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Subjetividades y socialización Gisela Daza N.

El propósito de este texto es describir algunas de las transformaciones que afectan

a los procesos de socialización agenciados por la familia 1, como consecuencia de su adapta­

ción a los cambios sociales inducidos por distintos modos de la producción capitalista,

cambios que suponen también la instauración de otras tecnologías de subjetivación.

Los procesos de socialización, configurados por prácticas en las que se articula lo

que se hace y el saber que le es inherente, son el medio a través del cual las sociedades dan

forma a los modos de ser de lo individual, lo grupal, lo privado y lo público. De hecho, tales

prácticas, que en términos foucaultianos "son modos de actuar y, a la vez, modos de pen­

sar2 " intervienen, por una parte, en el moldeo de habilidades y actitudes de los individuos

y, por otra, conducen a adoptar formas de comportamiento con relación a los otros que

determinan las características de la interacción. Por ello los cambios sociales son en sí mis­

mos cambios que se operan a nivel de éstas prácticas y de los ordenamientos a los que las

someten las tecnologías de subjetivación de las que emanan.

Las transformaciones en los procesos de socialización a las que me refiero aquí, aunque

no ocurren súbitamente sino que se extienden en períodos más o menos largos, son en todo caso

discernibles en las últimas décadas del siglo XX, por cuanto se inscriben en la transición que las

sociedades occidentales conocen entre los principios y ordenamientos de la sociedad normaliza­da, y la instauración de aquellos propios de una organización social basada en el control.

Esta transición, que Michael Hardt y Antonio Negrj3 sitúan como la base conceptual

del nuevo poder imperial, tiene expresiones genéricas en lo global, en el sentido de que son

lo propio de una dirección general capitalista, y expresiones particulares en lo local, algunas

de las cuales interesa resaltar aquí bajo el supuesto de que esta particularidad permite

reconocer los modos de organización social que nos constituye y nos diferencia.

Así, los cambios que se describen aquí y que de manera expresa articulan esa ten­

dencia general con su expresión particular, se circunscriben a la familia, más particularmen­

te a las familias bogotanas, las cuales han sido el objeto de nuestros estudios sobre los

procesos de socialización .

• La descripción que aquí se hace tiene por fuente algunos de los resultados obtenidos en los estudios que sobre la familia hemos realizado en la línea de investigación Socialización y Violencia , del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central DIUC.

2 FOUCAULT, Michel. Dits et écrits. Vol IV, Editions Gallimard, Paris, 1994. Pág. 22 . 3 HARDT, Michael y NEGRI, Antonio. Imperio. Paidos. Barcelona. 2002.

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Giselo Daza N.

La década de los años setenta y parte de los ochenta se caracterizaron, en nuestro

país, por la creciente urbanización de la población y por los efectos de la propagación del

modo benefactor del Estado Providencia que, fundado idealmente en un principia de equi­

dad, tiende a la constitución del bien público como el medio para garantizar unas mínimas

condiciones de vida favorables para su población.

Esta forma de Estado es concomitante con un tipo de organización social que, en la

denominación de Foucault, se conoce como sociedad de normalización, cuya puesta en

marcha responde a un mecanismo de poder orientado al gobierno de la vida, o más preci­

samente, al gobierno del hombre concebido como especie, y cuya principal estrategia es la

regulación poblacional. Y por otra parte, por una regulación que busca moldear y discipli­

nar el cuerpo y las conductas de los individuos y que se realiza a través de las tecnologías

puestas en marcha por las instituciones disciplinares.4

Estos dos tipos de regulación se articulan en la norma, que se constituye en el parámetro

fundamental de distribución entre lo común, es decir, aquello que se sitúa en la media y se

entiende como normal y deseable, y lo que se sitúa por fuera de ello y se considera como

anómalo y patológico.

De este modo, la norma se aplica tanto al cuerpo para disciplinarlo, como a la

población para homogeneizarla y regularla. Pero ella es también el lugar de articulación

entre lo económico y lo social, ya que la producción industrial que caracteriza a este

período del capitalismo, requiere hacer de la población una masa trabajadora y del indivi­

duo un sujeto valorizado por su fuerza de trabajo, pues es un modo de producción que,

para la obtención de la riqueza, requiere aún y de manera fundamental de la relación

entre capital y trabajo.

Por ello el Estado, en su función de regulación poblacional, traza políticas orientadas

a maximizar la productividad de la masa trabajadora, mediante la regulación de las variacio­

nes demográficas, la morbilidad, la longevidad, la duración de la vida útil. Estas políticas son

el mecanismo por el cual la salud de la población, o dicho en otros términos, la capacidad de

producción de la mano de obra, se convierte en un asunto público, en una responsabilidad

del Estado. De este modo, la sociedad de normalización sitúa al trabajador como la figura

central de la organización social y de la producción económica y hace de la familia el objeto

preferente de las políticas de salud.

En efecto, en este contexto, la salud adquiere el doble carácter de derecho y servicio

pues, el trabajador, organizado en movimientos que propenden por la transformación de la

masa, en clase trabajadora, reivindica para sí y para su familia el derecho de acceder, por su

salario, a los servicios de salud, que no sólo comprenden la atención de la enfermedad, sino

• 4 CI. Dits et écrits. op. Cil. Vol IV. Págs. 191-193.

h S4

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El tiempo contra las muieres. Debates feministas para una agenda de paz

también múltiples mecanismos de prevención y de cuidado, que paulatinamente entran a ser

parte de las pautas de crianza familiares.

Es en los estratos medios de la población donde la expansión de este mecanismo de

normalización ocurre con mayor eficiencia, ya que son ellos quienes efectivamente ingresan

al mercado laboral y gozan de un salario y de los servicios que éste cobija. De hecho, se

podría considerar que la conformación de las Cajas de Compensación en 1962, son el

mecanismo inicial por el cual se articula, en nuestro país, esta relación entre salario y acceso

a una serie específica de servicios, que comprenden la salud, la educación y la recreación y

que participan al establecimiento de un modelo general que no se restringe a la ausencia de

enfermedad, sino que apela a una serie de condiciones que garantizan una "buena salud",

condiciones que se plantean entonces como lo propio del derecho del trabajador. 5

Así, las políticas de salud intervienen y dirigen el cuidado familiar bajo esta concep­

ción de la "buena salud" que imprime sus cánones a la gestación, al parto, a la crianza,

mediante prácticas que regulan el sueño, la vigilia, la alimentación, la higiene, la actividad

física, el ocio, todas ellas orientadas por pautas que hacen del cuidado familiar un medio del

disciplinamiento y de la regulación propios de lo normal y lo patológico.

En contraste, los estratos más pobres de la población, que no acceden al salario y a

los servicios que éste cobija, como tampoco al derecho que ello otorga, a la vez que se ven

obligados a desplegar estrategias que les posibiliten beneficiarse de lo que aparece como

responsabilidad social del Estado, también son alcanzados por las regulaciones de la norma­

lización a través de la función asistencial.

En efecto, una de estas estrategias tiene que ver con la ocupación de terrenos que dan

origen a los barrios de invasión, modo como la población así estratificada procede para hacerse

un lugar de asentamiento en su proceso de urbanización. Ello supone formas de organización

social distintas de las del trabajo, en las que se crean colectividades regidas por la vecindad.

Este tipo de organización se basa en el hecho de que el beneficio personal, es decir el

poder hacerse a un predio, depende de que la ocupación se lleve a cabo, simultáneamente,

por un número suficiente de familias capaces de resistir la evacuación y de que estas se

organicen solidariamente en comunidades autogestionadas, para lograr acceder a las políti­

cas de saneamiento público, así como a aquellas que emanan de la función asistencial. De

hecho, la invasión tiene generalmente como último propósito la legitimación pues es sólo a

través de ésta que se puede acceder a los servicios públicos y sociales. 6

Aquí la categoría social comunidad adquiere su más plena materialización, pues, por

una parte, como lo enuncia de Sousa Santos, "las prácticas sociales jurídico-políticas de las

• 5 CI. Bushnell, D. Colombia, una nación a pesar de sí misma. Planeta, Bogotá, 1999. Págs. 307-338. 6 CI. M AY, E. (coord ). La pobreza en Colombia. Tercer Mundo-Banco Mundial , Bogotá, 1996.

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Gisela Daza N.

clases populares en defensa de la habitación ... son prácticas que presuponen una gran capacidad organizativa y una gran competencia institucional"7 y, por otra, es a través de ella

que el Estado se apodera del mecanismo de la autogestión.

En efecto, el desarrollo de las políticas sociales en estos estratos les exige constituir

organizaciones formales, a través de las cuales se delega en la comunidad la realización de

obras, que en otros estratos son de la competencia directa de la función pública, pero que

aquí, al ser expresiones de la política asistencial, exigen de la población la asunción de buena parte de su realización, como contraprestación al beneficio que el Estado les otorga. Este

modo de asociación formal que emerge en Colombia después de los años 50 como las

Juntas de Acción Comunal definidas por el decreto 1030 de 1976 como "una corporación cívica, sin ánimo de lucro compuesta por los vecinos de un lugar que aúnan esfuerzos y

recursos para procurar la solución de las necesidades más sentidas de la comunidad". 8

Así mismo, los servicios de salud que trae consigo la asistencia, tienen también ese

doble carácter de favor y coacción, es decir, de algo que es dado benévolamente pero que

exige la obediencia a cambio, de modo que se utiliza la organización comunitaria y sus redes

solidarias para depositar en ella la realización de los programas y, a la vez, se les obliga a

acatar las pautas y regulaciones que estos conllevan. Pues, de hecho, es este acatamiento el

que se convierte en el criterio de evaluación que permite reconocer el buen funcionamiento

del programa. La normalización se convierte así en la condición para que la comunidad

pueda hacerse beneficiaria de la política de asistencia.

Los parámetros de la buena salud terminan también rigiendo las pautas de crianza

de las familias de estos estratos, ya que la necesaria aceptación de los programas asistenciales

para la supervivencia, los somete a una vigilancia permanente del cumplimiento de las

reglas de higiene, alimentación, cuidado, independientemente de que se posean las condi­

ciones materiales y económicas que dichos parámetros implican . De hecho, más que ga­

rantizar una buena salud, lo que se logra es que los individuos juzguen sus acciones por

los parámetros de la normalización y sepan, a partir de ahí, diferenciar su posición en la

distribución normal.

Ahora bien, la propagación de la normalización adquiere una peculiaridad en estos

estratos por el hecho de ser puesta en marcha a través de la asistencia y no a través de la

relación derecho-servicio, como es el caso para los estratos medios, cuya consecuencia,

como lo hemos visto, es que la interacción queda determinada por esta peculiar relación

entre favor y obediencia. Sin embargo, en las estrategias que estas familias ponen en mar­

cha, la obediencia a la regulación normativa no se hace simplemente por la vía del acata­

miento, sino que requiere, para su cumplimiento, que quien la acata pueda extraer algún

• 7 DE SOUSA-SANTOS, B. Estado, derecho y luchas sociales, ILSA, Bogotá, 1991 . Pág. 113. 8 RESTREPO, D. y otros, Organizaciones sociales y comunitarias., Ediciones Anthropos LTADA, Bogo­

tá, 1992.

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El tiempo contra los mujeres. Debates feministas poro uno agenda de paz

provecho personal de quien la impone, lo cual generalmente se traduce en prebendas que

dotan al beneficiado de un cierto prestigio dentro de su comunidad.

De este modo, el cumplimiento de la norma, es un cumplimiento condicionado por el

usufructo personal, que de manera más general, expresa el establecimiento de un modo de relación

con lo público, basado en el provecho y no en el derecho. Se trata de una forma de socialidad

despótica, en la que al individuo no se le reconoce el estatuto de ciudadano, en el sentido de que

sus interacciones estuviesen regidas por derechos, sino que éstas, al sustentarse en el régimen del

favor-obediencia, lo sitúan sistemáticamente en una condición de desigualdad.9

Pero podría considerarse que el usufructo, es la expresión de una resistencia a la

coacción que pretende imponer este modo incoherente de normalización despótica. En todo

caso, es una resistencia individual, aún si ella es común a los miembros de estos estratos, que

no logra configurar prácticas grupales, capaces de trascender hacia organizaciones reivindicativas

del reconocimiento de derechos, como sí es el caso para las organizaciones de trabajadores.

Ahora bien, las transformaciones capitalistas, acaecidas en la década de los noventa,

van a cambiar este tipo de socialidad y esta condición de los individuos.

En efecto, en la última década del siglo, asistimos al derrocamiento paulatino del

trabajador como figura central de la organización social y productiva, por efecto de la

globalización y lo que ésta trae consigo, como la especulación, es decir, el tipo de inversión

que no compra fuerza de trabajo ni medios de producción, por la preeminencia dada a la

circulación de capitales y mercancías sobre la producción industrial misma, por la creciente

tecnificación de ésta industrialización, entre otras.

Esto da lugar a la implantación global de políticas de flexibilización del empleo que,

además de hacer inoperantes gran parte de los derechos obtenidos por las organizaciones

de trabajadores, tienden a tercermundializar la fuerza de trabajo en un contexto de

desprotección que incrementa la explotación del individuo o que segrega grandes poblacio­

nes a la informalidad. En efecto, la cada vez más abarcadora expansión de las transnacionales,

termina por afectar los mercados laborales locales sometiéndolos a sus necesidades, impo­

niendo los costos y montos salariales, escabullendo cargas impositivas, lo cual se traduce en

la masiva caída del empleo. Se trata pues de un nuevo modo de producción capitalista,

también de un nuevo modo de explotación de la fuerza de trabajo. 10

El Estado, en el contexto de la globalización, pierde paulatinamente el núcleo de su

poder, pues resulta subordinado a la instauración global del complejo militar o -científico-

• 9 Este modo de relación basado en el usufructo personal es una constante de nuestra sociedad cuyos

modos de operación parecen permanecer inalterados a los largo del siglo. ef. DAZA, Gisela y ZULETA, M. Maquinaciones sutifes de la violencia. DIUe-Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 1997.

10 Imperio. Op. Cil. Pág. 7.

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Gisela Daza N.

industrial, a la internalización de los procesos de decisión política, como la política global de

seguridad, abandonando así sus anteriores funciones de regulación, para dar prioridad a la

administración de las tendencias globales del mercado. I I

De esta manera, lo económico se convierte en lo dominante, y se da paso a una

nueva organización social que empieza a conocerse como sociedad del control, guiada por

una estrategia de poder que tiene por finalidad, la inspección, la relación riesgo - seguridad,

en todos los asuntos de la vida social. Hardt y Negri consideran que en esta nueva forma de

la organización social el poder franquea los límites disciplinares para expresarse como un

control generalizado que no sólo se ancla en el cuerpo y conciencia de los individuos sino

también y simultáneamente en la población y en la totalidad de las relaciones sociales. '2

La relación riesgo - seguridad tiene entonces un carácter principalmente punitivo, ya

no de "enderezamiento" como era el caso para la organización disciplinar, sino global, cuyo

modo de operar consiste en imponer el miedo bajo la forma de la amenaza social, con una

particularidad en su proceder que convierte en amenazante, no tanto al individuo, sino a

grupos identificados por un índice de riesgo. ' 3 De hecho, este mecanismo instaura como

nuevo parámetro de regulación al consumo cuyas medidas tienen que ver con asuntos tales

como la competitividad, el mérito, la ganancia, en una distribución en donde ya no se

diferencia lo normal de lo anormal, sino que se mide la proximidad o la distancia que se

ocupa con relación a índices globales de consumo.

Por ello, el lugar del trabajador va a ser ocupado ahora por un individuo capaz de

acceder al consumo en función de su capacidad para generar ingresos, ya no en el contexto

de la masa trabajadora, sino en el de una capacidad individual que se materializa y se

generaliza en la figura del vendedor, es decir, la de un trabajador que ya no obtiene un

salario a cambio de su fuerza de trabajo, sino un ingreso determinado por su habilidad para

alcanzar determinados índices de mercado.

Los modos colectivos de la producción industrial y lo que ello suponía como organización

social, pierden su prepo~derancia en la lógica global capitalista y dan paso a una organización pro­

ductiva de tipo empresarial, donde cada quien es pagado en función de la parte del mercado que

logra conquistar y, donde la interacción social se establece en función de un sistema de interacción

competitivo, que reemplaza la relación capitalista-trabajador por la de vendedor-cliente.

Deleuze '4 caracteriza esta organización de tipo empresarial mostrando la manera

como el salario es cada vez más modulado, es decir que no se fija de antemano sino que es

susceptible de fluctuar en función de méritos y competencias, las cuales se establecen en el

• 11 Cf, Samir Amin, Post - fordisme: A reader London, Thousand Oaks, New Del i.

12 Ibid . Pág . 37. . .' D . 13 Cf. - DE GIORGI , A. 2.000. Zero Tol/eranza. Strategie e prat/che del/a soc/eta d/ control/o. erlve

Approdi , Roma. Pág. 16. 14 DELEUZE, G. Conversaciones. Pretextos, Valencia. 1996. Págs. 279 - 280.

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El tiempo contra las mujeres. Debates feministas para una agenda de paz

seno de una rivalidad entre individuos que rompe el cuerpo social que antes constituía la

fábrica y en el que, como ya se dijo, tomaba asiento el derecho de la masa trabajadora.

Este nuevo modo de la organización social y de la producción económica, ya no

requiere de un individuo solamente normalizado, sino además, capaz de autocontrol, por

cuanto la lógica del mercado lo hace responsable de la gestión de su propia capacidad, en

una relación de producción en la que el monto del ingreso es correlativo a la mayor capaci­

dad de conquista del mercado.

La nueva cualidad del autocontrol exigida al individuo, tiene importantes consecuen­

cias en los procesos de socialización que agencia la familia, pues estos, en nuestro contexto,

dejan de estar pautados por la buena salud, y empiezan a serlo por una nueva concepción

que es la calidad de vida, que consiste en cualificar los índices del consumo, índices que se

propagan libremente, es decir sin la coacción de la disciplina, a través de los medios masivos

de comunicación y de los sistemas globales de información, dejándole a cada quien el traba­

jo de su propia comparación y ajuste.

Los estratos medios se apropian de los índices de la calidad de vida mediante el

establecimiento de una serie de pautas que guían el cuidado, con la finalidad de hacer del

individuo un sujeto autocontrolado que modula su capacidad en términos de la relación

producción - consumo, para no incurrir en ninguno de los dos extremos que los índices

establecen como límite, a saber, el exceso y el defecto.

De hecho, esto sucede en un contexto donde el sector salud pasa a ser regulado por

el mercado, bajo una concepción neoliberal donde el derecho a la salud queda supeditado

a la rentabilidad del servicio privatizado, haciendo recaer la mayor parte del costo en el

usuario, pues las políticas de salud se van a trazar ahora con procedimientos que analizan a

la población, por una parte, en función del riesgo que éstas puedan tener de presentar

problemas costosos para el sistema, o por el contrario, de carecer de ingresos suficientes

para mantener la rentabilidad del servicio.

De esta manera, la salud entra en un régimen previsivo, donde lo que se vende es un

seguro al cual se accede por una compra anticipada y cuyo costo se establece en función del

riesgo que cada individuo pueda representar. Las políticas sociales, por su parte, ya no

redistribuyen el ingreso, sino que administran el gasto, a través de una estrategia de subsi­dios, reconocida como una expresión de solidaridad ciudadana, en la cual los estratos más

altos costean parte del aseguramiento de las prestaciones de salud de quienes no tienen el

ingreso suficiente, instaurando así un régimen suibsidiado de carácter prioritariamente pri­

vado que, en todo caso, respeta la rentabilidad exigida por el mercado. 's

• 15 Al respecto ver el análisis de los modelos de salud públ ica planteados por Ricardo Galán y otros ,

"Evolución. si tuación actual y prospectiva de la salud pública". En : Malagón - Londoño y Galán Morera. La salud pública, situación actual, propuestas y recomendaciones. Editorial Panamericana , Bogotá, Págs. 37 -51.

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Los estratos más pobres también son afectados por esta lógica global capitalista y por

las técnicas de la Sociedad del Control. Así para ellos no resulte novedoso el despojo del

derecho al que accedía el trabajador, pues nunca obtuvieron este estatuto, sí es algo nuevo

el hecho de tener que adquirir ahora la condición de consumidor. El mecanismo por el cual

se instaura esta condición está también relacionado con la estrategia de ocupación del predio en la urbe.

En efecto, el Estado, orientado por la administración de los índices del mercado,

desarrolla una política de legalización de los predios para poder expandir el número de

usuarios de servicios públicos privatizados. Por otra parte, la ley de vivienda social ofrece

una alternativa al ocupante ilegal para acceder a la propiedad, por medio de la adjudicación

de créditos que, aunque subsidiados lo convierten en deudor, a la vez que se lo transforma

en usuario legal del servicio, que como tal, tiene que pagar.

Este acceso al consumo cambia por completo la organización de la red vecinal de los

estratos más pobres, al hacerla innecesaria para la ocupación del predio; en su lugar se gesta

una unidad familiar, que más que nuclear tiende a ser extensa y que también es medida por

los índices de la calidad de vida, pues al ser ella el objeto del crédito subsidiado, resulta

responsable del endeudamiento, lo que le supone alcanzar una capacidad de pago que sólo

puede adquirir aunando los ingresos de cada uno de los individuos que compone el grupo

familiar.

La política de salud, sustentada en la lógica del servicio calculado según el riesgo, da

preferencia a los programas de prevención, transmitiéndole a la población la información

necesaria para que prevenga riesgos en aspectos tales como saneamiento, higiene,

inmunizaciones. A través de este medio, se deposita la responsabilidad del cuidado de la

salud en cada individuo, de modo que si éste enferma, se ha de considerar el grado de

imprevisión, descuido, o irresponsabilidad en el que incurre, lo cual revierte en el costo que

tiene que asumir.

Los índices de la calidad de vida orientan así las pautas del cuidado al interior de esta

nueva unidad familiar, en términos de la prevención de la enfermedad y en términos de los

requerimientos exigidos por la urgencia para obtener simultáneamente los estatutos de pro­

pietario y usuario. Ello conduce a incrementar el número de los miembros del grupo capa­

ces de generar un ingreso, cohesionándolos en una unidad de supervivencia.

Sin embargo, y concomitante con ello, los índices de la calidad de vida introducen un

mecanismo de diferenciación individual, sustentado en el anhelo por acceder a formas de

consumo que identifiquen o particularicen a cada quien, pues en la medida en la que se le

demanda al individuo el ser capaz de generar un ingreso y destinarlo a la supervivencia del

grupo, esa misma capacidad lo impele a alcanzar un índice de consumo que lo diferencia de

los suyos, pero que a la vez dota de prestigio a la unidad familiar.

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El tiempo contra los mujeres. Debates feministas para una agenda de paz

Por ello, la familia de los estratos más pobres asume la función de incitar a sus sujetos

a adquirir medios para crear un estilo de consumo ostensible, que traiga consigo el prestigio

que otorga el diferenciarse, por el hecho de poder acceder a un gasto mayor. Entonces, no

requiere someterse ya a las disposiciones normalizadoras que le exigían las políticas benefac­

toras, sino que, en su lugar, tenderá a establecer pautas en las que el individuo es valorado

por el monto del ingreso que consigue.

El hecho de que su prestigio dependa del acceso a un consumo diferenciador, establece

relaciones de autoridad caraaerizadas por la sumisión a las condiciones que impone el miem­

bro del grupo al que se le debe el prestigio, así como por el sometimiento de éste a cualquier

exigencia que le permita obtener el ingreso, pues se halla por completo desprovisto de garan­

tías que le permitan imponer algún tipo de condiciones en la interacción produaiva.

Las interacciones en la red vecinal pierden así su sustento solidario y se trastocan en

interacciones caraaerizadas por una forma particular de la competencia, regida por la os­tentación y el consecuente prestigio, perdiendo con ello uno de los enclaves del

empoderamiento que la red vecinal lograba con la autogestión.

De igual forma, la resistencia individual que se materializaba en el usufruao personal deja

de operar, sin que se haga clara alguna alternativa, excepto, quizás, el establecimiento de unas

estrategias orientadas a simular tener la capacidad de pago para acceder al crédito, o a mantener

el índice de pobreza requerido para poder benefi.ciarse del subsidio y acceder al servicio.

Estas estrategias frecuentemente pasan por un ardid que permite responder momen­

táneamente a los datos exigidos, pues el servicio, como hemos dicho, pasa por esas dos

condiciones impraaicables, a saber, el que cada individuo demuestre ser un cliente con

poco riesgo y simultáneamente demuestre responder a un índice de pobreza muy preciso,

por encima del cual pierde el derecho al subsidio y por debajo del cual no puede siquiera ser

contabilizado, siendo por completo segregado del sistema de «seguridad social».

En conclusión, este ejemplo de las transformaciones a las que se ven abocadas estas

familias para su subsistencia, ilustra cómo el discernimiento de las práaicas que constituyen

los procesos de socialización conduce a relacionar los aspeaos microsociales de los modos

de operar de las familias, con una serie de determinantes macrosociales referidos a las

formas de organización social que el orden económico suscita y, en gran medida, impone y

que en conjunto determinan el tipo de sujeto requerido para dicha organización.

De hecho, este acercamiento permite evidenciar los mecanismos a través de los cua­

les los individuos adquieren una identidad social determinada, en el contexto de unas pautas

de interacción también determinadas, que les permiten permanecer dentro de los márgenes

de una organización social también determinada, a la vez que hace posible evidenciar ciertas

opciones de organización social en las que se constituyen alternativas de singularización,

tanto grupales como individuales.

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Gisela Daza N.

Bibliografía

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Género¡ globalización y desarrollo Luz Gabriela Arango G.

El desarrollo de los estudios de género en América Latina

En América Latina, el estudio del trabajo de la mujer se inicia en la década del 60 con

los primeros interrogantes sobre la participación de las mujeres en el desarrollo, en el marco

de disciplinas como la sociología del desarrollo, la economía o la antropología, desde dos

grandes polos teórico-políticos: las teorías de la modernización y la crítica feminista marxis­

ta . Se estudia la participación de las mujeres en los procesos de urbanización, las migracio­

nes campo-ciudad, su inserción en el mercado informal urbano y en el servicio doméstico,

su acceso a la educación y su participación en la población económicamente activa. En los

años 70, la configuración de un "nuevo orden mundial" y el desarrollo de programas

fronterizos de industrialización que apelan a la contratación de abundante mano de obra

femenina, plantean nuevas preguntas sobre la interrelación entre división internacional del

trabajo y división sexual del mismo. A partir de la década del 80, el debate sobre la "división

internacional del trabajo" da paso al de la "globalización", al cual se añaden temas como la

transformación de los procesos productivos en las empresas, la introducción de nuevas

tecnologías y teorías organizacionales.

Surgen investigaciones que buscan evaluar el impacto del cambio técnico en la segmen­

tación vertical y horizontal del trabajo en las empresas, la reproducción de formas de discrimi­

nación en el marco de discursos igualitarios, el acceso de las mujeres a niveles gerenciales, el

impacto de la reestructuración productiva en el empleo femenino. Los temas de la flexibilidad

laboral y la precarización del empleo, introducen nuevas perspectivas en el análisis de la

inserción de las mujeres en el mercado laboral. Es importante destacar como uno de los

aportes más significativos de las investigaciones sobre el trabajo de la mujer, el haber puesto en

evidencia las interrelaciones entre el universo laboral y el ámbito de la familia, la reproducción

y el trabajo doméstico. Se estudian las estrategias familiares de supervivencia y el ciclo de vida

familiar, las formas de socialización para el trabajo como dinámicas sociales que inciden de

manera definitiva y deSigual en las estructuras de oportunidades de mujeres y hombres y por

ende, en la reproducción o transformación de las relaciones de género.

Estos estudios, que se habían concentrado en la problemática específica del trabajo

femenino, en un esfuerzo por hacer visible la contribución de las mujeres al desarrollo -en

el caso del enfoque de la modernización- o las condiciones de explotación de las mujeres -

en los enfoques feministas marxistas-, se reorientan hacia una problemática relacional y

multidimensional al difundirse el concepto de "género" en la década del 70. Si bien este

concepto se encuentra en desarrollo, según lo han señalado teóricas como Joan Scott (1990), Teresita de Barbieri (1996L Marta Lamas (1994), introduce por lo menos tres dimensio-

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Luz Gabriela Aranga G.

nes de análisis: las relaciones sociales de género -en donde se ubica la división sexual del trabajo-; la construcción cultural y simbólica de lo femenino y lo masculino; y las subjetivi­

dades femeninas y masculinas. La mayoría de los estudios recientes que recurren al concep­to de género siguen concentrándose exclusivamente en el análisis de la problemática del trabajo femenino. El estudio de la masculinidad y de las relaciones inter-género e intra­

género en el ámbito del trabajo son todavía escasas. La crítica feminista puso en evidencia el androcentrismo de las ciencias sociales que trata al varón como modelo universal de lo humano. Este androcentrismo explica el por qué las mujeres y otros grupos de trabajadores

con características sociales que no corresponden al modelo masculino dominante -jóvenes, negros, minorías étnicas, homosexuales- son vistos como marginales o como versiones de: ficientes del modelo.

Refiriéndose a los paradigmas interpretativos con los cuales se ha analizado el trabajo

femenino, la socióloga italiana Elda Guerra (1988) incorpora un tercer criterio diferenciador. Menciona dos grandes tendencias: la primera, corresponde a un análisis a partir de la "debilidad" que considera a la mujer desde su posición de desventaja en el mercado de

trabajo en relación con el modelo laboral masculino, es empleada en puestos poco califica­dos, con salarios bajos, sin estabilidad y no sindicalizada ... En esta primera corriente se ubicarían los dos enfoques anteriormente mencionados. La segunda corriente, en contraste, pretende dar cuenta de la complejidad de la experiencia femenina y reevaluarla, cuestionan­do el enfoque de la debilidad sin negar la opresión pero postulando un análisis de la expe­

riencia de trabajo como sexualmente connotada. Esta corriente reúne investigaciones sobre la subjetividad, la identidad de género en el trabajo y la heterogeneidad de las experiencias

laborales de sujetos ubicados en distintos contextos de interrelación.

Industrialización por sustitución de Importaciones, fordlsmo y desigual­dad de género

El modelo de desarrollo para América Latina con base en la industrialización por sustitución de importaciones ha sido asimilado en algunos aspectos al llamado fordismo, en la medida en que comparten algunos supuestos, de los cuales solo mencionaré aquellos que

tienen especial incidencia en las relaciones de género: un modelo de producción masiva dirigida al mercado interno en grandes unidades productivas y con una organización del trabajo basada en los principios tayloristas de división y especialización del trabajo; un

Estado de bienestar con un sistema de seguridad social orientado a socializar los costos de reproducción de la fuerza de trabajo en materia de salud, educación, capacitación y retiro; relaciones laborales basadas en grandes convenciones colectivas y en la sindicalización de amplios contingentes de trabajadores.

Es indudable que este modelo logró desarrollos muy desiguales en los distintos países latinoamericanos y aún en aquellos en que conoció su máxima realización como Argentina,

Brasil o México, siempre quedaron excluidos de sus beneficios porcentajes muy elevados de la población. ¿Qué significó este modelo para las relaciones de género? En lo que respecta

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El tiempo contro las mujeres. Debates feministas paro una agenda de paz

a la participación de las mujeres en la industrialización y en el mercado laboral, es interesan­

te observar cómo la aplicación del modelo de industrialización por sustitución de importa­ciones generó un desplazamiento progresivo de las mujeres de la industria, las cuales se

habían incorporado en altas proporciones a los primeros esfuerzos fabriles de finales del siglo XIX y comienzos del XX. A lo largo de la década del 50, la participación femenina en

la industria, y especialmente en la gran industria moderna, se reduce en muchos países, quedando confinada a los segmentos más artesanales, a la pequeña y mediana industria, o a

sectores considerados femeninos como las confecciones. Las mujeres se vinculan funda­

mentalmente a los servicios y al sector informal.

Una clara segmentación de género caracteriza entonces al mercado laboral, diferen­

ciando los sectores feminizados en los cuales el trabajo corresponde a una extensión de las

tareas domésticas y familiares: servicios personales, actividades de cuidado de niños, ancia­

nos, enfermos, tareas manuales segmentadas, minuciosas y repetitivas en la industria, ofi­

cios de limpieza y aseo en todos los sectores de la producción; profesiones universitarias

femeninas como las ciencias de la educación y la salud opuestas a profesiones masculinas

como las ingenierías. Esta segmentación horizontal que diferencia, aunque de manera raras

veces tajante, las áreas de trabajo propias de los hombres y de las mujeres, va acompañada

de una desigualdad flagrante en las remuneraciones y el reconocimiento social atribuídos a

unas y otras. La segmentación laboral de género se reproduce a niveles microsociales, en las

características de los puestos de trabajo individuales que se asignan a hombres y mujeres en

sectores aparentemente mixtos. Por otra parte, a la segmentación horizontal se añade una

segmentación vertical del mercado laboral que concentra a las mujeres en los puestos in­

feriores e impone barreras para su acceso a los altos niveles de las jerarquías laborales.

La segregación laboral nunca es absoluta y solo puede hablarse de tendencias y de

grados de segregación. No es en general el resultado de restricciones explícitas o de formas

abiertas de discriminación sino que responde a un conjunto de factores que derivan de los

valores sociales, las expectativas y capacidades de las trabajadoras, las características ocu­

pacionales y la lógica laboral. A nivel conceptual, la segmentación laboral según el género,

la raza o la etnia remite a las interrelaciones entre los procesos culturales y sociales de

construcción de la diferencia y los procesos económicos y sociales de asignación de las

personas a las distintas ocupaciones que componen el mercado laboral. «Las creencias y

estereotipos sobre el carácter humano y sus diferencias se incorporan a la lógica laboral

como uno de sus elementos constitutivos. No se trata de factores añadidos, sino que se

hallan en el corazón mismo del sistema, contribuyendo a reproducirlo como un sistema segmentado y jerarquizado.» (Comas d'Argemir 1995:64)

Esta segregación del mercado laboral se apoya en una división sexual del trabajo que

distingue producción y reproducción, trabajo productivo y trabajo doméstico. Siguiendo la

tradición inaugurada en el siglo XIX, cuando la economía política convirtió el trabajo do­

méstico en disposición innata, propia del sexo femenino por prescripción de la naturaleza,

excluyéndolo de la economía y de las estadísticas nacionales, las múltiples actividades de las

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Luz Gabriela Arango G.

mujeres en el hogar para garantizar la reproducción biológica, cotidiana y social de la fuerza

de trabajo, son consideradas exteriores a la economía.

El llamado modelo «fordista» está indisolublemente ligado a una noción implícita del

obrero «normal», entendido como varón proveedor y padre de familia, siendo su comple­

mento obligado la mujer ama de casa . Sobre este esquema de hombre proveedor y mujer ama de casa -eventualmente asalariada complementaria- se montan los sistemas de seguri­

dad social, la legislación laboral, los discursos sindicales y buena parte de sus lógicas

reivindicativas que incluyen la defensa del salario familiar. El modelo otorga a las mujeres un lugar periférico en el mercado de trabajo y actúa como un fuerte legitimador de la noción

del salario femenino como complementario, cuya persistencia explica en buena medida los

desniveles salariales entre hombres y mujeres. El modelo impone además una norma familiar

y excluye entre otras, las opciones de pareja homosexuales.

Globallzación, división internacional y división sexual del trabajo

A nivel económico, el proceso de globalización se caracteriza por la internacionalización

y transnacionalización de las economías, al desarrollarse una red cada vez más compleja de intercambios entre países a nivel financiero, productivo, comercial y de comunicaciones.

Aunque el mercado capitalista internacional conoce una primera fase de expansión en el

siglo XIX y comienzos del XX, el proceso que se vive desde finales de la década del 60

alcanza magnitudes y niveles nunca antes vistos. La intensificación de los intercambios e

interconexiones internacionales ha sido liderada en el último cuarto de siglo por el mercado

financiero, que llega a intercambiar más de un trillón de dólares diarios, según estimaciones

del diario The Economist l para 1997 (Benería, 1998). Le siguen la transnacionalización de

la producción y la liberalización del comercio de bienes y servicios. La transformación de las

relaciones internacionales que conlleva este "nuevo orden económico mundial", incluye

una ingerencia creciente de las compañías transnacionales y de entidades como el Fondo

Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, en los destinos económicos (sociales, políticos y culturales) de los países, limitando la capacidad

de acción de los Estados nacionales. No obstante, la apertura de mercados y la desregulación

económica y laboral no son posibles sin la intervención activa de los Estados: la expansión

del mercado es en buena medida el resultado de la acción del Estado, como lo recuerda

Lourdes Benería retomando a Polanyi (1957).

Para América Latina, la globalización está asociada con los procesos de apertu ra

económica y de ajuste estructural, exigidos por el FMI a raíz de la crisis de la deuda en la

década del 80 y por los posteriores esfuerzos de integración de mercados regionales. Signi­

fica también la revisión del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, en

pro de un modelo de industrialización para la exportación. Las políticas de ajuste estructural

• 15/ 11 /97 .

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El tiempo contra las mujeres. Debates feministas para una agenda de paz

se basan en una reestructuración económica profunda que comprende un periodo de aus­

teridad para la gran mayoría de la poblaCión, con consecuencias diferenciadas para los trabajadores de acuerdo con su ubicación laboral y sus características sociales en términos de género, etnia, edad, quedando claro que los sectores más pobres pagan los costos más

elevados del ajuste.

Si bien en los inicios, como lo destaca Lourdes Benería (1995), el problema de

género estaba poco presente en estos debates, en el último lustro se ha escrito considerable­

mente sobre las dimensiones de género de la globalización, la cual coincide con un incre­

mento sostenido de la participación femenina en el mercado laboral y la industria. Destacaré

dos tipos de procesos que han sido analizados por investigadoras feministas para poner en

evidencia las nuevas interrelaciones entre la división internacional y la división sexual del trabajo que ubica a ciertos sectores de trabajadoras del «tercer mundo» en segmentos

desventajosos del mercado laboral. El primero, referido a las zonas de industrialización para

la exportación; y el segundo, al trabajo industrial a domicilio integrado a cadenas internacio­

nales de subcontratación.

El primer ejemplo de la feminización de la fuerza de trabajo está relacionado con el

desarrollo de estrategias de industrialización para la exportación que se pusieron en marcha en

varios países en la década del 70. La nueva división internacional del trabajo que se va confi­

gurando entonces se caracteriza por una reestructuración industrial que traslada a los países

con mano de obra abundante y barata, la realización de procesos manufactureros intensivos

en mano de obra. La apertura del comercio internacional y la explosión de nuevos productos

y tecnologías crea un «sistema de manufactura global», al cual se integran de manera desigual

los países en desarrollo. Estas estrategias de industrialización para la exportación tienen ante­

cedentes en la década del 50, cuando se establecen en Puerto Rico las primeras zonas de

producción para la exportación, ejemplo que es seguido durante las dos décadas siguientes

por numerosos países en América Latina, el Caribe y Asia: México, El Salvador, República

Dominicana, Corea, Filipinas, Taiwan, Pakistán, Sri Lanka, China (Fernández-Kelly, 1989). En

América Latina, el programa de maqui/adoras en la frontera norte mexicana que llega a em­

plear cerca del 10% de la fuerza de trabajO del país, es el caso más estudiado y ha sido erigido

como modelo de estrategia de industrialización para los países latinoamericanos.

En relación con esta forma de vinculación laboral de las mujeres, también existen

divergencias en las interpretaciones. En el caso mexicano, de acuerdo con un balance rea­

lizado por Susan Tiano (1994) predomina la "tesis de la explotación" que insiste sobre las

condiciones de trabajo desfavorables que experimentan las mujeres: empleos inestables y

mal remunerados, segregación ocupacional entre trabajos "femeninos" no calificados y

"masculinos" calificados, tareas femeninas monótonas y repetitivas, controles arbitrarios y

sexistas, malas condiciones ambientales, dificultades para sindicalizarse ... Este tipo de inter­

pretación ha sido adelantado por autoras como Patricia Fernández-Kelly (1983a, 1983b, 1989,1994) Lourdes Benería (1994) o Helen 1. Safa (1991,1994,1995). A este

enfoque se opone la "tesis de la integración", defendida por autores como Stoddard (1987)

1671

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y Lim (1983) quienes sostienen que· el trabajo en la industria maquiladora representa una

mejora sustantiva con respecto a las condiciones de empleo accesibles a las mujeres en México, proporcionándoles recursos económicos y psicológicos para negociar mejor con

los hombres en el hogar. Interpretaciones matizadas rescatan aspectos progresivos de la incorporación de las mujeres a este tipo de empleos en el campo de las ideologías de género

y las relaciones de poder y autoridad en la familia . Sin embargo, al comparar estas condicio­

nes de trabajo con las de la clase obrera masculina «central», se observan indudables

desventajas en términos salariales y de derechos laborales en general.

El estudio comparativo de experiencias como la de Puerto Rico, Cuba y República

Dominicana (Safa, 1991, 1995, 2001) confirma la presencia de estrategias empresariales

que buscan reducir costos mediante el empleo de mujeres. Las repercusiones de estas estra­

tegias sobre las dinámicas de género particulares varían de acuerdo con las características

del mercado de trabajo local para ambos sexos, el tipo de sindicalización, el grado de

protección estatal, los patrones familiares y reproductivos ... Por otra parte, en el caso mexi­

cano, la industria maquiladora de "segunda generación", más heterogénea que la primera,

con sectores industriales en expansión, tecnología de punta y nuevos países inversionistas

como el Japón, contrata a un personal más calificado y en forma creciente a personal

másculino y ofrece mejores niveles salariales y prestacionales ... Si bien las mujeres siguen

empleadas en su mayoría en sectores tradicionales como confecciones en donde las formas

de empleo y trabajo no han mejorado significativamente, se han abierto algunas alternativas

de empleo calificado para ellas en el sector de auto-partes (Carrillo, 1989; Kopinak, 1995) .

Aunque los niveles de calificación y productividad han mejorado, los salarios no se han

incrementado significativamente y ha prosperado un nuevo tipo de sindicalismo "subordi­

nado" o "transparente", con escasa capacidad negociadora. (Quintero Ramírez, 1990)

El segundo ejemplo de las modalidades de incorporación de las mujeres a la industria

en el marco de la nueva división internacional del trabajo es el trabajo a domicilio, integrado a cadenas internacionales de subcontratación que lo ubican como su eslabón más débil. Lourdes

Benería y Marta Roldán (1992) en una investigación ya clásica, reconstruyen las cadenas de

subcontratación que articulan a corporaciones multinacionales en países centrales con em­

presas y talleres nacionales y trabajadoras a domicilio en ciudad de México. Otros estudios

realizados en Brasil (Abreu, 1993), Colombia (Gladden, 1994), México (Peña Saint-Martin,

1994) coinciden en señalar las condiciones precarias de trabajo de estas mujeres, sometidas

a pagos a destajo, extensas jornadas laborales, sin seguridad social y sin ninguna estabilidad en

el empleo. Son una muestra extrema de la flexibilización y precarización del empleo y uno de

los ejemplos que más directamente revela las articulaciones entre los sectores dinámicos y

competitivos de la economía con las modalidades más precarias e informales de trabajo.

El «nuevo paradigma productiVO»: flexibilidad laboral y precarización

Buena parte de los debates actuales de la Sociología del Trabajo giran en torno a la

crisis del modelo fordista. Además de la crisis del Estado de Bienestar en los países

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El tiempo contra las mujeres. Debates feministas para una agenda de paz

industrializados y la entronización del mercado como instrumento básico de regulación social, el

debate gira en tomo al surgimiento de un nuevo sistema industrial que se basaría en la integra­

ción de tareas, el empleo de una mano de obra calificada, la formación de redes de subcontratación

entre empresas con base en relaciones horizontales y cooperativas. Leite y Da Silva (1 995)

hacen una lectura crítica de estas teorías, mostrando cómo autores como Piore y Sabel (1984)

o Hoffman y Kaplinsky (1988) generalizan abusivamente al conjunto de la economía tendencias

observadas en algunos sectores muy particulares como la industria automotriz.

En América Latina se han realizado estudios de empresa en distintos países y ramas

industriales -alimentos, textiles, artes gráficas, metalurgia, química, electrónica- buscando

evaluar el impacto de los procesos de modernización organizacional y reestructuración pro­

ductiva sobre las trabajadoras. El énfasis ha estado en el análisis de las estrategias empresa­riales con respecto a la mano de obra femenina, en términos de reclutamiento, desplaza­

miento, y/o expulsión; definición de la calificación del trabajo femenino y masculino; seg­

mentación de género de los puestos de trabajo; políticas de recursos humanos y estereoti­

pos de género de los empleadores (Roldán, 1993, 1994, 1995; Lovesio 1993a, 1993b;

López et al. 1992; Bustos, 1994; Arango, 1991,1998; Abramo, 1995). Si bien muchas

mujeres han debido tornarse polivalentes dentro de estos sistemas combinados de taylorismo

y producción flexible, ello no ha repercutido en incrementos salariales ni en oportunidades

de promoción y capacitación formal. Las estrategias de las empresas varían considerable­mente entre uno y otro sector y van desde la búsqueda de mano de obra "nueva", lejos de

los centros industriales, que pueda ser incorporada a la producción con bajas calificaciones

y salarios, en condiciones contractuales precarias, hasta la introducción de innovaciones

tecnológicas que incorporan a las mujeres en condiciones de relativa marginalidad, limitan­

do las posibilidades de re-calificación de su trabajo y conduciendo en algunos casos a

procesos de expulsión de fuerza de trabajo femenina. Marta Roldán examina el impacto de

"tecnologías blandas", como los sistemas "justo a tiempo" y "control total de calidad"

sobre hombres y mujeres e identifica formas de flexibilidad diferenciadas para uno y otro

sexo. En términos generales, los procesos en curso estarían dando lugar a la formación de

una clase obrera "polivalente" mayoritariamente masculina, segmentada entre un "centro

masculino (con mayor estabilidad laboral y a cargo de tareas que exigen un nivel más alto de

capacitación técnica) y periferias masculinas y femeninas multifuncionales". (Roldán, 1995 :27)

Es importante recordar que el empleo en América Latina se compone en porcentajes

muy altos de ocupaciones informales. A comienzos de los noventa, dos de cada cinco

mujeres ocupadas en las zonas urbanas lo hacían en empleos por cuenta propia o como

familiares no remuneradas de baja calificación o como empleadas domésticas, con impor­tantes diferencias según los países (Valdes, Gomariz, 1995). Por otra parte, el trabajo de

una proporción muy alta de mujeres se desenvuelve en un contexto doméstico, como lo

señala Abreu para el Brasil sumando las empleadas domésticas, las trabajadoras a domicilio

y las que se emplean en pequeños negociOS en domicilios ajenos (1995). Esto produce una

configuración particular de la segmentación por género del mercado laboral en América

1691

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Latina. De este modo, las nuevas líneas de demarcación que separan a los hombres con contratación permanente de las mujeres con contratación temporal y que afectan a la pobla­

ción asalariada, se suman a las anteriores líneas de fractura que diferencian a las mujeres subempleadas a domicilio de los hombres trabajadores independientes, microempresarios o

asalariados.

La creciente f1exibilización y precarización del empleo coincide con un incremento

sostenido de la participación femenina en el mercado de trabajo desde finales de la década

del 70, tanto en los países industrializados como en los no industrializados. Este incremento se produce en medio de una sobrerrepresentación de las mujeres en los empleos precarios.

Entre 1960 y 1990, una de las grandes transformaciones en los mercados de trabajo

latinoamericanos fue sin duda el incremento de la participación femenina : el número de mujeres económicamente activas [en 19 países) pasó de 18 a 57 millones, más que

triplicándose, mientras el número de hombres económicamente activos no alcanzó a dupli­

carse¡ la tasa de actividad femenina creció de 18,1 % a 27,2%. Este incremento se produce con grandes variaciones entre países. Para 1990, la proporción de mujeres en la PEA oscila

entre el 17,8% en Honduras y el 38,5% en Uruguay (Valdés y Gomariz, 1995). La tasa

global de participación urbana de las mujeres en Colombia es una de las más altas de la región de 19% en 1950 pasó a 51 % en 1997. [López Montaño, 1998: 127)

Hacia comienzos de los 90, a pesar del incremento de la participación femenina, la

distribución de las mujeres en la estructura ocupacional difiere considerablemente de la

masculina: el perfil típico del empleo de las mujeres incluye un alto porcentaje de ocupadas

en los servicios (entre 60 y 80%), seguido de un porcentaje bastante menor en la industria (entre 15% y 25%) y una fracción mínima en la agricultura o el sector primario. Respecto a las categorías de ocupación, la mayoría de la población activa de ambos sexos es asalariada (alrededor del 70%). Sin embargo, el porcentaje de trabajadoras y trabajadores por cuenta propia es significativo: variaba entre el 13% [Panamá y Costa Rica) y el 47% [Bolivia) en el

caso de las mujeres¡ del 17% [Uruguay, Paraguay) al 29% [Panamá) en el caso de los hombres. (Valdes, Gomariz, 1995)

La distribución de la PEA urbana por grupo ocupacional alrededor de 1990, presen­

taba grandes diferencias entre países. En casi todos los países, una alta proporCión de mujeres se empleaba en servicios personales (36% en Argentina, 29% en Chile, 31 % en Colombia, 37% en Paraguay, 26% en Brasil. .. ) mientras una elevada proporción de los

hombres se desempeñaba como operarios y artesanos [52% en Bolivia, 37% en Brasil, 50% en Chile, 47% en Colombia .. . ). En algunos países, los comerciantes y vendedores representaban un porcentaje importante de la PEA urbana (20% de hombres y mujeres en Colombia¡ 34% de las mujeres en Perú¡ 37% de las mujeres en Bolivia ... ) con tendencia a

ser superior el porcentaje de mujeres que el de hombres en este tipo de ocupación.

En los países del Mercosur y Chile, la participación de las mujeres en el empleo

continuó aumentando durante la década de los 90, conservando las características genera-

[170

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les de vinculación al sector informal y los servicios: en Paraguay en 1995, el 64% de las ocupadas eran trabajadoras por cuenta propia y empleadas domésticas; las tasas de desem­pleo de las mujeres son superiores en promedio a las de los hombres en todos los casos: en Uruguay duplican a las masculinas (Espino, 1999). En Argentina, las reformas neoliberales y los programas de ajuste han tenido como consecuencia un verdadero proceso de desindustrialización (Perera, 2001). Desde mediados de 1970, empieza un proceso de estancamiento y reducción del empleo formal como efecto de las reformas financieras ade­lantadas por la dictadura militar que desmontan el modelo de industrialización por sustitu­ción de importaciones. Perera destaca cómo la industria textil y de confecciones, altamente feminizada, es una de las primeras en precarizar el empleo, acudiendo a la contratación temporal y el empleo flexible. En los 90, bajo la presidencia de Menem, se le asesta el golpe final al modelo de industrialización argentino con las leyes de privatización, des-regulación y liberalización del comercio, favoreciendo a los grandes monopolios y destruyendo a la pe­queña y mediana industria. En este contexto, el incremento de la participación femenina se produce en un mercado laboral cada vez más polarizado, en donde aumentan el trabajo informal y temporal: la mayoría de las mujeres trabajan en condiciones precarias (servicio doméstico y empleo informal en los servicios y el comercio) y sólo unas pocas acceden al nicho cada vez más pequeño de "empleos protegidos"; mientras el desempleo se convierte en una verdadera epidemia social: los datos del 2000 (INDEC) señalaban un 25% para las mujeres y un 17% para los hombres.

En Colombia, las condiciones de empleo asalariado se deterioran debido al aumento del empleo temporal y de tiempo parcial. Esta precarización se ve claramente en las cifras: el porcentaje de trabajadores y trabajadoras temporales aumenta de manera sostenida a lo largo de la década de 1990 en todas las ramas y para ambos sexos. Entre 1991 y 2000, el porcentaje de temporales se incrementó en 10 puntos o más en todos los sectores, salvo en los servicios financieros. En 1991, después del sector de la construcción que tiene las tasas más altas de empleo temporal masculino, la cifra más elevada se encontraba entre las mujeres ocupadas en la industria (21,5%), proporción que habrá aumentado al 31,4% en 2000 (ENH). La mayor participación económica de las muje­res va acompañada por mayores tasas de desempleo femenino.

La crisis del modelo "fordista" de proveedor y el problema de la reproducción

Una de las dimensiones del agotamiento o sustitución del modelo «fordista» que ha sido menos estudiada es la que atañe a la crisis del modelo de proveedor masculino. Maria Patricia Fernández-Kelly (1994) sostiene la tesis de que el orden económico que reposaba sobre el modelo de trabajador varón proveedor y el corolario de la mujer como encargada del trabajo doméstico, ha sido transformado por la globalización económica durante las últimas tres décadas. De acuerdo con su tesis, la concentración de la producción industrial en los países centrales desde el siglo XIX y la movilización de los trabajadores hicieron posible un incremento sostenido de los salarios reales, fundamentalmente masculinos. Este

171 1

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aumento de los salarios habría ocasionado una crisis de rentabilidad que estimuló el cambio

tecnológico y la relocalización industrial. El traslado de segmentos de la producción a países

sub-desarrollados que acompaña al «nuevo orden económico» en la década del 70 permitió a los empleadores aprovechar los enormes diferenciales salariales y frenar el alza de salarios en

los países desarrollados. El mismo fenómeno ayudó a los inversionistas a evitar las tarifas

sindicales, los salarios comparativamente altos de los países desarrollados y a obtener benefi­

cios derivados del empleo de mano de obra poco costosa en los países subdesarrollados.

Numerosos gobiernos de Asia, América Latina y el Caribe proporcionaron incentivos para

desarrollar zonas de industria para la exportación y maquiladoras en las cuales millones de

trabajadores, especialmente mujeres, ensamblaron productos para el mercado mundial. Des­

de este punto de vista, la globalización y la feminización de la fuerza de trabajo industrial

tuvieron . efectos de contención salarial y re-disciplina miento de la fuerza de trabajo en una

gran escala.

A pesar de su creciente importancia como trabajadoras remuneradas, las mujeres

siguen asumiendo la mayoría de las tareas del hogar, especialmente en el cuidado de los

niños. La redefinición de los roles de género ocurre en un contexto con pocas evidencias de

que los hombres hayan aumentado su participación en el trabajo doméstico. Los análisis

sobre el impacto de la crisis en las estrategias familiares en América Latina (Benería 1992,

González de la Roche 1997, 1994, Arriagada, 1997, 1994), confirman que el deterioro

de los ingresos masculinos redunda en una intensificación del trabajo doméstico de las

mujeres y una prolongación de las jornadas dedicadas a esas tareas. En ese sentido, la caída

de los salarios y el creciente desempleo no solamente obligan a multiplicar los proveedores

en el hogar sino que este último debe suplir bienes y servicios que las familias adquirían

anteriormente en el mercado. De acuerdo con González de la Rocha (1994), la familia se

convierte en un amortiguador de la protesta social al limitar los efectos negativos de la crisis

mediante una intensificación del trabajo remunerado y no remunerado de los miembros de

la familia, en particular de las mujeres y los niños.

Las economistas feministas y otros economistas alternativos han señalado la impor­

tancia del trabajo de reproducción social que permanece invisible, excluido de las cuentas

nacionales y no remunerado. Diane Elson (1995b, citada por Campillo, 1998) habla de

dos economías: «una economía en la que las personas reciben un salario por producir cosas

que se venden en los mercados o que se financian a través de los impuestos. Esta es la

economía de los bienes, la que todo el mundo considera 'la economía' propiamente dicha,

y por otro lado tenemos la economía oculta, invisible, la economía del cuidado». Estas dos

economías no están, sin embargo, separadas. Al contrario, existen estrechos lazos entre la

una y la otra, de los cuales la economía oficial no es consciente. Se han señalado los efectos sociales inequitativos que tiene el mantenimiento del trabajo doméstico en manos de las

mujeres y los menores. Uno de ellos es el subsidio a la producción de mercado y a la

acumulación de capital que se realiza mediante la transferencia de valor de la economía de

la casa a la economía de mercado. El trabajo doméstico contribuye a abaratar los costos de

reproducción de la fuerza de trabajo y a amortiguar la pérdida de poder adquisitivo de los

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El tiempo contra los mujeres. Debates feministas poro uno agenda de paz

salarios en tiempos de crisis mientras la presencia de una mano de obra femenina abundante

en los hogares ejerce un «efecto depresor» sobre los salarios. Un segundo efecto es la

inequidad en las oportunidades de mujeres y hombres para acceder a los mercados labora­

les y permanecer en ellos. Las extensas jornadas de trabajo que deben cumplir las mujeres

sumando trabajo doméstico y remunerado limitan considerablemente sus posibilidades de

acceder a los sectores más dinámicos, a obtener empleos de tiempo completo, mejorar su

capacitación y nivel de ingresos; situación que se agrava para las mujeres jefas de hogar

cuyo número tiende a aumentar considerablemente en América Latina. [Campillo 1998)

Otro efecto importante en el contexto de desmonte del Estado de bienestar es la

organización de los servicios y políticas sociales sobre los cimientos invisibles del trabajo

doméstico. El Estado no considera necesario socializar servicios de la esfera doméstica

mientras exista el trabajo no pagado de las mujeres en el hogar y tiende, al contrario, a

transferir algunas de sus funciones privatizando actividades de servicios y delegándolas a

organizaciones de la sociedad civil que acuden al trabajo voluntario y altruista de mujeres y

otros miembros de las comunidades [Campillo, 1998).

La individualización de la fuerza de trabajo con base en las nuevas definiciones de

género comportó la promesa para las mujeres de una independencia económica y personal,

así como de una mayor igualdad entre los sexos. En realidad, el trabajo remunerado se ha

convertido en una necesidad para las mujeres pero no va acompañado del acceso a un

salario de proveedora ni a un salario «para la vida y la independencia» como fue la consigna

de las obreras sindicalistas francesas en el siglo XIX. La desregulación laboral y el creciente

abandono de responsabilidades con respecto a la reproducción de los trabajadores por

parte de las empresas y del Estado han intensificado el trabajo doméstico e invisible, el cual

permanece en elevadas proporciones en manos de las mujeres.

Algunas perspectivas

El equivalente al sindicalismo «fordista» en América Latina se constituyó en los países con

procesos de industrialización por sustitución de importaciones más exitosos, como Argentina,

México o Brasil. La negociación colectiva y el protagonismo sindical en relación con el Estado generaron un «control sobre el puesto de trabajo» para algunos sectores de empleados de

acuerdo con Bilbao [1 993). En Colombia, este tipo de sindicalismo se desarrolló en el Estado y

en algunas grandes empresas. El obrero fabril, de sexo masculino, blanco o mestizo y la lucha

salarial strictu sensu constituyeron el modelo básico que orientó la acción sindical en América

Latina, de espaldas a un mundo donde el trabajo informal, los servicios, el trabajo femenino, el

infantil, la diversidad racial y étnica han sido primordiales. [Godinho Delgado, 1995) .

Martha Roldán considera que el esquema fordista de sindicalismo ofrecía un marco

más propicio para la participación equitativa de las mujeres. El sistema de convenciones colectivas por rama que existía en Argentina antes de las reformas, por ejemplo, garantizaba

una distribución de ingresos mínimos y un grado elevado de homogeneidad social. Según

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Roldán, esta homogeneidad, a pesar de las desigualdades genéricas, otorgaba verosimili­tud a las demandas feministas de igual remuneración por igual trabajo o por trabajo de igual valor (1995). Esto puede ser cierto para un sector minoritario de trabajadoras asalariadas estables pero excluye a un inmenso contingente de mujeres cuyas formas de trabajo no coinciden con el modelo asalariado «fordista»: asalariadas en condiciones precarias, trabajadoras a domicilio, trabajadoras por cuenta propia, empleadas domésti­cas. De este modo resulta paradójico que la «feminización» de las condiciones de empleo de la mayoría de los trabajadores que ha disuelto la base social tradicional del sindicalis­mo, lo obligue hoya replantear sus formas de acción, su filosofía y sus objetivos sociales, económicos y políticos, para tratar de incluir la diversidad de problemáticas laborales existentes incluidas las de las mujeres.

Orientar la acción reivindicativa, sindical y política hacia la equidad de género en el trabajo implica analizar simultáneamente el trabajo asalariado y el doméstico y ampliar el concepto de trabajo y de trabajador o trabajadora, problematizando el modelo general de "productor" y "trabajador" encarnado en el obrero fabril, profesional, asalariado y mascu­lino. De acuerdo con Kergoat, el esfuerzo debe dirigirse a "restablecer las conexiones entre lo que había sido separado hasta aquí, a través de una definición más extensiva de trabajo", a partir de la cual, el trabajo doméstico y las particularidades del trabajo asalariado de las mujeres no sean mas "excepciones a un modelo supuestamente general". [D. Kergoat y H. Hirata, 1987, citado por da Silva Blass, 1997:66).

La ampliación del concepto de trabajo también ha sido planteada por las economistas feministas. La definición más incluyente de mano de obra recogida en un estudio realizado por Anker y Hein [1987, citado por Campillo 1998) es la que propone la OIT y dice así: «personas cuyas actividades generan productos y servicios, independientemente de que estos se vendan o no, que deberían incluirse en las estadísticas sobre la renta nacional». Las mediciones parciales que se han hecho en esta dirección han sido tan impactantes que organismos internacionales como el PNUD han tenido dificultades para encontrar formas de evaluar y reconocer la contribución del trabajo no monetizado sin generar cambios radica­les ... En efecto, para 1996, el mismo PNUD proponía un estimativo de la contribución de la economía no monetizada generada por el trabajo en los hogares, a nivel mundial, del orden de 16 billones de dólares, es decir, un 70% del valor total del producto bruto oficial del mundo estimado en 23 billones [PNUD 1996: 110, citado por Campillo). De estos 16 billones, 1 1 correspondían a aportes realizados por las mujeres en actividades ignoradas por las estadísticas oficiales. Los sistemas de cuentas nacionales promovidos por las Nacio­nes Unidas y el Fondo Monetario Internacional no incluyen directrices ni elementos metodológicos para medir las actividades no remuneradas. Según Waring [1988, citado por Koch, 1996), el sistema de cuentas nacionales de Naciones Unidas y su aplicación en los países ha dejado por fuera precisamente los objetivos sociales y valores conectados con la reproducción de toda la raza humana, esto es: las condiciones de vida de mujeres, niños y niñas, el mantenimiento de los recursos naturales y los costos del deterioro ambiental. [Campillo, 1998)

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Algunas autoras y autores señalan la presencia de cambios embrionarios en la divi­sión sexual del trabajo, como consecuencia inesperada y positiva de las transformaciones en las condiciones de trabajo, con su creciente flexibilidad e incertidumbre. Hombres y mujeres estarían sometidos a condiciones laborales cada vez más semejantes al eliminarse el paradig­ma del trabajo asalariado estable, asociado fundamentalmente con el varón. Casa y calle tenderían a convertirse en espacios de trabajo para hombres y mujeres haciendo posible una división del trabajo flexible que combine tareas en el ámbito doméstico y responsabilidades laborales en el ámbito público.

Un nuevo paradigma de desarrollo que promueva y aliente la igualdad y la equidad entre los géneros, nos dice Fabiola Campillo (1998), debería incluir, además de los derechos funda­mentales conquistados por las mujeres en las últimas dos décadas y consignados en la Plataforma de Acción de la IV Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1 995), cambios radicales frente al trabajo doméstico no pagado, que lo conviertan en un trabajo visible, incluido en las cuentas nacionales, asumido como corresponsabilidad de hombres y mujeres, y remunerado.

En un ejercicio de imaginación política que se inscribe dentro de los esfuenos de intelectuales de izquierda norteamericanos por darle contenido a la idea de «democracia radical», Nancy Fraser (1 997) en contravía con el desmonte de los estados de bienestar propone el modelo de «cuidador universal» como alternativa al «proveedor masculino» que caracterizó al fordismo. Según Fraser, este utópico modelo sería el único capaz de romper con la inequidad de género en todos los ámbitos. Se trata de hacer que los actuales patrones de vida de las mujeres, que combinan la actividad de proveedoras con las de cuidad02 , con grandes dificultades y esfuenos, se conviertan en la norma para todos ... De este modo se promueve simultáneamente la participación equitativa de las mujeres en la sociedad civil y en la política y la participación masculina en el ámbito doméstico, socialmente revaluado. Los puestos de trabajo estarían diseñados para empleados que son también cuidadores. En esta transformación, la acción del Estado es fundamental pues éste sería el encargado de desman­telar la oposición genérica entre proveedor y cuidador, subvirtiendo la división sexual de! trabajo y reduciendo la importancia del género como principio estructurante de la organiza­ción social.

Lourdes Benería (1998) trae a colación !a discusión sobre el tipo de racionalidad que ha servido de sustento a la teoría económica neoclásica, basada en la búsqueda de beneficio, que excluyó otros tipos de comportamiento como la reciprocidad, la redistribución o el altruismo. Apoyándose en el análisis de Karl Polanyi (1957) sobre la expansión del mercado como construcción social en los países europeos del siglo XIX y primera parte del XX, Benería plantea la necesidad de complementar o reemplazar los supuestos de los mode­los económicos neoclásicos con modelos de conducta alternativos y transformadores. Retoma la crítica a la economía clásica que desde Adam Smith considera que la búsqueda del interés

• 2 Nancy Fraser incluye dentro de las actividades de «cuidado» las actividades domésticas de manteni­

miento del hogar y preparación de alimentos, el cuidado de los niños, los ancianos, los enfermos ...

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individual a través del mercado conduce a una asignación eficiente de los recursos, favora­

ble al bienestar colectivo. El discurso triunfalista del mercado que ha acompañado la

globalización ha dado nuevo impulso al culto a la productividad, la eficiencia y el crecimien­

to económico, exaltando la conducta individualista y competitiva y la aceptación tácita de las

nuevas desigualdades económicas y sociales. Benería se pregunta si los comportamientos de

las mujeres, tradicionalmente asociados con el cuidado de otros, la solidaridad o el altruis­

mo pueden constituir un tipo alternativo de conducta o si, al contrario, la inserción crecien­

te de las mujeres en la economía de mercado, ha transformado sus modos de actuar hacia

una racionalidad económica similar a la masculina. Sin pretender atribuir a las mujeres

comportamientos altruistas por naturaleza, Benería recoge los planteamientos de un número

importante de economistas feministas que han mostrado con múltiples ejemplos la existencia

de conductas económicas que contradicen abiertamente los postulados neoclásicos, una

buena parte de las cuales proviene de las mujeres. Tal como Polanyi puso en evidencia las

tendencias disruptivas del mercado, y el sometimiento de la sociedad a la economía, Lourdes

Benería llama la atención sobre las agudas contradicciones sociales que ha generado esta

nueva etapa de expansión del mercado. Reafirma la necesidad de situar la actividad econó­

mica al servicio del desarrollo humano y pensar la productividad y la eficiencia sólo desde el

punto en que contribuyen a aumentar el bienestar colectivo:

«Esto significa, por ejemplo, que las cuestiones relacionadas con la distribución, la igual­

dad, la ética, la dignidad humana, el medio ambiente, y la misma naturaleza de la felicidad

individual, desarrollo humano y cambio social tienen que ser centrales en nuestras agendas. Este

proyecto también requiere la transformación de nuestros esquemas teóricos y la reconceptualización

de los modelos convencionales y sus implicaciones prácticas» [Benería, 1998, 16)

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