras

que designan la cosa de que se habla es la principal, y a ella se refie-

ren todas las demás en el discurso.

Pero entre los nombres hay tres de una especie particular –

los de la persona que habla, de la persona a quien se habla, y aquélla

de quien se habla. No son nombres de nadie ni de nada determinada-

mente, sólo designan las personas, y las cosas por su relación con el acto

de la palabra. Son como nombres, o pronombres que pueden llamarse

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adjetivos, o modificativos personales; porque juntos con un nombre sólo

le modifican con relación a la persona, y cuando se emplean solos no

tienen más significación que la del nombre que representan, añadién-

dole la idea de la persona.

Inventado el nombre, no queda ya otro oficio a la interjección

que el de ser atributo de la proposición; ejercer las funciones de verbo

(1)*. Este no expresa como el nombre, una idea existente por sí misma:

tampoco la enuncia como pudiendo existir en otra, como el adjetivo: la

representa como existente en efecto en la primera, y es un atributo com-

pleto. La idea de existencia expresada por él es relativa, pero real.

De aquí se sigue que el verbo es susceptible de tiempos, y de

modos, que no tienen sentido alguno sino con un sujeto, debiendo con-

formarse con éste, en cuanto al número y la persona, y aun en cuanto

al género. La persona es el signo del rol que el sustantivo tiene en la

proposición; la prioridad o posterioridad de los individuos en su repre-

sentación mutua produjo ese accidente. El número y el género

desempeñan las mismas funciones que en el sustantivo.

Todos los verbos son verbos de estado, porque significan que

un sujeto es, o existe de tal manera: todos reciben su calidad del verbo

ser, que es el único verbo: los demás sea que consten de una sola voz,

o que tengan dos, se componen de ser, y de un adjetivo.

Es por lo mismo una equivocación considerar a yo amé y yo

soy amado por un mismo verbo; pues se componen de adjetivos dife-

rentes. El primero es yo soy amante, el segundo yo soy amado. La

equivocación nace de confundir el llamado participio pasivo con el ver-

bo participio activo: [,] en tomar amado por una misma voz en estas dos

proposiciones [:] yo soy amado; yo he amado.

Pero de cualquier modo que ésta se considere, es indudable

que los sustantivos son las únicas voces que expresan un sujeto: y los

verbos las únicas que expresan un atributo. Son pues esas dos voces las

únicas indispensables para la expresión del pensamiento, una vez des-

compuesta la interjección. Todas las demás voces, todos los elementos

del discurso son fragmentos de sujetos o de atributos y sólo sirven para

expresar complementos de unos u otros.

Después de estas voces indispensables vienen las que sólo

pueden considerarse como útiles. Entre éstos ocupan el primer lugar los

* El número aparece en el original, pero no tiene en el manuscrito la correspon-

diente aclaración a pie de página. No advertimos tampoco que remita al pa-

rágrafo 1 de las Lecciones propiamente dichas.

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adjetivos, o modificativos, porque aumentan el número de sujetos, y el

de los atributos según se juntan con los sustantivos o con el verbo ser.

Los adjetivos se forman o de los sustantivos dando a éstos la

forma atributiva; o de los verbos que los comprenden, separando de

ellos la forma de existencia. De ciertos adjetivos pueden formarse des-

pués nuevos nombres, y aun nuevos verbos.

Los adjetivos son de dos especies: o modifican la idea en su

comprensión, o en su extensión. En el 1er. caso añaden o quitan algu-

nas ideas, a la idea principal: en el 2º determinan el número de objetos

a que se aplican, y el modo de considerarlos. Sólo los sustantivos pue-

den ser modificados en su extensión.

Para que el pensamiento sea exacto, y para que el discurso lo

exprese de un modo cabal, es preciso siempre determinar la extensión

de los nombres antes de modificar su comprensión, hacerlos sujetos de

proposiciones. Pero esta necesidad cesa cuando se hace adverbialmente

con los nombres propios.

Los latinos tenían adjetivos determinativos que algunas veces

dejaban de usar; en nuestro idioma se emplean [en] muchas ocasiones

inútilmente. Estos adjetivos debieron ser los últimos que se inventaron,

y no es fácil hallar su principio. Se dan muchos nombres diferentes a

voces que hacen este mismo oficio: respecto a los nombres, todos de-

ben seguir las variaciones a que se refieren.

La preposición es una de las palabras más importantes y des-

empeña un rol muy especial en el lenguaje. Si no entra como elemento

en todas las demás voces, llega con mucha frecuencia a ser parte de ella.

Muchos adjetivos, muchos verbos adjetivos y muchos adver-

bios necesitan que se le agregue el nombre de otra idea, para formar

una idea completa. Las preposiciones son las que enlazan estas ideas,

las que ligan la idea complementaria con la principal.

En algunas lenguas hacen este oficio en todo, o en parte las

sílabas finales, llamadas casos: de un modo semejante al que sirve para

indicar los géneros, y los números; los modos; los tiempos, y las perso-

nas.

Pero todas esas mismas sílabas, así como las que forman los

compuestos y derivados de las voces primitivas y radicales, son en ri-

gor preposiciones, ora se incorporen a las voces que modifican, ora

permanezcan separadas. Sin embargo, sólo en este último caso son ele-

mentos particulares de la proposición.

Aunque no siempre pueda encontrarse la etimología de las

preposiciones, es indudable que todas se derivan de sustantivos o de

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adjetivos por abreviación, y son necesariamente indeclinables, puesto

que no tienen más relación con el antecedente que con el consecuen-

te. Un adjetivo que tiene sentido relativo, y no se declina es una

preposición.

Consideremos ahora las palabras invariables, o partes indecli-

nables del discurso. En esta clase las primeras son los adverbios, y se

derivan de los sustantivos, o de adjetivos. Son voces elípticas, cuya fun-

ción característica es expresar de un modo abreviado, una idea que no

podría representarse sino por medio de una preposición, y su régimen,

o complemento. Así decimos sabiamente, en vez de, con sabiduría: de-

cimos aquí, en vez de –en este lugar, etc.

Los adverbios modifican la significación de los verbos y son

sus verdaderos adjetivos, como lo indica su mismo nombre. Modifican

también al adjetivo y aún a otros adverbios pero nunca al sustantivo,

siendo tantas y de tan diversas especies las palabras que pueden

abreviarse, es también grande el número de los adverbios, y sus clases.

Son palabras útiles, no elementales, ni necesarias, y así es que en algu-

nas lenguas se hallan adverbios que no se encuentran en otras.

La conjunción es una palabra conectiva, como lo es la pre-

posición, y en este carácter liga no sólo las palabras sino las proposi-

ciones entre sí. Cuando decimos los jóvenes estudian, y se instruirán,

la conjunción y no sólo afirma un hecho, sino que anuncia otro que

le ha de seguir.

Se ve pues que son elementos del discurso pero no de la pro-

posición, porque expresan una toda entera como la interjección pero

con la diferencia de que la que expresa la conjunción no tiene sentido

absoluto, sino que supone siempre un antecedente y un consecuente.

Uno y otro son proposiciones completas, aunque parezcan simples ele-

mentos de ellas.

Cualquiera conjunción encierra por lo mismo implícitamente

dos veces la conjunción que; cuando así no sucede se convierte en un

adverbio. Que es también adverbio, y a él deben su propiedad conjun-

tiva todos los que toman ese carácter: del mismo modo que los

adjetivos deben su calidad de verbo, al adjetivo siendo. Esto depende

de que la significación propia del adverbio que es expresar que el ver-

bo a quien se junta está ligado con otro de un modo definido, con una

proposición; como la significación propia del adjetivo siendo, es expre-

sar la existencia.

Es verosímil que la invención de las preposiciones condujo a

la del adverbio que. Después de haber dicho el libro de Pedro, es muy

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fácil añadir que leo: voy a tu casa, que está muy lejos, etc. La palabra

que, es más propiamente una preposición que un adverbio. Su antece-

dente, y su consecuente son proposiciones completas, mientras que un

adverbio encierra siempre un complemento determinado.

Pueden considerarse como una especie de conjunciones los

llamados pronombres relativos; que hacen un elemento particular del

discurso. Que –relativo– cual, quien, cuyo se componen de la conjunción

que, y del adjetivo determinativo el, reuniendo las funciones de uno, y

otro. Se diferencia de las conjunciones en que tiene siempre un nom-

bre por antecedente, y por lo mismo su consecuente es una proposición

incidental, nunca subordinada.

También se diferencia de los adjetivos. 1º en que pudiendo ser

sujeto, o atributo de la proposición incidental que enlaza con su ante-

cedente, concuerda con éste en género y en número. 2º en que no es

él sino la proposición que le sigue quien modifica la extensión, o la

comprensión de su antecedente.

En la clasificación que hemos hecho de los elementos de la

proposición, no hemos mencionado el participio y el artículo, porque

uno y otro pueden reducirse a los adjetivos; y el primero no hace más

que calificar el nombre, [por ejemplo,] precepto obedecido, lección es-

tudiada; y el segundo o lo determina –el árbol, la casa– o señala su

misma indeterminación: unos árboles, unas casas.

No hay más especies de palabras: observemos ahora las leyes

que rigen su combinación.

� Conferencia 3ªConstrucción de las proposiciones. Sintaxis.

No teniendo un signo particular para cada idea; preciso nos

es muchas veces reunir diversas palabras para expresar una sola idea.

Entonces cada una de ellas tiene dos representaciones, uno absoluto

[una absoluta], otro relativo [otra relativa] y dependiente de la posición

que ocupa, de las modificaciones que experimenta, y de algunos signos

destinados a enlazar todos los otros entre sí. Tal es el origen y el objeto

de la sintaxis que se subdivide en tres partes: concordancia y su régimen;

las reglas sobre una y otra forman la construcción.

La expresión del pensamiento o es simple, o es compleja. En

el primer caso las tres partes elementales, tienen entre sí una relación

de identidad: –la flor es olorosa. En el segundo hay [,] además de esa

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relación de identidad, otras de dependencia, entre las partes esenciales

y las accesorias: La flor que me diste es olorosa. Las reglas de la concor-

dancia y del régimen forman las de la Construcción.

La concordancia no es otra cosa, que la manifestación de la

identidad de las ideas, por medio de una semejanza apropiada en las

palabras. No puede haber más concordancia que la del sustantivo con

el adjetivo, o con el verbo, porque son las únicas ideas en que puede

encontrarse identidad.

El régimen comprende las explicaciones de las partes esen-

ciales: y puede ser simple, o compuesto. Es simple cuando la palabra

que lo designa está incorporada a la frase sin ninguna intermedia: –la

ciencia da poder–. El régimen se llama compuesto, cuando entra en la

frase por medio de alguna palabra que lo liga a las que son esencia-

les en el discurso.

Esas palabras pueden ser o preposiciones, como –los placeres

morales, son preferibles a los de los sentidos: pueden ser conjunciones:

vg. adoro el poder supremo, que crió [creó] todas las cosas: y pueden

ser adverbios; por ejemplo: cumplid vuestra palabra inviolablemente.

Puede también dividirse el régimen, en mediato, e inmedia-

to. Este importa la ligazón con palabras esenciales; y aquel con voces

accesorias.

De la observancia de las reglas de concordancia, y de régimen

resulta la construcción. Ella es natural siempre que se conforma al

modo de sentir del que habla; pero sólo es directa cuando sigue el or-

den que las ideas tienen por sí mismas en la operación de juzgar. Si ese

orden se invierte, la construcción es inversa.

En nuestros juicios lo primero es el sujeto que nos ocupa, y

enseguida la calidad que le atribuimos: es decir el sujeto, y el atributo

unidos ambos por la afirmación. En la proposición se manifiestan esas

ideas por el sustantivo y por el adjetivo, ligados por el verbo ser, o por

sólo el verbo cuando contiene un adjetivo. Después de estas palabras

esenciales, vienen las que expresan ideas accesorias, cuya colocación

depende de su importancia.

Este orden en nuestras ideas es de tal importancia, que res-

tableciéndolo en una frase inversa por oscura que ella sea, aparece en

una completa claridad.

Las modificaciones que se hacen en ciertas voces son también

un medio de sintaxis. El sustantivo es la única voz variable por su na-

turaleza misma (conferencia 2ª) porque las alteraciones de su forma

tienen por motivo causas particulares, a saber –la designación del géne-

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ro, del sujeto, del número y la de su relación de dependencia con las

demás palabras. Esto es lo que se ejecuta o variando la sílaba fin[al], lo

que constituye los casos; o por medio de preposiciones. Todas las demás

voces no admiten más modificación que la necesaria para indicar sus

relaciones con el sustantivo. Estas variaciones es lo que constituye las

llamadas declinaciones.

Los adjetivos no tienen que expresar otra relación que la de

concordancia con el sustantivo expreso, o suplido, a que siempre se re-

fieren. Por eso deben indicar el género, y el número.

Pero necesitan indicar también a veces el grado, es decir, el

más o el menos de las calidades en el sujeto. De aquí la clasificación en

positivos, comparativos, y superlativos. El positivo es único: el compara-

tivo puede serlo de igualdad, superioridad, o inferioridad. El superlativo

es absoluto, o relativo.

Las modificaciones de grado se marcan, o por la terminación,

o valiéndose del adverbio. Nuestro idioma admite los dos medios.

La esencia del verbo es expresar siempre la afirmación, ora de

un modo abstracto, y general como en el verbo ser: ora de un modo de-

terminado como en los verbos adjetivos. Pero en primer lugar hace

sucesivamente los oficios de sustantivo y de adjetivo.

2º En [...] es susceptible de las mismas causas de variaciones

que convienen al uno, o al otro. En el estado de atributo no teniendo

que expresar más que las relaciones de Concordancia con el sujeto, que

siempre se halla en nominativo, es inútil que exprese los casos, y no es

necesario que designe los géneros; pero debe designar indispensable-

mente los números.

3º En cualquiera de sus estados es indispensable que desig-

ne los tiempos, es decir las épocas a que se refiere la enunciación; y los

modos que indican algunas ideas accesorias al verbo.

Los tiempos son tres; porque la inteligencia se coloca siem-

pre en el momento actual para medir su relación con el pasado, y con

el venidero. El presente no admite modificación alguna: designa siem-

pre el instante de la palabra que no puede dividirse, y por lo mismo

no hay ni puede haber más que un presente. Por el contrario [,] el

pasado, y el venidero, admiten el más o el menos, son susceptibles de

diversos grados y por lo mismo hay diversas clasificaciones de uno y

de otro tiempo.

Examinándolas en el verbo Ser, que es el auxiliar general, se

observará fácilmente que el pasado lo es o absolutamente, como –lle-

gué, vi, vencí; o indica como presente la significación del verbo con

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referencia a otro suceso pasado –llegué, cuando tú hablabas; o finalmen-

te designa que la acción estaba ya ejecutada cuando otra se ejercía.

El venidero indica igualmente que la acción o el suceso ten-

drá lugar, o de un modo absoluto, –como llegaré, venceré: o qué

sucederá cuando otro hecho se haya verificado: habré vencido cuan-

do llegues.

Las diferentes maneras de significar el verbo en los tiempos

designados constituye las clasificaciones llamadas modos. Se enumeran

generalmente cuatro –el indicativo designa la afirmación o la acción de

un modo absoluto; el imperativo le añade la circunstancia de que ella

será una consecuencia del precepto de quien habla. Por consiguiente

encierra dos ideas, una de tiempo presente y otra de futuro. Cuando la

idea de precepto, se convierte en súplica, entonces el venidero que

enuncia es una consecuencia accidental.

El modo subjuntivo encierra siempre una relación indetermi-

nada al tiempo. Las formas del indicativo más que las suyas propias son

las que designan la anterioridad, actualidad, o posterioridad. Enseñes, en-

señaríamos, enseñasen– nada determinan, si no van ligadas con un

juicio indicativo: vg. bueno es, que enseñes; contaban con que enseña-

ríamos; esperé que enseñasen.

El modo llamado infinitivo sólo expresa el verbo abstracta-

mente, sin designar tiempo, número ni persona. Parece presente en

quiero enseñar; pasado, en quise enseñar, venidero, en querré enseñar.

Pero en rigor los verdaderos tiempos son quiero, quise, querré; enseñar

no se diferencia de un sustantivo cualesquiera –vg. la enseñanza.

Algunos han pretendido añadir a las modificaciones del ver-

bo que hemos enumerado las llamadas voces activa y pasiva, transpor-

tando estas denominaciones de los idiomas Griego y Latino. Pero en

estos idiomas como en los idiomas modernos las voces son verdaderos

verbos distintos, como puede observarse descomponiéndolos en el ver-

bo ser y el adjetivo que encierran. El verbo oír por ejemplo contiene dos

adjetivos –oyente, y oído que no pueden confundirse. Pero esas clasifi-

caciones como las de personales, recíprocos y otras semejantes adopta-

das por los Gramáticos no alteran la naturaleza del verbo.

La Conjugación es la modificación hecha en las sílabas fina-

les para expresar una relación de tiempo, de modo, de número, de

persona. Conjugar pues un verbo no es más que hacerle tomar la for-

ma que conviene a la expresión de nuestro pensamiento actual.

La conjugación pues, es tanto más perfecta, cuanto mayor sea

el número de ideas accesorias que se expresan por medio del cambio

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de la terminación, sin necesidad de emplear palabras auxiliares. Esta

falta en los idiomas los menos perfectos; por eso el Latino es conside-

rado más perfecto que los idiomas modernos, y lo es más aún el Griego

porque no tiene que recurrir como aquél al auxiliar como para la for-

mación de los tiempos.

El verbo es pues la palabra más importante, y la más compli-

cada, porque comprende en cada una de sus formas –vg. enseñaba–

cuatro ideas diferentes: la del sujeto, o la persona; su calidad o atribu-

to; la afirmación del atributo, y la referencia al tiempo. Si el verbo está

en el modo subjuntivo añade aun una circunstancia a que está ligada

la afirmación.

La unión de las diversas palabras se ejecuta por medio de las

preposiciones, de las conjunciones, o de las pausas. Se han designado

ya los objetos de las dos primeras; por lo que respecta a las pausas, que

son indispensables en toda emisión de signos, es evidente que contri-

buyendo a separar los pensamientos unos de otros, contribuyen a darles

distinción y claridad.

En este examen hemos seguido el orden genealógico de nues-

tras ideas, al examinar cómo ha ido desarrollándose la palabra de su

elemento primordial que es el grito, o el gesto: y es bien manifiesto que

los idiomas se forman, y se perfeccionan por el análisis del pensamiento;

después de lo cual ellos mismos reflejan su acción sobre aquél, y se

convierten en métodos analíticos.

� Conferencia 4ªDe los signos durables de nuestras ideas.

Hasta aquí nuestras observaciones se han dirigido a todos los

lenguajes posibles; porque siendo todos la representación del pensa-

miento, no puede haber ninguno en que no se encuentre analogía con

los elementos de la proposición, y con los medios de sintaxis que he-

mos mencionado.

Pero aunque todos los signos naturales de nuestras ideas sean

fugaces y transitorios, hay sin embargo algunos que pueden convertir-

se en signos durables y permanentes. El lenguaje de acción, aunque se

convierta en un lenguaje artificial no se presta ni a comunicar el pen-

samiento a la distancia, ni de lugar, ni de tiempo. Preciso fue pues dar

a los signos perpetuidad, y hacerlos, por decirlo así transportables. De

aquí los monumentos, las fiestas, las ceremonias, y representaciones de

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todas especies. Mas todos esos medios eran todavía imperfectos; trans-

portaban el pensamiento en globo, no revelaban sus detalles, que por lo

mismo debían alterarse y perderse en las distancias, y en la serie de los

tiempos. Representaron pues en vez de sus ideas, los signos de ellas mis-

mas: crearon el lenguaje escrito, que es la representación del lenguaje

de acción, o del lenguaje oral.

El gesto se presta poco y difícilmente a ser convertido en un

sistema de signos; porque exige una serie de figuras complicadas que no

podrían reunir nunca la claridad, y la exactitud, a la facilidad de la co-

municación.

El lenguaje compuesto de sonidos, capaz de ser representado

por los mismos medios, es susceptible de otro género de expresión.

Pueden representarse los sonidos mismos, en vez de significarse las

ideas: y de estos dos aspectos nació primero la escritura jeroglífica y

simbólica, convertida después en escritura silábica y alfabética.

Estos dos medios se diferencian por la naturaleza misma de

la operación, por el modo de ejecutarla, y por los efectos que de ella

resultan. La escritura jeroglífica es como una mera traducción del len-

guaje; al paso que con la escritura propia ella viene a ser una simple

nota de cada sonido. Para ejecutar la primera es indispensable poseer

dos lenguas igualmente ricas: la lengua oral y la lengua que podemos

llamar de la vista; mientras que para rectificar la segunda basta distin-

guir un cierto número de sonidos, y reconocer algunos caracteres.

Finalmente, con los jeroglíficos no se puede representar más que la len-

gua vista para que ha sido creada, nunca podemos estar seguros de

haberlo hecho con exactitud; y no pueden notarse las alteraciones que

sufre una y otra lengua con las distancias de los lugares, y de los tiem-

pos.

De estas imperfecciones inherentes a la escritura jeroglífica re-

sulta atraso completo en la masa del pueblo; cortos progresos en las

ciencias; incomunicación casi absoluta y por consiguiente pérdida de los

conocimientos adquiridos, y respeto supersticioso a la antigüedad. Esto

se ve en los antiguos Egipcios, y en los Chinos; y ello prueba que con

caracteres jeroglíficos, apenas puede adelantarse más que no teniendo

ninguno. Es verosímil que la casualidad sola, fue quien determinó la

elección de la pintura, o de la música para la escritura: pero esa casua-

lidad fijó para siempre el destino de las naciones.

La escritura común es la que debe ocuparnos al presente. Al-

gunos la han dividido en silábica, y alfabética; pero en rigor ambos

métodos se combinan, y en las lenguas modernas se encuentran fre-

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cuentemente. La de nuestro idioma es la menos imperfecta, y para co-

nocerlo analicemos la palabra de que es representación.

Toda palabra es compuesta de sonidos; y cada sonido forma

una sílaba natural. La sílaba es representada por un solo signo, o por la

combinación de diversas letras. De aquí la distinción de éstas en voca-

les, y consonantes. Estas últimas han sido subdivididas en otras diversas

clasificaciones que consideramos de poca importancia.

En todo sonido, o emisión de aire conviene distinguir la voz,

la duración, el tono, el metal, y la articulación. La voz es la modificación

del sonido que lo hace ser a más bien que e, o i, y cuya representación

se hace por medio de las vocales. La mayor o menor duración de estos

mismos sonidos constituye la cantidad, y es designada por signos espe-

ciales llamados acentos. El es más pronunciado en las primeras épocas

de una lengua y se debilita a proporción que se sueltan los órganos, o

que la lengua se perfecciona. Contribuye también a disminuirlo, y aun

hacer que se pierdan, el uso de los signos permanentes, por la dificul-

tad de notarlo con exactitud por medio de ellos: mientras que el hábito

de hablar en público, contribuye necesariamente a conservar en una

lengua, un carácter más marcado de la cantidad.

Pero la cantidad no es absoluta sino relativa; es decir que no

importa la duración de un número fijo de instantes, sino la más o me-

nos duración de unos con respecto a otros. Así se ve que algunos

hombres hablan con más o menos velocidad que otros o que una mis-

ma persona habla con más o menos rapidez en diversas circunstancias,

sin que por esto altere la cantidad de las sílabas.

Esta ha desaparecido casi enteramente en nuestro idioma;

pero se advierte sin embargo en los siguientes ejemplos, y otros seme-

jantes. ¿Por qué no te instruyes?.....Porque no tengo medios. El me dio el

libro. Tu tienes la culpa de las desgracias de tu patria. Una observación

atenta nos haría notar también la diferencia entre estas palabras –cota,

costa, consta, contra; alto, autor [,] etc. y estos ejemplos demuestran que

la pronunciación carga sobre los diptongos, y sobre las vocales seguidas

de dos consonantes; lo que por otra parte, es una consecuencia nece-

saria de la naturaleza misma de la pronunciación.

El tono no es otra cosa que la mayor o menor elevación de

la voz, el ascenso o descenso de ésta, sus varias inflexiones bien sea en

las diversas sílabas que forman una palabra, o bien en las diversas par-

tes que constituyen un discurso. El tono hace que un sonido sea agudo

o grave: y aunque suele llamarse acento, dividiendo [dividido] en

prosódico, oratorio, músico; provincial, etc. [,] bajo este aspecto es más

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bien una combinación del tono con la duración de la voz, que una ca-

lidad particular del lenguaje.

El metal es referente a la cantidad del sonido, y así se distin-

gue la voz de un niño de la de un hombre, y la de cada uno de éstos

entre sí.

La articulación finalmente depende de la influencia de los ór-

ganos de la voz sobre los sonidos primitivos, o vocales, de suerte que

introducen en ellos una modificación.

Todas estas diversas circunstancias deben ser representadas en

la escritura, y lo son con más o menos exactitud por medio de las le-

tras y por los signos especiales que designan la cantidad y las pausas.

Esta constituye lo que se llama puntuación que de cierto no puede ser

arbitraria. Su objeto es distribuir los signos convenientes de modo que

indiquen las diversas partes del discurso. El análisis del pensamiento

debe dirigir aquélla y por lo mismo no puede ser arbitraria. Pero la

única regla general que puede darse se reduce al examen atento de la

frase, y a la observación de su dependencia más o menos inmediata, con

las que la anteceden y la siguen.

Colegio Nacional: mayo 14/850

L. J. Peña

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LECCIONES DE FILOSOFÍAREDACTADAS PARA EL USO

DE LOS ALUMNOS DE LAUNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

POR L. J. P. 1827

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�LECCIONES DE FILOSOFÍA

� Introducción

Difícilmente se encontrará una voz ni más usada ni de una

significación menos precisa que la palabra Filosofía. Si atendemos a su

origen no importa más que el amor a la sabiduría o la dedicación a las

ciencias. Mas ¿será preciso cultivarlas todas y emprender el estudio del

hombre, del universo entero y aun de la divinidad misma como han

pretendido algunos para merecer el titulo de Filósofo? ¿O bastará para

ello dedicarse particularmente a alguna, y cuál deberá obtener la pre-

ferencia? He ahí dos cuestiones cuya solución es indispensable para fijar

el significado de la palabra Filosofía.

Por lo que respecta a la primera es indudable que las facul-

tades limitadas del hombre no son capaces de abrazar toda la inmensa

extensión de la naturaleza y elevarse hasta conocer la de su autor. Se-

ría preciso renunciar al deseo de adquirir el título de filósofo si éste sólo

hubiera de obtenerse a tan alto precio. Sólo nos resta pues resolver la

segunda cuestión, sobre la cual debemos confesar que no nos creemos

autorizados para decidir definitivamente sobre ella, ni con derecho para

determinar lo que debe entenderse por una voz a que cada uno da la

significación que cree más propia. Nos será permitido sin embargo

manifestar la que nosotros le damos conformándonos con la opinión de

un célebre escritor de nuestros días.

Todos los conocimientos de que es capaz el hombre por

grande que sea su número y diversos que parezcan sus objetos, pue-

den considerarse bajo dos puntos de vista. Porque o examina los

objetos que están fuera de sí mismo, o se dedica al estudio de lo que

pasa en su interior, de lo que experimenta en su propio individuo. En

el primer caso el orden del universo y la infinita variedad de fenóme-

nos que de él resultan es el objeto de sus investigaciones, y este

estudio le hace merecer el nombre de Físico. En el segundo contem-

pla los fenómenos de la sensibilidad y del pensamiento y entonces le

llamamos Filósofo.

La Filosofía pues no es para nosotros más que el estudio de

nuestra inteligencia, el análisis de nuestro pensamiento, la observación

constante de cuanto pasa en nosotros cuando pensamos, hablamos o

raciocinamos. Esta ciencia ha sido designada con diversos nombres, y

entre los modernos se le da generalmente el de Ideología.

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Cualquiera que sea el que se adopte nos basta haber dado

a conocer el que nos ocupa al presente. Sentimos desde luego la des-

proporción que existe entre nuestras fuerzas y el peso que se nos ha

impuesto. El estudio de nuestras facultades y de nuestros medios ha

sido en todos [los] tiempos el objeto de las tareas de los talentos más

singulares, y de los más sublimes ingenios. Sin remontarnos a épocas

muy distantes de la nuestra, Condillac, Destutt de Tracy y Laromiguière

son no menos acreedores a nuestra admiración que a nuestro recono-

cimiento. Ellos nos servirán de guía en la carrera que emprendemos y

sus luces suplirán la debilidad e imperfección de las nuestras. Sin

embargo ni a éstos ni otro alguno juramos una deferencia ciega. La

razón sola será la que obtenga la nuestra, y donde quiera que la des-

cubramos, le tributaremos los homenajes que se merece. Nuestras

facultades intelectuales se presentan a nuestro examen bajo tres

respectos: primero, en su naturaleza; segundo, en sus efectos; tercero

en sus medios. Al examinarlas bajo el primer punto de vista, recono-

cemos los diversos sistemas que se han adoptado para explicarlas, y la

observación exacta de lo que pasa en nosotros mismos nos hará co-

nocer lo que hay en aquellas conforme o contrario a la verdad. El

estudio de nuestras facultades sería enteramente estéril e infructuoso

si no fuese seguido del de estas mismas puestas en acción y conside-

radas en sus operaciones, o en los efectos, que producen. Es en éstos

que debemos observarlas, para deducir el modo de dirigirlas, a fin de

adquirir todas las ideas de que somos capaces. De aquí nace natural-

mente la necesidad de emplear los medios que ellas mismas nos

suministran a este objeto y de emplearlas de modo que faciliten y den

energía a su acción.

He ahí los diversos ramos que deben abrazar nuestras leccio-

nes. El conocimiento de las facultades del alma y de sus operaciones

formarán nuestra Ideología. Mas como éstas o pertenecen al entendi-

miento o a la voluntad, las primeras harán nuestra Metafísica, las

últimas la Moral. Descenderemos después a la Lógica que es respecto de

nuestro entendimiento, lo que la Mecánica respecto de nuestras fuerzas.

Concluiremos con la Retórica en la que daremos los preceptos más ge-

nerales para expresar nuestras ideas con aquellos adornos que no sean

ajenos de la precisión y claridad que debe caracterizarlas.

No debe esperarse que en la ejecución de este plan entremos

en detalles demasiado prolijos y analicemos las diversas cuestiones que

él abraza, por todos los aspectos que pueden presentarse. Además de

que esto sería ajeno de un curso destinado a dar a la juventud las pri-

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meras nociones de esta ciencia no debe olvidarse, que los límites que

se nos han prescripto son demasiado estrechos.

Antes de todo creemos oportuno desvanecer la objeción que

se nos podría hacer sobre el orden con que nos proponemos tratar las

diversas ramas de la Ideología. Dar principio (se ha dicho impugnando

a Destutt de Tracy) por un examen completo del modo de adquirir las

ideas [,] es sumir a los jóvenes en investigaciones propias de talentos

robustecidos por las reglas del discurso. Esta observación mayor fuerza

adquiere, si se considera, que nada hay que estimule su curiosidad en

un estudio que parece ser el resultado de las demás a que se dedica el

hombre.

Nosotros observamos en primer lugar que toda la fuerza de la

objeción se hace consistir en la dificultad que ofrece a los jóvenes este

estudio, o más bien en la incapacidad en que se supone a éstos para

dedicarse a él sin haber sido instruidos antes en las reglas de la Dialé-

ctica. Creemos por lo tanto que no se desconoce, que la marcha seguida

por Destutt de Tracy y Laromiguière, es la que debería adoptarse como

la más natural, si no se presentase aquella dificultad insuperable, y a la

verdad ¿cómo puede desconocerse que estudiar la formación de las

ideas antes que su deducción, es hacer obrar el pensamiento antes de

averiguar si puede reglarse su acción? ¿es discurso antes de pensar en

las reglas del discurso? ¿Y podrá negarse que esta es la marcha indica-

da por la Naturaleza? ¿A quien le habría ocurrido fijar reglas a la acción,

antes de haber obrado? Ello es indudable, que toda práctica es anterior

a las teorías. Los hombres han discurrido y han discurrido bien antes de

crear la Lógica. Han formado las lenguas sin pensar en las gramáticas;

y han escrito poemas, antes de haber imaginado que pudiese haber una

arte poética.

Mas hoy se nos dirá que existe ya la teoría [que ya que existe

la teoría], será oportuno hacerla preceder a la práctica, pues de este

modo, facilitando su ejecución se ahorrará un tiempo considerable. Cree-

mos todo lo contrario, las reglas se conciben mejor, se fijan más en el

espíritu cuando éste está acostumbrado de antemano a practicarlas. Esta

verdad [,] que no puede ponerse en duda [,] adquiere nuevos grados de

luz y claridad respecto de los jóvenes. Basta haberlos observado con algu-

na detención en el curso de sus estudios para conocer, de que sus

progresos están en razón directa de lo que aquéllos tienen de práctica.

En vista de esto no acertamos con la razón que ha hecho in-

cluir a la Metafísica en el número de las ciencias que exigen un espíritu

versado en todas las reglas de la Dialéctica, mucho más no siendo ya en

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nuestros tiempos (como se ha observado muy bien) una ciencia funda-

da en principios enteramente abstractos, y teorías fantásticas, sino una

ciencia, que parte de hechos innegables y reconoce por base verdades

sentimentales.

Y ¿qué estudio puede ofrecerse a los jóvenes que halague más

su curiosidad natural? Yo pienso, dicen todos, tengo ideas; pero ¿qué es

pensar, qué es tener ideas, y cómo se adquieren éstas? He ahí algunas

de las cuestiones que se ofrecen al menos reflexivo, cuestiones que ha-

cen al objeto de la Metafísica.

Pero demos que los jóvenes no encuentren en esta ciencia

motivos que halaguen su curiosidad, y además sea superior a su re-

flexión: ¿no militan respecto de la Lógica los mismos y aun mayores

inconvenientes? ¿Qué se encuentra en ella capaz de excitar la curiosi-

dad? No creemos que sea la multitud de reglas para formar silogismos

de todas especies y en todas las figuras. Por lo demás, es necesario ha-

cer de la Lógica frecuentes transiciones a la Metafísica, y suponer

principios que sólo en ésta pueden desenvolverse completamente, para

deducir las reglas que se quiere establecer.

Es preciso pues convenir en que el hacer preceder la Lógica

a la Metafísica, no disminuye las dificultades que se quieren evitar, y en

consiguiente no hay una razón para privar a los jóvenes de las ventajas

que reportarán, metodizando sus estudios por el plan que hemos adop-

tado. El no es nuevo, y cuenta en su favor los nombres de los Filósofos

de mayor nota. En nuestros tiempos Destutt y Laromiguière lo han pues-

to en práctica. Condillac le da también la preferencia; y el mismo

Descartes dice «Que la Filosofía debe empezarse por la Metafísica, que

contiene los principios del conocimiento». Nada creemos pues aventu-

rar decidiéndonos por un método, en cuyo favor hablan la razón y el

testimonio de los mejores maestros de las ciencias.

Entremos ya, amables jóvenes, en la nueva carrera a que os

habéis dedicado, bien persuadidos que nada encontrareis en ella que sea

superior a vuestras fuerzas. Estudiemos lo que pasa en nosotros cuan-

do pensamos, hablamos, y raciocinamos. Pero aunque estas tres

operaciones andan casi siempre unidas, estudiémoslas separadamente y

en detalle para conocerlas con más claridad y penetrar de este modo los

más ocultos secretos de nuestra inteligencia. Las ventajas que reportareis

de este estudio son tan fáciles de percibir, que he creído deber dejar a

vosotros mismos el juzgar de ellas. Yo sólo me permitiré recordaros que

es el hombre el objeto de vuestro estudio: y que no puede haber otro

más digno en la Naturaleza, ni más útil al hombre.

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PARTE PRIMERA

De las facultades del almaconsideradas en su naturaleza

� Lección PrimeraNecesidad de examinar estas facultades en sí mismas

1. Las operaciones que transforman un ser sensible en racio-

nal e inteligente, y que de una condición puramente animal lo elevan

a la dignidad de hombre, son, hemos dicho, el objeto de nuestro estu-

dio; y ha sido también el de las más profundas meditaciones de los

Filósofos. Todos han conocido la necesidad de reglar nuestras faculta-

des, y de conocerlas para arreglarlas.

2. Así como el mejor instrumento músico en una mano inex-

perta no puede producir sonidos ordenados y agradables al oído, sino

una armonía monstruosa; del mismo modo las facultades del espíritu no

producirán más que confusión y desorden, si ignoramos cuál es su na-

turaleza, cuáles sus efectos.

3. Un objeto tan interesante para nosotros no podía menos

que arrebatar toda nuestra atención; mas después de tantas y tan repe-

tidas investigaciones de los Filósofos no necesitaríamos dedicarnos a

otras nuevas, si en vez de consultar a la imaginación que se complace

en formar sistemas [...], combinaciones sobre las posibilidades, se hu-

biese consultado la experiencia que siempre parte de los hechos, y

reconoce por base la realidad de las cosas. El sistema intelectual se ha

formado de mil modos diferentes, se han procurado adivinar los resor-

tes que lo ponen en acción; pero no debía haberse empezado formando,

ni adivinando, sino observando.

4. Hubo, es verdad, algunos Filósofos que siguiendo el ejem-

plo de los Físicos posteriores a Galileo, y los consejos del célebre Bacon,

veían extenderse cada vez más los límites de la ciencia, y sintieron al

fin la necesidad de estudiar al espíritu humano en sí mismo, sometién-

dolo a un curso regular de experiencias, como se había sometido el

mundo material.

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5. Desde entonces la Metafísica cambió enteramente de as-

pecto, las ideas sustituyeron a las palabras y debían verse nacer de algún

sentimiento. Las que no pudieron sufrir esta prueba quedaron desterra-

das para siempre; el número de cuestiones ininteligibles se disminuyó

de día en día; y la ciencia, libre del enorme peso que gravitaba sobre

ella, avanzó rápidamente.

6. Pero por más obstáculos que se hubiesen vencido, restaban

aún otros nuevos que vencer. La teoría de las ideas era en algún modo

conforme a la razón; no así la de las facultades productivas de aquellas

mismas. El espíritu se conducía bien, pero no estaba seguro de hacerlo

porque ignoraba el artificio que lo dirigía en sus operaciones. Se tuvie-

ron sistemas más o menos satisfactorios sobre el origen de nuestros

conocimientos, sobre su certidumbre, sus límites, su extensión; mas no

se pensó en reducir a sistema las facultades a que las debíamos. Lejos

de penetrar las relaciones que las unen entre sí, se creía que muchas

eran opuestas en su naturaleza. Se ignoraba, o al menos no se tenía pre-

sente, que en el conocimiento de las facultades del alma como en

cualquier otro, todo es ligazón, orden, armonía, sistema, que el espíritu

no puede enriquecerse con nuevos conocimientos, no puede gozar, dis-

poner de ellos, ni aun conservarlas, sino a proporción que los ordena,

los regulariza, los simplifica, y los hace tender hacia la unidad.

7. Entre todos los Filósofos así antiguos como modernos,

Condillac es el primero que ha creído que en el estudio del espíritu

humano todo debe reducirse a un solo principio, que en la infinita va-

riedad de sus transformaciones ofrece todos los fenómenos de la razón

y del pensamiento, así como en la mecánica todo se reduce a las leyes

de la palanca. El ha procurado dar a este problema fundamental de la

Filosofía una solución exacta y regular. Los que le precedieron creían

haberlo resuelto, resolviendo la cuestión sobre el origen de nuestras

ideas. Nadie se ocupaba del principio de muchas facultades, nadie pro-

curaba notar el orden que observan entre sí y con que se nos manifies-

tan; porque se confundían las causas con los efectos, las facultades con

las ideas.

8. Condillac ha separado estas dos cuestiones, y al buscar el

principio de nuestros conocimientos, ha distinguido la teoría de las fa-

cultades de la de sus productos. Este Filósofo conviene con otros

muchos en hacer derivar las ideas de las sensaciones, mas se distingue

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de todos los que le precedieron en reconocer aquellas mismas como

fuente de nuestras facultades; y después de mostrar el principio de don-

de arranca, ha manifestado también la necesidad de estudiar la

generación de unas y otras.

9. Y en efecto, si no se conociese esta generación, si no se exa-

minasen cómo nacen sucesivamente las ideas de las ideas, las facultades

de las facultades, todo sería aislado; no se conocería orden ni dependen-

cia entre unas y otras; no estarían reducidas a un sistema, ni por

consiguiente a una verdadera ciencia. La ciencia no consiste tanto en el

número de conocimientos, cuanto en el orden y relación que éstos guar-

dan entre sí; de suerte que de una idea seamos fácilmente conducidos

a las que la preceden o la siguen, y veamos de una sola mirada la más

larga serie de deducciones posible, la cadena más extensa de verdades.

10. El espíritu no se satisface con poseer únicamente princi-

pios, porque éstos no bastan a sus necesidades. Nada más común hoy

que saber que el movimiento real de la tierra, es el principio de todos

los movimientos aparentes de los cuerpos celestes; y con este conoci-

miento se puede ser muy ignorante en Astronomía. Bien puede saberse

que en Aritmética todo se reduce a la composición y descomposición de

los números; o para hablar con Condillac, todo es en su principio

digitación, sin que por eso se sepa mejor calcular. Conocidos los prin-

cipios es necesario estudiar su desenvolvimiento sucesivo, para adquirir

verdaderos conocimientos.

11. El origen y generación ya de las facultades del alma, ya de

las ideas, tendrán un gran lugar en nuestras lecciones. En ellas se pre-

sentará la ocasión de examinar, si estas dos célebres proposiciones –Las

facultades del alma no son más que la sensación; las ideas todas nacen

de la sensación, o de la reflexión– deben ser administradas sin restric-

ción alguna, y con la generalidad que ellas expresan.

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� Lección SegundaSistema de Condillac sobre las facultades del alma

12. La primera proposición de las que notamos antes (11)

encierra como en compendio toda la doctrina de Condillac sobre las

facultades del alma; y es el resultado del análisis que ha hecho de ellas.

Según este Filósofo la sensación recibe tantas formas cuantas son las

facultades que reconoce, y en cada una adquiere un nuevo carácter. Si

nos es permitido usar en esta materia de una comparación tomada de

la Física, la sensación es, respecto de las demás facultades, lo que la

helada respecto del agua y de los vapores. Entremos a observarlo en los

detalles.

13. En el cap. 7 de su Lógica, part. 1ª., después de establecer

la necesidad de estudiar nuestras facultades, para poder adquirir cono-

cimientos, entra a hacer el análisis de la de sentir, en la cual dice, se

hallan incluidas todas las demás. Y desde luego no basta sentir para

conocer un objeto, es preciso sentirlo sólo y exclusivamente; es preciso

distinguirlo de todos los que no son él y todo esto es lo que hace el alma

por medio de la atención.

14. La atención puede dirigirse hacia dos objetos para obser-

varlos entre sí, y comparar el uno con el otro. De aquí nace una nueva

operación, una nueva facultad, que se distingue con el nombre de com-

paración, y que no es más que una doble atención, una doble sensación.

15. De la comparación resulta necesariamente el advertir se-

mejanza o desemejanza entre dos objetos sobre que se versa, y de

consiguiente el juicio.

16. Cuando por una serie de juicios conoce el alma una serie

de relaciones, parece que su atención reflecte de unas a otras, por eso

se dice, que reflexiona.

17. Si por esta operación se han advertido las diferencias que

existen entre varios objetos, por ella misma pueden reunirse en uno solo

las cualidades que se hallan dispersas en muchos; resultará entonces

una imagen de un objeto que sólo existe en el alma; y la reflexión que

la ha formado toma el nombre de imaginación.

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18. Un juicio que se expresa puede incluir otro que no se

manifiesta; y pueden pronunciarse dos sin pronunciarse el intermedio;

éste es un raciocinio.

19. Todas estas facultades están comprendidas en una más

general que se llama entendimiento.

20. Las sensaciones en cuanto representativas son el origen de

las facultades del entendimiento; si se consideran como agradables o

desagradables, harán nacer las operaciones que constituyen la voluntad.

21. Toda privación causa una sensación desagradable, es un

sufrimiento; y tanto mayor, cuanto se ha gozado ya alguna vez del ob-

jeto, de que uno está privado, entonces se experimenta una necesidad.

22. La necesidad cuando no es muy urgente, no causa un

verdadero dolor, sino un estado que puede llamarse desazón.

23. A consecuencia de éste nos movemos a obrar, a buscar el

objeto de que tenemos necesidad, he ahí la inquietud.

24. Una necesidad más viva aumentada tal vez por la imagi-

nación, que impele a todas nuestras facultades hacia el objeto, es

propiamente un deseo.

25. Las pasiones no son más que deseos habituales. Pero si

nuestros deseos van acompañados del juicio de verlos satisfechos, en-

tonces concebimos esperanzas. Y cuando la experiencia haya creado en

nosotros el hábito de no encontrar obstáculos a nuestros deseos, resul-

tará la voluntad. Suele también tomarse esta voz en un sentido más

extenso y se significa por ella la facultad que encierra en sí todas las

habitudes que nacen de la necesidad.

26. Finalmente la palabra pensamiento abraza a la vez las fa-

cultades del entendimiento y las de la voluntad.

27. Este es, según Condillac, el análisis más exacto que pue-

de hacerse del origen y generación de las facultades del alma. Todas

están como envueltas en la de sentir; y cuando se dejan sentir, bien sea

una por una, y como en detalle, bien todas reunidas y a la vez, aquella

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es la única que se descubre, aunque bajo distintas formas. El entendi-

miento, la voluntad, el pensamiento, no son más que modos de sentir,

o transformaciones de la sensación.

28. No puede negarse que este sistema presenta la cuestión

de las facultades del alma bajo un punto de vista igualmente claro que

sencillo. Se cree notar entre todas sus partes una unión, un encadena-

miento el más exacto y vigoroso. Sin embargo nosotros volveremos sobre

ellas más adelante, y entonces haremos las reflexiones, que creemos

nacer del examen atento de nosotros mismos, y del sistema propuesto.

� Lección TerceraSistema de Laromiguière. Se resuelve según él lacuestión sobre las facultades del alma

29. Volvamos a entrar en esta investigación, y para hacerlo sin

temor de abandonar la senda de la verdad, consultamos nuestra propia

experiencia. Observemos nuestro pensamiento desde la más ligera sen-

sación hasta el raciocinio más complicado; descompongámoslo en todos

sus elementos, y procuremos conocer cada una de sus partes para po-

der formarnos idea exacta del todo.

30. Cuando los rayos de luz reflectidos [reflejados] por algún

cuerpo vienen hasta nuestros ojos, el movimiento causado en la retina

se comunica al cerebro, y es seguido de la sensación de color de parte

del alma. Lo mismo sucede si un cuerpo sonoro comunica sus vibracio-

nes al aire, y éste las lleva hasta el órgano del oído, de allí pasan al ce-

rebro, y nacen las sensaciones del sonido. En general el gusto, el olfato,

y el tacto, son otros tantos órganos, por donde recibimos impresiones de

los objetos exteriores, que a su vez son seguidas de sensaciones parti-

culares a cada uno.

31. Tres cosas hay que observar con respecto a nuestras sen-

saciones: primera, la impresión causada por un objeto exterior en el

órgano que lo recibe: segunda, el movimiento del cerebro: tercera, la

sensación. El alma se modifica a consecuencia del movimiento del ce-

rebro, y este movimiento es producido por la acción de los objetos sobre

el órgano.

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32. En el momento que el alma siente, goza o padece, expe-

rimenta placer o dolor; no hay sensaciones indiferentes: y aunque las

hubiese podrían reputarse nulas puesto que ninguna influencia tendrían

sobre nosotros. Placer o dolor, son las consecuencias de todas las sen-

saciones; mas el alma no recibe del mismo modo modificaciones tan

opuestas. La experiencia de todos los momentos de la vida nos testifica

esta verdad; ella nos asegura que el alma obra de diverso modo en

ambos casos. Se esfuerza por retener y hacer duradera la sensación agra-

dable, al paso que procura alejar de sí la de dolor. De aquí resulta las

más veces un movimiento en el cerebro que es seguido de otro en el

órgano exterior, por el cual se dirige hacia el objeto, o se separa de él.

33. Hay pues dos series de acciones, pero colocadas entre sí

en un orden inverso: primero, acción de los objetos sobre el órgano; del

órgano sobre el cerebro; del cerebro sobre el alma. Segundo; [,] acción

del alma sobre el cerebro; del cerebro sobre el órgano; del órgano so-

bre el objeto, para atraerlo o repelerlo. En el primer caso aquellos dos

reciben el movimiento, y ésta, la acción; el impulso es de fuera hacia

dentro, y el alma permanece enteramente pasiva. En el segundo, la ac-

ción empieza en el alma, y termina en el órgano exterior; viene de

adentro hacia fuera, y el alma entonces es activa.

34. No se necesita más para cerciorarse de esta verdad que

notar una diferencia que todo el mundo conoce; y que los pueblos bár-

baros como los civilizados han marcado en sus lenguajes. ¿Quién ignora

que no es lo mismo ver que mirar; oír que escuchar; y en fin [,] recibir

la impresión mecánica de los objetos, que moverlos? El alma en el pri-

mer caso nada hace, todo se hace en ella; en el segundo al contrario [,]

ella es el principio de acción, ella es quien obra.

35. La experiencia pues nos obliga a reconocer en el alma es-

tos dos atributos –sensibilidad y actividad. La sensibilidad hace capaz al

alma de ser modificada, la actividad le da el poder de modificarse a sí

misma. Por consiguiente ésta [la actividad] es una verdadera facultad, no

así aquella [la sensibilidad], porque no da poder alguno. No es más que

una simple capacidad, a no ser que quiera llamársele facultad pasiva; ex-

presión, que es preciso confesar, envuelve una idea contradictoria.

36. Mas después de reconocer esta verdad, querrá tal vez sa-

berse ¿Cómo un movimiento del cerebro produce una sensación en el

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alma? ¿y cómo de la acción del alma resulta un movimiento en el cere-

bro? Además ¿si esta acción es inmediata sobre el alma, o sobre el

cerebro? ¿y si el alma necesita algún agente para obrar sobre sí misma?

Nuestra contestación a todas estas cuestiones será una sola. No sabe-

mos. Satisfechos con haber manifestado lo que creemos ver establecido

por nuestra propia experiencia, no tememos confesar nuestra ignoran-

cia desde el momento que ésta no puede sugerirnos las luces que

necesitamos. Sólo debemos advertir, que la palabra acción aplicada a los

órganos exteriores o al cerebro importa precisamente movimiento; pero

no cuando se refiere al alma.

37. Partiendo de estos principios no será ya difícil explicar el

sistema de nuestras facultades, el principio de donde arrancan todas, el

orden con que se suceden, el mismo en fin de los que componen el en-

tendimiento y la voluntad, o en general el pensamiento.

38. Entendimiento. Designamos con este nombre la reunión de

todas aquellas facultades o modos de obrar de nuestra alma, de que nos

servimos para adquirir conocimientos. Procuremos conocer éstas, y nos

será conocido aquél.

39. Desde luego no buscaremos el principio de nuestras facul-

tades en la que impropiamente se ha llamado facultad de sentir. Este

primer error nos conduciría a otros muchos, y el sistema todo fallando

por su base, se desplomaría por sí mismo. La sensibilidad, hemos dicho;

(35) no es un poder, una facultad, sino una propiedad puramente pasi-

va. Y ¿podrá hallarse en ésta el principio de todo lo que hay de activo

en nuestras modificaciones? No nos alucinemos; entre las sensaciones

y las facultades de nuestra alma no hay relación alguna; cualquiera que

sea la que exista entre aquellas mismas y nuestras ideas.

40. Y a la verdad, aunque la naturaleza haya dado a todos los

mismos sentidos; aunque todos hayan recibido las mismas impresiones

al menos de aquellos objetos que podemos llamar comunes, ¿qué dife-

rencia entre la inteligencia de unas, y la de otras? [¡qué diferencia entre

la inteligencia de unas, y la de otras!]. Hay hombres en quienes las

sensaciones parece que son momentáneas, que casi nunca combinan,

y cuya indolencia resiste el penoso trabajo de pensar. Toda la acción de

un Cafre se reduce al juego exterior de sus órganos: mientras que otros

jamás reciben dos sensaciones sin compararlas. Lo que apenas conmue-

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ve los cerebros ordinarios deja profundas huellas en las suyas, y tiene

conocimientos exactos donde otros apenas experimentan sensaciones.

41. Cuanto sabemos, lo hemos sentido, es verdad: pero ¿cuán-

tas cosas hemos sentido, y sin embargo las ignoramos? Las sensaciones

pueden ser el principio, la fuente de nuestros conocimientos; mas no

son aquellas mismas, al menos no son todas ellas. Hay pues fuera de las

sensaciones otro principio que distinga los hombres unos de otros, por

sus facultades intelectuales; y éste no puede ser sino la actividad del

alma en éstas, la inercia e inacción en aquéllas. La actividad del alma

es una especie de fuerza motriz, cuyos efectos pueden calcularse sin que

se puedan determinar sus causas. Tal es la suerte (dice un célebre Filó-

sofo) de todos los primeros principios y para explicarnos con sus

palabras mismas «Dios nos ha hecho el gran libro de la Naturaleza pero

les ha arrancado el frontispicio, y los epígrafes de los capiteles» a/.

42. Todo cuanto se observa en el espíritu humano puede re-

ducirse a tres cosas: sensaciones; operaciones del alma sobre ellas; y

resultado de estas mismas operaciones –conocimientos e ideas–. Las

primeras ideas son el producto de una acción ejercida inmediatamente

sobre las sensaciones. Para formar otras y adquirir nuevos conocimien-

tos son necesarias tres condiciones: –ideas adquiridas, nuevo trabajo

sobre ellas, nuevas ideas–.Se observa en nuestra inteligencia una serie,

una especie de progresión, cuyo primer término nos es siempre cono-

cido, sin que podamos determinar el último.

43. Siendo pues todos nuestros conocimientos el producto de

la acción de las facultades de nuestra alma, para conocer éstas, deter-

minar su número y formarnos idea exacta de cada una, observemos lo

que exige la adquisición de aquéllas, y en general el estudio de la na-

turaleza. Tres condiciones son desde luego indispensables, y ellas solas

bastan al efecto. Primera, formarse ideas exactas de las partes del ob-

jeto que se estudia: segunda, conocer sus relaciones: tercera, elevarse

de una en otra hasta conocer el principio de donde todas parten, y

traen su origen.

44. Formarse ideas exactas de todas y cada una de las partes

del objeto. Para ello es necesario examinarlo por todos sus aspectos, fi-

a/ Philosophie de la Nature; 2e. Partie ; livre premier, article quatrien.

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jarse en cada uno de ellos, distinguirlo de todos los demás, en una pa-

labra, conocerlo: y esto es lo que hace la atención.

45. Mas no basta tener ideas [,] es preciso también conocer

sus relaciones; de lo contrario todo sería aislado, no habría en nuestras

ideas el orden que la naturaleza ha puesto entre los objetos, y de aquí

resultaría la confusión. El descubrimiento de estas relaciones, es la obra

de la comparación.

46. Aun no podemos lisonjearnos de poseer un verdadero co-

nocimiento, una verdadera ciencia. Ya hemos dicho, (9) ésta exige que

el espíritu se eleve de relación en relación hasta el principio que lo es

de todas. Y ¿cómo podrá conseguir esto, sino por medio del razonamien-

to? Consultemos la experiencia y observaremos que es él solo quien nos

conduce a los principios y desde ellos hasta las consecuencias más dis-

tantes.

47. Atención, comparación, razonamiento, son todas y las úni-

cas facultades que forman nuestra inteligencia. Ni es posible concebir

otras distintas de ellas, ni suprimir alguna de las que hemos asignado,

sin que dejemos de ser lo que somos en efecto, sin que se mude nues-

tra naturaleza. La atención nos hace observar los hechos; la comparación

nos descubre sus relaciones; y el razonamiento los reduce a un sistema.

48. Por medio de la atención que concentra la sensibilidad en

un solo punto; de la comparación que no es más que una doble aten-

ción; del razonamiento en fin que es una doble comparación, el alma

ejerce su actividad, ella obra. Mas como obra de tres modos diferentes,

y de ellos resultan todos los conocimientos, todas las ciencias, no po-

drá menos que concluirse, que el alma en cuanto inteligente, debe

considerarse con tres potencias, tres facultades, y nada más que tres.

Ellas forman lo que llamamos entendimiento.

49. Voluntad. Mas no basta al hombre conocer: él desea cons-

tantemente ser feliz, y en todos los momentos de su existencia, su

propia felicidad, es el objeto que busca incesantemente.

50. Cuando la falta de algún objeto que creemos puede con-

tribuir a ella se hace sentir vivamente; cuando juzgamos que sólo su

posesión es capaz de proporcionarnos la felicidad porque ansiamos, es

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cuando el alma despliega toda su energía. Al principio una ligera desa-

zón nos advierte la necesidad de mejorar nuestro estado: a ésta sigue la

inquietud que empieza por agitarnos, y va creciendo sucesivamente,

hasta que todas las facultades entran en acción: todas se dirigen a la vez

hacia el objeto que puede tranquilizarnos, y restituirnos la calma de que

nos habíamos visto privados. La atención se concentra toda sobre su

idea; la comparación de la falta del objeto con el recuento de su goce,

hace aquella más dolorosa; y el razonamiento busca todos los medios de

asegurárnoslo. Esta dirección de todas, es lo que constituye el deseo.

51. Cuando el alma desea o juzga que un solo objeto puede

satisfacer sus necesidades, o cree que hay varias igualmente capaces de

hacerlo: en este ultimo caso ella suele tomar una deliberación, es decir,

su acción, dividida antes en dos o más objetos, se dirige toda hacia uno

solo: el alma lo elige, lo quiere, lo prefiere.

52. Esta preferencia que nace del deseo, hace nacer a su vez

otra nueva facultad, que es una de las que más honran al hombre, uno

de los más bellos privilegios de su naturaleza, y sin la cual el bien y el

mal moral no serían otra cosa que fantasmas. Esta es la libertad.

53. Si fuese suficiente nombrar la libertad para darla a cono-

cer, el sistema de las facultades del alma estaría completo, y aquí

deberíamos cerrar nuestras discusiones sobre él. Mas si nada hay tan

claro como la noción de la libertad; si los hombres más ignorantes, si

los niños mismos desde su más tierna edad, hacen de ella aplicaciones

por lo regular exactas; cuando el Filósofo lleva sus investigaciones has-

ta conocer la influencia de los más ligeros motivos; cuando trata de

examinar la naturaleza de las causas y de los efectos; cuando se fija en

las leyes eternas e inmutables que rigen el universo; dividido entonces

entre su propio sentimiento y los argumentos de su razón, se halla du-

doso, y parece que teme decidirse. Aquel le grita que es libre; ésta

parece convencerlo que todo está sometido a la necesidad.

54. La libertad es de tal importancia en los destinos del hom-

bre, que creemos exige de nosotros una observación más detenida.

Desde luego debemos protestar que no entramos a establecer este dog-

ma filosófico, urgidos por precepto alguno. Podemos lisonjearnos no

reconocer, ni haber reconocido nunca en estas materias, otra autoridad,

ni otro tribunal, que el de la razón: estas máximas se han grabado con

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nuestras primeras ideas. En todos los tiempos, y en cualesquiera circuns-

tancias, nos declaramos siempre por la libertad del hombre, porque

creemos seguir la voz de la naturaleza y la de la razón. Soy libre, es el

grito universal de todos los hombres, desde el esclavo más oprimido

hasta el cruel tirano que lo aflige. El alma ejerce un despotismo mayor

sobre sus ideas, que un Sophis de Persia sobre sus infelices esclavos; y

ella se gloria de esta prerrogativa singular; a pesar de los sofismas de un

fanático de los caprichos de un Diván y de la cimitarra de un déspota.

Todo le prueba la extensión de su libertad, mas nada hay que le desig-

ne sus límites. Puede decirse de ella lo que Pascal de la naturaleza: –Es

un círculo infinito cuyo centro está en todas partes, su circunferencia en

ninguna.

55. Mas volviendo a nuestro asunto debemos prevenir, que la

condición del hombre no es gozar una felicidad constante e inalterable;

mas tampoco está condenado a ser perpetuamente infeliz. Su vida es

una alternativa de bienes y de males. Si sus votos se llenaran siempre,

si sus deseos no encontraran obstáculos, apenas conocería la desgracia:

se libertaría instantáneamente de las sensaciones desagradables, para

entregarse todo a las que le causan placeres.

56. El alma prefiere pues unas sensaciones a otras, y entre va-

rios modos de existir que le son conocidos, busca con ansia unos, y

procura alejar de sí otros. Mas no siempre es feliz en su elección; le

sucede muchas veces elegir mal; es decir, la comparación que hace entre

el estado porque se ha decidido, y el que despreció le obligan a juzgar

que éste es preferible a aquél. Entonces experimenta una sensación des-

agradable; el alma sufre a consecuencia de la elección que ha hecho, se

arrepiente de ella.

57. Del arrepentimiento resulta necesariamente el temor de

volverse a ver expuesto a él; y de aquí el examen entre los estados que

se le presentan, a fin de elegir aquél en que encuentra más probabili-

dades de que no será seguido del arrepentimiento. En este caso delibera,

compara los estados, y procura proveer [prever] sus consecuencias. No

basta que se le presenten como agradables, es necesario además que no

arrastre tras sí consecuencias funestas.

58. Hay pues dos modos de preferir, o de querer: el primero

es anterior a la experiencia del arrepentimiento: el segundo es una con-

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secuencia de los tormentos que él causa. En el primer caso elegimos el

estado agradable, mas en el segundo el placer no se nos presenta exclu-

sivamente como tal; sino como un placer capaz de ser seguido de pena;

y por lo mismo si consideramos ésta inevitable, pero principalmente si

nos la representamos con suma viveza, entonces podrá suceder, y suce-

de muchas veces no elegirlo. La idea y el temor de la pena nos hacen

no querer un estado que sin ella hubiéramos querido.

59. La experiencia del arrepentimiento es causa de que prefi-

ramos lo que sin ella no habría merecido nuestro aprecio. Ella nos

enseña a sacrificar un placer presente por el temor de un dolor futuro:

un bien actual por no incurrir en un mal que ha de suceder después.

Sacrificar lo presente a lo futuro; privarse de un placer actual en consi-

deración a las consecuencias funestas que él puede acarrear, preferir,

querer, determinarse después de haber deliberado, es un modo particu-

lar de elegir, que designamos con un nombre particular; nosotros le

damos el de libertad.

60. La libertad es por consiguiente la facultad de querer o no

querer después de haber deliberado. La experiencia de todos los instan-

tes de nuestra vida nos convence a no poderlo dudar, que en mil

circunstancias queremos o no queremos después de haber deliberado;

tenemos por consiguiente el poder de obrar de este modo, somos libres.

61. La libertad no es una elección ciega; por el contrario ella

está fundada en las luces que nos suministra la experiencia. Tampoco

es una elección sin razón; porque el sacrificio que hacemos de un bien

presente a otro futuro, o al contrario, tiene siempre por objeto evitar

un mal.

62. El dogma de la libertad o del libre albedrío ha sido en

todos tiempos combatido por una multitud de hombres que han aspi-

rado a erigir en sistema el fatalismo. No es nuestro objeto entrar en las

discusiones interminables que pueden suscitarse con este motivo, ni

responder a cada una de las objeciones que pueden hacerse contra este

dogma de la Naturaleza: sin embargo nosotros volveremos sobre las

principales en la lección siguiente.

63. Concluyamos entretanto que el alma es libre, y resumien-

do nuestro sistema reuniremos bajo la palabra voluntad el deseo, la pre-

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ferencia, y la libertad; del mismo modo que bajo la denominación en-

tendimiento comprendimos la atención, la comparación, y el razona-

miento. Finalmente el entendimiento y la voluntad se hallan incluidas

en la facultad general que llamamos pensamiento.

64. El pensamiento pues o la facultad de pensar se deriva de

la atención; de ese poder que tenemos de concentrar toda nuestra ac-

tividad y sensibilidad en un solo punto, para distribuirla después en

muchos.

� Lección CuartaContinuación de la precedente

65. El sistema de las facultad[es] del alma se compone de dos

sistemas particulares –el de las facultades del entendimiento y el de las

de la voluntad–. En aquél se encuentran la atención, la comparación, y

el razonamiento; en éste el deseo, la preferencia, y la libertad. Es digna

de notarse la correspondencia que se encuentra entre uno y otro, y la

analogía que se observa entre sus partes. Comparadas respectivamente

las facultades, se presentan en una misma línea la atención y el deseo;

la comparación y la preferencia; el razonamiento y la libertad.

66. La atención es la concentración de la actividad del alma

sobre un objeto, a fin de conocerlo, y el deseo es la concentración de

esa misma actividad sobre el objeto para proporcionarnos su goce.

67. La comparación, es el examen que se hace de dos obje-

tos; la preferencia, es la elección de uno de aquellos que se acaban de

comparar.

68. Finalmente el razonamiento y la libertad ofrecen rasgos

notables de analogía: porque si un acto libre, es la determinación toma-

da después de haber juzgado las ventajas y los inconvenientes que

presentan dos o más estados; la deducción de un razonamiento es

también el resultado de dos comparaciones, o de una especie de ba-

lanceamento [balance] entre dos proposiciones.

69. Parece pues indudable que el sistema de las facultades del

alma que hemos aquí desenvuelto nada deja que desear, él llena las tres

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condiciones que son indispensables en todo sistema de conocimientos:

manifiesta sus partes, las relaciones que guardan entre sí, y el principio

que le sirve de base: él debe por consiguiente satisfacer la razón.

70. Mas [¿] quién puede lisonjearse, se dirá tal vez, de cono-

cer las facultades de nuestra alma? ¿Quién sabe lo que es la atención,

base del sistema, y la libertad que lo termina? ¿Cuántas objeciones no

se presentan contra ésta, y en cuántas oscuridades no se halla envuelta

aquélla?

71. [¿] Qué es la atención? ¿Cuál es la naturaleza de este prin-

cipio? Nuestra[s] respuestas a esta y otras cuestiones semejantes debe

reducirse según dejamos ya notado (36) a[l] manifestar la imposibilidad

de resolverlas. La atención es el primer empleo de nuestra actividad; es

el primero de los diversos modos de acción que descubrimos en noso-

tros mismos, por consiguiente no hay otra idea anterior de que hacer

uso para explicarlo, no es posible definirlo. Le conocemos porque sen-

timos su ejercicio; la experiencia es la única que nos puede suministrar

las luces necesarias en esta materia; a ella debemos apelar siempre.

72. Mas aunque no pueda definirse la atención, no por eso se

debe concluir, que la idea que nos hemos formado de ella envuelva en

sí alguna oscuridad; el carácter de los principios, es ser por sí mismos

luminosos y comunicar su luz a las definiciones, a las demostraciones,

a todos los desenvolvimientos de la ciencia.

73. Sería un error creer que podemos conocer mejor la fuer-

za que atribuimos al cuerpo, que la que reconocemos en nuestra alma.

Cuando un cuerpo choca a otro y le comunica de este modo el movi-

miento ¿qué es esa fuerza de percusión que se lo imprime? ¿Quién será

capaz de definirla? Y sin embargo ella es el primer principio de todos

los fenómenos del universo.

74. La idea que tenemos de la actividad, del alma de esa fuer-

za que se concentra para dar más viveza a la sensación, no puede

explicarse con palabras; mas repitámoslo; ella se siente, y se siente del

modo, que llevada no pocas veces hasta cierto punto, ha sido capaz de

producir en nuestros órganos el cansancio y la fatiga. ¡Quién ignora que

éste es el efecto de la contracción del espíritu prolongada por muchos

tiempos! Y si se siente ¡podrá no conocerse! [¿podrá no conocerse?]

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75. Pasemos a la libertad. Esta es una de las cuestiones más im-

portantes, pero al mismo tiempo más espinosas de Filosofía. En todos

[los] tiempos ha dado materia a profundas meditaciones. Ha producido

sectas y ha agitado naciones enteras. Esta es la cuestión del destino de

los antiguos; del fatalismo de los Musulmanes; del libre albedrío de los

cristianos. La Europa se ha ensangrentado no pocas veces con guerras,

cuya causa o al menos su pretexto ha sido la libertad mal entendida.

76. No reproduciremos aquí las razones que establecen la li-

bertad; ya las hemos dado a conocer en otra parte (54 y sgtes.). Nos

limitaremos solamente en hacer notar la confusión que se observa en-

tre la libertad moral, la libertad natural, la social o política, la actividad

del alma y la voluntad.

77. Se ha creído definir la libertad moral, diciendo que ella

importa el poder o facultad de hacer lo que se quiera: mas este poder

no excluye la necesidad, antes bien puede conciliarse con ella. Si el

agente no delibera tampoco se dirige por sí mismo; él es arrastrado y

de consiguiente no es libre. Sin embargo el uso ha dado a este poder

el nombre de libertad; y nosotros lo designamos con el de libertad na-

tural. Ella es común a los hombres y a las bestias, y consiste en la

facultad de obrar para satisfacer sus necesidades. Todos los seres vivien-

tes se agitan sin cesar, y hacen los mayores esfuerzos por librarse de una

necesidad que se renueva con cada instante de su existencia. El insec-

to más pequeño como el mayor elefante busca incesantemente el

alimento necesario a su conservación; y todos los animales obrando del

mismo modo hacen lo que tienen necesidad de hacer, lo que desean

hacer, y lo que quieren hacer. EL feroz tigre desgarrando al leve corde-

rillo, y éste recibiendo el alimento de su tierna madre, hacen ambos lo

que quieren. Mas ¿quién osará clasificar de buenos o malos sus actos?

Estos atributos son exclusivos de las acciones del hombre, porque es

exclusivamente suya la facultad de ejecutarlos –la libertad moral–.

78. Con ésta se ha confundido la social o política, sin adver-

tir que ella supone las dos anteriores [la libertad natural y la libertad

moral], por que no es más que el resultado de la buena organización del

cuerpo político.

79. Otros para probar que el hombre goza de libertad moral,

han ocurrido [atendido] a la actividad del alma creyendo que de ésta

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fluye necesariamente aquélla, o más bien que son idénticas. Pero entre

la actividad y la libertad hay dos facultades intermedias –el deseo y la

preferencia. En efecto [,] nosotros obramos al principio por instinto y

casi maquinalmente: el placer y el dolor consiguientes a nuestros pri-

meros movimientos nos excitan a repetirlos; o abstenernos de ellos;

entonces aquéllos son deseados, preferidos y queridos. La actividad se

convierte sucesivamente, en deseo, preferencia, y ésta precedida de la

deliberación viene a ser libertad [La actividad se convierte en voluntad,

y ésta, precedida de la deliberación, se convierte en libertad].

80. Tal es el desenvolvimiento de nuestra voluntad. Actividad,

deseo, preferencia, libertad, moralidad. Esta nace de la libertad, la liber-

tad de la preferencia; la preferencia del deseo; y el deseo supone la

actividad, condición necesaria en todas las facultades; o más bien ori-

gen común de todas ellas. No puede por consiguiente haber moralidad,

sin que concurran las facultades todas: pero puede encontrarse la acti-

vidad sin el deseo; éste sin la preferencia; la preferencia sin la libertad;

y la libertad sin moralidad.

81. Si se pretendiese, que no es consiguiente a la actividad de

un ser sensible el deseo y la preferencia, deberá confesarse que no es

ciertamente el obrar con libertad y moralidad.

82. Los que han hecho consistir la libertad en sólo la prefe-

rencia, se han extraviado menos que los que la han colocado en la

actividad. Mas debe siempre notarse que para que la preferencia se

convierta en libertad moral, son indispensables dos condiciones: prime-

ra, deliberación anterior; segunda, objetos que pueda hacer acción

moral.

83. Después de estas observaciones daremos una ligera ojea-

da sobre los argumentos con que se ataca la libertad, y se pretende

destruirla. Se dice primero: que si ella es una elección, fundada en un

vigoroso examen disminuyera en razón de la prontitud con que se eje-

cute; y su ejecución más o menos pronta, depende del mayor o menor

número de conocimientos. Por consiguiente, la ilustración disminuye la

libertad; y una inteligencia perfecta estaría sometida al yugo de la ne-

cesidad. Segundo: no puede querer sin algún motivo; ellos pues nos

arrastran, y la libertad es un fantasma. Tercero: Dios ha fijado leyes al

universo, y ha previsto el menor de los sucesos que pueden tener lugar

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en él. Dios es infalible, y queramos o no queramos las cosas seguirán

el orden que él mismo les ha prefijado.

84. Confesamos en primer lugar; que la libertad parece que se

manifiesta menos cuanto más perfecta es. La deliberación tiene siem-

pre lugar, pero su misma prontitud la hace menos remarcable. En una

inteligencia perfecta, no sería más que la comparación, o la vista simul-

tánea, de los objetos, entre quienes debía hacerse la elección.

85. En cuanto a lo segundo, es indudable que no puede que-

rerse sin motivos, pero no lo es menos, que a nosotros toca exclusiva-

mente el pesarlas, balancearlas, deliberar; y es a consecuencia de esta

deliberación, que la voluntad es, y se llama libre.

86. Tercero: prever es una expresión tomada de nosotros mis-

mos, que en ningún modo puede convenir a la inteligencia suprema.

Para ella no hay pasado ni futuro. El hombre prevé, y se engaña; el autor

del universo lo ve todo, y no puede estar expuesto al error. El ver es in-

dudable, que no produce necesidad alguna.

87. Resumamos cuanto queda dicho sobre las facultades del

alma; y manifestemos bajo un solo punto de vista el orden con que

nacen unas de otras. La libertad deriva de la preferencia; ésta del deseo;

y el deseo de la acción simultánea de las facultades del entendimiento

–atención, comparación y razonamiento. El razonamiento no es más que

una doble comparación, la comparación una doble atención; y ésta fi-

nalmente es la facultad primera, el principio generador de todas las

facultades.

� Lección QuintaObservaciones sobre el sistema de Condillac

88. Condillac, ya lo hemos dicho, (11 y siguientes) reduce todo

el sistema de las facultades del alma a la sensación, y en todas las que

admite no descubre más que una sola, la de sentir. Hagamos nuevamen-

te con él mismo este análisis, y examinemos con alguna detención, los

pasajes más notables que en él se encuentran.

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89. «Si solo porque el alma siente, son sus palabras b /, cono-

cemos los objetos exteriores; ¿conoceremos los que están dentro de

nosotros mismos de otro modo que porque siente?» Recordemos cuál es

el objeto de Condillac en este pasaje, y observaremos, que por las que

están dentro de nosotros mismos, ha designado las facultades del alma.

90. En este supuesto [que Condillac cree que todas las facul-

tades del alma no son en su principio más que sensación] es inexacto,

en primer lugar decir, que el alma sólo conoce los objetos exteriores

porque siente, y lo es aún más, que no pueda conocer lo que pasa en

sí misma, sino porque siente. Es verdad que necesita sentir para cono-

cer, pero de aquí no puede inferirse, que conoce únicamente porque

siente. La sensibilidad sola independiente de la actividad del alma no

puede dar conocimientos algunos (35). No basta sentir para conocer.

Condillac mismo confiesa esta verdad y nosotros volveremos sobre ella

en adelante.

91. Pero convengamos, en que el alma no puede conocer sus

facultades sino porque siente ¿se infiere acaso que ellas nacen de la sen-

sación y que no son más que transformaciones de ésta, o ella misma?

Un razonamiento tal nos conduciría a establecer que los objetos exte-

riores derivan igualmente, y no son más que la sensación misma;

consecuencia, que una sana razón no podrá menos que rechazar.

92. EL conocimiento de los objetos exteriores, del mismo

modo que el de las facultades del alma, aun cuando tengan origen en

la sensación, no es, ni puede ser éstas [ésta, la sensación], o [ni] aqué-

llas [las facultades del alma]. Lo contrario sería confundir el conocimien-

to de los objetos con la realidad de ellos mismos.

93. «La atención, prosigue Condillac, que damos a un objeto

no es de parte de alma más que la sensación, que aquél hace sobre no-

sotros[”]. Pero en los órganos se distinguen dos estados enteramente

opuestos: o reciben la impresión del objeto, o dirigen y obran sobre él.

Lo mismo sucede en nuestra alma: (33) unas veces recibe sensaciones;

otras obra sobre ellas mismas: Esta reacción es propiamente lo que

constituye la atención; la cual por lo mismo es enteramente distinta de

la sensación.

b/ Lógica; part. 1ª. Cap. 7º.

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94. De aquí es fácil deducir que la comparación no es una do-

ble sensación, o dos sensaciones experimentadas a la vez, y como exclusi-

vamente, porque la atención no es sensación.

95. Tampoco es una sensación el juicio. Es verdad que pueden

sentirse y se sienten en efecto relaciones; pero no se siente del mismo

modo cuando se percibe una relación, que cuando se experimenta una sen-

sación. Esta supone un objeto exterior que la causa, u ocasiona, y a quien

corresponde; no así aquélla. Cuando experimentamos a la vez la sensación

de un árbol, y la de una casa, a cada una de éstas corresponde su respec-

tivo objeto; pero a la sensación de diferencia entre uno y otro no hay objeto

exterior que corresponda.

96. La manera de sentir una sensación es distinta de la de sen-

tir una relación; y el placer o dolor que acompañan siempre a la primera,

y que jamás se experimenta en la segunda, es una nueva prueba de nues-

tra aserción. El error consiste en que se ha adoptado una misma voz para

explicar dos fenómenos de un orden distinto –las sensaciones y las relacio-

nes–.

97. Lo que hemos dicho sobre el juicio, se aplica al razonamien-

to, que no es otra cosa que una serie de juicios. En consiguiente las

facultades que forman el entendimiento no nacen de la sensación: toda la

parte que ésta ha tenido en ellas, ha sido ocasionar su ejercicio, ejercitar

la actividad del alma.

98. Condillac coloca al frente de las facultades que pertenecen

a la voluntad, el sufrimiento, que él llama necesidad. Si este sufrimiento es

débil, le da el nombre de desazón; si nos priva de nuestro reposo, el de

inquietud. Mas aquí debe observarse que la desazón es un sentimiento

desagradable, y el alma se halla en un estado enteramente pasivo cuando

lo experimenta. La inquietud por el contrario, es un principio de acción y

de movimiento. No pueden pues confundirse estas dos operaciones, sin que

se confunda un estado pasivo con la actividad, el movimiento con el reposo.

99. Aquí del mismo modo que en el tránsito de la sensación al

juicio, y de aquélla a la atención, se nota cortada la serie de las ideas; el

hilo del razonamiento se ve roto en tres distintas ocasiones; y el principio

de que parte Condillac en el análisis de las facultades del alma, no es el

que verdaderamente tienen ellas mismas.

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100. Por lo que respecta a las pasiones, que él comprende

entre las operaciones de la voluntad, es indudable, que ellas no son

impresiones elementales, no son facultades, sino más bien maneras de

ser resultantes del buen o mal uso de aquéllas.

� Lección SextaOpiniones de los Filósofossobre las facultades del alma

101. En los fenómenos que presenta el espíritu humano, he-

mos distinguido, y ha sido siempre necesario distinguir, las sensaciones

de las facultades, y de las ideas. Las primeras no son más que la mate-

ria sobre las que versan las segundas: y las ultimas son los productos de

aquéllas mismas. Ha sido también preciso conocer la naturaleza, el ob-

jeto, el número y el desenvolvimiento sucesivo de las facultades, a fin

de poder obtener un sistema sobre ellas.

102. Este sistema nació con la Filosofía, mas apenas se dejó

ver en medio de la confusión que reinaba entre las partes que lo com-

ponían: –las impresiones, sensaciones, imágenes, recuerdos, juicios, y

pensamientos–. Se procuró ordenar de algún modo este inmenso caos,

y los primeros ensayos condujeron a otros y otros sucesivamente, mas

no tardó en advertirse, que la multiplicidad de subdivisiones hacían des-

aparecer el orden que se había empezado a introducir; y que las

investigaciones demasiado prolijas y numerosas degeneraban en sutile-

zas inútiles: Fue pues preciso compendiar lo que se había extendido

demasiado, y reducir lo que el espíritu no podía comprender de una sola

mirada.

103. Descartes hizo desaparecer las tinieblas, y aniquiló para

siempre las almas vegetativas y sensitivas tan queridas de los Escolás-

ticos: almas o formas sustanciales cuyas operaciones demostró incom-

binables con las del alma racional; y colocó la sensibilidad y el

pensamiento en un solo y mismo ser. Simplificado de este modo el

problema, su solución fue fácil a los que debían sucederle.

104. Entre éstos debemos distinguir al célebre Locke que in-

trodujo en el análisis del entendimiento humano una claridad y

precisión desconocidas antes de él, pero perfeccionadas después por

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Condillac, cuyo análisis dejaría poco que desear, si hubiese partido de

un principio fundado en la naturaleza.

105. Nosotros nos hemos ocupado hasta aquí de este análi-

sis, y hemos procurado establecerlo sobre su verdadera base. Vamos

ahora a recorrer brevemente las opiniones de los Filósofos; y este exa-

men nos suministrará nuevos convencimientos en apoyo del que

hemos adoptado.

106. Debemos desde luego hacer una observación que se apli-

ca igualmente a los Filósofos antiguos y modernos. Unos y otros han

reducido todas las facultades del alma, al entendimiento y a la volun-

tad. Malebranche, para dar ideas claras y distintas de estas dos

facultades, las compara a dos propiedades del cuerpo. El entendimien-

to o como él se expresa la capacidad de recibir ideas, con la que tienen

los cuerpos de recibir diversas configuraciones; y la voluntad, o la ca-

pacidad de recibir diversas inclinaciones, con la que en aquellos se

encuentra para distintos movimientos. De suerte que según este autor

el entendimiento y la voluntad son facultades puramente pasivas, o sim-

ples capacidades. La actividad sólo pertenece a la libertad, que según él

«es el poder de separar la voluntad, de la dirección natural, que le lleva

hacia el bien general, que es Dios».

107. Algunos atribuyen la actividad del alma a cada una de las

facultades dichas, y otros a sólo la voluntad, desconociendo en el enten-

dimiento la de producir ideas. En todos no puede menos que extrañarse

cómo han podido satisfacerse con un conocimiento tan vago y superfi-

cial. Podría decirse de ellas lo que de aquellos que se diesen por

satisfechos con saber que en Aritmética todo se reduce a componer y

descomponer los números, y creyesen que estas dos son sus únicas

operaciones, y que es imposible imaginar otras.

108. Todas las operaciones del alma, todas sus facultades se

reducen sin duda al entendimiento, y a la voluntad. Mas ¿por qué se

reducen? ¿Es acaso, porque de tenemos [porque tenemos] idea alguna

de ellas? ¿No es evidente por el contrario que para reducirlas es nece-

sario conocerlas? Este es el modo de proceder para adquirir verdaderas

luces y conocimientos útiles. Explicar en detalle todos los diversos pro-

blemas de la composición y descomposición de los números, y las

operaciones particulares del entendimiento y de la voluntad; y entonces

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podrá hablarse de uno y otro; porque estas expresiones abreviadas com-

prenden en efecto alguna cosa; a saber, operaciones que han sido bien

conocidas y demostradas.

109. Es pues imposible satisfacerse con el análisis de las

facultades del alma hecho por los Filósofos: y habría sido bien

extraordinario no haber sentido la necesidad de detenerse sobre las

facultades particulares que a cada instante nos advierten su existencia.

De aquí es que han ensayado otros en diversas épocas, añadir al

entendimiento y a la voluntad, operaciones subordinadas que vamos a

examinar.

110. No nos detendremos sobre las opiniones de los Filósofos

antiguos, porque no es fácil formarse ideas precisas de su modo de

pensar, no sólo sobre las facultades del alma, sino sobre el alma misma.

Esta parece que era para ellos el principio de la vida a los vegetales, a

los animales, y aun al hombre. En éste tenía facultades [había faculta-

des] que le eran comunes con las de las bestias, y otras que le eran

peculiares. En las primeras contaban la sensibilidad, el apetito, la fuer-

za de moverse: en la segunda el entendimiento agente, el entendimiento

especulativo, y el entendimiento práctico. No es difícil advertir cuánto

distan todos estos entendimientos, todas estas facultades, de un siste-

ma regular, y bien ordenado. Abandonémoslas por lo mismo, y pasemos

a dar una ligera ojeada sobre las opiniones de los Filósofos modernos.

111. Bacon distingue dos almas, racional y sensitiva. Las facul-

tades de la primera, son: el entendimiento, la razón, la imaginación, la

memoria, el apetito, y la voluntad. Las de la segunda, el movimiento

voluntario, y la sensibilidad.

112. En este análisis que sin duda es superior [que no parece

superior] al de los antiguos, es digno de observarse, entre otras cosas;

primero: que niega la sensibilidad del alma racional, sin advertir, que un

ser destituido de todo sentimiento no tendría interés alguno en obrar, y

que cuando quisiese hacer uso de sus facultades, ni tendría en qué ejer-

citarlas, ni es posible concebir de dónde le vendrían sus ideas. Segundo:

la memoria no puede enumerarse entre las facultades; porque sea que se

considere como una simple disposición a la renovación de las sensacio-

nes o de las ideas; sea que se confunda con unas y otras, siempre es el

producto de la atención, y para hablar en todos los sistemas la memoria

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es una sensación continuada, pero debilitada; es lo que queda de una

sensación, es una sensación, una idea renovada; un fenómeno en fin,

cuyas causas nos son desconocidas, porque ni es causa, ni facultad.

113. Descartes reconoce cuatro facultades primitivas [princi-

pales]: –la voluntad, el entendimiento, la imaginación , y la sensibilidad:

– si se invirtiese el orden de éstas quedarían mejor ordenadas sin duda.

Por lo demás basta observar, que esta división de las facultades del alma,

es muy superior a la que de ellas hizo Bacon (111).

114. Hobbes sólo admite dos facultades: conocer y moverse. A

la primera se hallan subordinadas la sensibilidad, la imaginación, la

memoria, y el razonamiento; a la segunda, el placer, el dolor, el amor,

el odio, la aversión, y otras varias que enumera largamente, y que con-

sidera como otros tantos actos de la facultad de moverse. Mas ni la

sensibilidad, ni la memoria, ni los vicios o las virtudes pueden enume-

rarse entre las facultades.

115. [“]Hay dos grandes y principales acciones en nuestra

alma, dice Locke, de que se habla con frecuencia: –la percepción o

potencias de pensar, y la voluntad, o facultad de querer; o como se

les llama generalmente, el entendimiento y la voluntad. Estas poten-

cias o disposiciones, se designan con el nombre de facultades. En

adelante tendré ocasión de hablar de algunos de los modos de estas

ideas simples».

116. La idea del entendimiento y de la voluntad incluye en

cada una otras tres ideas subalternas, (63) y el mismo Locke propone

hablar de los diferentes modos de estas ideas. En consiguiente ellas no

pueden ser simples. Por otra parte acordarse, discernir, juzgar, no son

facultades, sino el resultado de la acción de estas mismas.

117. Podrá tal vez decirse que la idea de una potencia es una

idea simple: mas el entendimiento y la voluntad no son solamente po-

tencias, sino potencias que obran, o pueden al menos obrar de tres

modos diferentes.

118. Bonnet en su ensayo analítico sobre las facultades del

alma, reconoce las siguientes: entendimiento o pensamiento, voluntad,

libertad o acción y sentimiento. «La libertad, dice, está subordinada a la

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voluntad, ésta a la facultad de sentir, la facultad de sentir a la acción de

los órganos; y esta acción a la de los objetos».

119. En este sistema no puede menos que notarse el error que

resulta del diverso sentido en que se toma la palabra subordinación. Es

la que hay entre la voluntad y la libertad, entre estas y las demás facul-

tades de que hablamos antes, nada hay de común con su naturaleza.

120. La libertad está en efecto subordinada a la voluntad,

porque no es otra que esta misma después de haber deliberado. No así

la voluntad y la sensibilidad; aquélla no nace de ésta, ni es ella misma

modificada. La primera es una facultad; la segunda, una pura capacidad.

La única relación que existe entre ambas consiste en que la voluntad no

se manifiesta sino a consecuencia de haber sentido; y sólo bajo este res-

pecto puede considerarse subordinada.

121. No hay pues en este sistema el orden que es indispen-

sable entre las ideas; de aquí nace que se confunde la subordinación de

la sensibilidad, que es una propiedad del alma con acción de los órga-

nos propios del cuerpo. ¿Qué relación hay en efecto entre la naturaleza

de aquélla y la del movimiento?

122. Algunos han supuesto tres sentidos interiores; –voluntad,

inteligencia y memoria–. Pero fuera de que la palabra sentidos interio-

res aplicada a las facultades del alma es impropia; la memoria, hemos

dicho repetidas veces, no es una facultad.

123. Otros han reducido todas las facultades a las de imagi-

nar, reflexionar y acordarse. En esto hacen consistir toda la facultad de

pensar, que precede, y es el fundamento de todos los dones de la natu-

raleza humana. Pero la imaginación, y la reflexión, lejos de ser el

fundamento de las demás facultades, ellas mismas nacen y se derivan

de otras anteriores, sin las cuales nunca se manifestarían.

124. Diderot resuelve el problema del modo siguiente: «Des-

pués de haber reflexionado con detención sobre este objeto, se deducirá

sin duda que todas las operaciones del entendimiento se reducen o a la

memoria de los signos, o sonidos, o a la imaginación o memoria de las

formas o figuras».

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125. Mas si las operaciones del entendimiento se reducen to-

das a la memoria, será o en sus principios, o en sus resultados. No hay

quien ignore que no se empieza por acordarse; y en consiguiente no

puede ser éste el principio de las operaciones. Tampoco puede ser el

resultado o producto de ellas, porque éste no puede llamarse operación.

126. Destutt de Tracy siguiendo el sistema de Condillac, no

descubre otra cosa en el pensamiento, que sensaciones. Pensar, dice, es

sentir sensaciones, recuerdos, relaciones, y deseos. Estas son todas las

operaciones que reconoce, las que con propiedad no son más la prime-

ra. No nos detendremos sobre este sistema; las observaciones que

hicimos en la lección 5ª. sobre el de Condillac se aplican igualmente a

éste. Sólo añadiremos con respecto al juicio, que él [es] lo mismo que

la memoria[:] no son facultades, ni operaciones, sino resultado de ellas.

La percepción o sentimiento de relación es un consiguiente de la acción

del alma sobre dos sensaciones; obtenida ésta cesa todo el trabajo del

espíritu.

127. A esto puede reducirse cuanto han imaginado los Filóso-

fos para hacernos conocer la facultad de pensar. El análisis que

acabamos de hacer de sus opiniones nos pone en estado de compara-

ción con el sistema que hemos adoptado; y no dudamos que este

examen nos suministre nuevos aprovechamientos en su apoyo.

128. Aquí terminamos la primera parte de nuestras lecciones.

En ella hemos procurado dar a conocer la naturaleza de las facultades

de nuestra alma, separándolas de las sensaciones y de las ideas. Mas no

bastaba haber notado los caracteres que las distinguen de todo lo que

no es ella; necesitábamos además, conocer los que las separan unas de

otras, aunque en su naturaleza no son más que una sola y misma cosa.

Uno y otro se ha conseguido viéndolas nacer todas y derivarse de un

mismo principio, no a la vez, sino en un orden sucesivo y necesario; de

suerte que las compuestas no habrían podido manifestarse, si no se

hubiesen conocido antes las simples.

129. Desde entonces el sistema de las facultades del alma se

ha dejado ver en toda su simplicidad. El se compone de dos ramas; [:]

por una parte la atención, o se concentra en una sola idea, o se dirige

hacia dos, o finalmente abraza cuatro o más ideas: [;] por la otra el

deseo tiende hacia uno solo y único objeto, o modérase para elegir en-

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tre varios, o suspende la elección, para hacerla mejor después de exa-

minar y pesar detenidamente los bienes y los males. Estamos pues

dotados de un entendimiento que obra por medio de la atención, de la

comparación, y del razonamiento. Somos por lo tanto capaces de cono-

cer la verdad, así como de amar el bien; pues que se nos ha concedido

una voluntad que obra por medio del deseo, la preferencia y la libertad,

lo cual nos hace en cierto modo árbitros de nuestro destino. Estos dos

sistemas particulares no son independientes uno de otro; las facultades

morales están subordinadas a las intelectuales, y de este modo se con-

serva la unidad entre ambas. El principio común es la atención; a esta

facultad primera deben su existencia y origen todas las demás: si ella

faltase ninguna otra existiría. Queda de este modo resuelto el problema

que hasta aquí nos ha ocupado, y demostrado el sistema de las faculta-

des de nuestra alma.

�Fin de la primera parte

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113

PARTE SEGUNDA

De las facultades del almaconsideradas en sus efectos, o de las Ideas

� Lección SéptimaDe la naturaleza de las ideas

130. El alma experimenta sensaciones, que se suceden, y va-

rían en cada instante. Mas ella no puede sentir y permanecer indiferen-

te; porque el placer y el dolor la obligan a abandonar su reposo. Existir

pues de parte del alma es obrar, porque existir es sentir. Existir, sentir,

obrar, expresan tres cosas enteramente distintas, pero que nunca o rara

vez andan separadas. Podrían estarlo en efecto, porque un alma redu-

cida únicamente a la sensibilidad o a la actividad, no dejaría de existir,

a pesar de verse privada de todo sentimiento, o de no haber producido

jamás acto alguno.

131. Pero no es este nuestro caso. Somos sensibles y sentimos;

somos capaces de obrar, y obramos. Obramos, porque sentimos; y so-

bre lo que sentimos. El entendimiento y la voluntad excitados por las

sensaciones o por otros sentimientos, obran sobre unos y otros; la vo-

luntad para separar de sí lo que le desagrada, lo que le es dañoso; y para

adoptar lo que puede producir nuestra felicidad. El entendimiento para

estudiar, y distinguir maneras de ser, que nos interesan tan vivamente;

para conocerlas en sí mismas y en sus causas.

132. El cuadro de las facultades del alma que hemos presen-

tado quedaría muy imperfecto, si sólo las manifestase en calma y reposo.

Debemos fijarnos muy particularmente sobre su acción, y observarlas en

sus efectos. De esto dependen las verdaderas o falsas luces; nuestra fe-

licidad o nuestra desgracia.

133. No hay por consiguiente un estudio que deba interesar-

nos más, ni que merezca de nuestra parte una atención más particular

que el de las ideas: a ellas debemos el conocimiento de nosotros mis-

mos y del universo entero: ellas han dado materia a los Filósofos para

escribir innumerables páginas.

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134. Pero ¿qué es idea? [¿] cuál es su naturaleza? [¿] qué sig-

nifica esta palabra? [¿] qué debe significar y cuál será la significación que

le asignaremos? Tales son las primeras cuestiones que se presentan en

esta materia, y de cuya solución depende la de todas las demás que son

consiguientes. Jamás conoceremos la causa, el origen, el modo con que

se forman las ideas, si no conocemos antes lo que ellas son.

135. Esta necesidad se deja sentir todavía más cuando se ob-

servan los errores en que han caído los Filósofos por no haber fijado con

exactitud el punto de partida en sus investigaciones a este respecto. Si

les preguntamos, qué es tener ideas, y cómo se adquieren, veremos a

unos hacerlas esenciales al alma; a otros asegurar que las hemos reci-

bido en el primer momento de nuestra existencia; a algunos creer, que

sólo se nos ha dado una parte de ellas, y que las demás son adquiridas

por nosotros mismos; a otros sostener que las debemos todas al tiem-

po, a la experiencia, y a una serie de impresiones en que no ha tenido

parte alguna la voluntad; y otros finalmente reputarlas como una pro-

ducción exclusivamente nuestra, y de que somos en cierto modo los

creadores.

136. Entre esta multitud de opiniones ¿cuál será la que me-

rezca la preferencia? Para darla sería preciso tomar parte en las

interminables disputas, que han ocupado a los Filósofos en todas las

épocas desde la cuna de la Filosofía hasta nosotros. Mas si reflexiona-

mos con alguna detención, encontraremos la fuente de todas ellas en los

vicios del lenguaje, que o mal formado o mal comprendido, tiende fre-

cuentes lazos a los que se ven obligados a usar de él. Se cree hablar de

las mismas cosas cuando se pronuncian las mismas palabras, o de co-

sas diferentes cuando las palabras son distintas; sin acordarse que una

sola palabra suele tener diversas acepciones, y que la reunión de mu-

chas por el contrario, o no tiene más que una, o tiene una que es

común a todas.

137. Debemos pues procurar formar nuestra lengua, para po-

der razonar sobre las ideas: sin esta precaución incurriríamos en los

mismos defectos que censuramos a los demás. Para ello es necesario ir

de las cosas que conocemos, a las palabras; pues lo contrario sería su-

poner la lengua ya formada.

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138. Siguiendo la observación que hicimos en la introducción

a nuestras lecciones, nos limitaremos solamente a explicar lo que enten-

demos por idea, abandonando la solución de las otras tres cuestiones del

número 134, o porque es absolutamente imposible, o porque debe ser

una consecuencia de la que demos a ésta.

139. Cuando un niño después de haber examinado repetidas

veces la figura de las letras del alfabeto ha conseguido grabarlas con

tanta claridad en su cerebro, y distinguirlas con tanta precisión unas de

otras, que nunca le sucede el confundirlas; decimos que las conoce, que

tiene idea de ellas.

140. Antes de esto veía todos los caracteres, pero no distinguía

ninguno. Sólo fijando sus miradas, primero, sobre una, después sobre

otra letra, y repitiendo muchas veces esta operación, sobre aquéllas, que

por su semejanza son más capaces de confundirse, vence al fin una di-

ficultad que sabíamos medir mejor, si las viejas habitudes de nuestro

espíritu nos permitiesen transportarnos a una época en que no había-

mos contraído aún ninguna.

141. Lo que sucede a un niño, es lo que pasa por todos no-

sotros siempre que deseamos adquirir un nuevo conocimiento. No podrá

el que se dedica a la Música tener idea de los diversos signos de que

ella se sirve, mientras no se familiarice con ellos de tal suerte, que pueda

distinguirlos por su valor y por su posición. El Botánico no conocerá ni

tendrá idea de las plantas de un país, si a sola su inspección no es ca-

paz de indicar los caracteres que las distinguen. El Metafísico no tendrá

idea de las varias operaciones de nuestro entendimiento, mientras no las

sepa distinguir de las de la voluntad, y de todo lo que no pertenece a

la actividad del alma: mientras que por medio del análisis muchas ve-

ces lento, mas siempre seguro, no haya llegado a penetrar las diferencias

que las separan. Nosotros mismos sólo tendremos idea de la idea, cuan-

do podamos hacerla notar entre todos los fenómenos de la inteligencia

que se han confundido con ella, y cuando la manifestemos por su ca-

rácter propio. Entremos en este ensayo sirviéndonos al efecto de algunos

ejemplos.

142. Galileo fue el primero que notó la diferencia entre el

movimiento de un cuerpo que cae y de otro que se mueve uniforme-

mente; él advirtió las diversas leyes que siguen en ambos casos, y este

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descubrimiento enriqueció la Física con una nueva idea. Newton supo

distinguir en uno solo rayo [en un solo rayo] de luz siete rayos diferen-

tes, y desde entonces nuestras ideas sobre la naturaleza de la luz fueron

más exactas.

143. Tiene pues el hombre tantas ideas cuantas cualidades,

relaciones, o puntos de vista puede distinguir en los objetos. El que todo

lo confunde no tiene idea alguna, nada sabe, por el contrario el que

penetra hasta las más pequeñas diferencias, que separan los seres unos

de otros, tiene un gran número de ideas, y un conocimiento más per-

fecto de ellos, si las ideas no son fútiles, estériles, y despreciables,

porque en efecto [,] las hay de esta especie, como las hay grandes, fe-

cundas, y sublimes.

144. Discernir, percibir, conocer, adquirir ideas, son expresio-

nes, que en el fondo designan una sola cosa. Y como es evidente por

una parte que nada puede discernirse, percibirse, ni conocerse, sin sen-

tir, y por otra que por medio del sentimiento conocemos nuestra

existencia, la de los objetos exteriores, sus cualidades y relaciones, sea

entre sí, sea con nosotros, se sigue que debemos buscar la idea en el

sentimiento. Que ella no es más «que un sentimiento que no se confun-

de con ningún otro; un sentimiento distinto».

145. El alma no es sólo un ser que siente; ella advierte sus

sensaciones, y desde este momento pasa a ser inteligente. Se conoce

distinta de todo lo que no es ella, y en sus diferentes maneras de ser,

percibe semejanzas y relaciones [percibe semejanzas y diferencias], que

a su vez de que percibe otras nuevas [a la vez que percibe otra nuevas].

Sujeta a continuas alteraciones no puede dejar de conocer la sucesión;

y la unión en que está con el cuerpo que anima, le da las primeras ideas

de la extensión. Modificada unas veces por el placer [,] otras por el

dolor, sin que pueda gozar a su arbitrio del primero, ni evitar siempre

el segundo, conoce necesariamente la relación de causa y efecto, y por

consiguiente su actividad. Mas no adelantemos por ahora estas ideas,

que harán el objeto de nuestras investigaciones más adelante.

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� Lección OctavaDel origen y causa de nuestras ideas

146. Determinada la naturaleza de la idea, y conocido su ca-

rácter, nos resta aún averiguar su origen y sus causas. Para proceder con

seguridad en esta investigación, y abrirnos paso al través de las tinieblas

que la rodean, nos es indispensable fijarnos previamente sobre las sen-

saciones; la luz que procuremos esparcir sobre ellas, reflejará necesaria-

mente sobre las ideas.

147. Si las palabras, sentir y sensaciones han causado grandes

escándalos en otros tiempos, porque algunos espíritus temerarios han

pretendido darles una significación, a que ellas mismas parecen no pres-

tarse, o porque las han transportado a un orden que no es el natural,

hoy ya es indudable, que no puede buscarse los principios de la cien-

cia sino en lo que aquellas palabras expresan. ¿Dónde podrían hallarse,

en efecto, sino en lo que sentimos? ¿Puede concebirse un ser privado de

sentimiento, y dotado de inteligencia?

148. Los que apoyan sus doctrinas sobre el sentimiento, (a

quien [al cual] es preciso no confundir con la sensación, ni designar a

ambas con un mismo nombre,) [,] han debido sin duda poner el mayor

esmero en estudiarse a sí mismos antes de formar su lengua. Esta sola

precaución habría hecho fluir la verdad, de la naturaleza a sus expresio-

nes, y de éstas a los espíritus. La historia de la Filosofía, sería entonces,

menos la de las sectas, que la de los progresos del entendimiento.

149. Observemos pues con más cuidado lo que pasa en no-

sotros en las diferentes circunstancias en que decimos que sentimos; y

nos veremos precisados a reconocer que hay maneras de sentir, que

nada tienen de común con otras, y aunque difieren hasta tal punto, que

podrían creerse de una naturaleza contraria.

150. Primero. Cuando un objeto obra sobre nuestros sentidos,

el movimiento causado en ellas se comunica al cerebro, y a consecuen-

cia del movimiento de éste el alma siente, experimenta un sentimiento.

Ella siente por la vista, por el oído, por el olfato, por el gusto, y por el

tacto; siempre que la acción de los objetos mueve estos órganos.

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151. Mas es preciso considerar esta primer manera de sentir

bajo dos puntos de vista. Las cinco subdivisiones que acabamos de ha-

cer tienen cada una su carácter propio, y además uno que es común a

todas –advertir al alma de su presencia; y hacerle notar su propia exis-

tencia.

152. Bajo el primer aspecto no se descubre entre ellas ningu-

na relación. No hay en efecto analogía, que pueda conducirnos, de un

olor a un sonido, ni de éste a un color. Sería quimérico pretender re-

presentarse olores sonoros, o colores odoríferos. Por otra parte; [,] la

experiencia nos manifiesta, que el que se halla destituido de un senti-

do, jamás ha probado [experimentado] las maneras de sentir que le son

propias. Por esto se le han dado cinco nombres diferentes: color, soni-

do, olor, sabor y tacto.

153. Pero como estas cinco especies de modificaciones son

sentidas todas por el alma, y cuando las experimenta no puede dejar de

sentirse a sí misma, si las consideramos por lo que éstas tienen de co-

mún, a saber, afectar al alma, y causarle el sentimiento de su propia

existencia; entonces su solo nombre debe abrazarlas todas porque los

signos sólo se multiplican, por marcar diferencias; y a fin de indicar, que

en todas, y cada una de las modificaciones, que nos vienen por los cinco

sentidos diferentes, el alma advierte siempre una misma cosa –su exis-

tencia, su yo–, diremos que ella tiene conciencia de sí misma. Por la

conciencia el alma sabe o siente que existe, y cómo existe, o para ha-

blar con los Latinos: mens est sui conscia [la mente es consciente de sí].

154. El sentimiento del yo es inseparable de todas las afeccio-

nes de nuestra alma, es común a todas sus maneras de sentir; observa-

ción que pare[cen] haber olvidado frecuentemente los Filósofos, y que

sin embargo es de la mayor importancia.

155. Las cinco especies de modificaciones o sentimientos, que

hemos notado en el alma, son una consecuencia de las impresiones cau-

sadas en los sentidos; por lo mismo las designaremos con el nombre de

sentimientos-sensaciones; o simplemente sensaciones, extendiendo la sig-

nificación de esta voz hasta aquellas afecciones, que nacen de los mo-

vimientos ejecutados en las partes interiores del cuerpo, sin intervención

de los objetos externos, tales como el hambre, la sed, etc. Esta es la pri-

mer manera de sentir, y de ellas veremos nacer nuestras primeras ideas.

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156. Colocadas en medio de la naturaleza, y rodeadas por to-

das partes de objetos, que afectan todo nuestro ser, recibimos en cada

instante una infinidad de impresiones en [por] nuestro cuerpo, y un sin-

número de sensaciones en [por] nuestra alma. Mas ¿qué resultará de

estas advertencias continuas, que nos invitan, y aún parecen forzarnos

a conocer esa multitud de afecciones diversas, y de las causas que las

producen? ¿Qué resultará de esa primer manera de sentir? Nada abso-

lutamente si el alma del hombre es un ser pasivo, y todos los tesoros de

la inteligencia si es activo.

157. Semejante en el primer caso, a los cuerpos inanimados,

cuya primera ley es perseverar constantemente en su estado, si una fuer-

za extraña no los saca de él, conservaría invariables [un alma pasiva

conservaría invariables], mientras durase su existencia, las modificacio-

nes que una vez hubiese recibido. Y siendo indudable, que el momento

presente, el que pasa, y el que va a seguirlas nos hallan siempre distin-

tos de nosotros mismos, es preciso reconocer una fuerza, un poder, cuya

energía venza la inercia de las sensaciones. Esta energía que le da la

vida, que las agita, y que las reprime, no viene de fuera, como la fuer-

za que muda el estado de los cuerpos; ella nace del alma misma, y

constituye una parte de su esencia.

158. ¿Qué sería en efecto una alma reducida únicamente a la

simple capacidad de ser afectada [de ser pasivamente afectada]? Opri-

mida, digámoslo así, bajo el peso de una multitud de impresiones, que

se acumularían sin cesar, para perderse en el sentimiento confuso de

ellas mismas, feliz sin conocer su felicidad, y desgraciada, sin ser capaz

de librarse de este estado miserable, ni aun de tener el deseo; su con-

dición sería inferior a la de todos los seres, que disfrutan de la vida.

159. Pero no es éste el carácter del alma humana. Destinada

a conocer el universo, y a su autor; llamada a gozar de los tesoros de la

naturaleza, y de sí misma, posee todos los medios capaces de franquear-

le la entrada a aquellos goces, y está dotada de las facultades necesarias,

para llenar su destino.

160. Conocemos estas facultades y estos medios; y después de

las repetidas pruebas que se nos ha suministrado [que nos ha suminis-

trado] nuestra propia experiencia, podemos concluir con seguridad, que

el alma del hombre no está limitada a la simple capacidad de sentir; que

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posee una actividad, inherente a su misma naturaleza; que es un prin-

cipio de acción que se modifica a sí misma, y usando nuevamente del

lenguaje de los Latinos: mens est vis sui motriz [la mente es su fuerza

motriz[.

161. No puede pues sentir, y permanecer en inacción; porque

el modo agradable [o desagradable] con que es afectada, la provoca ne-

cesariamente a obrar. Si fuese indiferente a las diversas modificaciones

que recibe, lo sería del mismo modo a su propio bien, o mal estar, que

no depende sino de aquéllas. El alma por consiguiente se interesa en es-

tudiarlas para conocerlas, y sustraerse a unas entregándose enteramente

a las otras.

162. Pero la concentración de la actividad, arrastra necesaria-

mente la de la sensibilidad. Entonces de en medio de las sensaciones,

cuya aglomeración no presentaba más que la imagen del caos, se eleva

una, que domina, y en cierto modo hace desaparecer todas las demás.

El alma la advierte, la estudia, y conoce. Ya no es una simple sensación

que la afecta; es una idea que la ilustra. Otros actos sucesivos de aten-

ción harán nacer nuevas ideas; y la parte de nuestra inteligencia que

nace de las sensaciones [que capta las sensaciones] irá siempre en au-

mento, mientras que éstas no se agoten, o las fuerzas del espíritu no se

extingan.

163. Mas ¿cómo ejerce el alma los primeros actos de su acti-

vidad? Para conocerlo de algún modo observemos al hombre en los

primeros momentos de su existencia. No teniendo entonces recuerdo

alguno, su atención sólo puede obrar sobre las sensaciones actuales di-

rigiendo los órganos a los objetos que las causan. Entre éstos hay

algunos que le afectan particularmente; otros que parecen no hacerlo

sino como de paso. Entre los colores, por ejemplo, que un niño ve, hay

unos que llaman y provocan sus miradas; y otros sobre quienes aque-

llas, se dirigen por acaso. El niño siente mirando antes de haber tenido

intención de mirar; mas, pronto advertirá, que puede hacerlo volunta-

riamente; y notará también la diferencia que existe entre la mirada y la

simple vista. Aún cuando quiera ver a su madre, no lo conseguirá si está

ausente, o si se halla en un lugar tenebroso: pero no habiendo estas cir-

cunstancias, siempre que se presenta a sus ojos, la mira, si quiere

mirarla. Es verdad que él no hará explícitamente esas distinciones en-

tre ver y mirar, que se han escapado muchas veces a los mismos

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Filósofos; pero no puede dejar de sentir; al menos confusamente, que

no tiene más que una simple capacidad de ver, y un poder positivo de

mirar [que no tiene sólo una simple capacidad de ver, sino también un

poder positivo de mirar], porque su propia experiencia se lo testifica

[indica] a cada paso.

164. Luego que el niño reconoce en sí este poder, dirige su

atención, o al menos es capaz de dirigirla a todos los objetos que le

rodean . Fija sus ojos, y los colores se separan no sólo de las sensacio-

nes que recibe por los demás órganos, sino también unos de otros. Por

medio del oído aprende a distinguir un sonido de otro, y aun a advertir

varios que parecían no formar más que uno solo. Finalmente por me-

dio del tacto adquiere ideas de las figuras de los cuerpos, de lo liso o

escabroso de sus superficies, de lo frío, y de lo caliente, etc.

165. Así es como después de haber aplicado sus órganos in-

voluntariamente, y sin dirigirlos por sí mismo, los aplica voluntariamen-

te, y los dirige a todas las cualidades de los cuerpos. De este modo llega

a experimentar sensaciones distintas, a adquirir ideas sensibles. «Estas

pues tienen su origen en el sentimiento-sensación; y su causa en la

atención c / que ejerce el alma por medio de los órganos externos».

166. Ideas de las facultades del alma. Las ideas sensibles no

son nuestras únicas ideas; ni las sensaciones son la única fuente de

donde se deriva nuestra inteligencia. ¿Podríamos por medio de ellas,

conocer otra cosa que los objetos exteriores, y sus diversas cualidades?

¿De dónde nos vendría la idea de las facultades de nuestra alma? [¿] De

dónde las de semejanza, analogía, de causa, y de efecto? ¿De dónde, en

fin, las del bien o mal moral?

167. Es necesario pues que haya en el alma alguna otra ma-

nera de sentir distinta de aquéllas, de que nacen las ideas sensibles; es

preciso que tengamos otros sentimientos distintos de las sensaciones. Y

en efecto; [,] el alma que no puede pasar de las sensaciones a las ideas

sensibles sino obrando sobre aquéllas, no puede tampoco no sentir que

c/ La comparación y el razonamiento, suelen a veces ser necesarios para adqui-

rir ciertas ideas sensibles. Mas aquí sólo hablamos de aquellas que son comu-

nes a todos; y además no debe olvidarse, que las operaciones del alma andan

casi siempre juntas, pero la que sobresale es la que da nombre al acto.

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obra. Esta nueva manera de sentir nada tiene de común con las sensa-

ciones. ¿Quién es capaz de confundir lo que el alma experimenta por el

ejercicio de sus facultades con lo que ella siente a consecuencia de las

impresiones de los objetos sobre los órganos del cuerpo? [¿O] El placer

del pensamiento, con el que produce la satisfacción de una necesidad

física? [¿O] El transporte [el arrebato] de Arquímedes cuando encuentra

la solución de un problema con el grosero deleite de Aupicius devoran-

do una cabeza de jabalí?

168. El sentimiento que experimenta el alma por la acción de

sus facultades no es siempre el mismo. El está sujeto a todas las vicisi-

tudes de las mismas facultades. Fuerte, y vivo en los momentos de su

exaltación; lánguido y débil cuando cae en el reposo, o en una calma

próxima a este estado (porque es probable [porque se supone], que ja-

más cesa absolutamente la acción del alma) [;] ella vela y obra aún en

el sueño e inacción del cuerpo: obra siempre que desea. ¿Y quién duda

que la vida es un deseo continuo?

169. Mas no basta tener el sentimiento de nuestras facultades

para conocerlas, distinguirlas unas de otras, y formarnos ideas de ellas.

Así como las sensaciones no se habrían convertido en ideas sensibles,

si el alma no hubiese puesto en ejercicio su actividad; así el sentimien-

to de la acción de sus facultades, no podrá jamás ser la idea de ellas, si

esa misma actividad no se dirige hacia aquel sentimiento para estudiar-

lo, y observarlo; si el alma después de haberse dejado arrastrar por los

objetos exteriores no vuelve sobre sí misma, para examinar lo que ex-

perimenta, lo que hace, todas las maneras con que está afectada, y los

diversos modos con que obra.

170. Nuestra posición para adquirir la idea de las facultades,

no es tan ventajosa, como para las ideas sensibles. En éstas la atención

ayudada por los órganos obra sin esfuerzos: en aquéllas tenemos que

violentarnos, luchar contra la inclinación que nos lleva hacia los obje-

tos exteriores, y sin socorro alguno por la orden sola de nuestra

voluntad, aplicar nuestra atención al sentimiento de la atención, y el

alma al alma misma.

171. Por esto puede decirse que todos los hombres tienen las

mismas ideas sensibles. El cielo está para todos sembrado de estrellas,

la tierra cubierta de árboles, de animales, y de una multitud innumera-

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ble de objetos: mientras que apenas un pequeño número de Filósofos

han procurado conocer su espíritu, formarse ideas de sus facultades, y

darse cuenta de sus propias operaciones.

172. Concluyamos pues que «las ideas de las facultades del

alma tienen su origen en el sentimiento de la acción de ellas mismas;

y su causa en la atención ejercida independientemente de los órganos».

173. Ideas de relación. Si las ideas sensibles que adquirimos

por la dirección sucesiva de nuestros órganos hacia las diferentes cua-

lidades de los cuerpos desapareciesen en el momento que aquélla cesa,

o si varía; si ésta fuese también la suerte de las ideas de las facultades

del alma [de las ideas que nos hacemos de las facultades del alma]; es

evidente, que estaríamos siempre reducidos a una sola idea, y que ja-

más podríamos conocer el objeto menos compuesto. Mas no sucede así.

Lo que una vez adquiere el espíritu, no lo pierde en el momento; sus

riquezas no se disipan a medida que se adquieren, y lejos de consumirse

con el uso, éste mismo prepara nuevos goces.

174. Es verdad que un gran número de ideas, y acaso el ma-

yor, parece que mueren en el momento mismo que nacen. La mirada

que echamos sobre ellas, es a veces tan superficial, que apenas llega a

tocar los objetos. La atención pasa con tanta rapidez por sobre los sen-

timientos, que podría decirse, que éstos no le advierten su presencia

[que podría decirse que los sentimientos no advierten su presencia].

Impresiones tan débiles no dejan nada luego que desaparecen. Pero si

los órganos se han fijado detenidamente sobre un solo punto; si la aten-

ción se detiene sobre un solo sentimiento, bien sea por la viveza de la

impresión, bien por un acto de la voluntad, lo que entonces se experi-

menta, no desaparece tan fácilmente, sino que deja señales bastante

durables. Las ideas que nacen de la atención ligera, y distraída, son

como las imágenes que se pintan en un espejo, y desaparecen con el

objeto: por el contrario [,] aquéllas que son debidas a una fuerte y lar-

ga atención son caracteres grabados en mármol, que resisten todas las

injurias de los tiempos.

175. Estando dotados de memoria es indudable, que no nos

limitamos a la idea del sentimiento actual. Tenemos a la vez la que le

sobreviene, y un número de las atenciones proporcionado [y un núme-

ro de ideas proporcionadas] a la capacidad de nuestra memoria. En este

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caso se produce en nosotros una manera particular de sentir. Sentimos

entre aquellas ideas semejanzas, diferencias, relaciones, y por lo mismo

la llamamos sentimiento-de relación.

176. Es claro que resultando éstos de la aproximación de las

ideas, deben ser infinitamente más numerosas que las sentimientos-sen-

saciones, y las que nacen de la acción de las facultades del alma. Basta

tener el más ligero conocimiento de la teoría de las combinaciones, para

convencerse de esto.

177. Entre todas las relaciones que sentimos, no habrá más

que confusión, si el alma no aplica su actividad a esta tercer manera de

sentir, como lo ha hecho con las dos anteriores. Mas aquí necesita de

una doble atención, o de una comparación [necesita de la comparación

y del razonamiento], para convertir los sentimientos de relación en ideas

de esta especie.

178. «Estas tienen pues su origen en los sentimientos de re-

lación, y su causa en la atención y comparación» [y su causa en la

comparación y el razonamiento].

179. Cuarto. Ideas morales. Aún nos resta una cuarta manera

de sentir, que se diferencia más de las anteriores que lo que éstas di-

fieren entre sí. Cuando advertimos o suponemos intención en el objeto

exterior [(por ejemplo, una ofensa)], a la sensación que él produce en

nosotros se añade un nuevo sentimiento que nada tiene de común con

el primero, y en consecuencia lo designamos con un nombre distinto.

Este es el sentimiento moral, llamado así, porque lo produce un agente

moral; es decir, un ser que obra sobre nosotros o sobre nuestros seme-

jantes con intención y con una voluntad libre; esto es lo que constituye

la moralidad; pues donde hay libertad hay imputabilidad, hay mérito o

demérito; hay moralidad. De aquí nacen en el corazón del hombre los

sentimientos de lo justo y de lo injusto, de la virtud, las de generosidad,

delicadeza, etc.

180. Viviendo los hombres en sociedad, y obrando continua-

mente los unos sobre los otros, casi no hay circunstancia en la vida en

que no experimenten algún sentimiento moral; pero no es siempre fá-

cil desenvolver [distinguir] estos sentimientos, y formarse ideas de ellos.

Si algunas veces basta un solo acto de atención, es más frecuente ser ne-

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cesarios razonamientos muy repetidos [es más frecuente ser necesarios

comparaciones y razonamientos muy repetidos], y muy extensos, aun-

que muy rápidos. ¡Cuántas observaciones, qué larga experiencia, qué

gran penetración no exige el conocimiento del corazón humano! De

estos principios decimos que–

181. «Las ideas morales tienen su origen en el sentimiento

moral y su causa en la acción de todas las facultades del entendimien-

to».

182. Resumiendo las varias observaciones que acabamos de

hacer; deduciremos que nuestra alma tiene cuatro maneras de sentir,

cuatro especies de sentimientos diferentes, de donde su actividad hace

nacer cuatro especies de ideas [sentimientos] –ideas sensibles, ideas de

sus facultades, ideas de relación, ideas morales.

183. Todas ellas son intelectuales; es decir, todas concurren a

formar nuestra inteligencia. Sin embargo los Filósofos parece que han

reservado este nombre a las ideas de las facultades, y a las de relación,

y podemos, adoptando su lenguaje, expresarnos de un modo más con-

ciso y decir; que todas nuestras ideas consideradas con respecto a su

formación son sensibles, intelectuales o morales.

184. Podemos igualmente por abreviar nuestro discurso, reco-

nocer el sentimiento por origen de nuestras ideas, y la acción de las

facultades del entendimiento, como su causa [,] mas nunca debemos ol-

vidar que hay cuatro orígenes, y tres causas diferentes de ellas.

� Lección NovenaSe con rma la doctrina de la anterior,demostrando la imposibilidad de referirtodas las ideas a un solo origen.

185. La cuestión sobre el origen de las ideas, se ha fijado siem-

pre bajo esta precisa alternativa –¿nacen todas de los sentidos o son

innatas? De aquí es que los partidarios de Platón, y de Aristóteles, de

Descartes y de Locke, llevados exclusivamente de la oposición de los

principios de que hacían derivar los conocimientos, apenas han pensa-

do en examinar los principios mismos, y aun podría decirse, que ni los

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unos ni los otros estaban seguros sobre los que adoptaban, o rechaza-

ban; porque sólo han comprendido las sensaciones bajo la palabra sentir,

y cada uno ha explicado a su modo las que llamaba ideas innatas.

186. Se ha hablado algunas veces, es verdad, de un sentido

moral, porque no podía menos que advertirse la diferencia, que hay

entre las afecciones provenientes de los objetos materiales, y las que

nacen de la imagen de la virtud oprimida, o del crimen triunfante. Por

este sentido moral o más bien este sentimiento moral unido al senti-

miento-sensación no es suficiente para explicar todos los fenómenos de

la inteligencia. ¿Cómo se conocerían los que pertenecen al sentimiento

de la acción de las facultades, y los que derivan del sentimiento de re-

lación, si no se hubiese observado estas dos maneras de sentir?

187. Muchos Filósofos se han dado por satisfechos con asig-

nar la noción vaga de sensibilidad, como origen común de todas las

ideas del mismo modo que al explicar las facultades a quienes las de-

bemos, se han contentado con la de entendimiento: sin determinar ni

las diversas maneras con que ésta obra, ni los varios modos con que

aquella se ejerce. No es pues extraño, que ignorando los elementos de

nuestros conocimientos, su ciencia haya sido falsa y quimérica.

188. Pero las cuatro fuentes que asignamos a nuestros cono-

cimientos, ¿no se reducen, podrá decirse, a una sola? Las cuatro maneras

de sentir ¿no son siempre sentir? ¿o el sentimiento-sensación transforma-

do en todos los demás varía de naturaleza? [El sentimiento-sensación, ¿no

se transforma sucesivamente en los otros?]

189. Para desvanecer esta objeción, es necesario fijar antes el

significado de la voz naturaleza, porque se ha usado y aun abusado tan-

to de ella, que no es posible sin esta precaución, ponerse al cabo de lo

que expresan. Según su etimología es lo mismo que nacer o derivarse:

por consiguiente para conocer la naturaleza de nuestras diferentes ma-

neras de sentir, es preciso observarlas, por decirlo así, en el momento

mismo de su nacimiento, y entonces deduciremos, que cada una tiene

su naturaleza propia, y que se diferencian esencialmente; que aunque

el sentimiento-sensación es el primero, no es sin embargo el principio

de las demás maneras de sentir; pues no se derivan de él, aunque ven-

gan siempre después de él mismo.

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190. A la verdad; el sentimiento-sensación nace del movimien-

to producido en los órganos por los objetos exteriores. El de la acción

de las facultades, de la acción misma; el de relación, de la presencia si-

multánea de las ideas; y finalmente el sentimiento moral, nace de la

impresión producida en nosotros por un agente, a quien atribuimos li-

bertad. Naciendo pues cada especie de sentimiento de diverso principio,

cada uno tiene distinta naturaleza.

191. En nuestra constitución actual, es indispensable, que se

manifieste el sentimiento-sensación, para que [se] muestren los demás:

y se advierte entre todos [en los cuatro modos de sentir] un orden de

sucesión que empieza siempre por la sensación. Mas este orden no es

suficiente para establecer entre las cosas [entre los cuatro modos de

sentir] que se suceden, unidad de naturaleza: ésta exigiría además que

existiese un orden de generación que no hay efectivamente en las cua-

tro maneras de sentir de que estamos dotados.

192. Si las asignamos todas con el nombre común de senti-

miento, no es para denotar identidad en ellas, sino para manifestar las

relaciones, que las une mutuamente. Lo contrario sería incurrir en los

delirios de Spinoza.

193. Estas reflexiones nos demuestran, que no hay en nues-

tros sentimientos transformación sucesiva de unos en otros; no hay

fusión del que precede en el que viene después. El alma no pasa de las

sensaciones al sentimiento moral, por un aniquilamiento de aquéllas, o

por una energía siempre creciente de su actividad. La mudanza que se

ejecuta, es una nueva existencia.

194. La idea seductora de la simplicidad con que están mar-

cadas las obras de la naturaleza, parece que es la que arrastra a dar un

origen común a todos nuestros conocimientos. Pero es preciso abando-

narlas [abandonarla], cuando [porque] lejos de encontrarse suficiente-

mente apoyada en la naturaleza misma, tiene contra sí las pruebas que

ellas [ella] nos suministra por medio de la observación y la experiencia.

195. Lo mismo podría decirse, si después de haber distribui-

do todas nuestras ideas en sensibles, intelectuales, y morales, hiciésemos

reconocer como causa de las primeras, a la atención; a la comparación,

de las segundas; y al razonamiento de las ultimas. Porque no es exacto

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decir que todas las ideas morales exijan el razonamiento. Esto no se

verifica al menos respecto de las primeras ideas de esta especie.

196. El autor de la naturaleza que ha dotado al hombre de

una voluntad libre, lo ha destinado a ser un agente moral; y para ello

es preciso, que las ideas de lo justo y de lo injusto remonten al princi-

pio mismo de nuestra existencia, y precedan al razonamiento [El autor

de la naturaleza, al dar al hombre una voluntad libre, lo ha destinado

tan visiblemente a ser un agente moral, que las ideas de lo justo y de

lo injusto se remontan al comienzo de su existencia]. No diremos con

Rousseau que el sentimiento de la justicia e injusticia es innato; pero sí

que él se manifiesta casi en el momento mismo de nuestro nacimien-

to. No se necesita sino que el niño pueda atribuir una voluntad libre en

el agente exterior. ¿Y qué cosa más natural y más pronta? Apenas existe

[nace] cuando [ya] se siente él mismo dotado de voluntad.

� Lección DécimaDe las ideas consideradas con relacióna las imágenes, los juicios, y los recuerdos

197. Las verdades que hemos establecido en nuestras tres lec-

ciones precedentes [7ª., 8ª. y 9ª.] aunque apoyadas sobre hechos que es

imposible poner en duda [en hechos que cada uno puede verificar],

recibirán sin embargo una nueva luz, comparándolas con la doctrina de

los Filósofos, sobre la naturaleza, el origen, y las causas de nuestras

ideas. En esta lección nos ocuparemos de la primera.

198. La idea según la etimología del nombre, y el común sen-

tir de los Filósofos, es la imagen o simple representación de un objeto.

Así es que en su modo de pensar, no pueden concebir las cosas mien-

tras no se representan por imágenes. Desde el momento que éstas

desaparecen, nada queda absolutamente en el espíritu. ¿Por qué no

hemos adoptado una definición reconocida generalmente por los Filó-

sofos antiguos y modernos?

199. Pero si se cree que el confundir las ideas con las imágenes,

es un error, no podrá al menos reputarse tal el confundirlas con los recuer-

dos. Cuando los objetos obran actualmente sobre nosotros, y los senti-

mientos [sobre nuestros sentidos], no puede decirse que tenemos ideas

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de ellos [no puede decirse que tenemos ideas de ellos, sino que los sen-

timos]: mas cuando recordamos la impresión que nos han hecho, cuan-

do hablamos del olor de una rosa, por ejemplo, que sentimos hace algún

tiempo, todos usamos indistintamente de las voces recuerdos o idea.

200. Además si la idea consiste en distinguir un objeto de otro

[Además si la idea que nos hacemos de un objeto consiste en distinguir-

lo], podrá decirse, que tenemos, y no tenemos idea de ellos. Cualquiera

distingue vg. una onza de oro de un peso fuerte; pero no será tan fácil

distinguir el último de otro igual. Así pues se distingue, y no se distin-

gue; si tiene y no se tiene idea. Y como la distinción puede verificarse,

por más o menos puntos de vista, o cualidades, podrá decirse igualmen-

te, que las mismas ideas lo son más o menos; lenguaje ciertamente

extravagante.

201. Añadamos aún otra dificultad que parece resultar de

nuestra doctrina. Según ella la idea viene a ser una relación de distin-

ción, y por consiguiente un juicio. ¡Y qué absurdos no serían consiguien-

tes a este principio! Todos nuestros conocimientos serían falsos, y poco

exactos; o más bien no tendríamos conocimiento alguno, puesto que no

había ideas anteriores, de que partir para adquirirlas.

202. Para desvanecer estas objeciones observemos en primer

lugar que la opinión de los que confunden las ideas de las cosas con sus

imágenes, es un resto de la Filosofía de Epicuro, porque las especies

expresas o impresas [expresas e impresas] con que él quería explicar el

modo con que conocemos los objetos, no eran otra cosa que imágenes.

[¿] Y podrá excusarse a los Filósofos que no han notado más en su in-

teligencia que simples representaciones de la extensión [?] ¿Todos

nuestros conocimientos están reducidos a los objetos exteriores? ¿y to-

dos éstos son necesariamente extensos?

203. Los objetos de nuestros conocimientos están en nosotros

o fuera de nosotros. En nosotros se hallan las modificaciones del alma,

y sus facultades, las relaciones ya de las modificaciones mismas, ya de

las facultades, ya de las modificaciones y facultades a la vez. Fuera de

nosotros están todos los objetos del mundo físico, los del mundo mo-

ral, sus cualidades, y las relaciones entre éstas y aquellos [Fuera de

nosotros, si son objetos del mundo físico o moral, o sus cualidades o re-

laciones a que pueden dar lugar esos objetos o sus relaciones].

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204. Las modificaciones del alma, las sensaciones que recibe,

los diversos sentimientos que experimenta, sus operaciones y sus facul-

tades [y sus ideas]; en una palabra, todas sus maneras de ser así activas

como pasivas, son más o menos simples, más o menos compuestas;

pero ni son, ni pueden ser extensas y figuradas. El razonamiento es más

compuesto que la comparación; el número mil lo es más que el ciento.

¿Y podrá decirse por eso que el acto de racionar tiene mayores dimen-

siones, que el de comparar? ¿que el número mil tiene en el alma más

superficie que el ciento? Es preciso no olvidar que la extensión supone

siempre composición, mas no al contrario [todo lo que es extenso es

compuesto, pero no todo lo que es compuesto es extenso].

205. Las ideas-imágenes sólo pueden referirse a lo que existe

fuera de nosotros, y ni aún pueden extenderse a todo ello; porque sin

hablar de la inteligencia de los demás hombres, los cuerpos mismos no

podrían manifestarnos casi ninguna de sus cualidades por medio de

imágenes. La idea-imagen, la idea-representación, no tiene lugar sino

respecto de aquellos objetos, cuyas sensaciones son extensas: tal es la

idea de la superficie, y del volumen de los cuerpos. Pero la idea de un

sonido o de un olor no ha sido jamás una imagen. Se aprecia y valora

una tercera, una quinta, pero no se representan. Si se ha usado alguna

vez de esta voz en las operaciones del alma, sólo ha podido hacerse en

un lenguaje figurado.

206. Estas reflexiones recibirán un nuevo grado de evidencia,

cuando expliquemos cómo se forman las ideas de los cuerpos. Por ahora

ellas bastan a hacernos sentir, cuán falsa es la preocupación de aque-

llos, que poblando de imágenes el alma humana, y no viendo en ella

otra cosa, parece que reducen todas sus facultades a la imaginación.

207. Por lo que respecta a la identidad que se pretende esta-

blecer entre las ideas y los recuerdos, es necesario advertir, que hay

recuerdos confusos igualmente que sentimientos [que hay recuerdos

confusos igualmente que sentimientos confusos]; y aun, que el número

de los primeros es mucho mayor que el de los últimos. Por consiguien-

te si no basta sentir para tener ideas, con más razón no debe bastar para

tener recuerdos [con mayor razón no basta para tener recuerdos]. La

equivocación consiste en la multitud de significaciones que se dan a la

palabra idea. Generalmente se hace sinónima de imagen, pensamiento,

recuerdo, y otras varias. Así se dice, que un hombre se hace notar por

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la sublimidad de sus ideas, o pensamientos; que es muy difícil formar-

se una idea o imagen del sistema del mundo, por el que nos habían

transmitido los antiguos Astrónomos [que nos transmitieron los antiguos

astrónomos]; y nadie criticará el decir, que recordamos o tenemos idea

de los juegos que nos entretuvieron en nuestra infancia.

208. Pero todas estas sustituciones sólo prueban que la pala-

bra idea, a más del significado que le es propio, recibe accesoriamente

[recibe por extensión] otros varios. Si se insiste en no admitir diferen-

cia alguna entre la idea y el recuerdo, convendremos desde luego, con

tal que por éste se entienda una idea renovada [recordada].

209. No hay contradicción alguna en decir: que se tiene idea

de un objeto cuando se compara con otro enteramente distinto; y que

no se tiene cuando la comparación se hace entre objetos muy semejan-

tes, como sucedería en el primer caso con una onza de oro y un peso

fuerte, y en el segundo, con dos pesos fuertes. Lo único que de aquí re-

sultaría sería advertir la facilidad con que se distingue la moneda de

plata entre varias de oro; y lo dificultoso que es hacerlo entre varias de

una misma especie.

210. Sería también ridículo decir, que distinguiendo los obje-

tos por más o menos cualidades, las ideas que tenemos de ellos, serían

más o menos ideas. Ciertamente esta objeción no es peculiar a nosotros;

ella puede hacerse del mismo modo, cualquiera que sea la doctrina, que

se admita sobre las ideas. Un niño no conoce el oro sino por su color,

mientras que un Químico descubre en él veinte o treinta propiedades

más: y no por esto se dirá, que la idea del Químico es veinte o treinta

veces más idea que la del niño; como no se diría, que un palacio es más

casa que una cabaña, sino que se distingue por sus más o manos co-

modidades.

211. Convendremos desde luego en que la idea es con verda-

dero juicio, pero un juicio de una especie particular. En un juicio

conforme lo conciben los Filósofos, se encuentran dos términos, sujeto

y atributo; y el juicio consiste según ellos en percibir o afirmar la rela-

ción entre uno y otro. Pero en el juicio constitutivo de la idea no hay

más que un término determinado; el otro es siempre indeterminado. En

los primeros un término dice relación a otro término; en el segundo un

solo término es relativo a un número indefinido de términos. Para ha-

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cernos entender con más facilidad, es necesario entrar en algunos de-

talles sobre la naturaleza del juicio.

212. El niño en la cuna misma siente su debilidad; y el león

en medio del desierto, tiene el sentimiento de su fuerza. Los llantos

habituales del uno, y la seguridad con que el otro despedaza su presa,

lo atestiguan de una manera inequívoca. En ambos hay sentimiento-de

relación, porque la debilidad y la fuerza son cosas relativas. El niño no

dice aún , pero lo dirá algún día –soy débil. El león nunca llegará a de-

cir –soy fuerte.

213. Por medio de la palabra y los progresos repetidos de su

razón, llega el hombre a representarse separada y sucesivamente dos

cosas que existen siempre juntas –los seres y las cualidades que los

modifican– aunque no haya ser destituido de toda cualidad, ni cualidad

que pueda existir sin algún ser.

214. Mas [¿] de dónde vendría al hombre el poder de separar

de un modo durable dos cosas que la naturaleza ha unido, y que siem-

pre las vemos de la misma manera [y que no podemos verlas más que

unidas], si no tuviese dos signos distintos, de los cuales el uno fijase

nuestro pensamiento sobre el ser, el otro sobre su cualidad? ¿Cómo con-

cebiríamos, por ejemplo, una hoja de un árbol sin su color; o a éste sin

aquélla?

215. Es verdad, que la naturaleza nos manifiesta hojas de di-

versos colores. También lo es, que observando una misma hoja varias

veces, y en diversos tiempos, se la ve pasar sucesivamente de un color

a otros distintos, y esto basta para que pueda notarse entre varias ho-

jas que se ven a la vez alguna cosa común, y algo que las distingue;

conoceremos de este modo el sujeto y sus cualidades. Pero es de creer

que esta observación sólo dejará rastros muy ligeros, que desaparecerán

desde el momento, que las impresiones nos manifiesten las hojas uni-

das a su color. Sin el socorro pues de dos signos que nos manifiesten

el sujeto y su cualidad no tendríamos dos ideas distintas; porque ape-

nas se formasen desaparecerían.

216. En nosotros mismos tenemos un ejemplo más palpable

de esta verdad. Es indudable que cada instante nos encuentra en un

estado distinto del que le ha precedido: y este mismo nos obliga a dis-

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tinguir en nosotros lo variable de lo que no se muda jamás. Pero trate-

mos de concebir estas dos cosas separadamente sin usar de algún signo,

y notaremos toda la inutilidad de nuestros esfuerzos.

217. Pero que el hombre hable, y en el momento mismo, lo

que antes le era imposible, va a parecerle tan fácil como sencillo. Una

sola palabra siempre invariable designará lo que en nosotros reviste un

carácter semejante; y un número más o menos considerable de voces,

expresará los accidentes que varían. Se usa del yo para representar lo

primero y manifestará la segunda por medio de grande, pequeño, sano,

enfermo, etc.

218. El bruto no puede considerar las cualidades separadas de

los objetos, ni al contrario; porque no existiendo esta distinción en la na-

turaleza, ella sólo es debida al artificio, por el cual nuestra alma en vez

de fijarse en las cosas, que son al mismo tiempo sustancia y modifica-

ción, se fija en los signos, que como hemos visto, indican única y

exclusivamente, ya las sustancias, ya las modificaciones.

219. Ocurramos [Acudamos] aún a otro ejemplo. Cuando se

nos presenta una bola de billar, sentimos al instante que no podemos

ver ni el marfil de que está formada sin la figura esférica, ni ésta sin

aquél. Pero nada es más fácil que el pensar en la palabra marfil, sin

ocuparse de la voz esfera, y recíprocamente. Por medio pues de estas dos

palabras se pueden separar las ideas que representan, aún cuando los

objetos existan juntos en la naturaleza.

220. Del mismo modo que el niño por medio de estas dos

palabras, yo, débil, tendrá dos ideas distintas del yo y de su modifica-

ción, aunque el uno y la otra existan, a la vez dentro de él mismo. El

no necesita palabras para percibir su yo modificado, pero le son indis-

pensables para sentirlas distintas, y sobre todo para conservarlas así.

Antes del uso de la palabra, sus sentimientos estaban envueltos y con-

fusos en un solo sentimiento: las palabras los han separado, o al menos

fijado su separación; y el niño ha podido observarlos separadamente,

distinguirlos bien, y formarse ideas de ambos.

221. Desde entonces la relación no es ya sólo sentida, es tam-

bién percibida; el sentimiento de su debilidad se ha convertido en

conocimiento de ella misma; y el de relación se ha mudado en percep-

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ción de relación. En ésta los dos términos que dan lugar a ella, son dos

ideas distintas y separadas; en aquel no son más que sentimientos con-

fusos. Empezamos sintiendo relaciones; la atención ayudada de las

palabras o más generalmente de los signos, nos las hace percibir.

222. Pero no nos basta percibir relaciones. No nos limitamos

a contemplar puramente los objetos –la blancura v.g. de la pared, el

calor del fuego, la fuerza del mármol– pasamos más adelante y afirma-

mos que las cosas no son [las cosas son] como las hemos percibido. Así

decimos, la pared es blanca, el fuego es caliente, y el mármol es duro:

es decir, que después de haber sentido y percibido las relaciones, tam-

bién las afirmamos. Y como siempre que advierte el alma relación, de

cualquier modo que esto se verifique, resulta un juicio, se deduce que

hay tres especies de juicios, o más bien hay tres grados en el juicio.

223. Se juzga por sentimiento; se juzga por ideas; y se juzga

por afirmación. La afirmación es el enunciado del juicio por idea [la afir-

mación es el enunciado de la relación que nos hace percibir el juicio por

idea]; y éste es el análisis del juicio sentido. Las palabras [y los signos]

son indispensables para el juicio-afirmación; ellas mismas nos han ser-

vido para analizar el juicio por sentimiento, y convertirle en juicio por

ideas; pero para juzgar por sentimiento no son necesarias ni las pala-

bras, ni los signos, ni ninguna especie de lenguaje.

224. De aquí resulta que los brutos pueden sentir las relacio-

nes que nacen de sus sensaciones, pero no pueden ni percibirlas, ni

afirmarlas. El león siente que es fuerte, mas él no lo sabe, y sobre todo

jamás se dirá a sí mismo, yo soy fuerte.

225. El hombre siente una multitud infinitamente variada de re-

laciones, las percibe y las afirma. Desgraciadamente el número de las se-

gundas es menor que el de las primeras [Desgraciadamente percibe

menos de lo que siente]; y de aquí nace su ignorancia. El de las últimas

excede incomparablemente al de las segundas [Y más lamentablemente

todavía, afirma más de lo que percibe], y he ahí la fuente de sus errores.

226. Si los hombres no se pronunciasen más que sobre las

relaciones que han percibido distintamente; si no afirmasen más que lo

que sabe su inteligencia, serían en algún modo inaccesibles al error,

porque el error no está ni en el conocimiento, ni en la percepción. No

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puede dejarse de sentir lo que se siente, ni de ver lo que se ve, pero

puede muy bien no ser lo que se afirma. Mientras que el amor a la

verdad no sea el primero de los intereses del hombre; mientras que él

no sepa reprimir el vano deseo de parecer; mientras que haya pasiones

sobre la tierra, no hay que esperar la reserva y la sabiduría, necesarias

para pronunciarse con acierto; se decidirá siempre sin conocimiento, se

pronunciará como por acaso; y el orgullo, que apetece tanto las afirma-

ciones vivas y momentáneas, creería que se le acusaba de ignorante, si

balancease [si dudase] un solo instante.

227. Sentir pues relaciones, percibirlas y afirmarlas, son ma-

neras de juzgar que se desenvuelven sucesivamente. Se pueden sentir,

sin percibirlas; y percibir, sin afirmarlas; mas no al contrario [Se pueden

sentir las relaciones sin afirmarlas, pero no se pueden afirmar verdade-

ras relaciones sin haberlas percibido, ni percibirlas sin haberlas sentido].

Estas tres especies de juicio, que encontramos fundadas en la naturale-

za, nos obligan a reconocer en la palabra juicio tres cosas, tres

acepciones reales.

228. Pero los Filósofos habiendo confundido el sentimiento

con la percepción de relación, no han dado a aquél el nombre de juicio.

Conformándonos con este uso no le daremos a esta palabra más exten-

sión que la de significar las afirmaciones y percepción de relación [que

la de significar las afirmaciones y las relaciones de percepción]; dejando

al sentimiento de relación este solo nombre [sentimiento de relación].

229. Volviendo ahora a contestar la objeción que se nos ha

hecho, diremos, que aunque la idea sea un verdadero juicio, pues que

consiste en una relación de distinción, le conservaremos siempre su

antiguo nombre.

230. La idea, ya lo hemos dicho (211), es un juicio de una

especie particular. En los tres [En las tres clases de juicio] de que aca-

bamos de hablar se encuentra[n] dos términos, cuya relación se siente,

se percibe, o se afirma; dos términos que se confunden en el sentimien-

to, se separan [que se separan] en la percepción, para volverse a unir

en la afirmación, mas sin confundirse. El niño en el pecho de su nodri-

za, sólo experimenta el sentimiento que resulta de la dulzura de la leche;

muy pronto adquirirá dos ideas, de leche y de dulzura; y finalmente las

unirá sin confundirlas, diciendo: –la leche es dulce.

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231. La idea que nos formamos de un objeto no consiste en

el sentimiento [en el simple sentimiento de la relación entre un sujeto

y su cualidad], ni en la percepción [ni en la percepción de esa relación],

ni en la reunión del sujeto y sus cualidades; tampoco en el resultado de

la comparación de un sujeto y una cualidad, o de muchas cualidades

consideradas como una sola. El número de términos que entran en el

segundo de la relación constitutiva de la idea [que entran en el segun-

do miembro de la relación constitutiva de la idea], no es determinado.

Puede no haber más que uno solo y puede haber mil, porque el objeto

de quien queremos formar idea, puede hallarse en presencia de todos

los objetos de la naturaleza, y la idea será tanto más completa, cuanto

ella sea el resultado de un mayor número de relaciones parciales; [.] Así

la idea que formamos de un corderillo a quien vemos pacer en el pra-

do nos hace distinguirlo de un caballo, de un árbol, etc. Pero la que

forma de él mismo el pastor a cuyo cargo está, lo pone en estado de

distinguirlo de todos los demás de su especie, lo que nosotros no sería-

mos capaces de hacer. Por consiguiente su idea es mucho más exacta

que la nuestra. Nosotros no la distinguimos sino comparándolo con

objetos muy diferentes; el pastor advierte diferencias aún respecto de

aquéllos que para nosotros son enteramente semejantes.

232. La perfección pues de nuestras ideas, depende del ma-

yor o menor número de cualidades, que se nos manifiestan en los seres;

porque éstas son las que los distinguen, las que nos hacen distinguir-

los. Ellas consisten por lo mismo, en la distinción que hacemos o

podemos hacer de todo cuanto se ofrece a nuestra contemplación. Sus-

tancias, modificaciones, realidades, abstracciones, puntos de vista, cosas

y palabras. Son [las ideas] un juicio, pero un juicio de una especie par-

ticular, juicio anterior a cualquier otro, y que lo suponen todos [un juicio

que supone todos los otros juicios].

233. Antes de juzgar que Hipócrates fue médico, es necesario

tener idea de Hipócrates, y de la medicina: es decir, se necesita distin-

guir a Hipócrates de todo [lo] que no es él; y a la medicina de todas las

otras profesiones. Estas relaciones de distinción, que necesariamente

deben preceder al juicio indicado, han recibido el nombre de ideas.

234. He ahí nuestra respuesta a las objeciones que se nos han

hecho. En resumen [,] no negaremos que hay ideas-imágenes, ideas-re-

cuerdos, y que todas son relaciones o juicios. Pero jamás convendremos

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en que toda idea sea imagen, ni en que ella y el recuerdo sean una

misma cosa. Teniendo siempre presente que toda idea es un juicio, le

conservaremos el nombre que hasta aquí ha tenido.

� Lección UndécimaImpugnación de la doctrina de Descartesy de Locke sobre el origen de nuestras ideas

235. Muchos Filósofos han pretendido explicar la inteligencia

del hombre, por medio de las modificaciones que el alma recibe con

ocasión de los movimientos de los órganos. Han querido reducirlo todo

a las sensaciones, y que este solo elemento bastase a producir todas las

variedades y todos los tesoros del pensamiento. Pero nada hay más des-

mentido por la observación, que este elemento único de nuestra

inteligencia. Ella no puede haber sido formada sino por la combinación

de cuatro elementos pasivos, y por la energía de tres activos, que son

como los obreros que disponen y coordinan aquellos materiales. Los pri-

meros son nuestras cuatro maneras de sentir, y los últimos las tres

facultades de nuestro entendimiento.

236. Las cuatro maneras de sentir [el sentimiento-sensación;

el sentimiento de las operaciones del alma; el sentimiento de las rela-

ciones; el sentimiento moral] aunque comunes a todos los hombres, y

aunque en todos ellos son el germen de sus conocimientos, mas no son

en todos igualmente fecundas y abundantes ¡qué diferencia no se en-

cuentra entre un Hotentote y un Parisiense! [¡] entre un ignorante que

apenas piensa, y un Newton que penetra las leyes que siguen los cuer-

pos celestes en sus movimientos! Estas diferencias entre los sentimientos

de las operaciones del alma, siguen la razón misma que hay entre ellas,

ya sea por su número, ya por su gradación [Estas diferencias entre los

sentimientos de las operaciones del alma no son menos, por el núme-

ro y el grado, que las que se encuentran en las operaciones mismas]. El

alma no puede obrar sin sentir su acción; como no puede sentir ésta sin

que en efecto la ejerza. Pensar, por consiguiente, y no sentir que se

piensa, o sentir que se piensa y no pensar, son cosas absolutamente in-

compatibles. Adviértase sin embargo que no hacemos el pensar

inseparable de su idea, sino únicamente de su sentimiento.

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237. Estas diferencias son mucho mayores en el sentimiento

de relación, y en el sentimiento moral. Siendo el primero el resultado

de las ideas adquiridas anteriormente, es claro que debe ser más débil

y limitado en unos, más vivo y extenso en otros. Por lo que respecta al

sentimiento moral, cada uno puede juzgar por lo que diariamente ob-

serva en los demás hombres, si en todos se hallan en igual grado, esos

sentimientos de justicia y de humanidad, esos sentimientos elevados,

generosos, tiernos, de delicadeza y de pudor.

238. De aquí es fácil deducir cuánto se extravían los que creen

encontrar en solas las sensaciones y las ideas sensibles todo lo que en-

cierra nuestra naturaleza sensible e intelectual. Si éstas fuesen las únicas

fuentes de la elevación y perfección de los espíritus, no ocuparían, cier-

tamente, el primer rol los Descartes, los Newtones, ni todos aquellos

hombres, que han vivido una vida interior: tampoco deberíamos a esos

hombres solitarios los mejores modelos de la razón y del gusto.

239. Por las sensaciones empieza el ejercicio de nuestra sen-

sibilidad, por las ideas sensibles el de nuestra inteligencia. Mas ni unas

ni otras [las sensaciones y las ideas sensibles] son los principios de las

demás maneras de sentir, ni de las otras especies de ideas. Las prece-

den, pero no las engendran. Lo que hay más noble, más grande en

nuestra alma, no viene de las sensaciones, ni de las ideas sensibles, ni

son éstas las que dan a nuestro ser la dignidad que posee, ni a nuestra

razón todo su poder.

240. Repitámoslo esto pues, que nuestras ideas no tienen ni

pueden tener un origen único, porque las cuatro maneras de sentir que

hemos reconocido en nosotros, como fuente de todas ellas, se distinguen

de tal modo, que es imposible reducirlas a una sola.

241. Se nos reprochará tal vez el separarnos de los principios

adoptados por el común sentir de los Filósofos, y de las dos principales

doctrinas que los han dividido casi desde el principio. Mas ya lo dijimos

en nuestra introducción; no hemos jurado seguir otras banderas que las

de la razón, y este es a nuestro juicio el deber de todo Filósofo. Además

las dos opiniones que se nos oponen son tan opuestas entre sí mismas,

que no tienen punto alguno de contacto, ni sabemos cuál de ellas que-

rrá clasificarse como principios generalmente reconocidos.

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242. Tampoco es de nuestro resorte examinar cada una de las

razones en que sus autores se fundan, y con que se combaten recípro-

camente. Dejaremos a cada uno el cuidado de responder a su adversario,

puesto que ninguna de sus dificultades, se dirige a nosotros. O si se

quiere más bien, responderemos a Aristóteles por Platón, y a éste por

aquél. Nosotros no decimos –las ideas vienen de los sentidos, ni tam-

poco que ellas son innatas– creemos sí que ambas opiniones son falsas;

la primera, porque sólo está de acuerdo en parte, con la experiencia; la

segunda, porque le es enteramente contraria.

243. De aquí podrá deducirse el juicio que debemos formar

sobre el célebre principio de los Filósofos –Nil [Nihil] est in intellectu,

quod prius non fuerit in sensu [Nada hay en el intelecto que antes no

haya estado en los sentidos]– que ha gozado por tanto tiempo de una es-

pecie de infalibilidad. Fuera de encerrar un concepto falso, tiene

también tres expresiones viciosas que dan lugar a interpretarlo de tres

modos diferentes.

244. Nil [Nihil].¿cómo deberá entenderse esta palabra? Locke

quiere que signifique ninguno de nuestros conocimientos, ninguna de

nuestras ideas. Condillac conviene en esto con Locke, pero quiere ade-

más que signifique ninguna de nuestras facultades.

245. In intellectu –es decir ¿en el alma? [¿] en alguna de sus

facultades? [¿] o en la reunión de todas las ideas? porque en todas es-

tas significaciones puede tomarse la palabra entendimiento.

246. In sensu –no se expresa si se habla de los órganos del

cuerpo, o de las sensaciones, que son modificaciones del alma.

247. Creemos pues ratificar al mismo tiempo lo que hay de

falso en estas opiniones, y los vicios que encierra su expresión dicien-

do, que no hay en el hombre idea alguna, que no haya tenido por origen

algún sentimiento; o más brevemente, que toda idea ha sido sentimien-

to. El sentimiento es pues la primera condición de nuestra inteligencia;

donde éste falta, o termina, allí fallan y terminan las ideas. El Filósofo

que se lisonjease de haber traspasado estos limites, se lisonjearía de

haber traspasado los de la naturaleza, los de nuestra razón, y los del

alma humana. Su Filosofía sería una Filosofía sin ideas.

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� Lección DuodécimaReflexiones sobre las causas de las ideas

248. Sentir y conocer son dos cosas que es preciso no confun-

dir; porque entre una y otra se halla interpuesta la acción del alma;

acción que aunque siempre es necesaria, se manifiesta muy particular-

mente cuando ha sido provocada por sentimientos vivos de placer o de

pena, o cuando ha sido ordenada por el alma misma [ordenada por un

orden superior al alma misma]. Entonces las facultades del entendimien-

to se dirigen sobre cada una de nuestras maneras de sentir, y producen

todas nuestras ideas, y todos los tesoros de nuestra inteligencia.

249. Parece que esta verdad se desconoce al menos respecto

de las ideas sensibles, se cree que ellas en nada difieren de las sensa-

ciones, y que son el efecto inmediato de las impresiones de los objetos

sobre nuestros órganos. Pero basta hacer algunas ligeras observaciones,

para persuadirse de lo que dejamos establecido.

250. Si se nos presenta una escritura cuyos caracteres no co-

nocemos; [,] la de los Árabes, por ejemplo, o los Chinos: ¿qué veremos

en el primer instante? todo – ¿y qué distinguiremos? –nada. Veremos

todo; porque los rayos de luz que parten de cada uno de los puntos de

los caracteres, penetrarán hasta la retina, y allí hará una impresión en

virtud de la cual sentimos, o vemos, sin que esté en nuestras manos lo

contrario. No distinguiríamos nada, mientras que el ojo que ha recibi-

do la impresión simultánea de todos los caracteres, no los distribuya en

muchas impresiones parciales y sucesivas; y si nos obstinásemos en no

mirar de este modo, permaneceríamos años enteros y aun toda nuestra

vida, sin haber adelantado un solo paso nuestra inteligencia. Es preciso

pues fijar nuestras miradas sobre cada palabra en particular; es preciso

descomponer uno por uno los caracteres, para poderlos percibir a la vez,

y de un modo distinto.

251. Esto es lo que sucede a los niños y lo que nos ha suce-

dido a todos, cuando hemos aprendido a leer nuestro propio idioma. Si

hoy distinguimos con la mayor rapidez todas las letras que entran en la

composición de una palabra, es debido únicamente al largo hábito que

hemos contraído de hacer distinciones semejantes. Los niños la prime-

ra vez que abren un libro, apenas ven lo blanco y lo negro; y aun esto

lo hacen, porque han aprendido de antemano a distinguirlo. Si sus ojos

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se abriesen a la luz por la primera vez, verían sin duda, pero no adverti-

rían la diversidad de los colores, porque todos se hallarían como

envueltos en una sensación confusa, en la que nada podrá distinguir,

mientras que la mirada no haga este desenvolvimiento. De lo contrario

el sentido de la vista, no sería capaz de darnos la más ligera idea.

252. Este mismo razonamiento se aplica a todos los demás

sentidos, y de él podemos concluir con seguridad; que un ser dotado de

nuestra misma organización, pero que no fuese capaz de fijar su aten-

ción, y hacer un uso activo de sus sentidos, no tendría absolutamente

ninguna idea sensible.

253. Si, pues, la actividad del alma es la causa productriz de

estas ideas que se adquieren con tanta facilidad, que parecen nacer es-

pontáneamente de las sensaciones, y aún confundirse con ellas; ¿quién

podrá negar, que las ideas intelectuales y las morales son igualmente el

producto de la acción del alma, aplicada a las otras maneras de sentir,

sea por medio de la atención, la comparación, o el razonamiento?

254. Aquí creemos oportuno marcar la diferencia entre las

ideas absolutas y las relativas por el gran rol que juegan en nuestra in-

teligencia. Una idea sensible nos manifiesta un objeto exterior, o alguna

de sus cualidades. La idea de una facultad del alma nos da a conocer

esa misma facultad. Una idea moral nos manifiesta un acto producido

por un agente libre, conforme o contrario a las leyes. En general a cada

una de las ideas que hemos mencionado, corresponden en nosotros o

fuera de nosotros, cosas reales, que ellas mismas nos hacen conocer.

Pero no sucede lo mismo con una idea de relación; ¿cuál es, en efecto,

la realidad, que corresponde a una idea de semejanza o de igualdad?

255. Supongamos que recibiendo por los ojos la impresión

simultánea de todas las letras que componen una palabra, se fijan nues-

tras miradas sobre una en particular; al momento la sensación causada

por aquella letra se desenvuelve [se distingue] de todas las demás, las

domina, y tenemos una idea sensible. Lo mismo sucederá con una se-

gunda, tercera, etc. letras.

256. Una vez adquiridas varias ideas sensibles, y hallándose

presentes a nuestra alma, sucede frecuentemente sentir semejanzas, o

diferencias entre ellas. Si el alma continúa obrando, el sentimiento de

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semejanza o de diferencia, se convierte en idea de la misma clase [se

convierte en idea de semejanza o de diferencia]. Esta nueva idea no

deriva como la sensible de una sensación, que supone la presencia de

un objeto exterior, sino de un sentimiento, que indica [supone] la exis-

tencia simultánea de dos ideas anteriores [de dos ideas existiendo al

mismo tiempo en el espíritu].

257. Las ideas de relación consideradas con respecto a su ori-

gen y su causa, tienen mucha analogía con las ideas sensibles, y con

todas las absolutas; mas se diferencian de todas esencialmente por otros

respectos. Aquéllas tienen siempre un objeto a que corresponden; en

éstas aun cuando lo suponen, no hay alguno en particular, distinto de

los que han dado lugar a ellas. Sin embargo queriendo realizar este

objeto, que nada nos manifiesta [que no puede ser mostrado por nada]

ni puede manifestarnos, porque no existe, se le ha dado el nombre de

relación; y se ha dicho, que éstas [las relaciones] existían en los seres, o

entre sus cualidades. Pero en los seres sólo se hallan los fundamentos,

o los términos de las relaciones [sólo se hallan los fundamentos, los

objetos que ocasionan las ideas de donde nacen las relaciones], y no las

relaciones mismas.

258. La palabra relación puede tomarse en dos sentidos dife-

rentes; unas veces indica la comparación, otras, que es lo más general,

expresa el resultado de ella. Y como ni una [la comparación de dos ob-

jetos] ni otra [la idea que resulta de esa comparación] pueden hallarse

sino en nuestra alma, es claro, que sólo en ella se encontrarán las rela-

ciones, y no en los objetos que las han ocasionado. Así pues cuando

decimos que hay relaciones entre los objetos, entre la luz v.g. y la es-

tructura del ojo, guardémonos de creer, que ellas existan realmente fuera

de nosotros, como ni tampoco en las ideas. La relación se manifiesta a

consecuencia de ellas, pero es una idea nueva y enteramente distinta.

259. La idea de relación nace inmediatamente de un senti-

miento de esta misma especie, cuando por un acto de atención lo

separamos de todos los demás sentimientos; y como al sentimiento de

relación debe preceder una comparación [y como no hay sentimiento de

relación sino por la comparación de dos ideas], se sigue que una idea

de relación supone o envuelve el ejercicio de dos facultades del alma [de

dos actos del alma, uno de atención y uno de comparación]; mientras

basta sólo una –la atención– para obtener las ideas absolutas.

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260. He ahí una nueva diferencia, entre las ideas absolutas y

relativas. Las dos que hemos asignado son bien remarcables, y no de-

bemos perderlas nunca de vista, si no queremos que de la confusión

entre unas y otras ideas, resulte una multitud de errores en nuestros

conocimientos. El primero sería suponer fuera de nosotros objetos que

en realidad no existen, y haciéndolas base de algún sistema de conoci-

mientos, fundarlo sobre la nada. Tal fue la Física de Aristóteles, porque

dio realidad en los cuerpos al frío y al calor, a la dureza y la blancura,

etc. Tal la Metafísica de Platón, creyendo ver cosas positivas en las cua-

lidades relativas del alma. Tal finalmente la Filosofía de los Escolásticos

de la edad media, porque dando una vana realidad a las ideas de seme-

janza, llenó la naturaleza de géneros y de especies. Una sola idea mal

desenvuelta [mal distinguida] basta para causar los mayores males, co-

rrompiendo las ciencias en su misma fuente.

� Lección 13ªDistribución de las ideas sensibles,intelectuales, y morales, en varias clases

261. Las cuatro especies de ideas a que hemos reducido to-

das las que pueden hallarse en nuestra alma, y que nacen de las cuatro

especies de sentimientos, que en ellas se encuentran, pueden dividirse

en varias clases, a saber: –verdaderas o falsas: claras u oscuras: distin-

tas o confusas: completas o incompletas: reales o quiméricas: absolutas

o relativas: de cosas o de palabras: simples, compuestas, colectivas, abs-

tractas y generales.

262. Todas estas clasificaciones [todas estas clases] no son

igualmente importantes: sin embargo no suscribimos a la opinión de

aquellos que las reputan todas como inútiles o mal fundadas. Al presen-

te creemos bastar haberlas indicado, y limitarnos a considerar las ideas

simples y las compuestas, pasando después a las abstractas y generales,

que exigen una atención más detenida; pues que las dos fuentes prin-

cipales [puesto que son las dos fuentes principales], de que se deriva la

inteligencia del hombre.

263. Una idea simple es una idea única incapaz de descom-

ponerse en otras. Por el contrario [,] la idea compuesta es un agregado

o reunión de ideas. Pertenecen a la primera clase las ideas adquiridas

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por la acción aislada, digámoslo así, de nuestros sentidos: las ideas de

colores, de los sabores, de los olores, y de otras cualidades pertenecien-

tes al tacto, como la frialdad, la aspereza, etc.

264. Es verdad que cada uno de nuestros sentidos nos sumi-

nistra sensaciones compuestas que pueden dar lugar a más de una idea.

Un olor, por ejemplo, es la reunión de muchos olores, y un sonido la de

muchos sonidos. Pero descomponiendo la sensación, que se experimen-

ta, cada una de las sensaciones parciales hará nacer una idea simple.

265. La idea puede ser simple aunque ocasionada por una

sensación compuesta, cuando no descomponemos esta sensación. Tal es

la idea de blanco: acaso hay seres organizados de modo que no existe

[en] ellos este color, y que ven todas las variedades que presenta el pris-

ma, donde nosotros no vemos más que uno solo [un solo color], simple

con relación a nosotros, pero compuesto en sí mismo.

266. Ninguna de las ideas de las facultades del alma es sim-

ple, si exceptuamos la de la atención, porque es la facultad primera; que

no se compone de ninguna otra, pero son simples las ideas morales que

nacen inmediatamente de diversos sentimientos de esta especie. Lo son

igualmente las de relación, cuando de dos ideas comparadas no resulta

sino una sola relación, o cuando el alma no considera más que una.

Tales son las ideas de igualdad, superioridad, principio, y sus contrarias.

267. Pero cuando los términos de la comparación dan lugar a

varias relaciones, y el alma las percibe todas o varias de ellas a la vez,

entonces las ideas de relación son compuestas. Si quisiésemos compren-

der bajo un solo punto de vista todas las diferencias o semejanzas que

hay entre dos hombres a quienes conocemos, la idea que formásemos

sería una idea compuesta.

268. Debe observarse, que para obtener la idea de una rela-

ción determinada, no es necesario que los dos objetos de la compara-

ción lo sean [sean determinados]. La idea de igualdad, por ejemplo,

puede ser el resultado de la comparación de dos números, de dos figu-

ras geométricas, y de dos objetos físicos. Por consiguiente la idea de re-

lación no es una misma cosa con la de los términos de la comparación.

Aquélla es siempre la misma, mientras que los términos de la última

pueden variar de mil modos. Esto confirma lo que establecimos (258) [:]

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que la idea de relación es una tercera idea, resultante de la presencia

simultánea de otras dos.

269. Entre las ideas simples deben colocarse también las de

extensión, tiempo, movimiento, y otras que no son más que la repeti-

ción de una misma idea: y finalmente aquellas ideas parciales, cuya

reunión forma una idea compuesta; tales son la pesantez, ductibilidad

[ductilidad], maleabilidad del oro, sea porque en efecto no puedan des-

componerse en otras ideas, sea porque han recibido el nombre de

simples por oposición a la idea del oro que comprende un gran núme-

ro de ideas.

270. Mas como no podemos ocuparnos de una manera espe-

cial de la pesantez del oro, sin perder de vista sus demás cualidades, ni

fijar nuestra atención sobre esta idea, sin separarla de las otras con quie-

nes se halla asociada; estas cualidades, y estas ideas, se han designado

con el nombre de abstractas o separadas. Las ideas abstractas se aproxi-

man tanto más a una simplicidad perfecta, cuanto mayor ha sido el

número de abstracciones [de abstracciones sucesivas], que las ha pre-

cedido.

271. Sepárese [suprímase] de la idea de cuerpo o de materia

terminada en todos sentidos, esta última circunstancia [esta última cua-

lidad], y se tendrá la idea de materia [,] más simple que la de cuerpo.

De la materia o extensión impenetrable [de la idea de materia o de ex-

tensión impenetrable], sepárese esta segunda idea, tendremos la de

extensión más simple que la de materia. Del mismo modo, de la idea

de un color determinado, pasaremos a la de sensación, y de ésta a la de

sentimiento. Y en general, las ideas serán tanto más simples, cuanto más

se separen de su fuente, cuanto más abstractas sean, es decir, formadas

por la acción del alma, cuando se fija exclusivamente sobre una sola de

las ideas, cuya reunión forma la multitud de ideas compuestas que po-

seemos. Así la simplicidad de nuestras ideas no es por lo común sino

una menor composición; las mismas que hemos designado como sim-

ples, no son tal vez realmente indivisibles.

272. Para conocer los diferentes objetos de la naturaleza, es

preciso fijar con exactitud sobre las ideas simples y compuestas [fijar las

ideas simples y compuestas], que resultan de sus combinaciones [que

representan esos objetos]. Aquéllas nacen o de nuestras diferentes ma-

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neras de sentir, o son el resultado de las últimas abstracciones que ha-

cemos sobre las ideas compuestas. Si nacen de algún sentimiento, no

hay otro medio para adquirir la idea, que observarlo cuando se experi-

menta, porque él es intransmisible por medio de palabras y de

definiciones. Un ciego de nacimiento jamás conocerá los colores por

mucho que se le definan, ni el que no haya experimentado nunca la

sensación de tal olor, o sabor, podrá tener idea de ellos, por medio sólo

de palabras. Lo mismo decimos de los demás sentimientos. Es preciso

haber sido amigo, para conocer el sentimiento de la amistad; y genero-

so para tener idea de esta virtud, etc.

273. Si la idea simple es el resultado de la abstracción, será

para nosotros una adquisición real, siempre que la idea compuesta de

que se deriva nos sea bien conocida. Así la idea simple de impenetra-

bilidad, es clara y distinta, porque lo es la idea de materia o extensión

impenetrable, de que trae su origen.

274. Las ideas compuestas no se obtienen con la misma faci-

lidad que las simples; porque a más de exigir un cierto número de és-

tas, supone también un determinado orden entre ellas. Es preciso que

representen todas y cada una de las partes del objeto, sus cualidades,

sus relaciones, en una palabra, todo lo que le constituye. En las ideas

simples un acto de atención es suficiente para adquirirlas; en las com-

puestas se ponen en acción todas las facultades del entendimiento. La

atención descubre unas después de otras todas las cualidades; la com-

paración las relaciones que las unen; y el razonamiento forman una

cadena continua de todas las cualidades y relaciones.

275. Pasemos a considerar ahora las ideas abstractas; y empe-

zando desde luego por deshacer la prevención casi general en que se

está de confundir lo abstracto con lo difícil, no dudamos asegurar que

estas cosas son incompatibles. Supongamos en efecto que se nos pre-

sente un cuerpo de que no tengamos absolutamente la menor idea, un

fruto v.g. Cada uno de nuestros sentidos lo examina en particular; nues-

tros ojos, el gusto, y el olfato, perciben su color, su sabor, y su olor. Si

lo tomamos en nuestras manos advertimos en él una cierta forma; de-

jándolo caer, percibimos un sonido; y en general si tuviésemos un

sentido más descubriríamos nuevas cualidades, así como con uno me-

nos, ignoraríamos alguna de las que conocemos en él.

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276. Por consiguiente cada uno de nuestros sentidos tiene por

objeto una cualidad especial que le corresponde; cualidad que separa de

todas las demás, y por lo mismo la abstrae. Provistos de cinco órganos,

cada uno de los cuales nos sirve para adquirir una especie particular de

ideas, distribuimos necesariamente todos los objetos sensibles en cinco

especies de cualidades. Nuestro cuerpo es, por decirlo así, una máqui-

na de abstracciones, y es imposible dejarlas de hacer. De lo contrario

sería preciso que conociésemos todas las cualidades mezcladas y con-

fundidas unas con otras: tendríamos por consiguiente colores odoríferos,

sabrosos, etc. La abstracción pues de los sentidos es la operación más

natural, y que nos es imposible dejar de ejecutar. Veamos si la del alma

presenta más dificultades.

277. ¿Qué hombre un poco acostumbrado a reflexionar, no ha

experimentado mil veces la necesidad de estrechar el campo de su pen-

samiento? Si él se extiende a un gran número de ideas, todas desapare-

cen; la luz misma lo deslumbra, y no ve nada, por haber tenido la

ambición de verlo todo. No es éste seguramente el modo de proceder

de nuestra alma, cuando desea adquirir algún conocimiento. El alma no

obra ni con todas sus facultades, ni sobre todas sus ideas a la vez; por-

que la experiencia le ha enseñado que esta conducta no le acarrearía

más que el desorden y la confusión. Emplea desde luego la más simple

de sus facultades –la atención–; la fija sobre cada una de las partes del

objeto, sobre cada una de sus cualidades o puntos de vista, hasta que

ha formado una idea exacta de ellos.

278. Si quiere conocer las propiedades de la extensión, olvi-

da la profundidad, para fijarse exclusivamente sobre la superficie. Pero

siendo aun objeto muy compuesto [muy compuesto en la superficie],

no considera sino la longitud, y muchas veces es preciso no conside-

rar [en la longitud misma] más que el elemento generador –el punto–.

El espíritu humano va siempre dividiendo, siempre simplificando, y

este es el único medio de penetrar bien las cosas, y formarse ideas de

ellas.

279. Es verdad que después de esto nos vemos precisados a

reunir todo lo que hemos separado, porque de lo contrario nuestros

conocimientos no serían conformes a la naturaleza. Pero en la adquisi-

ción de las ideas ha sido preciso ir de una en una fijando sucesivamente

nuestra atención sobre cada una de las diversas cualidades de los seres.

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La abstracción pues del alma es tan natural como la de los sentidos, y

parece exigirla su naturaleza misma.

280. ¿Y cómo podríamos no hacer continuamente abstraccio-

nes, cuando nos es imposible hablar sin abstraer? El estudio es útil; en

esta proposición la idea de estudio y de utilidad, son ideas abstractas:

y lo son en todas, a menos que se trate de un objeto particular y deter-

minado, en cuyo caso siempre es abstracta la idea que designa la

cualidad del objeto. Aquí es de observar que en las obras científicas

nunca o casi nunca se encuentran proposiciones individuales. Jamás se

verá en un tratado de Matemáticas, Metafísica, o de Moral el nombre de

un individuo: todo es abstracto; y por esto se han llamado abstractas

estas ciencias; mas nosotros creemos que tales deberían considerarse

todas. Hablar pues es abstraer; un niño abstrae apenas tartamudea; y la

abstracción del lenguaje es tan natural como la de los sentidos; y la del

alma.

281. Se nos objetará tal vez la impropiedad con que decimos

que abstraen los sentidos y el lenguaje, siendo ésta una operación exclu-

siva del alma. Mas estas expresiones no tienen otro objeto que hacer

sentir mejor los diferentes modos con que se ejecuta la abstracción.

Nada hay de impropio e inexacto en ella, con tal que no llegue a creer-

se, que los sentidos hacen abstracciones por una parte, mientras que el

alma las hace también por la suya.

282. Las ideas debidas a la abstracción han recibido el nom-

bre mismo de la operación que las produce. Así la palabra abstracción

designa el acto que separa una idea de otras, y la idea misma separa-

da. Bajo el primer punto de vista no es una facultad nueva del

entendimiento; es sólo la atención concentrada sobre una cualidad del

objeto, y que haciéndola dominar sobre todas, la separa de algún modo

de ellas, la abstrae. Sucede con esta voz lo que con todas las que desig-

nan las facultades del alma, que se emplean igualmente para expresar

los resultados de aquéllas, como se observa en las palabras –pensamien-

to, entendimiento–, etc.

283. Las ideas abstractas en razón de tales, son los elementos

de nuestra inteligencia. Mas ellas mismas vienen a formarla cuando

pasan a ser generales. Vamos a considerarlas bajo este nuevo punto de

vista.

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284. La idea de la figura de un cuerpo que tenemos en nues-

tras manos, es una idea abstracta, idea que ha entrado en la composi-

ción de la idea total del mismo cuerpo, y que hemos separado para

ocuparnos de ella exclusivamente. Pero esta idea, además de abstracta,

es también individual, pues nos manifiesta la figura del cuerpo que te-

nemos en nuestras manos, y no la de otro alguno. Estas solas ideas no

nos darían verdaderos conocimientos, porque sólo nos descubrirían cua-

lidades aisladas de sus objetos, que no existen en la naturaleza; y cua-

lidades aisladas unas de otras, en quienes no advertiríamos relación

alguna.

285. Es preciso pues que se reúnan muchas ideas abstractas

en una sola [en una idea compuesta]; y que perdiendo su individuali-

dad, se conviertan en comunes o generales, para que puedan darnos a

conocer las cosas, como son en sí mismas, y en sus relaciones. Veamos

cómo pierden las ideas su carácter primitivo, que lo individualiza todo,

para tomar otro, que lo hace todo general.

286. La idea abstracta blancura, que supongo haber adquiri-

do por la acción de los rayos del sol sobre la retina, puede también

venirnos de la nieve, de la leche, o de una flor, etc. La de sonido puede

resultar de una campana, de un instrumento músico, o de la voz de un

hombre. En una palabra una idea abstracta, cualquiera que ella sea, nos

viene o puede venirnos de todos los objetos en que se encuentra una

misma cualidad, un mismo punto de vista, una misma cosa. Y como las

mismas cualidades, los mismos puntos de vista, se hallan repetidos hasta

lo infinito, en los diferentes objetos de la naturaleza, es claro que las

ideas abstractas, objeto habitual de nuestro pensamiento, no represen-

tan exclusivamente cualidades individuales determinadas.

287. Aquí consideramos las ideas abstractas como ellas se en-

cuentran hoy en nuestra alma. Ha habido un tiempo en que no

habiendo aún observado una misma cualidad en muchos objetos, cada

una de nuestras ideas abstractas representaba una cualidad individual.

La idea que un niño se forma del dolor, no es más que la de un cierto

dolor determinado, que sufre o acaba de sufrir. Bien pronto se extenderá

a todas las demás impresiones semejantes, como la de color, de sabor,

de sonido, etc.

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288. Tres cosas debemos observar: 1º si se considera una idea

abstracta en el momento de su primera aparición, ella representa una

cualidad existente en un solo objeto, y es individual. 2º; [,] si se consi-

dera después que [ha] sido producida y reproducida por un gran

número de objetos, representa una cualidad que existe en todos ellos,

y es por lo mismo común o general. 3º; [,] esta misma idea volverá a to-

mar su carácter primitivo, siempre que uno de los objetos que ha

podido dárnosla, se halle presente a nuestros sentidos, o al pensamien-

to. Así la idea blancura [la idea abstracta de blancura] primitivamente

individual como producida por la leche v.g. pasará a ser general, cuan-

do lo sea por la leche, por la nieve, y otros muchos cuerpos; y

finalmente se convertirá en individual en presencia de un cuerpo deter-

minado, porque entonces sólo consideraremos la blancura de tal cuerpo,

y no la de otro alguno. Esta observación tiene igualmente lugar respec-

to de las ideas morales e intelectuales que de las sensibles.

289. Los nombres propios corresponden a las ideas individua-

les, así como los generales o comunes a las ideas de esta clase. Y es claro

que las ideas generales deben serlo más o menos del mismo modo que

los nombres. La idea de hombre es más general que la de Americano; y

ésta más que la de Boliviano o Argentino. Las ideas y los nombres gene-

rales, se llaman clases: entre las cuales unas son más generales que otras,

como la clase cuerpo respecto del vegetal; ésta respecto del árbol; y la

de árbol respecto del manzano.

290. Cada una de las clases subalternas toma el nombre de

especie refiriéndola a la más general que la precede; y de género com-

parada con otras menos general a quien comprende. Así árbol [la clase

árbol] es especie respecto de vegetal [respecto a la clase vegetal]; y gé-

nero con relación a manzano [a la clase manzano]. Es pues la idea

general una idea que nos hace conocer una cualidad, un punto de vis-

ta que se encuentra en muchos objetos, que es común a todas ellas. Es

una idea de semejanza, y por lo mismo los nombres que las designan

se han llamado términos de semejanza.

291. Ninguna cuestión ha dividido más a los Filósofos, que la

de las ideas generales, las cuales en diferentes épocas, se han llamado,

ideas, formas, esencias, naturalezas universales o simplemente universa-

les. No es de nuestro resorte entrar en el detalle de cada una de las

opiniones que han adoptado los filósofos en esta materia; y por lo mis-

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mo nos limitaremos a exponer con la brevedad posible, nuestro modo

de pensar a este respecto, dejando a otros el examen detenido de aque-

llas.

292. ¿Qué son pues las ideas abstractas y generales? ¿Son ver-

daderas ideas, son palabras únicamente, o son alguna otra cosa? Las

ideas abstractas aunque se generalicen con la mayor facilidad, natural-

mente y aun casi sin advertirlo nosotros mismos, no deben confundirse

con las ideas generales. Toda idea general es abstracta, pero no al con-

trario. Es importante no perder de vista esta distinción, que puede

sernos necesaria en algunas ocasiones.

293. Por consiguiente en lugar de la única cuestión que se ha

propuesto sobre las ideas generales, creemos deber sustituir las dos si-

guientes: primera, [¿] las ideas abstractas son verdaderas ideas?

¿Representan alguna cualidad existente en los seres? La solución a una

y otra se presenta por sí misma: el nombre de ideas abstractas se ha

dado a aquellas que representan cualidades reales, y por lo mismo no

puede haber la menor duda a este respecto.

294. Segunda: ¿Puede decirse lo mismo de las ideas genera-

les? ¿Representan éstas alguna cualidad existente en nosotros, o fuera de

nosotros? Para resolver esta cuestión es necesario observar, que todo

cuanto existe o puede existir es individual y determinado: y además que

no todos los hombres están dotados de una misma imaginación: unos

no pueden dejar de realizar su pensamiento; y lo manifiestan en su

exterior con un acento muy pronunciado; por gestos, y por toda espe-

cie de movimientos: otros por el contrario parece que nada les afecta,

y podrían creerse impasibles.

295. Por medio de estas observaciones pueden satisfacerse a

los partidarios de ambas opiniones. Lo que se llama idea general es una

verdadera idea para aquel que al oír el nombre que la representa no se

limita a solo él, sino que se dirige a las cosas y se las hace presentes.

Pero no es más que un nombre para el que no pasa más allá del nom-

bre mismo. Un gran número de hombres, y acaso el mayor, al oír la

palabra gloria no irá más adelante. Pero ella misma hiera los oídos de

los Browns ,y de los Alveares, y al momento recordarán los laureles con

que se coronaron en el Uruguay y en Ituzaingó.

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296. No hay pues, rigurosamente hablando, ideas generales,

porque las que se han clasificado de este modo, o son individuales, o

son palabras que han querido llamarse generales; pues que también

éstas son individuales, como lo son las ideas, y como es todo cuanto

existe en la naturaleza. Pero, así como consideradas las ideas en cuan-

to provienen o pueden provenir de objetos semejantes, se han llamado

generales; así también se han designado del mismo modo aquellas pa-

labras, que se aplican o pueden aplicarse a objetos de una misma

especie.

297. Las ideas o nombres generales se distribuyen en diferen-

tes clases, subordinadas unas a otras. Para comprender con facilidad esta

distribución, es necesario fijarse en la infinidad de maneras con que

pueden clasificarse los seres. Considerados los hombres con relación a

su edad, a la profesión que ejercen, y al lugar que habitan se tiene otras

tantas clases, de las que cada una puede ser principio de una nueva

serie. Así bajo el último punto de vista, la clase general hombre se sub-

divide en Americano, Europeo, Asiático y Africano. Y como en todas éstas

se supone siempre aquélla, es por eso que se llaman subordinadas, y

que al expresarlas se suprime el nombre de la clase más general.

298. Cada una de las cuatro clases particulares que acabamos

de mencionar puede venir a ser general. Así la clase Americano puede

subdividirse en Americanos del Sud, y del Norte; y aquellos en Argenti-

nos, Chilenos, Bolivianos, Brasileros, etc. Los Argentinos en Orientales,

Tucumanos, Cordobeses, etc. Y continuando del mismo modo, llegaremos

hasta los individuos, que han servido de principio a todas las clases.

299. Si salimos del círculo de la humanidad y buscamos rela-

ciones entre el hombre y los demás seres que habitan la tierra,

encontraremos sin duda muchas que le asemejan al león, al perro, al

caballo, etc. y de cada uno de los términos de comparación, resulta una

idea que representa algo común a todas [común a todos los términos],

una idea general, que se ha llamado de animal. El hombre pues es una

especie de animal, especie cuyo genero es la animalidad.

300. Esta idea general [de animal] se convertirá a su vez en

específica, si la subordinamos a otra más general. Pero nada es más

fácil, que advertir, que el animal, es decir, el cuerpo organizado, viviente,

y animado, es una especie de cuerpo, éste una especie de sustancia, y

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la sustancia una especie de ser: idea en que [es] preciso detenernos, por-

que es la clase más general [porque el ser es la clase más general], o

para usar de las voces de la escuela, el género supremo.

301. Observemos ahora el punto de que hemos partido en

estas clasificaciones, y examinemos cuál de ellas será la más propia para

hacernos conocer el lugar en que se encuentra un individuo determina-

do; N. vg. a quien supongo establecido en Buenos Aires. Es evidente que

las clases ser, sustancia, cuerpo no nos pueden suministrar la menor luz,

respecto de la posición de N. sobre la tierra; y no lo es menos que

emplearíamos toda nuestra vida inútilmente, en recorrer los mares y las

diversas regiones de la tierra, buscándolo en la clase general hombre. No

serían más felices nuestros esfuerzos, practicados sobre las clases Ame-

ricanos y Argentinos; y sólo empezarían a nacer algunas probabilidades

de encontrarlo, en la clase menos general Porteño.

302. Es claro pues que para conocer los diferentes objetos de

la naturaleza, no basta tener ideas muy generales: éstas no representan

más que lo que común a muchos seres, nada caracterizan. Pero es pre-

ciso no olvidar que el nombre de una idea general puede serlo al mismo

tiempo de una individual; y bajo este último punto de vista, representa

un ser real.

303. La adquisición de las ideas generales [,] aun de todos los

objetos del universo [,] es sumamente fácil; y al contrario nada más

difícil, que adquirir ideas individuales de ellos mismos. Para las prime-

ras nos basta conocer alguna o algunas cualidades; para las últimas si

ellas fueren completas, sería preciso conocer la reunión de todas las

propiedades de los seres.

304. Por eso los niños luego que obtienen una idea sensible,

la generaliza[n] en extremo; y sólo el progreso de la edad, y de sus ne-

cesidades, los hace advertir diferencias que antes no habían notado. De

este modo entre varios árboles de un jardín, por ejemplo, empiezan a

distinguir el naranjo del manzano, del peral, etc. que antes habían con-

fundido bajo aquel nombre genérico. Es decir, que forman clases

subalternas menos generales a proporción que se instruyen, y adquie-

ren conocimientos.

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305. Tener ideas muy generales sin conocer las series de las

clases subordinadas, que puedan conducir hasta los individuos, es ser

semejante a los niños, es no saber cosa alguna. Pero si se penetra bien

la gradación que hay entre aquellas ideas y las cosas, se tendrá un es-

píritu ilustrado, y adornado de conocimientos. Los individuos nos han

dado la primera luz, y a ellos debe volver aumentada y perfeccionada.

Nuestro conocimiento será tanto más perfecto, cuanto mayor sea el

número de cualidades que hemos llegado a descubrir.

306. Privado del socorro de las clases, el hombre permanece-

ría en la inercia e ignorancia; y apenas formaría idea de los objetos

necesarios a su conservación, por medio de algunos actos de atención,

de algunas comparaciones. La facultad de razonar jamás saldría de una

inacción forzada: ella sería eternamente estéril. Porque ¿Cómo racioci-

nar sin clases, sin ideas generales, sin géneros, ni especies? ¿Podríamos

sin ellos ver un juicio incluido en otro, una proposición en otra? Cier-

tamente que no; y la razón es evidente; porque no podríamos formar

proposición alguna.

307. Es verdad que los niños dan algunas señales de racioci-

nar, antes que puedan articular palabras; pero los raciocinios que

entonces se descubren en ellos, apenas merecen este nombre; y puede

decirse con verdad, que no raciocinan, o al menos no lo hacen explíci-

tamente.

308. No puede pues negarse que el hombre debe a las ideas

generales y a su distribución en diferentes clases, todas las ciencias y

todas [las] ventajas que de ellas reporta, porque a esta misma distribu-

ción es debido el ejercicio de la facultad de raciocinar. Pero a pesar de

reconocer todos estos importantes servicios en las ideas generales, es

preciso no olvidar, que ellas son la mejor prueba de la debilidad de

nuestra naturaleza. El razonamiento, privilegio del hombre, es el privi-

legio de un ser imperfecto.

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� Lección 14ªCómo nacen del sentimiento las ideas de los cuerpos,del alma, de dios [Dios], y algunas otras particulares

309. La inteligencia de que estamos dotados abraza las ideas

sensibles, las intelectuales y las morales; para ejemplificarla es necesario

hacerlo en cada una de estas tres clases; y entonces este problema [,]

el más interesante que puede ofrecerse a seres inteligentes [,] queda

resuelto en las dos ramas que él abraza; a saber, [:] 1º el modo con que

se forma nuestra inteligencia: 2º la formación de esta misma.

310. Este último [,] que es el más vasto en sus desenvolvi-

mientos, está subordinado al primero, y toma de él sus principios. Para

resolverlo, es necesario entrar en el detalle de cada una de las ideas,

asignar su origen inmediato, su causa propia, y el lugar que le convie-

ne. La solución del primero [,] que es sin duda el que ha debido llamar

más nuestra atención, nos ha dado a conocer la naturaleza, las fuentes,

las causas de las ideas, y las variedades de sus especies. No nos resta

más que ordenarlas; pero para ello es necesario tenerlas, y no se tienen

sino en cuanto nos las hemos formado.

311. Es preciso pues formarnos ideas, realizar nuestra inteli-

gencia, enriquecerla con los tesoros del conocimiento y de la verdad. La

Filosofía es quien debe libertarnos de los errores y de las preocupacio-

nes, no dando entrada en nuestro espíritu más que a las ideas

verdaderas, a las nociones y conocimientos seguros y experimentados.

Observemos pues el modo con que debemos conducirnos para adqui-

rir o reformar algunas de nuestras ideas, y este método será aplicable a

cualquiera otras.

312. Los cuerpos. ¿Cómo forma el alma idea de los cuerpos?

Ya queda demostrado ( ) que todas las ideas tienen su origen en algu-

na de nuestras maneras de sentir, y su causa en la acción de alguna

facultad del entendimiento; por consiguiente la solución del problema

propuesto no presenta la menor dificultad.

313. Y en efecto [,] de las sensaciones nacen las ideas sensi-

bles, que nos dan a conocer los cuerpos manifestándonos sus cualida-

des. Es verdad que aquí se presentan dificultades a que se han

procurado dar soluciones más ingeniosas que satisfactorias. Pero dejan-

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do para después ( ) indicar el método con que creemos podrían resol-

verse, haremos una observación interesante.

314. Se ha creído que debiendo a las sensaciones la idea de

los cuerpos, ellas solas bastaban igualmente, para darnos a conocer el

admirable espectáculo del universo, sin advertir, que éste importa algo

más que la suma o agregado de todos los cuerpos: que él es un concier-

to de elementos, una combinación admirable de fines y de medios, un

inmenso sistema de proporciones y relaciones de todas especies.

315. Limitadas a solas las sensaciones, y sin poseer sentimien-

to alguno de relación, viviríamos sumidos en una ignorancia invencible

de las maravillas de la naturaleza. La armonía que se descubre en la or-

ganización del más pequeño insecto, y la que reina entre las esferas

celestes, nos serían igualmente desconocidas.

316. El conocimiento pues del mundo físico reposa sobre dos

bases –las sensaciones y los sentimientos de relación–. El exige por con-

siguiente el empleo de dos de nuestras facultades intelectuales –la

atención y la comparación–. Sin estos dos puntos de apoyo, sin estas dos

palancas, ni podríamos tener ideas de relación, ni ideas sensibles: nues-

tra alma no conocería ni el orden que reina entre los objetos exteriores,

ni estos mismos objetos. Viviría en un desierto aunque en medio de la

infinita multitud de mundos que pueblan el inmenso espacio.

317. Si los cuerpos no pueden conocerse sin haber sentido, [¿]

podremos conocer nuestra alma sin recurrir al sentimiento? ¡Pero qué!

[¿] ignoramos lo que es nuestra alma? Después de habernos ocupado de

ella en todas nuestras lecciones, después de haber empleado tan repe-

tidas veces este nombre, ¿lo habremos hecho siempre sin que haya

significado alguna cosa?

318. Lejos de nosotros tal pensamiento. Las expresiones de

que nos hemos servido para designar los diversos empleos de la activi-

dad, y las diversas maneras de sentir, no han sido nunca vacías de

significado. No nos hemos imaginado ser sensibles y activos; ni hemos

fingido las facultades de nuestra alma y sus diferentes maneras de sen-

tir. Unas y otras son cosas demasiado reales, que siéndonos bien

conocidas, no puede menos que concluirse, que el alma misma lo es, o

al menos que no nos es enteramente desconocida.

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319. Es verdad que el alma es una sustancia incorporal,

inextensa, simple, espiritual; pero el conocimiento de la espiritualidad

del alma es una consecuencia necesaria de su actividad, y de su sensi-

bilidad.

320. Cuando nos expresamos de este modo, suponemos que

se confiesa al menos la existencia del alma, como debe reconocerse la

de los cuerpos. No es nuestro ánimo entrar a combatir directamente a

los que en todo cuanto existe no ven más que materia, ni tampoco a los

que quieren hacer del universo entero una pura inteligencia. Y si aún

se hallase un Escéptico tan atrevido, o tan loco, que se empeñase en

persuadirnos, que no debíamos creer ni la existencia de los cuerpos ni

la de los espíritus, nos limitaríamos únicamente a compadecer el extra-

vío de su razón, o a despreciar su petulancia y atrevimiento.

321. Sin embargo como nuestra alma nos es tan interesante;

como su conocimiento está tan íntimamente ligado con nuestra felici-

dad; como nuestras ideas tienen tanto influjo sobre nuestras pasiones;

en una palabra, como este conocimiento es la base fundamento de toda

la moral, creemos deber detenernos sobre él y descender a algunos de-

talles.

322. Por lo que respecta a aquellos que creen que todo es

materia, porque lo es cuanto afectan sus sentidos, no podemos [más]

que decir con el sabio autor de la Filosofía de la naturaleza d / «Que un

razonamiento tal es propio de la pereza del hombre, y que se adopta no

porque él sea exacto, sino porque ahorra muchas investigaciones».

323. «Los hombres de un genio activo, continúa el mismo, que

no examinan los efectos, sino para descubrir sus causas, raciocinan de

un modo muy distinto. No puede haber, dicen, un ser sin vida y sin ór-

ganos. Los fósiles no son una materia bruta, porque la naturaleza sólo

obre en ellos, de un modo que no se manifiesta. Hay una fuerza activa

esparcida en el universo, que domina más o menos en todos los seres

visibles; y de aquí concluyen, que la inteligencia forma la sustancia de

todo cuanto vemos, y que la materia no es más que el instrumento de

que aquélla se sirve para desplazar su energía».

d/ Partie 2e. Chap. 5º. article premier

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324. Este sistema de Berkeley es algo más especioso que la

hipótesis del materialismo; pero sin embargo no puede sostener las

miradas de la razón, porque trastorna la escala de los seres, renueva el

sueño filosófico del alma universal, y aniquila nuestra inteligencia, que-

riéndole dar el cetro de la naturaleza.

325. Parece pues indudable que hay en nosotros una sustan-

cia que piensa, esencialmente opuesta a la que digiere; el mecanismo

de su unión nos es enteramente desconocida. Este es el gran problema

de la naturaleza, cuya solución es el hombre mismo. Con los que nie-

gan la existencia del alma podríamos portarnos como se condujo un

hombre de buen sentido con un Pirrónico que negaba el movimiento:

aquél creyó refutarlo bastantemente poniéndose ‘a’ pasear en su presen-

cia: nosotros podríamos decir a cualquiera que pretendiese hacer del

hombre un autómata: tú hablas, pretendes convencerme, y esto solo es

la mejor impugnación de tu delirio.

326. El juicio que formamos de la existencia de nuestra alma,

está fundado en nuestro propio sentimiento, en nuestra propia concien-

cia: este sentimiento incluye el de nuestra existencia actual, el recuerdo

de nuestra existencia pasada, y la esperanza de continuar existiendo. En

consiguiente llevamos con nosotros mismos, un triple convencimiento,

una triple certidumbre de la existencia de nuestra alma –el sentimiento

íntimo, la idea del tiempo, y la sensación de los objetos exteriores–. Todo

se reúne para libertarnos de la penosa ansiedad del Escepticismo.

327. Otro tanto podemos decir con respecto a la simplicidad

de nuestro principio pensante. No hay cuerpo alguno simple; el punto

matemático es sólo una abstracción. Epicuro cayó con sus átomos, y el

gran nombre de Leibnitz apenas pudo dar a sus mónadas una existen-

cia instantánea.

328. Esta idea nos suministra pruebas incontestables en favor

de la simplicidad de nuestra alma. Ella se modifica de mil modos dife-

rentes; pero nuestro propio sentimiento nos asegura que es un ser

indivisible. Ese yo que advierte, que compara, y que razona, debe ser

simple, porque no es ninguno de los objetos sobre quienes ejerce aque-

llas operaciones.

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329. Si aproximamos a nuestro olfato una rosa, si escuchamos

una [un] aria de Rossini, o si nos ocupamos de la solución de un pro-

blema algebraico; comparamos los perfumes, los sonidos melodiosos, y

los cálculos, sin dividirnos; y experimentamos las sensaciones más agra-

dables, sin que las facultades de nuestra alma se confundan.

330. Mas es indudable que no puede haber comparación, sin

que tengamos dos sentimientos distintos, o dos ideas a la vez. Si la sus-

tancia que compara es extensa y compuesta de partes, (aun cuando sólo

se le supongan dos) ¿En cuál de ellas se colocarían las dos ideas? ¿Esta-

rán ambas en cada parte, o una en una, y otra en otra? En este ultimo

caso la comparación es imposible. En el primero hay dos comparacio-

nes a la vez; y por consiguiente dos sustancias que comparen, dos

almas, dos yo, mil, si éste es el número de partes de que está compuesta

el alma.

331. ¡Que multitud de absurdos no se seguirían, una vez ne-

gada la simplicidad de nuestra alma! El hombre sería un ser contradic-

torio; mientras que una parte de su alma se saborease con el más

delicioso manjar, la otra experimentaría tal vez la más desagradable sen-

sación: y leyendo un mismo pasaje de Virgilio o de Cicerón, se sentiría

encantado y lleno del mayor fastidio.

332. La idea de un alma material parecerá siempre contradic-

toria a todo el que consulta su propio sentimiento, antes que los libros

de Metafísica. Si nuestra alma pudiese ser confundida con el cuerpo que

ella anima, la fuerza de nuestra inteligencia estaría en razón del volu-

men de nuestra máquina. Y vendría a deducirse, que el cuerpo suelto y

delgado de Virgilio tendría mucho menos alma que el voluminoso cuer-

po de Vitelio.

333. Concluyamos pues que el principio que en nosotros sien-

te, conoce y quiere, ninguna analogía tiene con el que recibe las

impresiones y excita los movimientos; y que para formarnos idea del

alma espiritual, debemos buscar su origen en la acción de sus faculta-

des, y su causa en el razonamiento. Sentimos la acción del principio

pensante, y de aquí deducimos su simplicidad, su espiritualidad.

334. Con la misma facilidad que hemos indicado el modo con

que nos formamos la idea de nuestra alma, podemos elevarnos a la del

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supremo autor del universo. Pero es preciso siempre tener presente, que

no es nuestro objeto entrar a exponer en detalle cada una de las prue-

bas, que demuestran la existencia de [un] ser supremo. Esta verdad [,]

la más importante de cuantas puede conocer el hombre, exigiría el ge-

nio sublime y fecundo de los Pascal y Bossuet, para ser desenvuelta

completamente. Nosotros sólo tratamos de manifestar los elementos que

deben ponerse en acción, para obtener ideas firmes y seguras sobre este

objeto.

335. Ningún ataque será capaz de destruir la idea que forme-

mos del ser supremo, si ella se funda y tiene su apoyo en el sentimiento;

¿y quién podrá poner en duda que es en él sólo donde debemos encon-

trarlo? A la verdad; el sentimiento de nuestra propia debilidad y

dependencia, nos elevará por medio de un razonamiento muy natural

a la idea de un poder soberano e independiente. El sentimiento que pro-

duce en nosotros la regularidad de las leyes de la naturaleza, y la marcha

calculada de los astros nos conducirá a la idea de un ordenador supre-

mo. El sentimiento de lo que nosotros mismos hacemos cuando

dirigimos nuestras acciones hacia un fin, nos dará la idea de una inte-

ligencia.

336. Todas estas tres ideas son en verdad una sola: pero

como ella parte de tres sentimientos diversos, si se considera con re-

lación a cada uno de estos tres puntos de vista, podrá ser el medio de

una prueba de la existencia del ser supremo, distinta de las otras dos.

La primera se toma de la constitución de nuestra propia naturaleza; la

segunda del espectáculo del universo; la tercera es la demostración de

las causas finales.

337. Podríamos también llegar a la idea dios [Dios], y asegu-

rarnos de su existencia por el sentimiento de lo justo y de lo injusto, por

la conciencia del bien y del mal moral, que nos revela un ser supremo.

De este modo toda la sensibilidad humana tiende hacia la divinidad.

Auxiliada por las facultades del entendimiento, y convertida en inteligen-

cia, se aproxima aún más a ella; y puede decirse, que la ve y casi la toca.

338. No nos es hoy posible entrar en el análisis de cada una

de las maneras de sentir que nos sugieren la idea de dios [Dios]; sin

embargo procuramos dar a conocer la que sirve de fundamento a la idea

de una causa primera.

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339. Cuando el alma obra sobre sus sentimientos y sobre sus

ideas, no podemos dudar que las más veces muda su manera de ser

actual. Los sentimientos se convierten en ideas; las ideas simples se

reúnen para formar las ideas compuestas; y éstas se distribuyen en sim-

ples. Las afecciones unas veces se debilitan, otras adquieren una energía,

que antes no tenían. El alma no obra sin motivo: ella obra o para ad-

quirir un conocimiento, o para rectificar un error; para procurarse un

bien, o libertarse de un mal.

340. Mas el alma no puede obrar y por consiguiente experi-

mentar una mudanza, sin que tenga al mismo tiempo el sentimiento de

su acción, y el de la mudanza producida por ella misma. Estos dos sen-

timientos se convertirán en dos ideas, una de las cuales será la de causa,

y otra la de efecto. Porque una mudanza o variación considerada con

respecto a la acción que la produce se llama efecto; y la acción

productriz se denomina causa.

341. La presencia simultánea de las dos ideas dan lugar, pri-

mero, al sentimiento de la relación que se encuentra entre la acción y

la mudanza, y en seguida a la idea de esta misma relación, que será la

de causa al efecto, si se va de la acción a la mudanza; o del efecto a su

causa en caso contrario.

342. No es pues preciso salir de nosotros mismos, para encon-

trar la idea de causa. Nos viene, por decirlo así, del sentimiento de

nuestra propia fuerza, unido al de las modificaciones que ellas mismas

producen; del sentimiento de relación entre una acción y una mudan-

za del alma: en una palabra, del sentimiento de una relación entre cosas

que se encuentran en nosotros mismos.

343. Mas no tardaremos mucho tiempo en advertir que hay

fuerzas y causas fuera de nosotros y en toda la naturaleza. Un cuerpo

tiene fuerza para mover otro; y causa su movimiento. La fuerza de la

luna atrae y eleva las aguas del mar, y es la causa del flujo y reflujo. La

fuerza de los vientos desarraiga los árboles, arruina los edificios, etc.

Estas causas que se encuentran a cada paso y en todas partes no obran

aisladas y separadamente: por el contrario están ligadas de tal suerte

unas a otras que no forman más que una cadena inmensa, en la que

cada eslabón es a la vez causa y efecto.

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344. Pero esta serie de causas y de efectos remonta necesaria-

mente a una causa que no es efecto, a una causa primera. De este modo

la idea de causa que tiene su origen inmediato en nosotros mismos, nos

conduce al medio del universo; y de aquí nos eleva a la idea de una

causa primera, que en su universalidad abrace toda la naturaleza.

345. Aun hará más el razonamiento; en la idea de causa pri-

mera nos manifestará la de un ser soberanamente perfecto; la idea misma

de dios [Dios]. Porque desde el momento que se concibe esta causa

primera, debe también concebirse independiente y necesaria; ella ha

existido y existirá siempre, abrazando en su inmensidad y eternidad,

todo cuanto existe.

346. El orden y armonía que hay en el universo, no puede

dejarnos dudar de la suprema inteligencia que lo ha producido; y ella

como su inmensidad y eternidad abraza todos los lugares y los tiempos.

347. Siendo la causa primera independiente puede todo lo

que quiere, y en razón de su inteligencia quiere con conocimiento; por

consiguiente es libre. Como inteligente lo aprecia todo; como libre quie-

re en razón de aquel conocimiento. De estas dos ideas nacen las de su

bondad, su providencia, etc.

348. Se nos objetará tal vez que la fuerza que atribuimos a los

cuerpos no es propia de ellos; que no es más que la fuerza misma del

alma transportada fuera de nosotros por una ilusión; y en que en con-

siguiente la idea que nos formamos de dios [Dios] teniendo por base un

error, no puede ser exacta ni verdadera.

349. Nada hay más débil que semejante argumento. El se des-

truye por sí mismo; y lejos de atacar la idea de dios [Dios], le suministra

un nuevo apoyo, y le da nuevos grados de evidencia. Porque si es cier-

to que hay ilusión en nuestro juicio, si la fuerza que atribuimos a los

cuerpos no es más que la fuerza misma del alma, es claro que los cuer-

pos no se mueven sin una fuerza real, por consiguiente no se mueven

por sí mismos; son movidos, y esta idea nos conduce a la de un primer

motor, una causa primera.

350. Sea cual sea la suposición que se haga siempre nos ve-

remos precisados a remontar a la idea de Dios. En efecto; [,] la fuerza

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que atribuimos a los cuerpos y que reputamos como la causa perma-

nente del movimiento, del orden, de la estabilidad de las leyes de la

naturaleza, y de todos los fenómenos del universo, esa alma, esa fuerza

que agita toda la masa, y vivifica hasta los más pequeños elementos

puede considerarse bajo dos puntos de vista.

351. O se dirá que pertenece a la materia como una virtud

que le es propia, y que transmite sucesivamente de un cuerpo a otro;

o que la materia inerte y pasiva por su naturaleza, recibe el movimien-

to y lo deja pasar de un cuerpo a otro, pero sin darlo ni transmitirlo,

porque le falta la fuerza para ello.

352. En el primer caso es un encadenamiento de efectos, de

los que cada uno es al mismo tiempo causa; y a menos que queramos

perdernos en una serie infinita deberemos siempre encontrar a Dios en

la extremidad de la cadena, o para hablar con más propiedad, Dios está

sobre la cadena y fuera de ella.

353. En la otra hipótesis hay un encadenamiento de efectos,

sin que ninguno de ellos sea causa, y por lo mismo cada eslabón recla-

ma la causa universal.

354. La idea de Dios, la del alma, así como la de los cuerpos,

tienen su origen en el sentimiento; esta última en el sentimiento-sensa-

ción, la segunda en el de la acción de las facultades del alma, la primera

en todos los sentimientos. Mas para limitar nuestra conclusión al razo-

namiento que acabamos de hacer, la idea de Dios tiene uno de sus

orígenes en el sentimiento-relación, que da lugar a la idea de causa, de

donde nos elevamos a la de causa primera, y en seguida a la de causa

primera infinita en todas sus perfecciones.

355. Si después de esto deseamos conocer el origen y la for-

mación de otras varias ideas, que han ocupado a los Metafísicos

antiguos como a los modernos Ideólogos, partiendo siempre del senti-

miento, no nos será difícil conseguirlo.

356. El sentimiento-sensación nos conduce a las ideas sensi-

bles; de éstas a las cualidades de los cuerpos y a los cuerpos mismos.

El sentimiento de las facultades del alma nos las da a conocer, y por

ellas al alma misma.

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357. Estas dos ideas nos conducirán a la de sustancia; ésta a

la de esencia; la de esencia a la de posibilidad; la de posibilidad a la de

poder; y ésta a la de causa. Aunque la idea de causa puede obtenerse

por un método más pronto, puesto que se deriva del sentimiento de

causa, que experimentamos luego que nuestra actividad empieza a

obrar, o al menos al primer acto de nuestra voluntad.

358. Los sentimientos pueden considerarse como sucesivos, o

como simultáneos. Bajo el primer punto de vista nos suministra las ideas

de tiempo y de duración: bajo el segundo aspecto, con tal que sean sen-

timientos-sensaciones, y que se encuentren entre ellos algunos de

resistencia, tendremos la idea de impenetrabilidad, exterioridad, exten-

sión impenetrable o cuerpo: igualmente que las de extensión penetrable,

vacío [,] espacio, etc.

359. Las ideas del tiempo y del espacio nos elevarán hasta las

de lo indefinido, y aun de lo infinito, en cuanto nos es posible tener esta

idea. De ésta nos elevaremos a otras y otras, en cuyos detalles nos es im-

posible detenernos.

360. No creemos fuera de propósito advertir, que las ideas de

que acabamos de hablar suelen expresarse con otros nombres diferen-

tes; y que los que hemos adoptado para significarlas, suelen tener

diversas acepciones. Así las cualidades o propiedades tanto del cuerpo,

como del alma, toman los nombres de modos, modificaciones, atribu-

tos, esenciales o accidentales, etc.

361. Observaremos que por la sustancia de un ser, se entien-

de unas veces la reunión de todas las cualidades del mismo; otras el

sujeto o sostén y apoyo de dichas cualidades. Esta distinción nos mani-

festará lo que debemos contestar cuando quiera saberse de nosotros, si

es posible formarse idea de las sustancias.

362. Usando de la voz causa y de la idea que representa, es

preciso hacer un examen atento de las de fuerza, principio, razón, y

observar que si alguna vez puede ser permitido el confundirlas, por lo

general es de la mayor importancia el distinguirlas con exactitud. Estos

dos axiomas –nada existe sin razón: no hay efecto sin causa– deberán

significar siempre cosas muy diferentes; y sobre todo es preciso no ad-

mitir causas donde no hay otra que sucesión; porque no basta que un

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fenómeno se manifieste constantemente después de otro, para que le

deba su existencia.

363. Del sentimiento de la sucesión de los actos de nuestro

espíritu, de la de nuestras ideas, no sólo deduciremos las ideas de tiem-

po, duración, etc., sino que en estas mismas ideas descubriremos la

admirable propiedad en virtud de la cual sentimos nuestra existencia

pasada en nuestra existencia actual, y de este modo podemos conocer

nuestra memoria.

364. Después de estas ligeras indicaciones sobre el modo de

adquirir nuestras ideas, y formar nuestra inteligencia, haremos las que

prometimos en el nº 313 sobre el método con que creíamos que podía

fijarse y resolverse la cuestión sobre la existencia de los cuerpos. Ya

dejamos notado (320) que aquí era preciso combatir dos especies de

opositores, [:] 1º a los puros espiritualistas; 2º a los puros materialistas.

Pero para hacerlo es preciso resolver cuatro cuestiones siguientes, y ma-

nifestarles:

365. 1º Cómo hemos adquirido ideas de los cuerpos. 2º Que si

tenemos un cuerpo es preciso reconocer igualmente una alma espiritual.

3º recíprocamente: Que supuesta la existencia del alma espiritual, es

necesario admitir no sólo la de nuestro cuerpo, sino también la de otro

en la naturaleza. 4º Que el sentimiento demuestra la existencia de nues-

tra alma, y por ella la de nuestro cuerpo, igualmente que la de los demás

que nos son extraños.

366. Después de todo esto creemos poder concluir con segu-

ridad que no hay una sola idea que no nazca de alguno de nuestros

sentimientos; que todos nuestros conocimientos remontan siempre a esa

fuente común, y que por consiguiente buscarlos fuera de ella será ha-

cer vanos esfuerzos, porque no se encontrarán jamás. Que en las

sensaciones apenas puede hallarse el menor número de ellas, pues que

las ideas intelectuales y las morales, que forman la principal riqueza de

nuestro espíritu, no se derivan de aquella manera de sentir (166 a 184).

367. El modo con que se forma nuestra inteligencia no es ya

un misterio más impenetrable que la mayor parte de los fenómenos des-

conocidos por tantos siglos, y que hoy nos son tan familiares. Las

innumerables dificultades en que se ha visto envuelta la Metafísica, con-

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sistían en la mayor parte, en el vicio de una sola expresión, cuyo defecto

e influencia no nos había permitido conocer el hábito mismo, que ha-

bíamos contraído de usarla.

368. Dando a la sensibilidad el nombre de facultad de sen-

tir, se habían combinado y aun identificado dos ideas absolutamente

incompatibles. La separación que hemos hecho de ellas ha sido tan

fecunda en verdades, como lo habían sido en errores su confusión. El

análisis de la actividad nos ha dado a conocer el sistema de las facul-

tades del alma; y en estas facultades hemos descubierto las causas de

nuestra inteligencia.

369. La sensibilidad tampoco ha sido siempre la misma. Una

observación atenta nos ha manifestado oposiciones de naturaleza, don-

de apenas se descubrían diferencias específicas. Hemos reconocido

diversas maneras de sentir, y en ellas las fuentes de nuestra inteligen-

cia.

370. Se había colocado la actividad en la sensibilidad, y la sen-

sibilidad en la materia: y en esta sensibilidad tan injustamente

ennoblecida como degradada, no se había advertido más que un solo fe-

nómeno, que tomaba diversas formas, sin que variase su esencia.

371. Desenvolviendo la actividad de la sensibilidad hemos

dejado a la materia su inercia insensible, y hemos separado el senti-

miento de todo lo que no es él. De este modo se han notado en el

sentimiento no un solo fenómeno, que no habría anunciado más que el

primer grado de nuestra inteligencia, sino cuatro fenómenos distintos

para darla a conocer toda entera, cuatro elementos necesarios para for-

mar la razón, cuatro fuentes de ideas; cuatro orígenes de conocimientos.

372. Todas nuestras investigaciones desde el principio de

nuestras tareas se han reducido a explicar una sola palabra –la palabra

sentir– aunque en ella podemos decir que hemos explicado también la

palabra obrar. ¡Tan cierto es que después de los juicios que se derivan

inmediatamente de la experiencia, la verdad o falsedad de nuestras

opiniones depende de los signos de nuestro pensamiento! Y para con-

cluir con una verdad, cuyos desenvolvimientos tendrán lugar en la

Lógica –el espíritu humano se encuentra todo entero en el artificio del

lenguaje.

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� Lección 15De las ideas que son la basede nuestras acciones morales

373. Cuando tratamos sobre las facultades de nuestra alma,

numeramos entre ellas la libertad, y dijimos que era el principio de la

moralidad de nuestras acciones; hicimos igualmente consistir ésta en la

intención que suponíamos en el agente que obraba sobre nosotros o

sobre nuestros semejantes; y finalmente reconocimos el sentimiento

moral como origen de las ideas de esta especie (52, 179, y 181). Hoy

volvemos sobre aquellos mismos principios con el objeto de estudiar sus

desenvolvimientos, y hacer algunas aplicaciones que puedan servir de

norma a nuestra conducta. Desde luego ciñéndonos al plan que desde

el principio nos propusimos, no entraremos en detalles demasiado pro-

lijos; nos limitaremos únicamente a hacer indicaciones, dejando a cada

uno el examen detenido de cuanto han escrito los Filósofos sobre esta

interesante materia.

374. Las primeras sensaciones que recibimos nos advierten

nuestra existencia, y provocan la actividad de nuestra alma; porque ella

no puede permanecer indiferente al placer y al dolor que las acompa-

ñan (161). Así [,] la primera idea que adquirimos no puede ser otra que

la de nuestro mismo yo; y el primer deseo que formamos, el de nues-

tra propia felicidad, al cual son consiguientes todos los demás deseos,

y la elección de los medios para satisfacerlos.

375. El hombre pues se ama a sí mismo, y este amor es la

primera ley de la naturaleza, ley que tiene por objeto la conservación del

individuo, y de la cual nacen y se derivan todas las demás. El se ama, y

este amor lo conduce a pagar el tributo de reconocimiento y de grati-

tud al supremo autor de su existencia; igualmente que a amar a los

demás hombres por quienes es auxiliado y protegido en sus goces. El se

ama en todos aquellos que están ligados a él, por las relaciones sagra-

das de familia; en todos aquellos a quienes una patria común ha dado

un mismo origen; y en general en la gran familia de seres inteligentes

que forman la población de nuestro globo. Este es el origen de esa be-

nevolencia universal que caracteriza a un verdadero Filósofo.

376. Todos los seres en la naturaleza parece que se aman a sí

mismos; y este es el principio de su propia conservación. En las bestias

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se deja ver este amor de un modo tan manifiesto, que no deja el me-

nor motivo de duda; y ¿quién podrá asegurar que los vegetales mismos

no están sometidos a esta ley? Los fenómenos observados en las plan-

tas sensitivas, ¿no dan motivo para sospecharlo?

377. Por lo demás [,] la razón [,] que es quien dirige en el

hombre este amor [,] no lo hace nacer. El es un efecto inmediato del

sentimiento; y no sería aventurado decir, que un Pampa o un

Patagón, se aman tanto como Locke o Montesquieu. Este amor es el

resorte que pone en acción todas nuestras facultades; es el móvil de

todas las virtudes; y el principio que hace que el hombre no sea un

autómata.

378. Se abusa no pocas veces del amor de sí mismo, y enton-

ces degenera en amor propio. Bajo estos dos puntos de vista puede

considerarse el amor de la gloria; pasión, que aunque natural al hom-

bre, parece que no se manifiesta en la generalidad de ellos; porque es

un fuego oculto que no puede desenvolverse; mientras que en los hé-

roes es un incendio que consume cuanto encuentra, y a quien el

universo entero sirve de pábulo.

379. La mayor parte de los hombres dirige el amor de sí mis-

mos a los placeres de los sentidos, y en este caso vician la institución

de la naturaleza. Ellos sacrifican las facultades de su espíritu embrute-

cido, a las facultades enervadas de su cuerpo; haciéndose de este modo

semejantes a los brutos más viles y despreciables.

380. Esta observación suministra un nuevo convencimiento en

favor de nuestra teoría sobre las facultades del alma; y hace desapare-

cer hasta los menores motivos de duda, que pudieran tenerse sobre lo

que dijimos con respecto a la sensibilidad y actividad de que estamos

dotados ( ). Es indispensable una fuerza motriz que ponga en acción los

resortes de nuestro espíritu, para gustar los placeres que le son propios;

mientras que basta una fuerza de inercia para aquéllas que nacen de las

sensaciones.

381. El amor pues de sí mismo es la base de todas las virtu-

des; así como su abuso es la fuente de todos los vicios. El hombre de

bien lo hace servir al desenvolvimiento de sus cualidades, y el malvado

a aumentar más y más su perversidad. Es preciso por consiguiente que

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haya una regla, que lo dirija, que lo haga tender siempre al objeto, para

el cual nos ha sido dado.

382. No necesitamos salir de nosotros mismos para conocer-

lo. Si hay orden en el universo; si se reconoce una admirable armonía

entre todas las partes de este gran sistema; es indudable que el hom-

bre, que pertenece a él, tenga sus leyes y sus reglas; o más bien se

someta a la ley general en la parte que le corresponde. Es preciso que

mantenga la armonía primitiva, en la pequeña esfera, en que ejerce su

actividad; y esta armonía particular es para él la ley de la naturaleza. Sin

ella su existencia y su felicidad serían un mero fantasma.

383. Mas el hombre no se ha dado el ser; y por lo mismo el

reconocimiento lo conduce hasta el autor de su existencia; hasta ese

Dios, cuya providencia abraza todos los mundos, y vivifica los seres que

los habitan. Tampoco se basta a sí mismo; y de aquí nace un nuevo

orden de deberes, que lo ligan a la sociedad que lo protege.

384. Hay pues una ley natural, que obliga a cada uno en par-

ticular, a unos respecto de los otros, y a todos en general. Ella no se

distingue de los principios mismos eternos y primitivos, que derivan de

la constitución de cada ser, y lo conservan. Y hablando en un sentido

más particular al hombre, la ley natural son esas relaciones mutuas de

benevolencia para consigo mismo, para con Dios, y para con los demás

hombres. En este sentido las leyes naturales son anteriores a todas las

instituciones humanas, y éstas deben conformarse a ellas. Por consi-

guiente la moralidad de nuestras acciones tiene su principio en el amor

de nosotros mismos, y su perfección en la conformidad con las leyes que

el autor de la naturaleza ha querido imponerle.

385. Reconocidos estos principios no será difícil hacer las

aplicaciones que de ellos nacen. Desde luego el primer precepto de la

naturaleza para con el hombre aislado, y en sí mismo, es el de conser-

var sus órganos en su energía y en su integridad. El debe igualmente

dirigir su entendimiento a la verdad, y su voluntad a la virtud. Debe

estrechar el círculo de sus necesidades para multiplicar el de sus goces.

Procurarse placeres que tiendan a prolongar su existencia, y no a des-

truirla. Aspirar finalmente a obtener la paz del alma con preferencia a

todo otro bien; porque sin ella es imposible ser feliz.

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386. Los deberes que la naturaleza nos impone respecto del

supremo autor de nuestro ser, están todos comprendidos en esta máxi-

ma general –tributarle el culto sencillo y sublime de una razón que

reconoce su poder, y un corazón agradecido a sus beneficios–.

387. Desde que el hombre desea vivir en paz con Dios, y con-

sigo mismo, no puede menos que desear estarlo igualmente con sus

semejantes. No bastándose a sí mismo, es por necesidad un ser social;

y protege con sus fuerzas individuales la sociedad, a que pertenece, para

ser protegido a su vez por la fuerza general. Entre los pueblos y cada in-

dividuo hay un contrato tácito, de cuya fiel observancia depende la

felicidad del universo.

388. El bien particular se halla siempre comprendido en el

bien general; y éste es el fundamento de todo el edificio social. Hallán-

dose muchas veces opuestos diametralmente los intereses, es indispen-

sable, que el juez que decida entre ambos, sea la voluntad general: a ella

es a quien debe concurrir cada individuo, para saber hasta qué punto

le ligan los deberes que ha contraído, como amigo, hijo, ciudadano, etc.

389. De esta idea luminosa nacen todas las obligaciones de la

sociabilidad. Como miembro de una sociedad pequeña mantendrá en su

familia la armonía que conserva el universo; se sacrificará por sus pa-

dres, y aun por sus mismos hijos, hasta que éstos a su vez se hallen en

estado de sacrificarse por él.

390. Como miembro de una sociedad más extendida concu-

rrirá a la gloria y felicidad de su patria; vivirá para defenderla, y morirá

con su propia familia por salvarla.

391. Como ciudadano en fin de todo el universo, su benevo-

lencia se extenderá a todos los hombres; y si fuese posible que el interés

común fuese esencialmente opuesto al de sus conciudadanos, no debe-

ría dudar un momento en sacrificar su patria, su familia, y aun a sí

mismo por la felicidad del género humano.

392. Después de estas observaciones podremos establecer con

seguridad, que «la moral considerada en sus elementos no es otra cosa,

que el arte de bien estar con todos aquellos seres, con quienes tenemos

relaciones». El principio que hemos establecido como base de la moral,

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indica al hombre el origen y el desenvolvimiento de todos sus deberes.

Porque si él debe estar bien consigo mismo para velar sobre su propia

conservación, debe también estarlo con la sociedad que lo auxilia para

conseguir este objeto. El amor de sí mismo es la base de la unión de las

familias, la fuente del patriotismo más puro, y el origen de esa benevo-

lencia universal, que hace del hombre sabio un verdadero Cosmopolita.

393. Finalmente decir, que el hombre debe estar bien consi-

go mismo, es decir en otros términos, que debe estarlo con el supremo

autor de su existencia, con el soberano ordenador de todos los seres, que

es el único freno de los delitos secretos en el sueño y silencio de las

leyes. El hombre, puede decirse, forma una especie de contrato tácito

entre el cielo y su propio corazón, por medio de la religión: su concien-

cia es el juez que lo sanciona; y desde entonces sus deberes contraen

un nuevo carácter, y su moral adquiere nuevos grados de perfección.

394. De esta cadena de máximas, anteriores a todas las insti-

tuciones, resulta la moral del hombre. «La razón, dice Condillac e /,

manifestándonoslas, prepara el camino a otras verdades, que sólo pode-

mos conocer por medio de la revelación. Ella nos hace ver igualmente,

que la verdadera filosofía no puede ser jamás contraria a la fe».

Fin de la segunda parte

e/ Traité des animaux, chap. 7e.

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173

PARTE TERCERA

De las facultades del almaconsideradas en sus medios, o de la Lógica

� Lección 16Objeto de la Lógica

395. El hombre ha procurado siempre suplir su debilidad na-

tural por todos los medios que han estado a sus alcances. Siguiendo al

principio los impulsos de sus necesidades, estas mismas le han hecho

descubrir el modo de satisfacerlas, y le han servido como de guía en sus

primeros ensayos. De este modo llegaron a ser Mecánicos, Arquitectos,

y del mismo [modo] se formaron Lógicos.

396. Mas fue preciso dejar correr un gran número de siglos

antes de haber llegado a sospechar que el pensamiento pudiese estar

sujeto a reglas, y hoy mismo la mayor parte de los hombres piensa per-

maneciendo aún en aquella ignorancia. Al principio se admiraron las

producciones del genio, y se procuraron imitar: el placer y la luz que

ellas producían estimulaban a indagar el artificio secreto con que lo con-

seguían. Se creyó que éste era el efecto de medios singulares y extraor-

dinarios, y en vez de observar la naturaleza que es quien nos da siempre

las primeras nociones, en vez de estudiar los grandes poetas, y célebres

oradores que la habían tomado por modelo, sólo se consultaba una Fi-

losofía, que ocupada toda en cuestiones y disputas nada interesantes a

nuestras necesidades, ni a nuestros placeres, debía necesariamente per-

derse en curiosidades frívolas y despreciables. Este primer extravío ale-

jó más y más a los hombres del objeto de sus investigaciones.

397. Y a la verdad, como el arte de mover las grandes masas

(para usar de la comparación del célebre Bacon) tiene sus leyes en las

facultades del cuerpo, y en las palancas de que se sirven nuestros bra-

zos al efecto; así el arte de pensar tiene las suyas en las facultades de

nuestra alma, y en las palancas de que ella ha aprendido a servirse.

Conocidas ya las primeras, es preciso que observemos estas ultimas.

398. Ellas consisten en movimientos, gestos, sonidos, y figuras.

Por medio de las primeras adquirimos nuestras ideas sensibles: a éstas

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suceden las de relación, debidas a los gestos, porque por su medio, pa-

samos del sentimiento confuso de relación a la percepción distinta de

la misma; y finalmente de los sonidos y de las figuras resulta esa infini-

ta variedad de lenguas habladas y escritas, que aumentan de tal modo

el poder y el imperio de nuestras facultades, que puede decirse con

verdad hasta cierto punto, que el espíritu humano no conoce límites.

399. De este modo el hombre que a cada momento conoce su

propia debilidad para darse sensaciones, lo puede todo en la adquisición

de las ideas; pues que las obtiene por medios que le son naturales, o

usando de recursos artificiales que le pertenecen exclusivamente. Una

idea estaba oculta, y como perdida en una sensación: se fija sobre ésta,

dirige sus órganos hacia el objeto que la causó, y aparece la idea. Esta

sola idea contenía, por decirlo así, un gran número de ideas, todas las

desenvuelve, todas las conoce empleando los signos, con que él mismo

ha querido distinguirlas.

400. Este empleo de signos que incesantemente aumenta

nuestros conocimientos, pero que supone conocimientos anteriores a

todo signo; este proceder que facilita el tránsito de las primeras ideas,

a otras y otras sucesivamente, sin que pueda asignarse el límite de esta

progresión; ese artificio que en una verdad conocida, nos manifiesta mil

verdades antes incógnitas; ese método, esa lengua, sin la cual el hom-

bre reducido únicamente a la instrucción de los sentidos, no podría

elevarse sobre lo que le manifiesta su propia experiencia; es el objeto

de nuestras investigaciones al presente.

401. A Condillac es debida la gloria, de habernos dado ideas

exactas y seguras sobre el modo con que se desenvuelve el pensamien-

to y sobre la naturaleza del razonamiento. El distinguió lo que en estos

actos pertenece a la naturaleza y lo que es propio del arte; él pudo por

consiguiente establecer, no que el pensamiento no pueda existir sin el

lenguaje, como han pretendido algunos, y que en este sentido depende

enteramente de él; sino que el arte de pensar depende del lenguaje. Dos

cosas que es importante distinguir.

402. En efecto, es indudable que el pensamiento precede a la

palabra, y aun a toda especie de lenguaje. El niño piensa desde el mo-

mento que siente necesidades, y sólo después de mucho tiempo

aprende a articular palabras. Pero no es menos cierto que el uso de al-

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guna especie de signos, es anterior al arte de pensar. ¿Cómo se podría

sin este auxilio reducir a arte el pensamiento, cuando él es un todo in-

divisible, cuyas partes existen todas simultáneamente? ¿Cómo serán

posible distinguir aun en el juicio el sujeto del atributo, la relación que

los une, o la oposición que los separa, si cada una de estas cosas no se

presentase sucesivamente a nuestro espíritu? Y ¿se presentarían de este

modo, si la sucesión de los signos no los separase unas de otras [?]

403. Mas si los signos se suceden, es consiguiente que entre

ellos haya un orden, y que este mismo exista entre las partes del pen-

samiento que representa. Desde entonces el pensamiento [,] que

naturalmente existe sin ninguna división, sin ninguna sucesión, sin nin-

gún arte, queda reducido a éste por medio del lenguaje; y es claro que

la perfección del arte de pensar depende de la del arte de hablar, es

decir, del orden y exactitud, con que éste desenvuelva las partes del

pensamiento, para que el espíritu las penetre con facilidad.

404. Así, pues, es tan indudable que las lenguas no forman el

pensamiento, como que ellas son indispensables para descomponerlo y

analizarlo: por consiguiente ellas son medios de análisis, o para hablar

con más propiedad, son verdaderos métodos analíticos, que descompo-

niendo el pensamiento en el orden más conforme a la naturaleza de las

facultades, les da una facilidad de obrar inesperada, y fuerzas incalcu-

lables.

405. Pero después de esto nos resta aún examinar en qué

consiste el modo particular de pensar, a que hemos dado el nombre de

razonamiento: es preciso remontarnos hasta su origen, observarlo en sí

mismo, y separarlo de todo lo que parece inseparable de él.

406. El razonamiento puede considerarse en el espíritu, o en

el discurso. Bajo el primer aspecto y anteriormente a la época en que

empezamos a hacer uso de los signos; antes de esa época en que el

hábito convertido en segunda naturaleza, nos hace mirar el razonamien-

to como una palabra interior, él no es otra cosa que la simple percep-

ción; o más bien el simple sentimiento de identidad entre varios juicios

o relaciones, cualquiera que sea la naturaleza de los objetos que hayan

dado lugar a ellas.

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407. Considerado en el discurso, es la expresión de una serie

de juicios, incluidos unos en otros; –es la manifestación de una relación

que estaba oculta en otra; –es el tránsito de lo conocido a lo que igno-

ramos, o la unión del principio a su consecuencia; –es una sinonimia

continuada de expresiones diversas; –es una sustitución de muchas pa-

labras a una sola, o de una a muchas; –es una composición que arrastra

una descomposición, o al contrario; –es un encadenamiento de verda-

des unidas todas por la más estrecha analogía; –es finalmente una

sucesión más o menos prolongada de proposiciones todas idénticas.

408. Cuando el razonamiento se expresa, es inseparable de las

formas de las cuales sin embargo se distingue esencialmente. Las for-

mas varían, mas el razonamiento es siempre el mismo. De cualquier

modo que se considere, nunca es más que la relación de identidad o

sentida confusamente, o percibida con distinción. Desde el momento

que esta identidad sea alterada por la diversidad de expresiones, el ra-

zonamiento mismo empieza a perder su exactitud; y de aquí es fácil

deducir qué conocimiento se necesita de la lengua en que se razona,

para estar seguro de no extraviarse; y cuánta atención es indispensable,

para no perder el sentimiento de la unidad cuando todas las expresio-

nes tienden a distraernos de ella.

409. El único medio pues de formar un razonamiento exacto,

consiste en corregir y perfeccionar la lengua. Con expresiones, que no

serían precisamente las que necesitamos, el razonamiento tampoco

podría [ser] exacto: porque no penetrando jamás ninguna relación pre-

cisa, y no conociendo las más veces la identidad, creeríamos encontrar

la verdad donde no está; y no la veríamos donde efectivamente existe.

410. Los que por medio de un ejercicio continuado han con-

traído al fin el hábito de una lengua bien formada, no se hallan

expuestos a caer en continuos errores, ni a vagar eternamente en la in-

certidumbre de las opiniones más opuestas. Una especie de instinto les

hace separar lo verdadero de lo falso; la facilidad se ha hecho en ellos

inseparable de la exactitud, y razonan naturalmente bien aun cuando no

piensan en raciocinar.

411. Como el sentimiento de la analogía jamás los abandona,

pasan sin esfuerzo de una idea a otra; los pensamientos actuales del

mismo modo que las expresiones, se unen a aquellos de que derivan, y

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a los que han de sucederle. De aquí podrá concluirse, cuánto se facilita

por este medio la adquisición de las ciencias, y el poder retener las di-

versas partes que las forman, pues que un solo acto de atención es tal

vez bastante para conocer una extensa cadena de verdades.

412. Tales son los objetos que tiene en vista la Lógica, y los

que nos ocuparán al presente. No empezaremos a desenvolverlos [de-

sarrollarlos], estableciendo axiomas, ni dando definiciones; procuraremos

observar las lecciones que nos da la naturaleza, y ésta será la regla a que

se conformen las nuestras. Habiendo ya establecido ( ) lo que son nues-

tras ideas, y el modo de adquirirlas, sólo nos resta tratar de los signos

con que ellas se manifiestan, y de la deducción de las mismas.

� Lección 17De los signos naturales de nuestras ideas

413. La necesidad de conservar las ideas que hemos adquiri-

do, nos lleva naturalmente a representarlas por algún signo. Sin esta

precaución desaparecerían casi en el instante mismo de su nacimiento,

y no podríamos ni recordarlas cuando lo deseamos, ni descomponerlas,

desarrollarlas, y hacerlas objeto de un examen detenido.

414. Los signos pues, con que revestimos nuestras ideas, nos

son absolutamente necesarios para combinarlas, reunirlas en diferentes

grupos, que son otras tantas ideas nuevas, y para representar estas mis-

mas ideas: su influjo sobre nuestra inteligencia es bien manifiesto; y por

lo mismo vamos a considerarlas con alguna detención.

415. Luego que el hombre conoce que existen otros seres se-

mejantes a él, siente la necesidad de comunicarle sus ideas, y sus afec-

tos, bien sea por el placer que de aquí le resulta, bien para inclinar su

voluntad en favor suyo, o al menos para impedir que le causen un mal.

Mas como nuestras ideas no pueden pasar a otro directa e inmedia-

tamente es indispensable producir en sus sentidos una impresión, que

represente la idea que deseamos comunicar. Esto supone un convenio,

y para que lo haya es indispensable haberse comunicado algunas

ideas.

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416. Nuestras ideas pues, han tenido signos naturales, y pre-

cisos, antes que convencionales; aquellas son debidas a los movimientos

que causa la voluntad en nuestros órganos. Sólo porque nuestras accio-

nes son efectos de lo que pasa en nuestro interior, pueden ser signos de

ello, y son capaces de representarlo.

417. Cuando un hombre quiere acercar o alejar de sí alguna

cosa, extiende su brazo para alcanzarla o repelerla; y estos movimien-

tos prueban que aquel hombre desea o desecha la cosa hacia que se

dirige. Si el mismo siente alegría, dolor, miedo, etc. lanza gritos, y gri-

tos diferentes en cada una de estas ocasiones. Ellos manifiestan el

sentimiento que le afecta, y por lo mismo son sus signos precisos, que

los demuestran al hombre que los observa, y que ejecuta otros seme-

jantes cuando experimenta iguales afectos.

418. No hay otro medio para descubrir que existen fuera de

nosotros seres sensibles y racionales. Al verles hacer las mismas accio-

nes que ejecutamos nosotros cuando tenemos ciertos pensamientos,

ciertos afectos, juzgamos que los suyos provienen de igual principio.

Luego que conocemos seres sensibles, tenemos elementos de comuni-

cación con ellos, y podemos volver a repetir las mismas acciones, que

hicimos para ejecutar nuestras voluntades, u obedecer a nuestros sen-

timientos para comunicarles lo que pasa en nuestro interior.

419. Esto se verifica en los demás animales como en el hom-

bre; todos tienen un lenguaje común más o menos desenvuelto, más

o menos circunstanciado, según es su organización, más o menos a

propósito, para demostrar sus sentimientos, y a proporción que hay

más o menos semejanza en su modo de ser. Todos se entienden par-

ticularmente con los de su misma especie, todos entienden también

hasta cierto punto a los de otras especies distintas; y todos no reco-

nocen por animados a aquellos seres que carecen de medios para

manifestarles que lo son, o cuya naturaleza es demasiado diferente de

la propia.

420. Mas los animales, aun los mejor organizados, no añaden

a este lenguaje natural y preciso ningún convenio expreso: lo usan, pero

no lo perfeccionan. El hombre por el contrario lo ha hecho servir de

fundamento a muchos sistemas diferentes de signos, tan complicados y

artificiales, que hoy ya no es fácil conocer su origen primitivo, y el pro-

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greso de su generación. Sin embargo este conocimiento es importante

para el de las operaciones sucesivas de nuestra alma, de que dimanan

esos sistemas de signos, y la reacción e influencia de estos mismos en

aquellas operaciones.

421. Es preciso advertir que en esta especie de lenguaje todo

es confuso a los principios [en sus comienzos]. Si él representa nuestros

sentimientos, lo hace a la vez y simultáneamente del mismo modo que

se encuentra en nosotros cuando lo experimentamos. De aquí resulta-

ría, que nuestras ideas, muchas de ellas al menos, quedarían como

envueltas y perdidas en el mismo sentimiento confuso. Sólo descompo-

niendo la acción total en varias acciones particulares, descomponemos

y analizamos nuestro pensamiento, convirtiéndose de este modo el len-

guaje de los signos en un verdadero método.

422. Bajo este punto de vista no es ya un lenguaje innato. El

lenguaje innato es aquel que usamos sin que nos hayamos jamás ocu-

pado de estudiarlo, porque es el efecto natural e inmediato de nuestra

conformación. Pero como un método, supone cierto orden entre las

varias acciones, o entre las diversas partes de una acción total: en este

sentido es necesario aprenderlo.

� Lección 18De los signos convencionales de nuestras ideas

423. El lenguaje convencional no omite ninguno de los medios

que forman el lenguaje que acabamos de llamar innato y natural. Aun

aquellas naciones en que las lenguas habladas han llegado a un punto

bastante notable de perfección, se auxilian con gestos y acciones, que

aumentan el efecto de nuestros discursos, los modifican muchas veces,

mudan en varios casos el sentido de las palabras, y llegan tal vez a su-

plirlas, con especialidad en aquellos momentos en que la vehemencia

de la pasión no da lugar a una expresión lenta y meditada.

424. Sin embargo él se forma principalmente de signos voca-

les, porque éstos son más cómodos, susceptibles de mayor número de

variedades, y acaso por ser más inmediatamente la expresión del afec-

to sentido; pues para hacer se obra, y por decir se dan gritos. De estos

últimos se componen nuestras lenguas habladas; pero hoy se hallan tan

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desfigurados los signos primitivos, que no es fácil advertir cómo han

podido convertirse en los que usamos. Sin ocuparnos por ahora de esta

investigación, los consideraremos en el estado en que se encuentran al

presente.

425. Debemos desde luego observar que no teniendo las pa-

labras otro objeto, que representar nuestras ideas, es indispensable que

éstas sean exactas, y que aquellas se adopten en el sentido claro y pre-

ciso, que el uso constante y común ha querido darles. La indetermina-

ción de las palabras supone la de las ideas, y nos conducen a otras

igualmente mal determinadas hasta el punto de no poder saber ni lo

que los demás piensan, ni acaso lo que nosotros mismos pensamos.

426. Esta observación [,] que se aplica generalmente a toda

especie de conocimientos, tiene muy particularmente lugar respecto de

las ciencias Metafísicas, cuyo objeto no afecta nuestros sentidos, y por

lo mismo nos veremos frecuentemente expuestos a perderlo de vista en

nuestras operaciones intelectuales. Nuestras ideas entonces no tienen

modelo alguno a que conformarse, o para hablar con más propiedad, no

tenemos ideas; sólo nos han quedado sus signos, y es fácil advertir que

los signos sin ideas dejan enteramente de serlo. Y como en nuestros

razonamientos no podemos ir sino de las ideas a las palabras o al con-

trario, faltando las primeras nos será imposible adelantar un solo paso;

a no ser que nos demos por satisfechos con proceder de palabras a

palabras, lo que por desgracia es harto común y frecuente.

427. Cuando no confiamos a nuestra memoria las palabras

sino después de estar bien seguros de las ideas que deben representar,

el recuerdo y el uso que de ella hacemos, será al mismo tiempo el de las

ideas; la claridad será inseparable de nuestros discursos, y la evidencia

no los abandonará jamás. Pero si desgraciadamente hemos llegado a

contraer el hábito de ir de las palabras a las ideas; es decir, si queremos

encontrar la verdad apoyando nuestros raciocinios en principios, defini-

ciones, proposiciones generales, sin haberlas antes examinado cuidado-

samente, y que por lo mismo pueden ser oscuras, equívocas y tal vez

falsas, nos sumiremos necesaria y continuamente en nuevas tinieblas.

428. Este defecto sin embargo es casi general; y puede decir-

se, que nos es imposible, libertarnos enteramente de él; porque

habiendo aprendido a hablar antes de saber pensar, conociendo la ma-

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yor parte de los términos de las ciencias, sin tener las ideas que repre-

sentan, el hábito nos hace extraviar, sin advertirlo.

429. Nos es pues absolutamente necesario un sumo cuidado,

para no ceder a esa inclinación, que nos arrastra con tanta facilidad

como fuerza. Siempre que se presente una palabra cuyo valor no cono-

cemos, guardémonos de usarla en nuestros discursos; ella lo haría todo

enteramente sospechoso. El espíritu mal iluminado por una luz dudo-

sa, no llegaría jamás a tener el sentimiento de la evidencia; y perdiendo

la verdad el carácter que la distingue del error, no nos sería posible co-

nocerla.

430. Pero las ideas, se nos dirá, que son el objeto de nuestros

pensamientos, y de nuestros razonamientos, no tienen siempre esa cla-

ridad que sería tan deseable en ellas. En este caso ¿Qué es lo que

debemos hacer? ¿Cuál será la regla de nuestra conducta?

431. La respuesta es bien sencilla: –abstenerse de juzgar, de

raciocinar, y de formar vanos sistemas.– esperar que las ideas adquie-

ran aquella madurez, que le da el tiempo y la meditación; que ellas sean

una representación fiel de las cosas, o de sus relaciones, entonces los ra-

zonamientos serán tan fáciles como seguros.

432. Si después de practicadas todas estas diligencias, no se

encuentra en la claridad que se apetece, es necesario al menos no em-

peñarse en hacer a los demás partícipes de nuestros extravíos. El

razonamiento será siempre claro, si no se extiende más allá de donde

alcanzan las ideas. La oscuridad nace de nosotros mismos.

433. Los Dialécticos aconsejan que en las cosas de que aca-

bamos de hablar, se ocurra [acuda] a las definiciones; y ellas aclararán

las dudas, disiparán las tinieblas en que nos vemos envueltos. Para juz-

gar del mérito de esta regla, vamos a considerar aquéllas.

434. No puede negarse que las definiciones y el mal uso que

de ellas se hace, es una de las más perniciosas habitudes del espíritu:

no porque todas las definiciones indistintamente sean malas; sino por-

que no se tienen las precauciones que pudieran hacerlas útiles, y porque

las más veces se usan en circunstancias, en que lejos de servir de auxi-

lio, son verdaderos obstáculos.

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435. Con definiciones arbitrarias como son las que se usan ge-

neralmente, se prueba todo lo que se quiere y por lo mismo no se

prueba nada. ¿Qué importa, por ejemplo, que por llegar a este resulta-

do –el hombre no es libre– se empiece por definir el entendimiento; una

facultad pasiva de recibir ideas? ¿Que por probar que no tenemos idea

alguna de Dios, se confundan las ideas con las imágenes? Y en fin ¿que

para demostrar matemáticamente, que no hay en el universo sino una

sola sustancia, se defina la sustancia, el ser que existe por sí mismo?

436. Todas estas definiciones y mil otras de la misma especie,

nos manifiestan en verdad las opiniones y tal vez los extravíos de sus

autores; pero nos dejan en una ignorancia absoluta de la naturaleza de

las cosas. Sin embargo a cada paso nos vemos envueltos en este artifi-

cio grosero, que consiste en hacer entrar en una definición lo mismo

que se trata de probar, y en hacerlo entrar sin el menor conocimiento

del objeto que se nos quiere dar a conocer.

437. Pero no es esta arbitrariedad el único defecto que se

encuentra en las definiciones. En nuestro espíritu hay un número de

ideas, o de variaciones y diferencias de ideas infinitamente mayor que

las que se encuentran en las palabras: y sin embargo se ha hallado el

medio de significar todo lo que hay en nuestro pensamiento, de más

delicado, más fuerte y más enérgico. Es preciso pues que la significación

de las palabras no sea siempre la misma; es necesario que ella varíe de

un modo más o menos sensible, para que se preste a todas las variacio-

nes de las ideas, y participe de todas las modificaciones de que ellas son

capaces.

438. El modo de penetrar bien el valor y la fuerza de las pala-

bras de un idioma, es ir pasando sucesivamente de una acepción a otra,

principalmente cuando la lengua ha sido bien formada, porque una idea

de sus perfecciones debe ser expresar el mayor número de ideas con el

menor número posible de palabras; de lo contrario no habría quien fuese

capaz de retener en su memoria el vocabulario de una lengua.

439. Así como en Aritmética las cifras tienen un valor cons-

tante y otro que varía según el lugar que ocupan, del mismo modo las

voces de las lenguas vulgares tienen generalmente un valor absoluto y

otro relativo; el primero, se los da la convención primitiva; el segundo,

la combinación con las que las preceden o las siguen.

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440. Y ¿cómo será posible fijar todos los significados de una

voz por medio de una sola definición? ¿O se harán tantas definiciones,

cuantas son los que la emplean, y tantas, cuantas son las diversas cir-

cunstancias en que se encuentra, aun suponiendo que sea uno solo el

que la usa?

441. Pero hablamos de las definiciones sin saber lo que ellas

son: –El hombre es un animal racional.– Un globo es un cuerpo redon-

do: –Un astro es una estrella que brilla con luz propia: –Un número es

una reunión de unidades: –Ved ahí otras tantas definiciones.

442. En ellas se observa que para definir una idea se le susti-

tuyen otras dos [otras dos ideas]. Para definir al hombre o la idea que

nos hemos formado de él, le sustituimos estas dos, animal, racional;

para definir el globo, le sustituimos las dos, cuerpo, redondo; y así de las

demás.

443. Si nos contentásemos con decir únicamente, el hombre

es un animal, co[mo] esta idea es mucho más general que la primera,

no lo daríamos a conocer, porque se confundiría con el elefante [,] con

el león, etc. Es preciso pues quitar a la idea animal el exceso que ella

tiene sobre la de hombre, a fin de que una y otra queden enteramente

iguales; y esto es lo que se hace añadiendo a la idea animal, la de ra-

cional. Ya hemos dicho que en el lenguaje de los Dialécticos, la primera

idea se llama género;[,] (290) [,] la otra toma el nombre de diferencia.

444. No nos formaríamos una idea exacta del hombre, si para

darlo a conocer dijéramos: es una sustancia racional, un ser racional, o

lo que es racional. Las ideas sustancia, ser, lo que es, son demasiado va-

gas, y dejan un vacío en nuestro espíritu; no así la idea animal, que [es]

la que precede inmediatamente a la de hombre. Esto es lo que quieren

dar a entender los Lógicos, cuando dicen que las definiciones deben

hacerse por el género próximo y la diferencia propia o específica. Una de-

finición de esta clase, añaden, nos da a conocer la naturaleza de la cosa

definida. Examinémoslo.

445. ¿Las definiciones nos dan a conocer algún ser real que

exista fuera de nosotros? Pero fuera de nosotros no hay más que indivi-

duos, y éstos no se definen. La definición del hombre no es, ni la de

Sócrates, ni la de Platón, ni la de algún otro individuo; es la del hom-

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bre en general, es decir, sólo nos manifiesta aquellas propiedades que

caracterizan la especie humana. Por consiguiente la naturaleza de las

cosas, que conocemos por medio de las definiciones, son las naturale-

zas universales de los antiguos Filósofos, o las especies.

446. En efecto; [,] cuando se define al hombre –un animal

racional– no se dice solamente que es una especie de animal cualquie-

ra, sino la especie particular racional; y es fácil notar que la diferencia

añadida al género, forma la especie. Así pues cuando se pregunta si las

definiciones dan a conocer la naturaleza de las cosas, es preguntar en

otros términos, si la reunión del género y la diferencia manifiesta la na-

turaleza de la especie: si el atributo o segundo miembro de la definición,

explica la naturaleza del primero.

447. Si el segundo miembro de la definición, es conocido an-

tes que el primero, no puede dudarse, que nos lo da a conocer, pero no

así en el caso contrario. La definición del globo, la del astro [,] etc. del

número 441, manifiestan bien lo que aquellos son; porque todos saben

lo que es un cuerpo redondo, y lo que es brillar con luz propia: pero la

definición del hombre es insuficiente, porque no sabemos bastantemen-

te en qué consiste la animalidad, ni lo que es la razón.

448. Todas las definiciones pues en que el género y la diferen-

cia no sean conocidos antes que la especie, son inútiles y abusivas: sin

embargo [,] como este método de definir es bastante común, es muy

raro por lo mismo que una idea pueda darse a conocer por medio de

definiciones.

449. De aquí es fácil concluir cuándo deben tenerse las defi-

niciones por principios; es decir, cuándo debe empezarse por ellas el es-

tudio y exposición de las ciencias. Esto sólo se verificará, cuando el

segundo miembro de la definición sea una idea que nadie ignore, o que

todos puedan adquirir con facilidad. Mas si el conocimiento del segun-

do miembro depende de explicaciones subsecuentes, y acaso del desen-

volvimiento entero de la ciencia, sería lo más ridículo empezar por ellas.

450. Para adquirir el conocimiento de un objeto cualquiera

que sea, es preciso analizarlo, y al efecto es necesario empezar por ver-

lo. Si él es capaz de afectar nuestros órganos, nos basta examinarlo bien;

si no, podrá manifestarse al espíritu por medio de una definición; pero

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de una definición en que se encuentre la calidad que hemos indicado

antes.

451. Suele darse por regla general para obtener una definición

perfecta, el que sea clara, corta, convenga a todos los objetos definidos

y sólo a ellos. Las dos primeras condiciones, son enteramente inútiles,

porque todos nuestros discursos deben tenerlas; la claridad es siempre

indispensable, y no debe jamás encontrarse palabra alguna inútil. No

basta además recomendar la claridad y brevedad, es preciso saber cómo

se obtienen. Por lo que respecta a la tercera, aunque es muy justa y na-

tural, nada más común que olvidarla, ni tampoco más difícil de ejecutar.

452. Algunos distinguen las definiciones, en definiciones de

cosas y definiciones de palabras: otros pretenden que todas son de co-

sas; otros que todas son de palabras: y otros finalmente las hacen a la

vez de cosas y de palabras. Es preciso antes de todo advertir que hay

ciertas palabras, cuyas definiciones, no entran en el número de las que

consideramos al presente. Tales son las palabras sustantivo, adjetivo,

verbo, etc. y en general la mayor parte de los términos de la Gramática

no son otra cosa que nombres de palabras, nombres de nombres, sig-

nos de signos. Ellos no se refieren a las cosas, sino a sus denominacio-

nes; y en cada ciencia hay nombres de esta especie.

453. Pero dejando aparte estas voces, cuando alguna palabra

representa alguna cosa, ¿es ésta o aquella la que se define? ¿Se define

la palabra triángulo, o la cosa llamada de este modo? He ahí la cuestión,

a que se responde de cuatro modos diferentes, y aun opuestos. Para

examinarla hagamos dos suposiciones.

454. 1ª. Supóngase un ser dotado de una inteligencia tan com-

pleta, que nada pueda añadirse a sus conocimientos, que tenga todas

las ideas posibles, y que sólo le falta la de las lenguas. 2ª. Imagínese por

otra parte un autómata, que posea, si se quiere, todas las lenguas del

mundo, pero que no tenga más ideas que las del sonido material de las

palabras.

455. En presencia de ambos hágase una misma definición, y

supóngase también, que sea entendida por uno y otro ¿Podrá dudarse,

que por el primero de estos seres imaginarios, la definición será de

palabra, y por el segundo de cosa? Aquél tenía todas las ideas, sólo ha

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aprendido un nombre: éste sabe todas las palabras, lo que se le ha co-

municado, es una idea.

456. Tal es, guardando la debida proporción, nuestra situación:

porque ¡Cuántas ideas hay en nuestro espíritu, que sólo nos falta expre-

sar! ¡Y cuántas palabras de que no tenemos la menor idea! Así pues una

misma definición, puede ser para nosotros de cosa, y por otro de pala-

bra, o al contrario; y por consiguiente con igual verdad podrá decirse:

–Toda definición es de cosa; todas son de palabras; las hay de una y otra

especie; –o cambiar las proposiciones en un sentido opuesto. Las defi-

niciones sólo pueden considerarse con relación a nuestro espíritu, y a

los conocimientos que él posee.

457. Es preciso también observar que hay una notable diferen-

cia en las definiciones, y las simples proposiciones. Para percibirla,

recordemos que una proposición o un juicio, consiste únicamente, como

dejamos ya indicado ( ) en la percepción o afirmación de la relación que

existe entre dos ideas. Que ella se compone por lo mismo de dos términos

o miembros, y del signo de su unión: el primer término se llama sujeto; el

segundo atributo; y verbo o cópula, el signo de la relación entre ambos.

458. Pero el sujeto y el atributo de una proposición pueden

hallarse ligados de dos modos diferentes. En este ejemplo, el oro es

amarillo, la idea del sujeto no es la misma que la del atributo; pues que

la primera se compone de muchas ideas parciales, tales como la figura,

la pesantez, el volumen, etc., mientras que la otra es una idea simple.

Mas en éste, un globo es un cuerpo redondo, la idea del atributo es la

misma que la del sujeto.

459. Puede muy bien suceder que se encuentre esta identidad

entre las dos ideas y que sin embargo la proposición no sea una defi-

nición: tal sería ésta, tres es la mitad de seis; pero siempre que la

identidad se verifique, y que al mismo tiempo el sujeto sea el nombre

del atributo, no podrá dudarse que se tiene una definición.

460. Así en el ejemplo un globo es un cuerpo redondo, que in-

dudablemente es una definición, no hay más que una sola y misma

idea, expresada de dos modos diferentes; por una sola palabra en el

primer miembro, y por dos en el segundo. En el otro, el oro es amari-

llo, al contrario la idea del sujeto es distinta de la del atributo.

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461. Por consiguiente en una proposición simple hay siempre

dos ideas, mientras que en la proposición que define no hay más que

una sola. Esto se confirma aún más, observando que el verbo no indica

la misma relación en ambos casos. ¿Quién duda que al definir el globo,

sólo se quiere decir que esta palabra es el nombre dado a todo cuerpo

redondo? Estamos por lo mismo seguros de que una proposición es de-

finición, siempre que puedan invertirse sus miembros, y mudar el verbo

que los une en –se llama– u otro equivalente.

462. No sucede lo mismo en las simples proposiciones. Cuan-

do decimos, el oro es amarillo, no se quiere significar que lo amarillo

se llama oro, sino que aquella cualidad es parte de esta idea; que el

atributo es parte del sujeto.

463. De aquí se infiere que puede admitirse o rechazarse,

concederse o negarse la verdad o falsedad de una simple proposición,

pero no la de una definición: y la razón es evidente, porque la verdad

de una proposición depende de las ideas, la de una definición es pura-

mente nominal.

464. Por este medio no será ya difícil explicar un fenómeno

que apenas podría creerse. Las definiciones a pesar de que por su ins-

titución deben cortar las disputas, son sobre las que más se disputa;

debiendo conciliarlo todo y terminarlo, no hacen más que dividir, no

concluir nada. La razón es porque se cree encontrar en el sujeto de una

definición, otra cosa que el nombre del atributo: se toma este nombre

por una realidad distinta de la [que] expresa el atributo mismo; y se

realiza una palabra, que no es más que un signo de otras voces. Mien-

tras no se resista a esta inclinación, no podremos hacer el menor

progreso en el conocimiento de las cosas.

465. El mejor modo de definir es el que nos manifiesta las

ideas, por medio de aquéllas de que derivan, y que nos son ya bien

conocidas; indicándonos al mismo tiempo las modificaciones que reci-

ben, para convertirse en ideas nuevas: el que las sistematiza para

reglarlas después, y explicar las unas por medio de las otras. Si este

medio parece el más difícil, es en compensación el más exacto, y el

único que puede darnos verdaderos conocimientos.

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� Lección 19De la deducción de nuestras ideas

466. Después de haber explicado cómo hacemos sensibles

nuestras ideas por medio de signos; cómo por este mismo arbitrio, las

combinamos y las multiplicamos, es necesario examinar el modo con

que las deducimos unas de otras. Esta operación llamada comúnmente

raciocinio, nos ocupará al presente, considerando antes las causas de la

certeza y del error.

467. Existir y sentir, dijimos en nuestra 2ª. Parte (130) es para

nosotros una misma cosa; pues no existimos, o al menos no conocemos

nuestra existencia, sino porque sentimos. Tampoco conocemos la de los

demás seres que existen fuera de nosotros sino por las impresiones que

nos causan; y estas impresiones son las únicas que conocemos en ellos,

atribuyéndoselas por la resistencia que oponen a nuestros movimientos

voluntarios.

468. Cuanto sentimos y conocemos es para nosotros cierto y

real; ni [no] somos capaces de otra especie de certidumbre o realidad.

Nuestras ideas, al menos aquellas que nacen de nuestros primeros sen-

timientos, serían ciertas y conformes a la realidad, si lo fuesen

igualmente los juicios con que las componemos. El juicio mismo es una

especie de idea, pues consiste en sentir y conocer la relación que hay

entre otras dos: por consiguiente nunca puede ser falso sino con respec-

to a otros, es decir, cuando a una idea le atribuimos otra que está en

oposición con las que anteriormente le habíamos ya atribuido.

469. Mas en este caso la idea sujeto, aunque representada por

el mismo signo, no es exactamente la misma que tuvimos cuando for-

mamos los juicios anteriores. La imperfección de nuestros recuerdos por

una parte, por otra la de los signos mismos, son la causa de esta varia-

ción, y en consiguiente de nuestros errores.

470. De aquí concluimos que la evidencia de que somos ca-

paces puede reducirse o a la evidencia de sentimiento o a la de

deducción. La primera es la más segura que puede obtenerse, y no lo

es menos la segunda siempre que la deducción es legítima. Pero hay ge-

neralmente una gran distancia entre ambas, y es muy difícil, pasar con

seguridad del primer hecho a sus ultimas consecuencias.

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471. Para conseguirlo sin temor de extraviarnos ¿ocurriremos

[acudiremos] a los silogismos y a la forma de los raciocinios? Pero es in-

dudable, que el defecto está en las ideas y no en las formas; y además

que todo el arte silogístico se reduce a sacar una consecuencia particu-

lar de una proposición general. Mas ¿quién asegurará la exactitud de

ésta? ¿Diremos que es un principio, o un axioma, que lo persuade el

buen sentido, el sentido común; o el sentido íntimo? En este caso las

reglas serían innecesarias.

472. Pero hay más: estas reglas se fundan en un principio fal-

so: tal es que las proposiciones generales son la causa de la exactitud

de las particulares. Por el contrario, los hechos particulares bien exami-

nados y los juicios exactos que de ellos formamos, son el principio de

toda verdad. Reunidos unos a otros con la mayor exactitud, podemos

extender el mismo a un mayor número de hechos, y advertir la relación

que existe entre todos ellos.

473. Tampoco es enteramente exacto que las ideas generales

comprendan las particulares. Cuando tratamos del modo de formar

nuestras ideas abstractas, indicamos la gradación, con que íbamos de

una idea individual a otras que sucesivamente se hacían más y más

generales; resultando de esta combinación las ideas de clase, órdenes,

géneros o especies.

474. Es claro pues que las ideas más generales son las que se

extienden a mayor número de seres, y esto es lo que constituye su ex-

tensión: las menos generales y las individuales conservan mayor número

de ideas componentes; y es lo que forma su comprensión. De aquí re-

sulta, que para conocer si una idea puede o no atribuirse a otra, poco

importa el número de seres a que se extiende; sólo debemos fijarnos en

el número de ideas parciales que en sí encierra. Así puede decirse, el

hombre es un animal, y no al contrario.

475. Es también de notarse que cuando se comparan en una

proposición dos ideas, la que es más general pierde, digámoslo así, parte

de su extensión, para igualarse a este respecto con la menos general. Si

decimos, el hombre es un animal, entendemos ciertamente, un animal

de cierta especie determinada, de la especie humana; pues lo contrario

sería la mayor extravagancia.

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476. Podríamos hacer otras mil observaciones sobre los defec-

tos en que incurren los que adoptan el silogismo como el único medio,

o al menos como el más seguro para raciocinar con exactitud. Pero

nosotros dejaremos a los que se ocupan detenidamente de él, llamarle

unas veces, arte tan fútil como ingenioso, otras clasificarlo de ilusorio,

y otras con mil epítetos de esta especie. Ello es cierto que su uso es tan

limitado, que no merece el penoso trabajo de dedicarse a su estudio.

477. Y ¿qué sustituiremos a los principios adoptados por los

Lógicos sobre la forma de nuestros raciocinios? Para contestar observa-

remos, que las formas con que se manifiestan nuestros juicios, son de

una menor importancia que aquellos mismos; y sobre todo, que la exac-

titud en los primeros trae consigo generalmente la de los últimos. Pero

si se insiste en asignarle una forma particular, recuérdese lo que dijimos

en la Lección 16 (407), y del conocimiento de nuestras facultades y de

su modo de obrar, deduciremos las reglas que debemos seguir a este

respecto.

478. Si consideramos nuestras ideas en el estado en que ellas

se encuentran al presente, nos convenceremos que ninguna es perfec-

tamente simple ( ) [,] todas son reuniones más o menos numerosas de

otras ideas adquiridas anteriormente, y esto lo hacemos en virtud de las

relaciones que percibimos, de los juicios que sobre ellas formamos.

479. Las proposiciones son nuestros juicios expresados con

palabras, y ellas consisten en decir, que la idea atributo o es la misma

que la del sujeto, o hace parte de ella. Se advierte fácilmente, que en

todos nuestros raciocinios, este primer atributo pasa a ser sujeto de otro

segundo, el segundo de otro tercero, y así sucesivamente, hasta que el

último pertenezca al primero si el raciocinio es exacto: o no pertenez-

ca en el caso contrario.

480. Este modo de raciocinar es el que en las escuelas se co-

noce con el nombre de sorites; y parece indudable que todos los que

hacemos, cualquiera que sea la forma bajo que aparezcan, se reducen

a esta especie. Las ecuaciones de los Algebristas, las proporciones de los

Geómetras, los silogismos de los antiguos Escolásticos, (por más que se

hayan querido disfrazar, para darles un carácter distinto); los giros elíp-

ticos y oratorios de los Retóricos, no son otra cosa que sorites.

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481. Se ha criticado severamente a Destutt de Tracy esta opi-

nión, porque aun cuando pueda tener lugar, se dice «en los conocimien-

tos intuitivos, donde basta la simple combinación de las ideas para

penetrarse de su conveniencia o repugnancia, ¿cómo podrá verificarse

en los probables que sin duda forman nuestro mayor capital, donde

cada idea de las intermedias, se presenta erizada de dudas y dificulta-

des, y exige una reflexión detenida y particular?»

482. Pero nosotros observamos: 1º Que en los conocimientos

intuitivos no se necesitan ideas intermedias, y por consiguiente, ni

silogismos, ni sorites, ni otra especie alguna de raciocinio. Su evidencia

es la que hemos llamado de sentimiento, y no necesita por lo mismo de

deducciones. 2º En las materias probables, y aun en muchas de las evi-

dentes, es necesaria una serie más o menos extensa de ideas; pero de

ellas no nos dispensa el silogismo. Si no se tienen, es imposible el ra-

zonamiento, cualquiera que sea la forma en que quiera presentarse.

483. Últimamente nosotros no disputamos sobre formas:

raciocínese bien, y poco importa que se haga de un modo o de otro.

Para raciocinar bien, ya hemos dicho, que es necesario tener ideas exac-

tas, y expresarlas del mismo modo. Las reglas [las] fijamos en nuestra

Lección precedente a este respecto, y las observaciones que a cada paso

se encuentran desde la primera, no nos permitirán extraviarnos. Y para

concluir con una observación práctica, el arte silogístico, ha estado siem-

pre consignado al estrecho círculo de las escuelas, y hoy ya felizmente

ha desaparecido hasta de aquéllas, sin que su falta se haya notado en

los progresos de las ciencias.

� Lección 20De los diversos grados de certidumbre y del método

484. Muy pocas son las ocasiones en que podemos llegar a la

evidencia, de un solo golpe y como instantáneamente: lo más común,

es ir por grados hasta obtenerla. En todas las ciencias, en toda especie

de conocimientos, se procede de este modo. Conocidas algunas verda-

des se sospechan otras, que aún no pueden darse por seguras, pero que

al menos estimulan a hacer nuevas y repetidas observaciones, y de este

modo nos conducen a los descubrimientos. He ahí lo que se llama con-

jeturar.

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485. Cuando el fundamento de un juicio es sólo el no cono-

cer la razón porque no puede ser como se juzga, la conjetura es la más

débil que puede presentarse. Si alguna vez se adopta, será únicamente

como una suposición que necesita aún de pruebas, y sobre la cual es

necesario hacer observaciones y experiencias.

486. En el mismo rol debe considerarse la conjetura fundada

en que de los varios medios de que puede haberse servido la naturale-

za para producir una cosa, debe haber elegido el más simple. Para

formar este juicio necesitaríamos conocer todos los medios que puede

emplear la naturaleza en sus producciones, y hallarnos además en es-

tado de juzgar de su simplicidad, lo cual ciertamente no es muy fácil.

487. Las conjeturas forman el grado intermedio entre la evi-

dencia y la analogía, que comúnmente no es más que una de las

primeras pero apoyada en un fundamento muy débil. La analogía tiene

por consiguiente diversos [grados], según las relaciones en que se fun-

da, o de semejanza, o de fin, o de causa a su efecto, o al contrario. Estas

dos ultimas son las que tienen más fuerza, y suelen llegar a ser una de-

mostración, cuando todas las circunstancias concurren a apoyarla.

488. En general cuando no podemos llegar a la evidencia, es

necesario ir confirmando nuestros juicios, con nuevas y repetidas obser-

vaciones, a fin de que se aproximen a ella cuanto más sea posible. Tal

es la marcha que han seguido los buenos Filósofos, y tal la que deben

seguir todos los [que] quieren aprender a raciocinar como ellos. El aná-

lisis más exacto y riguroso que sea posible, nos libertará de todas las

dudas, y nos hará llegar hasta la certidumbre.

489. Desde nuestros primeros pasos procuramos dar a cono-

cer este método ( ) y al cerrar nuestra carrera no creemos excusado

volver a considerarlo, comparándolo con el que comúnmente se llama

sintético.

490. El análisis incluye tres operaciones: 1º estudiar con

sumo cuidado todos los objetos, o todas las cualidades de uno solo: 2º

examinar las relaciones que hay entre unas y otras: 3º conocer el prin-

cipio común de todas. Más brevemente: el análisis descompone el

objeto, liga sus partes, y las reduce todas a un solo punto de vista; o

en otros términos: analizar es observar en un orden sucesivo las cua-

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lidades de un objeto, para darles en nuestro espíritu el simultáneo en

que ellas existen.

491. Cada uno podrá por sí mismo conocer, si no éste el

método que todos empleamos siempre que queremos adquirir alguna

especie de ideas; si no es también el único que podemos emplear con

fruto; y finalmente si [y finalmente ni] necesitamos para aprenderlo de

otro maestro, ni otras reglas que las de la naturaleza.

492. Reflexionemos cómo nos conducimos cuando queremos

adquirir conocimiento de un objeto muy compuesto. Sus principales

partes vienen desde luego a fijarse en nuestro espíritu; las que le suce-

den se colocan después según la relación en que están con las primeras.

Esta descomposición nos es indispensable, por la imposibilidad en que

estamos de abrazar de un solo golpe de vista, todas las diversas partes

que componen el objeto: mas ella es seguida de una composición, y

cuando hemos llegado a dar a las cosas el orden que ellas mismas tie-

nen entre sí; entonces decimos que las conocemos.

493. De estos principios se deducirá el juicio que debemos

formar sobre la síntesis, cuyo carácter se hace consistir precisamente en

la composición de nuestras ideas. Este método tenebroso, como lo lla-

ma Condillac, empieza por donde debe acabarse; y sin embargo se le ha

dado el nombre de método de doctrina, y ha pretendido adoptarse en

la enseñanza de las ciencias, dejando al análisis su invención y su des-

cubrimiento.

494. Pero es bien de extrañar que el modo de adquirir cono-

cimientos, y adquirirlos con seguridad, no pueda emplearse útilmente,

en comunicarlos a otros. Por nuestra parte raciocínese bien o mal, siem-

pre componemos y descomponemos ideas. Sería un absurdo imaginar

que estas dos operaciones se excluyen, y que podemos raciocinar adop-

tando a nuestro arbitrio alguna de ellas exclusivamente. Concluimos

pues de todo, que no hay más que un solo y único método, por más que

algunos Filósofos se hayan empeñado en separar cosas que son insepa-

rables, realizando sus propias abstracciones.

495. Aquí terminamos nuestras lecciones por lo que respecta

a la Ideología. Ellas serán seguidas tal vez de otras que tendrán por

objeto la Retórica. Entretanto recomendamos a los jóvenes en primer

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lugar, no creer que por cada razonamiento que hagan deben pensar

antes en las reglas; por el contrario [,] ellas deben serles tan familiares,

que los conduzcan aun cuando no las tengan presentes. Nadie hablaría

si antes de empezar cada frase tuviese que ocuparse de las reglas gra-

maticales: y el arte de razonar, como cualquiera otra lengua, sólo se

habla bien cuando se habla naturalmente.

496. Es necesario meditar mucho el método; pero no pensar

en él cuando se piensa en otra cosa. El uso lo hará inseparable de to-

dos nuestros pensamientos; entonces él prevendrá nuestros extravíos, y

corregirá aquéllos en que hayamos caído: esto es todo a lo que puede

aspirarse.

497. En segundo lugar: una máxima de suma importancia que

no debe jamás perderse de vista, es no ser sectario sino de la verdad;

ayudarse de todos los que la han buscado, pero abandonarlas desde el

momento que se separan del ... camino que conduce a ella. Estudiad a

Descartes, y aprended a dudar más aún de lo que él mismo dudó. Leed

a Malebranche, a Leibnitz, a Locke, a Condillac, y en general a todos los

hombres célebres, en cualquier ramo de conocimientos; adoptad las

verdades útiles que enseñan; separaos de todas, cuando creáis que ellas

lo han hecho del buen método.

498. Sujetad también al examen más riguroso estas lecciones,

y corregid los defectos que en ellas encontrareis a cada paso. Nosotros

[,] siguiendo la marcha que ahora, y desde el principio os recomenda-

mos, sólo hemos procurado presentaros, lo que entre los maestros de la

ciencia a que os habéis dedicado, hemos encontrado más conforme a

la verdad. A vosotros toca confirmar o reprobar nuestro juicio.

499. Este debe ser el fruto que deben reportar de un curso de

Filosofía, los jóvenes que lo han hecho con algún progreso –sacar ven-

tajas de aquellos mismos libros, que en manos de los que no han hecho

buenos estudios podrían ser peligrosos–. Ningún libro Filosófico es de

esta especie para aquellos que han contraído el habito que da un buen

método. El discernimiento que produce el estudio bien hecho de la

Metafísica y de la Lógica, hará distinguir con facilidad y prontitud, los

principios verdaderos de los falsos; y las consecuencias rigurosas de las

que hayan sido mal deducidas.

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500. [¡]Jóvenes! La Patria y vosotros mismos me habéis confia-

do un depósito: todos mis esfuerzos se han dirigido a conservarlo y

hacerlo fructificar. Al devolvéroslo, yo me complazco en la idea de que

no se ha esterilizado en mis manos. La perfección de la obra que yo he

empezado debe ser vuestra, y vuestras deben ser también las ventajas

que ella produzca. Estudiad, meditad, y esperad que los placeres que

encontrareis en la adquisición de los conocimientos, os compensarán

abundantemente las penas que os hayan causado.

�Fin de la tercera parte

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PARTE Cuarta

De la Retórica

� Lección 21Objeto de la retórica; importancia de este estudio

501. Sea que se considere el lenguaje del hombre aisladamen-

te, y en un solo individuo, sea que se mire como el medio de comunicar

sus pensamientos a los demás hombres, es innegable que a él es debi-

da la perfección de la razón humana. Sus progresos son el resultado de

los esfuerzos de muchos; son la reunión de las luces, y conocimientos

de todos, comunicados recíprocamente por medio de sus discursos y de

sus escritos.

502. De aquí es fácil inferir cuánta atención merecen de nues-

tra parte estos objetos. La utilidad y el placer, nos impelen a comuni-

carnos nuestros pensamientos del modo más ventajoso. Así es que en

todas las naciones, luego que el lenguaje ha salido del estrecho círculo

de la primeras necesidades, la perfección del discurso ha sido uno de

sus principales cuidados. Las tribus salvajes no desatienden tampoco la

gracia y fuerza de las expresiones, y usan de ellas para persuadir y

mover.

503. Pero entre las naciones civilizadas ningún arte se ha cul-

tivado con más esmero, que el del lenguaje, del estilo, y de la composi-

ción. El aprecio que de él se ha hecho, puede considerarse como una

señal de los progresos de la sociedad. Porque a proporción que ésta flo-

rece, se aumenta la influencia de los hombres uno sobre otros, debida

al raciocinio y al discurso; y cuanto mayor es esta influencia, tanto más

prolijo es el esmero con que se atiende a los métodos de expresar las

ideas, propia y elegantemente.

504. Estos métodos influyen poderosamente en la perfección

de nuestras facultades intelectuales, porque adoptándolos en la compo-

sición, no pueden menos que hacer refluir sus ventajas sobre la razón

misma. La verdadera Retórica, y la sana Lógica, están estrechamente li-

gadas. El estudio de coordinar y expresar nuestros pensamientos, nos

enseña a pensar con la misma exactitud con que procuramos hablar.

Nuestros sentimientos expresados con palabras, se conciben siempre con

��

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mayor distinción. Todo el mundo sabe que el que se expresa mal sobre

un asunto; el que manifiesta sus ideas de un modo vago, y con senten-

cias débiles prueba que hay en su espíritu, el mismo desorden y

confusión que en las palabras.

505. Este estudio importante en sí mismo y en todos tiempos,

lo es mucho más al presente, por el esmero con que se cultivan todos

los conocimientos científicos. El oído del publico se ha perfeccionado de

modo que con dificultad tolera la menor expresión incorrecta o desali-

ñada; y es necesario cuidar no menos de expresar los pensamientos, que

de los pensamientos mismos.

506. Mas es preciso aprender a distinguir los adornos verda-

deros de los falsos, para no dejarnos arrastrar de un gusto frívolo y

depravado. Los que no han estudiado la elocuencia por principios; los

que no han llegado a conocer las bellezas genuinas de un buen escrito

están siempre expuestos a dejarse deslumbrar del falso brillo del lengua-

je; y muchas veces adoptar modelos corrompidos, que los extravían más

y más de su objeto.

507. Aun los que no se dediquen a componer o hablar en

público, podrán sacar ventajas del estudio de la Retórica. Para ellos no

será tanto un arte práctico como una ciencia especulativa: las instruc-

ciones que a otros sirven para componer harán a éstos juzgar de las

bellezas de un escrito, y gustar de ellas. El ejercicio del gusto y de la

crítica [son] unas de las ocupaciones que más perfeccionan el entendi-

miento. Aplicar los principios de una sana Lógica a la composición y al

discurso: examinar lo que es bello y el motivo que lo hace tal; ocupar-

se en distinguir lo especioso de lo sólido, los adornos afectados de los

naturales, contribuye en gran manera a perfeccionar el estudio del co-

razón humano. Estas investigaciones están íntimamente ligadas con el

conocimiento de nosotros mismos; nos conducen a reflexionar sobre

nuestras operaciones; y nos familiarizan con los sentimientos más no-

bles y más interesantes.

508. Ellas abren un nuevo campo a las facultades del hombre:

a ellas pertenece en todo lo relativo a la belleza, a la armonía, a la gran-

deza, a la elegancia, y cuanto puede contribuir a lisonjear la fantasía y

mover los afectos. Presenta la naturaleza humana, bajo un aspecto dis-

tinto del que toma en otras ciencias: abren varias fuentes de acción, que

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sin su auxilio no se habrían observado, y que tienen grande influencia

en mil sucesos de la vida humana.

509. Otra ventaja peculiar a este estudio, es poner en ejerci-

cio la razón sin fatigarla: conducirnos a investigaciones útiles pero no

penosas: profundas pero no áridas. El esparce flores en el camino de las

ciencias; y al mismo tiempo que conserva el ánimo en tensión, por

decirlo así, y actividad, le alivia del trabajo que es consiguiente a la

adquisición de los conocimientos, y a la investigación de las verdades

abstractas.

510. Pero lo que sobre todo merece considerarse particular-

mente, es la influencia que el cultivo del gusto ejerce sobre nuestras

pasiones, excitando las tiernas y suaves, al mismo tiempo que debilita

las conmociones feroces y violentas. Los sentimientos elevados, y los

grandes ejemplos que a cada paso presenta a nuestra vista, alimentan

el patriotismo, el amor de la gloria, y la admiración de las acciones ver-

daderamente grandes e ilustres.

511. Y a la verdad sin poseer esas afecciones virtuosas, nadie

puede sobresalir en las partes sublimes de la elocuencia. Es preciso sen-

tir lo que siente un hombre de bien si se ha de mover e interesar al

género humano. Los sentimientos fogosos de honor, virtud, magnanimi-

dad, y patriotismo, son los únicos que pueden inflamar el fuego del

ingenio, y excitar en el ánimo aquellas ideas que atraen la admiración

de todos los tiempos. Si este espíritu es necesario para producir los es-

fuerzos más distinguidos de la elocuencia, no lo es menos para gustar

de ellos con delicadeza.

512. Nuestras lecciones abrazarán, 1º el estudio del estilo: 2º

el de la elocuencia pública en sus diferentes especies.

� Lección 22Del estilo [,] su claridad y precisión

513. El estilo puede definirse [como] aquel modo particular

con que cada hombre expresa sus ideas por medio del lenguaje. En este

sentido, no puede negarse que se diferencia del lenguaje mismo o de las

palabras, éstas pueden ser propias, y aquél tener muchos defectos. Hay

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una gran analogía entre el estilo y el modo de pensar del que lo usa. Es

una pintura de las ideas que se excitan en su ánimo, y del modo con

que ellas se presentan. De aquí resulta que cuan[do] examinamos la

composición de un autor, nos es difícil en muchos casos separar el es-

tilo del sentimiento: tan estrecha es la relación que hay entre estas dos

cosas.

514. Todas las calidades del estilo pueden reducirse a la cla-

ridad y al ornato; porque cuanto puede exigirse, digámoslo así, del

lenguaje, es que comunique a los demás nuestras ideas, y que vertién-

dolas de modo que les agrade e interese fortifique las impresiones que

tratamos de hacer en ellos. Conseguido esto podemos lisonjearnos de

haber obtenido cuanto podemos proponernos al hablar o escribir.

515. Nadie negará que la claridad es la base fundamental del

estilo; es una calidad que no puede de modo alguno suplirse por otra.

Sin ella los más ricos adornos deslumbran, en vez de darnos una luz

deliciosa. Nuestro primer cuidado debe ser por lo mismo darnos a en-

tender clara y completamente: o para hablar con Quintiliano expresar-

nos de modo que no pueda menos que entendérsenos. Cuando nos es

preciso seguir con demasiado cuidado a un escritor, cuando tengamos

que volver repetidas veces sobre sus sentencias para comprenderlas

bien, no podrá agradarnos por mucho tiempo. Si alguna vez admiramos

su profundidad, después que conocemos su pensamiento, muy pocas

veces querremos tomar de nuevo la tarea de penetrarlo.

516. Suele alegarse la dificultad del asunto para excusar la

falta de claridad: pero cuando se tienen ideas distintas, cuando se con-

cibe bien, puede expresarse del mismo modo. Aun cuando las ideas sean

incompletas deben ser claras, y no faltar en su expresión este requisito.

La oscuridad que se ha notado en los escritos de los Metafísicos, no era

tanto del asunto, cuanto de la confusión de sus mismas ideas.

517. La claridad envuelve el estudio de cada una de las pala-

bras y frases; igualmente que el de las sentencias. Limitándonos por

ahora a las primeras, notamos en ellas tres calidades indispensables: 1º

la pureza: 2º la propiedad: 3º la precisión.

518. La pureza está íntimamente ligada con la propiedad, pero

sin embargo es preciso no confundirlas. La 1ª. consiste en el uso de

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aquellas palabras y construcciones que pertenecen al idioma de que se

habla. La 2ª. es la elección de las voces, que el mejor uso ha apropiado

a las ideas que tratamos de expresar. Esta elección excluye los vulgaris-

mos, las expresiones bajas, y todas aquellas frases, que manifiestan

nuestros pensamientos con menos claridad.

519. El estilo puede ser puro, exactamente castellano, y sin

embargo tener muchos defectos en la propiedad. Las palabras pueden

estar mal escogidas, no adaptadas al asunto, y ser poco expresivas del

pensamiento del autor. Pero si el estilo es propio, no puede menos que

ser puro; y estas dos calidades le dan gracia y claridad. El modo de

adquirirlas, es tomar por modelo los buenos escritores de la nación.

520. Para formar una idea exacta de la precisión, es oportu-

no considerar la etimología de esta voz. Ella se deriva de la palabra

latina praecidere [,] cortar; y significa el hecho de cercenar toda super-

fluidad en la expresión, de modo que sea copia exacta de la idea. Ya

hemos observado (513) cuán difícil es separar las calidades del estilo, de

las del pensamiento; y por lo mismo para escribir con precisión es ne-

cesario pensar con mucha exactitud.

521. Las palabras pueden ser defectuosas por tres respectos:

o porque no manifiestan la idea que se quiere, sino alguna otra que se

le asemeje; o porque no la expresen completamente; o porque le aña-

dan algo más de lo que se intenta. La precisión se opone a estos tres

defectos; pero con especialidad al último. El que escribe con propiedad,

usa de palabras que expresen la idea que él intenta, y la expresen com-

pletamente: pero el ser preciso importa además no mezclar palabra

alguna que represente una idea extraña; no añadir alguna superflua que

haga confusa la idea principal. Para esto es indispensable haber com-

prendido el objeto cabalmente, y estar seguro de la idea que se ha

formado de él.

522. Para conocer la importancia de la precisión basta fijarse

en el modo de obrar de nuestro entendimiento. El no puede ver con

claridad y precisión más que un solo objeto; cuando se le presentan

muchos, o aunque sea uno solo es muy complicado, necesita analizar-

lo y observar sucesivamente sus partes. De lo contrario no puede

lisonjearse de haber adquirido un verdadero conocimiento.

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523. Esto mismo nos sucede con las palabras: si al querer

manifestar a alguno sus ideas, pinta circunstancias extrañas al objeto

principal; si variando sin necesidad la expresión, cambia el punto de

vista, y presenta unas veces el objeto mismo, otras cosas conexas, la

atención se distrae y la idea que hace formar no es exacta.

524. De aquí resulta un estilo vago, diametralmente opuesto

al preciso. Se emplean muchas palabras para darse a entender más cla-

ramente, y sólo se consigue confundir al que las oye; no hay bastante

precisión en su mismo pensamiento y procuran suplir este defecto con

palabras. Desean explicar con más fuerza una calidad, y manifiestan dos

o más enteramente distintas.

525. Una de las fuentes más abundantes del estilo vago, es el

uso inmoderado de las palabras llamadas sinónimas. Ellas se conforman

en expresar una idea principal: pero por lo común la expresan con va-

riedad en las circunstancias. En ninguna lengua hay dos palabras que

comuniquen precisamente una misma idea; y cualquiera que esté fami-

liarizado con la propiedad del idioma, podrá siempre observar alguna

cosa que las distingue. Muchos escritores las confunden, y las emplean

sin cuidado alguno sólo por llenar el periodo, o redondear y variar el

lenguaje. De aquí proviene esa confusión que generalmente se observa

en su estilo.

526. Para escribir pues o hablar con precisión se requieren

con especialidad dos cosas: 1ª tener ideas claras del objeto: 2ª tener un

conocimiento exacto de las palabras con que deben expresarse las ideas.

También se requiere genio, pero más que todo trabajo y atención.

527. Aunque todos los asuntos, sea que se traten por escrito,

o de palabra, exijan claridad, no todos requieren en igual grado una

precisión tan exacta, como la que acabamos de explicar. A la verdad ella

sería un adorno; pero no debe ponerse tanto estudio en él, que venga

a producir un estilo árido y pobre; y que por el empeño de cercenar

mucho, cercenemos todo lo que pueda hacerlo bello. Unir la copia con

la precisión, ser fluido y gracioso, correcto y exacto en la elección de las

palabras es una de las prendas más difíciles y más sobresalientes de un

buen escrito.

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528. Entre las diversas clases de composiciones, unas piden

más copia y adorno; otras más precisión y exactitud; y aun en una mis-

ma composición las diferentes partes pueden exigir variedad en el estilo.

Nuestro principal cuidado debe ser no sacrificar ninguna de las calida-

des dichas a las otras; por el contrario [,] manejándolas con cuidado, se

verá que son muy compatibles entre sí, siempre que haya ideas preci-

sas, un vasto conocimiento, y caudal crecido de palabras.

� Lección 23 De la estructura de las sentencias

529. No es fácil dar una definición exacta de la sentencia o

periodo, sino en cuanto envuelve siempre una proposición, o la decla-

ración completa del pensamiento. Según Aristóteles, es una locución que

tiene su principio y fin dentro de sí misma; y es de tal extensión que

puede comprenderse de un solo golpe de vista. Mas esto exige otras ex-

plicaciones, porque una sentencia o periodo consta siempre de partes

componentes, que se llaman miembros; y como el número de éstos

puede variar, y pueden estar enlazados de diferentes modos (un mismo

pensamiento o frase o proposición mental puede estar comprendido en

una sentencia, etc.) o dividido en varias sin faltar a ninguna vez la

esencial.

530. Lo primero que se presenta en el examen de la senten-

cia, es una distinción en breves, y largas. No se pueden fijar reglas sobre

el número de palabras, o de miembros de que debe componerse una

sentencia; pero es bien sabido, que tanto se puede faltar por exceso

como por defecto. Las sentencias de una extensión desmedida, y que se

componen de muchos miembros tienen el inconveniente de dificultar su

pronunciación; fatigar el oído y la atención del que las oye o las lee, e

impedir que se perciba con claridad la conexión que hay entre sus di-

versas partes. En los periodos demasiado cortos, el sentido se quiebra,

la unión de las ideas se debilita, y la memoria se fatiga con una larga

serie de objetos muy pequeños.

531. El estilo considerado con respecto a la extensión y cons-

trucción de las sentencias se divide generalmente en periódico y cortado:

El 1º es aquél en que las sentencias se componen de varios miembros,

ligados entre sí, y que dependen unos de otros, de modo que no pier-

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da el sentido antes que el fin. Esta especie de composición es la más

pomposa, musical, y oratoria. (Abril 12)

532. El estilo cortado se compone de proposiciones breves, in-

dependientes, y todas completas en la línea. Este modo de escribir es

muy propio de los asuntos alegres y fáciles: él es vivo y enérgico: por el

contrario el periódico da gravedad a la composición. Según la naturale-

za de ésta y el carácter que deba tener se hará dominar uno de aquéllos.

Pero la regla principal en casi todas las composiciones; es mezclarlos;

porque la continuación demasiada de cualquiera de ellos fatiga el oído.

533. Esta variedad es de tanta importancia, que debe procu-

rarse no sólo en la serie de sentencias breves, y largas, sino también en

la estructura de estas mismas. Jamás debe seguirse una serie de senten-

cias construidas de un mismo modo, y con igual número de miembros.

La discordancia en este caso produce mejor efecto que la empalagosa

repetición de sonidos semejantes.

534. Después de estas observaciones generales pasemos a

considerar las propiedades más esencia[les] de una sentencia perfecta.

Ellas pueden reducirse a cuatro: 1ª claridad y precisión: 2ª unidad: 3ª

fuerza: 4ª armonía. Por lo que respecta a la 1ª es indudable que debe

evitarse con el mayor cuidado aun la menor ambigüedad, que deje el

ánimo [en] suspenso acerca del sentido. Este defecto puede nacer o de

la mala elección de las palabras o de su mala colocación. Ya dejamos

indicado lo que debe hacerse para evitar la primera de estas causas.

Ahora nos contraeremos a la segunda.

535. Una observación general a este respecto, es observar

exactamente las reglas de la gramática, en cuanto ellas puedan servir-

nos de guía; pero la regla más esencial en la coordinación de las

sentencias, es que las palabras o miembros que tienen una conexión

más estrecha, ocupen el lugar más inmediato posible, de suerte que

hagan ver claramente su relación mutua. De aquí es que los adverbios

deben estar adheridos estrechamente a las palabras que califican:

siempre que intervenga alguna circunstancia, no debe dejarse vagan-

do en medio del periodo, sino que por el lugar que ocupa se infiera

claramente a qué miembro pertenece; y finalmente que cada palabra

relativa presente al momento su antecedente sin la menor oscuridad.

También es de observar que la demasiada repetición de los pronom-

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bres relativos, hace nacer oscuridad, cuando deben referirse a distin-

tas personas.

536. La 2ª calidad de una sentencia es su unidad, sin ésta la

belleza desaparecería del discurso. En toda composición se requiere que

entre las partes haya siempre algún principio que las enlace; algún ob-

jeto que sobresalga. Pero esto es aún más necesario en una sola senten-

cia: porque ella no es más que una proposición, que aunque a la verdad

puede componerse de partes, deben estar estrechamente ligadas, para

que no hagan en el ánimo más que la impresión de un solo objeto.

537. Para conservar la unidad en una sentencia deben a las

siguientes reglas [deben observarse las siguientes reglas:];1º cambiar la

escena lo menos que se pueda, no pasando de repente de una persona

a otra, ni de un asunto a otro. Por lo común hay en toda sentencia al-

guna persona o cosa dominante, y ésta debe regir desde el principio

hasta el fin de ella. Si algo se explicase de este modo [:] «– después que

nosotros anclamos, ellos me desembarcaron, y allí fui saludado de to-

dos mis amigos; quienes me recibieron con las mayores muestras de

ternura:»– aunque los objetos contenidos en esta sentencia, están sufi-

cientemente conexos; sin embargo por el modo de representarlos

cambiando tantas veces de lugar como de persona, aparecen tan des-

unidos, que casi se pierde de vista su conexión.

538. Los que no observan la regla anterior, pecan también

contra la siguiente: jamás deben acumularse en una sola sentencia co-

sas, que pudieran dividirse en dos o más. La violación de esta regla

disgusta siempre: y es menos mala errar por muchas demasiado breves,

que por una que esté recargada y llena de embarazos.

539. La 3ª regla para conservar la unidad de las sentencias, es

purgarlas de todo paréntesis. Estos pueden dar en algunas circunstan-

cias, un semblante animado, como impelidos por cierta vivacidad del

pensamiento; que toca como de paso lo que felizmente encuentra en el

camino. Pero por lo común hacen muy mal efecto: porque son unas

sentencias en medio de otras, y un método embarazoso de presentar un

pensamiento, que el autor no sabe introducir en su lugar.

540. Finalmente las sentencias deben cerrarse perfectamente

si no se quiere perder su unidad [;] todo lo que es uno debe tener su

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principio, su medio, y su fin: una sentencia incompleta, deja de serlo

según las reglas gramaticales. Pero muchas veces se encuentran senten-

cias que están por decirlo, más que acabadas. Cuando se ha llega[do]

adonde se esperaba la conclusión, a la palabra en que el ánimo parece

que desea reposar, se escapa inesperadamente algun[a] circunstancia,

que debía haberse omitido, o colocado en otra parte. Todas estas adi-

ciones desfiguran en extremo una sentencia; le dan un aire desgraciado

y quiebran su unidad. (Mayo 15)

541. La energía es la 3ª calidad de las sentencias. Por ella se

entiende tal disposición en las palabras y miembros, que presente el

sentido con las mayores ventajas; que haga toda la impresión, que se

quisiera hiciese el periodo; y que dé a cada palabra y a cada miembro

su debido peso y vigor. La claridad, y la unidad son absolutamente ne-

cesarias para producir este efecto; pero aún se necesita algo más,

porque la sentencia puede tener la unidad debida, y faltarle aquella

energía de impresión, que es el resultado de una coordinación más fe-

liz. La 1ª regla para dar energía a una sentencia es que no encuentre en

ella palabra alguna redundante; porque si suelen contribuir a la claridad,

siempre debilitan la sentencia.

542. Es máxima general, que todas las palabras que no aña-

den algo al sentido de un periodo, se lo quitan. No pueden ser

superfluas, sino embarazosas; y es mejor dejar de expresar todo lo que

puede suplirse fácilmente. Mejor es decir: –“contento con merecer el

triunfo rehusó los honores”; que “estando contento con merecer un

triunfo, él rehusó el honor de él”–. Por eso uno de los ejercicios más

útiles al corregir las composiciones, es comprimir las expresiones

redundantes, y las excrecencias inútiles que se escapan casi necesaria-

mente en la primera composición. Pero aunque en esto es necesario ser

algo severo, no debe olvidarse la plenitud y rotundidad del sonido. Es

preciso dejar algunas hojas que abriguen y rodeen el fruto. (Mayo...)

543. Si debe suprimirse en las sentencias toda palabra super-

flua, no es menos preciso hacerlo con los miembros redundantes;

porque como cada palabra debe presentar una nueva idea, cada miem-

bro debe contener también un nuevo pensamiento. A esto se opone el

defecto demasiado común, de ser el último miembro del periodo, sino

[si no] un eco o repetición del 1º bajo diferentes formas.

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544. Después de removidas todas las superfluidades, debe

atenderse con especialidad al uso de las partículas copulativas, y demás

que se usan en las transiciones y conexiones. Estas palabras, [:] pero, el

cual, cuyo, donde, etc. son las más importantes de todas; ellas sirven de

ejes para todas las sentencias; y por consiguiente depende de las mis-

mas mucha parte de la gracia y energía de aquéllas. Es tan vario el uso

de estas partículas, que apenas se puede dar acerca de ellas, un siste-

ma particular de reglas. La mejor de todas será una observación exacta

de los mejores modelos, y de los efectos producidos por el diverso uso

de semejantes partículas.

545. Algunos escritores multiplican sin necesidad, las partícu-

las demostrativas, y relativas explicándose frecuentemente de un modo

semejante a este: –‘‘en esto no hay cosa que nos disguste más pronto,

que la vana pompa del lenguaje’’–. Si este estilo es propio para introdu-

cir un asunto o establecer una proposición, en el discurso ordinario

podemos explicarnos con más sencillez y brevedad del modo siguiente:

–‘‘nada nos disgusta más pronto que la vana pompa del lenguaje’’–.

Otros escritores omiten el relativo, cuando creen que sin él podrá en-

tenderse el sentido. Pero este estilo hace muy mal efecto en asuntos

serios y de alguna importancia.

546. Por lo que respecta a la partícula copulativa, que tantas

veces ocurre en cualquier composición debe observarse en 1er. lugar,

que repetida sin necesidad, hace el mismo efecto que el uso frecuente

de la frase vulgar –y así– cuando se refiere un cuento en conversación

familiar. Segundo [,] aunque el uso natural de la partícula, sea juntar los

objetos, y manifestar más estrechamente su conexión, suele conseguirse

ésta de un modo más ventajoso, suprimiéndola enteramente. Veni, vidi,

vici, expresa con más espíritu la rapidez de la conquista, que si se hu-

bieran usado las partículas copulativas. Lo mismo sucede en la siguiente

descripción de una derrota en los comentarios de César: “Nostri omissis

pilis gladiis rem gerunt. Repente post tergum equitatus cernitus; cohortes

aliae adpropinquant. Hostes terga vertunt; fugientibus equites occurrunt.

Fit magna caedes”. 1

1 Caesar, Gaius Iulius. De Bello Gallico. Libro 7, cap. 88, 3: “Los nuestros, perdi-

dos los dardos, echan mano de la espada. De repente la caballería se deja ver

a espaldas [del enemigo]; avanzan las otras cohortes. Los enemigos vuelven la

espalda; la caballería se encuentra con los que huyen. Es una gran matanza”.

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547. De aquí se infiere que cuando por el contrario queremos

evitar una viva transición de un objeto a otro; cuando estamos hacien-

do alguna enumeración en [la] cual queremos que los objetos aparezcan

tan distintos como lo son en realidad y que el ánimo repose por un mo-

mento, en cada uno de ellos, multiplicamos las partículas copulativas

con ventaja y gracia particular. Así describe César un combate contra los

Nervios «[...subito omnibus copiis provolaverunt impetumque in nostros

equites fecerunt]. His facile pulsis ac proturbatis incredibili celeritate ad

flumen decucurrerunt, ut paene uno tempore et ad silvas et in flumine

et iam in manibus nostris hostes viderentur”.2 Aunque aquí se describe

una sucesión de objetos, sin embargo para manifestar en cuántos luga-

res se vio al enemigo, está redoblada felizmente la conjunción.

548. La atención a los diversos casos, en que conviene omitir

o multiplicar las partículas conjuntivas, es de suma importancia a los

que estudian la elocuencia. La omisión de ellas hace aparecer los obje-

tos más estrechamente ligados; al paso que su repetición los separa en

cierto modo: Debe usarse la 1ª para denotar rapidez; la 2ª [para] retar-

dar y agravar. La razón es porque en el 1er. caso se impone que el

ánimo corre tan aceleradamente por una viva sucesión de objetos, que

no halla tiempo para marcar su conexión; y su misma prisa hace que

los amontone todos como si fuera uno solo. Pero cuando hacemos al-

guna enumeración con el objeto de agravar, el animo camina con pasos

más lentos; señala la relación de un objeto con el que le sigue; y jun-

tándolas con varias partículas copulativas demuestra, que aunque todos

están conexos, son sin embargo distintos entre sí.

549. La 3ª regla para dar energía a una sentencia es poner las

palabras capitales en el lugar que hagan más impresión. Todos saben

que hay palabras de que depende principalmente el sentido; pero no es

fácil decidir si deberán colocarse al principio, al fin o en medio de la

sentencia. Para [ello] es necesario observar la naturaleza de aquéllas,

atender a la claridad y tener presente que la índole de nuestro idioma

no nos permite entera libertad en la colocación. Por lo común las pala-

2 Ibid., Libro 2, cap. 19, 6: “...de repente se lanzaron con todas las tropas y di-

rigieron su ímpetu sobre nuestros soldados a caballo. Batidos y deshechos

éstos fácilmente, con increíble velocidad los enemigos corrieron hasta el río,

de modo que parecían estar casi al mismo tiempo en el bosque, en el río y

en combate con los nuestros”.

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bras más importantes deben colocarse al principio; porque es más na-

tural presentar al primer golpe de vista el objeto de la proposición; sin

embargo suele suspenderse el sentido por algún tiempo, y llenarlo en el

final cuando intentamos dar peso a una sentencia.

550. Pero practíquese o no la inversión, y en cualquier parte

que se coloquen las palabras capitales, siempre es de la mayor impor-

tancia que éstas se presenten separadas de cualquiera que pudieran

embarazarlas. Por consiguiente cuando ocurran algunas circunstancias,

de tiempo, de lugar, u otras semejantes, que exijan estar unidas con el

objeto principal de las sentencias, es preciso poner especial cuidado en

colocarlas de modo [que] no oscurezcan [a] aquel.

551. Debe también procurarse que los miembros de una mis-

ma sentencia vayan siempre en aumento según su importancia. Esta

especie de coordinación se llama clímax, y es una de las bellezas de la

composición. Porque a la verdad, en todas las cosas gustamos ir ascen-

diendo a lo que es más, y más bello, y no en un orden retrógrado. Una

vez visto algún objeto considerable no podemos volver los ojos sin sen-

timiento, a una circunstancia inferior. Cicerón da muchos ejemplos de

esta belleza en la construcción de las sentencias y generalmente para

hacer perfecto el clímax, aumenta a la vez el sentido y el sonido. Así en

su oración por Milton [Milón], hablando del designio de Clodio, de ase-

sinar a Pompeyo, dice: «Atqui si res, si vir, si tempus ullum dignum fuit,

certe haec in illa causa summa omnia fuerunt. Insidiator erat in foro

conlocatus atque in vestíbulo ipso senatus; ei viro autem mors parabatur

cuius in vita nitebatur salus civitatis; eo porro rei publicae tempore quo,

si unus ille occidisset, non haec solum civitas sed gentes omnes

concidissent”.3

552. Es preciso observar sin embargo, que ni siempre se pue-

de conseguir este clímax lleno y oratorio, ni debe buscarse siempre. El

3 Cicero, Marcus Tullius. Pro Milone, 19, 2-8: “Pero si un asunto, si un hombre

alguna vez estuvo justificado, por cierto en aquella causa lo estuvieron las

medidas extraordinarias. El asesino había sido puesto en el foro y en el mis-

mo vestíbulo del Senado; y la muerte se preparaba para un hombre de cuya

vida dependía la salud de la ciudad y en tales circunstancias para la repúbli-

ca que, si él solo [Pompeyo] hubiera muerto, no sólo esta ciudad, sino todas

las naciones se habrían arruinado al mismo tiempo”.

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es propio de cierta especie de composiciones, y repetirlo con frecuen-

cia, especialmente cuando el asunto no exige mucha pompa, es una

afectación desagradable. Mas siempre debe observarse por regla gene-

ral que la oración no decaiga, y que a expresiones enérgicas no se sigan

otras más débiles. Cuando una sentencia se compone de dos miembros

debe terminarse generalmente por el más largo; porque divididos así los

periodos se pronuncia con más facilidad, y se manifiesta más claramen-

te la conexión entre ambos.

553. De aquí se infiere la 5ª regla para dar energía a las sen-

tencias. Ella consiste en procurar no concluirlas con un adverbio o una

palabra poco importante; porque estas conclusiones debilitan siempre

y degradan la sentencia. Es verdad que en algunas ocasiones la fuerza

del periodo depende de palabras de esta especie: mas entonces deben

considerarse como figuras capitales y colocarse en el lugar principal.

Ahora sólo consideramos aquellas partes inferiores de la oración, que se

introducen como circunstancias o calificaciones de otras más importan-

tes. En este caso deben colocarse siempre combinadas de tal modo que

conserven el segundo lugar que les corresponde.

554. Según esta regla aunque los pronombres el, ella, ello son

equivalentes a nombres sustantivos, y no pueden evitarse muchas veces

porque es necesario dar dignidad a la oración, deben omitirse siempre

en el fin de la sentencia. Fuera de las partículas y pronombres toda frase

que exprese sólo una circunstancia cierra muy mal el periodo, y por lo

mismo debe omitirse.

555. Finalmente cuando se comparan dos cosas, cuando se

trata de expresar una semejanza o contraposición entre las ideas, debe

expresarse esta misma en el lenguaje; porque cuando los objetos se

corresponden unos a otros esperamos hallar la misma relación entre las

palabras; de lo contrario la comparación no aparece tan perfecta. Sin

embargo debe cuidarse no emplear tanto este adorno porque él produ-

ciría una desagradable uniformidad. (Mayo 28)

556. Consideremos las sentencias con respecto a su armonía

que es la última de sus calidades. Es verdad que el sonido debe reputarse

como muy subalterno, respecto de la significación de las palabras; pero

no debe desatenderse enteramente: mientras que los sonidos sean vehí-

culo de la comunicación de nuestras ideas, habrá siempre una conexión

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muy precisa entre éstas y aquellos. La música [tiene] naturalmente un

gran poder sobre todos los hombres; y apenas podemos excitar en otro

las disposiciones que deseamos, si no hacemos uso de ciertos sonidos

que concuerdan con ellas, y las fomenten. El lenguaje es hasta cierto

punto susceptible de este poder de la música; y al placer de comunicar

nuestro pensamiento, podemos añadir el de hacerlo con melodía.

557. Dos cosas deben considerarse en la armonía de los pe-

riodos; [:] 1ª el sonido o modulación en general, sin expresión alguna;

2ª el sonido ordenado de modo que sea expresivo de la significación. La

1ª belleza es más común; la 2ª más relevante. La construcción musical

en prosa, depende [de] dos circunstancias: –de la elección de las pala-

bras, y de su coordinación.

558. Por lo que respecta a la 1ª es evidente que son más agra-

dables al oído las palabras compuestas de sonidos blandos y líquidos, en

quienes se encuentra una feliz combinación de vocales y consonantes;

que aquéllas en que sólo hay consonantes, o sólo vocales. El exceso de

las 1as. produce un sonido áspero, y el de las 2as. un hiatus o abertura

desagradable de la boca. Se puede tener por principio, que todo sonido

difícil de pronunciar es áspero y penoso al oído. Las vocales dan dulzura,

y las consonantes energía. La música del lenguaje exige una proporción

exacta entre unas y otras. Las palabras largas son por lo común más

agradables al oído que las monosílabas, por la sucesión de sonidos que

presenta; y aun entre estas mismas son más musicales las que no se

componen de sílabas o todas breves o todas largas, sino de una mezcla

de ambas.

559. A pesar de haber hecho la mejor elección de las palabras

si ellas están mal dispuestas, desaparecerá enteramente la música de la

sentencia. Esta depende de dos circunstancias; [:] 1ª de la buena dispo-

sición de sus diversos miembros; 2ª de la cadencia final. Sobre la 1ª es

importante observar, que todo lo que es fácil y agradable al órgano de

la palabra, suena siempre al oído con gracia. Mientras que va caminan-

do el periodo, la terminación de cada uno de sus miembros forma una

pausa o reposo; y éstos deben estar distribuidos de modo que faciliten

la respiración; y caigan a tales distancias que tengan entre sí cierta pro-

porción musical. Pero debe observarse también que esta regla llevada

hasta el exceso hace desagradable el estilo. Todo el que compara mu-

cho sus frases para darles simetría, a más de afectado es empalagoso;

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porque el oído, como los demás órganos, gusta de una variedad distri-

buida con prudencia.

560. La 2ª que debe atenderse, es al final o cadencia del pe-

riodo, lo cual como siempre es la parte más sensible al oído, exige por

lo mismo mayor cuidado. La única regla importante que se puede dar

en este asunto, es que cuando aspiramos a la dignidad o elevación, el

sonido debe ir creciendo hasta lo último, y reservar para la conclusión,

los miembros más largos del periodo, y las palabras más llenas y sono-

ras. Puede decirse como ejemplo de esta regla la siguiente sentencia:

«llena el ánimo (habla de la vista) de la más vasta variedad de ideas; co-

munica con sus objetos a la mayor distancia; y continúa por más tiempo

en acción sin cansarse, o saciarse de sus propios placeres». (Mayo 29)

561. En armonía se verifica lo que queda ya observado respec-

to de la energía: (553) es decir, que le perjudica en gran manera decaer

de ella al fin del periodo. Por esto las partículas, los pronombres, los ad-

verbios, y en general toda palabra monosílaba, desagrada sumamente al

oído en la conclusión. No puede negarse que el sentido y el sonido tie-

nen grande influencia el uno sobre el otro; que lo que ofende a éste,

disminuye la fuerza de aquél, y al contrario. Tampoco puede concluirse

una sentencia con palabras compuestas en la mayor parte de silabas

breves; a [no] ser que anteriormente se haya usado de muchas largas.

562. Las sentencias construidas de modo, que el sentido vaya

creciendo hasta el fin, y repose en la última o penúltima sílaba larga,

dan al discurso un tono declamatorio. El oído se familiariza con la me-

lodía, y suele fatigarse de ella. Si se quiere conservar despierta la

atención; si se aspira a que no decaiga la viveza y energía de las com-

posiciones, debe atenderse a la variedad de las medidas, bien sea en la

distribución de los miembros, bien en la cadencia del periodo. Jamás

debe seguirse una serie de sentencias construidas de una misma mane-

ra, y con pautas que vengan a distancias iguales.

563. Para hacer animado el discurso deben mezclarse las sen-

tencias breves con las largas; y las discordancias mismas, introducidas

a tiempo, los sonidos ásperos, los extravíos de una cadencia regular

hacen a veces buen efecto. Debe evitarse siempre la monotonía, que es

la falta más común a que suele conducir la demasiada afición a las co-

ordinaciones armoniosas. Un oído ordinario basta para adquirir alguna

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melodía; pero es necesario tenerlo muy fino y correcto, para variarla y

diversificarla.

564. Aunque es preciso no desatender la música de la senten-

cia, es también importante evitar su exceso: mucho más si él llega a

descubrir afectación, y a hacer que se sacrifique al sonido [,] la claridad,

o la fuerza del sentimiento. Todas las palabras insignificantes introdu-

cidas sólo para redondear el periodo, son una gran falta en las

composiciones, adornos frívolos y pueriles, que hace perder más a la

sentencia que lo que puede ganar por la belleza del sonido.

565. El sentido tiene también como aquél su armonía propia:

en la cual se pueden señalar dos grados: 1º la guarda de un sonido

adaptado al tenor del discurso: 2º una semejanza particular entre algún

objeto, y los sonidos empleados para describirlo. Los sonidos tienen bajo

muchos respectos correspondencia con nuestras ideas, [en] parte natu-

ralmente, y [en] parte a causa de las combinaciones artificiales. De aquí

proviene que cualquier modulación del sonido, continuado por cierto

tiempo, imprime al estilo un carácter y expresión particular. Es regla

esencial de la oratoria llenar o debilitar los periodos según lo exija el

asunto. No puede haber tono alguno que acomode a todas las compo-

siciones, y a todas las partes de una misma composición. Tan absurdo

sería escribir en una misma cadencia un elogio y una invectiva, como

acomodar la letra de una oración amorosa, al tono y aire de una mar-

cha guerrera.

566. Obsérvese en la siguiente sentencia de Cicerón la delica-

deza con que representa la tranquilidad y el reposo de un estado de

satisfacción. “[Namque, Quirites,] etsi nihil est homini magis optandum

quam prospera aequabilis perpetuaque fortuna secundo vitae sine ulla

offensione cursi, tamen, si mihi tranquilla et placata omnia fuissent,

incredibile quadam et paene divina, qua nunc vestro beneficio fruor,

laetitiae voluptate caruissem”.4 No puede darse cosa más perfecta en su

4 Cicero, Marcus Tullius. Post reditum ad Populum, 2, 1-6: “Nada hay, caballe-

ros romanos, más apetecible para el hombre que una fortuna próspera, igual

y constante, y seguir el curso de la vida sin obstáculo ni tropiezo; sin embar-

go si todas las cosas hubiesen sido tranquilas y apacibles para mí, carecería

del increíble y casi divino placer de la alegría que ahora gozo por vuestro

beneficio”.

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línea; pero ¿quién no se hubiera burlado de Cicerón si estos periodos los

hubiera empleado invectivando [con invectiva] contra Marco Antonio y

Catilina? Por tanto es necesario que de antemano [nos] formemos idea

exacta del sonido a que corresponde el asunto; es decir, de aquel tono

que tomen naturalmente los sentimientos que vamos a expresar, cuan-

do ellos se manifiestan por sí mismos.

567. A más de la correspondencia general, entre el sonido y

el pensamiento se puede aspirar a [la] expresión particular de ciertos

objetos por medio de sonidos que se le asemeje[n]. Las palabras pue-

den emplearse, o para representar otros sonidos, o el movimiento, o las

conmociones del ánimo. Una buena elección podrá hacernos conseguir

la semejanza entre las palabras y los sonidos. Así puede describirse el

ruido de las aguas, el bramido de los vientos, o el murmurio de los arro-

yos. Una ligera atención basta para conocer, que en la descripción de

sonidos blandos deben emplearse aquellas palabras que tengan más lí-

quidas y vocales; y que al contrario[,] en la de sonidos ásperos es

necesario amontonar una porción de sílabas difíciles de pronunciar.

568. La estructura común del lenguaje favorece a este objeto.

En casi todos los idiomas se observa, que los nombres de muchos so-

nidos particulares están formados de modo que llevan consigo alguna

afinidad con el sonido que significa. Entre nosotros el susurrar de los

vientos, el zumbido de los insectos, el silbido de las serpientes, el chas-

quido de una rama que se desgaja, el maúllo del gato, el aúllo del lobo

y perro, y balar de la oveja, el graznar de los cuervos, y otros mil casos

en que la palabra se ha formado por el sonido que representa. Los dos

siguientes pasajes del [El] paraíso perdido de [John] Milton [1608-1874]

el que pinta el sonido que hacen al abrirse las puertas del cielo y del

infierno, son ejemplos notables de esta especie de bellezas. Hablando de

los del último dice:

Derrepente [De repente] se abrieron rechinando

Y a cerrarse tornaron estruendosas

Las puertas infernales; y en sus ejes,

Chasqueó horrizono [hórrido], el trueno

Obsérvese la blandura de este otro pasaje.

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Franqueó el Cielo sus puertas eternales,

Que sonoras giraban blandamente

Sobre sus quicios de oro.... (Mayo 30)

569. La 2ª clase de objetos que a veces imitan el sonido de las

palabras, es el movimiento; según es ligero o lento, violento o delicado,

igual o interrumpido, fácil o acompañado de algún esfuerzo. Aunque no

hay una relación natural entre el sonido y el movimiento, la hay sin em-

bargo muy fuerte en la imaginación; como se ve claramente en la

analogía que se encuentra entre la música y la danza. Las sílabas largas

causan la impresión de un movimiento lento; [,] como en estos versos:

Solo y penoso en prados y desiertos

Mis pasos doy cuidosos y cansados.

Una serie de sílabas breves presenta al ánimo un movimien-

to vivo; así, hablando de un cazador y de un pájaro:

Tírale, yerra, vuela...

La ondulación del movimiento de un árbol se presenta en el

sonido que producen los siguientes versos:

Cuya bella corona, sacudida

Mansamente del aire regalado,

Ya se mira en el agua y se retira;

Y luego vuelve, y otra vez se mira.

570. La 3ª clase de objetos que pueden representar el sonido

de las palabras, son las pasiones y conmociones del ánimo. Parecerá a

primera vista que el sonido, ninguna relación tiene con ellas; pero se

infiere bien claramente del poder de la música para excitar o fomentar

ciertas pasiones; y para introducir según varía el tono una serie de ideas

más bien que otras. Rigurosamente hablando, no puede haber semejan-

za entre el sonido y el sentido, pues que las sílabas largas o breves, no

tienen analogía alguna con las pasiones o el pensamiento. Pero si la co-

ordinación de las sílabas sólo por un sonido recuerda una serie de ideas

más bien que otras y prepara el ánimo aquella afección que se intenta

excitar puede decirse con propiedad que una tal coordinación se aseme-

ja al sentido, o es correspondiente a él.

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571. Es preciso convenir en que la imaginación tiene gran

parte en muchos casos en que se supone esta especie de belleza; que

según el lector se penetre de un pasaje, se figurará semejanzas que otros

no pueden descubrir. El modula los números por la disposición de su

ánimo; y cree a la música, que se figura está oyendo. Pero no puede

dudarse que hay algunos ejemplos de esto. El que describe el placer, la

alegría, y otros objetos agradables naturalmente usa de números blan-

dos [,] líquidos y corrientes: tales son éstos [:]

Suave sueño, tú que en blando vuelo

Las alas perezosas blandamente

Bates de adormideras coronado

Por el puro adormido y vago cielo;

Ven de la ultima parte de occidente.

Las sensaciones fogosas y animadas piden números de la

misma especie.

[...] iuvenum manus emicat ardens

litus in Hesperium;…5

Los asuntos melancólicos y sombríos se expresan naturalmen-

te por sí mismos en medidas lentas y palabras largas.

et caligantem nigra formidine lucum6

5 Vergilius Maro, Publius. Aeneis, Libro 6, 5-6: “...fogoso tropel de mancebos salta

a la ribera hesperia;...”.

6 Vergelius Maro, Publius. Georgica, Libro 4, 468: “...y penetró hasta el oscuro

bosque de tenebroso pavor,...”.

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� Lección 24Del origen y naturaleza del lenguaje figurado (Jun/...)

572. Considerado el ornato del lenguaje del ornato en cuanto

proviene de una estructura de palabras graciosa, o melodiosa; [,] pasa-

mos a considerar otra gran fuente del ornato del estilo que es el lenguaje

figurado. Lo 1º que debe fijar nuestra atención, es investigar lo que se

entiende por figuras. Estas envuelven siempre algún desvío de la senci-

llez de expresión anunciando la idea de un modo particular, y añadién-

dole alguna circunstancia que haga más viva y enérgica la impresión.

Cuando se dice, por ejemplo, “que el hombre de bien goza siempre de

algún consuelo en medio de la adversidad”, se expresa el pensamiento

del modo más sencillo. Pero si se dice: al justo sale la luz en medio de

la oscuridad, se expresa el sentimiento en lenguaje figurado: se introdu-

ce una nueva circunstancia: la luz está en lugar del consuelo: y la oscu-

ridad, presenta la idea de la adversidad.

573. Aunque las figuras se aparten al parecer, de la forma más

sencilla de la elocución; no debe inferirse que lleven alguna cosa singu-

lar y forzada. Por el contrario, en muchas ocasiones este método de

expresar nuestros pensamientos es el más común y natural. No puede

componerse un discurso sin valerse de figuras; y hay pocas sentencias

de alguna extensión en que no se encuentren éstas. Ellas deben tener-

se como parte de aquel lenguaje que hemos llamado innato y natural.

Los hombres más rudos hablan con figuras con tanta frecuencia como

los más instruidos. Siempre que se despierta la imaginación de las gen-

tes vulgares o se inflaman sus pasiones derraman un torrente de figuras

tan enérgicas, como las que pudiera el declamador más artificioso.

574. Se puede decir en general que las figuras son el lengua-

je de la imaginación, o de las pasiones. Los retóricos las dividen

comúnmente en dos clases; [:] en figuras de dicción o de palabras y en

figuras de pensamiento. Las 1as. se llaman comúnmente tropos y con-

sisten en emplear las palabras para significar alguna cosa distinta de su

original y primitiva significación. Tal es la que se comete en el ejemplo

citado en el nº 572. Las figuras de pensamiento suponen que las pala-

bras se emplean en su propia y literal significación, y ellas consisten en

el giro que se hace tomar a la idea. De esta especie son las interroga-

ciones, exclamaciones, apóstrofes, y otras varias que consideraremos

adelante. Aun cuando en ellas se muden las palabras, o se traduzcan de

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una lengua a otra, se conserva sin embargo la misma figura en el pen-

samiento.

575. Esta distinción es de poca importancia; porque ni tie-

ne uso en la práctica, ni siempre es clara. Poco importa en efecto, que

llamemos tropo o figura a un modo particular de expresarse, con tal

que tengamos siempre presente, que el lenguaje figurado participa

constantemente de los efectos de la imaginación o de las pasiones,

expresadas en el estilo: y tal vez sería más útil distinguirlas en figuras

de imaginación, y figuras de pasión o sentimiento. Pero sin detener-

nos en divisiones artificiales, consideraremos el origen y naturaleza de

las figuras.

576. A los principios los hombres comenzarían a formar su

lengua, nombrando los diferentes objetos que se le presentaban. Esta

nomenclatura debió ser muy corta; y sólo pudo crecer, con el caudal de

ideas que fueron sucesivamente adquiriendo. Pero no hay lenguaje que

iguale a la infinita variedad de objetos y de ideas. Los hombres aspiran

naturalmente a abreviar el trabajo; y para cargar menos su memoria,

hicieron que una palabra apropiada antes a cierta idea u objeto signifi-

case otro enteramente distinto; pero en quien encontraron o imaginaron

alguna relación con el primero. Así la preposición en fue destinada en

su origen a expresar la circunstancia de un lugar; después se adoptó

para manifestar el ser de un hombre en ciertas circunstancias: y así se

dice estar uno en prosperidad, en duda, en peligro, etc. [,] donde es claro

que la proposición toma una significación trópica, o llevada de su sen-

tido original a otro semejante y relativo a él.

577. Todas las lenguas abundan de estos tropos; debidos sin

duda, a falta de palabras propias. Las operaciones y afecciones del áni-

mo se describen en casi todas las lenguas con palabras tomadas de

objetos sensibles. Porque habiendo sido éstas las primeras que se intro-

dujeron en los idiomas, se fueron extendiendo por grados a aquellos

objetos mentales, de que se tenían ideas más oscuras; y a los cuales les

era más difícil señalar nombres distintos. Así decimos: un entendimiento

claro y penetrante; un corazón duro o blando; una conducta áspera o

suave. Decimos igualmente: inflamados de cólera; abrazados de amor;

hinchados de orgullo: anegados en dolor: etc. y éstas son casi las úni-

cas palabras significantes; que tenemos para tales ideas.

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578. Pero aunque la pobreza del lenguaje sea causa de la in-

versión de los tropos, no puede considerarse como la única, ni acaso

como la principal de esta forma de elocución. Los tropos han nacido de

la influencia que la imaginación tiene sobre el lenguaje: ella es la que

los ha extendido. Observemos su marcha en todos los idiomas. (Junio 6/

1849)

579. Todo objeto que hace alguna impresión en el ánimo, va

siempre acompañado de ciertas circunstancias que nos hieren a un

mismo tiempo. Jamás se presenta a nuestra vista solo o aislado de to-

dos los demás objetos. Es efecto o causa de ellos: se les parece, o se

opone; se distingue por ciertas calidades, o está rodeado de algunas cir-

cunstancias. Por este medio cada idea lleva en pos de sí algunas otras

que pueden considerarse como accesorias. Estas hieren a veces la ima-

ginación más que la idea misma principal. Tal vez son más agradables,

o más familiares a nuestro entendimiento; y recuerdan a nuestra memo-

ria mayor variedad de circunstancias importantes. La imaginación está

más dispuesta a reposar en alguna de ellas; y por lo mismo en vez de

usar del nombre propio de la idea principal, emplea al de la idea acce-

soria. Así es como va creciendo en todas las lenguas, el número de las

palabras trópicas o figurativas.

580. Si se quiere expresar el periodo en que un estado gozó

de mayor reputación y gloria, sería muy fácil valerse de propias a este

objeto: pero como al momento ocurre a nuestra imaginación, un enla-

ce muy estrecho entre aquél, y el periodo floreciente de un árbol, nos

valemos de esta idea y decimos: el imperio Romano floreció más bajo

Augusto. Del mismo [modo] siendo la cabeza la parte principal del cuer-

po humano, a quien atribuimos la dirección de todas las operaciones

animales, por una analogía decimos: Catilina era cabeza de partido. La

palabra voz fue inventada en su origen para significar el sonido articu-

lado; pero como por su medio se comunican los hombres sus ideas y

designios; ella tomó muy luego otras significaciones. Tener voz y voto

significa manifestar nuestros sentimientos en alguna materia. También

se trasladó a expresar la intimación del juicio o de la voluntad; y así

decimos: escuchar la voz de la conciencia, la voz de la naturaleza; la voz

de Dios, etc. (Junio 8)

581. De aquí debe inferirse que todas las lenguas son más fi-

guradas en su primer estado: porque entonces es más escaso el lenguaje;

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el caudal de nombres propios es muy reducido; y la imaginación tiene

gran influencia en los pensamientos de los hombres, y en el modo de

expresarlos. La necesidad y la elección, hará que el lenguaje abunde en

tropos en aquel periodo; porque las tribus de hombres salvajes son

siempre muy dadas a la admiración y al asombro.

582. Al paso que se perfecciona el lenguaje, casi todos los

objetos llegan a tener su nombre propio: y la claridad y la precisión, se

van estudiando con más esmero: Pero a pesar de [eso] es preciso que

las palabras trópicas continúen usándose. En todos los idiomas hay mu-

chas que aunque figuradas en su 1ª aplicación han llegado a perder esta

calidad, por el largo uso que de ellas se ha hecho: y hoy pueden consi-

derarse como expresiones sencillas y literales: [.] De esta especie son las

que dejamos notadas antes (577) como trasladadas de las calidades sen-

sibles a las operaciones intelectuales.

583. Hay otras palabras que permanecen en una especie de

estado medio: porque ni bien han perdido [porque no han perdido] del

todo su aplicación figurada, ni conservan tanta que den a nuestro esti-

lo el carácter noble propio de aquella especie de lenguaje. Tales son

estas frases: comprender el pensamiento, entrar en un asunto, seguir un

argumento, excitar una disputa, y otras muchas de que está llena nues-

tra lengua. En el uso de estas frases es preciso siempre atender a la

figura o alusión en que se funda; y cuidar de no aplicarlas de modo que

sea incompatible con ella. Puede decirse que uno está abrigado bajo el

patrocinio de las leyes: pero no bajo la máscara del disimulo: porque una

máscara oculta pero no abriga.

584. De lo dicho se infiere, que los tropos o figuras contribu-

yen a la belleza y gracia del estilo. Porque en 1er. lugar, ellas enriquecen

el lenguaje, y lo hacen más copioso. Por su medio se encuentran pala-

bras y frases para expresar toda suerte de ideas; para describir hasta las

diferencias más menudas, las sombras y colores más delicados del pen-

samiento: lo cual no pudiera conseguirse, por solas las palabras propias,

y sin el auxilio de los tropos.

585. Las figuras dan dignidad al estilo. La familiaridad de las

palabras comunes, a que están acostumbrados nuestros oídos, contribu-

ye a degradar la expresión. Cuando necesitamos adaptar el lenguaje al

tono de un asunto elevado no sabríamos cómo hacerlo sin el auxilio de

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las figuras. Ellas producen el mismo efecto, que un rico y espléndido

vestido; a saber, infundir respeto [,] dar un aire de magnificencia al que

lo lleva. Las composiciones en prosa necesitan a veces de este auxilio:

pero la poesía no puede pasar sin él. De aquí es que las figuras forman

constantemente su lenguaje. Decir que el sol nace es una idea trivial y

común, pero presenta una imagen magnífica expresada del modo si-

guiente:

Allá viene el potente rey del día

El oriente alegrando…

También es un pensamiento muy vulgar decir que todos los

hombres están igualmente sujetos a la muerte: pero despierta y llena la

imaginación pintada [por] Horacio del modo siguiente:

Todos forzados

Somos a un mismo fin: la fatal urna

De todos se revuelve; presto o tarde.

Saldrá la suerte; y nos pondrá en su barca

Corona para destierro sempiterno. (Jun. 11)

586. Las figuras causan el placer de gozar de dos objetos a la

vez sin confusión: de la idea principal que es el asunto del discurso, y

de la accesoria que le da el sentido figurado. Vemos una cosa en otra,

lo cual siempre es agradable al ánimo. Cuando en vez de decir la juven-

tud, se dice la mañana de la vida, la fantasía se entretenía [se entretie-

ne] con todas las circunstancias de semejanzas que se presenta entre

estos dos objetos. En un momento tenemos delante de la vista cierto

periodo de la vida humana y cierto tiempo del día, referidos entre sí de

modo que la imaginación discurre de uno en otro con placer; y de una

sola ojeada contempla dos objetos semejantes sin confundirlos.

587. Además de esto las figuras tienen la ventaja, de darnos

una idea más clara y viva del objeto principal, que la que tendríamos

si se expresase en términos sencillos. Esta es a la verdad su principal

ventaja, y por la cual se dice que ellas ilustran el asunto; porque mani-

fiestan bajo una forma pintoresca el objeto en que se emplean; hacen

una idea abstracta, objeto de los sentidos; y la revisten de tales circuns-

tancias, que el entendimiento puede contemplarla con detención. Por

una figura bien escogida quedamos más fácilmente convencidos, y la

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verdad hace en nuestro ánimo una impresión más viva y vigorosa. Así

sucede en la siguiente sentencia: –cuando profundizamos demasiado en

el placer, excitamos siempre un sedimento que lo hace impuro y nocivo.

–O en esta otra: –un corazón hirviendo en pasiones violentas, envía siem-

pre a la cabeza vapores que la atormentan.

588. Cuando nos esforzamos a excitar sentimientos de placer,

o de aversión, podemos siempre realzar la conmoción por medio de las

figuras; presentando a la imaginación, una serie de ideas agradables o

desagradables, correspondiente a la impresión que tratamos de hacer. Si

queremos hacer bello o magnífico un objeto, tomamos las imágenes de

escenas semejantes en la naturaleza: de este modo damos lustre al ob-

jeto; avivamos el ánimo del lector; y lo disponemos a tomar parte en las

impresiones agradables que le damos del asunto. Este efecto de las fi-

guras está felizmente pintado en los siguientes versos:

Un sonido inefable esparce entonces

Su encanto celestial. La fantasía

Sueña en fuentes, y en bosques […]

Y en venturos valles. Sus oídos

Absorta inclina de un trono augusto

La mente y se sonríe.

589. Conocido ya el origen, la naturaleza y los efectos de los

tropos, pasamos a dar una idea general de las fuentes de que ellos de-

rivan, dejando para las lecciones siguientes descender a un examen más

detenido de las figuras más importantes, y de un uso más frecuente.

Cualesquiera que ellas sean, se fundan siempre en la relación que tie-

ne un objeto con otro; y en virtud de la cual pueden sustituirse

recíprocamente sus nombres. Con este arbitrio creemos que se aumen-

ta la vivacidad de la idea. Una de las relaciones más obvias, es la que

hay entre la causa y su efecto. Así es que en el lenguaje figurado la cau-

sa se pone muchas veces por el efecto y al contrario. De este modo suele

tomarse el año por las producciones de sus diversos tiempos; los cabe-

llos canos, por la vejez; la sombra por los árboles que la dan, etc.

590. La relación entre el continente y la cosa contenida es

también tan íntima y tan clara, que naturalmente da origen a algunas

figuras. Así, se dice, beber la copa, por el licor que ella contiene; se usa

del nombre de un país, para denotar sus habitantes; y el cielo se em-

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plea comúnmente para denotar a Dios, porque le concebimos como

morador de él. La relación entre un signo establecido y la cosa signifi-

cada, es otra fuente de figuras. Por eso se dice.

Las armas ceden a la ilustre toga,

Y al delicado labio el lauro ceda.

Siendo la toga el distintivo de las perfecciones civiles, y el

laurel el de los honores militares; cada uno de estos signos se toma por

los caracteres mismos. Todos estos tropos fundados en las relaciones

dichas, se distinguen con el nombre de metonimia. (Junio 12)

591. Cuando el tropo se funda en la relación de antecedente

y consiguiente, se llama metalepsis; como en la frase latina, fuit, o vixit,

para expresar que murió. Cuando el todo se pone por la parte, o al con-

trario: el género por la especie; el número singular por el plural;

entonces la figura se llama sinécdoque. Nada más común que pintar todo

un objeto por alguna de sus partes más notables como cuando decimos:

una escuadra de tantas velas; y cuando usamos cabeza por persona; el

polo por la tierra; olas por mar. De la misma [manera] un atributo pue-

de ponerse por un sujeto; como juventud y hermosura por los jóvenes

y hermosos. En general el entendimiento se ayuda de las innumerables

relaciones que percibe en los objetos, para pasar fácilmente de unos a

otros; y para conocer que por el nombre de uno se quiere significar el

otro. Siempre es una idea accesoria la que recuerda a la imaginación la

principal; haciéndolo por lo común con más fuerza y energía.

� Lección 25De la metáfora

592. La relación más abundante en tropos, es la de compara-

ción y semejanza. En ella está fundada la que se llama metáfora; y se

comete, cuando en lugar de usar el nombre propio de un objeto, em-

pleamos otro que le es semejante. De aquí resulta una especie de

pintura, que despierta la idea, con más gracia, o más energía. Esta fi-

gura se usa más que todas las otras juntas; y el lenguaje, tanto en la

prosa, como en la poesía le debe mucha parte de su agrado y energía;

y por lo mismo merece un examen particular.

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593. La metáfora está estrechamente unida con el símil, o

comparación, y en rigor no es otra cosa que una comparación hecha en

una forma muy compendiosa. Cuando se dice de un ministro que sos-

tiene un estado, como una columna sostiene todo el peso de un edificio,

se hace una comparación brillante, pero cuando del mismo modo se

dice que es la columna del estado, entonces se comete una metáfora. La

comparación entre el ministro y la columna, está hecha en el entendi-

miento, pero concebida sin ninguna de las palabras que la significan.

Está solamente insinuada porque se supone que los objetos son tan

semejantes que puede sustituirse el nombre del uno al del otro, sin que

se equivoquen.

594. No hay cosa que más deleite a la imaginación que el acto

de comparar los objetos entre sí, descubrir semejanzas en ellos, y des-

cribirlos por sus relaciones. El entendimiento obra sin fatigarse, y se

complace en conocer sus fuerzas. Por eso no debe sorprendernos, ha-

llar todo ese lenguaje, teñido fuertemente de metáforas. Ellas mismas se

insinúan en la conversación familiar; y sin buscarlas se presentan al

entendimiento.

595. Entre todas las figuras de la elocución, ninguna se acer-

ca más a la pintura que la metáfora. Su efecto particular es dar luz y

fuerza a la descripción; y hacer en algún modo visibles las ideas inte-

lectuales, prestándoles color, cuerpo y calidades sensibles. Mas para

producir este efecto, se requiere una mano delicada; porque a la menor

inexactitud, nos exponemos a confundir el objeto en vez de fijarlo más.

Esto nos obliga a dar varias reglas para el uso propio de las metáforas;

las cuales deben igualmente observarse en toda clase de figuras.

596. Regla 1ª. Las metáforas deber ser adaptables a la natu-

raleza del asunto que se trata; es decir que no sean ni demasiadas, ni

demasiado alegres para él, ni muy elevadas para él. Que no se preten-

da llevar el asunto por medio de ellas, a un grado de elevación

incompatible; y que por el contrario no la dejemos decaer de su propia

dignidad. Esta es una regla que pertenece a todo el lenguaje figurado,

y que jamás debe olvidarse. Son permitidas y aun bellas en la poesía

algunas metáforas, que sería absurdo y violento emplearlas en prosa. Las

que son graciosas en las oraciones, son tal vez impropias, en una com-

posición histórica, o filosófica. Debe tenerse siempre presente que las

figuras son el vestido de nuestros sentimientos: y que debe haber entre

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éstos y aquéllas la misma congruencia que entre el vestido y el carác-

ter o clase de la persona. (Junio 14)

597. El uso inmoderado o intempestivo de las figuras, da un

aire de puerilidad a las composiciones; y en vez de elevar el asunto,

disminuye su dignidad: porque ésta debe nacer del sentimiento más que

del adorno. La vana ostentación de éstos, disminuye tanto el merito de

una composición, como el de un hombre. Por lo mismo las figuras y me-

táforas nunca deben acumularse con demasiada profusión; ni ser

incompatibles con el tono de nuestros sentimientos. No hay cosa más

violenta que seguir un razonamiento en el mismo estilo figurado que el

que se adoptaría para una descripción. Cuando se raciocina sólo se

busca claridad; cuando se describe, es preciso hermosear el asunto; y

cuando se divide o refiere debe hacerse con sencillez. Uno de los ma-

yores secretos de la composición, es conocer cuándo debe ser sencilla.

La buena disposición de las sombras, hace resaltar más la luz y el colo-

rido. Esta observación deben tenerla muy presente, los principiantes en

el arte de escribir, para no dejarse alucinar por la necia admiración con

que se recibe todo lo pomposo y florido.

598. 2ª regla. Esta es relativa a la elección de los objetos de

donde se deben tomar las metáforas y otras figuras. El campo del len-

guaje figurado es sumamente vasto. Toda la naturaleza para hablar en

el mismo estilo, nos abre sus tesoros; y nos deja tomar del conjunto de

objetos sensibles, aquéllos que puedan ilustrar las ideas intelectuales o

morales. No sólo los objetos festivos, sino los espléndidos, los aterrado-

res y aún los sombríos y funestos pueden en ciertas ocasiones introdu-

cirse con propiedad en las figuras. Pero debemos guardarnos de emplear

alusiones que exciten en el ánimo ideas desagradables, bajas, vulgares

o asquerosas: y aun cuando se escojan metáforas para envilecer un ob-

jeto, debe procurarse no provocar jamás a nauseas. Cicerón reprende a

un orador de su tiempo, por haber llamado a su enemigo «[Nolo dici

morte Africani castratam esse rem publicam, nolo] stercus curiae dici

Glauciam; quamvis sit similie, tamen est in utroque deformis cogitatio

similitudinis; […]”. 7

7 Cicero, Marcus Tullius. De Oratore, Libro 3, 164, 1-3: “No quiero que se diga

que con la muerte de Africano la república quedó castrada, no quiero que se

llame a Glaucias estiércol de la Curia; aunque sea similar, sin embargo la idea

de similitud es, al mismo tiempo, degradante”.

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599. Regla 3ª. Así como deben tomarse las metáforas de ob-

jetos de alguna dignidad, así debe tenerse un cuidado particular, en que

la semejanza, que es el fundamento de la metáfora, sea clara, evidente,

y no traída de lejos, ni difícil de percibir. La trasgresión de esta regla,

ha[ce] violentas o forzadas las metáforas; lo cual disgusta siempre, por-

que en vez de ilustrar el pensamiento lo oscurece, y lo hace más

intrincado. Por eso dice Cicerón «[etenim] verecunda debet esse

translatio, ut deducta esse in alienum locum, non inrupisse, atque ut

precario, non vi, venisse videatur».8

600. Deben también evitarse las semejanzas comunes y trilla-

das. Ser nuevo es una belleza; mas no ser vulgar. Pero cuando se toman

de algunas semejanzas demasiado distantes, y salen de la esfera de los

conocimientos ordinarios, entonces a más de su oscuridad, tienen tam-

bién el inconveniente de aparecer trabajadas, o como llaman los

franceses, recherché; mientras que la metáfora, como otro cualquier

adorno, pierde su gracia si no parece fácil y natural. Ni vale el arbitrio

que usan algunos escritores, cuando por disimular la dureza de una

metáfora, emplean la expresión por decirlo así. Este no es más que un

paréntesis grosero: y en general es mejor omitir unas metáforas que

necesiten de esta especie de apología. Las que se toman de algunas de

las ciencias, y con especialidad de las profesiones particulares, son siem-

pre defectuosas porque son oscuras.

601. Regla 4ª. En la conducta de las metáforas debe atenderse

con sumo cuidado a no mezclar jamás el lenguaje metafórico con el

sencillo; ni construir un periodo, de suerte que parte de él se haya de

entender metafóricamente y otra parte en el sentido literal. Estas mez-

clas hacen confusa la imagen, y la dejan como vagando en ambos

sentidos. Todos los escritores debieran observar en las figuras las reglas

que Horacio aplica a los caracteres:

…servetur ad imum,

qualis ab incepto processerit, et sibi constet. 9 (Junio 20)

8 Ibid., Libro 3, 165, 5-7: “Porque la metáfora debe ser pudorosa, para que pa-

rezca que ha entrado en lugar ajeno, no por fuerza, sino por ruego [por ne-

cesidad de sentido]”.

9 Horatius Flaccus, Quintus. Ars poetica, 126-127 : “[…y si te atreves a formar un

nuevo personaje] que se conserve hasta el fin, tal como hubiese empezado

desde el principio, y que responda a sí mismo”.

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602. Regla 5ª. Es aún más defectuoso, hacer que dos metáfo-

ras diferentes recaigan sobre un solo objeto. Esto es lo que se llama

metáfora mixta; y en verdad es uno de los abusos más groseros de esta

figura. Tal es esta expresión –tomar las armas contra un mar de turba-

ciones.– Esto forma la mezcla más irregular, y confunde enteramente la

imaginación. Quintiliano nos previene contra este defecto cuando dice:

«se debe cuidar ante todo de acabar con la misma metáfora con que se

empieza. Pero muchos habiendo dado [....] por una tempestad, conclu-

yen con un incendio o ruina; lo cual es una inconsecuencia muy

vergonzosa».

603. Si se quiere examinar la propiedad de las metáforas,

cuando se duda si son o no de una clase mixta; [,] fórmese de ellas un

cuadro, y obsérvese cómo se avienen las partes: y qué figura haría el

todo si estuviera delineado con un pincel. Por este medio se conocerá

palpablemente, si se mezclan circunstancias incompatibles, formándo-

se de ellas una imagen monstruosa, o si el objeto se presenta en su

punto de vista natural.

604. Regla 6ª. Así como jamás deben mezclarse las metáforas,

así también debe evitarse el amontonarlas sobre un mismo objeto. Aun

suponiendo que se conserven sin confundirse, luego que se aglomeran

unas sobre otras, resulta el mismo efecto que el de una metáfora mix-

ta. El entendimiento no puede pasar por las diversas vistas que se le

presentan, con toda la rapidez que se desea, y esta es la causa de la con-

fusión.

605. Regla 7ª. Las metáforas no deben llevarse muy adelante;

porque si se insiste mucho en la semejanza, en que se funda la figura;

si se lleva por todas las circunstancias más menudas; resulta una alego-

ría en lugar de una metáfora. El oyente se fatiga de este fuego de la

imaginación y el discurso se oscurece.

606. Fijadas ya las reglas que deben tenerse presentes en el

uso de las metáforas, consideraremos brevemente la alegoría. El requi-

sito primero y principal en la conducta de una alegoría, es que el

sentido figurado y el literal no se mezclen de un modo incompatible. Por

lo demás [,] las reglas dadas para las metáforas pueden aplicarse a las

alegorías, a causa de la afinidad que tienen entre sí. La única diferen-

cia que puede notarse, a más de que la una es breve, y la otra

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prolongada, es que la metáfora se explica a sí misma por las palabras

que están conexas con ella en un sentido propio y natural. Cuando de-

cimos, Aquiles era un león; un buen ministro es la columna del estado,

el león y la columna quedan suficientemente determinados por el nom-

bre de Aquiles y del ministro que los acompaña. Pero una alegoría

puede tener menos relación con el sentido literal, y dejar la inteligen-

cia de ésta a nuestra propia reflexión.

607. Las alegorías fueron antiguamente un método favorito de

instrucción. No son otra cosa en efecto las llamadas fábulas, en que por

palabras o acciones atribuidas a bestias o a objetos inanimados, se re-

presentan las disposiciones de los hombres; y lo que llamamos la moral

en la fábula, es el sentido literal, o la significación de la alegoría. Un

enigma es también una especie de alegoría, en que se representa o se

imagina una cosa por otra, y que de propósito la envuelve bajo circuns-

tancias que la oscurecen.

608. Siempre que no se intente formar un enigma, es una falta

la demasiada oscuridad de la alegoría. Es preciso dejar ver claramente

la significación por medio de la figura empleada para hacerle sombra.

Sin embargo una buena mezcla de luz y de oscuridad en estas compo-

siciones; la exacta conformidad de todas las circunstancias figurativas

con el sentido literal, de modo que ni manifiesten claramente el signi-

ficado, ni lo cubran y oculten con exceso, se ha reputado siempre como

una obra de gran delicadeza; y hay pocas composiciones en que sea más

difícil escribir de un modo agradable. (Julio 3)

� Lección 26De la hipérbole, personificación y apóstrofe

609. La hipérbole, o exageración, consiste en engrandecer un

objeto sacándolo de sus límites naturales. A veces puede considerarse

como tropo, y a veces como figura de pensamiento. Pero de cualquier

modo, no puede dudarse que es una manera de hablar fundada en la

naturaleza. En todas las lenguas y en todas las conversaciones familia-

res, se encuentran expresiones hiperbólicas. Más ligero que el viento,

más blanco que la nieve, y mil otras expresiones semejantes, no menos

que muchos de nuestros cumplimientos son por lo común hipérboles

extravagantes.

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610. La imaginación propende siempre a engrandecer el ob-

jeto que tiene presente. Luego que vemos alguna cosa singularmente

buena o grande en su clase, le añadimos al instante un epíteto hiper-

bólico; y la hacemos la mayor o mejor que hemos visto. Esta especie de

giro en el lenguaje, predomina más o menos, según la imaginación de

los que lo hablan. Por eso el de los jóvenes abunda siempre de

hipérboles; y entre todos los escritores de los 1eros. tiempos, del mis-

mo modo que en las sociedades no civilizadas, hallamos a cada paso

esta figura. La experiencia, y la civilización apagan el ardor de la fanta-

sía, y depuran su modo de expresarse.

611. Las expresiones exageradas a que están acostumbrados

nuestros oídos, apenas nos parecen hipérboles; porque en un momen-

to las despojamos de todo lo que tienen de más, y las apreciamos en su

justo valor. Pero cuando hay alguna cosa notable y desusada en la ex-

presión hiperbólica, entonces pasa a ser figura de palabra, y nos llama

la atención. Es preciso observar que si la imaginación no está dispues-

ta a enardecerse con la expresión hiperbólica, se ofende siempre de ella;

porque se le hace una especie de violencia, y se le fuerza a ponerse en

ejercicio, cuando no siente inclinación alguna a tal esfuerzo.

612. De aquí es que la hipérbole es una figura difícil de ma-

nejarse; y que no debe usarse con frecuencia, ni insistir mucho en ella.

Hay ocasiones en que efectivamente es oportuna, siendo como hemos

observado el estilo natural de una imaginación viva y acalorada. Por

[pero] cuando son inoportunas o demasiado frecuentes hacen fría y lán-

guida la composición: con el recurso de una imaginación débil; de una

descripción de objetos poco dignos, y que por lo mismo es preciso em-

plear respecto de ellos, expresiones hinchadas o hiperbólicas. (Julio 13)

613. Las hipérboles son de dos clases. Unas que se emplean

para describir, y otras son sugeridas por el ardor de la pasión. Estas

segundas son las mejores; porque si la imaginación procura engrande-

cer los objetos, sacándolos de sus proporciones naturales, la pasión tiene

esta misma tendencia en un grado más fuerte; y por lo mismo no sola-

mente hace excusables las figuras más atrevidas; sino que las hace

muchas veces exactas y naturales. Todas las pasiones indistintamente, el

amor, el terror, el asombro, la indignación, la cólera, y aun el dolor lle-

nan de confusión el ánimo; agrandan los objetos, e imprimen un estilo

hiperbólico.

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614. Aunque no deben excluirse las hipérboles de una simple

descripción, con todo deben usarse en ésta con más cautela, y prepa-

rarse de antemano, para que hagan una impresión agradable. El objeto

descrito debe ser de tal naturaleza, que por sí mismo embargue la ima-

ginación, y la disponga salir de sus límites. Debe ser alguna cosa vasta,

portentosa o nueva, o el escritor debe poseer un arte en ejercicio para

acalorar por grados la imaginación y prepararla a pensar altamente del

objeto que intentamos describir. Cuando un poeta pinta un torrente o

una tormenta; cuando nos coloca en medio de un campo de batalla,

podemos sin disgusto sufrir hipérboles fuertes; pero no sucederá lo

mismo en otros casos que no inspiran igual interés.

615. No puede señalarse regla fija, acerca de la seguridad, con

que puede manejarse una hipérbole, sin extenderla demasiado, aun su-

poniéndola introducida con propiedad; y acerca de la medida verdadera,

y de los límites de esta figura. El buen sentido y un gusto correcto, son

los únicos que pueden determinar este punto; pasado el cual las

hipérboles suelen ser extravagantes. Se puede citar a Lucano, como un

autor que se excede generalmente en sus hipérboles. En un cumplimien-

to hecho a Nerón, le pide con mucha gravedad, que no escoja un

asiento en los Cielos cerca de algunos de los polos, sino que ocupe exac-

tamente el medio; no sea que inclinándose a algún lado, su peso

trastorne el universo.

sed neque in Arctoo sedem tibi legeris orbe

nec polus auersi calidus qua vergitur Austri,

unde tuam videas obliquo sidere Romam

aeteris inmensi partem si presseris unam,

sentiet axis onus. Librati pondera caeli

orbe tene medio.10

10 Lucanus, Marcus Annaeus. Bellum Civile, Libro 1, 53-58 : “Pero no deberás

elegir en el Círculo Artico ni tampoco por donde se inclina la zona tórrida del

Austro, frente por frente: desde allí verías a tu querida Roma con sesgada tra-

yectoria astral. Si haces sentir tu peso sobre la parte del éter inmenso, el eje

del cielo acusará la carga. En el centro de la bóveda mantén en equilibrio el

peso del cielo”. (M. Anneo Lucano, Farsalia. Trad. Antonio Holgado Redondo.

Madrid, Gredos, 1984).

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616. Esta clase de pensamientos son los que los franceses lla-

man outré; y provienen siempre de una acaloramiento intempestivo del

ingenio. Ellos deslumbran y engañan a las veces por su grandiosidad;

pero cuando llegan a hacer tanta violencia a la razón y el buen senti-

do, no puede haber en ellos belleza verdadera. (Julio 14)

617. Consideremos ahora las figuras que estriban únicamen-

te en el pensamiento; y en las cuales las palabras se toman en un

sentido natural. La personificación merece el 1er. lugar entre éstas. Por

ella atribuimos vida y acción a los objetos inanimados. Su uso es muy

extenso, y tiene profundas raíces en la naturaleza humana. A 1ª vista pa-

recerá una figura de extremada grandiosidad, y que toca en extravagante

y ridícula. Porque ¿qué cosa puede parecer más distante de los trámi-

tes de un pensamiento racional, que hablar de piedras, y de árboles, de

campos y de arroyuelos, como si fuesen criaturas vivientes, atribuyén-

doles sensación, pensamientos, afectos, y acción? Tal vez pudiera creerse

un concepto pueril, incapaz de agradar a quien tuviese buen gusto. Pero

sucede todo lo contrario.

618. La personificación empleada con propiedad es natural y

agradable: ella no requiere un grado de pasión muy singular, para gus-

tar el placer que causa. Toda poesía abunda de estas figuras, ni [y no]

debe desterrarse de la prosa. En nuestras conversaciones familiares nos

acercamos frecuentemente a ellas. Cuando decimos que el suelo está

sediento de lluvia, o que la tierra se sonríe con la abundancia; cuando

decimos que la ambición es inquieta, o que una enfermedad es solapa-

da, estas expresiones muestran cuán fácil es al entendimiento acomodar

las propiedades de los seres vivientes a cosas inanimadas o a ideas abs-

tractas que son obra nuestra.

619. Es muy digno de notarse la propiedad admirable que hay

en el hombre a animar todos los objetos de la naturaleza. Sin detener-

nos a examinar el principio de que ella dimana, es indudable que casi

toda conversación, que agita de algún modo el ánimo, comunica a su

objeto, una idea momentánea de vida. Cualquiera que ha recibido una

impresión dolorosa del choque producido por una piedra v.g. se sentirá

dispuesta a hacerla pedazos, o a manifestarle su enojo por medio de

palabras injuriosas. El que ha estado acostumbrado por mucho tiempo

a cierta clase de objetos que han [hecho] en su imaginación una impre-

sión fuerte; si se ve obligado a separarse de ellos, y especialmente si

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sabe que no volverá a verlos, apenas puede dejar de tener el mismo

sentimiento que al separarse de unos antiguos amigos. Los cree dota-

dos de vida; con el objeto de su cariño; y en el momento de su partida

no le parece absurdo desahogar su sentimiento hablando y despidién-

dose formalmente de ellos.

620. Esta impresión fuerte que hacen en nosotros los objetos

de la naturaleza, y con especialidad los magníficos y asombrosos, die-

ron sin duda origen a la multitud de Dioses de los antiguos. Las Dríadas

y las Náyades, deben su existencia a esta disposición del ánimo, y al

calor de una imaginación exaltada. Animada una vez por ella los obje-

tos del campo que más la impresionaban fue fácil atribuirles divinidad

real, o algún poder o genio invisible, que habitase en ellos. La imagina-

ción se complació sobremanera en descubrir alguna cosa, en que

pudiese fijarse con más estabilidad; y agregándose a esto la credulidad

que nacía de la ignorancia, fueron las causas que crearon aquellas

divinidades.

621. De aquí se infiere por qué la personificación tan gran[de]

figura en todas [las] composiciones en que se interesa la imaginación o

las pasiones. En mil circunstancias es el lenguaje mismo de la imagina-

ción y por esto merece ser examinado particularmente. Tres son los

diferentes grados de esta figura: 1º cuando se atribuyen a objetos inani-

mados algunas de las propiedades de los seres vivientes: 2º cuando se

presentan los mismos objetos obrando como si tuvieran vida: 3º cuan-

do nos hablan, o escuchan lo que les decimos.

622. El 1er. grado es el más inferior; y suele usarse por me-

dio de un epíteto añadido al objeto. Así decimos: una tormenta furiosa;

un desastre cruel; en este caso el estilo se eleva tan poco que el discur-

so más humilde la admite sin violencia alguna. Este grado de personi-

ficación, es tan débil que puede dudarse con razón si merece el nombre

de tal, o si deberá reputarse como una simple metáfora. Sin embargo en

ciertas circunstancias añade viveza a la expresión.

623. En el 2º grado de la personificación, la hacemos más

sensible; pero la fuerza de esta figura depende de la naturaleza de la

acción que atribuimos a los objetos inanimados, y de la individualidad

con que los describimos. Si esto se hace con alguna extensión, sólo

puede venir bien con discursos elevados y elocuentes; pero si se toca

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ligeramente, produce buen efecto aun en asuntos de poca elevación.

Cicerón hablando de los casos en que es lícito matar a uno en defensa

propia se vale de las siguientes palabras: ‘‘[…cum videat] aliquando

gladium nobis ad hominem occidendum ab ipsis porrigi legibus?’’.11 La

expresión es feliz; se personifican las leyes como extendiendo la mano

y dándonos la espada para matar a uno. Personificaciones como éstas

pueden tener lugar aun en los asuntos más comunes, y en otras pura-

mente didácticas. Siendo fáciles, y no insistiendo mucho en ellas, hacen

el estilo tan enérgico como animado.

624. En la poesía son muy frecuentes personificaciones de

esta clase: y son la vida y el alma de ellas. Todo queremos hallar ani-

mado en las descripciones de un poeta que tiene una imaginación viva:

en esto sobresale Homero. La guerra, la paz, los dardos, las picas, las

ciudades, los ríos, todo en una palabra tiene alma en un escrito. Todas

las circunstancias y edades del hombre, la pobreza, la riqueza, la juven-

tud, la vejez, todas sus disposiciones y pasiones, la melancolía, el amor,

el contento, el dolor, se pueden personificar con mucha propiedad en

la poesía. Es uno de los mayores placeres que ella causa, colocarnos

siempre en medio de nuestros semejantes; y hacernos ver que todo

piensa, siente, y obra como nosotros. Su encanto principal consiste en

hacernos entrar en sociedad con toda la naturaleza; y darnos interés

hasta por los objetos inanimados, formando conexión entre ellos y no-

sotros a causa de la sensibilidad que les atribuye este estilo.

625. El 3º y superior grado en esta figura consiste en introdu-

cir objetos inanimados, no sólo como sintiendo y obrando, sino

hablándonos y escuchando lo que les decimos. Aunque esta clase de

personificación no es violenta en algunas circunstancias, sin embargo es

más difícil de ejecutar que las otras: porque es la más grandiosa de to-

das las figuras retóricas. Es el estilo de una pasión fuerte; y por lo mismo

jamás debe intentarse, sino cuando el ánimo está sobremanera agitado.

626. El entendimiento puede algunas veces, aun en medio de

una sencilla descripción, complacerse en hacer viviente una cosa inani-

mada: pero es preciso que se halle en una conmoción violenta, para

11 Cicero, Marcus Tullius. Pro Milone, 9, 4-6: “[Quién cree que siempre que haya

homicidio debe haber castigo] viendo que hay casos en que la espada para

matar a un hombre nos es ofrecida por las mismas leyes?”.

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llegar a personificar ese mismo objeto, en términos que lo conciba es-

cuchándonos o interesándose en nuestra suerte. Todas las pasiones usan

con frecuencia esta figura; porque todas ellas se interesan por desaho-

garse, y si no hallan otro objeto preferirán dirigirse a los bosques, a las

vacas, y a las cosas más insensibles, antes que determinarse a perma-

necer en silencio: especialmente si aquellos objetos están conexos de

algún modo con los que han producido su agitación.

627. Dos son las reglas principales que deben tenerse presen-

tes en el uso de esta especie de personificación. La 1ª es no emplearla

jamás sino cuando somos impelidos de una pasión fuerte; y no conti-

nuarla cuando ésta empieza a decaer. Este es uno de aquellos grandes

adornos que sólo pueden tener lugar en las partes más ardientes y ani-

madas del discurso, y que aun en ellas debe emplearse con moderación.

La 2ª regla es no personificar objeto alguno que no tenga en sí mismo

alguna dignidad; y que no pueda hacer buena figura en la elevación que

queremos colocarlo.

628. La observación de esta regla aunque indispensable en los

grados inferiores de la personificación, lo es mucho más en el que ahora

analizamos. Es natural hablar con el cadáver de un amigo; pero hacer-

lo con la mortaja que le cubre introduce ideas vagas y degradantes.

Tampoco es conforme a la dignidad de la pasión, hablar con las partes

menos principales del cuerpo de alguno; defecto que se encuentra en

el siguiente pasaje de Lope

¡Nombre dulce y fatal! Nadie te sepa:

Ni pases de estos labios, que sellados

Son en santo silencio; allá lo esconde

Tu, oh corazón, en el estrecho asilo

Donde mezclada está su amada idea

Con la de un Dios ¡Oh mano, no lo escribas!

Mas ay! Ya lo escribí. Lágrimas mías!

Borradle.....

629. Aquí hay personificados diferentes objetos, y diversas

partes del cuerpo: se habla con unos y otros aunque no con igual pro-

piedad. El 1º es el nombre de Abelardo; y a esto no puede hacerse

ningún reparo; porque como generalmente se toma el nombre de una

persona por ella misma, admite la personificación con bastante digni-

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dad. En el 2º lugar Eloísa habla consigo misma; y personifica su cora-

zón: pero como éste es una parte principal del cuerpo humano, y las

más veces se pone por ánimo o sus afectos, tampoco admite reparo

alguno. Pero cuando del corazón pasa a la mano, y le dice que no es-

criba su nombre, es forzado y violento. La figura empeora cuando por

último pide a las lágrimas que borren lo que su mano ha escrito.

630. En las composiciones en prosa debe usarse esta figura

con mayor moderación; porque la fantasía no tiene la misma libertad

que en las composiciones poéticas. Sin embargo no deben excluirse de

las 1as. los apóstrofes a objetos inanimados: pero tampoco deben intro-

ducirse sino en la oratoria más sublime. Un orador público puede en

muchas ocasiones apostrofar con mucha propiedad a la religión, a la

virtud, a su patria, a alguna ciudad o provincia que ha sufrido grandes

calamidades, o ha sido la escena de alguna acción memorable.

631. Pero es preciso tener muy presente que como estos após-

trofes son uno de los mayores esfuerzos de la elocuencia, jamás deben

emprenderse sino por personas de un genio extraordinario: porque si el

orador no consigue mover por ellos nuestras pasiones, provocará la risa

(No puede haber cosa más fría que una tentativa inoportuna de perso-

nificaciones como éstas, especialmente si son largas. El orador se afana

por hablar el lenguaje de una pasión que no siente, ni puede hacernos

sentir: y quedamos no solamente fríos, sino, helados, y con bastante

serenidad para criticar la ridícula figura que hace el objeto personifica-

do; cuando debiéramos quedar transportados en fuerza del entusiasmo).

632. El apóstrofe es una figura muy semejante a la personifi-

cación. En aquélla se habla con una persona real, pero que ha muerto

o está ausente como si estuviera presente y nos escuchara. La semejanza

[que] hay entre una y otra hace que comúnmente se designe con un

mismo nombre. Sin embargo el verdadero apóstrofe es inferior en gran-

diosidad a la personificación. Se requiere en efecto menos esfuerzo de

imaginación para suponer presentes personas muertas o ausentes, que

para animar seres insensibles, y hablar con ellos. Estas dos figuras de-

ben ser impelidas por el ardor de la pasión para que sean naturales:

porque sólo [se logran] con el lenguaje de las conmociones violentas.

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236

� Lección [27]De la comparación, antítesis, interrogacióny varias otras figuras

633. Ya hemos marcado la diferencia que existe entre la com-

paración y la metáfora (593) [:] en la 1ª se explica por [lo] general con

más extensión que lo que exige la 2ª . Así decimos: –las acciones de los

grandes hombres son semejantes a los ríos, cuyo curso ve cualquiera,

pero cuyas fuentes conocen pocos–. Este ligero ejemplo manifiesta que

una comparación feliz es un adorno, que añade lustre y viveza al dis-

curso.

634. El placer que nos causan las comparaciones, tan justo

como natural, proviene de tres fuentes diversas. Primera; [,] del placer

que la naturaleza ha acompañado al ejercicio de la facultad de compa-

rar. Esta operación es siempre agradable; y se ve claramente que los

niños sienten un placer en diversos objetos, desde que son capaces de

observar los que los rodean; 2º, de lo que el símil empleado ilustra el

objeto principal; de la idea más clara que presenta de él; o de la impre-

sión más fuerte que hace sobre el ánimo. Tercera [,] de la introducción

de un nuevo objeto, y de la pintura que él ofrece a la imaginación sin

la cual careceríamos de las nuevas escenas que ella nos presenta.

635. Todas las comparaciones pueden reducirse a dos clases:

unas que explican, otras que hermosean. Siempre que se emplea algu-

na comparación, debe ser o para hacernos entender más distintamente

la materia de que se trata, o para presentarla más adornada. Todos los

asuntos admiten comparaciones del 1er. grado. En los puntos más abs-

tractos, y en los raciocinios más exactos, pueden introducirse con

propiedad comparaciones que expliquen mejor el asunto. Tal es la si-

guiente: –como la cera no sería buena para los sellos, si no tuviera el

poder de retener, como de recibir la impresión; lo mismo se verifica en

el alma respecto de los sentidos y de la imaginación. Los 1eros. con su

poder receptivo; la 2ª [con] su poder retentivo. Si [el alma] tuviera sen-

tidos sin imaginación sería no como la cera sino como el agua; donde

aunque se hacen con prontitud las impresiones, desaparecen con la

misma facilidad con que se formaron.

636. En esta clase de comparaciones tiene más parte el enten-

dimiento que la imaginación: y por lo mismo las únicas reglas que

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deben observarse acerca de ellas, son que sean claras y útiles; que tien-

dan a hacer más distinta la idea del objeto principal, y que no nos

extravíen de él y nos deslumbren. Mas las comparaciones introducidas

no tanto para instruir, como para adornar el asunto de que se trata, son

las que al presente nos interesan más, y las que ocurren con mayor fre-

cuencia.

637. Aunque la semejanza es el fundamento de esta figura no

se exige que ella sea muy vigorosa. Pueden a veces compararse dos

objetos muy felizmente, aunque nada se parezcan en la realidad; sino

solamente se conformen en los efectos que producen en el ánimo, o

porque existan una serie de ideas semejantes, o por decirlo así,

concordantes; de suerte que el recuerdo de uno sirve para justificar la

impresión hecha por el otro. Así para describir un poeta la naturaleza

de la música blanda y melancólica, dice era como la memoria de las

alegrías pasadas, agradable y triste al alma. Esto es feliz y delicado. Sin

embargo no hay música alguna que tenga tal semejanza con los senti-

mientos del ánimo, como la que indica la comparación. Si ésta se

hubiera hecho con voz de un Ruiseñor, con el murmurio de un arroyo,

la semejanza habría sido más vigorosa: pero fundándose este símil en

el efecto producido por la música al paso que nos comunica una ima-

gen muy tierna nos da también una impresión fuerte de su naturaleza

y del tono particular de ella.

638. En general sea que se funden las comparaciones en la

semejanza de los dos objetos comparados, o en alguna analogía y con-

formidad en sus efectos, siempre debe servir para ilustrar el asunto y

darnos de él una idea más viva. Pueden disimularse algunas excursio-

nes de la fantasía en la continuación del símil; pero jamás deben ser

tales que nos desvíen del objeto principal. Si es grande y noble, todas

las circunstancias de la comparación deben dirigirse a engrandecerlo,

mas si él es bello deben hacerlo más amable: y si es terrible deben lle-

narnos de mayor asombro. Las reglas de las comparaciones pueden

reducirse o a la propiedad de su introducción, o a la naturaleza de los

objetos de que se toma.

639. Las comparaciones con el lenguaje de la imaginación

más bien que de las pasiones: de una imaginación viva, a la verdad, y

acalorada, pero no turbada por alguna conmoción violenta o agitadora.

La pasión fuerte no admite este fuego de la fantasía. Ella no tiene so-

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siego para pensar en objetos que sean semejantes; antes se fija en aquél

que ha embargado el alma. Está muy agitada y llena de él, para que

pueda volver a otra parte, o fijar su atención en alguna otra cosa. Ape-

nas puede cometerse mayor defecto de introducir un símil en medio de

la pasión. En este caso podrá ser permitiva [permitida] una expresión

metafórica; pero nunca la pompa y gravedad de una comparación for-

mal. Luego que ésta se hace cambia la clave; respira el ánimo;

descubrimos que el que la ha usado está enteramente tranquilo, cuan-

do lo suponíamos atormentado de una fuerte agitación.

640. Sin embargo [,] así como la comparación no es el estilo

de una pasión fuerte, así también cuando se emplea para hermosear no

es el lenguaje de un ánimo enteramente tranquilo. Es una figura de dig-

nidad: y para ser oportuna requiere siempre alguna elevación en el

asunto; porque supone a la imaginación singularmente animada, aun-

que el corazón no esté agitado de pasión alguna. En una palabra [,] las

comparaciones sólo vienen bien en un estilo medio entre el muy patéti-

co y el muy humilde.

641. Las comparaciones no deben tomarse de objetos, que

tengan una semejanza demasiado obvia, con el que no sirve de térmi-

no de comparación. El gran placer que se experimenta en comparar,

resulta de descubrir semejanzas entre objetos de diferentes especies, en

que a 1ª vista no podríamos esperar ninguna. Es falta de arte o de in-

genio, para señalar la semejanza de dos objetos, buscarla entre aquellos

que todos vean que no puedan menos que tenerla. Entre los símiles

defectuosos por este respecto deben contarse los que se toman de ob-

jetos casi familiares en el estilo poético. Tales son las semejanzas de un

Héroe a un León, de una persona afligida a una flor que inclina su ca-

beza, de una pasión violenta a una tempestad, y otras muchas que son

muy frecuentes en los escritores de segunda clase y de que usan como

por derecho hereditario.

642. Así como las comparaciones no deben fundarse en seme-

janzas muy obvias, ni tampoco deben tomarse de las que son demasiado

remotas; porque éstas en vez de ayudar a la imaginación, la ponen en

tortura para comprenderlas; y no derraman luz alguna en el asunto. Se

debe observar también; [,] que una comparación que presenta una se-

mejanza bastante cercana en las circunstancias principales puede ser

violenta y oscura si se le da mucha extensión. No hay cosa más opues-

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ta al designio de esta figura, que andar buscando las relaciones hasta en

los objetos, hasta en los puntos más menudos, sólo por mostrar lo que

puede el ingenio del autor.

643. El objeto de que se tome una comparación jamás debe

ser desconocido, o tal que pocos puedan formarse ideas claras de él. De

aquí que no hacen buen efecto las comparaciones fundadas en descu-

brimientos filosóficos, o en cosas que son conocidas de cierta clase de

personas. Ellas deben tomarse de aquellos objetos ilustres que o han

visto los más de los lectores o pueden concebir con facilidad. Los anti-

guos toman sus símiles de aquel aspecto de la naturaleza y de aquella

clase de objetos con que estaban familiarizados. Los Leones, los Lobos

y las Serpientes eran entre ellos las fuentes más copiosas y las propias

de sus comparaciones. Pero hoy podemos formar[nos] con más facilidad

la idea de un combate feroz entre dos hombres, que entre un tigre y un

toro; cada país tiene sus escenas particulares, y el buen escritor debe

cuidar mucho de presentarlas. De lo contrario manifestaría que no co-

pia de la naturaleza sino de otros escritores.

644. Últimamente en las composiciones serias o elevadas ja-

más deben tomarse los símiles de objetos bajos o mezquinos. Estos

degradan la idea, cuando los símiles se dirigen por lo común a hermo-

searla y engrandecerla: y por lo mismo a no ser en escritos burlescos, o

donde se introducen de propósito los símiles para envilecer un objeto,

jamás se nos deben presentar ideas bajas. Es preciso tener presente que

la dignidad o bajeza de los objetos, depende en gran parte de las ideas,

costumbres de la edad en que se vive; por eso nos parecen bajos al pre-

sente muchos símiles tomados de incidentes de la vida rústica, que en

la antigüedad fueron muy dignos.

645. El uso de las figuras que nos restan puede deducirse de

los principios establecidos. La 1ª que se presenta es la antítesis, funda-

da en el contraste, oposición entre dos objetos; lo cual hace que cada

uno de ellos aparezca en una luz más fuerte. Lo blanco [,] por ejemplo

[,] jamás parece tanto, como cuando está junto a lo negro. La antítesis

puede por consiguiente emplearse con muchas ventajas en algunas oca-

siones, para fortificar la impresión que queremos que haga un objeto.

De esta manera Cicerón representando la imposibilidad de que Milton

[Milón] hubiese formado el designio de matar a Clodio, cuando ningu-

na circunstancia le favorecía, y después de haber dejado perder mil otras

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favorables, para llevar a efecto el mismo designio, si le hubiese forma-

do, nos convence más de esta imposibilidad por medio de una antítesis.

«Quem igitur cum omnium gratia noluit, hunc voluit cum aliquorum

querela, quem iure, quem loco, quem tempore, quem impune non est

ausus, hunc iniuria, iniquo loco, alieno tempore, periculo capitis non

dubitavit occidere?»12

646. Para más completa una antítesis, conviene siempre que

las palabras y miembros de la sentencia, que expresan los objetos con-

trastados estén construidos con igualdad, que correspondan unos a

otros. De este modo se advierte más el contraste de la misma que cuan-

do comparamos un objeto negro con uno blanco, para percibir toda

diferencia de su color, los escogemos ambos de un mismo tamaño, y los

colocamos a una misma luz. Su semejanza en ciertas circunstancias

hace más palpable la desemejanza en otras.

647. También es preciso observar que el uso frecuente de las

antítesis, especialmente donde la oposición de las palabras es útil y con-

ceptuosa, suele hacer desagradable el estilo. Una sentencia como la

siguiente de Séneca, parece muy bien cuando está sola: –si quieres que

una persona sea rica, no le aumentes sus riquezas, sino disminúyele sus

deseos.– Este giro de construcción produce buen efecto en una máxima

moral; tanto porque se supone que ella es fruto de la meditación, como

porque se dirige a grabarla en la memoria; la cual lo recuerda más fá-

cilmente por medio de estas expresiones contrastadas. Pero cuando se

sigue una cadena de estas sentencias; cuando es el estilo favorito de un

autor, degenera en defectuoso; porque aparece demasiado estudiado, y

manifiesta que se atiende [más] al modo de decir las cosas, que a las

cosas mismas.

648. Las antítesis y comparaciones son figuras frías por su

naturaleza, obra de la imaginación y no de las pasiones. Por el contra-

rio [,] las interrogaciones y exclamaciones son figuras apasionadas. Su

uso es muy frecuente en las conversaciones familiares, cuando los hom-

12 Ibid., 41, 5-9: “[A Clodio] al que [Milón] no quiso [matar] a gusto de todos,

¿a ése quiso ahora [matar] a disgusto de algunos?, ¿al que con derecho, al que

en lugar oportuno, al que en un tiempo oportuno, al que impunemente no se

atrevió [a matar], a ése [ahora] sin motivo, en lugar inapropiado, en momen-

to inoportuno, con peligro de su vida, no dudó en matar?”.

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bres están acalorados prevalece tanto como en la oratoria más sublime.

El uso literal de la interrogación es hacer una pregunta; pero cuando los

hombres son impelidos de las pasiones, ponen en esta forma todo lo

que quieren afirmar o negar con mucha vehemencia, expresando de este

modo la gran confianza en la verdad de sus propios sentimientos, ape-

lando a sus oyentes para la imposibilidad de lo contrario. Así Demóste-

nes dirigiéndose a los Atenienses: –[“]decidme andaréis siempre dando

vuelta preguntándoos unos a otros, ¿qué novedades? ¿qué novedades

más espantosas, que la de que el hombre de Macedonia hace guerra a

los Atenienses, y dispone de los negocios de la Grecia?.... [“]. Todo esto

dicho sin interrogación, hubiera sido débil e ineficaz; pero el calor y

vehemencia que envuelve este método de preguntar, despierta a los

oyentes y los hiere con más fuerza.

649. A veces pueden emplearse con propiedad las interroga-

ciones en medio de conmociones nada inferiores a las que se excitan

naturalmente prosiguiendo con calor un raciocinio. Pero las exclamacio-

nes sólo vienen en las fuertes conmociones del ánimo; en la sorpresa,

admiración, cólera, dolor, y otras semejantes:

¡Oh piedad! ¡oh fe antigua! ¡oh indomable

Diestra en la guerra!

650. Tanto las interrogaciones como exclamaciones y demás

figuras apasionadas obran en nosotros por medio de la simpatía. Este es

un principio muy poderoso; y universal en nuestra naturaleza, él nos

dispone a tomar parte en todos los sentimientos y pasiones, que vemos

expresados por otros. Una sola persona, que se mezcla en una sociedad

con fuertes señales de melancolía, o de dolor en su semblante, difunde

en un solo instante su misma pasión por toda la sociedad. Por eso en

las grandes concurrencias se comunican tan fácilmente las pasiones, y

esparcen tan pronto su poderoso influjo, que es casi imposible resistir

a él. Siendo pues las interrogaciones y exclamaciones signos naturales

de un ánimo conmovido y agitado, siempre que se usen con propiedad

nos disponen a simpatizar con las disposiciones de aquellos que las usan

y a sentir lo que ellos sienten.

651. De aquí se infiere que la regla principal en el uso de

estas figuras, es que el escritor atienda al modo con que la naturaleza

nos dicta que expresemos una pasión: y sobre todo que jamás afecte el

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estilo de las que no siente. Puede usarse con mucha libertad de las in-

terrogaciones; pero es preciso ser más reservado en el uso de las excla-

maciones. No hay cosa que haga peor efecto que introducirlas frecuente

e inoportunamente. Los escritores novicios creen que esparciéndolas en

abundancia dan alma y calor a sus composiciones. Pero sucede todo lo

contrario. Cuando un escritor está siempre invitándonos a que entremos

en transportes que él no puede inspirar, no sólo nos disgusta sino que

excita nuestra cólera. No causa simpatía alguna, porque nos da palabras

en vez de sentimientos. Por eso se ha dicho que si al abrir un libro se

encontraba lleno de puntos de admiración, era suficiente para no ocu-

parse en su lectura.

652. Otra figura propia de las comparaciones ardientes y ani-

madas, es la que los críticos llaman visión; cuando en lugar de referir

alguna cosa pasada usamos del tiempo presente; y la describimos como

si estuviese sucediendo actualmente delante de nosotros. Así Cicerón en

su oración 4ª. contra Catilina: –‘‘[...] videor enim mihi videre hanc

urbem, lucem orbis terraque atque arcem omnium gentium, subito uno

incendio concidentem. Cerno animo sepulta in patria miseros atque in-

sepultos acervos civium, versatur mihi ante oculos aspectus Cethegi et

furor in vestra caede bacchantis’’.13

653. Esta especie de descripción supone cierto entusiasmo,

que en algún modo hace salir de sí al que la usa; y cuando está bien

ejecutada causa una fuerte impresión en el agente a consecuencia de la

simpatía que antes se explicó. Mas para que la ejecución sea feliz, exi-

ge una imaginación muy ardiente, una elección de circunstancias tan

particulares que nos haga creer que tenemos delante de los ojos la es-

cena descrita. De lo contrario produce el mismo efecto que todas las

débiles tentativas para hacer apasionadas las figuras; es decir, poner en

ridículo al autor, y dejar al que lo oye más frío y menos interesado que

antes. (Agosto 13)

13 Cicero, Marcus Tullius. In Catilinam. Oratio 4. 11, 11-16: “Me parece ver a esta

ciudad, luz del cielo y de la tierra y fortaleza de todas las naciones, ser devo-

rada súbitamente por un incendio. Me figuro los míseros insepultos de los

ciudadanos en la patria sepultada; a mis ojos vuelve la figura de Cethego y su

furor de Bacante ante vuestra desgracia”.

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654. Estas observaciones son aplicables a la repetición, correc-

ción, y otras muchas que los Retóricos han contado entre las bellezas de

la elocuencia. Ellas tienen o no este carácter; según son o no expresio-

nes genuinas del sentimiento o de la pasión que se intenta excitar.

Dejemos que la naturaleza y la pasión hablen siempre su lenguaje; que

ellas sugerirán figuras en abundancia. Pero cuando se quiere contraha-

cer con ardor que no se siente no pueden encontrarse figuras que

suplan este defecto o cubran la impostura.

655. La última figura que consideramos, por el uso frecuente

que los oradores públicos, y en particular los del foro, hacen de ella, es

la amplificación. Ella consiste en un artificiosa exageración de todas las

circunstancias de algún afecto o acción que necesitamos colocar en una

luz fuerte sea para ensalzarla, o deprimirla. No es tanto una figura cuan-

to el manejo artificioso de varias, que dirigimos todas a un punto. Esto

puede conseguirse o por el uso propio de términos que engrandecen o

debilitan por lo regular la enumeración de las circunstancias, o por

medio de comparaciones con objetos de la misma naturaleza. Pero el

instrumento principal de que hace uso es el clímax o progresión gradual

de una circunstancia sobre otra, hasta [que] la idea llegue a lo sumo. Este

clímax en el sentido, cuando está bien manejado, jamás deja de hacer

una fuerte amplificación. Un ejemplo de esta figura es el bien conocido

pasaje de Cicerón: –«[...] facinus est vincire civem Romanum, scelus

verberare, prope parricidium necare: quid dicam in crucem tollere?».14

656. Debe advertirse que estos clímax tan regulares, aunque

muy bellos, manifiestan demasiado el arte y el estudio con que han sido

formados; y por lo mismo aunque pueden permitirse en arengas forma-

les, no con el lenguaje del calor y sentimiento; que pocas veces caminan

con pasos tan medidos. Y a [la] verdad, cuando se manifiesta mucho arte

nos ponemos en vela contra los engaños de la elocuencia; pero cuando

el orador ha discurrido con energía y por la fuerza de sus raciocinios ha

puesto en buen punto de vista un objeto principal, puede entonces,

aprovechándose de las favorables disposiciones de los ánimos, usar de

aquellas figuras artificiales que confirmen nuestra persuasión, y encien-

dan nuestros ánimos.

14 Cicero, Marcus Tullius. In Verre. Actio 2. Libro 5, 170, 1-3: “Es un delito en-

cadenar a un ciudadano romano, una iniquidad azotarlo, casi un parricidio

matarlo: ¿qué diré de levantarlo en la cruz?”.

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� Lección 28De los caracteres generales del estilo difuso,conciso, débil, nervioso, árido, llano, limpio,elegante, y florido

657. Es indudable que los asuntos diferentes deben ser trata-

dos en diferentes clases de estilo. Nadie ignora que un tratado de

filosofía exige diverso estilo, que una oración. La[s] diferentes partes de

una misma composición requieren también estilo y manera diferentes.

En una arenga, por ejemplo, la peroración admite más adornos, y re-

quiere más adornos que la parte didáctica. Pero es importante advertir,

que en medio de esta variedad se encuentra en las composiciones de un

mismo autor, cierta uniformidad, o manera que le distingue, y un ca-

rácter visiblemente dominante en todos sus escritos; y enteramente

conforme a su genio, y a las disposiciones de su ánimo. Donde nada de

esto se descubre; donde no se manifiesta un carácter particular; puede

inferirse justamente que es un autor que escribe más por imitación; que

a impulsos de un genio original.

658. Una de las 1as. distinciones del estilo es la que se toma

de [la] mayor o menor extensión que se da a los pensamientos. De aquí

resulta el estilo conciso y el difuso. El que usa de este último compri-

me sus pensamientos en las menos palabras posibles; sólo emplea las

más expresivas; y cercena como redundantes toda expresión que no

añade alguna cosa esencial al sentido. No desecha los adornos, siempre

que puedan hacer más vivo y animado el estilo; pero emplea para esto

aquellas figuras que le den más fuerza que gracia. En la coordinación

de las sentencias atiende más a la brevedad y al nervio de la dicción,

que a la cadencia y armonía del periodo. En una palabra procura suge-

rir más a la imaginación del lector que lo que dice expresamente.

659. Un escritor difuso desenvuelve sus pensamientos comple-

tamente: los coloca bajo diferentes aspectos: y da al lector todos los

auxilios posibles para que los entienda bien. No procura explicarse desde

el principio cabalmente; porque volverá a tocar el asunto, y si carece de

energía, lo suplirá por la abundancia. Los escritores de este carácter son

apasionados a la magnificencia y la amplificación: sus periodos corren

naturalmente con alguna extensión: y como sobra lugar para toda clase

de adornos, los reciben francamente.

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660. Cada una de estas clases de estilo tiene sus ventajas par-

ticulares; y llevadas al extremo tienen también sus inconvenientes. La

demasiada concisión quiebra y oscurece el sentido; inclina al estilo su-

mamente agudo, y linda con el epigramático. La excesiva difusión hace

lánguido y flojo el estilo, cansando al mismo tiempo al lector. Sin em-

bargo el genio determina a una de estas dos especies; y bajo el carácter

general de un estilo conciso, o más franco, y difuso las composiciones

pueden poseer grandes bellezas.

661. La naturaleza de la composición nos mostraría cuándo

deben inclinarnos al estilo conciso, y cuándo al difuso. Los discursos que

se han de recitar, piden un estilo más copioso, que aquellos que se des-

tinan a ser leídos. Cuando nos es preciso tomar el sentido entero de

boca del orador, sin poder detenernos, como cuando se lee un libro, ni

reparar lo que se nos hace oscuro, debemos evitar una grande concisión.

No puede contarse con la viveza y capacidad del oyente, y nuestro esti-

lo debe ser tal, que todos puedan seguirnos con facilidad, y sin esfuerzo.

Se sugiere por lo tanto en los oradores públicos un estilo fluido y copio-

so; pero que por demasiado difuso no llegue a ser lánguido y cansado.

662. En las composiciones destinadas a ser leídas es muy ven-

tajoso cierto gra[do] de concisión; porque las hace más animadas, excita

más la atención y hace una impresión más fuerte, al paso que lisonjea

la imaginación poniéndola frecuentemente en ejercicio. Un pensamiento

expresado difusamente tendrá cuando más el mérito de ser exacto; pero

si está expresado con concisión será admirado por espirituoso.

663. Los discursos que se dirigen a conmover las pasiones,

deben ser en un estilo conciso, y es muy peligroso usar en ellos del di-

fuso; por la dificultad que presenta sostener por mucho tiempo un calor

verdadero. Luego que se llega a ser prolijo, queda expuesto a entibiar al

lector. El corazón y la imaginación son muy vivos; una vez movidos

suplen muchas cosas que no podría expresar tan bien el autor mismo.

664. No sucede lo mismo cuando tenemos que dirigirnos al

entendimiento; como cuando se trata [de] razonar, explicar o instruir. En

estos asuntos es preferible una manera más franca y difusa; porque el

entendimiento [...] con más lentitud que la fantasía o el corazón, y ne-

cesita de conductores y guías.

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665. Aunque el estilo difuso consta por lo común de periodos

largos; y el conciso por el contrario de sentencias breves, no debe

inferirse que aquellos o éstos son los que singularmente caracterizan

estas especies de estilo. Puede muy bien suceder que se usen senten-

cias breves, y el estilo sea difuso, porque se esparce en muchas

sentencias un mismo pensamiento.

666. El estilo nervioso y el estilo débil suelen confundirse con

el conciso y el difuso; y a veces coinciden con ellos. Los escritores difu-

sos son generalmente débiles: y los nerviosos suelen inclinarse a una

expresión concisa. Pero no sucede esto siempre; –y hay ejemplos de

autores que en medio de un estilo llano y amplificado, conservan bas-

tante energía. La causa de la debilidad o del nervio del estilo, está en

el modo de pensar de un autor. Si concibe fuertemente un objeto, lo

expresará con energía: pero si tiene de él una percepción confusa, si

vacila en sus ideas; si por su genio o su precipitación, no llega a com-

prender todo lo que quiere comunicar a otros, su estilo se resentirá

necesariamente de estas faltas. Se hallarán palabras insignificantes y

epítetos vagos. Sus expresiones serán generales y su coordinación con-

fusa.

667. Puede inclinarse uno al estilo conciso o difuso, sin dejar

por eso de ser bello; pero no sucede lo mismo con respecto al estilo

débil o nervioso. Toda composición exige alguna energía, aunque no

todas exigen el mismo grado de fuerza. Las composiciones de un carác-

ter grave y sólido, requieren que predominen el estilo nervioso. Por eso

se exige con preferencia en la historia, en la filosofía, y en los discursos

serios. Uno de los modelos más completo[s] del estilo de que vamos

hablando es Demóstenes en sus oraciones. El estudio excesivo de la

energía arrastra a los escritores a una manera dura. Esta proviene de las

palabras desusadas, de las inversiones violentas en la estructura de las

sentencias y del demasiado descuido de la blandura y facilidad de la

construcción.

668. Considerado el estilo con respecto al grado de ornato que

se emplea para hermosear lo que se dice, lo hallaremos dividido en ári-

do, llano, limpio, elegante, y florido. El 1º es aquél que excluye todo

adorno, de cualquier clase que sea. Contento el escritor en darse a en-

tender, no aspira de modo alguno a agradar ni la fantasía ni el corazón.

Este estilo sólo es tolerable en los escritores puramente didácticos, y aún

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en ellos es necesario que la materia sea de mucha importancia y muy

clara la dicción.

679 [669]. El estilo llano se eleva un grado sobre [el] árido. Un

escritor de este carácter hace muy poco uso del ornato, y fía casi ente-

ramente del fondo de las cosas. Pero aunque no se molesta para

atraernos por el uso de las figuras, por la coordinación armoniosa o al-

gún otro esfuerzo del arte; cuida sin embargo de no disgustar como el

escritor árido y duro. A más de la claridad, busca la pureza, la propie-

dad y precisión del lenguaje; lo cual es una belleza de no poco valor. La

diferencia que hay entre el escritor árido y el llano es que el 1º desecha

todo adorno y aun parece que no sabe lo que es; mientras el 2º se li-

mita sólo a no buscarlo.

670. Sigue a éstos el estilo limpio. Con él entramos ya en la

región de los adornos, pero no de los más espléndidos. Un escritor de

este carácter hace ver que no desecha las bellezas del lenguaje; que

antes es para él objeto de alguna atención. Pero [lo] muestra en la elec-

ción de las palabras, en su graciosa colocación, y no en los esfuerzos de

la imaginación o de la elocuencia. Sus sentencias son siempre limpias

y exenta[s] de toda palabra superflua; de una extensión moderada, que

se inclina más a la brevedad, y que cierran con propiedad y sin adicio-

nes algunas. Su cadencia es variada; pero no de una estudiada armonía.

Si emplea algunas figuras son breves y correctas, no valientes ni relum-

brantes. Este estilo es siempre agradable porque da un carácter de

elevación moderada, y lleva una medianía en el ornato, que se acomo-

da a cualquier asunto.

671. El estilo elegante dice un grado más de ornato que el

limpio: y es un nombre que se da comúnmente al estilo, cuando sin

exceso ni defecto posee todas las virtudes del ornato. De lo dicho ante-

riormente se deduce con facilidad, que la elegancia completa lleva

consigo mucha claridad y propiedad, pureza en la elección de las pala-

bras y cuidado en su coordinación armoniosa y feliz. Supone también

que el estilo está engalanado con todas las bellezas de [la] imaginación

que admite el asunto, y con toda la luz que arrojan de sí las figuras bien

empleadas. En una palabra [,] un escritor elegante, es el que halaga la

imaginación y el oído, al mismo tiempo que instruye: el que reviste sus

ideas con todas las bellezas de expresión, sin cargarlas con primores

inoportunos.

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672. Cuando el ornato del estilo es demasiado para el asun-

to; [,] pero es muy continuo y nos deslumbra con su oropel, resulta

entonces lo que se llama estilo florido, término usado comúnmente para

manifestar el exceso en el ornato. Este es muy disimulable en un joven:

y acaso es un síntoma feliz, que su estilo toque algo en florido y loza-

no. «Quiero ver en [un] joven, dice Quintiliano, mucha lozanía; mucha

parte se disminuirá con los años; mucha con la madurez del juicio; y

alguna se gastará con el ejercicio mismo. Haya al principio de donde se

pueda cortar y podar. Sea osada la juventud, de genio creador, y satis-

fecha de sus invenciones; aunque entonces no sean bastante correctas.

La fecundidad se remedia fácilmente; para la esterilidad no hay reme-

dio alguno».

� Lección 29Del estilo sencillo, afectado, vehemente:reglas para adquirir un estilo propio

672. [673] El aspecto con que vamos a considerar nuevamen-

te el estilo es de suma importancia y pide examinarse con cuidado. La

sencillez aplicada a la manera de escribir es un término usado con

mucha frecuencia pero también con muy poca precisión. Esto depende

de las diferentes significaciones en que se toma la palabra sencillez, las

cuales es necesario distinguir para conocer en qué sentido es un atri-

buto del estilo.

674. Desde luego se presentan cuatro acepciones diversas: 1º

la sencillez en la composición en cuanto opuesta a la demasiada varie-

dad, o complicación de partes. Esta es propia del plan de una tragedia,

como distintas de las tramas dobles, o incidentes amontonados. En este

sentido sencillez es lo mismo que unidad.

675. Bajo el 2º aspecto es la sencillez del pensamiento en

cuanto opuesta a la sutileza del mismo. Pensamientos sencillos son los

que se ofrecen naturalmente, los que sugiera la ocasión, o la materia,

sin andar buscándolos con demasiado empeño; y los que una vez su-

geridos, son fácilmente comprendidos por todos. El refinamiento en

escribir expresa una serie de pensamientos menos naturales y obvia; y

que para seguirla es necesario un genio particular: serie muy bella si se

contiene dentro de ciertos límites, fuera de los cuales degenera en una

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oscuridad. En estos dos sentidos, la sencillez como opuesta a la varie-

dad de partes, o al refinamiento de los pensamientos, no dice relación

alguna al estilo.

676. Hay un 3er. sentido de sencillez, en la cual tiene ésta

alguna relación con el estilo, porque se opone al demasiado ornato o

pompa del lenguaje. Así entienden Cicerón y Quintiliano el género de

decir sencillo, el tenue o sutil. El estilo sencillo bajo este punto de vista

coincide con el estilo llano o el limpio que dejamos enumerado.

677. En fin [,] la sencillez tiene otro sentido que aunque rela-

tivo también al estilo, considera más el modo natural con que expresa-

mos nuestros pensamientos que el grado de adorno que empleamos en

ellos. Este es del todo diferente del 1er. sentido de la palabra, allí la

sencillez es equivalente a la llaneza, aquí es compatible con el mayor

ornato. Sólo desprecian una afectación; o la apariencia del trabajo en el

estilo; y es una prenda sobresaliente.

678. Un escritor dotado de sencillez, se expresa de tal modo

que cualquiera cree que lo hubiera hecho como él mismo. No hay se-

ñales de arte en su expresión; parece el lenguaje mismo de la naturaleza;

y se ve en el estilo no el escritor y su trabajo, sino el hombre en un

carácter propio y natural. Puede ser rico en su expresión, dotado de

fantasía, y abundar de figuras: pero éstas no le cuestan esfuerzo alguno

y parece que escribe de este modo sin estudio, y por ser la manera de

expresión que es más natural. Tampoco se opone a este estilo cierto

grado de negligencia: antes le es impropia una atención prolija a las

palabras. Esta es la gran ventaja de la sencillez del estilo; la que seme-

jante a la sencillez de manera nos muestra los sentimientos de un

hombre, y nos descubre sin disfraz su modo de pensar.

679. El mayor grado de esta sencillez se expresa por el térmi-

no francés naïveté; al cual no tenemos ninguno que equivalga en

nuestra lengua. No es fácil dar una idea precisa del valor de esta pala-

bra. Ella expresa siempre un nuevo descubrimiento del carácter; y la

mejor definición es la de Marmontel: –»aquella especie de ingenuidad

amable, o franqueza sin disfraz que parece darnos algún grado de infe-

rioridad sobre la persona que la muestra: cierta sencillez pueril, que al

paso que la apreciamos interiormente, nos hace ver siempre algunas

facciones que procuraríamos ocultar con arte; y que por lo tanto nos

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incita a sonreírnos de la persona que lo manifiesta».– La Fontaine en sus

fábulas es uno de los ejemplos más notables de este carácter.

680. Es necesario observar que puede escribirse con sencillez

y sin belleza alguna: puede no haber afectación: pero faltarle un méri-

to particular. La sencillez bella supone genio en un autor para escribir

con solidez, fuerza, y juego de imaginación. En este caso es el ornato

que realza las demás bellezas y sin el cual son todas imperfectas. Pero

si bastara la mera naturalidad, para formar la belleza del estilo, pudiera

aspirar a ello escritores privados, débiles y pasados [sic]. Es preciso por

lo mismo distinguir entre la sencillez, compañera del verdadero genio,

y aquella que no es más que una manera desaliñada y descuidada. Los

efectos nos las harán conocer fácilmente: la una jamás deja de intere-

sar; la otra es siempre insípida y empalagosa.

681. El estilo vehemente envuelve siempre la energía sin ser

de modo alguno incompatible con la sencillez: pero en un carácter do-

minante se distingue de una y de otra. Tiene un ardor particular; es un

estilo acalorado; y el lenguaje de un hombre cuya imaginación y pasio-

nes, se han recalentado, y penetrado fuertemente de lo que escribe; que

descuida por lo mismo las gracias más menudas; y se derrama con la

rapidez y el raudal de un torrente. Este estilo pertenece a las clases más

elevadas de la oratoria: y es más de esperar del que está hablando en

público, que del que escribe en un gabinete. Demóstenes presenta un

modelo cabal de este estilo.

682. De aquí se infiere que no es fácil ni necesario determi-

nar cuál es la mejor manera de escribir de todas las que quedan

mencionadas. El estilo es un campo de mucha extensión. Las calidades

pueden ser muy diferentes en varios autores, y sin embargo son todas

hermosas. Debe dejarse lugar al género que determina siempre a una

manera de expresión más bien que a otra. Es verdad que hay calidades

generales de tal importancia que se deben tener siempre presentes en

cualquiera especie de composición; y hay también ciertos defectos que

siempre es necesario evitarlos. Un estilo pomposo, por ejemplo, un es-

tilo débil, árido, u oscuro, siempre defectuosos: y la claridad, la fuerza,

la limpieza, y la sencillez, con las bellezas a que debemos aspirar siem-

pre. Pero en cuanto a la mezcla de estas buenas calidades, o al grado

en que debe prevalecer cada una de ellas, para formar [la] manera ca-

racterística, no pueden darse reglas precisas.

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683. Después de estas observaciones nos detendremos a fijar

las reglas que deben tenerse presentes para adquirir un estilo propio;

dejando que el asunto, o el impulso peculiar del genio forme el carác-

ter particular de nuestro estilo. Sea la 1ª. regla adquirir ideas claras del

asunto. Esta parecerá a 1ª vista que tiene muy poca relación con el es-

tilo; pero si se observa que el fundamento de todo buen estilo es el

saber, no podrá menos que concederse la relación que hay entre el es-

tilo y las ideas. Siempre que la impresión que las cosas hacen sobre el

ánimo es débil, y embarazosa, nuestro estilo tendrá estos mismos defec-

tos; al paso que naturalmente expresamos con claridad y con fuerza, lo

que sentimos y concebimos del mismo modo. Se puede asegurar que la

regla más esencial sobre el estilo, es meditar profundamente el asunto,

recapacitar sobre él hasta que hayamos tomado un valor y un interés

grande: entonces y sólo entonces hallaremos que las expresiones fluyen

naturalmente.

684. En 2º lugar para formar un buen estilo es indispensable

la práctica de componer frecuentemente. Todas las reglas que se han

dado serán inútiles sin un ejercicio habitual. También es preciso obser-

var, que no basta componer de cualquier manera; esto nos haría

adquirir un estilo sumamente defectuoso. Debe cuidarse por lo mismo

a los primeros de escribir con sentido y esmero. La facilidad y soltura

son obra del tiempo, y de la práctica.

685. Puede también ser extremoso el nimio cuidado y afán por

las palabras. La demasiada atención a cada una de ellas no debe cortar

el hilo de las ideas, ni enfriar el calor de la imaginación. En ocasiones

debemos dar un tenor a la composición, si queremos explicarnos feliz-

mente aunque sea a costa de algunas inadvertencias. Al tiempo de

corregir se hará un examen más severo; porque si es útil la práctica de

componer, no lo es menos la fatigosa tarea de corregir; la cual es abso-

lutamente necesaria para sacar de aquélla algún fruto.

686. Los escritores deben conservar [deben esperar] algún

tiempo, hasta que pasa el calor de la composición; hasta que perdamos

a las expresiones mismas: y reviendo entonces nuestra obra a sangre fría,

discerniremos muchas imperfecciones que se nos escaparon en la 1ª

composición. Entonces es el tiempo de cercenar redundancias, de pe-

sar la coordinación de las sentencias, de atender a la trabazón, y de dar

al estilo una forma regular, correcta, y sostenida. A este trabajo de la

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lima, es preciso se sujeten todos los que aspiran a comunicar ventajo-

samente sus pensamientos: con la práctica se aguza la vista, para

atender a los objetos más necesarios: y esto se consigue con más facili-

dad que lo que al principio pudiera imaginarse.

687. Por lo que respecta a la utilidad que debe sacarse de los

escritos ajenos, es claro que debemos familiarizarnos bien con el estilo

de los mejores autores. Esto es indispensable tanto para formarnos un

buen gusto en el estilo, cuanto para adquirir un rico caudal de palabras

sobre cualquier asunto. En la lectura de los autores para formarse el es-

tilo, se debe poner mucha atención en las particularidades de sus

maneras diferentes. Uno de los ejercicios más útiles a este respecto, es

traducir en nuestras palabras algún pasaje de cualquier clásico de nues-

tro idioma. Este ejercicio nos hará ver dónde están los defecto[s] de

nuestro estilo; nos hará atender a lo necesario para rectificarlo; y entre

los diferentes modos de expresar un pensamiento nos hará percibir cuál

es el más bello.

688. Es preciso también precaverse de la servil imitación de

autor cualquiera que él sea. Esto embota el genio, y nos hace imitar los

defectos, del que nos proponemos por modelo, igualmente que sus be-

llezas. Ninguno será buen escritor u orador sin seguir con alguna

confianza su genio particular. Sobre todo debemos guardarnos de adop-

tar ciertas frases, y copiar pasajes de algún escritor: es mejor que

nuestras composiciones tengan algo que sea propio aunque no sobre-

saliente, que no que brillen con adornos prestados; para [que] al fin

sirvan para manifestar la absoluta falta de genio.

689. La 5ª regla sobre el estilo tan importante como obvia, es

cuidar de acomodarlo al asunto, y a la capacidad de los oyentes. No

merece el nombre de elocuente o bello lo que no es para la ocasión y

personas con quienes se habla. Es el mayor absurdo tratar de decir al-

guna cosa en estilo florido y poético, cuando sólo debe argüirse y

raciocinarse: o hablar con pompa y aparato de expresiones delante de

los que no las comprenden y que quedan aturdidos de nuestra inopor-

tuna magnificencia. Cuando tratamos de hablar [,] de escribir, debemos

formarnos de antemano una idea clara, del fin a que aspiramos; conser-

var siempre esta idea, y adaptar a ella el estilo.

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690. Por último en ningún caso debe ponerse tanta atención

en el estilo que nos olvidemos de poner otra mayor en los pensamien-

tos. Mucho más fácil es verter con alguna belleza de expresión,

sentimientos comunes y triviales, que cimentar la composición en pen-

samientos vigorosos, ingeniosos, y útiles. Esto ultimo pide genio: para

lo 1º basta el arte con el auxilio de algunas prendas muy superficiales.

El oído del público está ahora tan hecho a un estilo correcto y adorna-

do, que ningún escritor debe descuidarse en este punto. Pero es

despreciable el que sólo cuida de esto; el que no pone todo su conato

en el asunto, y en el uso de aquellos adornos varoniles que pueden

hacerlo recomendable.

� Lección 30De los diferentes grados de elocución pública;y en particular de la elocución de las populares

691. Los antiguos dividieron todas las oraciones en tres géne-

ros –demostrativo, deliberativo, y judicial. El 1º tiene por objeto la

alabanza o el vituperio: el 2º el persuadir o disuadir: y el 3º acusar o de-

fender. Las principales materias de la elocuencia demostrativa fueron los

panegíricos, las invectivas, y las oraciones gratulatorias y fúnebres. El

deliberativo se empleaba en las materias de interés público, ventiladas

en el senado o en las juntas populares. El judicial es el mismo que la

elocuencia del foro, empleado en hablar a los jueces que tienen poder

de absolver o condenar.

692. Esta división se encuentra en todos los tratados antiguos

de Retórica y ha sido seguida por los modernos. Ella abraza todas o la

mayor parte de las materias de los discursos hechos en público. Sin

embargo creemos más útil seguir la división que naturalmente nos ofre-

ce el estado de la elocuencia moderna, en las tres generales escenas; a

saber, juntas populares, foro, y púlpito; pues cada una de éstas tiene un

carácter particular, que peculiarmente le pertenece. Esta división coin-

cide con la antigua; porque la elocuencia del foro, es precisamente la

judicial. La elocuencia de las juntas populares, aunque por la mayor par-

te es del género deliberativo, admite también el demostrativo. La

elocuencia del púlpito es de una naturaleza enteramente distinta; y no

se puede reducir con propiedad a ninguna de las especies, que imagi-

naron los retóricos antiguos.

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693. Las reglas concernientes a la conducta del discurso en

sus diferentes partes son comunes a los tres géneros de elocuencia que

[hemos] designado. Antes de entrar en explicaciones es necesario fijar-

se sobre lo que pertenece a cada una de ellas particularmente; de lo

contrario no podría hacerse la aplicación de las reglas generales. La elo-

cuencia de un abogado es fundamentalmente distinta de la de un

teólogo en el púlpito, o de un orador en la sala de representantes. La

base del buen gusto está en tener una idea precisa del carácter distin-

tivo que requiere cada género.

694. Dejando aparte la cuestión sobre la preeminencia que se

deba a cada uno de estos tres géneros, empezaremos por el que derra-

ma más luz sobre los demás. La elocuencia de las juntas populares.

–Teatro de este género de elocuencia es toda reunión; y aunque en dis-

tintas formas, puede tener lugar donde quiera que se congregue cierto

número de hombres para debates o consultas.

695. Su objeto es o debe ser siempre la persuasión. El orador

debe proponerse algún fin, algún punto regular de utilidad pública; y de-

terminar en su favor a los oyentes. Pero en todas sus tentativas debe

partir siempre de este principio: que para persuadir a un hombre es ne-

cesario convencer su entendimiento. El mayor error sería creer que

porque en las oraciones en las juntas populares admiten más que otras

el estilo declamatorio, no necesitan apoyarse en razonamientos sólidos.

Los que se rigen por esta idea falsa, podrán parecer más elocuentes;

pero no producirán efecto alguno. Esta sombra de elocuencia sólo po-

drá agradar a personas frívolas y superficiales; porque entre hombres de

algún juicio, las puras declamaciones pronto llegan a ser insípidas.

696. Cualquiera que sean los oyentes, no debe creer el orador

que les hará impresión, o adquirirá celebridad con arengas hinchadas y

pomposas, sin buen sentido y pruebas sólidas. El pueblo juzga de la

solidez de las pruebas, mejor de lo que se cree generalmente; y sobre

cualquier cuestión interesante, un rústico que hable al caso sin arte,

vencerá generalmente al más diestro orador que haga detención [que

haga ostentación] de flores y de adornos, antes que de razones. Por lo

mismo cuando los oradores públicos hablen a una junta donde hay per-

sonas de educación y de luces, deben cuidar de no entretenerlas con

fruslerías.

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697. El buen sentido y la solidez de los pensamientos, son la

base de la verdadera elocuencia. Las oraciones de Demóstenes fueron

populares, y cualquiera que las examine verá que están llenas de razo-

nes; y que para persuadir a sus conciudadanos, y resolverlos a obrar,

creyó indispensable convencer su entendimiento. Modelos de esta espe-

cie son los que deben tenerse siempre a la vista; y no seguir las huellas

de declamadores tan flojos como hinchados, que no hacen más que des-

acreditar la elocuencia. Para hablar a una junta popular el primer

estadio debe ser poseer bien y de antemano el asunto; juntar un rico

caudal [de] materiales y pruebas; lo cual dará al discurso aquel aire de

fuerza y energía, instrumento eficaz para la persuasión. El ornato sólo

pide un cuidado secundario. Curam ergo verborum, rerum volo esse

sollicitudinem.15 Este es un consejo de Quintiliano, que nunca deben

olvidar los que estudian la oratoria.

698. Además para persuadir con eficacia en una junta popu-

lar, es regla fundamental, la de estar persuadidos de lo que tratamos de

recomendar a otros. Siempre que se pueda debemos ceñirnos a aquella

parte de las pruebas que nos parezca justa y verdadera. Nunca será elo-

cuente ni orador, sino cuando está apasionado; y manifiesta sus propios

sentimientos. Únicamente [nam] verae voces tum demum pectore ab imo

eliciuntur 16 son las que hacen fuerza y convencen. Esto es lo que hace

persuasivos a los hombres; y lo que da un genio, una fuerza desconoci-

da en cualquier otra ocasión. Pero ¿qué desventaja no lleva consigo el

que no sintiendo lo que dice, se ve sin embargo precisado a fingir un

calor que le es extraño?

699. Cuando los jóvenes se dedican a la elocución pública

suelen creer generalmente que les sería muy útil abrazar aquel aspecto

que les parece más débil en la causa sobre que disputan; pero no es éste

el modo de perfeccionarse en la oratoria; y sólo sirve para habituarlos

15 Quintilianus, Marcus Fabius. Instituto oratoria. Libro 8. Cap. 4. 20, 6: “Digo,

pues, que en las palabras debe ponerse cuidado, pero en los pensamientos

singular esmero”. (M. F. Quintiliano, Instituciones oratorias. Trad. I. Rodríguez

y P. Sandier. Buenos Aires, El Ateneo, 1944).

16 Lucretius Carus, Titus. De rerum natura. Libro 3, verso 57: “…pues entonces,

especialmente, las verdaderas voces son sacadas de lo profundo del pecho”.

Dada la corta y deficiente cita que aparece en el manuscrito, quedan dudas

si ésta es la frase que quiso pronunciarse.

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a discutir trivial y flojamente. Nunca deben permitirse esta libertad; a

no ser en una junta donde se tratan negocios de poca importancia; y

que sólo tengan por objeto pulir su estilo y su lenguaje. Pero aún en

tales reuniones es siempre peligroso este ejercicio porque llegarán a

contraer un hábito que desacredita su juicio y sus principios.

700. Los debates en las juntas populares, raras veces permi-

ten al orador que se prepare con cuidado de antemano. Las pruebas

deben conformarse al tono que tomen aquellos; y como ninguno pue-

de preverlo exactamente, el que se fía en un discurso estudiado como

puesto en su gabite [sic ¿gabinete?] perderá muchas veces el terreno que

tenía ganado: pues o lo encontrará ocupado por otros, o verá que son

ineficaces sus raciocinios por el nuevo rumbo que habían tomado los

negocios. Si se aventura a hacer del discurso que traía dispuesto se ex-

pondrá las más veces a ser [a hacer] un papel ridículo. En las juntas

populares tenemos una preocupación general y no del todo impuesta,

contra las oraciones estudiadas. La única en que tienen alguna propie-

dad es en la apertura de los debates, cuando el orador tiene a su

disposición el campo. Pero al paso que éstos van adelantando y acabán-

dose los partidos, son más impropios los discursos de este género. Les

falta aquel aire nativo, la apariencia de ser sugeridos por el aspecto que

va tomando el negocio. Es fácil que se eche de ver el estudio y la afec-

tación: y de consiguiente [,] aun cuando se aplaudan como elegantes [,]

nunca serán tan persuasivos como otros más libres y sin tantas trabas.

(Agosto 18)

701. Sin embargo nada puede inferirse contra la premedita-

ción de lo que tenemos que decir: antes el descuido y la mucha

confianza en su repentina facundia, producirán inevitablemente el há-

bito de hablar de una manera floja e indigesta. Mas la premeditación [,]

útil en el caso de que vamos hablando [,] es la materia o argumento en

general, antes que de la composición de cada punto particular. Con res-

pecto a la materia [,] nunca podrá ser demasiada nuestra preparación,

hasta que seamos dueños del negocio que tratamos: pero en cuanto a

las palabras y expresiones es muy fácil que nos excedamos en ellas, tan-

to que nuestra locución salga dura y seca.

702. A la verdad hasta que el joven orador adquiera alguna

firmeza, alguna presencia de ánimo y posesión del lenguaje que única-

mente pueden dar el hábito y la práctica, les sería muy conveniente

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recomendar a la memoria todo cuanto han de hablar. Pero después que

algunos ensayos de este género se hayan dado algún desembarazo verá,

que es mejor no estrecharse tanto; sino escribir únicamente de antema-

no aquellas sentencias de que piensa valerse para ponerse en el buen

camino: y por lo demás apuntar unas breves notas de los trópicos [tó-

picos] o pensamientos principales en que ha de insistir dejando que el

calor del discurso le sugiera las palabras. Estas observaciones son de

mucho interés para los que empiezan a hablar en público, ellas los

acostumbrará[n] a aquel grado de exactitud que están a riesgo de per-

der si hablan con mucha frecuencia; les harán pensar más de cerca en

la materia de que se trata y les servirá de un gran auxilio para coordi-

nar con método sus pensamientos.

703. Aquí es de observar que lo más importante de toda lo-

cución pública y el método propio y claro: [(] no aquel método formal

de capítulos y subdivisiones que se reúnen generalmente en el púlpi-

to:[)] porque esté en una junta popular, a menos que el orador sea

hombre de mucha autoridad, en materia de gran importancia y la pre-

paración muy estudiada, es fácil que disguste a los oyentes; porque

semejante introducción presenta siempre el aspecto melancólico de un

discurso largo. Pero aunque no deba guardarse un método riguroso, tam-

poco debe descuidarse enteramente: antes se debe hallar todo en su

propio lugar. Cualquiera podrá conocer cuánto le interesa coordinar de

antemano sus pensamientos, y colocar en su mente bajo los correspon-

dientes capítulos lo que haya de hablar. Esto ayudará en memoria y le

guiará en todo el discurso, sin dejarlo expuesto a aquella confusión que

padece a cada paso el que no se forma un plan de lo que ha de decir.

704. No es menos necesario el orden para que [el] discurso

haga en los oyentes la impresión deseada; porque además de añadir

fuerza y claridad a lo que se dice, hace que aquellos acompañen fácil y

frecuentemente al orador según va continuando, y que perciban todo el

valor de las pruebas que emplea. Por tanto pocas cosas hay que pidan

tanta atención como el buen método; sin el [que] por mucha que sea

la elocuencia, no llegará el orador a convencer enteramente.

705. Por lo que respecta al estilo y expresión particular que

corresponde a la elocuencia de las juntas populares, es indudable que

ellas admiten una manera más animada. La vista de una concurrencia

numerosa empeñada en debates de importancia y atenta toda al discur-

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so de un solo hombre, es capaz de inspirar al orador tal elevación, y tal

calor, que se pongan en la boca las expresiones más fuertes y más pro-

pias. Ya hemos dicho que en una junta numerosa, se excitan con mucha

facilidad las pasiones; la simpatía comunica los movimientos del orador

al auditorio. Aquellas valientes figuras de que hemos hablado antes,

tiene[n] aquí su propio lugar, como lenguaje espontáneo de la pasión.

Aquel ardor, y aquella vehemencia y fuego de sentimiento que nacen de

un ánimo agitado e inflamado, por algún objeto grande y público, for-

ma el carácter propio de la elocuencia popular, en un mayor grado de

perfección.

706. La libertad no obstante que vamos dando a esta manera

fuerte y apasionada, debe siempre entenderse con ciertas limitaciones;

que es necesario marcar con distinción para precaverse de errores peli-

grosos. En primer lugar [,] el calor que manifestemos debe ser

correspondiente a la oración y a la materia. No puede haber cosa más

intempestiva que hablar con vehemencia de un asunto de poca impor-

tancia y que por su naturaleza requiere ser tratado con flema, por lo

común conviene un modo de hablar moderado; y el que en cualquier

asunto se muestre vehemente y apasionado será tenido por vocinglero,

y merecerá poca consideración.

707. En 2º lugar, debemos guardarnos de fingir un calor que

no sentimos. Esto nos conduce siempre a una manera violenta que nos

hace parecer ridículos. Nada es más difícil que aparentar una pasión que

no se siente; y el disfraz nunca puede ser tan perfecto que no se des-

cubra. Sólo el corazón puede responder al corazón. La principal regla en

este caso es seguir la naturaleza; y no empeñarnos en cultivar un género

de elocuencia a que no nos inclina nuestro genio. Puede uno ser ora-

dor de mucha reputación e influjo por el estilo calmado del raciocinio.

Para conseguir el patético y el sublime de la oratoria, se requiere aque-

lla fuerte sensibilidad de ánimo y aquel gran poder de expresión que es

concedido a muy pocos.

708. En 3er. lugar, aun cuando la materia justifique la mane-

ra vehemente, y el ingenio la favorezca; aunque el calor sea sentido y

no fingido; debemos cuidar de que nuestra impetuosidad no sea tanta,

que nos lleve demasiado lejos. La elocuencia, como ya hemos observa-

do, no causará los mayores efectos si el orador no está conmovido; pero

si pierde también el dominio de sí mismo, muy pronto perderá igual-

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mente el de su auditorio. Es necesario no inflamarlo de repente; comen-

zar con moderación, y poner su estudio en apasionar poco a poco, a los

oyentes; porque si se adelanta en el camino de la pasión, y deja atrás a

los otros, si no están templados en [el] mismo tono que él, al momen-

to se conocerá la discordancia. Por mucha razón que el orador tenga

para inflamarse y enardecerse, el respeto debido al auditorio debe con-

tenerlo, y preservarlo de traspasar ciertos limites. Si cuando está más

acalorado por un asunto, pudiera ser tan dueño de sí mismo, que con-

servase una firme atención a las pruebas, y algún grado de corrección

en las palabras; [,] esta presencia de ánimo en medio de la pasión, pro-

duciría un admirable efecto, bien fuese para agradar [,] bien para

persuadir.

709. En 4º lugar, siempre debe guardarse al público el respe-

to que exige aun en el grado más alto, y animado de la elocución

popular. Es preciso precaverse de la indiscreta imitación de los orado-

res antiguos; los cuales ya en su pronunciación y gesto, ya en su

expresión, usaron de una manera atrevida, que hoy no permitiría la

mayor frialdad del gusto moderno. No hay razón alguna para que refre-

nemos el ímpetu del ingenio con demasiada severidad; y para que no

demos un paso más largo que otro: pero la hay para que no tomemos

tal alto el tono de la declamación, que nos tengan por extravagantes.

710. Últimamente en todos los géneros de elocución pública,

pero con especialidad en el [que] vamos examinando, es regla funda-

mental atender al decoro del tiempo, lugar y carácter. El calor de la

elocuencia no puede cubrir este descuido. La vehemencia que sienta

bien a una persona de autoridad, puede ser impropia de la modestia de

un orador joven. La manera alegre e ingeniosa que corresponde a un

asunto en ciertas juntas, es intempestiva en negocios de gravedad, y en

una junta respetable. Nadie debe presentarse a hablar en público sin

haber formado una idea exacta de lo que corresponde a su edad y ca-

rácter, al asunto, a los oyentes, al lugar, a la ocasión; y sin conformar a

esta idea el tono de su discurso. (Agosto 21)

711. El estilo en general debe ser llano, franco, y natural. Las

expresiones agudas y artificiosas no son aquí del caso; y siempre dañan

a la persuasión. Se debe procurar siempre un estilo fuerte y varonil; el

lenguaje metafórico introducido con propiedad, produce a veces muy

buenos efectos. Cuando las metáforas son ardientes y descriptivas, será

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disimulable a ellas alguna inatención: la cual sería notada y censurada

en una composición escrita. En el torrente de la declamación hace fuer-

za la figura; y la inatención se nos escapa.

712. En punto al grado de concisión o difusión, que correspon-

de a la elocuencia popular [,] no es fácil fijar límites precisos. Lo común

es recomendar como más propia a una manera difusa; pero los orado-

res públicos por entregarse demasiado al estilo difuso pierden a veces en

fuerza más de lo que ganan en claridad. No hay duda de que hablando

de una multitud es imposible hablar en sentencias y apotegmas; y que

debemos poner cuidado en explicar e inculcar el asunto: pero por lo

común se peca en esto por exceso. Debemos tener siempre presente que

por mucho gusto que tengamos en oírnos a nosotros mismos, el audi-

torio se cansa fácilmente: y en el momento en que empieza a cansarse,

está por demás la elocuencia. La verbosidad disgusta siempre, y vale más

exponernos a errar por hablar poco, que por el extremo opuesto.

713. Por lo que respecta a la pronunciación y recitación, nos

ocuparemos de ella más adelante. Por ahora basta observar que [si] se

habla a una junta compuesta de personas de diferentes clases, debe

recitarse con alguna firmeza y resolución. Siempre debe evitarse el me-

nor vislumbre de arrogancia: pero hay cierto tono decisivo, que conviene

aun al hombre más modesto, cuando está enteramente persuadido de

los sentimientos que explica, y éste es el más conveniente para una im-

presión general. Una manera tímida e irresoluta infunde por lo común

alguna desconfianza acerca de la opinión de uno; y ésta es ciertamente

una circunstancia poco favorable para inducir a otros a abrazarla.

714. Resumiendo cuanto dejamos dicho en esta lección; [,] el

fin de la elocuencia popular es la persuasión; y ésta debe fundarse en

el convencimiento. Pruebas y razones deben ser la base [de] nuestros

discursos, si no queremos ser unos puros declamadores. Debemos em-

peñarnos ardientemente por aquel lado de la causa que abrazamos; y

explicar en lo posible nuestros propios sentimientos. Los pensamientos

deben meditarse de antemano, y mucho más que las palabras. Se ha de

procurar un método y orden claro. La expresión debe ser fervorosa y ani-

mada; pero aunque la vehemencia puede a veces venir bien, deben

contenerla y refrenarla ciertos respetos debidos al auditorio, y al deco-

ro del orador mismo. El estilo debe ser corriente y fácil, y más bien

fuerte y descriptivo que difuso; la recitación suelta y firme. Pero todo

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orador debe acordarse que la impresión que hace un lenguaje delicado

y artificioso es momentánea; pero la que es debida a las pruebas y el

buen sentido es sólida y duradera.

� Lección 31De la elocuencia del foro

715. Mucho de lo que hemos dicho en la lección anterior so-

bre la elocuencia de las juntas populares es aplicable a la del foro; por

lo mismo nos limitaremos a marcar las diferencias entre una y otra. En

primer lugar los fines en ambas son generalmente diversos. En las jun-

tas populares el fin principal es persuadir; el orador aspira a determinar

a los oyentes a que tomen cierta resolución, después de convencerlos

que es buena [,] conveniente o útil. Para este objeto debe adoptar to-

dos los resortes que puede sugerirnos la naturaleza; y dirigirse a las

pasiones y al corazón no menos que al entendimiento. El fin de la elo-

cución en el foro es convencer. Aquí no trata el orador de persuadir

[sobre] lo bueno o lo útil; sino mostrarles lo justo y lo verdadero, de con-

siguiente su elocución debe dirigirse al entendimiento. Esta diferencia

característica debe tenerse siempre presente.

716. Además los oradores en el foro hablan a uno o pocos

jueces; que por lo común son personas de edad, gravedad, y carácter.

En él carecen de las ventajas que ofrece una junta numerosa, para em-

plear todas las artes de la elocución, aun suponiendo que el asunto las

admitiese: porque las pasiones no se excitan allí tan fácilmente: todos

escuchan al orador con frialdad; le observan con más severidad; y se

vería expuesto a que lo tuviesen por ridículo, si se empeñara en tomar

un tono muy vehemente; que sólo corresponde cuando se habla a una

multitud.

717. Finalmente la naturaleza y el manejo de las materias per-

tenecientes al foro piden un género de oratoria muy diverso del de las

juntas populares. En éstas el orador tiene todo el campo, y raras veces

se ve atado con regla alguna precisa. En el foro el campo del orador está

reducido precisamente a las leyes y estatutos, sin que le quede lugar al-

guno a la imaginación. El abogado está siempre viendo la regla, la

escuadra, y el compás; y su principal oficio es hacer continua aplicación

de ellas al asunto que se trata.

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718. Antes de descender a reglas más particulares sobre la

elocuencia del foro, es preciso observar que el abogado debe sentar

siempre la reputación y acierto en el conocimiento profundo de su pro-

fesión. Por sobresaliente que sea en la oratoria, si pasa por superficial

en el conocimiento de las leyes, habrá pocos que quieran encomendar-

le su causa. Después de este estudio previo, y del caudal correspondien-

te de conocimientos es muy esencial poner gran atención en cada una

de las causas de que se encarga; de modo que ningún hecho, ninguna

circunstancia de ella le sea desconocida. En esto insisten mucho los

retóricos antiguos; y lo contemplaron sumamente necesario para abo-

gar con elocuencia.

719. Se debe sentar como 1er. principio que la elocuencia co-

rrespondiente al foro, tanto de palabra como por escrito, es del género

templado, y debe ir acompañada, de argumentos precisos. Se podrá dar

alguna vez a la imaginación un poco de soltura para animar un asunto

árido, aliviar algo la atención fatigada. Pero esta libertad se ha de usar

siempre con mano avara; porque un estilo brillante y una manera flori-

da harán siempre que el orador sea escuchado con disgusto por los

jueces; y que sospechen que sus pruebas carecen de solidez y de fuer-

za. Debe procurarse con especialidad la pureza de expresión, y un estilo

que ni esté cargado de la pedantería de términos legales ni manifieste

afectación al excitarlos siempre que valgan y sean necesarios.

720. Al defender una causa es conveniente algún grado de

calor; porque aunque la vehemencia al hablar sea más propia en una

reunión numerosa, sin embargo el calor que nace de la seriedad, es uno

de los medios más poderosos para persuadir. Un abogado representa a

su cliente, toma a su cargo sus intereses, y por lo mismo sería muy im-

propio que se manifestase indiferente y tranquilo.

721. No nos detendremos más sobre el modo peculiar de ha-

blar en el foro. También omitimos entrar en detalles sobre la elocuencia

del púlpito. Si se tienen presentes las observaciones hechas sobre la elo-

cuencia de las juntas populares; si se ha marcado bien la diferencia que

existe entre ésta y aquéllas [,] será muy fácil hacer las aplicaciones con-

cernientes.

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� Lección 32De la conducta de un discurso en todas sus partes

722. Sea cual fuere la materia sobre que se piense hablar, se

ha de empezar siempre preparando el ánimo de los oyentes, por algu-

na introducción: ha de fijar el asunto y explicar los hechos relativos a

él: se ha de valer de pruebas para establecer su opinión y destruir la del

contrario: tal vez puede esforzarse a mover las pasiones; en fin [,] des-

pués de haber dicho cuanto juzgue oportuno, ha de cerrar su discurso

con alguna peroración o conclusión. Siendo éste el curso natural de la

elocuencia [,] las partes constitutivas de una oración regular y comple-

ta son seis: 1º el exordio o introducción: 2º la proposición y división de

la materia: 3º la narración o exposición: 4º las pruebas: 5º la parte pa-

tética: 6º la conclusión.

723. Las partes que dejamos mencionadas, ni entran siempre

en todos los discursos, ni por el mismo orden. No hay razón en ocasio-

nes para exigir esta formalidad: al contrario [,] algunas veces sería un

defecto, que daría al discurso un aire pedantesco y afectado. Hay mu-

chos discursos excelentes, en que faltan varias de estas partes: como

cuando el orador no usa de introducción: cuando no tiene ocasión de

dividir o exponer: y debe acabar sin hacer más que raciocinar por uno

y otro lado de la causa. Pero como éstas son las que constituyen natu-

ralmente una oración regular es oportuno considerarlas separadamente.

724. El exordio es común a los tres géneros de elocuencia

pública; no es una invención oratoria; sino fundada en la naturaleza y

sugerida por el sentido común. Cuando uno aconseja a otro, cuando

toma a su cargo instruir o reprobar, es natural que por prudencia no [lo]

haga de golpe, sino con alguna preparación comenzando con alguna

cosa que pueda inclinar a las personas con quienes habla, a que juzguen

favorablemente de lo que va a decir; que pueda también imponerlas de

modo que favorezcan el intento que se propone. Este es el fin de toda

introducción; y en conformidad con él Cicerón, y Quintiliano le seña-

lan tres fines, y siempre [es] necesario acomodarse a alguno de ellos:

hacer benévolos, atentos, y dóciles a los oyentes.

725. El 1er. fin es conciliar la voluntad del auditorio hacién-

dolo benévolo, y adicto al orador y su causa. A este fin pueden tomarse

los tópicos, en las causas del foro, unas veces de la situación particular

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del orador, del carácter y pretensiones de su antagonista, otras de la na-

turaleza de la materia, como íntimamente enlazada con el interés de los

oyentes, y en general de la modestia y buena intención con que el ora-

dor toma parte en el asunto. El 2º fin de la introducción es excitar la

atención de los oyentes; lo cual puede conseguirse dándoles alguna idea,

de la importancia [,] dignidad o novedad del asunto; o de la claridad y

precisión con que va a tratarlo; o de la brevedad con que va a discurrir.

El 3er. fin es hacer dóciles a los oyentes; o prepararlos para la persua-

sión; para esto debe procurarse desvanecer todas las preocupaciones;

que pueda contra la causa o contra la parte que sostenemos. (Agosto 25)

726. Puede suceder que el orador esté seguro de la buena

voluntad, atención y docilidad del auditorio; en cuyo caso pueden omi-

tirse las introducciones formales. Porque a la verdad si han de servir sólo

para la ostentación, mejor será pasarlas en silencio; a menos que la mo-

destia y el respeto debido al auditorio, exijan por decencia empezar por

una buena introducción. Pocas partes del discurso dan más trabajo al

orador; y pocas piden tanta delicadeza en su ejecución. Las siguientes

reglas deben tenerse siempre presentes en esta especie de composición.

727. Primera [:] la introducción debe ser fácil y natural; suge-

rida por la materia; y se ha de procurar [,] por explicarnos con Cicerón,

que brote enteramente del asunto que se trata. El defecto común en las

introducciones que se toman de algunos tópicos comunes, [es] que no

tienen conexión especial con la materia y así vienen a quedar separa-

das como piezas distintas del discurso. Para prevenir este defecto, es lo

mejor no bosquejar la introducción hasta que no [se] haya meditado

bien el fondo del discurso: de lo contrario sería fácil observar que al

componer se echa mano de lugares comunes; y que en vez de acomo-

dar la introducción al discurso, se ve frecuentemente precisado a

acomodar el discurso a la introducción.

728. Segunda regla, las expresiones de una introducción de-

ben ser correctas. Esto lo exige el estado de los oyentes, los cuales se

hallan más dispuestos que nunca a criticar; porque como no están ocu-

pados todavía del asunto fijan su atención en el estilo y manera del

orador. También es necesario esto para prevenirlos en su favor: aunque

por esta misma causa debe evitar el demasiado artificio; pues se echa-

ría de ver entonces con más facilidad, y perjudicará a la persuasión. Una

naturalidad correcta, y una sencillez elegante, son el carácter propio de

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toda introducción; de modo que parezca, dice Quintiliano, que habla-

mos con cuidado y no con artificio.

729. En 3er. lugar, la modestia es otro carácter con que debe

ir vestida la introducción. Siempre se gana mucho en manifestarla: si el

orador rompe con un aire de arrogancia y ostentación, el amor propio

del auditorio se ofende; y le escuchan todo el resto del discurso con

oídos ambiciosos. La modestia debe manifestarse no sólo en las expre-

siones, sino en toda su manera; en sus miradas, en sus gestos, y en el

tono de la voz. Cualquiera que vea el auditorio siempre le lisonjean las

muestras de respeto y veneración que le tributa el que habla. Sin em-

bargo [,] la modestia nunca debe declinar en bajeza; y en medio le es

preciso manifestar cierta dignidad, nacida del conocimiento de la justi-

cia, o de la importancia del asunto.

730. En la introducción jamás debe prometerse mucho. Es

regla general que el orador no manifieste al principio todas sus fuerzas;

[,] sino que vaya en aumento según va adelantando el discurso. Hay

casos [,] sin embargo [,] en que desde el principio puede tomarse un

tono elevado: si se presenta por ejemplo a defender una causa, que ha

sido muy censurada e infamada del público, una entrada humilde sería

una confesión del delito. Por la fuerza y valentía de su introducción, ha

de procurar contener el torrente de indignación que tiene en contra, y

remover las preocupaciones acometiéndolas con valor. También produ-

ce buen efecto una introducción magnífica, siempre que después se

sostenga bien, y el asunto sea de una naturaleza declamatoria.

731. En 4º lugar, la introducción debe conducirse de una

manera sosegada. Pocas veces tiene en ella lugar la vehemencia y las

pasiones. Estas han de excitarse según va adelantando el discurso. Los

ánimos de los oyentes se han de preparar por grados, antes que el ora-

dor llegue a aventurar sentimientos fuertes. Una excepción de esta regla

debe ser cuando basta mentar el asunto para conmover y apasionar a

los oyentes: o cuando la presencia imprevista de alguna persona u ob-

jeto en una junta popular inflama al orador, y le hace romper un calor

extraordinario. En cualquiera de estos casos viene bien el exordio llama-

do ex abrupto. De esta manera la presencia de Catilina en el senado hizo

muy natural la entrada de la 1ra. oración de Cicerón contra él. ¿Hasta

cuándo has de abusar Catilina de nuestro sufrimiento? Pero muy pocos

deben aventurarse a hacer uso de semejante introducción; porque pro-

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meten tanta vehemencia en lo restante del discurso que es muy difícil

llenar las esperanzas de los oyentes.

732. Pero [,] aunque en la introducción no es donde manifies-

ta regularmente, las conmociones ardientes; [,] debe sin embargo

prepararse el camino para las que se quieran excitar en las demás par-

tes del discurso. Así, por ejemplo, si ha de insistir sobre la compasión,

la indignación, o el desprecio, debe sembrar sus semillas en el exordio;

y comenzar respirando aquel mismo espíritu, que intenta comunicar. La

habilidad y destreza del orador está en tocar propiamente al principio

la clave que debe regir en el resto del discurso.

733. En 5º lugar, es una regla que en las introducciones no se

anticipe parte alguna principal de la materia. Cuando en la introducción

se apuntan y en parte se explican los trópicos, o pruebas que después

se han de entender, pierden en gracia y en novedad. La impresión que

se intenta hacer con un pensamiento interesante es siempre mayor

cuando se hace entera y en el lugar que corresponde. (Agosto 27)

734. Finalmente [,] la introducción debe ser proporcionada al

discurso que la sigue en duración y género: en duración porque no hay

cosa tan absurda como exigir un pórtico suntuoso delante de un edifi-

cio reducido: y en general, porque no es menos repugnante recargar con

adornos magníficos el portal de una casa regular; que hacer la entrada

de un Mausoleo tan alegre como la de un jardín.

735. Estas reglas son aplicables a todo género de oraciones. En

las del foro, en las de las juntas populares, se debe poner particular

cuidado en no emplear una introducción, de la cual pueda también

aprovecharse el de la parte contraria. A este inconveniente están expues-

tos los que se toman de lugares comunes; y siempre será un triunfo para

nuestro contrario, si con dar un corto giro a alguna cosa que hayamos

dicho en el exordio, pueda hacer ver que militan en favor suyo los prin-

cipios de que nos valimos primero para atacarlo. Quintiliano, observa

que las introducciones tomadas de lo que se ha dicho durante los de-

bates, tienen una gracia particular; [,] porque parece que no han sido

meditadas de antemano, sino nacido del asunto y pensadas allí mismo.

736. Después de la introducción viene inmediatamente la pro-

posición, o el enunciado de la materia. Sobre esto sólo hay que observar

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que debe ser la más clara y distinta posible y hacerse en pocas e

inteligibles palabras. A la proposición sucede generalmente la división

o exposición del método que se ha de seguir en el discurso: sobre lo

cual debe observarse, que no en todo discurso se requiere una división

formal, o distribución en diversas partes. Hay muchas ocasiones de ha-

blar en público, en que ni es necesaria ni conveniente. Como cuando

el discurso ha de ser breve; o sólo se ha de tratar un punto; o cuando

el orador no tiene por conveniente advertir al auditorio del método que

ha de seguir, o de la conclusión a que intenta llevarlo. En todo buen

discurso es necesario el orden de un género o de otro; es decir; que se

han de disponer las cosas de modo, que la que va adelante dé luz y

fuerza a la que viene detrás; esto puede hacerse con algún disimulo. Lo

que llamamos división es cuando el método o plan se propone en for-

ma a los oyentes.

737. Si las particiones formales hacen que un discurso sea

menos oratorio, también lo hacen más claro y fácil de comprenderse; y

por lo mismo más instructivo al común de los oyentes; lo cual debe

tenerse siempre en vista. Los puntos de un discurso sirven de mucho

auxilio a la memoria y recapacitación del oyente. Sirven también para

fijar su atención: hacen que les sea más llevadero esperar al fin del dis-

curso: le dan pausas y descansos, donde puede reflexionar sobre lo que

se ha dicho, y discurrir lo que ha de seguir. Tiene también la ventaja de

que el auditorio conozca de antemano cuándo descansará de la fatiga

de atender: con lo que seguirá al orador con más paciencia.

738. En cualquier discurso donde se tenga por conveniente

usar de divisiones las reglas más esenciales son: 1º las diversas partes

en que se divida deben ser realmente distintas unas de otras, de modo

que no se incluyan recíprocamente. 2º se ha de seguir en la división el

orden de la naturaleza comenzando por los puntos más sencillos; y pa-

sando después a los que están fundados en éstos, y que suponen un

conocimiento. 3º los diferentes miembros deben apurar la materia: de

otro modo no será completa si sólo se presenta el asunto en sus diver-

sas partes sin dar un plan que lo manifieste todo. 4º Los términos con

que se expresan las divisiones deben ser los concisos posibles: estúdie-

se la precisión, sobre todo cuando se establece el método. Esto hará que

la división sea limpia y elegante. 5º evítese una multitud de capítulos

que no sean necesarios. La multitud de divisiones y subdivisiones po-

drá tal vez tolerarse en un tratado de Lógica, pero en una oración la

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hace dura y árida; y fatiga la memoria sin necesidad. En los sermones,

o en los alegatos del foro, pocas cosas hay tan importantes como una

división adecuada y feliz; porque si desde el principio toma un tono

inexacto, se resentirá el discurso en todo lo restante. Aunque los oyen-

tes no sean capaces de marcar el defecto o desorden, conocerán sin

embargo que hay alguno, y les hará poca impresión cuanto se les diga.

(Agosto 28)

739. A la división sigue la narración o explicación. Esta es una

parte muy importante, en los alegatos del foro. Es menester que el abo-

gado no diga cosa que no sea verdad: y ha de evitar también alguna

especie que perjudique su causa. Los hechos que refiere deben ser las

bases de sus argumentos: y es preciso referirlos de modo, que sin tras-

pasar los limites de la verdad se presenten con los colores más

favorables a su causa. Es preciso poner en un punto de vista fuerte, cla-

ro, notable, toda circunstancia que le sea ventajosa; y en un oscuro y

débil las que le son desfavorables: pero no debe olvidarse que si descu-

bre [muestra] demasiado artificio, hará desconfiar de su propia

sinceridad.

740. Ser claro y distinto, ser probable y conciso, son las cali-

dades principales de una narración: y cada una lleva en sí misma la

evidencia de su importancia. La distinción pertenece a toda la serie del

discurso, pero se requiere con especialidad en la narración; pues que

ésta es la que debe derramar luz sobre todo lo restante. Un hecho, una

mera circunstancia pasada por alto, o mal entendida por el juez, puede

destruir el efecto de todas las pruebas que emplee el orador. Si una

narración es improbable, el juez no hace caso de ella; si empalagosa y

difusa, le cansa pronto y la olvida.

741. Por lo que respecta a la distinción, además de las reglas

generales que antes dimos sobre la claridad, se exige una atención par-

ticular, sobre los nombres, los datos, los parajes, y cualquier otra

circunstancia sobre los hechos referidos. Para que la narración sea pro-

bable, es preciso ponernos en lugar de las personas de que hablamos,

y hacer ver que sus acciones procedieron de motivos que [...] tantas por

naturales y fidedignos. Para que sea concisa si lo permite la materia, es

necesario despojarla de toda circunstancia superflua; con lo cual se hará

probablemente más clara y vigorosa la narración.

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742. La parte argumentativa de que ahora vamos a ocuparnos,

es de la mayor importancia en cual[quier] lugar y sobre cualquier ma-

teria de que uno hable: porque el fin principal de la elocuencia, es

convencer a los oyentes de que alguna cosa es verdadera o buena: e

influir en su conducta por medio de este convencimiento. Las razones

y las pruebas, como ya hemos repetido varias veces [,] son el fundamen-

to de toda elocuencia robusta y persuasiva. Tres cosas son necesarias en

ellas: 1º su invención: 2º su conveniente disposición: 3º su expresión en

un estilo que le dé toda su fuerza.

743. La invención es sin duda la más esencial; pero el arte no

puede auxiliarla de modo alguno. Lo único que puede hacer es dispo-

ner y presentar las que ha descubierto con el examen detenido de la

materia; porque una cosa es descubrir las razones más propias, para

convencer a los hombres, y otra hacer de las mismas un uso ventajoso.

Esto último es lo que únicamente pertenece a la retórica. Sin embargo

los antiguos pretendieron adelantar más; y no sólo se empeñaron en

auxiliar a los oradores públicos, a fin de que pudieran adornar mejor sus

pruebas; sino que suplieron la falta de su invención indicándoles de

dónde debían tomarlas para cada asunto y su causa.

744. De aquí nació su doctrina acerca de los tópicos o luga-

res comunes, y las bases de los argumentos que hacen tan gran figura

en los escritos de Aristóteles, de Cicerón, y de Quintiliano. Los prime-

ros no fueron otra cosa que unas ideas generales aplicables a mil

asuntos diferentes. Tuvieron lugares intrínsecos y lugares extrínsecos;

unos eran comunes a todas las especies de elocución pública; otros

peculiares a cada una de ellas. Los lugares comunes o generales, eran

el género, la especie, la causa y el efecto, los antecedentes y consiguien-

tes, la semejanza y desemejanza, la definición, etc. Para cada una de las

diversas especies de locución pública había lugares de personas y luga-

res de cosas; así en las oraciones demostrativas los capítulos por donde

uno podía ser alabado o vituperado eran su nacimiento [,] su patria, su

educación [,] sus prendas particulares, y otras de esta especie. En las

deliberativas los tópicos que podían emplearse recomendando alguna

determinación política, o disuadiendo de ella, eran la honestidad, la

justicia, la facilidad, el provecho, y otras ideas semejantes.

745. Los 1ros. inventores de este sistema artificioso de orato-

ria fueron los sofistas Griegos: los retóricos que les sucedieron,

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procuraron reducir esta invención a un sistema tan regular, que parece

quisieron hacer ver que podía ser uno orador aunque careciese absolu-

tamente de disposición para ello. Dieron sus recetas para hacer

oraciones sobre toda suerte de materias. Pero es evidente que esta cla-

se de estudio nunca será bastante para hacer un discurso útil, sobre

negocios de interés, aunque pudiese producir los más brillantes

declamadores académicos. Es verdad que estas ideas generales suplían

más abundante copia de materia; y que el que no tuviese otro objeto

que hablar, podía hacerlo eternamente sin más que un conocimiento

superficial del asunto. Pero semejantes discursos no [son] capaces de

producir jamás efecto alguno. (Agosto 29)

746. Consideremos los auxilios que pueden hacer del arte no

la invención, sino la disposición y conducta de las pruebas. Es escusado

observar que los oradores deben tener presente en sus razonamientos

cuanto dejamos dicho en la Lógica sobre el método analítico. Después

de esto una de las cosas que exige más atención es elegir las pruebas

más sólidas que pueda ofrecer la causa, y valerse de ellas como de

medio para persuadir. Debe ponerse el orador en lugar del oyente, y

reflexionar qué impresión le harían las razones que quiere emplear para

persuadir a otros. Después de esta elección el efecto de las pruebas

depende en gran parte del orden que hay entre ellas; de modo que no

se embaracen unas a otras; antes al contrario [,] se auxilien mutuamente

y vayan dirigidas a un mismo fin. Para esto pueden servir las siguien-

tes reglas.

747. En 1er. lugar, no se mezclen unas con otras, pruebas que

son de distinta naturaleza. Las tres grandes materias de discusión entre

los hombres son;[:] verdad [,] obligación [,] interés. Las pruebas que se

dirigen a cada una de éstas se distinguen genéricamente; y el que las

confunde todas bajo un tópico, como acontece generalmente en los ser-

mones, hará un discurso lleno de confusión, y sin elegancia.

748. En 2º lugar; [,] el discurso debe ir avanzando por un clí-

max o gradación de suerte que las pruebas estén colocadas en razón de

su fuerza. No hay peligro en comenzar por las pruebas más débiles, pero

se tiene seguridad de hacer una completa impresión sobre los oyentes

preparados y no por lo que antes se ha dicho. Mas no ha de seguirse

siempre esta regla. Si el orador tiene poca confianza en su causa, en este

caso le conviene presentar al frente su prueba principal, para ganar de

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antemano a los oyentes; y hacer al principio el esfuerzo posible, a fin

de que sean movidas las preocupaciones y dispuesto en su favor los áni-

mos, escuchen lo restante con más docilidad. Cuando entre varias prue-

bas hay algunas menos concluyentes, es consejo de Cicerón, colocarlas

en el medio por ser un pasaje menos visible que el principio y el fin.

749. Tercero: cuando nuestras pruebas son fuertes y convin-

centes, harán tanto mayor efecto cuanto más distintas y separadas unas

de otras: porque se puede presentar cada una en toda su extensión,

amplificarla e insistir en ella. Pero cuando son dudosas, y puramente

presunciones, será mejor amontonarlas, porque aunque de suyo tengan

poca fuerza, se sostengan [se puedan sostener] mutuamente.

750. Se ha de cuidar en 4º lugar de no extender mucho las

pruebas ni multiplicarlas demasiado; porque esto sirve más bien de

hacer sospechosa una causa que de darle autenticidad. La multiplicación

innecesaria de las pruebas confunde la memoria y disminuyen el con-

vencimiento que podrían producir bien escogidas. Debe también

observarse, que si las pruebas se amplifican y extienden fuera de los

límites de una ilustración razonable, tiene siempre poca fuerza y enerva

la agudeza que debe ser el carácter de la parte argumentativa de un dis-

curso. Cuando un orador se detiene mucho en una prueba favorita,

procurando presentarla bajo todos los aspectos posibles, suele fatigarse

del esfuerzo que ha hecho y pierde el vigor con que empezó. El razo-

namiento [,] como todas las demás partes del discurso, debe guardar su

temperamento correspondiente.

751. La 5ª parte del discurso es la patética; en ella debe reinar

más que en otra alguna la elocuencia y ostentación en todo su poder. No

hay hombre que piense persuadir a otro seriamente, y que no se dirija

más o menos a sus pasiones; porque todos saben muy bien que ellas son

el gran principio de todas las acciones humanas. El hombre más virtuo-

so tratando de materias de esta especie, hará por tocar el corazón de los

oyentes; no temerá excitar su indignación contra la injusticia, o su com-

pasión en favor del infortunio, aunque ambas sean pasiones.

752. Los antiguos llevaron sus investigaciones en esta parte

del discurso hasta averiguar la naturaleza de cada una de las pasiones;

trataron de sus causas y de sus efectos, para de aquí deducir el modo

de influir en ellas. Pero este conocimiento filosófico, no podrá hacer más

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patético al orador, si no ha recibido de la naturaleza este talento parti-

cular, en que tiene más parte la sensibilidad que la razón. Las reglas que

nos pueden conducir a un buen uso de este dote particular de la natu-

raleza son las siguientes.

753. Primera[,] es preciso considerar atentamente si el asun-

to admite este género, y en qué parte del discurso convenga más usarlo.

El buen sentido es quien debe determinar en estos puntos; todo lo que

puede decirse en general, es que si aspiramos a excitar una pasión, que

tenga efectos duraderos, debemos ganar antes en nuestro favor al en-

tendimiento. Para que los oyentes se interesen con calor por una causa,

han de estar convencidos, de que ella tiene en su favor fundamentos só-

lidos: han de poder justificar la pasión que sienten, y quedar satisfechos

de que no dejan llevarse de meras ilusiones. Por eso los oradores [usan]

lo patético en la peroración, de este modo durará la impresión que haga

en los oyentes, después que las pruebas y el razonamiento han produ-

cido su efecto.

754. Pero debe advertirse en 2º lugar, que no ha de hacerse

un capítulo separado y ex profeso para excitar la pasión: ni prevenir a

los oyentes lo que va a hacerse, porque así se entibia comúnmente la

pasión. Lo más acertado es tocarla indirectamente, aprovechando el

momento favorable, en cualquier parte del discurso en que ocurra; y

entonces presentar las imágenes con tal vehemencia, que enciendan las

pasiones de los oyentes sin que éstos lo adviertan. Pocas sentencias

sugeridas por un calor natural consiguen esto con más facilidad que una

arenga prolija y estudiada.

755. Tercero [,] es menester observar que hay gran diferencia

entre hacer ver a los oyentes que deben conmoverse, y moverlos efecti-

vamente. Todas las pruebas que pueden darse en favor de la convenien-

cia u obligación de alguna cosa, no hacen más que disponer a entrar en

aquel efecto, pero realmente no lo excita. Nadie se enardece de grati-

tud, ni se inflama de compasión, cuando se le manifiesta que éstos son

sentimientos generosos, a que todos deben dar cabida en su pecho: o

cuando se prorrumpe en exclamaciones contra la frialdad o indiferen-

cia. En todo esto sólo se habla a la razón: pero píntese la bondad y ter-

nura de un amigo; ofrézcase a la vista la miseria de una persona que

debe interesarnos y entonces se moverá el corazón, y empezarán a en-

cenderse la compasión y el agradecimiento.

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756. Por esta razón el fundamento del acierto en la parte pa-

tética; es pintar de la manera más natural y más fuerte el objeto de la

pasión que deseamos excitar; y describirlo con aquellas circunstancias

que sean capaces de despertar los ánimos de los oyentes. Todas las pa-

siones se excitan más fácilmente por medio del sentimiento; como la

cólera con el sentimiento de una injuria, o con la presencia del

injuriante. Después del influjo de la sensibilidad, viene el de la memo-

ria; y en seguida de éste el de la imaginación. El orador puede también

valerse de este poder, y habiendo [y tener] la fantasía de los oyentes con

circunstancias que en brillo y fuerza, se asemejen a las de la sensación

y de la memoria.

757. Para conseguir este efecto, el método más eficaz es con-

movernos nosotros mismos. Mil circunstancias interesantes sugiere una

pasión verdadera que no es capaz de imitar ni sugerir el arte más refi-

nado. Las pasiones se comunican por simpatía:

Como el semblante muéstrase risueño

Al ver a otro reír, así se muestra

Lloroso si otro llora....

Horacio

Las conmociones internas del orador dan nueva ternura y

sensibilidad a sus palabras, a sus miradas, a sus gestos, a su manera

toda, la cual ejerce un poder casi irresistible, sobre todos los que le es-

cuchan.

758. Es necesario en 5º lugar atender al lenguaje propio de las

pasiones. Obsérvese el modo con que se produce el que está dominado

de una pasión real y vehemente; y se verá que su lenguaje es sencillo y

sin afectación. Podrá estar animado con figuras fuertes y sublimes; pero

no tendrá ornato ni sutilezas. No está él para seguir el vuelo de su ima-

ginación. Ocupado enteramente de un objeto que lo enardece, sólo de-

sea expresarlo con todas sus circunstancias, y con la misma fuerza que

lo siente. Tal ha de ser el estilo del orador, cuando quiera ser patético; y

lo será siempre que hable inspirado del sentimiento. Este estilo no con-

viene en las descripciones a menos que sean hechas[…].Si se detiene a

trabajar su estilo, pulirlo, y adornarlo, se entibiará su ardor y no podrá

tocar el corazón: porque su composición será el lenguaje de uno que

describe [,] no de uno que siente. Es necesario fijarse en [las] diferen-

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cias que hay entre pintar a la imaginación y al corazón. Lo 1º puede

hacerse con serenidad y descanso; para lo otro en ser siempre rápidos

[y] ardiente[s]. Allí puede aparecer el arte; aquí sólo la naturaleza.

759. En 6º lugar no debe mezclarse en la parte patética, cosa

alguna de distinta naturaleza. Es preciso huir de toda digresión, que

desvíe o interrumpa el curso natural del sentimiento cuando ha empe-

zado a excitarse; y sacrificar cualquier belleza, si ha de distraer el ánimo

del objeto principal. Por esta razón las comparaciones en medio de la

pasión, son siempre perjudiciales e impropias. También deben evitarse

los razonamientos inoportunos; o a lo menos no seguirse en una larga

serie, cuando el principal objeto es excitar conmociones ardientes.

760. Por ultimo jamás se insista mucho en lo patético. Los

sentimientos fuertes son demasiado violentos para ser duraderos. Es

preciso estudiar la oportunidad de hacer una retirada a tiempo por una

feliz transición del tono apasionado al sereno; pero de modo que se

haga sin caer guardando el mismo género de sentimientos que antes [,]

aunque expresándolos con más moderación: Y sobre todo es preciso no

empeñarse en hacer subir la pasión a una altura excesiva; guardar siem-

pre el decoro debido a los oyentes; y no empeñarse en acalorarlos con

exceso, porque éste es el medio más eficaz para dejarlos enteramente

dados.

761. La ultima parte del discurso es la peroración. Sobre ella

hay poco que observar; porque varía según el tono del discurso que la

precede. Algunas veces viene en la peroración toda la parte patética.

Otras es preciso concluir resumiendo las pruebas, poniéndolas en un

punto de vista, y dejando en los ánimos de los oyentes una impresión

llena y profunda. Así la gran regla de una conclusión, y la que sugiere

la naturaleza, es poner en último lugar, aquellos en que queremos ha-

cer consistir la fuerza de la causa.

762. En todo discurso es de gran importancia acertar con el

tiempo preciso de llevarlo a su término: no concluyendo de golpe e ines-

peradamente; ni dejando burlados a los oyentes cuando juzgan que

vamos a acabar. Es preciso esmerarse en concluir con gracia; no finali-

zando con sentencias lánguidas y arrastradas, sino con espíritu y

dignidad: para que los oyentes puedan quedar inflamados, y penetrados

en favor de la materia y del orador. (Septiembre 01/1849)

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� Lección 33De la recitación

763. La pronunciación o recitación es una parte tan importan-

te de la retórica, que Demóstenes preguntado cuál era la 1ª, respondió

–la recitación: –repetida la pregunta 2ª y 3ª vez contestó siempre del

mismo modo. Los que juzgan superficialmente creerán que el manejo

de la voz y del gesto en la elocuencia pública, pertenece únicamente al

adorno; y que es un medio muy subalterno de ganar al auditorio. Pero

este juicio es un error; la recitación está tan íntimamente enlazada con

el fin de toda elocución pública, que no deben desdeñar su estudio, ni

graves y circunspectos oradores, ni los que únicamente aspiran a agra-

dar.

764. El tono de nuestra voz, nuestras miradas, y nuestros ges-

tos interpretan las ideas y las conmociones, tan bien como las palabras

mismas; y aún suelen hacer aquellas impresiones más fuertes que és-

tas. Sucede muchas veces que una mirada expresiva, un grito apasiona-

do, sin ir acompañado de palabras, comunican a otros ideas más fuertes,

y excitan en ellos pasiones más vigorosas, que las que puede sugerirles

un discurso elocuente. La significación de nuestros sentimientos hecha

por tonos y gestos tiene sobre la que hacen las palabras la ventaja de

ser el lenguaje de la naturaleza. La conexión entre ciertos sentimientos

y la manera propia de pronunciarlos es tan estrecha que de ella depende

el éxito de nuestros esfuerzos. La recitación puede ser tal que desmien-

tan lo mismo que aseguran las palabras. (Septiembre 4)

765. Los grandes objetos que debe tener en vista el orador

público al formar su recitación deben ser; 1º hablar de modo, que sea

completa y fácilmente entendido de cuantos lo escuchan; 2º hablar con

gracia y con fuerza para agradar y mover al auditorio. Para ser entendi-

do fácil y enteramente es indispensable un grado debido de altura de

voz, distinción, detención y propiedad de pronunciación.

766. La 1ª atención de todo orador publico, ha de ser que la

oigan todos aquellos con quienes habla. Ha de procurar llenar con su

voz el espacio que ocupa el concurso. Aunque esto depende en gran

parte de la naturaleza [,] puede sin embargo contribuir a conseguirlo el

arte. Todos los hombres tienen tres tonos; [:] el alto, el mediano y el

bajo. El 1º es el que se emplea para llamar a uno que está distante; el

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bajo cuando se habla al oído; y el mediano el que se usa comúnmente

en la conversación, y el que debe emplearse de ordinario en los discur-

sos públicos. Es grande error creer que ha de tomarse el tono más alto

para hacerse entender bien. Esto es confundir dos cosas diferentes; el

cuerpo o la fuerza del sonido con la clave o el tono en que hablamos.

Puede un orador llenar más la voz sin mudar de tono y siempre estará

en nosotros dar más cuerpo y fuerza sostenida al tono de voz que acos-

tumbramos usar en la conversación: en lugar de que si empezamos en

el tono más alto, nos reducimos a una esfera más estrecha; y nos expo-

nemos a que nos falte la voz antes de acabar. Nos fatigaremos y

hablaremos con trabajo; y los demás nos escucharán con pena. Por lo

mismo la voz debe tomarse en el tono ordinario; y observar por regla

constante, no elevarla más de lo que podemos sostenerla sin pena y sin

esfuerzo.

767. Es también buena regla para ser entendido fijar la vista

en la persona más distante del concurso, y dirigir a ella la oración. Así

pronunciaremos naturalmente las palabras con tal fuerza, que nos oiga

aquél a quien hablamos, siempre que no esté fuera del alcance de nues-

tra voz. Esto es lo que sucede en la conversación regular, y debe suceder

también en la elocución pública; pero se ha de tener presente que tan-

to en público como en la conversación se puede pecar por hablar

demasiado recio. Este extremo ofende al oído, y hace poco favor al ora-

dor que parece quiere sacar por fuerza el ascenso del auditorio con sólo

levantar mucho la voz.

768. Para que le oiga y entienda claramente contribuye más

una articulación clara que un sonido lleno. La cantidad de sonido ne-

cesaria para llenar un espacio, por grande que sea, es mucho menor de

lo que comúnmente se cree; y un hombre con una voz débil puede darle

mucho mayor alcance, auxiliándola de una pronunciación distinta, que

el que se daría sin ella otro que la tuviese más fuerte. Los oradores

públicos deben poner en esto la mayor atención: deben dar a cada so-

nido su debida proporción, y hacer que se oigan distintamente todas las

sílabas, y aún todas las letras sin confundir [,] mascar, ni suprimir nin-

guno de los sonidos propios.

769. Para articular distintamente se requiere moderación en la

velocidad de pronunciación. La precipitación confunde el sentido de lo

que se habla. Pero es preciso observar que una pronunciación defectuo-

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sa o del extremo contrario obliga siempre a los oyentes a adelantarse

siempre al orador y hará insípido y molesto todo el discurso. Pronun-

ciar con la detención conveniente y con una articulación clara y llena,

es lo 1º que han de estudiar cuantos empiezan a hablar en público. Esto

da dignidad al discurso [,] alivia la voz por las pausas que permite ha-

cer; y proporciona al orador llenar todos sus sonidos ya con más fuer-

za [,] ya con más música. Le es también muy útil para conservar el

debido señorío de sí mismo; en vez de que una manera rápida [en vez

de una manera rápida] y precipitada, basta para excitar aquella agita-

ción de espíritu que es el mayor enemigo de todo buen éxito en toda

oratoria.

770. Después de estas observaciones fundamentales respecto

de la elevación, y manejo de la voz, de la articulación distinta y grado

conveniente de detención en hablar, debe fijarse el orador público en la

propiedad de la pronunciación; dando a cada palabra aquel sonido que

le señala el uso más bien recibido del lenguaje. Este requisito contribu-

ye para hablar de un modo inteligible, y hacerlo con gracia y con

belleza. No es de nuestro objeto detenernos a dar reglas particulares

sobre este objeto, pero creemos deber hacer la siguiente observación. En

la lengua castellana todas las palabras que consten de más de una síla-

ba tienen una de ellas acentuada. El acento carga unas veces sobre la

1ª vocal, otra[s] sobre la 2ª . Pero ninguna palabra por larga que sea tie-

ne más que una acentuada; y el genio del lenguaje pide que la voz la

señale hiriéndolas con más fuerza, y pasando por las otras con mayor

velocidad.

771. Sabido el lugar de estos acentos es regla importante dar

a cada palabra en la elocuencia pública el mismo acento que en [la]

conversación ordinaria. Hay muchos que cuando hablan en público, pro-

nuncian de diferente manera las sílabas, que en otras ocasiones, creyen-

do que de este modo lo hacen con majestad. Se detienen en ellas, y las

alargan; multiplican en una misma palabra los acentos, por la errada

idea de que esto da más gravedad y fuerza a un discurso aumentando

la pompa de la declamación pública; sin advertir que tal pronunciación

tiene un aire de compostura afectada, que le hace perder todo su agra-

do e impresión. (Septiembre 6)

772. Hay otras partes en la recitación, que tienen por objeto

dar gracia y fuerza a lo que se habla. Estas pueden reducirse al énfasis,

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las pausas, los tonos, y los gestos. El énfasis consiste en [un] sonido de

voz más fuerte y más lleno, que sirve para distinguir la sílaba acentua-

da de alguna palabra, en la cual intentamos poner una fuerza particular,

y mostrar la que da al resto de la sentencia. A veces la palabra enfática

se distingue por un tono particular de la voz, tan bien como por un

acento más fuerte; del buen manejo del énfasis depende todo el espíri-

tu y la vida de un discurso. Si aquél se coloca en todas las palabras, no

solo se hace pesado y lánguido el discurso, sino que queda no pocas

veces el sentido ambiguo. Si se coloca mal se confunde y se pierde en-

teramente.

773. Para manejarse el orador con énfasis la mejor regla y aun

la única que puede darse, es que trate de adquirir una idea exacta de

la fuerza y el espíritu de los sentimientos que ha de proferir. Así para

colocar el énfasis con toda propiedad, se necesita una atención conti-

nua, y buen sentido bastante ejercitado. Esta prenda es una de las

mejores pruebas de un buen gusto, y efecto de la delicadeza con que

sentimos, y del juicio cabal que formamos de lo que es más conducen-

te para comunicar a otros nuestros sentimientos.

774. En todo discurso preparado sería muy útil, después de

leerlo, o recitarlo con este fin particular, buscar el énfasis propio antes

de pronunciarlo en público; marcando al mismo tiempo en cada sen-

tencia las palabras enfáticas, al menos en las partes principales y más

expresivas del discurso. Si se pusiera más atención en esto, si se estu-

diara con más exactitud esta parte de la pronunciación; si no se dejara

como regularmente se hace para el momento mismo de la recitación,

verían los oradores públicos compensado suficientemente este esmero

con los buenos efectos que sus discursos producirían. Pero es preciso

también precaverse contra el error de multiplicar demasiado las palabras

enfáticas. Si ocurren muy a menudo; si el orador se empeña en dar igual

importancia a todo lo que dice, nos acostumbraremos bien pronto a dar-

les poco aprecio. Llenar de énfasis todas las sentencias es lo mismo que

escribir en letra bastardilla todo un libro.

775. Después del énfasis exigen una atención particular las

pausas. Estas son de dos maneras; enfáticas y distintivas del sentido. Se

emplean las 1as. cuando se acaba de decir alguna cosa de entidad, y en

que queremos que se fijen los oyentes. Otras veces aún antes de decir-

la, la significamos con una pausa de esta naturaleza. Ellas producen el

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mismo efecto que un fuerte énfasis; y están sujetas a las mismas reglas,

especialmente a la de no repetirlas con mucha frecuencia, porque como

exigen una atención particular, si la cosa no es importante, se incomo-

dan todas del chasco.

776. Pero el principal y más frecuente uso de las pausas, es

señalar las divisiones del sentido, y dar lugar al orador para que respi-

re. La colocación conveniente de ellas, es uno de los puntos más difíciles

y delicados de la recitación. En toda elocución pública exigen un gran

cuidado el manejo de la respiración; de modo que no se vea precisado

el orador a separar aquellas palabras que tienen una conexión tan inti-

ma, que deben pronunciarse de un aliento sin hacer entre ellas la menor

separación. Se truncan lastimosamente muchas sentencias, y se pierde

la fuerza del énfasis si se hacen intempestivamente algunas divisiones.

Para evitar esto debe tomar el aliento suficiente para lo que ha de reci-

tar. Pero no es preciso esperar al fin del periodo, cuando falta ya la voz;

se puede recoger fácilmente en los intervalos cuando la voz queda sólo

suspendida por un instante; y con esta economía será siempre suficiente

la voz para concluir las sentencias más largas.

777. El que está habituado a hablar en público con cierta

melodía o tono que exige pausas o respiros distintos, de los que pide el

sentido de las palabras, ha contraído uno de los peores hábitos en que

puede incurrir un orador público. El sentido debe ser siempre el que

arregle las pausas de la voz; pues cuando hay en ésta una suspensión

sensible, el oyente aguarda algo que se corresponda en el significado. Las

pausas en el discurso público deben disponerse del mismo modo que

en una conversación importante; y no de aquella manera afectada que

se toma generalmente al leer los libros. El uso de la puntuación es muy

arbitrario y a veces falso: por lo mismo [,] las pausas para que sean gra-

ciosas y expresivas, no sólo se han de poner en su propio lugar, sino que

han de ir acompañadas del tono que indique su naturaleza. Unas veces

es oportuna solamente una breve suspensión de la voz; otras se requie-

re algo de cadencia; y otras finalmente aquel tono peculiar que marca

el fin de la sentencia. En todos estos casos nos debemos conformar con

la manera que nos indica la naturaleza cuando tenemos una conversa-

ción animada e interesante. (Septiembre 7)

778. Los tonos en la pronunciación son diferentes del énfasis

y de las pausas. Ellos consisten en la modulación, y las notas o varia-

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ciones de sonidos que empleamos en la elocución pública. Una senci-

lla observación bastará a persuadirnos del influjo que éstas tienen sobre

la fuerza y la gracia de un discurso. Todos los sentimientos que expli-

camos [,] con especialidad todas las conmociones fuertes, tienen un

tono peculiar de voz sugerido por la naturaleza; de modo que excitaría

la risa en [el] que dijera se hallaba angustiado en un tono que no co-

rrespondiese a esta conmoción. Uno de los instrumentos más poderosos

por donde un discurso llega a persuadir es la simpatía. El orador ha

de hacer por infundir en los oyentes los mismos sentimientos que ex-

perimenta, lo cual nunca podrá conseguir, si no los profiere de modo

que conozca el auditorio que los tiene, y los siente en realidad. (Sep-

tiembre 7)

779. La regla más esencial es que se formen los tonos de la

locución por los de una conversación interesante y animada. Todos los

hombres cuando están muy acalorados en algún discurso, o empeñados

en asunto que les interesa, tiene[n] un tono y una manera elocuente y

persuasiva. ¿Qué razón hay de que falten es[as] calidades en los discur-

sos públicos, sino que comúnmente se abandona el tono natural y se

usa de una manera artificiosa y afectada? Es el mayor absurdo imaginar,

que luego que se empieza a hablar en público, haya de tomarse un tono

nuevo y estudiado, una cadencia totalmente extraña a la manera natu-

ral. Esto ha dado origen a esa monotonía artificiosa y cansada, que se

advierte en varios géneros de elocución pública, y con especialidad en

el púlpito.

780. El orador [,] sea que hable privadamente, o en presencia

de algún concurso, acuérdese siempre que habla, siga a la naturaleza;

reflexione el modo con que ella nos enseña a expresar un sentimiento

o afecto de nuestro corazón. Imagine que se ha incitado entre hombres

graves y sabios una conversación de importancia; piense con qué tonos

e inflexiones de voz se explicaría en ocasión semejante; sean éstos el

fundamento de su manera de recitar; y usará el medio más seguro, para

que sea tan agradable como persuasiva.

781. Algunas veces la importancia de la materia pide que la

pronunciación se eleve sobre el tono común y ordinario. En una oración

estudiada, la elevación del estilo, y la armonía de las sentencias, piden

una modulación de voz que participe más de la musical. Esto da origen

a lo que se llama manera declamatoria. Pero aunque este modo de pro-

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nunciar se separa mucho de los trámites del discurso ordinario, sin em-

bargo debe tener por base el tono natural de una conversación grave y

majestuosa. Se debe observar que el dejarse llevar constantemente de

esta manera declamatoria, no aprovecha ni a la composición ni a la

buena recitación; ella expone a los oradores públicos a incurrir en esa

uniformidad de tono y de cadencia de que tanto nos lamentamos, al

paso que el que forme el tono general de su recitación por el de la

manera de hablar les dará la misma variedad que tienen en la conver-

sación.

782. A la verdad; [,] para la perfección de la recitación se re-

quiere que el orador posea completamente la manera de hablar con

energía y facilidad, y la de declamar con dignidad y con pompa; y que

haga uso de estas dos maneras diferentes según lo exigen las diversas

partes del discurso. Esta es una perfección [a] que llegan pocos ora-

dores: la mayor parte se contenta con arreglarse al estilo de voz que

les parece más bonito, o al modelo que más encanta su imaginación;

adquiriendo por este medio un hábito que jamás podrán variar. Pero

la regla principal es copiar los tonos propios para expresar nuestros

sentimientos de los que dicta la naturaleza cuando estamos en conver-

sación con otros; hablar siempre en voz natural; y no formarnos una

manera estrafalaria por el absurdo capricho de que es más bella que

otra alguna.

783. Pasemos a considerar el gesto, o lo que se llama acción

en los discursos públicos. Algunas naciones animan en su conversación

las palabras con muchos más movimientos de cuerpo que otras. Pero no

hay ninguna ni se encontrará persona tan flemática, que no acompañe

sus palabras con algunas acciones y gestos, siempre que esté muy

enfervorizada. Por eso es poco natural en un orador público; e incom-

patible con el interés que debe mostrar en todos los negocios de

importancia guardar un exterior tranquilo; y dejarse caer las palabras de

la boca, sin una expresión del significado, y sin algún valor en el gesto.

(Septiembre 10)

784. Respecto de la acción, debe tenerse por regla fundamen-

tal, la misma que se dio sobre la propiedad del tono. Atiéndase a los

gestos y miradas con que se expresan más ventajosamente en el trato

humano la compasión, la indignación, o cualquier otro efecto; y tóme-

los por norma el orador. Algunas de estas miradas y gestos son comunes

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a todos los hombres; y hay también ciertas particularidades de mane-

ras que distinguen a cada individuo. Un orador público debe tomar

aquélla que le sea más natural. Sus gestos y todos sus movimientos han

de tener aquel género de expresión que le haya dictado la materia; y no

siendo así es imposible, por más estudio que haga, dejar de aparecer

afectado y violento.

785. Sin embargo aunque la naturaleza debe tomarse por

base, puede también tener lugar el estudio y el arte. Muchas personas

son naturalmente desgraciadas en sus movimientos; y esto puede refor-

marse con la aplicación y el trabajo. En la elocución pública, el estudio

de la acción consiste principalmente en evitar las contorsiones y demás

movimientos desagradables, y en ejecutar aquéllos que son más natu-

rales y congruentes al orador. A esto suelen aconsejar los que han escrito

sobre esta materia el ejercicio delante de un espejo; donde pueda uno

verse y juzgar de sus propios gestos. Pero nosotros mismos jamás sere-

mos jueces imparciales respecto a la gracia de nuestros propios

sentimientos; más que todos los espejos servirá a los principiantes el

juicio de un amigo acreditado por su buen gusto. En orden a las re-

glas particulares sobre la acción y los gestos, creemos que de nada

servirán si no se ven ejecutadas, sin embargo aventurará las reflexio-

nes siguientes.

786. Al hablar en público es preciso conservar la posible dig-

nidad en la actitud del cuerpo; escoger generalmente una postura recta

y mantenerse firme para manejarse en todas sus acciones con total des-

embarazo. Está en unos inclinarse algo hacia adelante, como por una

expresión natural de interés hacia los oyentes. El semblante ha de co-

rresponder a la naturaleza del discurso; y cuando no se expresa alguna

conmoción especial, es preferible un mirar serio y grave. Los ojos nun-

ca han de estar fijos sobre un objeto; sino que deben girar alrededor del

auditorio. (Septiembre 11)

787. Lo principal de los gestos al hablar está en el movimiento

de las manos. Los antiguos condenaron todos aquellos que se ejecuta-

ban con sólo la izquierda; pero no siempre son éstos impropios, aunque

por lo común sea más propio emplear la derecha. Las conmociones

ardientes piden la acción de ambas manos, correspondiéndose una a

otra: pero ejecútese la acción con una o con las dos manos [,] lo que

importa es que los movimientos sean desembarazados. Los duros y enér-

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gicos son desgraciados por lo general; y por lo mismo los movimientos

de las manos han de nacer del hombro y no del codo. Los que son per-

pendiculares raras veces pueden permitirse; y en general son más

graciosos los oblicuos. También deben evitarse los muy súbitos y lige-

ros; pues sin ellos puede explicarse bien la pasión. Las reglas de

Shakespeare sobre esto son muy juiciosas : “use de todos, dice, con

delicadeza; y en medio del torrente y la tempestad de la pasión adquiera

una templanza que pueda darle blandura”.

788. Para recitar con acierto es importante sobre todo guardar-

se de que se traduzca aquella agitación de espíritu, peculiar de los que

comienzan a hablar en público. Procure sobre todo el orador estar siem-

pre sobre sí, y ser dueño de sí mismo. Para esto nada le valdrá tanto,

como procurar empeñarse seriamente en la materia; estar poseído de su

importancia; y aspirar mucho más a persuadir que a complacer. Agra-

dará más por lo regular, si no tiene por principal objeto el agrado. Este

es el único medio racional de sobreponerse al tímido y bajo respeto del

auditorio; que sólo sirve para desconcertar al orador [,] ya en lo que ha

de decir, ya en el modo de decirlo.

789. Cualquiera que sea la manera de recitar, debe ser propia,

no imitada de otro alguno ni tomada de un modelo imaginario que no

lo sea natural. Como sea nativa [,] aunque tenga algunos defectos [,]

agradará; porque nos manifiesta a un hombre y nos hace ver que nos

habla con el corazón; al paso que una recitación adornada con varias

gracias y bellezas, si éstas no son fáciles y naturales; si descubren algún

rastro de afectación, no podrán menos que disgustar.

790. Pocos serán los que puedan prometerse una recitación

absolutamente correcta y graciosa; porque para esto se necesita un con-

junto de talentos naturales que no es común. Pero habrá muchos que

consigan una manera vigorosa y persuasiva, que en cuanto al efecto es

muy poco inferior, si dejan los malos hábitos, si procuran seguir a la

naturaleza, y cuidar de hablar en público, como hablan privadamente

cuando lo hacen apasionados y de corazón. Si alguno tiene en la voz o

en el gesto un defecto natural y grosero, es preciso que no espere a re-

formarlo cuando vaya a hablar en público. Debe empezar por corregirlo

en su manera privada, para tenerlo ya rectificado cuando se presente en

público. De lo contrario [,] ocupado todo en un discurso, no podrá po-

ner la atención en la manera, pensar en los tonos ni en los gestos, y si

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atendiere a ellos descubrirá la afectación y el estudio. Ocupado pues

enteramente en la materia y en los sentimientos, dejará a la naturaleza

y a los hábitos adquiridos de antemano, que le dicten y sugieran la

manera de recitar.

791. Hemos llegado al término de nuestra carrera, y al cerrar-

la, nos dirigimos por última vez a los jóvenes que nos han seguido en

ella, no ya para sugerirles nuevas ideas, sino para presentarles

sumariamente algunas de las que dejamos vertidas, en todo el curso de

nuestras lecciones, que han tenido por objeto la Retórica. Deseamos que

se fije en sus ánimos muy particularmente cuanto dejamos dicho sobre

las ventajas que pueden sacarse de este sublime arte y que consideren

muy detenidamente las diversas circunstancias de la vida, en que pue-

de serles interesante. A este fin creemos que bastará recordarles que

vivimos en un país, en que todos los ciudadanos son llamados por la ley

a tomar parte en los negocios públicos, y en que por lo mismo se ofre-

cen a cada paso ocasiones de hacer uso del talento de la palabra. Y si

el trabajo que su adquisición exige llega alguna vez a hacer vacilar su

constancia, les presentaremos como modelos de un celo infatigable, a

Demóstenes y a Cicerón, que consagraron muy particularmente su vida

a perfeccionarse en el arte de persuadir para ser útiles a la Patria.

792. Pero para ser orador es preciso prepararse desde tempra-

no; empezar a ejercitarse desde los primeros años de la juventud;

hacerse familiares los escritos de los que han sobresalido en este géne-

ro de conocimientos: observar en ellos la verdad de los pensamientos,

la belleza de una elocución fuerte y fácil; precisa y armoniosa; al mis-

mo tiempo que el fuego, e interés con que animan sus discursos.

793. La lectura de los buenos historiadores y de los grandes

Poetas, les será de mucha utilidad. En los primeros encontrarán junto

con las gracias del lenguaje, un caudal de hechos interesantes que en-

riquecerá su memoria, y de que podrá hacer uso en las ocasiones que

se les presenten. Los segundos acostumbrarán sus oídos a la armonía;

y la elevación de las ideas, el calor de los movimientos; las gracias del

estilo; las bellezas de los detalles, la fuerza y energía de las expresiones;

dotes todas que se notan con más frecuencia en esta clase de compo-

siciones, contribuirán a criar [a crear] en su alma el gusto por las

verdaderas bellezas.

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794. A la lectura debe seguir el ejercicio de componer. Los

primeros ensayos de este género en que se emplean durante el curso de

sus estudios exigen un gran cuidado, porque influirán sobremanera en

la adquisición de su estilo. La facilidad de escribir sólo se adquiere es-

cribiendo mucho; y la de escribir bien exige además sumo cuidado al

hacerlo.

795. Mas todas estas prendas serán inútiles, si una buena re-

citación no les pone el sello. Para adquirirla es preciso ejercitar la

memoria, y acostumbrarla a ser fiel, y fácil, pero más que todo aprove-

char la edad en que los órganos son aún flexibles, para adquirir una

pronunciación exacta, clara, y distinta; para hacer tomar a la voz

inflexiones verdaderas y naturales y los tonos más convenientes. Es ne-

cesario aprender a reglar los gestos, los movimientos de su cuerpo, en

una palabra, todo su exterior: habituarse a conservar siempre cierto aire

de gravedad, de nobleza y dignidad, que los haga dueños de sí mismos

aun en medio de la exaltación más ardiente, y del más vivo calor de su

acción. Fin Septiembre 12/849. (Montevideo) LJP

796. [¡] Cuánto no podríamos aún añadir a estas breves indi-

caciones; así nos dejaremos llevar del interés que nos inspira la juventud

a quien hemos consagrado nuestras tareas; y a quien desearíamos no

abandonar jamás! Pero concluiremos por exhortarlos a llenar un deber

que ciertamente es el primero de todos –formar su corazón al mismo

tiempo que cultivar su entendimiento; y hacerse una ley inviolable de

no consagrar sus talentos más que a la verdad y a la virtud. La elocuen-

cia es una [un] arma que puede ser útil o peligrosa, según las manos

que la manejen; y es preciso por lo mismo empeñarse en no emplearla

sino para ser útil al público, o a los particulares: es necesario persua-

dirse que no puede haber mayor satisfacción para una [un] alma

sensible, que hacer servir el talento de la palabra, en favor de los débi-

les, de los oprimidos, por un poder injusto, o de los indefensos. En una

palabra, que el hombre elocuente, sea siempre dirigido por el hombre

sabio, por el ciudadano útil, y por el hombre de bien. Tales son votos

que hace al separarse de vosotros

Vuestro catedrático.

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287

EXTRACTO ANALÍTICO DEL CURSO DE FILOSOFÍA

� Introducción

Es muy difícil definir exactamente la palabra Filosofía. Según

su origen es la dedicación a las ciencias, mas para ser Filósofo [¿] será

preciso estudiarlas todas, o una sola? ¿y cuál será ésta? Lo primero no

admite duda alguna; porque es imposible que el hombre pueda abra-

zar la inmensa extensión de la naturaleza. Por lo mismo nos contraere-

mos a resolver la segunda cuestión. Todos los conocimientos del hombre

se reducen a dos clases –al estudio de los objetos exteriores, o al de lo

que experimenta en sí mismo. En el 1er. caso se llama Físico; en el 2º

Filósofo. Por consiguiente, la filosofía es para nosotros “el estudio de

nuestra inteligencia, o el análisis de nuestro pensamiento”. El estudio de

nuestras facultades y medios ha sido siempre el objeto de las tareas de

los más singulares talentos, a quienes seguiremos, siempre que sus in-

vestigaciones sean conformes a la razón. Dichas facultades se presentan

a nuestro examen bajo tres respectos. [:] 1º en su naturaleza. 2º en sus

efectos. 3º en sus medios. He ahí hecha la división de nuestro curso. Los

dos primeros puntos de vista formarán la Metafísica, y la Moral; y el

tercero será el objeto de la Lógica y de la Retórica. Contra esta marcha

se nos objeta que “empezar por un examen completo del modo de ad-

quirir las ideas, es sumir a los jóvenes en investigaciones propias del

talento robustecido por las reglas del discurso”. Mas, es indudable que

la práctica es anterior a la teoría, y por lo mismo ¿podrán fijarse reglas

a la acción, v.g. antes de haber obrado? ¿podrá estudiarse la deducción

de las ideas, antes que su formación? Se nos replicará, que “existiendo ya

la teoría, será oportuno hacerla preceder a la práctica, pues así se facili-

ta su ejecución, y se ahorra un tiempo considerable”. Al contrario [,] las

reglas se fijan más en el espíritu, cuando éste está ya acostumbrado a

ejecutarlas; agréguese a esto los estímulos que el estudio de la Metafí-

sica ofrece a la curiosidad natural de los jóvenes; y si se insiste en que

no existen tales estímulos, no podrá menos de convenirse en que mucho

menos se hallan en la Lógica. En consecuencia, hacer preceder la Lógica

a la Metafísica, no disminuye las dificultades que se quieren evitar.

¡Jóvenes! nada creemos más a propósito para demostraros la

importancia del estudio a que os habéis dedicado; que deciros, que su

objeto es el más digno de la naturaleza, el que merece más nuestra aten-

ción; en una palabra que es el hombre.

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289

PARTE PRIMERA

De las facultades del almaconsideradas en su naturaleza

Lección primeraNecesidad de examinar nuestras facultades en sí mismas

1. Nuestro estudio tiene por objeto las operaciones que elevan a un

ser sensible a la dignidad de ser racional.

2. Si no conocemos la naturaleza y los efectos de nuestras faculta-

des, sólo producirán ellas confusión y desorden.

3. Si se hubiese consultado la experiencia, nos bastarían las inves-

tigaciones hechas por los Filósofos sobre este objeto.

4. Algunos de ellos conocieron la necesidad de reducir el espíritu

humano a un curso regular de experiencias.

5. Desde entonces la Metafísica avanzó rápidamente.

6. Sin embargo aún quedaban nuevos obstáculos que vencer. La

teoría de las ideas era conforme a la razón; no así la de las facultades

que las producen.

7. Condillac fue el primero que creyó que en el estudio del espíri-

tu humano todo debe reducirse a un solo principio.

8. Este filósofo conviene con otros en hacer derivar las ideas de las

sensaciones; pero se distingue de ellos en reconocer éstas como la fuen-

te de nuestras facultades.

9. Si no se conociese la generación de nuestras facultades, no es-

tarían éstas reducidas a un sistema; por consiguiente no habría ciencia.

10. No basta al espíritu conocer únicamente principios; para adqui-

rir conocimientos le es necesario conocer el desarrollo de aquéllos.

11. El origen y generación de las facultades, y de las ideas, ocupa-

rán un gran lugar en nuestras lecciones.

Lección 2ªSistema de Condillac sobre las facultades del alma

12. Según Condillac la sensación recibe tantas formas cuantas son

las facultades que reconoce; y en cada una adquiere un nuevo carácter.

13. Para conocer un objeto no basta sentirlo, es necesario distinguir-

lo de todos los demás; esto es lo que se llama atención.

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14. Cuando se dirige hacia dos objetos para descubrir sus relacio-

nes resulta la comparación.

15. Cuando se comparan dos objetos advertimos semejanzas o de-

semejanzas entre ellos; ved ahí el juicio.

16. Cuando por una serie de éstos, el alma va de unas relaciones

en otras [,] entonces reflexiona.

17. Cuando por esta operación se reúnen en un solo objeto las cua-

lidades de muchos, se dice que imagina.

18. Pueden pronunciarse dos juicios sin expresar el intermedio, éste

es un raciocinio.

19. Todas estas facultades están comprendidas en la que se llama

entendimiento.

20. Si se consideran las sensaciones como agradables o desagrada-

bles, hacen nacer las operaciones que constituyen la voluntad.

21. Toda privación causa una sensación desagradable; entonces se

experimenta una necesidad.

22. Cuando ésta no es muy urgente causa un estado de desazón.

23. A consecuencia de ésta buscamos el objeto de que tenemos ne-

cesidad; ésta es la inquietud.

24. Una necesidad más viva aumentada por la imaginación consti-

tuye el deseo.

25. Las pasiones son deseos habituales. Cuando juzgamos satisfacer-

los concebimos esperanza: y cuando no encontramos obstáculos a su

satisfacción resulta la voluntad.

26. La palabra pensamiento abraza al entendimiento y la voluntad.

27. Todas estas facultades están, según Condillac, envueltas en la de

sentir, o no son más que transformaciones de ella.

28. Este sistema es claro y sencillo; no obstante volveremos sobre

él más adelante (Lección 5ª).

Lección 3ªSistema de Laromiguière. Se resuelve según élla cuestión sobre las facultades del alma

29. Para no abandonar la verdad en nuestras investigaciones,

consultemos nuestra propia experiencia.

30. Todos nuestros sentidos son unos órganos por donde recibimos

impresiones de los objetos exteriores; que a su vez son seguidas de sen-

saciones particulares a cada uno.

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31. Tres cosas deben observarse en las sensaciones: 1º la impresión

causada por un objeto exterior sobre el órgano que la recibe: 2º El mo-

vimiento del cerebro: 3º La sensación.

32. No hay sensaciones indiferentes; ellas producen siempre placer

o dolor.

33. El alma tiene dos estados –pasivo y activo: el 1º cuando recibe

una impresión: el 2º cuando obra sobre ella.

34. Todos los pueblos están convencidos de esta verdad; pues han

marcado en sus idiomas la diferencia que hay entre ver y mirar, oír y

escuchar, etc.

35. Hay en el alma dos atributos –sensibilidad y actividad. La 1ª la

hace capaz de ser modificada; la 2ª le da el poder de modificarse a sí

misma.

36. Si quiere saberse de nosotros cómo un movimiento del cerebro

produce una sensación en el alma, y otras cuestiones de esta especie [,]

no trepidaremos en confesar nuestra ignorancia.

37. Bajo estos principios vamos a determinar el número de las fa-

cultades que forman el pensamiento.

38. Con la palabra entendimiento designamos la reunión de las fa-

cultades que empleamos para adquirir conocimientos.

39. En nuestras investigaciones no buscaremos por principio la lla-

mada facultad de sentir. Ya hemos dicho que ella es una simple

capacidad; y ¿podrá derivarse de esa propiedad pasiva cuanto hay de ac-

tivo en nuestra inteligencia?

40. Aunque puede decirse que todos reciben las mismas impresio-

nes hay mucha diferencia entre la inteligencia de los hombres.

41. Hay un principio, a más de las sensaciones, que distingue a

unos hombres de otros por sus facultades intelectuales; y este principio

es la actividad del alma en unos, y la inercia en otros.

42. Cuanto se observa en el espíritu humano se reduce a sensacio-

nes, operaciones del alma sobre ellas, resultado de estas operaciones

–ideas–.

43. Tres cosas son necesarias para adquirir un conocimiento. [:] 1º

formar ideas exactas de las partes del objeto que se estudian: 2º cono-

cer sus relaciones: 3º elevarse hasta el principio común de todas.

44. Para lo primero es necesario examinar el objeto por todos sus

aspectos; [,] en una palabra conocerlo; esto es lo que hace la atención.

45. No basta tener ideas, es preciso conocer sus relaciones; de lo

contrario no habría orden en nuestras ideas: el descubrimiento de es-

tas relaciones es la obra de la comparación.

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46. Es preciso aún que el espíritu se eleve de relación en relación

hasta el principio de todas; esto se consigue por medio del razonamiento.

47. Atención, comparación, y razonamiento son todas las únicas fa-

cultades que forman nuestra inteligencia.

48. El alma obra por medio de la atención, que concentra la sensi-

bilidad en un solo punto; de la comparación [,] que es una doble

atención; y del razonamiento [,] que es una doble comparación.

49. No basta al hombre conocer; él desea constantemente ser feliz.

50. La dirección de todas nuestras facultades hacia un objeto que

creemos contribuye a nuestra felicidad es lo que constituye el deseo.

51. Cuando el alma juzga que hay varios objetos igualmente capa-

ces de satisfacer su deseo, toma una determinación, elige uno de ellos

–prefiere.

52. De esta facultad nace otra que es una de las que más honran

al hombre –la libertad.

53. Los hombres más ignorantes, y aun los niños mismos hacen

aplicación de la libertad regularmente exactas.

54. Todos los hombres están íntimamente persuadidos de su libertad.

55. La condición del hombre no es ser constantemente feliz, ni des-

graciado.

56. Suele suceder al alma elegir mal; experimenta entonces una

sensación desagradable; sufre a consecuencia de la elección que ha

hecho, se arrepiente de ella.

57. Del arrepentimiento resulta el temor de volverse a ver expues-

to a él. Entonces el alma procura prever las consecuencias de la

elección, delibera.

58. Hay dos modos de preferir; [:] el 1º es anterior a la experiencia

del arrepentimiento; el 2º es una consecuencia de él.

59. La experiencia del arrepentimiento es causa de que no prefira-

mos lo que sin ella hubiésemos preferido.

60. La libertad es, pues, el poder o facultad de querer o no querer

después de haber deliberado.

61. La libertad no es una elección ciega, ni una elección sin razón.

62. El dogma de la libertad ha sido siempre combatido por los fa-

talistas.

63. Reunimos bajo la palabra voluntad, el deseo, la preferencia, y la

libertad, [;] lo mismo que bajo la voz entendimiento, la atención, la com-

paración, y el razonamiento; y finalmente el pensamiento incluye el

entendimiento y la voluntad.

64. Por consiguiente la facultad de pensar deriva de la atención.

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Lección 4ªContinuación de la precedente

65. El sistema de las facultades del alma se compone de dos siste-

mas particulares: el de la del entendimiento, y el de la de la voluntad.

Forman el primero la atención, la comparación y el razonamiento; cons-

tituyen el segundo el deseo, la preferencia y la libertad.

66. La atención es la concentración de la actividad del alma sobre

un objeto para conocerlo; el deseo para poseerlo.

67. La preferencia es la elección de uno de los objetos que antes se

han comparado.

68. Del mismo modo hay mucha analogía entre el razonamiento y

la libertad.

69. Nuestro sistema llena todas las condiciones necesarias para ser

tal, por consiguiente es exacto.

70. Se nos dice que “no conociendo la atención, base del sistema

y la libertad que lo termina no podemos lisonjearnos de conocer nues-

tras facultades”.

71. Pero aunque no podamos definir la atención, la conocemos por

sus efectos.

72. El carácter de los principios es esparcir luz sobre sus conse-

cuencias.

73. Tampoco conocemos la fuerza de los cuerpos, y ella es sin

embargo la base de toda la física.

74. La idea que tenemos de la actividad del alma se siente aunque

no pueda expresarse con palabras.

75. La libertad es una de las cuestiones más importantes y difíci-

les de la Filosofía.

76. Por ahora nos limitaremos a marcar la diferencia que hay en-

tre la libertad moral, la natural, la social, la actividad del alma y la

voluntad.

77. No puede definirse la libertad moral, diciendo que es “el poder

de hacer lo que se quiere”, porque este poder no excluye la necesidad [;]

a esto llamamos libertad natural.

78. La libertad social supone las dos anteriores.

79. Otros dicen que la libertad es la actividad del alma; pero entre

ésta y aquélla median el deseo y la preferencia.

80. El desarrollo de nuestra voluntad es –actividad, deseo, preferen-

cia, libertad.

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81. Si no es consiguiente a la libertad de un ser sensible el deseo

y la preferencia, tampoco lo es el obrar con libertad.

82. Para que la preferencia se convierta en libertad se necesita: 1º

deliberación anterior; 2º objeto que pueda hacer la acción moral.

83. Se nos hacen tres objeciones sobre la libertad; [:] 1º si ella se

funda en un examen riguroso, disminuirá en razón de la ilustración del

que hace este examen: 2º no se quiere sin motivos; ellos pues nos arras-

tran, y la libertad no existe: 3º Dios todo lo ha previsto; ha fijado reglas

al universo, y nada puede suceder contrario a estas leyes.

84. Respondemos a la 1ª. La deliberación tiene siempre lugar, sea

cual sea la prontitud con que se ejerza.

85. A la 2ª. Aunque no puede quererse sin motivos, nosotros pesa-

mos y elegimos éstos.

86. A la 3ª. Dios no prevé, ve únicamente y el ver no supone nece-

sidad.

87. Resumiendo: la libertad deriva de la preferencia; ésta del deseo;

el deseo de la acción simultánea de la atención, de la comparación que

es una doble atención, y del razonamiento que es una doble compara-

ción.

Lección 5ªObservaciones sobre el sistema de Condillac

88. Condillac reduce todo el sistema de las facultades a las sensa-

ciones.

89. Este Filósofo dice que no conociendo el alma los objetos exte-

riores sino porque siente, debe suceder lo mismo respecto de los

interiores.

90. Es falso que el alma conoce los objetos exteriores sólo porque

siente; pues el mismo Condillac dice –“No basta sentir para conocer”.

91. Mas aunque el alma no pueda conocer sus facultades sino por-

que siente, no se deduce de aquí que ella [es] una misma cosa que las

sensaciones.

92. Decir lo contrario es confundir el conocimiento de los objetos

con la realidad de ellos.

93. Hay en el alma dos estados (33) [:] o recibe la impresión u obra

sobre ella. La 1ª es la sensación; la 2ª es la atención distinta de aquélla.

94. De aquí se deduce que la comparación no es una doble sensación.

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95. Tampoco es una sensación el juicio; porque es muy distinto

sentir una sensación, que sentir una relación.

96. El error consiste en que con una sola voz, se han expresado dos

cosas enteramente distintas –sensaciones y relaciones.

97. Lo que hemos dicho sobre el juicio se aplica al razonamiento,

que es una serie de aquéllos.

98. Condillac coloca al frente de las facultades de la voluntad, a la

necesidad. Pero ésta es un estado pasivo, y no puede nacer de él nada

que sea activo.

99. El análisis de Condillac sobre las facultades del alma se funda

en un principio que no es el que realmente tienen ellas.

100. Las pasiones no son facultades, sino resultados de ellas.

Lección 6ªOpiniones de los filósofos sobre las facultades del alma

101. Hemos ya visto que las sensaciones no son otra cosa que la

materia sobre que se versan las facultades.

102. El sistema de las facultades del alma nació con la Filosofía,

pero no se dejó casi ver por la multitud de partes que lo componían.

103. Descartes aniquiló la multitud de almas tan favoritas de los Es-

colásticos.

104. Locke introdujo en el análisis de las facultades una claridad

desconocida hasta entonces.

105. Vamos ahora a recorrer brevemente las opiniones de los Filó-

sofos sobre lo que nos ha ocupado hasta el presente.

106. Todos los Filósofos reducen las facultades del alma al enten-

dimiento y la voluntad.

107. De los que sólo atribuyen la actividad a la voluntad, puede

decirse lo que de aquéllos que se contentaron con saber que en Aritmé-

tica todo se reduce a componer, y descomponer los números.

108. Todas las facultades del alma se reducen al entendimiento y la

voluntad; mas ¿cómo se reducen si no se conocen?

109. Es pues imposible satisfacerse con el análisis hecho por estos

Filósofos.

110. No nos detendremos sobre las opiniones de los Filósofos anti-

guos, porque ni aun se puede formar idea de ellas.

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111. Bacon distingue dos almas; racional y sensitiva. Las facultades

de la 1ª son –entendimiento, razón, imaginación, memoria, apetito y vo-

luntad. Las de la 2ª movimiento voluntario y sensibilidad.

112. Sobre este sistema obsérvese [:] 1º Niega la sensibilidad al alma

racional, sin advertir que sin ella no tiene ésta interés alguno en obrar.

2º La memoria no es una facultad, sino una sensación continuada.

113. Descartes admite 4 facultades –voluntad, inteligencia, imagina-

ción y sensibilidad. Invirtiendo el orden de éstas quedarían mejor

colocadas.

114. Hobbes reconoce dos facultades –conocer y moverse. Pero los

vicios y virtudes que subordina a la 2ª no son facultades.

115. Locke reconoce el entendimiento y la voluntad; y se propone

hablar de los diferentes modos de estas ideas simples.

116. Pero las ideas de entendimiento y voluntad incluyen cada una

tres ideas subalternas; por consiguiente no son simples.

117. Aunque la idea de potencia sea simple, el entendimiento, y la

voluntad son potencias que pueden obrar de tres modos diferentes.

118. Bonnet reconoce, el entendimiento o pensamiento, voluntad,

libertad o acción y sentimiento: la libertad, dice, está subordinada a la

voluntad, ésta a la facultad de sentir, ésta a la acción de los órganos, y

esta acción a la de los sentidos.

119. Entre la subordinación que hay entre la voluntad y la libertad,

entre ésta y las otras facultades no hay nada de común en su naturale-

za.

120. La libertad está subordinada a la voluntad; no así ésta y la sen-

sibilidad.

121. No hay pues en este sistema el orden necesario entre las ideas.

122. Algunos han supuesto tres sentidos interiores –voluntad, inte-

ligencia y memoria. Pero la palabra sentidos interiores aplicada a las

facultades del alma es impropia.

123. Otros han reducido todas las facultades a imaginar, reflexionar,

acordarse; pero éstas en vez de ser el fundamento de las demás facul-

tades nacen y se derivan de ellas.

124. Diderot dice, que, todas las operaciones del entendimiento se

reducen o a la memoria de los signos o sonidos, o a la imaginación o

memoria de las formas o figuras.

125. Mas si todas se reducen a la memoria será, o en su principio

o en sus resultados. No es en su principio porque nadie empieza por

acordarse; tampoco en sus resultados porque éste no puede llamarse

operación.

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126. Destutt de Tracy, de acuerdo con Condillac [,] sólo descubre

sensaciones; por lo mismo son aplicables al primero las observaciones

hechas sobre el segundo (Lección 5ª).

127. A esto puede reducirse cuanto han dicho los Filósofos sobre las

facultades del alma.

128. Hemos conseguido el objeto que nos propusimos en nuestra

primera parte –manifestar la naturaleza de las facultades del alma–.

También hemos visto los caracteres que las separan y distinguen unas

de otras, habiéndolas hecho derivar sucesivamente de un solo principio.

129. El sistema pues de las facultades del alma se compone de dos

ramos: 1º atención, comparación, razonamiento; o más en general enten-

dimiento. 2º deseo, preferencia, libertad; o en general voluntad. Esta y el

entendimiento se hallan reunidos en la palabra pensamiento. Estos dos

sistemas no obran independientemente uno de otro; las facultades mo-

rales están subordinadas a las intelectuales. El principio a que deben su

existencia todas las demás facultades es, la atención [;] faltando ésta se

destruiría todo el edificio cimentado sobre ella. Queda, pues, resuelto el

problema sobre las facultades del alma.

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PARTE SEGUNDA

De las facultades del almaconsideradas en sus efectos, o de las Ideas

Lección 7ªDe la naturaleza de las ideas

130. El alma siente y obra a impulsos del placer o del dolor. Existir

es de parte del alma obrar, porque existir es sentir.

131. Sentimos, y obramos sobre lo que sentimos. El entendimiento

y la voluntad obran impulsados por las sensaciones. Aquél para cono-

cer estados que nos interesan; ésta para apartar lo desagradable, y

acercar lo agradable.

132. No sólo debemos considerar nuestras facultades en reposo;

sino muy particularmente en su acción.

133. Debiendo a las ideas todos nuestros conocimientos, su estudio

[puede] sernos muy interesante.

134. No conociendo antes lo que son las ideas, no conoceremos su

origen y formaciones.

135. Mas se hace sentir esta necesidad al ver los errores de los fi-

lósofos por no haber fijado exactamente el punto de partida en sus

investigaciones a este respecto.

136. Para dar la preferencia a alguna de las opiniones de los filó-

sofos sobre esta materia sería preciso entrometerse en las intermina-

bles disputas que han agitado a la Filosofía desde su cuna. Pero

reflexionando algo, descubriremos el origen de todas ellas en los vicios

del lenguaje.

137. Dejemos pues formar nuestra lengua antes de hablar sobre las

ideas; para esto es necesario ir de lo que ya conocemos a las palabras.

138. Por ahora nos limitaremos a explicar lo que entendemos por

idea.

139. Cuando un niño después de haber examinado repetidas veces

las letras del alfabeto las distingue con precisión y no las confunde unas

con otras, decimos que tiene idea de ellas.

140. Antes de eso veía todos los caracteres, pero no distinguía nin-

guno.

141. Esto mismo nos sucede cuando queremos adquirir un nuevo

conocimiento.

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142. Un descubrimiento de Galileo sobre el movimiento de los cuer-

pos dio a las física una nueva idea. Otro de Newton sobre la luz hizo

más exactas nuestras ideas sobre ella.

143. Las ideas del hombre son tantas cuantas son las relaciones que

distingue en los objetos. Nada sabe el que todo lo confunde, al contra-

rio [,] el que penetra las diferencias entre los seres tiene un gran número

de ideas.

144. La idea es un sentimiento que no se confunde con ningún otro;

un sentimiento distinto.

145. El alma no es sólo un ser que siente; ella advierte sus sensa-

ciones, y desde entonces pasa a ser inteligente.

Lección 8ªOrigen y causas de nuestras ideas

146. Conociendo ya el carácter y naturaleza de las ideas, nos falta

averiguar su origen y causas. Para proceder con acierto es preciso fijar-

nos sobre las sensaciones.

147. Por la mala significación que se ha dado a las palabras sentir y

sensaciones, han sido éstas motivo de muchos escándalos, pero hoy es in-

dudable que sólo en ellas pueden buscarse los principios de la ciencia.

148. Los que fundan su doctrina en el sentimiento (que no debe

confundirse con las sensaciones, ni designar con un mismo nombre) han

debido estudiarse a sí mismos antes de formar su lengua.

149. Nosotros sentimos de diferentes modos.

150. El alma siente siempre que los objetos mueven los órganos.

151. Este primer modo de sentir se puede considerar bajo dos pun-

tos de vista. [:] 1º cada órgano tiene su carácter; 2º uno que es general

a todos ellos –advertir al alma su existencia.

152. Bajo el 1er. aspecto no hay ninguna relación entre ellos; por

eso se les han dado nombres distintos.

153. Bajo el 2º aspecto un solo nombre debe abrazarlos todos; y

para indicar que en todas las modificaciones que el alma recibe por los

cinco órganos siempre advierte la existencia, su yo, diremos que –mens

est sui conscia.

154. Este sentimiento del yo es inseparable de todas las afecciones

de nuestra alma, y común a todos los modos de sentir.

155. Las cinco especies de modificaciones que hemos notado en el

alma son consecuencia de las impresiones causadas sobre los sentidos;

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por esto las designamos con el nombre de sentimiento– sensación, o sen-

saciones. Esta es la primera manera de sentir, y de ella veremos nacer

nuestras primeras ideas.

156. Rodeados de objetos que afectan nuestro ser recibimos infini-

tas impresiones en nuestro cuerpo, y sensaciones en nuestra alma. De

esta primera manera de sentir nada resultará si el alma es un ser pasi-

vo, y todo si es activo.

157. Semejante, en el primer caso a una piedra conservaría siem-

pre las modificaciones que una vez hubiere recibido. Mas no sucede así;

y esa fuerza que agita y da vida a las sensaciones forma una parte de

la esencia del alma.

158. La condición de un alma reducida a sólo sentir sería inferior

a la de todos los seres vivientes.

159. Pero no es éste el carácter de nuestra alma. Destinada a co-

nocer el universo, y su supremo autor posee los medios y facultades

necesarias a este objeto.

160. Conocemos estas facultades y medios, y después de las repe-

tidas pruebas de nuestra experiencia, podemos concluir que el alma no

sólo siente, sino que posee actividad, que es un principio de acción –

mens est vis sui motrix.

161. No puede pues sentir y no obrar porque la obligan a ello el

placer, o el dolor. Si fuere indiferente a sus modificaciones, lo sería tam-

bién a su felicidad y desgracia.

162. La concentración de la actividad arrastra la de la sensibilidad.

Entonces en medio de las sensaciones se eleva una que domina a las de-

más. El alma la advierte, la estudia, la conoce. Ya no es una simple

sensación, es una idea.

163. El alma ejerce los 1os. actos de su actividad del modo siguiente.

Dirige los órganos sobre los objetos que la rodean; entre éstos hay algunos

que le causan una impresión más fuerte; entonces se fija sobre ellos.

164. Desde que conoce que tiene este poder, es capaz de fijarse

sobre todos los objetos.

165. Un niño después de haber aplicado sus órganos involuntaria-

mente lo hace voluntariamente, y así llega a adquirir sensaciones

distintas, ideas sensibles. En consiguiente éstas tienen su origen en el

sentimiento-sensación, y su causa en la atención que el alma ejerce por

medio de los órganos.

166. Las ideas sensibles no son las únicas que tenemos, ni las sen-

saciones la única fuente de nuestra inteligencia. Por su medio sólo

conoceríamos los objetos exteriores y sus cualidades.

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167. Hay pues otra manera de sentir distinta de aquella de que

nacen las ideas sensibles. Cuando el alma obra sobre las sensaciones,

siente que obra; y esta manera de sentir es distinta de las sensaciones.

168. El sentimiento que el alma experimenta por la acción de sus

facultades no es siempre el mismo.

169. No basta sentir las facultades para conocerlas; lo mismo que

en las sensaciones es preciso concentrar la atención sobre el sentimiento

de ellas.

170. Es más difícil adquirir las ideas de las facultades, que las sen-

sibles.

171. Por esto puede decirse que todos los hombres tienen las mis-

mas ideas sensibles, y un cierto número de Filósofos las tienen de sus

facultades.

172. Las ideas, pues, de las facultades tienen su origen en el senti-

miento de su acción, y su causa en la atención ejercida independiente-

mente de los órganos.

173. Si las ideas sensibles y las de las facultades desapareciesen en

el momento que se adquieren, estaríamos siempre limitados a una sola

idea. Mas no sucede así.

174. Es cierto que la mayor parte de nuestras ideas, mueren en el

momento que nacen. Pero esto es porque la atención no se ha fijado

con detención sobre un solo sentimiento. Cuando lo hace no desapare-

cen aquéllas fácilmente.

175. Teniendo memoria tenemos no solamente la idea actual, sino

las que sobrevienen, y aun las anteriores. En este caso sentimos de un

modo diferente. Percibimos entre estas ideas relaciones, semejanzas, etc.

Por esto lo llamamos sentimiento-relación.

176. Resultando éstos de la aproximación de las ideas, son mucho

más numerosos que los sentimientos-sensaciones, y los de las faculta-

des.

177. Todo será confusión entre las relaciones si el alma no aplica

su actividad a esta 3ª manera de sentir. Mas aquí necesita de la com-

paración para convertir los sentimientos de relación en ideas de ellas.

178. Estas tienen su origen en el sentimiento-relación, y su causa en

la atención y la comparación.

179. Cuarta manera de sentir. Cuando suponemos intención en el

agente exterior, a la sensación que él causa se añade un sentimiento

diferente de los demás. Le damos el nombre de sentimiento moral.

180. Viviendo los hombres en sociedad, y obrando casi siempre los

unos, sobre los otros, continuamente experimentan sentimientos mora-

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les. Suele bastar un solo [acto] de atención para desenvolverlos, pero ge-

neralmente son necesarios razonamientos muy complicados.

181. Las ideas morales tienen su origen en el sentimiento moral y su

causa en la unión de todas las facultades del entendimiento.

182. El alma tiene, pues, 4 diferentes maneras de sentir, de las cua-

les su actividad hace nacer las cuatro especies de ideas.

183. Todas ellas son intelectuales. Pero los Filósofos han reservado

este nombre a las de las facultades y a las de relación; así pues nues-

tras ideas se reducen a sensibles, intelectuales, y morales.

184. El origen de todas nuestras ideas es el sentimiento, y la causa

la acción de las facultades del entendimiento. Pero es preciso tener pre-

sente que hay cuatro orígenes, y tres causas diferentes.

Lección 9ªSe confirma la doctrina de la anterior; demostrando laimposibilidad de referir todas las ideas a un solo origen.

185. La cuestión sobre el origen de las ideas se ha fijado siempre

bajo esta alternativa –nacen todas de los sentidos, o son innatas. De aquí

resulta que los partidarios de estas opiniones sin examinar los principios

en sí mismos, explicaban a su modo las ideas que llamaban innatas.

186. Algunas veces se [ha] hablado de un sentido moral; por la di-

ferencia que hay entre las afecciones que provienen de los objetos

materiales, y las que nacen de la virtud oprimida, del vicio triunfante,

etc. Pero los sentimientos-sensaciones y el sentimiento moral no bastan

para explicar nuestra inteligencia.

187. Muchos Filósofos se han satisfecho con asignar la sensibilidad

como origen de todas nuestras ideas. Ignorando los elementos de nues-

tros conocimientos no es extraño que su ciencia haya sido falsa.

188. Puede decírsenos que ¿las cuatro maneras de sentir no son

siempre sentir? ¿o el sentimiento sensación transformado en los demás

varía de naturaleza?

189. Para desvanecer esta objeción es necesario fijar el significado

de la palabra naturaleza. Por su etimología importa nacer o derivarse.

Para conocer la naturaleza de nuestras maneras de sentir es preciso ob-

servarlas cuando nacen, entonces se verá que cada una tiene su

naturaleza propia.

190. Naciendo cada especie de sentimiento de distinto principio,

tienen cada una diversa naturaleza.

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191. Aunque la sensación de nuestros sentimientos empieza por las

sensaciones, no puede establecerse entre ellos unidad de naturaleza.

192. Si las denotamos a todas con un mismo nombre, es para ma-

nifestar las relaciones que las ligan mutuamente.

193. Esto nos manifiesta que nuestros sentimientos no se transfor-

man unos en otros, ni el que viene después fluye del precedente.

194. La agradable idea de la simplicidad de las obras de la natura-

leza parece nos arrastra a dar un origen común a nuestros conocimien-

tos. Mas cuando ella misma no la apoya es necesario abandonarla.

195. Lo mismo podrá decirse si habiendo dividido nuestras ideas en

sensibles, intelectuales, y morales, asignásemos por causa de las 1as. la

atención; la comparación de las segundas y el razonamiento de las ultimas.

196. El sentimiento de la justicia, o injusticia casi se manifiesta en

el primer momento de nuestra existencia.

Lección 10ªDe las ideas consideradas con relación a las imágenes,los juicios, y los recuerdos

197. Lo que hemos dicho en las 3 lecciones precedentes recibirá

nueva luz comparándolo con las opiniones de los Filósofos sobre el ori-

gen y causas de nuestras ideas. En esta lección examinaremos el 1º.

198. La idea según su etimología y el común sentir de los Filóso-

fos es la imagen o simple representación de un objeto. ¿Por qué no

hemos adoptado una definición tan general? 1ª objeción.

199. No es un error confundir las ideas con los recuerdos; porque

indistintamente usamos de estas dos voces. 2ª.

200. 3ª. Si la idea consiste en distinguir un objeto de otro; puede

decirse que tenemos y no tenemos idea de él, y pudiendo hacerse la dis-

tinción por más o menos cualidades se deduce que las mismas ideas lo

son más, o menos.

201. 4ª. Según nuestra doctrina, la idea viene a ser una distinción

de relación, y por consiguiente un juicio.

202. La opinión de los que confunden las ideas con las imágenes

es un resto de la Filosofía de Epicuro.

203. Los objetos de nuestros conocimientos están dentro o fuera de

nosotros mismos.

204. Todas las maneras de ser del alma son más o menos simples

o compuestas, pero no son extensas ni figuradas.

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205. La idea imagen o representación sólo puede tener lugar res-

pecto de aquellos objetos cuyas sensaciones son extensas.

206. En esto podemos ver qué error es el de aquéllos que no vien-

do en el alma sino imágenes, reducen todas sus facultades a la

imaginación.

207. Hay recuerdos confusos como sentimientos. Por consiguiente

si no basta sentir para tener ideas, tampoco basta para tener recuerdos.

208. Si se insiste en no admitir diferencia entre idea y recuerdo,

convendremos si por éste se entiende una idea renovada.

209. No hay contradicción en decir que se tiene idea de un objeto

cuando se compara con otro diferente; y que no se tiene en el caso con-

trario.

210. La objeción del Nº 200 a más de ser ridícula puede hacerse

cualquiera que sea la doctrina que se admita sobre las ideas.

211. Convendremos en que la idea es un juicio, pero un juicio de

una especie particular. Entremos en detalles sobre la naturaleza del jui-

cio.

212. Un niño siente su debilidad, y un león su fuerza. En ambos

hay sentimiento de relación.

213. El hombre por medio del lenguaje separa los seres y sus cua-

lidades o cosas que siempre existen juntas.

214. Sin signos no podría el hombre separar cosas que la naturale-

za ha unido.

215. Sin el auxilio de 2 signos que manifiesten uno el sujeto y otro

su cualidad no tendríamos dos ideas distintas; porque desaparecerían en

el momento que se formasen.

216. En nosotros mismos no podríamos distinguir lo que es inva-

riable, de lo que varía en cada instante; y

217. Consigue esto con la mayor facilidad por medio del lenguaje.

218. El bruto no puede considerar las cualidades separadas de los

objetos, ni al contrario porque esta distinción no existe en la naturaleza.

219. Nuevo ejemplo en prueba de nuestra aserción.

220. Así, un niño por medio de estas dos palabras –yo-débil– tiene

dos ideas del yo y la modificación, aunque existan dentro de sí mismo.

221. Entonces no sólo siente la relación sino que la percibe.

222. No sólo percibimos las relaciones, sino también las afirmamos.

223. Se juzga por sentimiento, por ideas, y por afirmación: para las

dos ultimas especies de juicios son indispensables las palabras.

224. Los brutos sienten las relaciones que nacen de sus sensacio-

nes; pero no las perciben, ni las afirman.

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225. La ignorancia del hombre resulta de que las relaciones que

percibe son menos que las que siente; y sus errores de que las que afir-

ma son más que las que percibe.

226. Nuestros errores no consisten en el sentimiento ni en la per-

cepción.

227. Sentir, percibir, afirmar relaciones son maneras de juzgar que

se desenvuelven sucesivamente.

228. Conformándonos con el uso de los filósofos sólo extenderemos

el significado de la voz juicio a las percepciones y afirmaciones de rela-

ciones.

229. Aunque la idea es un juicio le conservaremos su antiguo nom-

bre.

230. La idea es un juicio de una especie particular. En las 3 de que

hemos hablado se hallan dos términos que se confunden en el senti-

miento, se separan en la percepción, y se vuelven a unir en la

afirmación, mas sin confundirse.

231. El nº de términos que entran en el 2º término de la relación

que constituye la idea es indeterminado.

232. La perfección de nuestras ideas depende del mayor o menor

nº de cualidades que nos manifiestan en los seres.

233. Las relaciones de distinción que deben preceder al juicio han

recibido el nombre de ideas.

234. Esta es nuestra respuesta a las objeciones que se nos han he-

cho (198, 199, 200, 201).

Lección 11ªImpugnación de la doctrina de Descartes y de Lockesobre el origen de nuestras ideas

235. Muchos Filósofos han pretendido que sola la sensibilidad basta

a producir todas las variedades y tesoros del pensamiento. Pero la ex-

periencia nos prueba lo contrario.

236. Aunque las 4 maneras de sentir son comunes a todos los hom-

bres, no son en todos igualmente fecundas y abundantes. No hacemos

el pensar inseparable de su idea, sino de su sentimiento.

237. Las diferencias que [hallamos] entre los sentimientos de las

operaciones del alma, son mayores en los de relación, y en los morales.

238. Esto nos muestra el error de los que han creído hallar en solas

las sensaciones cuanto encierra nuestra naturaleza sensible e intelectual.

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239. Por las sensaciones empieza el ejercicio de la sensibilidad [,]

por las ideas sensibles el de la inteligencia. Pero, ni unas, ni otras son

los principios de las demás maneras de sentir, y de las otras especies de

ideas.

240. Repetimos pues que nuestras ideas no pueden tener un solo

origen.

241. Quizá se nos reprochará habernos separado de las dos princi-

pales doctrinas que han dividido siempre a los Filósofos. Pero a más de

que sólo seguimos a la razón, las dos opiniones que se nos presentan

son tan opuestas que no sabemos cuál de ellas se adoptará como ge-

neralmente reconocida.

242. No es de nuestro resorte examinar las razones en que se fun-

dan sus autores, y con que se combaten recíprocamente.

243. De aquí puede deducirse el juicio que formamos sobre el céle-

bre principio –Nihil est in intellectu, quod prius non fuerit in sensu. Ade-

más de su falsedad encierra tres expresiones que pueden interpretarse

de tres modos.

244. Nihil –[¿] Ninguna idea? [¿]Ninguna facultad del alma?

245. in intellectu –[¿] en el alma? [¿] en alguna de sus facultades?

[¿o] en la reunión de todas nuestras ideas?

246. in sensu –[¿] En los órganos del cuerpo? [¿] o en las sensacio-

nes que son modificaciones del alma?

247. Toda idea ha sido sentimiento.

Lección 12ªReflexiones sobre las causas de las ideas

248. Sentir y conocer son cosas que no deben confundirse.

249. Se cree que las ideas sensibles en nada difieren de las sensa-

ciones. Pero basta hacer algunas ligeras observaciones para persuadirse

de lo contrario.

250. Si se nos presenta una escritura cuyos caracteres no conoce-

mos, veremos todo, y nada distinguiremos, mientras el ojo que ha

recibido la impresión simultánea de todas las letras no las distribuya en

varias impresiones parciales, y sucesivas.

251. De lo contrario la vista no nos daría idea alguna.

252. Esto se aplica a los demás sentidos. Por consiguiente un ser

que tuviese nuestra misma organización, y que no fuese capaz de fijar

su atención, no tendría alguna idea sensible.

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253. Si estas ideas tan fáciles de adquirir tienen por causa la acti-

vidad del alma ¿cómo no la tendrán las intelectuales, y las morales?

254. Las ideas sensibles, las intelectuales, y las morales, tienen un

objeto real a que corresponden; no así las de relación.

255. Si fijamos nuestras miradas sobre una de las letras que com-

ponen una palabra, ella domina sobre las demás, y tenemos una idea

sensible.

256. Sentimos diferencias o semejanzas entre varias ideas adquiri-

das; obrando el alma, este sentimiento se convierte en idea, y ésta no

deriva de la sensación, sino del sentimiento de la existencia de dos ideas

anteriores.

257. Las ideas de relación consideradas con respecto a su origen y

causa, tienen mucha analogía con las ideas absolutas pero se diferen-

cian esencialmente de todas por otros respectos.

258. La palabra relación indica unas veces la comparación, otras el

resultado de ella. Y como una y otro sólo se hallan en nuestra alma, es

claro que sólo en ella se encuentran las relaciones.

259. Una idea de relación supone el ejercicio de dos facultades del

entendimiento; mientras que para las absolutas basta la atención.

260. Las dos diferencias que hemos asignado entre las ideas abso-

lutas y relativas son bien notables, y no debemos olvidarlas, si queremos

evitar, que de la confusión de unas y otras, resulten una multitud de

errores en nuestros conocimientos.

Lección 13ª Distribución de las ideas sensibles, intelectuales,y morales en varias clases

261. Las cuatro [clases] de ideas que se hallan en nosotros, pueden

subdividirse en varias clases.

262. No todas las subdivisiones son igualmente importantes. Al pre-

sente trataremos sólo, de las ideas simples y compuestas, pasando

después a las abstractas y generales.

263. Una idea simple, es una idea que no puede descomponerse en

otras: una compuesta es una reunión de varias ideas.

264. Nuestros sentidos nos suministran sensaciones que pueden dar

lugar a varias ideas.

265. La idea puede ser simple, aunque ocasionada por una sensa-

ción compuesta, cuando ésta no se descompone.

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266. Todas las ideas de las facultades del alma son compuestas, ex-

cepto la de la atención. Son simples las ideas morales, y lo son también

las de relación cuando de dos ideas comparadas resulta una sola rela-

ción.

267. Pero, cuando resultan varias relaciones, son compuestas.

268. Para tener la idea de una relación determinada, no es necesa-

rio que los dos términos de la comparación lo sean.

269. También son simples las ideas que no son más que la repeti-

ción de una misma: y aquellas ideas parciales cuya reunión forma una

idea compuesta.

270. Como no podemos ocuparnos de una cualidad aislada de un

objeto sin olvidar las demás, estas cualidades, y las de ellas se llaman

abstractas o separadas.

271. Las ideas son tanto más simples, cuanto más abstractas son.

272. Para conocer los objetos de la naturaleza, es preciso fijarnos

con exactitud sobre las ideas simples y compuestas que resultan de sus

combinaciones.

273. Si la idea simple, que es el resultado de la abstracción, deriva

de una idea compuesta que conocemos bien, será para nosotros una ad-

quisición real.

274. Es más difícil adquirir las ideas compuestas, que las simples.

275. Es infundada la común prevención de confundir lo abstracto

con lo difícil.

276. La abstracción de los sentidos en [es] una operación muy na-

tural.

277. El alma no obra ni con todas sus facultades, ni sobre todas sus

ideas a la vez. Esto sólo le acarrearía confusión.

278. El espíritu humano va siempre dividiendo y simplificando. Este

es el único modo de penetrar bien las cosas y formarse idea de ellas.

279. La abstracción del alma es tan natural como la de los senti-

dos.

280. Hacemos continuas abstracciones, porque ni aun hablar pode-

mos sin abstraer.

281. No se crea que cuando decimos que abstraen los sentidos y el

alma, queremos dar a entender que los sentidos abstraen por una par-

te, mientras el alma lo hace por otra.

282. Las ideas debidas a la abstracción han recibido el nombre de

la operación que las produce.

283. Las ideas abstractas en cuanto tales son los elementos de nues-

tra inteligencia, pero ellas la forman cuando pasan a ser generales.

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284. Las ideas abstractas individuales, no nos darían verdaderos co-

nocimientos.

285. Para que lo hagan es necesario que se reúnan muchas ideas

abstractas en una sola.

286. La idea abstracta nos viene de tantos objetos como son aque-

llos en que se halla repetida la cualidad que es el objeto de la idea. Estas

ideas, pues, no representan cualidades individuales determinadas.

287. Las ideas abstractas de un niño son individuales.

288. Una idea abstracta, primero es individual, luego pasa a ser ge-

neral, y después vuelve a ser individual.

289. Los nombres propios corresponden a las ideas individuales, y

las generales a las de esta especie. Las ideas y nombres generales se lla-

man clases, de las que unas son más generales que otras.

290. Cuando una de las clases subalternas se refiere a la más gene-

ral que la precede se llama especie, y cuando se compara con otra menos

general toma el nombre de género.

291. La cuestión de las ideas generales ha sido una de las que más

han dividido a los Filósofos.

292. Las ideas abstractas no deben confundirse con las genera-

les.

293. Las ideas abstractas son verdaderas ideas, porque este nombre

se ha dado a las que representan cualidades reales.

294. Cuanto existe es individual.

295. La idea general es una verdadera idea, para aquél que no se

limita al nombre, sino que se dirige a las cosas; pero no es más que un

nombre para el que no pasa adelante del nombre mismo.

296. No hay, pues, rigurosamente hablando ideas generales.

297. Las ideas o nombres generales se distribuyen en diferentes

clases, subordinadas unas a otras.

298. Las especies pasan a ser géneros comparándolas con ideas

menos generales.

299. El hombre es una especie de animal, especie cuyo género es la

animalidad.

300. La idea de ser no es especie de ningún género.

301. Si quisiéramos hallar a un individuo establecido en Buenos

Aires no lo conseguiríamos buscándolo en las clase, ser, sustancia, cuer-

po, hombre, y ni aun en las de Americano, y Argentino. Sólo tendríamos

algunas probabilidades de encontrarlo en la clase de Porteño.

302. Para conocer, pues, los objetos de la naturaleza, no bastan las

ideas generales.

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303. Es mucho más fácil adquirir ideas generales, que individuales.

304. Por eso los niños generalizan las ideas que adquieren.

305. De nada sirve tener ideas generales sin conocer las series de

las clases subordinadas que conducen hasta los individuos.

306. Privados de las clases no podríamos razonar.

307. Aunque los niños dan señales de raciocinar antes de hablar sus

raciocinios son tan débiles que no merecen este nombre.

308. El hombre pues debe a las ideas generales, y a su distribución

en varias clases las ciencias, y, las ventajas que de ella reporta.

Lección 14ªCómo nacen del sentimiento las ideas de los cuerpos,del alma, de Dios, y algunas otras ideas particulares

309. Para explicar nuestra inteligencia es necesario hacerlo en las

ideas sensibles, intelectuales, y morales. Entonces este interesante pro-

blema quedará resuelto en los dos ramos que abraza. [:] 1º El modo con

que se forma nuestra inteligencia. 2º Su formación.

310. Este último, que es el más vasto en sus descubrimientos, está

subordinado al primero, y de él toma sus principios.

311. Observemos el modo de formar y reformar nuestras ideas.

312. Es muy fácil conocer cómo forma el alma idea de los cuerpos.

313. El universo no es sólo una reunión de cuerpos, es un sistema

de relaciones. Por consiguiente, aunque las sensaciones nos den ideas

de los cuerpos, no bastan a dárnoslas del universo.

314. Para tener idea del universo, son necesarios los sentimientos

de relación.

315. De las sensaciones nacen las ideas sensibles que nos dan a co-

nocer los cuerpos, manifestándonos sus cualidades.

316. El conocimiento del mundo Físico reposa sobre dos bases –las

sensaciones, y los sentimientos-relaciones. Y exige el empleo de la com-

paración y de la atención.

317. Necesitando del sentimiento para conocer los cuerpos, con

mucha más razón será preciso para conocer nuestra alma.

318. El alma no nos es enteramente desconocida.

319. El conocimiento de la espiritualidad del alma, es una conse-

cuencia, de su sensibilidad y actividad.

320. Cuando nos expresamos de este modo suponemos que no se

niega la existencia del alma.

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321. Como el conocimiento de nuestra alma es la base de toda la

moral, creemos deber detenernos sobre ella.

322. El razonamiento de los que dicen que todo es materia se adop-

ta no por su exactitud, sino porque ahorra muchas investigaciones.

323. Espiritualistas.

324. Su sistema es más especioso que el de los materialistas. Sin

embargo no es conforme a la razón.

325. Es indudable que hay en nosotros una sustancia que piensa

esencialmente opuesta a la que dirige.

326. El juicio que formamos de la existencia de nuestra alma está

fundado en nuestra propia conciencia.

327. No hay cuerpo alguno simple.

328. El alma se modifica sin dividirse. Luego es simple. Luego no

es cuerpo.

329. Si el alma fuese compuesta no sería capaz de comparar.

330. Experimentamos sensaciones sin dividirnos, o sin que las fa-

cultades de nuestra alma se confundan.

331. Si el alma fuese compuesta el hombre sería un ser contradic-

torio.

332. Si el alma pudiera confundirse con el cuerpo que anima, la

fuerza de nuestra inteligencia estaría en razón del volumen de nuestra

máquina.

333. Nuestro principio pensante ninguna analogía tiene con el que

recibe las impresiones.

334. Fácilmente podemos elevarnos a la idea del supremo autor del

universo.

335. Las pruebas de su existencia están fundadas en nuestro pro-

pio sentimiento.

336. La constitución de nuestra propia naturaleza, el espectáculo

del universo, y las causas finales, son otras tantas pruebas de la existen-

cia de Dios.

337. También podemos llegar a la idea de Dios por el sentimiento

de lo justo y de lo injusto que nos revela un Juez supremo.

338. Procuremos dar a conocer la manera de sentir que sirve de

fundamento a la idea de una causa primera.

339. El alma no obra sin motivos.

340. El alma siente su acción, y la mudanza producida por ella.

Estos dos sentimientos se convertirán en dos ideas, una de causa y efec-

to. La acción productriz [productora] se llama causa; la mudanza

producida, efecto.

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341. La presencia simultánea de estas dos ideas, da lugar al senti-

miento relación, y a la idea de la relación entre ellas.

342. No es, pues, necesario salir de nosotros mismos para encon-

trar la idea de causa.

343. En toda la naturaleza hay causas y efectos, que a su vez son

causa de otros efectos.

344. Esta serie de causas y efectos remonta a una causa que no es

efecto, a una causa primera.

345. En la idea de causa primera, el razonamiento nos manifestará

la de un ser soberanamente perfecto, la idea misma de Dios.

346. El orden del universo nos manifiesta la inteligencia suprema

que lo ha producido.

347. La causa primera como inteligente lo aprecia todo, como libre

obra en razón de aquel conocimiento. De aquí nacen las ideas de su

bondad, su providencia, etc.

348. Sigue el mismo asunto.

349. Sigue el mismo asunto.

350. Esa fuerza, esa alma que vivifica toda la masa, puede consi-

derarse bajo dos puntos de vista.

351. O se dirá que pertenece a la materia, y que la transmite de un

cuerpo a otro, o que aquélla [,] pasiva por naturaleza, recibe, mas no da

el movimiento.

352. En el 1er. caso hay un encadenamiento de efectos, que son al

mismo tiempo causas.

353. En el 2º hay un encadenamiento de efectos, sin que ninguno

de ellos sea causa.

354. La idea de Dios, del alma, y de los cuerpos, tienen su origen

en el sentimiento.

355. Del mismo modo podemos adquirir otras varias ideas.

356. El sentimiento-sensación nos conduce a las ideas sensibles,

que nos dan a conocer los cuerpos; y el sentimiento de las facultades

nos las da a conocer.

357. Estas dos ideas nos conducen a la de sustancia, ésta a la de

esencia, etc.

358. Los sentimientos considerados como sucesivos nos darán las

ideas de tiempo, duración; como simultáneos las de exterioridad, exten-

sión, etc.

359. Las ideas de tiempo y espacio nos llevarán a la de lo indefi-

nido.

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360. Las ideas de que acabamos de hablar deben expresarse con

nombres diferentes, y los que hemos adoptado para significarlas suelen

tener diversas acepciones.

361. Por la sustancia de un ser unas veces se entiende la reunión

de todas sus cualidades, otras el sostén y apoyo de todas ellas.

362. No deben admitirse causas donde no hay sino sucesiones.

363. Del sentimiento de la sucesión de nuestra memoria deducire-

mos el conocimiento de nuestra memoria.

364. Para resolver el problema sobre la existencia de los cuerpos se

necesitan resolver antes

365. Cuatro cuestiones.

366. No hay idea que no nazca de algún sentimiento.

367. El modo con que se forma nuestra inteligencia no es ya un

misterio impenetrable.

368. Dando a la sensibilidad el nombre de facultad de sentir, se

habían identificado ideas incompatibles entre sí.

369. La sensibilidad no ha sido siempre la misma para nosotros.

370. En la sensibilidad sólo se había notado un fenómeno que to-

maba diversas formas, sin que variase su esencia.

371. Pero nosotros hemos notado en el sentimiento, no uno sino

cuatro fenómenos diferentes.

372. Todas nuestras investigaciones se han reducido a explicar la

palabra –sentir– en ella hemos explicado también la de obrar.

Lección 15ª De las ideas que son la basede nuestras acciones morales

373. Ya hemos dicho que la libertad es el principio de la moralidad

de nuestras acciones.

374. La primera idea que formamos es la de nuestra existencia, y

el primer deseo el de nuestra felicidad.

375. El hombre se ama a sí mismo, y este amor lo conduce a amar

al autor de su existencia, y a todos los demás hombres.

376. Todos los seres parece que se aman, y este es el principio de

su conservación.

377. La razón dirige en el hombre este amor, mas no lo hace nacer.

378. Se abusa del amor de sí mismo, y entonces degenera en amor

propio.

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379. Cuando los hombres dirigen el amor de sí mismo a los place-

res de los sentidos, vician la institución de la naturaleza.

380. Esto confirma nuestra teoría sobre las facultades de nuestra

alma, y sobre nuestra sensibilidad y actividad.

381. El amor de sí mismo es la base de todas las virtudes y su abu-

so la fuente de todos los vicios.

382. Habiendo orden en el universo el hombre que pertenece a él

debe guardarlo en lo que le corresponde; esta armonía particular, es

para él la ley natural.

383. El hombre no se ha dado el ser; y la gratitud lo conduce has-

ta Dios; tampoco se basta a sí mismo, y de aquí nace un nuevo orden

de deberes para la sociedad.

384. Hay una ley natural, que obliga a cada ser en particular, a unos

respecto de otros, y a todos en general.

385. Reconocidos estos principios es fácil hacer las aplicaciones que

de ellos nacen. Deberes del hombre solo.

386. Deberes para con Dios.

387. Para con la sociedad.

388. El bien particular se halla siempre comprendido en el general.

389. El hombre debe mantener en su familia el orden que hay en

el universo.

390. Debe morir por su PATRIA.

391. Su benevolencia debe extenderse a todos los hombres.

392. La moral considerada en sus elementos es el arte de bien es-

tar con aquellos seres con quienes tenemos relaciones.

393. El hombre, puede decirse, forma una especie de contrato tá-

cito entre el cielo y su propio corazón, por medio de la religión.

394. La verdadera Filosofía no es contraria a la fe.

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317

PARTE TERCERA

De las facultades del almaconsideradas en sus medios o de la Lógica

Lección 16Objeto de la Lógica

[aquí se interrumpe el texto]

�Fin del manuscrito

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Se terminó de imprimir en diciembre de 2005Editorial Qellqasqa, Toso 411

San José de GuaymallénMendoza, República Argentina

[email protected]/editorial