Muller Herta - La Bestia Del Corazon

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Annotation Un grupo de cuatro amigos que se resisten a ser anulados por el sistema, ven en el suicidio de Lola, una joven estudiante del sur de Rumanía que intenta escapar de la pobreza durante el régimen de Ceausescu, una razón para continuar resistiéndose. Porque La bestia del corazón nos habla de la resistencia que se ha de tener para que no destruyan nuestra individualidad. Y habla también de la corrupción y la asimilación social, de la violación de las normas, del hastío del mundo, de ser «un error para nosotros mismos». Herta Müller nos describe en esta sobrecogedora novela, llena de poesía, una sociedad que excava su propia tumba a través de la supresión y de las privaciones materiales: «Si nos mantenemos en silencio, nos odiamos a nosotros mismos. Si hablamos, nos volvemos ridículos». Sinopsis Un grupo de cuatro amigos que se resisten a ser anulados por el sistema, ven en el suicidio de Lola, una joven estudiante del sur de Rumanía que intenta escapar de la pobreza durante el régimen de Ceausescu, una razón para continuar resistiéndose. Porque La bestia del corazón nos habla de la resistencia que se ha de tener para que no destruyan nuestra individualidad. Y habla también de la corrupción y la asimilación social, de la violación de las normas, del hastío del mundo, de ser «un error para nosotros mismos». Herta Müller nos describe en esta sobrecogedora novela, llena de poesía, una sociedad que excava su propia tumba a través de la supresión y de las privaciones materiales: «Si nos mantenemos en silencio, nos odiamos a nosotros mismos. Si hablamos, nos volvemos ridículos». Título Original: Herztier Traductor: Blanch Tyroller, Bettina ©1994, Müller, Herta

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Transcript of Muller Herta - La Bestia Del Corazon

La bestia del coraz?n

Annotation

Un grupo de cuatro amigos que se resisten a ser anulados por el sistema, ven en el suicidio de Lola, una joven estudiante del sur de Rumana que intenta escapar de la pobreza durante el rgimen de Ceausescu, una razn para continuar resistindose. Porque La bestia del corazn nos habla de la resistencia que se ha de tener para que no destruyan nuestra individualidad. Y habla tambin de la corrupcin y la asimilacin social, de la violacin de las normas, del hasto del mundo, de ser un error para nosotros mismos. Herta Mller nos describe en esta sobrecogedora novela, llena de poesa, una sociedad que excava su propia tumba a travs de la supresin y de las privaciones materiales: Si nos mantenemos en silencio, nos odiamos a nosotros mismos. Si hablamos, nos volvemos ridculos.

Sinopsis

Un grupo de cuatro amigos que se resisten a ser anulados por el sistema, ven en el suicidio de Lola, una joven estudiante del sur de Rumana que intenta escapar de la pobreza durante el rgimen de Ceausescu, una razn para continuar resistindose. Porque La bestia del corazn nos habla de la resistencia que se ha de tener para que no destruyan nuestra individualidad. Y habla tambin de la corrupcin y la asimilacin social, de la violacin de las normas, del hasto del mundo, de ser un error para nosotros mismos. Herta Mller nos describe en esta sobrecogedora novela, llena de poesa, una sociedad que excava su propia tumba a travs de la supresin y de las privaciones materiales: Si nos mantenemos en silencio, nos odiamos a nosotros mismos. Si hablamos, nos volvemos ridculos.

Ttulo Original: Herztier

Traductor: Blanch Tyroller, Bettina

1994, Mller, Herta

2009, Siruela

Coleccin: Nuevos tiempos (Siruela), 166

ISBN: 9788498413731

Generado con: QualityEbook v0.64

Herta Mller

La bestia del corazn

Traduccin del alemn de

Bettina Blanch Tyroller

La bestia del corazn

Todo el mundo tena un amigo en cada pedazo de nubees lo que pasa con los amigos en un mundo donde todo es terrortambin mi madre me dijo: es muy normallos amigos no vienen a cuentopiensa en cosas ms seriasGellu Naum

Cuando callamos, nos tornamos desagradables, dijo Edgar. Cuando hablamos, nos tornamos ridculos.

Llevbamos demasiado rato en el suelo, delante de las fotos. Se me haban dormido las piernas de estar sentada.

Con las palabras en la boca aplastamos tantas cosas como con los pies sobre la hierba. Pero tambin con el silencio.

Edgar guard silencio.

An hoy no puedo imaginarme una tumba. Slo un cinturn, una ventana, una nuez y una soga. Cada muerte es para m como un saco.

Si te oyen decir eso, dijo Edgar, te tomarn por loca.

Y cuando pienso en ello, tengo la sensacin de que cada muerto deja tras de s un saco repleto de palabras. Siempre me acuden a la mente el barbero y la tijera de manicura, porque los muertos ya no los necesitan. Y tambin se me ocurre que los muertos ya nunca ms perdern un botn.

Tal vez intuyen cosas distintas a nosotros, dijo Edgar, quizs intuyen que el dictador es un error.

Posean la prueba, pues tambin nosotros ramos un error para nosotros mismos. Porque en este pas nos veamos obligados a andar, comer, dormir y amar con miedo hasta que volvamos a necesitar al peluquero y la tijera de manicura.

Alguien que slo por el hecho de andar, comer, dormir y amar hace cementerios, dijo Edgar, es un error an mayor que nosotros. Es un error para todos, un error dominante.

La hierba despunta sobre la cabeza. Cuando hablamos queda segada. Pero tambin cuando callamos. Y entonces, la segunda y la tercera hierba crecen a su antojo. Y pese a todo, somos afortunados.

Lola proceda del sur del pas, y se adverta en ella una tierra que no haba logrado salir de la miseria. No s dnde se adverta, tal vez en los pmulos, en la comisura de los labios o en el centro de los ojos. Resulta difcil afirmarlo con seguridad, se trate de una tierra o de un rostro. Todas las tierras del pas haban quedado sumidas en la miseria, tambin todos los rostros. Pero la tierra de Lola, ya se detectara en los pmulos, las comisuras de los labios o el centro de los ojos, era an ms pobre quizs. Ms tierra que paisaje.

La aridez todo lo devora, escribe Lola, salvo las ovejas, los melones y las moreras.

Pero no fue la aridez lo que empuj a Lola a la ciudad. Lo que aprendo nada le importa a la aridez, escribe Lola en su cuaderno. La aridez no nota cunto s. Slo lo que soy, o sea quien soy. Convertirme en alguien en la ciudad, escribe Lola, y regresar al pueblo al cabo de cuatro aos. Pero no abajo, al camino polvoriento, sino arriba, a las ramas de las moreras.

Tambin en la ciudad haba moreras. Pero no en las calles, sino en los patios. Y no en muchos. Slo en los patios de los ancianos haba moreras. Y bajo el rbol haba una silla de asiento acolchado y tapicera de terciopelo. Pero el terciopelo apareca salpicado de manchas y desgarrado. Y alguien haba rellenado el agujero desde abajo con paja. La paja estaba aplastada por el peso de quienes se sentaban, y penda bajo el asiento como una trenza.

Si te acercabas a la silla desechada, podas distinguir las briznas de la trenza. Y comprender que algn da haban sido verdes.

En los patios con moreras, la sombra caa como un manto de tranquilidad sobre un rostro anciano sentado en la silla. Como un manto de tranquilidad, porque yo entraba en aquellos patios para mi propia sorpresa y raras veces regresaba. Y en aquellas raras ocasiones, un hilillo de luz que descenda en lnea recta desde la copa del rbol sobre el rostro anciano mostraba una tierra lejana. Un escalofro me recorra la espalda, porque aquella tranquilidad no proceda de las ramas de la morera, sino de la soledad de los ojos. No quera que me vieran en aquellos patios. Que alguien me preguntara qu haca all. No haca nada ms de lo que vea. Contemplaba las moreras durante largo rato. Y entonces, antes de marcharme, me volva una vez ms hacia el rostro de la silla. En aquel rostro haba una tierra. Vea un muchacho o una muchacha abandonar aquella tierra con un saco en el que llevaba una morera. Vea todas las moreras tradas a la ciudad.

Ms tarde le en el cuaderno de Lola: lo que se saca de la tierra se lleva en el rostro.

Lola quera estudiar cuatro aos de ruso. El examen de ingreso haba sido fcil, pues las plazas no escaseaban ni en la universidad ni en las escuelas rurales. Poca gente quera estudiar ruso. Los deseos son difciles, escribe Lola, los objetivos resultan ms sencillos. Un hombre que estudia, escribe Lola, lleva las uas limpias. Dentro de cuatro aos vendr conmigo, pues este tipo de hombres sabe que ser un seor en el pueblo. Que el barbero vendr a su casa y se descalzar antes de entrar. Nunca ms ovejas, escribe Lola, nunca ms melones, slo moreras, pues todos tenemos hojas.

Un pequeo cubculo por habitacin, una ventana, seis chicas, seis camas, bajo cada una de ellas una maleta. Junto a la puerta un armario empotrado, en el techo sobre la puerta un altavoz. Los coros obreros cantaban del techo a la pared, de la pared a las camas hasta que caa la noche. Slo entonces callaban, como las calles ante la ventana y el parque desgreado por el que ya nadie paseaba. En cada residencia haba cuarenta de aquellos cubculos.

Alguien dijo que los altavoces ven y oyen todo lo que hacemos.

La ropa de las seis chicas estaba apretujada en el armario. Lola era quien menos ropa tena. Se pona los vestidos de todas las dems. Las medias de las chicas se guardaban en las maletas que yacan bajo las camas.

Alguien cant:

Mi madre diceque me darcuando me caseveinte cojines grandesllenos de mosquitosveinte cojines pequeosllenos de hormigasveinte cojines blandosllenos de hojas podridas

y Lola se sent en el suelo, junto a la cama, para abrir su maleta. Rebusc entre las medias y levant un amasijo de piernas, dedos y talones. Dej caer las medias al suelo. Le temblaban las manos, y pareca tener ms de dos ojos en el rostro. Tena las manos vacas, ms de dos manos en el aire. Casi tantas manos en el aire como medias en el suelo.

Ojos, manos y medias no se soportaban en una cancin que se cantaba a dos camas de distancia. Que se cantaba desde una cabeza pequea que se meca con una arruga de pesar en la frente. Una cancin de la que la arruga desapareca de inmediato.

Bajo cada cama haba una maleta llena de medias de algodn enredadas. En todo el pas reciban el nombre de medias estndar. Medias estndar para chicas que queran medias lisas y transparentes. Y tambin queran laca, rmel y esmalte de uas.

Bajo las almohadas de las camas haba escondidas seis cajitas de rmel. Seis chicas escupan en la caja y removan el tizne con palillos hasta que la pasta negra se adhera a ellos. Luego abran los ojos de par en par. El palillo les araaba los prpados, las pestaas se tornaban negras y espesas. Pero al cabo de una hora se abran lagunas grises en las pestaas. La saliva se secaba, y el tizne se desplomaba sobre las mejillas.

Las chicas queran tizne en las mejillas, rmel en el rostro, pero nunca ms el holln de las fbricas. Slo un montn de medias transparentes, porque se hacan carreras en seguida, y las chicas tenan que atraparlas en los tobillos y en los muslos. Atraparlas y sellarlas con esmalte de uas.

Costar mantener blancas las camisas de un seor. Ser mi amor cuando al cabo de cuatro aos regrese conmigo a la aridez. Si consigue deslumbrar a los paseantes del pueblo con muchas camisas blancas, ser mi amor. Y si es un seor a cuya casa acude el barbero y se descalza antes de entrar. Costar mantener blancas las camisas con toda esa porquera infestada de pulgas.

Pulgas incluso en las cortezas de los rboles, dijo Lola. No son pulgas, contest alguien, sino piojuelos. Lola escribe en su cuaderno: Los piojuelos son peores an. Alguien dijo, no atacan a la gente, porque la gente no tiene hojas. Lola escribe, lo atacan todo cuando quema el sol, incluso el viento atacan. Y todos tenemos hojas. Las hojas caen cuando dejamos de crecer, porque la niez ha terminado. Y las hojas vuelven cuando nos marchitamos, porque el amor ha terminado. Las hojas crecen a su antojo, escribe Lola, como la hierba alta. Dos o tres nios del pueblo no tienen hojas y viven una gran niez. Son hijos nicos cuyos padres son personas cultas. Los piojuelos convierten a los nios mayores en nios pequeos, a un cro de cuatro aos en uno de tres, a uno de tres en uno de un ao. Y en uno de medio ao, escribe Lola, y en un recin nacido. Y cuantos ms hermanos cran piojuelos, ms pequea es la niez.

Un abuelo dice: Mi tijera de podar. Envejezco y cada da me encojo y adelgazo ms. Pero mis uas crecen ms deprisa, ms gruesas. Se cortaba las uas con la tijera de podar.

La nia no se deja cortar las uas. Duele, dice. La madre ata a la nia a la silla con los cinturones de sus vestidos. La nia grita con los ojos nublados. A la madre se le cae la tijera de manicura. La tijera cae al suelo por cada dedo, piensa la nia.

Uno de los cinturones, el de color verde hierba, se mancha de sangre. La nia sabe que sangrar significa la muerte. Los ojos de la nia se empapan, y la madre se desdibuja ante ella. La madre quiere a la nia. La ama con locura y no puede controlarse, pues su razn est atada al amor igual que la nia est atada a la silla. La nia sabe: la madre debe cortarle los dedos a causa de su amor atado. Debe guardarse los dedos cortados en el bolsillo de la bata y salir al patio, como si fuera a tirar los dedos. Y en el patio, donde nadie la vea, debe comerse los dedos de la nia.

La nia intuye que, por la noche, la madre mentir y asentir cuando el abuelo le pregunte si ha tirado los dedos.

Y tambin intuye lo que ella misma har por la noche. Gritar Los tiene ella y lo delatar todo:

Ha salido con los dedos al patio. Ha estado en la hierba, tambin en el jardn, en el camino y en el parterre. Ha andado a lo largo de la pared, detrs de la pared. Ha estado en el armario de las herramientas, con los tornillos. Y tambin en el ropero. Ha llorado en el armario. Se secaba las mejillas con una mano mientras meta la otra en el bolsillo de la bata. Una y otra vez.

El abuelo se lleva una mano a la boca. Quizs quiere mostrar aqu en la casa cmo se come un dedo en el patio, piensa la nia. Pero la mano del abuelo permanece inmvil.

La nia sigue hablando, y algo se le queda pegado a la lengua. La nia piensa, no puede ser ms que la verdad, posada sobre la lengua como un hueso de cereza que no quiere bajar por la garganta. Mientras la voz sigue entrando en el odo, espera la verdad. Pero en cuanto calla, piensa la nia, todo se convierte en mentira, porque la verdad ha cado al pozo de la garganta. Porque la boca no ha pronunciado la palabra comido.

La nia es incapaz de articular esa palabra. Slo: Ha estado junto al ciruelo, no ha pisoteado la oruga en el sendero, la ha esquivado.

El abuelo baja los ojos.

La madre intenta escurrir el bulto y saca aguja e hilo del armario. Se sienta en la silla y se alisa la bata hasta dejar al descubierto el bolsillo. Hace un nudo en el hilo. La madre miente, piensa la nia.

La madre cose un botn. El hilo recin cosido cubre el viejo. Algo de verdad hay en la mentira de la madre, porque el botn est suelto. Cose el botn con el hilo ms grueso. Tambin la luz de la bombilla tiene hilos.

La nia cierra los ojos con fuerza. Tras los prpados cerrados, la madre y el abuelo penden de una soga de luz e hilo encima de la mesa.

El botn cosido con el hilo ms grueso ser el ms resistente. La madre jams lo perder; antes se romper en pedazos.

La madre arroja la tijera al ropero. Al da siguiente, y cada mircoles desde entonces, el barbero del abuelo entra en la habitacin.

El abuelo dice: Mi barbero.

El barbero dice: Mi tijera.

En la Primera Guerra Mundial se me cay el pelo, dice el abuelo. Cuando me qued completamente calvo, el barbero de la compaa me dio friegas de savia en el cuero cabelludo. El pelo volvi a crecerme. Ms bonito que antes, me dijo el barbero. Le gustaba jugar al ajedrez. Se le ocurri la idea de la savia porque yo haba trado unas ramas cubiertas de follaje de las que tall un juego de ajedrez. Las ramas de aquel rbol tenan hojas color gris ceniza y rojo. Y tan distinta como las hojas era la madera. Tallaba la mitad de las figuras con la madera oscura y la otra mitad con la madera clara. Las hojas claras no oscurecan hasta finales de otoo. Los rboles eran de dos colores porque las ramas gris ceniza crecan con mucho retraso cada ao. Los dos colores les sentaban bien a mis figuras de ajedrez, dijo el abuelo.

El barbero le corta el pelo al abuelo. El abuelo permanece sentado en la silla sin mover la cabeza. El barbero dice: El pelo se enmaraa si no lo cortas. Mientras, la madre ata a la nia a la silla con los cinturones de sus vestidos. El barbero dice: Si no te cortas las uas, los dedos se convierten en palas. Slo los muertos tienen derecho a llevarlas as.

Sultame, sultame.

De las seis nias del cubculo, Lola era la que tena menos medias transparentes. Y las pocas que tena estaban llenas de parches de esmalte en los tobillos y los muslos. Tambin en las pantorrillas. Las carreras se formaban tambin cuando Lola no poda frenarlas, porque ella misma tena que ir a la carrera, ya fuera en la acera o en el parque desgreado.

Lola tena que correr y huir con su anhelo de camisas blancas, ese anhelo que segua siendo tan pobre como su tierra aun en la felicidad ms extasiada.

A veces, Lola no poda frenar las carreras de las medias porque estaba en clase. Con el catedrtico, deca Lola sin saber cunto le gustaba aquella palabra.

Por la noche, Lola colgaba sus medias en la ventana con los pies hacia afuera. No podan gotear, porque nunca las lavaba. Las medias pendan de la ventana como si llevaran en su interior los pies y las piernas de Lola, los dedos y los talones endurecidos, las pantorrillas y las rodillas abolladas. Podran haber atravesado solas el parque desgreado hasta la ciudad en tinieblas.

Alguien del cubculo pregunt, dnde estn mis tijeras de la manicura. Lola dijo, en el bolsillo del abrigo. Alguien pregunt, en qu abrigo, en el tuyo, por qu te la volviste a llevar anoche. Lola dijo, me la llev al tranva, y dej la tijera sobre la cama.

Lola siempre se cortaba las uas en el tranva. A menudo viajaba en l sin rumbo. Durante el trayecto se cortaba y limaba las uas, se retiraba las cutculas con los dientes hasta que la media luna blanca de cada ua se converta en una alubia.

En las paradas, Lola se guardaba la tijera en el bolsillo y miraba hacia la puerta cuando suba alguien. Porque de da siempre sube alguien que acta como si nos conociramos, escribe Lola en su cuaderno. Pero de noche, esa misma persona sube como si me buscara.

De noche, cuando ya nadie paseaba por la calle ni por el parque desgreado, cuando se oa el viento y el cielo no era ms que el ruido que emite, Lola se puso sus medias transparentes. Y antes de cerrar la puerta tras de s, se advirti a la luz del cubculo que Lola tena pies dobles. Alguien pregunt, adnde vas. Pero los pasos de Lola ya resonaban en el pasillo largo y desierto.

Tal vez en los primeros tres aos, yo me llamaba alguien en aquel cubculo. Pero todos menos Lola podan llamarse alguien. Porque alguien de aquel cubculo no quera a Lola. Y ese alguien eran todas.

Alguien se acerc a la ventana, pero no vio la calle ni a ninguna Lola pasar por all. Slo una diminuta mancha saltarina.

Lola fue al tranva. Cuando alguien subi en la siguiente parada, abri los ojos de par en par.

Alrededor de medianoche slo suban los hombres que volvan a casa despus del ltimo turno en la fbrica de detergentes o en el matadero. Surgen de la noche a la luz del tranva, escribe Lola, y veo a un hombre tan cansado que dentro de su ropa no queda ms que una sombra. Y en su cabeza hace tiempo que no hay amor, y en el bolsillo no tiene dinero. Slo detergente robado o despojos de animales sacrificados: lenguas de buey, entraas de cerdo o hgados de ternera.

Los hombres de Lola se sentaban en el primer banco. Se adormecan en la luz, bajaban la cabeza y se sobresaltaban cuando chirriaban las vas. En un momento dado se aprietan las bolsas contra el pecho, escribe Lola, y veo sus manos sucias. A causa de las bolsas me miran un instante.

En esa mirada breve, Lola encenda una llama en una cabeza fatigada. Ya no cierran los ojos, escribe Lola.

En la parada siguiente, un hombre se apeaba detrs de Lola. En los ojos llevaba las tinieblas de la ciudad. Y la codicia de un perro famlico, escribe Lola. Lola no se volva, sino que apretaba el paso. Atraa a los hombres abandonando la calle, tomando el camino ms corto que se adentraba en el parque desgreado. En silencio, escribe Lola, me tumbo sobre la hierba, escribe Lola, y l deja la bolsa bajo la rama ms larga y baja. No hay nada que decir.

En la noche se levantaba el viento, y sin pronunciar palabra, Lola agitaba la cabeza y el vientre. Ms all de su rostro susurraban las hojas, como antao sobre el rostro de un beb de medio ao, un sexto hijo a quien nadie amaba salvo la pobreza. Y como entonces, las piernas de Lola se llenaban de araazos por culpa de las ramas. Pero su rostro no.

Desde haca varios meses, Lola cambiaba una vez a la semana los recortes de peridico de la vitrina de la residencia. Mova las caderas en la vitrina, junto a la puerta de entrada. Soplaba para sacar las moscas muertas y limpiaba el vidrio con dos medias estndar de su maleta. Con una de las medias mojaba el vidrio, con la otra lo secaba. Luego cambiaba los recortes, arrugaba el penltimo discurso del dictador y pegaba el ltimo. Cuando terminaba, tiraba las medias.

Cuando Lola haba gastado casi todas las medias estndar de su maleta, empez a coger medias de otras maletas. Alguien dijo, esas medias no son tuyas. Lola dijo, pero si ya no os las ponis.

El padre clava el verano en el jardn con el azadn. Junto al parterre, la nia piensa: El padre s que sabe cosas de la vida. Porque el padre guarda sus remordimientos en las plantas ms necias y luego las arranca. Poco antes, la nia ha deseado que las plantas ms necias escapen al azadn y sobrevivan al verano. Pero no pueden huir, pues no les crecen plumas blancas hasta el otoo. No es hasta entonces que aprenden a volar.

El padre nunca se vio obligado a huir. Haba llegado al mundo cantando. Haba hecho cementerios para luego salir de esos lugares a toda prisa. Una guerra perdida, un soldado de la SS que regresa a casa, una camisa de verano recin planchada en el armario, y en la cabeza del padre no se vea an una sola cana.

El padre se levantaba muy temprano, le gustaba tumbarse en la hierba. Contemplaba desde all las nubes rojizas que anunciaban el da. Y puesto que la maana era tan fra como la noche, las nubes rojizas tenan que rasgar el cielo. Arriba en el cielo despuntaba el alba, abajo en la hierba la soledad se apoder de la cabeza del padre. La soledad lo empuj a la piel clida de una mujer. Ah entr en calor. Haba hecho cementerios y no tard en hacerle un hijo a la mujer.

El padre guarda los cementerios en la garganta, ah donde, entre el cuello de la camisa y el mentn, se encuentra la laringe. La laringe es afilada y est cerrada a cal y canto. As de sus labios jams podrn brotar los cementerios. Su boca bebe licor de las ciruelas ms oscuras, y sus canciones son pesadas y borrachas para el fhrer.

El azadn proyecta una sombra en el parterre; la sombra no cava, sino que permanece inmvil y contempla el sendero del jardn, donde una nia se llena los bolsillos de ciruelas verdes.

Entre las plantas ms necias, arrancadas, el padre dice: No comas ciruelas verdes, porque el hueso an est blando y muerdes la muerte. No hay nada que hacer; te mueres. La fiebre te consume el corazn desde las entraas.

Los ojos del padre estn vidriosos, y la nia ve que el padre la quiere con locura. Que no puede controlar su amor. l, que ha hecho cementerios, desea a la nia la muerte.

Por eso la nia espera y ms tarde se come las ciruelas. Todos los das, cuando el padre no la ve, la nia se esconde rboles enteros en el vientre. Come y piensa, esto es para morir.

Pero el padre no ve nada, y la nia no muere.

Las plantas ms necias eran abrojos. El padre saba mucho de la vida. Al igual que todo aquel que habla de la muerte sabe cmo sigue la vida.

A veces vea a Lola en las duchas, por la tarde, cuando era demasiado tarde para el aseo diurno y demasiado pronto para el nocturno. A lo largo de su espalda vea una lnea casposa, y sobre el pliegue del trasero, un crculo casposo. La lnea y el crculo parecan un pndulo.

Lola me volva la espalda con brusquedad, y entonces yo vea el pndulo en el espejo. Tendra que haber sonado, porque Lola se haba sobresaltado al verme entrar en las duchas.

Pens, Lola tiene la piel excoriada, pero nunca un amor. Slo espasmos en el vientre sobre la hierba del parque. Y encima de ella los ojos perrunos de los hombres que durante todo el da oan caer el detergente al tubo grueso y escuchaban los estertores de los animales. Aquellos ojos ardan encima de Lola, porque durante todo el da haban estado apagados.

Todas las chicas que vivan en una misma planta de la residencia, cubculo junto a cubculo, guardaban su comida en la nevera del comedor. Queso de cabra y embutido de casa, huevos y mostaza.

Al abrir la nevera, vea al fondo una lengua o un rin. El hielo secaba la lengua, el rin estallaba. Al cabo de tres das desaparecan.

En el rostro de Lola adverta la pobreza de su tierra. Nunca saba si se coma las lenguas y los riones o los tiraba; no lo adivinaba en sus pmulos, en las comisuras de sus labios ni en el centro de sus ojos.

Ni en la cafetera ni en el gimnasio lograba adivinar si se coman o tiraban los despojos de los animales sacrificados.

Quera saberlo. Arda en deseos de humillarla. La espi hasta quedarme ciega. Pero por mucho que la observara, lo nico que vea era la tierra en su rostro. Slo una vez la sorprend frindose unos huevos sobre la plancha encendida para luego rascarlos con el cuchillo y comrselos. Pero lo nico que hizo fue acercarme la punta del cuchillo para que probara. Estn buenos, dijo Lola, porque no quedan tan grasientos como en la sartn. Despus de comer, Lola guard la plancha en el rincn.

Alguien dijo: Limpia la plancha. Y Lola dijo: Si de todas formas ya no se puede planchar con ella.

Aquella ceguera me atormentaba. A medioda, cuando haca cola con Lola en la cafetera y luego me sentaba con ella a la mesa, pensaba, esta ceguera se debe a que slo nos dan cucharas para comer. Nunca tenedores ni cuchillos. De forma que slo podemos aplastar la carne con la cuchara y luego desgarrarla con la boca. Esta ceguera se debe, pensaba, a que nunca nos dejan cortar con cuchillo y pinchar con tenedor. A que tenemos que comer como animales.

Todos estn hambrientos en la cafetera, escribe Lola en su cuaderno, un rebao deprimente que mastica. Cada individuo, una oveja testaruda. Y el conjunto, una jaura de perros glotones.

En el gimnasio pensaba que mi ceguera se deba a que Lola no saba saltar el potro, a que doblaba los codos bajo el vientre en lugar de extenderlos con fuerza, a que levantaba las rodillas sin entusiasmo en lugar de abrir las piernas en tijera. Lola se quedaba atascada y resbalaba por el potro sobre el trasero. Luego caa sobre la colchoneta de cara en lugar de aterrizar de pie, y permaneca tumbada en el suelo hasta que el profesor gritaba.

Lola saba que el profesor de gimnasia la agarrara por los hombros, el trasero, las caderas. Que una vez se le pasara el enojo, la tocara donde se terciara. Y Lola se haca an ms pesada para que el profesor tuviera que agarrarla con ms fuerza.

Todas las chicas se quedaban de pie al otro lado del potro. No podan saltar, no podan volar, porque el profesor tena que darle un vaso de agua a Lola. Se lo traa del vestuario y lo sostena delante de sus labios. Lola saba que le sujetara la cabeza durante ms rato si beba despacio.

Despus de la clase de gimnasia, las chicas iban a las estrechas taquillas del vestuario y volvan a ponerse sus vestidos. Alguien dijo, llevas mi blusa. Lola dijo, no me la voy a comer, slo la necesito hoy porque tengo una cita.

Cada da, alguien del diminuto cubculo deca, es que esos vestidos no son tuyos. Pero Lola se los pona y se marchaba a la ciudad. Lola llevaba los vestidos en consonancia con los das. Quedaban arrugados, empapados de sudor, lluvia o nieve. Lola volva a colgarlos muy apretados en el armario.

En el armario haba pulgas porque en las camas haba pulgas. En las maletas con las medias estndar, en el largo pasillo. Tambin en el comedor y en las duchas, incluso en la cafetera haba pulgas. En el tranva, en las tiendas, en el cine.

Durante las oraciones, todo el mundo se rascaba, escribe Lola en su cuaderno. Iba a la iglesia cada domingo. Tambin el cura se rascaba. Padrenuestro, que ests en los cielos, escribe Lola, y en toda la ciudad hay pulgas.

Era de noche en el diminuto cubculo, aunque no muy tarde. El altavoz cantaba sus canciones obreras, en la calle an resonaban pasos, an se oan voces en el parque desgreado, el follaje an apareca gris, no negro.

Lola estaba tumbada en la cama, desnuda salvo por las gruesas medias estndar. Por la noche, mi hermano trae las ovejas de vuelta a casa, escribe Lola, tiene que atravesar un campo de melones. Se ha marchado del pastizal demasiado tarde, cae la noche, las ovejas pisan con sus patas finas el campo y se hunden en la tierra. Mi hermano duerme en el establo, y las ovejas tienen las patas enrojecidas toda la noche.

Lola se meti una botella vaca entre las piernas y empez a agitar la cabeza y el vientre. Todas las chicas se agolpaban alrededor de su cama. Alguien le tir del pelo. Alguien se ech a rer muy fuerte. Alguien se llev la mano a la boca y contempl el espectculo. Alguien rompi a llorar. No recuerdo quin era.

Pero s recuerdo que aquella noche me mare despus de mirar la ventana durante largo rato. La habitacin temblaba en el vidrio. Nos vi a todas, figuras pequeas agolpadas en torno a la cama de Lola. Y sobre nuestras cabezas, Lola, una figura enorme que surcaba el aire, flotaba a travs de la ventana cerrada y volaba hacia el parque desgreado. Vi a los hombres de Lola esperando en la parada. En mis sienes palpitaba un tranva. Avanzaba como una caja de cerillas. La luz del vagn vacilaba como la llamita de una cerilla al viento. Los hombres de Lola se empujaban y propinaban codazos. De sus bolsillos caa detergente y despojos de animales sacrificados sobre las vas. De repente, alguien encendi la luz, y la imagen del vidrio desapareci, slo quedaron las farolas alineadas al otro lado de la calle. Y otra vez me hallaba entre las dems chicas, junto a la cama de Lola. Bajo la espalda de Lola, sobre la cama, o un ruido que nunca olvidar ni confundir con ningn otro sonido del mundo. O a Lola segar el amor que nunca haba crecido, cmo cortaba cada brizna sobre su sbana blancuzca.

Aquel da, el pndulo casposo son en mi cabeza mientras Lola gema, fuera de s.

Slo a uno de los hombres de Lola no haba visto en el reflejo del vidrio.

Lola iba a ver al catedrtico cada vez ms a menudo, y aquella palabra segua gustndole mucho. La deca cada vez ms y an no saba cunto le gustaba. Hablaba cada vez ms de la consciencia y de la equiparacin de ciudad y pueblo. Lola perteneca al partido desde haca una semana y exhiba su libro rojo. En la primera pgina se vea la fotografa de Lola. Las chicas se iban pasando el libro del partido. Y en la fotografa distingu an con ms claridad la tierra pobre, porque el papel reluca. Alguien dijo, pero si vas a la iglesia. Y Lola dijo, los dems tambin van. Basta con fingir que no conoces a los dems. Alguien dijo, Dios cuida de ti all arriba, y el partido cuida de ti aqu abajo.

Junto a la cama de Lola se amontonaban los panfletos del partido. Alguien susurr en el diminuto cubculo, y alguien call. Haca tiempo que las chicas susurraban y callaban cuando Lola estaba en el cubculo.

Lola escribe en su cuaderno: Mi madre va conmigo a la iglesia. Hace fro, pero no lo parece gracias al incienso del cura. Todos se quitan los guantes y los sostienen en las manos entrelazadas. Estoy sentada en el banco de los nios. Me he sentado en el borde para poder ver a mi madre.

Desde que Lola limpiaba la vitrina, las chicas se hacan seas con las manos y los ojos cuando no queran decir algo en presencia de Lola.

Mi madre dice que tambin reza por m, escribe Lola. Mi guante tiene un agujero en la yema del pulgar, un agujero con una aureola de puntos afilados, como una corona de espinas.

Lola estaba sentada sobre la cama y lea un panfleto sobre la mejora de la labor ideolgica del partido.

Tiro del hilo, escribe Lola, y la corona de espinas se vuelve hacia abajo. La madre canta, que Dios se apiade de nosotros, y yo tiro del pulgar del guante.

Lola subrayaba muchas frases del delgado panfleto, como si la mano no la dejara ver con claridad. La pila de panfletos creca junto a la cama como una mesilla torcida. Al subrayar, Lola reflexionaba largo rato entre frase y frase.

No tiro la lana, escribe Lola, aunque est muy enredada.

Lola pona parntesis alrededor de las frases de los panfletos. Junto a cada parntesis escriba un gran asterisco en el margen.

La madre vuelve a tricotarme el pulgar, escribe Lola, y para la yema usa lana nueva.

Una tarde, cuando Lola iba a cuarto, todos los vestidos de las chicas yacan sobre las camas. La maleta de Lola estaba abierta bajo la ventana abierta; dentro de ella, sus escasos vestidos y los panfletos.

Aquella tarde descubr por qu no haba visto a uno de los hombres de Lola en el reflejo de la ventana. Era distinto de los hombres de cada medianoche y cada ltimo turno. Coma en la universidad del partido, no iba en tranva, nunca segua a Lola al parque desgreado, tena coche y chfer.

Lola escribe en su cuaderno: Es el primero de camisa blanca.

As fue aquella tarde, poco antes de las tres, cuando Lola iba a cuarto y casi se haba convertido en alguien: los vestidos de las chicas sobre las camas, separados de los de Lola. El sol baaba ardiente el cubculo, el polvo formaba un manto gris sobre el linleo. Y junto a la cama de Lola, de donde haban desaparecido los panfletos, se vea una mancha oscura y desnuda. Y Lola, colgada de mi cinturn en el armario.

Y llegaron tres hombres. Fotografiaron a Lola en el armario. Luego desanudaron el cinturn y lo guardaron en una bolsa de plstico transparente, delgado como las medias de las chicas. Los hombres se sacaron tres cajitas de los bolsillos de las chaquetas. Cerraron la maleta de Lola y abrieron las cajitas, que estaban llenas de un polvo color verde chilln. Lo esparcieron sobre la maleta y la puerta del armario. Era un polvo tan seco como el rmel sin saliva. Yo los observaba, como el resto de las chicas. Me sorprendi descubrir que tambin exista rmel color verde chilln.

Los hombres no nos preguntaron nada. Ya conocan la razn.

Junto a la entrada de la residencia haba cinco chicas. En la vitrina se vea la foto de Lola, la del libro del partido. Bajo la foto, un papel. Alguien ley en voz alta:

Esta estudiante se ha suicidado. Deploramos y despreciamos su accin. Es una vergenza para todo el pas.

A ltima hora de la tarde encontr el cuaderno de Lola en mi maleta. Lo haba escondido bajo mis medias estndar antes de coger el cinturn.

Me guard el cuaderno en el bolso y fui a la parada. Sub al tranva y empec a leer. Empec por la ltima pgina. Lola escribe: Por la noche, el profesor de gimnasia me orden que fuera al gimnasio y cerr la puerta por dentro. Los nicos testigos eran las grandes pelotas de cuero. Con una vez, l habra tenido suficiente. Pero yo lo segu y encontr su casa. Ser imposible mantener blancas sus camisas. Me ha denunciado al catedrtico. Nunca lograr librarme de la aridez. Dios no me perdonar lo que tengo que hacer. Pero mi hijo jams pastorear ovejas de patas enrojecidas.

Por la noche, sin que nadie me viera, volv a guardar el cuaderno de Lola en mi maleta, bajo las medias. Cerr la maleta y escond la llave bajo la almohada. Por la maana me llev la llave. La at al elstico del pantaln corto, pues a las ocho tenamos gimnasia. Por culpa de la llave llegu un poco tarde.

Las chicas ya estaban en la cabecera del cajn de arena, ataviadas con pantalones cortos negros y camisetas blancas. Dos de las chicas esperaban al otro lado con la cinta mtrica. El viento agitaba el denso follaje de los rboles. El profesor de gimnasia alz el brazo, chasque los dedos, y todas las chicas volaron por los aires en pos de sus pies.

La arena del cajn estaba seca. Slo se humedeca en los puntos que pisaban los pies de las chicas. La sent tan fra bajo los dedos como la llave contra el vientre. Levant la vista hacia los rboles antes de tomar carrerilla. Luego vol en pos de mis pies, pero mis pies no llegaron muy lejos. Mientras volaba pens en la llave de la maleta. Las dos chicas midieron el salto y gritaron la cifra. El profesor de gimnasia anot la distancia en su cuaderno como si de una hora se tratara. Vi el lpiz afilado en su mano y pens, qu tpico de l, al otro lado del cajn slo puede medirse la muerte.

Y cuando vol por segunda vez, la llave haba alcanzado la temperatura de mi piel. Ya no me oprima el vientre. Tras hundir los dedos de los pies en la arena hmeda, me levant a toda prisa para que el profesor de gimnasia no me tocara.

Dos das despus de ahorcarse, a las cuatro de la tarde, Lola fue expulsada del partido y de la universidad en la sala de actos. En el acontecimiento participaron cientos de personas.

En el plpito, alguien dijo: Nos ha engaado a todos, no merece ser estudiante de nuestro pas ni miembro de nuestro partido. Todos aplaudieron.

Por la noche, alguien dijo en el cubculo: Todos aplaudieron demasiado rato porque en realidad tenan ganas de llorar. Nadie se ha atrevido a ser el primero en dejar de aplaudir. Cada uno de los presentes observaba las manos de los dems mientras aplauda. Algunos haban dejado de aplaudir, pero luego se haban asustado y haban seguido aplaudiendo. En un momento dado, los aplausos haban querido extinguirse, se adverta que perdan el ritmo, pero a causa de aquellos pocos que haban vuelto a empezar con bro, la mayora haba seguido aplaudiendo. No fue hasta que la ovacin empez a trepar por las paredes como un descomunal zapato que el orador dio la sea de parar.

La fotografa de Lola permaneci dos semanas en la vitrina. Pero al cabo de dos das, el cuaderno de Lola desapareci de mi maleta cerrada.

Los hombres del polvo verde chilln colocaron a Lola sobre la cama y se llevaron el mueble del cubculo. Por qu sacaron la cama por la puerta con los pies por delante. A la cabecera iba uno con la maleta de los vestidos y la bolsa en la que haban guardado mi cinturn. Llevaba la maleta y el cinturn en la mano derecha. Por qu no cerr la puerta tras de s, si tena la izquierda libre.

En el cubculo quedaron cinco chicas, cinco camas, cinco maletas. Cuando sacaron la cama de Lola, alguien cerr la puerta. En cada movimiento se enredaban hilillos de polvo en el aire claro y ardiente. Alguien se peinaba junto a la pared. Alguien cerr la ventana. Alguien se coloc los cordones de los zapatos de un modo distinto.

Ningn movimiento en aquella habitacin tena objetivo alguno. Todas las chicas guardaban silencio y ocupaban las manos, pues nadie se atreva a colgar de nuevo los vestidos en el armario.

La madre dice: Si no soportas la vida, ordena el armario. As, las preocupaciones pasarn a travs de tus manos, y tu mente se liberar.

Pero para ella es fcil decirlo. En casa tiene cinco armarios y cinco bales. Y aunque la madre se pase tres das seguidos ordenando los armarios y los bales, nadie dir que no est trabajando.

Fui al parque desgreado y arroj la llave de la maleta entre los arbustos. No haba llave que protegiera la maleta de manos desconocidas cuando ninguna de las chicas estaba en la habitacin. Quizs tampoco haba llave que protegiera de manos conocidas que removan el tizne con el palillo, encendan o apagaban la luz, o limpiaban la plancha tras la muerte de Lola.

Tal vez nadie debera haber susurrado o callado cuando Lola estaba en la habitacin. Tal vez alguien debera habrselo dicho todo a Lola. Tal vez precisamente yo debera habrselo dicho todo a Lola. La cerradura de la maleta se haba convertido en una mentira. En el pas haba tantas llaves de maleta como coros obreros. Cada llave era una mentira.

Cuando volv del parque, alguien cantaba en el cubculo por primera vez desde la muerte de Lola:

Anoche el viento me empuja los brazos de mi amorsi me hubiera empujado msen sus brazos me habra quebradoqu suerte que dejara de soplar.

Alguien cantaba una cancin rumana. En la noche, a travs de la cancin, vi un rebao de ovejas con las patas enrojecidas. O el viento dejar de soplar en aquella cancin.

La nia yace en la cama y dice: No apagues la luz, que entran los rboles negros. Una abuela arropa a la nia. Durmete en seguida, dice, cuando todos duermen, el viento se posa en los rboles.

El viento no poda dejar de soplar. En aquel lenguaje infantil, el viento siempre se posaba.

A una sea del rector, los aplausos murieron en la sala de actos, y el profesor de gimnasia se acerc al plpito. Llevaba una camisa blanca. Se anunci una votacin para excluir a Lola del partido y expulsarla de la universidad.

El profesor de gimnasia fue el primero en levantar el brazo. Y todos los brazos le siguieron. Cada uno de los presentes observaba el brazo alzado de los dems. Si su brazo no destacaba tanto como los otros, estiraba el codo un poquito ms, con la palma abierta hasta que los dedos se doblaban cansados y los codos empezaban a ceder. Entonces miraba en derredor, y puesto que nadie bajaba an el brazo, volva a estirar los dedos y el codo. Se distinguan manchas de sudor en las axilas, costuras desplazadas de camisas y blusas. Cuellos estirados, orejas enrojecidas, labios entreabiertos. Las cabezas inmviles, pero los ojos inquietos.

Reinaba tal silencio entre aquellas manos, dijo alguien en el cubculo, que poda orse el aliento resbalar por la madera de los bancos. Y el silencio no se rompi hasta que el profesor de gimnasia pos el brazo sobre el plpito y dijo: No hace falta contar; por supuesto, todo el mundo est a favor.

Todos los que caminan por estas calles, pens al da siguiente en la ciudad, habran saltado el potro en la sala de actos siguiendo el brazo del profesor de gimnasia. Todos habran erguido los dedos, estirado los codos y movido los ojos en medio del silencio. Cont los rostros que pasaban junto a m bajo aquel sol ardiente. Cont novecientos noventa y nueve. Entonces empezaron a quemarme las plantas de los pies, me sent en un banco, dobl los dedos de los pies y apoy la espalda en el respaldo. Me llev el ndice a la mejilla y me inclu en el recuento. Mil, me dije antes de tragarme el nmero.

Y delante del banco pas una paloma; la segu con la mirada. Daba saltitos con las alas plegadas. Tena el pico entreabierto por el calor. Picoteaba el suelo, y su pico emita un sonido parecido al de la hojalata. Se comi una piedra. Y mientras la paloma se tragaba la piedra, pens: Tambin Lola habra levantado el brazo. Pero eso ya no contaba.

Segu con la mirada a los hombres de Lola, que volvan a medioda de las fbricas al terminar el primer turno. Eran campesinos llegados del pueblo. Nunca ms ovejas, haban dicho tambin ellos, nunca ms melones. Como necios haban seguido el rastro del tizne urbano y los tubos gruesos que surcaban los campos hasta las afueras de cualquier pueblo.

Los hombres saban que su hierro, su madera y su detergente carecan de valor. Por ellos sus manos seguan toscas, hacan tarugos y bultos en lugar de industria. Todo cuanto deba ser grande y cuadrado se converta en ovejas de hojalata entre sus manos. Lo que deba ser pequeo y redondeado se transformaba en melones de madera entre sus manos.

El proletariado de las ovejas de hojalata y los melones de madera entraba en la primera taberna al acabar el turno. Siempre en manada en los patios de verano de una bodega. Mientras los cuerpos pesados se dejaban caer en las sillas, el camarero daba la vuelta al mantel rojo. Corchos, cortezas de pan y huesos caan al suelo junto a los tiestos. Las hojas resecas, la tierra removida por los cigarrillos apagados con prisas. En la valla de la bodega pendan macetas de geranios con tallos desnudos. En las puntas brotaban tres o cuatro hojas nuevas.

Sobre las mesas humeaba el rancho. Siempre manos y cucharas, nunca cuchillos y tenedores. Desgarrando y arrancando con la boca, as coman todos los despojos de animales sacrificados que tenan en el plato.

Tambin la bodega era una mentira, los manteles y las plantas, las botellas y los uniformes color granate de los camareros. All nadie era un comensal, sino un advenedizo de la tarde carente de sentido.

Los hombres se tambalearon y gritaron hasta que empezaron a romperse mutuamente botellas vacas en la cabeza. Sangraban. Cuando un diente cay al suelo, se echaron a rer como si alguien hubiera perdido un botn. Uno de ellos se agach y arroj el diente a su vaso. El diente pas de vaso en vaso porque traa suerte. Todos lo queran.

En un momento dado, el diente desapareci, como las lenguas y los riones de Lola desaparecan de la nevera. En algn momento, uno de los hombres se haba tragado el diente. No saban quin. Arrancaron los ltimos brotes de los geranios y masticaron con aire suspicaz. Repasaron los vasos uno a uno y gritaron con la boca llena de hojas de geranio: Hay que comer ciruelas, no dientes.

Sealaron a uno de ellos, todos sealaron al de la camisa verde claro. Y l lo neg. Se meti el dedo en la garganta. Vomit y dijo: Ahora podis buscarlo. Hay hojas de geranio, carne, pan y cerveza, pero un diente no. Los camareros lo echaron mientras los dems aplaudan.

Entonces dijo el de la camisa a cuadros: He sido yo. En plena risotada rompi a llorar. Los dems callaron y clavaron las miradas en la mesa. Nadie era un comensal all.

Campesinos, pens, slo ellos pasan de la risa al llanto, del grito al silencio. No caban en s de alegra inocente o rabia ciega. En su ansia de vivir, cada instante poda extinguir la vida de un mazazo. En la oscuridad, todos ellos habran seguido a Lola al parque con idnticas miradas perrunas.

Si al da siguiente permanecan sobrios, paseaban solos por el parque para recobrar el dominio de s mismos. Tenan los labios partidos por el alcohol. Las comisuras hundidas. Plantaban los pies en la hierba con aire pensativo y repasaban mentalmente cada palabra que haban gritado entre vapores etlicos. Se dejaban envolver como nios por las lagunas de memoria del da anterior. Teman haber gritado algo poltico en la bodega. Saban que los camareros daban parte de todo.

Pero el alcohol protege el cerebro de lo prohibido, y el rancho protege la boca. Aunque la lengua ya no pueda ms que barbotar, el hbito del miedo no abandona la voz.

En el miedo se sentan a sus anchas. La fbrica, la bodega, las tiendas y los barrios, las estaciones de ferrocarril y los viajes en tren entre campos de trigo, girasoles y maz velaban por ellos. Los tranvas, los hospitales, los cementerios. Y si a pesar de todo, como suceda tan a menudo, el alcohol se tornaba descuidado en lugares de mendacidad, sola tratarse de un error de las paredes, los techos o el cielo abierto, y no de la intencin del cerebro de un hombre.

Y mientras la madre ata a la nia a la silla con los cinturones de los vestidos, mientras el barbero corta el pelo al abuelo, mientras el padre le dice a la nia que no debe comer ciruelas verdes, durante todos esos aos hay una abuela sentada en el rincn. Asiste tan distante a la actividad de la casa que se dira que ya por la maana el viento se ha posado, que en el cielo el da se ha dormido. Durante todos esos aos, la abuela tararea una cancin.

La nia tiene dos abuelas. Una de ellas se acerca de noche a la cama con su amor, y la nia vuelve los ojos al techo blanco del cuarto porque est a punto de rezar. La otra se acerca de noche a la cama con su amor, y la nia contempla sus ojos oscuros porque est a punto de cantar.

Cuando la nia ya no distingue el techo ni los ojos oscuros, se hace la dormida. La primera abuela no termina la oracin; se levanta y se va. La segunda abuela termina la cancin; tiene la cara torcida porque le gusta mucho cantar.

Cuando acaba la cancin, cree que la nia duerme a pierna suelta. Dice: Reposa la bestia de tu corazn, hoy has jugado mucho.

La abuela que canta vive nueve aos ms que la abuela que reza. Y la abuela que canta vive seis aos ms que su razn. Ya no reconoce a ninguno de los de la casa. Slo conoce sus canciones.

Una noche sale de su rincn, se acerca a la mesa y dice a la luz de la lmpara: Estoy tan contenta de que estis todos conmigo en el cielo. Ya no sabe que vive y tiene que cantar hasta la muerte. De ella no se apodera enfermedad alguna que pueda ayudarla a morir.

Tras la muerte de Lola pas dos aos sin llevar cinturn en los vestidos. Los ruidos ms estruendosos de la ciudad sonaban lejanos en mi cabeza. Cuando un camin o un tranva se acercaban, cada vez ms grandes, sus vibraciones le sentaban bien a mi frente. Bajo mis pies temblaba el pavimento. Quera aproximarme a las ruedas, y por ello saltaba a la calzada justo delante de ellos. Intentaba llegar al otro lado. Dejaba que las ruedas decidieran por m. El polvo me engulla unos instantes, mis cabellos flotaban entre la dicha y la muerte. Llegaba a la otra acera, me echaba a rer y haba vencido. Pero me oa rer desde fuera, desde muy lejos.

Con frecuencia iba a la tienda en cuyo escaparate se alineaban cuencos de aluminio llenos de lenguas, hgados y riones. La tienda nunca me iba de camino; llegaba en tranva. En la tienda, las tierras de los rostros se hacan inmensas. Hombres y mujeres sostenan en las manos bolsas con pepinos y cebollas. Pero yo les vea sacar moreras de la tierra y hundrselas en el rostro. Elega a alguien no mayor que yo y lo segua. Siempre acababa en los bloques de pisos de los barrios nuevos, me adentraba en un pueblo por entre los abrojos. Entre los abrojos se vean manchas de tomates color rojo chilln y nabos blancos. Cada mancha era un trocito de campo malogrado. No vea las berenjenas hasta casi pisarlas. Relucan como manos repletas de moras negras.

El mundo no haba esperado a nadie, me deca. No tena que andar, comer, dormir y amar con miedo. Antes de existir no haba necesitado al barbero ni la tijera de manicura, no haba perdido ningn botn. Mi padre an luchaba en la guerra, viva cantando y disparando en la hierba. No tena que amar. La hierba debera habrselo quedado, porque cuando en casa alz la mirada hacia el cielo del pueblo, dentro de su camisa creci de nuevo un campesino que puso manos a la obra sin tardanza. El soldado repatriado haba hecho cementerios y tena que engendrarme.

Me convert en su hija y tuve que crecer contra la muerte. Me hablaban en siseos, me pegaban en las manos antes de mirarme a la cara con la rapidez del rayo. Pero nadie me pregunt jams en qu casa, en qu lugar, a qu mesa, en qu cama y tierra habra preferido andar, comer, dormir y amar con miedo.

Slo atar, porque desatar tardaba demasiado en convertirse en una palabra. Quera hablar de Lola, y las chicas del cubculo me dijeron que me callara de una vez. Haban comprendido que la cabeza era ms ligera sin Lola. En lugar de la cama de Lola haban colocado una mesa y una silla en el cubculo. Y sobre la mesa una dulcera grande con ramas largas del parque desgreado, rosas enanas blancas de finas hojas dentadas. Las ramas echaban races blancas en el agua. Las chicas podan andar, comer y dormir en el cubculo. Ni siquiera al cantar ante las hojas de Lola sentan miedo.

Quera conservar en la memoria el cuaderno de Lola.

Edgar, Kurt y Georg buscaban a alguien que hubiera compartido habitacin con Lola. Y puesto que no poda conservar el cuaderno de Lola en la memoria sin ayuda, empec a quedar con ellos a partir del da en que me hablaron en la cafetera. Cada da. No crean que la muerte de Lola hubiera sido un suicidio.

Les hablaba de los piojuelos, las ovejas de patas enrojecidas, las moreras y la tierra en el rostro de Lola. Cuando pensaba en Lola a solas, no recordaba muchos detalles. Pero cuando ellos me escuchaban, volvan a ocurrrseme. Haba aprendido a leer mentalmente ante sus ojos fijos. Cuando me concentraba encontraba cada frase desaparecida del cuaderno de Lola y la deca en voz alta. Edgar escriba muchas frases en su cuaderno. Tambin tu cuaderno desaparecer cualquier da, dije, porque Edgar, Kurt y Georg tambin vivan en una residencia de estudiantes al otro lado del parque desgreado, en una residencia para chicos. Pero Edgar dijo: Tenemos un lugar seguro en la ciudad, una casa de verano en medio de un jardn descuidado.

Guardamos el cuaderno en un saquito de hilo y lo colgamos en la cara interior de la tapa del pozo, dijo Kurt. Rean y siempre decan nosotros. Lo colgamos de un gancho, dijo Georg. El pozo est en la casa, la casa y el jardn pertenecen a un hombre muy discreto. Ah tambin estn los libros, dijo Kurt.

Los libros de la casa de verano procedan de muy lejos, pero conocan cada tierra de los rostros de aquella ciudad, cada oveja de hojalata, cada meln de madera. Cada borrachera, cada risa en la bodega.

Quin es el hombre de la casa de verano, pregunt y en seguida me dije: No quiero saberlo. Edgar, Kurt y Georg guardaron silencio. Los ojos entornados, oblicuos; en los rabillos blancos, donde confluan las venitas, reluca inquieto el silencio. Empec a hablar atropelladamente. Habl de la sala de actos, del comps de un pie gigantesco que trepaba por la pared durante los aplausos. Y del aliento que reptaba sobre la madera de los bancos cuando se alzaron los brazos para la votacin.

Y al hablar percib que se me quedaba algo pegado a la lengua, como un hueso de cereza. La verdad esperaba a las personas contadas y al dedo apoyado en mi mejilla. Pero no consegua pronunciar la palabra mil. Tampoco habl del pico de hojalata de la paloma que picoteaba piedras. Segu hablando del potro, de los vuelos sobre el cajn de arena, de los toqueteos y los vasos de agua, de la llave de la maleta atada al elstico del pantaln. Edgar me escuchaba con el bolgrafo en la mano, sin escribir ni una sola palabra en su cuaderno. Y pens: Espera la verdad, siente el silencio en mis palabras. Y entonces dije: Es el primero de camisa blanca. Y Edgar escribi. Y luego dije: Todos tenemos hojas. Y Georg dijo: Eso no se entiende.

Las frases de Lola podan pronunciarse, pero no escribirse. Yo no poda escribirlas. Eran como los sueos, que caben en la boca pero no sobre el papel. Al escribir, las frases de Lola se disolvan en mi mano.

Los libros de la casa de verano decan ms de lo que estaba acostumbrada a pensar. Me los llevaba al cementerio y me sentaba en un banco. Iban llegando ancianos que se dirigan solos hacia una tumba que pronto sera tambin la suya. No llevaban flores; las tumbas estaban llenas de flores. No lloraban, sino que permanecan all con la mirada perdida en el vaco. A veces sacaban el pauelo, se agachaban, se limpiaban el polvo de los zapatos, se ataban los cordones con ms fuerza y volvan a guardarse el pauelo. No lloraban porque ya no queran agotar sus mejillas. Porque su rostro ya apareca sobre la lpida, mejilla a mejilla con el muerto, en una foto redonda. Llegaban y esperaban, quin sabe desde cundo, a que el encuentro en la lpida se hiciera realidad. Sus nombres y fechas de nacimiento estaban esculpidas en la piedra. Un espacio liso y vaco, del tamao de una mano, aguardaba el da de su muerte. No se quedaban mucho rato junto a la tumba.

Mientras se dirigan a la salida por los senderos estrechos, entre flores, las lpidas y yo los seguamos con la mirada. Cuando salan del cementerio, los numerosos espacios lisos y vacos se colgaban de ese da de verano pesado y sooliento a causa de las flores. Al verano del cementerio no le apeteca que soplara el viento ardiente. Arqueaba el cielo hacia arriba y esperaba ms muertes. En la ciudad se deca: La primavera y el otoo son peligrosos para los ancianos. Los primeros calores y los primeros fros se llevan a los ancianos por delante. Pero aqu se adverta que era el verano el ms indicado para abrir las fauces de la trampa. El que cada da saba cmo convertir a ancianos en flores.

Las hojas reaparecen cuando el cuerpo se encoge, porque el amor ha terminado, escribe Lola en su cuaderno.

Respir en silencio, con la mente repleta de frases de Lola, para que las frases de los libros no tropezaran por estar detrs de las hojas de Lola.

Haba aprendido a vagabundear; la calle se deslizaba bajo mis pies. Conoca a los mendigos, las voces quejumbrosas, los santiguamientos, los juramentos, el dios desnudo y el diablo andrajoso, las manos deformadas y las piernas mutiladas.

Conoca a los locos de cada barrio:

El hombre de la pajarita negra que sostena en la mano un ramo de flores siempre marchitas. Desde haca aos estaba parado junto a la fuente seca y miraba la calle, al final de la cual se alzaba la crcel. Cuando le hablaba me deca: Ahora no puedo hablar, llegar en seguida, puede que no me reconozca.

Llegar en seguida, dice desde hace aos. Y cuando lo deca, a veces llegaba un polica o un soldado por la calle. Y su mujer, lo saba todo el mundo, llevaba mucho tiempo fuera de la crcel. Yaca en una tumba del cementerio.

A las siete de la maana, un convoy de autobuses con cortinas grises bajaba por la calle. Y a las siete de la tarde regresaba por el mismo camino. En realidad, la calle no era una cuesta, el final no era ms elevado que la plaza de la fuente. Pero produca esa sensacin. O quizs slo se deca que suba porque all estaba la crcel, adonde slo iban policas y soldados.

Cuando los autobuses pasaban junto a la fuente, por las aberturas de las cortinas corridas se vislumbraban los dedos de los presos. No se oa ningn motor, ningn golpe ni rugido, ningn chirrido de frenos. Slo el ladrido de los perros. Armaban tal escndalo que pareca que dos veces al da pasaran perros sobre ruedas junto a la fuente.

A los caballos con zapatos de tacn se unan los perros sobre ruedas.

La madre viaja una vez por semana en tren a la ciudad. A la nia le permiten acompaarla dos veces al ao. Una vez a principios de verano y otra a principios de invierno. En la ciudad, la nia se siente fea porque anda envuelta en mucha ropa gruesa. A las cuatro de la maana, la madre va con la nia a la estacin. Hace fro, tambin a principios de verano hace fro a las cuatro de la maana. La madre quiere estar en la ciudad a las ocho, porque a esa hora abren las tiendas.

Entre una y otra tienda, la nia se quita un par de prendas y las lleva en la mano. Por ello pierde un par de ellas en la ciudad. Por eso a la madre no le gusta llevar a la nia a la ciudad. Pero existe una razn ms profunda: la nia ve a los caballos trotar sobre el asfalto. La nia se detiene, quiere que la madre tambin se detenga y espere a que aparezcan ms caballos. La madre no tiene tiempo para esperar, pero tampoco puede continuar sola. No quiere que la nia se extrave en la ciudad. Tira de la nia. La nia se cuelga de ella y dice: Te das cuenta que los cascos hacen un ruido diferente que en casa.

Entre una y otra tienda, en el regreso en tren y an das despus, la nia pregunta: Por qu los caballos llevan zapatos de tacn en la ciudad.

Conoca a la enana de la plaza Trajans. Tena ms cuero cabelludo que pelo, era sordomuda y llevaba una trenza de hierba como las sillas desechadas a la sombra de las moreras de los ancianos. Coma los desperdicios de la verdulera. Cada ao la dejaban embarazada los hombres de Lola que salan a medianoche del ltimo turno. La plaza era un lugar oscuro. La enana no lograba escapar de ellos porque no les oa llegar. Y tampoco poda gritar.

En las inmediaciones de la estacin vagabundeaba el filsofo. Confunda los postes telefnicos y los troncos de los rboles con personas. Hablaba al hierro y la madera de Kant y del cosmos de las ovejas que pastaban. En las bodegas iba de mesa en mesa, beba los restos de los vasos y los secaba con su larga barba blanca.

Delante del mercado se sentaba la vieja del sombrero de alfileres y papel de peridico. Desde haca aos, tanto en verano como en invierno, recorra las calles tirando de un trineo repleto de sacos. En uno de los sacos haba papel de peridico doblado. La vieja se haca un sombrero nuevo cada da. En otro saco guardaba los sombreros que ya haba llevado.

Slo los locos no haban alzado el brazo en la sala de actos. Haban confundido el miedo con la demencia.

Pero yo poda seguir contando a gente en las calles, contarme a m misma como si acabara de encontrarme por casualidad. Poda decirme: Eh, t, alguien. O: Eh, t, mil. Pero no poda volverme loca. Segua conservando la cordura.

Para comer me compraba algo que pudiera tomar sin dejar de andar. Prefera arrancar la carne con la boca en la calle que en la cafetera, sentada a la mesa. Ya no iba a la cafetera. Vend mi cartilla y me compr tres pares de medias transparentes.

Slo iba al cubculo de chicas a dormir, pero no dorma. Mi cabeza se tornaba transparente cuando la apoyaba sobre la almohada en la habitacin oscura. La ventana era un cuadro claro a la luz de las farolas. Vea mi cabeza reflejada en el vidrio, las races del cabello plantadas como cebollas diminutas sobre el cuero cabelludo. Si me doy la vuelta, pensaba, se me caer el pelo. Tena que darme la vuelta para dejar de ver la ventana.

Entonces vea la puerta. Aun cuando el hombre que llevaba la maleta de Lola y mi cinturn en la bolsa de plstico transparente hubiera cerrado la puerta tras de s aquel da, la muerte se hubiera quedado dentro. De noche, la puerta cerrada era la cama de Lola a la luz de las farolas.

Todas dorman a pierna suelta. Entre mi cabeza y la almohada oa el susurro de los objetos marchitos de los locos: el ramo de flores secas del que esperaba, la trenza de hierba de la enana, el sombrero de papel de la vieja del trineo, la barba blanca del filsofo.

A la hora del almuerzo, el abuelo deja el tenedor antes de tragar el ltimo bocado. Se levanta de la mesa y dice: Cien pasos. Echa a andar y cuenta los pasos. Va de la mesa a la puerta, cruza el umbral, sale al patio, al asfalto y a la hierba. Se marcha, piensa la nia, ahora se meter en el bosque.

Pero entonces termina de contar los cien pasos. El abuelo pasa sin contar de la hierba al asfalto, al umbral, a la mesa. Se sienta y coloca sus figuras de ajedrez, las dos reinas en ltimo lugar. Juega al ajedrez. Apoya los brazos separados sobre la mesa, hunde las manos en el cabello, marca un ritmo rpido con los pies bajo la mesa, desliza la lengua de una mejilla a la otra, pega los brazos al cuerpo. El abuelo se vuelve amargado y solitario. La habitacin desaparece porque el abuelo juega con los dos ejrcitos, el claro y el oscuro, contra s mismo. Cuanto ms se aleja el almuerzo de su boca en direccin al intestino, ms arrugas se dibujan en su rostro. Tan solitario que no le queda ms remedio que silenciar todos los recuerdos de la Primera Guerra Mundial con las dos reinas.

El abuelo haba regresado de la primera guerra como de sus paseos de cien pasos. En Italia, las serpientes son tan gruesas como mi brazo, dice. Se enroscan como ruedas de carro. Yacen sobre rocas entre los pueblos y duermen. Me sent sobre una de esas ruedas de carro, y el barbero de la compaa me restreg las zonas calvas de la cabeza con savia.

Las figuras de ajedrez del abuelo eran del tamao de sus pulgares. Slo las reinas eran tan grandes como su dedo corazn. Por debajo del hombro izquierdo llevan una piedrecita negra. Por qu tienen slo un pecho, pregunt. Las piedrecillas son el corazn, dijo el abuelo. Dej las reinas para el final, dijo el abuelo. Fueron las ltimas figuras que tall. Les dediqu mucho tiempo. El barbero de la compaa me dijo: Por los cabellos que siguen en tu cabeza no crece ni una sola hoja en el mundo. Estn perdidos y deben abandonar la cabeza. Slo en las calvas puedo hacer algo, slo all la savia obliga a la cabeza a engendrar nuevos cabellos.

Cuando termin las reinas se me haba cado todo el pelo, dice el abuelo.

Mientras contemplbamos el ir y venir del proletariado de ovejas de hojalata y melones de madera, Edgar, Kurt, Georg y yo hablbamos de cuando nos fuimos de casa. Edgar y yo ramos de pueblo, Kurt y Georg, de ciudades pequeas.

Habl de los sacos de moreras, los patios de los ancianos y el cuaderno de Lola: de la tierra llevada y metida en el rostro. Edgar asinti y Georg dijo: Aqu todos siguen siendo de pueblo. Nos fuimos del pueblo con la cabeza, pero con los pies estamos en otro pueblo. En una dictadura no pueden existir ciudades, porque todo queda pequeo cuando est vigilado.

Vamos de una ciudad a otra, dijo Georg, y nos convertimos de un pueblerino en otro. Podemos omitirnos por completo, dijo Kurt, subir al tren, pero ver que slo existe una va que comunica un pueblo con otro pueblo.

Cuando me fui, dijo Edgar, el campo se apart de la tierra desde el pueblo hasta la ciudad. El maz an estaba verde, abierto en abanico. Pens que el huerto se alargaba y persegua al tren. El tren avanzaba despacio.

A m el trayecto se me hizo largo, y la distancia, enorme, dije yo. A los girasoles ya no les quedaba una sola hoja, y sus tallos negros creaban una separacin insalvable. Las semillas eran tan negras que a las personas del compartimento les entr sueo de tanto mirar. De todos los que viajaban conmigo en el compartimento se apoder el sueo. Una mujer llevaba una oca gris sobre el regazo. La mujer dorma, y la oca sigui graznando un rato, hasta que por fin escondi la cabeza bajo el ala y se durmi.

El bosque cubra la ventanilla, dijo Kurt, y cuando de pronto vislumbr una franja de cielo, pens que era un ro. El bosque haba borrado toda la tierra. Era como la cabeza de mi padre. Cuando nos despedimos estaba tan borracho que crea que me iba a la guerra. Se ech a rer y a darle palmadas en el hombro a mi madre. Nuestro Kurt se va a la guerra, dijo. Mi madre grit al or eso. Y mientras gritaba rompi a llorar. Cmo es posible estar tan borracho, grit. Pero lloraba porque crea lo que mi padre haba dicho.

Mi padre empujaba la bicicleta entre los dos, dijo Georg. Yo llevaba la maleta en la mano. Cuando el tren sali de la estacin, vi que mi padre regresaba a la ciudad empujando la bicicleta. Una raya larga y otra corta.

Mi padre es supersticioso, y mi madre siempre le cose chaquetas verdes. A quien evita el verde lo entierra el bosque, dice. Su camuflaje no se deba a ningn animal, sino a la guerra.

Mi padre, dijo Georg, se llev la bicicleta a la estacin para no tener que caminar tan cerca de m y durante el regreso no sentir en las manos que volva solo a casa.

Las madres de Edgar, Kurt y Georg eran modistas. Vivan rodeadas de telas, forro, tijeras, hilo, agujas, botones y plancha. Cuando Edgar, Kurt y Georg hablaban de las enfermedades de sus madres, me acometi la sensacin de que las modistas tenan una cualidad reblandecida por el vapor de la plancha. Estaban enfermas por dentro: la madre de Edgar padeca de la bilis, la madre de Kurt, del estmago, y la madre de Georg, del bazo.

Slo mi madre era campesina, y el campo le haba conferido una cualidad endurecida. Estaba enferma por fuera; padeca de la espalda.

Cuando en lugar de nuestros padres de la SS hablbamos de nuestras madres, nos asombraba comprobar que esas madres, pese a no haberse visto jams en la vida, nos enviaban las mismas cartas con sus enfermedades.

Con los trenes a los que ya no subamos nos enviaban sus dolores de bilis, estmago, bazo y espalda. Esas enfermedades que las madres sacaban del cuerpo yacan en las cartas como los despojos robados de los animales sacrificados en el estante de la nevera.

Las enfermedades, pensaban las madres, son un lazo para los hijos. As permanecan atados en la distancia. Queran un hijo que buscara los trenes de regreso a casa, que buscara el camino entre girasoles o bosques para dar la cara.

Ver una cara, pensaban las madres, en la que el amor atado sea una mejilla o una frente. Y distinguir aqu y all las primeras arrugas que les indiquen que a lo largo de la vida las cosas nos van peor que durante la infancia.

Pero olvidaban que ya no podan acariciar ni abofetear esa cara. Que ya no les era posible tocarla.

Las enfermedades de las madres perciban que desatar era para nosotros una palabra hermosa.

Formbamos parte integrante de quienes traan consigo moreras, pero slo lo reconocamos a medias en nuestras conversaciones. Buscbamos diferencias porque leamos libros. Pero aunque encontrbamos las diferencias ms sutiles, guardbamos nuestros sacos detrs de las puertas, como todos los dems.

Pero los libros decan que aquellas puertas no eran un escondite. Lo nico que podemos entornar, abrir de par en par y cerrar de un portazo es la frente. Tras ella estbamos con madres que nos enviaban sus enfermedades por correo y padres que sepultaban sus remordimientos de conciencia en las plantas ms necias.

Los libros de la casa de verano haban entrado en el pas de contrabando. Estaban escritos en la lengua materna en la que se posa el viento. No en la lengua estatal como en nuestro pas. Pero tampoco en la lengua infantil de los pueblos. Los libros hablaban la lengua materna pero no expresaban la quietud pueblerina que prohbe pensar. Creamos que todo el mundo pensaba en el lugar del que procedan los libros. Olamos las hojas y nos sorprendamos olindonos los dedos. Nos asombraba que los dedos no nos quedaran negros al leer, como suceda con la tinta de los peridicos y libros del pas.

Todos aquellos que recorran la ciudad con su tierra en el rostro se olan las manos. No conocan los libros de la casa de verano. Pero queran ir all. En el lugar de donde procedan los libros haba vaqueros y naranjas, juguetes blancos para los nios, televisores porttiles para los padres, medias transparentes y rmel de verdad para las madres.

Todos vivan de los sueos de fuga. Queran cruzar el Danubio a nado hasta que el agua se tornara extranjera. Correr por el maz hasta que la tierra se tornara extranjera. Se les notaba en los ojos: muy pronto se gastarn todo lo que tienen en comprar mapas a los agrimensores. Esperan das de niebla en el campo y el ro para poder huir corriendo o nadando, para esquivar las balas y los perros de los vigilantes. Se les notaba en las manos: pronto construirn globos, pjaros frgiles de sbanas y rboles jvenes. Esperan que el viento no deje de soplar para que puedan huir. Se les notaba en los labios: pronto cuchichearn con un guardava y le darn todo lo que tengan. Subirn a los trenes de mercancas para marcharse.

Slo el dictador y sus vigilantes no queran escapar. Se les notaba en los ojos, las manos y los labios: an hoy y tambin maana volvern a hacer cementerios con sus perros y sus balas. Pero tambin con el cinturn, la nuez, la ventana y la soga.

Se perciba que el dictador y sus vigilantes conocan todos los secretos de los planes de fuga, se les senta acechar y repartir miedo.

Por la noche, la ltima luz al final de todas las calles giraba por ltima vez sobre s misma. Aquella luz era intensa. Adverta a las inmediaciones que estaba a punto de caer la noche. Las casas se hacan ms pequeas que las personas que pasaban junto a ellas. Los puentes se hacan ms pequeos que los tranvas que los cruzaban. Y los rboles se hacan ms pequeos que los rostros que pasaban solitarios bajo ellos.

En todas partes un camino a casa, una prisa desatinada. Los escasos rostros de la calle carecan de contornos. Y en ellos vea un pedazo de nube cuando se acercaban a m. Y cuando casi los tena delante, se encogan al siguiente paso. Slo los adoquines conservaban su tamao. Y al siguiente paso, en lugar de la nube pendan en la frente dos globos oculares blancos. Y al siguiente paso, a punto de quedar los rostros a mis espaldas, los dos globos oculares se fundan en uno solo.

Me aferraba a los extremos de las calles, donde haba ms claridad. Las nubes no eran ms que montones de ropa arrugada. Me habra gustado remolonear un poco, pues slo en el cubculo de las chicas me esperaba una cama. Me habra gustado esperar a que estuvieran dormidas. Pero en aquella luz ptrea no quedaba ms remedio que caminar, y yo apretaba el paso cada vez ms. Las calles laterales no aguardaban la noche. Hacan las maletas.

Edgar y Georg escriban poemas y los escondan en la casa de verano. Kurt se ocultaba en esquinas y entre arbustos para fotografiar los convoyes de autobuses con cortinas cerradas. Por la maana y por la noche sacaban a los presos de la crcel para llevarlos a las obras que esperaban ms all de los campos. Es tan espeluznante, deca Kurt, que da la sensacin de que incluso en las fotografas podrn orse los ladridos de los perros. Si los perros ladraran en las fotografas, dijo Edgar, no podramos esconderlas en la casa de verano.

Y yo pensaba que todo lo que perjudica a quienes hacen cementerios merece la pena. Que merece la pena que Edgar, Kurt y Georg, por el hecho de escribir poemas, hacer fotos y tararear una cancin aqu y all, provoquen odio en quienes hacen cementerios. Que ese odio perjudica a los vigilantes. Que todos los vigilantes e incluso el dictador acabarn por perder el juicio a causa de ese odio.

Por aquel entonces an no saba que los vigilantes necesitaban ese odio para la precisin cotidiana de un trabajo cruento. Que lo necesitaban a fin de poder dictar sentencia para ganarse el sueldo. Slo podan sentenciar a los enemigos. Los vigilantes demostraban su lealtad con el nmero de enemigos.

Edgar dijo, es el propio servicio secreto el que difunde los rumores sobre las enfermedades del dictador, para incitar a la gente a fugarse y as poder sorprenderlos. Para incitar a la gente a cuchichear y as poder sorprenderlos. Porque no basta con sorprender a la gente robando carne, cerillas, maz, detergente, velas, tornillos, horquillas, clavos o tablones.

Al callejear no vea tan slo a los locos y sus objetos marchitos. Tambin vea a los vigilantes pasearse por las calles. Hombres jvenes de dientes amarillentos montaban guardia delante de grandes edificios, en plazas, delante de tiendas, en paradas, en el parque desgreado, delante de residencias de estudiantes, en bodegas, frente a la estacin. Los uniformes no les sentaban bien, les iban demasiado holgados o demasiado apretados. Conocan los ciruelos de cada territorio que vigilaban. Incluso daban rodeos para pasar junto a los ciruelos. Las ramas llegaban casi hasta el suelo. Los vigilantes se llenaban los bolsillos de ciruelas verdes. Las cogan deprisa, se llenaban la chaqueta entera. Queran coger la fruta una sola vez y que les durara. Una vez tenan los bolsillos llenos, se alejaban a toda prisa de aquellos rboles. Porque comeciruelas era un insulto que se aplicaba a advenedizos, renegados, gentes sin conciencia salidas de la nada y figuras que pasaban por encima de cadveres. Tambin el dictador reciba ese apelativo.

Los jvenes caminaban arriba y abajo mientras se metan la mano en el bolsillo de la chaqueta. Sacaban puados de ciruelas en un intento de pasar inadvertidos. No podan cerrar los dedos hasta que tenan la boca llena.

Como cogan tantas ciruelas a un tiempo, algunas se les caan al suelo y otras se les colaban en la manga. Los vigilantes propinaban patadas a las que caan al suelo como si de pelotitas se tratara; las enviaban a la hierba con la puntera del zapato. Con el brazo doblado pescaban las de la manga y se las metan entre los carrillos ya hinchados.

Vea la espuma en sus dientes y pensaba: No comas ciruelas verdes, porque el hueso an est blando y muerdes la muerte.

Los comeciruelas eran campesinos. Las ciruelas verdes los volvan locos. Coman para olvidar el trabajo. Se ocultaban bajo los rboles del pueblo a robar como nios en el pueblo. No tenan hambre, slo ansiaban percibir el sabor cido de la pobreza, en la que an hace un ao bajaban los ojos y hundan la cabeza entre los hombros como bajo la amenaza de la mano del padre.

Devoraban hasta vaciar los bolsillos, luego se los alisaban y cargaban las ciruelas en el estmago. No les suba la fiebre. Eran nios en grande. Lejos de casa, el ardor interno se desahogaba durante el servicio.

Gritaban a uno porque quemaba el sol, porque soplaba el viento o porque llova. Al segundo lo zarandeaban antes de soltarlo. Al tercero lo derribaban a golpes. A veces, el ardor de las ciruelas permaneca tranquilo en sus crneos, y se llevaban al cuarto, con firmeza y sin rabia. Al cabo de un cuarto de hora regresaban.

Cuando pasaba una mujer joven, le miraban las piernas con fijeza y aire pensativo. No resolvan hasta el ltimo instante si la dejaban marchar o la cogan. Deba quedar claro que con semejantes piernas no pintaban nada los motivos, slo el estado de nimo.

Los transentes pasaban junto a ellos presurosos y en silencio. Se conocan de antes. Por ello eran tan silenciosos los pasos de los hombres y mujeres. Los relojes sonaban desde los campanarios, dividan los das de sol y de lluvia en maana y tarde. El cielo cambiaba de luz, el asfalto cambiaba de color, el viento cambiaba de direccin, los rboles cambiaban de susurro.

Tambin Edgar, Kurt y Georg haban comido ciruelas de nios. A ellos no les haba quedado imagen alguna de las ciruelas, porque ningn padre los haba molestado al comerlas. Se burlaron de m cuando dije: No hay nada que hacer; te mueres. La fiebre te consume el corazn desde las entraas. Menearon la cabeza cuando dije: No mord la muerte porque mi padre nunca me vio comer. Los vigilantes comen sin disimulo, dije. No muerden la muerte porque los transentes conocen el crujido de las ramas al coger las ciruelas y los regeldos cidos de la pobreza.

Edgar, Kurt y Georg vivan en la misma residencia, aunque en distintas habitaciones. Edgar, en el cuarto piso, Kurt, en el segundo, Georg, en el tercero. En cada habitacin haba cinco chicos, cinco camas, cinco maletas debajo de ellas. Una ventana, un altavoz sobre la puerta, un armario empotrado en la pared. En cada maleta los calcetines, debajo de los calcetines espuma de afeitar y una navaja.

Cuando Edgar entr en la habitacin, alguien arroj sus zapatos por la ventana y grit: Salta y pntelos al vuelo. En el segundo piso, alguien empuj a Kurt contra la puerta del armario y grit: Tus historias las haces en otra parte. En el tercer piso, a Georg le tiraron un panfleto a la cara, y alguien grit: Si haces mierda, cmetela.

Los chicos amenazaron a Edgar, Kurt y Georg con una paliza. Tres hombres acababan de marcharse. Haban registrado las habitaciones y dicho a los chicos: Si no os gusta esta visita, hablad con el que no est. Hablad, haban dicho los hombres enseando los puos.

Cuando Edgar, Kurt y Georg llegaron al cubculo, la ira se desmoron. Edgar se ech a rer y arroj una maleta por la ventana. Kurt dijo: Cuidado, gusano. Georg dijo: Si hablas de mierda se te pudrirn los dientes.

Slo un chico de cada habitacin perdi los estribos, dijeron Edgar, Kurt y Georg. La rabia se perdi en el vaco, pues los otros tres, pese a haberse propuesto lo mismo, haban dejado al enfurecido en la estacada al entrar Edgar, Kurt y Georg. Se limitaron a permanecer inmviles, extinguidos.

El enfurecido de la habitacin de Edgar sali y cerr de un portazo. Baj y al cabo de unos instantes regres con su maleta y los zapatos de Edgar.

No haba mucho que registrar en el diminuto cubculo. Edgar dijo: No han encontrado nada. Y Georg dijo: Han alborotado a los piojos, las sbanas estn salpicadas de manchas negras. Los chicos duermen inquietos y caminan de noche por la habitacin.

S haba mucho que registrar en las casas de los padres de Edgar, Kurt y Georg. La madre de Georg envi una carta con su dolor de bazo, que haba aumentado por el miedo. La madre de Kurt envi una carta con su dolor de estmago, que se haba vuelto loco. Por primera vez, los padres aadieron una lnea al margen en aquellas cartas: No vuelvas a hacerle esto a tu madre.

El padre de Edgar lleg a la ciudad en tren y subi al tranva. Luego se dirigi a la residencia dando un rodeo para evitar el parque desgreado. Pidi a un chico que hiciera venir a Edgar a la entrada.

Cuando baj la escalera y vi a mi padre desde arriba, un nio pequeo miraba los anuncios de la vitrina, dijo Edgar. Qu pone, dije yo. Me dio una bolsa de avellanas recin cogidas del pueblo. Se sac la carta de mi madre del bolsillo interior y dijo: El parque est muy descuidado, no me gusta caminar por l. Edgar asinti y ley en la carta que los dolores de bilis se haban tornado insoportables.

Edgar cruz el parque con su padre hasta llegar a la bodega que hay detrs de la parada del tranva.

Tres hombres en coche, dijo el padre de Edgar. Uno se qued fuera, en la calle. Se sent en el puente del canal y esper; slo era el chfer. Dos entraron en la casa. El ms joven tena calva, el mayor, canas. La madre de Edgar quera subir las persianas, pero el de la calva dijo: Djalas cerradas y enciende la luz. El viejo deshizo la cama, retir las almohadas y las mantas, registr el colchn. Exigi que le llevaran un destornillador. El de la calva desatornill la estructura de la cama.

Edgar caminaba despacio, y su padre andaba a su lado con paso rgido. Mientras hablaba miraba los matorrales como si tuviera que contar las hojas. Qu buscas, pregunt Edgar. Su padre dijo: Retiraron la alfombra y sacaron todas las cosas de los armarios, no busco nada porque no he perdido nada.

Edgar seal la chaqueta de su padre. Cuando se sac la carta del bolsillo interior ya le faltaba un botn. Edgar se ech a rer: A lo mejor buscas el botn. Su padre dijo: Seguro que est en el tren.

Las cartas de los dos tos de Edgar, enviadas desde Austria y Brasil, no las pudieron leer, porque estaban en alemn, dijo el padre de Edgar. Se llevaron las cartas. Tambin las fotos que haban llegado con las cartas. En las fotos se vean las casas de los dos tos, los parientes y sus casas. Las casas eran iguales. Cuntas habitaciones tienen los de Austria, pregunt el ms viejo. Qu rboles son stos, pregunt el de la calva. El padre de Edgar se encogi de hombros. Dnde estn las cartas enviadas a tu hijo, pregunt el viejo, las de su prima. No ha escrito nunca, dijo la madre de Edgar. Ests segura, pregunt l. No, a lo mejor escribe, y l no recibe las cartas, dijo la madre de Edgar.

El viejo vaci las cajas de botones y cremalleras sobre la mesa. El de la calva desparram telas y forros por todas partes. El padre de Edgar dijo: Tu madre ya no sabe de qu cliente es qu. De dnde habis sacado la revista de moda, preguntaron. La madre de Edgar seal sus maletines, en los que haban guardado las cartas y las fotos. De mi hermano de Austria. Sabis cmo son las rayas, dijo el viejo, pronto iris vestidos de rayas.

En la bodega, el padre de Edgar se sent con mucho cuidado, como si la silla ya estuviera ocupada. En la habitacin de Edgar, el de la calva haba abierto el dobladillo de la cortina, haba sacado los libros del armario y los haba agitado boca abajo. El padre de Edgar apoy las manos sobre la mesa para que no le temblaran. Dijo: Qu iba a haber en esos libros viejos, slo cay polvo. Al beber derram un poco de licor.

Arrancaron las flores de las macetas del alfizar y desmigajaron la tierra con las manos, dijo el padre de Edgar. La tierra cay sobre la mesa de la cocina, y las races se les quedaron enredadas entre los dedos. El de la calva deletre unas palabras del libro de cocina: hgado a la brasilea, rebozar el hgado de pollo en harina. La madre de Edgar se lo tuvo que traducir. Comeris sopa con ojos de buey, dijo el hombre. El viejo haba salido al patio para seguir buscando. Tambin en el jardn.

Edgar sirvi otra copa a su padre y dijo: No bebas tan deprisa. El chfer se levant y me en el canal, dijo el padre de Edgar. Dej el vaso vaco sobre la mesa, por qu dices que no beba deprisa, si no bebo deprisa. El chfer se puso a mear y los patos se acercaron a mirar, dijo el padre de Edgar. Crean que les estaban dando agua fresca, como cada tarde. El chfer se ech a rer, se subi la bragueta y parti un pedazo de madera podrida del final del puente. Desmenuz la madera entre los dedos y arroj las migas a la hierba. Los patos que crean que les estaban dando trigo, como cada tarde, y se comieron la madera desmenuzada.

Desde el registro falta en la mesita de noche la figurilla de madera que haba tallado el to de Edgar que viva en Brasil.

Los tos de Edgar eran soldados de la SS que no haban regresado. La guerra perdida los empuj a lugares lejanos. Haban hecho cementerios en la sociedad de calaveras y despus de la guerra se separaron. Llevaban en el crneo la misma carga. Nunca ms se buscaron. Se hicieron con una mujer del lugar y con ellas construyeron en Austria y Brasil tejados puntiagudos, un hastial puntiagudo, cuatro ventanas con cruceros verde hierba, una valla de lminas verde hierba. Llegaron a la tierra desconocida y construyeron dos casas suabas. Tan suabas como sus crneos, en dos lugares lejanos donde todo era diferente. Y cuando terminaron las casas hicieron a sus mujeres dos nios suabos.

Slo los rboles que se alzaban delante de la casa, que podaban cada ao como hacan en su casa antes de la guerra, crecieron ms all de los patrones suabos, cindose a ese otro cielo, esa otra tierra, ese otro clima.

Estbamos sentados en el parque desgreado, comiendo las avellanas de Edgar. Edgar dijo: Saben a bilis. Se haba quitado el zapato y parta las avellanas con el tacn antes de ponerlas sobre un peridico. l no comi ninguna. Georg me dio una llave y me envi por primera vez a la casa de verano.

Me saqu la llave del zapato. Abr la puerta pero no encend la luz, sino una cerilla. Ah estaba la bomba, grande y delgada como un hombre con un solo brazo. Del tubo colgaba una chaqueta vieja, y a los pies de la bomba se vea una regadera oxidada. Haba azadas, palas, rastrillos, una tijera de podar y una escoba apoyados contra la pared. Manchados de tierra. Levant la tapa del pozo, el saquito de hilo penda sobre el profundo agujero. Solt el saquito del gancho, met los libros y volv a colgarlo. Cerr la puerta al salir.

Atraves el sendero de hierba que haba pisoteado al llegar. Malvas de innumerables dedales violetas se aferraban al aire, los convlvulos despedan un olor dulzn, o tal vez era mi miedo. Las briznas de hierba me pinchaban las pantorrillas. De repente, una gallina joven y perdida cloque en el camino y se apart al ver acercarse mis zapatos. La hierba era tres veces ms alta que su lomo y se cerraba sobre ella. La gallina se lamentaba en aquella selva florida; no encontraba la salida y corra para salvar la vida. Los grillos cantaban, pero la gallina haca mucho ms ruido. Me delatar con su miedo, pens. Las plantas me seguan con la mirada. El corazn me palpitaba desde la frente hasta la barriga.

No haba nadie en la casa de verano, dije al da siguiente. Estbamos sentados en el jardn de la bodega. La cerveza era verde porque las botellas eran verdes. Edgar, Kurt y Georg haban limpiado el polvo de la mesa con los brazos desnudos. Sobre la mesa se vean las marcas de sus brazos. Detrs de sus cabezas pendan las hojas verdes del castao. Las amarillas an se escondan. Brindamos en silencio.

Sobre una frente, junto a una sien y tras una mejilla que pertenecan a Edgar, Kurt y Georg, los cabellos se tornaban transparentes porque el sol se reflejaba en ellos. O porque la cerveza gorgoteaba cuando uno u otro dejaban la botella sobre la mesa. De vez en cuando caa una hoja amarilla del rbol. Alguno de nosotros siempre alzaba la vista como si quisiera verla caer. Pero no esperaba a que cayera la siguiente, que nunca tardaba demasiado. Nuestros ojos no tenan la paciencia suficiente. No nos dejbamos engatusar por las hojas, slo por manchas amarillas voladoras que nos hacan apartar la mirada de los dems.

La mesa arda como una plancha. En los rostros, la piel apareca tensa. El medioda se cerna sobre la bodega desierta. Los obreros seguan produciendo ovejas de hojalata y melones de madera en la fbrica. Pedimos otra ronda de cerveza para tener ms botellas entre nuestros brazos.

Y Georg baj la cabeza, y bajo la barbilla tena otra barbilla. Cant para sus adentros:

Canario amarilloamarillo como la yemade plumas suavesy ojos distantes.

Era una cancin muy conocida en el pas. Pero dos meses antes, los cantantes haban huido, y ahora estaba prohibido cantarla. Georg dej que la cancin le resbalara por la garganta con un trago de cerveza.

El camarero se apoy en el tronco de un rbol y se puso a escuchar entre bostezos. No ramos comensales; contemplamos la chaqueta mugrienta del camarero, y Edgar dijo: Cuando se trata de los hijos, los padres lo entienden todo. Mi padre entiende que esos tos se llevaran la figurilla de madera. Mi padre dice: Ellos tambin tienen hijos a los que les gusta jugar.

No queramos salir del pas. No queramos cruzar el Danubio, ir en globo ni subir a trenes de mercancas. Fuimos al parque desgreado. Edgar dijo: Si se fuera quien se tiene que ir, todos los dems podran quedarse en el pas. No se lo crea ni l. Nadie crea que se fuera quien se tena que ir. Cada da circulaban rumores sobre las viejas y nuevas enfermedades del dictador. Nadie les daba crdito. Sin embargo, todo el mundo los susurraba al odo del vecino. Tambin nosotros los difundamos, como si en ellos anidara el virus de la muerte y as pudiramos alcanzar al dictador: cncer de pulmn, atrofia cerebral, parlisis, leucemia.

Se marchaba otra vez, murmuraba la gente: Francia, China, Blgica, Inglaterra, Corea, Libia, Siria, Alemania o Cuba. En cada susurro, sus viajes iban acompaados del deseo de escapar.

Cada fuga era una oferta en beneficio de la muerte. Por eso tenan tanto poder de atraccin los rumores. Cada segunda fuga fracasaba a causa de los perros y las balas de los vigilantes.

El agua del ro, los trenes de mercancas en marcha, los campos inmviles eran caminos de muerte. En los campos de maz, los campesinos descubran durante la cosecha cadveres resecos, reventados o destrozados por los cuervos. Los campesinos recolectaban el maz y dejaban los cadveres porque ms vala no verlos. A finales de otoo, los tractores araban los campos.

El temor a la fuga converta cada viaje del dictador en una visita de urgencia al mdico: aire del Extremo Oriente para combatir el cncer de pulmn, races silvestres para combatir el cncer de laringe, bateras de calefaccin para combatir el cncer de intestino, acupuntura para combatir la atrofia cerebral, baos para combatir la parlisis. Slo para una enfermedad no le hace falta marcharse, segn decan: la sangre de nios para combatir la leucemia la consigue aqu mismo. En las clnicas de maternidad se les succiona a los recin nacidos de la frente con jeringuillas japonesas.

Los rumores sobre las enfermedades del dictador se parecan a las cartas que Edgar, Kurt,