¿Por que fui un mal Juez? - Ismael Viñas

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Tanto David como su hermano Ismael más conocidos por ser fundadores de la Revista Contorno, fueron hijos del Juez Federal Ismael Pedro Viñas que intervino en los sucesos de la Patagonia Trágica. Les acercamos este trabajo publicado en “Memorias de mis Padres, Parientes y Amigos” de Ismael Viñas editadas por Nelson Montes-Bradley en 2008.

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INTRODUCCIÓN Los hechos de la Patagonia Trágica son sucesos que aún hoy a casi cien años de distancias repercuten por su explosividad y como se manejo el conflicto en el contexto del acceso del primer gobierno elegido por el Pueblo a partir de 1916 conmovieron las bases de las estructuras de poder de quienes durante mas de 40 años usufructuaron el poder para sus propios fines de clases. Esto dejó mucho resentimiento ante cualquier motivo de perturbación social las fuerzas del Régimen buscaban a toda costa acorralar al gobierno del Dr. Hipólito Yrigoyen. Sumado el triunfo de la Revolución Rusa en 1917 exalto aun más los ánimos de un cambio de sistema en un mundo totalmente convulsionado por la Primera Guerra Mundial. No se trata de justificar ninguna represión ya que la muerte de un ser humano es tan deleznable en cualquier parte del mundo. Solo tratamos de esclarecer los hechos a través de documentos fidedignos y comprobar por nosotros mismos los hechos y así poder llegar lo mas cerca de la verdad para que el lector saque sus propias conclusiones con los documentos en la mano. Tanto David como su hermano Ismael más conocidos por ser fundadores de la Revista Contorno, fueron hijos del Juez Federal Ismael Pedro Viñas que intervino en los sucesos de la Patagonia Trágica. Les acercamos este trabajo publicado en “Memorias de mis Padres, Parientes y Amigos” de Ismael Viñas editadas por Nelson Montes-Bradley en 2008.

Alan José Luis Pavón

Investigador de HISTORIA Y DOCTRINA DE LA UCR

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A cierta altura de nuestra infancia, después del golpe militar de Uriburu, comenzaron en casa a hablar de los años de mis padres en la Patagonia, y de ciertos hechos misteriosos que llamaban “las huelgas”. Parecía que allí, como en el golpe de estado reciente, el enemigo, el traidor, era el ejército, lo que contradecía la opinión mantenida hasta entonces, una época en que papá y mamá nos llevaban a los desfiles y en la que, incluso, visitamos un regimiento comandado por un tal coronel Farrel. “Un gran guitarrero, pero medio bruto”, al decir de mi padre. El golpe de Uriburu trajo consecuencias personales a mis padres. Volvimos de Mendoza a Buenos Aires, y a papá lo vigilaba la policía. Dos o tres veces le allanaron el estudio, que quedaba en una casa muy vieja de la calle 25 de mayo, con escaleras de mármol y una galería que rodeaba toda la planta baja. Un día, cayó la policía cuando estaba reunida en las oficinas la dirección del Centro de Almaceneros, que atendían papá y sus socios, por sospechas de que se trataba de una reunión conspirativa. El Centro les retiró los poderes y los asuntos que atendían, y poco a poco fueron cercando al estudio económicamente. De tal modo, que papá nos mandó al campo a mamá y a nosotros, después de levantar la casa. Pero eso no mejoró los problemas. Mi madre quedó al frente de la chacra, y una tía, Elisa, su hermana, vino a vivir con nosotros. Se suponía que el campo ayudaba económicamente a la familia, y que, además, era más barato vivir allí. Mi padre viajaba a menudo, y se quedaba mucho tiempo en Buenos Aires. Pero sufrimos varios robos de animales, y una noche un asalto en toda regla: hombres montados invadieron el cuadrado de aromos que rodeaba la casa, los dormitorios de los peones y los galpones. A los gritos, hicieron algunos disparos. Mi padre estaba de viaje, pero no contaron con mamá: ordenó cerrar puertas y ventanas, se armó con dos wínchester y una escopeta, y desde una ventana que daba al camino interno se tiroteó con los asaltantes. Estos huyeron, pero al otro día quedaban señales de su paso: desconchados en las paredes, causados por algunos balazos; un caballo muerto tirado en el camino. “Deben haber sido los Rojas”, dijo mi madre, refiriéndose a unos vecinos conocidos por ser seguidores del Partido Conservador y con mala fama. Poco después arrestaron a papá y comenzó el peregrinar de mi madre detrás. Nosotros quedábamos en la casa con Elisa y con el yeide, que había venido también de Buenos Aires. Cuando soltaron a papá, vino a vivir en el campo durante un tiempo, y en ese marco, se hizo natural hablar de las huelgas de la Patagonia y de la participación de mis padres en ellas. No hablaban en nuestra presencia, o, al menos, creían que nosotros no entendíamos. Mi padre, mi tío Antonio y un par de amigos, hablaban de “eso” cuando se juntaban y, cosa extraña, mamá participaba en las conversaciones, lo que era raro en las mujeres de esa época. Después, advertimos que lo hacía en todas las que tenían que ver con la política, y que los hombres la escuchaban con respeto. Algo similar ocurría con sus hermanas, María y Elisa. Las referencias que llegamos a entender eran por entonces más bien escasas y confusas: algunos nombres (Varela, Elbio C. Anaya, Viñas Ibarra, Iza, José María Borrero, Ramón Falcón). Algunos de esos nombres eran pronunciados de manera especialmente despectiva, como los de Falcón (“ese sirviente de los Menéndez Behety”), el de Varela, o el de Anaya (que en broma, que comprendíamos cargada de odio, llamaban “Elbio Canaya”) Otros, con cierto misterio (Iza, el “gobernador” que habría sido asesinado con veneno, según nuestra interpretación). Y un apellido odiado, Menéndez Behety, siempre asociado a su empresa, la Importadora y Exportadora de la Patagonia, que la mujer de uno de los amigos a veces presente en las conversaciones, Pedro Mongilnitzky, llamaba con su pesado humorismo alemán “la explotadora y opresora de la Patagonia”.

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Pero he introducido mal a Mongilnitzky, que cruzó por nuestra infancia de igual modo que mi tío Antonio, como un animal mitológico. “Don Pedro” era un ruso grandote y peludo como un oso, medio calvo, con una fuerza gigantesca. Hacía alarde de ella: bajaba, años después, las escaleras de su casa con David y conmigo, uno en cada brazo, sin demostrar el menor esfuerzo. También tomaba ginebra ¡y cómo!: en una temporada que pasó en Buenos Aires, solía venir a buscarnos por las mañanas a mi hermano y a mí, y nos llevaba a pasear con su hija, Olga. En el camino, siempre nos invitaba a tomar chocolate en una lechería cerca de su casa. Para él pedía una taza de té, “grande”, especificaba. Pero David y yo advertimos al poco tiempo que el té era demasiado claro, como la ginebra, y que él se animaba bastante después de beberlo. Por contraste, era delicado (“como una dama”, decía mi padre, utilizando un viejo calificativo), y con las mujeres se portaba como un dandy centroeuropeo. Sobre todo, con mi madre. Poco a poco, fuimos reconstruyendo lo que a medias era historia: Pedro había participado en las huelgas de la Patagonia de 1921–22, época en que utilizaba sus conocimientos como ingeniero ruso para trabajar de mecánico. El era quien enteró a mi madre de porqué estaban presos los huelguistas. Según nos contó mi padre mucho después, cuando mamá fue a visitar a los presos en la comisaría se levantó uno de ellos, la saludó en ruso, le besó la mano al más ceremonioso modo europeo, y le contó la “verdad”. Que ellos no eran delincuentes, sino trabajadores que se habían organizado para luchar contra la explotación, y que por eso los habían detenido. Así comenzó a ingerirse mi padre en la huelga: ordenó la libertad de los presos, y como el jefe de policía (Ramón Falcón) no acatara su disposición, organizó un grupo, lo hizo jurar como auxiliares y entró en la comisaría revólver en mano, liberando a los detenidos. Hace poco, aquí, en Miami, he leído por primera vez “La Patagonia rebelde”, de Osvaldo Bayer, que un amigo me trajo con la certeza de yo estaba citado en el “Índice de nombres”. No era yo por supuesto, sino mi padre, Ismael P. Viñas. “El juez doctor Viñas”, alrededor de él y de Borrero se nuclean “todos los miembros de la Unión Cívica Radical”, dice en el texto. En cambio, de Mongilnitzky, de mi madre, y de otros amigos suyos apenas cita los nombres o no los cita en absoluto. Mongilnitzky figura entre los pequeños dirigentes que rodean a los héroes de su relato, designándolo como “polaco, mecánico”, mi madre ni siquiera es mencionada. Sin embargo, cuando murió, los obreros de la Patagonia que quedaban vivos la trajeron una placa de bronce en la que estaba escrito: “A la compañera Esther…”. Bayer estigmatiza la “alianza de clases” que, según afirma, mi padre y Borrero quisieron imponer a los obreros, para “manipularlos”, desde una perspectiva pequeñoburguesa. Habría mucho que decir sobre las alianzas de clase, repitiendo a los clásicos de izquierda, y agregando observaciones de la historia. En la Patagonia, y en las huelgas de los años 20, tales alianzas se dieron naturalmente. La feroz explotación de los obreros por los grandes latifundistas dueños a la vez de extensas tierras en la Argentina y Chile, de los almacenes mayoristas y de los trasportes marítimos que unían la zona con el mundo, se asociaba con la más implacable y desigual competencia con los estancieros medianos y chicos. Mediante créditos usurarios, venta a altos precios de bienes imprescindibles (desde el azúcar hasta aperos de labranza), costos de pasajes, compra a precios de especulación de la lana y de otras escasas producciones, estrangulaban a los estancieros menores y los perseguían judicialmente hasta despojarlos de sus tierras. Para sustituirlos por testaferros, los famosos “palos blancos” de la Patagonia. El odio común llevó a las alianzas entre los obreros y esa especie de capas medias locales y con sus representantes en las ciudades de la zona: los abogados, los periodistas independientes como Borrero. Fueron los grandes terratenientes y sus aliados que firmaron a regañadientes los compromisos que

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pusieron fin a la huelga de 1921, los que no cumplieron después, y los que apoyaron a los oficiales del ejército (dirigido por Varela, Anaya, Viñas Ibarra) cuando regresaron en 1922, dispuestos a fusilar a los peones que habían ido nuevamente a la lucha. Los estancieros menores, obligados igualmente a firmar por el poder de la primera huelga, cumplieron en cambio casi todo lo acordado, y varios de ellos apoyaron a los obreros en los dos movimientos. La alianza de clases fue, pues, mucho más natural de lo que Bayer sostiene, y no se trató de ninguna conspiración de la burguesía menor y de sus representantes. Es cierto que eran y se comportaron como pequeñoburgueses, que se asustaron del sesgo que tomó la represión en la segunda huelga, y eso es también natural: tenían mucho más que ganar que los obreros si guardaban las “buenas maneras”, y más que perder además de la vida si se comportaban como rebeldes. El hecho de que muchos de ellos la hayan acompañado, muestra, sin embargo, cómo eran conscientes de que su verdadero enemigo estaba en los muy ricos, entre los verdaderos dueños de la Patagonia. “Los dueños de la tierra”, según la novela de mi hermano David. Como no es mi propósito contar aquí la historia de las huelgas, pero tengo que tener en cuenta que son muchos más los que desconocen de que se trató, que los que lo conocen, siento que es imprescindible anotar algunos puntos. Las huelgas se realizaron en los veranos de 1920-1921, en pleno entusiasmo entre los obreros por el éxito de la revolución rusa, y en pleno temor pánico de la burguesía. Por lo tanto, hay que tener en cuenta que el comportamiento de los pequeñoburgueses es mucho más valiente de lo que supondrían otras condiciones. Los reclamos de los obreros eran por cuestiones básicas, elementales, que hoy forman parte de la legislación de todos los países civilizados. Para dar una idea, tomemos algunos de los reclamos: Que no se hiciera “dentro de lo posible” hacer dormir a más de tres hombres por habitación; que la luz “de la sala común” y el “fuego en invierno” (20 grados centígrados bajo cero no son raros en la Patagonia) fueran provistos por el empleador; además, un paquete de velas mensual; poner un botiquín con instrucciones en castellano en cada estancia; un día por semana de descanso para los carreteros; y así de seguido, todo en el plano de las reivindicaciones sindicales, a pesar de que los dirigentes eran, más o menos confusamente, anarquistas. El presidente Yrigoyen mandó tropas a cargo del coronel Varela a “imponer el orden” y la huelga terminó con un acuerdo entre obreros y patrones propiciado por el ejército, en el que se accedía a la mayoría de las demandas. Pero no sólo los grandes estancieros desconocieron el acuerdo sino que los jefes militares que habían intervenido en él fueron objeto de una furiosa campaña en la que se les acusó de traidores y de cobardes: los periódicos se vieron llenos de cartas de indignados lectores que los acusaban de haber cedido ante “extremistas extranjeros”, sus editoriales reflejaban esa acusación y centenares de cartas insultantes acompañadas con plumas de gallina fueron enviadas a Varela y a sus subalternos. De tal modo, cuando estalló la segunda huelga y las tropas llegaron de nuevo a Santa Cruz, los oficiales estaban decididos a proceder de modo muy diverso: los obreros, engañados por lo que había ocurrido en la ocasión anterior, se rindieron al ejército, pero los militares obraron de modo muy diferente: procedieron a fusilarlos sin contemplaciones. Según cálculos de mi padre, confirmados por otros, el ejército fusiló a alrededor de 1.500 obreros, que se rindieron creyendo que se iba a transar, como en la primera huelga. La historia de Mongilnitzky, entre la época en que fue detenido y salvó su vida porque fue internado en un barco de la armada, y los diez años siguientes no la conozco (cómo se salvó, cómo volvió al trabajo). Después, se casó con la hija de un pequeño estanciero alemán, Heidi, tuvo una única hija, y convirtió esa estancia en un modelo: instaló riego, plantó frutales, y competía con los Menéndez en las exposiciones rurales de la zona. Murió, diría, en su ley: en un accidente ferroviario. Estaba en el comedor, y la punta de la mesa

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se le clavó en el estómago; fuerte como era, no dio importancia al golpe, y se puso de inmediato a salvar a gente atrapada entre los despojos del tren. Sufrió un derrame interno. Leyendo el libro de Bayer, noté algo curioso; a pesar de que proclama el carácter pequeñoburgués de mi padre, radical de los que “traicionaron la segunda huelga”, utiliza fotografías que en algunos casos le pertenecieron. Probablemente se las hizo llegar Susana Fiorito (contra la que también polemiza, debido a su folleto, anterior, sobre las huelgas), a través de Elena Rodríguez, una amiga nuestra de aquella época, a quien cita en el agradecimiento. En una de esas fotografías aparece escrito con la letra de mi padre: “Auto del Tte. Cnel. Varela cruzando el Río Meseta. Lago Argentino”; y en otra, en mayúsculas, “R. Outerelo (uno de los jefes huelguistas, marcado con una cruz manuscrita) en gira de propaganda para plantear la huelga de campo de octubre de 1921”. Lo que no hace Bayer es citar el origen de las fotografías. Papá tenía otras fotos: de los desenterramientos hechos por él en las fosas comunes en las que enterraron a los obreros fusilados. Y algunas historias propias: la de los oficiales de la marina de guerra tirando al blanco contra las cabezas de los obreros enterrados vivos en las playas; la de la respuesta que le dio el presidente Yrigoyen cuando él le reclamó contra la acción del ejército: “No es posible arremeter contra uno de los pilares de la sociedad, doctor”. También otra, que me contó poco antes de morir: según él, los obreros le ofrecieron que encabezara el movimiento, y avanzar hacia el norte para tomar la ciudad de Bahía Blanca, la única importante en ese entonces en el sur. La memoria de las huelgas de la Patagonia está destinada a prolongarse, casi tanto como la de la Semana Trágica y más que otras ocurridas también durante el gobierno de Yrigoyen y reprimidas con igual ferocidad. Hasta en la literatura de entretenimiento: en el libro “Patagonia” de Bruce Chatwin, que en el momento de escribir estas líneas está de moda en la Argentina, se recuerda, entre frivolidades, los sucesos de la Patagonia, y en medio de un relato totalmente fantasioso, reaccionario y poblado de incomprensiones, se menciona “al otro extremista (junto con Borrero) el juez Viñas”. Sólo se anota: “hombre movido en forma exclusiva por fines de venganza personal”. ¿Contra quién se supone que quería vengarse mi padre? Y, además, extremista. ¡Vaya! Con los años, mi cambio de pensamiento de pequeñoburgués nacionalista y democrático a hombre de izquierda, las lecturas y el rumiar esos y otros recuerdos, fui formándome una imagen de Yrigoyen que difería bastante de la que tenía mi padre (al menos en forma consciente y externa). Lo fui viendo cada vez más como un representante de la burguesía latifundista con intereses diferentes de la llamada oligarquía ganadera (un criador, no un “invernador”, en la jerga local, con campos en zonas relativamente marginales), y como expresión de las capas medias inmigrantes. Por eso, no vaciló en derramar sangre obrera cuando esos obreros se sublevaron contra el orden establecido, y en sus propias rebeliones contra ese orden buscó participar, no excluir. Fue así que, después de la revolución del 90, en las que él dirigió o codirigió, retrocedió ante la posibilidad de enfrentamientos armados reales, y sus revoluciones fueron más bien gestos morales, que terminaban con la rendición. Algo similar, aunque a la inversa, ocurrió cuando el ejército lo desalojó del gobierno: se rindió sin luchar. El problema de si dio órdenes o no las dio en las represiones, me parece secundario: hay muchas maneras de ordenar, aun implícitamente. También me sirvió para entender a Perón: aunque alentó la lucha guerrillera de Montoneros desde el exilio, dicha lucha consistió más bien en terrorismo individual; y más tarde, desde el gobierno, eligió a sus adversarios de ultraderecha como a sus fieles y repudió a los guerrilleros. Antes, frente al alzamiento militar que lo desalojó de la casa presidencial se negó a armar a los obreros. ¿Se podía esperar acaso otra cosa de él? Las consecuencias para mi padre de su actuación en las huelgas de la Patagonia están marcadas por las contradicciones que fueron una constante en su vida:

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le iniciaron juicio político por su actuación como juez de Santa Cruz y Río Gallegos, y quienes formularon los cargos y pusieron en marcha los procedimientos fueron sus propios compañeros de la Unión Cívica Radical (“correligionarios” se decía en la jerga partidaria). La acusación se basaba en su “excesiva amistad y familiaridad con los obreros”. El juicio terminó en la nada, pero lo singular es que, a pesar de eso y de las negativas que recibiera de Yrigoyen, mi padre continuara en la UCR. Toda su vida.