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CAPITULO IX (1)

Situación política de las colonias esi>añolas en América duran­te la monac-quia.—Causas de siu sublevación.—Guerra de la independencia, desde 1810.—^Papel preponderante desempeñado por Bolívar durante esas guerras,—Fundación por Bolívar de las tres (repúblicas de Colombia, Perú y ]Bolivia.—Atentadas contra su persona.—Sus proyectos de erección de una monar­quía.—Su muerte prematura en 1830.—División después de su muerte, de Colombia en tres nuevos estados denominados Ve­nezuela, Nueva Granada y Ecu^idor.—Luchas de los partidos en Nueva Granada.—Triunfo del acaudillado per el general Santander. — Disturbios promovidos por tis conspiraciones— Discusiones con Francia e Inglaterra con motivo de los insul­tos y actos de violencia de que fueron objeto dos de sus cón­sules, los señores Adolfo Barrot y Russel.—Situación de la nueva república granadina hasta la exp.'tración del mandato

presidencial del general Santander.—^Apéndice

En los primeros tiempos del descubrimiento de América, ios jefes de las expediciones considerando las regiones que inva­dían como presa que le perteneciera en plena propiedad, ejer­cían en ellas cruelmente la soberanía, más en provecho pro­pio que en el de la corona de España.

Los capitanes se adjudicaron las prcyincias; los soldados los pablados y los infelices indios, eran tratados como esclavos; los conquistadores creyeron tener derecho de vida y muerte sobre ellos, empleándoles en trabajas superiores a sus fuerzas.

( l l ob ras con.ultada-i para algunos de los hechos histórii-os relatados eu este capí-tuto hasta el año 192tl: Historia general da los tiempos modernos de tí. Kagón. París 1839. - Re/>üft/ir of Colombia, publicada en la F.nciclopedía Británica en l836-Me(iilacroncs Colombianas, publicadcs en Hogotá, en I8Í9 y Anuariit His­tórico universal de l.esur, l 'arís, publicado desde 1818.-A partir del año 1828 basta fines de 1839 el autor de este libro no escribió más que de acuerdo con lo visto o leído en la! Gacelas de Nneva Granada.

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ya en las faenas de los campos, y el laboreo de las minas, ya convirtiéndoles en bestias de carga para el transporte de pe­sados fardos. La condición deplorable de estos desgraciados se vio todavía empeorada con las luchas sangrientas entre los conquistadores, originadas por sus rivalidades y apetitos.

\Aunque desde 1511 se hubiera creado un Consejo de Indias para conocer exclusivamente del gobierno y administración de justicia en las nuevas colonias, sólo veinte o veinticinco año^ después, fue cuando la corte de Madrid pudo, unas veces con las armas y otras mediante prudentes transacciones, acabar con las usurpaciones y con los excesos de despotismo de los intrépidos y mdos aventureros que lanzara sobre el Nuevo Mundo. El poderoso Carlos V. empezó por abolir el sistema feudal instaurado por ellos; los despojó de las tierras que se habían adjudicado por sí y ante sí, o les dejó su posesión a título de mera donación temporal; promulgó, además, numero­sas disposiciones, de las que merecen citarse las que estable­cían:

Que los indígenas dependían únicamente de la corona; que estarían sometidos exclusivamente a trabajos corrientes, re­tribuidos y reglamentados, lo mismo en el laboreo de las mi­nas como en las obras públicas; que no serían obligados a lle­var cargas pesadas o viajeros en los caminos difíciles; que se les concedería territorios más o menos extensos, cuyes pro­ductos les corresponderían, salvo la percepción de una tasa para atender al sostenimiento de las misiones y de las escuelas y para completar el impuesto real, a razón de una piastra, eá decir 5 francos, p>or indio de diez y ocho a cincuenta años; y finí'mente que fuera de las ciudades la población indígena se agruparía en aldeas, en las que podrían constituir asambleas municipales presididas por los caciques.

Primero al Perú y después a Colombia, se enviaron dele­gados del monarca con el título de virreyes o de capitanes ge­nerales, investidrs del maiKio en jefe de los ejéreltos y de los que, en lo administrativo, dependían, según las subdivisionea territoriales, los intendentes, que estaban al frente de todos los agentes del fisco, 'los corregidores o igcbernadores de distrito, cuya autoridad participaba a la vez del poder político y del militar, los jueces ordinarios (alcaldes mayores) y demás fun­cionarios subalternos; en las ca^pitales se instituyeron, con el nombre de audiencias, unos tribunales superiores Independien-

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tes de la autoridad del virrey, que como cortes de apelación, conocían en última instancia de las pleitos civiles y de las causas criminales, menos de aquellos cuyo valor excediese de 10.000 piastras (50.000 francos) para les que había un recurso ante el Consejo de Indias en España. Estas audiencias, lla­madas en caso de necesidad a contrapesar el poder de los vi­rreyes y de los capitanes generales, tenían la facultad de ob­jetar y deliberaban hasta como Consejo de Estado, sobre los asuntos relativos a la administración. A cada una de ellas estaba adscrito un fiscal, encargado especialmente de la pro­tección de los indios y de la defensa de sus Intereses. Poste­riormente se dictaron otras ordenanzas para suavizar la si­tuación de los Indios y proteger sus vidas; entre otras cosas, se dispuso:

A fin de que su ignorante credulidad no sirviera de pretex­to a los curas, para despojarles de sus bienes, la Iglesia no po­dría recibir donaciones o legados de esa especie.

Que ccn el objeto de que no se les gravara con el aloja­miento forzoso se construirían fuera de les puebtos, tambas o caravanserallos para uso y comodidad de los viajeros.

Que para combatir algunas de las causas de la rápida des­población de los países ocupados, no se vendería aguardiente a los indios, cuyo abuso les hacía perecer, en proporciones es­pantosas.

Y finalmente, que no se consentiria ya que a los indios de la iCordillera se les hiciera ir a los llanas ai-dlentes, para em­plearlos en les trabajos de la ajg-ricultura o de las minas. (1)

Desgraciadamente estas sabias disposiciones fueron casi siem­pre letra muerta; el régimen mimicipal se convirtió en una oligarquía tiránica; en la recaudación del tributo se introdu­jeron numerosos abusos; los corregidores, a quienes se con­firió un privilegio para suministrar a les indios los objetos ne-

( l ) En un meraurial presentado en 1609 a Felipe I I I , el capitán Juan González de Acevedo afirma que en cada distrito del Perú donde los indios eran obligados a t-abajar en las minas, ta población había disminuido en una mitad, v en al­gunos, en dos terceras partes. (Memoria de Miller t. I. p . 3.1 No era sólo el trabajo en las minaí sino el cambio de clima a qne se sometía a los indios, la causa, en g-an parle, de esla mortandad, pues esta raza nn tiene la flcvibilidad de constitución que caracteriza a la europea; la salud del hombre cobrizo se altera en cusnlo ae le lleva de un clima cálido a uno frío y sobre todo cuando tiene quo descender de lo alto de la Cordillera a tos llanos, donde el calor se combina con la humedad y donde pnrecen concentrarse todoa los miasmas de loa alrededores (Humboldt, Ensavo político sobre el reino de la Nueva España, t. 1. p . 3381.

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cesarlos para su consumo, convirtieron ese privilegio en un me­dio de exacción y los obligaron no sólo a comprar a unos precios exorbitantes las objetos para su uso sino también aquellos que no les eran de utilidad alguna; los curas, con los diezmos, les arrebataban lo peco que les dejaba la rapacidad de los gobernadores; los miembros de las audiencias, encargados de defender a los oprimidos se convirtieron en opresores: la ma­yor parte de los virreyes o de los capitanes generales, des­viados del cumplimiento de sus deberes por el cuidado que ponían en hacer fortuna, eran engañados o aparentaban ha­berlo sido. El Consejo de Indias, mal informado, cerraba los ojos para no ver las culpas o dictaba sentencias aventuradas para poner remedio a una situación que no conocía.

Los mestizos, descendientes de las uniones entre conquista­dores e indias, los emigrantes, que vinieron de España para establecerse en América y en fin, hasta los crlcllos, se veían privados de un sinnúmero de derechos y de libertades que eran corrientes en los otros países; su comercio y su industjla se dificultaban por muchas restricciones; les estaba prohibido comerciar con cualquier otro país que no fuera España, y has­ta compi-ar mercancías extranjeras que no fueran producidas directamente por ésta. Se les prohibió el cultivo de la vid y del olivo. Aunque de acuerdo con la ley, tuviesen acceso a to­dos los cargos públicos, de hecho quedaban excluidos de los altes cargos civiles y militares que se atribuían a los espa­ñoles enviados por la metrópoli en misión temporal, de la que volvían cargados con los frutes de sus concusiones. A los criollos que, por especulaciones mercantiles o por sustitucio­nes hereditarias, que les transmitían los conquistadores, ad­quirieron grandes riquezas, se les otorgaban altos honores o títulos inútiles, que por otra parte los virreyes sólo les ayuda­ban a conseguir a fuerza de dinero; cualquiera que fuese la clase social a la que lograran elevarse, no podían salir al extranjero sino mediante una autorización muy difícil de ob­tener, y siempre por tiempo muy reducido. Además, para te-nerics apartados del progreso y por lo tanto para ahogar en ellos todo sentimiento de independencia, los tribunales de la Inquisición, auxiliaban la políiíca recelosa de la ccrte de Ma­drid, prohibiendo, bajo las penas más severas, la Importación de los libros de Europa y hasta la de instrumentos científicos.

Los monarcas españoles eran tan celcsos de su autoridad en

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las posesiones de América, que hasta en lo relativo a la oons-titue.ón de la Iglesia sóio dejaban al Papa un poder nominal sobre el clero, al revés de lo que sueedía en la península; apoyándose en prer. oga tivas que antaño concedieron para es­tas ;egicn:s a Fernando, les papas Alejandro VI y Julio H, dispcnían en absoluto de los beneficies y de los empleos ecie-siástlcos y no ss admitía ninguna bula sin que antes fuese exa-mnada por el Consejo de Indias. (1)

Sólo a principios del siglo XVIII, fue cuando este sistema opresivo empezó a mcd-flcarse.

Carlos III, a la vez que procuraba mejorar el reino median­te numerosas y útiles ref'oi-mas, fijaba su atención en las pro­vincias americanas; en éstas reorganizó la adminis ración in­terior, precediendo a una nueva división política de las pro­vincias, aumentó el número y las atribuciones de los tribunales de justicia y abolló por un edicto en 1774, la prohibición para las ooonias de comunicarse entre si y de intercambiar sus productos. Esta última medida, no obstante su importancia satisfacía tan sólo una pequeña parte de sus anheios, ya que dejaba subsistente la prohibición de comerciar con los países extranjeros, a menos de tener autorizaciones especiales con­seguidas a fuerza de dinero y concedidas bajo ccndlclones di­fíciles de reunir. Los habitantes de las coonias seguían vien­do la agricultura y la industria detenidas en sus progresos por las antiguas restricciones debidas al sistema de monopolio en provecho exclusivo de la metrópo'l, que les obligaba a comprar, a precio de oro, 'ios articules eui-cpeos, hasta aquéllos úe uso corriente que hubieran podido fabricar ellos mismos en abun­dancia y a bajo precio.

Carlos m , a pesar de estar reputado como uno de los so-Ijeranos más despiertes y Ubcralts de España, lo mismo qu« sus predecesores, se preocupó menos del bienestar moral de las poblaciones de América, que de la necesidad de enriquecer el tesoro a sus expensas, mediante impuestcs onerosas, y so­bre todo por el laboreo de las minas. Este scberano, que en el curso de las reformas que emprendió no temió, a pesar de los prejuicios nacionales, defender el poder temporal contra el de la Santa Sede, expulsar a los jesuítas de su reino y hasta hacer alguna tentativa contra la Inquisición, no tuvo reparo

(1) Ver ta bia'oria de Mético, publicada por M. de la Heoaudiere ' eu 1' Uoiversu pittoresque, página 133.

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en seguir apoyándose en esta misma Inquisición para sofocar en las colonias la expansión de las facultades intelectuales y para conservar la credulidad más ciega en materia de fe y la más abyecta sumisión en materia política.

Por otra parte, casi todos los altos dignatarios que de Es­paña se mandaba a las cdlonias, iban a América por tiempo determinado y como aves de rapiña que persiguen la presa, no cesaban de cometer impunemente las mayores exacciones, hi­jas de la tiranía y de la sed de riquezas. lEste menosprecio de los principios de la justicia y de la razón, tanto por parte de la legislación como de los depositarlos del poder, tenía fa­tal y necesariamente que llevar a los oprimidos a tratar de sacudir sus cadenas. Desde 1780 empezaron a estallai- serios disturbios tanto en el Perú como en Colombia. Primero fue un Indio llamado Tupac Amarúc, quien con una educación bas­tante esmerada en Lima y pretendiéndose descendiente de los incas, trató de sacar a los indios del estado de servidumbre en que yacían. A su voz más de cien mil le siguieron: consi­guió, animándoles con su audacia y valor y embaucándoles con la esperanza de recobrar su antigua independencia y re­ligión, expulsar a los españoles de algunas provincias perua­nas; pero, ciego por el odio que le animaba contra todo lo que se refería a los blancos, no supo limitarse a hostigar a los hombres a quienes quería arrebatar el poder, e hizo blanco de sus tropelías, no sólo a los criollos, sino a los mestizos que eran también víctimas de la opresión del amo común y que hubieran podido ayudarle efectivamente con su neutralidad, si no hubiera emprendido una guea-ra exclusivamente de raza: con todo, sólo al cal>o de dos años de lucha encarnizada, los españoles lograron sofocar la insurrección, después de haber hecho perecer en los suplicios más espantosos a Tupac Amarúc y a los otros jefes que cogieron prisioneros en los combates entregados por la perfidia.

Veinte años más tarde, los españoles tuvieron que reprimir, no sin gran trabajo, otros varios levantamientos de los indios que en las altas mesetas ecuatorianas de Ríobamba y de las inmediaciones del Chimborazo, renovaron contra los blancos las sangrientas venganzas que Tupac Amarúc en el Perú, les brindó como ejemplo.

En cuanto a la agitación que por aquellas mismas épocas se produjo en Nueva Granada y en Venezuela y que se pro-

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longo hasta 1797, su carácter fue completamente diferente; muchos de los criollos de mayor significación, jóvenes en su mayor parte, penetrados de las ideas filosóficas difundidas en Francia, suscitaron movimlentcs populares para exigir la co­rrección de los abusos fiscales y una explotación más amplia de la riqueza del país y finalmente, una o;-ganización política y civil basada en principios menos trasnochados. Cmno eso8 connatOB no sallan de los límites de algunas localidades, Espa­ña, después de haber sentado la mano a los promotores, ha-cléndoiles condenar a muerte o encerrándoles en las prisiones, restableció, durante algunos años, una tranquilidad que pudo hacerla creer que ya no había temor de nlngtin género. Sin embargo, el espíritu revolucionario, lejos de estar sofocado se­guía incubándose en América. El general venezolano Miran­da, desteiTado por aquel entonces, que conocía la marcha de las cosas en su país y acariciaba la idea de ser su liberta­dor, organizó en 1806 una expedición, cuyos gastos sufragaba Inglaterra que siempre miró con envidia el poderío de ÍEspaña en América y el mopolio comereial de Madrid en sus colonias. Desembarcó en las inmediaciones de Coro, con unas bandas de mercenarios reclutados aquí y allí, pero principalmente en los Estados Unidos, reforzadas con unas cuantas tropas pues­tas a su disposición por el almirante inglés cuyas naves per­manecían no lejos del lugar del desembarco; Miranda emp-ezó por desalojar a los españoles de algunos fortines y después se apoderó de la misma plaza de Coro, desde donde lanzó una proclama pai'a dar a conocer sus propósitos y llamar a las ar­mas a sus conciudadanos. Aunque entre éstos contaba con muchos partidarios, ninguno de ellos ss atrevió a secundarle, teniendo en cuenta las escasas fuerzas que venían con él; los españoles, pudieren oponer a Miranda ejércitos considerables y volvieron a recuperar las conquistas efíme-as, realizadas por éste, obligándolo a huir; Miranda no tuvo más que el tiempo preciso para embarcarse y buscar refugio en la Trinidad. (1)

Esta expedición, mal concertada, sólo sirvió en definitiva para provocar por parte de los españoles un mayor rigor, que voCvló a mantener en la obediencia a los descontentos; pero

(l) Este general Miranda es el mismo que obligado a salir de au pafs por haber tomado parle en las primeras lenlativas aborlsdss de rebelión en Venezuela, íuc a Francia en 1791. donde apoyado pnr el partido repnbliesno, obtuvo un man­do en el ejército de Dumuurtez; citado ptH-o .después ante el tribunal revolucio­nario por sus relaciones con loa girondinos, fue condenado al destierro.

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en 1808, cuando las tropas de Napoleón invadieron la Penín­sula, la fermentación se hizo general en Colombia. Los jefe? que la habían excitado disimularon sus verdaderos proyectos a pretexto de sostener la causa de la madre patria contra las pretensiones del gabinete francés. La mayor parte de las pro­vincias sublevadas declararon en un principio, en la forma más solemne, que su propósito no era el de separarse de la corona, sino proveer provisionalmente ellas mismas a su pro­pia seguridad, en espera de que los Borbones fueran restable­cidos en el trono de España. Pue por lo menos con esas apa­rentes disposiciones, como el 19 de abril de 1810, el pueblo de Caracas, después de haber detenido y enviado a los Estados Unidos al capitán general y a los miembros de la Real Au­diencia, considerados, con razón o sin ella, como vendidos a Francia, ncanbró unos diputados que en unión de los ediles de la ciudad, instituyeron en nombre de Femando Vn, im nuevo gobierno con el título de Junta Suprema. El 20 de julio del mismo año una junta semejante constituida en Santa Pe de Bogotá, expulsó también al virrey y a los principales miembros de la audiencia y siguió reconociendo a Femando como sol)erano de Cundinamarca, nombre que a la sazón se daba a esta parte de Colombia. Una vez que el pueblo estuvo en armas por todas partes, fue tanto más fácil llevarle por el camino de la emancipación inflamándole con la Idea de li­bertad, cuanto que la regencia española, que ejercía el gobier­no en la Península durante el cautiverio del soberano legí­timo, que no se engañó respecto a la escasa sinceridad de laa manifestaciones de Venezuela y de Nueva Granada, ordenó a los comandantes militares tratar como traidores a todos loa que no se sometiesen. A partir de este momento, la eferves­cencia tomó en Nueva Granada su verdadero carácter de re­belión. Muchas de aquellas provincias, que antes se habían pronunciado en favor de la causa de Femando Vn, la repu­diaron para no tratar de ahora en adelante más que da conquistar su ind-ependencia, expresando en unos manifiestos los agravios que motivaban su resolución. Uno de los más no­tables fue el que publicó el congreso reunido en Caracas el 30 de julio de 1811, antes de dar el 23 de diciembre siguiente la primera constitución republicana a Venezuela.

El general Miranda, que había regresado a Caracas a prin­cipios de ese mismo afio y tomado parte en el congreso como

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diputado, fue elegido comandante de las tropas patriota» en razón de sus anteriores servicios y de sus talentos militares. Después de apoderarse, a pesar de la enérgica resistencia que encontró, de la ciudad de Valencia, donde los contrarrevolu­cionarias habían establecido su cuartel general, logró tener en jaque a las tropas españdlas lo bastante para que la nueva república pudiera jactarse de ver pronto conseguido su triun­fo completo; pero el aspecto de los acontecimientos cambió de pronto. El 26 de mai-zo de 1812, un espantoso terremoto destrayó a Caracas, la Guaira, Mérida y San Felipe, sepultan­do bajo los escombros a más de veinte mil pei-sonas. Esta catástrofe, que ocurrió el jueves santo, aniversario de la pro-cflamaelón de la Independencia, fue aprovechada por el clero, que veía una amenaza para sus privilegios en las iimovaciones para ofuscar las conciencias y predisponer a las masas en favor de sus antiguos amos, mostrándoles la mano de Dios que castigaba en tal forma su rebelión. Mientras, con estas maniobras el clero debilitaba el partido de la revolución, Mon-teverde, general en jefe de las fuerzas españolas, consaguía, unas veces por sus connivencias con personas del país y otras por la fuerza de las armas, volver a someter a su autoridad algunas de las ciudades más importantes, entre otras la de Puerto Cabello, por donde le Ufaron, s'n obstáculos, refuerzas de Cuba. Aunque Mi.-anda se distinguió en varias de los en­cuentros con los realistas, se le reprobaba no llevar las ope­raciones con suficiente decisión. Ya fuese porque en realidad los medios de que disponía para hacer frente al en«nigo no estuviesen a la altiu'a de las necesidades, ya ixa-que ante la tibieza de la población, desesperara por completo de ver al país en estado de dirigir sus propios destinos y el gobierno de Caracas pensara lo mismo, el hecho es que obtuvo del po­der ejecutivo autorización para pactar con Monteverds una capitulación por la cual la constitución de las Cortes, procla­mada para España, sería aplicada en Venezuela; en esta mis­ma capitulación se especificaba que nadie sería perseguiQo por los principios pcfíticos observados con anterioridad, y que se permitiría emigrar a todos los que lo desearan.

Firmada esta capitulación, Miranda se dirigió a la Guaira para embarcarse, pero fuá entr-rgado a los españoles por los oficiales de la plaza, que le detestaban, unos por su carácter duro y altivo y otros por la capitulación, que consideraban co-

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mo mía traición o una cobardía que entregaría infaliblemente ei pais a las más ci-u-eles represalias. En efecto, ensoberbe­cido por su éxito, Monteverde abandonó en seguida la política de moderación y de clemencia que le imponían, tanto la fe jurada, como el Interés bien entendido de España y empezó, sin escrápulos de ningún género, a perseguir a las familias de los patriotas y a encarcelar a miles de personas, muchas de las cuales 'acabaron' por ir con Miranda a terminar sus días en las cárceles de Cádiz. Esta odiosa conducta, que violaba la capitulación, encendió de nuevo la rebelión en Venezuela.

Marino, joven estudiante, uno de- los primeros que se pusie­ron a la cabeza del movimiento d,e insurrección en la provin­cia de Cumaná y que en pocos meses, escaló todos los grados militares, ocupó en seguida un lugar destacado entre los más decididos campeones de la independencia.

Hacia la misma época en que se desarrollaban en Venezuela los acontecimientos que se acaban de relatar, en Nueva Gra­nada también luchaban republicanos y monarquistas.

Antes de que la insurrección, que se había extendido como un reguero de pólvora, a todas las demás colonias españolas de América, hubiese logrado el fin que ,se proponía, hubo de Verse, en más de una ocasión, detenida en su marcha por una serie de causas, análogas a las que casi siempre ,se advierten en las grandes revoluciones políticas. Los insurgentes no sólo no podían en veces arrastrar a su causa a muchas gentes, que por una larga costumbre de obedecer ciegamente, querían con­tinuar leales al antiguo orden de cosas, sino que aun en las regiones en que dominaban numéricamente, las rivalidades, las ambiciones, el espíritu egoísta del lugar, daban lugar a de­savenencias entre ellos acerca de la organización que había de darse, a las regiones sublevadas. Por esta razón, unas pro­vincias y hasta algunas ciudades, reclamaban cada una el ejercicio de una soberanía absoluta, que se constituyese sejja-radamente con cámaras, ministros y presidentes, al paso que otras querían agruparse, unidas estrechamente bajo la direc­ción de un gobierno común. Los conflictos armados, a que se­mejante cisma político dio lugar, complicados a más con la guerra contra el enemigo común, debilitaron los medios de lucha contra los ejércitos españoles. Pero, entre los hombres audaces, que en Colombia se entregaron con alma y 'vida a la causa de- la -emancipación, hubo uno. que, por sus talentos

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políticos y guerreros, habría de dominar la situación; ese hombre fue Simón Bolívar, que pertenecía a una de las pri­meras y más poderosas familias de Caracas. Ya desde las pri­meras acciones con el ejército de Miranda y en las expedi­ciones por las márgenes del Magdalena, lo atrevido de sus empresas, sus iniciativas, 'la energía de su carácter y su va­lor, le valieron en seguida un gran renombre. Y como todas las inteligencias superiores que se imponen, al cabo de poco tiem­po debía constituirse en centro de reunión, en un gran jefe, bajo cuyas órdenes tcdos los demás se agruparon espontánea­mente.

Ya veremos por la narración somera que voy a hacer de Igs acontecimientos, y la manera como se llevaron a cabo sus empresas, todo lo que ese personaje ilustre necesitó de sacri­ficio, de actividad y de constancia en la adversidad y hasta de genio, para dar cima a la emancipación de su país y a la de algunas otras colonias de América del Sur.

Como tuve la fortuna de conocerlo personalmente y de ha­ber sido admitido en su intimidad, durante los años de 1829 y 1830, empezaré por hablar de su persona.

De estatura regular y de complexión, si no robusta en apa­riencia, por lo menos capaz, ccmo lo demostró, de soportar las mayores fatigas; los ojos grandes y la mirada viva que resplandecía en ellos denotaban una alma anuente; tenía la cara alargada, la frente espaciosa, la tez morena, y la nariz aguileña, pero bien dibujada. Sus modales eran distinguidos; cuando concedía audiencias solemnes o hablaba en público, acostumbraba a cruzar los brazos sobre él pecho y en esa actitud, tenia un aire lleno de dignidad. La instrucción que recibió durante su juventud y que consolidó en los viajes que hizo a Eurepa bajo la dirección de su sabio preceptor Simón Rodríguez, era muy amplia. CTuanto vio o aprendió, quedó admirablemente clasificado en su prodigiosa memoria; habla­ba oorrectament.e el francés y un ptxio el inglés y el italiano; en todas las materias se expresaba con esa elegancia fácil y rápida que debía a la cultura de su espíritu; finalmente, era -de un natural afable, -buejio y generoso en extremo e incapaz de Ruardar mucho tiempo rencor, hasta a sus enemigos más implacables.

Durante el año de 1813. cuando los venezolanos exaisperados por las vejaciones y las crueldades de Monteverde, se decldie-

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ron a empezar de nuevo la lucha, Bolívar, que desde la capi­tulación de .^an Mateo se había retirado a Curazao, abandonó la isla animado por la noble ambición de desempeñar en su país «1 mismo papel que Washington en los Estados Unidos y de cumplir el juramento que en el curso de sus viajes él y Rodríguez habían hecho en Roma, en el monte Sacro, de trabajar por la emancipación de su patria.

Como suele ser en la correspondencia íntima de los grandes hombres donde se trata de encontrar, más que en sus escritos públicos, el verdadero fondo de su carácter, adjunto en el apéndice de este capítu'o, bajo el número 1, el texto de una carta dirigida por Bolívar en 1824 a su antiguo preceptor, en la que, al recordar aquel mutuo juramento, revela su bondad natural y expresa, en términos que reflejan la emoción de una alma llena de ternura, su profundo agradecimiento por las lecciones que le diera su viejo amigo al encauzarle por la sen­da de lo justo, de lo grande y de lo bello.

(Llegado a Cartagena, Bolívar sube el Magdalena, uno de los escenarios de sus primeros éxitos, se dirige a Santa Fe de Bogotá, donde el Congreso, subyugado por su ascendiente, se decide a concederle suts'dios para ccn rlbuír a la liberación de Venezuela. Entonces, desciende los Andes acompañado de otros varios jóvenes oficiales granadinos, ávidos de cubrirse de gloria a su lado. Entre éstos, no tardaron en distinguirse Gbardot, Ribas y Rafael Urdaneta. Aunque no contando por entonces todavía más que con unos qulnlon'cs o seiscientos hombres, Bolívar, sorprende y destreza las columnas realistas que encuentra en CTúcuta, Taguanes y Araure; luego, aumen­tando sus fuerzas a medida que avanza, marcha al encuentro de Monteverde, que está atrincherado con el grueso de su ejército en las inmediaciones de Valencia; le derrota, le arro­ja al mar y le obliga a encerrarse en Puerto Cabello; luego marcha sobre Caracas que capitula, entregándole un gran nú­mero de prlEloneros; entretanto -Marino terminaba de con­quistar al enemigo las region-'s orientales de Venezuela que van hasta las bocas del Orinoco.

A pesar de los clamores de los demó:ratas, Bolívar consideró que mientras todas las provincias venezolanas no quedasen limpias de tropas españolas, no eran lo bastante dueñas de sí mismas para volver a concederles inmediatamente el réjlmco constitucional, que dos años antes se habían dado al procla-

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mar su independencia; sin embargo, para que no se le acusara de querer mantener el régimen militar con la única mira de su interés personal, reunió una asamblea integrada por miem­bros de la municipalidad, del clero y de los notables de Ca­racas, ante la cual, deponiendo la suprema autoridad que las circunstancias habían puesto en sus manos, rindió cuentas del uso que de la misma hiciera; pero esa asamblea, bien por que fuese suya en cuerpo y alma, bien por que reconociese en él al único hombre capaz entre todos de asumir la suprema dirección, el hecho es que le confirió de nuevo poderes dicta­toriales para que dispusiese a su arbitrio de todos los medios de acción y de defensa en relación con las necesidades na­cionales y hasta que, de acuerdo con sus miras, pudiese reunir la Nueva Granada y Venezuela en un solo Estado.

Monteverde, bloqueado en Puerto Cabello, intentó en vano romper el cerco; rechazando en varios combates fue herido en uno de ellos, tan gravemente, que tuvo que resignar el mando.

Los otros jefes españoles y principalmente Ceballos, Rósete y Boves, que ocupaban todavía con algunas tropas. Coro, Ma­racaibo y Guayana, viéndose también en un peligro extremo, no retrocedieron, para salvarse, ante un recurso espantoso: el de amotinar y armar a los esclavos, a les que declararon li­bres; con ayuda de estos terribles auxiliares, que acudieron en masa a enrolarse en sus banderas, tomaron la ofensiva y sem­braron el terror entre la ijoblación, llevando todo a su paso a sangre y fuego. Esta conducta, que obligó a los patriotas a usar de represalias imprimió a la guerra im carácter de ver­dadera lucha de exterminio.

A pesar de los brillantes hechos de armas de Bolívar y de Marino, principalmente en San Mateo y Boca-CThlca, el resul­tado de la lucha era Indeciso, cuando los realistas, que reci­bieron refuerzos de la Península, acabaron por conseguir en la Puerta, Cura y Úrica, victorias tan Importantes sobre los Independientes que éstos, casi exterminados, tuvieron a su vez, que retirarse una parte a la isla Margarita y otra al territorio de Nueva Granada.

A partir de este momento, todo el territorio venezolano que volvió por segunda vez, desde su primer levantamiento, a de­pender de la autoridad española, fue teatro de las más atro­ces represalias por parte de los vencedores.

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Las provincias granadinas, que todavía no habían sido in­vadidas, redoblaron sus esfuerzos para ponerse en estado de defensa; pero como cada una de ellas había constituido un congi-eso y un gobierno particular, no se entendían, como de­bieran, para la organización de operaciones comunes y la mayor parte se negaban a reconocer a Santa Fe de Bogotá oomo centro de acción, al paso que ésta reclamaba para sí la supremacía absoluta que no había dejado de ostentar durante tres siglos. Un hombre que desde su juventud en 1794 no ha­bía dejado de trabajar con incansable actividad para pre­parar la independencia de su patria y que gozaba de la re­putación que da el talento cultivado, Antonio Nariño, elegido Presidente de la provincia de Santa Pe, y en ejercicio de la dictadura, sentía por su parte, tanto por ambición como por convicción, el mayor desprecio por los congresos y rechazaba el régimen federal con el que su gobierno perdería el primer puesto, en la antigua Cundinamarca.

Para someter a su autoridad las provincias vecinas del So­corro y de Tunja, que eran las que más oposición le hacían, envió contra ellas tropas al mando del general Baraya, pero éste, ganado por el congreso de Tunja a la causa del fede­ralismo. Incorporó más tropas a las que ya tenía bajo sus ór­denes y volvió sobre sus pasos con unos 5.000 hombres con ánimo de deiTocar el gobierno a cuya causa adhirió en un principio. Nariño, a pesar de que sólo tenía unos 2.O00 hom­bres para hacer frente a los rebeldes, marchó resueltamente contra ellos y les derrotó por completo el 9 de enero, en las Inmediaciones de Santa Pe, cogiéndoles gran número de pri­sioneros.

Elstimando que para poder desempeñar el pap-eí principal a que aspiraba en Nueva Granada, era imprescindible distin­guirse en otros campos más amplios que los que le brindaban las luchas Intestinas, Nariño casi inmediatamente después de ihaber derrotado a Baraya y con el asenso del congreso de Tunja, que aprovechó encantado la ocasión que se le presen-

" taba de deshacerse de un temible adversario, se hizo conferir el mando de un ejército combinado para marchar hacía el sur en socorro de las provincias de Pasto y de Popayán, que los españoles venidos de Quito habían ya Invadido, abriéndose tiOr ellas, el camino de Santa Fe de Bogotá. I>uran':e casi todo un año Nariño obtuvo sobre esas fuerzas triunfos tan Impor-

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tantes,- que les obligó a evacuar la provincia de Popayán y retroceder en desorden hasta Pasto, después de haberlas de­rrotado en los grandes combatea de Calibío, Juanambú y Ta-cines; pero en mayo de 1814, habiendo intentado atacarlas imprudentemente en los alrededores de Pasto, sin esperar la llegada del grueso de sus fuerzas, que .se hablan quedado atrás, fue derrotado completamente y cayó él mismo en manos de sus enemigos. (1)

Antes de saUr de Santa Fé de Bogotá, Nariño confió la di­rección del gobierno a su tío Alvarez que, como él, seguía manteniendo la provincia fuera de toda confederación y per­sistía, sin hacer caso alguno de las resoluciones cc-ntrarias adoptadas por el congreso reunido en Tunja, cn no enviar a las provincias del norte hcmb.es ni dinero.

Eíurante estas disensiones, tan perjudiciales para la defen­sa nacional, fue cuando Bciívar, des,pués da las derrotas que sufrió en Venezuela, llegó a Tunja en diciembre de 1814. Acogido con entusiasmo por la asamblea, no tardaron ella y él en ponerse de acuerdo sobre la necesidad de obligar a Al­varez a ceder en sus pretensiones ante un interés general que primaba sobre el regional y poniéndose a la cat.iza de los restos de las tropas que trajo de Venezuela, marchó sobre Santa Fé de Bogotá, donde al cabo de tres días de sangrien­tos combates, entró a viva fuerza, sustituyendo su autoridad a la de Avarez y obligando a la provincia a federarse con las otras. El congreso de Tunja, transferido a la capital, recons­tituyó el gobierno, confió provisionalmente el poder ejecutivo a tres personas, decretó la leva en masa para refo.zar los ejér­citos y reservó para Bolívar, con el título de general en jefe la misión de intentar de nuevo la liberación de Venezuela.

Cuando Bolívar llega a Cartagena, ciudad escogida como

(l) Nnrlño aileniá^ de ser muy instruido, tenía mucha energía y no i-arecía de la hf-bilids'I que requiere el papel de jefe de partido. Fn caslig» por hüber tomarlo p'ar le activa, durante su juventud, en los movimientos qus habían estallado en 1794 en IB ^ ueva Gran da en favor de la libertad, la Corte de Madrid le hi/.o conducir a España, con grillos en loa pies y le encerró en la cárcel .le I ádi-¿, de ia que a los en:.tro años do ciutiverio se fugó, logrando voh-cr a su país, tunando eu IBM, volvió a caer en manos de los españoles fue llevado de nuevo a Cádi-z y encarce­lado basta 18?0 fecha en que recobró de nuevo la liberiad a favor dé la revolu­ción que estalló en la ciudad. Elegido diputado en 1112 i para el congreso que ae reunió en Cúcuta, fue elegido por Motivar pora la vice-presidenc-ia de la nueva re­pública de Colombia, carpo en el qne poco tienipo despnós, fue sustituido por et general Santander. Más tarde, figuró como senador cn tas asambleas te^istaliyas y orurió a fines del ano ce 1823 a la edad de cincuenta años aproximadamente.

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punto de partida de la nueva expedición y donde contaba au­mentar las fuerzas que traía con tma parte de las de la guarnición, las autoridades de la plaza le cerraron las puer­tas, declarando que no reconocían las órdenes emanadas del gobiemo de Bogotá; privado por esta oposición inesperada de medios para llevar adelante la empresa que le había sido confiada, tuvo que tratar de apoderarse de Cartagena a la que puso sitio. Entre tanto, enterado de que un nuevo cuerpo de tropas venido de la Península a las órdenes del general Mo­rillo, acababa de desembarcar en Venezuela, Bolívar, estiman­do que con los escasos medios con que cuenta no puede llevar adelante la misión que le fue confiada, nos da uno de esos ejemplos de abnegación patriótica que no se ven más que en las almas grandes: levanta el sitio de Cartagena, pacta con las autoridades de la plaza un arreglo por el cual abandona el mando, une sus fuerzas a las de la guarnición y se embarca para Jamaica a esperar una ocasión favorable para empren­der de nuevo, con más probabilidades de éxito, la guerra con­tra los opresores de su país.

(Perseguido en Kingston por los sicarios del partido español, escapa milEigrosamente a sus puñales.

No bien se hubo ausentado, cuando Nueva Granada, no obs­tante contar con buenas espadas para su defensa, se dio cuenta de que había perdido al hombre que, por sus talentos sin par, podía dar unidad a las operaciones militares e Im­primir un impuUo vigoroso a los asuntos generales de la administración. Mientras las mezquinas querellas de partido y las Tiva-Udades por el mando, al pervertir el espíritu nacional debilitaban al país, el general Morillo aprovechó la coyuntura para Invadirle; habiéndose apoderado primero de Cartagena, que falta de socorro y diezmada por las epidemias tuvo que rendirse al cabo de cuatro meses de asedio, dirigió su ejército, formado por fuertes columnas, hacia las provincias del norte y del este. No encontrando resistencia seria aunque inútil, más que en Cachiri y en Remedios, entró en Santa Pe de Bo­gotá, en el curso del mes de mayo de 1816. cuando las pro­vincias del sur, que durante lar^o tiempo hablan rechazado a las trepas reales venadas del Ecuador, caían también en po­der de éstas, después de loa desastrosos y sangrientos comba­tes de Popayán y de la Plata.

Al Igual de Venezuela, Nueva Granada se vio afligida por

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las más espantosas calamidades, debidas a las crueldades ejer­cidas en las personas y a los excesos arbitrarios para con las propiedades; el feroz Morillo hizo pasar por las armas, sin fórmula de juicio, a más de seiscientas personas de las prin­cipales de la capital, entre ellas al sabio e inofensivo Caildas. Se suele citar una carta de Morillo en la que éste, sin temor a ver su h«nor empañado, se ufana de no haber dejado en Nueva Granada sino muy pocos individuos con capacidad e hifluencia suficientes para dirigir en el futuro la revolución.

Los restos de las fuerzas iixdependientes, dispersas sin co­nexión, bajo el mando de Saraza, Cedeño, Monagas, Páez, Ur­daneta y Santander, se sostenían con trabajo en los llanos de Barcelona, Barinas y Casanare, cuanco Bolívar, que de Ja­maica pasó a Haití y obtuvo del Presidente Petion armas y míos centenares de hombres, desembarca (el 6 de julio de 1816), en las inmediaciones de Cumaná, después de haberse uni­do en la Isla Margarita con las fuerzas qué allí tenía el gene­ral patriota Arizmendi.

A los éxitos que en un principio logra sobre los realistas apo­derándose de algunas localidades, suceden los reveses que le Inflige el general español Morales y que le obligan a embar­carse de nuevo; vuelto a Haití y con los hombres y el dinero que recibe, retoma a Venezuela y fija su cuartel general en Bareelona, donde recoge una parte de las fuerzas indervendlen-tes diseminadas y donde una asamblea popular, que afirma de nuevo la existencia de la república de Vei>:zuela-, constituye un gobierno provisional, de que es nombrado jefe supremo.

A p a r i r de este momento (diciembre de 1816), empieza pa­ra Venezuela el tercer periodo de sus movimientos insurrectos y a la vez el acto final de su emancipación; es también i-en esta épcca, cuando muchos extranjeros de diversas naciones, vie­nen a em-o'arse bajo la bandera de Bolívar y varios oficiales de positivo valor, a quienes confió mandos o que agnegó a su persona, en calidad de ayudantes de campo, le fueron auxilia­res tan útiles, como abnegados.

Mientras se ocupaba en reorganizar un ejército en Barce­lona, K- Vio atacado por tropas españolas, mucho más nume­rosas que las suyas, más dsciplinadas y mejor provistas de armas y municiones; sin embargo, no sólo las rechazó oca­sionándoles grandes bajas, sino que, temando a su vez la ofensiva, las persiguió y derrotó en varios encuentros; final-

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.mente estableció de manera tan firme, la preponderancia de sus armas, que Morillo al enterarse del desbarajuste de la si­tuación, se apresuró a acudir desde Santa Pe de Bogotá, con una parte de sus fuerzas.

Poco tiempo antes, Bolívar estuvo a punto de perecer por la traición de uno de los suyos; una docena d3 hombres diri­gidos por un tal coronel L-ópez Uegaron sin sor advertidos cer­ca del sitio donde Bolívar domnía en ,su tienda de campaña; un ruido insólito le despertó de improviso y apenas tuvo tiem­po para escapar medio desnudo; cuando ya tres personas que estaban con él, entre ellas su capel án, Estefano Prado, caían muertas a s-a lado por las balas de una descarga de fusiles.

Después, de haber librado, hasta 1818, m.ás de cien combates mortíffrcs, desde las montañas de Caracas y las becas del Orinoco hasta los llanos de Casanare y del Apure, combates que, sí desde luego, no estuvieron siempre coronados por la

-victoria, de los independientes, les peimltieron recoger tantos laureles, sobre todo en Guayana, Calabozo, Sombrero y San Fernando, que pusi-eron a los 'realistas cn situación muy pure-caria en Veneauela, Bolívar decidió marchar sobre Santa Fe de Bogo á desde donde los delegados de Morillo seguían do­minando la Nueva Granada par un réaimen de terror y de sanigriíntas ejecuciones.

Su marcha en esta ocasión fue tanto más audaz, cuanto que la realizó durante la estación de lluvias a través de Cíanos inundados y de montañas cubiertas de nieve y para enfren­tarse con un enemigo superior en número; pero esto no obs­tante, en cuanto entró en contEicto ccn él le tomó todas sus posiciones de -Gámeza, Vargas y Bonza y completó estos éxitos con la brillante victoria d; Boyacá el 7 de agosto de 1819. En esta acción, salvo unos cincuenta jinetes que lograron esca­par, todas las tropas .españolas fueron pasadas a cuchillo o hechas prisioneras, con su comandante el general Barreiro.

Esta victoria tuvo per resultado la liberación de las más importantes pro'vincias de Nueva Granada, juntamente con la capital.

Después de pa.ear unos días en Santa Pe de Bogotá, consa­grado a la instalación de un gobierno provisional, a cuyo fren­te fue colocado en calidad de vice-presldente el general San­tander, qu-e siempre se distinguió má.$ por sus talentos de go­bernante, que por sus aptitudes guerreras, Bolívar volvió a

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Venezuela, donde había convocado un coníjre&o én- Arigcstura, integrado per los representantes de las provincias libertadas de Venezuela y de Nueva Granada, congreso que declaró el 17 de noviembre de 1819 la unión de ambos países, con el nom­bre de república de Colombia, en memoria del célsb-s navegan­te que descubrió la América.

Aclamado con el titulo honorífico de Libertador, que con­servó durante toda su vida, y elegido presidente de la nueva república, Bolívar volvió inmediatamente a asumir la dirección de las operaciones militares que se estendieron a las altas mesetas de Nueva Granada y las confió a lugart-enkntes, que se habían limitado a conseguir algunos éxitos pero ninguno decisivo.

Poco tiempo después de ponerse en campaña, los grav.s acontecimientos que se produjeron en España, a raíz de la sublevación de la isla de León, que conmovieron el trono de Fernando VII, llevaron aJ| general Mco-illo, comandante en jefe de las fuerzas realistas en Venezuela, a abrir negocia­ciones para preparar la pacificación. Bolívar aceptó fií-mar con él un ai-mlstlcio de seis meses; pero como el gcbl-rno de Madrid, que abrigaba todavía e'speranzas de sofocar la iñ-siirrección, se negara altaneramente a aceptar todas las tran­sacciones propuestas por los comisarios colombianos que fue­ron a España, las hostilidades se reanudaron con msyor en­carnizamiento. A fines de 1820 y durante los primeros meses de! .siguiente la situación era incierta, pero cuando el 24 de junio de 1831 el g.ueso de ambos ejércitos se encontró en los llanos de Carabobo, Bolívar, hábilmente secundado por el ge­neral Páez, derrotó tan por completo a los españoles, causán­doles 6.000 bajas y la pérdida de toda la artillería, que soló­la mitad de sus fuerzas, al mando del general Latorre, logró llegar a las costas del Atlántico, sin otro recurso que el de encerrarse en las plazas fuertes de Puerto Cabello y de Ma­racaibo para tratar de resistir, hasta que llegaran refuerzos de la madre patria.

Mientras que la jornada de Carabobo consolidaba Ca Inde­pendencia, tanto de Venezuela como de Nueva Granada, se reunía un congreso en la ciudad de Rosario de Cúcuta, que se ocupó en dar una organización a los dos países cuya reu­nión en un solo Estado empezó por copsagrar, de acuerdo -ooíi

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lo acordado por el congreso anterior, reunido en Angostura en 1819.

Cuando ee abordó la importante cuestión de la constitu­ción, Bolívar, así como algunas otras personas sensatas, pro­pugnaron la adopción de un sistema que robusteciera la au­toridad, restringiendo los derechos políticos del pueblo, pues con su clarividencia preveían los peligros que ofrecerian la adopción de una institución netamente democrática en pue­blos Integrados por razas tan diferentes, cuya masa, degi'adada por el embrutecimiento y la ignorancia, era incapaz de ha­cer uso debido de la libertad; pero la gran mayoría de la asamblea, animada del republicanismo más exaltado, seducida por el ejemplo de esta nación cuya marcha por la vía de la prosperidad fue tan rápida como prodigiosa, sin que ninguna crisis interior hubiera venido a quebrantar la confianza en su porvenir, se pronunció, a pesar de esos prudentes consejos en favor del establecimiento de un régimen que, salvo la forma federal, fue, en todo lo demás, casi totalmente idéntico al de los Estados Unidos.

La constitución que acababa de votarse, en agasto de 1821, confiaba a los electores de los cantones reunidos en asambleas provinciales, el derecho de elegir cada cuatro añcs los miem­bros del poder ejecutivo y los del legislativo; pero el Congre­so, teniendo en cuenta las clreunstancias excepcionales del momento, confirió por sí y ante sí al igeneral Bolívar la pre­sidencia de la nueva república, a pesar de que éste, con una modestia que realzaba más todavía el valor de los servicios prestados, trató de sustraerse a ese honor, alegando su deseo de volver a su calidad de simple ciudadano. La asamblea desig­nó después ccmo vice-presldente al general Santander. Este tenía todas las simpatías de los demócratas cuyas pasiones adulaba; ambicioso y falso habría de convertise, como se ve­rá más adeilante, en uno de los enemigos más temibles del jefe del Estado, al que quedaba unido.

Además de la constitución, el Congreso decretó numerosas medidas, siendo las más importantes la supresión de la In­quisición, la del impuesto que llagaban los indios y la del Im­puesto por el lavado de oro; la entrega a las escuelas de los bienes de los conventos suprimidos, la garantía de la libírtad individual, la libertad de cultos y de prensa, la abolición de la

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esclavitud, que declaraba Ubres a los diez y ocho años a los hijos de esclavos nacidos después de la promulgación de la ley y facilitaba la manumisión de los antiguos esclavos por redenciones progresivas, mediante un fondo o caja creado al efecto, etc., etc.

Finalmente la Asamblea terminó sus labores, con el acuer­do de que la nación no podría reformar la constitución du­rante los diez años siguientes al de 1821.

Hacia esa misma época, los Estados Unidos, para corres­ponder a los deseos de confraternidad y para dar satisfacción a los intereses de su comercio, se decidieron a reconocer la in­dependencia de todas las colonias españolas Insubordinadas. Este acto constituyó una ayuda tanto más poderosa para la insurrección, cuanto que poco después (el 2 de diciembre de 1822), fue seguido de una declaración del presidente Monroe, en la que se hacía constar que toda tentativa de una poten­cia europea de apoyo a España contra los nacientes Estados americanos, sería considerada como una manifestación de dis­posiciones hostiles contra los Estados Unidos. (1)

Por otra parte, desde que Cannlmg había reemplazado en Ing'laterra a Lord Castlereagh en la dirección de la política ex­terior, y le imprimiera una dirección más favorable a la li­bertad de los pueblos, el gabinete británico que ya, desde 1822, se había negado a tomar parte en la reunión de las grandes potencias, provocado por el de Madrid con objeto de que le ayudasen a reconquistar sus colonias, anunció su Intención de enviar, sin más tardanza, emisarios y cónsules a los nuevos Estados hispano-americanos para entablar relaciones con ellos y proteger su comercio; además a fines de 1823, en cuanto tu­vo lugar el restablecimiento en el trono de Femando VII con ayuda de Francia, el gobierno Ingdés corroboró las medidas precedentemente tomadas por él, e 'hizo pública su determi­nación, lo mismo que los Estados Unidos, de oponerse a toda intervención armada de las potencias extranjeras en la lucha entre la Península y sus colonias. (2)

liOS actos a que acabo de referirme, y que produjeron tan honda impresión en Europa, no implicaban, desde luego, por

(1) Véase el Menaaje dirigido por el Preatdente de loa E. E. U. U . al Congreso el 3 de diciembre de 1821.

(2 Véanse los debates del Parlamento ingléa doras te ana aeaionflt de loa afioa 182) 7 1824.

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parte de los Estados Unidos ni de la Inglaterra, la cesación de la neutralidad en relación con ios beligerantes, pero destruían las esperanzas de España, al impedir la acción de los gobier­nos que int^raban la Santa Alianza que seguían considerando el so-metimiento de la.s colonias como una consecuencia de la cláusula impuesta a Francia para poner fin al régimen revo­lucionarlo de las Corties.

A fines del año de 1821, aunque las trepas españolas estu­viesen aun en posesión de las principales plazas de la costa del Atlántico, el presidente libertador, estimando que bastaba con sitiarlas para rendirlas cn un plazo mayor o menor, con­fió esa oneraclón a algunos de sus más hábiles general-es y tras­ladó la sede de su gobierno a Bogotá, desde donde estaría más próximo al teatro de las operaciones que meditaba para incor­porar a la República de Colombia, el antiguo virreinato del Ecuador con la expulsión de los ejércitos españoles que las ocu­paban. A principios de 1822 se dirigió, pues, hacia esas pro­vincias donde habría de encontrar una resistencia tanto más decidida, cuanto que una parte de sus habitantes fanatizados por los frailes y por el obispo de Popayán se habían insurrec­cionado y se entregaban a la matanza ds los republicanos, haciendo causa común con el enemigo exterior. Sin embargo, después de una serie de marchas en extremo difíciles para sus tropas, a través de la cadena más elevada de los Andes, de climas malsanos y de se'vas espesas consideradas c m o im­penetrables, entró triunfalmente en Quito, cuyas puertas le abrieran la victoria aplastante, obtenida sobre las trepas es­pañolas en tres combates decisivos, que en Bombona, en Rio-bamba y en Pichincha, dirigió el general Sucre.

Te-minada esta brillante campaña e incorporado el Ecua­dor al resto de la República de Colombia, Bolívar, oc-mo con­secuencia de un tratado de alianza ofensivo y defensivo pacta­do con el Perú, fue a llevar allí el grueso -de sus aimas llama­do por los independientes en trance de sucumbir, y donde, a poco de haber 'Ic-gado, haciendo uso de los poderes discrecio­nales que le fueron conferidos, logró, lo mismo que en Colom­bia, ahogar la guerra civil encendida por las facciones y des­hacerse completamente de las numerosas fuerzas realistas en dos batallas memorables: la de Junin (6 de agosto de 1824) en la que mandando él directamente sus fuerzas, aplastó a las tropas que mandaba el general Canterac y la áe Ayacucho (9

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de diciembre de 1824) en la que el general Sucre con 5.000 hombres, nada más registró, una vez más su nombre en los fastos de la guerra de la Independencia, al vencer el último ejército español, al mando del Virrey La Sema. (1)

Con estos triunfos decisivos, las provincias del alto y bajo Perú y que, antes de 1810, deprendían del gobierno del Río de la Plata, quedaban independizadas; las primeras adoptaron la constitución de Colombia: en cuanto a las segundas, en lu­gar de Incorporarse a la confederación Argentina, aprovecha­ron la ocasión para organizarse separadamente con el nombre de República de Bolivia; no contentas con haber honrado, adop­tando ese nombre, al hombre a quien debían su independen­cia, se hicieron dar por él una constitución, que fue, con li­geras modificaciones, la que Inútilmente trataron de hacer adop­tar para Colombia en el Congreso de Oúcuta, cuyas disposi­ciones en su mayor parte estaban tomadas de las instituciones inglesas.

Esta constitución, que ponía a la cabeza del gobierno un presidente vitalicio, con facultades para nombrar sucesor, no rigió mucho tiempo, a pesar del entusiasmo con que fue aco­gida en un principio y, más tarde, fue motivo de pasiones y de odio contra el Libertador, a quien los republicanos acha­caban el deseo de querer extender a Colombia ese sistema de gobierno, en provecho propio. Sea de ello lo que se quiera, después de haber realizado en Perú hechos tan gloriosos pa­ra él y tan importantes para la causa de la Independencia en general, se dedicó en las diversas ocasiones en que estuvo en Lima, en Cuzco y en Potosí a mejorar por medio de leyes y de reiglamentos, la mísera situación en que desde hacía ya varios años, las discordias intestinas y las guerras con la me­trópoli habían sumido a los nuevos Estados que él acababa de orear; entre otras medidas, adoptó algunas que mejoraban la condición de los indígenas, les concedieron tierras y les hicie­ron partícipes del derecho común; decidió que todos los ha­bitantes sin distinción participarían en los cargos públicos, instauró la enseñanza mutua y adoptó varias disposiciones

(1) Después de la Batalla de Ajacucbo, el general ?ucre fue elevado a la dignidad de mariscal. En la b i ts l la , tos realistas tuvieron 1400 muertos, 700 heridos, r perdie­ron l.'i piezas de artillería; por una capitulación firmada antes del fin de ta jor-

« nada, más de 600 oficiales y de 3.300 soldados se entrefiaroo prisioneros. Et resto de los diez mil hombrea que integraban el ejército del Virrey La Serna se dispersó abandonando laa armas.

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encaminadas a estimular la agricultura, la industria y el co­mercio.

Mientras dé esta suerte hacía sentir les benéficos efectos de su intervención en los as-antos del Perú, un aconteciminto feliz se produjo en Colombia: las plazas de Maracaibo y de Puerto Cabello, cuyos sitios habían sido levantadcs y •mcltos a poner varías veces, habían acabado por rendirse sueesva-mente el 21 de junio y el 8 de noviembre de 1823, respectiva­mente, a consecuencia de los brillantes hechos de armas del general Páez, secundado por el general Bermúdez, que habían obligado a las tropas españolas que las defendían, a deponer las armas.

Desde que en Colombia no quedó un sólo soldado español ésta, que empezaba a dar prueba de la estabilidad de su go­bierno, entró en vías de apaciguamiento y de progreso, a p-sar de los defectos de la constitución y de todo género de difi­cultades, hijas de los prejuicios y de las antiguas costumbres. El cuerpo legislativo se había reunido en Bogotá en las épocas fijadas por la ley, los tumultos populares cesaron en tcKlo el país; al llegar la expiración del mandato conferido al Presi­dente y al Vice-presldente de la república, Bo'ívar y Santan­der fueron reelegidos, el primero, casi por unanimidad. La masa culta de la nación pai-ecía sancionar con su aprobación al nuevo régimen. Al amparo de la paz, la agricultura y el comercio. Ubres de sus trabas, tomaban un Impulso desusado; el trabajo en las minas se incrementó y la propiedad aumen­taba de valor; sólo las dificu'ltades financieras seguían preo­cupando al gobierno que, a pesar de los empréstitos que ha­bía logrado obtener en Londres, no podía hacer frente a las necesidades del ejército, de la marina y de la administración civil.

'En el exterior, no sólo la república se había robustecido con tratados de alianza ofensiva y defensiva con los otros Esta­dos hispano-americanos, sino que habla extendido .sus rela­ciones mediante tratados de amistad, de comercio y de na­vegación, con los Estados Unidos el 3 de octubre de 1824 y en abril de 1825 con la Gran Bretaña, que, siguiendo el ejem­plo de los primeros, reconoció fo malmente a los nuevos Es­tados surgidos de la desmembración de la monarquía de Car­los Quinto; también se habían establ-cido buenas relaciones con los Países Bajos, Suiza y Brasil. Francia misma, de la que

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se pudo temer en un momento dado, antes de la declaración de los Efetados Unidos y de Inglaterra, tomase parte en la gueira que España parecía querer emprender de nuevo para restablecer su dominio en América, empezó por su parte a dar pruebas de sentimientos amistosos al agente confidencial que Colombia envió con ese fin a Paris.

Entonces se acogió con calor -en Colombia la idea de llevar a la práctica el proyecto concebido por Bolívar desde 1818, de reunir en Panamá un Congreso Integrado por diputados de todas las antiguas colonias españolas sublevadas, para que sir­viese de juez, de arbitro y de conciliador en las disputas y diferencias que pudieran surgir entre ellas, y sobre todo para estudiar cuáles fueran los medios más eficaces para defen­derse de la madre patria o de cualquier otra potencia europea que Intentase intervenir en favor de ésta. Este Congreso an-flctiónico hubiera podido tener alguna eficacia en la época en que España disponía aún de fuerzas importantes en los di­versos escenarios de la lucha y hasta tal vez, todavía, un poco después, cuando algunos de los gobiernos, que formaban la Santa Alianza amenazaban con ayudarla a sofocar el movi­miento insurreccional en Améirica; piero era evidentemente menos oportuno y tenía menos utilidad práctica desde que la causa de los nuevos Estados estuvo ganada, cuando ya no había temor fundado de que España, agotada, intentase rea­nudar en serio las hostilidades y, sobre todo, desde que las demás grandes potencias habían modificado su actitud para con esos Estados en sentido amistoso, o por lo menos bené­volo. Así que, bien fuera por todas estas razones o por un espíritu de oposición, los Estados del Plata y Ohile no envia­ron representantes a Panamá, donde sólo concurrieron los de México, Guatemala, Colombia y Perú.

El Congreso, que en esta forma quedó incompleto, limitó sus labores a los siguientes puntos: 19 un tratado de unión y con­federación perpetuas entre los cuatro Estados asistentes; 29 un convenio que fijaba el contingente de fuerzas terrestres y marítimas con que habrían de contribuir a la defensa común y 39 un acuerdo para trasladar la sede del Congreso a otro lugar (Tacubaya), medida ésta que se estimó Indispensable, no sólo íHjr la dificultad de comunicarse con los países inte­resados en el asunto sino también por lo insalubre del clima de Pariamá, que ocasionó la muerte de uno de los comisarios

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de los Estados Unidos y de dos secretarios del comisario bri­tánico, delegados al Congreso para seguir las deliberaciones, pero sin tomar parte alguna en ellas.

Circunstancias sobrevenidas con -posterioridad Impidieron una nueva reunión de esta Asamblea y, como Colombia fue el único Estado que ratificó los convenios elaborados por el Con­greso, las esperanzas que esto hiciera concebir, se desvanecie­ron, por decirlo así, como el humo.

Después de las calamidades que, en medio de las tormentas de la guerra exterior y de las querellas civiles -habían pade­cido, las provincias del bajo y del alto Perú quedaron tan agradecidas a la tranquilidad que Bolívar las diera con sus ha­zañas y con su dirección omnipotente, que rivalizaban entre sí en su adoración al héroe como si fuera una divinidad tutelar. Todas, con una sola excepción, en el bajo Perú, le pidieron que sustituyera la constitución colombiana por la que otorgara a Bolivia y que, como en este país, aceptara la presidencia vi-tailicia para seguir gobernándolas, o por lo menos que peiina-neclese en ellas durante el tiempo necesario para consolidar sus nuevas instituciones. Finalmente un gran número de per­sonajes, fascinados por la aureola de gloria que resplandecía en torno del LH)ertador, llegaron a proponerle que fundiese en un solo Elstado, bajo su autoridad, a Colombia y al antiguo imperio de los Incas. Por muy halagüeña que fuese esta pro­posición, Bolívar la rechazó; se daba cuenta de la imposibilidad de mantener eficazmente su poder sobre un territorio tan ex­tenso, que contando aproximadamente ochocientas leguas de norte a sur, con caminos impracticables durante determinadas épocas del año, a través de altas montañas y de inmensos pantanos, habría, con estos obstáculos acumulados por la na­turaleza, de quedar durante mudho tiempo todavía privado de aquellos medios rápidos de comunicación que exige la acción gubernamental; pero, además, mientras el servilismo prodiga­ba a Bolívar alabanzas capaces de desvanecci'le, los asuntos de Colombia, que hasta fines del año 1825 se habían desarrollado en forma satisfactoria, tomaron de improviso un cariz alar­mante.

En primer lugar, en el cúmulo de leyes que los legisladores habían adoptado con demasiada precipitación con objeto de transformar rápidamente el orden social, había algunas, que

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al confundir las atribuciones del poder legislativo con las del ejecutivo y al regular la organización de la milicia, de la jus­ticia y del sistema fiscal, tropezaban con obstáculos invencibles en su aplicación, bien porque no se acordaran con espíritu pú­blico, bien por carencia de hombres que tuviesen el celo o las luces necesarias para hacerlas cumplir en las regiones ale­jadas de la sede del gobiemo o también tal vez debido a la resistencia que las antiguas costumbres oponen siempre a las innovaciones. Además, el partido que desde los albores de la República de Colombia había combatido el régimen unitario y se había mantenido fiel a sus opiniones en favor del sistema federal, no dejaba de explotar el descontento de la población y ponía de relieve, en forma especiosa, todos los inconvenientes que ofrecía una constitución que confiaba a una sola admi­nistración un país, cuyas provincias tenían intereses opuestos, que mantenían entre ellas continuos motivos de antagonismo. Ante los constantes clamores de este partido, el de los que propugnaban- por mantener la unión reaccionaba en otro sentido, no menos deplorable. Si como el primero, éste tam­bién acusaba los defectos de la constitución y pedía su revi­sión, no hacia con ello más que alarmar a los partidarios de la libertad al celebrar, siempre que se presentaba la ocasión, las ventajas del código político dado por Bolívar a Bolivia. En medio de la efervescencia producida por estos debates so­brevino un incidente que, como una chispa, puso el fuego a la pólvora.

El general Páez, a quien se había confiado el mando mi­litar de Venezuela y que actuaba como amo absoluto haciendo caso omiso de las leyes que podían contrariar sus deseos, co­metía constantemente todo géneiro de arbitrariedades cuya reparación, a pesar de las quejas de los ciudadanos y de las autoridades civiles, el Gobierno de Bogotá no podía conseguir; finalmente hacia fines del año 1825 llevó al colmo el descon­tento de la población al violar las garantías de los ciudadancs y aplicar despóticamente un decreto relativo al enrolamiento de las milicias.

La Cámara de Representantes de Bogotá, informada de esas quejas, admitió la acusación, suspendió a Páez en sus fun­ciones y le destituyó del mando.

Páez, en un principio, se mostró dispuesto a presentarse en Bogotá donde le llamó el Congreso para juzgarle; pero en

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seguida cambió de parecer y con apoyo del partido militar que tenía a su favor, enarboló la bandera de la rebelión acep­tando la dirección de un movimiento revolucionario que aca­baba de estallar en Venezuela contra el gobierno central, y que de grado o por fuerza, se propagó a las otras ciudades de la costa venezolana.

Las municipalidades de esas ciudades adoptaron resolucio­nes que en substancia disponían: que la experiencia había de­mostrado que, bajo el régimen de unidad de la república, los Intereses de las privinclas marítimas quedaban sacrificados a los de las provincias del interior, y reclamaban por lo tanto la adopción del sistema federal; que en espera de la llegada de Bolívar, a quien se rogaría que volviese a su país natal, el general Páez permanecería, con el título de jefe civil y mi­litar de Venezuela, investido de todos los poderes necesarios para el mantenimiento del orden y la marcha regular de la administración.

El vice-presldente Santander, encargado ad interim del po­der ejecutivo en Bogotá, se sentía sin fuerzas suficientes para adoptar medidas coercitivas contra un general y contra las provincias rebeldes, muy difíciles de someter y como además el tesoro carecía de recm-sos para atender a los gastos de una expedición militar, pues ya no podía hacer frente al pago de las tropas, a los gastos del servicio interior, ni al pago de los intereses de los empréstitos extranjeros, creyó, pues, que de­bía convocar un congreso extraordinario para obtener la au­torización de establecer un aumento en las contribuciones.

En cuanto Bolívar se enteró de lo que pasaba en Colombia, no vaciló un momento en abandonar el Perú, y dejó para reemplazarle en Lima al mariscal Santa Cruz y en Bolivia al mariscal Sucre.

Al llegar a Guayaquil encontró en esta provincia y a la de Quito en plena efervescencia; la población le pedía, lo mismo que Venezuela, la adopción del régimen federal que ejerciera la dictadura hasta que se reformase la constitución. Sin pro­nunciarse abiertamente contra estas peticiones, logró muy há­bilmente apaciguar los desórdenes y pudo seguir camino de Bcgotá.

Después de cinco años de ausencia, entró el 19 de noviem­bre de 1826, bajo arcos de triunfo, rodeado de todas las au­toridades que salieron a recibirle, en medio del tronar de las

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salvas de artillería, del repique de las campanas y de las aclamaciones de la muchedumbre, que a su solo nombre ardía de entusiasmo; pero en medio de las felicitaciones que el Li­bertador y el vice-presldente Santander se dirigían mutuamen­te, la frialdad protocolarla dejó entrever la poca armonía que existia entre ellos en relación con la dirección de los asuntos del ¡EStado.

Pocos días después de haber empezado a ocuparse de la ad­ministración y de haber manifestado, en un sinniimero de dlsciu-sos y de manifiestos, su intención de continuar consa­grando su vida a la independencia y a la libertad de Colom­bia y da invitar a todos los ciudadanos a la concordia y sobre todo a la moderación en la expresión de sus opiniones por la prensa, cuyos abuses deploraba por considerarlos como una de las causas de la discordia, dio el 23 de septiembre un de­creto por el cual, apoyándose en los deseos expresados por gran mayoría de los departamentos, se arrogaba las faculta­des extraordinarias que el artículo 128 de la constitución re-sei-vaba al presidente de la república "pa a el caso en que se produjeran conmociones interiores o una revuelta a mano armada o una Invasión extranjera y declaró que en su ausen­cia, el vice-presidente general Santander ejercería los mismos poderes dictatoriales en todas las reglones de la república don­de él personalmente no pudiese ejercerlos.

Realizado este acto de f\ierza con aplauso de todos sus incondicionales y sobre todo del ejército, marchó hacia Vene­zuela al frente de algunas tropas, no sin haber anunciado antes su intención de "deponer la autoridad dictatorial, tan pronto como la patria no estuviese ya en peligro y de convocar una convención que decidiese de los cambios necesarios en la cons­titución.

Llegado hasta Maracaibo en el curso del mes de diciembre, sin disparar un tiro, invitó desde allí al general Páez a cele­brar una entrevista designando éste para el encuentro su propio campamento en las inmediaciones de Valencia. Bolí­var acudió con una escolta reducida, a pesar de que por di­versos avisos confidenciales se le habia prevenido de que se le tendía una celada.

Esta entrevista, cuyos detalles no se han hecho públicos, tuvo un resultado que estaban muy lejos de esperar ¡os par­tidos enemigos: las dos jefes, después de haber estado reuní-

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dos solos largo tiempo, se separararon en presencia de gran número de personas exteriorizando la coincidencia de sus opi­niones con un abrazo; luego, al cabo de algunos días, todas las tropas de que disponía el general Páez, así como las de las provincias que se habían levantado, fueron puestas de nuevo bajo la autoridad de Bolívar que entraba en Caracas el 10 de enero de 1827 desde donde dictó varios decretos en los que se disponía principalmente:

V> Que nadie podiía ser perseguido ni juzgado por actos anteriores, discursos u opiniones manifestados con motivo de •la reforma; 29 Que los bienes y eanpleos de los que estuvieren comprometidos por ese motivo, quedaban garantizados sin ex­cepción; 39 Que el general en jefe José Antonio Páez conser­varía el mando civil y militar con el título de jefe superior de Venezuela con las facultades inherentes a ese cargo; 49 Que tan pronto como se notifícase este decreto, se haría recono­cer la autoridad suprema del presidente de la república y se le prestaría juramento de obediencia; 5: Que toda hostilidad que se iniciase a partir de ese día, se consideraría como cri­men contra el Etetado y sería castigada con todo el rigor de la ley; y 6' Que se procedería a convocar una gran conven­ción nacional, para que decidiese definitivamente de la suerte de la república.

La manera como JBolívar acababa de zanjar las disensiones que amenazaban a Colombia con una nueva guerra civU, no se estimó satisfactoria ni mucho menos por los republicanos de Bogotá; éstos le acusaban de haber alentado la insubordi­nación con actos anticonstitucionales y de haber contempori­zado con Páez, sólo para asegurarse su concurso en los aten­tados que meditaba, según decían, contra la libertad. El vice-presldente Santander, que estaba personalmente indispuesto con Páez, y que hubiera deseado que a éste se le hubiese tra­tado como rebelde, propalaba él mismo las Imputaciones más odiosas contra Bolívar. (1)

'El Libertador, cansado e irritado por los clamores que su conducta e intenciones presuntas hacían proferir a los fede­ralistas de Bogotá, dirigió desde Caracas al Presidente del Se-

( \ ) Páez al refutar las imputaciones calumniosas que desde Bagotá se le hacían, aseveraba por su parte que Santander era un prevaricador y que había situado a su nombre en tos Estados Unidos, sumas considerables provenientes de los em­préstitos y de los impuestos de Colombia.

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nado (6 de febrero de 1827), una carta, en la que después de tratar de justificar los decretos que tanto se le criticaban y que, decía, los reclamaba una necesidad ineludible, ofrecía al Congreso su dimisión de la presidencia de la República de Co­lombia. Los té¡-minos con que acompañaba su dimisión pare­cía que harían cesar todas las acusaciones y que disiparían hasta las más leves sospechas acerca de los proyectos tiráni­cos que se le atribuían; pues, añadía, "si he sido durante ca­torce años el jefe supremo y el presidente de la República, es poi-que a ello me obligaron los peligros de la época, pero en cuanto esos peligros no existan, puedo retirarme para gozar de la felicidad en la vida privada. No hay un solo español en el continente americano; la paz interior de Colombia está restablecida desde principios de este año; varias naciones po­derosas han reconocido nuestra existencia política; algunas de ellas son nuestras aliadas y una gran parte de los -Estados americanos están confederados con Colombia"....

"Ya que, a pesar de cuanto he hecho para contribuir a ob­tener esos resultados, las sospechas de una usurpación tiráni­ca han disminuido la confianza que los colombianos tenían en mí y que los republicanos celosos no pueden miranne sin un temor secreto, porque la historia les ha enseñado que la mayor parte de los hombres, en las circunstancias en que me encuentro, han sido ambiciosos, quiero apartar de mis con­ciudadanos todo temor y aaeguraffn^e paía después de la muerte un recuerdo digno de la libertad "

''Mi espada y mi corazón pertenecerán siempre a Colom­bia y mi último suspiro ascenderá hacia los cielos rogando por su felicidad. No imploro del Congreso y del pueblo más que la gracia de quedar como un simple ciudadano".

El general Santander, el hombre de las leyes como le lla­maban sus amigos, por motivos de salud había enviado tam­bién al Senado su dimisión de la vice-presidencla de la Re­pública, pero concebida en términos más modestos que la del general Bolívar y afectando para con éste unos sentimientos que estaba muy lejos de tener. ""Renuncio, decía, el caigo de vice-presidente, porque quiero verle desempeñado por al­guien que sea capaz de reparar los errores de mi admmis-tración, para provecho del país. Renuncio a él, porque debo desvirtuar la idea que recientemente se ha formado, de que existe una rivalidad entre el Libertador y yo y de la per-

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fidia con que correspondo a su amistad; renuncio a él por­que como buen patriota debo cuidar de que no se tome pre­texto de mi continuación en ese puesto para perturbar nues­tra tranqullidtd interior y para minar el pacto social; re­nuncio a él porque quiero gozar de la vida privada, justifi­car mi conducta y confundir a mis calumniadores; y en fin, porque mi salud se resiente de las fatigas del gobierno.... Na­cido colombiano, moriré colombiano. Las doctrinas republica­nas han arraigado en mi corazón y nunca seré más que un republicano. El agradecimiento para con mi patria y sus representantes alentará siempre en mi corazón. La libertad de Colombia será, mientras yo viva, el objeto de mi culto jw-lítlco, de mi abnegación y de mis sacrificios. Bolívar será siempre el objeto de mi afecto y de mi admiración".

Antes de que esas dos dimisiones fuesen sometidas al Con­greso cuya convocación había sido diferida ante la imposibi­lidad de reunir en la fecha fijada (2 de enero de 1827), el nú­mero de miembros que la constitución requería, ocurrieron en el Perú acontecimientos que, al abrir una era de calamida­des, tuvieron a la vez consecuencias para Colombia.

Desde que Bolívar, llamado por ios disturbios de Venezue­la, salló del Perú, sus enemigos no cesaron de excitar la opinión pública en contra de las instituciones inauguradas por el código boliviano y aguardaban una ocasión propicia para deshacerse de él, cuando la tempestad vino de donde menos se esperaJba.

En la noche del 26 de enero de 1827, la división colombia­na de guarnición en Lima, que parecía ser el mayor obstácu­lo para un movimiento revolucionario, se sublevó y arrestó a todos aquellos jefes que eran considerados como los más adictos al Libertador. Este pronunciamiento, cuya causa y ob­jeto se desconocían y que alarmó a toda la población, fue ex­plicado al día siguiente pOr una proclama lanzada por el nue­vo jefe que las tropas se habían dado, el coronel Bustaman-te, conocido por sus opiniones republicanas avanzadas, que anunciaba en su proclama que el movimiento se había pro­ducido únicamente teniendo en cuenta el Interés del Estado de Colombia y para apoyar con las armas la constitución que se veía amenazada. Se supo después que el verdadero insti­gador de la sedición fue el -vice-presldente mismo de Co-

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lombia, general Santander, animado desde hacía tiempo de un sentimiento de envidia contra Bolívar.

Al cabo de unas semanas, como una parte de las tropas, que no habían tomado parte en la sublevación más que arras­trada* por un impulso irreflexivo, dejara entrever la intención de hacer una contrarevolucíón, el gobierno de Lima apresuró cuanto pudo, sin reparar en sacrificios, la marcha de esos au­xiliares, odiosos ahora para los peruanos, y legró no sin gran­des trabajos, que embarcasen en el Callao, después de ha­berles pagado los sueldos atrasados.

Los batallones, cuyo desembarco tuvo lugar en Guayaquil a las órdenes del coronel Bustamante, arrastraron a esa ciu­dad a desconocer el gobierno central de iBogotá y quedaron a la espectativa, según las circunstancias, para -unü-se al Perú o para formar un Estalo independiente con las provhiclas de Quito y de Cuenca.

A consecuencia de la sedición de las tropas colombianas de Lima, la reacción dejó de estar circunscrita a esa ciudad y es­talló en el Perú por todas partes. El mariscal Santa Ci-uz, a quien Bolívar dejó durante su ausencia como presidente del consejo de gobierno, lejos de oponerse, bien fuese porque con­siderase inútil toda resistencia, o bien porque estuviese de acuerdo con los descontentos, dictó un decreto para convocar inmediatamente a nuevas elecciones del congreso que, reu­nido el 24 de junio, repudió desdeñosamente la carta boliviana y nombró presidente de la república al general Lámar.

Mientras los disturbios estallaban de nuevo en el Perú y en las provincias meridionales de Colombia, el Congreso de Bogotá, después de muchas dilaciones, se reunió al fin. por quinta vez, el 12 de mayo de 1827.

El vice-presidente Santander, en el mensaje que con mo­tivo de la inauguración de las sesiones envió a la asamblea, ex­poniendo la situación interna y externa del país, hizo justicia, aunque talvez no de buena gana, al Libertador, atribuyendo a su ascendente y a la prudencia de sus actos la pacificación de Venezuela, pero no demostró análoga preocupación en no herirle, cuando al hablar del movimiento subversivo de la di­visión colombiana en Lima, lo sancionaba con su aprobación, expresándcwe en los términos siguientes:

" . . . Esta división quitó el mando a los oficiales a quienes el Libertador se lo había conferido. Las autoridades actuantes de

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esa división han renovado solemnemente su primer jm-amento de fidelidad a nuestras leyes constitucionales, juramento que es una garantía de la fidelidad de esas autoridades y que la división en su totalidad no hubiera podido pnestar, si no se hu­biera separado previamente de sus jefes.. ."

-Al expresai-se así, el general Santander sabía que no hacía más que dar gusto a una parte de los habitantes de Bogotá, que había acogido con entusiasmo la noticia de la defección de la división colombiana y de la abolición de la constitución bo­liviana en el Perú.

Los primeros debates que tuvieron lugar en el Congreso so­bre la dimisión presentada por el presidente y el vice-presi­dente de la República, demostraron por su violencia que las partidarios del Libertador iban disminuyendo al paso que el crédito de su antagonista, el general Santander, iba en au­mento; varios jóvenes diputados y senadores, en discursos lle­nos de énfasis, tomados en parte de las antiguas arengas de los adustos republicanos de la antigua Roma, se p'-onunciaron en los términos más violentos por la necesidad de renunciar a los servicios del Libertador, del nuevo César", que por otra parte, decían, continuaría siendo peligroso al entrar en el nú­mero de los simples ciudadanos". Frases retóricas, proferidas talvez en aquel momento, con ánimo de alentar contra él proyectos siniestros ya concebidos y cuya realización se llevó a cabo un año más tarde. (1)

En definitiva, el Congreso se negó a aceptar ambas dimi­siones; pero el voto que mantuvo a Bolívar en la presidencia fue por una mayoría de 50 contra 24, mientras el general San­tander obtuvo para seguir- en la vice-presideneia 70 votos contra 4.

[Pocos días después de esa votación sobre las dimisiones, el partido que constituía la opo.sición a Bolívar, logró afirmar su fuerza al conseguir que el Congreso adoptase una resolución para imponer el restablecimiento del régimen constitucional cn todos los departamentos de Venezuela, lo que permitió al ge­neral óantander, encargado interinamente del poder ejecutivo, dar la orden de disolver los consejos de guerra permanentes, establecidos por el Libertador Presidente en aquellos depar-

(1) Véase uno de esos discursos del senador Miguel Uribe cn et Anuario histórico universal de Lesur. afio 18;7, página S lé .

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lamentos, levantar las restricciones que aquél impuso a la libertad de prensa y prohibir la aplicación, para algunos gas­tos, de los fondos destinados al pago de la deuda pública.

Aunque había visto rechazada su dimisión de Presidente de la República, Bolívar no podía menos de sentirse profunda­mente herido por las diatribas que contra él habían profe­rido algunos miembros del congreso, por la aprobación, casi escandalosa que el general Santander había dado en su men­saje a la rebellón de la división auxiliar en el Perú y por el decreto de la asamblea, que si no censuraba, había contrarres­tado sus decisiones en las cuestiones con Venezuela; pero, sin que todos esos síntomas, funestos para su autoridad, influye­ran lo más mínimo en su ánimo, anunció en una proclama lanzada en Caracas a fines de junio: "Que estaba decidido a afrontar todos los peligros, antes que dejar que una mons­truosa anarquía se entronizara en el pais; que iba a regresar inmediatamente a Bogotá para desde allí marchar sobre las provincias ecuatorianas y reducir a la obediencia las tropas insubordinadas, que, ccmo las antiguas cohortes pretorias, ha­biéndose arrogado el derecho de dictar leyes, habían obUgado a una parte de esas provincias a separarse del gobiemo cen­tral; que hacía un llamamiento al honor y al patriotismo de todos los colombianos para que se uniesen en derredor de la bandera nacional, que había paseado de victoria en victoria desde las bocas del Orinoco hasta las cimas del Potosí; que, además, ccmo el deseo general de Colombia, era el de ver su suerte determinada por la reforma de la Constitución, convo­caría sin pérdida de tiempo, una convención en cuyas manos -haría de nuevo entrega de su espada y de su bastón de mando tan pronto como aquélla hubiera realizado los deseos del país".

Al marchar de Venezuela, que como antes, dejó bajo la au­toridad del general Páez, se dirigió a Cartagena, donde con­taba numerosos partidarios, para reunir tropas y llevarlas con­sigo a Bogotá.

El general Santander trató, en un informe que presentó al Congreso, de hacer que éste se opusiera a la intención ma­nifestada por Bolívar de convocar una convención para In­troducir cambios en la constitución, antes del término de diez años, que fijaba la misma, es decir antes de 1831. Pero la mayoría de la asamblea temiendo que su oposición provocara un conflicto peligroso, talvez seguido de un golpe de Estado

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por parte del Libertador, y, por otra parte como los partidos antagónicos pensaban que ulteriormente cada uno de ellos podría adueñarse de la situación, el Congreso estimó que da­das las circunstancias que habían dividido la opinión acerca de los méritos de las instituciones del pais, producido una re­lajación en el cumplimiento de las leyes y privado al gobier­no de la fuerza necesaria para re'hacer la unión, la experien­cia que de la constitución .se tenía, bastaba para condenarla, sin necesidad de esperar a la expiración del plazo de di;z años. lEn consecuencia el Congreso resolvió convocar en Ocaña una gran asamblea nacional de Colombia, encargada de examinar si la constitución debía revisarse y, en caso afirmativo, proce­der a su reforma; añadiendo que, sin embargo hasta que osa gran convención tuviera lugar i2 de marzo de 1828) la constitución y las otras leyes existentes continuarían en vigor.

No tardó Bolívar en llegar de Cartagena a Bogotá, donde coi-gran decepción del partido que se había pronunciado en las Cámaras contra él, hizo una entrada, como al regresar la pri­mera vez del Perú, en medio de las aclamaciones delirantes de la muchedumbre y tomó inmediatamente en sus manos las riendas del poder, después de haber prestado ante el Con­greso juramento de fidelidad a la constitución, hasta que los cambios se hubieran introducido legalmente en ella.

Cumplida esta formalidad, el Congreso no dictó más que al­gunas decretos sin importancia antes de clausurar esta le­gislatura, que debía ser la última bajo el régimen de la uni­dad de la República. (1)

'Con la dirección general de los asuntos en manos de Bo­lívar, la situación del país mejoró sensiblemente. Cesó el des­orden de las finanzas ante el temor de represiones severas; las tropas con que el coronel Bustamante. al regresar del Perú, fomentó la sedición de Guayaquil se habían rein.egra-do a la disciplina y vuelto espontáneamente a ponerse a las órdenes del general Flórez, que ejercía la autoridad en nom­bre de Bolívar en el Ecuador; Bustamante y todos los que no quisieron someterse, tuvieron que apelar a la fuga para po­nerse en salvo y las autoridades de Guayaquil en cuanto se

( l ) Uno de esos decreros abría a tos navios e-tlrnnjeros cl puerto de Buenavenlura en el pacírico: otro reconocía y garantizaba de nuevo tos empréstitos conlraídos por la Kepúbliea.

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enteraron de la convocatoria de la gran convención, se adhi­rieron al gobierno central.

Durante unas meses, pareció que la tranquilidad había su­cedido a la discordia; pero en cuanto empezaron los prepa­rativos para las elecciones de la gran convención, las ambi­ciones políticas se reavivaron; los federalistas y los dema­gogos que no querían oír hablar más de Bolívar, bajo cual­quier forma de gobierno que fuese, se entregaron en la pren­sa a atacar los actas de los funcionarios públicos y sin parar mientes en los sagrados dereohos de su vida privada, a exce­sos que hasta entonces no se habían conocido. Como suele su­ceder casi siempre, el pueblo que en desconocimiento de sus verdaderos intereses, se deja arrastrar por el partido más ex­tremista, dio a éste la mayoría de los votos.

Aunque todo hiciera presumir que la reunión seria tem­pestuosa, Bolívar no quiso entorpecer con su presencia las deliberaciones que iban a tener lugar en Ocaña y se dirigió, con una part.e de sus trepas a Cúcuta, punto central de la república, desde donde podía acudir con mayor facilidad allí donde las circunstancias imprevistas pudieran requerir su pre­sencia.

E.a indudable que los factores de perturbación habrlari de dominar en la gran convención, puesto que de las ciento ochen­ta miembros que la componían, casi una tercera parte de los diputados elegidos, principalmente los que profesaban opinio­nes moderadas, habían diferido .su incorporación, tanto por indiferencia culpabie, como por temor a las fatigas y a los peligros de un viaje laigo o para no verse comprometidos en conflictos que todo hacía presagiar fuesen en extremo vio­lentos.

Mientras la convención se reunía len forma tan incompleta, un mulato, que se había elevado de la nada, a los primeros grados del ejército por acciones brillantes contra los españo­les, el general Padilla con ayuda de las gentes de color, inició un movimiento revolucionario en Cartagena y proclamó su intención de defender la convención- de los designios que Bolívar pudiera tener contra su Independencia; pero otro jefe, el general MontUla, devoto de Bolívar y a quien éste envió Inmediatamente con tropas, logró sofocar la sedición y Padi-

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lia, detenido cuando huía fue conducido a Bogotá y encarce­lado en 'espera de ser llevado ante los tribunales de justicia.

De todas partes llegaban a Ocaña mensajes y peticiones de las corporaciones civiles, eclesiásticas y militares, unas ne­gando a la asamblea la facultad de Introducir modificaciones en el orden de cosas existente, otras, pidiendo que no se hi­cieran más reformas que las indispensables, conservando la integridad de la República; pocas se declaraban por el siste­ma federal; pero casi todas se pronunciaban porque cualquiera que fuese la forma de gobierno que se adoptara, el Libertador quedase al frente, disponiendo de una autoridad fuerte. Esas peticiones, que no eran del agrado de la mayoría de la Con­vención no sólo no fueron examinadas, sino que la comisión nombrada para preparar la asamblea llegó al extremo deplo­rable de votar una resolución de felicitación al general Padi-lla.calificándole de campeón del liberalismo. Aunque al día siguiente fue anulada esta resolución, la mala intención con que fue dictada no era menos evidente y originó la acritud entre los partidos, aumentada con la lectuj'a del informe que el general Bolívar hizo presentar acerca de la situación del país, en el que a la administración del general Santander se le acusaba, sin eufemismos, de dilapidación en el manejo de los fondos públicos.

Sin mayores dificultades la Convención decidió que era ne­cesario proceder a la revisión de las instituciones; pero mien­tras los partidarios de Bolívar proponían proyectos de cons­titución, que a la vez que fortalecían la unidad de la Repú­blica, hubieran robustecido la autoridad del ejecutivo por una centralización más severa y mediante atribuciones más ex­tensas que permitían refrenar a una población salvaje, igno­rante, ajena a toda idea política y sacudida por las faccio­nes, los republicanos furibundos, que seguían a Santander y que sólo buscaban la manera de derrocar a Bolívar o por lo menos de restringir su poderío, en caso de que no pudiesen arrebatárselo del todo, proponían por su parte, proyectos de federación entre cierto número de departamentos que 'habrían de ser erigidos en Estados independientes, como en los Es­tados Unidos. Al cabo de unas cuantas semanas de discusiones, en las que los moderados no habían logrado imponer una con­ciliación entre las pretensiones antagónicas, veintiuno de los

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miembros de la asamblea, que luchaban en vano contra el partido demagógico y entre los que se encontraban, desde lue­go, los hombrees más ilustrados y honorables, encabezados por el doctor José Maria del Castillo, -resolvieron retirarse y abandonar a Ocaña, antes que contribuir con su presencia, aun votando en contra, a la adopción de un código que consi­deraban habría de arrojar al país a la anarquía.

Con su retirada, la Convención quedaba reducida a unos cincuenta diputados, es decir a menos de la mitad del número de los que debían integrarla y por lo tanto insuficiente de acuerdo con los términos del decreto de convocatoria, para la validez de las resoluciones que se adoptasen, de- modo que la asamblea tuvo necesariamente que disolverse, sin haber hecho más que defraudar las esperanzas nacionales con el espectáculo de sus divisiones.

Aunque Bolívar manifestó en documentos públicos su pesar por semejante desenlace, los federalistas no dejaron de acha­carlo a sus intrigas; sea de esto lo que se quiera, el 13 de junio de 1828, algunos días después de que la noticia de la disolución hubo llegado a Bogotá, las oorporacionies civiles, militares eclesiásticas y los notables de esa ciudad y de los alrededores, reunidos en consejo, le proclamaron jefe supre­mo de la República, y le confirieron también todas las fa­cultades dictatoriales necesarias para que en espera del mo­mento que él considerara oportuno para convocar una nueva asamblea nacional, organizara como lo creyera convenients, todos los ramos de la administración. Ese ejemplo de con­fianza ilimitada dado al Libertador por la capital, fue segui­do, casi sin excepción, por todas las demás ciudades tanto del Atlántico como del Pacífico.

Lo mismo que -en circunstancias anteriores Bolí'var demos­tró al principio la mayor repugnancia por echar sobre sí otra vez la carga de la dictadura y dio la sensación de que sólo aceptaba la responsabilidad como una prueba de acatamiento a los deseos expriesados de modo tan espontáneo por todos los municipios para ayudarle a salvar al país de una anar­quía inminente.

De regreso a Bogotá, de donde se había ausentado duran­te la Convención, adoptó diversas medidas de rigor, diotadas más por la prudencia, que por un deseo de venganza que no

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estaba en su manera de ser; Introdujo muchos cambios en el personal de la administración y del -ejército; expulsó del país a algunos de los qtte más se habían señalado por la violencia de sus discursos y de su actuación durante las agitaciones in­testinas; en cuanto a su jefe, si no declarado, por lo menos encubierto, el general Santander cuya vice-presidencia se de­claró extinguida, fue objeto de una expatriación disimulada bajo un velo honorable; fue nombrado ministro de Colombia en los Estados Unidos, a pesar de haber sido acusado pública­mente de dilapidación de los fondos públicos y hasta amena­zado de ser llevado a los tribunales: éste, resignado en apa­riencia, demoró no obstante su maroha con diversos pretex­tos, pero en realidad para asociarse a las conspiraciones.

Reducidos sus enemigos- momentáneamente, gracia s a su energía, al silencio y a la impotencia, Bolívar so ocupó en po­ner remedio al desorden de las finanzas, reformó algunos im­puestos e introdujo modificacicnes en los aranceles de Adua­na; pero el más importante de sus actos políticos, que demos­tró su iniciativa, fue un decreto que establecía provisionalmen­te, sobre nuevas bases, el sistema gubernamental, en espera de la reunión de una nueva asamblea nacional convocada para el 2 de enero de 1830. Ese d-:creto, que lleva fecha de 27 de agosto de 1828 y que refrendaron todos los ministros se ba­saba: en los deseos generales exteriorizados desde 1826, de que se reformase la constitución de 1821, que ya no tenía más que un valor discutido hasta con las armas en la mano; en la derogación implícita de esa constitución, desde el punto y hora en que la convención de Ocaña había proclamado la urgencia de la reforma; en la impotencia de la asamblea para cumplir hasta el fin su mandato debido a las disensiones que la habían obUgado a disolverse; y, finalmente en la voluntad nacional que por medio de todas las municipalidades de las provin­cias se había manifestado unánime en que, en espera de la reunión de una nueva asamblea encargada de organizar de­finitivamente el pais, él (Simón Bolívar) quedase investido de la autoridad suprema con encargo especial de mantener los lazos de unión en la República de Colombia. La disposición principal del estatuto provisional en cuestión, era aquella por la cual Bolívar, con objeto de aplacar la Irritación de sus ene­migos y movido por sentimientos de moderación que pocas veces se dan en un dictador, limitó su propia autoridad al

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crear un Consejo de Estado, cuyo dictamen debía orientar sus decisiones en todos los asuntos de alta administración y en los nombramientos de funcionarios públicos. (1)

En el curso de aquel mismo mes de agosto, se supo en Bogotá que se estaba concentrando en la Habana una 'expe­dición española que podía constituir una amenaza para 'las nacientes repúblicas; y, que el gobierno de Lima, no contento con haber abolido las instituciones que el Libertador había _^_^ dado al Pem. acababa de dirigir un ejército a Bolivia, con e^^sa objeto de llevar a cabo allí una reacción en el mismo sentida y que simultáneamente, otro ejército peruano se encaminaba hacia la frontera colombiana, apoyado con una escuadrilla que" tenía por misión si no bloquear, al menos pasar por el puerto^-, de Guayaquil para impedir que de allí pudiera enviarse so- -corro de cualquier género al mariscal Sucre para mantenerse a la cabeza del gobierno boliviano. El vencedor de Ayacucho había logrado, durante algún tiempo sofocar las Insurrecciones, a las que había adherido una parte de las tropas colombianas que se quedaron allí; pero como no podía a consecuencia de una herida grave recibida en un brazo en una de esas revuel­tas, y también a causa de la mala disposición do la población, emprender personalmente ninguna operación contra un ene­migo exterior, tomó el partido de dimitir la presidencia y en- '-tregar el mando de las tropas a otro general, que no supo . o no quiso hacer nada para defender al país. El ejército pe­ruano pudo pues, desde aquel momento, penetrar sin disparar un tiro en territorio boliviano e imponer sus condiciones por un tratado (6 de julio de 1828) cuyas principales cláusulas con­sistían en que las tropas colombianas u otras extranjeras, que formasen parte del ejército boliviano, previo pago de sus sol­dados, saliesen del territorio y se convocase en Chuquisaca, en breve plazo, un congreso nacional, con objeto de admi­tir la dimisión al mariscal Sucre, instituir un gobierno provi­sional y modificar la constitución.

El tres de agosto siguiente se reunió -el congreso boliviano, que nombró presidente al Mariscal Santa Sruz, a quien el ge­neral Bolívar había puesto antes a la cabeza del gobierno de Lima.

(1) Ver el análisis del decreto y ,le ts proctaniucióu que le precedió, en el Anuario bi.tórico universal de Lesar para el año de 1821). págs. 689 v 6*^0.

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Por lo que respecta al mariscal Sucre, volvió a Colombia, donde todavía pudo añadir más laureles a su gloria militar, antes de caer bajo las balas de unos asesinos.

Ante la noticia de los preparativos que se hacían en la Habana y del cariz que tomaban las cosas en el Perú, Bolívar ordenó una leva de 40.000 hombres para aumentar los efec­tivos del ejército y lanzó un manifiesto, en el que después de enumerar los servicios que Colombia había prestado al Pea-ú y los varios ul'trajes y demás motivos de queja con que se habían pagado esos servicios, acababa por declarar la guerra al gobierno peruano.

Aunque Bolívar al asumir la dictadura, hubiese puesto li­mitaciones a sus propias facultades con la creación del Cion-sejo de Estado, cuyo dictamen debía de influir en todas las medidas de alta administración; aunque hubiese garantizado todos los derechas y todas las libertades de los ciudadanos, sal­vo en los casos de manejos contra la seguridad del Estado y hubiese fijado un término no lejano a sus poderes, al con­vocar una asamblea nacional para el 2 de enero de 1830, de­terminados elementos que le observaban con recelo y cuyo fanatismo político no retrocedía ante un crimen, afilaban en la sombra los puñales para herir al que acusaban de aspirar a desempeñar el papel de C!ésar.

En la noche del 25 al 26 de septiembre de 1828, algunas fuerzas de artillería que habían sido seducidas, se formaron en tres columnas, la primera para atacar el palacio y apode­rarse del presidente; la segunda para contener a las otras tro­pas 'en sus cuarteles o para arrastrarlas al movimiento, y la tercera para dirigirse a la casa en que estaba detenido el ge­neral Padilla desde su intentona de Cartagena, y a quien los conspiradores querían poner a la cabeza del movimiento.

Durante algunas horas, más que combate, lo que hicieron los conjurados fue matar aisladamente a algunas personas o centinelas, atacados por sorpresa; los que montaban la guar­dia en palacio casi todos fueron muertos, pero antes de que los asesinos hubieran podido vencer la última resistencia para penetrar hasta el cuarto del Libertador, éste gracias a la ab­negación de una mujer valerosa, tuvo tiempo de huir, utilizan­do una sábana para descolgarse por una ventana, a favor de la obscuridad, sin ser visto.

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•Mientras se ponía así a salvo y sus enemigos lanzadas en su persecución, se desparramaban por toda la ciudad para dar con el sitio donde se hubiera ocultado, el ministro de guerra, general Urdaneta, el comandante militar del departamento, general París y el prefecto coronel Herrán, reuniendo las tro­pas fiel-es, persiguieron y dispersaron a los conspiradores y co­gieron a muchos de los principales.

Cuando Bolívar, de cuya suerte, durante algunas horas no se supo nada, mientras se hacían conjeturas Inquietantes, rea­pareció ante sus tropas, fue acogido con explosiones deliran­tes de alegría. Los jefes de la conspiración se lanzaron al ata­que a los gritos de "Viva la libertad", "muerte al tirano", "vi­va el general Santander; pero el pueblo no tomó parte en el movimiento, y. lo que demuestra que distaba mucho de sim­patizar con los conspirador-es es que al día siguiente y duran­te algunos otros, un número considerable de gentes del campo acudió con armas a Bogotá para apoyar la causa del gobierno.

De las declaraciones de los conjurados, que fueron presos y llevados ante un consejo de guerra, resultó que no sólo el general Padilla desde la cárcel había participado en el com­plot, sino que el general Santander tuvo conocimiento del mismo y que en las conferencias celebradas en su casa opinó y aconsejó lo relativo a los medios de ejecución, y pidió que se esperase para llevarlo a cabo a que él se hubiera puesto en camino para I-os Estados Unidos, de donde regresaj-ía para, según las circunstancias, prestar sus servicios al país. El pro-pío Santander, ante la evidencia de los hechos, no pudo me­nos de confesar que supo que se tramaba una conspiración y que había hablado con algunos de los jefes y no trató de ate­nuar su culpabilidad, sino asegurando que creía que sólo se trataba de llevar a cabo una revolución para cambiar la for­ma del gobierno y que en todo caso, había recomendado que no se perpetrara ningún atentado contra la vida del Liber­tador. Dejo para la nota, que con el número 2 figura en el apéndice de este capítulo, los detalles que, con referencia a este trágico acontecimiento, dan los documentos oficiales de la épcca en que tuvo lugar. De los muchos conspiradores apresados, catorce de los más

comprometidos fueron fusilados, entre ellos el general Padilla, el coronel Guen-a, jefe del estado mayor de la plaza y un

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aventurero francés sin profesión llamado Horment, que en el asalto al palacio mató con sus propias manos a cuatro cen­tinelas. El general Santander y muchos otros fueron también condenados a muerte, pero Bolívar, queriendo detener la efu­sión de sangre, se mostró clemente y los desterró o mantuvo provisionalmente en la cárcel. Al general Santander se le en­vió a Cartagena donde, después de haber permanecido durante algún tiempo encerrado en el fuerte de Boca-Chica, se le puso en libertad, sin otra condición que la de embarcarse para Eu­ropa; este destierro fue tanto menos duro para él cuanto que sus bienes Inmuebles no le fueron confiscados y que ademáis se había asegurado inmensos recursos al situar fondos en el extranjero, dineros cuyo origen se atribuyó a malversaciones hechas en su provecho de los fondos públicos.

Pocos días después de la conspiración que tuvo por escena­rio la capital, se pudo observar que el espíritu que la había inspú-ado, se iba extendiendo a las otras regiones del pais: los generales Obando y López que ejercían el mando en la provincia del Cauca, sublevando sus tropas so pretexto de restablecer la antigua constitución de Cúcuta, marcharon so­bre Popayán, la sometieron y desde allí, en espera de la ayu­da que el gobierno de Lima les había ofrecido, interceptaban las comunicaciones entre la capital y Quito, a donde Bolívar tenía que enviar tropas para combatir al ejército peruano, que estaba a punto de Invadir por Guayaquil, las regiones del sur de Colombia.

Las enérgicas medidas adoptadas inmediatamente por el Li­bertador, que secundaron con tanto celo como habilidad los generales Flórez y Có'rdoba, habían ya sofocado en par-te, después de algunos encuentros, esa sublevación de carácter tan peligroso, cuando Bolívar, que tenía prisa por acabar con los obstáculos que podían entorpecer sus movimientos para Ir al encuentro de los peruanos, completó con su llegada al lu­gar de les acontecimientos la sumisión de los facciosos, al promulgar un decreto de amnistía y conservar en sus pues­tos a los generales Obando y López, previo juramento de ol3e-dlencia.

Antes de marchar el 22 do diciembre de 1828 para dirigir en persona las operaciones militares contra el 'Perú, queriendo dar una prueba de su deseo de acelerar la reconciliación de su gobiemo con el de Madrid, autorizó la importación a bor-

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do de buques neutrales de productos de fabricación española, ofreciendo admitir esos mismos productos a bordo de buques españoles, en cuanto los de Colombia fuesen admitidos en los puertos españoles.

El tiempo que fue menester para reducir a los sublevados del Cauca, entre otras consecuencias desagradables, tuvo la de Impedir que Bolívar pudiese acudir con sus tropas a las provincias del Ecuador, antes de que los peruanos hubiesen empezado las hostilidades. En efecto, ya el 19 de enero de 1829, después de haber atacado a Guayaquil cuya guarnición era demasiado débil para resistir, habían entrado en esa ciu­dad por capitulación de la misma, unos siete u ocho mil hombres en el territorio nacional, al mando del general La-mar presidente del Perú. El mariscal Sucre, que había llegado hacía poco de la República de Bolivia, y que estaba a la cabeza de un cuerpo de tropas muy reducido, quiso allanar amistosa­mente las diferencias entre los dos países pero el general La-mar, demasiado confiado en la superioridad de sus fuerzas puso a la paz condiciones inaceptables sin detener siquiera, durante las negociaciones, los movimientos de las tropas; de modo que el mariscal Sucre no pensó ya más que en comba­tirle. Ya el 4 de febrero en un encuentro de tropas de van­guardia en Saraguro, los peruanos fueron rechazados; pero el 28, en un combate en que tomaron parte todas las fuerzas en Pórtete de Tarqul, los peruanos fueron totalmente derro­tados, sufrieron grandes bajas y al final de la jornada, el ge­neral Lámar cuya situación se hizo tanto más peligrosa, cuan­to que Bolívar avanzaba rápidamente con fuerzas considera­bles, accedió a pactar en Gii-ón un convenio preliminar en el que se estipuló:

',Que se designarían delegados para establecer los límites de ambos Estados y ajustar las deudas del Perú a Colombia y que hasta que las partes contratantes enviaran, en el curso dei mes de mayo próximo sus plenipotenciarios a Guayaquil para ajustar una paz definitiva, las fuerzas en las fronteras respec­tivas se reducirían a 3.0O0 hombres".

Nada de humillante había en estas condiciones que pudie­ra mortificar a los vencidos, -pero el mariscal Sucre hirió su orgullo, al exigir de ellos que en conmemoración de su victo­ria se erigiría una columna de jaspe en el campo de batalla de Tarqui.

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EU general Lámar llevó a cabo su retirada de acuerdo con los términos del convenio, pero, profundamente molesto con la medida tomada por el mariscal Sucre para perpetuar con un monumento el recuerdo de la derrota del ejército peruano, de­jó órdenes secretas al coronel comandante de la plaza de Guayaquil para que diferiera la evacuación hasta que el pac­to estuviese ratificado por el congreso pei-uano, ratificación que esa asamblea hubo de negar.

Se iba, pues, por ambas partes, a acudti- de nuevo a las armas si entonces no hubiera estallado una revolución en Lima, acaudillada por el general Gutiérrez de la Fuente, uno de los antiguos partidarios de Bolívar, de cuyo resultado el general Lámar presentó su dimisión como presidente y fue deportado a (üentro América; la provincia de Guayaquil fue evacuada por los peruanos y la pacificación se preparó por un armisticio, en espera de que se pactara un tratado de paz, que se fií-mó el 22 de setiembre. En ese tratado se estipulaba, a más de reproducir las principales cláusulas consignadas en el pacto de Girón relativas a la delimitación de las fronteras y a la liquidación de las deudas que contrajo el Perú por la ayuda que Colombia le prestara durante la guerra con Espa­ña, que ambas repúblicas acreditarían reciprocamente . n su territorio asentes diplomáticos y consulares; que sus relacio­nes comerciales se determinarían por un tratado especial de comi'írclo y navegación: que cooperarían a la total abolición del tráfico de esclavos africanos y que en el caso de diferencias sobre algunas cuestiones aquéllas se someterían a la decisión del gobiemo de Chile.

Luego, por una declaración an-' ja al tratado, el plenipoten­ciario colombiano expresaba, en nombre de su gobierno, que para apartar todo motivo de desagrado que pudiera servir pa­ra recordar las antiguas desavenencias, felizmente terminadas entre los dos países, la erección de la columna dispuesta por el mariscal Sucre, no se llevaría a cabo.

Mientras Bolívar se veía retenido en las províncJais del Ecuador, velando por el arreglo de los asuntos con el Perú y ocupándose a la vez en reorganizar esos departamentos tan castigados p>or todas las calamidades que lleva consigo la gue­rra, uno de sus generales. Córdoba, que hasta entonces le ha­bía mostrado gran devoción y que siempre se había distinguido por un valor excepcional, acababa de fomentar una nueva

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sublevación en Antioquia, y anunciaba su intención, como an­tes lo habían hecho los generales Obando y López, de derro­car al gobierno existente y de restablecer la constitución de Oúcuta. Rodeado a las pocas semanas por las fuerzas envia­das a toda prisa desde Carteigena y Bcgotá al mando de uno de los ayudantes del Libertador, el general O'Leary, Córdoba, que había rechazado la proposición de someterse a condición de ser perdonado que le -hiciera el Libertador, fue atacado y pereció en la acción después de una resistencia heroica, con los 200 ó 300 hombres que le quedaban.

Corrió entonces el rumor de que los papeles de que se in­cautó el gobierno después de la muerte de Córdoba compro­metían a algunos agentes extranjeros; lo que hay de cierto es que al poco tiempo de esta insurrección, el ministro de México y el cónsul g-eneral de Inglaterra salieron casi a la vez de Colombia, sin que se conocieran los motivos de su marcha. Lo único que se sabía era que ambos, pero sobre todo el último de ellos mantenían relaciones muy íntimas con el gen-eral Córdoba durante la permanencia de éste en Bogotá, antes de ir a ejercer su mando en la provincia de Antio­quia.

Aunque desde 1826, hubiera en Bogotá un cónsul general de Francia, en el curso del mes de mayo de 1829, llegó otro agente diplomático de la misma nacionalidad con el título de comisario del rey. Esta misión que dio lugar a muchas con­jeturas más o menos erróneas, tenía sin embargo una expli­cación muy sencilla. El gabinete de las Tullerías, al ver que los esfuerzos de lElspaña por reconquistar sus colonias de Amé­rica ei'an inútiles, pero queriendo estar perfectamente infor­mado por un agente perspicaz acerca del verdadero estado de las cosas antes de reconocer su lndep>endencia, encargó al se­ñor Charles Bresson que visitase todos esos Estados, reser­vándose tc-mar una decisión, según los Informes que recibiera.

Bresson se puso en camino, teniendo como agregado al señor Ternaux, posteriormente Ternaux-Compans; el j-oven duque de Montebello, llevado por su afición a los viajes se unió a ellos sin carácter oficial de ningún género. Primero debían ir a México; pero habiéndose enterado es Nueva York, donde el buque hizo escala, de que en México reinaba una anarquía tal, que varios jefes de facciones se disputaban el poder con las armas en la mano y que todas las provincias ardían en

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guerra, optaron por empezar su gira por Colombia, que entonees disfrutaba de una tranquilidad relativa.

Bien fuese ima mera coincidencia hija de la casualidad, o que se creyera que la misión de Bresson tenia otra finalidad diferente del próximo reconocimiento de la independencia de 'CJolombia por Fi-ancia, el hecho fue que el gabinete de Was­hington envió por aquella misma época a Bogotá, como en­viado extraordinario y ministro plenipotenciario, a uno de los personajes más Importantes de los Estados Unidos, el general Harrison, que años después fue Presidente de esa gran re­pública. Casi a la vez, llegó un ministro del Brasil, el señor de Souza y finalmente, las misiones diplomáticas acreditadas ante el Libertador, se completaron entonces con un encarga­do de negocios de la Gran Bretaña, el coronel Campbell, que estaba ya acreditado desde hacia varios años.

'Era fácil darse cuenta, en medio de las amabilidades y de las deferencias que el gobierno colombiano prodigaba a esos agentes, de que Bresson y el coronel Campbell gozaban de un favor especial y esto hacía que sus colegas les espiaran. E! mi­nistro de los Estados Unidas tenía sobre todo, motivos funda­dos para desconfiar, desde el punto de vista de la política del gabinete de Washington, ya que desde hacía algtin tiempo, mucha gente sospechaba qus el Libertador acariciaba el pro­yecto de consolidar durante su vida el poder entre sus manos y hasta de transformar el gobierno republicano de Colombia en un régimen monái'quico. Como el nuevo representante de Francia y el antiguo de Inglaterra parecía que le animaban en esos planes, al expresar en alta voz, con cualquier motivo, el de&eo que tenían sus gobiernos de verle a la cabeza del go­bierno de 'Colombia, el mayor tiempo posible, Bolívar *estimó oportuno instruirles confidencialmente, acerca de lo que real­mente meditaba; k s dirigió, por medio de su ministro de Re­laciones Exteriores, una nota a ese respecto, con la diferen­cia, sin embargo, de que al Informar a cada uno de ellos su proyecto de retener el peder con el sólo título de Libertador y de fundar una monarquía constitucional con un príncipe eu­ropeo, escogido fuera de la familia reinante en España, sólo a Bresson le hablaba de su intención de reservar el trono para un príncipe de la familia real francesa y trataba con él acei-ca de la necesidad de conseguir que el gobierno francés con­sintiera en ayudar a Colombia con sus armas, en caso de

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necesidad para contener la oposición probable de los Estados Unidos a ese proyecto.

iEl misterio que rodeó este asunto se reveló después de la muerte del Libertador, con la publicación de varios documen­tos oficiales; algunos de los más importantes, reproduzco en el apéndice de este capitulo bajo el número 3. ,

íMe parece más que dudoso que, no obstante todas las sim­patías que tenía por el Libertador, y a pesar del celo de un trono i)ara uno de los príncipes de la familia real, el gabi­nete de las Tullerías hubiese en modo algruno consentido en dar su adhesión a ima combinación que le habria creado se­guramente una serie de dificultad«s internacionales, por lo me­nos con España y con los Estados Unidos, potencias a las que por diferentes razones debía tratar con miramientos.

Al mismo tiempo que Bolívar hacía las negociaciones a que acabamos de referirnos, preparaba todo, con el objeto de que la convención nacional que iba a reunirse en el mes de ene­ro de 1830, estuviese Integrada por una gran mayoría de di­putados dispuestos a adoptar sus puntos de vista. Para ello, por decreto de 15 de febrero de 1828, estableció un nuevo sis­tema de elecciones de dos grados, aumentó el censo electoral en cuanto a la elegibilidad y además confirió a la Asamblea la facultad de elegir al Presidente y el vice-presidente de la República, en lugar de dejar esa función a los electores.

Por otra pai-te la prensa, que desde las medidas de rigor adoptadas a consecuencia de la conspiración del 25 de sep­tiembre de 1828, estaba únicamente düiglda por hombres sin espíritu de oposición, iba preparando la opinión pública a considerar al Libertador como áncora de salvación, como el ünico capaz de dirigir la nave del Estado con mano firme en los huracanes desatados por las facciones; un escritor de gran talento. Garda del Río, publicó con ese motivo oon el título de Meditaciones Colombianas, un ll-brito, que produjo Inmensa impresión y en el que, acumulando argumentos para demostrar que el país no podía encontrar la tranquilidad, sino al amparo de una monarquía constitucional, no dudaba en se­ñalar a Bolívar como el hombre que reunía, tanto por sus glo­rias militares, como por sus talentos, todas las facultades re­queridas para ser -el fundador de esa forma de gobierno.

Bajo la influencia de tantos artículos y merced al nuevo sistema electoral, la mayor parte de las provincias habían

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designado para tomar parte en la Convención, diputados cuyas declaraciones políticas habían sido favorables a la consolida­ción del poder en manos de Bolívar.

Sin embargo, demasiado confiado en sus amigos, que le presentaban la opinión como dominada en todo el país y que le prometían hacer votar en favor de sus proyectos, cometió la falta de publicar, antes de la reunión de la asamblea, una circular que invitaba a todos los ciudadanos a expresar libre­mente sus opiniones acerca de las reformas que deberían in­troducirse en el gobierno. Este llamamiento directo al pueblo le fue funesto; en Venezuela donde los federalistas eran mayoría casi todas las juntas integradas por funcionarios públicos y por notables votaron por la organización de la provincia en Estado independiente del gobierno de Bogotá, sin más lazo de unión con las otras partes de Colombia, que un tratado de alianza sobre las bases de la federación; se acordó además, que, mientras se reunía un congreso para redactar una cons­titución, el general Páez, que ya ejercía el mando de las pro­vincias venezolanas, habría de conservarlo, como jefe del po­der ejecutivo.

Este general, lejos de oponerse a las resoluciones de las jun­tas, adhirió a ellas, aunque expresándose en términos de la mayor consideración con respecto al Libertador.

Bolívar hubiera pedido creer que Páez, que hasta entonces se había mostrado más propicio a secundar sus puntos de vista, que a oponerse a ellos, se puso a la cabeza del movi­miento de Venezuela, para amortiguar el golpe y prepararle los medios de operar rápidamente una reacción, como sucedió en 1826; pero, en seguida, tuvo que reconocer que ahora se trataba por parte de su lugarteniente, de una verdadera de­fección que habría de provocar otras, y que no le sería ya po­sible conservar el poder sino comprometttndo su gloria en una guen-a civil. Esa perspectiva le era odiosa y como además había adquirido el convencimiento de que los jefes de las fac­ciones estaban más celosos de su fortuna, que preocupados por las libertades del país, se decidió no sólo a renunciar a los proyectos que concibiera de cambiar el régimen, sino a dimi­tir de sus ftmciones, dejando a la convención que Iba a reu­nirse en Bogotá la iniciativa de las medidas que conviniera adoptar, tanto para provocar, si ello era posible, una recon-

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cillación con Venezuela, ccmo para fijar los destinos de Co­lombia, mediante una nueva ley fundamental.

Así es que, en cuanto esa Asamblea se reunió el día 20 de enero de 1830, Bolívar le dirigió un mensaje en el cual, al ex­poner ¡as causas generales de los males del país, los esfuerzos que hiciera para ponerles fin, los ataques que, a pesar de la pureza de sus Intenciones, se habían dirigido por todos los medios contra su persona bajo pretexto de que aspiraba sólo a la tiranía, daba prudentes consejos a los representantes acer­ca de las cuestiones que habrían de examinar para introducir en el nuevo código político, modificaciones adecuadas para triunfar de las pasiones de los agitadores y de la ignorancia de la multitud. Después de ésto, anunciaba en los términos más categóricos su determinación de no volver a aceptar la prime­ra magistratura, para ser desde ese momento sólo un simple ciudadano, siempre armado para la defensa de la patria.

Un análisis de este mensaje, no podría dar más que una po­bre idea de él y me parece uno de los documentos más inte­resantes de la historia de Colombia, que, merece reproducirse

en el apéndice con el número 4. Ningún diputado de Venezuela vino a Bogotá; los que en

númepo de cincuenta, representaban las otras regiones die Colombia constituían sin duda de ningún género, un conjunto de lo que el país tenía de más saliente en notabilidades de todas clases, pero que, elegidos en su gran mayoría con el apoyo del gobierno, eran considerados por los -demócratas sin la Independencia necesaria para el desempaño de su misión. Sin embargo, la presidencia de la asamblea fue conferida al mariscal Sucre, uno de los hombres más adictos al Liberta­dor.

En la situación crítica en que el espíritu revolucionario ha­bía colocado a la República, el Congreso, temeroso de los re­sultados que podría tener la renuncia de Bolívar, contestó a su mensaje negándose a relevarle de sus funciones, por lo me­nos hasta que se hubiese promulgado la nueva constitución.

Este nuevo estatuto, en cuya elaboración se ocupó el con­greso durante cerca de tres meses, proclamaba en primer tér­mino, a pesar de la escisión de Venezuela, la Integridad de Colombia tal y como se había garantizado en Angostura por el pacto de unión de 1819; las principales innovaciones que in­troducía en el régimen político eran:

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Que el presidente y el vice-presldente del Estado serían ele­gidos por un período de ocho años (en vez de cuatro) y que ejercerían el poder ejecutivo por medio de ministros secreta­rios de Estado, responsables (aspecto que no contemplaba la constitución de Cúcuta).

Que el presidente no incurriría en responsabilidad sino en caso de alta traición y que no podría mandar los ejércitos en persona, atribución ésta, que antes se le conferia;

Que la duración de las funciones de diputados y senadores seria de cuatro años para los primeros y de ocho para los se­gundos, sin que como antes, hubiera renovación parcial en el Intervalo.

Finalmente se declaraba que la religión católica, apostólica y romana era la de la nación y que no se reconocería ningún otro culto.

Terminada la elaboración de la carta, la Convención, en el convencimiento de que Bolívar era por los brillantes servicios que había prestado y por la gran autoridad, de que gozaba, tanto en el extranjero como dentro del país, el único hombre capaz de conservar la unidad de la República y de encauzarla nuevamente hacia el orden y la seguridad, se disponía a con­ferirle de nuevo la presidencia, cuando, por un nuevo mensa­je del 27 de abril, el Libertador reiteró su determinación de no volver a asumir la dirección del gobierno.

"El bien de la patria, decía, exige de mí el sacrificio de abandonar para siempre el país en que nací, con objeto de que mi presencia en Colombia no sea un obstáculo para la fe­licidad de mis conciudadanos.

Venezuela me ha atribuido, para realizar su separación, pro­yectos ambiciosos; mi reelección, al impedir el reconciliarnos, provocaría indefectiblemente desintegración de la república o las calamidades de la guerra civil.

'IEstas consideraciones, unidas a las que ya sometí al Con­greso el día de su constitución, deben convencerle de que la prudencia le obligan a dar a Colombia nuevos magistrados..."

No teniendo ya la asamblea esperanza alguna de hacer que Bolívar volviese sobre su acuerdo, se resignó a llevar como sucesor suyo a la presidencia, a uno de los hombres cuya elec­ción había recomendado Bolívar, más encarecidamente: don Joaquín Mosquera, perteneciente a una de las palmeras fami­lias de Popayán y que, por su cultura, la distinción de modales.

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gran honorabilidad y por la consideración general de que go­zaba, era, desde luego, digno del cargo que se le ofrecía; el vice-presidente que se eligió, general don Domingo Caicedo, no era menos estimable y considerado.

Después de la elección, votó un decreto por el cual "al pre­sentar a Bolívar, en nombre de la nación, el tributo de grati­tud y de admiración que tan justamente se debía a sus gran­des méritos y a sus heroicos servicios a la causa de la eman­cipación am'ericana, se ordenaba que el Libertador fuese tra­tado en la república con el respeto y la consideración debidos al primero y al mejor de los ciudadanos de Colombia y le otorgaba una pensión vitalicia anual de 30.000 pesos (150.000 francos), pagadera en cualquier lugar en que fijase su resi­dencia" .

Cuando ese decreto fue promulgado Bolívar estaba ya cami­no de Cartagena para embarcarse hacia Europa. Durante los días anteriores a su salida de Bogotá, la modesta cosa de un particular, donde se retü-ó provisionalmente, se vio cons­tantemente invadida por los miembros del Congreso, leis cor­poraciones civiles, militares y eclesiásticas y hasta por sim­ples ciudadanos que acudían a hacerle patente su pesar y los votos que formulaban. A esas manifestaciones de afecto, más o menos sinceras, se sumó una manifestación por parte de las tropas de guarnición que, al demostrar que el antiguo presi­dente de Colombia seguía siendo adorado por el ejército, pudo en un momento dado hacer pensar en una revolución: un ba­tallón de granaderos, que no inspiraba confianza y que se quería lenviar a otro acantonamiento, se negó a marchar suble­vándose al grito de "Viva Bolívar!" y manifestando su deseo de volverle a colocar a la cabeza del gobiemo.

Precisamente, en el momento en que se producía la insubor­dinación del batallón de granaderos, estaba yo con el Cónsul general de Francia Buchet-Martigny, en la visita de despe­dida al Libertador, que estaba sólo, con uno de sus antiguos ayudantes, el coronel Wilson; hablábamos tranquilamente cuan­do de repente oímos un tumulto espantoso que provenía de todas las calles vecinas y sobre todo de la plaza, de la que sólo distaba la casa unos cien metros; en medio del clamor, que iba aumentando sin cesar se oía repetidamente el nombre de Bolívar, sin que alcanzásemos a distinguir si era en tono de aclamación o de amenaza. El Llbei-tador envió a su ayudante

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a que se enterara de lo que pasaba; pero inclinado, desde el atentado del 25 de septiembre de 1828, a pensar más en los sentimientos hostiles que en las buenas intenciones para con él, ordenó, por precaución, que se trancase la puerta de la casa y que los doce o quince soldados que le habían puesto como guardia de honor, cargasen los fusiles; luego, después de haber dado al oficial que mandaba el pelotón, las instrucciones que estimó oportunas para organizar la defensa en caso de ataque, volvió, con la espada al cinto, a reanudar tranquila­mente la conversación interrumpida con el señor Buchet-Mar­tigny y conmigo en el salón, donde ya algunos soldados con el fusil en la mano estaban en observación asomados a las ventanas. Aunque nos invitó a que nos retiráramos antes de que se asegurase por dentro la puerta de la casa, no quisimos hacerlo, considerando oomo un honor compartir con él el pe­ligro que pudiera correr y pensando, además, que talvez po­dríamos protegerle con nuestra presencia, dado nuestro cai-ác-ter oficial de agentes extranjeros. En cuanto el coronel Wilson nos enteró de que el motín popular se debía a la actitud hostil del batallón de granaderos que, reunido en armas en la plaza, manifestaba el deseo de no salir de la ciudad, como se le había ordenado y de colocar en el poder al Libertador, éste mandó de nuevo a su ayudante con orden de dirigirse en su nombre a los amotinados e informarles su resolución firme y decidida de no prestarse a proyectos que ofendían su patriotismo y su lealtad exponiéndole a nuevas calumnias. Como resultado de lesas declaraciones, el batallón depuso su actitud y se decidió a salir de Bogotá para dirigirse a su nuevo acantonamiento, pero no sin lanzar, al atravesar la ciudad, vivas frenéticos en honor del Litiertador.

Tales fueron las circunstancias que marcaron la última en­trevista que el Cónsul general de Francia y yo tuvimos con BolívEír, que en el momento de despedh-nos nos estrechó afec­tuosamente en sus brazos, agradeciéndonos efusivamente- la pmeba de adhesión que le habíamos dado en un momento que pudo haber sido tan crítico. Al día siguiente el lúbertador se alejaba de Bogotá pai-a no volver jamás.

Antes de que la constitución hubiese sido votada, la Con­vención envió al Rosario de Cúcuta a cuatro miembros de su seno, entre ellos a su presidente el Mariscal Sucre y a su vice-presidente, el obispo de Santa Marta, para conferenciar

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acerca de las causas de la separación de Venezuela, con los tres delegados que el general Páez también había enviado a aquella ciudad y para tratar de negociar un arreglo; pero las confe­rencias no dieron ningún resultado, pues los delegados vene­zolanos manifestaron que no podían escuchar ni hacer por su parte ninguna proposición, que no fuese la que impidiera el reconocimiento de la soberanía absoluta del Estado de Ve­nezuela .

EBto no obstante, cuando estuvo terminada la constitución, el Congreso de Bogotá expidió un decreto por el cual dispuso "que la constitución se ofrecería a las provincias de Venezuela; que en el caso de que no quisieran aceptarla más que con mo­dificaciones, otra Convención colombiana se convocaría inme­diatamente para deliberar acerca de las modificaciones que debieran Introducirse; que si esas provincias persistían en su negativa de avenirse a cualquier entendimiento, no se las de­clararía la guerra y que una nueva asamblea de diputados del resto de Colombia se encargaría de i-evlsar el pacto funda­mental, para adaptarlo debidamente a los intereses naciona­les".

En cuanto las provincias de Venezuela consumsiron su se­paración y se dieron un estatuto propio sin una unión con las demás partes de Colombia, la base de una confederación, las antiguas provincias de Quito, llamadas el Ecuador, descono­ciendo a su vez al nuevo gobierno de Bogotá, se organizaron por su parte también en Estado independiente, bajo la presi­dencia del general Flórez, a quien Bolívar, desde su regreso del Perú, había confiado el mando militar de las mismas.

Hasta en la misma Nueva Granada renacía la agitación; los descontentos se entregaban por todas partes a manifestaciones inquietantes para el nuevo gobierno. En medio, pues, de las dificultades creadas por la disgregación de Colombia y por los conflictos Inminentes entre los granadinos el señor Mos­quera, sacado de su vida familiar. Iba a tomar posesión de la presidencia en Bogotá, adonde llegó el 12 de junio de 1831. Ya algunos días antes, la nueva de un crimen atroz llenó de in­dignación a las gentes honradas de todos los partidos y vino a sobreexcitar las pasiones políticas de un gran número de unitarios que añoraban el gobierno de Bolívar: el mariscal Su­cre, el héroe de las jornadas del Pichincha, Ayacucho y Tar-

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qui, el jefe militar que parecía ser el llamado, después del Libertador, a desempeñar el principal papel en Colombia y tal vez a reconstituir algún día la Integridad de la república habla sido asesinado en uno de los desfiladeros de las montañas de Berruecos, cerca de Pasto, cuando se dirigía a Quito para reu­nirse con su familia. Desde el primer momento, no cupo la menor duda de que este crimen no había tenido por móvil el robo, pues el mariscal Sucre después de muerto, no fue des­pojado de nada de lo que llevaba consigo y sus equipajes no fueron violentados ni saqueados. No tardó en saberse que ha­bía caído bajo las balas de unos soldados o bandidos capita­neados por Un teniente coronel; ademá.s -muchas denuncias y una abundante correspondencia que fue interceptada, hacían recaer en los generales López y Obando, comandante militar el primero de Popayán y el segtmdo de Pasto, una serle de cargos que les presentaban como los instigadores del crimen y designaban principalmente a Obando como dirigente de los medios de ejecución. Se me aseguró que antes de su salida de Bogotá, Sucre fue advertido de que se tramaba un complot contra su persona; pero no quiso llevar escolta do ningún gé­nero y se hizo acompañar en ese viaje por un solo criado, al que los asesinos perdonaron la vida dejándole que escapara.

No bien el señor Mosquera emprendía la ardua tarea de poner en marcha su gobiemo y de restablecer la calma, dando el mismo ejemplo de moderación, cuando una nueva tormenta estalló sobre el país: uno de los batallones de la guarnición de Bogotá, el del Callao, cuyo desafecto al nuevo gobierno era notorio y que acababa de recibir la orden de acantonarse en Tunja, al enterarse de que se le alejaba de la capital para disolverle en cuanto llegase a su nuevo destino, se sublevó en la marcha, a la voz de sus propios jefes y apoyado por una parte de los 'habitantes del llano que también se sublevaron, siguiendo su ejemplo, entró a los pocos días en la caiñtal después de haber destrozado en un combate de los más san­grientos, a las otras fuerzas que se enviaron para someterle. Desd;e lo alto de una azotea ful espectador del combate que se libró el 27 de agosto de 1831 a poca distancia de la capital, en un lugar próximo a la misma, llamado el Santu)irio, y cuyos principales incidentes pude seguir provisto de un catalejo. Co­mo las tropas del gobierno se hubieran aventurado Impmden-temente, en formación de columna, por una larga calzada rodea-

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da de pantanos y no hubieran podido tomar las trincheras que cerraban la salida, quedaron expuestas al fuego del batallón Callao, que las diezmaba cogiéndolas en fila, sin que pudieran, dada la masa compacta que formaban, contestar debidamente sin exponerse a causarse bajas a ellas mismas; los soldados que trataron de escapar a través de los pantanos se quedaron enfangadas en ellos o perecieron ahogados; finalmente cuan­do la columna no pudo avanzar más y se vio obligada a hacer un cambio de frente para retroceder, ya algunas fuerzas ene­migas que la habían envuelto, cerraban la otra salida de la calzada, volviendo a causar en sus filas la más espantosa car­nicería. En una palabra, de todas las fuerzas del gobierno, hubo solamente unos treinta o cuarenta jinetes con buenos caballas, que logi-aron, salvarse; todos los demás soldados ca­yeron muertos, heridos o prisioneros.

Ante el triunfo de los facciosos, como el presidente Mosquera y el vice-presidente, general Domingo Caicedo, hablan dimitido de sus cargos, los jefes de la revuelta y una junta de notables constituida en consejo municipal, confirieron al al general Ur­daneta, antiguo ministro de guerra el poder ejecutivo, en es­pera de Bolívar, a quien se habían despachado inmediatamente emisarios a Cartagena para suplicarle que regresase y se pu­siese al frente del gobierno.

De Bogotá el movimiento se extendió ccmo un reguero de pólvora a casi todos les departamentos de la Nueva Granada donde las autoridades civiles y eclesiásticas, unidas a los mi­litares, realizaron pronunciamientos análogos al de la capital.

Las disenciones que d'esde su separación tuvieron lugar en Venezuela y en el Efcuador, provocaron, lo mismo que en la Nueva Granada, muchas manifestaciones en favor de la re­constitución de la unidad de Colombia y del regreso de Bolí­var a la dirección de la cosa pública. Bolívar, queriendo de­mostrar la sinceridad de sus Intenciones cuando unos meses antes habia renunciado al poder supremo, se negó a tomarlo de nuevo; sin embargo, ante las apremiantes instancias de sus partidarios, dirigió una proclama a los colombianos el 18 de septiembre, en la cual manifestó que, no pudiendo permanecer insensible a las calamidades de la anarquía en las que de nuevo estaba sumida Colombia, se resignaba una vez más a sacrificar su tranquilidad personal para cooperar en lo que dependiese de él' como ciudadano y como soldado a la obra.

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de pacificación o a la de restablecimiento de la integridad na­cional, y terminaba conjurando a sus conciudadanos para que como él, acallasen sus pasiones si no querían pasar a la pos­teridad como un pueblo frenético que, por no haber sabido ponerse de acuerdo habría sacrificado su gloria, su libertad y su existencia".

Como puede verse el Libertador no había insertado en esa proclama una sola palabra que se pudiera Inferir que aceptaba las riendas del gobierno, como la gente se complacía en pro­palar; adem^ás, se tomó el trabajo de aclarar su manera de pensar a este respiecto, al contestar solemnemente a las di­putaciones y muy especialmente a la enviada por la ciudad de -Cartagena, el 22 de septiembre:

"He prometido en una proclama que acaba de publicarse, decía, que serviré al país en cuanto de mí depíenda, como ciu­dadano y como soldado, y tengo el honor de repetírselo a us­tedes; pero hagan ustedes saber a sus comitentes que, por muy respetables que sean los deseos de los que han tenido a bien aclamarme como jefe del Estado, esos votos no emanan de una mayoría suficiente para legitimarlos en medio de la con­flagración general y de la espantosa anarquía que nos ro­dea" .

A mayor abundamiento, en tma carta oficial dirigida por él al general Urdaneta, encargado momentáneamente del po­der ejecutivo, se expresaba en estos términos:

"'CTuando próximamente vaya a Bogotá, como usted me in­vita a hacerlo, reiteraré mi juramento de obediencia a las le­yes y al gobierno constituido provisionalmente, hasta que las elecciones constitucionales nos provean de un cuerpo legisla­tivo y que los votos de la nación expresados regularmente, nos doten de nuevos magistrados, y espero que una vez que el or­den esté restablecido pueda volver a la vida privada, de la que en la actualidad me sacan los peligros que corre la pa­tria". (1)

lEln definitiva, el único cargo que había consentido en acep­tar era el de comandante en jefe del ejército; pero no le es­taba reservado proteger por última vez con su gloriosa espada a la nación que creara. El mal estado de su salud se agravó

í l ) Ver esas cooteslaciones en tas gacetas de Nueva Granada del 17 de octubre y del 21 de noviembre do 1831,

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de repente con una tisis pulmonar, provocada por un catarro descuidado, obligándole a aplazar su viaje a Bogotá y a bus­car la tranquilidad y un alivio a sus dolencias en los alrede­dores de Santa Marta, en una hacienda en la que, como di­jimos en uno de los capítulos precedentes, mm-ió el 17 de di­ciembre. Ocho días antes de expirar, cuando ya no pKidía ha­cerse ilusiones acerca de lo poco que habría de vivir, se des­pidió de sus conciudadanos con esta heiinosa proclama:

"Colombianos! Habéis presenciado mis esfuerzos para plan­tear la libertad, donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con interés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad.

¡Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuesti'a cre­dulidad y hollaron lo que m,e es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad. He sido victima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los per­dono.

Al desapai-eoer en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar pior el bien inestimable de la unión; los pueblos, obe­deciendo al actual Gobierno, para librarse de la anarquía, los ministros del Santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los milltai^es, empleando su espada en defensa de las garantías sociales.

¡Colombianos! Mi últimos votos son por la felicidad de la Patria; si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré ti-anquüo al sepulcro".

El general Rafael Urdaneta que, después de la dimisión del presidente Mosquera y del vice-presldente Caicedo, había sido puesto a la cabeza del gobierno de Nueva Granada, puso en todos sus actos tanto TCSi>eto a las leyes y tan prudente ener­gía que haciendo oivldar el origen de su autoridad, le granjeó la estima de los amigos del orden y las simpatías de los agentes extranjeros; sin embargo, en cuanto la muerte de Bolívaí- privó al piartido de los unitarios del único jefe que, tanto como mi­litar como hombre de Estado, hubiera p)odido aún, gracias a su prestigio, unir de nuevo los lazos de las tres grandes pro­vincias de Colombia, ese partido, desmoralizado y en seguida dividido por las rivalidades de los personalismos, no tardó en

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dejar que los federalistas y los republicanos exaltados adquirie­ran una preponderancia decidida.

Nuevas sediciones militares fueron fomentadas por varios generales, y entre otrcs por Obando y López, comprometidos en el asesinato del mariscal Sucre, y quienes, desafiando la au­toridad del general Urdaneta, llegaron con sus tropas a ame­nazarle hasta en la capital. Urdaneta hombre de ánimo re­suelto y que disponía de considerables tropas en Bogotá, com­prendiendo que aunque triunfase de sus adversarios no piodría después sostener una causa que no tendría ya el amparo del gran nombre de Bolívar, prefirió, en vez de derramar Inútil­mente la sangre en una guerra civil, prestarse a una negocia­ción que se abrió en Iss Juntas fie Apulo y que terminó el 30 de abril de 1831, por un acuerdo amistoso, por el cual el ge­neral Urdaneta se retiraba del poder y .se llamaba de nuevo al vice-presidente constitucional general Caicedo, que se encar­gó del pioder -ejecutivo en ausencia del presidente Mosquera, que estaba en el extranjero.

•El general Caicedo. hombre honrado a carta cabal y sin am­bición, no consintió en hacerse cargo del gobierno sino para volver las cosas al terreno de la legalidad y para tratar de contener a los partidos que estaban dispuestos a destrozarse mutuamente. En cuanto entró en funciones, convocó una asam­blea de diputados de las provincias de Nueva Granada, con el fin de regularizar la situación del país. Dándose en seguida cuenta de que en espera de la reconstrucción del edificio pú­blico no podría materialmente cumplir su papel de conciliador, presentó su dimisión el 13 de mayo; pero el Consejo de Esta­do, cuya estructura no había sido todavía modificada por la entrada en él de nuevos miembros, concertados entre los reac­cionarios más decididos, se negó a admitirle la dimisión ale­gando que, en las circunstancias anormales en que se encon­traba la sección central de Colombia, era indispensable que el vice-presldente encargado del poder ejecutivo, en virtud de la constitución de 1830, Instalase él mismo la futura Convención, para darle un carácter de absoluta legitimidad y que ésta era la única que podría, después, darle un sustituto; que por lo tanto, el consejo le suplicaba que por patriotismo pospusiese sus escrúpulos y sus conveniencias a la necesidad de evitar los males que infaliblemente ocasionaría su dimisión. -Ante estas consideraciones, el general Caicedo siguió en su puesto; pero

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a pesar de todos los esfuerzos que realizó para moderar el ímpetu de los vencedores del momento, fue éste tan grande, que tuvo que hacerles la concesión de una serie de medidas que desaprobaba en su fuero Intei-no y cuya responsabilidad hubiera querido dejar por lo menos al cuerpo legislativo; así, tuvo la debilidad de firmar un decreto que, después de exaltar los servicios del general Santander a la causa de la indepen­dencia y luego a la república de Colombia, como segundo ma­gistrado, decía textualmente:

"Que dicho general, habiendo sido condenado a los tormen­tos del exilio sólo por la Inflexibilidad y valor con que habia defendido los privilegios y las libertades del pueblo, era un deber tanto de justicia como de gratitud, el dar una satisfacción pública a una víctima tan ilustre de la santa causa;

Que por lo tanto, se le invitaba a volver al seno de la patria donde sería restablecido en todos sus grados, honores milita­res y dereohos de ciudadano, de que gozaba en el año de 1828, antes de su injusta proscripción, que se convertía para él en un nuevo timbre de gloria".

Una disposición subsidiaria del mismo decreto, reponía en sus derechos y honores a todos los demás condenados políti­cos, cuyos delitos cualesquiera que fuesen se calificaban, como se hizo en el caso del general Santander, "como esfuerzas he­chas en favor de la libertad". (1)

Además de esto, a pesar de que, jwr el convenio concertado en Juntas de Apulo, se hubiesen estipulado garantías para to­dos aquellos que habían servido y apoyado la administración del general Urdaneta, gran número de éstos, de los cuales más de doscientos eran militares, fueron despioseídos de sus empleos, perseguidos y expulsados del país. <2)

Los generales Obando y López, corifeos ambos del partido triunfante, que habían sido impuestos al vice-presidente Cai­cedo, el primero como ministro de la guerra y el segundo como comandante en jefe del ejército, eran los verdaderos amos del gobierno; el hecho siguiente dará una ld:a de los sentimientos de odio que les animaba: el 25 de septiembre fueron, seguidos

11) Es de advertir que dos días antes de la publicación del decreto en referencia, el minislerio de gobierno y de justicia el Sr. J. M. del Castillo, que debín re. frendarlo, había dimitido y que fue el nuevo ministro de la gueira. general Jo . sé Ma. Obando quien cumplió la f.irmatidad de firniarto.

(2) Véase en la Gaveta Oficial de Bogotá, del 29 de mayo de 1931, una de las lis. tas con los nombres de 110 generales, coroneles v oficiales sancionados con esa disposición

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de gran acompañamiento, a presidir una serie de festejos y de funciones de teatro que se organizaron en las Inmediaciones de Bogotá, en la pequeña población de Zipaquirá, para cele­brar el aniversario del atentado cometido en 1828, contra la vida de Bolívar _

El 20 de octubre, los representantes de las doce provincias centrales, que habían reconocido la administración del gene­ral Caicedo, se reunieron en Convención en Bogotá; seis pro­vincias que, de acuerdo con la antigua circunscripción territo­rial de Nueva Granada, habían sido igualmente invitadas a enviar diputados y no los nombraron porque la del Istmo de Panamá estaba entonces en plena InsmTCcción y las de Po­payán, Ohocó, Pasto y Buenaventura se habían anexado al 'Ecuador, durante la administración del general Urdaneta, del mismo modo que un pioco antes lo hiciera ia de Casanare, a Venezuela.

Los representantes eran sesenta, al abrirse las sesiones; en­tre ellos había algunos de los desterrados por los gobiemos an­teriores. Desde el primer momento se advirtió el espíritu de que estaban animados y sobre todo en la designación del secre­tario general que, según costumbre, se elegía fuera de los miembros de la Cámara; la elección recayó en don Florentino González, que había desempeñado uno de los paiaeles princi­pales en la conspiración del 25 de septiembre de 1828 y que, después de la matanza de la guardia del palacio, penetró hasta la alcoba de Bolívar para asesinarle. Algunos días después, la Asamblea emitió un decreto que ratificaba no sólo el del 10 de junio, por el cual se levantaba el destierro al general Santander y a los otros condenados políticos, sino que se re­habilitaba también "en nombre de la nación la memoria del Ilustre general Padilla y de los trece otros Individuos asesina­dos jurídicamente, on virtud de sentencias pronunciadas como consecuencia de dicho acontecimiento del 25 de septiembre". Tales ei-an al menos, los términos del decreto.

Después de esta glorificación de crimenes políticos, desgra­ciadamente tan frecuentes en tiempos de revolución, la Asam­blea dio comienzo a los debates sobre la organización del p>aís; con fecha 17 de noviembre votó una ley, que al erigir a las pro­vincias centrales de Colombia en un Estado Indepiendiente, con el antiguo nombre de Nueva Granada, anunciaba el deseo de ponerse de acuerdo, en cuanto fuese posible, con Venezuela y

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el Ecuador pjara unir por medio de tratados de alianza las tres secciones de la antigua república de Colombia, de fijar sus límites territoriales por las anteriores divisiones de la época española y de dlstribuíi- prepiorcionalmente entre ellas las deu­das contraídas en común en relación con nacionales o extran­jeros.

En cuanto esa ley se promulgó, como el general Caicedo Insistiera en el requerimiento que ya había presentado varias veces para que se le relevase del cargo de vice-presldente, la Convención aceptó su dimisión y designó para sucederle, con el mismo título de vice-presidente, al general Obando, en es­pera de que otra constitución que ya estaba en vías de pre­paración, reemplazase la de 1830 y, que de acuerdo con ella, se pudieran elegir los altos dignatarios del nuevo Etetado.

Durante la vice-presldencla del general Obando, que duró unos cinco meses, la tranquilidad pública fue seriamente per­turbada en varias ciudades, principalmente en Cartagena y en Santa Marta donde sólo se pudo debelar un conato de re­vuelta con una represión sangrienta, encarcelamientos y pros­cripciones; al cónsul Inglés residente en Cartagena, acusado de haber ayudado las miras de los descontentos, se le dio la orden de salir del territorio nacional en el plazo de quince días.

De las cinco provincias centrales, que en los años anteriores se habían separado de la Nueva Granada, tres acababan de reincorporarse: la de Casanare, sin la menor oposición pior parte de Venezuela y las de Popayán y del Chocó, después de haberse sublevado contra las autoridades Instituidas en ellas por el presidente del Ecuador. En cuanto a las otras dos pro­vincias de Pasto y de Buenaventm-a, que la Nueva Granada seguía reivindicando, el gobiemo de Quito las hizo ocupar por contingentes de tropas lo bastante considerables para que creyese estar seguro de mantenerlas en su poder. El presidente Flórez llegó hasta manifestar arrogantemente al gobierno de Bogotá que en caso de que se intentara arrebatárselas por las armas, llevaría las suyas hasta donde le condujeran la victo­ria y la fortuna". Esta declaración dejaba poca esperanza de a r ra la r el conflicto, como no fuese acudiendo a la guerra; pero la Convención de Bogotá decidió que, antes de acudir a las hostilidades, se enviarían dos comisionados de su seno al ge-

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neral Flórez para negociar un arreglo. Sin embargo, a todo evento, se enviaron tropas a la frontera del sur.

Hacia la misma época i20 de febrero de 1832), terminada y sancionada la Constitución, la Convención procedió a la elec­ción de los principales dignatarios de la república. El general Santander fue elegido Presidente por 49 votos entre 63 votan­tes; la vicepresidencia que se disputaban el general Obando y el doctor José Ignacio de Márquez, necesitó varias votaciones, acabando por ser conferida al último que era el Presidente de la Asamblea. Estas desígnacicnes se hicieron, la primera por cuatro años y la segunda por dos. Márquez ,doctor en derecho, era un republicano moderado, conocedor de la administración pública por los altos cargos que había desempeñado en diver­ías ccasionies y hasta muy recientemente, como ministro de Hacienda; fue inmediatamente Investido del poder ejecutivo en espera de la llegada del general Santander, que todavía no había regresado del extranjero.

La Convención de Bogotá que, aunque absteniéndose de revi­vir la república de Colombia, no perdía de vista el proyecto de un pacto de alianza federal entre la Nueva Granada, Vene­zuela y Eeuador, dictó el 10 de marzo, un decreto que autori­zaba al gobierno para celebrar tratados en ese sentido; éste fue el último acto importante que realizó antes de poner fin a sus sesiones el 19 de abril.

Una unión federal no podía encontrar oposición por parte de Venezuela, ya que su gobiemo se había pronunciado en el mismo sentido; pero parecía deber estar muy lejos de legrarse con el gobierno del Ecuador, tanto más, cuanto que las desave­nencias motivadas por la cuestión de las provincias de Pasto y de Buenaventura iban agriándose en vez de solucionarse.

Las negcciaciones entabladas por los representantes de Bo­gotá no habían llegado a ninguna solución y el general Fló­rez, que estaba deseoso de dirimir la cuestión por las armas, algunos días antes de la ruptura de las negociaciones, el 11 de agosto, hizo atacar y tomar los pue,stos avanzados del ejér­cito granadino, que estaban en observación en la frontera dft ambos Estados, persuadido de que una vez en territorio de la Nueva Granada, los antiguos partidarios de Bolívar se le uni­rían; pero una circunstancia que estaba muy lejos de prever, vino a detener de repiente su marcha y a dar al traste con sus ambiciosos proyectos: algunos de sus batallones, que había de-

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jado atrás, acantonados desde Quito hasta Guayaquil, se In­subordinaron y pusieron a su gobierno en trance de dimitir. Obligado a retroceder precipitadamente con todas las fuerzas de que disponía para sofocar el movimiento revolucionarlo, de­jó sin tropas suficientes para defenderlas, a las dos provin­cias de Pasto y de Buenaventura, que el general J. M. Obando, jefe de las fuerzas granadinas, invadió en seguida y que casi sin disparar un tiro volvió a someter desde el 21 de septiembre a la autoridad del gobierno de Bogotá.

El general Flórez, que tenía el mayor interés en no aumentar las dificultades internas que experimentaba con la prolon­gación de las hostilidades con el enemigo exterior, humilló su orgullo, proponiendo al general Obando un armisticio que éste aceptó en espera de las Instrucciones de su gobierno para el ajuste de un arreglo definitivo.

Mientras tanto, el general Santander, de vuelta del extran-pero, tomó posesión en Boírotá de la Presidencia y al siguiente dia dirigió una extensa proclama a los granadinos, para expo­nerles la conducta que pensaba seguir durante su administra­ción; anunció que no traía consigo odio ni sed de venganza: que se dedicaría únicamente a hacer cumplir con firmeza las leyes y a dar ejemplo de respeto a las mismas; y en este punto, añadía, aludiendo al sistema de gobierno de Bolívar:

"No predicaré la anarquía en nombre de la gloria y de la libertad, para engendrar la necesidad de modificar nuestras instituciones; respetaré los derechos de la minoría, pero sin permitirle que triunfe de la mayoría; la fuerza armada no se­rá protegida a expensas del pueblo, y no será estimulada a erigirse en cuerpw deliberante; las autoridades no se excede­rán Impunemente de los limites de sus funciones; el verdadero p-atriotismo no será menospreciado; se podrá pensar libre­mente y expresar el pensamiento sin temor alguno; todo se hará por la voluntad de la mayoría y para el servicio de la nación; sacrificaré en aras de nuestro código político esa glo­ria que 'es la compensación del despiotismo y que sirve de Pa­tria a los gobiernos absolutos".

Después de haber hablado, en el mismo estilo declamatorio, de los esfuerzos que haría para asegurar la prosperidad del país y del cuidado que pondría en mantener las relaciones amis­tosas con los demás países y sobre todo con Venezuela y el Ecuador, ya que lazos de fratemidad debían unirlos más es-

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trechamente con la Nueva Granada, terminaba haciendo un llamamiento a sus conciudadanos, cualesquiera que fuesen sus opiniones piollticas, para que acallasen sus resentimientos, pa­ra formar un solo p.artido, el de la libertad, bajo las institu­ciones jm'adas; pero ¡ay! ese programa debía ser tan mal observado tanto por él como por aquellos a quienes había he­cho un llamamiento a la concordia y a! olvido del ^aeadn' Sin embargo el general Santander llegaba al poder en circunstan­cias, si no del todo satisfactorias, por lo menos relativamente favorables aunque sólo fuera porque el país estaba tranquilo en casi toda su extensión y piorque el conflicto con el Ecua­dor iba a ser definitivamente resuelto. Aun cuando el general Flórez logi-ó sofocar la rebellón militar, que per un instante hizo tambalear su gobierno, no tenía bastante confianza en su ejército para lanzarse a una guen-a y e,so le hizo desistir de sus pretensiones sobre las provincias motivo de la disputa y cuya anexión a Nueva Granada fue sancionada por el trata­do de amistad y de alianza que pactaron las dos repúblicas el 8 de diciembre, de acuerdo con los principios consignados por la Convención de Bogotá en su decreto de 10 de marzo.

El general Santander, libre de las preocupaciones interna­cionales tal vez hubiera podido consolidar la pacificación in­terior de la Nueva Granada, si hubiera hecho algún esfuerzo para no herir a sus adversarios políticos; pero lejc»s de ello, pareció que había •vuelto del extranjero únicamente para per­seguirlos; apartó hasta a los más moderados de todos los em­pleos civiles y militares que confió a gentes de escaso valer o a sus partidarias más exaltados. Desde ese momento, fue fácil advertir que la tranquilidad que marcó el principio de su ad­ministración, más que el resultado de un sistema de gobiemo aprobado por la nación, era una tregua momentánea entre par­tidos irreconciliables.

El clero. Inquieto por la tendencia de los llamados liberales, a disminuir los privilegios y la fuerza del poder de la Iglesia, atacaba desde el pulpito el nuevo orden de cosas con sermo­nes violentísimos, contribuyendo de ese modo a alentar los proyectos subversivos de los descontentos; así que apenas si habían transcurrido diez meses, cuando ya tuvo el general Santander a su vez, que hacer frente a conspiraciones urdi­das tanto en Bogotá como en Cartagena; logró desbaratarlas, pero no sin que la represión se caracterizara por excesos de

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rigor que hubiera podido él evitar si su carácter rencoroso y vengativo, no hubiera ahogado en él todo sentimiento de ge­nerosidad y de humanidad.

Habré de detenerme un instante para considerar la princi­pal de esas conspiraciones, descubierta en Bogotá y ello no solo poi-que fui testigo de la mayor parte de los hechos que en ella se relacionan, sino perqué más que todas las otras, presenta un interés histórico per las repercusiones que tuvieron algunas de sus peculiaridades.

En la tarde del día 23 de julio de 1833, el general Santander fue advertido por una carta anónima de que durante la no­che debía estallar una tentativa de revolución de la que sería él una de las primeras víctimas: inmediatamente, acompañado del ministro de la Guerra y del jefe del estado mayor de la plaza, se dirigió al cuartel de caballería donde, ' después de haber hecho acuartelar a la tropa, hizo arrestar en silencio al oficial de guardia Arjona, a quien habían denunciado como uno de los comprometidos en el complot; y, con el objeto de que los otros conjurados no sospecharan nada, el jefe del estado mayor, coronel Montoya, se encargó de conducir él solo a la cárcel al oficial arrestado, quien per su parte prometió no oponer resistencia; .pero al dar la vuelta a una calle, Ar­jona salió corriendo y cuando el coronel Montoya, que con la espada en la mano se lanzó en su persecución, iba a alcan­zarle, Arjona se volvió y le dejó muerto de un pistoletazo en el pecho. Los princiiMiles conjurados, con los que Arjona se reunió en seguida, tuvieron tiempo, en cuanto supieron que' el plan había abortado, de penerse de acuerdo y de salir de la ciudad en ntímero de cincuenta o sesenta, dirigidos por su jefe aparente, el general Sarda.

Días más tarde, cercados por los destacamentos de tropias que salieron en su persecución, la mayor parte de ellos, con el general Sarda, fueron hechos prisioneros y conducidos a Bo­gotá para ser jugados. Pero el general Sarda, cuyos guardia­nes fueron comprados, logró escapar de la cárcel la antevís­pera del día en que debía ser fusilado y no fue posible, de momento, ponerle la mano encima, a pesar de que el gobierno ofreció mil piastras a los que descubrieran el lugar donde se escondía y dos mil a los que le entregaran. También se efec­tuaron otras numerosas detenciones en Bogotá y en los al­rededores. Una de ellas fue seguida de un acto odioso: un

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antiguo partidario de Bolívar, jefe de una familia numerosa y emparentado con todas las mejol.es familias de Bogotá, don Mariano París, ex-coronel de las milicias de caballería del Llano, a quien Santander temía y que con razón o sin ella creía estaba en connivencia con los conspiradores, fue dete­nido por la noche en la casa de campo en que vivía. A la mañana siguiente, en pleno día, su cadáver ensangrentado y mutilado, echado encima de una muía como si fuera una res muerta, era llevado por las principales calles de Bogotá, cus­todiado por unos soldados, a la vez que se difundía la noticia de que aquel desgraciado había sido muerto por sus mismos guardianes. La indignación fue tan general, que en el acto y en señal de duelo todos los negocios se suspendieron y los comercios cerraron durante si resto del día.

El Informe oficial publicado oon motivo de la muerte de Mariano París decía lacónicamente que éste "después de ha­ber iasultado al oficial encargado de conducirle a Bogotá, había intentado huir y que entonces hubo que hacerle una descarga que le ocasionó la muerte'. (1) Pero no tardó en saberse que las gentes de la escolta fueron las que con ánimo avieso le habían animado en su tentativa de fuga y que des­pués de haberse caído del caballo al recibir la primera des­carga, no tenía más que dos balazos que sólo le causaron he­ridas. El gobierno, no pudiendo negar ese hecho, que al prin­cipio trató de ocultar, lo explicó diciendo que cuando el ofi­cial que mandaba la escolta, al acercarse al prisionero y ver que se debatía con las ansias de la muerte, en medio de es­pantosos sull-imientos, creyó que por humanidad debía hacer­le rematar de tres tiros más; pero según la versión que más crédito mereció a la gente, fue el propio oficial, el capitán Calle, quien le descerrajó un trabucazo en la cabeza.

Al cabo de tres meses, como más de sesenta personas hu-b.'ieran sido condenadas a muerte o a trabajos forzados y diez y nueve ejecutadas, el cabildo de la catedral de Bogotá se presentó al general Santander para pedirle que pusiese fin a la efusión de sangre, conmutando la pena de un nuevo con­denado a muerte (el señor José María de La Serna) y oomo no obtuviese nada del feroz presidente, el deán, después de haberle afeado su Inflexibilidad tecTnlnó su increpación con es-

(l) Véase U (baceta de Nueva Granada ilet 2'i ile agtisto de 1B33 -No

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tas duras palabras: "Acuérdese de que en otra oasión, cuan­do usted también estaba condenado a muerte por un delito idéntico de conspiración contra el general Bolívar, vine yo también a implorar en su favor la clemencia de aquel gran ciudadano en este mismo palacio que usted ocupa ahora y que no salí de aquí sino después de obtener la gracia que hoy me niega". Fácilmente se comprenderá que todo este rigor no se ejercía sin suscitar nuevas animadvers-iones en los amigos y familias de las víctimas.

El Congreso, reunido el 2 de marzo de 1834, quería tratar de apaciguar los ánimos con un decreto de amnistía; pero el general Santander se opuso a ese proyecto, poniendo en juego todos los medios de que disponía, y fue solo a fines del año, cuando las diligencias judiciales contra los inculpados, que todavía no habían sido juzgados o que habían logrado es­capar a la justicia, cesaron definitivamente con motivo de otro acto atroz, cuya realización preparó el general Santan­der. Enterado de que el general Sarda estaba escondido en Bogotá, desde que se evadió de la cárcel, encargó a un te­niente y a un subteniente (Manuel Ignacio Torrente y Pedro Ortiz), para que, simulando estar descontentos, se pusieran, como si ellos también fuesen conspiradores, en relación oon los enemigos del gobierno con objeto de provocar sus confi­dencias. Estos dos oficiales cumplieron tan a la perfección su cometido, que al cabo de algún tiempo, pidieron que les pre­sentaran al general Sar-dá, haciéndose llevar por la noche a la casa en que estaba escondido y mientras conferenciaban con él le dieron un pistoletazo a boca de jarro y después de abrie­ron el vientre con sus sables. Un joven llamado Margallo, que fue quien llevó a los oficiales a casa del general Sarda, al tra-taír de escaparse en el momento del asesinato, fue acorralado en la calle por unos soldados disfrazados, que le detuvieron después de haberle herido en el hombro de un tiro. Lo mis­mo que cuando el asesinato de Mariano París, el gobierno, al anunciar a la mañana siguiente la muerte de Sarda, se abs­tuvo de dar detalles acerca de cómo pereció, con la esperanza de que se creyese que había encontrado la muerte defen­diéndose contra los que iban a detenerle. He aquí, a mayor abundamiento, la traducción literal del único documento pu­blicado con este motivo en la Gaceta Oficial:

'Las autoridades tenían conocim'lento per varios conductos

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fidedignos, de que los eternos enemigos de la tranquilidad y de las instituciones de Nueva Granada tramaban un nuevo complot, también éste dirigido por el esi)añol Sarda, condona­do a muerte por los tribunales como jefe de la conspiración del 23 de julio de 1833; repugnándole al gobierno proceder contra todas las personas denunciadas y que en general eran las mismas que ya estaban comprometidas antes, pensó que, para hacer abortar las maquinaciones, bastaría con lograr la captura de Sarda, y dio las órdenes en consecuencia. La fina­lidad que perseguía ha sido felizmente lograda, siendo Sarda muerto en la noche del 22 del corriente, en la casa en que se ocultaba. Desde ese momento, no se ha detenido más que a algunos individuos notoriamente conocidos como sus prin­cipales cómplices, contra los que se ejercerá exclusivamente la acción rigurosa de la ley por medio de los tribunales. El gobierno nunca ha pretendido fundar la estabilidad de sus ins­tituciones sino en una conducta completamente legal y pru­dente, evitando las persecuciones y los pesares a las fami­lias. (1)"

- Los dos oficiales que tan pérfidamente asesinaron a Sarda fueron inmediatamente ascendidos a los grados superiores y la recompensa de 2.000 piastras, unos 10.000 fl.-ancos, que ha­bían sido prometidas a quienes lo entregaran fue también puesta a su disposición; pero en honor a la verdad tengo que decir que no llevaron .su Impudicia y bajeza al extremo de aceptaír ese premio conferido a la perfidia y al crimen, y que decidieron renunciar a él en favor de la guarnición de Bo­gotá.

El juicio incoado contra los nuevos inculpados en la pre-•tendida conspiración, demostró que por parte de la mayoría de ellos no había habido más que esas frases imprudentes que suelen proferir los descontentos, y que sólo una media do­cena de ellos se había dejado enredar en las redes tendidas por el gobierno para tratar de comprometer gravemente a algunos de sus enemigos más impértanles y pai-a deshacerse de ellos a la vez que de Sairdá, a quien el general .Santander, que vivía en constante sobresalto, temía personalmente por su audacia. En definitiva, esta vez los tribunales no dictaron ninguna sentencia de muerte y de todos los inculpados no

(1) Véase este ducumento en ta parte oñcial de la Gacela de (^. G., del 26 de octu­bre de 1831, No. 161.

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hubo más que seis convictos, de mantener relaciones direc­tas con Sarda, como el joven Margallo, que fue condenado a la pena de destierro, o de algunos años de trabajos forza­dos. En una obra que el general Santander publicó en 1837 con el título de Notas pac-a la historia de Colombia y de Nue­va Granada, trata de salvar su respensabilldad en la trage­dla de que fue víctima el coronel Mairiano París, presentándola como un suceso fortuito que también le afligió a él y negan­do haber dado o haber hecho dar, como se le acusaba, orden alguna diferente de la úe conducir bajo una escolta al pri­sionero a Bogotá, para entregarlo a los tribunales de justi­cia; ptíro en relación <*)n el asesinato del general Sarda dice textualmente: "Felizmente los consph-adores cometieron la tontería de confiar sus propósitos y sus planes a dos ofi­ciales leales que, de acuerdo conmigo fingieron secundar sus proyectos. Si la sentencia de muerte pronunciada desde ha­cía un año per los tribunales contra Sarda ha sido ejecutada en la misma habitación del conspirador, fue porque de lo contrario hubiera podido escaparse de nuevo y eternizar las revoluciones. Además no es él el único criminal con quien en ciertos países se procede así, cuando la necesidad imperiosa de la segruridad del país no consiente actuar de otra manera".

La agitación provocada per el complot del 23 de julio de 1833 y por otras tentativas de Insurretelón que hubo en Car­tagena, aumentó considerablemente con motivo de una grave cuestión intemacional que surgió por aquella misma épeca.

Cuando el 27 de julio de aquel año, se canjeaban en Bo­gotá las ratificaciones de un convenio provisional de amistad comercio y navegación concertado el 14 de noviembre anterior entre Francia y la Nueva Granada, un Incidente desgraciado estuvo a punto de que a ese reciente testimonio de buena ar­monía y de cordialidad que acababan de darse recíprocamen­te esos Estados, sucediese una ruptura de hostilidades.

Un respetable subdito inglés, que vivía en una casa de campo situada en la bahía de Cartagena, fue asesinado per los indios junto con su mujer y uno de sus hijos; los cónsules de S. M. Británica y de los Estados Unidos fueron a buscar los restos mortales de esa familia para dacles sepultura en Cartagena trayéndolos en una canoa. En medio de un in­menso gentío de negros y de otras gentes de la más baja ex­tracción, que se habían reunido en el muelle para ver el

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desembarco y cuyos gritos y burlas indecentes contrastaban con la lúgubre escena que se tenía ante los ojos, estaba el cónsul de Francia señor Adolfo Barrot, quien, por ser amigo de la familia asesinada, vino a reunirse con sus colegas de Inglaterra y de los Estados Unidos pac-a acompañar los cuer­pos de las víctimas hasta el lugar del sepelio; pero mientras que esperaba a unos quince pasos rodeado de unos cuantos amigos suyos, a que se pudiera pasar per entre la muchedum­bre, un alcalde de barrio medio boi:-racho, de nombre Alan-dete, se dirigió de repente hacia él y cogiéndole violenta­mente per el brazo le Intimó en la forma más Insolente la or­den de retirarse de allí bajo pretexto de que impedía la cir­culación. Aun cuandio en ccnitestacióin a una orden dada en forma tan bmtal, el señor Barrot se hubiera limitado a darse a conocer y a expresar al alcalde el deber que en su calidad de cónsul de OF*rancia se proponía cumplir, el al­calde de nuevo puso la mano encima del señor Barrot cu­briéndole de injurias y dando al mismo tiempo orden a unos soldados de detenerlo y de anxarrarlo. Al oír semejante orden el cónsul no pudo contener su Indignación, que expresó lanzan-^ do a la cara del alcalde la palabra canaFfi. Esta fue la única cu'pa, muy explicable dadas las circunstancias, que cometió el cónsul, pero que sirvió de basa para todas las infamias que con él se cometieron. (1)

'El señor Barrot, que logró zafarse de manos del alcalde sin que los soldados le molestaran lo más mínimo, se alejó de allí, yéndose a su casa acompañado de sus amigos que no le habían abandonado; a los pocos momentos el mismo alcalde seguido de tres hombres armados de sables llegaba a la casa p>ara detenerle, pero ante la enérgica actitud del señor Barret y de sus amigos que estaban dispuestos a repeler la fuerza por la fuerza, el alcalde estimó prudente salir de la casa más que de prisa. Una vez que el alcalde se hubo marchado el cónsul dirigió en el acto al gobernador de la plaza, coronel Vega una queja que este último, alegando Incompetencia pa­ra conocer de ella, se limitó a trasmitir al juez letrado de hacienda, que viene a ser una especie de juez de primera Ins­tancia, que la dejó dormir.

Este Sr. Adolfo Barrot es el mismo que mii. tarde, con el segnn.lo Impcrít*. d«;«. pues de baber represenladn a Francia en varias corles de F:urop3 v es|M.cialnien le como i.ioliHJador en Msdri.l. murió siendo senador.

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La queja que el alcalde de barrio por su parte también ha­bía dado fue Inmediatamente tomada en consideración y al­gunos días -después, otro alcalde, el señor Castellón, sin oír a ningún testigo, dictó sentencia condenando al cónsul a ir a la cárcel, en espera de que la causa fuese ampliamente ins­truida y fallada definitivamente por la corte de apelación de Cartagena. Indignado, en cuanto tuvo conocimiento de ello, el señor Barrot pidió sus pasaportes al gobernador que se los negó; entonces, vestido de uniforme y acompañado de sus com­patriotas, de los cónsules de Inglaterra, de los Estados Uni­dos y del capitán de una goleta de guerra francesa que esta­ba enclada en la rada, trató de salir de la ciudad para em­barcarse en ese buque, pero en el momento en que con sus acompiañantes iba a transponer el recinto fortificado, el ofi­cial que mandaba uno de los puestos, dio la orden de cerrar la puerta y el pepulacho, amotinado desde la salida del cón­sul de su casa, exigió entre gritos y mueras, que fuese lleva­do a la cárcel. El señor Barrot viendo los peligros que le ame­nazaban lo mismo que a sus compañeros, tuvo que someterse para evitar un linchamiento inminente, y además soportar el trato Indigno que el pepulacho Ignorante, alentado per la com­plicidad de algunas autoridades de Cartagena, osó darle a despecho de su cai-ácter, y se dejó conducir a la cárcel don­de se le encerró en un calabozo.

Durante estas escenas terribles que se prolongaron por es­pacio de más de tres horas, desde que un comisario de poli­cía, seguido por un numeroso populacho, se presentó en el domicilio del cónsul para intimarle la orden de seguirle a la cárcel, ninguna de las autoridades superiores se hizo pre­sente ni tomó ninguna medida de seguridad, a pesar áe que el gobernador, que vivía a muy poca distancia del lugai-de los acontecimientos, hubiera sido informado opertunamen-te de lo que sucedía.

Antes de que estos Increíbles atentados pudiesen ser cono­cidos en París, el encargado de negocios de IPrancia en Bogo­tá (1) no perdió un momento para protestar ante el gobier­no granadino, con ardimiento y firmeza y exigir las repiara-

1 En el curso del raes de septiembre de 18.31 el consulado general de Francia es­tablecido en Bogotá, desde 1826. fue suprimido y substituido por una legación que en atis-'neia de su titular, el conde de üstourmet, estaba a cargo det autor de este libro, entonces secretario de primera en lu legación, y elevado al rango de encargado de negocios, rtiota det editor.

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ciones a que hubiera lugar; no habré de entrar a considerar aquí las discusiones que con ese motivo ocurrieron entre él y el ministro de Relaciones Exteriores, tanto verbales como es­critas, en el curso de las cuales el general Santander fundó su negativa en razones dictadas per la más insigne mala fe, pretextando sobre todo que no pedía hacer nada hasta tanto que los tribunales superiores se hubiesen pronunciado sotare los hechos que motivaban el litigio.

A requerimiento del encargado de negocios de Francia, el gobernador de la Martinica despachó, para apoyar su recla­mación, dos corbetas de guerra, que estuvieron a la vista de iCartagena el 19 de octubre. El comandante de estos navios, capitán Le Grandals, peco hecho a la lentitud y a las formas diplomáticas, quiso apresurar las cosas significando en térmi­nos rudos al gobernador de Cartagena, que si no se castigaba en seguida a los culpables del atentado contra el cónsul pro­cedería en el acto a bloquear el puerto; sin embargo cediendo a los requerimientos de los cónsules de Inglaterra y de los Estados Unidos, haciéndole ver que las personas y los bienes de los extranjeros Iban a verse comprometidos por aquellas hostilidades, accedió a suspenderlas hasta que recibiese ins-tmociones del gobiei-no francés que todavía no habían llega­do y se hizo a la mar pero llevándose en todo caso al señor Barrot cuya libertad provisional había conseguido per fin la legación de Francia desde hacía ya varias semanas. Ptero además el tribunal supremo de Bogotá, que había recibido el sumarlo, falló de acuerdo con la doctrina sostenida per el en­cargado de negocios de Francia, que no existía en la república tribunal con jurisdicción sobre el cónsul y declaró culpables a los dos alcaldes o a las otras autoridades judiciales que ha­bían cometido el abuso de autoridad o dictado sentencias con­tra su persona. El gobierno granadino viendo que no pedía sustraerse a la obligación de dar satisfacciones, no pensó ya en otra cosa que en discutir las condiciones, pero elevando al propio tiempo la pretensión de obtener por su parte una re­paración por pretendidos agravios del señor Ban-ot y del ca­pitán Le Grandals, comandante de los dos navios de guerra, que el gobernador de la Martinica había enviado a Cartagena a principios del mes de octubre. Para ello, el general Santan­der, ya pei-que sólo quisiera ganar tie'mpo o ya perqué abrigara la esperanza de conseguir una modificación favorable para

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él, de las exigencias del encargado de negocios de Francia en Bogotá, envió a París a un comisario, el coronel José María Gómez, con encargo de tratar directamente con e) gobierno del rey.

En una palabra, de las nuevas negociaciones seguidas en París, resultó que las pueriles recriminaciones del gobiemo granadino fueron rechazadas y que el comisario de la repú­blica, para evitar una guerra que su país no estaba en condi­ciones de sostener, -tuvo que avenirse, aunque deplorándolo amargamente, a firmar- con el Ministro de Negocios Extranje­ros un aiTcglo que, manteniendo lo pedido anteriormente per el encargado de negocios de Francia en Bogotá, estipulaba:

1' La destitución del gobernador de Cartagena, coronel Ves-ga y la inserción en la Gaceta Oficial de Nueva Granada de esa providencia per no haber protegido dicho funcionarlo, co­mo era su deber, al cónsul de Francia contra los insultos y las violencias ccmetidas en su persona;

2'' El castigo de los funcionarios subalternos y de los otros Individuos compr-ometidos en los atentados del mes de agosto;

39 Excusas mediante el reintegro solemne del señor Barrot en sus funciones de cónsul y un primer saludo de veintiún ca­ñonazos al volver a izarse la bandera francesa en la casa con­sular.

El encargado de negocios de Francia había conseguido ya, con muchas dificultades, el cumplimiento de las dos primeras cláusulas del convenio, cuando el contralmirante de Mackau, enviado para proceder al cumplimiento de la tercera, se pre­sentó en los primeros días de octubre del año 1834 delante de Cartagena con varias navios de guerra; el nuevo gobei'nador de la plaza general Hilarlo López, acompañado de otros oficia­les superiores y de funcionarios civiles subió a bordo de la fragata en que estaba el contralmirante rodeado de los capi­tanes de los buques que constituían la división naval, de una parte de su estado mayor y de varios comerciantes franceses establecidos en Cartagena. El general López hizo presente el pesar de su gobierno per los desgraciados sucesos que habían alterado el buen entendimiento entre Francia y la Nueva Gra­nada; el conti-almirante, después de haber aceptado en nom­bre de Fi-ancia ese sentimiento y esas excusas, saltó a tien-a con el cónsul y cuando se izó la bandera francesa en la casa consular, fue saludada con una salva de veintiún cañonazos

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que contestaron, a los pecos momentos nuestros navios de gue­rra. Finalmente las reparaciones se completaron con una In­demnización de 10.000 francos, que el encargado de negocios de Francia hizo entregar por el gobierno granadino al señor Barrot por los daños y robos cometidos en su casa durante los quince días que duró su encarcelamiento, a pesar de que las llaves de la misma hubiesen estado en peder del alcalde Castellón,

Aproximadamente un año y medio después de liquidada la cuestión entre Francia y la Nueva Granada, cuyos principales incidentes acabo de- relatar, la Nueva Granada se vio de nue­vo expuesta a los peligros de una guerra con Inglaterra, como consecuencia de un Incidente casi de la misma naturaleza que el surgido con el cónsul de Francia, señor Barrot.

El vicecónsul de Inglaterra en Panamá señor Russell, al en­contrarse en la calle con un colombiano de apellido Paredes, con el que ya había tenido alguna diferencia por asuntos par­ticulares, fue atacado tan Inopinadamente por éste, qu-e para mantenerle en respeto, sacó el estoque que tenía su bastón. Paredes al tratar de desarmarle, recibió en la lucha una he­rida leve en un brazo; muchas personas que presenciaron esta escena sepai-aron en seguida a los dos adversarlos y el señor Russell entregó su estoque al comandante militar de la ciu­dad, quo por casualidad se encontraba entre los circunstantes.

A todo esto llegó al lugar del suceso un alcalde, que en vez de limitarse a ejercer tranquilamente sus funcionrs de oficial de policía se precipitó sobre el vicecónsul y le propinó un bas­tonazo tan fuerte en la cabeza, q.ue le ocasionó la fractura del cráneo dejándole tendido en el suelo privado de sentido. No bien acababa el señor Russell de ser llevado a su casa, cuando fue declarado judicialmente preso como acusado de tentativa de asesinato en la persona del llamado Paredes, pero como los médicos declararon que su estado era demasiado grave para que sin peligro de su vida se le pudiera trasladar a la cárcel, se pusiei-on centinelas en la casa consular con encargo de mantenerle preso; luego el alcalde entró en la cancillería, co­gió los libros, registros y de-más papeles que constituían los archivos, los selló con los sellos que cogió de las mesas y, después de cerrar las puertas depositó las llaves y los sellos consulares en casa del gobernador, que se hizo cargo de ellos.

Incoado el procedimiento criminal sin demora contra el vi-

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ceoónsul, se vio en .seguida condenado por el tribunal de pri­mera Instancia de Panamá, a seis años de galeras.

En cuanto el gabinete de Londres tuvo conocimiento de esos hechos, dio instrucciones a su ministro en Bogotá para exigir del gobierno granadino la ejecución de estas cuatro cláusulas:

19 Libertad inmediata del vicecónsul; 29 C'ast-igo efectivo del alcalde que le golpeó y la destitu­

ción de las otras autoridades culpables de abuso de autoridad; 3' Reintegi'o solemne de las oficinas consulares, a la V;Z que

entrega de los archivos y de los selles cogidos y presentación de excusas sati.sfactorias;

49 Pago de una indemnización de 1.000 libras (25.000 fran­cos) al vicecónsul por los ultrajes de que habla sido víctima.

Como en el caso anterior del señor Barrot, el presidente de la república hizo contestar que, de acuerdo con la constitución, no pedía por sí y ante sí decretar la libertad del vicecónsul ni castigar a los funcionarlos judiciales; que, además, no consi­derando que el señor Russ*ll estuviese Incluido en la catego­ría de los agentes extranjeros que gozan de inmunidades espe­ciales, no podía en ningún caso sustraerse a la acción de la justicia desde el momento que había cometido un delito; que ese vicecónsul t-enía la culpa de los hechos de que se quejaba y por lo tanto no tenia derecho alguno a Indemnización de ningún género; que el único punto que no ofrecía dificultad era el relativo al restablecimiento de las oficinas del consula­do. Al propio tiempo el general Santander, dispuesto a no ce­der, se hizo autorizar por el Consejo de E.stado a decretar una leva de 20.000 hombres y dirigió a sus conciudadanos una pro­clama en la que invitaba a todos sin distinción a contribuir con todo género de sacrificios a la defensa de la Independencia nacional.

IEl igobierno inglés que por ,su parte tampoco había perma­necido inactivo, envió, ,sin aguardar más, de 15 a 18 navios de guerra a Cartagena y a Panamá con tropas de desembarco y órdenes al almirante que mandaba esas dos escuedras, de rechazar toda nueva discusión y de .emplear la fuerza hasta obtener el cumplimiento de las peticiones formuladas per el ministro inglés residente en Bogotá. El gobierno granadino, comprendiendo un peco tarde por la tibieza del impulso pa­triótico de la población, a pesar del llamamiento, que no es­taba en condiciones de aventurars-e en una lucha cuyo desen-

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lace debería ser necesariamente fatal para él, y a favor del cual Inglaterra podría apoderarse del istmo de Panamá, que parecía desear vivamente, tomó el partido de dar todas las explicaciones que el Gabinete de Londres había exigido desde un principio.

El general Santander había visto ya en el curso de la ins­trucción, con motivo de las consplr-aciones, que la conciencia de todas las personas honradas sin distinción de partidos, condenaba los actos de crueldad con que había demostrado el poco caso que hacía de la cUíestión de humanidad; pero la opinión gen3ral, todavía con mayor unanimidad, había san­cionado la conducta tortuosa y desatentada que observara en los casos de los cónsules francés e inglés, tratando primero de amparar, bajo las apariencias de legalidad, los actos aberran­tes cometidos contra esos agentes extranjeros y preparando después, piara sostener sus desdichadas pretensiones, unos me­dios de resistencia por completo ineficaces cuyo resultado no •había sido otro que el de ocasiona enormes gastos al tesoro y hacer más palpable la humillación del país al tener que some­terse a las exigencias de los gabinetes de París y de Londres.

Entre los otros asuntos que habían motivado vivos ataques al general Santander, dos de ellos sobre todo, elevaron en su­mo grado el descontento de la nación: los dos tratados con­certados con Venezuela; por uno de ellos se cedían a aquel Estado, sin compensación alguna, ciertas perdones del terri­torio granadino, al paso que per -el otro, relativo al reparto entre la Nueva Granada, Venezuela y el Ecuador, de las deu­das contraídas cuando existía la república de Colombia, la mitad de esas deudas se ponían en cuenta de la Nueva Grana­da mediante mi cálculo basado sólo en la cifra de la pobla­ción, en vez de haber tomado por base, como parecía más racio­nal, la riqueza, la extensión respectiva de los territorios de los tres nuevos Estados, y la perte de los empréstito que a cada uno de ellos y, especialmente a Venezuela, hubiera apro­vechado durante la guerra de la independencia. (1)

1 Los territorios cej idos a Venennela por el primero de esos tratados compren­dían la mitad de ta península do ta Guajira y las tierras situadas cutre tos ríos Meta y Orinoco, así como tas de tas márgenes del rio Ncpr,.; pero el gobíeno venezolano, previendo que esas cesiones, a juzgar por la ini tar ión que prtuli-je-ron en Nueva Granada, no tardarían en originar graves cooftictos, se decidii. prudentemente a renunciar a ellas, limitándose, seguro del apoyo det Ecuador, a no ceder en lo refente al mantenimiento del tratado de reparto de las deudas internas y externas.

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Todas las faltas gubernamentales que se reprochaban al ge­neral Santander desprestigiaron de tal modo su administra­ción que muchos de sus antiguos partidarios desilusionados acerca de su valor político le habían peco a poco, retirado su apoyo; a medida que se acercaba el término constitucional de su período presidericlal, no iba disponiendo en el Congre­so sino de una pequeña minoría, en vez de la imponente ma­yaría que, después de haberlo traído del exilio, le puso con tanto entusiasmo al frente del gobierno. Asi, cuando a prin­cipios del año 1837, llegó el momento de sustituirle, se retiró completamente desacreditado, y sóio le acompañó en su re­tiro el sentimiento de muy pocas personas; lo único que de él se citaba con elogio era que había contribuido al progreso de la instrucción pública y a disminuir las dilapidaciones en las finanzas del Estado. Hasta su muerte, sobrevenida algunos años después, no volvió a desempeñar sino un papiel secun­dario; en las elecciones de 1838 para renovar los miembros del Congreso, no pudo lograr un acta de senador per la pro­vincia de Bogotá, por la cual se había presentado candidato y consiguió únicamente verse elegido representante per la pro­vincia de Pamplona, de donde era oriundo.

El papel Importante que Santander desemp.3ñó en su país primero como vicepresidente de la república d'e Colombia, y después oomo presidente de la Nueva Granada hai-á que mis lectores vean con Interés, algunos datos suplementarios sus­ceptibles de aportar mayor claridad sobre su personalidad.

En 1810, a los 18 añcs, ingresó en el ejército de Nueva Gra­nada como alférez; no tardó en ganar el grado de teniente, gracias a algunos conocimientos y a la prctección de Nariño, jefe a la sazón del gobierno de Santa Pe de Bogotá. Durante las disputas intestinas que. motivadas en 1813 por los' dis­tintos proyectos acerca de la nueva organización, dividieron la Nueva Granada, a consecuencia de la negativa de la pro­vincia de Santa Fe de Bogotá a entrar en la federación con las otras provincias granadinas, varios de cuyos congresos ins­talados en cada una dt ellas no reconocían ya a la capital del antiguo virreinato como el centro de im gobierno general, Santander se puso de parte de los federales y marchó contra Nariño en las filas de las tropas sublevadas que mandaba el general Baraya. Hecho prisionero en el combate en que estas tropas fueron completamente derrotadas a las puertas mis-

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mas de Bogotá, poro despreciado por Nariño que no le con­cedía importancia de ningún género y que le dejó en libertad, se enganchó como mayor de un batallón en las tropas que el congreso de Tunja destinaba a aumentar las que Bolívar había reunido para emprender su audaz campaña de 1813 contra el general español Monteverde.

Santander, al que Bolívar, después de haber encontrado y destrozado al enemigo en Cúcuta, había dejado con dos o tres compañías en observación en esa ciudad, pasó sucesivamente a servü- bajo las órdenes del general escocés Mac-Gregor y de los generales granadinos Revira y Rafael Urdaneta, cuando el valle de Oúcuta fue otra vez teatro de nuevas operaciones militares entre los realistas y los independientes. Incorporado en 1817 en Barcelona al ejército que en esa ciudad se reorga­nizó y con el que Bolívar con sus triunfos brillantes y decisi­vos debía asegurar la independencia de Venezuela y de la Nueva Granada, se utilizaron los servicios de Santander como sub-jeíe del estado mayor general y después, nombrado en agosto de 1818 general de brigada fue enviado a la provincia de Casanare, ocupeda entonces per el enemigo, para tomar el mando de la misma y proceder a nuevas levas; logrando ar­mar a 1.200 Infantes y 600 jinetes, refuerzo éste que llevó oportunamente a Bolívar y contribuyó grandemente a la me­morable victoria de Boyacá el 7 de agosto de 1819.

(En el libro antes citado publicado por el general Santander en 1837 con el título de Notas para contribuir a l-a historia de Colombia y de la Nueva Granada, relata lo siguiente:

"Después de la victoria de Boyacá el general Bolívar se en­contró conmigo cuando iba persiguiendo al enemigo y con­fieso que mi entusiasmo era tal al ver deshechos a los opre­sores de mi país que me hubiera puesto de rodillas para besar lias manos del hombre a quien principalmente se debía ta­maño beneficio. Once días después Bolívar me ascendió al grado de general de división y me nombró gobernador militar de Santa Fe de Bogotá; luego, en el momento en que iba a volver a Venezuela para asestar el último golpe al poderío real, me confirió provisionalmente la vioe-pr.esidencla de la Nueva Granada con las más amplias facultades en materia de gobiemo. Las instrucciones que me dejó me oixienaban, entre otras cosas, impedir a toda costa la vuelta de la domi­nación española. Por lo tanto, 'habiéndome enterado después

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de su marcha, de las pérfidas intrigas que tramaban los nu­merosos prisioneros hechas en la última campaña y que me hubiera sido muy difícil contener oon una guarnición tan es­casa como la de que disponía, hice, el 11 de octubre fusilar en Santa Fe a 38 oficiales españoles. Es duro, desde luego, dar muerte a tantos hombres, pero hubiera sido más duro haberme expuesto a ser su victima juntamente con otros compatriotas ya que de ese modo la posesión del país hubiera vuelto al gobierno de Madrid. Me pareció, pues entonces y sigue pa-reciéndome ahora, que no habla otro camino que el de aplicar a esos oficiales, después de haberles confortado con los so­corros espirituales, la ley de rep."''salias justamente Introdu­cida para llegar a regularizar la guerra, como se logró en 1820. Además con eso no hacía más que vengar- la matanza que el propio Barreño ordenó poco antes de la batalla de Boyacá, de 38 de nuestros soldados caídos prisioneros, que encontramos en el camino de Sogamoso atados a las espaldas, unos con otros y M'uelmente acribillados a lanzases. Otros jefes, Bolívar el primero, el general Páez, el general Bermú­dez, el general Piar, el general Urdaneta, el coronel Lara, etc.. antes que yo, obraron de esta suerte en Caracas, en el Apm-e, en Cumaná, en Guayana, en Tunja y en Caruache, sin qu? sus actos hubieran de.sescadenado las amargas invectivas que me fueron prodigadas desde el momento en que por una fa­talidad deplorable para el país, Bolívar y yo nos encontra­mos separados per Ideas peüticas diametralmente opuestas. Además, los verdaderos patriotas han aprobado por comple­to mi conducta, puesto que dos meses después (en diciembre de 1819) el congr'.so general reunido en Angostura me reelegía constitucionalmente vice-presidente de la Nueva Granada".

Se advierte con qué facilidad, la conciencia del general San­tander, según su propia palabra, juzgaba la moralidad de sus actos.

Cuando Nai-iño volvió de las cárceles de Cádiz donde por segunda vez estuvo preso cuatro años, al caer en manos de los españoles, después de perder su última batalla en lc»s alrede­dores de Pasto, Santander, que seguía aborreciéndole, se sir­vió primero de panfletos, para atacai-le, pero Nariño. más hábil que él, abrumó a su adversario con tantos sarcamos que éste en 1823 trató de vengarse valiéndose de algunos amigos a los que encargó que foi-mulasen ante el Senado, del que

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Nariño formaba parte, ima acusación con objeto de obtener de la asamblea no sólo un voto Infamante para el Precursor con motivo de la derrota de Pasto, sino su expulsión del Se­nado per malversación y como traidor a la patria; pero la Inocencia del viejo patriota fue proclamada por una gran mayoría de senadores a continuación de un discurso lleno de calor y en muchos de sus párrafos aplaudido, en el que, al justificarse de los hechos que se le imputaban, devolvió al promotor de su acusación, con alusiones bien claras, las man­chas infamantes con que aquél quiso salpicarle.

Como militar, Santander no adquirió la menor reputación: hasta 1818, en todas sus acciones no hizo otra cosa que llevai-a cabo las operaciones más corrientes. Algunos de sus más notables compañeros de armas, hasta le negaban el primero de los méritos de un soldado, el de la valentía. Lo que hay de cierto, es que en varios escritos públicas de la época y según lo que he oído de labios de dos oficiales superiores ex­tranjeros, un coronel y un teniente-coronel que habían to­mado parte en la batalla de Boyacá, a cuya victoria contri­buyó la llegada Imprevista al campo de batalla de 1.200 sol­dados que traía Santander desde los llanos de Casanare, es que éste en lugar de estar a la cabeza de sus tropas se man­tuvo prudentemente detrás de la impedimenta.

Como político, disimuló hipócritamente su voluntad tiránica y sus pasiones de odio tros las apariencias de una legalidad Inflexible, que le valió por parte de sus más decididos parti­darios el mote de el hombre de las leyes- Mientras desempeñó, hasta 1827 la vice-presldencla de la república de Colombia, envidioso de Bolívar, su bienhechor, y llevado por la ambi­ción de suplantarle, se unió en criminal asociación, con los demás enemigos de este glorioso y eminente campeón de la independencia americana. Cuando, dieispués de haber enca­pado a la pena de muerte por la magnanimidad de aquel cu­ya pérdida había meditado, se vio elevado a la presidencia de la Nueva Granada, sus talentos de hcmbre de Estado, tan decantados mientras actuó bajo la dirección suprema de Bo­lívar, ya no estuvieron a la altura de su cometido, demostran­do así la exactitud de aquella máxima de Voltaire:

Tel brille au second rang qui s'éclipse au premier (1)

1 Tal habrá que brilla en un segundo plano y que se eclipsa en el primero.

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Aunque por herencia le correspondiera un exiguo patrimo­nio, Santander murió riquísimo, gracias primero a las libe­ralidades de Bolívar, que entre otras cosas, le hizo otorgar per un decreto de fecha 12 de septiembre de 1819, una casa en Bogotá y una finca en las Inmediaciones de Zipaquirá, y después, según dicen, por las operaciones tenebrosas que hizo en los empréstitos o en los manejos de las finanzas del Es­tado, lo que le permitió colocar sumas enormes en los bancos extranjeros. Sin embargo, su avaricia no tenía límites. Cuan­do, en 1832, la facción que, a la muerte de Bolívar era dueña y señora del país y que le elevó a la presidencia, hubo decre­tado que se le reconocieran los sueldos de general mientras e.stuvo en el exilio, la primera carta que escribió al gobierno provisional de Bogotá, al volver a pisar el suelo de Nueva Granada, fue, no p»ara enterarse de los Intereses de la na­ción, sino para preguntar "cuándo, cómo y dónde le serían pagados sus sueldos atrasados'. Ese famoso párrafo de su carta fue reproducido per casi todos los periódicos de la épeca sin que Santander lo desmintiera.

En las altas funciones de que durante tanto tiempo estuvo Investido, no atendió nunca a los deberes de representación; se dispensó de dar un solo baile, comida o recepción de gala y dentro de su casa vivía como el más infeliz burgués de Bo­gotá. 'Para pintar de una plumada su parsimonia meticulo­sa, me limitaré a reproducir aquí una anécdota que me fue referida a ese respecto. Una noche en que en su salón esta­ban de tertulia algunos de sus íntimos, un general que era muy gracioso. Mantilla, y que formaba parte de la reunión, al querer despabilai- la única vela que alumbraba la habitación, la apagó al cortar mal el pabilo; interpelado per Santander con motivo de su falta de habilidad le contestó Mantilla: "Discúlpeme, Excelencia, pero no sé despabilar bien las velas si no tengo dos a la mano".

Al prolongar este capítulo hasta el final de la vida de San­tander, me he excedido desde luego, del fin que me había propuesto de hacer un resumen del gran movimiento revolu­cionario, que privó para siempre a Espmña de sus colonias de América y de dar a conocer la brillante actuación que dio a Bolívar tan justa celebridad, entre todos los demás perso­najes que figuraron con él en este drama pelítlco; pengo pues, fin aquí a mi relato, al llegar al momento en que los

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dos antiguos vlrreynatos de la Nueva Granada y del Ecuador y la capitanía general de Venezuela, después de haber roto el pacto que las fundiera en una sola república habrían de continuar en adelante su existencia como tres Estados sepa­rados . Sin embargo, al describir en el capítulo siguiente el carácter, estado de cultura y fisonomía moral de los habi­tantes de Nueva Granada, me reservo el indicar, según lo que he visto por mis propios ojos, las causas de las incesantes y sangrientas guerras intestinas, de que los nuevos estados his­pano-americanos han sido teatro, desde su separación de la madre patria, debido a la generación de la masa del pueblo, a las luchas de antagonismos particulares y al abuso de la libertad, para la cual estos pauses no estaban preparados.

APÉNDICE .AL CAPITULO IX

N? I

Carta dirigida por Bolívar a su antiguo preceptor Simón Ro­dríguez, al enterarse de que éste había llegado a Bogotá después de haber pasado una larga temporada en Europa.

Pativilca (próximo a Quito) 19 de enero de 1824

¡Oh maestro! ¡Oh amigo mío! ;Oh mi Robinson! ¡Usted en Colombia, usted en Bogotá sin haberme dicho nada, sin haberme escrito siquiera! Nc cabe duda de que es usted ,el hombre más . . . extraordinario del mundo. Bien pedria usted merecer otros epítetos, pero no quiero dedicárseles para no ser descortés al saludar a un huésped, que viene del viejo mundo para visitar al nuevo, para visitar a su patria, a la que ya no conoce, a la que había olvidado, no su corazón pe­ro sí su memoria. Nadie mejor que yo sabe cuánto ama usted a nuestra Colombia adorada. Recuerda usted cuando fui­mos al Monte Sacro de Roma i>ara jurar, en aquella tierra santa, trabajar por la liberación de nuestra patria? ¡Oh! no, no habrá usted olvidado aquel día de eterna gloria para nos­otros, ese día en que nuestro juramento, profético por decir­lo así, se adelantó a la realización de nuestras esperanzas!

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¡Cuántas veces ha debido usted, maestro, a pesar de estar tan lejas, cuántas veces ha debido usted volver hacia mí sus miradas! ¡Con cuánta ansiedad habrá ust:d seguido mis pa­sos dirigidos de antemano per usted! Usted fue quien modeló mi corazón para lo justo, para lo grande, pyara lo bello. He seguido la senda que usted me trazó. Usted fue mi piloto, a pesar de hallarse mentado en una playa de Europa.

No puede usted Imaginarse cuan profundamente grabadas quedaron en mi corazón las lecciones que usted me diera; nunca pude quitar una sola coma de las máximas admirables, de las cualies me dejó usted todo atado; siempre presentes en mi espíritu, las he seguido como a guías infalibles. En fin, usted ha visto mi conducta, usted ha leído mis pensamientos escritos, mi alma impresa en el papel y no habrá usted de­jado de decirse: 'todo teso es mío; yo he sembrado esa plan­ta, la he regado, la he sostenido cuando era débil; ahora que es fuerte y ha dado fratos, esos frutos son míos y voy a sa­borearlos en el jardín que yo planté; voy a disfrutar de la sombra de sus ramas amigas, ya que mi derecho es impres­criptible y superior a todo".

¡En fin, amigo mío, ya está usted entre nosotros! bendito mil veces sea el día en que holló usted la tierra de Colombia; un sabio, un justo más, viene para coronar la frente de la ra­diante Colcmbla! Tengo ansia de saber cuáles son sus pro­yectos y sobre todo dónde piensa usted fijai- su residencia; la impaciencia me devora por no poder estrecharle len mis brazas; ya que no puedo volar hacia usted, venga usted hacia mí, no perderá usted nada. Se extasiará usted en la contem­plación del inmte-nso país que el buril victorioso de los liber­tadores, de sus hermanos, ha grabado en la roca del despo­tismo. . . . sus ojos no se hartarán de ver los panoramas, los colosos, los tesoros, los prodigios que encierra y exhibe esta soberbia Colombia. Venga usted al Chimborazo, para pesar la planta atrevida en la escala de los Titant's, en la fortaleza inexpugnable del mundo nuevo; desde su cima, su vista se ex­tenderá y al observar el cielo y la tierra y al admirar las ma­ravillas de la creación terrestre, podrá usted decirse: ''Dos eternidades me contemplan; la que fue y la que será, y este trono de la naturaleza será tan duradero, tan indestructible y tan eterno como su autor, el Padre del universo".

¡Desde dónde podría usted decii- otro tanto con más orgu-

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Uo! Amigo de la naturaleza, venga usted aquí a interrogarla sobre su ledad, su vida y su esencia primitiva. En el mundo caduco, usted no ha visto más que los restos de una madre que fue hermosa y fecunda, que ahora se ciu-va bajo el peso de los años y de las achaques, en una atmósfera viciada por el aliento apestado de los hombres. Aquí se encontrará con una joven virgen inmaculada, en toda su lozanía, y embelle­cida por la mano misma del Creador. No, el tacto profano del hombre no ha ajado todavía sus divinos encantos, su gracia maravillosa ni su vü-tud intacta. . .

¡Amigo; si atractivos tan irresistibles no le mueven a acu-dii- en seguida hacia mí, recurriré a un llamamiento más po­deroso... invoco la amistad! (1)

Presente usted esta carta al vice-presidente (Santander), pídale dinero de mi parte y venga usted a reunirse conmigo.

B&lívar

NO II

Conspiración cónica la vida de Bolívar el 25 de septiembre de 1828

(Tomado de los documentos publicados con este m<>tlvo por el gobierno de Bogotá)

Algunos ambiciosos y demagcgos, que cegados por sus pa­siones, buscaban la manera de libei-tad la república de la opre­sión en que, según decían, la tenía sumida la tii-anía del ge­neral Bolívar, se reunían clandestinamente, unais veces en casa de un señor Luis Vargas Tejada, poeta granadino distin­guido, nombrado recientemente stecretario de la legación de Colombia en los Estados Unidos, otras en la de un tal Agustín Hoi-ment, extranjero residente en Bogotá desde hace unos dos años, que generalmente pasaba por español, pero que des­pués se averiguó que era de origen francés, a quien se tuvo por emisario de España.

En esos conclhábulos, los cabecillas se dedicaban a calentar los cascos a los adeptos más jóvenes y a familiarizarlos con las

1 Esta carta ha sido tomada de una publicación becha en Cbile en 1842 con el tí­tulo de Museo de ambas Ameritas, lomo f. png. 343.

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idea.s de homicidio y de matanza; para ello, en ninguno de sus discursos dejaban de exaltar a Bruto y a los otros asesinos de César y de preconizar hasta las atrocidades de los grandes revolucionarias franceses, como Danton y Robespierre, procu­rando demostrar que el árbol de la libertad sólo puede dar fi-utas cuando se le riega con sangre.

Los conjurados habían pensado primero en asesinar al Li­bertador el 10 de agosto, en un baile de disfraces que la mu­nicipalidad daba para conmemorar el aniversario de su en­trada a la capital, después de la victoria con que en Boyacá había libertado a la Nueva Granada del yugo español. Aunque no pudieron reunirse todos ese día, varios de ellos asistieron al baile, con armas escondidas debajo de sus disfraces y con una contraseña para dai-se a conocer en el mcment/O de aco­meter a su víctima. La ocasión no pedía serles más favora­ble, pues el general Bolívar se presentó en la fiesta y recorrió durante bastante tiempo los salones llenos de personas dis­frazadas; pero como los asesinos habían fijado para realizar el crimen una hora más avanzada de la noche, Bolívar frustró su proyecto al retirarse muoho antes de lo que aquéllos supu­sieron.

Tan lejos estaba Bolívar de pensar que sus adversarios le execraban hasta el punto de querer asesinarle, que iba a to­das partes sin escolta y el día 21 de septiembre, deseando des­cansar un peco de sus tareas, fue a Soacha, alheihuela situada en la Sabana, a medio camino de Bogotá al .Salto de Tequen­dama, acompañado sólo de tres de sus amigos íntnmos, el ge­neral Urdaneta, ministro de la guerra y los .señores José Ra­món París, con cuatro criados. Uno de los jefes del complot, el comandante Pedro Garujo, quería aprovechar esta nueva ocasión para acabar con él. Bastaría, según él, con ausen­tarse de la ciudad por tres o cuatro horas durante la noche para sorprender al Libertador, ' darle muerte junto con las pocas personas que le acompañaban y dejar al público que Ig­norara qiUienes fueran las autores del atentado; los más enar­decidos de entro sus compañeros eran ya de esa opinión, cuan­do otroj dos jefes, no menos infl'uyentes, el coronel Ramón GueiTa y Horment rechazaron la proposición, 'objetando que por precipitarse se verían -privados de la cooperación indis­pensable del general Padilla, afiliado al complot, pues estando todavía preso no podría ser puesto en libertad a tiempo, para

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hacerse cargo del mando militar de Bogotá como estaba con­venido; quo así se llegaría también hasta comprometer el re­sultado de una completa revolución, ya que, después de que Bolívar y el ministro de guerra, únicos que hubieran muerto, quedarían los demás ministros y el Consejo de Estado, que encontrarían en las tropas todavía fieles y en la masa del pueblo, apoyo segm-o para ejercer toda suerte de venganzas y tal vez para mantener bajo otro nuevo dictador la forma de gobierno instaurada por el decreto orgánico de 27 de agosto; que desde luego, era necesario que el Libertador pereciera, pero de suerte que su muerte pennltiera alcanzar el fin políti­co que se habían propuesto y slrvirse a todos los que perse­guían un cambio radical en las instituciones del pats, eto.

Como prevalecieron estas consideraciones, los conjurados se decidieron a esperar y a robustecer su partido, prosiguiendo, mediante promesas o dádivas en dinero, la desmoralización de las tropas para una sublevación, y ya habían conseguido in­teligencias con oficiales y soldados de la brigada de artille­ría, que juntamente con un batallón de Infantería y un es­cuadrón de caballería, formaban la guarnición de la capital.

El ex-vicB-3:ii-€(s'c!(;nte, general Santander que todavía no había emprendido su viaje para los Estados Unidos, donde fuera nombrado ministro plenlpotenciai-lo de Colombia, estaba en connivencia con los principales conspiradores, que le re­servaban la dirección del gobierno después del triunfo de su empresa; pero con la habilidad de un maquinador consumado se quedaba entre bastidores; en su opinión no se debía in­tentar deshacerse de Bolívar, hasta que t-odos los elementos para una revolución estuviesen preparados en todo el país; por esta razón, se opuso a la expedición que Oarujo propenía hacer a Soacha el 21 de seprtiembre; quería que antes se or­ganizaran comités secretos en todas las provincias; sobre todo insistía prudentemente en que por lo menos no se precipitase el desenlace hasta que él hubiese salido de Colombia o estu­viese en camino, reservándose, para tan pronto como el go­bierno del Libertador hubiese sido derrocado, regresar en el acto para prestar a sus amigos políticos todia la ayuda que esperaban de él.

Así estaban las cosas, cuando al anochecer del 25 de septiem­bre, el subteniente Francisco Solar, a quien el capitán Triana trató de seducir, transmitió al gobierno los indicios vagos de

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una conspiración. El general Urdaneta, ministro de guerra, dio inmediatamente orden de aiTestar al capitán incriminado, pero como esa orden fue dada al coronel Ramón Guerra, que era el jefe del estado mayor de la plaza y uno de los cons­piradores, éste advirtió inmediatamente a sus cómplices. En una reunión celebrada a toda prisa hacia las ocho de la no­che en casa de Vargas Tejada, para deliberar acerca del par­tido que habrían de adoptar, resolvieron, en vista del peligro que les amenazaba, actuar .sin más dilación y se distribuyeron los papeles que cada uno de ellos debía desempeñar en el dra­ma qae se preparaba. El coronel Guerra fue a ver al general Urdaneta para adoi-mecer su vigilancia con falsos informes y habiendo conseguido desvanecer en absoluto sus sospechas en cuanto a la gravedad de la situación, corrió al cuartel de ar­tillería, hizo armar a la brigada y mandó dos divisiones a las órdenes de oficiales iniciados en el complot a los cuarteles de infantería y de caballería, para contener y en caso necesai-lo atacar, al batallón Vargas y al escuadrón de granaderos, si no se lograba que se sumaran al movimiento sedicioso.

Entre tanto, algunos artilleros destacados, a las órdenes de los capitanes Emilio Briceño y Rafael Mendoza, se habían dirigido a la casa que servía de cárcel al general Padilla; es­calaron los muros por la parte de atrás y llegados sigilosamen­te hasta la habitación de uno de los ayudantes del Liber­tador, el coronel Bolívar, que estaba a la sazón de guardián del prisionero, le hirieron mortalmente de un pistoletazo antes de que pudiera saltar de la cama en que dormía; luego, de poner fácilmente en fuga a los soldados de guardia, a quienes su jefe, el teniente Gutiérrez había dejado sin medios de defen­sa, quitando de antemano las piedras a las carabinas, pusie­ron en libertad y se llevaron con ellos al general Padilla.

Gran número de los otros conjurados, a cuya cabeza es­taban el comandante Garujo, el francés Horment, el joven p.'ofesor de filosofía Florentino González y el tendero Wencss-lao Zuláivar, asaltaron el palacio y siempre ayudados per al­gunos artilleros, desarmaron y dieren muerte, a pesar de la viva resistencia que opusieron, a los centinelas y a los hom­bres que montaban la guardia interior; Horment, él solo, por su propia mano mató o hirió mortalmente a cuatro de ellos; un segundo ayudante del presidente, el coronel Fergusson que, atraído por el tumulto. Iba a entrar per el portón del palacio,

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cayó muerto de un pistoletazo que a quema ropa le descerraj.D en el pecho el comandante Garujo. Eran entonces más de la.'5 once de la noche; una señora llamada -Manuela Sáenz, unida por una íntima amistad con Bolívar, estaba de visita en casa del Libertador. Al ruido de los disparos y de los grites que se oían en el palacio, que no permitían duda de ningún género acerca del carácter criminal de la empresa, Bolívar, oon la espada en la mano se preparaba a ir al encuentro de los asal­tantes, pero la señora Sáenz se puso delante de él suplicán­dole que no saliera; echó el cerrojo a la pnierta de la alcoba en que estaban y logró, no sin gran trabajo persuadirle de que en lugar de exponer su vida sin esperanzas de defenderla de­bía prensar en ponerse a salvo: en seguida ató dos sábanas; las sujetó a la barandilla de una ventana que daba a la calle a una altura de unos quince pies y ayudó a Bolívar a bajar, acompañado de su mayordomo, que acudió a su lado, per una escalera secreta. En cuanto hubieron desaparecido, se apre­suró a desatar y a poner en su sitio los medios que sirvieron para la evasión y esperó resueltamente el desenlace de la lu­cha mortal que continuaba en las escalera y en los vestíbulos y en medio de la cual los asaltantes y los defensores, unos como ardid y otros en señal de lealtad gritaban todcs: "¡Viva el Libertador!".

En una de las esquinas del palacio y a unos veinte pasos de las ventanas por la que Bolívar se descolgó, los conspira­dores habían colocado minutos antes, uno de sus centinelas, pero éste, gracias a la obscuildad, al ruido de los disparos y de las vociferaciones de los combatientes, ni oyó abrir la ven­tana, ni vio a los dos fugitivos.

Bolívar que no sabía las causas del movimiento ni su im­portancia, al ver que las calles que llevaban a los cuarteles estaban interceptadas per grupos de gentes armadas, temó la dirección opuesta, subiendo per la parte desierta de la calle en que se había aventurado y, llegado que hubo a un pmen-tecillo que cruzaba un barranco, se decidió a meterse debajo y, con el agua hasta la cintura, a esperar que su mayordomo, a quien envió para adquirii- noticias, regresase y le informase de lo que sucedía.

Mientras estaba allí en observación, los conjurados tei-ml-naban de vencer la resistencia de los defensores del palacio; uno de estos, el joven subteniente Andrés Ibarra, casi un ni-

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ño, perdió las dos muñecas cortadas por los sablazos que re­cibió cuando se esforzaba en cerrar el paso hacia la alcoba del Libertador. Como intentaran derribar la puerta, la señora Manuela Sáenz la abrió con gran serenidad; en medio de una avalancha de injurias y de soeces imprecaciones, le pre­guntaron dónde estaba escondido Bolívar y ella, sin Inmutarse les dijo que acababa de dirigirse, hacia el extremo opuesto del palacio, al salón en que se celebraban de ordinario las se­siones del CJonsejo de Estado; al oírlo todcs se precipltaion en axjuella dirección en busca de sus presa; pero al no encontrarle ni en el salón Indicado ni en ninguna de las habitaciones con­tiguas, volvieron para vengarse de aquella heroica mujer que les había engañado; después de insultarla soezmente, la pe­garon, la tü-aron al suelo a culatazos y se fueron dejándola casi sin sentido. Como el registro que nuevamente hicieron del palacio, hasta en sus menores rincones, no diera resultado, no les quedó ya más remedio que pensar en -buscar su salva­ción en la fuga, pues ya en la ciudad, en alarma, per todas partes se veía a los ciudadanos que salían de sus casas arma­dos, para enterarse del motivo de las descargas repetidas de los cañones y fusiles. He aquí lo que había sucedido, aparte de las sucesos que acabamos de relatar:

IEl batallón Vargas, cuyo cuartel fuei'a cercado por los ar­tilleros, no sólo se había negado a unirse a éstos, sino que les había obligado a batirse en retirada, abriendo fuego sobre ellos desde las ventanas o haciendo una salida, en la que se apoderó de uno de sus cañones.

Entretanto, el ministro de guerra, general Urdaneta. a quien los conspiradores no habían tenido íK>ecaución de vigilar, ha­bía legrado llegar al cuartel, y puesto a la cabeza del bata­llón, a paso de carga, se dirigió a palacio con la cspieranza de llegar todavía a tiempo para libertarle de las bandas que lo habían asaltado; pero al encontrarle ya abandonado y no pudiendo conseguir dato alguno acerca de la suerte que co­rriera Bolívar, concentró sus tropas en la plaza; allí se le unió el escuadrón de caballería, que al igual del batallón Var­gas, había rechazado el ataque de los artiUercs, y desde ese punto daba órdenes para la defensa de la ciudad y lanzaba en todas direcciones destacamentos con orden de perseguir a los rebeldes y de Ir en busca del Libertador.

El general Urdaneta, bien secundado por varios otros jefes

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leales que acudieron a su lado, no tardó en dominar la Insu-n-ección; entre los que más eficazmente le prestaren su con­curso merecen mencionarse los generales París, Córdoba, Vé­lez, Ortega y el prefecto coronel Herrán. que estuvo unos mo­mentos en poder de los conspiradores, cuando al principio del asalto al palacio, trató, como el desgraciado coronel Fergus­son, de penetrar en él.

Aunque Bolívar empezó a oíi- con toda claridad su nombre unido a los vítores, temió que esas demostraciones fuesen una nueva treta de sus adversarios para atraerle y apcderarse de su persona. Así que no salió de su escondrijo hasta que su fiel mayordomo, enviado per él para adquirir noticias, hubiese vuelto con una infoi-mación exacta de cómo estaban las cosas. Al aparecer en la plaza, a eso de las dos de la mañana, ofi­ciales y soldados le acogieron con hurras frenéticos y todos querían llegar hasta él para abrazarle y persuadii-se de que estaba sano y salvo. Después de haberse entregado durante unos momentos a las efusiones de sus amigos, montó a caba­llo, visitó en persona los puestos y recorrió la ciudad cuyos habitantes, asomados a las ventanas o desde el umbral de las puertas, le aclamaban con entusiasmo no menor que el de­mostrado por las tropas en la plaza. Sólo al clarear el alba, fue cuando regresó a palacio que todavía mostraba por do­quiera, las huellas de las escenas sangrientas que en él se ha­bían desarrollado algunas horas antes.

De los muchos conjurados, que fueron detenidos con las ar­mas en la mano, durante la noche del 25 de septiembre o en los días siguientes y que fueron sometidos a consejo de gue­rra, catorce de los más comprometidos, fueron fusilados suce­sivamente en los días 30 de septiembre, 2 y 14 de octubre: he aquí la lista de los mismos:

el francés Agustín Horment; el tendero Wenceslao Zuláivar; el general José Padilla; el coronel jefe de estado mayor, Ramón Guerra; el comandante de ai-tillería Rudesindo Silva; el teniente de artillería Juan Hinestrosa; el sargento de artillería Francisco Flórez: los soldados de artileria Calesancio Ramos. Fernando Díaz, Isidoro Vargas y Miguel Lacuesta; el teniente de milicias Cayetano Galindo,

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y el joven profesor de filosofía Pedro Celestino Azuero. Varios otros, entre ellos el general Santander, fueron tam­

bién condenados a muerte, pero Bolívar, queriendo poner fin al derramamiento de sangre, les perdonó la vida limitándose a desterrarles del territorio de la república o a mantenerles encarcelados provisionalmente; es más, el 12 de noviembre fir­mó un decreto que suspendía el curso del procedimiento con­tra aquellos comprometidos que, oomo estaban ocultóte,, tsc presentasen a las autoridades en el término de quince días.

Como algunos escritores, bien por espíritu de partido, o por no estar debidamente infomiados, han negado la culpabilidad del general Santander o han presentado su condena como una venganza política de Bolívar, el autor de esta nota cree, en interés de la historia, poder restablecer mejor la verdad de los hechos, reproduciendo in extenso, para conocimiento de los lectores, el texto del fallo del consejo de guerra encargado de juzgar al ex-vlce-presidente de Colombia, cuyos conside­randos contienen todos los cargos imputados a éste, con mo­tivo de la conspiración del 25 de septiembre.

SENTENCIA

Bogotá. 7 de noviembre de 1828

Visto el proceso criminal formado contra el general Fran­cisco de Paula Santander por la conspiración del 25 de sep-tijembre tiltimo y resultando, primero: que dicho general tanto en su declaración indagatoria, como en su confesión, ha ne­gado haber tenido noticia de que se tramaba aquella conspi­ración ni alguna otra en contra del actual régimen político y la persona de S. E., el Libertador Presidente. Segunda: que en las declaraciones del comandante Rudesindo Silva, teniente Ignacio López, capitanes Emigdio Briceño y Rafael Mendoza consta que, perteneciendo estos individuos a diversas seccio­nes, en las que estaban distribuidos los conspiradores pora j trabajar en el plan y hacer prosélitos, cada uno de ellos tenía -el convencimiento íntimo de que el general Santander era el ' primer agente que obraba en la gran sección y dirigía el plaii, y que estaba reservado para dirigir los negocios, siempre que la revolución tuviese buen suceso, pues así se lo habían ase­gurado a ellos Florentino González, el comandante Carujo y

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coronel Ramón Guerra, jefes de las secciones parciales. Tercce-o: que el coronel Guerra en su última exposición afirma que al general Santander le habló sobre la conspiración, y que dicho general se opuso a ella sosteniéndose, Guerra, en su exposición en el careo practicado con el general Santander, rufarto: que el ce-mandante Pedro Carujo expone lo mismo y „un haberle comunicado el proyecto de asesinar al Libertador len el pue­blo de Soacha el domingo veintiuno de septiembre, y que el general Santander se opuso a que se psrpietra.se aquel desig­nio, con cuya exposición ha convenido el general Santander en el acto del careo ccn el referido Carujo. Qu.nto: que Flo­rentino González también asegm-a haber hablado con el ex­presado general sobre la conjura y que en contestación le di­jo: que no era tiempo oportuno, indicándole el sistema de formar en varios departamentos juntas, con el nombre de re­publicanas, dependientes de la central, que debía establecerse en esta capital piara dirigir las operaciones de aquéllas, que tendrían el fin de ganar prosélitos y el Influjo ds algunos ge­neral-es adictos al actual régimen y a la persona de S. E. el Libertador Presidente, para que de esie modo el movimiento fuera general y simultáneo. Sexto: que todos los conjurados que han sido descubiertos y juzgados, convienen en sus res­pectivas declaraciones que el plan abortó en la noche del vein­ticinco, pero que no tenían día prefijado para dar el golpe, cir­cunstancia que justifica lo que Florentino González y el co­mandante Pedro Carujo dicen respecto al general Santander, de q-uie se oponía a aquel suceso porque todavía no era tiem­po y porque no quería que se efectuase mientras estuviese él en Colombia.

Y considerando. Primero: que aunque el general Santander al principio de su causa ha negado haber sabido que se tra­tase de alguna conspiración contra el presente régimen y la persona de S. E. el Libertador Presidente, después ha confe­sado, en fuerza de las declaraciones del coronel Ramón Gue­rra, el comandante Pedro Canijo y de Florentino González, haberla sabido, pero que se opuso a que se llevase a efecto, y mucho más, a que se asesinase la persona del Libertador mientras estuviese él en Colombia; pero que convino en que se practicara la conspiración cuando se hallase fuera de la República y que entonces estarla pronto a prestar sus servi­cios. Segundo: que como ciudadano de Colombia, y mucho

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más como general de la República, no sólo no ha cumplido con sus primeros deberes en haber impedido la conjuración y el asesinato premeditado contra el Jefe Supremo de la Na­ción, sino que ha comietido un crimen de alta traición por no haber denunciado la revolución que se tramaba y el horrendo designio de asesinar en Soacha al Libertador. Tercero, que el expresado general, no sólo se manifiesta sabedor de una revo­lución, sino también con el carácter de consejero y auxiliador de ella sin que pueda valerle, de ningún modo, el que no ha­ya estado en su ánimo la conspiración del veinticinco, pues él mismo confiesa haber aprobado una revolución y aun haber Indicado los medios de realizarla por el establecimiento de la Sociedad republicana, cii'cunstancia que lo califica de cómpli­ce en lo conspiración del veinticinco, pues poco imperta para su defensa que haya estallado en a<juel día o en cualquiera otro la revolución que aconsejaba y calificaba de justa, por­que lo que se deduce es que abortó su plan por la prisión del capitán Benedicto Triana, cuyo acontecimiento no tuvo lugar a efectuarse cuando el general Santander se pusiese en mar­cha para los Estados Unidos del Norte, según él lo deseaba. Por estos fundamentos y lo más que resulta de autos, se con­cluye que el general de división Francisco de Paula Santan­der ha inírinigido el artículo 26 del tratado 89, título 10 de las ordenanzas del Ejército, que impone pena de horca a los que intentaren una conspiración, y a los que sabiéndolo, no lo denunciaren. Ha infringido el artículo 4? del Decreto de 24 de noviembre del año de 26, por el qute se prohiben las reunio­nes clandestinas, y oon más eficacia el Decreto de 20 de fe­brero del ijresente año contra los conspiradores. En resta vir­tud se declara que el general Santander se halla incurso en la calificación que comprende el segundo inciso del artículo cuar­to de este último Decreto, y se le condena, a nombre de la República y por autoridad de dicho Decreto, a la pena de muerte y confiscación de bienes a favor del Estado, previa de­gradación de su empleo, conforme -a ordenanza, consultándose esta sentencia para su aprobación o reforma oon S. E. el Li­bertador Presidente.

Rafael Urdaneta.—Tomás Barriga y Brito

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NQ i n

Proyecto de establecimiento de un gobierno monácquico en Colombia.

(Tomado de los documentos publicados en los periódicos de la Nueva Granada, después de la muerte de Bolívar)

Nota dirigida al secretario general de Bolívar, por el Pre­sidente del Consejo de Ministros de Ckilombia.

Bi^otá 20 de septiembre de 1829

Señor Secretario general de Su Excelencia el Fresldent,; Li­bertador : Muy señor mío: he puesto en conocimiento del consejo de

ministros su apn-eciable comunicación fechada en Buijo el 6 de julio último, en la que V. me participa la Insistencia do S. 'E. el Presidente Libertador para que se solicite la pro­tección de una nación europea, que no sea España, a fin de salvar a América de los maks que la aquejan actua'mente y de los que la amenazan todavía; el consejo, siempre dispuesto a ejecutar las órdenes de S. E., se ha ocupado en buscar los medios para hacer viable ese proyecto.

Ahora bien, ha creído que se debía empezar por Colombia, cuya prosperidad y bienandanza han .sido muy principalmente confiadas al Libertador, y que con el buen resultado que daría en ella la influencia de una potencia europea, serla luego un modelo para los otros Estados y les serviría de ejemplo para que hiciesen ellos, por su psirte, una cosa pairecida.

El consejo ha estimado igualmente que para que los efectos de esa Influencia sean provechosos a nu:stra nación se debería aplicar toda la atención a su organización interna, la que, una vez bien consolidada de manera que ins-pirara seguridad y con­fianza, libraría al país de la ana-rquía que agita a los otros Estados y garantizaría el goce de la paz social; con arreglo a estas consideraciones, el consejo ha formulado .su dictamen, del que tengo el honor de transmitirle una copia, (N9 1) y que he recibido el encargo de poner en ejecución.

De acuerdo con ese parecer, he celebrado conferencias con los señores comisarios de S. M. C. y encargado de nego­cios de S .M. Británica; como les encontrara favorables al

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proyecto que les confiaba y que me han ofrecido pener en conocimiento de sus gobiernos, apoyándolo por su parte, les dirigí las notas que aquí van adjuntas en copias (Nos. 2 y 3) y sus contestaciones (Nos. 4 y 5).

En consecuencia, di las Instrucciones que estimé del caso a los señores Palacios y Madrid (1) que encontrará V. reprodu­cidas en los números 6 y 7.

Me atrevo a esperar que esta negociación cerca de los go­biernos francés e Inglés tendrá pleno éxito, según lo que me han dicho los señores Bcesson y Campbell; si así fuera ha­bríamos dado un paso muy impértante pjara la consolidación de Colombia y susceptible de producir los mejores resultados en el porvenir.

Si obtenemos el asentimiento de esas dos potencias para el establecimiento de una monarquía constitucional y si am­bas, o por lo menos uno de ellas, se ofrecen a intervenir de ma­nera positiva, el congreso podrá decidirse a adoptar el pro­yecto que le será presentado, en cuanto le vea apoyado tan eficazmente.

No tengo que repetir aquí las razones en que se fundó el Consejo para decidirse por ese proyecto, ya que están ex­puestas extensamente en los documentos que le envío; ade­más S. E. el Libertador las conoce ya perfectamente.

Tampoco tengo nada que decir del por qué no he solicitado de Inglaterra lo que solicito de Francia, pues en las Instruccio­nes dadas al señor Madrid, se explica suficientemente; sólo habrá de manifestar a V. que el comisario de S. M. 'C. ha acogido oon tanto calor la propeslclón que le hice, que le ha parecido oportuno hacerla llevar por el duque de Montebello, ccn objeto de que, dado el crédito de que disfruta, pueda apo­yarla y hacerla aceptar con más facilidad, y con ese objeto el duque sale hoy para su pais.

El consejo espera que esas gestiones y la finalidad que per­siguen habrán de merecer la aprobación de S. E. el Liberta­dor, aprobación que estoy persuadido habrá también de me­recer la manera con que he llevado esa negociación.

Quedo, etc.,

Firmado: J. M. DEL CASTILLO

1 Lseuntlro Palai-ins ora « I i sa/ún ag.'nte corindearial d») gobitrrno de Colombia rerra dol df Frinifia, y JOHÍ'> {''«'rnáiidex Mudríd, enviudo e<(lr.-iordinattf> y niiniíi-Irii j)li-iiÍjMtleii(-i;iriu i'»Tra ih I {loltii-riin lirilúiiiio.

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DOCUMENTOS QUE SE MENCIONAN EN LA NOTA PRECEDENTE

N9 1

Extracto de una resolución temadla en consejo de ministros en Bogotá

En la reunión del consejo de ministros del 3 de septiembre de 1829, se leyó una comunicación del secretario general del Presidente Libertador, fechada en Buljo el 6 de junio anterior, en la que encarga, por segunda vez, al consejo de ministros, que busque la manera de obtener para Colombia la protección de una o de varias grandes petencias para ayudarla a conte­ner el torrente anárquico que devasta a la América, antes es­pañola, y preservarla de la destrucción que la amenaza si no se adoptan medidas prontas y eficaces.

Este importante asunto ha sido objeto, durante largo tiem­po, de la atención y de las profundas meditaciones del consejo.

Se ha estimado que jamás se obtendrá el apoyo y los auxi­lios de una gran nación, mientras CJolombia no tenga un go­bierno estable en el que se pueda confiar; pues, de no ser así, el gobierno europeo, cualquiera que fuese, al que acudiéramos, temería que, lo que tardat-a en llegar la ayuda solicitada, es­tallase una revolución y sobreviniese un cambio en la admi­nistración y que esos socorros fuesen reclamados per el par­tido triunfante

Se ha considerado pues, necesario prccuraír antes consolidar y dar estabilidad al gobiemo de la república.

Ya el consejo se había preocupado de la cuestión de saber qué forma de gobiemo convendría más a Colombia, y per una­nimidad se llegó a la conclusión de que una monai-quía cons­titucional presentaba toda la fuerza y estabilidad que debe tener un gobierno sólidamente constituido, a la vez que da al -pueblo y a los ciudadanos todas las garantías necesarias pa­ra asegurarles su bienestar y su prosperidad.

Desde luego, es ail futuro congreso convocado para el mes de enei-o próximo, al que corresponde decidií' acerca de este cambio de forma de gobierno, pero como los diputados ele­gidos son personas de confianza y amigos del gobierno, hay

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grandes probabilidades de que el congreso adopte el cambio Indicado y constituya a Colombia en una monarquía.

Partiendo de esta hipótesis, los miembros presentes del con­sejo unánimemente han sido de opinión de que era ya tiem­po para que el ministro de relaciones exteriores entablase sin demora, aunque guardando la reserva natural, una negociación con los agentes dlpdomáticos de Inglaterra y de Francia, ne­gociación que habría de limitarse:

19 A explicarles, per todas las razones que las circunstan­cias Imponen, la necesidad que tiene Colombia de organizarse definitivamente y de cambiar la forma de gobiemo por una monarquía constitucional; que, auncuando tiene incontestable­mente el derecho de darse el gobierno que le parezca mejor, sin embaigo, en Interés de un acuerdo y de una buena armo­nía, el consejo de ministros desea saber si podría contar con el asenstlmiento de los gobiernos de S. M. Británica y de S. M. C. en caso de que el congreso decretase la monarquía cons­titucional.

29 Habrá de Indicárseles que el consejo estima que el Li­bertador deberá gobernar mientras viva con ese titulo y que el de rey o monarea sólo lo tomará su sucesor;

39 Habrá de preguntárseles si sus gobiernos reconocerían a Colombia la libertad de designar el Libertador, el piríncipe, la rama o la dinastía que más conviniera a los intereses del país.

49 Finalmente, al señalarles toda la importancia de la de­cisión que adoptará probablemente el congreso para nuestra organización y para la del resto de América, habrá que ha­cerles comprender que, en el caso, también muy probable, de que los Estados Unidos del Norte y las otras repúblicas de América se declarasen contra Colombia, reclamaríamos a con­secuencia de esa circunstancia la poderosa y eficaz interven­ción de Inglaterra y de Francia a efecto de Impedir que, por ningún medio, Colombia se viese Inquietada o perturbada en el ejercicio del derecho indiscutible de que habría hecho uso al darse la forma de gobierno que más la agradara; esta in­tervención podrá reclamarse de una o de varias petencias. Se dejará entrever al comisario francés, aunque sin compromiso alguno de nuestra parte, que, llegado el momento de escoger entre las ramas de las casas reales de Europa, el consejo es­tima que Colombia se decidiría lei- un principe de la casa real

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de Francia, teniendo en cuenta que la religión es común a am­bos países y per otrais muchas razones políticas.

Aquí termina el dictamen del consejo de ministros.

N9 2

Al «eñoi- Carlos de Bresson, comisario de S. M. el rey de Francia.

Bogotá 5 de septiembre de 1823

El 'gobierno de S. M. Cristianísima tuvo la bondad de tes­timoniar al de Colombia, per conducto de V. el deseo que le anima de que estte país se consolide y de que S. E. el Presi­dente Libertador lo gobierne todo el tiempo que sea posible: ,el corLsejo de ministros apM'ecianc^o como debe esos senti­mientos y en justa correspendencla me ha autorizado piara que le dé a conocer el proyecto que está preparando de or­ganizar la nación en tal forma, que su gobierno ofrezca toda la estabilidad deseable e Inspire seguridad y confianza. Hace ya bastante tiempo que los hombres de orden y de bien de Colombia están convencidos de que un gobierno electivo no conviene a este pais. Los sucesos de Venezuela, en 1826, fue­ron una consecuencia de la reelección del vice-presidente San­tander, y, sin el rápido regreso del Perú de S. E. el Libertador, hubieran sido funestos para Colombia. La unión tal vez se hubiera roto; la guerra civil hubiera sido inevitable; los in­tereses personales hubieran llevado a los pueblos a destruirse mutuamente; las diferentes castas habrían desempeñado su papel en la lucha; y teniendo en cuenta las diferentes razas que pueblan a Colombia, se hubiera podido temer que nues­tra situación fuera peor que la de Centro América, México y iRlo de la Plata. La mano del Todopedercso, por medio del Libertador, ha hecho desaparecer los males quie nos amenaza­ban y la convención, que entonces se convocó, hubiera podido hacer el bien si, considerando lo que acababa de suceder, hu-blase establecido un gobierno como lo exigían las circunstan­cias y lo requerían nuestras necesidades; pero era Imposible que el remedio que se esperaba viniese de una asamblea in­tegrada como aquélla lo estaba, en gran parte per miembros animados de odios, de rencillas y de pasiones Innobles.

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La disolución de la convención dio el buen resultado de poner de manifiesto cuál es-a la voluntad de los pueblos.

El grito lanzado en la capital resonó en toda la república, y entonces se reconoció que lo que se pedía era un gobierno fuer­te, vigoroso y enérgico, con el Libertador por jefe. Quedó de­mostrado que las teorías anteriores no eran del gusto de la nación y que no había analc^ía alguna entre las aspiraciones de los colombianos y lo que querían algunos de sus mandata­rios. Estos, en el colmo del apasionamiento, meditaron el ho­rrible atentado del 25 de septiembre del año pasado; pero la Providencia, al velar per los días del Libertador durante aque­lla noche funesta, sa:vó de nuevo a Colombia de los desastres que el genio del mal Iba a vomitar sobre ella.

El pensar en las consecuencias que habría tenido ese com­plot infernal y el recuerdo de todos los acontecimientos qué le precedieron corroboraron la opinión de los verdaderos pa­triotas, de que era indispensable cambiar la forma de gobier no en Colombia.

El sistema electivo pedria prolongarse durante la vida del Libertador, que sería leeilegido cuantas veces lo p«rmitie(ra la ley; peu'o ¿después de la muerte de S. E. quién lo susti­tuiría?

Pretendientes al poder supremo aparecían entonces en gran número, pero no pudiendo quedar satisfechos todos a la vez, se repartirían entre ellos el territorio y Colombia dejaría de existir. Esta no es una quimera, muchos lo han pronosticado y está además en la naturaleza de las cosas.

Ninguno de los nuevos Estados ha pedido resistir la prueba de las elecciones; Colombia, que tiene el mismo origen que ellos y cuyos habitantes tienen las mismas costumbres, la misma educación, las mismas inclinaciones, no quedarla mucho tiempo Ubre de los mismos males.

Las antipatías locales, que son tal vez aquí más fuertes que en los otros Estados, se revelarían poderosas en semejante cir­cunstancia y los males que serian su consecuencia, tendrían mayor alcance aquí que en otras piarles.

Este temor a la anarquía y a los desórdenes que harían que Colombia se perdiese para Europa, para la civilización y para el comercio y que no pudiésemos ll:gar a la posteridad sino el espectáculo de revoluciones y de desastres, ha inducido al consejo de ministros a pensar en la instauración de una mo-

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narquía constitucional en Colombia; régimen con el cual es­tán asegurados el orden, la tranquilidad, el respeto a -los derechos individuales y el goce de una libertad racional, a la vez que se adapta mejor a nuestro pais que, después de haber estado regido monárquicamente 'durante varios siglos, vio lue­go pener en práctica las teorías de una libertad ilimitada, sin provecho alguno.

El consejo ha pedido convencerse de que tal era la voluntad más explícita de la nación. No atreviéndose a proclamar su opinión antes de contar con un apoyo, sus miembros han em­pezado por divulgarla discretamente en cartas a ,sus amigos y a personas respetables de los departamentos y al verla bien acogida se han dedicado a generalizarla. En la mayor parte de las provincias han sido designados para el congreso diputa­dos cuyos sentimientos en favor de la forma de gobiemo de­seada son perfectamente conocidos: per consiguiente el con­sejo espera que el Congi-eso constituyente, estando integrado en su mayoría por hombres como esos, habrá de proclamar dicho sistema.

NI el consejo de ministros, ni el Congreso, ni la nación po­drán jamás olvidar al Libertador, cuyos servicios eminentes quedarán para siempre grabados en el corazón de los co­lombianos amantes de su patria. En torno a Su Excelencia se unen todos los sufragios, él es el único capaz de ¿esténer al país y de consolidar el gobierno; necesariamente tiene que estar encargado, mientras viva, de gobernar a Colombia, no con el título de monarca, que el Congreso no iba a confe­rirle y que Su Excelencia tampoco habrá de aceptar, sino con el de Libertador, que es para Su Excelencia una propiedad ad­quirida por la gloria. Su sucesor podrá ostentar el otro tí­tulo, si es que nada se opene a eüo en el porvenir; será reco­gido en una de las familias reales de Europa, probablemente en la de Francia, con quien por mil motivos conviene a Co­lombia estrechar sus relaciones. Tal es el proyecto del con­sejo de ministros en toda su extensión. Podría ser que el Li­bertador, que procede siempre con tanta dignidad, estimase opertuno introducir alguna modificación en los términos de ese proyecto, cuando lo 'haya examinado, pero de lo que el consejo desde ahora puede responder es de que por parte de Su Excelencia hay la Intención decidida de apoyap; lo que decida el Congreso, considerando el voto de la mayoría

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como la expresión de la voluntad general a la que, como lo ha dicho Su Excelencia, considera como un deber obedecer. Ahora bien, todo hace presumir que el Congreso, dadas las personas que hayan de ser llamadas a integrarle, teniendo en cuenta lo que ha pasado en Colombia y lo que pasa en los otros Estados de América, donde domina la demagogia y una li­bertad sin limites decretará el sistema de gobierno de que se trata. El consejo abriga al respecto fundadas esperanzas y para estimular más aún al Coi^reso en su resolución y apar­tar todo obstáculo que pudiera venü- del exterior, ha decidido solicitar el consentimiento explícito de los gobiernos europeos, con los cuales Colombia mantiene relaciones amistosas y que se Interesan por su suerte y al efecto me ha autorizado a pe­dir por vuestro conducto el asentimiento del gobierno de S. M. Cristianísima.

El consejo sabe perfectamente que Colombia, en el ejercicio de su independencia y de su soberanía, puede darse las ins­tituciones que le convengan sin necesidad de consultar a los demás gobiernos; pero lejos de obrar así, le parece muy con­veniente ponerse de acuerdo con sus amigos para que el püan proyectado, si se lleva a cabo, tenga un éxito completo.

Es muy probable que este plan encuentre oposición por parte de los gobiernos de los otros Estados americanos que, en­contrándole en contradicción con los principios de libertad exagerada que han adoptado y considerándolo como un ejem­plo peligroso para ellos, trataran por lo tanto de contrarres­tarlo. Bs sobre todo, de temer que el gobierno de los Elstados Unidos del INorte tam,bién trabaje con el mismo fin pues ya dio a sus plenipotenciarios en la asamblea americana ins­trucciones que les prescriben aconsejar- a las antiguas co­lonias españolas la adopción de organizaciones federales y emplear todos aquellos medios que h sugiera su animadver­sión y rivalidad, para impedir que Colombia se constituya en forma tan opuesta a sus miras y que hasta juzgará opuesta a sus intereses.

Ante semejante eventualidad, Colombia debe buscar en Eu­ropa un apoyo capaz de defenderla de las Intrigas y de las maquinaciones de los Estados Unidos y de los otros Estados, que el gobierno de Washington trataría de atraerse a su cau­sa. Ese apoyo, cree el consejo poder encontrarlo en el gobierno de S. M. Cristianísima, estando interesado, como lo está, en

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que los principios monárquicos se generalicen y en que los demagogos, enemigos de una prudente libertad, sean rechaza­dos en todas partes. La Intervención de Francia, en esta cir­cunstancia, ofrecería mutuas ventajas para ambas naciones; y el consejo se pei-mite solicitarla por mediación de V. para asegurar el éxito del proyecto que tiene el honor de comuni­carle.

Si Fi-ancia, esa nación magnánima y su ilustre gobierno tienden una mano generosa a Colombia, ésta nunca será in­grata; en cuanto disfrute del orden y de la tranquilidad bajo la dirección de un gobierno fuerte y perfectamente constituí-do, recompensará el servicio que se la hubiere prestado con todas las ventajas que pudiera conceder y que serían tanto más efectivas y duraderas, cuanto que sus instituciones estarían más consolidadas.

El consejo de ministros desearía pues saber: 19 SI el gobierno de S. M. Cristianísima daría su asenti­

miento al establee miento en Colombia de un sistema poltílco como el de que se hace mención;

29 Si querría intervenir eficazmente, con el fin de que las instituciones monái-qulcas se pudiesen establecer y mantener en este país.

El gobiemo de Colombia espera que V. se dignará elevar esta nota a conocimiento de S. M. Cristianísima prestándola el apoyo que V. estime quo merece el proyecto en cuestión, pxH- su ImpertanCia para nuestros países respectivos.

Quedo con este motivo, etc..

Firmado: ESTANISLAO DE VERGARA

N9 3

Al señor coronel P. Campbell, encargado de negocios de S. M. Británica.

5 de septiembre de 1829

Autorizado per el consejo de ministros para poner en cono­cimiento de V. el proyecto meditado para organizar la nación colombiana en foi-ma tal, que su gobierno presente toda la estabilidad deseable e Inspire seguridad y confianza, me apre-

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suro a dar cumplimiento a ese encargo Nota—A p>artlr de este preámbulo, la nota dli'iglda al coronel Campbell es reproducción exacta de la enviada al señor Bresson, menos en su quinto párrafo en el que, después de decir que el sucesor del Libertador sería buscado en una de las familias reales de Europa, el ministro de relaciones exteriores de Colombia omi­tió añadir en la nota al encargado de negocios Inglés, "que ese sucesor sería escogido probablemente en la de Francia con quien por mil motivos conviene a Colombia estrechar sus relaciones".

Fuera de esa supresión, la únicas variaciones consisten en las palabras "S. M. Británica" en lugar de ' S . M. Cristia­nísima".

N? 4

A Su Excelencia el ministro de relaciones exteriores de la República de Colombia.

Bogotá, 6 de septiembre de 1829

Señor Ministro: he recibido con los sentimientos que no podía menos de Inspirai-me, un testimonio de tan alta con-flanísa en el gobierno de S. M. Cristianísima y en mi mismo, la nota que Vuestra Excelencia me ha hecho el honor de dirigirme ayer 5 de los actuales, por duplicado. Sin pérdida de tiempo, remitiré el original al gobierno de Su Majestad, y el señor Duque de Montebello, a quien se la confió, saldrá el miércoles 9 del mes en curso para Cartagena, donde se em­barcará a bordo del buque correo inglés. El mismo se en­cargará, solícito, de todos los pliegos que Vuestra Excelencia estime oportuno remitirme para los señores Madrid y Pala­cios.

Aprovecho esta opertunldad para informar a Vuestra Ex­celencia que bajo mi resiensabilldad suspendo mi salida de Bogotá, hasta recibir nuevas Instrucciones del gobierno de Su Majestad. ESta resoluclóin me pe)i-mitlrá continuar con Vuestra Excelencia unas relaciones a las que concedo tan gran impertancia.

Tengo el honor, señor Ministro, etc.,

Firmado: BRESSON

Comisario de Su Majestad el rey de Francia

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N9 6

Al honorable ministro de relaciones exteriores de Colom­bia.

Legación Británica, Bogotá, 7 de septiembre de 1829

Señor ministro: tengo el honor de acusar a V. recibo de su carta de ayer, que reproduce lo que tuvo la amabilidad de co­municarme de palabra, en la conferencia que tuve la honra de celebrar con V. el 5 de los actuales y por correo de esta fecha transmitiré su comunicación al gobierno de Su Ma­jestad.

Dado el vivo interés que mi gobierno siente por Colombia, no dudo de que esté siempre deseoso de contribuir a su bien­estar y a su prosperidad por todos los medios que estén a su alcance y de que el contenido de la carta que V. me dirige sea-acogido con toda la consideración, debida no sólo a la amistad que el gobierno de Su Majestad ha testimoniado siem­pre al de Colombia y al deseo de que siempre ha hecho gala este último de mantener las relaciones más íntimas y amis­tosas con el gobierno de Su Majestad, sino por los buenos sentimiientos que Colombia ha experimentado slemrí.-e pera con la Gran Bretaña, como también por la confianza que aho­ra testimonia el gobierno de Colombia para con el de Su Majestad.

!No oreo necesario repetir lo que tuve el honor de expresar a V. en nuestra conferencia del 5 do los actuales; sólo habré de expresar la esperanza de que el ministro de Colombia en Londres reciba las instrucciones necesarias para entrar en francas explicaciones sobre todos los puntos de que trata su carta, seguro como estoy, de que habrá de encontrar una aná­loga franqueza de parte del gobiemo de Su Majestad.

Sírvase V., etc.. Firmado: CAMPBiEIiL

N? 6

Honorable señor Leandro Palacios, agente del goblei-no de Colombia en París.

Bogotá 8 de septiembre de 1829 Muy señor mío: por la copia adjunta de la resolución to­

mada en consejo de ministros, quedará V. impuesto del pro-

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yecto adoptado para la organización de Colombia, así como de la proposición que he hecho a ese respecto, con autoriza­ción del propio consejo de ministros, al señor comisarlo de S. M. Cristianísima cerca de nuestro gobiei-no, y es un deber para mí, al dar a V. instrucciones más amplias, trazarle la línea de conducta que habrá V. de seguir.

Desde luego, no le extrañará que se trate de establecer en Colombia un orden de cosas dm-adero que, tanto en el inte­rior como en el exterior, pueda Inspirar seguridad y confian­za. Diez y nueve años de revoluciones y de teorías han de­bido acabar con la paciencia de todos y hecho sui^ir en la opinión una tendencia hacia el régimen monái-quico consti­tucional, único susceptible de ofrecer en toda su extensión las garantías sociales, que, per tener una fuerza más allá de miras ambiciosas, mantiene ©1 orden y la tranquilidad a pe­sar de las fluctuaciones a que todas las Instituciones humanas están sujetas. Hubo un tiempe en que nuestros pueblos, en­tusiasmados al ver la felicidad de que disfrutaba el norte de este hemisferio bajo la dirección de un gobierno federal, quisieron establecerle entre nosotros; pero el ensayo que se hizo demostró que semejante sistema constituía un veneno mortal para hombres que desconocían el arte del gobierno y para pueblos como los nuestros, de los que en verdad puede decirse que no tienen más virtud que la de conocer sus de­fectos. Esas Ideas fueron desechadas al principio de nuestra res-eneraclón; la constitución de (oúcuta estableció un gobierno central, lo que ya fue un principio de bien; pero hizo electivo al primer magistrado, lo que fue origen de los males que han afligido a nuestra patria comtin.

Si el sistema actual de las elecciones continúa en Colom­bia, habremos de perder para siempre la esperanza de verla tranquila y sosegada y de progresar. Hay aquí muchos hom­bres que rivalizan enti'e- .sí y que no pueden tolerar que uno di;- sus iguales sea elevado a la primera -magistratura, a la que se creen con derecho igual por sus servicios y méritos, y de ahi surgió un semillero inagotable de desórdenes, tras-tomos y a veces hasta de sangrientas guerras civiles. SI el período por el que se elige es corto, esas divisiones serán más frecuentes; si es largo serán más violentas y temibles, porque entonces el apetito del poder es mayor y porque las esperan­zas de los aspirantes se ven frustradas durante más tiempo.

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Tenemos pues que renunciar a un sistema político que, en nuestra patria, no ofrece ninguna ventaja y está expuesto a tan graves inconvenientes. Conservándole, la unión de los pueblos que Integran a Colombia y que constituyen su fuer­za, se destruirá muy pronto: las rivalidades entre granadinos y venezolanos, que los enemigos del orden se han esforzado en avivar en estos últimos años con tan siniestros propósitos, renacerán por sí mismas a cada elección.

Si el presidente fuese granadino, el'o constituiría un mo­tivo de descontento para los venezolanos, que los aspirantes al poder no dejarían de explotar; si fuese venezolano, los habi­tantes de nuestras provincias le mirarían con malos ojos y esas acusadas antipatías al pasar de las personas a los pue­blos, darían por resultado una ruptura muy difícil de evitar y que tendría las más funestas consecuencias. El que slend-j granadino tratase de prevenir el mal, tendría que hacer fre­cuentes concesiones a los venezolanos y pasar por donde ellos quisieran, hasta fuera de la legalidad. SI fuera venezolano tendría que seguir la misma actitud para con los granadinos; pero entonces tales preferencias irritarían a la gente y ui. gobierno que diera muestras de semejante debilidad sería esen­cialmente malo para el pais. Que se busque donde se quiera, que se hagan todas las modificaciones posibles e imagnables siempre resultará que el sistema electivo es el peor de todos para Colombia, para su estabilidad y para su bienestar.

Así pues, debemos procurar que el primer magistrado no sea ya electivo y que, estando rodeado de prestigio y de fuerza, conserve el orden y la paz en el interior, de suerte que al ha­cer progresar a la nación al amparo de su autoridad, la haga respetar en el exterior. Francia y la Gran Bretaña nos dan el ejemplo de lo que son los países regidos en esa forma, mo­delos que merecen ser imitados por Colombia, que puede lle­gar a ser una gran nación en cuanto esté gobernada consti­tucionalmente por un gobierno que ponga un freno a los ambiciosos y un limite a sus pretensiones.

Nuestros pueblos tienen costumbres monái-quicas, per haber vivido por espacio de varios siglos regidos por una monar­quía; cuando se hubieron declarado independientes, la em­briaguez que les produjo su victoria sobre el poderío español les hizo pensar en la posibilidad de una libertad ilimitada,

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que la experiencia no ha tardado en demostrarles como per­judicial para sus intereses.

Los miembros del consejo de ministros se han convencido de la vuelta de todas las mentes hacia el antiguo sistema de go­bierno y ello mediante la correspondencia sostenida con per­sonas respetables e Influyentes de cada departamento, que llevadas de esas mismas ideas, tratan de generalizarlas. En Bogotá hemos provocado una reunión secreta de notables pa­ra conocer su manera de pensar, que ha coincidido con la nuestra. Se está preparando un proyecto de constitución sobre la base del gobierno inglés; pronto se publicará, y se lo en­viaré a V. sin demora; tiene por objeto unificar la opinión y prepararla para el momento en que se reúna el congreso constituyente; oomo la mayor parte de los diputados que ha­brán ds Integrarlo, son partidarios de nuestras ideas, el con­sejo abriga la esperanza fundada de que aquéllas serán adop­tadas. La prueba más concluyente de la opinión de los pue­blos está en que conociendo el proyecto qu? se meditaba han elegido como diputados a hombres que sabían que estaban dispuestos a apoyarle. Fiándose en esos precedentes, el con­sejo se ha decidido a hacer gestiones para solicitar el asen­timiento de los gobiernos de Francia y de la Gran Bretaña, con el objeto de que ese cambio en nuestras instituciones se opere sin ningún obstáculo en el exterior y con cierto pres­tigio en el Interior. Por ordien del consejo, he tenido ccn-versaclones acerca de ese cambio con el comisarlo de S. M. Cristianísima y con el encargado de negocios de S. M. Bri­tánica; ambos lo han reconocido necesario para Colombia y me han ofrecido informar de ello a sus gobiernos, que no dudan acojan favorablemente la noticia. <3on objeto de que k. propeslclón sea mejor acogüda, el señor Bresson la '-nvía con el señor duque de Montebello, con el que V. se pondrá de acuerdo respecto de lo que crean que se haya que hacer Como V. verá, el proyecto consiste en proclamar desde aho­ra una monarquía oonstltucjional a cuya (^ibeza estará el Litertador, de per vida. Este es el punto esencial que no ad­mite modificación. Su Excelencia es el creador y el susten­tador de Colombia; la nación le debe inmensa gratitud y está obligada a demostrárselo confiándiole sus destinos mlenXJras viva. Bien sabe ésta que el Libertador no abusa de los po­deres que se le entregan y que -hace uso de ellos siempre en

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¡¡nterés de la patria. Por esta razón, la voluntad general es que Su Excelencia conserve el poder. Insista V. sobre este punto y emplee todos sus esfuerzos para obtener el consen­timiento explícito del gobierno francés acerca del mismo, lo que no le será difícil ya que el señor Bresson ha significado a nuestro gobierno que el de S. M. Cristianísima vería con gusto al Libertador al frente del gobierno de Colombia duran­te el mayor tiempo posible.

(Hará V. observar que, para el éxito mismo del cambio de gobierno, es* de desear que el Libertador ejerza el poder de por vida. De ese modo se pasaría por una suave transición a la monarquía; los pueblos, al perder el recuerdo de Las elec­ciones y al acostumbrarse a ver.se gobernados en forma per­manente por el Libertador, se mostrarían méis dispuestos a aceptar a un monarca. Los elementos monárquicos que nos faltan, se podrían ir formando durante ese tiempe, no sólo mediante un senado hereditario del que saldría una ai'isto-cracia, sino por el aumento de la fortuna de las gentes que tengan un espíritu emprendedor y por los progresos que ne­cesariamente habrá de hacer el comercio, bajo los auspicios de una administración que inspire segm'idad y confianza. La base principal del proyecto descansa, pues, sobre esas com­binaciones sin las que no se podría en el futuro conseguir nada; esto es lo que habrá V. de exponer al gobierno de S. M. Cristianísima.

El sucesor del Libertador no ha sido todavía designado, ni hay posibilidad de que lo hubiera sido. Esto será obra del tiempe, de los acontecimientos y de la opinión pública. El •Congreso constituyente taimpeco pou'rá esaogerlo quizás ya que no sabe sobre qué pie se establecerán nuestras relaciones con las potencias europeas, ni con cuál de ellas será más ven­tajoso para nosotros estrecharlas. Hay que ilustrar al pue­blo sobre este punto del que habrá de depender su felicidad futm-a; pero no habiendo tiempo, lo único que el Congreso podrá hacer desde ahora, es determinar el procedimiento que se deba seguir para la elección del sucesor de Su Excelencia. Si se le hiciesen a V. preguntas al respecto, contestará V. en este sentido al gobierno francés, asegurándole, sin embar­go, que el consejo de ministros está persuadido de que lo que más convendría a Colombia sería un príncipe de la casa real de Francia, Pedí, de acuerdo con lo que había sido resuelto

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por el consejo, que el gobierno de S. M. Cristianísima inter­viniese eficazmente, con objeto de que las instituciones mo­nárquicas se estableciesen y se mantuviesen en Colombia. Desde luego, le preguntarán a V. qué clase de intervención desearíamos que ese gobierno ejerciera en el país. A esa pre­gunta ledrá V. contestar que el consejo solicita no sólo la intervención moral del goblei-no francés para apoyar el prin­cipio monárquico en Colombia, sino también en caso nece­sario prestándonos su ayuda en hombres, armas y dinero; y que desde ese momento el gobierno de Colombia espera que el de S. M. Cristianísima dará instrucciones y poderes a su comisarlo, el señor Bresson, con objeto de que pueda negociar un convenio en el que- se estipulen las ventajas que en com­pensación podría otorgar Colombia.

Insistirá V. mucho en este punto, por ser del que depende en g -an parte el éxito del proyecto y por ser el mejor medio de alentar a sus partidarios, de tranquilizar a los tímidos y de imponer respeto a los pei-versos que podrían conspirar para hacerlo fracasar. La determinación de Francia se-ría un freno para las potencias que quisieran perjudicarnos sobre todo pa­ra España, que no tendría más remedio que ceder en relación con nosotros.

Otra manera de intervenir consistiría cn que el gobierno francés diera también al señor Bresson poderes para concer­tar el tratado de amistad, comercio y navegación, que se ha propuesto, tan pronto como el Congreso haya decretado la forma de gobierno que ss desea. Este convenio, muy práctico, nos procuraría ya las ventajas del reconocimiento de Franela y el establecimiento de relaciones comerciales con ella, inde­pendientemente de los beneficios que obtendríamos del régi-mn monárquico. Sin embEírgo, si por aoontecimientos qi S no pueden preverse, el Congreso no decretara la forma de un gobierno monárquico, no habi-á V. de proponer el primer tratado sino con mucha reserva, pero continuará V. sus ges­tiones para conseguir la firma del segundo, cualquiera que haya de ser el gobierno que definitivamente adopte (Colom­bia, con tal de que pueda inspirar seguridad y confianza.

La intervención que se pide a Francia no ha sido solicita­da de la Gran Bretaña, porque el consejo considera que la primera de esas dos petencias está en mejores condiciones pa­ra concedérnosla. As pues, habrá V. de esforzarse en con-

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seguirla con objeto de que las miras del consejo no se frus­tren ni sus esperanzas se malogren. Comunicará V. inme­diatamente al señor Madrid cuanto haya V. hecho de acuer­do con estas Instracclones, con el objeto de que le tenga en cuenta en sus negociaciones con la Gran Bretaña; no des­cuide V., además, el obtener una pronta contestación del go­bierno francés y comunicái-mela -en s-gulda.

Quedo, etc.. Firmado: ESTANISLAO DE VERGARA

N9 7

Honorable señor José Fernández Madrid, enviado extraor­dinario y ministro plenipotenciario de Colombia ante S. M, Británica.

Bogotá, C de septiembre de 182a

Muy señor mío: ei consejo de ministres, persuadido como está del deber que tiene de trabajar par el bienestar de Colombia, con tcdos los medios a su alcance y de que ese objeto no se conseguirá mientras el país no se organice de una manera regular, que inspire confianza y seguridad, ha meditado mucho acerca de cuál pudiera ser la foi-ma de go­bierno que podría constituirse con ese fin y que procurase para siempre la estabilidad de la nación; el resultado de sus meditaciones ha sido que la monarquía constitucional sería la única aceptable; en tal virtud, se ha decidido a poner en práctica los medios adecuados para la realización de ese plan, y después de haberse convencido de que el Congreso constitu­yente compai-tiría su opinión, ha estimado conveniente obte­ner el asentimiento de los gobiernos de Francia y de Ingla­terra, para que el plan proyectado no encuentre obstáculos en su ejecución en el Interior ni en el exteríor. Se me ha autorizado, pues, para proponerlo así al señor encargado de negocios de S. M. Británica y al comisarlo de S. M. CTrlstia-nlsima; a quienes, después de celebrar varias conferencias con ellos y de haber ofrecido someter ese plan a sus gobier­nos y apeyarlo con toda su influencia, les he dirigido las no­tas de que tengo el honor de adjuntarle copias señaladas con

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el número 1 y me han contestado con las que hallará V. tam­bién adjuntas con los números 2 y 3.

Creyendo fundadamente que el comisarlo fjjancés se Intere­sa grandemente en este proyecto y que al escribir a su go blerno se lo ha recomendado calurosamente, he tenido que informar de todo ello al señor Palacios y darle sobre el asunto las instrucciones que le envío en copia adjunta, con el número 4. Por la lectura de ellas y por lo que ,s;e expresa en la presente nota, se penetrará V. de los motivos que tuvo el consejo para pronunciarse, como lo hizo con la esperanza de que su proyecto sea adoptado y para pedir de antemano su concurso a los gobierno de Francia y de Inglaterra. Hará V. cuantas esfuerzos le sean posible para oon,segulr lo que se solicita del gobierno ante el que está V. acreditado.

Las instrucciones dadas al señor Palacios le servirán a V. de norma para la negociación que se le confía. Deberá V. asegurar al ministro británico, si se lo pidiera en el curso de las conferencias, que tenga con V., que hasta ahora no se ha decidido nada acerca del sucesor que haya de darse al gene­ral Bolívar; que, aunque se estima que lo mejor serla tomar un príncipe de una de las casas reales de Eui-opa, nada se ha decidido acerca del particular; que se cree que el Con­greso constituyente, al no poder decidir esa cuestión, deberá dejarla a la decisión del Libertador, después de oír al sena­do, que será establecido por la Constitución y que se tendrá buen cuidado de que esté integrado por las personas más influyentes del país, bien per la clase a que pertenezcan, bien por los servicios prestados, o por sus méritos y talentos; aña­dirá V. que el gobierno de S. M. Británica será informado oportunamente de todo cuanto se relacione con este asunto y que deberá estar convencido de que les intereses de la Gran Bretaña serán consultados en el momento del arreglo defi­nitivo.

Advertirá V. que se ha pedido al gobierno francés un géne­ro de intervención que no se solicita del gobiemo Inglés. El comisarlo de S. M. Cristianísima ha solicitado que se hicie­se así y no hemos tenidos inconveniente en complacerle: 19 para Inducir a su gobierno más eficazmente a firmar un tra­tado y a reconocer explícitamente a Colombia; 2' para lle­varle a entrar en negoclaclon:s con España y obligar a esta petencla a reconocernos también, lo que no dejará de suceder

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si Francia se decide por su parte a ayudarnos con todas sus fuerzas, en la ejecución del proyecto para astablecer un go­bierno fuerte, fijo y estable, y 39 para interesarla todavía más en nuestro favor con esa muestra de confianza. El gobierno inglés no podría quejarse de que se haga esa proposición a Francia, puesto que su ministro de relaciones exteriores nos significó ya que Colombia no debía contar con su interven­ción acerca de España y que por lo tanto debía buscar otros medios para atraerse a esa potencia; en caso de que tras­cendiese algo de lo que se ha dicho a Fi-ancia, deberá V. dar esa excusa y hasta hacer comprender que la abstención del gabinete británico, en las actuales circunstancias, cuando se preparan nuevas expediciones centra los jóvenes Estados de América, ha obligado a Colombia a buscar un apoyo só­lido, que el gobierno inglés no quiso darle, para ampararía contra los proyectos hostiles de Espiaña; pero no deberá V. abordar esta cuestión más que en el case de que le hablen de ella directamente.

Es de temer, sin embargo, que si el gobierno Inglés llegase a sospechar de la proposición que se hace a Francia, las ri­validades y las envidias se avivarán, lo que podría perjudi­carnos; en ese caso, si V. considera que la impresión que hu­biera producido nos fuese desfavorable, queda V. autoLlzado para solicitar igualmente su Intervención en los mismos tér­minos que con Francia, poniéndose a ese respecto de acuerdo con el señor Palacios que, según se le ha recomendado, debe por ,su p)arte, tenerle a V. al corriente del curso de su nego­ciación. En fin, deben ustedes dos actuar de modo que el asunto que se les confía no se tuerza para Colombia, sino que por el contrario ésta saque todas las ventajas que el consejo de ministros se propuso al emprenderlo. No creo necesario advertirle que en todo esto no hay que comprometer el nom­bre del Libertador; pues como ya lo he dicho hasta ahora no se tiene de él más que la promesa de que apoyará la de­cisión del congreso, en cuanto no vea que domina una facción como la que se formó en la última convención; pero esto no es de temer por parte de las personas que han sido elegidas como diputados; así, si el Congreso se decide por cambiar la forma de gobierno, el Libertador 'hará respetai- su decisión; confiando en esto, el consejo de ministros ha Iniciado esta negociación, sin que sus miembros hayan tratado en ningún

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LA NUEVA GRANADA 329

momento, de obtener del Libertador una contestación pesltlva en relación con sus otras Intenciones, porque sabían que no la daría nunca, desde el momento en que estuviese personal­mente interesado en ella.

Después de haberle Informado de cuanto me ha parecido necesario acerca del asunto que nos ocupa, sólo me queda reiterarle las seguridades, etc.

Firmado: ESTANISLAO DE VERGARA

IV

Gaceta de Colombia. N9 449, 24 de enero de 1830

Mensaje al Congreso Constituyente de la república de Colombia en 1830

Conciudadanos!

Séame permitido felicitaros per la reunión del Congreso, que a ncmbre de la nación va a desempeñar los sublimes de­beres de legislador.

Ai-dua y grande es la obra de constituir un pueblo que sale de la opresión por medio de la anarquía y de la guerra ci­vil, sin estar preparado previamente para recibir la saluda­ble reforma a que aspiraba. Pero las lecciones de la histo­ria, los ejemplos del viejo y nuevo mundo, la experiencia de veinte años de revolución, han de serviros como otros tantos fanales colocados en medio de las tinieblas de lo futuro; y yo me lisonjeo de que vuesltira sa-bdduíía se elevará hasta ei punto de poder dominar con fortaleza las pasiones de algu­nos, y la Ignorancia de la multitud, consultando, cuanto es debido, a la razón ilustrada de los hombres sensatos, cuyos votos respetables son un precioso auxilio para resolver las cuestiones de alta política. Por lo demás hallaréis también consejos Importantes que seguir en la natm-aleza misma de nuestro país, que comprende las regiones elevadsis de los An­des, y las abrasadas riberas del Orinoco: examinadle en toda, su extensión y aprendei-éis en él, de la infalible maestra de los hombres, lo que ha de dictar el congreso para la felicidad de los colombianos. Mucho os dirá nuestra historia, y mucho

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nuestras necesidades: pero todavía serán más persuasivos los gritos de nuestros dolores por falta de repeso y libertad se­gura .

¡Dichoso el Congreso si proporciona a Colombia el goce de estos bienes supremos por los cuales merecerá las más puras bendiciones!

Convocado el congreso para compener el código fundamen­tal que rija a la república, y para nombrar los altos funcio­narlos que la administren, es de la obligación del gobierno instruiros de los conocimientos que poseen los respectivos mi­nisterios de la situación presente del estado, para que pedáis estatuir de un modo análogo a la naturaleza de las cosas. Toca al presidente de los Consejos de Estado y Ministerial manifes­taros sus trabajos durante los últimos diez y ocho meses: si ellos no han correspondido a las esperanzas que debimos pro­meternos, han superado al menos los obstáculos que oponían a la maroha de la administración las circunstancias turbulen­tas de guerra exterior y convulsiones Intestinas: males que, gracias a la Divina Providencia, han calmado a beneficio de la clemencia y de la paz.

Prestad vuestra soberana atención al origen y progreso de estos trastornos.

Las turbaciones que desgraciadamente ocurrieron en 1826. me obligaron a venir del Peni, no obstante que estaba resuel­to a no admitir la primera magistratura constitucional, para que había sido reelegido durante mi ausencia. Llamado con instancia para restablecer la concordia y evitar la guerra ci­vil, yo no pude rehusar mis servicios a la patria, de quien recibía aquella nueva honra, y prueba nada equívoca de con­fianza.

La representación nacional entró a considerar las causas de discoi-dia que agitaban los ánimos, y convencida de que sub­sistían, y de que debían adoptarse medidas radicales, se so­metió a la necesidad de anticipar la reunión de la gran con­vención. Se Instaló este cuerpo en medio de la exaltación de los partidos; y por lo mismo se disolvió, sin que los miembros que le compenian hubiesen podido acoidarse en las reformas que meditaban. Viéndose amenazada la república de una di­sociación completa, ful obligado de nuevo a sostenerla en se­mejante crisis; y a no ser que el sentimiento nacional hubiera ocurrido prontamente a deliberar sobre su propia conserva-

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LA NUEVA GRANADA 331

ción, la república habría sido despedazada por las manos de sus propíos ciudadanos. Ella quiso honrarme con su confianza, confianza que debí respetar como la más sagrada Ley. Cuando la patria iba a perecer podría yo vacilar?

Las leyes, que habían sido violadas con el estrépito de las armas y con las disensiones de los puzblos, carecían de fuerza. Ya el cuerpo legislativo había decretado, conociendo la ne­cesidad, que se reuniese la asamblea que pedía reformar la constitución, y ya, en fin, la convención había declarado uná­nimemente que la reforma era urgentísima. Tan solemne de­claratoria unida a los antecedentes, dio un fallo formal contra el pacto político de Colombia. En la opinión, y de hecho, la constitución del año 11 dejó de existir.

Horrible era la situación de la patria, y más horrible la mía, perqué me puso a discreción de los juicios y de las sospe'-chas. No me detuve sin embargo en el menosprecio de una reputación adquis-lda en una larga serie de servicios, en que han sido necesarios, y frecuentes, sacrificios semejantes.

El decreto orgánico que expedí en 27 de agosto de 28 debió convencer a todos de que mi más ardiente deseo era el de des­cargarme del peso insopertable de una autoridad sin límites, y de que la república volviese a constituirse por medio de sus representantes. Pero apenas habia empezado a ejercer las funciones de jefe supremo, cuando los elementos contrarios se desarrollaron con la violencia de las pasiones, y la ferocidad de los crimenes. Se atentó contra mi vida; se incendió la guerra civil, se animó con este ejemplo, y per otros medios, al gobierno del Perú para que Invadiese nuestros departamen­tos del Sur, con miras de conquista y usuipaclón. No me fun­do, ciudadanos, en simples conjeturas: los hechos, los docu­mentos que lo acreditan, son auténticos. La guerra se hizo inevitable. El ejército del general La Mar es derrotado en Tarqui del modo más espléndido y glorioso para nuestras ar­mas; y sus reliquias se salvan por la genCirosldad de los ven­cedores. No obstante la magnanimidad de los colombianos, el general La Mar rompe de nuevo la guerra hollando los tra­tados; y abre por su parte las hostilidades: mientras tanto yo respondo convidándole otra vez con la paz; pero él nos calumnia, nos ultraja con denuestos. El departamento de Gua­yaquil es la víctima de sus .extravagantes pretensiones.

Privados nosotras de marina militar, atajados por las inun-

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daciones del invierno y por otros obstáculos, tuvimos que es­perar la estación favorable para recuperar la plaza. En este intermedio un juicio nacional, según la expresión del Jefe Supremo del Perú, vindicó nuestra conducta, libró a nuestros enemigos del general La Mar.

¡Mudado asi el aspecto político de aquella república, se nos facilitó la vía de las negociaciones, y por un armisticio re­cuperamos a Guayaquil. Por fin el 22 de septiembre se ce­lebró el tratado de paz, que pmso término a una guerra en que Colombia defendió sus dereohos y su dignidad.

Me congratulo con el congreso y con la nación, por el re­sultado satisfactorio de los negocios del Sur: tanto por la conclusión de la guerra, como con las muestras nada equivocas de benevolencia que hemos recibido del gobierno peruano, con­fesando noblemente que fuimos provocados a la guerra con miras depravadas. Ningún gobierno ha satisfecho a otro como el del Perú, al nuestro, por cuya magnanimidad es acieedor a la estimación más perfecta de nuestra parte.

¡Conciudadanos! SI la paz se ha concluido con aquella mo­deración que era de esperarse entre pueblos hermanos, que no debieron disparar sus armas consagradas a la libertad y a la mutua consei-vación, hemos usado también de lenidad con los desgraciados puebles del Sur que se dejaron arras­trar a la guerra civil, o fueron seducidos por los enemigas. Me es grato decires, que para tea-minar las disensiones domés­ticas, ni una sola gota de sangi-e ha empañado la vindicta de las leyes: y aunque un valiente general y sus secuaces han caído en el campe de la muerte, su castigo les -vino de la mano del Altísimo, cuando de la nuestra -habrían alcanzado la clemencia con que hemos tratado a los que han sobrevivido. Todos gozan de libertad a pesar de sus extravíos.

Demasiado ha sufrido la patria con estos sacudimientos, que siem-pn-e recordai'emos con dolor; y si algo puede mitigar nues­tra aflicción es el consuelo que tenemos de q,ue ninguna parte se nos puede atribuir en su origen y el haber sido tan ge­nerosos con nuestros adversarlos cuanto dependía de nuestras facultades. Nos duele ciertamente el sacrificio de algunos de­lincuentes en el altar de la justicia; y aunque el pan-icidio no merece indulgencia muchos de ellos la recibieron, sin em­bargo, de mis manos, y quizás los más crueles.

Sü-vanos de ejemplo este cuadro de horror que por desg-a-

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ola mía he debido mostraros; sírvanos para el pervenir oomo aquellos formidables golpes que la Providencia puede darnos en el curso de la vida para nuestra corrección. Corresponde al congreso coger dulces fruto de este árbol de amargura o a lo menas alejarse de su sombra venenosa.

SI no me hubiera cabido la honrosa ventura de llamaros a representar los deii-echos del pueblo, para que, conforme a los deseos de vuestros comitentes, creaseis o mejoraseis nuestras Instituciones, sería este el lugar de manifestaros el producto de veinte años consagrados al servicio de la patria. Mas yo no debo ni siquiera indicaros lo que todos los ciudadanos tienen derecho de pediros. Todos pueden, y están obligadas, a some­ter sus opiniones, sus temores y desees a los que hemos cons­tituido para curar la sociedad enferma de turbación y flaque­za. Sólo yo estoy privado de ejercer esta función cívica, por­que habiéndoos convocado y señalado vuestras atribuciones, no me es permitido influü- en modo alguno en nuestros con­sejos. Además de que serla inoportuno repetir a los escogidos del pueblo lo que Colombia publica con caracteres de sangre. MI único deber se reduce a someterme sin restricción al có­digo de magistrados que nos déls; y .es mi única aspiración, el que la voluntad de los pueblos sea proclamada, respetada y cumplida por sus delegados.

Con este objeto dispuse lo conveniente para que pudiesen todos los pueblos manifestar sus opiniones con plena libertad y seguridad, sin otros límites que los que debían prescribir el orden y la moderación. Así se ha verificado y vosotros encon­traréis en las peticiones que se someterán a vuestra conside­ración la expresión ingenua de los deseos populares. Todas las provincias aguardan vuestra resolución: en todas partes las reuniones que se han tenido con esta mira, han sido presidi­das por la regularidad y el respeto a la autoridad del gobier­no y del congreso constituyente. Sólo tenemos que lamentar el exceso de la junta de Caracas de que igualmente debe juz­gar vuestra prudencia y sabiduría.

Temo con algún fundamento que se dude de mi sinceridad al habíales del magistrado que 'haya de presidir la República. Pero el Congreso debe persuadirse que su honor se opone a que piense en mí para este ncmbramiento, y el mío a que yo lo acepte. Harías per ventura refluir esta preciosa facultad so­bre el mismo que os la ha señalado? Osaréis sin mengua de

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vuestra reputación concederme vuestros sufragios? No sería esto nombrarme yo mismo? Lejos de vosotros y de mí un acto tan innoble.

Obligados, como estáis, a constituir el gobierno de la re­pública, dentro y fuera de vuestro seno, hallaréis Ilustres ciu­dadanos que desempeñen la presidencia del Estado con gloria y ventajas. Todos, todos mis conciudadanos gozan de la for­tuna inestimable de parecer inocentes a los ojos de la sos­pecha, sólo yo estoy tildado de aspirar a la tiranía.

Libradme, os ruego, del baldón que me espera si continúo ocupando un destino que nunca pedrá alejar de sí el vitu­perio de la ambición. (3reedme: un nuevo magls: ado es ya indispensable para la república. El pueblo quiere saber si dejaré alguna vez de mandarlo. Los Estados americanos me consideran con cierta inquietud, que puede traer algún día a Colombia males semejantes a los de la guerra en el Perú. En Europa mismo no faltan quienes teman que yo desacredite con mi conducta la hermosa causa de la libertad. Ah! Cuántas conspiraciones y güeñas no hemos sufrido por atentar a mi autoridad y a mi persona! Estos golpes han hecho padecer a los pueblos, cuyos sacrificios se habrían ahorrado, si desde el principio los legisladores de Colombia no me hubiesen forzado a sobrellevar una carga que me ha abrumado más que la guerra y todos sus azotes.

-Mostraos, conciudadanos, dignos de representad- un pueblo Ubre, alejando toda Idea que me suponga necesario para la re-t>úbllca. Si un hombre fuese necesario para sostener el Es­tado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría.

El magistrado que escojáis será sin duda un iris de con­cordia doméstica, un lazo de fraternioad. un consuelo para los partidos abatidos. Todos los colcmbianos se acercarán al rededor de este mortal afortunado: él los estrechara en los lazos de la amistad, fonnará de ellos una familia de ciuda­danos. Yo obedeceré con el respeto más cordial a este ma­gistrado legítimo: lo seguiré cual ángel de paz; lo sostendré con mi espada y con todas mis fuerzas. Todo añadirá ener­gía, respeto y sumisión a vuestro escogido. Yo lo juro, le­gisladores; yo lo prometo a nombre del pueblo y del ejército colombiano. La república será feliz si al admitir mi renuncia nombráis de presidente a un ciudadano querido de la nación: ella sucumbiría si as obstinaseis en que yo la mandara. Oid

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LA NUEVA GRANADA 335

mis súplicas: salvad la república: salvad mi gloria que es de Colombia.

Disponed de la presidencia que respetuosamente abdico en vuestras manos. Desde hoy no soy más que un ciudadano ar­mado para defender la patria y obedecer al gobierno; cesaron mis funciones públicas para siempre. Os hago formal y so­lemne entrega de la autoridad suprema que los sufragios na­cionales, me habían conferido.

Pertenecéis a todas las provincias: sois sus más selectos ciudadancs: habéis servido en todos los destinos púbUcos: co­nocéis los intereses locales y generales; de nada carecéis para regenerar esta república desfalleciente en todos los ramos de su administración.

Permitiréis que mi último acto sea recomendaros que pro­tejáis la religión santa que profesamos, fuente profusa de las bendiciones del cielo. La hacienda nadional llama vuiestra atención, e,spscialmente en el sistema de percepeión. La deuda pública, que es el cangro de Colombia, reclama de vosotros sus más sagrados derechos. El ejército, que infinitos títulos tiene a la gratitud nacional, ha menester una organización ra­dical. La justicia pide códigos capaces de defender los dere­chos y la Inocencia de 'hombres Ubres. Todo es necesario crear­lo, y vosotros debéis poner el fundamento de prosperidad al establecer las bases generales de nuestra organización política.

Conciudadanos! Me i-uborízo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás. Pero ella nos abre la puerta para reconquistarlos bajo vues­tros soberanos -auspicios, con todo el esplendor de la gloria y de la libertad.

Bogotá, enero 20 de 183Q. SIMÓN BOLÍVAR