Arocha, Jaime. Cultura Afrocolombiana, Entorno y Derechos Territoriales

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Capitulo III crrítorios y derechos» étnicos

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Capi tu lo III

c r r í t o r i o s y derechos» é tnicos

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Cultura afrocolombiana, entorno y derechos territoriales Jaime Arocha Rodríguez, PhD*

A los comisionados de las organizaciones negras

iVJLientras que en la Universidad Nacional transcurría el seminario que buscaba relacionar el saber académico con la política social de la década de los 90, los miembros de la Comisión Especial para las Comunidades Negras maniobraban entre políticos y funcionarios para que el Congreso de la República aprobara la ley que reglamentaría el artículo 55 transitorio de la Constitución de 1991. El éxito alcanzado por ellos el 18 de junio de 1993, así como la sanción presidencial del nuevo estatuto, marcaron un hito más bien inesperado que le dio nuevos sentidos a las palabras que pronuncié en ese seminario. En consideración a ese suceso reescribí mi intervención, a modo de homenaje para quienes representaron a las organizaciones de las comunidades negras en la Comisión Especial.

LOS MISMITOS QUE HICIMOS LA LEY LA PONDREMOS A FUNCIONAR

Durante aquel medio día del 27 de agosto de 1993, la intensidad con la cual se oyó el coro Salve, salve ¡oh tierra madre! aumentó cuando -refiriéndose a la Ley

* Profesor asociado. Director Centro de Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Humanas, U. N.

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70 que reglamenta el artículo transitorio 55' de la Constitución de 199I-Mercedes Porras le cantó al Presidente César Gaviria Trujillo:

lo mimito que la hicimo, la ponemo a funciona.

Después de 142 años de haber sido manumitidos, el nuevo estatuto por fin hace un reconocimiento sociohistórico de la identidad cultural de la gente negra, así como de sus raíces africanas y, en consecuencia, delimita derechos territoriales y culturales. Sin embargo, los afrocolombianos guardan escepticismo. Como lo hace Zulia Mena, adalid de la Organización de Barrios Populares (Obapo), ellos se interrogan si el primer mandatario no sacrificará la oportunidad de hacer historia con ese pueblo, y más bien responderá a las presiones que ejercen los países de la cortina de bambú, los gremios y la clase política para que profundice la apertura económica, aumentando la oferta internacional de todo lo que abunda en el litoral Pacífico -oro, platino, petróleo, maderas, aguas para hacer electricidad, llanuras para sembrar palmas africanas, manglares para talar y erigir criaderos de crustá­ceos; en fin, mares de los cuales extraer atún-. Y, además, construir nuevas carreteras, como la que va rompiendo las montañas selváticas del Baudó para unir a Pereira con el mar y convertir a Tribugá en puerto alterno de Buenaventura.

Es innegable que la nueva Carta crea ilusiones con respecto a la democracia participativa. Empero, tanto sus artículos sobre modernización, como la coyuntura económica internacional, tienden a contradecir esa opción y más bien dan lugar a tensiones como las que hoy delimitan la incertidumbre que enmarca la existencia de los pobladores tradicionales del litoral Pacífico, afrocolombianos e indígenas emberáes, waunanáes, cunas y kwaikeres.

PERPLEJIDAD ANTE LO DIFERENTE

La ceremonia para que el Presidente sancionara en público la nueva ley tuvo lugar en la plaza Mosquera Garcés de Quibdó. En ella se repetía la escena vivida el

Artículo 55 transitorio. Dentro de los dos años siguientes a la entrada en vigencia de la presente Constitu­ción (4 de julio de 1991), el Congreso expedirá, previo estudio por parte de una comisión especial que el gobierno creará para tal efecto, una ley que le reconozca a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva sobre las áreas que ha de demarcar la misma ley [...]

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14 de julio del año anterior, cuando el mismo Presidente instaló la Comisión Especial para las Comunidades Negras: el protocolo no contemplaba ni la apari­ción, ni el protagonismo de personas de ascendencia africana que carecieran de alguna investidura y provinieran de las riberas selváticas o de los barrios más populares. Pero, en ambas ocasiones, miembros de las organizaciones que repre­sentan a las comunidades negras lograron que Mercedes se tomara el escenario, lo compartiera con el primer mandatario y, desde allí, le hiciera explícitas parte de su historia, sus agravios y exigencias. No con la retórica de los políticos tradicionales, sino valiéndose de uno de los medios privilegiados que la gente de esas regiones emplea para expresar sus sentimientos más profundos, el alabao. Así la prensa no lo haya registrado con la propiedad que semejantes manifestaciones merecían, las intervenciones de Mercedes han sido los puntos climáticos de ambas ceremonias. Su canto y poesía logran transformar las crónicas de hitos pasados y futuros en expresiones profundamente conmovedoras.

En los dos casos que menciono, el rostro de la primera autoridad nacional, y los de las cúpulas que lo acompañaban, daban muestras de la perplejidad que despierta lo distinto, desconocido e impredecible. Aquello tan asociado con las manifestaciones no hispánicas a las cuales la Constitución de 1991 les otorgó la legitimidad que la carta anterior nos les reconocía. El nuevo artículo 7o. podrá leerse y repetirse con facilidad e/ Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana. Lo difícil será hacerlo parte de nuestra cotidianidad, porque implica aprender a ser tolerantes con lo diverso, es decir realizar el ejercicio opuesto al que veníamos practicando desde 1886, cuando la Constitución de entonces nos enseñó que el sello de la nación colombiana consistía en la unidad en torno al catolicismo y a lo hispanoamericano. La esencia de esa lección aparece resumida en las enormes letras doradas que adornan el recinto de la sede de la Academia Colombiana de la Lengua en pleno centro de Bogotá: una sola lengua, una sola raza, un solo Dios.

HISTORIAS ALTERNAS

Acatar las voluntades atípicas que han adquirido legitimidad, demanda acep­tar versiones distintas de nuestra historia. Como aquella que precisa cambiar nombres y significados como el de esclavo, por el de esclavizado; protagonismos como el de la Revolución Francesa dentro de los antecedentes de nuestro proceso emancipatorio, por el del movimiento cimarrón que impulsaron, desde los comien­zos del siglo XVI, quienes habían sido secuestrados en África. Nociones como la

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referente a que la colonización antioqueña inauguró la verdadera ampliación de la frontera nacional, por aquella que habla de las migraciones hacia lo profundo de las selvas del Pacífico, iniciadas hace más de dos siglos, cuando los esclavizados comenzaron a automanumitirse.

Versiones que la historia hegemónica descalifica dizque por apócrifas y que, bajo el calor y la humedad chocoanas del medio día de ese viernes, le fueron recordadas al Presidente de la República y a su comitiva por parte del Presidente de la Asociación Campesina del Baudó, Rudecindo Castro (Acaba), y de la ya mencionada Zulia Mena. Interpretaciones para las cuales progresar es lo opuesto de permitir que -para extraer el oro- retroexcavadoras y motobombas dejen la tierra como podría hacerlo un avión bombardero, y los ríos con una contaminación de barro y metales tóxicos, cuyo nivel sobrepasa lo que pueden soportar peces y gente. También, lo contrario de permitir talas masivas de árboles que los buldozeresjalan hasta las orillas de los ríos, llevándose en rastras la capa vegetal y dejando a su paso tremedales sobre los cuales se siembra pasto, con miras a redimir la devastación y obtener más divisas.

Los dos adalides hablaron de una noción de desarrollo que fue contradicha por los oradores que los procedieron, al urgir al gobierno para que adelantara macroprogramas de carreteras que penetren la selva y permitan extraer los recur­sos de ella; hidroeléctricas que le sirvan a todo el país; nuevos puertos que aumenten los nexos con los mercados internacionales, y plantaciones que generen empleo y divisas. Pero hoy ese modelo está sometido a juicio por basarse en la extracción de recursos sin contemplar la naturaleza frágil del ámbito que los origina. Mucho menos, que toda esa región es patrimonio universal debido los servicios que le presta a la humanidad en cuanto al reciclaje y purificación del aire y las aguas, y también porque la complejidad de las relaciones entre los seres vivos que sustenta, así como la diversidad de sus formas de vida; contienen claves importantes para desarrollar, desde nuevas medicinas, hasta materiales para fabri­car aviones (dentro de esta misma serie, ver el artículo sobre la libélula gigante del Baudó).

Castro y Mena hablaban de formas de prosperidad que, al ser responsables con el futuro, permitan legarle a las próximas generaciones ámbitos distintos a los desiertos y los tugurios urbanos. Modalidades de bienestar que se han denomina­dos sostenibles, a partir del examen que los gobiernos del norte y del sur llevaron a cabo en Rio de Janeiro a propósito del porvenir de la Tierra. La propagación de nuevas maneras de que la gente se relacione con el medio que la sustenta, resulta

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impensable sin devolver el curso de la historia actual. Porque persiste en no rendirle cuentas al futuro. Ambos dirigentes hablaron de moldes de mejoramiento social, cuya esencia consista en perfeccionar los sistemas tradicionales de produc­ción de tal modo que le permitan mejores ingresos a los campesinos e indígenas que los mantienen funcionando, sin que ello se haga a costa de las capacidades que esos mismos sistemas han demostrado para defender la biodiversidad que contie­nen los bosques, los ríos y el propio Océano Pacífico.

POLIFONÍA TECNOAMBIENTAL EN EL VALLE DEL RÍO BAUDÓ

El lo. de diciembre de 1992, un equipo de investigación de la Universidad Nacional regresó del valle del río Baudó, la franja noroccidental de selvas tropica­les húmedas que yace por debajo del Darién, al occidente del Atrato y de la serranía del Baudó y muere en el océano Pacífico. Allá se llevó a cabo la segunda encuesta etnográfica sobre la cultura que portan los descendientes de los africanos esclavi­zados, quienes comenzaron a ocupar ese territorio a partir de los últimos 25 años del siglo XVIII, después de haber comprado cartas de libertad, mediante el trabajo de domingos y feriados, ya fuera en las minas de oro de sus amos o de otras personas, en el Atrato o el San Juan. Diez candidatos al título de antropólogo, la etnohistoriadora Adriana Maya y yo, ratificamos uno de los principales hallazgos de la expedición que habíamos llevado a cabo seis meses antes: los campesinos afrobaudoseños han desarrollado un modo de producción polifónico que sincroniza la alternación de colinos (lotes de cultivo) con otras actividades productivas y con los cambios climáticos, de una manera tal que hay poca degradación del ecosistema. De hecho, la región que visitamos aún figura entre los principales refugios de biodiversidad del país y del continente.

Quienes participamos en estas experiencias en el terreno consideramos que las prácticas económicas baudoseñas dependen de un modo de solucionar proble­mas muy distinto al que rige en nuestro medio. Uno de sus sellos distintivos es el de la improvisación ingeniosa que los antropólogos franceses llaman bricolage y que en nuestro medio recibe el nombre de cacharreo. Otro, el de una forma de idear soluciones que -siguiendo el Libro de los abrazos de Eduardo Gaicano- hemos denominado sentipensante, debido a la alta integración que alcanza entre pensa­miento y sentimiento. Somos de la opinión que chacharreo y sentipensamiento guían una agricultura muy distinta a la que conocemos en los Andes. Se la designa como de tumba y descomposición porque involucra el desmonte parcial del bosque, cuyos árboles carentes de valor comercial se dejan sobre el suelo para que se

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pudran con la humedad y formen camas fértiles para las semillas que se riegan o los esquejes que se entierran. Ni éstos, ni aquéllas son de una sola planta. Así cuando crecen, quedan intercaladas frutas con granos, o tubérculos con cereales.

Esta clase de policultivo funciona mediante la formación de equipos comuna­les que laboran con base en el intercambio de faenas conocido con el nombre de mano prestada. Siembran arroz, maíz, plátanos y frutales en una de las riberas, mientras que en la otra mantienen cerdos ramoneros que se mueven con libertad por las parcelas que antes estuvieron sembradas o por la floresta. Después de cosechar, y cuando ya a las áreas de siembra tan sólo les quedan pajas dobladas, cañas secas o tallos caídos, mudan de lado a los puercos para que se alimenten de los residuos. La alternación de estos espacios y el óptimo uso que los campesinos negros le dan a la energía alimenticia derivada de sus cultivos, hablan de toda una filosofía ecológica o ecosofía comparable a la que los etnólogos han descrito para los indígenas de la misma región.

Con los indios emberáes, los campesinos negros del Baudó comparten la producción; les delegan el cuidado de los marranos y la limpieza de los cultivos, entre otras tareas. Lazos tradicionales de compadrazgo integran a ambos pueblos en una coexistencia dialogante, la cual, con todo y sus tensiones, ha servido de vehículo para la formación de territorios compartidos por las dos etnias. Así, con otros sectores del Chocó, el Baudó constituye un refugio de paz, desprovisto de guerrilleros, grupos paramilitares, soldados o policías. De manera significativa contrasta con otros lugares de Colombia, donde la gente se vale de balas y metralla como medios privilegiados para resolver conflictos territoriales, sociales y políti­cos. De ahí el interés de la Universidad Nacional por apoyar nuestro estudio antropológico sobre los patrones de convivencia interétnica que imperan allá. Su realización abre la posibilidad de ofrecernos claves fundamentales para proponer alternativas que contribuyan a detener la sangría sufrida por los pobladores de muchos ámbitos de la geografía colombiana.

ASIMETRÍAS EN LA DEMARCACIÓN TERRITORIAL ÉTNICA

El equipo de la Universidad Nacional también halló que en varios puntos del valle del Baudó se estaban desintegrando algunas de estas formas de coexistencia entre indígenas y negros. Este cambio tiene que ver con la manera como la Constitución de 1991 arrastró la asimetría que durante los últimos 150 años la legislación colombiana ha mantenido en cuanto a la delimitación de derechos

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étnicos. La Ley 89 de 1890 permitió que, mientras los salvajes iban reduciéndose a la vida civilizada, podían continuar viviendo en sus resguardos bajo el régimen de sus propias autoridades. No obstante el sentido discriminatorio de la norma, la resistencia indígena se amparó en la legitimidad temporal que admitía para las identidades no hispanoamericanas, y fue consolidando un movimiento que en regiones como el Cauca y el Tolima, para el decenio de 1970, mostraba una solidez que le servía de ejemplo a otras organizaciones. Dos lustros más tarde, se extendió por las sabanas y las selvas y en 1985, la Organización Emberá-Waunaná (Orewa) ya se mostraba como ente capaz de ejercer presión sobre el Estado para que éste creara nuevos resguardos o los desenglobara de la reserva nacional creada por la ley 2a. de 1959.

Semejante tenacidad explica que hoy en el Chocó haya 78 resguardos, con una extensión de un poco más de un millón de hectáreas, de los cuatro millones del departamento. Infortunadamente con mucha frecuencia, la expansión tiene lugar en tierras que han sido habitadas o cultivadas por los negros. Como hasta ahora la legislación colombiana no le había reconocido derechos ancestrales sobre los territorios ocupados por los descendientes de quienes hace por lo menos 200 años iniciaron su proceso de automanumisión, los campesinos negros resultan amenaza­dos de expulsión y hasta expulsados, a medida que avanza el saneamiento de los resguardos.

Se esperaba que con su énfasis en la democracia participativa, la nueva Constitución echara pie atrás en esta tradición, pero retroceder sobre tradiciones tan arraigadas no ha sido fácil. Los artículos 2862 y 2871 equiparan la autonomía territorial y política de los resguardos y los cabildos que los gobiernan con las que gozan municipios y departamentos. Así, mientras que desde julio de 1991 las organizaciones indígenas pudieron iniciar sus esfuerzos en pro del reordenamiento

2. Artículo 286. Son entidades territoriales, los departamentos, los distritos, los municipios y los territorios indígenas. La ley podrá darles el carácter de entidades territoriales a las regiones y provincias que se constituyan en los términos de la Constitución y de la Ley.

3. Artículo 287. Las entidades territoriales gozan de autonomía para la gestión de sus intereses, y dentro de los límites de la Constitución y la Ley. En tal virtud tendrán los siguientes derechos:

1. Gobernarse por autoridades propias. 2. Ejercer las competencias que les correspondan. 3. Administrar los recursos y establecer los tributos necesarios para el cumplimiento de sus funciones. 4. Participar en las rentas nacionales.

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territorial de sus comunidades y del fortalecimiento de las autoridades tradiciona­les, el artículo transitorio 55 pospuso por dos años el reconocimiento de la territo­rialidad étnica afrocolombiana.

HACIA UNA NACIÓN PARA LOS EXCLUIDOS

Entre los orígenes de la reforma constitucional colombiana, vale recordar el proceso de paz con el M-19, el Movimiento Manuel Quintín Lame y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Se llevó a cabo desde el final de 1988 y el comienzo del siguiente año, incluyendo el condicionamiento de la dejación de armas al compromiso del gobierno del Presidente Virgilio Barco para abrir un espacio político que le permitiera a los disidentes y a las minorías proponer maneras de reestructurar el carácter de la nación. Se instalaron tres mesas de concertación y análisis con la participación de guerrilleros desmovilizados, fun­cionarios gubernamentales, políticos, académicos y adalides agrarios y sindicales. En ellas se presentaron y discutieron propuestas de reforma, incluyendo las relacio­nadas con asuntos de medio ambiente y etnicidad.

Entonces se habló de tomar los pasos que hacia el futuro permitieran idear una nación para los excluidos, entendiendo que la mayoría de éstos últimos estaba conformada por los amerindios y los afrocolombianos. Unos y otros comparten la calidad de personas que durante la Colonia fueron discriminadas tanto por su apariencia física, como por su conducta diversa. En consecuencia, fueron denomi­nadas «irracionales», en el primer caso, y «bienes muebles» en el segundo. De ese modo, los colonizadores obtuvieron una justificación moral por la forma como fue apropiado y explotado el trabajo de ambos pueblos.

La propuesta llevada a las mesas de concertación y análisis consistía en hacer permanentes los derechos histórico-culturales que de manera transitoria la Ley 89 de 1890 le reconocía a los indios y, con respecto a la gente negra, que el dominio ancestral sobre los territorios que había ocupado al huir de las minas y haciendas por cimarronaje o automanumisión, le fuera reconocido con plena legitimidad. Se buscaba poner fin a la odiosa tradición jurídica nacional de tratarla en calidad de «colonos» que habían invadido tierras baldías del Estado, conforme la lucha que la Asociación Campesina Integral del Atrato (Acia) llevaba a cabo desde el comienzo del decenio de 1980.

Formada bajo los auspicios de la Iglesia Católica y siguiendo el modelo de Orewa, la organización que aglutina a los indígenas de la misma región, Acia

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comenzó a independizarse. Y en ese proceso buscó la asesoría de especialistas en derechos étnicos indios, quienes fundamentaron sus alegatos en la normatividad internacional desarrollada por la Organización Internacional del Trabajo y ratifica­da por el Congreso colombiano. No obstante la fortaleza de los argumentos presentados en pro de la territorialidad étnica de los afrocolombianos del Atrato, los funcionarios del Incora se empeñaron en mantener la práctica de restringir la noción de etnia a la de indio y por lo tanto, frustrar la formación de territorios afrocolombianos.

Los NEGROS ANTE LA CONSTITUYENTE

La posibilidad de explorar modos de legitimar las tierras ancestrales de las comunidades negras volvió a repetirse entre octubre y noviembre de 1990, en el marco de las sesiones preparatorias de la Asamblea Nacional Constituyente, luego de que la reforma constitucional hubiera recibido votación favorable, en cumpli­miento del plebiscito de mayo de 1990. Dentro de la subcomisión de igualdad y derechos étnicos ocurrieron dos cambios que merecen destacarse: se integraron las cuestiones étnicas con las ambientales y se logró un acuerdo con respecto a una propuesta de articulado dentro de la cual se superaba la noción restringida de etnia en el sentido exclusivo de sociedad de indios. De ese modo, fue posible idear un modelo de estatuto que equiparaba a los dos pueblos en cuanto a derechos territo­riales, políticos, educativos, médicos e históricos.

Sin embargo, el que ese proyecto hubiera resultado de un proceso de concertación entre las organizaciones indígenas y negras, los académicos que simpatizaban con ambas y los abogados que asesoraban a las primeras, no fue tenido en cuenta dentro de las deliberaciones de la Asamblea Nacional Constitu­yente. Este divorcio figuró entre los temas de la reunión titulada Los negros ante la Constituyente, la cual convocó a cientos de adalides afrocolombianos. Patrocinada por el movimiento "Viva la ciudadanía", tuvo lugar el 26 de mayo de 1991, en la sede del Concejo Municipal de Cali. Los constitucionalistas Lorenzo Muelas, indígena guambiano del Cauca, Francisco Rojas Birri, emberá del Chocó y el sociólogo Orlando Fals Borda,se esperaban con ansiedad, partiendo de que eran los más proclives a satisfacer las reivindicaciones de la gente negra. Pero ninguno de los tres llegó. En su reemplazo, el constitucionalista Gustavo Zafra oyó la queja sobre el articulado de la preconstituyente. Explicó que no lo habían tomado en cuenta porque la Asamblea a la cual ellos habían sido elegidos aspiraba a obrar sin presiones del Ejecutivo. Dada la autonomía con la cual, dentro de las sesiones

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preparatorias había operado la Subcomisión responsable del modelo de estatuto, la opinión de Zafra fue descalificada por maniquea, simplista, unilateral y ofensiva. Desconocía el proceso de concertación que había tenido lugar durante las delibera­ciones preliminares.

HACIA EL AT 55

Las adversidades acicatearon a los adalides del movimiento negro para reco­rrer el litoral Pacífico, redoblando esfuerzos por escribir y hacer que se firmaran memoriales ratificando la urgencia de incluir a sus comunidades dentro del articu­lado definitivo de la nueva Constitución. Comenzaron a surgir comités municipa­les y veredales que llegaron a realizar tomas pacíficas, como las de las alcaldías de Quibdó y Pie de Pato y a discutir sobre su identidad como fuente de derecho y no tan sólo de discriminación. Un año más tarde, los participantes en las dos expedi­ciones etnográficas que llevó a cabo la Universidad Nacional en el Baudó, se encontraron a estos grupos de presión sesionando los domingos alrededor del artículo transitorio 55. Los de Puerto Echeverry, sobre el río Dubasa y los de Platanares expresaban dudas sobre la propuesta de que los títulos fueran colecti­vos; les preocupaba algo que aún está por resolverse: las entidades que ejercerán el dominio sobre las propiedades y, por io tanto, serán depositarías de las correspon­dientes escrituras.

Esas unidades de concientización local fueron integrándose con otras de la misma área hasta constituir entidades representativas de cada uno de los departa­mentos del Pacífico, Chocó, Valle, Cauca y Nariño. De estas estructuras aglutinantes saldrían las comisiones consultivas departamentales que, una vez aprobado el artículo transitorio 55, quedarían representadas en la Comisión Especial para las Comunidades Negras.

Entonces no es de extrañar que estas conmociones comenzaran a tener efectos en los propios pasillos del recinto constituyente. Ante la oposición de los grandes grupos de poder a los cuales se ha referido Fals Borda, parece que resultaba casi imposible incluir a los negros dentro de los textos de los artículos que le definían a los indígenas sus derechos territoriales, culturales, educativos, médicos y políticos. Así, la Organización Nacional Indígena de Colombia ejerció presión para nombrar una comisión accidental que incluía al propio Fals y a Francisco Rojas Birri, quienes redactaron el artículo transitorio 55 e hicieron las maniobras necesarias para que no fuera eliminado de la aprobación final. El éxito de ellos se apropió

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como un suceso colectivo del cual se manifestaron protagonistas muchos de los adalides negros que se habían movilizado por ríos y esteros buscando que la gente asumiera una nueva conciencia sobre su identidad étnica como personas negras.

Pero algunos académicos que habían acompañado el proceso tendían a disen­tir con respecto a esta euforia. No se resignaban a aceptar la forma como había sido sepultado el modelo redactado en la asamblea preparatoria, e insistían que al continuar refiriéndose como baldías a las tierras sobre las cuales los negros han ejercido dominio, el artículo transitorio 55 ratificaba la tradición asimétrica que habían buscado superar desde los inicios de las mesas de concertación y análisis. También porque la integración entre los asuntos de etnicidad y ambiente mantuvo la arraigada práctica de reconocerle carácter étnico tan sólo a los indios, con el resultado de negar que, entre otros pueblos, los afrocolombianos también poseen una sabiduría ancestral consecuente con conductas cuyos efectos son positivos para la preservación de los suelos selváticos, así como de la diversidad de especies vegetales y animales.

EL LABERINTO CON MUCHOS MEANDROS

A pesar de las divergencias, ambas opiniones confluyeron en la Comisión Especial para las Comunidades Negras, según lo preveía el artículo transitorio 55. Y lo hicieron en torno a la prioridad de elaborar el proyecto de ley que le diera vida a la juridicidad, referente a los efectos de la identidad histórico-cultural afroamericana. Durante nueve meses, los comisionados -conforme anota Nina S. de Friedemann- recorrieron «[...] un laberinto con muchos meandros [...]»

Al gobierno le tomó desde julio de 1991, hasta abril de 1992, expedir el decreto referente a la membrecía y más aún, hasta el 14 de julio de ese mismo año para hacer la instalación oficial del grupo de trabajo. Mientras tanto, el Ejecutivo hacía malabares para lograr lo que los adalides negros habían tratado de evitar: incluir representantes de la clase política tradicional. A primera vista parece como si esta forma de exclusión riñera con el espíritu tolerante que inauguraba la nueva Constitución. Sin embargo, adalides como Carlos Rosero, de la comisión consulti­va del Valle, se justificaron explicando que esa clase nunca había reconocido la identidad histórico cultural como factor capaz de generar derechos. Tampoco habían reconocido ni reaccionado ante las formas de discriminación sociorracial implícitas y explícitas que se han practicado en Colombia durante la República, con base en los patrones de segregación de la Colonia.

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Más de una vez la Comisión estuvo a punto de naufragar debido a la tardanza del gobierno para poner a disposición de los 12 delegados elegidos por las comisio­nes consultivas de sus respectivos departamentos los dineros que les permitieran movilizarse desde sus comunidades de origen en las costas y en lo profundo de los valles selváticos. La paquidermia de estas gestiones contrastaba con la agilidad con la cual -por esos mismos días- se diligenciaron los fondos para pagar reinserciones o las recompensas requeridas por los delatores de narcotraficantes y guerrilleros. Tal era el contraste entre el avance de ambos trámites, que en la segunda y tercera sesiones de la Comisión Especial, algunos comisionados le llamaron la atención al Presidente de la misma, el viceministro de gobierno, por la forma como la adminis­tración premiaba el uso de la violencia y castigaba a quienes, durante los últimos 150 años, han persistido en buscarle soluciones pacíficas a los conflictos políticos, sociales y económicos.

INVISIBILIDAD Y DESAFRICANIZACIÓN

Por decreto, al Instituto Colombiano de Antropología le correspondió ejercer la Secretaría técnica de la Comisión. Pero la eficiencia que desplegaron los funcionarios delegados para el trabajo secretarial, el haber optado por una entidad que durante su medio siglo de existencia le ha dado máxima prioridad al profesionalismo en la indianidad, llevó a que el soporte académico que deberían de recibir los comisionados, en más de una ocasión fuera engañase y tuviera que rectificar. Por ejemplo, el 26 de febrero de 1993, la Comisión tuvo que dedicar sus esfuerzos a corregir y responder la relatoría de la reunión auspiciada por el lean a principios de noviembre de 1992, con la meta de que sus antropólogos y los de otras universidades se manifestaran sobre la naturaleza y características de la identidad étnica afrocolombiana. Los conceptos insivibilizadores y desafricanizantes de los convocados habían girado en torno a que las manifestaciones de etnicidad afrocolombiana eran falaces. Que «se esta(ba) inventando una categoría cultural negra con base en unas características raciales negras», o que las manifestaciones contemporáneas de esa identidad más dependían de la oportunidad política que de la raíz histórica.

No es de sorprender que desde ese entonces, los doce comisionados elegidos por las consultivas departamentales introdujeran en sus versiones del proyecto de ley la creación de un instituto de investigaciones afroamericanas, con diseños curriculares sobre gentes y culturas de África occidental y central durante los siglos XV a XIX; historia y características tanto de la trata de esclavos y el comercio que

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se originó en Europa y América alrededor de ella; la producción cultural de los africanos en América o la literaria de los afroamericanos, y las luchas en contra de la esclavitud, entre otros temas. Aunque quizás lo más importante en una institu­ción de esa especialidad consista en el desarrollo de métodos de investigación que permitan aproximaciones más profundas a las que se emplean en el caso de los estudios sobre indígenas. La trata, la esclavización, la represión militar de las rebeliones palenqueras y la persecución inquisitorial de las manifestaciones reli­giosas africanas, llevaron a que aquellos a quienes la Colonia había convertido en negros, hicieran clandestinas sus memorias de africanía o escondieran deidades y ceremonias por detrás de los santos y los ritos católicos.

Aunque la ley sancionada no contempla la creación de la institución académi­ca que los comisionados negros habían solicitado, sí requiere que el Instituto Colombiano de Antropología sea reestructurado para responder a las necesidades de investigación, docencia y extensión que crea el nuevo status de la gente negra dentro de la nación colombiana. Esta reforma es indispensable para apuntalar los modelos de desarrollo sostenible a los cuales he hecho referencia, en especial porque tanto ellos, como sus raíces étnicas, se han convertido en blanco del sindicalismo.

¿FORMAS INFERIORES DE PROPIEDAD?

Durante la ceremonia de sanción de la ley, los sindicatos chocoanos afiliados con la CGTD repartieron el volante titulado ¿A qué viene al Chocó, señor Presi­dente? Entre sus apartes destaco:

[...] Ninguna organización chocoana solicitó [...] la adjudicación de terrenos en forma de propiedad colectiva e inenanejable [...] Esta forma inferior de propie­dad [...] sólo es aceptada por algunas comunidades indígenas que permanecieron incomunicados (sic.) en resguardos [...]

Horas más tarde, cuando el Presidente y el director nacional del Plan Nacional de Rehabilitación instalaron el Consejo Chocoano de Rehabilitación, Zulia Mena explicó por qué los miembros de las organizaciones de las comunidades negras habían presionado para que la titulación fuera colectiva: el sistema de producción de los campesinos negros que ocupan zonas ribereñas del litoral no se basa en una sola actividad, sino que combina la agricultura con la pesca, la explotación forestal y, donde pueda hacerse, con la minería. La titulación individual rompería con la

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unidad que debe existir entre río, orilla, bosque y -en el caso de las comunidades costeras- estero, playa y mar, máxime cuando algunas de las faenas, como la minería de la época de lluvias, tienen que hacerse de manera colectiva, convocando a los miembros de las grandes parentelas que ejercen dominio sobre los yacimien­tos y que la gente distingue con el apelativo de troncos. Algo parecido puede decirse de la floresta, la cual pocas veces es objeto de explotación individual, sino que la colectividad, asociada en sus troncos, vigila la preservación de los recursos. De otro modo, la caza y la recolección de frutos silvestres también se harían imposibles. Y por último, argumentó que la gente negra siempre ha mantenido vínculos con los grandes poblados y los puertos. Apelando a las relaciones que existen con miembros del propio tronco, hombres y mujeres pasan temporadas laborales por fuera de sus fincas ribereñas. Otra vez, dijo, si la propiedad se fracciona, también lo harán las redes de familiares que unen orilla, poblado y puerto.

¿Es RACISMO TENER CONCIENCIA HISTÓRICA?

El que doña Zulia Mena y los otros comisionados comprendan el sentido de su lucha, no quiere decir que ésta esté ganada. Por el contrario, deberán enfrentar otra faceta de la oposición sindical que fue expresada del siguiente modo dentro del comunicado que se repartió el 27 de agosto:

Los trabajadores chocoanos en su inmensa mayoría somos negros, pero consideramos a los trabajadores del resto del país como nues­tros hermanos de clase. En nuestra confederación [...] rechazamos todo tipo de discriminación racial. Contrario a crear un guetto (sic) o apartheid en el Chocó, luchamos por evitar todo tipo de discordia racial [...]

Es más bien difundida la noción referente a que quien toma conciencia de sus raíces históricas y culturales y las reivindica, practica el racismo. El raciocinio que fundamenta esta idea confunde la igualdad de derechos, con la igualdad de conduc­tas y, de paso, niega la esencia de la democracia. Así suene obvio, el sello distintivo de este tipo de régimen consiste en garantizarle los mismos derechos a quienes son distintos, en el caso que nos ocupa, porque tienen un origen particular, forzado desde África, y un pasado también particular: el desarrollo de la existencia dentro de los márgenes estrechos de la esclavitud y la rebelión contra ella escapando con violencia o comprando la libertad. De no respetar las conductas que se derivan de

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esa historia y proponer que lleguen a subsumirse en la uniformidad, resulta impensable cualquier opción para la disidencia y para la democracia.

Pero el pensamiento expresado por los sindicalistas es además ahistórico. El fortalecimiento de los movimientos étnicos obedece a que ni los partidos políticos, ni las organizaciones de clase social, han podido darle respuesta a las reivindicacio­nes de quienes no sólo son atípleos, sino que pugnan por serlo. Por períodos, la izquierda ha mostrado fascinación por lo que durante los años 70 el Partido Comunista Colombiano marxista leninista llamó los «comunistas silvestres» y a quienes aproximó con la esperanza de que se convirtieran en la base de un gran movimiento de masas que se tomara el poder. Sin embargo, cuando los convocados dieron muestras de su capacidad de autodeterminación y, por lo tanto, de su autono­mía frente a las imposiciones partidistas, fueron abandonados. En el caso de la gente negra, el escepticismo es aún mayor porque las particularidades de su situación tan sólo han figurado de manera excepcional dentro de la agenda izquierdista.

LA DERROTA DEL DESARROLLO SOSTENIBLE

Si el enfrentamiento entre sindicalistas y adalides étnicos se limitara al despliegue que tuvo lugar en la plaza quibdoseña, estaríamos ante un problema más bien intrascendente. Pero de todos modos, el choque es mucho más profundo: involucra las dos nociones de progreso acerca de las cuales he hablado aquí, conforme pudo apreciarse en las sesiones de la Comisión que tuvieron que ver con el proyecto de explotación maderera que la empresa Triplex Pizano le presentó al gobierno a través de una de sus filiales. Maderas del Darién.

La concesión de la Balsa II involucra bosques de especies en vía de extinción, denominados cativales. El 8 de octubre de 1992, con base en la información que la empresa maderera tenía que suministrar para que se adelantara el estudio requerido y el gobierno autorizara la concesión, Roberto Franco, asesor del Comisionado Manuel Rodríguez, gerente de Inderena, dio las características básicas del proyec-to-»[...] 23.640 hectáreas, [delimitadas por los ríos] Perancho [...] Ciego y Arenal; [...] las estribaciones de la serranía Los Saltos; [...] quebrada Naya y borde izquierdo de la llanura del Atrato. [De esa extensión] 11.763 [hectáreas] son bosques aprovechables [,..]»Y quizás lo más importante desde el punto de vista humano: «No hay, oficialmente, ningún dato sobre población asentada» (el subra­yado es mío).

La información cayó como «balde de agua fría» porque a Franco lo habían precedido en la palabra los representantes de la Organización Campesina del Bajo

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Atrato (Ocaba), quienes habían viajado desde Riosucio (Chocó) para exponerle a los comisionados la forma como el proyecto afectaría de manera directa a por lo menos 1.307 familias distribuidas en 25 comunidades y un número mayor de personas sufriría los efectos indirectos del proceso extractivo.

El clamor de Ocaba por estas familias -invisibilizadas en los estudios lleva­dos al gobierno- se venía oyendo desde un mes antes, cuando los dirigentes, ante la audiencia internacional del Coloquio Contribución de África a la cultura de las Américas, hablaron de la aspersión aérea de venenos para tumbarle las hojas a los árboles que van a ser derribados, y de ese modo facilitar la tala; de buldozeres que levantan la capa vegetal a medida que sacan los troncos hasta los caños que conectan los puntos de tala con el río; de la forma como la tierra levantada y los residuos que dejan las motosierras taponan los ríos, inundando los cultivos de la gente; de las trozas que al ser inmunizadas antes de echarlas al agua matan a los peces que alimentan a la gente, en fin, de un conjunto de prácticas que convierten en letra muerta el artículo 80 de la Constitución Nacional:

El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitu­ción [...].

Exceptuando a los funcionarios del Departamento Nacional de Planeación, los miembros de la Comisión Especial para las Comunidades Negras se adhirieron a la presentación hecha por Ocaba. Su posición, además, se enmarcaba en uno de los acuerdos alcanzados en su primera sesión: mientras el Presidente de la Repúbli­ca no hubiera sancionado la ley que reglamentaba el artículo transitorio 55, las entidades representadas en el seno de la Comisión -Ministerio de Gobierno, Incora, Inderena, Planeación Nacional, Instituto Geográfico Agustín Codazzi- se abstendrían de estudiar y otorgar títulos de propiedad, permisos de explotación forestal, concesiones mineras, autorizaciones para la construcción de vías o cual­quier visto bueno que pudiera afectar la integridad de los territorios objeto de los títulos colectivos contemplados por el artículo transitorio.

Esa postura casi unánime quedó consignada en una carta dirigida ese mismo 8 de octubre a la Corporación Nacional para el Desarrollo del Chocó (Code Chocó), la entidad encargada de darle a Maderas del Darién la aprobación final. Que fue positiva y que se obtuvo antes de la navidad de 1992, durante una sesión dominada por la lectura que empresarios y sindicalistas hacían de la nueva Constitución, en cuanto a la adhesión de ella a los derechos humanos, siendo uno de ellos el de disfrutar de las condiciones materiales que permitan el progreso individual.

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El debate en tomo a Balsa II muestra cómo las afiliaciones laborales, políticas y de clase social pueden hacer difícil la comprensión y aceptación de una naciona­lidad que intenta crear unidad a partir de una nueva legitimidad para lo diverso. La fragmentación de obreros y campesinos facilitó la aprobación de un proyecto que comprometerá el porvenir de los descendientes de ambos. Algo similar puede pasar con la competencia territorial entre indios y negros.

¿QUIÉN DIJO RETORNO AL ÁFRICA?

Pese a la falta de voluntad política de varios de los funcionarios que represen­taban al gobierno en el seno de la Comisión Especial para las Comunidades Negras, el 18 de junio de 1993, el Congreso de la República promulgó la ley objeto de esta publicación. Sin embargo, los meses transcurridos desde la firma de la nueva carta dieron pie para que las respectivas organizaciones tendieran a sectarizarse. Y en algunos casos a envalentonarse.

En noviembre del 92, nuestro equipo de investigación etnográfica llevó al Baudó 200 ejemplares de la separata África en América publicada por El Colom­biano, en cooperación con el Cinep y el Instituto Colombiano de Antropología. Nos proponíamos usar los materiales para cooperar en las campañas de fortaleci­miento histórico-culturál de la identidad étnica que adelantaba la Asociación Campesina del Baudó. Sin embargo, muchos de los adultos que la leían protestaban de manera muy enfática alegando que ellos nada tenían que ver con África, que eran baudoseños y que tan sólo los sacarían muertos, no sin antes dar la pelea incluso armándose por la tierra legada por sus antepasados.

Buscando explicar esta reacción sorpresiva hallamos que en desarrollo de alguna reunión que convocaba a indios y negros para discutir los efectos de la nueva Constitución, alguien había bromeado diciendo que los problemas de tierras se resolverían regresando los negros al África. El chiste se convirtió en un rumor que se agravó cuando Orewa invitó a un canadiense, afiliado con la Naciones Unidas y experto en el traslado de poblaciones, a que le hablara a los habitantes de San Francisco de Cugucho sobre los cambios que implicaría la construcción de la carretera Pereira-Tribugá. Deficiencias en la comunicación llevaron a que los campesinos negros interpretaran la presencia del extranjero como ratificación de que no sólo serían «exportados», sino que el evento sucedería con la ayuda de especialistas en la materia. Por fortuna, los vínculos de compadrazgo y amistad que han regido entre ambas sociedades permitieron limar las asperezas. Y aunque se restauró la calma, pueden aflorar nuevas rencillas.

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Durante los 24 meses que transcurrieron antes de la sanción de la ley, las relaciones entre indios y negros han sufrido deterioro. Si bien es cierto que en el Baudó los investigadores de la Universidad Nacional no han constatado el desen­cadenamiento de hechos de sangre, la situación ambivalente de la gente negra, así como los continuos reclamos de los indígenas, contribuyen a subirle la temperatura a las fricciones interétnicas del Pacfico.

De ahí la responsabilidad que les cabe a los asesores y adalides de las organizaciones de ambos pueblos, y también la insistencia de la Asociación campesina del San Juan (Acadesan) en que ambas gentes unifiquen su lucha. De lo contrario, será más fácil que las dos resulten damnificadas y expulsadas de su propia casa.

Entonces, no es por causalidad que en el "alabao" que Mercedes Porras le

dedicó al presidente César Gaviria trepidara la verdad del presente:

Negros, indios y raizales sellaremo Punida, trabajando hombro a hombro la lucha no va a acaba

La emotividad con la cual la multitud coreó Salve, salve, ¡¿oh tierra madre! parece ser indicio de que el pasado sí ha legado lecciones y que los beneficiarios de la ley sancionada al medio día de ese 27 de agosto de 1993, no quieren que se repita la historia de fragmentación de pueblos, así como la subsiguiente usurpación territorial que sus antepasados han experimentado desde la Colonia.

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REFERENCIAS

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por Cinep, Vol. 3 No. 11, septiembre, págs.: 24, 25.

1992. Los negros ante la Nueva Constitución Colombiana de 1991. América Negra, No. 3, págs.: 39-56.

AROCHA, Jaime, FRIEDEMANN Nina S. de. 1993. Marco de referencia históri­co cultural para la ley sobre derechos étnicos de las comunidades negras en Colombia. América Negra, No. 5, págs.: 155-172.

Editores

1992. Sobre africanía y etnicidad: contra la huida y la estereotipia. América Negra, No. 4, págs.: 5-7.

FRIEDEMANN, Nina S. de, AROCHA, Jaime. 1986. De sol a sol: génesis, transformación y presencia de los negros en Colombia. Bogotá. Planeta Editorial Colombiana.

FRIEDEMANN, Nina S. de. 1987. Ma N'gombe: guerreros y ganaderos en Palenque. Bogotá. Carlos Valen­

cia Editores.

1992. Negros en Colombia: identidad e invisibilidad. América Negra, No. 3,

págs.: 25-38.

1993, Antropología en Colombia: la imagen del negro. América Negra, No. 6, en prensa.

MAYA, Adriana. Las brujas de Zaragoza: resistencia y cimarronaje cultural en las minas de Antioquia. 1992. América Negra, No. 4, págs.: 85-100.

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Comunicación, resistencia e imposiciones. El juego de la participación Gerardo I. Ardila Calderón*

L-iOS directivos de las entidades encargadas de diseñar y planificar el desarrollo en el norte de Colombia saben muy bien que una de las necesidades más importantes de las comunidades wayúu de la Guajira es el agua. Los directivos de una de estas entidades, intentando contribuir a la solución del problema -al menos en mínima parte- decidieron iniciar un proyecto para construir una pequeña presa en un lugar de la alta Guajira de Colombia. Allí, una fuente de agua cercana a una colina muy pequeña, permitiría llevar el líquido con la ayuda de dos arietes hasta unos 25 metros de altitud y, después, repartirla por gravedad a varias comunidades vecinas. Por la época en la que se decidió hacer la presa, se puso de moda la idea de que si las obras proyectadas en una región se hacían conocer de las comunidades locales, los beneficiarios se comprometerían con el proyecto y asegurarían su éxito. A esta consulta sobre aspectos técnicos de una obra que todos necesitan, se le ha denomi­nado «participación comunitaria». Los ingenieros viajaron a la zona y visitaron a las familias beneficiadas por el proyecto; les preguntaron si querían que les trajeran agua hasta sus rancherías. Los entrevistados respondieron que sí, que les interesaba mucho tener agua. Entonces, las obras se hicieron: se construyó la presa con los dos arietes para cargarla y se distribuyeron los tubos que llevarían el agua por gravedad

Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.

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hasta las rancherías. Unos meses más tarde, en un acto en el que la felicidad y la tranquilidad del deber cumplido se mezclaron con los discursos sobre el cumpli­miento de la entidad (entre otras cosas, cierto), la importancia de la participación comunitaria y las ventajas de tener el agua en cada ranchería, se inauguró el nuevo acueducto, uno de los primeros de la alta Guajira. Muchos doctores, algunos periodistas prestos a resaltar lo que les parecía fundamental de acuerdo con lo que entonces se consideraba fundamental, muchos de los wayúu vecinos al lugar del proyecto y varios políticos, comieron chivo, bebieron chicha y whisky y se marcharon con el sol. No más despuntando el nuevo día, los arietes desaparecieron y los tubos que se podían retirar fueron arrancados y quedaron esparcidos por los alrededores. Cuando los técnicos se enteraron de lo ocurrido no podían creer lo que les decían. Hubo muchas explicaciones, planteadas con tono de profecía: algunos recordaron que a los indios se les debe obligar a pagar los beneficios que reciben del Estado para que los cuiden; dijeron que no se les puede dar nada gratis porque no lo valoran. Otros se limitaron a decir que los indios son así y siempre destruirán lo que el Estado les regale. Otros dijeron que el problema era de educación y que sólo en la medida en que los indios se educaran estos problemas se acabarían. Pero, ¿qué había llevado a los nativos de ese lugar de la Guajira a destruir lo que habían acompañado a inaugurar? ¿Cuál era su versión de lo ocurrido? No fue fácil saber quiénes habían decidido destruir las obras del acueducto ni cómo se había tomado la decisión, pero sí hubo respuestas claras: «Los doctores nos dijeron que traerían el agua hasta nuestra ranchería, pero nunca nos explicaron que se la quitarían a nuestros vecinos para traerla aquí. Desde hace mucho tiempo nosotros vamos por el agua al charco que está en el territorio de ellos; pero no sólo vamos por el agua sino que vamos porque ellos son nuestros amigos y varios de nuestros hermanos se han casado con sus mujeres. Nunca hablamos con los mayores para tomar su agua, ni dimos nada a cambio. Nunca hubo palabrero para negociar»

He querido empezar narrando esta experiencia porque en ella se pueden identificar varios de los elementos que me interesa resaltar. En primer lugar, que la diversidad cultural implica experiencias vitales diferentes y sistemas de valores que pueden ser antagónicos con los que nosotros consideramos «normales». En este seminario se han venido haciendo referencias a las contradicciones que debe enfrentar una política social diseñada por el Estado sobre la base de identificar el «desarrollo» o el «progreso» con el éxito de modelos económicos que no incluyen dentro de sus planes a las personas. En otros casos las personas, y las comunidades, aparecen como sujetos pasivos de esos grandes procesos, obligados a recibir los beneficios del desarrollo general, el cual los alcanza y los involucra inclusive a pesar de su voluntad.

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No obstante, estas contradicciones se han podido discutir, analizar y, en muchos casos, llegar a acuerdos políticos, dado que los actores principales de esos desacuerdos comparten una misma cultura, una misma manera de concebir la realidad y una forma muy parecida de relacionarse y actuar sobre esa realidad. Para decirlo en términos muy familiares a los académicos, comparten una misma epistemología. Pero al observar el panorama de las políticas sociales desde el campo de los derechos étnicos, la situación se hace muy compleja porque entran en juego factores que sobrepasan el entendimiento común -el generado por el apren­dizaje de una misma manera de ver las cosas.

Las diferentes historias, las diversas experiencias vitales de cada sociedad, procesos milenarios de conocimiento, aprendizaje y actuación en un entorno particular, miles de años de experimentos y fracasos en el manejo del medio natural y de las formas apropiadas de organización y gobierno de la sociedad, inmemoriales procesos de representación, simbolización y explicación de su realidad, determi­nan la manera como los miembros de cada sociedad sienten y actúan frente a las cosas que van considerando normales. Entonces, lo que puede haber sido muy bueno, respetuoso y democrático para unos, puede convertirse en impositivo, agresivo, o generador de conflictos para los otros.

Esta es una dimensión de la planeación del desarrollo y del diseño de toda política social que ha sido más descuidada que cualquier otra. Más aún, no ha sido considerada. En el ejemplo que acabo de narrar, la destrucción del acueducto sólo buscaba preservar alianzas muy antiguas entre comunidades vecinas, pretendía dejar abierta la posibilidad de continuar encontrando disculpas para relacionarse, para hacer amigos, para establecer lazos permanentes con quienes serían los donantes de la esposa y había sido motivada por el temor a transgredir los acuerdos no explícitos -pero claros- de los límites territoriales, el status y las jerarquías generadas por el derecho exclusivo de un grupo a tener acceso a un recurso tan preciado. A pesar de las buenas intenciones, los ejecutores del acueducto no habían sido conscientes de todas las implicaciones negativas de su obra. No las habían imaginado, como tampoco eran claras, explícitas y transparentes para los indígenas que decidieron destruir las obras sólo después de su terminación.

PALABRAS CLAVES

Y esto me lleva al segundo aspecto que quiero mencionar, que se refiere a la llamada «participación comunitaria». El ministro Juan Luis Londoño explicaba

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con extraordinaria claridad los principios básicos de la democracia participativa concebida desde el neoliberalismo. Primero, quiero recordar que en ese modelo (el neoliberal) dos «palabras claves», para utilizar las expresiones del doctor Londoño, son capacidades y oportunidades. El planteó que la idea era «buscar que las capacidades de las personas -a las que llamó infraestructura social o capital humano- se fortalezcan para que así puedan aprovechar las oportunidades». Si todos no tienen las mismas capacidades, no es posible que puedan competir por las oportunidades. La solución es de tipo «educativo». Y en este contexto, «educa­ción» y «capacidades» son sinónimo de homogenización. Visto así, la democracia participativa definida por el Estado no considera el principio constitucional del reconocimiento de la diversidad cultural, sino que cree que ante la dificultad de predecir los comportamientos de los seres vivos, la observancia de las leyes es la posibilidad para hacer predecibles a los humanos y la educación -puede leerse la adecuación- es su instrumento.

Pero eso que se ha venido llamando «participación comunitaria» tiene otras implicaciones importantes. La primera es que no está muy claro qué significa participación de las comunidades, de manera que en cada caso, la libre interpreta­ción permite que acciones tan diferentes como información, o consulta sobre hechos cumplidos, o adecuación para «mitigar el impacto» de las ejecuciones e, incluso, la participación de las comunidades mediante su propio trabajo para la realización de las obras, sean todas consideradas como «participación comunita­ria».

La segunda implicación me parece mucho más peligrosa y se refiere a los mecanismos para el reconocimiento de esa participación; a partir de la nueva Constitución se han incrementado las instancias de representación comunitaria, en las cuales se reconoce la representatividad de las «autoridades tradicionales». Pero el problema está en que no siempre son los individuos los que ejercen el poder en sus respectivas sociedades (a quienes llamamos autoridades tradicionales) quienes están preparados para mediar entre sus comunidades y el Estado, puesto que no hablan español o no han sido entrenados en el ritual y los simbolismos de nuestra cultura, por lo que los mediadores deben ser jóvenes que han estudiado en los internados religiosos y que pueden desenvolverse un poco mejor ante las instancias del Estado, pero que no poseen en realidad el poder dentro de sus comunidades y, por tanto, no pueden tomar decisiones ni establecer compromisos que puedan cumplir con toda seguridad. Además, se generan hondas y peligrosas contradiccio­nes en sus sociedades al ser investidos de un poder creciente que no pueden ejercer frente a sus mayores y que no procede de sus propios mecanismos de generación de poder.

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110» COMUNICACIÓN, RESISTENCIA E IMPOSICIONES: EL JUEGO DE LA PARTICIPACIÓN

Puede considerarse también el caso de la adjudicación del carácter de «repre­sentante» de la comunidad a un individuo no reconocido por los miembros de esa sociedad como tal, pero convertido en interlocutor por el Estado o sus agentes, por razones de conveniencia o facilismo; este es el caso común de la estructura política clientelista en Colombia.

En fin, la representación de las comunidades está siendo determinada por fuera de las comunidades y está siendo impuesta por el Estado y sus agentes, lo que implica generación de conflictos dentro de las comunidades y entre éstas y el Estado.

¿CUÁL «CALIDAD DE VIDA»?

La idea de que toda política social debe buscar mejorar la calidad de vida de la gente también es muy brumosa. ¿Quién establece los estándares para medir la calidad de vida? ¿Cómo podemos asegurar que nuestro concepto de calidad de vida es el correcto? ¿Cómo podemos darnos a nosotros mismos el derecho para decidir por los demás lo que les conviene? La facilidad con la que homologamos conceptos tales como desarrollo, progreso, calidad de vida y bienestar, nos hace perder de vista sus matices y desconocer sus profundas diferencias. Se cae en el error de pensar que desarrollo o progreso y crecimiento económico son la misma cosa y se piensa que «lo social» está definido tan sólo por el hecho de que existe en el desarrollo de los programas, definidos desde afuera, la «participación comunita­ria».

Las sociedades que deben sufrir nuestras imposiciones y las del Estado en nuestro nombre, no están pasivas ante las agresiones. Desarrollan mecanismos poco visibles -por lo general- para resistir y para interpretar nuestros actos. Los wayúu saben lo que significa un proyecto como el de El Cerrejón para su vida y han desplegado sus formas de explicación para tratar de dar sentido y significado a lo que están viviendo. No dudan en relacionar los constantes abortos de sus animales y las deformaciones con las que nacen los chivos, con los efectos del polvillo del carbón, y nadie pone en duda que desde cuando Cerrejón inició sus obras, ha dejado de llover como llovía antes. La ausencia de lluvias tiene que ver con la destrucción que han hecho los alijuna -como llaman a los blancos- de los lugares donde vivían las pülowi, personajes míticos que se consideran esposas de lluvia, personaje masculino (Perrin 1980). Por ese motivo Juyá -el señor de la lluvia- ya no puede volver a visitar a sus esposas, y si él no viene, pues no hay lluvia, no hay

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agua, no hay vida. De esa manera, los wayúu han ido dando el papel de originador de la muerte a las compañías del carbón y al Estado que es su fiador. Entre la mayoría de los wayúu no hay distinciones entre una empresa y otra; todas son iguales.

En 1987, en Uribia, escuché dos narraciones de «historias de la gente», que constituyen, a mi modo de ver, formas incipientes de explicación y de interiorización del papel de las compañías del carbón en la vida social de la península. Las he publicado en otra parte (Ardila 1992:74-85), por lo que presento un resumen para poder entender su significación general aunque no es mi interés aquí interpretarlas.

La primera historia se refiere a un hombre que vive cerca de Uribia, sobre la carretera al Puerto, cuya mujer ha muerto; entonces él sale a la carretera en búsqueda de un carro para ir a avisar a sus parientes. Lo recoge un bus grande, de color blanco, con los distintivos de la compañía (se refiere a Intercor), en el que viajan unos pocos pasajeros. Después que se acomoda en uno de los puestos de adelante mira hacia atrás y descubre que uno de los pasajeros es su mujer, a quien él acaba de dejar muerta. El conductor del bus le pregunta qué le pasa y cuando el guajiro le narra su sorpresa, él le recomienda que no vaya a buscar a los parientes de ella, ni prepare velorio, ni coma ni beba nada del velorio, porque su mujer le era infiel: «ella se iba con cualquiera, se burlaba de ti. No vayas a ninguna parte, quédate aquí». Cuando el guajiro se baja del bus se encuentra en el mismo lugar a donde había salido a esperar el bus y sabe que el conductor del bus también es un muerto y que todos los que viajaban allí son muertos.

La segunda historia cuenta que por esos días, un barco que se dirigía a Venezuela transportando un circo se averió frente a las costas guajiras y tuvo necesidad de atracar para hacer las reparaciones. Entonces, fondeó en el puerto del carbón. Pero, por un descuido, los animales del circo se escaparon del barco y las fieras empezaron a atacar a la gente wayúu, hiriendo y matando a muchas personas. La narradora aseguraba conocer al esposo de la mujer muerta y había visto a uno de los niños heridos por «las fieras».

Habría mucho qué decir a partir de estas narraciones, pero lo que me parece importante, para el caso, es que en las dos historias se presenta a Intercor relaciona­do con la muerte. Ambas constituyen formas veladas pero muy efectivas de resistencia a las empresas mineras y a los programas de desarrollo que no contem­plan a las personas en sus planes. Lo grave es que, poco a poco, en la medida en que los recursos simbólicos y la resistencia a través de los mitos y las transformaciones

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112» COMUNICACIÓN, RESISTENCIA E IMPOSICIONES: EL JUEGO DE LA PARTICIPACIÓN

en el ritual se agoten, los wayúu tendrán que ir haciendo uso de la única alternativa que les queda y a la que recurren en caso extremo: la violencia. Entonces, la presencia del Estado y sus acciones habrán tenido como efecto todo lo contrario de lo que deseaban.

LA POLIFONÍA DE LA PARTICIPACIÓN

Para terminar estas reflexiones, quiero subrayar el hecho de que toda relación entre dos o más individuos o sociedades es un acto de comunicación y que toda comunicación se hace desde los códigos de significación y las analogías propias de una historia y unas experiencias vitales particulares. Por tanto, todo intento de comunicación consiste en un esfuerzo por entender el sentido que tienen los discursos del otro, del que escuchamos. Por desgracia, hasta ahora sólo se han dado monólogos (como los llamó Mónica Espinosa (1991) en su trabajo de grado), intentos desesperados de las diversas etnias por lograr comunicarse con nosotros y generar un nuevo y más respetuoso pacto social. Pero por ignorancia y también por arrogancia, no estamos preparados para entender la significación de sus esfuerzos de comunicación, de sus intentos casi desesperados por evitar la guerra, por impedir que el conflicto llegue hasta la instauración de la violencia. Por eso es necesario aprender, para entender mejor lo que la gente quiere y para tener seguridad de lo que nosotros queremos de la gente. Tenemos todas las pruebas de que la ignorancia es base de la arrogancia y de la injusticia. Sólo en el conocimien­to, en la investigación para la comunicación, encontraremos sentido al mundo en que vivimos y podremos juzgar nuestras acciones y omisiones en su verdadera dimensión. No habrá «participación comunitaria» hasta cuando la polifonía nacida de la diversidad de culturas se pueda escuchar con sus múltiples voces; hasta cuando logremos entender que necesitamos conocer para comprender mejor nues­tro mundo y las relaciones que establecemos con nuestros semejantes. Mientras que exista un mínimo atisbo de imposición en la toma de decisiones y en la elección de su futuro, las comunidades no habrán logrado todavía el derecho de participar en el diseño de su destino.

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El ordenamiento territorial* Orlando Fals Borda**

l^a configuración del país por regiones le permite a la entidad territorial tener sus propias autoridades, capacidad de obtener sus recursos y fijar tributos y derecho a percibir de las rentas nacionales, especialmente del Fondo Nacional de Regalías. Para poder aprovechar estas puertas que la Constitución ha abierto a la reconformación del país, desde el punto de vista territorial, se ha venido discutien­do en la Comisión de Ordenamiento Territorial lo que podría llamarse una filosofía de la territorialidad, unos principios generales, una concepción que lleve hacia una política territorial integral, coherente, del Estado colombiano para el pueblo co­lombiano.

Esa filosofía tiene dos grandes componentes: uno es el político administrati­vo, que debe admitir que estamos ante un fenómeno de distribución de espacios geográficos humanos, que tienen que dividirse con miras a una administración funcional de la cosa pública; de ahí la importancia de ir revisando los límites actuales de las entidades territoriales, límites que son en su mayor parte obsoletos, especialmente cuando desconocen principios de desarrollo económico y social de los pueblos que van cambiando el sentido de los antiguos límites o les hacen perder totalmente su sentido. Es el caso, por ejemplo, del río Magdalena como divisoria,

* Transcripción . ** Secretario General de la Comisión de Ordenamiento Territorial.

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114 • EL ORDENAMIENTO TERRITORIAL

una de las herencias coloniales que aún tenemos, de 14 departamentos del país siendo que los ríos en sus cuencas no dividen a los pueblos que se han desarrollado en sus riberas sino que los unen.

Es evidente que el río Magdalena funcionalmente no es una divisoria y en la realidad ya no es una frontera, es un elemento de unificación de los pueblos ribereños, aunque en el mapa común del país, que enseñan en los colegios y universidades, sigue siendo elemento central de división. Los hechos lo están negando, el país es diferente visto desde el punto de vista sociocultural. Tendría­mos un mapa completamente distinto si desconocemos al río Magdalena como elemento de división. Este elemento de la filosofía territorial que queremos estimular implica que las divisiones político administrativas deben acercarse lo más posible a las divisiones reales, que vayan haciéndose mucho más cercanas a la realidad sociocultural y antropogeográfica del país. Es una pelea contra los políti­cos que no desean que se cambie un solo límite porque las divisiones actuales de departamentos y municipios son circunscripciones electorales y cambiar un corregimiento o un municipio es cambiar el caudal de votos del respectivo gamo­nal. Por eso se pone en entredicho la estructura del poder político.

L o s PRINCIPIOS GENERALES

El primer elemento de la filosofía de los principios generales que queremos estimular a través de la Comisión de Ordenamiento Territorial, es que el estamento político administrativo se acerque más y más a la realidad del país que se desarro­lla, del país vivo, no del país muerto que representa el mapa actual o del país anticuado, para no decir muerto.

El segundo elemento indispensable en una filosofía territorial es lo ambiental, porque no es solamente dividir el país y hacer un nuevo mapa, como probablemen­te lo tengamos dentro de 20 ó 30 años, sino que también es necesario que esta división territorial refleje la defensa del medio ambiente, los conceptos de cuenca, de uso de la tierra, de parques naturales y el de territorio indígena, que juega un gran papel. Cualquier decisión que se vaya a tomar para dividir el territorio no puede seguir siendo, como hasta ahora, privilegio exclusivo de las Corporaciones Regionales Autónomas, que de regionales no tienen nada, que en muchos casos son infradepartamentales, como la corporación de la meseta de Bucaramanga, o se reducen al límite actual del departamento, como en casi todas partes.

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O. FALS BORDA • 115

La ley del ambiente, el Ministerio del Ambiente, que está aprobado ya en primer debate, cayó en esa falta de sindéresis al persistir en crear divisiones territoriales sin tener en cuenta lo ambiental; fíjense ustedes en las contradicciones a las cuales nos llevan los padres de la patria, cuando los intereses particulares y políticos priman por encima de los intereses colectivos y generales. Se están creando 34 corporaciones autónomas regionales, se supone que para defender el ambiente, pero que ignoran la realidad territorial. Sin embargo, en algunos aspec­tos puede ser interesante; por ejemplo, la creación de la Corporación de la Sierra Nevada de Santa Marta, es un paso adelante en el sentido de que allí se hace justicia a una realidad: el macizo de la Sierra Nevada (que hoy está ilógicamente dividido entre 13 departamentos y 10 municipios), está en destrucción, no queda sino el 18% de su cubierta natural de selva, de bosque. Pero, por otra parte, se persiste en mantener el Macizo Colombiano dividido entre el Cauca y el Huila, que son fronteras artificiales.

E L MANDATO CONSTITUCIONAL

Resultado de la búsqueda de esa política, de esa filosofía territorial, es la definición de la misión y objetivos de la Comisión de Ordenamiento Territorial, adoptada el año pasado. Voy a permitirme transcribir esta definición, que es una síntesis de la política que queremos estimular: «La Comisión de Ordenamiento Territorial responde ai mandato constitucional», al artículo transitorio 38 de la Constitución Nacional, «en los asuntos del ordenamiento territorial para contribuir al logro de un Estado más eficiente y a la consolidación de la democracia y la descentralización respetando las autonomías locales y velando por la unidad nacional».

Esta última frase se introdujo para detener la campaña en contra de la Comisión, en el sentido de que era la descuartizadora de la patria. «Con estas finalidades la Comisión realiza estudios y ofrece recomendaciones dirigidas al Congreso de la República y al Gobierno Nacional sobre asuntos que reflejen los intereses de la nación y de las diversas regiones y procura una división y adminis­tración territorial que armonice la distribución de la población y el desarrollo social, económico y político con el uso de los recursos naturales, la protección del ser humano y del medio ambiente». Es una definición larga y compleja pero que refleja exactamente la filosofía territorial a la que he hecho referencia.

Estamos acostumbrados a ver el país como nos lo han enseñado, pero ha llegado el momento de verlo en una forma distinta. Ya les planteé el criterio socio-

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cultural, pero hay otros criterios que se manifiestan especialmente cuando se estudia el país desde el punto de vista regional. Una forma de concebir el país ha sido la definición de «regiones sicosociales» que propuso el profesor Luis López de Mesa en su libro «De cómo se ha formado la nación colombiana», publicado en 1936, desde entonces viene la idea de que realmente Colombia es un país de regiones. El propuso nueve de estas regiones, creo que no es necesario decir cuáles son ya que cada uno se siente de una región del país. La profesora Virginia Gutiérrez de Pineda ha seguido por ese camino proponiendo una definición regio­nal cultural. Los profesores Ernesto Guhl y Miguel Fomaguera tomaron otro punto de vista que fue el sociogeográfico con base en el epicentrismo regional y les da otro país: seis regiones fuera de la Orinoquia y la Amazonia, porque en el año 1969, cuando se propuso, ellos no lograron establecer epicentros en esas zonas de la talla de Barranquilla, Medellín, Bucaramanga o Bogotá, epicentros de cuatro de sus regiones.

La forma como se presentó el Corpes fue más irracional en la discusión que se ha concebido sobre el país. Es una decisión vertical, centralista, que no toma en cuenta a las regiones, excepto la Costa Atlántica. El Corpes occidente, por ejemplo, va desde Urabá hasta Nariño, el de centrooriente desde Cúcuta hasta el Macizo Colombiano, etc. Esta disfuncionalidad ocurrió por los pruritos del poder central; en una decisión de media hora cogieron el mapa del país y lo distribuyeron así como quedó, sin ninguna consulta, sin hablar nada. Hoy por fortuna, gracias a las puertas que ha abierto la Constitución del 91, se están revisando todas estas decisiones y vamos a tratar de que las divisiones en el futuro sean mucho más funcionales y realistas.

Este es pues el meollo de la cuestión como yo quisiera presentarla ante ustedes: ¿cómo reconstruimos a nuestro país desde el punto de vista político-administrativo y ambiental, de tal manera que las disposiciones legales y constitu­cionales reflejen nuestra realidad? Hemos dado un paso importantísimo con la adición de las tres nuevas entidades territoriales que se aprobaron en la Constitu­ción del 91, pero el esfuerzo de llegar a concretar estas nuevas formas requiere de la paciencia e insistencia de toda una generación de colombianos; no es la tarea de la Comisión de Ordenamiento Territorial sola, que además no tiene sino un período de tres años para ofrecer sus recomendaciones y ya corrió año y medio; es el esfuerzo de una generación, es decir de 20 a 30 años. No creo que alcance a ver el mapa del nuevo país, ustedes sí y los felicito por eso.