Abelardo Diálogo

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Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano

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Abelardo Diálogo

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  • Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento

    Dilogo entre un filsofo, un judo y un cristiano

  • Pedro ABELARDO

    Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento

    Dilogo entre un filsofo, un judo

    y un cnst1ano

    Estudio preliminar, traduccin y notas S!LVL\ MAG:--JAVACCA

    Edicin bilinge

    ~ ~ ~ ~~ EDITORIAL LOSADA ...J BU EN OS AIRES

  • Ttulo del original latino: Dialogus inter philosophzan, iudae1un et christianum

    1 edicin en Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento: septiembre 2003

    Editorial Losada, S. A. Moreno 3362, Buenos Aires, 2003

    Distribucin: Capital f'ederal: Vaccaro Snchez, Moreno 794 - 9 piso (1091) Buenos Aires, Argentina. fnteror: Distribuidora Bertrn, Av. V lez Srsfield 19 50 (1285) Buenos Aires, Argentina.

    Composicin y armado: 7b.l!cr del Sur

    ISBN: 950-03-9258-5 Queda hecho el depsito que marca la ley 11. 723 Marca y caractersticas grficas registradas en la Oficina de Patentes y Marcas de la Nacin Impreso en Argentina Printed in Arxenina

    Estudio preliminar

    El autor

    "Err.1nte y fugitivo, p.uccc que arrastro conn1igo la n1,1ldicin dt:: C..1n."

    ffj_,luriti C.'a!tunitt1tum, ~t"V

    Esta amarga lamentacin de Pedro Abelardo cierra el relato de sus desventuras, infortunios que de algn modo suscitaban sus propias actitudes, emanadas de una ndo-le y una personalidad nunca desmentidas. Sin embargo, quizs hayan sido precisamente esos reveses los que lo abrieron a una comprensin poco habitual del persegui-do, virtud que no deja de tener una importante significa-cin en el Dilogo hacia el que nos encaminamos. Si bi-en la dureza de los combates que hubo de enfrentar y aun las derrotas sufridas confirmaron en lugar de limar las asperezas de este espritu rebelde, no es menos cierto que lo enriquecieron.

    Hay hombres que, ms all de la extensin cronol-gica de sus vidas, parecen nacidos para alcanar una cier-ta edad, una cierta etapa en la que sus respectivas existen-cias llegan al cenit que les compete, justamente por el temperamento que los anima. Dd de Abelardo se dira que, no obstante la solidez de sus juicios, fue siempre el propio de un adolescente. Tal vez por eso mismo encar-n tan plenamente el espritu de siglo XII, poca que mu-chos conciben como la adolescencia de la Edad Media: un n1orncnto contradictorio, crtico, catico en muchos sentidos, dado ora a irrefrenables impulsos de renova-

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  • cin, ora a raptos de exaltacin rr1stica, anin1ado por una creatividad bulliciosa, y siempre frrvido, siempre rico en fermentos que habran de decantarse en la ubrrirna ina-durez estival del siglo XIII. As pues, fue nuestro autor el ho1nbre que requeran "i lc1npi", corr10 dir
  • lugar a menos de dos aos de la llegada de Pedro Abelar-do a Pars. Pero Guillermo no haba sido su primer maes-tro. Lo antecedi Roscelino de Compiegne,i primer de-rrotado por el Palatino.

    El terreno de disputa entre l y ambos maestros era el problema de los trminos universales, aquellos que ~a di-ferencia de los particulares como "esta rosa" o "aquel ani-mal" - indican gneros y especies, por ejemplo, "la rosa" o "el animal". La cuestin radica en determinar cul es el punto de referencia de esta ltima clase de trminos. La posicin de Roscelino al respecto era ntida: el trmino universal es un puro sonido con el que, por convencin, nos referimos a un conjunto de cosas individuales existen-tes, ms all de las cuales nada hay. En el extremo opues-to, Guillermo de Champeaux afirmaba que con trminos universales como "el hombre" se seala una esencia pre-sente en todos y cada uno de los hombres particulares. As, mientras el primero reduca el universal a un mero no-men que, por lo dems, se resuelve en una emisin de la voz, el segundo lo refera a una verdadera realidad, la cual, dada su orientacin platnica, se concibe como de mayor peso que los particulares que la contienen; stos, a su vez, se diferencian entre s slo por sus accidentes. Roscelino propugnaba, pues, una dialectica in voa, siendo el cam-pen del nominalismo extremo; Guillermo encabezaba un realismo igualmente extremo. Despus de haber im-

    3 Lo testirnonia Otn de Fri:.inga. Pero, adeins, se cuentJ. con una carta plenJ. de reproches que el n1isn10 Roscelino dirige a Abelar-do. En ella, aqul n1cnciona 1.is iglesias de Tours y de Loches, "donde a mis pies, lti1no entre los discpulos, te has sentado durante tJnto tiempo". Algunas lneas ms arriba no deja de recordarle "los benefi-cios innumerables e in1portJ.ntsin1os que te he prodigado desde tu pubertad hasta tu juventud con10 gua y n1.1estro".

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    pugnado sucesivamente ambas tesis, Abelardo elabora su propia posicin: contra Guillermo de Champeaux, niega que los universales se refieran a esencias en los trminos planteados por ste, y concede a Roscelino que slo exis-ten los entes individuales; ms an, admite que el trmi-no universal es una voz. Pero lo fundamental de dicha voz, aquello que posibilita su universalidad, es el signifi-cado que encierra: se trata, en definitiva, de una vox signi-ficativa; de ah que la posicin de Abelardo sea la de un nominalismo moderado, como se lee, sobre todo, en su Dialectica. Otro maestro-adversario de Pedro Abelardo fue Thierry de Chartres, el platnico que intent la concor-dancia del Gnesis con el Timeo. Con l adquiere los rudi-mentos de exgesis bblica e intenta aprender, esta vez in-fructuosamente, matemticas.

    Pero volvamos a sus luchas dialcticas desde la cte-dra. Aquella a la que nuestro autor aspiraba, desde Me-lum, era la de Notre-Dame. Tomando los hbitos, Gui-llermo de Champeaux la haba dejado, para instalarse finalmente en el oratorio de San Vctor, en el que habra de fundar una orden, origen de la famosa escuela mstica de los Victorinos. Con todo, logra impedir el acceso a la ctedra parisina de su ex discpulo, tan temido. Abelardo se dirige, entonces, al monte de Sainte-Genevieve, donde abri una escuela que no satisfaca sus expectativas, pero que lo ubicaba cerca de la meta ansiada, en posicin de asedio.4

    4 Se ha querido ver en este trasbdo y sus caracterstcJs un J.ntecedente de b Universidad de Pars. De hecho, stJ. surge cuando, liberados de la autoridad de obi:.pos y abades, maestros y estudiantes se organizarn, con la proteccin papal, pero con fuero propio, en \a Uni1Jtrsitas 1nagistrorum rt sd;o/.arum parisll'nsiu1n.

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  • Una circunstancia significativa suspende sus planes: el llamado de uno de los seres que le eran ms prx.-; .os. En efecto, su madre, a la que se refiere como "carisszmr1 mihi mater mea", se dispona a seguir a su n1arido en la vi-da religiosa, y lo llama para despedirse del primognito. De regreso de su patria, y tal vez animado por ese ltimo encuentro, nuestro autor decide incursionar en la Teolo-ga. Lejos estaba entonces de sospechar las consecuencias que esto habra de acarrearle.

    Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que se dirige a Anselmo de Lan, considerado en la poca como un ver-dadero magister divinitatis. La fiereza implacable de la cr-tica abelardiana no tarda en manifestarse otra vez. El vie-jo Anselmo, cuya venerabilidad atribuye nuestro autor ms a sus aos que a su talento, le parece un fuego que produ-ce ms humo que luz, un rbol con ms follaje que fru-tos. Esto se traduce en una actitud que no deja de moles-tar a sus propios condiscpulos, quienes lo increpan. La respuesta de Abelardo reflea una constante en su vida in-telectual, particularmente en lo que hace a la produccin teolgica: "Lo que no deja de asombrarme -dice- es que los que se tienen por doctos, para poder entender las glo-sas o escritos de los Padres de la Iglesia, no se sirvan de sus propios comentarios, sin necesidad de acudir a otro magisterio".s Hay que decir que, como era habitual por entonces, la labor de Anselmo de Lan no careca de sis-tematicidad y elaboracin personal, ya que sus Sententiae ordenaban temticamente los textos dispersos de la Pa-trstica, los cuales eran explicados no slo mediante remi-siones a auctoritates sino tambin a travs de reflexiones propias. De todos modos, la originalidad abelardiana, tan

    5 e, p. 44 in.fine.

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    contraria a obedientes repeticiones, pugnaba ya por flore-cer. Sus mismos indignados condiscpulos le proporcio-naron la ocasin, desafindolo a comentar una oscura profeca de Ezequiel. Lo hace, exponiendo despus el fru-to de este esfuerzo en una obra hoy perdida, el In Hieze-chielem prophetam, y con un xito tal que no slo sus glo-sas se copiaron febrilmente sino que sus lecciones de Sacra Pagina, es decir, sobre exgesis bblica, comenzaron a poblarse.

    Entregado por completo a la confianza en el poder de la dialctica, que tan buenos frutos le haba reportado en el campo filosfico, nuestro autor aplica sin vacilar la misma frmula en el teolgico, no con ignorancia de las autoridades en la materia, pero s con un inequvoco des-dn por ellas. Como es de imaginar, la hostilidad que por aquel tiempo poda despertar una actitud semejante no tard en manifestarse. Pero esta vez la fortuna lo acom-paa, puesto que Pars estaba ye lista para recibir al joven y exitoso maestro: despus de haberse visto obligado a abandonar Lan, es acogido, para ensear filosofia y teo-loga, en la escuela catedralicia de la que llega a ser regen-te. Sin embargo, se trataba, como veremos, de una fortu-na artera que lo atrae con la seduccin de la gloria profesional, para hacerle olvidar otras acechanzas.

    Corra el ao 1114. La fama del maestro trasciende las fronteras del reino.' Fuerte y atractivo, lcido y arra-

    6 No es slo l mismo quien as lo afirn1J. Desde el momento en que nos he1nos basado fundarnentalmentc sobre su propio testimonio para rastrear su periplo personal e intelcctuJI, aii.adamos ahora estas l-neas de una carta que le dirige un prior de Deuil, Falco: "Roma, otro-ra maestra de todos los pueblos, consideraba tu saber superior al suyo. Y ni la distancia, ni la altura de los montes, ni la ilin1itada extensin de los valles, ni los peligros del camino y los bandidos, conseguan im-

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    gante, envuelto en una displicencia que lo lleva a supo-nerse aun ms all de las vulgares exigencias de la carne, Abelardo deslumbra a todos y a s mismo. Y comete la ms obvia ingenuidad de un intelectual: no sospecha si-quiera que la naturaleza siempre reclama sus derechos. Pero, era "el caso que, en la misma ciudad de Pars, haba una jovencita llamada Elosa, sobrina de un cannigo, de nombre Fulberto [ ... ] por su rostro y su belleza no era la ltima, pero superaba a todas la dems por la amplitud de sus conocimientos[ ... ] Ponderando [ino es acaso ms exacto decir "calculando"'] todos los detalles que suelen atraer a los amantes, pens que poda hacerla ma".7 Con-vence, pues, a Fulberto de la conveniencia de hospedarlo en su casa a cambio de lecciones a Elosa. El amor a su sobrina y la fama del saber de Abelardo hacen el resto. El trato cotidiano se legitima as a los ojos ajenos, por lo me-nos, a los del tutor de Elosa, ya que no a los de los estu-diantes del Palatino. Ellos percibieron la tormenta desa-tada en el corazn del maestro. Prisionero finalmente de las redes que l mismo haba urdido, Abelardo es -como l mismo confiesa- Marte derrotado por Venus. La sor-presa de su propia reaccin lo torna an ms inerme an-te la situacin. La del tutor al descubrirla no hace ms que exacerbar su ferocidad. Los elementos del drama es-taban ya preparados.

    Con gozo, Elosa descubre que espera un hijo, pero

    pedir que los discpulos acudieran a ti [ ... J La lejana Britania te envia-ba a sus rsticos hijos [ ... ] Espaa, Normanda, Flandes, Ale111ania, Suecia alababan y exaltaban tu genio [ ... ] te consideraban la fuente ms lmpida de la filosofia". Ept. ad Ab. (P.L. CLXXVIII, 371). Tra-duccin propia.

    7 !bid., p. 48.

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    est a merced de su tutor. Abelardo la rescata, trasladn-dola a su tierra natal cerca de Le Pallet, a la casa de su her-mana, donde Elosa da a luz un nio a quien impuso el nombre de Astrolabio. Ante los hechos consumados, la ira de Fulberto no reconoce lmites. Para aplacarla, Abe-lardo ofrece matrimonio, si bien secreto, habida cuenta del celibato que la costumbre impona a los intelectuales ms notables de la poca. Pero, una vez ms, el Palatino no tuvo en cuenta la perspectiva de Elosa, quien se opu-so tenazmente a esa boda para salvaguardar el prestigio de su amante. Prefera -y esto se ha de recordar al mencionar los principios de la tica abelardiana- estar unida a l por amor y no por el vnculo nupcial. Con todo, y como siempre, Elosa acaba cediendo a la voluntad de Abelardo que, en un nuevo acto de ingenuidad, cree neutralizar de esa manera la clera del ofendido. El matrimonio se lleva a cabo sigilosamente, aunque, como no poda ser de otra manera, Fulberto divulga la noticia. De regreso a Pars y fiel al pacto de secreto, Elosa se obstina en negarla, por lo que es objeto de tal maltrato por parte de su tutor que su ya esposo se ve obligado a hacerla refugiarse en el con-vento de Argenteuil, donde la joven babia recibido su pri-mera instruccin. Esto da pie a un equvoco: Fulberto cree que Abelardo pretende desembarazarse de su mujer. iEra acaso tan imprevisible su sospecha' iNo procedi el filsofo con su habitual ceguera respecto de las comunes reacciones humanas) Sea de ello lo que fuere, la ira de un hombre humillado, que se haba mostrado adems mez-quino y cruel, se desborda. Fulberto dispone, entoces, la mercenaria castracin de Abelardo.

    Ms all del sufrimiento fsico es el dolor moral de la deshonra lo que, sin duda, ste lamenta, pero, especial-mente, su orgullo quebrantado y su porvenir comprome-

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  • tido: "Me preguntaba, sobre todo, qu nuevos caminos me quedaban abiertos para el futuro. iCon qu cara po-da presentarme en pblico si todos los dedos me seala-ran?". No deja de revestir cierta significacin otro aspec-to del drama de la mutilacin, que Abelardo seala explcitamente, asocindolo a una lectura estrictamente literal del Antiguo Testamento. Es ste: "No sala de mi confusin al recordar que -segn la interpretacin literal de la Ley- Dios aborrece tanto a los eunucos que los hombres a quienes se han amputado o mutilado los tes-tculos no pueden entrar en la asamblea del Seor".8 Cier-tamente, la superacin de esa lectura desde una perspec-tiva cristiana revestir importancia en la historia personal de Abelardo; pero ecos de ese escrpulo -y de la lucha que seguramente implic vencerlo- tambin reaparece-rn en la seleccin de textos sobre los que se sostiene la polmica con el judo en la obra que ahora presentamos.

    Superado ese resquemor, slo un camino vio ante l: buscar refugio en los claustros monacales. Pero el Palati-no reconoce que fueron la confusin y la vergenza, y no una conversin autntica, las que lo llevaron a dar ese pa-so, circunstancia en la que hay que contabilizar tambin las exhortaciones de sus discpulos. Ellos lo instaban a re-tomar el estudio que, como se ha indicado, estaba en ma-nos eclesisticas, haciendo entonces por amor a Dios lo que antes haba hecho por amor a la fama y el dinero. Con todo, no es de all de donde proviene el impulso de-finitivo: apremiada por l y para secundarlo una vez ms Elosa toma el velo, sin vocacin, en el convento de Ar-genteuil. A l lo impulsa la necesidad o la conveniencia; a ella, la culpa, ya que se siente nica responsable del des-

    8 e, p. 59.

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    tino de su amado.9 No deja de escandalizar la ciega dis-plicencia de Abelardo ante el sacrificio de la joven, que merece apenas una decena de lneas en el relato de sus desventuras.

    De todos modos, las cartas estn echadas. En el 1118 Pedro Abelardo est ya en la clebre abada de San Dio-nisia, que por aquellos aos atravesaba una profunda cri-sis de relajacin de costumbres. Es entonces cuando se re-vela otro aspecto de la ndole abelardiana. En efecto, el hbito no hace sino proporcionar al dialctico, al telo-go y al reformador una justificacin adicional para des-plegar su genio. Se enfrenta primero con los monjes y el abad, a quienes reprocha su disipacin, hasta que la situa-cin se torna insostenible. Esto le brinda la ocasin de trasladarse a un priorato dependiente de la abada, donde retoma sus lecciones de filosofla y teologa con el ardor y el xito de sus mejores pocas. Otra vez la envidia rept hasta l, bajo la forma de dos objeciones: a la actividad filosfica del maestro, se le opuso el hecho de que es con-trario a la vocacin del monje entregarse al estudio de la literatura profana; a su magisterio en teologa, la circuns-tancia de pretender ensearla sin haberse formado en el-la con un maestro. Sin embargo, las autoridades eclesis-ticas no ;e oponen a la enseanza teolgica abelardiana,

    9 Segn el relato de Abelardo, creble en virtud de la erudicin de la joven en poetas clsicos, Elosa cita, antes de su profesin, los ver~ sos de Lucano, Pharsalia VIII, 94 y ss: "Oh noble 1narido!/ a quien nunca merec tener en mi lecho/ Qu derecho tena a tan excelsa ca-beza?/ por qu, despiadada, me c1s contigo, si ello fue causa de tu ruina?/ Exige ahor::t el castigo/ que yo pagar voluntariamente ... ". Pe-ro no fue por su voluntad que se uni en matrimonio a AbcLudo, ni fue tampoco voluntariamente [spontt] que eligi pagar ese precio y no otro por su pasin.

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    uno de cuyos primeros frutos es la redaccin del De Uni-tate et Trinitate divina, a la que tambin se denomina -y cabr recordarlo en la ltima parte de la obra a la que ahora introducimos- Thcologia summi boni.

    Compuesta a requerimiento de los alumnos mismos, el Palatino fundamenta esta obra en trminos que sern significativos para la comprensin del Dialogus. " ... me pedan razones humanas y filosficas. Razones y no pa-labras. Es superfluo proferir palabras -seguan diciendo-si no se comprenden. Ni se puede creer nada si antes no se entiende". 10 Ya en dimensin de telogo, Pedro Abelar-do se convierte, pues, en la contrapartida de Anselmo de Lan o, al menos, de la imagen que del viejo maestro qui-so presentar. Gilson ha escrito que nuestro autor "era uno de esos hombres a los que un instinto infalible empuja directamente a preguntas arriesgadas y a respuestas pro-vocadoras".11

    As pues, el filsofo decide aplicar la dialctica al campo de la revelacin. Retrospectivamente, entre las po-siciones esbozadas el siglo anterior por Anselmo d'Aosta y Berengario de Tours, habra que ubicar a Abelardo en medio de ambos, pero tal vez algo ms cerca del ltimo que del primero, en el sentido de que no se trata ya de una fe en busca de su propia inteleccin sino de un inte-lecto que busca la fe. iPero es que acaso sta se halla por va no ya dialctica sino intelectual? iO es que, en el fon-do, esa decisin -a todas luces imprudente, ya que del dogma fundamental de la Cristiandad se trata- responda a una necesidad personal ms profunda y hasta ms ur-gente, dada su nueva condicin de consagrado) Sean cua-

    !O e, p. 62 in.fine. ll Gi!son, E., H//olSCt'tAhlard, Pari.'>, 1938, p. 113.

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    les fueren las respuestas posibles a estas preguntas, es in-dudable que, en todo caso, Abelardo careci del sentido del misterio, acentuado, en cambio, en ese otro grande, de impecable manejo dialctico, que fue San Anselmo. Pensamos que esto ltimo rige aun considerando que el Palatino se haya propuesto slo "ilustrar" con analogas racionales el dogma que es, como tal, artculo de fe. Con todo, no es menos cierto que, para confrontarlo ahora con el siglo siguiente, este aspecto del pensamiento abe-lardiano prepara la prolija distincin tomista entre filoso-fia y teologa. Toms de Aquino ser, en efecto, ms pre-ciso al prohibir a sus discpulos demostrar un dogma. La razn asiste a Gilson cuando observa agudamente que el Aquinate hace esto no slo porque tiene conciencia del misterio, sino porque sabe muy bien qu es una demos-tracin, es decir, cules son los alcances y, por ende, los lmites de sta. 12 Pero, de las primeras armas teolgicas de un pensador "adolescente" en un siglo de adolescencia, no cabe sino esperar actitudes extremas que la madurez posterior se encarg justamente de corregir. Y la actitud extrema de Pedro Abelardo en este sentido ha sido cierta racionalizacin del misterio. Convendr tenerlo en cuen-ta al adentrarnos en el Dialogus, si bien, por razones te-mticas y aun de madurez, en esta obra dicha actitud se encuentra atenuada.

    El tratado sobre la unidad y trinidad divinas alcanz rpidamente una gran difusin, lo que no sorprende, si se considera el renombre del autor. Ello reaviv la hostili-dad de sus antiguos condiscpulos, Alberico -un protegi-do de Bernardo de Clairvaux- y Lotulfo, quienes a la sa-zn enseaban en Reims y aspiraban a suceder a los ya

    12 Cfr. La ji/oJojia en la Edad Media, l\1adrid, Gredas, 1965, p. 698.

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    fallecidos Guillermo de Champeaux y Anselmo de Lan en la hegemona filosfica y teolgica que stos haban tenido. Despus de haber ledo superficialmente la obra, estos dos "antiqui insidiatores" pron1ovieron contra el Pa-latino una acusacin de heterodoxia. Sin embargo, hay razones para sospechar que el primero en conspirar con-tra Abelardo fue Roscelino. As, al menos, llega a odos del primero, quien, en una carta a Gilberto, obispo de Pa-rs, escribe respecto del segundo: "Me ha sido referido ( ... ] que ese soberbio viejo enemigo de la fe catlica, cu-ya detestable hereja tritesta y cuya nefasta actividad de proselitismo han sido ya comprobadas [ ... ] ha vomitado contra m muchas amenazas, despus de haber ledo mi opsculo, escrito sobre todo contra dicha hereja ... " Se-gn su propia declaracin, pues, una de las intenciones que alentaron su redaccin fue la de combatir la hereja tritesta rosceliniana.13

    Hemos hablado de intenciones: nada permite dudar de las que Abelardo declara en lo que atae a permanecer en la ortodoxia, lo cual rige para todas sus obras teolgi-cas. Otro de los errores que se le imputaron fue el haber afirmado que, de las tres Personas, slo el Padre es omni-potente. Si el Palatino lo hubiera sostenido as, habra ro-zado el arrianismo, puesto que esta tendencia hertica di-

    13 Recurdese que Roscelino slo aceptaba la existencia efectiva de individuos. De esta manera, as como no admita que muchos hombres sean realmente uno en la especie humana, no poda admitir que las tres Personas de la Trinidad sean un solo Dios. Al menos, San Anselmo, en De Incarnationt Vfrbi, 3, J.tribuye los errores de Roscelino sobre la Trinidad a su errnea aplicacin de la dialctica nominalista al terreno teolgico. Cabe aadir que Roscelino jams quiso recono-cer que el tritesmo que se le atribua fuera una consecuenci:i de supo-sicin non1inalista. De todas maneras, abjur del prin1ero.

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    versifica la sustancia divina. Sin embargo, el De Unitale et Trinitate Dei no afirma tal cosa, lo que fue recordado una y otra vez por su autor. En el extremo opuesto de esta po-sicin heterodoxa se halla el sabelianismo, es decir, la perspectiva que, minimizando la distincin entre las Per-sonas trinitarias, subraya, en cambio, su unidad sustan-cial; una consecuencia de esto es que el Padre tambin se habra encarnado y padecido. De algn modo, la ortodo-xia al respecto navega, como entre Escila y Caribdis, en-tre estos dos extremos. Y hay que decir que, en su afan de combatir la posicin tritesta rosceliniana, Pedro Abelardo se muestra ms proclive al sabelianismo, como el mismo Otn de Frisinga le indic, aunque sin caer explcitamen-te en l. Para asegurar la nitidez de su ortodoxia, nuestro autor hubo de repetir la frmula de San Atanasia sobre el misterio de la unidad trina del Padre, del Hijo y del Esp-ritu Santo, "ni confundiendo las Personas ni separndolas por la sustancia". El dogma abordado por Abelardo se abisma en ese estrecho canal entre ambos escollos, por el que la razn no puede circular sin estrellarse contra uno de ellos. Era, pues, inevitable que un dialctico de su ta-lla, sin sentido del misterio, los rozara peligrosamente, por experto que fuera al timn de una razn sutil.

    Con todo, se ha de decir que contra l y sus tesis conspiraron no slo los falsos testimonios, sino tambin la impericia de los jueces. As, en el concilio reunido en la ciudad de Soissons, fue obligado -segn su declaracin, sin ningn proceso previo- a arrojar al fuego con sus pro-pias manos este trotado. Pero esto no bast. Lo regresaron al clima disipado y hostil de San Dionisia. Ni siquiera es-tas ltimas desgracias lograron aplacar el mpetu combati-vo de Abelardo, su amor al riesgo y su falta de sentido de la oportunidad. Lo que sorprende, sin embargo, no es es-

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    to, sino el desconcierto que experimenta y manifiesta an-te las consecuencias de sus actos. En el monasterio de San Dionisia se tendr una nueva prueba de ello.

    Pocos meses despus de su regreso, en el verano del 1121, Pedro Abelardo no vacila en menguar el orgullo de los monjes de San Dionisio, quienes, sobre la base de in-vestigaciones de uno de sus abades en el pasado, supo-nan su monasterio fundado nada menos que por Dioni-sio, obispo de Atenas, mrtir del siglo tercero y santo patrono de Francia. Siguiendo a Beda, el Venerable -que no se ha de olvidar era el ms grande nombre de la Cris-tiandad britnica-, nuestro autor sostuvo, en cambio, que no se trataba de ese Dionisio, ya que ste haba sido obispo de Corinto y no de Atenas. Indignado, el abad lo amenaza con denunciarlo ante el rey por atentar contra la gloria del reino. Una vez ms, Abelardo se ve obligado a huir, sintiendo al mundo entero conjurado contra l, y se refugia en Provins. Su pretensin era vivir monstica-mente en un lugar que le fuera adecuado. Pero el sucesor del antiguo abad, Suger, incluso con la colaboracin del rey, consigue el regreso de Abelardo a los dominios de San Dionisio, aunque no conviviendo con los dems monjes. La solucin era parcialmente satisfactoria para ambas partes: la abada no perda el prestigio que el fil-sofo le reportaba y, a la vez, se ahorraba la deshonra de que el ilustre perseguido eligiera alguna otra como refu-gio.

    14 Es este perodo el que ms i1npresionJ a Petrarca en su lectura de la Histoa calamitatum, particubrmente, la detraccin que se hace en ciertas pginas de la vida de !a ciudad como de una existencia ale-jada de !a austeridad y proclive a los vicios (Cfr. C' p. 75). Con10 se sa-be, e! tema es caro a Petrarca.

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    Abelardo opta por la ms completa soledad." En una perdida localidad cercana a Troyes construy un humil-dsimo oratorio de caas dedicado justamente a la Sant-sima Trinidad y destinado a convertirse en uno de los ms famosos monasterios. Pero, para escarnio de los ene-migos del filsofo, los estudiantes, enterados de su para-dero, comienzan a poblar su soledad, dejando ciudades y aldeas. Comparten la austeridad del maestro al punto de parecer ermitaos. Compelido por la necesidad, Abelar-do retoma la enseanza y sus alumnos subvienen a sus necesidades: el desierto se convertir en vergel. Ellos mis-mos construyen un oratorio en piedra y madera al que nuestro autor llam, no sin que mediaran algunas discu-siones teolgicas al respecto, Parclito, el Dios invocado, el Dios consolador, ya que por fin el auxilio divino le ha-ba procurado un alivio. Lejos estaba de saber que el Pa-rclito seria realmente el lugar del alivio definitivo, ya que recibir los restos de Pedro, pero no haba de consti-tuir un amparo seguro durante su trnsito por el mundo.

    En efecto, hasta all lo persigui el odio de sus anti-guos rivales. Vuelven contra l reiterando la antigua acusa-cin de ignorar la unidad de las Personas divinas, esta vez, bajo el pretexto de que haba dedicado el oratorio nica-mente al Espritu Santo. El equivoco se da por la costum-bre de identificar slo a la tercera Persona como Parclito, el que da consuelo. Pero "de hecho, nos podemos dirigir a la Trinidad o a alguna de las Personas de la Trinidad como a Dios y protector. De la misma manera, los podemos in-vocar como a Parclito, esto es, Confortador". 15 La hostili-dad que se cierne sobre l llega a mirar con sospecha un bajorrelieve de la Trinidad que el Palatino haba hecho rea-

    15 C', p. 77.

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    !izar en la fachada del oratorio. Se vea en l la imagen del Padre con un manto que, desde sus hombros, se desplega-ba hasta cubrir la figura del Hijo a su derecha, y a la del Es-pritu Santo a la izquierda. No hay ms detalles sobre la obra, pero el solo hecho de que haya contribuido a que arreciaran las murmuraciones demuestra que la certeza de Abelardo de ser perseguido tena Liases objetivas. Su deses-peracin lo empuja a imaginar una posibilidad que tam-bin influir, segn creemos, en la redaccin del Dialogus. En los motnentos ms negros, confiesa nuestro autor, ''me vena la idea de atravesar las fronteras de los cristianos pa-ra pasarme a los gentiles. Por lo menos all vivira tranqui-la y crislianamente, pagando cualquier tributo, entre los enemigos de Cristo. Me deca a m mismo que me seran tanto ms propicios, cuanto menos cristiano me conside-raran a causa del crimen que se n1e imputaba ... ".16 Nte-se, en primer lugar, la firmeza de la fe que ha crecido ya en Abelardo: est dispuesto a convivir con quienes no la comparten, no a renunciar a ella. En segundo trmino, tambin se ha de reparar en que la posibilidad, por remo-ta que fuere, de tal convivencia no es rechazada de plano, lo cual, en la poca a la que nos referimos, dice de una ac-titud de apertura sin duda poco usual.

    Sin embargo, no llegar a llevar a cabo su propsito. Af'. habra de beber hasta el fondo su cliz. Las heces to-marn las figuras de quienes l mismo llamar, con do-liente irona, "los dos nuevos apstoles", "cristianos y monjes mucho ms severos y peores que los mismos gen-tiles". En esta expresin se ha querido ver la referencia a San Norberto y San Bernardo. Sin saberlo, Abelardo va hacia ellos, ya incitados contra l por sus antiguos rivales.

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    De hecho, relata Abelardo que "haba gravado a los mis-mos monjes con impuestos ms fuertes que si se tratase de judos". Advirtase, de paso, la conciencia del Palatino respecto de la situacin difcil de la comunidad juda en muchas zonas durante la Edad Media, dado que sus ecos resonarn en la obra en la que nos estamos introducien-do. No dispona de oratorio ni poda ensear. Pero lo atormentaba, sobre todo, la idea de haber abandonado el Parclito. De ste habra de llegarle un rayo de luz.

    Mientras tanto, en el 1128, Suger, abad de San Dio-nisio, valindose del hecho de que el convento de Argen-teuil -en el que Elosa haba profesado y permaneca ya como priora- haba pertenecido a la abada, reivindic su propiedad.18 El gesto fue coherente con la lnea de go-bierno seguida por Suger: convertido a travs de lecturas de textos de San Bernardo, se empea, ya abad, en un programa que contemplaba, de un lado, reforma de cos-tumbres monacales; de otro, el acrecentamiento de los bienes de la abada. La mencionada reivindicacin fue apoyada, adems, con una acusacin 18 En el convento de Argenteuil Carlomagno haba instalado a su hija, con la condicin Je que, despus de la muerte de sta, se lo res-tituyera en propiedad a la abada de San Dionisia. Si bien ste era el argumento n1s tUerte del que dispona Suger, hoy en da los historia-dores han puesto en

  • el anfitrin se consolara de su propia adversidad por comparacin con la del mismo Abe!Jrdo, Elosa no deja-r de reprocharle una solicitud para con el amigo que a ella le haba negado. Las respuestas abelardianas, con sa-bor a reparacin, asumen el tono del director de concien-cia. Y una vez ms Elosa se pliega a Li voluntad de Abe-lardo, siguindolo en el terreno que l propona."' As, le pide, sucesivamente, unas pginas sobre el origen y la im-portancia de la profesin religiosa femenina, una compi-lacin de reglas que mitiguen las que San Benito haba re-dactado para los hombres, la composicin de nuevos himnos religiosos y, por ltimo, la clarificacin de difi-cultades exegticas, conjunto de interpretaciones y expli-caciones que los editores de las obras abelardianas han llamado Problema/a Hdoissae.

    Con todo, para el lector de una obra como el Dialo-gus, el documento ms significativo de los que su autor enva a Elosa es, sin duda, la carta XV, que se conoce co-mo la confesin de fe de Abelardo y que foera conserva-da por uno de sus discpulos, Berengario de Poitiers. Se ignora la fecha de su redaccin, pero sea sta la que fue-re, las ltimas vicisitudes de la vida del Palatino muestran esa confrsin ms vlida a medida que se avanza en el-las. En su clebre prrafo inicial se Ice: "Hermana ma

    20 Confrntese el encabezamiento de !J respuesta abel.irdiana con el de la carta de E!osa referida en notJ. 17: "ffeloissae dil.ertissinzac soro-ri suae in Christo Abdardus jra/rr eius in zj1so,. {"A Elosa, su queridsi1n:i. hermana en Cristo, de Abehrdo, 5U hern1ano en l"); y Li posterior t: inmediata aceptacin de ella: "Unico suo post Christum, unica sua in Ch-n"sto" ("A su nico despus de Cristo, su nic1 en Cristo"). Y, sin etn-bargo, siempre subsiste la posihilid.:id de que la reservJ de Abelardo h.J.ya obedecido a que no confi en la dcbilidJd de su corazn, ya mi-n.J.do por la adversidad.

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    Elosa, antes amada en el mundo y ahora queridsima en Cristo: la lgica me ha hecho el blanco del odio del mundo. Pues los pervertidos que no buscan ms que per vertir -y cuya sabidura se dirige a la destruccin- dicen que soy el primero de los dialcticos, pero que estoy va-co en el conocimiento de Pablo. Proclaman el brillo de mi inteligencia, pero niegan la pureza de mi fe cristiana. A lo que entiendo, se han formado este juicio ms por conjeturas que por el peso de las pruebas". Y estampa ahora una de sus ms famosas declaraciones: "Has de sa-ber que no quiero ser filsofo, si ello significa entrar en conflicto con Pablo; ni ser un Aristteles, si ello me apar-ta de Cristo".21

    No obstante los sucesos, Abelardo permaneci, al menos jurdicamente, como abad de San Gildas proba-blemente hasta el 1136, ao en que abandona su cargo y huye de la abada. Se instala primero en el monte de San-ta Genoveva, donde retoma la enseanza. As lo testimo-nia, en su Metalogicus, Juan de Salisbury quien sigui all las clases de dialctica del Peripateticus Palatinus, como lo llama. Poco despus Arnaldo de Brescia lo reencuentra en Pars, en la parroquia de San Hilario. Su ctedra co-mienza a poblarse nuevamente, a recuperar el xito reso-nante que siempre la rode. Y la relativa tranquilidad po-sibilita la redaccin de obras de gran aliento. De hecho, en este perodo, que va desde el 1136 hasta su muerte en el 1142, escribe las ms importantes que salen de su plu-ma: termina la Dialectica, compone la Expositio in Hexae-meron, redacta -a pedido de Elosa- los Manita ad Astro-labium, obras como la Etica o scito te ipsum, y tratados teolgicos como la lntroductio ad Theologiam.

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    Todo hace pensar, pues, que la existencia de Abelar do retomaba por entonces su cauce. El filsofo haba reencontrado su pasin; el telogo su combatividad. Ninguna de ambas cosas habran de serle perdonadas. Sus rivales de siempre renovaron los dardos de la envidia contra su reflorecimiento, tanto ms insoportable para el los cuanto ms inesperado. Pero los mayores ataques pro vinieron del mundo eclesistico.

    En esta ltima direccin, las primeras acusaciones del perodo en cuestin fueron las de Guillermo de Saint Thierry. Entre finales del 1138 y principios del ao si guiente, Guillermo envi a San Bernardo una Disputatio adversus Petrum Abaelardum donde citaba algunos pasajes de obras abelardianas que consideraba sospechosos. Sus tancialrnente, lo que le reprochaba al Palatino era el recur so a la dialctica con exclusin de toda otra va en el dis curso referido a lo divino; de esta manera, exentas de cualquier intentio mstica, sus tesis inducan a predicar de Dios lo que la razn predica de las criaturas." Sin embar go, en su lntroductio ad Theologiam, tambin llamada Theo logia scholarium, Abelardo afirma claramente que el lengua

    22 El pensa1niento de Guillern10 de Saint-Thierry plantea, en tr-minos de claro cuii.o agustiniano, una ascensin gradual hacia Dios en la que confiere a la voluntad un lugar preeminente. Ms an, habla de sus tres grados en tal ascensin: va/untas magna, que identifica con el amor; voluntas illuminata, que es la inteligencia; y vvluntas afffcta, que consiste en el amor a Dios especficamente. Por otra parte, y en lo que concierne a la acusacin de proyeccin antropomrfica, Guillermo re-cuerda, tambin agustinianamente, que, aunque la n1en1oria, la inteli-gencia y la voluntad humanas correspondan a las tres Personas divi-nas, la relacin entre Lls tres facultades en el hombre -que constitu-yen una trinidad creada- no corresponde a la relacin entre las Perso-nas de la Trinidad.

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    je humano slo se basa sobre las categoras aristotlicas, las cuales, a su vez, nicamente pueden referirse a las cosas de este mundo; por ende, la categora de sustancia, por ejem-plo, en cuanto subiectum de accidentes, no se adecua a Dios. Por otra parte, establece una ntida diferencia entre la verdad de la realidad divina -en cuanto tal, inaccesible-y la verosimilitud -en el sentido originario del trmino-del lenguaje humano referido a ella. Ms todava, nuestro autor insiste en la dimensin metafrica del lenguaje filo sfico, cuando ste se aplica al campo de la teologa. Su discurso asume como contrapartida explcita una defensa de la verdadera lgica, al subrayar que se puede errar en tal materia no slo formalmente -esto es, cuando se constru-yen argumentaciones sofisticas- sino tambin intencional mente, es decir, cuando de manera deliberada se aborda con reglas dialcticas un mbito en el gue su uso no es le gtimo. Como se ver, todos estos elementos reaparecen en el Dialogus.

    Con todo, y pese a estas declaraciones, la impresin que pes sobre Guillermo de Saint-Thierry fue la de que las tesis abelardianas estaban inspiradas en el supuesto de que para creer es necesario entender.23 En cuanto al con-tenido de las obras, los puntos que ms lo alarmaron son los concernientes a la Redencin y al pecado original. Aunque la distincin entre ambos criterios de acusacin no es explcita en Guillermo, lo cierto es que son discer nibles: el primero tiene relacin con una tendencia o, si se quiere, con un principio ms que metodolgico; el se-gundo, con lo temtico. Se trata de un matiz es cierto pero tendr su importancia en un punto de ;elevancia:

    23 Recurdese a! respecto lo ya dicho a propsito del tratado De Llnitate l'f Trinitatr L)ei. Cfr. nota JO.

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    relativo al texto que nos ocupa, que tocaremos ms ade-lante.

    Los juicios de Guillermo sobre la ortodoxia tenan un gran peso en la opinin de San Bernardo quien, no obstan-te, se abstuvo en primera instancia de proceder contra el Palatino. Consciente de tal circunstancia, ste redacta una Apologia contra Bernardum. Guillermo haba conocido a Abelardo en los tiempos de Lan, en la poca del insolen-te dialctico, cuando el mpetu del joven intelectual toda-va no haba sido templado; Bernardo, en cambio, lo haba encontrado cuando an era abad de San Gildas, y proba-blemente su lucha por disciplinar la abada haba hallado un eco favorable en l. Aun antes de la advertencia de Gui-llermo de Saint-Thierry, Bernardo tuvo una primera oca-sin para alimentar sus reservas sobre Abelardo: una vez ms, nuestro autor haba ignorado una tradicin, la de adoptar la versin del Padre Nuestro que ofrece el Evange-lio de San Lucas -versin que rega en la Iglesia- reempla-zndolo por el de San Mateo." El fundamento de esta op-cin era que, a diferencia de Lucas, Mateo estaba presente junto a Jess, cuando l lo ense a los apstoles. Abe lar-do no deja caer la oportunidad de explicar esto a Bernardo. Y, aunque desde el punto de vista teolgico, ello no revis-te la misma gravedad de un error cometido, por ejemplo, sobre la Trinidad, desde el punto de vista eclesial es signifi-

    24 Lo hace en una carta que dirige a San Bernardo, a propsito de una visita de ste a Elosa y las monjas del Parclito. En ella se lee: "Habindome trasladado hace poco al Parclito, su abadesa, hija vues-tra y hermana 1nia en Cristo, n1c comunic con gran gozo haber reci-bido una visita vuestra l ... ] Con todo, J solas, me relat vuestra sor-presa sobre la recitacin del I'ater que, en lJ.s horas cotidianas, no ha-can las monjas de la 1nisn1a n1anera que en los otros monasterios" (PL CLXXVlll. 335).

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    cativo, en la medida en que traduce una actitud: de hecho, Abelardo, quien, con prolijidad cientfica, haba negado la aplicacin de la normatividad dialctica en la exgesis, en la vida de la Iglesia, prefiere, con irrenunciable conviccin, la ra-zn a la obediencia. Creemos que es esto lo que no debe de haber escapado al celo de San Bernardo, ponindolo en guardia sobre una actitud que poda atentar contra la uni-dad de la Iglesia. Por otra parte, se trataba de las opiniones de un maestro de extraordinario predicamento entre sus discpulos, cada vez ms numerosos, lo que, a los ojos del abad de Clairevaux, agravaba el peligro. Los sucesos si-guientes lo decidieron a enfrentarse con el Palatino.

    En Pentecosts del 1140, el rey Luis VII se diriga a Sens para visitar las reliquias de la catedral. La vocacin polmica de Abelardo, quiz menguada pero no extingui-da por los aos ni el sufrimiento, no pudo resistir la ten-tacin de solicitar al arzobispo una discusin pblica en la que pudiera confrontarse con San Bernardo. Hay que decir que, habida cuenta de su personalidad, no caracte-rizada justamente por la prudencia y permeable a las su-gestiones, probablemente fue inducido a la empresa por Arnaldo da Brescia.2' En principio, y lo sabemos por una carta que dirige al Papa, Bernardo quiso rehuir la polmi-ca: no aceptaba de buen grado enfrentar a ese "vir bella-

    25 Arnaldo era un fuerte detractor del poder temporal de la jerarqua eclesistica, as como de la simona imperante en la poca. Despus de haber enseado Teologa moral en Santa Genoveva, fue perseguido y se refugi en Suiza, de donde el mis1no Bernardo lo hizo expulsar. Abju-r de sus errores teolgicos eh Viterbo. Pero no cedi en sus crticas al poder eclesistico y busc como aliados a los defensores de la autono-ma civil respecto de la pontificia, constituyndose as en un "gbibrlino" avant la lcttre. As pues, la asociacin de Abelardo con figuras como s-ta no contribua precisamente a disponer a las autoridades en su favor.

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    toY' para escrutar mediante mseros razonamientos las doctrinas de la fe, fundada en la palabra del Salvador. Pe-ro el len que dormitaba en el corazn de Abelardo ha-ba olfateado ya la sangre. Hizo circular el rumor de que Bernardo tema aceptar el desafio y lo oblig as a enfren-tarlo en Sens. Pese a su declarado abandono en la inspi-racin divina, Bernardo envi previamente a Roma una carta dirigida al colegio cardenalicio en la que puntuali-zaba los errores teolgicos del Palatino. Los elementos del drama ya estaban reunidos y el rhinoceros se dispona a penetrar con el cuerno agudo de la dialctica el formi-dable escudo de la ms alta autoridad de toda la Iglesia, as como, en el comienzo de su vida pblica, haba aba-tido a Guillermo de Champeaux, su columna doctorum. Sin embargo, esta vez el campo de batalla era diferente y no precisamente propicio para l. Con el envo de la car-ta mencionada, Bernardo, el custodio de la fe, convierte lo que haba de ser un debate en un snodo. Por su par-te, Abelardo, el polemista, slo acierta a ver en el telo-go un adversario dialctico y, confiado en su genio en la materia, baja al campo de batalla. Adems de San Bernar-do, estaban presentes, entre otros, el legado papal, Godo-fredo de Chartres y el rey Luis VII.

    As, el 2 de junio del 1140, nuestro autor hace su in-greso en la asamblea rodeado de sus arrogantes discpu-los. No es imposible que slo haya tomado conciencia de la situacin al verse ya en ella.26 Lo cierto es que, cuando

    26 Cuenta la leyenda que, al pasar junto a Gilbert de la Parr, quien aos ms tarde tambin habra de ser objeto de las acusaciones de Bernardo, Abclardo le cit unJ. lnea de Horacio: "Nam tua res agi-tur, pare! cum prox11us arde(" ("Tu cJSJ peligra, cuando arde el muro de tu vecino") Ep. 18, 84.

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    se leyeron las proposiciones incriminadas, se comenz por las extradas de un libro de sentencias, supuestamen-te escrito por l. Se trata de una obra que no ha llegado hasta nosotros o, lo que es ms probable, de un Epitme en el que los discpulos haban recogido -tal vez, como suele suceder, sin precisin- algunas ideas formuladas por el maestro. De todos modos, Abelardo rechaza la au-tora, rehsa discutir esas doctrinas y abandona la asam-blea, negando competencia a sus jueces y reservndose el derecho de recurrir al Papa. Slo conjeturas se pueden ha-cer para explicar una conducta nueva en l. La que nos parece ms verosmil es la que recurre al recuerdo, imbo-rrable en la mente de nuestro autor, de lo ocurrido en Soissons. He aqu lo escrito por l aos antes, desps de esa experiencia dramtica que lo haba hecho derramar lgrimas de desesperacin: "Dios es mi testigo de que cuantas veces llegaba a mis odos la noticia de una reu-nin de eclesisticos, pensaba que estaban tratando mi condenacin. Consternado, como aqul a quien cae en-cima un rayo, esperaba ser llevado como hereje y profa-no ante los concilios y snodos".21

    De hecho, y pese a todo, el de Sens condena 14 de las 17 proposiciones denunciadas. Sin embargo, no se tom ninguna medida punitiva, ya que la apelacin de Abelar-do al pontfice fue acogida. En esa apelacin, Abelardo, fiel a s mismo, acusaba a San Bernardo de precipitacin, ligereza y temeridad en el examen de sus obras. Para pro-barlo, se pone en camino hacia Roma. Pero tambin esta vez su oponente fue ms oportuno y previsor que l: de su puo y letra informa de inmediato al Papa lo sucedi-do y enva a los cardenales y, nuevamente, al mismo pon-

    27 C, p. 80. Subrayado nuestro.

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    tfice una minuciosa relacin de los errores abelardianos, donde stos son refutados punto por punto.28 Ms an, superada su capacidad de tolerancia, San Bernardo se en-carniza contra el Palatino, a quien trata de "telogo im-provisado" que slo ignora el significado del verbo "igno-rar". Se mofa de la T'heologia abelardiana llamndola "stultilogia" llena de tonteras, impas calumnias y blasfe-mias. Aade -y no es poco significativo- que la boca que las pronuncia no merece ser tapada con argumentos ra-cionales sino con el ltigo. Entre los errores recriminados se mezclan algunas afirmaciones que sabemos fueron propias de Abelardo, ya que figuran en las obras que han llegado hasta nosotros, con otras -como que el Espritu Santo no es de la misma sustancia que el Padre- que di-flcilmente se le pueden atribuir. Mencionemos dos: la que sostiene que las obras del hombre no lo mejoran ni empeoran, y la que afirma que el poder de remisin de los pecados fue concedido slo a los apstoles y no a sus sucesores. As, se ve que lo esencial del reproche consis-ta, de un lado, en plantear una tica en desacuerdo con la vigente en la poca, al menos, en el mundo cristiano; de otro, en menguar el poder del ministerio sacerdotal. Pero tampoco a San Bernardo escap que las posiciones abelardianas provenan de una nica raz: llevar el uso de la razn ms all de sus lmites.

    El breve de la condena est fechado el 16 de julio de 1141, da en que Abelardo se encontraba en viaje hacia Roma. Hay que reparar tambin que en l su nombre se asocia al de Arnaldo da Brescia. Se determinaba que am-bos haban de ser confinados en conventos, por separa-do. Las obras de Pedro Abelardo fueron quemadas pbli-

    28 Cfr. Epistola 190; PL. CLXXXll, 1053-1072.

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    camente en la iglesia romana de San Pietro in Vincoli. La noticia lo golpea mientras haca escala en Cluny.

    Pero una rfaga de misericordia alcanza al quebranta-do filsofo: por largos aiios Pedro el Venerable haba sido abad de Cluny, donde promovi una reforma contraria al rigor preferido por San Bernardo y donde permanecer mucho despus de la muerte de Abelardo. ste se entrega a su piadosa hospitalidad que inspira a Pedro el Venerable una carta conmovedora al pontfice: "Por eso yo, humil-de siervo vuestro, os suplico y tambin os lo suplica vues-tra fiel comunidad de Cluny -y el mismo Pedro por su parte os lo pide a travs de m y de vuestros hijos porta-dores de esta carta, y en los mismos trminos en que me pidi os escribiera- que le permitis permanecer el resto de los das de su vida, que probablemente no sern mu-chos, en vuestra casa de Cluny, sin que ninguna interven-cin extraiia pueda perturbarlo o apartarlo del hogar en que se refugi el gorrin, aquel nido de trtola que tan fe-liz est de haber encontrado".29 Slo un abatimiento irre-parable, de los que anuncian la muerte, pudo convertir, a los ojos de la ardiente caridad de Pedro, al antiguo rhino-ceros en un pjaro quieto. Es, posiblemente, en este pero-do final, ms sabio, ms prudente, ms atento al dolor aje-no, ms cauto en la expresin de ideas irrenunciables, cuando escribe el Dialogus. En ese perodo tambin ense-iia filosofa, medita sobre la Escritura, reza.

    El abad de Cluny promovi un encuentro entre Abe-lardo y San Bernardo, del que poco se sabe. Y tal vez est bien que as sea. De todos modos, Pedro el Venerable se apresur a comunicar la noticia al Papa, que readmiti a Abelardo entre los fieles. Pero a los pocos me;es, una en-

    2Y C, p.304.

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    fermedad fsica, unida al agotamiento nervioso, aconseja-ron el traslado de Abelardo a San Marcelo, en Chalon-sur-Sane, un lugar de clima suave, en la ribera del ro y cer-cano a la ciudad. All volvi a sus amados libros, sobre los que la muerte lo encontr a principios del 1142. Segn el relato que de ella hace Pedro a Elosa, al ver aproximarse su fin, "con sta, su verdadera fe, encomend al Seor su cuerpo y su alma, aqu en la tierra y por toda la eternidad. As lo pueden atestiguar todos sus hermanos en religin y toda la comunidad del monasterio''_Jo Pero la prueba defi-nitiva de la generosidad de Pedro el Venerable estriba en un solo gesto que rezuma comprensin. Accediendo a un pedido de Elosa, el 16 de noviembre de ese ao rescat en secreto los restos de Abelardo y se los confi, junto con la absolucin escrita de su "nico". Ella los traslad ante el altar mayor construido por sus discpulos cuando ensea-ba en el Parclito, y all, con l, quiso ser sepultada.

    Actualmente, ambos descansan en Pars, en el cemen-terio de Pre Lachaise.

    Las obras

    Despus de haber presentado la trayectoria intelec-tual del autor, subrayando los elementos que pueden ilu-minar la lectura del Dialogus, sintetizaremos ahora los principales hitos de su produccin escrita, con el fin de ubicar en ella el texto que nos ocupa. Hemos optado por un criterio temtico de clasificacin, aun cuando se ha de recordar que, en el siglo XII, tal criterio no haba alcanza-do todava el afinamiento que cobrar ms tarde. Por el-

    JO Jb/d.,p.313.

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    lo, es posible encontrar tesis lgicas en una obra de tica, o tesis ticas en un texto teolgico, etc. Con todo, esta circunstancia permite tambin poner de relieve la cohe-rencia interna del pensamiento abelardiano, tema sobre el que se volver.

    Al tratarse, pues, de una agrupacin temtica, no se ha incluido el epistolario abelardiano, ni los ttulos de las obras perdidas, como el ya mencionado comentario al li-bro de Ezequiel o las famosas canciones escritas para Elosa o las pginas dedicadas a Astrolabio. Por otra par-te, cabe aclarar que es caracterstica de nuestro autor la re-visin de sus obras, al punto de volver a redactarlas varias veces, siguiendo la evolucin de su pensamiento. De un lado, eso torna muy dificil fijar una fecha o fechas preci-sas para cada una; de otro, dificulta tambin la percep-cin de su plan original.

    F.scritos de lgica:

    . lntroductiones parvulorum. Son cinco glosas breves a la Jsagog de Porfirio, a las Categoriae y el De interpretatione aristotlicos, y al De divisione boeciano. Probablemente, pertenecen al primer perodo del magisterio de Abelardo (1102-1112). Lo hace pensar as el hecho de que no se ad-vierten todava tesis personales en estas glosas. Por la mis-ma razn, actualmente se excluye de este conjunto de es-critos la glosa al De differentis topicis de Boecio, texto muy citado en el Dialogus, puesto que en ella el Palatino se ale-ja de la literalidad del comentario para emprender un de-sarrollo doctrinal ms propio y sistemtico . . Logica ingredientibus. Contina los comentarios a los es-critos anteriormente mencionados, con excepcin del de

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    Boecio, y una particular atencin conferida a la lsagog porfiriana. Su datacin, aunque tambin discutida, se re-monta probablemente a los aos 1117-1118. . Logica Nostrorum. Su ttulo completo es Logica nostrorum petitioni, puesto que proviene de sus palabras iniciales. Iniciada en el 1121, reelabora la lectura de Porfino Y anuncia ya la doctrina de los universales, con la aparicin del concepto de sermo. . Dialectica. Articulada en cinco tratados, es, sin duda, la obra lgica ms importante y de ms largo aliento del Pa-latino. Expone tesis dialcticas ya maduras y personales, ms all de la forma de comentario, especialmente a Boe-cio, en que se presenta. Iniciada en el 1118, recibe una se-gunda redaccin entre el 1121 y el 1124; probablemente, una revisin de toda la obra y el quinto tratado se siten en el 1136. La Dialectca consagra el nominalismo abelar-diano desarrollando la doctrina del trmino universal como' vox significativa. Con ello, pone la universalidad del trmino en la mens humana.

    Escritos de tica:

    . Ethica o Scito te ipsum. Bajo este ttulo se rene lo esen-cial de la produccin abelardiana sobre cuestiones ticas. La Ethica fue comenzada, casi con seguridad, en el 1128, durante el dificil perodo de Saint-Gildas, aunque se pu-blic ocho aos ms tarde. Impostado exclusivamente so-bre el eje de la discusin racional, el texto persigue una definicin precisa de "virtud", es decir, de moralidad. Op-ta por una suerte de via negationis, al examinar para ello la nocin de pecado. ste, o sea, la falta moral, consiste esencialmente en el asentimiento que se confiere, en la

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    mens o espritu, al deseo de lo ilcito; la accin, en cam-bio, es la manifestacin externa de ese asentimiento y no constituye la falta. As, lo que contamina al alma proce-de nicamente de ella, dado que el origen del mal moral est en el mbito de la voluntad y radica en la intentio de-liberada y consciente de sta hacia lo malo. Por el contra-rio, la intencin es efectivamente buena cuando se ade-cua a la voluntad divina. De esta manera, en la alternativa -clsica en toda la historia de la tica- de determinar si Dios quiere algo porque es bueno o si eso es bueno por-que Dios lo quiere, Abelardo opta por el segundo trmi-no de la opcin. Ciertamente, toda vez que se juega en el plano de la interioridad, una tica de la intencin pone en riesgo el control institucional de la moralidad que s-lo se puede ejercer sobre las manifestaciones externas. Ms an, ataca directamente a la misma dimensin tem-poral de la Iglesia, al invalidar la dignidad sacerdotal cuando ella no est respaldada por la santidad, esto es, por una recta intentio cordis. La intencionalidad de la propia conciencia debe ser examinada, obviamente, por el mismo sujeto. Esto explica el subttulo de la Ethica: el "concete a ti mismo" socrtico.

    Escritos teolgicos:

    . Sic et non. Esta obra, cuyo titulo podra traducirse por "pro y contra'', es una coleccin de textos discordantes de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia sobre 158 cuestiones teolgicas. Aunque no se puede precisar con exactitud la poca de su redaccin, en sus pginas re-suena todava la insatisfaccin de Abelardo por el magis-terio de Anselmo de Lan al respecto, en el sentido que

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    ya se ha sealado: el Sic et non es, sin duda, la instancia que signa el pasaje de la lectio -entendida como mera re-peticin, a la manera del viejo Anselmo- a la sententta abelardiana que, mediante el uso de la ratio, zanja el con-flicto de la contradiccin entre auctoritates. As, la ratio ya no se opone a la auctoritas, sino que se convierte en ins-trumento de interpretacin del texto sagrado. . De unitate et trinitate divina o Theo/ogia summi boni. Es un tratado dividido en tres libros y compuesto por Abelar-do entre el 1119 y el 1120, para uso de sus mismos estu-diantes, quienes le solicitaban explicaciones basadas so-bre la razn y la filosofa acerca del carcter uno y trino de Dios. A este criterio de aplicacin de argumentos "hu-manos y filosficos", el maestro aade otro al que tam-bin apelar en el resto de sus obras teolgicas: la com-prensin precisa del significado de los trminos como punto de partida. Pero su orientacin, adems de didc-tica, es polmica: se propone combatir algunas herejas debidas, para el Palatino, a una errnea aplicacin de la dialctica al misterio trinitario. Quienes insisten en obte-ner la seguridad de la dialctica en el conocimiento de Dios pecan de soberbia. En este plano, subraya Abelar-do, se ha de distinguir entre lo verdadero y lo verosmil, o sea, entre la realidad divina, inaccesible, y la expresin humana que se refiere a ella por analoga y mediante imgenes y smbolos. Por eso, recurre a la dimensin me-tafrica del discurso filosfico que, con todo, en materia de dogmas de fe, debe limitarse al enunciado, sin preten-der ahondar en su contenido. . Theologia christiana. Compuesta entre 1122 y 1127, es la obra ms prxima a la anterior. En ella, Abelardo retoma la cuestin de la unidad y trinidad divinas, con especial atencin a los nombres asignados a Dios. Algunos intr-

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    pretes de principios del siglo pasado han visto en la Theo-logia christiana una suerte de reivindicacin por parte del mismo Palatino de sus propias tesis, despus de la conde-na de Soissons. . Theologia scholarium o lntroductio ad Theologiam. La data-cin ms probable fija su redaccin entre el 1134 y el 1136. Pero sea ella cual fuere, lo cierto es que se trata de una obra teolgica ms madura que las arriba menciona-das, donde justamente la razn dialctica, aun conservan-do el nombre de ratio, cede el paso a una intelligentia que la supera, en la medida en que se propone contemplar -no discurrir sobre- el perfecto bien y dar de l definicio-nes verosimiles. Con todo, en cuanto que est unida a un cierto grado de comprensin, esta fe difiere de la simple y puntual de Abraham. As pues, no se renuncia a un exa-men inteligente de los textos sagrados, y esto es lo que no fue perdonado en Sens. . Expositio in Epistulam Pauli ad Romanos. De redaccin ca-si simultnea con la Ethica, este comentario a la carta de Pablo a los romanos, articulado en cinco libros, es, como se ver, muy recurrente en la obra de la que nos ocupa-mos. Abelardo subraya all, como centro de la Reden-cin, el magisterio de Cristo, insistiendo en que l no s-lo salv a los hombres con su sangre sino tambin con su mensaje. Es sta una de las opiniones que le fueron cen suradas en Pars. A la vez, ese acento es revelador de sus intereses ticos. . Expositio in Hexaemeron. Fechado alrededor del 1140, es-te escrito se propone un comentario de los primeros ca-ptulos del Gnesis. Al menos en su declaracin prelimi-nar, el Palatino sostiene que su propsito es el de prestar particular atencin al sentido histrico de esos captulos, sin descuidar los sentidos moral y alegrico. Pero, dialc-

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    tico hasta el final, introduce la quaestio en medio de la ex-plicacin del texto sagrado, con lo cual no se limita a el-la. Por lo dems, apela en su anlisis a instrumentos pro-porcionados por las artes liberales, como el gramatical. As, por ejemplo, se vale del plural hebreo "Heloym", tra-ducido por "Dios" o "Yahvh Dios" en singular, para su-brayar la unidad de la realidad divina trinitaria. Esto le valdr, por parte de autores como Otn de Frisinga, la acusacin de haber mezclado imprudentemente con la teologa su doctrina del nombre como vox significativa. . Dialogus inter philosophum, iudaeum et christianum. A las principales obras teolgicas y ticas de Abelardo se ha de aadir la que ocupa este volumen, para cuya datacin y caractersticas remitimos a lo que se dir ms adelante.

    Aun de esta sucinta mencin de los principales textos abelardianos, tan rpida como la presentacin de su iti-nerario, es posible recabar una impresin general acerca de la nota que tienen en comn. La comparten precisa-mente porque ella es, en nuestra opinin, lo que distin-gue a nuestro autor en cuanto pensador. Al comienzo de estas pginas, se lo sealaba como un hombre que encar-n cabalmente ese siglo de renacimiento medieval que fue el XII. Ahora bien, si nos atenemos a lo que habitual-mente se ha llamado "Renacimiento" como movimiento cultural, se ha de convenir en que uno de sus rasgos esen-ciales es el giro copernicano dado por la visin humans-tica: despus de un atardecer medieval en el que la mira-da haba estado centrada en Dios o la naturaleza, el hombre la vuelve hacia s mismo y su propia interioridad. Una anticipacin, aun cuando en otros sentidos muy "medieval", de este movimiento est dada por el pen-samiento abelardiano.

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    Ese giro aparece, en efecto, en cada uno de los nive-les en los que tal pensamiento se articula: en el plano l-gico o dialctico, al abordar su ms decisivo problema, el del status de los trminos universales, opone, tanto a las esencias como a las voces, la significacin instituida en el interior de la mens humana; en el tico, a la valoracin del acto moral como eje de la moralidad, opone la intentio que se establece en la intimidad de la conciencia; en el de la exgesis bblica, a la aceptacin de una auctoritas exter-na, opone el debate que la razn sostiene consigo misma para alcanzar una comprensin profunda del texto; en el plano eclesistico, a la dignidad de la investidura institu-cionalmente conferida, opone la legitimacin de la santi-dad de vida.

    Naturalmente, esto confiere solidez terica a su doc-trina, vista en su conjunto. Y ello posibilita no slo el ca-rcter complementario de cada plano con los dems, si-no tambin las remisiones de un texto a otro, dentro de los que responden, en principio, a un mismo nivel o a una misma disciplina. Todo esto hace que cada obra in-vite, de alguna manera, a la lectura de otra u otras. As pues, lo que se indicaba respecto de la frecuencia con que se encuentran tesis ticas en escritos teolgicos, por ejem-plo, es algo que, particularmente en el Palatino, no res-ponde a una falta de precisin en el establecimiento de los lmites temticos de una obra, sino ms bien a la co-herencia doctrinal que subyace en todas ellas.

    En todos los casos, es la razn la que conduce el mo-vimiento hacia la interioridad, eje de su pensamiento. Se trata, en Abelardo, de una razn -es cierto- cada vez ms santificada, cada vez ms plenamente consagrada al desci-framiento de la palabra divina, cada vez ms empeada en la intencin de permanecer fiel a esa palabra. Sin embar-

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    go, sigue siendo la razn, una razn irreductible, que no renuncia a s misma, el sujeto de esa santificacin. No hay que perderlo de vista en la lectura de la obra que presen-tamos.

    El Dialogus,

    El primer problema, y acaso el ms discutido, del tex-to que nos ocupa es el de su datacin. Si bien tradicional-mente se lo ha ubicado como uno de los ltimos salidos de la pluma de Abelardo, en dcadas recientes se ha pro-puesto una fecha de composicin muy anterior. No dis-cutiremos aqu la cuestin, que es tema, sobre todo, de fi-llogos. Pero, a falta de elementos al respecto que permitan dejar definitivamente atrs las meras conjeturas, tampoco ocultamos la impresin que nos ha dejado una lectura atenta y reiterada de ste y otros escritos abelar-dianos, y que se inclina por la opinin tradicional.

    El segundo problema nos instala en un terreno, si se quiere, an ms resbaladizo. El texto est impostado como una suerte de sueo, en el que tres hombres, un filsofo, un judo y un cristiano, monotestas provenientes de "tres senderos diversos", solicitan de un juez sabio una valora-cin imparcial de sus respectivas leyes: la natural, la que obedece al Antiguo Testamento, y la que responde al Nue-vo Testamento aadido al primero. La pregunta es: icul de estos personajes es Abelardo > Para una de las estudiosas de su pensamiento, M. T. Fumagalli Beonio Brocchieri, la res-puesta es inequvoca: el cristiano.JI Sin disentir sustancial-mente con esta opinin, creemos que se puede ampliar el

    3! Cfr. lntroduzione a Abe/.ardo, Roma-Bari, L.11, 1.i, 1988, pp. 93-94.

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    enfoque, desglosando la cuestin. As, desde el punto de vista formal, Abelardo es, claramente, el juez, por el solo hecho de que, en el texto, se presenta como tal en primera persona. En cambio, si el criterio para determinar esto es el del contenido, o sea, si se consideran las opiniones puestas en boca de los tres personajes, cabra hacer otra distincin en dos planos: el que concierne a las tesis expuestas, de un lado, y el relativo a la actitud con la que se abordan los pro-blemas, de otro. En el primer sentido, el Palatino se identi-fica, sin duda, con el cristiano. Pero, en el segundo, pensa-mos que hay mucho de l en el personaje del filsofo, ms all de que ste sea presentado, al pasar, como musulmn. Lo que de Abelardo tiene ese personaje es, fundamental-mente, el requisito, permanentemente reivindicado, de res-peto al rigor racional en la discusin, algo que, como se ha dicho, es esencial en nuestro autor.

    El tercer aspecto a abordar en este texto se relaciona con su arquitectura, directamente vinculada con el senti-do general de la obra. Por eso, conviene presentarla antes en sus rasgos generales, que es posible dividir en una in-troduccin y tres grandes secciones.

    El diseo se apoya sobre tres cimientos que se presen-tan desde el mismo comienzo del dilogo. Como preci-samente de un dilogo se trata, los tres dibujan el marco de referencia en el que su sentido tiene lugar y que, por tanto, es compartido por todos los interlocutores. Ellos son: el encuadre comn, dado por el monotesmo; el ob-jeto de bsqueda comn, puesto en Dios en cuanto Su-mo Bien; y la comn admisin de un mismo principio que es el de llevar a cabo esa bsqueda basndose nica-mente sobre la razn y dejando a un lado todo lo que sea mera opinin. Este momento conforma as la introduc-cin al dilogo propiamente dicho.

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    Le sigue su primera parte, dada por la confrontacin entre el filsofo y el judo. El filsofo plantea tres pun-tos: en primer lugar, insiste sobre la tica como discipli-na. En la ciencia moral, se pueden discernir -dice- dos niveles de normativa: el dado por la ley natural, que el fi-lsofo defiende, y el conformado por la ley religiosa, que ejemplifica el judo con su fidelidad exclusiva al Antiguo Testamento. En segundo trmino, dentro de la ley religio-sa, se diferencia a su vez entre la observancia que respon-de a una conviccin fundada en la razn, y la que slo obedece a la costumbre, esto es, a lo adquirido cultural-mente. En tercer lugar, se advierte sobre el peligro de que este ltimo caso, es decir, el de una obediencia religiosa acrtica, d lugar a dos males: por una parte, la intoleran-cia hacia quienes no comparten esa fe; por otra, la reduc-cin de sta a frmulas vacas. En su refutacin, el judo objeta que, si bien se hereda culturalmente la pertenencia al judasmo, ella se confirma ms tarde con el asentimien-to o aceptacin racional que trae la madurez. Pero, aun-que su discurso despierta una profunda admiracin por la fidelidad al pacto del Antiguo Testamento, no logra reba-tir, ante la amplitud de la ley natural, el carcter no uni-versalizable del judasmo.

    La segunda parte se articula en el dilogo del filsofo con el cristiano. Est precedida de algunas consideracio-nes fundamentales mediante las cuales Abelardo justifica la mayor proximidad que ve entre ambos respecto de la que se daba entre el filsofo y el judo. Hay que subrayar que tal proximidad se mide tomando como punto de re-ferencia la ley natural, es decir, la filosfica. Sobre esta base, en primer lugar, se concibe a la ley neotestamenta-ria como ms perfecta que la juda, apelando, por ejem-plo, a declaraciones ciceronianas acerca de la legislacin,

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    lo que no deja de ser curioso. En segundo lugar, cuando se recurre a las auctoritates cristianas, se lo hace para mos-trar que estn en la misma direccin de la filosofla grie-ga, lo cual confiere al cristianismo una mayor posibilidad de expansin. En tercer trmino, y esto es fundamental, se plantea una base comn a la doctrina de ambos: el Lo-gos divino, Sabidura de Dios para el cristiano, de la que deriva la ley natural para el filsofo.

    En la tercera parte, sobre dicho fundamento co-mn, el dilogo avanza y culmina en la reflexin de dos ejes paralelos: Dios en cuanto Bien Sumo en s mismo, y, especialmente, en cuanto sumo bien para el hombre. En este ltimo punto, confluyen en el Dialogus impor-tantes tesis abelardianas que hemos anticipado, tanto de la Ethica como de la Theologia Summi Boni y aun de otras obras.

    As pues, lo que responde a la cuarta cuestin a plan-tear, el sentido general del texto, se inserta en esa ltima dimensin: cul es el bien supremo para el hombre y a qu normas naturales y religiosas debe sujetarse para poder al-canzarlo. Sin duda, esa dimensin confiere al dilogo una orientacin definitiva, reveladora de los intereses de su au-tor: las consideraciones ticas que se derivan tanto de la exgesis bblica como del anlisis filosfico. Respaldada la obra en la confirmacin de tesis teolgicas y ticas ya men-cionadas, toda ella apunta a echar los cimientos de un pro-grama de conciliacin religiosa, cosa que se pone de ma-nifiesto en la indicacin de las convergencias. Como no puede ser de otro modo, especialmente tratndose de Abe-lardo, la base de ese programa ha de ser una filosofla natu-raliter christiana, esto es, un pensamiento que se apoye en la sabidura divina e intente descifrarla con la razn huma-na, precisamente para no ser excluyente.

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    En tal sentido, hay que subrayar la singularidad que esta obra abelardiana tuvo en su tiempo. Para ello, con-vendr hacer, como quinto y ltimo punto, una breve mencin a la contextualizacin histrica del tema. Co-mo todo siglo perteneciente a ese perodo europeo que, de una manera tan general cuanto discutible, se ha dado en llamar la "Edad Media", el XII es una centuria regida por la visin que la Iglesia en cuanto institucin susten-taba del mensaje cristiano. En ese marco, y en lneas ge-nerales, el musulmn y el judo eran vistos como "el otro", aunque no necesariamente como el enemigo. ste era, ms bien, el hereje -como Abelardo hubo de com-prender amargamente- o, peor an, el cismtico, ya que ambos atentaban contra la unidad del cristianismo, el respeto a cuya doctrina garantizaba la cohesin social. Por eso, se los combata desde el poder con la convic-cin de estar obedeciendo al "Sean uno" ordenado por Cristo.

    Con todo, por parte de escritores cristianos no falta-ron las polmicas sostenidas, especialmente, con los ju-dos. Se trata, casi siempre, de controversias imaginarias. Pero esas obras, compuestas obviamente en latn, dan cuenta de cierta atencin que iba ms all de los lmites del propio horizonte. Los ensayos que abordan este tema consignados en la bibliografla -en particular, el de Da-han- sealan que, cualquiera sea la actitud de fondo que revele cada polemista, las objeciones ms asiduas dirigi-das hacia los judos apuntan, de un lado, a la obstinacin que se les atribua; de otro, a la comprensin meramente literal de la Escritura. Ambas -y, sobre todo, la segunda-reaparecen en este texto de Abelardo. Pero, a diferencia de otros autores, l demuestra respecto de los hebreos una capacidad de comprensin y de compasin muy po-

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    co frecuente en su tiempo.32 Prueba de ello es ese par de pginas conmovedoras, donde el personaje del judo des-cribe su opresin.

    Respecto del musulmn la cuestin es muy distinta, aunque tambin en esto nuestro autor se anticipa a lo que vendr. En efecto, slo varios aos despus de su muerte comenzarn a introducirse en el mundo cristiano traducciones hechas del griego al rabe y del rabe al la-tn, en Toledo y Crdoba; ms an, en Toledo se confor-ma una verdadera escuela de traductores. No es de sor-prender que el fenmeno se diera en tierra espaola, cruce de las tres culturas: la rabe, la juda y la cristiana. En el mundo islmico del siglo XII ya se haba dado el movimiento de afirmacin de un pensamiento autno-mo respecto de la fe. Esto se verifica, por ejemplo, en un contemporneo de Abelardo, lbn Tyfail. Este autor de-fiende la superioridad de la filosofla respecto de la fe, jus-tamente en cuanto que la primera es capaz de dar cuen-ta racional de la segunda. Se sabe que Pedro el Venerable, cuyo apoyo fue tan decisivo para el autor del Dialogus, conoca bien a ese pensador musulmn, tpico de la Es-paa de su tiempo.33 Qiiz por influencia de su bene-factor, Abelardo no incorpora explcitamente a su texto al personaje del filsofo en cuanto musulmn sino en

    32 Una excepcin est constituida por la Disptttatio !udaei et Chris-tiani de Gilbert de Westn1inster, poco anterior al Palatino. Pero habr que esperar al 1270 para la aparicin de una obra similar a !a abelar-diana. Cfr. nota 34.

    33 Cfr. Kritzek, J., Peter the Venerable and Islam, Princeton, Oriental Studies, New Jersey, 1964. Cabe agregar que, en este movinliento que tanto enriqueci a la Cristiandad n1edieval, los judos cultos por su parte conformaron la mediacin entre el bagaje filosfico r,1be y el cristiano. Un ejemplo es Aven

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    cuanto filsofo: de hecho, en las intervenciones de ste es rastreable el conocimiento del neoplatonismo y del estoicismo, ya que el Palatino no poda sospechar siquie-ra la lectura del corpus aristotlico que el averrosmo ha-bra de elaborar. Pero nada hace pensar, en el filsofo que l presenta, en una concepcin de mundo musulma-na, sino slo natural y racionaJ.34 iPor qu elige a un mu-sulmn para encarnarla? Porque en el mundo de Abelar-do era difcil ser un filsofo no cristiano; aun si se era un disidente, se lo era en el marco de la cristiandad y respec-to del cristianismo. Pero acaso tambin lo haya elegido para ampliar una perspectiva que es, vocacionalmente, ecumnica. Y lo es a punto tal que -no lo olvidemos- lo llev a considerar la posibilidad de convivir, sin renun-ciar a su fe, con infieles.

    La presente versin

    Se ha de hacer, por ltimo, una breve referencia a las caractersticas de la versin que presentamos. En lo que concierne al texto latino, se sigui la edicin de R. Tho-mas que figura en la bibliografa. Naturalmente, se la aa-di para posibilitar al lector ms familiarizado con la lite-ratura medieval el control de nuestra traduccin. Sin embargo, y dado que se pretende en todos los casos faci-litar el acceso a esta obra, nos hemos permitido comple-

    34 Mucho ms preciso, por mejor conocido, es el perfil religioso del musuln1n en el dilogo de Raimundo Lullio, Libro del gentil y los tres sabios, donde se diferencian las figuras entre la del filsofo, por una parte, y las de los tres sabios, el musulmn, el judo y el cristiano, por otra.

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    tar ocasionalmente con la Vulgata las citas de pasajes b-blicos, puesto que en ellas aparecen muchas veces slo las iniciales de cada palabra a manera de indicacin.

    En cuanto a los criterios de traduccin, hemos pro-curado respetar lo ms posible el texto latino, aun a sa-biendas de que eso conspiraba contra una versin caste-llana ms tersa y rpida. Pero juzgamos no aconsejable aligerar la redaccin de una obra cuya temtica es, sin du-da, densa. La forma misma de un discurso como el del Dialogus tambin es significativa: encontrar desde el co-mienzo un texto que "no habla como nosotros" nos po-ne en guardia sobre la necesidad de tomar distancia his-trica acerca de su contenido; nos obliga a entrar, en suma, en otro universo.

    Para la versin de los pasajes escriturarios, hemos op-tado por seguir la castellana de la Biblia de Jerusaln, te-niendo en cuenta que se la considera actualmente la ms autorizada. Sealamos en las notas aquellos casos en que esta versin parece alejarse de la latina manejada por Abe-lardo. Todas las traducciones de las dems citas son nues-tras.

    Finalmente, quiero hacer constar mi .gratitud por la colaboracin tcnica de ngela Schikler y Silvia Tenconi, apoyo inteligente y .generoso. A ellas est dedicada esta versin, por la continuidad de nuestro dilogo.

    SILVIA MAGNAVACCA

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    Dilogo entre un filsofo, un judo y un cristiano

    Dialogus inter philosophum, iudaeum et christianum

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    Aspicieba1n in visu noctis, et ecce viri tres diverso tra-mite venientes coram me astiterunt. Quos ego statim iux-ta visionis n1odum, cuius sint professionis vel cur ad me venerint, interrogo.

    Homincs, inquiunt, sun1us diversis fidei sectis inni-tentes. Unius quippe Dei cultores esse nos omnes pariter profitemur diversa tamen fide et vita ipsi famulantes. Unus quippe nostrum gentilis ex his, quos phylosophos appellant, naturali lege contentus est. Alii duo vero scrip-turas habent, quorum alter ludeus, alter dicitur Xristia-nus. Diu autem de diversis fidei nostre sectis invicem conferentes atque contendentcs tuo tandem iudicio ces-simus. Ego super hoc itaque vehementer ammirans, quis in hoc ipsos induxerit vel congregavcrit, quera, et 1naxi-me cur in hoc me iudicem elegerint.

    Respondens autem philosofus: Mea, inquit, opera hoc est inceptum, quoniam id suum est philosophorum rationibus veritatem investigare et in on1nibus non opi-nionem hon1inum, sed rationis sequi ducatu1n. Nostro-rum itaque scolis diu intentus et tam ipsorum rationibus quam auctoritatibus eruditus ad moralem tandem me contuli philosophiam, que omnium finis est disciplina-rum, et propter quam cetera omnia prclibanda iudicavi.

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    En una visin nocturna contempl! tres hombres que llegaban por senderos diversos. Se detuvieron ante m. De inmediato, siempre en la visin, yo me dirijo a ellos, preguntndoles a qu confesin religiosa pertenecan y por qu haban venido a m. "Somos hombres de diferen-te fe", responden. "Aun cuando los tres declaramos igual-mente venerar al nico Dios, no obstante, lo servimos con creencias y prcticas diferentes. Uno de nosotros es pagano, un filsofo que se contenta con la ley natural; los otros dos se basan, en cambio, sobre escrituras revela-das: uno es judo, el otro cristiano. Hemos discutido lar-gamente, enfrentndonos uno con otro sobre las diversas doctrinas de nuestras respectivas creencias, pero final-mente hemos decidido apelar a tu juicio."

    Muy sorprendido por todo esto, les pregunto enton-ces quin los haba reunido con este objetivo y, sobre to-do, por qu me haban elegido a m como juez. El filso-fo me respondi: "Fue una iniciativa ma: es deber del fi-lsofo, en efecto, buscar la verdad a travs del razona-miento y seguir siempre no la opinin de los hombres si-no la gua de la razn. Despus de haber frecuentado por largo tiempo las escuelas de nuestros maestros y de haber profundizado tanto en sus argumentaciones racionales como en los escritos de los autores, me he dedicado final-mente a la filosofa moral, meta de todas las disciplinas:

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    Hic de summo bono et de summo malo et de his, que ve! beatum hominem vel miserun1 faciunt, quoad potui, ins-tructus statim apud me diversas etiam fidei sectas, quibus nunc mundus divisus est, studiose scrutatus sum, sit om-nibus inspectis et invicem collatis illud sequi decrevi, quod consentaneum magis sit rationi. Contuli me igitur ad !udeorum quoque et Xristianorum doctrinam et utro-rumque fidern et leges sive rationes discutiens. Cornperi Iudeos stultos, Xristianos insanos, et cum salva pace tua, qui Xristianus diceris; ista loquar. Contuli diu curn utris-que, et nostre collationis altercatione nondurn finern adepta partiurn suarurn rationes tuo cornrnittere decrevi-rnus arbitrio. Te quippe nec phylosoficarurn rationurn vi-res nec utriusque legis rnunirnenta latere novirnus. Xris-tiana narnque professio sic propria lege nititur, quarn no-vum nominant testamentum, ut respuere tamen non pre-sumat antiquum, et utriusque lectioni maximum impen-dat studiurn. Aliquern nobis iudicern oportebat eligere, ut altercatio nostra finern acciperet; nec quernquarn nisi in aliqua triurn harurn sectarurn reperire potuirnus.

    Ac deinde tanquarn adulationis oleurn vendens et ca-put rneurn hoc ungento dernulcens statirn intulit:

    Quanto igitur ingenii te acurnine et quarurnlibet scientia scripturarum fama est preminere, tanto te am-plius in hoc iudicio favendo sive defendendo constat va-lere et cuiuscurnque nostrum rebellioni satisfacere posse. Quod vero ingenii tui sit acurnen, quantum philosophi-cis et divinis sententiis memorie tue thesaurus abundet,

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    consideraba los otros estudios una preparacin necesaria para poder alcanzarla. Estudi cuanto pude las definicio-nes de sumo bien y de sumo mal y de todas aquellas co-sas que hacen al hombre feliz o bien desdichado y, des-pus, decid examinar atentamente las doctrinas de las di-versas religiones entre las cuales est dividido el mundo: quera analizarlas y compararlas para seguir la ms prxi-ma a la razn. As, acud a la doctrina de los hebreos y de los cristianos, estudi su fe, sus leyes y argumentos, pero llegu a la conclusin de que los judos son necios y los cristianos locos, si es que puedo hablar as sin que t, que te dices cristiano, te sientas ofendido.'

    He discutido extensamente con estos compaeros mos y, puesto que no lograrnos llevar a trmino nuestra encarnizada discusin, hemos decidido confiar a tu jui-cio nuestras respectivas razones: sabemos, en efecto, que t conoces bien tanto la fuerza de las argumentaciones fi-losficas cuanto los fundamentos de ambas leyes. Tu fe, en efecto, aun cuando se basa sobre la verdadera ley que llamarnos Nuevo Testamento, no descarta por esto el An-tiguo y se dedica con el mximo empeo al estudio de ambas. Era necesario elegir un juez que pusiera fin a nuestra disputa, pero no hemos podido encontrarlo sino en uno de estos tres grupos".

    Y luego, corno si vertiera sobre mi cabeza el aceite de la adulacin, ungindome con dicho blsamo, aadi en seguida: "Es sabido cunto te distingues por agudeza de ingenio y por conocimiento de las Escrituras. Es an ms evidente, pues, que ests en condiciones de zanjar esta discusin y de responder a cualquier objecin nuestra, aprobando o rechazando nuestras argumentaciones. La sutileza de tu ingenio, el tesoro de tu n1emoria, rico en conocimientos filosficos y teolgicos, ms all de tus

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  • preter consueta scolarum tuarum studia, quibus in utra-que doctrina pre omnibus magistris etiam tuis sive ipsis quoque repertarutn scientiarum scriptoribus constat te floruisse; certum se nobis prebuit experimentum opus illud mirabile theologie, quod nec invidia ferre potuit nec auferre prevaluit, sed gloriosius persequendo effecit.

    Tum ego: non ambio, inquam, huiuis honoris gra-tiam, quam mihi reservastis, ut sapientibus scilicet omis-sis stultum pro iudice statueretis. Nam, et ego similis ve-stri vanis huius mundi contentionibus assuetus non gra-ve perferam audire, quibus oblectari consuevi. Tu tamen, philosophe, qui nullam professus legem solis rationibus cedis, non pro magno estimes, si in hoc congressu preva-lere videaris. Tibi quippe ad pugnam duo sunt gladii, alii ero uno tantum in te armantur. Tu in illos tam scripto quam ratione agere potes; illi vero tibi, quia legem non sequeris, de lege nichil obicere possunt; et tanto etiam, minus in te rationibus possunt, quanto, tu amplius ratio-nibus assuetus philosophicam uberiorem habes armatu-ram. Quia tamen hoc est condicto et pari statuistis con-sensu et de viribus vestris singulos vestrum confidere vi-deo, nequaquam ausibus vestris nostra erubescentia infe-ret repulsam, presertim cum ex his aliquam percipere me credam doctrinam. Nulla quippe, ut quidam nostrorum meminit, adeo falsa est doctrina, ut non aliqua intemi-sceat vera, et nullam adeo fi-ivolam esse disputationem ar-bitror, ut non aliquod habeat documentum. Unde et ille maximus sapientum in ipso statim proverbiorum suorum exordio lectorem sibi attentum preparans ait:

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    propios estudios escolsticos (en los cuales, como es bien sabido, has superado en ambos campos a todos los maes-tros, hasta a los tuyos y a los mismos autores de tales ciencias) han quedado demostrados por esa admirable obra tuya de teologa3 que la envidia no pudo soportar pero que tampoco consigui borrar, peor an, persi-guindola la hizo ms famosa".

    Entonces yo respond: "Me habis otorgado un gran honor eligiendo como juez a un necio y olvidando a los sabios. No lo rechazo. Tambin yo, como vosotros, estoy habituado a las vanas disputas de este mundo: no me se-r pues dificil escuchar esos discursos en los cuales sola deleitarme.4 Sin embargo, t, filsofo, que no reconoces ninguna ley escrita y te pliegas slo a la razn, no te so-brestimes si en esta disputa te pareciera prevalecer: t tie-nes dos espadas para afrontar la batalla, en tu contra los otros podrn blandir slo una. T puedes blandir contra ellos tanto la razn como la palabra revelada, mientras que ellos no pueden oponer objecin alguna sobre la ba-se de una ley que t no sigues. An menos estn en con-diciones de combatir contigo con argumentaciones racio-nales: t tienes mucho ms familiaridad con ellas, tu ar-madura filosfica es ms poderosa. Sin embargo, desde el momento en que habis establecido todo esto mediante . un pacto y de comn acuerdo, y ya que veo que cada uno de vosotros tiene fe en sus propias fuerzas, mi timidez no se opondr, de ningn modo, a vuestra audacia, tanto ms que creo poder aprender algo de esta discusin. De hecho, como recuerda uno de los nuestros,' ninguna doc-trina es falsa al punto de que no haya mezclado en ella algo de verdadero, y yo pienso que ninguna discusin es tan banal como para no contener alguna enseanza. Aun el mayor de los sabios al comienzo de sus Proverbios, pa-

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    "Audiens sapiens sapientior erit; intelligens guberna-cula possidebit." Et lacobus, apostolus:

    "Sit", inquit, "omnis horno velox ad audiendum, tar-dus autem ad loquendum."

    Assentiunt de nostro assensu gratulantes.

    PHILOSOPHUS: Meum est, inquit, primum ceteros in-terrogare, qui et naturali lege, que prima est, contentus sum. Ad hoc vos ipse congregavi, ut de superadditis in-quirerem scriptis. Prima, inquam, non solum tempore, verum etiam natura. Omne quippe simplicius naturaliter prius est multipliciori. Lex vero naturalis, id est scientia morum, quam ethicam dicimus, in solis consistit docu-mentis moralibus. Vestrarum autem legam doctrina his quedam exteriorum signorum addidit precepta, que no-bis omnino videntur superflua, de quibus etiam suo loco nobis est conferendum.

    Annuunt utrique philosopho priorem in huius pug-ne congressu locum.

    Tum ille: unum, inquit, primo vos simul interrogo, quod ad vos pariter attinere video, qui maxime scripto ni-timini, utrum videlicet in has fidei sectas ratio vos indu-xerit aliqua, an solam hic hominum opinionem ac gene-ris vestri sectemini amorem) Quorum quidem alterum, -