Liderazgos nocivos

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1 Autor: Rafael Castellano LIDERAZGOS NOCIVOS Una lectura combinada sobre formas nocivas y patológicas de liderazgo

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Autor: Rafael Castellano

LIDERAZGOS NOCIVOS

Una lectura combinada sobre formas nocivas y patológicas de liderazgo

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LIDERAZGOS CARISMÁTICOS Desde el punto de vista estrictamente político, desde una visión meramente descriptiva de la realidad social, ¿fue Hitler un líder?

En su interior, espontáneamente, ¿qué ha contestado usted a mi pregunta? Un gran número de veces la he formulado en programas y seminarios. Y siempre me encuentro con la misma respuesta: sí, rotundamente sí. Difícil discrepar con la misma. Si líder es aquel que tiene seguidores, que genera la adhesión entusiasta y seguimiento fiel de los mismos, indudablemente estamos ante un gran líder. ¿Qué Alemania hereda Hitler en 1933, año de su acceso al poder? Una Alemania perdida, confusa, inerme. La República de Weimar es una Nación cuya debilidad va más allá de una inflación galopante. El pueblo Alemán ha perdido su orgullo, no tiene confianza en su futuro. En ese contexto aparece el hombre de Bruneau y le devuelve a la gran Nación alemana el sentido de la historia y de su propia autoestima. ¿Habilidades constitutivas a su ejercicio de liderazgo? Entre otras, una importante capacidad de comunicación y una fina observación de las heridas producidas en el tejido social alemán a raíz de la Primera Guerra Mundial. ¿Dónde está Alemania apenas seis años después? Camino de dominar Europa y de someter al mundo al mayor test de la era moderna. ¿Quién hay detrás de tamaño peligro, de semejante transformación? Adolf Hitler, un hombre con carisma que cautiva, persuade y moviliza a la masa otrora

dormida y anémica. Austria, Polonia, Noruega, los Países Bajos, Francia... países que se ven obligados a someterse al yugo de una Nación recuperada y poderosa. Desde el éxito inicial de Hitler, déjeme seguirle interrogando. ¿Sobre qué bases edificó Hitler su acción de gobierno? ¿Cuáles son los ejes de su trayectoria? ¿Qué valores o principios centrales inspiraron la filosofía de su régimen? La violencia, el nacionalismo extremo, el racismo, la supuesta superioridad de la raza aria al más puro estilo darwinista – las especies superiores acaban triunfando sobre las inferiores – y envolviéndolo todo, el terror y la inseguridad de un pueblo que no ha recuperado el norte perdido en la guerra de 1914 a 1918. La ignorancia, la estupidez, es el gran enemigo a combatir. ¡Que verdad aquello de que el miedo es la madre del suceso! Sobre los miedos y fobias del pueblo alemán diseña Hitler un discurso seductor a fuerza de oportunista y embriagador. A este respecto, el análisis del binomio estímulo – respuesta en el hombre nos sitúa ante uno de sus misterios. ¡Que pronto responde el ser humano a estímulos fatales y superficiales! ¡Qué tramposa facilidad e inmediatez generan los líderes que trabajan en la epidermis del problema social! ¡Que tentador pulsar y provocar al animal que llevo dentro, sobre todo si vengo de ser maltratado y zaherido por mis vecinos! A eso se dedicó Hitler con criminal astucia. Como expresa Heifetz, en lugar de afrontar la dura realidad, Hitler vendió ilusiones de grandeza, buscó chivos expiatorios internos y enemigos externos para cohesionarse. André Frossard dice que el hombre tiene una naturaleza dual, apta para el bien y para el mal. Una mínima observación de nuestra realidad personal confirma esta misteriosa dualidad. Laserre es todavía más gráfico: “todo hombre lleva cosido dentro un cerdo y un ángel”. La tentación siempre será despertar el

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animal, provocar el lado oscuro de nuestra naturaleza que, nos guste o no, ahí está. Hitler llamó al cerdo y se olvidó del ángel en el que nunca creyó. En lo único que confía es en la lucha y en la pelea continua por sobrevivir desde la fuerza. “Toda vida debe ser comprada con sangre. Así se empieza desde el nacimiento”, confiesa en Mein Kampf. Esa es su base antropológica, un sentir sombrío y pesimista del ser humano. A partir de su profunda desconfianza en el ser del hombre se precipita en un ejercicio del poder tiránico y absorbente. Una anécdota histórica. ¿Sabe usted que quiso ser Hitler de pequeño, a que dedicó sus mejores empeños juveniles? Pintor, esa es la verdadera vocación de nuestro pequeño hombre. Dos veces intentó entrar en la academia de Bellas Artes de Viena y dos veces le dieron con la puerta en las narices. Sus años de adolescente los pasó en Viena pintando y vendiendo lienzos que no tuvieron una gran acogida. De hecho, su mayor fuente de ingresos de aquellos años fue la herencia de su padre. ¿Cuál fue una de las primeras ciudades sobre la que manda marchar sus ejércitos? Viena. ¿Es la bella ciudad imperial un enclave estratégico o el lugar de sus frustraciones y fracasos? Nunca les perdonó a los vieneses que no reconocieran su talento artístico. Olvido y torpeza que pagarán muy caro. La frustración será la causa primera de su estilo de dirección. La política como servicio a la comunidad, el interés generoso y altruista por la res pública y por el bien común, no aparece en el horizonte hitleriano. Solo es un medio para conseguir el fin. ¿Cuál es el fin? El poder, el afán de dominar, verdadera obsesión de los débiles. Su afán de superioridad no es más que el anverso de un complejo de inferioridad que le acompaña toda su vida. ¿Cuál es el gran enemigo de los múltiples líderes maestros en hipnosis que la historia nos ha regalado? (Hitler

es solo uno de los ejemplos más tétricos). El tiempo, factor clave en toda obra humana que coloca a cada uno en su sitio. ¿Dónde está Alemania en 1945? ¿Está mejor o peor que en 1933?

Los valores de fondo del nazismo, la cultura hitleriana en el sentido literal del término (cultura viene de cultivare, que significa “cultivar”), el sombrío pozo antropológico sobre el que descansa el pétreo edificio fascista no permitían ser optimistas a largo plazo. ¡La sinrazón y el pánico, frágil sustrato del supuesto coloso alemán! Su derrumbe era una mera cuestión temporal. ¡Qué hay detrás de estos caudillos fuertes y autoritarios, amateurs aprendices de liderazgo? ¿Cuál es la palabra mágica que explica su influencia y dominio sobre los demás? Carisma, vocablo equívoco como pocos que necesita ser desmenuzado. Si por carisma se entiende un talento o habilidad natural, casi innato, para ciertas actividades o profesiones, entonces no me inspira ningún recelo o aprensión. Uno mismo ve a sus hijos practicar varios deportes, pintar, cantar, sumar y restar, leer, escribir... y en su distinta facilidad para aprender y dominar esas disciplinas descubre sus tendencias y preferencias. De hecho, potenciarlas y trabajar para que se expresen plenamente constituye el núcleo del arte de educar. Sin embargo, mis temores surgen y se confirman cuando de la mayor o menor proclividad se pasa a lo genético y determinista. Carisma para muchos es sinónimo de inteligencia casi sobrenatural, magnetismo subyugador, llamado del destino a realizar grandes proyectos, a salvar vidas y almas. Desde esa

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persuasión hipnotizante los cautivados por el poder mágico del jefe carismático le rinden culto a su personalidad, le idolatran como los jóvenes a sus héroes deportivos y musicales. La fe ciega en el líder, desprovista de razón y libertad, alumbra la pasividad y docilidad de unos seguidores que hacen las veces de rebaño amaestrado. Líder carismático, amoral y muchedumbre inculta y deslumbrada, mezcla explosiva del cóctel social. Hitler es solo una variable, por endiablada y retorcida que nos pueda parecer, incompleta para explicar la solución arbitrada. Hay que dar un paso más y hablar de las otras variables que se prestan al jeroglífico. No hay líder sin seguidor. En “El Arte de amargarse la vida” de Paul Watzlawick, me topo con una frase que resume mi preocupación: “el destino conduce al dócil”, que en su debilidad se torna mansa marioneta manejada por los hilos arrebatadores del ayatollah iluminado de turno. Warren Bennis en “Cambio y Liderazgo” ilustra mi argumento con un ejemplo histórico. “Cuando Nikita Krushev llegó a EEUU, se reunió con los periodistas en el Club de Prensa de Washington. La primera pregunta escrita que recibió fue: “Hoy ha hablado usted de la horrible política de su predecesor, Stalin. Usted fue uno de sus más estrechos colaboradores y colegas durante esos años. ¿Qué estuvo haciendo usted durante todo ese tiempo?”. Las facciones de Kruschev se empezaron a poner rojas. “¿Quién pregunta esto?”, gritó. Nadie respondió. “¿Quién pregunta esto?”, insistió. De nuevo, silencio. “Eso es lo que hacía yo”, dijo Kruschev. Hitler y sus íntimos asesinos es todo un sopapo en los pliegues del rostro humano. También lo es, y estruendoso, el silencio de tantos corderos humanos que callan. En Legado de Europa, Zweig elabora sobre una tendencia – “el que sigue a otro, no sigue nada, no encuentra nada, y más todavía, no busca nada” – largamente mostrada en la historia de

la humanidad, la del seguidor que con su extremismo transforma una virtud, la lealtad, en un cheque en blanco para los desaprensivos; otra, la obediencia, vital para poder mandar, en disposición mental que me exime de pensar y actuar por mi cuenta”. La vida no puede limitarse a pisar mecánicamente las huellas que otro ser humano, líder mesiánico, ha dejado en su caminar majestuoso. Incluso si este fuera recto, limpio y noble. Liderazgo tiene mucho que ver, en mi opinión, con esta disgresión personal: Somos, o debemos ser, los autores de nuestra propia biografía Nadie la puede escribir por nosotros. Y si lo hace, animado por nuestra permisiva autorización, por nuestra flagrante abdicación, el plagio incurrido difícilmente se encuentra entre las piezas de la mejor literatura.

Einstein, padre de la relatividad moderna y lúcido pensador en terrenos humanistas más intrincados, denuncia sin rodeos: “el respeto inconsciente hacia la autoridad es el más grande enemigo de la verdad”. Inconsciencia y automatismo es impropio de seres libres dotados de razón, la herramienta diferencial de la especie humana. La despersonalización inconsciente y sumisa de tantos hombres y mujeres que renuncian a su genuina singularidad, engendra un gregarismo alienante que desemboca en masa, marco ideal para las peores atrocidades del ser humano, puente que conduce a la jauría feroz. Llegados a este punto, uno no tiene más remedio que acudir a Hannah Arendt, antropóloga judía de prestigio

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incontestado y a una de sus obras: “Eichmann en Jerusalén”. Eichmann fue un político nazi secuestrado por los judíos en Buenos Aires en los años de la posguerra, trasladado a Israel y juzgado por un tribunal de guerra en medio de una intensa polvareda jurídica internacional. En su investigación Arendt estudió la personalidad de Eichmann. Creía que se iba a encontrar con un hombre dueño de una mente perversa, potente y privilegiada desde el punto de vista intelectual. Craso error. Su observación empírica no pudo corroborar ninguna de esas hipótesis. Lo que se encontró es con lo que ella denominó la banalidad del mal, subtítulo del libro. Eichmann era un respetable hombre de familia que se limitó a obedecer a sus superiores, que solo hizo lo que le mandaron, seguir fielmente a su Führer. Ingredientes, todos ellos, de una receta criminal tantas veces aderezada y servida en la mesa humana: unas cabezas frías, enfermas y maestras de la manipulación, gobernando personas melladas y chatas como Eichmann. Si el libro le da pereza, la película “El hombre que secuestró a Eichmann” describe fielmente el personaje de Eichmann. Acabo mi crítica de este liderazgo carismático que se caracteriza por el autoritarismo y mesianismo de unos pocos y por la docilidad y dimisión de tantos. Si el responsable de dirigir empresas modernas encargadas de generar y distribuir riqueza encuentra poco parangón con la realidad política, John Kotter, uno de los gurúes de management más renombrados viene a desmentirles. En “Leading Change” critica sin margen para el error, el elitismo que desprenden muchos estilos de dirección de tantos y tantos managers de hoy, reclamando mayor espacio para la normalidad y discreción de buenos profesionales que no son nada más y nada menos que eso, unos buenos profesionales. Señala Kotter que, históricamente, el concepto dominante sobre el liderazgo y las habilidades del líder se consideraba

como un regalo de nacimiento para un número pequeño de personas. Aunque en un principio el pensaba igual, después de treinta años de estudiar organizaciones y las personas que las dirigen, concluye que esa idea tradicional no encaja bien con lo que ha observado.

LA VERSIÓN MAQUIAVELICA DEL

LIDERAZGO.

Con objeto de subrayar las carencias de un liderazgo situacional meramente oportunista, me apoyaré en el padre intelectual de muchos profesionales del poder: Nicolás Maquiavelo (1469-1527), y en uno de sus alumnos más despabilados, Napoleón Bonaparte. Sus comentarios al origen de El Príncipe no tienen desperdicio. Comienza Maquiavelo reflexionando sobre las relaciones entre el Poder y la bondad. “Muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni concebidos en la realidad. Porque es inevitable que un hombre que quiera hacer en todas partes profesión de bueno se hunda entre tantos que no lo son”. Sentada esta premisa, Maquiavelo aborda una disyuntiva crucial para el gobernante. “Esto da pie a una discusión: si es mejor ser amado que temido, o a la inversa. La respuesta es que ambas cosas son deseables, pero puesto que son difíciles de conciliar, en el caso de que haya que prescindir de una de las dos, es más seguro ser temido que ser amado. Porque, en general, se puede afirmar que los hombres son ingratos, inconstantes, falsos y fingidores, cobardes ante el peligro y ávidos de riqueza; y mientras

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los beneficias, son todos tuyos”. “Los que piensan lo contrario, señala Napoleón, o son unos ingenuos o son unos tramposos”. “Querían engañar a los príncipes los que decían que todos los hombres son buenos”. Sobre la delegación, obsérvese el matiz introducido, “los hombres de Estado deben delegar los asuntos escabrosos en otros, y reservar para sí mismos el derecho a conceder gracias y favores”. “Cualquiera puede comprender lo loable que resulta en un principio mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia; no obstante, la experiencia de nuestros tiempos demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas son los que han dado poca importancia a su palabra y han sabido embaucar la mente de los hombres con su astucia, y al final han superado a los que han actuado con lealtad. Debéis saber, pues, que hay dos formas de combatir: con las leyes y con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de los animales; pero, puesto que muchas veces la primera no es suficiente, conviene recurrir a la segunda”. Elogios de Napoleón que despierta esta opción preferencial por la fuerza en el gobierno del Estado. “Es lo mejor, supuesto que uno no trata sino con bestias. No hay otro partido que tomar”. Sobre las cualidades del gobernante, Maquiavelo no deja margen para la duda. “Así pues, no es necesario que un príncipe posea de verdad todas esas cualidades, lealtad, clemencia, religiosidad, caridad, pero si es muy necesario que parezca que las posee. Es más, me atrevería incluso a decir que poseerlas y observarlas es siempre perjudicial, mientras que fingir que se poseen es útil; es como parecer piadoso, fiel, humano, íntegro, religioso, y además serlo realmente; pero, a la vez, tener el ánimo dispuesto para poder y saber cambiar a la cualidad opuesta, si es necesario. Y hay que entender bien esto: que un príncipe, y especialmente, un Príncipe nuevo, no puede observar todas las

cualidades que hacen que se considere bueno a un hombre, ya que, para conservar el Estado, a menudo necesita obrar contra la lealtad, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. Por eso tiene que tener el ánimo dispuesto a cambiar según le indiquen los vientos de la suerte y los cambios de las cosas y, como dije antes, no separarse del bien, si puede, pero saber entrar en el mal, si es necesario”. Respuesta de Napoleón: “los necios que creyeron que este consejo era para todos, no saben la enorme diferencia que hay entre el príncipe y los gobernados. En el tiempo que corre, vale mucho más parecer hombre honrado que serlo en efecto”. Para disipar cualquier resto de duda, concluye Maquiavelo, “todos pueden ver lo que pareces, pero pocos saben lo que eres, y esos pocos no se atreven a ir en contra de la opinión de los muchos que están respaldados por la autoridad del Estado. Porque el vulgo siempre se deja llevar por la apariencia y por el éxito del acontecimiento”.

A estas alturas la reacción de Napoleón se intuye fácilmente: “Esto es con lo que yo cuento. Triunfad siempre, no importa como; y tendréis razón siempre”. No importa como, no perdáis el tiempo en sutilezas morales, en delicadezas filosóficas que no forman parte del perfil de gobernante eficaz”. Norma de oro del príncipe, máxima de trabajo, la adaptación a un entorno que se convierte en una suerte de tirano de ideas y pensamientos. “Porque cuando la comunidad cuyo apoyo juzgas necesario para mantenerte (ya se trate del pueblo, los

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soldados o los grandes) está corrompida, te conviene adaptarte a su ánimo para complacerla. Este es el referente final, la complacencia pronta y mayoritaria del vulgo estúpido sin importar el precio a pagar”. Esta quiebra de nuestra autenticidad, esa primacía de la aceptación social a costa de ser más vanidoso es denunciada en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea por Erich Fromm. “En la medida en que “yo soy como usted me desee”, yo no soy: estoy angustiado, dependo de la aprobación de los demás, procuro constantemente agradar”. En ese querer agradar a todos, curiosamente no se agrada a nadie, empezando con uno mismo al que no se soporta. Lo que se hecha de menos en nuestra sociedad contemporánea, es mayores niveles de autenticidad personal. En “Leading minds”, Gardner, educador y profesor de Harvard, encuentra un hilo conductor común en todas las figuras por él estudiadas: un hilo de autenticidad y originalidad. Autenticidad que se opondría a la manipulación más o menos sutil, más o menos descarada de ciertas formas de gobernar. Recurro a Baltasar Gracián, en su vertiente maquiavélica: “encontrar el punto débil de cada uno. Este es el arte de mover las voluntades. Conocer el eficaz impulso de cada uno es como tener la llave de la voluntad ajena”. ¿Qué el alumno distraído y desinteresado quiere que lo deje en paz? Pues le regalo mi indiferencia bajo manto de respetuosa libertad y tolerancia. ¿Qué el ciudadano medio no quiere enfrentarse a los verdaderos problemas de su país, comunidad o barrio? Pues le endulzo la vida con mensajes superficiales y eslóganes demagógicos. ¿Qué el colaborador quiere un feedback sin sobresaltos en el que todos estén cortados por el mismo patrón? Dicho y hecho, me refugio en una valoración estándar que huye del compromiso y concreción de planes de mejoras individuales y estimulantes.

No piense que soy un ingenuo. La acción política requiere tener un olfato social que permita rastrear las inquietudes y necesidades de la población. En ese sentido, se vive lógicamente pendiente de los representados, a instancias de sus quereres. El político también necesita poseer, entre otras virtudes, la de la prudencia. Esta le irá dictando el timing más oportuno de las propuestas a hacer – dicen que la sabiduría es saber el tiempo de cada cosa. No se puede pretender que cada discurso, mitin o debate sea una confesión íntima, desnuda y franca de los pensamientos y emociones más profundos. Lo único que solicito es que la palabra intente viajar en la misma dirección que las ideas. El líder precisamente por serlo, a veces puede y debe ir a contrapelo, ser contracultural en sus manifestaciones y programas. “El liderazgo auténtico consiste en cambiar la dirección del desfile o conseguir organizar un nuevo desfile, algo tan arriesgado que muy pocos quieren intentarlo. Al que no esté dispuesto a jugársela, al que no tenga ningún tipo de desfile alternativo in mente, le aconsejaría leer a Carreño: “dirigir o dimitir, lo que se aparta de aquí es delincuencia más o menos disimulada”.

EL LIDERAZGO PATERNALISTA.

Imaginemos una escena habitual. Son las nueve de la noche, regreso a casa cansado con ganas de cenar y sobre todo descansar, Mi hija mayor, de once años, me recibe con un problema de las temibles matemáticas que no acaba de resolver. Con mi llegada ve la

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oportunidad de poner fin a su preocupación por tener los deberes listos para mañana. Pensemos posibles escenarios padre – hija. Uno, improbable pero no imposible: “mira Cris, estoy agotado, son las nueve y la cena está lista. Es tu problema, seguro que sabes la solución. Pon más atención, no te desesperes, se más responsable...”. En resumidas cuentas, piensa la niña del sermón de papá: “déjame en paz”. Escenario número dos, este ya es más probable: ¿dónde está tu madre? ¿Qué habéis hecho desde que has llegado del colegio? ¿No te lo ha podido resolver ella? Yo ahora me voy a cambiar, a ponerme cómodo. Trabaja con mamá, y si entre las dos no sois capaces de encontrar la salida al problema, yo les echaré una mano”. Situación generada. La niña preocupada. El padre, a lo suyo, y la madre perpleja: “que cara tiene. “Lo de los niños siempre recae en mis espaldas, y eso que yo también trabajo fuera”. Los padres, esos expertos en el arte de delegar (abdicar sería la expresión más correcta) los múltiples deberes familiares. Tercera escena: “bueno hija, déjame instalarme y ahora lo vemos”. Una vez acomodado el padre resuelve en cinco minutos el problema de álgebra con el que la niña venía bregando en la última hora. Con esta solución, todos contentos. El padre, libre del problema de su hija, se acomoda delante del televisor dispuesto a pasar las próximas tres horas. Cuando acabe la película o el partido, al sueño más o menos reparador; mañana la moviola de la vida volverá a ponerse en marcha. La niña, también encantada. Ahora se puede ir a jugar o a ver la televisión: “los deberes para la profesora están listos, ya me he quitado un peso de encima. ¡Ah, se me olvidaba, que listo es papá! En cinco minutos ha resuelto las cosas. Que tipo más inteligente, y eso que es abogado. ¡Le adoro, es mi ídolo!”. Luego vendrá la adolescencia con las rebajas; por el momento el padre es el modelo.

Cuarto escenario, éste más deseable. Papá no se quita el problema de su hija resolviéndolo el mismo, sino que se lo devuelve a su dueño, a su hija, una alumna más de la educación primaria. Como está cansada, nerviosa y empezando a dudar de su capacidad intelectual para los números, el padre la ayuda a manejar su impaciencia y a disipar sus dudas. ¿Qué esta empezando a dudar de su capacidad personal? Valor, dosis ingente de ánimo y autoestima. ¿Qué está entrando peligrosamente en la curva resbaladiza de los rendimientos decrecientes? Solución, un break que reconforte a los dos, a la cocina a saborear un café, ese amigo infalible. ¿Qué está nerviosa e impaciente? No pasa nada, que se tome un “valium” en forma de charla simpática y deshinibidora. De este modo, el soporte paternal llegará mediante preguntas, criterios y sobre todo, palabras de ánimo y confianza. Después reanudará el trabajo con bríos nuevos. Al cabo de treinta minutos la niña encuentra la solución a lo que parecía un jeroglífico imposible. Después de una hora sola pateando con las matemáticas y treinta minutos trabajando con papá, ha resuelto el problema. ¿Cómo me encuentro?, piensa la niña. ¿Es papá el ídolo con pies de barro que la vida en su marcha imparable derrumbará, o es un apoyo inestimable que me ayuda a desarrollarme a mi misma? ¿Cómo está mi autoestima? ¿No me merezco un descanso? Ahora si tiene sentido la televisión, el video, las cartas, la tertulia familiar o el bendito ronquido infantil de un cuerpo joven que descansa tranquilo. Podríamos contemplar otras escenas hogareñas pero me basta con las aquí presentadas. Me gustaría ver los números uno y dos como excesos de mi imaginación e ironía, pero mucho me temo que son reales como la vida misma. El tercero es preocupantemente frecuente y

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seductor en sus consecuencias a corto plazo. Una niña libre de los malditos deberes, un padre idolatrado y la paz familiar restablecida para lo que queda de la noche, es una mezcla potente y persuasiva. Es una fórmula que puede funcionar muy bien para los primeros quince años de la vida, su futura caducidad no me preocupa ahora. El escenario cuarto es puro sentido común, el menos común de los sentidos, y el más importante para educar. El esfuerzo adicional que supone en términos de tiempo, somos egoístas hasta con nuestros hijos en lo que respecta a nuestro tiempo, es lo que nos impide dar el salto cualitativo que este conlleva. Si el problema es de nuestra hija, esta ha de resolverlo. Todo lo que sea retirarlo de sus tiernas manos y ponerlo sobre las nuestras es malo. Y peligrosísimo, por inconsciente y bien intencionado. Amor protector que perpetúa relaciones de dependencia contraproducentes. El último test del amor de unos padres, test en el que muchos de ellos fracasan, es el de la libertad e independencia de unos hijos. Educar implica, entre otras cosas, ir retirándose progresivamente; así hace el océano la playa, así se realiza el difícil transito de niño a adulto agradecido. En su no imprescindibilidad, cuando vienen de serlo dramáticamente en los primeros años de la vida, adquieren los padres su verdadera majestad y condición. El viaje es hacia la libertad que se ha de ir descubriendo paulatinamente.

Lo mismo ocurre en otros ámbitos de la vida. Decía Lincoln que “no se puede ayudar a los hombres haciendo permanentemente por ellos lo que ellos pueden y deben hacer por sí

mismos”, palabras que guardan una cierta semejanza con aquellas otras de Kennedy: “no preguntes que puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tu por tu país”. Educación y Libertad, dos palabras entrelazadas, dos ideas que se exigen recíprocamente. Pues bien, salvando las distancias de los ejemplos puestos, la escena también se repite en las oficinas y talleres de multitud de empresas que dan cobijo al trabajo de profesionales teóricamente adultos y responsables. En esa inmensa guardería infantil en que algunos convierten la empresa moderna, ¿quién toma las decisiones? ¿Quién resuelve el problema de matemáticas? Esa es la gran cuestión a dilucidar detrás de la parafernalia creada en torno al diseño de estructuras. En “The Executive compass”, James O´toole traza una interesante comparación entre cuatro estilos de gobernar que corresponden a otros cuatro grandes principios: libertad, eficiencia, comunidad, igualdad. Del segundo pone como ejemplo el régimen del Presidente de Singapur, que maneja con temple y eficacia los destinos de su país. Viene a representar el ejemplo contemporáneo de la República de Platón, una suerte de despotismo ilustrado, una especie de dictadura intelectual honesta y capaz que sirve al resto de ciudadanos iletrados. Siguiendo a O´toole, los valores que sostienen el referido modelo social entroncan directamente con la tradición milenaria del confucianismo: el respeto a la autoridad, una sociedad jerarquizada, el predominio del equipo sobre el individuo, el trabajo duro, la fuerza de voluntad, la disciplina física y mental, etc. De fondo, un paternalismo más o menos tirano que libera al pueblo de solucionar por sí mismo sus problemas, un Estado que los define y resuelve, y una ciudadanía dócil y agradecida fácil de dirigir. En la superficie, efectos atrayentes y bien necesitados en otras latitudes: calles

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limpias, seguridad física, recursos públicos saneados... En el subsuelo, lo que Handy ha venido en llamar en su último libro “The they syndrome” – ellos, los demás, Él, han de ayudarme – que explica el título del libro inspirado en un cuento de Kierkegaard acerca del hombre que esperaba que sus oraciones (para que la montaña se moviera) fueran finalmente escuchadas. El principio de subsidiariedad debiera regir nuestras vidas, no se pueden delegar los problemas hacia arriba. Lo hacemos incluso con Dios, recuerda el profesor de origen Irlandés. Tenemos un problema real, la solución al alcance de nuestra inteligencia y voluntad... y le rogamos a Dios que nos libere de él. Pasa como con el chiste. “Dios mío, Dios mío, que me toque la quiniela. Si hijo, pero al menos compra y rellena el boleto”. En “The sence of reality”, Berlín nos ofrece la crítica de Kant a esa forma encubierta de paternalismo ilustrado: “Un gobierno paternalista basado en la benevolencia de una regla que trata a sus súbditos como niños... es el mayor despotismo concebible y destruye toda la libertad. El hombre que es dependiente de otro no es ya un hombre, ha perdido su sitio, no es más que la posesión de otro hombre”. Esta es la fractura más grave, en mi opinión, que impide, retrasa o ralentiza la llegada a una vida plena y autónoma y, por tanto, libre y personalmente elegida de muchos ciudadanos condenados a ser súbditos obedientes. Pórtense bien, sean agradecidos a papá Estado y a mamá Empresa por cuidar de su futuro y bienestar. Carlos Llano en los fantasmas de la sociedad contemporánea me presta una cita oportuna: “la disciplina ha de tener como meta producir mayores de edad, y no mentalidades infantiles”. Ahí reside mi principal objeción a este liderazgo paternalista. Incluso bien intencionado y honrado, adolece de una quiebra insuperable: la relación es paterno – filial, nunca es de dos adultos que dialogan de tú a tú.

EL LIDERAZGO DESPÓTICO (Acosadores Morales).

El miedo es el motor esencial que permite el “acoso moral”. Con el temor al desempleo, y con las presiones psicológicas que se potencian ante la dificultad de reubicarse, muchas personas son víctimas propicias para el despotismo gerencial. La versión dominante del modo de liderazgo aplicado en las empresas, descansa sobre el miedo, un miedo que - además - avanza en cascada: Las personas infringen a sus inferiores jerárquicos la violencia que les infringen a ellos. El miedo induce a desconfiar de todo el mundo y a jugar un perpetuo juego de ocultamientos; se ocultan las propias emociones, se ocultan las propias opiniones, se ocultan los propios valores (nos convencemos de que actuamos en defensa propia para justificar nuestros desvíos “morales”). El miedo engendra la cobardía. Hay muchos mas gerentes que se comportan como tiranos. Denostan a sus empleados, los humillan. Y como tienen el poder, pueden hacerlo impunemente. “Al presidente de una empresa de publicidad sus empleados lo llaman “Dios”. Es un perverso tiránico que disfruta aleccionando en público a sus gerentes, desacreditándolos frente a todos. Su personal tiene la sensación de que pende de un hilo. Si alguien se le opone, usa estratagemas o mentiras. Sabe que de todos modos, cualquiera sea la enormidad de su mentira, nadie podrá decirle: ¡Miente!

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Las reuniones que convoca son simplemente para discursear y monologar sobre lo que se le ocurra, aunque nada tenga que ver con el trabajo. A veces abandona la reunión y deja a la gente esperando media hora antes de regresar. A sus subordinados les dice que tienen las manos libres, pero los desautoriza a cada rato. A pesar de eso mantiene un discurso paternalista: “¡Las puertas de mi oficina están abiertas! Estoy aquí para ayudarlos.” Cuando la última persona a la que linchó públicamente osó replicar, los que habían escapado de la agresión disimularon garabateando frenéticamente sobre sus papeles y mirando el techo”. ¿Qué lleva a tanto Gerentes a actuar despóticamente? Cuando se entra en un gran grupo, se entra en un sistema de pensamiento como tal. Seguir las órdenes, el método de gestión de la empresa, el sistema de pensamiento de la empresa evita tener que enfrentarse con la propia libertad y con la propia fragilidad, es decir, evita tener que pensar por sí mismo y dudar. Cierto es que la empresa les pide a los ejecutivos una dedicación en cuerpo y alma, pero, en contrapartida, les da una imagen social valorizadora. Las cosas se complican cuando los valores de esa empresa no se corresponden con los ideales de la persona, por ejemplo, cuando ésta utiliza procedimientos desleales que el ejecutivo reprueba. ¿Qué hacer cuando uno está obligado a participar contra su voluntad en un sistema perverso? Existen tres tipos: los resignados, que sufren; están los temerosos, que siguen por miedo; y los colaboracionistas, que acaban alistándose y participando de la perversidad del grupo. Los Temerosos. En los grupos, los individuos funcionan en ocasiones como sujetos inmaduros que necesitan depender de otro. Les falta coraje y no consiguen

desmarcarse del resto y pensar por sí mismos. Así es como siguen a ciegas a la jerarquía, obedecen todas las consignas, por absurdas que sean, sin preguntarse acerca del sentido de lo que hacen y con la esperanza de que si están conformes o incluso hiperconformes y se anticipan a la conformidad esperada, estarán protegidos. Cuanto más fuerte es la cultura de grupo, más incómodo es no sumarse a ella. Corre uno el riesgo de que le marginen o le acosen, de modo que prefiere pensar como los demás o más bien como cree que piensan los demás. Como dice Aristóteles: “No existe opinión, por absurda que sea, que los hombres no hayan adoptado rápidamente cuando se les consigue persuadir de que es aceptada por la mayoría”. Los Resignados. Son ejecutivos que transmiten la perversidad y no disfrutan haciendo sufrir; en ocasiones incluso sufren al hacer sufrir, pero por miedo o por cobardía, se callan. Es como si tuvieran un órgano menos, su sentido moral no existe, están escindidos de sí mismos, sin memoria y sin emoción. Sufren en silencio por tener que cometer actos que reprueban. Erigen entonces un “cinismo viril” como estrategia de defensa. Para no ser excluídos del grupo o para que los colegas no les tengan por unos flojos, colaboran en el sufrimiento y la injusticia. Los Colaboracionistas. A Stanley Milgram le impresionó mucho el sistema de defensa que presentaron los oficiales nazis cuando, durante el proceso de Nueremberg, alegaron sentido del deber y obediencia a los mandos para explicar su participación en la barbarie. Eso le decidió a emprender una serie de estudios acerca de los resortes de la obediencia entre 1960 y 1963 en la Universidad de Yale.

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Autor: Rafael Castellano

Mediante una serie de anuncios aparecidos en la prensa reclutó a estudiantes para colaborar en unas experiencias sobre la memoria. Realizó un sorteo trucado entre ellos y encargó a los colaboradores que fueran monitores, cuya misión consistía en enseñarle a aprenderse de memoria una lista de parejas de palabras a un alumno (que en realidad era una comparsa del experimento, aunque eso lo ignoraba el monitor). El alumno cómplice se sentaba en una silla eléctrica. El monitor, para estudiar los efectos del castigo en el aprendizaje, tenía que administrarle una descarga eléctrica de intensidad creciente (de 15 a 450 voltios) cada vez que el alumno se equivocaba. Los asistentes ignoraban que el alumno - aunque fingía retorcerse de dolor a partir de un voltaje determinado - no recibía descarga alguna. Milgram esperaba que, ante el sufrimiento infligido, los monitores detuvieran rápidamente esa “tortura”. No obstante, el 65 % de ellos llegó hasta el fin del experimento y administró descargas del máximo nivel. Si en lugar de realizarlos en los prestigiosos locales de la Universidad de Yale, la experimentación tenía lugar en un edificio en estado lamentable, la obediencia bajaba un 48 %. Para Milgram, esa extraordinaria propensión a obedecer incondicionalmente las órdenes de la autoridad tiene su origen en la necesidad de los niños de obedecer los dictados paternos, a riesgo de no poder sobrevivir o de verse privados de amor. Prosigue en la escuela y, a continuación, la requieren del individuo cada vez que entra en una estructura de autoridad, y más si las relaciones personales son importantes. Ahora bien; existen distintas patologías de diferente intensidad detrás de los líderes despóticos. Fundamentalmente: Paranoia; Obsesión; y Narcisismo. Los Jefes Paranoicos.

La particularidad de esos individuos es que se consideran detentadores de verdades irrefutables. Lo saben todo mejor que nadie y no dudan jamás de sí mismos. Su necesidad de remitirlo todo a sí mismos hace que crezcan en las posiciones de poder. Tienen que controlarlo, que dominarlo todo.

Hay directivos desconfiados, que ven espías en todas partes, que no confían en nadie y que no ven más verdad que la suya. Hay colegas que lo regentean todo y que agreden a los demás porque parten de que el otro tiene, sin duda, algo que reprocharse. Una de las características de la personalidad paranoica es la desconfianza. En el punto de partida del acoso moral suele haber un miedo casi delirante a que el otro (aquel al que se apunta) resulte ser nocivo. Esos jefes paranoicos pueden estar minados por pensamientos obsesivos, que giran en torno a un prejuicio supuesto, en tanto que los mismos hechos contradicen esa sensación. Por ejemplo, pueden temer que un colaborador tenga intenciones malévolas. Haga lo que haga, éste le resultará sospechoso. Si es una persona capaz, puede hacerle sombra; si es demasiado honrado, resulta inquietante, etc. Xavier es un jefe tiránico que teme a todos sus empleados. No confía en nadie y llega al extremo de repasar los papeles que éstos dejan sobre sus escritorios y de escuchar los buzones de voz de sus subordinados. Cada vez que se halla en una situación difícil o que no se hace una transacción como él desea, parte de la convicción de que alguien ha dado malas referencias de su persona a sus socios externos.

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Después de una feria comercial, todo el personal redacta espontáneamente una carta en la que reclaman que se les paguen las horas extras. Resultado: el jefe arremete violentamente contra su adjunto y le acusa de estar en el origen de ese motín. En un contexto como ése, todo el mundo acaba desconfiando de todo el mundo y sintiéndose falso e hipócrita. Los que resultan menos perjudicados por esas situaciones son los que saben decir que sí a todo y los que fingen ser amables. Las Personalidades Obsesivas. No se puede hablar de acoso sin referirse a la obsesión y lo obsesivo. Una obsesión es una idea fija que se impone de modo penoso a un sujeto que no logra suprimirla a voluntad. Etimológicamente, los términos “obsesionar” y “acosar” son muy cercanos. En su antigua acepción, obsesionar quiere decir “ser asiduo de alguien de tal modo que se le aísla de los demás; importunar asiduamente” y, por extensión, “hablando de ciertas ideas, atormentar asiduamente”. El sentido psiquiátrico actual de idea o de imagen que se impone al espíritu de modo repetido e incoercible no aparece hasta 1799. Esos pensamientos impuestos constituyen una especie de parásito interno del que le gustaría desembarazarse al obsesionado. Junto a las ideas fijas, las personalidades obsesivas presentan un trasfondo depresivo particular al que Janet, psiquiatra de principios de siglo, llama “psicoastenia”. Eso les mantiene distanciados de las preocupaciones de los demás, retirados a un mundo de abstracciones o de grandes teorías. Como son personas que manifiestan una cierta frialdad en los gestos y en las palabras, así como una ausencia manifiesta de emotividad, los colegas o socios pueden sentirse rechazados. Janet se refería a un “sentimiento de incompletud” que hace los obsesivos estén constantemente insatisfechos y

no estén jamás contentos ni de sí mismos ni de los demás. Los individuos que presentan un carácter obsesivo tienen una inmensa necesidad de dominar, ya que les horroriza todo lo que fluido o fluyente y espontáneo. Intentan dominar la vida atrapándola en moldes prefijados. Necesitan clasificar, organizar, dominar, controlar. Suelen apegarse a los detalles, a menudo en detrimento del resultado final. Quieren que las cosas se hagan de una manera determinada y no de otra y no dejan en paz al otro hasta que no está todo como desean. Suelen tener un carácter tozudo, obstinado de un autoritarismo rígido que puede molestar a sus compañeros o a los subordinados. Creen que actúan en nombre del bien y no soportan las fallas de los demás. Viven los errores, los retrasos, los imprevistos del otro, como verdaderas agresiones, que se transforman en ideas fijas a las que les dan vueltas y más vueltas. Cuanto más les inquietan más rígidos se tornan. Los obsesivos no sueltan al otro, le invaden con su presencia asediándole con llamadas telefónicas e impidiéndole así el avance. Sus pulsiones están impregnadas de una agresividad que combaten esforzándose por ser educados, agradables, conformes, puesto que les gustaría que los demás les apreciaran. En las empresas o instituciones, dichos obsesivos funcionan muy bien en situaciones de número dos, de responsables en segundo grado, siempre que tengan por encima de ellos a un jefe al que admiren y que les inspire confianza. Así pueden organizar y tiranizar, pero por poderes, es decir, desentendiéndose de la responsabilidad de sus actos. A ellos les tranquiliza mandar a la vez que obedecen, ya que así pueden hallar un justo equilibrio entre su necesidad de sumisión y su agresividad. Las Personalidades Narcisistas.

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Son individuos desmesuradamente preocupados por su ego, que por consiguiente deben triunfar a cualquier precio y ser admirados, ya que siempre están preocupados por la imagen que los demás tienen de ellos. En un momento en que la publicidad nos habla de “mostrarse seguro” se esfuerzan por esconder sus fallas y debilidades. En realidad, son seres frágiles que, cuando no están en forma y son brillantes y eficaces, tienen la sensación de que no están a la altura de lo que se espera de ellos (o más bien de lo que sus padres esperaban de ellos antaño y de lo que sus superiores esperan de ellos en la actualidad), de no corresponder, ya que la imagen ideal que tienen de sí mismos les ayuda a sostenerse. Así, deben perseguir desesperadamente el éxito y los triunfos; y envidian (y odian) a los individuos serenos, que no tienen que demostrar nada y que pueden aceptar tranquilamente sus propias debilidades y sus eventuales fracasos.

Viéndoles tan a sus anchas en el mundo del trabajo, cabría pensar que esas personas cuentan con el beneficio de un elevado concepto de sí mismos, pero no es mas que apariencia. Los psicoanalistas hablan de falso-self refiriéndose a ellos, es decir de falsa personalidad. En realidad son personalidades frágiles que lo esperan todo de la mirada de los demás. Lo que les importa es crear la ilusión de cómo son. No se quieren: “No valgo nada sin mis resultados, sin mis éxitos”. Para funcionar bien con

los demás, hay que quererse lo bastante uno mismo. Cuando no se tiene confianza en sí mismo, tiene uno que estar permanentemente a la defensiva, ya que se piensa que los demás te juzgan y que están dispuestos a criticarte. Como temes ser agredido, te anticipas y agredes antes. Estas personas están atrapadas en una carrera sin fin por el poder, ya que, para ellas, abrir los ojos acerca de la vanidad del mundo significa correr el riesgo de la depresión. Con el fin de evitar tener que enfrentarse a esos sentimientos desestabilizadores, se debaten y se dan aires de importancia: tienen un montón de citas, están todo el día pegadas el celular, reciben centenares de e-mails o se pasan la noche navegando por internet... Para zafarse con maña en un contexto competitivo, se esfuerzan por borrar sus debilidades y dejan a un lado todo lo vivo y espontáneo que hay en sí mismas. ¿Quiere nuestra sociedad a individuos lisos e infalibles? Ellos serán, insensibles, capaces de aceptar que tienen que ocultar su vulnerabilidad y su incapacidad para las relaciones duraderas tras una coraza de arrogancia y de hiper-adaptabilidad. Habiendo dejado su parte afectiva a un lado, tienen un funcionamiento práctico, racional, operativo, lo que se corresponde perfectamente con las exigencias actuales de la gestión de empresas. En un funcionamiento narcisista, el individuo pierde su libertad. No existe más que a través de sus resultados, su éxito profesional o social y sus atributos de poder; el número de personas que tienen a sus órdenes, el hecho de tener secretaria profesional, el coche oficial, el standing de la butaca, etc. En caso de desempleo o de rechazo, esta identidad fabricada se viene abajo. Esos individuos pierden sus puntos de referencia, ya no son nada, y no tardan en hundirse en la depresión. En principio, los individuos narcisistas no tienen regularmente comportamientos perversos, pero, si

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están tan invadidos de su ego, pueden deslizarse hacia ello, si el contexto lo favorece. Si se sienten en peligro, pueden volverse violentos, pero, como no lo asumen, tienen que disimular su violencia bajo procedimientos perversos. Así se pasa a la perversión narcisista. Como adolecen de un sentimiento de inseguridad respecto de su propio valor, pueden destruir al otro para darse lustre (así se toman la revancha de lo que no son) o para defenderse. Dado que no están satisfechos de sí mismos y están convencidos de que las buenas soluciones no van con ellos, explotan a los demás, primero apropiándose de sus ideas y “utilizándolas”, luego descalificándolos con el fin de ser el único que quede en buena posición. Dada su fragilidad, soportan mal las críticas y peor aún los fracasos; necesitan ser siempre los que más pueden. Los individuos narcisistas, y siempre para mantener su imagen, evitan enfrentarse con el otro y decir lo que no funciona, por miedo a que puedan fracasar en un conflicto abierto. También ahí utilizan procedimientos perversos para impedirle al otro que piense y reaccione. Para enmascarar su sentimiento de inseguridad, proyectan su frustración sobre el otro, al que controlan, desvaloran rebajan. Para ello les basta con encontrarse con un subordinado que no tenga más remedio que aceptar, un compañero debilitado por alguna circunstancia o incluso una persona demasiado escrupulosa o que está demasiado pendiente de la opinión de los demás. Las empresas manipuladoras dominan a las personas gracias al narcisismo. Los individuos narcisistas integran la lógica del sistema sin ningún sentido crítico y se convierten en lo que la empresa quiere que se conviertan. Están dispuestos a todo por poco que se les pida. Esta “hiperelasticidad” les hace perder todo su sentido crítico y desobedecer las órdenes aduciendo a su moral personal les resulta imposible. Se dejan mantear por una apariencia de poder y se adaptan a

ultranza al funcionamiento de la empresa, aunque sea perverso. Ciertamente, para sobrevivir en este mundo, donde las malversaciones están a la orden del día, hay que armarse y endurecerse, de modo que hay que afinar las certidumbres, crear una ilusión de seguridad a falta de una verdadera confianza en uno mismo. No se puede negar que existe un buen número de dirigentes que tienen una personalidad narcisista y el riesgo de dar el paso hacia un funcionamiento perverso.

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Este texto surge de una lectura combinada de los trabajos que

citamos a continuación

1) El Liderazgo Carismático 2) El Liderazgo Maquiavélico 3) El Liderazgo Paternalista (Extraído de: “El mito del líder” S. Alvarez de Mon Pan de Soraluce). 4) El Liderazgo Despótico (Extraído de: “Acosadores Morales” de Marie-France Irigoyen).